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BKhVh MlblUKIA DE LA IGLESIA EN ESPAÑA

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  • BKhVh M l b l U K I A DE LA IGLESIA

    EN ESPAA

  • BREVE HISTORIA DE LA IGLESIA

    EN ESPAA VICENTE CRCEL ORT

    Planeta

  • Colecan PLANETA + TESTIMONIO Direccin lex Rosal Vicente Crcel Ort, 2003 Editorial Planeta, S A , 2003

    Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (Espaa)

    Primera edicin octubre de 2003 Depsito Legal B 37 607-2003 ISBN 84-08-0495 0-X Composicin Fotocomp/4, S A Impresin Hurope, S L Encuademacin Lorac Port, S L Printed n Spain - Impreso en Espaa

    Este libro no podr ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados

    NDICE

    INTRODUCCIN 9 La historia de la Iglesia es algo ms que cosa de curas y de he-rejes, 9; La Historia no es juzgar; es comprender y hacer com-prender, 9; Compendio, manual o sntesis, 10; Falta serenidad y algo de humildad, 12; La Iglesia supo convivir con Espaa, 13; Ms historia y menos ideologa, 14.

    I. HlSPANIA CRISTIANA 17 Sntesis del perodo, 17; Partir para Espaa, 19; A cada golpe de granito brotaban nuevos mrtires, 22; Christus ma-gis, 25; Concilio de Elvira, 27; Osio de Crdoba y el arrianis-mo, 30; Expansin del cristianismo, 31; La primitiva comunidad cristiana, 33; El priscilianismo: hereja nacional hispana, 36.

    II. UN REINO, UNA FE 39

    Sntesis del perodo, 39; Diariamente hay guerras en Hispania contra los brbaros, 40; Conversin de Recaredo, 44; San Isi-doro de Sevilla, 46; Formacin del clero, 47; Los concilios de Toledo, 49; Unidad poltico-religiosa, 51; Liturgia hispnica, 54; Iglesia hispanovisigoda y Roma, 56; A esta Iglesia romana es necesario que se unan todas las iglesias, 57.

    III. BAJO EL ISLAM 61

    Sntesis del perodo, 61; Invasin musulmana, 63; Reaccin de los cristianos, 65; Repletas estn las mazmorras de catervas de clrigos, 67; Los mozrabes, 68; Las ovejas de Cristo contra los preceptos de los antepasados, 73; Los mudejares, 77.

    IV. RECONQUISTA (siglos vin-xv) 81 Sntesis del perodo, 81; Santiago y cierra, Espaa!, 84; Lucha contra los moros, 87; Reorganizacin eclesistica, 89; Snodos y concilios, 94; La Sede Apostlica y los reinos hispanos, 97; Es-paa y Europa, 100; Oficio de caballero es mantener la santa fe catlica, 105; rdenes mendicantes, 106; Cultura cristiana, 110;

  • Los reinos de Espaa ante el cisma de Occidente, 113; Corrien-tes espirituales heterodoxas, 116; Cofradas y religiosidad popu-lar, 119; Obispos y clero, 124; El estado de la Iglesia ha mudado de color, 126.

    UNIDAD POLTICO-RELIGIOSA (1474-1598) 133 Sntesis del perodo, 133; Humanismo y Renacimiento: los pa-pas Borgia, 135; Erasmismo y antierasmismo, 141; Los Reyes Ca-tlicos, 145; Que los pobladores de tales islas y tierras abracen la religin cristiana, 148; Inicio de la reforma religiosa, 152; En nuestros reinos hay muchos monasterios e casas de reli-gin, 155; Aportacin espaola a la reforma catlica, 157; La Iglesia y los judos, 159; Bautizarse o emigrar, 161; Isabel la Ca-tlica y Cisneros, 164; La Inquisicin espaola, 167; Censura de libros, 171; Ciencia y cultura catlicas, 173; Espiritualidad y teo-loga, 175; El Concilio de Trento, / 79; Aplicacin del concilio en Espaa, 181; Los obispos, ejecutores de la reforma, 185; Cole-gios y seminarios tridentinos, 188; Poltica religiosa de Carlos I y Felipe II, 191; San Ignacio de Loyola y la Compaa de Je-ss, 195; Religiosidad popular postridentina, 197.

    DECADENCIA (siglo XVII) 203 Sntesis del perodo, 203; La cuestin morisca, 206; Campaas de evangelizacin, 210; Nuevas iniciativas pastorales, 211; He-roica resolucin del Gran Filipo Tercero, 214; Espiritualidad barroca, 216; Se recogieron para servir a Nuestro Seor, 221; El clero y la peste, 224; Monarqua y pontificado, 226; Abusos de la Curia romana, 228.

    ILUSTRACIN (siglo xvn) 233 Sntesis del perodo, 233; Guerra de Sucesin, 236; El clero ante la guerra, 238; Concordato de 1753, 240; Los obispos de Es-paa, hombres casi todos ignorantsimos, 243; Ya no somos tan pollinos como antes, 245; Avance del proceso seculariza-do^ 248; Los frailes son el verdadero cncer del gnero huma-no, 249; Expulsin de los jesuitas, 252; Reforma de las cofra-das, 256; Aspectos econmicos, 258.

    LIBERALISMO (1808-1868) * 261 Sntesis del perodo, 261; Iglesia y Estado liberal, 264; La mis-ma religin es la que ha armado ahora nuestro brazo, 268; La nacin protege la religin catlica, 270; Sexenio absolutista, 272; Trienio Liberal, 274; Que se restablezca el santo Tribunal de la Inquisicin, 276; La religin y la monarqua sern respeta-das, 277; Desamortizacin, 281; Vuestra Santidad ser mi gua

    en todo, 284; Poco pueden hacer los obispos, 286; Intento de cisma, 288; Ayudar a los obispos a reprimir la maldad, 290; Concordato de 1851, 292; Bienio Progresista, 294; La religin santa es el nico camino, 297; El clero ha tomado parte en la rebelin contra el trono, 299; Religiosidad popular, 303; Una embajada que os dirige Dios, por medio de sus ministros, 305.

    IX. REVOLUCIN (1868-1874) 307 Sntesis del perodo, 307; La nacin espaola se obliga a man-tener la religin catlica, 308; Libertad de cultos, 312; Beatsi-mo Padre: voy a ponerme al frente de una nacin catlica, 313; Dios salve a Espaa!, 315; El clero no recibe un cntimo de lo que se le debe, 317; A la Iglesia le esperan todava maravi-llosos destinos, 320.

    X. RESTAURACIN (1875-1931) 323 Sntesis del perodo, 323; Alfonso XII, catlico y liberal, 326; Se proceder de acuerdo con la Santa Sede, 328; Educacin y simpata hacia todos los cultos y creencias, 330; Jesuitas y en-seanza, 333; La escuela laica es el demonio convertido en pre-ceptor, 335; Divisiones entre los catlicos, 336; No, no, no. El Siglo Futuro no entiende de componendas!, 340; Todo es-paol tiene derecho de asociarse, 343; Crisis de 1898, 345; Cle-ricalismo..., 348; ...y anticlericalismo, 350; Los religiosos: de la supresin a la restauracin, 352; Espiritualidad y apostolado, 354; Santos contemporneos, 356; La Ley del Candado, 358; Polti-ca religiosa de Antonio Maura, 361; La adhesin a la Santa Sede es la primera gloria del episcopado, 363; El clero adole-ce de falta de instruccin, de celo y de espritu eclesistico, 368; Modernismo y catolicismo social, 370; Algunos tenan en poca estima las soluciones catlicas, 373; Orgenes de la Accin Ca-tlica, 376; Tenemos el gozo de no pertenecer a la Iglesia de Roma, 379; Primo de Rivera y la Iglesia, 382.

    XI. PERSECUCIN (1931-1939) 385 Sntesis del perodo, 385; Nuestro deber es acatar la Repbli-ca, 386; Espaa ha dejado de ser catlica, 388; Espaa es catlica... pero lo es poco, 389; Se hizo una Constitucin que invitaba a la guerra civil, 392; Cartuchos detonantes, 394; Re-volucin comunista en Asturias, 397; Precedentes del Gran Ho-locausto, 399; Tenemos orden de matar a todos los que lleven sotana, 403; La Iglesia ha de ser arrancada de cuajo de nues-tro suelo, 405; Deseo vivamente que triunfe Franco, 408; Mrtires, 411.

  • XII. CONFESIONALIDAD (1939-1975) 413 Sntesis del perodo, 413; La Iglesia tena el deber de ser beli-gerante, 417; No ms sangre!, 419; Falangistas y propagan-distas, 421; Estado confesional, 425; Concordato de 1953, 428; El concilio abri nuevos caminos, 430; La Iglesia hizo un tra-bajo de suplencia que era necesario, 432; Apogeo de la Accin Catlica, 436; Crisis de apostolado seglar, 439; El arte de la co-legialidad, 442; La Asamblea Conjunta Obispos-Sacerdotes, 444; Clero pre y posconciliar, 447; Contestacin y crisis, 450; El go-bierno ms catlico del mundo, 453.

    XIII. DEMOCRACIA (1975-...) 457 Sntesis del perodo, 457; Pablo VI, artfice de la transicin de la Iglesia, 459; La transicin, 462; El Rey expresa su ms respe-tuosa consideracin a la Iglesia, 464; La Iglesia no desea el po-der poltico, 467; El socialismo es laico, pero no es antirreli-gioso, 470; Conflictos con el gobierno socialista, 472; Una idea equivocada de modernidad, 476; Neopaganismo, 478; Tensio-nes con el gobierno del Partido Popular, 480; La Iglesia siempre conden el terrorismo de ETA, 487; Juan Pablo II en Espaa, 488; Opus Dei y Camino Neocatecumenal: inspiraciones eclesiales es-paolas del siglo xx, 490; Sigue siendo catlica Espaa?, 491.

    Para saber ms 493 Cronologa esencial 499

    INTRODUCCIN

    La historia de la Iglesia es algo ms que cosa de curas y de herejes Deca J. Wolfgang Goethe en sus poesas epigramticas que la his-toria de la Iglesia, en su pensamiento, se reduca a nada: Qu contiene la historia de la Iglesia? Qu tengo yo que ver con la historia eclesistica? No veo en ella ms que curas...

    Y comentando este desdn del dolo de Weimar, como si en la historia eclesistica no salieran a plaza ms que bagatelas de la clerigalla y altercados o logomaquias con los herejes, Ricardo Garca Villoslada maestro de historiadores en las universida-des de Salamanca y Gregoriana, de Roma recomendaba a sus lectores en la introduccin al Diccionario de Historia Eclesistica de Espaa, que aprendieran a conocer a la Iglesia espaola en el contexto de la historia general, porque deca la historia de la Iglesia sea general o nacional es algo ms que cosa de cu-ras y disputas con los herejes; es algo tan sublime y transcen-dente, que el paganizante tudesco, en los das de la Enciclopedia y la Ilustracin, con todo su talento, no acert a descubrir y va-lorar. Que tengan ms suerte nuestros lectores repasando una y otra vez la obra histrica que aqu les ofrecemos. Encontrarn en ella imperfecciones, descuidos y lagunas. Ojal, por lo menos, sean de poca cuenta los errores positivos!.

    ste es tambin mi deseo.

