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Nombre del docente: Silvia Verónica Obregón Morales. Asignatura: Comunicación y Lenguaje LENGUA Y LITERATURA 5 Bimestre: III (mayo/junio) V CURSO DE BACHILLERATO Trabajo asignado para la fecha: jueves 11 de junio 2,020 NOMBRE DEL ALUMNO: SECCIÓN: INSTRUCCIONES GENERALES 1. Iniciar a trabajar con puntualidad, el horario asignado es de 8:00 a.m. a 3:00 p.m. No se debe entregar después de esta hora. La entrega tarde se califica con el 50% hasta un máximo de dos horas de retraso. 2. Prepara y organizar el material necesario; asegurar el espacio de trabajo para evitar interrupciones. 3. Leer con mucha atención la información, ejemplos y explicaciones e instrucciones que se presentan. 4. Todas las actividades se realizan de forma manuscrita, limpieza, con buen trazo de letra de manera que se pueda leer y calificar. 5. Anotar datos del alumno en esta página para que su trabajo pueda identificarse al momento de calificar, o escribir encabezado: nombre, grado, sección, asignatura y fecha. 6. Al terminar se debe escanear o tomar fotografías de cada página y enviar en una sola publicación a la página en Facebook : Alumnos de Famore, en el espacio asignado para cada grado. Importante cuidar la calidad y orden de colocación vertical de las imágenes en el espacio asignado para cada grado. 7. Los alumnos que reciben tutoría deben organizar su horario, iniciar puntual para entregar puntual. 8. Puede consultar otras fuentes de información en Internet, en https://dle.rae.es 9. Todos los trabajos deben archivarse de manera física, conviene un folder o archivo para la asignatura.

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Nombre del docente: Silvia Verónica Obregón Morales.

Asignatura: Comunicación y Lenguaje LENGUA Y LITERATURA 5

Bimestre: III (mayo/junio) V CURSO DE BACHILLERATO

Trabajo asignado para la fecha: jueves 11 de junio 2,020

NOMBRE DEL ALUMNO: SECCIÓN:

INSTRUCCIONES GENERALES

1. Iniciar a trabajar con puntualidad, el horario asignado es de 8:00 a.m. a 3:00 p.m. No se debe entregar después de esta hora. La entrega tarde se califica con el 50% hasta un máximo de dos horas de retraso.

2. Prepara y organizar el material necesario; asegurar el espacio de trabajo para evitar interrupciones. 3. Leer con mucha atención la información, ejemplos y explicaciones e instrucciones que se presentan. 4. Todas las actividades se realizan de forma manuscrita, limpieza, con buen trazo de letra de manera

que se pueda leer y calificar. 5. Anotar datos del alumno en esta página para que su trabajo pueda identificarse al momento de

calificar, o escribir encabezado: nombre, grado, sección, asignatura y fecha. 6. Al terminar se debe escanear o tomar fotografías de cada página y enviar en una sola publicación a la

página en Facebook : Alumnos de Famore, en el espacio asignado para cada grado. Importante cuidar la calidad y orden de colocación vertical de las imágenes en el espacio asignado para cada grado.

7. Los alumnos que reciben tutoría deben organizar su horario, iniciar puntual para entregar puntual. 8. Puede consultar otras fuentes de información en Internet, en https://dle.rae.es 9. Todos los trabajos deben archivarse de manera física, conviene un folder o archivo para la asignatura.

VALORACIÓN GENERAL: Se resta 5 puntos por no anotar los datos del alumno: en la primera página

de la guía o encabezado oficial del Centro Escolar Famore. Se restan 5 puntos por faltas de ortografía. Se restan 5 puntos por manchones, tachones o falta de limpieza. Se restan 5 puntos por trazo poco o nada legible: escribir con letra clara, de tamaño y

forma que se pueda leer para calificar. Se restan 5 puntos por falta calidad, orden y colocación vertical al enviar las imágenes

O SIN ETIQUETAR A LA PROFESORA

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ACTIVIDAD: competencia lectoraINSTRUCCIONES: en el siguiente listado aparecen los nombres de los cuentos para leer y analizar, así mismo el nombre del alumno(a) que le corresponde cada cuento; no se admiten cambios, por lo tanto se debe ser muy cuidadoso(a) y trabajar el asignado.

NOMBRE DEL CUENTO / AUTOR NOMBRE DEL ALUMNO QUE DEBE LEER Y ANALIZAR1. La gallina degollada / HORACIO QUIROA Roberto Gálvez2. Dulzura/ TONY MORRINSON Adrián Menocal3. La caída de la casa Usher / EDGAR ALLAN POE Alejandra Pérez4. Me alquilo para soñar /GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ Diego Recinos5. El gato negro/ EDGAR ALLAN POE Nahomy Rodríguez6. Casa tomada/ JULIO CORTÁZAR Jeber Barahona7. Un hombre sin suerte / SAMANTA SCHWEBLIN René Orellana8. Historia de un perro / GUY MAUPASSANT Andrés Sánchez9. Manuscrito dentro de una botella / EDGAR ALLAN POE Byron Duque10. La profecía autocumplida / GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ Rodrigo Carrillo11. Lazos de familia / CLARICE LISPECTOR André Orozco12. El ahogado más hermoso del mundo / GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ. Javier Chávez 13. Un artista en el trapecio/ FRANZ KAFKA Saraí Orellana14. Orbe Novo / PILAR DUGHI Isa Aguilar15. Por las azoteas / JULIO RAMÓN RIBEYRO Pablo de Paz16. La prueba de amor / MARY SHELLEY Samuel Brol17. El descubrimiento de América / ALFREDO BRYCE ECHENIQUE Sebastián Cabrera18. Cuando todo brille / LILIANA HECKER Esteban Liang19. La perfecta señorita / PATRICIA HIGHSMITH Adriana López

INFORME ESCRITO DE CADA CUENTO

1. NOMBRE DEL CUENTO y AUTOR2. DATOS BIOGRÁFICOS DEL AUTOR

Se debe investigar y anotar datos relevantes de su vida en relación con la literatura. 3. TEMA O ASUNTO QUE TRATA EL CUENTO: redactar un párrafo con por lo menos cinco

oraciones. 4. RESUMEN DEL ARGUMENTO DEL CUENTO.

La introducción que hace el autor. El nudo, conflicto o desarrollo que presenta. La resolución o final.

5. PERSONAJES PRINCIPALES : descripción física y emocional. 6. PERSONAJES SECUNDARIOS Y COMPLEMENTARIOS: descripción física y emocional.7. CONTEXTO DE LA OBRA: lugar, época, ciudad -poblado-región, clima, ambiente, situación

social – política – religiosa.8. TIEMPO EN EL QUE TRANSCURRE LA OBRA: horas, días, semanas, meses, años .

Anotar dos citas textuales para demostrarlo.9. INTENCIONALIDAD DEL AUTOR

Explicar lo que pretende el autor al publicar el cuento. 10. ILUSTRACIÓN DE UNA ESCENA DEL CUENTO

Tamaño carta, página completa, deben apreciarse los personajes, el ambiente, el escenario y las acciones.

VALORACIÓN: 10 PUNTOS CADA ASPECTO = 100 PUNTOS

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La gallina degollada

Por:

Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces,

mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres, A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital, un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno

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y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento, pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo, había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir, creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí! ¡sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame. ¿Usted cree que es herencia, que?…

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad. Como es natural, el matrimonio puso todo su

amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito: ¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa, pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese

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momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos, pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos— que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada.

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente.

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.

—¿Qué, no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si querés decir…

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más entremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.

No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto empozoñado habíanse perdido el respeto, y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito, ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día

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sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.

De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrír la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa:

—¡No, no te creo tanto!

—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti, ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?…

—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira, ¡no se lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes, apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la

meningitis de tus hijos mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación. Rojo… rojo…

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

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Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había transpuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerro, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—¡Mamá! ¡Ay mama! —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oir la voz de su hija.

—Me parece que te llama —le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero. Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

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Dulzura

Por Toni Morrison

No es mi culpa, así que no pueden culparme. Yo no hice nada y no tengo idea de cómo pasó. Me tomó menos de una hora darme cuenta de que algo andaba mal. Muy mal. Era tan negra que me dio miedo. Negro medianoche, negro sudanés. Mi piel es clara, tengo buen pelo, soy lo que llaman “cobriza”, lo mismo que el padre de Lula Ann. No hay nadie en mi familia que se acerque a ese color. La brea es lo más parecido que se me ocurre. Pero su pelo no va con la piel. Es diferente –liso, pero con rizos, como el de esas tribus desnudas de Australia–. Podrían pensar que es cuestión de herencia, ¿pero herencia de quién? Deberían haber visto a mi abuela: pasaba por blanca. Se casó con un blanco y no le volvió a dirigir la palabra a ninguna de sus hijas. Todas las cartas que recibía de mi madre o mis tías las devolvía enseguida, sin abrir. Finalmente, entendieron el mensaje de “no más mensajes”, y la dejaron tranquila. Casi cualquier mulato o cuarterón hacía eso en aquella época (si tenía el pelo adecuado). ¿Se imaginan cuántos blancos andan por ahí con sangre de negro escondida en sus venas? Adivinen. Escuché que un veinte por ciento. Mi propia madre, Lula Mae, podría haber pasado por una fácilmente, pero decidió no hacerlo. Me contaba el precio que pagó por esa decisión. Cuando fue con mi padre al juzgado para casarse había dos Biblias, y ellos tuvieron que poner la mano en la que estaba reservada para los negros. La otra era para manos blancas. ¡La Biblia! ¿Pueden creerlo? Mi madre era empleada en la casa de una pareja rica de blancos. Se comían todo lo que les preparaba, insistían en que les restregara la espalda cuando se

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metían a la bañera, y solo Dios sabe qué otras cosas íntimas la ponían a hacer, pero no podían tocar la misma Biblia.Puede que alguno de ustedes piense que está mal separarnos por tonos de piel (entre más claro mejor) en clubes sociales, barrios, iglesias, hermandades, incluso escuelas segregadas. ¿Pero de qué otra forma podríamos aferrarnos a un poco de dignidad? ¿De qué otra forma podríamos evitar que nos escupan en una farmacia, recibir un codazo en la parada del bus, tener que caminar por la zanja para dejar a los blancos todo el andén, que en la tienda nos cobren un centavo por una bolsa de papel que es gratis para los clientes blancos? Sin mencionar los insultos. Yo supe de todo aquello y mucho, mucho más. Pero, gracias al tono de su piel, a mi madre no le impedían probarse un sombrero o usar el baño de damas en un almacén. Y mi padre podía probarse unos zapatos en la parte delantera de la zapatería en vez de la trastienda. Aun muriéndose de sed, ninguno de los dos se hubiera permitido tomar agua de una fuente “solo para gente de color”.Odio decirlo, pero sentí vergüenza de Lula Ann desde el comienzo, en la sala de maternidad. Su piel era pálida, como la de todos los bebés al nacer (incluso los africanos), pero cambió rápidamente. Pensé que me estaba volviendo loca cuando se puso azul oscura frente a mis ojos. Sé que enloquecí por un momento porque, solo por unos segundos, puse una manta sobre su cabeza y presioné. Pero no pude hacerlo, no importa cuánto hubiera querido que ella no naciera con ese terrible color. Incluso se me ocurrió dejarla en algún orfanato. Pero temí ser uno de esos monstruos que dejan a sus bebés en las escaleras de una iglesia. Hace poco escuché de una pareja en Alemania (ambos blancos como la nieve) que tuvo un hijo de piel oscura que nadie pudo explicar. Gemelos, creo, uno blanco y uno negro. Pero no sé si es cierto. Lo que sé es que para mí amamantarla era como tener un pigmeo succionando mi pezón. Pasé a darle tetero apenas volví a la casa.Mi esposo Louis es maletero, y cuando regresó de las vías me miró como si en serio me hubiera vuelto loca, y miró a la bebé como si viniera de Júpiter. No era hombre de decir groserías, así que cuando dijo “Maldita sea, ¿qué demonios es eso?”, supe que estábamos en problemas. Esa fue la razón, lo que comenzó las peleas entre nosotros. Rompió nuestro matrimonio en pedazos. Habíamos tenido tres buenos años, pero cuando ella nació él me echó la culpa, y trataba a Lula Ann como si fuera una intrusa, o mucho peor, una enemiga. Nunca la tocó.

No pude convencerlo de que jamás, jamás me había metido con otro hombre. Estaba rotundamente seguro de que le estaba mintiendo. Discutíamos y discutíamos hasta que le dije que esa negrura tenía que provenir de su familia, no de la mía. Ahí fue que todo se puso peor, tan mal, que simplemente se paró y se fue, y yo tuve que buscar un lugar más barato donde vivir. Hice lo mejor que pude. No era tan ingenua como para llevarla conmigo cuando me entrevistaban los arrendadores, así que la dejaba con una prima adolescente para que la cuidara. De todas formas, no la sacaba mucho, porque cuando la paseaba en el coche la gente se agachaba para mirar y decir algo lindo pero enseguida saltaban hacia atrás y arrugaban la frente. Eso dolía. Si los colores de nuestra piel se invirtieran, hubieran creído que yo era su niñera. Para una mujer de color –incluso siendo cobriza– ya era bastante difícil rentar algo en un lugar decente de la ciudad. En los noventa, cuando Lula Ann nació, la ley prohibía discriminar a los arrendatarios, pero pocos propietarios le prestaban atención. Se inventaban razones para excluirte. Sin embargo, tuve suerte con el señor Leigh, aunque sé que le aumentó siete dólares al precio que pedía en el anuncio y le daba un ataque si te retrasabas un minuto con el pago del alquiler.

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Le dije que me llamara “Dulzura” en vez de “madre” o “mamá”. Era más seguro así. Era tan negra y tenía esos labios, que me parecían excesivamente gruesos, y si me hubiera dicho “mamá” eso habría confundido a la gente. Además, el color de sus ojos era extraño: negros como un cuervo, con un matiz azulado –había algo de bruja en ellos–.

Así que por un largo rato solo fuimos las dos, y no necesito decirles lo duro que es ser una esposa abandonada. Supongo que Louis se sintió un poquito mal después de dejarnos así porque, unos meses más tarde, averiguó a dónde nos habíamos mudado y empezó a mandarme dinero una vez al mes, aunque yo nunca se lo pedí, ni fui a la Corte para que lo hiciera. Los cincuenta dólares que me enviaba y mi trabajo nocturno nos sacaron a Lula Ann y a mí de la asistencia social. Eso fue bueno. Ojalá dejaran de decirle asistencia social y volvieran a la palabra que usaban cuando mi madre era una niña; en aquel tiempo se llamaba “alivio”. Suena mucho mejor, como si sólo fuera un breve respiro mientras te vuelves a poner en pie. Además, tratar a los empleados de la asistencia social es como recibir un escupitajo. Cuando finalmente encontré trabajo y no los necesité más, estaba ganando más plata de la que ellos habían ganado nunca. Supongo que su tacañería provenía de los suelditos mezquinos que recibían, y por eso nos trataban como mendigas. Sobre todo cuando miraban a Lula Ann, y luego me miraban a mí (como si estuviéramos tratando de hacer trampa o algo así). Las cosas mejoraron, pero todavía debía tener cuidado, mucho cuidado de cómo la educaba. Debía ser estricta, muy estricta. Lula Ann tenía que aprender a comportarse, a agachar la cabeza y no dar problemas. No me importa cuántas veces se cambie el nombre, su color es una cruz que siempre va a cargar. Pero no es mi culpa. No es mi culpa. No lo es.

Pues sí, a veces me siento mal por cómo traté a Lula Ann cuando era pequeña. Pero entiendan: tenía que protegerla. Ella no conocía el mundo. Con esa piel no tenía sentido ser difícil o presumido, incluso si tenías razón. No en un mundo en el que te podían mandar a una correccional por ser impertinente o por pelearte en el colegio; un mundo en el que te contratan de último y te despiden de primero. Ella no sabía nada de eso, ni de que su piel negra asustaría a los blancos, o haría que se rieran de ella y trataran de hacerle bromas pesadas. Una vez vi cómo un niño de un grupo de chicos blancos le hacía zancadilla a una niña que no podía tener más de diez años, cuya piel no estaba ni cerca de ser tan oscura como la de Lula Ann. Y cuando ella se intentó levantar, otro niño le puso un pie sobre la espalda y la tumbó de nuevo. Los chicos se partían de la risa. Mucho después de que se les escapó, algunos seguían con risitas, tan orgullosos de sí mismos. Si no hubiera estado mirando a través de la ventana del bus la habría ayudado, alejándola de esa gentuza blanca. Miren: si no hubiera adiestrado a Lula Ann correctamente, ella no habría sabido que siempre debía cruzar la calle y evitar a los chicos blancos. Pero las lecciones que le di dieron frutos, y a fin de cuentas ahora estoy muy orgullosa.

No fui una mala madre, sépanlo, pero puede que haya lastimado a mi única hija por tener que protegerla. Tenía que hacerlo. Todo por privilegios de piel. Al principio no pude ver a través de todo ese negro para entender quién era ella y simplemente amarla. Pero la amo. En serio que sí. Creo que ella lo entiende ahora. Eso creo.

Las últimas dos veces que la vi, me pareció que estaba… bueno, despampanante. Atrevida y segura de sí misma. Cada vez que me venía a visitar olvidaba lo negra que en realidad era porque ella lo usaba a su favor con hermosas ropas blancas.

Me enseñó algo que debí haber sabido desde siempre. Lo que le haces a un niño es importante. A veces nunca olvidan. Apenas le fue posible, me abandonó en ese horrible

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apartamento. Se alejó tanto de mí como pudo; se emperifolló y se consiguió un trabajo superimportante en California. Ya no llama, ni me visita. Me manda plata y cosas de vez en cuando, pero no sé hace cuánto no la veo.

Prefiero este lugar, la Casa Winston, a esos grandes y costosos ancianatos en las afueras de la ciudad. El mío es más pequeño, casero, menos costoso, con enfermeras las veinticuatro horas y un doctor que nos visita dos veces por semana. Solo tengo sesenta y tres años –muy joven para andar retirada–, pero resulté con una enfermedad crónica en los huesos, así que es vital un buen cuidado. El aburrimiento es peor que la debilidad o el dolor, pero las enfermeras son adorables. Una me acabó de besar en la mejilla cuando le dije que voy a ser abuela. Su sonrisa y sus felicitaciones fueron como para alguien a punto de ser coronada. Le mostré la nota en papel azul que recibí de Lula Ann –bueno, firmó “La novia”, pero nunca le prestó atención–. Sus palabras suenan atolondradas: “Adivina qué D., estoy tan, pero tan feliz de dar esta noticia. Voy a tener un bebé. Estoy muy, muy emocionada, y espero que tú también lo estés”. Supongo que la emoción es por el bebé y no por el padre, porque no lo menciona en absoluto. Me pregunto si es tan negro como ella. Si es así, no necesita preocuparse como lo hice yo. Las cosas han cambiado un tris desde que yo era joven. En televisión, revistas de modas, comerciales, por todos lados hay negros-azules, incluso protagonizando películas.

No hay dirección del remitente en el sobre. Así que supongo que sigo siendo la mala madre, por siempre castigada hasta que muera, por la manera bien intencionada y, de hecho necesaria, como la crié. Sé que me odia. Nuestra relación consiste en que ella me envía dinero. Tengo que admitir que se lo agradezco, porque así no tengo que rogar por cosas extras, como algunos de los otros pacientes. Si quiero un mazo de cartas nuevecito para jugar solitario puedo comprarlo, y no tengo que jugar con el sucio y gastado que hay en el salón. Y puedo comprar mi crema especial para la cara. Pero no me engaño. Sé que la plata que me envía es una forma de mantenerse alejada y acallar el poco de conciencia que aún le queda.

Si sueno amargada, desagradecida, es en parte porque en el fondo hay arrepentimiento. Todas esas pequeñas cosas que no hice o hice mal. Recuerdo la primera vez que le llegó el período y cómo reaccioné. O cómo le gritaba cuando se tropezaba o dejaba caer algo. Es cierto. Me molestaba, incluso me repelía su piel negra cuando nació y al principio pensé en… no. Tengo que alejar esos recuerdos, rápido. No tiene caso. Sé que hice lo mejor para ella dadas las circunstancias. Cuando mi esposo huyó de nosotras, Lula Ann era una carga, y pesada. Pero la llevé bien.

Sí, fui dura con ella, pueden apostarlo. Cuando tenía doce años e iba para trece tuve que ser aún más dura. Andaba respondona, no quería comer lo que le preparaba, se hacía peinados. Yo le trenzaba el pelo, y cuando se iba al colegio ella se lo destrenzaba. No podía dejar que se me dañara. Me planté fuerte y le advertí cómo la llamarían. En todo caso, algo de lo que le enseñé debió pegársele. ¿Ven en qué se convirtió? Una chica rica y con estudios. ¿Qué tal?

Ahora está embarazada. Buena jugada, Lula Ann. Si piensas que la maternidad es puro arrullo, zapatitos y pañales, te espera una gran sorpresa. Bien grande. A ti y al anónimo de tu novio, esposo, amante –lo que sea–. Imagínate, “Oh, ¡un bebé! ¡Cuchi cuchi cu!”.

Ponme atención. Estás a punto de darte cuenta de lo que se necesita, de cómo es el mundo, cómo funciona, y cómo cambia cuando te conviertes en madre.

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Buena suerte, y que Dios ayude a la criatura.

Tomado de: Lectura dialógica____________________________________________________________________

La caída de la casa Usher

Por Edgar Allan Poe

A lo largo de todo un pesado, sombrío, sordo día otoñal, cuando las nubes se ciernen agobiosamente bajas en el cielo, yo había ido cruzando, solo, a caballo, por un terreno singularmente lóbrego de la campiña; y al fin, me hallé, cuando las sombras de la tarde iban cayendo, a la vista de la melancólica mansión de los Usher. No sé cómo fue, pero, a mi primer atisbo de la casa, una sensación de insufrible tristeza invadió mi espíritu. Digo insufrible, porque aquella sensación no era mitigada por ninguno de esos sentimientos semiagradables, por lo poéticos, con que el espíritu recibe hasta las más severas imágenes naturales de lo desolado o terrible. Yo contemplaba la escena que tenía delante —la casa y las líneas del paisaje de aquella heredad, las frías paredes —las ventanas vacías que parecían ojos— unos juncos lozanos —y unos pocos, blanquecinos troncos de árboles carcomidos— con tan completa depresión de ánimo, que yo no podía compararla propiamente a otra sensación terrena sino al desvarío que sigue a la

embriaguez del opio —amarguísimo tránsito a la vida cotidiana— horrible caída del velo. Era un helor, un abatimiento, una angustia del corazón— una irremediable tristeza de pensamiento, que ningún estímulo de la imaginación, podía convertir en el menor grado de entusiasmo por lo sublime. ¿Qué era? —me detuve a reflexionarlo— ¿qué era lo que así me deprimía en la contemplación de la Casa de los Usher? Era un misterio insoluble; ni siquiera podía yo luchar con las imaginaciones sombrías que tumultuaban en mí durante aquellas reflexiones. Me veía obligado a recaer en la insatisfactoria conclusión de que, sin duda, puesto que se dan combinaciones de sencillísimos objetos naturales, que tienen el poder de afectarnos de tal modo, el análisis de ese poder reside en consideraciones que están fuera de nuestros alcances. Era posible, pensaba yo, que una simple disposición de las particularidades de la escena, de los pormenores del cuadro, fuesen suficientes para modificar, o acaso

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aniquilar, su capacidad para producir impresión dolorosa; y, obrando de acuerdo con aquella idea, guie mi caballo hacia el tajado margen de un negro y tétrico estanque, el cual se extendía con no alterado brillo junto a la casa, y contemplé dentro de él —aunque con un estremecimiento más trémulo todavía que el de antes— las repetidas e invertidas imágenes del verde juncar, y de los troncos siniestros de los árboles y las vacías ventanas que parecían ojos.

Y, con todo, yo me proponía entonces pasar unas semanas en aquella lóbrega mansión. Su propietario, Rodrigo Usher, había sido uno de los alegres camaradas de mi adolescencia; pero habían pasado muchos años desde la última vez que nos vimos. Sin embargo, había recibido últimamente, en una distante región de aquel país, una carta suya, la cual, por su carácter de apremiante insistencia, no admitía sino una respuesta mía en persona. Aquel manuscrito manifestaba claramente grande agitación nerviosa. El que lo escribía hablaba de una enfermedad corporal aguda, de un trastorno mental que lo oprimía, y un vehemente deseo de verme, como a su mejor, y en realidad, único amigo de veras, para ver si con el gozo de mi compañía, hallaba algún alivio a su enfermedad. La manera como todo aquello, y mucho más, estaba dicho —y el modo como se me hacía aquella súplica con todo el corazón— no me daban espacio para vacilar, y en consecuencia, inmediatamente obedecía lo que, sin embargo, seguía pareciéndome singularísimo requerimiento.

Aunque de muchachos habíamos sido íntimos camaradas, yo conocía en realidad muy poco a mi amigo. Su reserva para conmigo había sido siempre excesiva y habitual. Con todo, yo estaba enterado de que su antiquísima familia había sido notable, desde tiempo inmemorial, por una peculiar sensibilidad de temperamento, que se había desplegado durante largos siglos, en muchas obras de arte superior, y manifestado últimamente en obras de caridad munífica aunque nada ostentosa, así como en apasionada devoción para las intrincadas, tal vez más que para las normales y reconocibles bellezas, de la ciencia musical. Y también había sabido, cosa muy digna de notar, que el tronco de la raza de los Usher, con ser de tan antigua reputación, en ningún período había producido ramas duraderas; dicho de otro modo, que toda su descendencia era por línea directa, y siempre con muy insignificantes y temporarias variaciones, se había perpetuado de aquel modo. Aquella deficiencia, pensaba yo, mientras daba vueltas en mi pensamiento a la perfecta correspondencia del carácter de aquellas posesiones con el atribuido a las personas, y mientras reflexionaba acerca de la posible influencia que el de las unas, en el largo transcurso de los siglos, podía haber ejercido en las otras —aquella deficiencia, tal vez, de sucesión colateral, y la consiguiente, indesviada transmisión, de señor a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era lo que a la larga los había identificado hasta el punto de fundir el titulo original de la posesión con el rancio y ambiguo nombre de «Casa de Usher»— nombre que

parecía incluir en la intención de los lugareños que lo usaban, a un mismo tiempo la familia y la mansión familiar.

He dicho que el solo efecto de mi algo pueril experimento —el de mirar dentro del estanque había sido el de reforzar más todavía mi primera y singular impresión. No podía caber duda en que la conciencia del rápido incremento de mi superstición —¿por qué no habría de llamarla así?— servía principalmente para intensificarla más. Tal es, me he convencido hace mucho tiempo de ello, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen por base el terror. Y podía haber sido por esta razón únicamente, por lo que, cuando volví a levantar mis ojos hacia la casa misma, dejando de mirar su imagen en el estanque, se originó en mi espíritu una extraña fantasía —una imaginación tan ridícula, en efecto, que sólo hago mención de ella para mostrar la vivida fuerza de las sensaciones que me oprimían. Había yo excitado mi imaginación como si realmente creyera que por toda la casa y toda aquella heredad se cernía una atmósfera peculiar de ellas y de cuanto las rodeaba— una atmósfera que no tenía ninguna afinidad con el aire del cielo, sino que se había exhalado de los desmedrados árboles, y del verde valle, y del silencioso estanque— un vapor pernicioso y misterioso, pesado, inactivo, apenas discernible, y de color plomizo.

Sacudiendo de mi espíritu lo que debía haber sido un sueño escudriñé más estrictamente el aspecto del edificio. Su principal carácter parecía ser el de extraordinaria antigüedad. Y el descoloramiento causado por los siglos había sido muy considerable. Abundancia de diminutos hongos se esparcían por todo el exterior de la casa y colgaban, en delicado enmarañado tejido, de los aleros. Y sin embargo, esto no tenía nada que ver con un deterioro extraordinario de la casa. No había caído ningún trozo de mampostería, aunque parecía existir un extraño desacuerdo entre el perfecto ajuste de las partes, lo desmoronado de cada una de las piedras. Ello me recordaba mucho la engañosa integridad de viejas obras de carpintería que se han ido carcomiendo durante años en algún desván olvidado, sin estorbos del soplo del aire exterior. Aparte de aquel indicio de general ruina, el edificio, con todo, no ofrecía la menor señal de inestabilidad. Tal vez la vista de un observador minucioso hubiera podido descubrir una grieta apenas perceptible que, extendiéndose desde el techo de la fachada del edificio, bajaba por la pared zigzagueando hasta que se perdía dentro de las tétricas aguas del estanque.

Mientras iba notando aquellas cosas, cabalgaba yo por una corta calzada que conducía a la casa. Un mozo que estaba aguardándome, se encargó de mi caballo, y entré en el gótico vestíbulo abovedado. Un criado de paso furtivo me condujo en silencio desde allí, por varios oscuros e intrincados pasadizos, hacia el estudio de su amo. Mucho de lo que encontré por el camino contribuyó no sé de qué modo, a intensificar más todavía los vagos sentimientos de que he hablado ya. Con todo y ser los

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objetos que me rodeaban —las entalladuras de los techos, las oscuras tapicerías de las paredes, la negrura de ébano de los pisos, y los fantasmagóricos trofeos heráldicos que traqueteaban con mis pisadas, no eran sino cosas a las que, o como a las que, yo me había acostumbrado desde mi infancia— a pesar de que yo no vacilaba en reconocer lo familiar que me era todo aquello— sin embargo me maravillaba al hallar cuán poco familiares eran las imaginaciones que aquellas imágenes ordinarias estaban agitando en mí. En una de las escaleras por donde subimos, hallé al médico de la familia. Su fisonomía, a lo que me pareció, mostraba una expresión mezclada de baja marrullería y perplejidad. Pasó por mi lado con azoramiento y continuó su camino. Entonces el criado abrió una puerta y me introdujo a presencia de su señor.

… La habitación donde me hallé era muy vasta y alta. Las ventanas eran largas, estrechas y puntiagudas, y a tan elevada distancia del negro pavimento de roble, que desde dentro eran completamente inaccesibles. Débiles fulgores de luz acarmesinada se abrían paso por los enrejados cristales, y servían para hacer lo suficiente distinguibles los objetos más prominentes en derredor; con todo, la mirada se esforzaba en vano para alcanzar los más lejanos rincones de la habitación, o los meandros del abovedado y calado techo. Negras colgaduras pendían sobre las paredes. El mobiliario general era profuso, incómodo, anticuado y desvencijado. Algunos libros e instrumentos musicales estaban esparcidos por allí; pero no alcanzaban a dar vida alguna al conjunto. Sentí como si estuviese respirando una atmósfera de tristeza. Un aspecto de austera, profunda e irremediable melancolía se cernía y lo invadía todo.

Al entrar yo, Usher se levantó de un sofá donde había estado echado completamente, y me saludó con vivaz vehemencia que tenía mucho, según yo pensé al primer pronto, de cordialidad excesiva de obligado esfuerzo de hombre de mundo aburrido.

