antiguallas . cuentos de ficción histórica

84
VictoriaTrucco ©2014 Hecho el depósito que prevé la ley 11.723 YO, CHABELA Soy Chabela, nací hace doce años, o eso me dijeron. La noche me llena de temor. Los rostros de mis compañeras, a la luz pálida de la luna, parecen máscaras de muerte. La luna misma es siniestra, y temo mirarla. Me tapo con la manta para dejar de ver, pero de vez en cuando espío si algún espectro se acerca a mi catre, y me hundo en el colchón de paja para confundirme en él y ya no sentir nada. _Ay mi Virgencita, dejame dormir, calentame los pies, abrazame. Sí, dormir, descansar. La Virgen se parece a mi mamá. Todavía recuerdo su rostro, aunque no sé si es el de la Virgen del Rosario a la que le rezamos en la Capilla. Son muy parecidas. Ojos dulces, dorados, piel suave, un rebozo oscuro, dedos largos, no sé, estoy confundida, _¡Madre!, ¿Virgencita?, ¿Mamá?. Otra vez mojé el camisón y las sábanas, pero jamás juntaré valor para levantarme a buscar la bacinilla. Prefiero el castigo. No tomaré más agua, moriré de sed, pero no lograrán que me levante. Ellos no entienden. Tengo que pasar inadvertida para las presencias fantasmales de la noche. Si logro morir cada noche, no van a perseguirme. _¡Señoritas!, ¡Señoritas! ¡A levantarse!, ¡Vamos que es

Upload: victoria-trucco

Post on 13-Dec-2015

11 views

Category:

Documents


3 download

DESCRIPTION

El relato ficcional goza de ventajas con respecto a la historia. En él, es lícito describir intencionalidades, sentimientos, sensaciones, creencias, recuerdos, emociones, es decir, toda la subjetividad de la naturaleza humana y sus contradicciones que la historia académica no puede abordar. También juega la subjetividad del autor, por supuesto, pero limitada por el marco espacial y temporal de los hechos que efectivamente sucedieron. Visto de esta manera, la ficción complementa y nutre el relato fáctico y le da una nueva dimensión más humana.

TRANSCRIPT

Page 1: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

VictoriaTrucco                                                                                                                                                ©2014 Hecho el depósito que prevé la ley 11.723

YO, CHABELA

 

   Soy Chabela, nací  hace doce años, o eso me dijeron.

   La noche me llena de temor.  Los rostros de mis compañeras, a la luz pálida de la luna, parecen máscaras de muerte. La luna misma es siniestra, y temo mirarla. Me tapo con la manta para dejar de  ver, pero de vez en cuando espío si algún espectro se acerca a mi catre, y me hundo en el colchón de paja para confundirme en él y ya no sentir nada. _Ay  mi Virgencita, dejame dormir,  calentame los pies, abrazame.   Sí,  dormir, descansar.  La Virgen se parece a mi mamá. Todavía recuerdo su rostro, aunque no sé si es el de la Virgen del Rosario a la que le rezamos en la Capilla. Son muy parecidas. Ojos dulces, dorados, piel suave, un rebozo oscuro, dedos largos, no sé,  estoy confundida, _¡Madre!, ¿Virgencita?, ¿Mamá?.    Otra vez mojé el camisón y las sábanas, pero jamás juntaré valor para levantarme a buscar la bacinilla. Prefiero el castigo. No tomaré más agua, moriré de sed, pero no lograrán que me levante. Ellos no entienden.  Tengo que pasar inadvertida para las presencias fantasmales de la noche. Si logro morir cada noche, no van a perseguirme._¡Señoritas!, ¡Señoritas! ¡A levantarse!, ¡Vamos que es tarde! ¡La pereza es un pecado niñas! _gritaba  con tono firme la celadora cada mañana.    Apenas puedo abrir los ojos,  el cuerpo me pesa. Claro, todavía no soy alma pura, como puedo, sigo a mis compañeras hasta la puerta de la sala de baño y entramos ordenadamente. En el gran fuentón, el agua helada me devuelve a la vida. Enjuago mi boca y tiritando de frío corro a mi catre para vestirme, la luz de las velas se confunde con la luz del amanecer y me tranquiliza el movimiento de la mañana, cuando todo parece recobrar su forma normal. Arreglo mi manta, escondo mi camisón bajo mi pequeña almohada aún húmeda por las lágrimas y el colchón que, bueno, trataré de taparlo rápido con la manta._¡Rápido señoritas, que comienza la misa de Prima!   En silencio, nos juntamos en la parroquia. Trato de formarme  bajo mi Señora del Rosario que me observa complacida. Pienso que es hermosa, Madre querida, madrecita. Estira hacia mí sus brazos generosos, sus ojos dulces me miran. Se me aflojan las rodillas, estoy mareada, ya no puedo, no puedo…   Despierto en la cocina. La hermana Delfina mojó mi cara con agua fresca. Mis compañeras están en silencio frente a tazones de mate cocido dispuestos en tres largas mesas.  Una galleta de maíz acompaña cada tazón. Me preguntan si ya estoy mejor, y

Page 2: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

aunque no respondo, me envían a desayunar.   Eso me gusta. Los desayunos mudos son divertidos. El olor a yerba hervida y a pan caliente  invaden el comedor. Ese olor familiar me acompañará toda mi vida, y aunque a veces padecíamos hambre, la sensación de plenitud que nos creaban los desayunos no pasaba seguramente por el estómago.   A falta de palabras,  nos hacemos gestos y mohines, y a veces nos tienta  la risa que  explota tan contenida como es posible. Ninguna es tan graciosa como Joaquina, que revolea sus ojos inflando sus mejillas y torciendo la boca , pero  ninguna es tan audaz como Josefa, que casi en la misma cara de la celadora Eugenia, mueve sus cejas de arriba abajo y frunce la nariz , acortando el labio superior que deja ver dos dientes torcidos que no asoman aún del todo. A veces, la señorita Eugenia, advierte nuestro intercambio y nos manda a comer en el piso como castigo. Y allí vamos, más tentadas todavía pero obedientes, con nuestros tazones y nuestra galleta.   Del desayuno nos formamos para  pasar al aula atravesando largos pasillos de techo abovedado. La Casa de Huérfanas era una antigua construcción de la época de la peste.  La vecindad con el tétrico hospital de mujeres en la misma calle de la Piedad,  no ayuda a mejorar su estampa. Las hermanas nos contaron  que estas casas se hicieron para albergar los cuerpos apestados de los que nada tenían.  Una tarde,  Clarita,  una de las monitoras,   nos relató historias adobadas con extraños  ruidos de cadenas  durante la noche, que se arrastraban por los viejos techos. Y cual de nosotras no sintió las presencias etéreas de espíritus que deambulaban por los pasillos lamentándose.   Con semejante antecedente, las internadas esperábamos y a la vez temíamos algún encuentro con estas almas en pena, que nos observaban desde siempre. Y la creencia se hizo tan familiar, que así se explicaban las desapariciones de objetos y de comida de la despensa, a pesar del grueso llavero de pesadas llaves que la hermana Francisca llevaba colgando de una presilla en su cintura, y que habían dejado más de una marca en los cueros cabelludos de las pupilas que no se comportaban en la formación.    Silenciosamente, entramos en el aula. Nos distribuimos en sillas alrededor de las diez mesas desiguales que componen el mobiliario y  Sor Clelia  y una monitora, siempre severas, nos  recomiendan una vez más,  cómo debíamos lucir y cuáles debían ser nuestros modales. Sólo entonces, se comenzaban las lecciones.    Disfruto del oficio de aprender.   Las clases de confituras son muy animadas. Las huérfanas, las niñas de familias decentes y las sirvientas negras compartíamos el aprendizaje  de almíbares e hilos de azúcar. Las hermanas eran diestras reposteras y sus ricuras eran famosas en las tertulias porteñas.   Mucho menos nos place lavar o planchar, pero era una entrada de dinero que la casa de huérfanas  no podía despreciar.    Cierto es, que por lo menos a mí, las pequeñas labores de costuras y bordados me sosegaban el espíritu. Con delicados hilos de seda y agujas que  pinchan las gasas o los linos formando cadenetas, medio puntos, nudos, vainillas o gross point, se formaban hermosos diseños. La maestra de bordado decía que estas labores fortalecían nuestro carácter y disciplinaban nuestra voluntad. Por ello nos dejaban mezclar colores y texturas, pero con moderación, ya que los hilos los dona una benefactora y no hay que abusar de su generosidad.  Parece que tengo talento para la difícil tapicería de aguja, hecha con cañamazo, según dijo la maestra de bordado, y al salir del colegio, podría ganarme la vida esas labores  por encargo. Y a modo de sentencia agregaba: _Muchas mujeres mantienen a sus familias con ese oficio.   Pero a pesar de esa recomendación y entre todas las lecciones, siempre preferí las de

Page 3: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

Gramática. El misterio de palabras que juntas, representan universos distintos de pensamientos, situaciones, sensaciones, conflictos o sentimientos es para mí tan atrayente, que muda y atenta, transcurro las dos horas en que la maestra se empeña en explicarnos –y explicarse- las reglas gramaticales y sus infinitas combinaciones. Amo la gramática, devoro los pocos escritos que caen en mis manos y sueño con que tal vez, un día, pueda escribir en un papel cómo me siento, y ser yo, y escribir cómo es ser yo.    Los días pasan iguales. Y las noches, las temidas noches y sus seres fantasmales, también. Trato de comprender por qué me impresiona tanto la oscuridad, por qué me transformo en otra temerosa y espantada criatura tan distinta a  Chabela  de día. No encuentro la respuesta a mis preguntas, ¡hay tanto que no sé de mi misma! Lo que sí cambia es mi cuerpo. Mis amigas dicen que soy bonita, que mi piel es tersa, que mis ojos son melancólicos pero hermosos. No sé, odio la vanidad, pero cuánto me gusta agradar.       Y una tarde cualquiera de esos días iguales, la rutina rompió su monotonía. Mi amiga Juana nos contó que escuchó rumores sobre la visita del Virrey al colegio. Todo el mundo anda de aquí para allá, limpiando, barriendo, lustrando y ordenando. No conocemos la razón por la cual  una dignidad  tan alta quiere conocer nuestra casa, tan humilde. El buen señor Virrey está haciendo gestiones para protegernos con fondos que no sean públicos. Hizo traer una enorme  imprenta desde el norte. Y ante nuestras preguntas, nos explican que  es una  gran máquina que sirve para producir escritos y que trabajará para nosotras, para mantener nuestros gastos. Nada nos hace más feliz.  Un aire renovado recorre el colegio, y la expectativa de la visita nos entusiasma.   Por fin llega el día. Las niñas con prendas limpias, peinadas y aseadas, forman fila esperando ansiosamente la entrada de su Excelencia. Rumores crecientes de saludos y reverencias en los pasillos y finalmente entra el Virrey, digno, elegante y lejano. Lo acompañan varios funcionarios, pero él se dirige especialmente a un muchacho y luego le pide que elija a una de nosotras. El muchacho vacila, piensa y luego le pide a su Excelencia que elija por él.   El Virrey lo hace, y ante mi sorpresa me elige. Le han comentado de mis inquietudes, mi virtud natural y mi belleza.  Reprimiendo la curiosidad, preparo mis escasas pertenencias, lista para abandonar la casa. Supongo que iré a servir en alguna casa importante. Mis compañeras me rodean, algunas tristes, otras indiferentes y la mayoría con un sentimiento muy parecido a la envidia, tan condenada como inevitable.    Pero contra toda suposición, el Virrey había elegido para el muchacho andaluz la que creyó la más adecuada de las esposas. Mucho había tardado en encontrar a alguien capaz de poner en funcionamiento la vieja imprenta jesuita, y aquel sargento de Dragones destacado en Montevideo y con experiencia de prensista en  Cádiz era la esperanza de don Vértiz. Con el doble fin de premiarlo y a la vez estimularlo para que  se establezca en Buenos Aires, lo instó a fundar una familia.   El sabio Virrey no se equivocó.  Su intuición y su larga experiencia lo condujeron  hacia un resultado conveniente, dándole a Garrigós una musa que lo inspire a dar lo mejor de sí en la industria prensista, colaborar de esta manera en la manutención del orfanato de niñas y rescatar a una niña huérfana de la pobreza segura o del servicio doméstico.     En cuanto a mí, doña Maria Isabel Congé, el terror nocturno desapareció de a poco y me amigué con la luna,  porque mi querido Garrigós, fue  el mejor de los maridos  posibles

Page 4: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

MALA SIEMBRA.

 

   Amadeo hablaba con las plantas, y eso le había provocado cierta fama de excéntrico, nada deseable en un medio cuya chatura predisponía a confundir las rarezas con la locura o peor aún , con actividades non sanctas.  Pero, lo que nadie percibía, era que las plantas  respondían a  sus estados de ánimo y a sus cuidados. Lo consolaban, lo divertían y definitivamente,  lo acompañaban. Hombre extraño el italiano, su amor por los seres verdes venía de muy atrás, de sus ancestros piamonteses.  Y fue ese amor el que lo impulsó a dejar su tierra, convulsionada por las guerras napoleónicas.    Heredero de la experiencia de padres y abuelos  horticultores, las lecturas de antiguos herbolarios,  el saber práctico de los nativos indígenas,  la transmisión oral de las viejas curanderas o los intercambios de información con los sabios botánicos clericales, todo lo invirtió en sus tierras al este del rio Matanza, donde gastó sus ahorros en instalar el taller, la plantación y los  conchabos de mulatos libertos. ¡Y vaya si sabían de recetas de sanación esas negras! Recetas para  todo, incluso  para enamorar, para doblegar, o para matar.  Amadeo las escuchaba atentamente, pero se resistía a penetrar ese mundo de hechizos y conjuros, sólo lo observaba de lejos con recelo y volvía  a los poderes de las hierbas  que aliviaban padecimientos, mejoraban el gusto de las comidas o brindaban a quienes las utilizaban, estados de beatitud. Para los agricultores de la zona, Amadeo era una rara avis, ya que ellos no sabían demasiado de hierbas medicinales o de  aromáticas.  Ni les interesaban tampoco demasiado. Se limitaban a las hortalizas, los cereales, los tubérculos y las frutas que producían en sus quintas para vender en Buenos Aires.   Sin embargo, el antiguo arte de Amadeo, tenía su clientela. Unos requerían plantas aromáticas para adobos, entremeses  y aderezos, pero los más buscaban yuyos  para  pociones y limpiezas. Algunas viejas bajo sospecha, buscaban plantas abortivas y venenos, pero los que verdaderamente atraían el interés de Amadeo eran los sanadores, aquellos interesados en aliviar el dolor de la gente. Para ellos, Amadeo investigaba  procedimientos para extraer las virtudes de las plantas logrando obtener aceites y extractos, esencias y tinturas, ungüentos y tópicos, brebajes y jarabes. Su taller, como solía llamarlo, contaba muchos estantes con frascos de  vidrio conteniendo raíces y tallos, etiquetados y fechados,  mientras en anaqueles sombríos  secaba hierbas para concentrar sus poderes. Probaba  bayas y semillas y las clasificaba en dulces o amargas, perfumadas o picantes.  Ensayaba en sí mismo el efecto de hierbas diuréticas, laxantes, antifebriles, heméticas, antitusivas, dormideras, en fin, Amadeo era un verdadero y apasionado pesquisidor de las cualidades vegetales   Y quiso la naturaleza de su negocio, proveerlo de interesantes amigos como el francés Aignasse, gran cocinero nostalgioso de la época virreinal,  cuando los banquetes eran verdaderamente  cortesanos. La  sociedad había cambiado y misiu Ramón, como lo llamaban, promotor incansable de platos a la europea en sus múltiples emprendimientos, mataba horas de su ocupado tiempo charlando con Amadeo y disfrutando del aroma a especies que tanto lo deleitaba, mientras delegaba a sus socios italianos la carga del día a día.  M. Aignasse visitaba con frecuencia el taller de Amadeo para comprar hierbas que  utilizaba en sus locales. Comprobaba con placer sus gustos, sus texturas,  sus perfumes y

Page 5: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

podía permanecer horas en busca de las novedades recién llegadas, o de los delicados cultivos de Amadeo, producto de las semillas y plantines que M. Ramón le había proporcionado y que el italiano esperaba ansiosamente con cada cargamento llegado de Europa.     En un tiempo sin apremios, los dos hombres disfrutaban de múltiples temas de conversación. Pero grande era el gozo del franchute, cuando se encarnizaba en sus críticas a la competencia.  Reía del supuesto pasado gastronómico de los Faunch y de la comida simplona de la viuda de Thorne. Se indignaba con la inglesa Clarck , su pasado oscuro y su fonda, que los albiones usaban de aguantadero. Decía que cualquier improvisado llegaba a estas tierras a practicar con impericia el delicado arte de la cocina y seguía mascullando contra sus colegas europeos para concluir que un asado con cuero cortado a cuchillo por un criollo, era un manjar preferible a un plato elaborado por aquellos  advenedizos. Amadeo también reía y asentía, pero sin hacer comentarios,  porque los nombrados por Misiu Aignasse,  también eran clientes suyos, y no hubiera sido ético sumarse a las críticas. Amadeo sabía lo duro que era iniciar un negocio como el suyo en un medio virgen como aquel y ante todo, respetaba el trabajo duro de sus clientes.    De otro calibre  pero realmente curiosas también, eran las extrañas charlas  con el abuelo Juan, viejo curandero guaraní escapado del desgüace de las Misiones y reconocido en la campaña como inefable curador de todo tipo de males, para lo cual empleaba la cosmovisión ancestral de su noble raza.  Pero no era el único con poderes curativos, desde una cultura diferente pero tan noble y antigua como la guaraní, visitaba el taller el taita Willki, anciano colla devenido pampeano hacia décadas, a fuerza de chocar en su puna natal con capataces de minas inescrupulosos con sus indios.  Ambos venían a buscar hierbas curativas, y dejaban en el taller de Amadeo mezclas de yuyos seleccionados según la estación del año y la orientación del sol,  que ponían a  macerar para multiplicar sus poderes   Una de esas tardes con M. Ramón, llegó un desconocido atraído por la fama de Amadeo. Viejo  soldado y viajero incansable, el extraño,  de sólida cultura y vieja hispanidad, observó a los caballeros presentes y saludó con cortesía.  Don Gonzalo de Iturrias y Negro, no era un hombre demasiado viejo, pero sus achaques lo hacían verse  demacrado.  El español buscaba con desesperación bien disimulada por una templanza adquirida a través de duras experiencias de vida, un alivio a los dolores de su osamenta, dolores que al principio eran tolerables, pero que con el transcurso del tiempo, se tornaron insoportables. Amadeo adivinó en seguida su padecimiento y le acercó una silla cerca de donde conversaba con M. Ramón. Don Gonzalo sabía bastante de las virtudes de las plantas pues había vivido años en México y allí había sido curado con emplastos y ungüentos hechos por franciscanos empeñados en  sanarle viejas heridas, que ya le cobraban su cuenta para entonces.  A los pocos segundos de conversación,  Amadeo y M. Ramón sabían que estaban frente a un hombre de rango superior.  El francés lo miraba con discreción curiosa y poco reprimida,  pues pronto preguntó con su acento gangoso:

_Y don Iturrias, ¿cómo están las cosas por España?

