albert frank-duquesne - lo que te espera despuÉs de tu muerte

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Duquesne, judío converso, erudito e inquietante, enfrenta aquí los más difíciles interrogantes sobre el fin de la historia personal y universal. Una obra tremenda que no esquiva ninguna de las cuestiones referidas a nuestro último destino, y que sólo el vano temor de esta época nos impide considerar. | Por problemas de visualización, descargar en: http://www.cuadernas.com.ar/libro.php/lo-que-te-espera-despues-de-tu-muerte

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ALBERT FRANK-DUQUESNE

Lo que te esperadespués de tu muerte

B U E N O S A I R E S | 2 0 1 2

La vida de ultratumba a la luzde la Revelación cristiana

Page 3: Albert Frank-Duquesne   -   LO QUE TE ESPERA DESPUÉS DE TU MUERTE

Título original

Ce qui t’attend après ta mort

Versión de Sebastián de Goñi, O. F. M. Cap.

Nihil obstatFr. Cirilo de Ibero, O. F. M. Cap. (Censor ad hoc)

Imprimi potestFr. Juan E. de Murueta, O. F. M. Cap. (Comisario Provincial)

ImprimaturMonseñor Dr. Ramón A. Novoa (Provicario General)

Buenos Aires, 5 marzo 1953

Colofón de la 1ª edición en castellano

El 16 de julio de 1953Fiesta de Nuestra Señora del Carmen

se acabó de imprimirLo que te espera después de tu muertepara la editorial Desclée, de Brouwer

en los talleres gráficos deSebastián de Amorrortu e hijos, S.R.L.

Calle Luca 2223, Buenos AiresRepública Argentina

Esta obra de Albert Frank-Duquesne se reproduce de acuerdo a la úl-tima versión castellana de la misma, realizada en 1953 por Desclée, de Brouwer, con traducción de Sebastián de Goñi; las referencias de la misma constan abajo en recuadro, incluido el colofón. Para la presente edición digital se corrigieron errores y se incorporó un sermón del car-denal John H. Newman a modo de introducción.

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Prohibida la reproducción parcial o total de este libro, su tratamiento informático y la transmisión por cualquier forma o medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Todos los derechos reservados.Hecho el depósito que marca la ley 11.723© by Ediciones Vórtice

E D I T O R I A L V Ó R T I C EB I B L I O T E C A D I G I T A L

1. George MacDonald, Phantastes2. Albert Frank-Duquesne, Lo que te espera después de tu muerte3. Jorge Norberto Ferro, Leyendo a Tolkien4. Giacomo Biffi, El Quinto Evangelio5. Alfredo Sáenz, El nuevo orden mundial en el pensamiento de Fukuyama

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Introducción

Lo que te espera después de la muerte, Card. John H. Newman ......... 7

Dedicatorias .............................................................................................. 22

Prólogos

Lo que dice una voz autorizada, Mons. Rogerio Beaussart ............... 24 La opinión de Alberto Béguin ............................................................ 27 Confidencia al lector, Albert Frank-Duquesne ................................... 32

I Si el alma se “forma” después de la muerte ............................ 35 II El estado intermedio o las almas “separadas” ......................... 44 III El “reposo” paradisíaco o “sueño” de la muerte ...................... 52 Excursus: ¿Hay que pronunciar Yavé o Yeová? ................ 58 IV Carácter nostálgico de la escatología paulina .......................... 60 V La imperturbabilidad propia del Scheol .................................. 65 VI El “sueño” de la muerte no es inconsciencia ........................... 70 VII Paraíso y Purgatorio ................................................................. 74 VIII En qué consiste la “purgación” ................................................ 79 IX Scheol y Communio Sanctorum .............................................. 86 X La oración por las almas “separadas” ...................................... 91 XI Scheol y cuerpo místico ........................................................... 94 XII ¿Cómo entender la Constitución Benedictus Deus de Benedicto XII? ................................................................. 98 XIII “Espero la resurrección de los muertos” ................................ 106 XIV El “cuerpo glorioso” .............................................................. 114 XV La Parusía no es un “retorno” de Cristo ................................ 125 XVI Pródromos de la Parusía ........................................................ 132 XVII “Dies irae, dies illa” ............................................................. 138 XVIII La Salvación y la Gloria ........................................................ 149

Índice

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XIX El Ángel de la Faz ................................................................. 155 XX Presentimientos rabínicos ...................................................... 161 XXI Una “clave”: la Transfiguración ............................................ 167 XXII Cuádruple manifestación celeste de la gloria ........................ 174 XXIII Hay gloria y gloria ................................................................. 182 XXIV Los de fuera ........................................................................... 185 XXV Las penas del infierno ............................................................ 189 XXVI Estado de los condenados ...................................................... 192 XXVII Infierno y justicia divina ........................................................ 199 XXVIII El plan de la justicia divina .................................................... 203 XXIX El infierno y el Amor divino .................................................. 210 XXX “Eternidad” de las penas del infierno..................................... 215 XXXI ¿Dios “todo en todos”? .......................................................... 219

Apéndice I

Cuatro grandes doctores sobre las “mansiones” (gîtes d’étape) ........... 222

Apéndice II

Los datos revelados ............................................................................... 227 1. Por qué seguir como guía a la Biblia ........................................... 227 2. ¿A dónde va la especie humana según Jesucristo? ...................... 230 3. Los “novísimos” de los individuos según el Evangelio ............... 236 4. De dónde “cuelga” la escatología paulina ................................... 241 5. Escatología paulina y Apocalipsis judío ...................................... 243 6. La Parusía según San Pablo ......................................................... 247 7. La resurrección de los muertos .................................................... 249

Apéndice III

La utopía de la Reencarnación .............................................................. 255 1. Presentación del mito:¿de qué metafísica depende? .................... 255 2. Argumentos generales en favor de esta tesis ............................... 264 3. Argumentos especiales “ad Christianos” .................................... 281 4. Absurdos del mito ........................................................................ 287

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Introducción

Lo que te espera después de la muerte

Card. John h. newman

Y les fue dada una túnica blanca a cada uno; y se les dijo que descansasen todavía por poco tiempo, hasta que se completase el número de sus consiervos y de sus hermanos que habían de ser matados como ellos.

Apoc. 6, 11

Al abordar las palabras de este texto, no presumo de darles ninguna explicación solvente acerca de su alcance. Indudablemente, en su sentido pleno son palabras demasiado profundas para ningún mortal; y sin embargo fueron escritas por lo menos para nuestra reverente contemplación, y quizás con la bendición de Dios todavía nos hagan entender alguna cosa, por mucho que su sentido entero y verdadero se perdió en la Iglesia con aquel que las escribió. San Juan fue admitido en el cielo de los cielos estando todavía en carne, al igual que San Pablo lo fue antes. Vio el trono y a Aquel que está sentado sobre él; y sus palabras, como la de los profetas de la Antigua Alianza, más bien constituyen pronunciamientos espontáneos que acompa-ñan aquello que vio antes que descripciones completas y definidas dirigidas a nosotros. Esto no quita que fueron suministradas y dirigidas a nuestras necesidades bajo una inspiración predominante; pero la misma sagrada influencia también quiso delimitar su alcance tanto como su apariencia y las circunstancias con que bosquejarían para nosotros las tremendas rea-lidades del cielo. De tal manera que son como sombras, o, en el mejor de los casos, perfiles o porciones extraídas de aquello que es invisible, que en su alabanza lo hacen al modo del serafín, con alas cubriéndole el rostro y alas cubriéndole los pies, en adoración y misterio.

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Ahora bien, respecto al texto en sí, habla de mártires en su estado in-corporal, entre la muerte y el juicio; se trata, de acuerdo al versículo anterior, de “las almas de los degollados por la causa de la Palabra de Dios y por el testimonio que mantuvieron”. Se los describe como en un estado de descan-so; y con todo claman a gran voz por la venganza de sus perseguidores. Se les indica que descansen todavía, “que esperen por poco tiempo” hasta que se complete el círculo de los mártires. Entretanto, al presente reciben arras de la promesa a modo de alivio: “les fue dada una túnica blanca a cada uno”.

Algunos dirán que todo esto constituye meramente lenguaje figurativo y que sólo significa que la sangre de los mártires que ahora clama por vengan-za, llegado el día final, recaerá sobre sus asesinos. No puedo convencerme de eso para dar de mano con semejante solemne pasaje. Parece presunción decir de las amortiguadas noticias que nos llegan del mundo invisible, que “sólo quieren decir esto o aquello”; como si uno hubiese ascendido al tercer cielo, o habría estado en presencia del trono de Dios. No, aquí veo un misterio profundo, una verdad escondida que no puedo alcanzar ni definir, “brillando como una joya en lo profundo del mar”, oscura y tré-mula, y con todo, verdaderamente allí. Y por esta misma razón, así como constituye impiedad e ingratitud dar de mano con estas palabras que nos traen el misterio, así también constituye nuestra obligación recurrir a ellas con humildad, con respeto y del modo más didáctico posible, siempre en la presencia de Dios y con conciencia de nuestra nada.

Con sentimientos de esta índole, he aquí que intentaré comentar este texto con referencia al Estadio Intermedio, del cual parece claramente hablar. Y lo mejor será recurrir a él como homologando y conectado a lo que anticipamos sobre aquel estado, tal como se infiere de otros pasajes más claros de la Escritura, antes que deducir cosas directamente de él de buenas a primeras. También, si bien refiere directamente a los mártires, a lo mejor resulta provechoso aplicar el texto también a los santos pues, por ser los mártires arquetipos y primeros frutos de todos, lo que resulta verdadero a su respecto quizá también puede predicarse en algún sentido con referencia a sus hermanos.

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San Juan dice: “Vi debajo del altar las almas de los degollados por la causa de la Palabra de Dios y por el testimonio que mantuvieron; y clama-ron a gran voz, diciendo: «¿Hasta cuándo, oh Señor, Santo y Veraz, tardas en juzgar y vengar nuestra sangre en los habitantes de la tierra?». Y les fue dada una túnica blanca a cada uno; y se les dijo que descansasen todavía por poco tiempo, hasta que se completase el número de sus consiervos y de sus hermanos que habían de ser matados como ellos”.

Ahora bien, en primer lugar se nos dice que los santos descansan. “Se les dio una túnica blanca a cada uno”. Se les dijo que debían descansar “todavía por poco tiempo”. Esto se expresa de manera más enfática aun en un pasaje que aparece más adelante en este mismo libro: “¡Bienaventurado desde ahora los muertos que mueren en el Señor! Sí, dice el Espíritu, que descansen de sus trabajos” (Ap. 14, 13). También San Pablo tenía un deseo de “estar con Cristo, que es mucho mejor” (Fil. 1, 23). Y Nuestro Señor le dijo al buen ladrón: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso” (Lc. 23, 43). Y en la parábola representa a Lázaro como estando “en el seno de Abraham” (Lc. 16, 22), un lugar de descanso, seguramente, si existen palabras que puedan designarlo.

Si no contáramos con más noticias acerca de los muertos que las ya mencionadas, parecería que alcanzan perfectamente para nuestras necesi-dades. La gran y angustiosa pregunta que nos viene al encuentro es: ¿qué nos espera en la otra vida? Tememos por nuestra suerte, nos preocupa la de nuestros amigos, precisamente en este punto. Han desaparecido de nuestro alrededor con todas sus amables cualidades que tantos nos hizo quererlos, todas su virtudes, todas sus activas potencias. ¿Adónde ha ido a parar aquel espíritu en el ancho universo, arriba o abajo, aquel que alguna vez pensó, sintió, amó, planeó, actuó ante nosotros y que, sea donde fuera que se haya ido, por fuerza tiene que haberse llevarse consigo los mismos afectos y convicciones, deseos y objetivos? Supimos cómo pensaba, cómo sentía y cómo se comportó en este mundo; conocemos aquella amada alma, y ella nos conoce a nosotros, con recíproca conciencia –y ahora que nos ha sido quitada, ¿qué ha sido de ella? Ésta es la cuestión que dejaba perplejos a los paganos de antaño. Ya es bastante temible quedar expuestos en este mundo

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a enfermedades que conocemos, a la furia de los elementos y a las tinieblas de la noche, si por ventura quedáramos sin casa ni refugio. Pero cuando pensamos cuán absolutamente ignorantes estamos respecto de la naturaleza del alma y el mundo invisible, la idea de perder amigos, o de nuestra propia partida, para quienes nos animamos a pensar en estas cosas, nos produce una melancolía sobrecogedora en extremo. ¿Y bien? Precisamente aquí es donde la Escritura acude a nuestra necesidad, en los textos ya citados. Seguramente nos alcanza con estar en el seno de Abraham, en la presencia de Nuestro Salvador; seguramente basta, después de las penas y alborotos de este mundo, con descansar en paz.

Lo que es más, textos como esos, satisfacen con creces las dudas que aquejan a los paganos; nos resultan útiles al presente, en medio de la perplejidad que fácilmente nos puede ahogar [...] Cristo ha intervenido misericordiosamente para asegurarnos expresamente que ha proveído para el bien de nuestros amigos. Nos asegura que “descansan de sus trabajos, y sus obras los siguen”. Y colegimos del texto que incluso esa soledad y tristeza que necesariamente sentirían si se los abandonase, no sólo queda-rán protegidos de castigos, sino que, en verdad, serán misericordiosamente recompensados. Aquel penoso estado en que quedaron al ser arrancados del cuerpo y a la espera de la gloria prometida cuando Cristo vuelva, se nos representa como de gran calma y pacíficamente consolados. Como una madre apacigua la inquietud de su hijito tomándolo entre sus brazos para acariciarlo, cantándole canciones de cuna para que se duerma, o en-treteniéndolo para que olvide el dolor o el temor que lo embarga, así ocurre aquí, de tal modo que el tiempo de la demora antes de que Cristo vuelva para el Juicio, en sí misma tediosa y solitaria, se ve compensada para el espíritu de los justos con un regalo actual, a modo de arras del júbilo por venir. “¿Hasta cuándo, oh Señor, santo y verdadero?”. Tal su querella. “Y les fue dada una túnica blanca a cada uno; y se les dijo que descansasen todavía por poco tiempo”, hasta que llegase el fin.

En segundo lugar, en esta descripción queda implicado lo que de hecho ya deduje, que los santos que han partido, aunque descansan, de hecho todavía no han recibido su recompensa. “Sus obras siguen con ellos”, obras

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que aún no han sido recibidas por su Salvador y su Juez. En todo sentido se encuentran en un estado incompleto, y así quedarán hasta el Día del Juicio que entonces los introducirá al gozo de su Señor.

Están incompletos en la medida en que sus cuerpos yacen mezclados con el polvo de la tierra y esperan la Resurrección.

Están incompletos, como si dijéramos, ni despiertos ni dormidos; quie-ro decir, están en un estado de descanso, sin disponer plenamente de sus potencias. Los ángeles se hallan sirviendo a Dios activamente; son ministros entre el cielo y la tierra. Y los santos también, un día juzgarán al mundo –juzgarán incluso a los ángeles caídos–; pero al presente, hasta que llegue el fin, sólo descansan, lo que alcanza para su paz, lo que alcanza a consolarnos cuando pensamos en ellos, y con todo, están incompletos, comparado con lo que serán un día.

