capÍtulo ii marco teÓrico - universidad de sonora
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CAPÍTULO II
MARCO TEÓRICO
2.1. Aspectos conceptuales de la depresión y la an siedad
Para los hipocráticos de los siglos V y VI a.c., a lo que hoy en día llaman
depresión, ellos lo denominaban melancolía y estaba definido por un conjunto de
cambios emocionales y formas de comportarse tales como: “aversión a la comida,
desesperación, insomnio, irritabilidad e intranquilidad” al que se sumaba un ánimo
triste característico. En diferentes textos hipocráticos, a esta tristeza se le añadió
pronto otro síntoma fundamental: el miedo, de forma que el concepto clásico de
melancolía estaba ligado al de una asociación entre estas dos pasiones – tristeza
y miedo - (Cobo-Gómez, 2005).
Actualmente se sabe que la depresión es una enfermedad biológica debida
a un desorden bioquímico cerebral bastante complejo, en donde están implicadas
una serie de sustancias que transmiten impulsos entre las neuronas. Estos son los
llamados trastornos depresivos endógenos. De naturaleza neurobioquímica,
hereditarios y que necesitan farmacoterapia (medicación). En el extremo opuesto
están aquellas formas depresivas debidas a acontecimientos y problemas y
dificultades de la vida: antes llamadas reacciones depresivas y que la terminología
científica más reciente las nombra como trastornos distímicos. Naturaleza mixta
exógena y endógena, estado de ánimo crónicamente depresivo, en donde la
expresión más habitual de estos enfermos es la del desánimo y suele ir asociado a
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un desajuste de la personalidad, que hace que la evolución quede encallada, fija,
con dificultades para acercarse a una franca mejoría (Rojas, 2000).
Otro concepto dice que es una enfermedad del estado de ánimo que se
mueve entre dos polos contrapuestos, lo endógeno y lo reactivo. Hoy la palabra
depresión es poliédrica, tiene muchos significados en el lenguaje coloquial, de tal
manera que ésta ha traspasado los límites estrictos de la psiquiatría. Así se habla
de la presión política, económica, social e incluso la gente joven emplea la palabra
“depre”. Como cualquier otra enfermedad ésta se compone de una constelación
de manifestaciones clínicas que pueden ser agrupadas en cinco planos diferentes,
pero que se entremezclan unos con otros: físicos, psicológicos, de conducta,
cognitivos y asertivos (mencionan las habilidades sociales) (Rojas, 2000).
Según la psicopatología y la psiquiatría la depresión es en primer lugar, un
síntoma, una manifestación que se presenta con carácter exclusivo o casi
exclusivo, pero que a veces simplemente acompaña a otros síntomas sin relación
directa con él. En segundo lugar, la depresión es un síndrome, en el que lo
nuclear, la base, es la tristeza, pero que se enlaza con otros síntomas de manera
casi o muy frecuentemente constante, de manera que al conjunto puede
suponérsele una relación estrecha y, en igual medida, pueda ser objeto de un
estudio específico. Y, en tercer lugar, la depresión es una enfermedad cuya
manifestación habitual (no la única) es el síndrome depresivo (y dentro de él, su
síntoma habitual: la tristeza) y sobre el cual puede indagarse con referencia a
aspectos concretos: esto es, su etiología, patogenia, curso, evolución, resolución y
tratamiento (Cobo-Gómez, 2005).
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Entre los síntomas de la depresión se encuentran los síntomas afectivos
(humor bajo, tristeza, desánimo), síntomas cognitivos (pensamientos negativos de
sí, del mundo y del futuro, baja auto-estima, desesperanza, remordimiento),
síntomas conductuales (retirada de actividades sociales, reducción de conductas
habituales, lentitud al andar y al hablar, agitación motora, actitud desganada) y
síntomas físicos (relativos al apetito, al sueño y, en general, a la falta de
«energía», así como otras molestias)(Pérez & García, 2001). El DSM-IV define un
episodio depresivo mayor como un período de al menos 2 semanas durante el que
hay un estado de ánimo deprimido o una pérdida de interés o placer en casi todas
las actividades. También se debe experimentar al menos otros cuatro síntomas de
una lista que incluye cambios de apetito o peso, del sueño y de la actividad
psicomotora; falta de energía; sentimientos de infravaloración o culpa; dificultad
para pensar, concentrarse o tomar decisiones, y pensamientos recurrentes de
muerte o ideación, planes o intentos suicidas (APA, 1995).
Por otro lado, la ansiedad es una parte de la existencia humana, todas las
personas sienten un grado moderado de la misma, siendo ésta una respuesta
adaptativa. Según el Diccionario de la Real Academia Española (vigésima primera
edición), el término ansiedad proviene del latín anxietas, refiriendo un estado de
agitación, inquietud o zozobra del ánimo, y suponiendo una de las sensaciones
más frecuentes del ser humano, siendo ésta una emoción complicada y
displacentera que se manifiesta mediante una tensión emocional acompañada de
un correlato somático (Ayuso, 1988; Bulbena, 1986).
En los años noventa Miguel-Tobal (1990) propuso que:
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“la ansiedad es una respuesta emocional, o patrón de respuestas,
que engloba aspectos cognitivos, displacenteros, de tensión y
aprensión; aspectos fisiológicos, caracterizados por un alto grado de
activación del sistema nervioso autónomo, y aspectos motores, que
suelen implicar comportamientos poco ajustados y escasamente
adaptativos. La respuesta de ansiedad puede ser elicitada, tanto por
estímulos externos o situacionales, como por estímulos internos al
sujeto, tales como pensamientos, ideas, imágenes, etc., que son
percibidos por el individuo como peligrosos y amenazantes. El tipo
de estímulo capaz de evocar la respuesta de ansiedad vendrá
determinado en gran medida por las características del sujeto” (pp.
22).
Otro concepto de ansiedad “dice que alude a la combinación de distintas
manifestaciones físicas y mentales que no son atribuibles a peligros reales, sino
que se manifiestan ya sea en forma de crisis o bien como un estado persistente y
difuso, pudiendo llegar al pánico; si bien la ansiedad se destaca por su cercanía al
miedo, se diferencia de éste en que, mientras el miedo es una perturbación cuya
presencia se manifiesta ante estímulos presentes, la ansiedad se relaciona con la
anticipación de peligros futuros, indefinibles e imprevisibles (Marks, 1986)” (Sierra,
Ortega & Zubeidat, 2003 pp 15).
