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UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA UNIDAD IZTAPALAPA
DOCTORADO EN HUMANIDADES LÍNEA: FILOSOFÍA MORAL Y POLÍTICA
DEMOCRACIA LIBERAL-PROCEDIMENTAL UN ANÁLISIS DEL CONCEPTO DESDE LA TEORÍA POSFUNDACIONAL
Tesis que presenta MCS. Laura Álvarez Garro para optar por el grado de Doctora de Humanidades, línea de Filosofía Moral y Política.
Asesor: Dr. Jesús Rodríguez Zepeda.
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El sueño de la razón produce monstruos. Francisco de Goya, 1799.
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ÍNDICE
Pág. Introducción 4 Estrategia de lectura 12 Capítulo I 18 El orden, la razón y la ley como fundamentos de la democracia liberal-procedimental El dilema de la Grecia clásica: Orden vs libertad. 19 La razón moral y el auge del individualismo 34
Debates contemporáneos dentro del marco de la 68 democracia liberal - procedimental
Capítulo II 76 El pensamiento posfundacional Fundamentos teóricos y principales postulados La verdad y la certeza 84 El mundo como devenir 91 Crítica a la estructura centrada 100 Capítulo III 116 Lo político, el antagonismo y el desacuerdo Schmitt y el concepto de lo político 125 El sustrato moral del criterio de lo político 140 Amigo – enemigo/ nosotros – ellos 146
La constitución de la comunidad política La política como desacuerdo 161 Síntesis interpretativa 177 Los fundamentos de la democracia liberal-procedimental 180 Lo político y la democracia liberal-procedimental 194 Bibliografía consultada 200
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INTRODUCCIÓN
La democracia como concepto ha generado incontables discusiones teóricas a lo
largo de la historia. Al ser una forma de poder político que organiza lo social, se encuentra
entrelazada con la pregunta acerca de cómo se construye el lazo social, cómo se produce el
orden y cómo se constituye la comunidad. Por esta razón, su discusión se ha desarrollado
de múltiples maneras a lo largo de la historia, generando debates que todavía tienen eco en
nuestro pensamiento contemporáneo, desde los primeros debates que analizaban a la
democracia como una forma de gobierno (La República, 544e; La Política, 1279a, 3-4,
1279b, 4), hasta ser planteada como la institución misma de la política, la institución de su
sujeto y de su forma de relación (Rancière, 2006b: 65).
Por lo tanto, interrogar al concepto de la democracia desde el pensamiento
posfundacional tiene por motivación no sólo una pregunta teórico-conceptual, sino también
una pregunta por la manera en como se constituye la comunidad humana. Ese peso
histórico agrega un nivel de complejidad extra al desarrollo de esta investigación, ya que
abarcar ese universo de debates y de conceptualizaciones asociadas al concepto de
democracia parece una tarea interminable. Pretender generar una reflexión total acerca del
concepto de democracia es imposible, por lo tanto se hace necesario establecer una serie de
puntos de partida históricos y conceptuales que permitan limitar la discusión.
Como punto de partida de esta investigación, está la ubicación del año 1989 como
un parte-aguas histórico, cuando se producen una serie de acontecimientos que parecen
haber desplazado no sólo la forma en cómo se concebía el conflicto político, sino también
la forma de instauración de identificaciones políticas. Podemos señalar que el denominado
triunfo del pensamiento único1 tuvo como una de sus consecuencias inmediatas la
instauración (o cristalización) de una forma dominante de conceptualizar a la democracia,
1 Un ejemplo de cómo se percibió este “triunfo del pensamiento único” dentro de la producción académica se encuentra en Fukuyama (1989: 4): “Lo que podríamos estar presenciando no sólo es el fin de la guerra fría, o la culminación de un período específico de la historia posguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano.” Si bien, Fukuyama (1999: 21) 10 años después justifica esta afirmación diciendo que la realizó desde un sentido hegeliano y marxista de la evolución progresiva de las instituciones políticas y económicas humanas, afirmando que su único error fue haber planteado el fin de la historia ya que ésta no puede terminar; sigue sosteniendo que ninguno de los hechos políticos de esa década contradice su principal conclusión, que la democracia liberal y la economía de mercado son las únicas alternativas viables para la sociedad contemporánea.
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así como una modificación de los discursos legitimadores que la sostienen. En palabras de
Rancière (2006a: 7): “El giro de 1989 no significó simplemente la caída del imperio
soviético. Significó, incluso para aquellos que desde hacía mucho tiempo habían dejado de
identificar la esperanza de un mundo mejor con la dictadura soviética, el fin de un mundo
visiblemente cortado en dos, estructurado por esta división.”
Si se toma en cuenta el hecho de que durante la segunda parte del siglo XX, el
conflicto político global respondió a una estructuración del criterio amigo - enemigo2
conforme al cual, por un lado se concebía a la democracia en contraposición a formas de
gobierno enemigas provenientes de la instauración del “socialismo real”, y por otro en
contraposición a las dictaduras y totalitarismos de derecha; puede sostenerse que la
democracia se definió como lo opuesto al totalitarismo y al autoritarismo, en sus diversas
manifestaciones: dictaduras militares, regímenes de seguridad nacional, entre otros.
Sin embargo, esta oposición no solo se circunscribía a la defensa de una forma
particular de gobierno, sino que incluía la defensa de una forma particular de organización
económica. Tal como lo plantea Rancière (2006a: 8), el fracaso económico de la Unión
Soviética y su sistema, permitió identificar a contrario sensu las virtudes de la democracia
con las de la economía capitalista de mercado. Por esta razón, además de que la democracia
tenía como discurso legitimador el respeto a un marco legal igualitario, se le asoció a su
funcionamiento la ventaja que significaba poseer un marco legal que otorgaba mayores
garantías para el desarrollo de modelos económicos que privilegiaban la libertad
económica.
Por ende, si bien la acepción clásica de la democracia concebía a ésta como una
forma de gobierno que privilegiaba lo colectivo frente lo individual, producto de una serie
de desplazamientos que comenzaron a darse en el siglo XVII y que terminaron de
afianzarse en el siglo XX, los discursos legitimadores de la democracia se modificaron: la
libertad individual alcanzó un estatus de fundamento para algunos modelos teóricos sobre la
democracia, con lo cual, los acontecimientos que sucedieron después de 1989 escenificaron
la confirmación de la “victoria” del capitalismo y por ende, de una forma particular de
2 Esta afirmación se sustenta bajo el supuesto de Carl Schmitt (1932/1991), de que el criterio de lo político se define a partir del establecimiento de amigo – enemigo. Sin embargo, conforme avance la investigación, se hará necesario problematizar el alcance de esta propuesta dicotómica para entender la organización de lo político.
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democracia. Por lo tanto, antes de ingresar a problematizar a lo interno del pensamiento
posfundacional, se hace necesario introducir como parte del debate a las teorías de la
democracia liberal – procedimental, por dos razones. La primera, es que estas teorías tienen
un lugar privilegiado dentro del debate conceptual contemporáneo3; y la segunda,
relacionada con la anterior, que éstas son el principal interlocutor para el pensamiento
posfundacional de la democracia. Por lo tanto, con el propósito de comprender este debate,
en el próximo capítulo se realizara un breve recorrido histórico-conceptual en el cual se
traza la ruta del concepto clásico de democracia hacia la versión de la democracia liberal-
procedimental actual.
Una vez aclarado qué se entiende por democracia liberal-procedimental, en el
segundo capítulo se procederá a exponer qué se entiende por pensamiento posfundacional,
condición necesaria ya que parece ser que en el pensamiento filosófico actual existe una
tendencia a confundir o a utilizar sin mayor análisis teórico – conceptual, nociones como
posmodernismo o postestructuralismo, situación que ha resultado en serias confusiones
acerca de cuáles son sus fundamentos teóricos y sus principales postulados. Como se verá
más adelante, existen divergencias entre los y las autoras que trabajan temas de filosofía
política desde las corrientes “post”, situación que ha sido ignorada por aquellos que en
busca de una reducción de la complejidad terminan realizando agrupaciones de autores bajo
denominaciones conceptuales que no han sido analizadas sistemáticamente. De esta
manera, si bien existen autores que sí reivindican pertenecer a alguna categoría de
pensamiento, tales como Lyotard (1987) y Vattimo (1987) que se ubican dentro del
posmodernismo, otros lo hacen desde el postestructuralismo (Moebius, (en prensa); Poster,
1989), y otros desde el posfundacionalismo (Arditi, 1991, 2009; Marchart, 2009), algunos
más simplemente prefieren no ubicarse bajo ninguna de estas denominaciones, como sería
los casos de Žižek y Rancière, entre otros. Esta poca claridad conceptual se debe a la
complejidad que estas propuestas teóricas poseen en sí mismas, que a pesar de que difieren
3 Como se planteará posteriormente, las teorías de la democracia liberal-procedimental parten de observar al mundo desde una perspectiva esencialista, en la cual los atributos sólo pueden ser pensados como predicados de ‘algo’ previo, como elementos de cuya inteligibilidad se desprende un sustrato básico y fundamental, una esencia fundante, que es la sustancia. Los atributos son conceptualizados sólo como “accidentes”, “modificaciones” o “propiedades” cuya naturaleza deriva de la sustancia. Por otro lado, el posfundacionalismo rompe con esta tradición y plantea que la sustancia es una articulación de atributos, con lo que si se retiran todos no quedaría una esencia que se desplegaría como algo puro y claro, distinta ante la mirada, sino simplemente no quedaría nada.
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entre sí, comparten el rechazo a las tradiciones herederas del platonismo que defienden la
idea de que existe una esencia, un fundamento o un centro que explique de forma última los
fenómenos.
Esta dificultad conceptual no puede ser diferida ni ignorada por más tiempo, ya que
es necesario ubicar cuáles serían las bases comunes que poseen estas corrientes,
circunscribir cuál es su terreno conceptual con la pretensión de que, una vez claro su estatus
teórico, avanzar hacia lo que sería el objetivo de esta investigación: analizar
conceptualmente los alcances y limitantes del concepto de democracia liberal-
procedimental desde el pensamiento posfundacional, para responder a la interrogante del
porqué este modelo se ha ubicado como la teoría hegemónica en Occidente para organizar
lo político.
Esta posición teórica tiene como efecto que se conciba que los conceptos puedan
ver desplazados sus fundamentos o sus contenidos de forma contingente. En el caso que
ocupa esta investigación, se puede plantear que el concepto de democracia ha sufrido
modificaciones a lo largo de la historia, que han hecho que su significado se haya
desplazado, tal como lo plantea Koselleck (1993: 115 – 116). De acuerdo con Koselleck,
todavía se pueden encontrar en la democracia moderna, modos de proceder o
reglamentaciones que corresponden a la democracia antigua. En el siglo XVIII se actualizó
el concepto para describir las nuevas formas de organización de los grandes Estados
modernos y de sus cargas sociales correspondientes, con lo cual, basándose en el imperio
de la ley o en el principio de la igualdad, modificaron o asimilaron los antiguos
significados. Con la llegada de la Revolución Industrial, nuevos valores fueron añadidos al
concepto, la democracia se convirtió en un concepto de esperanza que podría satisfacer las
necesidades que surgían – ya fueran legislativas o revolucionarias – para hacer efectivo su
sentido. Finalmente, la democracia se convirtió en un concepto de carácter universal que
sustituyó al de “república”, relegando a la ilegitimidad como formas de dominación a todos
los demás tipos de constitución o formas de gobierno. Este “nuevo” concepto de
democracia general se alimentó de otras determinaciones adicionales para mantener su
funcionalidad política, por consiguiente surgió la democracia representativa, la cristiana, la
social, la popular, entre otras.
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Por tanto, desde las posiciones teóricas que critican la idea de una plena presencia4
se desprenden críticas a las teorías a la democracia liberal procedimental por considerar que
éstas contienen supuestos filosóficos implícitos que refieren a un fundamento único o a la
creencia de una verdad absoluta, obstaculizando una comprensión más amplia y compleja
del fenómeno de la democracia5.
Si bien en esta investigación se comparten las críticas que realiza el pensamiento
posfundacional a la teoría democrática liberal-procedimental, también se encuentra que al
parecer no están contemplando cuáles fueron los desplazamientos que ocurrieron en los
sujetos y en las sociedades producto de ese consenso dominante alrededor del concepto de
democracia. Es decir, no han logrado dar cuenta de cuáles serían los efectos a largo plazo
que ha tenido esta hegemonía en la forma en cómo los sujetos conciben su práctica
democrática y lo que éstos le demandan a la democracia.
Lo anterior no quiere decir que en todos los países del mundo occidental impere esta
modalidad de democracia, ni tampoco quiere decir que esté exenta de cambios. Lo que se
quiere plantear en esta investigación es que la presencia de un discurso dominante que
defiende las bondades de una democracia liberal-procedimental ha tenido por consecuencia
que se dé por sentado que este modelo es el más apropiado para dirimir los conflictos en las
sociedades contemporáneas, obviando la presencia de múltiples problemáticas que
trascienden o escapan al marco liberal-procedimental. Este discurso parece olvidar que
previo a la instauración del voto universal existían movimientos políticos que no
necesitaban de un marco procedimental ni una estructura partidaria para organizarse, sino
que se organizaban en colectivos que protestaban por su exclusión de la esfera pública,
4 El concepto de la metafísica de la plena presencia es acuñado por Derrida (1967: 385) y plantea que todos los nombres del fundamento, del principio o del centro han designado siempre lo invariante de una presencia (eidos, arché, telos, energeia, ousía [esencia, existencia, sustancia, sujeto], aletheia, trascendentalidad, consciencia, Dios, hombre, etc.).” Este énfasis en la noción de presencia se sustenta bajo la idea de que en Occidente ha existido una oposición binaria entre presencia/ausencia, como consecuencia de la imposibilidad de dar cuenta de aquello que no puede ser aprehendido, aquello que parece escapar a la comprensión. Esta oposición ha sido el soporte tradicional de toda una serie de oposiciones valorativas: realidad/apariencia, esencia/accidente, habla/escritura, entre otras (González Marín, 2008: 11). Esta idea será ampliada en el segundo capítulo. 5 En esta investigación se parte del supuesto de Lefort (1981: 218-219) de que algo como la política se haya inscrito dentro de la vida social tiene en sí un significado político. Esto impulsa la pregunta acerca de cómo se constituye el espacio social, la forma de la sociedad. Lo político no se revela en la actividad política, sino en el doble movimiento por el cual el modo de institución de la sociedad aparece y se oculta. Por lo tanto, para comprender a la democracia es necesario analizar la dimensión configurante que le otorga una forma a la sociedad (mise en forme), dentro de la cual se configuran la noción de sentido (mise en sens) que se le otorga a las relaciones sociales y la forma en qué estas se ponen en escena (mise en scéne).
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como era el caso de los trabajadores y las mujeres; olvida también la presencia
contemporánea de movimientos sociales los cuales denuncian y cuestionan la política
electoral y la representación territorial (Arditi, 2009: 15). Por lo tanto, estas múltiples
problemáticas no sólo provienen de la emergencia de conflictos locales o inmediatos entre
grupos de la sociedad civil frente al gobierno, sino que forman parte de un exceso que no
puede ser tramitado por un modelo liberal-procedimental que encuentra en la ley su forma
paradigmática de solucionar estos impasses. Este exceso se relaciona (aunque no está
condicionado por, sino que es contingente) con los múltiples fundamentos que operan
dentro del ordenamiento político-social, mismos que no son objeto de análisis por parte de
los defensores de la democracia liberal-procedimental, que se conforman con presuponer
que la razón6 y la ley son suficientes para sostener un orden dentro de la comunidad
política.
La presunción de que la ley puede ubicarse como un recurso imparcial y objetivo
que tiene la capacidad de regular y controlar el conflicto, no se sostiene frente a un mundo
crecientemente hobbesiano, en el cual la demanda por una mayor seguridad pública y
personal justifica recortes en las libertades y las garantías del debido proceso. Asimismo, la
presunción de que los funcionarios electos están sujetos a los contrapesos de la división de
poderes se está desdibujando por el aumento en el uso del “poder de prerrogativa”, que se
legitima a partir del argumento de que existe una creciente complejidad y frecuencia en la
toma de decisiones, lo que hace que cada vez sea más difícil someterlas a escrutinio público
y a una evaluación de las consecuencias de los actos (Arditi, 2009: 17). Esta carencia es lo
que ha generado que otras esferas de pensamiento, como lo son las corrientes post-, realicen
críticas severas hacia esta idea de democracia, las cuales sin embargo todavía no presentan
propuestas alternativas factibles que permitan avanzar en el estudio de la democracia.
Esto no quiere decir que se discrepe totalmente de los análisis contemporáneos, los
cuales han intentado dar cuenta de esta problemática a través de la introducción de
cuestionamientos y alternativas que pretenden ampliar su capacidad explicativa y
propositiva. Es sobre estas condiciones, que se escoge este cuerpo teórico para transitar
6 Se entiende a la razón como un concepto ampliado que contempla la racionalidad científica y la racionalidad moral. Esta supone definir al sujeto como aquel que toma sus decisiones a partir de una razón moral que determina qué el consenso es bueno y el conflicto es malo desde una posición objetiva. Este concepto será profundizado en los capítulos subsiguientes.
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hacia la generación y el avance de nuevas ideas y propuestas. Esto implica evaluar cuáles
son las posibles lagunas o vacíos explicativos, ya que parece estar ausente una reflexión de
cómo este discurso ha logrado impactar, en términos de Koselleck (1993: 105 – 106),
dentro de una estructura de largo plazo que incide directamente en la forma en cómo se
piensa a la democracia y en las prácticas que ésta propicia.
Si bien análisis como los propuestos por Lefort (1990), Laclau y Mouffe (2005),
Laclau (2005), Žižek (2002, 2005) y Rancière (2006b, 2007) (entre otros), brindan
herramientas conceptuales destinadas a profundizar en el debate de la democracia, falta
reflexionar el por qué si este modelo tiene tantas críticas y fallas, sigue siendo el modelo
hegemónico para organizar lo político. Es decir, si bien estos autores concuerdan en que la
democracia liberal – procedimental tiene grandes ausencias y defectos, mismos que son
denunciados por los movimientos sociales a lo largo del mundo, no problematizan la
tendencia de apoyo que parece continuar en amplios sectores hacia este modelo de
democracia que ubica al voto como la máxima expresión del ejercicio democrático; y no
basta decir, simplemente que estas prácticas en realidad no son democracia, ya que el nudo
central de este problema es que la mayoría de los sujetos sí parecen entender estas prácticas
como democracia.
Por lo tanto, estudiar la democracia liberal-procedimental requiere comprender qué
referentes está utilizando: ¿cuáles son sus fundamentos teórico – conceptuales? ¿cuál es su
definición de sujeto? ¿cómo entiende la política? ¿cómo entiende lo social? De esta forma,
se pueden trazar las trayectorias de pensamiento, a partir de una estrategia de lectura
conceptual – analítica de estas propuestas.
Una vez realizado este movimiento, se puede pensar en la siguiente interrogante:
¿qué es lo que sostiene actualmente a la democracia liberal – procedimental como el
modelo privilegiado para la organización de lo político?, en tanto, la mayoría de los sujetos
continúan percibiendo su derecho al voto como la máxima expresión material de la
democracia, a pesar de las inconsistencias aludidas anteriormente. Es decir, no basta con
poner en cuestión al imaginario liberal, el cual según Arditi (2009: 15) concibe la política
como el ámbito de actividades de individuos soberanos que ejercen su derecho al voto
regularmente, con partidos políticos que canalizan la voluntad popular y compiten entre sí
por el derecho de gobernar, con representantes electos que deliberan en nombre del pueblo;
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no basta con cuestionar la pretensión de que hay un Estado siempre neutral ante las diversas
concepciones del bien y los distintos intereses particulares, o de que los gobiernos y los
representantes electos son sensibles a la opinión pública, es decir, no basta con cuestionar el
horizonte de la política liberal. Es necesario transitar más allá de la crítica, tomar las
herramientas teórico – conceptuales que provee el pensamiento posfundacional e intentar
dirigirse hacia la generación de teorías y conceptos que permitan el mejoramiento de la
democracia.
Esta pretensión se sustenta en dos supuestos generales. El primero es que la filosofía
política no sólo se basa en la discusión teórica – conceptual, sino que requiere y necesita un
vínculo con la práctica política y social cotidiana de los sujetos que se encuentran inscritos
en un determinado orden político: “Dado que estos conceptos son también elementos de la
lucha política, la diferencia entre lo disponible y lo no disponible marca también la
normatividad de las luchas políticas, de su realidad o de su dimensión ideológica, de su
capacidad de producir efectos responsables y libres, o de encerrarse en conceptos sin
referencia estructural, como conceptos puros sin esquemas, utópicos. Luego la historia
conceptual y la historia social pueden cumplir con su impulso crítico de claro alcance
político.” (Villacañas y Oncina, 1997: 42).
El segundo supuesto es que el análisis de la democracia no se limita solamente a su
funcionamiento procedimental, sino que en su discusión conceptual interna están en
constante movimiento nociones de ser humano, lo político y lo social, que se modifican
constantemente y están sujetos a interpretaciones múltiples, que inciden en la forma en
cómo se establecen sus discursos legitimadores. Tal como lo plantea Macpherson (1981:
15) se entiende a la democracia como algo que se inserta en toda la vida y en todo el
funcionamiento de una comunidad nacional. Cada sistema político conlleva un modelo de
ser humano y un modelo de sociedad, que se expresa en la práctica material cotidiana:
“Pero lo que cree la gente acerca de un sistema político no es algo ajeno a éste, sino que
forma parte de él.” (Macpherson, 1981: 16).
Con base en lo anterior, el desarrollo de esta investigación consistiría en responder a
la siguiente pregunta crucial ¿cuáles son los alcances y limitantes que tiene el pensamiento
posfundacional para comprender la aparente hegemonía de la democracia liberal –
procedimental en Occidente? Lo anterior implica en primer lugar, definir qué se entiende
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por democracia liberal-procedimental, en segundo lugar exponer cuál es el estatus
particular de lo que se conoce como pensamiento posfundacional y cómo entiende lo
político y lo social; en tercer lugar, problematizar desde el pensamiento posfundacional el
concepto de lo político; para luego sintetizar estos aportes y avanzar hacia una
interpretación del problema en cuestión.
Responder estas preguntas requiere de un análisis profundo de la construcción
conceptual de los autores. Con esta finalidad, se utilizarán una caja de herramientas
metodológica que brinde una estrategia de lectura de los textos. A continuación, se plantea
cuál será esta estrategia, sus alcances y limitaciones.
ESTRATEGIA DE LECTURA
Considerando que el objetivo de la investigación es realizar un análisis conceptual
del concepto de democracia en el pensamiento posfundacional, en términos de sus alcances
y limitaciones para explicar el fenómeno de la democracia, se hace necesario definir una
estrategia de lectura. Sin embargo, antes de adentrarse en esta cuestión, es necesario
explicitar que se trabajará directamente con los conceptos y no específicamente con los
autores que los enuncian. En otras palabras, se parte del supuesto de que la producción
conceptual está contenida en un determinado contexto, social, económico y político, que
traza marcos comunes de producción donde se comparten ciertos presupuestos ontológicos
y epistemológicos, experiencias de mundo y formas de definir al sujeto, lo político y lo
social. Esto es importante destacarlo, ya que esta investigación tiene por objetivo realizar
un debate desde la historia conceptual entre la democracia liberal-procedimental y el
pensamiento posfundacional.
Con este objetivo se utilizará la propuesta de historia conceptual de Koselleck
(1993, 1997), que incluye un planteamiento de cómo entrelazar ésta con la historia social.
Para Koselleck (1993: 105 – 106) la historia conceptual se ocupa de los textos y las
palabras, mientras que la historia social sólo se ocupa de los textos para derivar de ellos
estados de cosas y movimientos que no están contenidos explícitamente en los textos. Por
ejemplo, la historia social investiga las formaciones sociales o formas de organización
constitucional, relaciones entre grupos, clases o capas; cuestiona las relaciones de los
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sucesos con relación a las estructuras de mediano o largo plazo y a su transformación, con
base en lo cual se indagan acontecimientos individuales o resultados de la acción política.
Por otro lado, la historia conceptual se concentra en el texto a partir de métodos tomados de
la filología histórica, de la semasiología y de la onomasiología, cuyos resultados,
comprobados una y otra vez mediante exégesis de los textos, vuelven a llevar a estos.
Sin embargo, esto no quiere decir que ambas disciplinas no se relacionen o que una
sea más compleja que la otra. Koselleck (1993: 106) plantea una articulación entre la
historia conceptual y la historia social a partir del supuesto de que los conceptos que se
utilizan para explicar los fenómenos se basan en sistemas sociopolíticos que son mucho
más complejos que su mera concepción como comunidades lingüísticas bajo determinados
conceptos rectores: “Una “sociedad” y sus “conceptos” se encuentran en una relación de
tensión que caracteriza igualmente a las disciplinas científicas de la historia que se
subordinan a aquéllos.” (Koselleck, 1993: 106). De ahí que Koselleck (1993: 111) plantee
una exigencia metodológica mínima en el trabajo de análisis conceptual: “… que hay que
investigar los conflictos políticos y sociales del pasado en el medio de la limitación
conceptual de su época y en la autocomprensión del uso del lenguaje que hicieron las partes
interesadas en el pasado.”
Por consiguiente, la propuesta de Koselleck (1993: 112) define a la historia
conceptual como un método especializado para la crítica de las fuentes, que atiende al uso
de los términos relevantes social o políticamente, analizando especialmente las expresiones
centrales que tienen un contenido social o político. Esto implica que se deba recurrir a datos
de la historia social, ya que cualquier semántica tiene que ver con contenidos
extralingüísticos. En el caso que ocupa esta investigación, la relación que existe entre la
forma en cómo se conceptualiza la democracia y los eventos políticos y sociales asociados
a su transformación es evidente, tal como lo plantea Koselleck, la democracia, al ser un
concepto histórico fundamental es un concepto-guía del movimiento histórico
[geschichtliche Bewegung] (Fernández Torres, 2009: 93)
No es posible interrogar a la democracia sin la observación de cómo ésta se ha
aplicado y se ha transformado a lo largo de la historia, principalmente a partir de la caída
del Muro de Berlín en 1989. La importancia de esta solución teórico – metodológica
aportada por Koselleck, es que permite evitar lo que Skinner (2000: 149) señala como los
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dos tipos de error más frecuentes cuando se procede a realizar un intento de comprensión
de obras teóricas. El primero, dado por el excesivo énfasis al contexto, ya que se pensaría
que solamente los factores religiosos, políticos y económicos pueden otorgar el sentido de
cualquier texto dado. Y el segundo, que plantea que se puede dotar de sentido al texto a
partir del texto mismo, en tanto éste es autónomo del contexto. Lo cual sería un error
insalvable en el estudio del concepto de democracia, tomando en cuenta las
transformaciones que éste ha sufrido a lo largo de la historia.
Si bien esta investigación no pretende realizar un análisis diacrónico a profundidad
del concepto de democracia, sino que pretende realizar un análisis sincrónico del uso del
concepto desde el pensamiento posfundacional contemporáneo, es necesario contemplar de
forma general cómo se ha pensado a la democracia previamente. Esto implica asumir la
suposición que realiza la historia conceptual, que desde mediados del siglo XVIII se
produjo una profunda transformación de los topoi clásicos, ampliando el significado de
palabras antiguas7 (Fernández Torres, 2009: 94).
Por esta razón, se introduce una breve reconstrucción de los principales debates
asociados a la historia del concepto de democracia. Lo anterior se basa en otra premisa
marcada por Koselleck (1993: 113): “Por ser un procedimiento metódicamente por la
historia conceptual, el análisis sincrónico del pasado se completa diacrónicamente. Es una
exigencia metódica de la diacronía la de redefinir científicamente para nosotros la
clasificación de los significados pasados de las palabras.” Lo anterior genera una mayor
relevancia sociohistórica de los resultados, ya que un complemento diacrónico permite
observar cómo el concepto de democracia ha cambiado y cómo ha afectado su validez
frente a las estructuras8 que le corresponden (Koselleck, 1993: 113 – 114), lo diacrónico y
lo sincrónico se entrelazan en la historia de los conceptos (Fernández Torres, 2009: 101).
7 Si bien Koselleck parte de la suposición de que se puede encontrar el significado de las palabras, en esta investigación se polemiza el nexo entre significante y significado, con los cual los conceptos o las palabras no poseen un significado último o único. 8 El término de estructuras proviene de la definición de Koselleck (1993:143): “De modo que se conciben como estructuras – atendiendo a su temporalidad – aquellos contextos que no afloran en el decurso estricto de los acontecimientos que ya se han experimentado. Indican más permanencia, mayor continuidad, cambios por doquier, pero en plazos más largos. Con las categorías del medio y largo plazo se formula de forma más pretenciosamente temporal lo que en el siglo pasado se concebía como <condiciones>. La <estratificación> temporal en la palabra <historia>, tendente a la significación de lo estático, viene metafóricamente a la memoria por la reduplicación en <historia estructural>.”
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Lo anterior refuerza la decisión metodológica de trabajar con conceptos, con base en
el supuesto de que la discusión acerca de la democracia dentro del pensamiento
posfundacional está inserta en una determinada estructura de largo plazo, que estuvo
influida por acontecimientos determinados, por ejemplo, en el siglo XX tuvo por contexto
el desarrollo totalitario en los países del denominado “socialismo real”, los acontecimientos
de la caída de estos regímenes y el ascenso del modelo de la democracia liberal –
procedimental como modelo hegemónico de organización de lo político en la mayoría de
los países occidentales.
Con base en lo anterior, como primer eje de análisis se analizarán cuáles son las
huellas conceptuales que la democracia liberal – procedimental contemporánea conserva en
su definición, huellas provenientes de otros momentos históricos y que reflejan los
desplazamientos dentro de la racionalidad política que se han incorporado o rechazado: “En
la historia de un concepto no sólo un significado de la palabra desplaza a otro, sino que
todo el complejo que pasó a formar parte de la palabra se modifica en su combinación y
referencia. Una historia de los conceptos siempre alberga el proceso de muchos
componentes. Todos los conceptos en los que se agrupa semióticamente un proceso
completo escapan a la definición; sólo puede definirse lo que no tiene historia (Nietzsche)”
(Fernández Torres, 2009: 102)9.
Esto implica posicionar al concepto de democracia dentro de estructuras de largo
plazo que se han visto modificadas a lo largo de la historia: “Para ello se mencionan
algunas estructuras: formas de organización, modos de dominio que no suelen cambiar de
hoy para mañana pero que son presupuestos de la acción política. O las fuerzas productivas
y las relaciones de producción que sólo cambian a largo plazo y a veces a saltos, pero que
condicionan y originan conjuntamente el acontecer social. Interesan también las relaciones
amigo – enemigo en las que se incluyen la guerra y la paz, pero que también se pueden
ajustar sin que correspondan a los intereses de los adversarios que por eso se discuten”
(Koselleck, 1993: 143 – 144). Este complemento diacrónico también aporta insumos para
comprender la complejidad de un concepto que se ha transformado a lo largo de los siglos,
pero que a su vez, ha mantenido contenidos provenientes de otros momentos históricos. De
esta manera, realizo un recorrido de las herencias teóricas que rodean el sostén teórico de la
9 Cursivas y referencia a Nietzsche en el original.
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democracia liberal – procedimental, frente a la cual los teóricos de la corriente
posfundacional debaten.
Posteriormente, como segundo eje del análisis, expongo cuáles son los debates
contemporáneos alrededor del pensamiento posfundacional, con el fin de llegar a clarificar
sus fundamentos teóricos y sus principales postulados con relación a otras corrientes de
pensamiento post. De la misma forma en que se trabaja el concepto de democracia, se hace
una revisión de cuáles son las herencias teóricas que alimentan al pensamiento
posfundacional, para así solventar ese problema identificado al inicio, el de la confusión
acerca de lo que son las corrientes post- que afecta no sólo su denominación que genera
aporías y debates sin mayor rigor teórico – conceptual.
De esta manera, después de exponer las coordenadas teóricas sobre las cuales
transita esta investigación, en el tercer eje de análisis se debate acerca del concepto de lo
político y su importancia en la construcción del lazo social. Esto tiene por objetivo señalar
la importancia que tiene lo político en la constitución de las comunidades y cómo un
modelo democrático liberal-procedimental puede limitar o no esta operación.
Lo anterior se sustenta en el supuesto de que cada concepto depende de una palabra,
pero cada palabra no es un concepto social y político. Los conceptos sociales y políticos
presentan en sí mismos una pretensión de generalidad y son siempre polisémicos
(Koselleck, 1993: 116): “… una palabra se convierte en concepto si la totalidad de un
contexto de experiencia y significado sociopolítico, en el que se usa y para el que se usa
una palabra, pasa a formar parte globalmente de esa única palabra.” (Koselleck, 1993: 117).
Aunado a lo anterior, Koselleck (1993: 118) plantea que cada concepto establece
horizontes determinados, así como límites para la experiencia posible y para la teoría
concebible. Por lo tanto, el concepto de democracia dentro del pensamiento posfundacional
contiene en sí alcances y limitantes que inciden en la capacidad de generar prácticas
políticas. Los conceptos no sólo muestran la posibilidad de unificar significados pasados,
sino que contienen posibilidades estructurales, introducen la simultaneidad de lo
anacrónico, por lo tanto, se pueden convertir en categorías formales que se ponen como
condiciones de historia posible (Koselleck, 1993: 124, 151).
Los conceptos aparecen como registros de la realidad, y por ende, factores de
cambio de la propia realidad, con lo cual se establece el horizonte de experiencia posible así
17
como los límites de ésta (Villacañas y Oncina, 1997: 21). Con base en lo anterior, se puede
plantear que la definición de la democracia en términos conceptuales no escapa de generar
consecuencias dentro de lo que puede denominarse prácticas políticas: “La resultante de
esta recepción dice que los conceptos filosóficos son interpretables como conceptos
político-sociales y los sistemas filosóficos como ensayos de organización de la sociedad.
Por eso no se puede obtener el significado de los conceptos filosóficos fuera de su uso en la
historia de la sociedad, fuera de una apelación a las relaciones de acción social.”
(Villacañas & Oncina, 1997: 32).
Esto introduce el último eje de análisis, el cual consiste en observar el alcance
analítico que tiene el pensamiento posfundacional para interpretar el modelo de la
democracia liberal-procedimental. Como lo plantean Villacañas y Oncina (1997: 32), la
importancia de sostener una noción de concepto como índice y factor, implica que el
concepto por un lado da a conocer las transformaciones políticas y orienta la prospectiva
histórica, pero por otro lado transforma las acciones históricas y sus expectativas: “Las
luchas político-sociales quedan registradas en los conceptos, pero las luchas por «los
términos apropiados» —la lucha semántica— forman parte de la lucha política y la
determinan. Por eso la historia conceptual (y no la vieja historia de la filosofía) confluye en
la historia social. Construir la historia del concepto es un procedimiento necesario para
construir la historia social, no sólo en la medida en que así describimos las luchas sociales,
sino también los sujetos en lucha. De otra manera la historia conceptual degenera en mera
crítica de fuentes.” (Villacañas & Oncina, 1997: 32).
18
CAPÍTULO I
EL ORDEN, LA RAZÓN Y LA LEY COMO FUNDAMENTOS DE LA DEMOCRACIA
LIBERAL-PROCEDIMENTAL
Si bien la discusión acerca de la democracia tiene larga data, su ubicación dentro de
los debates políticos se ha ido modificando a lo largo del tiempo. Tal como lo plantea
Arblaster (1991: 10), el concepto de democracia ha tenido significados y connotaciones
muy distintos en su larga historia, con lo cual, el concepto sigue siendo no sólo un concepto
discutible sino también un concepto “crítico”: “[…] una norma o ideal mediante la cual se
prueba la realidad y se descubre que es insuficiente. Siempre será posible extender y
ampliar el ejercicio de la democracia” (Arblaster, 1991: 15).
Ahora bien, este manejo conceptual que Arblaster realiza, cercano a la propuesta del
concepto de democracia como un tipo ideal weberiano, se opone a los intentos por fijar la
definición de la democracia a través de una serie de contenidos o características que le
serían propios, que dejan de lado los procesos de cambio y adaptación constante de las
ideas, así como de los contextos materiales.
Con base en este argumento, es que en este capítulo se realizará un recorrido
histórico-conceptual de los supuestos bajo los cuales transita la democracia liberal-
procedimental contemporánea, con el objetivo de entender cómo se ha entendido el término
en el pasado para evitar una aceptación acrítica, sin cuestionamientos, de nociones actuales
de democracia que son vistas como definitivas (Arblaster, 1991: 16). Tal como lo plantea
Morey (1990: 10-11) parafraseando a Foucault: “Que, en definitiva, hacer historia del
pensamiento no puede ser nunca una forma satisfecha de complicidad con los modos
presentes de pensamiento, y convertirse así en mera legitimación de la razón (moderna).”
Por lo tanto, las páginas siguientes tendrán como objetivo mostrar cómo la racionalidad
política se ha modificado a lo largo de la historia y cuál ha sido el peso que ésta tiene en la
conformación de lo que actualmente se conoce como democracia liberal – procedimental.
En este punto se sigue la línea analítica expuesta por Foucault de cómo tratar el tema de la
racionalidad política: “Más que preguntarse si las aberraciones del poder de Estado son
debidas a excesos de racionalismo o de irracionalismo, me parece que sería más correcto
19
ceñirse al tipo específico de racionalidad política producida por el Estado.” (Foucault,
1990: 121).
EL DILEMA DE LA GRECIA CLÁSICA: ORDEN VS LIBERTAD
De acuerdo a Arblaster (1991), se puede afirmar que durante la mayor parte de la
historia, desde los griegos clásicos hasta la época actual, la democracia fue considerada
como uno de los peores tipos de gobierno y sociedades imaginables. En esta misma línea,
Finley (1980: 17) parte de la idea de que en la Edad Antigua la palabra democracia
suscitaba una condena, y que su uso como concepto había desaparecido del léxico político
acostumbrado, hasta que reaparece en el siglo XVIII con un sentido de menosprecio.
En la Grecia clásica, su equiparación a un ‘gobierno de la plebe’ constituía una
amenaza a todos los valores centrales de una sociedad civilizada y ordenada (Arblaster,
1991: 16 – 17). Si bien esta forma de pensar la democracia provenía de filósofos que se
definían abiertamente como anti-democráticos, es necesario retomar sus argumentos no
solamente como parte de la ruta conceptual que alimenta a los teóricos contemporáneos de
la democracia liberal procedimental, sino en función de que algunas de sus reticencias hacia
el modelo se incorporaron dentro de un “sentido común” que parece seguir teniendo
vigencia y que aparece reflejado en la producción teórica contemporánea, como será
expuesto posteriormente.
Esta connotación se puede rastrear en el origen etimológico de la palabra, la cual es
de origen griego y resulta de la combinación de dos palabras más cortas, demos y kratos.
Arblaster (1991: 25) y Finley (1980: 21) concuerdan en que ambos vocablos tienen más de
un significado, con lo cual se comienza a develar desde ahí su carácter polémico10. En el
caso de la palabra demos, éste podría significar todo el cuerpo ciudadano que vive en una
polis particular o ciudad-Estado, aunque también puede ser utilizado en sentido peyorativo
para definir a la plebe, la muchedumbre, los órdenes inferiores o el vulgo; mientras que
kratos podía significar poder o gobierno (Arblaster, 1991: 25; Finley, 1980: 21). Si bien se
10 Se entiende polémico desde el sentido propuesto por Schmitt (1991a: 60), en el que todas los conceptos, ideas y palabras poseen un sentido polémico, son formulados con miras a un antagonismo concreto, están vinculados a una situación concreta cuya consecuencia última es una agrupación según amigos y enemigos, después de la cual, al cancelarse o diferirse este antagonismo, se convierten en abstracciones vacías y fantasmales.
20
suele poner más atención a la ambigüedad semántica de la palabra demos, no se puede
obviar las implicaciones que tiene la presencia de la ambigüedad en el significado de
kratos, ya que poder y gobierno no son lo mismo: se puede concebir grupos o individuos
que tengan el poder sin gobernar en el sentido oficial (Arblaster, 1991: 25).
Como se verá posteriormente, esta dificultad conceptual ha permeado a lo largo de
la historia del concepto de democracia, ya que la ambigüedad concerniente a quién es el
demos seguirá presente en las teorías del contrato social del siglo XVII en adelante;
mientras que la concerniente a cómo se ejerce la democracia, en términos de ejercer el
poder o formar parte de un gobierno lleva a conclusiones teóricas dispares que se expresan
en los debates actuales entre las teorías de la democracia elitista o de la democracia
‘participativa’, entre los que defienden los movimientos sociales y los que observan en
éstos expresiones subversivas que atentan contra el orden institucional, por citar algunos
ejemplos. ¿La democracia es el ejercicio efectivo del poder a través de la participación de
un gobierno oficial? ¿O se puede plantear modelos democráticos donde el ejercicio del
poder recorra otras vías fuera de la institucionalidad gubernamental? En ese sentido,
interrogar al concepto implica plantearse qué se entiende por demos y qué se entiende por
poder y gobierno, así como sus interacciones: “De modo que una democracia formal, en
donde parece que todo el pueblo o los representantes del pueblo gobiernan, puede ocultar
una distribución muy poco democrática del poder real. O inversamente, un sistema político
en el que un monarca o una aristocracia gobiernen formalmente puede ocultar el hecho de
que el poder real está en manos del pueblo. Esta ambigüedad en ambos términos
constitutivos, presente en el nacimiento mismo del concepto y la realidad de la democracia,
tiene una importancia permanente para comprender su significado y su historia.” (Arblaster,
1991: 25).
Un ejemplo que apunta en esta dirección y que refleja esta dificultad conceptual es
el propuesto por Finley (1986: 43): incluso en Atenas, lugar en el cual para algunos
historiadores modernos existió una ‘democracia radical’, el demos nunca proporcionó a la
asamblea oradores salidos de sus filas. En ese sentido, a pesar de que existían las
condiciones de isonomía (igualdad ante la ley) y de isegoría (igualdad de palabra en la
Asamblea), su aplicación concreta en la forma de participación, proposición o
cuestionamiento hacia el orden político se redujo a los ciudadanos que provenían de la
21
aristocracia, relegando al resto del cuerpo ciudadano a ser votantes de las iniciativas de los
primeros: “La evidencia es que en realidad pocos ejercían su derecho a hablar en la
Asamblea, en donde los necios no encontraban tolerancia alguna; ésta reconocía, en su
funcionamiento, la existencia del peritaje tanto político como técnico, y se fiaba de algunos
pocos que en cada período dado eran capaces de formular líneas de operatividad política
entre las que fuera posible escoger.” (Finley, 1980: 33).
Para responder a estas preguntas es necesario retomar nuestro recorrido teórico-
conceptual, el cual pretende brindar una mirada amplia a los supuestos que sustentan la
versión de democracia más aceptada en las sociedades occidentales contemporáneas: el
modelo liberal-procedimental. Para comprender el contexto de enunciación bajo el cual se
desarrolla la obra de Platón y Aristóteles11, así como su postura anti-democrática, es
necesario brindar unas generalidades acerca de la sociedad en la que éstos escribieron y el
tipo de racionalidad que se generó, en tanto “La historia de las ideas nunca es, simplemente,
la historia de las ideas; también es la historia de las instituciones, de la sociedad misma.”
(Finley, 1980: 19).
En la antigua Grecia, el Estado o polis se concebía como un todo del cual los
individuos formaban parte, dependientes de él y no autosuficientes, en contraposición a
como se concibe actualmente al individuo en el pensamiento liberal moderno. De esta
manera, la valía del individuo estaba estrechamente ligada a formar parte o actuar como
miembro de la comunidad (Arblaster, 1991: 39): “La idea de la ciudadanía activa era
central para el funcionamiento de la democracia ateniense. La ciudadanía no significaba
una mera membresía en sentido estricto; significaba membresía en su sentido original y
más amplio, en analogía con los miembros o partes del cuerpo humano” (Arblaster, 1991:
39).
Sin embargo, como es bien conocido, el cuerpo ciudadano de la sociedad ateniense
excluía a tres grandes grupos: a las mujeres, a los extranjeros que vivían y trabajaban en
Atenas (metecos) y a los esclavos. Se trataba de un cuerpo ciudadano compuesto solamente
por hombres libres y nativos (Arblaster, 1991: 40; Finley, 1980: 24). A pesar de lo anterior,
el régimen ateniense se logra mantener estable por espacio de grandes períodos, fenómeno
11 La recuperación de textos y autores en esta sección se realiza con la intención de brindar al lector una imagen acerca de la democracia en la Grecia clásica, no pretende ser una evaluación o análisis exhaustivo de los autores o de sus propias teorías.
22
que Finley (1986: 43) explica a partir de la hipótesis de la aceptación por parte de todas las
clases sociales de la legitimidad del estatus, y por ende, de la desigualdad en el estatus: del
derecho de algunos sectores a una mayor riqueza, mejor posición social y autoridad
política, como lo explicita en el siguiente extracto: “… la franqueza con que en la Edad
Antigua se entendía la dominación de unos hombres por otros, franqueza cuya
consecuencia se traducía en la ausencia de coberturas ideológicas, de justificaciones
ideológicas del imperio.” (Finley, 1980: 62).
Para el cuerpo de ciudadanos lo esencial era la participación directa en el gobierno
de la ciudad. Se podía realizar a través de la participación en la asamblea popular o
ecclesia, a la que todo ciudadano tenía derecho de asistir. Esta asamblea era soberana,
tomaba las decisiones finales sobre política y se componía de todos los ciudadanos
(Arblaster, 1991: 33). Asimismo, este sistema democrático directo tenía por característica
fundamental que los puestos de gobierno eran ejercidos por ciudadanos escogidos, no por
elección, sino por azar (Arblaster, 1991: 33), con lo cual cada ciudadano podía ocupar un
puesto de gobierno por lo menos una vez en la vida.
Esta condición, unida al establecimiento de la isonomía, es definida por Arblaster
(1991: 35) como el ejemplo de una sociedad que logró acercarse lo más posible al ideal de
la comunidad democrática donde el gobierno está en el pueblo mismo a través de la
participación ciudadana, en lugar de los sustitutos modernos de representación e incluso
delegación. Finley (1980: 27) comparte esta visión, afirmando que el hecho de que existiera
una Asamblea abierta a todos los ciudadanos, sin la presencia de burócratas o funcionarios
públicos, implicaba que este gobierno era ejercido “[…] ‘por el pueblo’ en el sentido más
literal de la palabra.” (Finley, 1980: 27).
De acuerdo a Finley (1986: 48 – 49) se esperaba de este tipo de gobierno logros
simbólicos concernientes al sentimiento de identificación con el grupo, sentir que el orden,
la seguridad, la libertad y la vida misma eran posibles por los acuerdos e instituciones
imperantes. Aunado a lo anterior, este sentido de comunidad fortalecido por la religión del
Estado, con sus mitos y tradiciones constituyó el elemento esencial del éxito pragmático de
la democracia ateniense (Finley, 1980: 39). Sin embargo, a pesar de este éxito relativo, en
el desarrollo del pensamiento político en la antigua Grecia la democracia se percibía como
un modelo político peligroso: “Los filósofos atacaron la democracia; los demócratas
23
profesos les replicaban ignorándolos, o sea, prosiguiendo su trabajo del gobierno y la
política de una manera democrática, pero sin escribir tratados sobre ese tema.” (Finley,
1980: 37).
Platón en La República ubica a la democracia como una de las posibles cinco
formas de Estado12, que a su vez corresponden a las cinco modalidades del alma de los
individuos (La República, 544e). A excepción de su república ideal, las cuatro otras formas
de Estado son conceptualizadas por Platón como corruptas en algún grado, ya que ninguna
lograba alcanzar la perfección armónica de su república ideal, propuesta normativa lograda
a partir de una fusión entre un gobierno monárquico y aristocrático, compuesta por los
gobernantes-filósofos, los guerreros y los que dedicaban a los trabajos productivos (Bobbio,
2007: 21). Es por esta razón que Bobbio (2007: 23) afirma que para Platón las formas de
gobierno son seis, pero de ellas, la monarquía y la aristocracia sirven para designar la
constitución ideal y las otras cuatro para indicar las formas reales que se alejan en mayor o
menor medida de ésta.
Platón plantea una línea descendente con respecto a la república ideal, desde la cual
no queda nada más que una continua, gradual y necesaria caída hasta el grado ínfimo que es
el último eslabón de la cadena (Bobbio, 2007: 23): “De manera que si ponemos en fila las
seis formas en orden decreciente, las tres primeras, las buenas, deben estar colocadas en
cierto orden (monarquía, aristocracia, democracia), y las malas en el orden inverso
(democracia, oligarquía, tiranía)” (Bobbio, 2007: 32). A primera vista llama la atención el
hecho de que la democracia como forma de Estado aparezca dos veces en la clasificación
platónica, lo cual nos advierte de la dificultad conceptual que desde la antigüedad arrastra
el concepto de democracia. Bobbio (2007: 32) justifica este ordenamiento a partir de que
Platón concebía a la democracia como la peor de las formas buenas de Estado, pero a su
vez, como la mejor de las formas malas.
Para comprender este carácter ambivalente de Platón hacia la democracia es
necesario observar cuáles son los motivos o razones que el autor atribuía al fracaso de una
determinada forma de Estado. Para Platón, el motivo que conducía a toda forma de Estado
12 Si bien la noción de Estado surgió con la modernidad, y la discusión acerca de la traducción de algunos términos griegos no está todavía saldada, para efectos de esta investigación se tomará la palabra ‘Estado’ en Platón y Aristóteles como equivalente a ciudad-estado o polis, tal como se presenta en la traducción que realiza la editorial Gredos de las obras de estos autores.
24
a degradarse en otra peor, era el disenso: “¿O no es un hecho muy simple el que todo
régimen político se transforma a partir de los que detentan el poder, cuando entre ellos
mismos se produce la disensión, y que mientras están en armonía, por pocos que sean, es
imposible que cambie algo?” (La República, 545c – 545d)13.
Para Platón (La República, 555b) la democracia se engendra a partir de que la
oligarquía se degrada por la codicia insaciable de los que se han propuesto como bien llegar
a ser los más ricos posibles. Esto introduce el disenso o la discordia14 entre los ‘hombres’,
ya que éstos “[…] fuerzan a ser pobres, a veces, a hombres no desprovistos de nobleza” (La
República, 555d)15.
En palabras de Platón (La República, 557a), la democracia surge entonces cuando
los pobres logran la victoria, matan a unos, destierran a otros y hacen partícipes a los demás
del gobierno y las magistraturas, las cuales se establecen la mayoría de las veces por sorteo.
En este punto conviene detenerse en el orden lógico que plantea Platón de cómo se llega a
tener un gobierno democrático, del cual se puede extraer la siguiente interrogante. Sí Platón
estaba utilizando como referencia histórica algún evento de la historia ateniense, lo cual era
muy probable, en el cual se aplicó el ostracismo y el asesinato como instrumentos políticos
destinados a evitar la discordia y así asegurar la estabilidad del Estado, esto entra en
contradicción con su argumento de que lo que caracteriza a la democracia es la libertad, ya
que al ubicar después de la victoria de los ‘pobres’ el asesinato de unos y el destierro de
otros lo que se buscaría sería la eliminación de cualquier tipo de disenso. En otras palabras,
a pesar de que Platón describe al Estado democrático como aquel donde abunda la libertad,
definiendo ésta como la libertad de palabra y la libertad de hacer lo que a cada uno le da la
gana (La República, 557b), encuentra como condición de posibilidad para que emerja la
democracia que se realice una ‘depuración’ de sus opositores. Si bien esto concuerda con
su idea de que para que un determinado tipo de Estado sobreviva debe evitar la discordia o
13 Para Platón, la armonía dentro del Estado se podía garantizar a partir del adecuado funcionamiento de las partes del cuerpo del Estado. Al desarrollar una concepción orgánica del Estado, para este autor su funcionamiento correcto estaba asociado a la salud, y la salud se conseguía a partir de una adecuada distribución de las funciones a través de una detallada división del trabajo. Por esta razón, la democracia le parecía un régimen corrupto, en tanto el exceso de libertad altera la armonía del Estado e introduce el disenso. 14 Platón utiliza los dos términos de forma indistinta. 15 Esta referencia a la disparidad en las riquezas entre los miembros de la comunidad política es un lugar común entre los autores griegos clásicos, que consideraban la diferencia entre los ricos y pobres como un potencial generador de conflicto, como se verá posteriormente con Aristóteles y su análisis histórico-político en La Constitución de los Atenienses.
25
el disenso, entra en contradicción con el valor que él encuentra central en la democracia: la
libertad. Esta aparente contradicción en el argumento platónico expresa una problemática
central en torno a la democracia, que tiene que ver con los alcances de lo que se entiende
por disenso y lo que se entiende por libertad, así como se articula el ejercicio de la libertad
a partir del primero.
Sin embargo, al no tener como pretensión realizar un estudio sobre el concepto de
democracia en Platón, no se ahondará mucho más en este aspecto que requeriría de un
estudio minucioso de la totalidad de la obra del autor así como de las estructuras a largo
plazo (Koselleck, 1993: 143 – 144) que lo rodeaban. Lo que sí interesa es mostrar cómo
existe una relación conflictiva entre la democracia como lugar de la libertad por un lado, y
el conflicto o el disenso por el otro. Pareciera ser que solamente se tolera a la libertad
cuando ésta no altera el orden existente, cuando no altera el principio o el fundamento sobre
el cual se construye la institucionalidad política, lo cual estaría enlazado con la postura
epistemológica platónica, en la cual se postula que todas las cosas tienen una esencia o un
fundamento último; en este caso, el régimen político que quiera mantenerse necesita
conservar el orden como fundamento último de la institucionalidad política.
La libertad y apertura le parecían amenazantes porque no permitían la consolidación
de un orden: “¡Esta tolerancia que existe en la democracia, esta despreocupación por
nuestras minucias, ese desdén hacia los principios que pronunciamos solemnemente cuando
fundamos el Estado, como el de que, salvo que un hombre cuente con una naturaleza
excepcional, jamás llegará a ser bueno si desde la tierna infancia no ha jugado con cosas
valiosas ni se ha ocupado con todo lo de esa índole; la soberbia con que se pisotean todos
esos principios, sin preocuparse por cuáles estudios se encamina un hombre hacia la
política, sino rindiendo honores a alguien con sólo que diga que es amigo del pueblo!” (La
República, 558b–558c). Como se puede observar, lo que más escandalizaba a Platón de la
propuesta democrática, y que a su vez era su característica principal, es la ausencia de título
para gobernar: “Es el estado de excepción donde no funciona ningún par de opuestos,
ningún principio de repartición de roles.” (Las Leyes, 690e).
Por consiguiente, la libertad aparece como condición de posibilidad para la
democracia pero a su vez como aquello que la hace caer y transitar hacia la tiranía. Platón
encuentra en la democracia el peligro de la anarquía, esa falta de orden que asigna igualdad
26
similarmente a las cosas iguales y a las desiguales (La República, 558c), lo cual lleva
necesariamente a un deseo insaciable por la libertad y al descuido por otras cosas que
alteran el régimen político y lo predispone a necesitar de la tiranía (La República, 562c):
“Por tanto, en un sentido era un gobierno de aficionados; y aquellos que, como Sócrates y
Platón, creían que gobernar era una habilidad especializada como tantas otras formas de
trabajo especializado, consideraban naturalmente el experimento ateniense con ira y
desprecio.” (Arblaster, 1991: 35).
Para el autor, la democracia transita hacia la tiranía por todas las direcciones,
porque la libertad genera una anarquía que se desliza incluso dentro de las casas
particulares (La República, 562e). Como se puede observar, Platón no era ingenuo y
observaba el impacto de la forma en cómo se organiza un Estado no sólo en la práctica
política sino en la constitución de los ‘hombres’. Por tanto, Platón concluye que el peligro
de un Estado democrático es tal que podría subvertir cualquier relación de autoridad y dotar
de igualdad a aquello que es desigual por naturaleza: “¿Y no te percatas que, como
resultado de la acumulación de todas estas cosas, el alma de los ciudadanos se torna tan
delicada que, si alguien le proporciona siquiera una pizca de esclavitud, se irrita y no lo
soporta? Pues bien sabes que de algún modo terminan por no prestar atención ni siquiera a
las leyes orales o escritas, para que de ningún modo tengan amo alguno.” (La República,
563d–563c). Por lo tanto, para Platón el principal problema al que se enfrenta el Estado
democrático es el exceso de libertad, mismo que deriva en una esclavitud en exceso para el
individuo y para el Estado (La República, 564a): “El deseo insaciable de libertad pierde a la
democracia” (La República, 562a).
Si bien se puede explicar y justificar este razonamiento a partir de un análisis socio-
cultural de la Atenas antigua, lo que interesa para efectos de esta investigación es el énfasis
en el orden como componente necesario para el mantenimiento de cualquier comunidad
política, y que este orden, en términos de Platón, se encuentra gravemente amenazado en
Estados democráticos. Esta idea se ha logrado mantener hasta nuestros días, sólo que la
forma en cómo se convoca el tema del orden si se ha modificado, como se verá
posteriormente16.
16 El énfasis de Platón en la construcción de una sociedad ideal, en la cual la armonía sea el principal objetivo, se verá replicado a lo largo de la historia por lo que posteriormente se denominó el pensamiento utópico, propuestas que no sólo tenían por objetivo desarrollar un ideal social, sino que también reglamentan la vida
27
Por su parte, Aristóteles al igual que su maestro Platón, contemplaba en la
democracia una forma de régimen o gobierno17 defectuosa, aunque la consideraba una
forma moderadamente desviada de la que consideraba como la más equilibrada: la
república o politeia18. En la Ética a Nicómaco (1160b) define a la democracia como la
menos mala de las desviaciones, porque se desvía poco de la república. En la Política
(1289b) considera a la democracia como la perversión más moderada, aunque más adelante
manifiesta una mayor predilección por la oligarquía que por la democracia, en tanto ésta
última tiene una mayor tendencia a generar formas tiránicas de gobierno.
En la descripción que realiza Aristóteles de las formas de gobierno, se puede
observar que a diferencia de Platón, que encontraba cualquier forma de gobierno fuera de
su república ideal como defectuosa, Aristóteles propone tres formas políticas
fundamentales (monarquía, aristocracia y república) y sus respectivas corrupciones (tiranía,
oligarquía y democracia). Esta clasificación proviene de la aplicación de dos criterios:
quiénes son los que gobiernan, es decir, el tipo de gobierno; y si éstos gobiernan con
rectitud o de forma desviada, el modo de gobierno: “De los gobiernos unipersonales
solemos llamar monarquía a la que mira al interés común; aristocracia al gobierno de unos
pocos, pero más de uno, bien porque gobiernan los mejores, o bien porque se propone lo
mejor para la ciudad y para los que pertenecen a ella. Cuando la mayor parte es la que
gobierna atendiendo al interés común recibe el nombre común a todos los regímenes:
república.” (La Política, 1279a, 3-4, 1279b, 4) Gobernar de forma desviada significaba para
Aristóteles el hecho de que se dejara de pensar en el bien común y se gobernara a favor de
los que estaban en el poder: “La tiranía es una monarquía que atiende al interés del
monarca, la oligarquía al interés de los ricos y la democracia al interés de los pobres; pero
ninguno de ellos atiende al provecho de la comunidad.” (La Política, 1279b, 5). Esta
taxonomía encierra para Finley (1980: 21) una distinción normativa: el gobierno en nombre
social y la vida de sus habitantes. Por su parte, Aristóteles sienta las bases del pensamiento normativo en política, su herencia se observa en propuestas que tienen por objetivo establecer una serie de normas o reglamentos destinados a gestionar el orden político y social. 17 Aristóteles utilizaba en forma indistinta la expresión régimen o gobierno. (La Política, 1279a, 2). 18 Al poseer Aristóteles una base más amplia con referencias de regímenes o constituciones históricas, le permitió no ser tan radical en sus planteamientos como su maestro Platón. Si bien para Aristóteles, la democracia era una forma defectuosa de gobierno, se podía aceptar con algunas modificaciones tendientes a subsanar sus defectos. Sin embargo, a pesar de ese racionalismo crítico, esas modificaciones terminan dotando más de un carácter oligárquico a la democracia, ya que Aristóteles clausura a través de sugerencias normativas una masiva presencia de lo popular dentro del régimen.
