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CHARLES BAUDELAIRE EL SPLEEN DE PARÍS PEQUEÑOS POEMAS EN PROSA Introducción, traducción y notas de Pablo Oyarzun R. 2001

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CHARLES BAUDELAIRE

EL SPLEEN DE PARÍS

PEQUEÑOS POEMAS

EN PROSA

Introducción, traducción y notas de Pablo Oyarzun R.

2001

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Índice

Nota introductoria 4 A Arsène Houssaye 7 I. El extranjero 8 II. La Desesperación de la anciana 8 III. El Confiteor del artista 8 IV. Un gracioso 9 V. La Alcoba doble 9 VI. Cada cual con su quimera 11 VII. El Loco y la Venus 12 VIII. El Perro y el frasco 12 IX. El Mal Vidriero 13 X. A la una de la madrugada 14 XI. La Mujer salvaje y la petimetra 15 XII. Las Muchedumbres 16 XIII. Las Viudas 17 XIV. El Viejo Saltimbanqui 19 XV. El Pastel 20 XVI. El Reloj 22 XVII. Un hemisferio en una cabellera 22 XVIII. La Invitación al viaje 22 XIX. El Juguete del pobre 25 XX. Los Dones de las hadas 26 XXI. Las Tentaciones, o Eros, Plutón y la gloria 27 XXII. El Crepúsculo de la tarde 29 XXIII. La Soledad 31 XXIV. Los Proyectos 31 XXV. La Bella Dorotea 32 XXVI. Los Ojos de los pobres 33 XXVII. Una muerte heroica 35 XXVIII. La Moneda Falsa 37 XXIX. El Jugador generoso 38 XXX. La Cuerda 41 XXXI. Las Vocaciones 43 XXXII. El Tirso 45 XXXIII. Embriagaos 46 XXXIV. Los Favores de la luna 47 XXXV. ¿Cuál es la verdadera? 48 XXXVI. Un caballo de raza 48 XXXVII. El Espejo 49 XXXVIII. El Puerto 51

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Charles Baudelaire / El Spleen de París 3

XXXIX. Retratos de queridas 51 XL. El Tirador Galante 54 XLI. La Sopa y las nubes 55 XLII. El Tiro y el cementerio 55 XLIII. Pérdida de aureola 56 XLIV. Señorita Bisturí 56 XLV. Any where out of the world — Donde quiera que sea fuera del mundo 58 XLVI. ¡A palos con los pobres! 59 XLVII. Los Buenos Perros 61 Epílogo 63 Notas 64 Tabla de primeras publicaciones de los poemas

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Nota preliminar

Baudelaire concibió esta colección, que debía formar idealmente el pendant de las Flores del mal, en 1857. Aunque reconocía la precedencia de Aloysius Bertrand (tal como se puede leer en la dedicatoria), estaba convencido de haber alcanzado con estos poemas una innovación literaria de gran importancia. La posteridad confirmó con creces esa hipótesis: en el dominio francés, Rimbaud, Mallarmé y Lautréamont contribuyeron a desplegar las posibilidades de este modo poético por vías que primeramente fueron abiertas por el autor de El Spleen de París. Hablo tímidamente de un “modo”, porque llamarlo género es problemático; el poema en prosa tiende a poner en crisis el momento de la forma, entendido como condición definitoria de lo poético en la teoría y la práctica heredadas, con las cuales, precisamente, concibió Baudelaire —un poco en la secuela del romanticismo, pero sobre todo a partir de exigencias y experiencias inéditas— que era necesario romper.

La crisis que menciono se refleja muy nítidamente en la historia de la obra baudeleriana. Si bien es posible documentar la creación paralela de poemas en verso y poemas en prosa, sobre todo entre 1855 y 1857, a partir de 1860 son los últimos los que se convierten en su medio casi exclusivo de expresión poética. Esta decisión tiene un peso que no podrá exagerarse, ni tampoco restringirse a los avatares personales de una vocación y de un destino literarios.

Los Pequeños poemas en prosa —como reza el subtítulo descriptivo— es una obra que se sabe y se quiere moderna. No se trata del tema, simplemente. Cierto, hay muchas piezas que traen a escena triviales anécdotas de la vida urbana, en las que destella pasajeramente la curiosidad, lo inopinado, quizá lo pasmoso. Pero también las hay carentes de asunto, suspendidas únicamente de su juego evocador y ensoñado y prendadas del suave mecimiento del lenguaje, como cabría esperar de una criatura que vive del reflejo de su belleza. Y, casi en las antípodas de éstas, proliferan efusiones de ironía a menudo cruel y de sarcasmo. Hay otras en que pareciera centrarse todo en una representación simbólica de la condición del artista; pero otras escapan a este ensimismamiento reflexivo para perderse en la observación del hecho fortuito. En verdad, falta a El Spleen de París toda unidad temática: es, en su conjunto, un haz de digresiones. Tal como escribe el mismo Baudelaire en un borrador de dedicatoria (v. la nota 1), los poemas podrían ser 66, 666 o 6666. En algún proyecto se menciona la cifra cerrada de cien, según el desideratum que presidió la composición de Las Flores del mal, modelo de obra poderosamente arquitectónica y unitaria. Pero aquí la poesía se abre decididamente a la contingencia, acoge el azar y la dispersión del mundo en su facticidad, y hace a ésta por primera vez decible: la sensibilidad lingüística que se inquieta en estos poemas, los oídos abiertos a lo inaudito que late sorda y secretamente en las locuciones cotidianas y los clisés, son un momento inseparable del proyecto y de su fuerza fundacional.

Entre 1857 y 61 Baudelaire consideró diversos títulos para su colección, que no cesaba de acrecentarse: Poèmes nocturnes, descritos en una carta del 61 como “ensayos de poesía lírica en prosa, en el género de Gaspard de la Nuit.” Ese mismo año baraja la posibilidad de La Lueur et la Fumée (“El fulgor y el humo”), Le Promeneur solitaire (“El paseante solitario”) y Le Rôdeur parisien (“El vagabundo parisino”). En 1863 aparece el título que será definitivo, Le Spleen de Paris. Pero todavía en el año 1866 menciona la rúbrica Petits Poèmes lycanthropes (“Pequeños poemas

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licántropos”), para destacar el espíritu burlesco que anima a muchas de sus piezas.

Los poemas aparecieron dispersamente en revistas. En La Presse, a cuyo director está dedicada la obra, se publicaron tres series: la primera (del 26 de agosto de 1862) contenía la dedicatoria y los poemas I a IX, la segunda (del 27 de agosto), los poemas X a XIV, y la tercera (del 24 de septiembre), los poemas XV a XX. A pesar de que, junto con esta última tirada, se anunciaba la continuación, la cuarta serie (que comprendía los poemas XXI a XVI) fue rechazada por Houssaye. Sólo después de la muerte de Baudelaire fueron recopilados (junto a Los Paraísos artificiales) en un volumen por Charles Asselineau y Théodore de Banville, el cual fue publicado en 1869 sobre la base de las anotaciones del propio autor. El volumen constituía el tomo IV de las Œuvres complètes de Baudelaire, editado por Michel Lévy frères.

Sobre esta traducción

La posibilidad de traducir permanece siempre abierta. Sobre todo poesía. La vibración de la palabra en el tiempo varía y las resonancias que despierta son diversas según las experiencias que sean interpeladas por ella. Cierto, hay labores de traducción que alcanzan envergadura ejemplar. Coinciden, en poesía, con ser aquéllas que realizan los grandes poetas: recreaciones, como suele decirse. Pero ni éstas excluyen de una vez por todas nuevos intentos. De hecho, las recreaciones divergen a menudo tanto del original, que siempre queda espacio para afanarse en pos de una versión que, observando el mandato de la fidelidad en su forma primaria, pueda ofrecer también, en su lengua, una genuina experiencia poética.

De la poesía de Baudelaire abundan las traducciones: de Las Flores del mal y de El Spleen de París, que concentran casi todo lo que escribió en el rubro. Sin embargo, no me ha parecido ocioso ni superfluo añadir una más a la gruesa lista. Mis intenciones son simples de exponer: he tratado de ser obediente de la manera dicha, manteniendo una fidelidad que esté cuan cerca se pueda del texto original; he atendido a lo que siento ser el peso específico de las palabras, peso que no concierne sólo a su sonoridad, su fuerza y su matiz, sino también a lo que dicen y cómo lo dicen; he buscado —y esto sin duda ha sido lo más difícil— dar con ese ritmo peculiar, esa sinuosidad serpentina del movimiento (y sus cambios inopinados) que —ambicionadas por el poeta según propia declaración— definen la característica única de esta escritura.

Para mi traducción he empleado el texto original contenido en Charles Baudelaire, Œuvres complètes, Texte établi, présenté et annoté par Claude Pichois, vol. I, París: Gallimard (Bibliothèque de la Pléïade), 1975, pp. 273-374. En su base está la primera edición preparada por Banville y Asselineau. En español, pude confrontar las versiones de José Antonio Millán Alba (Ch. B., Pequeños Poemas en Prosa. Los Paraísos Artificiales, Madrid: Cátedra, 2000), de Enrique López Castellón (Ch. B., Obras Selectas, Madrid: Edimat, s/f), ambas anotadas, y de Margarita Michelena (Ch. B., El Spleen de París, México: FCE, 20002). Esta última, a la que acompañan abundantes elogios, está lamentablemente afeada por omisiones, imprecisiones, descuidos y yerros que a veces no resultan explicables. No tuve acceso a la vieja versión de Enrique Díez-Canedo.

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Charles Baudelaire / El Spleen de París 6

He conservado algunas singularidades ortográficas del original, en particular, por ejemplo, el empleo de las mayúsculas que, como se sabe, tiene su importancia en la poesía baudeleriana: grafica, en muchos casos, la talla alegórica del concepto, de la cosa o del evento al cual se aplica. También creí aconsejable mantener los guiones, característicos de la usanza de Baudelaire, que indican determinadas cisuras en el curso de la narración.

El lector hallará un cuerpo de notas al final de este volumen. Responden, sobre todo, a fines de información y explicación. Van separadas de los textos por razones obvias: ya pueden resultar molestos los discretos numerillos en volandas que envían, a trechos, a ese aparato. Las referencias a las obras de Baudelaire que allí se indican remiten, todas, a la edición canónica de Claude Pichois. Economizando toda otra seña, me restringí a indicar la página y, con número romano antepuesto, el volumen correspondiente (I o II).

Por último, una tabla informa sobre las primeras publicaciones de los poemas en diversos medios, anteriores a la primera edición de El Spleen de París.

Este trabajo fue realizado en el marco del proyecto FONDECYT 1990687 sobre “Muerte del arte y destino del poema en la modernidad. Hölderlin, Hegel, Poe, Baudelaire”.

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CHARLES BAUDELAIRE

EL SPLEEN DE PARÍS

PEQUEÑOS POEMAS

EN PROSA

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A ARSÈNE HOUSSAYE1

Mi querido amigo, le envío una pequeña obra, de la cual no se podría decir, sin injusticia, que no tiene cola ni cabeza, puesto que, al contrario, todo en ella es, al mismo tiempo, cabeza y cola, alternativa y recíprocamente. Considere, se lo ruego, qué admirables comodidades nos ofrece a todos esta combinación, a usted, a mí y al lector. Podemos cortar dónde queramos, yo mi ensoñación, usted el manuscrito, el lector la lectura, porque no dejo colgando la esquiva voluntad de éste del hilo interminable de una intriga superflua. Retire usted una vértebra, y las dos piezas de esta tortuosa fantasía volverán a juntarse sin esfuerzo. Despedácela usted en numerosos fragmentos, y verá que cada uno puede existir aparte. Con la esperanza de que algunos de estos trozos estarán lo bastante vivos para darle placer y entretención, me atrevo a dedicarle la serpiente completa.

Tengo una pequeña confesión que hacerle. Al hojear, por vigésima vez al menos, el famoso Gaspar de la Noche, de Aloysius Bertrand2 (¿acaso un libro que usted, y yo, y algunos de nuestros amigos conocemos no tiene todo el derecho a ser llamado famoso?), me vino la idea de intentar algo análogo, y de aplicar a la descripción de la vida moderna o, más bien, de una vida moderna y más abstracta, el procedimiento que él había aplicado a la pintura de la vida antigua, tan extrañamente pintoresca.

¿Quién de nosotros no ha soñado, en sus días de ambición, el milagro de una prosa poética, musical sin ritmo y sin rima, lo bastante tan flexible y contrastada como para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación, a los sobresaltos de la conciencia?

Es sobre todo de la frecuentación de las villas enormes y del entrecruzamiento de sus innumerables relaciones que nace ese ideal obsesivo. Usted mismo, mi querido amigo, ¿no ha intentado traducir en una canción el grito estridente del Vidriero, y de expresar en una prosa lírica todas las sugerencias desoladoras que lanza este grito hasta las mansardas, a través de las más altas brumas de la calle?3

Pero, a decir verdad, temo que mi celo no me ha traído felicidad. Apenas empecé el trabajo, me di cuenta que no sólo estaba muy lejos de mi misterioso y brillante modelo, sino incluso que hacía una cosa (si es que esto puede llamarse una cosa) singularmente diferente, accidente del cual alguien enteramente distinto a mí se enorgullecería, sin duda, pero que no puede sino humillar profundamente a un espíritu que ve como el más grande honor del poeta cumplir justamente aquello que proyectó hacer.

Vuestro, muy afectuosamente,

C. B.

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I EL EXTRANJERO4

“¿Qué es lo que más amas tú, hombre enigmático, di? ¿Tu padre, tu madre, tu hermana o tu hermano? —No tengo ni padre, ni madre, ni hermana, ni hermano. —¿Tus amigos? —Te sirves de una palabra cuyo sentido hasta ahora desconozco. —¿Tu patria? —Ignoro en qué latitud se encuentra. —¿La belleza? —Con gusto la amaría, inmortal y diosa. —¿El oro? —Lo odio tanto como tú odias a Dios. —¡Eh! ¿Y qué amas entonces, insólito extranjero? —Amo las nubes... las nubes que pasan... allá lejos... allá lejos... ¡Las maravillosas nubes!”

II LA DESESPERACIÓN DE LA VIEJA5

La apergaminada viejecita se sentía tan regocijada al ver a ese precioso bebé al que todos festejaban, a quien todo el mundo quería complacer; ese hermoso ser, tan frágil como ella, la viejecita, y, como ella también, sin cabello ni dientes. Se le acercó, queriendo hacerle sonrisitas y dulces mimos. Pero el bebé asustado se debatía bajo las caricias de la decrépita mujer, llenando la casa con sus berrinches. Entonces la buena vieja se retiró a su soledad eterna, y lloraba en un rincón, diciéndose: —“¡Ay!, para nosotras, viejas desdichadas, ya pasó la edad de gustar, aun a los inocentes; ¡y horrorizamos a los niños que quisiéramos amar!”

III EL CONFITEOR DEL ARTISTA6

¡Qué penetrantes son los días de otoño, cuando llega el ocaso! ¡Ay! ¡Penetrantes hasta el dolor! Porque hay ciertas sensaciones deliciosas cuya vaguedad no excluye lo intenso; y no hay punta más afilada que la del Infinito. ¡Delicia grande ahogar la mirada en la inmensidad del cielo y del mar! ¡Soledad, silencio, incomparable castidad del azur! Una pequeña vela que tiembla en el horizonte, y que en su pequeñez y aislamiento imita mi irremediable existencia, melodía monótona de la onda, todas esas cosas piensan en mí, o yo pienso por ellas (¡pues en la magnitud de la ensoñación, el yo se pierde pronto!); piensan ellas, digo, musical y pintorescamente, sin argucias, sin silogismos, sin deducciones. Sin embargo, estos pensamientos, procedan de mí o se disparen desde las cosas, bien

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Charles Baudelaire / El Spleen de París 10

pronto se hacen demasiado intensos. La energía en la voluptuosidad provoca un malestar y un sufrimiento positivo. Mis nervios sobremanera tensos no producen más que vibraciones estridentes y dolorosas. Y ahora la profundidad del cielo me consterna; su limpidez me exaspera. La insensibilidad del mar, la inmutabilidad del espectáculo, me sublevan... ¡Ay! ¿Habrá que sufrir eternamente, o huir eternamente de lo bello? ¡Naturaleza, hechicera despiadada, rival siempre victoriosa, déjame! ¡Cesa de tentar mis deseos y mi orgullo! El estudio de lo bello es un duelo en que el artista grita de pavor antes de ser vencido.

IV UN GRACIOSO

Era la explosión del año nuevo: caos de fango y de nieve, cruzado por mil carrozas, refulgente de juguetes y bombones, hormigueante de codicias y desesperos, delirio oficial de una gran ciudad hecho para turbar el cerebro del más fuerte de los solitarios. En medio de esa confusión y del estrépito, un asno trotaba ágilmente, hostigado por un gañán armado de un látigo. Cuando el asno iba a doblar la esquina de una calzada, un apuesto señorito enguantado, acharolado, encorbatado cruelmente y aprisionado en ropas flamantes, se inclinó ceremoniosamente ante la humilde bestia y le dijo, descubriéndose: “¡Le deseo un feliz y próspero año!”, luego se volvió hacia no sé qué camaradas con aire de fatuidad, como para pedirles que sumaran su aprobación a su contento. El asno no miró al guapo bromista, y siguió trotando diligente hacia donde lo llamaba su deber. Yo, por mi parte, fui cogido súbitamente por una rabia inconmensurable contra este magnífico imbécil, que me pareció concentrar en sí todo el ingenio de Francia.

V LA ALCOBA DOBLE7

Una alcoba que parece un ensueño, una alcoba verdaderamente espiritual, cuya atmósfera estancada está ligeramente teñida de rosa y de azul. Aquí el alma se da un baño de pereza, aromatizado por la pesadumbre y el deseo. —Es algo crepuscular, azulado y rosáceo; un sueño de voluptuosidad durante un eclipse. Los muebles tienen formas alargadas, postradas, lánguidas. Los muebles parece que sueñan; se les diría dotados de una vida sonámbula, como el vegetal y el mineral. Las telas hablan una lengua muda, como las flores, como los cielos, como los soles en ocaso. Sobre los muros, ninguna abominación artística. Comparado con el sueño puro, con la impresión no analizada, el arte definido, el arte positivo, es una blasfemia. Aquí todo tiene la claridad suficiente y la deliciosa oscuridad de la armonía. Un aroma infinitesimal de la más exquisita selección, al que se mezcla una ligerísima humedad, nada en esta atmósfera, donde el espíritu soñoliento es acunado por cálidas sensaciones de invernadero.

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Charles Baudelaire / El Spleen de París 11

La muselina se derrama copiosamente sobre las ventanas y el lecho; se difunde en cascadas de nieve. Sobre ese lecho está tendido el Ídolo, la soberana de los sueños. ¿Pero cómo está aquí? ¿Quién la trajo? ¿Qué mágico poder la instaló en este trono de ensueño y deleite? ¡Qué importa! ¡Hela aquí! La reconozco. ¡He aquí esos ojos cuya flama atraviesa el crepúsculo; esos sutiles y terribles luceros que reconozco por su espantosa malicia! Atraen, subyugan, devoran la mirada del imprudente que los contempla. Los he estudiado a menudo, estrellas negras que imponen la curiosidad y la admiración. ¿A qué demonio benévolo le debo estar rodeado así de misterio, de silencio, de paz y de perfumes? ¡Oh, beatitud! ¡Lo que solemos llamar la vida, aun en su expansión más venturosa, no guarda nada en común con esta vida suprema que ahora conozco y saboreo minuto a minuto, segundo a segundo! ¡No! ¡Ya no hay minutos, ya no hay segundos! El tiempo ha desaparecido; ¡es la Eternidad que reina, una eternidad de delicias! Pero un golpe terrible, pesado, ha sonado a la puerta y, como en los sueños infernales, me ha parecido recibir un golpe de pico en el estómago. Y luego ha entrado un Espectro. Es un alguacil que viene a torturarme en nombre de la ley; una infame concubina que viene a llorar miserias y a sumar las trivialidades de su vida a los dolores de la mía; o bien el mandadero de un director de periódico que reclama la continuación del manuscrito. La alcoba paradisíaca, el ídolo, la soberana de los sueños, la Sílfide, como decía el gran René,8 toda esta magia ha desaparecido al golpe brutal que dio el Espectro. ¡Horror! ¡Ya recuerdo! ¡Ya recuerdo! ¡Sí! Este tugurio, esta morada del hastío eterno, sí, es la mía. ¡He aquí los torpes muebles, polvorientos, descantillados; la chimenea sin llama y sin brasas, sucia de escupitajos; las ventanas tristes en que la lluvia ha trazado surcos en el polvo; los manuscritos, tachados o incompletos; el almanaque donde el lápiz ha marcado las fechas siniestras! Y ese perfume de otro mundo, que me embriagaba con una sensibilidad refinada, ¡ay!, un fétido olor lo reemplaza, de tabaco mezclado a no sé qué moho nauseabundo. Ahora se respira aquí lo rancio de la desolación. En este mundo estrecho, pero tan repleto de grima, un solo objeto conocido me sonríe: la botella de láudano; amiga vieja y terrible; como todas las amigas, ¡ay!, fecunda en caricias y traiciones. ¡Sí! ¡Sí! El Tiempo fue restituido; el Tiempo reina ahora, soberano; y con el horrible anciano ha regresado todo su cortejo demoníaco de Recuerdos, de Pesares, de Espasmos, de Miedos, Angustias, Pesadillas, Cóleras y Neurosis. Os aseguro que ahora los segundos se acentúan con fuerza y solemnidad, y cada uno, al brotar del péndulo, dice: —“¡Soy la Vida, la insoportable, la implacable Vida!” Sólo hay un Segundo en la vida humana que tiene la misión de anunciar una buena nueva, la buena nueva que provoca a cada cual un miedo inexplicable. ¡Sí! Reina el Tiempo; ha recobrado su dictadura brutal. Y me empuja, como si yo fuese un buey, con su doble aguijón. —“¡Arre, pues! ¡Borrico! ¡Suda, pues, esclavo! ¡Vive, pues, condenado!”

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Charles Baudelaire / El Spleen de París 12

VI CADA CUAL CON SU QUIMERA9

Bajo un gran cielo gris, en una gran explanada polvorienta, sin caminos, sin hierba, sin un solo cardo, sin una sola ortiga, encontré a muchos hombres que caminaban encorvados. Cada uno de ellos llevaba sobre su espalda una enorme Quimera,10 tan pesada como un saco de harina o de carbón, o como la fornitura de un soldado romano de infantería. Pero la bestia monstruosa no era un peso inerte; al contrario, envolvía y oprimía al hombre con sus músculos elásticos y poderosos; se sujetaba con sus dos enormes garras al pecho de su montura; y su cabeza fabulosa sobrepasaba la frente del hombre, como uno de esos cascos horribles con que los guerreros de antaño confiaban acrecentar el terror del enemigo. Abordé a uno de estos hombres, y le pregunté adónde iban de tal guisa. Me respondió que no lo sabían en absoluto, ni él, ni los otros; pero que evidentemente iban a alguna parte, porque los impulsaba una necesidad invencible de marchar. Cosa curiosa de observar: ninguno de estos viajeros parecía estar irritado con la bestia feroz suspendida sobre su cuello y pegada a sus espaldas; se diría que la consideraban parte de sí mismos. Ninguno de esos rostros fatigados y serios testimoniaba desespero alguno; bajo la cúpula esplinética11 del cielo, los pies sumidos en el polvo de un terreno tan desolado como el cielo, caminaban con el semblante resignado de los que están condenados a esperar por siempre. Y el cortejo pasó a mi lado y se hundió en la atmósfera del horizonte, en el punto en que la redonda superficie del planeta se hurta a la curiosidad de la mirada humana. Y por unos instantes me obstiné en comprender este misterio; pero muy pronto la irresistible Indiferencia se abatió sobre mí, y quedé más gravemente abrumado de lo que estaban ellos mismos por sus aplastantes Quimeras.

VII EL LOCO Y LA VENUS12

¡Qué jornada admirable! El vasto parque desfallece bajo el ojo ardiente del sol, como la

juventud bajo el dominio del Amor. Ningún ruido expresa el éxtasis universal de las cosas; las aguas mismas están como adormecidas. Muy diferente a las fiestas humanas, hay aquí una orgía silenciosa. Se diría que una luz siempre acrecida hace destellar más y más los objetos; que las flores excitadas arden en deseo de rivalizar con el azul del cielo por la energía de sus colores, y que el calor, haciendo visibles los perfumes, los eleva hacia el astro como vaharadas. Sin embargo, en medio de este júbilo universal, advierto a un ser afligido. A los pies de una colosal Venus, uno de esos locos artificiales, uno de esos bufones voluntarios encargados de hacer reír a los reyes cuando el Remordimiento o el Hastío los atormentan, vestido con un traje chillón y ridículo, tocado de cuernos y cascabeles, acurrucado contra el pedestal, levanta los ojos colmados de lágrimas hacia la Diosa inmortal. Y sus ojos dicen: —“Soy el último y el más solitario de los humanos, privado de amor y de amistad, y muy inferior por ello al más imperfecto de los animales. ¡Y, no obstante, yo también estoy hecho para comprender y sentir la Belleza inmortal! ¡Ah, Diosa! ¡Ten piedad de mi

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Charles Baudelaire / El Spleen de París 13

tristeza y mi delirio!” Pero la Venus implacable mira a lo lejos quién sabe qué con sus ojos de mármol.

