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H Número 38 (2000) CARLISMO Y CONTRARREVOLUCIÓN EN LA ESPAÑA CONTEMPORÁNEA, Jesús Millán, ed. Nota editorial -Popular y de orden: la pervivencia de la contrarrevolución carlista, Jesús Millán -El primer carlismo, 1833-1840, Gloria Martínez Dorado y Juan Pan-Montojo -¿Qué fue del “oasis foral”? (Sobre el estallido de la II guerra carlista en el País Vasco), Coro Rubio Pobes -El caudillaje carlista y la política de las partidas, Lluís Ferran Toledano -Las “muertes” y las “resurrecciones” del carlismo. Reflexiones sobre la escisión integrista de 1888, Jordi Canal -Las aportaciones del carlismo valenciano a la creación de una nueva derecha movilizadora en los años treinta, Rafael Valls -El carlismo hacia los años treinta del siglo XX. Un fenómeno señal, Javier Ugarte Miscelánea -La violencia contra uno mismo: el suicidio en el contexto represivo del franquismo, Conxita Mir Curcó -La recepción del pensamiento conservador radical europeo en España (19131930), Pedro Carlos González Cuevas -Liderazgo nacional y caciquismo local: Sagasta y el liberalismo zamorano, José Ramón Milán García Ensayos bibliográficos -¿Hacia una historia cultural de la ciencia española?, Elena Hernández Sandoica -Historiografía reciente sobre el carlismo. ¿El carlismo de la argumentación política?, Eduardo González Calleja AYER 38*2000 ASOCIACIÓN DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA MARCIAL PONS, EDICIONES DE HISTORIA, S. A. EDITAN: Asociación de Historia Contemporánea Marcial Pons, Ediciones de Historia, S. A. Director Ramón Villares Paz Secretario Manuel Suárez Cortina

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HNmero 38 (2000)CARLISMO Y CONTRARREVOLUCIN EN LA ESPAA CONTEMPORNEA, Jess Milln, ed.Nota editorial-Popular y de orden: la pervivencia de la contrarrevolucin carlista, Jess Milln -El primer carlismo, 1833-1840, Gloria Martnez Dorado y Juan Pan-Montojo-Qu fue del oasis foral? (Sobre el estallido de la II guerra carlista en el PasVasco), Coro Rubio Pobes-El caudillaje carlista y la poltica de las partidas, Llus Ferran Toledano-Las muertes y las resurrecciones del carlismo. Reflexiones sobre la escisin integrista de 1888, Jordi Canal-Las aportaciones del carlismo valenciano a la creacin de una nueva derecha movilizadora en los aos treinta, Rafael Valls-El carlismo hacia los aos treinta del siglo XX. Un fenmeno seal, Javier Ugarte Miscelnea-La violencia contra uno mismo: el suicidio en el contexto represivo del franquismo, Conxita Mir Curc-La recepcin del pensamiento conservador radical europeo en Espaa (19131930), Pedro Carlos Gonzlez Cuevas-Liderazgo nacional y caciquismo local: Sagasta y el liberalismo zamorano, JosRamn Miln GarcaEnsayos bibliogrficos-Hacia una historia cultural de la ciencia espaola?, Elena Hernndez Sandoica-Historiografa reciente sobre el carlismo. El carlismo de la argumentacin poltica?, Eduardo Gonzlez CallejaAYER38*2000ASOCIACIN DE HISTORIA CONTEMPORNEA MARCIAL PONS, EDICIONES DE HISTORIA, S. A.EDITAN:Asociacin de Historia Contempornea Marcial Pons, Ediciones de Historia, S. A.DirectorRamn Villares PazSecretarioManuel Surez CortinaConsejo EditorialDolores de la Calle Velasen, Salvador Cruz Artieho,Carlos Forcadell Alvarez, Flix Luengo Teixidor, Conxita Mir Curco, Jos Snchez Jimnez, Ismael Saz CamposCorrespondencia y administracinMarcial Pons, Ediciones de Historia, S. A. CI San Sotero, 6 28037 MadridJESS MILLN, ed.CARLISMO y CONTRARREVOLUCINEN LA ESPAA CONTEMPORNEA Asociacin de Historia Contempornea Marcial Pons, Ediciones de Historia, S. A. ISBN: 84-95379-14-7 Depsito legal: M .38.385-2000 ISSN: 1 134-2227 Fotocomposicin: InfHTKX, S. L.Impresin: Closas-Okqaeis, S. L.Polgono Igarsa. Paracuellos de larama (Madrid)AYER38*2000SUMARIODOSSIERCARLISMO y CONTRARREVOLUCIN EN LA ESPAA CONTEMPORNEA, Jess Milln, edPopular y de orden: la pervivencia de la contrarrevolucin carlista,Jess Milln15El primer carlismo, 1833-1840, Gloria Martnez Dorado y JuanJ>an-Montojo35Qu fue del oasis foral'Y (Sobre el estallido de la Jl guerra carlista en el Pas Vasco), Coro Rubio Pobes 65El caudillaje carlista y la poltica de las partidas, Llus Ferran Toledano Gonzlez91Las "muertes" y las "resurrecciones"' del carlismo. Reflexiones sobre la escisin integrista de 1888, Jordi Canal 115Las aportaciones del carlismo valenciano a la creacin de unanuem derecha rrwvilizadora en los aos treinta, Rafael Valls ... 137 El carlismo hacia los aos treinta del siglo xx l. Un fenmeno seal,Javier Ugarte 155MISCELNEALa violencia contra uno mismo: el suicidio en el contexto represivodelfranquismo, Conxita Mil'Curco 187La recepcin del pensamiento conservador radical europeo en Espaa (1913-1930), Pedro Carlos Gonzlez Cuevas211AYER 38*2000Liderazgo nacional y caciquismo local: Sagasta y el liberalismozamorano, Jos Ramn Miln Garca233ENSAYOS BIBLIOGRFICOSHacia una historia cultural de la ciencia espaola?, Elena Hernndez Sandoiea263Historiografa reciente sobre el carlismo. El retorno de la argumentacin poltica?, Eduardo Gonzlez Calleja275Nota editorialRamn VillaresPresidente de la AHeLa revista Ayer est a punto de cumplir sus primeros diez aos de existencia, ya que su primer nmero sali a la calle en la primavera del ao 1991. Durante este tiempo, gracias a la diligencia de todos sus editores (uno distinto en cada entrega) y al apoyo de sus promotores, la revista no slo ha publicado 38 nmeros, sino que ha mantenido una lnea de continuidad en su aparicin trimestral, y de rigor y pluralidad en sus contenidos, que le han permitido encontrar un espacio propio en el conjunto de las revistas histricas espaolas especializadas en la poca contempornea. El haber logrado estos resultados no se puede disociar del papel desempeado, en la concepcin y diseo de la revista, por el profesor Miguel Artola, primer presidente de la Asociacin de Historia Contempornea (AHC). A su empeo se debe el hecho de que la revista Ayer haya sido concebida no como una publicacin de escuela, sino como una expresin de la biodiversidad historiogrfica que caracteriza la investigacin histrica en Espaa y, ms concretamente, la historia contemporanesta. Respeto a la pluralidad que no significa comodidad ni ausencia de compromiso. Por el contrario, el principal criterio que ha guiado, en estos diez aos, la ejecutoria de la revista ha sido la exigencia de responsabilidad inteleetual y cientfica al editor de cada uno de sus nmeros. Y pasada ya casi una dcada, se puede proclamar que esta prctica ha creado un estilo, que deseamos mantener en el futuro, como una marca especfica de Ayer. Pero por oficio sabemos que los tiempos mudan y a ello no puede ser ajena la marcha de la revista.En la asamblea general de la ABe celebrada en Sevilla (septiembre de 19(8) se aprobaron las lneas generales de estos cambios, que por lo dems ya han sido anunciados en nmeros procedentes; y en la siguiente asamblea general, celebrada en Valencia en mayo de 2000, se ratificaron las orientaciones anteriores. Por su parte, los responsables de Marcial Pons han aceptado con gran generosidad los acuerdos tomados por la Asociacin. El resultado de todo ello se plasma en este nmero. y aunque son decisiones ya conocidas, no est de ms un breve comentario sobre la nueva estructura de la revista y las razones que nos han impulsado a ello.Los cambios que el lector encontrar en este nmero de Ayer son de varios tipos, desde su propia presentacin formal hasta la estructura de sus contenidos y su organizacin interna. En primer lugar, se produce un pequeo cambio formal en la cubierta y en la presentacin de los contenidos, en el sentido de resaltar ms la condicin de publicacin peridica y menos la personalidad del coordinador o editor de cada uno de sus nmeros, que con frecuencia tenda a confundir la revista con una monografa. La figura del editor seguir siendo importante, en tanto que responsable ltimo del tema central de cada uno de los nmeros (el Dossier, que ocupar en torno al 60 por ciento de lo publicado), pero no el nico organizador del mismo. ste es el punto ms claro de continuidad entre la concepcin original de Ayer y su presentacin actual. Y la razn, como ya apuntamos antes, est en la conviccin de que el sello distintivo de la revista est precisamente en su capacidad para convertir cada nmero en una publicacin casi monogrfica, en muchos casos de referencia obligada en el mbito acadmico.El segundo cambio tiene que ver, naturalmente, con la diversificacin de contenidos que a partir de ahora tendr cada nuevo nmero de la revista. Nos proponemos incorporar, de forma regular, contribuciones no solicitadas o que procedan de actividades internas de la Asociacin, sean sus congresos y reuniones peridicas, sea como resultado de acciones especficas, como es el caso del Premio para Jvenes Investigadores, actualmente en su segunda convocatoria. Rste bloque de contenidos de la revista, que denominamos como Miscelnea, deber dar la medida de las investigaciones en curso que en cada momento definan las grandes lneas de la disciplina. A las secciones de Dossier y MisceLnea se agrega una tercera, la de Ensavos Bibliogrficos, que trata de cubrir las exigencias de toda publicacin cientfica especializada. Adems de dar cuenta de las principales novedades producidas en el mbito propio de la historia contempornea (que en los primeros aos de la revista se haca de forma anual bajo la frmula de La Historia en... el ao anterior), aspiramos a poder publicar algunos artculos que supongan revisiones autorizadas de las principales contribuciones que hayan aparecido en los ltimos aos sohre los temas seleccionados.Un cambio algo ms que formal es el de la nueva organizacin de la revista. Sus entidades promotoras siguen siendo la AHC y, hajo ulla razn editorial algo diferente de la inicial, Marcial Pons Ediciones de Historia. Sin embargo, la responsabilidad ms inmediata de la publicacin queda confiada a un Consejo de Redaccin que, de forma temporal, tiene los mismos componentes que la Junta Directiva que la Asociacin ha elegido en su reunin de Valencia. Este equipo de redaccin, adems de ocuparse de las tareas propias de una publicacin peridica, tiene la encomienda institucional de efectuar una normalizacin de la revista durante los prximos aos, desde la eleccin de un Consejo Cientfico Asesor hasta la puesta en marcha de procedimientos homologados en las publicaciones del gnero, como es la seleccin de un conjunto de evaluadores que, de forma annima y responsable, emitan sus juicios sobre los distintos artculos enviados a la redaccin de la revista.Las razones que nos han llevado a proponer estos cambios al colectivo de contemporanestas agrupados en la Asociacin obedecen a dos hechos bien diferentes. Por una parte, derivan de la necesidad de hacer congruente la existencia de una publicacin propia de la Asociacin con la posibilidad de que sus miembros puedan publicar sus trahajos en la misma. Naturalmente, el ser asociado no concede un derecho preferente de publicacin, pero al menos esta opcin no depende slo del editor de cada uno de los nmeros de la revista, sino de los procedimientos arbitrados por el consejo de redaccin. La segunda razn ha sido mucho ms decisiva que esta primera. En un panorama universitario en el que el cursus hOHorum de muchos jvenes investigadores e investigadoras se define no slo por la cantidad y calidad de sus publicaciones, sino cada vez ms por el prestigio y valoracin externa que haya alcanzado el medio