28
del interés general, que sería el ejemplo del mejor tipo de gestión pública, o el gobierno en
interés o beneficio de una sección particular de la población, que marca el tipo peor. En la
democracia, este peligro se expresaba en la posibilidad inherente de que el gobierno de los
pobres gobernara para su propio interés.
Sin embargo, a pesar de lo anterior, Aristóteles reconoce que el número no es lo que
define el tipo de gobierno, ya que no es lo primordial. Esta precisión tomará mayor
preponderancia cuando Aristóteles define la diferencia entre oligarquía y democracia, los
dos regímenes corruptos que en conjunto podrían engendrar la república a través de la
cancelación de sus propios defectos o vicios19. Para el autor, el hecho de que sean pocos o
muchos los que ejercen la soberanía es algo accidental, sea en la oligarquía o en la
democracia, porque el hecho de que en todas partes los ricos son pocos y los pobres son
muchos, genera que la diferencia entre la democracia y la oligarquía sea la pobreza y la
riqueza (La Política, 1279b, 6).
Esta diferencia conceptual se puede rastrear en la forma en cómo Aristóteles
observaba el conflicto político. Según este autor, el conflicto se generaba a partir de las
diferencias entre ricos y pobres, nobles y demos. Esto se puede ejemplificar a partir del
recuento que hace Aristóteles en La Constitución de los Atenienses de cómo las reformas de
Solón y de Clístenes tuvieron como principal motivación la búsqueda del bien común a
través de la minimización del conflicto entre ricos y pobres, para así asegurar una mejor
convivencia y una mayor participación que evitarían los conflictos. Así, cuando Aristóteles
describe el estado social anterior a Solón dice “…hubo discordias entre los nobles y la masa
durante mucho tiempo; pues su régimen político era en todas las demás cosas oligárquico, y
además los pobres eran esclavos de los ricos, ellos mismos y sus hijos y sus mujeres” (2,2).
De esta manera, cuando Solón “…libertó al pueblo para el presente y para el futuro, al
prohibir los préstamos con la fianza de la propia persona, y promulgó leyes e hizo una
cancelación de las deudas, tanto privadas como públicas…” (6, 1); el beneficiado
inmediato fue el demos. Por esta razón es que Aristóteles afirma que con la reforma de
Solón se dio el comienzo de la democracia (41, 2). Con Clístenes el demos también se vio
beneficiado al ver extendida su capacidad de injerencia en los asuntos públicos a través de
19 En este punto se observa cómo Aristóteles tenía una visión más favorable a la democracia que su maestro Platón, hasta el punto de que el primero observaba en ésta la posibilidad de generar una buena forma de gobierno, siempre y cuando sus vicios se vieran cancelados por la oligarquía.
29
la modificación de la organización espacial de la polis, con la intención de “…que
participase mayor número en el gobierno” (21, 2). Como lo plantea Arblaster (1991: 26) y
Finley (1980: 21) los números no eran la parte esencial de la cuestión, sino que éstos son un
accidente, ya que siempre los ricos son menos y los pobres son más: “Por esta razón […] la
diferencia real entre democracia y oligarquía es pobreza y riqueza. Siempre que los
hombres gobiernen en virtud de su riqueza, sean muchos o pocos, estaremos ante una
oligarquía; y cuando los pobres gobiernan estaremos ante una democracia” (Finley, 1980:
21).
Por consiguiente, no es difícil discernir porqué Aristóteles consideraba a la
república el mejor régimen, ya que al ser una mezcla entre oligarquía y democracia,
procuraba la existencia de un ‘equilibrio’ entre ricos y pobres, y así se podría evitar el
conflicto político20. Nuevamente acá, al igual que con Platón, aparece la dimensión del
conflicto contrapuesto al orden como algo que lleva a la ruina a los regímenes políticos, con
lo cual debe ser evitado.
Sin embargo, Aristóteles va a agregar otra condición normativa que distingue el
gobierno oligárquico del gobierno democrático. En otro extracto de La Política, Aristóteles
diferencia la democracia de la oligarquía en los siguientes términos: “Más bien, hay que
decir que existe democracia cuando los libres ejercen la soberanía, y oligarquía cuando la
ejercen los ricos.” (La Política, 1290b, 4). Este sería un segundo criterio para definir a la
democracia, no sólo como el gobierno de los pobres, sino como el gobierno de los libres.
Sin embargo, esto conlleva a una paradoja. Cuando Aristóteles, a través de extrapolar la
noción de la igualdad geométrica a lo social, compone su polis alrededor de tres clases,
cada una con un “título” particular: la virtud para los aristoï, la riqueza para los oligoï, y la
libertad para el demos, parece no darse cuenta que lo que otorga como título particular del
demos es algo compartido por el resto de las secciones de la polis (Rancière, 2007: 19-21).
La libertad aparece como algo que cualquier ciudadano puede alcanzar, expresado en la
definición aristotélica del ciudadano como la oportunidad de ser gobernado o de gobernar
20 El concepto de orden en Aristóteles está asociado a la búsqueda del punto medio o del equilibrio entre las cosas, para así evitar los excesos. En el caso de La Política, cuando propone a la ciudad-modelo como punto de comparación normativo entre las diversas formas de gobierno, lo hace pensando en aplicar la igualdad geométrica para asegurar así que nadie tome más de lo que le corresponde y que reciba lo que le corresponde. Sin embargo, como lo plantea Rancière (2007: 19-21) esta distribución encubre una distorsión básica, la cual hace que dentro de la suma de las partes siempre haya una que se queda fuera de la cuenta. Esto será profundizado en el capítulo III.
30
por turno. La libertad se define por lo tanto como la oportunidad de vivir como se quiere
(La Política, 1317b). Por consiguiente, al igual que con Platón, parece existir una relación
conflictiva entre la idea de democracia y el concepto mismo de libertad21.
Esto puede tener relación con las notas que caracterizan a cada régimen y cómo
impacta en la forma en cómo se podría utilizar la libertad. Si para Aristóteles la oligarquía
se define por el linaje, la riqueza y la educación; la democracia por su parte se caracteriza
por su contrario: falta de nobleza, la pobreza y el trabajo manual (La Política, 1317b). Por
lo tanto, si la democracia tiene estas condiciones, su ejercicio de la libertad se ve alterado
por la falta de virtud que poseen los pobres. De esta manera, cuando Aristóteles plantea que
en la democracia se contribuye a la libertad fundada en la igualdad (La Política, 1317b, 4),
cabe preguntarse cómo entendía el ejercicio de la libertad y de la igualdad. En otras
palabras, la libertad era condición de virtud si venía acompañada de otras virtudes que
evitaran su uso excesivo, condición que los pobres sin educación y sin virtudes de otro tipo
que no sea su condición de ser libres no poseían. Por tanto, los defectos de la democracia
no se derivan del carácter multitudinario, sino de su condición “indigente”22.
Otro problema que observaba Aristóteles en la democracia se extrae de su división
de las cuatro formas de democracia. La primera de ellas, es la que recibe su nombre
21 “El concepto mismo de “libertad” no se extendía más allá de los límites de la comunidad misma: la libertad reconocida a sus miembros no implicaba libertad legal (o civil) para todos los demás residentes dentro de la comunidad, ni libertad política para miembros de otras comunidades sobre las que se había conquistado el poder.” (Finley, 1980: 66). En ese sentido, el concepto de libertad se ha modificado sustancialmente. Por esta razón, Foucault advierte acerca del peligro de pensar a la “libertad” como un universal: “Es que no debe considerarse que la libertad sea un universal que presente, a través del tiempo, una consumación gradual o variaciones cuantitativas o amputaciones más o menos graves, ocultamientos más o menos importantes. No es un universal que se particularice con el tiempo y la geografía. La libertad no es una superficie en blanco que tenga aquí y allá y de tanto en tanto casillas negras más o menos numerosas. La libertad nunca es otra cosa – pero ya es mucho – que una relación actual entre gobernantes y gobernados, una relación en que la medida de la “demasiada poca” libertad existente es dada por la “aún más” libertad que se demanda. (Foucault, 2007: 83). 22 No es difícil observar en estos argumentos similitudes con los sostenidos por los defensores de las teorías elitistas de la democracia, por ejemplo, la definición de democracia que brinda Schumpeter (1971: 343): “Así, pues, la elección de los representantes se considera como el fin que se subordina al fin primario del sistema democrático, que consiste en invertir al electorado del poder de decidir controversias políticas. Supongamos que invertimos el orden de estos dos elementos y ponemos en segundo lugar la decisión de las controversias por el electorado, y, en primer lugar, la elección de los hombres que han de efectuar la decisión. Para expresarlo de otra manera ahora adoptamos el criterio de que el papel del pueblo es crear un gobierno o algún otro organismo intermediario, el cual crearía, a su vez, un ejecutivo nacional o gobierno. Entonces lo definiremos así: método democrático es aquel sistema institucional, para llegar a las decisiones políticas, en el que los individuos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha de competencia por el voto del pueblo.”. Esta definición se sustenta en el criterio de que Schumpeter (1971: 335) consideraba al ciudadano normal como uno que desciende al nivel inferior de prestación mental cuando ingresa en el campo de la política, argumentando y analizando de forma infantil y primitiva.
31
especialmente basándose en la igualdad. En este tipo de democracia, se llama igualdad a la
ley de que no sobresalgan más los pobres que los ricos, y que ninguno de estos dos grupos
ejerza soberanía sobre el otro, siendo así iguales. Para el autor, la libertad y la igualdad se
logran a través de que haya la mayor participación posible y por igual en el gobierno (La
Política, 1291b, 23).
Otra forma de democracia es aquella en que las magistraturas se conceden a partir
de los tributos, los cuales serían de escaso monto, y todo ciudadano que alcance esa renta
tiene la posibilidad de participar en el gobierno, mientras que los que no la alcancen no
podrán participar (La Política, 1291b, 24-1292a). Aunque Aristóteles reconoce que el
hecho de que de manera absoluta no sea posible la participación de todos en el gobierno
otorga rasgos oligárquicos a esta forma de democracia, considera que aún así sería
democracia ya que la posibilidad de tener tiempo libre se da cuando hay recursos al
alcance, con lo cual la participación de todos los miembros del cuerpo político no sería
posible de todas maneras (La Política, 1292b, 2-4).
La tercera forma de democracia mencionada por Aristóteles consiste en que todos
los ciudadanos pueden participar de las magistraturas, pero la ley es la que manda, ya que
no hay suficientes recursos para gozar de tiempo libre (La Política, 1292a, 25-26). Para el
autor, en estas tres primeras formas de democracia la soberanía reside en la ley. Sin
embargo, es en la cuarta forma de democracia que Aristóteles encuentra su tendencia hacia
la tiranía. Esta cuarta forma se caracteriza por que el pueblo es soberano y no la ley, es
decir, cuando el pueblo tiene la capacidad de ejercer la soberanía a través de decretos y no
de la ley. Esta situación se genera a través de la presencia de los demagogos23, que surgen
cuando las leyes no son soberanas: “El pueblo se convierte en monarca, uno solo
compuesto de muchos, ya que los muchos ejercen la soberanía, no individualmente sino en
conjunto.” (La Política, 1292a, 25-26).
Para el autor, esta situación se genera por la presencia de ciudades de mayor tamaño
y además, de una mayor abundancia de recursos, que tendrían por consecuencia que todos
puedan participar en el gobierno debido a que existe suficiente tiempo libre y recursos
23 “Las democracias se alteran sobre todo por la insolencia de los demagogos, pues unas veces, en el aspecto privado, denunciando falsamente a los que tienen riquezas, los incitan a aliarse (pues un miedo común une incluso a los mayores enemigos), y otras veces, en el aspecto público, arrastrando a la masa.” (La Política, 1304b, 5).
32
como para dotar de un salario a los ciudadanos participantes. En consecuencia, existiría un
descuido de los intereses privados y la multitud adquiere el carácter de tirano: “Y una
multitud de esta clase es la que sobre todo dispone de tiempo libre, pues el cuidado de sus
intereses privados no les estorba en absoluto, mientras que para los ricos es un obstáculo,
hasta el punto, muchas veces, de no tomar parte de la asamblea ni en la administración de la
justicia. Por eso la multitud de los pobres es el elemento soberano del régimen, y no de las
leyes.” (La Política, 1292b, 5).
En consecuencia, este tipo de democracia no es una república, ya que para
Aristóteles la condición necesaria para una república es que existan las leyes, leyes que a su
vez deben de tener alcance universal: “De modo que si la democracia es una de las
constituciones, es evidente que una organización tal en la que todo se rige por decretos,
tampoco es una democracia en el sentido propio, pues ningún decreto puede tener un
alcance universal.” (La Política, 1291a, 27-31).
Como se puede observar, el mayor recelo que tiene Aristóteles hacia la democracia
tiene que ver con su carácter popular. En otras palabras, lo que le parecía amenazador para
la estabilidad del orden político era que personas sin ningún título para gobernar
participaran en la toma de decisiones. Inclusive, esta reticencia a que el pueblo participe
políticamente se expresa en el juicio de valor que realiza el autor acerca de la mejor forma
de democracia. De las cuatro mencionadas, Aristóteles considera que la primera es la
mejor, ya que es la más antigua de todas y está compuesta por campesinos que viven de la
agricultura y la ganadería; con lo cual, sus múltiples ocupaciones laborales les impedirían
de todas formas asistir con frecuencia a las asambleas. De esta manera, los que asistirían a
las asambleas serían aquellos con suficiente tiempo libre y con capacidad para dedicarse a
la política (La Política, 1318b, 4, 2-3).
En síntesis, Aristóteles veía en la democracia una dificultad central: conciliar el
poder popular con un gobierno inteligente. Asimismo, al igual que Platón, encuentra difícil
conciliar el concepto de libertad y sus usos con un gobierno democrático. El orden se ubica
como lo más importante y el punto a defender cuando se trata de una comunidad política,
con lo cual, la democracia se asocia principalmente a regímenes anárquicos y
desordenados.
33
Por otro lado, si bien en términos de Finley (1980: 134) en Atenas nunca se
desarrolló una teoría articulada de la democracia, la discusión acerca de ésta como una
forma posible de gobierno también conllevó a una reflexión que todavía tiene alcances para
nuestro pensamiento contemporáneo, principalmente en términos del propósito que esta
forma de gobierno tenía en la antigüedad. Esta reflexión tiene que ver con la relación que
tiene el ser humano con su comunidad, ya que en términos aristotélicos el ser humano por
naturaleza está destinado a vivir no sólo en una ciudad-estado, sino también en un hogar y
en una comunidad (Finley, 1980: 39). Platón enfatizaba también en la necesidad de la
instrucción, de la formación, al desarrollo de las virtudes morales y del sentido de la
responsabilidad cívica, para dotar de una madura identificación con la comunidad, con sus
tradiciones y valores (Finley, 1980: 40).
34
LA RAZÓN MORAL Y EL AUGE DEL INDIVIDUALISMO
Esta relación entre el sujeto y la sociedad se va a ver trastocada profundamente en
los siglos XVI y XVII. Este cambio se expresa en el debate que introdujo la teoría
iusnaturalista y las teorías del contrato24. En términos conceptuales se produce un
desplazamiento en la forma en cómo se concibe la comunidad política, de una que
implicaba pensar al ser humano destinado o determinado a volverse uno con lo social, a una
noción de comunidad política que ya en el siglo XVII se definió como una suma de
individuos que decidieron formar parte de ésta a través de un acuerdo voluntario y racional.
Para efectos de esta investigación, se tomarán los aportes de Hobbes y Locke, en el marco
de cómo estos autores generaron avances que resultan importantes para comprender la
evolución del concepto de democracia hasta alcanzar la forma preponderante en nuestros
días: la democracia liberal -procedimental.
La emergencia de estas teorías está estrechamente vinculada con ciertos eventos
históricos que marcaron el inicio del período Absolutista clásico, los cuales tuvieron por
consecuencia transformaciones en la racionalidad política. De acuerdo con Koselleck
(1988: 15) dos eventos históricos marcaron del inicio y el final este periodo. Para el autor,
su punto de partida fueron las guerras civiles religiosas que se desencadenaron en Europa
durante el siglo XVII, donde el Estado moderno sólo pudo encontrar su forma y
delimitación completa cuando logró superarlas. Una segunda guerra civil un siglo después,
la Revolución francesa, marcó el fin del Estado absolutista de forma abrupta. Sin embargo,
las huellas del movimiento burgués se pueden rastrear desde el período absolutista, en el
cual se presagiaba esta revolución burguesa (Koselleck, 1988: 15). Para el autor, aunque el
conflicto religioso que dio inició al Absolutismo tuvo diferentes soluciones locales y se
desarrolló en fases cronológicamente distintas, tuvo como resultado que se consolidara el
Estado moderno. Bajo estos términos, la Ilustración devino primero como la consecuencia
24 Al igual que con la revisión de la teoría clásica de la democracia, es necesario considerar que existen numerosos análisis de las teorías del contrato y los modelos iusnaturalistas, con lo cual la intención de revisar a los autores más relevantes de la época es seguir trazando una ruta crítica del concepto de democracia, no realizar un análisis de autor o de cada texto mencionado. Por otro lado, si bien Hobbes ni Locke fueron autores que reflexionaron a profundidad acerca del concepto de democracia, sus avances referentes a la importancia de la razón moral y la ley para justificar un orden político tienen alcances dentro del posterior desarrollo del liberalismo político y por ende, en la concepción contemporánea de la democracia.
35
interna del Estado Absolutista para luego convertirse en su contraparte dialéctica y
antagonista, que llevó a su posterior caída: “The political structure of the Absolutist State,
initially an answer to religious strife, was no longer understood as such by the
Enlightenment that followed.25” (Koselleck, 1988: 16).
Foucault (1978: 187-188) por su parte, interpreta la coyuntura iniciada en el siglo
XVI y que dura hasta el siglo XVII como la época cuando florece toda una serie de tratados
que ya no se ofrecen exactamente como “Consejos al príncipe” ni como “Ciencia
política”26, sino que comienzan a aparecer textos que se presentan a sí mismos como “artes
de gobernar”: “El problema del gobierno estalla en el siglo XVI, simultáneamente, a
propósito de situaciones diferentes y heterogéneas y bajo aspectos muy diversos.”
(Foucault, 1978: 187-188).
Foucault (1978: 188) observa que la emergencia de las preguntas acerca de cómo
gobernarse, cómo ser gobernado, cómo gobernar a los demás, por quién se debe aceptar ser
gobernado y qué hacer para ser el mejor gobernante posible responden al cruce de dos
grandes procesos. El primero de ellos, corresponde al proceso de disolución de las
estructuras feudales, que va instalando poco a poco a los grandes Estados territoriales,
administrativos y coloniales; mientras que el segundo de ellos, que no carece de
determinantes recíprocas con el primero, los movimientos de la Reforma y la
Contrarreforma que vuelven a poner en cuestión la manera con la que se quiere ser dirigido
espiritualmente para alcanzar la propia salvación: “Movimiento, por un lado, de
concentración estatal; movimiento, por otro, de dispersión y de disidencia religiosas: es ahí,
creo, en el cruce entre esos dos movimientos, donde se plantea, con esa particular
intensidad del siglo XVI, el problema de “cómo ser gobernado, por quién, hasta qué punto,
con qué fines, con qué métodos”. Es una problemática del gobierno en general.” (Foucault,
1978: 188).
Por tanto, la aparición del Estado absolutista se produjo como consecuencia de una
desintegración del orden tradicional producto de la división de la unidad eclesiástica y de la
25 “La estructura política del Estado Absolutista, inicialmente una respuesta para la lucha religiosa, no fue entendida como tal por la Ilustración que lo siguió”. (Traducción libre). 26 El autor se refiere a textos como “El príncipe” de Maquiavelo: “Nunca han faltado, ni en la Edad Media, ni en la Antigüedad grecorromana, esos tratados que se presentaban como “Consejos al príncipe” relativos a la manera de conducirse, de ejercer el poder, de hacerse aceptar y respetar por sus súbditos; consejos para amar a Dios, obedecer a Dios, hacer aceptable en la ciudad de los hombres la ley de Dios…” (Foucault, 1978: 187).
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caída de las estructuras feudales, lo cual generó un orden social completamente trastornado.
Por lo tanto, desde la segunda mitad del siglo XVI en adelante, surgió con virulencia un
problema central que sobrepasó los recursos de afrontamiento del orden tradicional, y como
respuesta, surgió la necesidad de encontrar una solución que pudiera evitar, resolver o
contener el conflicto (Koselleck, 1988: 17). La razón de Estado es la racionalización de una
práctica que va a situarse entre un Estado presentado como dato y un Estado presentado
como algo que hay que construir, es la transformación del deber ser en el ser. El principal
objetivo de la razón de Estado es llegar a convertir al Estado en algo sólido y permanente,
próspero y con posibilidades de defensa frente a lo que amenace destruirlo (Foucault,
2007/1978-1979: 19).
Por lo tanto, ante la pregunta de cómo encontrar la paz, la respuesta histórica que
surgió fue el Estado Absolutista, bajo el cual la responsabilidad del poder y manejo de los
asuntos públicos recaía completamente en la figura del príncipe o parlamento, con su
principal exponente teórico, Thomas Hobbes. El príncipe tenía que medir sus acciones en
términos del efecto que pudiera tener en todos los demás. Esta compulsión por actuar
provocó la necesidad de aumentar la previsión del futuro a través de un cálculo racional que
contemplara todas las posibles consecuencias, convirtiéndose este en el principal mandato
político. Con el objetivo de poseer mayor control sobre sus acciones y futuras
consecuencias (ya que una vez tomada una decisión esta no se podía alterar), el príncipe
tuvo que expandir su poder, lo cual sumaba otros peligros, ya que abría portillos a la
posibilidad de generar un abuso o falla en el uso del poder (Koselleck, 1988: 20).
Por ende, el Estado monárquico, que se sustentaba a través del poder militar y de la
burocracia, creó un campo de acción supra-religioso y racionalista, el cual estaba definido
por las políticas del Estado (Koselleck, 1988: 16). De esta manera, socialmente las
monarquías se mantuvieron ligadas a la organización feudal tradicional, procurando
mantener y preservar esta forma de estratificación social. Políticamente los monarcas se
esforzaron por eliminar o neutralizar cualquier tipo de institución que tuviera una base
independiente. El Estado también tenía injerencia en el campo económico, siendo el
mercantilismo un sistema planificado y orientado desde el Estado. Finalmente, la religión y
las prácticas eclesiásticas eran tratadas con base en la utilidad del Estado, sea dentro del
marco de una Iglesia establecida o bajo un régimen de tolerancia. Esta forma de
37
administración estatal encontró su expresión teórica en la doctrina de la razón de Estado
(raison d’état) (Koselleck, 1988: 16).
Este tipo de racionalidad del poder del Estado es definida por Foucault (1990: 121)
como una racionalidad reflexiva y perfectamente consciente de su singularidad. La doctrina
de razón de Estado intentaba definir de qué manera, los principios y métodos del gobierno
eran distintos de los aplicados en la esfera divina, en la esfera familiar o en la esfera de un
superior frente a su comunidad. En otras palabras, el Estado no era ni una casa, ni una
iglesia ni un imperio. Es una realidad específica y discontinua que no podía asimilarse o
fundirse con algo semejante a una estructura imperial que representara de alguna manera,
una teofanía de Dios en el mundo (Foucault, 2007/1978-1979: 20).
Esta doctrina no sólo se expresó en las formas monárquicas de gobierno, también
ganó apoyo en países con una constitución parlamentaria, ya que cada poder en esos días
buscaba equiparse a sí mismo con la autoridad suficiente y de una naturaleza vinculante que
requería diferenciarse de los lazos de la religión o la lealtad feudal (Koselleck, 1988: 21):
“La razón de Estado se considera como un “arte”, esto es, una técnica en conformidad con
ciertas reglas. Estas reglas no pertenecen, simplemente, a las costumbres o a las tradiciones,
sino también al conocimiento: al conocimiento racional. Hoy en día, la expresión razón de
Estado evoca “arbitrariedad” o “violencia”. Pero en aquella época, se entendía por ello una
racionalidad propia del arte de gobernar los Estados.” (Foucault, 1978: 123).
La racionalidad que rodeaba el concepto de la razón de Estado tenía un sentido
positivo y pleno, ya que se pensaba que el Estado se podía gobernar de acuerdo a leyes que
le eran propias, que no se deducían de las leyes naturales o divinas, sino de los preceptos de
sabiduría y prudencia. El Estado tenía su propia racionalidad, como la naturaleza, pero de
un tipo diferente (Foucault, 1978: 204).
En este sentido, la teoría de Hobbes proporcionó un marco que legitimaba el uso del
poder en estos términos. Frente a la emergencia del conflicto y la presencia de la guerra
civil, Hobbes propuso una teoría que tenía por objetivo generar un poder absoluto que
pudiera sostener la paz y así, evitar el derramamiento de sangre27. Al igual que sus antiguos
27 “In the midst of revolutionary turmoil Hobbes continued to search for a fundament on which to build a State that would assure peace and security.” (Koselleck, 1980: 23). “En medio del desorden revolucionario Hobbes continuó buscando un fundamento bajo el cual construir un Estado que asegurara paz y seguridad.” (Traducción libre).
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predecesores, Hobbes observaba en la libertad y en el conflicto la amenaza a cualquier
orden político, y consideraba que solamente la figura de un soberano omnipotente podía
contenerlos.
Esta posición estaba basada en una teoría antropológica individualista del ser
humano, una que observaba cualquier lazo social, político y religioso como problemática
(Koselleck, 1988: 24). Hobbes creía que la inclinación general de la humanidad entera era
un incesante y perpetuo afán de poder que cesa solamente con la muerte (1651/2011: 79);
definiendo el poder como los medios presentes que le pertenecen a cada hombre para
alcanzar algún bien manifiesto futuro (Hobbes, 1651/2011: 69). Este deseo de poder se
expresa a través de la pugna por riquezas, placeres, honores u otras formas de poder
(1651/2011: 80). Por lo tanto, el poder para Hobbes es un medio para la consecución de
fines. Hobbes partía del supuesto de que la naturaleza ha hecho a los hombres iguales en
sus facultades mentales y corporales, con lo cual, de esta igualdad en la capacidad se sigue
una igualdad en la esperanza en la consecución de nuestros fines28. Es sobre la base de este
concepto de igualdad, que se origina la causa que Hobbes identifica como la culpable de
que dos o más hombres deseen la misma cosa. Esta igualdad a su vez permea la forma en
cómo Hobbes concibe la libertad, siendo ésta “…la ausencia de impedimentos externos,
impedimentos que con frecuencia reducen parte del poder que un hombre de hacer lo que
quiere; pero no pueden impedirle que use el poder que le resta, de acuerdo con lo que su
juicio y razón le dicten. (1651/2011: 106). Por lo tanto, la posibilidad de la disputa radica
en esta igualdad natural de capacidades que instala una base común de poder, y en la
libertad de hacer lo que cada uno quiere, con lo cual para controlar la disputa se requiere de
un artificio que instale mecanismos externos que inhiban el uso del poder y de la libertad
(Hobbes, 1651/2011: 100-101).
Dentro de la lógica hobbesiana, en el plano de la igualdad natural de capacidades la
opción más lógica para evitar ser dañado por otros sería la anticipación: anticipar cualquier
posibilidad de amenaza que los otros puedan ejercer a través de la fuerza o la astucia a
través de su dominación. Este movimiento de dominación se extiende a la mayor cantidad
de hombres posible, para así evitar la posibilidad de que cualquier otro le pueda hacer daño
(Hobbes, 1651/2011: 101).
28 “La desigualdad que ahora existe ha sido introducida por las leyes civiles.” (Hobbes, 1651/2011: 126).
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Este genera la situación que Hobbes denominó de guerra de todos contra todos, ya
que al estar ausente un poder que los atemorice a todos, la lucha por el poder tiene por
consecuencia que los hombres estén dispuestos a luchar permanentemente. Esta precisión
que realiza Hobbes es importante, ya que él considera que la guerra no consiste solamente
en la batalla o en el acto de luchar, sino en la disposición o en la voluntad de entablar la
lucha (Hobbes, 1651/2011: 102): “La condición del hombre […] es una condición de guerra
de todos contra todos, en la cual cada uno está gobernado por su propia razón, no existiendo
nada, de lo que pueda hacer uso, que no le sirva de instrumento para proteger su vida contra
sus enemigos.” (Hobbes, 1651/2011: 106-107).
A pesar de esta visión de mundo aparentemente dominada por las pasiones, Hobbes
encuentra en la razón la posibilidad de superar este estado de guerra de todos contra todos.
Hobbes (1651/2011: 33) entendía a la razón como el cómputo, en términos de suma y resta,
de las consecuencias de las acciones que atañen a los hombres mismos (caracterización) o
con respecto a otros hombres (significación). La razón se inscribe dentro de una lógica que
le permite al hombre preveer cuáles serán las consecuencias de sus acciones mediante
procedimientos aritméticos. Por lo tanto, el alcance de la razón es tal que ésta tiene la
capacidad de sugerir normas adecuadas de paz, a las cuales los hombres pueden llegar por
mutuo consenso (Hobbes, 1651/2011: 105).
En otras palabras, la razón encauza y permite la realización de las pasiones. El
precepto o regla general de la razón, que actúa como la ley fundamental de la naturaleza, es
que cada hombre debe esforzarse por la paz mientras tiene la esperanza de lograrla, y
cuando no puede obtenerla, debe buscar todas las ventajas y ayudas de la guerra (Hobbes,
1651/2011: 107). Para lograr la paz, se requiere que los hombres se despojen de su derecho
de impedir a otro el beneficio del propio derecho (Hobbes, 1651/2011: 107), en otras
palabras, implica que se traslada la capacidad de auto-defensa, dominio y libertad a un
tercero (Leviatán) que garantizaría la seguridad de los hombres.
Esta renuncia se realiza a través de una declaración o expresión, mediante signo
voluntario y suficiente (Hobbes, 1651/2011: 108), con lo cual la decisión es individual y no
colectiva. En ese sentido, se puede apreciar como Hobbes elimina la autoridad de
Aristóteles al contraponer la hipótesis del hombre social naturaliter a la hipótesis del homo
homini lupus (Bobbio, 1985: 94). Por consiguiente, al desplazar la idea de un ser humano
40
destinado a volverse uno con lo social, Hobbes apela a la naturaleza agresiva del ser
humano y a una primacía del individualismo. Por tanto, si bien en la obra de Platón y
Aristóteles se puede observar que está presente en todo momento la idea de generar
acuerdos entre las partes para la creación y sostenimiento de una comunidad política con
instituciones que la respalden, éstos se basan en la idea de la primacía de la comunidad
sobre el individuo, con lo cual las relaciones que se establecen entre ellos se piensan a
través de un modelo organicista, donde el todo depende del correcto funcionamiento de las
partes que son dependientes entre sí; en palabras de Foucault (1990: 113): “Si un griego
tenía que obedecer, lo hacía porque era la ley o la voluntad de la ciudad.”. Mientras que en
el modelo hobbesiano, al desplazarse la mirada de la comunidad al individuo, se encuentra
una ruptura de la lógica organicista y se pasa a una mirada de la sociedad donde las partes
deben consensuar racionalmente para asegurar su convivencia comunitaria, en tanto esta
relación no deviene natural, ya que el todo no es más que la suma de las partes: “De todas
las diferencias existentes entre los dos modelos, la más relevante para una interpretación
histórica – y, con todas las reservas necesarias, ideológica – de uno y otro, es la referente a
la relación individuo – sociedad. En el modelo aristotélico en el principio está la sociedad
(la sociedad familiar como núcleo de todas las formas sociales sucesivas); en el modelo
hobbesiano en el principio está el individuo.” (Bobbio, 1985: 101). Se pasa de pensar a la
comunidad como algo que deviene naturalmente a algo que es artificial en su construcción,
y que por ende, requiere de mecanismos que garanticen su supervivencia y que sean
legítimos, con lo cual, se instaura como el principio de legitimación de la sociedad política
al consentimiento (Bobbio, 1985: 97).
El consentimiento es producto de la razón, ya que frente al amor natural a la libertad
y al dominio sobre los demás, los hombres racionalmente prefieren introducir esta
restricción sobre sí mismos con el objetivo de garantizar su propia conservación y el logro
de una vida más armónica; frente a la otra opción que sería mantenerse en el estado de
guerra producto de las pasiones naturales de los hombres (Hobbes, 1651/2011: 137). Bajo
este mismo precepto de razón, Hobbes (1651/2011: 137-138) encuentra como condición de
necesidad un poder lo suficientemente grande que pueda brindar esta garantía de seguridad:
“Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y
la misma persona, instituída por pacto de cada hombre con los demás, […] Hecho esto, la
41
multitud así unida en una persona se denomina ESTADO, en latín, CIVITAS. Esta es la
generación de aquel gran LEVIATÁN, o más bien (hablando con más reverencia), de aquel
dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa.”29
(Hobbes, 1651/2011: 141).
En síntesis, Hobbes modifica la relación de la razón con el ser humano y su entorno.
Si bien existe una cierta primacía de la razón en Platón y Aristóteles, en estos la razón iba
dirigida hacia el mantenimiento de una comunidad política pensada como un todo orgánico.
En el caso de Hobbes, la razón pasa al servicio del individuo, en términos de su propio
beneficio y utilidad. La sociedad se concibe como la suma de estos beneficios individuales,
los cuales son buscados por la razón y debido a ello, otorga un carácter voluntario a la
constitución de la sociedad.
Este lugar privilegiado que tiene la razón en Hobbes es lo que le permite a
Koselleck afirmar que este autor le otorgó la categoría de principio moral. El
individualismo de Hobbes es la premisa para un Estado ordenado y al mismo tiempo, la
premisa para un desarrollo sin inhibiciones del individuo (Koselleck, 1988: 24). Desde el
principio los individuos son descritos como sujetos al soberano, lo cual tiene por
consecuencia que solamente a través del Estado se puedan desarrollar como individuos. El
Estado puede reconocer su obligación sólo si todos los hombres individualmente ceden sus
derechos al soberano que los representa colectivamente, sin embargo, no es hasta que esta
obligación o sumisión esté garantizada por el Estado que la moralidad de la razón se
convierte en fuerza de ley (Koselleck, 1988: 31-32). De esta manera, se instala una relación
entre la razón y la aparición del Estado: “The subjective wish for peace is, on its own,
insufficient; to become ‘moral’, it requires the sanction of the State. Reason beckons the
State, but not until the State exists can that reason be as political as it is moral.”30
(Koselleck, 1988: 31-32). Un orden estatal puede existir solamente si la pluralidad de partes
e individuos se reconoce/identifica a sí mismo con una moralidad que acepta la soberanía
absoluta de un gobernante como una necesidad moral. Esta es la moralidad de la razón.
Frente a las doctrinas tradicionales de la moral, él opone aquella cuyo tema es la razón
29 Mayúsculas en el original. 30 “El deseo subjetivo de paz, es por sí mismo, insuficiente, para volverse ‘moral’ requiere la sanción del Estado. La razón convoca al Estado, pero no es hasta que el Estado existe que la razón puede ser tan política como lo es moral.” (Traducción libre).
42
política, por lo tanto las leyes de esta moralidad están cumplidas en el establecimiento del
Estado (Koselleck, 1988: 31).
Sin embargo, este Estado no es inmune ni está protegido completamente por la
razón. El Leviatán, al ser un dios mortal se encuentra expuesto a las amenazas producidas
por las mismas acciones de los hombres que lo pueden llevar de vuelta a un estado de
guerra civil (Koselleck, 1988: 32). Para prevenir esto, el Estado debe ser explicado de
acuerdo con las mismas reglas racionales que condicionaron su origen, ya que el Estado
construido racionalmente no es un ‘estado de razón’ como el que se buscará en el siglo
siguiente, sino que es un Estado dirigido a personas que actúan en contra de la razón tan
frecuentemente como la razón habla en contra de ellas (Koselleck, 1988: 32). Por lo tanto,
el Estado debe proporcionarse la protección necesaria desde sí mismo, a través de la
obligación a la obediencia como el mandato moral decisivo. De esta manera, lo que hace
Estado al Estado no es sólo el poder absoluto del príncipe, sino la interrelación entre
protección y obediencia (Koselleck, 1988: 33).
Dentro de la lógica hobbesiana la razón bastaba para justificar esta obediencia hacia
el soberano. La razón crea una zona neutral del Estado dentro de la cual la única ley es la
voluntad del príncipe. Sin embargo, la razón no cuestiona la voluntad del príncipe, ya que
en aras de mantener la estabilidad del orden político la obligación de obediencia no permite
que se realice una evaluación de las razones de su voluntad. En este tipo de Estado, sólo la
formalidad de las leyes es racional, su contenido no tiene por qué serlo, por lo tanto, la
obediencia racional a las leyes es racional aunque estas sean injustas o contradictorias
(Koselleck, 1988: 33).
Para que el sistema hobbesiano sea lógicamente concluyente, la razón tiene que
hacer coincidir moralidad y política. La ruta crítica del razonamiento hobbesiano deviene
transparente: la razón invita a los hombres a someterse al soberano, el soberano le pone fin
a la guerra civil, por lo tanto él está cumpliendo con su mandato soberano. De esta manera,
la calificación moral del soberano consiste en su función política: lograr y mantener el
orden (Koselleck, 1988: 33). De esta manera, el Estado hobbesiano se basa en una lógica
del intercambio, ya que si se parte del supuesto de que las relaciones sociales, políticas y
religiosas son peligrosas para el individuo, la única razón por la cual, individuos racionales
43
renuncien a su libertad y poder es porque racionalmente creen que el intercambio con el
Estado les otorga más beneficios que pérdidas.
Para Hobbes, la guerra civil religiosa solo se podía acabar a través de la vía de la
razón, expresando aquí lo que Koselleck (1988: 33-34) denominó la coyuntura situacional
entre la filosofía racionalista y el Absolutismo. Esta racionalidad política surge como
consecuencia del desorden que trajo la guerra religiosa y la caída de las estructuras
feudales, y permanece hasta fundar el Estado. La razón se posiciona como lo que permite la
sobrevivencia de la humanidad a través de la obediencia, sin ella, la humanidad estaría
destinada a su auto-destrucción. Este énfasis en la razón ocasiona que Hobbes no logre
observar los alcances de la razón, aquello que puede hacer que se emancipe a sí misma,
proceso que se develará durante la Ilustración (Koselleck, 1988: 33-34)31.
Esta forma de conceptualizar a la razón y al orden como lo contrapuesto a la guerra
civil, tiene por consecuencia que se produzca otro movimiento conceptual, necesario para
que Hobbes pueda mantener su argumentación. La razón, preocupada principalmente por
acabar o evitar un estado de guerra civil, al hacer coincidir la moral y la política no tenía
por qué preocuparse por la diferencia entre estas esferas (Koselleck, 1988: 38). Es por esta
razón, que para Koselleck (1988: 36) la división o fractura entre la moral y la política se
evidenciaba en dos lugares. Por un lado, el soberano podría estar fuera de la ley, tiene la
potestad de decidir la ley y cómo aplicarla, sin ser él afectado por la misma32; y por otro
lado, estaba el individuo que se desdoblaba en dos lugares, por un lado en el ámbito privado
es un ser humano, mientras que en el ámbito público, donde priva la obligación a la
obediencia, es un ciudadano33: esta fractura era necesaria para sostener este tipo de
31 “For Hobbes, man’s rationally derived destiny of rational self-emancipation could not be his historical destiny simply because Hobbes had experienced history as the history of civil wars. In his mind, calling for the State was not progress but simply the need to put and end to civil wars. Not until the State had suppressed and neutralised religious conflict could progressive reason unfold in the newly vacated space.” (Koselleck, 1980: 34). “Para Hobbes, la racionalidad del hombre que deriva en un destino racional de auto-emancipación no podría ser su el destino histórico simplemente porque Hobbes había experimentado la historia como la historia de las guerras civiles. En su mente, el llamado al Estado no fue progreso sino simplemente la necesidad de poner un fin a las guerras civiles. No fue hasta que el Estado pudo suprimir y neutralizar el conflicto religioso que fue posible que la razón progresiva llenara ese espacio vacío.” (Traducción libre). 32 “The prince is above the law and at the same time its source; he decides what is right and what is wrong; he is both law-maker and judge.” (Koselleck, 1980: 31). “El príncipe está por encima de la ley y al mismo tiempo es su fuente; él decide qué es correcto y qué es incorrecto; es a la vez legislador y juez.” (Traducción libre). 33 “However, even this space was available only at the price of man’s dichotomy, a price that was legal because of Hobbes’s conscious acceptance. In his private world man was free; there alone was he human. As
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racionalidad política, ya que lo único que importaba era el sostenimiento del intercambio de
obediencia por seguridad.
El hombre hobbesiano era un ser fracturado, dividido entre estas dos mitades. Sus
acciones están sujetas a la ley mientras que su mente permanece libre, en ‘secreto’
(Koselleck, 1988: 37). Esta condición es importante en tanto posteriormente permitió la
emergencia de una crítica desde lo privado hacia lo público, desde los ciudadanos hacia el
Estado que les impedía avanzar. Como se verá posteriormente, estas condiciones generaron
un nuevo cambio o desplazamiento en la racionalidad política. Este desplazamiento se
puede observar en la obra de Locke, ya que esta lógica de obediencia a cambio de
protección perderá su sustento material y se convertirá en objeto de crítica. Sin embargo,
conviene preguntarse si la lógica de intercambio racional que Hobbes supuso entre
obediencia y seguridad fue eliminada o se desplazó hacia otro tipo de beneficios con otro
tipo de obediencia, no una obediencia absoluta y acrítica, sino una obediencia relativizada
de acuerdo a la posición que el individuo percibe que juega en la sociedad.
Como se puede observar, el énfasis que pone Hobbes en la razón y como de ésta se
deriva el Estado y su forma de funcionamiento, hace que el Estado absolutista contenga ya
de antemano el núcleo de la noción burguesa del gobierno de las leyes (Koselleck, 1988:
22). La razón y su expresión en la obediencia al soberano, tiene por extensión que la
obediencia a las leyes sea visto como un proceso racional, y que aquellos que transgredan
este orden se consideren seres irracionales y por ende, están fuera de la comunidad
política34. Este énfasis en el carácter racional de las leyes y su obediencia, todavía se
encuentra presente en las democracias contemporáneas, principalmente aquellas de corte
liberal-procedimental, donde las reglas de juego adquieren un carácter fundamental e
inamovible.
a citizen he was the subject of his sovereign; only as a subject was he a citizen.” (Koselleck, 1980: 38). “Sin embargo, incluso este espacio estaba disponible sólo al precio de una dicotomía en el hombre, un precio que era legal porque Hobbes lo aceptaba conscientemente. En su mundo privado el hombre era libre; ahí sólo era un humano. Como ciudadano él era sujeto de su soberano; sólo como sujeto era un ciudadano.” (Traducción libre). 34 “Peace is guaranteed only if political morality, the quality that makes men cede their rights to the sovereign representing them, is transformed in the act of state-founding into a duty to obey.” (Koselleck, 1980: 32). “La paz está garantizada solo si la moralidad política, la cualidad que hace que los hombres cedan sus derechos al soberano que los representa, es transformada en el acto de fundación del Estado en un deber de obediencia.” (Traducción libre).
45
Con base en lo anterior, es que Hobbes no se interesa particularmente en el estudio
de las formas de gobierno o de Estado como lo realizaran otros filósofos políticos.
Simplemente, para el autor “[…] la prosperidad de un pueblo regido por una asamblea
aristocrática o democrática, no deriva de la aristocracia o de la democracia, sino de la
obediencia y concordia de los súbditos; ni el pueblo prospera en una monarquía porque un
hombre tenga el derecho de regirla, sino porque los demás le obedecen.” (Hobbes,
1651/2011: 278). Por lo tanto, la obediencia se superpone a la forma de organización del
gobierno o del Estado. Mientras los ciudadanos se comporten en la vida pública de acuerdo
a la razón, instalada como principio moral, la forma en cómo se organice la
institucionalidad no cambia el resultado. Ahora bien, esto no significa que no realizara
ciertas precisiones acerca de la democracia. Hobbes establece la diferencia entre un pacto
originario de la forma democrática de gobierno y de las otras formas (aristocráticas y
monárquicas) (Bobbio, 1985: 120 – 121). Para Hobbes el pactum unionis encierra lo que
para Pufendorf eran dos pactos separados35, ya que para Hobbes la renuncia, a favor de un
tercero, al derecho de autogobernarse del estado de naturaleza implica a su vez un pacto de
sociedad y un pacto de sumisión, con tal de que los demás realicen lo mismo; sin embargo,
esto adquiere características diferenciadas de acuerdo a la forma de gobierno que se escoja
en ese mismo pacto.
Si seguimos la lectura de Bobbio sobre la obra de Hobbes, se puede apreciar que en
este último aparece una forma de pensar a la democracia como algo que es diferente en su
constitución de las otras formas de gobierno. Bobbio (1985: 120 – 121) retoma un pasaje
del De Cive (1642) donde Hobbes afirma: “Un Estado democrático no se constituye en
virtud de pactos celebrados entre individuos particulares, por un lado, y el pueblo, del otro,
sino en virtud de pactos recíprocos de cada uno con todos los demás”. A esto se le suma la
idea de que el origen del Estado aristocrático y del monárquico se encuentra en la
democracia, ya que en estos sería el pueblo quien renuncia a ese pacto recíproco y se
compromete a un pacto de sumisión o un pacto social más complejo, que estaría marcado
por una donación del pueblo de su cuota de poder a los aristócratas o al monarca. Por
consiguiente, se puede observar en Hobbes como la democracia tiene un estatus particular
35 De acuerdo a Bobbio (1985: 120), Pufendorf establecía la necesidad de dos pactos para el establecimiento de un contrato social: un pacto de asociación y un pacto que definiera la forma de gobierno.
46
frente a las otras formas de gobierno, ya que se ubica como la base sobre la cual se puede
derivar las demás. Esta diferencia se hace relevante para el propósito de esta investigación,
en tanto Hobbes introduce una ruptura en la forma en cómo se puede pensar a la
democracia, originando un debate que traza sus líneas argumentativas hasta los desarrollos
teóricos contemporáneos, como por ejemplo, la primacía que Rancière le otorga a la
democracia como “… la institución misma de la política, la institución de su sujeto y de su
forma de relación” (Rancière, 2006b:65), tema que será abordado en los capítulos
siguientes.
En síntesis, para los objetivos de la investigación, interesa recuperar de Hobbes tres
ideas principales relacionadas con la racionalidad política emanada de su propuesta de
Estado. La primera de ellas, tiene que ver con el desplazamiento de la idea del ser humano
como dependiente de una sociedad orgánica, a la idea de un ser humano que es
independiente de la misma, a la cual se asocia voluntariamente con miras a obtener
beneficios en términos de protección. En segundo lugar, se puede observar cómo la razón
adquiere el lugar de principio moral; y se expresa en el modelo hobbesiano a través del
mandato de obediencia política. La adhesión a una forma determinada de organización
política dependerá del tipo de intercambio que el individuo esté dispuesto a realizar con la
sociedad y de los beneficios que reciba. Esta forma de pensar la obligación política como
derivado de la razón permeará la forma en cómo se concibe la relación entre los sujetos y la
forma de gobierno a la cual pertenecen. Finalmente, se puede observar cómo, al igual que
para los griegos antiguos, la libertad aparece como un riesgo para el mantenimiento del
orden político, frente a la cual se antepone el soberano como mecanismo de coacción
absoluto. Sin embargo, esto introduce una nueva interrogante, ya que cómo se planteó
anteriormente, el concepto de libertad no es universal, sino que depende de la relación que
se ha establecido entre gobernantes y gobernados, por lo que cabe preguntarse si el riesgo
que percibían los griegos antiguos y Hobbes no tiene que ver con la incapacidad de prever
la totalidad de las acciones de los seres humanos cuando conviven entre sí, condición que
se intensifica en un modelo democrático.
Sin embargo, la racionalidad política que le otorga ese lugar privilegiado al
soberano comenzará a ser cuestionada. Uno de los exponentes de este movimiento teórico-
conceptual fue Locke, el cual trabajó al igual que Hobbes sobre el impasse que se generaba
47
entre la presencia de tradiciones del periodo anterior, y por otro lado sobre las innovaciones
que el siglo XVII había generado como solución a los problemas de la guerra civil
religiosa. Esta coyuntura particular, y la forma en cómo Locke intentó solucionar los
problemas propios de su época, tuvo por consecuencia que se convirtiera en un autor
fundamental para el posterior pensamiento ilustrado. De acuerdo a Tully (1993: 10) si bien
Locke concordaba con Hobbes en la idea y la necesidad de un poder soberano, éste no
estaba de acuerdo con que este soberano fuera absoluto, desplazando la idea de obediencia
absoluta a un solo soberano a una que combinara el poder monárquico con un parlamento,
con soberanía popular y el derecho colectivo e individual a la resistencia: “El hombre o
asamblea a quien la sociedad civil confiaba luego el poder legislativo y ejecutivo no era,
naturalmente, soberano; pero si se confiaba este poder a una asamblea electiva, y no a un
monarca o a una asamblea que se perpetuara a sí misma, Locke le concedía el ejercicio de
un poder virtualmente soberano.” (Macpherson, 2005: 96).
Para Tully (1993: 10-11) la pregunta que Locke pretendía contestar no giraba
alrededor de la naturaleza del Estado como una forma de poder por encima de gobernantes
y gobernados, sino que la pregunta se movía alrededor de la noción de “gobierno”, en el
sentido de cómo se configuran las relaciones inestables de poder y sujeción entre los
gobernantes y los gobernados. De acuerdo a la lectura de Tully (1993: 11), Locke interpreta
el problema del gobierno como un problema acerca del poder político. Sin embargo, no es
una pregunta acerca de qué es el poder político, sino que la controversia es acerca del
origen, la extensión y los límites de estas formas de poder36, y cómo éstas difieren de otras
formas de gobierno: poder doméstico, poder despótico, poder económico y poder militar.
Esta reflexión se inserta dentro de un clima de época, en el cual, tal como se expuso
anteriormente con Hobbes, la pregunta teórica que organizaba el debate durante el siglo
XVII circuló alrededor del concepto de soberanía, es decir, tenía que ver con quién debe
tener el poder político (Tully, 1993: 11). Locke encontraba este problema central para el
futuro de Europa, ya que consideraba que al menos de que se resolvieran dos preguntas,
una histórico-causal de cuáles arreglos de poder político se disuelven en guerras civiles y
cuáles no; y la pregunta moral-jurisprudencial acerca de quién tiene y quién no tiene el
36 De acuerdo a Locke, el gobierno está compuesto por tres relaciones de poder: el federativo (relaciones internacionales), ejecutivo y el legislativo (que incluye el judicial). (Tully, 1993: 11).
48
‘derecho’ del poder político, Europa permanecería en un desorden interminable. Los Dos
tratados actuaron como una respuesta a estas interrogantes, brindando la solución más
radical para la época: cada individuo tiene y debe tener poder político (Tully, 1993: 12,
Macpherson, 2005: 95-96).
Locke (1690/2008: 35) definía al poder político como el derecho de dictar leyes
bajo pena de muerte, así como de dictar también otras leyes con penas menos graves, con el
objetivo de regular y preservar la propiedad37. De esta manera, el poder político utiliza la
fuerza de la comunidad en la ejecución de dichas leyes y en la defensa del Estado frente a
amenazas extranjeras, con la única intención de lograr el bien público: “The public good is
the preservation of society and, as far as this is compatible with the preservation of the
whole, the preservation of each member”38 (Tully, 1993: 23). Para llegar a esta definición
condensada de lo que significa el poder político, Locke tuvo que desarrollar un argumento
que le permitiera justificar y a la vez, contraponerse con la visión predominante del poder
político de la época, la cual era la teoría absolutista del Estado.
Como primer movimiento, Locke separa el estado de naturaleza y el estado de
guerra que en Hobbes permanecían unidos como un solo ‘estadio’. Para Locke (1690/2008:
36) en el estado de naturaleza existía una perfecta libertad para que cada hombre ordenara
sus acciones y dispusiera de sus posesiones y personas como juzgara oportuno, dentro de
los límites que impone la ley de naturaleza, sin solicitar permiso ni depender de otras
voluntades. Al igual que Hobbes, Locke observaba en este estado un estado de igualdad, ya
que todo poder y jurisdicción son recíprocos (Locke, 1690/2008: 36).
Asimismo, otro punto que comparte con Hobbes es la centralidad de la razón como
principio moral que organiza al estado de naturaleza: “El estado de naturaleza tiene una ley
de naturaleza que lo gobierna y que obliga a todos; y la razón, que es esa ley, enseña a toda
37 La definición de propiedad en Locke ha sido objeto de múltiples debates y discusiones. Tal como lo plantea Arblaster (1991: 57) la ambigüedad del concepto de propiedad en Locke se expresa en que por momentos la define como “vidas, libertades y bienes raíces”, y en otros sólo “bienes raíces”. Asimismo, tampoco deja claro si el gobierno existe para el beneficio de todos o sólo para los que son dueños de propiedades; ya que sólo los dueños de propiedades podían tener la independencia económica necesaria para ser libres (Arblaster, 1991: 59). La interpretación de Macpherson (2005) acerca de qué Locke junto con Hobbes establecía así el sustento ideológico del individualismo posesivo también ha sido ampliamente criticada, principalmente por su interpretación anacrónica de las relaciones económicas en esa época histórica. Para una mayor profundización, ver a Tully (1993). 38 “El bien público es la preservación de la sociedad y, en tanto esto es compatible con la preservación del todo, la preservación de cada miembro”. (Traducción libre).
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la humanidad que quiera consultarla que siendo todos los hombres iguales e
independientes, ninguno debe dañar a otro en lo que atañe a su vida, salud, libertad o
posesiones.” (Locke, 1690/2008: 38). Esta misma ley, estipula que cada hombre tiene el
derecho y los medios para castigar a los transgresores de esa ley en la medida en que ésta
sea violada39 (Locke, 1690/2008: 38-39).
Sin embargo, se puede observar un ligero desplazamiento en la forma en donde el
argumento ubica la razón moral. Si para Hobbes es la razón la que convoca al Estado, pero
solamente dentro del Estado puede ser una razón política y moral, en Locke la razón está
instalada desde el Estado de naturaleza como una razón moral: “By ‘reason’ he means both
man’s faculty of reason and the rational moral principles discoverable by reason (natural
law), and so he calls natural law ‘the law of reason’ or simply ‘reason’.40” (Tully, 1993:
291). Esto se observa cuando Locke afirma que quién transgreda la ley de naturaleza está
actuando por fuera de la razón y la equidad común, y por ende está justificado su castigo41
(Locke, 1690/2008: 39). Sin embargo, esto conlleva una contradicción radical, la cual se
expresa en el hecho de que si en el estado de naturaleza los hombres son racionales, ¿por
qué hay hombres que no lo son y precipitan el estado de guerra?: “¿Por qué afirmó Locke, y
qué podía querer decir al afirmarlo, que los hombres son en conjunto racionales y a la vez
que muchos de ellos no lo son, o que el estado de naturaleza es racional, pacífico y social, y
a la vez que no lo es?” (Macpherson, 2005: 195).
Si bien la explicación última de Macpherson, la cual afirma que esta ambigüedad en
el concepto de razón en Locke proviene de que utiliza dos concepciones diferentes del
estado de naturaleza, que a su vez proceden de una concepción burguesa de la sociedad
(Macpherson, 2005: 241) ha sido ampliamente discutida y rebatida (Mellizo, 2008: 19- 21;
Tully, 1993: 71-95); su señalamiento acerca de dos concepciones de racionalidad
(Macpherson, 2005: 234) que devienen contradictorias en el argumento de Locke es válido,
ya que muestra cómo a pesar de intentar explicar un modelo racionalista del sujeto y de la
39 “Y en este caso y con base en este fundamento, cada hombre tiene el derecho de castigar al que comete una ofensa, y de ser ejecutor de la ley de naturaleza.” (Locke, 1690/2008: 40). 40 “Por ‘razón’ él entiende de forma conjunta la facultad de razón de los hombres y los principios morales racionales descubiertos por la razón (ley natural), y por tanto él llama a la ley natural ‘la ley de la razón’ o simplemente ‘razón’.” (Traducción libre). 41 Si bien Hobbes también derivaba el poder de castigar también de los individuos, la diferencia con Locke es que Hobbes sólo pensaba en el poder de auto-defensa, mientras que en Locke es un poder jurisdiccional que puede ejecutar el juicio e imponer sanciones (Tully, 1993: 20).
50
sociedad existen áreas que no pueden ser abarcadas por su modelo teórico. La razón como
fundamento de la sociedad civil queda puesta en entredicho.
Macpherson (2005: 234) señala que en Locke los hombres eran esencialmente
racionales y sociales. Racionales en el sentido de que podían vivir juntos por la ley de la
razón (ley natural), y sociales en tanto se podía vivir de acuerdo con las leyes de naturaleza
sin que un soberano mediara y les impusiera reglas de conducta. En este punto se observa la
diferencia mencionada anteriormente entre Hobbes y Locke acerca de la posición de la
razón dentro de la naturaleza humana, ya que para Locke era posible que la razón fuera un
principio moral sin la mediación del Estado. Sin embargo, esta visión de la naturaleza
humana entra en tela de juicio cuando Locke se propone explicar el paso del estado de
naturaleza al estado de guerra.
Este comportamiento fuera de la razón es lo que precipita el estado de guerra. Para
Locke (1690/2008: 46) el estado de guerra es un estado de enemistad y destrucción,
declarado a través de palabras o acciones, y no como resultado de un impulso apasionado o
momentáneo, sino como una acción premeditada contra la vida de otro hombre. Al definir
el estado de guerra a través de acciones premeditadas, Locke no advierte que lo está
definiendo a partir del supuesto de que estos seres pueden calcular sus acciones en términos
de medios-fines, con lo que estaría introduciendo un criterio de racionalidad instrumental,
ya no moral; en tanto la capacidad de planeación a futuro sólo deviene de principios de
razón. Sin embargo, al estar el concepto de razón en Locke circunscrito a la capacidad
humana de comprender los principios básicos de la virtud y de toda moralidad, esto se le
escapa y afirma que los hombres que precipitan este estado de guerra no se guían por las
normas de la ley común de la razón y que nada más obedecen a la fuerza y a la violencia, y
por esto es razonable y justo que cualquier otro hombre tenga el derecho de destruir a quien
lo amenaza (Locke, 1690/2008: 46).