Con todo, una ojeada a su continente me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos; y durante unos momentos, en que él no dijo palabra, lo contemplé con un sentimiento medio de lástima, medio de terror. ¡Sin duda, jamás un hombre había cambiado de modo tan terrible, en tan poco tiempo como Rodrigo Usher! No sin dificultad pude admitir la identidad de aquel ser macilento que tenía ante mí, con el camarada de mi temprana edad. Y eso que el carácter de su rostro había sido siempre extraordinario. Una tez cadavérica; unos ojos grandes, licuescentes y luminosos sobre toda comparación; los labios algo delgados y muy pálidos, pero de curvas extremadamente bellas; una nariz de fino modelado hebreo, pero con las ventanas demasiado abiertas para semejante forma; un mentón finamente modelado, que por su poca prominencia expresaba falta de energía moral; los cabellos de sédea suavidad y tenuidad; aquellas facciones, con un exagerado ensanchamiento en la región de las sienes, formaban una fisonomía difícil de olvidar. Y ahora en la mera

exageración del carácter predominante de aquellas facciones, y de la expresión que solían mostrar, había tanto de cambiado, que yo dudaba quién estaba hablando. La lívida palidez actual de su epidermis, y el nuevo y maravilloso brillo de sus ojos, eran lo que más me asombraba y aun aterrorizaba. También los sedosos cabellos habían sido dejados crecer con el mayor descuido, y como con su extraño enmarañamiento de telaraña flotaban más que caían alrededor de su rostro, yo no podía ni con esfuerzo, relacionar aquella salvaje expresión con ninguna idea de pura humanidad.

En los gestos de mi amigo me llamó la atención en seguida cierta incoherencia, cierta inconsistencia; y pronto vi que ello procedía de una serie de esfuerzos débiles y vanos para dominar una trepidación habitual, una excesiva agitación nerviosa. Para algo de aquella naturaleza ya había sido yo preparado, en efecto, no menos por su carta que por los recuerdos de ciertos rasgos de su niñez, y por conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y temperamento. Sus gestos eran alternativamente vivaces y flojos. Su voz variaba rápidamente de una trémula indecisión (cuando los espíritus vitales parecían del todo ausentes) a esa especie de enérgica concisión —a esa brusca, grave, pausada y ahuecada pronunciación—, a esa aplomada, equilibrada y perfectamente modulada pronunciación, que se puede observar en los borrachos perdidos, o en los incorregibles tomadores de opio, durante los períodos de su más intensa excitación.

Así fue cómo me habló del objeto de mi visita, de su vivo deseo de verme y del consuelo que esperaba recibir de mí. Se extendió bastante en lo que él imaginaba ser la naturaleza de su enfermedad. Era, decía, una dolencia constitucional y familiar, y para la cual desesperaba de hallar remedio —pura enfermedad nerviosa, añadió inmediatamente, que sin duda se mejoraría pronto. Se manifestaba en una porción de sensaciones nada naturales. Algunas de ellas, según él las refería minuciosamente, me interesaron y asombraron; aunque los términos y el modo general de su narración contribuían a ello. Padecía mucho de una morbosa acuidad de los sentidos; solamente podía soportar los alimentos más insípidos; sólo podía llevar ropas de ciertos tejidos; las fragancias de todas las flores lo sofocaban; sus ojos eran torturados hasta por la luz más débil; y solamente había algunos sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, que no le infundiesen horror.

Me pareció verlo completamente esclavizado por una especie anómala de terror. «Me moriré —dijo—, he de morirme de esta deplorable locura. Así, así, y no de otra manera pereceré. Temo los acontecimientos futuros no por sí mismos sino por sus resultados. Me estremezco al pensar en los efectos que cualquier incidente, aun el más trivial, puede causar en esta intolerable agitación de mi alma. En efecto, no me causa horror el peligro sino por su puro efecto: el terror. En esta desalentada y lamentable condición siento que más tarde o más temprano vendrá el momento en que tendré que

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abandonar la vida y la razón a un mismo tiempo, en lucha con el horroroso fantasma, Miedo».

Noté además a intervalos y por indicaciones fragmentarias y equívocas, otro singular carácter de su estado mental. Estaba obsesionado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la casa que habitaba, y de la cual hacía muchos años que no se había atrevido a salir —referentes a una influencia cuyo supuesto poder me comunicaba en términos demasiado sombríos para que yo los repita aquí— una influencia que ciertas particularidades de la pura forma y materia de su mansión familiar, habían, a fuerza de largo padecimiento, decía él, ejercido sobre su espíritu —un efecto que lo físico de las grises paredes y torres, y del sombrío estanque en que totalmente se reflejaba, había a la larga producido sobre lo moral de su existencia.

Sin embargo, admitía aunque con cierta vacilación que mucho de la peculiar tristeza que de aquel modo lo afligía, podía atribuirse a un origen más natural y mucho más claro —a la grave y larga enfermedad— y aun a la segura muerte próxima —de una hermana a quien amaba tiernamente— su sola compañera durante largos años —su último y único pariente sobre la Tierra. «La muerte de ella, decía, con una amargura que jamás podré olvidar, lo dejaría (a él tan desesperanzado y débil) por único de la antigua raza de los Usher. Mientras él hablaba, lady Madelina (que así se llamaba) pasaba pausadamente por un largo apartado de aquella habitación, y, sin haber advertido mi presencia, desapareció. Yo la miré con profundo asombro, no sin mezcla de temor y, con todo, me fue imposible explicarme tales sentimientos. Una sensación de estupor me oprimía, mientras mis ojos seguían sus pasos que se retiraban. Cuando una puerta, al fin, se cerró tras ella, mis ojos buscaron instintivamente y con vivo interés, el semblante de su hermano, pero él había ocultado su rostro en sus manos, y yo sólo pude notar que una palidez más intensa que de ordinario se había difundido por sus enflaquecidos dedos por entre los cuales corrían abundantemente ardientes lágrimas.

La enfermedad de lady Madelina había burlado largo tiempo la pericia de sus médicos. Una quieta apatía, un agotamiento gradual de su persona, y frecuentes aunque transitorios ataques de carácter en parte cataléptico, tal era su insólita diagnosis. Hasta entonces ella había sufrido firmemente el peso de su enfermedad, y no había acudido al recurso final de la cama; pero al cerrar de la tarde en que llegué a la casa, sucumbía (como me lo dijo su hermano, a la noche con inexpresable agitación) al demoledor poder de la Destructora; y así me enteré de que el vislumbre que yo había obtenido de su persona había de ser probablemente el último —que aquélla dama, a lo menos viviente, no volvería a ser vista por mi jamás.

Durante algunos días siguientes, su nombre no fue mentado ni por Usher ni por mí: y durante aquel período yo me atareaba en diligentes esfuerzos para aliviar la melancolía de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos; o

bien yo escuchaba, como entre sueños, las singulares improvisaciones en su hablante guitarra. Y de este modo, a medida que una intimidad cada vez más estrecha me introducía con menor reserva en las profundidades de su espíritu, con mayor amargura yo advertía la inutilidad de toda tentativa para alegrar a un espíritu del cual las tinieblas, como si fueran una cualidad inherente y positiva en él, se derramaban sobre todos los objetos del universo físico y moral, en una irradiación incesante de melancolía.

Siempre llevaré conmigo el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé de este modo a solas con el dueño de la Casa de Usher. Pero me fallaría todo intento para dar una idea del carácter exacto de los estudios o de las ocupaciones en que me introducía o me encaminaba. Una exaltada y muy destemplada idealidad proyectaba sus cárdenos fulgores sobre todas las cosas. Sus largas e improvisadas endechas resonarán para siempre en mis oídos. Entre otras cosas, conservo dolorosamente en mi espíritu cierta singular tergiversación y amplificación de la singular melodía del último vals de Von Weber. De los cuadros que acariciaba su artificiosa fantasía, y que alcanzaban, pincelada a pincelada, una vaguedad ante la cual yo me estremecía del modo más espeluznante, pues me sobrecogía sin saber por qué; de aquellos cuadros (tan vividos que sus imágenes están ahora delante de mí) yo me esforzaría inútilmente en sacar más de una pequeña porción que cupiese en los estrechos límites de las palabras escritas. Por su absoluta sencillez, por la limpidez de sus perfiles, me retenían y me intimidaban la atención. Si jamás un mortal pudo pintar una idea, ese mortal fue Rodrigo Usher. Para mí a lo menos —en las circunstancias que me rodeaban— brotaba de las puras abstracciones que aquel hipocondríaco se ingeniaba para trasladar al lienzo, una intensidad de intolerable terror del cual no había sentido yo ni una sombra ni aun en la contemplación de las tan resplandecientes y, con todo, demasiado concretas ensoñaciones de Fuseli.

Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo que no participaba tan rígidamente del espíritu de abstracción, podría ser reflejada, aunque débilmente, en palabras. Un cuadrito suyo representaba el interior de una larga y rectangular cueva o túnel, de paredes bajas, lisas, blancas y sin interrupción ni significado alguno. Ciertos puntos accesorios del dibujo servían para dar bien la idea de que aquella excavación se hallaba a extraordinaria profundidad bajo la superficie de la Tierra. No se observaba salida en ninguna porción de su inmensa longitud, ni se discernía antorcha ni otra alguna fuente artificial de luz; y con todo, una inundación de intensos rayos luminosos fluctuaba a lo largo de ella, y bañaba el conjunto con un resplandor horrible e inverosímil.

He hablado ahora mismo del morboso estado del nervio auditivo que hacía intolerable toda música para el paciente, como no fueran ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Eran, tal vez, los estrechos límites en que se encerraba él con la guitarra, lo que

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daba origen en buena parte, al fantástico carácter de sus ejecuciones. Pero la férvida facilidad de sus impromptus no podría explicarse por ello. Era menester que fuesen, y eran, así en las notas, como en las palabras de sus delirantes fantasías (porque no sin frecuencia se acompañaba con rimadas improvisaciones verbales), resultado de aquel intenso recogimiento mental y concentración a que he aludido anteriormente y que no se observan sino en determinados momentos de la más intensa excitación artificial. Las palabras de una de aquellas rapsodias las he podido recordar con facilidad. Tal vez fui más fuertemente impresionado por ellas cuando las produjo, porque en la profunda y misteriosa corriente de su pensamiento, yo imaginaba advertir, y por primera vez, una plena conciencia por parte de Usher del tambaleo de su elevada razón en su trono. Aquellos versos, que se titulaban, «El palacio de las Apariciones» venían a ser muy aproximada, si no exactamente, como siguen:

I

En el más verde de nuestros valles,

Por ángeles buenos habitado,

Un tiempo, hermoso y soberbio palacio—

Radiante palacio —alzaba su cabeza

En el dominio del monarca Pensamiento.

¡Allí se altaba!

Jamás serafín desplegó su ala

Sobre mansión, ni con mucho, tan bella.

II

Estandartes amarillos, gloriosos, dorados,

En su techo flotaban y ondeaban;

(Esto —todo esto— sucedía en pasados,

Tiempos remotos)

Y a cada soplo suave de viento que retozaba,

En tan amables días,

Rozando las paredes desnudas y descoloridas,

Se exhalaban aligeras fragancias.

III

Los caminantes por aquel valle feliz

A través de dos luminosas ventanas, veían

Espíritus que se movían musicalmente

Al ritmo de un laúd bien templado,

Y en derredor de un tronco donde estaba sentado

(¡Porfirogeneta!)[2]

Con pompa muy digna de su gloria,

Al señor de aquel reino se veía.

IV

Y toda reluciente de perlas y rubíes

Era la puerta del palacio,

Por la cual entraba a oleadas, oleadas, oleadas,

Y rutilando eternamente,

Una muchedumbre de Ecos cuyo dulce deber,

Sólo consistía en cantar,

Con voces de extraordinaria belleza,

El talento y la sabiduría de su rey.

V

Pero unos seres del mal con ropas de duelo,

Asaltaron los augustos dominios del monarca;

(¡Ah!, lloremos, porque jamás un mañana

Amanecerá sobre él, ¡desolado!)

Y en derredor de su mansión, la gloria

Que ruboreaba y florecía

Ya no es sino una historia confusamente recordada

De los antiguos tiempos sepultados.

VI

Y ahora los caminantes de aquel valle,

A través de las ventanas enrojecidas, ven

Vastas formas que se agitan fantásticamente

A los sones de discordante melodía;

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Mientras semejante a un río rápido y lúgubre,

Por la macilenta puerta,

Un feo tropel se precipita eternamente,

Y ríe —pero ya no sonríe.Recuerdo perfectamente que las sugestiones producidas por esta balada, nos condujeron a un orden de ideas en el cual se puso de manifiesto una opinión de Usher que yo menciono no tanto por su novedad (porque otros hombres[3] han pensado también así), como por razón de la pertinacia con que la sostenía. Esta opinión, en su forma general, era la de la conciencia en todos los seres vegetales. Pero, en su desordenada fantasía, aquella idea había adquirido un carácter más audaz, y se extendía, bajo ciertas condiciones, al reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, y la vehemente ingenuidad de su persuasión. Aquella creencia, sin embargo, se relacionaba (como antes he insinuado) con las grises piedras de la casa de sus antepasados. Aquellas condiciones de conciencia se habían cumplido allí, según él imaginaba, por el procedimiento de colocación de aquellas piedras —por el orden de su distribución, así como por los innumerables hongos que las recubrían y los decaídos árboles que se alzaban en derredor— y sobre todo, por la larga y no estorbada duración de todo aquel orden, y por su reduplicación en las quietas aguas del estanque. Su prueba —la prueba de la conciencia— podía hallarse, decía (y entonces yo me sobresaltaba al oírle hablar) en la gradual, aunque segura condensación de una atmósfera propia en las aguas y en las paredes. El resultado de ello, añadía, podía descubrirse en aquella muda, pero insistente y terrible influencia que durante siglos había plasmado los destinos de su familia y que había hecho de él lo que yo podía ver ahora —lo que era. Semejantes opiniones no necesitan comentario, y yo no haré ninguno.

Nuestros libros —los libros que, durante años, habían formado no pequeña parte de la existencia de aquel inválido— estaban, como puede suponerse, en estrecha conformidad con aquel carácter de visionario. Escudriñábamos juntos en las páginas de obras como Ververt et Chartreuse, de Gresset; el Belfegor, de Macchiavelli; el Cielo e Infierno, de Swedenborg; el Viaje Subterráneo de Nicolás Klinun, por Holberg; las Quiromancias, de Roberto Flud, de Juan de Indaginé, y de De La Chambre; el Viaje a la Azul Distancia, de Tieck; y la Ciudad del Sol, de Campanella. Uno de los volúmenes preferidos era una pequeña edición en octavo del Directorium Inquisitorum, por el Dominicano Eymeric de Gerona; y había pasajes en Pomponio Mela, acerca de los sátiros y egipanes africanos, sobre los cuales se ensimismaba Usher durante algunas horas. Con todo, su principal deleite lo hallaba en la detenida lectura de un extraordinario, raro y curioso libro en cuarto gótico —manual de alguna iglesia olvidada— el Vigiliae Mortuorum secundum Chorum Ecclesiae Maguntinae.

No podía menos de pensar en el extraño ritual de esta obra, y de su probable influencia en el hipocondríaco, cuando, una tarde, luego de informarme súbitamente de que lady Madelina había dejado de existir, declaró su intención de guardar su cuerpo durante una quincena (antes de su entierro definitivo), en uno de los numerosos sótanos situados debajo de las paredes maestras del edificio. La razón humana, sin embargo, que él daba a tan singular proceder, era tal, que yo no podía permitirme discutirla. Que él, como hermano había llegado a tal resolución (así me lo dijo) por considerar el insólito carácter de la enfermedad de la difunta, por ciertas importunas e insistentes averiguaciones por parte de sus médicos, y por la lejana y arriesgada situación del cementerio de la familia. No negaré que cuando yo me representaba el siniestro aspecto de la persona a quien había encontrado en la escalera, el día en que llegué a la casa, no tuve ganas de oponerme a lo que por otra parte me parecía todo lo más una precaución inofensiva y en modo alguno antinatural.

A petición de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos de aquella sepultura temporaria. Luego de poner el cuerpo en el ataúd, los dos solos la llevamos a su lugar de reposo. El sótano donde la colocamos (y que había estado tanto tiempo sin abrirse que nuestras antorchas medio apagadas en su asfixiante atmósfera, no nos daban mucha ocasión para examinar sus pormenores) era reducido, húmedo y desprovisto por completo de medio para la entrada de la luz; estaba situado a grande profundidad inmediatamente debajo de aquella parte del edificio donde se hallaba la habitación en que yo dormía. Había servido, según parecía, en remotos tiempos feudales, para el peor objeto, el de mazmorra, y en tiempos más próximos, como polvorín, o para guardar otras materias muy combustibles, porque una parte de su suelo, y todo el interior de un largo corredor abovedado por donde llegamos a él, habían sido cuidadosamente forrados de cobre. La puerta, de hierro macizo, había sido también de igual modo acorazada. Su inmensa pesadumbre producía un inusitado y agudo ruido chirriante, cuando giraba sobre sus goznes. Luego de haber depositado nuestra fúnebre carga sobre unos caballetes dentro de aquella región de horrores, apartamos un poco la tapa no clavada todavía del ataúd, y miramos el rostro de la que lo ocupaba. Lo primero que llamó mi atención fue un asombroso parecido entre hermano y hermana; y Usher, adivinando tal vez mis pensamientos, murmuró unas pocas palabras por las cuales me enteré de que la difunta y él habían sido gemelos y que misteriosas afinidades de naturaleza muy poco inteligible, habían existido siempre entre los dos. Con todo, nuestras miradas no se posaron mucho espacio en la muerta, porque no podíamos mirarla sin terror. La enfermedad que así había sepultado a la señora en lo mejor de su juventud había dejado, como suele ocurrir en todas las enfermedades de carácter estrictamente cataléptico, el remedo de un leve rubor en la garganta y en el rostro, y en sus labios aquella sonrisa sospechosamente prolongada que parece tan terrible en la muerte. Volvimos a colocar y atornillamos la tapa, y luego de haber afianzado la

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puerta de hierro nos fuimos, trabajosamente, a las habitaciones, apenas menos tétricas, de la parte superior de la casa.

Y entonces, pasados algunos días de amarga pena, se efectuó un visible cambio en el desorden mental de mi amigo. Su modo de ser habitual se había desvanecido. Sus habituales ocupaciones fueron descuidadas, olvidadas. Vagaba de habitación en habitación con pasos precipitados, desiguales, sin objeto. La palidez de su semblante había adquirido, si aquello era posible, un matiz más lívido, pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo. La ronquera que de vez en cuando velaba su voz, ya no se oyó más; y un trémulo garganteo, como de extremado terror, caracterizaba habitualmente su pronunciación. Había veces, en efecto, en que yo pensaba que su espíritu agitado sin cesar estaba trabajado por algún abrumador secreto, y que luchaba por el necesario valor para divulgarlo. A veces, yo me veía obligado de nuevo a explicarme todo aquello nada más que por los inexplicables desvaríos de la locura, porque lo veía mirando en el vacío durante largas horas, en actitud de atención profunda, como si estuviera escuchando algún imaginario sonido. No era de extrañar que su estado me aterrorizase, me contagiase. Yo sentía apoderarse de mí, por lentos pero seguros grados, las alocadas influencias de sus fantásticas pero impresionantes supersticiones.

Especialmente, al retirarme a dormir a altas horas de la noche, el séptimo u octavo día después de haber colocado a lady Madelina en la mazmorra, fue cuando yo experimenté toda la fuerza de tales sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho, mientras las horas iban pasando, pasando. Yo luchaba por hacer entrar en razón la nerviosidad que me dominaba. Me esforzaba por creer que mucho de lo que yo sentía, si no todo, era debido a la influencia del tétrico mobiliario de la habitación, de las negras y deterioradas colgaduras que, atormentadas en su movimiento por el soplo de una tempestad que se acercaba, ondeaban desordenadamente hacia uno y otro lado de las paredes, y rumoreaban angustiosamente alrededor de los ornamentos de la cama. Pero mis esfuerzos eran vanos. Un irreprimible temor invadía gradualmente todo mi ser, y, finalmente, vino a posarse en mi corazón un incubo de espanto inexplicable. Sacudiéndolo de mí con un respiro y vigoroso esfuerzo, me incorporé en mis almohadas, y atisbando anhelosamente en la intensa tiniebla de la habitación, apliqué el oído —no sé por qué, como no fuese movido por algún instintivo impulso— a ciertos quedos, vagos sonidos que venían, entre los silencios de la tormenta, yo no sabía de dónde. Subyugado por un intenso sentimiento de terror, inexplicable pero insufrible, me vestí a toda prisa (porque comprendía que ya no podría dormir más en toda la noche), y me esforcé por rehacerme del estado lamentable en que había caído, paseándome rápidamente arriba y abajo de la habitación.

Había dado unas cuantas vueltas de esta manera, cuando un leve paso en una escalera cercana retuvo mi

atención. Pronto reconocí que era el de Usher. Un instante después llamó, con suaves golpes a mi puerta, y entró con una lámpara en la mano. Su semblante, como de ordinario, tenía una lividez cadavérica, pero, además, había una especie de loca hilaridad en sus ojos, una evidente histeria contenida en todo su porte. Su aspecto me sobrecogió, pero todo era preferible a la soledad que yo había padecido tanto espacio, y hasta saludé su presencia como un alivio.

«¿Y usted, no lo ha visto? —me dijo de pronto, luego de haber mirado unos momentos en derredor, muy abiertos los ojos, en silencio—. ¿No lo ha visto usted? ¡Espérese, pues! ¡Ya lo verá!». Y diciendo esto, luego de arreglar cuidadosamente la pantalla de su lámpara, se precipitó hacia una de las ventanas, y la abrió de par en par a la tormenta.

La impetuosa furia de la racha que entró, casi nos levantó en el aire. Era, en efecto, una noche terriblemente tempestuosa pero bella, y salvajemente singular por su terror y su belleza. Alguna tromba había concentrado, sin duda, su fuerza en nuestra vecindad; porque había frecuentes y violentas alternancias en la dirección del viento; y la extraordinaria densidad de las nubes (las cuales se cernían tan bajas que se agolpaban sobre las torres de la casa) no nos impedía percibir la viviente velocidad con que llegaban corriendo de todas partes unas contra otras en lugar de ir a perderse a lo lejos. Digo que ni su extraordinaria densidad nos privaba de percibir aquello —y, con todo, no teníamos el menor destello de luna ni estrellas— ni había allí el menor centelleo del rayo. Pero las superficies inferiores de las enormes masas de agitado vapor, así como todos los objetos terrestres que estaban inmediatamente a nuestro alrededor, relucían a la luz contranatural de una débilmente luminosa y distintamente visible exhalación gaseosa que se cernía en derredor y envolvía toda la casa.

«¡Usted no debe mirar; usted no mirará esto! —dije yo estremeciéndome a Usher, mientras lo llevaba, con suave violencia, de la ventana a un asiento—. Esas apariencias, que lo enajenan, no son más que puros fenómenos eléctricos bastante comunes, o tal vez tienen su horrible origen en los pútridos miasmas del estanque. Cerremos esa ventana; el aire es muy helado y peligroso para su salud. Ahí tiene usted una de sus novelas favoritas. Yo leeré, y usted escuchará, y de este modo pasaremos juntos la terrible noche».

El viejo volumen que yo había tomado fue el Loco Triste de sir Lanzarote Canning; pero yo lo había llamado favorito de Usher más por chanza que seriamente; porque, a decir verdad, poco hay en su tosca prolijidad desprovista de imaginación, que pudiera interesar a la elevada, espiritual idealidad de mi amigo. Con todo, era el único libro que tenía inmediatamente a mano; y yo acariciaba una vaga esperanza de que la excitación que ahora agitaba al hipocondríaco pudiera hallar un alivio (porque la historia de los trastornos mentales está llena de semejantes anomalías) en

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aquellas exageradas locuras que yo iba a leer. Si yo hubiera de juzgar, en efecto, por la vehemente y en exceso tensa vivacidad con que él escuchaba, o parecía escuchar, las palabras de la narración, hubiera podido congratularme del buen éxito de mi propósito.

Había llegado al tan conocido pasaje de la novela, donde Ethelred, el héroe del Trist, luego de haber intentado por las buenas ser admitido en la mansión del ermitaño, se resuelve a hacer buena una entrada por la fuerza.

Entonces, como puede recordarse, las palabras de la narración son como sigue:

«Y Ethelred, que de su natural tenía valeroso corazón, y que además ahora se sentía muy fuerte, por la virtud del vino que había bebido, ya no se entretuvo más en palabras con el ermitaño, el cual era en realidad, de índole tozuda y maliciosa, sino que, sintiendo la lluvia en sus espaldas, y temiendo que estallase la tormenta, alzó su maza sin pensarlo más, y a porrazos, pronto abrió paso en la tablazón de la puerta para su manoplada mano, y entonces, tirando vigorosamente, lo rajó y destrozó, y arrancó todo a pedazos, de modo que el ruido seco y retumbante de la madera repercutió temerosamente por todo el bosque».

Al terminar aquel pasaje me estremecí, y por un momento me detuve; porque me pareció (aunque deduje acto seguido que mi excitada imaginación me había engañado) que, de alguna parte muy remota de la mansión, llegaba, confusamente, a mis oídos, lo que hubiera podido ser, por la exacta semejanza de carácter, el eco (pero más ahogado y sordo ciertamente) del propio rajar y destrozar que sir Lanzarote había tan minuciosamente descrito. No cabía duda en que sólo una pura coincidencia había lijado mi atención; porque en medio del matraqueo de los maderos de las ventanas, y los ordinarios y mezclados ruidos de la tempestad, que continuaba arreciando, el ruido aquel, por sí mismo, no tenía nada, sin duda, que pudiera haberme interesado o estorbado. Así, continué leyendo:

«Pero el buen paladín Ethelred, al entrar ahora, por la puerta, se quedó enconadamente furioso y asombrado al no hallar señales del maligno ermitaño; sino, en lugar de él, a un dragón de escamoso y prodigioso aspecto, y de candente lengua, que estaba apostado de centinela ante un palacio de oro, con pavimento de plata; y de la pared colgaba un escudo de lúcido bronce, con esta leyenda escrita:

El que aquí entre, habrá sido vencedor;

El que mate al dragón, habrá ganado el escudo.

«Y Ethelred blandió su maza, y dio con ella en la cabeza del dragón, que cayó ante él, y entregó su pestilente aliento, con un chillido tan hórrido y áspero, y al mismo tiempo tan penetrante, que Ethelred hubo de taparse los oídos con las manos, para protegerlos de aquel temeroso ruido, como jamás lo escuchara semejante».

Al llegar aquí, otra vez me paré de pronto, y ahora sintiendo ya frenético asombro, porque no podía caber duda alguna que, aquella vez yo había realmente oído (aunque me pareció imposible decir de qué dirección procedía) un débil y al parecer lejano, pero áspero, prolongado, insólitamente agudo y discordante sonido, exacta réplica de lo que mi fantasía había ya forjado ser el sobrenatural chillido del dragón como lo describía el novelista.

Agobiado como yo estaba sin duda, por el acaecimiento de la segunda y singularísima coincidencia, por mil sensaciones antagónicas en que el asombro y el extremado terror predominaban, aún conservaba yo la suficiente presencia de ánimo para evitar que se excitase, por alguna observación, la impresionable nerviosidad de mi camarada. Con todo, yo no tenía la certeza de que él no hubiese notado aquellos sonidos; aunque, sin duda alguna, durante los pocos minutos últimos en su comportamiento se había producido extraña alteración. Primero estaba sentado frente a mí, pero gradualmente había ido volviendo su silla, hasta quedar de cara a la puerta de la habitación, y por ello, sólo podía en parte observar sus facciones, aunque veía que los labios le temblaban como si estuviera murmurando palabras imperceptibles. Su cabeza se había abatido sobre su pecho, aunque yo comprendí que no estaba dormido por la completa y rígida abertura del ojo suyo que pude atisbar de perfil. El movimiento de su cuerpo también contradecía aquella idea, porque se balanceaba de un lado a otro con suave pero constante y uniforme oscilación. Luego de haber observado rápidamente todo aquello, reanudé la lectura de la narración de sir Lanzarote, que continuaba de este modo: «Y entonces, el paladín, cuando hubo escapado a la terrible furia del dragón, acordándose del escudo de bronce, y de la ruptura del encanto que había en él, apartó al dragón muerto de su camino, y avanzó valerosamente por el pavimento de plata del castillo, hacia donde estaba colgado el escudo de la pared; el cual, en realidad, no esperó a que él acabase de llegar, sino que cayó a sus pies sobre el pavimento de plata, con poderoso y horrendo sonido retumbante».

Apenas aquellas palabras habían salido de mis labios cuando, como si un escudo de bronce en el mismo instante hubiese caído pesadamente sobre un pavimento de plata, percibí una distinta, hueca, metálica y estrepitosa, aunque aparentemente apagada repercusión. (Completamente acobardado, salté en pie, pero el mesurado balanceo de Usher seguía, perturbado. Me precipité hacia la silla donde él se sentaba. Sus ojos miraban fijamente ante sí, y en todo su continente reinaba una pétrea rigidez. Pero cuando puse mi mano en su hombro, se produjo un fuerte

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estremecimiento en toda su persona; una débil sonrisa tembleteaba en sus labios; y noté que hablaba, con quedo, precipitado y farfullaste murmurio, como si no tuviese conciencia de que yo estaba allí. Inclinándome mucho sobre él, pude por fin empaparme del horrendo sentido de sus palabras.

«¿Que si lo oigo? Sí, lo oigo, y lo he oído. Largamente, largamente, largamente, muchos minutos, muchas horas, muchos días, lo he oído, pero yo no me atrevía ¡oh!, tenedme lástima, ¡soy un pobre desgraciado!, ¡yo no me atrevía y no me atrevía a decir nada! ¡La hemos depositado viva en la tumba! ¿No he dicho ya que mis señoríos son muy agudos? Y os digo ahora que he oído sus primeros débiles movimientos en el hueco del ataúd. Los he oído, durante muchos días, pero no me atrevía ¡no me atrevía a decir nada! Y ahora, esta noche, Ethelred —¡ah!, ¡ah!— ¡el quebrarse de la puerta del ermitaño y el grito de muerte del dragón, y el estrépito del escudo! —decid, más bien, ¡el resquebrajarse de su ataúd, y el chirrido de los goznes de hierro de su prisión, y sus forcejeos por la galería blindada de cobre! Oh, ¿adónde huiré? ¿No se presentará aquí ahora mismo? ¿No viene apresurada a echarme en cara mi prisa por enterrarla? ¿No acabo de oír sus pasos por la escalera? ¿No estoy distinguiendo el pesado y horrible latir de su corazón? ¡Loco!». Y al llegar aquí saltó furiosamente de pie, y gritó sus sílabas como si con aquel esfuerzo estuviese entregando el alma —«¡Loco! Yo os digo que ahora ella está detrás de esa puerta».

Y como si en la sobrehumana energía de su expresión hubiese habido la potencia de un hechizo, las enormes y vetustas hojas de la puerta a las cuales estaba

señalando el que hablaba, abrieron, retrocediendo lentamente, en aquel mismo instante, sus poderosas mandíbulas de hierro. Era efecto de la racha impetuosa, sí, pero también detrás de aquella puerta estaba la alta y amortajada figura de lady Madeline de Usher. Había sangre en sus blancas ropas, y la evidencia de alguna lucha cruel por toda su extenuada persona. Por un momento se quedó temblorosa y tambaleándose en el umbral; después, con un abatido clamor quejumbroso, cayó pesadamente de cara sobre el cuerpo de su hermano, y en sus violentas y ahora postreras ansias de muerte, lo arrastró a él al suelo, cadáver y víctima de los terrores que había previsto.

