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Apuntes sobre democratización y cambio religioso en México: una correlación problemática Malik Tahar Chaouch* Introducción EN MÉXICO, COMO en el resto de América Latina, el contexto religioso fue marcado por la hegemonía histórica del catolicismo. Producto del periodo co- lonial, esa hegemonía conformó una cultura religiosa inspirada por la con- trarreforma que tendió a oponerse al proyecto secularizador y racionalizante de la modernidad. Según la famosa tesis de Max Weber, existió una correla- ción entre el protestantismo ascético y el desarrollo de la economía racional capitalista (Weber, 2003). Esta última fue al origen de la secularización, ya que desembocó en un mundo racionalizado que se apartó de la religión. Pos- teriormente, la teoría sociológica analizó más específicamente las distintas características de esa secularización, como la diferenciación entre las esfe- ras religiosa y no religiosa; el apego de esta última a criterios racionales de organización social; la sustitución de la religión, como forma de saber, por la ciencia; la autonomización del orden social ante la tutela religiosa; la plu- ralización de las visiones del mundo; el retiro de la religión al ámbito privado, el declive de su práctica y el progreso de la no creencia entre los individuos (Tschannen, 1992: 59-72). Si bien algunos de esos elementos se encuentran —por lo menos parcialmente— en las sociedades latinoamericanas contem- poráneas, incluyendo México, la religión siguió teniendo un alto impacto social e incluso político. Según Jean-Pierre Bastian, en América latina, la secu- larización tuvo expresiones formales y jurídicas, pero poco reales y prácticas (Bastian, 1997a: 17). En este sentido, la frontera entre las esferas religiosa y * Este trabajo ha sido realizado con la ayuda de los estudiantes becarios Luis Alejandro Estrada Ríos y Anahí Stephanía Rodríguez Sánchez. 847

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Apuntes sobre democratización y cambio religioso en México: una correlación problemática

Malik Tahar Chaouch*

Introducción

En México, coMo en el resto de América Latina, el contexto religioso fue marcado por la hegemonía histórica del catolicismo. Producto del periodo co- lonial, esa hegemonía conformó una cultura religiosa inspirada por la con-trarreforma que tendió a oponerse al proyecto secularizador y racionalizante de la modernidad. Según la famosa tesis de Max Weber, existió una correla-ción entre el protestantismo ascético y el desarrollo de la economía racional capitalista (Weber, 2003). Esta última fue al origen de la secularización, ya que desembocó en un mundo racionalizado que se apartó de la religión. Pos- teriormente, la teoría sociológica analizó más específicamente las distintas características de esa secularización, como la diferenciación entre las esfe- ras religiosa y no religiosa; el apego de esta última a criterios racionales de organización social; la sustitución de la religión, como forma de saber, por la ciencia; la autonomización del orden social ante la tutela religiosa; la plu- ralización de las visiones del mundo; el retiro de la religión al ámbito privado, el declive de su práctica y el progreso de la no creencia entre los individuos (Tschannen, 1992: 59-72). Si bien algunos de esos elementos se encuentran —por lo menos parcialmente— en las sociedades latinoamericanas contem- poráneas, incluyendo México, la religión siguió teniendo un alto impacto social e incluso político. Según Jean-Pierre Bastian, en América latina, la secu- larización tuvo expresiones formales y jurídicas, pero poco reales y prácticas (Bastian, 1997a: 17). En este sentido, la frontera entre las esferas religiosa y

* Este trabajo ha sido realizado con la ayuda de los estudiantes becarios Luis Alejandro Estrada Ríos y Anahí Stephanía Rodríguez Sánchez.

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mundana quedó muy permeable; lo que explica, entre otras cosas, la cercanía entre la política y la religión.

Esa cercanía se reflejó también en la proximidad entre las instituciones políticas y religiosas. Por un lado, el Estado buscó someter a la Iglesia cató- lica a sus fines políticos. Por otro lado, la Iglesia católica aprovechó su rela- ción privilegiada con los gobiernos para defender su hegemonía espiritual y sus privilegios. Lo anterior fue causa de connivencias y tensiones entre ellos. Fue así como ambas instituciones trataron también de salvaguardar su inde- pendencia respectiva. Pero las tentativas nacionales de autonomizar el poder secular ante la religión tuvieron efectos desiguales en la región. En ese con- texto, México fue percibido a menudo como un contraejemplo, por la separa- ción extrema lograda entre el Estado y la Iglesia católica. La separación entre las instituciones políticas y religiosas es uno de los rasgos de la laicidad, en- tendida como régimen de convivencia que garantiza los derechos individuales por encima de las doctrinas particulares y sustituye la legitimación religiosa del poder político por el principio de soberanía popular (Haarscher, 1996). Como lo recalcó muy bien Roberto Blancarte, la laicidad mexicana no se ex- plica sin los avances de la secularización, siendo en cierta manera una expre-sión de ella (Blancarte, 2001: 844-845). Aun así, esta última no fue mayor en México que en otras partes de la región. El impacto social y político de la religión, así como la borrosidad de la frontera entre lo mundano y lo religioso, siguen siendo una realidad. Por lo tanto, se suele subrayar la contradicción existente entre las conquistas de la laicidad en México y la debilidad de la secularización de la sociedad mexicana.

Ante los progresos de la laicidad, de la secularización y del racionalismo moderno, la Iglesia católica adoptó una actitud ambivalente de oposición y de adaptación a sus desarrollos sucesivos con el fin de defender mejor sus posiciones.1 En América Latina, esa actitud provocó tensiones con los ideales liberales y revolucionarios, pero justificó también corrientes católicas de soli- daridad con los proyectos nacionalistas de modernización y de cambio social. Esas corrientes se reconocieron en la noción de una vía propiamente latino- americana de desarrollo que validaba su propia oposición a una modernidad excluyente de la religión. Se observa, en particular, una connivencia de la Iglesia católica con los gobiernos nacional-populistas y su búsqueda de una “tercera vía” entre el socialismo y el liberalismo. En los nacional-populismos se combinaron esfuerzos de modernización y defensa de las estructuras so-ciales heredadas, control político y regulación religiosa.