Más todavía, también se encuentran en una incompletitud en lo que se refiere al lugar de su descanso. Están “bajo el Altar”. No en la abierta presen-cia de Dios, contemplando su rostro y regocijándose en sus obras, mas en un palacio seguro que se encuentra cerca –como Moisés, en una “hendidura en la roca”– bajo la mano de Dios que los cubre y contemplando los vestidos de su gloria. Así también, cuando Lázaro murió, fue conducido al seno de Abraham; y por mucho que fuera un lugar digno de alabanza y pacífico en extremo, se queda corto respecto del cielo. Esto se expresa en otro lugar con la palabra “paraíso”, o el jardín del Edén, que, nuevamente, aunque puro y pacífico, y visitado por los ángeles y por Dios, aún no es el cielo. Ningún emblema podría expresar más vívidamente el refrigerio y dulzura de aquel bendito descanso, que designarlo con el nombre de aquel jardín donde el hombre originalmente fue establecido; a lo que hay que agregar la noticia que nos suministró San Pablo de aquel lugar al que fue arrebatado y donde oyó “palabras indecibles, que no es lícito al hombre pronunciar” (II Cor. 12, 4). Indudablemente, se trata de un lugar de visiones excelentes y admirables revelaciones. Allí Dios se manifiesta, no veladamente como lo hace sobre la tierra y mediante instrumentos materiales, sino mediante aproximaciones más íntimas que sólo son posibles para el espíritu y que

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al presente nuestras facultades no pueden alcanzar. Y de alguna manera desconocida, aquel lugar de descanso puede comunicarse con este mundo, de tal modo que las almas desencarnadas pueden saber qué sucede aquí abajo. Los mártires, en el pasaje que tenemos ante la vista, exclaman: “¿Hasta cuándo, oh Señor, Santo y Veraz, tardas en juzgar y vengar nuestra sangre en los habitantes de la tierra?”. Veían lo que pasaba en la Iglesia y necesitaban de consuelo al contemplar las victorias de la iniquidad. Y obtuvieron blancas túnicas como un mensaje de paz. Y con todo, por mucho que sea su conocimiento, por grande que sea su felicidad, han perdido su tabernáculo de corrupción y se encuentran “desnudos” y esperan ser “sobrevestidos”, habiéndose desprendido de su “mortalidad”, mas sin ser todavía absorbidos en la “vida” (II Cor. 5, 4).

Hay otra palabra en la Escritura para designar la morada de los hombres justos y perfectos que nos sugiere el mismo significado. Se dice en el Credo que Nuestro Señor “bajó al infierno”, palabra que aquí tiene un sentido enteramente distinto al que habitualmente le asignamos. Nuestro Salvador, como imaginamos, no acudió al abismo asignado a los ángeles caídos, sino a las misteriosas mansiones donde las almas de los hombres aguardan el juicio. Que acudió a la morada de las benditas almas resulta evidente, tal como se colige de sus palabras dirigidas al buen ladrón, oportunidad en que también lo llamó “paraíso”; pero que acudió también a otro lugar, además del paraíso, puede conjeturarse en base a la palabra de San Pedro, que “fue a predicar a los espíritus encarcelados, que una vez fueron rebeldes” (I Pe. 3, 19-20). El hecho de que estas dos moradas de los desencarnados, buenos y malos, sean designados con un solo nombre, el Hades, o (como lo llamamos nosotros) el infierno, parece indicar claramente que el paraíso no es lo mismo que el cielo, sino un lugar de descanso a sus puertas. Obsérvese además que Samuel, cuando convocado de entre los muertos en la cueva de la pitonisa, dijo: “¿Por qué has turbado mi reposo, haciéndome subir?” (I Rey. 28, 15), palabras que resultarían disparatadas si ya hubiese llegado al cielo.

Una vez más, el Estado Intermedio es incompleto en lo que se refiere a la felicidad de los santos. Antes de que viniera Nuestro Señor, se puede

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suponer que aquel estado admitía de a ratos una cierta inquietud y eso entre los más grandes santos, por mucho que seguramente estaban enteramente “en la mano de Dios”: pues lo cierto es que Samuel dice, “¿por qué me has turbado, haciéndome subir?”. A lo mejor Nuestro Señor revirtió esta imperfección con su venida y se llevó consigo a algunos, incluso con su cuerpo, al cielo mismo, algunos de los santos principales de la Antigua Alianza, tal como parece indicar San Mateo (27, 52). Ellos exclamaron en son de queja y se les dieron túnicas blancas; fueron apaciguados, se les dijo que esperen un tiempo más.

Tampoco resultaría sorprendente si, en la providencia graciosa de Dios, el propósito mismo de que permaneciesen así durante un tiempo a cierta distancia del cielo fuera para que contaran con tiempo para crecer en toda clase de cosas santas y perfeccionaran así el desarrollo interior de la buena semilla sembrada en sus corazones. El salmista se refiere a los justos como “árboles plantados a la vera de ríos de agua que a su tiempo darán fruto” (Ps. 1, 3); ¿y en qué circunstancias no será más apropiado y feliz este silencioso crecimiento en santidad sino mientras esperan el Día del Señor, alejados de aquellas pruebas y tentaciones que fueron necesarias cuando los primeros brotes? Considerad cómo muchos hombres están en un estado religioso crepuscular y débil cuando les toca partir de este mundo, por mucho que fueran en algún sentido verdaderos siervos de Dios. ¡Helás!, también sé bien que la mayoría de los hombres no piensan en cuestiones religiosas en absoluto –son displicentes cuando jóvenes y secularizados a medida que avanzan por la vida, sólo se interesan en adoptar una profesión decente: se engañan, y se creen religiosos, y (hasta donde se puede ver) mueren sin mayores inquietudes religiosas. Además hay muchos otros que, después de una vida negligente, se arrepienten, pero no veramente: creen que se arrepienten, pero no lo hacen cristianamente. Por otra parte, también hay muchos que dejan el arrepentimiento para la hora de la muerte, y mueren sin dejar ningún fruto religioso, excepción hecha de generales sentimientos de humildad y gravedad, en la medida en que eso se les impone por la fuerza de los dolores de la agonía. Todos éstos, hasta donde sabemos, mueren sin esperanza. Pero, concediendo que existen muchos tristes casos como éstos,

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todavía hay muchos que, habiendo empezado bien y habiendo perseverado durante años, sin embargo llegan al final sin haber progresado gran cosa, principiantes siempre hasta la hora de la muerte, gente que ha pasado por circunstancias especialmente difíciles, que han padecido tentaciones más feroces, que han pasado por pruebas enigmáticas y difíciles que a la mayoría no les ha tocado en suerte y que, por consecuencia, han dificultado su curso. Más aún, en cierto sentido, todos los cristianos morimos sin haber completado la obra. Por mucho que vivamos una vida de penitencia, de fe y obediencia, sin embargo siempre quedará mucho de rebeldía: mucho orgu-llo, mucha ignorancia, muchos pecados desconocidos, no confesados, mucha inconsistencia, mucha irregularidad en las oraciones, mucha superficialidad y frivolidad de pensamientos. ¿Quién puede decir, pues, que, en la misericor-dia de Dios, el intervalo de espera entre la muerte y la venida de Cristo no es un tiempo de provecho para aquellos que han sido sus verdaderos siervos aquí, tiempo de maduración de aquel fruto de la gracia que sólo se formó parcialmente en esta vida –un tiempo en la escuela de la contemplación, así como el mundo de aquí abajo constituye una disciplina de servicio activo? Seguramente, con esto a la vista, cobran fuerzas las palabras del Apóstol en el sentido de que “Aquel que ha comenzado la buena obra en nosotros, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús” (Fil. 1, 6). Hasta, no entonces, sin detenerse por razón de la muerte, sino continuándola hasta la Resurrección. Y esto, que le será otorgado a todos los santos, le será provechoso a cada uno en proporción al grado de santidad con el que muere. Pues es de saber que así como se nos dice explícitamente que, en un sentido, el espíritu de los justos se perfecciona con su muerte, se sigue que cuanto más se ha avanzado hasta llegar allí, más elevada será la línea de su consecuente crecimiento en el tiempo que media entre la muerte y la Resurrección.

Y todo esto fundamenta otra cosa que bien puede tomarnos por sorpre- sa: el especial énfasis que ponen los apóstoles en la Segunda Venida de Cristo, como el objeto hacia el cual debe dirigirse nuestra esperanza. En estos tiempos estamos acostumbrados a considerar a la muerte como la meta, el punto en que se manifiesta la victoria y el triunfo de los santos

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–no se nos ocurre pensar más en ellos ni qué será de ellos después de que terminó su vida, como si ya no hubiese cosa por la que inquietarse a su respecto; y en cierto sentido, no la hay. Y, sin embargo, se hallará que en la Escritura la esperanza no se encuentra orientada hacia el momento de la muerte, sino que está tensamente concentrada en la venida de Cristo, como si el intervalo entre la muerte y su venida en modo alguno pudiera omitirse en el proceso de nuestra preparación para el cielo. Ahora bien, si los escritores sagrados unánimemente se concentran de este modo en la venida de Cristo, y nosotros por nuestra parte sostenemos que la muerte es el fin de todas las cosas, ¿no está claro que a pesar de que formalmente parecemos estar de acuerdo con ellos en todos los puntos de la doctrina, en realidad tiene que haber una diferencia escondida entre ellos y nosotros, una noción infundada en nosotros que a lo mejor heredamos, una premisa que damos por sentada, un prejuicio oculto, alguna idea nacida de nuestro talante terrenal, o una concepción puramente humana? Por ejemplo, San Pablo les habla a los Corintios como “aguardando la revelación de nuestro Señor Jesucristo” (1, 7). A los Filipenses les dice que “nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también estamos aguardando como Salvador al Señor Jesucristo, el cual vendrá a transformar nuestros cuerpos viles” (3, 20). En su primera carta a los Tesalonicenses, parece casi hacer de esta espera del Último Día lo que define a un cristiano: “Os volvisteis de los ídolos a Dios para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo” (1, 9-10). A Tito le insta a que aguarde “la dichosa esperanza y la aparición de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo” (2, 13), a los Hebreos les promete que “otra vez aparecerá, sin pecado, a los que le están esperando para salvación” (9, 28). Y en otro lugar, pide paciencia “a fin de que después de cumplir la voluntad de Dios obtengáis lo prometido: «Porque todavía un brevísimo tiempo, y el que ha de venir vendrá y no tardará»” (10, 36-37). Y a los Romanos: “Estimo que los padecimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera que ha de manifestarse en nosotros”, esto es, cuando la Resurrección (8, 18), puesto que sabemos que “el que resucitó al Señor Jesús nos resucitará también a nosotros con Jesús y nos pondrá en su presencia con vosotros”

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(II Cor. 4, 14) y es por esta razón que “gemimos porque anhelamos ser sobrevestidos de nuestra morada del cielo” (II Cor. 5, 2); y en otro lugar agrega, referido evidentemente a cosas que pertenecen al mundo invisible, y (como bien podemos suponer) incluyendo el Estadio Intermedio, que está “persuadido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni cosas presentes, ni cosas futuras, ni potestades, ni altura, ni profundidad, ni otra creatura alguna podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús nuestro Señor” (Rom. 8, 38-39). Y nos recuerda además que, “el que resucitó al Señor Jesús nos resucitará también a nosotros con Jesús y nos pondrá en su presencia con vosotros” (II Cor. 4, 14) y “nuestra tribulación momentánea y ligera va labrándonos un eterno peso de gloria cada vez más inmensamente” (II Cor. 4, 17) y “si esta tienda de nuestra mansión terrestre se desmorona, tenemos de Dios un edificio, casa no hecha de manos, eterna en los cielos” (II Cor. 5, 1).

Así, ¡qué bien casan estos textos acerca de la espera de Cristo con la conducta actual de los santos, tal como lo registra el pasaje del Apocalipsis que aquí comentamos! “«¿Hasta cuándo, oh Señor, Santo y Veraz, tardas en juzgar y vengar nuestra sangre en los habitantes de la tierra?» Y les fue dada una túnica blanca a cada uno; y se les dijo que descansasen todavía por poco tiempo hasta que se completase el número de sus consiervos y de sus hermanos que habían de ser matados como ellos”. Y lo mismo se diga de las palabras de nuestro Salvador en el Evangelio: “¿Y Dios no habrá de vengar a sus elegidos, que claman a Él de día y de noche, y se mostraría tardío con respecto a ellos? Yo os digo que ejercerá la venganza de ellos prontamente. Pero el Hijo del hombre, cuando vuelva [toda vez que la veni-da de Cristo constituye la «venganza» que reclaman], ¿hallará por ventura la fe sobre la tierra?” (Lc. 18, 7-8).

Indudablemente, ésta es la doctrina habitual de Cristo y de sus apósto-les. Quiero decir que es su costumbre insistir principalmente en dos acon-tecimientos, su primera venida y su segunda –nuestra regeneración y nuestra resurrección– relegando al trasfondo la perspectiva de nuestra muerte, como si no fuera más que una línea trazada para una distinción (por grave que sea), no una línea de división en el curso extendido de nuestra purificación.

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Por ejemplo, “En verdad, en verdad, os digo, vendrá el tiempo, y ya estamos en él, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y aquellos que la oyeren, revivirán”; los muertos en pecado; aquí, entonces, se pos-tula nuestra regeneración. Luego procede: “Vendrá el tiempo en que to-dos los que están en los sepulcros oirán su voz; y saldrán los que hayan hecho el bien, para la resurrección de vida; y los que hayan hecho el mal, para resurrección de juicio” (Jn. 5, 25, 28). Aquí se menciona su segunda venida con sus circunstancias concomitantes. Y en otro lugar: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; y si no fuera así, os lo habría dicho. Voy a prepararos un lugar para vosotros. Y cuando me haya ido y os haya preparado el lugar, vendré otra vez y os tomaré junto a Mí, a fin de que donde Yo estoy, estéis también vosotros” (Jn 14, 2-3). Y en la parábola de las minas: “Un hombre de noble linaje se fue a un país lejano a tomar para sí posesión de un reino y volver. Llamó a diez de sus servidores y les entregó diez minas, diciéndoles: «Negociad hasta que yo vuelva»” (Lc. 19, 12,13). Aquí se hace referencia a la primera y a la segunda venida de Cristo. En realidad, no pocas veces, se interpreta la locución “hasta que yo vuelva” con referencia a la muerte de cada cual, cuando, en efecto, en cierto sentido, Cristo viene a nosotros. Mas parece una conjetura meramente humana: el tiempo del juicio, y no hasta entonces, es el tiempo en el que Cristo llama a sus siervos y les pide cuentas.

Por último, en la Escritura siempre queda implícito que todos los santos constituyen un solo cuerpo, siendo Cristo la cabeza, y en el que no existe distinción real entre los muertos y los vivos; como si el territorio de la Iglesia fuera un campo inmenso con un velo que lo atraviesa, escondiendo de nues- tra vista una parte de él. Por lo menos ésta, creo, es la impresión que se llevarán al estudiar cuidadosamente lo que dicen los escritores inspirados. San Pablo dice que dobla sus rodillas “ante el Padre, de quien toma su nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef. 3, 14), contexto en el que el cielo parece incluir al paraíso. Luego declara que no hay sino “un solo cuerpo”, no dos, así como no hay sino un solo Espíritu (Ef. 4, 4). En otra epístola habla de los cristianos en la carne como habiéndose “acercado a Dios, Juez de todos, a espíritus de justos ya perfectos” (Heb. 12, 23). En

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consonancia con esta doctrina, la colecta para la fiesta de Todos los Santos nos enseña que “Dios Todopoderoso ha constituido a sus elegidos [esto es, tanto a los vivos como a los muertos] en un solo tejido”, “en una única comunión y camaradería [fellowship] en el cuerpo místico de su Hijo”.

Así, por tanto, en general, podemos creer humildemente que es la con-dición de los santos antes de la Resurrección, un estado de reposo, de des-canso, seguridad; pero nuevamente, más como el paraíso que el cielo –esto es, un estado que se queda corto respecto de la gloria que será revelada en nosotros después de la Resurrección; un estado de espera, meditación, esperanza, en el que lo que ha sido sembrado durante nuestra vida terrena pueda madurar y completarse.

