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ANTOLOGÍA DE CUENTOS 3º ESO DEPARTAMENTO DE LENGUA CASTELLANA Y LITERATURA IES CARLOS BOUSOÑO

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ANTOLOGÍA DE CUENTOS 3º ESO

DEPARTAMENTO DE LENGUA CASTELLANA Y LITERATURA

IES CARLOS BOUSOÑO

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ANTOLOGÍA DE CUENTOS 3º ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES CARLOS BOUSOÑO. 1

EL GATO NEGRO

Edgar A. Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me

dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia

evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y

quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple,

sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos

episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no

intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos

que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas

a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la

mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de

causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que

abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis

compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una

gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que

cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando

llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que

alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste

en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el

generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con

frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al

observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más

agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un

monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de

una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco

supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos

negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo

menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada.

Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir

que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al

confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio.

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ANTOLOGÍA DE CUENTOS 3º ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES CARLOS BOUSOÑO. 2

Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los

sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por

infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi

carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo,

conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con

los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se

cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es

comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo

enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis

correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero,

asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una

furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe

de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra

de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre

animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso,

tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores

de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen

cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez

más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo

presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de

costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba

aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía

de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder

paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la

perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de

que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del

corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que

dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en

momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía

cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al

buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo?

Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable

anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer

mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había

infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el

pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de

mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque

recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo

para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal

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que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la

infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de:

"¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con

gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó

destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la

desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el

desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar

ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una,

las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco

espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi

lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente

aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas

parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!,

¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca

superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El

contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del

pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado

por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había

ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la

multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al

gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa

forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el

enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver,

produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el

extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos

meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un

sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar

la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro

de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame,

reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que

constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando

dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo

alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como

Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en

el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le

cubría casi todo el pecho.

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Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó

contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal

que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me

contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció

dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para

inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se

convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era

exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por

qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de

disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el

animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban

maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de

cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable

odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente

de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue

precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado

esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de

mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía

mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me

sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas

caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien

clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos

momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo

de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso

temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería

imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta

celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que

aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería

dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la

mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño

animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me

había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan

imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la

mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me

estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si

hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra...,

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¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y

de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una

bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir

tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni

de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un

instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el

ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me

era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de

bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los

más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en

aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que

de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes

arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa

donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada

escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura.

Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían

detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de

haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su

intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la

cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la

tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de

noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi

mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me

ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo

al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar

a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor

expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la

Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco

resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la

atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de

una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del

sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y

tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo

sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una

palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en

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esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de

procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y

revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que

todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido

hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por

lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al

final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su

destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia

de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor.

Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la

detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez

desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el

peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré

como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no

volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me

preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho

responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió

nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y

procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era

impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en

su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al

sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente,

como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había

cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías

estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era

demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra

como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber

disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso,

caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa

con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente

construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón

que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de

la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado

el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y

entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente

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hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido,

un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado

en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en

la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui

tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera

quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que

cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció

de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único

ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al

asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en

la tumba!

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Lo que sucedió al árbol de la Mentira Cuento XXVI. Conde Lucanor Don Juan Manuel

Un día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo: -Patronio, sabed que estoy muy pesaroso y en continua pelea con unos hombres que

no me estiman, y son tan farsantes y tan embusteros que siempre mienten, tanto a mí como a quienes tratan. Dicen unas mentiras tan parecidas a la verdad que, si a ellos les resultan muy beneficiosas, a mí me causan gran daño, pues gracias a ellas aumentan su poder y levantan a la gente contra mí. Pensad que, si yo quisiera obrar como ellos, sabría hacerlo igual de bien; pero como la mentira es mala, nunca me he valido de ella. Por vuestro buen entendimiento os ruego que me aconsejéis el modo de actuar frente a estos hombres.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que hagáis lo mejor y más beneficioso, me gustaría mucho contaros lo que sucedió a la Verdad y la Mentira.

El conde le pidió que así lo hiciera. -Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, la Verdad y la Mentira se pusieron a vivir juntas

una vez y, pasado cierto tiempo, la Mentira, que es muy inquieta, propuso a la Verdad que plantaran un árbol, para que les diese fruta y poder disfrutar de su sombra en los días más calurosos. La Verdad, que no tiene doblez y se conforma con poco, aceptó aquella propuesta.

»Cuando el árbol estuvo ya plantado y había empezado a crecer frondoso, la Mentira propuso a la Verdad que se lo repartieran entre las dos, cosa que agradó a la Verdad. La Mentira, dándole a entender con razonamientos muy bellos y bien construidos que la raíz mantiene al árbol, le da vida y, por ello, es la mejor parte y la de mayor provecho, aconsejó a la Verdad que se quedara con las raíces, que viven bajo tierra, en tanto ella se contentaría con las ramitas que aún habían de salir y vivir por encima de la tierra, lo que sería un gran peligro, pues estarían a merced de los hombres, que las podrían cortar o pisar, cosa que también podrían hacer los animales y las aves. También le dijo que los grandes calores podrían secarlas, y quemarlas los grandes fríos; por el contrario, las raíces no estarían expuestas a estos peligros.

»Al oír la Verdad todas estas razones, como es bastante crédula, muy confiada y no tiene malicia alguna, se dejó convencer por su compañera la Mentira, creyendo ser verdad lo que le decía. Como pensó que la Mentira le aconsejaba coger la mejor parte, la Verdad se quedó con la raíz y se puso muy contenta con su parte. Cuando la Mentira terminó su reparto, se alegró muchísimo por haber engañado a su amiga, gracias a su hábil manera de mentir.

»La Verdad se metió bajo tierra para vivir, pues allí estaban las raíces, que ella había elegido, y la Mentira permaneció encima de la tierra, con los hombres y los demás seres vivos. Y como la Mentira es muy lisonjera, en poco tiempo se ganó la admiración de las gentes, pues su árbol comenzó a crecer y a echar grandes ramas y hojas que daban fresca sombra; también nacieron en el árbol flores muy hermosas, de muchos colores y gratas a la vista.