Por lo tanto, dentro del planteamiento de Locke parecen coexistir dos tipos de
racionalidad, una racionalidad “buena” que dirige a los hombres al establecimiento de una
sociedad civil basada en la ley, y una racionalidad “mala” en la cual el fin sería un estado
de guerra. Esto no parece concordar con la idea de Macpherson de una concepción
burguesa del sujeto, sino más bien que estaría basada en presupuestos morales acerca de lo
que significa ser un hombre racional y social: “Aquí tenemos la clara diferencia entre el
51
estado de naturaleza y el estado de guerra; y a pesar de que algunos los han confundido, se
diferencian mucho el uno del otro. Pues el primero es un estado de paz, buena voluntad,
asistencia mutua y conservación, mientras que el segundo es un estado de enemistad,
malicia, violencia y mutua destrucción. Propiamente hablando, el estado de naturaleza es
aquel en el que los hombres viven juntos conforme a la razón, sin un poder terrenal, común
y superior a todos, con autoridad para juzgarlos.” (Locke, 1690/2008: 48).
Recapitulando, a pesar de que Locke afirma que el estado de naturaleza está
presidido por las normas inviolables de la razón, reconoce que existe la posibilidad real e
inmediata de que la ley natural sea transgredida (Mellizo, 2008: 14). Esto adquiere especial
relevancia para la investigación, en tanto muestra cómo, a pesar de que se intente dotar de
coherencia absoluta a un tipo de racionalidad política, ésta se escapa y muestra cómo la
misma razón puede traicionar los principios de paz, buena voluntad, asistencia mutua y
conservación a favor de un estado de guerra donde el objetivo es la destrucción del otro. La
posibilidad de que la razón sólo actué en términos moralmente correctos es cuestionada:
“Según esto, y en buena lógica, cabe concluir que las raíces del <estado de guerra>, el cual
es definido por Locke como <un estado de enemistad y destrucción>, se hallan de alguna
manera en el estado de naturaleza mismo, y que, por tanto, la distinción que Locke se
empeña en establecer entre uno y otro no termina de convencernos.” (Mellizo, 2008: 14).
Por lo tanto, no existe una armonía ‘natural’ en la convivencia anterior al
establecimiento de la sociedad civil, sino que en el fondo existe en cada individuo una
tendencia a la autoestima y al egoísmo, que condiciona la conducta (Mellizo, 2008: 14). El
hombre se muestra acá de forma más compleja que anteriormente, ya que no es ahora el
Homo homini lupus hobbesiano ni tampoco es el hombre pacífico y social que Locke quiso
observar. Esta imposibilidad de dotar de un carácter fundamental o de un estatuto que
definiera la naturaleza humana en su totalidad es lo que provoca que el mismo Locke se
enfrente a contradicciones en su argumento, introduciendo la figura de un hombre que no es
necesariamente un ejemplo de entrega generosa al prójimo, sino uno que tiene de forma
latente presenta tendencias a la competencia y a la disensión (Mellizo, 2008: 16).
Es esta condición inescrutable de la ‘naturaleza humana’ lo que Locke percibirá
como las “[…] inconveniencias que lleva consigo el estado de naturaleza […]” (1690/2008:
43) que justificarán la entrada de los hombres a la sociedad civil (Locke, 1690/2008: 50).
52
De acuerdo a la interpretación de Mellizo (2008: 22), en este punto el Segundo Tratado se
convierte en la gran réplica de la tesis hobbesiana del Estado. Sin embargo, a pesar de que
los hombres para salir de este estado de naturaleza entregan su libertad natural a un poder
absoluto y arbitrario, en Locke esta cesión de derechos adquiere un matiz diferente.
En Hobbes la cesión de derechos se realiza a un soberano único, mientras que en
Locke la renuncia se realiza a través de un acuerdo con otros hombres, según el cual todos
se unen en comunidad, formando un cuerpo político en el que la mayoría tiene derecho a
actuar y decidir en nombre de todos (Locke, 1690/2008: 23). De esta manera, Locke
introduce un rasgo fundamental para la posterior democracia liberal-procedimental, el cual
es el criterio de mayoría. La racionalidad política se desplaza de pensar a un soberano que
se encuentra sobre la ley y que a la vez es su fuente, a una racionalidad política donde el
individuo adquiere papel en la creación de la ley, siendo ésta legítima a través del criterio
de mayoría. Como lo plantea Koselleck (1988: 54-55), en Locke las leyes morales se
originan en el interior de la consciencia humana, en el espacio moral que Hobbes había
dejado por fuera de la acción y de la existencia misma del Estado.
Locke introduce acá una ruptura importante en la forma en cómo el individuo se
concebía a sí mismo con relación al poder político. El soberano ya no es aquella figura
intocable y fuera de la ley planteada por Hobbes, sino que el cuerpo soberano está
conformado por los individuos que se asocian con el fin de generar una sociedad política, y
la ley es creada a partir del criterio de mayoría. Desde Locke, los puntos de vista de los
ciudadanos acerca de la virtud y el vicio no pertenecen más al reino de la opinión privada,
sino que más bien estos juicios morales adquieren el carácter de leyes (Koselleck, 1988:
55).
Por lo tanto, la ética burguesa que en Hobbes era esencialmente tácita y secreta, se
traslada con Locke al dominio público, con lo cual se termina de producir el
desplazamiento moral: las leyes morales burguesas válidas secretas no están restringidas a
un estado mental humano, sino que éstas determinan el valor moral de las acciones
humanas (Koselleck, 1988: 55): “In substance, he maintained, citizens would as a rule obey
53
the commandments of God and the laws of nature, but these laws received legal validity
only from the consent or rejection of bourgeois society.42” (Koselleck, 1988: 56 – 57).
Con base en lo anterior, Locke (1690/2008: 52) define a la libertad del hombre en
sociedad como no estar bajo más poder legislativo que el que se haya establecido por
consentimiento en el seno del Estado, únicamente bajo las leyes que hayan sido dictadas
por el poder legislativo de acuerdo a los criterios emitidos anteriormente. Se opone de esta
manera a la idea hobbesiana de un soberano que sujeta a los hombres a una autoridad
inconstante, incierta, desconocida y arbitraria (Locke, 1690/2008: 52 – 53): “Pues cuando
un número cualquiera de hombres, con el consentimiento de cada individuo, ha formado
una comunidad, ha hecho de esa comunidad un cuerpo con poder de actuar
corporativamente; lo cual sólo se consigue mediante la voluntad y determinación de la
mayoría. Porque como lo que hace actuar a una comunidad es únicamente el
consentimiento de los individuos que hay en ella, y es necesario que todo cuerpo se mueva
en una sola dirección, resulta imperativo que el cuerpo se mueva hacia donde lo lleva la
fuerza mayor. […] Y así, cada uno está obligado, por consentimiento, a someterse al
parecer de la mayoría.” (Locke, 1690/2008: 111 – 112).
El contraste entre la teoría de Locke y la de Hobbes es evidente en este punto.
Locke desdeña la posibilidad de que una monarquía absoluta sea compatible con un modelo
de sociedad civil, ya que si el objetivo de la segunda es evitar los inconvenientes del Estado
de naturaleza, éste se pierde cuando la figura del soberano absoluto aparece fuera de la ley.
Al no existir una autoridad bajo la cual se subsuma el soberano, éste continúa estando en el
estado de naturaleza, y así, los ciudadanos continúan siendo posibles víctimas de su
dominio (Locke, 1690/2008: 105). En este punto Locke establece como principio regulador
de la sociedad política al cuerpo de leyes, leyes que a su vez deben de estar legitimadas por
la mayoría de los individuos. Como se planteó anteriormente, esto responde al
desplazamiento que realiza Locke de la idea del individuo fracturado en Hobbes. Las leyes
no provienen directamente del soberano, porque el riesgo de que éstas sean arbitrarias u
objeto de capricho son muy grandes y transgreden el objetivo de asociarse en una sociedad
política: “By claiming absolute power over another, a monarch ‘does thereby put himself
42 “En el fondo, él mantenía, que los ciudadanos obedecerían como regla los mandatos de Dios y las leyes de la naturaleza, pero estas leyes sólo reciben validez legal sólo del consentimiento o rechazo de la sociedad burguesa”. (Traducción libre).
54
into a state of war’. Therefore there is no normative foundation for absolutism, or for the
analogous practice of a right to consent to enslavement. The point here again is that man’s
natural condition is not one of licence but of liberty constituted by natural law, and this
precludes absolute freedom and so absolute subjection.”43 (Tully, 1993: 25).
En términos de Koselleck (1988: 58), Locke le otorgó carga política al interior de la
consciencia humana, la cual Hobbes había subordinado solamente a la política estatal. Las
acciones públicas dejan de ser solamente objeto de la autoridad del Estado y pasan a ser
vinculadas a la autoridad moral de los ciudadanos. Lo que Locke manifiesta es la ruptura
del orden absolutista, expresado en la relación entre protección y obediencia. Los términos
del intercambio se modifican: ahora la moral no será un asunto formal de obediencia sin
cuestionamiento al soberano, sino que ahora será a las leyes del Estado, leyes que a su vez
tienen que obtener legitimidad a través de un criterio de mayoría. Estas leyes deben ser
creadas y ejecutadas de acuerdo con el bien común o la ley natural, con lo cual los
gobernantes deben estar sujetos a las mismas leyes que crean, y estas leyes no pueden ser
cambiadas sin el consentimiento de la mayoría a través de sus representantes (Tully, 1993:
37). Sin embargo, esta idea de gobierno por mayoría no significa que Locke esté pensando
en un modelo democrático44, para el autor el pueblo puede admitir cualquier forma de
régimen civil o constitucional que desee (Arblaster, 1991: 56), siempre y cuando esté
sostenido por la ley.
En síntesis, lo que interesa recuperar de Locke es lo siguiente. En primer lugar, la
noción de intercambio entre individuo y sociedad se desplaza de la idea hobbesiana de
obediencia al soberano a cambio de la protección de éste, a un intercambio de los
individuos entre sí, en el cual la obediencia es hacia la ley. Por lo tanto, la obediencia
política es hacia la ley, no hacia el soberano. En segundo lugar, Locke traslada la primacía
de la razón hasta el estado de naturaleza, con lo cual se realiza un desplazamiento en la
forma en cómo se concibe al ser humano, se asocia la racionalidad con la
institucionalización de la sociedad política y por ende, con la obediencia a las leyes.
43 “Al reclamar un poder absoluto sobre el otro, el monarca ‘se pone a sí mismo en un estado de guerra’. Por lo tanto no hay fundamento normativo para el absolutismo, o para la práctica análoga del derecho a consentir la esclavitud. El punto aquí otra vez es que la condición humana no es de libertinaje sino de una libertad constituida por la ley natural, y esto imposibilita la libertad absoluta y por tanto la sujeción absoluta”. (Traducción libre). 44 Al igual que en Hobbes, Locke no se interesa mucho por elaborar teoría acerca de las formas de gobierno, por lo que su abordaje acerca de la democracia fue mínimo.
55
Foucault (1978: 206) interpretará este periodo histórico como aquel que inaugura una
especie de matriz teórica a partir de la cual se intentarán alcanzar los principios generales
de un arte gobernar: “Y, para lograr esas diferentes finalidades, dispondrá cosas. Esta
palabra “disponer” es importante. Lo que, en efecto, permitiría a la soberanía alcanzar su
fin, la obediencia a las leyes, era la ley misma; ley y soberanía se confundían absolutamente
una con otra.” (Foucault, 1978: 201). Finalmente, debido a esta conceptualización de la
racionalidad humana, la forma en cómo Locke aborda el problema de la libertad es a través
de la solución de las leyes. En otras palabras, al definir a la libertad como no estar bajo más
poder legislativo que el que se haya establecido por consentimiento, enmarca a ésta dentro
de un marco normativo que es decidido por los individuos a través de un criterio de
mayoría. En consecuencia, el problema entre la libertad y el mantenimiento de un orden
político es solucionado por Locke a través de un gobierno de las leyes, condición que será
fundamental para la democracia liberal-procedimental contemporánea. Sin embargo, esto
no quiere decir que se haya eliminado el recelo hacia formas de gobierno “populares”, que
se expresa en Locke a través del hecho de que sólo los propietarios podían acceder al
estatus de “hombres libres”. La asociación entre lo popular, la pobreza y la ignorancia
seguirá estando presente en el debate acerca de la organización de lo político, adquiriendo
otros matices de acuerdo a las coyunturas históricas y sociales.
Esta concepción de desprecio hacia lo popular, asociado directamente con la
democracia como forma de gobierno, no encontró mayor contrapeso hasta la mitad del siglo
XIX y principios del siglo XX45. Tal como lo plantea Arblaster (1991: 61), incluso los
iluminados de mente liberal de la ilustración francesa, con su valiente defensa de la
tolerancia y la libertad de opinión, no eran demócratas estrictos. Sin embargo, la presencia
de las ideas de acción popular expresadas en la irrupción del pueblo francés en la política
durante la Revolución ocasionó una transformación que incidió en la historia moderna de la
democracia (Arblaster, 1991: 63).
Sin embargo, no fueron solamente los debates en torno a la constitución de los
Estados Unidos de América, o los debates en torno al utilitarismo y el poder político los
que incidieron en una renovación del debate democrático, o el cuestionamiento hacia la
45 Si bien se puede encontrar en Spinoza una contrapropuesta acerca de la democracia, ésta no tuvo muchas repercusiones en la discusión de la época, principalmente por la muerta prematura del autor que le impidió terminar de escribir su Tratado político (Spinoza, 1675-1677/2010).
56
figura de la multitud o de la masa46 lo que produjo un cambio en la forma en cómo se
observaba a la democracia como forma de gobierno, sino que también hubo una
modificación en el estatuto del ser humano y su relación con el conocimiento racional. Si
bien no se ha realizado una investigación que vincule esta modificación en el estatuto del
ser humano, su relación con el conocimiento y la forma en cómo se conceptualiza la
democracia, se puede suponer que el surgimiento de estas interrogantes y cuestionamientos,
a la par de una serie de cambios sociales, políticos, económicos y culturales que se
consolidaron alrededor de la noción de “modernidad”, tuvieron impacto en la forma en
cómo se concebía a la democracia47.
Foucault (1968) en su obra Las palabras y las cosas, explica de forma magistral este
desplazamiento en la forma en cómo se accedía al conocimiento. En el siglo XVI y
principios del XVII, la forma en cómo el ser humano se acercaba al conocimiento era a
través de relaciones de semejanza, relaciones de vecindad entre las cosas. En términos
políticos esto se traducía en observar al Estado como algo semejante al manejo de la casa,
de la Iglesia o del Imperio, por lo que el Estado no poseía en sí mismo una realidad
autónoma. Esta falta de diferenciación de la esfera estatal implicó que durante la Edad
Media el principal objetivo del gobernante fuera ayudar a los súbditos a alcanzar esa
salvación ultraterrena (Foucault, 2007/1978-1979: 20). Este orden se comenzó a
transformar profundamente desde mediados del siglo XVII con el advenimiento del
pensamiento clásico, hasta alcanzar otro punto de quiebre en el siglo XIX con la llegada de
la modernidad. Sin embargo, para Foucault (1968: 8) no se trató de un progreso de la razón
como tal, sino que lo que se alteró profundamente fue el modo de ser de las cosas y el
orden. Esta modificación en los saberes y en la forma en cómo se ordena y se organiza el
conocimiento tuvo implicaciones en la forma en cómo se concebía la racionalidad política.
Este desplazamiento se observa en las preguntas que ocasionaron la aparición de las teorías
46 Para profundizar en estos debates, consultar a Arblaster (1991: 64-83). 47 Un ejemplo de lo anterior, es la forma en como Tocqueville (1971) analizó la democracia estadounidense. Si bien para el autor el sistema democrático en ese país permitía que las decisiones de la mayoría fueran vinculantes, también realizó una advertencia en contra de la tiranía de la mayoría como un riesgo inherente a los modelos democráticos: “[…] cuando se examina cómo se ejercita el pensamiento en los Estados Unidos, se percibe claramente hasta qué punto el poder de la mayoría sobrepasa a todos los poderes que conocemos en Europa […] mientras la mayoría duda, se habla; pero, en cuanto se ha pronunciado irrevocablemente, todos se callen […] La razón es sencilla: no hay monarca tan absoluto que pueda reunir en su mano todas las fuerzas de la sociedad y vencer las resistencias, como puede hacerlo una mayoría revestida del derecho de hacer las leyes y ejecutarlas.” (Tocqueville, 1971: 120-121).
57
del contrato, que se organizaron alrededor del problema de cómo gobernarse, cómo ser
gobernado, cómo gobernar a los demás, por quién se debe aceptar ser gobernado y qué
hacer para ser el mejor gobernante posible, ya que la relación de semejanza entre el Estado
y otros aspectos de la vida se había roto y era necesario pensar su singularidad.
Es a principios del siglo XVII que el pensamiento deja de moverse en el ámbito de
la semejanza, ya que la similitud en lugar de ser la forma del saber, se convierte en la
ocasión del error, en el peligro que emerge cuando no se examina bien y sistemáticamente
el objeto del conocimiento (Foucault, 1968: 57). Esta pretensión es lo que sustenta el
trabajo de Descartes, el cual critica la filosofía aristotélica por considerar que se sostenía
sobre la lógica del silogismo, con lo que las posibilidades de innovar en el conocimiento se
veían reducidas de antemano.
Por consiguiente, para Foucault (1968: 61) este pasaje de considerar lo semejante
como aquello que puede llevar al conocimiento de las cosas, a evaluarlas o analizarlas a
partir de términos de identidad y diferencia introdujo el elemento del orden no a través de la
comparación, sino a través de un sistema racional que va de lo simple a lo complejo: “Un
"sistema de los elementos" – una definición de los segmentos sobre los cuales podrán
aparecer las semejanzas y las diferencias, los tipos de variación que podrán afectar tales
segmentos, en fin, el umbral por encima del cual habrá diferencia y por debajo del cual
habrá similitud – es indispensable para el establecimiento del orden más sencillo.”
(Foucault, 1968: 5).
Esta modificación también tuvo impacto en la forma en cómo se entendía la
representación. Si en el siglo XVI la representación se daba como repetición, como teatro
de la vida o espejo del mundo (Foucault, 1968: 26), en la época clásica la ciencia pura de
los signos tuvo el valor del discurso inmediato de lo significado. En el siglo XVII se
desarrolló una teoría general de la representación, en la cual, aunque el signo era el puro y
simple enlace entre un significante y su significado (sea arbitrario o no, impuesto o
voluntario, individual y colectivo), la relación entre significante y significado sólo podía ser
establecida en el elemento general de la representación: estaban ligados en la medida en
que uno y otro son (han sido o pueden ser) representados y el uno representa de hecho al
otro (Foucault, 1968: 73). Existía una continuidad entre la representación y el ser, una
representabilidad general del ser y el ser manifestado por la presencia de la representación
58
(Foucault, 1968: 204). Esta configuración epistemológica tuvo por efecto que el
pensamiento clásico estableciera cerraduras sólidas para explicarse a sí mismo, condición
que lo sostuvo hasta finales del siglo XVIII cuando se comenzó a poner en cuestión la
plenitud clásica del ser (Foucault, 1968: 205).
Este problema emergió cuando se cuestionó la relación entre el nombre y el orden,
frente a la imposibilidad de generar una nomenclatura que fuese una taxinomia o un
sistema de signos que fuera transparente para la continuidad del ser (Foucault, 1968: 206).
La representación no logra dar cuenta de ese espacio discontinuo de relaciones entre las
cosas, por lo tanto ya a finales del siglo XVIII “[…] la representación perdió el poder de
fundar, a partir de sí misma, en su despliegue propio y por el juego que la duplica
en sí, los lazos que pueden unir sus diversos elementos.” (Foucault, 1968: 234).
Por lo tanto, a partir del siglo XIX desaparece la teoría de la representación como
fundamento general de todos los órdenes posibles, el lenguaje pierde su condición de enlace
entre la representación y los seres, surge la historicidad como aquello que penetra el
corazón de las cosas, las aísla y las define en su coherencia propia (Foucault, 1968: 8). Este
espacio dejado cuando las palabras dejaron de entrecruzarse con las representaciones y de
cuadricular espontáneamente el conocimiento de las cosas (Foucault, 1968: 296), propició
un cuestionamiento a la idea del saber como modo de ser previo e indiviso entre el sujeto
que conoce y el objeto de conocimiento (Foucault, 1968: 247). De esta manera, se inserta
dentro de la reflexión al ser humano como parte del saber occidental. En palabras de
Foucault (1968: 8-9) la llegada del ser humano al campo del saber introdujo un desgarrón
en el orden de las cosas, de donde nacen todos los nuevos humanismos: “[…] Las ciencias
humanas no aparecieron hasta que, bajo el efecto de algún racionalismo presionante, de
algún problema científico no resulto, de algún interés práctico, se decidió hacer pasar al
hombre (a querer o no y con un éxito mayor o menor) al lado de los objetos científicos, en
cuyo número no se ha probado aún, de manera absoluta, que pueda incluírsele; aparecieron
el día en que el hombre se constituyó en la cultura occidental a la vez como aquello que hay
que pensar y aquello que hay que saber.” (Foucault, 1968: 334-335).
Este periodo inauguró una serie de desplazamientos en la forma en cómo el sujeto
enfrentaba y cuestionaba su medio circundante, por consiguiente, causó impactos
importantes en términos epistemológicos y metodológicos. En términos de la racionalidad
59
política, el cuestionamiento de la forma preponderante de acercarse al conocimiento iba
aparejado con la modificación de la relación sociedad-individuo, que comenzó a gestarse en
el siglo XVII con las teorías del contrato hasta consolidarse en el siglo XIX con la
consolidación del liberalismo político. En otras palabras, no sólo la política adquirió un
rango de autonomía al separarse de las relaciones de semejanza, sino que también el sujeto
encontró un lugar autónomo como objeto de conocimiento.
Para comprender el impacto que tuvo en la racionalidad política esta modificación
en la forma de acceder al conocimiento, se hace necesario regresar otra vez al momento
histórico en el cual se gestan las teorías del contrato para comprender cómo se establecen
los límites al Estado. Si en la Edad Media la práctica judicial fue la multiplicadora del
poder real, a partir del siglo XVII el derecho funcionará al contrario, será un punto de
apoyo a toda persona que quiera limitar de una manera u otra la extensión indefinida de la
razón de Estado. Estas leyes fundamentales, estos límites externos, que serían categorizadas
como derechos o leyes naturales previas a la formación del Estado, no sólo se ubicaron
como constitutivas del mismo, sino que se postularon como derechos imprescriptibles y que
ningún soberano podía transgredir (Foucault, 2007/1978-1979: 23-24).
El hecho de que fueran límites exteriores a la razón de Estado significaba que estos
provenían de Dios o se habían fijado de una vez por todas en el origen, en una historia
remota. Por lo tanto, esta razón de Estado sólo sufrirá objeciones cuando haya franqueado
esos límites y sólo en ese momento se podrá definir al gobierno como ilegítimo, liberando a
los súbditos de su deber de obediencia (Foucault, 2007/1978-1979: 25-26). Si se retoma lo
expuesto anteriormente acerca de la continuidad entre la representación y el ser, se observa
que para los teóricos de la época, era suficiente con enunciar y dictaminar estos límites para
que la razón de Estado estuviera contenida. Sin embargo, la emergencia de nuevas formas
de organización sociales y económicas contribuyó a esa caída de la representación como
aquella que podía fundar las relaciones entre los elementos.
El mercantilismo y luego el liberalismo económico, presionaron al Estado para que
desarrollara maneras precisas de gobernar e instituciones correlativas a ellas. El
mercantilismo era una organización de la producción y los circuitos comerciales de acuerdo
a tres grandes principios: primero, el Estado debe enriquecerse mediante la acumulación
monetaria; segundo, debe fortalecerse por el crecimiento de la población; y tercero, debe
60
estar y mantenerse en competencia constante con otros Estados. A la par de estos
principios, también existía la demanda por una gestión interna del Estado que le permitiera
al mismo garantizar su propia sobrevivencia y expansión. Esta organización del gobierno y
su puesta en práctica estaba en manos de la policía48. Este Estado de policía tenía objetivos
que podrían calificarse de ilimitados, ya que para quienes gobiernan ese Estado no bastaba
con tomar en cuenta y hacerse cargo de la actividad de los grupos o de los individuos, sino
que su objeto era casi infinito (Foucault, 2007/1978-1979: 22). La Polizeiwissenschaft era
más que un arte de gobernar, era un método para analizar la población que vivía en su
territorio (Foucault, 1990: 137). Se desarrolló como una forma de intervención racional en
la cual, al tener por objetivo dotar de mayor fuerza al Estado, tuvo que preocuparse por
asegurar condiciones que permitieran un poco más de vida a sus habitantes, a través del
control de la “comunicación”, es decir, de las actividades comunes de los individuos
(trabajo, producción, intercambio, comodidades) (Foucault, 1990: 131).
El Estado de policía, al ubicar como objeto de tratamiento al ser humano, lo asumió
a su vez como sujeto cognoscente y como objeto de estudio, con el objetivo de ser capaz de
“controlar y predecir” la vida en sociedad. La humanidad se percibió a sí misma como parte
del camino del progreso, con lo cual, el pasado dejó de tener una importancia radical en la
organización y en el planeamiento de las acciones, y el futuro se convertía en el horizonte
del ser humano. En palabras de Koselleck (1993: 342 – 343): “Mi tesis es que en la época
moderna va aumentando progresivamente la diferencia entre experiencia y expectativa, o,
más exactamente, que sólo se puede concebir la modernidad como un tiempo nuevo desde
que las expectativas se han ido alejando cada vez más de las experiencias hechas”. Por
consiguiente, si por un lado la presencia del ser humano como objeto de estudio propició el
desarrollo de las ciencias humanas junto con la pregunta por la historicidad y la caída de la
teoría de la representación clásica; por otro lado los acontecimientos sociales y políticos
propiciaron que se contemplara al ser humano dentro de la pregunta acerca de la
organización y planeación política.
48 Se entiende policía no en el sentido contemporáneo del término, sino que para los autores de los siglos XVII y XVIII se extendía a todo lo que concierne al “hombre” y su “felicidad”: “Los autores del siglo XVI y XVIII entienden, por lo tanto, por “policía” algo muy distinto a lo que nosotros entendemos. […] Por “policía”, ellos no entienden una institución o un mecanismo funcionando en el seno del Estado, sino una técnica de gobierno propia de los Estados; dominios, técnicas, objetivos que requieren la intervención del Estado.” (Foucault, 1990: 127).
61
Sin embargo, de acuerdo a Foucault (1968: 310) al ser el ser humano aquello sobre
lo que se tomará conocimiento y a la vez lo que hace posible todo conocimiento, se crea un
duplicado empírico-trascendental. Esta condición implica a su vez que el ser humano sea el
lugar del desconocimiento, que se origina cuando su pensamiento desborda su ser propio
(Foucault, 1968: 314). Por lo tanto, la consecuencia radical de esta ruptura interna dentro
del ser humano será la presencia de áreas oscuras que se escapan a la comprensión, misma
ruptura que había sido señalada como aquella que hizo tropezar la continuidad entre la
representación y la cosa que marcó el fin del pensamiento clásico entre el siglo XVII y
XVIII.
¿Cuál es el impacto específico de estos cambios en el ejercicio de la política? El
desarrollo de las teorías del contrato durante los siglos XVII y XVIII, en términos de
Bobbio (2006: 11), actuaron como el presupuesto filosófico del Estado liberal, ya que todos
los seres humanos tendrían por naturaleza y sin importar su voluntad, derechos
fundamentales, entre los cuales se incluye el derecho a la vida, a la libertad, a la propiedad,
a la seguridad, y que el Estado debía respetar no invadiéndolos y garantizándolos frente a
cualquier intervención posible de los demás (límites externos al Estado).
Esto suponía la presencia del conflicto como algo que era necesario controlar, a
través de pactos y mecanismos mediante los cuales se pudiera generar algún tipo de
consenso acerca de la configuración del orden político, y así garantizar la estabilidad futura
de las organizaciones políticas. Ahora bien, esta dicotomía conflicto – consenso se presenta
de forma diversa en los modelos de contrato presentando soluciones diferentes de acuerdo a
cómo conceptualizaban al ser humano: como esencialmente “pacífico” o esencialmente
“conflictivo”. Sin embargo, si bien esta discusión se mantuvo y se mantiene presente en
ciertas vertientes del análisis filosófico y político, con la emergencia del liberalismo
político49 se generó una racionalidad política donde esta discusión se fue desplazando hacia
debates que dotaban de mayor importancia a las reglas que debían instalarse con el afán de
generar un orden social institucional, generar control y planificación de la sociedad,
49 “… por “liberalismo” se entiende una determinada concepción del Estado, la concepción según la cual el Estado tiene poderes y funciones limitados, y como tal se contrapone tanto al Estado absoluto como al Estado que hoy llamamos social…” (Bobbio, 2006: 7). Por su parte Rawls (2004:167) definirá al liberalismo político como aquel que “[…] parte del supuesto de que hay varias doctrinas razonables encontradas, cada una con su posición de bien y todas ellas compatibles con la plena racionalidad de las personas humanas […] esta pluralidad razonable de doctrinas encontradas e inconmensurables se concibe como la realización característica de la razón práctica a lo largo del tiempo y bajo instituciones libres duraderas.”
62
minimizando la discusión acerca de la naturaleza del sujeto y la dicotomía conflicto –
consenso. Los problemas devenidos de la relación entre libertad y orden político, entre la
“naturaleza” humana y la razón se desplazaron hacia el establecimiento de reglas de juego
que garantizarían el orden y resolverían estas tensiones. En otras palabras, la imposibilidad
de tener una representación que articulara la complejidad del ser humano en todo su
esplendor desplazó la discusión conceptual hacia las limitaciones internas que debería tener
el Estado.
Por lo tanto, Foucault (2007/1978-1979: 26-30) plantea que en la modernidad ya no
sólo va a ser el marco jurídico en tanto límite extrínseco lo que pondrá límites al Estado,
sino que se generará un marco de regulación interna. Este marco de regulación interna no
será una limitación proveniente del derecho, sino que será una limitación de hecho, general,
en función de los objetivos del gobierno, que actuaría sobre las cosas por hacer. Por lo
tanto no será sólo a través del derecho que procurará autolimitarse al Estado, sino a través
de la economía política, la cual funcionará como el instrumento intelectual de la limitación
interna.
La economía política se ubicó como una especie de reflexión general sobre la
organización, la distribución y la limitación de los poderes en una sociedad, que se propuso
como objetivos el crecimiento simultáneo, correlativo y convenientemente ajustado de la
población por un lado y de los artículos de subsistencia por el otro (Foucault, 2007/1978-
1979: 30-31). De esta manera, se ubicó como heredera del Estado de policía. Esta
percepción de la sociedad como algo que se debe limitar internamente influyó de forma
directa en esa versión incipiente del liberalismo político enunciada por los teóricos del
contrato, ya que el liberalismo no servirá solamente para proteger las libertades del
individuo, sino que tendrá que producir libertades, dar garantías de éstas (Foucault, 2007:
1978/1979: 84).
Esto lleva a Foucault (2007/1978-1979: 61) a plantear que con la modernidad se
generaron dos clases de libertad, que no se contraponen sino que están en juego entre sí.
Por un lado, se encuentra la concepción jurídica de la libertad, en la cual se plantea que
todo individuo posee originariamente cierta libertad que puede ceder completa o
parcialmente; y por otro lado se encuentra la libertad que emerge de la relación entre
gobernantes y gobernados. Hay que recordar que Foucault (2007/1978-1979: 83) advierte
63
en otro momento el carácter relacional de la libertad que impide que ésta pueda ser
calificada como un universal: “La libertad nunca es otra cosa – pero ya es mucho – que una
relación actual entre gobernantes y gobernados, una relación en que la medida de la
“demasiada poca” libertad existente es dada por la “aún más” libertad que se demanda”.
Con base en esta noción de libertad, Foucault (2007/1978-1979: 84) encuentra que
para sostener la serie de libertades necesarias para que el Estado pueda funcionar, como la
libertad de mercado, la libertad del vendedor y el comprador, el libre ejercicio del derecho
de propiedad, la libertad de discusión y eventualmente la libertad de expresión, se hace
necesario que la nueva razón gubernamental produzca esa libertad que tiene necesidad de
consumir. Más importante, no sólo tiene que producirla, sino que tiene que organizarla y
garantizarla. De esta manera, el nuevo arte gubernamental que emerge en la modernidad se
presentará como administrador de la libertad, no en el sentido del imperativo “sé libre”, que
en sí muestra una contradicción inmediata por todos los límites externos y las regulaciones
internas que el Estado debe respetar, sino en el sentido de la producción de lo que se
requiere para que los seres humanos sean libres. Se observa en este punto la herencia de
Locke, la solución al problema de la libertad y el orden político se realiza a través de la
producción de la libertad bajo un marco legal consensuado por el principio de mayoría.
La economía política tomará como principio de cálculo para la producción de la
libertad a la seguridad. Tiene que determinar en qué medida y hasta qué punto los intereses
individuales que eventualmente divergen y se oponen entre sí no constituyan un peligro
para el interés de todos. Emerge así el primer problema de seguridad, la protección del
interés colectivo frente a los intereses individuales (Foucault, 2007/1978-1979: 85); y a la
inversa, habrá que proteger los intereses individuales contra lo que pueda aparecer como
una intrusión procedente del interés colectivo (Foucault, 2007/1978-1979: 86). Un segundo
problema de seguridad es cuando se quiere evitar que la libertad de los procesos
económicos no represente un peligro para las empresas o para los trabajadores, pero
tampoco la libertad de estos últimos puede representar un problema para la empresa y la
producción. Se trata de prevenir y regular los accidentes individuales, las enfermedades, la
vejez, para que esto no constituya un peligro tanto para los individuos como para la
sociedad (Foucault, 2007/1978-1979: 86). Esto implicó el desarrollo extensivo de
64
procedimientos de control, coacción y coerción que serán la contrapartida y el contrapeso
de las libertades (Foucault, 2007/1978-1979: 87).
En síntesis, estos desplazamientos dentro de la racionalidad política y la forma en
cómo se accedía al conocimiento impactaron en la forma en cómo se percibía a la
democracia. Si bien, la revisión bibliográfica muestra que no existe una clara interpretación
de cuáles fueron los factores que llevaron a modificar la percepción de la democracia, de
pasar de ser un modelo político despreciado al modelo político “ideal”, a partir de esta
reconstrucción del argumento foucaultiano se puede generar una interpretación acerca del
tema.
En primer lugar, hay que considerar el gran aporte de Locke: el gobierno de las
leyes como una solución al problema de la libertad y el orden, central para los griegos y
para Hobbes50. Este gobierno de las leyes retira el poder del soberano absoluto y lo traslada
hacia la “sociedad civil”, por lo tanto, introduce complejidad a la organización política,
generando la posibilidad de establecer contrapesos al poder arbitrario de un soberano.
Asimismo, este traslado introduce la percepción de que no habría persona o sujeto fuera de
la ley, con lo que la ley emerge como un espacio racional que tendría la capacidad de ser
“neutral”, de garantizar la igualdad y por lo tanto dirimir en los conflictos. En segundo
lugar, la presencia del ser humano en tanto sujeto cognoscente y a la vez objeto de
conocimiento presiona para que se introduzca a éste como parte de la planificación y el
control a futuro, como parte de la toma de decisiones, como parte de esa retórica moderna
del progreso. La razón científica actuaría como aquella que guiaría todo este proceso. En
tercer lugar, la economía política presionó para apareciera un espacio gubernamental donde
sus objetivos pudieran florecer sin peligros o amenazas, externas o internas. Esta serie de
procesos contingentes pueden llevar a plantear que la democracia moderna emergió como
resultado lógico frente a las demandas ejercidas por distintos grupos de presión, sean de la
sociedad civil, los comerciantes o los productores. El cambio de perspectiva dentro del
concepto de la democracia, de ser categorizada como una organización política
perteneciente a la plebe o al populacho a ser el modelo hegemónico de organización de lo
político, se debe porque aparece como el único modelo político que podía satisfacer esos
50 Si bien el concepto de libertad de los griegos es diferente al de Hobbes, justo porque se entiende que la libertad es un concepto relacional y no universal, aun así era un concepto problemático que no lograba calzar dentro de sus propuestas teóricas de cómo generar un orden donde existiera a su vez libertad.
65
requerimientos, ya que sólo la democracia en amalgama con el liberalismo podía crear las
condiciones de libertad y a la vez establecer un marco jurídico que impusiera
procedimientos de control, coacción y coerción, mismo que fuera legítimo y legitimado por
la mayoría (aunque el ejercicio de la mayoría se traslade a los representantes). Esta
amalgama crea la ilusión de la decisión de la mayoría a través del ejercicio del voto, que
cada vez se fue ampliando más y más hasta llegar en el siglo XX a ser un derecho universal
(en los países donde se practica la democracia liberal-procedimental). Sin embargo, como
se verá posteriormente, este marco jurídico procedimental no es suficiente para contener
aquello que escapa al conocimiento racional, a la lógica del control y la previsión. No es un
modelo total, que logre contener la contingencia de los acontecimientos y garantizar esa
igualdad entre los seres humanos.
Por consiguiente, ya para el siglo XIX la amalgama entre democracia como modelo
o forma de gobierno, y el liberalismo como proyecto filosófico se había realizado. Esto
implicó que se reconociera que la sociedad estaba dividida en clases, y a la cual se debía
adaptar una estructura democrática particular (Macpherson, 1981: 20): “… la democracia
liberal significa, como interpretaban John Stuart Mill y los demócratas liberales éticos
seguidores suyos de finales del siglo XIX y principios del XX, una sociedad en la cual
todos sus miembros tengan igual libertad para realizar sus capacidades.” (Macpherson,
1981: 9).
Esta amalgama implicó que a la idea de legitimidad basada en el consentimiento
heredada de los contractualistas modernos, se le sumara la dominación legal – racional
como aquello que caracterizaría al mundo moderno (Bobbio, 1985: 281), y que por ende,
actuaría como sustento en la unión entre democracia y liberalismo. Por esta razón Hayek
(citado por Held, 1993: 299) encuentra la base de la interacción entre liberalismo y
democracia a partir de la siguiente distinción: el liberalismo es una doctrina que determina
sobre qué debería ser la ley; mientras que la democracia es la doctrina que determina qué
será la ley. Por lo tanto, desde esta vertiente de pensamiento, mientras existan reglas
generales que limiten las acciones de las mayorías y los gobiernos, el individuo no debe de
temer al poder coercitivo.
66
De este modo se instala como fundamento último de la democracia el respeto a la
libertad del individuo, al cual se le presupone a su vez, como racional51, orientado a fines y
utilitarista, con lo cual, la discusión acerca de la naturaleza del ser humano y su impacto en
la constitución de un orden social se vio opacada por esta “nueva” forma de entenderlo.
Esta confluencia tuvo por resultado el surgimiento, en palabras de Bobbio (2006: 39), de la
democracia moderna: “… la democracia moderna no sólo no es incompatible con el
liberalismo sino que puede ser consideraba bajo muchos aspectos, por lo menos hasta cierto
punto, como su consecuencia natural.” Esto tiene por consecuencia que la democracia
moderna se caracterice por una relación conflictiva entre dos tipos de valores, el primero, la
igualdad, heredero de una visión clásica de la democracia que privilegiaba al colectivo, en
contraposición a la visión moderna de la democracia que privilegia al individualismo y a la
libertad como valor central.
Por consiguiente, actualmente se define a la democracia principalmente en términos
del juego de procedimientos y reglas que garantizan la libertad de los individuos. En
palabras de O’Donnell (2004: 39): “La democracia tiene cuatro características específicas
en relación con otros tipos políticos: 1) elecciones limpias e institucionalizadas; 2) una
apuesta inclusiva y limitadamente universalista; 3) un sistema legal que sanciona y respalda
– al menos – los derechos y las libertades incluidas en la definición del régimen
democrático; y 4) un sistema legal que previene a cualquiera de ser de legibus solutus52”; o
bien, en términos de Dahl (1999: 72) “…La democracia asegura a sus ciudadanos un
ámbito de libertad personal mayor que cualquier alternativa factible a la misma; […] la
democracia ayuda a las personas a proteger sus propios intereses fundamentales; […] sólo
un gobierno democrático puede proporcionar una oportunidad máxima para que las
personas ejerciten la libertad de autodeterminarse, es decir, que vivan bajo las leyes de su
propia elección; […] sólo un gobierno democrático puede fomentar un grado relativamente
alto de igualdad política.
Sin embargo, este consenso mayoritario en torno a una definición minimalista de la
democracia liberal – procedimental no la exime de que existan disputas conceptuales
51 Este concepto de racionalidad contempla al sujeto como aquel que toma sus decisiones a partir de una racionalidad ilustrada, orientada a fines y utilitarista 52 Libre de ataduras legales.
67
internas acerca de cómo definir a la democracia moderna. A continuación se presentará una
breve reseña de algunos de los debates más relevantes para el tema de investigación.
68
DEBATES CONTEMPORÁNEOS DENTRO DEL MARCO DE LA DEMOCRACIA
LIBERAL - PROCEDIMENTAL
La racionalidad política contemporánea que sustenta la democracia liberal-
procedimental articula el debate en términos de sus definiciones, sus resultados y las reglas
de juego. De acuerdo con Sartori (2008: 50) las definiciones de democracia se pueden
dividir en dos grupos: las definiciones fundamentales, que parten de una idea de la
democracia reelaborada desde los cimientos; y las definiciones instrumentales, que solo
brindan los mecanismos y los procedimientos del funcionamiento de la democracia. Sartori
estaría hablando acá del debate entre democracia sustancial y democracia formal, en la que
la primera estaría dotada de contenidos con respecto a los resultados sociales distributivos o
institucionales que se esperan de ella, con lo cual se desplegaría a partir de su esencia;
mientras que la segunda forma reduce a la democracia a las estructuras y técnicas que la
hacen operativa (Sartori, 2008: 51)53.
Sartori procura deslindarse de esta dicotomía al intentar realizar una confluencia
entre ambas definiciones de democracia, con lo cual Sartori (2008: 72) va a plantear que en
una democracia deben existir componentes sustanciales y formales que permitan generar un
espacio donde lo principal sea que las elecciones puedan ser libres bajo un contexto de
opiniones libres, en el entendido de que el electorado debe formar una opinión pública que
esté exenta de coerciones. Esto tiene por objetivo la producción del consenso, en términos
de un sentir compartido y por lo tanto vinculante. Para el autor es necesario distinguir entre
tres objetos y niveles de consenso: el primero sería la aceptación de valores últimos, que
contemplaría el consenso con respecto a la comunidad; el segundo es la aceptación de
reglas de juego, el cual corresponde al consenso con respecto al régimen; y el tercero sería
la aceptación de los gobiernos, que sería el consenso con respecto al gobierno (Sartori,
2008: 74).
53 Como se verá posteriormente, ambas concepciones estarían erradas para los teóricos posfundacionales, ya que ambas parten de plantear un fundamento último de la democracia. En el caso de la democracia sustancial, se estaría ontologizando a los fines de la democracia, mientras que en el segundo caso, se dotaría de estatuto ontológico al procedimiento. Por lo tanto, estas definiciones presentan problemas cuando se les confronta con una lectura posfundacional que parte del supuesto que no existiría una esencia o sustancia última que fundamente un concepto; sino que éste responde a fundamentos múltiples que interactúan y se modifican entre sí.
69
Ahora bien, Sartori reconoce que este modelo de democracia puede tener problemas
cuando se enfrenta con sus resultados empíricos. En este sentido Sartori (2008: 112)
procura deslindarse de las críticas cuando se le cuestiona acerca de los usos que tiene la
democracia electoral: “Que las elecciones se han convertido en procesos de “selección al
revés”, de triunfo de los peores, es algo indudable y es un legítimo motivo de preocupación.
Pero eso no es propiamente tiranía de la mayoría. Es mejor denominarla, para no ensuciar
mucho el concepto, como ya he apuntado: tiranía de los números, tiranía de lo
cuantitativo.”
Desde otro punto de vista, Capriles (2010: 146) también cuestiona los alcances de la
democracia liberal – procedimental, particularmente después de lo que ella denomina el
optimismo post-soviético, ya que muchas de las denominadas democracias en transición han
resultado en regímenes grises, caracterizados por poseer rasgos de democracias liberales
(orden constitucional y elecciones periódicas) a la par de signos o síntomas, como pueden
ser el aparato judicial en control del ejecutivo, modulación o restricción de las libertades
civiles, leyes draconianas para ciertos delitos, ideologías teocráticas o nacionalistas, y
ocasionales golpes constitucionales, los cuales, sin embargo tampoco alcanzan para definir
a estos regímenes como totalitarismos o autoritarismos. Para Capriles (2010: 147) el
problema dentro de la reflexión teórica acerca de la democracia estriba en que hay una
concentración en el análisis de la practicabilidad en detrimento de un estudio sobre sus
fundamentos y sus condiciones de posibilidad.
Con base en esta crítica, la autora retoma una tipología de las teorías y definiciones
de la democracia establecida por Maxwell Cameron en 1998, en la cual se procura
esclarecer la relación entre la dimensión prescriptiva de ésta y sus prácticas, frente a lo que
Cameron denomina su paradoja constitutiva, ya que el demos, como sujeto político de la
democracia: “…puede ser no democrático, puede preferir gobiernos no democráticos o
puede ser indiferente a la democracia.” (Cameron, 1998: 3; citado por Caprilles, 2010:
150). Esta tipología se ordena bajo dos dimensiones: de lo positivo a lo normativo y de lo
minimalista a lo maximalista. Como resultado, surgen tres grandes agrupaciones: las teorías
de la democracia electoral, las teorías de la democracia liberal y las teorías de la
democracia deliberativa (Caprilles, 2010: 150). Frente a esta tipología, Caprilles (2010:
70
150) argumenta que lo que tienen en común estas perspectivas es un “principio de
incertidumbre” en su definición de democracia.
En la perspectiva de la democracia electoral, se encuentra la incertidumbre en los
resultados electorales, ya que en teoría se deberían de cumplir tres requisitos para garantizar
esto: incertidumbre ex ante, irreversibilidad ex post y repetibilidad. Esto se sostiene bajo el
principio fundamental de la democracia liberal: el principio del constitucionalismo. En este
punto se puede observar la articulación entre la perspectiva de la democracia electoral y la
democracia liberal. Para la segunda, la garantía del modelo democrático estriba en la
división de poderes, la primacía de los derechos y libertades civiles, con el objetivo de
evitar la coerción y garantizar que las decisiones se sometan al escrutinio público
(Caprilles, 2010: 150). En esta perspectiva, para la autora el principio de incertidumbre
vendría dado por la tensión entre la pretensión de soberanía popular absoluta y el poder
limitado, exigencia para la protección de libertades: “Esta incertidumbre en cuanto a la
legitimación del poder viene escoltada por su traducción legal, por así decirlo: en efecto el
ciudadano de una democracia liberal se define sobre todo como portador de derechos, lo
que significa… obligaciones para otro, en este caso, el Estado. Hay entonces esta otra
incertidumbre relativa a la legalidad: el sujeto de la democracia, ese ciudadano que es la
fuente de la soberanía, no tiene necesariamente una figura, por así decirlo, que no sea la
demarcada pasivamente por el conjunto de leyes que conforman el Estado de derecho.”
(Caprilles, 2010: 150 – 151).
De esta manera, para la autora la perspectiva de la democracia electoral y la
perspectiva de la democracia liberal se construyen alrededor de la idea de un “ciudadano
vacío54”. Esta laguna dentro de estas perspectivas es la que motiva e impulsa el desarrollo
de una argumentación más rigurosa de la noción de ciudadano y de sujeto dentro de las
teorías de la democracia deliberativa, la cual plantea establecer las condiciones para la libre
deliberación pública. Sin embargo, Caprilles (2010: 151) encuentra que aún en estas teorías
existe un fuerte núcleo procedimentalista, sólo que en este caso en lugar de ubicar
54 Al contrario de lo que plantea Capriles (2010), la democracia electoral y la democracia liberal no se construyen alrededor de la idea de un ciudadano vacío, sino más bien de una serie de presupuestos asociados al sujeto que actúan como fundamentos inamovibles y subyacentes a estas teorías. Como se planteará más extensamente en el capítulo II, normativamente se presupone al ser humano como alguien que es moralmente bueno en tanto busque racionalmente la asociación y evite el conflicto, otorgándole al conflicto una carga moral negativa.
71
mecanismos para arbitrar intereses y poderes en conflicto se proponen mecanismos para
garantizar la razón pública, o el ejercicio libre de la deliberación moral por parte de los
ciudadanos y las instituciones. Esto tiene como consecuencia dos desplazamientos:
primero, se abandona el locus institucional y legal para instalarse en un locus moral que
desplaza la centralidad del derecho y se ubica en el plano de la autonomía moral, y
segundo, se desplaza el plano de la incertidumbre, de un ciudadano vacío a un ciudadano
“pleno”, que es autónomo y que puede en su razón “deliberante” cuestionar a su vez los
mismos principios que regulan su posibilidad de “deliberación” (Caprilles, 2010: 152 –
153):
“[…] hay, también, una pretensión de superar la tensión apuntada entre
soberanía popular y limitación del poder: este ciudadano pleno conformaría
un demos autorregulado, por así decirlo, compuesto por legisladores
imparciales, que dirimirían sus diferencias sobre la base de una lógica
comunicativa consistente y dependiente de un marco de libertades que se da
por hecho, pero en el que también cabría, eventualmente, la reevaluación del
principio constitucional de limitación del poder, con lo que se pondría en
peligro la deliberación misma.” (Caprilles, 2010: 153).
Ahora bien, aunque parece ser que la autora transita hacia un cuestionamiento que
refleja el carácter contingente de la democracia, no sólo como fenómeno político sino como
concepto, ésta se queda en una reflexión que no trasciende la idea de un ciudadano racional
que efectúa decisiones que a su juicio, retomando a Verba, en algunos casos son
inconsistentes (Caprilles, 2010: 154). Esto tiene por consecuencia que un planteamiento
interesante y provocador, como puede ser plantear a la democracia como el reino de la
incertidumbre (Caprilles, 2010: 155), se diluya al enfatizar la presencia de la incertidumbre
en los resultados de las prácticas democráticas, no en su conceptualización ni en sus
contenidos.
En síntesis, si bien ya parece existir una reflexión a lo interno de la democracia
liberal – procedimental acerca de la inconsistencia propia del modelo, todavía se toma a la
razón55 y la ley como elementos indispensables para el mantenimiento del orden político,
55 Se entiende a la razón como un concepto ampliado que contempla la racionalidad científica y la racionalidad instrumental. Tal como se planteó anteriormente, este modelo supone que el ser humano sopesa sus decisiones con base en un esquema medios-fines, bajo el supuesto de una razón ilustrada o científica.
72
ubicando a éstas como su fundamento último; con lo cual se establece una causalidad que
dicta que la ausencia del respeto a las libertades y a los procedimientos, se traduciría en el
caos que llevaría a la democracia a su fin.
Ahora bien, después de esta breve presentación histórico-conceptual de la
democracia liberal-procedimental, se puede entender por qué la reflexión desde esta
perspectiva se ubica como uno de los principales interlocutores para el pensamiento
posfundacional de la democracia, ya que éste último encuentra que la capacidad explicativa
de esta vertiente analítica es insuficiente en un mundo que define como contingente. Por
esta razón se realizó un recorrido histórico-conceptual, porque revela que aspirar a
encontrar un modelo teórico que pueda dotar de un marco omnicomprensivo a la
complejidad fenoménica del mundo es una tarea imposible.
Esto se observa desde los planteamientos de Platón y Aristóteles. Para ellos el
problema de la democracia era el ruido que insertaba dentro del orden político, un ruido que
proviene desde lo popular, desde aquellos sectores que no tenían la virtud para tener alguna
influencia en la toma de decisiones, pero que tenían el derecho y la libertad para expresarse.
Lo popular introduce el desorden, la contingencia, el azar, por eso se desprecia. Esto se
oponía rotundamente a su idea de una sociedad ordenada en la cual el conflicto fuera
minimizado al máximo. Sin embargo, la imposibilidad de generar una teoría que contuviera
el desorden originó incongruencias dentro de sus aparatos teóricos, la libertad se ubicó
como aquello que actúa como condición de posibilidad de la democracia pero a la vez era
su condición de caída. Por esta razón ninguno de los dos grandes exponentes del
pensamiento político griego se declaró partidario de la democracia, les parecía un modelo
defectuoso o degradado dentro de las formas de gobierno.
Hobbes y Locke también encontraban problemas cuando confrontaban la idea de la
libertad con un posible orden político. El exceso de libertad conlleva a la guerra, a la
destrucción, a la pérdida. Al igual que en los griegos, Hobbes observaba al lazo social,
político y religioso como problemático, con lo cual, la solución fue insertar la posibilidad
de minimizar ese daño a partir de su anticipación. Era necesario establecer un marco
mínimo de convivencia racional que restara libertad a través de mecanismos externos que
inhibieran el uso del poder y de la libertad. El Estado hobbesiano se basó en una lógica del
intercambio, ya que si se parte del supuesto de que las relaciones sociales, políticas y
73
religiosas son peligrosas para el individuo, la única razón por la cual, individuos racionales
renuncian a su libertad y poder es porque racionalmente creen que el intercambio con el
Estado les otorgaría más beneficios que pérdidas. La razón se posicionó como un principio
moral.
Sin embargo, la razón no era suficiente, se tenían que generar mecanismos de
coacción para evitar la trasgresión del consenso (consentimiento). Si bien la forma en cómo
se planteó el tema del consentimiento en Hobbes y en Locke es diferente, la base sobre la
cual trabajan es la misma, cómo controlar a las personas que actúan en “contra” de la razón.
Ese poder de control y autoridad que en Hobbes era el soberano absoluto, para Locke era el
gobierno de las leyes legitimado por el criterio de mayoría. Sin embargo, en uno y en otro
el desprecio hacia lo popular se mantuvo, a pesar del énfasis en la razón como aquella que
podía controlar esta volatilidad de las pasiones humanas.
Locke transfirió la idea del intercambio de protección por obediencia hacia una idea
del contrato social que combinara el poder monárquico con un parlamento, con soberanía
popular y el derecho colectivo e individual a la resistencia, con lo cual insertó la
controversia acerca del origen, la extensión y los límites de estas formas de poder. Por lo
tanto, si para Hobbes la razón era sólo refrendada una vez que se instalaba dentro del
Estado como una razón política y moral, en Locke la razón está instalada desde el estado de
naturaleza como una razón moral. Sin embargo, nuevamente emerge la contradicción
interna del argumento, si la razón está instalada desde el estado de naturaleza ¿por qué se
precipita al estado de guerra? De esta manera, Locke implícitamente introdujo el
cuestionamiento acerca de si la razón sólo actúa en términos moralmente correctos, ya que
si algunos seres humanos pueden actuar con premeditación y precipitar la caída del estado
de naturaleza, estos también están haciendo uso de la razón, con lo que se constatan dos
tipos de racionalidad distintas.
Esta imposibilidad de generar un marco explicativo total que pueda explicar y
abarcar la complejidad de las relaciones humanas tiene por consecuencia que en la
búsqueda de cierres parciales a la teoría, los diversos autores analizados presenten
soluciones diversas al problema de la libertad y el orden. Por un lado se puede despreciar a
la democracia como forma de gobierno, como lo hicieron Platón o Aristóteles, o en el otro,
obviar su debate como lo hicieron Hobbes y Locke, dirigiendo su mirada hacia otras
74
maneras de contrarrestar ese impulso centrífugo de la libertad. Hobbes propone la cesión de
derechos (libertades) al soberano, en un intercambio entre obediencia y seguridad; mientras
que Locke propone un gobierno de leyes legitimado por el criterio de mayoría. Sin
embargo, ninguna de estas soluciones ha probado poder controlar de forma total la
contingencia a la que se enfrentan las sociedades humanas.
La democracia liberal-procedimental es heredera de este debate, ya que refleja en su
interior las huellas de las racionalidades políticas que la precedieron, sea distanciándose de
ellas o llevando en sus espaldas viejos prejuicios acerca de lo que significa el demos. La
razón y la ley siguen ubicadas como los fundamentos centrales de este modelo, sin que sus
defensores logren cuestionar sus alcances o limitaciones. Se da por sentado que sin estos
dos elementos la democracia liberal-procedimental no funcionaría. Sin embargo, desde esta
investigación se cuestiona la centralidad que tienen estos fundamentos dentro del concepto
de democracia. Parece ser que la inclusión del ser humano dentro del conocimiento sirvió
solamente para definirlo como un sujeto que toma sus decisiones a partir de una
racionalidad ilustrada, orientada a fines y utilitarista. No se discute acerca de cómo las
libertades son producidas ni cuáles son las contrapartes de esas libertades. Para entender lo
anterior, se hace necesario transitar hacia la teoría posfundacionalista, objetivo que será
tratado en el próximo capítulo.
Plantear el mundo desde la contingencia, implica plantear que no existe un
fundamento o referente último que sea capaz de brindar o garantizar las certezas absolutas
acerca de la verdad, el ser y el conocimiento de lo real, y por ende, se cuestiona la
“autotransparencia” de la sociedad (Arditti, 1991: 106). El cuestionar el estatuto de lo
social también implica cuestionar la posibilidad de que una determinada corriente teórica
pueda dar cuenta de éste de manera totalizadora, pretensión que parece estar en los modelos
de la democracia liberal – procedimental. Con base en esto, desde la teoría
posfundacionalista la aproximación teórica que ubica a la democracia liberal –
procedimental como el modelo más efectivo de organización política es insuficiente, ya que
considera que esta vertiente se concentra demasiado en el procedimiento y descuida el
estudio de los fundamentos múltiples de la organización de lo político y su impacto en la
forma en que se conceptualiza a la democracia.
75
Al desfondar el fundamento, se deja de lado dos problemas metafísicos
tradicionales: la búsqueda de los ‘orígenes’ (el alfa del ser) y la creencia en explicaciones
‘teleológicas’ (el omega del ser) (Arditti, 1991: 164). Para esta vertiente teórica, al ingresar
a la modernidad la sociedad se enfrentó con la indeterminación radical (Lefort, 1990: 188 –
189), con lo cual la sociedad en sí misma no puede clausurarse en un todo explicado y
explicativo que pueda dar razón de un origen o un de un final previsto.
Al partir del supuesto de que existe una imposibilidad de clausura de lo social,
también se asume que lo social en sí no es unitario y por ende se caracteriza por la
diferencia, que a su vez es contingente y responde a contextos específicos. Ningún
fenómeno social se puede pensar como unitario o idéntico a otro, sino que se piensan como
una construcción compleja carente de valor, identidad o forma de unidad a priori, que se va
forjando en el entramado social (Arditti, 1991: 139).
76
CAPÍTULO II
EL PENSAMIENTO POSFUNDACIONAL
FUNDAMENTOS TEÓRICOS Y PRINCIPALES POSTULADOS
La recepción de las corrientes post- (posmodernismo, postestructuralismo) dentro de
la comunidad filosófica no ha estado exenta de amplias discusiones y a su vez de
malinterpretaciones. La falta de consenso en torno a cuales son los fundamentos teóricos y
sus principales postulados, origina por un lado que su recepción sea tomada a la ligera por
algunos y algunas de sus simpatizantes, que encuentran llamativo el tono de sospecha y de
crítica radical sin detenerse a realizar un análisis de sus categorías conceptuales y cómo
éstas se pueden aplicar en determinados problemas teóricos o empíricos; mientras que por
otro lado, sus detractores se enfrascan a caricaturizar o minimizar sus aportes sin realizar
una evaluación sistemática de sus conceptos.
Esta poca profundidad en la crítica lleva con frecuencia a que se establezcan
afirmaciones precipitadas que pretenden criticar los presupuestos o fundamentos teóricos de
las corrientes post-. Un ejemplo de lo anterior, es la crítica que realiza Mejía Quintana
(2004: 21) al postestructuralismo, argumentando que su horizonte de reflexión se encuentra
en la asunción de los presupuestos de Nietzsche y Heidegger y en la reivindicación del
modelo de política premoderna, lo cual tiene por consecuencia la relativización de toda
resistencia y la descalificación de la modernidad y el humanismo jurídico, con lo cual
termina definiendo al movimiento postestructuralista como uno caracterizado por una “…
denuncia estéril sin estrategias de proyección propositivas y edificantes” (Mejía Quintana,
2004: 26).
