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“ARMANDO EL PAQUETE”.
Cultura política y producción del voto en los márgenes pobres de Lomas de Zamora durante
los 80 y los 90.
Jorge Luis Ossona (CEHP-UNSAM)
INTRODUCCION
“Armar el paquete”, “desarmarlo”, “robarlo”, “venderlo” son expresiones corrientes en la
jerga de los liderazgos populares lomenses para referirse a un aspecto de los actos
comiciales: la organización de contingentes de votantes reclutados en los bolsones de la
nueva pobreza suburbana. La idea misma de “paquete” nos aparta del discurso abstracto de
la teoría democrática y de su concepción de la ciudadanía porque alude a electorados
grupales o colectivos; casi siempre, soldados por las complejas redes de parentesco y
vecinales.
Al menos hasta la última década, sin embargo, los “paquetes” no eran meros productos
coyunturales diseñados para desplegarse en las instancias electorales sino el resultado de
un cuidadoso trabajo político dirigido tanto a su configuración como a la reorganización de
sectores populares fuertemente impactados por la restructuración socioeconómica. Esa fue
la tarea asumida por cuadros partidarios que hemos dado en denominar operadores de base.
Los “paquetes” eran la expresión electoral de conglomerados sociales organizados por
estos dirigentes que, en tiempos no electorales, se dieron en denominar “armados”. Estos
respondían a diversos fenómenos socioculturales que estos referentes debieron reconocer en
el curso de los 80 y los 90 al compás de la consolidación democrática.
Este trabajo procura abordar algunos aspectos de la producción del sufragio en algunas
comunidades populares del distrito durante los 80 y los 90. Para ello nos importa menos la
dinámica formal de los partidos políticos -particularmente del peronista, masivo en este
medio social- que la acción poco visible de sus operadores en las profundidades sociales y
culturales en donde se produce el voto popular. Hemos optado por utilizar
predominantemente el pretérito imperfecto matizado con el perfecto por tratarse del análisis
de las dos primeras décadas democráticas entre 1983 y, aproximadamente, fines de los años
90; pero muchos de los fenómenos aquí descriptos persisten, reforzados, hasta nuestros
días.
I. CORPORACION POLÍTICA Y “ARMADOS ELECTORALES”
La “Sociedad Anónima” y la “Cooperativa”
A partir de 1983, peronistas y radicales lomenses tejieron una suerte de pacto informal
que tendió a regular la competencia interpartidaria para facilitar una gobernabilidad
municipal que podía resultar dificultada por la particular configuración espacial,
demográfica, y social del distrito, por su balance electoral; y por el peso político diferencial
que este había cobrado en el contexto de sus pares de la tercera sección electoral.
Geográficamente, Lomas de Zamora expresa un fuerte contraste entre su zona alta y
central en torno de sus tres grandes estaciones ferroviarias; y su periferia baja, inundable,
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carente de servicios públicos, y con insuficiente equipamiento educativo, sanitario, y de
medios de transporte. El censo de 1980 registraba una población de 509.302 habitantes
distribuidos aproximadamente un 30%, en la primera; y un 70% en la segunda. Si bien, la
población lomense exhibía, como en otros partidos del segundo cordón industrial, síntomas
de estancamiento global respecto del periodo intercensal anterior; este cuadro se
modificaba al evaluar su balance interzonal porque, frente al retroceso moderado de los
centros, la periferia había crecido exponencialmente; confirmando una tendencia que se
habría de acentuar durante los siguientes veinte años. En las elecciones de 1983, la UCR y
el PJ virtualmente empataron; imponiéndose este ultimo por solo quinientos votos. Este
resultado constituyo para el elenco de dirigentes peronista una señal de alerta acerca del
avance electoral del alfonsinismo en bastiones propios, hasta ese momento, inexpugnables.
Atento al nuevo balance, el nuevo intendente electo, Eduardo Duhalde jugo su proyecto
político a la consolidación de su baluarte lomense para lo cual operó dos sistemas de
coaliciones: uno, con sus rivales radicales; y otro, con el complejo entramado de facciones
peronistas herederas de las pujas anteriores al golpe militar de 1976. Mientras que el
primero fue reconocido como “la Cooperativa”; el segundo lo fue como “la Sociedad
Anónima”. Por la primera, peronistas y radicales se distribuían los cargos burocráticos
municipales en relación proporcional a su caudal electoral definido por el equilibrio en el
interior del Concejo Deliberante. El intendente lomense habría de procurar, a su vez,
garantizar la gobernabilidad de los distritos radicales atrayendo hacia el suyo un
contingente significativo de dirigentes peronistas para permitirles a sus adversarios afinar
sus maquinarias locales.
La coalición intraperonista también se repartió los cargos comunales de acuerdo a la
representación de las distintas agrupaciones en el Concejo. Luego, Duhalde blindo a la
“Sociedad Anónima” municipal respecto de las vicisitudes del peronismo en el orden
provincial y nacional. La “Sociedad Anónima” se convirtió, así, en una gran empresa
política que extendía sus tentáculos en los poderes judicial, sindical, moral, profesional y
económico de Lomas; y que, progresivamente, fue difundiendo su influencia a todos los
municipios peronistas de la Tercera Sección. En pocos años, la “Sociedad Anónima” y la
“Cooperativa” definieron una cultura de códigos, consensos, y prácticas que terminó con
los resabios de las luchas de la década anterior; y, a la manera de una corporación, logró
regular la competencia política dentro y fuera del partido.
Las nuevas circunstancias devenidas de los cambios socioeconómicos y del particular
equilibrio de fuerzas obligaron al duhaldismo a afianzar sus bases políticas en todos los
sectores sociales; pero muy particularmente en los acrecidas barriadas populares
marginales. Sus competidores radicales, fuertes en varias de ellas, aspiraban a extender su
renovado predicamento mediante la instalación de centros distribuidores del Programa
Alimentario Nacional, primera política focalizada de la nueva era democrática. Las nuevas
circunstancias lo obligaron, entonces, a desplegar viejas prácticas ensayadas durante los 70;
aunque matizándolas con otras aportadas por el ejemplo de sus socios-adversarios
radicales; y algunas más definidas situacionalmente. Todo ello habría de fraguar en una
subcultura política multiforme de complejas fronteras entre el aparato burocrático del
Estado y la sociedad civil que fue adquiriendo consistencia al compás de la consolidación
del nuevo régimen.
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La organización de los “armados” electorales
Desde las postrimerías de la Dictadura, la zona norte de Lomas de Zamora comprendida
en el denominado Cuartel IX -Villa Fiorito, Ing. Budge, Villa Albertina, Santa Catalina y
Villa Centenario- fueron el epicentro de grandes movimientos humanos correlativos a las
masivas ocupaciones territoriales. Surgieron, así, un conjunto de nuevos asentamientos en
cuyo seno fueron emergiendo nuevos liderazgos apoyados por el nuevo gobierno municipal
con el fin de reforzar sus bastiones electorales. El peronismo lomense aprovecho las tomas
para continuar la política territorial ensayada durante su gestión anterior cuyo fundamento
había sido la “regularización dominial” de terrenos. A tales efectos, promovió la
urbanización de asentamientos promiscuos y la inmediata planificación de los nuevos.
La nueva estrategia de acción política territorial dio origen a un termino que se empezó a
difundir en la jerga de la corporación política local: los “armados”. El gobierno les exigió a
los grupos emergentes su institucionalización para su reconocimiento como “entidades
intermedias”, incorporando inmediatamente a sus referentes a distintas funciones
supernumerarias en la burocracia local a través del régimen de “contratos transitorios”. No
obstante, las pujas entre las reparticiones en asentamientos y barrios estuvieron contenidas
por un código básico de la nueva corporación política: cada agrupación política no podía
tener en cada barrio más que un solo referente con su respectiva unidad básica.
Con el correr de los años, los aparatos fueron ganando espesor y atravesando nuevas
transformaciones. Mientras que por arriba, las Agrupaciones incrementaron su tensión
facciosa al compás del ascenso de su jefe, sus incipientes prácticas democráticas fueron
progresivamente abandonadas; convirtiéndose en organizaciones jerárquicas y cerradas en
las que los conflictos se procesaban mediante el pase a otras fracciones. En las bases, las
nuevas organizaciones intermedias comenzaron a desempañar múltiples funciones
financiadas por recursos municipales que significaron, en la práctica, una verdadera
“tercialización” de las desempañadas por el Estado. También allí se fueron restringiendo las
prácticas democráticas; con lo que su disciplinamiento resulto cada vez más difícil y
costoso. El sistema de unidades básicas fue progresivamente reemplazado por las propias
instituciones que articulaban a la burocracia municipal con sus propios intereses de control
territorial. La estatización de sus cúpulas determino que el número de supernumerarios en
la administración municipal superara holgadamente al de los cargos titulares. Este ejercito
de reserva de militantes de base -que hacia fines de los 80 sumaba a más de ocho mil
personas- se constituyo en una herramienta de primera magnitud para el encuadramiento de
las organizaciones territoriales de las que procedían.
Las posibilidades de ascenso político esperadas por los dirigentes barriales, sin embargo,
se fueron obturando; y, como contrapartida, se fue redefiniendo una política barrial de
contornos específicos cuyos liderazgos, organizaciones, y redes funcionaban de acuerdo a
sus propias lógicas de negociación de recursos y apoyos. Su grado de complejidad requirió,
entonces, de un tratamiento crecientemente calificado. Esta tarea recayó en los “operadores
de base”; militantes de origen peronista o radical encargados por sus jefes políticos de un
contacto permanente con las bases a los efectos de preservar o ampliar sus respectivos
armados.
4
Los operadores y los nuevos escenarios socioculturales de la pobreza suburbana
Hacia principios de los 90, este segmento dirigencial había adquirido perfiles precisos. En
el manejo político de los sectores populares marginales se habían convertido en el insumo
principal de las agrupaciones. Entre ellos, se fue estableciendo una sociabilidad propia de
compartir el mismo campo de acción y del reconocimiento de hasta donde podían extender
la competencia sin alterar los compromisos de la corporación política local. Ello los doto de
cierta autonomía respecto de sus jefes y de una cotización correlativa a una eficacia. Su
evaluación a través de cada resultado electoral era retribuida menos en remuneraciones
que en ascensos en los peldaños de la agrupación y en candidaturas a futuros cargos
legislativos o ejecutivos. Los operadores configuraron, así, uno de los pocos canales de
ascenso que la corporación les reservaba a los militantes de extracción popular. Si bien
muchos habían comenzado sus carreras como cuadros menores de origen sindical o
territorial durante los años 70; otros lo hicieron a partir de las tareas requeridas por el
“trabajo social” en las nuevas condiciones socioeconómicas de la pobreza. Todavía hacia
mediados de los 90, una porción importante de los dirigentes de segunda y tercera línea
municipal registraban esa extracción. Ya como concejales, directores o subsecretarios
“hacían escuela” adiestrando a asistentes o asesores al compás de su ascenso.
En la configuración de los armados y de su consecuencia electoral, los “paquetes”, toda
apuesta a un grupo significaba para los jefes de las agrupaciones una “inversión” cuyo
monto era proporcional a las expectativas de su rendimiento y a la capacidad de sus
referentes de mantener la disciplina de sus subordinados. No obstante, los operadores
también fueron desplegando sus habilidades procurando fracturar las clientelas de sus
competidores. Ahí entraba a jugar otro valor de sus saberes: la información; para lo que
requerían del inestimable apoyo de aquellos que, por estar situados en lugares cruciales del
entramado social, ofrecían, a cambio de algún recurso, datos acerca de la dinámica interna
de cada comunidad.1 Para su acopio, los operadores debían establecer instancias de
sociabilidad múltiples consistentes en visitas periódicas a los barrios y a las casas de sus
aliados, o la invitación paga de estos a concurrir a las sedes partidarias. Las reuniones
solían realizarse con una periodicidad mas o menos constante consistentes en mateadas, y
mas esporádicamente, de suculentos asados que servían para afianzar el vinculo y observar
cuidadosamente gestos, actitudes, ausencias, y presencia significativas. A veces, estos
conclaves terminaban en peleas promovidas y debidamente observadas por los operadores
por juzgarlas situaciones óptimas para obtener información.