en que las publican, la homologacin de nuestra revista Ayer segn cnones de la comunidad cientfica internacional era una exigencia inaplazable. Aunque en el mbito de las humanidades el recurso a los ndices de impacto de citas y menciones no es el principal haremo seguido para calificar un curriculum investigador, es evidente que la renuncia a esta homologacin supone una autolimitacin.y esto es lo que iniciamos con este nmero 38 de Ayer. Dar los primeros pasos de un recorrido que nos lleva desde una revista que privilegiaba su condicin de publicacin monogrfica a la misma revista (y no slo por mantenerse nominalmente idntica), que, sin dejar de tener un carcter monogrfico, se adece a las normas ms generales de las publicaciones cientficas internacionales, en las que no slo se debe identificar daramente quines son sus responsables (de hecho, prestigiosas revistas histricas dependen de colectivos anlogos al nuestro), sino que, sobre todo, se deben garantizar ciertos procedimientos, como es el de la evaluacin externa mediante al menos dos informes, y el cumplimiento de algunas normas ya estandarizadas (resumen de contenidos de los artculos, sistemas de citas, etc.). En pocas palabras: no se trata de ninguna refundacin ni de una nueva etapa de la revista. Se trata tan slo de cambiar parcialmente la instalacin elctrica, que siga siendo de da y que los moradores de la casa se sientan ms confortables. Lograrlo es tarea en primera instancia del Consejo de Redaccin, pero tambin de todos los suscriptores y lectores de Ayer, a quienes demandamos colaboracin en la tarea y confianza en la gestin. Los resultados concretos se irn viendo poco a poco, nmero tras nmero. El pasado de la revista nos avala, pero es el futuro quien nos evaluar tambin a nosotros.Popular y de orden: la pervivencia de la contrarrevolucin carlista,Jess MillnUniversitat de ValenciaLos trabajos que aqu se recogen abordan el anlisis del carlismo desde una determinada perspectiva actual. Durante mucho tiempo, el carlismo ha sido objeto de estudios de tipo narrativo y abiertamente polmico, en la medida en que se entendan como prolongacin de las alternativas polticas. De ah que los apriorismos determinasen el marco en el que se sentenciaban los problemas o, simplemente, se ignoraban, en un ejercicio que restringa la discusin. No ha cesado de existir una produccin de este tipo. Es el caso de la historia neotradicionalista, que se enmarca en los supuestos a priori de una adhesin mayoritaria al Antiguo Rgimen y de la falta de apoyos sociales a un liberalismo que slo habra triunfado por la fuerza. Es simtrico el planteamiento de otra corriente que -con un enfoque que recuerda al de la ortodoxia comunista sobre el fascismo- niega toda posibilidad de colaboracin de las capas populares con una poltica reaccionaria 2. Por tanto, encamina su estudio a suhrayar el enrolamiento forzoso o a travs del atractivo de la paga, para concluir que carece de sentido el problema de las hases sociales del carlismo ste, en ambos casos,i El autor participa en el proyecto 1. [ 00 del Ministerio de Kducacin y Cultura. J. CaSM., F.l curltsim). f)os siglos h amlrarreroUicin en l\\iaaa, Madrid, 2000, pp. 402-436. y el trabajo de K. * ',n\z \ 11/ C \u>;j en este nmero.1\1. S\NTIIS!>, Recolado liberal i guerra civil a Catalunya, Lrida, Va^es, 1099, sostiene la tesis de K. ih:i. Kn sobre la ausencia de apoyos sociales al carlismo a base de un enteque que predetermina este resultado. Una de estas premisas lleva a no considerar la pervivencia de la cultura pollica y de la capacidad de movilizacinAYER 38*2000Las investigaciones que aqu se reflejan tratan, por contra, de tomar como referencia los problemas de la trayectoria de la Espaa contempornea y es con respecto a ella como se intenta analizar el carlismo y argumentar su inters. Al mismo tiempo, insisten en plantear de modo abierto, no preestablecido, las posibilidades de accin, de apoyo a una u otra alternativa poltica o de colaboracin entre s de diversos grupos sociales.Los debates generales han solido otorgar una atencin secundaria a la reiterada presencia del carlismo en la historia reciente. Precisamente lo que caracterizaba a la renovacin de los estudios sobre el tema en los aos 1960-1970 era la necesidad de insertar el antiliberalislllo en la gnesis y el desarrollo de la Espaa contempornea. Con este propsito, las corrientes que aqu se reflejan plantean su estudio en el contexto de la historia coiiio problema, necesariamente abierto, por tanto, y rechazan el apriorislllo que soslaya los elementos que no encajan bien con las hiptesis previas. De este modo, el carlismo no es un tema de perfiles claramente definidos, sino relacionado con otros: con la dinmica y el significado de la poltica liberal, con las implicaciones de las teoras y las culturas polticas, con la evolucin de las estructuras socioeconmicas y con la elaboracin de las experiencias de quienes las vivan.Este carcter se acompaa de la necesidad de argumentacin interpretativa. En un marco historiogrfico caracterizado por una notable falta de consenso sobre los caracteres del fin del Antiguo Rgimen y del nacimiento de la Espaa liberal, sobre el significado y las bases del liberalismo de la Hestauracin o sobre los factores del trgico final de la democracia republicana en el siglo xx, es lgico que el estudio del carlismo haya de acompaarse de nuevas hiptesis y valoracionescal lista tras la guerra, supuestamente realizada durante siete aos con electivos enrolados slo a la tuerza o por soborno. Otra premisa les hace no contrastar su tesis, que supedita la rebelin a la proximidad a la rontera, con el reparto geogrfico de ios lteos ms destacados del carlismo. La zona central o Cortes en Navarra, el rea de DllrangooAzcoitia, las comarcas catalanas del Camp de Tarragona o el Montsi o las valencianas del Alt Maestrat, la Val d'Albaida o el Baix Segura contrastan con la actitud dominante en el Baztn o Valcarlos, en el Ampurdn o en la provincia de I lliesca. lie planteado mis discrepancias en Ln carlisme epi-odic.^ *. f/Aeern;. nm. 20.r), 1996, pp. 64-66; la rplica de H. !>r:i. HO, Jess Milln, el cntieaire. en id., nnl. 206, 1996, p. .">1.en torno a los problemas generales. Un rasgo extendido de la historiografa ha sido analizar la poca de la Restauracin o las posteriores sobre un trasfondo esquemtico de lo que haba sido el nacimiento de la Espaa liberal. Los trabajos sobre la crisis del Antiguo Rgimen y el liberalismo revolucionario se han convertido con frecuencia en una especie de gnero acotado, poco relacionado con el estudio del absolutismo del siglo XVin y poco tenido en cuenta por quienes tratan la Espaa de Cnollas o del desastre del 98. El carlismo, por contra, remite al lenguaje, las luchas y las instituciones del Antiguo Rgimen. A la vez, su innegable capacidad de pervivencia convierte en reduccionista todo estudio que argumente slo sobre los datos de un escenario temporal restringido, a base de ignorar que el carlismo a menudo se reprodujo con un grado especialmente fuerte de identidad.I. Los orgenes: la remodelacin social del liberalismovista como anarquaEn el contexto actual, la discusin sobre el carlismo obliga a plantear una visin integrada de importantes aspectos de la historia espaola en los dos ltimos siglos. Probablemente, el primer lugar en este terreno se deba otorgar a la revolucin liberal como proceso fundacional de la Espaa contempornea. ,Se trat de una ruptura con importantes efectos sociales o fue slo un aspecto de alcance limitado al terreno de la poltica?Incluso con discrepancias en otros aspectos, corrientes diversas han venido planteando los efectos oligrquicos o continuistas del triunfo liberal. Para algunos, la ruptura con las viejas jerarquas se centr en los bienes de la Iglesia. La desfasada hiptesis de la va prusiana, mantenida a veces an por simple inercia, supona que hubo una transformacin de derechos de tipo seorial en propiedad privada de la tierra Ello permitira, para cierta tradicin marxista, hablar de lai J. S. Pkkkz (iu:/n\ alud1 al cundido cnltc los campesinos y una nacin que ahora transformaba a los seores en definitivos propietarios, K1 nacionalismo espaol en sus orgenes: laetores de configuracin, 1) l'J\. nm. 35. 1999, p. 68; M. Pkkkz Lkdkswa considera evidenle que la nobleza, o la (lase feudal, no perdi sus propiedades ni su presencia poltica tras la revolucin, Protagonismo de la burguesa. debilidad de los burgueses. ///.. nm. 36, 1999, pp. 80-81; F. I Iti;'- \mii:/ Moyiu.IN asimila nobleza y privilegiados al rgimen seorial del feudalismo. Laimportancia clave de la revolucin - que habra cambiado las relaciones feudales por las nuevas del capitalismo-, a la vez que habra conservado sus puestos en el nuevo orden a las jerarquas del viejo rgimen. Otros sectores, mejor informados sobre la evolucin social en los ltimos siglos del absolutismo, detectan la importancia de las promociones de poderosos y notables -bsicamente propietarios y profesionales con ciertos privilegios, pero diferenciados de los seFores- y su capacidad para protagonizar el orden posterior a la revolucin. El complemento suele ser una consideracin simplificadora del liberalismo poltico como lenguaje de clase, centrado en la delensa de la propiedad privada y de unas libertades formales que no podan interesar a las capas populares La ruptura poltica liberal habra sellado una configuracin elitista en que hidalgos influyentes, propietarios y hombres de negocios a menudo con pretensiones de nobleza lograran integrarse como interlocutores de la monarqua y pilares del orden a escala local. sta sera una realidad fraguada tiempo atrs, bajo el reformismo del siglo xvm De este modo el carlismo poda significar dos cosas. En principio, un movimiento de protesta bsicamente popular, fruto de una profunda insatisfaccin con el moderantismo o con la impotencia de la burguesa liberal para introducir cambios de mayor alcance. El nfasis en lo que se tena por cultura popular resultaba obligado para explicar el tenaz acantonamiento de la contrarrevolucin en zonas muy concretas, pero tambin su ausencia de radicalismo y su retrica legitimista y religiosa. En segundo lugar, se poda ver como una protesta transitoria por parteabolicin de los seoros en Espaa (lili 1-1H37}, Valencia, 1099, |)|>. 41-44. M. Swtiiisu, Reroluci liberal i guerra nt il. pp. 378-379, se apoya en el supuesto (le que el liberalismo permiti la transformacin (le los nobles en propicanos. Kslos supuestos son incongruentes con la invesligacin de las ltimas dcadas; P. Kl l/ Toitliis, Del antiguo al nuevo rgimen: carcter de la transformacin, en Antiguo rgimen y lihemlismo. Homenaje a Miguel Arlla, vol. I. Madrid, 1()()4, pp. 1.")9-l 92, y Relorma agraria y revolucin libera! en Kspana en A.S\"\/ Y J. S\N/, t KlN \M)!:/ (coords.),Reformas y polticas agrarias en la historia de Espaa (De la Ilustracin al primer Afirmaciones en esla lnea en M. Swnuso, RI/;oluci liberal i guerra civil, pp. 381 y 381. Kn otro .sentido, (i. I > v: \ I 11. Orgens fiel sindicahsme caala, Vic, 1999: A. M.:l ( \IU I Ko\ llt 1, Radicalismo liberal, republicanismo y n'volllcin (1 835-1837), A VER, nm. 29. 1998, pp. 63-90, y M." C. loMt.o, Lenguaje y poltica del nuevo liberalismo:(, Vid. M.'1 C. KoMlo, COlll situar el trencamenlV LYvoluei de l'Anlic Kgim i (,1 pes de la rcvoluci en Tolua di- Cbristian \\ indlcr -. Recer11M I!. Monarqua absoluta e Iglesia restaurada en ('I pensamiento del obispo carlista Joaqun Abarca, en K. 1 \ P\t;t\ y J. Pli\l>i:i.l,s (eds.). Iglesia, sociedad y Estilita en Espaa. Francia e Italia fss. util al \\), Alicante. 