82 bonus track - baixardoc
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82_ BONUS TRACK
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una crónica de patricio pronilustraciones de ángelo neciosup
UNA GIRA SUPUESTAMENTE
DIVERTIDACON ESCRITORES
ARGENTINOSQUE NUNCA MÁS
VOLVERÉ AHACER
Cinco escritores hacen un tour por España para promocionar una antología que los considera la encarnación
de «la nueva narrativa argentina». Pero lo último de lo que hablan es de sus libros. ¿Qué piensan,
qué dicen, qué comen los descendientes de Borges y Cortázar en tiempos que el márketing, los agentes
literarios y las ferias de libros parecen más interesantes que la literatura?
Naturalmente, había seguido escribiendo libros y
publicándolos en Argentina, pero algo había cam-
biado en mi forma de escribirlos y en la forma
que tenían los argentinos de leerlos, algo que era
como un lento divorcio, con platos volando sobre
las cabezas a una velocidad pasmosamente lenta
y todos dando portazos y gritando como en una
película exhibida con un proyector estropeado; en
los años siguientes yo iba a asistir a mi conversión
–en blogs, por la crítica y la prensa– en alguien de fuera, para los
argentinos y para mí mismo, y, a partir de ese momento, ellos y
yo habíamos quedado huérfanos, como si fuéramos un horrible
monstruo de dos cabezas que no se llevan demasiado bien y dis-
cuten todo el tiempo y sin embargo se necesitan la una a la otra;
bueno, ahora yo iba al encuentro de la otra cabeza por los pasillos
de un hotel que estaba demasiado lejos de casa, si es que algo así
existía aún para nosotros, y no sabía cómo dar con ella. Una vez
alguien, mucho tiempo atrás, me había explicado cómo reconocer
a un argentino: «Un argentino es un español que se cree norteame-
ricano y en realidad no es más que un italiano pobre; por eso sufre
como un judío». Tanto tiempo después, el chiste ya no conservaba
nada de su gracia inexistente y yo caminaba por aquellos pasillos
y me preguntaba si los escritores que buscaba existían realmente
o si, en realidad, no eran más que inventos de la crítica española;
el producto de la imaginación de críticos y escritores de ese país
como Constantino Bértolo o Ignacio Echevarría, siempre deseosos
de que hubiera un sitio, en alguna parte, por remota que fuera, en
el que se escribieran los libros que ellos querían leer. Yo me había
mudado a Madrid apenas un año atrás, pero ya había aprendido
que a menudo la literatura argentina funcionaba, ante los ojos de
los lectores españoles, como un territorio completamente imagi-
nario. Allí donde la literatura española era para muchos como un
taxi corriendo hacia el precipicio con el taxímetro en llamas, la li-
teratura argentina era como la barrenadora de un petrolero loco
dispuesto a hacer un agujero hasta el puto centro de la Tierra para
sacar de él verdad y sentido. A los ojos de los lectores españoles, la
literatura argentina era profunda y sentenciosa y estaba perlada de
grandes nombres que eran como los actores del tren fantasma: se
sucedían a intervalos lo suficientemente largos para que uno pu-
diera recuperarse de la fascinación que producían hasta que llegara
el siguiente y te dejara cagado de miedo. A diferencia de otras li-
teraturas nacionales del subcontinente, que los lectores españoles
asociaban a un nombre o dos antes de olvidarlas por completo al
punto que, por mencionar un caso, Mario Vargas Llosa no es un
escritor peruano, sino toda la literatura de ese país–, la argenti-
na podía ser como un zoológico donde convivieran gatos y ratones
siempre que estuvieran en jaulas separadas; para ellos, la literatura
argentina era una ilusión, no más que una aspiración de deseos. En
nombre de esa ilusión y esa admiración de los lectores españoles por
los pasillos del ho-
tel Hesperia Sant Just
de Barcelona me dije
que era una tontería estar allí, buscando a
tres escritores argentinos que se alojaban
en el mismo hotel que yo, que sabía que
estaban allí pero de quienes no conocía
el número de su habitación ni había visto
jamás en fotografías. Era febrero, era do-
mingo, era día quince, eran las once de
la mañana, hacía nueve años que yo no
vivía en Argentina. Me había marchado
de allí en el 2000 para estudiar y trabajar
en una universidad alemana y para viajar
y para estar en el sitio donde se habían
escrito los libros que yo había leído y por
los que había decidido convertirme en
un escritor, y eso era lo que había hecho.
