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La herencia del indiano JOSEP MARIA HUERTAS El paseo de moda En abril de 1904, la calzada del paseo de Gràcia era todavía una mezcla de tierra y grava poco consistente que a menuda levantaba polvareda. El regidor Josep Puig i Cadafalch, de la Lliga Regionalista, había pedido que se pusieran adoquines en el paseo, pero los trámites aún duraban cuando la Juventud Monárquica decidió que el mejor lugar para recibir al rey Alfonso XIII era aquella vía cada vez más de moda entre las familias acomodadas, donde éstas edificaban sus palacetes, como los Samà o los Robert. También había otra razón para escoger el paseo: el apeadero –apaiaderu era el nombre popular que se le daba en catalán, deformación de la palabra castellana apeadero– que se había inaugurado dos años antes del cruce con la calle de Aragò, para que los viajeros que llegaban en tren dispusieran de una parada más céntrica que la de la estación de Francia. Joaquim Maria de Nadal, uno de los organizadores de la recepción, lo evoca en sus memorias: «En el paseo de Gràcia se había levantado un arco de triunfo, bastante feo, dentro de las normas del modernisme que se iniciaba. Nadie sabía quién lo había pagado, porque el Ayuntamiento, que era el indicado para hacerlo, no lo hizo y, como en aquella época todos los actos de generosidad o de esplendidez de padres desconocidos, eran atribuidos al marqués de Comillas, se le colgó el arco». El arco lo había diseñado Enric Sagnier, arquitecto prolífico que también fue modernista, y participó en el encargo Josep Maria Milà i Camps, entonces presidente de la Juventud Monárquica, organizador del recibimiento al monarca. (Debemos fijarnos en que Nadal, en su evocación, califica de «feo» al arco de triunfo –lo era–, pero como si indicase que no podía ser de otra manera siendo modernista. Y es que el desprecio hacia el modernisme era bastante fuerte en algunos sectores). Cuando Alfonso XIII vio el paseo quedó deslumbrado y en una visita posterior diría aquello de «Madrid es muy bella, pero Barcelona la supera en dos cosas: el Tibidabo y el paseo de Gràcia». Era la época en que Antoni Gaudí estaba rehabilitando en el mismo paseo una vieja casa para los Batlló, mientras que otros burgueses habían construido allí o construían en aquel momento sus residencias. Con criterio de buen cronista, Lluís Permanyer ha observado que «la novedad que aportó el paseo a la ciudad fue su amplitud y espaciosidad, lo que atrajo a los caballos y a los carruajes». La gente iba a curiosear y a ver el espectáculo de una clase social que quería lucirse. En La ciudad de los prodigios Eduardo Mendoza muestra a uno de sus personajes «a lomos de una jaca jerezana de muy fina estampa» que no dejaba ni un día de ir al paseo, sencillamente para hacerse ver. La novela de Mendoza refleja en esta imagen la segunda mitad de los años diez, cuando poco a poco los

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Page 1: biografia_pedrera

La herencia del indiano JOSEP MARIA HUERTAS El paseo de moda En abril de 1904, la calzada del paseo de Gràcia era todavía una mezcla de tierra y grava poco consistente que a menuda levantaba polvareda. El regidor Josep Puig i Cadafalch, de la Lliga Regionalista, había pedido que se pusieran adoquines en el paseo, pero los trámites aún duraban cuando la Juventud Monárquica decidió que el mejor lugar para recibir al rey Alfonso XIII era aquella vía cada vez más de moda entre las familias acomodadas, donde éstas edificaban sus palacetes, como los Samà o los Robert. También había otra razón para escoger el paseo: el apeadero –apaiaderu era el nombre popular que se le daba en catalán, deformación de la palabra castellana apeadero– que se había inaugurado dos años antes del cruce con la calle de Aragò, para que los viajeros que llegaban en tren dispusieran de una parada más céntrica que la de la estación de Francia. Joaquim Maria de Nadal, uno de los organizadores de la recepción, lo evoca en sus memorias: «En el paseo de Gràcia se había levantado un arco de triunfo, bastante feo, dentro de las normas del modernisme que se iniciaba. Nadie sabía quién lo había pagado, porque el Ayuntamiento, que era el indicado para hacerlo, no lo hizo y, como en aquella época todos los actos de generosidad o de esplendidez de padres desconocidos, eran atribuidos al marqués de Comillas, se le colgó el arco». El arco lo había diseñado Enric Sagnier, arquitecto prolífico que también fue modernista, y participó en el encargo Josep Maria Milà i Camps, entonces presidente de la Juventud Monárquica, organizador del recibimiento al monarca. (Debemos fijarnos en que Nadal, en su evocación, califica de «feo» al arco de triunfo –lo era–, pero como si indicase que no podía ser de otra manera siendo modernista. Y es que el desprecio hacia el modernisme era bastante fuerte en algunos sectores). Cuando Alfonso XIII vio el paseo quedó deslumbrado y en una visita posterior diría aquello de «Madrid es muy bella, pero Barcelona la supera en dos cosas: el Tibidabo y el paseo de Gràcia». Era la época en que Antoni Gaudí estaba rehabilitando en el mismo paseo una vieja casa para los Batlló, mientras que otros burgueses habían construido allí o construían en aquel momento sus residencias. Con criterio de buen cronista, Lluís Permanyer ha observado que «la novedad que aportó el paseo a la ciudad fue su amplitud y espaciosidad, lo que atrajo a los caballos y a los carruajes». La gente iba a curiosear y a ver el espectáculo de una clase social que quería lucirse. En La ciudad de los prodigios Eduardo Mendoza muestra a uno de sus personajes «a lomos de una jaca jerezana de muy fina estampa» que no dejaba ni un día de ir al paseo, sencillamente para hacerse ver. La novela de Mendoza refleja en esta imagen la segunda mitad de los años diez, cuando poco a poco los

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automóviles iban desplazando a las jacas y a los tílburis. En 1891 Alexandre Maria Pons ya había ido a vivir a la casa que le había hecho Enric Sagnier, el del arco real, en el número 2, actual sede de la compañía de seguros Occidente. Siguió el camino de la familia Marcet, a la que Tiberi Sabater había construido, cuatro años antes, un palacete que, restaurado, ahora acoge los cines Comedia. Por la misma época, el marqués de Marianao tenía ya el suyo enfrente, en la esquina del paseo con la Gran Via, donde actualmente se encuentra el Banco Vitalicio. Era un caserón suntuoso, obra de Josep Oriol Mestres, que resistiría hasta 1936. Pero el gran momento llegaría hacia el año 1905, cuando finalmente se adoquinó el paseo, los tranvías se trasladaron a las calzadas laterales y dos arquitectos como Lluís Domènech i Montaner y Antoni Gaudí emprendieron, respectivamente, sendas casas como la que se hizo edificar Albert Lleó i Morera en la esquina con Consell de Cent y la de Josep Batlló un poco más arriba. Se sumaban a la bonita casa Amatller, que Josep Puig i Cadafalch, el regidor de los adoquines, había construido en el mismo tramo, conocido en el futuro como «la manzana de la discordia». Desde aquel momento, muchos otros burgueses quieren tener casa en el paseo de moda. En 1906 los Malagrida, que comerciaban con Argentina, se construyeron una con una bella cúpula en el número 27, obra del maestro de obras Josep Codina. Sagnier hizo una casa para la familia Mulleras al lado de la casa Amatller, mientras que la viuda Marfà terminaba de edificar la que le había encargado a Manuel Comas en la esquina con la calle de València. Se sumaron a otras ya existentes desde finales del sigloXIX, como otra de la familia Batlló, obra de Josep Vilaseca, en la esquina con la calle de Mallorca, hoy hotel Comtes de Barcelona, el famoso palacio de los Robert, orientado a la Diagonal, o la casa de los Bertrand, que también daba a la Diagonal, ya en el lado de Gràcia. En 1905 Mariano Belio abrió un cine, el nuevo y atractivo invento, en los bajos del número 5, y la firma cinematográfica francesa Pathé, cuando decidió instalarse en Barcelona, escogió los bajos de la casa Batlló. Ya lo decía Maria Regordosa, una mujer de la alta sociedad, a su chófer: «¡Anem a fer el merda al passeig de Gràcia!» (¡Vamos a «hacer el mierda» -presumir- al paseo de Gràcia!). A la Regordosa le gustaba soltar alguna expresión malsonante para escandalizar a sus amigos. La Select Guide de 1916 se rindió a la evidencia: «La mayor parte de los edificios son de una riqueza y de un buen gusto excepcionales; algunos de ellos son de una gran originalidad y suntuosidad». La noche del 25 de octubre de 1908 el palacio Robert se vistió de gala. Alfonso XIII estaba de nuevo en Barcelona, ahora ya casado con la inglesa Victoria Eugenia. Robert

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Robert i Suris, marqués de Robert, también conde de Serra y conde de Torroella de Montgrí, escogió muy bien a los quinientos invitados que asistirían al baile en los jardines, diseñados por Ramon Oliva. Oliva había aprovechado unas palmera de la Exposición Universal de 1888 que habían tenido que retirarse de las instalaciones provisionales y que los Robert habían adquirido. Una guirnalda de luces eléctricas formaba los nombres de Alfonso y Victoria. El rey estaba emocionado. Ya lo había estado en la recepción del Ayuntamiento, cuando el alcalde en funciones, Francesc Puig i Alfonso, también de la Lliga, había hecho un pequeño discurso en catalán. Alfonso XIII había respondido: «He hecho muchos progresos en el estudio del catalán, tanto que he comprendido perfectamente todo su discurso». Puig le había contestado: «Ahora sólo le falta hablarlo». Y Antoni Rubió i Lluch, presente en la recepción, había añadido: «Aunque sólo sean dos palabritas, señor Rey». Entre los asistentes al baile del palacio Robert se encontraba Pere Milà i Camps, primo hermano del secretario de los jóvenes monárquicos, Josep Maria Milà i Camps, y su mujer, Rosario Segimon, a quien todos llamaban doña Rosario. Ella había figurado también entre el grupo de damas barcelonesas que aquella mañana había entregado una bandera de combate al crucero Cataluña. Pere Milà y Rosario Segimon estaban a punto de ser nuevos inquilinos del paseo de moda, ya que Antoni Gaudí les estaba construyendo un inmenso edificio en la esquina con la calle Provença. Él se había apasionado con la casa que Gaudí le había reformado a Josep Batlló, socio de su padre y del conde de Godó en un negocio de cáñamo. Ella conocía a la familia Gaudí porque la madre del arquitecto iba a casa de los Segimon en Reus a recoger las sobras de la comida y otras cosas que se podían aprovechar, como ropa usada. La casa que edificaban se convertiría en el edificio más famosa del paseo, pero se la conocería más por su sobrenombre que como casa Milà. Su sobrenombre, que muy pronto se haría popular, sería La Pedrera.