Por su parte, desde la psicología de la personalidad se concibe la ansiedad
en términos de rasgo y estado. Desde el punto de vista de rasgo (personalidad
neurótica), se presenta una tendencia individual a responder de forma ansiosa, es
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decir, se tiende hacia una interpretación situacional-estimular caracterizada por el
peligro o la amenaza, respondiendo ante la misma con ansiedad. Por otra parte, la
ansiedad entendida como estado se asimila a una fase emocional transitoria y
variable en cuanto a intensidad y duración; ésta es vivenciada por el individuo
como patológica en un momento particular, caracterizándose por una activación
autonómica y somática y por una percepción consciente de la tensión subjetiva
(Endler & Okada, 1975; Eysenck, 1967, 1975; Gray, 1982; Sandín, 1990 citados
por Sierra, Ortega & Zubeidat, 2003).
Cuando las personas se sienten con la capacidad de tener control sobre
situaciones que pueden afectar de manera positiva su enfermedad hay gran
mejora en los trastornos de ansiedad que pudieran presentar; para que esta
mejora en los niveles de ansiedad suceda, el paciente debe de creer en verdad
que tiene la capacidad de controlar diversos factores que lo hacen sentirse
ansioso como pueden ser: algunas reacciones fisiológicas que se dan cuando el
paciente siente ansiedad, así como controlar la propia conducta cuando se
presentan las situaciones que le provocan ansiedad. Si la persona siente que es
posible tener control, entonces resulta más factible que puedan mantener
conductas saludables y superar así, la ansiedad (Fernández & Edo, 1994).
Entre los años 70 y 90, en Cuba, se desarrollaron varios estudios dirigidos
a caracterizar las diversas formas de expresar lo que es ansiedad y depresión. Se
partió de la distinción de ansiedad rasgo-estado desarrollada por Spielberger,
Gorsuch. y Lushene (1988) ) y la concepción transaccional del stress propuesta
por Lazarus y Folkman (1984) con el supuesto de que podrían existir diferentes
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formas para expresar ansiedad y depresión como estados emocionales y como
predisposiciones relativamente estables de la personalidad, las cuales se
manifiestan de formas diferentes en función de las formas particulares de validar
una situación estresante y validar los recursos con los que un individuo cuenta
para enfrentar dichas situaciones (Carbonell, Grau, & Grau, 2003).
El factor que determina fenomenológicamente las diferentes formas de
ansiedad y depresión es la forma de valorar una situación estrésate y los recursos
o posibilidades de afrontamiento propias del individuo (Grau, Martín & Portero,
1993, citado en Carbonell, Grau, & Grau, 2003). Así, cuando una situación es
valorada como una amenaza a los motivos centrales del individuo y éste tiene
convicción de que no podrá resolver la situación, se habla de depresión
situacional.
Cuando las situaciones son crónicas o producen una afectación masiva a
las motivaciones del individuo, se producen contradicciones entre las necesidades
del sujeto y se valora como incapaz e ineficiente en cualquier situación de la vida
se considera depresión patológica (Carbonell, Grau, & Grau, 2003).
2.2. Epidemiología de la depresión y ansiedad
La depresión es el desorden afectivo más frecuente en población adulta y
una de las más importantes causas de incapacidad en el mundo; la depresión
genera considerable sufrimiento a quienes la padecen, los problemas asociados a
ella son extremadamente costosos a la sociedad y una limitación para su
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tratamiento y control, es que frecuentemente pasa inadvertida (Colunga-
Rodríguez, García-de Alba, Salazar-Estrada & Angel-González, 2008).
En la actualidad 340 millones de personas sufren depresión en el mundo
(se calcula que entre el 2 y el 4% de la población general padece este tipo de
trastorno). A escala mundial, la incidencia de esta enfermedad es hasta 2 veces
más alta en las mujeres que en los hombres. La OMS sitúa la incidencia de
depresión (clínicamente diagnosticable) entre los países más desarrollados en un
15% (Pérez & Arcia, 2008).
La prevalencia de ansiedad y depresión va en aumento, se sabe que una
de cada cinco personas presentará un trastorno del estado de ánimo durante toda
su vida y en los pacientes con alguna patología médica se presenta en un 10 a
20% de los casos, siendo más elevadas las cifras en grupos concretos de
enfermedades como las cardiovasculares, las oncológicas o las neurológicas
(López-Ibor, 2007).
El Informe Mundial de la Salud de 2001, refiere que la prevalencia puntual
de depresión en el mundo en los hombres es de 1.9% y de 3.2% en mujeres; la
prevalencia para un periodo de 12 meses es de 5.8% y 9.5%, respectivamente. La
depresión se integra en el conglomerado de trastornos mentales que cada día
cobran mayor importancia y se estima que en 2020 será la segunda causa de
años de vida saludable perdidos a escala mundial y la primera en países
desarrollados (Bello, Puentes, Medina & Lozano, 2005). Se considera que la
depresión se convertirá en la segunda causa más importante de incapacidad y
muerte para el 2020 (Franco & Cols, 1996; Matilla, 2001 citados en Pérez, 2006).
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El primer gran estudio epidemiológico fue el Nacional Institute of Mental
Health Epidemiologic Catchment Area (ECA), en 1988, y tenía como principal
inconveniente que no se emplearon instrumentos específicos para la depresión en
el anciano, aunque se entrevistó a más de 5.000 personas de más de 65 años.
Encontró una prevalencia de depresión mayor de alrededor del 1% (0,4% en
hombres y 0,9% en mujeres) usando el Diagnostic Interview Schedule (DIS). La
prevalencia de distimia fue mayor (1% y 2,3% respectivamente) (García & Lou,
2007). Katona, 1994, señaló que la depresión en personas ancianas varía entre 12
y 15% dependiendo del diagnóstico y la metodología usada, pero estas
variaciones son mucho mayores cuando comparamos diferentes grupos de
adultos mayores, por distintos países, grupos socioeconómicos, condiciones de
vida, etc. (Pando, Aranda, Alfaro, & Mendoza, 2001).
Más recientemente, en 1999, el consorcio europeo EURODEP realizó un
amplio estudio en más de 13.000 pacientes ancianos con una metodología espe-
cífica para el estudio de la depresión en este grupo de edad (Copeland, Beekman,
Dewey, et al., 1999 citado en García & Lou, 2007). Encontraron una prevalencia
global en Europa del 12.3% pero con diferencias significativas entre los diferentes
países: prevalencias altas (de 17% a 23%) en Gran Bretaña, Alemania e Italia,
frente a prevalencias bajas (de 8% a 12%) en España, Islandia, Irlanda y Holanda
(García & Lou, 2007).