    La Historia no es juzgar; es comprender y hacer comprender

    El maniquesmo reinante en las historias de buenos y malos ha estado presente con frecuencia en muchos temas de la historia

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  • eclesistica espaola o que rozaban con ella. Como explicaba san Agustn en uno de sus sermones (Sermo 311, 6), los tiempos no son ni buenos ni malos: son ms bien las personas las que pien-san, hablan y actan arraigndose ms y ms en fondos de bon-dad o malicia. O los tiempos se tien muy poco del color de los humanos o los hombres mismos son los tiempos. La Iglesia, como dijo el Vaticano II, usando la frase agustiniana, va pere-grinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios (Lumen gentium, 8). El oficio del historiador no es el del juez que condena o absuelve, sino el de quien se esfuerza por situar en su contexto histrico cada hecho y personaje. Quiero estar lejos de los que utilizan la historia para dar rienda suelta a sus filias y fobias, para impartir etiquetas o para levantar tri-bunales.

    Ante determinados hechos del pasado, que hoy hieren nuestra sensibilidad, nos preguntamos: en aquellos momentos podran haberse desarrollado las cosas de otra forma? Y en su caso, los historiadores debemos estar perpetuamente lamentndonos de que los acontecimientos no se hayan desarrollado como hubi-ramos querido? La Historia no es juzgar; es comprender y hacer comprender y, por encima de legtimas simpatas, en el historia-dor deben campear la mesura, la tolerancia, el esfuerzo por en-tender la visin del otro y la oferta para un dilogo cultural y es-piritual. Por ello trato de deshacer tpicos manidos, leyendas y lugares comunes, inexactos todos, cuando no malintencionados, efecto las ms de las veces de pura ignorancia, difundidos tanto por los apologetas como por los detractores de la Iglesia.

    Compendio, manual o sntesis

    Este libro no es propiamente de anlisis, sino de sntesis; no es exhaustivo, ni puede serlo, pues es una historia breve, un com-pendio, que como manual sirva a los estudiantes y como ensayo a los estudiosos.

    He tratado de hacer una sntesis de nuestra historia ecle-sistica:

    para conocer y meditar sobre nuestro pasado religioso, que ayude a los creyentes a reflexionar sobre su propia fe y contribuya a crear una visin ms completa de la historia

    de Espaa. Porque la historia de la Iglesia: es una historia de todos, recoge los ideales de muchos espaoles y

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    recuerda sus mltiples iniciativas en beneficio de la so-ciedad.

    Para nadie es una novedad que la historia de Espaa se con-funde en buena medida con la historia religiosa si se entiende este adjetivo en su acepcin ms amplia. Para entender la histo-ria de Espaa es necesario conocer y comprender la historia de la Iglesia; hay que estudiarla ms. Pero la historia eclesistica re-quiere el conocimiento de la historia civil.

    Intento contar una historia por lo dems bastante conocida ya en sus rasgos generales. Los especialistas encontrarn mati-zaciones y opiniones que les seguirn ayudando en sus reflexio-nes, y a los no iniciados puede servirles para no perderse dentro de la intrincada selva que son hoy los estudios que tienen como objeto central la historia de la Iglesia en Espaa.

    Le he dado carcter de alta divulgacin, omitiendo notas a pie de pgina, pero aadiendo una concisa bibliografa para los que quieran saber ms sobre los grandes temas.

    Deseo llenar un vaco, porque la historia eclesistica es la gran ausente en algunas historias generales, cuando no ha que-dado sometida a interpretaciones tendenciosas de uno u otro sig-no. Por ello, trato de romper ese aislamiento y esa desconexin y, a la vez, confirmar que la clave religiosa es tan imprescindible para conocer nuestro pasado, como lo son la poltica, econmica, social y cultural. Ninguna de ellas puede funcionar por separa-do, porque todas estn relacionadas entre s.

    El factor catlico y el tema religioso no han recibido la aten-cin que merecen por parte de la historiografa reciente; es ms, podra decirse que la Iglesia realmente no existe tanto en obras individuales como colectivas de relevancia. La constatacin de la mezquindad de los historiadores con la Iglesia podra condu-cir a consideraciones sobre la todava insuficiente normalizacin de la historia de la Iglesia dentro del panorama de la historio-grafa profesional espaola. Una institucin como la eclesistica, de una importancia central por nadie negada en la historia de Espaa, termina luego resultando, casi siempre, marginal cuando se trata de abordar la realidad multifactica de cualquier acon-tecimiento histrico.

    Deseo que la reflexin sobre pasadas incomprensiones nos empuje hacia posturas de integracin y dilogo. No siempre fue constante la negativa de la Iglesia a toda innovacin en el cam-po sociopoltico, pero no hay que ignorar las obsesiones y des-mesuras de los contrarios. Esta historia es fundamentalmente ideolgica y doctrinal, y no agota, por tanto, el rico contenido de la accin desarrollada por la Iglesia, sobre todo en los campos

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  • educativo y benfico-asistencial. No todo se redujo a oposicin verbal a lo largo de la historia de Espaa, pues la Iglesia estuvo en la vanguardia de una accin constructiva, llevada a cabo desde la antigedad en la conservacin y difusin de la cultura grecorromana y, en tiempos ms recientes, en la prctica de la enseanza o en escritos pedaggicos, donde, ms que una guerra directa contra la laicidad, se procuraba la afirmacin positiva del carcter catlico de la enseanza con sentido de colaboracin a una obra comn.

    Falta serenidad y algo de humildad

    Me gusta repetir que les falta a determinados historiadores sere-nidad y quiz algo de humildad para admitir que quiz las cosas no fueron como ellos las piensan o las entienden. Parece incre-ble que unos mismos hechos puedan ser interpretados de ma-neras a veces no slo tan distintas, sino tan contradictorias, y que sean tan diversamente estimados por quienes pretenden exami-narlos solamente con la ecunime objetividad de la crtica his-trica. No se trata de juzgar unos hechos hacindolo desde la perspectiva actual, sino de explicarlos, atenindonos de una ma-nera muy estricta a lo que es cometido de un historiador.

    En suma, si hay que hacer una buena y verdadera historia hay que situarse aspticamente, sin prejuicios en pro ni en con-tra de nada ni de nadie, analizando los hechos con rigor y desde luego pensando que los acontecimientos ms cercanos a noso-tros son muy difciles de juzgar. En estos errores suelen caer quienes abordan el tema de la Iglesia sin entender lo que es el hecho religioso. Y lo que es ms grave todava, parten:

    de unos presupuestos en la concepcin de la naturaleza de esta institucin y de su misin social;

    de las relaciones entre la Iglesia y el Estado; de la contribucin de la Iglesia a la sociedad espaola en

    el proceso de modernizacin; de las relaciones internas entre los distintos estamentos

    dentro de la Iglesia; de la funcin econmica y social del dinero; y del anlisis del contexto social y cultural en el que se de-

    sarrolla la vida institucional de la comunidad catlica, bastante ms discutibles de lo que a simple vista parece o aparece.

    Son todava muchos lo que pretenden como los trasnocha-dos liberales del xrx y tambin los neoliberales del xx, que a du-ras penas ocultan un anticlericalismo agresivo, que la Iglesia

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    se limite a desempear un papel puramente espiritual y vaga-mente filantrpico, en el cual la religin sea pura, pacfica, per-fecta, y no esa conciencia crtica de la sociedad, de los gobiernos y de las instituciones, que habla contracorriente y molesta a cuantos no piensan como ella. Por ello, hay que desacreditarla para que se calle y, si habla, hay que hacer lo posible para que su voz no se escuche.

    El carcter pblico de la religin es el que nos posibilita rea-lizar el estudio de las relaciones de sta con la sociedad civil. Para comprender adecuadamente el tipo de relaciones existen-tes entre poltica y religin catlica en la actualidad de Espaa es necesario partir del estudio de esta cuestin en pocas ante-riores.

    Es evidente el proceso creciente de secularizacin que la reli-gin ha tenido en Espaa como en todo el mundo a lo largo de los ltimos doscientos aos. Pero esta tendencia ascendente refleja que, pese a todo, la Iglesia, y lo que ella asocia, siguen constituyendo la mayor fuerza de influjo espiritual del pas, sin que ninguna otra de carcter poltico, sindical o profesional pueda acercrsele ni de lejos. La prueba est en que cuando la Iglesia habla sobre temas que afectan directamente a la vida socio-poltica del pas las reacciones son inmediatas, a favor o en con-tra, por parte de las fuerzas y entidades pblicas. Lo cual signi-fica que no es la Iglesia algo del pasado, sino una realidad viva, presente y operante con renovado vigor y con nuevos mtodos en los albores del Tercer Milenio. Esta circunstancia motiva a su vez dos consideraciones de distinto signo:

    por una parte, suscita la imagen del elefante viejo que se resiste a morir;

    por otra, sin que se pueda evitar el peso de la historia del cristianismo a lo largo de tantos siglos, hay fundamento para pensar que nos hallamos ante una situacin ciertamente grave, pero de carcter, si se quiere, macrocoyuntural, que permite la optimista previsin de que de una u otra forma las cosas cam-biarn. Nuestra consideracin se apoya en la sensacin de peren-nidad que infunde la Iglesia tras dos mil aos de historia.

    La Iglesia supo convivir con Espaa

    La vida espaola ha estado penetrada por la idea religiosa prc-ticamente desde los comienzos de la era cristiana hasta tiempos muy recientes. La historia de Espaa se conceba en funcin de los valores religiosos, ya que la vida de cada persona estaba tute-

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  • lada por la Iglesia desde el nacimiento hasta la muerte. Toda la vida social tanto individual como colectiva estaba controla-da por la Iglesia, que se ocupaba de la enseanza y de la bene-ficencia, tareas a las que el Estado no se dedic de lleno hasta hace pocas dcadas; y tambin de la asistencia a presos y cau-tivos, suavizando el rgimen penitenciario con su atencin espi-ritual. Junto a esto hay que sealar tambin el movimiento misio-nal, que estuvo siempre presente, si bien tom formas distintas segn las pocas y los lugares que se evangelizaban. Y esto lo hi-cieron fundamentalmente los religiosos, mientras que el clero llamado diocesano o secular tuvo una gran tradicin popular, porque en su inmensa mayora proceda del pueblo, de las clases sociales media y baja, ya que fueron muy escasas las vocaciones sacerdotales procedentes de la nobleza o de la aristocracia. Por eso, en la tradicin espaola el cura estuvo muy cerca del pueblo y ste acuda a l con confianza. Precisamente por este acerca-miento, popularismo o paternalismo que a veces se manifestaba en el clero, ste se indispuso con los poderosos, las autoridades, los ricos y los nobles. Los sacerdotes estuvieron muy cerca de los que sufrieron las grandes catstrofes: epidemias, plagas, inun-daciones, terremotos, etc.

    Pero junto a esta aceptacin generalizada de la clereca, no faltaron por parte de algunos sectores populares rechazos ms o menos vistosos, como fueron las manifestaciones anticlericales, que denunciaban y condenaban los excesos del clero, sus defec-tos humanos y privilegios econmicos, que consistan en exen-ciones tributarias y acaparamiento de propiedades, que no eran tanto de personas cuanto de instituciones, como las rdenes reli-giosas. sta fue una constante, pues las comunidades adquiran bienes que luego quedaban exentos y aumentaban la propiedad amortizada, recayendo la carga adicional sobre los seglares. Tam-bin se le reprochaba al clero su bajo nivel moral, debido a la precipitacin con que eran ordenados algunos candidatos al sacer-docio. A pesar de estos casos, ms bien aislados, el clero sigui siendo respetado.