»Al ver las gentes un árbol tan hermoso, empezaron a reunirse junto a él muy contentas, gozando de su sombra y de sus flores, que eran de colores muy bellos; la mayoría de la gente permanecía allí, e incluso quienes vivían lejos se recomendaban el árbol de la Mentira por su alegría, sosiego y fresca sombra.

»Cuando todos estaban juntos bajo aquel árbol, como la Mentira es muy sabia y muy halagüeña, les otorgaba muchos placeres y les enseñaba su ciencia, que ellos aprendían con mucho gusto. De esta forma ganó la confianza de casi todos: a unos les enseñaba mentiras sencillas; a otros, más sutiles, mentiras dobles; y a los más sabios, mentiras triples.

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ANTOLOGÍA DE CUENTOS 3º ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES CARLOS BOUSOÑO. 9

»Señor conde, debéis saber que es mentira sencilla cuando uno dice a otro: «Don Fulano, yo haré tal cosa por vos», sabiendo que es falso. Mentira doble es cuando una persona hace solemnes promesas y juramentos, otorga garantías, autoriza a otros para que negocien por él y, mientras va dando tales certezas, va pensando la manera de cometer su engaño. Mas la mentira triple, muy dañina, es la del que miente y engaña diciendo la verdad.

»Tanto sabía de esto la Mentira y tan bien lo enseñaba a quienes querían acogerse a la sombra de su árbol, que los hombres siempre acababan sus asuntos engañando y mintiendo, y no encontraban a nadie que no supiera mentir que no acabara siendo iniciado en esa falsa ciencia. En parte por la hermosura del árbol y en parte también por la gran sabiduría que la Mentira les enseñaba, las gentes deseaban mucho vivir bajo aquella sombra y aprender lo que la Mentira podía enseñarles.

»Así la Mentira se sentía muy honrada y era muy considerada por las gentes, que buscaban siempre su compañía: al que menos se acercaba a ella y menos sabía de sus artes, todos lo despreciaban, e incluso él mismo se tenía en poco.

»Mientras esto le ocurría a la Mentira, que se sentía muy feliz, la triste y despreciada Verdad estaba escondida bajo la tierra, sin que nadie supiera de ella ni la quisiera ir a buscar. Viendo la Verdad que no tenía con qué alimentarse, sino con las raíces de aquel árbol que la Mentira le aconsejó tomar como suyas, y a falta de otro alimento, se puso a roer y a cortar para su sustento las raíces del árbol de la Mentira. Aunque el árbol tenía gruesas ramas, hojas muy anchas que daban mucha sombra y flores de colores muy alegres, antes de que llegase a dar su fruto fueron cortadas todas sus raíces pues se las tuvo que comer la Verdad.

»Cuando las raíces desaparecieron, estando la Mentira a la sombra de su árbol con todas las gentes que aprendían sus artimañas, se levantó viento y movió el árbol, que, como no tenía raíces, muy fácilmente cayó derribado sobre la Mentira, a la que hirió y quebró muchos huesos, así como a sus acompañantes, que resultaron muertos o malheridos. Todos, pues, salieron muy mal librados.

»Entonces, por el vacío que había dejado el tronco, salió la Verdad, que estaba escondida, y cuando llegó a la superficie vio que la Mentira y todos los que la acompañaban estaban muy maltrechos y habían recibido gran daño por haber seguido el camino de la Mentira.

»Vos, señor Conde Lucanor, fijaos en que la Mentira tiene muy grandes ramas y sus flores, que son sus palabras, pensamientos o halagos, son muy agradables y gustan mucho a las gentes, aunque sean efímeros y nunca lleguen a dar buenos frutos. Por ello, aunque vuestros enemigos usen de los halagos y engaños de la mentira, evitadlos cuanto pudiereis, sin imitarlos nunca en sus malas artes y sin envidiar la fortuna que hayan conseguido mintiendo, pues ciertamente les durará poco y no llegarán a buen fin. Así, cuando se encuentren más confiados, les sucederá como al árbol de la Mentira y a quienes se cobijaron bajo él. Aunque muchas veces en nuestros tiempos la verdad sea menospreciada, abrazaos a ella y tenedla en gran estima, pues por ella seréis feliz, acabaréis bien y ganaréis el perdón y la gracia de Dios, que os dará prosperidad en este mundo, os hará muy honrado y os concederá la salvación para el otro.

Al conde le agradó mucho este consejo que Patronio le dio, siguió sus enseñanzas y le fue bien.

Y viendo don Juan que este cuento era muy bueno, lo mandó poner en este libro y compuso unos versos que dicen así:

Evitad la mentira y abrazad la verdad, que su daño consigue el que vive en el mal.

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ANTOLOGÍA DE CUENTOS 3º ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES CARLOS BOUSOÑO. 10

Jardín de infancia Naguib Mahfuz -Papá... -¿Qué? -Yo y mi amiga Nadia siempre estamos juntas. -Claro, mujer, porque es tu amiga. -En clase... en el recreo... a la hora de comer... -Estupendo... es una niña buena y juiciosa. -Pero en la hora de religión yo voy a una clase y ella a otra. Miró a la madre y vio que sonreía, ocupada en bordar un mantel. Y dijo, sonriendo también: -Sí... pero sólo en la clase de religión... -¿Y por qué, papá? -Porque tú eres de una religión y ella de otra. -Pero, ¿por qué, papá? -Porque tú eres musulmana y ella cristiana. -¿Y por qué, papá? -Eres aún muy pequeña, ya lo comprenderás... -No, ¡soy mayor! -No, eres pequeña, cariñito... -¿Y por qué soy musulmana? Debía ser comprensivo y delicado: no faltar a los preceptos de la pedagogía moderna a la primera dificultad. Contestó: -Porque papá es musulmán... mamá es musulmana... -¿Y Nadia? -Porque su papá es cristiano y su mamá también... -¿Porque su papá lleva gafas? -No... Las gafas no tienen nada que ver. Es porque su abuelo también era cristiano y... Siguió con la cadena de antepasados hasta aburrirse. Trató de cambiar el tema pero la niña preguntó: -¿Cuál es mejor? Dudó un momento antes de contestar: -Las dos... -¡Pero yo quiero saber cuál es mejor! -Es que las dos lo son. -¿Y por qué no me hago cristiana para estar siempre con Nadia? -No, cariñito, es mejor que no. Hay que ser lo mismo que papá y que mamá... -¿Y por qué? Francamente: la pedagogía moderna es tiránica. -¿Por qué no esperas a ser mayor? -No ¡Ahora! -Bien. Digamos que por gusto. A ella le gusta más una y tú prefieres la otra. Tú eres musulmana y ella tiene otro gusto. Por eso tienes que seguir siendo musulmana. -¿Nadia tiene mal gusto? Dios confunda a ti y a Nadia. Había metido la pata a pesar de las precauciones. Se lanzó sin piedad al cuello de una botella. -Sobre gustos no hay nada escrito. Lo único imprescindible es seguir siendo como papá y mamá... -¿Puedo decirle que ella tiene mal gusto y yo no?