1992, y J. K. IJliyi 1.11), Prensa carlista durante la Primera Guerra 11833-1840), en En prensa en la revolucin liberal. Madrid, 1983, pp. 3 19-325. La leccin I Clculos y conclusiones propios a partir de las biografas cortas recogidas en Knriquo Roi.l)\, Estado mayor general carlista en las tres guerras del siglo a/y, Madrid, Actas, 1998.2 Pero Aimikra, Sobre las limitaciones historiogrficas del primer carlismo, AYER, nm. 2, 1991, pp. 6]-77.27 Pere An;UKKA, D?,u, Re..., p. 238.Pedro KJH.A, Contrarrevolucin..., pp. 436-437.de las tropas carlistas navarras 29. Por su parte, Lladonosa descubre en las adscripciones polticas de la sociedad rural leridana una imagen ms ntida en lo que respecta a los liberales, comerciantes y grandes labradores, que en la de sus oponentes, que, sin embargo, quedan as caracterizados negativamente como campesinos y jornaleros i.La variedad de las posiciones entre los carlistas combatientes, o inversamente, el hecho de que tendieran a reflejar en su estructura socioprofesional la existente en sus comarcas de origen, abre dos problemas: el de la existencia o no de un tipo social representativo de las masas carlistas y el de la autonoma de su participacin en el conflicto, Respecto a lo primero queremos hacer notar que, pese a la variedad de ocupaciones socioprofesionales de los facciosos, stos procedan de comarcas en las que predominaba el cultivo familiar de la tierra y de centros urbanos enclavados en las mismas, de sociedades campesinas en suma. La pluriactividad del campesinado:1"1 y la elasticidad de los lmites entre los ncleos urbanos ms filocarlistas y su entorno rural !2 justifican que no exista contradiccin alguna entre descubrir muchos jornaleros o artesanos en los listados de sumados a la faccin, y hablar de un movimiento campesino, La participacin de los campesinos era un requisito imprescindible del xito carlista, pero no bastaba en ausencia del liderazgo de unos crculos de notables !i, de lites locales con un activo papel en sus localidades pero insertas en redes de ms amplio horizonte, capaces de organizar la rebelin, Pero esa realidad no debe confundirse con una posicin heternoma de los campesinos, con la alucinacin de los pueblos de que hablaban los isabelinos, porque las relaciones patrono-clientelares no equivalen a subordinacin total y ciega de los clientes a sus amigos desiguales, ni constituyen un vnculo esttico e inmodificable. Muchos dirigentes2'} Juan PAN-MoNTOJo, Carlistas y liberales..., pp. 139-146.,H Manuel LLAIJONOSA, Carlins i liberis a Lleida, LJeida, Pags editors, 1993, cap. 6.n Vase al respecto el anlisis de Rafael Domngukz MAHTIN, El campesino adap- tativo. Campesinos y mercado en el Norte de Espaa, 1750-1880, Santander, Universidad de Cantabria, 1996, en especial pp. 93-103.:\2 La aproximacin a las relaciones entre Pamplona y Vitoria y su entorno rural en los aos treinta del siglo xx, son -pese a los amplios cambios ocurridos entre fechas tan distantes en el tiempo-- muy reveladoras (Javier UcAKTK TkU.KUA, La nueva Covadonga insurgente. Orgenes sociales y culturales de la sublevacin de 1936 en Navarra y el Pas Vasco, Madrid, Biblioteca Nueva, 1998).Una aproximacin historiogrfica a este concepto en Juan Pko RUlz, Las lites en la Espaa liberal: clases y redes en la definicin del espacio social, Historia Social, nm. 21,1995, pp. 47-69.carlistas pagaron con su vida o su fortuna un malentendido similar, al dejarse arrastrar por una fe ciega en que su posicin personal les aseguraba un respaldo popular que no obtuvieron, convirtindose as en rebeldes fracasados.5.Discursos e identidad del primer carlismoEl concepto de discurso ,t4 es empleado en estas lneas en sustitucin, no slo de mentalidad, cultura popular o economa moral, sino tambin de ideologa y cultura poltica 'Vr>, pues todos esos trminos encajan en este concepto que pretende englobaral conjunto, precisando el campo de anlisis e incluyendo contenidos que las anteriores acepciones ignoraban o minusvaloraban. Un discurso especfico caracteriz la identidad colectiva 6 carlista que, asumiendo contenidos del realismo de dcadas anteriores, adopt en el perodo de la Primera Guerra de 1833 a 1840 su perfil original. Se construyeron en este momento gentico buena parte de las seas de identidad que desde entonces han caracterizado la larga trayectoria del carlismo: la dinasta de reyes despojados, la exaltacin de la familia, las canciones, los lugares sagrados, la boina -/, las gestas blicas de referencia...H Para una historia del concepto, ver A. ABIo, Ideologas, discursos y dominacin, Reis, nm. 79, julio-septiembre de 1997, pp. 197-219.Ver S. Tarrow, El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la accin colectiva y la poltica, Madrid, Alianza, 1992, para una revisin crtica del uso de todos estos conceptos.M> Afortunada invencin terica que est permitiendo a socilogos, historiadores y politlogos realizar nuevas y valiosas aportaciones acerca de los componentes culturales e ideolgicos en toda aC('in colectiva. Fueron A. Toiraink YM. Pizzorno los introductores de tal concepto en el debate sociolgico, pero fue A. Mi:i,U(XI quien lo afin e hizo operativo (ver su ms reciente trabajo: Challeging Codeso Colective Action in the lnfor- mation Age, Cambridge, Cambridge University Press, 1996). Los trminos marcos de accin colectiva usada por S. Tarrow, El poder en movimiento... f creemos que es menos expresiva que la de identidad colectiva para nombrar el mismo instrumento analtico que, como veremos ms; adelante, cobra toda su funcionalidad en el curso mismo de la accin.:i7 Prohibida por un bando de Espartero, el 27 de noviembre de 1838, por ser distintivo particular de los que hacen la guerra contra los legtimos derechos de nuestra augusta Reina Doa IsabeL..Entendemos por discurso tanto las ideas como las manifestaciones culturales, sean stas narrativas (mitos) o simblicas (rituales) p!i. En palabras de Ario, cualquier discurso incluye la totalidad de las estructuras lingsticas y prcticas simblicas mediante las cuales se produce sentido e identidad :\(). De esta manera, no slo las lites son portadoras de discurso, sino todos y cada uno de los grupos sociales que componen una determinada sociedad. Adems, el discurso puede aspirar tanto a legitimar como a desafiar al poder establecido.Siguiendo estas precisiones conceptuales, cabe hablar de un discurso oficial carlista para referirnos a la ideologa y al programa poltico de lites y camarilla carlistas, y distinguirlo del discurso popular carlista, que probablemente sea ms acertado concebir como plural que como singular. Lo que comnmente se ha hecho, sin embargo, es negarle carta de naturaleza al discurso popular del carlismo: ora se ha dado por supuesto que el discurso oficial expresaba fielmente las aspiraciones de los combatientes carlistas, como siempre ha afirmado la historiografa tradicionalista l; ora se ha otorgado a este discurso oficial tal capacidad manipuladora que prcticamente se le ha hecho responsable de la movilizacin popular, presuponiendo que objetivamente el pueblo deba estar del lado de los liberales y su revolucin, como establecieron los historiadores liberales contemporneos a los hechos y ha seguido explicando una parte de la historiografa 'j.Jaume Torras, en su estudio ya clsico sobre las revueltas realistas catalanas durante el Trienio Liberal l2, se haca eco de los planteamientos tericos que admitan cierto grado de autonoma a la protesta popuB. Lincoln, Discourse and the Constt uetion of Society. Comparative Studi.es of Mylh, Ritual, and Classificalion, Nueva York, Oxford Universily Press, 1989, hace una convincente defensa del mito como fundador de grupo social e integrador de voluntades K.Decir que para que se produzca una accin, y ms si sta es colectiva, hace falta tener una oportunidad no es desde luego descubrir el Dorado. Sin embargo, a veces, lo que parece obvio lo ignoramos. Si bien la cuestin dinstica, como afirm Balmes, no fue la causa de la guerra, s result ser la oportunidad que la desencaden, pues afectaba al principio monrquico, al grave problema de la sucesin poltica que no se supo resolver de manera negociada, permitiendo que una cuestin de principios se mezclara con una cuestin de personas ',9.En septiembre de 1833, cuando se produjo la muerte de Fernando VII, haba claramente dos bandos enfrentados, isahelinos y carlistas, cuyos intereses y sentimientos, por hahlar como Balmes, eran irreconciliables. Cada bando contaba con un nmero considerable de seguidores o potenciales defensores entre la poblacin. Y, como ms adelante veremos, cada uno de ellos contaba tambin con recursosi,! Equivocaciones que sobre la situacin de Espaa padecen nacionales y extranjeros, El pensamiento de la Nacin, nm. 1 (7 de febrero de 1844), en Jos Mara CahcIa Escudkro, Antologa..., p. 251.:ji> La discusin terica acerca de qu variables forman parte o no de una estlUctura de oportunidad poltica sigue abierta. Aqu hemos adoptado una posicin eclctica: la de considerar que lo que importa fundamentalmente es lo que los protagonistas de la accin la identifiquen como tal. Como Gamson y Mkykk dicen: Una oportunidad que se pasa por alto no es para nada una oportunidad [W. A. CAMSON y D. S. Mkvkh, Framing Political Opportunity, en D. McAIJAM, 1. D. McCahthy y M. N. /l i li (eds.), Comparative perspectives on social movements, Cambridge, Cambridge University Press, 1996, p. 283].tcnicos y materiales suficientes como para desafiar al contrario. Hasta entonces los enfrentamientos entre los bandos polticos, construidos sobre la base de los acontecimientos y proyectos revolucionarios y reformistas, se haban manifestado en trminos geogrficamente restringidos y, sobre todo, no haban adquirido el carcter de guerra civil. Las sucesivas opciones creadas haban jugado a la carta monrquica, y Fernando VII supo manejar la baraja hasta el ltimo momento: de la represin ms pura y dura de la Primera Restauracin a la jura de la Constitucin en 1820, y del golpe de Estado de las potencias absolutistas contra los liberales del Trienio, en 1823, a las depuraciones de militares facciosos durante los ltimos aos de su reinado.La muerte de Fernando VII abri un perodo de interregno, de incertidumbre y de debilidad gubernamental que facilit la movilizacin realista, a partir de entonces liderada por los partidarios de Don Carlos que, aprovechando la oportunidad que le brindaba el pleito dinstico, plantearon un desafo directo al gobierno de Mara Cristina controlado por los reformistas. Esta oportunidad poltica actu como recurso externo fundamental para la movilizacin en el bando del Pretendiente. Pero la movilizacin estuvo supeditada a la disposicin y posterior capacidad de uso de determinados recursos internos, que present una muy desigual distribucin geogrfica, lo que supuso una desigualdad anloga en la capacidad de promover y sostener el enfrentamiento armado. Aqu mantenemos que fueron esas diferencias en cuanto a posesin y uso de los recursos internos disponibles las que explicaran:Que slo en el Norte lo que empez siendo una rebelin se convirtiera en guerra civil declarada, con el establecimiento de un Estado Carlista, que domin buena parte del territorio vasco-navarro desde el comienzo de las hostilidades hasta el Convenio de Vergara.Que en Catalua y el Maestrazgo (Bajo Aragn e interior de Castelln) nicamente fuera posible la existencia de un carlismo armado capaz de plantear una guerra de guerrillas, pero sin adhesin generalizada y, slo durante los aos finales del conflicto se consigui crear un territorio liberado -aunque no un Estado rebelde- alrededor de Berga y Morella.Que en el resto de la Monarqua no se diera esa situacin de doble soberana y guerra civil (como en el Norte) ni esa otra6,1Los usos de los trminos pas carlista y carlismo armado en J. [VIIl.l. Una reconsideracin... .de guerra de guerrillas (como en Catalua y el Maestrazgo), aunque durante toda la guerra existieron partidas e intentos insurreccionales en prcticamente todas las regiones.Vamos a considerar aqu dos grandes tipos de recursos internos: los que denominaremos comunitarios y los organizativos.Por lo que a los comunitarios respecta, cabe hablar de los siguientes tipos:Estructuras agrosociales campesinas, es decir, sociedades rurales caracterizadas por el predominio de explotaciones agrcolas familiares y orientadas idealmente a la autosuficiencia (lo que desde luego no excluye la comercializacin de porcentajes significativos de la cosecha). Todas las regiones de fuerte movilizacin carlista se pueden definir de acuerdo con este modelo, que supona una mayor disponibilidad de recursos materiales para el mantenimiento de las fuerzas rebeldes, pero tambin la ausencia de fisuras clasistas marcadas, puesto que la desigualdad econmica (manifiesta en la cantidad, calidad y variedad de las tierras a las que acceda cada casa) se hallaba atenuada por las bienes y las formas de trabajo colectivos, el parentesco y los leas del ciclo familiar.Una estructura familiar extensa o troncal 61 que, ligada a la casa, tena asimismo connotaciones morales precisas, pues conservar el hogar era sinnimo de rectitud moral: la preservacin de la casa de los mayores se entenda como smbolo cultural, adems de como estrategia para asegurar la reproduccin de la propiedad familiar y de la prosperidad econmica. Y vemos que ste era el caso, segn nos dice Mikelarena, de un extenso bloque territorial que ira desde el Pas Vasco hasta Catalua, ocupando el este de Vizcaya, la totalidad de Guipzcoa, el norte y centro de Navarra, la totalidad de Huesca, el norte de Zaragoza y las cuatro provincias catalanas b2. Esta especfica estructura familiar facilit la consolidacin de linajes, facciones, bandos y clientelas all donde era predominante, lo que tuvo conse-(ji El matrimonio constituido por el hijo/a designado como heredero y su cnyuge oorresideil con los padres de aqul en un mismo hogar, as como con los parientes solteros ([lie an permanezcan {Femando Mlkl \i;I \ \ Pi:A. Demografa y familia en ia Navarra tradicional. Pamplona, (Gobierno de Navarra, ]995, p. 23).'F. MlkKUUm, Demografa..., pp. 24:>.euencias polticas claras a la hora de la movilizacin de los recursos organizativos y financieros a disposicin de los carlistas, como ms adelante veremos.Un catolicismo popular ,>i sentido y practicado alrededor de las parroquias y plenamente entrelazado con las estructuras familiares. Los curas prrocos ejercan como supervisores y protectores de la vida de la comunidad, pero lo hacan adems en muchas de las zonas carlistas desde un lugar destacado en lo que castizamente se denomin fuerzas vivas, es decir, con poder sobre la comunidad, que, adems de en sus funciones religiosas, se apoyaba en sus vinculaciones a las redes famil ares y suprafamiliares de los notables. Su autoridad, reconocida y amparada olicial y popularmente, dio a los curas prrocos una capacidad de liderazgo y movilizacin innegable. De ella se beneficiaron asimismo otros miembros del clero que no tenan cura de almas, pero s el capital social derivado de su pertenencia a casas conocidas y el capital cultural y simblico que les otorgaban los votos. Tal y como 10 imagina un escritor navarro descendiente de carlistas:Los hombres se enrolaban impacientes, firmaban el papel que les tenda el fraile, sucio, plegado en cien dobles y arrugas. Huellas digitales echadas al azar [...] Los viejos volvan sus rostros [lacia los nios como si lamentasen no poderlos hacer [00.] hombres de golpe. No les hubiera importado [...] morir al instante, con tal que fray Carmelo hubiera alistado cien hombres ms. [...] La causa necesita de todos; unos den su sangre, otros el dinero; y quien nada tenga, las cosechas. Dios est en lo alto vindolo y apunta en su cuaderno las obras de cada uno. Esta es la causa de Dios y hay que defenderla. No se defiende sola 64.Tanto en el Pas carlista como en Catalua o el Maestrazgo, clrigos como este fray Carmelo ejercieron de agentes de reclutamiento carlista a la vez que siguieron desarrollando sus labores de asistencia espiritual y terrenal entre los combatientes y su retaguardia y, por tanto, tal y como hemos apuntado ms arriba,R. Gaicv Cucki., La religiosital popular i la historia, I/Anmc, nm. 137, 1990. pp. 20-27.(.i P. Amonan\, No estamos solos. Pamplona, Pamicla, 1993, pp. 62-6.5.fueron parte importante y significativa de la base social del carlismo all donde ste mantuvo la guerra . Esta doble localizacin perifrica consideramos que fue un recurso ms a disposicin de los rebeldes carlistas, tanto para poder poner en marcha el conflicto como para facilitar su continuidad.Todos estos recursos comunitarios, que desde luego no agotan el espectro de los realmente existentes (slo nuestra capacidad de nombrarlos), permitieron el uso de un repertorio de arcin que se acall de perfilar en la Guerra del Francs y, en consecuencia, ya experimentado y conocido por todos. Este repertorio se puede considerar como la concrecin y suma de todos estos recursos comunitarios, al modo de la caja de herramientas de la que nos habla Jon Elster (,b.Los recursos comunitarios no hubieran sido empero suficientes sin el decisivo apoyo de recursos organizativos, tanto para el redutamiento de agitadores, combatientes, informadores' y proveedores, como parah'} Curiosamente, sin embargo, A. BlIl.lN, aun otorgando a la motivacin religiosa rango tle causa principalsima en el apoyo social al carlismo, trata de probar, segn nuestro criterio con muy escaso rigor documental y argumental, i|lie la participacin re los curas en la contienda fue minoritaria, un invento de los liberales para justificar su poltica anticlerical y antirreligiosa: pues la mayor parle del clero trata de permanecer, 2 Es E. MlkKI.Alil-A \, Vecindad, igualitarismo, situacin material, en Historia-Ceo- grafxi, nm. 15, 1990, pp. 151-169, el que nos aporta esta inlormaein (1990).Archivo Municipal de Lesaca. Libros de Insaculaciones 1805-1840, nm. 1, pp. 2-1.6, 217 y 218.de presupuestos ordinario 71. En opinin de la misma autora -corroborada por otros historiadores como Urquijo , las protestas fueron muchas, pero lo cierto es que la administracin carlista logr mantener la guerra en la franja de territorio dominado por ella hasta el prctico agotamiento de sus recursos, algo casi imposible si hubiera que haber improvisado nuevos cauces de financiacin y redutamiento.En lo que respecta a la forma clientelar de las relaciones sociales que tendera a arrastrar a los campesinos tras sus seores naturales, su papel en la movilizacin carlista fue importante aunque no puede entenderse como la razn ltima de su xito. Las dientelas de los notables eran desde luego su principal recurso humano para apoyar al Pretendiente: en ausencia de relaciones dientelares las lites carlistas difcilmente habran logrado extender la Causa sin contar con dispositivos oficiales, medios coactivos y cajas de recompensas bien dotadas, por cuanto que la opcin por una movilizacin masiva de tipo populista se hallaba exduida por diversas razones 7(,. En segundo lugar, parece bastante daro que en algunas comarcas el enfrentamiento carlismo-liberalismo adquiri una dimensin territorial y opuso redes locales de lealtad, de acuerdo con la posicin poltica de sus personajes clave. Pero, en tercer lugar, hay mltiples excepciones a lo anterior: muchos patronos no lograron arrastrar a sus seguidores a la guerra abierta; hubo lugares en los que el conflicto enfrent a pudientes e infelices (de hecho sa fue la imagen general de la guerra que tendieron a transmitir los liberales); y, por ltimo, en ocasiones el carlismo popular se manifest con fuerza a pesar y en contra de las adscripciones de los notables. No se puede suponer sin ms que las relaciones clientelares no existan o eran dbiles donde no resultan relevantes en la explicacin de la divisin en bandos, ni tampoco entender que all donde lo fueron, reflejaban una mera adscripcin pasiva de los clientes a las creencias de sus patronos: el enfrentamiento existente entre clientelas, as como entre stas y el Estado, matiz [pero no elimin] la divisin clasista y horizontal y aval la existencia de alianzas y compromisos de accin verticales en el movimiento carlista 77.Rosa Mara l.v/\i:n, Las guerras carlistas... , p. 166.Jos Ramn Uuyiiljo, Represin y disidencia durante la Primera Guerra Carlista. La pulira carlista. fhspania, XLV, nllm. 159, 1985, pp. 135-186.'' Vase las consideraciones al respecto de J. P W-MiiNTl, Carlistas r liberales..., pp. 172-173." Cloria M\KTm:z Dokaix), La relacin entre el poder..., p. 124.Qufue del oasis foral ? (Sobre el estallido de la Segunda Guerra Carlista en el Pas Vasco)Coro Rubio PobesUniversidad del Pas Vasco Euskal Herriko UnibertsitateaCuando nuestros venideros lean la historia de la cruda y lastimosa guerra que por espacio de seis aos ha afligido a estos naturales (...) sern pocos los que (...) no tengan por una paradoja la perfecta armona y dichosa paz qu sucedi inmediatamente al furor y la violencia de las pasiones. Los partidos se han confundido, las opiniones encontradas han desaparecido y reunidos todos los vascongados bajo de la bandera de paz y fueros, presentan al mundo civilizado el noble y nuevo ejemplo de una gran familia estrechamente unida.As se expresaba el diputado general de lava, Iigo Orts de Velas- co, en el discurso de apertura de las juntas generales alavesas de mayo de 1840, pocos meses despus de finalizada la Primera Guerra Carlista. Su afirmacin de que la contienda haba terminado sin dejar rastro de discordia y que la sociedad antes enfrentada se haba reconciliado rpidamente bajo la bandera foral, como una gran familia perfectamente avenida, se convirti desde entonces en lugar comn en el discurso oficial de las autoridades forales vascas. Si bien buscaban con ello ligar estrechamente ante la opinin pblica espaola el mantenimiento de la paz con la conservacin de los fueros, y a pesar de que no parece razonable pensar que fuera tan inmediata la reconciliacin como expresaba Orts de Velasco -aunque s lo fue la pacificacin del pas-, lo cierto es que en unos pocos aos se convirti en realidad.Durante las tres dcadas centrales del siglo XIX la sociedad vasca logr poner fin a las viejas tensiones que, nacidas en la segunda mitaddel siglo xvm como consecuencia de una compleja serie de cambios econmicos i, haban desembocado en la Primera Guerra Carlista alcanzando su cnit en ella. Haban desembocado, no desencadenado: como seal hace tiempo P. Fernndez Albaladejo, una cosa es constatar la presencia de determinadas tensiones sociales y otra bien distinta es pretender que stas puedan haber originado una guerra. El descontento campesino no tuvo por qu concluir necesariamente en un conflicto armado 2. En efecto, aquella Primera Guerra