Haré una última observación antes de terminar, a modo de aplicación de lo dicho a nuestras vidas. Sabemos que hubo un tiempo en que los hombres pensaban demasiado en los muertos. No es la falla de nuestro tiempo. Ahora nos inclinamos hacia el extremo opuesto. Seguramente nuestro defecto consiste en que pensamos demasiado poco en ellos. Constituye una cosa miserable de confesar, pero por cierto así es, que cuando un amigo o un pariente muere, normalmente al poco tiempo es olvidado, como si ya no existiera; no se habla más de él, ni se hacen referencias a su persona, y el mundo continúa como si nunca hubiera sido. Claro que los sentimientos más profundos son los que más callados quedan, de modo que no quiero decir que no se piensa en los amigos porque no se habla de ellos. ¿Cómo podría ser semejante cosa? ¿Acaso existe forma alguna de sociedad o doctrina humana que pudiera encarcelar nuestros corazones de tal modo que nos hicieran pensar y recordar como a ellos se les antojara? ¿Por ventura puede la tiranía de la tierra entorpecer nuestra bendita y leal camaradería con quienes han muerto –cosa que hacemos al consultar sus deseos, deteniéndonos sobre su imagen, tratando de imitarlos, imaginándolos en su actual pacífica condición, simpatizando con su “gran exclamación”, esperando reencontrarnos con ellos luego? ¡En verdad que no! Disponemos de una libertad más gloriosa que ningún hombre podría quitarnos, por muchos que sean los sofismas de egoísmo y las sutilezas a que recurra. No hablo de los de corazón tierno, afectuoso y reflexivo. No pueden olvidar a los que ya partieron, de cuya

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presencia alguna vez disfrutaron y que (en el lenguaje de la Escritura), si bien ahora están “ausentes en el cuerpo, mas presentes en espíritu” (I Cor. 5, 3), “se gozan al mirar su armonía y la firmeza de su fe en Cristo” (Col. 2, 5). Pero hablo de los muchos que permanecen torpes, fríos, despreciativos, mundanos y que se gozan con las cosas del mundo y son negligentes: aquellos que, ordinariamente, cuando un amigo ha partido, tratan de no pensar más en él e intentan borrarlo de su memoria.

Permitidme explicar lo que quiero decir con un ejemplo, bastante co-mún. Pongamos por caso un padre o un pariente que se muere y le deja a un hombre su propiedad: el hombre se adueña de ella con entusiasmo; sepulta al muerto espléndidamente; y luego, pensando que ya ha cumplido con todo, borra el pasado y pasa a gozar de su herencia. No es pródigo ni derrochador, no es orgulloso ni mezquino, pero en todo momento piensa y actúa como si el fallecido a quien le debe todo hubiese sido aniquilado y removido de la creación de Dios. No tiene obligaciones. Antes era un tipo dependiente, ahora es independiente; ahora es su propio señor; deja de pertenecer a los “pequeños”, ahora disfruta de la plenitud, ahora es rico y reina como un rey sin tener que rendirle cuentas a nadie –no como antes, cuando tenía que someterse. Es el jefe del establecimiento. Si alguno habla del fallecido es de algún modo –medio con benevolencia, medio despreciativo, refiriéndose a él un poco como se refiere a los menesterosos e inútiles– como hablaría de hombres vivos, pero valetudinarios o insanos. Uno oye hablar así, incluso de parte de gente de buen corazón y en general benevolente (tal la fuerza del mal ejemplo), de este modo irrespetuoso, cuando se refieren a ancianos que conocieron en su juventud, sin ninguna mala intención, pero indudablemente abrigando en su interior una dureza muy sutil, un cierto egoísmo, un secreto desdén y una insidiosa jactancia. Los hombres piensan poco en los efectos que esto tiene sobre su carácter en general. Les enseña a limitar sus creencias a lo que ven. Resignan una gracia muy especial, divinamente provista para “penetrar hasta lo que está detrás del velo” (Heb. 6, 19), ver más allá de la tumba; y se acostumbran a contentarse uniéndose a las cosas visibles, estableciendo conexiones y alianzas que no conducen a nada. Peor todavía, este mismo error los inclina sobre el presente en lu-

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gar de reflexionar sobre el pasado. Pierden reverencia por la antigüedad; modifican los planes y obras de sus predecesores sin escrúpulo ninguno; disfrutan de los beneficios de edades pasadas sin gratitud, como si fuera una especie de derecho que tienen; alaban en iglesias que “otro hicieron”, sin pensar en ellos; se olvidan que lo que poseen es sólo para esta vida, que lo han recibido en depósito y que deben transmitir lo que recibieron.

Por otra parte, así como el pensar en quienes murieron nos da tiento, constituye también un gran consuelo, especialmente en los tiempos que corren, cuando la Iglesia Universal ha caído en errores y una rama pelea contra la otra. ¿Qué cosa sostendrá nuestra fe (si Dios quiere) cuando tratamos de adherir a la Verdad Antigua y parece que por eso quedamos solos? Cómo se mantendrá firme el “centinela sobre las murallas de Jerusalén” (Is. 62, 6) cuando se vea objeto del desprecio y celos del mundo, acusado de querer singularizarse, de caprichoso, de extravagante, de imprudente? ¿Cómo per-maneceremos calmos y con paz interior cuando se nos acuse de “perturbar el campamento de Israel” (Jos. 6, 18) y “profetizar calamidades” (Ez. 4, 7; Jer. 26, 20; Apoc. 10, 11)?

¿Qué cosa si no es la visión de los santos de todos los tiempos, cuyos pasos seguimos? ¿Qué cosa si no la imagen mística de Cristo estampada en nuestros corazones, viviente en nuestro recuerdo?

¡Los tiempos de primigenia pureza y verdad no han pasado! ¡Aún están presentes! No estamos solos, por mucho que lo parezca. Pocos de los que ahora están vivos están en condiciones de comprendernos u homologarnos; pero aquellas multitudes del tiempo primitivo que creyeron, y enseñaron, y adoraron, tal como lo hacemos nosotros, todavía están vivos en la presencia de Dios, y en sus gestas del pasado y sus voces actuales, exclaman desde el Altar. Nos animan con su ejemplo, nos dan vivas mientras nos acompañan, están a nuestra derecha y a nuestra izquierda, los mártires, los confesores y otros santos, que recurrían a los mismos credos, y celebraban los mismos misterios y predicaban el mismo evangelio que nosotros. Y a ellos se les unieron, a medida que pasaban las edades, incluso en épocas oscuras, o, peor aún, incluso en tiempos de divisiones, nuevos testigos de la Iglesia de aquí abajo.

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En el mundo de los espíritus no hay diferencias de partido. Por cierto que claramente constituye nuestro deber, mientras estamos en este mundo, argumentar y pelear hasta por los detalles de la Verdad, según los veamos con las luces de las que disponemos; y por cierto que hay una Verdad más allá de la discordancia de nuestros pareceres. Pero a la larga, aquella Verdad es discernida sencillamente por los espíritus de los justos; los agregados humanos, las instituciones humanas, las cosas humanas, no les hace mella allí, en el estado, invisible para nosotros, en el que están. Han sido segregados de la carne. Grecia y Roma, Inglaterra y Francia, no le otorgan color a esas almas que han sido lavadas en un solo bautismo, alimentadas por un solo cuerpo, y moldeadas en una sola fe. Si han caminado en el Espíritu Santo, los adversarios de antaño, ni bien muertos, inmediatamente se ponen de acuerdo. Las armonías se combinan y llenan el templo, mientras que los compases discordantes y las imperfecciones desaparecen. Por tanto, buena cosa es inclinarnos hacia el mundo invisible, “qué bueno es estar allí” (Mc. 9, 5; Lc. 9, 33), y edificar tabernáculos para aquellos que hablan “un lenguaje puro” y que “sirven al Señor con unánime sentir” (Sof. 3, 9); por cierto, no para quitarlos de sus seguros santuarios, no para honrarlos supersticiosamente, ni atribuirles más poder que el que tienen, sino para contemplarlos silenciosamente para nuestra edificación y de ese modo, alentando nuestra fe, avivando nuestra paciencia, protegiéndonos de los pensamientos que tenemos acerca de nosotros mismos, impidiendo que confiemos en nosotros mismos y obligándonos a vernos (como realmente debiéramos siempre vernos) como sólo seguidores de la doctrina de quienes nos precedieron, sin prestarle la menor atención a los maestros de novedades, a los fundadores de nuevas escuelas.

Que Dios nos conceda a todos, de entre los sobreabundantes tesoros de su gracia, un espíritu así, un espíritu que combina la docilidad y celo, un espíritu de serena búsqueda y vigor resuelto, de poder, de amor, un espíritu razonable y sensato.

Traducción de Jack Tollers

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A MI MUJERa quien me une el “gran Sacramento”:

tu es uxor in aeternumsecundum ordinem nuptiarum

Christi et Ecclesiae,para que sepa que la muerte

transforma mas no anulael amor en que EL ETERNO

participa.

A la cristiana memoria demi admirable primogénito,el sabio, bondadoso y sutil

crítico despiadadamente escrupuloso,maestro indiscutido de la exégesis hebrea

PAUL VULLIAUDen testimonio de singular gratitudpor su obra de más de medio siglo

de sabio probo y católico fiel.

A la preciosa falange de amigosde que me ha colmado la inmerecida

misericordia del Padre,qui confortaverunt manus meas in Deo:

Pbro. Pierre Gillet - Jean dominique, o.F.m.emma blambert - Frans de Coster - simone duChene

ClemenCe et Julien hermans

anne et henri

hunwald - Jeanne izoard - rené severin

FranCe windal

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Noli timere: Ego sum primus et novissimus, et vivus; et fui mortuus, et ecce sum vivens in saecula saeculorum; et habeo claves mortis et inferni.

Apocalipsis 1, 18

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Prólogos

Lo que dice una voz autorizada

¿Qué es lo que te espera después de tu muerte?

Dios, afirma el cristianismo. Y Albert Frank-Duquesne, que nos enseñaba poco tiempo ha quién es ese Dios vivo de la Biblia, nos explica hoy, en esta nueva obra, lo que ese Dios viviente –y “de los vivientes”, como dice el Salvador– nos tiene preparado para el momento en que nuestra vida terrestre haya terminado. Con Dios, en Dios, por Dios: la luz y la felicidad es lo que nos aguarda, preparadas ya para nosotros por el Padre celestial que es esencialmente amor... A no ser que, por rechazar ese amor, nos quedemos eternamente –¡ay!– “sin Dios”.

La muerte inspira al hombre un horror natural, y no tanto por las pe-nalidades que ordinariamente la preceden, cuanto por la incógnita formidable en que le precipita. Es la separación de todo lo que constituye la vida humana: separación y despojo del cuerpo, sin el que apenas llegamos a concebirla, y asimismo de los bienes de fortuna y de la cultura. Aparentemen-te, destruye nuestro Yo. La muerte lanza al difunto en el abismo del gran silencio, del cual no podrán sacarle, ni las lágrimas más amargas, ni las llamadas más desgarradoras de los amigos y deudos.

Por ese motivo, dice Pascal, el hombre procura no pensar en ella. Pero es inútil. Haga lo que quiera, la muerte llama a las puertas de su memoria, ya con golpes aislados, ya con esas hecatombes espantosas que todos co-nocemos. No perdona a nadie y diríase que, en definitiva, ella es la reina del universo y el fin de cuanto existe. Nadie hay que pueda sustraerse a esta angustia, por más que se gloríe de ser estoico o de profesar el materialismo.

Nadie, si se exceptúa el cristiano. El creyente, el fiel en el sentido estricto de la palabra, sabe que todo comienza con la muerte del cuerpo. El día del

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fallecimiento –es decir, literalmente, del “tránsito”– es para él el día del nacimiento a la vida que no acaba, y que no sabe de duelos, sufrimientos y lágrimas. No es que ignore las angustias que le esperan y los dolores de las separaciones, que el mismo Jesucristo quiso experimentar: si no es por una gracia excepcional, también él las habrá de conocer. Mas, para el cris-tiano, el conocimiento de lo que le aguarda después de su muerte es, pre-cisamente, lo que le cura de la angustia, lo que “arranca a la muerte su aguijón”. La muerte tiene para el cristiano un sentido y un mensaje que comunicarle. No es el espantable agujero negro donde todo se hunde, sino la puerta que da acceso a las realidades eternas por las que ha vivido. No puede ser la puerta del abismo para la “segunda muerte”, sino tan sólo para quien deliberadamente ha elegido al margen de Dios y contra Dios.

¿Es posible descorrer algún tanto el misterio que se oculta tras la muer-te? Sí, no cabe duda, siguiendo los datos de la Sagrada Escritura y de la Tradición. Es lo que constituye el objeto de este libro. Debemos agradecer a Albert Frank-Duquesne el haberlo compuesto para nosotros. ¿Lo ha dicho todo en él sobre el estado propio de las almas separadas, sobre el juicio de Dios, sobre las “estaciones de espera” purificadoras que les han de procurar el estado de santidad que les permita gozar de la visión beatífica, sobre el aumento de felicidad que les ha de invadir al resucitar y hallarse con los cuerpos auténticamente suyos, y sobre tantas otras cuestiones que aquí se plantean? Ciertamente que no: el velo del misterio no se levanta comple-tamente, como es fácil de comprender.

Con todo, para quien lea esta obra y la medite, la muerte cesará de ser horrible. Tendrá la impresión de que el juicio de Dios acerca del alma y la tremenda alternativa de cielo o infierno no son otra cosa que obra de la suprema Sabiduría y de la Justicia inexorable, pero también, y principalmente, del Amor infinito. De nosotros depende que ese juicio divino, eterno, que, por lo demás, se emite en cada uno de los momentos de nuestra vida, sea favorable o adverso.

En la vida del cristiano que tiene puesta su confianza en Dios, la muerte es el acto supremo. Por razón de la fe, esperanza, amor y abandono filial que la caracterizan, es un acto teologal por excelencia y la puerta de oro

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abierta hacia la bienaventuranza. Nos complacemos, con todo, en agradecer al autor el haber probado la realidad de las penas eternas. Para todos, su meditación es conveniente y aun necesaria, “para que si del amor del Señor eterno me olvidare, por mis faltas, a lo menos el temor de las penas me ayude para no venir en pecado” (San Ignacio de Loyola).

Tales son los sentimientos que despierta en nosotros la obra de ahora de Albert Frank-Duquesne. Nos satisface sobremanera su recurso constante a la Sagrada Escritura, que no excluye en modo alguno el conocimiento exacto de los Padres y de los teólogos; esperamos que, por ese motivo, le han de leer muchos que se hallan alejados de la fe católica, pero que permanecen fieles a la Revelación bíblica. ¡Ojalá recorran estas páginas también otros lectores, que no profesan ninguna fe, pero que tienen un alma que Dios busca con afán, para que se den cuenta de todo el caudal de fuerza y consuelo que podría suministrarles esta fe cristiana!

roGerio beaussart Arzobispo de Mocissos

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La opinión de Alberto Béguin

No sabría decir por qué Albert Frank-Duquesne ha tenido a bien colocar, al frente de un libro que se basta a sí mismo, el prólogo de un hombre tan poco capaz como yo de añadir a su texto nada que pueda calificarse de necesario. Me impresionó de verdad su primera obra, Cosmos et Gloire, y traté de dar las razones de ello. Desde entonces, he leído no pocos trabajos manuscritos de Frank-Duquesne, encontrando siempre en ellos las mismas cualidades que me llamaron la atención al principio. Hemos mantenido correspondencia, o mejor, tengo que explicar ese “hemos” en plural... he recibido de Bruselas un número considerable de cartas y tarjetas, y confieso, para mi confusión, que con frecuencia he dejado correr los meses, respon-diendo por fin, con prisas y malamente, a muchas misivas a la vez. Sirvan las páginas presentes como reparación de mis negligencias y expresión de mi arrepentimiento.

La presente obra de Frank-Duquesne me parece excelente; el lector se percatará de ello sin que yo insista. Pero, además, la considero como muy oportuna: y esto sí merece una explicación. Vivimos en un mundo extraño, cosa que nadie pone en duda; pero vivimos también en una cristiandad no menos extraña, aunque a muchos no les parezca así. No puede menos de haber mucha confusión en la conciencia cristiana actual, para que un estudio sobre la muerte y lo que sigue a ella, nos haga el efecto de una advertencia, de un llamamiento al orden, de una intervención vagamente intempestiva. No me refiero a los no cristianos, a esos espiritualistas de todo pelaje, que han de sentirse aludidos en sus sistemas y en sus mitos por la exégesis ri-gurosa de Frank-Duquesne. Pienso en tal o cual cristiano que yo me sé, a quien jamás ha picado la curiosidad de saber lo que nos dicen las Sagradas Escrituras sobre el paraíso, el purgatorio, el infierno, el descanso eterno o la espera del Día de la Cólera. Pienso en ese filósofo católico, por ejemplo, que consagra, hace ya algunos años, una atención peregrina a los fenómenos

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espiritistas y cree entrar en comunicación con las almas de los muertos. En este individuo que trata de poner de acuerdo la Revelación con las fantasías de Asia sobre la reencarnación, y en aquel otro que, según una tradición ya antigua, admite que uno es cristiano desde el momento en que afirma, sin precisar más, la inmortalidad del alma. A decir verdad, parece que el sacrificio de la Cruz no se ha realizado más que para garantizar la superioridad de los sistemas espiritualistas sobre los sistemas materialistas, como si la totalidad de la Redención pudiera contraerse a los mezquinos límites de una espiritualidad “elevada”. Con toda sencillez, de frente a todas estas desencarnaciones del Verbo encarnado, Frank-Duquesne refresca en este libro verdades de fe elementales, que no sería necesario ir a buscar en las fuentes escriturarias, si la Biblia fuese todavía el libro de los cristianos.