    Ms historia y m e n o s ideologa #

    No hay investigacin sin repensamientos desvinculados, sin em-bargo, de finalidades polticas, porque la verdad es la gran ene-miga de la propaganda. Hay que hacer una reflexin articulada sobre el binomio revisin (entendida como parte esencial de la investigacin histrica) y revisionismo (entendido como prctica 14

    ideolgica, palabra en realidad muy comprometida) para verifi-car cmo y en qu medida durante las ltimas dcadas los temas ms importantes de la historia de Espaa han sido objeto tanto de una revisin histrica, como, a veces, de una instrumentali-zacin ideolgica.

    Revisin y revisionismo aparentemente parecen trminos se-mejantes y, en cambio, un abismo ideolgico los separa. El con-cepto de revisionismo tiene una larga historia, pero en sustancia, hasta mediados del siglo xx se refera solamente a las relaciones internacionales (despus de la primera guerra mundial este ep-teto se refera a los que queran poner en discusin los trminos del Tratado de Paz) o al mbito de la ortodoxia comunista (el so-cialdemcrata alemn Eduard Bernstein a finales del siglo xrx fue definido revisionista porque haba excluido el derrumba-miento catastrfico del capitalismo profetizado por Marx). Des-de entonces, sin embargo, el trmino emigr hasta el mbito historiogrfico. Hoy muchas cuestiones, que hasta hace pocos aos habran sido objeto de anatema por parte de sectores de la historiografa cannica, estn siendo discutidas animadamen-te, pero sin poner vallas insalvables. Nos dirigimos hacia la po-ca de la revisin, es decir, de la prctica historiogrfica seria, que valora y revisa los resultados de las investigaciones precedentes sin espritu de parte. Si la historia deja de ser guerra ideolgica, todos saldremos ganando y acabaremos por quitar una arma a los polticos sin escrpulos.

    En nombre del revisionismo, algunos han querido negar la existencia histrica del holocausto nazi, como en Espaa se ha pretendido ocultar la persecucin religiosa de 1936 mezclndo-la, confundindola o justificndola con la guerra civil. En estos casos, no solamente se han superado las fronteras de la credibi-lidad historiogrfica sino tambin las de la decencia y de la con-ciencia civil. Para todos los otros, es decir para los que quieren confrontarse sobre las bases de una seria y argumentada inves-tigacin, el deseo es que prevalezca una predisposicin a la liber-tad que vive tambin de heterodoxia y de irona. En efecto, el con-formismo, que es el verdadero enemigo de cualquier espritu libre y quiz la tendencia de muchos intelectuales y presuntos ta-les que aceptan perezosamente los cnones impuestos por una ideologa determinada, ha sido decisivo para que tanto el fascismo como el marxismo echaran sus races. Existe pues una urgencia de revisin a la que los historiadores somos particular-mente sensibles, visto que no hay verdadera investigacin his-trica sin el incesante repensamiento basado en el acceso libre a las fuentes, independencia de juicio y fantasa interpretativa,

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  • pero que se refiere tambin a todos aquellos que viven la propia ciudadana y el propio trabajo como algo ms que un inexpug-nable fortn de derechos adquiridos. Hechos y personajes que en el pasado parecan de una forma o los condenbamos por ma-los, ahora de repente aparecen como buenos.

    I. HISPANIA CRISTIANA

    Sntesis del perodo

    Ningn tema de la historia de Espaa es tan oscuro como el que se refiere a los orgenes del cristianismo, ni ha sido contami-nado con tantas fbulas y leyendas, pues no hay realmente mu-chas noticias acerca de los progresos que hasta el siglo II hizo en nuestra Pennsula, si bien, a partir del siglo iv los datos son muy abundantes y contrastan con la pobreza de los tres an-teriores.

    Las teoras defendidas con ms fuerza sobre los orgenes del cristianismo hispnico son dos. La primera, que sostiene la pro-cedencia africana, se apoya en el arte paleocristiano y est co-rroborada por numerosos estudios, mientras que otros autores refutan esta hiptesis, sealando el origen directo desde Orien-te a travs de Italia. El estudio de la cristianizacin de Hispania sigue siendo un oscuro captulo de la historia y una controver-tida cuestin, si bien el fenmeno de la presencia del cristianis-mo aparece intrnsecamente unido a las vas de comunicacin, pues lleg inicialmente a poblaciones hasta las que llegaban las calzadas y caminos principales, porque cuando se introdujo el cris-tianismo en Hispania exista ya una red de comunicaciones ms o menos amplia segn el grado de romanizacin de cada zona. Las vas de comunicacin eran, a un tiempo, consecuencia y cau-sa del poblamiento, y relacionaban entre s los lugares de inte-rs estratgico, poltico o econmico, facilitando con su trazado el asentamiento de nuevos establecimientos. La red viaria sirvi a los romanos para relacionar a unos-pueblos con otros, facilitar el comercio, el desplazamiento del ejrcito y los funcionarios de la administracin. Y tambin el cristianismo se difundi de este modo, porque lo nico cierto es que estaba bien implantado en las ciudades romanizadas antes del siglo ni, y que lo trajo Roma

    ^U^s i^ to . 17

  • hasta nuestra Pennsula por los valles del sur y el Mediterrneo y se extendi a travs de las vas de comunicacin creadas por los emperadores, llegando en poco t iempo hasta los ltimos con-fnes conocidos de la tierra, es decir, la zona atlntica de nues-tra Pennsula.

    Progresivamente fue adaptndose a las diferentes realidades locales a medida que se eclipsaba el poder de Roma y se desinte-graba la estructura del Imperio, provocando el nacimiento de una entidad cultural nueva en la que hunde sus races la actual so-ciedad europea. El cristianismo alcanz gran difusin en Hispa-nia en las postrimeras del Imperio y su organizacin eclesis-tica adquiri mayor desarrollo a partir del siglo iv.

    Dejando de lado tradiciones arraigadas en la piedad popular, pero no documentadas, as como el dudoso viaje de san Pablo a Espaa, la historia eclesistica hispana comienza con los datos de san Ireneo y Tertuliano sobre la existencia de iglesias en nues-tras tierras, y con la carta sinodal de san Cipriano y otros 36 obispos, del t iempo del papa Esteban (254-257), en la que habla de comunidades cristianas en Len, Astorga, Mrida y Zarago-za, y alude a otros obispos, si bien nada sabemos de ellos ni de un escritor cristiano de relieve en este perodo.

    Las persecuciones de los emperadores tuvieron races po-lticas, pues los crist ianos negaban el culto a Roma y a sus smbolos. Por ello quisieron acabar con aquel culto extrao, con u n a mental idad universalista contrar ia a las tradiciones de Roma.

    Muchos mrtires de aquellos tiempos consiguieron perenne celebridad despus de que Constantino devolviera la paz a la Iglesia.

    Prisciliano fue el pr imer heresiarca de lo que hoy l lamamos Espaa y su movimiento religioso ejerci gran influjo en la Igle-sia, pues se present como reformador y ortodoxo. Su hereja, difundida en el siglo rv, conden el matr imonio, neg la resu-rreccin de la carne y se entreg a prcticas desusadas por la Iglesia. Fue condenado por el Concilio de Braga en 563.

    Derrumbado el Imperio romano, la Iglesia conserv las esen-cias de la cultura latina, sustituyendo a las legiones y a los em-peradores en la empresa de la romanizacin.

    18

    Partir para Espaa

    Como hace aos que deseo visitaros, confo que al fin, de paso para Espaa, se logre mi deseo... cumplida esta misin partir para Espaa, pasando por vuestra ciudad.

    SAN PABLO, Rom. 15, 24.28

    Antes de ofrecer los datos que conocemos sobre los orgenes hist-ricos y el pr imer desarrollo de la Iglesia en Espaa, debemos re-visar nuestros propios conceptos sobre ambas realidades Igle-sia y Espaa, pues son muchos los siglos que nos separan de aquellos momentos iniciales, y falsearamos su historia si pre-tendisemos construir la imagen del pasado sobre la base de nuestros conceptos o imgenes actuales. Como ha escrito Manuel Sotomayor en las consideraciones introductorias de la Historia de la Iglesia en Espaa (Madrid, BAC, 1979): El uso constante de una misma expresin a travs de los t iempos parece invitarnos a considerar el concepto expresado como algo unvoco e inva-riable; la historia precisamente nos ensea que no es as; con una misma palabra se significa, a lo largo de la historia, reali-dades notablemente diversas en muchas de sus determinaciones, y con frecuencia, de sus realidades diferentes.

    Para nosotros el concepto Iglesia es fruto de muchos siglos de historia y lleva consigo una serie de determinaciones imposi-bles de aplicar a la misma realidad de los primeros siglos, pues responde a la de una sociedad rgidamente estructurada, fuerte-mente jerarquizada, gobernada con directa y frecuente interven-cin desde Roma y de una universalidad culturalmente unifor-me. Tales caractersticas son propias de la Iglesia occidental hoy, pero los rasgos de la Iglesia universal fueron muy diferentes en los primeros siglos, lo mismo que lo fueron su forma de propa-gacin y expansin. De una actividad propiamente misional en los primeros tiempos, sobre todo impulsada por san Pablo, se pas a la creacin y consolidacin de las primeras comunidades cristianas. El cristianismo pudo difundirse en los primeros siglos gracias:

    a las persecuciones, que con sus procesos y condenas, pro-ducan gran impacto pblico;

    a la natural curiosidad de toda la poblacin del Imperio hacia cualquier nueva religin que pudiera ofrecer remedio a sus problemas,

    19

  • y al nuevo sentido religioso que dominaba en el Bajo Im-perio, con un nuevo concepto de Dios y de la importancia del ms all.

    Cuando el cristianismo comenz a difundirse en el Imperio tuvo que convivir con las otras religiones, tanto la oficial roma-na, como las orientales importadas, pues ninguna de ellas exiga a sus fieles que dejasen de rendir culto a sus dioses.

    La evangelizacin hispnica se realiz durante los tres prime-ros siglos de la Iglesia siguiendo aproximadamente las grandes vas comerciales y de comunicacin que unan los principales centros peninsulares. Al ser promulgado el Edicto de Miln (313), y pese a las persecuciones, el cristianismo estaba extendido por las zonas ms romanizadas del Imperio y la Iglesia mostraba du-rante los siglos n y iv una actitud cada vez ms contraria hacia la religin pagana, mientras que en el siglo m hubo una participa-cin cada vez ms activa de los fieles cristianos en la vida p-blica, constatndose cada vez mayores fricciones con la sociedad pagana.

    Tres tradiciones antiguas han atribuido orgenes apostlicos al cristianismo en la Hispania romana:

    1. La predicacin evanglica de Santiago el Mayor, relacio-nada con el relato de la posterior traslacin del cuerpo del aps-tol a Galicia, tras su martirio en Jerusaln, hacia el ao 44.

