características del diplomático
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René Alberto Langlois
Características del diplomático (exigencias morales e intelectuales que debe poseer un diplomático)
Estimados todos: el punto que les presentaré es un tema que incluí, allá por 1992, en mi primera publicación sobre derecho diplomático y, que también está incluida en mi nuevo libro que saldrá a luz el próximo mes el cual espero tener la dicha sea presentado por mi Canciller.
¿Por qué insisto en este tema? Por la sencillez, el entusiasmo y franqueza con el que lo escribí y sobre todo por que sigo pensando de igual manera.
Pues bien, comencemos:
Son muchas y muy variadas las opiniones de los autores en lo que a las condiciones externas e internas que en un diplomático deben concurrir. Ni unas ni otras deben de abandonarse porque van siempre tomadas de la mano.
El tema, como todos lo sabrán por experiencia propia, es sumamente amplio pero lo trataré de sintetizar al máximo.
Para comenzar deseo traer a cuento que en el siglo 15, el Embajador del Rey de Francia, Bernardo de Rosier, sostenía que un diplomático debía poseer exactamente 26 virtudes, de las cuales podríamos citar la veracidad, la temperancia, la probidad, la modestia, la sobriedad, la honestidad, la magnificencia y la audacia.
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Para muchos autores de aquella época, el Embajador no debía ser ni muy joven ni muy anciano, ni de excesiva y acomplejante estatura, ni tan pequeño como aquel a quien el Papa Bonifacio VIII le pidió que se levantara de su genuflexión en circunstancia en que ya se encontraba de pie.
Harold Nicolson, en su obra La Diplomacia nos cuenta que la hija de la Emperatriz Catalina de Rusia, al escribir a Federico el Grande le aconsejaba que eligiese como Embajador en San Petersburgo a un joven guapo y de buen cutis, tanto que se consideraba esencial para todo Enviado cerca de las Cortes de Holanda o Alemania una gran capacidad para ingerir, sin peligro ni trastorno, vastas cantidades de licores embriagantes.
El salvadoreño Rafael Barraza Monterrosa sostiene que el primer tema a considerar en cuestión de ética en el campo de la diplomacia, es que el aspirante a diplomático se pregunte con honradez, si lo único que pretende es lograr un sueldo con el cual poder mantenerse. En caso de que así fuera, es imprescindible que el aspirante tenga presente que, como en todas las profesiones, es especialmente la diplomacia, en la que siempre está en juego el servicio a la Patria y no los intereses de una persona o colectividad determinada. A la diplomacia, o mejor dicho a la carrera diplomática, hay que acercarse con anticipado espíritu de desinterés, de sacrificio y si cabe decirlo, de renunciación. Hay que ingresar a la carrera por inclinación vocacional, por amor al oficio que se va a prestar, y de ninguna manera para llenar una necesidad personal a corto plazo o para solazarse con las aparentes ventajas que esa vida de eternos y placenteros viajes ofrece.
No se trata de encontrar una solución a un problema económico.
Por el bien del país y del aspirante, es mejor que éste no vuelva a pensar en dicho asunto y que ponga sus ojos en otra actividad en donde pueda, indiscutiblemente, obtener mayores ventajas económicas, si es que de seguridad económica para el futuro se trata.
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Hay que tener en cuenta el bien del país, para que la Patria no se vea forzada a tener un turista más en su hoja de servidores en el exterior. Hay que estar consciente de que llevar a tierras lejanas la representación del país, en forma honrada, significa que los años pasan sin que uno pueda efectivamente sentirse en determinado día, seguro que el traje que hoy viste, el pan que hoy se come, el vino que hoy se bebe y el techo que hoy cobija, podrían no tenerse mañana si se ha de atener uno a la pensión que malamente alcanzará para subsistir los pocos años que después del retiro quedan de vida.
En términos generales, la primera exigencia de carácter moral con la que el diplomático se encuentra es con la mismísima intención con la que se acerca al servicio.
Esta falta de conciencia en el diplomático puede llevar a situaciones tales que la opinión del vulgo en general conozca y reconozca a los que ejercen la diplomacia como frívolos, superficiales, calculadores, simuladores, astutos, fríos, materialistas, interesados, recelosos, complicadores, confabuladores, actores, tramoyistas, celosos, hipócritas y para rematar tan deshonroso rosario de calificativos que arrastran justos por pecadores, se envuelve a los diplomáticos sin discriminación alguna, con el inclemente y ya raído manto de contrabandistas.