Pero ahí es donde aparece toda la gravedad de nuestra situación. El cristiano moderno –y me refiero al mejor, no al que lo es por conveniencia o por tradición de medio ambiente– no lee la Sagrada Escritura. Piensa que no hay tiempo, que hay otras cosas que hacer, que el estado del mundo actual le reclama para tareas más urgentes. Existe, con todo, desde principio de siglo, un renacimiento cristiano cuya amplitud y vigor juvenil no es lícito desconocer. Pero las circunstancias históricas del medio en que nació lo han lanzado a riesgos nobles, por una parte, mas también, por otra, le han puesto en los bordes mismos de la apostasía. No acuso a nadie en particular, y acuso a todos y cada uno de nosotros: una de las ventajas y el bien que nos hace este libro de Frank-Duquesne es obligarnos a un examen de con-ciencia al respecto.

¿Qué ha ocurrido? La cristiandad que se ofreció a los ojos de nuestras generaciones, cuando éstas le interrogaron por primera vez, era una cristiandad que habían fabricado, deformado y empobrecido muchas épocas, en las que el afán por la “civilización” cristiana había sobrepujado a la preocupación y la práctica de la vida espiritual. Nos hallábamos ante una Iglesia visible, confiscada por los dueños y los privilegiados de cierto orden social, hasta el extremo de que el mundo de los pobres en su totalidad no pasaba del umbral de la misma. El escándalo de esta ruptura del Cuerpo Místico, que fue denunciada inútilmente hace algo más de un siglo, lo ha

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puesto de relieve por fin el Papa mismo. Siguiendo sus normas, y aun re-basándolas hasta la temeridad, muchas “acciones católicas” se ocuparon, agotándose en la demanda, en abrir de nuevo las puertas de la casa común a los excluidos de ella. Eso significaba acudir al punto donde más grave era el peligro, poner remedio al escándalo principal, oponerse a seguir tole-rando por más tiempo un desorden tan doloroso. No seré yo quien preten-da discutir o minimizar la urgencia de semejante conducta y de sus conse-cuencias benéficas. Se había llegado a un punto en que un solo minuto de persistencia en los viejos errores podía comprometerlo todo. No se ha per- dido todo. Pero tampoco se ha recuperado todo, porque, en este mundo, no es posible hacer que la luz llegue a todos los rincones. Siempre queda alguna grieta por donde la buena voluntad se desvía por el camino ancho del error.

Precisaba rehacer la Iglesia de los pobres; pero ¿se ha llegado ahí con ese inmenso esfuerzo de socorros, con la poda de los egoísmos y la labor aplicada a reformar a la sociedad? No pocos cristianos jóvenes han consu-mido sus fuerzas en la empresa, de suerte que uno se resiste a confesar que hayan podido ellos, por su parte, dejarse distraer, por la acción misma, de las razones cristianas de esa acción. Si ésta no ha logrado pegar fuego al mundo, si los ensayos de una nueva cristiandad han sido tan frágiles y han permanecido tan menospreciados por muchos, se debe, sin duda, a que el mundo hace mucho tiempo que se ha vuelto desconfiado. Sí, ciertamente, desconfía, no tiene confianza, conserva el recuerdo de demasiadas decepcio-nes, compromisos y promesas no cumplidas. Los pobres saben bien que les hemos dejado aguardando en los umbrales de la Iglesia; han acabado por cansarse de oír celebrar su paciencia. Y se han ido a otra parte buscando a alguien que se preocupase más de ellos, y han creído, en efecto, hallar mejor acogida llamando a puertas que no eran las de la casa del buen Dios. Hubiesen preferido ésta a toda otra, pero es que estaban fatigados de esperar, y escucharon dócilmente a quienes les prometían construir la casa de los hombres. Aunque no ven brillar en ella la llama de la vida, esperan al menos encontrar un techo que les cobije.

¿Qué hacer al darnos cuenta de lo que ocurría? Creímos que debíamos construir nosotros mismos esa casa humana; mas, comprendiendo luego

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que no era eso lo que se nos pedía, cesamos de prometer y de llevar la llama. Para que no se dispersara el Cuerpo Místico, procuramos salvarlo ante todo como simple cuerpo, reservándonos atribuirle enseguida su cualidad sagra-da. Y como nos falló nuestra misión en lo temporal, quisimos desquitarnos imitando a los que se habían dirigido a nosotros suplicando, y demostrar que no les éramos inferiores en cuestión de trabajos de albañilería.

Se ha querido abrir de nuevo la Iglesia a los pobres. ¿No nos habremos olvidado de abrirla al Pobre entre los pobres? No puedo menos de pensar en la clase de cristianos que somos y en el empleo que hacemos de nuestro tiempo sobre la tierra. Fundamos asociaciones y ligas, aprendemos todo lo que la ciencia moderna descubre sobre la vida de los hombres en colectivi-dad: combatir la injusticia, prever instituciones, sostener las fuerzas revolu-cionarias. Y todo esto está muy bien, es nuestra tarea. El mundo “ha sido entregado al hombre” para renovarlo y rehacerlo sin descanso; sin esto caería en poder del “Príncipe”, que no puede consolarse de verlo confiado a nuestra libertad. Pero, absorbidos por este esfuerzo, ¿hallamos por ventura tiempo para alimentar desde el interior este cristianismo que tratamos de manifestar y propagar al exterior? ¿Qué hora se reservan estos jóvenes que se entregan a la evangelización del mundo, entre sus tareas humildes y be-llas, para la evangelización de sí mismos? ¿Qué momento dedican, por ejemplo, para meditar en el silencio en las Sagradas Escrituras?

Si yo creyese en las encuestas, propondría que se hiciese una, entre ellos y entre todos nosotros, sobre esta cuestión sencilla: lo que nos aguarda después de la muerte (ya veis que todo esto nos lleva al libro de Frank-Duquesne). Que se nos pregunte simplemente lo que nos enseñan, sobre este punto preciso, los Profetas y Apóstoles: se podría apostar sin ningún riesgo que la mayoría nos quedaremos sin saber qué replicar. Sabemos muchas cosas sorprendentes sobre la inmanencia y la transcendencia, sobre la locura social, las estructuras y las sobreestructuras, los complejos y las atonías, el individuo y la persona, los compromisos temporales y la libertad. Sin duda tenemos derecho a saber todo eso, pero tal vez tenemos más de-recho a saber, un poco por encima de la imaginación infantil, lo que es el estado después de la muerte y lo que ocurre entre la muerte individual y el

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juicio universal, y cómo la sana teología concibe el purgatorio. No es, por cierto, inútil para un cristiano conocer su fe, y, especialmente, esa eternidad que se le propone como objeto de sus deseos. No le resulta inútil tampoco al ocuparse de esas labores temporales adonde le llama su deber de estado; porque, en definitiva, no se trata en su caso de llevarlas a cabo “tan bien” como los no cristianos, sino de otra manera que ellos, es decir, como cris-tóforo a manos llenas.

Y ahora llego al umbral del libro de Frank-Duquesne. Habría que decir tal vez sus méritos, tratar de demostrar toda la utilidad de su contenido, por ejemplo cuando nos da una noción del purgatorio que no es punitiva ni jurídica, o cuando nos declara el auténtico sentido de las oraciones por los difuntos (que ignoran algunas confesiones no católicas, y que el catolicis-mo de muchos países ha falseado). Convendría insistir en lo que entraña de sorprendente a primera vista, pero totalmente tradicional, la idea desa-rrollada por Frank-Duquesne acerca de un estado en que el alma no es ya (o no es todavía) un hombre...

Pero, ¿acaso no es deber del prologuista callarse al llegar a los umbra-les del libro, sin pasar más adelante, y colocarse ya en la categoría de los oyentes?

alberto béGuin

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Confidencia al lector

Era en los primeros días de marzo de 1946 cuando, después de haber quemado, ya harto de guerra, cinco manuscritos, momificados en mis es-tantes hacía nueve años, me disponía, ante la evidente inutilidad de mis esfuerzos literarios, a entregar a un auto de fe las dos mil páginas concebi-das y casi redactadas “de memoria” en el campo de concentración alemán de Breendonck; fue, digo, entonces, cuando mi ángel de la guarda –¡ah!, un ángel muy moderno: viste sotana y corre en “moto”– me sopló, no sé por inspiración de quién:

–Claudel está en Bruselas... ¿por qué no le envías alguno de tus escritos?

–Pero si yo desconozco hasta su dirección.

–No dejes de hacerlo.

Requerido, como es fácil de entender, y tironeado a todas horas por los “sabios”, los “fuertes”, los “individuos que son” (I Cor. 1, 27-28), el padre Hugo (católico) del siglo XX, un poco asombrado al principio por la fa-miliaridad desesperada de un desconocido total –de un “loco según el mundo”, de un “impotente a los ojos del mundo”, de un “recién nacido para los mundanos” (es aún San Pablo quien habla)–, el maestro Claudel, digo, abrió, por pura caridad, el envoltorio llegado por correo, hojeó el mamotreto, y, de regreso a París, llevó él mismo, al editor José Vrin, Cosmos et Gloire, no sin enriquecerlo con un prefacio, al cual deben y deberán su aparición este libro y los que le han de seguir. Yo no era nadie, menos que un desco-nocido total: un solitario difamado, un emparedado que sufre la cuarente- na, un encerrado para siempre, al parecer, en el juicio inexorable que, en virtud del nolite judicare, tantos católicos hermanos suyos, miembros como él del Cuerpo Místico, habían pronunciado por su cuenta con aplomo in-quebrantable. Este Claudel de tipo rústico, del que chupan la sangre que

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les falta no pocos parásitos muy honrados, ese hombre rudo, ese cuadrado por su base, bien nutrido de Salmos, es el que “habitando en las alturas, mira hacia abajo, recoge del humus a los miserables y levanta al pobre acurrucado en su estercolero” (Sal. 112). A quienes se preguntan si es “un poeta católico”, yo les respondo que es un cristiano.

Pero bien, si la amistad con que me honra este gran hombre es hoy tan firme y más que ayer, no lo es en virtud de un psitacismo adulador: algunas páginas de este libro, en su forma primitiva, han suscitado sus ardorosas críticas, y yo me glorío de haber mantenido mis puntos de vista siempre con el mismo calor. Es que vinieron a mi mente en 1941 en el Lager de Breendonck, en el curso de mis interminables noches de insomnio. No se trata, pues, en este caso, de “consideraciones” doctamente meditadas y maceradas en “el aceite de lámpara”, sino de una sabiduría, de una ciencia vitalmente elaborada, nacida de la prueba y de la oración –y ¡qué oración!, el 21 de agosto de 1941, apenas abierto el túnel dantesco por el que rodaban ruidosamente las vagonetas Decauville empujadas por mis compañeros de miseria, en el estrépito ensordecedor del “drill” pneumático– que me abrió una perspectiva, como se verá en este libro, a propósito del sobrenombre que Isaías da a la Gehena, me encontraba yo, como Ezequías moribundo, “vuelto hacia la pared” –pero contra mi voluntad– y, acechado por el cen-tinela listo para el culatazo, dije:

“Padre mío, yo te doy gracias con todo mi corazón por haber querido ofrecerme a mí, que he vivido hasta ahora una vida mediocre, sórdida e indigna de un hijo, esta oportunidad privilegiada de recobro. Renuncio, por tanto, en absoluto a todo eso que me parecía vida, y que no es más que humo. Acepto la muerte, esta muerte de todos los instantes que comienza en este mismo momento. La acepto con perfecta alegría (y yo no mentía, no se trataba de una pose: me brotaba del fondo del corazón). Por los míos, por la Iglesia, por la causa de tu santo Evangelio, para que se cumpla tu designio de Redención universal. Mi verdadera vida comienza ahora: ¡será mi única vida, una vida divina que la presiento ya, vacía por completo de todo lo que no seas Tú!”.

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Y como en cada palmo de terreno podía sucumbir, viví desde entonces, con toda deliberación, en la contemplación casi constante del gran paso, de lo que me aguardaba después de la muerte. A Dios gracias, yo no tengo necesidad de “leer” la Biblia: llevo en mi corazón y en mi memoria la palabra de Dios, y, en todo momento, sin necesidad de evocarlos, suben de mis profundidades sus textos, portadores de vida. En la pieza n° 2, hecha para 16 hombres, donde estábamos sin embargo 44, ojeé atenta y serena-mente lo que los versículos inspirados hacían brillar ante mi mirada interior. Los desarrollos “sabios”, como por ejemplo el capítulo dedicado a la Cons-titución Benedictus Deus, han llegado más tarde, como es fácil de comprender. Pero créeme, lector, que encontrarás en estas páginas lecciones pagadas con mi sustancia y aun, literalmente, con mi “grasa”, como lo dice Claudel en su prefacio a Cosmos et Gloire... ¿Teología? ¿Espiritualidad? ¿Exégesis? Nada de todas esas clasificaciones, como no las encontrará nadie tampoco en The Dream of Gerontius de Newman, ni en los Padres, ni menos en el Nuevo Testamento: ¿qué me interesan a mí esas “reglas de las tres unidades”? Transmito lo que recibí lo mismo que lo he recibido: ¡despiojadores, id a pedir cuentas a Quien me lo ha dado!

Bruselas, 10 de agosto de 1950

A. F. D.

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I

Si el alma se “forma” después de la muerte

Esta vida de aquí abajo es nuestro tiempo de prueba; la Revelación cristiana no tiene noticia de otra. Después de todo, no es menester más para manifestar nuestras inclinaciones fundamentales y la orientación profunda de nuestro ser; y nada nos ha asegurado la Palabra de Dios que nos permita creer en un escape radical de vapor que se efectúe en otra esfera de existen-cia. El árbol cae, afirma la Biblia, hacia el lado al que está inclinado, y “sea que caiga al mediodía o al norte, queda en el lugar en que ha caído” (Ecl. 11, 3). “Por consiguiente, mientras tenemos tiempo, hagamos bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe”. Este bien, “no nos cansemos de hacerlo: si no desmayamos, cosecharemos a su tiempo” (Gál. 6, 9-10). Obremos mientras brilla el día de la vida, que “llega la noche cuando no es ya posible el trabajo” (Jn. 9, 4). El hombre no puede “salir para su tarea, realizar su obra, más que hasta la tarde” (Sal. 103, 23). No nos es posible justipreciar la calidad de un alma; lo único que podemos nosotros, que somos incapaces de penetrar con nuestra mirada en el corazón de las criaturas, es juzgarla “según sus frutos”: esta prescripción nos la ha dado Jesucristo propter duritiam cordis: debido a la dureza de nuestro corazón, y sobre todo propter imbecillitatem mentis: por razón de nuestra debilidad de espíritu (Mt. 7, 16); pero lo que vale delante de Aquél que “escudriña los riñones y los corazones”, es el árbol al que acreditan los frutos, y el empleo que ha hecho de la savia divina, esa “abundancia del corazón” donde tienen su origen las palabras, las acciones y los deseos (la actividad interior); el “ma-nantial” del que ve brotar el Apóstol Santiago la onda amarga o dulce, ese “hombre oculto en el corazón” de que habla San Pedro.

Sea largo obreve el momento concedido por la Sabiduría providencial, es suficiente para la prueba. Un individuo se revela a Dios en su desnudez

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esencial, lo mismo en un pestañear de ojos que en mil años. Es lo que sub-raya San Pedro, citando el Salmo 89 atribuido a Moisés.