 A lo que el caballero respondió :

 _Pues mire amigo, España ya no es la misma que yo dejé,  y ya no era la misma entonces, que la España donde vine al mundo. Parece que en esta época el honor es un

Page 6: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

valor esquivo, y que sólo importa el lujo y el buen manyar.   Sintiendo tocado su amor propio de cocinero, M. Ramón entornó los ojos e intentó defenderse:

_ Pues Monsieur ,  el manger es un placer que el hombre no puede eludir, ya sabe usted, que los griegos consideraban al estómago  el eje de las  necesidades humanas.

_Sí, sí , _respondió el español, _pues mire que con esa teoría de tener por único objetivo  el satisfacer las necesidades humanas, el hombre se ha hecho débil y dependiente.  Piense usted en los conquistadores de estas tierras, que enfrentaban un mundo desconocido y pleno de peligros y de enemigos. Y vencían mares, y ríos, y selvas, y montañas y al hambre y a otros bravos hombres. A esos valientes los movía una fuerza superior, que no dudo en afirmar que era la Fé en Dios.  Su vida era una larga y dura lucha contra los elementos y contra el demonio y la peleaban hasta el fin, sacrificando sus comodidades y hasta su vida.

 Nuevamente el francés interrumpió para decir,

_…pero Monsieur,  ¡ si los españoles buscaban oro y riquezas como todos los demás!.

_no, no todos los españoles, amigo mío, _replicó el caballero_,  sólo aquellos cuya Fé era débil.  Los otros, gran parte de ellos, buscaban estos parajes para construirse una nueva vida en paz,  y debe haber sido duro hacerlo lejos de sus padres, sus señoras y sus hijos. Yo conocí muchas de aquellas personas de bien, que contra todos los elementos, forjaron una vida decente en estas tierras, trabajando duro según el ora et labora.

   Pero pronto, agudas punzadas sacaron al español de sus cavilaciones, y lo devolvieron al plano de sus  necesidades.   Buscaba el alivio para la inflamación que proporciona la malva y el sauco para bajar la temperatura de sus articulaciones y para recobrar un poco de la movilidad de sus piernas. Con humildad preguntó a Amadeo si sabía de algún otro tratamiento eficaz para su dolencia. Amadeo pensó un buen rato, hizo algunas anotaciones y  luego trajo un frasco oscuro con un extraño brebaje gelatinoso de un verde subido que sirvió en una pequeña copa, pero advirtiéndole que su efecto era sólo pasajero.  El caballero miró sin desconfianza el preparado,  y apuró el trago que le supo tan intenso como el más fuerte de los aguardientes.  Sólo entonces preguntó que era aquello.  El italiano le explicó que se trataba de un macerado de una enredadera de la selva, cuyas raíces secadas al sol y machacadas eran utilizadas por los amazónicos desde el inicio de los tiempos. El abuelo Juan le había traído semillas de esa y otras plantas milagrosas desde los confines selváticos y gracias a los cuidados de Amadeo se habían multiplicado. Luego, trasvasó en un botellón esmerilado el brebaje, lo etiquetó y se lo entregó al español que lo pagó satisfecho. Agradeció a Amadeo, saludó respetuosamente y prometió volver por más si el brebaje causaba el efecto deseado.

   Pasaron los días, y las semanas, y una tarde, mientras que el añoso taita Willki realizaba un ritual con hierbas en un costado del taller de Amadeo, la polvareda del  camino anunció al caballero español que volvía.  Amadeo salió  a su encuentro y el español, agradecido por el  brebaje que lo aliviaba del insoportable dolor de sus articulaciones, desmontó y lo

Page 7: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

saludó como a un viejo amigo. Antes de entrar  don Gonzalo al taller,  percibió la voz gutural del taita que parecía salida de algún extraño y poderoso  instrumento de aire, mientras una humareda de intenso aroma inundaba cada rincón del amplio espacio del taller donde el italiano guardaba sus tesoros vegetales. Las manos del anciano colla dibujaban figuras en el aire, a veces con suavidad, a veces con fuerza inusitada, y un silencio rodeaba el trance del indio que totalmente absorto, invocaba antiguos espíritus y fuerzas ancestrales con las que hablaba en algún dialecto quechua. Don Gonzalo  tenía demasiado mundo recorrido como para no sentir respeto por prácticas tan antiguas.  Así que,  mudo al igual que los mulatos presentes,  siguió callado los pases del ritual para reaccionar solamente cuando Amadeo exclamó: _¡Incredibile! clavando sus ojos en la figura del abuelo Juan que atravesaba la puerta,  cargado de hierbas sanadoras, amuletos, plumas, y pequeños huesos. La escena se detuvo por un minuto cuando las miradas del abuelo Juan y del taita Willki se cruzaron. Ambos se saludaron con reverencia y  comenzó el  contrapunto. Sus lenguas tan distantes  trascendían las palabras, y  midiendo sus poderes, se comunicaban con retazos de español, con gestos, con alaridos, con cantos, con carcajadas y hasta con pasos de danzas.

   Pero Amadeo, que apostaba al destino y sus jugadas, no creyó que la  presencia de estos tres personajes en su taller fuera casual,  y a modo de desafío les expuso a los curanderos los padecimientos crónicos de don Gonzalo. El español, harto de buscar remedio para sus dolencias con los mejores médicos de Europa, se prestó gustoso al experimento.  Y la curación empezó. Los sanadores revisaron las coyunturas de don Gonzalo, palparon sus rodillas, sus hombros, sus dedos,  sus escápulas, sus pies. Luego deliberaron, intercambiaron gestos, asentimientos y negativas. Y curiosamente, lejos de competir, ambos prepararon, cada uno con su propia magia,  pociones y ungüentos para friega en medio de ceremonias ahumadas y gritos que en el caso del abuelo Juan mas parecían de guerra.  El rostro cobrizo del taita, ancho y majestuoso como la propia Puna, miraba fijamente a don Gonzalo,  mientras se balanceaba hacia adelante y hacia atrás , deshaciendo con sus nudosos dedos unos terrones minerales que arrojaban su polvo sobre las rodillas y los hombros  de don Gonzalo, frotándolos luego con una grasa espesa de olor imposible, mientras le indicaba beber un brebaje rojo y espeso preparado con sangre de tatú. El abuelo Juan colocó huesecillos envueltos  en unas hojas carnosas atadas a cada uno de los dedos de las manos del español, y luego que expusiera sus manos al calor del caldero encendido con ciertas hierbas, la savia de las hojas brotó entre los dedos y las ataduras se rompieron para dejar caer los huesitos en el caldero.  Extrañas chispas  brotaron y el guaraní sonrió complacido.

   La ceremonia de curación duró más de una hora e incluyó pases y masajes en la cabeza del caballero, pues muchos eran los males que aquejaban a don Gonzalo y no todos eran físicos. El híbrido mágico colla guaraní debe haber resultado satisfactorio porque el español después de haber comprobado su nuevo estado físico y sobre todo anímico, le entregó a cada uno un escudo de oro y,  hombre de Fé si los hay,  se hizo incondicional de Amadeo hasta que las vicisitudes de la guerra entre criollos y españoles alejaron al buen don Gonzalo hacia otros mundos.

  Amadeo siguió con su huerta y su taller, pero a menudo los ejércitos ávidos de pillaje asolaban sus parajes, destruían sus plantaciones y robaban sus animales. La peor de esas

Page 8: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

correrías fue cuando forzaron la leva de sus esclavos sin los cuales, no había plantación posible. Finalmente Amadeo, cansado y casi arruinado, decidió alejarse de estas tierras hostiles para volver a empezar en alguno de los valles de la provincia de Alessandria en la vieja Italia, que después de todo, era su tierra natal.

 

LO IMPOSIBLE

 

   La habitación olía al sebo quemado de velas ya consumidas. Manuela se arqueó y se  estiró en su cama pateando las cobijas, renegando de una noche demasiado tensa.  La agobiaba el calor que emanaba del colchón de lana, el largo camisón de liencillo que se enredaba en sus piernas, su garganta que padecía sofocada por un cuello cerrado de encaje a bolilla y el cabello, que atado bajo la cofia, le producía una cada vez más intensa migraña. Aliviada por la llegada del alba, se incorporó rápidamente y salió disparada de su cama buscando la jofaina para refrescarse.  El ruido del agua vertida complació sus oídos y su piel, tan blanca, tan joven, se renovó con  el contacto de los dedos húmedos. Luego, cepilló su cabellera brillante y oscura, mas tarde entraría Ramona para trenzarla. Se cubrió con enaguas, una delicada camisa de lino, un jubón haciendo juego  y una fresca falda de algodón.

  Su febril cabeza se obsesionaba con la imagen de su amado, un fantasma. Uno de los tantos fantasmas que casi sin verlos u oírlos proveían la casa de lo que allí se consumía a diario. Por él se dirigía muy temprano a la sala para escuchar  la  conversación que desde la cocina, sostenían las negras y  su fantasma.  El intercambio de palabras, de monedas y de leche,  se producía a diario, y Manuela esperaba ese momento para verlo montar e irse, con su ruano joven cargado de tarros de estaño. Mortificada por la esquina donde su amor desaparecía cada mañana hasta el día siguiente, comenzaban entonces a torturarla los celos, esos celos desesperantes. José, que así se llamaba, entregaba  leche también en la casa de Agustina, aquella Agustinita compañera de juegos que ahora competía con ella en alcurnia y en hermosura.  De allí pasaba por lo de Petra, tan buscona, tan entrometida y luego por lo de las hermanas Casamayor, y más tarde por el solar de  Justita, y luego por lo de Matilda y desde allí un rosario de nombres y lugares familiares que la acechaban desde sus pensamientos, como dardos punzantes. Y sí, José justificaba tal obsesión.  Era un mozo bien formado, de facciones regulares, piel tostada y ojos muy claros. Su figura no sólo despertaba comentarios entre las niñas, también era la comidilla de las mulatas enamoradizas de las cocinas.

   El muchacho  vivía en la quinta de su padre,  don Domingo, antiguo arrendatario de tierras trigueras en Luján que sofocado por los altos costos de producción y los precios impuestos por el Cabildo porteño, había dejado aquello por una quinta con hortalizas, animales de granja, unas cuantas vacas lecheras y dos toros. El hijo del quintero se levantaba antes del canto de los gallos, ordeñaba las vacas, cargaba en tarros de estaño la

Page 9: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

leche y ponía en vasijas de barro la nata, que con el andar del ruano llegaba convertida en mantequilla o en requezón.  Desde el sur de la ciudad, atravesaba el arroyo Tercero del Medio y empezaba a distribuir su carga a todos los vecinos de Catedral al Sur, no sin antes pasar por las barrancas del río para “bautizar” la leche tal como lo hacían también sus compañeros de reparto.  Hacia la media mañana, agotada la leche, emprendía el regreso a la quinta de su padre. Al terminar su jornada, los otros repartidores se dedicaban a los dados a los naipes,  o al descanso.  José, furioso trabajador de mente inquieta, intuyendo que el negocio de la leche debía desarrollarse mucho más, se devanaba los sesos pensando como multiplicar sus ganancias, y ésto lo mantenía atento a las novedades lecheras que introducían los gringos, como las cremas heladas, que estaban de moda en Buenos Aires.

   Manuela mantenía en secreto su intensa pasión por el lecherito, pero cuando podía, hábilmente robaba comentarios sobre él a amigas y a criadas.  Luego se mantenía indiferente mientras las otras se despachaban a su gusto. La aldea porteña bullía de pasiones secretas y de amores escondidos, y Manuela no era la única muchacha que ardía por un amor secreto. Y por ese motivo, no tardó mucho en atreverse a entrar en la cocina para verlo bien de cerca. Lo encontró riendo con la Jacinta mientras llenaba el cántaro de terracota con su preciosa mercancía.  José levantó la vista y quedó fascinado con la belleza de Manuela. Ambos detuvieron el tiempo por instantes hasta que la realidad de la cocina, sus  ruidos, sus olores, sus vapores, los volvieron nuevamente corpóreos. A partir de aquella mañana, la casa de altos de Manuela fue el eje geográfico del recorrido físico y mental de José. Todo era un antes y un después de haber pasado por allí.  Si apenas  la veía asomada entre las rejas de la ventana, su día era radiante.  Si ese día Manuela no aparecía, pesados nubarrones de tristeza lo abatían hasta quitarle el hambre y el sueño, sin sospechar que ella, ruborizada,  lo espiaba desde algún ángulo oculto de la casona. La atracción inicial pronto devino en amor, tan intenso que quemaba. Ambos adivinaban la pasión del otro en las raras ocasiones en que sus miradas ansiosas se correspondían. Y hasta el próximo encuentro, el tiempo se tornaba interminable.

  Pese a los sentimientos,  la tradición de la época, reservaba muchachas de familias decentes como Manuela, a caballeros de alcurnia.  Alguien  seguramente mayor, de  posición sólida y pretigio. Y esa certidumbre angustiaba a un José impaciente, que elucubraba modos mágicos de saltar las diferencias sociales para llegar a Manuela.  Recalentando su cabeza con mil divagaciones, finalmente concluía que el amasar riquezas y conseguir cierta reputación social,  era la más disparatada pero a la vez, la más lógica de sus soluciones.   Y por fin, tanto esfuerzo mental rendía frutos y pudo imaginar su propia ocupación como la gran usina que proveería sus más ambiciosos sueños. Ya había notado que la producción de leche diaria que llevaba a la ciudad no alcanzaba para satisfacer las casas que demandaban cada vez más el servicio. La mayor parte de las veces, debía dejar menos leche que la requerida o bien directamente, saltear los domicilios de sus clientes porque recién despuntada la mañana, los cántaros ya estaban vacios.  Desechando la idea de conchabar repartidores por  el  alto costo de tomar  peones, José tuvo la mejor de las inspiraciones. Imaginó un tambo en la ciudad misma, con un mostrador para expendios. Sólo debía encontrar una fórmula para que los vecinos renunciaran a la comodidad de recibir en sus casas la mercancía y enviaran a sus criadas a buscar el precioso alimento. Y casi de inmediato, la agilísima mente de José encontró la respuesta. Debía convencer a sus

Page 10: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

compradores de las virtudes de la leche recién ordeñada. Leche gruesa, sin bautismos ni agregados.  Ese era el camino. Correr la voz sobre la existencia de un tambo urbano.

  Buscó entonces un local en su recorrido y su vehemencia  logró que encontrara el indicado en las calles Victoria y Tacuarí . El  local era pequeño, pero tenía una buena salida a la calle y un solar amplio atrás, con una humilde vivienda de una pieza. José no lo dudó y negoció el lugar con su propietaria. Una dama respetable, clienta suya, muy mayor, que conocía a José y su reputación desde niño. La mujer pudo, con su influencia, obtener el permiso del Cabildo para que funcionara el expendio lechero abierto a la calle.  A cambio, sólo le pidió una pequeña renta para empezar  y promesas de mejoras que el lecherito le haría al solar. La alegría de Juan era inmensa. De inmediato limpió y blanqueó el local y la vivienda,  aseó el terreno y visitó a su padre para obtener prestadas cuatro vacas lecheras que juzgaba suficientes para iniciar el negocio. Don Domingo no se opuso, sorprendido y orgulloso por la audacia del muchacho, le dio sus mejores lecheras, así como tarros de barro, lienzos y otros cacharros necesarios para el ordeñe.

  José no perdió tiempo, llamó a su negocio “La buena leche”. Compró un antiguo y rústico mostrador de madera hecho por negros ladinos y en el frente del mueble, se hizo grabar unos versos :

 

“De la leche bien pura

Este es su lugar

Ni el río ni la lluvia

La podrán bautizar.

De su blanca espumilla

Se irán de recordar,

Cuando vean la otra

Que de pura, ¡ni hablar!"

   Un talento natural para el comercio, fluyó en José como una sangre nueva y sus clientes fueron creciendo y su fama, propagándose por la ciudad.  Al poco tiempo de abierta la tienda, su horario se extendió hasta el mediodía pues lo apenaba que los clientes se fueran sin su medida de leche. Con el producto de los primeros tiempos, compró un esclavo y contrató un liberto, reparó el techo de la tienda, multiplicó las vacas lecheras, esta vez compradas a su padre y debió abastecerse de más tarros, jarritas y medidores. Los lecheros ambulantes, alarmados, comentaban en los suburbios su preocupación por la competencia

Page 11: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

de José. Habían sido regañados por sus clientas que rezongaban por la leche aguada y muchas veces pasada  que recibían. Poco a poco, el sistema de José demostraba ser mejor.

   Ajeno al mal ánimo que creaba en la competencia,  el muchacho pasaba todas las tardes  por la casa de Manuela que invariablemente lo esperaba en su ventana como antes, pero ya no escondida sino más bien desafiante. Sus miradas se anudaban,  sus corazones estallaban, pero  _¡Todavía no! _se decía José_Todavía no!. Primero debía alquilar una casa digna, y estar en condiciones de vestirla y amoblarla como seguramente Manuela sabría hacerlo.  Luego ampliaría los renglones de su tienda a otras mercancías  que dejaran más  ganancias.  Y algunos días, el  entusiasmo del lechero se alimentaba con una fugaz visión vespertina de su musa que alimentaba el anhelo de   unirse para siempre a ella, hasta que comenzó a sufrir  la ausencia de Manuela en su ventana de rejas voladizas. El lechero,  imaginó mil pesares, fiebres, accidentes, y tal vez quizá la muerte.   ¿Qué motivo podría justificar su ausencia?.  Volvió al día siguiente, y al otro y al otro.  Su corazón deshecho buscó mil respuestas, para finalmente enterarse de la más terrible de todas. Manuela estaba prometida en matrimonio a un caballero muy mayor y muy acaudalado. La más fiera de sus pesadillas se había cumplido y el lechero y su torturado amor,   no pudieron expresarse de otra forma  que no fuera la desesperación. Y la terrible pregunta que lo mortificaba:

_¿Y si no hubiera esperado? ¿Y si no hubiera esperado? La noche aguzó su dolor, le pareció eterna y la madrugada explotó en su cara  sin que el muchacho supiera qué iba a hacer ese día, cómo seguiría adelante sin ella. Su proyecto lechero,  quedó suspendido en medio de tribulaciones mentales y parálisis física. Movido más por el dolor que por la razón, y para no responder preguntas, y para evitar el impulso de irrumpir en la casa de su amor, y para no desafiar la autoridad paterna al explicar cuán grande error se estaba cometiendo al comprometer a Manuela con otro que no fuera él, el lechero partió en su caballo. Lo hizo tan velozmente como el sorprendido animal pudo, y pronto galopó ya fuera de la aldea hacia el sur, hacia la casa de la única persona que podría comprender su intenso dolor: su padre. Seguramente él lo alentaría con su consejo, o mejor aún, lo acompañaría a pedir la mano de su amor, y tal vez, tal vez…

   Repentinamente, el caballo del lechero fue maneado, corcoveó y cayó de bruces para quedarse inmóvil sobre la huella. José salió despedido y cayó dando vueltas como un Ícaro desarticulado. Tres sombras envueltas en ponchos aparecieron de la nada, se hincaron sobre el cuerpo quieto hundido en el lodo del monte y clavaron en él sus cuchillos con saña salvaje  alejándose al galope entre ruidos metálicos de tarros de leche vacíos.