La regla tiene excepciones, y el vulgo no considera que los diplomáticos son gente de carne y hueso, gente que ríe y llora cuando está frente a una alegría o un drama que le aflige, gente con sentimientos, con conceptos de amistad, con concepto de hidalguía, con concepto de amor al prójimo y a la Patria, con concepto de honor, de decoro, de religión, de humildad, de tradición: gente con principios definidos, gente con hijos a quienes aspiran legar un nombre inmaculado, gente que lleva hasta el extremo su celo para conservarse siempre respetado, gente que sería incapaz de quemar sus manos con el más pequeño gesto que manchara la reputación propia y, por tanto, la del país que representa; y que si en efecto hay, como han habido y seguirán habiendo elementos inescrupulosos que traicionan en una u otra forma el apostolado que viene a ser en concreto la diplomacia, ello no es motivo para que se señale a los diplomáticos todos como contagiados del
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mismo mal, que a todos se les aísle mentalmente con el mismo cordón sanitario, que a todos se les castigue con la misma cuarentena de la más humillante desconfianza.
Ginés Vidal y Saura, así como por Harold Nicolson, exigen en el diplomático un espíritu atento y aplicado que no se deje distraer por los placeres y por las diversiones frívolas; un claro sentido de la realidad; penetración para leer en el corazón humano sacando partido de los más pequeños motivos y expresiones del rostro; un espíritu para responder adecuadamente a preguntas imprevistas; igualdad de humor y bondad de carácter, siempre dispuesto a escuchar pacientemente a aquellos con quienes trata; soltura de modales finos y agradables; y maneras insinuantes que inspiren confianza y simpatía en lugar de la aversión que produce un aire grave o frío.
Importa mucho que el negociador tenga sobre sí dominio bastante para resistir a la tentación de hablar antes de haberse consultado bien lo que va a decir, sin pretender contestar en el acto y sin previa meditación a las proposiciones que se le hagan. Pero también debe evitar el extremo opuesto y no hacer misteriosos secretos de cosas que no lo merecen, confundiendo lo que debe decir y lo que debe callar, guardar siempre una continua reserva es enajenarse la confianza con las demás personas.
Un negociador hábil no deja penetrar su secreto antes del momento adecuado; pero es necesario que sepa ocultar este disimulo a todos aquellos con quienes trata; que les inspire confianza, dándoles pruebas efectivas de ella en cosas que no sean contrarias a sus designios, lo que les lleva consecuentemente a responder esta confianza por otros testimonios recíprocos en casos más importantes. Tenemos pues que existe entre los negociadores una especie de comercio mutuo de confidencias. Es preciso dar si se quiere recibir, y el más hábil es el que saca mayor utilidad de este comercio, porque tiene una visión más amplia para aprovecharse de las coyunturas que se presentan.
En el siglo XXVII se publicó un tratado al que llamó: Sobre La Forma De Negociación Con Los Príncipes; Sobre Los Usos De La Diplomacia; La
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Elección De Ministros Y Enviados; Y Cualidades Personales Necesarias Para Alcanzar El Éxito En Las Misiones En El Extranjero. Dicha obra fue considerada como libro de texto para los diplomáticos de ese tiempo.
Entre sus finos y discretos consejos que la obra ofrecía se lee: el buen negociador nunca basará el éxito de su negociación sobre falsas promesas o quebrantamientos de su palabra; es un error suponer, como supone la opinión pública, que un Embajador eficaz necesita ser maestro consumado en el arte del engaño; la mala fe es en realidad poco más que una prueba de la pequeñez intelectual de quien recurre a ella y demuestra que está demasiado pobremente equipado para conseguir sus propósitos recurriendo a métodos justos y razonables. No cabe duda que en ocasiones el arte de la mentira ha sido practicada con éxito por diplomáticos, pero a diferencia de la honradez, que es aquí como en todas partes la mejor política, la mentira deja siempre en su estela una gota de veneno. Hasta los triunfos diplomáticos más brillantes conseguidos mediante engaño, se basan sobre cimientos inseguros. Dejan en la parte derrotada un sentimiento de indignación, un deseo de lograr una revancha y un resentimiento que siempre constituirá un peligro.