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la literatura argentina –y de su generosidad, que tan-
tas carreras literarias ha hecho posible–, la editorial
Belacqva, responsable de la colección «Verticales
de Bolsillo», acababa de publicar La joven guardia.
nueva Literatura argentina, una antología de re-
latos reunidos por el escritor Maximiliano Tomas
editada en Argentina en 2005. A su vez, Tomas,
que se encontraba haciendo una maestría en pe-
riodismo cultural en Barcelona, había conseguido
que el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Bue-
nos Aires pagara los pasajes y los viáticos de tres
escritores que participaban de esa antología –Sa-
manta Schweblin, Juan Terranova y Diego Grillo
Trubba– y había arreglado sendas presentaciones
en Barcelona y Madrid a las que nos sumaríamos
él y yo, que también estaba antologado y vivía en
Madrid. Así que yo recorría los pasillos mientras
las alfombras del hotel se tragaban mis pasos y no
tenía ninguna idea de cómo dar con los escritores
argentinos cuando un rostro redondo se asomó al
pasillo en una de las puertas que se abría y una
voz dijo: «Che, boludo, ¿vos sos Pron?». «Bueno
–pensé yo–, acabo de llegar a casa».
En el 2005, La joven guardia había sido una
antología muy importante en la constitución de lo
que más tarde comenzó a llamarse Nueva Narra-
tiva Argentina (NNA), una promoción de escrito-
res que, en mayor o menor medida, se ajustaban a
los criterios de selección utilizados por Tomas en
aquel entonces y consistentes en haber nacido a
partir de 1970 y haber publicado al menos un libro.
Según Tomas, el objeto de la antología había sido
«plantear un estado de situación –la dificultad a la
que se enfrentaban los autores jóvenes para publicar sus textos de
ficción–, armar un mapa de la nueva producción literaria argentina y, en el mejor de los casos, otorgarle a esos nombres visibilidad y
circulación (...) armar un libro que se interrogara acerca de la exis-
tencia de una nueva generación literaria». La joven guardia había
sido precedida por algunas antologías y seguida por otras, pero lo
que la distinguía de ellas era el haber sido concebida como parte de
una estrategia de intervención generacional que, con la etiqueta de
«lo nuevo», había contribuido al posicionamiento en el mercado de
unos escritores que carecen de estéticas similares o de inquietudes
políticas comunes pero comparten un proyecto estratégico genera-
cional y ciertos referentes comunes propios de la cultura popular;
lo que determina la novedad de estos escritores no es más que la
biología, porque las continuidades que pueden establecerse entre
sus libros y los que escribieron autores que les precedieron como
Rodrigo Fresán, Sergio Chejfec o Alan Pauls son evidentes para sus
lectores, lo que hace que el parricidio –que inevitablemente practi-
can, puesto que el gesto más habitual de un escritor joven es negar
la calidad, «matar» simbólicamente, a sus «padres» literarios– sea
como decirle a tu novia que está gorda un instante antes de pedirle
que se case contigo. Una serie de circunstancias durante la tournée
española de La joven guardia me haría pensar, sin embargo, que
había una cosa más que nos unía y era más fuerte y más pene-
trante que cualquier opinión estética o que la biología y que era
la obstinación y la desesperación por el reconocimiento europeo,
y, en cualquier caso, tenía un nombre, que era el de una ciudad
alemana, y una fecha.
Frankfurt 2010. La feria de la industria del libro más importante
del mundo estará dedicada ese año a Argentina, y los escritores que
iban a perderse conmigo en Barcelona y en Madrid venían a Espa-
ña movidos por «la codicia, la ansiedad y la desesperación por hacer
negocios», como iba a decir Terranova en una entrevista. Algo que
estaba en el aire y era difícil de explicar, aunque nada difícil de per-
circunstancias en la gira española de la antología LA JOVEN GUARDIA me harían pensar que algo nos unía como escritores argentinos y era más fuerte que cualquier opinión estética: la obstinación y la desesperación por el reconocimiento que tenía un nombre propio: La Feria del Libro de Frankfurt 2010
«plantear un estado de situación –la dificultad a la
ficción–, armar un mapa de la nueva producción literaria argentina
cibir, aparecía toda vez que se hablaba de reuniones
con editores o con agentes, y de eso se hablaba casi
todo el tiempo. No era exactamente el mercado a se-
cas, sino el uso del mercado como instancia de legiti-
mación de una literatura que antes solía justificarse por sí sola. En Barcelona y en Madrid iba a acabar
comprendiendo que se ha dado vuelta a la relación
entre escritores y libros. Mientras que en el pasado
el escritor se exhibía en público o daba entrevistas
tan sólo como forma de apoyar la venta de su libro,
que era «el» objeto de la producción literaria, en la
actualidad el libro ya no es un fin en sí mismo, sino que sirve meramente como apoyo de la figura del escritor, como si éste fuera una marca que necesita
sacar periódicamente nuevos productos al mercado
para que los consumidores no olviden su nombre.