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Perico Milà, doña Rosario y el amo de El Chocolá Pere Milà i Camps era hijo de una familia distinguida. Había nacido en Barcelona en 1873. Ser un Milà de veintisiete años en la Barcelona situada a caballo de los dos siglos era ser alguien. Su padre, Pere Milà i Pi, era un industrial textil conocido y su tío, Josep Maria Milà i Pi, había sido alcalde de Barcelona durante unos meses en 1899, cuando sucedió al famoso doctor Bartomeu Robert al frente del municipio. Según Robert Hughes, Pere Milà, a quien los amigos llamaban Perico, «tenía un aire de dandi atrevido, siempre llevaba trajes de color gris perla con cordón negro y tuvo uno de los primeros coches de Barcelona». Erróneamente, Hughes le califica de «urbanizador», cuando nunca lo fue, como otros lo tildaban de industrial, y tampoco lo era. Pere o Perico Milà vivía de su buena planta y del dinero de la familia. Parece que él animó a su tío, cuando éste era alcalde, a organizar la primera carrera de coches que hubo en Barcelona, el 10 de diciembre de 1899. Sin embargo, Josep Maria Milà i Pi ya había dimitido cuando se celebró la carrera que había contribuido a organizar. La causa fue la mala suerte de vivir al lado de la alcaldía, ya que su casa estaba en la plaza de Sant Jaume, enfrente del Ayuntamiento. Estudiantes catalanistas, partidarios del dimitido doctor Robert, habían ido allí a protestar y le habían roto los cristales de las ventanas a pedradas. Abogado conservador con una buena clientela, Josep Maria Milà i Pi dio por acabada su carrera municipal. El joven Pere Milà i Camps era amigo de Josep Bertrand y del pintor Ramon Casas, otros dos entusiastas del automóvil, que participarían en 1906 en la fundación del Real Automóvil Club. Rosario Segimon i Artells había nacido en Reus en 1871, mientras su padre y su tío trabajaban haciendo carreteras como contratistas de obras por tierras de Valencia, Murcia y Andalucía. A los veintidós años, Lola Guardiola, una hija mulata del indiano Josep Guardiola i Grau –un hombre de sesenta años nacido en L’Aleixar, población cercana a Reus-, le presentó a su padre y Rosario se casó con él, pese a la diferencia de edad. Rosario era guapa, de piel muy blanca, tanto que parecía de porcelana. «Tenía los huesos como si fueran de cristal y por eso a lo largo de su vida se los rompió un par de docenas de veces», ha evocado su pariente lejano Albert Manent. Guardiola, por su parte, había hecho su fortuna con una plantación de café en Guatemala conocida como El Chocolá. Vivieron entre París y Barcelona. Su casa en la capital catalana era un edificio del pasaje de la Concepció con las letras JG en la fachada. Aún existe, repintada de crema. En 1901, cuando hacía diez años que se habían casado, Josep Guardiola murió. Rosario Segimon consolaba su pena en el balneario francés de Vichy, acompañada por una prima, cuando coincidió con Pere Milà. Éste la cortejó, al principio sin suerte. Un día le mandó dos rosas, una blanca y otra roja, diciéndole que si salía a pasear con la roja en un ojal del vestido, significaría que le aceptaba. Y así fue.

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En 1905 se casaban Pere Milà y Rosario Segimon, y fueron a vivir a la Rambla dels Estudis. Los veranos los pasaban en una casa de Blanes que también había heredado Rosario de su primer marido. Hablaban siempre en castellano, primero porque la infancia de Rosario había transcurrido en tierras donde no se hablaba el catalán, y segundo porque era lo habitual entre la burguesía. Sin embargo, Pere Milà hablaba en catalán cuando le convenía. Rosario Segimon era muy rica gracias a los 15 millones que la había dejado Josep Guardiola. Otros cinco habían ido a parar a Lola, la hija que el indiano había tenido en Guatemala. Entre la buena sociedad barcelonesa corría una frase ingeniosa, y se decía que no se sabía si Perico se había casado con la viuda de Guardiola o con la guardiola (la hucha, los ahorros) de la viuda. Los Milà, atraídos por la fama del paseo de Gràcia, compraron un chalet de Josep Anton Ferrer-Vidal situado en la esquina del paseo de Gràcia con la calle de Provença y le encargaron al arquitecto Antoni Gaudí que les hiciera una casa en el solar, con la intención de ocupar el piso principal y alquilar el resto, una idea muy popular entre los ricos del momento. Mientras se construía la casa, Pere Milà se dedicó a la política. De hecho, en 1903 ya se había presentado a diputado provincial por el Partido Conservador, que era el de su tío, el ex alcalde, y el de su primo, presidente de la Juventud Monárquica. En 1907 lo hizo como independiente, dentro de las listas de la Lliga por Solsona. Eran los tiempos de la Solidaritat Catalana. Salió elegido y en 1910 repitió. En 1914, también pero en las listas del Partido Liberal. Volvió a ser elegido, pero dos años más tarde perdía el escaño y acababa su carrera política. Sin embargo, en 1918 se le encuentra en las listas de la Unión Monárquica Nacional, y en 1923, en la época del general Primo de Rivera, le hizo explícito su apoyo. Otra tentación de Perico Milà fue hacer de empresario de prensa. En 1912, cuando ya vivía en la casa del paseo de Gràcia, impulsó en Madrid la aparición del diario La Tribuna, inspirándose en uno del mismo nombre que se publicaba en Barcelona. Era un periódico gráfico, que apoyaba la política del líder del Partido Conservador, Antonio Maura, y que dirigía Salvador Cánovas Cervantes, que después evolucionaría hacia el anarquismo. La participación económica de Milà en La Tribuna duró hasta 1917. En La Tribuna de Barcelona- este diario había añadido el genitivo para diferenciarse- se elogiaba el españolismo. El 14 de marzo de 1914, en un articulo titulado «Cataluña española» se ponía como ejemplo que «aquí tenemos tres plazas de toros cosa que no ocurre en ninguna otra población de España». Alguna relación debía de haber entre las dos tribunas ya que Pere Milà era el promotor de la nueva plaza de toros Sport, que en 1916, reformada, pasaría a llamarse La Monumental. Las otras dos plazas eran el viejo Torín de la Barceloneta y Las Arenas. Los Milà llevaban la vida normal de una pareja de la alta burguesía. Tenían coche de caballos – lo prefería doña Rosario – y automóvil, un palco en el Liceo y la casa de

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Blanes para el veraneo, además de una casa en L’Aleixar, que no era suya, pero de la que disponían. Pere Milà, en la línea de otros maridos burgueses, mantenía a alguna querida, a la que a veces llevaba al palco del Liceo, entre los murmullos de la gente, que compadecía a doña Rosario. No es que ella fuera una mujer resignada, ya que tenía un genio muy vivo – «gent del Camp, gent del llamp» (gente del Camp, gente del rayo), decían de los que eran del Camp de Tarragona -, hasta el punto de reprocharle a su marido, cuando gastaba más de la cuenta, que «el dinero es mío». Perico Milà era tan simpático como engatusador. Empezó a comprar cuadros, aconsejado por un pintor de segunda fila, Aleix Clapés. Se las ingeniaba para presentar a su mujer facturas infladas de los cuadros y se quedaba con una «comisión» para ayudarse en su agitada vida sentimental. Rosario Segimon, con un carácter fuerte, sabía que el papel de una señora de su posición, en aquella época, era callar y recluirse en casa. Seria, austera, lacónica, recibía visitas y celebraba un par de bailes al año, además de organizar sesiones de teatro en su inmenso piso de La Pedrera, el nombre que se había impuesto por encima del de casa Milà. Con los años le gustaría, los días que hacía bueno, quedarse en el balcón con sus dos guacamayos, Gonzalo y Amaya, que su sobrino, Pere Segimon, pintaría en un bonito cuadro con la sirvienta Teresa. No demasiado feliz en su matrimonio, doña Rosario conservaba un gran recuerdo de su primer marido. Josep Guardiola i Grau se había hecho a sí mismo. El cuarto de seis hermanos, trabajaba como labrador cuando a los dieciséis años un amigo le animó a buscar fortuna en las Américas. Segundón en un pueblecito del Camp de Tarragona, tenía poco futuro. Regresó cuarenta años después. Había hecho fortuna cultivando café en una finca inmensa en Guatemala, El Chocolá, donde tuvo dos hijos ilegítimos, uno de ellos Lola, que le acompañaría cuando decidió regresar a Europa. Hizo inversiones en el canal de Panamá y en Brasil, y una vez en Cataluña, se hizo construir una casa en el barcelonés pasaje de la Concepció en el año 1886 y también un panteón en el nuevo cementerio de L’Aleixar, su pueblo, que sufragó. Hombre culto que hablaba varios idiomas, en 1893 publicó una gramática de una nueva lengua universal que él mismo preconizaba, el orba, en cuyo prólogo afirmaba que «los comerciantes, los navegantes y los hombres de mundo verían extenderse sus relaciones» y aclaraba que «este nuevo idioma no pretende suprimir ni sustituir a ningún otro». Confesaba que «la idea de un idioma general nos vino, hace años, en América, viajando por entre poblaciones de indígenas cuya lengua no entendíamos…».