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Salió al paso: -Las dos son buenas: tanto el Islam como el Cristianismo adoran a Dios. -¿Y por qué yo lo adoro en una habitación y ella en otra? -Porque ella lo adora de una manera y tú de otra. -¿Y cuál es la diferencia, papá? -Ya lo estudiarás el año que viene o el otro. Por el momento confórmate con saber que Islam y Cristianismo adoran a Dios. -¿Y quién es Dios, papá? Se detuvo, reflexionó un segundo y preguntó, extremando las precauciones: -¿Qué les ha dicho Abla? -Lee la azora y nos enseña a rezar, pero yo no sé. ¿Quién es Dios, papá? Se quedó pensando con sonrisa torcida. Luego: -Es el Creador del mundo. -¿De todo? -De todo. -¿Qué quiere decir Creador, papá? -Quiere decir que lo ha hecho todo. -¿Cómo, papá? -Con su Sumo poder. -¿Y dónde vive? -En todo el mundo. -¿Y antes del mundo? -Arriba... -¿En el cielo? -Sí... -Quiero verlo. -No se puede. -¿Ni en la televisión? -No. -¿Y no lo ha visto nadie? -Nadie. -¿Y por qué sabes que está arriba? -Porque sí. -¿Quién adivinó que estaba arriba? -Los profetas. -¿Los profetas? -Sí, como nuestro señor Mahoma. -¿Y cómo, papá? -Por una gracia especial. -¿Tenía los ojos muy grandes? -Sí. -¿Y por qué, papá? -Porque Dios lo creó así. -¿Y por qué, papá? Contestó tratando de no perder la paciencia: -Porque puede hacer lo que quiere... -¿Y cómo dices que es? -Muy grande, muy fuerte, todo lo puede... -¿Como tú, papá? Contestó disimulando una sonrisa: -Es incomparable. -¿Y por qué vive arriba?

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-Porque en la tierra no cabe, pero lo ve todo. Se distrajo un momento, pero volvió: -Pues Nadia me ha dicho que vivió en la tierra. -No es eso; es que lo ve todo como si viviese en todas partes. -Y también me ha dicho que la gente lo mató. -No, está vivo, no ha muerto. -Pues Nadia me ha dicho que lo mataron. -Qué va, cariñito, creyeron que lo habían matado pero estaba vivo. -¿El abuelo también está vivo? -No, el abuelo murió. -¿Lo han matado? -No, se murió. -¿Cómo? -Se puso enfermo y se murió. -Entonces ¿mi hermana va a morirse? Frunció las cejas y contestó advirtiendo un movimiento de reproche del lado de la madre: -Ni mucho menos, ella se curará si Dios quiere... -¿Por qué se murió entonces el abuelo? -Porque cuando se puso enfermo era ya mayor. -¡Pues tú eres mayor, has estado enfermo y no te has muerto! La madre lo miró regañona. Luego pasó la vista de uno a otro azorada. Él dijo: -Nos morimos cuando Dios lo dispone. -¿Y por qué dispone Dios que nos muramos? -Porque es libre de hacer lo que quiere. -¿Es bonito morirse? -Qué va, mi vida. -¿Y por qué Dios quiere una cosa que no es bonita? -Todo lo que Dios quiere para nosotros es bueno. -Pero tú acabas de decir que no lo es. -Me he equivocado, querida. -¿Y por qué mamá se ha enfadado cuando he dicho que por qué no te habías muerto? -Porque todavía no es la voluntad de Dios que yo muera. -¿Y por qué no, papá? -Porque Él nos ha puesto aquí y Él nos lleva. -¿Y por qué, papá? -Para que hagamos cosas buenas aquí antes de irnos. -¿Y por qué no nos quedamos siempre? -Porque si nos quedásemos no habría sitio para todos en la tierra. -¿Y dejamos las cosas buenas? -Sí, por otras mucho mejores. -¿Dónde están? -Arriba. -¿Con Dios? -Sí. -¿Y lo veremos? -Sí. -¿Y eso es bonito? -Claro. -Entonces, ¡vámonos! -Pero aún no hemos hecho cosas buenas. -¿El abuelo las había hecho? -Sí.

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-¿Cuáles? -Construir una casa, plantar un jardín... -¿Y qué había hecho el primo Totó? Por un momento se puso sombrío. Echó a la madre furtivamente una mirada desvalida, luego contestó: -Él también había construido una casa, aunque pequeña, antes de irse... -Pues Lulú el vecino me pega y nunca hace cosas buenas... -Es que él ha nacido anormal. -¿Y cuándo va a morirse? -Cuando Dios quiera. -¿Aunque no haga cosas buenas? -Todos tenemos que morir. Los que hacen cosas buenas se van con Dios y los que hacen cosas malas se van al infierno. Suspiró y se quedó callada. El padre se sintió materialmente aliviado. No sabía si lo había hecho bien o si se había equivocado. Aquel torrente de preguntas había removido interrogaciones sedimentadas en lo más hondo de sí. Pero la incansable criatura gritó: -¡Yo quiero estar siempre con Nadia! La miró inquisitivo y ella declaró: -¡En la clase de religión también! Se rió estrepitosamente, la madre también rió, él dijo bostezando: -Nunca imaginé que fuera posible discutir estas cuestiones a semejante nivel... Habló la mujer: -Llegará el día en que la niña crezca y puedas razonarle las verdades. Se volvió para comprobar si aquellas palabras eran sinceras o irónicas y la encontró enfrascada en el bordado.