Sin embargo, lo que pareciera estar en el núcleo de las críticas en contra de las
corrientes post- es el supuesto abandono de las propuestas kantianas – rousseuanianas
respecto a la idea del contrato social y de la República, consideradas como ideas regulativas
de la razón (Mejía Quintana, 2004: 26 – 27). De esta manera, cuando desde las corrientes
post- se cuestiona la Ilustración, la modernidad y la “Razón”, con base en el argumento de
que la “Razón” responde a una configuración específica de sujeto que agrupa las
características de ser autónomo, implícitamente masculino y neutral, con un “sí mismo
trascendental” sin contexto, capaz de determinar la verdad; asociado con una forma de
77
verdad que tiene especificaciones ontológicas (Poster, 1989: 5), la respuesta que se obtiene
es que estas corrientes son movimientos “anti-ilustrados”.
No obstante, es necesario contrastar estas afirmaciones a partir del análisis
sistemático de los aportes teóricos que pertenecen a estas corrientes, para de esta manera,
observar si en efecto estas teorías son movimientos “anti-ilustrados” que reniegan de la
herencia kantiana y del pensamiento jurídico – político moderno: “[…] lo llevan a una
reivindicación de valores que se creían exclusivamente referidos a sociedades premodernas,
cayendo así en posiciones relativistas, escépticas y nihilistas que no permiten ningún
reconocimiento de las posibilidades emancipatorias – por imposibles que parezcan – en el
pensamiento jurídico – político moderno.” (Mejía Quintana, 2004: 27).
Aunado a lo anterior, las críticas a la democracia que se realizan desde las corrientes
post- se reciben por ciertos autores como ataques directos a la idea de modernidad y a la
democracia como sistema de gobierno, como es el caso de Tovar (2004: 163 – 164), que
califica estos cuestionamientos como antimodernos o antidemocráticos. Asimismo,
proponer como objetivo cuestionar los fundamentos del pensamiento moderno, empresa
nada despreciable, se recibe como un método de indagación y sospecha permanente que no
da credibilidad a nada, que piensa al sujeto como “…algo por completo carente de voluntad
y libertad, preso de una serie de constricciones invisibles” (Tovar, 2004: 170-171). Esta
intención de fijar a las corrientes post- como aquellas que atentan en contra de la razón
tiene por resultado que algunas de sus críticas se desestimen por falta de profundidad: es
difícil otorgar el estatus de una crítica conceptual a la afirmación de que cualquier crítica a
la democracia es “… en sí misma peligrosa porque destruye aquello que la modernidad ha
logrado construir a través de un largo proceso de ensayo y error.” (Tovar, 2004: 209).
Otra consecuencia derivada de esta falta de consenso teórico, es que los y las
autoras intentan ubicar a pensadores en una u otra corriente, sea posmodernismo o
postestructuralismo, en un intento de mostrar cuáles serían sus principales exponentes, sin
realizar tampoco un análisis exhaustivo del manejo de las categorías de cada uno de ellos y
su propia posición con respecto a la inscripción en una u otra corriente de pensamiento.
El problema es que cada una de estas definiciones acarrea problemas teóricos y
conceptuales particulares, principalmente por la carga histórica-conceptual que subyace a lo
interno de cada categoría, que parecen ser olvidada cuando se les utiliza como sinónimos.
78
Si bien estas corrientes de pensamiento comparten el rechazo a las tradiciones herederas del
platonismo, las cuales defienden la idea de que existe una esencia, un fundamento o un
centro que explique de forma última los fenómenos, la forma en cómo organizan su crítica
y su modelo de pensamiento difiere entre sí, y esto se puede constatar a través del análisis
de sus principales presupuestos. Tal como lo plantea Butler (1992: 5), la intención de
colonizar y domesticar estas teorías bajo el signo de lo mismo, de agruparlas sintéticamente
bajo una misma rúbrica, es simplemente una negación de explorar la especificidad de estas
posiciones, es una excusa para no leer.
De acuerdo con Gianni Vattimo (2000: 15), se acuña el concepto de posmodernidad
porque se considera que en algunos de sus aspectos esenciales, la modernidad ha concluido.
Vattimo (2000: 15) define la modernidad como la época donde el hecho de ser moderno era
un valor determinante. Esto estaba asociado con una concepción de la historia como
unitaria, como aquella que siempre se orienta hacia el progreso. Por esta razón, es que
Vattimo (2000: 16) plantea que la modernidad se acaba cuando deja de ser posible referirse
a la historia como algo unitario. Observar a la historia desde la modernidad, suponía la
existencia de un centro a cuyo alrededor se reunieran y ordenaran los acontecimientos,
mientras que desde el posmodernismo la disolución de la historia implica plantear que no
hay una historia única, lo que hay son imágenes del pasado propuestas desde diversos
puntos de vista, con lo cual es ilusorio pensar que exista un punto de vista supremo,
comprensivo, capaz de unificar todos los restantes. Para los autores que se ubican dentro de
esta corriente de pensamiento, no podría existir “la historia” que englobaría la historia del
arte, la literatura, las guerras, la sexualidad, entre otros. (Vattimo, 2000: 16-17). Por tanto,
el posmodernismo comienza cuando se cuestiona la capacidad de los “metarrelatos” de
poder explicar la emergencia de los particularismos, mismos que aparecen con el fin del
imperialismo y del colonialismo.
Aunado a lo anterior, para Vattimo (2000: 17) el advenimiento de la sociedad de la
comunicación ha contribuido a esta concepción de la disolución de la historia y del fin de la
modernidad. Por lo tanto, si por un lado tenemos el cuestionamiento que brindó la crisis del
colonialismo y el imperialismo europeos a la idea de una historia única, por otro lado, la
aparición de los medios de comunicación de masas, en particular el periódico, la radio y la
79
televisión56 han sido determinantes para la disolución de los puntos de vista centrales
(Vattimo, 2000: 18). La llamada “sociedad transparente” se convierte entonces en otro
rasgo posmoderno. Esta aceleración en la capacidad de comunicarse, esa capacidad de
multiplicar las narrativas que proviene de la aparición de un creciente número de sub-
culturas, es lo que para Vattimo (2000: 18) determina el tránsito de nuestra sociedad a la
posmodernidad.
El posmodernismo no sólo cuestiona la idea de una historia única, sino que también
cuestiona la idea misma de realidad. Para esta corriente de pensamiento, la intensificación
de las posibilidades de información sobre la realidad hace que definir ésta se vuelva cada
vez menos concebible (Vattimo, 2000: 19): “¿Cómo y dónde podríamos acceder a una tal
realidad «en-sí»? Realidad, para nosotros, es más bien el resultado del entrecruzarse, del
«contaminarse» (en el sentido latino) de las múltiples imágenes, interpretaciones y
reconstrucciones que compiten entre sí, o que, de cualquier manera, sin coordinación
«central» alguna, distribuyen los media.” (Vattimo, 2000: 20).
Sin embargo, esta tendencia a la relativización de las narrativas ha generado
polémica y rechazo por parte de los autores que se afilian al posfundacionalismo. Desde
esta perspectiva se critica que el posmodernismo se ha convertido en una suerte de
pluralismo donde todas las metanarrativas se han desvanecido en el aire, al contrario que en
el posfundacionalismo donde se acepta y se defiende la necesidad de algunos fundamentos
(Marchart, 2009: 29). Para entender esto, es necesario definir qué se entiende por
“fundacionalismo”57. De acuerdo a Marchart (2009: 26) el término “fundacionalismo”
denota aquellas teorías que suponen que la sociedad y/o la política se basan en principios
que son innegables e inmunes a la revisión, y que están localizados fuera de la sociedad y
de la política. En otras palabras, estos principios actúan como un centro supratemporal
fuera de la estructura. En el caso de las teorías que se ocupan de lo político y de lo social, lo
que se busca es un principio que funde la política desde afuera, por lo que es a través de
ese fundamento trascendente que se deriva el funcionamiento de la política (Marchart,
56 Es necesario recordar que cuando surge el posmodernismo como corriente de pensamiento, alrededor de la década de 1980 todavía no se había dado el auge del internet. Claro está, en este momento se debe de incorporar al internet como parte de esos medios de comunicación masiva que permiten la afluencia de los particularismos y el cuestionamiento hacia los universales. 57 Los fundamentos teóricos – conceptuales que sustentan al fundacionalismo serán explicadas con mayor profundidad a lo largo de este capítulo.
80
2009: 26). Ahora bien, esta crítica no implica asumir una postura “anti-fundacionalista”,
como lo sugieren algunos autores que parten de formular una crítica desde una concepción
dualista, en el cual establecen una oposición binaria entre fundacionalismo y
antifundacionalismo, aduciendo que éste último al negar la presencia de los fundamentos
erige en rigor un nuevo fundamento final, un tipo de “antifundamento” (Marchart, 2009:
26-27). Esta imposibilidad de pensar fuera de un marco binario de pensamiento, es un
efecto que indica que este paradigma fundacionalista es en gran medida hegemónico
(Marchart, 2009: 27), con lo cual cualquier crítica que se realice es reducida a ser
simplemente su antagonista.
Si parece ser que la teoría incesantemente está postulando fundamentos y establece
compromisos metafísicos implícitos sin reflexionar acerca de estos, incluso aunque trate de
protegerse frente a ellos, es porque los fundamentos funcionan como lo incuestionable e
indiscutible dentro de cada teoría. Estos fundamentos no se establecen a partir de la
exclusión de otros fundamentos, ya que si fueran tomados en cuenta expondrían a la
premisa fundacional su condición de contingencia. Incluso cuando se apele a que existe
alguna base universal que sustente un fundamento, esto implica que esa universalidad
solamente constituye una nueva dimensión de incuestionabilidad (Butler, 1992: 7).
Frente a lo anterior, Butler (1992: 8) plantea que esto no se soluciona simplemente
invocando un concepto más concreto e internamente diverso de “universalidad”, que sea
más sintético e inclusivo, porque esto se instalaría dentro de la misma noción fundacional
que se busca socavar. El objetivo no es articular una noción de universalidad
comprehensiva, porque eso implicaría crear una noción totalizadora que sólo puede ser
alcanzada a partir del establecimiento de exclusiones nuevas y adicionales; sino que el
término “universalidad” tendría que quedar abierto de forma permanente, continuamente
cuestionado, indefinidamente contingente, con el objetivo de no excluir lo que en el futuro
puede reclamar una inclusión.
Es por esta razón que el término posmodernismo no es un concepto pertinente para
entender la contingencia de lo social, ya que si el posmodernismo actúa como un signo
unificador contra el signo “moderno”, éste se instala en una posición binaria que sólo puede
ser negada o afirmada (Butler, 1992: 5). Esto implicaría la posibilidad de establecer un
límite entre lo moderno y lo posmoderno, un límite tajante que marcaría la diferencia entre
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ambos períodos, con lo cual no pueden escapar de la crítica que realizan al modernismo, ya
que al final para el posmodernismo también existe una versión de la historia como algo
único: “¿Se quiere trazar una partición? Todo límite no es quizá sino un corte
arbitrario en un conjunto indefinidamente móvil. ¿Se quiere recortar un período?
Pero, ¿se tiene acaso el derecho de establecer, en dos puntos del tiempo, rupturas
simétricas a fin de hacer a parecer entre ellas un sistema continuo y unitario?”
(Foucault, 1968: 57).
Ahora, si bien con el concepto de postestructuralismo también se abren discusiones
teórico-conceptuales que no son iguales a las del posmodernismo, si comparten esa crítica o
cuestionamiento a la idea de centro y la presencia de fundamentos inamovibles e
incuestionables. Con postestructuralismo se designa conjuntamente a diferentes
concepciones teóricas desarrolladas durante la década de 1960 en Francia, que tomando
como base los supuestos fundamentales de la teoría del lenguaje del estructuralismo, se
desmarcan o se distancian críticamente del mismo. Por lo tanto, no se puede pensar como
una ruptura con el estructuralismo, como parece sugerirlo el prefijo “post”, así como
tampoco es una reedición, sino que es un procesamiento y una radicalización del
pensamiento estructuralista (Moebius, 2012: 532).
El texto que marca la emergencia de este movimiento es la conferencia La
estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas dictada en 1967 por
Jacques Derrida, en el cual Derrida señala que el estudio de la estructuralidad de la
estructura ha sido descuidado por parte del estructuralismo. Para este autor, el
estructuralismo no ha podido evitar dotar a la estructura de un centro, de un punto de
presencia, de un origen fijo. Este centro tendría la función de orientar y equilibrar,
organizar la estructura, limitando su capacidad de juego. Si bien la presencia de este centro
orienta y organiza la coherencia del sistema, permitiendo el juego de los elementos a lo
interior de la forma, también (y este es el efecto que denuncia el postestructuralismo) cierra
el juego que él mismo abre y hace posible. El centro no puede ser sustituido por otros
contenidos, elementos o términos, ya que en el centro la permutación o la transformación
de los elementos está prohibida (Derrida, 1967: 383-384).
82
De esta postura estructuralista se desprenden varios efectos58. El primero, es la
pretensión universalizante y totalizadora de la estructura, que tiene por efecto que se
descuiden las relaciones de poder y el contexto cultural sobre el cual se desarrolla la
estructura. El segundo, es que frente al planteamiento de que el sujeto está determinado por
la estructura, se denuncia que el estructuralismo clausura al sujeto, dejándolo sin agencia y
sin posibilidad de escapar a la misma. Finalmente, en tercer lugar, el respeto a la
originalidad interna de la estructura obliga a neutralizar el tiempo y la historia (Moebius,
2012: 530-532). Tal como lo plantea Derrida (1967: 399): “Por ejemplo, la aparición de una
nueva estructura, de un sistema original, se produce siempre —y es esa la condición misma
de su especificidad estructural— por medio de una ruptura con su pasado, su origen y su
causa. Así, no se puede describir la propiedad de la organización estructural a no ser
dejando de tener en cuenta, en el momento mismo de esa descripción, sus condiciones
pasadas: omitiendo plantear el problema del paso de una estructura a otra, poniendo entre
paréntesis la historia.”
Como se puede observar, el desplazamiento que introduce el postestructuralismo no
es una ruptura con el estructuralismo, sino que es una radicalización de su planteamiento.
Permite diferenciarlo del posmodernismo, en tanto no acusa un “cambio de época”, ni
tampoco se ubica como un defensor del relativismo, sino que profundiza el estudio de la
estructura insertando la posibilidad de los fundamentos contingentes, del sujeto como
agente y de la historia como algo que enmarca el juego de la estructura. Por esta razón es
que se puede considerar al postestructuralismo como una expresión revisada del
planteamiento teórico del posfundacionalismo.
Ahora bien, frente a la pregunta obligada de por qué escoger ubicarse dentro del
posfundacionalismo y no en el postestructuralismo, sabiendo que tienen presupuestos
centrales en común, se responde por el hecho de que el posfundacionalismo procura
encontrar su línea argumentativa en una historia conceptual que trasciende las fronteras
abiertas por el estructuralismo. El debate que expone el posfundacionalismo se construye
respecto de los presupuestos de la filosofía “tradicional”, heredera de los postulados
platónicos replicados por Descartes. Se ubica en contra de esa filosofía que se organiza
58 El debate entre el estructuralismo y el postestructuralismo aparece desarrollado con más amplitud unas páginas más adelante, por lo que en este punto sólo se enunciarán sus principales características.
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alrededor de la metafísica de la plena presencia, esa que procura establecer enunciados
universales, ahistóricos y absolutos.
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LA VERDAD Y LA CERTEZA
El pensamiento posfundacional se opone a la “lógica del fundamento” que se
desarrolló a partir de Platón y su planteamiento en el Mito de la Caverna (La República), en
la cual se establece un modelo topográfico de la verdad basado en el dualismo
esencia/apariencia (Arditi, 1991: 105); mismo que posteriormente fue retomado y
desarrollado como método por Descartes (1637/1995) para la obtención de certezas
absolutas. Se puede sintetizar su premisa central en el Principio de Tales, en el cual se
afirma que existe un orden subyacente detrás de la aparente diversidad empírica del mundo.
Esta apuesta por conocer y llegar a acceder a la verdad absoluta del mundo se volvió la
tarea fundamental de la filosofía anterior y posterior a Platón. Se instaló de esta manera una
forma particular de obtener el conocimiento que sostenía la creencia de poder plantear
enunciados universales y absolutamente correctos.
Para Arditi (1991: 142), en el Mito de la Caverna se pueden reconocer cuatro
metáforas importantes: la primera, la vida en la caverna es el mundo de las apariencias
engañosas, de la Doxa o el conocimiento del sentido común, la segunda, el exterior
luminoso es lo real, donde las pruebas están basadas no en la apariencia sino en la esencia;
tercero, el prisionero es el filósofo que busca y accede a la verdad; y cuarto, el prisionero
que escapa y porta la verdad comparte ésta con otros seres humanos para emanciparlos de
sus cadenas. Esto tiene por efecto la introducción de una distinción valorativa entre dos
niveles del proceso del conocimiento: apariencia/esencia, oscuridad/luminosidad,
doxa/filosofía, prisionero/filósofo, caverna/verdadera realidad. El primer nivel designa lo
superficial en contraposición a un segundo nivel que sería el nivel profundo, el de las
esencias, que sería valorado positivamente: “…el del verdadero ser que está libre de las
engañosas cadenas de la doxa.” (Arditi, 1991: 143).
En esta misma línea de análisis, Deleuze (1989: 255) plantea que en términos
generales se puede encontrar el motivo de la teoría de las Ideas en una voluntad de
seleccionar, de escoger. De esta manera se produce la diferencia, ya que se puede distinguir
entre la “cosa” misma y sus imágenes, el original y la copia, el modelo y el simulacro. Sin
embargo, con base en el análisis del Mito de la circulación de las almas en el Fedro y el
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Mito de los tiempos arcaicos en El político, Deleuze (1989: 256) encuentra que la
producción de la diferencia no es el objetivo último de la propuesta de Platón, sino que la
finalidad de la división sería realizar una selección de linajes que permita distinguir entre lo
puro y lo impuro, entre lo auténtico y lo inauténtico: “El platonismo es la Odisea filosófica;
la dialéctica platónica no es una dialéctica de la contradicción ni de la contrariedad, sino
una dialéctica de la rivalidad (amphisbetesis), una dialéctica de los rivales o de los
pretendientes: la esencia de la división no aparece a lo ancho, en la determinación de las
especies de un género, sino en profundidad, en la selección del linaje. Seleccionar las
pretensiones, distinguir el verdadero pretendiente de los falsos.” (Deleuze, 1989: 256).
Por consiguiente, el objetivo no es la especificación del concepto, sino la
autentificación de la Idea a partir de un fundamento – prueba según el cual pueden ser
juzgados los pretendientes y su pretensión medida (Deleuze, 1989: 257). Por consiguiente,
Deleuze plantea que la primera interpretación del motivo de la teoría de las Ideas no es
válida, ya que ésta no procura solamente distinguir la esencia y la apariencia, lo inteligible
y lo sensible, la Idea y la imagen, el original y la copia, el modelo y el simulacro, sino que,
debido al carácter inteligible de las Ideas, la distinción se desplaza entre dos tipos de
imágenes. Por un lado, se encontrarían las copias, pretendientes bien fundados que están
garantizadas por la semejanza, mientras que por otro lado, se encontrarían los falsos
pretendientes, que están construidos sobre la diferencia y poseen una perversión y una
desviación esenciales (Deleuze, 1989: 258).
Se puede observar cómo se instala una forma particular de acceder al conocimiento
que condena lo disímil a favor de una lectura de las cosas semejantes a la Idea. Como lo
plantea Deleuze (1989: 258), Platón a través de la gran dualidad manifiesta entre la Idea y
la imagen o apariencia, lo que pretende es asegurar la distinción latente entre los dos tipos
de imágenes, las buenas y las malas. Las buenas imágenes (copias o íconos) se caracterizan
por estar dotadas de semejanza, pero no de una cosa a otra, sino entre la cosa y la Idea, ya
que la Idea es la que comprende las relaciones y proporciones constitutivas de la esencia
interna. El punto problemático de la propuesta de Platón emerge en este punto, ¿quién o
cómo puede afirmar que la cosa se parece a la Idea, si la Idea no puede ser aprehendida por
86
lo sensible?59 Por esta razón Deleuze (1989: 258) plantea que la semejanza es la medida de
una pretensión: “…la copia no se parece verdaderamente a algo más que en la medida en
que se parece a la Idea de la cosa.”
Por otro lado, las malas imágenes (los simulacros) se desechan por ser una
pretensión no fundada que no pasa por la Idea, que recubre una desemejanza como un
desequilibrio interno (Deleuze, 1989: 258). El simulacro es una copia de una copia, es un
ícono infinitamente degradado, con lo cual, la copia es una imagen dotada por semejanza y
el simulacro es una imagen sin semejanza (Deleuze, 1989: 259). Distinguir entre estas dos
imágenes implica ocupar una posición de un verdadero saber, ya que la copia se puede
considerar semejante en tanto reproduce el modelo de la Idea, es una verdadera
reproducción que está reglamentada por las relaciones y proporciones constitutivas de la
esencia, mientras que el simulacro designaría una imagen que no es productiva (Deleuze,
1989: 259). El simulacro no es productivo para Platón en el entendido de que éste
comprende grandes dimensiones, profundidades y distancias que el observador no puede
dominar (Deleuze, 1989: 259 – 260). Por lo tanto, Platón rechaza esta imagen falsa porque
conlleva un cuestionamiento del efecto que tiene la posición del observador, y si esto se
contempla, implicaría aceptar la propuesta sofista de que no existe un conocimiento
absoluto o último: “El simulacro incluye en sí el punto de vista diferencial; el observador
forma parte del propio simulacro, que se transforma y se deforma con su punto de vista.”
(Deleuze, 1989: 260)60.
Esta reticencia del modelo platónico de las ideas a la diferencia es interpretado por
Deleuze (1989: 260) como una forma de imponer un límite al devenir de las cosas que
introduce la diferencia dentro de lo mismo, en una voluntad de hacerlo semejante,
rechazando cualquier indicio que haga sospechar de este modelo: “El platonismo funda así
todo el ámbito que la filosofía reconocerá como suyo: el ámbito de la representación lleno
59 “Por eso, al igual que Deleuze, Foucault se pregunta: ¿cómo distingue Platón entre los falsos pretendientes (los que sólo simulan serlo) al verdadero que permanece puro, idéntico, sin mezcla, incontaminado por la diferencia?” (Arditi, 1991: 149). 60 “Esta es precisamente la razón por la cual el simulacro no puede ser considerado meramente como una ‘mala copia’, como una copia de algo que ya es una copia, como una copia degradada. El simulacro es peligroso porque interioriza la diferencia, es una verdadera perversión de la Idea: un simulacro es una imagen carente de semejanza, es una falsa apariencia. Se puede decir que la relación entre la copia icónica y el simulacro es una relación entre algo que todavía está en el terreno de lo Mismo (a través de la similitud con la Idea) y algo que ya ha ingresado en el dominio de lo Otro, del simulacro como falsa apariencia (a través de la discontinuidad significada por la diferencia).” (Arditi, 1991: 149).
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de copias-íconos, y definido no en relación extrínseca a un objeto sino en relación
intrínseca al modelo o fundamento.” (Deleuze, 1989: 260).
Por consiguiente, el ‘día del ser’ está constituido por las esencias, territorio en el
que la ‘auténtica filosofía’ debe moverse. La tarea de esta filosofía consistiría entonces en
la extracción o exhibición de una verdad que tendría un carácter absoluto e intemporal, ya
que la verdad del ser no es producida sino re-producida o re-presentada, otorgando el
estatuto de verdadero conocimiento al que posea la categoría de representación legítima de
una esencia fijada a priori (Arditi, 1991: 143). De ahí en adelante, por lo menos hasta
Nietzsche, la creencia en que existe un mundo oculto que puede ser develado bajo leyes
universales y absolutas fue el modelo legítimo de producción de conocimiento, antes,
cualquier cuestionamiento hacia ese orden de las cosas podría ser calificado de poco
científico o poco riguroso.
El proyecto de Platón y el Principio de Tales se complementan así profundamente:
la Idea se constituye como algo con una Identidad fija, superior y estable, que opera a modo
de referente para construir los íconos que habitan el orden de lo semejante: “La idea y sus
íconos, el simulacro y las apariencias se relacionan entre sí exactamente como el orden y la
diversidad se vinculan con el Principio de Tales.” (Arditi, 1991: 150)61.
Ahora, si bien este proyecto de la potencia de la representación fue esbozado por
Platón, proyecto bajo el cual se dibujan los límites que debiera tener para excluir lo que
viniese a alterar sus límites; es con Aristóteles que este proyecto se despliega y cubre todo
el dominio que va desde los más altos géneros a las especies más pequeñas, tomando
entonces un sesgo tradicional que no tenía anteriormente (Deleuze, 1989: 260).
Como se puede apreciar, el privilegio que tomó la noción de semejanza frente a la
diferencia generó una epistemología que a través de generar sistemas de pensamiento que
privilegiaban lo semejante descartó otras posibles vías para comprender los fenómenos del
mundo. Tal como lo plantea Foucault (1992: 11) “…en toda sociedad la producción del
discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de
61 Este tipo de pensamiento se refleja en La República a través del planteamiento del filósofo-rey o de los guardianes como los únicos que pueden dirigir al Estado a la virtud, porque son los únicos que pueden aprehender la Idea y desechar los simulacros. Son los únicos que pueden establecer un orden y armonía entre los habitantes de la polis.
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procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el
acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad.”
Sin embargo, tampoco se puede plantear que todos los efectos de esta forma de
concebir al mundo hayan sido negativos, ya que contribuyó a la generación de
clasificaciones, sistemas y jerarquías que permitieron avanzar más en la comprensión del
mundo. Solamente, lo que se quiere señalar acá, es un cuestionamiento acerca del por qué
está visión platónica se posiciona como la preponderante a pesar de que los sofistas habían
introducido dentro del debate el cuestionamiento hacia la verdad absoluta o el fundamento
último de las cosas, ya que ni la metafísica medieval, o el racionalismo de la Ilustración, o
el positivismo del siglo XIX pusieron en duda la validez de este principio: todos ellos
supusieron que existía un significado esencial que eventualmente sería descubierto (Arditi,
1991: 140). Como se verá posteriormente, esto tiene que ver con un deseo por alcanzar la
certeza, por detener el movimiento de las cosas que escapa a nuestra comprensión. Este
deseo se expresa en la búsqueda incesante de realizar cierres imaginarios o totalizantes que
permitan dotar de sentido a la multiplicidad de acontecimientos, eventos o fenómenos que
caracterizan nuestra existencia.
Este afán fue el mismo que impulsó a Descartes a continuar este proyecto platónico
en su célebre escrito El discurso del método (1637/1995). Descartes criticaba la filosofía
aristotélica por sostenerse o basarse en la lógica del silogismo, con lo cual pensaba que no
se podía innovar en el conocimiento. Su propuesta, por lo tanto, fue presentar un conjunto
de reglas fijas bajo las cuáles se podía descubrir la verdad. En ese sentido, Descombes
(citado por Arditi, 1991: 131) apunta que la influencia de Descartes trasciende la tradición
racionalista que inauguró, al punto de que esta búsqueda de la verdad con carácter de
certeza absoluta marcó el nacimiento de la filosofía moderna.
De acuerdo a Arditi (1991: 132) la proposición cartesiana ‘pienso, luego existo’ se
constituyó en algo más que un punto nodal en su reflexión, adquirió un estatus de necesidad
absoluta en todo intento por fundamentar la verdad. A pesar de que Descartes dota a su
proposición de una positividad absoluta, verdadera e indiscutible, la aplicación del
principio de la duda metodológica tuvo por consecuencia la necesidad de buscar algún
fundamento que protegiera su propio razonamiento, ya que Descartes tenía claro que no
existía nada que asegurara que decía la verdad (Arditi, 1991: 133). De esta manera, así
89
como Platón pensaba que existía una esfera trascendental ajena al ser humano en el mundo
de las Ideas; frente a la evidencia de su imperfección, Descartes introduce la figura de Dios
como recurso trascendente que permitiría escapar a esa contradicción: “Y es aquí donde la
problemática cartesiana requiere una atención especial, pues su argumentación se articula
alrededor de una serie de ideas: la presencia de un sujeto cognoscente, que es un dato antes
que una construcción; la existencia de un hiato entre los irreductibles mundos del
pensamiento y de la extensión; y la intervención de una premisa ad hoc para subsanar la
aparente contradicción entre la idea de seres imperfectos y la posibilidad de una verdad
absoluta: la existencia de Dios aparece así como recurso transcendente (extrasocial y
transhistórico) que garantizaría la correspondencia entre esos mundos.” (Arditi, 1991: 133 –
134).
Nuevamente, detrás de esta propuesta epistemológica y metodológica se presenta
una determinada forma de concebir al mundo, al sujeto, al conocimiento y la ‘objetividad’,
con lo cual se instaura una ontología determinada de la razón (Arditi, 1991: 130). Arditi
(1991: 131) profundiza en este argumento citando el artículo de Edgar Morin “La razón
desnacionalizada”, en el que el autor desprende tres premisas centrales de esta concepción
de la razón62. La primera de estas, es que se instaura la idea de que las ‘cosas’ tienen un
orden ya dado por la naturaleza, la cual se concibe en esencia como transhistórica y
extrasocial. La segunda premisa es que aunque la mirada precientífica no lo perciba, estas
‘cosas’ estarían organizadas en un orden fijo, por lo que es posible encontrar una vía para
comprender este orden y ‘descubrir’ sus leyes, conociendo de forma exhaustiva esa verdad
oculta, esencial e inmutable. Finalmente, la tercera premisa derivada de las anteriores
postula que en virtud de este carácter fijo del orden de las cosas, es posible pensar la verdad
de éstas como algo que es indivisible e inequívoco a la vez (Arditi, 1991: 131).
Esta forma de concebir al mundo y la forma de aproximarse a él contiene en sí
profundos elementos restrictivos para el pensamiento. Como se puede observar, no
solamente se desechan a priori posibles mecanismos, vías, aproximaciones o
cuestionamientos ajenos al orden dominante, sino que además se inserta una idea del sujeto
como ente racional que puede desprenderse de cualquier afecto o pasión en la búsqueda por
62 Morin, E. (1987-1988). La razón desnacionalizada. Letra Internacional, 8. Madrid.
90
la verdad absoluta, en otras palabras, se excluye la interpretación del proceso de generación
de conocimiento.
La epistemología racionalista científica se impone como forma legítima de generar
conocimiento e introduce dos tareas básicas sin las cuales ésta no tendría legitimidad. La
primera es captar lo real en el pensamiento (la esencia de lo real), garantizando que
efectivamente exista una correspondencia entre lo real y el conocimiento de éste. La
segunda tarea es la salvaguarda de la verdad, ya que si se parte de que existe sólo una
verdad/esencia para cada ‘cosa’, se debe asumir que sólo existe una sola realidad
verdadera frente a la cual se presentan otros conocimientos que pretenden serlo63: “En
pocas palabras, la epistemología debe asumir el papel de gendarme de la verdad, de
rastrear, descubrir y denunciar lo inauténtico, la falsedad de lo aparente, porque, si bien es
cierto que la verdadera y luminosa realidad es concebida como un afuera vis-a-vis la
caverna del prisionero, no debe olvidarse que la caverna está adentro del mundo real; el
mundo luminoso de Platón es la morada de espacios de opacidad.” (Arditi, 1991: 143).
Finalmente, esta filosofía racionalista que tiene por objetivo descubrir esta
estructura unitaria oculta, que busca garantizar que las posibilidades de conocimiento a
través de sistemas conceptuales que establecen una relación de mimesis con lo real,
sistemas que representan o reproducen la estructura profunda del mundo, también incita a
reivindicar una organización jerárquica de estos sistemas de conocimiento, a través de un
principio de abarcabilidad: la teoría que pueda explicar una mayor cantidad de fenómenos
toma un lugar preponderante dentro del saber (Arditi, 1991: 144).
Lo que emerge acá es una teoría del conocimiento que en sí encierra una
circularidad, ya que parece establecerse de antemano las reglas o formas bajo las cuales el
conocimiento se considera legítimo, con lo cual, ningún otro conocimiento puede devenir
sin ser considerado erróneo o fuera de lugar. Ahora bien, cumplir con las condiciones de
legitimidad asociadas a estos modelos (Platón y Descartes), fue el objetivo principal de la
filosofía hasta finales del siglo XIX, hasta que fue cuestionada a partir del trabajo de
Friedrich Nietzsche.
63 En este punto se observa lo que Deleuze destaca acerca del objetivo de la teoría platónica de las ideas: distinguir entre los buenos y los malos pretendientes.
91
EL MUNDO COMO DEVENIR
El cuestionamiento de Nietzsche hacia el ‘ser’, la moral, la verdad y la tradición
racionalista tuvo como efectos el cuestionamiento de las creencias en el carácter
omnicomprensivo y universal de la ciencia y la razón (Arditi, 1991: 135), proponiendo lo
que Fink (1979: 191) denomina una ontología negativa de la cosa64.
Para entender esto, es necesario detenerse en los argumentos de Nietzsche y su
reticencia a concebir a las ‘cosas’ de la forma en que la filosofía tradicional lo había
realizado hasta el momento. Nietzsche (1885-1889/2006: 102) cuestiona de forma tajante el
estatus que la filosofía le había otorgado a la cosa: “…una cosa no tiene propiedades, es
decir, no hay cosa sin otras cosas, es decir, no hay una ‘cosa en sí’.”
Para Nietzsche, la creencia platónica que también se expresa en Descartes de que
puede existir algo ‘oculto’ a los sentidos y que puede ser descubierto a través de la Razón
es una hipótesis completamente ociosa, ya que presupondría que el interpretar y el ser-
subjetivo del que interpreta no es esencial, en tanto supone que una cosa desligada de todas
sus relaciones seguiría siendo una cosa (Nietzsche, 1885-1889/2006: 243).
Pensar una ‘cosa en sí’ sería algo igual de equivocado que pensar en un ‘sentido en
sí’, un ‘significado en sí’ (Nietzsche, 1885-1889/2006: 122). Como se verá posteriormente,
esta afirmación introduce en el pensamiento filosófico la idea acerca de la imposibilidad de
obtener un fundamento último de las cosas o una teoría última que pretenda explicar un
fenómeno particular. En ese sentido Nietzsche encarna lo que Kuhn (2004: 93) denominaría
una anomalía en el paradigma, ya que introduce una serie de cuestionamientos al mismo.
Uno de estos cuestionamientos es acerca del estatuto que se le ha otorgado a los ‘hechos’
como ‘cosas en sí’, ya que Nietzsche (1885-1889/2006: 122) afirma que para que exista un
hecho debe de existir alguien que lo reconozca como tal, y por ende, se tiene que introducir
primero un sentido para que pueda existir un hecho. Ahora bien, no es suficiente solamente
señalar el carácter relacional de los hechos, sino que la ‘esencia’ o la ‘entidad’ deviene de
una perspectiva y presupone ya una multiplicidad. Para el autor, definir qué es una cosa
tiene como pregunta anterior qué es esa cosa para el sujeto, por lo tanto, una cosa designada
64 Si bien en esta investigación se abandona el concepto de ontología, se introduce esta lectura de Fink porque interesa demostrar cómo Nietzsche trastoca la visión tradicional de la filosofía a partir de inversión casi simétrica de la metafísica tradicional (Arditi, 1991: 162).
92
ya de forma absoluta implicaría que todos los seres se hubieran preguntado y respondido
‘¿qué es eso?, ya que si sólo faltara un ser, con sus relaciones y perspectivas particulares
que no hubiera respondido, la cosa seguiría sin estar definida (Nietzsche, 1885-1889/2006:
122 – 123). Para el autor el desarrollo de la lógica conllevó un proceso en el cual se
establecieron fórmulas o verdades ficticias que el ser humano ha creado, por lo que la
define como “La lógica es el intento de concebir, o mejor dicho, de hacer formulable,
calculable el mundo real de acuerdo con un esquema de ser puesto por nosotros…”
(Nietzsche, 1885-1889/2006: 264)65.
Para Nietzsche este esquema lógico no es algo azaroso, sino que responde a lo que
él denomina una óptica psicológica que organiza una serie de elementos considerados como
necesarios para comprender al mundo en el que nos movemos. El primero de ellos es que
consideramos necesaria para la comunicación el hecho de que tiene que haber algo fijo,
simplificado, precisable, tiene que existir algo del orden de lo ya ‘reconocible’. Se tiene que
convertir el material de los sentidos a algo semejante, con lo cual se enfrentaría la falta de
claridad y el caos de las impresiones sensibles (Nietzsche, 1885-1889/2006: 266). Esto nos
lleva al segundo argumento enunciado por Nietzsche, el cual es que el mundo de los
fenómenos es un mundo arreglado que sentimos como igual. Para el autor, la realidad
reside en el constante retorno de las cosas iguales, conocidas, afines, ‘lógicas’; en la
creencia en que se puede calcular y contar (Nietzsche, 1885-1889/2006: 267)66. En tercer
lugar, Nietzsche (1885-1889/2006: 267) propone que lo opuesto a este mundo fenoménico
no es el ‘mundo verdadero’, sino que es el mundo informe – informulable del caos de
sensaciones, que sería ‘incognoscible’ para nosotros. Por consiguiente, Nietzsche remata su
argumentación afirmando que la ‘cosidad’ sólo ha sido creada por nosotros: “El pensar ha
realizado ya su obra cuando «encontramos» seres, cosas, propiedades de las cosas. Sólo hay
«cosas mismas» allí donde ya se ha pre-pensado en cierto modo la cosidad de la cosa; lo
que existe sólo existe a la luz de una interpretación de conceptos ontológicos.” (Fink, 1979:
192).
65 Cursivas en el original 66 “Esta coacción de formar conceptos, especies, formas, fines, leyes — «un mundo de casos idénticos» — no debe comprenderse como si con ello estuviéramos en condiciones de fijar el mundo verdadero', sino como coacción de arreglarnos un mundo en el que nuestra existencia sea posible — con ello creamos un mundo que es para nosotros calculable, simplificado, comprensible, etc.” (Nietzsche, 1885-1889/2006: 279).
93
Con base en esta estructura argumentativa, Nietzsche (1885-1889/2006: 222) critica
al positivismo y afirma que frente a la afirmación de que ‘sólo hay hechos’, en realidad sólo
hay interpretaciones. Ahora bien, esto no significa que Nietzsche propusiera un
subjetivismo radical o una negación de las posibilidades de conocer al mundo, sino que en
la medida en que la palabra ‘conocimiento’ tiene sentido, el mundo es cognoscible, sólo
que ahora es interpretable desde otro modo: “…no tiene un sentido detrás de sí, sino
innumerables sentidos, «perspectivismo».” (Nietzsche, 1885-1889/2006: 222).
Esta es la base sobre la cual se sustenta el posfundacionalismo, que como planteó
anteriormente, no es una apología por el antifundacionalismo o por una mera relativización
de los fenómenos. El conocimiento se entiende como interpretación, no como explicación
(Nietzsche, 1885-1889/2006: 123). En este sentido, se entiende que hay diferentes formas
de interpretar los fenómenos que compiten entre sí y que ninguno de ellos se considera la
verdad absoluta de las cosas, sino que su intención estriba en debatir y así introducir cada
vez nuevos elementos. Se desecha la pretensión de conocer el fundamento último o la
esencia de las cosas: “Habría que saber qué es ser para decidir si esto o aquello es real (p.
ej. «los hechos de la conciencia)»; igualmente qué es certeza, qué es conocimiento y cosas
similares.” (Nietzsche, 1885-1889/2006: 102). Inclusive, Nietzsche (1885-1889/2006: 123)
plantea que pretender que el conocimiento se trate de ‘descubrimientos’ es una mera
fabulación, ya que en términos lógicos no se sostiene esta afirmación: “La mayor
fabulación es la del conocimiento. Se quisiera saber cómo están constituidas las cosas en sí:
¡pero he ahí que no hay cosas en sí! Pero incluso suponiendo que hubiera un en-sí, un
incondicionado, ¡precisamente por ello no podría ser conocido! Algo incondicionado no
puede ser conocido: ¡de lo contrario precisamente no sería incondicionado!”
Afirmar que el conocimiento es interpretación implica aceptar el carácter
condicional (y por ende relacional) del mismo. Nietzsche (1885-1889/2006: 124) plantea
que conocer es ponerse en ‘relación condicional con algo’, con lo cual implica para el
sujeto cognoscente un fijar, designar, hacer consciente condiciones en lugar de penetrar
esencias o cosas ‘en sí’. Sin embargo, realizar esta labor es difícil en tanto el pensar
racional es un interpretar de acuerdo a un esquema que no se puede desechar de primera
entrada (Nietzsche, 1885-1889/2006: 154). Para el autor los postulados lógico – metafísicos
acerca de la creencia en la substancia, el accidente, el atributo, entre otros; tienen su
94
fortaleza en el hábito de considerar todo nuestro hacer como consecuencia de nuestra
voluntad67, de manera que el yo como substancia no entra en la multiplicidad del cambio, a
pesar de que para Nietzsche la voluntad no existe (Nietzsche, 1885-1889/2006: 264).
Esta voluntad es la que impulsa a los seres humanos a pensar en una teleología, a
creer en la existencia de una meta y un fin inmanentes. Esta voluntad es la compensación
de la fe, es decir, de la idea de que existe una voluntad divina y que ‘eso’ se propone algo
con nosotros (Nietzsche, 1885-1889/2006: 180). Esta voluntad es la que Nietzsche ubica
como la que busca la igualdad entre las ‘cosas’, en términos lógicos, para él la voluntad de
igualdad es la voluntad de poder (Nietzsche, 1885-1889/2006: 103). Este giro introduce un
aspecto preponderante para la teoría posfundacional, el pensar al conocimiento como algo
que no está exento de la esfera pública y que por ende, está sujeto al juego de poder68.
En esta línea se encuentran los argumentos de Foucault, que esbozados décadas
después de Nietzsche, intentan mostrar cómo el conocimiento no puede disociarse de una
voluntad de saber. Para Foucault (1992: 17) la voluntad de saber aparece en los siglos XVI
y XVII 69, dibujando planes de objetos posibles, observables, medibles y clasificables, que
le imponía al sujeto cognoscente (a priori de toda experiencia) una cierta posición, una
cierta forma de mirar, y una cierta función; devino en una voluntad de saber que prescribía
el nivel técnico del que los conocimientos deberían investirse para ser verificables y útiles:
“…ese discurso verdadero ¿qué es por tanto lo que está en juego sino el deseo y el poder?
El discurso verdadero, que la necesidad de su forma exime del deseo y libera del poder, no
puede reconocer la voluntad de verdad que le atraviesa: y la voluntad, esa que se nos ha
impuesto desde hace mucho tiempo, es de tal manera que la verdad que quiere no puede no
enmascararla.” (Foucault, 1992: 20). Foucault introduce un punto que no parece quedar
explícito en la propuesta de Nietzsche, el cual es la necesidad que tiene esta voluntad de
saber de pasar desapercibida. Para Foucault (1992: 21) una de las formas bajo las cuales
esta voluntad de saber procura pasar desapercibida se expresa a través de los 67“La fuerza inventiva que ha forjado las categorías trabajaba al servicio de la necesidad: necesidad de seguridad, de rápida comprensibilidad en base a signos y sonidos, a medios de abreviación: — con «substancia», «sujeto», «objeto», «ser», «devenir» no se trata de verdades metafísicas. — Los poderosos son los que han convertido en ley los nombres de las cosas: y entre los poderosos son los mayores artistas de la abstracción quienes han creado las categorías.” (Nietzsche, 1885-1889/2006: 181). 68 Pero la falsificación del devenir no es sólo la creación de la ilusión de un fundamento estable, sino también un acto de violencia que pone de manifiesto un deseo de dominio sobre el mundo. (Arditi, 1991: 110). 69 Tal como se planteó en el capítulo I, esta modificación en el estatuto del saber coincide con el desarrollo de las teorías de la Razón de Estado y de las “artes de gobernar”.
95
procedimientos internos de control del discurso, ya que son los discursos mismos los que se
controlan a través de principios de clasificación, de ordenación, de distribución, en un
intento de dominar a la otra dimensión del discurso, aquella de lo que acontece y del azar.
Esta propuesta de Foucault es clara herencia del pensamiento nietzscheano, en tanto
para el último la voluntad de poder interpreta, delimita, determina grados y diferencias de
poder, ya que lograr interpretar algo y afirmar qué es lo ‘correcto’ es una forma de hacerse
señor de algo (Nietzsche, 1885-1889/2006: 122)70. La voluntad de poder como
conocimiento es la que impulsa al ser humano a esquematizar, a imponer al caos
regularidad y formas suficientes de manera que pueda ser útil de forma práctica, para hacer
las cosas manejables y calculables (Nietzsche, 1885-1889/2006: 579).
Por consiguiente, imprimir el carácter de ser al devenir es la suprema voluntad de
poder. Para Nietzsche (1885-1889/2006: 221) esto solamente se puede realizar a través de
un engaño, de un error sobre sí mismo. La intención de convertir en algo estático e
inmutable al devenir solamente se puede realizar a través de la creación de un fin o un ente,
cuando el único factum fundamental que Nietzsche (1885-1889/2006: 387) defiende es que
el movimiento del mundo no tiene ningún estado que sea su meta o su fin: “Yo busco una
concepción del mundo que le haga justicia a este hecho: el devenir debe ser explicado sin
recurrir a tales intenciones finales: es necesario que el devenir aparezca justificado en todo
momento (o que aparezca como indevaluable: que viene a ser lo mismo); lo presente no se
debe justificar en modo alguno en aras de ningún futuro cualquiera o lo pasado en favor de
lo presente.” (Nietzsche, 1885-1889/2006: 387). Una perspectiva de conocimiento que
incluya esta propuesta del devenir procura desprenderse de la idea del todo, de la unidad, de
una fuerza cualquiera o de un incondicionado, con la intención de recuperar aquello que se
ha entregado a lo desconocido y a la totalidad (Nietzsche, 1885-1889/2006: 223).
Como se puede observar, Nietzsche introduce dentro del debate epistemológico no
sólo cómo el sujeto afecta a lo que observa, sino que las fuerzas de poder contextualizan la
producción de conocimiento. Por esta razón, es que la lectura de Fink (1979: 191) establece
que Nietzsche introduce una “ontología” negativa de la cosa, aunque él mismo no haya
70 “Por su parte, Nietzsche piensa la limitación del movimiento diferencial a través de la voluntad de poderío, el principio o poder configurador que falsifica la realidad del devenir para crear la ilusión de un fundamento estable. Es una pulsión de orden que congela el movimiento en formas, categorías, conceptos y leyes que permiten simplificar el mundo, tornarlo familiar y, por ende, calculable.” (Arditi, 1991: 110).
96
planteado directamente que la voluntad de poder sea la esencia de lo que existe. En otras
palabras, no se demuestra que ésta sea el carácter fundamental de los fenómenos a partir de
interrogar a éstos, sino que se le da por supuesto; constituye la base de una interpretación
crítica de los fenómenos guiada por una desconfianza extrema.
Sin embargo, Nietzsche parece caer presa de una circularidad entre la posibilidad de
generar algún grado de conocimiento y entenderlo a priori como una falsificación, o como
lo plantea Fink (1979: 193), entre pensar el conocimiento de la voluntad de poder a partir
del conocimiento de la voluntad de poder en el conocimiento. En otras palabras, Nietzsche
no puede escapar de la búsqueda del conocimiento, aunque éste procura realizarlo desde
otro lugar que trascienda la lógica – metafísica tradicional. De acuerdo a la lectura de Fink
(1979: 196), Nietzsche no niega el fenómeno del ente aislado, sino sólo su significación
objetiva: “La gnoseología ficcionalista de Nietzsche, que concibe la voluntad de poder
como el poder falsificador y violentador del intelecto, es, en su sentido decisivo, una
ontología negativa de la cosa: no hay cosas.” (Fink, 1979: 196).
Ahora bien, esto genera problemas si se quiere pensar en una lectura
posfundacionalista de Nietzsche, ya que éste termina ubicando como presupuesto
ontológico la falsedad de los conceptos de las cosas, en lo que pareciera ser una aversión
hacia los conceptos categoriales de las cosas a favor de una defensa apasionada del devenir
y del movimiento (Fink, 1979: 198). Al final, Nietzsche termina instalando una oposición
binaria devenir/ser bajo la cual transita en sus extremos, sin penetrar del todo en la
estructura interna de estos conceptos ontológicos71 (Fink, 1979: 199).
Sin embargo, para los intereses del posfundacionalismo se rescatan dos puntos
elementales del pensamiento de Nietzsche. El primero de ellos es la noción del mundo
como devenir sin la presencia de esencias o sustancias. Éstas son vistas como ficciones de
una voluntad de poder que violenta, detiene, desvirtúa, captura la realidad, el devenir y lo
somete al concepto (Fink, 1979: 194). Por lo tanto, tener conciencia de la ausencia de un
piso – fundamento implica que los fenómenos, valores y juicios quedan despojados de toda
pretensión absolutizadora y adquieren un carácter relativizado (Arditi, 1991: 108 – 109).
71 El cuestionamiento a las oposiciones binarias tendrá que esperar a que Derrida haga su crítica al estructuralismo, como se verá posteriormente.
97
Esto acarrea una serie de consecuencias, la primera de ellas es que el pensamiento
comenzaría a desplegarse en un terreno discursivo completamente distinto. El criterio para
distinguir entre apariencia o esencia desaparece y con ello, la capacidad de brindar certezas,
la adecuación entre idea y objeto, la inteligibilidad racional y el ser del mundo. El
conocimiento no se puede concebir como una imagen espejo del mundo ‘real’, ya que el
mundo no tendría una forma o un orden intrínseco que descubrir y representar (Arditi,
1991: 108). En segundo lugar, Nietzsche estaría efectuando una inversión casi simétrica de
la metafísica tradicional, al designar como única ‘verdad’ al movimiento como
característica básica del mundo, y la única ‘apariencia’ que puede denunciar es la existencia
de un supuesto orden, a modo de atributo estable y permanente que imprime una estructura
para hacer inteligible al mundo (Arditi, 1991: 162).
Para Arditi (1991: 153) pensar al orden como un efecto de simulación implica tres
consideraciones. Primero, que no hay ‘orden de las cosas’ como una Idea abstracta, esencial
y prefijada en el sentido platónico. Segundo, que la similitud es una construcción que
utiliza los fenómenos como su materia prima y no a las imágenes – ícono. Finalmente, a
partir del momento en que la similitud ya no es pensada con relación a un modelo
trascendental, se desestima la idea de que pueda haber alguna similitud que reclame el
monopolio de la verdad, de la cohesión o de la semejanza en un modo definitivo: “Así, ‘el
derrocamiento del platonismo’ es entendido por Nietzsche como una destrucción de las
condiciones de existencia para la distinción misma: una vez que la muerte de Dios es
proclamada, esto es, una vez que las instancias trascendentales propuestas por la metafísica
occidental son disueltas, ‘este’ mundo se convierte en el único posible; ya no puede ser
considerado como una apariencia cuya esencia, verdad o realidad debe ser sacada a luz por
una mirada filosófica que funda sus pretensiones sobre la base de un mundo prometido en
sus divagaciones especulativas.” (Arditi, 1991: 148)
En síntesis, Nietzsche procura desplazar la centralidad de la noción de ser por la de
devenir, que asegura una mayor plasticidad para pensar los fenómenos del mundo. Su
rechazo a que se le impute un privilegio ontológico a ciertos objetos, discursos o
construcciones se debe a que éstos se convierten en la medida y fundamento para efectuar
juicios a priori acerca del estatuto de otros objetos, discursos y construcciones en el mundo
98
(Arditi, 1991: 162 – 163), con lo cual se establecen en criterios morales que dirimen acerca
de su legitimidad o pertinencia.
En ese sentido, para Arditi (1991: 111) todo orden se caracterizaría no por un
modelo preponderante, sino que se caracterizaría por una permanente puesta en escena de
intranquilidad, tensión y lucha entre distintas voluntades de poder, que buscan instituir sus
propias figuras finitas – que puede ser cosas, conceptos o identidades – en la búsqueda de
poder y jerarquía. Ahora, si bien puede que alguna de estas voluntades se petrifique o se fije
en un determinado momento histórico, está siempre estará amenazada por su propia
precariedad, por otras voluntades que le impiden cerrar el círculo del orden o dominio
absoluto. Cualquier ‘petrificación’ de sentido puede ser cuestionada o desplazada, disuelta
o transformada, y nuevas y distintas pueden tomar su lugar.
El segundo punto elemental que se rescata de la propuesta nietzscheana es que a
pesar de que se asume el devenir como lo ‘único real’ del mundo, esto no quiere decir que
no puedan existir formas de conocimiento o de hacer cognoscible al mundo. Como lo
plantea Fink (1979: 197) el rechazo hacia todo conocimiento categorial no quiere decir que
se critique una aproximación cognoscente que tenga en cuenta esta ‘verdad del devenir’.
Para poder comprender este devenir se hace necesario cometer falsificaciones, reorientarse
con las ficciones de cosas finitas (Fink, 1979: 199), siempre y cuando se contemple que
estas “fijaciones de sentido” están expuestas a ser desplazadas y cuestionadas en cualquier
momento. En otras palabras, lo que se critica es la versión del conocimiento como algo
absoluto e inmutable, que está destinado siempre al progreso y a la superación. En este
sentido, Crespi (1988, citado por Arditi, 1991: 109) afirma que si no se aseguran “[…]
determinados órdenes de certeza en relación con el sentido de la vida y con las reglas del
obrar […] se comprometería de manera inmediata la misma posibilidad de construir
aquellos factores de identidad y de pertenencia en los que – precisamente – se basa
cualquier ordenamiento social”.
En resumen, esta crítica al modelo esencialista no es una apología del nihilismo72 ni
del relativismo radical, en el que nada tiene sentido porque todo es igualmente válido. Lo
72 A pesar de que otras interpretaciones de Nietzsche transitaron por esa vía, aquí interesa mostrar el carácter contingente de las interpretaciones y cómo están sujetas a un contexto situacional, donde es necesario “fijar sentido” sin ser esto una búsqueda de la verdad absoluta. Es por esta razón que no se asume la interpretación anti-fundacionalista o la lectura posmodernista del “todo vale” o “todo es relativo”.
99
que introduce Nietzsche y es de vital importancia para esta investigación, es la negativa a
otorgar a las nociones de unidad, orden o totalidad un sentido de atributo inmanente. Si
bien se plantea que es necesario contar con un terreno estable, éste no es un retorno al
esencialismo, sino como se verá posteriormente, ahora este terreno estable estaría dotado de
fundamentos múltiples y sobredeterminados.
100
CRÍTICA A LA ESTRUCTURA CENTRADA
Si bien el estructuralismo tuvo como intención realizar una ruptura con una lógica
positivista al proponer modelos en los cuales el todo es más que la suma de sus partes, al
sumar el efecto relacional entre las mismas, nuevamente la tendencia a pensar desde
modelos lógico – metafísicos tradicionales tuvo por consecuencia que la estructura se
organizara de manera inmutable alrededor de un centro, con lo cual adquirió el estatus de
una estructura centrada. Esta es la principal crítica que realiza Derrida, que para algunos
autores anglosajones fue el inicio de lo que se denomina postestructuralismo. Sin embargo,
para los efectos de esta investigación se tomarán los planteamientos derridianos desde la
lógica del posfundacionalismo, ya que se ubica en la línea inaugurada por Nietzsche del
cuestionamiento a la lógica metafísica de las esencias o la sustancia; o en términos de
Derrida, de la lógica de la plena presencia. Ahora bien, para comprender las críticas que
realiza Derrida al estructuralismo, es necesario mostrar brevemente cuáles eran sus
principales postulados teóricos.
La emergencia del estructuralismo está vinculada con los efectos que produjo el
“giro lingüístico”, movimiento iniciado por los trabajos de Ferdinand de Saussure. Antes de
este autor, el lenguaje era considerado más bien como un medio auxiliar de comunicación,
como una función que regulada por convenciones transportaba un significado externo y que
éste existía independientemente del lenguaje mismo (Moebius, 2012: 526-527).
Saussure (1945: 91) planteó que el signo lingüístico lo que une, no es una cosa y un
nombre, sino un concepto y una imagen acústica. Para dotar de mayor precisión conceptual
a su propuesta, reemplazó concepto e imagen acústica con significado y significante,
respectivamente, términos que permitían señalar la oposición que los separa (Saussure,
1945: 93). A su vez, propuso que el signo lingüístico poseía dos características
fundamentales, que enunciaría como los principios del estudio de lo lingüístico: el primero,
el lazo que une el significante al significado es arbitrario, con lo cual, el signo lingüístico es
arbitrario (Saussure, 1945: 93); y el segundo, el carácter lineal del significante, ya que éste,
al ser de naturaleza auditiva, se despliega en el tiempo únicamente, asumiendo las
características que toma del tiempo, por lo tanto, representa una extensión y esta extensión
es mensurable en una sola dimensión, en una línea (Saussure, 1945: 95). Por lo tanto, de
101
forma opuesta a la forma tradicional de observar al lenguaje, la propuesta de Saussure
apuntó a un análisis sincrónico del lenguaje como sistema, es decir, apostaba por una
descripción de estructuras lingüísticas generales y a la captación de la estructura interna de
todo lenguaje (Moebius, 2012: 527)73.
Esta lingüística trasladó su mirada hacia el elemento más pequeño de la estructura
lingüística, el signo. Por esta razón se presentó como una teoría general del signo que
estipulaba que la significación no resulta del significado, sino de la diferencia entre
significantes: “En esta medida, el significado no es un sentido externo a la estructura del
lenguaje. Más bien este sentido se produce en la estructura del lenguaje.” (Moebius, 2012:
527). Por lo tanto, el estructuralismo ubicó en primero plano las relaciones entre los
elementos, en tanto relaciones recíprocas o procesos de intercambio (Moebius, 2012: 526):
“Para la corriente del estructuralismo y postestructuralismo de las ciencias
sociales y de la cultura es de importancia central el supuesto de que los
contextos significativos ya no pueden pensarse como reproducciones y
representaciones de una realidad pre-lingüística, sino que los sistemas
lingüísticos y de sentido se constituyen a través de las diferencias y las
relaciones (de signos, de elementos). De acuerdo con esto, el estructuralismo
de las ciencias sociales y de la cultura considera todos los fenómenos
culturales y sociales de la misma forma en que Saussure consideraba la
combinación del significado y el significante, es decir, como un hecho cuyo
sentido solamente puede deducirse de su relación diferencial con respecto a
otros fenómenos.” (Moebius, 2012: 528).
Esto condujo a un giro en la forma de considerar las cosas, ya que en lugar dirigir la
mirada a los actos individuales de dar, tomar y responder de las sociedades arcaicas, la
estructura del intercambio se colocó en el centro y las sociedades arcaicas se consideraron
como constituidas por el intercambio, como sistemas de intercambio: “Aquí, el intercambio
no está supeditado al lenguaje, sino que es su propio sistema simbólico.” (Moebius, 2012:
529). Por lo tanto, los objetos de intercambio no eran cosas en sí mismas, sino que
cobraban significado en un sistema de oposiciones y correlaciones (Moebius, 2012: 529).
73 Este documento se encuentra ahora en proceso de impresión, por lo que cuando salga publicado se adjuntará la fecha y el número de página correspondiente.