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Guardiola hacía también de albacea de Pau Gil, otro catalán instalado en París, cuya herencia sirvió para hacer el nuevo hospital dedicado a su patrón, san Pablo, y participó en la compra de la fundición Comas para hacer la sala de fiestas La Paloma. También impulsó un hospital asilo en su pueblo, L’Aleixar. El 19 de noviembre de 1901, mientras se quitaba las botas, murió de un ataque al corazón en París. Su cuerpo fue trasladado en tren al panteón que se había hecho construir en L’Aleixar. Y su fortuna sirvió para levantar La Pedrera. El nacimiento de La Pedrera Animada doña Rosario por su flamante segundo marido, compró el chalet que tenía Josep Anton Ferre-Vidal en la esquina del paseo de Gràcia con la calle de Provença, donde había habido la frontera de Barcelona con la villa de Gràcia hasta 1897, cuando se produjo la anexión de seis municipios del llano a la gran capital. El 9 de junio de 1905 el chalet y su jardín, que ocupaban 1.835 m2, pasaron a ser propiedad de Rosario Segimon. La idea era derribarlo y edificar una casa de vecinos. Tres meses más tarde, Pere Milà solicitaba el permiso pertinente. El matrimonio le encargó el proyecto al ya famoso Antoni Gaudí, que había acabado la casa Batlló, un poco más debajo de donde se alzaría el nuevo edificio. El 2 de febrero de 1906, el arquitecto presentaba los planos en el Ayuntamiento. El constructor escogido por Gaudí fue el mismo que el de la casa Batlló, Josep Bayó. El tipo de piedra, blanco crema, proveniente de las canteras de Garraf y de Vilafranca del Penedès, y la manera de hacerla resaltar como una nave que enfilaba la calle, muy pronto le valió la denominación de La Pedrera, que hizo fortuna y que ha destacado sobre el nombre de los propietarios. Se la ha llamado indistintamente de las dos maneras, casa Milà y La Pedrera, pero es obvio que la segunda ha ganado la partida. El Ayuntamiento, sin embargo, debió de ver algún problema y no dio el permiso de obras, que no obstante ya habían empezado. El 27 de diciembre de 1907 hubo una denuncia porque uno de los pilares de la casa ocupaba un trozo de la acera del paseo de Gràcia. Joan Bassegoda ha explicado que el constructor, Josep Bayó, le comentó el problema a Gaudí y que éste le contestó: « Diles que si quieren cortaremos el pilar como si fuera un queso, y en la pulida superficie que quede pondremos una leyenda con la frase “cortado por orden del Ayuntamiento”». Irritado, el inspector municipal ordenó interrumpir las obras un mes después, pero nadie le hizo caso. En agosto de 1908 insistieron las autoridades municipales y pusieron una multa de 100.000 pesetas. La notificación llegó al domicilio de los Milà, todavía en la Rambla dels Estudis, pero los sirvientes tenían instrucciones de no firmar ningún aviso de recibo. Finalmente, el Ayuntamiento cedió. El permiso de obras definitivo no llegó hasta el día de San Juan de 1909, cuando el edificio ya se hallaba levantado hasta la cuarta de las

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cinco plantas que tendría. Aun así, nuevas denuncias por el hecho de que la casa Milà no respetaba las ordenanzas seguían su curso. Pero el 20 de diciembre de 1909 la Comisión Especial del Ensanche aprobó definitivamente las obras y archivó las denuncias, porque « salta a la vista que el edificio en cuestión, sea cual fuere su destino, tiene carácter artístico que lo separa de los demás». No obstante, no obtendría el premio al mejor edificio que el Ayuntamiento concedía todos los años. Su destino era el alquiler de los pisos. Doña Rosario, alarmada por el coste de las obras, pidió permiso para poder empezar a alquilarlos en diciembre de 1910. Tres meses después, el Ayuntamiento certificaba que la nueva casa era muy higiénica y que no había problemas para ocupar los pisos, pero hasta octubre de 1911 no llegó el primer permiso, el del principal, destinado al matrimonio Milà-Segimon. El edificio constaba de sótano, planta baja, entresuelo, principal, cinco plantas de pisos, desvanes y azotea. Disponía de dos entradas, una por el paseo de Gràcia y otra por la calle de Provença, y de dos ascensores para acceder a los pisos. A medio recorrido de la escalera principal había una estancia donde viviría el chófer. Durante la construcción se había presentado un problema a la hora de adaptar el sótano como aparcamiento de automóviles, el nuevo invento entusiasmaba a la burguesía. El futuro inquilino Antoni Feliu Prats, propietario de Industrial Linera, pidió que se hiciera una corrección en el acceso, porque su Rolls Royce- dicen que llegaría a tener tres- no podía acceder al aparcamiento. Gaudí aceptó suprimir un pilar en la rampa que daba al garaje. Así, Feliu, que tenia el establecimiento de ventas en la calle Fontanella y la fábrica en Parets del Vallès, podía ir a ambos sitios con su coche desde La Pedrera. Pero doña Rosario no pudo empezar a alquilar los pisos hasta diciembre de 1912. Gaudí había firmado que el edificio estaba terminado el 31 de octubre de ese mismo año, dos meses antes. Mientras tanto, algunas ideas se habían quedado por el camino, como la inmensa Virgen que el escultor Carlos Mani tenía que colocar para coronar el edificio, sobre la que se han hecho todo tipo de elucubraciones: que si el impacto de la Semana Trágica de julio de 1909 había aconsejado suprimirla, que si Gaudí había visitado los Milà en Blanes mientras veraneaban para convencerlos de que era mejor no ponerla, que si el proyecto no le gustaba nada a Pere Milà… El edificio, sin embargo, ha dejado todo tipo de huellas de una gran originalidad, desde los techos desiguales y las columnas hasta los desvanes y las chimeneas. A veces, la imaginación ha ido más allá y ha llevado a pensar en palabras cabalísticas que no son tal.. Durante años se pensaba que Rebled, una palabra esculpida en el tejado, era una de ellas. En realidad, parece que fue un capricho de Gaudí o de un albañil, y simplemente se trata del apellido del primer portero que tuvo la finca. Los Milà fueron a vivir al principal. Ocupaban 1.323 m2, un piso realmente inmenso. Se accedía directamente del ascensor a la casa. En la entrada había un recibidor; a un lado se

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encontraba un oratorio con un retablo gótico y al otro un gran vestíbulo. Inmediatamente, y con ventanas que daban al paseo de Gràcia, estaba el despacho de Pere Milà. Después venía el salón azul, así llamado por el color de las paredes y el tapizado de las sillas, donde destacaba un piano Stainway, que Rosario Segimon tocaba a menudo y bastante bien. Después seguía la salita morada – la razón de su nombre era la misma que en el salón azul -, el gran comedor con la tribuna que daba al paseo, la salita china con objetos de laca, el dormitorio del matrimonio con un cuarto de baño, el vestidor de doña Rosario, y finalmente, dos dormitorios más. Hacia el interior del piso había más cuartos y trasalcobas, y la cocina.. Ocupaban tres cuartas partes de toda la planta principal. Las relaciones de los Milà con Gaudí fueron tensas, sobre todo entre la señora de la casa y el arquitecto, que discutían frecuentemente. En el segundo segunda, el piso de muestra que se enseñaba a los interesados en vivir allí, Gaudí empezó poniendo puertas de madera de roble, y cuando doña Rosario supo su precio, le dijo que las pusiera mucho más sencillas. Sin embargo, las dos puertas de muestra han sobrevivido, restauradas por Jordi Yglesias, su inquilino desde los años cuarenta. En cuanto Gaudí firmó que el edificio estaba acabado, se alquilaron rápidamente los pisos. Cada inquilino tenía derecho a un lavadero en los desvanes, que además, como era tan grande, servía de cuarto trastero. Los Milà y Gaudí también acordaron que nunca se vendería ningún piso – «Antonio y yo hicimos como un contrato en ese sentido», evocaba Rosario Segimon -, pero también discutieron hasta llegar a los tribunales sobre los honorarios. Gaudí ganó la demanda en 1916. Los Milà tuvieron que hipotecar La Pedrera para poder pagar 105.000 pesetas al arquitecto. Bassegoda asegura que éste entregó el dinero al jesuita Ignasi Casanovas, para que lo destinara a alguna buena obra. Se dice que sirvió para ayudar a un convento de monjas. Quizá porque no les gustaba la decoración que les había hecho Gaudí, quizá por rencor hacia él por cómo habían acabado, cuando el arquitecto murió, en junio de 1926, los Milà cambiaron radicalmente los muebles y la decoración. Como otros burgueses, los Milà querían mantenerse al margen de los acontecimientos, pero no les gustó que se fuera aquel rey al que tan bien habían acogido en 1908 ni que se proclamara la República. Pere Milà, que había evolucionado de la Lliga a los partidos tradicionales hasta llegar a apoyar al dictador, Miguel Primo de Rivera, publicó en 1931, sin firmar, anónimamente, el libro Perogrullo, diputado constituyente en el que, a lo largo de 77 páginas, exponía sus teorías políticas: supresión del sufragio universal, animadversión al Estatuto de Autonomía, elogio de la dictadura, críticas a Francesc Cambó… Siguió administrando la fortuna de su mujer, en definitiva, la de Josep Guardiola, al que llamaba “mi antecesor”. Ambos se esforzaban por vivir en el mundo que se habían