De aquella habitación y de aquella casa escapé despavorido. La tempestad reinaba afuera todavía en toda su furia, cuando me hallé cruzando la antigua calzada. De pronto, resplandeció a lo largo del camino una extraña luz, y yo volví la cabeza para ver de dónde podía haber salido un fulgor tan insólito; porque detrás de mí sólo estaban la casa y sus sombras. Aquel resplandor era el de la luna llena, de un color de sangre en su ocaso, y que brillaba vívidamente a través de aquella grieta que antes apenas se discernía, de la cual he dicho ya que se extendía en zigzag desde el techo del edificio a su base. Mientras yo la estaba mirando, aquella grieta se ensanchó rápidamente —se produjo una violenta racha del torbellino— todo el disco del satélite estalló de pronto ante mis ojos —mi cerebro se bamboleó cuando vi las poderosas paredes precipitarse partidas en dos— hubo un largo y tumultuoso, voceante rumor, semejante a la voz de mil cataratas y el profundo y cenagoso estanque se cerró torva y silenciosamente a mis pies, sobre los fragmentos de la «CASA DE LOS USHER».

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Me alquilo para soñar

Por Gabriel García Márquez

A las nueve de la mañana, mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que

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estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un marejazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral.

Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la mañana no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una mujer amarrada en el asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la ropa en piltrafas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los periódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba.

Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice derecho, lo cual era más insólito aún en aquel tiempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, si niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles.

Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe: —Me alquilo para soñar.

En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más le gustaba que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinios.

—Lo que ese sueño significa —dijo— no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces.

La sola interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco años que no podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atragantó con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escondidas, y no fue posible salvarlo.

Frau Frida no había pensado que aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: «Sueño». Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en

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que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los sueños.

Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños.

Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias. Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no permitía ninguna pérdida de tiempo.

—He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo —me dijo—. Debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años.

Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces me he considerado sobreviviente de un desastre nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.

Antes del desastre de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías del viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera sido su sueldo de dos meses en el consulado de Ranigún. Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida.

No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y refinado. Aun contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejemplar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto, como los franceses, sólo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de bogavante, y me dijo en voz muy baja: alguien detrás de mí que no deja de mirarme.

Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada, masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el índice.

Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños.

—Sólo la poesía es clarividente —dijo.

Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había vendido sus propiedades de Austria, y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije.

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Ella soltó su carcajada irresistible. «Sigues tan atrevido como siempre», me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema.

—A propósito —me dijo—: Ya puedes volver a Viena. Sólo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos.

—Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré —le dije—. Por si acaso.

A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla.

—Soñé con esa mujer que sueña —dijo. Matilde quiso que le contara el sueño.

—Soñé que ella estaba soñando conmigo —dijo él.

—Eso es de Borges —le dije. Él me miró desencantado.

—¿Ya está escrito?

—Si no está escrito lo va a escribir alguna vez —le dije—. Será uno de sus laberintos.

Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta.

—Soñé con el poeta —nos dijo. Asombrado, le pedí que me contara el sueño.

—Soñé que él estaba soñando conmigo —dijo, y mi cara de asombro la confundió—. ¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.

No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebra de la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embajador me habló de ella con un gran entusiasmo y una enorme admiración. «No se imagina lo extraordinaria que era», me dijo. «Usted no habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella». Y prosiguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista que me permitiera una conclusión final.

—En concreto, —le precisé por fin—: ¿qué hacía?

—Nada —me dijo él, con un cierto desencanto—. Soñaba.

Marzo 1980.

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El gato negro- Edgar Allan Poe

 No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos.

Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

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Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

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Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y

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por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a duda, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas

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averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

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Casa tomada: Un cuento de Julio Cortázar

Por:

Julio Cortázar

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Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada

resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la

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izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la

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colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

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Un hombre sin suerte

Por Samanta Schweblin

El día que cumplí ocho años, mi hermana −que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo−, se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi.

− Abi-mi-dios −eso fue todo lo que dijo mamá−. Abi-mi-dios −y todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento−.

La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la

mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar.

Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos

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veces para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba cerrar.

Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba “¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital!”. Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:

− Sacate la bombacha.

Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:

− ¡Sacate la puta bombacha!

Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital.

Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los

asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba ahora de afuera su puerta.

− Vamos, vamos −dijo papá−.

Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía a hablar, daba explicaciones a las enfermeras.

− Quedate acá −me dijo papá−, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.

Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuánto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.

− ¿Qué tal? –preguntó−.

Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca.

− Bien −dije−.

− ¿Estás esperando a alguien?

Lo pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que no es lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo:

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− ¿Y por qué estás sentada en la sala de espera?

No sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era una gran contradicción. Él abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado.

− Acá está −dijo−, sabía que lo tenía en algún lado.

El papelito tenía el número 92.

− Vale por un helado, yo te invito −dijo−.

Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.

− Pero es gratis −dijo él−, me lo gané.

− No.

Miré al frente y nos quedamos en silencio.

− Como quieras −dijo él al final−, sin enojarse.

Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir “no voy a acceder a semejante estupidez”. Me acuerdo porque ese es el punto final de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció escucharlos.

− Es mi cumpleaños −dije−.

“Es mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. Él dejó el lápiz marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, conciente de tener otra vez su atención.

− Pero… −dijo y cerró la revista−, es que a veces me cuesta mucho entender a las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera?

Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aun así,

apenas le llegaba a los hombros. Él sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije:

− No tengo bombacha.

No sé por qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo que no podía dejar de pensar. Él todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado, u ofendido, y me di cuenta que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que acababa de decir.

− Pero es tu cumpleaños −dijo él−.

Asentí.

− No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.

− Ya sé −dije−, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado.

Él se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al estacionamiento.

− Yo sé dónde conseguir una bombacha −dijo−.

− ¿Dónde?

Problema solucionado −guardó sus cosas y se incorporó−.

Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó con una mano a las asistentes.

− Ya mismo volvemos −dijo, y me señaló− es su cumpleaños −y yo pensé “por dios y la virgen María, que no diga nada de la bombacha”−, pero no lo dijo: abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él.

Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá

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seguía junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien juntas.

− Mi dios y la virgen María −dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi uniforme−, es mejor que vayamos rodeando la pared.

− No digas “mi dios y la virgen María” −dije−, porque eso era algo de mamá, y no me gustó cómo lo dijo él.

− Ok, darling −dijo−.

− Quiero saber a dónde vamos.

− Te estás poniendo muy quisquillosa.

Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping. Era un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y me dio la mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico, y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se llamaría.

− Es acá −dijo−.

Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes de las que yo podría haber visto alguna vez, y a

solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres para alguien de mi tamaño.

− Esas no −dijo él−, acá –y me llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más pequeñas−. Mirá todas las bombachas que hay… ¿Cuál será la elegida my lady?

Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin moño.

− Ésta −dije−. Pero no tengo dinero.

Se acercó un poco y me dijo al oído:

− Eso no hace falta.− ¿Sos el dueño de la tienda?

− No. Es tu cumpleaños.

Sonreí.− Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.

− Ok Darling −dije−.

− No digas “Ok Darling” −dijo él− que me pongo quisquilloso −y me imitó sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento−.

Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió y estaba vacío.

− Todavía podés elegir el otro.

Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, en donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.

− Hay que probarla −dijo−.

Apoyé la bombacha en mi pecho. Él me dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores femeninos, que parecían estar

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vacíos. Nos asomamos. Él dijo que no sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de que era lógico porque, a no ser que sea alguien muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie.

− ¿Cómo te llamás? −pregunté−.

− Eso no puedo decírtelo.

− ¿Por qué?

Él se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta.

− Porque estoy ojeado.

− ¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?

− Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir.

Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.

− Podrías escribírmelo.

− ¿Escribirlo?

− Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador.

− Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea?

− ¿Y cómo se enteraría?

− La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.

− Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.

− Yo sé lo que te digo.

Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar terminando.

− Pero es mi cumpleaños −dije−.

Y quizá si lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara quedó un momento hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo.

− No lo leas −dijo−, se incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores.

Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes de juntar valor y meterme en el quinto guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y nos sonreímos.

Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la vieran. Mirá que bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan perfecta. Me dí cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí.

Cuando salí del probador él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la

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salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para él mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los censores de la salida, hacia el Shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida, mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio gritó mi nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. Él me

soltó pero dejé unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de arriba abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha. Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme. Él me miro, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.

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Historia de un perro

Por Guy de Maupassant

La prensa respondió unánimemente a la llamada de la Sociedad Protectora de Animales para colaborar en la construcción de un establecimiento para animales. Sería una especie de hogar y un refugio, donde los perros perdidos, sin dueño, encontrarían alimento y abrigo en vez del nudo corredizo que la administración les tiene reservado. Los periódicos recordaron la fidelidad de los animales, su inteligencia, su dedicación. Ensalzaron sucesos de asombrosa sagacidad.

Es mi deseo, aprovechando esta oportunidad, contar la historia de un perro perdido, de un perro vulgar, sin pedigrí. Es una historia sencilla pero auténtica.

En los suburbios de París, a las orillas del Sena, vivía una familia de ricos burgueses. Poseían una elegante mansión con un gran jardín, caballos, carruajes y muchos criados. El cochero se llamaba François. Era un individuo un poco corto de inteligencia; grueso, embotado…, pero digamos que era de buen corazón. Una noche, en la que regresaba a la casa de sus amos, un perro comenzó a seguirlo. En un principio ignoró al animal, pero la obstinación de éste y el hecho de seguirlo tan de cerca, hizo que el cochero se volviese… Miraba al can intentando reconocerlo, pero no… nunca lo había visto.

Se trataba de una perra de una terrible delgadez, con enormes ubres colgantes. Trotaba detrás del hombre en un estado lamentable; la cola apretada entre las piernas y las orejas pegadas contra la cabeza. François se detuvo. Lo mismo hizo la perra. François reanudó la marcha y la perra siguió tras él.

Deseó desprenderse de aquel esqueleto de animal y gritó:

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-¡Vete… Aléjate de mí!

La perra se movió dos o tres pasos hacia atrás y se detuvo apoyándose sobre las patas traseras, pero tan pronto el cochero se volvió, ésta volvió a seguirlo. Él hizo ademán de recoger unas piedras y el animal se alejó con velocidad, con una gran sacudida de sus ubres, pero volvió inmediatamente la persecución tan pronto el hombre se dio vuelta.

Entonces el cochero llamó a la perra. El animal se acercó tímidamente con la espina dorsal doblada como un círculo y todas las costillas marcándose en la piel. Acarició el relieve de los huesos y movido por compasión dijo: “Está bien, ven”. Como si lo hubiese entendido, el animal movió la cola alegremente y se dispuso a caminar, ahora confiado, delante de él.

La instaló en el pajar del establo; luego fue a la cocina para buscar un poco de pan. Al día siguiente, los amos fueron informados por el cochero de que había dado cobijo al animal, sin que éstos pusieran reparos a que lo conservara. Sin embargo, la presencia de la perra en la casa se convirtió pronto en un motivo de apuros y conflictos incesantes. Estaba constantemente en celo y durante todo el año los aspirantes con cuatro patas asediaban la residencia. Estaban en el camino, delante de la puerta, se introducían por entre los setos del jardín, destrozaban las plantas, rasgaban las flores y sus continuas idas y venidas exasperaban al jardinero. Día y noche era un concierto de aullidos y de batallas sin fin.

Los amos incluso llegaron a encontrar en la escalera perros de todas razas, pequeños con la cola recortada, perros grises, merodeadores de las calles que viven de la basura, enormes perros de raza Terranova con los pelos rizados. François la llamaba “Cocote” y bien que hacía honor a su nombre. Se reproducía con una facilidad pasmosa y tenía camadas de perros de todas las especies. Cada cuatro meses el cochero tenía que sacrificar la grey de cachorros ahogando a los pequeños seres arrojándolos a un pozo acuífero.

Cocote, con el tiempo, había llegado a ser enorme. Tras su antigua delgadez, ahora era obesa, con un vientre inflado debajo del cual sus largas ubres, sacudiéndose, siempre se arrastraban. Tan gorda estaba que se extenuaba tras caminar diez minutos.

El cochero solía decir: “Es un buen animal, pero a fe mía que deja el pozo fuera de servicio”. El jardinero se quejaba a diario, la cocinera hacía otro tanto, pues encontró perros debajo de su horno, debajo de las sillas, en el arcón del carbón; robaban todo lo que se encontraban. El amo, finalmente, le pidió a François que se liberara de Cocote.

El criado, desesperado, gimió, pero tuvo que obedecer. Ofreció la perra a todos sus conocidos pero nadie la deseaba. Durante varios días anduvo intentando perderla, sin éxito. Incluso un representante de ventas la llevó lejos en el cabestrante de su coche, pero una vez sola siempre encontraba el camino de regreso y, a pesar de su barriga que se caía, volvía siempre a acostarse en su reservado del establo.

Pero el amo no consintió más y, molesto, llamó a François, al que dijo gravemente y encolerizado:

-Si usted no se deshace de ese animal antes de mañana, lo despido de inmediato, ¿está claro?

Aunque consternado, el criado pasó horas reflexionando. Llegó a la conclusión de que era imposible conseguirle un nuevo hogar porque nadie quería estar cerca de esta perra seguida de un regimiento de cachorros así que era necesario tomar medidas más urgentes. Había fracasado

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en su idea de colocarla con nuevos dueños y también en su intento por perderla. El río era la única solución.

Entonces pensó en dar veinte peniques a alguien para que hiciese el trabajo. Pero a este pensamiento le sobrevino un agudo dolor, ya que otra persona tal vez no tendría el cuidado de no hacer sufrir al animal, y por tanto decidió realizar la ejecución él mismo.

Esa noche no pudo dormir.

Al amanecer se levantó y, tomando una fuerte cuerda, fue a buscar a Cocote… La perra se levantó lentamente, sacudió su rabo y estiró sus miembros celebrando la llegada de su amo.

Él se sentó y, subiéndola a sus rodillas, la acarició un largo rato, luego le puso la correa y el bozal diciendo: “Vamos”. La perra agitó la cola creyendo que iba a dar un paseo.

Llegaron al río.

François eligió un lugar en donde parecía que había suficiente profundidad.

Entonces ató un extremo de la cuerda al cuello del animal y, recogiendo una gran piedra, la unió al otro extremo. Tras esto tomó la perra en sus brazos y la besó furiosamente, como si se tratara de una persona de la que uno se despide.

La sostuvo apretada contra su pecho, y la perra lo lamía con satisfacción.

Diez veces intentó arrojarla, pero le faltaron fuerzas. Pero en un intento, con decisión repentina, hizo acopio de toda su fuerza y la lanzó lo más lejos posible.

Flotó un segundo, luchando, intentando nadar como cuando era bañada… pero la piedra la empujó al fondo; tenía una mirada de angustia y su cabeza desapareció en primer lugar, mientras que sus patas, saliendo del agua, todavía se agitaban. Entonces aparecieron algunas burbujas de aire en la superficie… François creyó ver a la perra un instante cuando el cauce torcía en una zona fangosa del río.

Casi se vuelve loco y durante un mes estuvo enfermo, torturado por la memoria de Cocote

La había ahogado hacia finales de abril.

Tras un largo tiempo, se recobró

Finalmente apenas pensaba en ello cuando, a mediados de junio, sus amos decidieron ir a Ruán a pasar el verano. Una mañana, como hacía mucho calor, François decidió ir a bañarse a la orilla del río. Al entrar en el agua, un olor nauseabundo lo hizo mirar a su alrededor. Observó entre unas cañas el cuerpo de un perro en estado de putrefacción.

Se acercó sorprendido por el color del pelo. Una cuerda descompuesta todavía apretaba su cuello. Era su perra, Cocote, que había sido arrojada por la corriente a sesenta millas de París. Él seguía de pie, con el agua hasta las rodillas, trastornado, como si se tratase de un milagro.

Se volvió medio loco de repente y comenzó a caminar al azar, con la cabeza perdida. Vagó todo el día y perdió el camino que jamás volvió a encontrar. Nunca volvió a atreverse a tocar un perro.

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Esta historia, como dije antes, tiene un único mérito: es verdadera, enteramente verdadera.

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Manuscrito dentro de una botella

Por Edgar Allan Poe

En cuanto a mi patria y a mi familia tengo muy poco que decir. Malas trazas y largos años me echaron de la una y me extrañaron de la otra. Mi hereditaria riqueza me deparó una educación nada común, y una disposición contemplativa de mi espíritu me capacitó para ordenar metódicamente las adquisiciones que mis tempranos estudios fueron acumulando. Por cima de todo, las obras de los moralistas alemanes me procuraron sumo deleite; y no por incauta admiración hacia su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis hábitos de riguroso pensamiento me habían capacitado para descubrir sus falsedades. A menudo me han vituperado por la avidez de mi talento; me han imputado como un crimen mi falta de imaginación; y el pirronismo de mis opiniones me ha puesto siempre en evidencia. En efecto, mi poderosa afición a la filosofía de la Naturaleza, mucho me temo que ha impregnado mi espíritu de un error muy común en estos tiempos —quiero decir el hábito de referir todas las circunstancias, hasta las menos susceptibles de tal relación, a los principios de aquella ciencia. Y lo cierto es, que de un modo general, no había persona menos sujeta que yo a dejarse arrastrar fuera de los severos recintos de la verdad por los fuegos fatuos de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar bien esto, no fuera que la increíble narración que voy a contar llegara a ser considerada más como desvarío de una ruda imaginación, que como positiva experiencia de un espíritu para el cual los ensueños de la fantasía han sido siempre letra muerta y nulidad.

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Después de muchos años pasados en un viaje a extrañas tierras, me embarqué el año de 18…, en el puerto de Batavia, de la rica y populosa isla de Java, para un viaje por las islas del archipiélago. Yo iba de pasajero, pues no llevaba más aliciente para aquel viaje sino una especie de inquietud nerviosa que me obsesionaba como un espíritu maligno.

Nuestro navío era un buque de unas cuatrocientas toneladas abadernado de cobre, y construido en Bombay con teca de Malabar. Iba fletado con algodón en rama y aceite de las islas Laquedives. Llevábamos también a bordo bonote, azúcar de palma, aceite de manteca clarificada, cocos, y unas cuantas cajas de opio. El arrumaje había sido una chapucería, y por lo tanto el bajel quedaba mal lastrado.

Nos dimos a la vela con un ligero soplo de viento; y durante muchos días nos quedamos navegando a lo largo de la costa oriental de Java, sin más incidente para divertirnos de la monotonía de nuestro rumbo que el casual encuentro con algunos de los pequeños grabs del archipiélago en el cual nos hallábamos confinados.

Una tarde, hallándome apoyado en el coronamiento, observé una nube aislada muy singular, hacia el Noroeste. Era notable, así por su color como por ser la primera que habíamos visto desde nuestra salida de Batavia. Yo la observé atentamente hasta la puesta del sol, cuando se desplegó de pronto, de Este a Oeste, ciñendo el horizonte de una estrecha faja de vapor, y semejando una larga línea de costa baja. Mi atención fue poco después atraída por la apariencia pardorrojiza de la luna, y el peculiar aspecto de la mar. Esta iba experimentando un rápido cambio, y el agua parecía más transparente que de costumbre. Aunque yo podía distinguir perfectamente el fondo, con todo, echando la sonda, hallé que el navío estaba a quince brazas sobre él. El aire se había puesto ahora intolerablemente cálido y estaba cargado de exhalaciones espirales parecidas a las que se alzan del hierro calentado. Cuando vino la noche, desapareció el menor soplo del viento, y es imposible imaginar una calma más completa. La llama de una bujía ardía en la popa sin el menor movimiento perceptible, y un largo cabello, sostenido entre el índice y el pulgar, pendía sin la menor posibilidad de descubrir en él una vibración.

Con todo, cuando el capitán dijo que él no podía percibir ninguna indicación de peligro, y cuando íbamos derivando a la altura de la costa, mandó aferrar las velas, y arriar el áncora. No se apostó vigía, y la tripulación, que se componía principalmente de malayos, se tendió deliberadamente sobre cubierta. Yo me fui abajo, no sin completo presentimiento de una desgracia. En efecto, todas las apariencias me certificaban en el temor de un simún. Hablé al capitán de mis temores; pero él no hizo caso de lo que yo le decía, y me dejó, sin dignarse darme respuesta. Sin embargo, mi inquietud me privaba de dormir, y hacia medianoche subí a cubierta. Al poner el pie en el primer peldaño en la escala de toldilla, me sobrecogió un fuerte, zumbante ruido, como el que produce la rápida revolución de una rueda de molino, y antes que yo pudiera averiguar su significado, noté que el navío trepidaba en su centro. A poco rato, una oleada de espuma nos arrojó sobre el costado, y precipitándose por cima de nosotros, de proa a popa, barrió todas las cubiertas de roda a escudo.

La extremada furia de la ráfaga fue en gran manera la salvación del navío; aunque completamente anegado, como su arboladura había sido arrastrada por cima de la borda, se puso a flote, un minuto después, lentamente, y bamboleándose unos momentos bajo la inmensa presión de la tempestad, finalmente se adrizó.

Por qué milagro escapé a la muerte, es imposible decirlo. Aturdido por la sacudida del agua, me hallé, al recobrarme, estrujado entre el estambor y el timón. Con mucha dificultad me pude poner de pie, y mirando vertiginosamente a mi alrededor, me sobrecogió la idea de que nos hallábamos

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entre rompientes; tan terrorífico, por cima de la más loca imaginación, era el torbellino del montañoso y espumante océano dentro del cual nos hallábamos engolfados. Pasados unos momentos, oí la voz de un anciano sueco, que se había embarcado con nosotros en el momento de salir del puerto. Lo llamé con todas mis fuerzas, y ya venía tambaleándose por la popa. Pronto descubrimos que éramos los únicos supervivientes del siniestro. Todo cuanto estaba sobre cubierta, a excepción de nosotros, había sido barrido por cima de la borda; el capitán y los pilotos debían de haber perecido mientras dormían, porque sus camarotes había sido inundados por el mar. Sin ayuda, poco podíamos esperar para poner en salvo el buque, y nuestros esfuerzos fueron paralizados desde el primer instante por la momentánea probabilidad de que íbamos a hundirnos. Nuestro cable, desde luego, se había partido como un bramante, al primer soplo del huracán; de otro modo hubiéramos naufragado instantáneamente. Corríamos viento en popa con espantosa velocidad y el agua iba dando limpios saltos de ballena por cima de nosotros. La armadura de nuestra popa estaba excesivamente destrozada, y casi en todos los respectos, habíamos padecido considerables averías; pero con grandísimo gozo hallamos que las bombas no estaban obstruidas, y que nuestro cargamento no se había desbaratado mucho. La furia principal de la tormenta había pasado, y no temíamos ya mucho peligro de la violencia del viento; pero pensábamos con angustia en que pudiera encalmarse completamente; suponiendo con razón que con el destrozo que llevábamos, pereceríamos inevitablemente en la tremenda marejada que se produciría; pero aquel temor tan verosímil no parecía probable que hubiese de producirse pronto. Durante cinco días y cinco noches, en los cuales nuestro alimento fue sólo una pequeña cantidad de azúcar de palmera, que nos procuramos, con grande dificultad, del castillo de proa, nuestro casco voló a una velocidad que desafiaba todo cálculo, ante rachas de viento que se sucedían rápidamente, y que, sin igualar la primera violencia del huracán, eran todavía más espantosas que cualquier tempestad de las en que hasta entonces me había encontrado. Nuestro rumbo durante los primeros cuatro días fue, con insignificantes variaciones, Sudeste y cuarto de Sur; bien podíamos ir a parar a las costas de Nueva Holanda. El quinto día el frío se tornó extremado, aunque el viento había girado un punto más hacia el Norte.

El sol se levantó con un enfermizo brillo amarillento, y se encaramó unos poquísimos grados sobre el horizonte, sin despedir ninguna luz decisiva. No había nubes aparentes, y con todo, el viento tendía a aumentar, y soplaba con intervalos de inconstante furia. Hacia mediodía, según pudimos calcular, nuestra atención fue de nuevo atraída por el aspecto del sol. No daba luz propiamente hablando, sino una especie de apagada y tétrica fosforescencia sin reflejo, como si sus rayos estuviesen polarizados. En el preciso momento de hundirse en el mar, que iba engrosando, su lumbre central desapareció de pronto como si bruscamente la extinguiera algún poder inexplicable. Ya no era más que un indistinto, plateado cerco, cuando se precipitó en el insondable océano. Esperamos en vano la llegada del sexto día, día que para mí no ha llegado aún, y para el sueco ya no llegará jamás. Desde aquel momento nos vimos amortajados en densas tinieblas, de modo que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte pasos del navío. La eterna noche continuó envolviéndonos, y sin el consuelo del brillo fosforescente del mar que solíamos hallar en el de los trópicos. Observamos, también, que, aunque el temporal continuaba enfureciéndose con no abatida violencia, ya no era posible descubrir la acostumbrada presencia de la resaca y espuma que hasta entonces nos habían acompañado. Todo en torno nuestro era horror y espesa lobreguez, en un negro, sofocante desierto de ébano. Un supersticioso terror invadía gradualmente el espíritu del anciano sueco, y también mi alma estaba cubierta de silencioso asombro. Desatendíamos todo cuidado del buque, el cual estaba ya más que inútil, y afianzándonos lo mejor que podíamos en el trozo que restaba del palo de mesana, atendíamos llenos de amargura a aquel mundo del océano. No teníamos medios para calcular el tiempo, ni podíamos formar ninguna conjetura acerca de nuestra situación. Con todo, estábamos muy

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convencidos de que habíamos avanzado hacia el Sur más que todos los anteriores navegantes, y nos maravillábamos mucho al no hallar los acostumbrados impedimentos del hielo. En el ínterin, cada momento nos amenazaba con ser el último de nuestras vidas y cada ola montañosa se precipitaba sobre nosotros para aplastarnos. El oleaje excedía de cuanto yo hubiera podido imaginar, y era un milagro que no fuésemos inmediatamente sumergidos. Mi compañero hablaba de la ligereza de nuestro cargamento, y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro navío; pero yo no podía menos de experimentar la absoluta desesperanza de la esperanza misma, y me preparaba sombríamente para aquella muerte que según yo pensaba no podía tardar ya más de una hora, puesto que a cada nudo que el buque avanzaba, la marejada de aquellos negros y pasmosos mares se hacía cada vez más congojosamente aterradora. A veces nos faltaba el aire para respirar, a una altura superior al vuelo del albatros, a veces nos invadía el vértigo por la velocidad de nuestro descenso en algún liquido infierno, donde el aire se quedaba paralizado, y donde ningún sonido perturbaba los sueños del Kraken.

Estábamos en el fondo de uno de aquellos abismos, cuando un grito penetrante de mi compañero estalló temerosamente en la noche. «¡Mire usted!, ¡mire usted! —gritaba chillando en mis oídos—. ¡Dios poderoso!, ¡mire usted!, ¡mire usted!». Mientras él hablaba, pude notar un apagado y tétrico fulgor de roja luz que ondeaba por los costados de la vasta sima en cuyo fondo nos hallábamos, y arrojaba un incierto resplandor sobre nuestra cubierta. Dirigiendo entonces mi mirada hacía arriba, pude ver un espectáculo que heló la corriente de mi sangre. A una altura aterradora, directamente sobre nosotros, y sobre el borde mismo de la precipitosa pendiente, estaba suspenso un gigantesco buque, por lo menos de cuatro mil toneladas. Aunque se alzaba sobre la cima de una ola que tendría más de cien veces su altura, su aparente dimensión aún excedía la de cualquier navío de línea o de la Compañía de Indias que pudiera existir. Su enorme casco tenía un profundo color negro mate, no mitigado por ninguna de las acostumbradas entalladuras de los bajeles. Una simple hilera de cañones de bronce sobresalía de sus abiertas portañolas, y en sus bruñidas superficies se quebraban los fulgores de innumerables fanales de combate que se balanceaban acá y allá en derredor de su enjarciadura. Pero lo que principalmente nos infundió terror y asombro era que navegaba a toda vela desafiando la furia de aquel mar sobrenatural y de aquel temporal ingobernable. Cuando lo acabábamos de descubrir, únicamente se veían sus serviolas, mientras se alzaba lentamente del confuso y horrible abismo que dejara tras sí. Por un momento de intenso terror, se detuvo sobre la tajada cima como si contemplara su propia sublimidad; luego retembló, se bamboleó y se vino abajo.

En aquel instante yo no sé qué sangre fría llegó a dominar a mi espíritu. Me retiré, tambaleándome, tanto como pude hacia la popa, y esperé intrépidamente la catástrofe que iba a hundirnos. Nuestro propio navío finalmente había cesado ya en su lucha, y se hundía de proa en el agua. El choque de la mole que se precipitó, descargó, por lo tanto, en aquella parte de sus cuadernas que estaba casi toda bajo el agua, y el resultado inevitable fue el de arrojarme hacia arriba con irresistible violencia, sobre el aparejo del buque extranjero.

Cuando yo caí, aquel navío se había levantado al pairo y viró de bordo; y a la confusión que entonces se produjo atribuí el haber escapado a la atención de los tripulantes. Con poca dificultad pude deslizarme por la escotilla mayor que estaba parcialmente abierta y pronto hallé oportunidad de ocultarme en la cala. Por qué hice aquello, difícilmente podría decirlo. Una indefinida sensación de terror, que, al primer pronto de ver a los navegantes del buque, se había apoderado de mi espíritu, fue tal vez lo que me obligó a esconderme. No tenía ningún deseo de confiarme a una raza de personas que me habían ofrecido a mi primera, sumaria ojeada tantos puntos de indefinible novedad, de duda y de aprensión. Por tanto, pensé que era conveniente

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buscarme un escondrijo en la cala. Y lo hice, separando una pequeña parte del falso bordaje, para procurarme un conveniente refugio entre las enormes cuadernas del buque. Apenas había completado mi obra cuando un ruido de pasos en la cala me obligó a hacer uso de ella. Un hombre pasaba cerca de donde estaba yo escondido, con paso débil y vacilante. Yo no podía ver su rostro, pero tuve oportunidad de observar su aspecto general. Mostraba todo el carácter de la vejez y la enfermedad. Sus rodillas vacilaban bajo una carga de años, y todo su cuerpo tembleteaba bajo aquel peso. Refunfuñaba para sí con voz queda y quebrada, algunas palabras en un lenguaje que yo no podía comprender, y buscó a tientas en un rincón, entre un cúmulo de instrumentos de aspecto extraño y ajadas cartas de navegar. Su gesto era una mezcla singular de la displicencia de la segunda infancia y la solemne dignidad de un dios. Por fin subió a cubierta, y no lo vi más.

*   *   *

Un sentimiento, para el cual no hallo nombre, se había apoderado de mi alma, una sensación que no admitiría análisis; para el cual los léxicos de los tiempos pasados serían impropios, y cuya clave, según pienso, tampoco podrá ofrecerme lo por venir. Para un espíritu formado como el mío, esta última consideración es una verdadera desgracia. Nunca podré —conozco que nunca podré— satisfacerme, respecto a la naturaleza de aquellas ideas mías. Pero no es maravilla que tales concepciones sean indefinibles, puesto que tienen su origen en fuentes tan absolutamente nuevas. Un nuevo sentido, una nueva entidad ha sido añadida a mi alma.

*   *   *

Hace ya mucho tiempo que pisé por primera vez la cubierta de este pavoroso buque, y los rayos de mi destino, según pienso, se están concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles!; enfrascados en meditaciones que yo no puedo adivinar, pasan junto a mí sin advertir mi presencia. El esconderme es una verdadera locura por mi parte, porque esta gente no quiere ver. Hace muy poco rato he pasado directamente ante los ojos del piloto; y poco antes me había atrevido a entrar en el camarote privado del propio capitán, y de allí he tomado los materiales con que escribo esto y he escrito lo anterior. De cuando en cuando, continuaré este diario. Verdad es que no puedo hallar manera de trasmitirlo al mundo, pero no dejaré de procurarlo. En el último instante encerraré el manuscrito en una botella, y lo echaré a la mar.