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El desafío Mario Vargas Llosa

Estábamos bebiendo cerveza, como todos los sábados, cuando en la puerta del "Río Bar" apareció Leonidas; de inmediato notamos en su cara que ocurría algo. - ¿Qué pasa? - preguntó León. Leonidas arrastró una silla y se sentó junto a nosotros. - Me muero de sed. Le serví un vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leonidas sopló lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas. Luego bebió de un trago hasta la última gota. - Justo va a pelear esta noche - dijo, con una voz rara. Quedamos callados un momento. León bebió, Briceño encendió un cigarrillo. - Me encargó que les avisara - agregó Leonidas. - Quiere que vayan. Finalmente, Briceño preguntó: - ¿Cómo fue? - Se encontraron esta tarde en Catacaos. - Leonidas limpió su frente con la mano y fustigó el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. - Ya se imaginan lo demás... - Bueno - dijo León. Si tenían que pelear, mejor que sea así, con todas las de ley. No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace. - Sí - repitió Leonidas, con un aire ido.- Tal vez es mejor que sea así. Las botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos antes, habíamos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza. El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las parejas que habían buscado la penumbra del malecón comenzaban, también, a abandonar sus escondites. Por la puerta del "Río Bar" pasaba mucha gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en voz alta y reían. - Son casi las nueve - dijo León.- Mejor nos vamos. Salimos. - Bueno, muchachos - dijo Leonidas. - Gracias por la cerveza. - ¿Va a ser en "La Balsa", ¿no? - preguntó Briceño. - Sí. A las once. Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo. El viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parecía custodiar la ciudad. Caminamos hacia la plaza. Estaba casi desierta. Junto al Hotel de Turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar por su lado, descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonriendo. Era bonita y parecía divertirse. - El Cojo lo va a matar - dijo, de pronto, Briceño. - Cállate - dijo León. Nos separamos en la esquina de la iglesia. Caminé rápidamente hasta mi casa. No había nadie. Me puse un overol y dos chompas y oculté la navaja en el bolsillo trasero del pantalón, envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer que llegaba. - ¿Otra vez a la calle? - dijo ella. - Sí. Tengo que arreglar un asunto. El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresión que se había muerto. - Tienes que levantarte temprano - insistió ella - ¿Te has olvidado que trabajas los domingos? - No te preocupes - dije. - Regreso en unos minutos.

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Caminé de vuelta hacía el "Río Bar" y me senté al mostrador. Pedí una cerveza y un sándwich, que no terminé: había perdido el apetito. Alguien me tocó el hombro. Era Moisés, el dueño del local. - ¿Es cierto lo de la pelea? - Sí. Va ser en la "Balsa". Mejor te callas. - No necesito que me adviertas - dijo. - Lo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya sabemos. - El Cojo es un asco de hombre. - Era tu amigo antes... - comenzó a decir Moisés, pero se contuvo. Alguien llamó desde la terraza y se alejó, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado. - ¿Quieres que yo vaya? - me preguntó. - No. Con nosotros basta, gracias. - Bueno. Avísame si puedo ayudar en algo. Justo es también mi amigo. - Tomó un trago de mi cerveza, sin pedirme permiso. - Anoche estuvo aquí el Cojo con su grupo. No hacía sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve rezando porque no se les ocurriera a ustedes darse una vuelta por acá. - Hubiera querido verlo al Cojo - dije. - Cuando está furioso su cara es muy chistosa. Moisés se rio. - Anoche parecía el diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir náuseas. Acabé la cerveza y salí a caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la puerta del "Río Bar" vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le subía por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvió, descubriendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos decían que había sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leonidas aseguraba que había nacido en el día de la inundación, y que esa mancha era el susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa). - Acabo de llegar - dijo. - ¿Qué es de los otros? - Ya vienen. Deben estar en camino. Justo me miró de frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y volvió la cabeza. - ¿Cómo fue lo de esta tarde? Encogió los hombros e hizo un ademán vago. - Nos encontramos en el "Carro Hundido". Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa el cura, ahí mismo me degüellan. Se me echaron encima como perros. Como perros rabiosos. Nos separó el cura. - ¿Eres muy hombre? - gritó el Cojo. - Más que tú - gritó Justo. - Quietos, bestias - decía el cura. - ¿En "La Balsa" esta noche entonces? - gritó el Cojo. - Bueno - dijo Justo. - Eso fue todo. La gente que estaba en el "Río Bar" había disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador, pero en la terraza sólo estábamos nosotros. - He traído esto - dije, alcanzándole el pañuelo. Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía exactamente la dimensión de su mano, de la muñeca a las uñas. Luego sacó otra navaja de su bolsillo y comparó. - Son iguales - dijo. - Me quedaré con la mía, nomás. Pidió una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando. -No tengo hora - dijo Justo - Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos. A la altura del puente nos encontramos con Briceño y León. Saludaron a Justo, le estrecharon la mano.