1 Al respecto, véase la introducción de Émile Poulat a la sociología del catolicismo contem- poráneo (Poulat, 1977).

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El régimen posrevolucionario, producto de la revolución mexicana (1910-1920), se ubicó precisamente en la onda de los nacional-populismos la- tinoamericanos, en particular durante su fase de consolidación que corres-pondió al cardenismo (1934-1940), si bien con características propias. En este caso, la connivencia entre el poder político y la religión parece haber sido refutada por la separación histórica entre el Estado y la Iglesia católica. Después de la guerra de los cristeros (1926-1929) y en plena fase de insti-tucionalización de la revolución (1928-1934), la Iglesia católica se tuvo que subordinar a la Constitución de 1917 y se encontró definitivamente apartada de la esfera política. Sin embargo, el observador no puede quedarse insensible ante la coincidencia entre la hegemonía política del gobierno autoritario y la hegemonía religiosa de la Iglesia católica, durante las décadas posteriores a la Revolución. Más allá de su conflicto parecía existir un pacto implícito en- tre el Estado mexicano y la Iglesia católica, respectivamente responsables del orden público y del orden privado. Políticamente débil, la Iglesia católica no perdió su influencia social e impuso su voluntad en muchos aspectos de la re- gulación de la vida privada. Por su parte, el Estado mexicano se acomodó muy bien del efecto integrador del mito de la “nación católica”. Mientras se veía un divorcio “oficial” entre ambas instituciones, las connivencias entre élites polí- ticas y religiosas fueron reales. En este sentido, el caso mexicano fue una va-riación de la realidad del impacto social de la religión en América Latina.

Con el inicio de la crisis de legitimidad del régimen autoritario, desde los sesenta del siglo pasado, espacios de participación política se fueron abriendo para la oposición democrática, sobre todo en los ochenta y noven- ta del siglo xx, lo que benefició también a la Iglesia católica. Con la refor- ma constitucional de 1992 y aún más con el cambio político de 2000, es decir, con la victoria de Vicente Fox y del Partido de Acción Nacional (pan) en la elección presidencial, la Iglesia católica recuperó posiciones, procurando apro- vechar el proceso de democratización para impulsar sus propios intereses. No obstante, el régimen laico se mantuvo vigente. Al mismo tiempo que la hegemonía política del gobierno autoritario fue declinando, nuevos actores religiosos, en particular Iglesias pentecostales, contestaron la hegemonía ca- tólica. La propia reforma constitucional de 1992 respondió a la necesidad de regular esa pluralidad religiosa. Paradójicamente, cuando la laicidad pare- cía amenazada por la cercanía entre el gobierno y la Iglesia católica, la plura- lidad creciente de la sociedad y los propios principios democráticos confir-maron la laicidad como única forma posible de convivencia social entre los mexicanos.

Lo anterior deja sospechar la existencia de una correlación entre el cam- bio religioso y la democratización en México. La pluralización o diversifi-

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cación de los actores religiosos es tan sólo uno de los aspectos de un cambio más amplio, cuyas dimensiones se precisarán en el transcurso de este texto. No se pretende, pues, reducirlo a la dimensión única de esa pluralidad o di- versidad nueva. Aun así, esta última es sin duda una de sus dimensiones cen- trales. Asimismo, el cambio religioso iniciado a finales de los cincuenta del siglo xx precede de mucho el cambio democrático y no es, por tanto, un efecto de este último. A la vez, ambos son el producto de un proceso más amplio de transformación de la sociedad mexicana en un contexto regional de globalización y de transnacionalización de los actores sociales. Esa trans- formación debe también ser entendida como un debilitamiento de los modos tradicionales de regulación social —tanto políticos como religiosos— impli-cados en ese doble cambio. La desregulación política acompañó el cambio religioso e impactó sin duda en la desregulación mayor del campo religioso; sobre todo en escenarios locales de conflicto social y político. Fue, en par- ticular, el caso de Chiapas, donde la erosión de la hegemonía católica resulta más notable que en cualquier otra parte de la República. A la inversa, el cam- bio religioso participó de un contexto de mutación social, en particular de pluralidad creciente, que motivó el proceso de democratización o, por lo me- nos, la tentativa de implementar formas democráticas de gobierno y de con- vivencia social.

El problema es que se observa una incompatibilidad aparente entre el ideal moderno de la democracia y algunos rasgos de las nuevas Iglesias o mo- vimientos religiosos, aun cuando estos últimos no definan un fenómeno ho-mogéneo. Se suele destacar su proselitismo agresivo y su rigorismo moral, en ruptura con los valores democráticos de pluralismo y tolerancia, por lo que hay que distinguir entre la aparición de formas plurales de religiosidad y el desarrollo de una verdadera cultura pluralista. La pluralidad religiosa no im- plica tampoco necesariamente el desarrollo de una sociedad civil autónoma ante el Estado. En México, el ejercicio legalmente reconocido de los derechos políticos basados en la definición de un sujeto individual, libre y soberano, no se concreta siempre en las prácticas de los actores. Si bien las nuevas Iglesias no suelen adoptar una postura política unívoca, manifestando a menudo una desconfianza por la política, se ha subrayado su relación de clientela con los actores políticos; lo que no va en el sentido de la autonomía mencionada. Finalmente, se ha puesto mucho énfasis en su valorización de la emoción religiosa en un contexto comunitario. Ese rasgo va a contracorriente del in- dividualismo y del racionalismo que han inspirado el modelo cívico de la de- mocracia; lo que indica una diferencia sustancial entre esa cultura religiosa y la de las minorías religiosas que habían participado del desarrollo del libera-lismo mexicano y de sus ideales democráticos, a finales del siglo xix y prin-

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cipios del siglo xx (Bastian, 1989). Lo anterior es de particular relevancia si se toma en cuenta el carácter difuso de la frontera entre las esferas religiosa y no religiosa en México y, por tanto, el hecho de que esa cultura no queda circunscrita a la esfera religiosa y tiene impacto político.