    En el tambo de José,  los negros ordeñaron como siempre.  Pero la leche aún tibia, se agrió en las cubas en esa mañana trágica.

Page 12: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

FRESCO DE UNA TERTULIA “A LA PERICHONA”

 

   Tiempos dorados aquellos para algunos porteños.

   La hermosa casa de la  calle Reconquista brilla con los destellos de pesados candelabros, engalanada con cuadros cuzqueños, muebles de jacarandá finamente tallado, sillones de damasco rojos, antiguas platas potosinas sabiamente combinadas con porcelana inglesa.  La luz de los candiles reflejan  en  los ojos soñadores de las niñas que pícaras y a la vez tiernas,  van y vienen de un ángulo a otro del salón, trayendo, llevando, coqueteando, murmurando, fisgoneando, parodiando. Atentos, los jóvenes miran a las niñas mientras suspiran y esperan el momento de los juegos en el patio fresco y perfumado, para disfrutar de su compañía.  Otro y muy distinto es el mundo de los adultos. Los caballeros especulan sobre sus conveniencias políticas. El oportunismo se ha diseminado entre los porteños, y ya nadie da nada por seguro, si el rey, o el virrey, o los ingleses, o Napoleón, o algún heredero inca o  la emancipación de todos aquellos, en fin, que los intereses materiales de cada quien se han hecho tan prioritarios que las viejas lealtades  parecen ingenuas. Por tanto, todo el mundo tantea al otro, sus opiniones, sus datos certeros, sus filiaciones, antes de proclamar y tal vez ni así, sus propias posiciones. El clima de intriga está fogoneado por raros personajes, algunos recientemente incorporados a la tertulia porteña, como los propios anfitriones. Antes, en tiempos que ahora parecen remotos, los porteños sólo transgredían las rigideces del monopolio, enriqueciéndose con arribadas forzosas.  Pero esta práctica estaba tan extendida y tolerada, que ya a nadie le parecía delictuoso el contrabando. Desde la ocupación del inglés y sus nuevas teorías políticas y de comercio libre, el ambiente se ha enrarecido con intrigas y espionaje y ya nadie sabe quién es quién, pero puede sospecharlo.     Las charlas de las damas en cambio, giran sobre temas menos enrevesados. Doña Juana observa que las clases de pastelería del convento de San Miguel son realmente estupendas, y recomienda a su amiga Doña Melchora, que envíe a sus negras más jóvenes a sus aulas para aprender a hacer esas ricuras. Melchora pregunta si  las niñas también pueden asistir, y doña Juana asiente, pero sentadas juntas y en las filas de adelante. Es importante que aprendan a cocinar, a hacer confituras, arropes, mermeladas y licores, para agasajar a su hombre y a sus invitados. Doña Melchora, lo piensa mejor y objeta que prefiere que se entrenen en finos bordados para que vayan preparando su ajuar de novias y que a cocinar pueden largarse más adelante, porque cualquier negra prepara deliciosos cocidos o

Page 13: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

manjares almibarados, pero que para el bordado son torpes y rústicas. Y con este remate categórico crean entre sí la complicidad suficiente para ocuparse con sus filosas lenguas de la dueña de casa, La Perichona.  ¡Ay que ha dado tela esta francesa desde que bajó del barco en la aldea porteña!  Se dice que anda en negocios turbios, que es espía, que sus contactos en Brasil son misteriosos, pero lo que más escandaliza a las matronas es su desfachatez. Rematan sus chismes con miradas torvas buscando la presencia de la anfitriona, que indiferente a estas críticas se pavonea entre los invitados con su mal español salpicado de oui, tres bien y bien sur.    Las empanadas, entremeses, dulces y confituras circulan en bandejas de plata muy rápidamente. Su exquisitez hace cada vez más fugaz su recorrido por todo el salón. Las negras y los criados Fermín y Epifanio, diligentes, recorren el lugar con insistencia y muy atentos, se acercan a los distintos grupos de invitados a verificar que nada falte. En un  rincón de la sala, el piano suena suavemente a la luz de un elegante candil, acariciado por las delicadas manos de Misia Ángela,  acompañada con acordes de guitarra de su hermano, Pedro Rodríguez Peña. Ambos recrean una hermosa tonada  que remonta a viejos tiempos y que lentamente va atrayendo oyentes que con disimulo escapan de las charlas obligadas.   Más allá, el astuto inglés James Burke y don Juan Bautista, hermano de la dueña de casa, juegan un intenso partido de ajedrez sin testigos. Don Juan sonríe porque sintiéndose ya victorioso, mueve haciendo gala de estratega su caballo para jaquear al rey, prisionero en su posición, sin percibir que tragó el anzuelo de uno más astuto que él. Dos invitados, sin dejar de charlar, oyeron el sonoro _¡Jaque-Mate!   que cerró el juego, y sonrieron con indulgencia. Un grupo de confabuladores de recortadas barbas y bigotes pelirrojos a los que se une Burke, el reciente vencedor de la partida de ajedrez, apenas susurran  sus próximos movimientos. Son el contrabandista White, el misterioso y desacreditado irlandés Gorman, dueño de casa y  conocido en la colonia por su vida desordenada y sus negocios fraudulentos. También forman parte del grupo  los hermanos Saturnino y Nicolás Rodríguez Peña que susurran vaya a saberse qué componenda. Su hablar solapado contrasta con la conversación a voz alzada de varios criollos que en vano tratan de imponerse mutuamente sus argumentos logrando un entendimiento imposible. El barullo impide que don Bernardino,  y su hermano, Santiago escuchen, como pretendían, la conversación de los confabuladores británicos, así que resignados, emprenden la suya propia. Llega retrasado el doctor Castelli, que luego de saludar, se une al grupo.    En un rincón de su sala, la Perichona habla un francés coloquial con el Conde don Santiago, mientras sutilmente lo arrincona de manera que nadie pueda interferir entre ellos. El cincuentón ya no trata de cuidar las formas, porque todos saben que su relación con la Petaquita, como la llama cariñosamente, es mucho más que una amistad social. La  francesa, mujer casada al fin, se ríe de las pacatas porteñas, su desfachatez ya es proverbial en toda la ciudad.  Nada la detiene, ni la presencia del anfitrión, a la sazón su marido, el tolerante capitán Gorman, enfrascado en sus propios negocios.   Pero si la sala es un conjunto entretenido, la cocina es un jolgorio. Los negros de blanquísimas sonrisas llevan y traen a través de un jardín perfumado de glicinas y

Page 14: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

jazmines, charolas de plata con refrescos y ricuras que las negras acomodan primorosamente. Y entre viaje y viaje toman mates calientes, comen deliciosas tortas fritas almibaradas y escuchan y retienen nombres, fechas y lugares con la poderosa memoria de los que no escriben.    Mañana, cuando vayan al mercado, sabrán a quien visitar y de qué hablar.  Después de todo, la venganza contra el gringo esclavista por todas las crueldades recibidas, es más dulce que el almíbar.

 

 

ALZAGA Y EL DESCONCIERTO

 

   Juan Soria miró el rostro del condenado.  No atisbó a ver en él miedo, o arrepentimiento, o algún gesto que denotara duda o turbación.   La fría mañana final de julio, el viento helado golpeaba el rostro del vasco Álzaga que leal a sus creencias, a su Dios, a su rey, a sus antepasados, se entregaba a su destino sin doblegarse.  Se decía que su muerte desarticulaba el grupo peninsular. Pero Juan Soria no entendía de qué se hablaba, ya que Álzaga había sido sobreseído de las acusaciones de conspirador en dos ocasiones.  Siempre había admirado al ahora condenado, ese caballero de vieja hispanidad,  intachable y  austero, rígido como un tronco de palmera de esas que no ceden ni ante los temporales de viento más furiosos. Soria lo tenía por modelo de hombre respetable y honesto, de esos seres fundamentales en una comunidad, que sienten respeto por el trabajo, que organizan, que proyectan, que responden a los demás, que honran sus deudas, que enfrentan las dificultades y las someten.    Había defendido Buenos Aires de la invasión de los albiones, mientras otros porteños confraternizaban con ellos y los invitaban a sus tertulias. No sólo había invertido grandes sumas de su dinero para ésto, también había organizado las milicias, y había resistido a sangre y fuego, arriesgando su vida y sus bienes.    No, definitivamente Soria no comprendía como el héroe de ayer, era el reo de hoy.  Tal vez  muchos de los que lo rodeaban sin festejar pensaban lo mismo. Pero luego de unos minutos de zozobra, alguien gritó _¡Viva la Patria! y ese grito inflamable prendió en algunos otros que rompieron el silencio tenso de ese momento fatal.  Soria no supo si el grito vivaba la escena  o la padecía, lo cierto es que eligió callar para no delatar sus pensamientos, luego supo que se repartían sobornos entre los testigos de la ejecución para lograr su apoyo.   Y la escena se demoraba y Soria, angustiado, desesperaba. La memoria lo remontó a su

Page 15: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

niñez desamparada, hasta que conoció al duro vasco. Necesitaba protección y abrigo, un lugar para dormir y un modelo a seguir. Y don Martín fue generoso con él, le dio casa, comida, trabajo y ejemplo. Por eso, Juan se sintió culpable cuando lo abandonó sin aviso, para no escuchar sermones ya que no reproches. El ahora condenado era incapaz de pasar cuentas. Durante mucho tiempo lo esquivó, pero hoy había venido desde lejos a despedirse. Sus ojos húmedos eran testigos de la muerte injusta de su protector.   El vasco sin grillos, sin sombrero y con su propia ropa, una chaqueta verde y un pantalón de vaqueta, sostenía en sus manos un gran crucifijo de madera. Había orado hincado frente a la Catedral, y ahora, sentado junto al zanjón del Fuerte, esperaba con dignidad el desenlace negándose a tener sus ojos vendados. Tal vez para apaciguar la tensión, la mente del condenado voló hacia otra época, cuando era un niño de doce años apenas, llegando sólo a un puerto desconocido con la firme determinación de ser alguien, buscando una oportunidad, trabajando día y noche, ganándose la confianza de sus patrones Santa Coloma, aprendiendo a comerciar, a ahorrar y luego a independizarse.   Finalmente, el momento llegó y el vasco,  seguro de sus creencias, sereno y respetable, moría  sin perturbaciones y con la mirada clavada en los ojos de sus verdugos.  Estos tiempos extraños, hostiles, ya no eran las suyos. Su ejecución se llevaba una época, una larga infancia colonial  que derivó en una adolescencia difícil  en medio de intrigas y delaciones dignas de una corte florentina, y de  ejecuciones propias de un tribunal  jacobino.  Buenos Aires ya no sería la misma, la fortuna y el poder habían cambiado a manos ajenas y misteriosas en medio de discursos engañosos y personajes oscuros.  Soria se marchó entre empujones y atropellos de los verdugos  y su público,  que celebraban la muerte de la estirpe hispánica, sin entender que ellos también formaban parte de ella.  Apesadumbrado, montó su caballo y marchó a sus pagos en la campaña.   Jamás volvió a Buenos Aires, esa ciudad engañosa, mitad aldea, mitad puerto, que nunca pudo comprender.

DOBLE SACRIFICIO

 

  El negrito nació robusto y hermoso.  El generoso pecho materno de Fidela era su mundo, de él obtenía alimento, calor y seguridad. La negra  lo bautizó Ventura, porque presagiaba que le traería suerte y al mirarlo, sus renegridos ojos brillaban y sus enormes dientes blanquísimos dibujaban una sonrisa perfecta.   Por esos días, otro nacimiento iluminó a la familia. La señora Eugenia dio a luz a mellizos en un parto muy trabajoso y por ello las criaturas no pudieron entonces escapar a sus nombres, Juan de los Dolores y Martín de los Dolores,  que les recordarían para siempre el

Page 16: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

sufrimiento que le produjo a la madre su llegada. La pobre quedó tan exhausta que permaneció en cama más de dos semanas. Sumida a la vez en una suerte de tristeza profunda, no demostró ni en ese momento ni después, demasiado interés en ver a sus hijos.

   Juan y Martín lloraban mucho, como si hubieran venido contrariados a este mundo.  Como si supieran que no eran amados por su padre, cuyas largas ausencias revelaban ese desamor.  Como si supieran que su madre, que había sido casada por un acuerdo de familias y que en ningún momento simuló querer a su esposo, tampoco los amaba a ellos.    La señora Remigia, abuela materna, preocupada por la actitud de su hija, delegó en Fidela la crianza de los niños. Noble madraza como era,  Fidela se hizo cargo de ellos con energía inusitada. Tan orgullosa estaba de la confianza que le habían brindado, que con su cuerpo magro iba de aquí para allá con los niños, que así y poco a poco  empezaron a reconciliarse con la vida. Con el tiempo, el retorno a los compromisos sociales de Eugenia, con el uso obligado de corset y fajas para  recuperar su figura, terminó por devolver a la mujer a los salones de tertulias y por quitársela a sus hijos en forma definitiva. Los Dolores, como los llamaban la servidumbre de la casa, se resignaron de esta forma  a no ser amamantados por la que los había parido, tal cual se estilaba en la época.     Entre ambos, Juan era el más inquieto. Fidela podía pasar largos ratos cantándole una antigua tonada bantú para hacerlo dormir, mientras rascaba la barriga de Martín que sin sobresaltos descansaba a su lado.  Los Dolores crecían sanos y robustos, ambos respondían a la voz de Fidela y a su contacto, ambos la reconocían como la madre que les daba vida, calor y alimento. Pero para Ventura, el pobre Ventura, la mujer apenas tenía leche. Fidela quemó cirios a la protectora de las nodrizas, Santa Ágata, pero fue en vano, porque sus pechos se vaciaban con los mellizos y el negrito apenas se alimentaba con leche tibia aguada,  y cuando debía gozar del calor de su madre o disfrutar de sus juegos y canciones, irremediablemente Fidela caía vencida por el cansancio.     El tiempo transcurrió. De los primeros dientes, de los primeros pasos, de las primeras  palabritas de los Dolores, sólo Fidela fue testigo. La reacción de su madre al enterarse de los avances de sus hijos, fue tan apagada como su escuálido instinto maternal se lo permitió. Por su parte, nada se supo del paradero de su padre que ya no volvió a la  casona familiar en la ciudad, ocupado como estaba en sus viajes al norte y sus negocios comerciales.  Como el centro de la vida social de la familia era la residencia paterna de Eugenia, los abuelos y la parentela poco visitaban la casa del matrimonio mal avenido. Eugenia volvía a ser una adolescente en casa de sus padres, y sus hijos sólo un doloroso recuerdo de algo que nunca debió ocurrir. En su pobre entender, la inmensa nobleza de Fidela intuía que los niños estaban en realidad abandonados y redoblaba sus esfuerzos para abrazarlos con sus huesudos brazos, alimentarlos con sus primeros purés y su paciencia infinita y protegerlos de caídas, accidentes y tantos otros  peligros que acechan a las criaturas que recién comienzan a investigar la vida. ¿Y Ventura?.  ¡Pobre Ventura!.  Nadie estuvo allí cuando habló por primera vez,  porque  pasaba el tiempo sólo en la pieza de la criada, recibiendo restos de puré y restos de caricias,

Page 17: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

jugando con su sombra y esperando.    Una fría mañana de invierno,  doña Remigia llegó acompañada por una niñera. A la abuela le pareció llegado el momento de contratar una nana porque a su juicio, Fidela era muy rústica para educar a los Dolores, que ya andaban por los cuatro años, y estaban en edad de aprender. ¡Por fin el negrito Ventura recuperaría a su madre.!    Pero poco tiempo transcurrió para que los criados sintieran que a partir de la llegada de la niñera, nada iba a permanecer igual. Sumamente estricta, lo primero que observó la mujer fue la falta de reglas e inmediatamente las impuso. Venía con amplias facultades para tomar las riendas de la casa, y desde esa posición, la gobernó  con mano dura. Los Dolores ya no podían acudir a Fidela con algún dolorcito o con hambre, o para buscar abrigo o protección. Y manifestaban su frustración con llantos y  caprichos. La niñera, intolerante y  sintiendo minada su autoridad, cortó de raíz el contacto entre los niños y  la negra,  y le prohibió  entrar a la casa limitando sus tareas a la limpieza de los patios, la cocina, las letrinas y las ventanas, en horarios en que los niños estuvieran dormidos.     Para Ventura, ésta fue la mejor época de su vida, acompañaba a su madre corriendo por el patio mientras lo barría, chapoteaba en el agua del fuentón cuando Fidela lavaba los vidrios y jugaba con los trastos de la cocina mientras la negra los acomodaba. Pero para Fidela, arrancada de cuajo de sus Dolores, la vida se había vuelto una profunda congoja  apenas mitigada cuando espiaba los juegos de los niños por las ventanas. Con el tiempo, Fidela se resignó a no ver ya a los mellizos, y éstos fueron doblegados por el duro temperamento de la niñera. Parecían resignados a dar lo que se esperaba de ellos , sin embargo, había en sus ojos cierta indescifrable tristeza.  Cuando empezaron a socializar, pasaban gran parte de su tiempo en el caserón de sus abuelos y luego, y por mucho tiempo, los muchachos se ausentaron de la casa gran parte del año para hacer sus estudios. Sus abuelos maternos, organizaban reuniones para ellos con el fin de presentarlos a las hijas de sus amigos, sin ocultar sus intenciones de prevenir un matrimonio conveniente y sólo tal vez, menos desdichado que el de su hija Eugenia.      Ventura, ya un bello muchacho de piel oscura y tirante y cuerpo largo y esbelto, fue testigo de la precoz decrepitud de Fidela. En el cuerpo de su madre, habían hecho estragos el trabajo duro y el frío húmedo de los patios. Poco a poco, la negra fue languideciendo, su osamenta chirriaba a cada movimiento y su piel seca y arrugada colgaba de sus codos y de sus rodillas. Las manos  agarrotadas por el reumatismo le impedían ejecutar tareas finas. Y tal como presagiaba su estado,  una mañana apareció tiesa en su catre. La orfandad compelió a Ventura a alistarse en el ejército revolucionario. Los negros y mulatos de esa época, acataban  dudosas promesas de libertad  y fatalmente regaban con su sangre los campos de batalla. La leva de hombres de entre 15 y 60 años se repartió entre varios jefes. A Ventura, muñido de un fusil de la época de las invasiones de  albiones, le tocó el coronel Balcarce. Marchando hacia el norte por Salta y Jujuy hasta la trinchera de piedra de Cotagaita, las cuatro horas de lucha contra los realistas, lo descubrieron valiente y bien predispuesto.    Los méritos del muchacho se acentuaron en la lucha cuerpo a cuerpo en la victoria de

Page 18: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

Suipacha, y aún en la derrota de Huaqui.  Y fue en esa batalla donde Ventura descubrió en plena carga de caballería de una división de auxilio,  a los tenientes  Dolores.    Fue Martin el que blandía su espada a diestra y siniestra mientras tajeaba a sus enemigos, y fue Juan el que aulló de dolor cayendo de su montura cuando una bayoneta se le clavó en la espalda. Ventura corrió hacia el caído que apenas podía incorporarse, en el momento en que el bisoño realista que lo había herido se disponía a rematarlo. Ventura saltó sobre el español y con certera cuchillada en el pescuezo, le perforó la yugular, pero sin evitar quedar ensartado en la bayoneta del sevillano.   Martín acudió rápido al auxilio de su hermano. Ambos miraron la escena de muerte y Martín dijo: _Valiente el mulato, te salvó la vida. ¿Lo conocías?_No se Martín, _concluyó Juan dolorido, _Tal vez sí, pero vos sabés que siempre me costó diferenciar a un negro de otro.