Juan Terranova iba a graficar el fenómeno al admitir días después que sus libros venden «entre quinien-
tos y seiscientos ejemplares», pero su blog recibe
de doscientas a cuatrocientas visitas por día, lo que
lo convierte en el espacio de intervención por exce-
lencia del escritor argentino joven. Ante este estado
de cosas –asumido como natural o deseable por los
escritores con los que tomé cerveza en Barcelona
o en Madrid, me hice fotos de Fotomatón y acabé
compartiendo carcajadas ante los aforismos oligo-
frénicos del también argentino Andrés Neuman,
«el» escritor argentino joven, ridículo y jovial, que
triunfa en España y cuyo sitio todos, secretamente,
quisieran ocupar–, cualquier medio parecía ser líci-
to. Durante nuestra primera conversación, en su ha-
bitación de hotel, la mañana en que nos conocimos,
alguien, ya no recuerdo si Grillo Trubba o Terranova,
me preguntó cuánto cobraba un agente en España.
Me quedé sin saber qué responder; como primera
pregunta era tan buena como una cachetada. «Quin-
ce, veinte por ciento es lo habitual», respondí. «¿Y
si le doy treinta me consigue más cosas?», preguntó
uno de ellos. A partir de ese momento la charla giró
alrededor de porcentajes, editores, posibilidades de
publicación, trucos que ellos creían que yo guardaba
en una galera que todos parecían ver sobre mi cabeza
menos yo. En una entrevista reciente, Terranova ha-
bía dicho que lo que unía a los escritores participan-
tes en la antología era «el márketing» y yo acababa
de darme cuenta de que lo que había interpretado
como una boutade cínica era lo más franco y brutalmente honesto que
podía decir un escritor argentino joven.
Anotado en el margen de una de las páginas del dietario voLu-
bLe de Enrique Vila-Matas, que Terranova acababa de comprarse:
«La gran historia al final es la épica del dinero y la subsistencia. ¿Con cuánto se vive? ¿Cómo vivir con poco? ¿Cómo invertir lo que
sobra?». Según la crítica argentina Elsa Drucaroff, los temas de los
escritores argentinos jóvenes son la infancia y la iniciación narra-
das desde la perspectiva infantil; los hechos históricos que dejan
traumas familiares y personales como el golpe de Estado de 1976 o
la crisis de 2001; el viaje como experiencia vital e iniciación inelu-
dible para el escritor argentino y la perversión y el consumo y las
formas en que su práctica afecta a las relaciones humanas. Pero el
gran tema de la NNA estaba todo allí, en esa nota al margen en un
libro de otro.
Mientras caminábamos por Barcelona, Terranova me explicó:
«Para todos nosotros, el liberalismo bananero de los noventa fue la
experiencia más importante de nuestras vidas». Terranova nació
en Buenos Aires a finales de 1975 y había publicado un libro de poemas, una crónica, La virgen deL cerro (2007), dos ensayos y las
novelas eL caníbaL (2002), eL baiLarín de tango (2003), eL pornó-
grafo (2005) y Mi noMbre es rufus (2008). Más que estas obras
consideradas individualmente, lo interesante de ellas es, por una
parte, la forma en que documentan la construcción de una figura de autor caracterizada por la búsqueda de controversias, el abordaje
de temas cercanos a la cultura popular como la pornografía o la
música punk y la actitud irreverente y, por la otra, la curiosidad por
el habla coloquial y por explorar formas narrativas poco utilizadas
en la literatura argentina contemporánea. El uso de un coloquia-
lismo casi paródico y el interés por la cultura popular lo emparen-
taban con Diego Grillo Trubba, otro de los escritores argentinos
jóvenes puestos a ello.
