narraciones de la independencia. arqueología de un fervor

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Narraciones de la independencia. Arqueología de unfervor contradictorio, Buenos Aires, Eterna Cadencia,

2010. ISBN 978-987-1673-04-9Dardo Scavino

To cite this version:Dardo Scavino. Narraciones de la independencia. Arqueología de un fervor contradictorio, BuenosAires, Eterna Cadencia, 2010. ISBN 978-987-1673-04-9. 299 p., 2010, 978-987-1673-04-9. �hal-02334338�

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Dardo Scavino

Narraciones de la independencia

Arqueología de un fervor contradictorio

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Scavino, DardoNarraciones de la independencia : arqueología de un

fervor contradictorio . - 1a ed. - Buenos Aires : Eterna Cadencia Editora, 2010.

304 p. ; 22x14 cm.

ISBN 978-987-1673-04-9

1. Ensayo Argentino. I. TítuloCDD A864

© 2010, Dardo Scavino© 2010, ETERNA CADENCIA S.R.L.

Primera edición: febrero de 2010

Publicado por ETERNA CADENCIA EDITORA

Honduras 5582 (C1414BND) Buenos Aireseditorial@eternacadencia.com

www.eternacadencia.com

ISBN 978-987-1673-04-9

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, sea mecánico o electrónico,

sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

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Índice

Carlos de Sigüenza y Góngora, 1692 15

I. Durante las revoluciones 25

Simón Bolívar, 1815 29

Camilo Henríquez, 1812 37

Servando Teresa de Mier, 1810 42

Francisco de Miranda, 1801 52

Juan Pablo Viscardo y Guzmán, 1791 57

Excursus. Hegel, 1807 65

Camilo Torres Tenorio, 1808 70

Simón Bolívar, 1815 (bis) 79

Bernardo de Monteagudo, 1812 86

José Joaquín de Olmedo, 1825 100

José Faustino Sánchez Carrión, 1812 109

Juan Germán Roscio, 1811 113

Excursus. George Sorel, 1907 117

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II. Antes de las revoluciones 129

Antonio de Ulloa y Jorge Juan y Santacilia, 1748 133

Juan Vélez de Córdova, 1737 139

Gaspar de Villarroel, 1656 144

Excursus. Francisco de Vitoria, 1539 153

III. Después de las revoluciones 159

José María Torres Caicedo, 1856 163

Juan Bautista Alberdi, 1867 169

Manuel González Prada, 1871 182

Justo Sierra, 1900 186

Leopoldo Lugones, 1904 192

Pablo Neruda, 1950 198

Octavio Paz, 1950 207

Héctor A. Murena, 1965 212

Excursus. Claude Lévi-Strauss, 1958 220

IV. La hegemonía criolla y la constitución

del pueblo americano 231

Anfi bología del gentilicio hispanoamericano 235

Homologaciones 243

El confl icto, padre de todas las cosas 247

La constitución política del pueblo 251

El cuerpo místico del rey 257

Narraciones de la independencia (interior).indd 8Narraciones de la independencia (interior).indd 8 22/1/10 17:18:3222/1/10 17:18:32

Nosotros, vosotros, ellos 270

¿América poscolonial? 279

Epílogo 283

Bernardo de Monteagudo, 1823 287

Narraciones de la independencia (interior).indd 9Narraciones de la independencia (interior).indd 9 22/1/10 17:18:3222/1/10 17:18:32

Narraciones de la independencia (interior).indd 10Narraciones de la independencia (interior).indd 10 22/1/10 17:18:3222/1/10 17:18:32

A Nicolás Rosa y Oscar TeránIn memoriam

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Somos hijos, somos descendientes de los que han derramado su sangre por adquirir

estos nuevos dominios a la Corona de España...

Camilo Torres Tenorio, 1808

Acordaos que sois los descendientes de aquellos ilustres indios, que no queriendo sobrevivir

a la esclavitud de la patria, prefi rieron una muerte gloriosa a una vida deshonrosa...

Francisco de Miranda, 1801

Confusamente, el criollo se sentía heredero de dos Imperios: el español y el indio. Con el mismo

fervor contradictorio con que exaltaba al Imperio hispánico y aborrecía a los españoles,

glorifi caba el pasado indio y despreciaba a los indios. Esta contradicción no era percibida

claramente por los criollos.

Octavio Paz, 1982

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Carlos de Sigüenza y Góngora, 1692

Tras las lluvias diluviales que anegaron las haciendas mexica-nas en 1691, una plaga destruyó las cosechas, agudizó la pe-nuria alimentaria y desencadenó un motín que las autoridades virreinales juzgaron necesario ahogar, sin más dilación, en sangre. Don Carlos de Sigüenza y Góngora, profesor de astro-nomía y matemáticas en la Universidad Real y Pontifi cia, poeta, historiador, perquisidor de arcanos religiosos y arúspi-ce consultivo de la corte virreinal, no solo descubrió gracias a un microscopio incipiente el hongo que había devastado las plantaciones de trigo sino que además salvó in extremis de un incendio provocado por la muchedumbre amotinada una co-lección de piezas arqueológicas del México precolombino. Su pasión por el estudio de las civilizaciones mesoamericanas –hay quienes lo consideran un pionero en la cuestión– expli-caría este acto de arrojo así como su larga amistad con Fernan-do de Alva Ixtlilxóchitl, autor de una historia de la cultura chichimeca y miembro de la familia real de Texcoco, a quien Sigüenza califi caba de “Cicerón americano” y de quien heredó algunos objetos prehispánicos de un valor inestimable.

El cosmógrafo real había escrito ya un opúsculo, extra-viado tras su muerte, en el que pretendía probar que el dios Quetzalcoatl no era sino el apóstol Tomás, llegado a tierras

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mexicanas hacía mil seiscientos años con el auxilio del Señor y con el propósito de inculcarles Su palabra a los nativos, mi-sión que habría cumplido, como lo probarían las coincidencias asombrosas entre los cultos aztecas y la religión cristiana y como terminaría confi rmándolo la milagrosa aparición de la diosa Tonantzin bajo el manto de la Virgen de Guadalupe en 1531 (deplorando un siglo más tarde la pérdida de este manus-crito, un cura independentista, Servando Teresa de Mier, repi-tió esta misma tesis en un célebre sermón que le costó la pros-cripción del púlpito y algunas temporadas en los calabozos de la Santa Inquisición)1.

En 1680, y para recibir a un virrey, el Marqués de la Lagu-na, Sigüenza se había atrevido incluso a ornar un arco triunfal con las efi gies de emperadores aztecas y a explicarle al emisario de la corona española que cada uno de ellos encarnaba alguna “virtud política” del príncipe. Este largo panegírico de los soberanos de Tenochtitlán debe de haber dejado azorado al fl amante dignatario si se tiene en cuenta que la eliminación de los tres últimos reyes de la dinastía –Moctezuma, Cuit-lahuatzin y Cuauhtémoc– había sido instigada por los espa-ñoles mismos, quienes supuestamente no habían desembarcado en el Nuevo Mundo para destruir una civilización sino para implantarla allí donde reinaba la idolatría y la barbarie.

Además de legarnos algunos tratados científi cos, una no-vela de viaje, varias obras de teatro, homenajes a príncipes pa-ganos y cristianos y una colección de piezas arqueológicas –apenas digna de un “anticuario”, se mofaba Edmundo O’Gorman–, Sigüenza redactó una crónica de los tumultos del 8 de junio de 1692: Alboroto y motín de los indios de México. Allí comenzaba recordando que, concentrado en sus lecturas,

1 Cf. Jean Lafaye, Quetzalcoatl et Guadalupe. La formation de la conscience nationale au Mexique, París, NRF, 1974.

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junto a su esfera armilar, al principio no le prestó atención a la batahola proveniente de la calle. Como cualquier caballero letrado de la capital novohispana, se había habituado a escu-char “las continuas borracheras de los indios” a esas horas de la noche2. Cuando fi nalmente se dirigió hacia el lugar de la algarada, descubrió enseguida (no nos aclara muy bien cómo) que los amotinados habían fi ngido la muerte de una aborigen para irritar a sus congéneres y arrastrarlos hacia esa revuelta que había comenzado a inundar las calles de la capital. Y sin embargo, ellos no eran los únicos responsables de la repentina turbamulta sino también “cuantos, interpolados con los in-dios, frecuentaban las pulquerías”, que eran “muchísimos”, y entre quienes se encontraban los “mulatos, negros, chinos, mestizos, lobos y vilísimos españoles así gachupines como criollos”3, y todos cuantos por origen, condición o tempera-mento individual pudiesen entregarse a ese tipo de distur-bios y de efusiones alcohólicas, toda aquella plebe, digamos, que no formaba parte de la “gente honrada y de pundonor”, “encerrada en su palacio” en esas horas aciagas para prote-gerse de los sediciosos que ya estaban dedicándose a saquear las reservas de cereales “armados de machetes y cuchillos” y al grito de “¡viva el pulque!”, mientras “los indios y las in-dias” atizaban, excitados, “el fuego de las casas de ayunta-miento y de palacio” y proferían insultos irreproducibles contra el virrey y la virreina:

¡Oh, qué afl icción sería la de este príncipe, viéndose allí ence-rrado! Los suspiros y tiernas lágrimas de su afl igida esposa, por una parte, por otra, la refl eja a la ingratitud de la plebe

2 Carlos de Sigüenza y Góngora, Seis obras, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1984, p. 123.

3 Ibíd., p. 127.

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para cuyo sustento se afanó tanto, y por otra, la ciencia de la ninguna prevención y armas de los que allí estaban.4

Aunque celebró las civilizaciones indígenas como pocos antes de él, Sigüenza no tenía empacho en repetir los estereo-tipos más ramplones sobre esos pueblos sojuzgados, tachán-dolos de rencorosos, taimados, ladrones y borrachos, y decla-rando que se trataba de la gente “más ingrata, desconocida, quejumbrosa e inquieta que Dios crió, la más favorecida con privilegios y a cuyo abrigo se arroja a iniquidades y sinrazo-nes, y las consigue”5. Hasta llegó a acusarlos de tramar en se-creto una venganza sangrienta contra esa población blanca que desde hacía un siglo y medio velaba por su bienestar im-poniéndoles trabajos obligatorios, gravosos tributos y la reli-gión de un nuevo dios.

Pero esa misma población europea no ignoraba las dis-cordias en el seno de su clan. Mientras estallaban las insu-rrecciones populares que conmovieron Nueva España, Si-güenza escribía su Belerofonte matemático contra la quimera astrológica, un ensayo consagrado a refutar esta disciplina de-fendida todavía por algunos sabios de su tiempo. Allí se que-jaba con sorna del menosprecio que los científi cos europeos manifestaban hacia sus colegas de ultramar, como si estos hu-biesen sido incapaces de elevarse hasta las mismas cumbres intelectuales que los pobladores del Viejo Continente:

En algunas partes de Europa, sobre todo en el norte, por ser más alejado, piensan que no solamente los habitantes indios del Nue-vo Mundo, sino también nosotros, quienes por casualidad aquí nacimos de padres españoles, caminamos sobre dos piernas por

4 Ibíd., p. 131.5 Ibíd., p. 115.

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dispensa divina o, que aún empleando microscopios ingleses, apenas podrían encontrar algo racional en nosotros.6

En la queja del hijo abandonado en esas tierras lejanas, o del pariente al que la familia europea ya no quiere recibir –ce-rrándole, como quien dice, la puerta en las narices–, se adivina la demanda amorosa dirigida a sus “iguales” pero también el rencor de una clase que estaba fi nanciando el crecimiento eco-nómico inaudito del antiguo continente y que ni siquiera re-cibía a cambio el reconocimiento de los principales benefi cia-dos (hay que decir que los criollos hacían a su vez lo mismo con los trabajadores indígenas). En este pasaje del Belerofonte se discierne ya esa nueva identidad en el empleo de la prime-ra persona del plural, ese nosotros que busca diferenciarse del resto de los americanos, y sobre todo de los indios, y que con-sidera fortuito o contingente el nacimiento de los criollos en tierras ultramarinas (en donde sus padres desembarcaron, a lo sumo, para extender los dominios españoles o europeos). Cuan-do Sigüenza pone de relieve este nacimiento “casual” de los criollos en los nuevos territorios, está sugiriendo, justamente, que lo “esencial” es el linaje, la herencia y, como consecuen-cia, el patrimonio, un patrimonio que debería distribuirse de manera equitativa entre los hijos legítimos, y sobre todo en-tre aquellos que, en vez de dilapidarlo, lo incrementan cada día. Los europeos, sin embargo, tampoco estaban incluidos en el nosotros agraviado ya que formaban parte más bien de los familiares ingratos cuya barroca opulencia se alimentaba con la plata de Potosí y el oro de Yucatán. Este lamento de los criollos como europeos desairados, pospuestos o desdeñados por quienes seguían viviendo en tierras de sus abuelos, iba a

6 Citado por Irving Leonard, La época barroca en el México colonial, Méxi-co, Fondo de Cultura Económica, 1974, p. 297.

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convertirse en un momento esencial de la narración criolla. Y aquel pasaje del Belerofonte pareciera confi rmar que el despre-cio de Sigüenza por las poblaciones indígenas era directamente proporcional al presunto menoscabo de los europeos hacia la minoría criolla.

Octavio Paz les consagró varias páginas a la obra y la fi -gura de Carlos de Sigüenza y Góngora en un ensayo sobre su amiga Juana de Asbaje, y conjeturó que este “fervor contra-dictorio” del escritor novohispano, en lo relativo a los euro-peos pero también a los indios, no provenía de ningún con-fl icto irresuelto en los meandros de su personalidad sino del “espíritu criollo” que comenzaba a despuntar en el siglo xvii

7. Esta ambivalencia afectiva vuelve a emerger, sobre todo, en muchos escritos políticos de la independencia de las colonias españolas y logra sobrevivir en las repúblicas sur-gidas de estos procesos revolucionarios. Estos países suelen elevar la fi gura del indígena al rango de padre totémico de la nación, como cuando los mexicanos evocan en su escudo los orígenes de Tenochtitlán, los peruanos y los bolivianos exaltan la magnifi cencia de Cuzco o Tiahuanaco, los chile-nos hacen alarde de su coraje araucano y los uruguayos se jactan de su legendaria “garra charrúa”. En esas mismas na-ciones, no obstante, la minoría blanca sigue sometiendo a los indígenas y sus descendientes a las discriminaciones más ab-yectas y los miembros de este estamento se sienten inexpli-cablemente ultrajados si un europeo insinúa que sus países están poblados de indios.

Otros autores abordaron ya la cuestión de esta fluctuatio animi que con tanto tino Paz observó en Sigüenza y Góngo-ra. Bernard Lavallé habló de las “contradicciones” de la

7 Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, México, Fondo de Cultura Económica, 1991, p. 47.

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“conciencia criolla”8, mientras que Yolanda Martínez-San Miguel se refi rió a sus “confl ictividades”9. Pero quizás poda-mos entender mejor las causas de estas identifi caciones anti-téticas si recordamos que esta “conciencia” o ese “espíritu” no son sino efectos imaginarios de dos mitos que los integran-tes de esta minoría cuentan, protagonizan y escuchan desde su más tierna infancia, esos relatos que los acunaban ya en épocas de Sigüenza y que van a seguir haciéndolo con el paso de los siglos.

La emancipación de los pueblos amerindios después de trescientos años de dominación española se había convertido en un símbolo de la liberación de todos los americanos en al-gunas narraciones de la independencia, y esta misma fi gura iba a sobrevivir, sin demasiadas modifi caciones, en los relatos revolucionarios del siglo xx. Cuando Pablo Neruda abría un paréntesis en su poema sobre Hernán Cortés para apostrofar a su “hermano aterrado” (“no tomes / como amigo al buitre rosado: / desde el musgo te hablo, desde / las raíces de nuestro reino...”10), no se estaba dirigiendo solamente a los incautos tlaxcaltecas, que cometieron el error de colaborar con el con-quistador español, sino también a los latinoamericanos de su tiempo que podían llegar a verse seducidos por los misioneros del imperialismo norteamericano. La opresión de los indígenas desde la época de la conquista es la opresión por antonomasia

8 Bernard Lavallé, L’apparition de la conscience créole dans la vice-royauté du Pérou. L’antagonisme hispano-créole dans les ordres religieux (XVIe et XVIIe siècles), Lille, ANRT, 1982.

9 Yolanda Martínez-San Miguel, “Subalternidad, poder y conocimiento en el contexto colonial: las confl ictividades de la conciencia criolla” en Saberes americanos: subalternidad y epistemología en los escritos de Sor Juana, Pittsburg, Universidad de Pittsburg, Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 1999, pp. 207-235.

10 Pablo Neruda, Canto general [1950], Madrid, Cátedra, 2000, p. 149.

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de los pueblos latinoamericanos. Y la liberación de estos úl-timos, por consiguiente, coincide en estos relatos con la re-vancha de Moctezuma o Atahualpa. Y hasta tal punto es así, que uno de los grupos de insurgencia armada más importan-tes y originales de las últimas décadas, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, no se siente obligado a explicar por qué los reclamos de justicia para una parte de la nación mexi-cana, los indígenas, incluso para una parte de esa parte, los indígenas chiapanecos, coincide con la liberación de la nación en su conjunto.

Pero la narración antitética aparece con una frecuencia semejante. La redención de estos pueblos –y de las minorías amerindias, sobre todo– pasa aquí por su cristianización, su civilización o su modernización, nombres sucesivos de un pro-ceso de occidentalización cuyo principal agente en territorio americano sería la minoría criolla. La liberación de los pue-blos latinoamericanos no se percibe esta vez como una inver-sión de la conquista sino como su repetición –una repetición, por decirlo así, lograda–. “Si tuviera que elegir entre la preser-vación de las culturas indias y su asimilación”, declaraba hace unos años el peruano Mario Vargas Llosa, “con gran tristeza elegiría la modernización de la población india, porque exis-ten prioridades...”11. Pero los voceros de la derecha liberal no tienen el monopolio de esta narración. El propio Neruda re-producía también este relato, y lo hacía, como tendremos la oportunidad de constatarlo, mientras denunciaba el extermi-nio y la opresión de las poblaciones amerindias en manos de aquel “buitre rosado”. La parte representativa de la totalidad de una nación ya no es, en este relato, la minoría india sino más bien la criolla.

11 Mario Vargas Llosa, “Questions of Conquest: What Columbus Wrought, and What He Did Not”, Harper’s Magazine, diciembre de 1990, p. 53.

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Néstor García Canclini denunció en su Globalización ima-ginada el “binarismo maniqueo” de esta contraposición narra-tiva: “La tesis hispanista adjudica el bien a los colonizadores y la brutalidad a los indios, mientras que para la tesis indigenis-ta o etnicista los españoles y los portugueses no pueden ser más que destructores”12. Y nadie se atrevería a negarle que se trata, como él dice, de una “oposición simplifi cadora”. Pero la im-pugnación de este dualismo no alcanza para rastrear su sur-gimiento ni dilucidar su papel efectivo en los procesos polí-ticos y culturales de la América latina. Durante el periodo de la independencia, por lo menos, esas fabulaciones contra-puestas aparecieron en proclamas, cartas, ensayos, poemas: a veces un mismo autor se mantiene fi el, a lo largo de sus dife-rentes textos, a una misma narración; otras, pasa de un relato a otro, dependiendo de los textos, como en los mencionados vaivenes del novohispano Sigüenza; aunque puede suceder también que ambas narraciones coexistan en un solo y mismo texto, separadas, muchas veces, o hasta tal punto imbricadas que no resulta fácil desurdirlas. Vamos a intentar elucidar este misterio en las páginas que siguen: por qué esos relatos son dos, y por qué se yuxtaponen a pesar de su ostensible incon-gruencia. Este ensayo no tiene más pretensión que resolver el enigma de esta coincidentia oppositorum aparecida en el proce-so de constitución política de los pueblos hispanoamericanos, proceso indisociable del establecimiento en estos países de una hegemonía criolla.

12 Néstor García Canclini, La globalización imaginada, Buenos Aires, Paidós, 1999, p. 86.

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I. Durante las revoluciones

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¡A caballo, la América entera! Y resuenan en la noche, con todas las estrellas encendidas, por llanos y por

montes, los cascos redentores. Hablándoles a sus indios va el clérigo de México. Con la lanza en la boca pasan la corriente desnuda los indios venezolanos. Los rotos

de Chile marchan juntos, brazo en brazo, con los cholos del Perú. Con el gorro frigio del liberto van los negros

cantando, detrás del estandarte azul. De poncho y bota de potro, ondeando las bolas, van, a escape de triunfo,

los escuadrones de gauchos. Cabalgan, suelto el cabello, los pehuenches resucitados, voleando sobre la cabeza

la chuza emplumada. Pintados de guerrear vienen tendidos sobre el cuello los araucos, con la lanza de tacuarilla coronada de plumas de colores; y al alba,

cuando la luz virgen se derrama por los despeñaderos, se ve a San Martín, allá sobre la nieve, cresta del monte

y corona de la revolución, que va, envuelto en su capa de batalla, cruzando los Andes. ¿A dónde va

la América, y quién la junta y guía? Sola, y como un pueblo, se levanta. Sola pelea. Vencerá sola...

y al reaparecer en esta crisis de elaboración de nuestros pueblos los elementos que lo constituyeron,

el criollo independiente es el que domina y se asegura, no el indio de espuela, marcado de la fusta, que sujeta

el estribo y le pone adentro el pie, para que se vea de más alto a su señor.

José Martí, 1889

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Simón Bolívar, 1815

Hacía tres meses que el general había desembarcado discreta-mente en una rada de Kingston con el objetivo de conseguir el fi nanciamiento inglés para una nueva expedición revolu-cionaria en Venezuela. Pero el gobierno británico desconfi aba de este presunto patriota. Algunos lo acusaban de haber traicio-nado a un viejo aliado de Gran Bretaña, Francisco de Miranda, a cambio de un salvoconducto que le permitió librarse del fu-silamiento. Sus adversarios aseguraban además que un año antes había capitulado vergonzosamente ante otro capitán realista, José Boves, traicionando esta vez a toda Venezuela. Es cierto que Camilo Torres Tenorio le había confi ado a con-tinuación las tropas que ocuparon con éxito la región de Cun-dinamarca y la anexaron a las Provincias Unidas de Nueva Granada. Todo parecía indicar, no obstante, que las ambicio-nes del general caraqueño no habían sido del gusto de los neo-granadinos porque a mediados de mayo de 1815 un navío francés, La Découverte, ya estaba sacándolo de ese país para de-positarlo sin ruido en las costas de Jamaica.

El general esperaba desde entonces en su residencia de Princess Street la respuesta que no iba a llegar nunca. Solo un residente inglés de la isla, Henry Cullen, le había hecho llegar el 29 de agosto una misiva en la cual manifestaba su

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más viva simpatía por los revolucionarios sudamericanos y le pedía su opinión acerca de la situación política en aquellos territorios. Como este vecino le recordaba “las barbaridades que los españoles cometieron en el grande hemisferio de Co-lón”, Bolívar se apresuró a tomar la pluma para corroborar esta opinión: “Barbaridades que la presente edad ha rechaza-do como fabulosas, porque parecen superiores a la perversi-dad humana, y jamás serían creídas por los críticos modernos si constantes y repetidos documentos no testifi casen estas in-faustas verdades”13. Entre estos documentos se encontraba la Brevísima relación sobre la destrucción de las Indias, del domi-nico Bartolomé de las Casas que había sido reimpresa tres años antes por un editor bogotano. “Todos los imparciales”, proseguía el general, “han hecho justicia al celo, verdad y virtudes de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fer-vor y fi rmeza denunció ante su gobierno y contemporáneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario”14. Por-que durante ninguna guerra europea se habían cometido crí-menes tan abominables y ningún ocupante le infl igió a otro pueblo los ultrajes que los españoles les prodigaron a los in-dios. Repitiendo una acusación que se remontaba al siglo xvi, cuando juristas como Francisco de Vitoria, Fray Domingo de Soto o Alonso de Vera Cruz cuestionaron la legitimidad de la conquista, el Libertador sugería que estas guerras de ocupa-ción no respetaron ese jus gentium que los reinos europeos habían honrado desde tiempos medievales. Cuando Cullen denuncia entonces la “felonía con que Bonaparte prendió a Carlos iv y a Fernando vii”, Bolívar le replica que el trata-miento brindado por el emperador francés a los monarcas

13 Simón Bolívar, Doctrina del Libertador (ed. de Augusto Mijares), Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1984, p. 48.

14 Ídem.

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españoles no tiene punto de comparación con el que habían re-cibido Moctezuma o Atahualpa en manos de Cortés y Pizarro:

Existe tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y los reyes americanos, que no admite comparación; los primeros son tratados con dignidad, conservados, y al fin recobran su libertad y trono; mientras que los últimos sufren tormentos inauditos y los vilipendios más vergonzosos.15

Henry Cullen espera sinceramente en su misiva “que los sucesos que siguieron entonces a las armas españolas acompa-ñen ahora a la de sus contrarios, los muy oprimidos america-nos meridionales”. Y el general toma “esta esperanza por una predicción”: “el suceso”, le responde, “coronará nuestros esfuerzos”16. Este “suceso” no sería sino la inversión simétrica de la derrota sufrida por esos mismos “americanos” en tiem-pos de la conquista, cuando los españoles desembarcaron en este continente para sojuzgar a ese pueblo a lo largo de tres-cientos años. De estas declaraciones se infi ere que el adjetivo posesivo “nuestros” incluye no solo a quienes estaban llevan-do a cabo las campañas de liberación de las colonias españolas sino también a quienes habían perdido esa libertad tres siglos antes en manos de los invasores europeos.

Bolívar le estaba ofreciendo a Cullen una narración muy sucinta de la historia americana. Los habitantes de las Indias, según este relato, habían sido vencidos y dominados por el Im-perio español tras el desembarco de Colón, de modo que las revoluciones revertirían esta situación derrotando a los opre-sores y emancipando a los oprimidos. “Nosotros”, los “ameri-canos meridionales”, fuimos dominados por los españoles y

15 Ibíd., p. 51.16 Ibíd., p. 48.

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ahora estamos a punto de liberarnos. Bolívar no juzga necesa-rio destacar, a esta altura de su carta, el hecho de que el con-junto de esos “americanos meridionales” esté compuesto, entre otras minorías, por los descendientes de los indios conquista-dos pero también por los herederos de los conquistadores es-pañoles. De modo que el general caraqueño no tiene empacho en incluir bajo esa misma primera persona del plural a todos los individuos que nacieron en tierras de Indias sin importar la sangre que corriera por sus venas ni el estatus que tuvieran en la sociedad virreinal.

Ahora bien, después de informar al caballero británico acerca de los progresos de los movimientos revolucionarios desde Buenos Aires hasta México, Bolívar comenzaba por des-mentir esa identidad americana que él mismo había estableci-do procediendo a una restricción considerable del círculo tra-zado por la primera persona del plural: “... no somos ni indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propie-tarios del país y los usurpadores españoles...”17. El venezolano pareciera estar admitiendo, con esta declaración, que los revo-lucionarios son fundamentalmente criollos y que combaten la usurpación de los españoles aunque desciendan de los propios usurpadores, esto es: aunque no tengan un auténtico derecho de posesión sobre estas tierras, derecho que solo podría recono-cérsele, si tenemos en cuenta su encendida denuncia de la con-quista, a las poblaciones amerindias. “Nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado”, le explica el Libertador a Cullen, ya que “siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar estos a los del país y mantenernos en él contra la invasión de los invasores”18. Los criollos se hallaban, es verdad, en esa situación

17 Ibíd., p. 53.18 Ídem.

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extraordinaria: hacían valer ante los indígenas el derecho de conquista pero a su vez se oponían a la nación conquistadora.

Una vez abreviada la extensión de esa primera persona del plural, hasta no admitir en su interior más que a los colonos blancos, y establecida así la diferencia entre los criollos e in-dios, Bolívar cambia repentinamente de relato y empieza a quejarse de las discriminaciones sufridas por los miembros de su clan en las administraciones virreinales, para concluir su informe invocando aquel “principio de prelación” que debería, por el contrario, benefi ciar solo a los criollos como herederos de los conquistadores:

El emperador Carlos v formó un pacto con los descubridores, conquistadores y pobladores de América, que como dice Gue-rra, es nuestro contrato social. Los reyes de España convinieron solemnemente con ellos que lo ejecutasen por su cuenta y ries-go, prohibiéndosele hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les concedía que fuesen señores de la tierra, que organizasen la administración y ejercitasen la judicatura en apelación, con otras muchas exenciones y privilegios que sería prolijo detallar. El Rey se comprometió a no enajenar jamás las provincias americanas, como que a él no tocaba otra jurisdic-ción que la del alto dominio, siendo una especie de propiedad feudal la que allí tenían los conquistadores para sí y sus descen-dientes. Al mismo tiempo existen leyes expresas que favorecen casi exclusivamente a los naturales del país originarios de Es-paña en cuanto a los empleos civiles, eclesiásticos y de rentas. Por manera que, con una violación manifi esta de las leyes y de los pactos subsistentes, se han visto despojar aquellos naturales de la autoridad constitucional que les daba su código.19

19 Ibíd., p. 55.

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El alegato de Bolívar tampoco deja lugar a duda alguna. Aquellas “leyes expresas” y “aquellos pactos subsistentes” le concedían “a los naturales del país originarios de España” que fuesen “señores de la tierra” y les prometían “no enajenar ja-más las provincias americanas”. Las revoluciones de la inde-pendencia se proponen reparar el incumplimiento de estos pactos –incumplimiento que en ese momento se traduce, so-bre todo, en una discriminación de los criollos en la adminis-tración colonial y en el monopolio comercial impuesto por la monarquía– y restablecer la “autoridad constitucional” de la minoría criolla en los territorios de ultramar.

En su célebre “Carta de Jamaica” Bolívar reúne dos narra-ciones antitéticas acerca de la historia americana. En la pri-mera, los criollos y los indios aparecen peleando codo con codo contra la opresión española, mientras que en la segunda esos mismos criollos reclaman los privilegios que les habían concedido a sus ancestros los Reyes Católicos y Carlos v en recompensa por haber contribuido a la anexión de esos terri-torios al Imperio y por haber favorecido la opresión de todos sus habitantes (cualquiera sabe que no se conquistan las tie-rras sino los súbditos capaces de trabajarla). En la primera, la conquista se presenta como una usurpación y un crimen abo-minable; en la segunda, como una proeza cuya recompensa habrían sido las “capitulaciones”, es decir, para Bolívar: “nues-tro contrato social”. La conquista fue, en un caso, una viola-ción del derecho de gentes y, en el otro, la carta fundamental de “los naturales del país originarios de España”20.

Muchos políticos discrepaban, por ese entonces, con Bolí-var, empezando por los realistas españoles y terminando por los federales venezolanos, por razones muy distintas e incluso

20 Cf. Beatriz Pastor, Discursos narrativos de la conquista: mitifi cación y emer-gencia, Hanover, Ediciones del Norte, 1988.

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opuestas. Pero lo interesante en su “Carta de Jamaica” es has-ta qué punto Bolívar discrepaba con Bolívar, el americano –por llamarlo así– con el criollo, el natural de las Indias con el oriundo de España, el aliado de los conquistados con el des-cendiente de conquistadores, el paladín de la igualdad con el abogado de la superioridad blanca, el que denuncia la viola-ción del jus gentium cometida por los invasores ibéricos y el que eleva las capitulaciones al rango de carta magna de la Amé-rica española. Porque Bolívar no heredó de sus predecesores una narración u otra, sino las dos, apareadas, lo que vale tanto como decir que heredó una discrepancia.

Esta discrepancia, aun así, no debería asombrarnos ya que la existencia de un mismo individuo no signifi ca la existencia de una misma identidad. Bolívar tenía, por lo menos, dos, y ambas se encontraban en confl icto a propósito de ciertos pun-tos importantes como la legitimidad de la conquista o el esta-tuto político de los movimientos revolucionarios. Y no es raro que así fuera. Cada una de esas identidades contaba y, a su vez, protagonizaba un relato diferente: el americano defendía su tierra natal contra la invasión española mientras que el crio-llo defendía su linaje, o su clan, contra la administración pe-ninsular. Ambos coincidían, es cierto, en ese punto preciso: el enemigo era, a grandes rasgos, la monarquía española y sus representantes locales. Pero quizá fuese el único punto de convergencia entre ambos. Y por eso la desaparición de ese enemigo común, una vez consumada la independencia, ter-minaría sellando el divorcio de estas dos identidades (por lo menos hasta que otros imperios vinieran a ocupar ese lugar, lo que no tardaría mucho en producirse).

Aquello que vale para Bolívar, vale también para otros pa-triotas de los movimientos de la independencia. No basta con que un texto haya sido fi rmado por Camilo Henríquez, Ser-vando Teresa de Mier, Francisco de Miranda o Juan Pablo Vis-cardo y Guzmán, para dar por sentado que un mismo sujeto

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se pronuncia a lo largo de sus líneas. Hay que constatar, en cada oportunidad, quién está hablando, si el americano o el hijo de españoles, si el nacido en América o el oriundo de Eu-ropa, si quien defi ende su tierra o quien venera a sus ancestros, sabiendo, desde luego, que tanto el uno como el otro no son tanto la causa como el efecto de la narración que están con-tando. De hecho, no solo es importante quién habla sino tam-bién a quién se dirige y acerca de quién está hablando. Cada una de estas variables va a introducir una infl exión en las na-rraciones de la independencia, con sus puntos sobresalientes y sus omisiones. Si en un caso, por tomar solo un ejemplo, las masacres y la servidumbre de los indios se explicaban por la codicia y la sed del oro, un afán de riquezas semejante va a traer aparejado, en el otro, la prosperidad de la región. Y si en un relato los conquistadores españoles se enriquecieron gra-cias a las inenarrables fatigas de los nativos explotados, las fa-tigas de los conquistadores solventaron, en el otro, los lujos exuberantes de la corte madrileña. Este doble sentido antité-tico de ese episodio primigenio va a caracterizar a las narra-ciones de la independencia hispanoamericana.

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Camilo Henríquez, 1812

Tres años antes de la “Carta de Jamaica”, el fraile revoluciona-rio Camilo Henríquez, hijo de la fl or y nata de la burguesía valdiviana, miembro de la orden de los Ministros de los En-fermos Agonizantes, o “Frailes de la Buena Muerte”, conocido como director del semanario independentista Aurora de Chile y ferviente defensor del proceso revolucionario –por lo menos hasta que en 1814 reconozca la soberanía de Fernando vii en sus tierras–, había incurrido en una contradicción muy seme-jante a la de Simón Bolívar. El 18 de septiembre de 1812 este sacerdote se atrevió a publicar unos cuartetos endecasílabos consagrados a conmemorar los dos años del cabildo abierto que eligiera la primera junta de gobierno en aquel país austral. En sus versos arengaba a sus compatriotas llamándolos “hijos del Sud” pero también “pobres colonos”, expresión que táci-tamente excluía a las poblaciones amerindias. En las primeras cuatro estrofas les recordaba a sus pares que la libertad es un derecho natural y, por ende, universal. Ninguna bula ni trata-do podía impedirles desembarazarse del yugo español si su voluntad era esa. Es cierto que la quinta estrofa se iniciaba con una pregunta retórica que traía a colación el derecho de con-quista esgrimido por la monarquía. Pero este fraile lo hacía para darse la ocasión de impugnar su validez:

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¿Y el célebre derecho de conquista?¿Puede ser un derecho de violencia?¡Llamar derecho al robo, al exterminio!Derecho es de ladrones y de fi eras.21

Aunque omitiera mencionar una vez más a las víctimas de esos robos y exterminios, la respuesta del fraile chileno no dejaba lugar a duda alguna: la conquista fue, por donde se la mirase, un crimen. El silogismo que esta quinta estrofa encie-rra podría reconstituirse incluso de este modo: si la violencia es lo contrario del derecho –y la conquista fue violencia–, en-tonces la conquista es lo contrario del derecho. Pero si la con-quista fue una usurpación, se infi ere además que los “godos” carecen de cualquier derecho de posesión de estas tierras, consecuencia que les confi ere plena legitimidad a la lucha de los insurgentes criollos, incluso tras la vuelta de Fernan-do vii al trono. En la siguiente estrofa, no obstante, el tonsu-rado chileno presenta esta misma conquista bajo un ángulo bastante diferente:

Si da derechos la conquista, somossolo nosotros dueños de estas tierras,pues todos somos, sin haber disputa,de los conquistadores descendencia.22

Resumamos ambos argumentos: si la conquista fue injus-ta, entonces fue perpetrada por “nuestros” adversarios, los go-dos, quienes “nos” dominaron a lo largo de trescientos años; si fue justa, fue emprendida por “nuestros” antepasados, y esto

21 Camilo Henríquez, “En el 18 de septiembre de 1812” en Poesía de la in-dependencia (ed. de Emilio Carilla), Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979, p. 164.

22 Ídem.

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“nos” da derechos de posesión sobre esta tierra. Se habrá no-tado entonces que los adjetivos posesivos y los pronombres personales pueden incluir, en el primer caso, a los indios, aun-que no los mencione expresamente, pero que esta inclusión queda defi nitivamente descartada en el segundo argumento a pesar de la aparición del cuantifi cador universal todos. El pri-mer nosotros abarca a los americanos en general mientras que el segundo incluye solo a los criollos, esos “pobres colonos” a quienes el prelado destinaba estos cuartetos.

No era la primera vez que Henríquez transitaba estos ca-minos serpenteantes a propósito de la conquista, mudando, entre una frase y otra, su atuendo. En junio de ese mismo año, el sacerdote valdiviano había librado a la imprenta un artículo bastante breve acerca de los derechos de los españoles euro-peos y americanos sobre los territorios indianos. “Descende-mos de los conquistadores –afi rmaba–, pero no somos cóm-plices de las violencias que seguían sus armas”23. El chileno estaba reconociendo de este modo que la conquista había sido un crimen de lesa humanidad y que los criollos descendían de esos mismos criminales, aunque nadie pudiera recriminar-les, ni mucho menos, las faltas de sus ancestros. Henríquez le niega incluso legitimidad al jus sanguinis vigente en los vi-rreinatos, para acordársela a ese jus soli que va a convertirse en el único derecho de nacionalidad de las inminentes repú-blicas americanas. “Tenemos en el suelo que pisamos el mis-mo derecho que sus antiguos habitantes, pues unos y otros nacimos en él”24, declaraba en este artículo. Como sucedía con muchos autores de aquellos movimientos de insurgencia, el

23 Camilo Henríquez, “Descendemos de los conquistadores pero no so-mos cómplices de las violencias”, Aurora de Chile, Jueves 18 de junio de 1812. En: www.auroradechile.cl

24 Ídem.

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conjunto de los naturales o nativos incluye para el chileno tanto a indios como a criollos. Un tiempo después, de hecho, Fray Camilo iba a escribir una obra de teatro, La Camila (sic), en la cual esta muchacha criolla, esta “patriota sudamericana”, se enamora de un valiente araucano.

Ahora bien, cuando en la página siguiente el chileno re-cuerda los padecimientos de los “españoles americanos”, el abominable crimen de los conquistadores españoles se trans-forma de improviso en una gloriosa hazaña que debería bene-fi ciar, esta vez sí, a sus descendientes: “¿Es posible que nuestros padres alcanzaron tantas victorias, expeliendo a los infi eles en la Península, navegaron mares desconocidos y conquistaron imperios, para hacer el tormento de su posteridad?”25. Henrí-quez no llega a tildar de “infi eles” a los indios, es cierto, aun-que el paralelo entre la conquista y la reconquista –se habrá notado– no deja de sugerirlo. El sacerdote reconoce incluso en este texto que estos pueblos derramaron mucha sangre duran-te aquellas invasiones perpetradas por los europeos. Pero le pregunta al lector: “¿Cuántos conquistadores murieron? Si toda la sangre, que ha empapado aquellas regiones, pudiera reunirse, pudieran juntarse en un mismo lugar todos los ca-dáveres, la sangre y los cadáveres de los europeos ocuparían un gran espacio”26. Y en una nota al pie añade: “Solo en Chile, en los combates con los indios, se computan muertos veinte y cinco mil españoles”27. Aquí la sangre vuelve a prevalecer so-bre el suelo porque este pasaje ya no concierne al antagonismo entre dos naciones –los nacidos en España y los nacidos en América– sino a la igualdad entre los miembros de una mis-ma gens: las personas de origen español.

25 Ídem.26 Ídem.27 Ídem.

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Americanos natos y, a la vez, oriundos de España, los crio-llos disponen de esta doble identidad; pueden interpretar am-bos personajes o sentirse interpelados alternativamente por una u otra narración acerca de la historia americana. Y esta inusual doble inscripción de la minoría criolla le permitía al fraile chileno reunir en un mismo poema, y hasta en dos es-trofas aledañas, aquellas dos narraciones que algunos años más tarde iba a superponer, sin demasiados pruritos, Bolívar. De una primera persona del plural que incluía tanto a las víc-timas de la conquista como a los nietos de los victimarios, el valdiviano pasa a otra que solo admitía en su interior a los segundos. Y no va a ser ni el primero ni el último en repro-ducir esta coincidentia oppositorum (coincidencia que, se habrá notado, no llega en ningún momento hasta la conciliación ya que mal se ve cómo podría superar las desaveniencias entre estos dos relatos). Un año antes de aquel poema del prelado valdiviano, y en unas notas que serán publicadas junto con su Carta del americano al español, otro cura revolucionario, con ribetes de heresiarca, Fray Servando Teresa de Mier –cuyas correrías recobrarían celebridad tras la Revolución cubana gracias a una novela de Reinaldo Arenas, El mundo alucinan-te–, había repetido ese viejo “fervor contradictorio” de la mi-noría criolla28.

28 La novela de Reinaldo Arenas se inspira a su vez en una de las mejores biografías de este cura, escrita por Alfonso Reyes algunos años antes: “Fray Servando Teresa de Mier” en Última Tule y otros ensayos (ed. de Rafael Gutiérrez Girardot), Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1991, pp. 110-117.

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Servando Teresa de Mier, 1810

El 13 de noviembre de 1810 una cartilla había comenzado a circular entre las tropas leales encargadas de reprimir, por or-den de las Cortes de Cádiz, la rebelión popular liderada por Morelos. El sibilino mensaje les decía a los soldados:

Los indios son los naturales del país: todos los demás no tienen otro derecho a él que el que les dieron nuestros antepasados conquistadores que es igual al que tenemos los españoles: ni puede probar otra cosa ningún americano: por lo que el indio es acreedor a nuestra consideración.29

El mensaje, como se habrá notado, no se dirigía tanto a los criollos como a los indígenas, y trataba de desmantelar aque-lla estrategia de alianza entre ambas minorías poniendo de relieve el hecho de que los primeros descendían de los con-quistadores españoles o de quienes habían usurpado la tierra de los segundos. Cuando el volante sostiene que no “puede

29 Citado por Fray Servando Teresa de Mier, “Nota Sexta. Sobre los dere-chos de los Americanos a los empleos de América, y a toda ella” en Carta del americano al español, Santiago de Chile, Imprenta del Gobierno, 1812, p. 47.

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probar otra cosa ningún americano”, está incluyendo en este gentilicio solamente a los criollos, lo que signifi ca que lo en-tiende como una diferencia específi ca dentro del grupo de los españoles (“españoles americanos” y “españoles peninsula-res”). El redactor de este panfl eto había comprendido perfecta-mente bien la estrategia revolucionaria consistente en estable-cer una fraternidad entre criollos e indígenas como hijos de la misma tierra. De ahí que les recuerde a unos y otros que los únicos “naturales del país” eran los indios. Los criollos, al igual que los españoles, solo tenían sobre esas tierras el derecho que les confi rió la conquista, a saber: el derecho del más fuerte. Y la cartilla insinúa, sin demasiados escrúpulos, que los realistas iban a seguir ejerciéndolo. Pero también –y los aborígenes no debían dejarse engañar al respecto– que iban a seguir ejercién-dolo sus ocasionales aliados.

Tras ridiculizar los argumentos del panfl eto, Fray Ser-vando Teresa de Mier –un cura independentista, de escritu-ra copiosa y pimentada, que había pasado varias temporadas en los calabozos del Santo Ofi cio después de haber pronuncia-do aquel sermón inspirado en las tesis de Carlos de Sigüenza y Góngora–, iba a tratar de contrarrestarlos invocando, una vez más, el jus soli:

¡Americanos! tenemos sobre América el derecho mismo que tenían los indios originarios de la Asia como todo el género hu-mano, el que tienen todas las naciones en su país, el de haber nacido en ellas, cultivado la tierra, edifi cado y defendido sus Pueblos: tenemos el mismo derecho que nos da la injusticia de los españoles europeos, que por haber nacido allí no nos quieren considerar como iguales sino en palabras: tenemos el derecho de las castas [los africanos], que han sido excluidas del censo español en la Constitución, porque dicen los europeos que su representación está embebida en la nuestra: tenemos el derecho de los indios, porque como sus paisanos tenemos el

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derecho nato de protegerlos contra el bárbaro derecho que se arrogaron los españoles de declarar en pupilaje eterno a la mi-tad del mundo para darle su protección que nadie pedía, y que es tan buena por lo menos como la que ellos no quieren aceptar de Napoleón...30

El apóstrofe inicial, “¡Americanos!”, tampoco incluye, en esta ocasión, a los indios y africanos (“las castas”), ya que am-bos aparecen mencionados como terceras personas. La opo-sición entre “españoles americanos” y “gachupines”, como se los motejaba en México desde el siglo xvii, se está volvien-do aquí confl ictiva, dado que el fraile ya no pone el acento sobre los derechos de sangre sino de suelo: los criollos nacie-ron en la misma tierra que los indios y los africanos, de modo que comparten una misma hostilidad hacia el pueblo que invadió su territorio (nótese además que este texto es uno de los pocos en donde se señala que los indios también son oriun-dos de otro continente, Asia, una manera oblicua de legitimar los derechos de ese otro grupo proveniente de otras tierras pero nacidos en esa: los criollos). Los criollos, si se observa bien, están aceptando así el lugar en el cual los colocaban “los españoles europeos”, que por haber nacido allí no los quieren “considerar como iguales sino en palabras” y que no les reco-nocen ya los privilegios que sus propios ancestros les habían concedido.

Recordemos por otra parte que Fray Servando –quien ha-bía prologado la obra de otro fraile dominico, Bartolomé de las Casas, y tenía un amplio conocimiento de la historia pre-colombina, en parte gracias a la lectura de Sigüenza y Gón-gora– era uno de los pocos escritores revolucionarios que so-lía citar con satisfacción la palabra de los indios, sobre todo

30 Mier, Carta..., ob. cit.

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cuando se trataba de insistir acerca del antagonismo inconci-liable entre americanos y españoles:

“Dexadme darles tercer batalla –dixo Xicotencatl, General de los Tlaxcaltecas al Senado que quería capitular con Cortés– dexadme darles tercer batalla con todas nuestras fuerzas, por-que he conocido que estos hijos del sol son tan soberbios que nos tendrán siempre debaxo de sus pies”. ¡Ah! no se engañaba: y de aquella República libre, con cuya ayuda solamente pudieron triunfar, no restan hoy sino algunas tristes ruinas.31

La revolución de la independencia restablecería, en este aspecto, aquella “República libre” que Cortés y sus secuaces habían arrasado después de liquidar a sus monarcas, como si la liberación del yugo de los españoles trajera aparejado un regreso a los orígenes, cuando los americanos no se habían vis-to forzados todavía a encorvar la cerviz bajo el yugo de los eu-ropeos. El propio Mier, aun así, acababa de invocar el derecho de sangre y de situar la revolución en una secuencia narrativa totalmente diferente:

Los criollos en fi n no son conquistados sino hijos de conquis-tadores y primeros pobladores, que habiéndolo hecho a sus ex-pensas, como dice Herrera, obligaron al soberano de España a quien cedieron sus conquistas, a guardarles los pactos que en el Código de Indias se llaman privilegios. Estos pactos no se han guardado a sus hijos, y tienen estos derechos para reclamarlos hasta con la espada en la mano, una vez que no han querido oír en las Cortes a sus Representantes...32

31 Ibíd., p. 48.32 Ibíd., p. 47.

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Al igual que Henríquez y Bolívar, el tonsurado rebelde retorna a esa narración que cuenta la historia de la minoría criolla despojada de los privilegios que habían obtenido sus ancestros gracias a su valeroso desempeño en tiempos de la conquista. Cuando Bolívar, como vimos, evoque unos años más tarde en la “Carta de Jamaica” a un tal Guerra, va a es-tar haciendo alusión a un escrito que el propio Mier había publicado en Londres con el belicoso seudónimo de Juan Guerra: la Historia de la Revolución de Nueva España. Allí el sacerdote exponía con mayor detalle el contenido de las ca-pitulaciones firmadas entre los reyes y los conquistadores:

Al pacto solemne y explícito que celebraron los americanos con los reyes de España, que más claro no lo hizo jamás nación al-guna; y está autenticado en el mismo código de sus leyes. Esta es nuestra magna carta. Los reyes de España capitularon jurí-dica y solemnemente, desde Colón, con los conquistadores y descubridores de América para que lo fuesen a su propia cuen-ta y riesgo (prohibiéndose expresamente hacer algún descubri-miento, navegación ni población a costa de la Real Hacienda) y que por lo mismo quedasen señores de la tierra, con título de marqueses los principales descubridores o pobladores, reci-biendo a los indígenas en encomienda, vasallaje o feudo, a tí-tulo de instruirlos en la religión, enseñarlos a vivir en policía, am-pararlos y defenderlos de todo agravio o injuria; para lo cual se repartían entre los descubridores y pobladores, según el rango de estos y la calidad de sus encomiendas, tributándoles tam-bién como antes a sus señores; que estos nuevos diesen nombres a la tierra, a sus ciudades, villas, ríos y provincias, y dividiesen estas; pusiesen sus ayuntamientos, confi rmasen sus alcaldes o jueces ordinarios, hiciesen ordenanzas y como adelantados ejerciesen en su distrito jurisdicción en apelación, con las cargas anexas de defender la tierra que conquistasen, concurriendo siempre con sus armas, caballos y a su costa, al llamamiento del

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general; para lo cual prestaban juramento de fi delidad y home-naje, etc., en los términos que capitularon con el rey, y de que muchos constan en el código de Indias, principalmente en el libro iv: quedando el rey con el alto dominio de las Indias Oc-cidentales descubiertas o por descubrirse con tal que no pueda enajenarlas ni separarlas de la corona de Castilla a que están in-corporadas, en todo ni en parte, en ningún caso, ni en favor de nin-guna persona. Y considerando (concluye el emperador Carlos v) la fi delidad de nuestros vasallos y los trabajos que los descubridores y pobladores pasaron en su descubrimiento y población, para que tengan mayor certeza y confi anza de que siempre estarán y perma-necerán unidas a nuestra Real Corona, prometemos y damos nues-tra fe y palabra real por Nos y los reyes nuestros sucesores de que para siempre jamás no serán enajenadas ni apartadas en todo ni en parte, ni sus ciudades ni poblaciones, por ninguna causa o razón, o en favor de ninguna persona; y si Nos o nuestros sucesores hicié-remos alguna donación o enajenación contra lo dicho sea nula y por tal la declaramos. Este juramento ha sido confi rmado por los reyes posteriores.33

Los criollos estaban dispuestos a reclamar esas prerroga-tivas perdidas, explicaba Fray Servando, “hasta con la espada en la mano”, de modo que las revoluciones de la independen-cia se inscribirían, si seguimos esta narración, en una tradi-ción de asonadas criollas que se remontan a las sublevaciones contra las Leyes Nuevas de 1542 promulgadas por el propio Carlos v.

Fray Servando está obligado a admitir, no obstante, que los monarcas españoles tuvieron que suprimir muchos privilegios

33 Fray Servando Teresa de Mier, Historia de la revolución de Nueva España en Ideario político (ed. de Edmundo O’Gorman), Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1984, p. 81.