Fieles a sus orígenes populares, estos cuadros concentraban, así, los aprendizajes de la
corporación política en torno de los nuevos mundos socioculturales de los sectores
indigentes. Múltiples y heteróclitos, éstos compartían comunes denominadores entre los
que sobresalía la desigualdad congénita de sus relaciones sociales internas. En familias,
grupos vecinales, bandas e instituciones predominaban los individuos más fuertes y
poderosos, seguidos por contingentes subordinados de diferentes tamaños. Las “familias
1 Estos constituían un heterogéneo elenco de personas entre las que se destacaban aquellos con mayor
llegada a las profundidades intimas de las familias como los pays, pastores, y comerciantes ambulantes o
establecidos que, en muchas oportunidades, operaban como confidentes de los diversos problemas de sus
miembros. Su “resolución” era, luego, sometida por los operadores a un cuidadoso análisis sobre su utilidad
política.
5
bravas”, por ejemplo, sustentaban la legitimidad de su poder en su capacidad no solo para
imponerse y hacerse respetar por grupos rivales, sino también en ejercer sobre sus
dependientes una rigurosa jerarquía disciplinaria fundada en principios morales distintos de
grupo en grupo; pero análogos en cuanto a sus contenidos.2
En el mundo popular, la identidad individual de las personas contaba menos que la de su
clan de pertenencia ya fuera familia, banda o institución, o las tres cosas ensambladas;
cuestión indicativa de las especificidades que allí reunía el fenómeno del sufragio. Esas
identidades, asimismo, adquirían perfiles territoriales cuando la centralidad de ciertas
actividades devenía en la causa vital de todo un barrio o de una zona. Ese estigma
estipulaba, a su vez, específicos sistemas de obligaciones reciprocas cuyos garantes eran los
jefes de los clanes mas poderosos, y que debían ser acatadas por toda la comunidad. Por
ejemplo, la zona de Villa Fiorito limítrofe con Lanus estaba identificada por varias
moralidades superpuestas entre las que sobresalía el futbol por ser de allí oriundo Diego
Maradona; y la cultura automovilística dada su cercanía al Autodromo de Buenos Aires.
Las instituciones sociales cardinales eran los clubes deportivos; epicentros, a su vez, de
otras relacionadas con el robo, desarme, falsificación y contrabando de vehículos familiares
y de pasajeros. La socialización en torno de estos valores comenzaba en la infancia merced
a la organización de grandes campeonatos de equipos organizados por los jefes de sus
clanes; algunos de los cuales expresaban, asimismo, su vocación “fierrera” mediante la
“preparación” de autos para correr a altas velocidades en las denominadas “picadas”
durante las noches de los fines de semana en radios diagramados en torno de un punto
central de los cascos urbanos. Futbol y “fierros” definían, entonces, tipos específicos de
indumentaria, corporalidad, códigos lingüísticos y hasta de estéticas musicales.
La política detecto estas nuevas “causas” montándose sobre ellas. De ahí, la importancia
cardinal siempre en esta zona, de los clubes como instituciones comunitarias desde los que
se desplegaban y articulaban múltiples actividades como el deporte, el delito, y por
siempre, la política; porque, de una o de otra manera, los operadores tendían a identificarlas
con la tradición peronista. No fortuitamente era en esas zonas en donde se reclutaban los
“militantes de choque” -barrabravas, y guardaespaldas- más notorios de las diferentes
agrupaciones. Los ideales de realización individual –que, a su vez, siempre respondían a
criterios meritocraticos grupales- eran el jugador de futbol profesional, el corredor de autos,
el delincuente experto, el barrabrava; y, aunque parezca paradójico, el policía. En otras
zonas, en cambio, las identidades territoriales y colectivas transcurrían por otros
andariveles como podía ser una parroquia, templo evangélico o lugar de culto en torno de
un santón; o bien una radio comunitaria asociada a centros de diversión multitudinaria
como boliches y bailantas; o actividades comerciales mayoristas asociadas a otras
industriales como las Ferias de La Salada. Heroísmo, diversión, misticismo, consumo eran,
entonces, entre muchos otros, valores sobre los que se montaba la política identificada
como el ámbito facilitador de esas formas de realización personal y colectiva. La fuerza y la
autoridad debían nutrirse, además, de otras condiciones tales como el número de los
miembros de un grupo; su cercanía habitacional; el control efectivo de sus subordinados; y
la consistencia de los valores de la moralidad entre ellos establecida, definitorios de
lealtades comunitarias cuyo espesor iba mucho mas allá del flujo de bienes materiales
eventualmente provisto por el Estado. Esas especificidades culturales, de todos modos,
2 En el mundo de la pobreza suburbana se denomina “banda” a todo agregado humano dotado de
cierta identidad. Ver Ossona (2008), Op. Cit.
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tampoco deben inducir a pensar en microcosmos cerrados sino en complejas mixturas. El
voto estaba sujeto a esos valores. Todo el sistema, sin embargo, fue encuadrado en una
subestructura de instituciones comunitarias de base territorial orientada a un ordenamiento
básico de la compleja gama de situaciones nuevas.
Poderes territoriales e institucionales
Las instituciones reconocidas por el Estado municipal eran la unidad más tangible de la
política barrial, y las que delineaban las jurisdicciones por las que su burocracia intento
ordenar, mínimamente, el nuevo panorama del mundo de la pobreza. Pero esa dimensión
política, relativamente autónoma de la partidaria y de la administrativa, fue, como se vera,
mas un resultado que una decisión. Las sociedades de fomento eran las mas antiguas; y
cada barrio tradicional tenia una. Los barrios nuevos, en cambio, dada la reglamentación
vigente, solo podían constituir centros de menor envergadura. Durante la urbanización
acelerada de los años 60 surgieron, así, otros múltiples que, a partir de los 70, fueron el
epicentro, en medio de los conflictos en el interior del peronismo, de una intensa
politización a la que muchas no sobrevivieron. Las ocupaciones de los 80 generaron, luego,
una nueva generación –centros culturales, uniones vecinales, fundaciones, etc.-; al tiempo
que en las anteriores se tendieron a registrar -signo de los nuevos tiempos- procesos de
democratización para remover comisiones directivas cristalizadas desde hacia mas de diez
años.
Cada nuevo asentamiento debía conformar una entidad como condición para su
reconocimiento, cuyo liderazgo casi siempre solía recaer en los jefes de las familias “puntas
de lanza” de la ocupación. Pero en todas las estudiadas se registraron, poco después, los
citados conflictos que terminaban con la eliminación de grupos enteros seguidos de
equilibrios más permanentes correlativos al balance de fuerzas real de cada comunidad,
definida por sus apoyaturas políticas, y por su capacidad de aglutinar armas frente a una
amenaza externa o a la necesidad de atacar a un enemigo. Las primigenias se convirtieron,
así, en “instituciones madre” que recortaban la jurisdicción barrial exigida por el
municipio. Ello, sin embargo, no fue óbice para que, por debajo, dejaran de emerger otras
entidades –religiosas, deportivas, sanitarias o educativas- aunque sin poder definir nuevos
territorios oficiales. Esa jurisdiccionalidad tampoco era taxativa, porque los territorios de los
aparatos políticos solían exhibir diversas superposiciones. Tales eran los casos de los
asentamientos nuevos que, sin dejar de conformar sus propias instituciones, eran
coordinadas por la de un barrio anterior que las tutelaba incluyendo a sus líderes en su
logística de relaciones de su armado.
En el orden de la gestión interna, hasta fines de los 80 los conflictos se solieron dirimir
en procesos electorales cuyos resultados -aunque plagados de “aprietes”, denuncias de
fraude, o batallas campales a las trompadas o a los tiros- al menos, en las formas, fueron
respetados. Luego de transiciones más o menos violentas, se fueron delineando los “dueños
de la situación territorial”. En los asentamientos mas recientes, los clanes tendieron a
concentrarse espacialmente; y como, a su vez, el municipio convenía para su legitimación
condiciones de urbanización –trazado de calles, delimitación de manzanas, etc.- se los
dividió en manzanas de diversa regularidad a cuyo frente se designaba a un “delegado
manzanero” que, casi siempre, era el miembro de un clan poderoso. Así, en principio, los
barrios describían geografías políticas definidas por las diferentes “bandas” reconocidas por
la densidad de sus clanes o por sus actividades salientes; legales, ilegales, o combinadas. El
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gobierno de esta subterritorialidad fue uno de los desafíos mayores para los jefes
comunitarios. En algunos casos, se trato de institucionalizarla mediante la constitución de
cuerpos de delegados manzaneros en sustitución de las asambleas comunitarias o por
combinaciones de ambas; pero el faccionalismo político no hizo más que atizar sus
conflictos internos. Es que la colegialidad supuesta por estas estructuras no se ajustaba a la
tradición patriarcal y caudillista de estos sectores sociales. Los operadores siguieron con
atención estas situaciones maniobrando a favor de uno u otro sector; aunque sin perder
nunca de vista que, finalmente, debía respetarse una de las reglas básicas de la “Sociedad
Anónima”: no mas de un representante de cada agrupación por barrio.
Pero hacia los 90 las prácticas democráticas y colegiadas fueron progresivamente
abandonadas; cobrando las conducciones institucionales un carácter patrimonial: eran “de”
sus jefes y sus parientes o allegados de modo, tácitamente, vitalicio. No obstante, un statu
quo que aspirara a ser duradero requería de cierta inteligencia en articular acuerdos
mínimos entre la institución madre, las subordinadas, y los poderes familiares. Hemos, por
ejemplo, el caso del dirigente fundador de un barrio que incluía en el consejo directivo de
su “centro cultural” a un pay umbandista; un músico de un tradicional grupo de los años 70
de gran predicamento popular; un pastor evangélico; y un militante duhaldista ortodoxo.
Cada uno aportaba su cuota de representatividad a la entidad: así, mientras el pay le
trasmitía las intimidades de muchas familias –insumo político fundamental para jefes
territoriales y operadores-; el cantante operaba como asesor de los grupos juveniles
interesados en organizar nuevos conjuntos a raíz del abaratamiento del precio de los
equipos, además de un proyecto -finalmente frustrado- de instalación de una radio
comunitaria. Los pastores, por su parte, entre sus múltiples papeles, contenían a un número
significativo de jóvenes enviados al templo por sus padres para evitar su captación por las
bandas; y el militante, le permitía regular y comprender las vicisitudes de la puja entre las
agrupaciones. Esa institución desplegaba, a su vez, un espectro muy vasto de funciones
cuasi estatales para lo que debió dotarse de una infraestructura edilicia adecuada. En pocos
años, concentro una sala de atención pediátrica; un centro de alfabetización de adultos; una
escuela de artes y oficios; y una carpintería comunitaria. Los recursos transferidos por el
Estado para financiar estas actividades eran, de todos modos, superiores a los
requerimientos para su funcionamiento; y se destinaban, prioritariamente, a cubrir las
necesidades del vasto armado electoral de su caudillo. No obstante, la función primordial
del centro era la urbanización y construcción de viviendas; tarea crucial que lo convertía en
el centro neurálgico de diversos intereses. La tolerancia y concupiscencia del jefe en los
roles comunitarios anteriores, sin embargo, se tornaba intransigencia en esa cuestión a la
que definió como su causa vital; convirtiéndose en un implacable y temible fiscal de
burócratas, contratistas, y capataces.
La eventual decadencia de un caudillo arrastraba a toda la institución que, sin
desaparecer, pasaba a ingresar en el vasto cementerio de entidades formalmente
constituidas pero lideradas por conducciones testimoniales; útiles solo en circunstancias
excepcionales. A diez años de consagrada la democracia fue surgiendo, entonces, una
subcultura política de base paralela a la de la corporación. Uno de sus principios fácticos
consistía en que la puesta en jaque de un liderazgo o de un grupo vecinal se habría de
resolver menos mediante la disputa de “su” institución que a través de su vaciamiento. Se
creaba, entonces, otra pletórica de recursos financiados por un sector de la burocracia
municipal que realizaba en ella una cuantiosa “inversión” consistente en planes de
urbanización, alimentarios o sanitarios; contratos laborales precarios en la planta municipal
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o sus delegaciones; espacios para emprendimientos comerciales informales en zonas
centrales –florerías, fruterías, kioscos mayoristas, playas de estacionamiento, espacios
exclusivos de venta ambulante en lugares estratégicos,- etc. Ello incluía, a veces,
franquicias para la realización de otros ilegales como los desarmaderos de autos robados
disfrazados de talleres mecánicos; zonas liberadas para la concentración de artículos
robados; quioscos para la venta de drogas, etc.3 La “inversión”, apostaba, así, a mejorar su
performance electoral y su predicamento en la zona. Volveremos sobre esto en una próxima
sección.
