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ANTOLOGÍA DE CUENTOS
LOURDES TRUJILLO CULEBRO
SARA DOMINGUEZ BAUTISTA
PRIMAVERA 2018
1
Cabecita blanca ..................................................................................................................... 2
El gesto de la muerte ........................................................................................................... 14
El muerto ............................................................................................................................ 15
La carretera ......................................................................................................................... 22
La casa de Asterión .............................................................................................................. 27
La debutante ....................................................................................................................... 29
La perfecta señorita ............................................................................................................. 33
La plegaria del buzo ............................................................................................................. 38
Las Moscas .......................................................................................................................... 41
Yo vendí mi nombre ............................................................................................................ 44
2
Cabecita blanca1
Rosario Castellanos
Heme aquí, ya al final, y todavía no sé qué cara le daré a la muerte.
Rosario Castellanos
La señora Justina miraba, como hipnotizada, el retrato de ese postre, con merengue y
fresas, que ilustraba (a todo color) la receta que daba la revista. Le receta no era para los
momentos de apuro, cuando el marido llega a la casa a las diez de la noche con invitados a cenar:
compañeros de trabajo, el Jefe que estaba de buen humor y, casualmente, sin ningún
compromiso; algún amigo de la adolescencia con el que se topó en la calle y había que portarse
a la altura de las circunstancias. No, la receta era para las grandes ocasiones: la invitación formal
al Jefe al que se pensaba pedir un aumento de sueldo o de categoría; la puntilla al prestigio
culinario y legendario de la suegra; la batalla de la reconquista de un esposo que empieza a
descarriarse y quiere probar su fuerza de seducción en la jovencita que podía ser la compañera
de estudios de su hija.
–Hola, mamá. Ya llegué.
La señora Justina apartó la mirada de aquel espejismo que ayudaba a fabricar su hambre
de diabética sujeta a régimen y examinó con detenimiento, y la consabida decepción, a su hija
Lupe. No, no se parecía, ni remotamente, a las hijas que salen en el cine que si llegaban a estas
horas era porque se habían ido de paseo con un novio que trató de seducirlas y no logró más que
despeinarlas o con un pretendiente tan respetuoso y de tan buenas intenciones que producía el
efecto protector de una última rociada de spray sobre el crepé, laboriosamente organizado en el
salón de belleza. No, Lupe no venía… descompuesta. Venía fatigada, aburrida, harta, como si
hubiera estado en una ceremonia eclesiástica o merendando con, unas amigas tan solitarias, tan
sin nada qué hacer ni de qué hablar como ella. Sin embargo, la señora Justina se sintió en la
obligación de clamar:
1 Castellanos, Rosario. (2013). Ciudad real. México: Punto de lectura.
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–No le guardas el menor respeto a la casa… entras y sales a la hora que te da la gana,
como si fueras hombre… como si fuera un hotel… no das cuenta a nadie de tus actos… si tu pobre
padre viviera…
Por fortuna su pobre padre estaba muerto y enterrado en una tumba a perpetuidad en el
Panteón Francés. Muchos criticaron a la señora Justina por derrochadora pero ella pensó que no
era el momento de reparar en gastos cuando se trataba de una ocasión única y, además, solemne.
Y ahora, bien enterrado, no dejaba de ser un detalle de buen gusto invocarlo de cuando en
cuando, sobre todo porque eso permitía a la señora Justina comparar su tranquilidad actual con
sus sobresaltos anteriores. Acomodada exactamente en medio de la cama doble, sin preocuparse
de si su compañero llegaría tarde (prendiendo luces a diestra y siniestra y haciendo un .escándalo
como si fueran horas hábiles) o de si no llegaría porque había tenido un accidente, o había caído
en las garras de una mala mujer que mermaría su fortaleza física, sus ingresos económicos y su
atención –ya de por sí escasa– a la legítima.
Cierto que la señora Justina siempre había tenido la virtud de .preferir un esposo dedicado
a las labores propias de su sexo en la calle que uno de esos maridos caseros que revisan las
cuentas de! mercado, que destapan las ollas de la cocina para probar el sazón de los guisos, que
se dan maña para descubrir los pequeños depósitos de polvo en los rincones y que deciden
experimentar las novísimas doctrinas pedagógicas en los niños.
–Un marido en la casa es como un colchón en el suelo. No lo puedes pisar porque no es
propio; ni saltar porque es ancho. No te queda más que ponerlo en su sitio. Y e! sitio de un
hombre es su trabajo, la cantina o la casa chica.
Así opinaba su hermana Eugenia, amargada como todas las solteronas y, además, sin
ninguna idea de lo que era el matrimonio. El lugar adecuado para un marido era en e! que ahora
reposaba su difunto Juan Carlos.
Por su parte, la señora Justina se había portado como una dama: luto riguroso dos años,
lenta y progresiva recuperación, telas a cuadros blancos y negros y ahora el ejemplo vivo de la
conformidad con los designios de la Divina Providencia: colores serios.
–Mamá, ayúdame a bajar el cierre, por favor.
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La señora Justina hizo lo que le pedía Lupe y no desaprovechó la ocasión de ponderar una
importancia que sus hijos tendían a disminuir.
–El día en que yo te falte…
–Siempre habrá algún acomedido ¿no crees? Que me baje el cierre aunque no sea más
que por interés de los regalos que yo le dé.
He aquí el resultado de seguir los consejos de los especialistas en relaciones humanas:
“sea usted amiga, más que madre; aliada, no juez”. Muy bien. ¿Y ahora qué hacía la señora Justina
con la respuesta que ni siquiera había provocado? ¿Poner el grito en el cielo? ¿Asegurarle a Lupe
que le dejaría en su testamento lo suficiente como para que pudiera pagarse un servicio
satisfactorio de baja-cierres? Por Dios, en sus tiempos una muchacha no se daba por entendida
de ciertos temas por respeto a la presencia de su madre. Pero ahora, en los tiempos de Lupe, era
la madre la que no debía darse por entendida de ciertos temas que tocaba su hija.
¡Las vueltas que da el mundo! Cuando la señora Justina era una muchacha se suponía que
era tan inocente que no podía ser dejada sola con un hombre sin que él se sintiera tentado de
mostrarle las realidades de la vida subiéndole las faldas o algo. La señora Justina había usado,
durante toda la época de su soltería y, sobre todo, de su noviazgo, una especie de refuerzo de
manta gruesa que le permitía resistir cualquier ataque a su pureza hasta que llegara el auxilio
externo. Y que, además, permitía a su familia saber con seguridad que si el ataque había tenido
éxito fue porque contó con el consentimiento de la víctima.
La señora Justina resistía siempre con arañazos y mordiscos las asechanzas del demonio.
Pero una vez sintió que estaba a punto del desfallecimiento. Se acomodó en el sofá, cerró los
ojos… y cuando volvió a abrirlos estaba sola. Su tentador había huido, avergonzado de su
conducta que estuvo a punto de llevar a una joven honrada al borde del precipicio. Jamás procuró
volver a encontrarla pero cuando el azar los reunía él la miraba con extremo desprecio y si
permanecían lo suficientemente próximos como para poder hablarle al oído sin ser escuchado
más que por ella, le decía:
– ¡Piruja!
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La señora Justina pensó en el convento como único resguardo contra las flaquezas de la
carne pero, el convento exigía una dote que el mediano pasar de su padre –bendecido por el
cielo con cinco hijas solteras– convertía en un requisito imposible de cumplir. Se conformó, pues,
con afiliarse a cofradías piadosas y fue en una reunión mixta de la ACJM donde conoció al que
iba a desposarla.
Se amaron, desde el primer momento, en Cristo y se regalaban, semanalmente, ramilletes
espirituales. “Hoy renuncié a la ración de cocada que me correspondía como postre y cuando mi
madre insistió en que me alimentara, fingí un malestar estomacal. Me llevaron a mi cuarto y me
dieron té de manzanilla, muy amargo. Ay, más amarga era la hiel en que empaparon la esponja
que se acercó a los labios de Nuestro Señor cuando, crucificado, se quejaba de tener sed.”
La señora Justina se sentía humilladísima por los alcances de Juan Carlos. Lo de la cocada
a cualquiera se le ocurría, pero lo de la esponja… Se puso a repasar el catecismo pero nunca atinó
a establecer ningún nexo entre los misterios de la fe o los pasos de la historia divina y los
acontecimientos cotidianos. Lo que le sirvió, a fin de cuentas (por aquel precepto evangélico de
que los que se humillen serán ensalzados) para comprobar que los caminos de la Providencia son
inescrutables. Gracias a su falta de imaginación, a su imposibilidad de competir con Juan Carlos,
Juan Carlos cayó redondo a sus pies. Dijera lo que dijera provocaba siempre un ¡ah! de
admiración tanto en la señora Justina cuanto en el eco dócil de sus cuatro hermanas solteras. Fue
con ese ¡ah! con el que Juan Carlos decidió casarse y su decisión no pudo ser más acertada porque
el eco se mantuvo incólume y audible durante todos los años de su matrimonio y nunca fue
interrumpido por una pregunta, por un comentario, por una crítica, por una opinión disidente.