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acordados a los conquistadores y sus descendientes después de haber leído la Brevísima relación... de Las Casas y de haber constatado el tratamiento que los encomenderos les infl igían a los indios. Incluso antes de que Las Casas diera a conocer su célebre diatriba, Fray Antón de Montesinos, igualmente dominico, había comenzado a predicar contra el maltrato de los conquistadores hacia los indios, a tal punto que los enco-menderos apelaron a la autoridad del virrey Diego de Colón para que prohibiera sus sermones (se supone que las llamadas Leyes de Burgos de 1512, las primeras destinadas a proteger a los indígenas, fueron promulgadas bajo la inspiración de Fray Pedro de Córdoba y Fray Antón de Montesinos34). Lejos de presentarse como responsables de las truculentas tropelías cometidas durante la conquista, la monarquía española apa-rece en esta oportunidad como la protectora de las poblaciones conquistadas:

Pero los misioneros dominicanos, a su cabeza Montesinos, Cór-dova, Casas, etc., viendo los excesos a que se propasaron los con-quistadores, y la desolación de los indígenas bajo pretexto de la misma religión que los prohibía, y bajo cuyo título se santifi ca-ba la más injusta invasión, no solo allá desde el principio en la Isla Española o de Santo Domingo, que era entonces el paso y como la metrópoli de los españoles del Nuevo Mundo, obraron para contrarrestar aquellos males con cuantos medios estuvie-ron a su alcance, sino que repasando muchas veces los mares alborotaron con sus escritos y por medio de su orden en las cá-tedras, púlpitos y tribunales, las ciudades y cortes de España y Roma: y alarmaron las conciencias de los papas que enviaron breves y fulminaron anatemas contra los tiranos; y de los reyes,

34 Cf. Pedro Henríquez Ureña, Las corrientes literarias en la América hispá-nica, Bogotá, Fondo de Cultura Económica, 1994, p. 22.

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que enviaron visitadores, corregidores, audiencias y erigieron el Consejo de Indias para velar a la observancia de las cédulas y reales órdenes, pragmáticas, ordenanzas, etc. que hubiesen emanado o emanasen para corregir tantos desórdenes.35

Al igual que Bolívar y Henríquez, Mier alterna, a lo largo de sus textos, dos relatos. La narración criolla, digamos, co-mienza con las hazañas de los conquistadores, comparables con las proezas de los caballeros que consumaron la recon-quista de la península ibérica, y prosigue con la pérfi da trai-ción del gobierno metropolitano que no solo les arrebata a sus vástagos sus títulos y privilegios sino que además los trata como si ya no fuesen españoles. A esta narración podríamos llamarla la novela familiar del criollo, ya que cuenta la historia de esta minoría abandonada por sus parientes en un territo-rio lejano y privada incluso del reconocimiento que estos le debían, no solo por tener la misma sangre sino también por haber contribuido a incrementar la riqueza y el poder de la familia. Esta novela criolla contrasta con la epopeya popular americana, para la cual la conquista es sinónimo de usurpa-ción, o de violación del derecho, y ya no, como insinuaba Bolívar, citando al propio Mier, de establecimiento del dere-cho (“nuestro contrato social...”). Los patriotas se presentan en este caso como aliados de los indios conquistados mientras que en la novela criolla aparecen más bien como descendientes de sus opresores. La epopeya popular americana es la historia de los oprimidos, sin importar su origen ni su color; la novela familiar del criollo es la historia de los desheredados.

De acuerdo con la narración americana, las revoluciones serían la “venganza” de los autóctonos contra las vejaciones cometidas por el invasor español, de modo que los actuales re-

35 Mier, Historia..., en Ideario político, ob. cit., pp. 81-82.

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volucionarios pueden considerarse como herederos de Lauta-ro, Cuauhtémoc o Tupac Amaru. De acuerdo con la narración criolla, por el contrario, estas revoluciones prosiguen aquella tradición de rebeliones que se habían iniciado con los con-quistadores y los encomenderos que “acataban pero no cum-plían” las Leyes Nuevas y los sucesivos edictos promulgados por los monarcas españoles para proteger a los indios de esas mismas vejaciones (otro sacerdote, el jesuita Juan Pablo Vis-cardo y Guzmán, recordaba las palabras proferidas por “el Jus-ticia” durante la ceremonia de coronación de los soberanos aragoneses: “Nos que valemos cuanto vos, os hacemos nuestro rey y señor, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades; y si no, no”36). Cuando Sigüenza y Góngora, como vimos, pro-fería aquella sentencia rayana con el delirio (los indios son la gente “más ingrata, desconocida, quejumbrosa e inquieta que Dios crió, la más favorecida con privilegios y a cuyo abrigo se arroja a iniquidades y sinrazones, y las consigue”37), estaba re-produciendo, desde luego, las protestas habituales de los pa-trones criollos cuyos derechos de explotación de la mano de obra indígena estaban siendo limitados por las sucesivas re-glamentaciones provenientes de Madrid (algunos años antes de los levantamientos de Hidalgo y Morelos, el virrey de Nue-va España había tenido que enfrentar las asonadas de los en-comenderos de Yucatán que se rebelaron, “hasta con la espada en la mano”, contra la supresión de las encomiendas ordenada por el gobierno metropolitano).

Los criollos ocupaban así dos lugares a la vez: en su enfren-tamiento con los españoles, asumían la identidad de los ame-ricanos conquistados; en su relación con los indios conquis-

36 Juan Pablo Viscardo y Guzmán, Carta dirigida a los españoles americanos (ed. de David Brading), México, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 36.

37 Sigüenza y Góngora, ob. cit., p. 115.

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tados, asumían la identidad de los conquistadores ibéricos. En un caso eran naturales de América; en el otro, oriundos de Es-paña. En una narración formaban parte de un pueblo; en la otra, de un clan apenas. Aunque ambas narraciones son his-pano-americanas, cada una parece privilegiar una mitad del gentilicio. Para la epopeya americana, la fraternidad entre las diversas minorías proviene de su hostilidad hacia el enemigo común: el invasor del suelo americano. Para la novela criolla, la fraternidad solo puede provenir de una herencia común: hispana y, en última instancia, europea. Alianza y fi liación: Hispanoamérica reúne, en un caso, a los pueblos que se rebe-laron contra la opresión española y, por extensión, contra la invasión europea; Hispanoamérica reúne, en el otro, una serie de bastiones ultramarinos de Occidente.

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Francisco de Miranda, 1801

El hombre que cruzaba el canal de la Mancha aquella noche de otoño en un crujiente bajel belga había luchado en África del Norte contra los moros, en Pensacola contra los monár-quicos ingleses y en Amberes contra los enemigos de la Re-volución francesa; había conocido a George Washington en Pensilvania, a la emperatriz Catalina de Rusia en Kiev y a una tal Susan Livingston en Nueva York –durante años mantuvo con ella una correspondencia puntual y apasionada–; tanto en Madrid como en La Habana había logrado huir de justesse de la Santa Inquisición que lo acusaba de poseer libros prohi-bidos y litografías obscenas, y ahora acababa de sustraerse a la guillotina después de haber combatido para el ejército re-volucionario girondino y de frecuentar el salón de Madame de Staël. Cuando llegó fi nalmente a Londres –habiendo aban-donado en París una tupida biblioteca cuya devolución va a reclamarle por carta a Napoleón– se consagró a preparar la última gran aventura de su vida: la campaña política y militar cuyo objetivo era la emancipación de las colonias españolas en América.

Después de atravesar innumerables puertas tebanas para entrevistarse con Pitt y obtener el reticente apoyo británico en la empresa revolucionaria, Miranda redactó un detallado

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plan militar, un escrupuloso proyecto político y dos procla-mas dirigidas a los habitantes del “Continente Colombiano alias Hispano-América”. El legendario aventurero aseguraba en una de ellas que la conquista no había respetado ese “de-recho de gentes” que hoy denominaríamos más bien “dere-cho internacional”, y que incluía, por sobre todo, los llama-dos “derechos de guerra” (el derecho a declararla, o jus ad bellum, pero también los derechos reservados a los propios beligerantes, o jus in bello, como ocurre con el tratamiento de los prisioneros):

Para que la guerra sea en forma es menester, primeramente que la potencia que ataca, tenga un justo motivo de queja, que se le haya rehusado una satisfacción razonable; y que haya declarado la guerra. Esta última circunstancia es de rigor; atento a que este es rehusado reiteradamente una satisfacción equitativa. Tales son las condiciones esencialmente requisitivas, para constituir una guerra en forma.38

Pero dado que españoles y americanos no se conocían, “ni aun de nombre”, antes de que se iniciara la conquista, no po-día haber ofensa ni obligación de ofrecer satisfacción. Esto explica por qué los Reyes Católicos solo podían alegar “la do-nación del Papa español”39, el aragonés Alejandro vi, bula cuya legitimidad ya había sido contestada durante la propia conquista por algunos eminentes doctores del derecho canó-nico. De esto se desprende que “los españoles ni tenían aun sombra de pretexto para llevar la guerra y sus estragos al

38 Francisco de Miranda, Documentos fundamentales (ed. de Elías Pinto Iturrieta, Josefi na Rodríguez de Alonso y Manuel Pérez Vila), Caracas, Biblio-teca Ayacucho, 1992, p. 99.

39 Ídem.

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continente americano”, de modo que “sus hostilidades han sido injustas, sus victorias, asesinatos, y sus conquistas rapi-ñas y usurpaciones”40. El patriota –está muy claro– no deja ningún resquicio por donde morigerar su condena categórica de los crímenes cometidos por los conquistadores españoles. Él mismo añade, no obstante, que “si el derecho de conquista pudiese ser admitido, esto no podía ser sino de los sucesores en favor de aquellos conquistadores, que a sus propias expen-sas intentaron estas expediciones lejanas y arriesgadas, sin que costase nada a la corona de España”41.

La conquista fue una usurpación, qué duda cabe, pero no deja de ser injusto que la corona les niegue a estos usurpado-res –y a sus descendientes, sobre todo– las prerrogativas que la usurpación les confi rió, de modo que esa conquista no de-bería benefi ciar a los españoles peninsulares sino a aquellos que se quedaron en los territorios usurpados por sus valerosos ancestros, batiéndose contra los aborígenes hostiles y explo-tando a los demás para que la metrópoli terminara apropián-dose y aprovechando, casi exclusivamente, sus riquezas prodi-giosas. De ahí que en otra proclama divulgada algunos meses más tarde, Miranda recordara los “horrores” cometidos por los españoles cuando “se apoderaron de este continente” pero también “la tiranía que han ejercido después” sobre indios y criollos: “Nuestros derechos como nativos de América, o como descendientes de los conquistadores, como indios o como es-pañoles, han sido violados”42.

Como puede comprobarse, esta primera persona del plu-ral reunía ya en un mismo grupo, o en una misma herman-dad, a los victimarios y a sus víctimas, a los usurpadores y los

40 Ídem.41 Ibíd., p. 98.42 Ibíd., p. 94.

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usurpados. Los derechos de los indios fueron violados porque los conquistadores les arrebataron sus tierras y su libertad. Y los derechos de estos conquistadores fueron violados igual-mente porque los monarcas españoles los despojaron de su “autoridad constitucional” y de los poderes que les habían acordado para avasallar a esas mismas poblaciones. Esta pri-mera persona del plural está integrada, en consecuencia, por dos minorías diferentes cuyos reclamos de justicia, es cierto, han sido desoídos por las autoridades hispánicas, pero que solo tienen en común el hecho de haber conocido este desdén del gobierno metropolitano. Porque si la monarquía los hu-biese oído, y hubiera tratado de satisfacer ambas demandas, aquellas dos minorías no habrían compuesto jamás un mis-mo grupo, dado que los dos reclamos resultan, en lo esencial, incompatibles entre sí. Tanto los indios como los criollos na-cieron en esa tierra, evidentemente, pero el jus soli no se con-funde con el derecho a la apropiación del suelo: los indígenas invocan los derechos de los pueblos incautados; los criollos in-vocan los derechos de los incautadores traicionados.

Cabría preguntarse entonces a qué pedido de justicia ter-minaron por darle satisfacción las revoluciones de la inde-pendencia que Miranda fomentó: si a la demanda de restitu-ción de los indígenas usurpados o a la demanda de respeto del “contrato social” originario de los descendientes de los usur-padores. En la narración americana, la revolución venía a es-tablecer la igualdad entre los diversos grupos; en la narración criolla, la revolución venía a restablecer la superioridad de los criollos. Las revoluciones hispanoamericanas instaura-ron, por un lado, el principio de igualdad republicana de to-dos los ciudadanos y, por el otro, el principio de hegemonía política de esa minoría criolla. No podemos decir entonces, a la vista de las desigualdades notorias en las sociedades hispa-noamericanas, que las revoluciones de la independencia sean un proyecto inconcluso, traicionado o aplazado: la diferencia,

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o incluso la divergencia, entre la igualdad promulgada y la desigualdad establecida, ya se encontraba en los propios textos de los revolucionarios desde el momento en que reunían aque-llas dos narraciones divergentes.

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Juan Pablo Viscardo y Guzmán, 1791

Cuando Francisco de Miranda arribó a Londres después de su aventura revolucionaria junto a los girondinos franceses, en-tró en contacto con un diplomático norteamericano, Rufus King, que había conservado los papeles de un jesuita arequi-peño muerto en la capital británica en 1798. Juan Pablo Vis-cardo y Guzmán había formado parte de la congregación expulsada de América en 1767 pero se había secularizado en la Toscana, lo que implicaba arrepentirse, claro está, de sus votos de pobreza. El gobierno español, sin embargo, no lo entendió de este modo y se negó a entregarle, como conse-cuencia, la herencia de su difunto padre. Pobre y privado, además, de ejercer el sacerdocio, el joven Juan Pablo se ha-bía vuelto, en busca de ayuda, hacia John Udny, cónsul in-glés en Livorno, para terminar por instalarse en Londres en 1782, donde se puso al servicio del gobierno de Su Majestad. Los británicos comenzaban a sostener en secreto las rebe-liones en las colonias españolas y Viscardo contaba con mu-chos amigos adeptos a la causa de la independencia entre los jesuitas exiliados en Italia. En 1791 el arequipeño redactó en francés esa “carta a los españoles americanos” que algu-nos consideran como la primer proclama independentista de la América española y que Miranda tradujo en 1799, para

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difundirla entre los partidarios de la emancipación antes de emprender su primera expedición hacia las costas de su país natal, Venezuela.

Viscardo se había mostrado quizá menos rotundo que Bolívar, Mier, Henríquez o Miranda a la hora de evaluar los derechos de los conquistadores y sus herederos criollos, aun-que no cabía para él la menor duda de que eran más legíti-mos que los invocados por los monarcas hispanos para reinar sobre las Indias (la mencionada cesión del papa aragonés). “Nuestros antepasados”, escribía este jesuita en 1791,

se retiraron a una distancia inmensa de su país natal, renuncian-do no solamente al alimento, sino también a la protección civil que allí les pertenecía, y que no podía alcanzarles a tan grandes distancias, se expusieron, a costa propia, a procurarse una sub-sistencia nueva, con fatigas más enormes, y con los más grandes peligros. El gran suceso que coronó los esfuerzos de los conquis-tadores de América les daba, al parecer, un derecho, que aunque no era el más justo, era a lo menos mejor que el que tenían los antiguos godos de España para apropiarse el fruto de su valor y de sus trabajos.43

Aludiendo ya a las “capitulaciones” fi rmadas por los Re-yes Católicos y Carlos v, Viscardo recuerda los “contratos” que los monarcas concluyeron con Colón y los demás con-quistadores, en los cuales les cedían “el imperio del Nuevo Mundo bajo condiciones solemnemente estipuladas”44. La historia de las injusticias cometidas por la corona española no habría comenzado, según el cura, cuando los conquista-dores invadieron territorios extranjeros y sometieron a las

43 Viscardo y Guzmán, ob. cit., p. 29.44 Ibíd., p. 33.

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poblaciones autóctonas sin respetar el jus gentium, sino cuan-do los propios soberanos dejaron de cumplir esos acuerdos so-lemnes, traicionando así a los mismos que habían fi nanciado el crecimiento inaudito y repentino del Imperio. Este incum-plimiento de los “pactos subsistentes” proseguiría, según Vis-cardo, con la discriminación administrativa de los criollos im-puesta en el siglo xviii por la gestión de los Borbones: “Tales eran los primeros frutos que la posteridad de los descubrido-res del Nuevo Mundo recibía de la gratitud española”45, ironi-za el sacerdote, quien hasta aquí pareciera limitarse a repetir, y amplifi car, los reproches que los criollos les venían dirigien-do desde hacía tiempo a las autoridades metropolitanas, re-proches que lo inscribirían de lleno en la tradición de la no-vela familiar de esa casta.

Ahora bien, basta con seguir la lectura de esta proclama epistolar para advertir que Viscardo equipara la opresión su-frida por sus pares criollos en los distintos virreinatos con las atrocidades padecidas por los indios durante el periodo de la conquista:

A fi n de que nada faltase a nuestra ruina, y a nuestra ignomi-niosa servidumbre, la indigencia, la avaricia y la ambición han suministrado siempre a la España un enjambre de aventureros que pasan a la América, resueltos a desquitarse allí, con nuestra substancia, de lo que han pagado para obtener sus empleos. La manera de indemnizarse de la ausencia de su patria, de sus penas y de sus peligros es haciéndonos todos los males posibles.46

La analogía entre la conquista y la opresión virreinal se vuelve aquí tan estrecha que si no fuese por el sustantivo

45 Ibíd., p. 34.46 Ibíd., p. 32.

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“empleos”, un lector desprevenido tendría difi cultades para decidir si el autor de este pasaje –tomado así, aisladamente– es un criollo que denuncia a los funcionarios venales enviados por la monarquía o un indígena que recuerda las brutales exacciones cometidas por los invasores blancos en el siglo xvi. Y lo mismo ocurre cuando, al fi nal de su misiva, este peruano asegura que

sería blasfemia el imaginar, que el supremo Bienhechor de los hombres haya permitido el descubrimiento del Nuevo Mundo, para que un corto número de pícaros imbéciles [las cursivas son suyas] fuesen siempre dueños de desolarle, y de tener el placer atroz de despojar a millones de hombres, que no les han dado el menor motivo de queja, de los derechos esenciales recibidos de su mano divina...47

Viscardo debía de ser consciente de la analogía entre la fi -gura de los indios sojuzgados durante la conquista por un “en-jambre de aventureros” y los criollos tiranizados en los dife-rentes virreinatos por “un corto número de pícaros imbéciles”, porque a continuación introduce la idea de una repetición histórica que va a ser una de las constantes de los textos inde-pendentistas: “Renovando todos los días aquellas escenas de horrores que hicieron desaparecer pueblos enteros cuyo único delito fue su fl aqueza, convierten el resplandor de la más gran-de conquista en una mancha ignominiosa para el nombre español”48. La renovación, se habrá notado, no introduce aquí nada nuevo sino más bien la repetición de lo mismo: aquello que sucedió ayer durante la conquista vuelve a ocurrir hoy con la opresión virreinal. La denuncia del jesuita podría inscribirse

47 Ibíd., p. 41.48 Ibíd., p. 32.

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incluso en la tradición lascasiana si no fuese por una omisión importante: esos horrores y expoliaciones fueron cometidos por los mismos ancestros invocados para reclamar los dere-chos de sus descendientes. Esta omisión explicaría la discor-dancia de las evaluaciones en esa última frase que resume, con una sinuosidad vertiginosa, el doble sentido antitético de la conquista en los textos de Viscardo y de sus contemporáneos: “escenas de horrores”, “resplandor de la más grande conquis-ta”, “mancha ignominiosa para el nombre español”.

Viscardo y Guzmán no es el único escritor que recurre a la historia pasada para interpretar el presente, por supuesto. Toda una corriente de la exégesis bíblica se había especiali-zado en este tipo de lectura según la cual los episodios del Antiguo Testamento eran alegorías proféticas del Nuevo (tanto Sigüenza como Mier se habían inspirado en esta misma tradi-ción para atribuirle a ciertos mitos de las culturas mesoame-ricanas una signifi cación profética). Borges hubiese hablado quizá de los patriotas americanos y de sus precursores locales, sugiriendo así que la historia de los indios derrotados duran-te las invasiones ibéricas solo se convierte en una fi gura pre-monitoria de los criollos sojuzgados por la administración borbónica retrospectivamente, o que solo a la luz de lo que habrá ocurrido, los eventos del pasado asumen una nueva sig-nifi cación. Pero existe otra condición: para que los criollos se identifi quen con los indios sometidos, el texto tiene que estar abordando el confl icto entre los “españoles americanos” y los españoles metropolitanos. Si situamos las relaciones de opo-sición en el plano horizontal, y las de sustitución, o metáfora, en el plano vertical, podríamos presentarlas así:

indios conquistadores

criollos Borbones

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La narración americana pasa así de la analogía entre las relaciones (el sometimiento de los indios se parece al someti-miento de los criollos) a la identifi cación de los términos (los indios y los criollos, por un lado, los conquistadores y la ad-ministración borbónica, por el otro). El relato, en este caso, se inicia con la opresión de los pueblos “americanos” y concluye con su repetición invertida: la emancipación revolucionaria. Estas analogías proféticas nos permiten entender por qué, en las décadas siguientes, una miríada de canciones patrióticas empezaron a elevar a los indios al rango de ancestros de esa fraternidad americana que incluía a los criollos (se trata, como hubiese dicho Lévi-Strauss, de una “clasifi cación totémica” o, en términos de Lacan, de una “metáfora paterna”).

Los españoles que se oponían a los indios en el siglo xvi son sin embargo los ancestros de los criollos que se oponen a los españoles en el siglo xviii, y Viscardo no deja de recor-darlo. Pero lo hace, si observamos bien, cuando el asunto abordado son las prerrogativas de los criollos en los territorios conquistados, antaño, por sus abuelos. Aquí el relato cambia totalmente de registro y son los “americanos españoles” los que recobrarían ahora, gracias a la independencia, los privi-legios que, después de habérselos acordado, los monarcas les ve-nían arrebatando injustamente desde el siglo xvi. Los criollos ya no se identifi can, en esta oportunidad, con los indios sino con sus antiguos enemigos: los conquistadores españoles49.

Viscardo invoca además dos tradiciones jurídicas total-mente diferentes. Cuando compara la situación de los criollos

49 Si los conquistadores se convierten ahora en la fi gura premonitoria de los criollos independentistas, ¿esto signifi ca que los indios prefi gurarían a la administración borbónica? Viscardo, desde luego, nunca escribe nada seme-jante. Pero vamos a ver que esta posibilidad de la narración criolla va a ser actualizada algunas décadas después de las revoluciones por un escritor como Juan Bautista Alberdi.

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con las vejaciones infl igidas a los indios, recurre al derecho natural, amparándose así en esas leyes universales por sobre cuya autoridad ningún monarca puede encaramarse (“dere-chos esenciales recibidos de la mano divina...”). Como iba a decirle algunos años más tarde Camilo Henríquez a sus com-patriotas chilenos:

¿Hasta cuándo en papeles miserablesse buscan los derechos? La supremamano, los escribió en los corazones:esta es la voz de la naturaleza.50

Cuando el arequipeño defi ende, en cambio, los derechos específi cos de los “españoles americanos”, invoca los “contra-tos” que los monarcas fi rmaron con los conquistadores en los cuales les cedían “el imperio del Nuevo Mundo bajo condi-ciones solemnemente estipuladas”. Ya no se trata de la voz de la naturaleza que la “suprema mano” escribió en los corazo-nes sino de la voz de los soberanos que algún letrado vertió en “papeles miserables”, estableciendo así aquel “contrato so-cial” originario de la América española invocada por Mier y Bolívar.

La cesión papal de los territorios americanos a los monar-cas españoles carece entonces de legitimidad desde la perspec-tiva del derecho natural. Y como la libertad es un derecho na-tural, los americanos no deben sentirse obligados por aquellos documentos: la revolución americana puede iniciarse. Esos “derechos esenciales recibidos de la mano divina” pierden, sin embargo, pertinencia cuando se trata de la cesión real de los territorios americanos a los conquistadores y sus descendien-tes como recompensa por los invalorables servicios prestados

50 Poesía de la independencia, ob. cit., p. 164.

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a la corona. El incumplimiento de estos “contratos” puede convertirse, esta vez sí, en una justa causa belli: las revoluciones criollas también pueden iniciarse. En fi n, concluye Viscardo,

bajo cualquier aspecto que sea mirada nuestra dependencia de la España, se verá que todos nuestros deberes nos obligan a ter-minarla. Debemos hacerlo por gratitud a nuestros mayores, que no prodigaron su sangre y sus sudores para que el teatro de su gloria o de sus trabajos se convirtiese en el de nuestra miserable esclavitud. Debémoslo a nosotros mismos por la obligación indispensable de conservar los derechos naturales, recibidos de nuestro Creador, derechos preciosos que no so-mos dueños de enajenar...51

Tanto para honrar a sus padres como para reverenciar al Padre, los americanos debían emanciparse de España. Solo que las invocaciones de ambos derechos no eran, por lo menos en este caso, compatibles entre sí.

51 Viscardo y Guzmán, ob. cit., p. 341.

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Excursus

Hegel, 1807

Las diversas tribus griegas se unieron en un solo pueblo, con-ducido por un solo jefe, a la hora de combatir los ejércitos troyanos. Así podía resumirse, para Hegel, el argumento de la Ilíada. Y las epopeyas, según él, contarían siempre eso: cómo la multiplicidad logra aunarse gracias al antagonismo. Las ciudades griegas, proseguía el filósofo alemán, no obra-ron de otra manera cuando la poderosa armada persa se aso-mó en el horizonte: dejaron sus diferendos de lado y se unieron contra el invasor. Para obtener la epopeya popular americana, bastaría entonces con sustituir la miríada de tri-bus aqueas por la pluralidad de minorías de las Indias espa-ñolas, y la guerra contra los troyanos o los persas, claro, por el antagonismo con los godos o, más adelante, cualquier equi-valente. Hegel juzgaría incluso superfl uo el adjetivo popular tratándose de una epopeya: de una u otra manera, estos relatos cuentan la constitución de la unidad popular involucrada en un combate.

Esta reunión de lo diverso, esta síntesis de la multipli-cidad, esta, digamos, con-stitución de la muchedumbre en pueblo unido, estaba, para el alemán, indisolublemente vin-culada con el momento antagónico, a tal punto que “las gue-rras felices impiden los disturbios interiores y consolidan

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el poder interior del Estado”52. Tal vez valga la pena aclarar que con el adjetivo “felices” (glückliche) Hegel no está exaltan-do, ni mucho menos, el furor de los combates, como llegarían a hacerlo un siglo más tarde, sí, otros alemanes, mucho menos recomendables, a quienes se les ocurrió además adjudicar este júbilo marcial a sus presuntos antepasados vikings. El fi lósofo se limitaba a constatar un fenómeno frecuente: cuando una na-ción entra en guerra con alguna potencia extranjera, y aunque el confl icto no supere la dimensión declarativa, las discordias interiores se suspenden, al menos por cierto tiempo. Este fenó-meno pudo verifi carse, sin ir más lejos, cuando la cesación de las luchas de la independencia trajo aparejado un periodo de guerras civiles que postergaron varias décadas la consolidación de los Estados nacionales en Hispanoamérica. Basta incluso con recorrer las páginas que Hegel les consagró en sus diferen-tes obras a la guerra y la epopeya para percatarse de que no ha-cía falta llegar hasta el lenguaje de las armas para que esta cons-titución de la unidad popular se consumara. Lo importante era la aparición de un antagonismo y la consecuente unifi cación de una muchedumbre en un conjunto homogéneo.

Era preciso, no obstante, que esa unidad se encarnase ade-más en algo o alguien. Hegel pensaba sobre todo en un perso-naje en el estilo del Atrida Agamenón –hêgêmon (conductor), poimen laôn (pastor de multitudes), lo había llamado Homero en su poema–. Pero no es imprescindible que se trate de un lí-der carismático, un meneur o un “hombre representativo”, en el sentido que a esta expresión le daría a fi nales del siglo xix un médico argentino, el doctor José Ramos Mejía53. El primus

52 Hegel, Grundlinien der Philosophie des Rechts, Oldenburg, Akademie Verlag, 2005, p. 255.

53 José Ramos Mejía, Las multitudes argentinas, Buenos Aires, Félix Lajo-uane, 1899, p. 114.

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inter pares puede ser una parte de la sociedad elevada a la dig-nidad del todo, como sucede con el criollo, o con la fi gura del criollo, en las repúblicas hispanoamericanas. Un grupo par-ticular convertido en “representante general”, como sugiere el joven Marx. Como dice Ernesto Laclau en La razón popu-lista, el líder es el “padre, pero también uno de los hermanos”54. Y aunque no lo diga abiertamente, el historiador argentino debía tener en mente el célebre apóstrofe de la “Marcha pe-ronista” en el cual el conductor del movimiento es tratado de “primer trabajador”. Parafraseando este verso, podría de-cirse que el criollo comenzó a ser, con las revoluciones, el “primer americano”. Y por eso después de haber repetido la fábula de la gran coalición entre criollos e indígenas, José Martí le cuenta a los asistentes a su conferencia sobre las re-públicas hispanoamericanas que el indio le “sujeta el estribo y le pone adentro el pie” a su amo criollo, “para que se vea de más alto a su señor”55.

Que haya sucedido esto, sin embargo, no deja de resultar sorprendente. Imaginémonos al hijo del patrón que se rebela contra la tiranía de su padre y se alía con la servidumbre para combatirlo y expulsarlo de la casa familiar: a los criados les ex-plica que él es, al igual que ellos, una víctima de este despiada-do padre padrone, pero esto, sin dejar de recordarles que él sigue siendo, al igual que su progenitor, el dueño de la casa. En un caso, todos son protagonistas de la epopeya popular contra el enemigo común. En el otro, él es el protagonista de la novela familiar. Resulta difícil imaginarse, es verdad, a un Agamenón

54 Ernesto Laclau, La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005, p. 84.

55 José Martí, “Discurso pronunciado ante la sociedad literaria hispano-americana (‘Madre América’)” en Nuestra América (ed. de Juan Marinello, Hugo Achúgar y Cintio Vitier), Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2005, p. 30.

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hijo de Príamo, pero hay algo de Moisés en la historia del crio-llo, y Bolívar debe de haber vislumbrado esta fi gura cuando recordó en su carta a Cullen la profecía de Quetzalcoatl, esa especie de mesías que vendría a salvar a los indoamericanos. En la novela criolla, no obstante, la familia del patrón habría abandonado más bien a su retoño en una embarcación que re-cogieron sus sirvientes (el uruguayo José Artigas, quien habría pasado una parte de su adolescencia en una tribu charrúa, y a quien se le suele atribuir incluso la paternidad de un cacique, Andrés, comparaba explícitamente su situación político-mi-litar con la del conductor hebreo).

Primus inter pares: la epopeya popular cuenta la historia de los pares, mientras que la novela familiar narra los orígenes del primus.

A esta alianza (foedus) de los diferentes grupos americanos se la va a llamar, a partir de las revoluciones, federación, y cuan-do algunos políticos critiquen esta idea de federación, este acuerdo entre caudillos militares, cuyos tensos equilibrios po-nían en peligro las repúblicas nacientes, van a remitirse a sus orígenes bélicos. Tras un análisis pormenorizado del escudo argentino, en el cual un par de manos, aliadas, sostienen una lanza, Juan Bautista Alberdi asegura que

el escudo de armas de los argentinos representa una idea de cir-cunstancias, como la república de que es expresión marcial.Representa la unión militar.56

No es casual, en todo caso, que este escritor, como tendre-mos oportunidad de constatarlo, explique las revoluciones a

56 Juan Bautista Alberdi, “La Revolución de Sud-América” en Del gobier-no en Sud-América según las miras de su revolución fundamental (Escritos póstumos. Tomo 4), Buenos Aires, Imprenta Europea de M.A. Rosas, 1896, p. 428.

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partir de una nueva versión de la novela familiar del criollo y consagre una buena parte de su obra sobre este aconteci-miento a denostar el “idioma poético y pintoresco” de la epo-peya popular americana. Las manos estrechadas para sostener la lanza –la coalición popular como consecuencia del antago-nismo– es una interpretación marcial de la política. En lugar de la alianza militar, Alberdi prefi ere el trato o el contrato: las manos que se estrechan tras haber concluido un negocio y le delegan a un Estado central el poder de hacerlo respetar. La federación era, desde su óptica, la política de los guerre-ros; el centralismo, en cambio, la política de los comercian-tes. Monteagudo también lo había señalado en un discurso contra la federación57: los guerreros le delegan a un jefe el mando, pero jamás el poder que les confi eren las armas, y por eso este, carente de cualquier capacidad para ejercer la coer-ción, se ve obligado a convencerlos en cada oportunidad (Monteagudo recordaba, autorizándose en Jefferson y Char-levoix, el caso de algunas tribus norteamericanas, pero hubie-se podido invocar también el ejemplo clásico de Agamenón). Los comerciantes, en cambio, prefi eren delegarle ese poder de coerción a uno solo y consagrarse tranquilamente a fi rmar contratos garantizados por la fuerza del árbitro.

57 Bernardo de Monteagudo, Escritos políticos 1811-1825 (ed. de Mariano Pelliza), Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1916, p. 116.

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Camilo Torres Tenorio, 1808

En 1808 el Cabildo de Santa Fe de Bogotá le encargó a una eminencia local, el doctor Camilo Torres, la redacción de un texto en donde se reclamase la participación proporcional de los representantes americanos en la Junta de Sevilla. El docu-mento no llegó nunca a la metrópoli pero comenzó a circular por el agonizante virreinato de Nueva Granada desde fi nales de 1808 con el título de Memorial de agravios. El futuro presi-dente de las Provincias Unidas de Nueva Granada –llamadas también “la patria boba”– les recordaba en aquel documento a los integrantes de la Junta Central de España que “los vastos y preciosos dominios de América” no eran “colonias o facto-rías” sino “una parte esencial e integrante de la monarquía es-pañola”, como se desprende de su división administrativa en diferentes virreinatos tan importantes como los diferentes rei-nos peninsulares. Y proseguía:

Las Américas... están compuestas de extranjeros a la nación es-pañola. Somos hijos, somos descendientes de los que han derra-mado su sangre por adquirir estos nuevos dominios a la Corona de España, de los que han extendido sus límites y le han dado en la balanza de la Europa una representación que por sí sola no podía tener. Los naturales conquistados y sujetos hoy al

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dominio español son muy pocos, o son nada, en comparación de los hijos de europeos que hoy pueblan estas ricas posesiones.58

Cuando Torres rememora en este pasaje de su Memorial aquella “sangre derramada”, no está haciendo alusión, ni mu-cho menos, a los indios conquistados sino a sus enemigos ibé-ricos (aunque reconozca implícitamente que estos se libraron a las peores masacres tan solo con recordar que los “naturales conquistados... son muy pocos, o son nada...”). El patriota neo-granadino concluye entonces su alegato dirigido a las juntas sevillanas asegurando:

tan españoles somos como los descendientes de don Pelayo, y tan acreedores por esta razón a las distinciones, privilegios y prerrogativas del resto de la nación, como los que, salidos de las montañas, expelieron a los moros y poblaron sucesi-vamente la Península; con esta diferencia, si hay alguna: que nuestros padres, como se ha dicho, por medio de indecibles trabajos y fatigas, conquistaron y poblaron para España este Nuevo Mundo.59

Para Torres, por consiguiente, hay un conjunto general, los españoles, que se divide en dos especies: americanos y no-americanos. Solo que esta división carece, para él, de per-tinencia, dado que se limita a recordar en qué margen del Atlántico nacieron esos españoles: “Desgraciados de ellos si solo la mudanza occidental de domicilio les hubiere de

58 Camilo Torres Tenorio, “Memorial de agravios” en Pensamiento políti-co de la emancipación (1790-1825). Tomo I (ed. de José Luis Romero), Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979, p. 29.

59 Ídem.

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producir un patrimonio de ignominia”60. La monarquía bor-bónica parecía juzgar importante, aun así, semejante diferencia ya que le negaba a una porción considerable de sus vasallos, y por el mero hecho de haber nacido en territorios de ultramar, los derechos que les reconocía a los metropolitanos. Torres sos-tiene entonces que un español americano vale tanto como un español no-americano porque ambos forman parte del mismo pueblo, esto es: de la misma gens. La única diferencia pertinen-te, en su caso, pasaría por la distinción entre hispanos y no-his-panos, lo que explicaría por qué los “naturales conquistados” no cuentan en aquel conjunto: “son pocos, o son nada”.

De esto se infi ere también que el gentilicio hispano no in-cluía, por aquel entonces, a quienes habían nacido en territo-rios españoles sino a quienes poseían orígenes españoles. La diferencia entre americanos y no-americanos es un problema de lugar de nacimiento, esto es: de suelo. La diferencia entre hispanos y no-hispanos –entre conquistadores, digamos, y “na-turales conquistados”– es un problema de proveniencia, esto es: de sangre. En el Memorial de agravios, por consiguiente, el jus sanguinis sigue primando sobre el jus soli, como de hecho ocurría en los propios virreinatos: tanto los criollos como los peninsulares formaban parte de las llamadas “repúblicas de españoles”, con sus pueblos y sus cabildos, distintos de las “repúblicas de indios”, con sus respectivas instituciones. Para reclamarle un tratamiento igualitario a la Junta de Sevilla, Torres apela a la hermandad de sangre con los metropolitanos y, como consecuencia, a un padre común: don Pelayo. El recla-mo de igualdad exige, en este caso, que los americanos sean considerados como herederos legítimos del mismo ancestro ya que solo este reconocimiento les permitiría recibir una por-ción igual del patrimonio.

60 Ídem.

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El propio mote criollo, justamente, parecía haber sido escogi-do para impugnar esta legitimidad. Recordemos que criollo pro-viene del portugués crioulo, denominación de los criados en, y de, una casa señorial, a los domésticos de una familia, en el sentido romano del vocablo (los portugueses lo empleaban, en efecto, para aludir a los servidores, es decir, a esos miembros de la fami-lia que en español se denominan todavía fámulos o fámulas). Esto signifi ca que los criollos no serían los legítimos herederos del pater ni podrían aspirar, por consiguiente, a recibir su parte de la herencia. Los criollos ocupan, en este aspecto, la posición de los hijos no reconocidos y, por decirlo así, desheredados, en la per-petua situación de buscar ese reconocimiento y de reclamar su derecho a percibir una fracción proporcional de los bienes pa-trimoniales a cuyo acrecentamiento inaudito contribuyeron ellos, con su trabajo, y sus ancestros, con sus hazañas.

Aunque haya sido publicado cuando el proceso revolucio-nario ya se había puesto en marcha, el Memorial no es, en sen-tido estricto, un manifi esto independentista. Para reclamar, de hecho, la igualdad entre españoles americanos y españoles no-americanos, Torres está obligado a proclamar que América es “una parte esencial e integrante de la monarquía española”, y a recordar, de paso, que los propios antepasados de los criollos se encargaron de que esto fuese así. Muchos criollos invocaban esta unidad por ese entonces, es cierto, porque justifi caban el esta-blecimiento de los gobiernos provisorios invocando la lealtad al rey detenido en Francia (la famosa “máscara de Fernando”). Aunque en la coyuntura de 1808 este Memorial haya podido servir a esos propósitos, su narración viene de mucho más lejos. La encontramos ya, como tendremos la oportunidad de verlo, en escritores del siglo xvii. Es más, Torres ni siquiera reclama aquí el principio de prelación o los privilegios de los descen-dientes de los conquistadores en el gobierno de las Indias. El abogado neogranadino se limita a exigir una repartición equi-tativa del patrimonio español entre sus herederos legítimos.

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Los textos independentistas, por el contrario, denunciaban esta falsa igualdad entre los españoles peninsulares y los ameri-canos. En su Carta Viscardo les había propuesto a los segundos separarse de la metrópoli recordándoles:

el gobierno de España os ha indicado ya esta resolución, con-siderándoos siempre como un pueblo distinto de los españoles europeos, y esta distinción os impone la más ignominiosa es-clavitud. Consintamos por nuestra parte a ser un pueblo dife-rente; renunciemos al ridículo sistema de unión y de igualdad [las itálicas son suyas] con nuestros amos y tiranos...61

Los textos independentistas se caracterizan entonces por ampararse abiertamente en el jus soli o en la fraternidad de los nacidos en tierras americanas. Desde el momento en que alguien vio la luz por primera vez ahí, deja de importar el origen o la sangre. La natio hispanoamericana va a estar compuesta de nativos o naturales de América –de america-nos natos, digamos–, a diferencia de la gens hispana, inte-grada por oriundos u originarios de España. Y por eso la narración americana va a oponerle al folletín criollo del hijo desheredado la epopeya del suelo natal invadido u ocu-pado, de los nativos dominados o diezmados. Medio siglo después de las revoluciones, y con su perspicacia habitual, Juan Bautista Alberdi iba a dilucidar los motivos del des-plazamiento: el criollo, según él, comprendió que “la guerra con el hermano de sangre era la paz con el hermano de suelo”62. La narración americana es el relato de la igualdad de la tierra, y en este aspecto se opone a ese relato criollo

61 Viscardo y Guzmán, ob. cit., p. 40.62 Alberdi, “La Revolución de Sud-América” en Del gobierno..., ob. cit.,

p. 55.

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que privilegia la hermandad con el consanguíneo y exclu-ye cualquier fraternización, cualquier unidad, con los co-terráneos conquistados.

Pero tal vez un cuadro nos ayude a visualizar mejor el problema:

hispanos no-hispanos

americanos criollos indios

no-americanos españoles extranjeros

Este cuadro muestra con claridad que el personaje del criollo se sitúa en la intersección de dos conjuntos: el hispano y el americano, la sangre y el suelo, el origen y el nacimiento, la gens y la natio... “Nosotros”, escribía Sigüenza y Góngora en su Belerofonte, “quienes por casualidad aquí nacimos de padres españoles”. “Los naturales del país originarios de España”, es-cribiría Bolívar en su “Carta de Jamaica”. Esto nos permite entender por qué algunos textos podían invocar el derecho de sangre cuando se trataba de reclamar la igualdad con los es-pañoles, y el derecho de suelo cuando se trataba de invocar el principio de prelación o la prioridad de los criollos por sobre los peninsulares en los empleos civiles y eclesiásticos de los virreinatos españoles (a tal punto que la expresión hijos del país no incluía a los indios).

Criollos, indios, españoles son, en última instancia, signifi -cantes, y un signifi cante, si admitimos la célebre defi nición lacaniana, “es lo que representa a un sujeto para otro signifi cante”63. Si tomamos la oposición binaria entre criollos

63 Jacques Lacan, Encore, París, Seuil, 1975, p. 64.

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e indios, observamos que ambos son americanos pero que el signifi cante criollo representa a un sujeto hispano para el otro signifi cante, a saber: indio. Si tomamos en cambio la oposición entre criollos y españoles, ambos son, esta vez, hispanos aun-que el signifi cante criollo representa a un sujeto americano para el otro signifi cante: español. La doble identidad del crio-llo no es sino el valor posicional del signifi cante criollo en una estructura (un sistema de diferencias sin términos positivos).

Cuando Mier apostrofaba a los criollos llamándolos “ame-ricanos”, estaba adoptando la perspectiva de los españoles, y no es casual que así los llamaran también en el panfl eto que el sacerdote intentaba refutar. Muchos revolucionarios lo in-sinuaban: cuando nos llamamos “americanos”, nos estamos ubicando en el lugar que nos asignaron ya los peninsulares (“El mismo gobierno de España os ha indicado ya esta resolu-ción, considerándoos siempre como un pueblo distinto de los españoles europeos...”64; “... los españoles europeos, que por haber nacido allí no nos quieren considerar como iguales sino en palabras”65). Pero esto puede pensarse también a la inversa: cuando los criollos se llaman a sí mismos “españoles”, “hijos de españoles” o “europeos”, lo están haciendo desde la pers-pectiva de los indios. Y por eso hay que pensar en dos tipos de identifi caciones: una cosa es cómo se ven los criollos y otra, muy distinta, e incluso opuesta, es desde dónde se miran. Cuando se ven como americanos, se miran desde la perspec-tiva española; cuando se ven como españoles, se miran desde la perspectiva indígena. Esto no signifi ca, por supuesto, que los indios los vean efectivamente así. Cuando Bolívar sostiene que “jamás [los indios] han podido ver a los blancos sino al través

64 Viscardo y Guzmán, ob. cit., p. 40.65 Mier, Carta…, ob. cit., p. 47.

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de una grande veneración”66, está simplemente confi rmando la presunta posición de sumisión o vasallaje desde la cual los amerindios mirarían a los europeos. Un relato no solo nos pro-porciona una imagen del otro sino también una mirada del otro, y por eso no era solamente importante lo que los euro-peos dijeran acerca de los amerindios sino también lo que los europeos pudieran decir acerca de los propios europeos desde una supuesta perspectiva indígena (adjetivos como blanco, jus-tamente, son un índice de este cambio de punto de vista). Las políticas identitarias están obligadas a disimular este desdo-blamiento o esta escisión sin la cual no habría identidad: la mirada del otro (lo que fascina a los europeos desde la época de la conquista no es tanto la imagen del otro –el buen o el mal salvaje de las diferentes crónicas– sino la mirada del otro: basta recorrer los relatos de aquellas épocas, e incluso algunos muy posteriores, para encontrar esas menciones a la mirada admirativa, temerosa o rencorosa de los indios en presencia del hombre blanco).

Ubicados en la encrucijada entre el linaje y el terruño, entre la estirpe y el suelo, entre la ascendencia y la alianza, entre los consanguíneos y los coterráneos, entre la gens y la natio, los crio-llos podían sentirse interpelados por el llamado de la raza o de la tierra y ampararse tanto en el jus sanguinis como en el jus soli, y hasta en los dos al mismo tiempo, como lo habría hecho con inteligencia el representante mexicano ante las Cortes de Cádiz durante la ocupación napoleónica. A propósito de “la ley de In-dias que da a los criollos la preferencia para todos los empleos de América”, Fray Servando Teresa de Mier recordaba que

el Diputado propietario de México probó doctamente en las Cortes que esta ley es conforme a todo derecho, y que si los

66 Doctrina…, ob. cit., p. 64.

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criollos tenían el de sus padres para participar de los empleos de la Península, lo tenían exclusivo para todos los de América, como los hijos de un segundo matrimonio a los bienes de su madre.67

Aludiendo a una unión matrimonial entre América y Es-paña, este diputado insinúa que la conquista había sido es-trictamente amorosa, de modo que pasaba por alto las inena-rrables violencias que la habían escoltado (cuando se conme-more el quinto centenario del desembarco de Colón, el go-bierno del socialista Felipe González va a seguir hablando de un “encuentro de dos mundos”68). Pero si no fuese por esto, la analogía del mexicano se limitaba a proseguir con una lar-ga tradición: desde la antigüedad, la maternidad suele estar vinculada con la autoctonía o con la tierra natal, y la sangre, por el contrario, con la fi liación paterna. Esa analogía regresa muy a menudo en los textos de los revolucionarios. Este di-putado no explicaba, sin embargo, si los hijos “naturales” que esa madre había parido antes de contraer matrimonio con el Imperio español podían heredar, o no, sus bienes.

67 Mier, “Nota Sexta. Sobre los derechos...”, en ob. cit., p. 45.68 Néstor García Canclini llevó a cabo una crítica muy pertinente de este

acontecimiento en su libro La globalización imaginada (ob. cit., pp. 87-89).

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Simón Bolívar, 1815 (bis)

El propio Simón Bolívar nos ofrece una de las variaciones más extendidas de la fábula criolla en un artículo que escribió, con el seudónimo El Americano, para la Gaceta de Jamaica, algu-nos días después de su misiva a Henry Cullen. A diferencia de Camilo Torres, es verdad, el general mantuano admite que los “españoles americanos” componen una clase minoritaria en el continente homónimo69. Este grupo, sin embargo, posee “cualidades intelectuales que le dan una igualdad relativa y una infl uencia que parecerá supuesta a cuantos no hayan po-dido juzgar, por sí mismos, del carácter moral y las circuns-tancias físicas”70. Bolívar ya no habla entonces de la igualdad de los americanos en general sino de la de los criollos en par-ticular, y esto, desde luego, en el momento de referirse a su

69 Si nos fi amos a los datos proporcionados por John Lynch, las “repúbli-cas de españoles” sumaban unos 2.700.000 habitantes en torno al año 1800 (y solo 30.000 de entre ellos habrían sido peninsulares). De modo que los criollos representaban el 20% de la población de las colonias españolas en América unos años antes de las revoluciones. John Lynch, “El reformismo borbónico e His-panoamérica” en El reformismo borbónico (ed. de Agustín Guimerá), Madrid, Alianza, 1996, pp. 37-59.

70 Doctrina..., ob. cit., p. 64.

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“infl uencia” sobre las demás minorías (este vocablo proviene del léxico de la astrología en donde hacía alusión al “gobier-no” de los astros sobre las personas, lo que explica por qué en el siglo xix algunos teóricos de la política comenzaron a em-plearlo como un sinónimo de hegemonía71).

Esto permitiría entender, según el venezolano, por qué “al presentarse los españoles en el Nuevo Mundo, los indios los consideraron como una especie de mortales superiores a los hombres”72, idea que habría sobrevivido en ellos hasta el siglo xix: “jamás estos han podido ver a los blancos sino al través de una grande veneración, como seres favorecidos por el cielo”73 (enunciado que confi rma cuál es la posición de quien interpreta el signifi cante criollo como un representante de los blancos o los europeos en tierras americanas). Incluso Bolívar había desempolvado para su corresponsal británico una ver-sión muy peculiar del mito de Quetzalcoatl que seguramente leyó en algún texto de Fray Servando Teresa de Mier. Este “Hermes o Buda de América del Sur”, comentaba el general,

resignó su administración y los abandonó, les prometió que vol-vería después que los siglos desiguales hubiesen pasado y que él restablecería su gobierno y renovaría su felicidad. ¿Esta tradi-ción no opera y excita una convicción de que muy pronto debe volver? ¿Concibe Ud. cuál será el efecto que producirá si un individuo, apareciendo entre ellos, demostrase los caracteres de Quetzalcoatl, el Buda del bosque, o Mercurio, del cual han ha-blado tanto las otras naciones? ¿No es la unión de todo lo que

71 Cf. Cecilia González, “Una retórica de la infl uencia” en Quimeras. Cuando la literatura sabe, ve, piensa, Cahiers de LI.RI.CO n° 4, París, Université de Paris 8, 2009, pp. 49-70.

72 Doctrina…, ob. cit., p. 64.73 Ídem.

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se necesita para ponerlos en estado de expulsar a los españoles, sus tropas y los partidarios de la corrompida España, para ha-cerlos capaces de establecer un imperio poderoso, con un go-bierno libre y leyes benévolas?74

En esta narración criolla, la revolución ya no se presenta como la contrafi gura de la conquista sino como su repetición. Los criollos venían a llevar a cabo una tarea en la cual los es-pañoles europeos habían fracasado: “establecer un imperio po-deroso”. Gobernar este continente sería el “destino manifi esto” de esta minoría –y más precisamente de “un individuo” de este clan–, destino cuya premonición se encuentra en el mito de Quetzalcoatl. Y por eso la revolución concretaría ese proyecto que los conquistadores, y sobre todo los misioneros, tenían en mente: civilizar a los salvajes. Así, en la “Carta de Jamaica”, Bo-lívar soñaba con esa unión entre Venezuela y Nueva Granada que se llamaría Colombia, “como tributo de justicia y gratitud al creador (sic) de nuestro hemisferio”75. El Libertador opina que la capital de este país podría llegar a ser Maracaibo “o una ciudad que, con el nombre de Las Casas, en honor a este héroe de la fi lantropía”, el gobierno revolucionario se proponga eri-gir en aquellas tierras. Si los revolucionarios, remedando a sus ancestros, conquistaran esa región situada entre las actuales Colombia y Venezuela, “los salvajes que la habitan serían ci-vilizados y nuestras posesiones se aumentarían con la adqui-sición de la Goagira”76.