Las doctrinas reencarnacionistas emanan de un cuantitatismo harto in-genuo: Dios podría equivocarse juzgando al hombre según un lapso mise-rable de vida de apenas setenta años; necesita una serie sin fin de existen- cias humanas para ver claro. Empalma con este deísmo –o mejor, demiur-gismo– elemental, una antropología que peca asimismo por su candidez: para que un ego –como se dice en esos medios– pueda acabar por ser él mismo; para que su contenido esencial, su quididad, su valor absoluto, es decir, lo que posee verdaderamente de ser, lo que posee de verdadero, de positivo, de real, de sustraído a lo precario del devenir, en una palabra, de salvado, de arrebatado a la gran tribulación del Apocalipsis, samsara de las tradiciones hindúes, “balancín perenne” de Montaigne, pueda sobrena-dar y revelarse a su conciencia, es preciso que se desnude progresivamen-te, como los bulbos de ciertas plantas de su borra, de la ganga ontológica que ha ido amontonando durante toda una serie de vidas. No es sino recular para saltar con más éxito; después de todo, las “existencias sucesivas” de los ocultistas vienen a reducirse a una sola; un drama con varios entreac-tos. De hecho, nuestras vidas, sea cual sea su duración, no constituyen ante Dios más que un instante único, un todo indivisible. Forman un bloque compacto. Lo que Dios contempla –téngase presente que su mirada nos juzga y nos localiza en el ser que nos es propio y esto es para siempre: objetos fijos de una mirada fija; y cuando esta mirada viene a ser por un instante la nuestra, cuando esa luz divina alcanza a ser la luz en que vemos y nos vemos, nos damos cuenta de que somos para la eternidad–, lo que Dios contempla no es la película de cine de nuestras peripecias vitales, sino lo que somos, nuestro ser completo, como objeto único de conocimiento, lo que la Biblia, desde el Génesis al Apocalipsis, llama el nombre, que “nadie lo conoce a excepción del que lo recibe” (Apoc. 2, 17). Porque “los pensamientos bullen en el corazón del hombre, pero lo inmutable es el designio de Yavé” (Prov. 19, 21).

San Agustín asegura que es estéril el Santo Sacrificio ofrecido por la Iglesia en favor de quien ha dejado este mundo sin tener al menos un míni-

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mo de arrepentimiento y de fe. Hay “pensadores”, en quienes un peregrino sentimentalismo rebosante de buenas intenciones ocupa el lugar del sentido común, que exigen al honor de Dios que pase por alto alguno –y aun mu-chos– de los chanchullos de los pecadores fallecidos en estado de impeni-tencia final. No se ve bien cómo –y en virtud de qué criterio– quedaría salvaguardada la bondad divina por vivir el hombre tres o diez o cien veces en vez de una solamente. ¡Como si fuera posible oponer una duración cualquiera a la eternidad, es decir, a la ausencia de duración! Pero es que, además, sería cuestión de saber en qué grado disuadiría al hombre una san-ción más y más diferida, de sucumbir al mal, y, lo que es peor aún, si esas “demoras” judiciarias no habrían de servir para confusión del beneficiario. Supuesto que, en la otra vida, puedan los hombres pasar del mal al bien, ¿en virtud de qué ley irrecusable habría de ser rectilíneo ese tránsito? Si se me permite, en la otra vida, dar vuelta a mi traje, es indiscutible que he de poder hacerlo en ambos sentidos. Ahora bien, la fe cristiana me enseña sin dar lugar a dudas, así como también la Escritura inspirada lo prueba clara-mente, que el juicio que sanciona la vida de aquí abajo pone fin a la prueba. El sueño de Adán se realiza: eritis sicut dii, seréis como dioses. Semejantes a los Elohim, escapamos desde ese momento a lo efímero. Pero puede ocu-rrir que lo sea, según la expresión del Apóstol, para “una perdición eterna lejos de la Faz” de Dios (II Tes. 1, 9).

Esta vida no es otra cosa que un lugar de prueba. Somos deudores a ella de una formación y educación; y no hay razón para que este aspecto de la existencia cese en el momento en que el alma se vea impedida, por algún tiempo, de “informar” el cuerpo. Parece indudable que, para San Pablo el, alma separada, que no ha fracasado en la “barca” de la muerte, está llamada a iniciar y comenzar una existencia puramente espiritual, limitándonos al período, o más exactamente al estado, que precede al Juicio Final; sólo en-tonces comienza para ella la enseñanza verdaderamente “superior”. La gracia, que no la abandona, la ilumina progresivamente; nada tiene esa alma que dar, pero en cambio, puede recibir. Activa mientras vivía en este mun-do, podía sustituir su luz prestada a la de Dios, “sol de justicia”: y esa luz subalterna le impedía ver el centelleo del cielo estrellado. En adelante,

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principalmente pasiva, se encuentra bañada por la claridad de arriba; su irradiación propia no es óbice para la irradiación divina: su noche recoleta se abre a las miradas innumerables de los astros. “Tengo la confianza y la certeza –escribe el Apóstol– que el que comenzó en vosotros [aquí abajo] una obra excelente, la ha de llevar a cabo hasta el día de Cristo Jesús” (Fil. 1, 6). Dos veces aun habla Pablo de ese “día” en la misma carta (1, 10; 2, 16) y en lo restante de sus Epístolas: es la Parusía, el Segundo Advenimien-to, que el mismo Jesús llamaba el “día” por antonomasia (Mt. 7, 22; Jn 6, 39. 40. 44. 45; 8, 56, etc.). Entonces, y sólo entonces, será rescatado el cris-tiano en su integridad: espíritu, alma y cuerpo (Rom. 8, 23; I Tes. 5, 23; cf. Ef. 4, 30; II Tim. 1, 12). La obra de la salvación, orientada definitivamente por la muerte, se perfecciona en cada uno de nosotros hasta el regreso glo-rioso de Jesucristo.

No es lícito, por tanto, admitir que las almas separadas puedan inaugu-rar su conversión en ese estado preparatorio que lo es para todos, tanto para los bienaventurados como para los réprobos, hasta la resurrección de los cuerpos, es decir, del hombre como tal; pero no está prohibido esperar que muchas, cuya conversión fue muy imperfecta aquí abajo, han de experimen-tar una madurez gradual, que les haga alcanzar el grado de perfección de que son capaces, es decir, una felicidad proporcionada a su receptividad respectiva. No cabe duda que hay quienes sufren de languidez espiritual, mejor aun, que tienen un sueño pesado –ni siquiera al lado de Jesús es po-sible evitarlo, y es que la vida del cristiano lleva consigo placeres, riquezas, cuidados y también tristezas, todo lo cual es enemigo de la sazón espiritual (Lc. 8, 14; 22, 45). Mas, ¿quién osaría equiparar a estos dormidos de un perpetuo Getsemaní con las almas obstinadas y duras que se las mantienen tiesas con el mismo Dios por vicio y por orgullo, y con toda deliberación “ultrajan al Espíritu de la Gracia”? (Heb. 10, 29). Para esta categoría de almas, todo nuevo “ensayo” no serviría más que para anclarlas en lo que quieren ser: desde el instante mismo en que Dios da a cada uno definitiva-mente todo lo que su ser pedía (Mt. 7, 7: petite et dabitur vobis: “pedid y se os dará”), son rebelión contra el Ser, devenir perpetuado, esfuerzo trans-formado en objeto; en suma, la definición exacta del suplicio de Tántalo.

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¿Cómo lograr que dejen de ser lo que son? Pero los hay asimismo veleido-sos, junto a esos obstinados. De esos débiles de voluntad habla el Ritual romano cuando ruega lleno de ternura: Fac quaesumus, Domine, hanc cum servo tuo defuncto misericordiam, ut factorum suorum in poenis non recipiat vicem, qui tuam in votis tenuit voluntatem... [oración del oficio de sepultura]. Et quae per fragilitatem humanae conversationis peccata commisit, Tu venia misericordiossimae pietatis absterge... Ne memineris iniquitatum ejus antiquarum et ebrietatum, quas suscitavit furor sive fervor mali desiderii. Licet enim peccaverit, tamen Patrem et Filium et Spiritum Sanctum non negavit, sed credidit; et zelum Dei in se [no en la superficie, sino en el fon-do mismo] habuit, et Deum qui fecit omnia fideliter adoravit 1. Sólo el Espíritu Santo ha podido inspirar textos de una ternura tan sobrehumana y sublime.

Esas almas muelles y débiles, víctimas y culpables al mismo tiempo, tuvieron, en suma, buenas disposiciones; pero les faltó energía, lo tomaban todo “platónicamente”, con despreocupación de espectadores; no tenían fuego: ¡por eso mismo se les aplicará el que les faltó! Serán salvadas “a través de las llamas”, dice el Apóstol, “pasando por el crisol”, acentúa el Apocalipsis: serán sometidas al temple purificador del amor divino, que es un “fuego devorador” (Hb. 12, 29). El que no “quebranta la cañada cascada ni apaga la mecha humeante”, sino que endereza con amor el junco y aviva la llama de la torcida “hasta hacer triunfar la justicia” (Mt. 12, 20), ¿había de arrojar a las “tinieblas exteriores” las semillas aletargadas, los gérmenes que se han retardado en su desarrollo –¡cuando el mismísimo San Pablo se califica de abortivo llegado con retraso!– o las huellas dignas de compasión de una bondad caduca?

1 “Os suplicamos, Señor, tengáis misericordia con este siervo vuestro difunto, a fin de que no sea castigado por sus obras, ya que sus aspiraciones fueron conformes a tu vo-luntad... En cuanto a los pecados que ha cometido a causa de la debilidad de la humana naturaleza, bórrales por la gracia de tu clemencia misericordiosísima... No te acuerdes de sus iniquidades de antes, de los accesos de vértigos provocados en él por el furor y el ardor de la concupiscencia mala. Sin duda, ha pecado, pero no ha renegado del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por el contrario, creyó en ellos, y el celo por Dios ha subsistido en él, adorando fielmente al Dios creador de todo”.

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Hay casos, tal vez numerosos, de haber descuidado la gracia; otros, en que el alma la malversó y jugó con ella como con un muñeco. Bien puede ocurrir que esté a dos dedos de perderla. Entonces la Providencia, siempre despierta, multiplica lo que la Escritura llama sus “visitas”: ruinas, desilu-siones, enfermedades y desastres. Con todo, aun estos contratiempos pueden resultar inútiles. Ocurre entonces que Dios, en su amor, decidido a salvarnos aun a nuestra costa –no olvidemos que nuestras angustias son suyas igual-mente (Is. 63, 9)–, hiere al pecador con muerte justiciera antes del tiempo: “Nos castiga de esa manera para no ser condenados con el mundo” (1 Cor. 11, 32). ¿No habría ido a predicar Jesucristo su Evangelio a esa clase de espíritus cuando su cuerpo estaba sepultado? (1 Pe. 3, 19 s.) Colmada hasta los bordes, la paciencia divina se vio forzada, sin duda para poder salvar a esos hombres a toda costa, a barrerlos con indignación de esta vida.

Y bien pudiera ser que, entre los terrores de la agonía, cuando el alma se sintió capturada, hundida en la arena, exprimida por el negro lago de lodo, cayendo verticalmente “en el corazón de un océano” que jamás llegó a soñar el profeta Jonás, hubiera experimentado una extraña sacudida se-miconsciente, algún reflejo vital de la voluntad. Se habría despertado el instinto de conservación espiritual. Desde lejos, mejor diríamos desde muy abajo, en el momento en que ya “las algas se enredaban a la cabeza” (Jn. 2, 6), un débil rumor subió entonces a la superficie, como un grito legenda-rio en una ciudad desaparecida. Es el alma que está ya para perderse defi-nitivamente, que grita en silencio: “¡Misericordia!”. Apenas si es humano ese ronco suspiro de penitencia, que los que rodean al moribundo ni siquiera sospechan. Mientras el médico mueve la cabeza con los ojos fijos en el pequeño espejo que ya no se empaña, el alma aspira y, asfixiándose, busca el aire, su aire, su respiración: Spiritus. Inhala... Entre el feto que nace muerto y el niño que no ha tenido más que un momento de existencia indi-vidual, existe toda la distancia de ese soplo o aspiración. Físico en el naci-miento, espiritual en la muerte. Hay en el otro mundo fetos que nacieron muertos y almas llegadas a destiempo, exiguas, que se diría han agotado toda su vitalidad miserable en ese único suspiro de arrepentimiento que les ha salvado. Y es que ese relámpago, ese pestañear de ojos, esa respuesta

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apenas esbozada a la última gracia de este mundo, ha vuelto al alma capaz de educación, de entrenamiento, de formación –de adiestramiento, si se quiere– en esta “prisión” de la cual no se saldrá hasta haber pagado, al mundo y a su príncipe, el último centavo inclusive: nada impuro puede entrar en la ciudad santa (Mt. 5, 26; Apoc. 21, 27). Sería peligroso, sin duda, echar sus cálculos sobre estas “conversiones” in extremis, pero no cabe negar que son posibles; dicho está también que se trata de un minimum estricto de salvación; pero al menos impiden la pérdida definitiva de una criatura hecha para la felicidad.

No por otra razón ha insistido tanto en todo tiempo la Iglesia –con una energía que ha sido tildada más de una vez de fanatismo y superstición– sobre la excepcional importancia moral y valor espiritual de los postreros instantes. No hay medio que no se ponga en juego, con amor y sabiduría, para que el moribundo pueda posar su mirada y su corazón en la imagen del Crucificado. Aunque no se dé cuenta –o parezca que no se da– de lo que ocurre en torno suyo, no obstante la Iglesia, Su madre, le rodea de todos los “auxilios de la religión –¡oh, admirable expresión, tan fuerte, tan gran-de, tan viril (se ayuda al que combate, al agonistes) y tan gastada!–; se ruega al Señor que envíe a sus santos ángeles en favor del que va a morir, se hace subir a los cielos la intercesión combinada del sacerdote y de los parientes; y en los países de tradición católica, cuando el representante de Dios trae al peregrino de la eternidad el Pan de Vida, la campanilla del viático pone en movimiento por las calles la caridad de todos los hermanos, aun los desconocidos.

¿Por qué la Iglesia da tanta importancia a los últimos momentos? Es que la hora de la muerte tiene sus tentaciones peculiares y sus peligros es-peciales: ¡es la última oportunidad, debe de decirse Satanás, y quiero traba-jarla a fondo! Y el alma, en muchos casos según el testimonio de los “es-capados”, se siente penetrada y arreciada por una soledad espantosa, como esa casa sin propietario, abandonada, abierta a todos los vientos, “vacía”, hasta quizá, en previsión de esta hora, “barrida y bien adornada” (Mt. 12, 44): en torno a ella se oyen pasos sigilosos, e imperceptibles risitas burlo-

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nas se diluyen en el alma brumosa, más oscura que la noche misma. Por eso vela la Iglesia, atenta siempre para ahuyentar al Devorador (I Pe. 5, 8).

Para aquellos que la gracia no ha alcanzado más que a rozar hasta ese momento, la agonía viene a ser la hora bendita por excelencia, el instante providencial y único, cargado de posibilidades de felicidad o de maldición. Suele objetarse en nuestros días que la severidad divina respecto de un hombre piadoso, muerto “por azar” lejos de su Creador, y la misericordia celestial respecto del pecador inveterado, convertido a la hora undécima y aun en el postrer minuto, tienen no poco de chocante para la justicia de Dios, esa justicia que nos llena hasta el extremo de ahogarnos. Pero esa manera de pensar es sobremanera vil y despreciable. De hecho, tratándose de saber cuál es, en definitiva, la orientación del alma, el camino que, pres-cindiendo de escapadas efímeras, se propone seguir, el más profundo amor que encuentra ella misma con asombro en ese íntimo reducto adonde la ha impedido bajar con demasiada frecuencia la embriaguez de vivir, la muerte es el criterio último y la piedra de toque que no tiene vuelta de hoja. Yo nunca he jugado a los naipes, pero me imagino que un jugador puede parecer a sus compañeros de juego que tiene una baza exigua, y, con todo, al final de la partida salir triunfante, gracias a una baraja en la que, distraído, no había reparado hasta el último momento y que arroja de repente sobre el tapiz cuando había desesperado ya de ganar. Muy cierto que Dios no nos juzga por nuestra muerte, sino por nuestra vida. No obstante, si en la vida de todo individuo cada crisis revela lo que ha hecho hasta ese momento, siendo la muerte la crisis suprema que sobreviene en el instante en que Dios juzga que el hombre ha dado de sí cuanto podía, ¿no dará cuenta abundan-temente, como un “inventario permanente” interrumpido de pronto para establecer una “situación”, de lo que somos en realidad? La manera como se muere es un resumen –al menos a los ojos de Dios, si no lo es a los de los hombres– de la manera como se ha vivido.

