amigos de la Ópera de madrid - 02 alcina...41 acto iii en una de las estancias palaciegas, morga-na...

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ÓPERA SERIA EN TRES ACTOS. LIBRETO ANÓNIMO BASADO EN L’ISOLA D’ALCINA (1728) DE RICCARDO BROSCHI, A PARTIR DE LOS CANTOS VI Y VII DEL POEMA ÉPICO ORLANDO FURIOSO (1516) DE LUDOVICO ARIOSTO. ESTRENADA EN LA ROYAL OPERA HOUSE COVENT GARDEN DE LONDRES, EL 16 DE ABRIL DE 1735ESTRENO EN MADRID. NUEVA PRODUCCIÓN DEL TEATRO REAL, EN COPRODUCCIÓN CON EL GRAND THÉÂTRE DE BORDEAUX.

Director musical: Christopher MouldsDirector de escena: David AldenEscenógrafo: Gideon DaveyIluminador: Simon MillsCoreógrafa: Beate VollackDirector del coro: Pedro Teixeira

Alcina: Karina Gauvin (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre) Sofia Soloviy ( 30 de octubre, 1, 3 de noviembre)Morgana: Ana Christy (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre) Maria José Moreno (30 de octubre, 1, 3 de noviembre)Ruggiero: Malena Ernman (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre) Josè María Lo Monaco ( 30 de octubre, 1, 3 de noviembre)Bradamante: Sonia PrinaMelisso: Luca Tittoto (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre) Johannes Weisser (30 de octubre, 1, 3 de noviembre)Oronte: Allan Clayton (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre) Anthony Gregory (30 de octubre, 1, 3 de noviembre)Oberto: Erika escribà (27, 31 de octubre, 2, 4, 6, 8, 10 de noviembre) Francesca Lombardi (30 de octubre, 1, 3 de noviembre)

Coro de la Comunidad de MadridOrquesta Titular del Teatro Real

27, 30, 31 de octubre, 1, 2, 3, 4, 6, 8, 10 de noviembre de 201520:00 horas; domingos, 18:00 horasSalida a la venta al público 16 de junio de 2015

Alcina

Georg Friedrich Händel (1685-1759)

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Argumento

Alcina Fernando Fraga

Acto I.

Bradamante, acompañada por su precep-tor Melisso, llega a la isla de Alcina en busca de su prometido Ruggiero. Vestida de hombre ad-quiere la apariencia de su hermano Ricciardo. Al llegar a la isla, un lugar de aspecto desolado y hostil, se encuentran con Morgana. Ésta se que-da prendada de inmediato de los encantos del supuesto Ricciardo y, a requerimiento de los re-cién llegados, les informa de que se hallan en el reino de su hermana Alcina (Aria de Morgana: Or s’apre il riso).

De pronto la apariencia del lugar cambia por completa de fisonomía. Se abre una montaña y se vislumbra el suntuoso palacio de Alcina en el que los viajeros son recibidos con grandes mues-tras de satisfacción por parte de unos cortesanos (Coro y bailes: Questo è il cielo di contenti).

Los poderes mágicos de Alcina le han per-mitido ese cambio, igual que su propio aspecto personal. Vieja y fea, ofrece la imagen de una jo-ven hermosa que atrae a los visitantes a los que, tras disfrutarlos como amantes, los convierte en rocas, arroyos o fieras.

Alcina recibe con afecto a los actuales visi-tantes y pide a su enamorado Ruggiero, del que está sinceramente enamorada, que les muestre las delicias del entorno (Aria de Alcina: Dì cor mio).

El jovencito Oberto, hijo del paladín Astol-fo, se halla también en la isla en continua búsque-da de su padre desaparecido, interrogando en este sentido a los dos recién llegados (Aria de Oberto: Chi m’insegna il caro padre).

Ruggiero confiesa a Bradamante-Ricciardo y burlándose de él que no tiene ojos nada más que para su amada Alcina (Aria de Ruggiero: Di te mi rido).

Por su lado Oronte, general de las fuer-zas de la maga, se siente muy incómodo por la atención que Morgana, a la que ama, dedica a Bradamante- Ricciardo (Aria de Bradamante: È gelosia, forza è d’amore). Le reprocha en conse-cuencia tal inconstancia al mismo tiempo que, para minar la confianza de Ruggiero (Aria: Bra-mo di trionfar) inventa una estratagema, la de despertar sus celos haciéndole ver que Ricciardo es el nuevo amante de Alcina (Aria de Oronte: Semplicetto, a donna credi?).