Cuando Bolívar se refi ere aquí a “nuestras posesiones” no incluye en el adjetivo posesivo a los mencionados “salvajes”, a menos que acepten “ser civilizados” y pasar a formar parte,

74 Ibíd., p. 62.75 Ibíd., p. 60.76 Ídem.

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gracias a esta integración, de la novísima república o del pue-blo que va a conquistar sus territorios –algo que supuesta-mente aceptarían esos indios ya que, según el Libertador, nunca dejaron de ver con una “gran veneración” a la mino-ría blanca–. Un indio puede integrar la fraternidad criolla a condición de volverse criollo, esto es: de “civilizarse” (recuér-dese que en algunos países se llamaba “indio criollo” al que había adoptado la lengua española y la religión cristiana). El proyecto civilizatorio del general caraqueño prosigue así con el mandato originario del emperador Carlos v, según el cual los conquistadores recibían a los indios, como recordaba Fray Servando, “en encomienda, vasallaje o feudo”, “a título de instruirlos en la religión, enseñarlos a vivir en policía, am-pararlos y defenderlos de todo agravio o injuria”. Y Bolívar renueva de esta manera la narración criolla de la conquista invirtiendo el relato lascasiano que le había hecho a Henry Cullen: los indios, desde siempre, esperaron al mesías blanco que vendría a redimirlos...

Esta redención de los indígenas gracias a la introducción en América de la civilización europea convierte a los crio-llos en los nuevos misioneros de la ilustración y el progreso y les confi ere a las repúblicas hispanoamericanas una misión de educación, por no decir de conversión, de la población abori-gen, misión cuyo monopolio se reservaron esas naciones des-de sus gestaciones revolucionarias, rivalizando muchas veces con los misioneros cristianos. Gracias a la educación, preci-samente, todos los ciudadanos de la república van a llegar a ser iguales... a los criollos.

A esta misma redención pareciera estar aludiendo Ber-nardo O’Higgins en la proclama que le dirigió a las tribus araucanas tras la batalla de Maipú. A pesar de haber resistido las invasiones ibéricas a lo largo de tres siglos, estos pueblos se habían sumado a las huestes de Fernando vii para comba-tir a los revolucionarios. “¿Cuál habría sido el fruto de su

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alianza en el caso de sojuzgar los españoles a Chile?”, les pre-gunta O’Higgins77. “Seguramente”, responde él mismo, “el de la pronta esclavitud de sus aliados”. El Director de Chile comienza por explicarles entonces que araucanos y criollos tienen un enemigo común:

Nosotros hemos jurado y comprado con nuestra sangre esa in-dependencia, que habéis sabido conservar al mismo precio. Siendo idéntica nuestra causa, no conocemos en la tierra otro enemigo de ella que el español. No hay ni puede haber una razón que nos haga enemigos cuando sobre estos principios incon-testables de mutua conveniencia política...78

Esta proclama resulta interesante porque el Director de Chile está hablando en nombre de esta república –y, se supo-ne, de este pueblo– pero esta primera persona del plural no incluye todavía a los araucanos que ocupaban la región meri-dional de... ¿ese país? La diferencia entre los emisores y los destinatarios de este mensaje coincide, en ese momento, con la frontera entre Chile y la Araucanía, y se trata de uno de los últimos testimonios de la época en que las tribus mapu-ches no eran –y tampoco parecían tener muchas ganas de ser– chilenos. La desaparición de esa frontera en detrimento de la Araucanía demuestra retrospectivamente por qué sus habitantes tenían buenas razones para combatir a los crio-llos durante las guerras de la independencia. Pero en 1818, y para el general O’Higgins, no parecía caber la menor duda: indios y criollos debían “restablecer” los lazos de “amistad y unión”. Y para ello O’Higgins les proponía, “como supremo

77 Bernado O’Higgins, “Proclama a los araucanos (1818)” en Pensamiento político..., ob. cit., p. 200.

78 Ibíd., p. 201.

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magistrado del pueblo chileno”, un pacto y una alianza, “de modo que sean indisolubles nuestra amistad y relaciones sociales”79. La prenda de confi anza que el dignatario chileno les ofrecía consistía en abrirles las escuelas de la nueva repú-blica a los jóvenes arcaucanos que voluntariamente quisieran educarse en ellas, y aclaraba:

siendo de cuenta de nuestro erario todo costo. De este modo, se propagarán la civilización y las luces que hacen a los hombres sociales, francos y virtuosos, conociendo el enlace que hay entre los derechos del individuo y los de la sociedad; y que para con-servarlos en su territorio es preciso respetar los de los pueblos circunvecinos.80

De este conocimiento, concluye O’Higgins, “nacerá la con-fi anza para que nuestros comerciantes entren a vuestro terri-torio sin temor de extorsión alguna” y para que “vosotros hagáis lo mismo en el nuestro, bajo la salvaguardia del dere-cho de gentes que observaremos religiosamente”.81 Para que esta alianza entre iguales perdurara, en resumidas cuentas, los araucanos tenían que igualarse a los criollos –o, si nos confiamos al texto, a los “chilenos”–, y para ello debían adoptar la “civilización y las luces” que, según este general, los volverán “sociales, francos y virtuosos”, y sobre todo res-petuosos del libre comercio. Aunque O’Higgins tenga el su-ficiente tacto como para no tratar a los araucanos de “salva-jes”, su propuesta no difiere, en lo esencial, del proyecto de Bolívar para los indios guajiros (o wayu): los indígenas iban a conocer la salvación cuando adoptaran la manera de vivir,

79 Ídem.80 Ídem.81 Ídem.

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de pensar, de comportarse de los criollos. Y el rasgo sobresa-liente de esta manera de ser se resumía en el respeto irrestricto de la libertad de comercio (lo que implícitamente excluía a los españoles de “la civilización y las luces”).

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Bernardo de Monteagudo, 1812

El abogado tucumano Bernardo de Monteagudo, miembro de la Logia Lautaro y acusado por sus enemigos chilenos de ha-ber estado involucrado, junto con el mencionado O’Higgins, en el asesinato de Manuel Rodríguez, el mismo Monteagudo que supuestamente compuso en sus años mozos el Diálogo en-tre Atahualpa y Fernando VII en los Campos Elíseos, un panfl eto independentista que circuló en Chuquisaca durante la suble-vación de 1809, aquel Monteagudo que terminaría cayendo asesinado el 28 de enero de 1825 en una calle de Lima después de haberse desempeñado como ministro de Relaciones Exte-riores del general San Martín (aunque algunos insinúan que detrás de este dramático incidente no se ocultaba un adversa-rio político sino un cónyuge celoso), ese Monteagudo, en efec-to, partidario sucesivamente de la democracia jacobina, de la dictadura alvearista y de la restauración monárquica (“un histérico” según el diagnóstico indignado del doctor Ramos Mejía82), Bernardo de Monteagudo, repito, pronunció el 13 de enero de 1812, y con motivo de la creación de la Sociedad

82 José María Ramos Mejía, Las neurosis de los hombres célebres, Buenos Aires, Martín Biedma, 1882, pp. 123-169.

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Patriótica de Buenos Aires, una “oración inaugural” en cuyo inicio desplegaba una de las versiones más completas de la otra narración que recorrió las revoluciones de la independen-cia: la epopeya popular americana. Permítasenos entonces que la citemos in extenso:

Mientras el mundo antiguo envuelto en los horrores de la ser-vidumbre lloraba su abyecta situación, la América gozaba en paz de sus derechos, porque sus fi lántropos legisladores aún no estaban infi cionados con las máximas de esa política parcial, ni habían olvidado que el derecho se distingue de la fuerza como la obediencia de la esclavitud; y que en fi n la soberanía reside solo en el pueblo y la autoridad en las leyes, cuyo primer vasallo es el príncipe. No era fácil que permaneciesen por más tiempo nuestras regiones libres del contacto de la Europa, en una época en que la codicia descubrió la piedra fi losofal, que había buscado inútilmente hasta entonces: una religión cuya santi-dad es incompatible con el crimen sirvió de pretexto al usur-pador. Bastaba ya enarbolar el estandarte de la cruz para asesi-nar a los hombres impunemente, para introducir entre ellos la discordia, usurparles sus derechos y arrancarles las riquezas que poseían en su patrio suelo. Solo los climas estériles donde son desconocidos el oro y la plata, quedaban exentos de este celo fanático y desolador. Por desgracia la América tenía en sus entrañas riquezas inmensas y esto bastó para poner en acción la codicia, quiero decir el celo de Fernando e Isabel que sin de-mora resolvieron tomar posesión por la fuerza de las armas, de unas regiones a que creían tener derecho en virtud de la dona-ción de Alejandro vi, es decir, en virtud de las intrigas y rela-ciones de las cortes de Roma con la de Madrid. En fi n las armas devastadoras del rey católico inundan en sangre nuestro conti-nente; infunden terror a sus indígenas; los obligan a abandonar su domicilio y buscar entre las bestias feroces la seguridad que les rehusaba la barbarie del conquistador. Establecida por estos

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medios la dominación española se aumentaban cada día los es-labones de la cadena que ha arrastrado hasta hoy la América y por el espacio de más de 300 años ha gemido la humanidad en esta parte del mundo sin más desahogo que el sufrimiento, ni más consuelo que esperar la muerte y buscar en las cenizas del sepulcro el asilo a la opresión. La tiranía, la ambición, la co-dicia, el fanatismo, han sacrifi cado millares de hombres, asesi-nando a unos, haciendo a otros desgraciados y reduciendo a todos al confl icto de aborrecer su existencia y mirar la cuna en que nacieron como primer escalón del cadalso donde por el espacio de su vida habían de ser víctimas del tirano con-quistador. Tan enorme peso de desgracias desnaturalizó a los americanos hasta hacerlos olvidar que su libertad era impres-criptible: y habituados a la servidumbre se contentaban con mudar de tiranos sin mudar de tiranía. En vano de cuando en cuando la naturaleza daba un grito en medio de la América por boca de algunos héroes intrépidos: un letargo profundo parecía ser el estado natural de sus habitantes y si alguno ha-blaba, luego caía sobre su cabeza el homicida anatema del rey o de sus ministros y los buenos deseos de los corazones sensi-bles doblaban la desgracia y la humillación de los demás... Las edades se sucedían, las revoluciones del globo mostraban la inestabilidad del trono de los déspotas, y solo la América pare-cía estar destinada a servir de eterno pábulo a la tiranía exal-tada, hasta que presentándose sobre la escena del mundo un político y feliz guerrero, cuyos triunfos igualan el número de sus empresas y a quien con razón hubiera mirado la ciega gen-tilidad como al Dios de las batallas, concibe el gran designio de regenerar a esa nación degradada por la corrupción de su corte, enervada por las pasiones de sus ministros y reducida por la ig-norancia a una estúpida apatía que no le dejaba acción sino para aniquilar lo que había destruido su codicia. Lo consigue en me-dio de la fuerza combinada con la persuasión e intrigas de los mismos españoles y el león de tan decantada bravura rinde su

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cerviz a las armas del emperador. Llegan las primeras noticias a la América, y al modo que un fenómeno incalculado pone en entredicho las sensaciones del fi lósofo, quedan todos al primer golpe de vista poseídos de sorpresa, que en los unos produce luego el pavor y en otros la confi anza. Los hombres se preguntan con asombro ¿qué hay de nuevo? Y todos buscan el silencio para contestar que pereció la España y se disolvió ya la cadena de nuestra dependencia. No importa que busquen todavía el silencio y la sombra para respirar, en breve serán todos intré-pidos y solo temblarán los que antes infundían terror al humil-de americano.Así sucedió ha poco tiempo: empezó nuestra revolución y en vano los mandatarios de España concurrirán con mano trémula y precipitada a empuñar la espada contra nosotros...83

Se podrían hacer muchas observaciones sobre el texto de Monteagudo: poner de relieve, por ejemplo, su visión rous-seauniana de las poblaciones indígenas, probablemente ins-pirada en la enseñanza escrita u oral de Simón Rodríguez, el trajinante maestro de Bolívar, para quien los españoles ha-bían “destrozado” la civilización sabia y armoniosa de los incas; subrayar el hecho de que el presunto salvajismo de los pobladores prehispánicos se explicase, según él, por la inva-sión española (“los obligan a abandonar su domicilio y bus-car entre las bestias feroces la seguridad que les rehusaba la barbarie del conquistador...”); destacar el curioso enroque entre españoles e indígenas en los habituales papeles del bár-baro y el civilizado (“fi lántropos legisladores... bárbaros con-quistadores...”); llamar la atención acerca de esa condena de la “ambición” española, una ambición que, algunos años más tarde, el propio Monteagudo iba a convertir en conditio sine

83 Monteagudo, ob. cit., p. 112 (en todos los casos las itálicas son nuestras).

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qua non para convertirse en ciudadano de las repúblicas crio-llas. Pero preferimos hacer hincapié en otro aspecto del re-lato. Si se observa bien, y desde las primeras líneas, la prota-gonista de la historia es “América” (“América gozaba en paz...”), nombre que este abogado sustituye a continuación por “nuestras regiones”, “los hombres” y “su patrio suelo”, “la América” por segunda vez, “unas regiones”, “nuestro continente”, “la humanidad en esta parte del mundo”, “mi-llares de hombres”, “la América” por tercera vez, para ter-minar hablando de “los americanos”, del “humilde ameri-cano”, de “nuestra revolución” y, entre otras menciones de “América”, de ese “nosotros” fi nal. En una sola ocasión Mon-teagudo menciona a los amerindios directamente, después de haber evocado “nuestro continente”: “infunden terror a sus indígenas”, aunque se suponga que los “fi lántropos legis-ladores” del inicio pertenecen a esos pueblos y esta minoría quede incluida en todas las sucesivas perífrasis del pueblo americano.

Para leer esta ringlera de frases como una narración, y no como una superposición inconexa de proposiciones acerca de cuestiones diversas, es preciso aceptar que se encuentran co-nectadas, y estas solo pueden leerse así, como de hecho lo ha-cemos, si aceptamos que todas esas ocurrencias, desde la “América” inicial hasta el “nosotros” fi nal, pueden sustituir-se mutuamente o solo son diferentes maneras de referirse a lo mismo. Hay encadenamiento de frases, a fi n de cuentas, porque las diferentes expresiones para nombrar a la heroína del relato, esa “América” inicial, pueden permutarse, o por-que cada una nos remite, a medida que el relato avanza, a su equivalente anterior. Un lingüista hablaría, en un caso así, de una relación anafórica o de una endorreferencia que permi-te conservar la ilación del texto. Pero se supone que el primer nombre al cual se remiten todos los demás, “América”, nos reenvía a un referente exterior y, a través de él, lo harían las

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demás ocurrencias. Si no presupusiéramos que cada una de esas proposiciones se refi ere a lo mismo, no habría aquí una narración ni tampoco una historia. Es la propia narración, no obstante, la que construye retrospectivamente esa unidad o esta mismidad entre la “América” prehispánica y el “nosotros” independentista.

La narración nos remite así a aquello mismo que cons-truye, o presupone una identidad que ella misma estable-ció. Todas las “ficciones”, por decirlo así, son “fundaciona-les” desde el momento en que establecen aquel referente al cual hacen alusión. O tal vez deberíamos afirmar, jugando con el título de la “oración” de Monteagudo, que todas las narraciones son “inaugurales”: auguran algo que, por el mero hecho de haber sido augurado, se cumple. Y estas ficciones se vuelven políticamente inaugurales cuando su repetición por parte de los miembros de una fraternidad inaugura esa misma colectividad. La hermandad americana va a emerger y perpetuarse en la medida que sus integrantes sigan contando –o contándose– la narración americana, o en la medida que sigan aceptando que “los americanos” y “nosotros” son expresiones permutables. Como cualquier otro relato –como cualquier otro mito, incluso–, la epope-ya del pueblo americano delimita una identidad y una opo-sición, una fraternidad y un adversario, una equivalencia y un antagonismo.

Esta epopeya se remonta a un origen mítico en el cual “América gozaba en paz” y su drama se desencadena con una peripecia (una inversión de la situación) debida a la inexorable intervención de los invasores españoles que vi-nieron a despojarla de ese goce (para apropiárselos ellos, cla-ro). La narración recuerda luego cómo esta expoliación se perpetuó a lo largo de tres siglos –de tres siglos de “letargo”– y termina vaticinando la revolución, la última peripecia que vendrá a acabar con la usurpación o a invertir la situación

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actual para restablecer, como consecuencia, la situación ori-ginaria: la plenitud perdida de la comunidad. Es lo que Monteagudo resume en medio de este relato: “Establecida por estos medios la dominación española, se aumentaban cada día los eslabones de la cadena que ha arrastrado hasta hoy la América y por el espacio de más de 300 años ha ge-mido la humanidad en esta parte del mundo...”. Esta narra-ción cuenta entonces que el período de opresión de “Amé-rica”, de “nuestro continente”, de “los americanos” o de “nosotros” se inicia con la conquista y termina con la pe-ripecia final: la emancipación revolucionaria. Dos cosas unen a los indios y a los criollos en esta narración ameri-cana: un mismo suelo natal y un enemigo común (“... y mi-rar la cuna en que nacieron como primer escalón del cadal-so donde por el espacio de su vida habían de ser víctimas del tirano conquistador...”). Aunque tal vez podríamos aña-dir una tercera: un goce perdido que, como se habrá com-probado, es un goce mítico, un fantasma retrospectivo, una ficción cuya eficacia política no debería subestimarse, dado que el proyecto de restitución de ese goce va a tener un pa-pel crucial en el establecimiento de una hegemonía política durante la revolución.

A este mismo goce perdido hacía alusión la “Proclama de la Ciudad de La Plata”84 atribuida también a Monteagudo:

Hasta aquí hemos tolerado una especie de destierro en el seno mismo de nuestra patria: hemos visto con indiferencia por más de tres siglos inmolada nuestra primitiva libertad al des-potismo y tiranía de un usurpador injusto, que degradándonos de la especie humana nos a reputado por salvajes y mirado

84 La Plata era por ese entonces el nombre de Charcas o Chuquisaca, es decir, de la actual Sucre.

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como a esclavos: hemos guardado un silencio bastante análogo a la estupidez que se nos atribuye por el inculto español, su-friendo con tranquilidad que el mérito de los americanos haya sido siempre un presagio cierto de su humillación y ruina. Ya es tiempo, pues, de sacudir yugo tan funesto a nuestra felici-dad, como favorable al orgullo nacional del español; ya es tiempo de organizar un nuevo sistema de gobierno fundado en los intereses de la patria, altamente deprimida por la bas-tarda política de Madrid; ya es tiempo, en fi n, de levantar el estandarte de la libertad en estas desgraciadas colonias, adqui-ridas sin el menor título y conservadas con la mayor injusticia y tiranía.85

Durante las revoluciones, patria va a ser uno de los signi-fi cantes de ese goce, de ese Jardín del Edén del cual los ameri-canos fueron expulsados y que vuelve, en el futuro, bajo la forma de una tierra prometida.

Esta narración tenía por aquel entonces el estatuto de un mito que circulaba por los virreinatos españoles y servía de horizonte a ciertas afirmaciones cuyo valor de verdad po-dría considerarse dudoso, o directamente falso, si alguien no tuviese la precaución de inscribirlas en la perspectiva abier-ta por aquel relato. En su proclama de 1801, por tomar solo un ejemplo, Francisco de Miranda se dirige a los revolucio-narios criollos para decirles que eran “los descendientes de aquellos ilustres indios que no queriendo sobrevivir a la esclavitud de su patria prefirieron una muerte gloriosa a una vida deshonrosa”86 (y esto, después de haber recorda-do, en otros pasajes de sus textos, que esos mismos criollos eran los herederos de... los conquistadores españoles). Y

85 Pensamiento político..., ob. cit., p. 72.86 Miranda, ob. cit., p. 98.

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Monteagudo mismo concluye su proclama de 1812 “A los pueblos interiores” con estas palabras: “Firmeza y coraje, mis caros compatriotas: vamos a ser independientes o morir como héroes, imitando a los Guatimozines y Atahualpas”87. Cuando el poeta cubano José María Heredia escriba en 1822 su “Oda a los habitantes de Anáhuac”, va a dirigirse al “Mé-jico infeliz”, “patria gloriosa del grande Guatemuz” y a apos-trofar a los mexicanos llamándolos “hijos de Acamapich”, para concluir augurando ese triunfo de la revolución en el cual la tiranía borbónica terminaría siendo vencida por las sombras de Guatemuz:

Y Guatemuz magnánimo las sombrasSe lanzan de sus tumbas polvorosas,Y revolando en torno del tiranoLe amenazan furiosas,Y de terror le llenan: caiga, caigaEse trono fatal que con su pesoVa a abrumar a Anáhuac y a destruiros.A la alma Libertad álcense altares,Y la opulencia y paz serán sus frutos,Y rendirán a Méjico tributosDel Norte y Sur los apartados mares.88

Los monarcas aztecas invocados por Heredia no solo apoyaban la revolución de Hidalgo, Allende y Morelos sino también esa libertad de comercio que según él iba a traer la prosperidad a México a través de los mares. Y no era raro que las sombras de los monarcas y guerreros indígenas

87 Pensamiento político..., ob. cit., p. 296. 88 José María Heredia, Niágara y otros textos: poesía y prosa selectas (ed. de

Ángel Augier), Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1983, pp. 54-55.

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regresaran para auspiciar estos proyectos criollos. La propia Logia Lautaro, uno de cuyos objetivos era el establecimiento de estrechas relaciones comerciales entre las nuevas repúbli-cas hispanoamericanas y la corona británica, portaba el nombre de uno de esos guerreros araucanos (la idea, según pa-rece, habría provenido del mencionado Bernardo O’Higgins). A este mito “indiano” se remitían incluso muchos cantos re-volucionarios que acabarían convirtiéndose en los himnos na-cionales de las fl amantes repúblicas. Así, en la quinta estrofa de la canción patria chilena, Eusebio Lillo recordaba que los revolucionarios descendían de esos aguerridos mapuches (que según el propio Bernardo O’Higgins habían combatido junto a los españoles):

Si pretende el cañón extranjeronuestros pueblos osado invadir,desnudemos al punto el aceroy sepamos vencer o morir.Con su sangre el altivo araucanonos legó por herencia el valor,y no tiembla la espada en la manodefendiendo de Chile el honor.89

Vicente López y Planes había optado, en cambio, por el linaje bélico de los oprimidos incas cuando escribió el poe-ma que se convertiría en el himno nacional de la República Argentina:

Se conmueven del Inca las tumbasy en sus huesos revive el ardor,

89 En: es.wikipedia.org/wiki/Himno_Nacional_de_Chile

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lo que ve renovando a sus hijosde la Patria el antiguo esplendor.90

Francisco Acuña de Figueroa, por su parte, explicaba en la cuarta estrofa de la canción patria uruguaya de dónde provenía el sol que ilumina la bandera de la República Oriental:

En estruendo que en torno resuenade Atahualpa la tumba se abrió,y batiendo sañudo las palmas, su esqueleto “¡venganza!” gritó:los patriotas al eco grandiosose electrizan en fuego marcial,y en su enseña más vivo relumbrade los Incas el Dios inmortal.91

Por esos años también, el venezolano Andrés Bello augu-raba, desde su exilio londinense, y en versos de un estricto neoclasicismo, el inminente fi n de la opresión española:

No largo tiempo usurpará el imperiodel sol la hispana gente advenediza,ni al ver su trono en tanto vituperiode Manco Cápac gemirán los manes.de Angulo y Pumacagua la cenizanuevos y más felices capitanesvengarán, y a los hados de su puebloabrirán vencedores el camino.

90 En: www.me.gov.ar/efeme/diahimno/versiones.html91 En: es.wikipedia.org/wiki/Himno_Nacional_Uruguayo

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Huid días de afán, días de luto,y acelerad los tiempos que adivino.92

Hispanoamérica, o por lo menos Sudamérica, se presenta aquí como el Imperio inca, avasallado desde hacía trescientos años por la “hispana gente advenediza”, ese Imperio del Sol que “nuevos y más felices capitanes” iban a liberar: “más feli-ces”, desde luego, porque los antiguos habían sido derrotados; “nuevos”, esta vez, porque no se trata ya de guerreros incas sino de militares criollos. Poco importa: estos capitanes van a luchar para “abrirle el camino” a “los hados de su pueblo”, adjetivo posesivo que incluiría esta vez a todos los america-nos. Y si el poeta puede “adivinar” esos tiempos –los tiempos que van a llegar o, en este caso, a volver–, se debe a que nos está adelantando el desenlace de la narración americana: el continente se encontraba al principio en una situación (A) que fue invertida por los usurpadores extranjeros (no-A), has-ta el momento actual, cuando los nuevos capitanes, después de vencer a los invasores extranjeros, logren restituir la situa-ción originaria (no-no-A). Y por eso en la epopeya popular americana la revolución –entendida aquí en un sentido lite-ral– suele aparecer como una inversión de la conquista o como una contra-conquista93. Tal vez ningún otro texto resu-ma mejor esta dialéctica de la epopeya americana que estas pocas líneas de un correligionario de José María Morelos, Carlos María Bustamante:

92 Andrés Bello, Poesías, Caracas, Ediciones del Ministerio de Educación, 1952, p. 50.

93 Acerca de esta cuestión, cf. Jesús Díaz-Caballero, “El incaísmo como primera ficción orientadora en la formación de la nación criolla en las Provincias Unidas del Río de la Plata”, A Contracorriente 3, 1, otoño 2005, pp. 67-113.

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Al 12 de agosto de 1521, sucedió el 14 de septiembre de 1813. En aquel se apretaron las cadenas de nuestra servidumbre en México-Tenoxtitlán, en este se rompen para siempre en el venturoso pueblo de Chilpantzingo [...] Vamos a restablecer el imperio mexicano, mejorando el gobierno.94

Estas narraciones despliegan en una presunta diacronía histórica una sincronía política: la existencia de la unidad en-tre indios y criollos, el conjunto delineado por el “nosotros” que remataba el relato de Monteagudo, no tiene otro sustento que su oposición al otro, a los gachupines, los chapetones o los godos. La narración americana cumple entonces con el argumento dialéctico según el cual lo positivo surge de la ne-gación de lo negativo, la identidad del rechazo de la alteridad, el nosotros de la guerra con los otros (a tal punto que el pro-nombre nosotros podría leerse así: no(s)otros). O si se prefi ere una ecuación sencilla: A = no-no-A. De donde se infi ere que ese nosotros solo existe en una relación de oposición binaria con los otros, o para decirlo a la manera lacaniana: ese noso-tros representa a un sujeto, los americanos, para los españoles, y por eso esa unidad americana va a resultar gravemente cues-tionada cuando el antagonismo con los españoles llegue, tras

94 Citado por Hans-Joachim König, “El indigenismo criollo. ¿Proyecto vital y político realizables o instrumento político?” en Historia mexicana. Tomo xlvi, México, El Colegio de México, 1997, p. 759. El 12 de agosto de 1521 es el último día de libertad de Cuauhtémoc y, por consiguiente, de México-Tenochtitlán. El 14 de septiembre de 1813 tiene lugar el Congreso de Chilpancingo en el cual José María Morelos declara la independencia de Anáhuac y da a conocer sus “Sentimientos de la nación”. Una crítica de es-tas narraciones fue llevada a cabo, entre otros, por Edmundo O’Gorman, La superviviencia política novo-hispana. Reflexiones sobre el monarquismo mexi-cano, México, Universidad Iberoamericana, 1986. Acerca de la misma cues-tión: Marie-Chantal Barre, Ideologías indigenistas y movimientos indios, Méxi-co, Siglo xxi, 1983.

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la batalla de Ayacucho, a su fi n. Habrá que esperar a que otros extranjeros inicien sus incursiones por las fronteras norteñas de los territorios hispanoamericanos para que la epopeya po-pular americana recobre su antiguo vigor y para que una nue-va unidad de este pueblo se perfi le.

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José Joaquín de Olmedo, 1825

José Joaquín de Olmedo, representante de Guayaquil ante las Cortes de Cádiz, pronunció para esta asamblea una alocución en la cual preconizaba la abolición de las mitas y que tuvo como consecuencia la supresión –tardía, es cierto– de esta ab-yecta institución. Después de haberse convertido en el princi-pal responsable de la declaración de la independencia de su región en 1820, y a pesar de distanciarse de Simón Bolívar cuando este la incorporó a la Gran Colombia, Olmedo escri-bió en 1825 una oda para celebrar la victoria de Junín que se convertiría a la vez en la apoteosis del general venezolano.

El poema comenzaba con tres motivos clásicos: un trueno suena (el horaciano caelo tonantem), un dios se anuncia y un rayo ahuyenta al enemigo. Estas tres frases parecieran hacer alusión al monarca olímpico y a su intervención favorable a uno u otro contendiente en el fragor de una batalla. Pero si las situamos en el íncipit de la oda, asumen una signifi cación muy diferente:

El trueno horrendo que en fragor revientay sordo retumbando se dilatapor infl amada esfera,al Dios anuncia que en el cielo impera.

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Y el rayo que en Junín rompe y ahuyentala hispana muchedumbreque, más feroz que nunca, amenazaba,a sangre y fuego, eterna servidumbre...95

Ahora sabemos que la defl agración era el tronar de un ca-ñón disparado contra el ejército español y que ese trueno anuncia a ese dios “que en el cielo impera”. Ya no se trataría de Júpiter sino más bien de Marte, lo que signifi caría que esta es la divinidad que todo lo gobierna (o la divinidad de los com-bates sin la cual no habría, curiosamente, nada). Cuando Bo-lívar entre en escena más tarde, Olmedo va a presentarlo como el “hijo de Colombia y Marte”, sugiriendo que la nación es aquí la madre, y el dios, desde luego, el padre.

Pero las asociaciones no se detienen ahí. Mientras los soldados clamaban “victoria” y “paz”, una vez concluida la contienda, escucharon una voz que les replicaba desde aque-llos mismos cielos: “Gloria mas no reposo”. Es la voz de Huayna Cápac, padre de Huáscar y Atahualpa, con “pena-cho, arco, carcaj, flechas y escudo”, que antes de explicarles por qué los patriotas no pueden, por el momento, pensar en el reposo, se lanza a contarles, a lo largo de cinco estrofas, una nueva versión de la epopeya americana:

“Hijos –decía–generación del sol afortunadaque con placer yo puedo llamar mía,yo soy Huayna-Cápac, soy el postrerodel vástago sagrado,dichoso rey, mas padre desgraciado.

95 José Joaquín de Olmedo, Poesías completas (ed. de Aurelio Espinosa), México, Ediciones Políticas, 1947, p. 63.

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De esta mansión de paz y luz he vistocorrer las tres centuriasde maldición, de sangre y servidumbrey el imperio regido por las Furias.

No hay punto en estos valles y estos cerrosque no mande tristísimas memorias.Torrentes mil de sangre se cruzaronaquí y allí; las tribus numerosasal ruido del cañón se disiparon,y los restos mortales de mi genteaun a las mismas rocas fecundaron.Más allá un hijo expira entre los hierrosde su sagrada majestad indignos...Un insolente y vil aventureroy un iracundo sacerdote fueronde un poderoso Rey los asesinos...96

¡Tantos horrores y maldades tantaspor el oro que hollaban nuestras plantas!

Y mi Huáscar... ¡Yo no vivía!Que de vivir, lo juro, bastaría,sobrara a debelar97 la hidra españolaesta mi diestra triunfadora, sola.Y nuestro suelo, que ama sobre todosel Sol mi padre, en el estrago fi erono fue, ¡oh dolor!, ni el solo, ni el primero:

96 Olmedo hace alusión a la muerte de Atahualpa, prisionero de Francis-co Pizarro, cuyo capellán, el iracundo Fray Vicente de Valverde, habría gritado cuando el inca arrojó al suelo el ejemplar de las Escrituras que él le tendió: “¡Los Evangelios en tierra! ¡Venganza, cristianos! ¡Salid que yo os absuelvo!”.

97 Debelar: rendir al enemigo por la fuerza de las armas (RAE).

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que mis caros hermanosde gran Guatimozín y Moctezumaconmigo el caso acerbo lamentaronde su nefaria muerte y cautiverio,y la devastación del grande imperio,en riqueza y poder igual al mío...Hoy, con noble desdén, ambos recuerdanel ultraje inaudito, y entre fi estasalevosas el dardo prevenidoy el lecho en vivas ascuas encendido.

¡Guerra al usurpador! ¿Qué le debemos?¿luces, costumbres, religión o leyes...?¡Si ellos fueron estúpidos, viciosos,feroces y por fi n supersticiosos!¿Qué religión? ¿la de Jesús?... ¡Blasfemos!Sangre, plomo veloz, cadenas fueronlos sacramentos santos que trajeron.¡Oh religión! ¡oh fuente pura y santade amor y de consuelo para el hombre!¿Y qué lazos de amor...? Por los ofi ciosde la hospitalidad más generosahierros nos dan, por gratitud, suplicios.Todos, sí, todos; menos uno solo:el mártir del amor americano,de paz, de caridad apóstol santo,divino Casas, de otra patria digno;nos amó hasta morir. Por tanto ahoraen el empíreo entre los Incas mora.

En tanto la hora inevitable vinoque con diamante señaló el destinoa la venganza y gloria de mi pueblo:y se alza el vengador. Desde otros mares,

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como sonante tempestad, se acerca,y fulminó; y del Inca en la Peana,que el tiempo y un poder furial profana,cual de un dios irritado en los altares,las víctimas cayeron a millares.¡Oh campos de Junín...! ¡Oh predilectoHijo y Amigo y Vengador del Inca!¡Oh pueblos, que formáis un pueblo soloy una familia, y todos sois mis hijos!vivid, triunfad...”El Inca esclarecidoiba a seguir, mas de repente quedaen éxtasis profundo embebecido...98

Sumido en este rapto oracular digno de una pitonisa, el inca va a proferir un vaticinio: a los patriotas no les corres-ponde todavía reposarse porque pronto van a regresar “los hi-jos de la infanda Iberia, / soberbios en su fi era muchedumbre”, y habrá una última contienda, y desde luego, más truenos y más rayos y más sangre, en el sagrado valle de Ayacucho (“Campo serás de gloria y de venganza...”). Solo entonces po-drá llegar “la nueva edad al Inca prometida / de libertad, de paz y de grandeza”, la edad sin tiranías en donde incluso los herederos de la familia real de Cuzco van a abstenerse de rei-nar (“... mas no quisiera / que el cetro de los Incas renaciera...”). Huayna Cápac va a verse sustituido hacia el fi nal del epinicio por su hijo criollo, Bolívar, quien tras su muerte va a sentarse, como Cristo, a la derecha del gran ancestro de los incas:

Tú, la salud y honor de nuestro puebloserás viviendo, y Ángel poderoso

98 Olmedo, ob. cit., pp. 63-64.

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que lo proteja,cuandotarde al empíreo el vuelo arrebataresy entre los claros Incasa la diestra de Manco te sentares.99

Ya no son entonces los patriotas quienes llaman “padre” al inca sino este quien los llama “hijos”, recordando, como siempre, “las tres centurias de maldición / de sangre y servidumbre” que están a punto de acabarse. Bolívar se revela así como “Hijo y Amigo y Vengador del Inca”, venganza que convierte a las revo-luciones, una vez más, en inversiones simétricas de la conquista. Se habrá notado incluso que la escena de las “tribus numerosas” que se dispersan “al ruido del cañón” transportado desde Europa por Pizarro, constituye la inversión simétrica de aquel “trueno” cuyo rayo ahuyentaba, al inicio del poema, a la “hispana muche-dumbre”, y que va a regresar más adelante cuando la “hórrida tempestad del postrer trueno” les ponga punto fi nal a las guerras de la independencia en el valle de Ayacucho.

Un elemento novedoso, aun así, es la resolución que Olmedo propone para el delicado problema de la introduc-ción de la cultura europea en el Nuevo Continente: no fue-ron los conquistadores españoles quienes vinieron a ilumi-nar el Imperio del Sol. Ellos solo trajeron su estupidez, sus vicios, supersticiones y suplicios. Y el ecuatoriano revela a continuación de dónde proviene esta interpretación de la con-quista: de la Brevísima relación sobre la destrucción de las Indias de Fray Bartolomé de las Casas, el único español, según Ol-medo, que merecería morar en el empíreo entre los incas.

Habría que señalar, no obstante, un elemento crucial. El dios que impera en el cielo es, en este poema, el dios de la guerra,

99 Ibíd., p. 65.

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Marte, uno de cuyos hijos es Bolívar. Pero asume a continua-ción la identidad de Huayna Cápac, quien se asoma a la batalla para hablarle desde el cielo a sus hijos tratando de “predilecto Hijo” al militar venezolano. Todo ocurre entonces como si los incas, y los indígenas en general, fueran elevados a la dignidad de ancestros de los patriotas criollos cuando la cuestión abor-dada en un texto es el antagonismo con los españoles, esto es: cuando la narración es la epopeya americana. Los incas, y los indígenas en general, son los emblemas marciales de los ame-ricanos, las metáforas paternas de este pueblo en el momento de encontrarse en pugna contra una potencia extranjera (desde la fundación revolucionaria de las naciones hispanoamerica-nas, esta fi gura va a constituir la dignidad de estandarte militar por excelencia, estandarte que van a heredar esas variantes in-cruentas del combate que son las lides deportivas). La inter-vención de Huayna Cápac, precisamente, concluye con aquel oráculo que repercute como un llamamiento al combate:

“Pueblos –decía–la página fatal ante mis ojosdesenvolvió el destino, salpicadatoda en purpúrea sangre, mas en tornotambién en bello resplandor bañada.jefe de mi nación, nobles guerreros,oíd cuanto mi oráculo os previene,y requerid los ínclitos aceros,y en vez de cantos nueva alarma suene;que en otros campos de inmortal memoriala Patria os pide, y el destino os mandaotro afán, nueva lid, mayor victoria”.100

100 Ibíd., p. 65.

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Cuando la paz regrese, en cambio, los indígenas van a tener que cederle esa primacía a los criollos, y sobre todo a Bolívar, hombre doble, héroe de la guerra y de la paz, de las batallas y de los congresos, a quien el destino ha reservado dos misiones contrapuestas: conducir a sus tropas al triun-fo, por un lado, y “domeñar”, por el otro, “el monstruo de la guerra”, de la discordia, de la división. Como hijo de Marte, o del Inca, Bolívar es el hombre del antagonismo; como hijo de Colombia, es el hombre de la unidad. El Libertador tuvo que romper las cadenas que durante tres centurias arrastraron los americanos y debe restablecer ahora otras:

y vuestra libertad incontrastablecontra el poder y liga detestablede todos los tiranos conjuradossi en lazo federal, de polo a polo,en la guerra y la paz vivís unidos;vuestra fuerza es la unión. Unión, ¡oh pueblos!para ser libres y jamás vencidos.Esta unión, este lazo poderosola gran cadena de los Andes sea,que en fortísimo enlace, se dilatandel uno al otro mar...[...]Esta es, Bolívar, aun mayor hazañaque destrozar el férreo cetro a España...101

Los versos “vuestra fuerza es la Unión, ¡oh pueblos! / para ser libres y jamás vencidos” dejan en claro que esta unión entre los diversos pueblos americanos solo puede conservarse como una unión contra algún adversario dispuesto a vencerlos y

101 Ibíd., p. 66.

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sojuzgarlos (contra los españoles o sus equivalentes). No es ca-sual, en este aspecto, que José de Olmedo haya escrito su epi-nicio en 1826, cuando las guerras de independencia acaban de terminarse y una multitud de confl ictos empiezan a esta-llar entre los propios revolucionarios, impidiendo la consti-tución de los nuevos Estados nacionales. Algunos escritores, como Sarmiento o Alberdi, van llegar a sostener que estos con-fl ictos fueron una consecuencia directa de las revoluciones de la independencia y de la desaparición de ese poder único que se llamaba monarquía. Pero también puede conjeturarse que el propio antagonismo con los españoles permitía mantener unidos a los diferentes grupos, como sucedió, según Hegel, con los griegos durante la guerra de Troya. ¿Esto signifi ca que ha-ría falta perpetuar, como sugería el alemán, ese antagonismo o, en este caso, ese proceso revolucionario para consolidar la unidad popular o nacional?

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José Faustino Sánchez Carrión, 1812

Abogado de la Real Audiencia de Cuzco, asesor del Tribunal del Consulado y del Cabildo Abierto de Lima, Joseph Baquíjano y Carrillo, Conde de Vistafl orida, había escrito en 1781 un Elogio de un nuevo virrey, Agustín de Jáuregui, que algunos conside-ran como uno de los primeros textos independentistas apare-cidos en Perú, aunque este aristócrata criollo se hubiese limi-tado a repetir apenas los habituales reclamos de su clase a las autoridades virreinales sin dejar traslucir una amenaza seria de secesión y ni siquiera introducir un capítulo sobre la liber-tad de comercio (en su Disertación histórica y política sobre el comercio del Perú, este autor, mercantilista, como la administra-ción borbónica de la cual era funcionario, esperaba que la prosperidad de su patria retornara en breve gracias al incremen-to de la producción minera). Es cierto que el Elogio mereció la censura de un gobierno virreinal que se apresuró a ampararse de los ejemplares impresos. Pero algunos años más tarde este conde volvió a ser nombrado oidor de Lima y fi nalmente vocal del Consejo de Estado encargado de gobernar España durante la ocupación napoleónica (allí falleció, de hecho, en 1817).

Lo cierto es que su compatriota Sánchez Carrión lo salu-dó con una oda que lo convierte en el más grande precursor de la independencia americana. La primera mitad de este can-to dice así:

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Atado estaba el continente nuevotrescientos años con servil cadena.A cuyo ronco son su acerba pena,su eterna esclavitud... llorar solíaen triste desventura,desde que el padre de la luz salíahasta el dulce nacer del alba pura.El metal valoroso,la quina saludable,y mil riquezas en soberbias naves,de tributo en señal cortar se veíancon fuerza irresistibleel húmedo elementoa pesar de las olas y del viento.Y el infeliz colonopor sabio, por intrépido que fuese,y en valor excedieseal viscaíno, gallego o castellano,su cerviz sometía,y no mandar, sí obedecer sabía;Cuando... ¡Alta providencia! De repentelevantó su ancha frentela América abatida,y a ti ¡Oh Joseph! ¡Oh sabio esclarecido!la suerte de dos mundospor toda la nación confi arse vido.Gloria y honor al sabio de la patria...102

Alguien podría leer en esta oda epidíctica una nueva va-riación de la epopeya popular americana. Sánchez Carrión,

102 José Faustino Sánchez Carrión, En defensa de la patria (ed. de Luis Alva Castro y Fernando Ayllón Dulanto), Lima, Fondo Editorial del Congre-so de Perú, 2002, p. 13.

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después de todo, comienza recordando los “trescientos años” de opresión del “continente nuevo”, obligado de entregar su “metal valoroso” o su “quina saludable” y otras “mil rique-zas”, y concluye con el periodo revolucionario, en el cual “la América abatida” está levantando de nuevo la frente y no va a tener que pagarle más tributo a la monarquía hispana. Re-sulta difícil saber si el homenajeado hubiese aceptado el títu-lo de augur de semejantes acontecimientos. Pero habría que examinar estos versos más en detalle porque tal vez solo re-produzcan en apariencia la epopeya americana.

En efecto, ¿en qué consistieron aquellos “trescientos años de servil cadena”? Por empezar, América estaba obligada a pa-garle tributo a la monarquía española (la hipálage “soberbias naves” alude, evidentemente, a ella). Pero además, “el infeliz colono / por sabio, por intrépido que fuese, / y en valor exce-diese / al viscaíno, gallego o castellano, / su cerviz sometía, / y no mandar, sí obedecer sabía...”. Con una ambigüedad delibe-rada, o por lo menos muy corriente, Sánchez Carrión ya no recurre a la expresión “trescientos años” para remontarse al desembarco de Colón, inicio de la conquista, sino al fi nal de este proceso, ese momento en que los españoles americanos empezaron a perder los privilegios acordados por las capitu-laciones y hasta a encontrarse en una clara relación de infe-rioridad con respecto a los demás súbditos del rey: viscaínos, gallegos, castellanos, etc. Bajo el aspecto de una nueva varian-te de la epopeya popular americana nos encontramos, a decir verdad, con una repetición de la novela familiar del criollo.

El secreto de este sutil desplazamiento se encuentra una vez más en la relación de equivalencia entre una parte, la mi-noría criolla, y la totalidad del continente que su autor logra establecer a través de un hábil encadenamiento de las frases al cual no resulta ajeno el juego con las fi guras: “Atado estaba el continente nuevo / trescientos años con servil cadena [...] Y el infeliz colono [...] su cerviz sometía, / y no mandar, sí obedecer

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sabía [...] Levantó su ancha frente / la América abatida...”. La primera y la tercera cláusula tienen como sujeto al continen-te en su totalidad mientras que la segunda solo a uno de sus componentes. En este encadenamiento, sin embargo, “el infe-liz colono” aparece como una perífrasis del “continente nue-vo” y de “América”, sinonimia reforzada por las personifi ca-ciones de esa totalidad. La historia de la opresión americana es aquí la historia del oprobio criollo, esa minoría situada en relación de desigualdad con respecto al resto de los españoles (y esta queja presupone que la justicia residiría en la igualdad con los demás españoles o que los criollos forman parte del mismo pueblo que los vascos, los gallegos y los castellanos). Pero como la variante de la narración criolla asume aquí ri-betes secesionistas, Sánchez Carrión debe invocar el gentilicio americano, divisa de los revolucionarios en su antagonismo con la monarquía española.

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Juan Germán Roscio, 1811

La mayoría de los historiadores coinciden en atribuirle la re-dacción del “Manifi esto al Mundo de la Confederación de Venezuela en la América Meridional”, publicado el 30 de ju-lio de 1811, a un jurisconsulto guárico hijo de un militar ita-liano y de una lugareña: Juan Germán Roscio. En su calidad de especialista del derecho canónico y civil, el fundador de la Gaceta de Caracas y redactor del Acta de la Independencia de su país, Venezuela, le dedicó un breve capítulo a examinar los títulos que la monarquía española invoca para justifi car su dominación del Nuevo Mundo:

La Bula de Alejandro vi y los justos títulos que alegó la Casa de Austria en el Código Americano no tuvieron otro origen que el derecho de conquista, cedido parcialmente a los conquista-dores y pobladores por la ayuda que prestaban a la Corona para extender su dominación en América.103

Al igual que Henríquez o Bolívar, Roscio piensa que los españoles solo podían invocar, para justifi car su posesión de

103 Pensamiento político..., ob. cit., p. 114.

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las Indias, el derecho de conquista y que adquirieron este dere-cho gracias a los conquistadores, como lo prueba el hecho de que se lo hayan cedido “parcialmente” a ellos, y a su prosapia, “por la ayuda que le prestaban a la Corona para extender su do-minación en América”. Estos derechos, sin embargo, hubieran debido cedérseles totalmente dado que no había ningún motivo para que los españoles se adjudicaran un derecho de conquista sobre un continente que no conquistaron ellos mismos:

Por el solo hecho de pasar los hombres de un país a otro para poblarlo, no adquieren propiedad los que no abandonan sus ho-gares ni se exponen a las fatigas inseparables de la emigración; los que conquistan y adquieren la posesión del país con su tra-bajo, industria, cultivo y enlace con los naturales de él son los que tienen un derecho preferente a conservarlo y transmitirlo a su posteridad en aquel territorio, y si el suelo donde nace el hombre fuese un origen de la soberanía o un título de adquisi-ción, sería la voluntad general de los pueblos y la suerte del gé-nero humano una cosa apegada a la tierra como los árboles, montes, ríos y lagos.104

La lectura de este texto, en donde cualquier alusión a la violencia o los crímenes cometidos por los conquistadores des-aparece en favor de sus “fatigas” y sus “enlaces”, no nos permi-te decidir si Roscio está reivindicando el jus soli o si está si-tuando los esfuerzos y las uniones entre ambos pueblos por sobre la autoctonía de los indios. Consciente de la difi cultad, en todo caso, el jurista intenta conciliarlos:

Demostrada que sea la caducidad e invalidación de los [dere-chos] que se arrogaron los Borbones, deben revivir los títulos

104 Ibíd., pp. 114-115.

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con que poseyeron estos países los americanos descendientes de los conquistadores, no en perjuicio de los naturales y primitivos propietarios, sino para igualarlos en el goce de la libertad, pro-piedad e independencia que han adquirido, con más derecho que los Borbones y cualquier otro a quien ellos hayan cedido la América sin consentimiento de los americanos, señores natura-les de ella.105

Las difi cultades del texto, sin embargo, no dejan de multi-plicarse porque resulta difícil saber esta vez quién es el sujeto tácito de la expresión “independencia que han adquirido”: si “los americanos descendientes de los conquistadores” o “los naturales y primitivos propietarios” o incluso ambos. Tampo-co resulta sencillo determinar, se habrá notado, si el infi nitivo “igualarlos” insinúa que los criollos van a ser, en sus derechos de propiedad, iguales a los indios o los indios a los criollos. Y fi nalmente, ¿a quiénes incluye la expresión “americanos, se-ñores naturales de [América]”? Porque está claro que, como el mismo Roscio dijo, los reyes de España le habían “cedido” esos territorios a los conquistadores, y lo hicieron, desde luego, “sin consentimiento de los americanos”, lo que signifi caría que este último gentilicio se reduce a los “naturales y primitivos pro-pietarios”. Pero es cierto que Roscio no habla de la monarquía española en general sino de los Borbones en particular, de modo que estaría haciendo alusión a la cesión de las posesio-nes ultramarinas a los franceses durante el cautiverio de Fer-nando VII. Una analogía propuesta a continuación, a tono con la novela familiar del criollo, pareciera indicar no obstante que el gentilicio americanos incluiría solamente a los descen-dientes de los españoles:

105 Ibíd., p. 114.

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bien sabido es que en el orden natural es del deber del padre emancipar al hijo, cuando saliendo de la minoridad puede ha-cer uso de sus fuerzas y su razón para proveer a su subsistencia; y que es del derecho del hijo hacerlo cuando la crueldad o di-sipación del padre o tutor comprometen su suerte o exponen su patrimonio a ser presa de un codicioso o un usurpador...106

La expresión “padre o tutor” vuelve a introducir, no obs-tante, otra ambigüedad, dado que no nos permite decidir si Roscio se está refi riendo a los americanos de origen español o a los americanos nacidos en territorios españoles, si este padre les dio a sus hijos su sangre o solamente su nombre. Pero estas ambigüedades no son sencillamente las tretas de un jurista acostumbrado a los tortuosos argumentos de los doctores del derecho canónico. Se trata de ambivalencias propias de la he-gemonía criolla en la política hispanoamericana. En efecto, ¿quiénes van a ser a partir de entonces los hispano-america-nos?, ¿los españoles nacidos en América o los americanos na-cidos en los territorios ocupados durante trescientos años por los mismos españoles?

106 Ibíd., p. 115.

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Excursus

George Sorel, 1907

Tras una aguda comparación entre las fi guras históricas de Giordano Bruno y Galileo, Ernest Renan concluía que “mo-rimos por opiniones y no por certidumbres, por lo que cree-mos y no por lo que sabemos”107. Algunas décadas más tarde su compatriota George Sorel replicaría en sus Refl exiones sobre la violencia que Renan confundía “la convicción, que debía ser muy fuerte en Bruno, con esta certidumbre muy particular que la enseñanza provoca, a la larga, a propósito de las tesis que la ciencia ha establecido”108. “Difícil dar una idea menos exacta de las fuerzas reales que mueven a los hombres a actuar”, sen-tenciaba este ingeniero109. Esta crítica podía leerse además como un tiro por elevación a los socialdemócratas y su pre-sunta “ciencia” de la historia. Suponiendo que el “materialis-mo científi co” fuese realmente una ciencia, solo les proporcio-naría a sus adeptos certidumbres, y estas no se confunden, ni

107 Ernest Renan, Nouvelles études d’histoire religieuse, París, Gallimard, 1992, p. vii.

108 George Sorel, “Lettre à Daniel Halévy” [1907] en Réfl exions sur la vio-lence [1908], París, France Loisirs, 1990, p. 40.

109 Ídem.

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por asomo, con las convicciones que los conducen a la acción política. Las convicciones, justamente, no provienen de la cien-cia sino del mito, y por eso estas narraciones de la historia tampoco pueden refutarse con razonamientos o pruebas “cien-tífi cas”. Un mito, le explicaba Sorel a Daniel Halévy, es “idén-tico a las convicciones de un grupo”, “es la expresión de estas convicciones en lenguaje de movimiento”110. Y muchas de “las grandes cosas de la historia fueron hechas por masas humanas que, durante un tiempo más o menos largo, estuvieron domi-nadas por convicciones análogas a las fuerzas religiosas”, esto es: por convicciones lo sufi cientemente fuertes y cautivantes como para hacerles “olvidar muchas de las circunstancias ma-teriales que generalmente son tomadas en cuenta cuando hay que hacer una elección”111.