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- Hermanito - dijo León - Usted lo va a hacer trizas. - De eso ni hablar - dijo Briceño. - El Cojo no tiene nada que hacer contigo. Los dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo seguridad e, incluso cierta alegría. - Bajemos por aquí - dijo León - Es más corto. - No - dijo Justo. - Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora. Era extraño ese temor, porque siempre habíamos bajado al cauce del río, descolgándonos por el tejido de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el minúsculo camino hacía el lecho del río, Briceño tropezó y lanzó una maldición. La arena estaba tibia y nuestros pies se hundían, como si anduviéramos sobre un mar de algodones. León miró detenidamente el cielo. - Hay muchas nubes - dijo; - la luna no va a servir de mucho esta noche. - Haremos fogatas - dijo Justo. - ¿Estás loco? - dije. - ¿Quieres que venga la policía? - Se puede arreglar - dijo Briceño sin convicción.- Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a oscuras. Nadie contestó y Briceño no volvió a insistir. - Ahí está "La Balsa" - dijo León. En un tiempo, nadie sabía cuándo, había caído sobre el lecho del río un tronco de algarrobo tan enorme que cubría las tres cuartas partes del ancho del cauce. Era muy pesado y, cuando bajaba, el agua no conseguía levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada año, "La Balsa" se alejaba más de la ciudad. Nadie sabía tampoco quién le puso el nombre de "La Balsa", pero así lo designaban todos. - Ellos ya están ahí - dijo León. Nos detuvimos a unos cinco metros de “La Balsa”. En el débil resplandor nocturno no distinguíamos las caras de quienes nos esperaban, solo sus siluetas. Eran cinco. Las conté, tratando inútilmente de descubrir al Cojo. - Anda tú - dijo Justo. Avancé despacio hacía el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresión serena. - ¡Quieto! - gritó alguien. - ¿Quién es? - Julián - grité - Julián Huertas. ¿Están ciegos? A mi encuentro salió un pequeño bulto. Era el Chalupas. - Ya nos íbamos - dijo. - Pensábamos que Justito había ido a la comisaría a pedir que lo cuidaran. - Quiero entenderme con un hombre - grité, sin responderle - No con este muñeco. - ¿Eres muy valiente? - preguntó el Chalupas, con voz descompuesta. - ¡Silencio! - dijo el Cojo. Se habían aproximado todos ellos y el Cojo se adelantó hacía mí. Era alto, mucho más que todos los presentes. En la penumbra, yo no podía ver; solo imaginar su rostro acorazado por los granos, el color aceituna profundo de su piel lampiña, los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus pómulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo; decían que en esa pierna tenía una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía pero nadie se la había visto. - ¿Por qué has traído a Leonidas? - dijo el Cojo, con voz ronca. - ¿A Leonidas? ¿Quién ha traído al Leonidas? El cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se acercó. - ¡Qué pasa conmigo! - dijo. Mirando al Cojo fijamente. - No necesito que me traigan, He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estas buscando pretextos para no pelear, dijo.

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El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y, rápido, llevé mi mano al bolsillo trasero. - No se meta, viejo - dijo el Cojo amablemente. - No voy a pelearme con usted. - No creas que estoy tan viejo - dijo Leonidas. - He revolcado a muchos que eran mejores que tú. - Está bien, viejo -dijo el Cojo.- Le creo. -Se dirigió a mí:- ¿Están listos? - Sí. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos. El Cojo se rió. - Tú bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes. Uno de los que estaban detrás del Cojo, se rió también. El Cojo me extendió algo. Estiré la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la había tomado del filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un estremecimiento, el metal parecía un trozo de hielo. - ¿Tienes fósforos, viejo? Leonidas prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela le lamió las uñas. A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la navaja, la medí a lo ancho y a lo largo, comprobé su filo y su peso. - Está bien - dije. Chunga caminó entre Leonidas y yo. Cuando llegamos entre los otros, Briceño estaba fumando y a cada chupada que daba resplandecerían instantáneamente los rostros de Justo, impasible, con los labios apretados; de León, que masticaba algo, tal vez una brizna de hierba, y del propio Briceño, que sudaba. - ¿Quién le dijo a usted que viniera? - preguntó Justo, severamente. - Nadie me dijo. - afirmó Leonidas, en voz alta. - Vine porque quise. ¿Va usted a tomarme cuentas? Justo no contestó. Le hice una señal y le mostré a Chunga, que había quedado un poco retrasado. Justo sacó su navaja y la arrojó. El arma cayó en algún lugar del cuerpo de Chunga y éste se encogió. - Perdón - dije, palpando la arena en busca de la navaja. - Se me escapó. Aquí está. -Las gracias se te van a quitar pronto - dijo Chunga. Luego, como había hecho yo, al resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la hoja, nos la devolvió sin decir nada, y regresó caminando a trancos largos hacía "La Balsa". Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el perfume de los algodonales cercanos, que una brisa cálida arrastraba en dirección al puente. Detrás de nosotros, a los dos costados del cauce, se veían las luces vacilantes de la ciudad. El silencio era casi absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente ladridos o rebuznos. - ¡Listos! - exclamó una voz, del otro lado. - ¡Listos! - grité yo. En el bloque de hombres que estaba junto a "La Balsa" hubo movimientos y murmullos; luego, una sombra renqueante se deslizó hasta el centro del terreno que limitábamos los dos grupos. Allí, vi al Cojo tantear el suelo con los pies; comprobaba si había piedras, huecos. Busqué a Justo con la vista; León y Briceño habían pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se desprendió rápidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Le extendí la mano. Comenzó a alejarse, pero Leonidas dio un salto y lo tomó de los hombros. El Viejo se sacó una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado. - No te le acerques ni un momento. - El viejo hablaba despacio, con voz levemente temblorosa. -Siempre de lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado con el estómago y la cara. Ten el brazo siempre estirado. Agáchate, pisa firme... Ya, vaya, pórtese como un hombre... Justo escuchó a Leonidas con la cabeza baja. Creí que iba a abrazarlo, pero se limitó a hacer un gesto brusco. Arrancó la manta de las manos del viejo de un tirón y se la envolvió en el brazo. Después se alejó; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza levantada. En su mano