No obstante, la convergencia entre la mutación religiosa y el proceso de democratización no deja de ser llamativa. Las formas tomadas por esa mu-tación se oponen a la secularización, siendo una evidente manifestación de la crisis del racionalismo moderno y de sus utopías políticas de progreso y cambio social. A la vez, esa mutación implica dinámicas de autonomización ante las regulaciones políticas y religiosas que se habían combinado en un contexto de secularización limitada. El cambio religioso rompe con los mo-delos lineales de la modernidad y sus reinterpretaciones latinoamericanas, así como con la religión institucionalizada y sus connivencias políticas. Su ambi- valencia se explica ciertamente por las propias contradicciones de la moder-nidad latinoamericana: desde los fracasos de los proyectos integradores de los nacional-populismos y de las vías revolucionarias enfocadas al cambio social, hacia las frustraciones provocadas por la implementación “formal” del modelo cívico de la democracia. En México y en el resto de la región, la democrati- zación no ha eliminado las prácticas heredadas de la fase autoritaria, ni la de- sigualdad ni la pobreza que explican ampliamente las fallas del modelo.

En ese contexto social, los nuevos movimientos religiosos anticipan la apertura del mercado religioso y propician formas innovadoras de solidaridad. Su desconfianza por la política no toma necesariamente un sentido antidemo-crático; puede manifestar el deseo de otra política. Por los límites evidentes de la implementación del modelo liberal de ciudadanía y el propio reflujo de las alternativas populistas y revolucionarias a ese modelo, los grupos más vul- nerables buscan alternativas. Porque las democracias procedimentales de la región no han eliminado las viejas prácticas, se sospecha que el juego de la ne- gociación política busca abrir nuevos espacios de participación, utilizando los medios vigentes, pero en oposición a las hegemonías constituidas. El re-curso del clientelismo puede ser un mecanismo para alcanzar, de otro modo, una forma de autonomía y dinamismo civil ante los límites del modelo de la democracia representativa y la vigencia de las regulaciones políticas hereda- das del pasado. No siendo una realidad la realización del ideal democrático, las lecturas lineales del cambio religioso no se justifican. Ni sustancialmente “modernizante” o “tradicionalizante”, ni tampoco sencillamente “reactiva”, su religiosidad comunitaria y emocional reta a las categorías que suelen guiar su análisis.

Con el fin de profundizar en los términos de la hipótesis esbozada, este texto propone una lectura problemática de la literatura especializada (basada

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en una selección no exhaustiva, pero significativa) en torno a la ubicación del fenómeno y al análisis de sus ambivalencias sociopolíticas.

La ubicación del fenómeno

La mutación religiosa es a menudo asimilada a los llamados nuevos protes-tantismos, lo cual implicaría la intrusión de la cultura religiosa anglosajona en el subcontinente latinoamericano. Pero, como lo subraya Jean-Pierre Bas- tian, esa mutación ha tomado expresiones diversas, irreductibles a una sola tra- dición exógena (Bastian, 1997a: 23). Al lado del pentecostalismo que pre-domina, se debe mencionar una multitud de denominaciones evangélicas y no evangélicas, como los mormones, los Testigos de Jehová, el New Age, re- ligiones afros y muchas otras.2 Se han visto incluso referencias a tradiciones orientales y hasta islámicas que no tienen ninguna relación directa con los universos culturales hispánico y anglosajón. Desde ese punto de vista, dicha mutación no debe ser entendida como la sustitución del catolicismo por el protestantismo. Es mejor interpretarla como una subversión de las formas religiosas institucionalizadas hacia la pluralidad religiosa. Uno de los princi- pales rasgos de esa subversión es la ruptura con el monopolio religioso del catolicismo en la región, pero tampoco se limita a esto. Ariel Colonomos opuso, en este sentido, la organización “en redes” de las nuevas Iglesias a las sociabilidades institucionales de las Iglesias “históricas” (Colonomos, 2000). Por lo que esas Iglesias supusieron una redistribución del control de los “bienes de salvación” inducida por la desregulación religiosa hacia lógicas competitivas de mercado.

Lo anterior implica las dinámicas transnacionales de los nuevos actores religiosos, sin eliminar la dimensión endógena del fenómeno del cambio re- ligioso que responde también a aspiraciones sociales dentro de América Latina. Aun cuando el catolicismo haya contribuido profundamente a la con- formación de la cultura hispanoamericana, esto no debe tomarse en un senti- do esencialista. La Iglesia católica tiene también un origen exógeno y define dinámicas transnacionales. En este sentido, Pablo Semán mostró la imbrica-ción de los nuevos grupos religiosos y de sus cosmologías en los imaginarios y en la cultura popular; considerando que el “modernocentrismo” era un obs- táculo para su análisis (Semán, 2001). El propio catolicismo contuvo una co-

2 Para México, véase el atlas de la diversidad religiosa (De la Torre y Gutiérrez Zúñiga, 2007). Existen también numerosos estudios de caso de las diversas expresiones del cambio religioso, entre otros: De la Torre, (1995); Fortuny (1996); Garma Navarro (2004).

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rriente popular que no se podía reducir al dogma oficial. Parece ser que las expresiones actuales de la religiosidad popular se están emancipando de esa tutela; lo que define cambios en el plano de las prácticas y creencias reli-giosas, aun cuando se mantenga la preferencia dada a la comunidad sobre el individuo. No existe una religiosidad popular inmutable que tendría que anclarse en una sola tradición confesional. El impulso endógeno de la adop-ción de tradiciones religiosas aparentemente venidas de afuera debe entonces ser considerado.

En todo caso, las denominaciones evangélicas y sobre todo las Iglesias pentecostales predominan entre las nuevas expresiones religiosas. Esa pre-dominancia se puede explicar por la pregnancia cultural del cristianismo en América Latina, así como por la cercanía con Estados Unidos. Desde ese punto de vista, nuestras afirmaciones anteriores no niegan tampoco la adap-tación de elementos religiosos externos en el cambio religioso de América Latina. Es así como muchos autores han observado el papel determinante de las migraciones en la adhesión a las religiones protestantes (Garma Navarro, 2001; Dow, 2001; Odgers Ortiz y Rivera Farfán, 2007). El propio Bastian subrayó el impacto de los flujos migratorios y de la transnacionalización de los mercados religiosos en la erosión de la hegemonía católica en la región. Aun así, ese impacto no debe ser sobredimensionado. El problema no versa sobre la observación del impacto de los flujos migratorios en la mutación re- ligiosa, sino sobre su interpretación. En el pasado, una de las interpretacio- nes dominantes consistía en denunciar el control externo ejercido desde Esta- dos Unidos sobre esa mutación cultural. Esa tesis, rechazada por el sociólogo suizo, había predominado en los medios católicos y las izquierdas latinoameri-canas, en particular en los que se ubicaban en la trayectoria de la Teología de la Liberación. Estos últimos denunciaban una intencionalidad conspiradora del gobierno de Estados Unidos, plasmada por la cia en los documentos de Santa Fe durante la administración de Ronald Reagan. Los documentos planteaban estrategias para contener la influencia de las izquierdas latinoamericanas. Una de las estrategias consistía en propagar las Iglesias evangélicas, con el fin de minar las bases culturales de esas izquierdas y de desviar las demandas po-pulares hacia una religiosidad de inspiración norteamericana.3