Se ha establecido que los trastornos depresivos afectan a alrededor del
10% de los adultos mayores que viven en la comunidad, entre el 15% y el 35% de
los que viven en residencias (Martínez, Onís, Dueñas, Albert, Aguado & Luque,
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2002, Franco & Cols, 1996; Matilla, 2001 citados en Pérez, 2006), entre 10% y
20% de adultos hospitalizados, 40% de adultos que padecen un problema
somático y hasta 50% de motivos de ingresos en unidades de psiquiatría de un
hospital general (Franco & Cols, 1996; Matilla, 2001 citados en Pérez, 2006).
Aproximadamente, del 10% al 20% de los individuos de edad igual o superior a 60
años ingresados en camas hospitalarias sin deterioro cognitivo tienen una
depresión mayor (Martín, 1999).
En un estudio realizado por Tapia y Cols., 2000, con una muestra de 123
adultos mayores de 65 años se encontró que el 32.5% presentaban depresión
leve, 44.5% depresión media y 2.5% depresión severa; éstos fueron evaluados
con el cuestionario clínico para el diagnóstico de cuadros depresivos de Calderón
Nerváez (Tapia, Morales, Cruz, & De la Rosa, 2000).
En estudios epidemiológicos en EEUU, sobre depresión mayor en adultos
mayores la prevalencia va desde 1,6 a 3% (5,6); a diferencia de la población
general donde la prevalencia de depresión mayor en varones es de 2 a 3% y en
mujeres 5 a 9% y en promedio de 3 a 5% (Campuñay, Figueros & Varela, 1996).
En Venezuela para la depresión mayor, se calcula una prevalencia de vida
del 3 al 6% en los hombres y en el 5 al 10% de las mujeres (Pineda, Bermúdez,
Cano, Mengual, Romero, Medina, Leal, Rojas & Toledo, 2004).
El estudio de Sánchez y Castañeda (2008), con una muestra de 300 adultos
mayores de 65 años se encontró que la prevalencia de síntomas depresivos de
13.7% y de depresión 17.6%. Otro estudio realizado en el servicio de consulta
externa de medicina del Hospital Nacional Cayetano Heredia (HNCH) en la ciudad
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de Lima, Perú, con una muestra de 60 adultos mayores, el cual dio como
resultados que el 75% de los pacientes presentaba algún síntoma depresivo: 11
varones (24.4%) y 34 mujeres (75.6%). En lo que respecta a depresión mayor se
encontró a 11 pacientes (18.3%): 1 varón (9.1%) y 10 mujeres (90.9%). La edad
promedio de los pacientes con depresión mayor fue de 72.7 años. Los síntomas
depresivos en orden de frecuencia fue: estado de ánimo depresivo, trastorno del
sueño, astenia, pérdida importante del sueño (Campuñay & Cols., 1996).
Banda-Arévalo presenta un estudio en los adultos mayores en asilos en
Monterrey N. L.; al llevar a cabo el examen mental se detectó anormalidad en el
48,6% en la que la depresión ocupó un lugar predominante (Banda & Salinas,
1992 citado en Pando, & Cols., 2001).
En México, de acuerdo con datos de la Encuesta Nacional de Evaluación
del Desempeño 2002-2003 (ENED 2002-2003), en un periodo anual previo a la
entrevista, 5.8% de las mujeres y 2.5% de los hombres de 18 años y más sufrieron
alguna sintomatología relacionada con la depresión; la prevalencia de depresión
se incrementa con la edad en ambos sexos. Se observó que conforme aumenta el
nivel de escolaridad disminuye la prevalencia de depresión (Lee, 2006).
La prevalencia de depresión en adultos en México en el año anterior a la
aplicación de la ENED fue de 4.5%. En el caso de las mujeres el porcentaje de las
afectadas fue de 4% en las menores de 40 años de edad y alcanzó una cifra de
9.5% entre las mayores de 60 años. Entre los hombres la prevalencia de
depresión fue de 1.6% en los menores de 40 años de edad y de 5% en los adultos
mayores. Un análisis por regresión logística muestra que la probabilidad de
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presentar un episodio de depresión se incrementa, en promedio, poco más de 2%
por cada año de edad adicional, con una intensidad ligeramente mayor entre los
hombres (Belló & Cols. 2005). En un estudio con 246 sujetos que habitan en
domicilios particulares en la zona metropolitana de Guadalajara encontró que
36.2% de la población presentaba depresión, de los cuales el 43.1% eran mujeres
y 27.3% hombres (Pando, & Cols., 2001).
En general, la prevalencia de depresión es mayor en las mujeres que en los
hombres, y también se observan diferencias en los estados de la República. En el
caso femenino, los estados de Hidalgo, Jalisco y Estado de México presentan las
mayores prevalencias: 9.9%, 8.2% y 8.1%, respectivamente. Por su parte, los
estados de Sonora y Campeche registran las prevalencias más bajas (2.8% y
2.9%, respectivamente) (Lee, 2006).
En el caso de Sonora, se realizó un estudio con pensionados y jubilados de
la sección 28 y 54 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación
(SNTE), del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del
Estado (ISSSTE) y del Instituto Nacional para los Adultos Mayores (INAPAM), en
la ciudad de Navojoa. La muestra fue de 82 adultos mayores con edades de 52 a
89 años, los resultados de la Escala de Depresión Geriátrica de Yesavage (GDS)
mostró que el 42% de la muestra mostraban indicadores de depresión (Acosta &
García, 2007). Según el estudio de Pérez & Arcia, 2008, con 230 ancianos se
constató que el 64% de estos sufrían depresión. De estos 69.1% de estos fueron
mujeres y el 58.5% fueron hombres.
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El riesgo para el trastorno depresivo mayor a lo largo de la vida en las
muestras de población general ha variado entre el 10% y el 25 % para las mujeres
y entre el 5% y el 12 % para los varones. La prevalencia puntual del trastorno
depresivo mayor en adultos en muestras de población general ha variado entre el
5 y el 9 % para las mujeres y entre el 2% y el 3 % para los varones (APA, 1995).
La prevalencia de depresión en el adulto mayor se calcula entre 1% y 3%
cuando se aplican los criterios del manual diagnóstico y estadístico de los
trastornos mentales (DSM); pero los síntomas depresivos es mucho mayor y se
ubica entre el 10% y el 50% (Ávila & Col., 2007).
Los porcentajes más altos de detección en la atención de primer nivel llega
a ser de 26%, el 10% recibe tratamiento adecuado, 34% es inadecuado y un 55%
no recibe tratamiento (Zárate, 2008).