Ahora, ya desde el puerto seguro de la viudez –inamovible, puesto que era fiel a sus
recuerdos y puesto que había heredado una pensión suficiente para sus necesidades– la señora
Justina pensaba que quizá le hubiera gustado aumentar su repertorio con algunas otras
exclamaciones. La de la sorpresa horrorizada, por ejemplo, cuando vio por primera vez, desnudo
frente a ella y frenético, quién sabe por qué, a un hombre al que no había visto más que con la
corbata y el saco puestos y hablando unciosamente del patronazgo de San Luis Gonzaga al que
había encomendado velar por la integridad de su juventud. Pero le selló los labios el sacramento
que, junto con Juan Carlos, había recibido unas horas antes en la Iglesia y la advertencia oportuna
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de su madre quien, sin entrar en detalles, por supuesto, la puso al tanto de que en el matrimonio
no era oro todo lo que relucía. Que estaba lleno de asechanzas y peligros que ponían a prueba el
temple de carácter de la esposa. Y que la virtud suprema que, había que practicar si se quería
merecer la palma del martirio (ya que a la de la virginidad se había renunciado automáticamente
al tomar el estado de casada) era la virtud de la prudencia. Y la señora Justina entendió por
prudencia el silencio, el asentimiento, la sumisión.
Cuando Juan Carlos se volvió loco la noche misma de la boda y le exigió realizar unos actos
de contorsionismo que ella no había visto ni en el Circo Atayde, la señora Justina se esforzó en
complacerlo y fue lográndolo más y más a medida que adquiría práctica. Pero tuvo que calmar
sus escrúpulos de conciencia (¿no estaría contribuyendo al empeoramiento de una enfermedad
que quizá era curable cediendo a los caprichos nocturnos de Juan Carlos en vez de llevarlo a
consultar con un médico?) en el confesionario. Allí el señor cura la tranquilizó asegurándole que
esos ataques no sólo eran naturales sino transitorios y que con el tiempo irían perdiendo su
intensidad, espaciándose hasta desaparecer por completo.
La boca del Ministro del Señor fue la de un ángel. A partir del nacimiento de su primer
hijo Juan Carlos comenzó a dar síntomas de alivio. Y gracias a Dios, porque con la salud casi
recuperada por completo podía dedicar más tiempo al trabajo en el que ya no se daba abasto y
tuvieron que conseguirle una secretaria.
Muchas veces Juan Carlos no tenía tiempo de llegar a comer o a cenar a su casa o se
quedaba en juntas de consejo hasta la madrugada. O sus jefes le hacían el encargo de vigilar las
sucursales de la Compañía en el interior de la República y se iba, por una semana, por un mes,
no sin recomendar a la familia que se cuidara y que se portara bien. Porque ya para entonces la
familia había crecido: después del varoncito nacieron dos niñas.
El varoncito fue el mayor y si por la señora Justina hubiera sido no habría encargado
ninguna otra criatura porque los embarazos eran una verdadera cruz, no sólo para ella, que los
padecía en carne propia, sino para todos los que la rodeaban. A deshoras del día o de la noche le
venía un antojo de nieve de guanábana y no quedaba más remedio que salir a buscada donde se
pudiera conseguir. Porque ninguno quería que el niño fuera a nacer con alguna mancha en la
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cara o algún defecto en el cuerpo, como consecuencia de la falta de atención a los deseos de la
madre.
En fin, la señora Justina no tenía de qué quejarse. Allí estaban sus tres hijos buenos y
sanos y Luisito (por San Luis Gonzaga, del que Juan Carlos seguía siendo devoto) era tan lindo
que lo alquilaban como niño Dios en la época de los nacimientos.
Se veía hecho un cromo con su ropón de encaje y con sus caireles rubios que no le
cortaron hasta los doce años. Era muy seriecito y muy formal. No andaba, como todos lo otros
muchachos de su edad, buscando los charcos para chapotear en ellos ni trepándose a los árboles
ni revolcándose en la tierra. No él no. La ropa la dejaba de venir, y era una lástima sin un
remiendo, sin una mancha, sin que pareciera haber sido usada. Le dejaba de venir porque había
crecido. Y era un modelo de conducta. Comulgaba cada primer viernes, cantaba en el coro de la
Iglesia con su voz de soprano, tan limpia y tan bien educada que, por fortuna, conservó siempre.
Leía, sin que nadie se lo mandara, libros de edificación.
La señora Justina no hubiera pedido más pero Dios le hizo el favor de que, aparte de todo,
Luisito fuera muy cariñoso con ella. En vez de andar de parranda (como lo hacían sus compañeros
de colegio, y de colegio de sacerdotes ¡qué horror!) se quedaba en la casa platicando con ella,
deteniéndole la madeja de estambre mientras la señora Justina la enrollaba, preguntándole cuál
era su secreto para que la sopa de arroz le saliera siempre tan rica. Y a la hora de dormirse Luisito
le pedía, todas las noches, que fuera a arroparlo como cuan-do era niño y que le diera la
bendición. Y aprovechaba el momento en que la mano de la señora Justina quedaba cerca de su
boca para robarle un beso. ¡Robárselo! Cuando ella hubiera querido darle mil y mil y mil y
comérselo de puro cariño. Se contenía por no encelar a sus otras hijas y ¡quién iba a creerlo! por
no tener un disgusto con Juan Carlos.
Que, con la edad, se había vuelto muy majadero. Le gritaba a Luisito por cualquier motivo
y una vez, en la mesa, le dijo… ¿qué fue lo que le dijo? La señora Justina ya no se acordaba pero
ha de haber sido algo muy feo porque ella, tan comedida siempre, perdió la paciencia y jaló el
mantel y se vino al suelo toda la vajilla y el caldo salpicó las piernas de Carmela, que gritó porque
se había quemado y Lupe aprovechó la oportunidad para que le diera el soponcio y Juan Carlos
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se levantó, se puso su sombrero y se fue, muy digno, a la calle de la que no volvió hasta el día de
la quincena.
.Luisito… Luisito se separó de la casa porque la situación era insostenible. Había
conseguido un trabajo muy bien pagado en un negocio de decoración. Lo del trabajo debía de
haberle tapado la boca a su padre, pero ¡qué esperanzas! Seguía diciendo barbaridades hasta
que Luisito optó por venir a visitar a la señora Justina a las horas en que estaba seguro de no
encontrarse con el energúmeno de su papá. No tenía que complicarse mucho. La señora Justina
estaba sola la mayor parte del día, con las muchachas ya encarriladas en una oficina muy decente
y con el marido sabe Dios dónde. Metido en problemas, seguro. Pero de eso más valía no hablar
porque Juan Carlos se irritaba cuando su mujer no entendía lo que le estaba diciendo.
Una vez la señora Justina recibió un anónimo en el que “una persona que la estimaba” la
ponía al corriente de que Juan Carlos le había puesto casa a su secretaria. La señora Justina estuvo
mucho rato viendo aquellas letras desiguales, groseramente escritas, que no significaban nada
para ella, y acabó por romper el papel sin comentar nada con nadie. En esos casos la caridad
cristiana manda no hacer juicios temerarios. Claro que lo que decía el anónimo podía ser verdad.
Juan Carlos no era un santo sino un hombre y como todos los hombres, muy material. Pero
mientras a ella no le faltara nada en su casa y le diera su lugar y respeto de esposa legítima, no
tenía derecho a quejarse ni por qué armar alborotos.
Pero Luisito, que estaba pendiente de todos los detalles, pensó que su mamá estaba triste
tan abandonada y el diez de mayo le regaló una televisión portátil. ¡Qué cosas se veían, Dios del
cielo! Realmente los que escriben las comedias ya no saben ni qué inventar. Unas familias
desavenidas en las que cada quien jala por su lado y los hijos hacen lo que se les pega la gana sin
que los padres se enteren. Unos maridos que engañan a las esposas. Y unas esposas que no eran
más tontas porque no eran más grandes, encerradas en sus casas, creyendo todavía lo que les
enseñaron cuando eran chiquitas: que la luna es queso.
¡Válgame! ¿Y si esas historias sucedieran en la realidad? ¿Y si Luisito fuera encontrándose
con una mañosa que lo enredara y lo obligara a casarse con ella? La señora Justina no descansó
hasta que su hijo le prometió formalmente que nunca, nunca, nunca se casaría sin su
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consentimiento. Además ¿por qué se preocupaba? Ni siquiera tenía novia. No le hacía ninguna
falta, decía, abrazándola, mientras tuviera con él a su mamacita.
Pero había que pensar en el mañana. La señora Justina no le iba a durar siempre. Y aunque
le durara. No estaba bien que Luisito viviera como un gitano.
Para desengañarla Luisito la llevó a conocer su departamento. ¡Qué precioso lo había
arreglado! No en balde era decorador. Y en cuanto a servicio había conseguido un mozo, Manolo,
porque las criadas son muy inútiles, muy sucias y todas las mujeres, salvo la señora Justina, su
mamá, muy malas cocineras.
Manolo parecía servicial: le ofreció té, le arregló los cojines del sillón en el que la señora
Justina iba a sentarse, le quitó de encima el gato que se empeñaba en sobarse contra sus piernas.
Y además, Manolo era agradable, bien parecido y bien presentado. Menos mal. Se había sacado
la lotería con Luisito porque lo trataba con tantos miramientos como si fuera su igual: le permitía
comer en la mesa y dormir en el couche de la sala porque el cuarto de la azotea, que era el que
le hubiera correspondido, tenía muy buena luz y se usaba como estudio.