*   *   *

Ha ocurrido un incidente que me ha dado nueva ocasión de meditar. ¿Son estas cosas obra de una díscola casualidad? Me he atrevido a subir al puente, donde me he tendido, sin llamar la atención de nadie, entre un montón de flechastes y velas viejas, en el fondo de la yola. Mientras meditaba acerca de la singularidad de mi destino, inconscientemente iba embadurnando con una brocha de alquitrán los cantos de una arrastradera cuidadosamente plegada puesta junto a mí sobre un barril. La arrastradera está puesta ahora, combada sobre el buque, y los irreflexivos toques de la brocha se despliegan en la palabra DESCUBRIMIENTO. Últimamente he podido hacer algunas observaciones acerca de la estructura del navío. Aunque bien armado, no es, según pienso, un buque de guerra. Su enjarciadura, construcción y general equipamiento, rechazan todos una suposición de este género. Lo que no es, sí que puedo comprenderlo fácilmente; lo que es me temo que será imposible decirlo. Yo no sé por qué, pero al examinar su extraño modelo, y la singular caída de sus berlingas, su enorme tamaño y los excesivos conjuntos de su velamen, su severa y sencilla proa y su anticuada popa, de cuando en cuando cruza por mi mente como un relámpago, la sensación de cosas familiares, y siempre se mezcla con aquellas

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sombras indistintas del recuerdo una inexplicable remembranza de antiguas crónicas extranjeras y de siglos muy lejanos…

He estado examinando el maderamen del navío. Está construido con un material extraño para mí. Su madera tiene un carácter peculiar que me llama la atención, porque me parece inadecuado para el objeto a que se le aplicó. Me refiero a su extremada porosidad considerada aparte de su carcoma, que es una consecuencia de la navegación por estos mares, y dejando aparte su podredumbre resultado de su vejez. Acaso parecerá una observación excesivamente sutil, pero esta madera podría ofrecer todos los caracteres del roble español, si el roble español pudiera ser distendido por procedimientos artificiales. Volviendo a leer la frase anterior, acude plenamente a mi recuerdo un curioso apotegma de un viejo navegante holandés curtido por la intemperie. «Esto es tan cierto —acostumbraba decir cuando se expresaba alguna duda acerca de su veracidad—, es tan cierto como que hay un mar donde hasta los navíos engruesan como el cuerpo viviente de un marino»…

Hará cosa de una hora, me he atrevido a confiarme entre un grupo de tripulantes. No me han hecho ningún caso, y aunque yo me he parado en el mismo centro de donde estaban, parecían completamente inconscientes de mi presencia. A semejanza del que vi primero en la cala, todos ofrecen las señales de una canosa vejez. Sus rodillas tembletean de achacosidad; sus espaldas están dobladas por la decrepitud; sus epidermis arrugadas rechinaban con el viento; sus voces eran débiles, trémulas y quebradas; sus ojos brillaban con la fluxión de la vejez; y sus canos cabellos tremolaban terriblemente con las ráfagas del temporal. En derredor de ellos, a cada lado de la cubierta estaban esparcidos instrumentos matemáticos de construcción anticuadísima y desusada…

Hace algún tiempo mencioné la colocación de una arrastradera. Desde aquel momento el buque, llevado a merced del viento, ha continuado su terrorífico rumbo derecho, hacia el Sur, con todos los trapos de su velamen empaquetados desde sus vertellos y botavaras hasta sus menores arrastraderas de botalón, y mojando a cada momento los penóles de sus juanetes en el más espantoso infierno de agua que puede llegar a concebir la imaginación del hombre. Precisamente acabo ahora de dejar el puente, donde he hallado ser imposible estar de pie, por más que la tripulación no parecía experimentar mucha dificultad para ello. Me parece un milagro de milagros que nuestra inmensa mole no sea tragada por el mar acto seguido y para siempre. Sin duda estamos condenados a virar continuamente sobre el borde de la eternidad sin hacer nuestra zambullida final en el abismo. Nos deslizamos por cima de oleadas mil veces más estupendas que todas las que yo vi jamás, con la facilidad de la saetera gaviota; y las aguas colosales alzaban sus cabezas sobre nosotros como demonios del abismo, pero demonios reducidos a las meras amenazas y a quienes se ha prohibido destruir. Me veo obligado a atribuir estas continuas escapadas a la única causa natural que puede explicar semejante efecto. Debo suponer que el buque se halla bajo la influencia de alguna poderosa corriente o impetuosa resaca…

He podido ver al capitán cara a cara, y en su propio camarote, pero, como ya me lo esperaba, no ha hecho caso de mí. Aunque en su aspecto no hay para el observador ordinario cosa que pueda señalar en él nada de superior o inferior a un hombre, sin embargo, un sentimiento de indomable respeto y temor se mezclaba en la sensación de asombro con que yo lo estaba mirando. En cuanto a estatura, tendrá aproximadamente la mía; esto es, unos cinco pies y ocho pulgadas. Es de constitución mediana, aunque sólida, sin mucha robustez ni otra cosa que la distinga. Pero la singularidad de la expresión que reina en su semblante, la intensa, asombrosa, conmovedora evidencia de una vejez tan completa, tan extremada, excita en mi espíritu una

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sensación, un sentimiento inefable. Su frente, aunque poco arrugada, parece llevar la estampa de millares de años. Sus cabellos grises son testigos del pasado, y sus ojos, más grises todavía, son sibilas de lo futuro. El suelo del camarote estaba sembrado de extraños infolios con cierres de hierro, y ajados instrumentos de ciencia, y desusados mapas, olvidados desde tiempo inmemorial. Tenía la cabeza doblada entre sus manos, y escudriñaba con ardiente e inquieta mirada, un documento que me pareció ser un despacho y que, en todo caso, llevaba la firma de un monarca. Refunfuñaba entre sí, como el primer marino que yo vi en la cala, algunas quedas y displicentes sílabas en una lengua extranjera; y aunque el que hablaba estuviese tocándome el brazo, su voz parecía llegar a mis oídos desde la distancia de una milla…

El buque y todo lo que hay en él está impregnado de un carácter de vetustez. La tripulación se desliza de una parte a otra como los fantasmas de siglos difuntos; sus ojos muestran una intención anhelante e inquieta; y cuando sus rostros se hallan en mi camino, al extraño resplandor de los faroles almenados, yo sentía una impresión que jamás había sentido antes, aunque durante toda mi vida he tenido trato con las antigüedades y me he empapado de las sombras de las arruinadas columnas en Balbec, y Tadmor, y Persépolis, hasta el punto de que mi alma se ha convertido en verdadera ruina…

Cuando miro a mi alrededor, me quedo avergonzado de mis primeras aprensiones. Si yo temblaba ante las ráfagas que nos han acompañado hasta ahora, ¿no habría de quedarme horrorizado ante esta batalla del viento y del océano, para dar una idea de la cual las palabras tornado y simún son completamente ineficaces? Todo en la inmediata vecindad del navío ofrece la negrura de una eterna noche, y un caos de agua sin espuma; pero a una legua aproximadamente de cada banda del navío, se pueden vislumbrar indistintamente y a intervalos, estupendas murallas de hielo, que se elevan a lo lejos, en el cielo desolado, y parecen ser las paredes del universo…

Como yo lo imaginaba, el buque demuestra hallarse sobre una corriente, si esta denominación puede aplicarse propiamente a un flujo que ululando y chillando entre el blanco hielo retruena hacia el Sur con una velocidad parecida a la precipitosa caída de una catarata… Imaginar el horror de mis sensaciones, es, según pienso, absolutamente imposible; y con todo, mi curiosidad por penetrar los misterios de estas espantosas regiones, predomina hasta sobre mi desesperación, y me reconciliaría con los más horribles aspectos de la muerte. Es evidente que somos arrastrados hacia algún descubrimiento interesantísimo, algún secreto que jamás deberemos comunicar y cuyo conocimiento implica la muerte. Tal vez esta corriente nos arrastra hasta el mismo Polo Sur. Hay que confesar que esta suposición, en apariencia tan extravagante, tiene todas las probabilidades en su favor.

La tripulación anda por la cubierta con pasos inquietos y tremulantes; pero en su continente y expresión hay más del ardor de la esperanza que de la apatía de la desesperación.

Mientras tanto, el viento sigue todavía a nuestra popa, y como llevamos una fuerza enorme de vela, el navío a veces llega a saltar en el aire realmente por cima de la mar. ¡Ah!, ¡horror de los horrores! Las masas de hielo se abren súbitamente a derecha y a izquierda, y estamos girando vertiginosamente, en inmensos círculos concéntricos, dando vueltas y vueltas por los bordes de un gigantesco anfiteatro, la cima de cuyas paredes se pierde en la negrura y en la distancia. ¡Pero ya poco tiempo me quedará para meditar en mi destino! Los círculos se van empequeñeciendo rápidamente —nos estamos sumergiendo locamente en las garras de la vorágine—, y entre el bramido, el rugido y el retronar del océano y la tempestad, el buque retiembla todo —¡oh, Dios!— ¡y se hunde!

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NOTA. — El Manuscrito hallado en una botella fue publicado por primera vez en 1831, y hasta muchos años más tarde no conocí yo los mapas de Mercator, en que el océano está representado como una precipitación torrencial, por cuatro embocaduras, en el (nórdico) Golfo Polar, para ser absorbido en las entrañas de la Tierra: el propio Polo está representado como un negro peñasco, que se eleva a una altura prodigiosa.

La profecía autocumplida- Gabriel García Márquez

Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:

– No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.

Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:

–Te apuesto un peso a que no la haces.

Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:

-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.

Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:

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-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.

-¿Y por qué es un tonto?

-Porque no pudo hacer una carambola sencillísima. Estaba con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.

Y su madre le dice:

– No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.

Una pariente oye esto y va a comprar carne.

Ella le dice al carnicero: “Deme un kilo de carne” y en el momento que la está cortando, le dice: Mejor córteme dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”.  El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar un kilo de carne, le dice: “mejor lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar y se están preparando y comprando cosas”. Entonces la vieja responde: “Tengo varios hijos, mejor deme cuatro kilos…”

Se lleva los cuatro kilos y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata a otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto a las dos de la tarde.

Alguien dice:

-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?

-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!

Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.

-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.

-Pero a las dos de la tarde es cuando hace más calor.

-Sí, pero no tanto calor como ahora.

Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:

“Hay un pajarito en la plaza”.

Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito.

-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.

-Sí, pero nunca a esta hora.

Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.

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-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde todo el pueblo lo ve.

Hasta que todos dicen: “Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos”.

Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo.

Se llevan las cosas, los animales, todo.

Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice: “Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa”, y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.

Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, le dice a su hijo que está a su lado: “¿Vistes mi hijo, que algo muy grave iba a suceder en este pueblo?”

______________________

Lazos de familia

Por:

Clarice Lispector

La mujer y la madre se acomodaron por fin en el taxi que las llevaría a la estación. La

madre contaba y recontaba las dos maletas tratando de convencerse de que ambas

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estaban en el carro. La hija, con sus ojos oscuros, a los que un ligero estrabismo daba un continuo brillo de ironía y frialdad, la observaba.

—¿No me olvidé nada? —preguntaba por tercera vez la madre.

—No, no olvidaste nada —respondía divertida la hija, con paciencia.

Aún estaba bajo la impresión de la escena un tanto cómica entre su madre y su marido, a la hora de la despedida. Durante las dos semanas de la visita de la vieja, los dos apenas si se habían soportado; los buenos días y las buenas tardes sonaban a cada momento con una delicadez cautelosa que casi la hacía reír. Pero he aquí que a la hora de la despedida, antes de entrar al taxi, la madre se había transformado en suegra ejemplar y el marido se había convertido en un buen yerno. «Perdona alguna palabra mal dicha», había comentado la vieja señora, y Catarina, con cierta alegría, había visto a Antonio embarullado con las maletas, gagueando, procurando ser un buen yerno. «Si me río, pensarán que estoy loca», había pensado Catarina frunciendo el entrecejo. «Quien casa a un hijo pierde un hijo, quien casa a una hija gana un hijo», había agregado la madre, y Antonio aprovechó su gripa para toser.

Catarina, de pie, observaba con malicia al marido, cuya seguridad se había desvanecido para dar campo a un hombre moreno y menudo, forzado a ser hijo de aquella mujercilla grisácea… Fue entonces cuando el deseo de reír se tornó más fuerte. Por suerte, nunca necesitaba reír realmente cuando sentía ganas de hacerlo: sus ojos adquirían una expresión astuta y contenida, se hacían más estrábicos, y la risa salía por los ojos. Le dolía un poco no ser capaz de reír. Pero nada podía hacer al respecto: desde pequeña había reído por los ojos, desde siempre había sido estrábica.

—Sigo diciendo que el niño está flaco —dijo la madre, luchando contra los bamboleos del carro. Y a pesar de que Antonio no estaba presente, ella usaba el mismo tono de desafío y acusación que empleaba delante de él. Tanto que una noche Antonio se había molestado: ¡no es mi culpa, Severina! Llamaba a la suegra Severina, pues antes del matrimonio planeaba portarse como un yerno moderno. Pero ya en la primera visita de la madre a la pareja, la palabra Severina se había tornado difícil en la boca del marido, y ahora, el hecho de llamarla por su nombre no había impedido que… Catarina los miraba y reía.

 —El niño siempre fue flaco, mamá —le respondió. El taxi avanzaba monótonamente. —Flaco y nervioso —agregó la señora con decisión.

—Flaco y nervioso —asintió Catarina, paciente. Era un niño nervioso, distraído. Durante la visita de la abuela se había vuelto aún más distante, había dormido mal, perturbado por los cariños excesivos y los besuqueos de la vieja. Antonio, quien nunca prestara mucha atención a la sensibilidad del niño, empezó a lanzar indirectas a la suegra, «a proteger al niño»…

—No me olvidé de nada… —recomenzaba la madre, cuando un frenón súbito las lanzó una contra la otra y desordenó las maletas—. ¡Ah! ¡Ah! —exclamó la madre, como si estuviera frente a un desastre irremediable, ¡ah!, balanceando sorprendida la cabeza, de repente envejecida y pobre. ¿Y Catarina? Catarina miraba a la madre, y la madre miraba a la hija, ¿también a Catarina le sucedió un desastre? Sus ojos parpadearon sorprendidos, arreglaba deprisa las maletas, el bolso, procurando remediar lo más rápidamente posible la catástrofe. Porque, de hecho, había sucedido algo, sería inútil ocultarlo: Catarina había sido lanzada contra Severina, en una intimidad de cuerpos desde

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hacía mucho olvidada, venida del tiempo en que se tienen padre y madre. A pesar de que nunca se habían abrazado y besado realmente. Del padre, sí, Catarina siempre había sido más amiga. Cuando la madre les llenaba los platos obligándolos a comer en exceso, los dos se hacían un guiño de complicidad y la madre no lo notaba. Pero después del choque en el taxi y después de recomponerse, no tenían nada de qué hablar; ¿por qué no llegaban pronto a la estación?

—¿No me olvidé de nada? —preguntó la madre con voz resignada. Catarina no quería mirarla más, ni responderle.

—¡Toma tus guantes! —le dijo, recogiéndolos del suelo.

—¡Ah!, ¡ah!, ¡mis guantes! —exclamaba perpleja la madre. Sólo se espiaron realmente cuando las maletas fueron dispuestas en el tren, después de cambiados los besos: la cabeza de la madre apareció en la ventana. Catarina vio entonces que su madre estaba envejecida y tenía los ojos brillantes. El tren no partía y ambas esperaban sin tener que decirse. La madre sacó el espejo del bolso y se examinó con su sombrero nuevo, comprado en la misma sombrerería de la hija. Se miraba, componiendo un aire excesivamente severo donde no faltaba alguna admiración por sí misma. La hija observaba divertida. Nadie más puede amarte sino yo, pensó la mujer riendo por los ojos; y el peso de la responsabilidad llevó a su boca un gusto de sangre. Como si «madre e hija» fuera vida y repugnancia. No, no se podía decir que amaba a su madre. Su madre le dolía, era eso. La vieja había guardado el espejo en el bolso, y la miraba sonriendo. El rostro gastado y aún enérgico parecía esforzarse por dar a los otros alguna impresión de la cual el sombrero haría parte. La campanilla de la estación tocó de súbito, hubo un movimiento general de ansiedad, varias personas corrieron pensando que el tren ya partía: ¡mamá!, dijo la mujer. ¡Catarina!, dijo

la vieja. Ambas se miraban asombradas, la maleta en la cabeza de un maletero interrumpió su visión y un joven que corría asió en su marcha el brazo de Catarina, removiendo el cuello de su vestido. Cuando pudieron verse de nuevo, Catarina estaba a punto de preguntarle si no se había olvidado de nada.

—¿No me olvidé de nada? —preguntó la madre. También Catarina sentía que se habían olvidado de algo, y ambas se miraban atónitas; porque si realmente habían olvidado, ahora era demasiado tarde. Una mujer arrastraba a un niño, el niño lloraba, otra vez sonó la campanilla de la estación… Mamá, dijo la mujer. Qué cosa habían olvidado decirse la una a la otra, y ahora era demasiado tarde. Le parecía que un día deberían haber dicho así: soy tu madre, Catarina. Y ella debería haber respondido: y yo soy tu hija.

—¡No vayas a coger un frío! —gritó Catarina. —Vamos, muchacha, acaso soy una niña —dijo la madre sin dejar no obstante de preocuparse de su propia apariencia. La mano sarmentosa, un poco trémula, arreglaba con delicadeza el ala del sombrero y Catarina sintió de súbito el deseo de preguntarle si había sido feliz con su padre:

—¡Recuerdos a la tía! —gritó.

—¡Sí, sí! —Mamá —dijo Catarina, porque un largo pitazo se había oído y en medio del humo las ruedas ya se movían.

—¡Catarina! —dijo la vieja con la boca abierta y los ojos asombrados, y al primer remezón la hija le vio llevarse las manos al sombrero: se la había hundido hasta la nariz, dejando aparecer apenas la nueva dentadura. El tren ya se movía y Catarina agitaba los brazos. El rostro de la madre desapareció un instante y reapareció ya sin el sombrero, el moño del cabello deshecho, cayendo en mechas blancas sobre los hombros como las de una doncella; el rostro estaba inclinado sin sonreír, tal vez incluso

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sin divisar ya a la hija distante. En medio del humo Catarina comenzó a caminar de regreso, fruncido el entrecejo, y en los ojos la malicia de los estrábicos. Sin la compañía de la madre, había recuperado el modo firme de caminar: sola era más fácil. Algunos hombres la miraban, ella era suave, un poco pesada de cuerpo. Caminaba serena, moderna en los trajes, los cabellos cortos pintados de un castaño rojizo. Y de tal modo se habían dispuesto las cosas que el amor doloroso le pareció la felicidad; todo estaba tan vivo y tierno alrededor, la calle sucia, los viejos tranvías, cáscaras de naranja, la fuerza fluía y refluía en su corazón con pesada riqueza. Estaba muy bonita en ese momento, tan elegante; integrada a su época y a la ciudad donde había nacido como si la hubiera escogido.

Cualquier persona adivinaría el gusto que esa mujer tenía por las cosas del mundo. Espiaba a las personas con insistencia, procurando fijar en aquellas figuras mutables su placer aún húmedo de lágrimas por la madre. Se desvió de los carros, logró acercarse al autobús burlando la fila, espiando con ironía; nada impediría que esa pequeña mujer que caminaba moviendo las caderas subiera otro escalón misterioso en sus días. El ascensor zumbaba en el calor de la playa. Abrió la puerta del apartamento mientras se liberaba de la gorra con la otra mano; parecía dispuesta a usufructuar de la anchura del mundo entero, camino abierto por su madre que le ardía en el pecho. Antonio apenas si levantó los ojos del libro. La tarde de sábado siempre había sido «suya», y, después de la partida de Severina, la recuperaba con placer, junto al pequeño gabinete.

—¿«Ella» se fue?

—Sí —respondió Catarina empujando la puerta del cuarto de su hijo. Ah, sí, allí estaba el niño, pensó con alivio súbito. Su hijo. Flaco y nervioso. Desde que se había puesto de pie caminaba con firmeza; pero casi a los cuatro años hablaba como si

desconociera los verbos: constataba las cosas con frialdad, sin ligarlas entre ellas.

Allí estaba, moviendo el mantel mojado, exacto y distante. La mujer sentía un calor bueno y le gustaría detener al niño para siempre en este momento; le zafó el mantel de las manos con gesto de censura: ¡este chico! Pero el niño miraba indiferente el aire, comunicándose consigo mismo. Estaba siempre distraído. Nadie había logrado aún llamarle realmente la atención. La madre sacudía el mantel en el aire e impedía con su forma la visión del cuarto: mamá, dijo el niño. Catarina se dio vuelta con rapidez. Era la primera vez que él decía «mamá» en ese tono y sin pedir nada. Había sido más que una constatación: ¡mamá! La mujer siguió sacudiendo el mantel con violencia y se preguntó a quién podría contar lo que había sucedido, pero no encontró a nadie que entendiera lo que ella no pudiese explicar. Alisó el mantel con vigor antes de colgarlo a secarse. Tal vez pudiese contar, si cambiara la forma. Contaría que el hijo había dicho: mamá, ¿quién es Dios? No, tal vez: mamá, el niño quiere a Dios. Tal vez. Sólo en símbolos la verdad cabría, sólo en símbolos podrían recibirla. Con los ojos sonriendo de su mentira necesaria, y sobre todo de su propia simpleza, huyendo de Severina, de súbito la mujer rió de hecho al niño, no sólo con los ojos: el cuerpo todo rió quebrado, quebrado y envuelto, y una aspereza apareciendo como una ronquera. Fea, dijo entonces el chico, examinándola.

—Vamos a pasear —respondió ruborizándose, y tomándolo de la mano. Pasó por la sala, sin parar avisó al marido: ¡vamos a salir!, y abrió la puerta del apartamento. Antonio apenas si tuvo tiempo de levantar los ojos del libro; y, con sorpresa, espió la sala ya vacía. ¡Catarina!, llamó, pero ya se oía el ruido del ascensor descendiendo. ¿A dónde fueron?, se preguntó inquieto, tosiendo y sonándose la nariz. Porque el sábado era suyo, pero quería que su mujer y su hijo estuvieran en casa mientras él disfrutaba de su sábado.

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¡Catarina!, llamó molesto aunque supiera que ella no podía ya oírlo. Se levantó, fue hasta la ventana y un segundo después divisó a su mujer y a su hijo en la acera.

Los dos se habían detenido, la mujer decidiendo acaso el camino a tomar. Y de pronto poniéndose en marcha. ¿Por qué andaba ella con tanta firmeza, asegurando la mano del niño? Por la ventana vio a su mujer prendiendo con fuerza la mano del niño y caminando deprisa, mirando fijamente hacia adelante; e, incluso sin ver, el hombre adivinaba su boca endurecida. El niño, no se sabía por qué oscura comprensión, también miraba fijamente al frente, sorprendido e ingenuo. Vistas desde arriba, las dos figuras perdían la perspectiva familiar, parecían pegadas al suelo y más oscuras a la luz del mar. Los cabellos del niño volaban… El marido se repitió la pregunta que, incluso bajo su inocencia de frase cotidiana, lo inquietó: ¿a dónde van? Veía preocupado que su mujer guiaba al niño y temía que en este momento en que ambos estaban fuera de su alcance ella transmitiera a su hijo… ¿pero ¿qué? «Catarina —pensó—, ¡Catarina, este niño todavía es inocente!». En qué momento ocurrió que la madre, apretando a un niño, le daba esa prisión de amor que se abatiría para siempre sobre el futuro hombre. Más tarde su hijo, ya hombre, solo, estaría de pie frente a esta misma ventana, golpeando el vidrio con los dedos; preso. Obligado a responder a un muerto. Quién sabría jamás en qué momento la madre transfería al hijo la herencia. Y con qué sombrío placer. Ahora madre e hijo comprendiéndose dentro del misterio compartido.

Además, nadie sabría de qué negras raíces se alimenta la libertad de un hombre, «Catarina —pensó con cólera—, ¡el niño es inocente!». Sin embargo, habían desaparecido por la playa. El misterio compartido. «¿Pero, y yo, y yo?», preguntó asustado. Los dos se habían marchado solos. Y él se había quedado. «Con su sábado». Y su gripa. En el apartamento

ordenado, donde «todo fluía bien». ¿Quién sabe si su mujer estaba huyendo con el hijo de la sala de luz bien regulada, de los muebles bien escogidos, de las cortinas y de los cuadros? Había sido eso lo que él le había dado. Apartamento de un ingeniero. Y sabía que, si la mujer se aprovechaba la situación de un marido joven y lleno de futuro, la despreciaba también, con aquellos ojos mañosos, huyendo con su hijo nervioso y flaco. El hombre se inquietó. Porque no podría seguir dándole sino: más éxito. Y porque sabía que ella le ayudaría a conseguirlo y odiaría lo que consiguieran. Así era aquella calmada mujer de treinta y dos años que nunca hablaba desatinos, como si hubiera vivido siempre.

Las relaciones entre ambos eran tan tranquilas. A veces él trataba de humillarla, entraba al cuarto mientras ella se cambiaba de ropa porque sabía que detestaba ser vista desnuda. ¿Por qué le hacía falta humillarla? No obstante, él sabía muy bien que ella sólo sería de un hombre mientras fuera orgullosa. Pero se había habituado a volverla femenina de este modo: la humillaba con ternura, y luego ella sonreía, ¿sin rencor? Tal vez de todo eso hubieran nacido sus relaciones pacíficas, y aquellas conversaciones en voz tranquila que hacían la atmósfera de hogar para el niño. ¿O éste se irritaba a veces? En ocasiones el chico se irritaba, golpeaba el suelo con los pies, gritaba bajo pesadillas. De dónde había nacido esa criaturilla vibrante, sino de lo que su mujer y él habían recortado de la vida diaria. Vivían tan tranquilos que, si se acercaba un momento de alegría, se miraban rápidamente, casi irónicos, y los ojos de ambos decían: no vamos a gastarlo, no vamos ridículamente a usarlo. Como si hubieran vivido desde siempre. Pero él la había contemplado desde la ventana, la había visto andar deprisa, llevando de la mano al hijo, y se había dicho: ella está tomando el momento de alegría, sola. Se había sentido frustrado porque desde hacía mucho no podría vivir sino con ella. Y ella lograba tomar sus momentos, sola. Por ejemplo, ¿qué había hecho su

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mujer entre el tren y el apartamento? No que sospechara de ella, pero se inquietaba. La última luz de la tarde estaba pesada y se abatía con gravedad sobre los objetos. Las arenas estallaban secas. El día entero había estado bajo esa amenaza de irradiación. Que, en ese momento, aunque sin reventar, se ensordecía cada vez más y zumbaba en el ascensor ininterrumpido del edificio. Cuando Catarina volviera, cenarían

apartando las mariposas. El niño gritaría en su primer sueño, Catarina interrumpiría un momento la cena… ¡¿y el ascensor no se detendría ni siquiera por un instante?! No, el ascensor no se detendría ni un instante. —Después de la cena iremos al cine —resolvió el hombre. Porque después del cine sería al fin de noche, y este día se quebraría con las olas en las rocas del Arpador.

Cuento incluido en “Ficciones desde Brasil”.

El ahogado más hermoso del mundo

Por:

Gabriel García Márquez

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el

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pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.

No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderio ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el

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pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:—Tiene cara de llamarse Esteban.

Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de

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los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.—¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!

Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.

Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el

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cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

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Un artista del trapecio

Por Franz Kafka

Un artista del trapecio —como todos sabemos, este arte que se practica en lo más alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre los accesibles al hombre— había organizado su vida de manera tal —primero por un afán de perfección profesional y luego por costumbre, una costumbre que se había vuelto tiránica— que mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en su trapecio. Todas sus necesidades, por cierto muy moderadas, eran satisfechas por criados que se turnaban y aguardaban abajo. En cestos especiales para ese fin, subían y bajaban cuanto se necesitaba allí arriba.

Esta manera de vivir del trapecista no creaba demasiado problema a quienes lo rodeaban. Su permanencia arriba sólo resultaba un poco molesta mientras se desarrollaban los demás números del programa, porque como no se la podía disimular, aunque estuviera sin moverse, nunca faltaba alguien en el público que desviara la mirada hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Por otra parte, se sabía que él no vivía así por simple capricho y que sólo viviendo así podía mantenerse siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.

Además, allá arriba el ambiente era saludable y cuando en la época de calor se abrían las ventanas laterales que rodeaban la cúpula y el sol y el aire inundaban el salón en penumbras, la vista era hermosa.

Por supuesto, el trato humano de aquel trapecista estaba muy limitado. De tanto en tanto trepaba por la escalerilla de cuerdas algún colega y se sentaba a su lado en el trapecio. Uno se apoyaba en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y así conversaban durante un buen rato. Otras veces eran los obreros que reparaban el techo, los que cambiaban algunas palabras con

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él, por una de las claraboyas o el electricista que revisaba las conexiones de luz en la galería más alta, que le gritaba alguna palabra respetuosa aunque no demasiado inteligible.Fuera de eso, siempre estaba solo. Alguna vez un empleado que vagaba por la sala vacía en las primeras horas de la tarde, levantaba los ojos hacia aquella altura casi aislada del mundo, en la cual el trapecista descansaba o practicaba su arte sin saber que lo observaban.

El artista del trapecio podría haber seguido viviendo así con toda la tranquilidad, a no ser por los inevitables viajes de pueblo en pueblo, que le resultaban en extremo molestos. Es cierto que el empresario se encargaba de que esa mortificación no se prolongara innecesariamente. Para ir a la estación el trapecista utilizaba un automóvil de carrera que recorría a toda velocidad las calles desiertas. Pero aquella velocidad era siempre demasiado lenta para su nostalgia del trapecio. En el tren se reservaba siempre un compartimiento para él solo, en el que encontraba, arriba en la red de los equipajes, una sustitución aunque pobre, de su habitual manera de vivir.

En el lugar de destino se había izado el trapecio mucho antes de su llegada, y se mantenían las puertas abiertas de par en par y los corredores despejados. Pero el instante más feliz en la vida del empresario era aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la escalerilla de cuerdas y trepaba a su trapecio, en un abrir y cerrar de ojos.

Por muchas ventajas económicas que le brindaran, el empresario sufría con cada nuevo viaje, porque —a pesar de todas las precauciones tomadas— el traslado siempre irritaba seriamente los nervios del trapecista.

En una oportunidad en que viajaban, el artista tendido en la red, sumido en sus ensueños, y el empresario sentado junto a la ventanilla, leyendo un libro, el trapecista comenzó a hablarle en voz apenas audible. Mordiéndose los labios, dijo que en adelante necesitaría para vivir dos trapecios, en lugar de uno como hasta entonces. Dos trapecios, uno frente a otro.El empresario accedió sin vacilaciones. Pero como si quisiera demostrar que la aceptación del empresario era tan intrascendente como su oposición, el trapecista añadió que nunca más, en ninguna circunstancia, volverla a trabajar con un solo trapecio. Parecía estremecerse ante la idea de tener que hacerlo en alguna ocasión. El empresario vaciló, observó al artista y una vez más le aseguró que estaba dispuesto a satisfacerlo. Sin duda, dos trapecios serían mejor que uno solo. Por otra parte la nueva instalación ofrecía grandes ventajas, el número resultaría más variado y vistoso.

Pero, de pronto, el trapecista rompió a llorar. Profundamente conmovido, el empresario se levantó de un salto y quiso conocer el motivo de aquel llanto. Como no recibiera respuesta, trepó al asiento, lo acarició y apoyó el rostro contra la mejilla del atribulado artista, cuyas lágrimas humedecieron su piel.

—¡Cómo es posible vivir con una sola barra en las manos! —sollozó el trapecista, después de escuchar las preguntas y las palabras afectuosas del empresario.