    2. La presencia del apstol san Pablo. 3. Los llamados varones apostlicos. Pero algunos historiadores prescinden de estas tradiciones di-

    ciendo que no tienen fundamento alguno y por ello la crtica ms elemental no las puede admitir. Sin embargo, hay que precisar los datos y, si bien es cierto que no consta la venida de los dos apstoles, la cuestin no puede ser liquidada sin ms, ya que tes-timonios, como la carta de san Clemente a los Corintios y el frag-mento de Muratori, refuerzan la hiptesis. La mencionada carta fue escrita hacia el ao 95, es decir apenas tres dcadas despus del hipottico viaje paulino, y al recordar las tareas del apstol precisa que lleg hasta el extremo de Occidente, expresin que designa sin lugar a dudas la pennsula Ibrica. Y cien aos ms tarde los fragmentos muratorianos vuelven a mencionar el via-je de Pablo, desde la Urbe a Espaa. Estos dos testimonios afir-mativos, provenientes de la propia Roma, parecen el eco de una tradicin conservada en la Iglesia de la capital del Imperio, de donde Pablo hubo de partir hacia nuestra Pennsula, tradicin digna, segn todos los indicios, aunque no hay pruebas feha-cientes de que realmente visit Espaa. Lo cierto es que hacia el ao 57 el apstol san Pablo abandon la ciudad de feso para 20

    trasladarse a Macedonia y Grecia y, al llegar a Corinto, redact su carta a la Iglesia de Roma, que personalmente no conoca, y en ella les comunic a los romanos su intencin de visitar la capital de Imperio antes de emprender su viaje apostlico a Espa-a (Rom 15, 24). Que tuvo esta intencin est claro en Rom. 15, 24.28; pero sus planes quedaron truncados por el arresto en Jeru-saln. Despus lleg a Roma como procesado que haba apelado al Csar (Hch. 21,31-28,31).

    Ms difcil de sostener es lo referente a Santiago, que no pudo venir a Espaa porque fue martirizado en Jerusaln en el 44, antes de la dispersin de los apstoles. Esta tradicin fue muy criticada en el siglo xrx, porque sobre ella guardaron silencio du-rante muchos siglos las fuentes hispanas, cuando lo lgico es que hubiesen hablado de ella. Con todo, se trata de una tradicin que dej una huella muy profunda en la posterior historia cris-tiana de Espaa.

    En cambio no parece tener fundamento alguno la tradicin de los varones apostlicos, que apareci en el siglo vm.

    En el siglo n, san Ireneo nos da noticias de las cristiandades existentes en las provincias de Espaa en su obra Contra los here-jes (1, 10, 2), escrita entre los aos 182-188. ste es el documen-to histrico ms antiguo que menciona la presencia de cristia-nos en Iberia, aunque se trata solamente de una alusin genrica a las iglesias establecidas en ella. Lo cual demuestra que el cris-tianismo se haba extendido en el curso del siglo n gracias al impulso misionero de la Iglesia primitiva, a la que se le abran nuevos horizontes en Espaa, que era el territorio ms occiden-tal del Imperio romano. Tan genrico como san Ireneo es Tertu-liano, quien habla de la extensin del cristianismo hasta todas las fronteras de las Hispanias. La frase de san Ireneo ni las iglesias fundadas en Germania creen de otra manera o trasmi-ten otras cosas que las que estn en los pases ibricos o entre los celtas..., nos dice muy poco dado su contexto retrico, y las ex-presiones igualmente retricas de Tertuliano dan a entender slo que sabe que el cristianismo ha entrado ms en Hispania que en Mauritania.

    Tampoco tenemos muchas noticias sobre los progresos que en el siglo m hizo la expansin cristiana en Hispania. Algunos datos nos los proporciona san Cipriano (Ep. 67), quien habla de la existencia en diversos lugares de Espaa de iglesias episcopal-mente organizadas en la primera mitad del siglo m, de las que slo nombra cuatro: Astorga, Len, Mrida y Zaragoza. Adems dice que los obispos se reunan en concilios, alaba la firmeza del clero y de los fieles contra quienes reniegan de la fe, condena a

    21 ..l.Ak...,

  • cuantos comunican temerariamente con los inculpados y ani-ma a los que se mantienen fieles en la ortodoxia. Puede dedu-cirse cierta vinculacin de la cristiandad espaola con Roma del hecho de que uno de estos obispos apel a ella contra la sen-tencia del concilio y de que con la capital de la cristiandad se mantuvo desde el principio una fuerte comunin intereclesial. Tambin por las actas de los mrtires conocemos la existencia de grupos cristianos, aparte de las ciudades ya citadas, en Tarra-gona, Crdoba, Calahorra, Compluto (Alcal de Henares), Sagun-to y Astigis (Btica).

    Entre el siglo m y el rv el cristianismo ascendi por las prin-cipales vas del eje del Ebro. As, por ejemplo, enmarcada en esta arteria se relaciona la temprana cristianizacin de algunas zonas asturianas en el siglo iv con la existencia de ncleos mineros.

    A cada golpe de granito brotaban nuevos mrtires

    Quiero, oh Roma, anatematizar a tus dolos, consagrar un poema a los mrtires y cantar la gloria de los apstoles.

    PRUDENCIO

    Los testimonios literarios de san Ireneo, Tertuliano y san Ci-priano no son obras histricas, sino teolgicas y apologticas, sin embargo, documentan que el cristianismo se haba extendido por la pennsula Ibrica en el siglo n. Junto a estos testimonios, te-nemos tambin las actas del martirio del anciano obispo de Tarra-gona, Fructuoso, y de los diconos Augurio y Eulogio, condenados a ser quemados vivos durante la persecucin de Valeriano en el 258. Ms tarde tendremos los testimonios de los mrtires del si-glo m, como el centurin Marcelo e incluso, antes que l, posee-mos noticias de Flix de Zaragoza, definido por san Cipriano hombre de fe y defensor de la verdad.

    Prescindiendo de tradiciones, leyendas o hechos inciertos so-bre la primera predicacin del cristianismo en Espaa, lo cierto es que al finalizar el siglo m en muchas provincias del Asia Me-nor los cristianos eran mayora y, concretamente, Armenia prc-ticamente era toda cristiana. En otros lugares del imperio la pro-porcin era menor, pero Espaa lo mismo que Macedonia, Acaya, Tracia y la Francia meridional contaba con numerosos cristianos. Las relaciones entre ellos y las autoridades eran bue-

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    as, el culto ya no se celebraba en casas privadas sino en bas-licas, algunas de ellas grandes y hermosas; incluso algunos cris-tianos ejercan cargos pblicos y el propio emperador Dio-cleciano les estimaba y les dispensaba de asistir a los sacrificios pblicos paganos. Sin embargo, dificultades internas y externas de su imperio le obligaron a cambiar de conducta. Por ello, ini-ci un rpido y sangriento proceso persecutorio que comenz con eliminar a muchos soldados cristianos de sus ejrcitos, en-tre ellos el centurin Marcelo, martirizado a finales del siglo m porque no quiso militar en otro ejrcito que en el de Jesucristo. Segn una tradicin carente de fundamento histrico este cen-turin perteneca a la Legio VJJ Gemina y algunos sitan su arres-to en Len.

    De principios del siglo iv son tres edictos de persecucin ge-neral:

    el primero, en el ao 303, limitado a destruir templos y libros sagrados con privacin de cargos y dignidades a los cris-tianos;

    el segundo, dirigido contra los obispos, que deban ser en-carcelados,

    y el tercero, en el 304, contra todos aquellos que ya es-taban presos, obligndoles a sacrificar a los dioses bajo pena de muerte.

    Fue entonces cuando se desencaden la persecucin univer-sal, la ms violenta de todas y la que mayor nmero de mrtires produjo, porque los cristianos haban crecido sensiblemente en todo el imperio y, por consiguiente, en las provincias romanas de la pennsula Ibrica, que estaba bajo la jurisdiccin de Maxi-miano Hercleo, quien abdicara en el 305, lo mismo que Dio-cleciano. En esta persecucin hubo muchos mrtires de los que no poseemos apenas datos ni, en la mayora de los casos, ape-nas conocemos el nombre. En siglos posteriores aparecieron las pasiones o actas que nos transmiten relatos de sus martirios, aunque muchos no tienen fundamento alguno y pertenecen al gnero literario novelesco y apologtico, escrito para excitar la piedad y devociones populares.

    En este contexto histrico debemos situar los martirios de las sevillanas Justa y Rufina, dos vendedoras de cermica popular, cuyas reliquias fueron recogidas y sepultadas con veneracin y cuyo culto se extendi por la Btica, como confirman los testi-monios epigrficos y litrgicos, aunque son del siglo VIL Desde fines del siglo iv exista en Zaragoza una baslica en honor de los 18 mrtires de dicha ciudad, que una tradicin sin fundamento calific a partir del siglo vil de innumerables, y a los que Pru-

    23

  • dencio dedic un himno, as como a los santos Emeterio y Ce-ledonio, de Calahorra, donde parece que murieron, aunque al poeta no le constaba documento alguno escrito de su martirio. Prudencio, que vivi entre el 348 y el 405, afirma en su Peris-tephanon que el paganismo de los vascones, desde Calahorra hasta el Pirineo, era cosa del pasado, pudindose constatar la rpida evolucin de la comunidad cristiana en la ciudad. Con las salvedades que merece un texto de estas caractersticas, conclu-yen algunos autores que el cristianismo habra alcanzado una amplia difusin en las tierras vasconas, aunque ciertamente exis-tan zonas menos cristianizadas, donde apenas se habra intro-ducido el Evangelio, mientras que otros no dudan en adscribir a la poca de Prudencio la extensin del culto a los mrtires de Ca-lahorra, confirmando la existencia de una importante comuni-dad cristiana que contaba con un baptisterio.

    Prudencio nombra tambin a san Flix en Gerona, considera-do como gloria de dicha ciudad, que le dedic culto desde tiempos remotos. Y lo mismo ocurri con san Cucufate en Barcelona y con san Acisclo en Crdoba, junto con otros mrtires de la misma ciu-dad, as como con los santos Justo y Pastor, nios de Alcal de Henares, y santa Eulalia, una nia de doce aos, en Mrida.

    Ms universal fue Vicente, dicono del obispo de Caesarau-gusta, Valero, considerado como el protomrtir hispano, pues goz de veneracin universal aun fuera del reino de los godos. Ambos fueron conducidos a Valencia probablemente en el 304, y all fueron juzgados y condenados segn las leyes del imperio, que obligaban a sacrificar a las divinidades oficiales y, en concre-to, a la persona divinizada del emperador. Quienes se negaban eran condenados a muerte y sta fue la suerte que toc al di-cono, mientras que al obispo, anciano y enfermo, se le conmut la pena capital por el exilio. No se conservan las actas del pro-ceso, pero existen testimonios posteriores irrefutables, que debe-mos considerar rigurosamente histricos porque ofrecen todas las garantas. Recientes intervenciones realizadas en el lugar de su martirio, prximo a la catedral valentina, han puesto al des-cubierto un edificio de planta de cruz griega, fechado en el Bajo Imperio, que se interpreta como un edificio vinculado a la me-moria de san Vicente, construido en el lugar A

    g y conden, se circunscriba a este territorio provincial, bien fuera juez delegado, a lo que parece, o, a lo sumo, gobernador de la provincia. El traslado de los restos mortales de Vicente des-de su primera sepultura en un lugar del litoral mediterrneo o quiz de la regin pantanosa cercana a Valencia que algunos autores sitan en las inmediaciones de Cullera a otro, donde se le erigi un modesto mausoleo, debi fomentar el crecimien-to de la primera comunidad cristiana valenciana y atraer a pe-regrinos que deseaban venerar sus reliquias y visitar los lugares santificados por uno de los mrtires ms conocidos de la ltima persecucin del Imperio romano.