Picado por la incertidumbre, Ruggiero acu-sa de infidelidad a la maga que se defiende acu-sándole a su vez de no amarla (Aria de Alcina: Sì, son quella, non più bella).

Consecuentemente cuando Ruggiero se reencuentra con quien sigue creyendo que es Ric-ciardo (Aria de Ruggiero: La bocca vaga), cegado por los celos, no da crédito cuando éste le revela su verdadera identidad.

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Morgana que se ha puesto incondicional-mente de parte de Bradamante-Ricciardo le infor-ma de las intenciones de Alcina de convertirlo en bestia para quitárselo de encima. El joven no tiene otra salida que dejarse llevar por las atenciones de Morgana para que esta interceda ante su hermana.

La felicidad de Morgana es, entonces, com-pleta (Aria de Morgana: Tornami a vagheggiar).

Acto II.

Ruggiero se deja llevar por su pasión ha-cia Alcina (Arioso de Ruggiero: Col celarvi a chi v’ama). Intentando devolverle la realidad, Me-lisso que asimismo es poseedor de arte mágicas, bajo el aspecto de su preceptor Atlante le hace ver a Alcina tal como es en realidad. Ruggiero es así liberado del encantamiento y desea poner las cosas claras con su amada Bradamante (Aria de Ruggiero: Quel portento mi richiama). Melisso le aconseja que siga fingiendo atracción por Alcina y que aproveche con motivo de una jornada de-dicada a la caza, para poder escaparse (Aria de Melisso: Pensa a chi geme).

Pero cuando Ricciardo le dice que es ella precisamente Bradamante bajo la apariencia de su hermano, Ruggiero cree que se trata de un nuevo encantamiento de Alcina. Bradamante siente deseos de venganza aunque en su interior se ve más inclinada a la clemencia (Aria de Bra-damante: Vorrei vendicarmi).

Ruggiero sigue perplejo, preguntándose si Ricciardo es en verdad su amada Bradamante (Aria de Ruggiero: Mi lusinga il dolce afetto) y no un producto de las estrategias mágicas de Alcina.

Por su parte, Alcina está dispuesta a conver-tir a Ricciardo en una bestia salvaje, decisión que encuentra algo de reservas en su amante Ruggiero y mucha mayor oposición en Morgana (Aria de Morgana: Ama, sospira).

Alcina encuentra a Ruggiero distante pese a que éste sigue confesándole su amor. Su declaración amorosa aunque dirigida a ella directamente, sin embargo, está destinada cla-ramente a Bradamante (Aria de Ruggiero: Mio bel tesoro).

Oberto sigue el rastro de su desapareci-do padre; Alcina le consuela prometiéndole que pronto le encontrará (Aria de Oberto: Tra speme e timore).

Oronte comunica a Alcina que durante la caza, Ruggiero tiene previsto huir en compañía de Ricciardo y Melisso. Alcina está desesperada (Aria de Alcina: Ah, mio cor, schernito sei).

Aunque Oronte se regocija por la traición de Ricciardo (Aria de Oronte: È un folle, un vile affetto), Morgana no le sigue el juego. Bradaman-te incita a Ruggiero a la huida; éste, aún indeciso, se entusiasma recordando las bellezas del lugar de las que tanto ha disfrutado (Aria de Ruggiero: Verdi prati, selve amene).

Alcina se lamenta de la crueldad de Rug-giero e invoca a las fuerzas del mal para que acu-dan en su socorro. Pero no obtiene respuesta y la maga, enfurecida, rompe su varita mágica (Reci-tativo acompañado y Aria de Alcina: Ah, Ruggiero crudel. Ombre pallide).

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Acto III

En una de las estancias palaciegas, Morga-na al sentirse abandonada por Ricciardo suplica a Oronte que recuerde el amor que antaño los unió (Aria de Morgana: Credete al mio dolore). Él se hace un poco el duro, pero acaba por rendirse a la evi-dencia (Aria de Oronte: Un momento di contento).

Alcina y Ruggiero se vuelven a encontrar for-tuitamente. Ella intenta de nuevo seducirle (Aria de Alcina: Ma quando tornerai), pero él le confiesa su intención de abandonarla pese a las amenazas con terribles castigos que recibe por parte de la maga (Aria de Ruggiero: Sta nell’Ircana).