102
Con base en lo anterior, se pueden presentar los elementos centrales del
pensamiento estructuralista, de acuerdo al trabajo de Stephan Moebius (2012). El primero,
es que el significante precede al significado (Moebius, 2012: 530). En otras palabras, la
imagen acústica precede al concepto. Trasladado hacia su aplicación al análisis político, se
sigue la tesis de que los elementos cobran su significado solo por su posición en una
estructura de relaciones74. Por consiguiente, la sociedad no consta sólo de acciones
individuales o individuos, sino que es más que la suma de las partes, ya que sobre éstas se
encuentra la estructura de relaciones y formaciones de relaciones, que a su vez están
determinadas a través de sus diferencias entre sí (Moebius, 2012: 530).
Segundo, el sentido surge del no-sentido. Para explicar lo anterior, Moebius (2012:
530) destaca la noción de “significantes flotantes” de Lévi – Strauss, que la usaba para
definir aquellas expresiones que no tienen un significado determinado, y que se utilizan
cuando hay incongruencias entre el significante y el significado. Estas expresiones surgen
cuando aparece una brecha entre el significante (imagen acústica) y el significado
(concepto), resultado de la emergencia de algo desconocido para lo que no existe un código
lingüístico – cultural en la comunidad que lo explique (Moebius, 2012: 530).
Tercero, el sujeto está supeditado a la estructura, por consiguiente él es constituido
por ella en primera instancia (Moebius, 2012: 530). Por lo tanto, su proceso de
subjetivación y constitución está determinado por la estructura, y está supeditado al ingreso
al orden simbólico encarnado por el lenguaje. De esta manera, el orden simbólico precede
al sujeto y la subjetividad sería el resultado de una identificación y una ubicación dentro de
una serie de posiciones previamente definidas por el orden simbólico, con lo cual, son
simultáneamente reconocidas y desconocidas como identidades propias (Moebius, 2012:
531).
74 “‘Ser lo que los otros no son’ es el punto fundamental en la definición de diferencialidad propuesta por Saussure. Ella establece el ser de un objeto, su valor o identidad, en un gesto negativo y relacional que requiere de un mundo que cuenta por lo menos con dos objetos: un ‘éste’ y un ‘aquel’. El ‘ser’ pone de manifiesto la necesidad de separar y distinguir – un ‘este’ no es un ‘aquel’ – y de relacionar o asociar – un ‘este’ presupone un ‘aquel’ con el cual se pueda establecer comparaciones, contrastaciones u otro tipo de relaciones. En este sentido, el ser no es el otro lado de la moneda del no ser o la nada, como lo querría una aproximación diálectica o hegeliana; la definición nietzscheana que se desprende de Saussure concibe al ser en oposición al devenir o, más precisamente, define al ser como un estado de devenir, como un ‘ralenti’, ‘petrificación’ o ‘cristalización’ del incesante flujo del devenir, uno que dura sólo el tiempo durante el cual la relación o asociación permanece en existencia.” (Arditi, 1991: 166 – 167).
103
Esta es una de las tesis más problemáticas y criticadas del movimiento
estructuralista, ya que al ubicar al sujeto como constituido por la estructura se le acusó de
clausurar al propio sujeto. Louis Althusser (1970: 167) uno de los exponentes de esta
escuela de pensamiento, planteó que el sujeto se constituye cuando responde a la
interpelación ideológica, cuando responde a ese llamado y se operacionaliza el movimiento
de individuo a sujeto75. El sujeto necesita del orden simbólico para “constituirse”: “En la
acepción corriente del término, sujeto significa: 1) una subjetividad libre: un centro de
iniciativas, autor y responsable de sus actos; 2) un ser sometido (sujeto) a una autoridad
superior, y por lo tanto desprovisto de toda libertad, salvo la de aceptar libremente su
sumisión.” (Althusser, 1970: 168). Ahora bien, este ingreso al orden simbólico le provee al
sujeto de un cierto margen de acción o de elección que estaría supeditado por una
estructura, con lo cual las posibilidades del sujeto siempre van a estar enmarcadas por lo
que dicte la estructura. Este último punto se suma a las críticas que realiza el pensamiento
posfundacional, ya que al pensar a la estructura como un ente cerrado se le impide o
clausura la posibilidad de seguir observando su juego.
Un cuarto elemento del pensamiento estructuralista es su absolutización del
objetivismo metodológico, es decir, se tiene por supuesto que la totalidad de las estructuras
es más importante que los sujetos y sus prácticas (Moebius, 2012: 531). Esto lleva a otro
punto polémico, que actúa como un quinto elemento, el cual es la ahistoricidad de la
estructura. Esto se fundamenta en el supuesto de que las estructuras serían un sistema
estable y equilibrado de reglas que manifiestan un centro supratemporal, el cual controlaría
las relaciones y las aseguraría: centro que estaría situado fuera del “juego de las
diferencias” (Moebius, 2012: 531).
Finalmente, en sexto lugar se encuentra que el estructuralismo contiene un
universalismo, expresado en el hecho de que el método estructuralista tendría una validez
que trascendería las culturas y que se aplicaría para todos los órdenes simbólicos y
fenómenos culturales (Moebius, 2012: 532).
Ahora bien, en la conferencia La estructura, el signo y el juego en el discurso de las
ciencias humanas dictada en 1967 por Jacques Derrida, se ponen en cuestión buena parte
75 “… la categoría de sujeto es constitutiva de toda ideología, pero al mismo tiempo y ante todo añadimos que la categoría de sujeto es constitutiva de toda ideología únicamente en tanto que toda ideología tiene la función (que la define) de “constituir” a los individuos concretos en sujetos.” (Althusser, 1970: 156).
104
de estos principios del estructuralismo76. Derrida (1967: 383) inicia su conferencia
planteando que dentro de la historia del concepto de estructura ha sucedido un
“acontecimiento”, mismo que tendría la forma exterior de una ruptura y de un
redoblamiento. Este acontecimiento, fue el surgimiento de la idea de que el estructuralismo
había caído en una trampa: el descuido del análisis de la estructuralidad de la estructura. En
otras palabras, se impuso como necesaria dentro de la teoría estructuralista la búsqueda
incesante por un centro supratemporal, de un punto de presencia, de un origen fijo, una
estructura centrada. Este centro orientaba, equilibraba y organizaba la estructura, lo cual
tiene la ventaja de brindar un principio de organización pero por otro lado, tiene por
desventaja que limita el juego de la estructura (Derrida, 1967: 384). En otras palabras, el
estructuralismo se mostraba como un marco analítico que pretendía brindar una explicación
que contuviera en su interior todas las posibilidades y derroteros posibles, por consiguiente,
se convertía en una estructura cerrada y estática, ajena al paso de la historia y al juego de la
estructura: “Este centro tenía como función no sólo la de orientar y equilibrar, organizar la
estructura —efectivamente, no se puede pensar una estructura desorganizada— sino, sobre
todo, la de hacer que el principio de organización de la estructura limitase lo que podríamos
llamar el juego de la estructura. Indudablemente el centro de una estructura, al orientar y
organizar la coherencia del sistema, permite el juego de los elementos en el interior de la
forma total. Y todavía hoy una estructura privada de todo centro representa lo impensable
mismo.” (Derrida, 1967: 383 – 384).
Por consiguiente, el centro cierra también el juego que él mismo abre y posibilita.
Para Derrida (1967: 384), este énfasis en el centro hace imposible la sustitución de los
contenidos, ya que la permutación o transformación de los elementos, términos o
contenidos, está prohibida. De esta forma, lo que se denuncia es la cristalización de
elementos dentro de una estructura teórica, que se fijarían como ya dados y por ende, se
estabilizarían en un supuesto sentido común que frenaría las posibilidades de interpretación
y de crítica.
Ahora bien, este centro no solamente tendría la desventaja de fijar el sentido, sino
que a su vez impone una paradoja dentro del pensamiento, ya que éste, con su carácter
inmóvil, pareciera estar dentro de la estructura y fuera de la estructura (Derrida, 1967:
76 Anteriormente se había presentado un bosquejo general de la crítica de Derrida hacia el estructuralismo.
105
384). En otras palabras, el centro organiza sus elementos alrededor e impone una serie de
condiciones al juego de la estructura, mismas condiciones que no parecen aplicarse a él
mismo. Por consiguiente: “El concepto de estructura centrada es, efectivamente, el
concepto de un juego fundado, constituido a partir de una inmovilidad fundadora y de una
certeza tranquilizadora, que por su parte se sustrae al juego.” (Derrida, 1967: 384).
Derrida critica en este punto la aparente uniformidad de sentido que otorga la
presencia constante de un centro dentro de las formulaciones teóricas, bajo las cuales se
reinterpreta cualquier repetición, sustitución, transformación o permutación bajo un
esquema de una historia del sentido, cuyo origen parece siempre expresarse en la forma de
una presencia (Derrida, 1967: 384).
Esta búsqueda de sentido, de la cual el estructuralismo no se escaparía, ha
conducido a una serie de de sustituciones de centro a centro, un encadenamiento de
determinaciones del centro, que ha recibido formas o nombres diferentes. Por ende, la
historia de la metafísica, así como la historia de Occidente, sería la historia de esas
metáforas y esas metonimias, que tendrían como forma matriz la determinación del ser
como presencia en todos los sentidos de la palabra (Derrida, 1967: 384 – 385)77: “Se podría
mostrar que todos los nombres del fundamento, del principio o del centro han designado
siempre lo invariante de una presencia (eidos, arché, telos, energeia, ousía [esencia,
existencia, sustancia, sujeto], aletheia, trascendentalidad, consciencia, Dios, hombre, etc.).”
(Derrida, 1967: 385). Este énfasis en la noción de presencia se sustenta bajo la idea de que
en Occidente ha existido una oposición binaria entre presencia/ausencia, producto de la
imposibilidad de dar cuenta de aquello que no puede ser aprehendido, aquello que parece
escapar a la comprensión. Esta oposición a su vez, ha sido el soporte tradicional de toda
una serie de oposiciones valorativas: realidad/apariencia, esencia/accidente, habla/escritura,
entre otras (González Marín, 2008: 11).
Derrida llega a esta conclusión a partir de la reflexión que implicó pensar la
estructuralidad de la estructura, al preguntarse cuál sería la ley que regiría esa aparente
77 Derrida retoma diversos autores y discusiones filosóficas para sustentar su argumento. Derrida (1967: 386) enumera sus principales referentes dentro de la conferencia, entre ellos se encuentra la crítica de Nietzsche a los conceptos metafísicos de ser y de verdad, que vienen a ser sustituidos por los conceptos de juego, de interpretación y de signo; la crítica freudiana de la presencia a sí, de la consciencia, del sujeto, de la identidad consigo, de la proximidad o de la propiedad en sí; y con más radicalidad, la destrucción heideggeriana de la metafísica, de la onto-teología, de la determinación del ser como presencia.
106
singularidad del centro. La respuesta que el autor encuentra es que el hecho de que este
centro se desplace o sufra sustituciones, se basa en que la presencia central intenta sustituir
o dar forma a aquello que nunca ha pre – existido, es decir, se intenta llenar un vacío a
partir de la creación de presencias. De forma más clara, lo que Derrida denuncia es que
frente a la emergencia de la incertidumbre, en un intento por escapar de ésta, se ha
construido un discurso del origen que permita estabilizar las interpretaciones y detenerlas
en un punto particular. Por lo tanto, escapar de esto requiere plantearse la posibilidad de
que no haya centro78, que el centro no tiene un lugar natural, que no es un lugar fijo sino
que cumple una función, y que éste puede ser sustituido por otros hasta el infinito: “La
ausencia de significado trascendental extiende hasta el infinito el campo y el juego de la
significación.” (Derrida, 1967: 385).
Sin embargo, esto conduce a una interrogante. Si Derrida plantea que este recurrir a
la idea de centro como forma de mantener a la presencia tiene por consecuencia un
detenimiento o una cristalización de la estructura, ¿cómo realizar esta operación usando los
mismos conceptos que han sido construidos bajo la primacía de la idea de presencia?
Frente a esta objeción, Derrida (1967: 386) plantea que prescindir de los conceptos de la
metafísica para hacer estremecer a ésta no tiene ningún sentido, en tanto no se dispone de
ningún lenguaje – sintaxis o léxico – que sea ajeno a esta historia, ya que no se puede
enunciar ninguna proposición destructiva que no haya pasado por la forma, la lógica y los
postulados implícitos de aquello mismo que se quiere cuestionar.
Si trasladamos esta objeción al tema de estudio, sería como intentar pensar a la
democracia como si se estuviera fuera del discurso democrático, obviando toda la tradición
teórica – conceptual generada a través de los siglos. Dislocar nociones no quiere decir que
se tengan que reemplazar por otras nuevas, en una especie de delirio neologista, donde se
privilegie la creación de conceptos sin sustento teórico – conceptual frente a la realización
de una crítica interna de estos. Una crítica del discurso requiere del planteo expreso y
78 “…de una presencia central que no ha sido nunca ella misma, que ya desde siempre ha estado deportada fuera de sí en su sustituto. El sustituto no sustituye a nada que de alguna manera le haya pre-existido. A partir de ahí, indudablemente se ha tenido que empezar a pensar que no había centro, que el centro no podía pensarse en la forma de un ente-presente, que el centro no tenía lugar natural, que no era un lugar fijo sino una función, una especie de no-lugar en el que se representaban sustituciones de signos hasta el infinito.” (Derrida, 1967: 385).
107
sistemático del problema de su estatuto, para así, a través de una estrategia particular,
proceder a la deconstrucción de esta herencia (Derrida, 1967: 388)79.
En síntesis, la crítica de Derrida radicaliza el descubrimiento estructuralista del
papel constitutivo de las diferencias, afirmando que éste afecta inclusive el centro
supratemporal de la estructura: “Incluso en la perspectiva estructuralista clásica, como la de
Lévi – Strauss – de la cual la teleología está sin duda ausente –, el todo alcanza su unidad
en algo distinto del juego de las diferencias, es decir, en las categorías básicas de la mente
humana, que reducen toda variación a una combinatoria de elementos dominada por un
conjunto subyacente de oposiciones. En nuestra perspectiva no existe un más allá del juego
de las diferencias, ningún fundamento que privilegie a priori algunos elementos del todo
por encima de los otros. Cualquiera que sea la centralidad adquirida por un elemento, debe
ser explicada por el juego de las diferencias como tal.” (Laclau, 2005: 93).
Por lo tanto, todo proceso de designación es un juego formal de diferencias, y
pretender o suponer que exista un sistema cerrado de lenguaje o de parentesco sería
solamente un intento de detener el deslizamiento de los significantes, deshistorizando
relaciones determinadas entre los elementos mediante un centro que se supone que estaría
fuera de las relaciones diferenciales, con lo cual, se estaría dejando de lado a la
contingencia como lo que caracteriza a estas relaciones. Por consiguiente, lo que se obtiene
es que no existe la posibilidad de cerrar de forma definitiva la cadena referencial, sino que
lo que existen son cierres temporales o parciales (Moebius, 2012: 533-534).
Como se puede observar, existe una especie de linaje entre los planteamientos de
Nietzsche, los aportes a la lingüística de Saussure y sus derivados, las críticas de Derrida al
estructuralismo y los planteamientos del posfundacionalismo. Estas teorías se enfocan a
destronar a los principios de la esencia, de la sustancia, del sentido último o de la plena
presencia de su lugar preponderante en las teorías del conocimiento.
En síntesis, se plantea que no existe un fundamento o referente último que sea capaz
de brindar o garantizar las certezas absolutas acerca de la verdad, el ser y el conocimiento
79 “La cualidad y la fecundidad de un discurso se miden quizás por el rigor crítico con el que se piense esa relación con la historia de la metafísica y con los conceptos heredados. De lo que ahí se trata es de una relación crítica con el lenguaje de las ciencias humanas y de una responsabilidad crítica del discurso. Se trata de plantear expresamente y sistemáticamente el problema del estatuto de un discurso que toma de una herencia los recursos necesarios para la desconstrucción de esa herencia misma. Problemas de economía y de estrategia.” (Derrida, 1967: 388).
108
de lo real, y por ende, se cuestiona la “autotransparencia” de la sociedad (Arditti, 1991:
106). Por consiguiente, se invierte la precedencia ontológica. Si para el proyecto moderno,
los atributos son pensados como predicados de algo ya existente, es decir, como elementos
de los cuales se desprende un sustrato básico y fundamental, una esencia fundante; para el
posfundacionalismo la sustancia no puede ser pensada sino como una articulación de
atributos (Arditti, 1991: 138). En otras palabras, no existe una esencia o sustancia fundante,
sino que la articulación de una serie de “propiedades o atributos” se realiza de forma
contingente.
Por consiguiente, ya no se piensa a la unidad como constitutiva, sino que más bien
es constituida o instituida como resultado de un intento de dotar de sentido la diversidad
fenoménica del mundo (Arditti, 1991: 112). Este movimiento implica la presencia de
“cierres imaginarios”, en el sentido lacaniano, que le permiten al sujeto acceder a la ilusión
de que la realidad tiene sentido en sí misma, impidiendo así la confrontación con la
imposibilidad de la clausura de lo social: “En este sentido, la idea de “totalidad social”
(pulsión de orden o sistema rizomático) sigue siendo perfectamente válida, siempre y
cuando no se la confunda con la de “totalidad de lo social” (anillo sistémico que cierra su
círculo).” (Arditti, 1991: 114). Asimismo, al desfondar el fundamento, se dejan de lado dos
problemas metafísicos tradicionales, la búsqueda de los ‘orígenes’ (el alfa del ser) y la
creencia en explicaciones ‘teleológicas’ (el omega del ser) (Arditti, 1991: 164). Por lo
tanto, se considera que “La ‘cosa’ no es más que una falsificación del devenir, una
transformación del devenir en la finitud de un ‘ser’; es un acto de violencia que la voluntad
de poder – en tanto voluntad de saber – impone sobre el incontenible fluir del vivir para
crear figuras de lo finito.” (Arditti, 1991: 176).
¿Cuál es la relevancia de esta aproximación para el análisis político? Al partir del
supuesto de que existe una imposibilidad de clausura de lo social, también se asume que lo
social en sí no es unitario y por ende se caracteriza por la diferencia, que a su vez es
contingente y responde a contextos específicos. Ningún fenómeno social se puede pensar
como unitario o idéntico a otro, sino que se piensa como una construcción compleja carente
de valor, identidad o forma de unidad a priori, que se va forjando en el entramado social
(Arditti, 1991: 139).
109
A manera de síntesis argumentativa de las secciones anteriores y retomando los
aportes de Arditi (1991: 138), se puede observar que existen dos grandes perspectivas
mediante las cuales se puede aprehender el fenómeno de la identidad. En la perspectiva
esencialista los atributos sólo pueden ser pensados como predicados de ‘algo’ existente,
como elementos de cuya inteligibilidad se desprende un sustrato básico y fundamental, una
esencia fundante, que es la sustancia. Ésta última se ubica como precedente ontológico
sobre los atributos, con lo cual éstos adquieren sólo lugar como “accidentes”,
“modificaciones” o “propiedades” cuya naturaleza deriva de la sustancia. Por otro lado, en
una perspectiva antiesencialista, esta precedencia ontológica es revertida. La sustancia se
piensa ahora como una articulación de atributos, con lo que si se retiran todos no quedaría
una esencia que se desplegaría como algo puro y claro, distinta ante la mirada80 (Arditi,
1991: 138).
Es bajo esta perspectiva antiesencialista acerca de la identidad que se pueden ubicar
dos grandes corrientes teóricas que comparten lo que se denomina el pensamiento
posfundamento. La primera de ellas es la teoría psicoanalítica freudiana y lacaniana, para
quienes el sujeto está caracterizado por una falta inherente que debe ser llenada a través de
procesos de identificación; y la segunda de ellas corresponde al pensamiento desarrollado
por Foucault, y retomado por Laclau y Mouffe. Estos autores piensan a la identidad como
una cierta regularidad entre diferentes posiciones de sujeto, pero es una regularidad que
permanentemente está subvertida por un exceso que impide la clausura del círculo de la
identidad (Arditi, 2009: 31 – 32)81.
Sin embargo, sea que se conceptualice como falta o como exceso, esta corriente de
pensamiento permite plantear que todo fenómeno social, en tanto esquema de diferencias,
debe de ser considerado como una construcción compleja carente de valor, identidad o
forma de valor a priori. Estas características se van forjando dentro del entramado social,
80 “Bacon creía que la razón accede a la verdad de las cosas desechando todas las capas accesorias y transitorias que rodean a su esencia, en un modo análogo al proceso de remover, una tras otra, las capas que conforman una cebolla. Pero – como dice Feyerabend – si uno hiciese como Bacon, al final del proceso el observador no tendría ante sí la esencia de la cebolla, la “cebollez en sí; antes bien, quedaría con una pura nada en la palma de su mano.” (Arditi, 1991: 138). 81 A pesar de que se pueden pensar estas dos formas de definir la “identidad” como contrapuestas, en realidad son dos caras del mismo proceso. Si se utiliza el modelo topológico de la banda de Mobiüs, se puede entender que el hecho de que sea “falta” o “exceso” dependerá de la perspectiva del observador, ya que ambas remiten a un mismo proceso: la imposibilidad de clausura del sujeto y de la sociedad.
110
como una forma de intentar generar algún grado de estabilidad, certeza o regularidad frente
al devenir:
“…es una producción en la cual interviene una multiplicidad de relaciones
en un esfuerzo – siempre amenazado, siempre inestable – por transformar el
‘devenir’ característico de la vida en las formas más regulares, asible,
calculables del ‘ser’, vale decir, en constructos… la diferencia es
constitutiva de toda unidad en el mundo social, pero ninguna forma de
unidad agota por completo la diferencia; siempre queda un ‘exceso’ que
desborda los mejores intentos por domesticarla en órdenes cerrados. Por lo
mismo, no hay lugar para modelos topográficos que escinden al mundo en
planos de apariencia y esencia; no hay interpretación de la verdad, sino
verdad de la interpretación. ” (Arditi, 1991: 139).
Esta es la lógica que subyace a la postura del posfundacionalismo y su énfasis en la
ausencia de un fundamento último que pueda explicar o dotar de coherencia a lo social. Sin
embargo, esta postura no debe confundirse con un antifundacionalismo o con una postura
posmoderna de “todo se vale”, ya que el posfundacionalismo no pretende borrar la noción
de fundamentos, sino debilitar su estatus ontológico. Se pretende desplazar así la idea de
que exista un fundamento último, a favor de un reconocimiento creciente de la contingencia
y de lo político como el momento de un fundar parcial y siempre fallido (Marchart, 2009:
14-15): “Lo que distingue el primero [antifundacionalismo] del segundo
[posfundacionalismo] es que no supone la ausencia de cualquier fundamento; lo que sí
supone es la ausencia de un fundamento último, dado que solamente sobre la base de esa
ausencia los fundamentos (en plural) son posibles. El problema se plantea entonces no en
función de la falta de fundamentos (la lógica del todo o nada) sino en función de
fundamentos contingentes.” (Marchart, 2009: 29)82.
Al plantearse esta ausencia, este fundar sobre la nada parcial y fallido, se hace
necesario llegar a un acuerdo con este abismo que constituye su fundamento (Marchart,
2009: 16). Esa necesidad de acuerdos es lo que crea la posibilidad de pensar en
fundamentos múltiples de lo social, que son contingentes y que se reeditan
82 Corchetes agregados al original.
111
constantemente83, ya que la actividad política, por infundable que sea, no acontece en un
vacío, sino que siempre está envuelta en capas sedimentadas de tradiciones, las cuales son
flexibles, variables y a su vez, carecen de fundamento (Marchart, 2009: 16 – 17).
Sin embargo, esto tampoco convierte al posfundacionalismo en un pluralismo
posmoderno donde todas las metanarrativas o metarrelatos se desvanecen o desaparecen,
sino que al aceptar la necesidad de fundamentos múltiples (Marchart, 2009: 29); la ausencia
de un fundamento último se convierte en su condición de posibilidad (Marchart, 2009: 30).
Si aplicamos esta corriente de pensamiento a lo planteado en el primer capítulo, se puede
observar por qué el posfundacionalismo actúa como un interlocutor frente a las teorías de la
democracia liberal-procedimental.
No es difícil encontrar el fundamento último en las teorías de la Grecia antigua, ya
que justo es el pensamiento platónico el que origina esta separación entre esencia y
apariencia. La búsqueda platónica de un régimen político que se acerque a la Idea del Bien,
está intrínsecamente relacionado con la pretensión de descubrir la verdad absoluta detrás de
la aparente diversidad del mundo. Para este autor, el fundamento del orden político se
encuentra afuera de la sociedad, es algo a lo que hay que aspirar y proponer aunque el
mundo social sea caótico. La pretensión de generar modelos políticos ideales, totalizadores
y cerrados, contrasta con la contingencia de lo social y su subsecuente imposibilidad de
generar una teoría universal que pueda contenerlo. Los efectos de esta imposibilidad se
observan en las contradicciones internas que emergen en los debates acerca de la
democracia, principalmente el problema devenido de ubicar a la libertad como condición de
posibilidad de la democracia pero a la vez como su condición de caída. La libertad de decir
y hacer limita la posibilidad de generar orden y armonía, ya que introduce el desorden
dentro del esquema de racionalidad política de la época. No poder conciliar la libertad
dentro de estos modelos teóricos que privilegian como fundamentos últimos de la sociedad
al orden y la armonía, remite a esa contingencia de lo social que excede la posibilidad de
generar una normativa que controle absolutamente la variabilidad existente.
83 “Por tanto, la noción de fundamento se escinde, por un lado, en un fundamento puramente negativo (la imposibilidad de un sustrato final) y, por el otro, en la posibilidad de “fundamentos contingentes”, para usar una expresión acuñada por Judith Butler (1992), esto es, una pluralidad de movimientos hegemónicos que tratan de fundar la sociedad sin ser enteramente capaces de hacerlo.” (Marchart, 2009: 21).
112
Para Platón y Aristóteles lo popular introduce el disenso, la discordia, el desorden.
En este punto se ejemplifica lo que siglos después Nietzsche y Foucault denunciaron: el
conocimiento se gesta sobre la base de una voluntad de saber acompañada de una voluntad
de poder. Dentro de la racionalidad política de la Grecia antigua, el orden era un valor
apreciado y por ende, la capacidad de controlar los efectos de las acciones de sus
ciudadanos también, efecto que no podía ser controlado dentro de una democracia.
En Hobbes se encuentra un problema similar. Él, al igual que los griegos,
consideraba que los lazos sociales, políticos y religiosos eran problemáticos. Para controlar
lo anterior, emerge la figura del soberano absoluto como fundamento último del orden
político, es la figura que se encuentra adentro y afuera de la estructura, aquella que puede
insertar el orden dentro del caos. Sin embargo, no sólo ubica al soberano como fundamento
último del orden político, sino que lo hace ubicando a la razón como un fundamento moral:
sólo la razón permitirá que los sujetos acepten al soberano absoluto como una necesidad
moral. Lo relevante en Hobbes, es que la razón moral orienta y revela que la obediencia al
soberano es racional. No hay un cuestionamiento hacia su autoridad, ya que la razón moral
encuentra más provechoso el intercambio de obediencia por seguridad que desafiar al
soberano. Por lo tanto, se tienen dos fundamentos últimos que sostienen el andamiaje
teórico hobbesiano: el soberano absoluto, dentro y fuera de la estructura, creador de la ley
pero ajeno a su aplicación; y la razón como cómputo, como principio moral que permite
organizar la vida social.
Locke sumará a este planteamiento la importancia de la ley para regular esas
relaciones conflictivas. Por lo tanto, si bien destrona la posibilidad hobbesiana del soberano
absoluto, termina ubicando a la ley en su lugar, posicionando como fundamentos últimos de
la organización política a la razón moral y a la ley. Por consiguiente, la obediencia a las
leyes se instala dentro de la racionalidad política como un proceso racional, interpretación
que seguirá estando vigente hasta nuestros días. Esta primacía de la razón moral en Locke,
que al contrario de Hobbes no necesitaba el refrendo del Estado, hace que éste caiga en
contradicciones cuando describe el pasaje del estado de naturaleza al estado de guerra. Sin
embargo, más allá de las contradicciones teóricas internas, lo que interesa rescatar es cómo
la ley se ubicó como un fundamento último que legitima un determinado orden político.
Ahora, si bien Locke introdujo una ruptura dentro de la racionalidad política al permitir que
113
el ciudadano sea partícipe en la creación de la ley a través del criterio de mayoría, la forma
en cómo se introduce a ese ser humano es como un ser con una racionalidad moral
inherente.
De lo anterior se pueden extraer dos conclusiones. La primera, es que en la
búsqueda por encontrar un orden y una forma de calcular la contingencia de lo social, estos
autores sostienen su argumentación con fundamentos que están fuera del juego de la
estructura, es decir, que no son cuestionables. La Idea del bien, la armonía, el orden, el
soberano absoluto, la ley y la razón se posicionan como algo externo a la política,
funcionan como argumentos a priori que no son sometidos a la reflexión ni a la
interpretación. La segunda, es el efecto el desarrollo del concepto de la razón moral como
aquella que permite la constitución de un orden político, a la que luego se le sumará la
razón científica como aquella que permite ubicar al ser humano como un ser racional que
toma decisiones apelando a la razón por encima de los afectos o las pasiones.
La impronta que tuvo esta racionalidad política en el desarrollo de la democracia
liberal-procedimental es innegable. Si bien, con la entrada de la modernidad se introduce la
posibilidad de que el ser humano sea tomado como sujeto y objeto de estudio, esto no fue
suficiente, ya que cuando se reflexiona acerca de la organización política se sigue pensando
al ser humano en una única dimensión, articulando las teorías políticas con una idea
subyacente del ser humano como un ente predominantemente racional. Además, el efecto
que tuvo el liberalismo económico y la amalgama con la democracia sumó el utilitarismo a
este esquema de pensamiento.
Por lo tanto, la forma contemporánea de pensar a la democracia es heredera de estas
formas de pensar a la política. La centralidad de la razón y la ley para generar un sentido de
orden, se entrecruza con el continuo desprecio por lo popular. El modelo contemporáneo de
la democracia liberal-procedimental parte de que el individuo que participa en ella es
racional por naturaleza, forma parte de la estructura pero a la vez está fuera de ella, no se le
cuestiona, no entra dentro del juego de relaciones. Se le separa de las pasiones o afectos,
por lo que cualquier expresión distinta a la razón es condenada y censurada a priori como
antidemocrática.
Las definiciones mínimas de democracia ejemplifican esta operación conceptual de
una forma paradigmática. Éstas suponen que existe una democracia que es universal y que
114
puede ser replicada en cada contexto socio-cultural sin mayores cambios. Su contenido
aparece fijado y cristalizado, estático, sin ningún cuestionamiento son sus fundamentos
contingentes. Por esta razón es que no aparece este debate de forma explícita dentro de los
teóricos de la democracia liberal-procedimental, ya la voluntad de saber procura pasar
desapercibida para así ser efectiva, a través de los procedimientos internos de control del
discurso, los cuales se encargan de ordenar, clasificar y distribuir lo que sí se puede debatir.
Esta misma voluntad de saber le impone al sujeto cognoscente, en este caso a los teóricos
de la democracia liberal-procedimental, una cierta posición, una cierta forma de mirar y una
cierta función, con lo cual, también impone una condición, una mirada y una función al
ciudadano.
La reflexión acerca del sujeto democrático se encuentra ausente de las teorías de la
democracia liberal-procedimental. En éstas, se reduce su condición a ser votante, a ser
número. Se recluyó en una concepción tranquilizadora, es un ser racional y utilitario, ajeno
a sus emociones, a sus pasiones. Se introdujo como una variable más dentro del cálculo de
la racionalidad política, no se introdujo como un efecto contingente. El sujeto racional y
utilitario se ubica como el centro de la estructura democrática. Es inamovible, no es
cuestionable. El asegura la posibilidad de pensar en un orden político. Se reduce a ser un
elemento más dentro de la suma de intenciones, olvidando que la democracia tiene un
contenido relacional, ya que como se planteará posteriormente, lo político es una forma de
lazo social.
Esta reducción de complejidad incide en que este modelo hegemónico de
organización de lo político clausure la posibilidad de generar otras interpretaciones acerca
de lo qué es la democracia, más cuando éstas ponen en entredicho ese lugar de hegemonía.
Por lo tanto, sería ingenuo observar este problema como meramente conceptual. La
voluntad de poder que existe detrás de toda construcción teórica también aparece en la
forma en cómo se piensa a la democracia. Un modelo normativo mínimo y universal que
pretende dar cuenta de acerca del concepto de democracia cierra el juego de la estructura,
limitando las posibilidades de disenso y de discusión dentro de la esfera democrática. Al
pretender poseer la verdad acerca de cómo debe funcionar y cómo debe regularse una
sociedad “democrática” tiene por efecto inmediato que cualquier otra expresión de
organización política sea vista de forma despectiva: es antidemocrática.
115
Además, en la esfera teórico-conceptual, se realiza un rechazo ad portas de
cualquier crítica, porque se etiquetan de antemano como pre-modernas, que atentan contra
los principios ilustrados del orden y el progreso, olvidando que el conocimiento también se
encuentra a merced de las fuerzas de poder que lo contextualizan. Definir qué modelo de
democracia es el correcto implica establecer un dominio sobre la discusión, implica
imponer esa voluntad de poder/saber. Hacer la democracia del orden de lo calculable,
implica un intento por despojarla de su contingencia, misma que emerge y se “desparrama”
por todo lado, implica imprimir el carácter de ser al devenir.
Por lo tanto, el próximo capítulo tendrá por objetivo plantear otra forma de observar
a la democracia, desmontándola de ese modelo hegemónico e introduciendo al debate estos
aspectos que han sido relegados o invisibilizados por este modelo hegemónico. Analizar a
la democracia como concepto implica preguntarse acerca de qué se entiende por lo social y
por lo político, conlleva preguntarse acerca del estatuto del lazo social en nuestras
sociedades y hacia dónde vamos.
116
CAPÍTULO III
LO POLÍTICO, EL ANTAGONISMO Y EL DESACUERDO
Recapitulando, plantear a la democracia como un significante vacío implica asumir
tres supuestos generales relacionados con las teorías posfundacionalistas. El primero de
ellos, es la posición nietzscheana acerca de la imposibilidad de la certeza y la verdad
absolutas, posición que permite pensar a la democracia como un concepto vacío el cual
puede ser llenado a través de cadenas discursivas que actúan agrupando una serie de
contenidos: democracia “liberal-procedimental”, democracia “sustancial”, democracia
“participativa”, democracia “electoral”, entre otros. Por lo tanto, se reivindica como un
concepto polisémico que se encuentra constantemente en disputa84 y abierto a múltiples
interpretaciones. El segundo supuesto, proveniente de la lectura de Foucault, estipula que
las transformaciones que se producen dentro de la racionalidad política impactan en la
forma en cómo se conciben/disputan los conceptos políticos y sociales. En tercer lugar,
implica asumir la tesis derridiana de que no existe un centro supratemporal de la estructura
que organice de forma definitiva las relaciones entre los significantes contenidos alrededor
del concepto de democracia, por lo tanto ninguna de las formas en como la democracia
organiza contenidos será definitiva ni verdadera, sino que respondería a un contexto
situacional particular. En otras palabras, si bien parece ser que la democracia liberal –
procedimental ha encontrado su fundamento último en la razón como principio moral y en
la ley como procedimiento, así como en una concepción del ser humano como racional y
utilitario, ésta responde a una determinada coyuntura político – social.
Esta coyuntura se encuentra mediatizada por la forma en que los diversos actores
conciben lo político y lo social. En otras palabras, analizar el concepto de democracia
implica analizar qué entendemos por político y política, si se entiende en términos
asociativos (Arendt) o en términos disociativos (Schmitt). Esto a su vez repercute en la
forma en como se entiende lo social, principalmente en términos de cómo se establecen los
nexos entre la concepción de lo político y su expresión en lo social: interrogar al concepto
84 Como se mencionó en el capítulo I, se parte del supuesto de que la democracia sigue siendo un concepto crítico (Arblaster, 1991: 10).
117
implica plantearse qué se entiende por demos y qué se entiende por poder y gobierno, así
como sus interacciones. A lo largo de este capítulo, se discutirá acerca de estos conceptos,
con el fin de sentar las bases discursivas sobre las cuáles se entiende el concepto de
democracia desde la perspectiva posfundacional.
La aparición de la división entre los conceptos de lo político y la política responde
al carácter contingente del significado de las palabras: lo política y la política adquieren su
sentido de forma relacional. Sin embargo, esta distinción es relativamente reciente. Al igual
que con el concepto de democracia, el concepto de la política se ha transformado a lo largo
de la historia, desde su primera aproximaciones en la Grecia antigua hasta los desarrollos
contemporáneos que separan a la política de lo político. Sin embargo, el hecho de que el
concepto de política haya sufrido modificaciones no implica necesariamente una ruptura
radical en su significado, sino que más bien los desplazamientos semánticos producidos
están asociados con la forma en cómo se entiende a lo social y al ser humano en cada
contexto particular.
Para Aristóteles, el concepto de lo político estaba asociado con una definición de ser
humano, por lo tanto no era estrictamente una delimitación del concepto. Tal como lo
plantea Sartori (1973: 7), Aristóteles entendía que era sólo a través de la participación en la
polis que el ser humano podía realizar todo su potencial, por esta razón definía al ser
humano como zoon politikon (animal político). En los griegos todavía no existía una
separación entre la política como actividad y la concepción de la vida, para ellos el lazo
entre la vida y la actividad política era indisoluble. La vida política y sus actividades no
eran percibidas como una parte o un aspecto de la vida, sino que como plantea Arblaster
(1991: 39), pertenecer a la polis era una membresía en el sentido estricto, en analogía con
los miembros o partes del cuerpo humano. No pertenecer o no participar en la polis era
percibido como una deficiencia, un ser humano no-político era un ser inferior (Sartori,
1973: 7).
Por lo tanto, es incorrecto decir que Aristóteles pensó lo social como algo incluido
dentro de lo político, porque en esa época los dos términos eran para él uno y el mismo:
ninguno contenía al otro, sino que lo político contenía a los dos. No fue hasta la llegada de
la traducción de Tomás de Aquino, que apareció la acepción de zoon politikon como un
118
“animal político y social”, destacando que es parte de la naturaleza del ser humano vivir en
sociedad (Sartori, 1973: 7).
Por otro lado, en la antigua Roma esta relación del ciudadano con lo político era
definido a través del concepto de civitas. En el momento en que los romanos absorbieron la
cultura griega, las ciudades romanas habían traspasado las dimensiones que permitían
aplicar a cabalidad la vida “política” de la Antigua Grecia. De esta manera, si para los
griegos se trataba de la polis, para los romanos se trataba de la civitas. La civitas se
entendió como una civilis societas, con lo cual su uso y significado se amplió con respecto
al concepto de polis griega, adquiriendo una organización jurídica. La civiles societas se
volvió equivalente a la juris societas, lo que le permitió a los romanos substituir lo
“político” por lo “jurídico”. Este desplazamiento ocasionó que los romanos definieran al ser
humano no como un animal político, sino como un animal social. Se generó así una
concepción antitética a la planteada por Aristóteles, porque el ser humano romano ha
perdido a la polis, ha renunciado a ella y se adapta a sí mismo para vivir en una cosmópolis
(Sartori, 1973: 8).
Por consiguiente, concluye Sartori (1973: 8), el mundo antiguo desarrolla dos
concepciones distintas acerca del ser humano. Por un lado se encuentra el animal político y
por el otro el animal social. Sin embargo, esta diferenciación no es del mismo tipo que la
separación moderna entre subsistemas (político y social), ya que el animal social no
coexiste en el mismo plano que el animal político, no son dos facetas del mismo ser
humano, sino que son dos visiones antropológicas distintas y que son mutuamente
excluyentes (Sartori, 1973: 8): “The politics of Aristotle was, at one and the same time, an
anthropology, a conception of man indissolubly linked to the "space" of the polis.”85
(Sartori, 1973: 10).
Esta forma de pensar a la política tuvo por resultado que ésta estuviera asociada con
otras esferas del pensamiento. Para los griegos, la política estaba intrínsecamente ligada a la
ética, mientras que para los romanos ésta estaba ligada a lo jurídico. Luego, con la llegada
de la Edad Media la política adquirió un estatus teológico, de ese modo hubo que esperar
hasta Maquiavelo para que la política apareciera como una esfera “autónoma” (Sartori,
85 “La política de Aristóteles fue, una y al mismo tiempo, una antropología, una concepción del hombre indisolublemente ligada al “espacio” de la polis.” (Sartori, 1973: 10). (Traducción libre).
119
1973: 10-11). No obstante, la autonomía no se plantea en sentido absoluto, sino en sentido
relativo86 a partir de los siguientes criterios: la política es diferente; la política tiene sus
propias leyes, con lo cual es independiente de otros aspectos de la vida; es autosuficiente y
autárquica, puede ser explicada desde sí misma; y finalmente, la política adquiere carácter
de “causa primera”, ya que no sólo se genera a sí misma, sino que genera todo lo demás
(Sartori, 1973: 11).
Con Maquiavelo la política adquirió un estatus que la diferenció de la religión y de
la moralidad. Se separó de los discursos de la ética, de lo jurídico y de la religión: ya no
actúan como sus supuestos indisolubles, sino que actúan como medios para un fin. La ética,
la religión y el aparato jurídico se convierten así en instrumentos para la política. La
política posee sus propias leyes, mismas que un buen “príncipe” debe saber aplicar (Sartori,
1973: 11). Por consiguiente, esta doctrina del príncipe o su posterior teoría jurídica del
soberano intentó marcar la discontinuidad entre el poder del príncipe y cualquier otra forma
de poder (Foucault, 1978: 194-195): “El Estado se gobierna según las leyes racionales que
le son propias, que no se deducen de las solas leyes naturales o divinas, ni de los solos
preceptos de sabiduría y de prudencia; el Estado, como la naturaleza, tiene su propia
racionalidad, aunque sea de un tipo diferente. Al contrario, el arte de gobernar, en vez de ir
a buscar sus fundamentos en reglas trascendentes, en un modelo cosmológico o en un ideal
filosófico y moral, deberá encontrar los principios de su racionalidad en aquello que
constituye la realidad específica del Estado.” (Foucault, 1978: 204).
Este proceso se aceleró e intensificó con la teoría hobbesiana del soberano. Tal
como se planteó anteriormente, la llegada de la teoría de la razón de Estado tenía como
objetivo responder a la pregunta de cómo gobernarse, cómo ser gobernado, cómo gobernar
a los demás, por quién se debe aceptar ser gobernado y qué hacer para ser el mejor
gobernante (Foucault, 1978: 188). A esto se le sumó la perspectiva cartesiana del estudio
del orden subyacente del mundo, de la que no escapó el estudio de la política.
86 Se puede entender este movimiento a favor de la “autonomización” de la política como un precursor de lo que Lefort (1990: 188-191) conceptualizaría como la disolución de los marcadores de certeza. Asimismo, tal como se planteó en el capítulo I, esta emergencia de la política como esfera autónoma corresponde a una modificación en la racionalidad política en la que comienza a gestarse el concepto de razón de Estado. La pregunta acerca del buen gobierno y de cómo y quiénes deben gobernar se convirtió en la pregunta central de la época (Foucault, 1978, 1990).
120
Por lo tanto, Hobbes influenciado por esta nueva forma de pensar al mundo,
concluye que las leyes de la política podían ser creadas por el Leviatán, que no eran
producto de una externalidad como lo pensaba Maquiavelo. El Leviatán no gobernaba de
acuerdo a las leyes de la política, sino que éste tenía la potestad de crear esas leyes. El
mundo aparece como infinitamente manipulable, siendo el Leviatán el manipulador
absoluto (Sartori, 1973: 12).
Hasta ese momento, la política seguía contemplando bajo su concepto a lo social.
En la discusión conceptual de la época, la noción de sociedad o de lo social seguía estando
ausente. No sería hasta la obra de Locke, que comienza a emerger un pensamiento de la
sociedad, cuando desplaza la potestad de crear leyes del soberano absoluto hobbesiano a la
mayoría y a la ley de la mayoría, otorgándole a la gente significado y capacidad operativa.
Sin embargo, Sartori (1973: 14-15) plantea que la separación entre la esfera de lo social y la
esfera de lo político no se produce hasta que se desarrolla otra separación, la separación de
la esfera económica de la esfera de la política: “It was the economists – Smith, Ricardo, and
the laissez faire theorists in general – who demonstrated that social life prospers and
develops when the state does not intervene, who demonstrated how social life finds its own
principle of organization in the division of labour, thereby indicating that social life is
largely extraneous to the state and neither regulated by its rules nor by the law.”87 (Sartori,
1973: 15).
Las leyes económicas no se corresponden a las leyes jurídicas, sino que pertenecen
entonces a las leyes del mercado. Para estos teóricos, el mercado se caracterizaba por un
automatismo espontáneo, un mecanismo que funcionaba a partir de sí mismo. Por lo tanto,
fueron los economistas los que demostraron la idea de que la sociedad se podía regular a sí
misma, que se desarrolla bajo su propia naturaleza (Sartori, 1973: 15). Por lo tanto, de
acuerdo a Sartori no es hasta el siglo XIX que se puede hablar de sociedad como una
realidad autónoma. Este punto de inflexión coincide con el cambio de mentalidad hacia la
democracia, tal como lo demostró Arblaster (1991: 64-83). Sin embargo, esta apertura a
pensar a la sociedad como un espacio diferenciado del Estado o la economía no significó
87 “Fueron los economistas – Schmitt, Ricardo, y los teóricos del laissez faire en general – los que demostraron que la vida social se desarrolla y prospera cuando el Estado no interviene, los que demostraron que la vida social encuentra su propio principio de organización en la división del trabajo, de ese modo demostraron que la vida social era en gran parte ajena al Estado y que no era regulada ni por sus reglas ni por sus leyes.” (Sartori, 1973:15). (Traducción libre).
121
una apertura hacia lo popular, tal como se planteó anteriormente88. La introducción de la
sociología como disciplina con Comte terminó de afianzar esta variante discursiva. La
sociedad se convierte ahora en un “sistema social” que es distinto, independiente y auto-
suficiente con respecto al sistema político (Sartori, 1973: 16).
Ahora bien, la distinción entre lo político y la política procura avanzar más en el
debate, ya que si bien se reconoce que existen diversas formas de interpretación de lo social
y lo político, se critica esta conceptualización de “sistemas” porque da por sentado que
existe una referencia oculta bajo ese espacio denominado “sociedad”. Lefort (1983: 11)
plantea que este enfoque reclama ser capaz de proveer un estudio detallado o una
reconstrucción del espacio a través de la postulación y articulación de términos, a través de
sistemas de relaciones específicos que pueden ser combinados en un sistema total, como si
las observaciones y constructos no provinieran de la experiencia de la vida social,
experiencia que a su vez es formada por nuestra pertenencia a un contexto histórico y
político determinado. Para este autor, el efecto de esta ficción es obvio: las sociedades
democráticas modernas se caracterizan por, entre otras cosas, la delimitación de una esfera
de instituciones, relaciones y actividades que aparecen como lo político, distinto de otras
esferas como la económica y la jurídica, entre otras; con lo que los sociólogos políticos o
científicos sociales encuentran las precondiciones que definen su objeto y su acercamiento
al conocimiento de este modo de apariencia de lo político, sin detenerse a cuestionarse o
examinar la forma de la sociedad dentro de la cual esta división por sectores aparece
legítima. Esta discusión se avanzará más adelante, porque antes de proponer cómo afecta la
forma de la sociedad en la forma en cómo se interpreta, se hace necesario retomar la
discusión y las diferentes formas de interpretar la diferencia entre lo político y la política.
Esta serie de depuraciones conceptuales responde a un proceso que la escuela
alemana de historia conceptual (Begriffsgeschichte) (Koselleck, 1972, traducido por
Fernández Torres, 2009)89 identifica como una creciente politización de los conceptos,
88 El hecho de que sea tomado en cuenta el principio de mayoría y la sociedad como actor no terminó de eliminar las reticencias clásicas en contra de la democracia como un modelo político defectuoso y propenso al error producto de su carácter popular. Esto tiene por consecuencias que los movimientos sociales sean desacreditados por no utilizar los canales “institucionales” adecuados para hacer escuchar sus demandas o simplemente sean invisibilizados. 89 Koselleck, R. (1972). “Einleitung”, en Otto Brunner, Werner Conze y Reinhart Koselleck (comps.), Geschichtliche Grundbegriffe, vol. 1. Sttugart: Klet. Este diccionario todavía no ha sido traducido al español
122
derivado de la entrada a la modernidad y su subsecuente “disolución de los marcadores de
certeza” (Lefort, 1990: 188-191). Para Koselleck (1972, traducido por Fernández Torres,
2009: 95), fue en este periodo comprendido entre 1750 y 1850 cuando se produjo un
cambio de horizonte en el significado de los conceptos sociales: se produjo un
desplazamiento que tuvo por consecuencia que las palabras adquieran un nuevo sentido.
Koselleck (1972, traducido por Fernández Torres, 2009: 96-98) identifica cuatro
movimientos o desplazamientos conceptuales que impactaron la forma en cómo se
nombrarían los conceptos políticos. El primero de ellos, fue la democratización de los
conceptos, lo cual significa que el campo de aplicación del lenguaje político se ampliara y
por ende se hizo más accesible a sectores más amplios de la población. Esto respondió a
una modificación en los hábitos de lectura dentro de la población, que pasó de ser una
lectura intensiva, caracterizada por leer un mismo libro una y otra vez, a una lectura
extensiva de periódicos y revistas, con lo cual, se generó una esfera pública que discutía
activamente el significado de los conceptos políticos. En segundo lugar, la modificación de
la experiencia del tiempo produjo una temporalización de las categorías, de esta manera, se
debilitó la idea de una estabilidad permanente o de una repetición constante, insertando la
posibilidad de pensar los fenómenos sociales y a los significados como procesos, en lugar
de hechos o momentos estáticos y estables. Aunado a lo anterior, en tercer lugar, Koselleck
señala una Ideologisierbarkeit (ideologización)90de los conceptos, ya que al verse
debilitado el fundamento estático de la sociedad, ya no se podía garantizar la reproducción
más o menos idéntica de la estructura social, con lo cual los conceptos comenzaron a
adquirir significados más abstractos. Finalmente, esta apertura de la sociedad hacia nuevos
conceptos originó una creciente politización entre aquellos que se oponen mutua y
polémicamente (“revolucionario” frente a “reaccionario”), con la subsecuente movilización
e identificación de sectores de la población alrededor de ellos91. Por lo tanto, se generan
relaciones de conflicto y antagonismo enlazadas al significado otorgado a cada uno de estos
conceptos.
en su totalidad, solamente la introducción. Por lo tanto, de aquí en adelante se utilizará la referencia de la traducción (Fernández Torres, 2009) entendiendo que es al texto original de Koselleck traducido al español. 90 Traducción libre. Traducido por Marchart (2009: 79) como “ideologizabilidad”. 91 Si bien se podría argumentar que este contenido político de los conceptos estaba presente desde la Grecia Antigua, lo que interesa resaltar de este análisis realizado por Koselleck, es su carácter masivo y popular, ya que a partir de esta democratización de los conceptos estos ya no pertenecían solamente al léxico de la aristocracia o a sectores privilegiados de la sociedad.
123
En síntesis, estos procesos sociales y políticos insertaron cambios en la racionalidad
política de la época, ya que su fundamento estable se desmoronó frente a la emergencia de
nuevos fenómenos, con lo cual el sentido de los conceptos se redefinió. Marchart (2009:
84) interpreta estos desplazamientos o modificaciones semánticas a partir de la hipótesis de
que la innovación conceptual se desencadena a partir de la crisis social, ya que se produce
una creciente no-correspondencia entre un paradigma conceptual y su cambiante contexto
social o político. Por consiguiente, para este autor la innovación conceptual acontece a
partir de una crisis paradigmática, generada por la decreciente capacidad del paradigma
anterior para proporcionar un modelo u horizonte de inteligibilidad/plausibilidad acorde a
la nueva situación. Sin embargo, esta interpretación contiene en sí un riesgo, el cual es
establecer una aparente relación de causalidad entre una crisis social o política y un cambio
de paradigma conceptual. Lo que se puede retomar de esta lectura de Marchart, es que
existen ciertos desplazamientos o fenómenos que cuestionan la interpretación dominante,
interpelándola y presionando para que se acomode/adapte a las nuevas circunstancias, ya
que de todas maneras nunca existe una ruptura radical entre un paradigma u otro: en
términos derridianos queda una huella presente que no puede ser borrada. Por consiguiente,
la forma en cómo los sujetos reaccionen a esta interpelación estará supeditada a si se
identifican con la “solución” que plantea el paradigma anterior o no, con todas las variantes
rizomáticas que esto conlleva.
De vuelta a la distinción entre político y política, de acuerdo a Marchart (2009: 81),
en la segunda mitad del siglo XIX, al menos en las fuentes alemanas y francesas, se observa
una creciente conciencia de la política entendida como actividad o práctica, mientras que
las fuentes británicas muestran una subordinación de la actividad política frente a la
actividad económica. Es probable que, por esta razón, los primeros indicios de
conceptualizar lo político diferenciado de la política se den en el pensamiento alemán y
francés. En el pensamiento alemán el principal referente es Carl Schmitt, mientras que en el
pensamiento francés comienza la discusión con el ensayo de Paul Ricoeur “La paradoja
política” de 1957 (Marchart, 2009: 17).
124
Si bien este ensayo de Ricoeur tuvo repercusiones en la obra de Nancy y Lacoue –
Labarthe y en las reformulaciones teóricas de Lefort y Badiou; Ricouer92, al igual que la
vertiente arendtiana de estudio de la política, proponen observar a lo político como un
espacio de comunalidad, haciendo hincapié en el aspecto asociativo (Marchart, 2009: 59 –
62). En otras palabras, al contrario de la versión schmittiana de lo político, donde priva el
aspecto disociativo expresado en el conflicto y el antagonismo, la versión asociativa se
enfoca en ese actuar juntos o actuar de común acuerdo: “Y aquí es donde reside la
principal diferencia: vista desde el ángulo arendtiano, la gente en su pluralidad se asocia
libremente dentro del ámbito público, motivada, […] por su cuidado de lo común. Visto
desde un ángulo schmittiano, sin embargo, una comunidad se establece a través de un
antagonismo externo frente a un enemigo o un afuera constitutivo, es decir, como
disociación.” (Marchart, 2009: 62). En esta investigación, de estas dos posibles vías de
interpretación de lo político se dará énfasis a la versión schmittiana, ya que interesa
observar cómo las dimensiones del poder, el conflicto y el antagonismo se presentan en la
forma en cómo se conceptualiza a la democracia. Aunado a lo anterior, se excluyen los
modelos “asociativos” de la política, porque al partir de un fin establecido, como lo es el
“bien común” o el “común acuerdo”, sus aparatos teóricos giran alrededor de la idea de una
teleología, lo cual contradice los postulados del posfundacionalismo. Este énfasis por la
capacidad de actuar juntos hace que implícitamente dejen de lado el estudio del poder, el
conflicto y el antagonismo, elementos centrales para la investigación.
92 “La principal distinción establecida por la empresa de Ricoeur se halla entre una esfera ideal de lo político (que encarna la concordia racional), definida por una racionalidad específica, y la esfera del poder (la política), aunque ambas contribuyen a la autonomía de lo político (autonomie du politique)” (Marchart, 2009: 57)
125
SCHMITT Y EL CONCEPTO DE LO POLÍTICO
Schmitt en su libro El concepto de lo político, intenta dar cuenta de lo que entiende
por lo político. Su objetivo, es traspasar las visiones esencialistas, es decir, no le interesa
establecer un concepto de lo político, sino definir un criterio específico de lo político. Así
lo especifica en su texto: “Si se aspira a obtener una determinación del concepto de lo
político, la única vía consiste en proceder a constatar y a poner de manifiesto cuáles son las
categorías específicamente políticas […] Lo político tiene que hallarse en una serie de
distinciones propias últimas a las cuales pueda reconducirse todo cuanto sea acción política
en un sentido específico.” (Schmitt, 1991a: 56).
Lo anterior responde a la lectura particular que realiza Schmitt del contexto político
internacional que le tocó vivir. Schmitt encuentra que posterior a la Primera Guerra
Mundial, surge una crisis en la política general europea, donde el sistema vigente heredado
del siglo XIX aparecía como una mezcla confusa entre democracia y liberalismo. Aunado a
lo anterior, de acuerdo a Schmitt, bajo el impacto del liberalismo habían surgido dos
concepciones falsas de la política: “la política social”, en la cual privaba una preocupación
excesiva por la “cuestión social”, y la “política cosmopolita”, donde se daba prioridad al
intercambio cultural entre las naciones. Finalmente, Schmitt encuentra que hay un punto
problemático fundamental en la unión de la democracia y el liberalismo, que viene dado
desde la misma base ideológica de los dos: la democracia es represivamente colectivista, en
la medida en que se dirige hacia la creación de una homogeneidad social, cultural y moral
en la comunidad, mientras que el liberalismo avanza en dirección hacia una mayor
individualidad y es un alto defensor de la diferencia. Por consiguiente, Schmitt encuentra
que el impulso homogenizador democrático solamente puede llevar a una dictadura de la
mayoría y por consiguiente, a la temida tiranía de las mayorías, contra minorías que pierden
la capacidad de ejercer voz y voto en una comunidad política democrática. De esta manera,
Schmitt plantea que la dictadura solamente se contrapone al liberalismo, ya que la dictadura
es una tendencia oculta de la democracia y es a su vez, una institución democrática (Feher,
1989: 164 – 165).
Con base en esta lectura particular, Schmitt encuentra que la equiparación entre el
Estado y lo político impide una verdadera elaboración sobre el tema, por dos razones. La
126
primera, referida al paso en un pie de página pero de suma importancia para nuestra
investigación, es que si se iguala lo político a lo estatal todo aquello que no sea estatal, todo
lo social, sería apolítico (Schmitt, 1991a: 51, pie de página 3). La segunda, que sería la
inversión de la primera llevada al extremo, sería pensar que la interpenetración recíproca
entre Estado y sociedad, conduciría a que el primero se insertara en esferas que no le
pertenecen (religión, cultura, educación, economía); con lo cual se produciría un Estado
total que no distinguiría entre ningún dominio y estaría dispuesto a abarcarlos todos, con lo
cual todo sería potencialmente político (Schmitt, 1991a: 53). De estas dos precisiones se
desprende que no se puede pensar a lo político sin un sustento social, o como lo plantea
Kam Shapiro (citado por Arditi, 2008: 15) lo político extrae su fuerza de distinciones y
compromisos no políticos, por lo cual es parasitario en un sentido no peyorativo. Lo
político como tal no tendría un espacio o contenido propio, sino que surge o se monta sobre
fenómenos extrapolíticos, depende de objetos externos a sí mismo para existir: “Opera en el
espacio de los otros.” (Arditi, 2008: 15):
“Todo antagonismo u oposición religiosa, moral, económica, étnica o de
cualquier clase se transforma en oposición política en cuanto gana la fuerza
suficiente como para agrupar de un modo efectivo a los hombres en amigos
y enemigos. Lo político no estriba en la lucha misma; ésta posee a su vez
sus propias leyes técnicas, psicológicas y militares. Lo político está, como
decíamos, en una conducta determinada por esta posibilidad real, en la clara
comprensión de la propia situación y de su manera de estar determinada por
ello, así como en el cometido de distinguir correctamente entre amigos y
enemigos.” (Schmitt, 1991a: 67).