Valga, al respecto, el ejemplo de una poderosa sociedad de fomento del corazón de
Villa Fiorito. Durante los 80 había experimentado un notable proceso de democratización
que coloco al frente de su conducción a un prestigioso clan paraguayo-argentino de
extracción católica. Luego, la alianza del clan con el intendente la convirtió, ya en los 90,
en la cabeza del primer “consejo de organización de la comunidad” del distrito; liderando al
conjunto de asentamientos emergentes durante los años anteriores.4 Pero luego de una
elección democrática ejemplar, la familia gobernante convirtió a la institución en un
patrimonio propio distribuido entre hermanos, cuñados y primos. La parálisis de los
distintos programas de urbanización planificadas desde los Estados nacional, provincial y
municipal, y su propia fractura interna determinaron su crisis hacia fines del decenio;
rematada por una violenta ola de ocupaciones compulsivas que se alzo con buena parte su
jurisdicción aun vacía, y arrasó sus proyectos institucionales. Si hasta el día de hoy algunos
parientes del clan siguen influyendo en su administración, esta luce vacía y decadente. Sus
tareas comunitarias han quedado reducidas a un jardín de infantes y al alquiler periódico de
su salón para la celebración de fiestas privadas; aunque, a veces, la municipalidad la utiliza
para distribuir los recursos procedentes de planes focalizados. El eje del poder territorial se
traslado, entonces, a uno de sus barrios satélites; pero el real, dentro de los límites de esa
histórica barriada, lo asumió de hecho el caudillo de un club social y deportivo.5
Casos como este se daban, de todos modos, muy ocasionalmente porque, una vez
consolidados, los liderazgos barriales configuraron densas madejas de poder territorial
asociados con los poderes burocrático y político municipales; extendiendo su control a
cooperadoras escolares de la zona, los centros educativos complementarios, las unidades
sanitarias, etc.6 Allí, los jefes territoriales procuraban colocar a sus hombres, forzando a la
burocracia estatal a sujetarse a sus decisiones; y generando otro escenario de tensiones y
fricciones que , una vez mas, requería de la intervención negociadora y mediadora de los
operadores de base. Cualquier intento de modificar este estado de cosas resultaba, entonces,
muy costoso y muy poco predecible en cuanto a su resultado debido a que los operadores
3 . Ver Ossona (2007 y 2008).
4 Los “Consejos de Organización de la Comunidad” fueron microcomunas en las que fue dividida el
municipio a instancias de un ensayo de descentralización que procuro delegárseles a las instituciones barriales
en general. Se dividió al municipio en cincuenta y cuatro consejos procurando administrar los cada vez más
reducidos fragmentos territoriales en jurisdicciones mas vastas. El experimento, lanzado en 1992 entro en
descomposición a partir de 1997 y fue disuelto en 2000 por el traumático gobierno de la Alianza. Ver
Frederic, Sabina; Buenos vecinos, malos políticos. Buenos Aires. Edit. Prometeo, 2004 y Ossona, (2008 y
2009). 5 Ver Ossona, (2008).
6 Hemos ahí lo que Javier Auyero denomina la “zona gris” entre la política municipal, tanto en el
plano burocrático y electoral y la específicamente barrial-comunitaria de base en la que se configuraban los
“aparatos”. Ver Auyero, Javier; La “zona gris”. Violencia colectiva y política partidaria en la Argentina
contemporánea. Buenos Aires. Siglo XXI Editores, 2007. Cap. 1 y 5.
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debían a apostar a otros grupos de consistencia y fidelidad dudosas. Por ello, se fueron
tornando cada vez más conservadores; optando por respetar a los tradicionales “dueños de
la situación”; tributarios, a su vez, de diferentes feudos burocráticos. En vísperas
electorales, las instituciones se trasmutaban en subagrupaciones locales cuyo comando
funcionaba en el domicilio de su principal referente de base y que se disolvían
inmediatamente después del comicio. La puja, en cambio, se tendió a concentrar en el
escenario mucho más volátil de los poderes familiares.
Llegados a este punto resulta indispensable desentrañar la anatomía y la fisiología de los
poderes sociales que subyacían a todo este andamiaje subinstitucional y en los que
anidaban los armados electorales. Sin duda, los exponentes de la subestructura institucional
constituían los armados más seguros y poderosos. Por caso, la citada Sociedad de Fomento
fioritense llego a convocar durante su auge, promediada la década del 90, a unos cuarenta
mil votos procedentes del encuadramiento de las conducciones de los distintos barrios
satélites en un “consejo de organización de la comunidad”. Sin embargo, por debajo de ella,
subyacían aparatos más frágiles, pero también multitudinarios, de base fundamentalmente
familiar.
Los poderes familiares
Se trataba de ensambles rizomáticos muy concentrados en distintos barrios cuyos líderes
podían llegar a movilizar a cientos de personas. Este segmento constituía la presa más
disputada por diversas facciones peronistas. Un analisis detenido de su evolución
morfológica a lo largo de la nueva democracia, partiendo de los datos ofrecidos por los
sucesivos censos, indica que hacia fines de los 80 y durante los 90 solo un 20% de las
familias de viejas y nuevas vecindades presentaban la extensividad clásica de las décadas
anteriores; y dentro de ese porcentaje, en su mayoría, se trataba de inmigrantes de países
limítrofes. El 80% restante, en cambio, se distribuía en un panorama de tramas diversas
que, en muchos casos, ocultaban una extensividad de nuevos contornos relativos a las
estrategias de supervivencia en las nuevas condiciones socioeconómicas.7
La mayoría de las tomas de las que emergieron los nuevos asentamientos fueron
emprendidas por grupos en los que el origen familiar constituía su elemento distintivo.
Contingentes enteros estaban formados por hermanos, primos, y allegados de parentescos
tangibles que constituían un factor de cohesión indispensable dado el desenlace incierto de
las aventuras urbanizadoras. Fue a partir de esos clanes que emergieron los nuevos
liderazgos. Una ocupación masiva podía llegar a movilizar a miles de personas y a definir
cientos de hogares. Sin embargo, en el balance final, terminaban dominando el nuevo
asentamiento un número mucho mas reducido de clanes que, en el lenguaje local, suelen
denominarse “bandas”. Las de origen familiar eran las más consistentes, y su identidad se
expresaba, en las más tradicionales, a través de los apellidos –“los Ramírez”, etc.- y en las
marginales con frecuentes apodos de origen animal –“los Caranchos”, “los Monitos”, “los
Buitres”, etc.- Cada “banda” establecía un sistema de obligaciones morales fáctico que se
prolongaba, una vez consolidado el nuevo barrio, a través de las citadas estrategias de
reproducción. Entre estas redestacaban, en primer término, la proximidad espacial: algunas
podían controlar, en principio, áreas enteras de un asentamiento para, luego, dispersarse;
7 Censo Nacional 1991, Gran Buenos Aires.
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aunque siempre preservando la cercanía espacial. 8 Otro factor relativo a su reputación
vecinal era su número: cuanto mas nutrida era la red –sobre todo en cantidad de hombres
fuertes, aguerridos y amenazantes- más respetabilidad ganaba el clan. De ahí que los más
marginales y asociados con el delito optaban por las citadas denominaciones animales tanto
para el grupo como para sus jefes.9 La fuerza de estos últimos, medida en su capacidad de
resistencia física a través de peleas íntervecinales era aquello que les confería
denominaciones como “porongas” o “batatas”.
La connotación erótica de este rango no era meramente metafórica, y constituía un
insumo sutil para los operadores porque un individuo que ganaba notoriedad merced al
relato de sus amantes motivaba el deseo inmediato de muchas otras mujeres, pudiendo
erosionar la autoridad de jefes de poderosos armados. La fidelidad conyugal era un valor
formalmente ponderado; pero poco practicado. La consiguiente erotización de las
relaciones sociales, bien notoria en el lenguaje vulgar cotidiano, determinaba que la fama
de un buen amante trascendiera; detonando una competencia no siempre velada entre las
mujeres del vecindario, o aun dentro del clan, por recibir sus favores sexuales. Su
reputación, luego, debía preservarse, al punto que negarse a una invitación femenina podía
significar un descrédito que se difundía en relación proporcional a su prestigio. El valor
político de estas situaciones se ponía de manifiesto en el hecho de que, en muchos casos,
estas no eran espontáneas sino producidas de acuerdo a un repertorio bastante clásico. Así,
cuando se registraban sospechosas ventas o recambios masivos de familias concentrados
en una zona barrial, resultando la mayoría de los nuevos vecinos hombres jóvenes muñidos
de poderosas motos o de coches llamativamente ornamentados y “preparados” para correr
“picadas”, se encendía la alarma de operadores, jefes territoriales y familiares porque, casi
siempre, subyacía al recambio una embestida a sus respectivas autoridades mediante la
seducción de las mujeres de sus clanes con su zaga de peleas, embarazos adolescentes o de
dudosa paternidad, y separaciones. El éxito eventual de la operación, podía reconfigurar el
mapa de lealtades políticas de barrios enteros respecto de las distintas agrupaciones
inscriptas en la burocracia municipal; comprometiendo miles de votos.
La competencia también se reproducía en el interior de los clanes entre esposas, cuñadas
y suegras; o aun de hijas tras la eventual muerte de la madre. En esos casos, la preservación
de la unidad de un clan exigía la legitimación de diversas formas de poligamia. La
configuración de estos verdaderos harenes era concebida como una solución natural para
preservar la unidad de las familias. De ahí, que a veces, existieran extrañas relaciones
parentales de padres-abuelos o de hijos-sobrinos encubiertas como relaciones de
compadrazgo. Un legendario caudillo territorial de Ing. Budge ostentaba el honor de poseer
tres esposas que compartían el mismo hogar con sus respectivos hijos. Estas procedían, a su
vez, de familias poderosas distribuidas en diferentes barrios de esa localidad, y que eran
depositarias de funciones políticas específicas relativas a los intereses del jefe y a los de sus
respectivos clanes de acuerdo a una verdadera división de tareas: así, mientras una regía la
administración de tierras y viviendas; otra coordinaba la asistencia social; y otra la
regularidad del sistema de los transportes ilegales. A estas se sumaba un elenco de varias
8 . Ver Margulis, Mario y Urresti, Marcelo; Familia, hábitat y sexualidad en Buenos Aires.
Investigaciones desde la dimensión cultural. Buenos Aires. Editorial Biblos, 2007. 9 También, a veces, eran relativas al estilo de sus prácticas comunitarias como los casos
paradigmáticos de “Bichoco” (de bicho malo y dañino), “Pantera” (una fiera implacable) u “Hormiga”, quien
además de ser de porte pequeño, se caracterizaba por trabajos secretos para destruir armados ajenos.
11
decenas de amantes o ex esposas que, pese a la separación, seguían considerándose sus
conyugues “políticas”. El hacinamiento habitacional es un dato no menor para la
explicación de esas relaciones; aunque estas arraigaban en toda una concepción cultural del
cuerpo estudiada, durante los últimos años, por sociólogos y antropólogos.10
Estas situaciones, asimismo, como tantas otras, dan cuenta de la volatilidad de los
poderes familiares definidos por la capacidad diferencial de sus jefes de preservar la
cohesión y disciplina del grupo. Si un clan poderoso se sumía en una crisis, sus diversos
fragmentos se subordinaban en otros que los incorporaban a su extensividad tacita. Pero la
responsabilidad de los casos de hogares monoparentales encabezados por mujeres
abandonadas por esposos, padres y hermanos, y sin referentes mas vastos, recaía en las
institucionales territoriales que intervenían como una familia sustituta. Esa representación
fue estimulada por el gobierno municipal que, durante los 90, aposto a reforzar el control
estatal efectivo de la población a través de las instituciones vecinales. Estas fueron
sometidas a un trabajo ideológico inspirado por su ala nacionalista católica afincada en la
Secretaria de Cultura que abarcaba a toda la sociedad lomense, y que pretendía crear un
panteón de próceres vivos que descendía en la escala social desde los exponentes más
añosos y sobresalientes de las viejas familias de elite del distrito hasta los jefes de las
instituciones territoriales de los sectores populares. Cada entidad fue concebida, entonces,
como “gran familia” sostenida por un “padre” fundacional devenido en modelo para armar
a partir de una narración mítica que arrancaba, en el caso de los asentamientos, con la
epopeya de la ocupación. Los jefes debían, luego, confirmar esa identidad a través de un
trabajo cotidiano de connotaciones paternalistas, tanto en la administración pública como
en el barrio reafirmado en festividades rituales comunitarias de carácter plebiscitario. Estos
fragmentos, naturalmente, eran sumados al armado del jefe territorial; pero, como se
recordara, este era solo uno en el mosaico de aquellos contenidos dentro de su propia
jurisdicción barrial.