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derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal despedía reflejos. Justo se detuvo a dos metros del Cojo. Quedaron unos instantes inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los ojos cuánto se odiaban, observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano derecha aplastada con ira en las navajas. De lejos, semiocultos por la oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que se aprestaban a pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la arena. Casi simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando, comenzaron a moverse. Quizá el primero fue Justo; un segundo antes, inició sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía desde las rodillas hasta los hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies. Sus posturas eran idénticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el codo hacia fuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el brazo izquierdo, envuelto por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado como un escudo a la altura del rostro. Al principio sólo sus cuerpos se movían, sus cabezas, sus pies y sus manos permanecían fijos. Imperceptiblemente, los dos habían ido inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en flexión, como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un salto hacia delante, su brazo describió un círculo veloz. El trazo en el vacío del arma, que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso cuando éste, que era rápido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco en torno del otro, deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez más intenso. El Cojo giraba sobre el sitio. Se había encogido más, y en tanto daba vueltas sobre sí mismo, siguiendo la dirección de su adversario, lo perseguía con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo se plantó; lo vimos caer sobre el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un segundo, como un muñeco de resortes. - Ya está - murmuró Briceño. - lo rasgó. - En el hombro - dijo Leonidas. - Pero apenas. Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil, tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experiencia y recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a seguirlo. Este lo perseguía a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo huía arrastrando los pies, agachado hasta casi tocar la arena sus rodillas. Justo estiró dos veces el brazo, y las dos halló sólo el vacío. "No te acerques tanto" dijo Leonidas, junto a mí, en voz tan baja que sólo yo podía oírlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se había empequeñecido, replegándose sobre sí mismo como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que oíamos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante después surgió a un costado de la sombra gigantesca, otra, más delgada y esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla invisible entre los luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo; movía su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo lo que había ocurrido en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo. "¡Sal de ahí!", dijo Leonidas muy despacio. "¿Por qué demonios peleas tan cerca?". Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje secreto, Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo. Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con la velocidad de los relámpagos, pero los amagos no sorprendían a ninguno: al movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar

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una piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver las caras, pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera en medio de ellos; el Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los párpados, su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con un temblor inverosímil; y Justo con su máscara habitual de desprecio, acentuada por la cólera, y sus labios húmedos de exasperación y fatiga. Abrí los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocado, ciegamente sobre el otro, dándole todas las ventajas, ofreciendo su rostro, descubriendo absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extrañamente en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosión debió sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó indeciso y, cuando se inclinó, alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no había sido inútil del todo. Con el choque, la noche que nos envolvía se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quién era quién, sin saber de qué brazo partían esos golpes, qué garganta profería esos rugidos que se sucedían como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando hacía el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados, las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como en un espectáculo de magia. Debimos estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió, cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. "Hay que pararlos”, dijo la voz de León. “Ya basta". Pero antes que intentáramos movernos, el Cojo había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena, revolviéndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del río, como durmiendo. Me aprestaba a correr hacia ellos cuando, quizá adivinando mi intención, alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído, cimbreándose peor que un borracho. Era el Cojo. En el forcejeo, habían perdido hasta las mantas, que reposaban un poco más allá, semejando una piedra de muchos vértices. "Vamos", dijo León. Pero esta vez también ocurrió algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se incorporaba, difícilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubriendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una visión horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se tambaleaba. No había apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces una voz que todos conocíamos, pero que no hubiéramos reconocido esta vez si nos hubiera tomado de sorpresa en las tinieblas. - ¡Julián! - grito el Cojo. - ¡Dile que se rinda! Me volví a mirar a Leonidas, pero encontré atravesado el rostro de León: observaba la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo, Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre el enemigo extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libró fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacía atrás: - ¡Don Leonidas! -gritó de nuevo con acento furioso e implorante.- ¡Dígale que se rinda! - ¡Calla y pelea! - bramó Leonidas, sin vacilar. Justo había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas, que era viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo. Con la angustia que

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nacía de lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose, los vimos forcejear en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez más: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo se había retirado hacia los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a ratos en el cuerpo flácido, mojado y frío, de malagua varada. Briceño y León se quitaron sus sacos lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqué la manta de Leonidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le cubrí la cara, a tientas, sin mirar. Luego, entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos llevaría a la ciudad. - No llore, viejo - dijo León. - No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras. Leonidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo. A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté. - ¿Lo llevamos a su casa, don Leonidas? - Sí - dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le decía.

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Dos pares de calcetines

Juan José Millás

Tuve un accidente en la calle. Un coche me empujó y al caer me golpeé la cabeza

contra el suelo. Cuando volví en mí, estaba en la camilla de un hospital. Lo supe antes de abrir los ojos, quizá por el olor a quirófano, por los murmullos médicos, por el roce de las batas sobre los muslos de las enfermeras. «Estoy en un hospital», me dije, e inmediatamente recordé que había salido de casa con dos pares de calcetines. Siempre me pongo dos pares, uno de lana y otro de nailon. El de nailon, por encima del de lana. Me parece que de este modo llevo mejor sujetos los pies. No se trata de nada razonable, de manera que tampoco intentaré explicarlo. Adquirí la costumbre de adolescente, en un internado donde hacía frío, y la costumbre se convirtió en una superstición. Si no me pongo los dos pares, salgo con miedo a que me ocurra algo. Es probable que si el día del accidente hubiera llevado un solo par, el coche me hubiera matado en vez de dejarme sin sentido.

El caso es que estaba sobre la camilla de un hospital, desnudo, lo que significaba que alguien, al quitarme la ropa, se había dado cuenta de mi excentricidad. Mantuve los ojos cerrados, fingiendo que continuaba desmayado, mientras improvisaba una explicación. Se supone que si a alguien le sorprenden con dos pares de calcetines debe justificarse de algún modo. Abrí los ojos y vi a una enfermera sonriéndome. No me reprochó nada. — ¿Qué ha pasado? —dije para ganar tiempo. — ¿No lo recuerda usted?

Comprendí que estaba tratando de ver si el golpe me había afectado gravemente y dije la verdad por miedo a que me operaran. —Me golpeó un coche. — ¿Se acuerda de cómo se llama?

Dije mi nombre, correctamente al parecer, y después me puso delante de los ojos tres dedos de una mano para comprobar que no veía cuatro o cinco. Enrojecí de vergüenza o de pánico. Temí que de un momento a otro me pusiera delante de la cara un par de calcetines, para que los contara en voz alta. Se asustó al verme enrojecer por si se debía a una subida de tensión. Las secuelas de los golpes en la cabeza pueden aparecer horas más tarde del accidente. — ¿Estoy en La Paz, en el Ramón y Cajal o en el Gregorio Marañón? —pregunté para demostrar mi cultura hospitalaria. Pensé que de ese modo no sacaría a relucir el asunto de los calcetines. — ¿En qué ciudad se encuentran esos hospitales? —preguntó ella a su vez. —En Madrid —respondí dócilmente, siempre con el temor de que la siguiente pregunta fuera la de los calcetines.