2.3. Depresión, ansiedad y problemas de salud en ad ultos mayores
Los síntomas depresivos, así como los de ansiedad, tienen un efecto
negativo sobre las capacidades funcionales del adulto mayor. El efecto negativo
de la ansiedad y la depresión sobre las capacidades físicas pueden ser similares o
incluso más importantes que las de muchas enfermedades crónicas (Ávila & Col.,
2007). Asimismo, la presencia de síntomas depresivos es un factor de riesgo
significativo para el desarrollo de la dependencia en las actividades instrumentales
de la vida diaria, tales como preparar alimentos, tomar medicamentos, ir de
compras y administrar dinero. Tanto los síntomas depresivos como la depresión
mayor tienen graves consecuencias para la salud del adulto mayor, ya que
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además de los efectos negativos sobre las capacidades funcionales, las personas
afectadas utilizan con más frecuencia los servicios hospitalarios y se recuperan en
mayor tiempo de alguna enfermedad (Ávila & Col., 2007).
El anciano con depresión presenta dos a tres veces mayor probabilidades
de muerte, acude mayor número de veces a los servicios de atención de primer
nivel y, en los que se encuentran hospitalizados, complica y prolonga su estancia
en el hospital aumentando el costo del servicio (Zarate, 2008). Los datos
epidemiológicos también sugieren que las tasas de muerte en los sujetos con
trastorno depresivo mayor de más de 55 años aumentan hasta llegar a
cuadruplicarse. Los sujetos con trastorno depresivo mayor ingresados en
residencias geriátricas pueden tener un mayor riesgo de muerte en el primer año.
De los sujetos visitados en consultas de medicina general, los que presentan un
trastorno depresivo mayor tienen más dolor y más enfermedades físicas y una
peor actividad física, social y personal (APA, 1995).
La tercera edad es considerada el grupo poblacional con mayor riesgo de
suicidio. La tasa de suicidio entre este grupo de edad es un 50% superior a la
relación con la población más joven. Más de dos tercios del total de suicidios
dentro de este segmento poblacional es atribuida a la depresión, cuando ésta no
ha sido correctamente diagnosticada y/o tratada (Pérez & Arcia, 2008). Se ha
descrito que más del 15% de los ancianos deprimidos ha descrito que no valía la
pena vivir cuando ha sido entrevistado, pero sólo el 3% ha manifestado francas
ideas suicidas (García & Lou, 2007). Un estudio reciente constató que el 82.6%
de los ancianos deprimidos presentan simultáneamente otras enfermedades. Las
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enfermedades más frecuentes son la hipertensión arterial, la diabetes mellitus y el
asma bronquial (Pérez & Arcia, 2008). Se calcula que la prevalencia de depresión
en la tercera edad es entre un 10 y 20%, aunque puede llegar hasta un 54% en
pacientes con alguna enfermedad crónica no transmisible (Zarate, 2008).
La depresión es un desorden psiquiátrico común en los adultos mayores de
todo el mundo (Alvarado, Hernández & Rodríguez, 2004, García & Lou, 2007). Los
adultos mayores con síntomas depresivos están en mayor riesgo de una
declinación física subsiguiente (Unutzer, 2002 citado en Alvarado & Cols, 2004).
Constituye uno de los síndromes psiquiátricos más frecuentes e incapacitantes
entre la población geriátrica ya que produce un alto grado de incapacidad que
aumenta la mortalidad ya sea directa o indirectamente por la comorbilidad con
otras enfermedades (Zarate, 2008).
La presentación de depresión en el paciente adulto mayor refleja
frecuentemente el ciclo de vida, caracterizado por presentar un mayor número de
pérdidas, ya sea de amistades, cónyuge, trabajo o rol familiar. Así mismo en el
grupo de adultos muy mayores la depresión se encuentra altamente elevada por la
disfunción física y pérdida del estatus (Mirowsky & Ross, 1992 citado en
Campuñay & Cols., 1996). El mayor o menor grado de adaptación ante estas
pérdidas será en función de los recursos con los que cuente cada adulto mayor
(Ramírez, 2008).
Durante la vejez se presentan diferentes eventos de tipo social, biológico y
psicológico que contribuyen en mayor o menor medida para que se presenten
síntomas depresivos. Un factor único no es enteramente responsable de la
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aparición de los síntomas depresivos en la vejez, por lo que se debe estudiar la
depresión geriátrica desde una perspectiva biopsicosocial (Ramírez, 2008).
La depresión en adultos mayores afecta la calidad de vida del paciente y lo
sitúa en mayor riesgo de padecer deterioro cognitivo, depresión inmunológica y
diversas enfermedades subyacentes; constituye un problema frecuente que afecta
al 10% de los adultos mayores que viven en la comunidad (Martínez, 1997, Steiner
& Marcopulos, 1991, Wittchen, Holsboer & Jacobi, 2001 citados en Sánchez &
Castañeda, 2008).
La depresión se asocia con frecuencia a las enfermedades médicas en los
adultos mayores. Los síntomas de la depresión en los ancianos pueden ser
diferentes de los que aparecen en adultos más jóvenes, lo que acarrea dificultades
para el diagnóstico y conduce a que un elevado porcentaje de depresiones en el
adulto mayor no obtengan el tratamiento apropiado. Otro problema que aparece
con frecuencia es que la depresión en el adulto mayor sea considerada una
consecuencia natural del proceso de envejecimiento o de otras enfermedades
concomitantes. Esta falsa convicción conduce a no emplear los tratamientos
antidepresivos, que alcanzan actualmente un alto grado de eficacia (Martín, 1999).
Cuando la depresión de un anciano se manifiesta solo con síntomas somáticos y
cognitivos se puede malinterpretar como envejecimiento normal, por lo que se
debe buscar de manera intencionada el diagnóstico de depresión como parte de la
atención medica (Zarate, 2008).
Como factores de riesgo psicológicos para la depresión en los adultos
mayores son: la personalidad premórbida; se ha demostrado que rasgos de
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personalidad evitativos o dependientes facilitan la aparición de la depresión en el
anciano (Baldwin, 2002 citado en García & Lou, 2007), ya que es necesario el
desarrollo de modelos satisfactorios y adaptativos de apego para enfrentarse a las
situaciones de pérdida y amenaza que supone la vejez. Otro factor de riesgo seria
los acontecimientos viales estresantes; factores como la existencia de enfermedad
física grave que produzca minusvalía o limitación funcional, ya que triplicaban el
riesgo de depresión, así como el déficit de apoyo social (Prince & cols., 1998
citado en García & Lou, 2007). Y por último, las causas sociales; el envejecimiento
se asocia a dificultad para desarrollar relaciones íntimas. Este factor, que por un
lado podría facilitar la aparición de la depresión, también protege de aspecto como
la pérdida de familiares y relaciones importantes frecuentes a esta edad. En este
sentido, los ancianos con déficits de apoyo social presentan un riesgo doble de
padecer depresión que aquellos que no tienen este problema. Este mismo estudio
describe que los ancianos con más bajos niveles de ingresos, educativos y de
salud presentarían un mayor riesgo de padecer una depresión (Prince & cols.,
1998 citado en García & Lou, 2007).