Sin embargo, cabe aclarar que esto no quiere decir que pueda operar completamente
en el espacio de los otros, ya que perdería su capacidad explicativa y de distinción. Esta
interpenetración entre lo estatal y lo social, en términos de Schmitt, tiene como
consecuencia el debilitamiento del Estado, pues lo convierte en una entidad incapaz de
controlar los conflictos sociales y de mantener la unidad política nacional (Serrano Gómez,
1999: 22). Por consiguiente, el Estado dentro de las sociedades industriales avanzadas se
convierte en el campo donde se escenifica la lucha de intereses proveniente de la pluralidad
de grupos que lo componen: “El Estado deja de ser la entidad que corona la organización
127
social y se convierte en un instrumento de los diversos poderes sociales para defender sus
intereses particulares. El Estado pierde el monopolio de la “decisión última”.”(Serrano
Gómez, 1999: 22). El Estado total, por tanto, no adquiere fuerza en su omnipresencia, sino
que ésta es su debilidad más grande, ya que al estar inserto en todas las esferas sociales,
pierde su capacidad de decisión en la excepción: es una institución débil. Con base en este
análisis, es que Schmitt observa que la frontera entre lo estatal y lo social se ha disuelto,
con lo cual, todo al menos es potencialmente politizable (Serrano Gómez, 1998: 42).
A Schmitt lo que le interesa es desmarcarse de estas definiciones y proponer un
análisis del campo de relaciones de lo político, específicamente en lo concerniente a sus
relaciones de intensidad93. Schmitt propone como criterio específico de lo político la
relación entre amigo – enemigo: “Pues bien, la distinción política específica, aquella a la
que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y
enemigo.” (Schmitt, 1991a: 56)94. Sin embargo, antes de adentrarnos al tema, conviene
detenerse en la previsión que realiza Schmitt acerca del trabajo con conceptos políticos,
línea que posteriormente es retomada por Koselleck y su escuela de Begriffsgeschichte
acerca de la politización de los conceptos. Para Schmitt (1991a: 60), todos los conceptos,
ideas y palabras poseen un sentido polémico, son formulados con miras a un antagonismo
concreto, están vinculados a una situación concreta cuya consecuencia última es una
agrupación según amigos y enemigos, después de la cual, al cancelarse o diferirse este
antagonismo, se convierten en abstracciones vacías y fantasmales: “Palabras como estado,
república, sociedad, clase o también soberanía, estado de derecho, absolutismo, dictadura,
plan, estado neutral, estado total, etc., resultan incomprensibles si no se sabe a quién en
concreto se trata en cada caso de afectar, de combatir, negar y refutar con tales términos.”
93 “La oposición o el antagonismo constituye la más intensa y extrema de todas las oposiciones, y cualquier antagonismo concreto se aproximará tanto más a lo político cuanto mayor sea su cercanía al punto extremo, esto es, a la distinción entre amigo y enemigo. Dentro del Estado como unidad política organizada, que decide por sí misma como un todo sobre amigo y enemigo, y junto a las decisiones políticas primarias y en su apoyo, surgen numerosos conceptos secundarios a lo “político”.” (Schmitt, 1991a:59 – 60). Derrida (1998: 153 – 155) encuentra que este criterio de intensidad es problemático, porque diluye las fronteras entre lo político y la guerra, asignando un telos a lo político. Tal como lo plantea Arditi (2008:2): “Para Jacques Derrida el uso de la intensidad es problemático pues tiende a disolver las fronteras entre guerra y política que el propio Schmitt se esmera en resguardar. Esto se debe a que si bien Schmitt usa la intensidad como calificativo de su criterio amigo-enemigo para distinguir con más claridad las oposiciones políticas de las no políticas, no se da cuenta de que al hacerlo está asignando un telos a lo político. Con la intensidad, dice Derrida, la guerra termina siendo la esencia y el destino de lo político y no simplemente su presupuesto o caso excepcional”. Sobre este tema se profundizará más adelante. 94 Cursivas en el original.
128
(Schmitt, 1991a: 60 – 61). Este carácter polémico también impacta en la forma en cómo se
utiliza el término “político” (Schmitt, 1991a: 61 – 62), por lo que sus propias reflexiones
estarían enmarcadas por esto, inclusive su discusión acerca del concepto de neutralidad:
“Lo que ocurre es que el concepto de neutralidad, igual que cualquier otro concepto
político, se encuentra también bajo ese supuesto último de la posibilidad real de agruparse
como amigos o enemigos.” (Schmitt, 1991a: 64). Si bien esta postura se encuentra cercana
a lo expuesto en el capítulo anterior sobre las teorías posfundacionalistas, Schmitt no logra
proseguir su propio argumento y aplicar su propia previsión al concepto de lo político y
termina realizando un cierre imaginario al postular un criterio normativo al excluir la
posibilidad de que exista un enemigo absoluto dentro de lo político95, como se verá
posteriormente.
De vuelta al criterio de lo político, la distinción binaria entre amigo – enemigo se
refiere a relaciones de intensidad en el campo de lo político: implica la presencia de unión o
separación, asociación o disociación. Sin embargo, conviene detenerse un poco en esta
propuesta, ya que para Schmitt puede resultar tentador pensar esta distinción en términos
afectivos, contra lo cual, previene: “El enemigo político no necesita ser moralmente malo,
ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede
tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el extraño, y para
determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño en un sentido
particularmente intensivo. En último extremo pueden producirse conflictos con él que no
puedan resolverse ni desde alguna normativa general previa ni en virtud del juicio o
sentencia de un tercero “no afectado” o “imparcial”.” (Schmitt, 1991a: 57).
Ahora, no solamente está el criterio descriptivo-normativo96de la relación amigo-
enemigo, sino que existe un contenido existencial. Como él mismo lo plantea, el enemigo
no es cualquier competidor o adversario, sino aquel conjunto de hombres que
eventualmente, con una posibilidad real, se opone combativamente a otro conjunto análogo.
Este punto lo remarca en varias ocasiones en su texto: “Pues es constitutivo del concepto de
enemigo el que en el dominio de lo real se dé la eventualidad de una lucha.” (Schmitt,
95 Lo cual tampoco es despreciable. Tal como se planteó en el capítulo anterior, es necesaria la presencia de cierres parciales para que las propuestas de interpretación de la realidad posean algún sentido y puedan contribuir al ejercicio del conocimiento. 96 La vertiente normativa de Schmitt surge cuando descarta la posibilidad de tener un enemigo absoluto (Arditi, 2008, Derrida, 1998).
129
1991a: 62); “Los conceptos de amigo, enemigo y lucha adquieren su sentido real por el
hecho de que están y se mantienen en conexión con la posibilidad real de matar
físicamente. La guerra procede de la enemistad, ya que ésta es una negación óntica de un
ser distinto. La guerra no es sino la realización extrema de la enemistad.” (Schmitt, 1991a:
63). En otro lugar define a esta posibilidad extrema como la forma en la que el hombre
adquiere su tensión política: “Pues sólo en la lucha real se hace patente la consecuencia
extrema de la agrupación política entre amigos y enemigos. Es por referencia a esta
posibilidad extrema como la vida del hombre adquiere su tensión específicamente
política.”(Schmitt, 1991a: 65).
Asimismo, y esta precisión es importante, Schmitt ingresa como criterio normativo
que el enemigo debe ser público, hostis en lugar de inimicus97 (Schmitt, 1991a: 58 – 59).
Para Schmitt este enemigo se constituye en el ámbito público, es decir, solamente el Estado
en tanto unidad política puede definir cuál o cuáles son los enemigos a través de la decisión
(Schmitt, 1991a: 73). Por consiguiente, se excluye de esta caracterización la presencia de
enemigos privados o inclusive, de enemigos dentro del mismo Estado (Schmitt, 1991a: 58 –
59).
Lo que interesa retomar acá, es que esta propuesta de construcción de dicotomías
entre amigos y enemigos lleva implícita una lectura acerca de lo que significa el sujeto para
Schmitt, y a su vez, de cómo se construye el lazo social dentro de la comunidad política.
Schmitt plantea aquí una visión heredera de los planteamientos de Hobbes, en tanto
privilegia el conflicto como elemento inherente al sujeto, aunque como se verá
posteriormente, sus propuestas de solución son divergentes. Schmitt procura evitar
cualquier referencia a un enemigo naturalizado o histórico, es decir, deja abierta la
posibilidad de que esta distinción sea flexible y responda a formas particulares de
constitución de lo político en los sujetos, que para constituirse como tales, necesitan de un
enemigo que les pueda dar referente: no hay uno sin otro: “El límite entre lo propio y lo
extraño es variable y funciona como una membrana que aísla y, a la vez, mantiene en
contacto.” (Serrano Gómez, 1998: 45). Schmitt deja en claro que el establecimiento de
cualquier comunidad política se da cuando se identifica al enemigo. La identificación y,
97 Esta distinción será importante para comprender el análisis de Derrida acerca de la condición de amigo y de hermano (Derrida, 1998).
130
subsecuentemente, la exclusión del enemigo (como el otro y el extraño), establece el pasaje
entre la comunidad y la comunidad política, el otro del otro: el otro del otro, es el sí mismo.
(Ojakangas, 2003: 412).
Es por esta razón, que si bien no todo es político, todo puede ser objeto de
politización, en tanto remite a una configuración propia de los sujetos que cuando se
organizan en comunidades políticas, ubican a otros fuera de su espectro en un intento por
designar un referente externo que permita afianzar una ilusión de unidad “nacional” o
“estatal”: “Mientras un pueblo exista en la esfera de lo político, tendrá que decidir por sí
mismo… quién es el amigo y quién es el enemigo. En ello estriba la esencia de su
existencia política.” (Schmitt, 1991a: 79).
Esta concepción de lo político no se puede identificar plenamente con una región,
nivel, instancia o esfera particular identificable de lo social. Tal como lo plantea Arditi
(1991: 52), lo político es una dimensión móvil, nomádica y ubicua que no tiene un espacio
u objeto propio, puede surgir en cualquier esfera social y caracterizar a cualquier relación
social, pero no se agota jamás en tal o cual esfera o tipo de relacionamiento: “Lo político,
para Schmitt, es lo que se revela como lo socialmente conflictivo.” (Ghiretti, 2007: 154).
Conforme a la tesis de Schmitt el conflicto no es un subproducto de la
“irracionalidad” humana, sino que aparece como un fenómeno insuperable del mundo,
ligado a la formación y defensa de las identidades particulares98. Por consiguiente,
cualquier intento de superar este conflicto inherente conduce a una intensificación de la
lucha, ya que, se observa al enemigo como “absoluto”, y es justificable aplicar una
violencia sin límites (Serrano Gómez, 1998: 16). Un conflicto de este tipo adoptaría la
forma de la “guerra última de la humanidad”, caracterizada por tener una intensidad e
inhumanidad insólitas, ya que van más allá de lo político y degradan al enemigo a través
del uso de categorías morales o de otros tipos, con lo cual se convierte en el horror humano
que no sólo hay que rechazar sino que hay que aniquilar definitivamente (Schmitt, 1991a:
66).
Schmitt discute por tanto con las teorías políticas que procuran una reducción del
conflicto. Encuentra que una teoría que procure una reconciliación universal está siendo
98 Es en este punto donde se empieza a observar el paralelismo entre algunos preceptos de la obra de Schmitt con las propuestas de Freud acerca de la constitución de la comunidad humana. Se profundizará más adelante.
131
generada por una “Razón” delirante, que deja de lado que la condición indispensable para
reconciliar el orden social y el conflicto es aceptar que el conflicto es inherente a la
constitución de comunidades políticas: “Schmitt mantiene que la relación amigo – enemigo
es un “hecho existencial básico”; lo cual implica sostener que la política y la forma de
conflicto ligada a ella son determinaciones insuperables de la condición humana.” (Serrano
Gómez, 1998: 43). Por consiguiente, Schmitt plantea que la existencia de ciertos órdenes
sociales particulares en cada época es el resultado contingente de un conflicto permanente.
En tanto no hay esencia del “ser humano”, tampoco se puede plantear un orden universal
necesario al que deban adecuarse todas las sociedades, ni se puede proponer la existencia
de valores o normas universales, sino que éstas responden a un contexto particular y a las
decisiones que en cada contexto han tomado los individuos.
Schmitt por tanto, está planteando una teoría de la violencia controlada dentro de los
marcos del Estado (Villegas Contreras, 2003: 63). Si se acepta como condición o supuesto
que el enemigo es simplemente otro, que toma decisiones de carácter normativo distinto,
con otros marcos de explicación y no es una criatura malvada que viola valores universales,
se puede llegar a un compromiso (no un entendimiento) que permita reglamentar el
conflicto (Serrano Gómez, 1998: 49). De esta manera, Schmitt concibe al orden como
necesario y el conflicto como lo contingente, que puede reducirse al mínimo a través de una
solución del compromiso (Serrano Gómez, 1998: 55).
Sin embargo, el peligro surge cuando se intenta hacer desaparecer el conflicto o la
guerra a través de una supuesta pacificación asociada a la paz perpetua. Si se desconoce la
presencia de un enemigo real, lo que queda es un enemigo absoluto que puede ser
cualquiera, ya que éste estaría asociado a cualquier sujeto que inserte la diferencia en un
mundo considerado moral y normativamente universal: “[…] si, en consecuencia,
desapareciese hasta la eventualidad de la distinción entre amigo y enemigo, en tal caso lo
que habría sería una acepción del mundo, una cultura, una civilización, una economía, una
moral, un derecho, un arte, un ocio, etc., químicamente libres de política, pero no habría ya
ni política ni Estado.” (Schmitt, 1991a: 83). Schmitt por tanto aboga a favor del
sostenimiento del enemigo real, que no es considerado como un obstáculo en la realización
de valores absolutos o como una amenaza de la humanidad, sino que tiene derecho a
declarar la guerra y a firmar un tratado de paz (Serrano Gómez, 1998: 67): “Un mundo sin
132
guerra sería, desde la óptica de Schmitt, un mundo sin política. Pero, según él, este mundo
apolítico es algo no sólo indeseable, sino también algo imposible de alcanzar. Todo intento
de suprimir la guerra, de transformarla en competencia económica y en discusión racional,
produce una intensificación de la enemistad y el resurgimiento del “enemigo absoluto”.”
(Serrano Gómez, 1998: 68).
Ahora bien, como se mencionó anteriormente, es el Estado en tanto unidad nacional
el que decide quién es el amigo y quién el enemigo. Sin embargo, surge la pregunta de
cómo se realiza lo anterior si se parte de un no – esencialismo con respecto a estas
categorías y se desecha la posibilidad de pensar en un universalismo moral o normativo.
Schmitt responde de forma categórica: la decisión soberana. Y esta decisión se ubica con
respecto a la norma como la posibilidad de la excepción, por consiguiente, la auténtica
decisión debe estar libre de toda normativa (Von Krockow, 2001: 103 – 104). Por
consiguiente, la decisión es una creatio ex nihilo, donde se escenifica una y otra vez su
función creadora (Guerrero Apráez, 2008: 436).
Para Schmitt la política es siempre toda agrupación que se orienta por referencia al
caso “decisivo”. Por consiguiente, la unidad política es la decisiva, la “soberana” (Schmitt,
1991a: 68). Estos casos decisivos son siempre políticos, sin embargo, debido a la creciente
interpenetración entre lo social y lo político, es que Schmitt plantea que, en el momento en
que un antagonismo económico, cultural o religioso llega a poseer tanta fuerza que impulsa
a tomar una decisión en un caso límites, es cuando éstos se han convertido en la nueva
sustancia de la unidad política (Schmitt, 1991a: 69).
Sin embargo, aquí surge un problema. Si Schmitt parte del hecho de que la
comunidad política es en sí conflictiva, ¿cómo se logra la unidad nacional a través del
Estado? Este problema lo apunta Heller (1989: 150) al plantear que cada vez que Schmitt
menciona la decisión, la identifica con una función o manifestación determinada de la
Voluntad. Pero en este caso, la Voluntad no está en concordancia con la noción de
Voluntad general propuesta por Rousseau, ya que no se puede fundar sobre ninguna noción
sobre el Bien o ni sobre la Verdad. Para Schmitt la decisión parte de la concentración del
poder político (Heller, 1989: 151), y la soberanía se define en estos términos: “La soberanía
descansa en el poder definitivo de la decisión.” (Heller, 1989: 153). Esta decisión debe ser
tomada por el Estado en tanto decida como una sola persona que está dotada de una sola
133
voluntad (Heller, 1989: 154): “Al Estado, en su condición de unidad esencialmente política,
le es atribución inherente el ius belli, esto es, la posibilidad real de, llegado el caso,
determinar por propia decisión quién es el enemigo y combatirlo.” (Schmitt, 1991a: 74).
Esta capacidad del Estado adquiere una centralidad indiscutible en la obra de Schmitt, en
tanto solamente así el Estado puede mantener la capacidad de mando supremo (Dotti, 2000:
735).
El Estado para Schmitt (1991a: 75) es el encargado de producir la pacificación
completa dentro de sí mismo y su territorio, creando una situación donde el orden, la paz y
la seguridad constituyan la situación normal. Esto no solamente aplica para la política
exterior, sino que esto implica que el Estado posee la capacidad de determinar por sí mismo
al “enemigo interior”.
Schmitt plantea que esta decisión, en tanto expresión de la voluntad, surge a partir
de la homogenización del pueblo a través de la identificación de sus miembros con una
instancia mítica – simbólica, paralelamente a la eliminación de lo heterogéneo. Este
requisito que Schmitt antepone a la capacidad de decisión del Estado como unidad política,
origina que la democracia, en tanto régimen que privilegia la pluralidad, sea incompatible
con esta propuesta (Serrano Gómez, 1998: 79).
El peligro que Schmitt observa es que la burguesía pretende abolir la soberanía del
Estado y “neutralizar” la política para implantar su dominio económico. La denuncia de
Schmitt de la quimera del supuesto equilibrio entre la democracia y el liberalismo se
sustenta en lo que él observa como un atentado contra lo político99. Frente a la búsqueda
por parte del orden burgués de someter el poder estatal a su control y eliminar todo peligro
de lucha, con el objetivo de realizar sus negocios en paz y bajo marcos estables y
calculables, en lugar de garantizar la paz, el orden y la seguridad, se establece por defecto
una lucha generalizada que no conoce ninguna frontera o límite (Serrano Gómez, 1998:
31), es decir, se ingresa en la temida lucha contra un enemigo absoluto (Serrano Gómez,
1998: 66). Esta transformación que hace el liberalismo del enemigo real a uno absoluto
ocasiona, en términos de Schmitt, que se pierda el abanico concreto de posibilidades de
defensa por parte de los Estados (Villegas Contreras, 2003: 60).
99 “[…] el liberalismo intenta disolver el concepto de enemigo, por el lado de lo económico, en el de un competidor, y por el lado del espíritu, en el de un oponente en la discusión.” (Schmitt, 1991a: 58, 99).
134
Como consecuencia, cualquier individuo que se oponga o cuestione la validez de
ese orden burgués se convierte en un enemigo absoluto, que no sólo atenta contra el orden
establecido, sino que también transgrede su propia racionalidad. De esta forma, este
individuo que cuestiona pierde su condición de sujeto, es decir, a partir de un orden que se
reivindica como universal, la oposición a éste justifica la represión y la violencia sin
límites, como medios para conducir a este sujeto concebido como “insensato” a la esfera de
la “Razón” (Serrano Gómez, 1998: 32): “[…] se considera que todo individuo que rechace
o se encuentre fuera de dicho orden, es decir del status quo de la sociedad liberal, actúa
“irracionalmente” y que, por tanto, se tiene el derecho a reprimirlo y, en caso de resistencia,
de aniquilarlo.” (Serrano Gómez, 1998: 66). Schmitt (1991a: 84) introduce acá dos formas
bajo las que se puede negar la calidad de ser humano al enemigo, que sería declararlo hors-
la-loi100y hors l’humanité101, con lo cual se justificaría llevar así una guerra hasta la más
extrema inhumanidad.
Schmitt encuentra que este comportamiento de la burguesía liberal es una expresión
de la respuesta hiperracionalista de la modernidad a sus aporías, que ha creado y sostiene
afirmaciones exageradas y transcendentalistas que no pueden validarse, que terminan en
fracasos periódicos de la razón política (Feher, 1989: 170 – 171). Este comportamiento
errático de la creatura es lo que ha llevado a la burguesía liberal a tratar encubrir sus
propias contradicciones internas, sin mayor éxito.
Este intento ha sido operado políticamente por el liberalismo, a través de lo que
Schmitt denomina neutralizaciones en su ensayo publicado en 1932: La era de las
neutralizaciones y de las despolitizaciones. En este punto, se puede observar cómo Schmitt
encuentra que el contexto socio-cultural influye en la forma en cómo los seres humanos
procuran tramitar el conflicto. Para comprender lo anterior, es necesario detenerse un poco
en su texto. Schmitt (1991b: 109) propone que desde el siglo XVI, Europa ha transitado de
un centro de gravedad a otro motivada por la búsqueda de una esfera neutral, que escape al
antagonismo de amigos – enemigos. Para este autor, esta búsqueda se origina por las
disputas y litigios teológicos sin perspectiva de solución, con lo cual se busca desplazarse a
un terreno neutral en el que cesase la lucha, y por ende, fuera posible poder entenderse y
100 Fuera de la ley. Traducción libre. 101 Fuera de la humanidad. Traducción libre.
135
generar consensos: “Por ese motivo los hombres apartaron la vista de los debatidos
conceptos y argumentaciones de la teología cristiana tradicional y construyeron un sistema
‘natural’ de la teología, la metafísica, la moral y el derecho.” (Schmitt, 1991b: 116).
Sin embargo, esto no quiere decir que Schmitt proponga una teoría “etapista” de la
sociedad, donde habría leyes que rijan los desplazamientos o que los estadios son “etapas”
a superar. Los desplazamientos que el autor expone – de la teología a la metafísica, de ésta
al moralismo humanitario y de aquí a la economía102 – no son estadios o secuencia de
etapas donde en cada uno de los siglos hubiese existido solamente ese centro de gravedad,
sino que lo se presenta es una coexistencia pluralista de etapas que ya han sido recorridas
(Schmitt, 1991b: 109 – 110). Asimismo, estos desplazamientos impactan en la forma en
como se concibe la totalidad de los conceptos y las palabras, por lo que cada palabra y
concepto adquiere un carácter polivalente (Schmitt, 1991b: 112): “[…] todos los conceptos
y representaciones de la esfera espiritual, Dios, la libertad, el progreso, las ideas
antropológicas de lo que es la naturaleza humana, la publicidad, lo racional y la
racionalización, y en último término tanto el concepto de la naturaleza como el de la cultura
misma, todo esto obtiene su contenido histórico concreto por su posición respecto del
ámbito central, y no se puede entender si no es por referencia a él.” (Schmitt, 1991b: 114).
Los desplazamientos se producen cuando el terreno identificado como “neutral”, comienza
a ser objeto de disputa, hasta que se identifica otro nuevo dominio, que inicialmente es
tenido como neutral, pero que luego generará nuevamente antagonismos cada vez más
intensos que propicien un nuevo desplazamiento (Schmitt, 1991b: 117)103.
Lo que interesa resaltar del análisis schmittiano es que para el autor, la técnica se ha
ubicado como esa esfera “neutral”. Esto ha sido consecuencia de lo que el autor denomina
el “giro espiritual más intenso” producido en el siglo XVII cuando se pasa de la teología
cristiana tradicional al sistema de una cientificidad “natural” (Schmitt, 1991b: 115). En
otras palabras, Schmitt rastrea el énfasis en la técnica a partir del desplazamiento de lo que
posteriormente Lefort (1990: 188-191) denominó la “disolución de los marcadores de
102 Si se quiere profundizar en el la sucesión de desplazamientos, consultar a Schmitt (1991b: 111 – 122). 103 En este punto se observan los paralelismos entre la lectura de Schmitt y la lectura de Derrida acerca de los desplazamientos dentro de la metafísica de la plena presencia. La imposición de un centro sobre el cual giran las relaciones entre los elementos también es observada en Schmitt y se sostiene sobre su carácter “neutral”. Se pretende que sea un centro que no sea afectado por las relaciones políticas.
136
certeza”, donde la centralidad de la explicación teológica cristiana perdió criterios de
validez y se comenzó a plantear un conocimiento científico y por ende, “objetivo”104.
Schmitt (1991b: 111) visualizó este progreso técnico como algo “asombroso”, que
condujo a una aceleración en los cambios sociales y económicos, afectando de tal manera la
totalidad de los problemas morales, políticos, sociales y económicos. Se instaura por ende
una religión del progreso técnico, ya que en adelante cualquier problema se resolverá a
través de la técnica. Esto adquiere especial relevancia para la crítica que realizan las teorías
posfundacionalistas acerca de la democracia liberal – procedimental como un modelo de
organización de lo político donde priva la técnica (procedimiento y ley) como método
privilegiado para dirimir los conflictos. Para Schmitt (1991b: 112), este desplazamiento se
puede interpretar como el pasaje de una religiosidad mágica, a una técnica no menos
mágica, ya en el siglo XX se puede observar cómo la era de la técnica se caracteriza por
una fe no menos religiosa en ella: “Se lo designa con frecuencia como era de la técnica,
pero esta designación sólo sirve para caracterizar al conjunto de la situación de un modo
provisional: la pregunta por el significado de esta tecnicidad arrolladora queda por el
momento abierta. Pues en realidad la fe en la técnica no es sino el resultado del modo
concreto como se ha producido el último desplazamiento del centro de gravedad; como fe
es producto de las consecuencias de tal desplazamiento.” (Schmitt, 1991b: 112). De esta
manera, se puede observar cómo Schmitt encuentra problemático e ilusorio pensar a la
técnica como ámbito neutro que permitiría resolver el conflicto y así, sustraerse a la
dinámica amigo – enemigo. Esta crítica permite ubicar a la democracia liberal –
procedimental, en términos schmittianos, como un modelo de organización de lo político
donde su objetivo sería alcanzar el consenso a través de la técnica, neutralizando así lo
político: la neutralización implica una especialización y un aislamiento total, con lo cual se
sustraen de las decisiones del orden político (Ghiretti, 2007: 167).
Sin embargo, tal como lo plantea Schmitt (1991b: 116) no sólo se busca un terreno
neutral en el cual pueda hallarse un mínimo de coincidencia y de premisas comunes que
permitan garantizar seguridad, evidencia, entendimiento y paz; sino que con ella se inserta
un concepto de verdad. Por lo tanto, la crítica hacia el liberalismo no proviene solamente de
104 Tal como se planteó en el anteriormente, este es uno de los rasgos más sobresalientes del pasaje a la Modernidad: el cambio cognitivo que supuso que el ser humano se ubicara como objeto de estudio “científico”.
137
su intención de neutralizar lo político a través de observar al enemigo como competidor,
sino que además el liberalismo se encuentra anclado a la idea de que la técnica como zona
neutral puede contribuir al progreso y desarrollo de la humanidad, asumiendo esto como
una verdad absoluta; ideal que para Schmitt llevaría a lo contrario: hacia la instauración de
un enemigo absoluto que llevaría a la humanidad a una guerra de proporciones
apocalípticas. Esta apuesta por neutralizar y despolitizar los conflictos sociales y
transformarlos en competencia económica por un lado, y por el otro, en discusión ética
racional es lo que lleva a Schmitt a concluir que a pesar de las supuestas grandes
diferencias entre las ideologías religiosas y el racionalismo liberal, ambos comparten el
objetivo de imponer un universalismo moral105 que tiene como efecto generar una escalada
de la violencia (Serrano Gómez, 1998: 66).
No obstante, Schmitt (1991b: 117) encuentra que actualmente este énfasis en la
técnica proviene de que frente a las cuestiones teológicas, metafísicas, morales e incluso
económicas que se pueden disputar eternamente, la técnica parece brindar una objetividad
refrescante, ya que en ella parecen darse soluciones evidentes. Ahora bien, esto no quiere
decir que ésta no pueda ser utilizada como un instrumento o un arma por cualquier cultura,
pueblo o religión (Schmitt, 1991b: 118): “Hoy día los inventos técnicos son medios para
una inaudita dominación de las masas; la radio se ha vuelto monopolio, el cine ha generado
censura. La decisión entre libertad y servidumbre no está en la técnica como tal. La técnica
puede ser revolucionaria y reaccionaria, servir a la libertad y a la opresión, a la
centralización y a la descentralización. De sus principios y puntos de vista puramente
técnicos no nacen ni preguntas ni respuestas políticas.” (Schmitt, 1991b: 119). Por esta
razón, es que Schmitt (1991b: 121) plantea que el sentido definitivo de la técnica será
patente cuando algún grupo político adquiera suficiente fuerza para apoderarse de la nueva
técnica, suscitándose otras agrupaciones amigo – enemigo sobre este nuevo terreno.
Schmitt encuentra en la amalgama entre el liberalismo y democracia la principal
amenaza a lo político y por ende, a la constitución de la comunidad política, debido a que la
propuesta de solución que brinda el orden burgués se basa en la negación de las
105 “En la tradición de la crítica ideológica, la moral como representación sólo subjetiva de lo que debe ser no permite llegar a una representación única y definitiva que sea vinculante par a todos, y cuando se impone una determinada idea moral, ésta no hace más que encubrir y violentar las diferencias y la diversidad de la realidad social” (Agapito, 1991: 24).
138
diferencias106: “Y si desaparece esa distinción, desaparece la vida política en general.
Ningún pueblo con existencia política es libre de sustraerse a esa fatal distinción por la vía
de las proclamaciones solemnes. Si una parte del pueblo declara que ya no conoce
enemigos, lo que está haciendo en realidad es ponerse del lado de los enemigos y ayudarles,
pero desde luego con ello no se cancela la distinción entre amigos y enemigos.” (Schmitt,
1991: 81). Frente a este escenario posible, Schmitt llama la atención hacia lo que sería una
escalada sistemática de la violencia, ya que lo que no contemplan estos modelos es que el
conflicto está intrínsecamente dispuesto dentro de los sujetos, y por ende de la sociedad:
“Lo que Schmitt alaba como la “pacificación” de la sociedad por el Estado es, en realidad,
la continuación de una guerra civil con los medios de un Estado policíaco; el triunfo de uno
de los bandos, que le permite reducir a sus rivales al status de delincuentes.” (Serrano
Gómez, 1998: 51).
Sin embargo, lo que Schmitt no logró alcanzar a ver, es que este modelo
democrático liberal-procedimental terminó triunfando como el modelo preponderante de
organización de la política, al menos en Occidente. A pesar de lo anterior, Schmitt logra
intuir la dirección que lleva la práctica política asociada al liberalismo, planteando que todo
el pathos liberal se dirige en contra de la violencia y la falta de libertad. Según esta
doctrina, toda constricción o amenaza a la libertad individual, a la propiedad privada y a la
libre competencia, es violencia y por tanto, se ubica como algo moralmente malo (Schmitt,
1991: 99).
En síntesis, Schmitt encuentra como criterio de lo político una relación que es a su
vez constitutiva y polémica. Constitutiva porque permite definir los límites de la
comunidad, el adentro y el afuera, el nosotros y el ellos de forma pública. Polémica en
tanto esta definición se encuentra en-construcción, no son definiciones absolutas o eternas,
sino que responden a esta misma distinción característica de lo político. Los agrupamientos
actúan como cierres parciales de sentido, que responden a su vez a determinadas coyunturas
y pueden ser modificados constantemente: un amigo puede ser enemigo o viceversa.
Después de este amplio resumen de la obra de Schmitt, si bien se puede observar
cómo su propuesta teórica muestra una sólida base argumentativa y lucidez analítica,
106 Si bien se puede argumentar que el liberalismo político, con su énfasis en el individualismo, reconoce las diferencias dentro de su propuesta normativa, éstas son reconocidas en tanto no generen conflicto. Si generan conflicto, se ubican como diferencias fuera de la ley y por ende, es legítimo combatirlas.
139
definiendo lo político a partir de su carácter constitutivo y polémico, ésta no se encuentra
exenta de posibles lagunas o contradicciones, como la relación entre esta propuesta, la
moral y los afectos. Algunas de éstas fueron señaladas cuando Schmitt se encontraba vivo,
con lo cual vieron respuesta a través de los Corolarios al Concepto de lo político o a través
de La Teoría del Partisano. Otras, se realizaron póstumamente, con lo cual quedan como
insumos para ampliar su propuesta analítica.
140
EL SUSTRATO MORAL DEL CRITERIO DE LO POLÍTICO
Leo Strauss fue uno de los primeros en interpelar a Schmitt y a su particular lectura
acerca de lo político, al realizar un comentario sobre el texto El concepto de lo político en
1932. Strauss (2008) concentra su crítica en tres grandes ejes: el primero, el
cuestionamiento a la posición de Schmitt con respecto al liberalismo; segundo, la idea de lo
político como destino; tercero, la relación entre las propuestas de Schmitt y Hobbes.
Strauss (2008: 134) parte del argumento acerca de la neutralización o
despolitización producida por el liberalismo, ante la cual Schmitt propone una afirmación
de lo político. Más allá de circunscribir la crítica que Strauss (2008: 136 – 139) realiza
acerca de si Schmitt estuvo o no impelido a utilizar lenguaje liberal para realizar su propia
crítica al liberalismo, o que si éste utiliza la noción de “autonomía” sin reconocer que ésta
proviene también del marco del liberalismo107; lo que interesa retomar es la forma en cómo
Strauss analiza la interpretación que Schmitt realiza de Hobbes y cómo ésta afecta su propia
conceptualización.
De acuerdo a Strauss (2008: 142) Hobbes contrapone el status civilis, el cual define
como el disciplinamiento de la voluntad humana, al status naturalis, siendo el status
naturalis el status belli por antonomasia (Strauss, 2008: 142 – 143). En otras palabras, para
Hobbes la diferencia entre la sociedad civil y la sociedad natural radica en que en la
primera se produce un control sobre los impulsos provenientes de la voluntad humana,
mismos que en el estado de naturaleza están libres y ocasionan la temida guerra de todos
contra todos. De esta manera, Strauss interpreta que el énfasis que Schmitt le otorga a la
relación amigo – enemigo, y en especial al enemigo108, hace que éste conciba a lo político
como aquel “estado de naturaleza” que subyace a toda cultura, con lo cual honra el
concepto de estado de naturaleza de Hobbes: “[…] lo político es un estatus del hombre;
107 Hay que recordar la previsión que realiza Derrida (1967: 386) acerca de que plantearse que es posible prescindir de los conceptos de la metafísica para hacerla estremecer no tiene ningún sentido, ya que no se dispone de ningún lenguaje que sea ajeno a la historia. Es el mismo caso con el liberalismo, no se puede establecer una crítica contra él sin utilizar los mimos términos. Por esta razón es que no interesa debatir acerca de la impronta liberal de Schmitt. 108 “De las dos instancias de la perspectiva amigo-enemigo es evidente que la instancia del enemigo tiene la primacía, lo que se desprende ya del hecho de que, al explayarse más en detalle sobre esta perspectiva, en realidad Schmitt sólo habla de lo que significa "enemigo”.” (Strauss, 2008: 140).
141
más precisamente, es el estatus, en tanto es el estatus "natural", fundamental y extremo del
hombre.” (Strauss, 2008: 143).
Sin embargo, esta afirmación ubica a la teoría schmittiana en un terreno que no
pretendía transitar, ya que Schmitt en ningún momento postula la relación amigo – enemigo
como algo similar al “estado de naturaleza”, el cual sería necesario controlar. Si bien ambos
coinciden en un cierto “pesimismo antropológico”, la forma en cómo postulan la solución
al problema de la “peligrosidad” del ser humano difiere en ambos. La diferencia entre
Hobbes y Schmitt reside en el que el primero negaría lo político a través de la cancelación
del antagonismo al erigir la figura del soberano como dios terrenal, mientras que el
segundo buscaría la afirmación de lo político a través del mantenimiento de las relaciones
de antagonismo como su condición de posibilidad109. Aunado a lo anterior, la presencia de
relaciones de antagonismo descartaría que sea una propuesta similar al estado de naturaleza
hobbesiano, ya que para que exista el antagonismo es necesario un segundo momento
lógico, una organización previa, ya que primero se deben realizar los agrupamientos
necesarios entre amigos y enemigos. Si bien parece que Strauss percibe lo anterior, no logra
extraer las consecuencias lógicas de su propio argumento: “Sin embargo, Schmitt define el
estado de naturaleza de manera completamente distinta que Hobbes. Para Hobbes, es el
estado de guerra entre individuos; para Schmitt, el estado de guerra entre grupos (sobre
todo entre pueblos).” (Strauss, 2008: 143). Ahora, a pesar de que la solución de ambos al
problema del pesimismo antropológico es diferente, existen algunos nudos problemáticos
en torno a la afirmación de lo político que acercarían a Schmitt con Hobbes.
Si se sigue el argumento schmittiano, lo político no podía medirse a través de
valores, ni respecto a un ideal, ya que todos los ideales no son más que “abstracciones
normativas” y éstas a su vez no son nada más que “ficciones” (Strauss, 2008: 148). Sin
embargo, tal como se mencionó en el apartado anterior, existe un rezago de normativismo
en Schmitt al dejar por fuera de cualquier antagonismo la figura del enemigo absoluto, ya
que este neutralizaría o negaría a lo político. Esta imposibilidad de pensar un Estado
despolitizado, sea por la vía de la emergencia del enemigo absoluto o sea a través de la vía
109 A esta negación liberal de lo político Schmitt le contrapone la afirmación de lo político, es decir, el reconocimiento de la realidad de lo político. (Strauss, 2008: 147).
142
de la neutralidad, es lo que permite a Strauss (2008: 148) constatar que la afirmación de lo
político en Schmitt tiene por consecuencia una descripción no polémica de lo político.
Para Strauss (2008: 149) esta imposibilidad de pensar un Estado despolitizado
implicaría que existiría algo del orden de lo “natural” dentro del antagonismo, que adquiere
por tanto carácter fundamental para la vida humana: lo político es el destino del ser
humano: “Por eso, cuando se dice que lo político es una característica fundamental de la
vida humana, en otros términos, que el hombre deja de ser hombre cuando deja de ser
político, con eso también se está diciendo, fundamentalmente, que el hombre deja de ser
humano cuando deja de ser político.” (Strauss, 2008: 150). De esta manera, lo político no
sólo es posible, sino además adquiere connotación de necesario porque viene dado con la
naturaleza humana (Strauss, 2008: 151).
Esto genera otro punto problemático en el análisis schmittiano, ya que si lo político,
lejos de ser normativo, adquiere un carácter existencial, implicaría asumir la peligrosidad
del ser humano de la misma forma en cómo la observaba Hobbes, en la cual cualquier lazo
social es problemático. De lo que se desprende que la hipótesis de la peligrosidad del ser
humano estaría actuando como supuesto último de la afirmación de lo político (Strauss,
2008: 151).
Lo que Strauss (2008: 152) estaría planteando, es que si la peligrosidad del ser
humano es un supuesto, este supuesto adquiere condición de creencia, y por ende, puede
considerarse posible el supuesto contrario y poner en marcha el intento de eliminar esta
peligrosidad: “Si la peligrosidad del hombre es sólo creída, entonces se encuentra
básicamente amenazado y, junto con él, lo político.” (Strauss, 2008: 152) Por lo tanto, si lo
político es destino, es necesario y no se puede evitar o evadir en tanto exista al menos una
oposición política, esta ineluctabilidad de lo político es sólo condicional, por lo que se sigue
manteniendo la amenaza sobre lo político (Strauss, 2008: 152). En otras palabras, lo que
Strauss le cuestiona a Schmitt es que lo político no sólo está amenazado por el liberalismo y
sus neutralizaciones, sino que también existe la amenaza a partir de la posibilidad del cese
de inscripción de antagonismos entre los seres humanos.
Por consiguiente, para poder afirmar lo político es necesario afirmar la peligrosidad
del ser humano (Strauss, 2008: 153). Sin embargo, esto conlleva problemas, ya que si se
parte de que el criterio de lo político no pretende ningún contenido normativo, sólo
143
existencial, la pregunta es sí un grupo que está en guerra con otro, en el “caso extremo”,
¿está afirmando la peligrosidad del enemigo?: “¿Acaso desea tener enemigos peligrosos?”
(Strauss, 2008: 153). Bajo esta misma línea, Strauss (2008: 153) cuestiona más a
profundidad y plantea entonces que si un pueblo desea él mismo ser peligroso no es por el
placer de serlo, sino para salvarse del peligro. Por tanto, en términos de Strauss, esta
afirmación de la peligrosidad no tiene un sentido político, sino que tiene un sentido
“normativo” moral, es una moral “guerrera”110 lo que estaría actuando como sustrato para
la teoría schmittiana111.
Este sentido moral se explicita cuando Strauss (2008: 155) realiza el análisis de
cómo entender la “naturaleza” del ser humano, en términos de si este es bueno o malo. Para
Schmitt, la distinción entre bueno y malo no debe tomarse en el sentido ético o moral, sino
más bien con relación a si es “inofensivo” o “peligroso”. En este sentido, si la maldad no
está pensada en términos morales, entonces se debe interpretar la maldad como fuerza
animal, como humana impotentia o como naturae potentia (Spinoza, Ética 111, Prefacio,
citado por Strauss, 2008: 155). Esta manera de conceptualizar a la maldad, es la que
imposibilita observarla como algo del orden de lo “educable” o “controlable”, sea en
términos estrictos como en la propuesta absolutista de Hobbes, o en términos más amplios,
como lo hace el liberalismo (Strauss, 2008: 156 – 157).
Por lo tanto, aquí entra en conflicto la forma en como Schmitt percibe la maldad,
porque si quiere seguir con su crítica al liberalismo, debe renunciar a la idea de que el ser
humano tiene una maldad animal, y es por tanto inocente. La única forma de sostener su
argumento, plantea Strauss (2008: 157), consiste en abandonar esta conceptualización de la
maldad y regresar a la idea de maldad humana como perversión moral. En este punto, es
donde Strauss (2008: 157 – 158) encuentra que Schmitt se acerca a Hobbes, ya que a pesar
de tener concepciones diferentes de la maldad, ambos concuerdan es que es necesario un
control de la peligrosidad, ya que al afirmar la peligrosidad del ser humano lo que se busca
es el control por parte del gobierno. Este control se observa en el tratamiento que realiza
110 “La cuestión de si el hombre es o no peligroso surge entonces a partir de la cuestión de si es necesario o superfluo el gobierno de hombres sobre otros hombres, o bien si lo será en un futuro. Por lo tanto, peligrosidad significa necesidad de gobierno.” (Strauss, 2008: 155, cursivas en el original). 111 “Desde el momento en que la guerra es posible-eventual, el enemigo está presente, está ahí, su posibilidad está supuesta y resulta estructuradora en el presente, efectivamente. Su ser-ahí es efectivo, instituye la comunidad como comunidad humana de combate, como colectividad combatiente.” (Derrida, 1998: 106).
144
Schmitt de la figura del Estado y su énfasis en la decisión, esa decisión que privilegia el
orden y el gobierno a lo interno del mismo112. Esto genera una paradoja en el pensamiento
de Schmitt, ya que si afirmar lo político implica afirmar la “peligrosidad” del ser humano,
conlleva la afirmación de la lucha como tal, sin importar su contenido (Strauss, 2008: 165).
Pero por otro lado, frente a esta afirmación de lo político también se postula un mecanismo
de control, con lo cual Strauss (2008: 166) termina concluyendo que Schmitt es un liberal
de signo contrario.
De esta manera, Schmitt termina generando una teoría moral encubierta al otorgarle
al orden la condición de “bueno”: “El deseo de orden —por cualquier orden sin importar
de qué tipo — es la ultima ratio de su razonamiento político” (Arditi, 2008: 17). Tal como
lo plantea Strauss, este es un razonamiento que comparte con el liberalismo, y que por
ende, se ha trasladado a la democracia. La búsqueda del consenso democrático adquiere
connotaciones morales, ya que el conflicto se percibe como algo “malo” o “peligroso”. De
esta manera, a pesar de que Schmitt procura afirmar lo político termina intentando suprimir
la fuerza centrífuga de lo político y sus efectos negativos sobre el orden existente (Arditi,
2008: 17). Este criterio moral acerca de la bondad del orden se transforma entonces en otro
supuesto normativo, al igual que la exclusión del enemigo absoluto.
Como se puede observar, el sustrato transversal de la crítica que Strauss realiza de
Schmitt se concentra alrededor de la moral y de cómo ésta permea el criterio de lo político.
Si bien Strauss señala vacíos o aporías importantes en el texto de Schmitt, sus
señalamientos se concentran en criticar el supuesto moral de una “maldad” o peligrosidad
inherentes, siendo el núcleo de su crítica la concepción antropológica “pesimista” de
Schmitt, en la que la peligrosidad adquiere estatus moral y deja de ser percibida como una
“maldad” inocente. No obstante, lo que parece escapar a Strauss, y que se mencionó
anteriormente, es que existe una diferencia lógica entre Hobbes y Schmitt, ya que el
primero pensó la guerra de todos contra todos entre individuos, y el segundo entre grupos.
Lo anterior implica un grado de organización que escapa a la dinámica del estado de
naturaleza hobbesiano. Sin embargo, aunque se rechace esta analogía directa entre Hobbes
112 “Detrás de este diagnóstico de Schmitt se encuentra una idea muy precisa de lo que es el Estado. Para él, la esencia del Estado es la soberanía, entendida como el poder supremo que tiene la facultad de tomar la “decisión última”, es decir, la decisión estrictamente política. Cada individuo toma decisiones, pero en ellas no se generan normas vinculantes para los otros individuos.” (Serrano Gomez, 1998: 22).
145
y Schmitt, Strauss señala que existen supuestos fundacionalistas a la hora de interpretar el
conflicto y cómo resolverlo. Al adquirir la peligrosidad estatus moral, se convierte en un
centro incuestionable sobre el cual gira la teoría de Schmitt. Ahora bien, a este par de
criterios normativos, la imposibilidad del enemigo absoluto y la peligrosidad moral del ser
humano, se le suma otro problema, el cual consiste en interpretar lo político como destino.
Si la peligrosidad del ser humano es inherente, y de esta manera lo político no se puede
evitar o evadir, lo político se convierte en destino.
Una propuesta alternativa a la de Schmitt sería desplazar la noción de que la
agrupación amigos – enemigos sea sólo un criterio de lo político, sino que sea vista como
una forma de constitución del lazo social (nosotros y ellos). En otras palabras, el
antagonismo se puede conceptualizar como una forma de constitución del lazo social, de
esta manera se puede desechar la idea de una naturaleza, un telos o destino de lo político,
ya que estas constituciones son contingentes, no responden a ningún criterio de necesidad y
están en constante devenir. De esta manera, se puede establecer una relación entre el
criterio de lo político como una forma de constitución de lazo social y la democracia como
una forma de organización de lo político, en el cual el conflicto asume la figura del
antagonismo amigos – enemigos.
Ahora bien, a pesar de que se puedan realizar estos desplazamientos a la teoría
schmittiana original con el objetivo de depurar sus contradicciones internas y sus vacíos
lógicos, todavía sigue persistiendo tres problemas: el problema de la neutralidad dentro de
la relación amigo – enemigo, en términos de que esté exenta de contenidos afectivos; el
problema de la intensidad, otro elemento normativo que compromete al pensamiento
schmittiano con otro telos asociado a la relación entre intensidad y lo político; y finalmente,
el problema del formalismo schmittiano al plantear lo político a partir de una oposición
binaria.
146
AMIGO – ENEMIGO/ NOSOTROS – ELLOS
LA CONSTITUCIÓN DE LA COMUNIDAD POLÍTICA
Recapitulando la propuesta schmittiana, el criterio amigo – enemigo tiene un
carácter descriptivo y existencial. Descriptivo porque muestra cómo se establecen las
relaciones de antagonismo: deben de ser entre grupos y de carácter público; existencial
porque debe de estar presente la posibilidad real de lucha, y por ende, de muerte. Como se
puede observar, cada uno de estas “condiciones de posibilidad” de lo político concuerdan
con las dificultades mencionadas en el párrafo anterior, ya que la primera remite a las
vicisitudes de la relación amigo – enemigo, mientras que la segunda remite a la relación
entre lo político y su grados de intensidad113.
Depurar la primera implica retomar el planteamiento acerca de cómo se construye el
lazo social. Con relación al criterio descriptivo, Serrano Gómez (1998: 42) interpreta que el
señalamiento de Schmitt acerca de que el enemigo político debe ser público, tiene por
consecuencia que sea la distinción “privado – público” el primer elemento para identificar
lo político. Sin embargo, convendría preguntarse hasta qué punto la división privado –
público puede ser un criterio para dirimir lo político, si se toma en cuenta que esta división
también responde a criterios contingentes114. Frente a esta interpretación problemática, se
puede proponer una alternativa: se puede leer a Schmitt desde una mirada que incluya lo
político como una forma de constitución del lazo social, es decir, el primer elemento sería
la constitución de un “nosotros” y un “ellos” donde se establecen los límites de la
comunidad.
Si bien Serrano Gómez (1998: 45) en su planteamiento encuentra que existe una
relación entre el establecimiento de relaciones amigo - enemigo con la conformación de la
identidad y que la definición de la identidad propia depende de la determinación del “otro”,
no profundiza mucho sobre esta idea. Para el autor los límites entre lo propio y lo extraño
son variables, funcionan como una membrana que aísla y a la vez, mantiene contacto. Por
113 El problema del formalismo será abordado posteriormente. 114 Un ejemplo claro de lo anterior es la consigna feminista de la década de 1970 de “lo privado es público”, que demuestra que las fronteras entre un ámbito y otro están sujetas a los cambios socio – culturales y por ende, son contingentes.
147
tanto, la dualidad amigo – enemigo se establece como la determinación esencial de la
condición humana (Serrano Gómez, 1998: 46), en tanto la posibilidad de agrupar amigos
surge a partir de compartir un conjunto de valores y normas que le permitan llegar a un
consenso básico. Por lo tanto, lo que diferenciaría a los amigos de los enemigos es el
abismo abierto por decisiones con un contenido normativo distinto que lleva al conflicto
(Serrano Gómez, 1998: 48). Sin embargo, como se verá posteriormente, no sólo hay una
diferencia en términos del contenido normativo (deber ser), sino que esta diferencia se
muestra en cómo se disputa la repartición de lo sensible (Rancière, 2006b; 2007). De vuelta
a Serrano Gómez, su planteamiento es que este contenido normativo es lo que genera
orden, un orden social que es el resultado contingente de un conflicto permanente (Serrano
Gómez, 1998: 44). Lo anterior permite establecer los límites no sólo de la comunidad,
brindando certeza y seguridad a los miembros de ésta acerca de cuáles son los contenidos
aceptados como parte de la comunidad y cuáles no.
Esta línea interpretativa brinda una apertura, no solamente para pensar la
conformación de las comunidades políticas, que era el interés confeso de Schmitt, sino
también para pensar en cómo se construye ese lazo social entre los sujetos que conviven en
un mismo espacio y tiempo. Es por esta razón, que la teoría de Schmitt mantiene su
relevancia e importancia a través del tiempo. En este punto se aprecian ciertas similitudes
entre este planteamiento y la teoría psicoanalítica de cómo se conforma el lazo social y por
ende, las comunidades.
La teoría psicoanalítica, con su énfasis en los procesos afectivos del sujeto, permite
un acercamiento a la constitución de comunidades políticas que va más allá de plantearlas
como la simple agrupación racional entre sujetos que comparten cierto contenido
normativo, sino que dentro de éstas se incluye una expresión de afectos o pasiones que
afectan la forma en cómo se establecen las agrupaciones y cómo se expresan en la esfera
pública. Por consecuencia, los afectos o pasiones afectan la forma en cómo se percibe a la
democracia liberal – procedimental, sea como modelo o como idea, ya que como se
planteará posteriormente, ésta no contiene solamente elementos de elección racional, sino
que también moviliza afectos o pasiones:
“[…] se abre así la cuestión de la democracia, la cuestión del ciudadano o
del sujeto como singularidad contable. Y la de una “fraternidad universal”.
148
No cabe democracia sin respeto a la singularidad o a la alteridad
irreductible, pero no cabe democracia sin “comunidad de amigos” (koiná tà
phílon), cálculo de las mayorías, sin sujetos identificables, estabilizables,
representables e iguales entre ellos. Estas dos leyes son irreductibles la una
a la otra. Trágicamente irreconciliables y para siempre ofensivas. La ofensa
misma se abre con la necesidad de tener que contar uno a sus amigos, de
contar a los otros, en la economía de los suyos, allí donde cualquier otro es
completamente otro.” (Derrida, 1998: 40).
En la obra de Freud, puede identificarse una pregunta acerca de cómo se desarrolla
y se expresa esta dependencia estructural entre el sujeto y el otro. Para Freud, una primera
forma bajo la cual se establece el lazo social es a través de los mecanismos de
identificación115, que permitiría el establecimiento de relaciones no sólo en el vínculo
familiar, sino también en el espacio social y político. En su ensayo titulado Psicología de
las masas y análisis del yo (1921), Freud (1992b: 87) asume como premisa para explicar el
tercer tipo de identificación que los vínculos de amor son los que sostienen o generan el
“alma” de las masas, ya que para exista una masa debe existir algún elemento que la
cohesione. Para explicar esto, Freud (1992b: 91) toma por ejemplo lo que él considera son
las dos masas artificiales por excelencia, la iglesia y el ejército. Si bien no es de interés en
esta tesis profundizar en el análisis freudiano, si interesa mostrar dos características que
sobresalen de estas agrupaciones. La primera de ellas, es que Freud postula que para que
exista una identificación de este tipo, debe de existir una doble ligazón libidinosa: con el
conductor (Cristo o el General en jefe) o una idea y con los otros sujetos de la masa. A
primera vista, esto parecería contradecir el argumento schmittiano acerca de que lo político
no tiene que ver con la moral, la estética o los afectos; sin embargo, esta posición no se
sostiene frente a la expresión fáctica de los conflictos amigo – enemigo, ya que como se
planteó anteriormente, lo político es un concepto parasitario, que adquiere su contenido de
otras distinciones. Además, pretender generar una neutralidad afectiva cuando existe un
conflicto de índole existencial (la posibilidad de lucha y por ende de muerte), o cuando se
plantea que para generar unidad dentro del Estado se requiere de una homogenización del
115 Freud propone tres tipos de identificación: la identificación al padre, la identificación histérica y la identificación al líder. Si se quiere una mayor profundización, consultar la obra de Freud (1992b) Psicología de las masas y análisis del yo. Para los objetivos de esta investigación me concentraré en el tercero.
149
pueblo a través de la identificación de sus miembros con una instancia mítica – simbólica,
parece ser una salida ingenua116, en la cual nuevamente se privilegiaría a la razón como
principio rector de la acción, eliminando su contraparte afectiva o pasional.
Esta contraparte es la que pretende iluminar Freud en su trabajo, al plantear que la
constitución de comunidad está basada en lazos afectivos. Para este autor, es a través de la
identificación con otro que se crea la más temprana exteriorización de una ligazón afectiva
con otra persona (Freud, 1992b: 99). No interesa acá dar los detalles de cómo se establece
esta ligazón afectiva entre el niño y sus primeras figuras de amor117, lo que interesa rescatar
es que a través de la constitución del lazo social es como se establecen las relaciones dentro
de una comunidad. Como se planteó anteriormente, el punto de anclaje para que una
comunidad se cohesione es el establecimiento de relaciones de identificación tanto entre los
sujetos que la componen como con un tercero que actuaría como líder, sea una persona o
una idea. Esto implicaría que en clave schmittiana, las agrupaciones políticas no solamente
compartirían el criterio existencial de la posibilidad de lucha y por ende de muerte, sino que
compartirían afectos entre sí y hacia un supuesto líder o hacia una idea (Freud, 1992b: 95).
En este punto surge nuevamente la cuestión acerca de lo político como un concepto
parasitario. La “masa” en términos freudianos no es un ente que dependa necesariamente
de los designios de un líder o de un dios, sino que puede verse cohesionada por una idea,
sea positiva o negativa: “Una masa primaria de esta índole es una multitud de individuos
que han puesto un objeto, uno y el mismo, en el lugar de su ideal del yo, a consecuencia de
lo cual se han identificado entre sí en su yo.” (Freud, 1992b: 109 – 110). Ahora bien, hasta
acá Freud no hace más que describir cómo se genera la cohesión de un determinado grupo o
comunidad, como se generan los amigos, pero todavía queda abierta la cuestión de cómo se
generan los enemigos. Esto tiene respuesta en la forma en cómo Freud elabora su teoría
acerca de la “naturaleza” humana.
En un escrito previo, en Más allá del principio del placer (1920) Freud (1992a)
propone que dentro del ser humano estarían presentes dos grandes tendencias de la
naturaleza: una pulsión de vida o agrupación (Eros) y una pulsión de muerte o destrucción
116 Convendría preguntarse en este punto cómo compaginaba esta idea Schmitt (la neutralidad afectiva del criterio de lo político) y su lectura acerca de la figura del partisano. 117 Si se desea profundizar en cómo se desarrolla la identificación a partir de la teoría psicoanalítica, conviene consultar Introducción al narcisismo (1914).
150
(Tánatos). Es decir, más allá de la pregunta del siglo XVII y XVIII acerca de la naturaleza
del ser humano, en términos de si éste es bueno o malo por naturaleza, Freud plantea que en
cada ser humano, más allá del criterio moral de bueno o malo, como parte de su condición
de ser viviente co-existen ambas pulsiones. En otras palabras, no habría una condición
moral que actúe como sustrato del comportamiento humano, sino que éste responde a un
espectro en el cual se da la expresión de los afectos, que puede ir desde el amor hasta la
hostilidad o agresión.
Ahora, con base en lo anterior, Freud se pregunta entonces cómo el ser humano se
asocia con otras personas, qué ocasiona que se establezcan relaciones afectivas a pesar de
que también existe esta hostilidad inherente o tendencia a mostrar agresividad. Su respuesta
es que el sentimiento social descansa en la inversión de un sentimiento hostil hacia el otro a
una ligazón de cuño positivo a través de la identificación (Freud, 1992b: 115). Esto
posibilita que la hostilidad inherente sea desplazada del interior del grupo (nosotros) hacia
otro grupo que actúa como receptáculo (ellos). En otras palabras, es a través de la
identificación de uno con el otro que se puede garantizar la cohesión de la masa, y para que
esto se sostenga, es necesario un grupo externo donde se deposite la hostilidad que no
puede ser descargada en el interior del grupo.
En una obra posterior, en El malestar en la cultura (1930) Freud profundiza sobre
estas ideas. En un análisis en algunos momentos similar al de Hobbes, Freud (1992c: 108)
postula que esta cuota de agresividad inherente al ser humano tiene por consecuencia que se
observe en el prójimo no sólo a un posible auxiliar o un posible objeto sexual, sino que
existe una tentación de usarlo para satisfacer la agresión: homo homini lupus118. De esta
manera, esta hostilidad primaria (Freud, 1992c: 109) es la que amenaza la disolución de la
sociedad, frente a la cual la cultura ha creado mecanismos para intentar contener esta
tendencia: se recurre a la identificación y a los vínculos amorosos de meta inhibida como
métodos de contención. Sin embargo, el escape más común y sencillo a esta hostilidad se
presenta en el menosprecio hacia los extraños: “Siempre es posible ligar en el amor a una
multitud mayor de seres humanos, con tal que otros queden fuera para manifestarles
agresión.” (Freud, 2001: 111).