    San Vicente Mrtir tuvo gran relevancia en el mundo tardo-antiguo, al igual que el romano Lorenzo y el galo Mauricio. Su culto alcanz en poco tiempo gran difusin en todo el Occiden-te, siendo el nico santo hispano cuya fiesta se incorpor a la liturgia catlica universal. La fuente ms cercana a su vida son unas actas de su martirio redactadas en la segunda mitad del si-glo rv y en ellas se basa el poema que le dedic Prudencio, a prin-cipios del siglo v, en el que se relata la valenta del mrtir. Una muestra de su fama es que en la ciudad de Hipona, de la que era obispo san Agustn, el texto litrgico de la misa del 22 de enero era la pasin del dicono, a quien el hijo de santa Mnica dedi-c cinco sermones.

    Prudencio resumi en esta frase el testimonio de fe de los pri-meros cristianos: A cada golpe de granito brotaban nuevos mrtires.

    Christus magis La fecunda tierra ibera es gloriosa en todo el mundo

    [por esta corona. El mismo lugar que recibi hospitalario y puro

    [los santos cuerpos, fue juzgado por Dios digno de guardar sus huesos.

    PRUDENCIO

    Diocleciano estableci en el 297 una nueva divisin provincial de Hispania, que permaneci inalterada hasta la dominacin rabe. Sobre ella se organiz la Iglesia, respetando las circuns-cripciones del imperio, para instaurar y consolidar las provincias eclesisticas. De este modo, la antigua provincia romana Citerior qued dividida en dos, la Cartaginense y la Tarraconense, con capitales respectivamente en Cartagena y Tarragona.

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  • La arqueologa proporciona datos seguros que avalan las hi-ptesis sobre la consistencia de las primitivas comunidades cris-tianas hispanas. Los hallazgos de algunos objetos de cermica de uso domstico, con smbolos cristianos grabados, en concre-to el anagrama de Cristo y tambin la cruz, as como muchos platos con decoraciones parecidas, demuestran que dichos obje-tos se fabricaban porque exista una buena demanda y sta no deba de ser slo por razones artsticas sino por su simbologa religiosa, que corresponda a la religiosidad de quien los produ-ca o los usaba. As tenemos la inscripcin a la ilerdense Atilia Valeriana, conservada en el Museo Paleocristiano de Tarragona; la cruz monogramtica de Buniel, expuesta en el Museo Arque-olgico Provincial de Burgos; el sarcfago paleocristiano proce-dente de San Justo de la Vega (Astorga), depositado en el Museo Arqueolgico Nacional, que representa escenas bblicas y evan-glicas y es de la etapa preconstantiniana, entre el 305 y el 312; la representacin de un crismn en el mosaico de la villa ro-mana de Prado (Valladolid) y el sarcfago de Quintanabureba (Burgos) con escenas tambin bblicas. En la regin levantina est un fragmento de sarcfago de poca constantiniana encon-trado en Denia, que se conserva en el Museo Provincial de Be-llas Artes de Valencia. En l aparecen dos figuras, una de hom-bre en actitud de veneracin y otra de mujer, orante, que unos identifican con la Virgen, otros dicen que es smbolo de la Igle-sia y no faltan quienes le atribuyen diversos significados. El sar-cfago de la pasin, llamado de San Vicente Mrtir, que repro-duce el sufrimiento de Cristo y su resurreccin, probablemente de la segunda mitad del siglo rv, es otra pieza de gran valor, lo mismo que la ptera de vidrio con crismn, de Santa Pola, del siglo V, conservada en el Museo Arqueolgico Nacional de Ma-drid. De finales del siglo v o principios del vi son el sepulcro de Severina, mosaico sepulcral encontrado en Denia en 1878 y con-servado ahora en el Museo Provincial de Bellas Artes de Valen-cia, y una inscripcin litrgica fragmentaria tambin de Denia, que alude a unas reliquias de santos.

    Otros testimonios son la inscripcin Christus magis incrus-tada en una ara romana conservada en el Museo Provincial de Bellas Artes de Valencia; el grfico de cermica de Fontcalent, custodiado en el Museo Arqueolgico Provincial de Alicante, en el que aparece un motivo que puede ser una estilizacin de pal-mera o del rbol de la vida, figura de Cristo, y las dos inscrip-ciones del obispo Justiniano, una perdida en su original, pero reproducida en copia segura en un manuscrito del siglo VIII, y otra conservada en el Museo Provincial de Bellas Artes de Va-

    26

    lencia. Estos textos son muy importantes, sobre todo el primero, para conocer la organizacin eclesistica hispana del siglo vi y para aclarar puntos oscuros de la topografa del martirio de san Vicente.

    Concilio de Elvira

    Ha parecido que no debe haber pinturas en las igle-sias, con el fin de que no se pinte en las paredes lo que se venera y adora.

    Concilio de Elvira, can. 36

    Mucho ms importantes para conocer la organizacin de la Igle-sia hispana son las actas del concilio celebrado, poco antes de la paz de la Iglesia, en la ciudad de Elvira (Granada), donde llegaron a estar reunidos representantes de 32 comunidades cris-tianas, entre los que estaban los obispos de 23 iglesias de la pro-vincia Btica, otros de la Tarraconense, 8 de los territorios lim-trofes de la Btica y dos de la provincia Lusitania. Al celebrarse en la Btica no es sorprendente que 23 de los participantes fue-ran de esa provincia; pero tambin hay que contar con que era la provincia con mayor poblacin cristiana, as como la ms ro-manizada. Sus actas son las ms antiguas y autnticas que se han conservado en toda la Iglesia universal de un concilio dis-ciplinar. Sobre la fecha de su celebracin no se ponen de acuer-do los historiadores, pues unos calculan que pudo ser en el pe-rodo de paz que va desde el ao 295 hasta el comienzo de la persecucin de Diocleciano, en el 303; y otros afirmaban que probablemente se celebr entre el 306 despus de la abdica-cin de Diocleciano y Maximiano y el 314, fecha del Concilio de Arles; mientras que no faltan quienes se inclinan por datarlo entre los aos 300 y 302. De la procedencia de los asistentes pa-rece deducirse que la cristianizacin fue ms intensa en el su-reste de Espaa, y menos hacia la costa atlntica, al oeste y el noroeste del pas. Se le ha calificado impropiamente de concilio nacional porque en l estuvieron representadas las iglesias per-tenecientes a las cinco provincias que formaban la Hispania ro-mana, lo cual demuestra que ya entonces haba un buen ndice de cristianizacin de las distintas regiones, y tambin por la am-plitud y validez universalista de sus decisiones, entre ellas una resolucin que determin la continencia de los clrigos, conver-tida ms tarde en disciplina general de toda la Iglesia de Occi-dente. Este concilio no estableci pues el celibato del clero, como

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  • a veces se ha dicho, sino la obligacin para los clrigos de guar-dar perfecta continencia.

    Desde principios del siglo IV, poco antes del comienzo de la persecucin de Diocleciano, haban empezado a reunirse los obispos hispnicos, pero el Concilio de Elvira tuvo ms impor-tancia porque afect directamente a la disciplina del clero, que era en su mayora de origen humilde, aunque tena tambin al-gunos miembros de procedencia acomodada, si bien los ricos fueron escasamente escogidos para componer las filas del clero, pues tanto Constantino, como Valentiniano I legislaron en su contra. Este ltimo, dispuso en 364, en vsperas de la celebracin del segundo concilio hispnico, que se excluyera absolutamen-te del servicio de la Iglesia, a los plebeyos ricos. Asimismo, se crearon los tribunales eclesisticos, siendo eximidos los obispos, por decisin del emperador Constancio (355), de comparecer ante los tribunales civiles. En los concilios, se reunieron los obis-pos y vicarios representantes de los prelados ausentes, y otros eclesisticos de rango inferior. Esta composicin se mantuvo hasta la poca de la monarqua visigoda-catlica. Tambin con-curran a los concilios abades y laicos; stos eran simples fieles escogidos por los obispos.

    El contenido de los decretos sinodales de Elvira nos ofrece un buen criterio para profundizar el trabajo misional llevado a cabo hasta entonces en las provincias de Hispania, en las que la vida eclesistica era realmente escasa, pues abundaban los usos y supersticiones paganos, faltaba mucho espritu cristiano entre amos y criados, la asistencia a la iglesia era escasa, la conducta del clero era muy deficiente y los pecados sexuales estaban muy difundidos. Todo ello demuestra las carencias del primitivo pro-ceso evangelizador quiz debido a la prisa por introducir el cris-tianismo para que informara a todos los mbitos de la vida civil y quiz tambin para que los cristianos se convirtieran dema-siado deprisa.

    Del total de ochenta y un cnones que componen este primer concilio, encontramos veinte dirigidos a la mujer y diez ms que hacen referencia a ella de forma indirecta o secundaria. Los te-mas en que se involucra a la mujer presentan claras diferencias respecto a los del varn, pues se ocupan de la* muerte de las es-clavas, el abandono del marido, los esponsales, los matrimonios, las uniones, el lenocinio, el adulterio, la fornicacin, las meretri-ces, las amantes, las viudas, el infanticidio, la correspondencia y, de modo general, la conducta externa. Mientras que en el pla-no estrictamente religioso, trata de las vrgenes, las catecmenas, las infieles, gentiles y judas, y tambin nos habla de las rela-28

    ciones clrigo-mujer y mujer-supersticin. De todos estos temas, slo son comunes al varn los referentes a la valoracin, en ge-neral, de la conducta externa.

    El Concilio de Elvira ha sido considerado por algunos como excesivamente rigorista porque conden la idolatra, el concubi-nato, el adulterio, la usura, los malos tratos que se daban a los esclavos, el homicidio, los maleficios y las supersticiones, as como el divorcio y, por supuesto, la apostasa. Pero fueron de-cisiones necesarias y urgentes en momentos en que la Iglesia necesitaba reorganizarse y vigilar sobre el cumplimiento de la disciplina, denunciando y condenando abusos que se haban co-metido durante el perodo persecutorio y para extirpar las cos-tumbres paganas que muchos cristianos seguan teniendo y que les inducan a la apostasa o debilitaban su fe. Fue el concilio que marc una separacin neta entre paganismo y cristianismo y, aunque no ofreci un cuerpo doctrinal y moral orgnico, qui-z porque las circunstancias aconsejaban que el paso se diera con cierta gradualidad para evitar rupturas bruscas, sin embar-go ofreci elementos esenciales de la vida cristiana que se desa-rrollaran progresivamente a partir de entonces, insistiendo en la vida sacramental, la liturgia y las costumbres del clero y del pueblo.

    Preocupacin constante del concilio fue la presencia de here-jes, judos y gentiles y una diferente valoracin de los delitos, dis-tinguindose entre los ms pblicos o patentes y aquellos que se realizaban subrepticiamente. Los cnones conciliares confirmaron las tendencias de asimilacin a cultos y costumbres paganas cons-tatables en las primeras noticias de mediados del siglo ni, con-trarrestadas aqu con decisiones rigoristas. El concilio procedi con inexorable severidad a la reforma de las costumbres del clero y del pueblo, pero el rigorismo por este tiempo no fue patrimo-nio exclusivo de la Iglesia hispnica. Unos doce aos ms tarde, en el Concilio de Arles (314) participaron un obispo y represen-tantes de otras cinco sedes hispanas.