La única espina era que Luisito y Juan Carlos no se hubieran reconciliado. No iba a ceder
el rigor del padre ni el orgullo del hijo sino ante la coyuntura de la última enfermedad. Y la de
Juan Carlos fue larga y puso a prueba la ciencia de los médicos y la paciencia de los deudos. La
señora Justina se esmeraba en cuidar a su marido, que nunca tuvo buen temple para los achaques
y que ahora no soportaba sus dolores y molestias sin desahogarse sobre su esposa encontrando
torpes e inoportunas sus sugerencias, insuficientes sus desvelos, inútiles sus precauciones. Sólo
ponía buena cara a las visitas: la de sus compañeros de trabajo, que empezaron siendo frecuentes
y acabaron como las apariciones del cometa. La única constante fue la secretaria (¡pobrecita, tan
vieja ya, tan canosa, tan acabada! ¿Cómo era posible que alguien se hubiera cebado en su fama
calumniándola?) y, traía siempre algún agrado: revistas, frutas que Juan Carlos alababa con tanta
insistencia que sus hijas salían disgustadas del cuarto. ¡Muchachas díscolas! En cambio Luisito
guardaba la compostura, como bien educado que era, y por delicadeza, porque no sabía cómo
iba a ser recibido por su padre, la primera vez que quiso hacerle un regalo no se lo entregó
personalmente sino que encargó a Manolo que lo hiciera.
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Fue así como Manolo entró por primera vez en la casa de la señora Justina y supo hacerse
indispensable a todos, al grado de que ya a ninguno le importaba que viniera acompañando a
Luisito o solo. Sabía poner inyecciones, preparaba platillos de sorpresa después del último
programa de televisión y acompañaba a la secretaria de regreso a su casa que, por fortuna, no
quedaba muy lejos –unas dos o tres cuadras– y se llegaba fácilmente a pie.
En el velorio de Juan Carlos más parecía Manolo un familiar que un criado y nadie tomó a
mal que recibiera el pésame vestido con un traje de casimir negro que Luisito le compró
especialmente para esa ocasión.
Tiempos felices. A duras penas se prolongaron durante el novenario pero después la casa
volvió a quedar como vacía. La secretaria se fue a vivir a Guanajuato, a las muchachas no les
alcanzaba el tiempo repartido entre el trabajo y las diversiones. El único que, por más ocupado
que estuviera siempre se hacía un lugar para darle un beso a su “cabecita blanca” –como la
llamaba cariñosamente– era Luisito. Y Manolo caía de cuando en cuando con un ramo de flores,
más que para halagar a la señora Justina (eso no se le escapaba. a ella, ni que fuera tonta) para
lucir algún anillo de piedra muy vistosa, un pisacorbata de oro, un par de mancuernas tan payo
que decía a gritos que su dueño nunca antes había tenido dinero y que no sabía cómo gastarlo.
Las muchachas se burlaban de él diciéndole que no fuera malo, que no les hiciera la
competencia y anunciándole que si alguna vez conseguían novio no iban a presentárselo para no
correr el riesgo de que las plantara y se fuera con su rival. Manolo se reía haciendo unos visajes
muy chistosos y cuando Carmela, la mayor, le comunicó a su familia que iba a casarse con un
compañero de trabajo y organizaron una fiestecita para formalizar las relaciones, Manolo se
comprometió a ayudar en la cocina y a servir la mesa. Así se hizo pero Carmela se olvidó de
Manolo a la hora de las presentaciones y Manolo entraba y salía de la sala donde todos estaban
platicando como si él no existiera o como si fuera un criado.
Cuando los invitados se despidieron Manolo estaba llorando de sentimiento sobre la
estufa salpicada de la grasa de los guisos. Entonces entró Carmela palmoteando de gusto porque
le había ganado la apuesta. ¿Ya no se acordaba de que quedaron que si alguna vez tenía novio
no se lo iba a presentar a Manolo? Bueno, pues había mantenido su palabra y ahora exigía que
Manolo le cumpliera porque además se lo tenía bien merecido por presuntuoso y coqueto.
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Manolo lloraba más fuerte y se fue dando un portazo. Pero al día siguiente ya estaba allí, con una
caja de chocolates para Carmela, y dispuesto a entrar en la discusión de los detalles del traje de
bodas y los adornos de la Iglesia.
¡Pobre Carmela! ¡Con cuánta ilusión hizo sus preparativos! Y desde el día en que regresó
de la luna de miel no tuvo sosiego: un embarazo muy difícil, un parto prematuro a los siete meses
exactos como que contribuyeron a alejar al marido, ya desobligado de por sí, que acabó por
abandonarla y aceptar un empleo como agente viajero en el que nadie supo ya cómo localizarlo.
Carmela se mantenía sola y le pedía a la señora Justina que la ayudara cuidando a los
niños. Pero en cuanto estuvieron en edad de ir a la escuela se fueron distanciando cada vez más
y no se reunían más que en los cumpleaños de la señora Justina, en las fiestas de Navidad, en el
día de las madres.
A la señora Justina le molestaba que Carmela pareciera tan exagerada para arreglarse y
para vestirse y que estuviera siempre tan nerviosa. Por más que gritaba los niños no la obedecían
y cuando ella los amenazaba con pegarles ellos la amenazaban, a su vez, con contarle a su tío a
qué horas había llegado la noche anterior y con quién.
La señora Justina no alcanzaba a entender por qué Carmela temía tanto a Luisito pues en
cuanto sus hijos decían “mi tío” ella les permitía hacer lo que les daba la gana. Temer a Luisito,
que era una dama y que ahora andaba de viaje por los Estados Unidos con Manolo, era absurdo;
pero cuando la señora Justina quiso comentarlo con Lupe no tuvo como respuesta más que una
carcajada.
Lupe estaba histérica, como era natural, porque nunca se había casado. Como si casarse
fuera la vida perdurable. Pocas tenían la suerte de la señora Justina que se encontró un hombre
bueno y responsable. ¿No se miraba en el espejo de su hermana que andaba siempre a la cuarta
pregunta? Lupe, en cambio, podía echarse encima todo lo que ganaba: ropa, perfumes, alhajas.
Podía gastar en paseos y viajes o en repartir limosna entre los necesitados.
Cuando Lupe escuchó esta última frase estalló en improperios: la necesitada era ella, ella
que no tenía a nadie que la hubiera querido nunca. Le salían, como espuma por la boca, nombres
entremezclados, historias sucias, quejas desaforadas. No se calmó hasta que Luisito –que regresó
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de muy mal humor de los Estados Unidos donde se le había perdido Manolo– le plantó un par de
bofetadas bien dadas .Lupe lloró y lloró hasta quedarse dormida. Después como si se le hubiera
olvidado todo, se quedó tranquila. Pasaba sus horas libres tejiendo y viendo la televisión y no se
acostaba sin antes tomar una taza de té a la que añadía el chorrito de una medicina muy buena
para… ¿para qué?
¡Qué cabezal A la señora Justina se le confundía todo y no era como para asombrarse.
Estaba vieja, enferma. Le habría gustado que la rodearan los nietos, los hijos, como en las
estampas antiguas. Pero eso era como una especie de sueño y la realidad era que nadie la visitaba
y que Lupe, que vivía con ella, le avisaba muy seguido que no iba a comer o que se quedaba a
dormir en casa de una amiga.
¿Por qué Lupe nunca correspondía a las invitaciones haciendo que sus amigas vinieran a
la casa? ¿Por no dar molestias? Pero si no era ninguna molestia, al contrario… Pero Lupe ya no
escuchaba el parloteo de su madre, bajando de prisa, de prisa los escalones, abriendo la puerta
de la calle.
Cuando Lupe se quedaba, porque no tenía dónde ir, tampoco era posible platicar con ella.
Respondía con monosílabos apenas audibles y si la señora Justina la acorralaba para que hablara
adoptaba un tono de tal insolencia que más valía no oírla.
La señora Justina se quejaba con Luisito, que era su paño de lágrimas, esperanzada en
que él la rescataría de aquel infierno y la llevaría a su departamento, ahora que Manolo ya no
vivía allí y no había sirviente que le durara: ladrones unos, igualados los otros, inconstantes todos,
lo mataban a cóleras. Pero Luisito no daba su brazo a torcer ni decidiéndose a casarse (que ya
era hora, ya se pasaba de tueste) ni volviendo a casa de su madre (que lo hubiera recibido con
los brazos abiertos) ni pidiendo una ayuda que la señora Justina le hubiera dado con tanto gusto.
Porque así como se había desentendido de Carmela y como estaba dispuesta a abandonar
a Lupe (eran mujeres, al fin y al cabo, podían arreglárselas solas) así no podía sosegar pensando
en Luisito que no tenía quien lo atendiera como se merecía y que, para no molestarla –porque
con lo de la diabetes se cansaba muy fácilmente– ya ni siquiera la llevaba a su casa.
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En lo que no fallaba, eso sí, era en visitarla a diario, siempre con algún regalito, siempre
con una sonrisa. No con esa cara de herrero mal pagado, con esa mirada de basilisco con que
Lupe se asomaba a la puerta de la recámara de la señora Justina para darle las buenas noches.
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El gesto de la muerte2
Jean Cocteau
Soy una mentira que siempre dice la verdad.
Jean Cocteau
Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por
milagro, quisiera estar en Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le
pregunta:
-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de
Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.