VIII EL PERRO Y EL FRASCO

“—Mi lindo perro, mi buen perro, mi querido perrito, acércate y ven a respirar un perfume excelente que compré al mejor perfumero de la ciudad.” Y el perro, meneando la cola, que es, según creo, en estos pobres seres, el signo que corresponde a la risa y a la sonrisa, se aproxima y posa curiosamente su nariz húmeda sobre el frasco destapado; luego, retrocediendo súbitamente con espanto, me ladra, a manera de reproche. “—¡Ah!, perro miserable, si te hubiese ofrecido un paquete de excrementos, lo habrías olisqueado con delicia y quizá hasta lo devorabas. Así, tú también, indigno compañero de mi triste vida, te asemejas al público, al que jamás se le deben presentar delicados perfumes que lo exasperen, sino indecencias escrupulosamente elegidas.”13

IX EL MAL VIDRIERO14

Hay naturalezas puramente contemplativas y enteramente impropias para la acción que, sin embargo, bajo un impulso misterioso y desconocido, actúan a veces con una rapidez de la que ellas mismas se habrían creído incapaces. Como el que temiendo que su conserje le dé una noticia dolorosa, ronda cobardemente durante una hora delante de su puerta sin atreverse a entrar, o el que guarda durante quince días una carta sin abrirla,15 o no se resigna sino al cabo de seis meses a realizar una gestión que ya era necesaria hace un año atrás: todos ellos se sienten en ocasiones bruscamente precipitados a la acción por una fuerza irresistible, como la flecha de un arco. El moralista y el médico, que pretenden saberlo todo, no pueden explicar de dónde les viene tan súbitamente una energía tan loca a esas almas perezosas y voluptuosas, y cómo, incapaces de llevar a cabo las cosas más simples y más necesarias, encuentran, en determinado minuto, un coraje de lujo para ejecutar los actos más absurdos e incluso, con frecuencia, los más riesgosos. Uno de mis amigos, el soñador más inofensivo que haya existido, le puso una vez fuego a un bosque para ver, decía, si el fuego prendía con tanta facilidad como generalmente se afirma. Diez veces seguidas falló el experimento; pero a la undécima resultó espléndidamente. Otro encenderá un cigarro al lado de un tonel de pólvora, por ver, por saber, por tentar al destino, por forzarse a sí mismo a dar prueba de fortaleza, por dárselas de jugador, por conocer los placeres de la ansiedad, por nada, por capricho, por ociosidad. Es una especie de energía que brota del hastío y de la ensoñación; y aquéllos en los cuales se manifiesta tan inopinadamente son, en general, como he dicho, los seres más indolentes y más soñadores. Otro, tímido al punto de bajar los ojos ante las miradas de los hombres, al extremo que necesita hacer acopio de toda su pobre voluntad para entrar en un café o pasar a la ventanilla

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Charles Baudelaire / El Spleen de París 14

de un teatro, donde los controladores le parecen investidos de la majestad de Minos, Eaco y Radamanto,16 saltará bruscamente al cuello de un anciano que pasa a su lado y lo abrazará con entusiasmo ante la multitud asombrada. ¿Por qué? Porque… ¿porque esa fisonomía le resultaba irresistiblemente simpática? Tal vez; pero es más legítimo suponer que él mismo no sabe por qué. Yo he sido más de una vez víctima de estas crisis y de estos impulsos, que nos autorizan a creer que unos Demonios maliciosos se deslizan dentro de nosotros y nos hacen llevar a cabo, sin que lo sepamos, sus más absurdas voluntades. Una mañana me había levantado de mal humor, triste, fatigado de pura holganza, y empujado, me parecía, a hacer alguna cosa grande, una proeza; y abrí la ventana, ¡ay! (Observad, os ruego, cómo el espíritu de mistificación, que en ciertas personas no es el resultado de un trabajo o de una combinación, sino de una inspiración fortuita, grandemente participa, como no fuese más que por el ardor del deseo, de este humor, histérico según los médicos, que nos impulsa sin resistencia a una multitud de acciones peligrosas e inconvenientes.) La primera persona que vi en la calle fue un vidriero cuyo grito agudo, discordante, subió hasta mí a través de la pesada y sucia atmósfera parisina. Me sería por demás imposible decir por qué, a la vista de ese pobre ser, fui cogido por un odio tan repentino como despótico. “—¡Eh! ¡Eh!”, y le grité que subiera. Entre tanto, pensaba yo, no sin cierto contento, que, como el cuarto estaba en el sexto piso y la escala era muy estrecha, el hombre tendría que experimentar alguna penuria para llevar a cabo su ascensión y chocar en más de un sitio los ángulos de su frágil mercadería. Por fin apareció: examiné con curiosidad todos sus vidrios, y le dije: “¿Cómo? ¿No tiene vidrios de color? ¿Vidrios rosados, rojos, azules, vidrios mágicos, vidrios de paraíso? ¡Será desvergonzado! ¡Se atreve a pasearse por los barrios pobres, y ni siquiera tiene vidrios que hagan ver la vida hermosa!” Y lo empujé con vehemencia a la escalera, donde tropezó refunfuñando. Me acerqué al balcón y cogí una pequeña maceta de flores, y cuando el hombre apareció en el pórtico, dejé caer perpendicularmente mi proyectil sobre el reborde posterior de sus ganchos; y como el golpe lo volteó, acabó por quebrar sobre su espalda toda su pobre fortuna ambulatoria, con el estruendo de un palacio de cristal reventado por el rayo. Y, ebrio de mi locura, le grité furiosamente: “¡La vida hermosa! ¡La vida hermosa!” Estas bromas nerviosas no carecen de riesgo, y a menudo se las puede pagar caro. Pero ¿qué le importa la eternidad de la condenación a quien ha encontrado en un segundo la infinitud del goce?

X

A LA UNA DE LA MADRUGADA17

¡Al fin! ¡Solo! No se escucha más que el rodar de algunos carros tardíos y derrengados. Durante unas horas tendremos el silencio, si no el reposo. ¡Al fin! La tiranía del rostro humano18 ha desaparecido, y ya sólo sufriré por mi propia causa. ¡Al fin! ¡Me está permitido, pues, distenderme en un baño de tinieblas! Ante todo, doble vuelta a la cerradura. Me parece que esta vuelta de llave aumentará mi soledad y fortificará las

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barricadas que actualmente me separan del mundo. ¡Horrible vida! ¡Horrible villa! Recapitulemos la jornada: haber visto a varios hombres de letras, uno de los cuales me ha preguntado si se podía ir a Rusia por vía terrestre (sin duda, creía que Rusia era una isla); haber disputado generosamente con el director de una revista, que a cada objeción respondía: “—Éste es el partido de la gente honesta”, lo cual implica que todos los otros periódicos son redactados por tunantes; haber saludado a una veintena de personas, quince de las cuales me son desconocidas; haber distribuido apretones de mano en la misma proporción, y esto sin haber tomado la precaución de comprar unos guantes;19 haber subido, para matar el tiempo durante un aguacero, donde una saltarina que me pidió diseñarle una indumentaria de Venusa;20 haberle hecho la corte a un director de teatro, que me ha dicho, despidiéndome: “—Tal vez haría bien usted en dirigirse a Z…; es el más pesado, el más zonzo y el más célebre de todos mis autores, con él quizá pueda usted llegar a algo. Véalo, y luego veremos”; haberme jactado (¿por qué?) de muchas acciones viles que jamás he cometido, y haber negado cobardemente algunas otras fechorías que perpetré con alegría, delito de fanfarronada, crimen de respeto humano; haberle rehusado a un amigo un servicio fácil, y darle una recomendación escrita a un perfecto bribón; ¡uf! ¿Será eso todo? Descontento de todos y descontento de mí, bien quisiera rescatarme y recobrar un poco de orgullo en el silencio y la soledad de la noche. ¡Almas de quienes he amado, almas de quienes he cantado, fortificadme, sostenedme, apartad de mí la mentira y los vapores corruptores del mundo, y tú, Señor y Dios mío, concédeme la gracia de producir algunos bellos versos que me prueben que no soy el último de los hombres, que no soy inferior a los que desprecio!

XI LA MUJER SALVAJE Y LA PETIMETRA

“Verdaderamente, querida mía, usted me fatiga sin medida ni piedad; al oírla suspirar, se diría que usted sufre más que las espigadoras sexagenarias y que las viejas mendigas que recogen los mendrugos de pan a la puerta de las tabernas. “Si al menos sus suspiros expresaran el remordimiento, le harían cierto honor; pero no traducen más que el hartazgo del bienestar y el abatimiento del reposo. Y luego, usted no cesa de derramarse en palabras inútiles: “¡Quiérame mucho! ¡Tengo tanta necesidad! ¡Consuéleme aquí, acarícieme allá!” Vea, voy a tratar de sanarla; tal vez encontremos el medio, por dos chauchas, en medio de una fiesta, y sin ir muy lejos. “Consideremos, le ruego, esta sólida jaula de fierro tras la cual se agita, aullando como un condenado, sacudiendo los barrotes como un orangután exasperado por el exilio, imitando a la perfección, ya los brincos circulares del tigre, ya los contoneos estúpidos del oso blanco, este monstruo peludo cuya forma imita harto vagamente la suya.21 “Este monstruo es uno de esos animales a los que generalmente se llama “¡ángel mío!”, es decir, una mujer. El otro monstruo, ése que grita a voz en cuello, con un bastón en la mano, es un marido. Ha encadenado a su mujer legítima como a una bestia, y la muestra en los suburbios los días de feria: con permiso de los magistrados, no hay necesidad de decirlo. “¡Ponga usted atención! Vea con qué voracidad (¡no simulada, quizás!) destroza los conejos vivos y los pollos piadores que le arroja su domador. “Vamos, dice éste, no hay que comerse

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en un solo día toda la hacienda”, y, dicha esta sabia palabra, le arranca cruelmente la presa, cuyas tripas devanadas quedan enganchadas un instante en los dientes de la bestia feroz, de la mujer, quiero decir. “¡Vamos! ¡Un buen bastonazo para calmarla! Pues ella dispara sus terribles ojos de codicia sobre el alimento que le han arrebatado. ¡Gran Dios! El bastón no es un bastón de comedia, ¿no ha escuchado usted resonar la carne, a pesar del pelo postizo? Y también los ojos se le salen de las órbitas, y aúlla más naturalmente.22 En su furia, destella toda entera, como el hierro que se golpea. “¡Éstas son las costumbres conyugales de estos dos descendientes de Eva y de Adán, obra de tus manos, oh mi Dios! Esta mujer es indiscutiblemente desdichada, aunque, después de todo, quizá no le sean desconocidos los goces trémulos de la gloria. Hay desventuras más irremediables, y sin compensación. Pero en el mundo al que ha sido arrojada, nunca pudo creer que la mujer mereciera otro destino. “¡Y ahora, a nosotros, mi querida preciosura! ¡Al ver los infiernos de que está poblado el mundo, qué quiere usted que piense de su lindo infierno, usted que no reposa más que sobre paños tan suaves como su piel, que no come más que viandas cocidas, y tiene un hábil criado que se ocupa en rebanar las tajadas! “¿Y qué pueden significar para mí todos esos pequeños suspiros que hinchan su pecho perfumado, robusta coqueta? ¿Y todas esas afectaciones aprendidas en los libros, y esa infatigable melancolía, hecha para inspirar al espectador un sentimiento muy distinto a la piedad? En verdad, a veces me dan ganas de enseñarle lo que es la verdadera desdicha. “Al verla así, mi delicada hermosura, los pies en el fango y los ojos vueltos vaporosamente hacia el cielo, como para pedirle un rey, se diría que parece una rana joven que invocase el ideal.23 Si usted desprecia la viga (cosa que soy ahora, como usted bien lo sabe), ¡cuidado con la grulla que la cascará, la sorberá y la matará a su gusto!24 “Por muy poeta que yo sea, tampoco soy tan zonzo como usted quisiera creer, y si usted me fatiga muy a menudo con sus preciosos lloriqueos, la voy a tratar como mujer salvaje, o la arrojaré por la ventana, como una botella vacía.”

XII LAS MUCHEDUMBRES25

No se le da a cualquiera tomar un baño de multitud: gozar de la muchedumbre es un arte; y sólo puede darse un festín de vitalidad, a expensas del género humano, aquel a quien un hada le inspiró en su cuna el gusto del disfraz y de la máscara, el odio al domicilio y la pasión del viaje. Multitud, soledad: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. El que no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en medio de una muchedumbre atareada. El poeta goza del incomparable privilegio de poder ser, a su antojo, él mismo y otro. Como esas almas errantes que buscan un cuerpo, entra, cuando quiere, en el personaje de cada cual. Para él solo, todo está vacante: y si ciertos sitios parecen estarle vedados, es que a sus ojos no vale la pena visitarlos. El paseante solitario y pensativo obtiene una singular embriaguez de esta comunión universal. El que desposa fácilmente a la muchedumbre conoce deleites febriles, de los cuales

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estarán privados eternamente el egoísta, cerrado como un cofre, y el perezoso, enquistado como un molusco. Abraza como suyas todas las profesiones, todas las alegrías y todas las miserias que la circunstancia le presenta. Lo que los hombres llaman amor es cosa muy pequeña, muy restringida y muy débil, comparada con esta orgía inefable, con esta santa prostitución del alma que se entrega toda entera, poesía y caridad, a lo imprevisto que se muestra, a lo desconocido que pasa. Es bueno enseñarle a veces a los contentos de este mundo, aunque sólo sea para humillar por un instante su estúpido orgullo, que hay dichas superiores a la suya, más vastas y más refinadas. Los fundadores de colonias, los pastores de pueblos, los curas misioneros exiliados en los confines del mundo, sin duda conocen algo de estas ebriedades misteriosas; y, en el seno de la vasta familia que su genio ha formado, deben reírse a veces de quienes los compadecen por su fortuna tan agitada y por su vida tan casta.

XIII LAS VIUDAS26

Vauvenargues27 dice que en los jardines públicos hay avenidas frecuentadas principalmente por la frustrada ambición, por los inventores desafortunados, por las glorias abortadas, por los corazones rotos, por todas esas almas tumultuosas y cerradas, en las cuales braman todavía los últimos suspiros de un huracán, y que se hurtan lejos de la mirada insolente de los alegres y los ociosos. Estos refugios umbrosos son los lugares de cita de los lisiados de la vida. Es sobre todo hacia estos lugares que el poeta y el filósofo prefieren dirigir sus ávidas conjeturas. Existe allí un forraje seguro. Pues si hay un sitio que desdeñen visitar, como estaba insinuándolo recién, es sobre todo la alegría de los ricos. Esta turbulencia en el vacío no tiene nada que los atraiga. Al contrario, se sienten irresistiblemente arrastrados hacia todo lo que es débil, ruinoso, contristado, huérfano. Sobre esto, un ojo avezado no se equivoca jamás. En esos rasgos rígidos o abatidos, en esos ojos hundidos y opacos, o que brillan aún con los últimos destellos de la lucha, en esas arrugas profundas y numerosas, en esos andares tan lentos o tan entrecortados, descifra inmediatamente las innumerables leyendas del amor engañado, de la abnegación incomprendida, de los esfuerzos no recompensados, del hambre y del frío, humilde, silenciosamente soportados. ¿Habéis observado alguna vez las viudas sobre esos bancos solitarios, las viudas pobres? Estén o no de luto, es fácil reconocerlas. Por lo demás, siempre hay en el duelo del pobre algo que falta, una ausencia de armonía que lo hace más lastimoso. Está forzado a escatimar su dolor. El rico lleva el suyo en pleno. ¿Qué viuda más triste y cuál entristece más, la que lleva de la mano a un niño con el cual no puede compartir su ensueño, o la que está completamente sola? Yo no lo sé… Me ocurrió una vez seguir por largas horas a una afligida anciana de esta laya; rígida, enhiesta, bajo un pequeño chal ajado, llevaba en todo su ser una altivez de estoica.28 Estaba evidentemente condenada por una absoluta soledad a los hábitos del viejo solterón, y el carácter masculino de sus modales añadía una rareza punzante y misteriosa a su austeridad. No sé en qué miserable café y de qué manera había almorzado. La seguí al gabinete de lectura; y la espié largo tiempo mientras buscaba en las gacetas, con ojos activos, antaño quemados por

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las lágrimas, noticias de interés poderoso y personal. Por fin, a la tarde, bajo un cielo de otoño encantador, uno de esos cielos de los que descienden en tropel los pesares y los recuerdos, se sentó, apartada, en un jardín, para escuchar, lejos de la muchedumbre, uno de esos conciertos con que la música de los regimientos gratifica al pueblo parisino.29 Era, sin duda, la pequeña cana al aire de esta anciana inocente (o de esta anciana purificada), el consuelo bien ganado de uno de esas jornadas gravosas, sin amigo, sin charla, sin alegría, sin confidente, que Dios dejaba caer sobre ella, ¡quizá desde hace mucho tiempo!, trescientas sesenta y cinco veces al año. Y otra más: Jamás puedo evitar de echar un vistazo, si no universalmente simpático, curioso al menos, sobre la multitud de parias que se apretujan alrededor del recinto de un concierto público. La orquesta lanza a través de la noche cantos de fiesta, de triunfo o de voluptuosidad. Los ropajes relucen al arrastrase; las miradas se cruzan; los holgazanes, fatigados de no haber hecho nada, se contonean, fingiendo degustar indolentemente la música. No hay aquí sino riqueza y ventura; nada que no respire ni inspire la despreocupación y el placer de dejarse vivir; nada, excepto el aspecto de esa turba que se apoya en la barrera exterior, atrapando gratuitamente, al capricho del viento, un jirón de música, y mirando la esplendente hoguera interior. Siempre es cosa interesante este reflejo de la dicha del rico en el fondo del ojo del pobre.30 Pero ese día, a través de ese pueblo vestido de blusas y de indianas, advertí un ser cuya nobleza hacía explosivo contraste con toda la vitalidad circundante. Era una mujer alta, majestuosa, y tan noble en todo su aire, que no recuerdo haber visto su parangón en las colecciones de las bellezas aristocráticas del pasado. Un perfume de virtud altiva emanaba de toda su persona. Su rostro, triste y estragado, estaba en perfecto acuerdo con el gran luto de que estaba revestida. También ella, como la plebe a la que se había mezclado y que no veía, miraba el mundo luminoso con ojos profundos, y escuchaba meneando dulcemente la cabeza.31 ¡Singular visión! “Sin duda alguna, me dije, esa pobreza, si pobreza hay, no debe admitir la economía sórdida; un rostro tan noble me da fe de ello. ¿Por qué, entonces, permanece ella voluntariamente en un medio donde deja una traza tan rutilante?” Pero al pasar con curiosidad a su lado, creí adivinar la razón. La gran viuda llevaba de la mano a un niño, como ella vestido de negro; por módico que fuese el precio de la entrada, bastaba quizá para pagar una de las necesidades del pequeño ser, y, mejor aun, una superfluidad, un juguete. Y ella volverá a pie, meditando y soñando, sola, siempre sola; pues el niño es turbulento, egoísta, sin dulzura ni paciencia; y ni siquiera puede, como el puro animal, como el perro y el gato, servir de confidente a los dolores solitarios.

XIV EL VIEJO SALTIMBANQUI32

Por doquier se desplegaba, se expandía, se divertía el pueblo en vacaciones. Era una de esas solemnidades con las que cuentan, por largo tiempo, los saltimbanquis, los prestidigitadores, los feriantes de animales y los vendedores ambulantes, para compensar los malos tiempos del

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año. En esos días me parece que el pueblo lo olvida todo, el dolor y el trabajo; se vuelve semejante a los niños. Para los pequeños es un día de licencia, es el horror de la escuela diferido por veinticuatro horas. Para los grandes es un armisticio concertado con las potencias perniciosas de la vida, una tregua en medio de la contienda y la lucha universales. El propio hombre de mundo y el hombre ocupado en trabajos espirituales difícilmente escapan a la influencia de este júbilo popular. Absorben, sin quererlo, la parte que les toca de esta atmósfera de despreocupación. En cuanto a mí, como auténtico parisino, jamás dejo de pasar revista a todas las barracas que se pavonean en estas épocas solemnes. Y en verdad, la competencia entre ella era formidable: chillaban, rugían, aullaban. Era una mezcla de gritos, de estallidos de bronces y de explosiones de cohetes. Los payasos de pompones rojos y los tontines33 convulsionaban las facciones de sus caras curtidas, resecas por el viento, la lluvia y el sol; se lanzaban, con el aplomo de comediantes seguros de sus efectos, de sus chascarros y bromas de sólida y pesada comicidad, como la de Molière. Los Hércules, orgullosos de la enormidad de sus miembros, sin frente y sin cráneo, como los orangutanes, se arrellanaban en sus mallas lavadas la víspera para la circunstancia. Las danzarinas, hermosas como hadas o princesas, saltaban y hacían cabriolas bajo el fuego de las linternas que poblaban de destellos sus faldas. Todo no era más que luz, polvareda, gritos, alegría, tumulto; gastaban los unos, ganaban los otros, y unos y otros igualmente alegres. Los niños se colgaban de los faldones de sus madres para conseguir una golosina, o montaban sobre las espaldas de sus padres para ver mejor a un prestidigitador, deslumbrante como un dios. Y por todas partes circulaba, dominando todos los perfumes, un olor de fritura que era como el incienso de esa fiesta. Al final, en el extremo más lejano de la hilera de barracas, como si, avergonzado, él mismo se hubiese exiliado de todos estos esplendores, vi a un pobre saltimbanqui, encorvado, caduco, decrépito, una ruina humana, adosado contra uno de los postes de su cabaña; una cabaña más miserable que la del salvaje más embrutecido, y cuya desolación todavía iluminaban demasiado bien dos cabos de vela, derretidos y humeantes. Por doquier la alegría, la ganancia, el desenfreno; por doquier la certeza del pan para los días venideros; por doquier la frenética explosión de la vitalidad. Aquí la miseria absoluta, la miseria, para colmo de horrores, ridículamente vestida de cómicos andrajos, en que la necesidad, más que el arte, había introducido el contraste. ¡No reía, el miserable! No lloraba, no danzaba, no gesticulaba, no gritaba; no cantaba canción alguna, ni alegre ni plañidera, no imploraba. Permanecía mudo e inmóvil. Había renunciado, había abdicado. Su destino estaba sellado. ¡Pero qué mirada profunda, inolvidable, paseaba él por la multitud y por las luces, cuya ola variable se detenía a unos pocos pasos de su repulsiva miseria! Sentí la garganta apretada por la mano terrible de la histeria, y me pareció que mi mirada estaban ofuscada por esas lágrimas rebeldes que no querían derramarse. ¿Qué hacer? ¿Para qué preguntar al infortunado qué curiosidad, qué maravilla tenía que mostrar en esas tinieblas hediondas, detrás de su cortina zarrapastrosa? La verdad es que no me atreví; y, aunque la razón de mi timidez os haga reír, confieso que temía humillarlo. Al fin, acababa de decidirme a depositar, de pasada, algún dinero sobre una de sus tablas, esperando que adivinase mi intención, cuando una gran afluencia de público, causada por no sé qué disturbio, me arrastró lejos de él. Y, regresando, obsesionado por esta visión, traté de analizar mi súbito dolor, y me dije:

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¡acabo de ver la imagen del viejo literato que ha sobrevivido a la generación que entretuvo brillantemente; del viejo poeta sin amigos, sin familia, sin hijos, degradado por su miseria y la ingratitud pública, en cuya barraca el mundo olvidadizo ya no quiere entrar!

XV EL PASTEL34

Viajaba. El paisaje en medio del cual estaba era de una grandeza y una nobleza irresistibles. Sin duda, algo de él se filtraba en mi alma en ese momento. Mis pensamientos revoloteaban con una ligereza igual a la de la atmósfera; las pasiones vulgares, como el odio y el amor profano, me parecían entonces tan lejanas como las nubes que desfilaban al fondo de los abismos bajo mis pies; mi alma me parecía tan vasta y tan pura como la cúpula del cielo que me cubría; el recuerdo de las cosas terrestres sólo llegaba a mi corazón debilitado y disminuido, como el retintín de los cencerros de imperceptibles rebaños que pacían lejos, muy lejos, en la ladera de otra montaña. Sobre el pequeño lago inmóvil, negro por su inmensa profundidad, pasaba de vez en cuando la sombra de una nube, como el reflejo del manto de un gigante aéreo que volase a través del cielo. Y recuerdo que esta sensación solemne y rara, causada por un gran movimiento perfectamente silencioso, me colmó de una alegría mezclada de temor. En suma, me sentía, gracias a la belleza entusiástica que me embriagaba, en perfecta paz conmigo mismo y con el universo: creo, incluso, que, en mi perfecta beatitud y en mi total olvido de todo el mal terreno, había llegado a no encontrar tan ridículos los periódicos que pretenden que el hombre ha nacido bueno; —cuando la materia incurable reanudó sus exigencias, pensé en reparar la fatiga y aliviar el apetito, causados por una ascensión tan prolongada. Extraje de mi bolsillo un gran trozo de pan, una taza de cuero y un frasco con cierto elíxir que los farmacéuticos vendían a los turistas en aquel tiempo para mezclarlo con agua de nieve llegado el momento. Partía tranquilamente mi pan cuando un ruido muy ligero me hizo levantar los ojos. Delante de mí estaba un pequeño ser harapiento, negro, desgreñado, cuyos ojos cavernosos, ariscos y como suplicantes devoraban el trozo de pan. Y le escuché suspirar, con voz baja y ronca, la palabra: ¡pastel! No pude evitar la risa al oír el nombre con que él se dignaba honrar mi pan casi blanco, y corté para él una buena rebanada que le ofrecí. Lentamente se aproximó, sin quitar los ojos del objeto de su codicia: luego, arrebatando el pedazo con la mano, retrocedió vivamente como si temiese que mi ofrecimiento no era sincero o que ya me había arrepentido. Pero en ese mismo instante fue derribado por otro pequeño salvaje, salido de no sé dónde, y tan perfectamente parecido al primero que se lo podría haber tomado por su hermano gemelo. Rodaron juntos por el suelo, disputándose la preciada presa, sin que ninguno quisiera, sin duda, sacrificar la mitad para su hermano. El primero, exasperado, agarró al segundo por los cabellos: éste le mordió la oreja con los dientes y escupió un pequeño trozo sangrante con un soberbio juramento en argot. El propietario legítimo del pastel trató de hundir sus pequeñas garras en los ojos del usurpador; éste, a su vez, aplicó todas sus fuerzas a estrangular a su adversario con una mano, mientras que con la otra se atareaba en deslizar dentro de su bolsillo el premio del combate. Pero, reanimado por la desesperación, el derrotado se enderezó e hizo rodar por tierra al vencedor con un cabezazo en el estómago. ¿Para qué describir una lucha horrible que duró en verdad más tiempo del que sus fuerzas infantiles parecían prometer? El

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pastel viajaba de mano en mano y cambiaba de bolsillo a cada instante; pero, ¡ay!, cambiaba también de volumen; y cuando al fin, extenuados, jadeando, sangrantes, se detuvieron ante la imposibilidad de continuar, ya no quedaba, la verdad sea dicha, ningún motivo de batalla; el trozo de pan había desaparecido, y se había esparcido en migajas parecidas a los granos de arena a los que se había mezclado. Este espectáculo me había llenado de brumas el paisaje, y la alegría en que se solazaba mi alma antes de haber visto a esos pequeños hombrecillos había desaparecido totalmente; me quedé triste largo tiempo, repitiéndome sin cesar: “¡Hay, pues, un país soberbio donde el pan se llama pastel, golosina tan escasa que basta para engendrar una guerra perfectamente fratricida!”

XVI EL RELOJ35

Los chinos ven la hora en el ojo de los gatos. Cierto día, un misionero, paseándose por los arrabales de Nankín, advirtió que había olvidado su reloj, y preguntó a un chiquillo qué hora era. El pilluelo del Celeste Imperio titubeó al comienzo; y luego, mudando de parecer, contestó: “Voy a decíroslo.” Pocos instantes después, reapareció, llevando en sus brazos un gato rechoncho y, mirándolo, como se dice, en el blanco de los ojos, afirmó sin vacilación: “Todavía no es el mediodía.” Y era cierto.36 Por mi parte, si me allego a la hermosa Felina37, la tan bien llamada, que es a la vez el honor de su sexo, el orgullo de mi corazón y el perfume de mi espíritu, sea de noche, sea de día, a plena luz o en la sombra opaca, en el fondo de sus ojos adorables siempre veo la hora nítidamente, siempre la misma, una hora vasta, solemne, grande como el espacio, sin divisiones de minutos ni de segundos, —una hora inmóvil que no está marcada en los relojes, y es, sin embargo, ligera como un suspiro, rápida como un vistazo. Y si algún importuno viene a molestarme mientras mi mirada reposa en esta deliciosa esfera, si algún Genio descortés e intolerante, un Demonio del contratiempo viene a decirme: “¿Qué miras tú con tanto celo? ¿Qué buscas en los ojos de este ser?”, responderé sin vacilar: “Sí, veo la hora; ¡es la Eternidad!” ¿Cierto, señora, que éste es un madrigal de veras meritorio, y tan enfático como usted misma? En verdad, he tenido tanto placer en bordar esta pretenciosa galantería, que no voy a demandarle nada a cambio.