En el curso de esa década y de la siguiente, al compás de la consolidación de los nuevos
asentamientos, el tamaño promedio de los clanes extendidos tendió a reducirse; pero estos
continuaron configurando un campo relacional en el que se recreaban. Los clanes,
asimismo, atravesaban etapas de consistencia y fortaleza seguidas por otras de crisis y
desagregación que, en algunos casos, terminaban con su disolución definitiva. Otros, en
cambio, renacían de sus propias cenizas a partir de un individuo o de un elenco de primos o
hermanos que rescataban al apellido o al mote de la humillante degradación asestada por
sus rivales. De todos modos, los jefes restauradores no necesariamente pertenecían a la
parentela primigenia porque como los núcleos familiares cooptaban como seguidores a
muchos jóvenes encandilados por su poder, solía ocurrir que algunos de estos ostentaban
transitoriamente su denominación como una suerte de “marca” a la que luego relevaban
mediante la suya propia. A veces, los nuevos lideres no eran sino aquellos que habían
operado en contra sus jefaturas extintas, detenidas, o despreciadas; pero que,
eventualmente, podían llegar a reconocer su autoridad en tanto exhibieran fuerza,
resistencia, y un buen capital social de contactos políticos para favorecer jerárquicamente a
sus decenas de parientes en la red de franquicias ofrecidas por el poder municipal. No
obstante, los jefes territoriales procuraban evitar la recreación de clanes poderosos porque
además de significar un desafío a su autoridad, podían comprometer las pautas de de
10
Ver Margulis (2005), Op. Cit.
12
urbanidad trabajosamente impuestas en términos de numero de familias por lote;
interdicción de ocupar espacios públicos como plazas y calles, etc., en las que estribaba su
pacto con el poder municipal. Esa cuestión era una de las incumbencias específicas y
relativamente autónomas de la política barrial o territorial-comunitaria que requería
aceitados sus mecanismos de funcionamiento interno.
Pero si las grandes familias extensas podían significar un peligro para el statu quo
barrial, no lo eran menos situaciones derivadas de la muerte o de la detención de sus
referentes o de enfrentamientos intestinos, porque de esta dispersión que emergían las
banditas de niños y adolescentes desertores del sistema educativo; caldo de cultivo de
diversos delitos o del fenómeno de los “chicos de la calle” perturbadores de la convivencia
barrial y la tranquilidad publica.11
Cuando la disolución de un clan arrastraba a la
institución vecinal y no existían grupos de relevo, podían quedar a merced de estas bandas
de adolescentes que reproducían también regímenes jerárquicos; pero de una beligerancia
reforzada cuando se involucraban, como casi siempre ocurría, en mano de obra de
organizaciones delictivas o del narcotráfico. Sus ciclos eran, de todos modos, relativamente
cortos por su exterminio a manos de la policía; de otras bandas; o por su autodestrucción
por luchas internas.12
Estos grupos, sin embargo, también eran objeto de atención por los
operadores porque su valor político, si bien marginal, tampoco era del todo despreciable:
podían servir para contribuir a llenar un acto, participar en una ocupación territorial;
contratar votantes apócrifos en los comicios; o bien para ser la peligrosa y temible “punta
de lanza” de protestas radicalizadas en las que, debidamente drogados, estaban dispuestos a
todo por no tener nada que perder.13
En suma, las áreas marginales del municipio fueron configurando a lo largo de las
sucesivas etapas de la nueva democracia un mosaico de aparatos políticos de distinto
tamaño y consistencia institucional. El combustible, por así decir, que los sostenía
cotidianamente era el complejo sistema de prebendas ofrecidos, directa o indirectamente,
por el poder municipal según un riguroso sistema de jerarquías superpuestas que no
reproducían sino las de los propios armados en su interior. Ello, y su organización en los
denominados paquetes electorales serán el objeto de análisis de las próximas secciones.
Las franquicias y la distribución o apropiación de espacios de la economía informal
Hay una cuestión que no puede eludirse y que contribuye a arrojar luz acerca de otra
dimensión crucial tanto de la política como de la vida cotidiana de estas comunidades: la
subsistencia material; el papel que en la cuestión le cabe al gobierno municipal; y las
oportunidades políticas que ello genera para alimentar todo el sistema corporativo. Sin
duda, la restructuración económica significo una redefinición de las funciones sociales del
Estado en la que las políticas universales fueron reemplazadas por otras múltiples que, en
11
Ver Kessler, Gabriel; Sociología del delito amateur. Buenos Aires. Editorial Paidos, 2004. Cap. 6 y
Duschatzky, Silvia y Corea, Cristina; Chicos en banda. Los caminos de la subjetividad en el declive de las
instituciones. Buenos Aires. Editorial Paidos, 2002. Cap. 2 y 4. 12
Hay barrios en los que en nuestros días, fallecen decenas de niños y adolescentes por año en estas
circunstancias. Prueba de ello son las áreas más recientes del Cementerio Municipal en las que este segmento
constituye un 60 % de las sepulturas. Estas se distinguen por una ornamentación específica definida por los
colores de clubes deportivos, pelotas de futbol, autos y motos de juguete, muñecos, y botellas de cerveza. 13
Ver Ossona, Jorge Luis; La “ocupación de las bandas”. Crónica de un “asentamiento golondrina” en
Nueva Urbana en 1998. Buenos Aires. CEHP-UNSAM, 2009.
13
principio, se desplegaron por ensayo y error presumiendo su transitoriedad hasta que las
cosas volvieran a su quicio. Pero no lo fue así; y, entonces, estas fueron adquiriendo un
perfil que, sin perder su carácter fragmentario y no universal, fueron cobrando mayor
organicidad: es el campo de las denominadas “políticas focalizadas”. Hubo ensayos al
respecto tanto en el plano nacional como en el municipal desde los 80; pero estas tomaron
características institucionalizadas recién en la segunda mitad de los 90 cuando la clase
política advirtió el carácter estructural de la nueva realidad y la insuficiencia de la dinámica
del mercado para erradicarla. Esta convicción, plasmada en distintas modalidades de planes
se empezó a difundir aproximadamente en el punto de llegada cronológico de este trabajo,
por lo que nos concentraremos en lo ocurrido durante las dos décadas anteriores; y siempre
en relación con los fenómenos políticos hasta aquí abordados. A tales efectos, volvamos a
nuestro eje analítico: los armados electorales, preguntándonos acerca de los recursos
obtenidos por los grupos populares políticamente organizados desde el Estado municipal
para incorporarlos a sus estrategias de reproducción y supervivencia como contrapartida de
su comportamiento político y electoral. En este caso, comenzaremos por el ejemplo de una
poderosa familia de Ing. Budge muy reputada tanto en su barrio como en la administración
comunal durante los 80 y los 90, hasta su dispersión durante la década siguiente
Se trata de un clan de origen santiagueño y chaqueño constituido por una línea central y
varias colaterales de parientes segundos y terceros, aunque muy concentrados en esa
localidad y en las vecinas. Todos ellos sumaban aproximadamente ciento cincuenta
personas. La línea central estaba compuesta por tres hermanos y dos hermanas siendo los
varones los herederos del extinto jefe de la familia: sodero y antiguo militante radical. En
su condición de jefes registraban, tanto ellos como sus esposas y varios de sus hijos, cargos
informales y formales en la planta municipal; cuestión que tendió a soldar su cohesión
porque les permitió matizar su dependencia respecto de los políticos a través de sus
vínculos con la poderosa corporación sindical. Los hijos, en cambio, se desempeñaban
todavía como trabajadores transitorios sufriendo recurrentes traslados relativos a la
dinámica de las relaciones internas de la “Cooperativa”.14
En los tres casos, sus esposas
trabajaban en su misma dependencia, en la que confluían con otras familias que componían
verdaderas federaciones de clanes burocráticos. Por ello, los Amarilla eran reconocidos
como una de las familias más notorias de la burocracia municipal como articuladoras de
empleo y política. La actividad de los jefes no se agotaba en la administración publica
porque en el centro de Lomas uno de los hermanos poseía una verdulería en un local
“cedido” por la municipalidad, y el otro, una agencia de remises en su propio barrio;
actividad esta ultima crucial para la infraestructura política de la corporación como centro
importante de compilación informativa sobre los movimientos vecinales en todos los
ordenes. Su funcionamiento, asimismo, solo fuera posible merced a una excepción fáctica
tramitada por los operadores respecto de los inspectores, dada la precariedad de sus
vehículos.
La segunda línea, en la que figuraban dos de sus cuñados y varios primos se ubicaba en
un barrio aledaño estratégico para las actividades comerciales por ser vecino de las Ferias
de La Salada. Los vínculos políticos del padre y de sus herederos les permitieron acceder
14
Por tratarse de militantes radicales, estos debían colocarse bajo la orbita de alguna agrupación
peronista por la simple y sencilla razón de que, en algunos barrios, el radicalismo no contaba con “estructura”
propia. Vemos ahí la dinámica de las relaciones de la corporación política a instancias del eje “Sociedad
Anónima”-“Cooperativa”.
14
como arrendatarios de varios puestos en la feria más antigua fundada por inmigrantes
bolivianos; subarrendando algunos, y obteniendo un ingreso respetable al que
complementaban con sus oficios de albañiles, colectiveros y policías. Los puestos
manejados directamente por los miembros del clan eran abastecidos por varios talleres
localizados en las cercanías o en el Bajo Flores. Su afiliación política fue crucial en la
obtención de cedito para el alquiler de los puestos como para la compra de maquinas que
alquilaban a un grupo muy concentrado y emparentado de vecinas de una cuadra que
producían textiles a facon, un negocio solo habilitable merced a contactos políticos para
eludir, una vez mas, las inspecciones municipales.
Había una tercera línea más pobre y de parentesco más remoto. La franquicia gestionada
por los jefes alcanzaba, en ese caso, a un grupo de jóvenes primos y parientes a los que se
les reservaron cuatro puestos en lugares estratégicos diferenciales para la venta callejera –
dos pasos a nivel, una esquina muy transitada, y un puesto en el túnel de una estación
ferroviaria- en los centros de Banfield y Lomas. La agrupación no solo tramitó y garantizó
ese espacio exclusivo sino que también estableció el contacto con el mayorista clandestino -
perteneciente al armado de otra corriente- al que se le impuso, no obstante, la interdicción
de procurar incorporarlos en su aparato Su buena educación y bonhomía los torno queridos
-cosa extraña- para los transeúntes. Este núcleo juvenil, sin embargo, sufrió la reprimenda
de sus parientes lejanos cuando intentaron emprender ellos una empresa de distribución
menor patrocinada por el mayorista sospechado de pretender incorporarlos a su red. Como
contrapartida, se les prometió nuevos lugares estratégicos después de las elecciones de
1995 sobre la base del resultado comicial.
La multitudinaria familia solía reunirse varias veces al año en ocasiones como
cumpleaños, bautismos, y las fiestas de fin de año; pero había dos que eran sagradas, y a la
que debían asistir todos: el día del padre y el de la madre que celebraban juntos los casi
ochenta miembros de esa condición. La agrupación no estaba ausente de esos eventos
porque solía prestarle un amplio galpón que, en tiempos electorales, servía para realizar los
actos de campaña. En esas instancias todo el clan se movilizaba, realizando diversas
actividades proselitistas; y ofreciendo, asimismo fiscales, fiscales generales y presidentes
de mesa para garantizar el control del comicio y la fidelidad de sus seguidores. Varios de
ellos, hombres y mujeres, debían estar ese día en contacto permanente con los operadores
ante la eventualidad de tener que ir a votar con documentos de muertos o falsos en
determinadas mesas. La remiseria, por su parte, se concentraba ese día en llevar sus
paquetes de familiares, allegados, y a los ordenados por sus jefes a los lugares de votación.