Civil de la contemporaneidad vasca no se puede entender convirtiendo en clave explicativa principal las tensiones sociales derivadas del endeudamiento y empobrecimiento campesino de la segunda mitad del setecientos, como hizo la historiografa vasca en los aos setenta y ochenta siguiendo las tesis de Fontana. Sin olvidar este elemento, que opera de teln de fondo, la guerra no se explica sin conceder relevancia central al impacto del proceso revolucionario liberal espaol en la sociedad vasca de la poca y al enfrentamiento que gener entre dos cosmovisiones radicalmente distintas. En este sentido, las tesis de 1. Torras sobre las razones de la participacin campesina en la Primera Guerra Carlista se adecuan mejor al caso vasco Aqulla fue una contienda entre dos mundos antagnicos enfrentados desde comienzos de siglo, y sobre todo desde los aos veinte: de una parte el mundo tradicional, articulado en torno al Antiguo Rgimen foral 1 y fundado en valores tales como la solidaridad comunal, el respeto al orden jerrquico establecido -concebido como1Vid. P. IIKN \\111/ Al ml.MiKli!. /,> Esta manera de representar la divisin interna entre caudillos y militares ordenancistas, se entrecruzaba con otra fractura, la de los verdaderos realistas y la de los advenedizos. De hecho, resultaba poco novedosa la oposicin entre guerrilla y ejrcito regular, la sustitucin de antiguas por nuevas lealtades, entre puros y recin llegados al carlismo, existente ya en la Primera Guerra 10.Otra buena red de relaciones fue la construida por Rafael Tristany. Para hacerlo contaba con una extensa gama de contactos que haba creado a lo largo de los aos con la colaboracin central de su familia: Francisco de Ass, Ramn y su sobrino, losep Querol (a) doa Pepa. Este ltimo, negociante de vinos en Francia, haba entrado en Catalua acompaando a su to en mayo de 1872. Como recompensa a su fidelidad, obtuvo el cargo de jefe de su batalln de guas. Otro antiguo amigo de Tristany era Marc d'Abadal, veterano matiner. Ahora Tristanylorecuper nombrndole jefe de los mozos de escuadra carlistas. Otros casos completan esta red: Vives de la Cortada, secretario personal y aposentador de sus tropas, o el rico propietario de Granollers de Rocacorba (Girones), Francesc Pratsevall Sala. Este ltimo consigui ser jefe de la intendencia de su provincia. En los primeros cuatro meses de la guerra pag de su bolsillo una partida de 40 a 50 hombres; enemigo de Savalls y su compinche, Francesc Auguet, dej el cargo para ocupar la delegacin de Girona de la diputacin carlista catalana. El hecho interesante a sealar en este mercado de favores es que, gracias a la amistad e influencia personal de Pratsevall, un capitoste menor, Francesc Casellas, fue colocado como jefe de una ronda de recaudadores en el Ampurdn y, ms tarde,10Carta ele Joan Castells a Josep Caixal y Fstrad. futuro vicario general castrense de los ejrcitos carlistas. Copia que el obispo envi al pretendiente, desde Vergara, el ]8 de diciembre de ]873, BRAH, fondo A. Pirala, legajo 9/6868.delegado de contribuciones en los distritos de Santa eoloma de Farners y Arenys de Mar ti.Francesc Savalls, nacido en el pueblecito ampurdans de La Pera, constituy, probablemente, uno de los ejemplos de caudillo ms acabado. A los 55 aos construy una red con pocas fisuras, de arriba abajo, gracias a su habilidad y al oportunismo mostrado durante 1872; tambin, por el hecho de ser escogido como el representante militar de un grupo cualitativamente notable de hacendados e intelectuales catlicos de la provincia de Girona. Savalls se convirti en un jefe necesario en los primeros meses de campaa, ante la defeccin de Estarts y la crisis de liderazgo resultante de las luchas de facciones en el interior del carlismo gerundense. Con l se relacionaron el sacerdote y conspirador loan Vendrell, como secretario personal y enlace con el sector de hacendados representado por la familia Sabater, Marqueses de Capmany,0los Sola-Morales de Olot, es decir, una buena muestra del mundo de las juntas catlico-monrquicas locales. El eclesistico Vendrell, despus de diversas maniobras y conspiraciones, fue apartado de su lado y nombrado subdelegado e inspector de hospitales entre 1874 Y 1875; un enemigo suyo, losep Maria Gal, lo acus de ser el Mefis- tfeles de Savalls.Un inestimable apoyo de Savalls fue Francesc Auguet, su brazo derecho. De oficio alpargatero, tena 57 aos al comenzar la guerra. Su retrato es el de un hombre fiel al partido pero un catlico poco practicante. De maneras toscas, maldeca constantemente. Fue capaz de reclutar su batalln, el segundo de Girona, entre jvenes de las comarcas de Olot y Santa Coloma. Un ejemplo de las vinculaciones personales tejidas por Auguet era Salvador Tarridas, capitn del cuerpo de guas. Un hombre que no saba leer ni escribir, algo habitual en muchos de los capitostes y segundones de la provineia. Segn el tesiiJosep joaquim D'Al-S define a Pralsevalf como un hacendado (fe buena fe, instruido, de modales y moralidad a toda prueba. adicto al altar y al trono. Debido a sus servicios a la causa qued casi anuinado, hasta que on 1876 fue asesinado en su residencia por un grupo de ladrones. A su vez, Francesc Casellas tena 30 aos y era de Sant Miquel de Campmajor (Pa de l'Estany), antiguo estudiante en el seminario (Je Cirona. Para otro autor, AYI'OM PaI'KI I., era una prueba ms de la ferralla (chatarra) que exista en el carlismo. Al.ns lo describe como un joven alto, espigado, con la sonrisa en la boca en cuanto abra como gran socarrn y amigo de pintarla de guapo. 1orj su fama dedicndose a exprimir cuanto poda a los pueblos en su tarea de recaudador. Josep joaquim nAl.os, Carlistas de Catalua..., op. cit, Y Antoni PapKI.L, L'Ernporda1la guerra carlina, Figucrcs, 193J,p. 280.timonio de Als, profusamente utilizado en este artculo, Salvador Tarrifas era un tonto entonado en grado extremo, un individuo conocido con el apelativo de el sargents, un protegido de Auguet para que le proporcionara las chicas.Otro botn de muestra es el de Bonaventura Capdevila. En su estancia en Cirona como estudiante haba conocido a Ponci Frigola, un carlista destacado. La confianza ganada fue suficiente para formar parte del crculo de allegados de Savalls que le nombr recaudador del distrito de Figueres, con bula para secuestrar y extorsionar contribuyentes. Los ejemplos se podran extender a Miquel Camb Gaiel (a) Barrancot, contrabandista y conductor de diligencias en Besal, Salvador Soliva, tendero de Tordera, Francesc Orri (a) Xic de Sallent, o el veterano loan Ingles, capitn de los requets de Savalls y jefe del resguardo de la frontera en Camprodon, especialmente duro con los desertores carlistas. Otro caso es el de Joan Baptista Aimamir (a) LluYsset, antiguo mozo de escuadra. En esta ocasin entr a servir de alfrez y acall la guerra con el grado de coronel. Una prueba ms del mercado de posibilidades de rpida ascensin social que permita toda tentativa blica.Un apndice ms de la trama creada por Savalls y los suyos fueron sus trabucaires, una especie de guardia pretoriana privada. Se trataba de un pequeo grupo de sicarios mandados por Josep Ferrer, su hombre de confianza, antiguo mozo de escuadra en Sant Hilari Sacalm y natural de Vilaplana (Baix Camp). Uno de los trabucaires fue Eudald Pares (a) Audalet, natural de Besora, y de carclcr muy violento. A lo largo de la guerra se le adjudicaron seis asesinatos, cometidos contra quienes no queran pagar la contribucin, ya luera por motivos polticos o por circunstancias personales. Otro de los guardianes de Savalls, jefe de ronda y de apodo Sant Feliu, llev su celo hasta extremos inconcebibles: quiso fusilar a una mujer de Sant Esteve d'en Bas (Carrotxa) por atreverse a murmurar que Savalls llevaba piojos en el bigote, que los haba dejado en las sbanas de la cania. La pobre mujer pudo salvar su vida a cambio de 25 duros de multa l2.Volviendo al caso de Andale!, lile descrito por Al os ('orno un ml>re del |>uel>lo. grosero, sin ninguna instruccin, lile trabucaire de Savalls. hechura suya. Una vez impuso una multa a unos leadores ('on el pretexto de que sus perros podan alertar ulla ('olumna enemiga. Por culpa de los lus de su hijo fOll mujeres, una de las chicas, hijas a su vez de uu mozo de escuadra carlista, hizo que Audalet tuese castigarlo por las autoridades de su parlido. I'.l llinlO ao de la gu('rra Audalet se ('as -asear su garbo j)or las ealles de 0101 a lo carnavalesco, djale hacerse dar serenatas lodos los das y hastaII Josep hSTMTISi \k;I \\ Kl.1, V, Mentones \ Ihn ninents d un CHd l{OIII/. Riblioleea1,1Ver (I (olleta IJills. Pll/rll. Rey. Manifiesto del general carlista nlllX Francisco Saralls a todos llls espaoles, enero de 18/3. Perpmvii. 31 pp. Tambin liemos revisado unos () bandos de ('OIIll'llido claramente poll( o.las 10 de la noche, djale ir del brazo con su seora que ostenta un lujo insultante, djale que permita pavonear a sus hijas y les mande su msica siempre que quieran bailar en algn prado, djale bailar l mismo en medio de la plaza deshonrando su uniforme (...). Para Bruguera, Savalls estaba en su ocaso y urga separarlo del ejrcito carlista, hra el chivo expiatorio de los problemas del carlismo cataln: incapacidad para llevar nuevos sectores a la causa, dilicullades [jara tomar las capitales provinciales, crisis de su aparato liscal y divisiones internas en la direccin u'.Kl relato de los seguidores de Savalls puede servir de contrapunto a las opiniones de sus crticos. Nos puede servir para c'onocer mejor la naturaleza carismtica que pudo ejercer, en algunos momentos, entre los suyos. Kn una larga memoria dirigida a Don Carlos, unoscaudillos. Kl escrito es de noviembre de 1875, cuando el ampurdans estaba detenido y bajo juicio en el norte, la guerra perdida en Catalua V. en principio, no tenan nada que ganar. Despus de recordar que Savalls y Castells resistieron solos en Catalua en 1872, idealizaron la figura de su jefe con los siguientes comentarios: Savalls no se entregaba al sueo y al descanso, al contrario, iba a cerciorarse si los cenlmelaslomaba su fusil, se colocaba en su lugar, y les pennita algn descanso o sencilla recreacin en lugares oportunos. Con esta actitud atraa la juventud y a los voluntarios, y evitaba las derrotas que otros tenan. De aqu, siempre segn los memorialistas, que otros cabecillas heridos en su orgullo crearan el rumor que no era lo mismo ser carlista que savallista. corno si Savalls y los suvos no expusieran sus vidas por la lieligin, por la Patria y por D. Carlos. Kra natural, fiara stos, que los voluntarios prefirieran un jele experto, astuto y simptico. A pesar de las dificultades de la recaudacin, sus voluntarios no sufran retardo alguno en el cobro de sus bien merecidos honorarios.entusiasmo y la confianza en la victoria. Slo eonliamos en Dios, y con Savalls respecto de Catalua. Kl |cfe odiaba chismes y hoy da trnslugos, aquellos que hablaban mal de l ante los infanles, c'omo Vidal de Lloliatera o Mart Miret. Al volver de la frontera tras su castigo en el Roselln, Savalls haba sido recibido por sus voluntarios conk, ('arla (Ir Maten limonera al reverendo Anselmo Klliz. desde Tolosa (le Uen^iiadoe,los gritos de Viva el campen principal de nuestro Rey de Catalua! Viva nuestro padre! Viva el ahuelo!Savalls era diferente porque permita una expansin a los voluntarios para dulcificar sus penalidades, y por esto permita los hailes. En opinin de uno de los subordinados cercanos a