Las teorías del complot resultan siempre simplistas para explicar cam- bios sociales tan profundos. Como lo mostró Bastian, la mutación religiosa respondió tanto a factores externos como internos; irreductibles a una cons-piración conducida desde afuera. La dinámica del cambio religioso implicó

3 En uno de los libros clásicos sobre el tema, David Stoll asumió la tesis de la conspiración (Stoll, 1990).

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una reapropiación de tradiciones religiosas exógenas en el contexto de las mutaciones internas de las sociedades latinoamericanas. Uno de sus aspectos centrales fue la pluralización religiosa, es decir, la competencia nueva entre diferentes credos religiosos; pero no se redujo a ella, introdujo también ruptu-ras en las estructuras sociales establecidas. Ya mucho antes, Lalive d’Epinay había atribuido el fenómeno al proceso de urbanización acelerada de socie-dades donde las migraciones del campo hacia la ciudad habían destruido las estructuras rurales tradicionales (Lalive d’Epinay, 1968). La marginalidad en los grandes centros urbanos y la crisis del campo desembocaban en una suer- te de anomia popular, en el sentido de Durkheim, que explicaba el cambio religioso. De hecho, ante ese doble fenómeno, la Iglesia católica trató de re- cuperar el terreno perdido, respondiendo al déficit estructural del clero en la región por el envío de misioneros y nuevas estrategias de evangelización. Del lado católico, uno de los factores más a menudo mencionado del cambio religioso era precisamente la falta de cuadros y de trabajo pastoral de la Iglesia católica para enmarcar a las poblaciones (Poblete y Galilea, 1984).

En todo caso, el cambio religioso tiene una dimensión social y étnica que rebasa el problema de la supuesta ineficiencia de la evangelización católica. El fenómeno tomó sus raíces en los cincuenta y sesenta del siglo pasado en un momento de modernización impulsada por los gobiernos de la región y cuyos efectos fueron contradictorios. El cambio se concentró sobre todo en los barrios periféricos de las grandes ciudades, donde existe mayor marginación social, y en las zonas más pobres del campo, en particular donde predomina la población indígena. En el caso de México, la población oficialmente católica sigue siendo entre 88% y 89%.4 La erosión de la hegemonía católica es más importante en los estados del sur del país, donde existen precisamente más po- breza y población indígena: Quintana Roo (73.17%), Campeche (71.28%), Tabasco (70.45%) y sobre todo Chiapas (63.87%).5 En cambio, la hegemonía católica se mantiene muy sólida en estados del centro-norte, como Guanajuato (96.41%), Aguascalientes (95.64%), Jalisco (95.39%), Querétaro (95.27%), Zacatecas (95.13%) y Michoacán (94.76%). Tomando en cuenta los contras- tes internos en los estados, el hecho se precisa aún más: las zonas rurales, las pe- riferias urbanas y las zonas indígenas son efectivamente propicias para el desarrollo de los nuevos movimientos religiosos. La correlación entre po-breza, etnicidad y cambio religioso es un hecho a menudo confirmado en la literatura (Mariz, 1994; Hernández, 2007; Gutiérrez Zúñiga, De la Torre y Janssen, 2007). Por un lado, se suele destacar mecanismos de supervivencia

4 El 88% según fuentes nacionales de 2000; 89% según fuentes internacionales de 2005.5 Cifras del censo general de 2000 (inEgi, 2003).

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social y de solidaridad interna en los nuevos movimientos religiosos ante los efectos de desestructuración del cambio social; en particular en el contexto actual de la globalización y de migraciones internacionales. Por otro lado, algunos autores han insistido en el valor de “ruptura social” de los pentecos-tales con el universo jerarquizado e intelectualizado del catolicismo (Parker, 1993; Corten, 1995). Si bien existieron corrientes católicas, como la Teología de la Liberación, que trataron de responder a las divisiones sociales y étnicas que caracterizan las sociedades de la región, esto no fue suficiente para con- trarrestar el cambio religioso.

Los autores suelen coincidir sobre los elementos primarios de la ubi-cación del fenómeno, pero la observación de la correlación entre pobreza, etnicidad y cambio religioso no basta para explicarlo. Esa correlación es de antemano objeto de interpretaciones contradictorias. De hecho, el debate no es nuevo. Hace ya tiempo, Lalive d’Epinay analizó ese cambio como una reacción “tradicionalizante” de los medios marginales en la trayectoria del catolicismo popular; en tanto que Emilio Willems la interpretó, al contrario, como un efecto “modernizante” del cambio social en el sentido de la descato- lización (Willems, 1967). Esa ambivalencia interpretativa ha tomado matices más sutiles en muchos análisis posteriores, aunque sin superarse del todo; pues existen argumentos a favor y en contra de las dos tesis. Además, a nivel mexicano, se ven contrastes entre Oaxaca (cuya población católica se ubica no muy abajo de la media nacional: 84.8%) y Chiapas, que son ambos estados del sur con pobreza masiva y alta población indígena. Otros factores inter-vienen, sin los cuales ese contraste no se explicaría. Es también interesante observar que países con una población indígena importante, como Ecuador y Bolivia, mantienen una tasa muy alta de católicos (95%).6 México se ubica a la altura de Chile y Venezuela (89%) y por arriba de Uruguay (66%), Brasil (73.16%) y países vecinos de América central como Guatemala (68%),7 Nicaragua (72.9%), Costa Rica (76.3%) y El Salvador (80%); con la excep-ción notable de Honduras (97%). La correlación entre pobreza, etnicidad y cambio religioso se verifica a menudo, sin implicar una relación causal de tipo mecánico, ni excluir otros factores. No es nuestra ambición aquí elaborarlos en su conjunto para explicar las variaciones entre los contextos nacionales comparados. Nos interesa más enfocar el análisis hacia la problematización de la relación entre religión y política.