XVII UN HEMISFERIO EN UNA CABELLERA38

Déjame respirar largamente, largamente, el olor de tus cabellos, hundir en ellos todo mi rostro, como un hombre sediento en el agua de una fuente, y agitarlos con mi mano como un pañuelo perfumado, para sacudir los recuerdos en el aire. ¡Si pudieras saber todo lo que veo, todo lo que siento, todo lo que escucho en tus cabellos! Mi alma viaja en el perfume como en la música el alma de otros hombres.

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Tus cabellos encierran todo un sueño, pletórico de velámenes y arboladuras; contienen grandes mares cuyos monzones me traen versos de climas encantadores, donde el espacio es más azul y más profundo, donde la atmósfera está perfumada por los frutos, las hojas y la piel humana. En el océano de tu cabellera entreveo un puerto en que bullen cantos melancólicos, vigorosos hombres de todas las naciones y navíos de todas las formas que recortan sus arquitecturas finas y complicadas contra un cielo inmenso en que se arrellana el calor eterno. En las caricias de tu cabellera vuelvo a encontrar las languideces de las largas horas pasadas sobre un diván, en el camarote de un hermoso navío, mecidas por el balanceo imperceptible del puerto, entre vasijas con flores y alcazarras refrescantes. En el hogar ardiente de tu cabellera respiro el olor del tabaco mezclado con opio y azúcar; en la noche de tu cabellera veo resplandecer el infinito del azur tropical; sobre las riberas vellosas de tu cabellera me embriago con los aromas mezclados del alquitrán, el almizcle y el aceite de coco. Déjame morder largamente tus trenzas pesadas y negras. Cuando mordisqueo tus cabellos elásticos y rebeldes, me parece a mí que ceno recuerdos.39

XVIII LA INVITACIÓN AL VIAJE40

Hay un país soberbio, un país de Jauja, se dice, que sueño visitar con una vieja amiga. País singular, sumido en las brumas de nuestro Norte, y que se podría llamar el Oriente del Occidente, la China de Europa, tanta rienda suelta se ha dado la cálida y caprichosa fantasía, tanto la ha ilustrado, paciente y tenaz, con sus sabias y delicadas vegetaciones. Un verdadero país de Jauja, donde todo es bello, rico, tranquilo, honesto; donde el lujo disfruta mirándose en el orden; donde la vida es feraz y dulce de respirar; donde están excluidos el desorden, la turbulencia y lo imprevisto; donde la dicha está desposada con el silencio; donde hasta la cocina es poética, ubérrima y excitante a la vez; donde todo se te parece, querido ángel mío.41 ¿Conoces esta enfermedad febril que se apodera de nosotros en las frías miserias, esta nostalgia del país que se ignora, esta angustia de la curiosidad? Es una región que se te parece, donde todo es bello, rico, tranquilo y honesto, donde la fantasía ha edificado y decorado una China occidental, donde la vida es dulce de respirar, donde la dicha está desposada con el silencio. ¡Es allí donde hay que ir a vivir, es allí donde hay que ir a morir! Sí, es allí donde hay que ir a respirar, a soñar y prolongar las horas con el infinito de las sensaciones. Un músico ha escrito la Invitación al vals42; ¿cuál será el que componga la Invitación al viaje, que se pueda ofrecer a la mujer amada, a la hermana electiva? Sí, es en esa atmósfera donde haría bien vivir, —allá, donde las horas más lentas contienen más pensamientos, donde los relojes tocan a dicha con una solemnidad más profunda y más significativa. Sobre paneles relucientes, o sobre cueros dorados de sombría riqueza, discretamente viven pinturas beatas, calmas y profundas, como las almas de los artistas que las crearon. Los soles en ocaso, que colorean tan ricamente el comedor o el salón, son tamizados por telas hermosas o por esos altos ventanales labrados que el plomo divide en numerosos compartimentos. Los

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muebles son amplios, curiosos, extravagantes, armados de cerraduras y secretos, como almas refinadas. Los espejos, los metales, las telas, la orfebrería y la loza interpretan para los ojos una sinfonía muda y misteriosa; y de todas las cosas, de todas las esquinas, de las fisuras de los cajones y de los pliegues de las telas escapa un perfume singular, un revenez-y43 de Sumatra, que es como el alma de la habitación. ¡Un verdadero país de Jauja, te digo, donde todo es rico, limpio y reluciente, como una bella conciencia, como una magnífica batería de cocina, como una espléndida orfebrería, como una joyería abigarrada! Los tesoros del mundo afluyen, como a la casa de un hombre laborioso, que bien ha merecido el mundo entero. País singular, superior a los demás, como el Arte a la Naturaleza, donde ésta ha sido reformada por el sueño, donde está corregida, embellecida, refundida. ¡Que busquen, que sigan buscando, que hagan retroceder sin cesar los límites de su dicha, esos alquimistas de la horticultura! ¡Que ofrezcan premios de sesenta y de cien mil florines para el que resuelva sus ambiciosos problemas! ¡Yo he encontrado mi tulipa negra y mi dalia azul!44 Flor incomparable, tulipa reencontrada, alegórica dalia, ¿no es allí, acaso, en ese bello país tan sereno y tan soñador, donde habría que ir a vivir y a florecer? ¿No estarías enmarcada en tu analogía, y no podrías tú mirarte, para hablar como los místicos, en tu propia correspondencia?45 ¡Sueños! ¡Siempre sueños! Y mientras más ambiciosa y delicada es el alma, más la alejan los sueños de lo posible. Cada hombre lleva en sí su dosis de opio natural, secretada y renovada incesantemente, y, del nacimiento a la muerte, ¿cuántas horas contamos colmadas por el gozo positivo, por la acción lograda y decidida? ¿Viviremos jamás, entraremos jamás a ese cuadro que ha pintado mi espíritu, ese cuadro que se te parece? Esos tesoros, esos muebles, ese lujo, ese orden, esos perfumes, esas flores milagrosas, eres tú. Y también eres tú, esos grandes ríos y esos canales tranquilos. Esos enormes navíos que discurren por ellos, cargados de riquezas, y de donde suben los cantos monótonos de la maniobra, son mis pensamientos que duermen o que ruedan sobre tu seno. Tú los llevas suavemente hacia el mar que es el Infinito, reflejando las profundidades del cielo en la limpidez de tu hermosa alma; —y cuando, fatigados por el oleaje y ahítos de los productos del Oriente, regresan al puerto natal, son también mis pensamientos enriquecidos que del Infinito vuelven a ti.

XIX EL JUGUETE DEL POBRE46

Voy a dar la idea de una diversión inocente. ¡Hay tan pocas entretenciones que no sean culpables! Cuando salga usted de mañana con la intención decidida de vagar por las grandes carreteras, llénese los bolsillos de pequeños artilugios de a peso —como el polichinela de cartón movido por un solo hilo, los herreros que martillean el yunque, el caballero y su caballo cuya cola es un silbato—, y, a lo largo de las tabernas, al pie de los árboles, regáleselos a los niños desconocidos y pobres con que se tope. Verá que sus ojos se abren desmesuradamente. Al principio, no se atreverán a cogerlos; dudarán de su fortuna. Después, sus manos aferrarán vivamente el regalo, y se escabullirán como los gatos que se van a comer lejos el trozo que usted les dio, puesto que han aprendido a desconfiar del hombre.

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A la vera de un camino, detrás de la verja de un amplio jardín, a cuyo extremo se divisaba la blancura de un lindo castillo golpeado por el sol, estaba un niño hermoso y lozano, vestido con esas ropas de campo tan llenas de coquetería. El lujo, la despreocupación y el espectáculo habitual de la riqueza hacen tan bonitos a esos niños, que se les creería hechos de otra pasta que los hijos de la mediocridad o de la pobreza. A su lado, yacía sobre la hierba un juguete espléndido, tan lozano como su dueño, barnizado, dorado, vestido de púrpura y cubierto de plumas y de abalorios. Pero el niño no se ocupaba de su juguete preferido, y he aquí lo que miraba: Del otro lado de la verja, sobre el camino, entre los cardos y las ortigas, había otro niño, sucio, enclenque, renegrido, uno de esos arrapiezos parias cuya belleza descubriría unos ojos imparciales, al igual que los ojos de un connaisseur adivinan una pintura ideal debajo de un barniz de carrocero, si le limpiasen la repugnante pátina de la miseria. A través de estos barrotes simbólicos que separaban dos mundos, la gran carretera y el castillo, el niño pobre le mostraba al niño rico su propio juguete, que éste examinaba ávidamente como un objeto raro y desconocido. ¡Y este juguete, que el puerquito hostigaba, agitaba y golpeaba dentro de una caja enrejada, era una rata viva! Los padres, sin duda por economía, habían tomado el juguete de la vida misma. Y los dos niños intercambiaban risas fraternalmente, con dientes de igual blancura.

XX LOS DONES DE LAS HADAS

Érase una gran asamblea de las Hadas, para proceder al reparto de los dones entre todos los recién nacidos, llegados a la vida en las últimas veinticuatro horas. Todas estas antiguas y caprichosas Hermanas del Destino, todas estas singulares Madres de la alegría y del dolor, eran muy diversas: unas tenían un aire sombrío y malhumorado, otras, un aire juguetón y malicioso; unas, jóvenes, que habían sido siempre jóvenes; otras, viejas, que habían sido siempre viejas. Habían venido todos los padres que creen en las hadas, trayendo cada uno a su recién nacido en los brazos. Los Dones, las Facultades, las buenas Suertes, las Circunstancias insuperables estaban acumuladas a un costado del tribunal, como los premios en el estrado, en espera de su distribución. Lo que había aquí de particular es que los Dones no eran la recompensa de un esfuerzo, sino, todo lo contrario, una gracia concedida a quien todavía no había vivido, una gracia que podía determinar su destino y convertirse lo mismo en la fuente de su desdicha o de su felicidad. Las pobres Hadas estaban muy atareadas; pues la multitud de los solicitantes era grande, y el mundo intermediario, situado entre el hombre y Dios, está, como nosotros, sometido a la terrible ley del Tiempo y de su infinito cortejo, los Días, las Horas, los Minutos, los Segundos. Lo cierto es que ellas estaban tan atolondradas como ministros en día de audiencia, o empleados del Monte de Piedad cuando una fiesta nacional autoriza la recuperación gratuita de las prendas. Hasta creo que miraban a cada rato el puntero del reloj con tanta impaciencia como los jueces humanos que, sesionando desde la mañana, no pueden dejar de pensar en la cena, en la familia y en sus queridas pantuflas. Si en la justicia sobrenatural hay un poco de

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precipitación y de azar, no nos sorprendamos que algunas veces pase lo mismo en la justicia humana. Nosotros mismos seríamos, en tal caso, jueces injustos. De modo que ese día se cometieron algunos disparates, que se podría considerar extravagantes si la prudencia, más que el capricho, fuese el carácter distintivo, eterno, de las Hadas. Así, el poder de atraer magnéticamente la fortuna le fue adjudicado al único heredero de una familia muy rica, que, como no estaba dotado de ningún sentido de caridad, y tampoco de ninguna codicia por los bienes más visibles de la vida, más tarde iba a encontrarse prodigiosamente azorado con sus millones. Así, se le dieron los dones del amor a lo Bello y la Potencia poética al hijo de un sombrío pordiosero, cantero de oficio, que no podía, en modo alguno, auxiliar las facultades ni socorrer las necesidades de su deplorable progenitura. Olvidé deciros que la distribución, en estos casos solemnes, es inapelable, y que ningún don puede ser rehusado. Todas las Hadas se levantaron, creyendo cumplida su faena; pues no quedaba ningún regalo, ninguna esplendidez que arrojar a toda esa morralla humana, cuando un buen hombre, un pobre y pequeño comerciante, creo, se levantó y, cogiendo por su vestido de vapores multicolores a la Hada que tenía más cerca, exclamó: “¡Eh, señora! ¡Se olvida de nosotros! ¡Todavía queda mi niño! No quisiera haber venido en vano.” El Hada podría haberse turbado, porque ya no le quedaba nada. Sin embargo, se acordó a tiempo de una ley bien conocida, aunque raramente aplicada, en el mundo sobrenatural, habitado por estas deidades impalpables, amigas del hombre, y a menudo constreñidas a adaptarse a sus pasiones, como son las Hadas, los Gnomos, las Salamandras, las Sílfides, los Silfos, las Ninfas, los Ondinos y las Ondinas, —quiero decir, la ley que le concede a las Hadas, en un caso semejante a éste, esto es, cuando se han agotado los lotes, la facultad de dar uno más, suplementario y excepcional, a condición, eso sí, de que el Hada tenga la imaginación suficiente para crearlo de inmediato. Entonces, la buena Hada respondió, con un aplomo digno de su rango: “Le doy a tu hijo…, le doy… ¡el Don de agradar!” “Pero ¿agradar cómo? ¿Agradar…? ¿Agradar por qué?, inquirió porfiadamente el pequeño tendero, que era, sin duda, uno de esos razonadores tan comunes, incapaz de elevarse a la lógica del Absurdo. “¡Porque sí! ¡Porque sí!”, replicó el Hada, indignada, volviéndole la espalda; y uniéndose al cortejo de sus compañeras, les dijo: “¿Qué les parece a ustedes este pequeño Francés vanidoso, que quiere entenderlo todo, y que, habiendo obtenido para su hijo la mejor de las suertes, se atreve encima a preguntar y a discutir lo indiscutible?”

XXI LAS TENTACIONES,

O EROS, PLUTÓN Y LA GLORIA47

Dos soberbios Satanes y una Diablesa, no menos extraordinaria, subieron la última noche la escalera misteriosa a través de la cual el Infierno asalta la debilidad del hombre que duerme, y

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que comunica en secreto con él. Y vinieron a plantarse gloriosamente ante mí, de pie, como sobre un estrado. Un esplendor sulfuroso emanaba de estos tres personajes, que se destacaban así del fondo opaco de la noche. Tenían un aire tan orgulloso y tan pleno de dominio, que al principio los tomé, a los tres, por verdaderos Dioses. El rostro del primer Satán era de sexo ambiguo, y tenía también, en las líneas de su cuerpo, la blandura de los antiguos Bacos. Sus hermosos ojos lánguidos, de un color tenebroso e indeciso, se parecían a esas violetas cargadas aún de las pesadas lágrimas de la tormenta, y sus labios entreabiertos a pebeteros calientes, de donde emanaba el buen aroma de la perfumería; y cada vez que suspiraba, insectos almizclados se iluminaban, revoloteando, a los ardores de su aliento. Alrededor de su túnica de púrpura se enroscaba, a manera de cinto, una serpiente tornasolada, que, la cabeza en alto, volvía lánguidamente hacia él sus ojos de brasa. De este cinto viviente colgaban, alternando con frascos repletos de siniestros licores, brillantes cuchillos e instrumentos de cirugía. En su diestra sostenía otro frasco cuyo contenido era de un rojo luminoso, y que por etiqueta llevaba estas extrañas palabras: “Bebed, ésta es mi sangre, un perfecto cordial”; en la mano izquierda, un violín que le servía sin duda para cantar sus placeres y sus colores, y para difundir el contagio de su locura en las noches de aquelarre. En sus delicados tobillos se arrastraban algunos eslabones de una cadena de oro rota, y cuando la molestia que esto provocaba le forzaban a bajar los ojos hacia la tierra, contemplaba vanidosamente las uñas de sus pies, brillantes y pulidas como piedras bien labradas. Me miró con sus ojos de inconsolable tribulación, de donde emanaba una insidiosa embriaguez, y me dijo con voz cantante: “Si tú quieres, si quieres, te haré señor de las almas, y serás el amo de la materia viviente, más aun de lo que el escultor puede serlo de la arcilla; y conocerás el placer, incesantemente renovado, de salir de ti para olvidarte en otro, y de atraer las otras almas hasta confundirlas con la tuya.” Y yo le respondí: “¡Gracias mil! Nada tengo que hacer con esos seres de pacotilla que, sin duda, no valen más que mi pobre yo. Aunque tengo cierta vergüenza de acordarme, nada quiero olvidar; y aun cuando no te conociera, viejo monstruo, tu misteriosa cuchillería, tus frascos equívocos, las cadenas que traban tus pies, son símbolos que explican muy claramente los inconvenientes de tu amistad. Guarda tus presentes.” El segundo Satán no tenía ni ese aire trágico y sonriente a la vez, ni esas hermosas maneras insinuantes, ni esa belleza delicada y perfumada. Era un hombre vasto, de rostro grueso y sin ojos, cuya pesada barriga se desplomaba sobre las ancas, y toda la piel era dorada y estaba ilustrada, como tatuaje, con una multitud de pequeñas figuras móviles que representaban las formas numerosas de la miseria universal. Había allí pequeños hombres enflaquecidos que se colgaban voluntariamente de un clavo; había pequeños gnomos deformes, magros, cuyos ojos suplicantes reclamaban la limosna todavía más que sus temblorosas manos; y viejas madres, también, que llevaban abortos prendidos a sus mamas extenuadas. Había además muchos otros. El Satán obeso golpeteaba con su puño su vientre inmenso, de donde brotaba, entonces, un ruido largo y retintinante de metal, que terminaba en un vago gemido formado por numerosas voces humanas. Y reía, mostrando impúdicamente sus dientes podridos, con una enorme risa imbécil, como ciertos hombres de todos los países cuando han cenado bien. Y me dijo éste: “¡Te puedo dar lo que todo lo obtiene, lo que todo lo vale, lo que reemplaza todo!” Y golpeteó su monstruoso vientre, cuyo eco sonoro hizo el comentario de su grosero parlamento.

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Me aparté asqueado, y respondí: “Para mi goce no necesito la miseria de nadie; y no quiero una riqueza entristecida, como papel pintado, por todas las desdichas representadas sobre tu piel.” En cuanto a la Diablesa, mentiría si no confesara que a primera vista, le encontré un raro encanto. Para definir este encanto, no podría compararlo con nada mejor que con aquél de las damas muy hermosas en trance de envejecer, pero que ya no se mustian más, y cuya belleza conserva la magia penetrante de las ruinas. Tenía un aire a la vez imperioso y desgarbado, y sus ojos, aunque abatidos, tenían una fuerza fascinadora. Lo que más me impresionó fue el misterio de su voz, que me traía el recuerdo de los contralti más deliciosos y también un poco de la ronquera de los gaznates lavados sin cesar por el aguardiente. “¿Quieres conocer mi poderío?”, dijo la falsa diosa con su voz encantadora y paradójica. “Escucha.” Y llevó a su boca una trompeta gigantesca, encintada, como una flauta de caña, con los titulares de todos los periódicos del universo, y a través de esta trompeta gritó mi nombre, que rodó así a través del espacio con el estruendo de cien mil truenos, y volvió a mí repercutido por el eco del planeta más lejano. “¡Diablos!”, exclamé, a medias subyugado, “¡eso sí que es precioso!” Pero al examinar más atentamente al seductor marimacho, me pareció vagamente que la reconocía porque la había visto brindando con algunos chuscos que conozco; y el sonido ronco del cobre trajo a mis oídos no sé qué recuerdo de trompeta prostituida. Y entonces respondí, con todo mi desdén: “¡Márchate! No estoy hecho para desposar a la amante de algunos que no quiero nombrar.” Cierto, tenía el derecho de sentirme orgulloso de tan valerosa abnegación. Pero lamentablemente me desperté, y toda mi fuerza me abandonó. “En verdad, me dije, tenía que estar muy profundamente adormilado para mostrar tales escrúpulos. ¡Ah, si pudiesen regresar mientras estoy despierto, no me haría tanto el quisquilloso!” Y los invoqué en alta voz, suplicándoles que me perdonaran, ofreciéndoles deshonrarme tan a menudo como fuera preciso para merecer sus favores; pero, sin duda, los había ofendido gravemente, porque nunca más han vuelto.

XXII EL CREPÚSCULO DE LA TARDE48

El día cae. Un gran sosiego se hace en los pobres espíritus fatigados por la labor de la jornada; y sus pensamientos cobran ahora los colores tiernos e indecisos del crepúsculo. Sin embargo, de lo alto de la montaña llega a mi balcón, a través de las nubes transparentes de la tarde, un gran aullido, compuesto por una multitud de gritos discordantes, que el espacio transforma en una lúgubre armonía, como de la marea que sube o de una tempestad que empieza a arreciar. ¿Quiénes son los infortunados a los que no calma el atardecer, y que, como los búhos, toman el arribo de la noche por señal de aquelarre? Este siniestro ulular nos llega desde el hospicio negro encaramado en la montaña; y, al anochecer, mientras fumo y contemplo el reposo del inmenso valle, erizado de casas en que cada ventana dice: “¡Aquí reina la paz ahora; aquí está la alegría de la familia!”, puedo acunar, cuando el viento sopla desde allá arriba, mi

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pensamiento atónito con esta imitación de las armonías del infierno. El crepúsculo excita a los locos. —Recuerdo que tenía dos amigos a los que el crepúsculo ponía completamente enfermos. Uno olvidaba entonces todas las relaciones de amistad y de cortesía, y maltrataba, como un salvaje, al primero con que se topaba. Lo he visto arrojar a la cabeza de un maître de hotel un excelente pollo, en el cual creía ver no sé qué jeroglífico insultante. La tarde, precursora de profundas voluptuosidades, le estropeaba las cosas más suculentas. El otro, herido en su ambición, a medida que iba cayendo el día, se volvía más agrio, más sombrío, más ofensivo. Todavía indulgente y sociable durante el día, era inmisericorde a la tarde; y su manía crepuscular no solamente se ejercía rabiosamente contra los otros, sino también contra sí mismo. El primero murió loco, incapaz de reconocer a su mujer y a su hijo; el segundo lleva en sí la inquietud de una perpetua desazón, y aun si fuese gratificado con todos los honores que pueden conferir las repúblicas y los príncipes, creo que el crepúsculo encendería en él el ansia ardiente de distinciones imaginarias. La noche, que sumía tinieblas en su espíritu, al mío le trae la luz; y, aunque no sea raro ver la misma causa engendrar dos efectos contrarios, siempre quedo como intrigado y alarmado. ¡Oh noche! ¡Oh tinieblas refrescantes! ¡Sois para mí la señal de una fiesta interior, sois la liberación de una angustia! ¡En la soledad de las planicies, en los laberintos pétreos de una capital, centelleo de estrellas, explosión de faroles, sois el fuego de artificio de la diosa Libertad! ¡Crepúsculo, cuán dulce y tierno sois! Los resplandores rosáceos que todavía se arrastran por el horizonte como la agonía de la jornada bajo la opresión victoriosa de la noche, los fuegos de los candelabros que forman manchas de rojo opaco sobre las glorias postreras del ocaso, los pesados cortinajes que una mano invisible corre desde las profundidades del Oriente, imitan todos los complicados sentimientos que luchan en el corazón del hombre en las horas solemnes de la vida. Diríase, además, una de esos raros vestidos de bailarinas, en los que una gasa transparente y sombría deja entrever los esplendores amortiguados de una falda brillante, como bajo el negro presente transluce el pasado delicioso; y las estrellas vacilantes de oro y de plata, de que ella está sembrada, representan esos fuegos de la fantasía que sólo se encienden bajo el duelo profundo de la Noche.

XXIII LA SOLEDAD49

Un gacetero filántropo me dice que la soledad es mala para el hombre; y, en apoyo de su tesis, como todos los incrédulos, cita sentencias de los Padres de la Iglesia. Sé que el Demonio frecuenta de buena gana los lugares áridos, y que el Espíritu del homicidio y la lubricidad se inflama maravillosamente en las soledades. Pero sería posible que esta soledad no fuese peligrosa más que para el alma ociosa y divagadora que la puebla con sus pasiones y sus quimeras. Es cierto que un charlatán, cuyo supremo placer consiste en hablar desde lo alto de una cátedra o de una tribuna, correría mucho riesgo de convertirse en un loco furioso en la isla de Robinson. No exijo de mi gacetero las virtudes valerosas de Crusoe, pero pido que no decrete ninguna acusación contra los enamorados de la soledad y del misterio.

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Hay, en nuestras razas parlanchinas, individuos que aceptarían con menos repugnancia el suplicio supremo, si se les permitiese emitir, desde lo alto del cadalso, una copiosa arenga, sin miedo a que los tambores de Santerre50 les corten intempestivamente la palabra. No los compadezco, porque adivino que sus efusiones oratorias les procuran voluptuosidades iguales a las que otros extraen del silencio y del recogimiento; pero los desprecio. Sobre todo, deseo que mi maldito gacetero me deje entretenerme a mi laya. “Entonces —me dice, con un tono nasal muy apostólico—, ¿usted no experimenta jamás la necesidad de compartir sus goces?” ¡Fijaos qué sutil envidioso! Sabe que desdeño los suyos, y viene a insinuarse en los míos, el repelente aguafiestas! “¡Esa gran desventura de no poder estar solo…!”, dice en algún sitio La Bruyère,51 como para avergonzar a todos los que corren a perderse en la multitud, temiendo, sin duda, no poder soportarse a sí mismos. “Casi todas nuestras desdichas nos vienen de no haber sabido quedarnos en nuestro cuarto”, dice otro sabio, Pascal, creo,52 convocando así a la celda del recogimiento a todos esos azarados que buscan la felicidad en el movimiento y en una prostitución que yo llamaría fraternitaria,53 si quisiera hablar la bonita lengua de mi siglo.

XXIV LOS PROYECTOS54

Se decía, paseándose por un gran parque solitario: “¡Qué hermosa se vería en vestido de gala, complejo y fastuoso, descendiendo, a través de la atmósfera de una bella tarde, las gradas de mármol de un palacio, frente al amplio césped y los estanques! Porque ella tiene naturalmente el aire de una princesa.” Al pasar más tarde por una calle, se detuvo ante una tienda de grabados y, al encontrar en un cartón una estampa que representaba un paisaje tropical, se dijo: “¡No!, no es un palacio que yo quisiera poseer su cara vida. No estaríamos en casa. Además, esos muros acribillados de oro no dejarían sitio para fijar su imagen, no hay siquiera un rincón de intimidad. Decididamente, es allí donde habría que morar para cultivar el sueño de mi vida.” Y, mientras analizaba con sus ojos los detalles del grabado, proseguía mentalmente: “Al borde del mar, una hermosa cabaña de madera, rodeada de todos esos árboles insólitos y resplandecientes cuyos nombres he olvidado…, en la atmósfera un olor embriagador, indefinible…, en la cabaña un poderoso perfume de rosa y almizcle…, más lejos, detrás de nuestro pequeño dominio, cabos de mástiles balanceados por las olas…, alrededor de nosotros, más allá del cuarto iluminado por una luz rosa tamizada por las persianas, decorado con esteras frescas y flores embriagadoras, con raros asientos de un rococó portugués, de madera pesada y tenebrosa (¡donde ella reposaría tan calma, tan bien abanicada, fumando un tabaco ligeramente opiáceo!), más allá de la varenga55, la algazara de las aves ebrias de luz y el cotorreo de las negritas…, ¡y, a la noche, para servir de acompañamiento a mis ensoñaciones, el canto lastimero de árboles musicales, de melancólicos filaos! Sí, verdaderamente, allí está el decorado que busco. ¿Y qué voy a hacer con un palacio?” Y más lejos, al seguir por una gran avenida, notó un albergue limpiecito, donde, de una ventana alegrada por cortinas de indiana variopinta, se asomaban dos cabezas risueñas. Y al

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punto se dijo: “Mi pensamiento tiene que ser muy vagabundo para ir a buscar tan lejos lo que se halla tan cerca de mí. El placer y la dicha están en la primera posada con que me topo, en la posada del azar, tan fecundo en voluptuosidades. Un gran fuego, porcelanas vistosas, una cena aceptable, un vino rudo y un lecho muy amplio con sábanas un poco ásperas, pero frescas; ¿qué mejor?” Y cuando volvió solo a su casa, a esa hora en que los consejos de la Sabiduría ya no están sofocados por los rumores de la vida exterior, se dijo: “Hoy he tenido en sueños tres domicilios en que hallé idéntico placer. ¿Por qué forzar mi cuerpo a cambiar de sitio, si mi alma viaja tan prestamente? ¿Y para qué ejecutar los proyectos, si el proyecto ya por sí mismo es un goce suficiente?”