LA COINCIDENCIA

    Es una noche clara y hermosa, el olor de los jazmines inunda la casa, la cuadra, el alma. Margarita está ansiosa, apenas cenó. Ordena a Cirilo y a su mujer, la parda Antonia, que se retiren.  Dice que está indispuesta. Va a su cuarto, se cepilla el cabello renegrido, se refresca, se perfuma, se recuesta en el sillón, se levanta nuevamente. Inquieta, se dirige a la ventana y espera, espera impacientemente.     Es inevitable pensar en  Juan Martín, en sus manos fuertes surcadas por ríos de venas y arterias. En su cuerpo fibroso y magro a pesar de sus cuarenta y pico de años, en sus labios temblorosos que apenas se atreven a rozarla. Juan Martín, tan protector, tan noble, tan generoso. El matrimonio con él transcurre en la seguridad material de sus muchos bienes, de sirvientes, de cuidados y consideraciones. Su mente vuela al primer día que lo vio, cuando sus padres la entregaron en matrimonio a sus 15 años. Margarita lo admira y lo respeta, pero duda de amarlo. Su corazón, demasiado joven, palpita con fuerza.  Siente un desesperante calor, su mente vuela hacia imágenes que la avergüenzan. Ansiosa, confunde un ruido cualquiera con la señal esperada. Se asoma a la ventana y atisba la noche con olfato animal.   Pero pronto se desilusiona, y se indigna consigo misma por su entrega incondicional a José Manuel. Joven, buen mozo, amigo de su hermano, elegante y mujeriego.  José Manuel, el delirio de sus amigas. Margarita sueña con él, despierta o dormida, pero reniega del dominio que ejerce sobre su carácter joven.  Esta vez sí sonó con claridad la clave cómplice. Tres golpes seguidos en los barrotes de hierro de su ventana. Algunos perros ladran  alarmados y Margarita duda al dirigirse a las rejas. Pero su deseo la obliga.

Page 19: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

Atraviesa el patio y sigilosamente abre el portón. Una sombra se introduce en la casa y juntos, atraviesan el zaguán, el patio y penetran en el dormitorio cerrando la puerta con cerrojo. A partir de ese momento, se olvidan los reparos y los miedos. Todos son besos, caricias, promesas, y una pasión que los consume hasta agotarlos, para volver a empezar luego.    Abrazados, son amenazados por el amanecer.  José Manuel debe irse antes que los sirvientes se levanten, nuevas caricias, nuevos besos. Resignado, llega al sillón donde había desparramado su ropa, la busca a tientas, prende el candil.  No la encuentra.  Margarita lo ayuda, pero nada. Caen finalmente en la cuenta que la ropa fue robada por algún bribón armado con una vara de hierro con  punta ganchuda. En los últimos meses, había circulado la noticia de la  falta de efectos personales en el vecindario, hurtados  a través de las rejas volandas. _¡Grandísimos bastardos! _murmura José Manuel, preocupado por el tiempo que transcurre y por su desnudez. Pero Margarita, soluciona el apremio con rapidez, dándole una camisa, pantalones, botas y una vieja levita de su marido, que José Manuel se compromete a devolver apenas vuelvan a verse.  Mientras Margarita cierra el portón, José Manuel se despide en silencio y mientras sus pasos se alejan, se acercan los de Cirilo preocupado por el casi imperceptible ruido que hicieron los goznes de la puerta de hierro.  Sorprendido de encontrar a su ama tan desencajada en la entrada de la casa a esas horas, pero con la certeza de haberla pillado en una situación embarazosa, se retira discretamente para comenzar con sus tareas.   Su patrona se siente avergonzada, y esa sensación de incomodidad aumentará con el día. Tan incómoda se halla en su propia casa, que busca sosiego en la casa de sus amigas. Hace algunas visitas, y mientras las charlas toman los caminos cotidianos, la mente de Margarita se aleja y vuela. La acompaña la parda Antonia, que simula bien no saber lo que Cirilo ya le ha contado y rehúye mirar a los ojos a su patrona, para no delatarse. Va cayendo la tarde. Margarita regresa a casa, avisa que no cenará  y se encierra en su habitación. Busca explicarse cómo sustrajeron la ropa de José Manuel, y que pudo haber oído o visto el que lo hizo o los que lo hicieron. Mañana llega Juan Martín del norte. ¿Hablará con él el fiel Cirilo, que hace muchos años que lo sirve?  Se tortura por horas, y finalmente,  se duerme.   Fresca y perfumada, Margarita se dispone a recibir a su marido. Estrena un hermoso vestido de seda marfil. Juan Martín entra a la sala, la ve y queda embelesado. Su Margarita es tan hermosa. Ella lo mira con ojos distintos, renovados. Lo abraza, le cuenta que lo extrañó, que lo necesita. Ella misma se extraña de sentir tan sinceras sus palabras. Mientras él, estira su mano con un pequeño cofrecito de madera, plata y marfil. Conmovida, Margarita lo abre y queda deslumbrada por la belleza de una cadena de oro y una cruz de rubíes, que Juan Martin prende de su blanco cuello. El resto de la noche la transcurrirán acurrucados y en silencio.   A la mañana, Margarita se siente segura y envalentonada como para dirigirse al comedor con su marido. Después de todo Cirilo no vio nada y por tanto, nada puede afirmar que ella no pueda negar. Además, debe de una vez por todas tomar el control del manejo de la casa,

Page 20: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

después de todo, es su casa y debe reinar en ella, como tantas veces se lo pidió su esposo. Esa mañana distinta, Juan Martín y sus ojos enamorados la siguen en cada gesto, cada movimiento. Le comunica que debe hacer un largo viaje de negocios al norte, y que esta vez quería su compañía. Llevarla a conocer a sus contactos en Tucumán, en Salta y en Jujuy, y si ella quería, prolongar su viaje por los difíciles caminos hasta Potosí o quedarse a su espera en San Salvador de Jujuy, pasando una temporada con la familia de su amigo Sánchez de Bustamante. La alegría de Margarita al escuchar la propuesta, es interrumpida por Cirilo, que anuncia la presencia del prefecto de policía en la sala de la casa. Juan Martin se levanta de la mesa y va a su encuentro.   Margarita espera  largamente su retorno en vano. Paralizada, sólo atina a encaminarse a la sala. Juan Martin no está allí, pero sobre la mesa de recibo están el pantalón, la camisa y la chaqueta de José Manuel y en un sobre de manila, un reloj de bolsillo con el monograma, JMS.  Margarita rápidamente adivinó el encadenamiento de hechos que provocó aquella visita. Pescaron al ladrón y le hicieron confesar  sus fechorías. La policía devolvió los efectos hurtados de sus casas a sus dueños legítimos, sólo que su marido no era el dueño de aquellas prendas. Todo se nubló en su mente, y una fuerza súbita la impulsó a buscarlo con desesperación.    Le explicaría, lo convencería con la sinceridad de sus lágrimas, le probaría una y mil veces su amor. Golpeó repetidamente  la puerta trabada de su estudio, pero el día fue avanzando sin movimientos en la gran casona y llegó la noche silenciosa y extraña. Margarita, tendida en el sillón de la sala y empapada en llanto, finalmente se durmió.  El canto del gallo la despertó, y sus ojos hinchados, apenas abiertos descubrieron la nota que su esposo le había dejado sobre la ropa de José Manuel:  “Tranquilízate, nada te faltará y llevarás mi apellido hasta que ya no lo quieras”.    El dolor retornó con la determinación de aquellas palabras, que no podía aceptar, que cortaban de cuajo cualquier esperanza, que pulverizaban su corazón. Pero el optimismo propio de la juventud de Margarita la sostuvo y comenzó a cavilar sobre cómo recuperarlo,  tal vez buscándolo, tal vez esperándolo, restaurando su confianza, justificando su error con mil argumentos, ya vería. Mientras llegaba ese momento, cuidaría de no mancillar nuevamente el honor de su marido y de no profanar su hogar. Con voz nueva y determinada,   llamó a los sirvientes, les dio órdenes de limpiar las ventanas, lavar los patios, hermosear el jardín, lustrar la vajilla, cambiar los tapizados. Los criados perplejos, percibieron algo distinto en su ama,  una decisión firme y segura y se dispusieron inmediatamente a cumplir sus órdenes.    Sólo el bueno de Cirilo la observó con cuidado y comprendió que la esposa niña, se había transformado en la señora de la casa.

Page 21: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

NAZARIO DEL RIO, OJOS DE NAVEGANTE

 _Este río complaciente y plácido puede ser endemoniado en las sudestadas, _contaba  el viejo marino a su nieto. Y lo hacía con la habilidad oral de los iletrados, que dotan a sus relatos de colores, sonidos, olores y pasiones. Don Tristán, remoto descendiente de algún pionero catalán hacía muchos años llegado a estas tierras,  sabía de qué hablaba. Las historias de los bravos españoles y sus mil peripecias marinas, los naufragios o las encalladuras y los merodeos amenazantes e intentonas de piratas y filibusteros con su presencia constante en el horizonte del rio, todos esos relatos, inflamaban  la imaginación fresca del pequeño Nazario.  La casucha de ambos, tan precaria como su misma existencia, estaba en la primera línea de la costa y sentados en las toscas, como si fuera un porche,  jugaban a imaginar  bergantines y sumacas fantasmales en el abismo del horizonte, soñando con un pasado mitad verdadero y mitad ilusorio,  mientras Nazario soñaba con mil aventuras alimentadas por la potencia de las imágenes mentales del viejo.     Pero lo que Nazario disfrutaba tanto como esos relatos, eran las salidas al río en el viejo bote de madera con el que le habían pagado al abuelo tantos años de servicio. Un viejísimo bote rescatado de un naufragio francés que aún flotaba por gracia divina, con el cual ganaba algunos centavos transportando pasajeros desde los barcos recién llegados, hasta la playa. Los días de sudestada, el viejo era buscado por los otros boteros, porque sabía capear el temporal como nadie, los días de calma y en las épocas propicias, llenaban el bote de pejerreyes, surubíes y carpas que vendían en el mercado. Abuelo y nieto disfrutaban del río, sus tonos cambiantes, su turbulencia y su calma, haciendo de esa afición una forma de vida que Nazario no hubiera cambiado por  ninguna otra.  Es así como olvidaba la muerte de su madre a la que casi no conoció y la ausencia de un padre por el que no preguntaba. Sólo el abuelo con sus historias  llenaba todos esos espacios, hasta el día que el viejo no despertó, y Nazario supo qué hacer. Envolvió el cuerpo del anciano junto con unos pedazos de tosca en un raído percal que oficio de mortaja, lo cargó en el viejo bote heredado, enfiló aguas adentro y ya muy avanzado el día, lo sumergió en el río amigo mientras murmuraba algo parecido a una oración improvisada pero muy sentida. 

   Los años transcurrieron,  Nazario creció y con él su fama de conocedor del ancho río, sus bancos de arena, sus fondeaderos, sus profundidades, donde recalar, y por donde pasar desapercibido por las autoridades de ambas orillas. También en el río había conocido a la bella mulatita que lavaba la ropa en las toscas y que fue su primer y único amor. Más de una vez la llevó en el bote río adentro con sus canastos de ropa blanca, prometiéndose amor eterno.  Sin embargo, el tiempo transcurrió y el alma libre de Nazario que no concebía el compromiso, pronto eludió la presencia de la muchacha que cada día revisaba el horizonte buscándolo con ojos húmedos mientras acariciaba su vientre creciente.   Los negocios que Nazario lograba como conocedor de los secretos del río, pronto le dejaron diferencias considerables que el muchacho atesoraba en alguna parte del vasto

Page 22: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

escenario en el que movía.   Depositó el viejo bote en la playa frente a la destartalada casa de su abuelo y encargó a los guaraníes del delta uno nuevo, mucho más amplio, con despensas y cucheta, y  una amplia vela que henchida con el generoso viento del Plata hiciera más cortos y menos esforzados los viajes largos río arriba o  río abajo. Lo bautizó "don Tristán". Con el tiempo, prácticamente desapareció de la costa porteña. Se decía que dormía en su bote o  en alguna isla  del Paraná donde  tenía una especie de guarida. Se decía que allí escondía un tesoro de comisiones recibidas por hacer de práctico del río a los contrabandistas y que allí se refugiaba de las autoridades. Se lo veía por aquí, se lo veía por allá, pero nadie a ciencia cierta sabía de él.    Una tarde de verano, cuando el sol caía sobre el horizonte, una mano apretó el hombro de la mulata que refregaba contra la piedra una sábana percudida. Sorprendida, la muchacha giró su cabeza y lo vio allí, curtido por el sol,  alto y magro, con sus ojos aguachentos directos como puñales, clavados en el rostro  moreno y brillante de ella. El amor resurgió intacto, y no hubo casi preguntas, ni reproches. Sólo la de él, que preguntó el nombre de su hijo. Luego le entregó una pesada bolsa con monedas de oro que no permitió que ella rechace. Una lágrima recorrió la noble mejilla de la mulata que se resignó al último adiós de su único amor,  mirándolo desaparecer en el horizonte empujado por un viento creciente.    Con ese gesto, Nazario daba por concluida la única relación que había sostenido con otra persona que no fuera su abuelo, Y ahora sí, su sed de aventuras que nunca amainaba, lo condujo a buscar horizontes más amplios en una incursión al mar, del que tanto había escuchado y que aún no conocía. Poco a poco se había ido muñendo de los pocos instrumentos que necesitaba para orientarse. Su abuelo le había enseñado a leer en los cielos diurnos y nocturnos con la erudición con la que un escribano examina títulos. Se anticipaba así a las sudestadas y sus crecidas, a los  vientos del norte y las retiradas del agua, descifraba  las nubes, las lunas y las estrellas. Su intuición  innata y la confianza que le producía el río,  hacían lo demás. Pero el mar, era otra cosa. Lo desconocía y las profundidades abismales lo intrigaban. Así es que desafiándose a sí mismo y desconociendo sus propios límites, tomaba forma cada vez más precisa la  idea de navegar en el mar.   Por esos días, algunos marineros corrieron la noticia de un gran pez que algunos tildaron de monstruoso. El inmenso animal había sido visto hacia el sur, en río abierto. Recordó entonces que su abuelo le había contado que hay una especie de tiburón que se interna en aguas dulces cebado por los grandes cardúmenes de peces de río.  Nazario no dudó en enfilar al "don Tristán" cargado de provisiones  hacia río abierto, llevando sus carnadas y sus ingeniosos artificios  de pesca que desde la infancia le habían dado tan buenos resultados con pejerreyes, bogas y tarariras. Un pesado arpón siempre presto y apoyado en la pared del bote, le aseguraba una rápida maniobra para cuando la necesitara. Varias líneas con distintas carnadas colgaban del bote y más de una vez, Nazario creyó haber pescado al monstruo, para luego desengañarse al descubrir grandes ejemplares de  peces de agua dulce, viejos conocidos como una gran carpa o un enorme surubí, que devolvía al generoso

Page 23: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

río. Y así transcurrieron varios días en que estuvo buscando y esperando ver la aleta del pez que, según había escuchado, cortaba el agua con la rapidez de una flecha.    Era la puesta del sol entre algunos nubarrones, hacía calor y estaba cansado. Izó un tarro de agua fresca de río que tomó y con la que se lavó la cara y el cuello para despejar la somnolencia. La superficie del agua parecía un espejo dorado que encadilaba la vista, pero Nazario sabía que se avecinaba una sudestada. Tal vez por estar inmerso en esas cavilaciones,  dudó unos minutos  antes de comprender que había hallado al gran pez, cuya enorme aleta gris y parte del dorso lo denunciaba como de cuatro o cinco metros, girando alrededor del bote.  Agitado, tiró más líneas con carnadas y anzuelos de desmesurado tamaño. Para suerte o para desgracia, uno de ellos se enterró en la boca del pez que comenzó a tirar desesperadamente. Nunca había experimentado Nazario una fuerza bruta tan potente. El gran animal comenzó a arrastrar el bote con una velocidad irrefrenable. Como si se tratara de un caballo desbocado, el "don Tristán" se bamboleaba a babor y estribor sacudiéndose con violencia, y salpicando agua espumosa en todo su radio. La oscuridad fue cubriendo la escena y una brisa, luego viento, fue picando el río hasta encresparlo. Repentinamente, el agua cobró color terroso. Nazario hubiera debido cortar la cuerda que sostenía el anzuelo  clavado en la boca del monstruo, pero tal vez no pudo o no quiso hacerlo, quizás con la esperanza de que el gran pez lo condujera al mar.    Pedazos de bote aparecieron en distintas alturas del Rio de la Plata días después de la sudestada, pero nadie supo con seguridad si se trataba del “don Tristán”. De Nazario  en cambio, nada se supo.   Muy lejos de allí, cerca  ya de Asunción, fatigada luego de un viaje extenuante, llegaba a la ciudad la mulatita  decidida a abrir su propia tienda, envolviendo su niño con un brazo, llevando la bolsa de monedas de oro bajo sus polleras,  y apretando fuerte con el otro brazo, una  canasta que contenía unos pocos harapos, galletas y una carta de libertad.

 

LA EXPERIENCIA DE FELISA.