Un contemporáneo de George Sorel, el médico vienés Sig-mund Freud, hubiese dicho que los sujetos no actúan de acuer-do con el principio de realidad sino con el principio del placer, y que les resulta mucho más satisfactorio deslizarse plácida-mente por las huellas mnémicas de las narraciones que estruc-turan su vida psíquica, en vez de asumir un conjunto de datos que estorbarían esas fabulaciones aguerridas. Estas conviccio-nes pueden llevar a un sujeto a enfrentar con abnegación si-tuaciones sumamente dolorosas, y a renunciar, por consiguien-te, a un conjunto de comodidades o deleites. Pero esas mismas convicciones están vinculadas con otra satisfacción –algunos hablarían más bien de un goce– que los sujetos están poco dis-puestos a abandonar. Estamos habituados a hablar, de hecho, de una “explicación satisfactoria” cuando un relato nos pare-ce válido o verosímil. Marx tenía razón cuando comparaba a la religión con la adicción a ciertos narcóticos. Solo le hubiese

110 Ibíd., p. 47.111 Ibíd., p. 302.

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faltado añadir que estas convicciones religiosas no se limitan a la creencia en alguna divinidad y que los sujetos humanos no pueden vivir sin ellas. La sujeción, al fi n y al cabo, no sig-nifi ca otra cosa: los sujetos son fatalmente adictos a alguna na-rración o dependientes de algún mito (y en los casos que nos interesan, de los mitos de la independencia...).

Poco importa entonces que esas narraciones nos ofrezcan versiones mistifi cadas de la historia como cuando Martí, a pe-sar de la proclama de O’Higgins, pone a los bravos araucanos junto al general San Martín o como cuando otros muchos es-critores siguen asegurando que los europeos llegaron para re-dimir a los indios aunque admitan que su desembarco trajo aparejado uno de los más pavorosos genocidios de la historia humana y una explotación despiadada de sus habitantes. Muy pocas personas estarían hoy dispuestas a fi arse de alguien que le refi riese la milagrosa resurrección del líder de alguna secta. Y sin embargo esta fi cción se fue granjeando la adhesión de millones de adeptos trayendo aparejada una de las transfor-maciones más impresionantes de la cultura y la política euro-pea y, por extensión, americana. Resultaría vano demostrar, a esta altura, que aquella historia fue una patraña forjada por los miembros de una secta religiosa disidente. La relación de las fi cciones con la realidad no es referencial sino performati-va. Nadie podría aportar pruebas de la veracidad de esos rela-tos. Como suelen recordar las autoridades religiosas, las prue-bas se encuentran en la fe de los pueblos. Incluso los primeros cristianos, nos recuerda George Sorel, esperaban una catástro-fe inminente que nunca tuvo lugar, y nosotros mismos, en la vida cotidiana, “estamos habituados a reconocer que la reali-dad difi ere mucho de las ideas que nos habíamos hecho de ella antes de actuar”112. Esto no nos impide, sin embargo, seguir

112 Ibíd., p. 139.

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tomando decisiones de acuerdo con esas convicciones: “Hay que juzgar los mitos como medios de actuar sobre el presente” y por eso “solo importa el conjunto del mito” y no cada una de sus partes por separado113.

Ahora bien, el ingeniero francés llamaba “mito” a una na-rración esencialmente épica que cuenta el combate entre un pueblo y sus enemigos y termina con el triunfo inexorable del primero:

los hombres que participan en los grandes movimientos sociales, se representan su acción próxima bajo la forma de imágenes de batallas que permiten el triunfo de su causa. Yo proponía lla-mar mitos a estas construcciones cuyo conocimiento tiene tanta importancia para el historiador: la huelga general de los sindi-calistas y la revolución catastrófi ca de Marx son mitos.114

Un mito como este permitió mantener unidos durante si-glos a los católicos. A pesar de las duras pruebas que atravesa-ron en los diversos países, “nunca se sintieron desalentados” porque “se representaban la historia de la Iglesia como si fue-ra una serie de batallas entre Satán y la jerarquía sostenida por Cristo”, de modo que cualquier difi cultad que se presentaba era “un episodio de esta guerra” y debía “desembocar fi nal-mente en la victoria del catolicismo”115. Y si la existencia mis-ma del catolicismo se encontraba amenazada cuando el fran-cés redactaba su misiva, se debía a que “el mito de la Iglesia militante tiende a desaparecer”116. Sorel compara entonces esta desaparición con la “crisis” o la “decadencia” de una sociedad,

113 Ibíd., p. 140.114 Ibíd., p. 36.115 Ibíd., p. 37.116 Ídem.

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problema que había preocupado sobremanera a los pensadores de la Antigüedad y que el francés resuelve a su modo: tan pronto como una sociedad se ve privada de la convicción mi-litante que le confi ere alguna narración mítica, se precipita en la corrupción y en la anomia. Una sociedad se mantiene a salvo de estas crisis cuando se convierte en un pueblo, en un pueblo militante, en un pueblo que busca la redención y debe batirse, para alcanzarla, con algún acérrimo adversario.

Algunos historiadores, desde luego, estiman que estos mi-tos son creencias o errores que su disciplina tiene la misión de erradicar, proporcionando las pruebas documentales pertinen-tes; otros evalúan, por el contrario, que estas fabulaciones tra-zan la via regia para acceder al pensamiento de una época:

cuando quiere saber cuál fue la infl uencia del espíritu calvinis-ta sobre la moral, el derecho o la literatura, [el historiador] se ve conducido a examinar cómo el pensamiento de los antiguos protestantes se encontraba bajo la infl uencia de la marcha hacia la redención. La experiencia de esta gran época muestra muy bien que el hombre de corazón encuentra, en el sentimiento de lucha que acompaña esta voluntad de redención, una satis-facción sufi ciente para alimentar su ardor.117

Poco importa, entonces, que esta voluntad de redención o de emancipación, común a las religiones y a los movimientos revolucionarios, provenga de una ilusión humana. Lo impor-tante es que esta ilusión no pueda extirparse de esta especie o que, de una manera o de otra, esta no cese de elaborar relatos de redención o de emancipación.

Si Sorel adhería en la época de sus Refl exiones sobre la vio-lencia al sindicalismo de extrema izquierda, se debía a que el

117 Ibíd., p. 30.

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mito de la huelga general revolucionaria se había hecho car-ne, según su interpretación, en los sectores populares. Esta huelga era, para el francés, el gran relato colectivo de princi-pios del siglo XX, equivalente del catolicismo o del calvinismo en otros momentos de la historia. Y como los otros mitos de este género, este relato vaticinaba la derrota de los enemigos del pueblo y a su vez constituía la unidad del pueblo. Esta unidad tiene, por consiguiente, el estatuto de una confabu-lación118. Y esta misma función podían llegar a cumplirla múltiples fabulaciones (lo que explicaría los vaivenes de este ingeniero francés: conservador, socialista, sindicalista revo-lucionario, bolchevique, nacionalista e incluso monárquico). Su problema consistía en identifi car el mito que impidiese, en un momento preciso, la “decadencia” social. No hay que dejar engañarse, en consecuencia, acerca de sus posiciones “pacifi stas” durante la Primera Guerra. No se trataba, en modo alguno, de condenar cualquier confl icto armado sino ese confl icto armado entre naciones que servía, como lo sabía Hegel, para sofocar los disturbios en el interior de un Estado. Sorel solía recordar al primer ministro francés de aquel en-tonces, George Clemenceau, quien se burlaba de los políticos que pretendían “suprimir las guerras internacionales para librarnos en paz a la calma de la guerra civil”119. Un gobierno precisa recurrir a la narración patriótica para contrarrestar la narración clasista. Y por eso la máxima soreliana hubiera podido ser: dime qué antagonismo promueves y te diré qué unidad popular quieres.

118 No hay que confundir entonces estas confabulaciones, o comunidades fi ccionales, con las “comunidades imaginarias” de Benedict Anderson: Imagi-ned Communities: Refl ections on the Origin and Spread of Nationalism, Londres, Verso, 1991.

119 Citado por Sorel, en Réfl exions..., p. 67.

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El mito de la huelga general revolucionaria giraba en tor-no a ese antagonismo que Marx había denominado “lucha de clases”. Este enfrentamiento, sin embargo, no existe como una necesidad objetiva ineluctable sino solo en la medida que el proletariado se represente a sí mismo como el héroe de un combate contra ese enemigo poderoso, la burguesía, que no cesa de explotarlo. Proletariado y burguesía no son, para el pensador francés, identidades fi jas sino identifi caciones socia-les. Los “socialistas científi cos” pretendían, es cierto, que esa lucha era un fenómeno objetivo del capitalismo, ligado a la existencia objetiva de clases socioeconómicas. Pero en su prác-tica política, proseguía George Sorel, estos mismos socialistas asumían posiciones radicalmente distintas:

El socialismo se dirige a todos los descontentos sin preocupar-se por qué lugar ocupan en el mundo de la producción; en una sociedad tan compleja como la nuestra y tan sujeta a conmo-ciones de orden económico, hay un número enorme de des-contentos en todas las clases; es por eso que solemos encontrar a los socialistas allí donde no esperaríamos hallarlos. El socia-lismo parlamentario habla tantos lenguajes como clientelas hay. Se dirige a los obreros, a los pequeños patrones, a los cam-pesinos; a pesar de Engels, se ocupa de los granjeros, a veces es patriota y otras declama contra el ejército. Ninguna contra-dicción lo detiene, dado que la experiencia demuestra que se puede, durante una campaña electoral, agrupar fuerzas que deberían ser, en principio, antagónicas según las concepciones marxistas.120

El vocablo proletario, de hecho, acabó por convertirse en un sinónimo de oprimido. Y por eso Sorel comenta a continuación

120 Ibíd., p. 66.

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con ironía: “hay oprimidos en todas las clases”. Un socialista francés de aquellos años había publicado un libro sobre las “proletarias del amor”, expresión que designaba, claro está, a las prostitutas121. Y hasta los corredores de bolsa, estorbados en ese momento por el monopolio de los agentes de cambio, se consideraban a sí mismos “proletarios financieros”, lo que explicaría por qué había más de un simpatizante socialista en sus filas122. Para un oprimido, después de todo, no hay nada mejor que otro oprimido, y si se trataba de combatir al enemigo común, el opresor, había que establecer una fra-ternidad, lo más extendida posible, de iguales. Proletario, hu-biese dicho más tarde Ernesto Laclau, se convirtió en un “significante vacío”, capaz de congregar, de confabular, re-clamos sociales muy diversos y hasta, por qué no, totalmen-te divergentes123. Proletario, en cierto modo, se convirtió en el nombre del primus inter pares, del “primer oprimido” o de la parte que representa al todo. Sorel lo comprendió perfec-tamente: “hay un número enorme de descontentos en todas las clases” que pueden verse agrupados en el partido de los “descontentos” aunque sus demandas resulten contradicto-rias entre sí.

El revolucionario francés se plegaba de este modo a las exigencias de Bernstein: si el socialismo no hace lo que dice, por lo menos que diga lo que hace. Pero sus conclusiones se distinguían radicalmente de las que había extraído el revisio-nista socialdemócrata. Tanto él como sus amigos guardaban silencio acerca de una práctica política crucial: la construc-ción de una unidad popular a partir de la inclusión de una multiplicidad de personajes sociales en los apelativos proleta-

121 Ídem.122 Ídem.123 Laclau, ob. cit., p. 93.

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rio u oprimido, y su colocación en una relación antagónica, o militante, con una clase opresora. El proceso se completa con la predicción del triunfo del héroe o la inexorable derrota del antihéroe. Los socialistas, en fi n, se presentaban como los co-nocedores de un proceso histórico y solo eran los narradores de un mito moderno.

Las narraciones de la independencia nos ofrecen un fe-nómeno comparable. El gentilicio americano también reunía a un conjunto heterogéneo de oprimidos en una guerra a muerte contra el enemigo común, el opresor español, con-fl icto que debía saldarse, según estas narraciones, por el triunfo de las fuerzas revolucionarias. Y los patriotas hispa-noamericanos agrupaban igualmente “fuerzas que debían ser, en principio, antagónicas”, como los criollos y los indios, o los criollos y los afromericanos (parafraseando a Sorel, po-dría decirse que los criollos se veían a sí mismos como los oprimidos de la clase opresora). Los criollos logran aunar los diferentes “descontentos” o los distintos reclamos desoídos por las autoridades españolas convirtiendo a esta autoridad en el enemigo común y presentando los reclamos de la mi-noría criolla como un resumen de los otros (esto es, convir-tiendo a la minoría criolla en “representante general” de la sociedad entera).

Pero lo interesante, desde una perspectiva soreliana, es que esta narración revolucionaria debiera proseguir para con-solidar la unidad de las nacientes repúblicas hispanoame-ricanas. Estas repúblicas son revolucionarias no solamente porque provienen de una revolución sino también porque prosiguen con esa revolución: solo el antagonismo con algún adversario común, sustituto del imperialismo español, pue-de garantizar la unidad política de las diversas clases, y para que este antagonismo se perpetúe, debe perpetuarse, claro está, la epopeya que lo narra. Y no debería considerarse anodino que uno de los principales aparatos ideológicos del

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Estado, la escuela pública, la escuela republicana, se haya en-cargado de mantener vivo este relato revolucionario.

Para Sorel existía una oposición radical entre nación y cla-se, porque la guerra entre las naciones tenía como objetivo neutralizar la lucha de clases. La adopción de la hipótesis le-ninista del imperialismo como “etapa superior” del capitalis-mo y la división entre “países opresores” y “países oprimidos” convirtieron unos años más tarde a la nación en un espacio de emancipación: “El nacionalismo burgués de cualquier nación oprimida –había escrito Lenin– tiene un contenido democrá-tico general que está dirigido contra la opresión, y a este con-tenido lo apoyamos incondicionalmente”124. Tras la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo tras la conferencia de Bandung en 1955, las llamadas “luchas de liberación nacional” van a retomar esta idea leninista125.

Pero estas narraciones de emancipación nacional no son, en Hispanoamérica, un monopolio de la izquierda o de los llamados populismos. Los diferentes bandos políticos van a insistir en este punto: el sueño de los padres de la patria no se realizó o las revoluciones de independencia son procesos inconclusos (para algunos, porque los padres soñaban con una Hispanoamérica que se pareciera a Norteamérica; para otros, porque soñaban con una Hispanoamérica verdadera-mente liberada de su relación con el imperialismo occiden-tal, etc.). Cada posición política en Hispanoamérica va a proponer un relato acerca de la conquista y otro acerca de la revolución, pero estos relatos no son invenciones de los polí-ticos ni de los intelectuales sino mitos sociales, populares, que circulaban ya en la época de la colonia y sobre los cuales los

124 Lenin, Obras escogidas I, Moscú, Editorial Progreso, 1970, p. 611.125 Cf. Neil Larsen, Imperialism, Colonialism, Postcolonialism, Oxford, Blac-

kwell Publishers, 2000.

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políticos asentaron sus discursos y proyectos, y los intelec-tuales, sus estudios “científi cos” sobre la historia y la socie-dad hispanoamericana126.

126 Lo que Sorel no llegó a vislumbrar en 1907 era el lazo estrecho entre estos mitos y la propaganda de masas que va a caracterizar, gracias a la apari-ción de la radio, el cine y la televisión, la política del siglo xx. Alfred Rosenberg, uno de los principales ideólogos del nacional-socialismo, anticipó y celebró en El mito del siglo xx esta nueva posibilidad de sustituir los mitos colectivos, li-gados a la transmisión oral, en las ferias o en los púlpitos, por historias elabo-radas y propagadas por omnipresentes medios de comunicación. Los medios, digamos, convierten el mito popular en propaganda de masas. Acerca de esta cuestión, puede consultarse el breve ensayo de Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy. Le mythe nazi, París, Édition de l’Aube, 1991.

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II. Antes de las revoluciones

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El motivo que tuve para salir de México a la ciudad de Oaxaca fue la noticia de que asistía en ella, con el título

y ejercicio honroso de regidor, don Luis Ramírez, en quien, por parentesco que con mi madre tiene, afi ancé,

ya que no ascensos desproporcionados, por lo menos al-guna mano para subir un poco; pero conseguía después

de un viaje de ochenta leguas el que, negándome con muy malas palabras el parentesco, tuviese necesidad de

valerme de los extraños por no poder sufrir despegos sensibilísimos por no esperados, y así me apliqué a ser-

vir a un mercader trajinante que se llamaba Juan López. Ocupábase este en permutar con los indios mixes, chon-

tales y cuicatecas por géneros de Castilla que les falta-ban, los que son propios de aquella tierra, y se reducen a

algodón, mantas, vainillas, cacao y grana.

Carlos de Sigüenza y Góngora, Infortunios de Alonso Ramírez

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Antonio de Ulloa

y Jorge Juan y Santacilia, 1748

Inquieto por los frecuentes motines de los pobladores criollos en el virreinato del Perú, Felipe v envió a dos ofi ciales de la marina real, Antonio de Ulloa y Jorge Juan y Santacilia, a una misión secreta de información sobre la situación política y social en aquellos territorios. Aprovechando la expedición del francés Charles de Condamine, quien los había reclutado para medir un arco de meridiano en las inmediaciones de Quito, los agentes españoles se dedicaron a examinar la so-ciedad virreinal y sus múltiples confl ictos. La medición dio lugar a un informe científi co que por primera vez probó la desigualdad entre el diámetro ecuatorial y el diámetro me-ridional de nuestro globo terrestre. Las pesquisas en la sociedad peruana dieron como resultado un voluminoso expediente, Noticias secretas de América, entregado en 1748 a Fernando vi y aparecido fi nalmente en 1826 en Londres, después de que las autoridades peninsulares prohibieran su publicación, un texto en donde era cuestión de resolver el enigma del origen de los súbitos levantamientos que afl oraban aquí y allá en las sociedades coloniales.

En el capítulo sexto del informe, los marinos abordaban el problema de los “bandos o parcialidades contrarias en el Perú entre europeos y criollos”, y trataban de remontarse a las

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causas de la aparición de este misterioso antagonismo. Este habría sido más comprensible, se supone, si hubiese dividido a los españoles y los indios, o incluso si hubiese enfrentado a los blancos con los negros, porque se trataba de individuos de grupos diferentes. Pero resultaba difícil de entender, para los marinos, por qué esos confl ictos dividían a tal punto a los her-manos de sangre:

No dejará de parecer cosa impropia, por más que ya se hayan visto varios ejemplares, que entre gentes de una misma nación y de una misma religión, y aun de una misma sangre, haya tan-ta contrariedad y encono como la que se deja percibir en el Perú, donde la ciudades y poblaciones grandes son un teatro de discordia y de continua oposición entre españoles y criollos. De aquí nacen los repetidos alborotos que se experimentan, porque el odio, recíprocamente concebido por cada partido en oposición del contrario, se fomenta cada vez más, y no pierde ocasión de las que se le pueden ofrecer, para respirar la vengan-za y hacer manifestación de la desunión o contrariedad que está aposesionada de sus ánimos.127

Los agentes españoles parten entonces de la idea de que no debería existir rivalidad entre los miembros de una misma “nación”, de una misma “religión” y sobre todo de una misma “sangre”, lo que signifi ca que los enviados del monarca no pa-recen tener el menor inconveniente a la hora de reconocer a los criollos como la prosapia americana del legendario don Pelayo. “La más irreconciliable enemistad”, no obstante, afl o-ra en “los senados” (léase: en los cabildos) e incluso en las “ca-sas particulares” donde “la ocasión del parentesco llega a hacer

127 Antonio de Ulloa y Jorge Juan y Santacilia, Noticias secretas de América. Tomo II, Madrid, Editorial América, Biblioteca Ayacucho, 1918, p. 93.

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enlace de europeos y criollos” (léase: entre miembros de una sola y misma casta)128. “Estas contrariedades”, explicaban los agentes, son “tan comunes y acérrimas” que apenas uno lle-ga a aquella región las conoce, “y a poco tiempo pasa a ser comprendido en ellas”129. Estos mutuos recelos “han de ha-ber tenido algún principio que les sirviese de causa”, razo-naban ambos, y van a seguir alimentándose mientras este no desaparezca. De modo que se propusieron encontrar este mo-tivo y elaboraron una lista de posibles candidatos, entre los cuales se encuentra la incurable “vanidad” de los criollos (“la vanidad americana es amigotera y como en requiebro”, iba a escribir Lezama Lima130), que los españoles solían inferir, por sobre todo, del uso extendido, relajado y hasta popular de los títulos de don y doña, estrictamente reservados en la sociedad peninsular a los miembros de la aristocracia o de la familia real. Pero el principal motivo, para ellos, era la cir-culación de la narración americana entre estos españoles na-cidos en las Indias:

Desde que los hijos de los europeos nacen y tienen las luces, aunque endebles, de la razón, o desde que la racionalidad em-pieza a correr los velos de la inocencia, tiene principio en ellos la oposición a los europeos. Porque, como desde la tierna edad empiezan a imprimirse en sus entendimientos los malos con-ceptos de sus padres que oyen a sus parientes y que les enseñan, con abominable ejemplo, los que debieran hacer en ellos una buena educación, conciben odio contra los mismos que los en-gendraron y, crecido en ellos el aborrecimiento a los europeos, no necesitan de otro motivo que el de esta preocupación para

128 Ibíd., p. 94.129 Ibíd., p. 95.130 José Lezama Lima, La expresión americana, Madrid, Alianza, 1969, p. 94.

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que, cuando descollan en edad, sean acérrimos a los europeos, y lo den a entender desde la primera ocasión en que pueden ma-nifestarlo, sin reparo ni miramiento, tal vez, de que sea contra sus mismos padres. Así no es extraño el oírles repetir a algu-nos que si pudieran sacarse de las venas la sangre de españoles que tienen por sus padres, lo harían porque no estuviese mez-clada con la que adquirieron de las madres. ¡Necia y más necia proposición, pues si fuera dable que sacaran toda la sangre de españoles, no correría por sus venas otra más que la de negros o indios!131

Mucho antes de que las revoluciones estallaran en los vi-rreinatos españoles, estos ofi ciales deploraban la circulación de esa narración americana que proponía una unidad entre criollos, indios y africanos por oposición a los españoles me-tropolitanos, a tal punto que los descendientes de europeos preferían negar a sus hermanos de sangre para aliarse con sus coterráneos. Mucho antes de la independencia, los agentes de su majestad lamentaban esta dependencia de los criollos en relación con ciertas narraciones.

Los marinos indican, sin embargo, que “de este extremo pasan los criollos a otro, no menos malo”, de modo que des-pués de motejar a los europeos con “palabras vilipendiosas”, “los cortejan y los obsequian”, a tal punto que los tratan “sin la distinción entre sí que corresponde a la calidad y empleo de cada uno”: hasta un español que en la península no puede exhibir blasón alguno, va a lograr “encumbrarse” en la socie-dad indiana y contraer enlace con las gentes “que componen allí la nobleza”132. Así,

131 Ulloa y Juan y Santacilia, ob. cit., p. 98.132 Ibíd., p. 99.

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basta el que sean de Europa para que, mirándolos como perso-nas de gran lustre, hagan de ellos la mayor estimación y como tales los obsequien, llegando esto a tan sumo grado que, aun aquellas familias que se tienen en más, ponen a su mesa a los inferiores que pasan de España...133

Y esta conducta no tiene más fundamento

que el decir que son blancos, y por esta sola prerrogativa son acreedores legítimos a tanto distintivo, sin pararse a considerar cuál es su estado, ni a inferir, por el que llevan, cuál puede ser su calidad. De este abuso resultan para las Indias los graves pre-juicios que después se dirán, y él tiene su origen en que, como las familias legítimamente blancas allá son raras, porque en lo general solo las distinguidas gozan de este privilegio, se coloca la blancura en el lugar que debería corresponder a la mayor je-rarquía de calidad, y por esto, en siendo europeo, sin otra más circunstancia, se juzgan merecedores del mismo aplauso y cor-tejo que se hace a los que van allá con empleos...134

Después de lamentar que los criollos sobreestimen la her-mandad de suelo por sobre la hermandad de sangre, los agen-tes de la corona se lamentan de que hagan exactamente lo con-trario, hasta el punto de convertir a la “blancura” en un valor en sí, sin tomar en cuenta la “calidad” de las personas.

Los agentes de la monarquía no cesaban de confi rmar su pertenencia a un país y a un tiempo histórico cuando repro-ducían todas esas evaluaciones aristocráticas relativas a las cualidades y los rangos. Incluso manifestaban una parciali-dad elocuente cuando omitían mencionar muchas injusticias

133 Ídem.134 Ídem.

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cometidas por la monarquía y denunciadas por los rebeldes criollos. La descripción de las curiosas contradicciones de los miembros de este grupo resultaba, sin embargo, suma-mente verosímil: cincuenta años antes y unas leguas más al norte, Carlos de Sigüenza y Góngora había dado pruebas de un “fervor contradictorio” similar, que iba a persistir y acre-centarse durante las revoluciones de la independencia. Los extremos entre los cuales se balanceaban los criollos corres-ponden a aquellas dos narraciones que, como sugerían los marinos españoles, escucharon desde pequeños y que los lle-vaba a identifi carse alternativamente con los americanos y con los europeos.

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Juan Vélez de Córdova, 1737

El 8 de julio de 1737 las tropas virreinales de Perú aborta-ron una de esas revueltas de indios, criollos y mestizos cu-yos orígenes Antonio de Ulloa y Jorge Juan y Santacilia trataban de determinar. Esta había tenido lugar en el de-partamento de Oruro (hoy Bolivia). Entre los detenidos se encontraban los hermanos Miguel y Ramón de Castro, el cacique Eugenio Pachamir y el comerciante don Juan Vélez de Córdova, conocido por transitar con su cuadrilla de mu-las la ruta entre Lima y Buenos Aires y por contrabandear ciertos productos, entre los cuales figuraban, aparentemen-te, algunas publicaciones proscriptas por la Inquisición y la Corona de España. Después de haber sido sometido a los tormentos usuales, el comerciante confesó ser el autor del Manifiesto de agravios, un volante difundido durante el mo-tín entre los vecinos de la zona. Este texto, firmado con el seudónimo de Huáscar en alusión al hermano rival de Ata-hualpa, dice:

se hacen patentes las razones que asisten a los criollos ilustres de estos nuestros reinos del Perú, así españoles (americanos) como pobres indios y naturales, que siendo legítimos señores

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de la tierra unos y otros, nos vemos oprimidos de la tiranía vi-viendo con sobresalto y tratados poco menos que esclavos...135

Vélez de Córdova y sus amigos recordaban, por empezar, las violencias ejercidas durante la conquista por parte de los españoles, quienes “degollando a los reyes y naturales de [es-tos Reinos], usurpándoles no solo las vidas, sino todos sus ha-beres y tierras cuanto estas fructifi can”, ejercieron a continua-ción la tiranía en nombre del “permiso” dispensado por el “Pontífi ce Alejandro vi [...] para que sembrasen la semilla del Santo Evangelio”. Los amotinados protestaban contra la opre-sión “de los pobres naturales”, obligados a “mitar en los mi-nerales de Potosí y Guancavelica” y privados por esta razón de gozar

de la vida, de sus hijos y de sus haciendas y ganados, porque violentados se ven precisados a dejarlo todo y muriendo los más en tan rígidos destemples quedan los hijos huérfanos, las miserables mujeres viudas, sus ganados perdidos, las casas desamparadas y los pueblos destruidos.136

Los facciosos denunciaban, además, en su libelo los proce-dimientos de las “Audiencias superiores”, que lejos de amparar al desvalido, como deberían hacerlo, “nos usurpan de tal modo que nos chupan la sangre, dejándonos tan desustanciados que solo nos queda la coca para quejarnos siendo entre ellos más

135 8 de Julio de 1737. Manifi esto de agravios de Juan Vélez de Córdova, Do-cumento histórico del Archivo Regional de Moquegua, edición electrónica a cargo del Licenciado Humberto Jaime Matos Jiménez. En: www.peruan-ita.org/personaggi/moquegua/1737.htm. Acerca de este “Manifi esto a los habi-tantes de Oruro”, véase también Bernard Lavallé, L’Amérique espagnole. De Colomb à Bolivar, París, Belin, 2004, p. 256.

136 8 de Julio de 1737. Manifi esto..., ob. cit., p. 1.

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honrado el que más roba y más tiranías ejecuta”. Y estos in-surgentes les imputaban a los señores oidores la invención cada vez más sofi sticada de “arbitrios para sacar[nos] dineros”, como la intolerable artimaña consistente en “empadronar a los criollos y mestizos para que paguen tributos”, medida con-tra la cual se habían sublevado ya los vecinos de Cochabamba, lo que les costó “horcas, muertes y destrucción del pobre con mofa y escarnio que hicieron y cada día hacen los de España de los criollos, tratándolos con vilipendio y desprecio...”137. Los confabulados les suplican, por otra parte, “a los criollos y a los caciques y a todos los naturales” que le “den la mano” al he-redero de la familia real de los incas de Cuzco, integrante de la facción insurgente, “para esta tan heroica acción de restau-rar lo propio y libertar la patria purgándola de la tiranía...”. Los sediciosos les prometen

a los criollos españoles emplearlos en las conveniencias del Rei-no según se mostrasen fi eles y a los caciques honrarlos como es de razón por los señores de la tierra, adelantándolos en conve-niencias, librando a los naturales de tributos y mitas, para que gocen en quietud lo que Dios les dio y se alcen con lo que tie-nen recibido de repartimientos de los corregidores, cuyo nom-bre tirano se procurará borrar de nuestra república.138

Los conspiradores evaluaban la situación propicia para “intentar esta empresa” por “hallarse el Rey de España en gue-rra con Portugal e Inglaterra” y los navíos en Perú “embara-zados en los empleos y la armada de Portobelo” y por eso “sin gente ni armas en Lima”, de modo que exhortaban a “los se-ñores criollos y hermanos, y queridos caciques” y “naturales”

137 Ibíd., p. 1.138 Ibíd., p. 2.

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a plegarse al levantamiento, rogándoles solamente que no “se profanen los templos de Dios ni las casas sagradas” porque a pesar de invocar a los antiguos reyes incas, los sediciosos no se declaraban enemigos de la “verdadera religión”139. Los alzados aseguraban, por último, que su propósito era:

restablecer el Gran Imperio y Monarquía de nuestros reyes an-tiguos, reservando para la vista de cada uno de los nuestros otras muchas razones que no se pueden fi ar de la pluma previniendo a nuestros hermanos que serán todos bien tratados y pagados anticipadamente.140

El manifi esto de Juan Vélez de Córdova presenta una de las versiones más antiguas y desarrolladas de esa epopeya po-pular americana. Ya tenemos aquí la denuncia de la conquista como una usurpación, de la masacre de una parte de la po-blación americana, del sometimiento de la otra pobladores y de la explotación de sus riquezas, y el anuncio de la unión de los oprimidos con vistas a vengar esa injusticia y restable-cer el reino anterior a la conquista a través de la violencia revolucionaria. Los héroes de esta narración, los americanos, sin distinción de raza, origen o condición, son las personas nacidas en ese continente, “señores de la tierra unos y otros”, los coterráneos aliados contra el enemigo que ejerce la tira-nía sobre todos ellos con una crueldad sin límites: el Imperio español. Y aparece ya en el susodicho Manifi esto la idea, ins-pirada en los Comentarios reales del Inca Garcilaso, de una restauración de la monarquía incaica, proyecto que no solo vamos a encontrar algunos años más tarde durante la rebe-lión de Tupac Amaru, como era de esperarse, sino también

139 Ibíd., p. 2.140 Ídem.

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durante las revoluciones de la independencia en el Río de la Plata, cuando los criollos José de San Martín y Manuel Bel-grano, siguiendo un plan elaborado unos años antes por Fran-cisco de Miranda, propongan un restablecimiento de la dinas-tía incaica en el congreso de Tucumán de 1816.

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Gaspar de Villarroel, 1656

Fray Gaspar de Villarroel se sintió obligado a explicarles a los españoles metropolitanos que los criollos del Perú no decían de alguien que “se empecinó” o “se obstinó” sino más bien que “se empacó”. Este verbo, sin embargo, no tenía vínculo alguno con su homónimo empacar sino con la voz aymara paco, nombre de ese camélido andino llamado también vicu-ña o alpaca, apreciado por su lana y en general bastante man-so, aunque insobornablemente porfi ado a la hora de negarse a transportar una carga. Allí también llamaban chácara, le contaba Fray Gaspar a su público europeo, a esa propiedad rural que los portugueses denominan quinta y los madrile-ños granja, porque ese es “el modo de hablar de los criollos”141, esos descendientes de españoles nacidos en tierras america-nas que diseminaron algunas voces locales en la lengua de sus padres.

Como “nacimos acá”, se quejaba el religioso, “los sim-ples piensan que los criollos somos originarios de indios”142,

141 Fray Gaspar de Villarroel (ed. de Gonzalo de Zaldumbide), Quito, Bi-blioteca Ecuatoriana Mínima, 1960, p. 160.

142 Ibíd., p. 159.

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asociación inadmisible para este sacerdote que pasaba con desenvoltura de la argumentación ad rem a las imputaciones ad hominem y hasta a la intimidación (“los simples piensan...”). En esta invectiva habría que escuchar, no obstante, un recla-mo solapado o incluso una demanda amorosa dirigida a sus lectores: aceptad reconocernos como una parte de vosotros, admitidnos en vuestra familia, querednos como a hermanos. Y por eso se apresura a exhibir sus títulos de nobleza recor-dándole a sus lectores: “mis abuelos todos nacieron en Es-paña”, de donde se infi ere que los criollos eran tan españoles como los destinatarios de su Historia pacífi ca: “No llamo yo españoles a los que tienen extranjera sangre”, declaraba, “porque estoy bien con aquella ley de Pericles, que solo aquel se llamase ateniense, cuyo padre y madre fueren de Atenas”143. Y es más: a estos criollos “les deben los gloriosos reyes de España el haber dilatado su señorío a un mundo nuevo” porque ellos son los descendientes de quienes con-quistaron estas tierras144. Si por lo general los vasallos “les deben todo” a sus monarcas, “los reyes de España le deben esto a sus vasallos”, de donde se concluye:

es justo para la prelación en los ofi cios tener atención a los na-turales. Muchas razones hay de justicia, pero esta que diré, mira a una santa razón de Estado, que es la entera conservación del país. Con diferentes ojos le mira el que nació en él. Más le ama el que derramó su sangre en la conquista.145

Fray Gaspar había comenzado su alegato invocando el jus sanguinis y, por consiguiente, la igualdad entre los españoles

143 Ibíd., p. 251.144 Ibíd., p. 252.145 Ídem.

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peninsulares y los españoles americanos. Pero a continua-ción llama a estos criollos “nativos”, como si privilegiase el derecho de suelo y las prerrogativas de los nacidos en las In-dias por sobre las ventajas con que contaban los españoles metropolitanos. El sacerdote omite aclarar, no obstante, si los demás naturales, los indios, forman parte de ese grupo, dado que ellos también “derramaron sangre” durante la conquista, y seguramente mucha más que sus agresores eu-ropeos. La alusión a las “prelaciones”, sin embargo, no deja dudas al respecto: se trata de prerrogativas que los criollos habían obtenido como descendientes de los conquistadores y en retribución del esfuerzo de sus padres para dilatar las fronteras del Imperio. Esa repentina vindicación del dere-cho de suelo nos da una pista, aun así, de cómo un escritor podía pasar eventualmente de la narración criolla, domi-nada por el jus sanguinis, a la epopeya americana, donde predomina el jus soli, y de cómo podría preferir, llegado el caso, integrar un pueblo que incluye a los demás naturales antes que seguirle reclamando el reconocimiento a una fa-milia que decidió relegarlo. A esa población autóctona, des-pués de todo, iba a integrarla desde una posición dominan-te, muy distinta de aquella que le reservaban sus parientes metropolitanos. Fray Gaspar no llega a bascular nunca ha-cia la segunda opción pero ya está insinuando una posibi-lidad que va a explorar, unas décadas más tarde, el orureño Vélez de Córdova.

Ahora bien, la invocación de estos títulos era apenas el preámbulo para elevar una queja a las autoridades de turno:

¡Con qué blandura se debe recibir en España al que viene de aquella tierra! Ministros hay, que se truecan en erizos para dar audiencia a criollos. Si vienen por oficios, no vienen a arrebatarlos, sino a pedirlos. ¿Es fuerza ofenderlos? ¿Impor-ta desconsolarlos? Venirle de otro mundo a buscar, es una

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grata lisonja al Rey. Entonces se muestra más señor, cuando después de tres mil leguas de peregrinación se le echan sus vasallos a los pies.146

Y Villarroel no fue el único en protestar por aquellos tiem-pos contra la poca deferencia que los españoles en particular, y los europeos en general, mostraban hacia los criollos, ofen-diéndolos, desconsolándolos, confundiéndolos, de manera in-admisible, con los pobladores indígenas o atribuyéndoles ca-pacidades mentales menguadas (semejantes alegaciones, sin embargo, no resultan fácil de encontrar en los autores euro-peos de aquellos años y los agraviados suelen omitir las refe-rencias explícitas a los ofensores). Hacia fi nales del siglo xvi, un sacerdote agustino llamado Juan de Grijalva, ya había re-dactado un encendido panegírico de la minoría criolla en una crónica de su congregación:

Generalmente hablando son los ingenios tan vivos que a los once o doce años leen los muchachos, escriben, cuentan, sa-ben latín y hacen versos como los hombres famosos de Italia. De catorce a quince años se gradúan en Artes [...] La univer-sidad es de las más ilustres que tiene nuestra Europa en todas facultades [...] Salamanca se honra de tenerla por su hija. Y al cabo de tantas experiencias preguntan si hablamos en caste-llano o en indio los nacidos en esta tierra. Las iglesias están llenas de obispos y prebendados criollos, las religiones de pre-lados, las audiencias de oidores, las provincias de gobernadores [...] y con esto se duda si somos capaces. La corte de Nueva Es-paña está llena de caballeros y eclesiásticos que con gentileza e igualdad siguen la corte en sus pretensiones, y con todo nos tienen por bárbaros. El reino está lleno de títulos, hábitos

146 Ídem.

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militares, tantos y tan nobles caballeros que no se halla en España tronco noble que no tenga acá rama [...] y dicen que somos indios.147

Un contemporáneo peruano de Villarroel, Juan de Espi-nosa Medrano, apodado el Lunarejo, se apresuraba a recor-darle al lector de su Apologética en favor de don Luis de Gón-gora el inexplicable menosprecio de los europeos hacia sus pares criollos:

Ocios son estos que me permiten estudios más severos: pero ¿qué puede haber de bueno en las Indias? ¿Qué puede haber que contente a los europeos, que desta suerte dudan? Sátiros nos juzgan, tritones nos presumen, que brutos de alma, en vano nos alientan a desmentirnos máscaras de humanidad.148

Unos años más tarde, en el prefacio a su Philosophia Tho-mistica, Espinosa Medrano procede a una captatio benevolentiae semejante:

Me siento casi obligado a presentar mi Philosophia Thomis-tica al mundo letrado, si bien trémulo y no inconsciente de mi insignificancia para que salga al público. Pues los euro-peos sospechan seriamente que los estudios de los hombres del Nuevo Mundo son bárbaros; en particular afirmamos que este honor se lo debemos a Justo (no en todo sentido)

147 Citado por Antonio Rubial García, “Nueva España: imágenes de una identidad unificada” en Espejo Mexicano (dir. Enrique Florescano), México, Fundación Miguel Alemán / Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 75.

148 Juan de Espinosa Medrano, Apologética en favor de don Luis de Góngo-ra en Apologética, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1989, p. 17.

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Lipsio. Pero este prejuicio lo puso a prueba el doctísimo es-cotista peruano Jerónimo de Valera...149

Y proseguía el sacerdote:

En realidad nos han tratado injustamente, pues como dice el poeta satírico Juvenal (Sátira 10) de muchos

... la sensatez muestraque hombres muy ilustres, dando los más grandes ejemplos,han nacido bajo torpes aires en la patria de los necios.

Mas ¿qué si habré demostrado que nuestro mundo no está cir-cundado por aires torpes y que nada cede al Viejo Mundo?150

A este mismo desdén va a seguir aludiendo Eugenio Es-pejo en 1792 cuando en su “Discurso dirigido a la muy ilus-tre y muy leal ciudad de Quito, representada por su Ilustrí-simo Cabildo, Justicia y Regimiento, y a todos los señores socios provistos a la erección de una Sociedad Patriótica, so-bre la necesidad de establecerla luego con el título de ‘Escue-la de la Concordia’”, le anuncie a su público que esta asocia-ción consagrada a promover a los criollos “hará ver todo lo que el resto del mundo no se atreve todavía a creer de voso-tros; esto es, que haya sublimidad en vuestros genios, noble-za en vuestros talentos, sentimientos en vuestro corazón y heroicidad en vuestros hechos”151. Y no hace falta demorar-se mucho en la lectura para que volvamos a encontrar en este discurso el frecuente lamento criollo: “¿Qué importa que

149 Juan de Espinosa Medrano, Philosophia Thomistica en ob. cit., p. 325.150 Ídem.151 Eugenio Espejo, Primicias de la cultura de Quito en Escritos del doctor

Francisco Javier Eugenio Santa Cruz y Espejo. Tomo I, Quito, Imprenta Munici-pal, 1912, p. 64.

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vosotros seáis superiores en racionalidad a una multitud in-numerable de gentes y de pueblos, si solo podéis representar en el gran teatro del universo el papel del idiotismo y la pobreza?”152. Esta queja del criollo menospreciado después de trescientos años de presencia en el continente nuevo lleva al médico quiteño a componer una de las más antiguas apologías del ingenio de su casta, en donde le recuerda a su auditorio las destrezas de las diferentes profesiones manuales –pintor, faro-lero, herrero, sombrerero, etc.– de la sociedad colonial:

Familiarizados con la hermosura y delicadeza de sus artefactos, no nos dignamos siquiera a prestar un tibio elogio a la energía de sus manos, al numen de invención, que preside en sus espíritus, a la abundancia de genio que enciende y anima su fantasía. To-dos y cada uno de ellos, sin lápiz, sin buril, sin compás, en una palabra, sin sus respectivos instrumentos, iguala sin saberlo, y a veces aventaja, al europeo industrioso de Roma, Milán, Bruselas, Dublín, Ámsterdam, Venecia, París y Londres [...] Este es el qui-teño nacido en la oscuridad, educado en la desdicha y destinado a vivir de su trabajo. ¿Qué será el quiteño de nacimiento, de co-modidad, de educación, de costumbres y de letras?153

Eugenio Espejo prosigue con una de esas disquisiciones, habituales desde el siglo xvii, acerca de las ventajas de la posición geográfica y de las influencias astrales en lo rela-tivo al temperamento e inteligencia de los hijos del país (aunque solo los hijos de raza blanca parecieran gozar de semejantes beneficios ambientales y estelares). El quiteño no propone, sin embargo, ningún tipo de ruptura con los españoles metropolitanos. Y es más, esas “escuelas de concor-

152 Ibíd., p. 68.153 Ibíd., p. 65.

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dia” de su “sociedad patriótica” apuntaban sobre todo a fo-mentar la amistad con quienes los agraviaban. De ahí que les diga a sus pares criollos:

Cuando se trata de una sociedad, no ha de haber diferencia en-tre el europeo y el español americano. Deben proscribirse y estar fuera de vosotros aquellos celos secretos, aquella preocu-pación, aquel capricho de nacionalidad, que enajenan infeliz-mente las voluntades. La sociedad sea la época de la reconcilia-ción, si acaso se oyó alguna vez el eco de la discordia en nuestros ánimos [...] Un soberano que atiende a todos sus vasallos como a hijos, que con su real manto abraza dos hemisferios y los feli-cita, que con su augusta mano sostiene dos vastos mundos y los reúne, nos manifi esta su individua soberanía, su clemencia uni-forme, su amor imparcial y nos obliga a profesarle.154

La pertenencia de los criollos a la gens española podemos encontrarla todavía en un texto de 1797, los Apuntamientos para la reforma del reino de Victorián de Villaba, fi scal de la Audiencia de Charcas y ardiente adversario de la mita. En el último capítulo de sus Apuntamientos, “De la América”, este criollo boliviano señalaba:

los americanos criollos, descendientes los más del andaluz y el vizcaíno (por haber sido siempre los que más han venido a este continente), en nada han degenerado de sus mayores, y aun en los talentos se ha mejorado la casa, pues en mi concepto los pro-duce la América más vivos que Vizcaya y más penetrantes que la Andalucía...155

154 Ibíd., pp. 71-72.155 Victorián de Villaba, “De la América” en Pensamiento político..., ob. cit.,

pp. 60-61.

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Ni la tierra ni el clima americanos han “degenerado” a los criollos: ellos siguen formando parte de la misma gens y hasta podría conjeturarse que sus mejores descendientes vieron la luz en ese suelo.

Los textos de Fray Gaspar de Villarroel, Juan de Grijalva, Espinosa Medrano, Carlos de Sigüenza y Góngora, Eugenio Espejo o Victorián de Villaba son, entre otros muchos, los ex-ponentes coloniales de esa novela familiar criolla que iba a perdurar y prosperar en los siglos venideros. En la Historia pa-cífi ca escrita por el primero, ya aparecen esos conquistadores es-pañoles que les ofrecieron a los monarcas unos vastos y ricos territorios –y sobre todo poblados de una mano de obra nume-rosa– a cambio de lo cual fueron investidos con una serie de tí-tulos y privilegios, denominados “prelaciones”, reservados para ellos y sus descendientes nacidos en tierras de Indias. Y encon-tramos también a esos mismos reyes que comenzaron a tratar a los criollos como si no fuesen los sucesores de aquellos conquis-tadores ibéricos sino los descendientes de los indios conquista-dos, dado que no cesaban de despojarlos de esas prerrogativas en los empleos civiles y eclesiásticos que sus padres habían mereci-do por su presunto valor caballeresco. Los héroes de esta narra-ción son entonces los criollos rebajados por la realeza al estatuto de colonos, menoscabados por sus compatriotas metropolitanos y privados de las exenciones que habían conseguido con esfuer-zos inauditos. Ellos no cesaron en ningún momento de reclamar sus fueros y estas protestas llegaron incluso hasta la abierta re-beldía, como ocurrió con Gonzalo Pizarro, el hermano de Fran-cisco, en Perú, o con Martín Cortés, el hijo de Hernán, en Nueva España, después de que Carlos v promulgase las Leyes Nuevas en 1542 y revocase así las capitulaciones fi rmadas por él mismo y sus abuelos. Cuando las revoluciones de la independencia se preparen, muchos de sus voceros van a inscribirlas en esta serie de asonadas criollas que atravesaron la América colonial.

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Excursus

Francisco de Vitoria, 1539

Un dominico de la Universidad de Salamanca, Francisco de Vitoria, había refutado uno por uno los argumentos esgrimi-dos por las autoridades españolas para justifi car la conquista de las Indias en un texto de 1539 intitulado Relectio prior de Indis recenter inventis. Como “el Papa no es señor civil o tem-poral de todo el orbe”, explicaba este prelado, no está habilita-do para concederle territorios a ningún monarca, y “aunque tuviera potestad secular en el mundo, no podría dársela a los príncipes seculares”156. El Papa no tiene ninguna potestad so-bre los “bárbaros indios ni sobre otros infi eles”, de modo que estos no están obligados a obedecerle. A los indios, además, ni siquiera podía acusárselos de “infi eles” dado que ignoraban, y no podían sino ignorar, la religión del crucifi cado. Y aunque se negaran a escucharla, como se sostuvo muchas veces, tam-poco podrían “los españoles hacerle la guerra ni actuar contra

156 Alfonso García Gallo (ed.), Antología de fuentes del antiguo derecho, Madrid, 1975, p. 660.

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ellos por derecho de guerra”157. El rechazo de la fe cristiana no puede considerarse como una justa causa bellum, de donde se concluye que los soberanos ibéricos no tienen derecho a in-vocarla para “perseguirles con guerra y despojarles de sus bie-nes”. Aunque dispusieran de la autorización papal, los prínci-pes cristianos carecen de títulos legítimos para “reprimir a los bárbaros por los pecados contra la ley natural ni castigarles por razón de ello”, de modo que Vitoria se está oponiendo así a quienes, anticipando el concepto europeo de “injerencia hu-manitaria”, buscaban en los sacrifi cios humanos un pretexto para justifi car la conquista.

Ahora bien, ¿cuál es el único argumento que este escrupu-loso teólogo retiene para considerar que la conquista era un justum bellum? Eso que en el medioevo se llamaba el liberum commercium y que no se limitaba a la libertad de circulación de las mercancías (o libera mercatura) sino también de las per-sonas y sobre todo de los misioneros (o jus peregrinandi):

Los españoles tienen derecho a andar por aquellas provincias y a permanecer allí, sin daño alguno de los bárbaros, sin que se les pueda prohibir por estos [...] Pues en todas las naciones se tiene por inhumano acoger mal a los huéspedes y extranjeros, sin cau-sa especial alguna. Y, por el contrario, por humanidad y cortesía, portarse bien con los huéspedes, a no ser que los extranjeros hi-cieren mal al llegar a otras naciones. Segundo, a principio del mundo, como todas las cosas eran comunes, era lícito a cada uno dirigirse y recorrer cualquier región que quisiera. Y no se ve que esto se haya quitado por la división de las cosas. Pues nunca fue intención de las gentes por tal división quitar la comunicación de los hombres. Tercero, se puede todo lo que no está prohibido o produce injuria a otros o es en detrimento de otros; es así que,

157 Ídem.

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como suponemos, tal peregrinación de los españoles es sin in-juria o daño de los bárbaros; luego es lícita....158

De esto se infi ere a su vez que

es lícito a los españoles negociar con ellos [los bárbaros indios], aunque sin daño para su patria, importando en ella las mercan-cías de que carecen y sacando de ella el oro, plata u otras cosas en que abundan, y ni sus príncipes pueden impedir a sus súb-ditos que ejerzan el comercio con los españoles, ni por el con-trario, los príncipes de los españoles pueden prohibirles el co-mercio con ellos. Se prueba lo primero: primero, porque parece de Derecho de gentes que, sin daño de los ciudadanos, los ex-tranjeros ejerzan el comercio. Segundo, se prueba del mismo modo: puesto que esto se puede por Derecho divino, luego la ley que lo prohibiera sería sin duda irracional.159

Y en este liberum commercium hay que incluir fi nalmente “la propagación de la religión cristiana”:

Los cristianos tienen derecho a predicar y anunciar el Evange-lio en las provincias de los bárbaros. Esta conclusión es ma-nifiesta por aquello de “predicad el Evangelio a todas las cria-turas”, etc. y también, “la palabra del Señor no está presa” (ii Ad Tim. 2, 9). En segundo lugar, se muestra por lo dicho. Por-que si tienen el derecho de andar y comerciar entre ellos, pue-den por tanto enseñar la verdad a los que quieran oírla, sobre todo en lo que atañe a la salvación y la felicidad mucho más que en lo que atañe a cualquier disciplina humana.160

158 Ibíd., p. 663.159 Ídem.160 Ibíd., pp. 664-665.

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Solo si los “bárbaros indios” les impidieran a los españoles peregrinar, comerciar y propagar el Evangelio, estos dispon-drían de una justa causa bellum, lo que justifi caría, si no la con-quista –la anexión de tierras y el sometimiento de sus pobla-dores–, al menos las incursiones armadas en las Indias y la imposición del respeto del liberum commercium a los soberanos bárbaros.