El ejemplo de esta familia laboriosa, para la que el trabajo y la honestidad constituían la
piedra angular de sus actividades y de su sistema de obligaciones reciprocas, sin embargo,
se inscribía en un espectro mucho mas vasto de armados en los que no estaban excluidas las
actividades delictivas que, en muchos casos, definían su cohesión y fisiología; aunque
siempre matizadas por otras legales y por el empleo publico de sus jefes. Los jefes de los
armados, territoriales o no, junto con sus mujeres registraban, en todos los casos, empleos
casi siempre informales en la planta municipal desde donde establecían contactos con
diversas reparticiones municipales para conseguir bienes para su red procurando extenderla
en el marco de las citadas tensiones inducidas por los operadores.
Llegados a este punto debemos señalar que todo este sistema de franquicias estaba
garantizado por la burocracia municipal a través de una infraestructura informal
concentrada en los transportes, las tierras, y las viviendas, y en las comunicaciones; cuyas
actividades son administradas, en algunos casos, directamente por los dirigentes; y en otros,
15
tercializadas a favor de los jefes de sus respectivos armados. Precisamente por ello, los más
poderosos, solían especializarse en esas actividades cardinales; aunque nunca
exclusivamente, porque los negocios de la pobreza eran muchos y abarcaban a todas las
actividades económicas que, en su mayoría, no reunían las condiciones exigidas por la
rigurosa reglamentación municipal. Hemos ahí, entonces porque esta economía informal de
la pobreza se sitúa en una zona gris entre la legalidad y la ilegalidad en la que confluían
políticos, operadores y referentes de base. Veamos los casos más paradigmáticos.
Las ocupaciones masivas de los 80 y fines de los 90 agravaron los problemas de
irregularidad dominial de los terrenos cuya tenencia estaba testimoniada solo
eventualmente por precarios boletos de compra venta. En esos casos, los jefes territoriales
se convirtieron en garantes de transacciones realizadas por fuera de la economía formal;
aunque definiendo un submercado cuyos valores terminaron siendo estipulados por la
racionalidad de especuladores interconectados entre si que las tasaban con arreglo a un
menú de diversas variables. Muchos jefes territoriales, aunque no solo ellos, se convirtieron
así en verdaderos brokers inmobiliarios impulsores de tomas y de los denominados
“asentamientos golondrinas” en los que localizaban a miembros de su clientela que , a
cambio de una comisión, las retenían hasta su inmediata venta ni bien se consagraba el
nuevo poblado. Luego, su negocio continuaba mediante el alquiler o las comisiones de
compras y ventas que debían acordar con los jefes de las “instituciones madre”. Su ascenso
y reconocimiento determino que fueran una pieza clave para embestir en contra de armados
rivales trasladando masivamente paquetes de vecinos de un barrio a otro de acuerdo a la
lógica descripta en la sección anterior. Para ello estos “armados de alquiler” contaban con
miles de allegados dispuestos a operar según los designios de sus operadores o de otros a
cambio de una comisión. Su plasticidad los termino convirtiendo en temibles para
operadores y dirigentes; y los intentos por controlarlos se vieron dificultados por su ascenso
y consiguiente autonomía. A lo sumo, se debieron conformar con aportes cada vez mas
reducidos a sus cajas partidarias.
Otros armados, en cambio, apostaron por el negocio de los medios de transporte entre los
que se destacaban las denominadas líneas de colectivos “truchos” y las remiserias. Un
celebre caudillo de Budge dedicado al robo de vehículos encontró, por ejemplo, su
oportunidad asaltando colectivos de línea. Merced a sus vínculos con la red de
desarmaderos de Villa Fiorito y Villa Caraza en Lanus, luego, los camuflaba repintándolos
como transportes escolares y dotándolos de documentación adulterada. En pocos años era
el propietario de tres líneas “truchas” compuestas por veinticinco micros que empezaron a
recorrer barrios de difícil acceso por falta de calles asfaltadas o por razones de seguridad;
ocupando a decenas de choferes, y asestando un golpe mortal a varias líneas regulares
cuyos propietarios debieron venderlas a precios viles; sugestivamente, a dirigentes
políticos. La actividad entonces se expandió; ampliando sus circuitos entre los barrios y
encrucijadas neurálgicas de arterias como el Puente de La Noria o el Cruce de Lomas. Este
dirigente -asesinado a fines de los 90 intentado, presuntamente, asaltar a una terminal de
ómnibus- constituyo, por ello, una pieza central para la expansión de las ferias de La
Salada. Emprendimientos semejantes se reprodujeron, luego, en diversos barrios pobres de
la zona convirtiéndose en un insumo esencial para una corporación que, ni bien hizo pie en
la versión formal del negocio, los empezó a contemplar, con recelo porque estos referentes
concentraban el poder territorial de las instituciones con el familiar de los armados y el
burocrático, dados sus puestos y contactos municipales. La desregulación económica
decidida por el gobierno nacional en 1993 posibilito, asimismo, otro negocio: las
16
remiserias, pieza crucial de la infraestructura de la corporación en la que confluían el
mercado legal de vehículos usados con el ilegal de los robados.
Las grandes ferias de artículos, en principio, importados de contrabando o robados por la
piratería del asfalto, fueron también abriéndose cauce en distintos barrios lomenses; aunque
la más sobresaliente y exitosa fue aquella fundada por varios abogados bolivianos en Ing.
Budge, luego imitados por otras dos. Surgió, así, el complejo de ferias de La Salada. La
anatomía de la propiedad de estos centros comerciales era, y sigue siéndolo, un misterio
porque el patrimonio de los puestos estaba muy concentrado en manos anónimas cuyo
negocio formal consistía en su alquiler y subalquiler en donde confluían clientelas de
distintos armados de la zona. Su cara visible son los “administradores”, en realidad,
representantes políticos significativamente reclutados en jefes de armados de esa localidad
cuya alineación política fue variando al compás de la autonomía que les confería el
negocio. Estas ferias, luego, extendieron sucursales en todos los barrios pobres del distrito y
en todo el territorio nacional: las denominadas “saladitas” o “ferias paraguayas”. Es
indudable que confluían en la propiedad de los puestos dirigentes de base ascendidos y
políticos, pero en una relación tensa por la voluntad de los primeros de deshacerse de esos
onerosos “controles”; y en el de los políticos la de capitalizar a su favor el negocio para
alimentar sus “cajas negras” o su propio patrimonio.15
A la manera de un sistema de vasos comunicantes, las ferias conformaron, ya en la
década del 2000, cadenas de negocios con fabricantes de textiles falsificados que trabajan a
facon o en talleres clandestinos con mano de obra boliviana ingresada mediante un sistema
de trata y de explotación a destajo. Muchos de estos inmigrantes luego eran documentados
para poder votar; estableciéndose un circuito entre talleristas y operadores de las
agrupaciones para organizarlos en paquetes electorales. Otro tanto ocurre con los grandes
contratistas paraguayos de trabajadores informales de la construcción privada –fuertemente
asociada a los intereses de la corporación política-; a su vez, asociados en otros negocios
con grupos locales como el robo de vehículos; el tráfico de marihuana; y el de mujeres para
su prostitución. También, con los mayoristas de golosinas o artículos procedentes de los
relates de aduana o lisa y llanamente del contrabando; en su mayoría, testaferros de
dirigentes de la corporación política, o empresarios de origen delincuente que lograron
blanquear su negocio como proveedores del Estado. En todos ellos, las agrupaciones se
distribuían entre sí los citados racimos de vendedores ambulantes, distribuidos en espacios
públicos rigurosamente reservados e intercambiables según la dinámica de la lógica política
y electoral.16
En síntesis, todo este sistema de franquicias ofrecidas por las autoridades municipales era
distribuido entre los jefes de los armados que, asimismo, las repartían a favor de sus
secciones de acuerdo a jerarquías piramidales concéntricas en torno de jefes menores. El
éxito de muchos de estos dio lugar a una movilidad social que tendió a acentuar su
autonomía política; aunque no sin tensiones y fricciones recurrentes. Ello tiende a
relativizar el supuesto de un segmento popular miserable, estático, y crónicamente
dependiente respecto de sus mandantes políticos. Esos ascensos tendieron, incluso, a
15
Ver Ossona, Jorge Luis; El Shopping de los pobres. Anatomía y fisiología socioeconómica y política
de La Salada. Buenos Aires. UNSAM-CEHP y UBA-FCE/CEINLADI, 2010. 16
Ver Ossona, Jorge Luis; La inmigración paraguaya y boliviana en el norte de Lomas de Zamora
durante los últimos veinte años. UNSAM-CEHP y UBA-FCE/CEINLADI, 2011.
17
restringir la extensión y diversidad de los armados, como se demostraba cabalmente en
cada proceso electoral.
II. LOS “ARMADOS” EN MOVIMIENTO ELECTORAL: LOS “PAQUETES”
Las campañas
Cuando se ingresaba en la etapa preelectoral el ritmo de la política se iba acelerando, y
la acción de los operadores se intensificaba. Todos ellos iban tomando posiciones para
lanzarse a campañas en las que los “armados” electorales cobraban una doble dimensión:
una superficial, consistente en visitas, etc.; y otra subterránea: el armado de los “paquetes”.
Como lo señaláramos en líneas anteriores, los movimientos empezaban varios meses antes,
cuando el Juzgado Electoral procedía a confeccionar los nuevos padrones. Los jefes de la
“Sociedad Anónima” influían sobre el intendente para que este moviera sus influencias en
el Tribunal de manera de concentrar votos propios en aquellas mesas en donde la oposición
era más fuerte; o bien redistribuirlos para resolver conflictos poco solucionables entre
clanes y grupos cuyas pugnas perturbaban el trabajo de los operadores. Estas gestiones eran
ultrasecretas por lo que los líderes de las agrupaciones aguardaban, ansiosamente, el
resultado de sus demandas. A medida que fue avanzando el procesamiento informático de
los padrones, las posibilidades de averiguar con mucha anticipación su confección se
fueron restringiendo. El Tribunal les encomendaba la tarea a técnicos contratados
transitoriamente encargados de armar toda la infraestructura tecnológica electoral. Para
evitar filtraciones, esta información se localizaba fuera de su sede hasta, aproximadamente,
un mes antes del comicio. Sin embargo, estas se producían de todos modos, porque
pequeños emprendimientos empresariales de técnicos asociados a estos contratados les
compraban los disquetes con toda la información que, luego, fragmentaban y revendían a
precios superlativos a los distintos jefes políticos. Recién entonces, estos podían someterlos
a la consideración de los operadores de base. Hemos ahí, entonces, el primer gran gasto de
campaña.
Se procedía, luego, a analizarla según cada circuito electoral y cada escuela o sitio de
votación para definir los mecanismos de contralor del comicio mediante fiscales, fiscales
generales, y presidentes de mesa. Reclutar a estos ejércitos de miles de militantes era una
delicada cuestión porque había que conjugar control con compromiso; articulando
demandas con resultados. El financiamiento de toda esta maquinaria insumía más de una
tercera parte de los recursos destinados a cada elección. Las autoridades de mesa resultaban
figuras centrales porque la competitividad de las facciones requería de funcionarios lo mas
flexibles posible a las presiones de los “dueños de la situación” locales. Si hasta los 80,
estos se escogían entre docentes, profesionales y estudiantes; ya hacia fines de los 90,
surgió otra línea de intersección clandestina entre los dirigentes y los funcionarios del
Juzgado Electoral provincial para digitar los nombramientos. También allí debían aceitarse
los mecanismos de la corporación política debido a que el análisis pormenorizado de los
padrones determinaba el peso especifico de cada agrupación en cada mesa, definiendo una
suerte de statu quo que tendía a ser aceptado por todos los operadores interconectados
entre si por las discretas redes de “radiopasillos”. Dicho de otro modo, cada operador
dilucidaba que agrupación era la mas fuerte en cada mesa a los efectos de gestionar, en la
medida de lo posible, un presidente a su medida si el numero de votantes de sus paquetes
así lo ameritaba. Esta cuestión era operada desde arriba por los jefes políticos u otros
18
referentes de acuerdo a una dinámica mucho más secreta y delicada cuyo resultado recién
se dilucidaba en la semana anterior al comicio.