Savalls, Llus d'Argila, los bailes y saraos se hacan para animr la gente: daha bailes en das de decaimiento, en das de temores, fatigas, y para excitar o despertarles la alegra. Savalls bailaba para dar ejemplo, y cuando la gente se haba animado se retiraha diciendo ya los tengo engrescados (del cataln animados). En realidad, segn la versin exculpatoria manifestada por ArgiJa, Savalls era fcilmente manipulable por sus secretarios. Era como un nioEstas imgenes no deban de ser tan contradictorias (tomo parece, junto a las otras que ofrecen un Savalls desptico, violento e independiente. Slo en este caso, el testimonio de josep joaquim dAI()s, nada simptico con Savalls, coincide con los anteriores. El mtodo utilizado por el cabecilla para ganarse el aprecio del pas era el siguiente: cuando entraba en un pueblo iba a ver a las monjas y al sacerdote, y les haca dar oficios por los difuntos. Despus, con sus fuerzas formadas en la plaza, celebraba una misa de campaa y el capelln del batalln sermoneaba a los voluntarios para que fueran buenos catlicos y buenos carlistas. Con toda esta pamplina -aseguraba Alos-, Savalls fue mimado por el pas como el Mesas, as se lo miraban los curas y monjas, y los propietarios, en medio del gran desconcierto y desbarajuste del gobierno liberal, insubordinacin de la tropa y de las ideas socialistas. Para acabar de tener contento al pueblo mandaba venir msicas y l mismo bailaba sardanas. No importa que no ganara realmente las batallas. Savalls era visto como el caudillo ms considerado conMemoria firmada por el sargento zuavo, ele (le la sastrera del Principado (le Catalua, tarlomey Crau, y por el propietario Josep Morell. Inmediaciones de Cirona,13de noviembre de 1875, dirigida a Don Carlos y su esposa, 25 pp. hl documento iue enviado por el sacerdote INarcs Cargol, 1KAH, fondo A. Pirala, legajo 9/6900.Carla de Argila a A. Pirala, desde Cette (Francia). 19 de mayo de 1879. legajo 9/6894. La supuesta fortuna de Savalls reunida con sus correras. Argila afirma que era de unos 15 20 mil duros, con los cuales se pudo comprar una finca, no muy lejos de Niza. Por su jarte, Maria Vavreda tambin seal) esta combinacin de dureza y lrato familiar en Savalls, cuando ste le recibi despus de un retiro para curarse de sus heridas. Records (le la darreru carliruula. Selecta, ISarcelona. I982, 3. cd pp. 170-171.los suyos lo. En definitiva, el ampurdans ocup un lugar clave en la evolucin de todas las dinmicas, las polticas internas y la evolucin bliea ms general del carlismo cataln.Hasta aqu hemos podido conocer algunas de las caractersticas del caudillaje a travs de una figura principal, pero, qu ocurri con los cabecillas de segundo y tercer orden? Veamos algunos casos. Fernando Piferrer (a) Nando era tendero en Angls (comarca de la Selva), y haba ocupado la secretara de su junta legal electoral. Su muerte temprana a finales de 1872, revel la estima que sus amigos tenan por l. Piferrer fue descrito como un jefe militar dedicado en cuerpo y alma a procurar todo lo necesario para los suyos: camisas, alpargatas, plvora, municin, fusiles, pan, vino, carne, todo, todo nos lo traas, querido e inolvidable Nando, deca el escrito laudatorio de un compaero de armas. Piferrer se haba ganado un crdito inagotable en toda la montaa: no tena ms que pedir una cosa para que fuera trada (...). Si en los pedidos ocurra algn entorpecimiento o dificultad, decan los portadores y conductores: Nando lo ha dicho, Nando lo pide, y al momento todos bajaban la cabeza (...), porque el nombre de nuestro Nando era querido, respetado y reverenciado. De manera similar, cuando muri en un combate el caudillo Francesc Tallada, las cartas de sus compaeros en la prensa lo describan como nuestro padre de batalla. Es difcil encontrar definiciones ms precisas del paternalismo carlista 2.Dejando al margen el buen trato para con la poblacin y sus voluntarios de algunos jefes carlistas, el caudillaje entr a menudo en crisis debido al comporLamiento deficiente y no compensatorio realizado por muchos otros. Un caso lo representa Mariano Sarda (a) de la Coloma, transportista y antiguo alcalde de Piera. ste trataba a sus voluntarios del quinto batalln de Barcelona a estilo de carretero, pues es muy aficionado a vapulearlos con una vara. El cochero que haca la carreLera entre Monistrol y MonLserrat le coment a Als una conversacin que tuvo con el susodicho Mariano. Cuando le pregunt el cochero porr) Josep Joaquim i>Al.os, Carlistas de Cat NU \s. Las divisiones internas d(l carlismo a travs de la historia.Universidad de Barcelona, 1967. pp. 331-334. J. Amhks (\i.i i:i;o, ai poltica religiosa en Espaa. 1889-/91.'!, Madrid, Kdilora Nacional, 1975, pp. 26-31. J. R. ti MlKlo t t:i:N \M)i:/, El carlismo gtdlego, Santiago de Compostela, Pico Sacro, 1976, pp. 280-28 1. D. Ik\\vmi:s, Democracia \ cristianismo.. " pp. 129-1-13. M. M. Cuimvni; Lomi i I '. l a cuestin religiosa en la Restauracin. Hislora de Los Heterodoxos espaoles. Santander. Sociedad Menndez IVlayo, 1984, p. 44. J. BoNCTy C. M Vl'l. L'integrisme a (italunva..., pp. 555-599. J. l'jol.KUOM. Carlisme, inlegrisme i les Nuiles poltico-religioses del final de segle \1\. en El carlisme com a conlliete, Barcelona, Columna, 1993,no favorecen una comprensin del conflicto carlo-integrista en toda su complejidad. No se trata de argumentaciones en ningn caso errneas, sino solamente parciales. Fs evidente, en primer lugar, que la personalidad de Ramn Nocedal, o la del pretendiente Carlos VII, contribuyeron a la ruptura; las razones individuales no pueden olvidarse nunca, aunque tampoco deban ser sobrevaloradas. Entre la muerte de Cndido Nocedal en 1885 y el nombramiento del marqus de Cerralbo en 1890, lajelatura delegada del carlismo en Espaa permaneci vacante las suposiciones de algunos autores sobre la designacin de Francisco Navarro Villoslada como sucesor del primero carecen de fundamento kj_. Ramn Nocedal deseaba, lgicamente, ocupar este puesto. No puede convertirse, sin embargo, esta aspiracin en capricho, ni en causa nica de la escisin; era una maniohra al servicio de un proyecto, y un elemento ms en una compleja causalidad. Resulta claro tambin, en segundo lugar, (ue el nocedal ismo formaba parte del auge del integrismo catlico en Europa. Esta intransigencia, cuyo principal impulsor habra sido Louis Veuillot, muerto en 1883, y que tendra como centros Francia, Blgica, Espaa e Italia, era a la vez y de manera inseparable, corno ha escrito Philippe Boutry, defensiva y ofensiva, afirmacin y condena, provocacin y agresin No admite rplica, por ltimo, que las cuestiones ideolgicas y, entre ellas, la tesis catlica, tuvieron un notahle peso especfico a la hora de provocar el rompimiento. El integrismo fue, en definicin de Casimir Mart, un particularismo religioso -y civil- con pretensiones de hegemona >l.Quedarse en un anlisis del integrismo en la Espaa del ltimo cuarto del siglo \i\ como simple cuestin religiosa, no permite conocer la glohalidad de este movimiento o tendencia. La dimensin poltica resulta tambin fundamentaL a la par que complementaria. Los intransigentes fueron los perdedores en el prolongado pulso que tuvo lugarCf. J. C \v\l El carlisme caala..., |>p. .'>7-59.Ph. lHTIi'r, Ce ealholicisme. citrn pouiTait dir inlransi(> llrad. cal. en A. Coi.oviiNKs y V. S. O mos (eds.). Les rnons del passat, Calarroja y Barcelona, 1998|.21 La traduccin easlellana es sobradamenle conocida: M. Bl IMalOMV Carlismo y contrarreroliirion en Espaa. /'Ai/Barcflona, 1979.historiogrfico que se dio despus, por lo que, lgicamente, no poda responder a preguntas que hoy nos hacemos.Tras l, slo Julio Arstegui se atrevi en su da con ese plus (le exigencia que el estudio del carlismo requera. Fueron seeros para muchos de nosotros sus trabajos basados en estudios sociogrficos que despejaron no pocas incgnitas como eran por entonces el origen socio/profesional de los carlistas que se movilizaron en 1936, su condicin no estrictamente campesina, su amplia implantacin en toda la geografa espaola ms all de la laureada Navarra, etc:.; y quiso poner en relacin sus anlisis con la geografa del conflicto en los aos treinta. Sus trabajos estaban apegados al modelo socioeconmico entonces imperante y a la teora del conflicto entre clases 22.Despus vinimos otros: Eduardo Gonzlez Calleja, Joan M. Thomas, Jordi Canal, Vicent Comes, Aurora Villanueva, Leandro AlvarezRey, Francisco Javier Caspistegui, Jeremy MacClaney y el autor del texto, y otros que, como ngel Garca Sanz o Mara Cruz Mina, ineluyeron en sus estudios aspectos parciales del carlismo, siempre de gran inters 2i. Sin embargo, y a pesar de ello, debido a la diversidad de estrategias de investigacin adoptadas como ya se dijo-, al peso an grande de los modelos politolgicos, no puede decirse que exista una base emprica suficiente para una completa valoracin del carlismo en torno a la Segunda Repblica y la Guerra Civil.Y, sin embargo, las posibilidades de adentrarnos en su conocimiento las tenemos ah (siempre que no nos conformemos con los usos rutinarios y demasiado evidentes). Deca Cario Ginzburg que en su trayectoria profesional haba combinado dos perspectivas de anlisis: una muy prxima, con estudios minuciosos y de detalle (perspectiva microscpica), y otra, que l llama telescpica, alejndose extremadamente de los hed10s para realizar comparaciones entre fenmenos aparentemente inconexos en el tiempo y en el espacio Para eso hay que tener la erudicin del autor italiano. Sin embargo, podemos inspirarnos en sus intuiciones.11Deben mencionarse espeeialmcnlc su La incorporacin de! voluntariado de Navarra al hjrcito de 1 raneo. Sistema, 47 de 1982; Y Los ctunbatientes carlistas ea la Guerra Cirtl esfiaola, Madrid, 1991, 2 volmenes. Kste ltimo alejado de las pretensiones eienlislas (le los anleriores (aunque siempre eollerenle ('on su tesis del conflicto) y con gran apolle de inlonnacin.2! Un repaso detallado y generoso a la bibliografa de esos aulores en J. Can \i., Kl carlismo, pp. 474-47lo se luice visible cuando su prclica ya no se hace evidenle o se ta por supuesla.Una torpe versin de esle punto di1 vista la expuse en L1n seminario de la Universidad Auttnoma de Barcelona dirigido por la profesora Carme Molinero y hajo el ttulo de Kn los orgenes del franquismo. Kslralegias de un conlemporanesla. Agradezco las observaciones que all se me hicieron, la sania paciencia de los asislenles y la invilacin hecha por la profesora Molinero.L. Kkkimjoij, Diritlo( ragionr. Teoro drl gantnlismo prilalr. Bar. I989, pp. \08 ss., cil. t'n C. CirvzniiH;, FJ urz..., p. 24.sentidos globales, instalados en sus claves explicativas, resulta mucho ms sencillo percibir el sentido de los procesos. De este modo se obliga a relacionar lo concreto con lo significativo, pasar del detalle a la panormica. En buena medida, forma [jarte del utillaje de la microhistoria, de la historia de lo cotidiano o de la historia sociocultural (que no cuestiona, por cierto, la ciencia social histrica): descripcin densa, excepcionalmente normal, experiencia, etc. Algo de esto he intentado en dos trabajos 2!.Los acontecimientos para, huyendo de la estructura lpica, realizar este tipo de indagaciones en relacin con el carlismo y el mundo radical y conservador de los aos treinta son mltiples en toda la geografa espaola.IVEn 1994 Julin Casanova se preguntaba sobre el tipo de conflicto que se haba librado durante la Guerra Civil de 1936, el tipo de intereses que se