Al empresario le resultó ahora más fácil consolarlo. Le prometió que en la primera estación de parada telegrafiaría al lugar de destino para que instalaran inmediatamente el segundo trapecio y se reprochó duramente su desconsideración por haberlo dejado trabajar durante tanto tiempo, en un solo trapecio. Luego le agradeció el haberle hecho advertir aquella imperdonable omisión. Así pudo el empresario tranquilizar al artista e instalarse nuevamente en su rincón.

Pero él no había conseguido tranquilizarse. Muy preocupado estaba, a hurtadillas y por encima del libro, miraba al trapecista. Si por causas tan pequeñas se deprimía tanto, ¿desaparecerían

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sus tormentos? ¿No existía la posibilidad de que fueran aumentando día a día? ¿No acabarían por poner en peligro su vida? Y el empresario creyó distinguir —en aquel sueño aparentemente tranquilo en el que había desembocado el llanto— las primeras arrugas que comenzaban a insinuarse en la frente infantil y tersa del artista del trapecio.

_______________________

Orbe Novo – Pilar Dughi

«Te hemos visto morir sonriente y ciego.

Nada esperabas ver del otro lado,

Pero tu sombra acaso ha divisado

los arquetipos que Platón el Griego

soñó y que me explicabas. Nadie sabe

de qué mañana el mármol es la lleve».

Jorge Luis Borges

 Cuentan que Cristóbal Colón, después de haber sido rechazado por el monarca portugués para encabezar una expedición hacia el Oeste, quedó reducido a la miseria. Su hijo Diego era todavía pequeño y su hermano Bartolomeo no estaba dispuesto a solventar sus gastos eternamente. Andaba Colón muy deprimido por ello y se dedicó a hacer mapas y venderlos, porque desde chico le había gustado mucho dibujar y, aunque no era muy amigo de las lecturas, el haber viajado por el mundo conocido y el hablar

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varias lenguas le favorecía el entendimiento de los clásicos. Convirtióse además en refinado copista y vivió fascinado por Ptolomeo, a quien reproducía fielmente. Pero siendo ambicioso, no se resignaba a vivir de cartógrafo.

Soñaba con la fortuna que le facilitaría la gloria que legaría a su hijo, y así tendría, en cierta forma, la inmortalidad, bien tan codiciado en aquella época como hoy día. Pero era también hombre práctico, y si pretendía la fortuna, era porque creía merecerla. Años atrás, había presenciado la llegada al puerto de Madeira de unos náufragos a quienes dio alojamiento en su casa. Entre ellos había un piloto que falleció al poco tiempo, no sin antes entregarle unas cartas de navegación y jurar que había encontrado tierra firme al otro lado del Mar Tenebroso. A raíz de este suceso, Colón tenía la seguridad de que podría alcanzar renombre y celebridad si es que conseguía quién le financiara el viaje. Durante años, aquella expectativa le consumió la vida, mientras esperaba encontrar el medio para realizar el proyecto. Los mercaderes y mercenarios que pululaban por las tabernas del puerto nada más verlo le rehuían, porque estaban cansados de escucharle la misma historia que a todos contaba con lujo de detalles, y tantas veces habló de ella que ya no se sabía cuánto de cierto o falso había en aquel sujeto tan curioso. Hasta que se armó la expedición del capitán Ferdinand Dulmo, de la isla de Terceira, con dos carabelas y más de ochenta hombres rumbo al Oeste en busca de las Islas de las Siete Ciudades.

Para entonces, Colón se había dedicado a la bebida y estaba tan desesperado y aburrido recorriendo los muelles, que había llegado a tomar la decisión de partir en cualquier navío, aunque fuese de ayudante o capitán de segunda. Incluso se había resignado a proporcionar la información que había cultivado con tanto celo a quien le asegurara un porcentaje de la gloria que se pudiera conseguir, abandonando toda ilusión de tener el rol protagónico. Ya tenía cuarenta años y la esperanza de vida en aquellos tiempos no llegaba ni siquiera a los cincuenta. Sin pensarlo demasiado, llegó hasta Dulmo y le ofreció sus servicios. Le prometió entregarle su secreto más preciado: las cartas de navegación hacia el Oeste. Pero el capitán Dulmo, que era un poco autosuficiente, desconfió del hombre al que veía obsesionado por intereses muy dispersos para su gusto: la gloria, la cristiandad, el rescate del Santo Sepulcro de manos de los infieles y, por supuesto, la búsqueda de oro. Si algo no soportaba Dulmo era a un tipo tan heterogéneo y Colón era, precisamente, un ejemplar de una era que ya comenzaba a declinar.

El capitán, en cambio, era joven y moderno. Sin mucho detenimiento, rechazó cortésmente al extranjero. El resto de la historia ya se sabe. El pobre Dulmo no regresó nunca, tampoco sus ochenta hombres, quienes fueron tragados en las profundidades del mar. Cristóbal Colón continuó su vida muy desalentado y perdiendo toda credibilidad pública. Pensando que estaba acabado, tuvo ideas suicidas, por lo que su hermano, que temía por él, le aconsejó un remedio muy común que se estilaba entonces, que era el cambiar de aires. Así que Cristóbal Colón se marchó de la ciudad y se fue a Castilla, donde pudo comenzar una nueva vida ofreciendo su fuerza de trabajo como cartógrafo y capitán de navío. Siendo ya mayor y reposado, no tenía los ánimos y el ímpetu de la mocedad, por lo que se resignó a esperar durante siete años antes de tomar la decisión definitiva de arrojarse de cabeza al Tajo. Como era un desconocido, pudo volver a contar sus viejas historias. Esta vez tuvo mejor suerte porque le creyeron, descubrió América y se hizo famoso.

* Orbe novo es el segundo de quince relatos que integran el libro Ave de la noche (1995). La escritora dedica este libro a su padre, Juan.

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Por las azoteas

Por:

Julio Ramón Ribeyro

A los diez años yo era el monarca de las azoteas y gobernaba pacíficamente mi reino de objetos destruidos.

Las azoteas eran los recintos aéreos donde las personas mayores enviaban las cosas que no servían para nada: se encontraban allí sillas cojas, colchones despanzurrados, maceteros rajados, cocinas de carbón, muchos otros objetos que llevaban una vida purgativa, a medio camino entre el uso póstumo y el olvido. Entre todos estos trastos yo erraba omnipotente, ejerciendo la potestad que me fue negada en los bajos. Podía ahora pintar bigotes en el retrato del abuelo, calzar las viejas botas paternales o blandir como una jabalina la escoba que perdió su paja. Nada me estaba vedado: podía construir y destruir y con la misma libertad con que insuflaba vida a las pelotas de jebe reventadas, presidía la ejecución capital de los maniquíes.

Mi reino, al principio, se limitaba al techo de mi casa, pero poco a poco, gracias a valerosas conquistas, fui extendiendo sus fronteras por las azoteas vecinas. De estas largas campañas, que no iban sin peligros -pues había que salvar vallas o saltar corredores abismales- regresaba siempre enriquecido con algún objeto que se añadía a mi tesoro o con algún rasguño que

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acrecentaba mi heroísmo. La presencia esporádica de alguna sirvienta que tendía ropa o de algún obrero que reparaba una chimenea, no me causaba ninguna inquietud pues yo estaba afincado soberanamente en una tierra en la cual ellos eran solo nómades o poblaciones trashumantes.

En los linderos de mi gobierno, sin embargo, había una zona inexplorada que siempre despertó mi codicia. Varias veces había llegado hasta sus inmediaciones pero una alta empalizada de tablas puntiagudas me impedía seguir adelante. Yo no podía resignarme a que este accidente natural pusiera un límite a mis planes de expansión.

A comienzos del verano decidí lanzarme al asalto de la tierra desconocida. Arrastrando de techo en techo un velador desquiciado y un perchero vetusto, llegué al borde de la empalizada y construí una alta torre. Encaramándome en ella, logre pasar la cabeza. Al principio sólo distinguí una azotea cuadrangular, partida al medio por una larga farola. Pero cuando me disponía a saltar en esa tierra nueva, divisé a un hombre sentado en una perezosa. El hombre parecía dormir. Su cabeza caía sobre su hombro y sus ojos, sombreados por un amplio sombrero de paja, estaban cerrados. Su rostro mostraba una barba descuidada, crecida casi por distracción, como la barba de los náufragos.

Probablemente hice algún ruido pues el hombre enderezó la cabeza y quedo mirándome perplejo. El gesto que hizo con la mano lo interpreté como un signo de desalojo, y dando un salto me alejé a la carrera.

Durante los días siguientes pasé el tiempo en mi azotea fortificando sus defensas, poniendo a buen recaudo mis tesoros, preparándome para lo que yo imaginaba que sería una guerra sangrienta. Me veía ya invadido por el hombre barbudo; saqueado, expulsado al atroz mundo de los bajos, donde todo era obediencia, manteles blancos, tías escrutadoras y despiadadas cortinas. Pero en los techos reinaba la calma más grande y en vano pasé horas atrincherado, vigilando la lenta ronda de los gatos o, de vez en cuando, el derrumbe de alguna cometa de papel.

En vista de ello decidí efectuar una salida para cerciorarme con qué clase de enemigo tenía que vérmelas, si se trataba realmente de un usurpador o de algún fugitivo que pedía tan solo derecho de asilo. Armado hasta los dientes, me aventuré fuera de mi fortín y poco a poco fui avanzando hacia la empalizada. En lugar de escalar la torre, contorneé la valla de maderas, buscando un agujero. Por entre la juntura de dos tablas apliqué el ojo y observé: el hombre seguía en la perezosa, contemplando sus largas manos trasparentes o lanzando de cuando en cuando una mirada hacia el cielo, para seguir el paso de las nubes viajeras.

Yo hubiera pasado toda la mañana allí, entregado con delicia al espionaje, si es que el hombre, después de girar la cabeza no quedara mirando fijamente el agujero.

-Pasa -dijo haciéndome una seña con la mano-. Ya sé que estás allí. Vamos a conversar.

Esta invitación, si no equivalía a una rendición incondicional, revelaba al menos el deseo de parlamentar. Asegurando bien mis armamentos, trepé por el perchero y salté al otro lado de la empalizada. El hombre me miraba sonriente. Sacando un pañuelo blanco del bolsillo -¿era un signo de paz?- se enjugó la frente.

-Hace rato que estas allí -dijo-. Tengo un oído muy fino. Nada se me escapa… ¡Este calor!

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-¿Quién eres tú? -le pregunté.

-Yo soy el rey de la azotea -me respondió.

-¡No puede ser! -protesté- El rey de la azotea soy yo. Todos los techos son míos. Desde que empezaron las vacaciones paso todo el tiempo en ellos. Si no vine antes por aquí fue porque estaba muy ocupado por otro sitio.

-No importa -dijo-. Tú serás el rey durante el día y yo durante la noche.

-No -respondí-. Yo también reinaré durante la noche. Tengo una linterna. Cuando todos estén dormidos, caminaré por los techos.

-Está bien -me dijo-. ¡Reinarás también por la noche! Te regalo las azoteas pero déjame al menos ser el rey de los gatos.

Su propuesta me pareció aceptable. Mentalmente lo convertía ya en una especie de pastor o domador de mis rebaños salvajes.

-Bueno, te dejo los gatos. Y las gallinas de la casa de al lado, si quieres. Pero todo lo demás es mío.

-Acordado -me dijo-. Acércate ahora. Te voy a contar un cuento. Tú tienes cara de persona que le gustan los cuentos. ¿No es verdad? Escucha, pues: «Había una vez un hombre que sabía algo. Por esta razón lo colocaron en un púlpito. Después lo metieron en una cárcel. Después lo internaron en un manicomio. Después lo encerraron en un hospital. Después lo pusieron en un altar. Después quisieron colgarlo de una horca. Cansado, el hombre dijo que no sabía nada. Y sólo entonces lo dejaron en paz».

Al decir esto, se echó a reír con una risa tan fuerte que terminó por ahogarse. Al ver que yo lo miraba sin inmutarme, se puso serio.

-No te ha gustado mi cuento -dijo-. Te voy a contar otro, otro mucho más fácil: «Había una vez un famoso imitador de circo que se llamaba Max. Con unas alas falsas y un pico de cartón, salía al ruedo y comenzaba a dar de saltos y a piar. ¡El avestruz! decía la gente, señalándolo, y se moría de risa. Su imitación del avestruz lo hizo famoso en todo el mundo. Durante años repitió su número, haciendo gozar a los niños y a los ancianos. Pero a medida que pasaba el tiempo, Max se iba volviendo más triste y en el momento de morir llamó a sus amigos a su cabecera y les dijo: ‘Voy a revelarles un secreto. Nunca he querido imitar al avestruz, siempre he querido imitar al canario’».

Esta vez el hombre no rió sino que quedó pensativo, mirándome con sus ojos indagadores.

-¿Quién eres tú? -le volví a preguntar- ¿No me habrás engañado? ¿Por qué estás todo el día sentado aquí? ¿Por qué llevas barba? ¿Tú no trabajas? ¿Eres un vago?

-¡Demasiadas preguntas! -me respondió, alargando un brazo, con la palma vuelta hacia mí- Otro día te responderé. Ahora vete, vete por favor. ¿Por qué no regresas mañana? Mira el sol, es como un ojo… ¿lo ves? Como un ojo irritado. El ojo del infierno.

Yo miré hacia lo alto y vi solo un disco furioso que me encegueció. Caminé, vacilando, hasta la empalizada y cuando la salvaba, distinguí al hombre que se inclinaba sobre sus rodillas y se

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cubría la cara con su sombrero de paja.

Al día siguiente regresé.

-Te estaba esperando -me dijo el hombre-. Me aburro, he leído ya todos mis libros y no tengo nada qué hacer.

En lugar de acercarme a él, que extendía una mano amigable, lancé una mirada codiciosa hacia un amontonamiento de objetos que se distinguía al otro lado de la farola. Vi una cama desarmada, una pila de botellas vacías.

-Ah, ya sé -dijo el hombre-. Tú vienes solamente por los trastos. Puedes llevarte lo que quieras. Lo que hay en la azotea -añadió con amargura- no sirve para nada.

-No vengo por los trastos -le respondí-. Tengo bastantes, tengo más que todo el mundo.

-Entonces escucha lo que te voy a decir: el verano es un dios que no me quiere. A mí me gustan las ciudades frías, las que tienen allá arriba una compuerta y dejan caer sus aguas. Pero en Lima nunca llueve o cae tan pequeño rocío que apenas mata el polvo. ¿Por qué no inventamos algo para protegernos del sol?

-Una sombrilla -le dije-, una sombrilla enorme que tape toda la ciudad.

-Eso es, una sombrilla que tenga un gran mástil, como el de la carpa de un circo y que pueda desplegarse desde el suelo, con una soga, como se iza una bandera. Así estaríamos todos para siempre en la sombra. Y no sufriríamos.

Cuando dijo esto me di cuenta que estaba todo mojado, que la transpiración corría por sus barbas y humedecía sus manos.

-¿Sabes por qué estaban tan contentos los portapliegos de la oficina? -me pregunto de pronto-. Porque les habían dado un uniforme nuevo, con galones. Ellos creían haber cambiado de destino, cuando sólo se habían mudado de traje.

-¿La construiremos de tela o de papel? -le pregunté.

El hombre quedo mirándome sin entenderme.

-¡Ah, la sombrilla! -exclamó- La haremos mejor de piel, ¿qué te parece? De piel humana. Cada cual dará una oreja o un dedo. Y al que no quiera dárnoslo, se lo arrancaremos con una tenaza.

Yo me eche a reír. El hombre me imitó. Yo me reía de su risa y no tanto de lo que había imaginado -que le arrancaba a mi profesora la oreja con un alicate- cuando el hombre se contuvo.

-Es bueno reír -dijo-, pero siempre sin olvidar algunas cosas: por ejemplo, que hasta las bocas de los niños se llenarían de larvas y que la casa del maestro será convertida en cabaret por sus discípulos.

A partir de entonces iba a visitar todas las mañanas al hombre de la perezosa. Abandonando mi reserva, comencé a abrumarlo con toda clase de mentiras e invenciones. Él me escuchaba con atención, me interrumpía sólo para darme crédito y alentaba con pasión todas mis fantasías. La

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sombrilla había dejado de preocuparnos y ahora ideábamos unos zapatos para andar sobre el mar, unos patines para aligerar la fatiga de las tortugas.

A pesar de nuestras largas conversaciones, sin embargo, yo sabía poco o nada de él. Cada vez que lo interrogaba sobre su persona, me daba respuestas disparatadas u oscuras:

-Ya te lo he dicho: yo soy el rey de los gatos. ¿Nunca has subido de noche? Si vienes alguna vez verás cómo me crece un rabo, cómo se afilan mis uñas, cómo se encienden mis ojos y cómo todos los gatos de los alrededores vienen en procesión para hacerme reverencias.

O decía:

-Yo soy eso, sencillamente, eso y nada más, nunca lo olvides: un trasto.

Otro día me dijo:

-Yo soy como ese hombre que después de diez años de muerto resucitó y regresó a su casa envuelto en su mortaja. Al principio, sus familiares se asustaron y huyeron de él. Luego se hicieron los que no lo reconocían. Luego lo admitieron pero haciéndole ver que ya no tenía sitio en la mesa ni lecho donde dormir. Luego lo expulsaron al jardín, después al camino, después al otro lado de la ciudad. Pero como el hombre siempre tendía a regresar, todos se pusieron de acuerdo y lo asesinaron.

A mediados del verano, el calor se hizo insoportable. El sol derretía el asfalto de las pistas, donde los saltamontes quedaban atrapados. Por todo sitio se respiraba brutalidad y pereza. Yo iba por las mañanas a la playa en los tranvías atestados, llegaba a casa arenoso y famélico y después de almorzar subía a la azotea para visitar al hombre de la perezosa.

Este había instalado un parasol al lado de su sillona y se abanicaba con una hoja de periódico. Sus mejillas se habían ahuecado y, sin su locuacidad de antes, permanecía silencioso, agrio, lanzando miradas coléricas al cielo.

-¡El sol, el sol! -repetía-. Pasará él o pasaré yo. ¡Si pudiéramos derribarlo con una escopeta de corcho!

Una de esas tardes me recibió muy inquieto. A un lado de su sillona tenía una caja de cartón. Apenas me vio, extrajo de ella una bolsa con fruta y una botella de limonada.

-Hoy es mi santo -dijo-. Vamos a festejarlo. ¿Sabes lo que es tener treinta y tres años? Conocer de las cosas el nombre, de los países el mapa. Y todo por algo infinitamente pequeño, tan pequeño -que la uña de mi dedo meñique sería un mundo a su lado. Pero ¿no decía un escritor famoso que las cosas más pequeñas son las que más nos atormentan, como, por ejemplo, los botones de la camisa?

Ese día me estuvo hablando hasta tarde, hasta que el sol de brujas encendió los cristales de las farolas y crecieron largas sombras detrás de cada ventana teatina.

Cuando me retiraba, el hombre me dijo:

-Pronto terminarán las vacaciones. Entonces, ya no vendrás a verme. Pero no importa, porque ya habrán llegado las primeras lloviznas.

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En efecto, las vacaciones terminaban. Los muchachos vivíamos ávidamente esos últimos días calurosos, sintiendo ya en lontananza un olor a tinta, a maestro, a cuadernos nuevos. Yo andaba oprimido por las azoteas, inspeccionando tanto espacio conquistado en vano, sabiendo que se iba a pique mi verano, mi nave de oro cargada de riquezas.

El hombre de la perezosa parecía consumirse. Bajo su parasol, lo veía cobrizo, mudo, observando con ansiedad el último asalto del calor, que hacía arder la torta de los techos.

-¡Todavía dura! -decía señalando el cielo- ¿No te parece una maldad? Ah, las ciudades frías, las ventosas. Canícula, palabra fea, palabra que recuerda a un arma, a un cuchillo.

Al día siguiente me entregó un libro:

-Lo leerás cuando no puedas subir. Así te acordarás de tu amigo…, de este largo verano.

Era un libro con grabados azules, donde había un personaje que se llamaba Rogelio. Mi madre lo descubrió en el velador. Yo le dije que me lo había regalado «el hombre de la perezosa». Ella indagó, averiguó y cogiendo el libro con un papel, fue corriendo a arrojarlo a la basura.

-¿Por qué no me habías dicho que hablabas con ese hombre? ¡Ya verás esta noche cuando venga tu papá! Nunca más subirás a la azotea.

Esa noche mi papá me dijo:

-Ese hombre está marcado. Te prohíbo que vuelvas a verlo. Nunca más subirás a la azotea.

Mi mamá comenzó a vigilar la escalera que llevaba a los techos. Yo andaba asustado por los corredores de mi casa, por las atroces alcobas, me dejaba caer en las sillas, miraba hasta la extenuación el empapelado del comedor -una manzana, un plátano, repetidos hasta el infinito- u hojeaba los álbumes llenos de parientes muertos. Pero mi oído sólo estaba atento a los rumores del techo, donde los últimos días dorados me aguardaban. Y mi amigo en ellos, solitario entre los trastos.

Se abrieron las clases en días aun ardientes. Las ocupaciones del colegio me distrajeron. Pasaba mañanas interminables en mi pupitre, aprendiendo los nombres de los catorce incas y dibujando el mapa del Perú con mis lápices de cera. Me parecían lejanas las vacaciones, ajenas a mí, como leídas en un almanaque viejo.

Una tarde, el patio de recreo se ensombreció, una brisa fría barrió el aire caldeado y pronto la garúa comenzó a resonar sobre las palmeras. Era la primera lluvia de otoño. De inmediato me acordé de mi amigo, lo vi, lo vi jubiloso recibiendo con las manos abiertas esa agua caída del cielo que lavaría su piel, su corazón.

Al llegar a casa estaba resuelto a hacerle una visita. Burlando la vigilancia materna, subí a los techos. A esa hora, bajo ese tiempo gris, todo parecía distinto. En los cordeles, la ropa olvidada se mecía y respiraba en la penumbra, y contra las farolas los maniquís parecían cuerpos mutilados. Yo atravesé, angustiado, mis dominios y a través de barandas y tragaluces llegué a la empalizada. Encaramándome en el perchero, me asomé al otro lado.

Solo vi un cuadrilátero de tierra humedecida. La sillona, desarmada, reposaba contra el somier oxidado de un catre. Caminé un rato por ese reducto frío, tratando de encontrar una pista, un indicio de su antigua palpitación. Cerca de la sillona había una escupidera de loza. Por la larga

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farola, en cambio, subía la luz, el rumor de la vida. Asomándome a sus cristales vi el interior de la casa de mi amigo, un corredor de losetas por donde hombres vestidos de luto circulaban pensativos.

Entonces comprendí que la lluvia había llegado demasiado tarde.

La prueba de amor

Por:

Mary Shelley

Después de conseguir el permiso de la priora para salir unas horas, Angeline, interna en el convento de Santa Anna, en la pequeña ciudad lombarda de Este, se puso en camino para hacer una visita. La joven vestía con sencillez y buen gusto; su faziola le cubría la cabeza y los hombros, y bajo ella brillaban sus grandes ojos negros, extraordinariamente hermosos. Quizá no fuera una belleza perfecta; pero su rostro era afable, noble y franco; y tenía una profusión de cabellos negros y sedosos, y una tez blanca y delicada, a pesar de ser morena. Su expresión era inteligente y reflexiva; parecía estar en paz consigo misma, y era ostensible que se sentía profundamente interesada, y a menudo feliz, con los pensamientos que ocupaban su imaginación. Era de humilde cuna: su padre había sido el administrador del conde de Moncenigo, un noble veneciano; y su madre había criado a la única hija de éste. Los dos habían muerto, dejándola en una situación relativamente desahogada; y Angeline era un trofeo que buscaban conquistar todos los jóvenes que, sin ser nobles, gozaban de buena posición; pero ella vivía retirada en el convento y no alentaba a ninguno.

Llevaba muchos meses sin abandonar sus muros; y sintió algo parecido al miedo cuando se encontró en medio del camino que salía de la ciudad y ascendía por las colinas Euganei hasta Villa Moncenigo, su lugar de destino. Conocía cada palmo del camino. La condesa de Moncenigo había muerto al dar a luz su segundo hijo y, desde entonces, la madre de Angeline había residido en la villa. La familia estaba formada por el conde, que, salvo algunas semanas de otoño, estaba siempre en Venecia, y sus dos hijos. Ludovico, el primogénito, había sido enviado en edad temprana a Padua para recibir una buena educación; y sólo vivía en la villa Faustina, cinco años menor que Angeline.

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Faustina era la criatura más adorable del mundo: a diferencia de los italianos, tenía los ojos azules y risueños, la tez luminosa y los cabellos color caoba; su figura ágil, esbelta y nada angulosa recordaba a una sílfide; era muy bonita, vivaz y obstinada, y tenía un encanto irresistible que empujaba a todos a ceder alegremente ante ella. Angeline parecía su hermana mayor: se ocupaba de ella y le consentía todos los caprichos; una palabra o una sonrisa de Faustina lo podían todo. «La quiero demasiado -decía a veces-, pero soportaría cualquier cosa antes que ver una lágrima en sus ojos.» Era propio de Angeline no expresar sus sentimientos; los guardaba en su interior, donde crecían hasta convertirse en pasiones. Pero unos excelentes principios y la devoción más sincera impedían que la joven se viera dominada por ellas.

Angeline se había quedado huérfana tres años antes, cuando había muerto su madre, y Faustina y ella se habían trasladado al convento de Santa Anna, en la ciudad de Este; pero un año más tarde, Faustina, que entonces tenía quince años, había sido enviada a completar su educación a un famoso convento de Venecia, cuyas aristocráticas puertas estaban cerradas a su humilde compañera. Ahora, a los diecisiete años, después de finalizar sus estudios, había vuelto a casa; y se disponía a pasar los meses de septiembre y octubre en Villa Moncenigo con su padre. Los dos habían llegado aquella misma noche, y Angeline había salido del convento para ver y abrazar a su amiga del alma.

Había algo muy maternal en los sentimientos de Angeline; cinco años es una diferencia considerable entre los diez y los quince años, y muy grande entre los diecisiete y los veintidós.

«Mi querida niña -pensaba Angeline, mientras iba andando-, debe de haber crecido mucho, e imagino que estará más hermosa que nunca. ¡Qué ganas tengo de verla, con su dulce y pícara sonrisa! Me gustaría saber si ha encontrado a alguien que la mimara tanto como yo en su convento veneciano… alguien que asumiera la responsabilidad de sus faltas y que le consintiera sus caprichos. ¡Ah, aquellos días no volverán! Ahora estará pensando en el matrimonio… Me pregunto si habrá sentido algo parecido al amor -suspiró-. Pronto lo sabré… estoy segura de que me lo contará todo. Ojalá pudiera abrirle mi corazón… detesto tanto secreto y tanto misterio; pero he de cumplir mi promesa, y dentro de un mes habrá acabado todo… dentro de un mes conoceré mi destino. ¡Dentro de un mes! ¿Lo veré a él entonces? ¿Volveré a verlo algún día? Pero será mejor que olvide todo eso y piense únicamente en Faustina… ¡mi dulce y entrañable Faustina!»

Angeline subía lentamente la colina cuando oyó que alguien la llamaba; y en la terraza que dominaba el camino, apoyada en la balaustrada, se hallaba la querida destinataria de sus pensamientos, la bonita Faustina, la pequeña hada… en la flor de la vida, sonriendo de felicidad. Angeline sintió un cariño aún mayor por ella.

No tardaron en abrazarse; Faustina reía con ojos chispeantes, y empezó a contarle todo lo sucedido en aquellos dos años, y se mostró obstinada e infantil, aunque tan encantadora y cariñosa como siempre. Angeline la escuchó con alegría, contemplando extasiada y en silencio los hoyuelos de sus mejillas, el brillo de sus ojos y la gracia de sus ademanes. No habría tenido tiempo de contarle su historia aunque hubiese querido, Faustina hablaba tan deprisa…

-¿Sabes, Angelinetta mía -exclamó-, que me casaré este invierno?

-Y ¿quién será tu señor esposo?

-Todavía no lo sé; pero lo encontraré en el próximo carnaval. Debe ser muy noble y muy rico, dice papá; y yo digo que debe ser muy joven, tener buen carácter y dejarme hacer lo que yo

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quiera, como siempre has hecho tú, querida Angeline.

Finalmente, Angeline se levantó para despedirse. A Faustina no le agradó que se marchara -quería que pasara la noche con ella-, y señaló que enviaría a alguien al convento para conseguir permiso de la priora. Pero Angeline, sabiendo que esto era imposible, estaba decidida a irse y convenció a su amiga de que la dejara partir. Al día siguiente, Faustina visitaría personalmente el convento para ver a sus antiguas amistades, y Angeline podría regresar con ella por la noche si lo permitía la priora. Una vez discutido este plan, las dos jóvenes se separaron con un abrazo; y, mientras bajaba con paso ligero, Angeline levantó la mirada y vio cómo Faustina, muy sonriente, le decía adiós con la mano desde la terraza. Angeline estaba encantada con su amabilidad, su hermosura, la animación y viveza de su conducta y de su conversación. Faustina ocupó al principio todos sus pensamientos, pero, en una curva del camino, cierta circunstancia le trajo otros recuerdos. «¡Oh, qué feliz seré si él demuestra haberme sido fiel! -pensó-. ¡Con Faustina e Ippolito, será como vivir en el Paraíso!»

Y luego rememoró cuanto había ocurrido en los dos últimos años. Del modo más breve posible, seguiremos su ejemplo.

Cuando Faustina partió para Venecia, Angeline se quedó sola en el convento. Aunque era una persona retraída, Camilla della Toretta, una joven dama de Bolonia, se convirtió en su mejor amiga. El hermano de Camilla vino a visitarla, y Angeline la acompañó al locutorio para recibirlo. Ippolito se enamoró desesperadamente de ella, y consiguió que Angeline le correspondiera. Todos los sentimientos de la joven eran sinceros y apasionados; sin embargo, sabía atemperarlos, y su conducta fue irreprochable. Ippolito, por el contrario, era impetuoso y vehemente: la amaba ardientemente y no podía tolerar que nada se opusiera a sus deseos. Decidió contraer matrimonio, pero, como pertenecía a la nobleza, temía la desaprobación de su padre. Mas era necesario pedir su consentimiento; y el anciano aristócrata, presa del temor y de la indignación, llegó a Este, dispuesto a adoptar cualquier medida que separase para siempre a los dos enamorados. La dulzura y la bondad de Angeline mitigaron su cólera, y el abatimiento de su hijo le movió a compasión. Desaprobaba el matrimonio, pero comprendía que Ippolito deseara unirse a tanta hermosura y gentileza. Pero después pensó que su hijo era muy joven y podía cambiar de parecer, y se reprochó a sí mismo haber dado tan fácilmente su consentimiento. Por ese motivo llegó a un compromiso: les daría su bendición un año más tarde, siempre que la joven pareja se comprometiera, con el más solemne juramento, a no verse ni escribirse durante ese intervalo. Quedó sobreentendido que sería un año de prueba; y que no habría ningún compromiso hasta que éste expirara, y si permanecían fieles, su constancia sería premiada. No hay duda de que el padre creía, e incluso esperaba, que, en aquel período de ausencia, los sentimientos de Ippolito cambiarían, y que éste entablaría una relación más conveniente.

Arrodillados ante una cruz, los dos enamorados prometieron un año de silencio y de separación; Angeline, con los ojos iluminados por la gratitud y la esperanza; Ippolito, lleno de rabia y desesperación por aquella interrupción de su felicidad, que jamás habría aceptado si Angeline no hubiera empleado todas sus dotes de persuasión y de mando para convencerlo; pues la joven había afirmado que, a menos que obedeciera a su padre, ella se encerraría en su celda, y se convertiría voluntariamente en una prisionera, hasta que terminara el tiempo prescrito. De modo que Ippolito prestó juramento e inmediatamente después partió hacia París.