118 Plauto, Asinaria, II, iv, 88.
151
Por lo tanto, se establecen relaciones de identificación, que en el caso de Freud, son
interpretadas a partir de la similitud entre los que conforman ese nosotros:
“Si amo a otro, él debe merecerlo de alguna manera. Y lo merece si en
aspectos importantes se me parece tanto que puedo amarme a mí mismo en
él; lo merece si sus perfecciones son tanto mayores que las mías que puedo
amarlo como al ideal de mi propia persona; tengo que amarlo si es el hijo de
mi amigo, pues el dolor del amigo, si a aquel le ocurriese una desgracia,
sería también mi dolor, forzosamente participaría de él. Pero si es un
extraño para mí, y no puede atraerme por algún valor suyo o alguna
significación que haya adquirido para mi vida afectiva, me será difícil
amarlo. Y hasta cometería una injusticia haciéndolo, pues mi amor se
aquilata en la predilección por los míos, a quienes infiero una injusticia si
pongo al extraño en un pie de igualdad con ellos.” (Freud, 1992c: 106 –
107).
De esta manera, se puede entender que la conformación de un nosotros y un ellos
es una forma de constitución del lazo social, que puede devenir en una constitución de
amigos – enemigos, pero no con carácter de necesidad, sino que es contingente; ya que si
bien para Freud es en los ellos en quienes se deposita la agresividad, esto no implica una
disposición existencial a la lucha, tal como la plantea Schmitt. Por consiguiente, se puede
plantear entonces la relación amigo – enemigo como una posible forma que adquiere el
lazo social: “Por consiguiente, sería injusto reprochar a la cultura su propósito de excluir la
lucha y la competencia del quehacer humano. Ellas son sin duda indispensables, pero la
condición de oponente no coincide necesariamente con la de enemigo; sólo deviene tal
cuando se la toma como pretexto y se hace abuso de ella.” (Freud, 1992c: 109).
Por otro lado, la condición de extraño se produce en el momento en que se
establecen los límites entre el uno y el otro, con lo cual uno no puede existir sin el otro. Sin
embargo, ese otro no necesariamente es completamente diferente al uno, sino que los
límites que se establecen entre diversas comunidades están más relacionados con las
pequeñas diferencias, frente a lo cual Freud (1992c: 111) acuña el concepto del narcisismo
de las pequeñas diferencias. Este énfasis en la defensa de lo que se cree y en cómo se
percibe al mundo (la repartición de lo sensible en términos de Rancière, 2006b; 2007), es
152
lo que le otorga seguridad al sujeto. Freud encuentra acá un mecanismo en el cual la
sociedad busca establecer un orden, un orden que le brinde certeza y sentido de pertenencia
al sujeto.
Derrida, en su reflexión deconstructiva sobre Schmitt, sigue esta vía abierta por
Freud. Para Derrida (1998: 23), de lo que se trataría cuando se postula que existen amigos
o enemigos es sobre la amancia, entre el amar o el ser amado, de la pertenencia y de la
partición comunitaria: “[…] la religión, la familia, la etnia, la nación, la patria, el país, el
Estado, la humanidad misma, el amor y la amistad, la «querencia», pública o privada.”
(Derrida, 1998: 98 – 99). Derrida desarrolla este argumento a partir de un análisis acerca
del uso de los vocativos latinos en Schmitt, en el cual se establece que lo contrario de la
amistad en política, no sería la enemistad, sino la hostilidad (hostis), arrojando una primera
gran consecuencia: el enemigo político no tiene porque ser forzosamente inamistoso
(Derrida, 1998: 107). Por tanto, a partir de la previsión schmittiana de que la decisión de
quién es el enemigo es una decisión que se da en la esfera pública, Derrida realiza un
primer deslizamiento semántico: el amigo (amicus) puede ser un enemigo (hostis), en
consecuencia, se puede ser hostil frente a un amigo públicamente; pero a la inversa,
también se puede amar (en privado) al enemigo (Derrida, 1998: 107).
Con esta reflexión se puede entender la cercanía que tendrían entre sí el amigo y el
enemigo, como figuras que se co-determinan. De acuerdo a Derrida (1998: 136) para que
exista algo así como lo político (en términos schmittianos), se debe saber distinguir quién
es el amigo y quién es el enemigo en términos prácticos. Sin embargo, esta decisión
implica no sólo el reconocimiento del otro, sino del sí mismo: “La identificación práctica
de sí mismo, y de sí mismo consigo mismo, la identificación práctica del otro, y del otro
con el otro, parece que son tan pronto condiciones como consecuencias de la identificación
del amigo y del enemigo. […]” (Derrida, 1998: 136). Es importante destacar acá que este
proceso, en el cual el sujeto se percibe a sí mismo a partir del otro, no sólo genera por
consecuencia los agrupamientos amigo – enemigo, sino que estos agrupaciones a su vez
generan otras condiciones para otros agrupamientos119.
119 Es importante esta aclaración, ya que anteriormente se había planteado que las relaciones de oposición entre amigos y enemigos se podían entender como una forma en la cual se expresa la constitución del lazo social, pero no la única.
153
Derrida (1998: 143) propone tres posibles interpretaciones lógicas o vías lógicas
para analizar la correlación entre amigos y enemigos, en tanto son dos conceptos que se co-
determinan, ya que lo que se diga del enemigo no puede ser indiferente a lo que se dice el
amigo. En la primera de ellas, derivada del contenido existencial de la relación, Derrida
interpreta que no se puede hablar de amigos sin contemplar esa posibilidad de dar muerte
que instaura una comunidad no natural: “Amar con amor o con amistad significaría
siempre: puedo matarte, puedes matarme, podemos matarnos. Juntos, o el uno al otro, la
una a la otra.” (Derrida, 1998: 144). Derrida enfatiza acá en la igualdad de los seres
humanos a partir de la mortalidad, a partir de la posibilidad siempre presente de la muerte.
En segundo lugar, esta posibilidad de dar muerte, tiene por consecuencia que para
poder hablar de los amigos, se tenga que contemplar la suspensión de esa posibilidad: “La
amistad consistiría en suspender esta estructura de posibilidad […] sería justamente lo
contrario del dar muerte, de esa apuesta de muerte, de esa apuesta mortífera, incluso si,
como recuerda Freud, el «no matarás» más categórico, más incondicional, confirma y en
consecuencia dice la posibilidad real que la prohibición ordena interrumpir diciéndola.”
(Derrida, 1998: 144).
Como tercera y última interpretación lógica, Derrida entonces plantea que lo que
liga u opone sin fin a la pareja amigo/enemigo, en esta apuesta de muerte, sería lo político
(Derrida, 1998: 144). Por lo tanto, al no poder existir hostilidad sin la posibilidad real de
dar muerte, no hay tampoco correlativamente amistad fuera de esa pulsión de muerte
(Derrida, 1998: 145-146). En este punto Derrida se acerca bastante a Freud. Lo que liga u
opone al ser humano es la agresividad que se suspende o se ejecuta. Freud plantea que en
cada ser humano, más allá del criterio moral de bueno o malo, como parte de su condición
de ser viviente co-existen ambas pulsiones. En otras palabras, no habría una condición
moral que actúe como sustrato del comportamiento humano, sino que éste responde a un
espectro en el cual se da la expresión de los afectos, que puede ir desde el amor hasta la
hostilidad o agresión.
Sin embargo, Derrida no se queda en enunciar estas tres posibles interpretaciones
lógicas. Ninguna de éstas por sí misma es capaz de explicar esa condición que liga al
amigo y al enemigo, ninguna puede dar la palabra final que explique la relación
amigo/enemigo: “Así, pues, nos hace falta tener paciencia en la encrucijada y soportar esta
154
indecidible trivialidad. Sin la cual, ésta es la tesis y la decisión, ninguna decisión sería
posible, ni jamás amistad alguna.” (Derrida, 1998: 144).
Esto tiene por consecuencia que se generen dos estratificaciones o dos situaciones
de lo político derivadas del discurso schmittiano, ya que por un lado pone en acción una
estrategia original (desplazamiento del concepto tradicional de posibilidad), pero por otro
clásica (recurso a la condición de posibilidad en un análisis de tipo trascendental-
ontológico) (Derrida, 1998: 147). En otras palabras, Schmitt juega con la noción de
posibilidad en dos registros, uno como acontecimiento120 devenido de la decisión soberana,
y el otro como una condición imperante en la vida humana.
Lo político adquiere entonces una doble dimensión: es un estrato particular y
fundado pero a su vez invade todo el estrato fundamental o fundador de la existencia,
individual o comunitaria (Derrida, 1998: 147). Esta forma de plantear lo político, permitirá
a otros autores plantearlo posteriormente como aquello que tiene un carácter instituyente o
constituyente en la sociedad, pero a su vez, es contingente121. Su acción instituyente se
retira en el “momento”122 mismo en que se instituye lo social. Sin embargo, genera un
120 La noción de acontecimiento que utiliza Derrida y que es compartida por algunos teóricos del posfundacionalismo, proviene de los trabajos de Heidegger: “En consecuencia, el a-bismo o ausencia de fundamento “se hace presente” en el fundamento bajo la forma de un inacabable “acaecimiento”, que no es sino el acaecer del acontecimiento apropiativo. Si bien a menudo se expresa el acontecimiento (Ereignis) con un nombre, debe ser siempre comprendido en el sentido verbal de Er-eignung o de uno de sus sinónimos verbales, Geschehen; esto es, debe comprenderse en un sentido procesual, como Wesung o esenciación del fundamento. Así, cabe decir entonces que el fundar/desfundar se despliega y se “esencia” en el acontecimiento o acaecer. Utilizado por Heidegger en cuanto singulare tantum, el acontecimiento nombra la dimensión más general del Seyn: el Seyn se “esencia” (west) como el acontecimiento, por lo que la verdad del Seyn se desoculta. El acontecimiento no debe confundirse, por lo tanto, con las ocurrencias ópticas, dado que no es sino su dimensión fundante o su condición de posibilidad.” (Marchart, 2009: 37-38). 121 La noción de contingencia que utiliza Derrida y otros autores que han retomado a Heidegger requiere realizar una precisión. De acuerdo a Marchart (2009: 47-48), lo que es necesario en Derrida es la simultaneidad de las condiciones de posibilidad y de imposibilidad de toda identidad significativa, y por ende, la necesidad de la contingencia. La significación es contingente por necesidad, con lo cual se le está otorgando un estatus cuasi-trascendental. Entenderlo como cuasi-trascendental implica no dotarlo con todas las características de un estatuto trascendental, sino insertarlo dentro del doble juego de la posibilidad y la imposibilidad (Marchart, 2009: 48-49). Por tanto, plantear a la contingencia como cuasi-trascendental conlleva abandonar la noción (lógica) débil de lo contingente como aquello que podría ser de otra manera por una noción fuerte de lo contingente, que supone que el hecho de no ser imposible ni necesaria, es en sí mismo, necesario para toda identidad, descartando la posibilidad de que exista una identidad no contingente (Marchart, 2009: 47-48). 122 Al igual que el concepto de acontecimiento, el concepto de momento también proviene de Heidegger. De acuerdo a la interpretación de Marchart (2009, 38-39) el momento es el tiempo-espacio que se genera a partir del acontecimiento y que también es el tiempo-espacio del a-bismo. Esto es descrito por Heidegger como “Augenblicks-Stätte” (centro instantáneo) o como “Augenblick o kairós” (mirada momentánea). Sin embargo, esto no debe confundirse con la idea o la imagen de un “punto” en el tiempo, de “inicio” o de un “ahora” puntual del tiempo lineal, sino que se refiere a la temporalidad originaria del acontecimiento. El momento es
155
exceso que se convierte en un fundamento suplementario para la dimensión infundable de
la sociedad: “Por un lado, lo político, en tanto momento instituyente de la sociedad, opera
como fundamento suplementario para la dimensión infundable de la sociedad; pero, por el
otro, este fundamento suplementario se retira en el “momento” mismo en que instituye lo
social. Como resultado de ello, la sociedad siempre estará en busca de un fundamento
último, aunque lo máximo que puede lograr es un fundar efímero y contingente por medio
de la política (una pluralidad de elementos parciales).” (Derrida, 1998: 22-23). De esta
manera, lo político es a la vez un estrato regional, una capa particular, inclusive aunque sea
fundadora; y la determinación suplementaria o sobredeterminante que atraviesa cualquier
otra región del mundo humano o de la comunidad simbólica-cultural (Derrida, 1998: 147).
Sin embargo, de vuelta a Schmitt, lo político requiere siempre que la presuposición
de la posibilidad real o de la eventualidad esté presente en un modo determinado. La
decisión acerca de quién es el enemigo está al principio, ordena y manda. Por consiguiente,
es difícil decidir si supone, desgarra, trabaja o produce la comunidad123 (Derrida, 1998:
148). Por consiguiente, lo que está en juego cuando se realizan agrupaciones de amigo –
enemigo no es sólo la posibilidad de la lucha, sino que es a partir de la oposición al otro
que se puede realizar una identificación del uno, que se pueden desarrollar criterios de
pertenencia: “Tan sólo se pasa del ser-enemigo al reconocimiento del enemigo, es decir, a
su identificación, pero a una identificación que me va a llevar a identificarme finalmente, a
mí mismo, con el otro, con el enemigo al que identifico.” (Derrida, 1998: 187). Se instaura
acá una ruptura radical con las ideas preconcebidas con respecto a la lucha política: las
oposiciones no sólo se originan por las diferencias entre las distintas agrupaciones, sino
que hay algo del orden de la similitud y del reconocerme en el otro, que tiene que ver con
esa cercanía a la muerte, con esa posibilidad concreta, que actúa y permea cada uno de los
polos de la relación.
Derrida (1998: 187 – 188) avanza sobre esta idea y plantea que cuándo se reconoce
a un enemigo, se reconoce su capacidad de poner en cuestión, con lo cual se le otorga un
lugar privilegiado: no cualquiera puede poner en cuestión al sujeto. Ese “derecho” se
por tanto, la instancia en que la infundabilidad misma del fundamento se actualiza en el acaecer del acontecimiento del fundar. 123 Esta aparente paradoja en el concepto de lo político es trabajada por Rancière (2006: 67-68) cuando postula el doble cuerpo del pueblo como un dato constitutivo de la política.
156
reserva sólo al sí mismo o a quiénes tienen una relación de cercanía: “El enemigo sería
entonces la figura de nuestra propia cuestión, o bien, si se prefiere esta formulación,
nuestra propia cuestión en la figura del enemigo. Y Schmitt cita, lo oiremos: «El enemigo
es nuestra propia cuestión como figura».” (Derrida, 1998: 173).
Esta cercanía estructural entre los amigos y los enemigos se hace más evidente
cuando Schmitt plantea los peligros de un enemigo absoluto. Para el autor, la
transformación de un enemigo real a uno absoluto tiene por consecuencia la brutalidad
extrema: el deseo de aniquilación. Si bien, se puede interpretar esta previsión como un
componente normativo dentro de la teoría de Schmitt, un principio no político acerca de lo
que es bueno o malo para los asuntos políticos (Arditi, 1998: 5); también se puede
interpretar en términos de la importancia del otro para la constitución del sí mismo. Al fijar
al otro en una posición de enemigo absoluto, se hace necesario eliminar o cancelar las
similitudes que observaba antes cuando se lo ubicaba como un enemigo real: ya no es
humano. Por tanto se cancela la contingencia de las agrupaciones amigo-enemigo,
generando posiciones fijas que sólo pueden ser justificadas a través de la eliminación del
otro. Al buscar el aniquilamiento del otro se busca cancelarlo, se busca que deje de existir
como aquello externo que determina a su vez al grupo de amigos. Es por esto que se
convierte en un movimiento sumamente peligroso, ya que se elimina la posibilidad de
autodefinirse, lo cual es interpretado como Derrida (1998: 101) como algo que generaría
una violencia inaudita: “Se diría entonces que es el tiempo de un mundo sin amigo, el
tiempo de un mundo sin enemigo. Inminencia de una autodestrucción mediante el
desarrollo infinito de una locura de auto – inmunidad.” (Derrida, 1998: 94)124.
Sin embargo no sólo sería a través de la hiperpolitización que estaría amenazado lo
político, y por ende, un tipo específico de constitución del lazo social. En la base del
establecimiento del enemigo absoluto hay un rechazo al conflicto, hay una búsqueda por la
uniformidad u homogenización de la comunidad. Como se verá posteriormente, una
democracia liberal-procedimental que procure negar el conflicto también corre el riesgo de
cancelar la relación entre amigos y enemigos, y por ende, la posibilidad de definirse a uno
mismo a través de la interacción con el otro:
124 “[…] si desaparece el enemigo, el amigo desaparecerá inmediatamente. Se desvanecerá al mismo tiempo, actual y virtualmente, en su posibilidad misma.” (Derrida, 1998: 176).
157
“… se abre así la cuestión de la democracia, la cuestión del ciudadano o del
sujeto como singularidad contable. Y la de una “fraternidad universal”. No
cabe democracia sin respeto a la singularidad o a la alteridad irreductible,
pero no cabe democracia sin “comunidad de amigos” (koiná tà phílon),
cálculo de las mayorías, sin sujetos identificables, estabilizables,
representables e iguales entre ellos. Estas dos leyes son irreductibles la una a
la otra. Trágicamente irreconciliables y para siempre ofensivas. La ofensa
misma se abre con la necesidad de tener que contar uno a sus amigos, de
contar a los otros, en la economía de los suyos, allí donde cualquier otro es
completamente otro.” (Derrida, 1998: 40).
De regreso a Schmitt, el énfasis que este autor le otorga al enemigo no es casual,
sino que responde a que no se puede brindar una definición del amigo sin pensar en el
enemigo primero. Por lo tanto, si se unen las propuestas de Freud, Derrida y Schmitt acerca
del contenido constitutivo de lo político para la sociedad, se puede sintetizar el rol que
cumple el enemigo para la constitución de los amigos a través del concepto acuñado por
Henry Staten (1984) de exterior constitutivo.
En un análisis sobre la propuesta derridiana, Staten discute la relación entre el
concepto aristotélico de “accidente” y su relación con el concepto de “esencia”. Para Staten
(1984: 15), Aristóteles habla del accidente en dos sentidos, el primero refiere al accidente
como una propiedad necesaria o intrínseca de una entidad, pero es una propiedad que no
está contemplada en la definición de su esencia. Por lo tanto, si bien no es estrictamente
parte de la esencia, es un tipo de propiedad que pertenece a un círculo que está trazado por
la definición de esencia. El segundo sentido del accidente, es aquel que ocurre como una
variación individual al azar, que no puede ser predicha de manera confiable sobre la base
del conocimiento que se tiene de la esencia. Sin embargo, Staten (1984: 15) apunta a que
tarde o temprano, sin importar donde se establezca la línea divisional entre un accidente
que puede ser contemplado a partir de la esencia y del accidente por azar, la distinción
entre lo que es esencial y lo que es accidental se pone en cuestión. En el caso que nos
ocupa, esto se extrapola hacia la cuestión de dónde está la línea divisoria entre el amigo y
el enemigo como dos “esencias” separadas, hasta dónde se puede plantear que el segundo
es un accidente del segundo o viceversa, cuando lo que se ha planteado anteriormente es
158
que ambas agrupaciones depende la una de la otra para existir. En este sentido, Staten
(1984: 16) se pregunta: ¿si la esencia está siempre expuesta a la posibilidad del accidente,
lo cual es más que un simple azar, sino que es una posibilidad siempre presente, no se
convertiría en una posibilidad esencial?
El afuera adquiere entonces un lugar privilegiado en la constitución del adentro. Se
convierte en su condición de posibilidad. Staten (1984: 16) lo plantea como un tipo de ley
“general” de los accidentes, el principio de que algo siempre puede ser diferente por la
imposibilidad de circunscribir o definir claramente los límites del adentro y sus relaciones
con el “afuera”. Ahora bien, esto no quiere decir que cualquier cosa está expuesta a
cualquier tipo de accidente, sino que cada cosa particular tendría un accidente “especial”
que lo constituiría como tal. En ese sentido es el uso del concepto exterior constitutivo:
“Let us schematize Derrida’s concept of constitution in this way: X is constituted by non-
X. X here means essence or self-identity as conceived by philosophy, and non-X is that
which functions as the “outside”, or limit to the positive assertion of this self-identity, that
which keeps ideality from complete closure, yet in limiting it remains the positive
condition of the possibility of the positive assertion of essence.125” (Staten, 1984: 17).
Esta forma de pensar al enemigo como un exterior constitutivo del amigo permite
ejemplificar lo que se entiende por un concepto fuerte de contingencia. El enemigo es
necesario, es la condición de posibilidad del amigo, actúa como un fundamento
contingente: “Adaptando esta noción para pensar lo político diremos que el enemigo es un
afuera y un momento de negatividad, pero no es pura y simple negatividad o mera
exterioridad; es un afuera sui generis, un afuera constitutivo: pone en peligro la identidad
del nosotros y también funciona como una de las condiciones de posibilidad de ese
nosotros.” (Arditi, 2008: 7). Si bien se podría argumentar que esto inaugura otra forma de
fundacionalismo, es necesario recordar que el pensamiento posfundacional no descarta la
presencia de fundamentos, sino que los considera contingentes. En este caso, al postular la
fórmula general de que para que exista Uno debe existir el Otro se deja abierta la
posibilidad contingente de esta constitución, el enemigo no será siempre el mismo ni la
125 “Vamos a esquematizar el concepto de constitución en Derrida de esta manera: X está constituido por un no-X. X aquí significa la esencia o la auto-identidad concebida por la filosofía, y la no-X es lo que funciona como el “afuera”, o el límite a la afirmación positiva de la identidad, la cual evita un cierre completo de la idealidad, aunque en su limitación mantiene la condición positiva de la posibilidad de una afirmación positiva de la esencia.” (Staten, 1984: 17). Traducción libre.
159
constitución de los amigos será siempre la misma. El posfundacionalismo no es un
antifundacionalismo, al estilo de lo que propugna el posmodernismo, sino que: “Lo que
distingue el primero del segundo es que no supone la ausencia de cualquier fundamento; lo
que sí supone es la ausencia de un fundamento último, dado que solamente sobre la base de
esa ausencia los fundamentos (en plural) son posibles. El problema se plantea entonces no
en función de la falta de fundamentos (la lógica del todo o nada) sino en función de
fundamentos contingentes.” (Marchart, 2009: 29).
En este sentido, tal como se ha discutido ampliamente durante el capítulo, si bien se
puede argumentar que Schmitt tiene resabios normativos en su teoría, al dejar como
fundamento central la peligrosidad moral del ser humano, éstos pueden ser subsanados al
introducir dentro de la discusión conceptual los aportes de Freud, Derrida y de Staten.
Estos autores se concentran en señalar que no hay una naturaleza única, no hay una
respuesta o racionalidad única. El ser humano compagina su abanico de respuestas
afectivas, su relación con la muerte y su idea de la sociedad para formar órdenes políticos
contingentes. No es un antifundacionalismo lo que se defiende, sino que se crítica la idea
de un fundamento único o la pretensión de encontrar la verdad absoluta de cómo se debe
organizar una comunidad política.
Ahora bien, esto tampoco significa que el carácter contingente de las relaciones
amigo-enemigo se exprese en un mundo inestable sin posibilidades de cierres parciales de
sentido. Estos cierres actúan como estabilizadores de sentido, que detienen el constante
devenir y movimiento de las cosas, los cuales están sujetos en todo momento a la
constatación y a la refutación. Por lo tanto, tampoco se pregona la imposibilidad de la
estabilidad, sino que lo que se defiende es que los fundamentos que actúan como supuestos
en estos cierres de sentido son contingentes y responden a una forma particular de
interpretar a la sociedad.
Por lo tanto, para generar lazo social las agrupaciones que delimiten el nosotros y el
ellos obtienen el carácter de necesarias, y en el caso de lo político, son oposiciones
antagónicas. Lo que es contingente, es cómo se dan las condiciones de posibilidad que
enmarcan esta relación antagónica. Esto se puede resumir en los siguientes cuatro puntos.
En primer lugar, se puede conceptualizar la relación amigo – enemigo, tal como se planteó
al principio como una forma de constitución del lazo social, sobre la cual previamente se
160
realiza una diferenciación entre un nosotros y un ellos. Es un lazo social antagónico en el
que el otro es el exterior constitutivo del uno o viceversa. En segundo lugar, frente a la
problemática de cómo juegan los afectos o las pasiones en estos agrupamientos, se puede
establecer en este punto que no es posible disociar estos procesos de esos contenidos, en
otras palabras, la distinción entre un nosotros y un ellos, entre amigos y enemigos, está
atravesada por los afectos así como por la razón, con lo cual, pretender excluir el análisis
de los afectos o las pasiones de lo político conlleva graves aporías del por qué y cómo se
constituyen las comunidades o las agrupaciones dispuestas a entablar la lucha. Con lo cual
se puede entonces reinterpretar la crítica de Strauss a Schmitt, donde el primero plantea
que en Schmitt subyace una “moral guerrera”, no en términos de si existe una afirmación
de la lucha o de la peligrosidad humana, sino más bien lo político no está exento de esta
expresión de los afectos o pasiones. En tercer lugar, esta forma de plantear lo político como
conflicto, traza la ruta hacia cómo entender el conflicto dentro de la democracia liberal -
procedimental y cuáles serían los escenarios que pueden derivarse de su cancelación. En
este modelo, al excluir el conflicto del juego, se opera a favor de un principio subyacente
donde el consenso es moralmente bueno, con lo cual el conflicto es algo moralmente malo
y justifica una acción violenta para contenerlo.
Finalmente, si se conceptualiza a lo político como una forma de constitución del
lazo social, éste adquiere una doble dimensión: es un estrato particular, contingente; pero
que a su vez actúa como fundador o como estrato fundamental de la existencia individual y
comunitaria (Derrida, 1998: 147). Este tema será profundizado por Rancière (2006b, 2007)
cuando postula a la política126 como una forma de repartición de lo sensible, una forma de
ordenar la percepción de lo social, una forma de definir el orden.
Esta forma de re-interpretar la política por parte de Rancière es la que permitirá
encontrarle una salida conceptual al problema de la intensidad y su asociación con lo
político en Schmitt, al problema del formalismo schmittiano e introducir a la vez por qué
es importante para analizar la democracia liberal-procedimental actual contemplar la forma
en cómo se concibe lo social y lo político.
126 En Rancière el uso conceptual del término político se modifica. Para él la distinción se realiza no entre lo político y la política, sino entre la política y la policía. Por lo tanto, lo que para Schmitt es político en Rancière adquiere otro significado, lo político es el encuentro de dos procesos heterogéneos, es el momento en que choca la lógica de la política y la lógica de la policía (Rancière, 2000: 145).
161
LA POLITICA COMO DESACUERDO
Otro de los puntos problemáticos señalados por Derrida en su lectura de Schmitt es
la presencia de una asociación entre los grados de intensidad de lo político y lo político en
sí. Recapitulando, Schmitt (1991a: 57) plantea que el sentido de la distinción amigo-
enemigo es marcar el grado máximo de intensidad de una asociación o disociación.
Tomando como base este enunciado, Derrida (1998: 160) argumenta que con esta
asociación se estaría definiendo la negatividad oposicional en general como
ideológicamente política. Lo político sería más político en tanto es más antagonista, con lo
cual se introduce un telos: mientras más intensa es una contradicción, cuanto más tiende al
límite su intensidad, más político es. La guerra se convierte entonces en la esencia y el
destino de lo político, y no simplemente en una posibilidad real o excepcional (Derrida,
1998: 154-155,160; Arditi, 2009: 2). Por su parte, Arditi (2009: 2) plantea que existiría una
escala de intensidades (a pesar de lo complejo que puede resultar la medición de la
intensidad), en la cual la oposición amigo-enemigo que más se acerque a la guerra sería
más política que las demás, revelando la verdad de la forma amigo-enemigo. De esta
manera nuevamente aparecen elementos de un centro inamovible que articularía la
estructura de la relación.
Arditi (2009: 3) argumenta que si bien la guerra puede ser la manifestación extrema
de una disposición hostil, la hostilidad no siempre se expresa en términos de batallas y
derramamiento de sangre. La disposición a la lucha, ese contenido existencial presente en
el agrupamiento amigos-enemigos, no necesariamente conlleva a la guerra de forma
causal: “La conclusión es que matar y morir son parte de la estructura de posibilidades de
lo político pero que también hay “combates” políticos donde amigos y enemigos se
enfrentan sin que haya el menor derramamiento de sangre.” (Arditi, 2009: 3).
Por lo tanto, el criterio de la intensidad también se vuelve problemático para
sostener una interpretación posfundacionalista de lo político. Si bien Arditi (2009: 6)
recomienda su eliminación de la teoría, sólo quedaría el criterio de agrupamiento entre
amigos y enemigos que estén dispuestos a entablar una lucha física con posibilidad de
muerte; sin embargo la pregunta que surge es ¿cómo identificar la condición de político en
una separación antagonista? Tal como se planteó anteriormente, si se piensa lo político
162
como una forma de manifestación del lazo social, ¿dónde adquiere su especificidad?,
¿cómo diferenciarlo de rivalidades familiares o sociales? Estas interrogantes provienen de
las deficiencias que presenta un marco minimalista de interpretación de lo político,
derivado de la aproximación formalista de Schmitt (Arditi, 2009: 16). Arditi (2009: 16)
propone que para matizar este formalismo se puede introducir dentro del análisis de las
oposiciones amigo-enemigo la pregunta acerca de cuál es el referente situacional que los
separa y agrupa, es decir, cuál es el objeto de disputa o cuál es el tercero excluido. De esta
manera, el esquema binario se transforma en un esquema triangular. En este caso, la
propuesta de Rancière permitiría retomar las herencias schmittianas, sin la presencia de los
resabios normativos o fundacionalistas mencionados anteriormente.
El punto de partida de la teoría de Rancière consiste en presuponer que existe una
igualdad entre los seres humanos previa a ingresar en un orden político determinado. Para
ejemplificar esto analiza la distorsión creada por las reformas de Solón dentro del mundo
de la Grecia Antigua, que permiten mostrar cómo opera la lógica de la igualdad y cómo
ésta potencia a la política. La fuente sobre la cual Rancière comienza su argumentación es
el Libro I de la Política de Aristóteles, donde este último define que lo que diferencia al ser
humano de los animales, es la posesión del logos, la posesión de la palabra, que manifiesta,
al contrario de la voz, que solamente indica127 (Rancière, 2007: 14). En otras palabras, los
seres humanos son iguales entre sí por ser seres parlantes. Poseer la palabra permite
diferenciar entre lo útil y lo nocivo, con lo cual se marca la separación con el resto del
mundo animal: los animales pueden poseer voz, pueden indicar placer y sufrimiento, pero
la percepción de lo útil y lo nocivo, que está en la base de la noción del bien y del mal, de
lo justo y lo injusto es propia únicamente de los seres humanos.
Sin embargo, Rancière (2007: 16) encuentra que esta separación presentada por
Aristóteles, entre lo útil y lo nocivo, y por ende, de lo justo y lo injusto es una falsa
oposición. Para argumentar esto, se basa en el significado de dos términos que son usados
por Aristóteles: sympheron y blaberon. De acuerdo a Rancière (2007: 16), el término
127 “Sólo el hombre, entre todos los animales, posee la palabra. La voz es, sin duda, el medio de indicar el dolor y el placer. Por ello es dada a los otros animales. Su naturaleza llega únicamente hasta allí: poseen el sentimiento del dolor y del placer y pueden señalárselo unos a otros. Pero la palabra está presente para manifestar lo útil y lo nocivo y, en consecuencia, lo justo y lo injusto. Esto es lo propio de los hombres con respecto a los otros animales: el hombre es el único que posee el sentimiento del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto. Ahora bien, es la comunidad de estas cosas la que hace la familia y la ciudad.” (La Política, 1253, 9-18).
163
blaberon posee dos acepciones: la primera, es la parte de desagrado que impacta a un
individuo por cualquier razón, sea por la naturaleza o por una acción humana; la segunda,
puede ser la consecuencia negativa que un individuo recibe por un acto realizado por él
mismo, o por un acto realizado por otros. De esta manera, este término designa el perjuicio,
el daño que puede ser determinado objetivamente de un individuo a otro: implica una
relación entre dos partes. Por otro lado, sympheron designa una relación consigo mismo, es
la ventaja que un individuo o una comunidad obtienen o pretenden obtener de una acción.
En este caso, no amerita tener una relación con otro para que dé el resultado.
De la relación entre estos dos conceptos, es que surge la noción de lo justo en
Platón y Aristóteles: lo justo en la ciudad es que el sympheron no tenga por correlato
ningún blaberon. Una buena distribución de las ventajas conlleva a que no haya ningún
daño: “La justicia como principio de comunidad no existe aún donde la única ocupación es
impedir que los individuos que viven juntos se provoquen daños [torts] recíprocos y
reestablecer, donde se los causen, el equilibrio de las ganancias y los perjuicios. Sólo
comienza donde el quid es lo que los ciudadanos poseen en común y donde éstos se
interesan en la manera en que son repartidas las formas de ejercicio y control del ejercicio
de ese poder común.” (Rancière, 2007: 17).
En otras palabras, la justicia como virtud no es el establecimiento del equilibrio
entre los individuos o la reparación de los daños causados por otros. No responde al
blaberon, sino que responde al sympheron, es esa distribución de las ventajas que tiene
cada individuo sin pensar en su relación con los otros: “Es la elección de la medida misma
según la cual cada parte sólo toma lo que le corresponde.” (Rancière, 2007: 17). Por
consiguiente, se hace necesario la imposición de un orden, que como se trabajó
anteriormente, era uno de los elementos centrales en el pensamiento griego. Este orden no
solamente va a determinar cuáles son las relaciones medidas entre los individuos y los
bienes, sino que se convertirá en el orden que determinará la distribución de lo común
(Rancière, 2007: 17-18).
El concepto de justicia que se expone en el Libro V de la Ética a Nicómaco,
determina como debía ser ese orden: no tomar más de los que corresponde de las cosas
ventajosas ni menos de las desventajosas. Por lo tanto, siempre que se identifique
completamente el blaberon con lo “nocivo” y al sympheron con lo “útil” o lo “ventajoso”,
164
se puede transitar fácilmente por el pasaje del orden de lo útil al orden de lo justo, ya que el
orden se sostendría solamente si se toma la parte conveniente, la parte media de unas y
otras (Rancière, 2007: 18). Tal como lo plantea Rancière (2007: 18) el problema es que con
esta suposición todavía no se llega a generar ningún orden político. Esto demuestra el
postulado posfundacionalista de que existe un exceso de lo social que resiste a ser
tramitado y que, en el caso de los griegos (o en cualquier caso), emergerá cuando se intente
aplicar esta noción del orden a la contingencia de lo social.
El problema surge cuando se intenta armonizar ese orden de repartición de lo
común intentando pasar de la igualdad aritmética a la igualdad geométrica, la igualdad
aritmética que regía la lógica del intercambio que caracterizaba los intercambios
mercantiles y las penas judiciales; a otra lógica que estaría determinada por la igualdad
geométrica, que en busca de la armonía común, establece cuáles son las proporciones de
las partes de la cosa común que pueden ser poseídas por cada parte de la comunidad, según
la cuota que ésta aporta al bien común128 (Rancière, 2007: 18). En otras palabras, cada
parte de la comunidad recibe de acuerdo con lo que aporta.
Cuando se dejan de equilibrar las pérdidas y las ganancias comienza la política129,
cuando se rompe la armonía designada de acuerdo a la proporción geométrica, en la cual se
resignifican las partes de la comunidad y la repartición de las partes de lo común: “Para
que la comunidad política sea más que un contrato entre personas que intercambian bienes
o servicios, es preciso que la igualdad que reina en ella sea radicalmente diferente a aquella
según la cual se intercambian las mercancías y se reparan los perjuicios.” (Rancière, 2007:
18).
Esto implica que se cuestione el cómputo particular de las “partes” de la
comunidad. En este punto Rancière analiza (2007: 19) la propuesta aristotélica de
equilibrar a la comunidad con base en cuotas que sean estrictamente proporcionales a los
axia (títulos) de cada parte de la comunidad, al valor que aporta a la comunidad y al
derecho que este valor le da de poseer una parte del poder común (sympheron). Sin
embargo, y acá se encuentra el aporte de Rancière, esta propuesta de orden implica un
128 “[…] la justicia consiste en no tomar más de los que corresponde de las cosas ventajosas ni menos de las desventajosas.” (Rancière, 2007: 18). 129 En otros textos Rancière utiliza emancipación o proceso de emancipación para referirse a la política (Rancière, 2000: 146).
165
cómputo cuyas complejidades ocultan talvez una cuenta errónea fundamental, una cuenta
que ocasionaría un blaberon: la distorsión constitutiva de la política misma130. Para este
autor, esta cuenta errónea siempre es una doble cuenta, una cuenta falsa.
Para entender esto es necesario detenerse en la división aristotélica de los títulos de
comunidad. Aristóteles enumera tres axiai o títulos de comunidad: los oligoi que
representan la riqueza de los pocos; la areté que es la virtud o la excelencia y que presta su
nombre a los mejores (aristoi) y la libertad (eleutheria) que pertenece al pueblo (demos). A
cada uno de estos títulos le corresponde un régimen particular, amenazado por la
insurrección de los otros: la oligarquía de los ricos, la aristocracia de los mejores o la
democracia del pueblo. La combinación exacta de estos títulos de comunidad es la que
procura el bien común131 (Rancière, 2007: 19).
No obstante, Rancière (2007: 19-20) señala algo que emerge como un desequilibrio
secreto, algo que perturba esa armonía geométrica diseñada por Aristóteles. Si bien se
puede identificar cuál es la contribución que brinda la parte oligárquica a partir de los
intercambios comerciales; y de la parte aristocrática se puede identificar quiénes son sus
miembros y por ende, quiénes son los virtuosos, la pregunta que emerge es cómo
identificar o qué diferente brinda el demos, ya que su título o su cualidad también es
compartida por las otras partes de la comunidad.
Es en este punto donde Rancière (2007: 20) identifica cuál es la cuenta errónea
fundamental. La libertad del demos no es ninguna propiedad determinable, sino que es una
pura facticidad. Por eso es que la democracia adquiere tono de escándalo para los teóricos
griegos: cualquier artesano o tendero se cuenta en esa parte de la ciudad que se denomina
pueblo y pueden participar en los asuntos comunes como tales. Fueron las reformas de
Solón las que impidieron que los ricos (oligoi) redujeran a la esclavitud a sus deudores, con
lo cual esa imposibilidad devino en una apariencia de libertad que sería vista como la
propiedad del pueblo (Rancière, 2007: 20-21).
130 Si bien se puede interpretar acá una cierta tendencia a proponer un origen o comienzo de la política, en esta investigación se partirá del supuesto de que éste es sólo un ejemplo histórico que utiliza Rancière como una forma de demostrar su propuesta de que en la política siempre habrá una distorsión que no se puede contener o formalizar. Asimismo, para el autor esta distorsión fundamental evidenciada en los trabajos de los antiguos griegos se sigue reproduciendo a lo largo de la historia, bajo diferentes formas que responden al carácter contingente del orden social. 131 Tal como se planteó anteriormente, el recelo que Aristóteles tenía hacia la democracia tenía que ver con esa distribución de los títulos y de las notas en los diferentes ciudadanos.
166
Es esta idea de libertad, como propiedad vacía, la que le pone límite a los cálculos
de la igualdad mercantil132. La libertad impidió que la ley de la igualdad “aritmética”
rigiera sin trabas, ya que ahora el demos no tenía que pagar sus deudas con su propia
persona. La riqueza ya no estaba asociada directamente con la dominación (Rancière,
2007: 21). Asimismo, estas reformas de Solón introdujeron otro cambio, la dominación
natural de los nobles que estaba fundada sobre la base de su linaje y apellido, se transforma
a ser una dominación producto de su propiedad. En otras palabras, al acceder el demos a la
discusión sobre la cosa pública puso en cuestión esa exclusividad, que hasta ese momento
estaba reservada sólo a los nobles. Ahora el pueblo podía discutir abiertamente con el
noble, sin importar su linaje o su apellido.
Ahora bien, el problema no acaba ahí. La cuenta errónea no aparece sólo porque la
libertad como lo “propio” del demos no se puede ser determinada por ninguna propiedad
positiva, sino que ni siquiera le es propia al demos en absoluto (Rancière, 2007: 21-22)133.
El pueblo es igualmente libre como las otras partes de la comunidad, los aristócratas y los
oligarcas. El pueblo se atribuye como parte “propia” la igualdad que pertenece a todos los
ciudadanos. Mientras que por otro lado, esas otras partes (los aristócratas y los oligarcas)
identifican a esa propiedad impropia (la libertad), con el principio de toda la comunidad, e
identifican al pueblo – que en un primer momento designa a toda esa masa sin ninguna otra
propiedad o virtud – con el nombre mismo de la comunidad (Rancière, 2007: 22). Es decir,
la libertad no pertenece propiamente al demos como tal, y el demos como tal no son sólo
los que no poseen ninguna propiedad o virtud. Es acá donde se observa la cuenta doble.
Existen dos pueblos que tienen como propiedad la libertad: por un lado está la primera
cuenta, la del pueblo, los que no tienen virtud o propiedad, la masa ignorante y despojada
(demos); y por otro lado está la segunda cuenta, la del pueblo que agrupa a toda la
comunidad, incluyendo a los aristócratas y a los oligarcas:
132 “…libertó al pueblo para el presente y para el futuro, al prohibir los préstamos con la fianza de la propia persona, y promulgó leyes e hizo una cancelación de las deudas, tanto privadas como públicas…” (La Constitución de los Atenienses, 6, 1) 133 “The demos is not the real totality or ideal totalisation of a human collectivity. Neither is it the masses as opposed to the elite. The demos is, instead, an abstract separation of a population from itself. It is a supplementary part over and above the sum of a population’s parts.” (Rancière, 2004: 6). “El demos no es la totalidad real o la totalidad ideal de una colectividad humana. Tampoco son las masas opuestas a la élite. El demos es, en realidad, una separación abstracta de la población de sí misma. Es una parte suplementaria encima de la suma de las partes de la población”. (Traducción libre).
167
“Pues que la libertad – que es simplemente la cualidad de quienes no tienen
ninguna otra: ni mérito, ni riqueza – se cuenta al mismo tiempo como la
virtud común. Permite al demos – es decir, al agrupamiento fáctico de los
hombres sin cualidades, de esos hombres que, nos dice Aristóteles, "no
tenían parte en nada" – identificarse por homonimia con el todo de la
comunidad. Tal es la distorsión fundamental, el nudo original del blaberon
y del adikon cuya “manifestación” va a cortar toda deducción de lo útil en
lo justo: el pueblo se apropia la cualidad común como cualidad propia. Lo
que aporta a la comunidad es verdaderamente el litigio. Esto es preciso
entenderlo en un doble sentido: el título que aporta es una propiedad
litigiosa ya que estrictamente no le pertenece.” (Rancière, 2007: 22).
Por lo tanto, la masa de los seres humanos sin propiedades, aquellos que pertenecen
al demos, se identifican con la comunidad en nombre del daño (tort) que no dejan de
hacerle aquellos cuya cualidad (nobleza) o cuya propiedad (riqueza) los aparta y los
empuja a la inexistencia de quienes no tienen “parte en nada” (Rancière, 2007: 22). Se
convierten de esta manera en la parte de los “sin parte”, de esa nada que se identifica con el
todo (el pueblo identificado con el nombre de la comunidad).
Esa imposibilidad de diferenciar cualitativamente la libertad, entre algo que sólo
pertenece al pueblo pero que también pertenece a la comunidad completa; esa confusión
que se origina cuando lo que se le otorga al pueblo es lo mismo que las otras partes poseen,
tiene por consecuencia que el demos sea lo múltiple idéntico al todo, lo múltiple como uno,
la parte como todo (Rancière, 2007: 24). El demos no tiene parte, porque su parte en
realidad es de toda la comunidad: “Pero todas estas manifestaciones de desigualdad del
pueblo consigo mismo no son más que las monedas sueltas de una cuenta errónea
fundamental: esa imposible igualdad de lo múltiple y el todo que produce la apropiación de
la libertad como propia del pueblo. Esta imposible igualdad arruina en cadena toda la
deducción de las partes y los títulos que constituyen la ciudad.” (Rancière, 2007: 24). Por
lo tanto, Rancière (2007: 23) encuentra que la comunidad política está dividida por un
litigio fundamental, por un litigio que se refiere a la cuenta de las partes.
Esta confusión entre dos nociones de pueblo, una restrictiva al demos y a lo que
representa, y otra que utiliza el nombre de pueblo para referirse a toda la comunidad, es
168
explicada por Rancière (2007: 11) a partir del planteamiento de que la política tiene por
racionalidad propia la racionalidad del desacuerdo. A pesar de que existe la igualdad
parlante entre los seres humanos, igualdad que permite la “comunicación”, ésta no
garantiza que haya un entendimiento ni que produzca una comunidad igualitaria (Rancière,
2004: 5). Por tanto entiende al desacuerdo (mésentente) como un tipo determinado de
situación de habla en la cual uno de los interlocutores entiende y a la vez no entiende lo
que dice el otro. Por lo tanto, el desacuerdo no es simplemente que un interlocutor diga
blanco y el otro diga negro, sino que ambos al decir blanco tienen una definición diferente
de blancura. Sin embargo, esto no quiere decir que sea por desconocimiento, no es el
efecto de una simple ignorancia o de una ilusión constitutiva ni tampoco es efecto de un
malentendido (Rancière, 2007: 8). El desacuerdo se produce en los casos donde la
discusión sobre lo que se quiere hablar constituye la racionalidad misma de la situación de
habla. En estos casos, los interlocutores entienden y no entienden lo mismo con las mismas
palabras: “Hay toda una clase de motivos para que un X entienda y a la vez no entienda a
un Y: porque al mismo tiempo que entiende claramente lo que le dice el otro, no ve al
objeto del que el otro le habla; o aun, porque entiende y debe entender, ve y quiere hacer
ver otro objeto bajo la misma palabra, otra razón en el mismo argumento.” (Rancière,
2007: 9)134.
Esta racionalidad del desacuerdo tendrá como efecto una forma de plantear el orden
social que consiste en una repartición de lo sensible, que dicta quiénes pueden ser vistos y
escuchados, quiénes son ruido y quiénes son invisibles. En el ejemplo que brinda Rancière,
la política se manifiesta cuando el orden “natural” de la dominación, ese que dictaba que
los aristócratas y los oligarcas podían esclavizar a aquellas personas que no pagaran sus
deudas, se vio interrumpido por las Reformas de Solón. En sus palabras: “La política existe
cuando el orden natural de la dominación es interrumpido por la institución de una parte de
los que no tienen parte.” (Rancière, 2007: 25).
Para este autor, la política es la actividad que tiene por principio la igualdad, y el
principio de la igualdad se altera en la distribución de las partes de la comunidad: “¿de qué
134 El supuesto lingüístico que sustenta esta teoría se encuentra en los trabajos de Saussure, el cual estipuló que no existe una asociación intrínseca y única entre un significante y su significado. Por lo tanto, la forma en cómo se entienden las palabras dependerá de cada interlocutor. El lazo que une el significante al significado es arbitrario, con lo cual, el signo lingüístico es arbitrario (Saussure, 1945: 93)
169
cosas hay y no hay igualdad entre cuáles y cuáles? ¿Qué cosas son esas “qué”, quiénes son
esas “cuáles”? ¿Cómo es que la igualdad consiste en igualdad y desigualdad?” (Rancière,
2007: 7-8). Esta repartición de lo sensible proviene de esa capacidad mencionada
anteriormente, ese logos que diferencia al ser humano de la voz animal que sólo denota o
indica. Porque es ese logos el que ordena y da derecho a ordenar, el que define donde hay
igualdad, entre qué o cuáles cosas. De esta manera se instauran formas de dominación que
reparten los lugares o posiciones que asumen cada parte de la comunidad. Sin embargo, ese
logos primordial está consumido por una contradicción básica. Para generar orden en la
sociedad tienen que existir los que mandan y los que obedecen, tiene que existir un
principio de arkhé135. Sin embargo, obedecer una orden presupone que es preciso ser igual
a quien manda, y esa igualdad es la que carcome todo orden natural (Rancière, 2007: 31).
En otras palabras, la política aparece entonces cuando hay una ruptura en ese orden,
cuando se rompe la dominación. Las maquinarias que se crean para sostener la dominación
son interrumpidas por el efecto de un supuesto que es ajeno, que es la igualdad de
cualquiera con cualquiera. Esta pretensión lo que certifica es la eficacia paradójica de la
pura contingencia de todo orden (Rancière, 2007: 32).
Por lo tanto, el concepto de política de Rancière (2007: 41) refiere al conflicto que
se da acerca de la existencia de un escenario común, la existencia y la calidad de quiénes
están presentes en él. El escenario existe para el uso de un interlocutor que no lo percibe,
no lo ve, y tampoco tiene motivos para verlo dado que aquél no existe. Las partes no
preexisten al conflicto, la política se genera justo en el instante en que esa percepción
cambia y aquellos que no tienen derecho a ser contados como seres parlantes se hacen
contar entre éstos, evidenciando la distorsión y por ende instituyendo una comunidad: “La
política no puede definirse por ningún sujeto que le pre – existiría. Es en la forma de su
relación que debe buscarse la “diferencia” política que permite pensar su sujeto.”
(Rancière, 2006b: 60-61). Esto es lo que Rancière busca evidenciar con su ejemplo de las
reformas de Solón, con ese movimiento que hizo que la distribución de los lugares dentro
de la cuenta se modificara, con el cual el demos adquirió visibilidad, se hizo contar. La
135 “En materia del arkhé, como en cualquier otra, la lógica normal quiere que haya una disposición particular a actuar que se ejerce sobre una disposición específica a padecer. La lógica del arkhé supone así una superioridad determinada que se ejerce sobre una inferioridad determinada. Para que haya un sujeto de la política, y por tanto política, es preciso que exista ruptura de esta lógica.” (Rancière, 2006: 63).
170
política atestigua el choque entre dos mundos alojados en uno solo: el mundo que perciben
los que si pertenecen a la cuenta (los aristócratas y los oligarcas); y el mundo de los que no
pertenecen a la cuenta pero que quieren darse a contar (demos): “[…] el mundo en que son
y aquel en que no son, el mundo donde hay algo “entre” ellos y quienes no los conocen
como seres parlantes y contabilizables y el mundo donde no hay nada.” (Rancière, 2007:
42).
La política emerge como disrupción frente a la lógica que cuenta las partes de las
partes, que distribuye a los seres humanos en el espacio de su visibilidad o su invisibilidad,
que pone en concordancia los modos del ser, del hacer y los modos de decir que son
propios a cada uno. La política suspende esa armonía por el simple hecho de actualizar la
contingencia de la igualdad, que no es ni aritmética ni geométrica, es la igualdad dada por
ser simplemente seres parlantes (Rancière, 2007: 42-43).
Ahora bien, si la interrupción de los mecanismos de dominación se denomina
política, Rancière (2007: 43) denominará a la lógica que organiza y distribuye a las partes
como policía, aclarando que no es la policía en el sentido común del término, sino que
según la definición que presenta Foucault en el texto “Omnes et singulatim: 'vers une
critique de la raison politique": la policía se definía por los autores de los siglos XVII y
XVIII como técnica de gobierno que se extendía a todo lo que concierne al “hombre” y su
“felicidad”. La policía toma el lugar de lo que normalmente se llama política, es decir, al
conjunto de procesos a través de los cuales se efectúan la agregación y el consentimiento
de las actividades, la organización de los poderes, la distribución de los lugares y
funciones, así como los sistemas que legitiman esa distribución (Rancière, 2007: 43).
Por lo tanto, la policía es la ley, generalmente implícita, que define las partes o la
ausencia de parte de las partes: “De este modo, la policía es primeramente un orden de los
cuerpos que define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos
del decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea;
es un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no
lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido.”
(Rancière, 2007: 44-45). La policía es una configuración de las ocupaciones y las
propiedades de los espacios donde esas ocupaciones se distribuyen, por lo tanto no es un
“disciplinamiento” como tal (Rancière, 2007: 45). Su objetivo no es la represión (baja
171
policía) ni es una función social, la policía es una constitución simbólica de lo social
(Rancière, 2006b: 70).
Frente a esto, la política es la que rompe la configuración sensible donde se definen
las partes y sus partes o su ausencia, a través de un supuesto que dentro de la policía no
tiene lugar: la de una parte de los que no tienen parte. La policía es un reparto de lo
sensible que está caracterizado por la ausencia de vacío y de suplemento: reparte a la
sociedad en grupos dedicados a modos de hacer específicos, en lugares donde se ejercen
estas ocupaciones, en modos de ser correspondientes a estas ocupaciones y lugares. En esta
distribución de las funciones, no existe lugar para el vacío (Rancière, 2006b: 70-71; 2007:
71). En su cuenta, todos los sujetos de la comunidad estarían incluidos. Por lo tanto, la
política al romper la configuración sensible pone en cuestión esta repartición o distribución
de las partes, sus partes y ausencias de partes. La política procura desplazar esas posiciones
asignadas y cambiarlas de lugar, hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace
escuchar un discurso donde antes sólo había ruido (Rancière, 2007: 45).
Un episodio histórico que el autor utiliza para ejemplificar este proceso es el juicio
a Auguste Blanqui en 1832 (Rancière, 2007: 54-55; Rancière, 2000: 148-149). Cuando el
presidente del tribunal le pregunta cuál es su profesión, Blanqui responde que “proletario”.
El juez replica diciendo que “esa no es una profesión”. No obstante, la respuesta de
Blanqui logra evidenciar y cuestionar la distribución de la cuenta: “Es la profesión de
treinta millones franceses que viven de su trabajo y están privados de derechos políticos”.
Como consecuencia de lo anterior, el juez ordena al escribano que escriba esta nueva
profesión. Para Rancière, en este ejemplo se evidencia el conflicto de la política y la
policía, a partir de la doble acepción de la palabra profesión. Para el procurador, que
encarna la lógica policial, el significado de profesión es el de oficio: la actividad que pone
un cuerpo en su lugar y su función. Ahora bien, el aporte de Blanqui fue poner en cuestión
la definición de profesión. Era claro que proletario no correspondía a ningún oficio, no era
el nombre de algún grupo social, sino que era el nombre de un paria. En latín, proletarii
significa “gente prolífica”, gente que hace hijos, vive y se reproduce sin un nombre, que no
eran consideradas parte del orden simbólico de la comunidad (Rancière, 2000: 148-149).
Sin embargo, el uso que Blanqui le otorga a la palabra proletario, cambiando la forma de
entender la palabra profesión, permite observarla como una declaración de pertenencia a un
172
colectivo, permite visualizar toda una parte de la población que hasta ese momento no
estaba siendo contemplada:
“Los proletarios no son ni los trabajadores manuales ni las clases laboriosas.
Son la clase de los incontados, que no existe más que en la declaración
misma por la cual se cuentan como quienes no son contados. […]
Corresponde a un proceso de subjetivación que es idéntico al proceso de
exposición de una distorsión. La subjetivación “proletaria” define, como
sobreimpresión en relación con la multitud de los trabajadores, un sujeto de
la distorsión. La subjetividad no es ni el trabajo ni la miseria, sino la mera
cuenta de los incontados, la diferencia entre la distribución desigualitaria de
los cuerpos sociales y la igualdad de los seres parlantes.” (Rancière, 2007:
55).
Ahora bien, el hecho de que entre la política y la policía exista siempre un conflicto,
no quiere decir que éstas sean instancias separadas. Para Rancière (2007: 49) la política
actúa sobre la policía, lo hace con los lugares y las palabras que le son comunes, aún
cuando la primera busque una nueva representación de esos lugares y busque cambiar el
estatuto de las palabras. Sin embargo aunque la política y la policía tengan lógicas de
acción radicalmente heterogéneas no significa que están completamente separadas. La
política está anudada a la policía, porque la política no tiene objetos o cuestiones que le
sean propios136. El único principio (en esto Rancière se diferencia de Schmitt) que tendría
la política es la igualdad, que tampoco le es propio y en sí mismo no tiene nada de político.
Lo único que hace la política es verificar en el marco de un litigio la existencia de la
igualdad entre los seres parlantes (Rancière, 2007: 47). Por consiguiente, la política no es
necesaria, sino que adviene como un accidente siempre provisorio dentro del tiempo de la
dominación, no proviene de las necesidades de los seres humanos en comunidad, sino que
más bien es una excepción a los principios según los cuales se opera dicha reunión. El
orden “normal” dentro de una comunidad política es que exista una jerarquía, que se
136 Tal como se mencionó anteriormente, nuevamente emerge esa condición de lo político (en la terminología de Rancière, la política) como un concepto parasitario, que opera en el espacio de los otros.
173
agrupen entre los que tienen títulos para mandar y aquellos que deben ser mandados137
(Rancière, 2006b: 69).
Esta condición particular de la política tiene por consecuencia que ésta sea un
asunto de sujetos y por ende, de modos de subjetivación (Rancière, 2007: 52). Se introduce
nuevamente el tema de la constitución del lazo social, mismo que para Rancière no tiene
ningún contenido moral o afectivo previo, más allá de la identificación entre diversos
sujetos como miembros de una parte que ha sido dañada en su igualdad. En este sentido,
Rancière se acerca más al pensamiento freudiano y derridiano, que observan en la política
una forma particular de constitución del lazo social. El conflicto político no responde a una
peligrosidad moral inherente al ser humano, sino que responde a las cuentas erróneas
donde una parte queda fuera del espacio público, donde no es vista ni escuchada: “A quien
no queremos conocer como ser político, comenzamos por no verlo como portador de
signos de politicidad, por no comprender lo que dice, por no entender que es un discurso
que sale de su boca.” (Rancière, 2006b: 72).
Por lo tanto, la subjetivación política tiene por resultado la creación de una
multiplicidad que no estaba contada en la constitución policial de la comunidad, y por
ende, es una multiplicidad que se le considera contradictoria (Rancière, 2007: 52). Es la
subjetivación política la que pone en cuestión la relación entre un quién y un cuál, al poner
en cuestión la aparente naturalidad en la distribución de las posiciones (Rancière, 2007: 52-
53). La política inscribe con el nombre particular de una parte excepcional o un todo de la
comunidad (los pobres, el proletariado, el pueblo, las mujeres, entre otros) la distorsión que
separa y a la vez reúne dos lógicas heterogéneas de la comunidad (Rancière, 2007: 56):
“Una subjetivación política vuelve a recortar el campo de la experiencia que daba a cada
uno su identidad con su parte. Deshace y recompone las relaciones entre los modos del
hacer, los modos del ser y los modos del decir que definen la organización sensible de la
comunidad, las relaciones entre los espacios donde se hace tal cosa y aquellos donde se
137 “Los diferentes títulos para gobernar en definitiva se resumen en dos grandes títulos. El primero remite la sociedad al orden de la filiación, humana y divina. Es el poder del nacimiento. El segundo remite la sociedad al principio vital de esas actividades. Es el poder de la riqueza. La evolución “normal” de las sociedades es el pasaje del gobierno del nacimiento al gobierno de la riqueza. La política existe como desviación respecto a esta evolución normal de las cosas. Esta anomalía es la que se expresa en la naturaleza de sujetos políticos que no son grupos sociales sino formas de inscripción de la cuenta de los incontados.” (Rancière, 2006: 69).
174
hace tal otra, las capacidades vinculadas a ese hacer y las que son exigidas por otro.”
(Rancière, 2007: 58).