ventilaron en ella, qu tipo de lealtades sirvieron para cimentar los bandos beligerantes, las de clase, las religiosas, las lingsticas, familiares, regionales o nacionalistas Se preguntaba en realidad por el tipo de sociedad en el que se gest aquella guerra. Es, ciertamente, una pregunta fundamental. Sin ello, como deca arriba, no es posible entender ninguno de los fenmenos que se dieron en la poca.Ni que decir hay que la respuesta no puede ser nica. Sobre ello, sobre el tipo de sociedad con el que se gest el (Irania de la guerra, he escrito ya ,i0. y por lo que puede observarse sobre ese rincn de la variada geografa social de Espaa (Navarra y Alava), se trataba en los aos treinta tic una sociedad profundamente tensada por el cambio. Un proceso que aleclaha a mbitos en que la vida social, los depsitos sociales de sentido apenas si haban cambiado desde mediados del siglo \1\, y que ahora estaban rompindose espordica y acumulatiai nuera Coratlouga...; y Un episodio de estilizacin' de la poltica ailline- piiblieana: la liesla ile San l- ranciseo Javier- de 1931 en Pamplona, en L. CVS'I K.l .s . El caso de Galicia es ya ms evidente desde las novelas de Rosala a las de Valle Incln El movimiento obrero de las zonas industriales tambin tena sus complejidades no ajenas a ese sentido global de la poca i!i. En la propia Andaluca, el campesinado con tierra [ajeno a la dualidad latifundio/jornalero y no despreciable en cuanta]' hurfano de discurso poltico en la izquierda, sirvi de fuerza de choque nacionalista durante la Guerra Civil y, ms tarde, de base social del franquismo i. De modo que aquellos tiempos no nos permiten hoy hablar con ligereza de la Andaluca latifundista y jornalera, de la Navarra catlica y del pequeo propietario, la Catalua anarquista o el Pas Vasco peneuvista. El tiempo marcaba un ritmo a toda aquella realidad abigarrada y tensa.En ese punto de tenso encuentro entre tradicin y modernidad, se hallaba un espacio clave en aquel tiempo: la provincia. Aquel espacio de socializacin estructuraba, con sutiles lazos, nunca difanos, eseS. JI i.i, Poltica en la Seguala. Yicphlicii. AYER, 20, 1995, p. 78.i( IY1. Yisr.x Kodkk.o, La guerra, de. (os retculos. E! m.t/quis en el Maestrazgo tii.rolen.se, Zaragoza, 1999.J. A. I)l C llisloria de caciques* bandos e ideologas el Calida no urbana. Riallxo 19/0-I.J/4, Madrid, 1972. Tambin M. Juan Pablo Kusi lo ve muy liien en su Cenlralisnio y localismo: la lormaein torno a las fiestas sacras Volk de efusin patritica y cristiana, inspiradas por el pietismo alemn de principios y mediados del siglo xix (corno reaccin a la revolucin francesa y al nacionalismo revolucionario de las fiestas estudiantiles). Una tradicin que, perversamente, desembocara en el nazismo de Hitler 11. Por su parte, ste ejerca una especial atraccin entre los protestantes de las pequeas poblaciones prusianas del norte donde la Iglesia pas a identificarse con el destino del Reicli y el Kiser. Desconcertados ante la derrota de 1919 y sintindose en un mundo insano y perdido, confiaban en la regeneracin de la nacin, de la fe y de la Iglesia a partir de la recuperacin del Reich con los nazis 42. Claro que se sintieron luego de algn modo defraudados. Tambin fue esencial la religin para los Legionarios rumanos de Codrea- nu (la ortodoxa) o los seguidores de Dollfuss en Austria (la catlica). Se trae todo ello a colacin para abundar en la idea de la normalidad espaola (Fusi) en el contexto europeo, tan discutida por algunos.En Espaa, donde la fe sencilla y los hbitos religiosos formaban parte de la vida cotidiana de las gentes desde tiempo atrs, se produjo un fortsimo proceso de renacimiento catlico con la llegada del rgimen de la Restauracin. Con el crecimiento urbano, se instalaron en Espaa numerosas congregaciones, abrieron colegios, hospitales, orfelinatos, colegios mayores y un sinnmero de instituciones benficas y de caridad. Se erigieron catedrales en las ciudades, se dotaron los seminarios y se recuper la grandiosidad del culto catlico barroco. Se crearon multitud de asociaciones catlicas (devocionales, moralizadoras, benfico- educativas, mutualidades obreras), ligas, la asociacin nacional de la Buena Prensa (1904; con peridicos perfectamente actualizados, como el Diario de Navarra o La Gacela del Norte) y en 1911 se adquira El Debate, peridico seero en la prensa espaola. Desde el Estado se busc restaurar la unidad catlica, y en las ctedras catlicas se desarroll una teologa basada sobre todo en la vieja dogmtica y la apologtica, combinada con el pensamiento tradicionalista espaol, que asociaba lo catlico a lo hispano y al contrario M.11G. Mossi;, La nazionaiizzazione clelle mnsse. Simbolismo poltica e moeimenti di massa en Garnania daLLa guerre napoleoniche ai Tazo Reich, Bolonia, 1975 (Nueva York, 1974), pp. 85-111. F. Si i:i:v Germany, 1933: fifty years hilrt . en Dreums and ILLusions: the Drama of Germn Hlstory, Londres, 1988, pp. 144 ss.1,1Para lodo eslo t . [_\NNON, Privilegio, persecucin y profeca. La Iglesia catlica en Espaa /875-1975, Madrid, 1990, pp. 81-128, YJ. Andiks-Cuco y A. M |>os.La gente sencilla sigui viviendo en un mundo religioso de raz, en un mundo de rutinas litrgicas y de hechos prodigioso, de curaciones milagrosas y tempestades punitivas ante los pecados del mundo. Sobre todo ello se organizaron peregrinaciones a Roma, se celebraron centenarios y milenarios de apariciones marianas, se extendieron devociones como las del Sagrado Corazn (una imagen en la puerta de cada casa) y se recuperaron otras devociones (corno la de San Francisco Javier, Felipe Neri o Santa Teresa de Jess).Sin embargo, ciertas clases medias protagonistas de aquel proceso de recatolizacin no eran creyentes en ese sentido simple. Desarrollaron cierta cultura profana construida a partir del rico bagaje simblico y conceptual de la religin catlica y de una recuperacin del pasado que combinaba el positivismo erudito con el historicismo romntico Son los aos de Menndez Pelayo, de fray Zeferino Gonzlez, Alejandro Pidal, Antonio Rubio y Lluch, Palacio Valds, Julio Atadill o Arturo Campin. Era una cultura, un ethos, que siendo profano, de hombres de intelecto mundano que haban desprendido sus doctrinas de la idea de totalidad unitaria y sus vidas de un entorno directamente religioso tal como ocurra en el pasado (que, viviendo en un mundo cambiante de nuevas economas y modos de vida se adheran resueltamente a ellas), se deca a la vez genuinamente catlico y expresamente tradicionalista. En torno a ello se haba desarrollado una nueva idea de espaolidad construida desde la afirmacin de la fe (dado que sta ya no era connatural a sus vidas y creencias), y del gesto de nostalgia ante un pasado que se haba ido y se proyectaba ahora como ideal recuperable. La idea de la catolicidad espaola era antigua. Ahora, a principios de siglo, se recuperaban como cultura profana con un uso poltico evidente. Era aqul un modo de ver las cosas que conectaba bien con lo que he llamado en otro lugar cultura castiza, extendida en toda Espaa a travs de la zarzuela, el folletn, cierta novelstica, el teatro menor, cierta obra plstica -no siempre banal-, etc. u.Era, en todo caso, un mundo de valores y smbolos eelesiales que resultaba muy comprensible para la gente llana que entenda an suLa iglesia en la Espaa eoutemportien, Madrid, 2 vols., cf. vol. 1, 1999, pp. 204-316; Alfonso Born (Cielo y dinero, Madrid, 1992) expone de modo convincente la tradicin de pensamiento del nacionalismo tradicionalista espaol (que l llama genricamente nacional-catolicismo, no sin sentido, a pesar de que el trmino se haya utilizado referido al franquismo), que estara en el origen de! nacionalismo franquista. u J. I \IMi, La miei a Covadonga..., pp. .'51 1-339.propio mundo como un todo unitario, un mundo entero, en que la vida misma se haca en un marco en que fe sencilla, creencias, valores, relaciones sociales, tradicin, hbitos de trabajo, fiesta y religin formaban parte de lo mismo, de un mismo sentido global. La configuracin de ese nuevo etILos merece en s mismo un estudio especfico (y a l he dedicado alguna atencin ya en otra parte)!Sobre aquella base real y ante los lmites que intentaban poner los gobiernos liberales al poder de la Iglesia y todo el tejido social que se haba gestado en torno a ella (decretos del gobierno fusionista de 1905-1907, y, especialmente, la llamada Ley Candado de Canalejas, 1910), un gobierno necesitado de dictar normas modernizadoras y de justicia social, y de recuperar escenarios de poder como eran los de la sanidad o la enseanza, casi absolutamente en manos de la Iglesia, el catolicismo militante (Juntas de Defensa Catlica, Consejos Diocesanos, prensa catlica) organiz una gran reaccin defensiva (mtines y manifestaciones) en las que tomaron parte miles de catlicos en 1906, 1907 y 1910 ,6. Para esa parte de la ciudadana, las esferas del Estado y de la religin se haban confundido: al discutir sobre los derechos de las congregaciones o la libertad religiosa se disputaba sobre el Estado, el poder y la propiedad. Somos catlicos y queremos que nuestras leyes lo sean deca la Asociacin Catlica Vasco-Navarra al convocar una manifestacin en 1910-, Tomamos la Cruz de los Teobaldos, los Garcas y los Lpez de Ham para defendernos de la chusma sacrilega y facinerosa pervertida por el abuso de las nefastas libertades 17. Para muchos, con un sentido unitario de las cosas, nunca aquellos mbitos haban estado separados. Ese amasijo entre poltica y religin se haba dado desde la Guerra de la Independencia y durante todo el siglo XIX. Pero ahora adquira las maneras ingentes de la sociedad de masas (socializacin en la poltica y movilizacin) y adquira la expresin de una opcin poltica esencialista, intransigente y de corte nacionalista.11de octubre de 1903, un muerto y unos 30 heridos en un tiroteo entre socialistas y peregrinos a la Virgen de Begofla. 1908, 75.000 peregrinos en Begoa. 1911, masivo acto de desagravio a Virgen de los Desamparados en Valencia. 