Ruggiero y Bradamante se reconcilian defi-nitivamente (Aria de Bradamante: All’alma fedel).

Melisso anuncia la batalla contra la resistencia de Alcina. Es Oronte quien le comunica a Alcina su derrota y la intención de Ruggiero de no abandonar la isla hasta que las víctimas no recobren su identidad humana (Aria de Alcina: Mi restano le lagrime).

Frente al palacio varias fieras van y vienen dentro de sus jaulas (Coro: Sin per le vie del sole).

Alcina, furiosa, le entrega a Oberto una lanza inwcitándole a que ataque a un dócil león enjaulado, pero el joven se nie-ga sospechando que se trata de su padre (aria de Oberto: Barbara! Io ben lo so).

Alcina, en el colmo de su desesperación, intenta de nuevo retener a Ruggiero sacando a la luz todos los recursos de sus maleficios pero no lo consigue (Terceto de Alcina, Ruggiero y Brada-mante: Non è amor ne gelosia).

Los dos jóvenes, Bradamante y Ruggero, rompen la urna donde se concentran todos los po-deres de Alcina. Ésta y Morgana huyen despavori-das, al tiempo que todas las fieras recobran su apa-riencia humana (Coro: Dall’orror di notte cieca).

Todos celebran el buen resultado de los aconteci-mientos (Bailes y Coro: Dopo t a n t e a m e r e pene).

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Alcina: Magia e invención

Luis Suñén

El gran poeta cubano Gastón Baquero titu-ló su poesía completa Magias e invenciones. Los títulos son unas veces más inocentes que otras pero en aquel caso predominaba al fin lo defini-dor frente a lo retórico –el peor enemigo del arte de titular. Y traigo a colación aquella ocurrencia baqueriana porque me parece que, igual que para su poesía, sirve muy bien para definir una obra como Alcina y a su autor, es decir, una ópera que va de magia y un compositor que inventa: su ami-ga Mary Granville –Mrs. Pendarves-, después de un ensayo de Alcina, describió a Haendel como “un nigromante en medio de sus propios encan-tamientos”. Añadamos a eso las circunstancias económicas y profesionales de un autor que a la altura del estreno de su ópera –1735- se encuen-tra con un doble problema.

Por una parte, el ascenso ya entonces irre-frenable de lo que podríamos llamar –para en-tendernos- la ópera cómica inglesa, ejemplifica-da por The Biggar’s Opera (1728) de John Gay a lo que acompaña el agotamiento inevitable del esquema de la ópera seria que aún triunfaba en Londres –Porpora, por ejemplo. En The Biggar’s Opera –La ópera del mendigo- los pobres y los des-heredados son los protagonistas –es una especie de puesta en música del protagonismo que aque-llos tienen en el universo sórdido y sarcástico de Hogart- y no ya la solemnidad de los argumentos más o menos históricos o hasta el humor leve de la peripecia clásica a que apela la ópera seria se

convierte en el mucho más duro de la no menos dura vida cotidiana en el Londres casi preindus-trial. La pieza de Gay, por cierto, ha continuado su carrera como armazón para diversas ediciones y escenificaciones que llegan hasta, nada menos, Benjamin Britten.

El otro problema del Haendel de aquellos años era el tener que lidiar con la Opera de la No-bleza, es decir, con la competencia que desde la cercanía de la corte se le empieza a hacer a quien es su propio empresario en un momento en el que ya ha comenzado el fin de la dependencia de la música respecto de una aristocracia que la había tenido siempre en nómina. Pero el compo-sitor, a diferencia de los gestores de la otra com-pañía, conoce el percal, sabe acudir a los mejores cantantes o a sus alternativas-, guarda fidelidades que le rendirán réditos en forma de apoyo a sus propuestas en los teatros de la capital que todavía controla. Y es que, tras el cierre de la Academia, bajo cuya ala estrenaba sus obras pero por cuyo encargo acudía al continente para atraer a Lon-dres a aquellos cantantes, advertirá la necesidad de convertirse en una suerte de empresario más o menos agresivo. La Opera de la Nobleza, im-pulsada nada menos que por el Príncipe de Ga-les y con Porpora –un claro representante de la casi agonizante ópera seria- como maître à pen-ser, se basa en el apoyo “oficial” y en un elenco de cantantes insuperable fichado al precio que se merece quien por su nombre y su clase llena