Los escritores criollos no iban a olvidarse de los argumen-tos de Francisco de Vitoria. Recordemos, por tomar un solo ejemplo, lo que otro hombre de Iglesia, Viscardo y Guzmán, iba a escribir a fi nales del siglo xviii en su “Carta dirigida a los españoles americanos”. Este jesuita les recuerda a los crio-llos: “la España nos destierra de todo el mundo antiguo, se-parándonos de una sociedad a la que estamos unidos con los lazos más estrechos”, y denuncia a continuación “el más des-enfrenado monopolio” impuesto por la corona. El peruano concluía entonces su misiva con una celebración ditirámbica de la libertad de comercio cuyo corolario histórico sería el ad-venimiento de la hermandad cristiana de los hombres:

¡Qué agradable y sensible espectáculo presentarán las cosas de la América, cubiertas de hombres de todas las naciones, cam-biando las producciones de sus países por las nuestras! ¡Cuántos, huyendo de la opresión, o de la miseria, vendrán a enriquecer-nos con su industria, con sus conocimientos y a reparar nuestra población debilitada! De esta manera la América reunirá las ex-tremidades de la tierra, y sus habitantes serán atados por el in-terés común de una sola grande familia de hermanos.161

Podríamos encontrar alegatos semejantes a favor del libre-cambio en escritos posteriores, incluso en algunos, como la

161 Viscardo y Guzmán, ob. cit., p. 43.

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Representación de los hacendados de Mariano Moreno, que no preconizaban todavía la independencia de los virreinatos sino un cambio de política económica por parte de la mo-narquía: la renuncia al mercantilismo proteccionista y la adopción de la libertad de comercio. Pero tal vez sería pre-ferible reproducir aquí la posición menos conocida de Ber-nardo de Monteagudo que contradice casi punto por punto la narración que él mismo había presentado tres años antes frente a la Sociedad Patriótica:

Desde que el arte divino de escribir dando un ser durable a los conocimientos humanos por medio de la imprenta, puso en contacto las luces de todas las naciones, los hombres se acerca-ron más entre sí, se auxiliaron para deponer sus errores, unieron sus fuerzas para adelantar sus ideas, sus comodidades y sus pla-ceres, perfeccionaron su moral y suavizaron su carácter por la oposición que hallan sus acciones desarregladas en la censura de los demás pueblos. Del juicio de todas las naciones se formó entonces un tribunal temible, el único capaz de contener los excesos en que viven las tribus aisladas, y salvajes, del mismo modo que el hombre puesto en sociedad se modera parcialmen-te por el respeto de la pública fama. Sin la historia, que es la es-cuela común del género humano, los hombres desnudos de expe-riencia, y usando solo de las adquisiciones de la edad en que viven, andarían inciertos de errores en errores.162

Los pueblos primitivos del continente americano son aho-ra los pueblos “sin historia”, o que solo accedieron a esta cuan-do entraron en contacto con los viajeros europeos. Un pueblo queda al margen de la historia cuando se niega a mantener un comercio con los demás, a intercambiar mercancías e ideas,

162 Monteagudo, ob. cit., p. 133.

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invenciones y descubrimientos. El debate por la humanidad del hombre ya no va a pasar, en el siglo xix, por la posesión, o no, de un “alma racional” sino por la pertenencia, o no, a la historia, es decir, en términos de Monteagudo: por la integra-ción, o no, en un mercado mundial. Y la redención ya no llega de la mano de los misioneros sino de los comerciantes.

Estos documentos son los testimonios del carácter funda-mentalmente burgués, y librecambista, de las revoluciones de la independencia. Pero además introducían un inesperado qui pro quo: la monarquía española estaba repitiendo, con su mo-nopolio comercial, esa actitud aislacionista de los indoameri-canos que, según Vitoria, convertía la agresión de la conquista en un justum bellum. Las revoluciones, en este caso, ya no se presentaban como una contra-conquista sino más bien como una re-conquista: era preciso que las ideas y la cultura euro-pea volvieran a invadir esas comarcas encerradas detrás del muro del proteccionismo borbónico; era preciso que la Amé-rica española regresara al mercado mundial y, por consiguien-te, a la historia. Las revoluciones de independencia se veían así legitimadas con los mismos argumentos que habían servi-do para justifi car, más de trescientos años antes, la conquista de estos mismos territorios por parte de la corona española. Y lo mismo va a ocurrir algunas décadas después cuando al-gunos mandatarios, como Juan Manuel de Rosas en la Argen-tina o José Gaspar Rodríguez de Francia y sus sucesores en Paraguay, decidan cerrar sus fronteras a las mercancías euro-peas. Las intervenciones británicas y francesas en el Río de la Plata así como la llamada Guerra de la Triple Alianza contra el régimen de Solano López van a apoyarse implícitamente en ese capítulo del derecho de gentes que desde el medioevo se conoció bajo el título de liberum commercium.

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III. Después de las revoluciones

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Méjico [...] había iniciado la insurrección antes de 1810; pero el espíritu que dirigía estos movimientos era de un

carácter particular. Más que efecto de las ideas de libertad política que agitaban el mundo europeo y

refl ejaban sobre la América, era indígena en su esencia [...] En Caracas y en Buenos Aires, el movimiento seguía un camino inverso. La revolución descendía de la parte

inteligente de la sociedad a las masas; de los españoles de origen a los americanos de raza. Aquellas dos ciudades con exposición al Atlántico, estaban de

antemano en contacto con las ideas políticas que habían trastornado la faz de la Europa: los libros prohibidos

andaban de mano en mano, y los diarios de Europa se escurrían entre las mercaderías españolas.

Domingo Faustino Sarmiento, 1851

La revolución de Sud América fue un movimiento de progreso y de civilización [...] Como movimiento de

progreso es irrevocable; o la historia universal es una mentira.

Juan Bautista Alberdi, 1867

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José María Torres Caicedo, 1856

Antes de que los norteamericanos construyeran el canal de Panamá, el transporte naval de mercancías entre Nueva York y San Francisco estaba obligado, si pretendía ahorrarse el aventurado rodeo a través del cabo de Hornos, a pasar por Nicaragua. Tras unas horas de navegación por el río San Juan, los cargamentos solo debían cruzar en tren la estrecha banda de tierra que separaba el lago de Nicaragua del océano Pací-fi co (durante años, incluso, se planeó construir en ese mismo lugar el canal, antes de que los ingenieros advirtieran que la proximidad de una cadena volcánica implicaba demasiados riesgos). La importancia estratégica de esta ruta incitó a un fi libustero de Nashville, William Walker, a reclutar una banda de mercenarios en California y a emprender una expedición militar en mayo de 1855 hacia la república centroamericana. Tres meses más tarde, Walker y sus hombres vencían al ejér-cito nacional nicaragüense, ocupaban la capital y sentaban en el sillón presidencial a uno de sus secuaces: Patricio Rivas. A pesar de las protestas de los países vecinos, el presidente nor-teamericano Franklin Pierce se apresuró a reconocer al nuevo gobierno el 20 de mayo de 1856. Un mes más tarde, el propio Walker iba a suceder a su amigo Rivas tras un grotesco simu-lacro de elecciones.

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El poeta y diplomático colombiano José María Torres Cai-cedo, quien por ese entonces se encontraba en Venecia, escribió un largo poema, “Las dos Américas”, en cuya vigésima cuarta estrofa aparece por primera vez, al menos en español, la expre-sión América latina163:

Mas aislados se encuentran, desunidos,Esos pueblos nacidos para aliarse:La unión es su deber, su ley amarse:Igual origen tienen y misión;La raza de la América latina,Al frente tiene la sajona raza,Enemiga mortal que ya amenazaSu libertad destruir y su pendón.

Esta nueva apelación, América latina, resume los dos mo-mentos del proceso de constitución de un pueblo a través de la hegemonía de un grupo. El antagonismo, por empezar, se desplaza de los nombres América y España a los adjetivos lati-na y sajona. Ya tenemos así un adversario común a los diferen-tes países y las diversas minorías que los pueblan. Pero el ad-

163 El nombre Amérique latine había sido acuñado por el saint-simoniano francés Michel Chevalier, quien proponía desarrollar una diplomacia “pan-latina” que incluyera a Francia, España, Portugal y Bélgica contra la diplo-macia pangermánica y anglosajona. Cf. Walter Mignolo, The Idea of Latin America, Oxford, Blackwell, 2005, p. 80. El mismo año de 1856, y bajo la ins-piración de Félicité de Lamennais, el chileno Francisco Bilbao habló en su “Mensaje del proscripto a la nación chilena” de una “América bajo su doble aspecto de sajona y latina”. Francisco Bilbao, Obras completas. Tomo II, Buenos Aires, Imprenta de Buenos Aires, 1865, p. 449. Cf. Miguel Rojas Mix, Los cien nombres de América, Barcelona, Lumen, 1991, p. 346, y también Arturo Ardao, Génesis de la idea y el nombre de América, Caracas, Centro de Estudios Latinoa-mericanos, Rómulo Gallegos, 1980.

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jetivo latina recuerda además quién es el primus inter pares en esta vasta coalición épica: los latinos, es decir, los descendien-tes de los conquistadores españoles, portugueses o franceses. Esta es la minoría hegemónica, la parte que representa a la to-talidad y que le transfi ere, por consiguiente, su nombre.

Esta nueva denominación, América latina, le permitía a Torres Caicedo conciliar la epopeya popular americana (la unidad de los pueblos en lucha contra el invasor extranjero) y la novela familiar del criollo (la fi liación latina de la clase hegemónica). El colombiano recuerda incluso que los ciuda-danos de América del Sur pertenecen a la “española raza”, que tienen “un mismo idioma, religión la misma, / Leyes iguales, mismas tradiciones”. Tanto los indo como los afroamericanos ya se habían convertido en hispanoamericanos gracias a las revoluciones de la independencia. Ahora se les asigna una identidad aún más amplia: latinoamericanos. Ambas mino-rías comienzan a responder a esta nueva interpelación, a con-dición de que el gentilicio latino, en un principio, venga acompañado por su distinción específi ca: americano. A dife-rencia de lo que hacían los narradores de la independencia, el poeta colombiano ya no precisa recordar las vejaciones co-metidas contra las poblaciones indígenas ni el abyecto comer-cio de esclavos perpetrado por los europeos. La gens latina se eleva a partir de ahora a la dignidad del signifi cante que re-presenta a la totalidad de las repúblicas situadas al sur del Río Grande, y que las representa, sobre todo, para esa otra re-pública situada al norte de ese río. Las cuatro últimas estrofas del poema resumen perfectamente esta narración:

¿Mas qué voces se escuchan por do quiera?¿Qué expresan esos gritos de agonía?¿Qué quiere aquella turba audaz, impía,Que recorre la América central?Qué ¡mancillado el suelo americano

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Por un puñado de invasores viles!¿Dónde, do están los pechos varonilesDe la española raza tan marcial!

¡A las armas! ¡Corramos al combate!¡A defender volemos nuestra gloria,A salvar de la infamia nuestra historia,A sostener la Patria y el Honor!El Norte manda sin cesar auxiliosA Walker, el feroz aventurero,Y se amenaza el continente entero,¡Y se pretende darnos un señor! ¡A la lid! Mientras alienten nuestros pechos,Mientras circule sangre en nuestras venas,Repitamos, si es fuerza, las escenasde Ayacucho, de Bárbula y Junín.El pueblo que pretende encadenarnos,Nos encuentre cerrados en batalla,Descargándole pólvora y metralla¡Al claro son de bélico clarín!

La paz es santa; mas si mueve guerraUn pueblo audaz a un pueblo inofensivo,La guerra es un deber –es correctivo,Y tras ella la paz se afi rmará.¡unión! ¡unión! que ya la lucha empieza,¡Y están nuestros hogares invadidos!¡Pueblos del Sur, valientes, decididos,El mundo vuestra alianza cantará!...

Cuando Torres Caicedo propone “repetir” las escenas de Ayacucho, Bárbula y Junín, está estableciendo una analogía implícita entre las guerras de la independencia y este nuevo

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confl icto antiimperialista, de manera que los Estados Unidos vienen a ocupar el mismo lugar que apenas treinta años an-tes ocupaba el Imperio español: “el pueblo que pretende en-cadenarnos”. Gracias a este desplazamiento, no obstante, el antagonismo épico adquiere una signifi cación diferente: el confl icto entre “las dos Américas” sería una prolongación en tierras ultramarinas de las guerras europeas que enfrentaban a los romanos y los bárbaros. Medio siglo después de “Las dos Américas”, y a propósito de otro episodio comparable –la gue-rra entre Estados Unidos y España por el control geoestraté-gico del Caribe–, el nicaragüense Rubén Darío iba a volver a este mismo enfrentamiento personifi cando a los rivales con las fi guras shakespearianas de Ariel y Calibán y una inespe-rada metamorfosis de la imagen de España: “la Hija de Roma, la Hermana de Francia, la Madre de América” 164.

Ahora bien, hasta tal punto el signifi cante América latina empezó a representar a un sujeto para el signifi cante opuesto, América sajona, que en los Estados Unidos el gentilicio latino no se emplea ya para nombrar a los españoles, ni a los portu-gueses, ni a los numerosos inmigrantes italianos, ni mucho menos a los habitantes del Quebec francoparlante, sino a inmigrantes de origen indo o afroamericano, hispano o luso-parlante, y, como consecuencia, a una miríada de ritmos in-terpretados por estas mismas minorías y totalmente ajenos a las cadencias del Lacio165.

164 Rubén Darío, “El triunfo de Calibán” en Balance de un siglo (1898-1998), Revista Iberoamericana n° 184-185, 1998, p. 444.

165 Cerca de un siglo más tarde, en un poema preludiado por dos octosí-labos que se volverían célebres (“Mi patria es dulce por fuera, / y muy amarga por dentro...”), Nicolás Guillén volvería a evocar aquel antagonismo pero enu-merando esta vez a los integrantes de esa alianza popular hegemónicamente representada por el adjetivo latina en los versos de Torres Caicedo:

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Hoy yanqui, ayer española,sí, señor,la tierra que nos tocó,siempre el pobre la encontrósi hoy yanqui, ayer española,¡cómo no!¡Qué sola la tierra sola,la tierra que nos tocó!

La mano que no se afl ojahay que estrecharla en seguida;la mano que no se afl oja,china, negra, blanca o roja,china, negra, blanca o roja,con nuestra mano tendida.

Un marino americano,bien,en el restaurant del puerto,bien,un marino americanome quiso dar con la mano,me quiso dar con la mano,pero allí se quedó muerto,bien,pero allí se quedó muerto...

Nicolás Guillén, Summa poética (ed. de Luis Iñigo Madrigal), Madrid, Cá-tedra, 1995, p. 138.

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Juan Bautista Alberdi, 1867

Juan Bautista Alberdi nació en 1810, el año en que la revolu-ción estallaba en el Río de la Plata y la primera junta de go-bierno, dominada por criollos, se imponía en el Cabildo Abier-to de la ciudad de Buenos Aires. Este escritor vino además al mundo en San Miguel de Tucumán, una ciudad que acogería, apenas seis años después, al congreso revolucionario que de-claró la independencia de las Provincias Unidas. Alberdi no formó parte de los escritores de la independencia, está claro, pero le consagró varias páginas a este acontecimiento crucial en un ensayo redactado en 1867 y publicado diecinueve años más tarde, cuando el autor ya no era de este mundo. Retoman-do la expresión América latina acuñada por Torres Caicedo apenas una década antes, el tucumano propone su interpreta-ción personal de la novela familiar del criollo:

Apellidarla latina, es concederle un pasado. El pasado de un pueblo comienza, no desde el día en que se instala en un lugar distinto, sino desde que el pueblo empezó a existir como na-ción o raza con una individualidad propia y distinta, no im-porta en qué lugar.El pueblo que se traslada de un suelo a otro, no pierde su pasa-do, como no pierde su nacionalidad el hombre que emigra de

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un suelo a otro; como no pierde su parentesco, ni deja de ser de su familia, el hijo que se emancipa de sus padres. Los ante-cedentes de sus padres no dejan de ser los suyos. Si fuese de otro modo cada generación sería una especie de nación o raza distinta.El pueblo hispanoamericano tiene por pasado, el pasado del pue-blo español, de que ha sido parte accesoria e integrante desde la instalación de España en América (siglo xvi) hasta 1810. Y como España es una monarquía que cuenta siglos de existencia conti-nua y jamás interrumpida, el pasado monarquista del pueblo, que hoy constituye la América antes española, cuenta muchos siglos más allá de la época de su establecimiento en América.166

Para Alberdi, no cabe duda: los criollos deben romper la hermandad facticia con los indios, esa fraternidad promo-vida por la epopeya popular americana, y regresar la “uni-dad y la igualdad” con los miembros de su familia. Y hasta tal punto es así, que Alberdi convierte las expresiones “na-ción o raza” en sinónimos, le quita preponderancia al suelo y, como consecuencia, al jus soli, para devolvérsela al jus san-guinis, al linaje y a la herencia. Latina, como él dice, ya no es un adjetivo sino más bien un apellido, esto es: el nombre de una familia y del más antiguo ancestro. El gentilicio his-panoamericano, por su parte, no incluye a las demás mino-rías sino solamente a la criolla, como ocurría antes de las revoluciones, como lo entendía incluso Fray Gaspar de Vi-llarroel en el siglo xvii cuando aseguraba que no llamaba “españoles a los que tienen extranjera sangre”, y agregaba: “porque estoy bien con aquella ley de Pericles, que solo aquel se llamase ateniense, cuyo padre y madre fueren de Atenas”167.

166 Alberdi, ob. cit., p. 233.167 Fray Gaspar de Villarroel, ob. cit., p. 251.

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A diferencia de Torres Caicedo, Alberdi excluye de la fami-lia latina o hispana a quienes no puedan acreditar ascenden-cias europeas, de modo que la primera persona del plural va a limitarse, en su caso, a la presunta prosapia de Rómulo y don Pelayo.

No es casual, en este aspecto, que Alberdi preludie su re-visión del proceso revolucionario con una crítica de “la sim-bólica del derecho americano” que puede leerse como una ofensiva contra la epopeya popular homónima:

La democracia de Sud América y su derecho especial tendrá su parte simbólica, su modo de presentarse a la imaginación de los pueblos americanos, como la tuvo el derecho romano, como la tuvo la legislación europea de la edad media, como la tiene el derecho moderno francés, el derecho alemán, el derecho es-pañol. Los símbolos son una necesidad de la naturaleza impre-sionable del hombre de todas las edades y regiones.A este idioma pintoresco y poético de los símbolos pertenecen las armas o escudos, las banderas, los cantos, las palabras sim-bólicas, los monumentos, los datos célebres, las conmemora-ciones, sus héroes legendarios. La patria, como la religión, tiene necesidad de una especie de culto, y ese culto, aunque profano, necesita de símbolos, de alegorías, de emblemas mis-teriosos y velados en su sentido sublime y elevado.La historia de la revolución americana tendrá su leyenda como tiene su fi losofía. La política hará servir a sus miras todos los medios que le sugiere la historia, tanto las preocupaciones que arrastran como los intereses que gobiernan.El pueblo puede creer que tal día, en tal lugar, a tal hora, por la mano de tal hombre, recibió la existencia en América su liber-tad política, y ver en ese día, en ese lugar, en esa hora los objetos de su culto patriótico. El gobierno podrá apoyarse en esas creen-cias para hacer más fácil el trabajo de gobernar a su pueblo; pero guárdese bien de ignorar los verdaderos orígenes y causas de la

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existencia libre en su país, si no quiere exponerlo a grandes y desastrosos embarazos, cuando menos.168

La narración americana, digamos, es esa fi cción que, para el abogado tucumano, no tiene nada que ver con la realidad de los hechos o, más precisamente, con la lógica latente de los acontecimientos históricos (esta sería más bien la “fuerza de las cosas”169 o el proceso subyacente que él, como intelectual, tendría la misión de sacar a relucir después de una lectura ob-jetiva de los documentos de la época). Pero Alberdi, aun así, asegura que esas fábulas y ese “idioma poético y pintoresco de los símbolos” tienen el poder de cautivar a las multitudes y, por decirlo así, de gobernarlas, como puede ocurrir con una “religión” o con un “culto” que subyugan “la naturaleza im-presionable del hombre” aunque pertenezcan al dominio de las fabulaciones poéticas. “Acostumbrados a la fábula”, comen-taba el tucumano, “nuestro pueblo no quiere cambiarla por la historia” y hasta “toma la verdad como insulto”170 (las obser-vaciones de Alberdi a este respecto tienen no pocos puntos de coincidencia con la futura teoría de Sorel sobre los “mitos” y la “poesía social”). Para este jurista, en cierto modo, estas na-rraciones eran el opio de los pueblos, aunque el propio escritor reconoce que sin este “idioma poético y pintoresco de los sím-bolos” las revoluciones no hubiesen tenido lugar. Él mismo intenta explicar estos movimientos masivos por factores dife-rentes: “los verdaderos orígenes y causas”, como los llama, esos mismos motivos o motores latentes, subrepticios, que los go-bernantes debían conocer en vez de dejarse engañar, como la masas, por fabulaciones peregrinas.

168 Alberdi, ob. cit., pp. 39-40.169 Ibíd., p. 43.170 Ibíd., p. 45.

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Ahora bien, ¿qué sería ese presunto proceso subyacente, esa clave para comprender la realidad americana? Cuando Alberdi lo revela, se limita a reproducir una variación de la antigua narración criolla. Como decía Oscar Terán, se trata del “metarrelato del progreso concebido, según el modelo ro-mántico, como desenvolvimiento de una esencia y cumpli-miento de un fi n prescrito”171. En este, los sujetos se presentan como instrumentos de una razón universal e impersonal que se despliega a través de las civilizaciones. Alberdi comienza entonces por una crítica del presunto sujeto americano que incluiría a indios, negros y criollos. El “hombre de la indepen-dencia”, explica, era solo el “hispano americano”, aquel indi-viduo de origen español pero nacido en las colonias:

Lejos de ser el conquistado, era el conquistador.Era el conquistador respecto del indígena; pero respecto del es-pañol, era el conquistador desarmado, avasallado y degradado a la condición de colono. El sentimiento de esa inferioridad fue el primer estímulo de la independencia. La España no puede negar el error de esa injusticia. En vano dice hoy que dividió con los colonos de América su buena y mala suerte. Lo que no dividió nunca fue el poder, pues lo conservó todo, hasta el últi-mo día de su dominación colonial, en que declaró, ya fuera de tiempo, al pueblo de sus colonias de América, parte integrante del de la monarquía.172

Alberdi enunciaba así claramente que la identidad del sujeto era puramente posicional: el signifi cante criollo repre-sentaba al sujeto conquistador para el signifi cante indio, y el mismo signifi cante representaba al colono (americano) para

171 Oscar Terán, Alberdi póstumo, Buenos Aires, Puntosur, 1988, p. 26.172 Ibíd., p. 55.

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el signifi cante español. El tucumano nos cuenta entonces que el error de la monarquía española consistió en haber exclui-do a los criollos de los gobiernos virreinales y en haberlos tratado así como “inferiores” a pesar de formar parte del li-naje español y, por consiguiente, europeo. Alberdi no solo re-pite la vieja idea de un criollo descendiente de los conquista-dores españoles, desdeñado por sus pares metropolitanos y empobrecido por la administración virreinal –a pesar de haber contribuido, como ninguna otra categoría social, al enriquecimiento del Imperio–, sino que además reivindica la conquista, como muy pocos escritores se habían atrevido a hacerlo desde los tiempos de la monarquía:

Habría un peligro grande en confundir nuestra causa con la de los indígenas para condenar la conquista y abolir sus efectos [...] ¿Qué derecho sino el de la raza europea conquistadora sería el que invocásemos para llamarnos dueños de la Patagonia, del Chaco, de la Araucania, por la sola razón que lo fue España a quien hemos sucedido en sus derechos de conquista? El de po-sesión u ocupación propia no lo tenemos; ni tampoco hemos he-cho su conquista, después de la emancipación de España. Es en nombre de la Europa, que somos hoy mismos dueños de la Amé-rica salvaje los americanos independientes de origen español.173

Alberdi contesta entonces la continuidad que la epopeya americana establecía entre la resistencia indígena durante la conquista de sus territorios y las revoluciones de la indepen-dencia:

Esa opinión comprendió a los hispanoamericanos en la causa de los Incas, de los Araucanos y de los Pampas y Querandíes. La

173 Ibíd., p. 56.

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revolución así tomada era una reacción salvaje, es decir, indíge-na, lejos de ser un movimiento de civilización. No era un cum-plido hecho a la revolución que se quería exaltar.174

El problema, ahora, consistiría en saber por qué los hispa-noamericanos se rebelaron contra la monarquía española. La respuesta de Alberdi consiste en aseverar que estos criollos combatían el “aislamiento colonial” impuesto por los Borbo-nes en nombre del “libre comercio con Europa...”. Y por eso este abogado se opone a esa narración que convierte el torbe-llino revolucionario en “una explosión de odio americano contra la Europa”. Este era, por el contrario, el odio que los propios españoles les habían “inoculado” a los “hispanoame-ricanos” durante los siglos virreinales, el “viejo patriotismo hispano colonial” que se confundía, curiosamente, con la “re-acción del americanismo indígena y salvaje contra la conquis-ta de los españoles y europeos en general”. Esto explicaría además, según el mismo escritor, por qué “los indígenas apo-yaban más bien a las autoridades españolas” aunque los “his-panoamericanos” hubiesen estado forzados a acudir a ellos para vencer a sus rivales. El tucumano insiste entonces en que “el pueblo que hacía la revolución en América era el pueblo europeo de origen y de raza” y “no el pueblo de nacionalidad indígena o salvaje”, quien constituiría más bien una pobla-ción renuente a la modernización, el progreso y la historia universal175. De modo que la revolución debía proseguir su labor civilizadora si pretendía alcanzar el objetivo que sus

174 Ibíd., p. 54.175 Ibíd. Alberdi coincidía en este punto con Sarmiento, para quien la re-

volución había sido un movimiento de las ideas europeas pero disentía con el escritor sanjuanino cuando este hacía coincidir la división entre la civilización y la barbarie con la frontera entre la ciudad y el campo.

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iniciadores se fi jaron, como lo asegura Alberdi en este pasaje que pareciera contestar punto por punto la “oración inaugu-ral” pronunciada por Monteagudo ante la Sociedad Patrióti-ca medio siglo antes:

La América no es civilizada y feliz por el simple hecho de ser independiente; antes de ser descubierta por la Europa, vivió si-glos independiente absolutamente de ella, más independiente que hoy mismo. Pero su independencia no le impidió vivir sal-vaje y más salvaje que hoy.Salió de la barbarie por la pérdida de su independencia primi-tiva, y ha entrado de lleno en la civilización que la conquistó, reasumiendo su independencia, no ya de América salvaje, sino de América civilizada, no ya de América azteca, araucana, gua-raní, pampa, sino de América sajona y latina, es decir, europea de raza y civilización.La independencia es hoy un hecho consumado, la gestión de esta independencia, o su gobierno regular, está por consti-tuirse.Completar este trabajo es el fi n que resta a la revolución de América, para lograr la civilización que no se desenvuelve sin la garantía de un gobierno regular, parte elemental de ella misma.176

Alberdi reconoce incluso la contradicción en la cual in-curren algunos criollos (que él sigue llamando aquí “ameri-canos”, como si la parte representara, sin olvidar ningún resto, al todo, o como si hubiese un miembro que pudiese equipa-rarse con el cuerpo entero) cuando pasan de una narración a otra. Solo que él los invita a optar por la fábula criolla:

176 Ibíd., p. 84.

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Hay un hecho curioso.¿Cuál es el sueño dorado de todo americano? Venir a Europa, conocer la Europa, habitar la Europa. Pues bien, decid a ese mis-mo americano en América: –La Europa viene a nuestro suelo, y exclamará: ¡qué horror!Y ya es tarde para asustaros; ya la tenéis allá. La Europa sois vo-sotros mismos. Ya veis que no es tan fea como la creéis. Sois la Europa establecida en América. Sois los descendientes de Her-nán Cortés y no los de Moctezuma. Si la Europa no hubiera ido a América, vosotros habríais nacido en España en lugar de na-cer en América: he ahí todo vuestro americanismo. Sois españoles nacidos en América. Este es el secreto de vuestra simpatía por venir a Europa. Es que sois europeos de raza y de civilización: la cabra tira al monte. Sois, como se dice, la América latina.177

Alberdi confundía así el rastacuerismo de los ganaderos pampeanos con el respeto reverencial de los ancestros euro-peos o la frecuentación de las maisons closes de Pigalle con las visitas al Louvre. De esto infería que el enfático “amor a la pa-tria” de los criollos inscriptos en la narración americana –o interpelados, si se prefi ere, por esta narrativa popular– sería “hipocresía de falso patriotismo, de falso temor a Europa”. Este abogado llega a sugerir incluso que aquel “odio a Europa no es americanismo sino, al contrario, españolismo”, un “resabio del sistema colonial español” y, más precisamente, del protec-cionismo borbónico vigente durante el siglo que precedió a las revoluciones. Y como la narración americana suele demo-rarse en una descripción pormenorizada de la fl ora y de la fau-na de esta tierra –dado que ese suelo vino a sustituir aquí a la genealogía europea–, el abogado tucumano va a consagrarle

177 Ibíd., p. 583.

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un capítulo entero a demostrar que “todo en América es eu-ropeo hasta los animales y las plantas”, y va a proponer un argumento comparable a aquel que Antonio de Ulloa y Jorge Juan y Santacilia habían planteado más de un siglo antes:

Si por acceso fanático de americanismo, quisiesen echar de América todo lo que es europeo, no solo nos quedaríamos des-nudos, como los indios, sino sin caballos, sin aves, sin cereales, antropófagos, mudos, o hablando guaraní, y , como nos quedarían todavía nuestros nombres y color europeos, nos veríamos en el deber de suicidarnos a fuer de americanos.178

Alberdi no solo termina por restablecer así el jus sanguinis sino que además va a mostrarse partidario, en el capítulo si-guiente, de una restauración monárquica, una forma de go-bierno que la mayoría de los países europeos había seguido conservando en aquellos tiempos a pesar de las tempestades revolucionarias que habían sacudido ese continente desde fi -nales del siglo xviii. Pero el tucumano termina por mostrar-se favorable también, como lo insinúa desde el inicio de su ensayo póstumo, a una reproducción estatal, escolar, propa-gandística, de ese “idioma pintoresco y poético de los sím-bolos” cuyo principal componente es la epopeya popular americana. Y el motivo, una vez más, es el control de las po-blaciones: el gobierno debe “apoyarse en esas creencias para hacer más fácil el trabajo de gobernar a su pueblo”179. Y así va a hacerlo, en efecto, no solo en la Argentina de Alberdi sino también en el resto de la América española. Para alcanzar y conservar su hegemonía política, los criollos debían repro-ducir la narración sobre la fraternidad del suelo y la lucha

178 Ibíd., p. 582.179 Ibíd., p. 40.

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contra el enemigo exterior, el relato sobre la igualdad de todos los americanos, sin distinción de raza, cultura o religión, y sobre el antagonismo contra los imperios que intenten ava-sallarlos. Para que se cumpliera el objetivo de la novela fami-liar de los criollos, estos debían repetir la narración opuesta, lo que explicaría la contradicción en la cual incurren los “americanos” pero también revolucionarios como Viscardo, Miranda, Bolívar, Olmedo o Mier y hasta los gobiernos regio-nales. Esta contradicción resulta inseparable de la hegemonía criolla o de ese momento de la historia en el cual, como expli-caba Terán, “el poder político será patrimonio de una fracción de la sociedad que garantizará la educación práctica para el resto en la dirección del gobierno propio”180.

No cabe duda de que Alberdi está exhibiendo a lo largo de este ensayo su solidaridad con los grupos que propugnaron el derrocamiento de Juan Manuel de Rosas. Cuando se refi ere al “aislamiento colonial” y lo compara con la soledad indígena anterior a la conquista, está aludiendo indirectamente a las políticas proteccionistas impuestas por el mandatario bonae-rense que los franceses y los británicos habían tratado de des-mantelar a través de un prolongado bloqueo marítimo y una alianza con los sectores liberales exiliados en Montevideo (y sin embargo Alberdi condena la guerra que en ese momento su propio país está llevando a cabo contra las políticas protec-cionistas de Solano López en Paraguay aunque no lo haga para defender al heredero del doctor Francia sino para cuestionar “el crimen de la guerra”).

El esquema denunciado durante la revolución por los pa-triotas criollos parecía haberse repetido con el régimen rosis-ta: el monopolio borbónico se interpretaba como una premo-nición del proteccionismo del gobernador bonaerense, y el

180 Alberdi póstumo, ob. cit., p. 63.

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apoyo de Gran Bretaña a los revolucionarios hispanoamerica-nos, como una prefi guración de su alianza con los liberales argentinos. Pero las posiciones “neocoloniales” de intelec-tuales como Sarmiento o Alberdi, que muchos partidarios del proteccionismo denunciaban ya por ese entonces, no se reducen al fomento de un pacto comercial con las potencias europeas, y sobre todo con Inglaterra. Responden a una idea mucho más general, según la cual las dos Américas forman parte, a pesar de la ruptura introducida por la independen-cia, de la cultura europea, lo que explica por qué los adjetivos sajona o latina siguen siendo, en los ensayos del jurista tu-cumano, conjuntos generales en los cuales los americanos se inscriben como diferencia específi ca, inclusión que pre-supone, como consecuencia, la exclusión de los indios con-siderados “salvajes”. “Sois, como quien dice, la América la-tina”, les explicaba Alberdi a los criollos: la rama americana de la familia latina. Solo que a diferencia de lo que ocurría en “Las dos Américas” de Torres Caicedo, la distinción entre latinos y sajones no va a volverse, en los ensayos del argen-tino, antagónica.

En el contexto específi co de la República Argentina, esta narración alberdiana anuncia una nueva conquista, conocida como la “Conquista del desierto”, capitaneada por el futuro presidente Julio Argentino Roca y encargada de “limpiar de indios”, como declara el “informe ofi cial” de la “comisión científi ca”, el norte de la Patagonia:

No era cuestión de recorrerlas y de dominar con gran aparato, pero transitoriamente, como lo había hecho la expedición del general Pacheco al Neuquén, el espacio que pisaban los cascos de los caballos del ejército y el círculo donde alcanzaban las ba-las de sus fusiles. Era necesario conquistar real y efi cazmente esas 15.000 leguas, limpiarlas de indios de un modo tan abso-luto, tan incuestionable, que la más asustadiza de las asustadizas

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cosas del mundo, el capital destinado a vivifi car las empresas de ganadería y agricultura, tuviera él mismo que tributar ho-menaje a la evidencia, que no se experimentase recelo en lan-zarse sobre las huellas del ejército expedicionario y sellar la toma de posesión por el hombre civilizado de tan dilatadas comarcas.181

Aunque las violencias cometidas contra las poblaciones indígenas por el general Roca y sus secuaces pueden parango-narse con las tropelías de un Cortés o de un Pizarro, resulta difícil encontrar en los documentos del siglo xvi esa voluntad de exterminio y ese arrogante desprecio hacia los pueblos abo-rígenes. “La más asustadiza de las cosas asustadizas del mun-do” terminó siendo un predador más peligroso que la cruz y se dotó de una vanguardia de escribas y de cruzados más cruentos todavía, a cuya zaga se lanzó para “sellar la toma de posesión por el hombre civilizado de tan dilatadas comarcas”. A diferencia de Andrés Bello o de José María Torres Caicedo, que incluían a las minorías indias y afroamericanas bajo las dominaciones hegemónicas hispano o latinoamericanos, Alberdi, y otros intelectuales de la segunda mitad del siglo xix en Argentina, tendían más bien a excluirlas y hasta a acon-sejar, en algunos casos, su supresión lisa y llana para que los “hombres civilizados”, los europeos, dilataran todavía más las fronteras de su vasto señorío y le ofrecieran a ese país, la Ar-gentina, la fi sonomía étnica que todavía hoy le conocemos.

181 Carlos Berg, Eduardo L. Holmberg, Paul Lorentz, Gustavo Nieder-lein y Julio Argentino Roca, Informe oficial de la omisión científica agre-gada del Estado Mayor General de la expedición al Río Negro (Patagonia) realizada en los meses de abril, mayo y junio de 1879, bajo las órdenes del general Julio A. Roca (con 16 láminas), Buenos Aires, Imprenta Ostwald y Martínez, 1881, p. 16.

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Manuel González Prada, 1871

Cuando el peruano Manuel González Prada evocaba en un romance de 1871 las masacres perpetradas por Pizarro a ori-llas del Viracocha, no se estaba limitando a relatar un episodio que se remonta a los orígenes sangrientos de la historia ame-ricana: estaba proponiendo a la vez una alegoría de la totali-dad de esta historia, que ni siquiera omitía el vaticinio meta-fórico de su desenlace, esto es: de la futura emancipación de los pueblos de este continente característica de la epopeya po-pular americana. “La Cena de Atahualpa” dice así:

I

Es la noche pavorosaQue ve al imperio de MancoDesplomarse en la celadaDel astuto Castellano.

Suena el ronco clamoreoDe enfurecidos soldados,Y restallan arcabuces,Y retumban fi eros tajos.

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Bajo el fi lo de la espada,A los pies de los caballos,Agonizan y sucumbenNiños, mujeres y ancianos.

No hay compasión en las almas,En el herir no hay descanso;Es el eco un ay de muerte,Cajamarca un rojo lago.

II

Cual amigo con amigoAtahualpa con Pizarro,departen, cenan y beben,Sorbo a sorbo, lado a lado.

“Gusta el vino de Castilla,Noble Monarca peruano;Bebe un licor más sabrosoQue tu néctar celebrado”.

Refrena el Inca la rabia,Y devora el hondo vaso,Y, murmura en sí, volviendoAfable rostro a Pizarro:

“Ah, licor más puro y sabrosoBeberé muy pronto acaso:La sangre vil de extranjerosEn la copa de tu cráneo”.182

182 Manuel González Prada, Baladas peruanas (ed. de Luis Alberto Sán-chez), Santiago de Chile, Ercilla, 1935, p. 93.

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Quienes recuerden cómo Manco Capac gritaba “¡vengan-za!” en el himno de los uruguayos para alentar a los patriotas independentistas, o incluso cómo “se abrían las tumbas” de este mismo personaje en el himno de los argentinos, notará que González Prada no innovó mucho al respecto. Solo inter-caló en su romance algunos estereotipos europeos relativos a los indios que encontrábamos ya en Sigüenza y Góngora pero también en Alberdi: son taimados (“no se sabe lo que pien-san”) y proclives al canibalismo (una amiga del escritor novo-hispano, Sor Juana Inés de la Cruz, interpretaba incluso estos rituales antropofágicos como una prefi guración macabra de la comunión cristiana, analogía que el peruano insinúa cuan-do juega con el paralelo entre la sangre y el vino). Solo que en la pluma diestra del peruano estos estereotipos se convierten en las metáforas de la aparente sumisión de las poblaciones nativas y de la revolución que preparan para vengarse de sus opresores “extranjeros”.

De manera muy semejante a Monteagudo, Bolívar, Olmedo, Bustamante y tantos otros, González Prada resume los tres mo-mentos de la epopeya popular americana en un poema intitula-do, precisamente, “Los tres”, el último de sus Baladas peruanas:

–“En los Andes, grita Manco,Del Oriente al Occidente,Sembraré grandeza y dichaCon mi poder y mis leyes”.Y cruza llanos y sierras;Y, del Ocaso al Oriente,Y, del Norte al Mediodía,Reinan paz, ventura y bienes.

Exclama en Túmbez Pizarro:–“Es mi ley la ley del fuerte;A mí la plata y el oro;

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Tiembla, oh Perú, y obedece”.Y huella tierras del Inca,Y oro busca en sed ardiente,Y, a su fi ero paso deja,El exterminio y la muerte.

En Roma, en el Capitolio,Alza Bolívar la frente,Y dice: “América, juroTu libertad, o la muerteY vence mares y tierras,Y destroza densas huestes,Y la América redimeDe españoles y de reyes.183

¿González Prada había leído el poema de José de Olmedo sobre la victoria de Junín? Es probable. A esta misma “reden-ción”, en todo caso, a esa misma victoria de los antiguos venci-dos iba a aludir Pablo Neruda en el Canto general a través de una equivalencia, no menos crística, entre la “insurrección” de los oprimidos y la “resurrección” de los indios masacrados184.

183 Ibíd., p. 174. González Prada alude en la tercera estrofa al juramento que Simón Bolívar habría pronunciado en aquella colina romana el 15 de agosto de 1805 en presencia de su maestro Simón Rodríguez: “¡Juro delante de usted, juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro por mi honor, y juro por mi Patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, has-ta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español”. (Bolívar, Doctrina..., ob. cit., p. 2).

184 Esta equivalencia, curiosamente, no carece de fundamentos fi lológi-cos: el vocablo griego anastásis que San Pablo empleaba para referirse a la re-surreción de Jesucristo, signifi caba también insurrección, levantamiento e in-cluso guerra civil. En su Política (1301 a 39) Aristóteles emplea los sustantivos stásis y anastásis como sinónimos, mientras que en la República (444 b) Platón recurre a la variante epanástasis.

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Justo Sierra, 1900

Hacia fi nales del siglo xix, la novela familiar del criollo co-noció una variación –incluso estaríamos tentados de decir una “adaptación”– a tono con esas metáforas positivistas y evolucionistas en boga que solían conferirle connotaciones científi cas a los ensayos históricos y sociales. ¿Quiénes son, para Justo Sierra, los hispanoamericanos? Una rama de la “familia española”, una bifurcación de esta especie que cono-ció una evolución diferente como consecuencia de su “trans-plante” en el suelo americano (Alberdi había anticipado esta metáfora de la transplantación, cincuenta años antes, en las Bases). “La evolución española”, escribe ahora el mexicano, “cuya última expresión fueron las nacionalidades hispano-americanas...”185. Sierra trata de volver compatibles de este modo la novela familiar criolla y la epopeya popular ame-ricana: los hispanoamericanos siguen formando parte, en lo esencial, de la gens ibérica, porque son oriundos de ese reino, pero la natio, el lugar de nacimiento, introdujo una novedad incontestable: los hijos del país son, en cierto modo, hijos del

185 Justo Sierra, Evolución política del pueblo mexicano, Caracas, Biblioteca Ayaucho, 1985, p. 120.

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paisaje, como sucedía ya en los escritos de ciertos apologistas del criollo de los siglos coloniales. El gentilicio hispanoameri-cano podría leerse incluso como una clasifi cación botánica: variante americana de la familia de los españoles.

Sierra le confi ere así un estatuto seudocientífi co a la me-táfora tradicional de las raíces. Esta aparece con frecuencia tanto en la epopeya americana como en la novela criolla. En un caso, porque esas raíces están vinculadas con el suelo y la autoctonía. En el otro, porque evocan el árbol y la genealogía. Desde la época colonial, los criollos aparecían como los espa-ñoles radicados en América, lo que signifi caba que allí habían echado raíces. Pero también podía llegar a decirse, por otra par-te, que sus raíces se encontraban en España o que sus hábitos se enraizaban en la tradición latina. Los criollos serían incluso quienes se arraigaron en América aunque su cultura fuese de raigambre española. Ahora bien, pensar radicalmente los pro-blemas hispanoamericanos signifi caba pensarlos en su raíz, y las raíces de las naciones hispanoamericanas se encontraban, para Justo Sierra, en España. Las nacionalidades hispanoame-ricanas, en efecto,

se encontraron con las mismas deficiencias de España cuan-do quisieron ensayar las instituciones libres, y México perdió su tiempo y su sangre, y estuvo a pique de perder su autono-mía en el cenagal interminable de las luchas civiles, que no fueron más que la forma nueva del espíritu de aventura, pro-pio de la raza de que provenía, y cuya explicación psicológica consiste en la creencia de que toda dificultad individual y social se resuelve por la intervención directa del cielo en for-ma de milagro.186

186 Ibíd., pp. 120-121.

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Otra creencia “hereditaria”, o de raigambre española, domina, según Sierra, la historia mexicana y sería el mesia-nismo:

así como el pueblo español había heredado de los judíos la creencia de que era el nuevo pueblo escogido de Dios, así el mexicano se creyó un pueblo escogido también, que tenía la marca de la predilección divina en las riquezas de su suelo: era el pueblo más rico del globo.187

De este error solo logró salvarlo “el núcleo intelectual del país desde los tiempos coloniales”. Estos intelectuales com-prendieron, en efecto, que “el problema económico [...] yace en el fondo de toda evolución o toda regresión social”188: a falta de “medios de explotación de sus riquezas naturales”, México no era uno de los países más ricos del globo sino uno de los más pobres. De modo que el desarrollo de estos “medios de explotación” –y sobre todo de extracción– debía ser la priori-dad de sus gobiernos.

Ahora bien, a esta evolución de la “familia española” no fue ajena un “medio físico”: “condiciones biológicas bas-tante, si no absolutamente, distintas de la ambiencia penin-sular...”. Ni tampoco un “medio social”: “la familia terríge-na, transformándolo por la compenetración étnica lenta, pero segura” (esto es: el mestizaje con los indígenas). Sierra sustituye así la metáfora botánica de la raíz por aquella de la cepa, dado que esta puede adaptarse a nuevos suelos y re-cibir, a modo de injertos, otros cepajes: “Los criollos, es de-cir, los españoles de América, formaron rápidamente la cepa

187 Ibíd., p. 121.188 Ídem.

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de un grupo que había de constituir un elemento especial en la formación de la sociedad nueva...”189.

En el Congreso de Angostura, ya Bolívar había propues-to traducir la nueva unidad política de la epopeya america-na en una nueva unidad racial: “Unidad, unidad, unidad, debe ser nuestra divisa. La sangre de nuestros ciudadanos es diferente: mezclémosla para unirla...”190. El proceso habría sido más bien el inverso en el análisis de Justo Sierra: de la unidad racial de los americanos provinieron esas nuevas uni-dades políticas que llamamos repúblicas hispanoamericanas. El mestizaje, de hecho, se remonta a la conquista y no cesó de acentuarse durante la colonia a pesar de las leyes dictadas por los españoles para limitar sus alcances. De esta “compe-netración étnica lenta” con la “familia terrígena”, nacieron esas “personalidades nuevas”, evoluciones de la “familia es-pañola”, “que mostraron su deseo de emanciparse y su fuer-za para lograrlo”.

Estas “personalidades nuevas”, sin embargo, “no estaban educadas para gobernarse a sí mismas” y no podían esperar nada del “absolutismo de los Austrias” o del “despotismo administrativo de los Borbones”191. Esta educación solo po-día provenir de la nueva cultura europea, y en este caso tam-bién la monarquía lo hizo todo para impedir que estas ideas atravesaran la barrera que erigieron entre el Nuevo y el Vie-jo Mundo:

por medio del aislamiento interior (entre el español y el in-dio, abandonado a su servidumbre rural y a la religión, que fue pronto una superstición pura en su espíritu atrofiado),

189 Ídem.190 Doctrina del Libertador, ob. cit., p. 121.191 Sierra, ob. cit., p. 120.

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aislamiento concéntrico con el exterior, entre la Nueva España y el mundo no español, trató de impedir que el agrupamiento que se organizaba y crecía, por indeclinable ley, en la América conquistada, llegara a ser dueño de sí mismo.192

Pero la estrategia aislacionista fracasó porque

la energía de la raza española era tal, que el fenómeno se verifi -có, y al cabo de tres siglos, gracias a que la comunicación, como fenómeno osmótico, entre los grupos en el interior, y las ideas en el exterior, se encontró España con que había engendrado Españas americanas que podían vivir por sí solas, lo que ella se esforzó por impedir por medio de una lucha insensata.193

Para Justo Sierra, al fi n y al cabo, no tendríamos que hablar de revoluciones sino de evoluciones: las llamadas guerras de la independencia no habrían sido sino el intento desesperado de la metrópoli por revertir un proceso social inexorable que se había iniciado durante la propia conquista y que termina-ría en la emancipación de las colonias.

Ahora bien, no resulta difícil ver en la oposición entre “aislamiento” y “comunicación” –o incluso “ósmosis”– una traducción del confl icto entre proteccionismo y libertad de comercio (el vocablo comunicación, de hecho, signifi caba inter-cambio). Hispanoamérica solo entra en la historia, escribía Monteagudo, a principios del siglo xix, cuando deja de estar aislada, y esto ocurre dos veces: el día en que Colón se cruza con ella al fi nal del siglo xv y tras la rebelión de los patriotas contra el monopolio comercial de los Borbones. Hispanoamé-rica evoluciona, añade Sierra a fi nales del mismo siglo, cuando

192 Ídem.193 Ídem.

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el “fenómeno osmótico” permite establecer una comunicación entre el interior y el exterior. Las revoluciones, en ambos ca-sos, son una prolongación de un proceso que se había iniciado con la conquista cuando los propios españoles terminaron con el aislamiento de las poblaciones indígenas194.

Monteagudo, sin embargo, nunca había logrado conciliar esta narración con la epopeya de la unidad americana. En este relato, que él mismo reprodujo, esa unidad se obtenía gracias al antagonismo común de los diferentes grupos con los espa-ñoles. Sierra resuelve el problema extendiendo el principio de los intercambios libres, de la comunicación o de la “interpe-netración” (sic), a las alianzas entre dos clanes: los criollos y los indios (el mexicano se ve obligado a eludir, por ende, vocablos como hermandad o fraternidad, tan frecuentes durante las re-voluciones, que en este caso hubiesen tenido connotaciones incestuosas inadmisibles). El proteccionismo borbónico es a la endogamia lo que el liberum commercium a la exogamia. Y así como la exogamia permitió la evolución de la raza, el libre co-mercio permitiría el desarrollo de aquellos “medios de explo-tación de sus riquezas naturales”: “Planteado el problema así, había que adoptar, para resolverlo, una política absolutamen-te contraria a la de la España conquistadora y levantar todas las barreras interiores y exteriores”195. Desde la independencia hasta el porfi riato, México habría vivido, para Justo Sierra, la “historia dolorosa y viril (sic) de esta obra magna” o de este paulatino levantamiento de las “barreras interiores y exterio-res” con vistas al desarrollo del país.

194 Charles Darwin desarrolla su teoría de la evolución a partir de su ex-periencia en las islas Galápagos: la evolución del pinzón o de la tortuga en las diferentes islas del archipiélago depende en buena medida del aislamiento de los diferentes grupos y no de su comunicación.

195 Sierra, ob. cit., p. 121.

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Leopoldo Lugones, 1904

“Nos topamos con demonios”, exclamó el conde Gautier de Brienne cuando oyó por primera vez en Atenas el grito de los almogávares y el estrépito de sus lanzas al chocar contra las rocas: “¡Desperta, ferro, desperta!”196. De Sicilia habían llega-do estos temibles mercenarios, adonde Federico ii los había enviado a derrotar a las tropas de Carlos de Anjou. Pero pro-venían de Aragón y Cataluña, en donde perpetraban coti-dianamente incursiones en territorios sarracenos para li-brarse al secuestro extorsivo y los pillajes de las poblaciones. Su nombre, almogàvers, era una deformación catalana del árabe mugâwir (expedicionario) derivado del verbo gâwar (rea-lizar una expedición). Estos guerreros llamaban a su jefe ada-lil (adalid, ni más ni menos) o almugaten (conductor o guía), de modo que sus tropas debían de estar compuestas de cristianos y de moros, aunque todos los especialistas coinciden en afir-mar que sus tácticas militares se inspirarían más bien en los segundos.

196 Ramón Muntaner, Les Almogavres. L’expédition des Catalans en Orient, París, Editions Anacharsis, 2002.

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Leopoldo Lugones resumió en dos páginas del Imperio jesuítico el periplo de once años que los condujo, primero, a Constantinopla (para reemplazar a la temible guardia escan-dinava encargada de custodiar al emperador Andrónico ii) y que terminó en el Partenón de Atenas, después de haber combatido a los turcos en Anatolia, arrasado Tracia y Mace-donia (la legendaria “venganza catalana” en represalia por el asesinato de su jefe, el tedesco Rutger von Blum, a quien llamaban también Roger de Flor) y ocupado varias islas del Egeo, la península de Galípoli y el pasaje de las Termópilas: “La Anábasis griega resulta pequeña ante esta colosal empre-sa, cuyo parangón solo podrían darlo las más audaces fi cciones de los libros de caballería”197.

Los almogávares son para el poeta argentino el paradig-ma de los caballeros que emprendieron la llamada recon-quista expulsando a los reyes musulmanes de la península ibérica. Hijos o nietos de árabes ellos mismos, impregnados de su cultura aunque se hubiesen convertido al cristianis-mo, fueron los irreductibles “patriotas” de la “independen-cia” española:

La independencia fue un desprendimiento lógico del tronco semita, el eterno fenómeno de la mayoría de edad que se produ-ce en todos los pueblos, mucho más que un confl icto de razas. Comprendo que sea más dramático y más susceptible de infl a-mar al patriotismo, aquel puñado de montañeses asturianos que empezó la heroica reconquista; mas los aragoneses tienen cómo oponer, y por iguales motivos, la cueva de San Juan de la Peña a la de Covadonga y Garci Ximénez a don Pelayo...