Un sujeto político, que puede ser un individuo o un grupo, lo que pone en cuestión
es su lugar en la sociedad. Actúa como un operador que une y desune las regiones, las
“identidades” y las funciones, instala escenarios polémicos o paradójicos que hacen visible
la contradicción de dos lógicas, al postular existencias que son a su vez inexistencias o
inexistencias que son a la vez existencias (Rancière, 2007: 59). Al poner en cuestión esta
distribución de las funciones, pone en cuestión la forma policial de simbolizar lo común
(Rancière, 2004: 6). Es en ese momento, donde se confronta la lógica de la policía que
daña la igualdad con la lógica de la política que busca la emancipación, cuando para
Rancière (2000: 146) emerge lo político.
Como se puede observar, la introducción de la propuesta teórica de Rancière
permite solucionar los últimos dos problemas identificados en la teoría schimmitiana, el de
la intensidad como telos y el del formalismo binario. Asimismo, permite introducir la
importancia de analizar la forma en cómo se concibe lo social para comprender lo político.
Recapitulando lo anterior, en primer lugar, se llega a la conclusión de que las
relaciones de antagonismo entre grupos o partes son una forma de constitución del lazo
social, que previamente requiere una diferenciación entre un nosotros y un ellos,
adquiriendo su condición de política (o) a partir del terreno en disputa. En este caso, el otro
puede actuar como un exterior constitutivo del uno y viceversa. Si se le agrega el aporte de
Rancière, se entiende que ese terreno en disputa es la configuración de lo sensible, que
establece quiénes pueden ser vistos y escuchados como interlocutores válidos en un
conflicto político, así como cuáles temas o no son objeto de posibles disputas o se
encuentran “vetados”. En segundo lugar, no se puede extraer o negar la presencia de
afectos positivos o negativos en este tipo de agrupaciones, no existiría una neutralidad
moral o afectiva. Ese planteamiento se sostiene a través de la revisión de la teoría
freudiana, desde la cual se puede concluir que dentro de la confrontación política, no se
puede plantear una primacía de la razón. En tercer lugar, al incluir el conflicto o el disenso
como el motor de lo político se elimina esa visión democrática-liberal en la cual el
conflicto es visto como algo moralmente malo y el consenso como algo moralmente bueno.
Finalmente, al igual que en Derrida, en Rancière también se observa a lo político como un
175
concepto que tiene una doble dimensión, como algo que es particular y contingente pero
que a su vez actúa como fundador o estrato fundamental de la existencia individual y
comunitaria. Es decir, que tiene la capacidad de modificar sustancialmente el orden
contingente de las cosas y generar cierres parciales de sentido que se sostienen hasta que
emerge nuevamente algún choque entre la policía y la política, hasta que emerge
nuevamente lo político. Por lo tanto, no sería posible referirse a lo político como algo que
antecede a lo social, sino que lo político es el momento de institución de lo social. La
aparente diferencia entre los “sistemas” o entre los “registros” aparece como un efecto de
la forma en cómo se configura lo sensible. A su vez, la contingencia de lo social es lo que
permite la emergencia del accidente denominado política, con lo cual la sociedad y las
formas de auto-representarse también son contingentes.
En este sentido, Lefort (1981: 218-219) plantea que el hecho de que algo como la
política haya sido circunscrito dentro de la vida social en un determinado momento tiene
en sí un significado político. Esto impulsa la pregunta acerca de cómo se constituye el
espacio social, la forma de la sociedad. Lo político no se revela en la actividad política,
sino en el doble movimiento por el cual el modo de institución de la sociedad aparece y se
oculta. Aparece cuando se hace visible el proceso por el cual la sociedad se ordena y se
unifica a través de las divisiones; se oculta cuando el locus de lo político se define como
singular al asimilarlo con las formas históricas en que se expresa (por ejemplo, la
competencia partidaria en la democracia liberal-procedimental) (Lefort, 1983: 11). En otras
palabras, lo político desaparece cuando se descuida u olvida su dimensión configurante de
la sociedad, confundiéndolo con un subsistema más de lo social (Marchart, 2009: 123-
124).
La dimensión configurante le otorga una forma a la sociedad (mise en forme),
dentro de la cual se configuran la noción de sentido (mise en sens) que se le otorga a las
relaciones sociales y la forma en cómo se ponen en escena (mise en scéne). En otras
palabras, el advenimiento de una sociedad capaz de organizar relaciones sociales sólo
puede ser posible si instituye las condiciones de su propia inteligibilidad, si puede usar una
multiplicidad de signos para lograr una cuasi-representación de sí misma. En este sentido,
no se puede realizar una distinción entre lo que es social y lo que no es social, ya que esto
es un discurso ficticio en tanto la conceptualización de lo político presupone una
176
discriminación entre varias formas de organizar la experiencia de coexistencia, y esta
experiencia es inseparable de la experiencia del mundo, de lo que se define como visible e
invisible (Lefort, 1981: 218-219): “Estos tres aspectos son inseparables: el modo en que la
sociedad es escenificada por la instancia de poder simultáneamente le da forma (sin el
poder la sociedad sería una masa amorfa, informe) y también le confiere sentido, pues lo
que hace que el espacio social sea inteligible para nosotros son las distinciones básicas
entre lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto, lo legítimo y lo ilegítimo. Es esta
dimensión de “lo político” – en el sentido de los principios instituyentes de un dispositivo
simbólico dado – lo que forma y, a la vez, da sentido a lo social representándolo para sí
mismo.” (Marchart, 2009: 128).
Por lo tanto, el espacio denominado sociedad no puede ser concebido como un
sistema de relaciones, no importa que tan complejo se pueda imaginar a este sistema. Al
contrario, es a partir del modo particular en que se instituyó o configuró la sociedad la que
hace posible conceptualizar (sea en el pasado o en el presente) la articulación entre sus
dimensiones, las relaciones entre los grupos e individuos, prácticas, creencias y
representaciones. Si no se toma en cuenta esta referencia primordial a la institución de la
sociedad como el lugar donde se generan principios que gobierna la configuración espacial
y temporal de la sociedad, se cae en una ficción positivista: se adopta el concepto de una
sociedad pre-social (Lefort, 1981: 217-218).
En consecuencia, no se puede analizar el concepto de democracia sin tener esto en
cuenta. No se puede obviar cómo se construye el lazo social, cuáles son los fundamentos
históricos y sociales que sostienen a nuestra sociedad actual. Es necesario regresar a
discutir acerca de los fundamentos ideológicos que sostienen nuestras sociedades y a sus
respectivos regímenes políticos. La discusión acerca del concepto de lo político supone
analizar como se juega la instauración del lazo social, cómo nos agrupamos como seres
humanos, como se juega la vida y la muerte. Estas discusiones están ausentes en las teorías
de la democracia liberal-procedimental, ya que se asume que lo político se caracteriza por
una racionalidad que supera los contenidos afectivos que devienen de la relación entre las
personas. Solamente a través de una reflexión acerca de la importancia de estos elementos
para comprender la organización de lo político es que se pueden contestar las preguntas
planteadas al inicio de la investigación.
177
SÍNTESIS INTERPRETATIVA
Esta investigación tuvo por objetivo brindar una aproximación del por qué el
modelo de la democracia liberal-procedimental en Occidente se asume como el privilegiado
para organizar lo político. Sin embargo, no bastaba sólo con cuestionar cómo llegó a
instalarse esta forma de democracia como la preponderante en los países de Occidente, sino
qué efectos ha tenido esta forma de organizar lo político dentro de la discusión conceptual
acerca de la democracia.
Tal como se planteó anteriormente, desde el posfundacionalismo se han realizado
críticas hacia esta forma de entender la democracia. Sin embargo, a pesar de que existen
aportes valiosos para la discusión, todavía queda pendiente la pregunta del por qué esta
forma de democracia sigue siendo observada como la más viable (por no decir la única
forma) en que se puede organizar una sociedad moderna. Si bien se puede denunciar, como
lo realiza Rancière (2007) que la democracia liberal-procedimental anula o elimina la
posibilidad del disenso, no basta con señalar cuáles son los mecanismos institucionales que
se han puesto en marcha para contener a lo político, sino que también es necesario
preguntarse por qué, a pesar de que existen múltiples denuncias hacia la ineficacia del
modelo para solucionar problemas sociales y económicos, éste sigue siendo observado por
amplios sectores de población como el único modelo viable para organizar lo político.
Responder a esta pregunta es un ejercicio complejo. No sólo de rigor conceptual,
que ya de antemano es todo un reto; sino que implica asumir el supuesto de que los
conceptos políticos están en constante movimiento y que poseen por sí mismos la
capacidad de vincularse con la práctica política y social cotidiana. Por esta razón, no se
pueden separar las distintas formas en cómo se ha definido la democracia de su contexto de
enunciación histórico-social. Sin embargo, esto no quiere decir que se puedan trazar
fronteras radicales entre las épocas o entre los contenidos de los conceptos. Las distintas
maneras en que se ha conceptualizado a la democracia han generado efectos a largo plazo,
huellas que persisten dentro del contenido del concepto. Otras se han diluido con el cambio
de épocas, quedando como formas ajenas o como puntos de comparación. Por esta razón es
que se realizó una reconstrucción de las principales narrativas que el concepto de
178
democracia ha generado en la historia, con el afán de explorar cuáles son los supuestos que
se esconden detrás del concepto de democracia liberal-procedimental.
Esta presunción se basa en dos supuestos. El primero, postulado por Schmitt
(1991a: 60), indica que todos los conceptos, ideas, y palabras poseen un sentido polémico,
que son formulados con miras a un antagonismo, que están vinculados a una situación cuya
consecuencia última es una agrupación de amigos y enemigos. Es decir, que el concepto de
democracia no está exento de generar antagonismos y disputas, porque como parte de sus
contenidos, no solamente está la definición conceptual, sino que en sí mismo posee la
posibilidad de generar aperturas o limitaciones para el ejercicio de lo político.
El segundo supuesto proviene de lo que Foucault (1992: 17-21) denominó la
voluntad de saber. Como se desarrolló ampliamente en el primer capítulo, esta voluntad de
saber aparece en los siglos XVI y XVII, instalando una cierta forma de mirar, una cierta
posición y una cierta función; una forma de observar, de medir y de clasificar, que tuvo por
efecto que se prescribió el nivel técnico que los conocimientos deberían poseer para ser
verificables y útiles. Esta voluntad de saber está intrínsecamente relacionada con el
concepto de voluntad de poder de Nietzsche (1885-1889/2006: 180), que establece que la
voluntad es la que impulsa a los seres humanos a pensar en una teleología, a creer en la
existencia de una meta y un fin inmanentes. Para este autor, el conocimiento no está fuera
de la esfera pública, y por ende, está sometido a los juegos de poder (Nietzsche, 1885-
1889/2006: 103).
Por lo tanto, si sumamos los dos supuestos, se encuentra que el concepto de
democracia no sólo está en disputa, sino que sus contenidos responden a una voluntad de
poder y a una voluntad de saber. La voluntad de poder interpreta, delimita, determina
grados y diferencias de poder (Nietzsche, 1885-1889/2006: 122), ya que afirmar cuál
definición de la democracia es la “correcta” es una forma de imponer una visión de mundo,
una determinada repartición de lo sensible. Este concepto, acuñado por Rancière (2007: 25,
31), plantea que la forma en cómo se establece el orden social es una repartición de lo
sensible, que dicta quiénes pueden ser vistos y escuchados, quiénes son invisibles y quiénes
son ruido. En el caso que ocupa a esta investigación, se puede observar cómo la democracia
liberal-procedimental establece desde su propio marco legal qué luchas o qué
manifestaciones pueden ser contempladas como interlocutores válidos, y cuáles son
179
rechazadas ad portas, sobre la base de un argumento jurídico que indica qué requisitos se
deben de cumplir para ser un movimiento social o político válido. Dentro de los marcos
institucionales de la democracia liberal-procedimental, un interlocutor válido será aquel que
siga las reglas o procedimientos establecidos para ser visibilizado, de otra manera será
etiquetado como un movimiento subversivo que pone en riesgo al propio Estado
democrático. Por esta razón es un concepto que genera antagonismos, ya que dotar de
contenido a la democracia implica asumir una posición con respecto a qué se entiende por
sujeto, por lo social y por lo político.
Sin embargo, tal como se planteó anteriormente, para que la voluntad de saber tenga
éxito, es necesario que pase desapercibida. Esta condición es la que genera que actualmente
no haya una discusión acerca de los presupuestos que subyacen a las teorías de la
democracia liberal-procedimental, que se satisfacen con generar un conocimiento técnico a
partir de una noción de democracia mínima que no discute a lo interno cuáles son sus
supuestos. Esta ausencia, lejos de parecer azarosa, es sintomática, expresa un control
interno que circunscribe la discusión acerca de la democracia a los procedimientos técnicos
que permiten el ordenamiento de la sociedad, intentando de esta forma controlar aquello
que se escapa de lo social, aquel exceso que no puede ser controlado, previsto o tramitado
por un marco de procedimiento jurídico.
Por esta razón, es que la búsqueda por los fundamentos que sostienen el discurso de
la democracia liberal-procedimental fue una búsqueda de contenidos implícitos, una
búsqueda de las huellas de otros momentos históricos, de otras formas de pensar lo político,
que se replican a lo interno del concepto. Estas huellas actúan como fundamentos que
sostienen la elaboración conceptual y a la vez obstaculizan otras formas de pensar a la
democracia. Establecen un marco que instala qué puede ser válido o legítimo dentro de la
discusión del concepto, marcando de antemano qué puntos pueden ser objeto de debate y
cuáles no. Entre éstos, tenemos los conceptos de la razón y de la ley como aquellos sobre
los que se sostiene el edificio argumentativo de la democracia liberal-procedimental; los
cuales, sumados a un recelo hacia lo popular, terminan configurando un modelo de
democracia donde la manifestación social o popular se mira con desconfianza, hasta llegar
a ser rechazada en ocasiones bajo el argumento de que atenta contra los principios de un
Estado de derecho. Sin embargo, antes de ampliar esta crítica y desplegar posibles
180
interpretaciones al respecto, se hace necesario recapitular el recorrido histórico-conceptual,
para luego responder a las preguntas claves de esta investigación: ¿cuáles son los
fundamentos teórico – conceptuales de la democracia liberal-procedimental?, ¿cuál es su
definición de sujeto?, ¿cómo entiende la política?, ¿cómo entiende lo social?, ¿contra
quiénes están debatiendo?; y finalmente, ¿qué es lo que sostiene actualmente a la
democracia liberal – procedimental como el modelo privilegiado para la organización de lo
político?
LOS FUNDAMENTOS DE LA DEMOCRACIA LIBERAL-PROCEDIMENTAL
Si se toman definiciones contemporáneas acerca de la democracia liberal-
procedimental, lo que salta a la vista es un intento por ubicar como fundamento del modelo
un tipo específico de racionalidad política, que está estrechamente vinculado con los
conceptos de orden, ley, razón y libertad. Como se desarrolló en el primer capítulo,
actualmente la democracia se define principalmente en términos del juego de
procedimientos y reglas que garantizan la libertad de los individuos. O’Donnell (2004: 39)
la sintetiza a partir de cuatro características: elecciones limpias e institucionalizadas, una
apuesta inclusiva y limitadamente universalista, un sistema legal que sanciona y respalda
los derechos y las libertades incluidas en la definición del régimen democrático, y
finalmente, un sistema legal que previene a cualquiera de ser de legibus solutus, es decir,
que no puede existir nadie por encima de la ley.
Si se analiza esta definición, se puede observar cómo se construye alrededor de dos
conceptos clave: la libertad y la ley. Sin embargo, la referencia a la ley está relacionada
intrínsecamente con la posibilidad de generar un orden jurídico que a su vez sustente un
orden social, que no sólo garantice derechos y libertades básicas, sino que a su vez regule y
contenga el conflicto político. Además, en esta definición mínima de democracia se
establece cuál es el mecanismo institucional por excelencia donde se dirime el conflicto
político: el sistema electoral. Si bien, el modelo de democracia liberal-procedimental no
censura a priori en su aparato legal la manifestación popular, en el ejercicio práctico del
conflicto político, aquellos movimientos que operan fuera de la esfera electoral se enfrentan
a una encrucijada: o mutar e ingresar en el juego de las preferencias electorales,
181
constituyéndose como partido político o aliándose a uno; u operar en la periferia y
arriesgarse a ser invisibilizados o perseguidos por las fuerzas del Estado, en tanto se ubican
como enemigos a esta definición de democracia. Todo lo anterior supone que el ser humano
antepone el uso de la razón para decidir su curso de acción frente a otros motivos o
intereses. Estos puntos serán profundizados más adelante.
Otro rasgo sobresaliente de este tipo de definiciones de democracia es que no se
discute qué entienden por ser humano, por lo social y por lo político. Tomemos nuevamente
la definición de democracia mínima de Robert Dahl (1999: 72): “[…] La democracia
asegura a sus ciudadanos un ámbito de libertad personal mayor que cualquier alternativa
factible a la misma; […] la democracia ayuda a las personas a proteger sus propios
intereses fundamentales; […] sólo un gobierno democrático puede proporcionar una
oportunidad máxima para que las personas ejerciten la libertad de autodeterminarse, es
decir, que vivan bajo las leyes de su propia elección; […] sólo un gobierno democrático
puede fomentar un grado relativamente alto de igualdad política.”. Esta definición supone
que el ser humano es libre, utilitario, autónomo y que tiene por objetivo la igualdad política,
es decir, el respeto a las mismas libertades y derechos civiles y políticos mínimos.
Sin embargo, tal como se planteó anteriormente, lo que resulta relevante es la
ausencia de discusión de estos conceptos, lo que supone que están dados por supuestos y
que provienen de debates teóricos previos. En este punto hay que recordar que el
planteamiento de Butler (1992: 7), donde postula que la teoría está incesantemente
postulando fundamentos y estableciendo compromisos metafísicos implícitos sin
reflexionar acerca de estos, incluso cuando trate de protegerse frente a ellos. Esto es porque
los fundamentos funcionan como lo incuestionable o lo indiscutible en cada teoría. Por lo
tanto, el énfasis que se le otorga al orden, a la ley y a la libertad como fundamentos debe
ser rastreado a través de una ruta crítica de los conceptos, para así interpretar qué
contenidos subyacentes se encuentran detrás del modelo de la democracia liberal-
procedimental.
Como se planteó en el primer capítulo, el desprecio hacia la democracia como
forma de gobierno había sido la norma dentro de la reflexión teórico-conceptual hasta
finales del siglo XIX y principios del XX, por lo que cabe preguntarse qué era lo
amenazante de la democracia dentro de un orden social.
182
En este sentido, Platón denunciaba a la democracia como una forma de gobierno
que amenazaba la armonía o el orden social porque introducía elementos “anárquicos”. Esa
anarquía era introducida por lo que Platón denunciaba como un exceso de libertad, exceso
que otorgaba igualdad a las cosas iguales y a las desiguales (La República, 558c). Esta
crítica se desprende de su concepción de orden social y su concepto de justicia, asociado
con una especialización o división del trabajo en la cual, cada quien debía realizar lo que se
le había asignado: “[…] la justicia ha de consistir en hacer lo que corresponde a cada uno,
del modo adecuado.” (La República, 433b). Esto tiene por objetivo asegurar el orden, y por
ende, evitar el disenso. Una sociedad ordenada, al estilo platónico, es una sociedad en la
cual cada quién hace o cumple su función en un sentido orgánico, ya que los seres humanos
son parte del todo social antes que individuos. Esta concepción de la polis incide a su vez
en el concepto de libertad.
Volvamos a Foucault. Como se planteó en el primer capítulo, desde Foucault (2007:
83) se retoma que el concepto de libertad no puede ser pensado como un universal, sino que
es un concepto relacional que depende de la relación actual entre gobernantes y
gobernados. Por consiguiente, el concepto de libertad en Platón difiere profundamente de
cómo lo comprendemos actualmente, ya que a pesar de que la libertad era definida por
Platón como la libertad de palabra y la libertad de hacer lo que a cada uno le da la gana,
ésta estaba constreñida por esa primacía de la polis sobre el ser humano. Sin embargo, justo
en este punto se encuentra el carácter amenazador de la democracia, ya que al insertar a la
libertad como su valor central, se corre el riesgo de que se demande una reconfiguración de
la relación entre gobernantes y gobernados con el objetivo de expandir la libertad y por
ende romper esa estructura armónica del Estado platónico. En otras palabras, la democracia
era defectuosa en tanto conduce al desorden y a la injusticia por el exceso de libertad. La
democracia permite el cuestionamiento hacia las funciones y lugares asignados, por eso
frente a una noción de orden social donde se privilegia que cada quien cumpla con lo
asignado sin cuestionarlo, esta forma de gobierno resulta amenazadora.
Por lo tanto, la libertad se convierte para Platón en la condición de posibilidad de la
democracia, pero a su vez en su condición de caída, producto de la tensión permanente
entre el concepto de orden y la libertad, la democracia para este autor se encuentra
constantemente amenazada por el disenso o conflicto.
183
Por su parte, Aristóteles también encontraba en la democracia una forma de
gobierno defectuosa (La Política, 1279b, 5). Si bien su condena no fue tan radical como la
de su maestro, también encontraba difícil poder conjugar en un régimen democrático una
noción de orden con la libertad, ya que el concepto de orden en Aristóteles se basaba en una
extrapolación del concepto de igualdad geométrica a lo social, con el objetivo de alcanzar
un equilibrio a través de que cada quien reciba de acuerdo a lo que aporte a la comunidad y
así evitar el conflicto político. Con esta pretensión, Aristóteles compone su polis alrededor
de tres clases, cada una con un título para gobernar, la virtud para los aristoï, la riqueza
para los oligoï y la libertad para el demos. Sin embargo, tal como fue señalado por Rancière
(2007: 19-21) la libertad genera una distorsión, ya que produce una cuenta doble: todos los
ciudadanos, sean aristócratas, oligarcas o demos, poseen libertad. Por lo tanto, eso que
Aristóteles señala como lo que aporta el demos es una condición que cualquier ciudadano
alcanza, con lo que introduce una distorsión en su igualdad geométrica y no se alcanza el
equilibrio. Además, si el concepto de libertad en Aristóteles se define por la oportunidad de
vivir como se quiere (La Política, 1317b), en una democracia esta condición la pone en
constante riesgo de caer en el desorden, ya que el demos no posee otra virtud que la
libertad, con lo cual no posee conocimiento ni riqueza ni nada que acompañe a la libertad.
Sin embargo, conviene detenerse en los criterios normativos que Aristóteles utiliza
para definir a la democracia. En un primer momento, Aristóteles la define como el gobierno
de los pobres (La Política, 1279b, 6), y luego como el gobierno de los libres (La Política,
1290b, 4). Si nos quedamos con el primer criterio normativo, se puede establecer una clara
diferencia entre quienes poseen el poder político debido a su grado de riqueza, pero si
tomamos el segundo criterio normativo, esa diferencia clara no puede ser establecida, por
las razones expuestas previamente. Por lo tanto, la intersección de los dos criterios
normativos da una fórmula que muestra cuál era la visión de Aristóteles de la democracia:
un gobierno de pobres que tienen la libertad de vivir como se quiere y que gobiernan para
su propio beneficio en lugar de por el bien común. Es una multitud que pone en riesgo al
Estado en tanto rompe la igualdad geométrica al exigir más de lo que tienen por virtud, con
lo que las otras dos clases se ven afectadas o dañadas, generando posibles conflictos
políticos. Sumado a lo anterior, de acuerdo a Aristóteles, la libertad era condición de virtud
si ésta venía acompañada de otras virtudes que evitaran su uso excesivo, condición que los
184
pobres sin educación y sin virtudes de otro tipo más que su condición de libres no tenían
(La Política, 1317b). Por esta razón, a partir de su análisis de cuatro formas diferentes de
democracia, encontraba en la última la peor de todas, ya que en ésta es el pueblo quién
toma las decisiones y actúa como soberano a partir de decretos fuera de la ley, con lo cual
la multitud adquiere carácter de tirano. Por consiguiente, la dificultad central que
Aristóteles observaba en la democracia era la imposibilidad de conciliar la idea de poder
popular con la idea de un gobierno inteligente.
Ahora bien, si retomamos el análisis de estas teorías desde el pensamiento
posfundacional, se observa como el exceso de lo social hace que las propuestas de solución
al conflicto social fracasen. En el caso de Platón y Aristóteles, ellos instalan como
fundamentos fuera de la estructura elementos que no son cuestionados, sea el concepto de
armonía proveniente de la teoría platónica de las Ideas, o sea el concepto de igualdad
geométrica. En Platón, la armonía estaría garantizada por el correcto funcionamiento de la
polis a través de su concepto de justicia, y por eso la importancia de los gobernantes-
filósofos como aquellos que al tener acceso a la Idea del Bien pueden llevar a la polis a la
virtud. En Aristóteles, la correcta distribución de las partes garantizaría el equilibrio y la
supresión del conflicto político. Sin embargo, la democracia como forma de gobierno atenta
contra el orden, ya que introduce una mayor complejidad en la comunidad y permite el
establecimiento de demandas hacia una mayor libertad o hacia una mayor igualdad.
Esto tiene importancia para la democracia liberal-procedimental en tanto sigue
siendo un reto coordinar la libertad con límites mínimos que controlen este exceso social
que se produce dentro de un Estado. El reto de generar orden persiste, y este carácter
disruptivo o subversivo propio de la democracia y no de otras formas de gobierno, tiene por
efecto que la relación entre el orden y la libertad esté en constante tensión. Parafraseando a
Foucault (2007: 1978/1979: 84), la democracia liberal-procedimental tiene que producir y
regular la libertad.
Si bien los planteamientos provenientes de la Antigua Grecia tienen por contexto de
enunciación una forma particular de conceptualizar lo político y al ser humano que ya no
corresponde a nuestro contexto contemporáneo, se puede observar como existen retos
todavía comunes cuando se plantea una discusión acerca del concepto de democracia, en
particular la asociación entre la democracia como una forma de organización de lo político
185
que impulsa hacia la entropía o el desorden, debido a las potencialidades que el propio
concepto posee en sí mismo para incitar a lo político.
Esta potencialidad en el concepto de democracia es lo que lleva a Rancière a
plantear a la democracia como la “[…] institución misma de la política, la institución de su
sujeto y de su forma de relación.” (Rancière, 2006b: 65), ya que solamente bajo una
configuración democrática se puede poner en cuestión en todo momento y lugar el orden
previo. Sin embargo, cuestionar el orden puede ser interpretado por algunos autores, entre
éstos a Platón y Aristóteles, como una empresa riesgosa, porque introducir el disenso es
introducir complejidad y por ende, arriesgarse a la generación de cambios.
Esta centralidad otorgada al orden y la estabilidad de la polis seguirá siendo un
punto central dentro de la filosofía política. Los teóricos del contrato, en particular Hobbes
y Locke, enfrentados a un periodo histórico con múltiples cambios, no sólo en las
estructuras político-económicas, sino en la forma en cómo se percibía al ser humano; si
bien no eran particularmente pensadores acerca de la democracia, también se preguntaron
por el orden, pero ya no desde la polis como eje central, sino desde el ser humano como
individuo que establece lazo social y que genera relaciones de comunidad.
Foucault (1978: 188) interpreta esta coyuntura como aquella que provoca la
emergencia de preguntas acerca de cómo gobernarse, cómo ser gobernado, cómo gobernar
a los demás, por quién se debe aceptar ser gobernado y qué hacer para ser el mejor
gobernante posible. Ante todo, emerge el problema de las artes de gobernar, mismo que
será solucionado apelando al fundamento de la razón a través de la Razón de Estado. En
este periodo es cuando se comenzará a reflexionar de una forma más sistemática acerca del
concepto de razón, pero no sólo como una razón moral, sino la razón en tanto vía para
acceder al conocimiento a través de una serie de procesos o requisitos que se tendrían que
cumplir para que éste sea válido. Esta reflexión acerca del concepto de razón tampoco
estará exenta de la influencia de acontecimientos posteriores tales como la emergencia del
utilitarismo, de la economía política y del ser humano como objeto de estudio, los cuales
tendrán impacto en la forma en cómo se concibe la razón y su relación con lo político.
Procedamos primero a analizar el concepto de razón moral. Cuando Hobbes
(1651/2011: 79) describe el estado de naturaleza, nos brinda una imagen de un mundo
caótico en el cual cada ser humano vela por su propio interés y no tiene control sobre sus
186
pasiones, donde es completamente libre ya que no existe ningún obstáculo para ejercer su
poder sobre los demás. Por consiguiente, para Hobbes será necesario pensar en un recurso
que permita la instalación de mecanismos externos que inhiban el uso del poder y de la
libertad.
Para Hobbes, será la razón la que establezca las condiciones para generar estos
mecanismos. Una razón como cómputo, que permite prever las consecuencias de nuestras
acciones y que por ende, permitiría encauzar las pasiones (Hobbes, 1651/2011: 105). De
esta manera, se podría anticipar el daño que ocasiona vivir en sociedad, ya que, al igual que
los griegos antiguos, Hobbes comprendía que el establecimiento del lazo social entre los
individuos es problemático.
La razón en Hobbes permite entonces que los seres humanos reconozcan que es más
provechoso unirse en comunidad a través de una cesión de derechos que seguir conviviendo
en ese estado de naturaleza donde la vida está en constante riesgo. En este punto, es donde
se comienza a observar la asociación entre la razón y la generación de un orden político. Al
contrario de los griegos antiguos, que ya daban por sentado la pertenencia a la polis y la
obligatoriedad de la obediencia; en Hobbes y posteriormente en Locke se observa cómo se
tiene que justificar de forma legítima y válida el por qué se hace necesario el
establecimiento de límites a la convivencia humana, con el objetivo último de preservar la
vida y generar estabilidad dentro del Estado.
El argumento de Hobbes es que solamente a través de la razón se puede controlar la
pasión, y por lo tanto, sólo a través de ésta se pueden establecer normas adecuadas para la
paz, a las cuales se puede acceder por mutuo consenso (Hobbes, 1651/2011: 137). En
Hobbes, se desplaza la noción de obediencia por obligación a la ley que existía en la
filosofía política griega, a plantear la obediencia como intercambio por seguridad y
estabilidad, consenso a cambio de orden. Esto introduce, no solamente el concepto de razón
como aquel que guía o encauza el establecimiento del lazo social, sino que se establece que
el consenso o consentimiento es producto de la razón, por lo tanto, a contrario sensu se
comienza a asociar el disenso como algo irracional, que atenta contra la conservación del sí
mismo y de la comunidad. Sólo puede existir un orden estatal si la pluralidad de partes se
reconoce/identifica con una moralidad que acepta la necesidad moral de un gobernante y de
un orden político (Koselleck, 1988: 31).
187
Esta asociación es de especial importancia para comprender a la democracia liberal-
procedimental. Rancière (2007: 129) introduce el concepto de posdemocracia para
denominar esta variante de la democracia que encuentra en el consenso un sustrato moral,
en la cual se prefiere la discusión entre interlocutores frente al conflicto. Sin embargo, tal
como se planteará posteriormente, este excesivo énfasis en el consenso elimina las
posibilidades del disenso y clausura la posibilidad de lo político. El conflicto se observa
como algo moralmente malo, que atenta contra el orden político y por ende, es irracional.
Esta percepción se afianzará de forma más profunda con el aporte de Locke al
debate acerca de la razón. Si para Hobbes la razón necesita del aval del Estado para
convertirse en principio moral, para Locke (1690/2008: 38) la razón ya está instalada como
principio moral previo a la conformación del Estado. Esto refiere a una concepción del ser
humano como un ser racional que previo a la constitución del Estado ya posee la capacidad
de realizar juicios morales.
Por consiguiente, Locke rompe con la noción de ciudadano de Hobbes, en la cual el
sujeto estaba fracturado a lo interno: por un lado estaba el ciudadano que en lo público
debía obedecer al soberano absoluto, pero por otro lado se encontraba el ser humano que en
lo privado podía mantener su opinión o juicio (Koselleck, 1988: 36). Sin embargo, Locke le
otorga carga política a la conciencia humana; con lo cual de aquí en adelante, los términos
del intercambio se modifican. La obediencia ya no será solamente al soberano absoluto,
figura fuera de la estructura que establecía la ley pero que al mismo tiempo estaba fuera de
ella; sino al cuerpo de las leyes que debe ser aprobado a partir del criterio de mayoría. De
esta manera, Locke vuelve a introducir un desplazamiento en la racionalidad política de la
época, ya que se incorpora dentro de la deliberación política acerca del gobierno y sus
límites al pensamiento privado: los puntos de vista de los ciudadanos acerca de la virtud y
el vicio ya no se circunscriben únicamente al dominio de la opinión privada, sino que ahora
estos juicios morales pueden adquirir el carácter de leyes (Koselleck, 1980: 55).
Este desplazamiento hace que se perciba como racional, ya no la obediencia al
soberano absoluto, sino la obediencia a las leyes. Debido a que en el planteamiento de
Locke se posiciona al individuo como alguien que tiene y debe tener poder político, justo
porque posee desde el estado de naturaleza una razón moral que le permite establecer
juicios de valor, las leyes se construyen y se aprueban a partir del criterio de mayoría,
188
requisito indispensable para que sean legítimas. Si para Hobbes el soberano absoluto es el
único con la capacidad de controlar el conflicto político, en Locke esa capacidad se traslada
a la ley como aquella que puede instalarse como un criterio objetivo que medie en casos de
conflicto.
Locke se distancia de la propuesta hobbesiana al plantear que el concepto de
soberano absoluto no permitía que se desarrollara la libertad. Para Locke, la solución al
problema del conflicto político en Hobbes instauraba otra versión del estado de naturaleza,
donde los individuos estaban en una relación de esclavitud con relación al soberano
absoluto. Por lo tanto, esa relación conflictiva entre la libertad y el orden político, que en
Hobbes se soluciona a partir de un soberano absoluto que controla los márgenes de acción
de sus súbditos, es solucionada en Locke a través de definir a la libertad como no estar bajo
más poder legislativo que el que se haya establecido por consentimiento. Esta noción será
fundamental para el desarrollo de la democracia liberal-procedimental, ya que no solamente
refuerza esa percepción del consenso como algo moralmente bueno, sino que instala la base
de legitimidad que da el principio de mayoría.
La articulación conceptual está clara en Locke: si tenemos que los seres humanos
son racionales por naturaleza y poseen la capacidad de establecer juicios morales, esta
capacidad se puede extender y así establecer como principio regulador de la sociedad
política al cuerpo de leyes, legitimadas así por la mayoría de los individuos.
No obstante, esto supone obviar la contradicción que se desprende de la descripción
que realiza Locke del pasaje del estado de naturaleza al estado de guerra, en la cual queda
evidenciada la posibilidad de que convivan dos tipos de racionalidad. Por un lado, una
racionalidad “buena” que puede llevar a que el ser humano viva en comunidad sin que un
soberano medie; pero por otro lado, la posibilidad de que exista una racionalidad “mala”
que precipite un estado de guerra. Por lo tanto, Locke está reconociendo la posibilidad real
e inmediata de que la ley natural sea transgredida (Mellizo, 2008: 14).
A pesar de lo anterior, la concepción de una razón moral como aquella que nos
llevará a seguir el gobierno de las leyes se sostendrá y figurará como uno de los
fundamentos de la democracia liberal-procedimental. Si con los antiguos griegos la
racionalidad política se caracterizaba por la búsqueda de un orden trascendental, ajeno al
paso del tiempo y de la historia (Idea del Bien o la igualdad geométrica); en el caso de
189
Hobbes y Locke, en tanto precursores del liberalismo político, se instala una racionalidad
política que, además del orden como principio normativo, se sostiene en una concepción de
la razón moral como aquella que impulsaría al ser humano a buscar el consenso. Si bien las
soluciones al problema del conflicto político en Hobbes y en Locke difieren, ambas
concuerdan en que es necesario apelar a la razón para imponer límites a la libertad natural
del individuo. Esos límites se encuentran fuera de la estructura, funcionan como un centro
inamovible, sea el soberano absoluto en Hobbes o el gobierno de las leyes en Locke.
Ahora, si bien ninguno de los autores analizados se destacaron por ser pensadores
democráticos, lo que sí se puede apreciar es que sus reflexiones en torno al problema del
conflicto político configuraron racionalidades políticas que impactaron al posterior
desarrollo de la teoría de la democracia liberal – procedimental. La importancia del orden,
del establecimiento de límites dentro del gobierno a través de las leyes, y la asociación
entre razón moral y obediencia se instalaron como fundamentos dentro del pensamiento
político moderno, a los cuales luego se les sumó el desarrollo de la racionalidad científica y
la introducción del ser humano como objeto de estudio.
Como se planteó en el primer capítulo, se puede establecer como hipótesis que el
cambio de mirada que se dio hacia la democracia tuvo relación con una serie de
acontecimientos históricos y culturales que marcaron el paso hacia la modernidad y que
modificaron la forma en como la sociedad se percibía a sí misma. Los acontecimientos que
llevaron al final del periodo absolutista tuvieron por efecto una reconfiguración de las
relaciones entre gobernantes y gobernados, y por ende de la sociedad, instalando una nueva
cuasi-representación de sí misma. Además, el desarrollo de la racionalidad científica
impulsada por el proyecto cartesiano tuvo por efecto que la cuasi-representación de la
sociedad estuviera mediada por una voluntad de saber que prescribía cuáles son los
requisitos mínimos para generar un conocimiento válido, tal como se planteó al inicio con
el concepto de voluntad de saber en Foucault (1992).
El aumento de la complejidad social presionó a que la racionalidad política
incorporara en su discusión al ser humano como sujeto (objeto) de estudio, no ya desde la
perspectiva de los contractualistas, que discutían acerca de la naturaleza humana; sino
desde la incorporación del ser humano como una “variable” más en la prescripción de
reglas científicas y técnicas destinadas a mantener el orden. Por consiguiente, en el marco
190
de una incipiente racionalidad científica, se comenzaron a generar otras formas de pensar lo
político a partir del conocimiento técnico.
Se podrían trazar tres grandes procesos coyunturales que aceleraron la búsqueda de
un refinamiento en los procedimientos o reglas que debían de seguirse para mantener un
orden político. Primero, el efecto que generó el consenso alrededor de la necesidad de un
gobierno de leyes, fue que se instalara dentro de la racionalidad política a la ley como un
espacio racional que tendría la capacidad de ser “neutral”, de garantizar la igualdad y por
ende, resolver los conflictos. En segundo lugar, la introducción del ser humano en tanto
sujeto cognoscente y a la vez objeto de conocimiento presiona para que se contemple a éste
como parte de la planificación y el control a futuro, como parte de la toma de decisiones
(Polizeiwissenschaft) (Foucault, 1968: 334-335). En tercer lugar, el desarrollo de la
economía política generó que se demandaran garantías por parte del espacio gubernamental
para que sus objetivos estuvieran protegidos de amenazas, sean externas o internas
(Foucault, 2007/1978-1979: 30-31).
De acuerdo con Foucault (2007/1978-1979: 61) esta conjunción de factores originó
que el concepto de libertad se desdoblara por un lado, en una concepción jurídica de la
libertad, que sustenta el liberalismo político y que estipula que cada individuo posee
originariamente cierta libertad que puede ceder completa o parcialmente; y por otro lado, la
libertad que emerge de la relación entre gobernantes y gobernados. Por tanto, frente a la
presión que tenía el Estado desde diferentes sectores para garantizar sus libertades (libertad
de mercado, libertad del vendedor y el comprador, libre ejercicio de la propiedad, la
libertad de discusión y posteriormente la libertad de expresión), se hizo necesario que la
nueva razón gubernamental produjera esa libertad que tenía necesidad de consumir
(Foucault, 2007/1978-1979: 84). Entonces se crea todo un cuerpo jurídico de
procedimientos destinados a producirla, organizarla y garantizarla. El Estado se convierte
en el administrador de la libertad, ya que tiene que lograr un punto de equilibrio entre los
límites externos y las regulaciones internas que el Estado debe respetar; por lo tanto, esa
administración no resultará en un imperativo “sé libre”, sino en un marco regulado de
producción de libertad para los seres humanos.
En consecuencia, el Estado debe enfrentarse a dos grandes problemas de seguridad.
El primero, se tiene que proteger el interés colectivo frente a los intereses individuales
191
(Foucault, 2007/1978-1979: 85), pero también se tienen que proteger los intereses
individuales contra lo que pudiera parecer una intrusión procedente del interés colectivo
(Foucault, 2007/1978-1979: 86); y segundo, se tienen que evitar que la libertad de los
procesos económicos no represente un peligro para las empresas o para los trabajadores; así
como tampoco la libertad de los trabajadores puede representar un problema para la
empresa y la producción. Esto trae como resultado que se tenga que prevenir y regular los
accidentes individuales, las enfermedades, la vejez para que los individuos puedan
contribuir a la sociedad y no ser un peligro (Foucault, 2007/1978-1979: 86). Por
consiguiente, el Estado no sólo garantiza la libertad, sino que tiene que crear como
contraparte toda una serie de procedimientos de control, coacción y coerción que serán la
contrapartida y el contrapeso de las libertades (Foucault, 2007/1978-1979: 87).
En conclusión, el desarrollo de la democracia liberal-procedimental no sólo fue
resultado de la suma de huellas de otras racionalidades políticas que dejaron su impronta en
los conceptos del orden, la libertad, la razón y la ley; sino que también fue una reacción a
una serie de acontecimientos políticos, económicos y sociales que presionaron a los Estados
a adoptar una forma de gobierno que se adaptara mejor a estos requerimientos. Esta serie de
procesos contingentes configuraron el paso de caracterizar a la democracia como una forma
despreciable de gobierno a una forma de gobierno que posee en sí misma la capacidad de
satisfacer los requerimientos del liberalismo político y del liberalismo económico. Sin
embargo, esto no quiere decir que se haya modificado radicalmente la percepción hacia esta
forma de gobierno, sino que más bien algunas de las críticas que tenían hacia ella fueron
canalizadas a través de procedimientos y mecanismos de sujeción con el objetivo de
controlar su capacidad de inducir el disenso.
El recelo hacia lo popular todavía se expresa en los diversos mecanismos que
reducen la participación política al desarrollo de partidos políticos y al ejercicio del voto, ya
que a lo largo de la vigencia de este modelo lo que se encuentra son élites políticas que se
mantienen en el ejercicio de los altos puestos de poder. Si a esto se le suma, una asociación
lógica de que el conflicto político o el disenso ponen en riesgo la estabilidad de la
comunidad, no sólo en términos de conservación, sino en términos morales; se termina
asociando al consenso como algo moralmente bueno, mientras que el disenso es algo
moralmente malo. Esto disminuye sustancialmente las posibilidades de disenso y de
192
aceptación de éste por parte de la opinión pública, condenando las críticas a la democracia a
ser consideradas como ataques a la razón y a la moral.
Esto incide en la concepción de sujeto que maneja la democracia liberal-
procedimental, el cual es percibido como un ser humano en una única dimensión: racional.
Sin embargo, esta racionalidad no es sólo moral, heredera del pensamiento contractualista
que estableció la asociación entre el consenso o el consentimiento con la necesidad moral
de la autoconservación, no sólo del individuo, sino de la sociedad; sino que se le sumó la
racionalidad científica, esa que le permitió al ser humano plantearse el conocimiento de una
forma objetiva. Por consiguiente, la democracia liberal-procedimental contempla que el ser
humano toma sus decisiones como ciudadano basado en una racionalidad que contempla las
dos vertientes: la moral y la científica. La moral, en el entendido de que buscará el
consenso antes que el conflicto, y si no cumple con esta prerrogativa normativa, no está
cumpliendo con su deber moral de buscar la autoconservación de sí mismo y de la
sociedad; y la científica, en el entendido de que se supone como un ciudadano que tiene
capacidades plenas de información y conocimiento para tomar una decisión objetiva. Por lo
tanto, el criterio de mayoría se sostiene en este concepto de ser humano en tanto ser
racional, por lo que no se puede poner en cuestión, ya que si se pone en cuestión los
procedimientos o la institucionalidad democrática se está poniendo en entredicho la
racionalidad que lo sustenta, acto que de acuerdo a este esquema de pensamiento es
juzgado de irracional. Por consiguiente, a pesar del desarrollo de los humanismos y la
incorporación del ser humano como objeto de estudio, éste sigue observándose en la teoría
y práctica política del pensamiento liberal-procedimental como un ser fracturado que toma
sus decisiones solamente de forma racional, dejando de lado los afectos, el contexto y
numerosas situaciones que pueden afectar su acción política.
Esto tiene por efecto que se confunda lo político con la administración política,
aquello que Rancière (2006b: 70-71; 2007: 71) conceptualiza como policía: un reparto de lo
sensible que está caracterizado por la ausencia de vacío y de suplemento, en el cual la
sociedad estaría compuesta de grupos dedicados a modos de hacer específicos, en lugares
donde se ejercen las ocupaciones, en modos de ser correspondientes a estas ocupaciones y
lugares. Lo social se observa como un sistema, como algo que ya estaría dado de antemano,
193
sin cuestionar su momento de institución ni cómo éste afecta en la forma en cómo se
interpreta.
En este marco, conviene detenerse en la crítica que Lefort (1981: 218-219) realiza a
esquemas de pensamiento que no se cuestionan el momento de institución de la sociedad.
Para Lefort lo político no se revela en la actividad política, sino en el doble movimiento en
por el cual el modo de institución de la sociedad aparece y se oculta. Aparece cuando se
visibiliza a través de los procesos por medio de los cuales la sociedad se ordena y se
unifica a través de las divisiones; se oculta cuando el locus de lo político se define como
singular al asimilarlo con las formas históricas de aparición (Lefort, 1983: 11). En otras
palabras, al no cuestionar sus fundamentos, la democracia liberal-procedimental oculta su
momento de institución y se asume como la única forma viable de organizar lo político. No
contempla que este momento de institución otorga una forma a la sociedad (mise en forme)
que a su vez configura una noción de sentido (mise en sens) que se le otorga a las relaciones
sociales y la forma en cómo se ponen en escena (mise en scéne). Esto tiene por efecto que
se asuma como “normal” el análisis de la democracia a partir de sus procedimientos, que
solamente se pueda observar la incertidumbre en los resultados de las elecciones, que la
puesta en escena de las elecciones se constituya en el ritual por excelencia que define la
participación política; en fin, se configura a priori cuáles son las formas válidas y legítimas
de contener un conflicto político.
En ese sentido, dentro de las teorías de la democracia liberal-procedimental lo social
se percibe como un subsistema más, sin cuestionar el por qué la sociedad se divide en
subsistemas. Lo político se confunde con la administración y no con el momento de
institución de la sociedad a través de la generación de antagonismos y el cuestionamiento
del reparto de lo sensible. Cualquiera que cuestione este orden de las cosas está actuando de
forma anti-democrática, con lo cual se configura un antagonismo, a pesar de que no lo
contemple dentro de su reflexión.
194
LO POLÍTICO Y LA DEMOCRACIA LIBERAL-PROCEDIMENTAL
Si se retoma lo desarrollado en el tercer capítulo, se puede conceptualizar el criterio
de lo político estipulado por Schmitt (1991a) como una forma de constitución del lazo
social, previo a la cual se encuentra la constitución de un nosotros y un ellos, donde se
establecen los límites de la comunidad. Esta relación constituyente entre el nosotros y el
ellos se puede definir a través del concepto de exterior constitutivo de Staten (1984: 17), en
la cual queda claro que el enemigo actúa como un afuera que adquiere un lugar
privilegiado en la constitución del adentro: actúa como un fundamento contingente.
Como quedó establecido anteriormente, la importancia que tiene el límite entre uno
y el otro para la construcción de comunidad y del lazo social es crucial. La necesidad de
establecer límites entre unos y otros con el objetivo de crear identidad es una condición
inherente al establecimiento de vínculos entre los seres humanos, por lo que su cancelación
provocaría no sólo un desdibujamiento del sí mismo, sino de la comunidad en sí. Sin
embargo, al haber realizado ya una extensa discusión conceptual al respecto, en este punto
se retoman las conclusiones de la misma para luego aplicar ese análisis a la democracia
liberal-procedimental.
Como primer punto, se encuentra que para generar lazo social, las agrupaciones que
delimiten el nosotros y el ellos obtienen el carácter de necesarias, y en el caso de lo
político, son oposiciones antagónicas. Lo que es contingente, es cómo se dan las
condiciones de posibilidad que enmarcan esta relación antagónica. Por lo tanto, lo político
es una forma de constitución de lazo social antagónico, en el que el otro es el exterior
constitutivo del uno y viceversa.
En segundo lugar, se rompe con la concepción schmittiana de que el criterio de lo
político no tiene contenidos afectivos, sino que con base en los planteamientos de Freud
(1992b: 115) se establece que más allá de la pregunta acerca de la naturaleza del ser
humano, no habría una condición moral que actúe como substrato del comportamiento
humano, sino que éste responde a un espectro en el cual se da la expresión de los afectos,
que pueden ir desde el amor hasta la hostilidad o agresión. Por lo tanto, pretender excluir
del análisis de los afectos de lo político conlleva graves aporías del por qué y cómo se
constituyen las comunidades o las agrupaciones dispuestas a entablar la lucha.
195
Ahora bien, la diferencia entre un “nosotros” y un “ellos” no convoca
inmediatamente a relaciones de antagonismo, éstas aparecen en un segundo momento
lógico, donde la diferenciación entre uno y otro transita hacia otra dimensión, en la cual la
lucha y la muerte adquieren un contenido existencial (Derrida, 1998: 143-146), se lucha por
una reconfiguración en el reparto de lo sensible (Rancière, 2007: 25).
Como tercer punto, con base en los planteamientos de Lefort (1981: 218-219),
Derrida (1998: 147) y Rancière (2007: 58), se puede definir a lo político como una forma
de constitución del lazo social que adquiere una doble dimensión: por un lado es un estrato
particular, contingente; pero que a su vez actúa como fundador o como estrato fundamental
de la existencia individual y comunitaria.
Por lo tanto, asumir lo político como conflicto traza la ruta para entender los efectos
que genera un modelo de democracia liberal-procedimental, el cual, a través de una
propuesta normativa que regula la aparición del mismo, termina excluyéndolo, operando a
favor de un principio subyacente donde el consenso es moralmente bueno, el conflicto es
malo y por ende, se justifica una acción violenta para detenerlo.
Volvamos a Rancière. Para este autor, la racionalidad de la política es la
racionalidad del desacuerdo, el cual tendrá como efecto el planteamiento de un orden social
que consiste en una repartición de lo sensible, que dicta quiénes pueden ser vistos y
escuchados, quiénes son ruido y quiénes son invisibles (Rancière, 2007: 25). La política, al
tener como principio la igualdad, cuestiona esa alteración: “¿de qué cosas hay y no hay
igualdad entre cuáles y cuáles? ¿Qué cosas son esas “qué”, quiénes son esas “cuáles”?
¿Cómo es que la igualdad consiste en igualdad y desigualdad?” (Rancière, 2007: 7-8).
Por consiguiente, un primer efecto que tiene la teoría de la democracia liberal-
procedimental es que cancela la posibilidad de generar una subjetivación política,
entendiendo ésta como aquella que tiene por resultado la creación de una multiplicidad que
no estaba contada en la constitución policial de la comunidad, y por lo tanto, es una
multiplicidad que resulta contradictoria, cuestionando la aparente naturalidad en la
distribución de las posiciones (Rancière, 2007: 52-53). Es decir, tal como se ha venido
argumentando, el hecho de que la democracia liberal-procedimental tenga como
fundamentos a la razón y a la ley, ocasiona que se asocie al disenso y al conflicto,
provenientes de cuestionar esta aparente naturalidad, con un comportamiento moralmente
196
malo e irracional. Por consiguiente, el efecto que ha tenido esta forma de organizar lo
político no es sólo una restricción en la capacidad de la teoría para comprender la amplitud
fenoménica del mundo, sino que ha instalado un sentido común dentro de los sujetos que
hace que éstos se inhiban desde su propia moralidad el enfrentarse a un cambio; en otras
palabras, reduce la posibilidad de generar un pensamiento crítico o la capacidad de
cuestionarse, porque se asocia con un comportamiento irracional o malo. De esta manera,
se reducen las posibilidades de cuestionar el por qué hay ciertos sectores de la población
que están invisibilizados o que producen ruido, el por qué hay ciertas manifestaciones que
interpelan al Estado y otras que no; en pocas palabras, se cristalizan las relaciones sociales
entre las distintas partes de la sociedad. Si bien se puede argumentar que el liberalismo
político, con su énfasis en el individualismo, reconoce las diferencias dentro de su
propuesta normativa, éstas son reconocidas en tanto no generen conflicto. Si generan
conflicto, se ubican como diferencias fuera de la ley y por ende, es legítimo combatirlas.
Un segundo efecto, relacionado intrínsecamente con el anterior, es que si se
obstaculiza o se cancela la posibilidad del disenso, lo que se obtiene es que cualquier sujeto
que se oponga a esta forma de organización de lo político, sea calificado como enemigo
absoluto y en consecuencia, se legitima la acción policial con la justificación de que
perturba o distorsiona el orden. Además, si a esto se le suma la condena moral que califica
estas acciones como irracionales o malos, los afectos que se producen alrededor de los
movimientos sociales hace que se perciban como subversivos o en el peor de los casos,
como terroristas. Por lo tanto, si no se contempla la exploración de los afectos y de la moral
en el ejercicio de la democracia liberal-procedimental no se pueden comprender las
manifestaciones populares de descontento recientes, fenómenos que denuncian más allá de
un descontento local con sus respectivas clases políticas, un descontento hacia un sistema
en el cual la libertad se ha reducido a los marcos que el Estado establece de forma
institucional.
Como tercer efecto, si se contempla que lo político posee una doble dimensión,
como estrato particular y contingente pero a la vez como estrato fundamental de la
existencia individual y comunitaria, los alcances de un modelo que reduce o que niega el
conflicto también corre el riesgo de cancelar la división entre amigos y enemigos, y por
ende, la posibilidad de definirse a uno mismo a través de la interacción con el otro. El
197
riesgo que sigue a esta operación es desatar una violencia incontrolada, donde el
antagonismo reduzca la oposición amigo-enemigo a un deseo de aniquilación del otro.
Este riesgo implícito en la democracia liberal-procedimental ya había sido planteado
previamente por Schmitt (Schmitt, 1991a: 58, 99), cuando plantea el peligro de la
neutralización del político a través de la eliminación del conflicto, lo que conllevaría a que
cualquier individuo que se oponga o cuestione la validez de este modelo se convierta en
enemigo absoluto, que no sólo atenta contra el orden establecido, sino que también
trasgrede su propia racionalidad.
De esta manera se observa cómo la voluntad de poder también se expresa en los
alcances y límites de las propuestas teóricas. Esta crítica permite ubicar a la democracia
liberal – procedimental, en términos schmittianos, como un modelo de organización de lo
político donde su objetivo sería alcanzar el consenso a través de la técnica, neutralizando
así lo político: la neutralización implica una especialización y un aislamiento total, con lo
cual se sustraen de las decisiones del orden político (Ghiretti, 2007: 167).
Frente a lo anterior, ¿qué puede aportar el pensamiento posfundacional a la
democracia? En primer lugar, al cuestionar los fundamentos sobre los cuales se sustenta
esta teoría se puede plantear que existen otras formas de generar orden y de plantear una
democracia que pueda transitar entre el consenso y el conflicto, sin limitar ninguno de los
dos. En segundo lugar, tal como se planteó al inicio, a pesar de que existen críticas desde el
pensamiento posfundacional hacia la democracia liberal-procedimental, hace falta un
análisis de los desplazamientos que han ocurrido en los sujetos y en las sociedades producto
de este consenso mayoritario alrededor del concepto de democracia. En esta investigación
se discutió alrededor de estos desplazamientos, los cuales se pueden sintetizar en dos: el
primero, que la asociación entre la razón y el respeto a la ley ha ocasionado que el conflicto
político sea observado como algo moralmente malo, con lo cual se censura de antemano las
posibilidades de generar antagonismos políticos. Esto se puede observar en las reacciones
que los Estados tienen cuando aparecen movimientos sociales que cuestionan de forma más
radical el orden imperante, a los cuales se reprime con la complacencia de la mayoría de la
opinión pública, que observa en estos movimientos amenazas al orden establecido, y por
ende, a la sociedad como tal. En segundo lugar, la cristalización de esta forma de observar a
la sociedad tiene por consecuencia que se ponga en peligro la constitución del lazo social,
198
con lo que pone en riesgo la constitución de las comunidades mismas. Como lo plantea
Derrida (1998: 94): “Se diría entonces que es el tiempo de un mundo sin amigo, el tiempo
de un mundo sin enemigo. Inminencia de una autodestrucción mediante el desarrollo
infinito de una locura de auto – inmunidad.” (Derrida, 1998: 94).
Sin embargo, todavía queda por contestar por qué esta forma de democracia sigue
siendo percibida como el modelo privilegiado para la organización de lo político. Frente a
esto, se pueden aventurar hipótesis basadas en el desarrollo teórico de la investigación y
que abren nuevas interrogantes.
La primera de ellas es que la teoría de la democracia liberal-procedimental cumple
los requerimientos establecidos desde una epistemología racionalista, ya que es una teoría
que puede explicar una gran cantidad de fenómenos y por ende, toma un lugar
preponderante dentro del saber. Esto fue resultado de varios procesos contingentes, entre
estos el impulso por ordenar y generar mathesis, que propicio el desarrollo de una técnica
para regular la participación ciudadana y adaptarla a rituales contenidos y limitados por el
Estado. Ese mismo Estado que ahora se ubica como fuera del juego de relaciones que
caracteriza la democracia, ya que al sustentarse en el imperio de la ley éste se asume como
neutral y objetivo. En otras palabras, esta teoría reduce la incertidumbre frente a la amplitud
de lo social, a partir de una circularidad que establece de antemano las reglas o las formas
bajo las cuales el conocimiento se considera legítimo. Su explicación de los procesos
políticos se reduce a interpretarlos como juegos de poder electoral, donde el ciudadano
premia o castiga las diferentes opciones partidarias de acuerdo a su desempeño; mientras
que los movimientos sociales que denuncian esta cristalización quedan al margen, no son
interlocutores válidos sino que quedan como ruido o son invisibilizados.
Una segunda hipótesis, es que para los sujetos que viven bajo este marco de
organización política, un modelo de democracia liberal-procedimental los exime de la
incertidumbre de cuestionarse acerca de su papel como ciudadanos y acerca de su
participación de la política, por lo que su ejercicio electoral se convierte en un ritual que
genera certeza y un sentido de pertenencia a la comunidad política. Esta sensación de
pertenencia es lo que genera antagonismos con respecto a otras manifestaciones de lo
político, como los movimientos sociales que se oponen a esta forma de organización; ya
que si bien la mayoría de ciudadanos cuestiona este modelo por no satisfacer las demandas
199
de una mejor calidad de vida, prefieren seguirlo apoyando a arriesgarse a introducir una
mayor incertidumbre en su vida. Sin embargo, esta hipótesis requiere de un análisis a
profundidad acerca de si existe algún tipo de intercambio simbólico entre los ciudadanos y
este modelo de organización de lo político.
A modo de cierre, salta a la vida la necesidad desde el pensamiento posfundacional
de interrogar estos fundamentos, con el objetivo no sólo de criticarlos, sino también de
generar debate acerca de qué fundamentos pueden contribuir a desarrollar un modelo de
organización política que permita un mejoramiento de las condiciones sociales y
económicas; en otras palabras, se hace necesario introducir nuevamente dentro de la
discusión de lo político qué tipo de sociedad queremos y sobre qué tipo de fundamentos la
vamos a desarrollar. En ese sentido, no sólo hace falta una discusión acerca de lo que se
entiende por lo político, lo social y los sujetos, sino que también se requiere introducir una
discusión acerca de los límites que tiene la libertad dentro de los modelos democráticos,
particularmente su interiorización de normas por parte de los sujetos y como éstas
responden a necesidades que provienen no sólo de lo político, sino del ámbito económico y
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