La elección de los presidentes, de todos modos, no siempre coincidía con lo esperado
por el “sentido común” porque, ya fuere por razones azarosas, o por la habilidad y el
manejo de fondos de aquellos que influían en el Juzgado, a veces los cargos recaían sobre
desconocidos de sospechosa filiación. En esos casos, las alertas de los operadores se
encendían porque solían anticipar la avanzada de otra agrupación competidora que,
significativamente, apostaba demasiado – es decir, que “invertía” mucho- en colocar a un
presidente en un sitio cuyo predominio consuetudinario correspondía a otra. Uno de los
últimos exponentes de la política anterior a 1983 en Ing. Budge, advertido del
nombramiento de presidentes de mesa distintos de aquellos de su confianza, detuvo, al
frente de una banda armada, a los camiones del Correo que llevaban urnas y padrones para
las elecciones legislativas de 1997. Ya en la escuela, y con la debida aquiescencia del
comisario, los relevó pistola en mano, mesa por mesa; siendo inmediatamente reemplazado
por los “primeros votantes” por el dispuestos.
En las internas, los resultados de esas operaciones eran directos a raíz del balance de
votos obtenidos por distintas corrientes. Pero en las generales, su evaluación era mas
compleja porque una movida en contra de una agrupación adversaria podía consistir en la
abstención de paquetes enteros a votar; o lisa y llanamente, de su voto a fuerzas opositoras
al oficialismo. En esos casos, todo instaba a pensar en movimientos de mayor calado en el
nivel subterráneo de los armados; con lo que, inmediatamente, comenzaban a “cotizar” los
“radiopasillos” oficiosos que, al tanto de las inquietudes de los operadores, trasmitían de
todo: verdades y mentiras, con el fin de recaudar. Era asunto de los operadores, después,
“separar la paja del trigo” para evaluar hasta que punto las sospechas despertadas por el
nombramiento de los presidentes eran casuales o no. Por ello, se procedía, a continuación, a
la evaluación de la calidad de los armados de manera de redoblar apuestas; arbitrar
negociaciones conciliadoras; o bien, abandonar un grupo que se confirmaba dudoso. Si un
armado exhibía síntomas de descomposición por fracturas internas urgía abandonarlo a su
suerte –en todo caso, rescatando a alguno de sus miembros con sus respectivos sequitos
familiares y vecinales- para apostar a otro mas seguro, o bien capitalizar el apoyo
subterráneo de otro nuevo a raíz de descomposiciones semejantes en “paquetes” rivales.
Aun así, la evaluación se completaba durante el conteo porque los fiscales solían anotar en
los sobres números o letras poco perceptibles para controlar el voto de los integrantes de los
paquetes.
Llegados a este punto, resulta indispensable retornar a su fisiología. Estos se distribuían
de acuerdo al entramado político de cada comunidad barrial o territorial; aunque en una
zona, un mismo armado podía distribuirse en varios barrios. En una dirección inversa a los
datos que procedían de la Justicia Electoral existía otro elemento fundamental para el
control político: los censos informales realizados por los jefes territoriales desde
instituciones como las sociedades de fomento o los centros vecinales. Estos eran listados
pormenorizados de vecinos en los que se registraba dos niveles de información: en el
oficial, el número de familiares; y en uno secreto, otra más fina secreta en torno de sus
enfermedades, sus redes de pertenencia, secretos de familia, etc. Se confirmaba, entonces,
aquella consigna de que en los barrios “todos saben todo”; aunque disimulándolo. Estos
censos generales eran más fidedignos en los asentamientos recientes porque era más fácil
controlar quienes vendían su lote; y quienes llegaban como contrapartida de su compra. En
las imbricadas barriadas villeras o en los barrios más tradicionales la capacidad de los jefes
19
era menor; en el primer caso, por la “tugurización” social, el hacinamiento, y la movilidad
permanente de personas; en el segundo, porque al estar más extendidos los títulos de
propiedad, los vecinos eran menos controlables. En un asentamiento nuevo, en cambio, los
líderes realizaban, a la manera de una carta fundacional, un censo con cada una de las
familias, sus miembros, etc. Ni bien la organización vecinal se institucionalizaba, se
establecían criterios variables pero rigurosos en cuanto a la cantidad de personas por
predio. Luego de cada elección, se procedía a cotejar el resultado ofrecido por los fiscales
con los del censo de acuerdo al lugar de votación y al peso estimado de los “paquetes” en
cada mesa. Una eventual contradicción entre los resultados esperados y los reales en un
núcleo muy concentrado podía ser el producto de una acción premeditada por los jefes de
los clanes, en cuyo caso todo quedaba en el plano anecdótico; pero si ello devenía de una
traición interna, comenzaban las represalias con final abierto para la consistencia del
armado. Volveremos sobre esto al final de esta presentación.
Los Actos
Los actos de campaña constituían la segunda fuente de gastos extraordinarios
dispensados en estos periodos. Su finalidad plebiscitaria respecto de los jefes de la
agrupación -casi siempre funcionarios o concejales- resultaba indispensable para negociar
con los demás líderes partidarios, y especialmente con el intendente, lugares en la lista de
legisladores. Hacia los 90, su dispersión determino que las agrupaciones devinieran en
micropartidos burocráticos cuya competitividad era correlativa a su cercanía respecto del
núcleo medular del poder municipal, o a caudillos ascendidos con Duhalde a las primeras
líneas provinciales que, desde sus cargos, acumulaban fondos. Realizar actos pasó a
implicar la organización de fiestas populares cada vez más costosas, al compás del
desencanto suscitado por la política en general. Confluían allí diversas fracciones que les
daban significados específicos difíciles de compatibilizar entre sí, y debidamente
remunerados con bolsas de alimentos, medicamentos, drogas, y dinero. Siempre con el
consentimiento de sus operadores, los jefes de los armados también solían vender su
participación a los de otras agrupaciones o partidos rivales.
Cada acto significaba la necesidad de contratar servicios; a veces, solo parcialmente
disponibles por cada agrupación. El sistema de franquicias determinó que, en varios casos,
los armados se transformaran en empresas especializadas en distintos rubros. Así, algunas
eran fuertes en medios de transporte; otras, en pintura de muros, equipos de audio, etc.
cuyos jefes, luego, las utilizaban privadamente como fuente de recursos personales, y para
financiar sus propias maquinarias. Corrientes rivales se vendían, así, recíprocamente
servicios para recaudar fondos adicionales. La movilización a los actos requería, además,
de otros niveles organizativos, porque la afluencia de fragmentos de diversa procedencia
obligaba a reforzar los controles; y dada la eventual insuficiencia de sus militantes de
choque, era necesario “alquilar” a los de otras bandas. Reconocidos “poronga” dispuestos a
proceder sin miramientos, luego, eran ubicados en sitios estratégicos para evitar conflictos
entre los asistentes o la acción de grupos infiltrados enviados por rivales para hacer fracasar
la movilización. Las hinchadas de barrabravas o bandas juveniles, por su parte, exigían
como remuneración drogas provistas por las redes de dealers dispersos en todo el cinturón
periférico lomense. Los actos se empaparon de una juvenilidad cuya algarabía evocaba
diferentes emocionalidades cotidianas poco correlativas a la politización; potenciando los
20
peligros de enfrentamientos violentos. Esta situación era particularmente grave para
dirigentes deseosos de exhibir su predicamento ante jefes políticos y público en general,
por lo que, con el correr de la década, se fue decidiendo la reducción de los grandes actos
multitudinarios a otros más recoletos.
Aun así, los operadores evitaban concentrar sus clientelas de diferentes barrios y
circuitos; dispersándolas en subagrupaciones lo mas reducidas y localizadas posible para su
mejor control y vigilancia electoral. Estas organizaban la asistencia de sus “paquetes”
parciales en asados devenidos en banquetes colectivos cuyos principales invitados eran,
además de los dirigentes, los miembros de los “armados” u otros selectivamente escogidos.
Pero como estos eventos eran, una vez más, instancias propicias para redoblar las demandas
a los dirigentes; los operadores fueron sugiriendo presencias también lo mas reducidas
posible para evitar conflictos. Los disgustos y disrupciones fueron impactando cada vez
más el equilibrio emocional de los políticos; una cuestión crucial habida cuenta del carácter
psicológico que cobraron las campañas. Los actos pasaron, así, a ser menos importantes en
términos cuantitativos que en lo relativo a su visualización mediática a través de fotos y de
comentarios en periódicos locales; programas televisivos de cable reservados a los
municipios; o trasmisiones de radios “truchas”. También en el ámbito local fue pesando,
cada vez más, el papel de los medios de comunicación; un asunto digitado por el estamento
universitario de políticos comunales.
La jornada electoral
Operadores y jefes locales desplegaban el día de la elección una gama de juegos y de
artimañas con el fin de optimizar los rendimientos electorales de cada agrupación que
podían llegar modificar, en la undécima hora, hasta aproximadamente un quince por ciento
del resultado electoral proyectado.17
En cada circuito, escuela, o incluso mesas, las
agrupaciones asumían la representación del partido ante las autoridades, debiendo sus
referentes hacerse cargo de los resultados. Era indispensable afinar estrategias y administrar
cuidadosamente la masa de recursos materiales y humanos, aportados por los “paquetes”;
la información de ultima hora sobre sus comportamientos electorales; los apoyos policiales
por circuito; la infraestructura de transportes y de comunicaciones; el numero de personas
dispuestas a actuar en circunstancias extraordinarias en el curso de la elección; la
documentación de los electores; y hasta las condiciones climáticas. Estas maniobras
requerían de hasta miles de militantes, debidamente reclutados y remunerados dispuestos a
participar en ellas adiestrados en los comandos; aunque, en la mayoría de los casos, dada la
delicadeza requerida por las operaciones, se trataba de gente experimentada. En unas y
otras, se constituyo un electorado flotante de diversa magnitud; aunque siempre constituido
por varios miles de personas en condiciones de votar varias veces en distintas mesas con
diferentes documentos falsificados. 18
17
Utilizamos el término “artimaña” o “manejo” haciendo la salvedad de que no se trata per se de un
juicio de valor moralizante ilustrativo de fraudes definidos respecto de un modelo ideal de ejercicio de la
democracia. Se trata, más bien, de modalidades de acción política que deben ser concebida como correlato de
la necesidad de controlar votantes solo concebibles en términos grupales de acuerdo a una cultura política
específica. Estos lotes de votos, cotizaban con arreglo a la promesa de preservación o mejoramiento de cargos
y franquicias o, lisa y llanamente, de dinero. 18
Ello da cuenta de la disposición de miles de familias a circular de barrio en barrio según las reglas
de la competencia consuetudinaria de los operadores como estilo de vida y modalidad de subsistencia. Es
21
El voto de los “paquetes” era siempre grupal; por lo que los operadores debían disponer
de asistentes a los que se les asignaba sus traslados distribuidos en sucesivos contingentes.
Esta tarea era la más compleja porque los armados solían hallarse diseminados en diversas
mesas electorales. En las internas, en cambio, como solo votaban aquellos designados por
los jefes de los aparatos y, por lo tanto, el número de mesas era mucho menor, la tarea
resultaba más sencilla; aunque su problematicidad resultaba, en todo caso, de movidas de
última hora que determinaban la necesidad de salir a juntar votantes al voleo en coches,
micros y camiones en puntos de reunión masiva como clubes deportivos o asambleas
religiosas.
La jornada comicial se dividía en diferentes tiempos según la hora; definiendo distintas
tácticas y cotizaciones de tareas y de votos. Hasta los años 90, la supervisión de los
comicios requería la movilización permanente de los operadores quienes debían moverse
frenéticamente de barrio en barrio acompañando a sus militantes; y obteniendo información
sobre eventuales provocaciones, episodios anómalos, etc. Esos datos le servían para salir a
denunciar las artimañas o bien para desplegarlas, según lo indicara el panorama. Ya hacia
los primeros años de esa década, sin embargo, esa movilidad se tornó contraproducente;
por lo que, junto con sus jefes, tendieron a permanecer en su comando central enviando a
los barrios solo delegados que trasmitían esa evolución por telefonía celular. Este avance
tecnológico, si bien afianzo los controles, también significo un aumento adicional de los
costos electorales porque había que administrar miles de equipos entre fiscales, fiscales
generales, y emisarios.
