azócar pablo lo posible, lo probable y lo virtual

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cuento chileno contemporáneoPablo AzócarLo posible, lo probable y lo virtual

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Pablo Azocar: Lo posible, lo probable y lo virtual

Pablo Azocar: Lo posible, lo probable y lo virtual

-Mara -dijo Camus-, tengo algo muy importante que decirte.Mara estaba tecleando en un computador y mene apenas la cabeza, con cierto fastidio. Un fastidio casi imperceptible. Pero Camus lo not. La vida que llevaban juntos desde haca dieciocho aos estaba llena de minucias de este tipo. Gestos microscpicos, expresiones casi transparentes que iban configurando una urdimbre cotidiana de implcitos, elipsis, ligeras recriminaciones, batallas soterradas, una telaraa en la que se saban atrapados. Camus se haba aparecido en la puerta de su escritorio, jadeando tras subir las escaleras, y a dos metros Mara poda percibir su olor a whisky, a tabaco negro. Le habl sin mirarlo y sin quitar los dedos del teclado.-Todava no han llamado?-No. Nada -replic Camus. Tena la voz cascada, enronquecida hasta el exceso; se hubiera dicho una mquina trituradora de caf-. Los cabrones. No dan signos de vida.Durante un rato ninguno dijo nada. Camus se limit a mirarla trabajar, apoyado en la puerta, con un cigarrillo quemado hasta la mitad que l pareca no darse cuenta de que le colgaba de los labios. Cada tanto las cenizas caan al suelo. En una oreja tena un audfono conectado a una pequea radio a transistores que llevaba en el bolsillo de la camisa. Or la radio era un vicio de las ltimas semanas. Nunca antes lo haba hecho. Haba encontrado por azar ese aparato hurgando en un cajn, una maana, y desde entonces no se despegaba de l en todo el da, ni siquiera para sus actividades ms ntimas o domsticas. Se sentaba en la mesa o se encerraba en el bao o sostena cualquier tipo de conversacin o vea la televisin con el invariable rumor en la oreja. Y sobre todo lo utilizaba mientras esperaba con la vista congelada en el telfono y con alguna copa en la mano. Porque sa haba sido su actividad casi exclusiva en estos das: instalarse frente al telfono con un whisky, y esperar. Pero el telfono no sonaba. Y la radio, en ese trance, era una compaa, o algo ms o menos parecido. Camus oa debates polticos, chirriantes, conciertos, partidos de ftbol, y sobre todo las previsiones del tiempo. Conocer los anuncios meteorolgicos se haba transformado en una sorprendente y autntica obsesin. Mara lo interpret como una manifestacin de ciclotimia, un sistema de depresin o un signo de que se estaba haciendo viejo. Pero naturalmente no se lo dijo. Se limit a exigirle que utilizara un audfono, pues el de la radio era un murmullo que detestaba. Aunque ahora no saba si le molestaba ms ese chillido o ver a su marido a todas horas con lamentable audfono hundido en la oreja.-Mara, quiero que hablemos -dijo Camus.-Es verdaderamente extrao que no llamen -dijo Mara, siempre concentrada en la pantalla.-Mara, necesito decirte algo -insisti Camus.-Seguro que les diste el nmero correcto? -dijo Mara.-Seguro. Lo anotaron cuatro veces -dijo Camus, con la sensacin de haber respondido antes a esa misma pregunta. Se frotaba la columna. En el ltimo tiempo sola despertarse con agudos dolores. Pero a ella no le haba dicho una sola palabra-. Mara, quiero que-Momento -dijo Mara-, djame terminar. Es slo una frase.Camus aguard. En su expresin haba una mezcla de ansiedad y desaliento. Pasaron dos o tres minutos, y ella segua tecleando. La colilla del cigarrillo de Camus cay al suelo, y l no pareci notarlo. Todava no haba medido las consecuencias de lo que le dira, pero estaba decidido a hacerlo. Era algo que deba afrontar. Tena que decirle que se senta muerto. Tena que decirle que la senta muerta. Ten momento.-Disculpa -dijo Mara, levantando la cabeza por primera vez-, qu me decas?El escritorio de ella quedaba en el segundo piso y tena un amplio ventanal con vista a la costa y al castillo. Era el lugar ms iluminado de la casa. El da era de sol, un sol apagado y taciturno, y afuera haca algo de fro. Al fondo, detrs de los tejados y ticos y antenas de las casas blancas, se divisaba un catamarn atravesando el horizonte. Camus lo mir y se dijo que le gustara estar all, lidiando con brjulas y con velas y con el rumbo del viento, en medio del ocano. Por lo menos tendra algo en qu ocuparse. Se senta un tanto mareado -algo que sola ocurrirle ltimamente: era el whisky y l lo saba- e inquieto, aunque tras dos meses de espera ya estaba aprendiendo a convivir con el desasosiego pegado a la piel, como un sudor, como un aroma vicioso que lo segua a todas partes.-He estado pensando.-Muy bien -dijo Mara, y l not en su voz un ligero, ligersimo timbre de irritacin; slo l hubiera podido percibirlo-, el seor ha estado pensando. Muy bien.