Es cierto que la tasa de depresión mayor disminuye en los pacientes
mayores de 60 años en comparación con adultos jóvenes, posiblemente esto se
deba a varios factores, entre los cuales sobresale la presentación "atípica" en el
adulto mayor, lo que dificulta el diagnóstico, siendo estos síntomas tratados como
parte de la condición médica (Monforf, 1994 citado en Campuñay & Cols., 1996).
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Se estima que la carga personal de un cuadro depresivo con una duración
de 6 a 8 meses, es más severa e incapacitante que la diabetes mellitus y la
hipertensión arterial.
La depresión está presente en el 30% de los pacientes ancianos afectados
de enfermedades médicas, agudas o crónicas (Martín, 1999).
También es importante tener en cuenta que muchas enfermedades
somáticas y diversas medicaciones y tóxicos pueden producir síntomas
depresivos; por lo tanto, es necesario efectuar una valoración cuidadosa de los
ancianos que presentan síntomas depresivos, incluyendo la utilización de
medicaciones y tóxicos, y realizando una cuidadosa exploración médica (Martín,
1999).
Entre las enfermedades somáticas que se asocian con mayor frecuencia
con síntomas de tipo depresivo se pueden contar los trastornos cardiovasculares,
enfermedades del sistema nervioso central, trastornos autoinmunes y anomalías
endocrinológicas. También pueden jugar un papel importante la malnutrición, las
anomalías electrolíticas, la anemia, la pancreatitis, el dolor crónico y las
enfermedades pulmonares (Martín, 1999).
Ettinger evaluó a 3,654 pacientes mayores de 65 años y encontró que la
causa más frecuente de deterioro funcional fue la enfermedad osteomuscular,
seguida de la diabetes en ambos sexos. En la cohorte de Bootsmavan, se
estudiaron 591 pacientes mayores de 85 años; las enfermedades crónicas que
causaron mayor inestabilidad para la marcha fueron: enfermedad vascular
cerebral (EVC), problemas cardiacos, diabetes mellitus y fractura de cadera. Black
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y Rush Ronald estudiaron el deterioro funcional y cognitivo en tres grupos étnicos
mayores de 75 años, en los que incluían a hispanoamericanos que representaron
32.9% de la muestra. Las enfermedades que tuvieron asociación estadística con el
deterioro funcional en el grupo hispano fueron: fractura de cadera, EVC y diabetes.
En este estudio se encontró que las comorbilidades crónicas más frecuentes
fueron la hipertensión arterial sistémica (43%), caídas (42.9) y depresión (42.8%)
(Barrantes, García, Gutiérrez & Miguel, 2007).
En el estudio de Mejía, Miguel, Villa, Ruiz y Gutiérrez (2007) se demostró
que la prevalencia de deterioro cognoscitivo más dependencia funcional es de
3.3% de la población estudiada. Esta probabilidad es mayor en mujeres; y en
sujetos con auto-reportes de diabetes, enfermedad pulmonar obstructiva,
enfermedad cardiaca, enfermedad cerebral y depresión.
El trastorno depresivo mayor puede asociarse a enfermedades médicas
crónicas. Hasta un 20-25% de los sujetos con determinadas enfermedades
médicas (p. ej., diabetes, infarto de miocardio, carcinomas, accidentes vasculares
cerebrales) presentarán un trastorno depresivo mayor a lo largo del curso de su
enfermedad médica. Si hay un trastorno depresivo mayor, el tratamiento de la
enfermedad médica es más complejo y el pronóstico, menos favorable (APA,
1995).
Por su parte, Zárate (2008) detecto el 33% de depresión en una muestra
de 120 adultos mayores que acudieron a consulta externa de la Unidad de
Medicina Familiar (UMF) No. 21 del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS)
durante los meses de Septiembre y Octubre de 2007. Mayor frecuencia de
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depresión en mujeres con 24.1% a comparación de los hombres con 9.1%. El 22%
de los adultos mayores con depresión padecen comorbilidad con la hipertensión
arterial, el 14.1% con diabetes mellitus y obesidad, 5.8% con cardiopatías y 3.3%
con otras enfermedades crónico degenerativas.
La prevalencia de depresión en pacientes con enfermedades médicas se
estima en promedio en 15% a 20% de los casos. En el caso de algunas
enfermedades, la presencia de depresión puede empobrecer su pronóstico
(Zárate, 2008).
En un estudio de 248 adultos mayores de 65 años con enfermedades
crónico degenerativas adscritos a la UMF No. 94 del IMSS se encontró que el
17.74% presentaban depresión. De los 248 adultos mayores de la muestra el
39.1% padecía hipertensión, el 26.2% osteoartrosis, 16.12% diabetes mellitus y
14.51% diabetes mellitus e hipertensión arterial (Ramírez, 2008). De los pacientes
con diabetes mellitus el 15% sufría depresión, con hipertensión 23.71%, con
osteoartosis 12.31% (Ramírez, 2008).
La depresión se relaciona con las enfermedades crónicas incapacitantes y
algunas lesiones que son más frecuentes en los adultos mayores, pues este grupo
utiliza cuatro veces más los servicios de salud que el resto de la población
(González, 2005b, citado en Acosta & García, 2007).
La depresión toma sus propias características en los pacientes adultos
mayores, coexistiendo con enfermedades crónicas tales como enfermedades
cardiovasculares, desórdenes neurológicos, con compromiso del sensorio por
alguna de ellas, trastorno en los órganos de los sentidos: disminución o pérdida de
29
la agudeza visual y auditiva, disminución de la actividad física, debilidad, pobre
locomoción ya sea como secuela o por poca masa muscular, creando y existiendo
múltiples problemas psicosociales, y dependencia (Bressler & Katz, 1993,
Bazargan & Hamm,1995, Kawakami & Ido,1995, Osada & Shibata, 1995,
Williamson & Schulz, 1992 citados en Campuñay & Cols., 1996).