Por aquí se advierte cómo ciertos modos de pensar, tan corrientes entre los bautizados –¡a quienes, por lo general, ese dissolvi et esse cum Christo, ese “morir para estar con Cristo”, por el que San Pablo expresaba su deseo

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más hondo, su perpetua obsesión y su anhelo apremiante, les parece el colmo de la desdicha!–, cómo, digo, esa mentalidad es pagana, bestial, y natural al animal irracional que es el hombre caído. “¿Morir para estar con Cristo?” ¡Ah, no, no... todo, menos eso!... Para unos, la “buena muerte” por excelencia es la hemoptisis fatal, la ruptura de la arteria, la embolia fulminante: “Ha caído como un buey, sin darse cuenta de que se moría; así quisiera morirme yo”. Yo me pregunto cómo, en esta hipótesis de un alma arrancada a su cuerpo como el obús al cañón, puede caber ese desasimien-to de la vida física que es preciso ir desarrollando por lo general fortiter et suaviter hasta que llegue a su madurez, y asimismo esa compunción salva-dora, hecha de amor, de confianza, de arrepentimiento, y sobre todo nutrida de nostalgia celestial... Para otros, igualmente equivocados, la muerte ha de ir acompañada de lágrimas, gritos, escenas de histeria y lamentaciones por todo lo alto –o, lo que es peor todavía, de manejos y carreras sigilosas que traen a la cabecera del moribundo al empleado judicial, al abogado, al notario y al ujier–, melodrama en aquéllos y novela a lo Balzac en éstos, que no es sino el exponente de un feo egoísmo familiar, difícil de curar por la inconsciencia con que se procede. Cuando murió mi padre, los varones de la tribu conspiraban en los rincones, acechando el “activo” y el “pasivo”; las hembras se arrastraban por el suelo, desgarraban las frazadas del mo-ribundo y se arrancaban los cabellos, que eran muy largos en aquella época.

Pues bien, lo que precisa el moribundo es, una vez que se ha retirado el sacerdote, calma absoluta, paz, serenidad, una atmósfera de confianza, la lectura de algunas promesas divinas... después, el silencio... la imagen de Jesús Crucificado, la misericordia sin límites y la acogida benévola de sus manos horadadas. Esto, y nada más que esto...

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II

El estado intermedio, o las almas “separadas”

Tenemos intención de decirlo en el Apéndice II (Los datos revelados), capítulo primero, por qué y cómo entendemos nosotros que hay que fun-damentar la verdad de la doctrina católica sobre la Palabra de Dios. En efecto, si existe una religión que hace justicia a todos los textos escriturarios de contenido dogmático, una “religión de la Biblia”, esa es, por excelencia, el catolicismo. Lo que ocurre es que uno está tan saturado que no se percata, que no se cuida de “posar” la Biblia ante sí como objeto de atención y, por consecuencia necesaria, de obsesión. No se da uno cuenta de que posee tal o cual órgano más que cuando se halla enfermo, cuando nuestras relaciones con el mismo son anormales. Quien goza de buena salud no sabe dónde tiene el corazón. La levadura de la Sagrada Escritura ha penetrado la masa de la Iglesia de tal manera que no hay medio a veces de distinguirla para un católico. ¿No estaría en su punto aquí el precepto hegeliano: “verschieden, nicht geschieden?” (“distinto, no separado”). Para muchos protestantes, el nominalismo original de la Reforma ha desplazado de tal suerte la noción de Iglesia que la Biblia se presenta como la única realidad concreta, casi como un individuo, a la que puede concedérsele un valor absoluto, ya que Dios se manifiesta constantemente aquí abajo a modo de encarnado. Si “Jesucristo difundido y comunicado”, es decir, la Iglesia, llenaba todo el horizonte religioso de un Bossuet, lo que impide toda perspectiva para sus adversarios los pastores, es Jesucristo impreso –con tinta que despide el mismo olor que un perfume– y leído... En nuestros días se ha bajado ya por la pendiente: se lee “críticamente”.

La Escritura, empero, es muy parca al hablar de la suerte de los cristia-nos muertos en gracia, durante ese intervalo de vida “desencarnada” que separa la muerte de la resurrección. Puestas las condiciones de nuestra vida

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terrestre, nos parece imposible un Guido Juan de Ultratumba, tal como lo hallamos entre los ocultistas y espiritistas; pero aun suponiendo que sea en sí posible, nos resulta incomprensible y desprovisto en absoluto de utilidad para nosotros. Es el caso, por ejemplo, del Bardo Thödol del Tibet, que nos describe las “experiencias” de los difuntos, advirtiéndonos que se trata de sueños y visiones puramente subjetivas sin ninguna realidad “en sí mis-mas”. Por lo demás, no son otra cosa que “revelaciones” obtenidas por la- mas tántricos durante los “estados segundos”: sueño hipnótico, catalepsia, éxtasis provocado.

Con todo, lo que nos enseña la Revelación es muy suficiente para lograr estos dos fines prácticos: orientar nuestras vidas, nuestra praxis, hacia la salvación, y asegurarnos sobre la suerte de los difuntos que hemos amado en este mundo. San Judas nos dice de los demonios que “no conservaron su estado primero 2, sino que abandonaron su morada” 3. En el Cuarto Evangelio dice Jesús que “Satán no estableció su morada en la verdad” 4. Recordemos que el Hijo eterno, el Verbo, únicamente confiere a todas las creaturas la realidad total, toda vez que es Él el pensamiento creador de Dios: “Por Él han venido al ser todas las cosas”; ellas tienen en Él su esencia y por Él su existencia. Él es, dice San Juan, el fiat, y el “amén” de las mis-mas. A Él le deben el sello definitivo del ser, el “amén”, pues tienen en Él su semejanza divina, desde el momento en que Él recapitula, para todas y cada una, el plan creador. Mediador universal, constituye para los seres el ejemplar, el modelo “sobre la montaña”, el fiador del fiat providencial, y atestigua ante Dios la conformidad del mundo con los designios del Altísimo. Es, pues, a la vez “el Amén, el Testigo fiel y veraz”, y, una vez completado el Cristo físico, “el Principio de la creación entera”, su verdad, su origen (y su “marca de origen”), el único manantial de donde sacan los seres lo positivo que poseen (Apoc. 3, 14).

2 Arjé. Crampon traduce principauté; la Versión Sinodal, rango; Segond, dignité; la Vulgata, principatus; la Biblia anglicana, first estate.

3 Oikêtêrion. La Vulgata vierte domicilium; la Sinodal, demeure, como Crampon y Segond; la Biblia anglicana, habitation.

4 Jn. 8, 44: en tê alêceia ouk hestêken.

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Satanás mismo tenía en el Verbo su verdad, su ascendencia y su analo-gía: desertó de su patria y en vez de ese patrimonio buscó una riqueza de propia hechura (Jn. 8, 44). Sus acólitos no se han cuidado de atesorar codi-ciosamente su arjé, su principio, a la vez modelo, causa eficiente y formal, realidad trascendente e inmanente, y “lugar” ontológico o morada (Jud. 6). En los pasajes más antiguos de la Mischna (Pirqé Abôth 5, 4), Dios creador aparece como ha-Maqom (el lugar), el topos de Filón, análogo al Logos spermatikos de los estoicos. El Apóstol Judas cree que “abandonar su prin-cipio” equivale a “desertar de su lugar”, o sea, de su patria ontológica, lo que Jesucristo denomina en Jn. 14 “mansión”. Pero si es verdad que en la casa del Padre existen innumerables “mansiones”, no lo es menos que cada ser encuentra en el verbo o Maqom el nivel que le corresponde por su esencia, su estado de ser, su “piso” ontológico. Cuando San Pablo, después de haber descrito, en el capítulo 15 de la Primera Epístola a los Corintios, la diversidad de condiciones en la otra vida, enseña en la Epístola siguien-te que estamos llamados a elevarnos de la una a la otra; cuando Jesús mismo nos asegura que en la casa de su Padre existen multitud y variedad de “des-cansos”, de “etapas” (monai), bien podemos darnos cuenta de que, en ese contexto, “morada” es sinónimo de “estado”. Los que “duermen en Cristo”, los que “mueren en Cristo” (San Pablo), los que “mueren en el Señor” (San Juan), están ya en su “lugar”, en su “mansión”, o se han reintegrado a ella.

Los escasos pasajes del Nuevo Testamento que dejan pasar algunos fulgores fugitivos sobre la suerte de las almas separadas, nos las presentan en el Scheol (literalmente: la fosa; más tarde, en general: la condición de los muertos). Todo esto sin prejuzgar las diferenciaciones realizadas, en el seno mismo del Scheol, por la justicia de Dios. Los judíos –cuyas creencias populares sobre la vida futura, lejos de rechazar ex profeso Jesús, las utili-za, si bien no las ratifica ni aprueba absolutamente (como tampoco hace suyo el elogio que hace el señor del abuso de confianza de su administrador infiel)–, los judíos contemporáneos de Jesucristo se representan a todos los difuntos en el Scheol. Este estado ontológico –o esta “morada”– lleva con-sigo dos tipos de monai, de “etapas”, descansos o estaciones, como lo dice el Señor en el capítulo 14 de San Juan. Existe, ante todo, el Gan-Edén, el

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paraíso donde los fieles se agrupan en torno de Abraham: “Hoy mismo –di-ce de un difunto Rabbi Judah el Santo– ha sido recibido en el seno de Abraham, es decir, que ha muerto” (tratado Kidduschin, las nupcias, fol. 72B). La identificación de Gan-Edén con el “seno de Abraham” se halla en 4 Mac. 13, 16. Este paraíso de espera, en que el alma encuentra su re-compensa provisional mientras aguarda la resurrección de los cuerpos, es, por lo demás, superior al paraíso de Adán, como lo afirma el Targum de Jerusalén comentando Gén. 2, 10 (“Un río salía del Edén para regar el jardín”). Lo mismo afirma también el tratado Berakoth (Oraciones y Ben-diciones), folio 34B. Los fieles de Yavé moran en Gan-Edén; los impíos en Gejinnom (Targum de Jerusalén sobre Gén. 3, 24; Midrasch Vayyikra Ra-bba sobre Lev. 32 y 48B). Comentando el cántico de Ana, madre de Sa- muel (ese proto-Magnificat se halla en I Sam. 2, 1-10), el Targum de Jerusalén, a propósito del v. 6 (“Yavé hace morir y revivir; hace bajar al Scheol y subir del mismo”), observa que es posible, en el seno mismo del Hades, recorrer toda una serie de estados, o mejor, de “etapas” (o moradas). Este versículo, por lo demás, está de acuerdo con la declaración de Jesús: “No saldrás de allá hasta que hayas pagado el último óbolo” de tu deuda (Mt. 5, 26). Es claro, pues, que se sale y se entra en una felicidad incoati- va, en que Dios se da sin duda, pero sólo al alma –como “cebo”–, pero no al hombre aún, quien “no existirá ahí” hasta la restauración total del com-puesto humano.

¿Qué añade el Nuevo Testamento a esa mentalidad judía? Jesucristo declara al Buen Ladrón: “Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso” (Lc. 23, 43). Pero en la madrugada de Pascua dice a la Magdalena: “Todavía no he subido a mi Padre” (Jn. 20, 17). Es claro, pues, que aún no se trata del “cielo”, de la morada (o del estado) “sobrecelestial”, como dirá San Pablo, en la que, después de la Ascensión, tomamos asiento virtualmente y en justicia: con Él, en Él y por Él. El cuerpo de Jesús yace todavía en el sepulcro cuando su alma penetra en el Scheol, para predicar allí a los “espíritus prisioneros”, que “no podían sin nosotros lograr su perfección” (I Pe. 3, 19; Heb. 11, 40).

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¿Cuáles son los nombres que lleva el Scheol en el Nuevo Testamento? Insistimos en que este nombre no designa más que un estado ontológico: el del alma privada del cuerpo.

Ante todo el de paraíso (Lc. 23, 43), que evoca la imagen (o idea) de un jardín poblado de árboles, con un río de aguas vivas que riega y refresca el ambiente: el alma halla en él un reparo contra los rayos excesivamente ardientes del sol; y un puerto de gracia contra las tempestades de la vida. Dios mismo se pasea por él “en la brisa del día” (Gén. 3, 8) y su Presencia trae consigo a todos los que reposan ahí, primero un anticipo gozoso de esperanza, y más tarde, tras la purificación total, la felicidad que coronará el Juicio final. La felicidad inocente de nuestros primeros padres, su soledad dichosa, el remanso de paz que gozaron, su seguridad y su espera radiante de una felicidad más gloriosa, he ahí la idea que entraña el “paraíso”.

Nuestro Señor habla también del seno de Abraham. Esta metáfora nos trae a la memoria el amor recíproco de Jesús y San Juan, y a éste descansando en el pecho de Aquél, así como también las demostraciones extraordinarias de ternura que Isaías atribuye a Yavé: “Seréis amamantados, llevados en el regazo y acariciados sobre las rodillas. Como una madre consuela a su hijito, así yo os consolaré” (Is. 66, 12). Pero, además, el recuerdo de Abra-ham evoca la Alianza divina, las Promesas formales, la posteridad espiri- tual del Patriarca y la intercesión de nuestros padres en la fe.

En ocasiones también, sobre todo cuando el Nuevo Testamento cita al Antiguo, se habla de Scheol –en griego Hades, los “lugares inferiores” o subterráneos, es decir, invisibles, que escapan a toda experiencia humana: los Infiernos– literalmente: la fosa, o sea, la muerte y la desaparición. Se trata de una expresión más bien negativa y vaga; designa la condición de todos los difuntos, el estado de todas las almas separadas, buenas y malas (cfr. Mt. 16, 18; Act. 2, 17-31; Apoc. 1, 18). El Scheol implica indiscutible-mente en el Nuevo Testamento lo mismo que en la teología popular en bo- ga de los judíos contemporáneos de Jesús, no solamente toda una serie de monai, de “etapas”, de posadas momentáneas, sino además dos grandes categorías de “estados” o “mansiones”, en que comienzan ya la recompen-

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sa y el castigo. Hay un paraíso, un Edén (cf. Lc. 23, 43; Act. 2, 31; I Cor. 15, 55; Apoc. 2, 7), y también una prisión y una Gehena (Mt. 5, 26; Lc. 16, 23). Las Escrituras sagradas son muy parcas en noticias puramente in-formativas sobre la condición esencial de las almas separadas del cuerpo, sobre su modo de existir, sobre sus relaciones con su mundo “exterior” –lo que en ellas reemplaza a las sensaciones, imágenes, recuerdos, conceptos y pasiones–. Sabemos, con todo, por la Palabra de Dios, que aguardan la resurrección final y su reintegración al estado normal, a la encarnación, que esta vez ha de ser gloriosa. Para algunas de ellas –es decir, para la mayoría, imperfectas cuando abandonan la vida terrestre–, el estado intermedio en-tre la muerte y la Parusía es un estado de felicidad mixta, condicionada por lo que en ellas hay de divino, de promesa de eternidad, de positivo, así como también por lo que tienen de precario, de destinado a la eliminación total, si es preciso “por el fuego” del amor purificador.