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fabricado, al margen de las convulsiones sociales que también llegaban al paseo de Gràcia. Entre la crítica y el elogio Cuando Margarita Rovira explicaba que, cuando se casara, iría a vivir a La Pedrera, sus interlocutores no podían evitar sorprenderse de que quisiera residir en un edificio que se tenía por tenebroso e incómodo. Su prometido, Jordi Yglesias, sin embargo, estaba enamorado del edificio de Gaudí y ella, pese a sus propias dudas y a las que le iban creando, no quería decepcionarlo. Medio siglo después, Margarita Rovira no se arrepiente ni un ápice de haber cedido ante el entusiasmo del muchacho. «Descubrí que era un piso luminoso y bellísimo. Todos los techos eran diferentes. Además, qué contento estaba Jordi de que tuviéramos las dos únicas puertas de madera de roble que pudo poner Gaudí antes que doña Rosario le prohibiera que pusiera más…», comenta la señora Rovira en su piso de La Pedrera, de 290 m2, donde hace cincuenta y cinco años que vive. La Pedrera empezó rodeada de polémica, quizá porque, como escribió Josep Pla, «el ambiente intelectual (era) antigaudiniano en Barcelona». Las revistas satíricas hacían chacota del aspecto insólito de La Pedrera. Junceda la tildaba en un chiste de «mona de Pascua» y en otro de paella, Ismael Smith ironizaba sobre si había habido un terremoto como en Mesina, Picarol la comparaba con un imaginario Walhalla wagneriano o con una defensa antibélica de la guerra de Marruecos, y en otro la ridiculizaba diciendo que en el futuro sería un hangar para dirigibles. Joaquim Renart, en su Diari, comentaba lo difícil que debía de ser poner colgaduras en los balcones de hierro forjado de la casa Milà, el 1 de febrero de 1925, e insinuaba que Junceda podía hacer una caricatura de la casa. La hizo al mes siguiente: el 28 de marzo salía en Patufet. Una anécdota nunca probada, pero a menudo repetida, es que el político Georges Clemenceau vino a Barcelona a dar una charla al Ateneo Barcelonés y primero quiso dar una vuelta por la ciudad. Al ver La Pedrera, cuentan que se quedó atónito y decidió dar por finalizada su estancia. Se marchó sin pronunciar la conferencia. Dicen que en París se enervaba explicando que en Barcelona construían casa para dragones…Tampoco le gustaba a su compatriota el escritor Paul Morand. En cambio, el inglés Evelyn Waugh, también novelista como Morand, la elogiaba, en 1930, en la revista Architectural Review. No es preciso, sin embargo, fijarse sólo en las opiniones foráneas. Los noucentistes menospreciaban el modernisme, y por tanto no les satisfacía Gaudí. En una guía de los años treinta Carles Soldevila escribía que La Pedrera «es la obra de un arquitecto indiscutiblemente genial, pero de un gusto lamentable». Dos décadas más tarde, insistía: «El arte de Gaudí puede no gustar- a mí no me gusta-, pero no deja indiferente»”. Y al hablar de La Pedrera se limitaba a decir: “No es más que una casa de alquiler”.

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Ya en los primeros momentos el poeta Josep Carner había ironizado sobre las incomodidades del edificio para sus inquilinos, y había escrito el «Auca d’una resposta del senyor Gaudí» donde versificaba los quebraderos de cabeza de la señora Comas i Abril cuando quiso poner un piano en el piso: En Gaudí mira el saló amb aquella atenció Ressegueix tots els indrets i mesura les parets. (Gaudí mira el salón con atención. Recorre toda la casa y mide las paredes.) D’un brocat alça les gires i separa cinc cadires. I aleshores, somrient, va movent el cap d’argent. La senyora, esperançada, Va a saber-li l’empescada. –Tanmateix, senyor Gaudí! Digui, digui, ja pot dir. Don Antoni, amb la mà dreta Es rascava la barbeta. –Es vostè –diu molt atent– qui es dedica a l’instrument? La senyora que li explica –Oh, veurà, toco una mica. I va dir el senyor Gaudí: –Miri, toqui el violí. (Alza el embozo de un brocado y separa cinco sillas Y entonces, sonriendo, mueve la cabeza de plata. La señora, esperanzada,

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quiere saber qué se le ha ocurrido. –¿Señor Gaudí, sea lo que sea, dígalo, dígalo, ya puede decirlo. Don Antoni, con la mano derecha, Serasca la barbilla. –¿Es usted –pregunta cortésmente– la que se dedica al instrumento? La señora se lo explica –Oh, verá, toco un poquito. Y dice el señor Gaudí: –Mire, mejor toque el violín. Según parece, fueron los propios Milà, insatisfechos con su principal, los que propagaron buena parte de la mala fama de la forma curva de muchas paredes de los pisos. Sin embargo, otros vecinos niegan que fuera un inconveniente vivir en La Pedrera, y atribuyen el desprestigio al clima antimodernista que supo crear el noucentisme emergente más que a los problemas de construcción del edificio. Pla mismo evocaba que «el papel Gaudí tenía una cotización muy baja». El político de la Lliga Josep Bertran i Musitu, que sería ministro ocasional de uno de los últimos gabinetes anteriores a la Dictadura y jefe de una red de espionaje franquista durante la Guerra Civil, tenía un despacho situado enfrente de La Pedrera, y decía sin ningún reparo que le ofendía a la vista abrir el balcón y encontrarse con el armatoste de Gaudí. Por ironías de la vida, aquel edificio donde tenía el despacho Bertran i Musitu se rehace totalmente en 1999 y la empresa rehabilitadora, Progesa, anuncia la que será la futura Residencial Gaudí, añadiendo en las vallas «mirador-jardín con vistas a La Pedrera»… No obstante también había excepciones. En diciembre de 1926, el arquitecto japonés Kenji Imai, admirador de la obra de Gaudí, se desplazó a Barcelona para intentar conocer a su ídolo. Pero llegó con unos meses de retraso: Antoni Gaudí había muerto, atropellado por un tranvía, seis meses antes, el 10 de junio. La fidelidad de Kenji Imai persistió y en 1958 creaba en su país la asociación Amigos de Gaudí. Así pues, la admiración nipona por el gaudinismo no es algo de hace cuatro días. La casa Milà prosiguió su vida. En 1928 una tienda, la sastrería Mosella, alquiló la primera planta baja, y desaparecerían así algunas de las rejas originales de Gaudí. Menospreciadas, una se la dieron pocos años después a unos norteamericanos y ahora se admira en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA).

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Fue un historiador del arte norteamericano, George R. Collins, y precisamente en el MoMA, quien reavivó el interés por Antoni Gaudí con una gran exposición que tuvo lugar en 1952, año del centenario del nacimiento del arquitecto de Reus. Collins denunció el eclipse sufrido por el arquitecto durante las décadas de los años veinte y treinta. Seguramente por ser pionero en la reivindicación de Gaudí se le ha dedicado una calle de Barcelona. Entre los catalanes que siempre admiraron a Gaudí figuraba el pintor Salvador Dalí, que en 1951 se hizo fotografiar por Ricard Sans en la azotea de La Pedrera, entre las chimeneas que años después serían famosas. Poco a poco se volvió a valorar a Gaudí y La Pedrera. Oriol Bohigas, en 1954, la calificaba de «extraodinaria» en uno de los primeros artículos de su fecunda obra escrita. Alexandre Cirici Pellicer, uno de los mejores críticos del siglo, la definía en 1971 como una «verdadera escultura abstracta». En una guía de Barcelona, el escritor Camilo José Cela decía, en 1976, que «es la joya del paseo de Gràcia y semeja un monstruo fósil, poético y bellísimo». En el cuarto de siglo pasado desde la exposición de Collins en Nueva York, Gaudí parecía rehabilitado. El tiempo de Joan Comorera El 19 de julio de 1936, Perico Milà y Rosario Segimon, estaban en Blanes pasando el verano. Al tener noticias de que había estallado una revuelta, esperaron a saber cómo se desarrollaba. Al ver que el conflicto persistía, se tuvieron que enfrentar al comité revolucionario que se había formado en aquella población para poder trasladarse a Barcelona, y salieron bien parados del aprieto. Pero no pudieron salvar los púlpitos del oratorio, que había diseñado Gaudí en 1912, que fueron destruidos en el furor anticlerical de aquellos días. La obra le había sido encargada al arquitecto por Joaquim Casas Carbó, hermano del pintor Ramon Casas, vecino de los Milà en el paseo de Gràcia, ya que vivía en la casa de al lado. Los Casas veraneaban, como los Milà, en Blanes. Una vez en Barcelona, tuvieron la suerte de poder trasladar los cuadros que tenían en La Pedrera a otro piso donde permanecieron, sanos y salvos, hasta el final de la guerra. Pero enseguida vieron que corrían peligro. Rosario Segimon se refugió en el piso de unos primos y Pere Milà se fue en barco al extranjero y posteriormente pasó a zona nacional, o sea franquista. El cónsul de Francia ayudó a doña Rosario a hacer lo mismo, unos meses más tarde, mediante la ayuda de un consignatario de barcos, haciéndola pasar por una pariente. Josep María Milà, primo de Pere Milà y antiguo jefe de la Juventud Monárquica, había sido presidente de la Diputación de Barcelona durante la dictadura de Primo de Rivera, y fue detenido. Sin embargo, tuvo suerte, al ser intercambiado por el diputado de Esquerra Republicana Joan Casanelles. Aunque se dijo que el retablo gótico del oratorio de La Pedrera lo había robado la CNT, lo cierto es que formaba parte de las pinturas escondidas a tiempo por los Milà y que