-Quiero hablarle con sinceridad -dijo Camus-, con toda sinceridad.Iba a seguir hablando, pero se interrumpi. Tuvo la impresin de que ella no lo escuchaba. La vio absorbida en la traduccin, el relato de una travesa por Bali. Camus dio una ojeada a alguno de los papeles que Mara ya haba traducido, por encima de su hombro, aunque saba que era lo que a ella le disgustaba. El texto hablaba de sincretismo religioso, de las contradicciones del turismo "cultural", de extravagantes crematorios, de la playa de Kuta y sus hippies plidos y ensimismados. La semana anterior la haba visto trabajar en un texto de autoayuda sobre cmo combatir el stress. No estaba mal, el cambio.-Mara -dijo.-Qu?-Mrame. Necesito que me mires.-Y yo necesito concentrarme, Camus -dijo Mara. Desde siempre lo haba llamado por el apellido. Era un hbito que haban imitado de Simone de Beauvoir, que a Sartre lo llamaba Sartre y no Jean-Paul, aunque esto jams lo habran admitido; no estaba en ellos haberlo hecho-. Por favor, debo entregar este trabajo maana, comprendes? No podemos hablar ms tarde?-No -dijo Camus-. Ser tarde. Siempre ser demasiado tarde.Mara levant la cabeza y lo mir con cierta exasperacin. Pero vindolo all, de pie, tan vulnerable y desaliado, con el absurdo audfono en la oreja, sinti lstima por l, aunque no quera sentirla. Y tampoco estaba en condiciones de decrselo, a riesgo de desencadenar una tempestad que poda descalabrarlos a los dos. Haban aprendido de la experiencia. Evitar zozobras innecesarias era una tarea de cada da, en particular en estas ltimas semanas. Eran sobrevivientes de s mismos. Los dos. Vivan en un terreno minado, y lo saban: incontables palabras que no podan ser pronunciadas, pensamientos que no podan ser verbalizados. Aunque ambos los estuvieran rumiando al mismo tiempo. Era, de algn modo, el imperio de la virtualidad, la ley de la omerta: todos saben, y todos saben que todos saben, pero ninguno puede darse por enterado. Slo que ahora Camus haba decidido soltarlo todo. Hablar.-Todo ha terminado -dijo Camus-. Todo.-Todo qu?-Es que no te das cuenta? -Camus se mordi los labios; quera mantener el control-. Mira a tu alrededor. No te das cuenta? Mara recorri el entorno con la vista.-No -dijo, encogiendo los hombros-. No me doy cuenta.-Est bien -dijo Camus, negando con la cabeza-. Creo que tienes razn. Mejor hablaremos en otro momento.Pero no se retir del escritorio. Dio un par de vueltas por la habitacin y se detuvo en el paisaje de la ventana. Mir el derruido castillo con atencin, en la actitud de que lo viera por primera vez. Durante un rato cont los turistas que cruzaban los arcos,, como si esa cifra fuera un dato crucial. Se mir las manos y not que le temblaban levemente. En secreto cont hasta diez: quera estar sereno. Se dirigi entonces a los anaqueles de la biblioteca que haba en uno de los muros. Intent concentrase en los ttulos de los libros durante varios minutos. Al cabo de un rato extrajo un volumen de la Divina Comedia. No se acordaban de que hubieran tenido ese ejemplar. Pens en el infierno, en el purgatorio. Se le ocurri llevrselo al saln y lerselo de cabo a rabo, pero en seguida record que ya no tena concentracin para leer. No podra. Sera derrotado. Tena decenas de libros repartidos por toda la casa -en el bao se acumulaban en una autntica montaa, pues sufra de estreimiento-, libros que en raras ocasiones terminaba: permanecan all, como huellas tristes, inacabados. Camus recordaba con cierta nostalgia las pocas en las que devoraba los libros con fervor, con avaricia. De un tiempo a esta parte senta que haba perdido toda su capacidad de asombro. Senta su intelecto como un fsil, un cadver disecado.-Voy a cumplir sesenta aos -dijo de pronto, sin quitar la vista de la biblioteca-. Te das cuenta? Sesenta aos -se volvi y mir a Mara, pero ella segua escribiendo-. Supongo que ese da tendr que emborracharme solo-Qu dices?- en la ms esplndida soledad.Mara se volte con la silla giratoria hacia donde estaba l. Lo mir fijamente, en la actitud de quien reflexiona sobre qu es lo que va a decir, cul ser el siguiente paso. En ese momento, ella supo que algo estaba sucediendo. Le pareci extrao no sentirse enfurecida, o al menos irritada, como sola ocurrirle cuando algo o alguien la interrumpa en las horas de trabajo. Ms de alguna colisin haban tenido en los ltimos das por esta causa, porque Camus navegaba como un arcngel extraviado por la casa y se dejaba caer, a los tumbos, con el infaltable audfono en la oreja, en los momentos ms inopinados, y a menudo para propinarle irritantes comentarios meteorolgicos. Pero esta vez, ms bien, se impona una especie de compasin. Supuso que eso era el matrimonio; eso, acaso, era el amor. En esta ocasin l no lo advirti, pero ella se estaba conmoviendo. Un poco. Aunque no supiera por qu. Le brillaron ligeramente los ojos. Algo la haba tocado. Algo. Quiz su alusin a la soledad. La esplndida soledad. O quiz verlo all tan desamparado, tan joven y viejo al mismo tiempo. Se puso de pie y fue hacia l. Lo abraz con ternura. Camus le devolvi el abrazo con cierta violencia. Senta una poderosa energa brotando del cuerpo de ella. Pero tampoco saba lo que era.-Ey, bombn, ests deprimido -dijo Mara, con la cabeza hundida en su hombre; por pocas le daba por llamarlo