Hállanse estas almas privadas de repente de su cuerpo, mutiladas en las condiciones esenciales de su existencia; un tomista diría que esas “formas sustanciales” se hallan sin “materia” a la que “informar”. Por lo demás, ¿qué es esta “forma”? La ley inmanente a cada ser concreto, su fórmula ontológicamente determinante: lo que es Pi respecto del círculo, y respec-to del triángulo rectángulo, la igualdad de los tres ángulos a dos rectos. Claudio Bernard, tratando de los seres animados, hablaría de “idea orga-nogénica”. Imaginad, empero, esa “ley” sin “objeto”, Pi sin círculo alguno: estaríamos según el lenguaje tomista en el dominio de la “potencia”, de lo virtual. La Edad Media dividía los universales en ante rem e in re. ¿No podríamos imaginarlos también post rem y sine re?... Sin llegar a tales ex-tremos, recordemos una vez más que, para Santo Tomás y para la Biblia, no existe hombre más que cuando hay un cuerpo animado, un alma cor-poreizada. No es lícito olvidar esto cuando se trata de la bienaventuranza inmediata de los Santos, a partir del juicio particular. La Bula Benedictus Deus de Benedicto XII, de la que nos ocuparemos más largamente al tratar de la recompensa del cielo, la hemos de leer teniendo esto bien presente: que hasta el Juicio final existen almas, “formas sustanciales” que pueden gozar sin duda de la visión beatífica, pero hombres, NUNCA. Ahora bien, a

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estas “formas”, a estas virtualidades humanas y esbozos de hombre –que son al hombre lo que es la mitad del organismo para éste–, a estas almas separadas, si su desligamiento de este mundo, de la presencia física, se ha operado en la fe y la esperanza y en el auténtico y verdadero y sincero amor de Dios, los Ángeles las introducen e inician en su nueva vida, que las ha de purificar y purgar de las manchas contraídas en este mundo, y formar en una atmósfera de la que están excluidos todos los factores fisiológicos y sus corolarios psicofisiológicos, para su santidad definitiva. Tantos “purgatorios” como “purgaciones”, es decir, como almas; de todas formas, como lo veremos enseguida, lo que sobre todo campea para las almas “sal-vadas”, pero imperfectas aún en este retiro decisivo, es esa “paz de Cristo que supera toda comprensión”, y que da la seguridad de que, en adelante, no ha de faltar jamás la gracia...

Para las otras, por el contrario, el estado intermedio es lo que ya Tertu-liano llama prælibatio sententiæ, un pregusto del castigo, las arras o primi-cias de su desastre, que ha de ser total y ha de alcanzar al hombre mismo cuando alma y cuerpo estén unidos. Pero, en ambos casos, tanto para las almas “salvadas” como para las “perdidas”, el Scheol entraña, indiscutible-mente, en el Nuevo Testamento, la idea de privación y de algo no acabado; y aun con frecuencia, quien no sufre más que de ser incompleto, de estar en prisión (I Pe. 3, 19), aparece, en otros pasajes, como sufriendo un casti-go, como atormentado. Es el caso, por ejemplo, del Mal Rico en Lc. 16, 23. San Juan nos afirma que “la Muerte y el Hades”, o Scheol, que es el estado de muerte de que habla Jesús en el Apocalipsis, han de verse obliga-dos, en el “último día”, a “devolver sus muertos, que serán juzgados [sin excepción] según sus obras” (Apoc. 20, 13). Así su suerte, después de haber pasado por las monai, “estaciones de etapa” cuyo conjunto constituye el Scheol, está ya auténticamente sellada; ahora finalmente la eternidad ab-sorbe al tiempo, aun para el hombre mismo, presente nuevamente.

El mismo discípulo vio “bajo el altar [celestial, que en otro pasaje iden-tifica con el Trono de Dios] las almas de los que habían sido inmolados por el Verbo de Dios, a causa del testimonio que hubieron de dar” (Apoc. 6, 9).

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Y estas almas gritaban con voz potente 5: “¿Hasta cuándo, oh Maestro san-to y veraz? Y se les dijo que estuvieran tranquilas aún un poco de tiempo, hasta que se completara el número de sus compañeros” (Apoc. 6, 9-11). Más adelante hemos de ver el alcance de este verso último, que recuerda el de la Epístola a los Hebreos, en que los santos “no obtienen sin nosotros la perfección de su felicidad”. De todas formas, este paso del Apocalipsis nos trae esta triple revelación:

1) el carácter sacrificial del testimonio dado por las almas de que ahí se habla; puede decirse de ellas, con verdad, que han complementado la Pa-sión de Cristo;

2) en ese estado de espera, de expectativa (“¿hasta cuándo?”), no se encuentran apretadas contra el regazo de Cristo, como el discípulo amado en la institución eucarística, sino “bajo del altar” celestial, es decir, bajo el trono del Cordero, lo que significa, con otra imagen distinta de la del “seno”, una proximidad privilegiada y especialísima y un contacto estrecho con el Cordero, que extiende sobre ellas su sombra tutelar;

3) en fin, que esta breve descripción sugiere una especie de reclusión, de la que gustarían esas almas verse libres. ¿De qué sirve que se hallen como apelotonadas a los pies del Cordero, quien, más tarde, ha de “enjugar toda lágrima de sus ojos”?: siempre será cierto que, si bien encuentran ahí cierta bienaventuranza individual, esa “estación de etapa” es un alto en el camino de su consumación definitiva. San Bernardo nos advierte que esas almas, privadas de sus cuerpos, no pueden, aun estando purificadas, gozar plenamente de su felicidad.

5 A quienes toman al pie de la letra las inevitables, sugestivas y pedagógicas metáfo-ras de la Biblia, cuando habla de las almas separadas, se les puede preguntar qué significado tiene para un alma separada ese “grito de una voz fuerte”...

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III

El “reposo” paradisíaco o “sueño” de la muerte

“Se les dijo que se estuvieran en reposo... hasta que se completase el número de sus compañeros”. En efecto, sin éstos, y por tanto “sin nosotros, no llegan aquéllos a su perfección” (Apoc. 6, 11; Hebr, 11, 40). Ahora bien aquéllos designa aquí todas las almas salvadas, en estado de “separación” respecto de sus cuerpos: las que están atravesando las etapas de purifica-ción y también aquellas cuya felicidad, ya comenzada, es aún puramente espiritual, en espera de que llegue a ser humana después del Juicio final. Por tanto, la característica primerísima del estado intermedio es el reposo: “Ellos reposan de sus trabajos” (Apoc. 14, 13). Si bien los “adoradores de la Bestia” –de Satán– han de estar privados “de reposo día y noche”, sobre la tierra y en la otra vida (Apoc. 14, 11), en este lugar se trata, como lo veremos más adelante, de un reposo moral, de una paz que es recompensa al menos inicial, principio y virtualidad de una felicidad que permitirá de hecho la purificación completa; mientras que la imperturbabilidad perte-nece a las condiciones psicológicas de toda alma sin cuerpo. Desde este punto de vista, puede afirmarse que el retiro y recogimiento y soledad y reposo o imperturbabilidad consiguiente, constituyen como una atmósfe- ra, tanto para los malos como para los buenos, ya que es el resultado sim-plemente de su estado de alma separada del cuerpo.

Se ha afirmado que cuando el cuerpo “natural” o “animal” (expresión paulina) haya devuelto sus elementos constitutivos al cosmos, como el cuerpo espiritual o glorioso no ha de manifestarse hasta después del Juicio final, el alma o espíritu 6 “habrá de revestir”, hasta la Parusía, cierto seudo-

6 La diferencia entre alma y espíritu, que se deduce claramente de textos tan signifi-cativos como I Tes. 5, 23; Heb. 4, 12, y muchos otros, vale particularmente, a los ojos de

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somatismo o “procuerpo”, un sucedáneo de organismo que le permita sus-traerse a la anomalía antinatural de la pura espiritualidad, que sería para ella una desnudez; peor aún: una reducción semejante al estado de “sombra”. Algunos de los que así piensan nos remiten expresamente a las palabras del Señor recogidas por Mt. 20, 30; pero ahí se trata de la condición huma-na “después de la resurrección”, es decir, después del Juicio final, cuando la vida sexual ya no existe, pues todos seremos “como los Ángeles de Dios en el cielo”, lo que de paso ha motivado la cuestión de si los Ángeles poseen algún equivalente del cuerpo glorioso. Otros interpretan en el sentido ex-plicado arriba el célebre pasaje de II Cor. 5, 1-9. Volvamos a leerlo...

Pero necesitamos, si queremos comprender bien los matices del pensa-miento paulino en este capítulo 5, remontar un poco la corriente y llegar a los versículos 7-18 del capítulo 4. El Apóstol comienza por hacer el recuen-to de los peligros de muerte inminente a que le expone cada momento su apostolado: “Oprimido de mil maneras, pero no aplastado; en perplejidades, mas no desesperado; perseguido, pero no abandonado; abatido, mas no perdido”. Tiene valor para desafiar todos los riesgos y todos los desastres. ¿Por qué? Porque, si muere cada día un poco, si se halla “en peligro a todas horas diariamente” (cfr. 1 Cor. 15, 31), si acepta ser “a causa de Cristo entregado a la muerte a todo lo largo del día” (Rom. 8, 36), lo es “con el fin de que la vida de Cristo se manifieste en su cuerpo”. Porque “nosotros que vivimos aquí abajo”, que como todos los hombres, al parecer, tenemos una existencia provisoriamente asegurada, estamos en realidad condenados por el mundo, como testigos del Evangelio, por la inexorable ley de la vida en el mundo: el egoísmo, y en consecuencia “expuestos a los riesgos de la muerte por causa de Jesús”; a fin de que lo que se manifiesta en nuestra carne mortal, lejos de ser lo que los hombres carnales llaman su vida (naci-da de la carne y de la sangre, diría el prólogo joánico), sea efectivamente la vida de Jesús (II Cor. 4, 11). Pablo lleva, pues, no sobre su cuerpo (como dice Crampon, que piensa sin duda en el Poverello: anacronismo), sino en

San Pablo, para el dominio escatológico. Cf. I Cor. 15, 44; nótense los versículos 49-50 sobre la sustitución de pneuma por psyjé para la entrada en el reino.

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su cuerpo (el griego dice: en tô sômati), en su vida carnal, física, las “marcas” del Señor Jesús (Gál. 6, 17), es decir, los estigmas que en aquella época imprimían los amos en la carne de sus esclavos. Precisamente Pablo se declara a cada momento “siervo de Jesús”. Pero es que, además, el Hijo encarnado “ha tomado la condición (morfê) de esclavo”, y, para demostrar a plena luz su servidumbre, ha revestido las apariencias características del servidor (sjêma). No otro es el tema central de la Carta a los Filipenses, cap. 2. Ahora bien, si “el discípulo no es mayor que el Maestro”, puesto que Jesús ha llevado los estigmas de la esclavitud, habrá de llevarlos tam-bién Pablo a su vez: y no hace falta repetir que los tristes “privilegios” del hombre caído, esclavo de Satanás, son: muerte, tentación, sufrimiento, etc. Estos estigmas son los que el Apóstol “añade a la pasión de Cristo” (Col. 1, 24), esa muerte a la vista, aceptada y sufrida cada día, plenamente en su espíritu y parcialmente en su carne, pero cada vez con más intensidad. Mas ¿con qué fin? Para que su vida, la vida de Pablo crucificado con Cristo, no sea ya la del hombre, sino la de Cristo incoativamente resucitada, principio además de vida gloriosa (Gál. 2, 20; cf. Col. 1, 27).

Y aquí, Pablo el cristóforo, que a todo lo largo de este pasaje se está refiriendo, implícita o explícitamente (al menos por vía de alusión traspa-rente) a la pasión, muerte, resurrección y ascensión de su Maestro, cita (4, 13) el verso 10 del Salmo 115: “Aun cuando digo: Soy desdichado sobre manera, yo confío”. Este Salmo forma parte del gran Hallelu-Ya; es uno de los tres himnos eucarísticos cantados por Jesús con ocasión de la Última Cena con los suyos. Y el Apóstol vive el mismo espíritu de fe que penetra todo el salmo. Ocurra lo que ocurra aquí abajo, Pablo –como Jesús, ensegui-da del Hallel recitado –“sabe con certeza que quien ha resucitado al Señor Jesús nos resucitará también a nosotros con Jesús” (2 Cor. 4, 14). En los tiempos de San Juan Crisóstomo se cantaba este Salmo en los funerales: “Los lazos de la muerte me apretaban; la angustia del Scheol me había asido. Y yo invoqué el nombre de Yavé: ¡Salva mi vida!... ¡Pues bien! vida mía, vuelve a tu reposo, porque Yavé te ha colmado de bienes. Sí, Tú la has salvado de la muerte. Yo andaré en la presencia de Yavé 7 en la tierra de los

7 Véase el Excursus sobre Yavé después de este capítulo.

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vivientes”. ¿Se cantaba esto ya en tiempos del Apóstol con ocasión de las inhumaciones? En todo caso, el pensamiento que llena la mente del Após-tol es la idea de la Resurrección que va del brazo con la Parusía. No es la inmortalidad del alma, en el sentido que la toman los filósofos, la que inspira esas palabras, como tampoco las que pronuncian los personajes reunidos en torno al sepulcro donde Lázaro hiede ya: “Yo sé que resucitará en la resurrección, en el último día”. No dice: “Sé que su alma es inmortal, por ser inmaterial”. Y Jesús no responde: “Yo soy la inmortalidad; quien crea en mí, su alma sobrevivirá, porque no habrá para él solución de continui-dad”; sino que dice: “Yo soy la Resurrección y la Vida; el que cree en Mí [es decir, el hombre, el verdadero, hombre, el compuesto humano], aunque estuviera muerto [kan apozanê, que implica una duración o persistencia del «estado de muerte»], vivirá”. “Y todo el que vive y cree en Mí, no con-tinuará estando muerto, una vez entrado en el siglo [futuro]” (mê apozanê eis ton aiôna). Este texto de San Juan (11, 24-26) se refiere a la “época por venir o Olam habba; es netamente escatológico. Si Jesús puede resucitar a Lázaro inmediatamente, cuando Marta, a fuer de judía fiel, sabe que el Mesías “resucitará a su hermano en el umbral del athid labho, del “mundo por venir”, lo es en virtud de las relaciones íntimas, únicas, que unen la Resurrección con el Mesías. Y lo que Él dice, lo demuestra con el hecho de Lázaro: “Yo soy la Resurrección y la Vida”. Ahora bien, éstos no son dones y prerrogativas concedidas a la Iglesia o a la humanidad en virtud de una convención arbitraria, como de supererogación o adventiciamente, sino atributos esenciales del Dios-Hombre, corolarios de la Encarnación. Por razón de Él, y sólo por Él, existen la Resurrección y la Vida. Más tarde, la Resurrección de los Justos y la de todos los mortales será un resultado de las relaciones que enlazan a la Iglesia con la humanidad de Jesucristo. Sin Él, no hay Resurrección ni vida eterna. Él es, literalmente, la una y la otra. La Iglesia no tiene por qué preocuparse de las doctrinas filosóficas –¡nada más que paja y heno en la boca!– sobre la inmaterialidad del alma, in her own right (en virtud de su propia naturaleza), y sobre la inmortalidad que es consecuencia automática de aquélla. El objeto y sentido del llama-miento a la vida terrestre para Lázaro, es la doctrina, específicamente cris-

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tiana, de la Resurrección. Y el regreso de Lázaro a la vida de acá viene a ser, desde ese momento, como una perspectiva abierta a la Resurrección de Aquel que había de ser el “Primogénito de entre los muertos”. Los “in-mortales” de la sabiduría pagana y natural, las almas que sobreviven sin que Dios entre para nada en ello, no cuentan, al parecer, para el Espíritu Santo: la muerte ha triunfado hasta Jesucristo. Quien primero la ha venci-do, al menos ella no ha podido impedir que viva, es Jesucristo. Todos no-sotros somos Lázaros: “Todo el que en Mí cree, aunque haya pasado por el estado de la muerte, vivirá” (sêsetai, con una vida que no es aquí la espiritual o eterna, sino la física, y aun más exactamente, la vida total en general, en oposición a la muerte física); “todo el que vive y cree en Mí no continuará siendo un muerto en la edad futura”, es decir, en la era del Me-sías, definitivamente triunfador y reinando en su trono.