1922, inmensa sucesin de actos en' El continuum rural-urhano de Navarra vet Pas Vasco, el carlismo va movilizacin antirrepublicana de /9/6, tesis doeloral, Universidad del Pas Vasco, 1005, |>p. 108-353.Pueden verse los mapas de aquellos rnlines u maniteslaciones J. A. GM.I.Ki.o A. M. P\zos, h, Iglesia..., vol. 1, pp. 267-260.niario de Caraira (peridico de Pamplona), I de ocluhre de 1910.Pamplona con motivo del Centenario de San Francisco Javier que moviliza festivamente a toda la ciudad lLo que el ceremonial del pietismo protestante, la tradicin del Volk alemn y las asociaciones juveniles corno la Deutsche Turnerbund o el movimiento Wandervogel (formaciones gimnsticas de culto al fsico y a la naturaleza) representaron para el primer nacionalsocialismo, el tradicionalismo catlico, el ceremonial barroco de la iglesia y el aso- ciacionismo catlico militante de las Juventudes Catlicas, representaron para las corrientes de la derecha radical de los aos de la Repblica espaola.Por su parte, el carlismo sobreviva con eiicacia en sus zonas de influencia, como Catalua, Valencia o el Pas Vasco y Navarra gracias a su eficaz transformacin organizativa que le hizo ser un partido apto para la movilizacin electoral de la poblacin en tiempo de sufragio universal >0. Sin embargo, la jerarqua eclesistica se negaba a concederle el monopolio de la representacin poltica del catolicismo militante en Espaa 1. Despus de todo, la monarqua espaola (a pesar de algn gobierno ms o menos beligerante) era garante de sus intereses y de su programa. No en vano Alfonso XIII consagr Espaa al Sagrado Corazn de Jess en 1919. La jerarqua coquete con Alejandro Pidal y su Unin Catlica, con las Ligas Catlicas, el frustrado Partido Social Popular y, especialmente, con una ramificacin capilar de la Accin Catlica. El carlismo era, en todo caso, una de las opciones ms activas del catolicismo militante que tom parte en aquellas iniciativas. En esos aos, en sus filas y en las de integrismo militaba, adems (esto creaba carcter), buena parte de los sacerdotes y seglares que impulsaban en Espaa el catolicismo social de los sindicatos catlicos y libres, y del sistema Raiffeisen para el campo. Aquello atrajo hacia el carlismo a amplios sectores catlicos entre ]a gente humilde tanto del campo1J. P. Fusi, PoLitica obrera en el Pas Vasco, IttO-1923, Madrid, 1975, pp. 22 ! -2.50; A\mus-(,\|i.kco y P\/os, La Iglesia..., vol. I, p. 264.CL K. Kkvhimi, Religin et socicl en Earopc, Pars. 1998, pp. 215-221.)o Puedo ver.se J. C \ML, El carlisme...; resida ilustrativo lamltin el caso valenciano (con Luis Lucia eillre los piolaron islas) en 4. Sin embargo, haba que culminarlo con xito. Las estrategias fueron varias. La recin creada CEDA jug al accidentalismo, como en Francia, en una postura porosa con las derechas radicales. Frente a ella, stas (CT, Renovacin Espaola, Falange EspalOla y de las JONS), desde una posicin minoritaria, se plantearon, francamente, la demolicin de la Repblica a favor de un Estado orgnico (Mosse) por la fuerza. Lo hicieron desde una posicin minoritaria, pero con el aval de importantes medios de prensa (ABe, La Gaceta del Norte, etc., que tuvieron un papel variante en el tiempo). Y eligieron corno medio para transmitir su discurso, para comunicarse con su pblico, aquel que les resultaba ms favorable y para el que haban generado una notable sensibilidad en los aos decisivos de ] 900 a 1920: el catolicismo militante y la idea de una Espaa catlica atacada por tenebrosas fuerzas extranjeras. Contaban ahora, adems, con una parte de la jerarqua (Segura y Mgica) y la gran mayora de la clereca.Ver, J. A \li|;l-(- \l l l i,o. Pensamiento y acein social (le la Iglesia en Espaa, Madrid, 1984. Para los disgustos, enfrentamienlos de inters en realidad, A. G\* Kl autor del lexto lo ha visto en Kl (,olltilluum..., pp. 535-567.11Los orgenes de la Segunda Repblica espaola. Anatoma de una transicin. Madrid, 1990.Esencialmente, pensando en el gran pblico, se centraron, casi de modo natural, probablemente no concertado (estaban habituados), en actos en principio habituales y ordinarios para los creyentes (de la esfera del habitus, diran los socilogos). Un acto entre tantos, ms o menos esplendoroso, de la costumbre del lugar, coincidiendo con la festividad en honor del Santo Patrn, de la Semana Santa o la romera de alguna Virgen o Santo. O la simple desaparicin de un crucifijo de la escuela. Dada la legislacin ingenuamente anticlerical de la Repblica, todos esos hechos, en principio neutrales de la liturgia eclesial, eran ms o menos dificultados por la normativa vigente o las decisiones de los gobernadores civiles. Era suficiente aquella prohibicin para que un aclo, en principio inocuo, se convirtiera para el pblico en sistema de valores explcito, en elemento de identidad (catulicidad y espaFulidad) gratuitamente atacado por la Repblica y gloriosamente valorizado por los radicales desde sus medios. Lo que era hbito y costumbre se converta en ethos explcito de lo propio Un salto de calidad incuestionable. Pero una mutacin que, sin embargo, se produca casi imperceptiblemente, de modo llammosle natural. Finalmente, lo que eran potencialidades implcitas en aquella coyuntura se transformaban en accin poltica: se daba el paso decisivo que llevara a convertir aquella situacin en alegora poltica; transformarla en un acto de estilizacin del discurso poltico para uso del antirrepublicanismo ms bsico: la Repblica iba contra lo ms esencial de las gentes contra su idiosincrasia y su modo consustancial de ser.' Sobre el habitus. P. liol!lhti:i, Esquisse (fue thorie de la pratique, Ginebra, 1972, p. 17. BoHIHKI al deinii'la estima l: tradicin y religiosidad. Mltiples liturgias fueron restauradas a partir de 1937 en la Semana Santa sevillana6'. Lo mismo que lo fueron en los Sanfermines y en infinidad de festividades marianas y religiosas a lo largo y ancho de Espaa. En 1947, llegaron varios predicadores jesutas a un pueblo andaluz de tradicin republicana para celebrar una Santa Misin de varios das. Era el modo de recatolizar Espaa(>. Y sa(Coincide, entre oln>s (p. ej., Lleixa), coi) t*sla rapidsima deriva, A. Lazo, Re!rulo...,M Kl autor del texto en El ('ontinlllllll..., pp. 045-657: > ai /mera Coradong pp. 276-200.A. Lazo, Retrato..., p. 11.1. MoiKNO, [ai antigua...., pp. 129-142.A.M. Cai.i:ko, Prlogo a G. di Futo, [ai santa de la raza. Un culto barroco en la Espaa franquista., Barcelona. 1987. pp. 9-1 l.fue la pauta dominante. Hechos similares se prodigaron en aquellas fechas por toda la geografa espaola.Los carlistas eran, entre el colectivo de la derecha radical, los que se hallaban especialmente capacitados para liderar aquel proceso, que en buena medida lo haban concebido sus tericos (de Vzquez de Mella a Vctor Pradera). Sin embargo, algunos de entre ellos, crean verdaderamente en todo esto (del mismo modo que los stuncLrisli crean en la revolucin fascista). Crean en que alumbrara una nueva sociedad catlica. De ah (por lo de nueva) que la desconfianza hacia el carlismo por parte del ncleo conservador propio en todos aquellos regmenes (> (recurdense las negociaciones con Mola) surgiera desde el primer momento. Fueron los primeros en ser desarmados y militarizados. A pesar de ello, los incidentes por recuperar el protagonismo que les arrebataban se multiplicaron. Algunos de una gravedad extrema que estn an por ser relatados. Fal Conde fue desterrado, y la direccin, hbilmente dividida, pues en ella haba desde el integrista catalanista que describe Max Aub, al radical, el populista, el tradicionalista, el utpico, y el amante de lo bello y lo sublime, y, sobre todo, el conservador, corno Rodezno o Esteban Bilbao. se fue el destino del carlismo tras la guerra: la divisin y la marginacin de quienes no se avenan a lo resuelto en Salamanca.VIIAquel levantamiento no se hubiera dado si cierto sector de las clases acomodadas no se hubiera visto afectado en sus intereses y si con la llegada de la Repblica no se hubiera producido una clara prdida de poder por parte de las lites provinciales.Habituados a un intercambio directo de favores y a la gestin directa de sus asuntos con los centros del poder en Madrid (el gobierno y el rey), cabezas, a su vez de crculos importantes de poder en sus respectivos territorios, nunca se acostumbraron a una mediacin democrtica del poder poltico que filtraba radicalmente sus intereses. Esto, y la visin cruda de la conflictividad social, inevitable tras tantos aos de quietud, les llev a apostar por una va autoritaria que desde los medios polticos (RE y CT; y en parte CEDA) se les ofreca como viables.Wr M. Iti.iivkHimiN ('(!.). Fiiscisl (l/uf Consewalives, Londres, 1990 y otros.Para ello deban contar con partidos de cncuadrannento, como era especialmente el carlista y utilizar sus redes de influencia para favorecer la movilizacin. Lo consiguieron. En los primeros das (le la guerra, donde haba un secretario de ayuntamiento falangista, salan falangistas, tras un hacendado carlista, aparecan los requets. Y tras todos ellos, un ncleo de radicales convencidos de poder hacer surgir al caballero cristiano tras el derramamiento de sangre.Sin embargo, pronto fueron apartados del poder, como he dicho. Y, a pesar de episodios de gran dureza, como los producidos en la Plaza del Castillo de Pamplona en 1945 kl, y algn otro en Sevilla, y a pesar de su continuidad familiar y de tradicin (Montejurra), nunca el carlismo volvi a tener la trabazn social que tuvo en el XIX Y de nuevo en los treinta en que fue expresin de un sentido general de poca. Slo el ncleo duro que haba recibido una tradicin vivencial del carlismo permaneci fiel a l 9-VIII,n..d.'los parles de la Guardia Civil, no impide que electivamente todos llegaran al juzgado, pero la incoacin poda responder a olio epgrale (AIIP hondo (aibierno Civil. Caja 188. Kxpedienle 63).nota de algunos casos de muerte, muerte accidental, envenenamiento, etc., que se han localizado espordicamente al abrir los legajos usados en este trabajo, y donde el propio juez asuma que la muerte haba sido por suicidio. Hechos los correspondientes recuentos, entre las cifras totales aportadas por las estadsticas del INE Y nuestros datos, hay una diferencia mnima, por defecto, de 71 casos, la cual sin duda se incrementara si se hiciera una exploracin sistemtica de los sumarios judiciales.Partiendo, pues, del total que hemos contabilizado con nuestro recuento, nos encontramos que entre 1939 y 1951 se registraron 309 casos: 137 para los aos 1939-1943; 100 para el perodo 1944-1948 y 72 para el de 1949-1951. Por otra parte, la mayor discrepancia con las estadsticas oficiales se registra en el momento crtico de la posguerra: ]37 casos frente a 99.En cuanto al perfil sociolgico de los suicidados a lo largo de los doce aos que van entre 1939 y 1951, los distritos de Lleida confirman los datos generales. Dos tercios de hombres (235) frente a un tercio de mujeres (74), proporcin constante que slo vara un poco en el trienio 1945-1951 durante el cual se produce un ligero descenso de las muertes femeninas.Por lo que respecta a la edad, y salvando el escollo de la falta de datos para casi la cuarta parte de los afectados, el grupo mayoritario es -como sucede para el total del Estado- el comprendido entre 40 aos y 60 aos (90 casos en total para todo el perodo), mientras durante el perodo 1939-1943 se produce un sensible aumento de la muerte de jvenes de menos de veinte aos (14 casos frente a los 3 registrados para el perodo 1944-1948 y 1 de los aos 1949-1951), hecho que veremos ligado directamente con la situacin postblica, cuando procedamos al estudio de los casos particulares relacionados con estas circunstancias.Respecto al estado civil de los suicidas, aparte del grupo del que carecemos de datos, el anlisis efectuado por la administracin estadstica advierte que los casados predominan ampliamente sobre viudos y solteros (118 casados frente a 63 solteros y 42 viudos), siendo estos ltimos siempre superiores en nmero a los segundos, lo que en trminos absolutos equivale a no decir nada, ya que los viudos obtienen una representatividad en las tablas de suicidios ms alta que la que les corresponde de acuerdo con su proporcin en el censo.Con relacin al procedimiento usado para poner fin a sus vidas, los casos de suspensin y sumersin son los ms numerosos, siguiendola tnica general del pas, seguidos de las muertes por arma de fuego y las producidas por arrojarse al tren. No creemos que la metodologa del suicidio, como se ha dicho, pueda ser una variable de excesivo inters interpretativo, lo cual no obsta para que sealemos que las posibilidades contempladas dentro de cada modalidad, adquiriera niveles de variabilidad considerables, mientras llama la atencin que durante el bienio] 939-1940 no se produjera oficialmente ningn caso de muerte por arma de fuego. As pues, segn el modo en que se produjo el suicidio, tenemos, para el