Agrega: Incluso en los casos en que el engaño no repugna en sí mismo a todas las personas rectas, el negociador debe recordar que probablemente se verá dedicado por el resto de su vida a los asuntos diplomáticos y que le es esencial crearse una reputación de rectitud y honradez en sus tratos para que en lo sucesivo todos se muestren dispuestos a fiar en su palabra.
Proceder con rectitud, integridad y buena fe son virtudes que necesariamente deben concurrir en las personas que ejercen la diplomacia.
Los hermanos Cambon, diplomáticos franceses, tenían opiniones diferentes pero complementarias en relación a las cualidades diplomáticas. Para Paul Cambon, la única cualidad esencial en un Embajador era el buen juicio, mientras que para Jules Cambon, lo indispensable era la autoridad moral. Se notará –escribe Jules‐ que la influencia moral es la cualidad más esencial de un diplomático. Debe de ser un hombre del honor más estricto
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si el gobierno cerca del cual está acreditado y su propio gobierno han de confiar explícitamente en sus afirmaciones.
Nicolson, señala que la base de una buena negociación es la influencia moral y esa influencia se funda, a su vez, sobre siete virtudes diplomáticas específicas. Estas virtudes son: veracidad, precisión, calma, buen humor, paciencia, modestia y lealtad.
Tratemos de analizar estas cualidades morales e intelectuales que debe o debiera poseer todo diplomático. Veamos:
Veracidad: Significa cualidad de veraz. Veraz es el que dice la verdad, y verdad es la adecuación entre la palabra y el pensamiento.
Mucho es lo que se ha escrito sobre la veracidad. Mucho y muy variado es el material con que contamos. Por ejemplo, Henry Botton definía al Embajador como un hombre de bien enviado al extranjero para mentir en beneficio de su país. Tesis contrapuesta a lo que debe ser en realidad. Otro ejemplo: Talleyrand sostenía que la palabra fue dada al hombre, y por tanto al diplomático, para disfrazar su pensamiento. Un ejemplo más: Luis XI, el más astuto de los reyes de Francia, instruía a uno de sus Embajadores: si ellos le mienten, miéntales Usted más.
Federico Amiel aconsejaba: Seamos veraces: en eso consiste el secreto de la virtud; en eso reside la autoridad moral; esa es la más elevada máxima del arte y de la vida.
No basta con decir la verdad, hay que evitar la reticencia.
Miente tanto el mentiroso como el reticente. El primero engaña por falsear la realidad, el segundo porque hace omisiones voluntarias en lo que debería o pudiera decir. La reserva o silencio consciente para inducir en error es igual que mentir.
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No es suficiente decir la verdad, es necesario y conveniente mostrar la causa de la falsedad.
Para Nicolson la veracidad no sólo significa la abstención de incurrir en inexactitudes conscientes, sino un cuidado escrupuloso en evitar la sugestión de lo falso o la supresión de lo verdadero. Un buen diplomático debe esforzarse todo lo posible para no dejar ninguna impresión incorrecta sea lo que sea, sobre la mente de aquellos con quienes negocia. Si, obrando con absoluta fe, engaña a un ministro extranjero o si los informes subsiguientes contradicen los que hubiera comunicado previamente, debe corregir el error en el acto aunque pudiera parecer conveniente dejarlo en pie de momento. El hecho de corregir los informes inexactos acrecienta el crédito presente y fortalece la confianza futura.
Ni por un momento –añade‐ debe permitirse tampoco el negociador estar de acuerdo con Maquiavelo en que la falta de honradez de los demás justifica la propia.
Los diplomáticos deberían grabarse en la cabeza de una vez por siempre que más se engañan los que pretenden engañar a los demás en diplomacia.
En ningún momento he querido significar que un diplomático no es franco si su proceder es veces con reserva. Es más, la verdad llevada al extremo podría desembocar en imprudencia.
Mario Silva Concha, profesor de la Academia Diplomática de Chile sostiene que en un tiempo se llegó a aceptar que el obtener un triunfo diplomático a través de la argucia era una habilidad y no una falta de moral, pretendiendo que la diplomacia no podría ser concebida sin duplicidad. Dicha escuela, si existió en el pasado, hoy no es aceptada.