XXV LA BELLA DOROTEA56

El sol abate la ciudad con su directa y terrible luz; la arena enceguece y el mar espejea. El mundo estupefacto se postra cobardemente y duerme la siesta, una siesta que es una especie de sabrosa muerte en que el durmiente, despierto a medias, gusta de las voluptuosidades de su anonadamiento. Y, sin embargo, Dorotea, fuerte y soberbia como el sol, avanza por la calle desierta, único ser vivo a esta hora bajo el azul inmenso, como una resplandeciente y negra mancha en medio de la luz. Avanza, balanceando blandamente su torso tan esbelto sobre sus caderas tan amplias. Su vestido de seda ceñida, de tono claro y rosa, resalta vivamente sobre las tinieblas de su piel y modela con exactitud su largo talle, su espalda cóncava y sus pechos puntiagudos. Su sombrilla roja, que filtra la luz, proyecta sobre su rostro sombrío el afeite sangrante de sus reflejos. El peso de su enorme cabellera casi azul echa atrás su cabeza delicada y le da un aire triunfal y perezoso. Pesados zarcillos susurran secretamente a sus gentiles orejas. De tiempo en tiempo la brisa marítima levanta por el borde su falda flotante y enseña una pierna lustrosa y soberbia; y su pie, parecido a los pies de las diosas de mármol que Europa encierra en sus museos, imprime con fidelidad su forma sobre la fina arena. Pues Dorotea es tan prodigiosamente coqueta, que el placer de ser admirada sobrepuja en ella el orgullo de la liberta57 y, aunque es libre, camina sin sandalias. Avanza así, armoniosamente, dichosa de vivir y con blanca sonrisa, como si divisara a lo lejos, en el espacio, un espejo que reflejara su marcha y su belleza. A la hora en que los mismísimos perros gimen de dolor bajo el sol que los muerde, ¿qué motivo poderoso hace andar así a la perezosa Dorotea, hermosa y fría como el bronce? ¿Por qué abandonó su pequeña cabaña, arreglada tan coquetamente, cuyas flores y esteras conforman, a tan bajo precio, un perfecto boudoir; donde tanto le complace peinarse, fumar, dejar que la abaniquen o mirarse en el espejo de sus grandes ventalles de plumas, mientras el mar, que bate la playa a cien pasos de allí, hace poderosa y monótona compañía a sus ensoñaciones indecisas, mientras la marmita de hierro, donde se cuece un guiso de cangrejo con arroz y azafrán, le envía, desde el fondo del patio, sus perfumes excitantes? Tendrá quizás una cita con algún joven oficial que, en playas remotas, ha escuchado a sus

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camaradas hablar de la célebre Dorotea. Infaliblemente le pedirá, la simple criatura, que le describa el baile de la Ópera, y le preguntará si se puede andar allí a pies descalzos, como en los bailes de domingo, en que hasta las viejas cafres se ponen ebrias y furiosas de júbilo; y luego, si las bellas damas de París son todas más hermosas que ella. Dorotea es admirada y mimada por todos, y sería perfectamente dichosa si no estuviese obligada a acumular piastra sobre piastra para rescatar a su pequeña hermana que tiene apenas once años, y que ya está madura, ¡y es tan hermosa! Sin duda lo conseguirá la buena Dorotea; ¡el amo de la niña es tan avaro, demasiado avaro para comprender otra belleza que la de los escudos!

XXVI LOS OJOS DE LOS POBRES58

¡Ah! Quiere usted saber por qué la odio este día. Sin duda le será menos fácil entenderlo que a mí explicarlo; porque usted es, creo yo, el más bello ejemplo de impermeabilidad femenina que pueda encontrarse. Habíamos pasado juntos una larga jornada que me pareció breve. Nos prometimos que todos nuestros pensamientos nos serían comunes, y que nuestras dos almas, de ahí en adelante, serían una sola; un sueño que, después de todo, nada tiene de original, salvo que, soñado por todos los hombres, no ha sido realizado por ninguno. A la noche, un poco fatigada, quiso sentarse delante de un café nuevo que hacía esquina con un nuevo bulevar, todavía lleno de escombros y enseñando ya gloriosamente sus inacabados esplendores.59 El café resplandecía. El mismo gas desplegaba todo el ardor de un debut, e iluminaba con todas sus fuerzas las paredes, de blancura cegadora, los azogues deslumbrantes de los espejos, los oros de las molduras y las cornisas, los pajes de mejillas orondas arrastrados por los perros con traíllas, las damas que sonreían al halcón posado sobre su puño, las ninfas y las diosas que llevaban frutos, pasteles y animales de caza sobre sus cabezas, las Hebes y los Ganimedes ofreciendo a brazo tendido la pequeña ánfora de bavarois o el obelisco bicolor de los helados mixtos; toda la historia y la mitología puestas al servicio de la gula. Justo delante de nosotros, en la calzada, estaba plantado un buen hombre de unos cuarenta años, de rostro fatigado, la barba entrecana, que llevaba de una mano a un niño y sostenía con su otro brazo a un pequeño ser demasiado débil para andar. Desempeñaba su oficio de nana y hacía que sus niños tomaran el aire de la tarde. Todos iban harapientos. Esos tres rostros estaban extraordinariamente serios, y esos seis ojos contemplaban fijamente el nuevo café con idéntica admiración, pero matizada diversamente por la edad. Los ojos del padre decían: “¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! Es como si todo el oro del pobre mundo hubiese venido a presentarse sobre estos muros.” —Los ojos del muchachito: “¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! Pero es una casa en la sólo pueden entrar gentes que no son como nosotros.” —En cuanto a los ojos del más pequeño, estaban demasiado fascinados para expresar otra cosa que un júbilo estúpido y profundo. Los cancioneros dicen que el placer vuelve el alma buena y suaviza el corazón. La canción, esa tarde, tenía razón en lo que a mí respecta. No sólo estaba enternecido por esa familia de ojos, sino que me sentía un poco avergonzado de nuestros vasos y botellas, mayores que nuestra sed. Volví la mirada hacia la suya, amor mío, para leer en ella mi pensamiento; me

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sumergí en sus ojos tan bellos y tan extrañamente dulces, en sus ojos verdes, habitados por el Capricho e inspirados por la Luna, cuando me dijo: “¡Esa gente me resulta insoportable con sus ojos abiertos como puertas de cochera! ¿No podría pedirle al maître del café que los eche de aquí?” ¡Tan difícil es entenderse, ángel querido, y tan incomunicable es el pensamiento, incluso entre personas que se aman!60

XXVII UNA MUERTE HEROICA61

Fanciulo era un admirable bufón, y casi uno de los amigos del Príncipe. Pero para las personas consagradas por condición a lo cómico, las cosas serias tienen fatales atractivos, y, aunque pueda parecer extraño que las ideas de patria y de libertad se apoderen despóticamente del cerebro de un histrión, un día Fanciulo entró en una conspiración fraguada por algunos caballeros descontentos. En todas partes existen hombres de bien prestos a denunciar al poder a esos individuos de humor atrabiliario que quieren derrocar a los príncipes y operar el cambio de una sociedad sin consultarla. Los señores en cuestión fueron arrestados, igual que Fanciulo, y condenados a una muerte segura. Con gusto creería yo que el Príncipe casi se enfadó de encontrar a su comediante favorito entre los rebeldes. El Príncipe no era ni mejor ni peor que cualquier otro; pero en muchos casos una sensibilidad excesiva lo hacía más cruel y más déspota que todos sus semejantes. Amante apasionado de las bellas artes, connaisseur excelente, por lo demás, tenía en verdad una sed insaciable de voluptuosidades. Harto indiferente a los hombres y a la moral, verdadero artista de sí mismo, no conocía enemigo más peligroso que el Hastío, y los insólitos esfuerzos que hacía por rehuir o por vencer a este tirano del mundo le habrían ganado, de la pluma de un historiador severo, el epíteto de “monstruo”, si en sus dominios hubiese estado permitido escribir cualquiera cosa que no tendiese únicamente al placer o al asombro, que es una de las formas más delicadas del placer. La gran desdicha de este Príncipe fue no haber tenido nunca un teatro suficientemente vasto para su genio. Hay Nerones jóvenes que se ahogan en los límites más estrechos, cuyos nombres y buena voluntad ignorarán por siempre los siglos venideros. La imprevisora Providencia les había dado facultades más grandes que sus Estados. De repente corrió el rumor de que el soberano quería indultar a todos los conjurados; y el origen de este rumor fue el anuncio de un gran espectáculo en que Fanciulo debía desempeñar uno de sus principales y mejores papeles, y al cual asistirían incluso, se decía, los caballeros condenados; signo evidente, agregaban los espíritus superficiales, de las generosas inclinaciones del Príncipe ofendido. En un hombre tan natural y voluntariamente excéntrico todo era posible, incluso la virtud, incluso la clemencia, sobre todo si esperaba encontrar en ello placeres insospechados. Pero para aquellos que, como yo, habían podido penetrar más en las profundidades de esta alma curiosa y enferma, era infinitamente más probable que el Príncipe quisiera juzgar el valor de los talentos escénicos de un hombre condenado a muerte. Quería aprovechar la ocasión para hacer un experimento fisiológico de interés capital, y verificar hasta qué punto las facultades habituales de un artista podían ser alteradas o modificadas por la situación extraordinaria en

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que se hallaba; además, ¿existió en su alma una intención más o menos resuelta de clemencia? Éste es un punto que jamás se ha podido aclarar. Por fin, llegado el gran día, la pequeña corte desplegó todas sus pompas, y sería difícil concebir, a menos que se lo hubiese visto, todos los esplendores que puede mostrar la clase privilegiada de un pequeño Estado, con recursos restringidos, para una verdadera solemnidad. Ésta era doblemente verdadera, ante todo por la magia del lujo ostentado, y luego por el interés moral y misterioso que se le asociaba. El señor Fanciulo descollaba sobre todo en los papeles mudos o de poca profusión en palabras, que son a menudo los principales en los dramas fabulosos62, cuyo objeto es representar simbólicamente el misterio de la vida. Entró en escena con desenvoltura y facilidad perfecta, lo que contribuyó a fortalecer en el noble público la idea de dulzura y de perdón. Cuando se dice de un comediante: “He aquí un buen comediante”, se emplea una fórmula que implica que detrás del personaje todavía se deja adivinar al comediante, es decir, el arte, el esfuerzo, la voluntad. Ahora bien, si un comediante llega a ser, con respecto al personaje que le está encomendado expresar, lo que serían las mejores estatuas de la Antigüedad, milagrosamente animadas, vivas, móviles, videntes, con relación a la idea general y confusa de belleza, ello constituiría, sin duda, un caso singular y completamente imprevisto. Esa noche, Fanciulo fue una perfecta idealización, que era imposible no suponer viviente, posible, real. Aquel bufón iba, venía, reía, lloraba, se convulsionaba, con una aureola indestructible alrededor de la cabeza, una aureola invisible para todos, pero visible para mí, en la cual se mezclaban, en extraña amalgama, los rayos del Arte y la gloria del Martirio. Fanciulo introdujo, no sé por qué gracia especial, lo divino y lo sobrenatural hasta en las bufonadas más extravagantes. Mi pluma tiembla, y lágrimas de una emoción siempre presente asoman en mis ojos mientras trato de describiros aquella velada inolvidable. Fanciulo me probó de manera perentoria, irrefutable, que la embriaguez del Arte es más apta que ninguna otra para velar los terrores del abismo; que el genio puede ejercer la comedia al borde de la tumba con una alegría que le impide ver la tumba, perdido, como está, en un paraíso que excluye toda idea de tumba y destrucción. Todo ese público, por hastiado y frívolo que pudiera ser, pronto padeció la todopoderosa dominación del artista. Nadie pensó en la muerte, en el duelo, ni en los suplicios. Cada uno se abandonó, sin inquietud, a las voluptuosidades multiplicadas que da la visión de una obra maestra de arte viviente. Las explosiones de júbilo y de admiración sacudieron repetidamente las bóvedas del edificio con la energía de un trueno continuo. El Príncipe mismo, embriagado, mezcló sus aplausos a los de su corte. Sin embargo, para un ojo clarividente, su ebriedad no carecía de mixtura. ¿Sentíase vencido en su poder de déspota? ¿Humillado en su arte de aterrorizar los corazones y de embotar los espíritus? ¿Frustrado en sus esperanzas y escarnecido en sus previsiones? Tales suposiciones, no exactamente justificadas, pero no del todo injustificables, cruzaron mi espíritu mientras contemplaba el rostro del Príncipe, en el cual una palidez nueva se iba sumando a su palidez habitual, como la nieve se añade a la nieve. Sus labios se apretaban más y más, y sus ojos se aclaraban con un fuego interior parecido al de los celos y el rencor, incluso cuando aplaudía ostensiblemente los talentos de su viejo amigo, el extraño bufón, que tan bien hacía bufa con la muerte. A un determinado momento, vi a Su Alteza inclinarse hacia un pequeño paje, situado detrás de él, y hablarle al oído. La fisonomía traviesa del hermoso niño se iluminó con una sonrisa; y después abandonó con presteza el palco principesco como para cumplir una misión urgente. Algunos minutos más tarde un silbido agudo, prolongado, interrumpió a Fanciulo en uno

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de sus mejores momentos, y desgarró a un tiempo los oídos y los corazones. Y del lugar de la sala de donde había surgido esta desaprobación inesperada, un niño se precipitó por un corredor con risas sofocadas. Fanciulo, sacudido, despertado de su sueño, cerró primero los ojos, y al punto los abrió, desmesuradamente grandes, abrió luego la boca como para respirar convulsivamente, tambaleó un poco hacia delante, y luego cayó patitieso sobre las tablas. El silbido, rápido como una espada, ¿realmente había frustrado al verdugo? ¿Había adivinado el mismo Príncipe toda la eficacia homicida de su treta? Cabe dudarlo. ¿Echó de menos a su querido e inimitable Fanciulo? Es dulce y legítimo creerlo. Los caballeros culpables habían gozado por última vez del espectáculo de la comedia. Esa misma noche fueron borrados de la vida. Desde entonces, muchos mimos, apreciados con justicia en diferentes países, han venido a actuar ante la corte de ***63; pero ninguno de ellos ha podido siquiera evocar los maravillosos talentos de Fanciulo, ni elevarse al mismo favor.64

XXVIII LA MONEDA FALSA65

Cuando nos alejábamos de la tabaquería, mi amigo hizo una cuidadosa clasificación de sus monedas; en el bolsillo izquierdo de su chaleco deslizó pequeñas piezas de oro; en el derecho, pequeñas piezas de plata; en el bolsillo izquierdo de su pantalón, un montón de grandes monedas de cobre y, por último, en el derecho, una pieza de plata de dos francos que había examinado particularmente. “¡Singular y minuciosa repartición!”, me dije. Nos encontramos con un pobre que nos tendió su gorra temblando. No conozco nada más inquietante que la elocuencia muda de esos ojos suplicantes, que contienen a la vez, para el hombre sensible que sabe leer en ellos, tanta humildad, tantos reproches. Algo que se aproxima a esta profundidad de complicado sentimiento se encuentra en los ojos lacrimosos de los perros a los que se da de azotes. La ofrenda de mi amigo fue mucho más considerable que la mía, y le dije: “Tiene usted razón; después del placer de ser sorprendido, no hay uno más grande que el de causar una sorpresa. —Era la moneda falsa”, me respondió tranquilamente, como para justificar su prodigalidad. Pero en mi cerebro miserable, siempre ocupado en buscarle tres patas al gato66 (¡qué fatigosa facultad me ha regalado la naturaleza!), entró súbitamente la idea de que una conducta semejante, de parte de mi amigo, no era excusable más que por el deseo de crear un acontecimiento en la vida de ese pobre diablo, quizá incluso de conocer las consecuencias diversas, funestas o de otra clase, que puede engendrar una moneda falsa en manos de un mendigo. ¿No podía acaso multiplicarse en monedas auténticas? ¿No podía también llevarlo a prisión? Un tabernero, un panadero, por ejemplo, lo haría arrestar como falsificador o como propagador de moneda falsa. Y a pesar de todo, la moneda falsa sería quizá, para un pobre y pequeño especulador, germen de riqueza de unos cuantos días. Y así seguía su curso mi fantasía, prestándole alas al espíritu de mi amigo y extrayendo todas las deducciones posibles de todas las hipótesis posibles.

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Pero éste interrumpió bruscamente mis ensoñaciones tomando mis propias palabras: “Sí, tienes razón; no hay placer más dulce que sorprender a un hombre dándole más de lo que espera.” Lo miré en el blanco de los ojos, y me espanté de ver que brillaban con un candor incontestable. Entonces vi claramente que había querido hacer a la vez la caridad y un buen negocio; ganar cuarenta monedas de cobre y el corazón de Dios; alcanzar el paraíso económicamente; en fin, obtener gratis una patente de hombre caritativo. Le habría casi perdonado el deseo de goce criminal del que hace poco lo suponía capaz; me habría parecido curioso, singular, que se divirtiese poniendo a los pobres en aprieto; pero no le perdonaré nunca la ineptitud de su cálculo. Nunca hay excusa para ser perverso, pero hay cierto mérito en saber que se lo es; y el más irreparable de los vicios es hacer el mal de puro bestia.

XXIX EL JUGADOR GENEROSO67

Ayer, entre la multitud del bulevar, me sentí rozado por un ser misterioso que siempre había deseado conocer, y que reconocí de inmediato, aunque jamás lo había visto. Sin duda había en él un deseo análogo respecto de mí, pues al pasar me hizo un guiño significativo que me apresuré a obedecer. Lo seguí con atención, y muy pronto descendí tras él a una morada subterránea, deslumbrante, donde fulguraba un lujo del cual ninguna de las habitaciones superiores de París podría suministrar un ejemplo aproximado. Me pareció curioso que hubiese podido pasar tan a menudo al lado de esta prestigiosa guarida sin adivinar la entrada. Reinaba allí una atmósfera exquisita, pero embriagadora, que hacía olvidar casi instantáneamente todos los fastidiosos horrores de la vida; se respiraba una beatitud sombría, análoga a la que debieron experimentar los lotófagos cuando, al desembarcar en una isla encantada, iluminada por los resplandores de una tarde eterna, sintieron nacer en ellos, a los sones adormecedores de melodiosas cascadas, el deseo de no volver a ver jamás sus penates68, sus mujeres, sus hijos, y de no remontar nunca las altas olas de la mar. Había allí rostros extraños de hombres y de mujeres, marcados por una belleza fatal, que me parecía haber visto ya en épocas y países que me era imposible recordar exactamente, y que me inspiraban más una simpatía fraterna que ese temor que ordinariamente nace del aspecto de lo desconocido. Si tratara de definir de alguna manera la singular expresión de sus miradas, diría que jamás vi ojos que brillasen más enérgicamente con el horror del hastío y el deseo inmortal de sentirse vivir. Cuando nos sentamos, mi huésped y yo éramos ya viejos y perfectos amigos. Comimos, bebimos sin medida toda suerte de vinos extraordinarios, y, cosa no menos extraordinaria, después de varias horas, me parecía que yo no estaba más ebrio que él. Entre tanto, el juego, ese placer sobrehumano, había cortado a intervalos diversos nuestras frecuentes libaciones, y debo decir que había jugado y perdido mi alma, en apuesta de prendas, con despreocupación y ligereza heroicas. El alma es una cosa tan impalpable, tan a menudo inútil y en ocasiones tan molesta, que cuando la perdí sólo sentí un poco menos de emoción que si hubiese extraviado, en un paseo, mi tarjeta de visita. Fumamos largamente algunos cigarros cuyo sabor y perfume incomparables daban al alma la nostalgia de países y dichas desconocidas, y, borracho de todas estas delicias, al coger una

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copa colmada hasta el borde, osé exclamar, en un acceso de familiaridad que no pareció disgustarle: “¡A vuestra salud inmortal, viejo Chivo!” Charlamos también del universo, de su creación y de su destrucción futura; de la gran idea del siglo, es decir, del progreso y la perfectibilidad, y, en general, de todas las formas de la infatuación humana.69 Sobre este asunto, Su Alteza no cesaba de emitir chanzas ligeras e irrefutables, y se expresaba con una suavidad de dicción y una tranquilidad en la sorna que no he encontrado en ninguno de los conversadores más célebres de la humanidad. Me explicó el absurdo de las diferentes filosofías que hasta el presente habían tomado posesión del cerebro humano, e incluso se dignó a hacerme confidencia de algunos principios fundamentales cuyos beneficios y cuya propiedad no me conviene compartir con nadie. No se quejó en manera alguna de la mala reputación de que goza en todas partes del mundo, me aseguró que él mismo era la persona más interesada en destruir la superstición, y me confesó que sólo había temido por su poder una sola vez, el día que escuchó a un predicador, más sutil que sus cofrades, exclamar desde el púlpito: “¡Queridos hermanos míos, jamás olvidéis, cuando oigáis ponderar el progreso de las luces, que la más hermosa de las tretas del diablo es persuadiros de que no existe!” El recuerdo de este célebre orador70 nos condujo naturalmente al tema de las academias, y mi extraño huésped me afirmó que en muchos casos no desdeñaba inspirar la pluma, la palabra y la conciencia de los pedagogos, y que asistía casi siempre en persona, bien que invisible, a todas las reuniones académicas. Alentado por tantas bondades, le pedí noticias de Dios, y si lo había visto recientemente. Me respondió, con una despreocupación matizada de cierta trsiteza: “Nos saludamos cuando nos encontramos, pero como dos viejos caballeros, en quienes una cortesía innata no podría extinguir enteramente el recuerdo de antiguos rencores.” Es dudoso que Su Alteza haya dado jamás una audiencia tan prolongada a un simple mortal, y yo temía estar abusando. Por fin, como el alba temblorosa blanqueaba los cristales, este célebre personaje, cantado por tantos poetas y servido por tantos filósofos que trabajan para su gloria sin saberlo, me dijo: “Quiero que guardes de mí un buen recuerdo, y probarte que Yo, de quien se dice tanta cosa mala, soy a veces un buen diablo,71 por servirme de una de vuestras locuciones vulgares. A fin de compensar la pérdida irremediable de tu alma en que has incurrido, te doy la prenda que habrías ganado si la suerte hubiese estado de tu parte, es decir, la posibilidad de aliviar y de vencer, a lo largo de toda tu vida, esta singular afección del Hastío, que es la fuente de todos tus males y de todos tus míseros progresos. Nunca formularás un deseo que yo no te ayude a realizar; reinarás sobre tus vulgares semejantes; se te proporcionarán halagos e incluso adoraciones; la plata, el oro, los diamantes, los palacios feéricos saldrán a tu busca y te rogaran que los aceptes, sin que hayas hecho ningún esfuerzo por ganarlos; cambiarás de patria y de región con tanta frecuencia como te lo ordene tu fantasía; te hartarás de voluptuosidades, sin fatiga, en países encantadores donde siempre hace calor y las mujeres huelen tan bien como las flores, etcétera, etcétera…”, agregó, levantándose y despidiéndome con una amable sonrisa. Si no hubiera sido por el temor de humillarme ante una asamblea tan grande, gustosamente me habría arrojado a los pies de este jugador generoso para agradecerle su inaudita munificencia. Pero poco a poco, después de haberlo dejado, la desconfianza incurable volvió a mi seno; ya no me atreví a creer en una dicha tan prodigiosa y, al acostarme, mientras hacía una vez más mis oraciones por un resabio de estúpida costumbre, repetía en un semisueño: “¡Dios mío! ¡Señor mi Dios! ¡Haz que el diablo me cumpla su palabra!”

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XXX LA CUERDA72

A Édouard Manet73

“Las ilusiones —decía mi amigo— son acaso tan innumerables como las relaciones entre los hombres entre sí, o de los hombres con las cosas. Y cuando la ilusión desaparece, es decir, cuando vemos el ser o el hecho tal como existe fuera de nosotros, experimentamos un extraño sentimiento, complicada mitad de añoranza por el fantasma desaparecido, mitad de agradable sorpresa ante la novedad, ante el hecho real. Si existe un fenómeno evidente, trivial, siempre semejante, y de una naturaleza sobre la cual es imposible equivocarse, ése es el amor materno. Es tan difícil suponer una madre sin amor materno como una luz sin calor; ¿no resulta, pues, perfectamente legítimo atribuirle al amor materno todas las acciones y las palabras de una madre respecto de su hijo? Y, no obstante, escuche usted esta pequeña historia, en que fui curiosamente engañado por la ilusión más natural. “Mi profesión de pintor me impulsa a mirar atentamente los rostros, las fisonomías que se me ofrecen en mi camino, y usted sabe qué goce extraemos de esta facultad que a nuestros ojos hace la vida más vívida y más significativa que para los otros hombres. En el apartado barrio en que habito, donde amplios espacios de césped separan todavía los edificios, a menudo observaba a un niño cuya fisonomía ardiente y traviesa, más que todas las otras, me sedujo de inmediato. Más de una vez posó para mí, y lo transformé, ya en un pequeño bohemio, ya en ángel, ya en Amor mitológico. Le hice llevar el violín del vagabundo, la Corona de Espinas y los Clavos de la Pasión, la Antorcha de Eros. Terminé por tomar un placer tan vivo en toda la picardía de este pilluelo que un día le pedí a sus padres, gente pobre, que me lo cedieran, prometiéndoles vestirlo bien, darle algún dinero y no imponerle más trabajo que limpiar mis pinceles y hacer mis encargos. Este niño, una vez aseado, resultó encantador, y la vida que llevaba conmigo le parecía un paraíso, en comparación con la que habría llevado en el cuchitril paterno. Sólo debo decir que este hombrecillo me asombró algunas veces por unas extrañas crisis de tristeza precoz, y porque muy pronto manifestó un gusto inmoderado por el azúcar y los licores; y como constatara un día que, a pesar de las numerosas advertencias, había cometido otra vez un nuevo hurto de este género, lo amenacé con mandarlo de vuelta a sus padres. Salí después, y mis asuntos me retuvieron mucho tiempo fuera de mi casa. “¡Cuál no sería mi horror y mi asombro cuando, al regresar a casa, el primer objeto que capturó mi mirada fue mi hombrecillo, el travieso compañero de mi vida, colgado del panel de ese armario!74 Sus pies casi tocaban el suelo; una silla, que sin duda había empujado de una patada, estaba volcada a su lado; su cabeza pendía convulsivamente sobre un hombro; su rostro, hinchado, y sus ojos, abiertos de par de par con una fijeza espantosa, me causaron al principio la ilusión de la vida. Descolgarlo no fue una labor tan fácil como usted podría creer. Ya estaba muy tieso, y yo sentía una repugnancia inexplicable de dejarlo caer bruscamente sobre el suelo. Tuve que sostenerlo con un brazo y, con la otra mano, cortar la cuerda. Pero hecho esto, no había terminado todo; el pequeño monstruo se había servido de un bramante muy delgado que había penetrado profundamente en las carnes, y tuve que buscar la cuerda con una pequeñas tijeras entre los dos rebordes de la inflamación, para liberar el cuello.