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  • Osio de Crdoba y el arrianismo

    Incluso de Espaa estaba presente aquel hombre re-nombradsimo entre los numerosos participantes de la asamblea.

    EUSEBIO DE CESREA

    Junto con el donatismo, el arrianismo fue la hereja que pertur-b la paz de la Iglesia en el siglo rv. Difundida por Arrio, defen-da que el Hijo de Dios ha sido creado de la nada; que hubo un tiempo en el que no exista y que es mutable. De este modo ne-gaba rotundamente la divinidad del Hijo y, por consiguiente, de Cristo, pues vena a decir que Jesucristo no es Hijo de Dios, sino una mera criatura, un hijo adoptivo, como nosotros, del Padre. Sin embargo, para la fe cristiana Cristo y el Dios nico son los dos puntos fundamentales. Espaa apenas sufri el contacto de esta hereja, que dio lugar en el siglo iv a una de las mayores cri-sis que registra la historia de la Iglesia universal. Quizs ello se debi a que sta afect sobre todo a la parte oriental del impe-rio, si bien algunas personalidades importantes de otros lugares se vieran implicadas en contra de ella, y en concreto algunos eclesisticos de las iglesias hispanas, como fue el caso del obis-po Osio de Crdoba (256?-357), una de las figuras ms impor-tantes de su tiempo, tanto a nivel hispano como universal, pues haba estado presente en el Concilio de Elvira y luego fue confe-sor de la fe durante la ltima gran persecucin. Consejero de Constantino en temas de poltica eclesistica, de la accin pas-toral de este obispo en Crdoba se sabe muy poco, aunque tuvo un papel primordial para defender la ortodoxia contra el arrianis-mo en el Concilio de Nicea (325), el primero de los ecumnicos, en el que fue definido el Smbolo de la fe, con la frmula que de-claraba al Hijo consubstancial al Padre, y conden el arrianismo, si bien ste no desapareci por completo, pues todava durante ms de medio siglo fue un problema para la Iglesia. Osio actu como enviado del emperador Constantino, quien vio en la here-ja arriana un peligro para la Iglesia y tambin para el Estado. Pero como fueron tambin otros quienes difundieron doctrinas peligrosas sobre la Santsima Trinidad, fue necesario celebrar aos ms tarde un nuevo concilio ecumnico en Constantinopla (381), el segundo de la historia, promovido por el emperador Teo-dosio y el papa Dmaso, ambos oriundos de Espaa, y en l se promulg el llamado smbolo niceno-constantinopolitano, el Cre-

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    do que recitamos los cristianos, es decir la profesin de fe, en que decimos tres expresiones de fe referidas a Jesucristo, direc-tamente dirigidas contra las principales afirmaciones de Arrio:

    engendrado, no creado; de la misma naturaleza que el Padre; consubstancial (homosios, en griego) al Padre. Esta ltima expresin sera despus motivo de encendidas

    polmicas teolgicas.

    Expansin del cristianismo

    Queremos que todos los pueblos regidos por nuestra clemencia y templanza profesen la religin que el di-vino apstol Pedro ense a los romanos.

    TEODOSIO

    Cuando Constantino, hijo de Constancio Cloro y de santa Elena, fue nombrado cesar augusto, no tard en imponerse y en dispu-tar el imperio a sus rivales y, una vez afianzado en el poder, mos-tr su talante liberal y su tolerancia religiosa reconociendo al cristianismo como religin lcita dentro del Estado. Tras vencer a Majencio en la batalla del puente Milvio, dio el famoso edicto de Miln (313), por el que proclam la libertad de culto y ga-rantiz a los cristianos la plena y libre facultad de practicar su religin, devolviendo a la Iglesia los bienes que tena confisca-dos. Constantino tuvo a dos obispos como consejeros: el hispano Osio de Crdoba para las cuestiones dogmticas y el historiador Eusebio de Cesrea para las concepciones polticas. Su conversin al cristianismo fue decidida en el lecho de muerte por razones personales ante la disgregacin del imperio, por lo que decidi incorporar el cristianismo con su mstica a la prdida progresiva de la mstica poltica. Comenz entonces la era constantiniana, que supuso la expansin cristiana por todo el Occidente romano, y para ello fue necesario incrementar la organizacin eclesistica debido al creciente nmero de cristianos. Hasta entonces los em-peradores haban visto a los cristianos como enemigos peligrosos de la seguridad del imperio, mientras que Constantino pens todo lo contrario y decidi que era mucho mejor aliarse con ellos, habida cuenta de la notable expansin que haban adquirido y del prestigio e influjo social de muchos de ellos. Este cambio radi-cal de actitud por parte de la mxima autoridad del imperio co-menz a ser definida como cesaropapismo, pues Constantino se

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  • convirti en el garante del cristianismo y en el mximo repre-sentante del Dios de los cristianos en la tierra. Una actitud que vinculara estrechamente la Iglesia y el Estado, que se ira refor-zando con el paso de los siglos, pero que muy pronto comenza-ra a crearle problemas a la misma Iglesia, excesivamente unida y controlada por el poder estatal, del que recibira a su vez innu-merables privilegios y favores. Sin embargo, aunque Constanti-no se sinti siempre protector nato de la Iglesia, no por ello dej de someterse a ella en cuestiones estrictamente eclesisticas, aceptando consejos e invitaciones de su amigo Ambrosio, el obis-po de Miln.

    En el 380, un ao antes del Concilio de Constantinopla, Teo-dosio, nacido en Coca (Segovia), hombre de fe e hijo de la Igle-sia, declar como oficial del Estado la religin catlica y de este modo comenz una larga historia de confesionalidad estatal, a la vez que puso las bases de un entendimiento entre ambas po-testades, que consolidaran en la Edad Media Carlomagno y otros emperadores. Teodosio fue adems una figura fundamen-tal para la cristianizacin, pues ciment un nuevo orden en el Imperio, integrando a herejes, paganos y brbaros y, en con-tra de lo que siempre se ha dicho, fue l y no Constantino quien cristianiz al imperio, no slo porque declar al cristianismo re-ligin oficial del Estado, sino tambin porque integr a los obis-pos en el aparato estatal para reforzar y salvaguardar ste, aun comprometindolo con el Estado mismo. Despus de haber adoptado medidas frente a los godos, que fueron el primer obs-tculo contra su poltica de unidad, dedic sus esfuerzos a las cuestiones estrictamente religiosas tomando decisiones contra los herejes, paganos y apstatas, y dando lugar a un cambio de si-tuacin, pues as como el cristianismo haba sido perseguido por considerarse legalmente una religin ilcita, a partir de Teodosio se aplic el mismo status a los cultos tradicionales, convertidos en una supersticin que deba ser extirpada de la nueva sociedad cristiana, es decir, del nuevo Estado que Teodosio quiso realizar como soberano cristiano. l fue el ltimo emperador occidental en el trono de la parte oriental y tambin el ltimo que rein so-bre todo el territorio occidental. A pesar de su indiscutida fe cris-tiana, no reneg de la teora y prctica de la monarqua sagrada tradicional elaborada por Eusebio de Cesrea, en virtud de la cual el emperador actuaba como representante de la Divinidad csmica, y administraba de manera vicaria el orden poltico en la tierra, a la manera como el Verbo encarnado administraba la Creacin.

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    La primitiva comunidad cristiana

    Mi nombre es cristiano, mi apellido es catlico, pues catlico significa unidad en todas partes, o, como di-cen los doctores, obediencia a todos los mandamientos de Dios.

    PACIANO DE BARCELONA

    La primitiva comunidad cristiana comenz a organizarse en igle-sias o parroquias urbanas y lugares de culto con propio clero para los lugares rurales, dado el aumento de la poblacin cam-pesina, hasta entonces menos penetrada de cristianismo que las urbes. Los primeros edificios de culto comenzaron a aparecer en la segunda mitad del siglo ni, adaptados a las necesidades de las ceremonias litrgicas, y comenzaron a ser llamados iglesias. Aun-que pervivieron las creencias paganas, el cristianismo fue exten-dindose lentamente y en la accin misionera de las poblaciones rurales jug un papel importante el culto a los santos y a los mrtires.

    A la comunidad cristiana pertenecieron desde los comienzos gentes de todas las clases sociales, tanto esclavos como libertos, pobres como ricos, funcionarios de la administracin pblica y miembros del ejrcito, antiguos sacerdotes del culto pagano, ma-tronas de clase elevada, propietarios, diconos y vrgenes consa-gradas. La sociedad romana era esclavista y profundamente cla-sista. En la cumbre estaban la nobleza y los senadores, mientras que los esclavos constituan la base principal del trabajo, aunque con el paso de los siglos los esclavos se fueron emancipando ha-ciendo crecer el nmero de los libertos. El vnculo de unin entre todos ellos era la caridad, alimentada con la fe y la esperanza las tres virtudes teologales y con el testimonio de los mrti-res. Pero no faltaron algunos escndalos que afectaron grave-mente a diversas comunidades, como las deserciones de Bas-lides y Marcial, respectivamente obispos de Astorga-Len y de Mrida, quienes apostataron de la fe. Ambos fueron acusados por dos obispos hispanos, Flix y Sabino, que haban viajado a Cartago, y por el obispo Flix de Zaragoza, de haber incurrido en la apostasa por libelo durante la persecucin de Decio. Ba-slides haba dejado el episcopado pasando a la condicin de pe-nitente, pero Marcial haba agravado su apostasa, y ambos ha-ban intentado usurpar el episcopado, pese a que los obispos en general y el papa Cornelio, ya muerto mrtir, haban decretado

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  • que a los libelticos se les poda readmitir como penitentes, pero no en el clero. Sin embargo, Baslides, ya debidamente reem-plazado por Sabino, haba apelado al papa Esteban (254-257), quien, mal informado y engaado, orden que fuese repuesto en la sede de la que haba sido injustamente despojado. Por ello tambin Marcial, reemplazado por Flix, haba pretendido ocu-par de nuevo la de Mrida. sta fue la primera apelacin que co-nocemos de obispos de fuera a Roma.

    Los obispos fueron elegidos con intervencin del pueblo, si bien la decisin ltima estaba reservada a los otros obispos. No todos los cristianos fueron siempre feles a su fe, pues hubo mu-chos que cayeron en la idolatra y otros que cedieron ante las persecuciones que se sucedieron a lo largo de tres siglos, desde la de Nern, en la segunda mitad del siglo i, hasta la de Diocleciano, a principios del siglo rv. A la comunidad cristiana se acceda tras el correspondiente catecumenado o perodo de preparacin para recibir el sacramento del bautismo, al que sola seguir el de la confirmacin mediante la imposicin de las manos por parte del obispo, mientras que el bautismo, en caso de necesidad, poda ser administrado por un simple fiel. La penitencia, como sacramen-to de la reconciliacin, era necesaria para la plena reincorpora-cin a la vida de la comunidad. Tambin el matrimonio fue para los cristianos una exigencia mayor de fidelidad conyugal, por ello comenzaron a aparecer las prescripciones contra el adulterio. Si por el bautismo se entraba en la comunidad cristiana y con la penitencia se poda recuperar la paz con la Iglesia despus de haberla perdido al cometer determinados pecados, la Eucarista era el alma de la vida comunitaria cristiana, pues desde la anti-gedad se senta y viva como sacramento de la unin, porque si la Iglesia es una comunin de todos los fieles entre s y con Dios, iniciada en el bautismo, la Eucarista es la causa que mantiene esa comunin y la manifiesta. La Eucarista es el centro del culto cristiano, si bien cada una de las iglesias hispanas lleg a tener sus liturgias propias.