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los teatros: Senesino, Cuzzoni, Montagnana, Fa-rinelli… Solo Carestini se quedará con Haendel y, aunque en principio se negara a cantar en Al-cina, luego bisará el aria Verdi prati en todas las representaciones. Sin embargo Haendel aprove-chó en los años de competencia con la Opera de la Nobleza la baza que el calendario le ofrecía en Cuaresma: como no se podían representar óperas, él ofrecía sus oratorios –Esther, Deborah, Athali-ah- los miércoles y los viernes.

Durante la competencia con la Opera de la Nobleza, Haendel seguirá estrenando en el reno-vado Covent Garden o en su ya conocido King’s Theater. Por otra parte, la casa real le mantendrá el subsidio de 1.000 libras que recibía y ordenará que le sea entregado directamente a él. La Opera de la Nobleza durará cuatro años, hasta 1737, el año en el que una parálisis reumática hará que Haendel pierda el uso de la mano derecha y se vaya a tomar las aguas a Aquisgrán para encon-trarse al regresar con la muerte de la Reina Ca-talina, a la que dedicará la correspondiente Oda. Haendel será partícipe, el año siguiente, de la creación de la Fundación para el Apoyo de los Músicos que, como no podía ser de otra mane-ra, se funda en una taberna, la Crown & Anchor –Corona y Ancla. Por cierto, donde estaba la taberna, hoy se alza el edificio del HSBC Bank –The Hong Kong and Shanghai Banking Corpo-ration-, el de las cuentas en Suiza. Ya a esas altu-ras se le ha erigido una estatua en Vauxhall Gar-dens, tiene privilegio de derechos de autor y sus obras tienen un editor, digamos, serio y, desde luego, con experiencia, como John Walsh. Haen-del es conocido en todo el mundo, su presencia

no deja indiferente a nadie, como cuenta Char-les Burney en sus memorias de cuando lo vio por vez primera a los quince años y, como Bach en su tiempo o Haydn más adelante, su nombre es sinónimo de lo más sólido de la música de su presente, elegido como tal, cada vez más, por un público que se suscribe a sus temporadas. Un público que acepta o no –no como nosotros que sólo aparentamos la opción del rechazo- lo que le ofrecen sus contemporáneos.

Una pregunta frecuente al hablar de Haen-del es si con él se cierra una época, y si no lo hace de modo tan irrevocable como sucederá con el fin del Antiguo Régimen en el que se inserta. Segu-ramente, como en el caso de Bach, como suce-derá con Mozart o hasta con Haydn, la respuesta debiera ser afirmativa. Pero tengamos en cuenta que los dos con su influencia alumbran el futuro desde sus propios logros. En el caso de Bach, la suma de forma y emoción, la matemática apli-cada al orden musical. En el caso de Haendel, la puesta en música de los afectos más allá de aque-llo que mandaba el tó, la caracterización humana de los personajes divinos o heroicos a través de una música que conoce los registros de su pro-pio significado. ¿Fue un conservador como Bach, cuyo genio le lleva a superar cualquier calificativo de esa clase? No olvidemos que el arte no es la ciencia y que, por tanto, resulta especialmente di-fícil de aplicar –aunque siempre habrá quien pre-suma de que lo entiende porque presuntamente lo ejemplifica- el concepto de progreso. El fin del antiguo régimen, el ascenso de la burguesía, la re-volución industrial, que llegarán poco después, sí son progreso. Y como la propia sociedad, la músi-

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ca no podía ser la misma. Por cierto, que esa mis-ma sociedad tuvo olvidadas sus óperas desde el 6 de abril de 1754, en que se representó por última vez Admeto en el King’s Theater de Londres, has-ta que el 26 de junio de 1920 se recuperó Rode-linda en el Stadttheater de la ciudad alemana de

Göttingen. Es decir, 166 años de silencio operísti-co. Poco después, el nazismo quiso adueñarse del genio haendeliano, diciendo que su Mesías no era judío sino alemán o cambiando los libretos de sus óperas, convirtiendo Judas Macabeo en Guillermo de Nasau o Israel en Egipto en Furia mongólica.

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Después revivió en Inglaterra, luego en Estados Unidos y definitivamente, gracias también a los discos, en todo el mundo.