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“Olvidé decirle que había pedido vivamente auxilio; pero todos mis vecinos rehusaron venir en mi ayuda, fieles en ello a los hábitos del hombre civilizado, que jamás quiere, no sé por qué, mezclarse en los asuntos de un ahorcado. Finalmente vino un médico que declaró que el niño había muerto hace muchas horas. Más tarde, cuando tuvimos que desvestirlo para amortajarlo, la rigidez cadavérica era tal que, desesperando de flexionar los miembros, tuvimos que desgarrar y cortar las vestimentas para poder sacárselas. “El comisario, ante el cual, naturalmente, tuve que declarar el accidente, me miró con mala cara y me dijo: «¡Vaya que sospechoso!», movido, sin duda, por un deseo inveterado y un hábito profesional de infundir miedo, a toda costa, tanto a los inocentes como a los culpables. “Quedaba por cumplir una tarea suprema, cuya sola idea me causaba una terrible angustia: había que avisar a los padres. Mis pies se rehusaban a conducirme donde ellos. Por fin, me armé de coraje. Pero, para gran sorpresa mía, la madre se quedó impasible, ni una lágrima rezumó del rabillo del ojo. Atribuí esta rareza al horror mismo que ella debía sentir, y me acordé de la conocida sentencia: «Los dolores más terribles son los dolores mudos.» El padre se contentó diciendo, con aire a medias embrutecido, a medias meditabundo: «Después de todo, quizá haya sido mejor así; ¡de cualquier manera habría terminado mal!» “Sin embargo, el cuerpo estaba tendido sobre mi diván y, asistido por una sirvienta, me ocupé de los últimos preparativos, cuando la madre entró en mi taller. Quería, dijo, ver el cadáver de su hijo. En verdad, yo no podía impedirle que se embriagara con su desdicha ni rehusarle este consuelo supremo y sombrío. Luego me pidió que le mostrara el lugar donde su pequeño se había ahorcado. «¡Oh, no, señora! —le respondí—, le haría mal.» Y como involuntariamente mis ojos se volvieron hacia el armario fúnebre, me di cuenta con un disgusto mezclado de horror y cólera, que el clavo seguía en la pared, con un largo cabo de cuerda que colgaba todavía. Me abalancé con vehemencia para arrancar esos últimos vestigios de la desdicha, y cuando iba a arrojarlos por la ventana abierta, la pobre mujer me cogió del brazo y dijo con voz irresistible: «¡Oh, señor, déjemelos a mí, se lo ruego, se lo suplico!» Su desesperación, sin duda, así me pareció, la había enloquecido, al punto que ahora se había prendado tiernamente de lo que sirvió de instrumento de la muerte de su hijo, y quería guardarlo como una horrible y querida reliquia. —Y se apoderó del clavo y del bramante. “¡Por fin! ¡Por fin! Todo había terminado. No me quedaba más que volver al trabajo, aun más vivamente que de costumbre, para expulsar poco a poco ese pequeño cadáver que me penaba en los repliegues de mi cerebro, y cuyo fantasma me fatigaba con sus grandes ojos fijos. Pero al día siguiente recibí un paquete de cartas: unas, de los inquilinos de mi vivienda, otras, de las casas vecinas; una, del primer piso; la otra, del segundo; la otra, del tercero, y así sucesivamente, unas en estilo medio amable, como buscando disfrazar bajo una aparente chanza la sinceridad de la petición; las otras, fuertemente descaradas y sin ortografía, pero todas tendiendo al mismo fin, es decir, a obtener de mí un pedazo de la funesta y beatífica cuerda.75 Entre los firmantes había, debo decírselo, más mujeres que varones; pero créame que no todos pertenecían a la clase ínfima y vulgar. He conservado esas cartas. “Y entonces, súbitamente, se hizo una luz en mi cerebro, y comprendí por qué la madre se empeñaba tanto en llevarse la cuerda y con qué comercio iba a consolarse.”

XXXI

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LAS VOCACIONES76

En un bello jardín donde los rayos de un sol otoñal parecían demorarse a gusto, bajo un cielo ya verdoso en que las nubes de oro flotaban como continentes en viaje, cuatro hermosos niños, cuatro muchachos, sin duda cansados de jugar, conversaban entre sí. Decía uno: “Ayer me llevaron al teatro. En palacios grandes y tristes, al fondo de los cuales se ve el mar y el cielo, hombres y mujeres, serios y tristes también, pero mucho más bellos y mucho mejor vestidos que los que vemos por doquier, hablan con una voz cantarina. Se amenazan, suplican, se acongojan, y a menudo apoyan la mano sobre un puñal envainado en la cintura. ¡Ah! ¡Qué bonito es! Las mujeres son mucho más bellas y mucho más altas que las que vienen a vernos a casa, y, aunque con sus grandes ojos hundidos y sus mejillas inflamadas tienen un aspecto terrible, no se puede dejar de amarlas. Se tiene miedo, se tiene ganas de llorar y, sin embargo, se está contento… Y luego, lo que es más extraño, dan ganas de estar vestido de ese modo, de decir y hacer las mismas cosas, y de hablar con la misma voz…” Otro de los cuatro niños, que después de algunos segundos no escuchaba ya el discurso de su camarada y observaba con asombrosa fijeza no sé qué punto del cielo, dijo enseguida: “¡Miren, miren allá…! ¿Ven eso? Está sentado sobre esa pequeña nube solitaria, esa pequeña nube color de fuego, que pasa suavemente. Se diría que él también nos mira.” “Pero, ¿quién, pues?”, preguntaron los otros. “¡Dios!”, respondió con perfecto acento de convicción. “¡Ay! Ya está bien lejos; ya no lo podrán ver. Sin duda que va de viaje, para visitar todos los países. Vean, va a pasar tras esa hilera de árboles que está casi en el horizonte… y ahora desciende detrás del campanario… ¡Ay! ¡Ya no se le ve!” Y el niño permaneció largo tiempo vuelto hacia el mismo lado, fijando sobre la línea que separa la tierra del cielo unos ojos en que brillaba una indecible expresión de éxtasis y de añoranza. “¡Será tonto, éste, con su buen Dios, que sólo él puede percibir!”, dijo entonces el tercero, cuya personita entera estaba marcada por una viveza y una vitalidad singulares. “Yo les voy a contar cómo fue que me pasó una cosa que nunca les ha pasado a ustedes, y que es un poco más interesante que tu teatro y que tus nubes. —Hace algunos días, mis padres me llevaron de viaje, y, como en el albergue donde nos detuvimos no había suficientes camas para todos nosotros, se decidió que yo dormiría en el mismo lecho con mi nana.” —Atrajo a sus camaradas más cerca de sí, y habló en voz baja. —“Vamos, provoca un singular efecto no estar acostado solo y estar en un mismo lecho con mi nana, en las tinieblas. Como yo no me dormía, me entretuve, mientras dormía ella, pasando mi mano por sus brazos, su cuello y su espalda. Tiene los brazos y el cuello mucho más gruesos que las otras mujeres, y su piel es tan suave, tan suave, que se diría papel de esquela o papel de seda. Yo sentía tanto placer que habría seguido por mucho tiempo, de no haber tenido miedo, miedo de despertarla, primero, y miedo, luego, de no sé qué. Luego forré mi cabeza con los cabellos que pendían sobre su espalda, espesos como una crin, y olían tan bien, les aseguro, como las flores del jardín, a esta hora. ¡Traten de hacer como yo, cuando puedan, y ya verán!” Al hacer su relato, el joven autor de esta prodigiosa revelación había abierto desmesuradamente los ojos, animado por una especie de estupefacción ante lo que todavía experimentaba, y los rayos del sol que se ponía, deslizándose a través de los bucles rojizos de su cabellera desgreñada, resplandecían como una aureola sulfurosa de pasión. Era fácil adivinar que éste no perdería su vida buscando a la Divinidad en las nubes, y que la encontraría con

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frecuencia en otras partes. Por último, dijo el cuarto: “Ustedes saben que no me entretengo en casa: jamás me llevan a un espectáculo; mi tutor es demasiado avaro; Dios no se ocupa de mí ni de mi tedio, y no tengo una nana hermosa que me mime. A menudo me ha parecido que mi placer sería ir siempre adelante, sin saber adónde, sin que nadie se preocupe, y ver siempre nuevos países. Jamás estoy bien en parte alguna, y siempre creo que estaría mejor en cualquier otro sitio que donde estoy. ¡Y bien! Vi, en la última feria de la villa vecina, tres hombres que viven como yo quisiera vivir. Ustedes no les han prestado atención. Eran grandes, casi negros y muy soberbios, aunque andaban en harapos, con aire de no necesitar a nadie. Sus grandes ojos sombríos se pusieron tan brillantes cuando hacían música; una música tan sorprendente que tan pronto daban ganas de bailar, de llorar, o de hacer las dos cosas a la vez, y que uno se pondría como loco si los escuchase por mucho tiempo. Uno, deslizando el arco sobre su violín, parecía contar una pena, y el otro, haciendo saltar su martillito sobre las cuerdas de un pequeño piano colgado de su cuello por una correa, parecía burlarse del lamento de su vecino, mientras el tercero chocaba sus címbalos, de tiempo en tiempo, con violencia extraordinaria. Estaban tan contentos consigo mismos, que habrían seguido tocando su música de salvajes incluso después que la muchedumbre se hubiese dispersado. Al fin, recogieron sus céntimos, cargaron sus bultos sobre la espalda y se marcharon. Yo, queriendo saber dónde pararían, los seguí de lejos, hasta la orilla del bosque, y sólo entonces entendí que no se quedarían en ninguna parte.77 “Entonces dijo uno: «¿Habrá que montar la carpa? “—¡A fe mía que no, respondió el otro, es tan hermosa la noche!» “El tercero dijo, contando lo recaudado: «Estas gentes no sienten la música, y sus mujeres bailan como osos. Felizmente, antes de un mes estaremos en Austria, donde encontraremos un pueblo más amable. “—Quizá haríamos mejor si fuésemos a España, pues la estación avanza; huyamos antes de las lluvias y no mojemos más que el gaznate», dijo uno de los otros. “Me acuerdo de todo, como ven. Cada uno bebió después una taza de aguardiente, y se durmieron, la frente vuelta a las estrellas. Yo tenía ganas de rogarles que me llevaran con ellos y que me enseñaran a tocar sus instrumentos; pero no me atreví, sin duda porque siempre es muy difícil decidirse a cualquier cosa, y también porque tenía miedo que me atraparan antes de haber salido de Francia.” El aire de poco interés de los otros tres camaradas me hizo pensar que este pequeño ya era un incomprendido. Lo miré atentamente; había en sus ojos y en su frente un no sé qué de precozmente fatal que generalmente aleja la simpatía, y que, no sé por qué, excitaba la mía, al punto que tuve por un instante la idea extravagante de que podía tener un hermano que yo mismo desconocía. El sol se había puesto. La noche solemne había tomado su sitio. Los niños se separaron, yendo cada cual, sin saberlo, según las circunstancias y los azares, a madurar sus destinos, a escandalizar a sus cercanos y a gravitar hacia la gloria o hacia el deshonor.

XXXII EL TIRSO78

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A Franz Liszt

¿Qué es un tirso?79 De acuerdo al sentido moral y poético, es un emblema sacerdotal en la mano de los sacerdotes o de las sacerdotisas que celebran a la divinidad de la que son intérpretes y servidores. Pero físicamente no es sino un bastón, un simple bastón, una vara de lúpulo, un rodrigón de vid, seco, duro y recto. Alrededor de este bastón, en caprichosos meandros, se entrelazan jugueteando tallos y flores, aquellos sinuosos y fugitivos, pendiendo éstas como campanas o copas inversas. Y una gloria asombrosa brota de esta complejidad de líneas y de colores, tiernas o boyantes. ¿No se diría que la línea curva y la espiral le hacen la corte a la línea recta y danzan a su derredor en adoración muda? ¿No se diría que todas esas corolas delicadas, todos esos cálices, explosión de aromas y de colores, ejecutan un fandango místico en torno al bastón hierático? ¿Y quién será, sin embargo, el mortal imprudente que osará decidir si las flores y los pámpanos fueron hechos para el bastón, o si el bastón no es sino el pretexto para mostrar la belleza de los pámpanos y las flores? El tirso es la representación de vuestra asombrosa dualidad, poderoso y venerado maestro, querido Bacante80 de la Belleza misteriosa y apasionada. Ninguna ninfa exasperada por el invencible Baco sacudió su tirso nunca sobre las cabezas de sus compañeras enloquecidas con tanta energía y capricho como vos agitáis vuestro genio sobre los corazones de vuestros hermanos. —El bastón es vuestra voluntad, recta, firme e inquebrantable; las flores son el paseo de vuestra fantasía alrededor de vuestra voluntad; son el elemento femenino que ejecuta en torno al macho sus prestigiosas piruetas. Línea recta y línea arabesca, intención y expresión, rigidez de la voluntad, sinuosidad del verbo, unidad del fin, variedad de los medios, amalgama omnipotente e indivisible del genio, ¿qué analista tendrá el detestable coraje de dividiros y separaros? ¡Querido Liszt, a través de las brumas, más allá de los ríos, por sobre las ciudades en que los pianos cantan vuestra gloria, donde traduce la imprenta vuestra sabiduría, doquiera que estéis, en los esplendores de la ciudad eterna81 o en las brumas de los soñadores países que consuela Gambrinus82, improvisando cantos de deleite o de dolor inefable, o confiando al papel vuestras meditaciones abstrusas, cantor de la Voluptuosidad y de la Angustia eternas, filósofo, poeta y artista, os saludo en la inmortalidad!

XXXIII EMBRIAGAOS

Hay que estar siempre ebrio. Todo está allí: es la única cuestión. Para no sentir el horrible fardo del Tiempo que quiebra vuestras espaldas y que os inclina hacia la tierra, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestra guisa. Pero embriagaos. Y si alguna vez os despertáis, sobre los peldaños de un palacio, sobre la verde hierba de una zanja, en la soledad sombría de vuestro cuarto, ya aminorada o desaparecida la embriaguez, preguntadle al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el pájaro os responderán: “¡Es hora de embriagarse! ¡Para no ser esclavos martirizados del Tiempo, embriagaos; embriagaos sin tregua! De vino, de poesía o de

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virtud, a vuestra guisa.”83

XXXIV ¡YA!

Ya cien veces había salido el sol, radiante o entristecido, de esa cuba inmensa del mar cuyos bordes apenas se dejan entrever; cien veces había vuelto a sumergirse, chispeante o taciturno, en su baño inmenso de la tarde. Desde hace muchos días podíamos contemplar el otro lado del firmamento y descifrar el alfabeto celeste de las antípodas. Y cada uno de los pasajeros gemía y gruñía. Se habría dicho que la proximidad de la tierra exasperaba su sufrimiento. “¿Y cuándo”, decían ellos, “dejaremos de dormir un sueño sacudido por las olas, turbado por un viento que ronca más fuerte que nosotros? ¿Cuándo podremos comer viandas que no sean salobres como el infame elemento que nos lleva? ¿Cuándo podremos hacer la digestión en un sillón inmóvil?” Había quienes pensaban en su hogar, que echaban de menos a sus mujeres infieles y malhumoradas, y a su progenitura chillona. Estaban todos tan enloquecidos por la imagen de la tierra ausente que, creo, habrían comido hierba con más entusiasmo que las bestias. Al fin se dibujó una ribera; y vimos, al acercarnos, que era una tierra magnífica, exuberante. Parecía que las músicas de la vida se desprendiesen de ella en un vago murmullo, y que de esas costas, ricas en verduras de toda suerte, emanara a muchas leguas una deliciosa fragancia de flores y de frutos. Al punto todos se alegraron, cada cual abdicó de su mal humor. Se olvidaron todas las querellas, todos los daños recíprocos fueron perdonados; los duelos que habían sido concertados fueron borrados de la memoria, y los rencores se disiparon como el humo. Sólo yo estaba triste, inconcebiblemente triste. ¡Parecía un sacerdote al que le han arrebatado su divinidad, no podía separarme de ese mar tan monstruosamente seductor sin una desconsoladora amargura, de ese mar tan infinitamente variado en su espantosa simplicidad, y que parece contener y representar con sus juegos, sus giros, sus cóleras y sus sonrisas, los humores, las agonías y los éxtasis de cuantas almas han vivido, viven y vivirán! Al decirle adiós a esa belleza incomparable, me sentía abatido hasta la muerte; y por eso, cuando cada uno de mis compañeros dijo: “¡Por fin!”, no pude exclamar otra cosa que: “¡Ya!” Sin embargo, era la tierra, la tierra con sus rumores, sus pasiones, sus comodidades, sus fiestas; era una tierra rica y magnífica, pletórica de promesas, que nos enviaba un misterioso perfume de rosa y de almizcle, y de donde las músicas de la vida nos llegaban en amoroso murmullo.

XXXV LAS VENTANAS

Quien mira desde fuera por una ventana abierta nunca ve tantas cosas como el que mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, más tenebroso, más deslumbrante, que una ventana iluminada por un candil. Lo que se puede ver a la luz del sol siempre es menos interesante que lo que pasa detrás de un vidrio. En ese boquete negro o luminoso vive la vida, sueña la vida, sufre la vida.

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Más allá del oleaje de los tejados diviso a mujer madura, ya arrugada, pobre, siempre encorvada sobre algo, y que no sale jamás. Con su aspecto, con su vestimenta, con su gesto, con casi nada, he rehecho la historia de esta mujer, o más bien su leyenda, y de vez en cuando me la cuento a mí mismo, llorando. Si hubiese sido un pobre anciano, habría rehecho la suya con la misma facilidad. Y me acuesto, orgulloso de haber vivido y sufrido en otros, distintos a mí.84 Quizá me digáis: “¿Estás seguro de que esa leyenda es la verdadera?” ¿Qué importa lo que pueda ser la realidad que está fuera de mí, si me ha ayudado a vivir, a sentir que soy y qué es lo que soy?

XXXVI EL DESEO DE PINTAR85

¡Desventurado, quizás, el hombre, pero dichoso el artista al que desgarra el deseo! Ardo por pintar a la que se me ha aparecido tan raras veces y que huyó tan rápidamente, como bella cosa que añora el viajero al perderse en la noche.86 ¡Cuánto tiempo hace que ella despareció! Es hermosa, y más que hermosa; es sorprendente. En ella abunda el negro: y todo lo que inspira es nocturno y profundo. Sus ojos son dos antros donde destella vagamente el misterio, y su mirada ilumina como el relámpago: es una explosión en las tinieblas. La compararía con un sol negro87, si se pudiera concebir un astro negro que derramase luz y felicidad. Pero más gustosamente hace pensar en la luna, que sin duda la ha marcado con su temible influencia; no la luna blanca de los idilios, que se parece a una novia fría, sino la luna siniestra y embriagadora, suspendida al fondo de una noche tempestuosa y atropellada por las nubes que corren; ¡no la luna apacible y discreta que visita el sueño de los hombres puros, sino la luna arrancada al cielo, vencida y sublevada, que las hechiceras tesalias forzaban duramente a danzar sobre la hierba aterrada88! En su pequeña frente habita la voluntad tenaz y el amor de la presa. Sin embargo, en lo bajo de este rostro inquietante, donde las narices móviles aspiran lo desconocido y lo imposible, estalla, con gracia inexpresable, la risa de una gran boca, roja y blanca, y deliciosa, que hace soñar con el milagro de una flor soberbia brotada en terreno volcánico. Hay mujeres que inspiran el ansia de vencerlas y de gozarlas; pero ésta despierta el deseo de morir lentamente bajo su mirada.89

XXXVII LOS FAVORES DE LA LUNA90

La luna, que es el capricho mismo, miró por la ventana mientras dormías en tu cuna, y se dijo: “Esta niña me gusta.” Y descendió mullidamente su escalera de nubes y pasó sin ruido por los cristales. Se extendió después sobre ti con la blanda ternura de una madre, y depositó sus colores sobre tu rostro. Quedaron verdes tus pupilas, y tus mejillas extraordinariamente pálidas. Fue por contemplar esta visita que tus ojos se agrandaron tan notablemente; y ella te apretó la garganta

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con una ternura tal que has conservado para siempre las ganas de llorar. Sin embargo, en la expansión de su alegría, la Luna llenó todo el cuarto como una atmósfera fosfórica, como un veneno luminoso; y toda esta viviente luz pensaba y decía: “Sufrirás eternamente el influjo de mi beso. Serás hermosa a mi manera. Amarás lo que amo y lo que me ama: el agua, las nubes, el silencio y la noche; la mar inmensa y verde; el agua informe y multiforme; el lugar en que no estés; el amante que no conozcas; las flores monstruosas; los perfumes que hacen delirar; los gatos que se desmayan sobre los pianos y que gimen como las mujeres, con voz ronca y dulce. “Y serás amada por mis amantes, cortejada por mis cortesanos. Serás la reina de los hombres de ojos verdes, a los que también apreté la garganta en mis caricias nocturnas; de los que aman el mar, el mar inmenso, tumultuoso y verde; el agua informe y multiforme, el lugar donde no están, la mujer que no conocen, las flores siniestras que parecen incensarios de una religión desconocida, los perfumes que perturban la voluntad, y los animales salvajes y voluptuosos que son los emblemas de su locura.” ¡Y es por eso, maldita y querida niña mimada, que ahora estoy acostado a tus pies, buscando en toda tu persona el reflejo de la temible Divinidad, de la fatídica madrina, de la nodriza envenenadora de todos los lunáticos!

XXXVIII ¿CUÁL ES LA VERDADERA?91

Conocí a una Benedicta, que colmaba la atmósfera de ideal, y cuyos ojos difundían el deseo de grandeza, de hermosura, de gloria y de todo aquello que lleva a creer en la inmortalidad. Pero esta milagrosa niña era demasiado bella para vivir mucho tiempo; y ciertamente murió algunos días después de haberla conocido, y yo mismo la enterré, un día que la primavera agitaba su incensario hasta en los cementerios. Fui yo quien la enterró, bien encerrada en un ataúd de madera perfumada e incorruptible como los cofres de la India. Y como mis ojos permanecían clavados en el lugar al que había huido mi tesoro, vi súbitamente una personita que se parecía singularmente a la difunta, y que, pisoteando la tierra fresca con una violencia histérica y extravagante, decía, estallando en risa: “¡Soy yo, la verdadera Benedicta! ¡Soy yo, una famosa canalla! ¡Y para castigo de tu locura y tu ceguera me amarás tal como soy!” Pero yo, furioso, respondí: “¡No! ¡No! ¡No! Y para mejor acentuar mi rechazo, golpeé con el pie tan violentamente la tierra que mi pierna se hundió hasta la rodilla en la sepultura reciente, y, como un lobo atrapado en el cepo, quedé prisionero, quizá para siempre, en la fosa del ideal.

XXXIX UN CABALLO DE RAZA

Ella es muy fea. ¡Y sin embargo es deliciosa!. El Tiempo y el Amor la han marcado con sus garras y le han enseñado cruelmente lo que cada minuto y cada beso se llevan de juventud y de frescor. Es verdaderamente fea; es hormiga, es araña, si queréis, quizá esqueleto; ¡pero también es

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brebaje, es elíxir,92 hechicería!; en suma, es exquisita. El Tiempo no ha podido romper la chispeante armonía de su marcha ni la elegancia indestructible de su porte. El Amor no ha alterado la suavidad de su hálito de niña; y el Tiempo nada ha arrebatado de su abundante melena, que exhala en perfumes fieros toda la endiablada vitalidad del Mediodía francés: ¡Nimes, Aix, Arles, Aviñón, Narbona, Tolosa, villas bendecidas por el sol, amorosas y encantadoras! En vano la han mordido El Tiempo y el Amor con fieras dentelladas; nada han disminuido del encanto vago, pero eterno, de su pecho de mancebo. Gastada, quizá, pero no fatigada, y siempre heroica, hace pensar en esos caballos de fina raza que reconoce el ojo del verdadero amateur, aun si van uncidos a una carroza de alquiler o a un pesado carretón. ¡Y, además, es tan dulce y tan ferviente! Ama como se ama en otoño; se diría que las vecindades del invierno atizan en su corazón un fuego nuevo, y la solicitud de su ternura nunca tiene nada fatigoso.

XL EL ESPEJO

Un hombre espantoso entra y se mira en el espejo. “—¿Por qué usted se mira al espejo, si no puede verse sin disgusto?” El hombre espantoso me responde: “—Señor, según los inmortales principios del 89 todos los hombres son iguales en derechos; tengo, pues, el derecho de mirarme; con placer o con disgusto, eso no le concierne más que a mi conciencia.” En nombre del buen sentido, yo tenía razón, sin duda; pero, desde el punto de vista de la ley, él no se equivocaba.

XLI EL PUERTO93

Un puerto es una morada encantadora para un alma fatigada por las luchas de la vida. La amplitud del cielo, la arquitectura móvil de las nubes, las variables coloraciones de la mar, el destello de los faros, todo es un prisma maravilloso, apropiado para distraer los ojos sin jamás extenuarlos. Las formas esbeltas de los navíos, de complicado aparejo, a los que el oleaje imprime oscilaciones armoniosas, sirven para mantener en el alma el gusto por el ritmo y la belleza. Y luego, sobre todo, para quien ya no tiene curiosidad ni ambición, hay una suerte de placer misterioso y aristocrático en contemplar, recostado en el mirador o acodado sobre el muelle, todos los movimientos de los que parten y de los que regresan, de quienes todavía tienen la fuerza de querer, el deseo de viajar o de enriquecerse.