Malmesbury aprendió por experiencia propia, nos cuenta Harold Nicolson, que el doblez no recompensa. Escribiendo en 1813 a Lord Camden que le había pedido su opinión acerca de la conducta diplomática, se expresó en la siguiente forma: Casi es innecesario decir que no hay ninguna ocasión, ni
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provocación, ni anhelo por rechazar una acusación injusta, ni idea ‐por tentadora que fuera‐ de alentar el objeto que uno se propone, que haga necesaria y mucho menos que justifique una mentira. El éxito conseguido merced a una falsedad es precario y carece de base. Su revelación no sólo daría al traste, para siempre, con vuestra propia reputación, si no que heriría profundamente el honor de vuestra Corte. Si, como acontece con frecuencia, un ministro astuto os fórmula de pronto una pregunta indiscreta que parece requerir una respuesta precisa, acudid a la parada tratándola como una pregunta indiscreta o libraos de ella con una mirada grave y seria, pero bajo ningún pretexto contradigáis la afirmación, lisa y llanamente, si es verdadera o la admitáis como cierta si es falsa y de tendencia peligrosa.
De todo lo que he expuesto no debe deducirse que en el quehacer diplomático hay que proclamar la verdad y sólo la verdad. Una cosa es como ya dijimos la reserva y otra el engaño. Engañando se pierde credibilidad y una vez perdida es tarea imposible recuperarla. La verdad, hasta para decirla, hay que buscar la forma elegante y el momento oportuno. ¿De qué sirve a un diplomático la oportunidad si no sabe aprovecharla? La verdad dicha en momentos no propicios es lo que a muchos llevó a la muerte o al destierro.
Precisión: En el diplomático la precisión no debe ser entendida únicamente como la exactitud en el cumplimiento de las instrucciones que recibe de su gobierno, sino que en sus informes no oculte circunstancias que podría considerar adversas o negativas al país. El diplomático no debe ocultar o disfrazar la verdad que deba comunicar a su gobierno por muy desagradable que parezca.
Las comunicaciones del diplomático deberán ser fiel reflejo de la realidad, debiendo utilizar un lenguaje, sea escrito u oral, claro, exacto, determinado, concreto; que no deje lugar a interpretaciones vagas o distorsionadas.
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Harold Nicolson entiende por precisión no sólo la mera exactitud intelectual, sino la exactitud moral. El negociador debe ser cabal tanto de mente como de alma. El diplomático profesional se habitúa, desde sus primeros tiempos de agregado, a normas de precisión. El diplomático aficionado propende a ser descuidado. La diplomacia profesional no está tan expuesta, por regla general, a la imprecisión. Un Embajador recibe casi siempre sus instrucciones por escrito; las manifestaciones que, con arreglo a ellas, formula al gobierno extranjero ante el cual está acreditado, o bien se contienen en una nota cuidadosamente redactada o se expresa en el curso de una entrevista personal. Recíprocamente, cuando un Embajador recibe de un Ministro extranjero alguna comunicación oral de importancia vital, constituye una sabia precaución por su parte someterle su versión de la conversación antes de ponerla en conocimiento de su propio gobierno en forma oficial. El hecho de no haber tomado esa precaución ha producido lamentables incidentes en el pasado.
Los diplomáticos están en la obligación de informar a sus respectivas Cancillerías sobre la situación política, económica y social del país en donde ejerzan sus funciones. Dichas informaciones deberán ser amplias, oportunas y exactas. Los diplomáticos deben abandonar el temor de comunicar su parecer sobre la dirección que podrían tomar ciertas situaciones ocurridas en el país en donde están acreditados. No deben los diplomáticos dejar de lado esta grave responsabilidad absteniéndose de emitir juicios personales en sus informes. Se les causan daños a los gobiernos cuando sus Representantes diplomáticos incurren en el peligroso error de la imprecisión moral.
Calma: El escritor norteamericano E.W. Steven decía: Inmediatamente después de haber convenido en realizar vuestra empresa, debéis apercibiros de una calma absoluta, porque calma y paciencia son la matriz en la cual se elaboran lentamente los frutos de la inteligencia.
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El diplomático debe poseer dominio absoluto de sí mismo, su animosidad deber ser tranquila y jamás agitada. Deber evitar a cualquier costo los tan perjudiciales arrebatos pasionales. Su norte debe ser la serenidad y la quietud de espíritu. No debe dejarse arrastrar por sus primeros impulsos, debe de recordar en todo momento a Teófilo Gautier quien era del parecer que los prudentes han prevalecido siempre sobre los audaces. La constancia de ánimo es la que le pondrá en situación favorable sobre los demás. Debe el diplomático reflexionar sobre sus emociones, sobre sus ideas, sobre sus pensamientos, sobre sus palabras y sobre sus actos. No en balde, Carlos V, Rey de España y Emperador de Alemania tenía como máxima que la larga reflexión era la garantía del buen éxito.