Partiendo, pues, de la base de que en Haen-del se produce el ascenso y la caída gloriosa de la opera seria –habrá ejemplos posteriores, natural-mente, como la cada vez más valorada La clemen-za di Tito de Mozart- hasta que Gluck fulmine sus restos a base de eso que alguien llamó “su incom-parable y profundo color gris brillante”, Alcina es en eso un ejemplo paradigmático. Recordemos

antes que tras ella sólo habrá tres títulos más en el catálogo operístico de Haendel –Atalanta, Be-renice y Xerxes-, y que el total se eleva a cuarenta y tres. Alcina es de 1735 y Xerxes de 1738. La dis-tribución cronológica de las óperas y los oratorios de Haendel nos hace pensar, en efecto, en la crisis del modelo operístico, en la dificultad de seguir atrayendo al público hacia él –lo que coincidirá también con la crisis del género en el Reino Uni-do hasta poco menos que la llegada de Britten en pleno siglo XX, sólo mitigada por el triunfo de la

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opereta a lo Gilbert & Sullivan- pero también en la posibilidad de mantener las galas del oficio y de ganar dinero con él por medio de un género que requería, igualmente, buenos cantantes capaces de atraer al mismo público. De hecho, los teatros solían ser también los lugares en los que se estre-naban muchos oratorios, lo que los enemigos de Haendel argüían como una falta de respeto a su temática generalmente sacra o bíblica. Los cam-bios de expresión entre las óperas y los oratorios haendelianos tienen que ver más con el carácter previsible en unas y otros, con la necesidad o no de servir a un libreto en el que, centro de unas normas difícilmente cambiables, era necesario mantener dos cosas: el interés de la trama a tra-vés de la música y que la personalidad de esta no se viera constreñida por un cliché formal. Y pre-cisamente esa habilidad era lo que diferenciaba a Haendel de toda su competencia. En los mejores de sus oratorios no deja de haber, como en sus mejores óperas y por ello muy claramente en Alci-na, un desarrollo constante de los affetti, eso que, de manera convencional, debiera en el oratorio sustituir por el sentimiento piadoso, si bien sea verdad que las arias de estos poseen en muchos casos el mismo atractivo, al margen de su tema, que en las óperas mejores del autor. Sin olvidar tampoco que la estructura temática de algunos de sus oratorios no deja de responder a lo mismo que siempre se le pedía a una obra teatral y por tanto también operística: planteamiento, nudo y desenlace.

Es difícil establecer un canon de las óperas de Haendel, tratar de exponer en poco espacio y con buen criterio cuáles son las más interesantes.

Quizá la lista la encabece Alcina y tras ellas apa-rezcan Orlando, Julio César, Rodelinda y Ariodan-te, más Rinaldo –esta, aun con sus defectos de juventud y de genio todavía en agraz es irresisti-ble- y Ezio –llena de sorpresas hasta para los me-jores conocedores de la producción haendeliana, que son quienes seguramente tendrían más difí-cil establecer un escalafón. Alcina, decíamos, se estrenó en 1735 –el 16 de abril, una semana antes de ser concluida por Haendel- por la propia com-pañía del autor en el teatro del Covent Garden y fue su último gran éxito en el terreno de la ópera. Se trata seguramente, con Julio César, de una de sus óperas que mejor se defienden en lo escénico frente al paso del tiempo, y aquella en la que tras la asunción de las influencia alemana e italiana –más que influencias, fuentes en las que bebió bien directamente- y el desarrollo de un estilo crecientemente propio, culmina rutilante toda su personalidad. Se trata de una obra simplemente genial que ha atravesado los siglos fresca como una lechuga y que precisamente por esa frescura y la correcta distancia entre escena y espectador resiste formidablemente el empeño de los moder-nos registas de aggiornare lo que no lo necesita en absoluto. La trama es perfectamente asumible por un público de hoy que ha visto reposiciones tan soberbias como la de la Opera de Stuttgart a cargo de Jossi Wieler y Sergio Morabito. Por cierto, que la de David Alden, con la dirección musical de Christopher Moulds, que presenta el Teatro Real en su temporada 2015-2016 supone el estreno en España de la ópera en su versión escéni-ca –en versión de concierto la habíamos visto an-tes, en Madrid, en la temporada que concluye con un reparto, por cierto, de verdadero ensueño. Sólo

