catalogo de formas, nicolás cabral

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Nicolás Cabral CATÁLOGO DE FORMAS EDITORIAL PERIFÉRICA www.elboomeran.com

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Novela de Nicolás Cabral sobre el arquitecto y pintor Jua O'Gorman

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  • Nicols CabralCATLOGO DE FORMAS

    E D I T O R I A L P E R I F R I C A

    www.elboomeran.com

  • p r i m e r a e d i c i n : marzo de 2014 diseo de coleccin: Julin Rodrguez

    maquetacin: Natalia Moreno

    Nicols Cabral, 2014 de esta edicin, Editorial Perifrica, 2014Apartado de Correos 293. Cceres 10001

    [email protected]

    i s b n: 978-84-92865-89-5d e p s i t o l e g a l: cc-72-2014

    i m p r e s o e n e s p a a p r i n t e d i n s p a i n

    El editor autoriza la reproduccin de este libro, total

    o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre

    y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

  • Para Laura

  • 9me digo ahora: Primero la cueva, luego la torre. Entre las piedras, entre los rboles, mi morada. Construir primero una choza, sobre el rella-no. Tendr una mesa de trabajo, papel y lpices. Todo ir creciendo entre las plantas, como las plantas. Antes escarbar, debajo de esa roca, a un lado del riachuelo. Vivir ah, como una bes-tia. La habitacin primera se convertir enton-ces en taller. Imagino, aqu y all, columnas que se elevan, como bambes. Nadie ms habitar la zona. Hombres vendrn todos los das, recibi-rn instrucciones. Al anochecer abandonarn el lugar, volvern a sus casas. No habr otra com-paa que el murmullo animal, las hojas agita-das por el viento. Visitar, de tiempo en tiem-po, el pueblo. Comprar provisiones. Cruzar palabras con algn local, dar las gracias. Tengo ya la madera necesaria, los tablones que harn

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    de muros, las vigas que sostendrn el techo. Pie-dras sobran, servirn de sustento. Por la noche no habr ms luz que la de las antorchas, clava-das en el sendero. He trado el Libro. Como ad-vertencia, como recordatorio. He trado, sobre todo, cuadernos. En ellos har esbozos, defini-r formas. Despus, sobre el papel, surgirn los planos. Lo que resulte ser mi obra definitiva. Nadie podr verla, se desconoce mi paradero. Los locales me miran extraados, pero se acos-tumbrarn. Han trado la madera, labrarn las piedras. Para la choza no hay dibujos. He esta-blecido las medidas, he realizado trazos sobre la tierra. Los hombres no preguntan, salvo que una indicacin les resulte confusa. Aprendere-mos a entendernos, ser sencillo. Por lo pron-to obedecen, pago sus sueldos. He organizado las tablas, lijado segmentos. Hoy tendremos ci-mientos, maana muros, techo. Entonces me instalar, realizar los primeros dibujos. Ya se acercan, escucho sus murmullos, sus pasos so-bre las hojas. Saludan, dan los buenos das. Doy las primeras instrucciones.

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    e l a r q u i t e c t o , mi marido, dijo: Ser una pie-za exacta, una mquina. Entonces habl del Li-bro, del Suizo, del mnimo gasto y la mxima eficiencia. En el barrio, en aquel tiempo, haba slo edificios viejos, pero esa casa, nuestra ca-sa, sera otra cosa. Mir los planos, las formas, los colores, un tanto sorprendida, tal vez asus-tada, en cierto modo fascinada. Todo era nuevo, como nacido de la nada. Dije que s, que eso que-ra, sin saber muy bien por qu, como si alguien habitara en m y me obligara a aceptar. El Arqui-tecto, mi marido, sonri, farfull frases que no supe comprender. Al poco tiempo comenzaron las obras, vi nacer del piso la construccin, el es- queleto que, luego de algunas semanas, tuvo co-mo piel una gigantesca pieza vidriada. Pregun-t por la electricidad, por el agua, por el drena-je. Me indic que esperara, que ya los vera. Y as

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    fue, los cables trenzados, recorriendo las paredes interiores, mientras la tubera, afuera, se adosaba a los muros o conformaba barandales. Sobre la cubierta, el tanque de agua, elevado y protagni-co. Una mquina, s, pero con sus mecanismos a la vista, elevada por unas columnas que dejaban libre buena parte del terreno, formando una te-rraza. Se fragu la escalera, recorr su trazo cur-vo, llegu a la planta alta: todo estaba baado de luz. Luego vinieron los colores de los muros, los cactos que delimitaban la propiedad. Antes de que el ventanal de la sala estuviera terminado, el Arquitecto, mi marido, me pidi que lo acompa-ara a la planta alta, quera mostrarme un deta-lle. Se adelant, se detuvo ante el vaco. Cuando estuve cerca, sin decir palabra, se arroj. Corr hacia la escalera, baj a tropezones, mir hacia la zona en la que haba cado el cuerpo. Tirado so-bre un montculo de arena, rea a carcajadas.