2 Recuperado de https://narrativabreve.com/2013/10/cuento-jean-cocteau-gesto-muerte.html
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El muerto3
Jorge Luis Borges
Si la literatura no fuera más que un álgebra verbal, cualquiera podría producir cualquier libro.
Jorge Luis Borges
Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la
infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a
capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero
contarles el destino de Benjamín Otálora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio
de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro
los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas.
Por ahora, este resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de
sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre
valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la
República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del
Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las
calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira;
hacia la medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos
troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro
sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una puñalada baja
que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Éste, después, resulta ser
Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí
mismo). Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho;
en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el
mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote
cerdoso.
3 Borges, Jorge Luis. (2013). Cuentos completos. México: DeBolsillo.
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Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo.
Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la
Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su
recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa
tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos
Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a
Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y
de júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice
que el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha
visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y
desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le repite
que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una
tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.
Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas
que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su
sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así
nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que
resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes
de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el
lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el
sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a
Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser
considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo
hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul;
eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de
inextricable y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de
Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente;
Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la
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frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma
su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe
por entender que yo valgo más que todos sus orientales juntos.
Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a
Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el
último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está
enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le
encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente vagamente humillado, pero satisfecho
también.
El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga
mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego
y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca
arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece
disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo
subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él.
En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y
descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la
campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da
licencia a Otálora para irse.
Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en
cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el
último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. El
Suspiro se llama ese pobre establecimiento.
Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta
por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchado que está queriendo mandar
demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea
18
posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos y que
éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la
mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete
sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o
guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora
no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el
plan que está maquinando tiene que ganar su amistad.
Entra después en el destino de Benjamín Otálora unos colorados cabos negros que trae del sur
Acevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo
liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega
también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero
y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a destruir.
Aquí la historia se complica y se ahonda. Acevedo Bandeira es diestro en el arte de la
intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente,
combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que se
propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Acevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro
común, la amistad de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van
aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar,
en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos.
Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora
usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa
tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre
manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones
cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día.
Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan;
Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.
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La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa
noche, los hombres del Suspiro comen cordero recién carneado y beben un alcohol
pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa,
Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es
un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya
clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda
una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le abre en
seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se
afemina y se arrastra, el jefe le ordena:
-Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos.
Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del
brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez
ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han
traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el
triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.
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El recado4
Elena Poniatowska
Yo he puesto mucho de mí en las novelas, entonces creo que puedo seguir haciéndolo en novelas. Uno va poniendo
cachitos de lo que uno vive. De lo que uno experimenta.
Elena Poniatowska
Vine, Martín, y no estás. Me he sentado en el peldaño de tu casa, recargada en tu puerta y
pienso que en algún lugar de la ciudad, por una onda que cruza el aire, debes intuir que aquí
estoy. Es este tu pedacito de jardín; tu mimosa se inclina hacia afuera y los niños al pasar le
arranzan las ramas más accesibles… En la tierra, sembradas alrededor del muro, muy rectilíneas
y serias veo unas flores que tienen hojas como espadas. Son azul marino, parecen soldados. Son
muy graves, muy honestas. Tú también eres un soldado. Marchas por la vida, uno, dos, uno,
dos… Todo tu jardín es sólido, es como tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza.
Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como estoy a veces contra el muro de tu espalda. El
sol da también contra el vidrio de tus ventanas y poco a poco se debilita porque ya es tarde. El
cielo enrojecido ha calentado tu madreselva y su olor se vuelve aún más penetrante. Es el
atardecer. El día va a decaer. Tu vecina pasa. No sé si me habrá visto. Va a regar su pedazo de
jardín. Recuerdo que ella te trae una sopa cuando estás enfermo y que su hija te pone
inyecciones… Pienso en ti muy despacio, como si te dibujara dentro de mí y quedaras allí
grabado. Quisiera tener la certeza de que te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en
una cadena ininterrumpida de días; que podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada
rinconcito de tu rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o un accidente.
Estoy inclinada ante una hoja de papel y te escribo todo esto y pienso que ahora, en alguna
cuadra donde camines apresurado, decidido como sueles hacerlo, en alguna de esas calles por
donde te imagino siempre: Donceles y Cinco de Febrero o Venustiano Carranza, en alguna de
esas banquetas grises y monocordes rotas sólo por el remolino de gente que va a tomar el
camión, has de saber dentro de tí que te espero. Vine nada más a decirte que te quiero y como
4 Recuperado de http://talleresbarravento.cl/el-recado-un-cuento-de-elena-poniatowska/
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no estás te lo escribo. Ya casi no puedo escribir porque ya se fue el sol y no sé bien a bien lo que
te pongo. Afuera pasan más niños, corriendo. Y una señora con una olla advierte irritada: “No
me sacudas la mano porque voy a tirar la leche…” Y dejo este lápiz, Martín, y dejo la hoja
rayada y dejo que mis brazos cuelguen inútilmente a lo largo de mi cuerpo y te espero. Pienso
que te hubiera querido abrazar. A veces quisiera ser más vieja porque la juventud lleva en sí, la
imperiosa, la implacable necesidad de relacionarlo todo con el amor.
Ladra un perro; ladra agresivamente. Creo que es hora de irme. Dentro de poco vendrá la
vecina a prender la luz de tu casa; ella tiene llave y encenderá el foco de la recámara que da
hacia afuera porque en esta colonia asaltan mucho, roban mucho. A los pobres les roban
mucho; los pobres se roban entre sí… Sabes, desde mi infancia me he sentado así a esperar,
siempre fui dócil, porque te esperaba. Sé que todas las mujeres aguardan. Aguardan la vida
futura, todas esas imágenes forjadas en la soledad, todo ese bosque que camina hacia ellas;
toda esa inmensa promesa que es el hombre; una granada que de pronto se abre y muestra sus
granos rojos, lustrosos; una granada como una boca pulposa de mil gajos. Más tarde esas horas
vividas en la imaginación, hechas horas reales, tendrán que cobrar peso y tamaño y crudeza.
Todos estamos -oh mi amor- tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos.
Ha caído la noche y ya casi no veo lo que estoy borroneando en la hoja rayada. Ya no percibo
las letras. Allí donde no le entiendas en los espacios blancos, en los huecos, pon: “Te quiero…”.
No sé si voy a echar esta hoja debajo de la puerta, no sé. Me has dado un tal respeto de ti
mismo… Quizá ahora que me vaya, sólo pase a pedirle a la vecina que te dé el recado: que te
diga que vine.
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La carretera, un cuento de Ray Bradbury5
(Estados Unidos, 1912-2012)
Sin bibliotecas, ¿qué tenemos? Ni pasado ni futuro.
Ray Bradbury
La lluvia fresca de la tarde había caído sobre el valle, humedeciendo el maíz en los sembrados
de las laderas, golpeando suavemente el techo de paja de la choza. La mujer no dejaba de
moverse en la lluviosa oscuridad, guardando unas espigas entre las rocas de lava. En esa
sombra húmeda, en alguna parte, lloraba un niño.
Hernando esperaba que cesara la lluvia, para volver al campo con su arado de rejas de madera.
En el fondo del valle hervía el río, espeso y oscuro. La carretera de hormigón —otro río— yacía
inmóvil, brillante, vacía. Ningún auto había pasado en esa última hora. Era, en verdad, algo muy
raro. Durante años no había transcurrido una hora sin que un coche se detuviese y alguien le
gritara:”¡Eh, usted! ¿Podemos sacarle una foto?” Alguien con una cámara de cajón, y una
moneda en la mano. Si Hernando se acercaba lentamente, atravesando el campo sin su
sombrero, a veces le decían:
—Oh, será mejor con el sombrero puesto —Y agitaban las manos, cubiertas de cosas de oro
que decían la hora, o identificaban a sus dueños, o que no hacían nada sino parpadear a la luz
del sol como los ojos de una serpiente. Así que Hernando se volvía a recoger el sombrero.
—¿Pasa algo, Hernando? —le dijo su mujer.
—Sí. El camino. Ha ocurrido algo importante. Bastante importante. No pasa ningún auto.
Hernando se alejó de la cabaña, con movimientos lentos y fáciles. La lluvia le lavaba los zapatos
de paja trenzada y gruesas suelas de goma. Recordó otra vez, claramente, el día en que
consiguió esos zapatos. La rueda se había metido violentamente en la choza, haciendo saltar
cacharros y gallinas. Había venido sola, rodando rápidamente. El coche (de donde venía la
rueda) siguió corriendo hasta la curva y se detuvo un instante, con los faros encendidos, antes
de lanzarse hacia las aguas. El automóvil aún estaba allí. Se lo podía ver en los días de buen
tiempo, cuando el río fluía más lentamente y las aguas barrosas se aclaraban. El coche yacía en
5 Bradbury, Ray. (2009). La bruja de abril y otros cuentos. México: Ediciones SM.
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el fondo del río con sus metales brillantes, largo, bajo y lujoso. Pero luego el barro subía de
nuevo, y ya no se lo podía ver.
Al día siguiente Hernando cortó la rueda y se hizo un par de suelas de goma.
Hernando llegó al borde del camino. Se detuvo y escuchó el leve crepitar de la lluvia sobre la
superficie de cemento.
Y entonces, de pronto, como si alguien hubiese dado una señal, llegaron los coches. Cientos de
coches, miles de coches; pasaron y pasaron junto a él. Los coches, largos y negros, se dirigían
hacia el norte, hacia los Estados Unidos, rugiendo, tomando las curvas a demasiada velocidad.