Buen carácter: Dale Carnegie, en su libro Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, tituló el Capítulo Uno: Si quieres recoger miel no des de puntapiés sobre la colmena, y más adelante nos dice que más moscas se cazan con una gota de miel que con un galón de hiel. Creemos que son dos excelentes consejos que dicen mucho por sí solos.
La inalterabilidad del buen carácter en un diplomático es de exigencia extrema.
La experiencia nos enseña que las personas que tienen buen carácter son las más queridas y estimadas.
Para un buen diplomático no deben o no deberían existir circunstancias tales que lleguen a alterar su buen carácter.
Es inexcusable e inadmisible la temperamentalidad en un buen diplomático.
Si el diplomático es de mal genio, debe “ingeniárselas” para dominar su mal carácter.
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El diplomático debe dominar su mal carácter y no dejarse dominar por él.
Un diplomático con un constante y habitual buen carácter está siempre cerca del éxito de su misión.
Paciencia: Es bastante conocido el sabio proverbio persa que dice que la paciencia es un árbol de raíz amarga, pero de frutos muy dulces.
La paciencia es otra virtud diplomática tan necesaria como difícil.
En sus oraciones diarias los diplomáticos devotos deberíamos pedir como San Alfonso, una copita de ciencia, una botella de sabiduría, un barril de prudencia y un mar de paciencia.
Una cosa es la paciencia y otra la indolencia. La primera como virtud es saber esperar, la segunda como vicio es aguantarse, no hacer nada y darse por vencido.
El diplomático debe aprender a esperar, y esperar con tranquilidad. Fray Luis de Granada decía que a los que tienen paciencia las pérdidas se les convierten en ganancia, los trabajos en merecimientos y las batallas en coronas.
Hay que recordar que todo llega, sólo hay que saber esperar, el Rey Salomón en el libro de Eclesiastés nos dice que todo tiene su tiempo y todo lo que hay debajo del cielo pasa en el término que se le ha prescrito. Hay tiempo de callar y tiempo de hablar. (Ecle. 3,7)
Los diplomáticos deben de tener siempre presente LAS palabras de San Francisco de Sales: la rueda menos untada es la que más chilla, así el que tiene menos unción de paciencia es el que más hace resonar sus quejas.
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Modestia: El vicio contrario a la modestia es la vanidad.
Los diplomáticos deben tener muy en cuenta que las personas más insoportables son los hombres que se creen verdaderos genios. Creyéndose geniales dejan de lado los consejos y experiencia de personas que efectivamente podrían ayudarles aclarando dudas o emitiendo juicios de peso en los problemas que se les podrían haber planteado.
Nicolson, sostiene que la vanidad hace vulnerable al diplomático a la adulación o a los ataques de aquellos con quienes está negociando. Le anima a adoptar una visión demasiado personal de la naturaleza y fines de sus funciones y, en casos extremos, a preferir un triunfo brillante pero indeseable a una transacción modesta pero más prudente. Le lleva a jactarse de sus victorias y, en consecuencia, a incurrir en el odio de aquellos a quienes ha derrotado.‐‐ Puede impedirle, en algún momento crucial, confesar a su Gobierno que sus predicciones o informes eran inexactos. La vanidad se encuentra en la raíz de toda indiscreción y de la mayoría de las faltas de tacto. La vanidad puede impedir a un Embajador el confesarse, incluso a sí mismo, que no conoce el turco, el persa, el chino y el ruso lo bastante como para prescindir, en asuntos importantes, de los servicios de un interprete. Puede exponerle, cuando se entreviste con políticos o periodistas que le visitan, a hablar desleal y satíricamente de su propio Ministro de Relaciones Exteriores, y puede traer consigo todos esos otros vicios de imprecisión, excitabilidad, impaciencia, emotividad y hasta falsía. De todos los vicios diplomáticos (y son muchos), la vanidad personal es sin duda alguna el más común y el más perjudicial.