197 Leopoldo Lugones, El Imperio jesuítico (prólogo de J.L. Borges), Buenos Aires, Hispamérica, 1985, p. 47.

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Algo de eso, sin duda, pero las guerras de independencia nunca son un arranque de aventureros; y en aquel choque, colaboró decisivamente el mismo elemento semita, el árabe español, que daba contra su raza por amor a su tierra natal. Tres siglos bas-taron para producir el mismo fenómeno con los españoles en América: ¡cuánto más no alcanzarían ocho en la Península y mezclándose el factor religioso para precipitar la separación!El movimiento patriótico es, pues, bien explicable, sin necesi-dad de recurrir a la guerra de razas, para dilucidar cómo Espa-ña consiguió su independencia del árabe, siendo substancial-mente arábiga...198

Y los rasgos de este “elemento semita” se resumen, para el escritor, en estas líneas:

El proselitismo religioso-militar, que había suscitado en el Occidente las Cruzadas y en el Oriente la inmensa expansión islámica; el espíritu imprevisor y la altanera ociosidad carac-terísticos del aventurero; la inclinación bélica que sintetizaba todas las virtudes en el pundonor caballeresco, formaban ese legado. Rasgos semitas más peculiares fueron el fatalismo, la tendencia fantaseadora que suscitó las novelas caballerescas, parientas tan cercanas de las Mil y Una Noches, y el patriotis-mo, que es más bien un puro odio al extranjero, tan caracte-rístico de España entonces como ahora.199

Para Lugones no había una diferencia cultural decisiva entre españoles y moros, de manera que no hubo, como él sostiene, ningún “conflicto de razas” durante las guerras de reconquista. Los españoles se enfrentaron más bien con sus

198 Ibíd., p. 28.199 Ibíd., p. 29.

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hermanos de sangre “por amor a su tierra natal”. Y el poeta modernista le consagra la mayor parte del primer capítulo a justifi car esta interpretación peculiar de la “independencia” española.

Al igual que sus predecesores catalanes, los expediciona-rios ibéricos atravesarían el Atlántico para dominar, esta vez, el Imperio azteca, o el inca, o cualquier otro que les hubiese dado la oportunidad de librarse a los saqueos y de ostentar sus dotes guerreras. Descendientes de estos conquistadores, al fi n y al cabo, los criollos no procedieron de manera diferente. Pero hay que esperar al epílogo del Imperio jesuítico para que el epi-sodio premonitorio de la reconquista encuentre un eco lejano, y a su vez muy próximo, en las revoluciones de la independen-cia hispanoamericana:

la conquista era ante todo una operación de fuerza y de domi-nio, que solo se proponía la explotación del natural. Si este es-píritu dominante no hubiera producido la exclusión del criollo para los puestos públicos, la independencia se retardaba quizá un siglo, faltando en la mentalidad local los elementos que rea-lizan esa clase de evoluciones. La exclusión hizo patriota al crio-llo, pero sin mejorarle naturalmente la conciencia; y así, la úni-ca virtud que poseía al emanciparse era el patriotismo de carác-ter militar.200

Esta tesis, sarmientina en lo esencial, establece una línea de continuidad entre el moro, el español y el criollo (el moro es al español lo que el español al criollo), y explica por qué Lugones, al menos en ese momento, se muestra proclive a atraer la inmigración europea para desarrollar la industria y el comercio (algunos años más tarde, por el contrario, la

200 Ibíd., p. 238.

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reivindicación de ese mítico criollo, descendiente de los almo-gávares, iba a conducirlo a celebrar las proezas poéticas del gaucho y a exteriorizar ese mismo odio por el extranjero que caracterizaba, según él, al patriotismo español, después de ha-ber borrado de un plumazo el presunto componente “semíti-co” de esta tradición milenaria).

Aunque el nacionalismo criollo hubiese consumado la in-dependencia del país, no podía considerarse, para Lugones, como revolucionario. La “revolución individualista y federal” que estaba teniendo lugar en otras partes del mundo, estaba llegando con la extensión de la industria y el comercio. Los borbones la habían favorecido, sin saberlo, cuando decidieron expulsar a los jesuitas de las Indias: “Aquel sistema económico basado en el comunismo –sostiene Lugones– era antagónico con la independencia de carácter individualista que el siglo xviii iniciaba”201. El comunismo teocrático de los jesuitas no había sido, a su entender, sino una “exageración” del absolu-tismo español, dado que este, a diferencia “del romano y del inglés”, no había practicado una “discreta tolerancia” con los pueblos conquistados “para incorporarlos evolutivamente a su ser” sino que les había impuesto “una religión y un estado civil” recurriendo a la “opresión del espíritu” y al “anonada-miento del individuo en benefi cio del Estado todopoderoso”202. Lugones se anticipa de este modo a muchos escritores libera-les que van a establecer un paralelo entre el absolutismo y el comunismo considerados como obstáculos para el desarrollo de la iniciativa individual, motor de la prosperidad y, según ellos, del progreso. Lugones preconizaba por aquel entonces la adopción de ese modelo inglés que los gobiernos argentinos habían abrazado desde hacía ya unos cuantos años.

201 Ibíd., p. 236.202 Ibíd., p. 242.

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Aunque se inspira en algunos elementos del Facundo de Sarmiento, la narración de la independencia que nos propone Lugones resulta sumamente original. En ciertos aspectos, este escritor prosigue con la tradición de la novela criolla ya que para él existe una identidad genealógica incontestable entre españoles y criollos (Lugones no solo descarta una alianza con los demás americanos sino que justifi ca y, por decirlo así, ce-lebra su exterminio, como había sucedido apenas unos años antes con la “limpieza” emprendida por el general Roca en la Patagonia). Pero el poeta toma de la narración americana su dimensión épica y la desplaza a la historia de los criollos: es-tos ya no son los descendientes “de aquellos ilustres indios” que, como decía Miranda, habían preferido “una muerte glo-riosa a una vida deshonrosa”, sino los herederos de los almo-gávares y de los conquistadores. La independencia había sido obra de guerreros, esos mismos guerreros que iban a dominar una buena parte de la historia política argentina e hispano-americana del siglo xix. La revolución, en cambio, había sido obra de comerciantes e industriales, de contrabandistas y fa-bricantes de velas de cebo. La independencia criolla había fa-vorecido esa revolución porque estos guerreros, al igual que sus antepasados, poseían el “monopolio de la tierra” y preci-saban exportar sus frutos. Pero no son ellos quienes llevaron a cabo esa revolución ni quienes disponían de los dotes reque-ridos para hacerla. Lugones propone una narración original de la independencia, es cierto, pero a condición de separarla de la revolución. A esta misma epopeya criolla va a seguir haciendo alusión este poeta algunos años después cuando eleve su voz en favor de la “hora de la espada” y vuelva a celebrar a los grandes jefes militares.

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Pablo Neruda, 1950

Un siglo y medio después de las revoluciones de la independen-cia, el Canto general de Pablo Neruda nos ofrece una interpreta-ción colosal de aquella epopeya popular americana forjada por los rebeldes criollos. En el capítulo intitulado “Los libertado-res”, el poeta chileno establece, a la manera de Monteagudo, Be-llo o González Prada, una larga estirpe de luchadores antiim-perialistas que se remonta a Cuauhtémoc y Lautaro y que llega hasta Sandino, Prestes o Zapata pasando por Miranda, San Mar-tín o Sucre. Y el propio yo poético se reclama de este linaje pre-hispánico cuando apostrofa a su ancestro diciendo: “te busqué, padre mío / joven guerrero de tiniebla y cobre...”. O cuando se declara, a continuación, “incásico del légamo”203.

Basta, por otro lado, con leer el primer verso del capítulo intitulado “Los conquistadores”, para darse una idea del tenor de la perspectiva de Neruda sobre la conquista española: “Los carniceros desolaron las islas”204. Pero basta también con citar el último verso de este capítulo para comprender su ambiva-lencia con respecto a ese episodio: “La luz vino a pesar de los

203 Neruda, ob. cit., p. 106.204 Ibíd., p. 145.

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puñales”205. Aunque se haya hecho a sangre y fuego, la occi-dentalización de los pueblos indoamericanos fue, para el poe-ta chileno, como para muchos otros criollos progresistas, una etapa necesaria en el proceso de su redención histórica. Ya José Joaquín de Olmedo se había encontrado con un dilema seme-jante en su epinicio de la batalla de Junín y había decidido sortearlo alegando que los españoles no habían aportado nin-guna ilustración ni ninguna civilización al Nuevo Continen-te. Aunque también celebra la fi gura de Las Casas, Neruda no puede seguir a Olmedo por este camino. Para que América co-nozca algún día la revolución socialista, debe integrarse en la historia universal. Y así es como el antihéroe de la epopeya americana (el imperialismo occidental de ayer o de hoy) re-gresa, en la narración criolla, como un héroe redentor:

Roídos yelmos, herraduras muertas!Pero a través del fuego y la herraduracomo de un manantial iluminadopor la sangre sombría,con el metal hundido en el tormentose derramó una luz sobre la tierra:número, nombre, línea y estructura.

Páginas de agua, claro poderíode idiomas rumorosos, dulces gotaselaboradas como los racimos,sílabas de platino en la ternurade unos aljofarados pechos puros,y una clásica boca de diamantesdio su fulgor nevado al territorio.

205 Ibíd., p. 182.

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Allá lejos la estatua deponíasu mármol muerto,y en la primaveradel mundo, amaneció la maquinaria.

La técnica elevaba su dominioy el tiempo fue velocidad y ráfagaen la bandera de los mercaderes.Luna de geografíaque descubrió la planta y el planetaextendiendo geométrica hermosuraen su desarrollado movimiento.Asia entregó su virginal aroma.La inteligencia con un hilo heladofue detrás de la sangre hilando el día.El papel repartió la miel desnudaguardada en las tinieblas.

Un vuelode palomar salió de la pinturacon arrebol y azul ultramarino.Y las lenguas del hombre se juntaronen la primera ira, antes del canto.

Así, con el sangrientotitán de piedra,halcón encarnizado,no solo llegó sangre sino trigo.

La luz vino a pesar de los puñales.206

206 Ibíd., pp. 181-182.

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Si esta luz llegó hasta América con la conquista europea, esto significa que sus pobladores vivían, antes de esa ocupa-ción, en la oscuridad o las tinieblas. Pero la imagen que el poeta había escogido para hablar de las civilizaciones pre-hispánicas fue “la lámpara en la tierra”, y en el primer poe-ma del Canto general, “Amor América”, los versos “Pero como una rosa salvaje / cayó una gota roja en la espesura / y se apagó una lámpara de tierra”207 aluden a la destrucción de esas culturas y a la efusión de sangre que la acompañó. Entre la lámpara que se apagó y la luz que vino, estamos pa-sando de una narración a otra. Para Neruda, desde luego, esa oscuridad en la cual se encontraban los indígenas, justo an-tes de que los conquistadores les trajeran los puñales y las luces, no era la ignorancia de la “verdadera religión”, pero esa iluminación, esa ilustración, esa modernidad que llega-ba desde el mar por Occidente, siguen inspirándose en el modelo de la conversión evangélica transformada ahora en “proceso de integración” de las poblaciones aborígenes a la cultura europea.

El Canto de Pablo Neruda se situaba en esa corriente que denunciaba la “dependencia” de los países latinoamericanos con respecto a las potencias imperialistas. Sus partidarios van a mostrar, a raíz de esto, un renovado interés por las revolu-ciones de la independencia. Al igual que Sarmiento o Alberdi en el siglo xix, los teóricos de la dependencia pensaban que aquellas revoluciones no habían alcanzado aún sus objetivos. Los argumentos de unos y otros, sin embargo, eran diame-tralmente distintos. Para los ensayistas argentinos la incor-poración de las repúblicas hispanoamericanas en el merca-do capitalista mundial iba a traducirse, tarde o temprano, en una modernización de los medios de producción y, por

207 Ibíd., p. 106.

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consiguiente, en una transformación de las relaciones pro-ductivas que liberase a los americanos de los vínculos de las culturas tradicionales. La occidentalización de los america-nos –de todos, sin excepción– solo podía obtenerse, a su en-tender, a través del desarrollo económico de la región, y este no podía alcanzarse sin una integración a ese mercado común euroamericano (los miembros de la Logia Lautaro, recor-démoslo, proponían ya una alianza con la economía comple-mentaria de Inglaterra, esa misma alianza que mucho más tarde Halperín Donghi va a bautizar “pacto neocolonial”208). Para los teóricos de la dependencia, por el contrario, es preci-samente el papel subalterno interpretado por estos países en el mercado mundial –proveedores de materias primas y ali-mentos– lo que impedía ese proceso de modernización y transformación de esas mismas sociedades. Para Sarmiento y Alberdi, las revoluciones no habían alcanzado sus objetivos porque el monopolio borbónico seguía en pie bajo otras de-nominaciones; para Neruda, en cambio, las revoluciones no alcanzaron sus objetivos –o fueron, como él dice, “traiciona-das”– porque no lograron romper con la dependencia impues-ta por las potencias europeas (y los Estados Unidos), dependen-cia acrecentada por las políticas liberales que habían defendido Alberdi y Sarmiento en el siglo xix. Cuando Eduardo Galeano diga en 1978 que “el subdesarrollo no es una etapa del desarro-llo; es su consecuencia”209, va a estar respondiéndoles a los

208 Tulio Halperín Donghi, Historia contemporánea de América latina, Buenos Aires, Alianza, 1988.

209 Eduardo Galeano, “Siete años después” en Las venas abiertas de Amé-rica latina, Madrid, Siglo xxi, 2003, p. 470. El propio Galeano aclara, desde luego: “El subdesarrollo de América Latina proviene del desarrollo ajeno y continúa alimentándolo” (ibíd.). Problema: ¿cómo llevar a cabo un desa-rrollo propio sin reproducir, en otro nivel, esa desigualdad? La solución de

seguidores de ambos argentinos.

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Los pensadores argentinos, a decir verdad, ya se sentían bas-tante embarazados con el vocablo “independencia”: si se tra-taba de separarse de Europa, la independencia suponía una regresión hacia los tiempos anteriores a la conquista. Y por eso ambos preferían presentar las revoluciones como una manera de restablecer los lazos con el Viejo Continente a través de una ruptura del aislamiento impuesto por los Borbones. Los ar-gentinos proponían así una variante de la narración criolla mientras que el poeta chileno reproduce, un siglo más tarde, la epopeya americana, restituyendo aquella “hermandad” con los indígenas que parecía haber sido olvidada después de la independencia. En ambos casos, sin embargo, la meta postrera era el desarrollo de las fuerzas productivas (o el progreso eco-nómico de la región) y la transformación de las relaciones de producción (o la modernización social de la región).

Neruda reencontraba así la misma ambivalencia de Marx y Engels con respecto a la avanzada de ese capitalismo que “destruye todas las condiciones feudales, patriarcales, idílicas” y “desgarra los lazos multicolores que ataban al hombre a su superior natural, para no dejar subsistir otro lazo entre el hombre y el hombre que el interés desnudo, el inexorable ‘pago contado’” y “el agua glacial del cálculo egoísta”210. “Todo

un desarrollo socialista (igualitario) se vio gravemente cuestionada después de estas declaraciones de Galeano, no solo tras la caída de la URSS sino tam-bién, y por sobre todo, tras la adopción del capitalismo por parte de China y Vietnam, cuyas revoluciones habían servido de modelo para muchos militan-tes de la izquierda latinoamericana. Esto explicaría por qué, durante los años noventa, muchos partidarios de estas revoluciones terminaron privilegiando el desarrollo capitalista en detrimento de la igualdad socialista. Alguien podría preguntarse si las últimas crisis del capitalismo no nos invitan a pri-vilegiar la igualdad en detrimento del desarrollo.

210 Marx y Engels, El manifi esto comunista, Barcelona, El Viejo Topo, 1997, pp. 24-25.

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lo que era sólido y bien establecido”, proseguían los alemanes, “se disuelve en el aire “y “todo lo sagrado se ve profanado, de manera que los hombres se ven obligados a observar sin nin-gún velo el lugar que ocupan en la sociedad y sus relaciones mutuas”211. El capitalismo se convertía así en el momento negativo y despiadado de un proceso revolucionario cuyo terminus sería la emancipación humana. De ahí que muchos marxistas latinoamericanos considerasen que las medidas tendientes a proteger las culturas aborígenes resultaban per-fectamente reaccionarias desde el momento en que trataban de impedir, o más bien de retardar, la integración inexorable de las poblaciones nativas en el mercado capitalista y, como con-secuencia, la destrucción ineluctable –y, desde esta perspecti-va, deseable– de sus modos de vida patriarcales, premodernos o precapitalistas.

Veinte años después de la publicación del Canto general, durante el Congreso Internacional de Americanistas que tuvo lugar en Lima en agosto de 1970, dos posiciones iban a enfren-tarse con respecto a esta cuestión: aquella que denunciaba, por un lado, no solo los genocidios de los pueblos amerindios sino también sus etnocidios (la destrucción de sus culturas o de sus formas de vida tradicionales, destrucción que solía desembo-car en el abatimiento subjetivo de los propios afectados y hasta en su suicidio masivo, como ocurrió en algunas tribus), y aquella que preconizaba, por el otro, una integración de estos mismos pueblos en la comunidad nacional, o en la cul-tura dominante, como aliados, eso sí, en la lucha contra el imperialismo yankee.

El antropólogo francés Pierre Delabre les replicaba a los partidarios de esta integración:

211 Ibíd., p. 26.

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Pareciera que la presencia del imperialismo, del colonialismo de los Estados Unidos, les sirviese de coartada para mantener intactas estructuras mentales coloniales: al cargar al imperia-lismo de Estados Unidos con todos los males, evitan luchar con-tra sus demonios seculares y coloniales que ya existían varios siglos antes de la llegada de los gringos (y que por otra parte permitieron este desembarco). Si se quiere una prueba, basta con ver la velocidad con que las clases dirigentes juntan sus voces con las clases oprimidas para denunciar el imperialismo norte-americano.212

Basta con sustituir la expresión “estructuras mentales” por “narraciones”, para percibir cómo la epopeya americana va a cambiar de piel y ofrecerse una nueva vida: apenas si el impe-rialismo norteamericano vino a ocupar la plaza que el colo-nialismo español había dejado vacía, como lo había planteado ya Torres Caicedo en 1856 y como vuelve a sostenerlo, un si-glo después, Neruda. Lo cierto es que bajo su forma liberal o su variante antiimperialista, con una posición de subordina-ción al, o de emancipación del, imperio capitalista, las clases dirigentes y progresistas de las repúblicas hispanoamericanas no hicieron más que acelerar el proceso de occidentalización (llamado también “de integración”) de las poblaciones aborí-genes, consistente en desplazarlos de sus territorios ancestrales para que allí pudieran instalarse petroleras norteamericanas o grandes productores de soja, y arrojarlos a las modernas y pau-pérrimas periferias urbanas, donde el “agua glacial del cálculo egoísta” iba a lavarlos de sus supersticiones y vínculos pa-triarcales hasta el día en que la revolución arrasara con el pro-pio cálculo egoísta. Ese “agua glacial” acabó convirtiéndose,

212 Pierre Delabre, “Quelques réfl exions sur les conséquences du fait co-lonial en Amérique du Sud” en De l’ethnocide, París, 10/18, 1972, p. 318.

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no obstante, en una nefasta “agua lustral”, y la revolución fu-tura que iba a superarla, en un mero pretexto para que las po-blaciones marcharan con docilidad hacia su propio sacrifi cio. Entre los argumentos esgrimidos por la burguesía para que las poblaciones periféricas adoptaran el capitalismo, se en-cuentra, entre muchos otros, el del progreso material que este traería aparejado. Pero el argumento más sutil –y, en cierto modo, el más absurdo– es el que invita a esas poblaciones a admitir la instalación y el desarrollo de este modo de pro-ducción en nombre de su superación venidera.

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Octavio Paz, 1950

Dos libros insoslayables se publicaron en 1950 en México D.F.: el mencionado Canto general de Pablo Neruda y El laberinto de la soledad de Octavio Paz. Y si el poeta chileno nos ofreció una de las versiones más grandiosas de la epo-peya americana, a la altura de la transposición pictórica producida en ese mismo momento por muralistas como Orozco, Rivera o Siqueiros, el poeta mexicano nos va a presentar una de las interpretaciones más singulares de la novela familiar criolla:

Los grupos y clases que realizan la independencia en Suramé-rica pertenecen a la aristocracia feudal nativa; eran los des-cendientes de los colonos españoles, colocados en situación de inferioridad frente a los peninsulares. La Metrópoli, empeña-da en una política proteccionista, por una parte impedía el li-bre comercio de las colonias y obstruía su desarrollo econó-mico y social por medio de trabas administrativas y políticas; por la otra, cerraba el paso a los “criollos” que con toda justi-cia deseaban ingresar a los altos empleos y a la dirección del Estado. Así pues, la lucha por la independencia tendía a libe-rar a los “criollos” de la momifi cada burocracia peninsular

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aunque, en realidad, no se proponía cambiar la estructura social de las colonias.213

Este relato, se habrá notado, no difi ere en lo esencial del que reprodujeran un siglo antes escritores como Sarmiento o Alberdi, y no podía omitir, por ende, un capítulo sobre la con-quista que resultase compatible con semejante interpretación del proceso revolucionario. Paz comienza comparando a los conquistadores, o a los ancestros de los llamados patriotas, con los cruzados que habían emprendido las guerras llamadas de “reconquista” de los reinos musulmanes. Ambos venían acom-pañados por un misionero y representaban al monarca, aun-que obrasen por su propia cuenta y riesgo, como habría suce-dido con el legendario caballero de frontera Rodrigo Díaz de Vivar. En 1492 –fi n de la Reconquista e inicio de la Conquis-ta– España es, para el poeta mexicano, una “nación medieval” que vivía en un “mundo cerrado”, y que se cierra aún más con la expulsión de los judíos y los musulmanes. El descubrimien-to y la conquista, por el contrario, “son una empresa renacen-tista” porque, a partir de ella, tanto España como Europa co-mienzan a “abrirse” hacia el exterior. La rebelión protestante, sin embargo, iba a suscitar una reacción sin precedentes de Roma que terminaría cuestionando esta apertura en su gran bastión peninsular:

Si España se cierra al Occidente y renuncia al porvenir en el momento de la Contrarreforma, no lo hace sin antes adoptar y asimilar casi todas las formas artísticas del Renacimiento: poe-sía, pintura, novela, arquitectura. Esas formas –amén de otras fi losófi cas y políticas–, mezcladas a tradiciones e instituciones

213 Octavio Paz, El laberinto de la soledad [1950], México, Fondo de Cul-tura Económica, 1959, p. 109.

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españolas de entraña medieval, son trasplantadas a nuestro con-tinente. Y es signifi cativo que la parte más viva de la herencia española en América esté constituida por esos elementos uni-versales que España asimiló en un período también universal de su historia. La ausencia de casticismo, tradicionalismo y es-pañolismo –en el sentido medieval que se ha querido dar a la palabra: costra y cáscara de la casta Castilla– es un rasgo per-manente de la cultura hispanoamericana, abierta siempre al ex-terior y con voluntad de universalidad. Ni Juan Ruiz de Alar-cón, ni Sor Juana, ni Darío, ni Bello, son espíritus tradicionales, castizos. La tradición española que heredamos los hispanoame-ricanos es la que en España misma ha sido vista con desconfi an-za o desdén: la de los heterodoxos, abiertos hacia Italia o hacia Francia.214

Cualquiera puede constatar en este fragmento de El labe-rinto de la soledad que la presunta “universalidad” que alguna vez España habría transportado hasta las costas americanas en la bodega de sus naves no era sino una variante del “Occi-dente” mencionado en la primera línea y una sinécdoque, al fi n y al cabo, de los dos países, Italia y Francia, que clausuran el pasaje. De este argumento se desprende que los pobladores prehispánicos de las tierras de ultramar estaban privados de una universalidad de la cual formarían parte, como cualquier otra población humana, hasta donde nos es dado saber. Los indios habrían entrado entonces en la universalidad y en la historia, según el relato de Paz, gracias a la conquista españo-la y portuguesa (“la luz vino a pesar de los puñales”, como es-cribía Neruda). La propia España, sin embargo, se cerró inme-diatamente a esa universalidad que había contribuido a ex-pandir, de modo que sus descendientes americanos, imbuidos

214 Ibíd., p. 89.

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por esta tradición anterior a una reacción contrarreformista sumamente recelosa, y al proteccionismo borbónico ulterior, no se habrían rebelado tanto contra la España occidental como contra la España refractaria a la cultura occidental (o, más es-pecífi camente, a la cultura italiana y la francesa, que tal vez solo fuese fl orentina y parisina). Los hispanoamericanos se-rían, en la narración de Paz, más europeos que los propios es-pañoles, de modo que el gentilicio hispanoamericano vuelve a asumir en la pluma del poeta mexicano la extensión que solía tener en el virreinato y en la narración criolla: hispanoame-ricanos son los españoles nacidos en tierras americanas, los descendientes de los conquistadores, la minoría culturalmen-te europea de las antiguas colonias.

Recurriendo a la oposición bergsoniana entre “mundo ce-rrado” y “mundo abierto”, Octavio Paz renovaba la narración biologicista propuesta cincuenta años atrás por su compatrio-ta Justo Sierra, quien oponía ya el “aislamiento” a la “comu-nicación”, o las “separaciones” a la “ósmosis”. Los argumentos de Paz, no obstante, podrían llevarnos a una conclusión radi-calmente distinta: así como la Reconquista fue una cristiani-zación de la España musulmana, la Conquista puede conside-rarse una cristianización del continente americano: lejos de abrirse a la alteridad, Europa extendió su identidad. Con la Conquista, justamente, se habría iniciado la progresiva e inexorable occidentalización del planeta –la “paz blanca”, la había llamado el etnólogo francés Robert Jaulin215 la “mun-dialatinización”, la llamaría más adelante Derrida216–, de modo que el Impero del Ocaso no se abrió al resto del mundo sino que lo encerró dentro de sí. De ahí que uno de los pasos

215 Robert Jaulin, La paix blanche, tomo 1 y 2, París, 10/18, 1974.216 Jacques Derrida, “Foi et savoir” en La religion, París, Seuil, 1996,

pp. 9-86.

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decisivos en esta “mundialatinización” haya sido la naturali-zación, o la universalización, de los derechos europeos. La pre-sunta aceptación de la diversidad, de la multiplicidad, de la diferencia, no habría sido sino una vasta conversión del pla-neta a los valores del Imperio del Poniente, las primicias del escalofriante One World.

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Héctor A. Murena, 1965

Casi tres siglos después de don Carlos de Sigüenza y Góngora, y en un prólogo a la segunda edición de su más célebre ensayo, El pecado original de América, Héctor Murena proponía una variante de la novela familiar del criollo que podríamos cata-logar, al menos en un principio, de interpretación argentina. Este hijo de inmigrantes comenzaba diciendo:

el libro trata de la particular situación histórica y geográfi ca que me fue dada –junto con muchos otros– para librar esa am-bigua batalla que se conoce como vida o destino. Y más claro me resulta todo si considero que, por ser americano de primera generación, el estupor inicial de abrir los ojos ante un panora-ma ajeno a mi sangre no deja de repetirse día tras día. América es una presencia en mí en la medida en que soy americano, pero acaso aun más en la medida en que no lo soy.217

Con una pericia admirable, Murena resumía en pocas líneas la situación en la que se encuentra el criollo –el personaje, se

217 Héctor A. Murena, El pecado original de América [1954], Buenos Aires, Sudamericana, 1965, p. 11.

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entiende– desde el siglo xvii, cuando Sigüenza subrayaba su nacimiento “casual” en tierras americanas y Villarroel recor-daba su pertenencia a la progenie europea218. Murena apela, por su parte, a una metáfora bíblica: el nacimiento de los criollos en el nuevo continente era una “caída” o, como explica Leo-nora Djament, una “desposesión originaria que se constituye simbólicamente como pecado”219.

Tras la publicación de El pecado original, se le había repro-chado a este fi lósofo un conocimiento insufi ciente de la reali-dad americana y una transposición abusiva de su experiencia argentina a la totalidad del continente. “En este país”, escribía él mismo glosando las objeciones de sus críticos, “había pre-dominado siempre un estilo de vida europeo en todos los sen-tidos, desde la arquitectura hasta la vestimenta, la comida, etc.” Y este perfi l europeo “se veía confi rmado y sostenido por un relativo orden político y un crecimiento en la riqueza, tam-bién excepcionales en América latina”220. La débil proporción

218 Cabe recordar que en 1696 el quiteño Francisco Rodríguez Fernández ya había publicado un libro intitulado El pecado original en el cual abordaba, casualmente, la “cuestión infernal del origen de cada cual” en los virreinatos españoles y las interminables querellas entre europeos y criollos. Citado por Bernard Lavallé, L’apparition de la conscience créole..., ob. cit., pp. 1135-6.

219 Leonora Djament, La vacilación afortunada. H. A. Murena: un intelec-tual subversivo, Buenos Aires, Colihue, 2007, p. 21. En una conferencia pronun-ciada en Buenos Aires algunos años antes de la aparición de El pecado original, Alfonso Reyes había hablado de “la maldición de haber nacido americanos” para referirse a su situación de “destierro” (“Presagio de América” en Última Tule..., ob. cit., p. 75). Y en un artículo publicado en Sur, la revista de Victoria Ocampo que acogiera algunos años después los textos de Héctor Murena, el mexicano recordaba cómo “nuestros mayores contemplaban el mundo, sin-tiéndose hijos del gran pecado original, de la capitis diminutio de ser america-nos” (Alfonso Reyes, “Notas sobre la inteligencia americana”, Sur, septiembre de 1936, p. 33).

220 Murena, ob. cit., p. 12.

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de población indígena y afroamericana que habían “servido durante largo tiempo para alimentar la jactancia de los argen-tinos” (o por lo menos de los argentinos capaces de estas jac-tancias) terminaría por invalidar, según sus censores más es-crupulosos, las generalizaciones de El pecado original. Habría que recordar, al respecto, la frase atribuida al mexicano Carlos Fuentes y forjada –se hubiese dicho– para lisonjear esa misma vanidad: “Los mexicanos descienden de los aztecas, los perua-nos de los incas y los argentinos de los barcos”. En esta ocu-rrencia –este Witz– se revela la fantasía criolla por excelencia: barcos es, evidentemente, una metonimia de europeos pero tam-bién, y por homofonía parcial, un sustituto de blancos. A esta ascendencia se referiría el ensayista argentino cuando habla de un “panorama ajeno a [su] sangre”.

Para Murena, no obstante, tanto los golpes de Estado como el subdesarrollo económico convertían a la Argentina en un país latinoamericano más, “porque el mestizaje americano –que en algunos países asume la forma racial– es de orden mental, espiritual”. “Este mestizaje”, proseguía, “surge del en-frentamiento de las criaturas con un ambiente histórico ex-traño al que les era habitual”221. El “mestizaje” terminaba con-virtiéndose así en un sustituto, entre otros, del “pecado”, la “caída” o el “colapso” suscitado por el “traslado” del “espíritu occidental” a tierras americanas222. Este es el “misterio” de La-tinoamérica: “una fractura histórica sin precedentes, una frac-tura a partir de la cual la historia en el sentido tradicional de continuidad –no de mera sucesión de hechos– parece no ha-ber recomenzado más”223.

221 Ídem.222 Murena, “Notas sobre la crisis argentina”, Sur n° 248, septiembre-oc-

tubre, 1957 (citado por Djament, ob. cit., p. 21). 223 Murena, El pecado…, ob. cit., p. 13.

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Ahora bien, la solución que Murena reclamaba para Amé-rica latina no deja de resultar asombrosa si se tiene en cuenta el itinerario de la novela criolla en la patria de Sarmiento, Al-berdi y Lugones. Latinoamérica debía, según él, “diferenciar-se” de Europa, como si llevara a cabo una segunda indepen-dencia, una independencia cultural, mental, espiritual, que le permitiese seguir sus propias vías, o vivir su propio destino, sin encontrarse en esa perpetua y “traumática” situación de inferioridad, de “falta” o de “pecado” a la que se había visto condenada por esas circunstancias históricas que le impedían elevarse hasta ese modelo único o inigualable que representa-ban sus ancestros. En aquellas “observaciones” de 1965, el ar-gentino ilustra perfectamente el problema a través de una na-rración sucinta de su visita a Florencia:

Desde el momento en que pisé tierra europea me había asaltado el recuerdo de este libro. ¿Qué sentido tenía? Recordaba mi in-sistir en la diferencia total de América y, a medida que veía ciu-dades y gentes, me invadía la desazón, más: la vergüenza. Me encontraba entonces frente al principal de los términos de com-paración que me habían servido para fi jar y reclamar esa dife-rencia de América, una diferencia casi totalmente potencial, pero que debía hallar un día su expresión formal. ¿Y qué era esa diferencia, en términos rigurosos? ¿Se trataba de una diferencia o de una inferioridad? ¿No sería quizás una diferencia por la inferioridad? Estas y otras preguntas, peores, me seguían, arti-culadas a veces o si no pesadamente confusas. La turbación al-canzó su punto máximo en Florencia. Una tarde, sentado en la Plaza de la Signoria, aplastado por el espíritu del lugar, mi mun-do cedió. Ante lo que estaba contemplando, ¿qué signifi caba esa diferencia, que ya sonaba con tono ridículo? ¿No era acaso la plenitud de lo humano –en su sabida, o no, reverencia a los po-deres divinos– la meta de todo hombre? Y esa plenitud ¿no se hallaba ante mis ojos lograda en forma insuperable? Esa plaza,

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como símbolo de un mundo en el que lo humano había en-contrado ocasión para cumplirse en forma absoluta y en todas sus variadas capacidades ¿no era un mandato para que callase lo caótico, informe y quizás también frustrado? Insistir en la diferencia, en que debíamos ser diferentes, ¿no era apartarse de la meta misma de lo humano? Fue semejante nadir de don-de salió la respuesta a esa perplejidad que sin duda yacía en mí desde mucho antes del viaje. Y la respuesta decía que Amé-rica buscaba también la plenitud de lo humano, pero que para cumplirla mediante sí, debía en un primer paso apartarse de lo ya cumplido por otros. Debía descender al fondo de sí con movimientos que signifi caban en principio una negación de lo occidental.224

Quien alguna vez haya leído “La novela familiar del neu-rótico” de Freud, habrá notado las similitudes con el texto de Murena. En un momento u otro, explicaba el médico vienés, el individuo debe “emanciparse” de la autoridad paterna. Sin esta “liberación” sería incapaz de enfrentar las tareas exigidas por la edad adulta. “Hasta el progreso mismo de la sociedad reposa esencialmente sobre esta oposición de las generaciones”, proseguía este autor225. Pero el individuo nunca lograría eman-ciparse sin mediar una drástica “crítica de los padres”, esas fi -guras que, al menos en algún momento de la infancia, se pre-sentan como aquella “plenitud de lo humano” de la que habla Murena. Semejante crítica puede llegar, sobre todo en los va-rones, hasta un despliegue de “impulsos hostiles contra el padre”226, lo que convierte a esta novela en una variante de la

224 Ibíd., p. 13.225 Sigmund Freud, “La novela familiar del neurótico” en Introducción al

narcisismo y otros ensayos, Madrid, Alianza, 1983, p. 45.226 Murena, El pecado..., ob. cit., p. 46.

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historia de la rivalidad edípica por el amor de la madre. A pro-pósito de esta segunda independencia con respecto a Europa, el propio Murena llegaría a evocar el “parricidio”227 y la fi gu-ra trágica de Edipo. Y adaptándose al género femenino de los apelativos de ambos continentes, el fi lósofo desliza esta ima-gen virulenta: “América es la hija de Europa, y necesita asesi-narla históricamente...”228. Por primera vez en la historia de esta narración, la novela familiar del criollo se salda con la supresión de los ancestros o con un antagonismo que termina haciendo bascular a su protagonista hacia los combates de la epopeya americana.

Murena había encontrado así un pasadizo secreto, intran-sitado, entre la quejumbrosa novela familiar del criollo y la exaltante epopeya popular americana: la independencia “es-piritual” como solución terapéutica al “trauma” americano. Por este pasadizo no cesó de ir y volver, como quien no acep-ta radicarse en un lugar o como quien juega con la identidad doble del criollo asumiendo la contradicción. Quien piense que esta “separación” o este “parricidio” ya no tendrían nada que ver con la constitución política de un pueblo americano, o de una coalición épica, antagónica, capaz de engendrar una nueva comunidad, debería detenerse en este pasaje del pró-logo de 1965:

De semejante trauma –el primer epifenómeno del misterio de que nos haya tocado nacer aquí– no nos hemos recuperado. A partir de este trauma el americano se ha encerrado en sí, des-nudo a pesar de todos los títulos, poderes y riquezas con los que pretende cubrirse, en guardia contra el ámbito extraño que componen según los casos los extranjeros o los nativos: así, no se ha

227 Ibíd., pp. 40-42.228 Ibíd., p. 34.

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logrado formar comunidades, sino solo conglomerados, bancos coralíferos de hombres. En estos conglomerados de criaturas sin nada espiritual en común, la inseguridad profunda, la concien-cia anormalmente aguda de la precariedad, son corrosivos que suscitan todo un sistema ético negativo –visible o pronto a afl o-rar en cualquier momento– cuyos atributos son la avidez des-mesurada, la ostentación, las diferencias sociales vertiginosas, el falso refi namiento, la barbarie, el abuso, la ironía, la pasivi-dad, la desconfi anza, etc.229

El “mal” que afectaría a América sería, en la narración de Murena, aquel “pobre individualismo” que destacara unos años antes Borges y la consecuente ausencia de comunidad, de genuina comunidad, que les impedía a los americanos em-prender las tareas colectivas dignas de una civilización. Como lo lamentaban ya muchos patriotas de la independencia ame-ricana, esa ausencia de unidad, esta heterogeneidad irreducti-ble, “sin nada espiritual en común”, estaba ligada al desenlace de las revoluciones que ellos mismos fomentaron. Este “mal”, para Murena, es más bien la consecuencia de aquella “fractu-ra” o de aquel “trauma” originario que permitiría entender por qué no hay una verdadera diferencia entre “el conglome-rado argentino que formaban los emigrantes que llegaron a América abandonando su pasado europeo” y “los pueblos con alta proporción de indígenas precolombinos –aztecas, incas, etc.–, cuyo pasado había sido herido en forma radical por la irrupción de los conquistadores europeos”230. Pero lejos de pro-poner un regreso a la unidad perdida –como sucedía con la monarquía latina auspiciada por Alberdi–, Murena brega por una separación aún más radical, esto es: por la constitución de

229 Ídem (el subrayado es nuestro).230 Ibíd., p. 13.

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una “unidad espiritual” americana –o más bien latinoameri-cana–, indisociable de esa segunda independencia; una unidad comunitaria que, al menos en un principio, ya no debería te-ner al criollo como representante hegemónico.

La supuesta interpretación metafísica, o teológico-metafí-sica, que Murena había emprendido de la realidad americana –esa lectura que él mismo pretendía diferenciar de los enfo-ques políticos– no sería sino un vasto ejército de metáforas teológico-metafísicas de ese presunto “epifenómeno”, “super-fi cial” o “secundario”, de la política: la constitución de un pueblo nuevo a través de una ruptura antagónica. Algunos pensarán que Murena se sustraía así a un compromiso con algún proyecto histórico concreto. Él mismo, después de todo, defendía ese “compromiso negativo” o ese “desengagement” 231. Pero tal vez su desplazamiento crítico exigiera esta dimensión “metafórica”, deliberadamente “anacrónica”, y hasta provoca-tivamente “religiosa”, que le permitiese desandar el camino desde los diferentes discursos políticos de su tiempo hacia las matrices narrativas que los sustentaban, como quien dijera: desde lógos hacia el múthos232.

231 Djament, ob. cit., p. 24.232 Acerca de Murena como crítico de los “relatos totales y sistemáticos”,

cf. Djament, op. cit., p. 40.

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Excursus

Claude Lévi-Strauss, 1958

Cuando el aeda griego preludiaba su relato encomendándose a una diosa, estaba invocando a la Memoria, Mnêmosunê, ma-dre de todas las Musas. “Diosa de la memoria, himnos te pide / el imperio también de Moctezuma...”, escribía el caraqueño Andrés Bello en sus poemas neoclásicos de la independencia americana233. Y esta memoria no solo le permitía al poeta ac-ceder a un pasado histórico, predecesor del presente, sino también a un tiempo primordial, contemporáneo del pasado, del presente y del futuro, fuente de todo lo que sucede o de todo lo que se despliega, por decirlo así, en la sucesión crono-lógica. Tanto Homero como Hesíodo aseguraban que esta di-vinidad conocía “todo lo que fue, todo lo que es y todo lo que será”, y a esta misma dimensión se referiría Lévi-Strauss en un artículo de su Antropología estructural cuando asegurase que el mito no cuenta únicamente esa ristra de acontecimien-tos que supuestamente transcurrieron “hace mucho tiempo” o “durante las primeras épocas” sino que además nos revela así una “estructura permanente”. El mito “nos remite simul-táneamente al pasado, al presente y al futuro”, explicaba el

233 Bello, Poesías, ob. cit., p. 50.

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antropólogo glosando a los dos poetas griegos: esta concepción de la temporalidad lo aleja de la historiografía y lo acerca, en nuestros días, a la “ideología política”. En efecto,

¿Qué hace el historiador cuando evoca la Revolución francesa? Se refi ere a una sucesión de acontecimientos pasados, cuyas con-secuencias lejanas sin duda siguen percibiéndose sin duda a tra-vés de una serie irreversible de acontecimientos intermedios. Pero para el hombre político y para quienes están escuchándo-lo, la Revolución francesa es una realidad de un orden bastante diferente: secuencia de acontecimientos pasados, por supuesto, pero también esquema dotado de efi cacia permanente, que per-mite interpretar la estructura social de la Francia actual, como los antagonismos que aparecen en ella, y vislumbrar los linea-mientos de la evolución futura.234

Tomemos por caso un poema del ecuatoriano Jorge Enrique Adoum escrito en 1955 e intitulado “No podrán atarnos”, que se inicia recordando la conquista del Perú:

Rumiñahui –rostro de piedra y patria–,cuando vio al conquistador en su caballoerrante, gritó desde la altura: El sueloes nuestro, no se cambia por espejoso cruces o abalorios, no hay ciudadni mujer para el extraño ni doradajoyería para el rey. Y el español,atándole las manos, quemándolelos pies que habían ya trazadoel único camino que conozco, decía:

234 Claude Lévi-Strauss, Anthropologie structurale, París, Plon, 1974, p. 239.

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Ahí va el agitador, recibe órdenescontra nosotros. Y Rumiñahui respondía:Mi tribu es grande, no podréisatarnos. Os faltará cordel. 235

El general inca Rumiñahui –cuyo nombre signifi caba, como indica el propio Adoum, “cara de piedra”– había sido el defensor de Quito y del tesoro de Atahualpa, y aquí se con-vierte en la prefi guración del revolucionario acusado por la potencia imperial, y en el marco de la Guerra Fría, de ser un “agitador” comunista. Es muy probable que Adoum se haya inspirado en un pasaje de un poema de Neruda dedicado a Fray Bartolomé de las Casas y escrito unos años antes (ambos poetas, recordémoslo, se frecuentaban en aquellos tiempos). El poeta chileno, en efecto, había intercalado en sus versos algunas imputaciones de sus adversarios políticos –se había visto obligado a huir de Chile a raíz de esto–, y lo hizo como si se las hubiesen dirigido los conquistadores españoles al fraile que defendió, durante la conquista, a las poblaciones amerindias:

Desde arriba quisieron contemplarte(desde su altura) los conquistadores,apoyándose como sombras de piedrasobre sus espadones, abrumandocon sus sarcásticos escuposlas tierras de tu iniciativa,diciendo: “Ahí va el agitador”,mintiendo: “Lo pagaron

235 Jorge Enrique Adoum, El tiempo y las palabras, Quito, Libresa, 1992, p. 138.

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los extranjeros”,“No tiene patria”, “Traiciona”...236

Neruda se estaba situando tácitamente en una posición análoga a la que ocupaba Las Casas en el siglo xvi: un miem-bro de la nación dominante que defi ende a los dominados y que por este motivo es denostado por su pares. Adoum vuel-ve explícito este paralelo entre el pasado y el presente pro-poniendo una comparación entre la conquista española y el imperialismo norteamericano:

Y cuando otra vez llega el extrañoe invade la bodega de la patria y sus asuntos,e impone pactos de guerrero que no soyy no quiero, y edictos de tierra conquistadaque negamos, me tiemblan en la bocalas antiguas palabras –sangre, sonido,arcilla–: La patria es nuestratodavía, no está en venta su volcánicoarchipiélago, no hay ni mineralni hombre que ayude a la violencia.

Y el norteamericano me señala,me incluye en su lista de ásperavenganza (como un aro me circundansus leyes) y dice: Miradle, tambiéneste recibe órdenes contra nosotros.Y Rumiñahui, desde la cumbre, siguerepitiendo: No podéis atarnos.Mi tribu creció a pueblo innumerable

236 Neruda, ob. cit., p. 191.

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y libre, y os faltará cordel, siempreos faltará cordel.237

La opresión de los incas en manos del imperialismo espa-ñol se convierte así en una metáfora premonitoria de la opre-sión de los latinoamericanos en manos del imperialismo yankee. Pero como ese pueblo es, al mismo tiempo, una parte del pueblo latinoamericano, esta fi gura podría considerarse como una extraña reunión de metáfora y sinécdoque (a dife-rencia de Torres Caicedo, quien había anticipado este mismo antagonismo, Adoum ya no convierte a la minoría latina en representante hegemónico, de modo que, en términos estric-tos, ya no deberíamos hablar aquí de América latina). Con la idea de un “crecimiento” desmesurado de la tribu, Adoum es-taba haciendo alusión a este pasaje de la parte al todo, del gru-po particular a la comunidad en general, de modo que la frase atribuida a Rumiñahui nos remite, autorreferencialmente, a la operación retórica que estructura este poema.

En los versos del ecuatoriano, la conquista ya no es sola-mente una secuencia de hechos del pasado histórico lejano sino, como dice Lévi-Strauss, “un esquema dotado de efi ca-cia permanente” que nos permitiría entender la situación política actual de la América latina. Y esto ya había sucedido poco antes de que las revoluciones se iniciaran, como cuan-do Viscardo y Guzmán había convertido a los indios sojuz-gados en una alegoría profética de los “españoles america-nos” sometidos por la monarquía borbónica o a las vejacio-nes de los unos en una premonición de los ultrajes de los otros. Tanto Adoum como Viscardo y Guzmán se estaban ubicando, cuando narraban, en un tiempo anterior al desen-lace revolucionario de la historia americana, desenlace que

237 Adoum, ob. cit., pp. 138-139.

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llevaría al pueblo –patriota o comunista– a deshacer aquella “estructura permanente” o a liberarse por fi n de ese eterno re-torno de lo mismo. El mito no solo cuenta el inicio de un mundo –del mundo que supuestamente habitan el narrador y el narratario– sino también su fi nal. O si se prefi ere: cuenta una historia particular pero representativa de la totalidad de la historia.

Si el capítulo que Alberdi le había dedicado a la Revolu-ción de 1810 en el Río de la Plata podía leerse como una na-rración mítico-política, se debe, por sobre todo, a que inter-preta los episodios de la conquista y la independencia como partes de una historia cuyo desenlace estaríamos esperando: la laboriosa occidentalización de América. Y algo similar ocu-rría con Lugones cuando transformaba la conquista y la revo-lución en una repetición de la reconquista y la descomunal anábasis de los guerreros catalanes. De modo que las narracio-nes políticas de la historia, sin importar su orientación ideo-lógica, se caracterizan por dos operaciones básicas: proponer un antagonismo nosotros/ellos y una fi gura cíclica del tiempo (el consabido “hoy como ayer”). La combinación de estas dos operaciones suelen dar lugar a la constitución de linajes o fa-milias políticas rivales: “Somos los descendientes de...” o “ellos son los descendientes de...”. De donde se infi ere que la cuestión de la descendencia concierne sobre todo al lugar que una clase o un pueblo ocupa en una narración política.

Cuando se insiste hoy acerca de la importancia de la “me-moria histórica”, se está invocando de nuevo a la diosa Mnêmo-sunê, esto es: a la transmisión de ciertas narraciones míticas, o políticas, de la historia de algún pueblo. Y por eso, como lo destacaba Sorel, el riguroso trabajo documental del historia-dor nunca logra refutar las fabulaciones populares. Sucede que estos relatos no se sitúan en el mismo plano que la reconstruc-ción historiográfi ca. Lo importante, para quienes quieren pre-servar esa memoria, es que las generaciones futuras puedan

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escuchar el relato de ciertos acontecimientos cruciales del pa-sado. Lo importante, digamos, es que estas narraciones conoz-can nuevos adictos. Y a esto apunta, justamente, la narración mítica: a que haya una transmisión o, si se prefi ere, a que se establezca una tradición, y a que el incremento de esta tribu sea tan grande que ningún “cordel” logre ya atarla. Aun quie-nes se reclaman de la más estricta modernidad, están supo-niendo, cuando bregan por la conservación de una memoria, que los valores de una comunidad, o de una tribu, resultan inseparables de una tradición. De ahí que este narrador no suela autorizarse en el examen de documentos históricos –estos van a verse aceptados, a lo sumo, cuando confi rman su narración del pasado– sino en el hecho de haber ocupado alguna vez el lugar que está ocupando ahora su auditorio: “Voy a contarles nuestra historia tal como me la contaron...”. El vínculo social dentro de la tribu se confunde entonces con esta transmisión de las narraciones acerca de la propia tribu. Un miembro de este grupo es quien oyó la historia y se la contó a otros auditores, susceptibles de convertirse, a su vez, en integrantes de este grupo, a condición de transmitir-les a otros ese relato. Si este dejara de transmitirse, la tribu desaparecería. Esto nos permitiría esbozar, incluso, una de-fi nición de la literatura política: aquella que, repitiendo al-gún relato, vela por la preservación y la multiplicación de alguna tribu precisa.

No es casual, en este aspecto, que la repetición de estos relatos se vincule con ciertos rituales –conmemoraciones, efemérides, liturgias, misas– de los cuales participan los miembros de la comunidad para confi rmar su pertenencia a ella o su adhesión a un proyecto político colectivo. Tanto la reproducción de un lazo comunitario a través de la transmi-sión de ciertas narraciones como la repetición de ciertos ri-tuales colectivos, ofi ciales o no, tampoco forman parte del pa-trimonio exclusivo de tal o cual posición dentro del espectro

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político. A los argentinos que hace unos años insistían en preconizar la conservación de la memoria histórica como un medio para preservar cierta identidad política y como un antídoto para evitar el retorno de la represión militar, un psicoanalista porteño, Blas de Santos, les recordaba que estos mismos militares no proponían algo diferente. Así, la felici-tación que los altos mandos de las Fuerzas Armadas le en-viaron al general Cándido López por su desempeño durante la llamada “guerra sucia” aseguraba que “los pueblos que ol-vidan sus tradiciones pierden la conciencia de su destino y los que se apoyan sobre sus tumbas gloriosas son los que mejor preparan el porvenir”238. Estos militares se presentaban a sí mismos como el brazo armado de un pueblo amenaza-do por un enemigo exterior –el comunismo internacional–, un pueblo cuya supervivencia como pueblo unido y, si se nos permite, jamás vencido, depende en buena medida de la repetición de este relato.

Dos décadas después de sus versos sobre Rumiñahui, Adoum abordaría en su novela Entre Marx y una mujer des-nuda la crisis del comunismo en su país y, por extensión, en América latina. Allí evoca un episodio que es como la contracara satírica de la narración mítico-política que ha-bía reproducido el poema del 55. Los militantes de una organización marxista tratan de entrar en contacto con un grupo de indígenas pero un indio los intercepta con su lan-za diciéndole “Vos sois Coba” (Cuba). Inmediatamente los demás empiezan a lanzarles piedras al grito de “Abajo el comonismo” (sic)239.