De pequeño, cuando salía a la calle, mi madre siempre me preguntaba si llevaba la ropa interior limpia. «Si tienes un accidente, en los hospitales lo primero que hacen es desnudarte. Me imagino que no te gustaría que las enfermeras te vieran con la ropa interior sucia», decía.

Ese temor me ha acompañado siempre. Hasta para ir a por el periódico me pongo ropa limpia. Sin embargo, nunca había calculado el peligro de que me pillaran con dos pares de calcetines, uno encima de otro, y pensé que se trataba de la típica rareza que implicaba alguna clase de perversión venérea, tampoco sabría decir cuál. — ¿Quiere que avisemos a alguien? —preguntó al fin. — ¿Me tienen que operar o algo así?

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—No, no —dijo riéndose—, está todo en regla, pero es mejor que pase la noche aquí, en observación.

Al poco apareció mi madre y tras cerciorarse de que estaba entero me preguntó si llevaba la ropa interior limpia cuando me atropelló el coche. —Acababa de cambiarme —dije, lo que la llenó de orgullo, no todo el mundo puede recoger de un modo tan palpable los frutos de su trabajo educativo. —Pero llevaba dos pares de calcetines —añadí avergonzado. — ¿Cómo que llevabas dos pares de calcetines? ¿Y eso por qué? —Por una superstición. Temo que me ocurra algo si salgo con un solo par. Mi madre me miró con rencor y comprendí que le acababa de asestar uno de los golpes más fuertes de su vida. — ¡Qué vergüenza! —dijo, y cuando entró la enfermera le contó que en realidad yo era adoptado.

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Instrucciones para subir una escalera

Julio Cortázar

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal

que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca

paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en

espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la

mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente,

se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños,

formados como se ve por dos elementos, se situó un tanto más arriba y adelante que el

anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá

formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un

primer piso.

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan

particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos

colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los

peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para

subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo,

envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el

escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge

la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con

el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el

segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los

primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La

coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente

de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).

Llegando en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los

movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un

ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del

descenso.

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Los asesinos Ernest Hemingway

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador. -¿Qué van a pedir? -les preguntó George. -No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al? -Qué sé yo -respondió Al-, no sé. Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba. -Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero. -Todavía no está listo. -¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta? -Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis. George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador. -Son las cinco. -El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre. -Adelanta veinte minutos. -Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer? -Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté. -A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas. -Esa es la cena. -¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena? -Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado... -Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes. -Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador. -¿Hay algo para tomar? -preguntó Al. -Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George. -Dije si tienes algo para tomar. -Sólo lo que nombré. -Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama? -Summit. -¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo. -No -le contestó éste. -¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al. -Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo. -Así es -dijo George. -¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George. -Seguro. -Así que eres un chico vivo, ¿no? -Seguro -respondió George. -Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al? -Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?

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-Adams. -Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max? -El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max. George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina. -¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al. -¿No te acuerdas? -Jamón con huevos. -Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba. -¿Qué miras? -dijo Max mirando a George. -Nada. -Cómo que nada. Me estabas mirando a mí. -En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al. George se rió. -Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes? -Está bien -dijo George. -Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena. -Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo. -¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max. -Eh, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador. -¿Por? -preguntó Nick. -Porque sí. -Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador. -¿Qué se proponen? -preguntó George. -Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina? -El negro. -¿El negro? ¿Cómo el negro? -El negro que cocina. -Dile que venga. -¿Qué se proponen? -Dile que venga. -¿Dónde se creen que están? -Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso? -Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá. -¿Qué le van a hacer? -Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro? George abrió la portezuela de la cocina y llamó: -Sam, ven un minutito. El negro abrió la puerta de la cocina y salió. -¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador. -Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí. El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador: -Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete. -Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo. El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna. -Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?

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-¿De qué se trata todo esto? -Eh, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto. -¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina. -¿De qué crees que se trata? -No sé. -¿Qué piensas? Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo. -No lo diría. -Eh, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa. -Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal. -Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar? George no respondió. -Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson? -Sí. -Viene a comer todas las noches, ¿no? -A veces. -A las seis en punto, ¿no? -Si viene. -Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine? -De vez en cuando. -Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine. -¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo? -Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio. -Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina. -¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George. -Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo. -Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado. -Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo? -Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento. -¿Tengo que suponer que estuviste en un convento? -Uno nunca sabe. -En un convento judío. Ahí estuviste tú. George miró el reloj. -Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo? -Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después? -Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento. George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un conductor de tranvías. -Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena? -Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media. -Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte. -Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero. -Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina. -No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo. A las siete menos cinco George habló: -Ya no viene.

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Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió. -El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo. -¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir. -Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max. Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco. -Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene. -Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina. En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo. -¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó. -Vamos, Al -insistió Max. -¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro? -No va a haber problemas con ellos. -¿Estás seguro? -Sí, ya no tenemos nada que hacer acá. -No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado. -Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no? -Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas. -Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte. -Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo. Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero. -No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme. Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca. -¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad. -Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer. -¿A Ole Andreson? -Sí, a él. El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares. -¿Ya se fueron? -preguntó. -Sí -respondió George-, ya se fueron. -No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada. -Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson. -Está bien. -Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte. -Si no quieres no vayas -dijo George. -No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen. -Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive? El cocinero se alejó. -Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo. -Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.

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-Voy para allá. Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada. -¿Está Ole Andreson? -¿Quieres verlo? -Sí, si está. Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta. -¿Quién es? -Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer. -Soy Nick Adams. -Pasa. Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick. -¿Qué pasa? -preguntó. -Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo. Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada. -Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar. Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra. -George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase. -No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente. -Le voy a decir cómo eran. -No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme. -No es nada. Nick miró al grandote que yacía en la cama. -¿No quiere que vaya a la policía? -No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea. -¿No hay nada que yo pueda hacer? -No. No hay nada que hacer. -Tal vez no lo dijeron en serio. -No. Lo decían en serio. Ole Andreson volteó hacia la pared. -Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá. -¿No podría escapar de la ciudad? -No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar. Seguía mirando a la pared. -Ya no hay nada que hacer. -¿No tiene ninguna manera de solucionarlo? -No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir. -Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick. -Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir. Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared. -Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo

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como este", pero no tenía ganas. -No quiere salir. -Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías? -Sí, ya sabía. -Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable. -Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick. -Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Bell. -Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick. -Buenas noches -dijo la mujer. Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador. -¿Viste a Ole? -Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir. El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina. -No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina. -¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George. -Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata. -¿Qué va a hacer? -Nada. -Lo van a matar. -Supongo que sí. -Debe haberse metido en algún lío en Chicago. -Supongo -dijo Nick. -Es terrible. -Horrible -dijo Nick. Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador. -Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick. -Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan. -Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick. -Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer. -No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible. -Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.