Las enfermedades de comorbilidad somática que favorece la aparición de
depresión en el anciano son la demencia, en sus diferentes subtipos, las
enfermedades cerebro vasculares, el cáncer, dolor crónico, trastornos endocrinos
como diabetes, hipo e hipertiroidismo, etc., infecciones, enfermedad de Parkinson
y alteraciones neurológicas (García & Lou, 2007).
Las principales causas de mortalidad de la población adulta mayor son las
enfermedades del corazón, los tumores malignos, diabetes mellitus y
padecimientos cerebrovasculares; en conjunto, fueron causa del 63.9% de las
defunciones. Por sexo, 27 de cada 100 hombres mueren por enfermedades del
corazón, seguidas de los tumores malignos con 17 y diabetes mellitus con una
proporción de 12 por cada 100. En las mujeres, 27 de cada 100 fallecen por la
primera causa, 14 por tumores malignos, 16 por diabetes mellitus y ocho por
problemas cerebrovasculares (INEGI, 2009).
La prevalencia de depresión entre los pacientes con diabetes es más
elevada que la población general, oscilando el 30% al 65%. Se ha demostrado que
un 27% de personas con diabetes pueden desarrollar depresión mayor en un
lapso de 10 años, como el estrés de la cronicidad, la demanda de autocuidado y el
tratamiento de complicaciones, entre otras (Colunga & Cols., 2008).
30
Además de disminuir funcionalidad y calidad de vida, presentan problemas
en el auto-cuidado y la interacción para atender su salud, por lo que sufrir
depresión se asocia con pobre cumplimiento terapéutico, bajo control glicémico y
riesgo incrementado para complicaciones micro y macro vasculares (Colunga &
Cols., 2008).
Respecto a la ansiedad, Lasher y Faulkender mencionaron que ésta es un
factor que sobresale en el proceso de ajuste hacia el envejecimiento, el no
ajustarse a este proceso natural puede llegar a manifestarse en cuatro
dimensiones principales: dimensión física, psicológica y social y transpersonal o
espiritual. Que se resumen en tres miedos específicos: miedo al envejecimiento,
miedo a ser viejo y miedo o ansiedad ante la gente vieja (Rivera-Ledesma,
Montero-López Lena, González-Celis Rangel & Sánchez-Sosa, 2007).
El cómo se perciba la persona con respecto a cuándo se llega a ser viejo o
muy viejo, o si ya se es viejo o muy viejo, independientemente de la edad, y que
puede llagar a influenciarse por el desajuste psicológico a la adultez mayor se le
conoce como vejez percibida. Esto es importante pues se debe considerar para la
evaluación de la ansiedad ante el envejecimiento, pues es un factor de ajuste a los
problemas que plantea la vejez. Sin embargo, la vejez percibida como desajuste
podría estar relacionada con otras variables de desajuste psicológico como la
depresión, la ansiedad, la desesperanza y la ideación suicida (Rivera-Ledesma,
Montero-López Lena, González-Celis Rangel & Sánchez-Sosa, 2007)
31
Es importante identificar a los adultos mayores que padezcan depresión y/o
ansiedad, ya que se ha comprobado que la co-existencia de éstas entorpece el
tratamiento de la persona y por ende se presenta una peor evolución.
Ambos trastornos afectivos afectan la salud a través de cuatro maneras:
produciendo cambios en la conducta (que ponen en peligro la salud); manteniendo
niveles de activación fisiológica intensos que pueden deteriorar la salud si se
vuelven crónicos; asociando la alta activación fisiológica a un cierto grado de
inmunodepresión, esto vuelve a los pacientes más susceptibles a desarrollar
enfermedades infecciosas o de tipo inmunológico; por último, incrementando la
vulnerabilidad a los trastornos psicofisiológicos y a las enfermedades relacionadas
con el sistema inmune, ya que no experimenta emociones negativas pero si
mantiene los niveles de activación fisiológica (Cano & Miguel., 2000).
El impacto que tienen las emociones negativas sobre el desarrollo de la
enfermedad sobrepasa los límites cognitivos e incide directamente en los físicos,
por esto es importante integrar dentro de los tratamientos no-farmacológicos, la
atención psicológica. Desafortunadamente, el sistema de salud sólo contempla la
educación de los pacientes diabéticos e hipertensos, la reducción de peso, la
restricción de consumo de sal y azúcar, la moderación del consumo de alcohol, la
promoción del ejercicio físico y la adopción de dietas saludables, como parte del
tratamiento no-farmacológico (Ramón, Domínguez, Gónzalez, Castiñeira & cols.,
2009; Programa de Acción: Atención al Envejecimiento, 2001), dejando de lado la
atención de la salud mental.
32
2.4. Apoyo social
En la actualidad, y a partir del aumento en la demanda de atención de las
enfermedades crónico-degenerativas, los cambios demográficos y
epidemiológicos de las poblaciones en los países industrializados han generado
una gran presión sobre los servicios de salud. Éstos han respondido con un
conjunto de estrategias, que en un primer momento consistió en reducir los costos
hospitalarios dando de alta lo más tempranamente posible a los pacientes. Sin
embargo, delegar la atención de enfermos y convalecientes en los miembros del
hogar no bastaba para retenerlos en ese ámbito y evitar un reingreso institucional,
lo cual implicaba una transferencia de los riesgos económicos y de salud a las
familias (Nigenda, López-Ortega, Matarazzo & Juárez-Ramírez, 2007). Las
políticas sociales actuales han dejado descubiertas áreas de protección y
bienestar, sobrecargando a las familias en su responsabilidad de cuidadoras
(Goldani, 2007). Un componente clave de muchas de esas estrategias ha sido el
fortalecimiento de la interfase entre la institución hospitalaria, el ámbito del hogar y
la comunidad (Nigenda, López-Ortega, Matarazzo & Juárez-Ramírez, 2007).
Otro aspecto clave en la promoción de la salud en poblaciones vulnerables es el
apoyo social y en los estudios sobre la tercera edad el apoyo social ha sido
referencia del buen envejecimiento y como se considera una estrategia
capaz de proveer vínculos compensatorios ante los múltiples cambios
asociados a la vejez (Tomaka, Thompson & Palacios, 2006 citados en
Domínguez-Guedea, Torres, Akemi, Ciancio, Hernández & Pantoja, 2009).