XLII RETRATOS DE QUERIDAS94

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En saloncito para caballeros, es decir, en un fumadero contiguo a un elegante garito, cuatro hombres fumaban y bebían. No eran precisamente ni jóvenes ni viejos, ni bellos ni feos; pero, viejos o jóvenes, tenían esa distinción inconfundible de los veteranos de la alegría, ese indescriptible no sé qué, esa tristeza fría y burlona que claramente dice: “Hemos vivido intensamente, y buscamos lo que aún podríamos amar y estimar.” Uno de ellos llevó la charla al tema de las mujeres. Hubiera sido más filosófico no hablar de ello en absoluto; pero hay gentes de ingenio que, después de beber, no desprecian las conversaciones banales. Al que habla se le escucha entonces como se escucharía la música bailable. “Todos los hombres, decía éste, han tenido la edad de Querubín95; es la época en que, a falta de dríadas, se abraza, sin asco, el tronco de los robles. Es el primer grado del amor. En el segundo grado, se empieza a escoger. Poder deliberar es ya decadencia. Es entonces que se busca decididamente la belleza. En cuanto a mí, señores, me glorío de haber llegado, desde hace mucho tiempo, a la época climatérica del tercer grado, en que la misma belleza ya no basta si no está sazonada por el perfume, el adorno, etcétera. Confesaré incluso que a veces aspiro, como a una ignorada felicidad, a cierto grado cuarto que debe marcar la calma absoluta. Pero, durante toda mi vida, salvo en la edad de Querubín, he sido más sensible que cualquier otro a la enervante tontería, a la irritante mediocridad de las mujeres. Lo que sobre todo amo en los animales es su candor. Juzguen ustedes cuánto he debido sufrir a causa de mi última querida. “Era la bastarda de un príncipe. Hermosa, ni qué decirlo; si no hubiera sido por eso, ¿por qué la hubiera tomado? Pero echaba a perder esa gran cualidad con una ambición indecorosa y deforme. Era una mujer que siempre quería dárselas de varón. «¡Usted no es un hombre! ¡Ah, si yo fuese hombre! De los dos, yo soy el hombre!» Tales eran las insoportables cantinelas que salían de esa boca de donde hubiese querido yo que se echaran a volar sólo canciones. A propósito de un libro, de un poema, de una ópera por la cual dejaba yo escapar mi admiración: «¿Usted cree que eso es muy fuerte?, decía ella inmediatamente, ¿acaso tiene alguna noción de la fuerza?», y se ponía a argumentar. “Un buen día se dedicó a la química, de suerte que entre mi boca y la suya encontré de ahí en adelante una máscara de vidrio. Y para remate, era muy mojigata. Si de vez en cuando la abordaba con un gesto amoroso que se pasara un poco de la raya, se revolvía como una damita sensitiva a la que estuviesen violando… —¿Y cómo terminó todo eso?, dijo uno de los otros tres. No sabía que usted fuese tan paciente. —Dios, respondió él, le puso remedio al mal. Un día encontré a esta Minerva ávida de fuerza ideal a solas con mi criado, y en una situación que me obligó a retirarme discretamente para no hacerles ruborizar. A la tarde los mandé cambiar a los dos, pagándoles los atrasos de sus sueldos. —En cuanto a mí, prosiguió el interlocutor, no tengo que quejarme más que de mí mismo. La felicidad vino a morar conmigo, y no la reconocí. En estos últimos tiempos, el destino me había concedido el goce de una mujer que ciertamente era la más dulce, las más sumisa y la más devota de todas las criaturas, ¡y siempre dispuesta!, ¡y sin entusiasmo! «Claro que quiero, porque a usted le agrada.» Era su respuesta habitual. Si le diera de bastonazos a este muro o a este canapé le sacaría más suspiros que los arrebatos del amor más furioso al seno de mi querida. Después de un año de vida en común, me confesó que jamás había conocido el placer. Me fastidió este duelo desigual, y la incomparable niña se casó. Más tarde tuve el capricho de volver a verla, y ella me dijo, mostrándome seis hermosos niños: «¡Y bien! Mi querido amigo, la

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esposa es todavía tan virgen como lo era su querida.» Nada había cambiado en esta personita. A veces la echo de menos: debí haberla desposado.” Los otros se echaron a reír, y un tercero dijo, a su vez: “Señores, yo he conocido gozos que ustedes tal vez han descuidado. Me refiero a lo cómico en el amor, y de una comicidad que no excluye la admiración. He admirado más a mi última querida de lo que ustedes, creo, han podido odiar o amar a las suyas. Y todo el mundo la admiraba igual que yo. Cuando entrábamos a un restorán, al cabo de unos minutos, todos se olvidaban de comer para contemplarla. Los mismos garzones y la dama del mostrador sentían ese éxtasis contagioso al punto de olvidar sus deberes. En breve, por un tiempo viví cara a cara con un fenómeno viviente.96 Comía, masticaba, molía, devoraba, tragaba, pero con el aire más ligero y despreocupado del mundo. Y así me tuvo largo tiempo en éxtasis. Tenía una manera dulce, soñadora, inglesa y novelesca de decir: «¡Tengo hambre!» Y repetía estas palabras día y noche, enseñando los dientes más bonitos del mundo, que a ustedes los hubiesen enternecido y regocijado a la vez. Habría podido hacer una fortuna exhibiéndola en las ferias como monstruo polífago. La alimentaba bien; y sin embargo me dejó… —¿Por un proveedor de víveres, sin duda? —Algo parecido, una especie de empleado en la intendencia que, por algún toque de varita que él sabía, quizá suministró a esta pobre niña la ración de muchos soldados. Al menos es lo que supuse. —Yo, dijo el cuarto, he padecido sufrimientos atroces por lo contrario que en general se le reprocha a la hembra egoísta. ¡A ustedes, mortales asaz afortunados, los encuentro injustos de lamentarse por las imperfecciones de sus amantes!” Esto fue dicho en un tono muy serio, por un hombre de aspecto amable y reposado, de una fisonomía casi clerical, infelizmente iluminada por unos ojos de gris claro, esos ojos cuya mirada dice: “¡Quiero!”, o “¡Es preciso!”, o bien “¡No perdono nunca!” “Si usted, G…, nervioso como le conozco, y ustedes dos, K… y J…, flojos y ligeros como son, se hubiesen unido a cierta mujer que yo conozco, o habrían huido, o estarían muertos. Yo sobreviví, como ven. Figúrense ustedes a una persona incapaz de cometer un error de sentimiento o de cálculo; figúrense una desoladora serenidad de carácter; una devoción sin comedia ni énfasis; una dulzura sin debilidad; una energía sin violencia. La historia de mi amor semeja un viaje interminable sobre una superficie pura y pulida como un espejo, vertiginosamente monótona, que reflejara todos mis sentimientos y mis gestos con la exactitud irónica de mi propia conciencia, de suerte que no podía permitirme un gesto o un sentimiento irrazonable sin percibir inmediatamente el reproche mudo de mi inseparable espectro. El amor me parecía una tutela. ¡Qué de tonterías me impidió hacer, que lamento no haber cometido! ¡Qué de deudas pagadas a mi pesar! Me privó de todos los beneficios que podría haber obtenido de mi locura personal. Con una regla fría e infranqueable, barrió todos mis caprichos. Para colmo de horror, no exigía gratitud una vez pasado el peligro. Cuántas veces no me contuve de abalanzármele al cuello, gritándole: «¡Sé imperfecta, miserable, para que te pueda amar sin malestar y sin cólera!» Durante muchos años la admiré con el corazón lleno de odio. ¡Al fin, no fui yo el que murió! —¡Ah!, dijeron los otros, ¿está muerta, entonces? —¡Sí! Eso no podía continuar así. El amor se había convertido para mí en una pesadilla agobiante. ¡Vencer o morir, como dice la Política, ésa era la alternativa que me imponía el destino! Una tarde, en un bosque…, al borde de un charco…, después de un paseo melancólico en que sus ojos reflejaban la dulzura del cielo, y mi corazón estaba crispado como el infierno…

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—¡Qué! —¡Cómo! —¿Qué quiere decir? —Era inevitable. Tengo demasiado sentimiento de equidad como para golpear, ofender o despedir a un sirviente irreprochable. Pero tenía que conciliar este sentimiento con el horror que me inspiraba este ser; desembarazarme de él sin faltarle el respeto. ¿Qué quieren ustedes que hiciese con ella, si era perfecta?” Los otros tres compañeros lo contemplaron con una mirada vaga y ligeramente alelada, como fingiendo no comprender y como confesando implícitamente que, ellos, por su parte, no se sentían capaces de una acción tan rigurosa, tan bien explicada por lo demás. Enseguida se hicieron traer nuevas botellas, para matar el Tiempo, que tiene la vida tan dura, y acelerar la Vida, que fluye tan lentamente.

XLIII EL TIRADOR GALANTE

Cuando el coche atravesaba el bosque, lo hizo detenerse en la cercanía de un puesto de tiro, diciendo que le sería grato disparar unas cuantas balas para matar el Tiempo. Matar a ese monstruo, ¿no es acaso la ocupación más ordinaria y la más legítima de cada cual? —Y galantemente le ofreció la mano a su querida, deliciosa y execrable mujer, a esa misteriosa mujer a la que debe tantos placeres, tantos dolores, y también, quizá, una gran parte de su genio. Muchas balas dieron lejos del blanco propuesto; una de ellas llegó a incrustarse en el techo; y como la criatura encantadora reía locamente, burlándose de la torpeza de su esposo, éste se volvió bruscamente hacia ella, y le dijo: “Observa esa muñeca, allá, a la derecha, que alza desdeñosamente la nariz y tiene el semblante tan altivo. Pues bien, ángel querido, me figuro que eres tú.” Y cerró los ojos y soltó el gatillo. La muñeca fue limpiamente decapitada. Entonces, inclinándose hacia su querida, su deliciosa, su execrable mujer, su Musa inevitable y despiadada, y besándole respetuosamente la mano, agregó: “¡Ay, amado ángel mío, cuánto te agradezco mi destreza!”97

XLIV LA SOPA Y LAS NUBES

Mi loquita bien amada me dio de cenar, y por la ventana abierta del comedor yo contemplaba las móviles arquitecturas que hace Dios con los vapores, las construcciones maravillosas de lo impalpable. Y me dije, entregado a mi contemplación: “Todas estas fantasmagorías son casi tan bellas como los ojos de mi hermosa bien amada, la pequeña y monstruosa locuela de ojos verdes.” Y de repente recibí un violento puñetazo en la espalda, y escuché una voz rauca y encantadora, una voz histérica y como enronquecida por el aguardiente, la voz de mi querida y pequeña bien amada, que decía: “—¿Vas a tomarte la sopa de una vez, maldito98 traficante de nubes?”

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XLV EL TIRO Y EL CEMENTERIO99

—A la vista del cementerio, Taberna. — “¡Singular enseña —se dijo nuestro paseante—, pero bien hecha para estimular la sed! De seguro, el dueño de esta taberna sabe apreciar a Horacio y a los poetas discípulos de Epicuro. Quizá conozca el refinamiento profundo de los antiguos egipcios, para quienes no había buen festín sin esqueleto, o sin un emblema cualquiera de la brevedad de la vida.” Y entró, bebió un vaso de cerveza frente a las tumbas y fumó lentamente un cigarro. Después le cogió la fantasía de bajar al cementerio, cuya hierba era tan alta y tan invitadora, y donde reinaba un sol tan espléndido. En efecto, la luz y el calor causaban estragos, y se diría que el sol ebrio se tendía a todo lo largo sobre un tapiz de flores magníficas abonadas por la destrucción. Un zumbido inmenso de vida colmaba el aire —la vida de lo infinitamente pequeño—, cortado a intervalos regulares por el crepitar de los disparos de un campo de tiro vecino, que estallaban como la explosión de los corchos de champaña en medio del murmullo de una sinfonía en sordina. Entonces, bajo el sol que le caldeaba el cerebro y en la atmósfera de los perfumes ardientes de la Muerte, escuchó susurrar una voz bajo la tumba en que se había sentado. Y decía esa voz: “¡Malditos sean vuestros blancos y vuestras carabinas, vivos turbulentos, que os preocupáis tan poco de los difuntos y de su divino reposo! ¡Malditas sean vuestras ambiciones, malditos vuestros cálculos, mortales impacientes, que venís a estudiar el arte de matar junto al santuario de la Muerte! ¡Si supieseis cuán fácil de ganar es el premio, cuán fácil de alcanzar la meta, y cómo todo es nada, salvo la Muerte, no os fatigaríais tanto, laboriosos vivientes, y turbaríais menos a menudo el sueño de los que hace largo tiempo ya dieron con la Meta, la única meta verdadera de la vida detestable!”

XLVI PÉRDIDA DE AUREOLA100

“¡Qué! ¿Usted aquí, querido mío? ¡Usted, en un mal lugar! ¡Usted, el libador de quintaesencias! ¡Usted, el comedor de ambrosía! La verdad, hay de qué sorprenderse. —Querido mío, usted conoce mi terror a los caballos y los coches. Recién, cuando cruzaba el bulevar con gran prisa, y al brincar en el lodo, a través de este caos movedizo donde la muerte llega al galope desde todos los costados a la vez, mi aureola, en un movimiento brusco, se deslizó de mi cabeza al fango del macadam. No tuve el coraje de recogerla. Juzgué menos desagradable perder mis insignias que romperme los huesos. Y después, me dije, no hay mal que por bien no venga. Ahora me puedo pasear de incógnito, realizar acciones bajas y entregarme a la crápula, como los simples mortales. ¡Y heme aquí, igualito a usted, como puede ver! —Usted al menos debería poner carteles por esa aureola, o hacer que el comisario la reclame. —¡No, por ningún motivo! Me encuentro bien aquí. Sólo usted me ha reconocido. Por lo

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demás, la dignidad me aburre. Además, pienso con alegría que algún mal poeta la recogerá y se la pondrá impúdicamente. ¡Hacer feliz a alguien, qué deleite! ¡Y sobre todo, a un afortunado que me hará reír! ¡Piense usted en X o en Z! ¡Je! ¡Qué gracioso va a ser!”

XLVII SEÑORITA BISTURÍ

Al llegar al extremo del suburbio, bajo la lumbre del gas, sentí un brazo que se deslizaba suavemente bajo el mío, y escuché una voz que me decía al oído: “¿Usted es médico, señor?” La miré; era una muchacha alta, robusta, de ojos muy abiertos, ligeramente maquillada, los cabellos ondeando al viento con las cintas de su bonete. —“No; no soy médico. Déjeme pasar. —¡Oh, sí! Usted es médico. Lo reconozco bien. Venga a mi casa. ¡Estará muy contento conmigo, venga! —Sin duda, iré a verla, pero más tarde, después del médico, qué diablos!… —¡Ay! ¡Ay! —exclamó, siempre colgada de mi brazo, y estalló en risas— Usted es un médico bromista, he conocido muchos de ese género. Venga.” Amo apasionadamente el misterio, porque siempre tengo la esperanza de desentrañarlo. Me dejé llevar, pues, por esta compañía o, más bien, por este inesperado enigma. Omito la descripción del cuchitril; se la puede encontrar en muchos antiguos poetas franceses bien conocidos. Solamente, un detalle no advertido por Régnier,101 dos o tres retratos de doctores célebres colgaban de los muros. ¡De qué manera fui mimado! Buen fuego, vino caliente, cigarros; y, mientras me ofrecía estas buenas cosas y me encendía un cigarro, la bufonesca criatura me decía: “Siéntase en su casa, amigo mío, póngase cómodo. Le recordará el hospital y los buenos tiempos de la juventud. —¡Ah, eso! ¿Dónde se ha ganado usted esos cabellos blancos? Usted no era así, no hace tanto tiempo, cuando era interno de L… Me acuerdo que era usted quien lo asistía en las operaciones graves. ¡He ahí un hombre al que le gusta cortar, rebanar y cercenar! Era usted quien le pasaba los instrumentos, los hilos y las esponjas. —¡Y cómo decía soberbiamente, una vez acabada la operación, mirando su reloj: «Cinco minutos, señores!» —¡Oh, yo ando por todas partes. Conozco bien a estos señores.” Unos instantes más tarde, tuteándome, retomó su cantinela, y me decía: “Tú eres médico, ¿no es cierto, gatito mío?” Este ininteligible estribillo hizo que me pusiese de pie de un brinco. “¡No!, exclamé furioso. —¿Cirujano, entonces? —¡No, no! ¡A menos que sea para cortarte la cabeza! ¡S… s… c… de s… C…!102 Espera, siguió ella, vas a ver.” Y extrajo de un armario un fajo de papeles, que no era otra cosa que la colección de retratos de médicos ilustres de esa época, litografiados por Maurin,103 que por muchos años se pudo ver exhibida en el muelle Voltaire. “—¡Mira! ¿Reconoces a éste? —¡Sí! Es X. Además el nombre está debajo, pero lo conozco personalmente. —¡Lo sabía! ¡Mira! Éste es Z., el que le decía a su curso, cuando hablaba de X.: «¡Ese monstruo que lleva en el rostro la negrura de su alma!» ¡Y todo, porque el otro no era de su parecer en la misma materia! ¡Cómo se reían de eso en la Escuela, en esos tiempos! ¿Te acuerdas? —Mira, éste es K., el que denunciaba al gobierno a los insurgentes que cuidaba en su

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hospital. Era la época de los motines.104¿Cómo es posible que una bella persona tenga tan poco corazón? —Y éste, ahora, es W., un famoso médico inglés; lo pesqué en su viaje a París. Tiene aire de damisela, ¿no es verdad?” Y como toqué un paquete encordelado, que yacía también sobre el velador: “Espera un poco, dijo ella; —ésos son los internos, y este paquete, son los externos.” Y desplegó en abanico una masa de imágenes fotográficas, que representaban fisonomías mucho más jóvenes. “Cuando nos volvamos a ver tú me darás tu retrato, ¿verdad, querido? —Pero, le dije, siguiendo a mi vez, yo también, mi idea fija, —¿por qué me crees médico? —¡Es que eres tan gentil y tan bueno con las mujeres! —¡Curiosa lógica!, me dije a mí mismo. —¡Oh!, yo no me equivoco; he conocido un buen lote. Amo tanto a estos señores que, aunque no estoy enferma, voy a veces a verlos, nada más que por verlos. Hay unos que me dicen fríamente: «¡Usted no está nada de enferma!» Pero hay otros que me entienden, porque les pongo caritas. —¿Y cuando no te entienden? —¡Vaya! Como los he molestado inútilmente, dejo diez francos sobre la chimenea. —¡Son tan buenos, tan dulces, esos hombres! —En la Piedad he descubierto a un pequeño interno, que es bonito como un ángel, ¡y tan educadito! ¡Y cómo trabaja, el pobre muchacho! Sus camaradas me han dicho que no tiene ni un céntimo, porque sus padres son pobres y no pueden enviarle nada. Eso me dio confianza. Después de todo, soy una mujer bastante guapa, aunque no tan joven. Le he dicho: «Ven a verme, ven a verme a menudo. Y no te incomodes por mí; no tengo necesidad de dinero.» Pero tú comprenderás que esto se lo hice entender de mil maneras; no se lo he dicho tan crudamente; ¡tenía miedo de humillar a ese querido niño! —¡Y bien! ¿Creerás tú que tengo unas ganas peregrinas que no me atrevo a decirle? —¡Quisiera que viniese a verme con su maletín y su delantal, incluso con un poquito de sangre encima!” Dijo esto con aire muy cándido, lo mismo que le diría un hombre sensible a una comediante que ama: “Quiero verla vestida con las ropas que llevaba en ese famoso papel que usted creó.” Yo, obstinadamente, volví a la carga: “¿Puedes acordarte de la época y de la ocasión en que nació en ti esta pasión tan particular?” Difícilmente me hice comprender; lo logré por fin. Pero entonces me respondió con aire muy triste, e incluso, hasta donde puedo recordar, apartando los ojos: “No sé… no me acuerdo.” ¡Qué rarezas se encuentran en una gran ciudad, cuando se sabe pasear por ella y observar! La vida bulle de monstruos inocentes. —¡Dios, mi Señor! ¡Tú, el Creador, tú, el Maestro; tú, que has hecho la Ley y la Libertad; tú, el soberano que deja hacer, tú, el juez que perdona; tú, que estás lleno de motivos y de causas, y que tal vez has puesto en mi espíritu el gusto del horror para convertir mi corazón, como la curación en la punta de una navaja; Señor, ten piedad de los locos y las locas! ¡Oh, Creador! ¿Pueden existir monstruos a los ojos de Aquél único que sabe por qué existen, cómo se hicieron y cómo habrían podido no hacerse?

XLVIII ANY WHERE OUT OF THE WORLD105

DONDE QUIERA QUE SEA FUERA DEL MUNDO

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Esta vida es un hospital en que cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de cama. Éste querría sufrir delante de la estufa, y aquel otro cree que sanará junto a la ventana. A mí me parece que estaría siempre bien donde no estoy, y esta cuestión de mudanza es una de las que discuto sin cesar con mi alma. “Dime, alma mía, pobre alma enfriada, ¿qué te parecería habitar en Lisboa? Debe hacer calor, y tú te remozarías como una lagartija. Esa ciudad está al borde del agua; se dice que está edificada en mármol, y que el pueblo tiene tal odio del vegetal que arranca todos los árboles. He ahí un paisaje acorde con tu gusto; un paisaje hecho de luz y mineral, ¡y líquido para reflejarlos!”106 Mi alma no responde. “Si tanto amas el reposo, unido al espectáculo del movimiento, ¿quieres venir a habitar en Holanda, esa tierra beatificante? Quizá te diviertas en esa región cuya imagen has admirado a menudo en los museos. ¿Qué te parecería Rotterdam, tú, que amas los bosques de mástiles, y los navíos amarrados al pie de las casas?” Mi alma sigue muda. “¿Tal vez Batavia107 te sería más risueña? Además, allí encontraríamos el espíritu de Europa desposado con la belleza tropical.” Ni una palabra. —¿Estará muerta mi alma? “¿Has llegado a tal punto de embotamiento que ya no te complaces más que en tu mal? Si es así, huyamos a los países que son la analogía de la Muerte. —¡Ya sé lo que nos conviene, pobre alma! ¿Haremos las maletas para Torneo108? Vamos más lejos, entonces, a la punta extrema del Báltico; y más lejos de la vida, si es posible; instalémonos en el polo. Allá el sol sólo frisa oblicuamente la tierra, y las lentas alternativas de la luz y de la noche suprimen la variedad y aumentan la monotonía, esa mitad de la nada. ¡Allá podremos tomar largos baños de tiniebla, mientras las auroras boreales, para divertirnos, nos enviarán de tiempo en tiempo sus rosados haces, como reflejos de un fuego de artificio del Infierno!” Por fin, estalla mi alma, y sabiamente me grita: “¡No importa dónde! ¡No importa dónde! ¡Con tal que sea fuera de este mundo!”

XLIX ¡A PALOS CON LOS POBRES!109

Por quince días me había confinado en mi cuarto, rodeado de libros que en ese tiempo estaban de moda (hará dieciséis o diecisiete años); hablo de libros en que se trata del arte de hacer a los pueblos felices, sabios y ricos en veinticuatro horas. Había digerido, pues —devorado, quiero decir—, todas las lucubraciones de todos esos empresarios de la felicidad pública —de los que aconsejan a todos los pobres que se hagan esclavos, y de aquellos que los persuaden de ser todos unos reyes destronados. —No se considerará sorprendente que estuviese entonces en un estado de espíritu lindante con el vértigo o la estupidez. Me había parecido solamente que sentía, recluido en el fondo de mi intelecto, el germen oscuro de una idea superior a todos los remedios caseros, cuyo diccionario había recorrido recientemente. Pero no era más que la idea de una idea, una cosa infinitamente vaga. Y salí con una sed inmensa. Pues el gusto apasionado por las malas lecturas engendra una

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necesidad proporcional de aire libre y de refrescos. Al entrar a una taberna, un mendigo me tendió su sombrero, con una de esas miradas inolvidables que derribarían los tronos si el espíritu removiese la materia, y si el ojo de un magnetizador hiciese madurar las uvas. Al mismo tiempo escuché una voz que susurraba a mi oído, una voz que reconocí bien; era la de un buen Ángel, o de un buen Demonio, que me acompaña por doquier. Si tenía Sócrates su buen Demonio, ¿por qué no iba tener yo mi buen Ángel, y por qué no tendría el honor, como Sócrates, de obtener mi diploma de locura, firmado por el sutil Lélut y el avispado Baillarger110? Hay entre el Demonio de Sócrates y el mío esta diferencia: el de Sócrates no se le manifestaba más que para vetar, advertir, impedir, y el mío se digna aconsejar, sugerir, persuadir. Ese pobre Sócrates no tenía más que un Demonio que prohibía; el mío es un gran afirmador, el mío es un Demonio de acción, un Demonio de combate. Pues bien, su voz me susurraba esto: “Sólo es igual a otro el que lo demuestra, y sólo es digno de la libertad aquél que sabe conquistarla.” Inmediatamente salté sobre mi mendigo. De un solo puñetazo le cerré un ojo, que en un segundo se puso grande como pelota. Me rompí una de mis uñas al quebrarle dos dientes, y como no me sentía lo bastante fuerte, siendo delicado de nacimiento y habiéndome ejercitado escasamente en el boxeo, para despachar rápidamente a este anciano lo cogí con una mano de la solapa de su traje, y con la otra lo agarré del pescuezo, y me puse a sacudirle vigorosamente la cabeza contra un muro. Debo confesar que previamente había inspeccionado de un vistazo las inmediaciones, y verificado que en ese arrabal desierto me encontraba, por un tiempo bien largo, fuera del alcance de cualquier agente de policía. Luego, habiendo echado por tierra a este debilitado sexagenario con un puntapié en la espalda lo bastante fuerte como para destrozarle los omóplatos, me hice de una gruesa rama de árbol que había en el suelo y lo golpeé con la energía obstinada de los cocineros que quieren ablandar un bistec. De golpe —¡oh milagro!, ¡oh gozo del filósofo que verifica la excelencia de su teoría!— vi que esta vieja carcasa se volvía, se enderezaba con una energía que yo no habría sospechado jamás en una máquina tan singularmente desvencijada, y, con una mirada de odio que me pareció de buen augurio, el malandrín decrépito se lanzó sobre mí, me dejó los dos ojos en tinta, me rompió cuatro dientes, y con la misma rama me dio tupido y parejo. —Con mi enérgica medicación le había devuelto, pues, el orgullo y la vida. Entonces, le hice vivas señas para hacerle comprender que consideraba terminada la discusión, y levantándome con la satisfacción de un sofista del Pórtico,111 le dije: “¡Señor, usted es mi igual! Hágame el honor de compartir conmigo mi bolsa; y acuérdese, si de veras es filántropo, que hay que aplicarle a todos sus colegas, cuando le pidan limosna, la teoría que he tenido el dolor de ensayar sobre su espalda.” Me juró que había comprendido mi teoría, y que obedecería mis consejos.