238 Citado por Blas de Santos, La fi delidad del olvido, Buenos Aires, El Cie-lo por Asalto, 2006, p. 69.

239 Jorge Enrique Adoum, Entre Marx y una mujer desnuda [1976], Quito, Eskeletra, 2002, p. 143.

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El relato de la crisis y la disolución de la tribu política coin-cide con la crítica de un mito y, por sobre todo, con la inte-rrupción de su transmisión. Después de Joyce, de Faulkner, de Beckett, los novelistas modernos lo saben: solo se puede escri-bir novelas contra los mitos o contra las narraciones políticas, de cualquier tendencia que estas sean; solo se puede escribir novelas, por consiguiente, en ruptura con las tradiciones y con las comunidades, en ruptura con los adictos a un relato “uni-fi cado y coherente” de la historia. El problema es si la novela moderna tiene, como correlato, una política moderna. Sorel y Lévi-Strauss, evidentemente, hubiesen respondido que no. Los movimientos políticos del siglo xx nunca pudieron establecer una alianza –o al menos una alianza fi able– con aquellos no-velistas. Y quien más lamentaba esto, Georg Lukács, fue el pri-mero en advertirlo. La historia es, para la novela moderna, aquel relato del idiota de Macbeth, “lleno de ruido y furor y que no signifi ca nada...”240. Y la política –no hay ningún elogio en esto– no quiere ni oír hablar de esta idiotez241.

240 Macbeth, Acto v, Escena v.241 “Las masas no se dejan convencer por los hechos, aunque sean inven-

tados, sino solamente por la coherencia del sistema en el cual supuestamente se inscriben. Se suele exagerar la importancia de la repetición porque se pien-sa que las masas no son capaces de comprender y de acordarse; la repetición, a decir verdad, solo es importante en la medida que convence a las masas de la coherencia en el tiempo. Lo que las masas no aceptan es el carácter fortuito de la realidad. Están predispuestas a todas las ideologías porque estas explican los hechos como si fuesen simples ejemplos de leyes, y eliminan las coincidencias inventando un poder supremo e universal que originaría todos los accidentes. La propaganda totalitaria fl orece en esta huida de la realidad hacia la fi cción, de la coincidencia hacia la coherencia” (Hannah Arendt, The Origins of Totali-tarism, New York, Brace & World, 1968, p. 68). Este pasaje pareciera sugerir que estas fi cciones son un producto exclusivo de los regímenes totalitarios. Pero la propia Arendt defi ne más adelante las “ideologías políticas” en general de ma-nera semejante: se trata de “una idea que permite explicar el movimiento de

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la historia como un proceso único y coherente” (ibíd., p. 207). Y esta narración, una vez más, asume una forma épica. El totalitarismo no procede de otro modo: “La fi cción más efi caz de la propaganda nazi fue la invención de una conspiración judía mundial” (ibíd., p. 71). La clave para establecer una dife-rencia entre los totalitarismos y los otros regímenes se encontraría más bien en la fi gura del traidor, y sobre todo del traidor potencial, que exige, por em-pezar, un control policial pormenorizado y constante de los miembros de la propia coalición y un desenmascaramiento cotidiano de más traidores para mantener viva la amenaza. Los regímenes llamados totalitarios habrían in-teriorizado el antagonismo sustituyendo así la vanguardia, política o militar, por la policía politica. Jean-François Lyotard iba a extender esta legitima-ción mítica o narrativa a todas las políticas modernas, sin importar la ten-dencia, insinuando que solo una política posmoderna podría llegar a desem-barazarse de estos “grandes relatos” (Lyotard, La condition posmoderne, París, Minuit, 1979).

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IV. La hegemonía criolla y la

constitución del pueblo americano

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¿Qué tropa es ésa?Preguntarás monarca muy benigno.

¡Ínclito Señor! esta no es tropa:Buenos Aires os muestra allí sus hijos:

Allí está el labrador, allí el letrado,El comerciante, el artesano, el niño,El moreno y el pardo: aquestos solo

Ese ejército forman tan lucido.Todo es obra, Señor, de un sacro fuego

Que del trémulo anciano al parvulillo,Lo ha en ejército convertido...

Vicente López y Planes

Ah, pueblo de todas partes,ah, pueblo, contigo iré;

pie con pie, que pie con mano,iremos que pie con pie.

Como estamos todos juntosvoy a contar

un cuento que me contarony no he podido olvidar...

Nicolás Guillén

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Anfibología del gentilicio

HISPANOAMERICANO

En aquel ensayo póstumo de 1867 Juan Bautista Alberdi tuvo que recordarle a su lector que “el hombre de la revolución era el hispanoamericano –español por el origen y americano por el suelo de nacimiento”242. Y se sintió obligado a hacerlo porque ya por esos años esta expresión involucraba a las diversas mi-norías de las repúblicas surgidas tras los procesos revolucio-narios. Una de las consecuencias más notorias de la indepen-dencia hispanoamericana fue el repentino incremento en la extensión lógica de este adjetivo compuesto. Cuando Bolívar escribió su “Carta de Jamaica”, los hispanoamericanos eran todavía “los naturales del país originarios de España”. Apenas unos años más tarde, bastaría con haber nacido en una repú-blica hispanoamericana para ser llamado así, lo que no signi-fi caba que los hispanoamericanos fueran todos americanos de origen español (y ni siquiera que hablaran esta lengua o vivie-ran según las costumbres y la religión traídas por los españo-les). Con las revoluciones de la independencia, por ende, el nombre de una fracción, y por qué no de una facción, se con-virtió en el título de un pueblo entero.

242 Alberdi, ob. cit., p. 55.

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Cuando en 1838, Andrés Bello escribe su célebre artículo “Las repúblicas hispanoamericanas: autonomía cultural”243, ya no emplea el gentilicio hispanoamericano para diferenciar a los criollos de las demás minorías sino para distinguir a esas repúblicas de la norteamericana. Hispano no se opone más a indio o africano sino más bien a sajón (para Bello, sin embargo, esta oposición no implicaba todavía un antagonismo, como va a suceder con Torres Caicedo algunos años más tarde, sino una simple comparación entre dos culturas diferentes). Aunque Bello no haga ninguna declaración explícita al respecto, su ar-tículo presupone que la herencia hispánica concierne a todos los ciudadanos de esas repúblicas sin importar si son criollos, indios o negros. Y se supone que estas repúblicas tienen, como tales, una “autonomía cultural”, esto es: un conjunto de cos-tumbres con una legalidad propia. Esta autonomía sirve para explicar, precisamente, por qué la revolución de la indepen-dencia desembocó en un sistema política y económicamente liberal en los Estados Unidos, y por qué no sucedió lo mismo en los países hispanoamericanos, aun cuando hayan imitado, en muchos aspectos, a sus hermanos norteños. Que los habi-tantes de los antiguos virreinatos españoles se hayan conver-tido todos en hispanoamericanos –e incluso, pasado el tiempo, en hispanos simplemente– tras haberse emancipado de esos mismos españoles, puede parecer irónico, sí, pero no lo es: se trata de la diferencia entre la dominación de un pueblo (espa-ñol) sobre otros (indios, negros) y la hegemonía de una clase (de origen español) sobre las demás.

Un fenómeno similar a la amplifi cación del gentilicio hispanoamericano se produjo con su sinónimo más habitual:

243 Andrés Bello, “Las repúblicas hispanoamericanas: autonomía cultu-ral” en Fuentes de la cultura latinoamericana (ed. de Leopoldo Zea), México, Fon-do de Cultura Económica, 1993, p. 185.

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criollo. Si nos fi amos a la investigación llevada a cabo por el cubano José Arrom en su celebrada Certidumbre de América, el vocablo criollo habría aparecido por primera vez en un ofi cio real peruano de 1567 en donde se lo emplea para distinguir a un grupo de españoles: “estos que acá han nacido”244. Es cierto que, según otros documentos, podía establecerse también una diferencia entre “negro criollo” y “negro bozal” para distin-guir a los nacidos en América y África respectivamente. Juan Meléndez, sin embargo, protestaba en 1681 contra estas con-fusiones. Para él, estaba claro, criollo era “lo mismo que pro-creado, nacido, criado en alguna parte, y criollo en el Perú y en las Indias no quiere decir otra cosa, según la intención con que se introdujo esta voz, que español nacido en Indias”245. Y por eso, añadía el fraile, se distingue del “indiano”, denomina-ción que reúne a todos los que nacieron en ese continente sin distinción de origen o de raza, lo que explica por qué para este fraile peruano cualquier permutación de las expresiones in-diano y criollo resultaba inadmisible246. Todavía en aquel “Diá-logo entre Atahualpa y Fernando vii en los Campos Elíseos” aparecido en Chuquisaca durante la asonada de 1809 y atri-buido al joven Monteagudo, el sustantivo indiano va a guardar este sentido: “Obediente, el mísero indiano empieza con su trabajo”, explicaba el monarca cuzqueño, y tan pronto como se detiene a descansar, el español “envaina su acerado fi lo en el pecho del inocente indiano...”247. Con las revoluciones, no

244 José Arrom, “Criollo: defi nición y matices de un concepto” en Certi-dumbre de América, Madrid, Gredos, 1971, p. 18.

245 Citado por Bernard Lavallé, “Americanidad exaltada / hispanidad exa-cerbada: contradicción y ambigüedades en el discurso criollo del siglo xvii peruano” en Sobre el Perú, Lima, Fondo Editorial pucp, 2002, p. 737.

246 Ídem. 247 Monteagudo, “Diálogo entre Atahualpa y Fernando vii en los Cam-

pos Elíseos” [1809] en Pensamiento político..., ob. cit., p. 66.

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obstante, el adjetivo criollo desplazó totalmente a indiano y pasó a ser un sinónimo de nacional o autóctono, y un antónimo, por ende, de español y, más tarde, gringo. El nombre que dife-renciaba a un grupo particular iba a convertirse, tras la inde-pendencia de las repúblicas hispanoamericanas, en un nombre que identifi ca a un conjunto general, y esto en detrimento del vocablo que antiguamente ocupaba ese lugar y que a partir de entonces va a caer en desuso.

Criollo va a transformarse en el nombre de una natio y, por extensión, en la califi cación de los nativos. Pero este nacimien-to no se confunde, en todos los casos, con el origen, con la gens. Una prueba fi lológica de este curioso fenómeno se encuentra en el peculiar empleo del vocablo indígena en los países hispa-noamericanos. Compuesto a partir de la preposición arcaica indu y el verbo genere, esta palabra también signifi caría “naci-do en el lugar” o “proveniente de allí”. Ahora bien, este término no incluye nunca a los criollos sino solo a los ab-orígenes (“La revolución así tomada era una reacción salvaje, es decir, indí-gena, lejos de ser un movimiento de civilización”, escribía en 1867 Alberdi248). Criollo puede convertirse en un sinónimo de nacional, incluso de autóctono, pero no de indígena: los criollos nacieron allí pero no provienen de allí. La natio no coincide con la gens. Y esta distinción se desplaza a la totalidad: a dife-rencia de lo que ocurre con criollo, indígena no se emplea nunca para hablar del todo sino solo de una parte.

Podríamos comparar el fenómeno de los gentilicios hispa-noamericano, criollo o incluso latino con la lógica destacada a menudo por las militantes feministas: el conjunto de todos los hombres se divide en mujeres y... en hombres. Y cualquie-ra sabe que cuando hablamos de “todos los...”, estamos inclu-yendo, por lo general, a “los...” y a “las...”. El género masculino

248 Alberdi, ob.cit., p. 44.

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engloba, en estos casos, a los miembros masculinos y también a los femeninos, de modo que es, al mismo tiempo, el todo y una de sus partes. Esta lógica tiene un corolario inadmisible desde una perspectiva aristotélica: no todos los hombres son hombres o, si se prefi ere, algunos hombres son mujeres. Esto ex-plicaría por qué las feministas decían bromeando hace apenas unos años: “La mujer es un hombre como cualquiera”. Pero quizás haya sido Marx quien atrajo por primera vez la aten-ción sobre estos conjuntos anómalos en los cuales, sin respe-tar la lógica aristotélica, algunos valen tanto como todos y al-gunos otros, no. Los adjetivos burgués y capitalista se emplean para califi car a algunos miembros de una sociedad pero tam-bién a toda esa sociedad (lo que signifi ca que no todos los miem-bros de la sociedad capitalista son capitalistas: algunos son más bien lo opuesto y se los suele llamar proletarios). Nos encon-tramos así con la lógica de la hegemonía que describió Ernes-to Laclau en sus últimos trabajos: un grupo particular se vuel-ve hegemónico cuando empieza a representar la totalidad de la cual él forma parte249.

Cuando el nombre de una parte se emplea para evocar el todo, los retóricos nos aseguran que estamos ante una sinéc-doque (los brazos sustituyen a los labriegos y las velas a los bar-cos). Cuando una palabra viene a paliar, en cambio, la ausencia de otra, los retóricos hablan más bien de catacresis (nos refe-rimos a la pata de la silla o de una mesa y al ojo de una aguja o de una tormenta). Hay hegemonía, justamente, cuando no disponemos de un término para nombrar el conjunto general y solo podemos hacerlo a través del nombre de una facción o

249 “Esta operación por la que una particularidad asume una signifi ca-ción universal inconmensurable consigo misma es lo que denominamos he-gemonía”, (Laclau, ob. cit., p. 95). Y Laclau insiste en que es “no solo una parte de un todo sino también una parte que es el todo” (Ibíd., p. 279).

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cuando ignoramos el nombre de un cuerpo y le transferimos el nombre de uno de sus miembros (la hegemonía, en este as-pecto, combina la sinécdoque y la catacresis).

Supongamos, en efecto, que alguien nos pidiese contar cuántas manzanas hay en una caja. Si encontramos allí una naranja, una cereza o una pera, no vamos a tenerlas en cuen-ta. Para hacerlo, nos tendrían que haber pedido que contáse-mos las frutas en general porque solo cuando las contamos como frutas, una naranja, una cereza o una pera cuentan, cada una, igual que una manzana. Pero supongamos ahora que no dispusiéramos de un vocablo para hablar de fruta en general y tuviésemos que recurrir a un nombre particular: para que una naranja, una cereza o una pera contasen tanto como una manzana, deberíamos llamarlas, a cada una de las tres, manzana (algunos elementos son manzanas y, además, todos los son). Manzana sería entonces una catacresis y, a la vez, una sinécdoque.

Cualquier coleccionista sabe que un conjunto de elemen-tos solo pueden reunirse a condición de que una denominación genérica les permita homologarlos u homogeneizarlos. Hispa-no era un gentilicio que incluía, hasta las revoluciones, a dos grupos: los hispanos europeos y los hispanos americanos. Homoge-neizar, si se piensa bien, no signifi ca otra cosa: a pesar de sus di-ferencias, todos ellos tienen un mismo génos, un mismo origen, forman parte del mismo género, de la misma gens o descienden, por decirlo así, del mismo genitor (homologar, por su parte, su-pone que todos pueden subsumirse bajo un mismo lógos, esto es: una misma palabra, una misma colección, un mismo con-junto). Esto signifi ca, para repetir una agudeza lacaniana, que cualquier grupo humano es un grupo homo. Aquello que no es homogéneo es, por ende, heterogéneo: otro origen, otra gens, otro género y un genitor totalmente diferente.

Pero ya durante la colonia el gentilicio español suponía una división de tipo hegemónica: los españoles se dividían, en

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aquel entonces, en españoles y americanos, de modo que no todos los españoles eran españoles... Y los criollos se rebelan, precisamente, contra esta hegemonía de los españoles penin-sulares. Viscardo y Guzmán, recordémoslo, había sido muy claro: era preciso renunciar “al ridículo sistema de unión y de igualdad con nuestros amos y tiranos” y consentir “por nuestra parte a ser un pueblo diferente”250. Independencia no signifi caba otra cosa: había que renunciar a que cada crio-llo fuese contado como un español. Con las revoluciones, en-tonces, el gentilicio hispanoamericano comenzó a reunir a los hispano, los indo y los afroamericanos. Y algunos relatos re-volucionarios van a proponer ofrecerle retrospectivamente un genitor común a toda esta nueva gente americana (Sarmiento, que nunca aceptó la homogeneidad de esta colección extendi-da, va a pretender demostrar en el Facundo que siempre existió una fuerza “heterogénea”, enemiga de los patriotas criollos y de los realistas españoles –aunque circunstancialmente haya apoyado a un bando contra otro–, hostil “a la civilización eu-ropea y a toda organización regular” –aunque haya partici-pado de ese “movimiento de las ideas europeas” llamado “re-volución de independencia”–, una fuerza que el sanjuanino califi caba de “bárbara” y que asociaba generalmente con un grupo sin identidad étnica precisa: los gauchos251).

Si alguien hubiese llevado a cabo un censo de hispanoame-ricanos antes de la independencia, no habría incluido en la cuenta a los indios y los africanos (aunque sí a muchos mes-tizos). Después de las revoluciones, en cambio, este nombre iba a incorporarlos: un indio o un negro comienzan a contar igual que un hispanoamericano, pero a condición de que se

250 Viscardo y Guzmán, ob. cit., p. 40.251 Domingo Faustino Sarmiento, “Revolución de 1810” en Facundo

[1845], Buenos Aires, Losada, 1963, pp. 59-61.

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los cuente como... hispanoamericanos. Esto explica entonces el dilema al que suelen enfrentarse los miembros de esas mi-norías: ¿cómo ser reconocidos como iguales a los hispanoame-ricanos sin plegarse a la norma mayoritaria, o hegemónica, de la minoría blanca?, ¿cómo contar como hispanoamericano sin verse homologado a los hispanoamericanos?, ¿podría pensar-se la igualdad sin integración? Para no repetir el caso paradig-mático de la dominación masculina, recordemos lo que les ocurrió a los esclavos afroamericanos de los Estados Unidos: solo abrazando la religión de los amos –y haciéndolo incluso con un fervor sincero y ostensible–, estos iban a reconocerlos, por fi n, como humanos y hasta como ciudadanos; solo cuando aceptasen volverse occidentales, podrían ser homologados a sus amos. La igualdad cívica –el hecho de que cada ciudadano cuente tanto como otro– supone, por lo general, la aceptación implícita de una hegemonía política y cultural252.

252 Esta interpretación de la hegemonía política y cultural difi ere de la propuesta por el palestino Edward Said en dos libros fundamentales para los estudios poscoloniales: Orientalism, New York, Vintage, 1979 y Culture and Im-perialism, New York, Knopf, 1993.

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Homologaciones

La homogeneización o la homologación hegemónicas se per-ciben sobre todo en las posiciones que defendían los derechos de las poblaciones indígenas y que apuntaban, por lo general, a demostrarle a un auditorio –español y también criollo– que los aborígenes eran hombres “como nosotros”, es decir, que aunque ciertos prejuicios no les permitiesen a los europeos per-cibirlo de ese modo, esos indígenas respetaban, bajo nombres diferentes, los mismos valores occidentales y cristianos de las clases dominantes. Sin llegar hasta la posición defendida por Las Casas en su Brevísima relación... (este fraile convirtió a los indios en una suerte de “yo ideal” de esos europeos demasiado crueles y codiciosos), podemos volver a la curiosa iniciativa de Sigüenza y Góngora. ¿Por qué sostener que Quetzalcoatl era nada menos que el apóstol Tomás? Porque de esta manera po-día decirse que los indígenas ya eran cristianos, lo que permitía entender la débil resistencia que les habían ofrecido a los con-quistadores españoles pero también sus asombrosas similitudes con estos, más allá de sus aparentes diferencias253.

253 La fi gura del homologado se superpone parcialmente con otra, popu-larizada por un texto de Gayatri Spivak, “el subalterno”: “Can the Subaltern

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Recordemos la Carta de despedida de los mexicanos de Fray Servando Teresa de Mier publicada en 1821. Este sacerdote lamentaba encontrarse, tras escaparse por enésima vez de los calabozos de la Inquisición, con una nueva reforma de la gra-mática española. La Real Academia proponía sustituir la letra x por la j en vocablos como dixo o exemplo, de modo que, a par-tir de ese momento, México hubiera debido pasar a escribirse Méjico. Fray Servando explicaba que se reemplazaba de este modo el sonido suave de la x nahuatl por una gutural ruda ausente en el latín y traída a España por los rudos moros. El fonema nahuatl, en cambio, derivaba, según él, del sonido scin hebraico, lo que signifi caba que México reunía el morfema lo-cativo -co, de la lengua mesoamericana, y el lexema Mexi o Mesci del hebreo (lengua cuya llegada a territorio americano solo podía explicarse por la presencia de “Santo Tomé”). México se convertía así en “el lugar del Mesías”. Y a este últi-mo vocablo, como se sabe, los griegos lo habían traducido por Christos (el ungido). Esta demostración fi lológica en la línea de Isidoro de Sevilla probaba, según Mier, que los antiguos mexicanos conocían el cristianismo antes de la llegada de los misioneros europeos:

¿Qué era la religión de los mexicanos sino un cristianismo tras-tornado por el tiempo, y la naturaleza equívoca de los jeroglífi -cos? Yo he hecho un grande estudio de su mitología y en su fondo se reduce a Dios. Jesucristo, su Madre, Santo Tomé, sus siete discípulos llamados los siete Tomés chicomecohuatl y los mártires que murieron en la persecución de Huemac. Los espa-ñoles, porque no la conocían en otra lengua y liturgia, y se ha-bían introducido abusos enormes, destruían la misma religión

Speak?” en Marxism and the Interpretation of Culture (Lawrence Grossberg and Cary Nelson eds.), Illinois, University of Illinois, 1988.

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que profesaban, y reponían las mismas imágenes, que quema-ban porque estaban bajo diferentes símbolos. ¡Qué inmensidad de cosas tengo sobre esto que decir!254

Como bien lo comprendieron las autoridades políticas y eclesiásticas que estaban presentes aquel 12 de diciembre de 1794 en la Catedral Metropolitana cuando Mier pronunció su célebre sermón, estas presuntas demostraciones echaban por tierra uno de los principales argumentos esgrimidos por los españoles para justifi car la conquista, a saber: la evangeli-zación de los infi eles. Pero confi rmaban, por otra parte, la he-gemonía occidental en las Indias: si cada aborigen contaba tanto como un español, se debía a que ambos eran, en última instancia, cristianos, de modo que el signifi cante cristiano per-mitía establecer una fraternidad y, como consecuencia, una igualdad, entre indios y criollos, lo que explicaría una vez más el arraigo de esta religión en América latina (Vélez de Córdo-va podía proponer una restauración de la monarquía incaica, pero su Manifi esto pedía expresamente que se respetaran los templos y los símbolos cristianos, y cuando Mariano Moreno traduzca Du contrat social de Rousseau va a suprimir el capí-tulo dedicado a atacar esta religión).

Aunque el signifi cante cristiano se vea sustituido, con el paso de los años, por ilustrado, civilizado, moderno o democrá-tico, no se va a abandonar la idea de una integración o de una occidentalización redentora de los indios y de las demás mi-norías. La salvación de estos grupos pasaría, en estos casos, por una homologación con la minoría europea. Un indio bueno, un indio hermano, era, para el criollo, un indio “como él”. Así, en su última proclama, el venezolano Francisco de

254 Mier, Ideario político (ed. de Edmundo O’Gorman), Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1978, p. 9.

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Miranda hace el siguiente llamado a la unidad de las minorías que pueblan este continente:

Que desaparezcan de entre nosotros las odiosas distinciones de chapetones, criollos, mulatos, etcétera. Estas solo pueden servir a la tiranía, cuyo objeto es dividir los intereses de los esclavos para dominarlos unos por otros. Un gobierno libre mira a todos los hombres con igualdad; cuando las leyes gobiernan, las solas distinciones son el mérito y la virtud. Pues que todos somos hi-jos de un mismo padre; pues que todos tenemos una misma len-gua, las mismas costumbres y sobre todo la misma religión...255

Un chapetón, un criollo, un mulato, cuentan cada uno como el otro porque todos son americanos pero también, y ante todo, hispanos, categoría que implicaría, en este caso, la práctica de cierta lengua, de ciertas costumbres y de cierta re-ligión, esto es: la integración insoslayable a la norma domi-nante. Y no deja de ser sorprendente que Miranda haya escri-to este pasaje en una proclama independentista: la fraternidad y la igualdad de los americanos resulta posible porque todos son, en última instancia, hispanos. ¿Y no es lo que va a seguir diciéndonos el gentilicio hispanoamericano? Justo cuando se está estableciendo una alianza entre diferentes gentes para en-frentarse al enemigo común, los españoles, se dice que esas di-ferentes gentes tienen un denominador común: lo español. Y no es casual, en este aspecto, que la proclama de Miranda se dirija al pueblo del “Continente Colombiano alias Hispano-América”. Para nombrar al conjunto de los pueblos americanos, el venezolano encuentra dos nombres hispánicos: el apellido de quien inició la conquista de ese continente y el gentilicio que recuerda los tres siglos de sometimiento a España.

255 Miranda, ob. cit., p. 95.

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El conflicto, padre de todas las cosas

Cualquier escolar hispanoamericano sabe que su patria nació de entre las cenizas de un periodo de guerras a cuyos héroes les canta, como les cantaban los niños griegos a Aquiles, Héc-tor u Odiseo. El propio Homero, sin embargo, hubiese deseado que estos combates cesaran de una vez por todas y que los dio-ses y los hombres llegaran a vivir algún día en una edad sin discordias. Heráclito le replicó entonces que estaba maldicien-do así el origen de los seres, “ya que son todos el producto de una lucha y una oposición”256. El antagonismo, explicaba este fi lósofo, es el “padre, el rey y el soberano de todo”257, porque ninguna cosa llegaría a ser una cosa si no se separase de otra, y no sería nunca eso si no se opusiera a lo otro. De ahí que tam-bién Empédocles situara, según Plutarco, a la “querella fu-nesta” y al “combate sanguinario” en el origen de los seres, aunque para él la hostilidad compartiera este lugar eminente junto con otra divinidad, llamada amistad o amor, puesto que la separación debía detenerse en algún momento y ceder su

256 Plutarco, Isis y Osiris, Libro 48.257 Ídem.

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plaza a la unidad y la concordia258. “De Afrodita y de Ares na-ció la Armonía”, escribía este fi lósofo: “De Ares porque es cruel y pendenciero [fi lóneikos]; de Afrodita, porque es dulce y fecunda”. Cuando el escolar hispanoamericano celebra las vic-torias de batallas muy lejanas, que en sus himnos asumen el aspecto de combates legendarios, está rindiéndole un home-naje indirecto a esa divinidad que Heráclito había sentado en el trono de este mundo. Cuando a continuación le declara su amor a la patria, a su bandera, a sus héroes y a todos los sím-bolos que contribuyen a la fraternidad entre los conciudada-nos, se acerca también a Empédocles de Agrigento.

Tanto Freud como Lacan iban a reconocer la sabiduría de este fi lósofo griego. Para el psicoanalista francés, sin embargo, Empédocles nos había revelado, en realidad, la lógica del sig-nifi cante. Solo hay uno, en efecto, allí donde aparece una mar-ca en la piedra o una muesca en la madera que puede signifi car un animal o un dios, poco importa, pero que señala, y de ma-nera inequívoca, la impronta humana. Un signifi cante, sin em-bargo, no se encuentra nunca solo: siempre hay, por lo menos, dos: uno y otro. Hay un criollo, una identidad criolla, hay in-cluso un cuerpo criollo, porque hay un signifi cante que nombra a este sujeto: criollo. Pero este signifi cante no está aislado. Para que la muesca sea un signifi cante debe oponerse, por decirlo así, a la no-muesca, del mismo modo que en español el sonido que empleamos para signifi car plural, /-s/, no se opone a la au-sencia de sonido sino a un paradójico sonido mudo que los fonólogos suelen simbolizar con un cero tachado. Hay signi-fi cación, y signifi cación humana, cuando hay oposición. El fonema sonoro /b/ se opone al fonema /p/ porque este es sordo. Pero el fonema /b/ se opone a su vez al fonema sonoro /d/ por-que este no es labial. Criollo se opone, por su parte, a godo, o a

258 Ídem.

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gachupín, porque este no es americano, y a su vez se opone a indio porque este no es europeo. La identidad criolla no es un término positivo sino un nudo de oposiciones binarias259. Cuando los criollos se defi nen por su oposición a los españo-les, se sitúan en la casilla americano; cuando se defi nen por su oposición a los indios, se desplazan a la casilla europeo. Toda identidad supone un antagonismo; toda unidad, una lucha. Para Lacan, justamente, las posiciones de Heráclito de Efeso y Empédocles de Agrigento solo pueden entenderse si se las lee a la luz de la teoría del signifi cante.

Lacan decía entonces que un signifi cante es lo que repre-senta a un sujeto para otro signifi cante. Criollo representa a un sujeto para godo, y otro sujeto, como vimos, para indio. Para un indio, en efecto, el criollo es un europeo, mientras que para un español es un americano. De donde se infi ere que estos sujetos son constituidos por sus propios representantes: no hay un su-jeto americano anterior, e independiente, del signifi cante ame-ricano, de modo que no hay un sujeto americano sin oposición a otro, europeo. Pero tampoco hay un sujeto criollo anterior al signifi cante criollo ni, por consiguiente, anterior a su oposición binaria a godo o indio. Como el mito, una narración es un des-pliegue sintagmático de aquellas relaciones paradigmáticas. O si se prefi ere un lenguaje menos técnico: una exposición su-cesiva de oposiciones simultáneas.

Esto nos permite concluir entonces que un relato como la epopeya americana no fue “instrumentado” por la minoría crio-lla para obtener la adhesión de los indígenas, como presumía

259 “En la medida que millones de familias viven bajo condiciones eco-nómicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, por sus intere-ses y por su cultura de otras clases y las oponen a estas de un modo hostil, ellas forman una clase”, Karl Marx, El Dieciocho Brumario de Louis Bonaparte, Obras escogidas en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú, 1981, p. 489.

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Alberdi y como conjeturaba todavía hace unos años el histo-riador alemán Hans-Joachim König260. Esta relación instru-mental supone una anterioridad del sujeto en relación con el instrumento, mientras que nuestra hipótesis supone que el sujeto es un personaje de esa misma narración y que no sabría existir, como consecuencia, fuera de ella (aunque pueda asu-mir otra identidad en la narración criolla). Cuando decimos entonces que un sujeto que efectivamente vivió en una repú-blica hispanoamericana se convierte en personaje de una na-rración –y hasta podríamos añadir, de una fi cción–, estamos sosteniendo que estos sujetos se ven interpelados por esos nombres que los sitúan en un relato. Son en este aspecto las narraciones las que “instrumentaron” a los sujetos, y hasta tal punto lo hicieron que estos asumieron la historia y la identi-dad que esos mitos les contaron. Si hay un ardid, en este caso, es la añagaza de las fábulas. Estas narraciones, de hecho, ha-bían precedido a las revoluciones y prosiguieron con las repú-blicas hispanoamericanas, sus fi estas patrióticas y esas revela-doras contradicciones destacadas por Octavio Paz: exaltación del pasado hispánico y aborrecimiento de los españoles; glo-rifi cación del pasado indígena y desprecio de los indios.

A esta observación muy aguda del poeta mexicano –hecha treinta años después de El laberinto de la soledad– habría que añadirle apenas un detalle: el aborrecimiento y el desprecio no explican la oposición de los criollos a los españoles y a los indios de la misma manera que la exaltación y la glorifi cación no nos permiten comprender su identifi cación con unos u otros. Es la inscripción del criollo en uno u otro lugar signifi -cante –americano o hispano– lo que explica los afectos del sujeto. O si se prefi ere, no es porque odia o ama que reproduce esos relatos; es porque los reproduce que odia y ama.

260 König, “El indigenismo criollo...” en ob. cit., pp. 745-767.

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La constitución política del pueblo

Los indios, les explicaba Simón Bolívar a los lectores de la Ga-ceta de Jamaica, “no reclaman la preponderancia” ni “preten-den la autoridad” aunque su “número excede a la suma de los otros habitantes”261. Este personaje tiene “un carácter tan apa-cible que solo desea el reposo y la soledad” y “no aspira ni aun a acaudillar su tribu, mucho menos a dominar las extra-ñas”. El esclavo africano, por su parte, se ve tratado como un “compañero” por su amo criollo, quien no “oprime a su do-méstico con trabajos excesivos” y, como si fuera poco, “lo edu-ca en los principios de moral y de humanidad que prescribe la religión de Jesús”, educación que tiende a homologarlo, para emplear nuestro léxico, con el amo que le inculca esos principios262. El Libertador concluye entonces esta descrip-ción idílica de las relaciones entre las castas virreinales con esta declaración: “Estamos autorizados pues a creer que todos los hijos de la América española, de cualquier color o condi-ción que sean, se profesan un afecto fraternal recíproco” y por eso “todavía no se ha oído un grito de proscripción contra

261 Doctrina…, ob. cit., p. 76.262 Ibíd., p. 77.

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ningún color, estado o condición excepto contra los españoles europeos, que tan acreedores son de la detestación universal”263. La operación bolivariana no podía ser más clara: se trataba de atenuar la importancia de los antagonismos entre indios y crio-llos, o entre esclavos y criollos, para sostener que la “contradic-ción principal”, como se dirá más tarde, oponía a todos estos grupos, contados como un solo y mismo pueblo, a “nuestros natos e implacables enemigos, los españoles europeos”264.

Pero el propio Bolívar sabía que los españoles no consti-tuían, por sí mismos, un enemigo político evidente para in-dios y afroamericanos. El general venezolano no debía de haberse olvidado que los seguidores de Túpac Amaru ii in-vocaban el nombre del rey Carlos iv a la hora de rebelarse contra los abusos cometidos por las autoridades virreinales y los propietarios criollos (“¡Viva el rey, mueran los malos gobiernos!”). Él mismo insinúa en su epístola a Henry Cu-llen que una alianza entre criollos e indígenas sería muy im-probable en Perú, mientras que en el artículo para la Gaceta de Jamaica destaca que los realistas venezolanos “se esforza-ron en sublevar toda la gente de color, inclusive a los escla-vos, contra los blancos criollos, para establecer un sistema de desolación, bajo la bandera de Fernando vii”265. No habría que olvidar, por otra parte, que los españoles también esta-ban tratando de ganar a los indígenas para su causa, como cuando el virrey de Nueva España suprimió el tributo y los trabajos forzados tras la rebelión del cura Hidalgo, o como cuando las Cortes de Cádiz hicieron lo propio para todas las colonias por presión de los diputados americanos y con el evidente propósito de contrarrestar la propaganda revolu-

263 Ibíd., p. 78.264 “Manifi esto de Cartagena” en ibíd., p. 8.265 Ibíd., p. 77.

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cionaria. Bolívar sabía entonces fehacientemente que la uni-dad del llamado “pueblo americano” era sumamente frágil. En su “Discurso de Angostura”, el Libertador escribía: “La diversidad de origen requiere un pulso infi nitamente fi rme, un tacto infi nitamente delicado para manejar esta sociedad heterogénea cuyo complicado artifi cio se disloca, se divide, se disuelve con la más ligera alteración”266. Bolívar se enfren-ta con el siguiente problema: ¿cómo constituir una misma natio con diferentes gentes? Esta unidad solo podía conquis-tarse si los patriotas lograban encontrar un elemento común a las diversas fracciones: el enfrentamiento contra el invasor español.

Las dos narraciones independentistas corresponden en-tonces a los dos momentos de constitución política de un pue-blo tal como lo presentó Ernesto Laclau en La razón populista. Para que una unidad popular llegue a constituirse, es preciso, por empezar, que un elemento sea excluido: “Con respecto al elemento excluido, todas las otras diferencias son equivalentes entre sí –equivalentes en su rechazo común a la identidad ex-cluida–”267. Y a esto hacía ya alusión Freud cuando sostenía en su Psicología de las masas que, antes del amor por algo o al-guien, “el rasgo común que hace posible la mutua identifi ca-ción entre los miembros es la hostilidad común hacia algo o alguien”268. A esta dimensión antagónica de la constitución popular estaba refi riéndose también Bolívar cuando aseguraba que las diferentes partes de la América española, “de cualquier color o condición que sean”, “se profesan un afecto fraternal recíproco” y que solo los “españoles europeos” se volvieron acreedores de la “detestación universal”. El libertador estaba

266 Ibíd, p. 111.267 Laclau, ob. cit., p. 94.268 Ídem.

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siguiendo así el viejo principio dialéctico según el cual uno necesita separarse de otro para convertirse en uno o según el cual el antagonismo precede a la identidad como la enemistad al amor (o Marte a Venus). El enfrentamiento entre los indí-genas y los conquistadores puede convertirse entonces en una metáfora premonitoria de la lucha que enfrentaba en esos mo-mentos a americanos y españoles, como pudimos constatar en la propia “Carta de Jamaica”, en la proclama de Viscardo o en la oda de Olmedo.

No había, antes de las revoluciones, una “contradicción principal” y otras “secundarias” –quién podría asegurar que la supresión de la mita o de la esclavitud tuvieran que subor-dinarse a los reclamos sociales y económicos de los propieta-rios criollos–. Pero una vez que una contradicción aparece como “principal”, o desde el momento en que una oposición, entre muchas otras, asume un estatuto antagónico, la frater-nidad y la igualdad de los diversos aliados en el “bloque” popular permiten que sus reclamos sean, eventualmente, es-cuchados (y por eso la fraternidad y la igualdad no suelen obtenerse al fi nal de un proceso revolucionario sino durante ese mismo proceso). Pero es por este mismo motivo que la dimensión antagónica no puede separarse de una dimensión hegemónica: un sector de la sociedad debe asumir el papel de representar a la sociedad en su conjunto; sus reclamos parti-culares deben convertirse en los reclamos generales o en la “voluntad popular”. A esto se refería justamente Marx en su Crítica de la fi losofía del derecho de Hegel cuando explicaba en qué consistía una “revolución parcial, meramente política”. Esta tiene lugar cuando

una parte de la sociedad civil se emancipa y llega a la domina-ción general de la sociedad a partir de una situación particular. Esta clase libera a la sociedad entera pero solamente a condición de que toda la sociedad se encuentre en la situación de esta clase,

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como cuando posee, por ejemplo, el dinero y la cultura o puede adquirirlos a su antojo. No hay ninguna clase de la sociedad ci-vil que pueda interpretar este papel sin suscitar un momento de entusiasmo en sí misma y en la masa, un momento en que fraterniza con la sociedad en su conjunto y converge con ella, un momento en que se confunde con ella y en que esta la siente y la reconoce como su representante general, cuyas rei-vindicaciones y derechos son en verdad los derechos y las reivindicaciones de la sociedad misma, momento en el que esta clase se vuelve el cerebro social y el corazón social.269

También Freud va a sostener que los miembros de una so-ciedad se identifi can con una suerte de “representante gene-ral”, solo que el psicoanalista vienés solía limitarlo a la fi gura del líder como “yo ideal” del grupo. Y esta es precisamente la posición que ocuparía el criollo o el hispanoamericano: clase particular y sociedad general, grupo específi co y género co-mún, fracción y entero, minoría y mayoría.

El antagonismo y la hegemonía, cuyas consecuencias son el odio hacia el enemigo y el amor hacia algún representante, coinciden con las dos dimensiones de la constitución política de un pueblo. Estas dos dimensiones corresponden a las dos fábulas discernibles en los textos de la independencia: la epo-peya popular americana y la novela familiar criolla. La pri-mera narra el antagonismo entre americanos y españoles; la segunda, la historia de la hegemonía hispanoamericana en las repúblicas homónimas.

Estos dos momentos de la constitución de la unidad popu-lar se encuentran dramatizados en el Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII en los Campos Elíseos (atribuido a Monteagudo).

269 Karl Marx, Critique de la philosophie du droit de Hegel (edición bilingüe), París, Aubier, 1971, p. 90 (la traducción es nuestra).

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Como observó Hans-Joachim König, el autor puso en boca del emperador inca la historia de las abominaciones cometidas por los españoles contra los aborígenes americanos pero tam-bién “el fondo de las quejas políticas y económicas de la alta clase criolla, es decir, de los españoles americanos”270:

¿En dónde está esta felicidad? ¿En la ignorancia que han fo-mentado en la América? ¿En la tenaz porfía y vigilante empeño de impedir a Minerva el tránsito del océano y de sujetarla en las orillas del Támesis y del Sena? ¿En tenerlos gimiendo bajo del insoportable peso de la miseria, en medio mismo de las ri-quezas y tesoros que les ofrece la amada patria? ¿En haberlos destituido de todo empleo? ¿En haber privado su comercio e impedido sus manufacturas? ¿En el orgullo y despotismo con que se les trata por el español más grosero? ¿En haberlos últi-mamente abatido y degradado hasta el nivel de las bestias?271

Pero basta con tomar cualquier texto de la independencia para encontrarse con el mismo antagonismo y la misma he-gemonía: eso, después de todo, fue la independencia.

270 König, “El indigenismo criollo...” en ob. cit., p. 756.271 Monteagudo, “Diálogo...” en Pensamiento político..., ob. cit., p. 70.

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El cuerpo místico del rey

En un artículo sobre los derechos de los pueblos, el fraile chi-leno Camilo Henríquez había acometido al “misterio” de la hegemonía política a través de una demostración aritmética sencilla. Escogiendo, para referirse a España, la letra E, y A, desde luego, para aludir a América, Henríquez llama a la mo-narquía que las engloba a ambas: M. Si suponemos, entonces,

que M consta de dos partes integrantes, la una E, y la otra A, será M = E + A.Siendo la relación que hay entre E y A de agregación únicamen-te, es claro que no puede pretender la una sobre la otra mayoría ni superioridad.Si suponemos que E consta de las partes componentes c, g, m, es claro que si se destruye c y g, no puede la pequeña m preten-der alguna superioridad sobre A. Porque si el todo E es igual a A, nunca puede su parte m ser mayor que el todo A.Del mismo modo, si suponemos en A cualquier número de par-tes, será A igual a todas juntas, y ninguna de ellas tomada separa-damente puede pretender relación de superioridad sobre A.272

272 Camilo Henríquez, “Nociones fundamentales sobre los derechos de los pueblos” en Aurora de Chile, Edición Electrónica, jueves 13 de febrero de 1812. En: www.auroradechile.cl/newtenberg/681/article-3339.html

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La hegemonía política reside precisamente en este absur-do matemático que Henríquez está denunciando a propósito del imperialismo español (pero que él mismo va a reproducir cuando se trate de la minoría criolla): hegemónica es esa vo-luntad particular que se confunde con la voluntad general o la fracción elevada a la dignidad de la unidad. A esto se refería también su tocayo neogranadino, Camilo Torres Tenorio, cuando le recordaba a la Junta de Sevilla que “los vastos do-minios de América” no eran “colonias o factorías” sino “una parte esencial e integrante de la monarquía española”273. La precisión era importante: América no es una parte integrante de España sino de la Monarquía. O según la fórmula de Hen-ríquez: M = E + A (la Monarquía se divide en dos partes: Es-paña y América). Este detalle iba a cobrar una peculiar rele-vancia a partir de 1808 cuando Fernando vii abdique y los americanos ya no tengan por qué obedecer ni al usurpador Bonaparte ni a las Cortes de Cádiz. Esto nos permitiría com-prender también por qué la bula de 1493 reaparecía con tan-ta frecuencia en los textos independentistas: este documento recordaba, por un lado, que el pontífi ce romano no le había cedido los territorios descubiertos por Colón a España sino a los Reyes Católicos, pero demostraba también, por el otro, que para legitimar su conquista los reyes solo disponían de este título que habían cuestionado incluso las autoridades más conspicuas del derecho canónico.

Ahora bien, una vez consumada la ruptura con la monar-quía española, o con el poder de uno, ¿no se estaba rompiendo también con la unidad que este simbolizaba? Mientras este proceso de separación todavía estaba llevándose a cabo en México, Fray Servando Teresa de Mier evocaba ya las Escritu-ras para probar la necesidad de esta unidad bajo la forma de

273 Torres Tenorio, “Memorial de Agravios” en ob. cit., p. 29.

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“un centro de poder”: “Todo reino entre sí dividido será desolado”274. Pero dado que las nuevas repúblicas estaban des-prendiéndose de la monarquía, el problema que se les presen-taba era como “elegir” este “centro de poder”:

Si se tratase de obedecer a un hombre que no fuese el padre na-tural, habría difi cultad, porque los hombres naturalmente libres e independientes no admiten el gobierno de uno solo sino por la violencia de las armas, y lo sacuden luego que pueden. Solo se mantienen tranquilos bajo él, si han contraído el hábito de obedecer por la continuación de los siglos, o el respeto sagrado de las leyes. No hablamos de ese gobierno.275

Y sin embargo, prosigue el sacerdote,

todos quieren uno, porque todos quieren el orden, y no pu-diendo gobernar todos, voluntariamente se sujetan al que ellos mismos eligen por sus delegados, cooperando después a su buen éxito como de una obra suya y para su propio bien. Un congreso, pues, es el que se ha de establecer. Este es el gobierno natural de toda asociación, este es el órgano nato de la volun-tad general.276

Para que este congreso con delegados elegidos por la vo-luntad popular se constituyera, los jefes militares debían re-nunciar a una porción de su poder armado para subordinar-se a este poder político unifi cado. Si estos militares hubiesen

274 Mateo, 12, 25 y Lucas 11, 17. 275 Fray Servando Teresa de Mier, “¿Puede ser libre la Nueva España?”

[1820] en Escritos inéditos de Fray Servando Teresa de Mier (ed. de J.M. Miquel i Vergés y Hugo Díaz Tomé), México, El Colegio de México, 1944, p. 213.

276 Ídem.

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seguido peleando sin un “cuerpo civil o nacional” que los au-torizara, no se habrían distinguido mucho de esos criminales que “en el mar se llaman piratas, en tierra, asesinos, salteado-res, facciosos y rebeldes, aunque en verdad no lo sean”277. Los mismos héroes militares de la independencia se convierten en enemigos del Estado y en elementos sediciosos cuando no aceptan subordinarse a la autoridad de esos congresales que no contaban necesariamente con la fuerza de las armas para imponérsela. Como “cuerpo civil o nacional”, el congreso sus-tituiría la unidad de la monarquía por la república federal: la sanción de las leyes ya no se remontaría a la clarividencia del príncipe sino a la deliberación de los congresales elegidos por el pueblo.

En la práctica, no obstante, la solución propuesta por Fray Servando va a terminar revelándose bastante peculiar y por eso merece que la citemos in extenso:

El general Victoria, por ejemplo, designará entre su gente a 17 personas de las diferentes provincias de Nueva España, si es po-sible (aunque tampoco es necesario absolutamente que lo sean) procurando que sean de las más decentitas e inteligentes. Estas dirán que representan las Intendencias de México, la capitanía de Yucatán y las 8 provincias internas del oriente y poniente, y aun se añadirán, si se quiere, otras cuatro personas por el reino de Guatemala, que según las Leyes de Indias pertenece a Nueva España como Yucatán, para comprender así todo Anáhuac278. Estas personas elegirán por Presidente al general Victoria u otra persona la más respetable, por vicepresidente al general Gue-rrero u otro de crédito; y luego se asignarán un secretario o mi-

277 Ídem.278 Anáhuac era el nombre nahuatl propuesto por Mier y otros revolu-

cionarios para reemplazar la apelación Nueva España.

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nistro de Estado o Relaciones extranjeras, otro de Hacienda, y el tercero de Guerra. Estos ministros no pueden ser del Congre-so, porque lo son del Poder Ejecutivo o Gobierno. El Congreso elegirá en su seno su Secretario o Secretarios. Y ya tenemos el Gobierno y el Congreso necesarios.279

Surge desde luego el problema de unos congresales nom-brados por el general Victoria que deliberan en nombre del pueblo mexicano (y que llegado el caso, nombran como jefe de gobierno al propio Victoria). Previendo esta objeción, Fray Servando argumentaba:

¿Y esto basta para un Congreso tan preciso y ponderado? Sobra; y si los monos supiesen hablar, bastaría con que el Congreso fuese de ellos y dijesen que representaban la nación. Entre los hombres no se necesitan sino farsas porque todo es una come-dia. Afuera suena y eso basta. ¿Pero quién ha autorizado a estos monos? La necesidad que no está sujeta a leyes. Salus populi su-prema lex est. En esta asociación los miembros que están libres, están naturalmente revestidos de los derechos de sus consocios para libertarlos. Se presume y supone la voluntad. Exigir más, será sacrifi car el fi n a los medios. Después que están libres rati-fi can lo hecho, todo defecto queda subsanado con el consenti-miento y todo lo hecho resta fi rme y permanente.280

A falta de una acreditada vox populi, Fray Servando va a invocar la salus populi, y esta precisa, sea como fuere, un poder unifi cado, ¡de modo que una banda de monos bien puede va-ler una monarquía! Cuando el sacerdote asegura que “entre los hombres no se necesitan sino farsas porque todo es una

279 Mier, en Escritos inéditos..., ob. cit., p. 218.280 Ídem.

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comedia”, nos está recordando que la autoridad del monarca o del Congreso, poco importa en este caso, es puramente per-formativa o, como hubiese dicho Jeremy Bentham en ese mis-mo momento, fi ccional: el poder constituido no emana de la voluntad general sino la voluntad general, retrospectivamen-te, del poder constituido.

A este problema de la unifi cación una vez consumado el divorcio con España ya había hecho alusión Bernardo de Mon-teagudo un año antes de la constitución del Congreso que de-clararía la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata. A lo largo de tres números del semanario El Grito del Sud aparecidos en marzo de 1915, el tucumano trató de pre-venir a los revolucionarios acerca de las amenazas que pesaban sobre las nuevas repúblicas si se aprobaba el proyecto de una federación:

Consecuencia de semejante pensamiento es un espíritu de pro-vincialismo tan estrecho, tan iliberal y tan antipolítico, que si no se acierta a cortar en oportunidad, vendrá precisamente a disolver el Estado; y de todas las partes que en la actualidad lo componen, no dejará en pie sino secciones muy pequeñas, inca-paces de sostenerse por sí mismas, débiles con respecto a los enemigos externos y mutuamente rivales de su aumento y su gloria por la inmoderación de sus celos.281

Para que una república funcione requiere, aunque sus par-tidarios locales no lo reconozcan,

un gobierno general, que extienda su poder e infl uencia sobre todas las provincias, que disponga de las fuerzas del Estado, rija los ejércitos, dirija la guerra, administre los fondos públicos,

281 Monteagudo, “Federación” en Pensamiento político..., ob. cit., p. 115.

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confi era cierta clase de empleos y de recompensas, que trate con las potencias extranjeras y pueda despachar a ellas cualquier género de negociadores.282

Una república federal precisa un gobierno que no lo sea (en las Provincias Unidas se lo va a llamar, algunos años más tarde, unitario). Es necesario pues que las provincias le dele-guen todo su poder a un gobierno central para que este tome las decisiones sin verse obligado a negociar en cada oportu-nidad con cada una de las partes. A pesar de haberse declara-do desde el inicio de su texto a favor de este poder centraliza-do, Monteagudo le pasa revista a dos célebres federaciones –la helvética y la norteamericana– que solían servirle de ejem-plo a los revolucionarios criollos. El tucumano va a esforzar-se por demostrar que resultaría imposible transponer, por diferentes razones, estos modelos a la realidad hispanoame-ricana. Y va a tratar de demostrar, por sobre todo, que los partidarios de la federación en esta parte del mundo ignoran el funcionamiento efectivo de los ejemplos invocados por ellos mismos:

sus autores, en el desarreglo de sus ideas, se inclinan a veces a un género de federación patriarcal cual se encuentra entre las tribus más groseras. Los salvajes de la América Septentrional se gobiernan así y Mr. Jefferson en sus observaciones sobre la Vir-ginia nos da abundantes detalles de este gobierno, que podría servir de modelo a los estadistas que nos honran hasta el extre-mo de querernos igualar con aquellas rústicas naciones: “En general los jefes de estos pueblos (dice Charlevoix, en Viaje a la América Septentrional) no reciben grandes señales de respeto; y si son siempre obedecidos, es porque saben hasta dónde deben

282 Ídem.

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mandar. También es cierto que suplican o proponen más bien que mandan y que jamás salen de los estrechos límites de la poca autoridad que tienen”. Véase aquí un pequeño aunque exacto bosquejo de las únicas ideas que acaso tienen nuestros federalistas...283

Monteagudo anticipa así esta asimilación de la federación con la barbarie (y del centralismo, por consiguiente, con la ci-vilización) que Sarmiento y Alberdi iban a reproducir con particular ahínco.