    La sudestada golpeaba los pajonales y éstos respondían chasqueando el viento. Más allá, los juncos agitados besaban el agua de los charcos una y otra vez. Felisa recorrió asustada el camino hacia el río alborotado rumbo a la casa de su hermano en el barrio bravo del Retiro. Desde que se mudó allí,  había temido atravesar  esos parajes llenos de tunas, espinillos, talas, víboras,  manadas de perros y peligros impensados. A las amenazas reales, los febriles porteños sumaban el riesgo de encontrarse espíritus de esclavos y soldados  vagando cerca de la eremita de San Sebastián, que siempre daba motivos para sospechar apariciones.  Pero aunque Felisa avanzaba, no podía divisar aún la casa de su hermano, tal

Page 24: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

era el temporal y la bruma.  La tarde, los nubarrones, el frío y la soledad  ablandaron el carácter de la muchacha que renegó de su decisión de abandonar enfurecida la tertulia de doña Petronila. Pero es que doña Petronila y sus hijas la sacaban de quicio.  La irritaban sus  maneras frívolas,  su alharaca, su falta de hospitalidad. Concentró luego las quejas en las hijas de doña Petronila. Esa mojigata de Florencia, la mema de su hermana, y la agria de Zunilda, tan sin salero. Y de paso recordó con nostalgia la gracia natural y el ingenio de que hacía gala la gente allá,  en su Jujuy natal,  o incluso en Salta, donde las dueñas de casa recibían con generosidad y elegancia natural.  Esa tarde,  motivada por su enojo, la aventura de volverse sola a la casa en el barrio bravo cerca del río le había parecido deseable antes que seguir soportando los antojos de su anfitriona porteña, sus veleidades y su pedantería. Sin embargo, ya estaba arrepentida por ese momento de irreflexión y se sorprendió blasfemando contra su propio arrebato, porque cuando llegara a casa de su hermano, recibiría un regaño por ser alocada e insensata, porque una señorita no se comportaba así,  y por todo aquel rosario que le colgaría Mariano de su cuello.    En medio de estos pensamientos, le pareció ver a lo lejos a alguien, un bulto que se incorporaba y corría entre los arbustos. El corazón de Felisa se aceleró, y le pareció que todo el aire del río era insuficiente para sus pulmones. Entonces no supo si seguir avanzando o volver sobre sus pasos. Pero, debía seguir por la huella para no perderse, y su indomable curiosidad hizo el resto.  Se acercó a aquel  lugar y soltó un grito de sorpresa al ver a un pequeño niño envuelto en delicadas mantas, humedecidas ya por la llovizna. Sus manitos y sus mejillas estaban frías, pero él seguía tranquilo, como sabiendo que su destino no era ser devorado por las ratas o  por los perros vagabundos. Felisa lo levantó, dudó unos momentos y luego lo apretó contra su pecho. Con decisión, siguió  su largo camino que apenas iluminaban los relámpagos verticales que se clavaban en el horizonte ancho del Río de la Plata.  Sintiéndose protectora de un ser más débil que ella misma, se preguntaba indignada cómo alguien podía abandonar una criaturita como aquella a su suerte sin temer el castigo de Dios. De pronto, distinguió por fin la casa recortada sobre el río a través de la bruma y juntando valor se aprestó a atravesar el portón de hierro.     Mariano era un joven abogado, recibido en Chuquisaca, que llevaba ya unos meses en Buenos Aires por negocios, reemplazando a su tío, ya cansado de semejantes viajes. Había traído a Felisa deseosa de conocer la ciudad porteña desde que era niña y de quien se había hecho cargo ante sus padres. La llegada improcedente de su hermana esa noche de sudestada, lo enfureció. No podía concebir que la muchacha llegara a aquel paraje recio, caminando sola y a esas horas. Su enojo incluía lamentos por haber traído a su hermana a una  Buenos Aires que le era hostil, donde las reglas de juego eran tan distintas a las de su tierra. Felisa pasó al lado de su hermano haciendo caso omiso de él. Más tarde daría explicaciones. Estaba más  preocupada por la envoltura mojada del bebé que acercó al brasero para despojarlo de sus ropas mojadas. Masajeó sus manos y sus piecitos, para luego procurarle mantas secas y entibiadas al calor del fuego.    Ante el asombro de Felisa, el niño la miraba fijamente con ojos de color indefinido,  mientras Mariano, contenido hasta ese momento, estalló en mil preguntas de las cuales

Page 25: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

ninguna obtuvo respuestas. Felisa sólo pudo responderle que había hallado al bebé dejado por una sombra en medio de la oscuridad, cuando volvía a pie de casa de doña Petronila luego de la discusión que había sostenido con sus hijas y que ya habría tiempo para hacer averiguaciones sobre el niño. Luego ordenó a Dominga leche tibia y unos lienzos de gasa bien limpios. Llevó al pequeño a su dormitorio y lo arropó en su ancha cama. Notó que pendía de su cuello una cadenita con la medalla del Niño Jesús, que le desabrochó y colgó en la cabecera de su cama. Tal vez por su inexperiencia, no consiguió dormirlo, intentando nombres y probando sus canciones familiares,  aquellas que su nana negra le cantaba mientras la amamantaba en su Jujuy natal.  ¡Ay  Mencia!, ¡qué falta me haces ahora! ¡Cómo extraño tu voz dulce, tu pecho seguro!.    Sin embargo, la mirada expresiva de la criatura  la tranquilizaba,  y nada en su actitud delataba a un ser débil o desvalido. Se recostó al lado del niño y si al principio le costó dormirse, finalmente cedió ante el cansancio y entró en un profundo sueño. En él, veía el rostro de su madre en un regazo opulento de negra en el que se podía atisbar un hermoso rosario de perlas de Cubagua y un gran crucifijo de plata colgando del ancho pescuezo. Ese collage de imágenes, algo quería decirle, como si hablara desde el fondo de un hondo abismo. Otros rostros se mezclaron, su tata, su hermano, su confesor, sus maestras, algunos sonrientes, otros severos, pero todos silenciosos. Semejante vértigo de imágenes la despertó agitada. El candil apagado, la habitación se hallaba a oscuras.  Se quedó quieta, acariciando la manito tibia del niño, e inmediatamente recobró la calma. Un dulce perfume flotaba en el cuarto, y Felisa cayó  en un sopor  profundo, y esta vez, el descanso fue absoluto.   La mañana aclaró los objetos de la habitación. En el sillón y con la cabeza despeinada entre sus manos, Mariano esperaba. Dominga entraba y salía de la habitación con agua limpia, ordenaba las cobijas y murmuraba oraciones en voz baja. Lavaba contínuamente la mordedura de la yarará y apretaba la herida con sus anchos dedos para expulsar los restos de veneno. Apenas había llegado Felisa la noche anterior, casi desmayando, Dominga había buscado y encontrado en una de sus piernas los dos puntos rojos dejados por los colmillos por donde entró la ponzoña. Con rapidez, había succionado la herida y había escupido el amargo veneno repetidamente. _Ahora vamo a e’perar, _dijo a Mariano.  Más tarde, el muchacho buscó al médico, y cuando Mariano llego con el doctor Ramos pasada la medianoche,  la pierna de Felisa estaba muy hinchada.  Para alegría de Mariano, el médico  observó que no se habían producido las clásicas manchas rojas en la piel, lo que revelaba que la inoculación de veneno no había sido importante, tal vez porque Dominga había logrado extraerlo. Sólo cabían el reposo y la espera.   Un sudor frío recorría el cuerpo de Felisa y su palidez asustaba a Mariano que se sentía impotente ante la pericia de la negra. El dolor y la fiebre arrancaban delirios a la muchacha, que repetía _El niño está mojado, tiene frío. Dominga, trae leche caliente para el niño. Mariano y Dominga se miraron perplejos, afuera la tormenta sacudía las tejas y azotaba los postigos. La lluvia incesante caía sobre el techo y resbalaba en cataratas sobre el alero. El mediodía,  fue gris y ventoso, y la tarde permitió a un tímido rayo de sol,

Page 26: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

filtrarse por la ventana hasta la cama de Felisa. La muchacha abrió entonces sus ojos, fijándolos en Mariano. El hermano, emocionado, se  abalanzó sobre la cama para abrazar a Felisa  y con sorpresa, escuchó su grito de espanto reclamando que iba a aplastar al niño. _ ¿Qué niño?  _exclamó Mariano.  Felisa se incorporó con trabajo, buscó en la cama levantando las cobijas y preguntando por el niño. Mariano le explicó que en sus delirios lo había mencionado, pero que sólo era un sueño.  Y luego habló de la mordedura de la yarará. La muchacha quedó en silencio, sin entender y así pasó gran parte del día.  Pero entonces, el niño, ¿fue real o fue un sueño?    Sabiamente, Felisa ya no intentó explicar las escenas de su sueño reciente, sólo calló y dejó que los demás pensaran que lo suyo era delirio. Y en ese trance estaba cuando pudo ver, enredada en los torzados de bronce de la cabecera de su cama, la cadenita con la imagen de Jesús Niño.  Felisa, conmovida, solo atinó a persignarse y a sonreír dulcemente.

EL BAÑO EN EL RIO

   El agobiante sol de enero horneaba Buenos Aires. Los insectos bullían en sus escondites en busca de la frescura y la oportunidad de la vegetación. Tremendos días que apenas permitían respirar y largas noches que exasperaban los ánimos más pintados. Zulema Rodríguez, sofocada por un climaterio precoz y despierta sin haber dormido desde la madrugada, preparó una canasta cargada con viandas y frutas de su huerta y despertó a sus siete hijos.      Debía entregar trabajos de zurcido, pero había decidido que ese día se lo dedicaría a ellos y a ella misma, ¿por qué no?. El año pasado había sido especialmente duro, pero bueno…, ¿cuál no lo fue?. Inmersa en sus cavilaciones, vistió a los más chiquitos  con  camisitas de algodón mientras los mellizos, Pascual y Juan, entusiasmados por el día de río, cargaban en caramañolas de barro agua fresca recién comprada y piedras para sus hondas por si debían salir en defensa del honor familiar. Se tomaban bien en serio ese papel desde el último alejamiento de su padre, cuando los mellizos de doce años se hicieron responsables del abastecimiento y la seguridad de la casa.  Proveían  frutas y verduras de la huerta a la mesa y salían de vez en cuando a cazar pájaros o liebres para completar con carne la dieta familiar.  Zulema confiaba en ellos todas esas tareas porque habían demostrado ser idóneos y porque, necesidad obliga, su infancia debió sacrificarse desde temprano en aras del grupo. Las niñas, Paca y Rosa, se encargarían entre las dos de la vianda más chica y de acarrear el lienzo para el toldo que, apoyado en dos palos, serviría de refugio contra los rayos lacerantes del sol porteño. A modo de bandolera, Zulema amarró en las espaldas de los mellizos a los hermanitos más pequeños y sobre la suya propia, ató un gran pañuelo

Page 27: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

que contenía al benjamín, que sumido en la modorra de una noche larga y plagada de zancudos, dormía pesadamente cubierto de transpiración. Con la mano derecha asió la gran canasta y así, cargados de cacharros, caramañolas y viandas, emprendieron el largo camino a la playa.   La procesión avanzó penosamente un cuarto de legua por la senda de Santo Domingo. Apurados por el calor, los vecinos salieron tempranamente de sus casas a charlar en las aceras, pero callaron ante el paso rotundo de un federal barbudo y ensimismado que avanzaba hacia su cuartel de Chacabuco.  Zulema se lo cruzó en  la esquina con Santo Domingo, y lo saludó respetuosamente. Recibió por toda respuesta una reverencia y las respetuosas palabras: _Ciríaco Cuitiño señora, para servirla y a Zulema le pareció cuento tanta mala fama de la mazorca, porque esa mañana todo era bello y brillante como el sol.   Ya veía el ancho río cuyas amplísimas playas cobijaban a los porteños que buscaban alivio en la fresca brisa o en las aguas limosas que en secuencia regular, avanzaban sobre la blanca arena refrescando las patitas de los chiquilines. Los turbantes de colores de las lavanderas y las enaguas y sombrillas blancas de las pocas y atrevidas muchachas, rompían la regularidad del paisaje, mientras que algunos que otros hombres, sentados en las toscas lejanas, miraban el horizonte bajo el ala de sus sombreros de paja.    Zulema eligió un lugar limpio, tendió un amplio lienzo, colocó sobre él la canasta con viandas y acomodó a los tres niños más pequeños, luego se aseguró que quedaran bien cubiertos del sol por el toldo mientras jugaban con sus hermanas y por fin, pudo sentarse sobre la arena a no pensar, sólo a disfrutar, la brisa y el paisaje. Los mellizos custodiaban las pertenencias familiares sin alejarse demasiado del campamento  y de paso, levantaban un fuerte inexpugnable con altas atalayas de arena húmeda, rodeado de un profundo pozo.    Zulema, contra cualquier costumbre considerada decorosa, se recostó en la arena mojada para respirar profundo y olvidar su agobio. Distraídamente, jugaba con sus hijas y con ella misma a adivinar formas en las escasas pero crecientes nubes, y entre risas  y animales fabulosos de algodón de toda las tonalidades de grises,  fue pasando la mañana hasta que el sol inclemente y vertical, les anunció el mediodíaLa frugal  vianda les pareció un banquete y sólo el benjamín, aún mamón, se privó de las jugosas naranjas, de los turgentes tomates, de los tiernos choclos y del agua con gotitas de limón que Zulema les había preparado. Los mellizos acompañaron a las niñas que llevaban en andas a sus dos hermanitos hasta el agua, y allí permanecieron, jugando y salpicándose con picardía hasta que, agotados, volvieron al lienzo junto a su madre, que les hizo lugar. Una brisa creciente del sur fue un regalo del Patrono porteño a los sofocados habitantes de la aldea y pronto Zulema se atrevió a meterse en el agua para refrescarse mientras apenas recogía sus enaguas ante la mirada divertida de sus hijos que festejaban su decisión.        Ese momento, valió mil sinsabores, mil apremios, mil sacrificios. Zulema disfrutaba la caricia del agua en sus pies, mientras su largo cabello recogido en una  trenza y golpeado por el viento parecía querer escaparse por todos los resquicios. En el amplio río, mojó sus brazos y su escote, sus mejillas y su frente, hasta que, sintió de pronto las primeras gotas. Y con ese bautismo y en ese momento, el tiempo se detuvo, y Zulema se sintió más joven,

Page 28: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

más liviana, casi etérea, volvió a creerse capaz de afrontar todo,  por sus hijos, por ella misma.   Lentamente, volvió al refugio improvisado, se vistió con su camisa y su falda, prolijó su cabello, calzó sus pies, y ayudó a los niños a alistarse. Dobló los lienzos, amarró a los pequeños a las espaldas de los mellizos, y el benjamín a la propia. La canasta sin su contenido, y las caramañolas y las viandas vacías aligeraron el viaje de regreso. Hasta el benjamín sonreía, provocado por las corridas y las travesuras de sus hermanos. El viento creciente apuró a la  familia que remontó la playa hasta la calle barranca arriba y con fuerzas renovadas y felices bajo la lluvia, volvieron alegres por la calle de Santo Domingo.    En la playa, la lluvia llenó las fosas comunicantes y el relieve del fuerte de arena de los mellizos, se fue desdibujando para terminar siendo una forma suave e indefinible,  que pronto taparía el agua.

 CRISTO DECAPITADO

                                                 A Darko Sustersic

   Trajeron la imagen desde lejos.   Un Cristo de yeso de vivos colores que bajaron con cuidado entre cuatro de una carreta de bueyes. El cura, feliz, se persignó al verlo y vigiló cada uno de los movimientos,  cuidándolo de golpes y rayaduras. Cuando se puso en tierra, el padre Francisco apreció la estatura de la imagen, los escorzos de sus vestiduras pulidas, las delicadas manos en actitud de ofrecer, la mirada clara, serena y profunda que todo lo acariciaba. Satisfecho, ordenó que la pusieran al Cristo sobre el pedestal que hacía tiempo lo esperaba.  Ahora sí, los lugareños vendrían a la iglesia a pedirle a la imagen sus favores. Ahora sí, las viejas indias traerían a sus hijas y sus nietos a rezar y el padre Francisco sentiría que su presencia en la villa se justificaba.   Él mismo colocó en los costados de la imagen,  candelabros de bronce que la iluminaban con chispas doradas.  Y esa tarde espero que la gente concurriera al templo, y que los indios  sintieran el poder de la imagen en su alma, bajo el influjo de una suave tonada guaraní surgida del violín de un niño con asombroso oído musical.  Pero no fue así.  Los asistentes a Misa se redujeron a los pocos fieles de siempre, la mayoría viejitas del pueblo cuya Fé nadie se atrevía a poner en duda. En cuanto a las familias guaraníes que el padre esperaba, ésas, no se presentaron.   Nuevamente esperó,  al siguiente  día, y al otro,  y al otro. Y por fin entendió que todo era inútil.  No podía rivalizar con la otra  imagen, la de un antiguo Cristo decapitado tallado en un madero quemado  que reinaba en la galería de la vieja doña Eulalia, rodeado

Page 29: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

de enredaderas y espinosas. El ruinoso Cristo vandalizado , había sobrevivido aunque descabezado, a las huestes de Rivera en un pasado cercano pero mítico. Su escuálido cuerpo en partes carbonizado, aún trasuntaba el recorrido del buril indígena.  Allí sí, frente a  la verja de la casa, había decenas de guaraníes respetuosos que llevaban a sus hijos y reverenciaban la imagen en todas las horas del día, con sus cabezas descubiertas, con ofrendas de flores  y con cantos  espontáneos  que ensayaban sus voces líricas.  Doña Eulalia, nieta de un blandengue de Artiguitas,  lo había dejado allí  como un recordatorio,  como un servicio comunitario, como testigo de la fe sin claudicaciones,  como monumento a una época gloriosa en que los guaraníes y sus pasado dorado peleaban por su dignidad de pueblo libre.

 

LA JAQUECA

   De entre mis días iguales, sobresale aquel en que adiviné mi mal.      Terribles dolores de cabeza me atacaban día y noche. Pero esa mañana, la punzada fue tan intensa y tan fugaz,  que frente a su recuerdo el dolor crónico que padecía se había suavizado. Algo se rompió en mi cabeza, algo estalló sordamente.   Los días siguientes, atenué mis jaquecas con recuerdos de èpocas mejores. Mi vida, pasaba por mi mente con movimientos, colores, olores y sonidos. Recuerdos tan vivos que  me animaban a hablar, sonreir, participar de ellos como si fueran reales. Luces y sombras de mi vida, mi madre y sus manos, mi padre y su mirada, respuestas que en su momento no di, perdones que no había pronunciado y disculpas que no había pedido, amores que no noté, penas ignoradas, malos entendidos, olvido de rostros, y olvido de olvidos,  todo, todo, parecía tan actual que llenaba mis horas como la realidad misma.  También esos días, mi sensibilidad se hizo tan aguda que cualquier hecho me conmovía y mis ojos se nublaban ante viejas fotos o fragancias familiares, o incluso, algunas palabras duras de los míos, que me reconvenían por el olvido de ésto o de aquello, de lugares o de fechas.…    Luego empecé a preferir la soledad. Rehuía las visitas si podía evitarlas y más de una vez me negué a atenderlas en mi propia casa. Los temas triviales y cotidianos, para los cuales siempre había tenido todas las respuestas, ya no me interesaban. Menos aún si Fulana…o Mengana… viajaban, eran abuelas o morían. Bueno, tal vez la muerte si me atraía, con su consiguiente alivio, con su cadena de duelos, con sus misterios y promesas de nuevos caminos.   Las labores de costura, aquellas que las hermanas en el colegio me habían enseñado con devoción y en las que yo había concentrado mis esfuerzos para lograr exquisitos bordados

Page 30: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

o delicados tejidos, me producían tal ansiedad, que mis manos temblorosas terminaban por alejarlas una y otra vez, ante los estragos de puntadas imposibles. Tampoco la pintura era ya mi solaz, el resultado de mis intentos eran densos manchones oscuros sin arte alguno, excepto aquel de revelar el estado caótico de mi mente.   Mis hijos se sorprendían de mis conversaciones solitarias, y más de una vez yo los sorprendí a ellos en sus muecas de perplejidad. Hubiera querido decirles que en mi mente, hablaba con ellos cuando eran chiquitos, cuando todavía mi intervención era necesaria para evitarles el dolor, el sufrimiento, la mala decisión. Pero no se los dije,  hubieran sonreído con condescendencia. También hablaba con mi madre, cuando ella todavía se expresaba  tan sola y tan perdida como yo misma. A mi padre, en cambio, sólo lo veía con su mirada severa, y padeciendo en estos tiempos con una moral de otra época.     Pero en el pesado anclaje de las cosas cotidianas, había situaciones concretas, necesarias, vitales que todavía insistían en atraer mi atención. La organización de la casa, el menú diario, la lavandería, el orden y la limpieza, el manejo de la servidumbre, me pesaban como lastres insoportables.   Y mi Pedro, intentando interesarme en viajes, en promesas futuras de descanso, en cambios merecidos, con su incansable voluntad que sin ninguna duda era una forma de intenso amor. Él también acusaba recibo de tantas campañas, y pese a estar todavía activo en su profesión, buscaba reposo en la soledad de la casa, en la conversación íntima, en la ilusión del descanso, en el mate compartido.   Pero poco a poco, me fui alejando, hacia otro lado. Dejé de preguntar, dejé de intentar, dejé de compartir, y me sumí en mi mundo, mi mundo de emociones, de sensaciones, de recuerdos tibios y reconfortantes, que no producían dolor. Una expresión de bonhomía se instaló en mi rostro, y por momentos escuchaba remotos comentarios: _parece más joven,_qué linda piel que tiene,_a  veces creo que escucha, ... _se va apagando como una vela.  Y sí,  si escuchaba, pero a través de  interferencias, a través de mares, a través de infinitas distancias.  Es verdad, mi mente se apagaba, pero mi cuerpo estaba sediento de sensaciones, de hambre, de sed, de frío, de calor, de caricias.    Hasta que un día de invierno  no deseé nada más, ni escuché otras que no fuesen mis antiguas voces. Los rostros se desdibujaron, y una sinfonía de grises invadió mi universo.  Para entonces, percibí mis últimas sensaciones, las suaves caricias de las manos de mi hijo y las tibias lágrimas  de mi hija humedeciendo mi rostro helado y mis brazos en cruz.