Faltaba sólo un mes para que expirara el año, y no es de extrañar que los pensamientos de Angeline pasaran de su dulce Faustina al destino que la esperaba. Además del voto de ausencia, habían prometido mantener su compromiso y cuanto se relacionaba con él en el más

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profundo secreto durante ese período. Angeline accedió de buena gana (pues su amiga se hallaba lejos) a guardar silencio hasta que transcurriera el año; pero Faustina había regresado, y ella sentía el peso de aquel secreto en su conciencia. Pero no importaba: tenía que cumplir su palabra.

Ensimismada en sus pensamientos, había llegado al pie de la colina y empezaba a subir la ladera que conducía a la ciudad de Este cuando en los viñedos que bordeaban un lado del camino oyó un ruido… de pisadas… y una voz conocida que pronunciaba su nombre.

-¡Virgen Santa! ¡Ippolito! -exclamó-. ¿Es ésta tu promesa?

-Y ¿es éste tu recibimiento? -respondió él en tono de reproche-. ¡Qué cruel eres! Como no soy lo bastante frío para seguir alejado… como este último mes ha durado una intolerable eternidad, te alejas de mí… deseas que me vaya. Son ciertos, entonces, los rumores… ¡amas a otro! ¡Ah! Mi viaje no será en vano… descubriré quién es y me vengaré de tu falsedad.

Angeline le lanzó una mirada de asombro y desaprobación; pero guardó silencio y prosiguió su camino. Tenía miedo de romper su juramento, y que la maldición del cielo cayera sobre su unión. Decidió que nada le induciría a decir otra palabra; si seguía fiel a la promesa, perdonarían a Ippolito por haberla incumplido. Caminó muy deprisa, sintiéndose alegre y desgraciada al mismo tiempo… aunque esto no es exacto… lo que le embargaba era una felicidad sincera, absorbente; pero temía en cierto modo la cólera de su amado, y sobre todo las terribles consecuencias que podría tener la ruptura de su solemne voto. Sus ojos resplandecían de amor y de dicha, pero sus labios parecían sellados; y, resuelta a no decir nada, escondió el rostro bajo su faziola, para que él no pudiera verlo, y continuó andando con la vista clavada en el suelo. Loco de ira, vertiendo torrentes de reproches, Ippolito se mantuvo a su lado, ora reprochándole su infidelidad, ora jurando venganza, o describiendo y elogiando su propia constancia y su amor inalterable. Era un tema muy grato, aunque peligroso. Angeline tuvo la tentación de decirle más de mil veces que sus sentimientos no habían cambiado; pero logró reprimir ese deseo y, cogiendo el rosario en sus manos, empezó a rezar. Se acercaban a la ciudad y, consciente de que no podría persuadirla, Ippolito decidió finalmente alejarse de ella, afirmando que descubriría a su rival, y se vengaría por su crueldad e indiferencia. Angeline entró en el convento, corrió a su celda y, poniéndose de rodillas, pidió a Dios que perdonara a su amado por romper la promesa; luego, radiante de felicidad por la prueba que él le había dado de su constancia, y recordando lo poco que faltaba para que su dicha fuera perfecta, apoyó la cabeza en sus brazos y se sumió en una especie de ensueño celestial. Había librado una amarga lucha resistiéndose a las súplicas del joven, pero sus dudas se habían disipado: él le había sido fiel y, en la fecha acordada, vendría a buscarla; y ella, que durante aquel largo año le había amado con ferviente, aunque callada, devoción, ¡se vería recompensada! Se sentía segura… agradecida al cielo… feliz. ¡Pobre Angeline!

Al día siguiente, Faustina fue al convento: las monjas se apiñaron a su alrededor. «Quanto é bellina», exclamó una. «E tanta carina!», dijo otra. «S’é fatta la sposina?»… ¿Está ya prometida en matrimonio?, preguntó una tercera. Faustina respondía con sonrisas y caricias, bromas inocentes y risas. Las monjas la idolatraban; y Angeline estaba a su lado, admirando a su encantadora amiga y disfrutando de los elogios que le prodigaban. Finalmente, Faustina tuvo que partir; y Angeline, tal como habían previsto, consiguió permiso para acompañarla.

-Puedes ir a la villa con Faustina, pero no quedarte allí a pasar la noche -señaló la priora, pues iba en contra de las reglas del convento.

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Faustina suplicó, protestó y consiguió, mediante halagos, que dejara regresar a su amiga al día siguiente. Entonces iniciaron el regreso juntas, acompañadas de una vieja criada, una especie de señora de compañía. Mientras andaban, un caballero las adelantó a caballo.

-¡Qué guapo es! -exclamó Faustina-. ¿Quién será?

Angeline se puso roja como la grana, pues se dio cuenta de que era Ippolito. Él pasó a gran velocidad, y no tardaron en perderlo de vista. Estaban subiendo la ladera, y ya casi divisaban la villa, cuando les alarmó oír toda clase de gritos, berridos y bramidos, como si unas bestias salvajes o unos locos, o todos a la vez, hubieran escapado de sus guaridas y manicomios. Faustina palideció; y pronto su amiga estuvo tan asustada como ella, pues vio un búfalo, escapado de su yugo, que se lanzaba colina abajo, llenando el aire de rugidos, perseguido por un grupo de contadini chillando y dando alaridos… y enfilaba directamente hacia las dos amigas. La anciana acompañanta exclamó: «O, Gesu Maria!» y se tiró al suelo. Faustina lanzó un grito desgarrador y cogió a Angeline por la cintura; ésta se puso delante de su aterrorizada amiga, dispuesta a afrontar ella todo el peligro para salvarla… y el animal se acercaba. En ese momento, el caballero bajó galopando la ladera, adelantó al búfalo y dándose media vuelta, se enfrentó al animal salvaje con valentía. Con un bramido feroz, la bestia se desvió bruscamente a un lado y cogió un sendero que salía a la izquierda; pero el caballo, despavorido, se encabritó, arrojó el jinete al suelo y huyó a galope tendido colina abajo. El caballero quedó tendido en el suelo, completamente inmóvil.

Le llegó entonces el turno de gritar a Angeline; y ella y Faustina corrieron angustiadas hacia su salvador. Mientras esta última le daba aire con el enorme abanico verde que llevan las damas italianas para protegerse del sol, Angeline se apresuró a ir a buscar agua. A los pocos minutos, el color volvió a las mejillas del joven, que abrió los ojos; y entonces vio a la hermosa Faustina e intentó levantarse. Angeline apareció en ese instante y, ofreciéndole agua en una calabaza, la acercó a sus labios. Él apretó su mano, y ella la retiró. Fue entonces cuando la anciana Caterina, extrañada de aquel silencio, empezó a mirar a su alrededor y, al ver que sólo estaban las dos jóvenes inclinadas sobre un hombre en el suelo, se levantó y fue a reunirse con ellas.

-¡Se está usted muriendo! -exclamó Faustina-. Me ha salvado la vida y se ha matado por ello.

Ippolito trató de sonreír.

-No, no me estoy muriendo -dijo-, pero estoy herido.

-¿Dónde? ¿Cómo? -gritó Angeline-. Mi querida Faustina, enviemos a buscar un carruaje y llevémoslo a la villa.

-¡Oh, sí! -repuso Faustina-. Vamos, Caterina, corre… cuéntale a papá lo ocurrido… que un joven caballero se ha matado por salvarme la vida.

-No me he matado -le interrumpió Ippolito-; sólo me he roto el brazo y, tal vez, la pierna.

Angeline adquirió una palidez cadavérica y se dejó caer al suelo.

-Pero morirá antes de que consigamos ayuda -afirmó Faustina-; esa estúpida Caterina es más lenta que una tortuga.

-Iré yo a la villa -exclamó Angeline-, Caterina se quedará contigo y con Ip… Buon Dio! ¿Qué estoy diciendo?

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Se alejó presurosa y dejó a Faustina abanicando a su amado, que volvió a sentirse muy débil. En seguida se dio la alarma en la villa, el señor Conde envió a buscar un médico y ordenó que sacaran un colchón, entre cuatro hombres, para ir en ayuda de Ippolito. Angeline se quedó en la casa; por fin pudo abandonarse a sus sentimientos y llorar amargamente, abrumada por el miedo y el dolor.

-¿Oh, por qué rompería su promesa para ser castigado? ¡Ojalá pudiera yo expiar su culpa! -se lamentó.

No tardó, sin embargo, en recobrar el ánimo; y, cuando entraron con Ippolito, le había preparado la cama y había cogido las vendas que había creído necesarias. Pronto llegó el médico; y vio que el brazo izquierdo estaba claramente roto, pero que la pierna no había sufrido más que una contusión. Entonces redujo la fractura, sangró al paciente y, dándole una pócima para serenarlo, ordenó que estuviera tranquilo. Angeline pasó toda la noche a su lado, pero Ippolito durmió profundamente y no se dio cuenta de su presencia. Jamás lo había amado tanto. Comprendió que su desgracia, sin duda fortuita, hacía honor al cariño que sentía por ella, y contempló su hermoso rostro, apaciblemente dormido.

«¡Que el cielo guarde al amante más leal que jamás haya bendecido las promesas de una joven», pensó.

A la mañana siguiente, Ippolito se despertó sin fiebre y muy animado. La herida de la pierna apenas le dolía, y quería levantarse; recibió la visita del médico, quien le rogó que guardara cama un día o dos para evitar una infección, y le aseguró que se curaría antes si obedecía sus órdenes sin reservas. Angeline pasó el día en la villa, pero no volvió a verlo. Faustina no dejó de hablar de su valentía, heroísmo y simpatía. Ella era la heroína de la historia. El caballero había arriesgado su vida por ella; era ella a quien había salvado. Angeline sonrió un poco ante su egotismo y pensó que se sentiría humillada si le contaba la verdad; así que guardó silencio. Por la noche, se vio obligada a regresar al convento; ¿entraría a despedirse de Ippolito? ¿Era correcto? ¿No significaba romper su promesa? Y, sin embargo, ¿cómo resistirse a hacerlo? Así, pues, entró en la habitación y se acercó sigilosamente a él; Ippolito oyó sus pasos, levantó ilusionado la mirada y sus ojos reflejaron cierta decepción.

-¡Adiós, Ippolito! -dijo Angeline-. He de volver al convento. Si empeoras, ¡Dios nos libre!, vendré a cuidarte y atenderte, y moriré contigo; si te restableces, como parece ser la voluntad divina, antes de un mes te daré las gracias como mereces. ¡Adiós, querido Ippolito!

-¡Adiós, querida Angeline! Cuanto piensas es bueno y justo, y tu conciencia lo aprueba: no temas por mí. Siento mi cuerpo lleno de salud y de vigor, y, puesto que tú y tu dulce amiga están a salvo, ¡benditas sean las incomodidades y los dolores que sufro! ¡Adiós! Pero espera, Angeline, tan sólo unas palabras… mi padre, según he oído, se llevó a Camilla de vuelta a Bolonia el año pasado… ¿ustedes se escriben, tal vez?

-Te equivocas, Ippolito; de acuerdo con los deseos del Marqués, no hemos intercambiado ninguna carta.

-Has obedecido tanto en la amistad como en el amor… ¡qué bondadosa eres! Pero yo también quiero que me hagas una promesa… ¿la cumplirás con la misma firmeza que la de mi padre?

-Si no va en contra de nuestro voto…

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-¡De nuestro voto!. ¡Pareces una novicia! ¿Acaso nuestros votos tienen tanto valor? No, no va en contra de nuestro voto; sólo te pido que no escribas a Camilla o a mi padre, ni dejes que este accidente llegue a sus oídos. Les inquietaría inútilmente… ¿me lo prometes?

-Te prometo que no les enviaré ninguna carta sin tu permiso.

-Y yo confío en que serás fiel a tu palabra, de igual modo que lo has sido a tu promesa. Adiós, Angeline. ¡Cómo! ¿Te vas sin un beso?

La joven se apresuró a salir del cuarto para no ceder a la tentación; pues acceder a aquella demanda habría sido un quebrantamiento mucho mayor de su promesa que cualquiera de los ya perpetrados.

Regresó a Este, preocupada y, sin embargo, alegre; convencida de la lealtad de su amado y rezando fervorosamente para que no tardara en recuperarse. Durante varios días acudió regularmente a Villa Moncenigo para preguntar por su salud, y se enteró de que el joven mejoraba poco a poco; finalmente, le comunicaron que Ippolito tenía permiso para abandonar su habitación. Faustina le dio la noticia, con los ojos brillantes de alegría. Hablaba sin cesar de su caballero, así le llamaba, y de la gratitud y admiración que sentía por él. Lo había visitado a diario acompañada de su padre, y siempre tenía alguna nueva historia que contar sobre su ingenio, elegancia y amables cumplidos. Ahora que él podía reunirse con ellos en la sala, se sentía doblemente feliz. Después de recibir esa información, Angeline renunció a sus visitas diarias, ya que corría el peligro de encontrarse con su amado. Enviaba todos los días a alguien y tenía noticias de su restablecimiento; y todos los días recibía un mensaje de su amiga, invitándola a Villa Moncenigo. Pero ella se mantuvo firme: sentía que obraba bien. Y, aunque temía que él estuviera enfadado, sabía que trascurridos quince días -lo que quedaba del mes- podría expresarle sus verdaderos sentimientos; y, como él la amaba, la perdonaría en seguida. No llevaba ningún peso en el corazón, nada que no fuera gratitud y alegría.

Todos los días, Faustina le suplicaba que fuera y, aunque sus ruegos se volvieron cada vez más apremiantes, Angeline siguió dándole excusas. Una mañana su joven amiga entró atropelladamente en su celda para llenarla de reproches y mostrarle su extrañeza por su ausencia. Angeline se vio obligada a prometer que la visitaría; y entonces se interesó por el caballero, a fin de descubrir cuál era la mejor hora para evitar su encuentro. Faustina se sonrojó… un adorable rubor se extendió por todo su rostro mientras exclamaba:

-¡Oh, Angeline! ¡Quiero que vengas por él!

Angeline enrojeció a su vez, temiendo que Ippolito hubiera traicionado su secreto, y se apresuró a decir:

-¿Te ha dicho algo?

-Nada -respondió alegremente su amiga-; por eso te necesito. ¡Oh, Angeline! Papá me preguntó ayer si Ippolito me gustaba, y añadió que, si su padre lo aprobaba, no veía ninguna razón por la que no pudiéramos casarnos. Tampoco yo… pero ¿me querrá él? Oh, si no me ama, no dejaré que se hable del asunto, ni que pregunten a su padre… ¡no me casaría con él por nada del mundo!

Y los ojos de la delicada joven se llenaron de lágrimas, y se arrojó a los brazos de Angeline.

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«Pobre Faustina -pensó su amiga-, ¿seré yo la causante de su sufrimiento?»

Y empezó a acariciarla y a besarla con palabras cariñosas y tranquilizadoras. Faustina prosiguió. Estaba convencida, dijo, de que Ippolito la amaba. Angeline se sobresaltó al oír su nombre así pronunciado por otra mujer; y palideció y se estremeció mientras se esforzaba por no traicionarse a sí misma. El joven no daba demasiadas muestras de amor, pero parecía tan feliz cuando ella entraba, e insistía tanto en que se quedara… y luego sus ojos…

-¿En alguna ocasión te ha dicho algo de mí? -inquirió Angeline.

-No… ¿por qué iba a hacerlo? -replicó Faustina.

-Me salvó la vida -contestó su amiga, ruborizándose.

-¿De veras? ¿Cuándo? ¡Oh, sí, ahora lo recuerdo! Sólo pensaba en mí; pero lo cierto es que tu peligro fue tan grande… no, más grande, pues me protegiste con tu cuerpo. Mi amiga del alma, no soy una desagradecida, aunque Ippolito me vuelva tan olvidadiza…

Todo esto sorprendió, mejor dicho, dejó estupefacta a Angeline. No dudó de la fidelidad de su amado, pero temió por la felicidad de su amiga, y cualquier idea que se le ocurría daba paso a ese sentimiento… Prometió visitar a Faustina aquella misma tarde.

Y ahí está de nuevo, subiendo lentamente la colina, con el corazón encogido a causa de Faustina, confiando en que su amor repentino y no correspondido no comprometa su felicidad futura. Al doblar una curva, cerca de la villa, oyó que la llamaban; y, cuando levantó los ojos, volvió a contemplar, asomado a la balaustrada, el rostro sonriente de su hermosa amiga; e Ippolito estaba junto a ella. El joven se sobresaltó y dio un paso atrás cuando sus miradas se encontraron. Angeline había ido decidida a ponerle en guardia, y estaba ideando el mejor modo de explicarle las cosas sin comprometer a su amiga. Fue una labor inútil; cuando entró en el salón, Ippolito se había marchado, y no volvió a aparecer.

«No querrá romper su promesa», pensó Angeline.

Pero se quedó terriblemente angustiada por su amiga, y muy confusa. Faustina sólo podía hablar de su caballero. Angeline estaba llena de remordimientos, y no sabía qué hacer. ¿Debía revelar la situación a su amiga? Quizá fuera lo mejor, y, sin embargo, le parecía muy difícil; además, a veces tenía casi la sospecha de que Ippolito la había traicionado. El pensamiento venía acompañado de un dolor punzante que luego desaparecía, hasta que creyó enloquecer, y fue incapaz de dominar su voz. Regresó al convento más inquieta y acongojada que nunca.

Visitó la villa en dos ocasiones, e Ippolito volvió a eludirla; y el relato de Faustina sobre el modo en que él la trataba se tornó más inexplicable. Una y otra vez, el miedo de haberlo perdido la atormentó; y de nuevo se tranquilizó a sí misma pensando que su alejamiento y su silencio eran debidos al juramento, y que su misterioso comportamiento con Faustina sólo existía en la imaginación de la joven. No dejaba de dar vueltas al modo en que debía comportarse, mientras el apetito y el sueño la abandonaban; finalmente, cayó demasiado enferma para ir a la villa y, durante dos días, se vio obligada a guardar cama. En aquellas horas febriles, sin fuerzas para moverse, y desconsolada por la suerte de Faustina, tomó la decisión de escribir a Ippolito. Él se negaría a verla, así que no tenía otro modo de comunicarse. Su promesa lo prohibía, pero la habían roto ya de tantas maneras… Además, no lo hacía por ella, sino por su querida amiga. Pero ¿qué pasaría si su carta llegaba a manos extrañas? ¿Y si Ippolito pensaba abandonarla por

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Faustina? Entonces el secreto quedaría enterrado para siempre en su corazón. Por ese motivo, resolvió escribir su misiva sin que nada la traicionara ante una tercera persona. No fue una tarea fácil, pero finalmente la llevó a cabo.

El señor caballero sabría disculparla, confiaba. Ella era… siempre había sido como una madre para la señorita Faustina… la amaba más que a su vida. El señor caballero estaba actuando, quizá, de un modo irreflexivo. ¿Comprendía sus palabras? Y, aunque no tuviese ninguna intención, la gente haría conjeturas. Todo cuanto le pedía era permiso para escribir a su padre, a fin de que aquella situación de incertidumbre y misterio terminara lo antes posible.

Angeline rompió diez notas… y, aunque no estaba satisfecha con esta última, la cerró; y luego se arrastró fuera de la cama para enviarla inmediatamente por correo.

Aquel acto de valentía tranquilizó su ánimo, y fue muy beneficioso para su salud. Al día siguiente se sentía tan bien que decidió ir a la villa para descubrir el efecto que había producido su carta. Con el corazón palpitante, subió la ladera y, al doblar la curva de siempre, levantó la mirada. No había ninguna Faustina en la balaustrada. Y no era de extrañar, pues nadie la esperaba; sin embargo, sin saber por qué, se sintió muy desgraciada y los ojos se le llenaron de lágrimas.

«Si pudiera ver a Ippolito un momento… y él me diera la más pequeña explicación, ¡todo se arreglaría!», caviló.

Con esos pensamientos llegó a la villa y entró en el salón. Oyó unos pasos rápidos, como si alguien huyera de ella. Faustina estaba sentada delante de una mesa leyendo una carta… sus mejillas rojas como la grana, su pecho palpitando de agitación. El sombrero y la capa de Ippolito se hallaban a su lado, e indicaban que acababa de abandonar precipitadamente la estancia. La joven se volvió… divisó a Angeline… sus ojos despidieron fuego… y arrojó la misiva que estaba leyendo a los pies de su amiga; Angeline comprendió que era la suya.

-¡Cógela! -dijo Faustina-. Te pertenece. Por qué motivo la has escrito… y qué significa… es algo que no preguntaré. Ha sido algo despreciable por tu parte, además de inútil, te lo aseguro… No soy alguien que entregue su corazón antes de que se lo pidan, ni que pueda ser rechazada cuando mi padre me ofrece en matrimonio. Coge tu carta, Angeline. ¡Oh! ¡Yo nunca creí que te comportarías así conmigo!

Angeline seguía allí como si la escuchara, pero no oía una sola palabra; completamente inmóvil… las manos enlazadas con fuerza, los ojos anegados en lágrimas y fijos en su carta.

-Te digo que la cojas -exclamó Faustina con impaciencia, dando una patada en el suelo con su pequeño pie-; ha llegado demasiado tarde, fueran cuales fueran tus intenciones. Ippolito ha escrito a su padre pidiéndole su consentimiento para nuestra boda; mi padre también lo ha hecho.

Angeline se estremeció y miró con ojos desorbitados a su amiga.

-¡Es cierto! ¿Acaso lo dudas? ¿Quieres que llame a Ippolito para que confirme mis palabras?

Faustina se dirigió a ella exultante. Angeline, muda de espanto, se apresuró a coger la carta; y abandonó la sala… y la casa; bajó la colina y regresó al convento. Con el corazón al rojo vivo, sintió su cuerpo poseído por un espíritu que no era el suyo: no lloraba, pero sus ojos parecían a punto de salirse de las órbitas… y sus miembros se contraían espasmódicamente. Corrió a su

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celda, se arrojó al suelo, y entonces pudo estallar en llanto; después de derramar torrentes de lágrimas, consiguió rezar, y más tarde… cuando recordó que su sueño de felicidad había terminado para siempre, deseó la muerte.

A la mañana siguiente, abrió los ojos de mala gana y se levantó. Era de día; y todos debían levantarse y seguir adelante, y ella entre los demás, aunque el sol ya no brillase como antes y el dolor convirtiera su vida en un tormento. No pudo evitar sobresaltarse cuando, poco después, le informaron que un caballero deseaba verla. Buscó refugio en un rincón, y rehusó bajar al locutorio. La portera regresó un cuarto de hora más tarde. El joven se había marchado, pero le había escrito una nota; y le entregó la misiva. Estaba sobre la mesa, delante de Angeline… pero le traía sin cuidado abrirla… todo había terminado, y no necesitaba aquella confirmación. Finalmente, muy despacio, y no sin esfuerzo, rompió el sello. Estaba fechada el día en que expiraba el año. Las lágrimas asomaron a sus ojos, y entonces nació en su corazón la cruel esperanza de que todo fuera un sueño, y de que ahora que la Prueba de Amor llegaba a su fin, él la reclamara como suya. Empujada por esta incierta suposición, se enjugó las lágrimas y leyó las siguientes palabras:

He venido a excusarme por mi bajeza. Rehúsas verme y yo te escribo; pues, aunque siempre seré un hombre despreciable para ti, no pareceré peor de lo que soy. Recibí tu carta en presencia de Faustina y ella reconoció tu letra. Conoces bien su obstinación, su impetuosidad; no pude impedir que me la arrebatara. No añadiré nada más. Debes de odiarme; y, sin embargo, tendrías que compadecerme, pues soy muy desdichado. Mi honor está ahora comprometido; todo terminó antes de que yo empezara a ser consciente del peligro… pero ya no se puede hacer nada. No encontraré la paz hasta que me perdones, y, sin embargo, merezco tu maldición. Faustina no sabe nada de nuestro secreto. Adiós.

El papel cayó de las manos de Angeline.

Sería inútil describir los diversos sufrimientos que soportó la infortunada joven. Su piedad, resignación y carácter noble y generoso acudieron en su ayuda, y le sirvieron de apoyo cuando sentía que sin ellos podía morir. Faustina le escribió para decirle que le hubiera gustado verla, pero que Ippolito era reacio a la idea. Habían recibido la respuesta del marqués de la Toretta, un feliz consentimiento; pero el anciano se hallaba enfermo y todos se marchaban a Bolonia. A la vuelta, hablarían.

Su partida ofreció cierto consuelo a la desdichada joven. Y no tardó en prodigárselo también una carta del padre de Ippolito, llena de alabanzas de su conducta. Su hijo se lo había confesado todo, escribía; ella era un ángel… el cielo la premiaría, pero su recompensa sería aun mayor si se dignaba perdonar a su infiel enamorado. Responder a esa misiva alivió el dolor de la joven, que desahogó su pena y los pensamientos que la atormentaban escribiéndola. Perdonó de buen grado a Ippolito, y rezó para que él y su adorable esposa gozaran de todas las bendiciones.

Ippolito y Faustina contrajeron matrimonio y pasaron dos o tres años en París y en el sur de Italia. Ella fue inmensamente feliz al principio; pero pronto el mundo cruel y el carácter ligero e inconstante de su marido infligieron mil heridas en su joven corazón. Echaba de menos la amistad y la comprensión de Angeline; apoyar la cabeza en su pecho y ser consolada por ella. Propuso una visita a Venecia, Ippolito accedió y, de camino, pasaron por Este. Angeline había tomado el hábito en el convento de Santa Anna. Se sintió muy complacida, por no decir feliz, de su visita; escuchó con gran sorpresa las penas de Faustina, y se esforzó por consolarla. También vio a Ippolito con enorme serenidad, pues sus sentimientos habían cambiado; no era el ser que ella había amado, y comprendió que, de haberse casado con él, con su profunda

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sensibilidad y sus elevadas ideas sobre el honor, se habría sentido incluso más decepcionada que Faustina.

La pareja llevó la vida que suelen llevar los matrimonios italianos. Él era amante de las diversiones, inconstante, despreocupado; ella se consolaba con un cavaliere servente. Angeline, consagrada a Dios, se asombraba de todo aquello; y de que alguien pudiera cambiar, con tanta ligereza sus afectos, para ella tan sagrados e inmutables.

El descubrimiento de América

Por:

Alfredo Bryce Echenique

América era hija de un matrimonio de inmigrantes italianos. Una de las muchachas más hermosas de Lima. ¡Qué bien le queda su uniforme de colegiala! Su uniforme azul marino de colegiala. De colegiala que ya se cansó de serlo. De colegiala con mentalidad pre-automovilística, pre-lujosa, y prematrimonial. De colegiala que se aburre en las clases de literatura, que jamás comprendió las matemáticas, y que piensa sinceramente que Larra se suicidó por cojudo, y no por romántico. Era su último año de colegio, y no sabía como ingeniárselas para que su uniforme pareciera traje de

secretaria. Usaba las faldas bastante más cortas que sus compañeras de clase, y se ponía las blusas de cuando estaba en tercero de media. ¡América! ¡América! Si no hubieras estado en colegio de monjas, tus profesores te hubieran comprendido. Pero, ¿para qué?, ¿para quién?, esas piernas tan hermosas debajo de la carpeta. Refregaba sus manos sobre sus muslos, y se llenaba de esperanzas.

Las refregaba una y otra vez hasta que sonaba el timbre de salida. Tomaba el ómnibus en la avenida Arequipa, y se bajaba

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al llegar a la Plaza San Martín. Cruzaba la Plaza San Martín y sentía un poco de vergüenza de caminar con el uniforme azul. Pero a los hombres no les importaba: «Así vestida de azul, la haría bailar», dijo un bongosero que salía de un night club. América sintió un escalofrío. Pero los músicos no eran su género, ni tampoco ese flaco con cara de estudiante de letras, que la veía pasar diariamente, rumbo a la bodega de sus padres, en el jirón Huancavelica. Pero ese flaco no estaba esperándola hoy día, y a América le fastidió un poco no verlo.

Hoy no la he visto pasar sin mirarme. Amor amor amor. Volverás. Vuelve amor vuelve. Con seguridad de amor. Vuelve amor. Porque no la he visto pasar sin mirarme y voy a pedir un café y no me estoy muriendo. Vuelve amor sentir amor amar sentir. Antes. Como antes. Luchar por amar y no culos. Verla pasar amar. No culos. Sentir amor. Me ve. No me mira. Me ve. Vuelve amor. café café. Nervios. Nervioso. Ya debe haber pasado. No se había parado a esperarla, y de acuerdo con su reloj ya debería haber pasado. Las cosas mejoraban: había sufrido un poco al no verla. Estaba optimista. Quería amarla como amaba antes; como había amado antes. «Es posible», se decía. «Es posible», y recordaba que una vez se había desmayado al ver una muchacha demasiado todo lo bueno para ser verdad. «Es posible.» Desde su mesa, en un café de las Galerías Boza, Manolo veía a Marta que se acercaba sonriente. «Marta la fea. Inteligente. Debería quererla. No.» Marta conocía a Manolo; conocía también a América, y había aceptado presentársela. Pero antes quería hablarle; aconsejarlo. Hablar al viento.

—Siéntate, Marta.

—Ya debe haber pasado.

—Hace cinco minutos. ¿Un café?

—Bueno, gracias. ¿Y, Manolo?

—¿Mañana?

—Estás loco, Manolo —dijo Marta, con voz maternal—. No sabes en lo que te metes.

—La quiero, Marta. La quiero mucho.

—No la conoces.

—Pero estoy seguro de lo que digo. No te rías, pero yo tengo una especie de poder, una cierta intuición. No sé cómo explicarte, pero cuando veo una cara que me gusta así, adivino todo lo que hay dentro. Ya sé cómo es América. Me la imagino. La presiento.

—Y te arrojas a una piscina sin agua. Ya lo has hecho.

—Tú y tus fórmulas.

—Ya lo has hecho.

—Era otra cosa.

—Terco como una mula —dijo Marta—. Te la voy a presentar. Después de todo, ¿por qué no? Allá tú.

—¡Gracias, Marta! ¡Gracias!

—Pero es preciso que te diga que América es todo lo contrario de una chica inteligente.

—Uno no quiere a una persona porque es inteligente —dijo Manolo, desviando la mirada al darse cuenta de que había metido la pata.

—¿Y con el cuerpazo de América? ¿Tú crees que eso es amor?

—¡Nada de eso! —exclamó Manolo, fastidiado al comprobar que su mano no temblaba mientras cogía la taza de café—. Nada de eso. Susojos. Su cara maravillosa.

—Y esa blusita de su hermana menor…

—¡Nada de eso! Como antes.

—¿Como qué antes?

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—No podría explicártelo —dijo Manolo—, pero tú comprendes.

—Me imagino que yo debo comprender todo.

Estas últimas palabras, pronunciadas con cierta tristeza y resignación, lo dejaron pensativo. Recordaba las veces que Marta lo había invitado a tomar té a su casa. ¡Cuántas veces le había mandado entradas para el teatro, o para el cine? ¿Y él? ¿Qué había hecho él por Marta? Era la primera vez que la invitaba y la invitaba para que le presentara a otra chica. «Hay dos tipos de mujeres», pensó: «las que uno ama, y las Martas. Las que lo comprenden todo». La miró: bebía su café en silencio. Una sola palabra suya, y la hubiera hecho feliz; la hubiera pasado al grupo de las que uno ama. Pero Manolo había nacido mudo para esas palabras. «Si un día termino con América, pensó. «América. América. Las piernas de América. No. No. Los ojos de América.»