Grillo Trubba nació en Buenos Aires en 1971 y había publicado
ya la novela Los discípuLos (2004). A España venía a negociar la
edición de las antologías que había creado para el mercado ar-
gentino y la eventual publicación de alguno de sus libros inéditos
en la editorial Salto de Página. También venía a comer tortilla de
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patatas. A su monótona fijación con el plato es-
pañol por excelencia, Grillo Trubba sólo añadiría
con el transcurso de los días un cierto interés por
la tostada de tocino y la rosca de huevos rotos y
jamón –con la que trabó conocimiento gracias al
crítico y escritor español Antonio Jiménez Mora-
to–, pero la tortilla de patatas sería durante todo el
viaje su principal fuente de nutrientes, de la mis-
ma manera en que la mía serían los chopitos, unos
pequeños calamares que parecen fetos nonatos y
que yo debía comer mirando hacia otro lado por-
que me daba la impresión de estar masticando el
objeto de una campaña antiabortista. Al vernos
comer, Samanta Schweblin solía abrir los ojos
y no decía nada; pero, francamente, ella nunca
decía mucho.
Los ojos de Samanta Schweblin parecían los
de un venado que ve cómo la noche se parte en los
haces de luz de un camión que se dirige hacia él y
no puede moverse y quizás comprende que allí se
acaba lo que se daba. Lo que se le venía encima a
Schweblin, sin embargo, no era un camión, sino
algo que –a falta de un nombre mejor– quizás deba
llamar aquí prestigio, esa forma modesta de la fama
de la que disfrutan los escritores. Schweblin nació
en Buenos Aires en 1978, había publicado ya los
cuentos de eL núcLeo deL disturbio (2002) y obte-
nido el Premio Casa de las Américas con un libro
de relatos titulado La furia de Las pestes. Formaba
parte del catálogo de la principal agente literaria de
autores en lengua española e iba a ser publicada en
España y Alemania. Su literatura, que recuerda a la
de Antonio Di Benedetto, Franz Kafka, Juan Rulfo o
Dino Buzatti, ya estaba entre lo mejor que hubiera escrito una mujer
en Argentina en los últimos diez años, lo que no era exactamente
mérito suyo sino culpa de sus colegas. En los días siguientes no iba
a escucharle decir mucho, ni en público ni en privado: Schweblin se
deslizaba en silencio como el hilo dental por la boca descuidada de la
nueva literatura argentina.
Unos días después, en la bellísima librería La Central del Ra-
val, Ignacio Echevarría iba a preguntarse sobre esas tres últimas
palabras. Echevarría es uno de los mejores críticos españoles de
las últimas décadas y si hubiera nacido en Nueva York a comienzos
del siglo pasado habría sido policía; uno de esos policías de las pe-
lículas con nombres irlandeses y un sentido personal de la justicia
a los que siempre querrás de tu lado cuando comience la balacera,
aunque en La Central fue él quien comenzó con los tiros, pregun-
tándose cuál de los tres términos propuestos desde el subtítulo de
la antología ―«nueva literatura argentina»― era más problemáti-co. Grillo Trubba miró a Terranova, que tomaba notas y levantó la
vista para mirar a Schweblin, que miró a Tomas, que me echó una
mirada a mí, que respondí que, de los tres términos, tan sólo me
interesaba el del medio. No fue una buena respuesta, pero alguien
tenía que decir algo antes de que todos nos marcháramos a cenar y,
ya puestos a ello, algunos criticaran la intervención de Echevarría,
otros se felicitaran porque la presentación había sido muy concu-
rrida o sonrieran exultantes porque a ella había ido la plana mayor
de Random House Mondadori, uno de los sellos más importantes
del mundo hispanohablante, Samanta Schweblin no dijera nada y
Grillo Trubba pidiera una tortilla de patatas.