    Los clrigos comenzaron muy pronto a ser numerosos, lle-gando a formar la clase dirigente de la comunidad cristiana. Los primeros concilios se ocuparon de sus vidas y costumbres, espe-cialmente de su vida sexual, siguiendo la disciplina general de la Iglesia, segn la cual los diconos, presbteros y obispos deban acomodar sus vidas a las exigencias de su ministerio.

    Las condiciones de vida de la Iglesia cambiaron a lo largo del siglo rv, debido a las reformas de Diocleciano y, posteriormente, a las innovaciones introducidas por Constantino y sus sucesores en la vida poltica y social, caracterizadas por la divisin del im-34

    perio entre Oriente y Occidente, si bien para Hispania fue un si-glo bastante pacfico, pues la Pennsula permaneci alejada de amenazas externas. Al mismo tiempo, el paganismo fue perdien-do fuerza e influencia, aunque no desapareci por completo, como prueba el hecho de que los personajes ms ilustres fueron cristianos. Antes de la poca constantiniana las comunidades cris-tianas posean sus bienes propios para atender, entre otras nece-sidades, a las viudas, los hurfanos, los desposedos y los en-fermos. Estos bienes provenan de las donaciones de los fieles y a partir del siglo rv se incrementaron gracias a las liberalidades imperiales, de forma que algunas iglesias establecidas en ricas ciudades llegaron a poseer abundantes bienes muebles e inmue-bles; mientras que, al mismo tiempo, otras comunidades posean muy poco. Ni los datos de la arqueologa ni los de los docu-mentos escritos ofrecen base alguna para opinar sobre el grado de riqueza de las iglesias de Hispania en el siglo IV. Sin embar-go, sabemos que los cristianos pertenecan a las diversas clases sociales, y as lo deducimos de las actas de los mrtires y de las necrpolis paleocristianas, donde existen sepulturas que respon-den a todos los niveles econmicos. Esta diversidad de clases so-ciales se daba tambin entre el clero, del que formaban parte al-gunos personajes ricos, aunque la mayora estaba constituida por gente humilde del mismo pueblo. En general, todos vivan modestamente, aunque poda haber excepciones, pero no se pue-de hablar de riqueza en las iglesias de Hispania en el siglo iv. Y aunque se prohiba la admisin al estado clerical de los escla-vos, tanto la ley como la prctica cristiana fueron creando pro-gresivamente una conciencia en contra de la esclavitud, que con el paso del tiempo fue un fenmeno cada vez menos normal y frecuente.

    As como la evangelizacin preconstantiniana de Espaa no logr dar a la Iglesia ningn obispo ni escritor de talla, en el si-glo rv comenzaron a despuntar los escritores eclesisticos de alto nivel literario y cultural, tales como Paciano de Barcelona, insig-ne por su vida y discursos, a quien se atribuye la frase: Mi nom-bre es cristiano, mi apellido es catlico, pues catlico significa unidad en todas partes, o, como dicen los doctores, obediencia a todos los mandamientos de Dios. Pero destacan sobre todos Juvenco, presbtero hispano, que compuso cuatro libros, ponien-do en hexmetros los cuatro evangelios casi a la letra, y el citado Aurelio Prudencio (348-405?), nacido probablemente en Cala-horra, autor de obras poticas y de himnos religiosos, as como polemista en defensa de la fe cristiana. ste se consider siem-pre romano e hispano y menospreci la barbarie extranjera, y

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  • fue el primer poeta cristiano que cant con entusiasmo el heros-mo de los mrtires. Otro escritor insigne, muy vinculado a la Hispania, fue el galaico Paulo Orosio, quien inform a san Agus-tn de la doctrina priscilianista y escribi una obra histrica, Contra los paganos. Tambin hay que mencionar a Severo de Me-norca, autor de una carta importante para conocer las relaciones entre cristianos y judos.

    En el siglo iv comenz a desarrollarse el ascetismo entre los nobles, destacando el caso de Egeria, dama de alta consideracin social, viajera curiosa e incansable, que a finales de dicho siglo estuvo en Constantinopla, Tierra Santa y Egipto, y escribi su clebre Itinerario, que recoge noticias interesantes.

    El priscilianismo: hereja nacional hispana Hereja de vuestras tierras.

    SAN LEN MAGNO

    Durante varios siglos, el priscilianismo fue considerado como la hereja nacional hispana. Esta etiqueta tuvo su origen eviden-temente en que:

    de nuestras tierras salieron Prisciliano y sus seguidores; stos intentaron difundir sus ideas por otras regiones del

    Imperio, llegando incluso a Roma, y en que el conflicto adquiri tales proporciones en su

    tiempo, que provoc la primera intervencin del poder civil im-perial en asuntos doctrinales, con el resultado de destierros y aun de ejecuciones.

    Prisciliano inici su predicacin en Espaa, bien entrada la segunda mitad del siglo IV, siendo todava laico; pronto consi-gui numerosos adeptos entre el pueblo fiel y el clero, incluidos varios obispos; fue denunciado por Hidacio de Mrida e Itacio de Ossonoba, que consiguieron una primera condena en el Con-cilio de Zaragoza (380) y otra segunda, ms amplia, en el de Bur-deos (384). Entretanto, consagrado obispo de vila, extendi su predicacin fuera de Espaa y el conflicto lleg hasta el propio emperador Mximo, quien, finalmente, lo conden a muerte y lo ejecut en Trveris (385), pese a las protestas de personalidades como san Ambrosio de Miln, san Martn de Tours y otros. Sus seguidores fueron condenados nuevamente en el primer Concilio de Toledo (400) y en otros posteriores, hasta que el Concilio de Braga (563) le dio la condenacin definitiva. A Prisciliano se le 36

    atribuyeron errores de diversa ndole sobre la Trinidad y sobre Cristo; relativos al alma, como los de algunos filsofos y los ma-niqueos; relativos a cultos astrales, a prcticas mgicas y la justi-ficacin de inmoralidades varias, etc.

    El priscilianismo apareci como algo misterioso y oculto, dis-tinto y aun folclricamente hispano, en medio de las grandes po-lmicas especulativas que ocupaban a lo mejor de la intelectua-lidad cristiana, tanto en Oriente como en Occidente. Pero ms importante que este hecho anecdtico fueron sus consecuencias:

    que, en adelante, el priscilianismo se considerase un asun-to de espaoles;

    que la jerarqua eclesistica hispana se sintiese directa y primariamente concernida por l y se mostrase especialmente celosa en combatirlo, sabindose adems observada por otras iglesias, incluida Roma;

    que los fieles, a su vez, se supiesen tambin vigilados por sus pastores, hasta el punto de que la sola mencin del prisci-lianismo bastase para advertir y descalificar a posibles disi-dentes,

    o que su rechazo pasase, por s solo, como una garanta de ortodoxia.

    En un primer momento se dijo que en Espaa haba apare-cido una hereja, todava innominada, que luego recibi el nom-bre vago de abstinentes. Pero pocos aos despus, Sulpicio Se-vero deca ya, en su Historia Sacra, que el priscilianismo era una hereja descubierta en Espaa y haca una amplia crnica de sus orgenes y avatares. La idea de que se trataba de una hereja his-pana no slo se mantuvo viva durante varios siglos, sino tam-bin el temor de un priscilianismo gnstico, cuando ya el gnos-ticismo haba dejado de ser, haca tiempo, una preocupacin real y cotidiana en el resto del mundo cristiano.

    San Jernimo, apartado haca tiempo en Jerusaln, pero al que todos queran consultar y leer, la llamaba rotundamente here-ja hispana de Prisciliano y rama del maniquesmo en Espa-a. En su obra De viris illustribus, recogi abundante material de todo tipo acumulado durante aos, y slo se atrevi a afirmar que algunos acusaban al pensamiento de Prisciliano y sus secua-ces de hereja gnstica, mientras que otros no eran de ese pare-cer; pero unos aos despus ya no matizaba ni recoga opiniones, sino que afirmaba taxativamente que el priscilianismo era una ramificacin del maniquesmo y que participa de la hereja gnstica. Pero este cambio no es casual: lo que haba pasado, entretanto, es que otros importantes escritores, muy ledos en Espaa y conocidos por san Jernimo, haban manifestado opi-

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  • niones similares, siguiendo las mismas fuentes de informacin. Sin embargo, decir sucintamente que el priscilianismo procedi del gnosticismo era ya algo vago y lejano en la Espaa de los siglos v y vi. Quedaba la idea de que se trataba de doctrinas y prcticas muy perniciosas. Para reforzar dicha idea, algunos im-portantes escritores no se haban resistido al deseo hiperblico de atribuirles todos los errores y vicios conocidos. El propio san Agustn fue ms lejos y habl del priscilianismo como de una cloaca a la que haban ido a parar las dems herejas, y en su vademcum de herejas insista en que sta haba sido iniciada por Prisciliano en Espaa; pero otros recogan y repetan con posterioridad la idea en sus escritos y seguramente tambin en la catequesis y la predicacin ordinarias. Esto bastaba, sin duda, para el clero menos preparado y para los fieles sencillos; pero no para quienes tenan que discernir sobre ortodoxia, especialmen-te si no podan limitarse a las advertencias genricas o las diatri-bas, sino que tenan que entablar un proceso cannico como se exiga antes de una condena.

    La famosa carta magna antipriscilianista, atribuida al papa san Len Magno (440-461) y difundida bajo su autoridad, deca que era una hereja de vuestras tierras; e incluso los propios espa-oles consideraban a los priscilianistas como nuestros herejes patrios.

    Prisciliano fue la primera vctima del frente comn que for-maron muy pronto la Iglesia y el Estado, preocupados por la anarqua, para silenciar a los disidentes. Los historiadores del si-glo xix lo vieron como un precedente de la Reforma y como des-viacin indiscutible de la ortodoxia; es decir como un autntico reformador religioso; y no faltan quienes ven en los priscilianis-tas a los autnticos representantes de las clases oprimidas en lu-cha contra el orden social opresor del Estado y de la Iglesia. Otros lo vieron como prueba irrefutable de que hereja era igual a revo-lucin social o como una sublimacin de la espiritualidad ya fue-se dentro o fuera de la Iglesia institucional. Fue el primer hispa-no muerto bajo la acusacin de hereja, aunque no por el poder eclesistico sino por el civil.

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    *

    II. UN REINO, UNA FE

    Sntesis del perodo

    Tras la invasin de los brbaros y la consolidacin del reino vi-sigodo, Recaredo se convirti al cristianismo convencido de que la diferencia religiosa era el principal obstculo para la unin en-tre visigodos e hispanorromanos, y en el tercer Concilio de Tole-do (589) renunci a la fe arriana y orden el bautismo del pueblo godo pese a su repugnancia moral y las revueltas nobiliarias. La unidad religiosa realizada en dicho concilio fue quizs el hecho ms simblico de la historia de Espaa.

    La Iglesia espaola apoy con entusiasmo a la nueva monar-qua por las enormes ventajas que le proporcion la conversin de Recaredo y el reconocimiento del cristianismo como religin del Estado. Comenz entonces la secular alianza del Trono y el Altar, que acabara oficialmente en 1978, exceptuado el perodo de la Segunda Repblica (1931-1939). El emblema de esta larga alianza es la corona votiva de Recesvinto (Museo Arqueolgico Nacional de Madrid), concebida para estar colocada sobre los altares.