—Toda la vida andas sin plata —dijo Marta. Y anunció—: A América le gustan los muchachos que gastan plata.

—No importa —dijo Manolo—. Vive en Chaclacayo, y allá no hay en que gastar la plata. Sólo hay que gastar en cine o en helados, y tan pelado no estoy.

—¿Y qué vas a hacer con lo del automóvil? —le preguntó, mirándolo fijamente para observar su reacción—. ¿Te vas a comprar uno? Sin automóvil ni te mirará.

—Gracias por llamarla puta —dijo Manolo, indignado.

—No la he llamado eso. Ni siquiera lo he pensado, pero América es una chica alocada, y ya te dije que no es inteligente.

—Confío en mi suerte, y en mi imaginación.

—¿En tu imaginación?

—Ya verás —dijo Manolo, sonriente—. Si supieras todo lo que se me está ocurriendo.

—Veremos. Veremos.

—Mañana me la presentas. Será cosa de un minuto. Después, todo corre por mi cuenta.

—Mañana no puedo, Manolo —dijo Marta—. Tengo cita con el oculista. Parece que además de todo me van a poner anteojos.

—¿Entonces, cuándo? —preguntó Manolo, fingiendo no haber escuchado las últimas palabras de Marta.

—Pasado mañana. Espérame en la puerta del cine San Martín.

—Tú te encuentras con ella, y luego yo paso como quien no quiere la cosa. Me llamas, y ya está.

—No te preocupes —dijo Marta—. Será como tú quieras. Será fácil retenerla para que puedas conversar un rato con ella.

—Sí. Sí. Tengo que ganar tiempo. Pronto empezarán los exámenes finales, y ya no vendrá a clases.

—Te pasarás el verano en Chaclacayo.

—¡El verano es mío! —exclamó Manolo, sonriente—. Eres un genio, Marta.

—Bueno, Manolo. Este genio se va.

—No te vayas —dijo Manolo, satisfecho al darse cuenta de que la partida de Marta lo apenaba—. Vamos al cine.

—No hay una sola película en Lima que yo no haya visto —dijo Marta, con voz firme.Manolo se puso de pie para despedirse de ella. Había comprendido el mensaje que traían sus últimas palabras, y sabía que era inútil insistir. Como de costumbre, Marta había «olvidado» su paquete de cigarrillos para que Manolo lo pudiera coger. No sabía que decirle. Le extendió la mano.

—Adiós, Manolo. Hasta pasado mañana.

—Adiós, Marta.

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—¿Vendrás mañana a verla pasar? —preguntó Marta.

—Es el último día que pasa sin conocerla —respondió Manolo—. ¿Tú crees que me voy a negar ese placer?

—Loco.

—Sí, loco —repitió Manolo, en voz baja, mientras Marta se alejaba. No era su partida lo que lo entristecía, sino el darse cuenta de que ya no tendría con quién hablar de América. Llamó al mozo del café y le pagó. Luego, caminó hasta la calle Boza, y se detuvo a contemplar la vereda por donde diariamente pasaba América hacia la bodega de sus padres. «Sus caderas. No. No. Sus ojos. Mañana.»

América salía del colegio a las cinco de la tarde, y él salía de la Universidad a las cinco de la tarde. Pero ella tenía que tomar el ómnibus, y en cambio él estaba cerca de la Plaza de San Martín. Caminaba lentamente y estudiando las reacciones de su cuerpo: «Nada». Se acercaba a la Plaza San Martín, y no sentía ningún temblor en las piernas. El pecho no se le oprimía, y respiraba con gran facilidad. No estaba muñequeado. Encendió un cigarrillo, y nunca antes estuvo su mano tan firme al llevar el fósforo hacia la boca. Llegó a la Plaza San Martín, y se detuvo para contemplar, allá, al frente, el lugar en que la esperaba todos los días. Vio llegar uno de los ómnibus de la avenida Arequipa, y no sintió como si se fuera a desmayar. «Todavía es muy temprano», se dijo, arrojando el cigarrillo, y cruzando la plaza hasta llegar a la esquina de la calle Boza. Se detuvo. Desde allí la vería bajar del ómnibus, y caminar hacia él: como siempre. Se examinaba. Le molestaba que América supiera que la miraba. Hacía tanto tiempo que la miraba, que ya tenía que haberse dado cuenta. «¿Y si se hace la sobrada? ¿Si Marta no viene mañana? ¿Si me deja plantado? ¿Si cambia de idea? ¿Si decide no presentármela?» Estas preguntas lo mortificaban. «Te quiero, América.» Sintió

que la quería, y sintió también un ligero temblor en las piernas. Sin embargo, no sintió que perdía los papeles al ver que América bajaba del ómnibus, y eso le molestó: perder los papeles era amor para Manolo. América avanzaba. Distinguía su blusa blanca entre el chalequillo abierto de uniforme. Sus zapatos marrones de colegiala. Su melena castaña rojiza de domadora de fieras. Avanzaba. Veía ahora el bulto de sus senos bajo la blusa blanca. Los botones dorados del uniforme. Se acercaba, y Manolo no le quitaba los ojos de encima… Linda. Linda. Linda. Te quiero tanto. Te siento. Cerca. Más cerca. Yo te quiero tanto. Cigarrillo. ¿En qué momento encendido? Sus ojos. Buenas piernas. Pero sus ojos. La blusa. Marta. ¡Mierda! Mañana mañana ven ven. La falda con las caderas. Piernas. La quiero. Como antes. Y América estaba a su lado. Pasaba a su lado, y su blusa se abultaba cada vez más al pasar de perfil, y ya no estaba allí, y él no volteó para no verle el culo, y porque la quería.

—¡Manolo! —llamó una voz de mujer, desde atrás. Manolo sintió que se derrumbaba. Le costó trabajo voltear.

—¡Marta! —exclamó, asombrado. Marta estaba con América.

—¡Qué ha sido de tu vida, Manolo? ¿Qué haces allí parado?

—Espero a un amigo.

—Ven, acércate —dijo Marta, sonriente—. Quiero presentarte a una amiga.

—Mucho gusto —dijo Manolo, acercándose y extendiendo la mano para saludar a América.

Era una mano áspera y caliente, y Manolo no sabía en que parte del cuerpo había sentido un cosquilleo. América, ahí, delante suyo, lo miraba sin ruborizarse, y era amplia y hermosa. El uniforme no le quedaba tan estrecho, pero era como si le quedara muy estrecho. Esa piel morena, ahí, delante suyo, era como la tierra húmeda, y el hubiera

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querido tocarla. Marta sonreía confiada, pero a Manolo le parecía que era una mujer insignificante y la odiaba. América también sonreía, y Manolo hubiera querido coger esa cabellera larga; esas crines de muchacha malcriada y sucia que no se peinaba para fastidiar a los hombres. Y su blusa se inflaba cuando sonreía, y a Manolo le parecía que sus senos se le acercaban, y era como si los fuera a emparar.

—Vamos a tomar una Coca-Cola —dijo Marta.

—No puedo —dijo América—. Mis padres me esperan en la tienda (ella no la llamaba bodega).

—Yo tampoco —dijo Manolo—. Tengo que esperar a mi amigo (mentía porque quería huir).

—¿Cuándo empiezan tus exámenes, América? —preguntó Marta tratando de retenerla.

—Dentro de veinte días —respondió—. No sé cómo voy a hacer. No sé nada de nada.

—En quinto de media no se jalan a nadie —dijo Manolo.

—¿Tú crees? Ojalá.

—No te preocupes, América —dijo Manolo—. Ya verás cómo no se jalan a nadie.

—Y después, ¿qué piensas hacer?

—Nada. Descansar.

—¿Te quedas en Chaclacayo?

—Sí. ¿Qué voy a hacer? Es muy aburrido en verano, pero ¿qué voy a hacer?

—Todo el mundo se va a la playa —dijo Manolo.

—Yo sólo puedo ir los sábados y domingos.

—¿Y la piscina de Huampaní? —preguntó Manolo.

—Es el último recurso, aunque a veces vienen amigos con carro y me llevan a la playa.

—Yo tengo una casa muy bonita en Chaclacayo —dijo Manolo, ante la mirada de asombro de Marta, que sabía que estaba mintiendo—. Tiene una piscina muy grande —continuó—. Hace años que no vamos y está desocupada. Si quieres, te puedo invitar un día a bañarnos.

—Nunca te he visto en Chaclacayo —dijo América.

—Ya me verás

América se despidió sonriente, y continuó su camino hacia la bodega de sus padres. Manolo la miraba alejarse, y pensaba que esa falda no hubiera aguantado otro año de colegio sin reventar. Estaba contento. Muy contento. Con América todo sería perfecto, porque había perdido los papeles en el momento en que Marta se la presentó y cuando el perdía los papeles, eso era amor. La amaba, y América sería como el amor de antes. Todo volvería.

—Perdóname —dijo Marta—. Piensa que ya saliste de eso. Yo también ya salí de eso.

—No estaba preparado —dijo Manolo—. ¿Por qué lo has hecho?

—Quería verte sufrir un poco —respondió Marta—. Ya que tenía que hacerlo, por lo menos sacar algún provecho de ello. Y te juro que nunca olvidaré la cara de espanto que pusiste. Era para morirse de risa.

—Te felicito —dijo Manolo, pero se arrepintió—: Gracias, Marta. Ahora ya todo es cosa mía.

—Avísame que tal te va —dijo Marta, y se despidió.

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Manolo la veía alejarse. «Si me va bien, no volverás a saber de mí», pensó, y se dirigió a las Galerías Boza para tomar un café. Al sentarse, escribió en una servilleta que había sobre la mesa: «El día 20 de noviembre, a las 5.30 de la tarde, Manolo conoció a América, y América conoció a Manolo. Te amo». No mencionó a Marta para nada.

Los fines que perseguía Manolo al tratar de conquistar a América eran dos: el primero, muy justo y muy bello: «Amar como antes»; el segundo, menos vago, menos bello, pero también muy humano: fregar a Marta. Sobre todo, desde aquel día en que lo encontró por la calle, y le preguntó si América ya lo había mandado a rodar por no tener automóvil. Los medios que utilizaba para lograr tales fines eran también dos: su imaginación de estudiante de letras y la falta de imaginación (léase inteligencia) de América. Cada vez que América decía una tontería, Manolo se inflaba de piedad, confundía este sentimiento con el amor que tenía que sentir por ella, y odiaba a Marta.

Había dejado de verla durante los veinte días que estuvo en exámenes, durante la Navidad, y el Año Nuevo. La extrañaba. Habían quedado en verse a comienzos de enero, en Chaclacayo.

Amaba Chaclacayo. Amaba todo lo que estuviera entre Ñaña y Chosica. Recordaba su niñez, y los años que había vivido en Chosica. No olvidaría aquellos domingos en que salía a pasear con su padre por el Parque Central. Caminaban entre la gente, y su padre lo trataba como a un amigo. Le costaba trabajo reconocerlo sin su corbata, sin su terno, sin su ropa de oficina, sin su puntualidad, y sin sus órdenes. No era más que un niño, pero se daba muy bien cuenta de que su padre era otro hombre. Un lunes, le hubiera dicho: «Anda a comer. Estudia. Haz tus temas». Pero era domingo, y le preguntaba: «¿Quieres regresar ya? Nos paseamos un rato más». Y él tenía que adivinar lo que su padre quería, y adivinar lo que su padre quería era muy fácil, porque

siempre estaba de buen humor los domingos; porque era otro hombre, como un amigo que lo lleva de la mano; y porque estaba vestido de sport. Llevaría a América a Chosica, le contaría todas esas cosas, y ella sería un amor como antes, como quince años. Ya vería Marta como América era la que él creía y él tampoco había cambiado a pesar de haber aprendido tantas cosas. Sólo le molestaba saber que tendría, que usar algunas tácticas imaginativas para lograr todo eso. Pero el sol de Chaclacayo, y el sol de Chosica lo ayudarían. Sí. El sol lo ayudaría como ayuda a los toreros. Este mismo sol que mantenía vivos sus recuerdos, y que brilla todo el año menos el día en que uno lleva a un extranjero para mostrarle que a media hora de Lima el sol brilla todo el ano).

Entre el día tres de enero, en que Manolo visitó por primera vez a América, en su casa de Chaclacayo, y el día primero de febrero en que, sorprendido, escuchó que ella le decía: «Mi bolero favorito (Manolo sintió una pena inmensa) es que te quiero, sabrás que te quiero», entre esas dos fechas, muchas cosas habían sucedido.

Bajó de un colectivo cerca a la casa de América, y se introdujo sin ser visto en el baño de un pequeño restaurante. Rápidamente se vendó una de las manos, y se colgó el brazo en un pañuelo de seda blanco, como si estuviera fracturado. Luego, se vendó un pie, y extrajo de un pequeño maletín un zapato, al cual le había cortado la punta para que asomaran por ella los dedos. Traía también un viejo bastón que había pertenecido a su abuelo. Salió del baño, bebió una cerveza en el mostrador, y cojeó entrenándose hasta la casa de América. Hacía mucho calor, y sentía que la corbata que le había robado a su padre le molestaba. El cuello excesivamente almidonado de su flamante camisa, le irritaba la piel. Sus labios estaban muy secos mientras tocaba el timbre, y le temblaba ligeramente la boca del estómago. «Como antes», pensó y sintió que perdía los papeles, pero era que América

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aparecía por una puerta lateral, y que él pensaba que algo en su atuendo podía delatarlo.

—¡Manolo! ¿Qué te ha pasado?

—Me saqué la mugre.

—¿Cómo así?

—En una carrera de autos con unos amigos.

—¡Te has podido matar!

«¿Y tú, cómo sabes?», pensó Manolo, un poco sorprendido al ver que las cosas marchaban tan bien. Hubiera querido detener todo eso, pero ya era muy tarde.

—Pudo haber sido peor —continuó—. Era un carro sport, y no sé cómo no me destapé el cráneo.

—¿Y el carro?

—Ese sí que murió —respondió Manolo, pensando: «Nunca nació».

—Y ahora, ¿qué vas a hacer?

—Nada —dijo con tono indiferente—. Tengo que esperar que mis padres vuelvan de Europa. Ellos verán si lo arreglan o me compran otro. «No me creas, América», pensó, y dijo: No quiero arruinarles el viaje contándoles que he tenido un accidente. De cualquier modo —«allá va el disparo», pensó—, no podré manejar por un tiempo.

—Pero, ¿tu carro, Manolo?

—Pues nada —dijo, pensando que todo iba muy bien—. El problema está en conseguir taxis que quieran venir hasta Chaclacayo.

—Usa los colectivos, Manolo. («Te quiero, América.») No seas tonto.

—Ya veremos. Ya veremos —dijo Manolo, pensando que todo había salido a pedir de boca—. ¿Y tus exámenes?

—Un ensarte —dijo América, con desgano—. Me jalaron en tres, pero no pienso ocuparme más de eso.

—Claro. Claro. ¿Para qué te sirve eso? «¿Para ser igual a Marta?», pensó.

—¿Vamos a bañarnos a Huampaní?

—¡Bestial! —exclamó Manolo. Sentía que se llenaba de algo que podía ser amor.

—¿Y tus lesiones?

—¡Ah!, verdad. ¡Qué bruto soy…! Es que cuando no me duelen me olvido de ellas. De todas maneras, te acompaño.

—No. No importa, Manolo —dijo América, en quien parecía despertarse algo como el instinto maternal—. ¿Vamos al cine? Dan una buena película. Creo que es una idiotez, pero vale la pena verla. Cuando mejores, iremos a nadar.

—Claro —dijo Manolo. La amaba.

Durante diez días, Manolo cojeó al lado de América por todo Chaclacayo. Diariamente venía a visitarla, y diariamente se disfrazaba para ir a su casa. Sin embargo, tuvo que introducir algunas variaciones en su programa. Variaciones de orden práctico: tuvo, por ejemplo, que buscar otro vestuario, pues los propietarios del restaurante en que se cambiaba, se dieron cuenta de que entraba sano y corriendo, y salía maltrecho y cojeando. Se cambiaba, ahora, detrás de una casa deshabitada. Y variaciones de orden sentimental: debido a la credulidad de América. Le partía el alma engañarla de esa manera. Era increíble que no se hubiera dado cuenta: cojeaba cuando se acordaba, se quejaba de dolores cuando se acordaba, y un día hasta se puso a correr para alcanzar a un heladero. No podía tolerar esa situación. A veces, mientras se ponía las vendas, sentía que era un monstruo. No podía aceptar que ella sufriera al verlo tan maltrecho, y que todo eso fuera fingido. ¿Y cuándo se acordaba de sus dolores? ¿Y

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cuándo la hacía caminar lentamente a su lado, cogiéndolo del brazo sano? Era un monstruo. «Adoro su ingenuidad», se dijo un día, pero luego «¿y si lo hace por el automóvil?». «Y si cree que me van a comprar otro?» Pero no podía ser verdad. Había que ver cómo prefería quedarse con él, antes que ir a bañarse a la piscina de Huampaní. «Es mi amor», se dijo, y desde entonces decidió que tenía que sufrir de verdad, aunque fuera un poco, y se introducía piedrecillas en los zapatos para ser más digno de la credulidad de América, y de paso para no olvidarse de cojear.

Durante los días en que vino cubierto de vendas, Manolo y América vieron todas las películas que se estrenaron en Chaclacayo. Dos veces se aventuraron hasta Chosica, a pedido de Manolo. Fueron en colectivo (él se quejó de que no hubiera taxis en esa zona). Y se pasearon por el Parque Central, y recordaba su niñez. Recordaba cuando su padre se paseaba con él los domingos vestidos de sport, y qué miedo de que le cayera un pelotazo de fútbol en la cabeza. Porque no quería ver a su padre trompearse, porque su padre era muy flaco y muy bien educado, y porque el temía que algunos de esos mastodontes con zapatos que parecían de madera y estaban llenos de clavos y cocos, le fuera a pegar a su padre. Y entonces le pedía para ir a pasear a otro sitio, y su padre le ofrecía un helado, y le decía que no le contara a su mamá, y le hablaba sin mirarlo. Hubiera querido contarle todas esas cosas a América, y un día, la primera vez que fueron, trató de hacerlo, pero ella no le prestó mucha atención. Y cuando América no le prestaba mucha atención, sentía ganas de quitarse las piedrecillas que llevaba en los zapatos, y que tanto le molestaban al caminar. Recordaba entonces que un tío suyo, muy bueno y muy católico, se ponía piedrecillas en los zapatos por amor a Dios, y pensaba que estaba prostituyendo el catolicismo de su tío, y que si hay infierno, él se iba a ir al infierno, y que bestial sería condenarse por amor a América, pero América, a su lado, no se

enteraría jamás de esas cosas que Marta escucharía con tanta atención.

—América —dijo Manolo. Era la segunda vez que iban a Chosica, y tenía los pies llenos de piedrecillas.

—¿Qué?

—¿Cómo habrá venido a caer este poema en mi bolsillo?

—A ver…

Bajando el valle de Tarma,Tu ausencia bajó conmigo.Y cada vez más los inmensos cerros…

Se detuvo. No quiso seguir leyendo: tres versos, y ya América estaba mirando la hora en su reloj. Guardó el poema en el bolsillo izquierdo de su saco, junto a los otros doce que había escrito desde que la había conocido. Poemas bastante malos. Generalmente empezaban bien, pero luego era como si se le agotara algo, y necesitaba leer otros poemas para terminarlos. Casi plagiaba, pero era que América… La invitó a tomar una Coca-Cola antes de regresar a Chaclacayo. El pidió una cerveza, y durante dos horas le habló de su automóvil: «Era un bólido. Era rojo. Tenía tapiz de cuero negro, etc.». Pero no importaba, porque cuando su padre llegara de Europa seguro que le iba a comprar otro, y «¿qué marca de carro te gustaría que me comprara, América? ¿Y de qué color te gustaría? ¿Y te gustaría que fuera sport o simplemente convertible?». Y, en fin, todas esas cosas que iba sacando del fondo de su tercera cerveza, y como América parecía estar muy entretenida, y hasta feliz: «¡Imbécil! Marta», pensó.

El día catorce de enero, Manolo llegó ágil y elegantemente a casa de América. No había olvidado ningún detalle: hacía dos o tres meses que, por casualidad, había encontrado por la calle a Miguel, un jardinero que había trabajado años atrás en su barrio. Miguel le contó que ahora estaba muy bien, pues una familia de millonarios lo había

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contratado para que cuidara una inmensa casa que tenían deshabitada en Chaclacayo. Miguel se encargaba también de cuidar los jardines, y le contó que había una gran piscina; que a veces, el hijo millonario del millonario venía a bañarse con sus amigos; y que la piscina estaba siempre llena. «Ya sabes, niño», le dijo, «si algún día vas por allá…». Y le dio la dirección. Cuando tocó la puerta de casa de América, Manolo tenía la dirección en el bolsillo. —¡Manolo! —exclamó América al verlo—. ¡Como nuevo!

—Ayer me quitaron las vendas definitivamente. Los médicos dicen que ya estoy perfectamente bien. (Había tenido cuidado de no hablar de heridas, porque le parecía imposible pintarse cicatrices.)

Y durante más de una semana se bañaron diariamente en Huampaní. Por las noches, después de despedirse de América, Manolo iba a visitar a Miguel, quien lo paseaba por toda la inmensa casa deshabitada. Se la aprendió de memoria. Luego, salían a beber unas cervezas, y Manolo le contaba que se había templado de una hembrita que no vivía muy lejos. Una noche en que se emborracharon, se atrevió a contarle sus planes, y le dijo que tendría que tratarlo como si fuera el hijo del dueño. «Pendejo», replicó Miguel, sonriente, pero Manolo le explicó que en Huampaní había mucha gente, y que no podía estar a solas con ella. «Pendejo, niño», repitió Miguel, y Manolo le dijo que era un malpensado, y que no se trataba de eso. «La quiero mucho, Miguel», añadió, pensando: «Mucho, como antes, porque la iba a volver a engañar».

Llegaban a Huampaní.

—Mañana iremos a bañarnos a casa de mis padres —dijo Manolo—. He traído las llaves.

—Hubiéramos podido ir hoy —replicó América, mientras se dirigía al vestuario de mujeres.

Manolo la esperaba sentado al borde de la piscina, y con los pies en el agua. «Traje de

baño blanco», se dijo al verla aparecer. Venía con su atrayente malla blanca, y caminaba como si estuviera delante del jurado en un concurso de belleza. Avanzaba con su melena… Debería cortársela aunque sea un poco porque parece, y sus piernas morenas más tostadas por el sol con esos muslos. Esos muslos estarían bien en fotografías de periódicos sensacionalistas. Sufriría si viera en el cuarto de un pajero la fotografía de América en papel periódico. América se apoyó en su hombro para agacharse y sentarse a su lado. Vio cómo sus muslos se aplastaban sobre el borde de la piscina, y cómo el agua le llegaba a las pantorrillas. Vio cómo sus piernas tenían vellos, pero no muchos, y esos vellos rubios sobre la piel tan morena, lo hacían sentir algo allá abajo, tan lejos de sus buenos sentimientos… Qué pena, parece de esas con unos hombres que dan asco en unos carros amarillos que quieren ser último modelo los domingos de julio en el Parque Central de Chosica. Justamente cuando no me gusta ir al Parque de Chosica. Esos hombres vienen de Lima y se ponen camisas amarillas en unos carros amarillos para venir a cachar a Chosica.

—No me cierra el gorro de baño.

—No te lo pongas.

—Se me va a empapar el pelo.

—El sol te lo seca en un instante.

Había algo entre el sol y sus cabellos, y él no podía explicarse bien que cosa era… Pero los tigres en los circos son amarillos como el sol y esa cabellera de domadora de fieras. América le pidió que le ayudara a ponerse el gorro, y mientras la ayudaba y forcejeaba, pensaba que sus brazos podían resbalar, y que iba a cogerle los senos que estaban ahí, junto a su hombro, tan pálido junto al de América… Y por cojudo y andar fingiendo accidentes de hijo de millonario no he podido ir a mi playa en los viejos Baños de Barranco, con el funicular y esas cosas de

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otros tiempos, cerca a una casa en que hay poetas. Esos Baños tan viejos con sus terrazas de madera tan tristes. Pero América no quedaría bien en esa playa de antigüedades porque aquí está con su malla blanca y las cosas sexys son de ahora o tal vez, eso no, acabo de descubrirlas. No porque la quiero. América. No voy a mirarle más los vellos, quiero tocarlos, son medio rubios. Me gustan sobre sus piernas, sus pantorrillas, sus muslos morenos.

«Al agua», gritó América, resbalándose por el borde de la piscina. Manolo la siguió. Nadaba detrás de ella como un pez detrás de otro en una pecera, y a veces, sus manos la tocaban al bracear, y entonces perdía el ritmo, y se detenía para volver a empezar. América se cogió al borde, al llegar a uno de los extremos de la piscina. Manolo, a su lado, respiraba fuertemente, y veía como sus senos se formaban y se deformaban, pero era el agua que se estaba moviendo.

—Ya no tengo frío —dijo América.

—Yo tampoco —dijo Manolo, pero continuaba temblando, y le era difícil respirar.

—Estas muy blanco, Manolo.

—Es uno de mis primeros baños en este verano.

—Yo tampoco me he bañado muchas veces. Siempre soy morena. ¿Te gustan las mujeres morenas?

—Sí —respondió Manolo, volteando la cara para no mirarla—. ¿Vamos a bucear?

Buceaban. Le ardían los ojos, pero insistía en mantenerlos abiertos bajo el agua, porque así podía mirarla muy bien y sin que ella se diera cuenta. Salían a la superficie, tomaban aire, y volvían a sumergirse. Ella se cogió de sus pies para que la jalara y la hiciera avanzar pero Manolo giró en ese momento y se encontró con la cara de América frente a la suya. La tomó por la cintura. Ella se cogió de sus brazos, y Manolo sentía el roce de

sus piernas mientras volvían a la superficie en busca de aire. «Voy a descansar», dijo América, y se alejó nadando hasta llegar a la escalerilla. Manolo la siguió. Desde el agua, la veía subir y observaba que hermosas eran sus piernas por atrás y como la malla mojada se le pegaba al cuerpo, y era como si estuviera desnuda allí, encima suyo. No salió. Desde el borde de la piscina, ella lo veía pensativo, cogido de la escalerilla… No me explico cómo ese tipo que me esperaba todos los días en la Plaza San Martín, y felizmente que ya acabó el colegio, ni tampoco me importan los exámenes en que me han jalado, ni me dio vergüenza cuando me preguntó que tal me fue en los exámenes. Allá abajo tan flaco no me explico pero parece inteligente y sabe decir las cosas, pero tendré que darle ánimos y todo lo que dice cuando habla del accidente me gusta, ese carro fue muy bonito rojo no me importa porque allá abajo tan flaco tan pálido me hace sentir segura. Pero mis amigas qué van a pensar tengo buen cuerpo y con mi cara esperan algo mejor porque los hombres me dicen tantos piropos, tantas cochinadas, más piropos que a otras y cuando fui a Lima con Mariana tan rubia tan bonita me dijeron más piropos te gané Mariana, pero el enamorado de Mariana es muy buen mozo pero Manolo se viste mejor, si paso un mal rato en una fiesta el carro mis amigas se acostumbrarán a que mi enamorado no es tan buen mozo. Me gusta mucho, me gusta más que otros enamorados no le he dicho he tenido, y algo pasa en mi cuerpo algo como ahora está allá abajo y siento raro en mi cuerpo, fue gracioso cuando me tocó la cintura mejor todavía que cuando Raúl me apretaba tanto.

—¿Quieres sentarte en esa banca? —preguntó Manolo, que subía la escalerilla.

—Sí —respondió América—. Ya no quiero bañarme más.

—Ven. Vamos antes que alguien la coja.

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—Me molesta tanta gente. A partir de mañana tenemos que ir a tu casa.

—Sí. Allá todo será mejor.

—¿Qué tal es la piscina?

—Es muy grande, y el agua está más limpia que ésta.

—¿Nadie se baña nunca?

—Me imagino que el jardinero se debe pegar su baño, de vez en cuando.

—¿Y para que la tienen llena?

—A veces, se me ocurría venir con mis amigos —dijo Manolo.

—Que tales jaranas las que debes haber armado ahí —dijo América, tratando de insinuar muchas cosas.

—No creas —respondió Manolo, con tono indiferente. Estaba jugando su rol.

—¡A mí con cuentos! —exclamó América, sonriente.

—América —dijo Manolo, con voz suplicante—. América…

—¿Qué cosa? Dime, ¿qué cosa?

—Nada. Nada… Estaba pensando… «Te quiero mucho. A pesar de…»

—¿Qué cosa?, Manolo.

—Nada. Nada. Creo que ya está bien de piscina por hoy. Regresemos a tu casa.

—Vamos a cambiarnos.

Estaba listo. Cuando América salió del vestuario con sus pantalones pescador a rayas blancas y rojas, Manolo recordó que ella le había contado que aún no había ido a Lima a hacer sus compras por ese verano. Los pantalones le estaban muy apretados, y ahora, al caminar por las calles de

Chaclacayo, todo el mundo voltearía a mirarle el rabo: «¿Y por qué no?», se preguntaba Manolo. «Lista», dijo América y caminaron juntos hasta su casa.

Nadie los molestaba. Sus padres estaban en la tienda (Manolo había aprendido a llamarla así), y la abuela, allá arriba, demasiado vieja para bajar las escaleras. Entraron a la sala. El sacó unos discos. Ella puso los boleros. La miró. Ella le dijo para bailar. Él se disculpó diciendo que debido al accidente… Ella insistió. Cedió. Bailaban. Ella empezó a respirar fuertemente. El empezó a mirarle los vellos rubios sobre sus antebrazos morenos, y a recordar… Ella cerró los ojos. Él le pegó la cara. Ella le apretó la mano. Terminó ese disco. Ella le dijo que su bolero favorito era Sabrás que te quiero. Le dijo que se lo iba a regalar, y se sentó. Ella lo notó triste, y se sentó a su lado. Tuvo un gesto de desesperación. Ella le preguntó si hacía mucho calor, y abrió la ventana. Le cogió la mano. Ella le puso la boca para que la besara. La iba a besar. Ella lo besó muy bien.

«Es inmensa. El agua esta cristalina», dijo América, parada frente a la piscina, en casa de Manolo. «No está mal», agregó Manolo, cogiéndola de la mano, y diciéndole que la quería mucho, y que le iba a explicar muchas cosas. Estaba dispuesto a contarle todo lo que Marta le había dicho sobre ella. Estaba dispuesto a decirle que entre ellos todo iba a ser perfecto, y que él creía aún en tantas cosas que según la gente pasan con la edad. Estaba decidido a explicarle que con ella todo iba a ser como antes, aunque le parecía difícil encontrar las palabras para explicar cómo era ese «antes». «Vamos a ponernos la ropa de baño», dijo América. Manolo le señaló la puerta por donde tenía que entrar para cambiarse. Él se cambió en el dormitorio de Miguel. «El tiempo pasa, niño», le dijo Miguel. «Está como cuete.»