Con un incesante ruido de cornetas y bocinas. Y en las caras de las gentes que se amontonaban
en los coches, había algo, algo que hundió a Hernando en un profundo silencio. Dio un paso
atrás para que pasaran los coches. Pasaron quinientos, mil, y había algo en todas las caras. Pero
pasaban tan rápido que Hernando no podía saber qué era eso.
Al fin la soledad y el silencio volvieron a la carretera. Los coches bajos, largos y rápidos, se
habían ido. Hernando oyó a lo lejos el sonido de la última bocina.
La carretera estaba otra vez desierta.
Había sido como un cortejo fúnebre. Pero un cortejo desencadenado, enloquecido, un cortejo
con los pelos de punta, que perseguía a gritos una ceremonia que se alejaba hacia el norte.
¿Por qué? Hernando sacudió la cabeza y se frotó suavemente las manos contra los costados del
cuerpo.
Y ahora, completamente solo, apareció el último coche. Era verdaderamente algo último. Desde
la montaña, camino abajo, bajo la fría llovizna, lanzando grandes nubes de vapor, venía un viejo
Ford, con toda la rapidez de que era capaz. Hernando creyó que el coche iba a deshacerse en
cualquier momento. Cuando vio a Hernando, el viejo Ford se detuvo, cubierto de barro y óxido.
El radiador hervía furiosamente.
—¿Nos da un poco de agua? ¡Por favor, señor!
El conductor era un hombre joven de unos veinte años de edad. Vestía un sweater amarillo,
una camisa blanca de cuello abierto y pantalones grises. La lluvia caía sobre el coche sin capota,
mojando al joven conductor y a las cinco muchachas apretadas en los asientos. Todas eran muy
bonitas. El joven y las muchachas se protegían de la lluvia con periódicos viejos. Pero la lluvia
llegaba hasta ellos, empapando los hermosos vestidos, empapando al muchacho. El muchacho
24
tenía los cabellos aplastados por la lluvia. Pero nadie parecía preocuparse. Nadie se quejaba, y
era raro. Estas gentes siempre estaban quejándose, de la lluvia, el calor, la hora, el frío, la
distancia.
Hernando asintió con un movimiento de cabeza.
—Les traeré agua.
—Oh, rápido, por favor —gritó una de las muchachas, con una voz muy aguda y llena de temor.
La muchacha no parecía impaciente, sino asustada.
Hernando, ante tales pedidos, solía caminar aún más lentamente que de costumbre; pero
ahora, y por primera vez, echó a correr.
Volvió en seguida con la taza de una rueda llena de agua. La taza era, también, un regalo del
camino. Una tarde había aparecido como una moneda que alguien hubiese arrojado a su
campo, redonda y reluciente. El coche se alejó sin advertir que había perdido un ojo de plata.
Hasta hoy lo habían usado en la casa para lavar y cocinar. Servía muy bien de tazón.
Mientras echaba el agua en el radiador hirviente, Hernando alzó la vista y miró los rostros
atormentados.
—Oh, gracias, gracias —dijo una de las jóvenes—. No sabe cómo lo necesitamos.
Hernando sonrió.
—Mucho tránsito a esta hora. Todos en la misma dirección. El norte.
No quiso decir nada que pudiese molestarlos. Pero cuando volvió a mirar, ahí estaban las
muchachas, inmóviles bajo la lluvia, llorando. Lloraban con fuerza. Y el joven trataba de
hacerlas callar tomándolas por los hombros y sacudiéndolas suavemente, una a una; pero las
muchachas, con los periódicos sobre las cabezas, y los labios temblorosos, y los ojos cerrados, y
los rostros sin color, siguieron llorando, algunas a gritos, otras más débilmente.
Hernando las miró, con la taza vacía en la mano.
—No quise decir nada malo, señor —se disculpó.
—Está bien —dijo el joven.
—¿Qué pasa, señor?
—¿No ha oído? —replicó el muchacho. Y volviéndose hacia Hernando, y asiendo el volante con
una mano, se inclinó hacia él—: Ha empezado.
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No era una buena noticia. Las muchachas lloraron aún más fuerte que antes, olvidándose de los
periódicos, dejando que la lluvia cayera y se mezclara con las lágrimas.
Hernando se enderezó. Echó el resto del agua en el radiador. Miró el cielo, ennegrecido por la
tormenta. Miró el río tumultuoso. Sintió el asfalto bajo los pies.
Se acercó a la portezuela. El joven extendió una mano y le dio un peso.
—No —Hernando se lo devolvió—. Es un placer.
—Gracias, es usted tan bueno —dijo una muchacha sin dejar de sollozar—. Oh, mamá, papá.
Oh, quisiera estar en casa. Cómo quisiera estar en casa. Oh, mamá, papá.
Y las otras muchachas se unieron a ella.
—No he oído nada, señor —dijo Hernando tranquilamente.
—¡La guerra! —gritó el hombre como si todos fuesen sordos—. ¡Ha empezado la guerra
atómica! ¡El fin del mundo!
—Señor, señor —dijo Hernando.
—Gracias, muchas gracias por su ayuda. Adiós —dijo el joven.
—Adiós —dijeron las muchachas bajo la lluvia, sin mirarlo.
Hernando se quedó allí, inmóvil, mientras el coche se ponía en marcha y se alejaba por el valle
con un ruido de hierros viejos. Al fin ese último coche desapareció también, con los periódicos
abiertos como alas temblorosas sobre las cabezas de las mujeres.
Hernando no se movió durante un rato. La lluvia helada le resbalaba por las mejillas y a lo largo
de los dedos, y le entraba por los pantalones de arpillera. Retuvo el aliento y esperó, con el
cuerpo duro y tenso.
Miró la carretera, pero ya nada se movía. Pensó que seguiría así durante mucho, mucho
tiempo.
La lluvia dejó de caer. El cielo apareció entre unas nubes. En sólo diez minutos la tormenta se
había desvanecido, como un mal aliento. Un aire suave traía hasta Hernando el olor de la selva.
Hernando podía oír el río, que seguía fluyendo, suave y fácilmente. La selva estaba muy verde;
todo era nuevo y fresco. Cruzó el campo hasta la casa, y recogió el arado. Con las manos sobre
su herramienta, alzó los ojos al cielo en donde empezaba a arder el sol.
—¿Qué ha pasado, Hernando? —le preguntó su mujer, atareada.
—No es nada —replicó Hernando.
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Hundió el arado en el surco.
—¡Burrrrrrrro! –le gritó al burro, y juntos se alejaron bajo el cielo claro, por las tierras de
labranza que bañaba el río de aguas profundas.
—¿A qué llamarán “el mundo”? —se preguntó Hernando.
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La casa de Asterión6
Jorge Luis Borges
Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.
Apolodoro: Biblioteca, III, I
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales
acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi
casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)1 están abiertas día y
noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas
mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo
hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto
hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra
especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada,
añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de
la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas
y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño
y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se
prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban
piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo
confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros
hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las
enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande;
jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha
consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por
las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la
vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta
ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la
6 Borges, J. L. (20 de 02 de 2018) Ciudad Selva. Obtenido de http://ciudadseva.com/texto/la-casa-de-asterion/
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respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día
cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo
que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora
volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te
gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano
se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes
de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un
abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La
casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios
con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de
las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también
son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero
dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo,
Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal.
Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La
ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde
cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son,
pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor.
Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará
sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá
me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto.
¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.
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La debutante7
Leonora Carrington
Una vez un perro le ladró a una máscara que hice, ha sido el comentario más honorable que he recibido.
Leonora Carrington
En la época que fui debutante, solía ir a menudo al parque zoológico. Iba tan a menudo
que conocía más a los animales que a las chicas de mi edad. Era porque quería huir del mundo,
por lo que me hallaba a diario en el zoológico. El animal que mejor llegué a conocer fue una hiena
joven. Ella me conocía a mí también. Era muy inteligente. Le enseñé a hablar francés y a cambio
ella me enseñó su lenguaje. Así pasamos muchas horas agradables.
Mi madre había organizado un baile en mi honor para el primero de mayo. ¡Lo qué sufrí
durante noches enteras! Siempre he aborrecido los bailes; sobre todo los que se daban en mi
honor.
La mañana del uno de mayo de 1934, fui muy temprano a visitar a la hiena.
-¡Qué asco! -le dije-. Esta noche me toca asistir a mi baile.
-Tienes suerte -dijo ella-; a mí me encantaría ir. No sé bailar, pero en cambio sabría
mantener una conversación.
-Habrá muchas cosas de comer -dije-. He visto llegar a casa carros repletos de comida.
-Y aún te quejas -replicó la hiena con desaliento-. Mírame a mí: yo sólo como una vez al
día, y me tienen jeringada con tanta bazofia.
7 Carrington, L. (20 de 02 de 2018). Leonora Carrington. Obtenido de
http://red.ilce.edu.mx/sitios/proyectos/leonora_oto12/cuento_etapa1.html
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Se me ocurrió una idea audaz; estuve a punto de echarme a reír.
-No tienes más que ir en mi lugar.
-No nos parecemos lo bastante; si no, con gusto iría -dijo la hiena un poco triste.