 

LA DEVOTA CATALINA

    Con auténtica devoción, Catalina limpiaba el altar tallado en cedro y dorado al pan de

Page 31: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

bronce. Cambiaba los manteles de encaje y las carpetitas, abrillantaba los candelabros, rescataba los cirios que aún podían encenderse para iluminar el refectorio de la capilla, y colocaba en su lugar cirios nuevos para ofrendarlos a sus santitos y a la Virgen. Tanta pasión ponía, que iba más allá y borraba las yemas impresas de los fieles que tocaban los fanales con imágenes, quitando el polvo de las urnas, de las columnas salomónicas y del estuco de las paredes, y lustrando las antiguas maderas de pórticos y ventanales. Los reclinatorios y los confesionarios parecían recién salidos del taller de algún maestro carpintero de Lima, al igual que la balaustrada del entrepiso que ocultaba un organillo de tubos tan sonoros y afinados que semejaban un coro celestial.   Para Catalina, sus esfuerzos significaban estar más cerca del cielo, mantener las reliquias, pulirlas, acomodarlas primorosamente, rodearlas de flores frescas.  Esa era su manera de adorar al Señor.  _¡Virgencita de Caacupé, mi Señora!, _decía a la Patrona paraguaya  traída desde Villarrica que la miraba con ojos fijos_, ¡protégenos de todo mal!  _pedía_ . Y le contaba a la imagen tallada  sobre fulano o mengano,  mientras peinaba sus cabellos naturales  luego de vestirla con una túnica de terciopelo y sobre ella, un  delantal tejido en delicado encaje de ñandutí.   Pese a este trato tan cercano con la Virgen, Catalina que sabía guardar las distancias, no se atrevía a pedirle por sus hijos que servían en la milicia, o por sus hijas, que vivían de parto en parto.   Y así pasó el tiempo, igual que pasaron los párrocos, y Catalina seguía asistiendo diariamente al templo para servirlo y cuidar de cerca a sus santitos. Una tarde de primavera,   doña Catalina observó en plena Misa a un hombre desconocido, que con disimulo tallaba con una navaja en la antigua madera del reclinatorio.  Si en el momento que lo pilló no lo reprendió, fue porque, incapaz de concebir otra explicación, pensó que aquella talla era algún pedido desesperado o un agradecimiento a la respuesta celestial.  Al finalizar  la Misa, y cuando los fieles se habían ya retirado, Catalina se acercó al banco a observar las caladuras de la navaja,  y vio en ellas,  un símbolo que no lograba entender.Su  curiosidad la llevo a consultar al padre Santiago. El cura, perplejo, le dio una larga explicación sobre las numerosas sectas que operaban en Buenos Aires, y de cómo se reconocían a través de sus símbolos, e incluso, algunas de estas sectas,  robaban reliquias católicas para profanarlas. En este caso, la escuadra y el compás identificaban  alguna secta masónica, y al llegar a este punto, el padre Santiago se detuvo intentando imaginarse por qué y para qué se habia arriesgado el masón a dejar su marca.  Luego y al parecer despreocupado,  se alejó pensando en el contenido de su sermón de la siguiente misa. Pero Catalina, sintió la profanación como una verdadera afrenta y redobló su atención, esperando que el individuo volviera.    La espera fue considerable pero rindió sus frutos, y una mañana, a contraluz del sol saliente que entraba por el atrio, vio llegar al masón envuelto en una capa de esclavina negra. Resuelta a desenmascararlo, la devota anciana vigiló al sujeto que absorto en sus intenciones,  dejó nuevamente y con disimulo su marca, esta vez en el estuco de una de las columnas. Luego se retiró apresuradamente del templo. Catalina lo siguió con paso apurado hasta verlo entrar en una casona de mitad de cuadra de la calle Perú, que los

Page 32: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

vecinos viejos aún llamaban San José.  Desde ese día, la mujer pasaba cada mañana y cada tarde al volver a su casa por ese domicilio, estudiando los movimientos  de la casa, sus habitantes, sus horarios. A veces acechaba desde la esquina de Independencia  quien salía y quien entraba, o bien pasaba disimuladamente por el frente de la casona para escuchar conversaciones por las ventanas o desde el zaguán.   Pero tanta suspicacia de Catalina se justificó la mañana en que en el templo se advirtió la ausencia de una muy antigua imagen del Niño de la Espina, una pequeña figura de Cristo Niño venida del Alto Perú, tallada en madera y vestida con bordados de oro, que descansaba en una urna de la nave lateral.  Catalina, apoyándose en su intuición,  no dudó ni por un segundo de la autoría del hurto, que denunció al párroco. Y éste, al prefecto de policía.  Las sospechas se centraron sobre el masón y las investigaciones comenzaron en su domicilio gracias a los datos aportados por Catalina que los condujo hasta allí.   La casa fue visitada por la policía de Rosas, pero no encontraron a su dueño. En cambio encontraron muchos indicios de las actividades de la secta cuando penetraron en un salón circular y oculto con piso damero,  rodeado de columnas, y entre ellas telones. En la cabecera, un par de columnas y en el medio de éstas,  un símbolo que representaba un ojo en un triángulo. En cajones,  mandiles doblados y antiguas imágenes  envueltas en pana negra reservadas para rituales masones,  y entre todas ellas, el Niño de la Espina.  La casa, luego de la requisa quedó marcada por la policía y su inquilino no pudo volver a ella,  pues una guardia permanentemente montada en la puerta impedía cualquier acercamiento.  La policía secuestró muchos elementos que eran evidencia inequívoca de actividades masónicas y varios documentos que detallaban entre otras cosas, nombres figurados y  contribuciones a la secta,  pero todo consignado con códigos secretos que  desafiaban la habilidad de los más expertos descifradores locales.  La policía no pudo avanzar en sus investigaciones, y sólo recomendó a Catalina que estuviera pendiente de un nuevo acercamiento del masón al templo y que inmediatamente diera aviso a la guardia que caminaba la calle del templo.    La mujer esperó pacientemente, y una tarde cualquiera,    el atrio se oscureció con el corpulento hombre avanzando por la nave central para hincarse luego en un reclinatorio.  Catalina, agitada, lo observó atentamente sin dejar de parecerle audaz la actitud del masón. El ritual de la talla profana en la madera se repetía como en las veces anteriores sólo que esta vez, Catalina estaba dispuesta a descubrir al intrigante y exponerlo a las autoridades . Se asomó a la vereda del templo para ubicar a la guardia pero no la encontró.  Cuando de pronto el masón se dispuso a salir, Catalina impaciente, decidió seguirlo .Los largos pasos del hombre fueron seguidos a las corridas por las enclenques piernas de Catalina. Al llegar a la esquina, el masón bajo rápidamente el alto cordón de la acera mientras la anciana lo seguía a cierta distancia. Cuando lo alcanzara le iba por fin a cantar las cuarenta y a entregarlo a la guardia para que dé cuenta de sus actividades.    De pronto, un carro aparentemente sin control y a toda velocidad, cruzó Independencia en dirección a Tacuarí, y en el cruce de ambas calles atropelló a Catalina que cayó muerta sobre el adoquinado. El carro huyó hacia las quintas del sur.  

Page 33: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

   Los pocos testigos declararon no poder reconocer al carrero. El sumario por la muerte tan poco clara de la anciana se archivó en poco tiempo y la policía rosista debió hacerse cargo de temas más apremiantes, ya que se acercaba el fin de la era del gobernador.   La casa de Perú  fue comprada en esos años posteriores a Caseros y en su fachada se colocó la escuadra y el compás que a Catalina le hubieran resultado familiares.   En la antigua Iglesia, las imágenes parecían menos brillantes, y en particular la del pequeño Niño de la Espina rescatado. El cura y las devotas del templo suponían que la ausencia de Catalina  permitía que el polvo se depositara sobre las figuras, ahora deslucidas. Pero,  quien lo mirara con más atención, hubiera notado extraños los ojitos de vidrio del Niño. Como nublados, o desbordados por las lágrimas.

 

 

 

 LA VILEZA DE DOÑA JUDITH

    Fermina pelaba decenas de papas, a su lado y silenciosa, Amparo cortaba finas rebanadas de berenjenas. El agua ya hervía disipando calor por toda la cocina. Perlas de transpiración corrían  por la piel lustrosa de las negras y resbalaban hasta sus pechos generosos. Mientras Arcadio afuera hachaba la leña con ritmo regular, Pascal  adentro trasvasaba agua del fuentón y vino de las odres a las jarras de cristal. Cerca del fogón, el azúcar se trasformaba en almíbar liberando su dulzor envolvente mientras todo en la cocina se desenvolvía con el ritmo ya practicado de tantas fiestas, tertulias, banquetes, agasajos y afines, como ofrecían don Samuel y dona Judith.    Los tiempos habían cambiado para los amos. Se sentían eufóricos con la caída del gobernador y vivían con entusiasmo la seguidilla de festejos en casa de fulano o de mengano. Hoy le tocaba recibir a ellos, y no escatimaban recursos.  Bandejas y servilleteros de plata boliviana,  las mejores vajillas de porcelana inglesa, mantelería de hilo peruano, copas de cristal tallado,   todo aquello que sirviera para deslumbrar a las visitas.  Los enemigos de Rosas se parecían, compartían entre ellos un sentido de pertenencia a una minoría selecta plena de prejuicios y exclusivismos.   Entre los negros de la casa,  Arcadio era quien más odiaba a sus amos, sobre todo a doña Judith, que podía ser cruel en todos los niveles imaginables. Su ama solía despreciarlos en cada gesto y en cada oportunidad.  Desde sus olores hasta sus maneras, sus jergas, su mirar huidizo, todas eran razones válidas para humillarlos. Arcadio conservaba aún el recuerdo de la acusación de robo que el ama Judith había lanzado sobre la fiel Socorro, una negra vieja carimbada a fuego antes de la revolución, cuando él era apenas un niño. El objeto que

Page 34: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

el ama decía robado era un valioso collar de pequeñas esmeraldas que faltaba de unos de sus alhajeros.  Poniendo el grito en el cielo acusaba a la negra de haber robado la joya al acomodar su tocador.  _Negra buscona, _ repetía_, ya vas a pagar cara tu insolencia. Y cumplió sus amenazas, la hizo interrogar y  azotar para volver a interrogarla, pero nunca obtuvo la confesión que esperaba. La negra soportó los suplicios estoicamente,  con la dignidad del que es inocente y las únicas lágrimas que derramó,  fueron provocadas  por la injusticia. Fue extraño cuando el ama Judith dejó de exigir la confesión de Socorro, el comisario pensó que doña Judith, aburrida, se había resignado a la pérdida de la joya. Pero los negros de la casa sabían la verdad. El ama había recuperado el collar que su marido había llevado como garantía de negociaciones a las provincias del norte, sin consultarla a ella. Judith calló ésto por temor a los reclamos de la negra y en connivencia con su marido, escondieron la joya en la caja de caudales que habían hecho instalar pretextando futuros robos.  Socorro fue finalmente sacada de escena al enviarla al servicio de una tía anciana en Areco y se pretendió un olvido generoso del episodio. Cuando llegaron las épocas del gobernador.  Los amos se cuidaban de los esclavos, temían sus delaciones y sus rencores.  Manuelita y su madre eran muy apreciadas por los negros que habitaban los barrios de color. Ellas concurrían a los candombes del barrio de Monserrat, llevando ropas y  alimentos para repartir, y disfrutaban la música y el baile de las naciones negras. De paso, escuchaban de testigos presenciales el quién era quién en la sociedad porteña. Se enteraban  de embarazos, infidelidades, deslealtades y traiciones. La alta sociedad vernácula no podía prescindir de la servidumbre pero sabía, como lo habían sabido siempre,  que los negros ponían ojos y oídos en todos los rincones de la casa y que era difícil evitar su presencia pues la vida diaria dependía de sus servicios, aún los más elementales.  

   Cuando el rigor federal amainó, doña Judith que había simulado conciliarse con sus negros, actuando mal ciertas consideraciones que nunca había tenido, descargó su furia con la Ferminilla,  hija  de su cocinera y extrañamente esquiva por esos días,  que se había aparecido con una pancita de varios meses.    Doña Judith hizo  llamar a la chiquilla, dándole consejos de una moralidad que nunca practicó, pero de a poco, frente al silencio desafiante de la negrita, fue cambiando de tono para mostrar desprecio e incluso violencia, cuando la niña le recordó que ya tenía una madre. Doña Judith no pudo reprimir una fuerte bofetada que en el silencio de la tarde sonó contundente. En forma instintiva , la mujer miró hacia ambos lados buscando testigos porque en  tiempos recientes se sentía siempre vigilada, y luego le preguntó a la criadita, con tono severo y amenazante, quien  era el animal que la había preñado. Entre borbotones de llanto y de moco, la niña asustada articuló una frase ininteligible. Doña Judith perdió del todo  la paciencia y la sacudió para darle luego un rebencazo en los brazos que a la negrita le pareció un tizón caliente que acercaban a su piel. Ésta vez sí sonó : _¡Don Samuel! _ gritó_, ¡Don Samuel!, _el seor Samuel fue!.    La dueña de casa quedó estupefacta, sus ojos coléricos se posaron en la chica que temía

Page 35: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

lo peor,_¡Mentirosa!,_ le dijo_, ¡negra puta, como tu madre!, _¡te irás de esta casa, a la calle, que es allí donde perteneces!. La negrita, desesperada,  salió corriendo hacia la cocina para buscar la protección de su mamá, Fermina. El ama Judith quedó sola en la sala, y de a poco, se recompuso. Su rostro crispado adquirió nuevamente los rasgos típicos de la especulación y no volvió a hablar del tema. Sí en cambio,  observó a su marido cuando miraba con ansiedad hacia los cuartos de los negros y como se agitaba cuando casualmente veía a la negrita que apenas se asomaba al patio tercero donde los negros dormían.    Pasaron algunos meses y una mañana, Ferminilla, aún niña ella misma,  dio trabajosamente a luz un niño robusto y hermoso. Doña Judith se presentó en el cuartucho humilde hacia la noche y aprovechando el sueño de la chica,  envolvió a la criatura en una vieja manta y pese a los ruegos de la cocinera Fermina, se la llevó hacia quién sabe dónde.  Del niño nunca nadie supo. Pero cuando Ferminilla estuvo repuesta como para animarse a preguntarle por su bebé, recibió de dona Judith la más fría de las miradas.  A continuación, el ama completó la escena inconclusa de unos meses atrás, recordándole que debía irse de la casa esa misma noche, y sin llevarse nada más que lo puesto.   El llanto de la hija y el ruego de la madre,  como una letanía, se escucharon toda la tarde desde la cocina, pero nada doblegó la decisión de dona Judith, dispuesta a deshacerse de la criadita y de todos los problemas pasados y futuros que para ella implicaba. A la mañana siguiente, se apersonó en la cocina, y le ordenó a Fermina el menú de ese día. La cocinera la miró apenas,  con sus ojos nublados por las lágrimas, mientras pelaba choclos y los colocaba en una gran olla de barro. Antes de irse y como al pasar, doña Judith le prohibió para siempre hablar del “incidente”. Fermina no conocía esa palabra, pero intuyó que el “ incidente” eran su hija y su nieto y una nueva oleada de lágrimas inundaron sus ojos.

 

ADORACIÓN.

   La santiagueña entró a servir en la casa hacia 1870.  Los chicos de la mansión, fascinados, la seguían por todas las habitaciones rogándole relatos de aparecidos, de viudas y de cementerios. Menuda y pintoresca, Adoración hubiera merecido ser payadora por sus ocurrencias y su facilidad para los relatos memoriosos. Cierta morbosidad impulsaba a los muchachos atraídos por las historias de la criada porque ella, agregaba a sus cuentos detalles crueles que los hacían asombrosamente reales, y aterradoramente desconcertantes. Ejercía de esta manera alguna forma de sugestión en los habitantes menudos de la mansión, que devino en un inquietante y creciente poder sobre ellos.    La vida social de los adultos se desarrollaba entonces sin las  interferencias del  pasado, porque los niños de distintas edades quedaban absortos con las historias de Adoración, y virtualmente desaparecían del mundo de sus mayores,  ya sea escuchando, comentando,

Page 36: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

imaginando o bien durmiendo y soñando el material vomitado por Adoración.    A la pequeña Etelvina de ojos muy claros, la niñera le refería cuentos de espectros de ojos parecidos a los suyos, casi transparentes, que invariablemente eran malignos y que producían desórdenes físicos y mentales a quienes miraban. Etelvina ya no miró a sus padres, por miedo a dañarlos, y tampoco a sus abuelos y hermanos. Sí en cambio, miraba con intensidad a otras niñas con quienes disputaba juguetes o privilegios, hasta que esa carga de malicia en sus ojos, que las otras pequeñas percibieron, terminaron por aislarla de cualquier compañía de su edad  dejándole, a cambio, una fuerte sensación de poder y de soledad.   Raúl le seguía en edad. Con espíritu guerrero pero limitado por la compasión que le había infundido su madre, el chico había desarrollado cierta vocación por la defensa de los débiles o desprotegidos. El agudo y constante parloteo de Adoración sobre la confusión que origina en la gente el espíritu piadoso, que frecuentemente es interpretado como rasgo de poco vigor y aptitud para el mando en quienes lo poseen , generó en Raúl un rechazo frontal a cualquier manifestación de clemencia. El chico comenzó a enfrentar a iguales y mayores, personas o fieras, sin medir consecuencias, y sin ejercitar el perdón para pedirlo, o para concederlo.   Tomás era mellizo de Raúl, de carácter díscolo, solía contestarle a su madre cuando ella lo amonestaba por alguna travesura. Por ello, Adoración lo llamaba el Duende. Curioso por conocer el poder de este nombre, Tomás insistió en que la criada le hablara sobre el Duende,  y un día de recreo, Adoración les relató la antigua historia de ese ser que parecía un niño de lejos, y que, al acercarse levantaba su rostro maligno y enseñaba sus agudos dientes. Atraía a la gente con  llanto infantil, pero una vez frente a ella golpeaba al curioso con su brazo de hierro.  Adoración aseguraba haberlo visto a la hora  de la siesta por los zanjones de su tierra santiagueña, y la tradición sostenía que era un niño condenado por pegarle a su madre. Los ojos desorbitados de los niños se posaron sobre Tomás, que inmediatamente corrió a un espejo a revisar sus dientes. Raúl lo observó con desconfianza y en su mente, se midió con él.  No iba a permitirle a su hermano intimidarlo con su brazo de hierro ni con sus dientes puntiagudos. A partir de ese momento, lo vigilaría sin tregua.   Finalmente estaba Elsa, la mayor. Una niña de discreta belleza, que con sus 14 años sentía bullir la sangre en su cuerpo cambiante. A ella, Adoración le daba lecciones de conjuros, imprecaciones y maleficios. Para obtener tal o cual cosa o para torcer las voluntades de las personas, la niña debía preparar tal pócima, tal ungüento o tal veneno. Adoración estimuló en ella la avaricia, la envidia, la competencia, de una manera tan diestra y sutil, que nunca la niña rechazó su torcido consejo ni desconfió de sus malignas intenciones.   La madre no pudo o no supo evitar el desmoronamiento moral de sus hijos, ocupada como estaba en su propia guerra con la hermana de su marido y su desagradable esposo, ávidos los dos, de quedarse con el manejo de los bienes paternos.  Los abuelos, disgustados por la animosidad de sus nietos y los constantes planteos de su nuera, dejaron de frecuentar la casa y emprendieron un largo viaje por Europa.