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regresarían a su sitio en 1939. Los primeros días de la revolución Salvador Dalí escribió a su amigo Jaume Miravitlles, natural de Figueres como él, que ocupaba el cargo de comisario de Propaganda de la Generalitat, interesándose por su admirada Pedrera: «Querido Miravitlles, quisiera que tu falta de tiempo no te haga subestimar el valor histórico de esta carta. Espero ocupar en Barcelona el cargo de “comisario general de la imaginación pública”, en cuanto me haya repuesto de un fortísimo surmenage debido al esfuerzo físico de mi última exposición y a la conclusión de tres nuevos libros. Iré a Barcelona para ponerlo en marcha. Resérvame, si es posible, el gran edificio de Gaudí del paseo de Gràcia (casa Milà). Se trata de hacer algo sensacionalmente revolucionario y sin antecedentes en la historia de la cultura». Huelga decir que la idea de Dalí no fue llevada a cabo, que su intrépido revolucionarismo se enfriaría y que se convertiría en poco tiempo en un franquista de situación. La Pedrera, mientras tanto, se destinaría a otros fines. El nuevo Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC) requisó tres locales en el paseo de Gràcia, en parte porque allí había algunos de los mejores, en parte por alguna idea fija. «Antes el paseo de Gràcia era propiedad exclusiva de las clases burguesas y las miradas pensativas de las chicas en subasta ruborizaban a los tímidos obreros que tenían la osadía de pasar por allí», escribía alguien en Treball, el periódico del PSUC, que tenía la sede en el antiguo Circulo Ecuestre (número 38). Otros locales del PSUC eran la sede de los milicianos en el hotel Colón, en el número 1 del paseo; mientras que las dependencias de la secretaría general se instalaron en La Pedrera, donde también había un grupo de autodefensa y la residencia particular de Joan Comorera, secretario general del partido y consejero de Economía durante buena parte de la guerra. La ceramista Aurora Grau aprendía corte y confección con la mujer de Comorera, Rosa Santacana, y tuvo que desplazarse desde el piso que los Comorera tenían en Ciutat Vella hasta el ex señorial paseo de Gràcia. «Los Comorera tenían mucho cuidado de no estropear nada del piso de los Milà», recuerda. El doctor Josep Massana, que visitaba a Comorera a menudo, evocaba que en el despacho destacaba un busto del consejero y que le gustaba tenerlo a su lado. Comorera pasaba muchas horas en el despacho, sobre todo por la noche, preparando algún que otro discurso o documento. Su mujer le dejaba café en abundancia, mientras la estancia se iba cargando de olor a tabaco. El secretario general del PSUC fumaba mucho, a pesar de la bronquitis crónica que padecía. Cuando no trabajaba, se distraía haciendo solitarios o leyendo alguna novela de policías y ladrones, sus pasatiempos predilectos. Otra persona que vivía en La Pedrera era el húngaro Ernö Gerö, que ejercía de consejero de la Internacional Comunista por el PSUC y tenía más poder que el cónsul de la Unión Soviética en Barcelona, Antonov Ovseienko. Cuando empezaron los bombardeos, en 1937, se hizo un refugio en el sótano con bancos de cemento arrimados a la pared. Este búnker, olvidado desde 1939, se volvió a encontrar al hacer las obras para el actual auditorio medio siglo después.

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El 25 de octubre de 1937, desde la calle de Pau Claris, se accionó una bomba en la entrada de La Pedrera cuando llegaba Joan Comorera, pero éste salió ileso. El artefacto lo habían ocultado en una alcantarilla y, según el periodista Manuel Tarín Iglesias, fue una idea de Vicente Olaria, un militante de la FAI que vivía en el Poble Sec. Comorera era una de las bestias negras para los anarcosindicalistas, que le culpaban de su decadencia y de que algunos de sus hombres de acción estuviesen presos en la Modelo. Solidaridad Obrera, el órgano de la CNT-FAI, condenó el atentado, porque «actos de esta naturaleza sólo pueden ser maquinados y apoyados por los enemigos de la causa antifascista». Contra todo pronóstico, el diario fue suspendido durante diez días por esa nota. El Partido Comunista de España acusó del atentado a «los terroristas trotskistas del POUM». Echarle las culpas a una formación que había estado prohibida y cuyos líderes estaban encarcelados – además del asesinato de su secretario general, Andreu Nin – era la solución más sencilla. La Leyenda dice que los Milà encontraron en el comedor un plato de arroz a medio comer, abandonado por los Comorera al huir de Barcelona el 26 de enero de 1939, cuando los franquistas entraban en la ciudad por la Diagonal y los republicanos la abandonaban por la carretera de Mataró. Las esmeraldas de la esperanza Al regresar a Barcelona, el matrimonio Milà encontró otro paseo de Gràcia, y en definitiva otra ciudad. El cronista Alberto del Castillo reflexionaba: «Los barceloneses fueron al paseo de Gràcia a tomar el fresco primero. Luego a divertirse y a bailar. Más tarde a vivir, al teatro y a pasear. Después a residir en sus moradas y a dar vueltas a pie o en coche. Por último a mirar escaparates, al cine, al café o a visitar exposiciones. Pronto no se vivirá en él». Escribía Del Castillo esta profecía en 1945, cuando se habían derribado los últimos chalets y abierto una serie de bancos (Vitalicio, Exterior de España, Español de Crédito donde estaba el hotel Colón…) y tiendas (Magda, Gala, Loewe – mutilando la bella casa Lleó Morera-, Argos, Carroggio, galerías Syra…). El doctor Joan Ballester, más concreto, evocaba la Semana Santa de 1939 en el paseo: «Era un espectáculo que no había visto nunca. Era impresionante pasear por el paseo de Gràcia y ver a una multitud de señores y señoras, vestidos los hombres con chaqué y las mujeres con largas mantillas (…). Venían de “seguir monumentos” y se encaminaban hacia algún café de lujo a tomar chocolate con churros». El palacio Robert también cambió de manos. De hecho estaba vacío desde que se había proclamado la República. Durante la Guerra Civil fue la sede de la Institució de les Lletres Catalanes. De la rancia aristocracia fue a parar a una empresa, Establecimientos Avenida, regentada por uno de los nuevos ricos que creció con los negocios textiles en los años cuarenta, Julio Muñoz, quien pidió al arquitecto Raimon Duran Reynals que

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erigiera una torre, al lado del palacio, que llevaría su nombre, la torre Muñoz. Ahora es la sede de unas dependencias del gobierno de la Generalitat. Muñoz conservó el bonito jardín del palacio Robert, así como hizo en otra finca que compró, la del marqués de Alella, en la calle de Muntaner. Pero los burgueses de toda la vida veían a este tipo de personajes, enriquecidos repentinamente, como a unos parvenus, aunque les hubieran comprado sus negocios y casas, o quizá preciosamente por eso. Los Milà no cumplieron la profecía de Alberto del Castillo y siguieron viviendo en la casa del paseo de Gràcia y buscando nuevos inquilinos. El notario Eladi Crehuet firmaba un contrato, el día antes de que acabara la Guerra Civil, el 31 de marzo de 1939, con «doña Rosario S. de Milà y don Pedro Milà, consortes», para alquilar el segundo segunda durante tres meses, por un precio de 7.500 pesetas. La mayor preocupación de doña Rosario era La Pedrera, pero Perico Milà estaba mucho más inquieto por su plaza de toros, que durante la guerra había acogido, en los primeros tiempos, mítines de los dirigentes republicanos. Las escasa corridas de toros que se habían celebrado se habían hecho en Las Arenas, hasta que la Dirección General de Seguridad las prohibió, medio por falta de animales, medio para evitar provocaciones ante una ciudadanía que sufría privaciones. Durante la segunda mitad de la guerra, La Monumental se había convertido en un garaje y almacén de chatarra, y se había quitado parte de los bancos de madera para construir unas rampas de cemento por las que circulaban los vehículos. Bajo las gradas, el día en que cayó Barcelona en manos de los franquistas, se encontró tabaco almacenado. En resumen, La Monumental estaba en un estado lamentable para celebrar nuevamente corridas de toros. Pere Milà tuvo que recurrir otra vez a su mujer. Pero la herencia del indiano se iba extinguiendo, y Rosario Segimon no tuvo más remedio, ante tamaño gasto, que venderse un juego de esmeraldas – pendientes y collar – que la había regalado su primer marido. La ayuda sirvió para que el domingo 27 de agosto de 1939 volviera a abrir las puertas La Monumental, con una corrida presidida por el capitán general Luis Orgaz. Los Milà siguieron haciendo su vida, dando alguna que otra entrada para los toros a los familiares que se lo pedían. Todo seguía como siempre, pero todo había cambiado. Pere Milà no pudo disfrutar demasiado con la plaza de toros recuperada. Enfermó y durante medio año estuvo en cama, con un cáncer de próstata, hasta que el 22 de febrero de 1940 murió a los sesenta y seis años. Sus tres hermanas asistieron al funeral, así como el padre Manuel Vergés, un jesuita director espiritual del difunto, y el sacerdote Joan Tusquets, un cura que se había distinguido por sus críticas contra la masonería y que era pariente de los Milà. En la necrológica publicada en La Vanguardia, seguramente obra de Paulino Díaz de Quijano, éste aprovechaba para criticar La Pedrera, «extraña realización del genio de Gaudí, que tanta fama ha adquirido entre los turistas que visitan Barcelona». Pocos

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turistas debían de venir a Barcelona en 1940… El 29 de febrero, día de año bisiesto, doña Rosario hacía unos funerales por la memoria de su segundo marido. En 1947 hacía siete años que Rosario Segimon era viuda. Tenía setenta y seis años e iba justa de dinero. Así que decidió vender La Monumental a quien ya la administraba, Pere Balañà, por 15 millones de pesetas. El mismo año también vendió La Pedrera. Al salir de El Boliche, un bar de tertulia situado al lado del cine Savoy, donde ahora está el edificio de Banca Catalana, el industrial textil Josep Ballvé Pallisé, a quien le iban muy bien los negocios, quiso fardar ante unos amigos, y al pasar por delante de La Pedrera comentó: «Voy a comprarla». Dicho y echo. Doña Rosario, mayor y cansada, enseguida se avino a un acuerdo. Llevó las negociaciones un pariente lejano que le hacía de apoderado, Antoni Aymat Mareca, un comandante monárquico que había sido defensor del general Goded durante los primeros días de la guerra. Doña Rosario sólo puso la condición de que quería seguir viviendo como siempre, en su gran piso principal, con el servicio y con Gonzalo y Amaya, los dos guacamayos que eran la admiración de los que por allí pasaban, al verlos en el balcón de la esquina. Los guacamayos eran unos personajes populares en el paseo de Gràcia de la época. El arquitecto Joan Bassegoda, todo un experto en Gaudí, era un muchacho que estudiaba en los escolapios y que, durante los años cuarenta, pasaba por delante de la casa Milà con sus compañeros. Recuerda que se entretenían «dialogando» con los dos guacamayos, que no paraban de chillar. Josep Ballvé aceptó las condiciones de la viuda. Creó una empresa, la Compañía Inmobiliaria Provenza, SA (CIPSA), en sociedad con la familia de Pío Rubert Laporta, y pagaron 18 millones por el edificio. Contrariamente a lo que se ha dicho, Ballvé no era un neófito en los negocios inmobiliarios. En 1933 había fundado Construcción, Alquiler y Venta de Inmuebles, SA (CAVISA), que había promovido tres edificios antes de la guerra y otro seis después. Ballvé pudo disfrutar poco de La Pedrera. Murió en 1950 y sus negocios pasaron a sus tres hijos. Éstos vieron muy pronto que mantener un edificio como el de Gaudí era muy costoso y lo dejaron envejecer. El último contrato que hizo la viuda Milà fue a su sobrino, el pintor Pere Segimon, el 16 de diciembre de 1946. Por 2.400 pesetas al año podía vivir en un piso de La Pedrera. Era un contrato evidentemente de favor. Rosario Segimon se había desentendido, lógicamente, del edificio y pasaba la mayor parte del tiempo en el salón o en el balcón si hacía bueno. Raramente salía de casa. Los domingos recibía a su prima Agustina, la misma que la había acompañado cuarenta años atrás, cuando había accedido casarse con el bien plantado de Pere Milà. Los Segimon eran conscientes de que el matrimonio no había sido un éxito para su parienta. Los Milà Sagnier, hijos de Josep Maria i Camps, primo de Pere, iban a La Pedrera los