A fi nales de 1812, Bolívar ya había emprendido una seve-ra impugnación de la “forma federal” adoptada por el gobier-no de Venezuela en su “Manifi esto de Cartagena”. Esta crítica no apuntaba, por ese entonces, al propio sistema federal sino a la coyuntura en la cual los políticos venezolanos lo habían puesto en marcha: la guerra contra los realistas españoles. No era posible conservar este sistema “en el tumulto de los com-bates y de los partidos”:

Yo soy de sentir que mientras no centralicemos nuestros gobier-nos americanos, los enemigos obtendrán las más completas ven-tajas; seremos indefectiblemente envueltos en los horrores de las disensiones civiles, y conquistados vilipendiosamente por ese puñado de bandidos que infestan nuestras comarcas.284

Siete años más tarde, en la “Oración inaugural del Con-greso de Angostura”, el general caraqueño iba a incrementar la virulencia de sus diatribas contra la constitución federal de Venezuela, hecha a imagen y semejanza de la norteamericana. El Libertador multiplicaría entonces los argumentos en favor

283 Ibíd., p. 116.284 Doctrina..., ob. cit., p. 11.

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de un gobierno centralizado y dotado de amplios poderes y propondría sustituir el modelo federal norteamericano por el inglés y su parlamento bicameral, con una parte elegida por sufragio popular y la otra hereditaria:

Si el Senado en lugar de ser electivo fuese hereditario, sería en mi concepto la base, el lazo, el alma de nuestra República. Este Cuerpo en las tempestades políticas pararía los rayos del go-bierno y rechazaría las olas populares. Adicto al gobierno por el justo interés de su propia conservación, se opondría siempre a las invasiones que el pueblo intenta contra la jurisdicción y la autoridad de sus magistrados. Debemos confesarlo: los más de los hombres desconocen sus verdaderos intereses, y cons-tantemente procuran asaltarlos en las manos de sus deposita-rios: el individuo pugna contra la masa, y la masa contra la autoridad.285

Como el “cuerpo civil o nacional” de Servando Teresa de Mier, este “Cuerpo” bolivariano viene a sustituir al “cuerpo místico” del rey, es decir, a aquella totalidad que reunía una multiplicidad de partes, aquella unidad que perduraba a pesar de las “tempestades políticas” y las “olas populares”. Los miembros de este Cuerpo, formados en colegios propios, e ilus-trados en todos aquellos conocimientos requeridos para con-ducir un país, constituirían una élite que ya no dependería de los caprichos electorales del pueblo y que permitiría mante-ner la permanencia de los proyectos nacionales más allá de los virajes impredecibles del sufragio popular.

Los revolucionarios criollos se encuentran entonces con el siguiente interrogante: ¿qué poner en lugar del cuerpo

285 Bolívar, “Oración inaugural del Congreso de Angostura” en Doctri-na..., ob. cit., p. 114.

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sublime de ese rey que garantizaba la unidad y la permanen-cia del reino? Aunque las soluciones difi eran, el problema post-revolucionario por excelencia seguiría siendo la restau-ración de un poder unifi cado tras la “anarquía” suscitada por las “tempestades políticas” y las “olas populares” –el retorno a la unidad, por decirlo de otro modo, tras la irrupción revo-lucionaria de las multitudes insurgentes–. Y Sarmiento va a ser muy claro cuando aborde esta cuestión: las revoluciones fueron obra de la civilización europea pero generaron tam-bién la “barbarie americana”, expresión que aparece en el Facundo como un sinónimo corriente de “federación”.

Algunos años más tarde, Alberdi pareciera seguir la línea iniciada por Sarmiento durante su exilio en Chile:

Bajo el sistema colonial, la América no conoció sino gobiernos unitarios. Así se pobló, creció, se civilizó hasta poder declarar-se y ser independiente de Europa. Así llevó a cabo la guerra de su independencia [...] Para destruir esos poderes en América, en busca de la independencia respecto de ellos, se trató de des-centralizarlos. De ahí las juntas o gobiernos locales de Amé-rica, que la revolución instaló para socavar el poder central de los monarcas europeos. La revolución misma, sin descono-cer de frente la soberanía de los Reyes lejanos, fue una espe-cie de descentralización en su origen: ella visó a la autonomía administrativa de América. Ella proclamó la independencia, después de inútiles tentativas para asegurar la mera descentra-lización, que fue el primer grito de la revolución. La descentralización, que fue un arma útil para debilitar y destruir el poder de los Reyes europeos en América, ha conti-nuado, por una aberración, debilitando y estorbando el esta-blecimiento de los gobiernos americanos, que más bien con-venía fortifi car.América ha olvidado que, si la descentralización fue un arma de circunstancias para destruir el antiguo gobierno español,

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después de logrado eso, no podía servir a la América indepen-diente sino para debilitar su propio poder moderno.Ese vicio, nacido de toda revolución, ha pretendido justifi carse con las necesidades del suelo vasto y desierto. Pero la historia de dos siglos de centralismo colonial desmiente esto, por más que el suelo de América y su edad presente no sean tan favora-bles a la centralización como los de Europa.Esa aberración, vicio o manía de federación, autorizada con el ejemplo de la prosperidad de los pueblos anglosajones de Nor-te-América (que se ha atribuido a la federación porque se ha realizado a pesar de esta), es la desgraciada causa que mantiene hoy en anarquía todo aquel continente.Esta anarquía tendrá un término del modo que terminan to-das las anarquías –en la creación o constitución de poderes fuertes, y esa fuerza la hallarán donde antes existió en Amé-rica y donde hoy existe en Europa –en la centralización, en la unidad del poder.286

No es de extrañar entonces que el ensayista tucumano se muestre, hacia el fi nal de su vida, partidario de la monarquía, o del poder unitario, e incluso de una monarquía europea, y más precisamente francesa, como la que en esos momentos Napoleón iii estaba tratando de imponer infructuosamente en México con Maximiliano de Austria. Esto nos permite entender por qué la expresión república federal sonaba como un pleonasmo en los oídos de Alberdi. La monarquía alber-diana vendría a sustituir a esa “unión militar”, a esa alianza (foedus) bélica del periodo revolucionario, alianza que se en-contraba en el origen del federalismo argentino y que solo podía mantenerse viva mientras perviviera el antagonismo con España.

286 Alberdi, ob. cit., p. 431.

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Pero si observamos bien los argumentos de Mier, Bolívar o Monteagudo, nos damos cuenta de que se veían confronta-dos con el siguiente problema: ¿quién iba a ocupar ahora el lugar del rey?, ¿quién podía aparecer como un representante de la “generalidad”? Una vez desaparecido el rey, solo queda-ban las partes de la sociedad: las diversas clases con sus inte-reses particulares. Lo general, para los federales, procedía de una coalición entre las partes. Para Mier, Bolívar, Monteagudo e incluso Alberdi, lo general nunca podía surgir de una alian-za entre particulares. Monteagudo constata el inconveniente pero no propone ninguna solución concreta (aunque apoye, por este motivo, la dictadura de Alvear en Buenos Aires y más adelante el protectorado de José de San Martín en Lima). Para Mier, basta con que una parte asegure estar hablando en nom-bre de la voluntad general: se trata, después de todo, de una fi cción. Para Bolívar, esta universalidad se encarnaría en un cuerpo de sabios, de funcionarios de lo universal, capaces de abordar objetivamente las cuestiones de interés general sin caer en posiciones partidarias.

El problema que estos tres revolucionarios tratan de res-ponder no pertenece, sin embargo, a la dimensión de la gestión estatal sino a la de la hegemonía política. La fi gura del monar-ca tenía esa inexplicable virtud: se trataba de ese personaje cuya voluntad particular encarna la voluntad general. A esto aludía ya Kantorowicz cuando hablaba del “doble cuerpo” del monarca en la teología política cristiana287, pero también Ja-mes Frazer cuando recordaba que ciertas tribus africanas dis-tinguían al rey de carne y hueso del “rey fetiche”288. Y este es también, según Laclau, el misterio de la hegemonía: puede

287 Ernst Kantorowicz, Les deux corps du roi, París, Seuil, 1989.288 James George Frazer, La rama dorada, México, Fondo de Cultura Eco-

nómica, 1993, p. 208.

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califi carse de hegemónica, en efecto, esa parte capaz de en-carnar la totalidad, esa parte que se equipara, según la de-mostración de Henríquez, con el todo.

Así las cosas, el desdoblamiento del cuerpo del rey no desaparece con los Nouveaux régimes. Sucede que ya no está vinculado con un solo cuerpo sino, sucesivamente, con va-rios289. La desaparición del monarca dejó vacío su lugar, es cierto, pero este nunca se encuentra totalmente vacío: de ma-nera más o menos provisoria, otros cuerpos vienen a ocupar-lo. Incluso podría decirse en este caso, como en otros, que “la anatomía del hombre explica la del mono”: el misterio del desdoblamiento del monarca se comprende retrospectiva-mente a través del problema de la hegemonía política de las repúblicas modernas.

289 Laclau, ob. cit., p. 215.

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Nosotros, vosotros, ellos

Quien se interese por los discursos políticos, no debería pasar por alto una curiosa propiedad de los pronombres, adjetivos posesivos y conjugaciones verbales de primera persona del plural en muchas lenguas europeas. Estos excluyen a veces a los interlocutores (“Nosotros os ordenamos...”) mientras que en otras ocasiones los incluyen (“Vamos compañeros...”). El pronombre nosotros tiene la ambivalente virtud de reunir tanto a nosotros, los destinadores, como a vosotros o ustedes, los desti-natarios, y por eso algunas lenguas –como el quechua cuzque-ño, casualmente– resuelven semejante ambigüedad establecien-do una distinción entre dos pronombres o dos conjugaciones verbales diferentes.

Reencontramos así el mismo problema al que Laclau ha-cía alusión a propósito de la hegemonía: nosotros puede ser tanto la parte (el destinador) como el todo (destinador y des-tinatario). Cuando el destinatario y el destinador son dos su-jetos singulares, tú y yo, la primera persona del plural suele traer aparejada una confusión: puede tratarse de tú y yo o de él y yo (“Vamos a casarnos”, le dice la joven a un muchacho sin que este sepa muy bien si ella le está haciendo una pro-puesta de matrimonio o anunciándole su boda con otro). Cuando se trata de dos sujetos colectivos, estos malentendi-

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dos entre la primera persona del plural inclusiva y la exclu-siva no cesan de multiplicarse. Estas confusiones afectan en-tonces, y por sobre todo, a ese dominio de la palabra en el cual ambos sujetos son, casi por defi nición, colectivos: el discurso político. Supongamos, en efecto, que los miembros de un con-greso les enviaran un mensaje a los pobladores de alguna re-gión. Habría que determinar en cada caso si el pronombre nosotros incluye solamente a los congresales o también a los pobladores. Y si el congreso representa a esos pobladores, como suele suceder, nos encontramos con que el nosotros pue-de reunir a los representantes y los representados o solamente a los representantes.

Pero tal vez un caso concreto nos ayude a comprender me-jor esta cuestión. En 1822 el “Congreso Constituyente del Perú” le dirige a “los indios de las provincias interiores” un mensaje redactado, según parece, por José Faustino Sánchez Carrión, el mismo que había escrito la oda para Joseph Baquí-jeno y elaborado el primer proyecto de constitución peruana. En esta misiva los congresales les anuncian a los indios que, a partir de ahora, ellos decidieron representarlos:

Nobles hijos del sol, amados hermanos, a vosotros virtuosos in-dios, os dirigimos la palabra, y no os asombre que os llamemos hermanos; lo somos en verdad, descendemos de unos mismos pa-dres; formamos una sola familia y con el suelo que nos pertene-ce, hemos recuperado también nuestra dignidad y nuestros dere-chos. Hemos pasado más de trescientos años de esclavitud en la humillación más degradante y nuestro sufrimiento movió al fi n a nuestro Dios a que nos mirase con ojos de misericordia. Él nos inspiró el sentimiento de libertad y Él mismo nos ha dado la fuerza para arrollar a los injustos usurpadores que, sobre qui-tarnos nuestra plata y nuestro oro, se posesionaron de nuestros pueblos, os impusieron tributos, nos recargaron de pensiones y nos vendían nuestro pan y nuestra agua. Ya rompimos los grillos

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y este prodigio es el resultado de vuestras lágrimas y de nuestros esfuerzos. Al Ejército Libertador que os entregará esta carta, lo enviamos con el designio de destrozar la última argolla de la ca-dena que os oprime. Marcha a salvaros y a protegeros. El os dirá y hará entender que están constituidos, que hemos formado to-dos los hijos de Lima, Cuzco, Arequipa, Trujillo, Puno, Huaman-ga y Huancavelica, un Congreso de los más honrados y sabios vecinos de esas mismas provincias. Este Congreso tiene la mis-ma y aún mayor soberanía que la de nuestros amados Incas. Él, a nombre de todos los pueblos, y de vosotros mismos, va a dictar leyes que van a gobernarnos, muy distantes de las que nos dicta-ron los injustos reyes de España. Vosotros, indios, sois el primer objeto de nuestros cuidados.290

La carta es, como suele decirse, un mensaje de fraterni-dad, y por eso apostrofa a sus destinatarios con el título de “hermanos”. Hasta el primer punto y coma, no obstante, los congresales establecen una distinción clara entre nosotros, los destinadores, y vosotros, los destinatarios de la misiva po-lítica. Solo a continuación la segunda persona del plural se extiende a ambos: “... hermanos; lo somos en verdad, descen-demos de unos mismos padres; formamos una sola familia...”. Ese padre, se supone, sería esa divinidad llamada, poco des-pués, “nuestro Dios”, mientras que la figura de la madre re-presentaría aquí a la tierra, como solía suceder en otros tex-tos de ese entonces (“... y con el suelo que nos pertenece...”). Estos hermanos son entonces coterráneos y correligionarios pero también aliados ante un enemigo común, ese “usurpa-dor” que los humilló a unos y otros (aunque por diferentes

290 Augusto Tamayo Vargas y César Pacheco Vélez (ed.), José Faustino Sánchez Carrión, Lima, Colección documental de la independencia del Perú, 1974, p. 94.

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razones) a lo largo de tres siglos: “hemos pasado más de trescien-tos años de esclavitud en la humillación más degradante...”.

A partir de ese momento, Sánchez Carrión opera una dis-tribución muy peculiar de los pronombres y los adjetivos po-sesivos. “Sobre quitarnos –escribe– nuestra plata y nuestro oro, se posesionaron [ellos] de nuestros pueblos, os impusieron tri-butos, nos recargaron de pensiones...”. La distinción que el abo-gado hace entre los pronombres os y nos parece insinuar que los destinadores de la carta son, a diferencia de los destinata-rios, criollos. Cuando se trata de la plata y el oro –que el dere-cho de posesión invocado implícitamente por el propio texto les reservaría exclusivamente a las poblaciones usurpadas–, el constitucionalista peruano recurre a los posesivos nuestra y nuestro, como si los herederos de los conquistadores pudiesen reclamar las mismas prerrogativas que los indios conquista-dos sobre esas cuantiosas riquezas. Los criollos tenían que re-solver este problema, ¿cómo condenar la conquista, diferen-ciarse de los indios y a la vez reclamar el derecho de propiedad sobre los bienes de este continente? Bolívar lo había dicho en varias oportunidades: “... no somos ni indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles...”.

La primera persona del plural abarca en el mensaje de los congresales a los criollos y a los indios indistintamente cuan-do ambos aparecen como aliados en el antagonismo con un mismo adversario: los usurpadores, los españoles, ellos. La opo-sición entre nosotros y ellos, justamente, caracteriza al discurso político, o por lo menos al momento antagónico de este dis-curso (nosotros, los proletarios, ellos, los explotadores; noso-tros, los nacionales, y ellos, los extranjeros, etc.). Cuando el discurso político se orienta hacia la cuestión de la representa-ción, o cuando destinadores y destinatarios ocupan los lugares del representante y el representado, esa primera persona in-cluyente desaparece y reaparece la segunda persona del plural

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(ya no hay solamente nosotros sino nosotros y vosotros). Al Ejér-cito Libertador, les explican los congresistas a los indios, “lo enviamos con el designio de destrozar la cadena que os opri-me”. Y más adelante: “Vosotros, indios, sois el primer objeto de nuestros cuidados”. Esto nos permitiría entender entonces por qué los destinadores se atribuyen a sí mismos un papel activo en el proceso revolucionario (“nuestros esfuerzos...”), y le reser-van a los indios un papel pasivo reduciéndolos al estatuto de puras víctimas (“vuestras lágrimas...”).

Concentrémonos entonces en un problema muy preciso. Cuando Sánchez Carrión escribe: “Él, a nombre de todos los pueblos, y de vosotros mismos...”, está haciendo alusión al Con-greso y a su valor representativo de la totalidad, y anuncián-doles a los indios que este va a gobernarlos y, como si esto fue-ra poco, en su propio nombre. Aparece entonces una parte que representa, en un sentido parlamentario, al todo: hablan por ellos. Algunas líneas más arriba, no obstante, la relación entre la parte y el todo, entre la fracción y el entero, tenía una natu-raleza ligeramente diferente.

El texto venía hablando, si observamos bien, del Ejército que “enviamos con el designio de destrozar la última argolla de la cadena que os oprime”, lo que explica por qué a ese Ejér-cito se lo califi ca de Libertador. La primera persona del plural, en esta frase, incluye solamente a los congresistas. Y a esto se refi ere a continuación Sánchez Carrión cuando escribe: “he-mos formado todos los hijos de Lima, Cuzco, Arequipa, Truji-llo, Puno, Huamanga y Huancavelica, un Congreso...”. El verbo hemos tiene como sujeto la expresión “todos los hijos de...”, como si esa parte de la población (“los más honrados y sabios vecinos de esas mismas provincias”) no solo representaran la totalidad sino que además fueran el todo. El enunciado “he-mos formado todos los hijos [...] un Congreso” no incluye a los destinatarios y sin embargo incluye a “todos los hijos” de esos departamentos, esto es: a los hermanos. Ya no nos encontramos

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entonces con una representación parlamentaria (los represen-tantes hablan en nombre de los representados) sino con una representación hegemónica (una parte vale tanto como el todo). Los congresales representan a todos los pobladores en el primer sentido; “los más honrados y sabios vecinos de esas mismas provincias” los representan en el segundo. Y lejos de lo que puede suponerse, en esta expresión los adjetivos honra-dos y sabios –cuya aparición sirve para otorgarle una legitima-ción moral a los congresales– no son tan importantes como el sustantivo vecinos.Vecino es, en efecto, una categoría que con-cierne solamente a los criollos y a los peninsulares que even-tualmente residían en América. Vecino es un vocablo que su-pone una proximidad espacial con el hablante que lo profi ere (y que los lingüistas suelen llamar “sujeto de la enuncia-ción”): el que vive en nuestra vecindad. Y estas vecindades eran los “pueblos de españoles” y no los “pueblos de indios”, situados en la periferia de los primeros. Vecinos, en defi nitiva, eran los integrantes de un mismo cabildo, esos consejos mu-nicipales españoles en donde van a iniciarse las revoluciones de la independencia.

Aquella oscilación en la extensión de la primera persona del plural corresponde por lo general al pasaje entre la epope-ya americana y la novela familiar del criollo. Cuando un ame-ricano reproduce esta narración, se está dirigiendo a otros americanos para contarles su propia historia. De modo que los americanos son aquí los narradores, los protagonistas y los destinatarios –Gérard Genette los llamaría “narratarios”291– de una misma narración. El pueblo americano va a existir, precisamente, en la medida que sus miembros sigan contando,

291 Gérard Genette, Figures iii, París, Seuil, 1972, p. 227. Genette propone aquí una oposición entre “narrador” y “narratario” inspirada en la distinción entre “destinador” y “destinatario”.

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o contándose, esta historia. Esto signifi ca que la primera per-sona del plural tiene, en un caso así, un valor performativo: toma como referente el conjunto que establece. A pesar de las diferencias evidentes entre los distintos grupos que integran esta unidad americana –a pesar de sus antagonismos, incluso–, todos poseen un rasgo en común: se oponen a un mismo ad-versario, a ellos, a los godos. Recordemos una vez más la “ora-ción inaugural” de Monteagudo:

Empezó nuestra revolución y en vano los mandatarios de España ocurrirán con mano trémula y precipitada a empuñar la espada contra nosotros: ellos erguían la cabeza y juraban apagar con nuestra sangre la llama que empezaba a arder; pero luego se po-nían pálidos al ver la insufi ciencia de sus recursos.292

En la narración criolla, en cambio, el pronombre nosotros ya no incluye a todas las minorías sino solo a la criolla, es decir, a los presuntos descendientes de los conquistadores ibéricos: “nosotros”, como decía Sigüenza, “quienes por ca-sualidad aquí nacimos de padres españoles”293. Esto signifi ca también que la extensión de los narratarios se ve notablemen-te reducida. Un criollo les cuenta, en este caso, a sus congéne-res la historia de su clase social y de cómo su origen se remon-ta a la conquista. La citada carta de Viscardo y Guzmán, el jesuita amigo de Miranda, estaba dirigida “a los españoles americanos” en ocasión de “la inmediación al cuarto siglo del establecimiento de nuestros antepasados en el Nuevo Mundo” (y no a los hermanos americanos en memoria de los tres siglos de dominación española de este continente)294.

292 Monteagudo, Escritos políticos..., ob. cit., p. 113.293 Citado por Leonard, ob. cit. p. 297.294 Viscardo y Guzmán, ob. cit., p. 29.

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Al igual que Camilo Torres Tenorio algunos años más tarde, el prelado peruano recordaba el vínculo de sangre que unía a los españoles de ambas márgenes del océano:

aunque no conozcamos otra patria que esta, en la cual está fun-dada nuestra subsistencia, y la de nuestra posteridad, hemos sin embargo respetado, conservado y amado cordialmente el apego de nuestros padres a su primera patria. A ella hemos sacrifi cado riquezas infi nitas de toda especie, prodigado nuestro sudor, y de-rramado por ella con gusto nuestra sangre.295

A pesar de esto, la propia monarquía los considera “como un pueblo distinto de los españoles europeos”, de modo que solo les queda a los españoles americanos renunciar “al ri-dículo sistema de unión y de igualdad con nuestros amos y tiranos”, como decía Viscardo, y preferir el sistema “de unión y de igualdad” con sus siervos y vasallos, lo que implica un incremento considerable en la extensión del pronombre per-sonal y un deslizamiento hacia la narración americana. A los “españoles americanos”, en cambio, va a seguir dirigién-dose Bolívar cuando en el “Discurso de Angostura” repita textualmente la sentencia de la “Carta de Jamaica”: “No so-mos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles”, “americanos por nacimiento y europeos por derechos” o “naturales del país originarios de España”296.

La oscilación entre ambas extensiones del pronombre per-sonal nosotros se explicaría por el lugar hegemónico ocupado por la minoría criolla, “representante general”, en el sentido marxista, o parte elevada a la dignidad del todo, como diría

295 Ibíd., p. 30.296 Doctrina..., ob. cit., p. 104.

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Ernesto Laclau. Cuando Viscardo se dirigía a los criollos, tenía todavía el prurito de llamarlos “españoles americanos”, pero cuando lo hagan Mier o Alberdi van a denominarlos, senci-llamente, “americanos”. Mier bregaba, es verdad, por la frater-nidad con los indios y los africanos, de modo que podía incluir fácilmente a estos grupos bajo la etiqueta “americanos” y bajo la primera persona del plural llegado el caso. Alberdi, por el contrario, los excluía, y por eso va a precisar establecer una distinción entre los americanos: indios y negros van a formar parte, para él, de la América “salvaje” o “bárbara”, por oposi-ción a la América “europea” o “civilizada”. Esta dicotomía va a adquirir una preponderancia innegable a partir de la segun-da mitad del siglo xix. “Ellos” ya no van a ser más los españo-les peninsulares, o los monárquicos, sino los bárbaros y todas aquellas fuerzas que se resisten a la occidentalización de Amé-rica, occidentalización iniciada con la conquista y proseguida con la revolución. Hubo que esperar que los procesos de la in-dependencia se acabasen para que la novela familiar del crio-llo asumiera la signifi cación revolucionaria reservada unos años antes a la epopeya popular americana (no es casual, en este aspecto, que Alberdi haya podido criticar con tanta saga-cidad los principales componentes de ese “idioma poético y pintoresco de los símbolos”, al tiempo que reconocía que, sin ellos, la burguesía criolla nunca podría conservar la hegemo-nía sobre el resto de las clases).

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¿América poscolonial?

Hay quienes se preguntan en nuestros días si resulta lícito ha-blar de sociedad poscolonial a propósito de los países hispano, ibero o latinoamericanos. Cuando los argelinos se indepen-dizaron de Francia, por ejemplo, más de un millón de pieds noirs (mote de los colonos franceses) estuvieron obligados a abandonar el país dejando tras de sí sus casas, sus campos o sus empresas. El proceso hispanoamericano fue, como sabemos, radicalmente distinto: no solo los criollos siguieron viviendo en los territorios conquistados antaño por sus ancestros sino que además fueron ellos quienes fomentaron los movimientos de emancipación. ¿Puede hablarse entonces de descoloniza-ción cuando los colonos, o sus descendientes, siguen ocupando en esos países una posición hegemónica?

En un artículo reciente, José Antonio Mazzotti recordaba que los criollos eran individuos

que se autoconciben como parte del poder imperial, y sin em-bargo no se consideran a sí mismos extranjeros en el nuevo mundo. ¿Cómo resolver este dilema? Quizás el concepto más cercano al campo hispanoamericano de la versión de Bhabha de la teoría poscolonial sea el concepto ya mencionado de ambivalencia, en que las lealtades y los rechazos duales nos

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pintan un sujeto ontológicamente inestable, en plano de igualdad y hasta de superioridad frente a los españoles, y sin embargo en situación de inferioridad en cuanto a su repre-sentación política.297

En las antiguas colonias francesas o británicas de Asia o África, la independencia vino acompañada por una desocci-dentalización de la cultura local. En las antiguas colonias españolas, por el contrario, los revolucionarios y sus suce-sores proponen acrecentar y acelerar el proceso de occiden-talización de las diversas minorías, y hasta aseguran que se separaron de una potencia europea para establecer vínculos cada vez más estrechos y profundos con el continente euro-peo. Tal vez la contradicción que venimos destacando entre una narración americana y una narración criolla permita elucidar aquella “ambivalencia” de ese “sujeto ontológica-mente inestable”, aunque suponga también un cuestiona-miento de esta noción de “sujeto”, ya que, por encontrarse “sujeto”, no debería mostrarse “ontológicamente inestable”. El problema acaso pueda resolverse de manera más precisa si aceptamos la idea de que el criollo obedece, o responde, a dos interpelaciones (a dos vocaciones o dos investiduras sim-bólicas). Si un significante es lo que representa a un sujeto para otro significante, entonces criollo significa “europeo” para indio y “americano” para español. No hay “inestabili-dad ontológica” del sujeto sino oposición binaria de los sig-nificantes. Un sujeto, por consiguiente, no es, y no podría ser nunca, un objeto dotado de ciertas cualidades, atributos

297 José Antonio Mazzotti, “El debate (pos)colonial en Hispanoamérica” en Treinta años de estudios literarios/culturales latinoamericanos en Estados Uni-dos, Pittsburg, Biblioteca de América, 2008, p. 200. Homi K. Bhabha, The Lo-cation of Culture, London, Routledge, 1994.

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o maneras de ser anteriores a la interpelación que lo sitúa en un lugar social determinado. No hay que pensar entonces las narraciones a partir de los sujetos, como si estas solo fuesen una transcripción de la “visión del mundo” de ellos, sino los sujetos mismos a partir de las narraciones. Más que una iden-tidad inestable, habría, por lo menos, una doble identidad o incluso, por qué no, un desdoblamiento de la identidad.

Esto explicaría además por qué nadie puede dedicarse a estudiar una minoría sin tener en cuenta su relación diferen-cial con otras en el seno de una sociedad. Ningún grupo tiene una identidad propia y susceptible de aislarse de las demás, como si la oposición se confundiese con la separación o como si la diferenciación fuese una ruptura. No hay una identidad criolla, digamos, independientemente de su oposición a indio, negro o español, como tampoco hay una identidad indígena fuera de la relación diferencial con el criollo, el negro o el eu-ropeo. La presunta identidad pura perdida no es sino un efec-to retrospectivo de la sobredeterminación estructural de una parte de la sociedad. Y los discursos poscoloniales solo pueden olvidarlo al precio de sucumbir en cualquier momento a la tentación identitaria y su gusto por los sustantivos abstractos (“indianidad”, “negritud”, etc.)298.

298 Esta sobredeterminación de las identidades no se confunde con las nociones de “hibridación” o de “mestizaje” tal como las exponen Néstor Gar-cía Canclini (Culturas híbridas, Buenos Aires, Paidós, 2001) y Serge Gruzinski (La pensée métisse, París, Fayard, 1999).

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Epílogo

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Cuando se examina de cerca el contexto colonial resulta evidente que lo que divide al mundo es, en principio,

el hecho de pertenecer o no a una raza dada, a una especie dada. En las colonias la subestructura

económica es también una superestructura. La causa es la consecuencia: se es rico porque se es blanco,

se es blanco porque se es rico. Es por esto que el análisis marxista siempre debería ampliarse ligeramente cuan-

do se trata del problema colonial.

Frantz Fanon

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Bernardo de Monteagudo, 1823

El hombre que llegaba clandestinamente a Quito en 1823 se parecía muy poco al estudiante virulento que había re-dactado la proclama de la asonada del 25 de mayo de 1809 en Chuquisaca. A no ser por un detalle: como en aquella ocasión, seguía huyendo de una condena a muerte segura. Sus posiciones jacobinas le habían granjeado no pocos ene-migos en el Alto Perú y en el Río de la Plata. Sus posiciones antijacobinas le sumarían otros más en Santiago y, a conti-nuación, en Lima. No se sabe si para defenderse de sus ya cuantiosos adversarios, o porque presintió su inminente ase-sinato, Monteagudo se consagró a escribir, tan pronto como se apeó en la capital andina, su Memoria sobre los principios que seguí en la administración del Perú y acontecimientos pos-teriores a mi separación.

El tucumano procede allí a una autocrítica sumaria recor-dando cómo había abrazado “con fanatismo el sistema demo-crático” después de haber leído a Rousseau y a otros autores, y cómo había volcado estas opiniones en las páginas de un pe-riódico porteño, Mártir o libre, sin contar con la requerida ex-periencia que le proporcionarían los años299. Cuando en 1919

299 Monteagudo, “Memoria” en Pensamiento político..., ob. cit., p. 167.

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publicó en Santiago de Chile El Censor de la Revolución, “ya estaba sano de esta especie de fi ebre mental” que había afecta-do a “casi todos” mientras la llamarada revolucionaria se pro-pagaba por el continente300. “¡Desgraciado el que con tiempo no se cura de ella!”, exclamaba este patriota301.

Cuando llegó con el ejército libertador al Perú para desem-peñarse como ministro del protectorado del general San Mar-tín, sus “ideas estaban marcadas con el sello de doce años de revolución” y “los horrores de la guerra civil, el atraso en la carrera de la independencia, la ruina de mil familias sacrifi -cadas por principios absurdos, en fi n, todas las vicisitudes de que había sido espectador y víctima”, le hicieron pensar que “era preciso precaver las causas de tan espantosos efectos”302. Estas causas serían “el furor democrático”, califi cado también de “jacobino”, y “la adhesión al sistema federal”. Ambas ideas “han sido para los pueblos de América la funesta caja que abrió Epimeteo, después que la belleza de la obra de Vulcano sedujo su imprudencia”303.

Apenas se incorporó al gobierno del general correntino, Monteagudo resolvió que los peruanos no conocerían las des-dichas de esa caja de Pandora, de modo que orientó su acción de gobierno –o al menos afi rma haberlo hecho– de acuerdo con cuatro principios. En cuanto al primero, decía:

empleé todos los medios que estaban a mi alcance para infl amar el odio contra los españoles: sugerí medidas de severidad y siem-pre estuve pronto a apoyar las que tenían por objeto disminuir su número y debilitar su infl ujo público y privado. Esto era en

300 Ibíd., p. 168.301 Ídem.302 Ídem.303 Ídem.

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mí sistema, y no pasión: yo no podía aborrecer a una porción de miserables que no conocía, y que apreciaba en general...304

Hay que decir que Monteagudo no esperó instalarse en Perú para alimentar este odio. Quien haya leído su proclama dirigida a los “pueblos interiores” y publicada en La Gaceta de Buenos Aires del 24 de enero de 1812, no podrá olvidar es-tas exhortaciones:

tomad, tomad el puñal en la mano antes de acabar de leer este período si posible es, y corred, corred a exterminar a los tiranos; y antes que su sangre acabe de humear, presentadla en holocaus-to a las mismas víctimas que ellos han inmolado desde el des-cubrimiento de América. Ciudadanos ilustres: fomentad este furor virtuoso contra los agresores de nuestros derechos...305

El segundo principio, según explica, consistió en “restrin-gir las ideas democráticas”, de las cuales él mismo había sido víctima en los albores del proceso revolucionario306. Y esta crí-tica de la democracia no la encontró en las teorías políticas ni en los hechos del pasado. “Las autoridades y los ejemplos per-suaden poco –comentaba–, cuando las ilusiones del momento son las que dan la ley”307. Muchos puntos en común tienen, después de todo, la ilusión del revolucionario y la “fi ebre men-tal” del enamorado: “Solo un raciocinio práctico puede enton-ces suspender el encanto de las bellezas ideales, y hacer sopor-table el aspecto severo de la verdad”308.

304 Ídem.305 Ibíd., p. 296.306 Ibíd., p. 169.307 Ídem.308 Ídem.

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El tucumano no duda entonces en explayarse acerca de los motivos de esta prudente restricción de la democracia en Perú:

Las mutuas relaciones que existen entre las varias clases que forman la sociedad del Perú, tocan al máximum de la contra-dicción con los principios democráticos. La diversidad de con-diciones y multitud de castas, la fuerte aversión que se profesan unas a otras, el carácter diametralmente opuesto de cada una de ellas, en fi n, la diferencia en las ideas, en los usos, en las cos-tumbres, en las necesidades y en los medios de satisfacerlas, presentan un cuadro de antipatías e intereses encontrados, que amenazan la existencia social, si un gobierno sabio y vigoroso no previene su infl ujo [...] Es necesario concluir de todo, que las relaciones que existen entre amos y esclavos, entre razas que se detestan y entre hombres que forman tantas subdivisiones sociales cuantas modifi caciones hay en su color, son enteramen-te incompatibles con las ideas democráticas.309

“La diversidad de origen” –había escrito Simón Bolívar desmintiendo el “amor fraternal” que, según él mismo, se pro-digaban las diversas minorías– “requiere un pulso infi nita-mente fi rme, un tacto infi nitamente delicado para manejar esta sociedad heterogénea cuyo complicado artifi cio se dislo-ca, se divide, se disuelve con la más ligera alteración”310. Mon-teagudo habla ahora de “razas que se detestan” y de “hombres que forman tantas subdivisiones sociales cuantas modifi cacio-nes hay en su color”. Y a propósito de ese mismo “pulso fi rme”, el tucumano mantiene que

309 Ibíd., p. 172.310 Doctrina..., ob. cit., p. 111.

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la consolidación del orden interior todavía exige en el gobierno mayor grado de fuerza orgánica para vencer la vehemente y continua resistencia de los hábitos contrarios. Después de una espantosa revolución, cuyo término se aleja de día en día, no es posible dejar de estremecerse al contemplar el cuadro que ofre-cerá el Perú cuando todo su territorio esté libre de españoles y sea la hora de reprimir las pasiones infl amadas por tantos años; entonces se acabarán de conocer los infernales efectos del espí-ritu democrático; entonces desplegarán las varias razas de aque-lla población, el odio que se profesan y el ascendiente que ad-quieran por las circunstancias de la guerra...311

Los dos últimos principios de su gestión –el fomento de la instrucción pública y la consolidación del gobierno cons-titucional– solo apuntaban a prevenir las consecuencias que traerían aparejadas el fi n de la revolución y la consecuente desaparición del “odio” contra los españoles pero también la abolición del régimen monárquico que este movimiento enfrentó.

Una vez terminados los procesos revolucionarios, resultaba imposible, para este tucumano, instaurar los principios de li-bertad, igualdad y fraternidad que los patriotas habían propa-lado y en nombre de los cuales se habían granjeado la adhesión de las diferentes clases. Solo una minoría podría acceder a la ciudadanía plena y responsable y en esta clase debía concen-trarse la hegemonía política de las incipientes repúblicas:

El que posee un capital de cualquier especie, con el cual puede satisfacer sus necesidades, solo se interesa en el orden, que es el principal agente de la producción; el hábito de pensar sobre lo que perjudica o favorece a sus intereses, le sugiere nociones

311 Monteagudo, “Memoria” en Pensamiento político..., ob. cit., p. 174.

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exactas acerca del derecho de propiedad; y aunque ignore la teo-ría de los demás, conoce su naturaleza por refl exión y por prác-tica. Donde existen tales elementos, no sería difícil establecer la democracia.312

Monteagudo no podía ser más claro: la única clase verda-deramente emancipada con las llamadas revoluciones de la independencia fue la clase de los propietarios y capitalistas porque la propiedad y el capital son, para él, y para los miem-bros de esta misma clase, sinónimo de emancipación e inde-pendencia, de modo que solo una sociedad de propietarios y capitalistas podría alcanzar la perfecta democracia. La mayo-ría de las fl amantes repúblicas hispanoamericanas van a apli-car, en efecto, este principio limitando el derecho a voto a los propietarios y patrones.

Reencontramos en estas Memorias los dos principales mo-mentos del proceso hegemónico: el “odio” o el “furor virtuo-so” hacia un presunto enemigo común a todas las clases –el español, en este caso– y la elevación de una clase al rango de “representante general” de la sociedad en su conjunto; el an-tagonismo y el grupo minoritario convertido en mayoría. Cada proceso hegemónico tiene pues sus narraciones pero también sus utopías o, en términos de Monteagudo, sus “be-llezas ideales”: la sociedad de propietarios, en este caso, que se intercambiarían libremente sus bienes. Y esta utopía va a consumarse, a su manera, algunos años más tarde cuando los trabajadores urbanos y rurales comiencen a vender “libre-mente” esa “mercancía” que algunos llaman “tiempo de tra-bajo” a cambio de una retribución salarial, esto es: de una porción del capital que ellos mismos generaban. Es preciso entonces que esa sociedad heterogénea, que esa diversidad de

312 Monteagudo, “Memoria” en Pensamiento político..., ob. cit., p. 171.

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ideas, usos, costumbres y necesidades adquiera cierta homo-geneidad: solo podrán llegar a ser todos iguales el día en que sean iguales a los que “poseen capital”.

No es un anacronismo, en este aspecto, hablar de democra-cia burguesa. Monteagudo, como puede comprobarse, no pro-ponía otra cosa. Es más, la expresión democracia burguesa le hu-biese sonado en aquel entonces como un superfl uo pleonasmo. La condición para convertirse en ciudadano era convertirse en burgués. Y no hacía falta acumular grandes capitales para al-canzar este perfi l: bastaba con transformarse en propietario y ponerse a comprar y vender mercancías. Algunos, es cierto, se veían forzados por las circunstancias a vender su único bien –ese “tiempo de trabajo”– e incluso la legislación de muchas repúblicas recientemente emancipadas iban a obligarlos a ha-cerlo, amenzándolos con la prisión o el reclutamiento forzado en el ejército. Pero desde el momento en que adoptaban la lógi-ca del mercado, desde el momento en que comenzaban a actuar como propietarios de bienes, estarían habilitados a ejercer la ciudadanía en democracia: se habrían vuelto “libres” para dis-poner de su propiedad e “iguales” a quienes estuvieran dispues-tos a comprársela. Así las cosas, el adjetivo burgués ya no califi -caba solo a una parte de las nuevas sociedades sino a la sociedad en su conjunto, como sucedía también con hispanoamericano y criollo. En las nacientes repúblicas los tres adjetivos podían con-siderarse, en buena medida, equivalentes, como lo insinúa Mon-teagudo cuando destaca las “modifi caciones del color” y como lo sabía Bolívar cuando recordaba la primacía de la minoría blanca. Cuando Lugones asegura, por ejemplo, por qué los in-dios eran “incapaces de vivir en estado de civilización”, encuen-tra la explicación en su carencia de una “noción clara de la pro-piedad” y en la ignorancia de “toda ambición de enriquecerse”313,

313 El Imperio..., ob. cit., p. 231.

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falencias que habrían sido compatibles con el “comunismo” de los jesuitas pero que resultaban un obstáculo inexpugnable para la “revolución individualista y federal que se preparaba”314. Pero ya O’Higgins le sugería a los araucanos que una condición para que se volvieran “sociales, francos y virtuosos” era la adop-ción del libre comercio, práctica fomentada por los criollos (y combatida, como se sabe, por las autoridades españolas).

La democracia burguesa no es la dictadura sino la hege-monía de la burguesía. Y hay quienes siguen asegurando aún hoy que solo puede haber democracias de este tipo, o que no hay, ni podría haber, democracia fuera del capitalismo, del mercado y, por consiguiente, del ciudadano-burgués. “Puede haber capitalismo sin democracia pero no democracia sin ca-pitalismo”, declaraba un destacado secretario de cultura del gobierno de Néstor Kirchner hace apenas unos años315. Y Mon-teagudo no pensaba algo distinto. Cada parte de la sociedad debía volverse capaz de negociar, al igual que los burgueses, sus exigencias sectoriales, dado que estas suelen estar en con-fl icto con los reclamos de otras clases (como sucede con los trabajadores y los patrones, o con los agroexportadores y los industriales). Si las negociaciones se llevaron a cabo sin nin-guna coerción y de manera racional, el desenlace debería ser el más conveniente para el conjunto de las partes. Esto nos permitiría comprender por qué, como sucedía ya con Monte-

314 Ibíd., p. 243.315 Entrevista con José Nun publicada en el diario Página/12 el 26 de

diciembre de 2004. Citada por Blas de Santos, La fi delidad..., ob. cit., p. 326. Cabe recordar al respecto el viejo debate acerca de la traducción de la expre-sión alemana bürgerliche Gessellschaft: ¿sociedad civil?, ¿sociedad burguesa?, ¿sociedad civil-burguesa? El problema reside en el hecho de que der Burger puede ser, para un alemán, tanto el burgués como el ciudadano, y por eso Hegel y Marx solían recurrir a dos vocablos franceses para establecer la distinción: bourgeois y citoyen.

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agudo, los partidarios de las democracias burguesas suelen asumir posiciones ambivalentes con respecto a las revolucio-nes de la independencia. Es cierto que estas abolieron los pri-vilegios del derecho indiano y favorecieron el desarrollo del capitalismo en la región. Pero no respondieron, ni por asomo, al esquema político defendido por los partidarios de la demo-cracia liberal. Durante las revoluciones, en efecto, los diversos estamentos sociales no se limitaron a negociar sectorialmente sus reclamos de justicia (acceso a la administración colonial para los criollos, supresión de la mita para los indios, abolición de la esclavitud para los afromaericanos, etc.). La alianza de clases sociales de estos grandes movimientos suponía que un mismo enemigo, y no otro integrante de la coalición patrióti-ca, impedía la satisfacción de los diversos reclamos. Y ese ene-migo, desde luego, eran los españoles. Ahora bien, este es el esquema típico de cualquier populismo.

Quienes defendían la idea según la cual la democracia solo podía ser burguesa y condenaban, como consecuencia, las “tentaciones populistas”, se encontraban con esta paradoja: no solo debían condenar, para ser coherentes, las revoluciones de donde provienen las repúblicas que pretenden defender, sino que además tenían que disimular el hecho de que las propias democracias burguesas ya suponían la constitución de un pue-blo sobre la base de un enemigo (los otros populismos) y de una hegemonía (la burguesía).

José Ramos Mejía habría sido uno de los primeros en ad-vertir en el Río de la Plata que tanto la celebrada revolución de independencia como el aborrecido régimen de Juan Ma-nuel de Rosas eran fenómenos característicos de la “era de las multitudes”. En su libro Las multitudes argentinas, concebido como una introducción a sus tres volúmenes sobre la perso-nalidad y la política del estanciero bonaerense, Ramos Mejía afi rmaba que cualquier individuo sumergido en la multitud dejaba de defender sus intereses particulares y se reunía con

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individuos de sectores que no tenían la más mínima afini-dad con él. “Hombre-carbono” llamaba Ramos Mejía a este hombre-masa316. Hasta los miembros de las élites criollas podían verse poseídos, llegado el caso, por estos raptos de entusiasmo colectivo que desvían a los individuos de la de-fensa racional (esto es: utilitaria) de sus propios intereses. Traduciendo sobre todo los ensayos del francés Gustav Le Bon, Ramos Mejía aseguraba que el hombre de la multitud se presta a las mejores y las peores políticas, a las acciones más altruistas y a las más irracionales. En ambas oportuni-dades, concluía el argentino, “es fuerza simplemente y las fuerzas funcionan sin los propósitos que informa la moral convencional, aunque en determinados casos se la pueda en-carrilar y dirigir”317.

Los liberales podían llegar a reconocer que las revolucio-nes hispanoamericanas habían sido procesos populistas (a esto se refería Monteagudo, sin ir más lejos, cuando despo-tricaba contra ese “furor democrático” que para él se distin-guía de la democracia de propietarios). Pero estos liberales se mostraban menos dispuestos a aceptar que la propia de-fensa de las democracias burguesas también implicaba un proceso de este tipo. Incluso esa supuesta situación “normal”, en la cual cada uno se ocupa de sus asuntos personales y de-fi ende los intereses de su clase sin librarse a grandes exigen-cias colectivas de justicia, implica el establecimiento de un populismo liberal denegado. El liberalismo, de hecho, tam-

316 Ramos Mejía, Las multitudes..., ob. cit., p. 14. “El calor de la pasión, la irritabilidad que despierta un sentimiento herido, el ardiente estímulo de la lucha aumenta su afi nidad y las valencias del contagio, como un fl ujo de chispas eléctricas o el efl uvio de la descarga obscura puede determinar com-binaicones entre átomos que permanecen sin acción los unos sobres los otros, en las condiciones ordinarias” (ibíd.).

317 Ibíd., p. 115.

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bién confeccionó su epopeya popular con su “odio” y su “fi e-bre mental”, su “furor virtuoso” y sus “bellos ideales”, su an-tagonismo, en fi n, y su utopía.

La condena de los diversos populismos –los populismos ajenos– iba a servir para justifi car en América latina una su-cesión de cruentos golpes militares contra gobiernos que ya no podían considerarse, según aquellos criterios, democráti-cos, aunque hubiesen sido elegidos en las urnas y contaran con una amplia adhesión popular. Raras veces las élites criollas dejaron de manifestar su admiración por el sistema norteame-ricano. Y hasta siguieron haciéndolo mientras apoyaban regí-menes dictatoriales que sepultaban las constituciones redac-tadas por ellas mismas. Sucedía que para estas élites letradas, como para Monteagudo, los “cholos”, los “rotos”, los “monos”, los “nacos”, los “ñeros”, los “cabecitas negras”, no estaban pre-parados para semejante forma de gobierno. Ignorantes de sus intereses particulares, estos sectores populares solían mostrar-se proclives a seguir al primer “demagogo” que les prometiera justicia para los desposeídos –como se la habían prometido, di-cho sea de paso, los patriotas de la independencia–, de modo que la élite criolla se sentía obligada a impedir que las multi-tudes “hipnotizadas” o “manipuladas” por algún aventurero terminaran llevando la república a la ruina: el populismo como “opio de los pueblos”. Y hasta podría afi rmarse que las recetas para inmunizar a las masas contra la “fi ebre mental” de los po-pulismos revolucionarios –o las revoluciones populistas– no han conocido grandes variaciones desde los tiempos en que Monteagudo denunciaba este “furor democrático”. Estas rece-tas siguen estando compuestas, a grandes rasgos, de una mix-tura de educación cívica y liberum commercium, de occidentali-zación y propiedad privada, de modernización y mercado.

La hegemonía criolla resulta en este aspecto inseparable de la narrativa liberal y burguesa en América latina. Esto explicaría por qué el racismo de esa minoría recrudece cada

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vez que este proyecto se ve amenazado por la plebe o cuando sencillamente pone a los Estados al borde de la ruina, como ocurrió en algunos países de la región tras la imposición de los planes neoliberales durante los años noventa. De repente, algunas injurias raciales que parecían haber sido erradicadas de sus hábitos de casta reaparecen con un furor inusitado en Argentina, Bolivia, Ecuador o Venezuela, y la minoría blanca restablece la tradición de desprecio de sus predecesores hacia los pueblos originarios. Como escribía el fi scal de Charcas, Victorián de Villaba en 1797,

Los conquistadores, los que les sucedieron y sus descendientes, creyéndose de una naturaleza superior a los demás hombres por sus proezas militares con unos entes aturdidos y preocupados que no sabían resistirlas, se persuadieron de que los americanos les eran destinados para bestias de carga; y así los repartieron como ganado para hacerlos trabajar en los campos y en las mi-nas [...] Clamó el interés con su bocina de oro, que tanto aumen-ta sus roncos alaridos; se presentó la política con su máscara del bien del Estado que enmudece a la humanidad; y pintando al americano como un animal estúpido e indolente, más digno del desprecio que de lástima, lograron sancionar los restos de la an-tigua servidumbre [...] Extinguidas las encomiendas de indios, han quedado los que llaman pongos, yanaconas y mitayos; los primeros destinados para los servicios familiares; los segundos para ser siervos adicticios de las tierras; y los terceros para el trabajo de las minas de plata y azogues.318

Doscientos años después de las revoluciones de la inde-pendencia que suprimieron el pongo, el yanaconazgo y la mita,

318 Victorián de Villaba, “De la América” en Pensamiento político..., ob. cit., p. 61.

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las mismas poblaciones se ocupan de limpiar las casas de los criollos, de cultivar y cosechar sus campos y de internarse en sus minas. Ya no existen, por supuesto, los pueblos de indios. Pero a los habitantes de las “villas miserias”, las “poblaciones callampas”, los “pueblos jóvenes” o las “ciudades perdidas” se los sigue arrumbando “en las goteras de las ciudades y villas de los españoles para tener un mediato servicio personal e doctrinarlos”319.

El joven insurgente que había escrito en 1809 el Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII..., el joven apasionado que tres años más tarde seguiría presentando la revolución como una revancha de las poblaciones amerindias exterminadas y sojuz-gadas, el joven jacobino que percibía en la emancipación de una clase “cargada de cadenas radicales” la liberación de todo un continente, terminó convirtiéndose, con el paso de los años, en un partidario de la democracia de los propietarios, o de la bur-guesía criolla, “representante general” de la sociedad hispano-americana en su conjunto. ¿Habría que repetir aquí la macha-cona historia del joven revolucionario que se transforma en un viejo pragmático y conservador? Si algo quiso probar este en-sayo es que no: las fl uctuaciones de Monteagudo –las mismas que Ramos Mejía califi caría de “histéricas”– habían sido las oscilaciones de muchos personajes de su generación, e incluso de algunas generaciones que lo precedieron y de muchas que lo sucedieron. Estas fl uctuaciones del ánimo forman parte de aquel “fervor contradictorio” de la minoría criolla, de sus na-rraciones divergentes y sus identidades contrastadas.

Pessac, 27 de agosto de 2009

319 Ramón Gutiérrez (ed.), Pueblos de indios. Otro urbanismo en la región andina, Quito, Abya-Yala, 1993, p. 12.

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Eterna Cadencia Editora

Dirección general Pablo BraunDirección editorial Leonora DjamentEdición y coordinación Claudia ArceCorrección Equipo Eterna CadenciaDiseño de colección Pablo Balestra

Diseño de tapa Ariana JenikDiseño y diagramación de interior Daniela Coduto

Gestión de imprenta Lucía FontenlaPrensa y comunicación Ana Mazzoni

Comercialización Lucio Ramírez

Para esta edición de Narraciones de la independencia se utilizó papel ilustración de 270 gr en la tapa y Bookcel de 80 gr en el interior.

El texto se compuso en caracteres Bodoni y Augereau.

Se terminó de imprimir en febrero de 2010 en Talleres Gráfi cos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, Provincia de Buenos Aires, Argentina.

Se produjeron 1.500 ejemplares.

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