33
Diversos autores apuntan el beneficio del apoyo social para los adultos
mayores. Fernández, Xinia, Robles y Arodys (2008) indican que los adultos
mayores que cuentan con redes de apoyo social tienen un impacto significativo en
su calidad de vida, pues cumple un papel protector ante el deterioro de la salud y
genera un sentimiento de satisfacción ya que logran un mayor sentido de control y
competencia social. Por su parte, Escobar, Puga y Martín (2008) señalan que los
adultos mayores que tienen relaciones sociales con un gran número de personas
tienen mayores probabilidades de llegar a tener más edad en mejores condiciones
de vida, en lo que se refiere a salud y autonomía. Así, se considera que diversos
aspectos de las relaciones sociales reducen los efectos negativos de los
problemas y los eventos estresantes, favoreciendo la salud y el bienestar de las
personas (Tomaka, Thompson & Palacios, 2006).
Existen diferentes planteamientos al tratar de buscar una definición de
apoyo social, algunos ejemplos de éstos son: contar con apoyo psicológico que
provenga de otras personas significativas para el adulto mayor; información
proveniente de las personas que hacen pensar o suponer al adulto mayor que
tienen a alguien que se preocupa por él y lo hacen sentir querido, estimado y
valorado, y lo hacen tener un sentido de pertenencia a un grupo donde hay
comunicación y obligaciones mutuas; recibir ayuda de otras personas (Mella,
González, D´Appolonio, Maldonado, Fuenzalida & Díaz, 2004).
Arriola y Satién (2004) indican que las actividades de apoyo se llevan a
cabo para dar bienestar físico, psíquico y emocional a las personas (Arriola &
Setién, 2004). Al grupo de individuos con los que se relaciona el adulto mayor se
34
le llama relaciones sociales. La red social se refiere a la estructura de las
relaciones sociales, es decir a las relaciones interpersonales que se tiene con los
individuos, tiene que ver directamente el número de miembros, con qué frecuencia
se tiene contacto, y la estreches de la relación entre los miembros. El apoyo social
se refiere a las interacciones que tienen las personas dentro de la estructura de
las relaciones sociales. Éste apoyo social puede ser de tipo instrumental o
emocional, la forma en que fluya el apoyo social interfiere directamente en el
bienestar de la estructura de la red social, esta red social es reconocida como un
factor de protección cuando las capacidades del adulto mayor empiezan a
aminorar y este factor de protección se relaciona con un alto nivel de
probabilidades de recuperación (Escobar, Puga & Martín, 2008).
El apoyo también se puede entender como la medida en que la persona
siente que es aceptada, amada y estimada por los miembros de un grupo
particular, y ha demostrado estar asociado con el ajuste psicológico y la salud
física y mental (Hale, Hanum & Espelage, 2005; Hogan, Linden & Najarian, 2002),
con la percepción de mejor calidad de vida (Hampton, 2004) y como atenuante de
los efectos perjudiciales originados por eventos negativos (Bell, Leroy &
Stephenson, 1982, citado en Domínguez-Espinosa, Salas-Menotti & Procidano,
2009).
En general se considera como un flujo de interés emocional, ayuda
instrumental y apreciación reciproca entre individuos (House, 1981), que puede
hacer referencia a eventos pasados o potencialmente posibles (Acuña & Bruner,
1999). También, se refiere a la provisión especifica y personal de relaciones
35
sociales y sus componentes más subjetivos como intensidad, reciprocidad de
interacción, confidencia y tranquilidad (Pantelidou & Craig, 2006, citado en
Domínguez-Espinosa, Salas-Menotti & Procidano, 2009).
Fernández, Xinia, Robles & Arodys (2008) describe que “Los apoyos
sociales son las transacciones interpersonales que implican afecto, ayuda y
afirmación; constituyen un flujo de intercambio de recursos, acciones e
información…ante el declive funcional, cumplen un papel protector, previenen la
enfermedad y mantienen un estado adecuado de salud y de bienestar personal.
En síntesis, contribuyen a superar mejor las crisis que se presentan” (p. 86).
Típicamente se ha definido al apoyo social en términos de varios dominios
funcionales, de los cuales las funciones mas citadas son: las emocionales (tener
una persona a quien se le exprese simpatía), de ayuda instrumental o tangible
(provisión de apoyo financiero, bienes inmuebles, transportación, ayuda
domestica, entre otras), de información o consejo (tener una persona con la cual
compartir actividades) y de validación (tener a alguien a quien pedirle
retroalimentación sobre uno mismo), por lo que, el apoyo social puede provenir de
diferentes fuentes (Domínguez-Espinosa, Salas-Menotti & Procidano, 2009).
Por este motivo se distingue entre dos tipos de redes: informales y
formales; las informales son las relaciones familiares, amistades, lo cual brinda un
componente afectivo esencial. Las formales tienen como propósito dar apoyo al
adulto mayor, y sus miembros cumplen roles concretos y requieren contar con la
preparación adecuada (Fernández, & cols., 2008).
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Las redes se pueden definir a partir de aspectos individuales o
comunitarios; estos pueden ser de orden material, servicios, emocionales u otros,
de acuerdo con las necesidades de las personas (Fernández, & cols, 2008).
Tardy (1985, citado en Domínguez-Espinosa, Salas-Menotti & Procidano,
2009) conceptúa que el apoyo social está configurado en cinco dimensiones que
son:
1. La dirección: se refiere a si el apoyo se está dando o recibiendo.
2. La disposición: se refiere a si el individuo tiene acceso al apoyo
social (disponibilidad) y qué tipo de apoyo se ha utilizado.
3. La descripción/evaluación: indica si hay una evaluación del apoyo
social individual o si es una mera descripción de que el apoyo social
fue obtenido.
4. El contenido: existe el de tipo emocional, instrumental, de
información y de apreciación.
5. La red de apoyo: que evalúa las fuentes o los miembros de la red.
Independientemente de las definiciones que se puedan plantear, el adulto
mayor tiene más probabilidad de perder relaciones sociales por diversas causas,
ya sean propias de la edad, o por situaciones personales, lo que hace pensar que
los adultos mayores tienden a recibir menos apoyo social del que verdaderamente
necesitan para sobrellevar los acontecimientos que se les presentan y que son
estresantes para ello (Mella, González, D´Appolonio, Maldonado, Fuenzalida &
Díaz, 2004).
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Cuando a un paciente se le hace el diagnóstico de una enfermedad
crónico degenerativa, se ve forzado a realizar cambios en el estilo de vida y
resulta de gran importancia el apoyo que reciba de familiares, amigos y de las
instituciones de salud, este apoyo puede ser crucial en la adherencia al
tratamiento que mantenga el paciente y así tener un mejor estado de salud en
general. En el curso de las enfermedades crónico-degenerativas, la familia con la
que el paciente tiene mayor trato se ve inmersa en un proceso de adaptación a la
enfermedad al mismo tiempo que el paciente (Garay, 2010).