En La Central se nos había unido Maximiliano Tomas. Tomas
es guapo y él lo sabe, lo que es un problema para todos menos para
él; había nacido en Buenos Aires en 1975 y tenía cuentos que yo no
un escritor me preguntó cuánto cobraba un agente en España. «Quince, veinte por ciento es lo habitual», respondí. «¿Y si le doy treinta me consigue más cosas?», preguntó uno de ellos. Entonces todo giró sólo alrededor de porcentajes, editores, posibilidades de publicación
la antología ―«nueva literatura argentina»― era más problemáti
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había leído desperdigados en antologías, un libro
de relatos en preparación y una labor muy impor-
tante como director del suplemento cultural del
diario perfiL de Buenos Aires y como antólogo. «Es
imprescindible tener sentido del humor», me diría
días después al hablarme de cuáles son los requi-
sitos para ser un joven escritor argentino, y yo iba
a tener suficientes pruebas de ello durante el viaje, que iba a romperse en momentos de tedio alterna-
dos por otros de la hilaridad más absoluta: Grillo
Trubba explicando sus divergencias con el pero-
nismo en un restaurante indio en el que atronaba
una música salida del infierno bollywoodiano que parece querer tragarse todo últimamente, Terrano-
va bebiendo un zumo repugnante comprado en una
máquina expendedora y tirado debajo de un puente
en la periferia barcelonesa, todos comiendo en una
pizzería argentina cuyos cocineros resultaron ser
filipinos, un taxista confundiéndonos con chilenos, Terranova apostando diez pesos con Grillo Trub-
ba a que podía pasar por debajo de un vidrio en el
famoso Puente del Viaducto y perdiendo luego de
quejarse de que no pasaba «porque tengo mucho
músculo en el esternón», yo dejando boquiabiertos
a todos con una exposición tan exhaustiva como in-
necesaria sobre robotech, la gran serie de anima-
ción japonesa que todos habíamos visto en la déca-
da de 1980 y después olvidado; todos durmiendo en
una pensión repugnante vigilada por un dálmata de
yeso, Terranova sacándose una foto frente al museo
Reina Sofía con una caja de cartón en la cabeza y
siendo así mucho más vanguardista que todo el arte
contenido en el museo y quedándose dormido junto
al guernica de Pablo Picasso; yo entrando a todas
las librerías a preguntar si tenían mis libros y ju-
rando indignado que no volvería a poner un pie en
ellas si no los traían. Esos momentos, que habrían
alimentado el anecdotario de una vanguardia sobre
la que nadie escribiría nunca, crearon un sentido de
camaradería y de amistad allí donde, finalmente, lo único que emparentaba a los escritores itinerantes
era la aspiración a la respetabilidad literaria obte-
nida mediante la publicación en España. «A mí no
me parece mal confrontar con el mercado», iba a
decirme Terranova junto a la Plaza Mayor de Ma-
drid, y Grillo Trubba iba a agregar: «A mí, cuando
confronté con el mercado, vino el mercado y me cogió». Así era como
los escritores argentinos se perdían en España, pero también se per-
dían en Argentina y dondequiera que pusieran su pie, y era triste que
eso sucediera. Alguien habría tenido que decirles que la literatura
consiste en leer y en escribir libros y que ésa es una actividad vir-
tualmente antieconómica porque descansa sobre la búsqueda de un
sentido esquivo a un mundo en perpetua confusión y nadie quiere
eso en su casa a la hora del almuerzo. Alguien debería haberles dicho
esto antes de que comenzaran a escribir su gran novela; pero nadie
lo había hecho y yo estaba demasiado ocupado tratando de averiguar
dónde, en qué punto del camino, la literatura argentina se había jo-
dido para siempre.
¿Cuál fue el resultado de esa semana de confusión, risas y espe-
culación con los escritores argentinos jóvenes? Convencido de que
«todos los premios están arreglados», Juan Terranova contó que ha-
bía ido a hablar con su agente, a la que le presentó a su vez su nueva
novela. Samanta Schweblin también había tenido una reunión en las oficinas de la agencia literaria de Carmen Balcells y había conocido a su traductora al alemán y a su editora en España. Guillermo Scha-
velzon, el agente literario más relevante de la literatura argentina, se
había puesto en contacto con Maximiliano Tomas y con Diego Grillo
Trubba, quien había ido a las oficinas de Mondadori en Madrid a pedirle a Constantino Bértolo, editor del influyente sello de nueva narrativa Caballo de Troya, que le explicara «cómo» hacer circular
sus libros en el mercado español y Bértolo se lo había explicado. La
prensa española había reaccionado con entusiasmo a la publicación
de la antología, pero sus presentaciones en Barcelona y Madrid ha-
bían sido, en sus mejores momentos, apenas contradictorias e in-
comprensibles y, en los peores, simplemente escandalosas, y habían
dejado un tendal de opiniones negativas de sus asistentes en blogs
y en prensa. Sin embargo, al subirse al avión de regreso a Argenti-
na, todos se felicitaban por las noticias. «Nos vemos en Frankfurt
2010», había prometido Tomas al subirse al taxi que lo llevaría al ae-
ropuerto, pero yo no estaba tan seguro. Antes de todo eso tenía una
historia que escribir e iba a hacerlo así tuviera que cogerla por los
cabellos. No sabía hacer otra cosa y esperaba seguir haciéndolo aún
durante mucho tiempo. Ah, y mi historia no transcurría en Frankfurt
sino en un enorme páramo desierto; en él, alguien abría un pozo en
busca de petróleo y, a cambio, encontraba verdad y sentido y los de-
volvía al mundo, que los cogía con dos dedos desconfiados, que es lo que hacen los editores españoles con los manuscritos de los jóvenes
escritores argentinos y las enfermeras en los hospitales cuando les
entregas tu muestra de orina.
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