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jueves por la tarde, que era fiesta en los colegios. Uno de ellos, el arquitecto Alfonso Milà, ha evocado un largo periodo de estas visitas, de antes y de después de la guerra. «Prácticamente todos los jueves íbamos de visita a casa de los tíos. En el piso principal de La Pedrera, enorme, alegre, con grandes ventanales por donde entraba la luz a raudales, con salones majestuosos en los que dos veces al año se celebraban los bailes de Perico Milà, nos reuníamos toda la familia. Los hombres hablaban de política y las mujeres de moda, y los primos nos escapábamos en cuanto podíamos a la zona de servicio, con un enorme pasillo por donde corríamos, jugábamos, subíamos y bajábamos de los muebles de Gaudí. Pero lo que más me interesaba de estos jueves por la tarde en casa de tía Rosario eran los loros, a los que hacíamos rabiar hasta que decían algo, y la merienda, llena de exquisiteces(..). Seguí visitando a tía Rosario hasta que murió». En aquellos últimos años, del famoso principal tan sólo quedaba el envoltorio de Gaudí, los dos guacamayos y el orgullo de una anciana dama digna, incapaz de vivir de otra manera que la que una muchacha de buena familia había aprendido en el Reus de final de siglo y en el París añorado. Pisos de siempre, apartamentos de paso El edificio concebido por Antoni Gaudí disponía de veinte viviendas repartidas en las cinco plantas. Cuatro en cada una, dejando aparte el principal que ocupaban los propietarios. Estaban, además, divididas en dos escaleras, la que daba al paseo de Gràcia y la de la calle Provença. Doña Rosario había procurado siempre que sus inquilinos fueran gente seria, de orden. En 1928 había cedido a presiones y habían permitido abrir la primera tienda en la planta baja, la sastrería Mosella, aún existente. Después abriría las puertas la lencería Marbel, en 1932, y más tarde el colmado Solé. El sastre Carles Mosella trabajaba en el sótano. Pronto contó con clientes de prestigio. Como Salvador Dalí enamorado de La Pedrera, que en 1940 encargó un frac de color rojo para molestar a los que le habían invitado a una boda a la que no le apetecía asistir. En 1944, Ramón Roca-Sastre decidió instalar su notaría y su domicilio en sendos pisos de La Pedrera.. Los amigos intentaron disuadirlo, pensando que los clientes no irían a aquel local y que no podría pagar el alquiler mensual de 1.600 pesetas. Vivir en un piso de 600m2, lleno de rincones y detalles, daba trabajo. Su hija, la periodista Elvira Roca-Sastre, desde muy joven, se daba una panzada limpiando las barandillas y los grandes balcones con aceite y vinagre. No obstante, los hijos del notario disfrutaban de la vida en una casa tan grande y, además, podían guardar las bicicletas en los desvanes, donde estaban los lavaderos. La misma Elvira decía que «es una casa que te contagia la alegría de vivir en ella».

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El despacho de Roca-Sastre acabaría siendo como un santuario de juristas, tanta fue su fama. «Estaba todo lleno de libros que sólo dejaban algún resquicio para un dibujo de su hijo (era pintor) y para el autógrafo de algún jurista de renombre mundial, y la luz entraba a través de las cortinas blancas y por entre las sombras que lanzaban los extraños barrotes de los balcones de Gaudí», describió el abogado Tomàs Pou Viver, con ocasión de la muerte del gran jurista. Los vecinos disponían además de aparcamiento dentro de La Pedrera, el garaje que había pedido Pere Milà en los primeros tiempos del automóvil. El notario guardaba en él su coche Ford Mercury, al lado del Strondberg de los Yglesias y, más tarde, del Oldsmobile del doctor Antoni Puigvert. Lluís Roca-Sastre, hijo de Ramón y notario como su padre, todavía vive en el segundo primera de La Pedrera, rodeados él y su mujer, Carmen Burgos, de muebles y objetos modernistas, comprados algunos de ellos en Los Encantes cuando aún nadie los valoraba. El día de San Jorge de 1945, para celebrar su santo, Jordi Yglesias se fue a vivir con su mujer, Margarita Rovira, al segundo segunda. Ocupaban la vivienda dejada por el cónsul de Chile. Evoca la señora Yglesias que doña Rosario se puso contenta: «¡Un matrimonio joven! Por fin habrá niños en La Pedrera». Otro vecino de siempre era, además, sobrino de la propietaria, el médico Joan Segimon. Vivía en el cuarto primera. «La primera vez que entré me parecía que me metía en el fondo del mar», recuerda su viuda, Rosa Llovera, que ya no vive allí. «Las criadas tenían miedo, quizá porque de hecho aquella casa no era para ser habitada. Y sin embargo en ella pasé muchos años», sigue recordando. «Nunca viví contenta en La Pedrera. Además, al final había dejado de ser una casa de vecinos para ser un monumento turístico». El doctor Puigvert vivía también en la cuarta planta, y el doctor Trias Pujol en la primera. El pintor Pere Segimon, hermano de Joan, tenía un piso no muy grande en la parte de la calle de Provença pero, como hemos dicho, a buen precio. Doña Rosario firmó un acuerdo para reservarse el derecho de habitación en el principal donde siempre había vivido, y pagaba 4.000 pesetas al mes por aquella inmensidad de piso donde ya no se celebraban ni fiestas ni sesiones teatrales. De hecho, ella sólo utilizaba uno de los salones, el comedor, la cocina, el balcón y el oratorio. Se deshizo del servicio, y el mayordomo Lamberto Aparicio pasó a ser uno de los porteros de la finca; el otro era Francesc Gasulla, que en 1909 ya había sido contratado para aquel trabajo que ejercería durante más de medio siglo, hasta 1962. CIPSA, la nueva propietaria desde 1947, pensó desde muy pronto que debía sacar provecho del edificio. Dividió la primera planta de Provença en cinco pisos, en vez de los dos que había habido hasta entonces. En 1953 le encargó al arquitecto Francisco Juan Barba Corsini que hiciera unos apartamentos donde hasta aquel momento se encontraban los lavaderos, cada vez menos utilizados. Barba hizo trece apartamentos entre el 30 de

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junio de 1954 y el 3 de mayo de 1955. «Era un lugar lúgubre y húmedo, tan sólo habitado por las ratas», recordaba en 1990 el arquitecto, que proyectó los apartamentos con forma de dúplex, con comedor-cocina-habitación y un servicio. Diseñó él mismo los muebles que los decorarían y los hizo fotografiar por Francesc Català-Roca. En su momento fueron una novedad acogida con simpatía, no exenta de alguna crítica. La crítica provenía de las nuevas chimeneas que Barba había instalado entre las de Gaudí en la azotea. El 6 de septiembre de 1955, Diario de Barcelona, en un artículo de opinión titulado «Hay que respetar las obras de Gaudí», denunciaba las reformas que observaba en diferentes edificios, poco respetuosas con el espíritu del autor. Respecto a La Pedrera, decía: «De ahí que no podamos comprender el hecho de haber levantado nuevas chimeneas en la casa Milà». Como todavía no se había extendido en nuestra ciudad la costumbre de vivir en un apartamento, CIPSA dio voces en los ambientes artísticos y también entre los marineros norteamericanos que visitaban el puerto, como los del portaaviones Saratoga. Cynthia Chapman, la hija de uno de ellos, nació en Barcelona en diciembre de1955 y vivió entre las paredes del apartamento de Gaudí-Barba; su cuna era una gran caja de cartón con paja. El 28 de abril de 1997 Cynthia Chapman volvió a Barcelona con su madre con la intención de ver «my first home, La Pedrera (sic)». Vivían ella, su madre Judy y su padre Berl en el apartamento 12 diseñado por Barba Corsini. Y fue a ver la casa, pero quedó decepcionada, pues los apartamentos como tales habían desaparecido y en su lugar se había recuperado la obra de Gaudí. Entre los nombres conocidos que fueron huéspedes de los apartamentos figuran Moise Tshombe, que sería primer ministro del Congo; cantantes como las hermanas Benítez, Andy Rusell, Salomé y Ennio Sangiusto; el director de cine Josep A. Salgot; el hijo del escritor André Maurois; el restaurador Ramon Parellada; el propietario del comercio Vinçon, Fernando Amat; la pareja de actores Gemma Cuervo y Fernando Guillén… Por su naturaleza, la vida en los apartamentos tenía poco que ver con el orden y la seriedad de los pisos que había alquilado la señora Segimon y que seguía alquilando CIPSA. Hay pruebas de que en ocasiones sirvieron de casa de citas. Olegario Sotelo Blanco, que en el futuro ocuparía el principal de doña Rosario, explica en la novela El viaje de la vida que en uno de ellos residía una pareja de homosexuales amantes de los escándalos, y aprovecha para comentar «la miseria que ocultan esas paredes ideadas por el cerebro privilegiado de Gaudí». A lo largo de los años también se abrieron más tiendas en la planta baja: la joyería de Aureli Bisbe, algunos bares, un estanco…Otra novedad fue la pensión Sáxea, regentada por Lluís Miquel, anunciada como «elegante y lujosa residencia para familias», que cobraba el azúcar a parte, quizá porque en 1952 todavía era un articulo de lujo…Con los