La red social puede ser un factor de protección frente a la pérdida de
funcionalidad y el inicio de la discapacidad básica. Pues diversos estudios han
demostrado como la integración social y las relaciones sociales pueden lograr un
efecto positivo sobre la salud (Puga, & cols., 2007). También se ha documentado
que la integración con la familia y la comunidad puede conducir a un sentimiento
de satisfacción por cumplir papeles sociales relevantes y a un mayor sentido de
control y competencia personal (Krause, cols; 2004 citado por Puga & cols., 2007)
citado en (Fernández, & cols., 2008).
Las redes de apoyo social contribuyen a la calidad de vida del adulto mayor,
no sólo por que proveen apoyos materiales e instrumentales que mejoran las
condiciones de vida, sino por el impacto positivo en el aspecto emocional
(Fernández, & cols., 2008).
Es por esto que las redes sociales favorecen muchas actividades para los
individuos, que se asocian positivamente con la mejora de su calidad de vida, a
través de las redes cotidianas, familiares y vecinales; en éstas se establece una
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retroalimentación que, en el caso de Sonora, apoyan sobre todo los cuidados a la
salud y las necesidades de alimentación. Por otro lado la insuficiencia de estas
redes afectan distintos aspectos vitales de los adultos mayores, sin embargo, la
fortaleza de las relaciones no tiene que ver con la amplitud y variedad de estas,
sino por la entereza de los vínculos, por la firmeza, constancia y cercanía de los
lazos que se establecen. La ausencia o carencia de servicios públicos obliga a las
familias, o a las personas de un barrio o comunidad, a buscar entre ellas los
satisfactores que el Estado no les provee (Grijalva & cols., 2007).
Por otro lado, hay aspectos que deben destacarse al hablar de apoyo
económico, se encuentra que en Sonora las personas adultas mayores,
principalmente las de sexo masculino, siguen siendo autosuficientes, incluso
siguen proveyendo de recursos económicos a sus familiares, por otro lado las
mujeres de 60 años cuentan con recursos propios, ya sea resultado de una
pensión o de ingresos de una actividad remunerada, aunque también de los
yernos, a diferencia de los hombres que no manifiestan tener apoyos de ellos.
Algunas mujeres reconocen recibir ayuda económica de familiares varones, otras
se asumen como autosuficientes y algunas rechazan percibir apoyos financieros.
Por lo que el apoyo económico si existe, se ofrece en artículos o mercancías, y no
tanto en dinero, pero cuando lo hay, proviene de hijos e hijas que radican en otros
lugares, fuera del estado o del país, y sobre todo en sectores de clase media
aunque no siempre es constante (Grijalva & cols., 2007).
Algunos adultos mayores, en especial los varones, son más reacios a
aceptar que se les brinde apoyo emocional, ya que lo consideran una debilidad o
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los hace sentir más vulnerables, y cuando aceptan que tienen apoyo, reportan que
éste proviene de la familia y manifiestan que no es frecuente, además de hacer
hincapié en que las relaciones afectivas las establecieron cuando jóvenes, y que a
esta edad no establecen nuevas relaciones. En cambio, en las mujeres el apoyo
es más fuerte y cotidiano, ya sea en función del entrenamiento social que tienen
para establecer relaciones de mejor calidad, ya sea con los familiares y vecinos o
miembros de organizaciones religiosas o comunitarias (Grijalva, & cols., 2007).
También se encuentra que las personas adultas mayores que viven con
familia dan más servicios de los que pudieran recibir, esto se debe a que sus
descendientes son jóvenes aún. Los varones que viven solos son quienes reciben
menos apoyo para cuidado personal y de salud, de alimentación y para realizar los
quehaceres del hogar, esto depende del nivel socioeconómico al que pertenezca.
En cambio, las mujeres reciben más apoyo sobre todo de sus hijas ya sea para
trabajos domésticos, acompañamiento, visitas al médico, administración de
medicamentos y apoyos en el aseo personal (Grijalva, & cols., 2007).
Sin embargo, se encuentra que las necesidades de apoyo son muchas y
que no son cubiertas satisfactoriamente; los grupos etarios más jóvenes carecen
de ayuda debido al inicio de la pérdida de funcionalidad y su progresivo aumento,
problemas que suceden a medida que aumenta la edad. En cuanto a los adultos
mayores, no hay correspondencia entre la necesidad de ayuda y la medida en que
ésta se satisface. Por lo general los adultos mayores reciben ayuda cuando se
trata de asuntos interpersonales (toma de medicamentos, ir de compras, preparar
comida, manejo de dinero), en cambio, una menor proporción necesita
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colaboración cuando se trata de actividades de índole más personal, en que la
ayuda debe ser directa; sin embargo, la asistencia recibida disminuye en forma
considerable.
Otro punto sería la conducta que presenta el enfermo pues es crucial para
el desarrollo de la enfermedad, la información que tenga de ella y el apoyo que
tenga de las personas que la rodean, la protección que sienta de su familia, así
como el apego que tenga a las indicaciones dadas por el médico, todas estas
pautas pueden hacer que el paciente tome decisiones o tome actitudes que
pueden mejorar o empeorar su estado de salud (Martínez & Fernández, 1994).
Cuando el adulto presenta problemas de salud, se empiezan a sentir
abandonados por las redes de apoyo, este sentimiento es compartido tanto por él
como por la familia, ya que la carencia de apoyo no sólo es personal sino también
institucional. Es importante mencionar que los adultos en la tercera edad que
tienen muchos contactos sociales tienden a vivir más y con mejor calidad, esto en
relación con los que tienen menos recursos sociales. El tener redes de apoyo
implica tener una autoimagen positiva y una alta autoestima, mejorando la
percepción de sí mismo y esto se refleja directamente en la salud. El apoyo social
también influye en la presencia o no del estrés, el cómo se le hace frente y hace
menos las consecuencias negativas de éste (Mella, González, D´Appolonio,
Maldonado, Fuenzalida & Díaz, 2004).
Poder encontrar personas de confianza a los cuales poder expresar
emociones, problemas o dificultades y escuchar su opinión, o tener la sensación
de ser escuchados y aceptados por ellos, tiene un fuerte impacto tanto en la
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autoestima como en la capacidad de la persona para afrontar adecuadamente
situaciones difíciles y estresantes (Lin & Ensel, 1989; Herrero, 1994; Cava, 1995;
Musitu & Cava, 2001 citado en López-Becerra & Rivera-Aragón, 2010).
En el siguiente capítulo se describen los detalles relativos al Método de
recolección de datos para cumplir con el objetivo trazado en la presente
investigación.