Page 37: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

   Poco a poco, el ambiente de la casa se  fue transformando y las constantes peleas entre la madre y el padre por los conflictos de los hijos terminaron erosionando la solidez del matrimonio, que ya no podía soportar compartir el mismo espacio. La servidumbre había sido testigo de alguna imprecación y de alguna bofetada y paulatinamente, empujados por el maltrato que recibían de la familia, fueron dejando la casa para buscar otros destinos.    El edificio resintió el abandono del mantenimiento  y comenzó a mostrar signos de deterioro y de suciedad en todas partes.  En la fatal cocina, las cucarachas iban y venían a su antojo, mientras las ratas habían invadido la despensa del sótano, adueñándose de las provisiones y de los quesos. A esta altura, las amistades  hacía ya mucho que no visitaban la casa y se corrían todo tipo de rumores. Pero nadie pudo explicar cómo, aquella noche de terrible sudestada, la casa se incendió hasta sus cimientos. Posiblemente un rayo, o el fanatismo de algún chupacirios, o delincuentes que borraban así los rastros de su delito, lo cierto es, que la mansión despareció dejando un oscuro agujero negro cubierto de escombros.    La santiagueña, bien trajeada, tocó el timbre de la mansión de la calle Perú con el aviso de empleo en sus manos. La recibió el mayordomo, que la condujo a la amplia sala. Allí, una distinguida señora la interrogó sobre sus cualidades en el cuidado de los niños. Inmediatamente le agradaron a la señora las ocurrencias de la niñera, juzgando que su carácter era ideal para lidiar con niños. La santiagueña sonrió, hizo una pequeña reverencia y agregó:

_Adoración del Zupay señora, para servirla.

LA SUERTE DE LOS OTROS

    Y la pluma nerviosa escribía: ¡Ah!  ¡Qué hombre Pincén!”    "En su rostro de siglos no había turbación,  sólo le dolía el desamparo en que dejaba a su gente. Él,  Pincén, cacique de caciques, protector de pueblos y pesadilla de pueblos, ahora posaba sereno para una foto de estudio con su camisa andrajosa, sus caminadas botas de potro y su vincha de descarne ciñiendo esa cabeza que urdió tantas malas pasadas a los huincas. Alguien pensó hacer de él un trofeo de guerra, Pincén vencido, Pincén capturado, su alma encerrada en una caja cuadrada y oscura, como una gran metáfora de la victoria blanca. Sin embargo, su pose es digna, la de un ganador de muchas batallas que fue derrotado sólo por la vejez y las fuerzas de la historia, pertrechada con los Remington, el ferrocarril y el telégrafo.”    “Arrastra sus pies engrillados afuera del estudio,  y cruza la calle rodeado por una guardia de milicos atentos y por una multitud de curiosos que no pueden creer que  están

Page 38: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

frente al inclaudicable Pincén. Su rostro desafía el progreso y a los memoriosos les recuerda los malones ranqueles de las pampas abismales. Muchos retroceden ante su paso lento, en una confusión de respeto y de miedo. Otros lo miran con odio o con desprecio, porque sólo han leído de él en los diarios que hacen los panegíricos de civilización versus barbarie, ignorando la magnitud de su estampa en las pampas. Pero seguramente todos, retienen en sus retinas cada detalle de la escena porque saben que la relatarán una y mil veces en el futuro.”     “Lo había hecho prisionero su antiguo enemigo, el “bravo” coronel Conrado Villegas,  que tantos encuentros y escaramuzas había sostenido con el temible caudillo. Si el destino no los hubiera enfrentado, hubieran podido ser buenos amigos, los unía la nobleza y  la valentía, los separaba la raza y la historia. Lo cazaron porque no quiso que le dispararan a su hijo Nicasio, que llevaba en sus hombros mientras sembraba maíz."    "Rumbo al Batallón 6 de Infantería de Línea, Pincén recordaba con amargura su toldería, sus mujeres, sus hijos, su chusma, como la llamaban los huincas. Las indias capturadas eran, en el mejor de los casos, entregadas como criadas a familias distinguidas. Las  indias jóvenes en  cambio, eran entregadas a los soldados fortineros para divertirlos.  Pero sobre todo, era Añatu Rinque, su esposa principal, quien lo turbaba. Su gran amor, su compañera incondicional. La recordaba a los 14 años, cuando la hizo suya en Chadileuvú.  Él era un capitanejo, ella era la hija adoptiva del cacique ranquel Rinque.  Formaron una familia que Pincen protegería con su vida.”    “Luego de su paso por Buenos Aires en 1878, y ante la amenaza que aún significaba su presencia, Roca dispuso para bien de los blancos y para mal de los indios, que el ranquel y su familia fueran al destierro en la isla Martín García, donde Pincén había sido condenado a trabajar con pico y pala. La estadía de Pincén, Añartu y sus hijos Nicasio, Laura e Ignacia  en la isla,  estuvo poblada de necesidades y penurias.  Sobrevivieron por la generosidad de frailes lazaristas que compartían con ellos  alimentos que obtenían por caridad de parroquias porteñas. Tan apegado estuvo a ellos que se dejo bautizar, adoptando el nombre de José, para más tarde tomar por esposa en ceremonia católica a Añartu.”   “Pero las cosas fueron empeorando. Nicasio y Luisa, quedaron ciegos por la viruela. A Ignacia, Pincén  la puso a salvo entregándosela a su madrina para salvar su honra,  ya que vivían acuartelados con indios y cristianos, con hambre, poca yerba, y mucho rencor . Ya es un anciano, pero su cuerpo de guerrero cuenta aún mas cicatrices que años. Desesperado, sólo atina a hacer escribir una carta a Villegas, suplicándole por sus hijos a cambio de la perpetua sumisión a la voluntad de su eterno enemigo. No hay respuesta, solo silencio…”

    La mano de Gaspar articula las letras con nerviosismo, sus redondeces caligráficas son ahora ángulos agudos. Por la ventana se ofrece la pampa ancestral profanada por calles y edificios. Ese cuadriculado se le antoja a Gaspar como un gran laberinto, una trampa mortal en que cayó su pueblo. Gaspar escribe sobre Pincén y su indignación sobra,  ya que escribe para un diario local al  que sólo le interesa entretener al público dominguero. Para

Page 39: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

terminar el artículo, sólo le resta relatar el fin incierto del terrible cacique, cuando es liberado siendo octogenario y anda por las estancias trabajando de  peón.  Él,  que era la pesadilla de los puesteros y el objetivo de los fortineros, transita una muerte gris, desconocida. Gaspar hace sonar sus dedos apretujándolos, se siente incómodo con la realidad, ¡semejante espíritu!. ¡No, no es posible!, da vueltas y vueltas, finalmente elucubra con ojos húmedos,  un final mítico a la altura de la vida del cacique y escribe:

  “Con casi cien años a cuestas, Pincén desaparece llorado por su pueblo.  Como por arte de magia, al momento de su partida de este mundo, aúllan al unísono las indias desde sus puestos de criadas, lloran y arañan la tierra, ahora ajena, los bravos aucas. Los potros patean y relinchan nerviosos y los pumas salen a buscar víctimas con más empeño. Y allá en los toldos de Trenque Lauquen, Añartu,  hija y mujer de bravos, con su rostro cubierto de barro en señal de viudez,  desgarra su sofocante camisa blanca y muestra al sol del ocaso sus pechos magros,  cae de rodillas sobre la paja brava y agacha su cabeza vencida”.

EL HUNDIMIENTO

                                                   A Isabel Lamas

   Los niños corrían  y  sus pisadas en los viejos pisos entablonados  machacaban los oídos de la india Robustiana. Lejos de exasperarse, la mujer apenas disimulaba una sonrisa en su ancha cara cobriza,  mientras sacaba por milésima vez los tejidos que arañas tenaces se empeñaban en colgar de los antiguos tirantes de madera. Van y vuelven las corridas y por fin Robustiana hábilmente los invita a la cocina para disfrutar una leche de algarroba preparada por las rugosas manos de Petrona ,  con un crujiente  patay  untado con dulce de añapa.  Devorando todo como pequeñas fieras y con las panzas llenas y atropellando, los cinco hermanos salieron afuera a encontrarse con el recién llegado. Era el viejo capataz Hermógenes, caporal de la mina de los Wilkes desde que se acordaba, que venía entonado con la potente aloja que cargaba en su odre de cuero. Sólo en esas circunstancias, el anciano omahuaca  rompía su silencio  milenario y con voz gutural  entonaba  baladas andinas mechadas con viejas historias de aparecidos. Los chicos de la casa, que ya lo tenían bien calado,  esperaron ansiosos que el añoso caporal macerado en alcohol  diera rienda suelta a su memoria fantasiosa,  y les contara de otros tiempos habitados por sus antepasados, cuyos quietos y rubios retratos aun permanecían en la sala. Los cuentos del viejo habían sucedido hacía muchos años, cuentos mitad en español, mitad en quechua, que a su vez él escuchó de niño,  de  la voz áspera del caporal don Juan, muerto ya hacía décadas.

Page 40: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

_Ah! los gritos del mitimae cuando el látigo le cruzaba el lomo una y otra vez. Ese desgraciado no se iba a atrever de nuevo a mirar con esas ganas a la hija del patrón. Cada chasquido le arrancaba lágrimas, su cuerpo flaco se deformaba en retorcijos y las uñas de sus manos como garras se hundían en la madera del tronco.

   Al evocar el suplicio, Hermógenes revivía en su carne el dolor de sus antepasados y la voz se le quebraba. _El patrón Wilkes, _ continuaba_, no perdonaba nada, y ya le había advertido al indio Quispe que no quería verlo cerca de la casa grande. Pero el desgraciado no supo o no quiso entender y el patrón le dejó el lomo partido en lonjas.

  A medida que los relatos avanzaban, se nublaba la conciencia del caporal y a esa  altura, apenas si entendían los niños las palabras enmarañadas de Hermógenes, que entre quebrantos e hipos  iba quedándose dormido. Pero a pesar de eso, pudieron rescatar algunas  vagas referencias a potros de tortura y grilletes que encendieron  su imaginación joven, incitándolos a buscar por la casa pistas que probaran ese pasado infausto protagonizado por la maldad de su bisabuelo. Los ruidos eran frecuentes en los gastados pisos de tirantería antigua. Algunos habitantes de la casa se habían acostumbrado a ellos y ya no buscaban explicaciones, pero los niños, ¡ay, los niños!.. Inflamadas sus mentes por las historias de Hermógenes, investigaban con insistencia las historias oscuras pero familiares de esclavos, azotes, miseria e injusticia relatadas por el caporal. Antes, los ruidos eran sólo ruidos, sin justificación en el universo físico de la vieja casona. Pero el viejo caporal los había llenado de significado. Presidiendo la sala, los claros ojos penetrantes del capitán  Richard Wilkes desafiaban la mirada de los hermanos que se plantaban frente a su retrato tratando de adivinar su carácter tiránico, ya conocido por todos, cuando era capitán de un buque comercial.    Pero transcurrió el tiempo y los niños  no  hallaron  rastros de sus instrumentos de tortura.  Un silencio empedernido de los miembros de la familia sumado a la aparentemente frágil memoria de la indiada, impidieron que las investigaciones de los hermanos pudieran avanzar. Las historias de Hermógenes empezaron a parecer dudosas y una  incredulidad creciente fue apoderándose de ellos que  de a poco  dejaron de preguntar y de buscar evidencias.    Y un día cualquiera, entre corridas y travesuras, las tablas del piso de madera no resistieron  el baqueteo y se quebraron hacia el vacío. El patrón dio orden de arreglar el boquete y los niños, paralizados por la expectación, estrujaban sus deditos que parecían palos de lluvia, mientras abrían grandes ojos espantados atisbando cada paso hacia  las oscuras entrañas de una casa llena de misterios. El patrón Wilkes, que también había escuchado esas historias cuando era pequeño, se descolgó con sus peones  por el boquete, para descubrir con sorpresa que la casa estaba edificada  sobre uno de los túneles abandonados  de la mina familiar. Caminaron por el oscuro pasillo de piedra alumbrado por lámparas de querosene y en una de las recámaras laterales encontraron grilletes, potros, botas y otros instrumentos que se presumieron de tortura. El patrón selló la cámara, los

Page 41: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

peones entablonaron el piso y los niños solo supieron que bajo sus pies estaba la mina.   El tiempo, aún en el altiplano, siguió transcurriendo.   Hermógenes no se recuperó del  profundo sopor de una de sus borracheras. Su cuerpo  en posición fetal siguió de largo  hasta una  tumba dentro de su corral de pirca, rodeado de ofrendas que las indias dejaban más por tradición que por afecto. Su espíritu en cambio, se unió a los de sus antepasados.    Por su parte, los niños crecieron y la muerte del jefe de  familia, determinó a la viuda a  abandonar Tilcara buscando los beneficios de una vida de  ciudad, capaz de producir médicos,  abogados y alianzas matrimoniales convenientes para los hijos. La casa fue cerrada y luego, la propiedad  pasó a formar parte de un litigio de sucesión interminable. Muchos años después, Carlos Wilkes pasaba por Tilcara con  su hijo, movido seguramente por la nostalgia. El doctor  Wilkes ya no tenía derechos sobre ella, pero la extrema soledad del paisaje lo invitó a entrar y recorrer unos kilómetros hasta llegar a la casona de su infancia. El polvoriento camino adornado por arbustos y espinosas, tantas veces recorriddo por él y sus hermanos, lo condujo finalmente a la tranquera de la propiedad ancestral.  Pero la casa no estaba, y en su lugar, una enorme depresión en el piso polvoriento mostraba atisbos de techos, pedazos de madera y vidrio y restos de materiales sólo reconocibles por una pintura indefinible y desgastada que iba perdiéndose por capas.

  Cuando  Carlos Wilkes se sobrepuso de la sorpresa,  lo aceptó resignadamente. La mina se había tragado la casa.  O tal vez, pensó Wilkes,  fue la Pachamama, consumando la venganza ancestral de los omaguacas.

 

DESAMOR EN BARRANCAS DE BELGRANO

  Ascendieron juntos las barrancas del pueblo de Belgrano en su landó de vaqueta gris. Casi sin mirarse, Carmen se dirigió al departamento de mujeres. Nicolás atravesó el jardín frontal cuajado de madreselvas, para formarse tras otro hombre que como él, esperaba frente a un quiosco de madera la entrega de un traje de baño y una salida de felpa blanca.   Carmen entró en el elegante vestuario de damas tapizado de boisserie de cedro aún oliente a bosque. Saludó a la encargada con distancia y entró en un reservado resignada a encarar la ardua tarea de despojarse de sus vestidos y sus enaguas, para vestir un primoroso traje de baño que ajustó con cintas de seda.    Nicolás encontró en el departamento de hombres a camaradas, colegas y viejos conocidos desde siempre que como él buscaban aliviar el sopor de ese asfixiante marzo en el baño público. El ambiente apenas ventilaba a través de algunas claraboyas, mientras el calor de la caldera hacía irrespirable el aire. Irónicamente, el agua del enorme natatorio parecía fresca frente al caldo atmosférico y Nicolás se arrojó a la pileta dispuesto a nadar

Page 42: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

varios largos para sedar sus músculos y relajar su mente.   Mientras tanto Carmen, en la piscina de damas, mucho más pequeña y más íntima, se recostó en una reposera a pensar en su vida y en la desilusión matrimonial acrecentada día a día a fuerza de frías cortesías y rutinarios esfuerzos. Sus dedos crispados sobaban su cuello contracturado y ese masaje que se daba a sí misma apenas aliviaba una tensión acumulada desde hacía mucho.  Por momentos lograba distraerse atisbando otras vidas, para comprobar una y otra vez que la felicidad en estado puro no existía, que todos los rostros ocultaban huellas sombrías de insatisfacciones no resueltas y tal vez nunca planteadas. Pero Carmen no era ilusa, y a sus veinte años había madurado lo suficiente para  entender que su posición privilegiada exigía sacrificios que frente a otros, no parecían desmedidos. Y poco a poco iba mutándose en una joven matrona aparentemente  resignada a una vida semiplena, sin emociones. Su familia estaba lejos, sus muchos bienes, los administraba su marido, su vida transitaba entre los hechos cotidianos. Sólo la lectura le provocaba placer y tal vez por eso, gozaba escribiendo  la encrucijada de sensaciones y sentimientos que su mente producía sin descanso. Sacudiendo su cabeza, se quitó la bata blanca de felpa y delicadamente se arrojó al agua pellizcándose la nariz. El agua tibia la abrazó de manera tan placentera, tan excitante, que por un momento volvió a la vida adolescente, cuando todo era mañana, cuando las ilusiones estaban intactas, cuando las responsabilidades eran de otros.    Nicolás mientras tanto, tomaba partido en una de las tantas discusiones  políticas que agitaban la vida pública de una Buenas Aires en plena efervescencia. Mechaban la conversación con algún rumor sobre conocidos personajes porteños y sus andanzas amorosas, sobre viajes, anécdotas diplomáticas o algún episodio destacado en el último Derby, que todos festejaban con comentarios pícaros o  simplemente risueños. Luego de agotar los temas, los caballeros nadaron otro poco y se retiraron a los vestuarios. Nicolás, acostumbrado a imponer los horarios conyugales, hizo llamar a su esposa para  retirarse juntos del baño. Pero Carmen había logrado anestesiar su mente,  dormía en la reposera,  y la insistencia de la mucama no fue suficiente para despertarla. Espantando con gestos de sus manos a la mujer, ésta no tuvo más remedio que comunicarle al marido : _La señora no muestra voluntad de despertar de su sueño, señor.  Dígame usted qué debo hacer. Nicolás, sulfurado, no respondió y sólo atinó a cambiarse y esperarla en el landó. Vio retirarse a sus conocidos, uno tras otro, que simulaban no verlo para no poner en evidencia su plantón, que seguro comentarían en el próximo encuentro.  Una hora, dos, y al cierre del baño público apareció Carmen , nerviosa pero satisfecha por haber demostrado cierta rebeldía. ¡Por una vez, sí, una única vez!.   Sin olvidar sus modales, Nicolás la ayudó a subir al landó, pero una vez sentados estalló en un muy contenido _Me hiciste quedar en ridículo. Y ésta será la única vez.  Carmen hubiera querido explicar que estaba agotada, que era infeliz, que su vida era gris como ese landó, pero prefirió callar y desafiarlo. Esa no sería la única vez, si solamente la primera. Y efectivamente, desde aquel día Carmen se dedicó a torturar a su marido en las mil sutiles formas civilizadas en que podía una mujer del Buenos Aires finisecular fastidiar a un