6 Cifras del cia World Factbook y Atlas Mondial (2005).7 En este caso no existen cifras ofi ciales; son estimaciones de la propia Conferencia Epis-En este caso no existen cifras oficiales; son estimaciones de la propia Conferencia Epis-

copal de Guatemala (cEg), de 2006. Lo interesante es que la cEg es la primera en reconocer la fuerte erosión de la población católica.

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En el caso de los países centroamericanos, se debe primero tomar en cuenta el factor de las guerras civiles. La desestabilización de la región obvia-mente impactó en el cambio religioso de los países más afectados por la vio- lencia política, así como en países vecinos y zonas fronterizas: Costa Rica y Chiapas, en México. Por lo tanto, las condiciones políticas son determinantes. En Chiapas, en el contexto de una conflictividad social y política aguda, se observa una misma desregulación política, cuyos efectos en el cambio reli-gioso son directos. Oaxaca tiene también mucha población indígena, pero el cambio es menos radical. Una de las explicaciones posibles es que, hasta hace poco, el viejo modelo corporatista de gobierno mantuvo su eficacia e, incluso después de la crisis de 2006, la recuperó. Finalmente, la regula- ción estatal de los asuntos religiosos puede contribuir a una mayor conser-vación de la hegemonía católica en el campo religioso. Países con una fuerte tradición de Estado confesional, como Bolivia y Colombia, han tenido un cambio más moderado (o más reciente).

En el primero, la institucionalización de la religión aymara por el gobier- no de Evo Morales podría constituir un elemento nuevo de ruptura con la hegemonía católica. Sin embargo, el presidente boliviano mismo se ubica en el contexto político-militante del cual participó el proyecto católico de inculturación del Evangelio, inspirado de la Teología de la Liberación; lo que queda subrayado por su proximidad con intelectuales jesuitas. En este caso parecería existir más bien una continuidad del control político desplazado desde el catolicismo de liberación hacia la afirmación de la religión autóctona en torno a una misma identidad sustancializada; si bien permitió también a sectores socialmente excluidos reivindicar sus derechos y llegó a rebasar la capacidad de control de la Iglesia católica. En otras partes, como en Chiapas, donde la diócesis de San Cristóbal de las Casas planteó el proyecto de una Iglesia autóctona, la conversión a las nuevas religiones supuso una ruptura con la orientación muy politizada del proyecto diocesano, también ubicado en la trayectoria de la Teología de la Liberación.

Más allá de los procesos de democratización, también contenidos en él, el factor político es un dato importante para explicar el cambio religio- so. En cambio, las propias mutaciones religiosas y culturales tienen efectos políticos.

Las lecturas políticas del cambio religioso

La mayoría de los autores que hemos mencionado se han interesado por la dimensión política del cambio religioso y por sus efectos en este senti-

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do.8 Sus análisis confirman algunos aspectos que subrayaremos después, co- mo el tipo clientelar de relaciones que suelen construirse entre los nuevos ac- tores religiosos y el Estado. Para clarificar nuestra hipótesis, partiremos de lecturas unívocas de los efectos políticos (lineales o reactivos) del cambio religioso para cuestionarlas después, tomando una visión sintética de los tra- bajos sobre la dimensión política del cambio religioso; en particular la de Jean-Pierre Bastian.

En una tesis famosa, David Martin había asimilado la explosión de los protestantismos en América Latina al triunfo de la modernidad en esta región (Martin, 1990). Según él, la cultura protestante anglosajona estaba toman- do ventaja sobre la cultura católica hispánica, lo que anunciaba un proceso de secularización de las sociedades latinoamericanas en vía de moderniza- ción. Esa tesis se apoyaba claramente en el modelo construido por Max We- ber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (Weber, 2003), la cual ya hemos referido. Para David Martin, a través de la implantación del protestantismo y de su ética individualizante, se estaban construyendo las condiciones culturales de una modernidad económica, social y política en la región.

Sin embargo, ese razonamiento lineal ha sido contradicho por la mayoría de los estudiosos del fenómeno. Ya hemos subrayado la heterogeneidad inter-na del cambio religioso, irreductible a la tradición protestante. Por otro lado, casi todos los autores coinciden en diferenciar el tipo de protestantismos que se han desarrollado en América Latina en las últimas décadas, de los protes-tantismos “históricos”. Por lo general, estos últimos no se han beneficiado del cambio y se han quedado en situación de minoría extrema (Bastian, 1994). Asimismo, los rasgos culturales de una proporción importante de los nuevos movimientos religiosos parecen ir contracorriente de la modernidad y de la secularización; aun cuando esta afirmación deba ser moderada por la misma diversidad del campo no católico; así como por la variedad de sus modos de concebir el individuo, la comunidad y la ciudadanía. No se puede dar cuenta aquí de toda esa complejidad. En lo que concierne específicamente a los nuevos protestantismos, sobre los cuales David Martin proyecta su esperanza del triunfo de la modernidad religiosa en América Latina, los estudiosos del fenómeno no suelen confirmar su hipótesis, por lo menos no en un sentido lineal. Alberto Hernández lo recuerda: “Se resaltaron las llamadas virtudes del protestantismo histórico como un agente modernizador e impulsor del cambio democrático, mientras se consideraba el pentecostalismo ajeno a la

8 Véanse algunas acentuaciones de la problemática política en dos artículos: Bastian (1997a); y Garma Navarro (2000).

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vocación y al espíritu capitalista. Pero también prevaleció la opinión acerca de su potencial función retardataria, dogmática, autoritaria, anticultural, an- tipolítica y pasiva” (Hernández, 2007: 64-65).