L LOS BUENOS PERROS112

Al señor Joseph Stevens113

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Nunca me he avergonzado, ni siquiera ante los jóvenes escritores de mi siglo, de mi admiración por Buffon;114 pero no es el alma de este pintor de la naturaleza pomposa la que hoy invocaría en mi ayuda. No. De mucho mejor gana me dirigiría a Sterne,115 y le diría: “¡Baja del cielo, o sube hacia mí desde los campos Elíseos, para inspirarme un canto a favor de los buenos perros, de los pobres perros, digno de ti, bromista sentimental, bromista incomparable! Vuelve a horcajadas sobre ese asno famoso que te acompaña siempre en la memoria de la posteridad; ¡y sobre todo que ese asno no se olvide de llevar, colgando delicadamente de sus belfos, su macarrón inmortal!”116 ¡Atrás la musa académica! Nada tengo que hacer con esa vieja gazmoña. Invoco la musa familiar, la citadina, la viviente, para que me ayude a cantarle a los buenos perros, a los pobres perros, a los perros embarrados, a ésos que todos ahuyentan, por pestíferos y piojosos, salvo el pobre al que se han asociado, y el poeta que los mira con ojo fraterno. ¡Fuera el perro presumido, el cuadrúpedo fatuo, danés, king-charles, doguillo o faldero, tan encantado de sí mismo que se lanza indiscretamente a las piernas o sobre las rodillas del visitante, como si estuviese seguro de agradar, turbulento como un niño, tonto como una ramera, a veces arisco e insolente como un criado! ¡Fuera sobre todo esas serpientes de cuatro patas, temblorosas y ociosas, que les llaman galgas, y que ni siquiera alojan en su hocico puntiagudo olfato suficiente como para seguir la pista de un amigo, ni en su cabeza achatada suficiente inteligencia como para jugar al dominó! ¡Al nicho117, todos estos fatigosos parásitos! ¡Que regresen a su caseta sedosa y acolchada! ¡Yo canto el perro embarrado, el perro pobre, el perro sin domicilio, el perro vago, el perro saltimbanqui, el perro cuyo instinto, como el del pobre, del bohemio y del histrión, está maravillosamente aguijoneado por la necesidad, esa madre tan buena, esa auténtica patrona de las inteligencias! Canto los perros calamitosos, bien sea los que yerran, solitarios, en las avenidas sinuosas de las ciudades inmensas, bien sea los que han dicho al hombre abandonado, con los ojos parpadeantes y espirituales: “¡Llévame contigo, y de nuestras dos miserias quizá hagamos una especie de felicidad!” “¿Adónde van los perros?”, decía antaño Néstor Roqueplan en un folletín inmortal que él sin duda habrá olvidado, y del que sólo yo, y Sainte-Beuve quizá, seguimos acordándonos hoy.118 ¿Adónde van los perros, decid, hombres poco atentos? Van a sus trajines. Rendibú de negocios, rendibú de amor. A través de la bruma a través de la nieve, a través del barro, bajo la canícula que muerde, bajo el chorro de la lluvia, van y vienen, trotan, pasan bajo los coches, excitados por las pulgas, la necesidad o el deber. Como nosotros, se han levantado temprano, y se rebuscan la vida o corren a sus placeres. Los hay que se echan en unos escombros de los arrabales y que vienen, cada día, a una hora fija, a reclamar el óbolo a la puerta de una cocina del Palais-Royal; otros acuden en tropel, de más de cinco leguas, para compartir el almuerzo que les ha preparado la caridad de ciertas vírgenes sexagenarias, cuyo corazón desocupado se ha dado a las bestias, porque los hombres imbéciles ya no lo quieren. Hay otros que, como los negros cimarrones, enloquecidos de amor, abandonan ciertos días su morada para venir a la ciudad, brincar durante una hora alrededor de una hermosa perra, algo descuidada en su toilette, pero soberbia y agradecida. Y todos son muy puntuales, sin agendas, notas ni portafolios.

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¿Conocéis la perezosa Bélgica, y habéis admirado como yo todos esos perros vigorosos atados a la carreta del carnicero, de la lechera o del panadero, y que dan testimonio, con sus ladridos triunfales, del orgulloso placer que sienten al rivalizar con los caballos?119 ¡He aquí dos que pertenecen a un orden todavía más civilizado! Permitidme introduciros en el cuarto del saltimbanqui ausente. Un lecho de madera pintada, sin cortinas, mantas tiradas por el suelo y manchadas por las chinches, dos sillas de paja, una estufa de hierro, uno o dos instrumentos de música desvencijados.120 ¡Oh, qué triste mobiliario! Pero observad, os ruego, a estos dos personajes inteligentes, vestidos con ropajes deshilachados y suntuosos a la vez, con gorros de trovador o de militar, que vigilan, con la atención de unos hechiceros, la obra sin nombre que se cuece a fuego lento sobre la estufa encendida, en cuyo centro se alza una larga cuchara, plantada como uno de esos mástiles aéreos anunciando que la albañilería está acabada. ¿Acaso no es justo que comediantes de tanto celo no se echen a los caminos sin haber cargado sus estómagos con una sopa potente y sólida? ¿Y no perdonaríais un poco de sensualidad a estos pobres diablos que tienen que afrontar todo el día la indiferencia del público y las injusticias de un director que se lleva la mejor parte y come él solo más sopa que cuatro comediantes? ¡Cuántas veces he contemplado, sonriente y enternecido, a todos estos filósofos de cuatro patas, esclavos complacientes, sumisos o devotos, que el diccionario republicano podría calificar muy bien de oficiosos, si la república, demasiado ocupada de la felicidad de los hombres, tuviese el tiempo para mirar por el honor de los perros! Y cuántas veces he pensado que, para recompensar tanto coraje, tanta paciencia y labor, habrá quizás en alguna parte (¿quién sabe, después de todo?) un paraíso especial para los buenos perros, los pobres perros, los perros embarrados y desconsolados. ¡Bien decía Swedenborg que hay uno para los turcos y otro para los holandeses!121 Los pastores de Virgilio y de Teócrito esperaban, como premio de sus cantos alternados, un buen queso, una flauta del mejor artesano, o una cabra con las ubres henchidas. El poeta que cantó a los pobres perros ha recibido por recompensa un buen chaleco, de un color a la vez rico y desvanecido, que hace pensar en los soles de otoño, en la belleza de las mujeres maduras y en los veranitos de Saint-Martin.122 Ninguno de los que estaban presentes en la taberna de la calle Villa-Hermosa olvidará con qué petulancia se despojó el pintor de su chaleco a favor del poeta, al entender que era bueno y honesto cantarle a los pobres perros.123 Del mismo modo un magnífico tirano italiano, de los buenos tiempos, ofreció al divino Aretino, ya una daga enriquecida con pedrería, ya un manto de corte, a cambio de un precioso soneto o de un curioso poema satírico. Y todas las veces que el poeta se pone el chaleco del pintor, está obligado a pensar en los buenos perros, en los perros filósofos, en los veranitos de Saint-Martin, y en la belleza de las mujeres muy maduras.

EPÍLOGO124

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Tabla de primeras publicaciones de los poemas (anteriores a la edición completa de 1869)

XXII. El Crepúsculo de la tarde XXIII. La Soledad

Fontainebleau París: Hachette, 1855

XVII. Un hemisferio en una cabellera XVIII. La Invitación al viaje XXII. El Crepúsculo de la tarde XXIII. La Soledad

Le Présent 24 de agosto, 1857

XII. Las Muchedumbres XIII. Las Viudas XIV. El Viejo Saltimbanqui XVI. El Reloj XVII. Un hemisferio en una cabellera XVIII. La Invitación al viaje XXII. El Crepúsculo de la tarde XXIII. La Soledad XXIV. Los Proyectos

Revue fantaisiste 1 de noviembre, 1861

Dedicatoria I. El extranjero II. La Desesperación de la anciana III. El Confiteor del artista IV. Un gracioso V. La Alcoba doble VI. Cada cual con su quimera VII. El Loco y la Venus VIII. El Perro y el frasco IX. El Mal Vidriero

26 de agosto, 1862

X. A la una de la madrugada XI. La Mujer salvaje y la petimetra XII. Las Muchedumbres XIII. Las Viudas XIV. El Viejo Saltimbanqui

27 de agosto de 1862

XV. El Pastel XVI. El Reloj XVII. Un hemisferio en una cabellera XVIII. La Invitación al viaje XIX. El Juguete del pobre XX. Los Dones de las hadas

La Presse

24 de septiembre, 1862

XXI. Las Tentaciones, o Eros, Plutón y la gloria XXV. La Bella Dorotea XXVII. Una muerte heroica XXVIII. La Moneda Falsa XXXII. El Tirso L. Los Buenos Perros XXXVIII. ¿Cuál es la verdadera? XXXVII. Los Favores de la luna XLII. Retratos de queridas

Revue nationale et étrangère

10 de junio, 1863 10 de octubre, 1863 10 de diciembre, 1863 31 de agosto, 1867 7 de septiembre, 1867 14 de septiembre, 1867 21 de septiembre, 1867

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XLVIII. Any where out of the world XLV. El Tiro y el cementerio

28 de septiembre, 1867 11 de octubre, 1867

XXXVII. Los Favores de la luna Le Boulevard 14 de junio de 1863 XXII. El Crepúsculo de la tarde XXIX. El Jugador generoso XXX. La Cuerda XXXIII. Embriagaos XXXI. Las Vocaciones XXXIX. Un caballo de raza XL. El Espejo

Figaro 7 de febrero, 1864 14 de febrero, 1864

XXIII. La Soledad XXIV. Los Proyectos XXVI. Los Ojos de los pobres XXVIII. La Moneda Falsa XLI. El Puerto

Revue de Paris 25 de diciembre, 1864

XXIV. Los Proyectos XXVI. Los Ojos de los pobres

La Vie parisienne

13 de agosto, 1864 2 de julio, 1864

XXVII. Una muerte heroica XXVIII. La Moneda Falsa XXX. La Cuerda

L’Artiste 1 de noviembre, 1864

L. Los Buenos Perros L’Indépendence belge 21 de junio de 1865 XXVIII. La Moneda Falsa XXIX. El Jugador generoso

Revue du XIXe siècle 1 de junio, 1866

XXX. La Cuerda L’Événement 12 de junio, 1866 L. Los Buenos Perros La Petite Revue 27 de octubre, 1866 L. Los Buenos Perros Le Grand Journal 4 de noviembre, 1866

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Notas 1 Arsène Houssaye era del director literario del periódico La Presse. Publicó en 1862 los veinte primeros poemas de El Spleen de París, en tres entregas, los días 26 y 27 de agosto y el 24 de septiembre; la querella definitiva entre el poeta y el editor impidió la aparición de un cuarto folletín, que contenía los poemas XXI a XXVI. En el Carnet de Baudelaire (42-44, Ch. B., Œuvres completes, op. cit., I 738) se encontró el siguiente bosquejo de dedicatoria:

Los dones de las hadas El pastel

a Houssaye: El título La dedicatoria Sin cola ni cabeza. Todo cola y cabeza. Cómodo para mí. Cómodo para usted. Cómodo para el Lector. Todos podemos cortar donde queramos, yo mi ensoñación, usted el manuscrito, el lector su lectura. Y yo no suspendo la reacia voluntad del hilo interminable de una intriga superflua. He buscado títulos. Los 66. Aunque, sin embargo, esta obra que tiene algo de tornillo y de caleidoscopio bien podría haberse llevado al cabalístico 666 e incluso 6666... Eso vale más que una intriga de 6000 páginas. Que se aprecie, entonces, el grado de mi moderación. ¿Quién de nosotros no ha soñado una prosa particular y poética para traducir los movimientos líricos del espíritu, las ondulaciones del ensueño y los sobresaltos de la conciencia? Mi punto de partida ha sido Aloysius Bertrand. Lo que él había hecho con la vida antigua y pintoresca yo quería hacerlo con la vida moderna y abstracta. Y luego, desde el principio, [me di cuenta] que hacía otra cosa de lo que quería imitar. De lo que otro se enorgullecería, sin duda, pero que a mí me humilla, a mí, que creo que el poeta siempre debe cumplir justamente lo que quiere hacer. Nota sobre la palabra célebre. En fin, pequeños trozos. toda la serpiente.

————— A Catrin. La firma La continuación próximamente.

2 El poemario Gaspard de la Nuit, de Louis (Aloysius) Bertrand (1807-1841), fue publicado póstumamente en 1842, un año después de la muerte del autor, con un prefacio de Sainte-Beuve. Tres de las piezas allí contenidas inspiraron la notable composición musical de Maurice Ravel que lleva el mismo nombre. Bertrand es considerado como el principal antecedente del poema en prosa.

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3 Houssaye escribió variedad de poemas en prosa, entre las cuales destaca la que menciona Baudelaire, dedicada a E. T. A. Hoffmann por su autor. 4 Poema escrito en Honfleur, villa costera donde vivía Mme. Aupick, la madre de Baudelaire. Se debe contar con la doble significación de étranger: extraño, extranjero, que el poema enfatiza por la sustracción del así nombrado a todo vínculo, familiar, social, nacional, económico... Baudelaire lo propone, a manera de frontispicio de la colección, como figura del poeta, de manera semejante a lo que ocurre en Las Flores del mal, cuyos primeros poemas se ocupan en perfilar sus trazas. Con respecto al sello autobiográfico que tiene esta pieza, cf., por ejemplo, esta anotación del diario íntimo Mon cœur mis à nu (Mi corazón al desnudo), VII, 12: “Sentimiento de soledad, desde mi infancia. A pesar de la familia —y en medio de los camaradas, sobre todo—, sentimiento de una destinación eternamente solitaria. / No obstante, gusto muy vivo de la vida y del placer” (I 680). 5 Sobre el tema de las mujeres ancianas, v. el notable poema Les petites vieilles (“Las viejecitas”, XCI de Las Flores del mal) y, aquí mismo, Les Veuves (“Las Viudas”, poema XIII). 6 “La confesión del artista”, al igual que “El Extranjero”, fue escrito en Honfleur. El tema —la condición del artista y, en particular, del poeta— es asiduo en Baudelaire. Cf. los ya referidos poemas iniciales de Las Flores del mal (I-VIII), el poema CXXIII, La mort des artistes (“La muerte de los artistas”), y aquí “El Loco y la Venus”, “El Perro y el frasco” y “El Viejo Saltimbanqui”. 7 La experiencia alucinatoria de la que trata este poema es un momento decisivo de la poética baudeleriana de la embriaguez. Parecidamente habría que hablar de la gravitación impía del tiempo, que la ebriedad suspende transitoriamente. Cf., entre otras piezas, L’Horloge (“El reloj”, poema LXXXV de Las Flores) y, aquí, “Embriagaos”. 8 El “gran René” es François-René de Chateaubriand, que en las Memorias de ultratumba llama “Sílfide” a la mujer ideal de sus obras: una muchacha de dieciséis años, grave y silenciosa. 9 En su aparición en La Presse el poema figura bajo el título “Cada cual con la suya”. 10 Obviamente, Baudelaire juega con el doble sentido del término, que designa al híbrido mitológico —cabeza leonina, cuerpo de cabra y cola de dragón— y al capricho de lo ilusorio, de lo imposible. Se ha creído reconocer el motivo de este poema en el grabado Tú que no puedes, de la serie de los Caprichos, de Goya, que muestra a unos hombres cargando asnos sobre sus espaldas dolorosamente curvadas. Baudelaire admiraba al artista español, y escribió sobre su obra gráfica en el ensayo “Algunos caricaturistas extranjeros”, publicado por primera vez en 1857, y que estaba destinado a formar un volumen junto al ensayo “De la esencia de la risa y en general de lo cómico en las artes plásticas” (1855) y al estudio “Algunos caricaturistas franceses” (1857). Fue incluido con éstos en el volumen Curiosités esthétiques (París: Michel Lévy frères, 1868). Hay traducción española de Carmen Santos: C. Baudelaire, Lo cómico y la caricatura, Madrid: Visor, 1988. 11 En el original, spleenétique. En inglés, spleen designa al bazo. A partir de la teoría de los humores como fundamento de la tipología caracterológica, y en la secuela del antiguo concepto de melancolía, el término se emplea para identificar el temperamento depresivo. En el siglo XIX alcanzó una gran difusión, asociada al tópico del mal du siècle. Tal como en el título, he preferido conservar el término inglés que emplea Baudelaire.

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12 En francés, fou designa al loco patológico y al bufón. 13 Se puede asociar este poema a una anotación de Mi corazón al desnudo, XXXIV, 62: “El francés es un animal de corral, tan bien domesticado que no se atreve a franquear ninguna empalizada. Atiéndase a sus gustos en arte y literatura. // Es un animal de raza latina; no le disgusta la basura en su domicilio, y en literatura es escatófago. Le chiflan los excrementos. Los literatos de café llaman a eso la sal gálica (I 698). 14 Se trata, notoriamente, de una réplica a La Chanson du vitrier, de Houssaye, referida por Baudelaire en la dedicatoria de esta colección. La réplica rezuma ironía y sarcasmo, si se compara esta pieza con el ánimo de conmiseración que expresa el poema del editor. 15 Como ocurre con muchas otras descripciones, Baudelaire incorpora sus propios rasgos personales en la semblanza. 16 Jueces del Hades en la mitología griega. Cf. el diario íntimo Fusées (Cohetes), VI, 8: “Jean-Jacques [Rousseau] decía que no podía entrar en un café sin cierta emoción. Para una naturaleza tímida, una taquilla de teatro se asemeja poco menos que al tribunal de los Infiernos” (I 654). 17 Cf., en Las Flores del mal, los poemas La fin de la journée (“El fin de la jornada”, CXXIV) y L’examen de minuit (“El examen de medianoche”, añadido en la tercera edición, de 1868). 18 La imagen es de Thomas De Quincey; Baudelaire, que obviamente quedó prendado de ella, la cita en el tercer capítulo de Los Paraísos artificiales, traduciendo del inglés: “Pero, al cabo de algunos años, he pagado cruelmente todas estas fantasías, cuando el rostro humano ha venido a tiranizar mis sueños...” (I 470). Poco más adelante, en el capítulo cuarto, retoma la imagen dándole la misma forma expresiva del poema en prosa. Se la encuentra también en Pauvre Belgique! (¡Pobre Bélgica!), en el fragmento 120 (I 868). 19 Cf. Fusées, XI, 17: “Muchos amigos, muchos guantes —por temor a la sarna” (I 660). 20 Toda la pieza abunda en causticidad. Aquí, la sautueuse (que traduzco por “saltarina”) ha de ser una saltimbanqui, que, en su incultura, nombra de esta laya a la diosa del amor (en el original, Venustre), o bien pronuncia erróneamente la palabra vénusté, “gracia, venustidad, elegancia”. 21 El fenómeno de la “mujer salvaje”, como tantas otras anomalías, era un espectáculo de rigor en las ferias decimonónicas. 22 La cursiva enfatiza, en tono típicamente baudeleriano, la diatriba contra la naturaleza. Sobre el punto, cf. especialmente el capítulo XI de Le Peintre de vie moderne (El pintor de la vida moderna), que lleva por título “Elogio del maquillaje”. Muchos textos de Baudelaire están salpicados de agresiones ginofóbicas, que escarnecen a la mujer por su rematada “naturalidad”. 23 Alusión a la fábula de La Fontaine Las ranas que piden un rey (Fables, III, 4), que a su vez reanuda un tema de Esopo. 24 En cursiva, una trascripción ligeramente modificada del texto de La Fontaine. 25 Motivo de este poema es el cuento de Poe The Man in the Crowd, al que hace referencia el segundo capítulo de El pintor de la vida moderna en clave cercana a lo que aquí se dice. Los temas relacionados de

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la multitud, la prostitución, el amor y el arte abundan en los Diarios Íntimos de Baudelaire y constituyen, desde luego, un elemento central y decisivo de su pensamiento estético. Recomendable es leer, por ejemplo, los apuntes de Fusées, I, 1 (I 689). Antes de su publicación en La Presse, “Las Muchedumbres” había aparecido en la Revue fantaisiste, el 1 de noviembre de 1862, junto a los poemas XIII, XIV, XVI, XVI, XVII y XVIII. 26 En uno de los “planes y notas” para los Pequeños poemas en prosa, figura el título más extenso: “La gran Viuda melancólica ante el jardín de Musard”. 27 Baudelaire alude a un escrito de Luc de Clapiers, marqués de Vauvenargues (1715-1747), perteneciente a sus Réflexions sur divers objets, cuyo comienzo es el siguiente:

SOBRE LAS MISERIAS OCULTAS La tierra está cubierta de espíritus inquietos a quienes atormentan inexorablemente hasta la muerte el rigor de su condición y el deseo de cambiar su fortuna. El tumulto del mundo impide reflexionar sobre esas tentaciones secretas que hacen a los hombres franquear las barreras de la virtud. En cuanto a mí, jamás entro al Luxemburgo o a otros jardines públicos sin estar rodeado por todas las miserias sórdidas que agobian a los hombres, y sin que diversos objetos no me adviertan y no me hablen de calamidades que ignoro. Mientras que en la gran avenida se apretuja y choca una multitud de hombres y mujeres sin pasiones, en las avenidas a trasmano encuentro miserables que huyen de la vidas de los dichosos, viejos que esconden la vergüenza de su pobreza, jóvenes a los que el error de la gloria mantiene apartado de sus quimeras, mujeres a quienes la ley de la necesidad condena al oprobio, ambiciosos que conciertan quizá temeridades inútiles para salir de la oscuridad.

28 Éste y otros motivos del poema aparecen también en Les petites vieilles (“Las viejecitas”, XCI) de los Cuadros parisinos, en Las Flores del mal: “Aquélla, aún enderezada, brava y sintiendo la ordenanza” y “Así vais caminando, estoicas y sin quejas” (I 91). 29 En Les petites vieilles se lee:

...Una, entre muchas, a la hora en que el sol poniente Ensangrienta el cielo con heridas rojas, Pensativa se sentaba sobre un banco, apartada, Para escuchar uno de esos conciertos, ricos de bronce, Con que a veces los soldados inundan los parques,... (I 90 s.)

30 Cf., infra, el poema XXVI, “Los Ojos de los pobres”. El tema de la mirada del pobre, del marginal, del mendigo tiene una poderosa densidad en la poesía baudeleriana, con insinuaciones morales y políticas. Al respecto, cf. XXVIII “La Moneda Falsa” y XLIX “¡A palos con los pobres!”. 31 También aquí, cf. Les petites vieilles, estrofa final de la tercera parte:

su ojo se abría a veces como el ojo de un águila vieja; ¡Su frente de mármol parecía hecha para el laurel! (I 91)

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32 La figura del saltimbanqui aparece también en el poema VIII de Las Flores del mal, titulado La muse vénale (“La musa venal”). Fue motivo para muchos pintores, grabadores y dibujantes, entre ellos, especialmente, Honoré Daumier. 33 En el original, los queue-rouges y los Jocrisses definen dos categorías de payasos del circo francés: los primeros llevaban una peluca amarrada con una cinta roja; los segundos hacían el papel de simplones. 34 El escenario de esta pieza remite al viaje que hizo Baudelaire a los Pirineos franceses con su padrastro, el General Aupick, en 1838. Cf. la poesía de juventud que empieza“Tout là-haut, tout là-haut...” (I 199 s.). Se ha identificado el “pequeño lago” del que se habla aquí como el de Escoubous, más arriba de Barèges. 35 De acuerdo a Claude Pichois (I 1319), la fuente de este poema ha sido señalada por Gustave L. Van Roosbroeck: se trata del libro del Padre Huc L’Empire chinois, publicado tres años antes de la primera aparición de “El reloj” en el periódico Le Présent, en el cual se lee una anécdota que Baudelaire aprovecha para su composición. El poema había sido publicado antes, una primera vez, en Le Présent, el 24 de agosto de 1857, junto con los poemas XVII, XVIII, XXII, XXIII y XXIV, y seguidamente en la Revue fantaisiste (v. nota 25). 36 En la referida primera publicación del poema se insertaba aquí la siguiente nota: “Suponiendo una memoria perfecta o al menos muy ejercitada, no es difícil entender cómo se puede adivinar la hora en el ojo de un animal cuya pupila es muy sensible a la luz.” 37 Esta “Felina” parece ser un personaje real, tal vez la amante de Baudelaire Jeanne Duval, que se cree inspiró el poema “El gato” de Las Flores del mal. Pichois indica que Jacques Crépet habría visto un ejemplar de la segunda edición de esta obra con la dedicatoria: “Homenaje a mi muy querida Felina, Ch. Baudelaire”. 38 Los comentaristas relacionan —muy naturalmente, por cierto— esta pieza con los poemas XXII y XXIII de Las Flores del mal, Parfum exotique (“Perfume exótico”,) y La chevelure (“La cabellera”). 39 Claude Pichois da como ejemplo de los desafíos que planteaban los “poemas en prosa” a la comprensión y a la sensibilidad de sus primeros lectores la reacción sarcástica de Pierre Véron, que se imagina a Baudelaire en el restorán: “¡Mozo! ¡Pídale al chef que no deje todas las tardes caer recuerdos a la sopa!” (Le Journal amusant, del 11 de octubre de 1862). 40 En Las Flores del mal figura un poema con este mismo título, compuesto con anterioridad, marcado por el estribillo: “Allí, todo es orden y belleza. / Lujo, calma y placer”, cuyo verso final (“Luxe, calme et volupté”) fue escogido por Henri Matisse para dar nombre a uno de sus cuadros más célebres. 41 La primera aparición del poema en Le Présent (1857), lo mismo que la segunda, en la Revue fantaisiste (1861), llevaban, después de este punto aparte y la continuación, el siguiente pasaje (entre paréntesis cuadrados las variantes del texto del 61): “¡Ah! Si yo fuese tu Mignon, tu Mignon [si tú fueses el poeta y yo tu Mignon,] amada y protegida, siempre tierna, siempre sumisa, pero siempre soñadora y deseosa, te diría, poeta y amigo mío: «¿Conoces esta enfermedad [febril] que se apodera de nosotros en las más duras [frías] miserias, este amor del país que se ignora, esta nostalgia de la curiosidad? Es una región...”

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42 Es el compositor alemán Karl Maria von Weber (1786-1826); la obra aludida data de 1819 y fue incluida en El cazador furtivo (1821). Cf. la mención del músico en Les phares (“Los faros”, VI), de Las Flores del mal, a propósito de la descripción que allí se hace de la pintura de Delacroix. 43 Revenez-y era el nombre de un perfume de esencias orientales, que estaba muy en boga a la sazón. 44 La Tulipe noire es una novela de Alejandro Dumas padre, publicada en 1850; Le Dhalia bleu, una romanza compuesta sobre un movimiento de vals por Pierre Dupont, que alcanzó extensa popularidad en el Segundo Imperio. Los premios que aquí mismo son mencionados remiten a los certámenes de flores exóticas que se celebraban en Holanda. 45 La doctrina de las correspondencias, de raigambre mística y esotérica, afirmaba la unidad y continuidad fundamental de la naturaleza. Emmanuel Swedenborg (1688-1772) fue determinante en la recepción de la doctrina por Baudelaire (especialmente a partir de Sobre el cielo y sus maravillas). Su opinión sobre el pensador místico queda bien reflejada en un pasaje del ensayo sobre Víctor Hugo en Réflexions sur quelques-uns de mes contemporaines (Reflexiones sobre algunos de mis contemporáneos): “...Swedenborg, que poseía un alma mucho más grande [que Fourier], nos había enseñado ya que el cielo es un hombre grandísimo, que todo, forma, movimiento, número, color, perfume, tanto en lo espiritual como en lo natural, es significativo, recíproco, converso, correspondiente” (II 133). A la influencia de Swedenborg se agregan las probables de Balzac, Alphonse Esquiros y quizá también del abate Constant, autor esotérico que usaba el pseudónimo Éliphas Lévi, y muy especialmente de E. T. A. Hoffmann. La versión sinestésica de esta doctrina (que revela aquella unidad en la reciprocidad de las percepciones de los distintos sentidos) es una matriz determinante de la poética baudeleriana, y tiene su expresión más célebre en el poema Correspondances (“Correspondencias”, IV), de Las Flores del mal. 46 Cf. el ensayo de Baudelaire la Morale du joujou (1853), del cual tomó un fragmento significativo para componer este poema:

Tal es el juguete del pobre. Cuando salgáis de mañana con la decidida intención de pasear solitariamente por las grandes carreteras, llenaos los bolsillos de pequeños artilugios, y, a lo largo de las tabernas, al pie de los árboles, regaládselos a los niños desconocidos y pobres con que os topéis. Veréis que sus ojos se abren desmesuradamente. Al principio, no se atreverán a cogerlos; dudarán de su fortuna; después, sus manos aferrarán ávidamente el regalo, y se escabullirán como los gatos que se van a comer lejos el trozo que les habéis dado, puesto que han aprendido a desconfiar del hombre. Ésa es, ciertamente, una gran diversión. A propósito del juguete del pobre, he visto algo más simple aun, pero más triste que el juguete de a peso —es el juguete viviente. A la vera de un camino, detrás de la verja de un amplio jardín, a cuyo extremo se divisaba un lindo castillo, estaba un niño hermoso y lozano, vestido con esas ropas de campo tan llenas de coquetería. El lujo, la despreocupación y el espectáculo habitual de la riqueza hacen tan bonitos a esos niños, que no se les creería hechos de la misma pasta que los hijos de la mediocridad o de la pobreza. A su lado, yacía sobre la hierba un juguete espléndido, tan lozano como su dueño, barnizado, dorado, con un traje hermoso y cubierto de plumas y de abalorios. Pero el niño no se ocupaba de su juguete preferido, y he aquí lo que miraba: Del otro lado de la verja, sobre el camino, entre los cardos y las ortigas, había otro niño, sucio, muy enclenque, una de esos arrapiezos en que los mocos se abren lentamente camino en la grasa y el polvo. A través de estos barrotes simbólicos, el niño pobre le mostraba al niño rico su propio juguete, que éste

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examinaba ávidamente como un objeto raro y desconocido. ¡Y este juguete, que el puerquito hostigaba, agitaba y golpeaba dentro de una caja enrejada, era una rata viva! Los padres, por economía, habían tomado el juguete de la vida misma. (I 584 s.)