    Desde entonces, el clero intervino en importantes cuestiones dinsticas y en conjuras palaciegas y los obispos fueron verda-deras autoridades del reino y desempearon competencias en asuntos civiles, fiscales y religiosos. Nobles y prelados convivie-ron en los concilios de Toledo, mientras el entendimiento entre los poderes civil y eclesistico emprendi el largo camino por donde habra de discurrir la historia de Espaa, pues el princi-pio doctrinal inspirador de ambos y el fin hacia el cual dirigie-ron sus esfuerzos fue un mismo reino y una sola fe. Por ello, la unidad catlica constituy el fundamento espiritual e ideolgico de la monarqua visigoda, en la poca comprendida entre el rei-nado de Recaredo y la invasin islmica.

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  • Desde la conversin de Recaredo afirma Garca de Val-deavellano la Iglesia catlica adquiri una gran influencia como fuerza espiritual y social y un ascendiente moral que de-cidieron, sin duda, a los reyes visigodos a pedir a los Concilios de Toledo su asistencia y su apoyo en el gobierno del Estado y en las tareas legislativas... De este modo, la Iglesia y los Concilios de Toledo participaron, en cierta manera, en la direccin de los asun-tos polticos y las potestades eclesistica y secular no estuvieron bien delimitadas en sus distintas esferas de actuacin.

    El reino visigodo de Toledo constituy una entidad tnica, hispana y goda ntidamente cristiana entre los siglos V-VII, ple-namente consolidada a principios del vni, y su recuerdo se man-tuvo tras la destruccin del mundo visigodo por la conquista rabe, como demuestran los testimonios de dirigentes mozrabes y mulades de la ciudad de Crdoda a mediados del siglo ix, cuando haca siglo y medio que el reino godo y cristiano de Tole-do haba sido destruido por el invasor rabe. Gracias a los mo-zrabes se conserv la conciencia de la unidad perdida hasta el fin de la Edad Media.

    Los siglos vi y vil fueron la poca urea de la liturgia hisp-nica, que coincide con la poca de los grandes escritores eclesis-ticos, de los ms importantes concilios y de la ms rica creativi-dad litrgica.

    Las relaciones con el obispo de Roma fueron ms frecuentes desde el siglo vi por la amistad de san Leandro con san Grego-rio Magno, que le envi el palio como muestra de afecto. Luego las relaciones fueron distantes e incluso en algunos casos tensas, como con Braulio de Zaragoza y Julin de Toledo.

    Diariamente hay guerras en Hispania contra los brbaros

    Ahora sabemos por emisarios frecuentes y de garanta que diariamente hay guerras en Hispania contra los brbaros ... Pero Valia, rey de los godos, est impo-niendo la paz, de la que cabe esperar que comiencen de nuevo los tiempos cristianos,

    PAULO OROSIO

    Desde la extincin de la dinasta teodosiana (455) hasta el co-mienzo de las guerras de restauracin de Justiniano (533), Oc-cidente estuvo dominado por los germanos (y en particular por los godos, que eran arranos), quienes mientras vivieron como 40

    federados dentro del imperio no tuvieron problemas en sus re-laciones con la Iglesia. El fin de la Hispania romana comenz a principios del siglo v con la llegada de los pueblos germni-cos o brbaros, que provocaron muchos aos de inestabilidad, alteraciones y desorden, pues tuvieron que pasar casi dos siglos hasta conseguir una nueva unidad, esta vez ms lograda aun-que pronto de nuevo interrumpida por las invasiones musul-manas.

    Los alanos, vndalos y suevos, pueblos germnicos, haban comenzado a invadir Espaa en el ao 409 y crearon un clima de terror entre la poblacin. Estas invasiones afectaron a la vida de la Iglesia, pues parte del clero huy a frica lo mismo que al-gunos obispos, pero la generalidad se mantuvo firme y arrostr todos los peligros en la defensa y asistencia de los fieles, segn testimonio de san Agustn. Todos estos pueblos eran de religin amana, exceptuados los suevos, todava paganos; sus actos de violencia contra los cristianos no siempre tuvieron carcter per-secutorio, aunque s aparecieron sntomas de odio al cristianis-mo. Los vndalos persiguieron algn tiempo a la Iglesia antes de pasar a frica en el 429 y de haber observado un perodo de tole-rancia; los alanos fueron absorbidos por los vndalos y suevos y los visigodos se independizaron pronto de Roma, creando un es-tado con su capital, primero, en Tolosa y luego, desplazados de Francia por Clodoveo, en Toledo. A principios del siglo vi el reino visigodo abarcaba la Narbonense y Espaa, excepto el noroeste de la Pennsula, ocupado por los suevos, quienes no persiguie-ron a la Iglesia, si bien sta se resinti de aquella situacin, lo mismo que la vida religiosa, debido a las continuas excursiones guerreras y a los enfrentamientos entre los suevos y los romanos y gallegos. Algunos obispos intervinieron como mediadores en-tre los diversos grupos contendientes, aunque ms bien identifi-cados siempre con los naturales del pas. Los alanos y vndalos no consiguieron echar races en nuestra Pennsula, pues ambos pueblos fueron eliminados por los visigodos, y quedaron slo s-tos y los suevos. Los primeros, que haban entrado en Espaa en el 414 para luchar con los otros pueblos brbaros, recorrieron la Pennsula saqueando y tratando de consolidar su establecimien-to. Cuando Atalfo lleg a Barcelona en el 416, los visigodos pro-fesaban el arrianismo, sin embargo no impusieron sus dogmas a los pueblos vencidos, porque eran ms tolerantes en materia religiosa. Por ello, aunque en un primer momento la invasin fue desordenada, sanguinaria y, en algunos aspectos, brutal, con aos de verdadera anarqua en la que los catlicos hispanorro-manos sufrieron las consecuencias, sin embrago, por fin lleg la

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  • paz con el dominio indiscutible de los visigodos, la convivencia pacfica entre ambos pueblos y culturas, y una cierta armona con la Iglesia catlica.

    Eurico (466-484) fue el verdadero fundador del reino visigo-do en su primera fase, pues extendi su dominio por casi toda la Pennsula, menos Galicia, ocupada todava por los suevos. stos se haban hecho arranos en el siglo v bajo influencia visigoda, pero en lo sucesivo apenas se tienen noticias de la historia de su reino, si bien sabemos que la Iglesia no tuvo impedimentos de importancia bajo su dominio, aunque se vio obligada a enfrentar-se con el arrianismo suevo y con el priscilianismo, que por en-tonces haba alcanzado gran difusin en su territorio. Los suevos se convirtieron al catolicismo en el 583 por obra del obispo san Martn de Braga, que tuvo mucho influjo en la corte y celebr dos importantes snodos.

    Muy escasas son las noticias sobre la vida de la Iglesia en la Hispania no dominada por los suevos por lo que se refiere a la poca comprendida entre los ltimos decenios del siglo v y la primera mitad del vi. Sabemos que comenz entonces una im-portante labor legislativa, completada por Alarico, que dio dos legislaciones diferentes: una para los vencedores arranos y otra para los vencidos y los catlicos hispanorromanos. Sin embar-go, tenemos datos de algunos obispos ilustres, como Justiniano de Valencia, Justo de Urgel y Juan de Tarragona. En esta poca de transicin bajo el dominio arriano t aunque es poco lo que poseemos, parece que la Iglesia goz de cierta tranquilidad y libertad de movimiento, aunque muchos catlicos pasaron al arrianismo, porque era la religin de los invasores. La Iglesia fue recuperndose lentamente despus del primer impacto frente a stos:

    se abrieron nuevos templos, se extendi el monacato por gran parte de la Pennsula, se celebraron algunos concilios de importancia y se revitaliz la vida cristiana con la reforma de las cos-

    tumbres. Fueron, pues, tiempos de relativa paz y tranquilidad en los que

    las relaciones con Roma nunca quedaron interrumpidas. Pero el futuro de la monarqua visigoda estuvo amenazado por

    disensiones internas, provocadas por luchas de poder de las gran-des facciones de la nobleza, hasta que Atanagildo (551/554-567) consigui consolidar su reino y destacar a Toledo como capital del mismo, si bien el verdadero fundador del nuevo reino visi-godo hispano de Toledo fue su sucesor, Leovigildo (568/572-586), quien tuvo que reforzarlo contra sus enemigos internos y exter-

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    nos y nombr a su hijo Hermenegildo regente de la zona goda de la Btica, con residencia en Sevilla, donde recibi los conse-jos de san Isidoro.

    La ruptura entre el padre y el hijo fue inevitable, pues ambos tenan visiones diferentes sobre la solucin de la cuestin reli-giosa, y al no conseguir que su hijo se retractase el padre mand asesinarle en el 585 y persigui sistemticamente a los catli-cos, en su empeo por conseguir la unificacin nacional tam-bin desde el punto de vista religioso; tambin castig, desterr y confisc los bienes a varios obispos y clrigos y dio facultades para abjurar del cristianismo suprimiendo la necesidad de rebau-tizarse, si bien encontr la firme actitud de los catlicos que no estaban dispuestos a abandonar su fe y se mantuvieron firmes en sus creencias a pesar de las amenazas del rey, as como la oposicin decidida de los eclesisticos ms representativos del momento, que fueron el metropolitano de Mrida, Masona, y el arzobispo de Sevilla, san Leandro, quien tuvo que ir al destie-rro por oponerse a las disposiciones del monarca. Al final de su vida, Leovigildo cambi de actitud, convencido de que la diver-gencia de religin creara discordias entre sus subditos; era ne-cesaria la unidad de las creencias ante la imposibilidad de im-plantar el arrianismo por la fuerza, despus de que los suevos lo haban abandonado, abrazando la fe catlica. Por ello no ha-ba otra solucin que preparar el camino para unificar la reli-gin por clculo poltico. En efecto, slo el cristianismo poda conseguir la unidad poltico-administrativa del reino, cosa que no poda alcanzarse con el arrianismo, vista la oposicin abier-ta del clero y del pueblo, y adems ante la decadencia del arria-nismo, a la vez que el catolicismo era ms poderoso e influyen-te. La Iglesia nunca aprob la rebelin de Hermenegildo contra su padre por motivos polticos, pero le venera como mrtir por-que se convirti al catolicismo gracias al influjo de su esposa y de san Leandro de Sevilla, quien estuvo siempre a su lado, has-ta que fue decapitado por negarse a recibir la comunin de ma-nos de un obispo arriano. San Isidoro ejerci sin duda alguna sobre l un gran influjo debido a su formacin teolgica su-perior.

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  • Conversin de Recaredo

    Me he enterado del milagro de la conversin de todos los godos de la hereja arriana a la verdadera fe, que se ha realizado por tu excelencia.

    SAN GREGORIO MAGNO a Recaredo

    Recaredo (586-601), hijo y sucesor de Leovigildo, diez meses des-pus de asumir el gobierno (587) se convirti al cristianismo y prepar tambin el paso a la fe cristiana de todo su pueblo visi-godo, como se proclam oficialmente en el tercer Concilio de To-ledo del 589, el primero nacional de la Iglesia goda en Hispania, en el que Recaredo se manifest como el nuevo Constantino, mientras que los obispos congregados le aclamaron a la manera imperial. Dicho concilio se celebr por voluntad del rey:

    para dar mayor solemnidad a su conversin, para abjura