Este último argumento estuvo muy presente en los medios católicos, so- bre todo en los que se consideraban a sí mismos como modernizadores o progresistas. En México, el pan, cuya cercanía con la Iglesia católica es bien conocida, fue uno de los principales partidos activos en la construcción de la democracia (Loaeza, 1999). Asimismo, otra corriente de la Iglesia católica, inspirada por la Teología de la Liberación, se identificó con los objetivos his- tóricos del cambio social, dominado por el imaginario revolucionario de los sesenta del siglo pasado. Esa misma corriente se reconvirtió, en México, en la defensa de los derechos humanos, sociales y políticos de los grupos vul-nerables. Provenientes de tradiciones con vocaciones antidemocráticas —el antiliberalismo católico y el marxismo revolucionario—, esos sectores del ca- tolicismo nacional se convirtieron en agentes paradójicos de la democrati-zación. Desde su punto de vista, los nuevos protestantismos suponían una “perversa” despolitización de los medios populares. Es un leitmotiv que se en- cuentra a menudo en la literatura gris de los medios militantes, ubicados en la trayectoria de la Teología de la Liberación, sobre movimientos religiosos asimilados a sectas y denunciados por su fundamentalismo. Defensores de la doctrina social del Vaticano y partidarios de la Teología de la Liberación coincidieron en el recurso de este vocabulario despectivo para referirse a su competencia religiosa, atribuyéndose mutuamente la responsabilidad del hecho: dogmatismo excluyente de un lado, politización repelente del otro.

En este sentido, el discurso del catolicismo progresista tendió a subvertir la oposición clásica construida entre un protestantismo modernizador y un catolicismo tradicionalista: entre su progresismo y una reacción protestante considerada como profundamente conservadora. Es así como se cuestionaba los límites del modelo weberiano. En su trabajo sobre la Teología de la Li-beración, el sociólogo brasileño Michael Löwy, simpatizante de ésta, llegó a hablar del “capítulo faltante en la sociología de la religión de Max Weber” (Löwy, 1998: 33-49). Lo que estaba en juego era discutir la incompatibilidad aparente entre la modernidad y la religión católica, es decir, la fatalidad de la destitución de la religión por la modernidad. En la antípoda de la afinidad entre el protestantismo y el capitalismo, existía un anticapitalismo católico a su vez profundamente moderno, si bien crítico de la modernidad: desde el catolicismo europeo de izquierda hasta su expresión latinoamericana en la Teología de la Liberación. El primero había combinado el antiliberalismo católico con elementos de la modernidad. La segunda acentuaba, desde Amé-rica Latina, la crítica a los modelos lineales del progreso; tratando a la vez

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de alcanzar una mayor integración teórica y práctica entre el materialismo histórico y sus propias visiones religiosas.

Prorrogando su reflexión, Löwy afirmaba que, por su doble crítica de la religión tradicional y de la racionalidad instrumental del progreso (pero siendo progresista), la Teología de la Liberación había en cierto modo supe-rado la oposición clásica entre tradición y modernidad (Löwy, 1998: 79-98). Su búsqueda de una religión y modernidad alternativas la había llevado a una nueva síntesis entre religión y modernidad y, por tanto, a la superación de su contradicción. Sin embargo, siguiendo a Émile Poulat, el problema del catolicismo contemporáneo no se plantea en términos de la oposición entre un catolicismo de tradición o un catolicismo de progreso, sino entre un ca-tolicismo de oposición a la modernidad o de conciliación con ella (Poulat, 1977: 119). La Teología de la Liberación se quedó en los límites de la am-bivalencia característica del primer tipo de catolicismo: entre su oposición fundadora y su adaptación crítica a la modernidad. Esta corriente de pensa- miento conservó una doble filiación con el modelo social del catolicismo dominante y con sus regulaciones, así como con las tendencias racionalizan- tes a la homogeneización social de la modernidad criticada por ella. Lejos de subvertir las categorías clásicas de la religión y de la modernidad, así co- mo su contradicción hacia una modernidad propia reconciliada con la religión (una “nueva síntesis” en términos de Löwy), las reformuló para combinar-las; lo que no iba sin contradicciones, tanto en el plano de las ideas como de sus dinámicas sociales y efectos políticos. La Teología de la Liberación participó de la construcción de movimientos sociales contestatarios en Améri- ca Latina y se opuso a la ortodoxia doctrinal dentro de la Iglesia católica. Al mismo tiempo, defendió las posiciones políticas de la fe católica dentro del contexto sobrepolitizado del imaginario revolucionario y se mantuvo en los límites del sistema institucionalizado de creencias, del cual contestaba la ortodoxia. Sociológicamente, y a pesar de su combate por la construcción y la liberación de un “sujeto popular”, esa teología no dejaba de ser, ante todo, una corriente de pensamiento del clero, así como de activistas e intelectuales de clase media.

A pesar de sus contradicciones, la Teología de la Liberación planteó con cierta pertinencia el debate de la modernidad latinoamericana como crítica a las estructuras sociales heredadas y a las contradicciones de los modelos impuestos de una modernidad exógena y lineal. El impacto social de la reli- gión podía tomar un sentido moderno que subvertía las categorías clásicas de la tradición y de la modernidad, si bien no superaba necesariamente sus con- tradicciones. En cambio, las sectas, como las llamaban sus agentes y sim- patizantes, consistían en una intrusión exógena a favor de la conservación del

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orden social existente y de la imposición del capitalismo. La despolitización era considerada como una modalidad de ese conservadurismo que desmo-vilizaba a los medios populares. Al mismo tiempo, se subrayaba el carácter profundamente reaccionario y la irracionalidad alienante de los nuevos actores religiosos en el plano de los valores (muchas veces sin tener en cuenta su al- ta heterogeneidad). No obstante, la observación no corrobora esos juicios de valor. Al contrario, los nuevos actores religiosos parecen también haber in- troducido rupturas, propias del dinamismo y de las visiones del mundo de los sectores populares en la región, con las estructuras sociales heredadas y los mo- delos de una modernidad exógena. Por lo que, lejos de ser tradicionalista, el fenómeno del cambio religioso subvierte, a su vez, las categorías de la tradi-ción y la modernidad, más allá de la incompatibilidad aparente de algunas de sus expresiones con la segunda. En ellos, la comunidad no es necesariamente sinónimo de tradición. Su valorización de la emoción religiosa no implica tampoco la eliminación de toda racionalidad; si bien compite con formas más aceptadas de racionalidad en América Latina. La Teología de la Liberación era la expresión diferenciada de un sistema religioso institucionalizado, ubicada en una lógica dual de conversión y oposición al racionalismo moderno, con base en convicciones políticas de inspiración marxista. Los nuevos actores religiosos rebasan los marcos de la religión y de la modernidad; sin tampoco salirse del todo de ellos. Lo consideramos aquí más específicamente en el caso de las Iglesias pentecostales, cuyo impacto en los sectores populares está comprobado. Aun cuando el fenómeno del cambio religioso no se reduzca a esas Iglesias y embarque un espectro más amplio de dinámicas y mutaciones sociales, su predominancia no es casual e informa bastante bien sobre lo que está en juego en ese cambio.