--Escucha -dije-, con las luces de la noche no se ve muy bien. Con que te disfraces un poco,
nadie se fijará en ti en medio de la multitud. Además, tenemos casi la misma estatura. Eres mi
única amiga; anda, hazlo por mí. Por favor.
Se puso a pensar en esta posibilidad. Comprendí que estaba deseosa de aceptar.
-De acuerdo -dijo de repente.
No había muchos guardianes cerca, dado lo temprano de la hora. Abrí rápidamente la
jaula, y en un instante estuvimos en la calle. Llamé un taxi. En casa, todo el mundo estaba aún en
la cama. Una vez en mi cuarto, saqué el vestido que debía ponerme por la noche. Era un poco
largo, y la hiena andaba con dificultad con mis zapatos de tacón alto. Encontré unos guantes con
que ocultarle las manos, demasiado peludas para parecerse a las mías. Cuando el sol iluminó mi
habitación, la hiena dio varias vueltas alrededor, andando más o menos derecha. Estábamos tan
ocupadas que mi madre, que entró a darme los buenos días, estuvo a punto de abrir la puerta
antes de que la hiena se escondiera debajo de la cama.
-Esta habitación huele mal -dijo mi madre, abriendo la ventana-; antes de esta noche date
un baño con mis nuevas sales.
-Por supuesto -le dije.
No se entretuvo mucho. Creo que el olor era demasiado fuerte para ella.
-No te retrases para el desayuno -dijo al irse.
Lo más difícil fue encontrar un disfraz para la cara de la hiena. Estuvimos buscando horas
y horas: rechazaba todas mis sugerencias. Por fin dijo:
31
-Creo que he encontrado la solución. ¿Tenéis criada?
-Sí -dije, perpleja.
-Pues verás: vas a llamar a la criada; cuanto entre, nos lanzamos sobre ella y le arrancamos
la cara; llevaré su cara esta noche en lugar de la mía.
-No lo veo muy práctico -dije yo-. Probablemente se morirá en cuanto pierda la cara:
alguien encontrará su cadáver, y nos meterán en la cárcel.
-Tengo la suficiente hambre como para comérmela -replicó la hiena.
-¿Y los huesos?
-También -dijo-. ¿Te parece bien?
-Sólo si me prometes matarla antes de arrancarle la cara. Si no, le va a doler demasiado.
-Bueno, eso me da igual.
Llamé a Marie, la criada, no sin cierto nerviosismo. Desde luego, no lo habría hecho si no
odiara tanto los bailes. Cuando entró Marie, me volví de cara a la pared para no verlo. Debo
reconocer que no tardó nada. Un breve grito, y se acabó. Mientras la hiena comía, estuve
mirando por la ventana. Unos minutos después, dijo.
-Ya no puedo más; aún me quedan los pies, pero si tienes una bolsa, me los comeré más
tarde, a lo largo del día.
-En el armario encontrarás una bolsa bordada con flores de lis. Saca los pañuelos que tiene
y quédatela.
Hizo lo que le había indicado. A continuación, dijo:
-Date la vuelta ahora y mira qué guapa estoy.
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Delante del espejo, la hiena se admiraba con el rostro de Marie. Se lo había comido todo
cuidadosamente hasta el borde de la cara, de forma que quedaba justo lo que le hacía falta.
-Es verdad -dije-; lo has hecho muy bien.
Hacia el atardecer, cuando la hiena estuvo completamente vestida, declaró:
-Me siento en plena forma. Me da la impresión de que voy a tener un gran éxito esta
noche.
Después de oír un rato la música de abajo, le dije:
-Ve ahora, y recuerda que no debes ponerte junto a mi madre: seguramente se daría
cuenta de que no soy yo. Aparte de ella, no conozco a nadie. Buena suerte -le di un beso para
despedirla, aunque exhalaba un olor muy fuerte.
Se había hecho de noche. Cansada por las emociones del día, cogí un libro y me senté
junto a la ventana, entregándome a al paz y el descanso. Recuerdo que estaba leyendo Los viajes
de Gulliver, de Jonathan Swift. Al cabo de una hora, quizá, surgió el primer signo de inquietud.
Un murciélago entró por la ventana profiriendo grititos. Los murciélagos me dan un miedo
espantoso. Me escondí detrás de una silla, castañeteándome los dientes. Apenas me había
arrodillado, cuando un gran ruido procedente de la puerta sofocó el batir de alas. Entró mi madre,
pálida de furia.
-Acabábamos de sentarnos a la mesa -dijo-, cuando el ser ese que ha ocupado tu sitio se
ha levantado gritando: "Con que mi olor es un poco fuerte, ¿eh? Pues no como pasteles." A
continuación se ha arrancado la cara y se la ha comido. Después ha dado un gran salto y ha
desaparecido por la ventana.
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La perfecta señorita8
Patricia Highsmith
Yo me dedico a crear debido al aburrimiento que me producen la realidad y la monotonía de la rutina y de los objetos que me rodean.
Patricia Highsmith
Theodora, o Thea como la llamaban, era la perfecta señorita desde que nació. Lo decían
todos los que la habían visto desde los primeros meses de su vida, cuando la llevaban en un
cochecito forrado de raso blanco. Dormía cuando debía dormir. Al despertar, sonreía a los
extraños. Casi nunca mojaba los pañales. Fue facilísimo enseñarle las buenas costumbres
higiénicas y aprendió a hablar extraordinariamente pronto. A continuación, aprendió a leer
cuando apenas tenía dos años. Y siempre hizo gala de buenos modales. A los tres años empezó a
hacer reverencias al ser presentada a la gente. Se lo enseñó su madre, naturalmente, pero Thea
se desenvolvía en la etiqueta como un pato en el agua.
-Gracias, lo he pasado maravillosamente -decía con locuacidad, a los cuatro años,
inclinándose en una reverencia de despedida al salir de una fiesta infantil. Volvía a su casa con su
vestido almidonado tan impecable como cuando se lo puso. Cuidaba muchísimo su pelo y sus
uñas. Nunca estaba sucia, y cuando veía a otros niños corriendo y jugando, haciendo flanes de
barro, cayéndose y pelándose las rodillas, pensaba que eran completamente idiotas. Thea era
hija única. Otras madres más ajetreadas, con dos o tres vástagos que cuidar, alababan la
obediencia y la limpieza de Thea, y eso le encantaba. Thea se complacía también con las
alabanzas de su propia madre. Ella y su madre se adoraban.
Entre los contemporáneos de Thea, las pandillas empezaban a los ocho, nueve o diez
años, si se puede usar la palabra pandilla para el grupo informal que recorría la urbanización en
patines o bicicleta. Era una típica urbanización de clase media. Pero si un niño no participaba en
las partidas de «póquer loco» que tenían lugar en el garaje de algunos de los padres, o en las
8 Highsmith, Patricia. (27 de febrero de 2018). Ciudad Selva. Obtenido de http://ciudadseva.com/texto/la-perfecta-senorita/
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correrías sin destino por las calles residenciales, ese niño no contaba. Thea no contaba, por lo
que respecta a la pandilla.
-No me importa nada, porque no quiero ser uno de ellos -les dijo a sus padres.
-Thea hace trampas en los juegos. Por eso no queremos que venga con nosotros -dijo un
niño de diez años en una de las clases de Historia del padre de Thea.
El padre de Thea, Ted, enseñaba en una escuela de la zona. Hacía mucho tiempo que
sospechaba la verdad, pero había mantenido la boca cerrada, confiando en que la cosa mejorara.
Thea era un misterio para él. ¿Cómo era posible que él, un hombre tan normal y laborioso,
hubiese engendrado una mujer hecha y derecha?
-Las niñas nacen mujeres -dijo Margot, la madre de Thea-. Los niños no nacen hombres.
Tienen que aprender a serlo. Pero las niñas ya tienen un carácter de mujer.
-Pero eso no es tener carácter -dijo Ted-. Eso es ser intrigante. El carácter se forma con el
tiempo. Como un árbol.
Margot sonrió, tolerante, y Ted tuvo la impresión de que hablaba como un hombre de la
edad de piedra, mientras que su mujer y su hija vivían en la era supersónica.
Al parecer, el principal objetivo en la vida de Thea era hacer desgraciados a sus
contemporáneos. Había contado una mentira sobre otra niña, en relación con un niño, y la
chiquilla había llorado y casi tuvo una depresión nerviosa. Ted no podía recordar los detalles,
aunque sí había comprendido la historia cuando la oyó por primera vez, resumida por Margot.
Thea había logrado echarle toda la culpa a la otra niña. Maquiavelo no lo hubiera hecho mejor.
-Lo que pasa es que ella no es una sinvergüenza -dijo Margot-. Además, puede jugar con
Craig, así que no está sola.
Craig tenía diez años y vivía tres casas más allá.Pero Ted no se dio cuenta al principio de
que Craig estaba aislado, y por la misma razón. Una tarde, Ted observó cómo uno de los chicos
de la urbanización hacía un gesto grosero, en ominoso silencio, al cruzarse con Craig por la acera.
-¡Gusano! -respondió Craig inmediatamente.
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Luego echó a correr, por si el chico lo perseguía, pero el otro se limitó a volverse y decir:
-¡Eres un mierda, igual que Thea!
No era la primera vez que Ted oía tales palabras en boca de los chicos, pero tampoco las
oía con frecuencia y quedó impresionado.
-Pero, ¿qué hacen solos, Thea y Craig? -le preguntó a su mujer.