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ANTOLOGÍA DE CUENTOS 3º ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES CARLOS BOUSOÑO. 30

Cuentos Eduardo Galeano El carpintero Orlando Goicoechea reconoce las maderas por el olor, de qué árboles vienen, qué edad tienen, y oliéndolas sabe si fueron cortadas a tiempo o a destiempo y les adivina los posibles contratiempos. El es carpintero desde que hacía sus propios juguetes en la azotea de su casa del barrio de Cayo Hueso. Nunca tuvo máquinas ni ayudantes. A mano hace todo lo que hace, y de su mano nacen los mejores muebles de La Habana: mesas para comer celebrando, camas y sillas que te da pena levantarte, armarios donde a la ropa le gusta quedarse. Orlando trabaja desde el amanecer. Y cuando el sol se va de la azotea, se encierra y enciende el video. Al cabo de tantos años de trabajo, Orlando se ha dado el lujo de comprarse un video, y ve una película tras otra. No sabía que eras loco por el cine le dice un vecino. Y Orlando le explica que no, que a él el cine ni le va ni le viene, pero gracias al video puede detener las películas para estudiar los muebles.

Rasca El pastor Miguel Brun me contó que hace algunos años estuvo con los indios del Chaco paraguayo. Él formaba parte de una misión evangelizadora. Los misioneros visitaron a un cacique que tenía prestigio de muy sabio. El cacique, un gordo quieto y callado, escuchó sin pestañear la propaganda religiosa que le leyeron en lengua de los indios. Cuando la lectura terminó, los misioneros se quedaron esperando. El cacique se tomó su tiempo. Después, opinó: —Eso rasca. Y rasca mucho, y rasca muy bien. Y sentenció: —Pero rasca donde no pica.

Celebración de la amistad En los suburbios de La Habana, llaman al amigo mi tierra o mi sangre.

En Caracas, el amigo es mi pana o mi llave: pana, por panadería, la fuente del buen pan para

las hambres del alma; y llave por...

-Llave, por llave -me dice Mario Benedetti.

Y me cuenta que cuando vivía en Buenos Aires, en los tiempos del terror, él llevaba cinco llaves

ajenas en su llavero: cinco llaves, de cinco casas, de cinco amigos: las llaves que lo salvaron.

El mundo Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.

A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que

somos un mar de fueguitos.

—El mundo es eso —reveló—. Un montón de gente, un mar de fueguitos.

Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.

No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores.

Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire

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de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida

con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.

Puntos de vista Desde el punto de vista del sur, el verano del norte es invierno. Desde el punto de vista de una lombriz, un plato de espaguetis es una orgía. Donde los hindúes ven una vaca sagrada, otros ven una gran hamburguesa. Desde el punto de vista de Hipócrates, Galeno, Maimónides y Paracelso, existía una enfermedad llamada indigestión, pero no existía una enfermedad llamada hambre. Desde el punto de vista de sus vecinos del pueblo de Cardona, el Toto Zaugg, que andaba con la misma ropa en verano y en invierno, era un hombre admirable: -El Toto nunca tiene frío -decían. El no decía nada. Frío tenia, pero no tenia abrigo. Desde el punto de vista del búho, del murciélago, del bohemio y del ladrón, el crepúsculo es la hora del desayuno. La lluvia es una maldición para el turista y una buena noticia para el campesino. Desde el punto de vista del nativo, el pintoresco es el turista. Desde el punto de vista de los indios de las islas del mar Caribe, Cristóbal Colon, con su sombrero de plumas y su capa de terciopelo rojo, era un papagayo de dimensiones jamás vistas. Desde el punto de vista del oriente del mundo, el día del occidente es noche. En la India, quienes llevan luto visten de blanco. En la Europa antigua, el negro, color de la tierra fecunda, era el color de la vida, y el blanco, color de los huesos, era el color de la muerte. Según los viejos sabios de la región colombiana del Choco, Adán y Eva eran negros y negros eran sus hijos Caín y Abel. Cuando Caín mato a su hermano de un garrotazo, tronaron las iras de Dios. Ante las furias del señor, el asesino palideció de culpa y miedo, y tanto palideció que blanco quedo hasta el fin de sus días. Los blancos somos, todos, hijos de Caín. Si Eva hubiera escrito el Génesis, ¿cómo sería la primera noche de amor del género humano? Eva hubiera empezado por aclarar que ella no nació de ninguna costilla, ni conoció a ninguna serpiente, ni ofreció manzanas a nadie, y que Dios nunca le dijo que parirás con dolor y tu marido te dominara. Que todas esas son puras mentiras que Adán contó a la prensa. Si las Santas Apóstolas hubieran escrito los Evangelios, ¿cómo sería la primera noche de la era cristiana? San José, contarían las Apóstolas, estaba de mal humor. Él era el único que tenía cara larga en aquel pesebre donde el niño Jesús, recién nacido, resplandecía en su cuna de paja. Todos sonreían: la Virgen María, los angelitos, los pastores, las ovejas, el buey, el asno, los magos venidos del Oriente y la estrella que los había conducido hasta Belén de Judea. Todos sonreían, menos uno. San José, sombrío, murmuro: -Yo quería una nena. En la selva, ¿llaman ley de la ciudad a la costumbre de devorar al más débil? Desde el punto de vista de un pueblo enfermo, ¿qué significa la moneda sana? La venta de armas es una buena noticia para la economía, pero no es tan buena para sus difuntos. Desde el punto de vista del presidente Fujimori, está muy bien asaltar al Poder Legislativo y al Poder Judicial, delitos que fueron premiados con su reelección, pero está muy mal asaltar una embajada, delito que fue castigado con una aplaudida carnicería.