Otra lectura

En este sentido, Jean-Pierre Bastian dio cuenta de una doble ruptura. Por un lado, se opuso a la tesis de David Martin. Los pentecostales implicaban la formación de actores comunitarios con base en una religión emocional que organizaba la supervivencia de los pobres y de los marginados, al antípoda de un protestantismo individualizante y secularizador. Por otro lado, subrayó su carácter de ruptura estructural, es decir, de autonomización ante la tutela del catolicismo y las formas tradicionales de control sociopolítico (Bastian, 1997a). Esa ruptura se da en el plano religioso; implicando una reapropia- ción colectiva de creencias religiosas que va en el sentido de la subversión de los sistemas religiosos institucionalizados.

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Danièle Hervieu-Léger considera que la secularización no implica la de- saparición de la religión como modo de creer, sino la posibilidad de su rea- propiación por individuos que disocian y combinan los elementos de los sis-temas religiosos, emancipándose de ellos; lo que lleva precisamente a revisar la definición de la religión (Hervieu-Léger, 1993; 1999). Desde ese punto de vista, el cambio religioso experimentado en América Latina y México, si bien se opone aparentemente a la secularización moderna, podría muy bien ser un efecto paradójico de ella: ya no en un sentido individual (por lo menos en lo que concierne a los pentecostales; habría que verificarlo para sus otras expresiones) sino comunitario, pero liberado de la tutela de los sistemas tra- dicionales. La perspectiva de la ruptura con las formas religiosas institucio- nalizadas parece ser un rasgo común a todas las expresiones de ese cam- bio, más allá incluso de los sectores populares. Siendo más específico y tomando en cuenta los factores político (sistema político cerrado y excluyente que deja poco margen de acción social), religioso (lealtades políticas y religiosas establecidas) y étnico (relaciones de fuerza dentro de las comunidades) del cambio religioso en las comunidades indígenas, Bastian escribió en este sen- tido: “frente al catolicismo de la costumbre, las sectas ofrecen la ventaja de ser portadoras de cierta modernidad, sin dejar de seguir ancladas en el imagi- nario ancestral indígena. Mientras la costumbre mantiene la comunidad bajo la doble tutela de los caciques y de las iniciativas estatales, los nuevos mo- vimientos religiosos dejan vislumbrar una posible autonomía” (Bastian, 1997a: 117).

Visto desde esta perspectiva, el conservadurismo de los nuevos mo-vimientos religiosos constituye menos un rasgo inherente y esencial de su cultura religiosa que la apariencia de una ruptura con la connivencia entre las visiones políticas y religiosas dominantes. La Teología de la Liberación halló su modernidad en la politización de la fe católica; en ruptura con la ideología liberal de la separación de las esferas política y religiosa. Al mismo tiempo, no dejó de ser la hija de la tradición y del racionalismo contestados por ella. La crítica de la incompatibilidad de la religiosidad emocional de los pentecostales con la modernidad y con los criterios racionales de la ac- ción social y política es, de hecho, un producto de los prejuicios del racio-nalismo supuestamente denunciado por ella. Esos mismos prejuicios fueron alimentados por el imperativo de la defensa de la fe católica ante la nueva competencia religiosa. La Teología de la Liberación trató de dar una respues- ta política a las divisiones sociales y étnicas de la región dentro del marco del poder religioso institucionalizado; lo que explica, en parte, que haya sido re- basada por el propio dinamismo de los medios populares. Los nuevos acto- res religiosos se ubican claramente en ruptura con el romanticismo de su

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discurso de compromiso político, pero esto no significa que no tengan efec- tos políticos, ni que éstos sean necesariamente reaccionarios. Lejos de ser políticamente neutro, el cambio religioso tiene, a su vez, efectos políticos: di- rectos e indirectos. No se propone una transformación radical de los sistemas políticos y sociales, lo que puede justificar las inquietudes de sus críticos, pero esa misma ambición demostró sus límites y, a su manera, los nuevos ac- tores religiosos participan de un cambio cultural cuyos alcances sociopolí-ticos no deben tampoco ser subestimados. Al mismo tiempo, las formas de negociación de las Iglesias emergentes con las autoridades políticas parecen contradecir el ideal democrático, pero su objetivo consiste también en ganar espacios sociales donde —a pesar de la implementación de democracias pro- cedimentales— no los hay. Por lo tanto, los pentecostales no constituyen necesariamente el partido del conservadurismo, ni son un obstáculo cultural al desarrollo de la democracia; son más bien el síntoma de las propias con- tradicciones sociológicas del cambio social y democrático en América Lati- na, así como la expresión de una alternativa posible, si bien no menos con-tradictoria, ante sus fracasos sucesivos.