Habían extendido sus toallas sobre el césped que rodeaba la piscina, América se había echado sobre la toalla de Manolo, y Manolo

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sobre la de América. Permanecían en silencio, cogidos de la mano, mientras el sol les quemaba la cara, y Manolo se imaginaba que los ojos negros e inmensos de América lagrimeaban también como los suyos. Volteó a mirarla: gotas de sudor resbalaban por su cuello, y sintió ganas de beberlas. Morena, América resistía el sol sobre la cara, sobre los ojos, y continuaba mirando hacia arriba como si nada la molestara. Había recogido ligeramente las piernas, y Manolo las miraba pensando que eran más voluminosas que las suyas. hubiera gustado besarle los pies. Le acariciaba el antebrazo, y sentía sus vellos en las yemas de los dedos. La malla blanca subía y bajaba sobre sus senos y sobre su vientre, obedeciendo el ritmo de su respiración. Hubiera querido poner su mano; encima, que subiera y bajara, pero era mejor no aventurarse. En ese momento, América se puso de lado apoyándose en uno de sus brazos. Estaba a centímetros de su cuerpo, y le apretaba fuertemente la mano. Con la punta del pie, le hacía cosquillas en la pierna, y Manolo sentía su respiración caliente sobre la cara, y veía como sus senos aprisionados entre los hombros, rebalsaban morenos por el borde de la malla blanca como si trataran de escaparse. Le hablaría después. Era mejor bañarse; lanzarse al agua. Pero se estaba tan bien allí… Se incorporo rápidamente, y corrió hasta caer en el agua. América se había sentado para mirarlo. «¡Ven!», gritó Manolo. «Esta riquísima.»

Tampoco ella tenía la culpa. Habían escuchado a Miguel cuando dijo que iba a salir un rato. Habían nadado, y eso había empezado por ser un baño de piscina. No podrían decir en que momento habían comenzado, ni se habían dado cuenta de que era ya muy tarde cuando el agua empezó a molestarlos. Porque iban a continuar, y todo lo que no fuera eso había desaparecido, y los había dejado tirados ahí, al borde de la piscina, sobre el césped. Y Manolo la besaba y jugaba con sus cabellos, igual a esos tigrillos en los circos y en los zoológicos, que juegan, gruñen, y sacan las

unas como si estuvieran peleando. Y América se reía, y se dejaba hacer, y colocaba una de sus rodillas entre sus piernas, y el sentía el roce de sus muslos y paseaba sus manos inquietas por todo su cuerpo, hasta que ya había tocado todo, y sintió que esa malla blanca que tanto le gustaba lo estaba estorbando. Era como si estuvieran de acuerdo: no hablaban, y él no le había dicho que se iba a bajar, pero ella lo había ayudado. Y entonces él había apoyado su cara entre esos senos como abandonándose a ellos, pero América lo buscaba con la rodilla, y él se había encogido y había besado ese vientre tan inquieto, donde la piel era tan y siempre morena. Luego, se había dejado caer sobre ese cuerpo caliente, y se había cogido de él como un náufrago a la boya, y no se había podido incorporar porque América y sus muslos lo habían aprisionado. Y luego el debió enceguecer porque ya no veía el césped bajo sus ojos, ni tampoco le veía la cara, ni veía las plantas alrededor, pero sentía que todo se estaba moviendo con violencia y dulzura, y ya no la escuchaba quejarse y entonces era como una suprema armonía, y el ritmo de la tierra y del mundo bajo sus cuerpos, alrededor de sus cuerpos, continuó un rato más allá del fin.

Lloraba sentada mirándose el sexo, y cubriéndose los senos pudorosamente con los brazos. Pensaba en las monjas de su colegio, en sus padres, en la bodega y en sus hermanos. Pensaba en sus amigas, y se miraba el sexo, y sentía que aquel ardor volvía. Hubiera querido amar mucho a Manolo, que parecía un muerto, a su lado, y que sólo deseaba que las lágrimas de América fueran gotas de agua de la piscina. Trataba de no pensar porque estaba muy cansado… Cuántos días. Soportar sin ver a Marta. Contarle. Todo. Hasta la sangre. Contar que estoy tan triste. Tan triste. ¿Qué después? ¿Qué ahora? Marta va a hablar cosas bien dichas. Si fuera hombre le pego. Mejor se riera de mí para terminar todo. Ahí. Aquí. Anda, lávate. ¡Cállate, mierda! No gimas. Te he querido tanto y ahora estoy tan

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triste y tú podrás decir que fue haciendo gimnasia y ya no volveré porque te hubiera querido. Antes antes antes. Mandar una carta. Explicarte todo. Desaparecer. Matarme en una carrera con mi auto nuevo. Simplemente desaparecer. Marta te cuenta todo. Cobarde. Decirte la verdad. Sobre todo irme. Si supieras lo triste perdonarías pero nunca sabrás y esto también pasará. Sí. No. Ándate. Ándate un rato. Vete. Cuando me ponga la corbata todo será distinto. Te llevaré a tu casa. No te veré más. Tal vez te des cuenta en la puerta de tu casa, y mañana irás a comprar ropa de verano y no

veré tu ropa nueva más apretada. Culpa. Cansancio. Se está vistiendo en ese cuarto de la casa. Soy amigo del jardinero ni mis padres están en Europa. Tal vez te escribiré, América. Con mi corbata. Mi padre no está en Europa. Mentiras. Culpa. Mi padre. Su corbata allá en el cuarto de Miguel. Te llevaré a tu casa, América. Tu casa de tus boleros donde también he matado he muerto. Mi corbata tan lejos. Morirme. Ser. To be. Dormir años. Marta. La corbata allá allá allá allá.

América se estaba cambiando

.

Cuando todo brille. Liliana Hecker

La perspectiva distorsionada del mundo y de las cosas, lo “raro” en todas sus dimensiones, son los instrumentos recurrentes de la producción cuentística de esta escritora argentina. En “Cuando todo brille” asistimos al desmoronamiento de un ama de casa que ha llevado su obsesión por la limpieza extrema a una nueva y extraña forma de epifanía personal, así como al descubrimiento de sus males anclados en el

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pasado y, paradójicamente, a la iluminación –por eso la razón del título- de la distorsión que la persigue. Escrita con envidiable pulso narrativo y respetuoso de los códigos técnicos de tensión y fluidez, este cuento es una de las piezas clave de “Las peras del mal” (1982), libro de cuentos que terminó de consagrar el talento y oficio de una autora cuya obra se ha instalado con toda justicia entre lo mejor de la literatura latinoamericana.

Todo empezó con el viento. Cuando Margarita le dijo a su marido aquello del viento. El ni atinó a cerrar la puerta de su casa. Se quedó como congelado en la actitud de empujar, el brazo extendido hacia el picaporte, los ojos clavados en los ojos de su mujer. Pareció que iba a perpetuarse en esta situación pero al fin aulló. Fue sorprendente. Durante varios segundos los dos permanecieron estáticos, estudiándose, como si trataran de confirmar en la presencia del otro lo que acababa de suceder. Hasta que Margarita rompió el sortilegio. Con familiaridad, casi con ternura, como si en cierto modo nada hubiera pasado, apoyó una mano en el brazo de su marido para mantener el equilibrio mientras con la otra mano daba un suave empujón a la puerta y, con el pie derecho y un patín de fieltro, eliminaba del piso el polvo que había entrado.

—¿Cómo te fue hoy, querido? —preguntó.

Y lo preguntó menos por curiosidad (dadas las circunstancias no esperaba una respuesta, y tampoco la obtuvo) que por restablecer un rito. Necesitaba comunicarse cifradamente con él, transmitirle un mensaje mediante su pregunta habitual de todos los atardeceres. Todo está en orden sin embargo. Nada ha pasado. Nada nuevo puede pasar:

Acabó de limpiar la entrada v soltó el brazo de su marido. Él se alejó muy rápido camino del dormitorio y le dejó la impresión que deja en los dedos una mariposa a la que se ha tenido sujeta por las alas y a la que de pronto se libera. No había usado los patines para desplazarse; así pudo verificar Margarita que su marido estaba furioso. Sin duda exageraba: ella no le había pedido que se arrojara desnudo desde lo alto del obelisco al fin y al cabo. Pero no le dijo nada. Con sus propios patines fue limpiando las marcas de zapatos que él había dejado. Sin embargo al dormitorio no entró: sabía que mejor es no echarle leña al fuego. Justo en la puerta desvió su trayectoria hacia la cocina; más tarde encontraría el momento oportuno para hablarle del viento.

Ya había terminado de preparar la cena (al principio, sólo por complacerlo y a pesar de que era miércoles había pensado en unos bifes con papas fritas, pero enseguida desistió: la grasa vaporizada impregna las alacenas, impregna las paredes, impregna hasta las ganas de vivir; si una la deja desde un miércoles hasta un lunes, que es el día de la limpieza profunda, la grasitud tiene tiempo de penetrar hasta el fondo de los poros de las cosas y se queda para siempre; de modo que al fin Margarita sacó una tarta de la heladera y la puso en el horno) y estaba tendiendo la mesa cuando oyó que su marido entraba al baño. Un minuto después, como un buen agüero, el alegre zumbido de la ducha resonaba en la casa.

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Era el momento de ir al dormitorio. Apenas entró, Margarita pudo comprobar que él había dejado todo en desorden. Cepilló el saco, cepilló el pantalón, los colgó, hizo un montoncito con la camisa y las medias, y fue a golpear la puerta del baño.

—Voy a entrar, querido —dijo con dulzura.

Él no contestó, pero canturreaba. Margarita se llevó la camiseta y los calzoncillos y los agregó al montoncito. Lavó todo con entusiasmo. Cuando cerró la canilla lo oyó a él, en el living, tarareando el vals Sobre las olas. La tormenta había pasado.

Sin embargo recién a la mañana siguiente, mientras tomaban el desayuno, medio riéndose como para restarle importancia a la escena del día anterior, Margarita mencionó lo del viento. Una bobada, ella estaba dispuesta a admitirlo, pero costaba tan poco, ¿sí? Él no tenía que pensar que eso le iba a complicar la vida de algún modo. Simplemente, ella le pedía que cuando el viento soplaba del norte él entrara por la puerta del fondo que daba al sur; y cuando soplaba del sur, entrara por la puerta del frente, que daba al norte. Un caprichito, si a él le gustaba llamarlo así, pero la ayudaría tanto, él ni se imaginaba. Ella había notado que, por más que barriera y lustrara, el piso de la entrada siempre se llenaba de tierra cuando había viento norte. Por supuesto, él podía entrar por donde se le antojase cuando el viento soplara del este o del oeste. Y ni que hablar de cuando no había viento.

—Vio mi salvaje, vio mi protestón que no era para hacer tanto escándalo —dijo.

Rió traviesamente.

Él se puso de pie como quien va a pronunciar un discurso, gargajeó con sonoridad, casi con delectación. Después inclinó levemente el torso, escupió en el suelo, recuperó su posición erguida y, con pasos mesurados, salió de la cocina.

Margarita se quedó mirando el redondel, refulgente a la luz del sol matinal, como se debe mirar a un diminuto ser de otro planeta sentado muy orondo sobre el piso de nuestra cocina. Una puerta se cerró y se abrió, unas paredes retumbaron, pasos cruzaron la casa, otra puerta se cerró con estrépito. El cerebro de Margarita apenas detectó estos acontecimientos. Toda su persona parecía converger hacia el pequeño foco del suelo. Foco infeccioso. La expresión aleteó livianamente en su cabeza, se expandió como una onda, la inundó. En los colectivos, cuando la gente tose desparrama invisibles gotitas de saliva, cada gotita es portadora de millares de gérmenes, cuántos gérmenes hay en… Millares de millones de gérmenes se agitaron, se refocilaron y brincaron sobre el mosaico rojo. Mecánicamente Margarita tomó lo primero que tuvo a mano: una servilleta. De rodillas en el piso se puso a frotar con energía el mosaico. Fue inútil: por más que frotaba la zona pegajosa resaltaba como un estigma. Gérmenes achatados arrastrándose como amebas. Margarita dejó la servilleta sobre la mesa y fue a embeber una esponjita en detergente. Friccionó el mosaico con la esponjita y echó un balde de agua. Iba a secar el piso cuando se quedó paralizada. ¿Había estado loca ella? ¿No había usado una servilleta para? Dios mío, con lo fácil que es llevarse una servilleta a los labios. La tomó por una punta y la contempló con pavura. ¿Qué haría ahora? Lavarla le pareció poco prudente de modo que llenó una cacerola con agua, la puso al fuego, y echó la servilleta adentro.

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Estaba friccionando la mesa con desinfectante (la servilleta había estado largo tiempo en contacto con la mesa) cuando sonó el teléfono. Fue a atender y apenas traspuso la puerta del dormitorio captó algo inusual, algo que se le manifestó bajo la forma de una opresión en el pecho y cuya realidad no pudo constatar hasta que colgó el teléfono y abrió la puerta del placard. Entonces sí lo supo con certeza, la ropa de él no estaba, muy bien, se había ido, maravillosamente bien, ¿iba a llorar ella por eso? No iba a llorar. ¿Iba a arrancarse los pelos y tirarse de cabeza contra las paredes? No iba a arrancarse los pelos y mucho menos iba a tirarse de cabeza contra las paredes. ¿Acaso un hombre es algo cuya pérdida hay que lamentar? Tan desproli-jos como son, tan sucios, cortan el pan sobre la mesa, dejan las marcas de sus zapatos embarrados, abren las puertas contra el viento, escupen en el suelo y una nunca puede tener su casa limpia, el cuerpo, una nunca puede tener su cuerpo limpio, de noche son como bestias babosas, oh su aliento y su sudor, oh su semen, la asquerosa humedad del amor, por qué, Dios mío, Tú que todo lo podías, por qué hiciste tan sucio el amor, el cuerpo de tus hijos tan lleno de inmundicia, el mundo que creaste tan colmado de basura. Pero nunca más. En su casa nunca más. Margarita arrancó las sábanas de la cama, sacó las cortinas de sus rieles, levantó las alfombras, removió almohadones, apiló carpetas.

Margarita fregó y sacudió y cepilló hasta que se le enrojecieron los nudillos y se le acalambraron los brazos. Lavó paredes, enceró pisos, bruñó metales, arrancó resplandores solares de las cacerolas, otorgó un centelleo diamantino a los caireles, bañó como a hijos adorados a bucólicas pastoras de porcelana, pulió maderas, perfumó armarios, blanqueó opalinas, abrillantó alabastros. Ya las siete de la tarde, como un pintor que le pone la firma al cuadro con que había soñado toda su vida, empuñó el escobillón y lo sacudió en el tacho de basura.

Después respiró profundamente el aire embalsamado de cera. Echó una lenta mirada de satisfacción a su alrededor. Captó fulgores, paladeó blancuras, degustó transparencias, advirtió que un poco de polvo había caído fuera del tacho al sacudir el escobillón. Lo barrió; lo recogió con la pala, vació la pala en el tacho. De nuevo sacudió el escobillón, pero esta vez con extrema delicadeza, para que ni una mota de polvo cayera afuera del tacho. Lo guardó en el armario e iba a guardar también la pala cuando un pensamiento la acosó: la gente suele ser ingrata con las palas; las usa para recoger cualquier basura pero nunca se le ocurre que un poco de esa basura ha de quedar por fuerza adherida a su superficie. Decidió lavar la pala. Le puso detergente y le pasó el cepillo, un líquido oscuro se desparramó sobre la pileta. Margarita hizo correr el agua pero quedaba como una especie de encaje negro en el fondo. Lo limpió con un trapo enjabonado, enjuagó la pileta y lavó el trapo. Entonces se acordó del cepillo. Lo lavó y se volvió a ensuciar la pileta. Fregó la pileta con el trapo y se dio cuenta de que si ahora lavaba el trapo en la pileta esto iba a ser un cuento de nunca acabar. Lo más razonable era quemar el trapo. Primero lo secó con el secador del pelo y después lo sacó a la calle y le prendió fuego. Justo cuando entraba a la casa vino un golpe de viento norte y Margarita no pudo evitar que algo de ceniza entrara en el living.

Era mejor no usar el escobillón, ahora que ya estaba limpio. Utilizó un trapito con un poco de cera (con los trapitos siempre queda la posibilidad de prenderles fuego). Pero fue un error. El color quedaba desparejo. Lustró, extendió la cera a una zona más amplia: todo fue inútil.

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Aproximadamente a las cinco de la mañana los pisos de toda la casa estaban rasqueteados pero un polvo rojo flotaba en el aire, cubría los muebles, se había adherido a los zócalos. Margarita abrió las ventanas, barrió (ya encontraría el momento de limpiar el escobillón y en el peor de los casos podía tirarlo), estaba terminando de lavar los zócalos cuando advirtió que un poco de agua se había de-rramado. Miró con desaliento las manchas de humedad en el suelo, le faltaban fuerzas, por el color del cielo debían ser casi las siete de la mañana. Decidió dejar eso para más tarde, con buena suerte no iba a tener que rasquetear todos los pisos otra vez. Se tiró en la cama vestida (no olvidarse, después, de cambiar nuevamente las sábanas) y se durmió de inmediato pero las manchas húmedas se expandieron, se ablandaron, extendían sus seudópodos. La atraparon. Eran una ciénaga donde Margarita se hundía, se hundía. Se despertó sobresaltada. No había dormido ni media hora. Se levantó y fue a ver las manchas: ya estaban bastante secas pero no habían desaparecido. Rasqueteó la zona pero nunca quedaba del mismo color. Un ligero desvanecimiento la hizo caer; abrió soñadoramente los ojos, vislumbró las vetas blancuzcas y dio un suspiro; calculó que no había comido nada en las últimas veinticuatro horas.

Se levantó y fue a la cocina. Una comida caliente tal vez la haría sentir mejor pero no: después hay que lavar las ollas. Abrió la heladera e iba a sacar una manzana cuando la invadió una ola de terror: no había barrido el polvo del rasqueteo y las ventanas estaban abiertas. Retiró con brusquedad la mano de la heladera y tiró una canastita con huevos. Observó el charco amarillo que se dilataba lenta y viscosamente. Creyó que iba a llorar. De ninguna manera: cada cosa a su tiempo. Ahora, a barrer el polvo del rasqueteo; ya le llegaría su turno al piso de la cocina, no hay como el orden. Buscó el escobillón y la pala, fue hasta el living y cuando estaba por ponerse a barrer, reparó en las suelas de sus zapatos; sin duda no estaban limpias: habían trazado sobre el parquet un discontinuo senderito de huevo. A Margarita casi le dio risa verse con el escobillón y la pala. Polvo del rasqueteo, murmuró, polvo del rasqueteo. Recordó que todavía no había comido nada, dejó el escobillón y la pala y se fue para la cocina.

La manzana estaba en el centro del charco amarillo. Margarita la alzó, ávidamente le dio unos mordiscos, y de golpe descubrió que era absurdo no prepararse una comida caliente, ahora que todo estaba un poco sucio. Puso la plancha sobre el fuego, peló papas (era agradable dejar que las largas tiras en espiral se hundieran esponjosamente en las yemas y las claras ahora que las cosas habían empezado a ensuciarse y de cualquier manera habría que limpiar todo más tarde). Puso un bife sobre la plancha y aceite en la sartén. La grasa se achicharró alegremente, las papas chisporrotearon, Margarita se dio cuenta de que se había olvidado de abrir la ventana de la cocina pero de cualquier modo era demasiado tarde: la grasa vaporizada ya ha-bía penetrado en los poros de las cosas, y en sus propios poros, había impregnado su ropa y su pelo, espesaba el aire. Margarita aspiró profundamente. El olor de la carne y de lo frito entró por su nariz, la anegó, la hizo enloquecer de deleite.

La impaciencia puede volver a la gente un poco torpe. Algo de aceite se le volcó a Margarita al sacar las papas; ella disimuladamente lo desparramó con el pie, sacó el bife, se le cayó al suelo, al levantarlo la cercanía, el contacto, el maravilloso aroma de la carne asada la embriagaron: no pudo resistir darle algunas dentelladas antes de colocarlo en el plato.

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Comió con ferocidad. Puso las cosas sucias en la pileta pero no las lavó: tenía mucho sueño, ya llegaría el momento de lavar todo. Abrió la canilla para que el agua corriera y se fue para el dormitorio. No llegó. Antes de salir de la cocina el aceite de las suelas la hizo patinar y cayó al suelo. De cualquier manera se sentía muy cómoda en el suelo. Apoyó la cabeza en los mosaicos y se quedó dormida. La despertó el agua. Ligeramente aceitosa, el agua serpenteaba por la cocina, se ramificaba en sutiles hilos por las junturas de los mosaicos y, adelgazándose pero persistente, avanzaba hacia el comedor. A Margarita le dolía un poco la cabeza. Hundió su mano en el agua y se refrescó las sienes. Torció el cuello, sacó la lengua todo lo que le fue posible, y consiguió beber: ahora ya se sentía mejor. Un poco descompuesta, nomás, pero le faltaban fuerzas para levantarse e ir al baño. Todo estaba ya bastante sucio de todos modos. No debía ensuciarse el vestidito. Margarita tenía seis años y no debía ensuciarse el vestidito. Ni las rodillas. Debía tener mucho cuidado de no ensuciarse las rodillas. Hasta que al caer la noche una voz gritaba: ¡a bañarse!, entonces ella corría frenéticamente al fondo de la casa, se revolcaba en la tierra, se llenaba el pelo y las uñas y las orejas de tierra, ella debía sentir que estaba sucia, que cada recoveco de su cuerpo estaba sucio para poder hundirse después en el baño purificador, el baño que arrastrará toda la mugre del cuerpo de Margarita y la dejará blanca y radiante como un pimpollo. ¿Hay pimpollos de margarita, mamá? Sintió una inefable sensación de bienestar. Se corrió un poco del lugar donde estaba tendida y tuvo ganas de reírse. Su dedo señaló un lugar, próximo a ella, sobre el suelo. Caca, dijo. Su dedo se hundió voluptuosamente y después escribió su nombre sobre el suelo. Margarita. Pero sobre el mosaico rojo no se notaba bien. Se levantó, ahora sin esfuerzo, y escribió sobre la pared. Mierda. Firmó: Margarita. Después envolvió toda la leyenda en un gran corazón. Una corriente en la espalda la hizo estremecer. El viento. Entraba por las ventanas abiertas, arrastraba el polvo de la calle, arrastraba la basura del mundo que se adhería a las paredes y a su nombre escrito en las paredes y a su corazón, se mezclaba con el agua que corría en el comedor, entraba por su nariz y por sus orejas y por sus ojos, le ensuciaba el vestidito.

Cinco días después, un luminoso día de sol con el cielo gloriosamente azul y pájaros cantando, el marido de Margarita se detuvo ante un puesto de flores.

—Margaritas —le dijo al puestero—. Las más blancas. Muchas margaritas.

Y con el ramo enorme caminó hasta su casa. Antes de introducir la llave hizo una travesura, un gesto pícaro y colmado de amor, digno de ser contemplado por una esposa amante que estuviera espiando detrás de los visillos: se chupó el dedo índice y, levantándolo como un estandarte, analizó la dirección del viento. Venía del norte. De modo que el hombre, dócilmente, alegremente, paladeando de antemano el inigualable sabor de la reconciliación, dio la vuelta a su casa. Silbando una canción

festiva abrió la puerta. Un chapoteo blando, gorgoteante, le llegó desde la cocina.

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La perfecta señorita

Por:

Patricia Highsmith

Theodora, o Thea como la llamaban, era la perfecta señorita desde que nació. Lo decían todos los que la habían visto desde los primeros meses de su vida, cuando la llevaban en un cochecito forrado de raso blanco. Dormía cuando debía dormir. Al despertar, sonreía a los extraños. Casi nunca mojaba los pañales. Fue facilísimo enseñarle las buenas costumbres higiénicas y aprendió a hablar extraordinariamente pronto. A continuación, aprendió a leer cuando apenas tenía dos años. Y siempre hizo gala de buenos modales. A los tres años empezó a hacer reverencias al ser presentada a la gente. Se lo enseñó su madre, naturalmente, pero Thea se desenvolvía en la etiqueta como un pato en el agua.—Gracias, lo he pasado maravillosamente —decía con locuacidad, a los cuatro años, inclinándose en una reverencia de despedida al salir de una fiesta infantil. Volvía a su casa con su vestido almidonado tan impecable como cuando se lo puso. Cuidaba muchísimo su pelo y sus uñas. Nunca estaba sucia, y cuando veía a otros niños corriendo y jugando, haciendo flanes de barro, cayéndose y pelándose las rodillas, pensaba que eran completamente idiotas. Thea era hija única. Otras madres más ajetreadas, con dos o tres vástagos que cuidar, alababan la obediencia y la limpieza de Thea, y eso le encantaba. Thea se complacía también con las alabanzas de su propia madre. Ella y su madre se adoraban.

Entre los contemporáneos de Thea, las pandillas empezaban a los ocho, nueve o diez años, si se puede usar la palabra pandilla para el grupo informal que recorría la urbanización en patines o bicicleta. Era una típica urbanización de clase media. Pero si un niño no participaba en las partidas de «póquer loco» que tenían lugar en el garaje de algunos de los padres, o en las correrías sin destino por las calles residenciales, ese niño no contaba. Thea no contaba, por lo que respecta a la pandilla.

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—No me importa nada, porque no quiero ser uno de ellos —les dijo a sus padres.

—Thea hace trampas en los juegos. Por eso no queremos que venga con nosotros —dijo un niño de diez años en una de las clases de Historia del padre de Thea.

El padre de Thea, Ted, enseñaba en una escuela de la zona. Hacía mucho tiempo que sospechaba la verdad, pero había mantenido la boca cerrada, confiando en que la cosa mejorara. Thea era un misterio para él. ¿Cómo era posible que él, un hombre tan normal y laborioso, hubiese engendrado una mujer hecha y derecha?

—Las niñas nacen mujeres —dijo Margot, la madre de Thea—. Los niños no nacen hombres. Tienen que aprender a serlo. Pero las niñas ya tienen un carácter de mujer.

—Pero eso no es tener carácter —dijo Ted—. Eso es ser intrigante. El carácter se forma con el tiempo. Como un árbol.

Margot sonrió, tolerante, y Ted tuvo la impresión de que hablaba como un hombre de la edad de piedra, mientras que su mujer y su hija vivían en la era supersónica.

Al parecer, el principal objetivo en la vida de Thea era hacer desgraciados a sus contemporáneos. Había contado una mentira sobre otra niña, en relación con un niño, y la chiquilla había llorado y casi tuvo una depresión nerviosa. Ted no podía recordar los detalles, aunque sí había comprendido la historia cuando la oyó por primera vez, resumida por Margot. Thea había logrado echarle toda la culpa a la otra niña. Maquiavelo no lo hubiera hecho mejor.

—Lo que pasa es que ella no es una sinvergüenza —dijo Margot—. Además, puede jugar con Craig, así que no está sola.

Craig tenía diez años y vivía tres casas más allá. Pero Ted no se dio cuenta al principio de que Craig estaba aislado, y por la misma razón. Una tarde, Ted observó cómo uno de los chicos de la urbanización hacía un gesto grosero, en ominoso silencio, al cruzarse con Craig por la acera.

—¡Gusano! —respondió Craig inmediatamente.

Luego echó a correr, por si el chico lo perseguía, pero el otro se limitó a volverse y decir:

—¡Eres un mierda, igual que Thea!

No era la primera vez que Ted oía tales palabras en boca de los chicos, pero tampoco las oía con frecuencia y quedó impresionado.

—Pero, ¿qué hacen solos, Thea y Craig? —le preguntó a su mujer.

—Oh, dan paseos. No sé —dijo Margot—. Supongo que Craig está enamorado de ella.

Ted ya lo había pensado. Thea poseía una belleza de cromo que le garantizaría el éxito entre los muchachos cuando llegara a la adolescencia y, naturalmente, estaba empezando antes de tiempo. Ted no tenía ningún temor de que hiciera nada indecente, porque pertenecía al tipo de las provocativas y básicamente puritanas.

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A lo que se dedicaban Thea y Craig por entonces era a observar la excavación de un refugio subterráneo con túnel y dos chimeneas en un solar a una milla de distancia aproximadamente. Thea y Craig iban allí en bicicleta, se ocultaban detrás de unos arbustos cercanos y espiaban riéndose por lo bajo. Más o menos una docena de los miembros de la pandilla estaban trabajando como peones, sacando cubos de tierra, recogiendo leña y preparando papas asadas con sal y mantequilla, punto culminante de todo esfuerzo, alrededor de las seis de la tarde. Thea y Craig tenían la intención de esperar hasta que la excavación y la decoración estuvieran terminadas y luego se proponían destruirlo todo.

Mientras tanto a Thea y a Craig se les ocurrió lo que ellos llamaban «un nuevo juego de pelota», que era su clave para decir una mala pasada. Enviaron una nota mecanografiada a la mayor bocazas de la escuela, Verónica, diciendo que una niña llamada Jennifer iba a dar una fiesta sorpresa por su cumpleaños en determinada fecha, y por favor, díselo a todo el mundo, pero no se lo digas a Jennifer. Supuestamente la carta era de la madre de Jennifer. Entonces Thea y Craig se escondieron detrás de los setos y observaron a sus compañeros del colegio presentándose en casa de Jennifer, algunos vestidos con sus mejores galas, casi todos llevando regalos, mientras Jennifer se sentía cada vez más violenta, de pie en la puerta de su casa, diciendo que ella no sabía nada de la fiesta. Como la familia de Jennifer tenía dinero, todos los chicos habían pensado pasar una tarde estupenda.

Cuando el túnel, la cueva, las chimeneas y las hornacinas para las velas estuvieron acabadas, Thea y Craig fingieron tener dolor de tripas un día, en sus respectivas casas, y no fueron al colegio. Por previo acuerdo se escaparon y se reunieron a las once de la mañana en sus bicicletas. Fueron al refugio y se pusieron a saltar al unísono sobre el techo del túnel hasta que se hundió. Entonces rompieron las chimeneas y esparcieron la leña tan cuidadosamente recogida. Incluso encontraron la reserva de patatas y sal y la tiraron en el bosque. Luego regresaron a casa en sus bicicletas.

Dos días más tarde, un jueves que era día de clases, Craig fue encontrado a las cinco de la tarde detrás de unos olmos en el jardín de los Knobel, muerto a puñaladas que le atravesaban la garganta y el corazón. También tenía feas heridas en la cabeza, como si lo hubiesen golpeado repetidamente con piedras ásperas. Las medidas de las puñaladas demostraron que se habían utilizado por lo menos siete cuchillos diferentes.

Ted se quedó profundamente impresionado. Para entonces ya se había enterado de lo del túnel y las chimeneas destruidas. Todo el mundo sabía que Thea y Craig habían faltado al colegio el martes en que había sido destrozado el túnel. Todo el mundo sabía que Thea y Craig estaban constantemente juntos. Ted temía por la vida de su hija. La policía no pudo acusar de la muerte de Craig a ninguno de los miembros de la pandilla, y tampoco podían juzgar por asesinato u homicidio a todo un grupo. La investigación se cerró con una advertencia a todos los padres de los niños del colegio.

—Sólo porque Craig y yo faltáramos al colegio ese mismo día no quiere decir que fuésemos juntos a romper ese estúpido túnel —le dijo Thea a una amiga de su

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madre, que era madre de uno de los miembros de la pandilla. Thea mentía como un consumado bribón. A un adulto le resultaba difícil desmentirla.

Así que para Thea la edad de las pandillas —a su modo— terminó con la muerte de Craig. Luego vinieron los novios y el coqueteo, oportunidades de traiciones y de intrigas, y un constante río, siempre cambiante, de jóvenes entre dieciséis y veinte años, algunos de los cuales no le duraron más de cinco días.

Dejemos a Thea a los quince años, sentada frente a un espejo, acicalándose. Se siente especialmente feliz esta noche porque su más próxima rival, una chica llamada Elizabeth, acaba de tener un accidente de coche y se ha roto la nariz y la mandíbula y sufre lesiones en un ojo, por lo que ya no volverá a ser la misma. Se acerca el verano, con todos esos bailes en las terrazas y fiestas en las piscinas. Incluso corre el rumor de que Elizabeth tendrá que ponerse la dentadura inferior postiza, de tantos dientes como se rompió, pero la lesión del ojo debe ser lo más visible. En cambio Thea escapará a todas las catástrofes. Hay una divinidad que protege a las perfectas señoritas como Thea.