La vanidad es hija legítima de la ignorancia. Ciega al diplomático que le deja entrar en su mente y sólo le sirve para que sus colegas le desestimen, que se alejen de su compañía, y que traten de evitarlo en todo momento.
Tampoco hay que llevar la modestia a extremos tales que la presencia del diplomático se vea afectada, o que dé la impresión que adolece de un carácter falto de todo interés en cosas de la profesión, o bien que es
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persona incapaz de hacer frente a determinadas situaciones por falta de preparación.
Con un exceso de modestia se puede llegar a generar la impresión de orgullo el cual es también un vicio que debe evitarse ya que hace nacer en el que lo experimenta, una demasiada o enfermiza autoestima que conduce irremediablemente al menosprecio de los demás.
La excesiva modestia podría interpretarse como orgullo el cual es el disfraz de la ignorancia.
Lealtad: La lealtad o fidelidad se debe para con el país que envía, para con el país que recibe la Misión, para con los colegas del cuerpo diplomático, para con los connacionales.
La lealtad se traduce en el cumplimiento fiel, noble y sin reserva de las obligaciones adquiridas. Lealtad es honradez, es rectitud, es integridad, es estima y respeto hacia los demás.
La primera lealtad del diplomático es la lealtad a la Patria, de quien tiene el honor, el prestigio y la grave responsabilidad de representar.
Como ya se ha podido apreciar, la lista de condiciones que un buen diplomático debe reunir para conducir con decoro y dignidad su Representación son numerosas. Aún tenemos un poco de tiempo y veamos algunas más:
Honradez: Hay que ser recto e íntegro para aceptar un cargo en el servicio diplomático. Si no se cuenta efectivamente con la capacidad necesaria para desempeñarse adecuadamente en una Representación diplomática en el extranjero no hay que robar a otra persona más preparada la oportunidad
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para mejor servir al país. Aunque se pueda considerar que este tipo de honradez no reporta ninguna utilidad, recompensa o provecho, queda la íntima satisfacción del deber cumplido.
Responsabilidad: El diplomático está obligado para con su país a responder con su mejor trabajo, con su mayor esfuerzo, con su ejemplar conducta. El diplomático además del caro deber que se le ha encomendado y ha aceptado bajo juramento de estricto cumplimiento, recibe un sueldo. El país le paga para que trabaje a su servicio y no para que se la pase en cama descansando y buscando la mejor oportunidad para aparecer en un periódico en alguna crónica social.
Patriotismo: Es el amor a la patria el cual se demuestra, con trabajos y sacrificios por su grandeza o en su defensa, y no en bellas y vanas palabras.
La ceguera moral que distorsiona el verdadero culto de patriotismo, es lo que conduce al nacionalismo el cual es, según Guillermo Caballenas, la exacerbación morbosa del patriotismo.
El patriotismo nos grita al oído que cuando la patria está en juego, no existen derechos para nadie, sino únicamente deberes.
El diplomático debe actuar siempre en función de la Patria que puso en sus manos su Bandera para que se le ame sobre todas, para refrescarse a cada instante con su sagrado recuerdo, para santiguarse todas las mañanas con su nombre.
Napoleón bien decía que la primera virtud es la devoción a la patria.
Los diplomáticos deben confiar en que la Patria tenga razón, pero con razón o sin ella, están en la obligación de defenderla.
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Los diplomáticos deberían esculpir en el mármol de sus mentes el consejo que daba Pitágoras: Cuando la patria sea injusta, cual una madrastra, adopta para con ella el partido del silencio.
Altura, superioridad espiritual: Es la elocuencia de la alegría y el atrincheramiento o el refugio de las situaciones más difíciles; salva en efecto una crisis haciendo reír; condensa en dos palabras la crítica de una situación: disfraza a veces la inopia de una opinión: actúa a veces la fuerza de una idea: es, en una palabra, la mejor arma para la blanca cruzada de la diplomacia.
Sinceridad, buena fe: Son sinónimos de franqueza, rectitud, honradez, buen proceder.
El buen diplomático debe proceder en todas sus actuaciones en forma sincera, sin tratar de engañar a nadie, así es la única manera en que puede ganarse la confianza de los demás.
Para Vattel, la buena fe consiste no sólo en observar lo prometido, si no también en no engañar en las ocasiones en que se está obligado a decir la verdad.
La única manera de no estar solos es siendo personas de buena fe.