En este sentido, a partir de un análisis heredero de los propios trabajos de Renée de la Torre sobre la Iglesia La Luz del Mundo en México, Pau- la Biglieri Orozco sostuvo que el desarrollo de las Iglesias pentecostales ma- nifestó las deficiencias del proceso de ciudadanización en el país (Biglieri Orozco, 1998). Ella lo atribuyó a la crisis del modelo de ciudadanía construi- do por el régimen posrevolucionario y a los límites de su sustitución por una ciudadanía más acorde con el ideal moderno de la democracia. En ese proceso de transición de una modernidad paradójica hacia una modernidad efecti-va, numerosos grupos sociales se encontraron marginados de los espacios tradicionales de integración social y de generación de ciudadanía. Frente a esa situación, los pentecostales se presentaron como espacios de integración político-social alternativos para muchos grupos excluidos del nuevo modelo de ciudadanización y que accedieron así a ciertas prerrogativas ciudadanas:

La Luz del Mundo se presenta como un ámbito alternativo de integración y articulación social a partir del cual los individuos pueden acceder a una efectiva realización de los elementos políticos y sociales de la ciudadanía. En un momento histórico de crisis y transformación de un modelo de ciudadanía en México, La Luz del Mundo es, en síntesis, una de las múltiples opciones que los sujetos encuentran como una salida viable a la angustia e incertidumbre de la crisis de la ciudadana moderna mexicana. (Biglieri Orozco, 1998: 158)

Al mismo tiempo, ella observó que el actor religioso se apropió el modelo de ciudadanización posrevolucionario:

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la institución eclesial ha desarrollado exitosamente un modus vivendi de nego-ciación pragmática con el Estado que responde y reproduce la lógica de articu-lación corporativa del modelo de ciudadanización posrevolucionaria mexica- na. Modelo que, recordemos, a su vez había introducido a México en su paradójica modernidad. Esto es una objetivación de la ciudadanía, no basada en una lógi- ca individualista, sino, por el contrario, en una lógica grupal y comunitaria (por adscripción a algún sector). En otras palabras, la identidad religiosa desarrolla- da por La Luz del Mundo no impide (sino por el contrario) que la Iglesia pueda construir toda una racionalidad (a valores) en torno a su dogma de fe que le permite instaurarse como un agente social alternativo (eficiente) para acceder a una efectiva ciudadanía en términos colectivos (comunitarios). (Biglieri Orozco, 1998: 156-157)

El acceso a la ciudadanía, basado en una negociación de tipo cliente- lar con el Estado, contradice aparentemente el ideal de una ciudadanía acorde con los principios democráticos. Visto en el contexto de una democratización que no logró aterrizar ese modelo en la realidad, se puede más bien interpretar como una tentativa de construir una ciudadanía más autónoma, a partir de los mecanismos y recursos que ofrece esa realidad. Al mismo tiempo, el juego de la negociación demuestra la capacidad pragmática y la racionalidad del actuar social por parte del actor religioso.

Se encuentra una confirmación de este punto de vista en la literatura sobre América Latina, en particular en el texto ya citado de Jean-Pierre Bastian. Este último reconoció que los pentecostales construían relaciones con las autorida-des y actores políticos sobre la base del modelo corporativista. Sin embargo, el sociólogo suizo opuso dos tipos de corporativismo: el pacto establecido entre el Estado y la Iglesia católica, de un lado, y el corporativismo de compe- tencia de los nuevos movimientos religiosos, del otro. La democratización no había permitido el desarrollo de una ciudadanía efectivamente autónoma del Estado y de las formas corporativistas de control sociopolítico. Ante esa realidad, las lógicas corporatistas de los nuevos actores religiosos contribuían paradójicamente al dinamismo de la sociedad civil y a la transición demo-crática: “La proliferación de los actores religiosos capaces de constituirse en actores políticos participa de este sorprendente dinamismo de la socie- dad civil y contribuye a la transición democrática efectuada no según el mo- delo primario democrático, sino sobre la multiplicación de actores corpo- rativistas en competencia” (Bastian, 1997a: 180). La subordinación de los nuevos actores religiosos a los mecanismos tradicionales de negociación no apuntaba necesariamente hacia la reproducción del sistema, sino hacia su transformación interna, desde una perspectiva comunitaria: “Al transfor- mar las demandas religiosas en demandas políticas se da paso al nuevo actor

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social comunitario a la sociedad global y lo inscriben en una modernidad propia que rehúsa copiar el modelo occidental del individuo soberano por- que no quiere eliminar las solidaridades corporativas como fundamento de la acción social en América Latina” (Bastian, 1997a: 214).

Algunos rasgos de los nuevos movimientos religiosos han llevado a asi- milarlos a una reacción conservadora de tipo irracional. Sin embargo, resulta más lúcido relacionarlos con las dinámicas contradictorias de un cambio social y democrático, cuyas realizaciones formales no han modificado profundamen-te las estructuras sociales de las sociedades de la región. Las expresiones de la mutación religiosa se oponen a priori a las utopías modernas del cambio social, así como a las tendencias individualizantes y racionalizantes de la modernidad democrática, siendo el síntoma de un déficit de ciudadanía. Al mismo tiempo son el resultado de una pluralización real que utiliza los re-cursos de las formas tradicionales de control social y político en la región para autonomizarse de ellas. Esos procesos apuntan hacia la construcción de una ciudadanía alternativa, si bien paradójica. Esta última se formula en los términos de la comunidad y se opone a la abstracción del modelo cívico clásico, inadaptado a la realidad social del país, así como a su instrumenta-lización por las regulaciones políticas tradicionales.

Conclusión

La hipótesis planteada parece poder funcionar en el caso de los pentecostales. Habría por supuesto que confrontarla con la diversidad de los nuevos acto- res religiosos. Es así como el estudio más preciso de las percepciones de la política, relaciones con la política (en sus diferentes expresiones partidarias y más allá) y formas de participación política de los nuevos actores religiosos resultaría útil para establecer los alcances reales de un cambio que podría constituir una de las vías posibles hacia una modernidad propiamente lati-noamericana. La hipótesis, planteada a partir de una lectura de la literatura especializada, merece ser profundizada.

En fin, la realidad del impacto social de la religión en América Latina obliga a cuestionar las tendencias normativas y racionalistas de las teorías de la secularización; en particular la idea de una separación estricta entre la política y una religión circunscrita a la esfera privada. A la vez, las expresiones del cambio religioso parecen ser un efecto paradójico de la secularización contradicha por ellas. Lo anterior obliga el análisis a considerar, a la vez, los límites y los alcances de la secularización en las condiciones asimétricas de la modernidad latinoamericana.

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Recibido: junio, 2009Revisado: octubre, 2009

Correspondencia: Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales/Universi- dad Veracruzana/Camino a San José 115, 6/Col. Santa Rosa/C.P. 91093/Jalapa/Veracruz (México)/correo electrónico: [email protected]

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