-Oh, dan paseos. No sé -dijo Margot-. Supongo que Craig está enamorado de ella.
Ted ya lo había pensado. Thea poseía una belleza de cromo que le garantizaría el éxito
entre los muchachos cuando llegara a la adolescencia y, naturalmente, estaba empezando antes
de tiempo. Ted no tenía ningún temor de que hiciera nada indecente, porque pertenecía al tipo
de las provocativas y básicamente puritanas.
A lo que se dedicaban Thea y Craig por entonces era a observar la excavación de un refugio
subterráneo con túnel y dos chimeneas en un solar a una milla de distancia aproximadamente.
Thea y Craig iban allí en bicicleta, se ocultaban detrás de unos arbustos cercanos y espiaban
riéndose por lo bajo. Más o menos una docena de los miembros de la pandilla estaban trabajando
como peones, sacando cubos de tierra, recogiendo leña y preparando papas asadas con sal y
mantequilla, punto culminante de todo esfuerzo, alrededor de las seis de la tarde. Thea y Craig
tenían la intención de esperar hasta que la excavación y la decoración estuvieran terminadas y
luego se proponían destruirlo todo.
Mientras tanto a Thea y a Craig se les ocurrió lo que ellos llamaban «un nuevo juego de
pelota», que era su clave para decir una mala pasada. Enviaron una nota mecanografiada a la
mayor bocazas de la escuela, Verónica, diciendo que una niña llamada Jennifer iba a dar una
fiesta sorpresa por su cumpleaños en determinada fecha, y por favor, díselo a todo el mundo,
pero no se lo digas a Jennifer. Supuestamente la carta era de la madre de Jennifer. Entonces Thea
y Craig se escondieron detrás de los setos y observaron a sus compañeros del colegio
presentándose en casa de Jennifer, algunos vestidos con sus mejores galas, casi todos llevando
regalos, mientras Jennifer se sentía cada vez más violenta, de pie en la puerta de su casa, diciendo
que ella no sabía nada de la fiesta. Como la familia de Jennifer tenía dinero, todos los chicos
habían pensado pasar una tarde estupenda.
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Cuando el túnel, la cueva, las chimeneas y las hornacinas para las velas estuvieron
acabadas, Thea y Craig fingieron tener dolor de tripas un día, en sus respectivas casas, y no fueron
al colegio. Por previo acuerdo se escaparon y se reunieron a las once de la mañana en sus
bicicletas. Fueron al refugio y se pusieron a saltar al unísono sobre el techo del túnel hasta que
se hundió. Entonces rompieron las chimeneas y esparcieron la leña tan cuidadosamente
recogida. Incluso encontraron la reserva de papas y sal y la tiraron en el bosque. Luego regresaron
a casa en sus bicicletas.
Dos días más tarde, un jueves que era día de clases, Craig fue encontrado a las cinco de la
tarde detrás de unos olmos en el jardín de los Knobel, muerto a puñaladas que le atravesaban la
garganta y el corazón. También tenía feas heridas en la cabeza, como si lo hubiesen golpeado
repetidamente con piedras ásperas. Las medidas de las puñaladas demostraron que se habían
utilizado por lo menos siete cuchillos diferentes.
Ted se quedó profundamente impresionado. Para entonces ya se había enterado de lo
del túnel y las chimeneas destruidas. Todo el mundo sabía que Thea y Craig habían faltado al
colegio el martes en que había sido destrozado el túnel. Todo el mundo sabía que Thea y Craig
estaban constantemente juntos. Ted temía por la vida de su hija. La policía no pudo acusar de la
muerte de Craig a ninguno de los miembros de la pandilla, y tampoco podían juzgar por asesinato
u homicidio a todo un grupo. La investigación se cerró con una advertencia a todos los padres de
los niños del colegio.
-Sólo porque Craig y yo faltáramos al colegio ese mismo día no quiere decir que fuésemos
juntos a romper ese estúpido túnel -le dijo Thea a una amiga de su madre, que era madre de uno
de los miembros de la pandilla. Thea mentía como un consumado bribón. A un adulto le resultaba
difícil desmentirla.
Así que para Thea la edad de las pandillas -a su modo- terminó con la muerte de Craig.
Luego vinieron los novios y el coqueteo, oportunidades de traiciones y de intrigas, y un constante
río, siempre cambiante, de jóvenes entre dieciséis y veinte años, algunos de los cuales no le
duraron más de cinco días.
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Dejemos a Thea a los quince años, sentada frente a un espejo, acicalándose. Se siente
especialmente feliz esta noche porque su más próxima rival, una chica llamada Elizabeth, acaba
de tener un accidente de coche y se ha roto la nariz y la mandíbula y sufre lesiones en un ojo, por
lo que ya no volverá a ser la misma. Se acerca el verano, con todos esos bailes en las terrazas y
fiestas en las piscinas. Incluso corre el rumor de que Elizabeth tendrá que ponerse la dentadura
inferior postiza, de tantos dientes como se rompió, pero la lesión del ojo debe ser lo más visible.
En cambio Thea escapará a todas las catástrofes. Hay una divinidad que protege a las perfectas
señoritas como Thea.
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La plegaria del buzo9
Giovanni Papini (Italia, 1881-1956)
El dinero es el estiércol del diablo.
Giovanni Papini
El mismo día en que cumplí dieciocho años mi padre me llamó dulcemente y me dijo con la
debida gravedad:
-El Señor, Dios, quiere que todo hombre haga, en la tierra, un trabajo. Él no quiere a los que
miran, sentados al borde de los campos, la obra de los sembradores y de los labradores. Es
preciso, pues, que elijas sin demora un arte que dé a tu vida un sentido y una finalidad.
Cualquiera que sea tu elección, te prometo no ponerte obstáculos. Así, pues, decide y habla.
Y yo, que reverenciaba profundamente al Señor, Dios, y obedecía siempre a mi padre, respondí:
-Mi elección está hecha: seré buzo.
Mi padre palideció un poco, pero contestó en seguida:
-¡Hágase tu voluntad!
Así, desde aquel día, fui buzo. Durante muchos y largos años he vivido, solo y en silencio, bajo
las grandes aguas. He habitado en todos los mares, he explorado todos los océanos, he bajado
a todos los abismos. He encontrado esqueletos de barcos, cuellos de viejas anclas despuntadas,
arcones llenos de monedas de oro cuyas efigies estaban corroídas por el agua; grandes; grandes
monstruos luminosos, con enormes ojos blancos, me han iluminado con su resplandor irreal;
largos cuerpos verdosos, semejantes a los de las sirenas, me han acariciado; he penetrado en
las bocas oscuras de los volcanes sumergidos; he pisado el suelo de las Atlántidas
desaparecidas; he topado con los hinchados cadáveres de los náufragos; me he debatido entre
los tentáculos de pulpos colosales; he sacado a la luz montones de maravillosas perlas, de
extrañas conchas, de árboles fosforescentes, los puñales que arrojaron en la noche los
tremebundos homicidas, los anillos de los Dogos y la áurea copa del Rey de Tule…
9 Recuperado de https://narrativabreve.com/2013/11/cuento-giovanni-papini-plegaria-buzo.html
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Llegó, pues, el día en que conocí todas las profundidades marinas, todos los valles de los
océanos y todos los golfos más tenebrosos y los tesoros más ocultos. Llegó un día en que
estuve impregnado por todos los perfumes salobres y supe todos los ritmos de las olas y todas
las sinfonías de las tempestades, y entonces pensé que el Señor, Dios, podía estar ya satisfecho
de mi obra y decidí volver a vivir en mi ciudad, entre los seres terrestres que había dejado
desde hacía larguísimos años.
Pero, apenas llegué a la ciudad en donde había nacido y en donde quería morir, tuve como una
sensación de terrible disgusto y de tormentoso estupor. Ya no reconocía ni amaba todo aquello
que me había visto niño. Acostumbrado a las grandes soledades submarinas, iluminadas por
reflejos milagrosos y por luces intensas que parecen venir de las profundidades, no podía
habituarme a la angosta colmena fangosa que se llama ciudad. El cielo se me antojaba como
juna especie de extraña prisión, surcada por estrechos y sucios corredores, en los que
pequeños animales, corrían mirándose cruel o lascivamente. Ruidosas carcajadas móviles se
arrastraban por los corredores, llevando dentro a bestezuelas aprisionadas y acurrucadas; el
aire pesaba por el humo y el polvo, y pesaba a alientos infectos y a olores sofocantes. Los
hombres me daban la idea de condenados a muerte, enloquecidos en la inútil espera de la
gracia. Sus caras me resultaban odiosas, como las de los reptiles blanquecinos que deponen sus
huevos cerca de las tumbas; sus ojos me parecían vacíos, como si el alma los hubiera
abandonado; sus palabras sonaban en mis oídos como cantinelas de mendigos eternamente
hambrientos o como gritos descompuestos de águilas a las que están cortando las alas. En sus
casas tenebrosas y angostas vi yacijas en que se arrojaban por la noche como si fueran a morir,
y mesas cubiertas de restos de cadáveres y de hojas arrancadas brutalmente a la frescura de la
tierra. Habían fabricado grandes habitaciones, en donde algunos simulaban amar y morir,
moviéndose con vestidos de muchos colores y bordados bajo la luz falsa de lámparas redondas,
y grandes salas, en donde algunos de ellos, vestidos grotescamente de negro, simulaban salvar
a la patria y al mundo chillando con gran seriedad. Y otras salas, en cuyas paredes estaban
colgados pedacitos de tela cubiertos de colores y de líneas, con la intención de hacer soñar un
mundo mejor que aquel en que viven.