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las oberturas –y la de Alcina, en estilo francés, no es una excepción-, tomadas a veces de aquí y de allá por el propio Haendel o sus editores, apare-cen como menos dignas de la grandeza a la que preceden. Ya sabemos que hasta Mozart y Haydn la obertura no adquirirá mayor presencia y que sólo a partir de Weber será puerta de la acción y resumen de la música que va a escucharse, pero la convención es la convención y tampoco era cuestión de darle música de primera calidad a un

público ruidoso mientras armaba todavía la bulla inherente a acomodarse de una vez. Sin embargo parece definitivamente reconocido que la músi-ca para ballet que la ópera contiene está entre la mejor música instrumental que compusiera su autor.

El libreto, de autor desconocido, de la Al-cina haendeliana, procede, como tantos de sus óperas contemporáneas –en el caso de Haendel

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y en otros muchos- del Orlando Furioso de Lu-dovico Ariosto por vía de el de la ópera de Ric-cardo Broschi –hermano de Farinelli- L’ isola di Alcina. La obra de Ariosto, sus episodios distin-tos, daban en la época para muchos argumentos y Haendel aprovechó lo ya hecho con unos cuantos toques que agradaran a la audiencia londinense. La historia de la hechicera que vive en su isla mientras convierte en animales, vegetales u ob-jetos a quienes nada más arribar se enamoran de ella perdidamente, puede ser tomada como una suerte de aspecto tragicómico de lo heroico y, por tanto, también como suavizador de las terribles cosas que suelen ocurrir en la ópera seria. Aquí sigue habiendo grandes, enormes pasiones, en las que la identidad y la suplantación, la ilusión y la amenaza conviven en lo que al fin no es sino una lucha por el amor que implica, además, el castigo y el premio. El éxito de Alcina, su condición de clásico entre los clásicos de su autor lle-ga de su pertinencia artística pero también de la credibilidad de una trama que, por más que se aleje hacia los territorios del sueño o de una teomaquia menor, se plantea cuestiones que cualquier espectador comprende y es capaz de distanciar suficientemente en lo intelectual y en lo anímico. Y es que no hay ninguna razón para no tomar partido por una Alcina a la que el amor le juega una mala pasada y que se desconcierta desde la conciencia de que su poder no era el que

ella misma suponía –el recitativo que antecede a Ombre pallide, como para que todavía haya quien diga que hay que cortarlos cuando se hace Haen-del. El amor verdadero es al fin quien pugna por imponerse a los trucos de quienes lo buscan o lo han encontrado, de los que se equivocan, de los que calculan mal la resistencia del hechizo frente a la realidad del corazón. La propia Alcina se eri-girá como una criatura tan poco de este mundo como desgraciada con las cosas del mismo –ay, el amor-, a la que no servirán sus propios medios y que en su aparente maldad será una víctima que perderá po-der y amor.

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La magia, en todas sus acepciones, está clara en Alcina, en su libreto y en su capacidad para atraer al público de su estreno y al de hoy hacia la inverosímil. Pero esa capacidad sólo lle-ga en el arte de la invención, de lo que hace a Haendel el más importante operista de entre sus contemporáneos, de lo que logra, en defi-nitiva, que en la reiteración de la fórmula ha-llemos, más que su agotamiento, su apoteosis. Arias como Di, cor mio, Mi restano le lagrime, E gelosia u Ombre palide muestran el dominio del aria da capo pero a la vez, como sucede siempre en el autor, asombran por la forma en la que se evita la repetición de una inspiración constante, como si el molde animara en lugar de asustar. No hay más que comparar con sus contempo-

ráneos, con el Veracini de Adriano, re di Siria, por ejemplo, de reciente escucha en Madrid en versión de concierto. Esa es la diferencia entre oficio y genialidad, la facultad que posee Haen-del, como paralelamente la poseyeron Bach o Vi-valdi, de convertir la regla en excepción perma-nente. Pero en el caso de Haendel hay también un indudable sentido teatral, una necesidad de que los sentimientos tengan un punto de huma-nidad contagiosa aunque aparezcan en una isla en la que manda una hechicera. De hecho, esa es otra de las diferencias con la mayoría de sus contemporáneos: la virtud de individualizar des-de el esquema dado, para que distingamos en la expresión de los personajes, a través de su canto, los afectos que les inquietan.