Otra cualidad que debe poseer un diplomático es una enorme fuerza de voluntad, como natural fruto de su misma honradez para saber resistir a los ardides, lazos y tentaciones con que buitres de todos los plumajes asedian al diplomático en cuanto lugar llegue para obtener su ayuda en los más atrevidos negocios y especialmente en materia de indebidas importaciones. Ese acecho es constante y surge generalmente de comerciantes inescrupulosos que, avecinándose estratégicamente en cada capital, se aprovechan de la necesidad, de la vanidad o de la ambición de los
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diplomáticos y aún hasta de los que no lo son, para el logro de sus deshonestos propósitos.
Es de tal importancia el tema de las cualidades diplomáticas que no pocos diplomáticos han tomado para sí los principios y conceptos vertidos por el distinguido profesor de la Universidad de Montevideo, Eduardo Couture, en el documento denominado por él mismo Los mandamientos del abogado.
Las normas ofrecidas por el profesor Couture reglan el ejercicio de la abogacía en forma sana, leal, paciente. El esfuerzo es grande, y como hemos dicho, lo postulado por el ex‐decano de la Facultad de Derecho, es aplicado por los que ejercen la diplomacia como los principios a los que han de someter sus conductas.
Sin restar importancia al aporte de tan notable uruguayo, deseamos insertar, para concluir, los principios contenidos en el Decálogo del diplomático, escrito por Don Rafael Barraza Monterrosa, durante su residencia en Argentina.
El decálogo es el siguiente:
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PRIMERO. Después de Dios amarás y servirás a tu Patria sobre todas las Patrias; SEGUNDO. Siempre recordarás que todos tus compatriotas son hermanos, y que cualquier discriminación social, política o religiosa que entre ellos hagas, será indigna de tu carácter de Representante de la Patria que a todos ampara por igual; TERCERO. La consideración que se merece la prensa, te obligará a observar respeto a su libre expresión; dignidad para pedir y ofrecer; delicadeza, hasta para insinuarte a ella; CUARTO. En la defensa de los intereses nacionales, nunca permitirás que un ciego y mal entendido de celo patriótico, te impida reconocer los derechos ajenos; muy al contrario, tendrás siempre presente el sabio apotegma que marca como límite de tus derechos, la línea donde comienza el derecho de los demás; QUINTO. Cuidarás de tu crédito económico absteniéndote de efectuar compromisos que no puedas cumplir. Si tu haber es escaso, renunciarás antes a tus investiduras, pero no permitirás que tu nombre, que es el país que representas, llegue a arrastrarse en forma indecorosa; SEXTO. Evitarás la ofensa, la violencia, la ironía, el doblez, responderás siempre con altura. Te expresarás con energía si se llega el caso, pero nunca en términos que se alejen del comedimiento que presume tu honroso carácter representativo; SÉPTIMO. Evitarás la ofensa, la violencia, la ironía, el doblez, responderás siempre con altura. Te expresarás con energía si se llega el caso, pero nunca en términos que se alejen del comedimiento que presume tu honroso carácter representrativo; OCTAVO. Patriotismo, respeto al derecho ajeno, probidad en el manejo de intereses, sinceridad, discreción, compostura, hombría, educación, responsabilidad, nobleza, caballerosidad, son virtudes cardinales del culto diplomático. Impregnarse de ellas, cultivarlas, acrecentarlas con amor antes que odio, antes que con intolerancia, con la humana intención de unir y nunca separar, es la misión apostolar de la diplomacia; NOVENO. Tendrás siempre presente que la preparación que para tu cargo ostentes, así como la educación que demuestres tener, serán siempre un claro reflejo de la cultura de tu Patria, de la seriedad del Gobierno que te acredita, y, finalmente, del grado de honradez y responsabilidad de tu persona, al aceptar con o sin merecimiento, el honor de llevar al exterior, la representación de tu país; y DECIMO. Patriotismo, respeto al derecho ajeno, probidad en el manejo de intereses, sinceridad, discreción, compresión, compostura, hombría, educación, responsabilidad, nobleza, caballerosidad, son virtudes cardinales del culto diplomático. Impregnarse de ellas, cultivarlas, acrecentarlas con amor antes que odio, antes que con intolerancia, con la humana intención de unir y nunca separar, es la misión apostolar de la diplomacia.
San Salvador, El Salvador, Centroamérica. Mayo 2010.