Una vieja practica fue –y sigue siéndolo- el denominado “voto cadena” que, casi
siempre, se aplicaba a los contingentes mas ignorantes o marginales como los inmigrantes
recién nacionalizados o aquellos habilitados ilegalmente a votar. La rápida tramitación de
su documentación les permitía votar a todas las candidaturas comunales. Pero la necesidad
de controlar directamente a estos sufragantes dado su frecuente desconcierto requería de la
riesgosa organización en “cadenas”. Cada grupo iba encabezado por un referente que, a su
vez, lo ponía en contacto con otro que los concentraba en un lugar discreto en las
inmediaciones del centro de votación. El primer votante -generalmente, un individuo con
experiencia- emitía un sobre falsificado guardando el autentico firmado por el presidente de
mesa y los fiscales. Luego, el cabecilla de la cadena entregaba el sobre autentico
debidamente llenado con la boleta de su agrupación o partido al elector siguiente; y así
sucesivamente hasta agotar el contingente. A veces, la cadena era descubierta porque los
votantes inexpertos o nerviosos intentaban ingresar directamente al “cuarto oscuro”; en
cuyo caso, el presidente y los fiscales denunciaban la maniobra ordenando la detención del
involucrado que, de todos modos, era rápidamente liberado. La cadena, entonces, se
disolvía transitoria o definitivamente, según el despliegue de efectivos policiales o de
militantes de choque atentos a los movimientos en los alrededores del sitio electoral.19
precisamente en ese segmento en el que se reclutaban los ocupantes transitorios de los denominados
“asentamientos golondrina” quienes, a cambio de una comisión, tomaban uno o varios terrenos hasta que el
jefe del armado o el operador –o ambos- los vendían. Esta masa flotante describe, asi, una “ética de la
peregrinación” permanente. 19
El grado de supervivencia de esta práctica es, no obstante, objeto de discusión entre los operadores
entrevistados. Algunos estiman que se trata de un mito residual de tiempos pretéritos; otros, en cambio,
reconocen que se sigue ejercitando pero dificultada por la rapidez de las comunicaciones. Los dirigentes de
base, en cambio, entienden que su minimización por los anteriores responde a una actitud de ocultamiento
deliberada.
22
Como ya lo hemos señalado, la organización del comicio comenzaba varias semanas
antes cuando se contabilizaban los fiscales, fiscales generales y, a veces, hasta los
presidentes de mesa afines a cada agrupación o partido. Para poder competir exitosamente
estos debían contar con el mayor numero de fiscales posibles de ambos sexos. Sin embargo,
esta cuestión distaba de ser meramente cuantitativa. Cuando el peso especifico de un
“paquete” estaba muy concentrado en una escuela o mesa, era necesario que éstos y los
generales se reclutaran en las propias jefaturas de los armados a las que, a su vez, se les
encargaba seleccionar en sus primeras líneas a personas confiables por mesa. El grado de
concentración de barrios enteros en un número reducido de escuelas determinaba que la
elección se convirtiera en una prolongación de la cotidianeidad vecinal. Precisamente por
ello, eran sitios propicios para encuentros conflictivos entre vecinos y parientes
enfrentados aprovechables para ejercer presiones de manera de modificar el voto. Hemos
ahí una explicación de las recurrentes redefiniciones de padrones arbitradas por la Justicia
Electoral por influencia política.
En los “paquetes”, el voto se cotizaba en dinero; aunque con sumas diferenciales y
oscilantes entre fiscales y fiscales generales. Los votantes comunes raramente cobraban;
salvo en casos de grandes operaciones en contra de aparatos sólidos o en la captación de
electores de última hora. Se partía de una cifra lo mas modesta posible porque la dinámica
inmediatamente anterior a la elección o la de su transcurso, podía significar la necesidad de
redoblar la apuesta y las sumas para afirmar o torcer voluntades. La astucia natural de los
referentes de base, o bien de los “correveidiles” que a ellos respondían, determinaba
presiones frente a las cuales los operadores se veían obligados a elevar los montos
sucesivas veces en el curso de la jornada comicial. Ello, siempre y cuando, no existieran
sospechas fundadas de traiciones procedentes de los movimientos clandestinos de sus
oponentes. En esos casos, como ya se lo ha señalado, se evaluaba la conveniencia o no de
subir el pago de acuerdo a un conjunto de factores alrededor de la credibilidad de la
información. Solo se justificaba redoblar la apuesta en aparatos más o menos seguros y
cuantitativamente cruciales. Los referentes de los armados, conocedores de estas prácticas,
podían inducir a sus paquetes a demorar la asistencia de manera de desesperar a los
operadores y exigirles aumentos en la cotización de los votos o incrementos en las
retribuciones ulteriores. Cuando la sospecha o información sobre traiciones parciales o
colectivas -con o sin el consentimiento de los capos- era más creíble, se optaba por resistir
la extorsión; reduciéndose los operadores a formular amenazas poco operativas sobre la
interrupción del flujo de recursos, contratos y franquicias, porque el operador alternativo ya
las había aumentado con creces.
Las traiciones colectivas solían consistir en no renovar boletas por los fiscales de su
propia agrupación en elecciones internas, o del partido en las generales; permitiendo a sus
competidores-socios su hurto masivo. Otras veces, se optaba por la presión conjunta de
fiscales y fiscales generales respecto de sus pares de otros partidos y agrupaciones mediante
amenazas u hostigamientos para que traicionaran a su facción renunciando a supervisar, o
para que abandonaran lisa y llanamente el comicio a cambio de un pago. Estos hechos
solían ser denunciados inmediatamente por los operadores ante las fuerzas policiales; pero a
sabiendas que la acción no podía ir demasiado lejos cuando sus oponentes contaban con el
favor del comisario o del jefe de calle que, a su vez, designaban en los centros electorales a
suboficiales emparentados con los “dueños de la situación”. A veces, estos conflictos
llegaban a su máxima tensión cuando los fiscales se trenzaban a trompadas; sumándose a la
reyerta electores o grupos de choque dispuestos, dentro o fuera del centro electoral, para
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entrar en acción. Esas situaciones excepcionales eran las propicias para que miembros de la
mesa depositaran sobres cargados. Si durante el conteo había mas votos que los registrados
en el padrón se producían nuevas y acaloradas negociaciones que culminaban, casi siempre,
en un reparto proporcional según las alianzas estratégicas entre jefes de agrupación. Los
excluidos se reducían a denunciar el fraude; tolerando de hecho la situación si se trataba de
mesas en las que su lugar era estipulado de antemano como minoritaria.
Como estas maniobras eran practicadas por todos, al cabo, los hechos consumados eran
aceptados como parte de las reglas de juego de la “Sociedad Anónima” y de la
“Cooperativa”. En las internas, eventuales negociaciones de última hora entre los jefes
políticos determinaban la orden a sus operadores de inducir a sus “paquetes” a votar por
listas alternativas sobre la base de futuros repartos de cargos en la administración
municipal. Estas circunstancias -de todos modos, raras- eran las más temidas por los
operadores dada la complejidad de su implementación y las dificultades para ofrecer el
resultado esperado. Un método simple, aplicable específicamente en contra de dirigentes
quebrados emocionalmente por reales o supuestas defecciones masivas, consistía en
aquello que en el argot político de base se denominaba “reventar una escuela”. A última
hora, llegaban colectivos cargados de votantes que, supuestamente urgidos e indignados
por las demoras, procedían a destruir violentamente los padrones colgados en las paredes
como referencia. Luego, no les quedaba a los presidentes otra opción que habilitar al grupo
de choque a votar; quedando registrados en las listas de “votos observados”. Los sufragios
eventualmente excedentes se repartían, luego, en relación proporcional a los porcentajes de
cada corriente o partido.
La falsificación de documentos era otro recurso corriente utilizado cuando se detectaba la
presencia en los padrones de personas fallecidas, o bien en las postrimerías del comicio,
cuando ya era posible formular un cálculo acerca de aquellos que no habrían de ir a votar.
Generalmente, ello se dilucidaba una hora antes del cierre, con lo que la información sobre
la identidad de los ausentes circulaba rápidamente para poner en marcha la confección de
documentos apócrifos. La aparición simultanea o posterior del votante autentico generaba
nuevos incidentes; pero las urgencias horarias determinaban, como en el caso anterior, que
se les permitiera votar a todos sin recurrir los sufragios, postergándose las discusiones al
conteo final cuando los fiscales actuaban según las directivas de sus respectivos jefes. Estas
situaciones, sin embargo, podían ocurrir a lo largo de toda la jornada; repitiéndose la
salomónica solución por no estar los presidentes en condiciones de discernir los
documentos auténticos de los falsificados, salvo alteraciones demasiado flagrantes entre la
apariencia fotográfica y la edad del sufragante. Solo en esos casos se recurría el voto. Los
documentos en blanco, claro esta, procedían de ventas clandestinas tramitadas por los jefes
políticos con funcionarios del Registro Nacional de las Personas.
Más seguros, en cambio, eran los lotes de votantes fallecidos. Un papel importante en
cuanto a esos votos lo cumplía el Director del Cementerio municipal quien solía retener los
documentos del mayor número de personas sepultadas para, luego, venderlos a las distintas
agrupaciones de acuerdo a una cotización definida por la demanda de última hora. Otras
veces, esa retención la realizaban directamente los jefes de los armados territoriales
mediante la compra del documento a los deudos del malogrado. Las condiciones
meteorológicas también ofrecían márgenes para las maniobras especulativas porque un día
tormentoso podía significar la inmovilización de barrios enteros. En esos casos, podían
ocurrir dos situaciones: si el peso de los paquetes que allí confluían –caso en extremo
excepcional- era parejo, los lideres de la “Cooperativa” podían acordar un reparto mas o
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menos equitativo de los votantes faltantes en relación proporcional al nivel de asistencia;
pero si el balance era demasiado favorable a una agrupación, o a un numero restringido de
ellas, el centro electoral era virtualmente ocupado por sus fiscales para corroborar la
tendencia proyectada excluyendo por la fuerza a los de los demás partidos u agrupaciones.
En todos los casos, tras el cierre del comicio, los operadores, fiscales, y presidentes debían
asumir la compleja tarea de armar los sobres y llenar los padrones con los faltantes.
Paradojalmente, allí en donde menos trabajo había habido durante el día, este se redoblaba
en el recuento que podía finalizar a altas horas de la madrugada. Cuando la resolución de
esas situaciones resultaba muy facciosa, el problema mas grave para las autoridades era
salir del establecimiento porque eran recibidos por los excluidos del reparto a piedrazos,
botellazos o a los tiros; requiriendo de una fuerte cobertura policial. Otra táctica consistía
en difundir resultados anticipados de encuestas “a boca de urna” desfavorables a las
agrupaciones y partidos para motivar la desmoralización de sus fiscales e inducirlos a
abandonar su lugar para su recuento.