47 Con esta pieza se inauguraba la cuarta entrega prevista para su aparición en La Presse, que incluía los poemas XXI a XXVI. Las desinteligencias surgidas entre Baudelaire y Houssaye frustraron la publicación, aunque el legajo ya estaba compuesto tipográficamente. El poema apareció en la Revue nationale et étrangère, el 10 de junio de 1863, junto a la pieza XXV. Originalmente, Baudelaire pensó componer una pieza versificada sobre este tema, bajo los títulos alternativos “El sueño”, “Plutón, el Amor y la Gloria” y “Un sueño”. 48 Cf., en Las Flores del mal, los poemas Le crépuscule du soir (“El crepúsculo de la tarde”, XCV) y Recueillement (“Recogimiento”, agregado en la tercera edición). Además de su aparición en las publicaciones ya citadas (v. notas 25 y 35), el poema figuró también en Figaro, el 7 de febrero de 1864. Hay una primera versión de este poema, que data de 1855, y que apareció en el volumen Fontainebleau. Hommage à C. F. Denecourt. Paisajes, Légenedes, Souvenirs, Fantaisies... (París: Hachette, 1855), que también incluyó los dos “Crepúsculos” en verso de Las Flores del Mal:

La caída de la noche ha sido siempre para mí la señal de una fiesta interior y como la liberación de una angustia. Así en los bosques como en las calles de una gran ciudad, el ensombrecimiento del día y el punteado de las estrellas o de los faroles iluminan mi espíritu. Pero yo he tenido dos amigos a los que el crepúsculo ponía enfermos. Uno olvidaba entonces todas las relaciones de amistad y cortesía, y trataba con brutalidad y salvajismo al primero que se le cruzaba. Le he visto arrojar un excelente pollo a la cabeza de un maître de hotel. La llegada de la noche le estropeaba las mejores cosas. El otro, a medida que iba cayendo el día, se volvía más agrio, más sombrío, más ofensivo. Indulgente durante el día, era inmisericorde a la tarde; y su manía crepuscular no solamente se ejercía de manera abundante contra los otros, sino también contra sí mismo. El primero murió loco, incapaz de reconocer a su querida y a su hijo; el segundo lleva en sí la inquietud de una insatisfacción perpetua. La sombra, que trae la luz a mi espíritu, producía la noche en el suyo. Y, aunque no sea raro ver la misma causa engendrar dos efectos contrarios, ello siempre me intrigado y me asombra.

49 Cf. “El crepúsculo de la tarde” y Le crépuscule du matin (“El crepúsculo de la mañana”, CIII), en la sección de los Cuadros parisinos de Las Flores. Publicado, junto a las ocasiones previamente indicadas (v. notas 25 y 35) en la Revue de Paris, el 25 de diciembre de 1864, junto a los poemas XXIV También en este caso la primera versión de 1855 (igualmente publicada en el volumen de homenaje a Denecourt mencionado en la nota anterior) difiere bastante de la que fue publicada en la Revue de Paris, en 1864, y tiene la peculiaridad de presentarse como una continuación del poema anterior:

Me dijo también —el segundo— que la soledad es mala para el hombre; y me citó, creo, sentencias de los Padres de la Iglesia. Es verdad que el espíritu del homicidio y de la lubricidad se inflama maravillosamente en las soledades; el demonio frecuenta los lugares áridos. Pero esta seductora soledad no es peligrosa más que para las almas ociosas y

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divagadoras a las que no gobierna un pensamiento activo importante. No fue mala para Robinson Crusoe; lo volvió religioso, valiente, industrioso; lo purificó, le enseñó hasta dónde puede llegar la fuerza del individuo. ¿No fue La Bruyère el que dijo: «Esa gran desventura de no poder estar solo…»? Con la soledad pasaría entonces lo mismo que con el crepúsculo; es buena y es mala, criminal y saludable, incendiaria y apacible, según como se la emplee, y según como se ha empleado la vida. En cuanto al goce, las más bellos ágapes fraternales, las más espléndidas reuniones de hombres electrizados por un placer común, no lo ofrecerán jamás de manera comparable al que experimenta el Solitario, que, de un vistazo, ha abarcado y comprendido toda la sublimidad de un paisaje. Este vistazo le ha conquistado una propiedad individual inalienable.

50 Claude Santerre, antiguo cervecero, llegó a general de la Guardia Nacional durante la Revolución. Cuando Luis XVI empezó a pronunciar sus últimas palabras al pie de la guillotina, Santerre mandó a su tropa tocar un redoble de tambores, por temor de que el discurso estimulara la conmiseración de la turba y esto pudiese frustrar la ejecución. En cuanto a los individuos a que se refiere Baudelaire, hay certeza que uno de ellos es Philoxène Boyer, orador abundante, con el que Baudelaire habría tenido, según Asselineau, el siguiente intercambio: “«—Philoxène, a la próxima revolución, subirá usted al cadalso. —Sí, pero también hablaré, dice Philoxène en éxtasis. —¡No! No le dejarán hablar. Estarán los tambores de Santerre. Y Philoxène bajó la cabeza con aire aterrado.»” (J. P. Crépet y Claude Pichois, Baudelaire et Asselinau, Nizet, 1958, p. 194.) 51 “Todos nuestros males vienen de no poder estar solos; de ahí el juego, el lujo, la disipación, el vino, las mujeres, la ignorancia, la maledicencia, la envidia, el olvido de sí mismo y de Dios”, dice La Bruyère en Los caracteres, “Del hombre”, § 99. 52 El pasaje de Pascal es el siguiente: “Cuando, en ocasiones, me he puesto a considerar las distintas agitaciones de los hombres [...], con frecuencia he dicho que todas las desgracias les vienen de una sola cosa, no saber quedarse sosegados en un cuarto” (Pensamientos). 53 Neologismo formado a partir de fraternité, tercer principio de la Revolución. 54 Hay una primera versión de este poema, publicada en Le Présent el 24 de agosto de 1857:

¡Qué hermosa te verías en un vestido de gala, complejo y fastuoso, descendiendo, a través de la atmósfera de una bella tarde, las gradas de mármol de un palacio, frente al amplio césped y los estanques! Pero ¿para qué decorados tan bellos? ¡Insensato! Olvidaba que ocio a los reyes y sus palacios. —¡No, no es en un palacio que quisiera poseerte y gozar de tu amistad! No estaríamos en casa. Además, esos muros estampados, ribeteados, insolentes, deslumbrantes como militares, se parecen al alma del Gran Rey, que no tenía rincones para la intimidad. —Aquí, ningún lugar para la ensoñación; sobre esos muros acribillados de oro no veo sitio alguno para un solo clavo donde fijar tu imagen. ¡Ah! ¡Ya sé dónde quisiera amarte interminablemente! —¡Al borde del mar, una hermosa cabaña de madera, rodeada de sombreaderos! En la atmósfera, flotando un aroma de aceite de coco, y por doquier un perfume indescriptible de almizcle, en el horizonte, cabos de mástiles que una ola insensible hace lentamente describir

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curvas en el aire; alrededor de nosotros, más allá del cuarto silencioso, oscuro, colmado de flores y de esteras, con raros muebles de un rococó portugués en madera de las islas, en que tú reposarás tan suavemente, tan despreocupada, tan bien abanicada, fumando un tabaco mezclado de opio y azúcar, —más allá de la varenga, la algazara de las aves y el cotorreo delicado de las negras. ¡Mas no! —¿Por qué esta vasta escenificación? —Costaría oro en abundancia, y el oro sólo danza en la bolsa de los imbéciles que no comprenden lo Bello. —El placer está a unas pocas leguas de aquí, está a dos pasos, en la primera posada con que me topo, en la posada del azar, tan fecundo en felicidades. Un gran fuego, porcelanas vistosas en las paredes, una cena aceptable, mucho vino, y un lecho muy amplio con sábanas un poco ásperas, pero frescas. ...¡El sueño! ¡El sueño! ¡Siempre el maldito sueño! —¡Mata la acción y devora el tiempo! —Los sueños alivian por un momento a la bestia voraz que se agita en nosotros. Es un veneno que la alivia, pero la nutre. ¡Dónde hallar entonces una copa lo bastante profunda y un veneno lo bastante espeso para ahogar a la Bestia?

Otra versión, con variantes respecto de la aquí traducida, fue publicada en La Vie Parisienne, el 13 de agosto de 1864. 55 Baudelaire desplaza la significación de este término náutico (que designa los costados de un barco) para describir el barandal de la cabaña. 56 Este poema fue publicado en la Revue nationale et étrangère el 10 de junio de 1863. El editor, Charpentier, le infligió modificaciones eufemísticas que provocaron una fuerte reacción en Baudelaire:

Se lo he dicho: suprima usted todo un trozo, si una vírgula le disgusta en el trozo, pero no suprima la vírgula; ella tiene su razón de ser. Me he pasado la vida entera aprendiendo a construir frases y digo, sin miedo a mover a risa, que lo que entrego a una imprenta está perfectamente acabado. ¿Cree usted realmente que las formas de su cuerpo sea una expresión equivalente a su espalda cóncava y su cuello agudo? —Sobre todo cuando se trata de la raza negra de las costas orientales. ¿Y cree usted que sea inmoral decir que una muchacha esta madura a los once años, cuando se sabe que Aïscha (que no era una negra nacida en el Trópico) era más joven aun cuando la Mahoma la desposó? Señor, sinceramente deseo agradecerle por la buena acogida que me ha brindado: pero yo sé lo que escribo, y no cuento sino lo que he visto.

57 Esclava emancipada. 58 Una versión con variantes apareció en La Vie Parisienne, el 2 de julio de 1864. 59 El poema alude a las grandes transformaciones urbanísticas llevadas a cabo en París bajo la administración del barón Haussmann, con la apertura de los bulevares, la instalación generalizada del alumbrado a gas, etc. El poderoso efecto que este vasto proceso de remodelación tuvo en Baudelaire se expresa, sobre todo, en los Cuadros parisinos; y tiene su más alta manifestación en el poema LXXXIX, Le Cygne (“El Cisne).

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60 Sobre el tema de la comunicación en el amor, cf. este apunte de Mon cœur mis à nu: “En el amor, como casi en todos los asuntos humanos, el entendimiento cordial es el resultado de un malentendido. Este malentendido es el placer. Grita el hombre: «¡Oh, ángel mío!» La mujer arrulla: «¡Mamá, mamá!» Y los dos imbéciles están persuadidos de que piensan concertadamente. —El abismo infranqueable, que hace la incomunicabilidad, permanece infranqueado.” (XXX, 54, I 695 s./418) 61 Publicado en la Revue nationale et étrangère, el 10 de octubre de 1863, junto a los poemas XXIV, XXV y XXVI. Apareció también, con pequeñas variantes, en L’Artiste, el 1 de noviembre de 1864, junto a los poemas XXVIII y XXX. 62 Los “dramas fabulosos” (drames féeriques en el original) apelan a multiplicidad de ingenios de tramoya para producir efectos maravillosos en la escena. 63 Los tres asteriscos son del original, como signo de omisión de nombre. 64 La ironía con que habla Baudelaire de este “favor” hace eco con una anterior, en que se adjetiva de “capital” al interés del “experimento fisiológico” montado por la malicia del príncipe para dar cumplimiento, para consumar, precisamente, la pena capital en los conjurados. 65 El primer título de este poema fue, al parecer, “La paradoja de la limosna”, contenido en una de las “[Notas diversas sobre el Arte Filosófico”] (op. cit., II, p. 607), aunque también se ha conjeturado que sería el primer título del poema XLIX, “¡A palos con los pobres!” Además de la ocasión señalada en la n. 59, fue publicado en la Revue de Paris, el 25 de diciembre de 1864, junto a los poemas XL y XLI, y en la Revue du XIXe siècle, el 1 de junio de 1866, junto al poema XXIX. En la edición de 1869 se reprodujo el texto de la Revue de Paris. 66 El giro francés dice literalmente: “buscar el mediodía a las catorce horas”. 67 La primera idea de esta pieza consideraba su versificación. En vista de la segunda edición de Las Flores del mal, Baudelaire consigna cinco poemas todavía inconclusos: Dorothée, À une petite maîtresse, Un rêve, Une âme perdue y un Épilogue. El penúltimo de éstos corresponde a “El jugador generoso”, que ya concebido como poema en prosa tuvo antes el título “Cenar con Satán”. La publicación en la Revue du XIXe siècle mencionada en la n. 62 ostenta el título Le Diable. Apareció primeramente en Figaro, el 7 de febrero de 1864, junto a los poemas XXX, XXXI y XXXIII. 68 “Penates” o “lares”, dioses de la casa de etruscos y romanos. El nombre ha pasado a significar “hogar”. 69 Las diatribas de Baudelaire contra la ideología del progreso son abundantes. Los diarios íntimos Fusées (XIV, 21, y el último apunte, en XV, 22) y Mon cœur mis à nu, XLVII, 84), así como también el primer capítulo de la reseña sobre la Exposition universelle 1855 (“Método de crítica. De la idea moderna del progreso aplicada a las bellas artes. Desplazamiento de la naturaleza”) ofrecen ilustraciones al respecto. 70 Se supone que este orador habría sido el Padre de Ravignan, predicador de Notre-Dame de París. 71 En francés, un bon diable significa “un buen hombre”. 72 Además de las ocasiones ya referidas (v. n. 59 y 64), publicado en L’Événement, el 12 de junio de 1866.

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73 Baudelaire defendió a Manet de los ataques que éste recibió a causa del Almuerzo en la hierba en un pasaje de Peintres et aquafortistes (1862), incluido posteriormente en la edición de L’Art romantique (Michel Lévy frères, 1868). 74 La anécdota de este poema parece cierta. El muchacho habría sido un modelo de Manet, de nombre Alexandre, retratado en la célebre tela El niño de las cerezas, pintada entre 1858 y 1859. Alexandre se habría colgado en uno de los dos talleres de Manet entre la primavera del 59 y el verano del 60. 75 Una antigua creencia supersticiosa atribuye a la soga del ahorcado la función de un amuleto. 76 Publicado en Figaro, el 14 de febrero de 1864, junto al poema XXXIX, y reproducido en La Semaine de Cusset et de Vichy, el 28 de mayo de 1864. 77 Compárese esta pieza con Bohémiens en voyage (“Bohemios en viaje”), poema XIII de Las Flores del mal, y con el poema “Los tres bohemios”, del romántico alemán Nikolaus Lenau. Véase asimismo la anotación XXXVIII de Mi corazón al desnudo: “Glorificar el vagabundeo y lo que se podría llamar el bohemismo, culto de la sensación multiplicada que se expresa por la música. Referirlo a Liszt” (op. cit., I 701). 78 Apareció en la Revue nationale et étrangère, 10 de diciembre de 1863, junto a los poemas XXXIV y XXXV. 79 En Un comedor de opio, de Los Paraísos artificiales, Baudelaire señala que Thomas de Quincey comparaba su pensamiento a un tirso. 80 Baudelaire cambia el femenino por un masculino. Según Hambly, el Bacante es una figura acuñada por Fourier en su Tratado de los cuatro movimientos. 81 Alusión al viaje que hizo Liszt a Roma para recibir las órdenes menores de la congregación franciscana. 82 Mitológico rey de Flandes, supuesto inventor de la cerveza. Baudelaire escribe su nombre con C. 83 La embriaguez —no importa cuál sea el medio que el hombre emplee para procurársela— es el único antídoto (pasajeramente) eficaz para combatir la carcoma despiadada del tiempo. De la presente colección, recuérdese el poema V, “El cuarto doble”. 84 Esta facultad de alteración es, en la concepción baudeleriana, una característica constitutiva del poeta. V., más atrás, el poema XII “Las muchedumbres”. 85 Publicado en la Revue nationale et étrangère, el 10 de octubre de 1863. 86 Cf., en Las Flores del mal, À une passante (“A una que pasa”, XCIII). 87 Este proverbial oxímoron de la poesía romántica recuerda, ante todo, el soneto El desdichado, de Gérard de Nerval (“Y mi laúd constelado lleva el negro sol de la melancolía”). 88 Alusión a la Farsala, de Lucano (VI, v. 499-506).

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89 Se encuentra este mismo giro en la descripción del cuarto de la Fanfarlo. 90 En la publicación de la Revue Nationale et étrangère, el 14 de septiembre de 1867, este poema lleva la dedicatoria “À Mademoiselle B., en quien se cree reconocer a Berthe, una joven actriz. Cf. “La sopa y las nubes” y “Los ojos de Berta”. Junto con éste, Baudelaire propuso en 1865 los poemas XXXVIII y XLII a L al editor de la revista mencionada, Gervais Charpentier, como integrantes de una serie. Charpentier había publicado en 1863 una primera serie. De aquellos, los poemas XLIII, XLIV, XLVI, XLVII y XLIX fueron rechazados por el editor, en tanto que los restantes, incluido éste, aparecieron poco tiempo después de la muerte del poeta. La presente pieza fue publicada también en Le Boulevard, el 14 de junio de 1863, sin título, junto al poema XXXVIII. 91 Además de la publicación recién señalada, este poema apareció en la Revue Nationale et étrangère, del 7 de septiembre de 1867. 92 En el original magistère, que a veces ha desorientado a algún traductor. El término designa aquí una poción cuya preparación, en virtud de su poder y del secreto de su fórmula, se debe a un maestro (magister). 93 Evocación de la estadía en Honfleur. Cf. “El Extranjero”. 94 Publicado en la Revue Nationale et étrangère, el 21 de septiembre de 1867. 95 Personaje de Las bodas de Fígaro, de Beaumarchais. 96 En su edición de los Pequeños poemas en prosa, Robert Kopp indica una acepción decimonónica reseñada por el diccionario Littré: “cosa o persona extraordinaria que se exhibe en la feria, fenómeno viviente”. 97 Para el boceto de este poema, cf. Fusées, XI, 17: “Un hombre va al campo de tiro con pistola, acompañado por su mujer. —Acomoda una muñeca, y le dice a su mujer: Me figuro que eres tú. —Cierra sus ojos y abate a la muñeca. —Luego dice, besando la mano de su acompañante: ¡Ángel querido, cuánto te agradezco mi puntería!” (op. cit., I, 660). 98 En el original se lee “s... b...”, iniciales eufemísticas de “sacré bougre”, “so bribón”, “so pelmazo”. 99 Publicado en la Revue Nationale et étrangère, el 11 de octubre de 1867. 100 El boceto de este poema se encuentra en Fusées XI 17: “Cuando atravesaba el bulevar, y al precipitarme un poco para evitar los coches, mi aureola se desprendió y cayó al fango del macadam. Afortunadamente, tuve tiempo para recogerla; pero en mi espíritu se deslizó un instante después la desdichada idea de que esto era un mal presagio; y desde entonces la idea no me ha querido soltar; no me ha dejado descanso alguno en toda la jornada” (op. cit., I 659). 101 Mathurin Régnier, poeta satírico cuya obra había sido frecuentada por Baudelaire en la juventud hacia 1842-44. 102 En el manuscrito se lee “Sacré Saint Ciboire de Sainte Maquerelle”: “Sagrado santo copón de santa Cabrona”.

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103 Antoine Maurin, pintor y grabador que Baudelaire menciona en el Salón de 1845. 104 Alusión al levantamiento popular de 1848 contra el régimen de Luis Felipe Bonaparte. 105 La expresión inglesa aparece en el ensayo El principio poético, de Poe, y se remonta a El puente de los suspiros, de Thomas Hood, traducido por Baudelaire en 1865. Sobre el tema de esta pieza, v. también las dos Invitaciones al viaje y El viaje. El poema apareció en la Revue Nationale et étrangère, el 28 de septiembre de 1867. 106 Cf.. en Las Flores del mal, Rêve parisien (“Sueño parisino”, CII). 107 Actual Djakarta, capital de Indonesia, fundada por los holandeses. 108 Pueblo situado en el fondo del golfo de Botnia, en la frontera entre Suecia y Finlandia. 109 Hay un apronte para la anécdota de este poema en una carta al fotógrafo Nadar, del 30 de agosto de 1864, en que Baudelaire refiere cómo arbitrariamente le dio de golpes a un belga. 110 Ambos personajes mencionados aquí eran a la sazón alienistas de renombre, que habían diagnosticado la locura de Sócrates, Tasso, Pascal, Rousseau y Swedenborg. 111 La Stoa, sede natal del estoicismo, donde su fundador, Zenón de Citio, daba sus lecciones. Baudelaire mezcla la escuela del Pórtico con la sofística, probablemente sin intención, confundiendo al Zenón estoico con el gran dialéctico Zenón de Elea. 112 Varias publicaciones: L’Indépendence belge, el 21 de junio de 1865, La Petite Revue, el 27 de octubre de 1866, Le Grand Journal, el 4 de noviembre de 1866 y Revue Nationale et étrangère, el 31 de agosto de 1867. 113 Pintor belga (1816-1892) de animales y escenas populares. En el texto se encuentran otras alusiones al viaje de Baudelaire a Bélgica en 1864, del cual se tiene el testimonio esbozado y fragmentario, fóbico y despiadado, titulado Pauvre Belgique! En la publicación de L’Indépendence belge, que según propia declaración de Baudelaire, ocurrió “a pesar [suyo]”, se informa que este poema nació del regalo de un hermoso chaleco que hizo Stevens al poeta, bajo la condición de que “escribiese algo sobre los perros de los pobres”. 114 El conde de Buffon (Georges Louis Leclerc, 1707-1788) fue el gran naturalista francés del siglo XVIII, autor de la voluminosa Histoire naturelle en 36 tomos y director del Jardín des Plantes de París. Los “escritores jóvenes” a que se refiere Baudelaire habían heredado la tacha que los revolucionarios habían hecho caer sobre Buffon, como representante típico del ancien régime. 115 Lawrence Sterne (1713-1768) gran escritor humorístico inglés, autor de la notable Life and Opinions of Tristram Shandy y de A Sentimental Journey. 116 El asno es una figura del citado A Sentimental Journey, en el capítulo “Nampont: el asno muerto”. 117 Juego de palabras: en francés, niche significa también “caseta de perro”, tal como se lee en la exclamación siguiente.

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118 Parte del folletín fue recogido por Nestor Roqueplan (1807-1870) en su volumen Parisine (1869). 119 Stevens tiene un cuadro con este motivo titulado Un oficio de perros. 120 También en este caso se trata de un cuadro de Stevens: La habitación del saltimbanqui. 121 Cf. La verdadera religión cristiana, § 800-805, “De los holandeses en el Mundo Espiritual”, y § 828-834, “De los mahometanos en el Mundo Espiritual”. 122 El día de San Martín es el 11 de noviembre. En torno a esa fecha otoñal suele hacer calor, por breve tiempo. Es el equivalente de nuestro “veranito de San Juan”. 123 El sitio mencionado era una taberna inglesa en Bruselas, la Horton’s Prince of Wales, frecuentada por Baudelaire durante su estadía en la capital belga; en ella tuvo lugar el obsequio de Stevens a Baudelaire que se menciona en la n. 110. 124 Bajo este encabezado, los editores de El Spleen de París reprodujeron el siguiente poema:

Con el corazón contento subí a la montaña De donde se puede contemplar la ciudad en su amplitud, Hospital, lupanar, purgatorio, infierno, prisión, Donde toda enormidad florece como una flor. Tú bien sabes, oh Satán, patrón de mi congoja, Que yo no iba allá a derramar un vano llanto; Pero como el viejo libertino de una amante vieja, Quería embriagarme de la golfa enorme, Cuyo encanto infernal me rejuvenece sin cesar. Duermas aún entre las sábanas de la mañana, Pesada, oscura, acatarrada, o te ufanes Entre los velos de la tarde bordados de oro fino, ¡Te amo, oh capital infame! A cortesanas y bandidos ofreces los placeres que no comprenden los vulgares profanos.

Asselineau y Banville supusieron que este poema —que se conservó obviamente inconcluso— debía servir de epílogo a la colección. Sin embargo, Robert Kopp, en su cuidada edición de los Pequeños poemas (París: José Corti, 1968), demostró que se trataba de un error, y que el poema correspondía a Las Flores del mal, sin que Baudelaire hubiese establecido su lugar. Se tiene, asimismo, otra pieza inconclusa que puede ser asociada a ésta:

Tranquilo como un sabio y dulce como un maldito, He dicho: Te amo, oh mi bellísima, oh mi encantadora... Cuántas veces... Tus desenfrenos sin sed y tus amores sin alma,

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Charles Baudelaire / El Spleen de París 72

Tu gusto del infinito, Que por doquier, en el mal mismo, se proclama... Tus bombas, tus puñales, tus victorias, tus fiestas, Tus barrios melancólicos, Tus casas de alquiler, Tus jardines colmados de suspiros y de intrigas, Tus templos que vomitan en música la plegaria, Tus desesperos de niño, tus juegos de vieja loca, Tus abatimientos, Y tus fuegos de artificio, erupciones de alegría, Que hacen reír al Cielo, mudo y tenebroso. Tu vicio venerable exhibido sobre la seda, Y tu ridícula virtud, de mirada infeliz, Dulce, extasiándose en el lujo que despliega. Tus principios salvados y tus leyes despreciadas, Tus monumentos altaneros en que se aferran las brumas, Tus domos de metal que el sol inflama, Tus reinas de Teatro con voces encantadoras, Tus toques de rebato, tus cañones, orquesta que ensordece, Tus mágicos adoquines erigidos en fortalezas, Tus pequeños oradores de barroca ampulosidad Predicando el amor, y luego tus albañales repletos de sangre, Abismándose en el Infierno como Orinocos, Tus sabios, tus bufones nuevos con viejos espolios, Ángeles de oro revestidos, de púrpura y jacinto, ¡Oh vosotros! Sed testigos de que no hice mi deber Como un químico consumado y como un alma santa. Pues de cada cosa extraje la quintaesencia, Tú me diste el fango y con él hice el oro.