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    r e c u e r d o la mina. Recuerdo a mi padre en la mina. Peda a los obreros que me llevaran, que me mostraran los tneles. Por las noches soaba con cuevas, habitadas por hombres feroces. De aquellos aos, de aquel tiempo, persiste la ima-gen de los cerros. La vegetacin escasa, amari-llenta. Las piedras inmensas, calvas. Vivamos cerca de la presa, en un camino terregoso donde, los sbados, esperbamos el regreso de mi pa-dre. Los das previos, por la maana, la empleada nos llevaba, a mi hermano y a m, a la escuela. Ca-minbamos hasta el centro, las calles empedra- das, polvorientas, los colores cambiantes de las fachadas. Imaginaba, aterrado, una vida subterr-nea, en penumbras, dentro de tneles que se ex-tendan infinitamente bajo nuestros pies. Afuera, sobre la superficie, el cromatismo, los volme- nes bajo la luz, como escribi el Suizo. Cuando

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    comenc a pintar, de regreso en este lugar, no pude evadir la densa imagen de los cerros, due-os del horizonte. Ahora que todo est perdido pienso, una vez ms, en las cavernas. Pienso en una guarida, en una penumbra que saque de mi vista el exterior. Todo est siendo arrasado, de-vorado, aniquilado. No ms mquinas, no ms precisin. Ninguna superficie plana, ningn mu-ro blanco. Para qu, si sern reducidos a ruinas? Chimeneas humeantes, tuberas transportando porquera, campos erosionados, ocanos enne-grecidos: de eso est hecho el mundo. Sobre-vivirn los habitantes de las cuevas? Tendr que averiguarlo. Imagino muros de piedra, una esca-lera curva que conduce a un espacio subterrneo, mi refugio. Un agujero en la tierra que, sin em-bargo, gracias a la pendiente del terreno, permi-tir, en uno de sus extremos, mirar los rboles. Mientras vivan. Lograr, de una buena vez, olvi-darme del Suizo, dar la espalda al Libro. Logra-r, lo digo ahora, librarme de ella. Ni un solo n-gulo recto: muros curvos, pesados, no ms techo que la intacta piedra. Antes de que mi corazn, como el mundo, sea arado.

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    Arquitecto, ordena que pase. Atravieso el pe- queo taller. l est en el porche, atrs. Me sien-to a su lado, en una silla de cuero. As que final- mente vino, me dice. Nada de grabadoras, sa-que papel y pluma, indica cuando ve que meto la mano en la bolsa. Tengo todo en la cabeza, perfectamente ordenado, agrega. Le comento que, entonces, lo mejor ser comenzar. Me mira atentamente. Luego voltea hacia la selva y carras- pea. Sus manos: largas, nervudas como races. Comencemos, ordena, acaso a s mismo. Titu-beante, le hago una primera pregunta. Espero la muerte, no s decir cmo, pero la espero, es la respuesta, a la que aade: Mejor as, vendrn tiempos difciles, catstrofes. Se detiene unos se-gundos, me observa. Despus mira hacia la sel-va y contina, pero me cuesta concentrarme. He visto, colgados en los muros del estudio, dece-nas de dibujos, un extenso conjunto de figuras, detallados planos de edificios intiles y mons-truosos, que semejan seres orgnicos contor-sionndose, abrindose a la luz, desplegndose amenazantes. Nota mi distraccin: Apunte!

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    u n n i o . Yo era un nio. Los cuerpos colgaban de los postes, de los rboles. Campesinos, sol-dados, todos muertos. Desde la azotea observ a hombres derrumbarse sobre el empedrado. Moran de hambre. Nosotros no, nosotros tena- mos alimentos: topinambures, gatos, chayotes, perros. Afuera la guerra, los cadveres. Adentro el terror. Recuerdo la mula. Recuerdo a mi pa-dre y a la empleada arrastrando la mula. Trozos de animal, sangre, un olor indescriptible. La car-ne ahumada y salada: nuestro alimento de me-ses. Un sabor espantoso. Mejor el topinambur, el chayote. Pero mi madre me obligaba a comer mula. Nuestra bebida, el agua de lluvia. Afue- ra los disparos, los gritos. Adentro el pasadizo. El vecino haba huido, dejando su casa intac-ta. Mi padre hizo un agujero en el muro del jar-dn. Por ah pasbamos. Cuando nadie me vea,

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    me internaba en aquella propiedad. Los candiles, el olor a polvo. Me vesta con las ropas abando- nadas. Una casa para m, ajena a ellos. Hasta que oa su llamado, al otro lado del muro. Haba que volver a las clases, recibir los golpes: la re-gla azotando mi mano, mi padre sealando mis faltas. A veces lo imaginaba colgado de un pos-te, como aquellos soldados. Un ahorcado ms. Imaginaba tambin a mi hermano, su cuerpo gi- rando, sostenido por una cuerda, bajo un rbol, como un campesino rebelde. En la escena, mi madre lloraba. Yo, desde la azotea, miraba satis-fecho. Abandon esas fantasas, una tarde. Sal a la calle, a pesar de las advertencias. A unas cua-dras, en un poste, colgaba un cadver. Su cami- sa desteida por el sol, su pantaln ennegrecido. Su lengua asomando por la boca. Sus ojos inyec-tados de sangre. Un nio. Yo era un nio. Tam-bin los que llegaron. Sin embargo, ausente el te-mor en ellos, subieron por el poste, cortaron la cuerda. Recuerdo el cuerpo tieso, azotndose en el piso. Los nios arrancaron al muerto sus ha-rapos, lo dejaron desnudo. O disparos en la le-jana. Corr a casa. Mi padre me esperaba, con la regla en la mano derecha.