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años, el entresuelo que ocupaba se convertiría en una academia. En medio de su razón de ser como casa de pisos de alquiler, el edificio de La Pedrera empezó a ser objeto de otras valoraciones más artísticas, en especial desde que Cèsar Martinell publicó Gaudí, su vida, su teoría y su obra, en 1967. El arquitecto Antoni González Moreno-Navarro insistió en que era preciso hablar menos del Antoni Gaudí místico y esotérico y acercarse a su obra con espíritu científico. Tres años antes de que Martinell hiciera su gran obra sobre Gaudí murió, a los noventa y dos años, Rosario Segimon, viuda de Guardiola y de Milà. Fue enterrada en el panteón del primero, el indiano que la había hecho feliz, en L’Aleixar que, de hecho, era también la tierra de los Segimon. Unos Segimon que nunca simpatizaron demasiado con los Milà. Entre el bingo y el jardín de los guerreros El 27 de junio de 1964, mientras caía sobre Barcelona un chaparrón considerable, moría Rosario Segimon i Artells. En La Vanguardia, donde aparecen las necrológicas de la gente sensata, sólo apareció una sencilla esquela, con pocos datos, sin ninguna nota necrológica coma había pasado con Pere Milà veinticuatro años antes. En su testamento doña Rosario dejaba lo que quedaba de su fortuna a sus hijos adoptivos, el médico Joan Segimon, el pintor Pere Segimon y Magdalena Segimon, todos ellos hijos de un hermano de la viuda Milà. En pocos días el principal quedó vacío de lo que había contenido a lo largo del medio siglo en que había vivido allí. Fue entonces cuando, al hacer tasar la pinacoteca reunida por Pere Milà, se enteraron de que algunos cuadros valían mucho menos de lo que él le había dicho a su mujer al pedirle el dinero para comprarlos. A cada uno de los otros sobrinos doña Rosario les dejó 10.000 pesetas. Inmobiliaria Provenza alquiló el principal a la compañía de seguros Northern y en enero de 1966 empezaban las obras para adaptar la antigua vivienda como sede de oficinas. El arquitecto que se encargó de las obras fue Leopold Gil Nebot. La tarea era complicada, porque Rosario Segimon había levantado una serie de tabiques que se tenían que eliminar. Ante la significación del edificio, Gil Nebot pidió consejo a una serie de personas, a tres arquitectos (Joaquim Sostres, Joaquim de Ros i de Ramis, que trabajaba como jefe del Servicio de Edificios Artísticos del Ayuntamiento, y al biógrafo de Gaudí, Cèsar Martinell), además de al presidente de Amigos de Gaudí, Joan Bassegoda. Según explicó en su momento, de la obra de Gaudí en el piso sólo quedaban dos bancos y las puertas del oratorio, que fueron donados a Amigos de Gaudí. Al quitar los tabiques, las obras de Gil Nebot dejaron al descubierto catorce columnas de piedra, cinco de ellas esculpidas, que sí que pertenecían al proyecto gaudiniano. También se arreglaron el parqué, dos cielos rasos y unos ventanales también originales. A finales de 1971 la Northern alquiló la segunda parte del principal –en 1966 sólo había

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alquilado la parte del paseo de Gràcia- y de nuevo Gil Nebot fue el encargado de adaptarla a las necesidades de la compañía. Mientras tanto, el 24 de julio de 1969, la obra de Gaudí había recibido el reconocimiento oficial de Monumento Histórico Artístico. Por esta razón Eduard Ripoll, consejero provincial de la Dirección General de Bellas Artes, se dirigió a CIPSA para avisarles de que no se podían hacer reformas sin su visto bueno, y añadió que había recibido una denuncia porque en el interior de La Pedrera se habían hecho «obras que afectaron a la concepción del edificio por aquel gran arquitecto». Gil Nebot respondió airado lamentando, sobre todo, la expresión «denuncia», «como si se tratase de un hecho delictivo el alquilar un piso y hacer obras de reforma en él», aclaró lo que se había hecho en el pasado y llegó al acuerdo de que enviaría el proyecto a Bellas Artes para que lo estudiara. CIPSA seguía poco dispuesta a hacer mejoras en el edificio, porque creía que el inmueble no daba los beneficios esperados. Gestionado por los hermanos Ballvé y por Pelayo Rubert, hijo de Pío Rubert Laporta, su decadencia era más que evidente. En 1971 se desprendieron algunas piedras de la fachada y cayeron a la calle, lo cual llevó a la inmobiliaria a encargar al arquitecto Josep Antoni Comas una ligera restauración, que empeoró el edificio: se pintaron de marrón oscuro las paredes interiores de los grandes patios de luces. Tal vez porque ahora la obra de Gaudí era patrimonio protegido, el 25 de febrero de 1975 se impulsó la emisión de un sello de 8 pesetas que mostraba al arquitecto y, como edificio ejemplo de su producción, La Pedrera. El sello formaba parte de una serie de tres dedicados a grandes personajes (Antonio Palacios ocupaba uno de 10 pesetas y Secundino Zuazo otro de 15). Aquel mismo 1975 Michelangelo Antonioni escogía La Pedrera como una de los escenarios de las relaciones sentimentales entre Jack Nicholson y Maria Schneider en la película El reportero. Sería el inicio de un discreto amor entre el cine y el edificio de Gaudí. En él se rodarían años después Últimas tardes con Teresa, de Gonzalo Herralde (1983); Gaudí, de Manuel Huerga (1988); Los mares del sur, de Manuel Esteban (1992), y se anuncia un nuevo filme de Susan Seidelman, producido por Fernando Trueba, que puede tener por titulo Gaudí’s Afternoon… CIPSA, deseando hallar más recursos económicos, montó en los bajos un mercadillo que no funcionó más de tres meses en 1977, con críticas en los periódicos por su aspecto decadente y porque parecía que no disponía ni de permisos. Cuando la Nothern dejó el principal, se lo alquilaron a Olegario Sotelo Blanco, un gallego que instaló la sede de su constructora, una editorial y una sala de arte con el nombre de La Pedrera, que abrió en junio de 1980. En 1976 Sotelo Blanco alquiló parte del principal al Centro Aragonés de Sarrià para abrir un bingo. El bingo tampoco ayudo mucho a conservar el espíritu gaudiniano del antiguo piso de los

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Milà. Mientras tanto, iban llegando nuevos inquilinos, en algunos casos despachos empresariales, como Cementos Molins o Inoxcrom, que también adaptaban los pisos que alquilaban a sus necesidades. «Con tal de que pagaras el alquiler, el propietario te dejaba hacer cualquier cosa. Y las hacíamos todos, yo el primero», confesaba Ricard Gurina, un directivo de Inoxcrom, que había ocupado el piso del médico Antoni Puigvert. Cuando La Pedrera subió en la consideración ciudadana, Gurina restauró unas paredes con curvas, puso algún pomo y encargó unas puertas, todo que imitara el estilo original de Gaudí. A la vieja casa Milà llegaron también unos enamorados de la arquitectura del genio de Reus, como por ejemplo Clementina Liscano, hija del poeta venezolano Juan Liscano; el editor José Ilario, que instaló durante un tiempo la redacción de alguna de las revistas que publicaba, y Manuel Armengol, un fotógrafo que se había hecho famoso con unas fotos de la represión de la manifestación del 1 de febrero de 1976, en la que se reclamaba libertad, amnistía y el estatuto de autonomía. Armengol alquiló el estudio que había tenido Pere Segimon, unos 60 m2 que «me parecieron un lugar especial, transcendente». Con la llave de una vecina, Armengol subió a la azotea, primero para tender la ropa, después, fascinado por el conjunto de chimeneas, para fotografiarlas de noche. Durante dos años, 1981 y 1982, con una cámara Olympus M2, y con exposiciones larguísimas, iba captando el alma de aquellas figuras de piedra, acompañado unas veces por un gato, otras por alguna amiga, y la mayoría de las veces solo. «Cuando había tormenta, el agua que caía y los truenos retumbaban dentro del edificio, debido a los patios de luces, como en ningún otro sitio en el que yo haya vivido», evoca Armengol. Recuerda también que en 1982 Francesc Rovira-Beleta rodó para televisión un reportaje, L’arquitectura dels somnis. Cuando Armengol dejó su estudio, su sustituto fue el parapsicólogo Octavio Aceves. «Vivir allí era muy agradable. Con la gente de los apartamentos nos prestábamos las cosas, nos visitábamos, teníamos una buena relación». Los vecinos de siempre veían las cosas de otra manera. Si habían acogido con desconfianza los apartamentos de los antiguos lavaderos, no hay ni que decir que recibieron de uñas al bingo de Sotelo Blanco. Además, la mejora de las condiciones de vida les hacía criticar lo que siempre habían tenido, como por ejemplo el agua de depósito o la corriente eléctrica de 125 voltios. Mientras tanto, la casa Milà atraía también a los dibujantes de cómic. Un álbum de Eric Castel, un futbolista del Barça creado por Raymond Reding, mostraba una viñeta de persecuciones de coches con La Pedrera como telón de fondo. Gilbert Shelton, en La vuelta al mundo de Freak Brothers, daba una versión muy especial del edificio de Gaudí, con un comentario mordaz: «¡Mi madre! ¡Qué edificio! ¡Alguien me dio LSD sin yo saberlo!» Y Sire, en El enigma Gaudí también hacía aparecer La Pedrera en 1984, con un comentario tópico: «Los señores que viven aquí, en vez de perro deberían tener serpiente». En 1985, a finales del largo periodo de la Inmobiliaria Provenza como propietaria de La

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Pedrera, la propuesta de la entonces nueva campaña «Barcelona posa’t guapa» para limpiar el edificio a medias entre la ayuda municipal y la aportación de los propietarios mereció la indiferencia de una negativa por parte de éstos. Era el mismo año en que la Unesco declaraba Patrimonio de la Humanidad al edificio de La Pedrera, tan subestimado en otro tiempo. El Ayuntamiento llevó a cabo gestiones para alquilar el principal, que aún era de Sotelo Blanco. Su idea era ubicar allí la sede de la oficina olímpica. Mientras tanto, Manuel Armengol mostraba sus fotos a editoriales para un libro de imágenes al que un día, no muy lejano, el poeta Pere Gimferrer pondría un título bellísimo, El jardí dels guerrers. El tesoro redescubierto La vigilia del día de Navidad de 1986 se supo que, como regalo de Pascuas, Caixa Catalunya había comprado el armatoste gris, sucio y envejecido de La Pedrera por 900 millones de pesetas, un precio considerado más que correcto en los medios financieros. Enric González, que dio la noticio en El País, comentaba que «la compra de La Pedrera constituye la más espectacular operación inmobiliaria efectuada en Barcelona durante las últimas décadas». Entonces se hacían conjeturas sobre que se necesitaría una inversión de mas de 1.000 millones de peseta para rehabilitar el edificio. Fue un cálculo modesto: en julio de 1996 Caixa Catalunya reconocía que había invertido más de 7.000 millones.