Estas manipulaciones combinadas y articuladas entre si; le daban al comicio una
dinámica vertiginosa de resultados bastante azarosos; sobre todo en situaciones de gran
paridad. El porcentaje de modificación de votos estimados por los armados oscilo entre el
diez y el quince por ciento en elecciones reñidas como las de 1987 o las de la segunda
mitad de los 90. En las demás, en general, fue mucho mas bajo porque si bien las prácticas
mercantiles se extendieron; también lo fue su conjunción con lealtades muy sólidas
relativas a la primariedad de las relaciones políticas de los armados; fragmentos sociales
cada vez más reducidos, y de comportamientos electorales eran bastante conservadores. No
obstante, en el conjunto del municipio, todos los armados proletarios solían rondar
aproximadamente el treinta por ciento de los sufragios generales; cifra crucial para definir
el resultado en situaciones de paridades muy estrechas, o para determinar el ingreso o no de
un dirigente en el Concejo Deliberante. En esos casos, el saldo final resultaba de
negociaciones de cúpula que requerían de recursos extraordinarios adicionales; otro de los
criterios de legitimidad subyacente al sistema de pactos pergeñados a nivel comunal
desde los 80. Si los fondos de las “cajas negras” resultaban insuficientes, era menester salir
a recaudar otros adicionales en múltiples empresas y emprendimientos favorecidos por
franquicias. Así se pudo calcular off de record en 1999 y en 2003 el costo de esas
elecciones en términos más precisos. Luego, las negociaciones resultaban de repartos
territoriales en una escala más amplia; casi siempre, entre municipios de la misma sección
electoral. Una vez asumidos los compromisos, no se podían modificar, porque hacerlo
significaba quebrar una de las reglas básicas de la corporación. Tampoco eran posibles las
actitudes principistas consistentes en resistir cualquier tipo de componenda o de no aceptar
compensaciones. Los costos de tales incumplimientos se pagaban en términos de
gobernabilidad del distrito, o de la exclusión de su red de favores recíprocos de la
corporación. El periodo comprendido por la administración de la Alianza entre 1999 y 2003
constituye un buen ejemplo de esas vicisitudes como lo prueba el hecho de que se
sucedieron al frente del municipio cinco intendentes con sus respectivos equipos de
gobierno.
Los recuentos definitivos
Una vez terminado el conteo y sustanciadas las negociaciones supervisadas por los
operadores y jefes políticos desde sus comandos, los fiscales generales enviaban por
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telegrama los resultados firmados por los presidentes de mesa a las sedes del Correo que, a
su vez, las reenvían al Juzgado. Sin embargo, allí solo se computaban los provinciales y
nacionales y no los comunales; prestándose a las citadas tratativas ulteriores en los
escrutinios definitivos. Allí eran dispuestos fiscales mucho más calificados cuyo pago
insumía el remanente final de los recursos disponibles para cada elección.
El resultado, como ya se lo señalara, incidía mucho en la micropolítica local pudiendo
generar conflictos y recomposiciones de los armados de cara a las siguientes elecciones. Si
un comportamiento adverso a las expectativas de los operadores involucraba a un armado
completo, la denuncia de deslealtad adquiría un carácter meramente testimonial; pero si
este exhibía conflictos en el interior de los “paquetes” comprometedores de la autoridad de
sus jefes comunitarios, las represalias no se hacían esperar; generándose una zaga de de
separaciones matrimoniales y enfrentamientos de bandas de jóvenes, a veces emparentados
que se desplegaban en barrios, boliches bailables aledaños, escuelas, y clubes deportivos.
Era bastante frecuente que, por ejemplo, luego de una elección, se produjeran “epidemias”
de incidentes consistentes en minar canchas deportivas con vidrios rotos; grandes batallas
campales a la salida de los boliches bailables de la zona; o los incendios de centros
educativos cuyas cooperadoras respondían a una u otra agrupación y que involucraban a
cientos de alumnos pertenecientes a las familias de los armados. No obstante, estos
episodios también se registraban en tiempos normales como vía contundente de canalizaron
de demandas, o como protesta por otras insatisfechas. En todos los casos, la política
estrictamente barrial resurgía, debiendo los jefes territoriales recomponer la disciplina
mediante trabajosas negociaciones menos definidas por la persuasión que por hechos de
fuerza. La gama de situaciones se multiplicaba también en esos casos enormemente;
aunque casi nunca su expresión era política sino familiar, deportiva, barrial, nacional o aun
religiosa en las que se jugaban menos las afinidades partidarias o de agrupación que el
honor de sus participantes.
Los resultados, por ultimo, potenciaban o devaluaban la reputación de los operadores,
ascendiendo a cargos mejor remunerados los más exitosos, o bien poniéndose al servicio de
otro referente que cotizaba mejor sus capacidades. En el cada vez más hermético cursus
honorum de la corporación política estos concentraban uno de los pocos criterios
meritocraticos; aunque cada vez más eclipsados por otros que abarcaban desde el
parentesco hasta el profesionalismo en la administración de políticas focalizadas. Los
menos eficientes eran objeto de críticas y degradaciones; pero, en la mayoría de los casos,
su experiencia seguía siendo valorada en el mundo político comunal, virando hacia otras
agrupaciones peronistas, o partidos políticos. En las comunidades barriales, en cambio, una
derrota era más traumática; quedando los jefes expuestos a burlas casi siempre sexualizadas
–y por lo tanto, también relativas a su honor y al de su sequito familiar directo- que solían
ser seguidas por los citados conflictos y revanchas dentro de los clanes o entre regiones o
barrios enteros. Así, caducaban múltiples micro jefaturas que eran rápidamente
reemplazadas por otras; reconfigurándose los “armados” de acuerdo a los repertorios de la
cultura política popular. Luego de asumidas las nuevas autoridades municipales, sin
embargo, ni aun los vencedores podían satisfacer las promesas efectuadas en la campaña;
generándose disconformidades que los operadores se lanzaban a detectar para recrear
nuevos entramados de cara a las siguientes elecciones. Entonces, todo el juego
recomenzaba; aunque a un ritmo mas lento que durante el vertiginoso del periodo electoral.
Los vencidos eran exigidos de entregar franquicias, espacios, cargos y planes; que, de todos
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modos, eran reemplazados por otras compensatorias de menor calidad de modo de
garantizar la preservación del orden social y las posibilidades de nuevas alianzas a futuro.
REFLEXIONES FINALES
A veinte años aproximadamente de la inauguración del ciclo democrático mas
prolongado de la historia argentina; ¿Qué era la política para los fragmentos del nuevo
proletariado urbano aquí analizados, y su significado en su vida cotidiana?; ¿Qué formas de
participación democrática devenían de esa concepción? Y en ese contexto, ¿Qué papel le
cupo al sufragio?
Tal vez una de las más grandes torsiones generada por la exclusión social es aquel
supuesto según el que poco es lo que se puede hacer para cambiar una realidad social que
vino para quedarse. Desde esta perspectiva, para una porción no menor del nuevo
proletariado urbano, la política era – y sigue siéndolo- la forma más próxima y tangible de
privilegios legítimos e ilegítimos inmutables respecto de los cuales solo quedaba participar
de su poder a través de referentes que lo reproducían localmente. Legítimos, porque
exhiben por aquel que “llego” por “saber hacerlo” una poco disimulada admiración fundada
en el éxito como valor en si mismo; e ilegítimos, menos por transgredir las normas
establecidas que por su “egoísmo” consistente en restringir demasiado la participación en el
botín de aquellos que, de diversas maneras, contribuyeron a lubricar el ascenso. Ni bien un
operador de origen popular ascendía y se distanciaba de sus bases, recibía este estigma
terminante: se había “estructurado”.
La política transcurría en estos segmentos en tres niveles: el barrio o la zona; el
municipio, y el país. La política nacional llegaba a través del espectáculo ofrecido por los
medios masivos de comunicación; y se expresaba en el plano local solo a través de un cartel
o de una excepcional visita celebrada menos por el fervor del contacto con el funcionario
que por verse reflejados con el en la pantalla, participando, así, de su poder. El municipio,
en cambio, era concebido como la metrópolis en donde se decidían cuestiones cruciales de
la supervivencia comunitaria. La barrial, por ultimo, la mas tangible en sectores para los
que la crisis ha significado niveles diferenciales pero contundentes de enceldamiento social,
se expresaba en las figuras de los políticos “reales” que no eran sino los jefes territoriales y
los de los armados electorales burocratizados y, por lo tanto, concebidos como los
delegados y representantes comunitarios ante el Estado metropolitano municipal. Como
estos jefes solían ser, al menos en el caso de los armados, parientes; la política adquiría una
familiaridad que potenciaba emociones encontradas. No era posible, entonces, otra
expresión suya que aquella que se representaba a través de un clan de funciones bien
delimitadas entre padres, madres, e hijos –reales o producidos- a cuya protección se
encomendaban los desheredados. Esta visión se reafirmaba mediante la participación de
sus cúpulas en el Estado municipal; en el que, a su vez, se articulaban con los núcleos
parentales de las distintas agrupaciones peronistas. Este “familismo” ofrecía confianza y
reducía el distanciamiento acentuado por la exclusión; pero también exacerbaba
susceptibilidades emocionales propias de las relaciones primarias. De ahí, las
insatisfacciones crónicas, los celos, y las disputas que los jefes debieron gobernar
administrando valores propios de la cultura que compartían con sus subordinados. Tal vez
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se allí en donde resida la clave de las formulas poligámicas reales o simbólicas, así como la
de una violencia que resultaba naturalmente de relaciones sociales cimentadas en la fuerza;
insolubles mediante la discusión plural, la persuasión y el acuerdo.
Ahora bien, la politización de la vida en los microcosmos barriales se extendió a
aquellos ámbitos en donde se compartían emociones colectivas intensas que desbordaban a
los marcos familiares, y que abarcaban expresiones tan variadas como el futbol de potrero o
los conclaves vecinales religiosos. Fue precisamente una de las tareas cardinales de los
operadores de base traducirlas a los mitos, lenguajes y consignas de la tradición peronista,
cosa que explica el éxito indeleble de su supervivencia revitalizada en el nuevo mundo de
la pobreza suburbana. Mientras que el armado ofrecía pertenencia y garantizaba
subsistencia; las instituciones territoriales las reforzaban mediante la de acciones colectivas
delegadas por el Estado, y por toda una simbología colectiva de alcances locales en las que
se afirmaban las identidades colectivas.
¿Qué significaba ser ciudadano en estas comunidades? En resumidas cuentas, participar
en estos agregados familiares y vecinales que configuran los armados. Por cierto, que esta
forma de participación asociada a las apremiantes estrategias de supervivencia poco tenían
que ver con una preocupación en torno al devenir colectivo, salvo en lo relativo a la
comunidad barrial y los distintos pliegos de su cotidianeidad procesados de acuerdo a
criterios jerárquicos y verticales. No obstante, las sensaciones de esa participación eran
muy intensas; sobre todo cuando la pertenencia a un armado habilitaba a desembarcar en
los centros de la despreciada y al mismo tiempo admirada ciudad en cuyos cascos urbanos
se obtenían de franquicias. Una vez más, su inequívoca connotación democratizante fue
identificada ingeniosamente por los operadores con el legado histórico del peronismo.
Depositario del poder gubernamental, se experimentaban por su dirigencia reflejos
encontrados de gratitud y de resentimiento procedentes del cotejo de retribuciones
prometidas con las realmente recibidas, por siempre insatisfactorias; pero también
tangibles. Pero si la “estructura” justicialista era a priori despreciable, mucho mas lo era
toda expresión que se le opusiera por derecha o por izquierda, a la que se la asimilaba con
el mito de “los enemigos del pueblo” debidamente cultivado por los operadores.
Por ultimo, ¿Qué significaba, en este contexto, votar? Los “paquetes” en los que se
desagregaban los armados eran la consecuencia natural de las respuestas anteriores. El voto
se producía “desde arriba” a través de la gestión de los operadores coordinada “desde
abajo”, por los jefes de los armados. Votar, entonces, respondía a una dirección colectiva
situada, en el plano local, a partir de un familismo casi siempre real; pero a veces, solo
simbólico. Votar era, además, una dimensión excepcional de la participación en la que se
jugaba la preservación de lo que se tenia o su optimización a través del refuerzo de la
fidelidad; o bien de eventuales “traiciones” justificables, sinceramente o no, por la
miserabilidad de “políticos” que “no respetaban los códigos”; cuestión que ameritaba
cambiar de agrupación, imitando a los propios políticos profesionalizados respecto de sus
superiores municipales, provinciales o nacionales. Ninguna de estas acciones era, de todos
modos, individual: se era leal o se traicionaba en grupo, a partir de una acción concertada
entre todas las fracciones del armado; o como replica de rebelión respecto de la eventual
“traición” de sus jefaturas.
Todo eso fue lo que fraguo del ejercicio real de una democracia que, a veinte años de su
inauguración, exhibía una estabilidad institucional sin precedentes desde hacia por lo
menos medio siglo; aunque con la notable novedad de una exclusión social estructural
devenida, sin embargo, en el insumo indispensable para la producción de un porcentaje
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parcial pero crucial de electores mas o menos seguros; cuestión que implicaba,
deliberadamente o no, una renuncia de antemano a remover sus causas profundas.
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