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Pero yo no comprendía, acostumbrado a los deslumbrantes silencios de las profundidades,
muchos de sus gestos y muchas de sus palabras. Toda aquella vida, en medio de la cual, sin
embargo, había nacido y crecido, me parecía sin significado: vacía, pavorosa, torpe, soez,
pútrida, como la de un cubil subterráneo habitado por bestias ciegas, débiles e inmundas. Me
parecía haber caído en un pozo habitado por cadáveres ambulantes y hediondos, y por la noche
no tenía fuerzas para levantar los ojos, temiendo que de aquel cielo, demasiado ciudadano,
hasta las estrellas hubieran huido.
Y yo pensé entre mí: “¿Quién puede haberme reducido a este estado? ¿Quién puede haberme
cambiado el alma de tan terrible modo que ahora descubre lo ridículo, lo oscuro y lo feo
dondequiera que mire? La ciudad es como yo la dejé de jovencito. Es más, dicen que desde
aquel tiempo ha hecho muchos e insignes progresos de todo tipo. ¿Por qué, pues, se presenta
ante mí, que vuelvo de los mares, tan extraña y nauseabunda, a mí que, sin embargo, la amé
siendo niño con toda el alma y la encontré más bella, más majestuosa y más hospitalaria que
ninguna?”
Pero no supe contestar a tales preguntas. Un hombre, que me asistía en aquel terrible estado,
me aconsejó que leyera los libros de los médicos del alma y del cuerpo para encontrar el origen
y el remedio de aquella que él llamaba, con sincera tristeza, mi alienación.
Y yo leí centenares y millares de libros, día y noche, siempre despierto y siempre ansioso en
busca de salud. Pero en ningún libro encontré lo que buscaba. Entonces, encerrado en mi casa
paterna, pensé y sufrí durante centenares y millares de horas, siempre despierto y siempre
atento a la tremenda ansiedad de la salud. Pero todavía no he encontrado lo que buscaba.
Ahora me dirijo a ti, hombre que estás ante mí con tu malvada sonrisa de verdugo ocioso y con
tus ojos que nunca han mirado el cielo; me dirijo a ti, hombre de las precoces e insaciables
perversidades y de los secretos bien custodiados, y te ruego, en nombre de la tierra de la que
naciste, de la tierra de que te nutres, de la tierra por la que te arrastras, te ruego que me digas
por qué no comprendo y no amo la vida de los hombres.
Y, si me contestas, te daré una perla que recogí un día en el valle más fantástico del mar y que
ningún ojo, fuera de los míos, ha visto.
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Las Moscas10
Horacio Quiroga
Un cuento es una novela depurada de ripios.
Horacio Quiroga
Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda
su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la
corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo
una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.
Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la
sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el
dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna
vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como
he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor dicho- contra el árbol.
Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que lo inunda
todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas si uno que
otro dedo alcanza a remover la ceniza.
Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi
vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.
Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las
otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco
me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en
silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.
¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia de
vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?
10 Recuperado de http://ciudadseva.com/texto/las-moscas/
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Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna.
Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán
mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y
unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.
¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes
bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el punto
de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida está a
punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan
pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.
Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar amenazados
de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que este resistir de la
vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando por todo residuo
un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?
El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en
que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un zoco marroquí, por
una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por la otra entra
corriendo una teoría de hombres decapitados.
Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro
médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio,
y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.
-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más prueba de convicción que la jaulita de
moscas. Yo tengo una.
-¿Moscas?…
-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la
descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el
paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de vista,
pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por eso yo
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tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas
entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo, y abrir la puerta
de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que
atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las
otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.
¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se
desvanecen en un zumbido…
Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación. ¡Las moscas!
Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el monte
por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa segura
en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por caracteres
inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la médula espinal
cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los ojos las proporciones
del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.
El médico tenía razón. No puede ser su oficio más lucrativo.
Más he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata
imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima
tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol,
la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella
liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver, al pie de
un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas.
Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de
partículas, puedo alzarme y volar, volar…
Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan su
fuego a nuestra obra de renovación vital.
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Yo vendí mi nombre11
Guadalupe Dueñas
La mejor cuentista mexicana
Elena Garro
Como algunos venden su alma y otros venden su cuerpo y otros más su sombra y hay
quienes venden pájaros, yo vendí mi nombre. Consta de cinco letras. Es un nombre pequeño y
un apellido muy largo, que en tiempo no remoto alcanzó fama y pudo cotizarse como alta
moneda. Apareció junto a plumas reconocidas y estuvo precedido por títulos de sabios y
prohombres. El misterio de su ampulosidad no viene a cuento. Baste saber que conservo en oro
sus iniciales y que existen aulas y bibliotecas señaladas con mi nombre. Grabado estuve en
universidades y no faltaron editores que lo adoptaron por bandera izándola en las cúpulas. Otros
muchos lo esculpieron en muros y portadas. Entretejían las mayúsculas con hilos de plata y
sombreaban las vocales con acerinas y esmalte. Convirtióse en símbolo, en aleluya, en buen
agüero, en triunfo y en sonido glorioso. Periódicos y revistas nacionales y extranjeros lucharon
por consignarlo, por encabezar sus columnas con los augustos rasgos bautismales. Los lectores
saltaban de emoción al hallarlo en enciclopedias, en semblanzas, en biografías y volúmenes
antológicos destinados a la posteridad y hasta en reseñas de modas. El mundo lo alquilaba sin
reparar en el precio. Avanzó en popularidad como los mitos que la credulidad agranda. Adorno
fue de la palabra. Labios encumbrados lo envidiaban; hasta que un día, un desdichado día,
empezó a apagarse con prisa de luciérnaga y dejó sin sombra el paraje de la noche más oscura.
Restos de su gloria quedaron atrapados en artículos de segunda. Revistas no informadas
retuvieron los jirones alfabéticos, los caracteres degradados, las letras que al envejecer perdían
equilibrio como epitafios de tumbas olvidadas por los deudos. Las vocales disparáronse a manera
de luces pirotécnicas.
Fue el comienzo de tortura mortal. La mengua reducía el nombre cada vez más y más.
Aparecía distorsionado con letrilla microscópica del todo indistinguible. Nadie exigía las bélicas
11 Chimal, A. (Com.) (2015). La tienda de los sueños, un siglo de cuento fantástico mexicano. México: SM.
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mayúsculas de trazo gótico; nadie extrañaba las alas de cuervo que rubricaron el nombre caído
en desgracia, sucio de polvo como corcel abatido y sin dueño.
La adversidad propició el desacato de escribir las iniciales como cuando se habla de la
ONU. Sí, los letreros fueron empalideciendo. Las publicaciones que ostentaron escandalosos
ribetes con gualdas, suprimieron las gárgolas y los arabescos hasta que las consonantes danzaron
derrengadas y sonámbulas. Con frecuencia fallaban letras o aparecían tan borrosas como si un
designio infernal se anticipara a su cancelación.
El calvario se agrava. Ahora, antes de que amanezca, me dirijo anhelante al primer puesto,
al vendedor más cercano; al gacetillero, al pepenador, para revisar meticulosamente cada
publicación y comprobar si aún figura mi nombre, aunque sea en el directorio. Con mano
temblorosa y ávida, abro las páginas; los dedos se me hacen huéspedes. Con esfuerzo olvido el
llanto que me cause ver en algún rincón mi nombre de pila o la inicial perdida del apelativo que
ya nadie reconoce.
Confidencias afanosas o malignas me hacen saber que las Directivas tratan el conflicto de
suprimir el nombre que se les ha quedado fijo como una alcayata. Sé que quienes votan por el
aniquilamiento, encuentran tibia resistencia en románticos añorantes de la firma que no tiene
valor para desterrarla de su paginario.
Un sudor no exento de amargura me hace cavilar en la manera de liberarlos a todos de la
pesantez de mi nombre, cuyas letras cadavéricas encenizan sus revistas. He llegado a sentir
agradecimiento cuando alguien lo suprime sin ceremonias. Insoportable es irse muriendo a
pedazos, mejor dicho a letras; un puntillo hoy y un acento mañana; ahora el rasgo de la T no
aparece; más adelante la diéresis y luego la r y la m y aún la Y, que es tan poco socorrida en
nuestro idioma. ¡Lo capto todo! La fisura de mis tímpanos recoge las murmuraciones y a pesar
de núbiles cataratas que entresolan mis pupilas, adivino el desdén y las muecas de repudio. Con
las yemas de mis dedos palpo negativas y razones. En la rajadura de mis labios y en mi lengua
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reseca, sopla el aire salado que dispersa mi nombre. Padezco comentarios y juicios sin poder
darme a la fuga: “Dicen que está ciega”. “Bueno…. estar ciega es estar muerto”.
A veces rampo, me agazapo, ruego hasta redacciones donde otrora pidieron de rodillas
mi colaboración eterna y, disimulan mi presencia.
Un terror supersticioso me invade, un terror ajeno a vanidades y esperanzas: la
certidumbre de que en cuanto la última letra se esfume y el punto final se diluya sobre el papel
como una lágrima, mi vida, mi frágil e inútil vida, será un renglón en blanco.