Page 43: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

hombre. Descuidó su casa y  sus horarios. Dejó de interesarse por las ropas de su marido y no lo proveyó más de sus afeites de tocador que preparaba con antigua técnica la parda María. Tampoco hacía ya  visitas de cortesía a su familia política ni se esmeraba cuando ésta visitaba la casa.   Las hostilidades siguieron hasta que Nicolás, tal vez a modo de tregua, se propuso hacer reflexionar a Carmen. Como si fuera una niña pequeña, la reconvino sobre cómo debía comportarse y cómo debía conducir su hogar. Ese trato insultante, sólo logró indignar  a  Carmen que concluyó que debía redoblar sus esfuerzos para alterar a su marido y sacarlo de su exasperante centro.  Para eso, simulaba olvidar las citas y los aniversarios y ordenaba platos que su marido detestaba. Se mostraba distraída y distante durante el día, y esquiva durante la noche. La tensión finalmente hizo lo suyo y Nicolás,incapaz de comprenderla y ante un motivo cualquiera, explotó con una sonora bofetada en la mejilla de su mujer que quedó estupefacta. Los días siguientes fueron pesadamente silenciosos. Ella sabía que el límite estaba cercano y él no podía, a riesgo de mostrarse blando, exteriorizar su incertidumbre.   Para poner una saludable distancia entre ambos, Nicolás pretextó un viaje a su estancia de Chascomús. Se aquerenció allí y se distrajo de sus problemas conyugales con sus múltiples obligaciones, la compra de hacienda, la doma, la urgente reparación del techado de tejas españolas, la construcción de un nuevo corral para las vaquillonas y la hija de la cocinera, de larga trenza que llegaba hasta sus ancas que se  movían insistentemente alrededor del escritorio de su patrón . En la intranquilidad de la noche sin embargo, su incertidumbre volvía en forma de mil preguntas que inefablemente concluían en lo poco que sabía de su mujer, de sus necesidades y  de sus pensamientos, y casi ya entre sueños culposos,  se veía volviendo a los brazos ansiosos de una Carmen irreal, que lo esperaba y lo deseaba.   Para Carmen, la vida sin Nicolás no tenía sentido.  Obnubilada por lo cotidiano y  por un error de cálculo, ella alejó de su lado al leitmotiv de su vida. Ya no  sabía que sentía por él.  Al principio había sido amor y entusiasmo, y en esos seis años se había formado a su lado, compartiendo su existencia y ensayando estrategias para engarzarse a la vida de un marido treintón como una mujer adulta, pues que podía ser ella, sino la respetable esposa de él. Una niña consentida devenida mujer, que sólo aportó al matrimonio  un bagaje de experiencias infantiles.  Largos días e interminables noches taladraban la mente de la muchacha que cada vez más, sufría la soledad. Deseaba que algo le interesara de tal manera que torciera sus pensamientos fijos  hacia otra dirección  que no fuera su desdicha. La sucesión de los días y las noches alimentaban su zozobra cotidiana y su distante madre, en las oportunidades en que la visitaba, no podía  ni siquiera sospechar el abatimiento que  padecía.   Pero el tiempo, ese tiempo que restaura, atenuó las rigideces de sus sentimientos. Una noche, cálida para  primavera,   los perfumes de las flores la invitaron  a salir al jardín.  Sorpresivamente, las damas de noche y los jazmines le despertaron sensaciones renovadas relajando su cuerpo joven con sus caricias de aromas. Las voces de las ranas que visitaban

Page 44: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

la fuente tapizada  de pequeñas obras de arte andaluz en forma de mosaiquitos con motivos de flores y pájaros, y el suave murmullo del agua que manaba en forma de chorro agonizante, la amigaron con la vida y   la elevaron hacia sutiles formas de pensamiento.  Una luz de luna  desparramada en los elementos del jardín, acentuó el momento mágico en que Carmen recuperó el Placer y  lo expresó con poesía.  Rimas espontáneas salían de su boca al ritmo suave del chorro de la fuente y esa cadencia líquida poblada de palabras inspiradas acentuaron su plenitud y sublimaron su pesar.    Esa mañana despertó tranquila y con tantas respuestas, que de un salto abandonó la cama y escogió de su perchero el  vestido mas vibrante. Ya no dolía la ausencia de Nicolás y la soledad le pareció deseable a la tensión de su vida marital. Durante el día leyó, cantó y escribió. Hacia la tarde, ansiosamente, puso sus joyas en un gran cofre, hizo descolgar cuadros de firma, acopió vidrios, bronces,  porcelanas y platería, e hizo llamar a un tasador. En los días siguientes, y con una suma considerable en su poder, compró un pasaje.  Cuando llegó Nicolás, avisado por los sirvientes de la ausencia de la señora,  ya era tarde.  Los torturó con mil preguntas. Se humilló inquiriendo sobre las visitas que Carmen había recibido,  recorrió comisarías y  juzgados, consultó a sus conocidos influyentes, pero nada, nada supo sobre la decisión de Carmen, que no estuviera contendida en los versos que ella le dejó:

 

Ya no pesa tu dominio en mi alma

Soy libre y reparo cicatrices

De heridas que ayer me hiciste

Mientras yo  hablaba de amor.

 

Ansiedades, avaricias, desconsuelos

Rencores sin despedidas

Todo es ayer

 

Nutridos en tus ausencias

Page 45: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

Hoy mis días son distintos

 

El futuro es promisorio,

No lloraré lo perdido

Brindaré por tu recuerdo

Y me anticiparé al olvido

De lo nuestro, si es que lo hubo

 

Hoy soy libre de tu cárcel

Mis alas han ya crecido.

Tu Carmen, ya no es tu Carmen.

 

LA CLASE

  Ese día, el profesor Campobassi se sentía especialmente desalentado.  Notaba en sus alumnos cierto desinterés por aquellas grandes preguntas que a él tanto lo movilizaban y que desde hacía tanto tiempo lo impelían a ir más allá en sus reflexiones.  El qué, el por qué, el para qué, el dónde y  cómo, el cuándo y sobre todo el quién, eran interrogantes que bombardeaban su cabeza  cada vez que un dato llegaba a sus oídos y ponía en marcha la obsesión de archivarlo en su mundo intelectual  y reflexivo. A partir de allí, nuevas explicaciones fluían en su mente acerca de la realidad que lo circundaba, bien reafirmando las anteriores o reacomodándolas en un intento por comprender las causas de todo.   El profesor se nutría de sus lecturas y de periódicos , nada le resultaba indiferente a su espíritu crítico, pero sentía que no había logrado transmitir esa inquietud a sus alumnos. Recordaba casos de muchachos brillantes que lo habían sorprendido con sus razonamientos,  pero sentía que eran  pocos a través de los años,  los que lo habían deslumbrado.

Page 46: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

   Cómo llegar a ellos, fue su consigna esa mañana, y sintió entonces que su vocación renacía sacudiéndose el polvo de la rutina. Necesitaba nuevos ojos, para recobrar el asombro y   nuevos oídos para escuchar lo que expresaban los jóvenes. Es decir, debía renovar su actitud frente a ellos para que lograsen romper la crisálida, y eclosionar a la vida, para ver más allá.  Su sentimiento no era una mera adhesión a las ideas de Palacios o de Ingenieros que circulaban en esos años y que sostenían la reforma y democratización del sistema, no. Su cauteloso juicio le hubiera impedido adherir a posiciones dogmáticas y su espíritu deseaba, más bien, comprender los nuevos tiempos . Con esa premisa, se propuso guiar suavemente a los jóvenes hacia la construcción de un respetuoso, libre y responsable espacio de discernimiento en el cual, el pensamiento pudiera volar sin ataduras ni prejuicios.  Para eso, debía despojarse de sus títulos y de su autoridad académica, y presentarse así, como una esponja, como un coordinador de otras voces que no fueran la suya, como una conciencia moral que lograra hacer respetar las leyes del juego sin imposiciones.  Pero la alarma del peligro de insubordinación se prendió en su mente, y entonces pensó  que perder el control de sus clases no era su peor riesgo. También pesaba el desprestigio entre colegas y directivos, ya que la comunidad educativa se basaba en la autoridad del docente.  Luego de meditarlo concluyó  finalmente, que en pro del progreso pedagógico,  éste era un peligro que valía la pena enfrentar   En medio de tantas disquisiciones, terminó su desayuno, tomó su sombrero, sus libros, su bastón  y partió atravesando el patio y cerrando tras de sí, el viejo portón de rejas enredado por añosas glicinas  y madreselvas. La ciudad despertaba entre los ruidos crecientes de los carros de los repartidores y el pregón del diarero, pero, por el momento sólo el taconeo del profesor sobre el adoquinado parecía romper el silencio de la mañana. Buenos Aires había crecido tanto en los últimos años, que desconcertaba a los viejos moradores con su espíritu cambiante, sus ruidosos tranvías y la variedad de lenguas, dialectos y cocoliches que se escuchaban en sus calles.   Pero, bien temprano a la mañana, estas calles parecían ser las mismas de antes, familiares, pueblerinas, previsibles. Rápidamente despejó su mente de esta nostalgia repentina y apuró los pasos. Pronto, penetró la fachada de la facultad  en la calle Moreno y saludó cortésmente a empleados y docentes que atravesaban su camino. Llegó al aula, y un silencio profundo acompañó su entrada. Parsimoniosamente el profesor se sentó, puso a la vista la lista de alumnos, pensó unos minutos y luego, con el aplomo que dan décadas de dictar cátedra, comenzó con voz profunda a describir una sociedad ideal, primitiva, sin organización formal y por ende sin leyes escritas. Seguidamente, planteó a los muchachos la necesidad de dotar a esa sociedad de un sistema de gobierno, de un estado, de una economía, de un proyecto político, y desafió a los alumnos a presentar propuestas. El siguiente momento fue de perplejidad, y el profesor sintió que había logrado despertar algunas inquietudes.    Finalmente, fue el intrépido Salgado el que rompió el fuego diciendo: _¡Y…habría que someter la forma de gobierno a votación, _dijo_, en una especie de plebiscito!.  Casi al momento, Álvarez respondió: _¡Y quién organizaría ese plebiscito si no existe el Estado! 

Page 47: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

Salgado volvió a la carga al sostener que en todas las sociedades, hay líderes naturales que se hacen cargo de los problemas colectivos. En las últimas filas y con cierto cinismo, se animò Mansilla :_¡Bueno, si hay líderes naturales, para qué el plebiscito!. El profesor sonrió al pensar:_¡Bien, ya se adueñó del poder!.    El correcto Arciniegas atacó la tiranía recién creada por su compañero, y subrayó las cualidades de la democracia, como el gobierno de todos y para todos. La ocurrencia, despertó la risa de unos cuantos escépticos que descreían del desinterés por el poder, a tal punto que Vergara ironizó la cuestión inquiriendo con todo respeto si el ejemplo del profesor era sobre una sociedad de hombres o de ángeles. Inmediatamente, la mente analítica  de Bustamante se animó a preguntar sobre la cantidad de individuos que conformaban esa sociedad y en base a qué recurso se sostenían. El profesor, admirado por la lucidez de su alumno, respondió que se trataba de una sociedad pequeña, de unos 6500 individuos, que vivían del intercambio, de la agricultura y de la caza. Bustamante entonces reflexionó que los cazadores son en general, los más aguerridos de una sociedad, poseen las armas y están dispuestos a matar, mientras que los agricultores son más pacientes, más constantes y  obedientes a los designios de la Naturaleza. Pero la interesante reflexión fue interrumpida por Pisani, que destacó que los comerciantes son en una sociedad, el motor dinámico que la desarrolla y que el poder de negociación es, sin duda, el fundamental entre los poderes.   El profesor entonces observó a Pisani, reparando en su cercano origen genovés. Un coro de comentarios de toda laya se escuchaba entre las opiniones de los estudiantes, hasta que Rodríguez , con voz segura dijo que la mejor forma de gobierno, es el no gobierno, una sociedad sin clases, sin diferencias, en la cual todo el que quiera encaramarse al poder debe ser combatido. Varias voces indignadas protestaron acerca de la imposibilidad del no gobierno y Rodríguez, altanero, los despreció como si les hablara desde un futuro superador y muy lejano, en el cual cualquier forma de poder impuesto fuera primitiva.   De Paula sonrió sarcásticamente insinuando la insensatez de la opinión, y sosteniendo que la única fuente legítima de poder emanaba de aquellos linajes que portaban coronas y que la monarquía, según él, era la forma de poder más prístina de todas, porque era respetada por la nobleza y  también por el pueblo leal a sus tradiciones. Para él, cualquier advenedizo en el gobierno, era origen de conflictos y perturbaciones sociales sin fin.  Arciniegas interrumpió una vez más al interrogar a De Paula,_¿Entonces la democracia,  como la forma más justa de gobierno y que establece la soberanía del pueblo, según tu criterio, es impropia?.  Rodríguez no esperó la respuesta de su compañero y lanzó: _De los grupos de intereses, dirás. El gobierno de los grupos de intereses que se encaraman en el poder engañando al pueblo. Esa es la realidad, el pueblo sólo puede ser soberano si no existe  un gobierno.   Desde un rincón y con voz pausada y grave, Lartigue sentenció: _Hay pueblo superiores y pueblos inferiores, de acuerdo a su raza.  El color de piel es un condicionante fuerte de la evolución. No por casualidad la raza blanca es … Con agresividad lo interceptó Muller, interrogándolo acerca de cómo es posible sostener semejante teoría. Lartigue,

Page 48: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

conmocionado, respondió que en las sobremesas de su casa, se habla frecuentemente de los últimos pensadores franceses y estadounidenses y sus modernas teorías que demuestran la superioridad de la raza blanca.   El profesor, traicionando su propia consigna, pensó que debía intervenir pero, se alegró cuando su estudiante puso en duda aquellas ideas, _¿Y cuál es el fundamento para pensar eso?, _dijo Muller. Confuso,  Lartigue sólo atinó a decir que él sólo repetía lo que su padre en el Congreso, había escuchado. Era cierto, en lo más alto de los círculos políticos e intelectuales de los primeros países de América, se hablaba de “blanquear” sus respectivas poblaciones como una de las metas comunes de los distintos gobiernos. Chávez, de obvia sangre mestiza, bastardo de padre pero perteneciente a una rica familia de hacendados, se hundió en su asiento en un evidente conflicto interior: cómo conciliar su mezcla racial con su situación social.  Gómez Amat, prudente, casi cuestionó al profesor preguntándole si él realmente creía que estaban sus alumnos preparados para responder a estas cuestiones, siendo que los grandes gobernantes del mundo y sus asesores no habían podido resolverlas.  Deliberadamemnte, Campobassi calló.    Payne propuso entonces, un sistema de gobierno en el cual, tuvieran participación sólo los grandes grupos de interés, representantes de todos los sectores sociales. Esta forma  de acceder al poder eliminaría a los partidos políticos, sus componendas y su corrupción. Saltó Costas indignado, defendiendo el honor de su padre, que militaba en las altas esferas de un partido renovador que según él, sí representaba los intereses genuinos de sus bases.  La mente progresista de Sánchez,  urdió una explicación de lo que para él era el mejor gobierno posible, aquel que contemplara los derechos de todos y que conquistara  el bienestar general sin violencia y mediante reformas progresivas . _¡Ja ja!, _vociferó Cao, volvimos al mundo de ángeles. Siempre existirá el poder, la injusticia y la violencia, son inherentes a la humanidad misma.      Cuando la clase llegó a su fin, al profesor Campobassi le resultó muy difícil restaurar el orden. Voces indignadas surgían de todos los rincones reclamando un espacio, y finalmente, como un coro frenético, gritaban todas a la vez para imponer  sus argumentos. Campobassi con alivio, se retiró del aula, ya que ninguna opinión, en ese ambiente, podía ser escuchada.  Lamentó entonces, pero sin sorprenderse,  que la reflexión hubiera dado paso al frenesí del desorden.   Sin embargo, ese día su mente entrenada sacó varias conclusiones que su mano experta escribió cuidadosamente:  Que la aparente indiferencia puede ocultar grandes pasiones, y que las teorías y sus argumentos son más potentes que la experiencia real misma.Que las ideologías no son ajenas a las cualidades y  temperamentos  de los individuos que las sustentan, a su ética y  sobre todo al egoísmo o a la generosidad que los distinga.Que las interpretaciones sobre la sociedad y sus conflictos pueden parecer infinitas y válidas, todas por distintas razones.Que el ansia de poder puede venir encubierta por argumentos muy liberales

Page 49: Antiguallas . Cuentos de ficción histórica

Que el espíritu libre puede parecer tiránico.Que el principio de autoridad genera orden y el orden no debe ser subvertido porque es necesario para mantener un statu quo propicio a los hechos útiles para la comunidad       Pero bueno, el profesor Campobassi era un conservador formado en el siglo XIX y su mente escudriñadora pero limitada apenas podía vislumbrar los beneficios de las libertades que se avecinaban. A fuerza de demoler la sociedad de órdenes  sostenida hasta entonces y a la misma autoridad, tanto de gobernantes como de instituciones y aún de padres de familia, fuente de tantos males y abusos, el progreso dispuso que:  quién mejor que los subordinados para entender  el orden social;  quién mejor que los gobernados para entender el gobierno; quién mejor que los educandos para entender la educación; quién mejor que el enfermo para entender la enfermedad, o incluso, quién mejor que los hijos para entender la paternidad.   El viejo Campobassi movió su cabeza desconcertado y pronto reaccionó agradecido de vivir todavía una época sin tanta confusión. Y nerviosamente, sonrió convencido que la  experiencia le resultó muy interesante pero que no la repetiría,  porque mantener el control crea una cómoda sensación de seguridad personal, sobre todo, después de haberse asomado al caos .