En 1984, La Pedrera había sido declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y, teóricamente, debía abrirse al público durante algunas horas a la semana, cosa difícil mientras se tratara simplemente de una casa de vecinos. En cambio, la entidad financiera dejó claro desde el primer momento que su intención era transformar el edificio de Gaudí en un gran centro cultural. El 19 de febrero de 1987 empezaban las obras más urgentes, entre las que se incluía la restauración y limpieza de la fachada. El encargo fue llevado a cabo por los arquitectos Josep Emili Hernández-Cros y Rafael Vila. Hernández-Cros había sido jefe del Servicio de Patrimonio Arquitectónico del Ayuntamiento de Barcelona. Daniel Giralt-Miracle, entonces director de la Fundació Caixa Catalunya, recuerda cómo, lleno de rabia, arrancó los alambres para tender la ropa que estaban fijados en las míticas chimeneas de Gaudí. «Fui a buscar unos alicates a casa y yo mismo los corté», evoca. Igualmente, hizo que quitaran las antenas de televisión. El vecindario se dio cuenta de que algo estaba a punto de cambiar, y más desde que el nuevo propietario había hecho saber sus intenciones de crear un gran centro cultural. Los Yglesias reconocen que mejoró su calidad de vida-los servicios de agua y luz, por ejemplo-, pero perdieron el aparcamiento, la niña de los ojos de Pere Milà, y la intimidad de otro tiempo. Rosa Llovera, en una entrevista de 1995, ironizaba: «Abres la ventana del baño y te encuentras a un japonés o a un albañil».

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Pronto llegó la hora en que la nueva Pedrera fue presentada a la vida cultural de la ciudad. En octubre de 1987, el director de cine Fred Zinnemann leyó desde lo alto de La Pedrera el Manifiesto de Barcelona, con ocasión del Festival de Cine de Barcelona, una iniciativa ya desaparecida. Suscrito por nombres como Federico Fellini, Steven Spielberg, Jean-Luc Godard o Martin Scorsese, defendía el derecho del autor a preservar las películas tal como fueron concebidas, sin colorear los filmes en blanco y negro o interrumpirlos para pasar publicidad en la televisión. Diez años después, ya vemos que no se ha tenido muy en cuenta aquel idealista manifiesto… Dos meses más tarde, las fotos nocturnas de Manuel Armengol se habían convertido en un libro con textos de Lourdes Cirlot, Josep Maria Subirachs y Pere Gimferrer, que fue quien tuvo la idea de comparar las chimeneas de la azotea con un jardín de guerreros: «La azotea es un campo de batalla. Los guerreros del jardín rocoso son los campeones totémicos de una alta liza de la mente y de los sentidos». También mencionaba Gimferrrer una novela poco conocida de Mario Soldati, un italiano más famoso como director de cine, El paseo de Gràcia, donde éste veía tan sólida La Pedrera que creía que era una construcción toda ella de granito. El jardí dels guerrers fue presentado conjuntamente con la reedición de La Pedrera de Gaudí, un libro de Joan Bassegoda Nonell. El edificio recuperado disponía así de una primera y atractiva bibliografía que, en años venideros, se incrementaría con un libro de Josep Maria Carandell y con otro colectivo, con textos de Lluís Permanyer, Josep Corredor-Matheos y Daniel Giralt-Miracle, entre otros.

Hernández-Cros y Vila hicieron reabrir la cantera de Vilafranca que había suministrado piedra a Gaudí ochenta años atrás para conseguir los fragmentos que se habían caído o estaban deteriorados. Dejaron claro que «donde se pueda conservar Gaudí, se conservará, pero allá donde su rastro se pierde, se hará una interpretación que no entre en conflicto con él». En mayo de 1988, la casa Milà lucía de nuevo su color original, un blanco crema que resaltaría el aspecto de barco de piedra. Muy pronto, Turisme de Barcelona, el organismo oficial encargado de atraer visitantes a la ciudad, publicaría un anuncio en el semanario Time, en el que se ve el restaurado barco de piedra de Gaudí con una leyenda muy concreta: «In Barcelona, the waves from the Mediterranean reach right into the midle of the city» (En Barcelona las olas del Mediterráneo llegan hasta el mismo centro de la ciudad). Las fiestas de la Merced del año siguiente le trajeron una alegría y un disgusto a Caixa Catalunya. Por un lado, se inauguró la iluminación externa del edificio, y por otro, se supo que Olegario Sotelo Blanco, inquilino del principal, podía seguir ocupándolo, según sentenciaba el Tribunal Supremo. La Generalitat había cerrado el bingo tres años atrás, pero Sotelo tenía domiciliadas su inmobiliaria y una editorial que había creado. Pagaba entonces un alquiler de un millón de pesetas al mes. Finalmente, sin embargo, el empresario y la propiedad llegaron a un acuerdo. Albert García Espuche es un arquitecto doblado de historiador con una capacidad envidiable para organizar exposiciones ricas en contenido y atractivas en la forma. Esto

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se sabe ahora, pero no se sabía el 14 de junio de 1990, cuando de principal de Pere Milà y Rosario Segimon, después de años de decadencia como sede primero de una compañía de seguros y después de un bingo, debutó como sala de exposiciones de la Fundació Caixa Catalunya, con una exposición sobre el modernisme del Eixample, El Quadrat d’Or. Centre de la Barcelona modernista. El título hizo tanta fortuna que hoy es una frase hecha para referirse a la zona. Fue, así pues, un bautizo afortunado. Desde entonces, las exposiciones en los 1.300m2 del principal de doña Rosario disfrutan de un notorio prestigio. Cuatro años más tarde, el sótano, que había sido aparcamiento y donde se había descubierto un búnker de la Guerra Civil, se rehabilitaba y se transformaba en auditorio. Pero La Pedrera ya era aun nuevo referente cultural, hasta el punto de que las monedas de 50 pesetas de 1992, el año olímpico, llevaban su perfil en el reverso . En otro junio- El Quadrat d’Or se inauguró en ese mes-, cuando ya se creía cubierta la cuota de sorpresas del edificio gaudiniano, se abrieron las buhardillas- antiguos lavaderos, antiguos apartamentos de Barba Corsini- como Espai Gaudí. En el periodo que va de la inauguración hasta octubre, poco más de tres meses, más de 150.000 personas visitaron el gaudí ignorado, un tesoro redescubierto. Barba Corsini lamentó que no se salvara ninguno de los apartamentos en otros tiempos elogiados por la crítica arquitectónica, pero la belleza de aquella obra de Gaudí apaciguó cualquier censura. El 27 de junio de 1996, nueve días después de abrir el Espai Gaudí, Comediants hizo una fiesta delante del edificio («Por Barcelona no ponemos un granito de arena, sino toda una Pedrera», era el eslogan). El tramo del paseo de Gràcia estaba repleto hasta los topes. El diario ABC siempre sensible a las contingencias reales y principescas, publicó una foto en la que se veía a Cristina de Borbón y a su marido, Iñaki Urdangarín, en coche descubierto, pasando ante La Pedrera el día de su boda, el 4 de octubre de 1997. De nuevo, como al principio de la historia de la casa Milà, los Borbones desfilaban por el paseo de Gràcia. Lo hacían cuatro mese después de que un inmenso gigante articulado, traído a Barcelona por la compañía francesa Royal de Luxe, subiera a la azotea, como lo habría podido hacer la inmensa Virgen del Rosario soñada por el escultor Carlos Mani y rechazada por los Milà. De paso, La Pedrera estrenó unos gigantes propios, un rey, una reina, dos guerreros y dos cabezudos, todos ellos con formas en la cabeza que evocan los edículos de la azotea de La Pedrera. Las obras de restauración no se habían detenido y continuaban, bien recuperando los patios, bien adaptando un piso tal como era en tiempos de los Milà…Ahora era el arquitecto Francisco Javier Asarta, con la ayuda del también arquitecto Robert Brufau, experto en estructuras, quien dirigía las obras de rehabilitación. Mientras tanto, se marchaban algunos vecinos- quedan cinco pisos ocupados y parece que los inquilinos quieren seguir viviendo en ellos-; las tiendas hacían lo mismo, salvo el sastre Mosella; Caixa Catalunya abría su tienda, en el estilo especializado del comercio museo, y La Pedrera certificaba su nueva vocación de edificio cultural que atrae a turistas

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de dentro y fuera del país. En diciembre de 1998 se sabía que aquel año más de un millón de personas había pasado por sus patios, con las pinturas recuperadas, por el Espai Gaudí y por el «jardín de los guerreros», una de las azoteas más bonitas del mundo. En doce años se había pasado del monumento abandonado a una de las metas culturales de una Barcelona que atrae a turistas como hasta ahora nunca lo había hecho.