San Pablo, por tanto, al escribir a los Corintios ese documento que lla-mamos la Segunda Epístola (y es lo menos la Tercera), piensa en la muerte en cuanto ésta evoca las promesas que nos merece la Parusía: “El que ha resucitado al Señor Jesús, nos resucitará también a nosotros con Jesús” (II Cor. 4, 14). Así se comprende que Pablo “no pierda ánimo”: mientras que en él el hombre terrestre, el miserable bípedo racional, automáticamente “inmortal” según los filósofos paganos, “marchito”, muere lentamente o vive roído por el no-ser que le es propio desde que el Creador lo ha violen-tado sumergiéndole en plena existencia, el “hombre interior”, por el contra-rio, el que San Pedro califica de “secreto”, de “oculto en el corazón”, cobra vida y vigor de día en día (II Cor. 4, 16). De donde concluye Pablo que, en comparación con esta vida terrestre, puro momento y “prueba mediocre”, nuestra “eternidad gloriosa” aparece como inconmensurable e incompara-ble (II Cor. 4, 17). ¿Qué es esa “gloria eterna”? Es, precisa el Apóstol, la “gloria por venir que se manifestará en nosotros”; con ella, “el tiempo presente, por doloroso que sea, no es nada en comparación” (Rom. 8, 18; cf. Col. 1, 27). Mas recordemos aquí el sentido bien preciso de “eterno” en el Nuevo Testamento. Habría que traducir aiônios por “secular” –así como aiôn por “siglo”– teniendo presente, sin embargo, que el concepto de un período (relativamente) “cerrado” de cien años es bastante reciente, y que

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el término con indica más bien una “edad”, un “ciclo” –los hindúes dirían un kalpa–, es decir, un todo pneumático-físico, un “mundo” si se prefiere. Ahora bien, en el apocalipsis judío, a la que hace alusión tan frecuentemente Nuestro Señor en los discursos escatológicos (cf. Mt 24 y 25), hay dos ideas que no pueden ser más precisas:

1. El “reino del Mesías” o Malkutha diMeschija, llamado igualmente “edad futura del Mesías”, Alma deathé diMeschija, que comienza en los “días del Mesías” y culmina en la “edad futura”, Athid labho: es el reino del Mesías que desemboca en la rebelión de las naciones paganas, pero acaba con el triunfo de Jesucristo.

2. Entonces, cuando haya llegado para la creación el “término final del último día”, Soph eqebh Yomaya, se manifestará el mundo futuro, Olam habba.

Así, pues, ante todo la Parusía o Advenimiento del Mesías; a continua-ción el aplastamiento doloroso de Éste (Midrasch sobre Rut 2-14, Yalkuth 8, vol. II, fol. 75 D) y finalmente el Reino de los Cielos o Malkuth Schamayim (con otro nombre, Reino del Firmamento o Malkuth diReqiya, más rara-mente Reino de Dios, por ejemplo en el Targum sobre Miqueas 4, 7 9). El sentido metafísico de aiônios, es decir, “absolutamente intemporal”, es re-lativamente reciente. En general, la acepción obvia en el Nuevo Testamen-to es: “relativo a la edad futura”, al reino del Mesías. En Rom. 8, 18 y en II Cor. 4, 17, a la “gloria” se la califica de “eterna” porque es la del Mesías que entra triunfador en escena: el Símbolo de Nicea nos advierte que “ven-drá con la gloria”; y el Apóstol enseña que “nosotros apareceremos con Él en la gloria” y que Él “hallará su gloria en sus santos” (Col. 3, 4; 2 Tes. 1, 10).

8 Yalkuth Schmeoni: es una catena de comentarios sobre todo el Antiguo Testamento que contiene no pocos extractos de obras desaparecidas.

9 Tratados Berakhóth (Bendiciones) 58 A; Schebhuôth (Juramentos) 35 B; Targumim sobre el Salmo 44, 7 e Isaías 53, 10; Targum del seudo Jonatán sobre Ex. 40, 9, 11 y Núm. 24, 14.

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Excursus

¿Hay que pronunciar Yavé o Yeová?

No hace mucho tiempo que la pronunciación Yavé ha sustituído a la tradicional Yeová. No obstante, autoridades tan calificadas como Delitzsch y Caspari han permanecido fieles a la antigua pronunciación. E igualmen-te Drach y todos los rabinos que él consultó sobre el caso. Los grandes diccionarios de Gesenius-Drach y de Fuerst conservan también Yeová. Dejemos, pues, de “répondre des moines”, como dijera Pascal, tanto más cuanto que ilustres partidarios de Yavé han abjurado en los últimos veinte años. Así James (A comparative study of the Old Testament in the light of recent anthropological and archælogical of research) escribe en la página 672 de la primera edición: “Se pronuncia Yeová por una equivocación; la forma más conforme con el original, la que tiene más patrocinadores entre los sabios, es Yavé”. Pero agrega en nota, en la segunda edición: “Los des-cubrimientos recientes vienen a probar que la forma Yavé, respecto de Yeová, es tardía y secundaria”. Igualmente Binns (Texte and Versions of the Old Testament) afirma en la página 648 de la primera edición: “Yeová es un nombre imaginario de la divinidad; convencionalmente se ha amalgamado las consonantes de YHWH, que se pronuncia probablemente Yavé con las vocales de Adonai, que es en hebreo Señor”. Pero la segunda edición trae esta nota: “El nombre Yavé debe ser excluido, entre otras razones por la filología. La forma más antigua y primitiva que se ha descubierto es YW, en Samaria sobre las ostraka. En el siglo v antes de Jesucristo, los judíos de Elefantina escribían YHW, que se pronunciaba con toda probabilidad YAW, como la forma samaritana primitiva. Pero, como esta forma era de difícil pronunciación, se acabó, después del destierro, por añadir una H final”. También Cowley se decide por Yeová (Journal of the Poyal Asiatic Society, 1920, p.175 s.).

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Se ha pretendido que los samaritanos pronunciaban Yabeh; pero, fuera de que sólo Teodoreto lo atestigua, somos de parecer que bastaría precisa-mente que una pronunciación gozase de las preferencias de los Samarita- nos para que los judíos mirasen con santo horror cuanto pudiese parecerse, aun de lejos, a ella. Es sabido, además, que por respeto al Tetragrama (por ej. Ex. 20, 7; Lev. 24, 16), cuando se encontraba YHWH, se pronunciaba Adonai. Pero ¿por qué precisamente ese nombre, siendo así que Dios tiene muchos nombres en el Antiguo Testamento? ¿Por qué, sino por razón de que la vocalización de Adonai corresponde a Yeová? De todos modos, la forma primitiva parece ser Yah, una sola sílaba (cf. Sal. 67, 4; Ex. 15, 2; 17, 16). Mas, como las vocales hebreas pueden cambiarse entre sí según ciertas normas, por la posición en la palabra, a se hace o, y Yah se hace Yeho (a principio de un nombre). Stanton prueba concluyentemente (History of the Progress of Revelation, p.162) que Yah, a veces Yaho o Yahu, figura en textos amorreos y babilonios mucho antes que el tiempo de Moisés. El Éxodo trata sin género de duda de emparentar filológicamente este nombre con el verbo ser: “Yo seré lo que seré”. En nuestro libro trascribiremos siempre Yavé para no desentonar mientras dura esa moda. Pero opinamos, sin embargo, con nuestro difunto maestro Paul Vulliaud, que la pronuncia-ción Yeová es mucho más segura. Por lo demás, se podría poner la cuestión de saber de dónde les viene a los modernos esta manía de tomar a los anti-guos por imbéciles, aferrados a una tradición secular sin saber el motivo: Orígenes en sus Exaplas, hace ya 1700 años, pronunciaba Yeová, sin que nadie lo discutiera al parecer. ¡Hay que aguardar a los Herren Professoren del siglo XIX para saber lo que pensaban los judíos de hace tres mil años, lo que querían y pronunciaban, mientras que sus sucesores inmediatos nada de eso sabían! Notemos para terminar que el Tetragrama se contrae en I pura y simple, en la desinencia de las palabras compuestas. ¡No existe ves-tigio alguno de Yavé antes de los tiempos modernos!

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IV

Carácter nostálgico de la escatología paulina

No es posible comprender plenamente II Cor. 4 y 5 si no se supone, como un telón de fondo, la expectación escatológica. Pablo compara la vida presente, que no ha de durar más que un tiempo, por muy “visible” que lo sea actualmente, a la Parusía, hoy sin duda “invisible”, pero cargada para nosotros de esperanza, ya que ella ha de inaugurar los aiónia, las realida-des “seculares” (en sentido casi del Carmen saeculare), los esplendores del Reino mesiánico que ha de preceder al Juicio final y al “mundo por venir”.

En espera de que se manifieste en nosotros esta gloria, y que con “Cris-to, vida nuestra –no hay la menor alusión a la sobrevivencia automática del alma– aparezcamos (fanerôcêsesce, en la segunda persona del plural; se trata de resplandecer, aparecer en plena fuerza, de epifanía) en la gloria” (Col. 3, 4), no nos queda otro medio que “gemir”, si nos atenemos a nuestra naturaleza y a pesar de la inconmensurabilidad de la “gloria por venir” (expresión rabínica que designa el Reino del Mesías) respecto de nuestros “sufrimientos presentes”. Así como “la creación entera gime, en la ardoro-sa expectación” de esta Parusía que ha de librar al hombre en la gloria cuando “se revele como un hijo de Dios”, cuando vea a Dios reinando so- bre los hombres ya sometidos (Rom. 8, 19; cf. I Jn. 3, 2; Targum sobre Miqueas 4, 7), del mismo modo también el hombre “gime” (es el mismo verbo de Rom. 8, 22 y II Cor. 5, 2: los dos lugares son escatológicos), y también él gime “con deseo ardiente” (el paralelismo de ambos textos es chocante a fuerza de ser persistente); y este gemido y ese deseo se refieren aquí también a esa vida de “la edad por venir”, la era mesiánica que Pablo llama una “vida con relación a la edad”, una “vida de la edad” (futura), bios aiônios, que nosotros traducimos “vida eterna”. Vamos a sintetizar aquí su posición.

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El Apóstol está fatigado de esta existencia terrestre. Y como escribe esta Epístola a fines de octubre del 57, con ocasión de la Fiesta de los Tabernáculos, se acuerda de las tiendas de follaje fabricadas a la sazón por los judíos en sus huertos y sobre la azotea de sus casas: en ellas vivían precariamente durante aquellos días. Esta vida terrestre es también como una breve estada en una tienda de esa clase. Y gime en ella, oprimido (alusión a Sab. 9, 15: las Epístolas paulinas están cuajadas de alusiones a los libros sapienciales). Yo preferiría, escribe en otro lugar a los Filipenses, ver restituidos los cons-tituyentes físicos de mi cuerpo a los elementos cósmicos, para estar con Cristo (17117. 1, 23). Pero he aquí el dilema de la realidad: “Habitar en su cuerpo y quedar lejos del Señor”, o bien: “Desembarazarse de este cuerpo y morar cerca del Señor”. ¡Espinosa alternativa para esa pequeña bomba viviente misionera, a quien debía causar horror el “reposo” de un estado de espiritualidad pura! Por eso el Apóstol sueña con un tercer término, que, si fuera posible, preferiría a los anteriores: no haber de despojarse de todo, no deber pasar por el estado intermedio, de alma separada, sin cuerpo, no verse en la precisión de dejar el vestido-tienda, para revestir el “domicilio celestial” después de una etapa de desnudez.

De otra manera: Pablo desea que la Parusía se realice antes de su muer-te (es sabido, por lo demás, que tal era su sueño dorado). En tal supuesto, en lugar de tener que despojarse de su vestimenta terrestre y de quedar “desnudo”, se hallaría en seguida “sobrevestido” sin haber sido “desvestido” previamente. O de otro modo aún: la forma nueva de Pablo (morfê manifes-tada por sjéma) recubriría la antigua y la transformaría en sí misma, de suerte que, en efecto, “lo mortal sería absorbido por la vida”, no por la inmortalidad filosófica, sino por la vida que no se halla más que en Cristo y que sólo en Él tiene su nacedero (II Cor. 5, 2. 4. 6. 8). Nosotros no “espe-ramos” nada de las posibilidades inherentes al alma por su inmaterialidad, sino que “aguardamos a que venga de los cielos nuestro Salvador, el cual transformará el cuerpo de nuestra humillación [actual] haciéndole semejan-te a su cuerpo glorioso, por el poder que posee de someter a sí todas las cosas” (Fil. 3, 21). Unidos a Cristo por estas simbiosis, por esta koinônía que nos hace sus symfytoi o “plantas que crecen juntamente con el árbol”

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de esta cepa humano-divina, seremos también como Él “muertos en cuanto a la carne y vueltos a la vida [zoopoiêceis] en cuanto al espíritu” (I Pe. 3, 18); porque Dios –a quien tanto importa la inmortalidad del alma inmaterial decretada por los filósofos griegos como la transmigración imaginada por sus colegas hindúes– “nos da vida con Cristo” y no de otro modo (Ef. 2, 5). Y esta restitución a la vida, dice el mismo texto, es “resurrección”.

A la luz de todo esto que venimos exponiendo, es fácil darse cuenta de que Pablo prefiere la unión inmediata con Cristo, gracias a la Parusía, a la condición de las almas “separadas” del cuerpo, en el estado del Scheol (Fil. 1, 21-23). Una reconstrucción inmediata, sin estado intermedio, del com-puesto humano, alma y cuerpo, que es lo único que puede llamarse Pablo. Ahora bien, el Apóstol se cuenta entre los que, en vida, “irán al encuentro del Señor en los aires” (I Tes. 4, 17). Es que, efectivamente, al llegar la Parusía, no todos moriremos, “dormiremos” –¿por qué esta expresión?– el hombre real, total, el compuesto humano, ¿habría, analógicamente, mutatis mutandis, de “entrar en el sueño”? Cinco o seis veces en estas Epístolas, como también por lo demás una vez al menos San Juan en el Apocalipsis, el Apóstol habla de la muerte como de una caída en su análogo el sueño, “si bien todos seremos cambiados”. Es preciso, en efecto, que “este cuerpo mortal se vista de inmortalidad” (I Cor. 15, 51). Pablo quiere, en suma, no tener que esperar en la sala de espera del Scheol de las almas separadas; quiere que la Parusía llegue rápidamente y endose enseguida, sin “desnudez” intermedia, la capa de la inmortalidad sobre todo su ser mortal. Nada, ni una palabra, dice sobre la inmortalidad espontánea, automática, sin Dios, del alma inmaterial: Cristo encarnado en su cuerpo glorioso recuperado es quien nos da la vida, uniéndonos totalmente y definitivamente a Sí; y esta vuelta a la vida es, para San Pablo, la inmortalidad. Luego, ¿lo que afirman Platón y otros? ¡Si yo no los conozco siquiera!, podría responder el Apóstol.

Sin embargo, Pablo tiene la experiencia del paraíso (II Cor. 12, 4). Pero eso no le interesa. Lo que quiere es poseer una vida completa, real, verdade-ra y manifestada psicosomáticamente, en el cielo, en ese “reino de Yavé” que ha de realizar plenamente la Parusía –“nuevos cielos y nueva tierra”, es-piritualidad renovada y corporeidad transfigurada– en el “mundo por

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venir”, en el aiôn esperado. No es para la inmortalidad de los filósofos, sino “para ser revestidos” del cuerpo glorioso, “para esto justamente nos ha formado Dios”; para esto nos ha regenerado y nos ha dado acceso (aquí incoativamente) a una vida nueva que viene de lo alto (anôcen, Jn. 3, 3). Y para esto nos ha donado las primicias del Espíritu vivificador (I Cor. 15, 45; II Cor. 5, 5). He ahí por qué poseemos, ahora ya, “a modo de arras, el Espíritu Santo en nuestros corazones” (II Cor. 1, 22). Y por el Espíritu Santo, Cristo resucitado hace el papel, en la Primera Epístola a los Corintios, de Espíritu donador de vida, en oposición al primer Adán, que es una mera “alma que recibe la vida”. Y en su Resurrección, el segundo Adán se vio revestido de su cuerpo espiritual: por este título es nuestra primicia (II Cor. 5, 5). No otro es el motivo por que Pablo, ocurra lo que ocurra, Parusía inmediata o con retraso, acepta con serenidad confiada lo que Dios le dé, siempre y en cualquier caso. Y ahora resume su pensamiento en estas dos ideas:

1) Si no le falta valor e intrepidez en todo evento (II Cor. 5, 6) es porque, viviendo aquí “en el cuerpo”, nos encontrarnos lejos de Cristo, puesto que obramos o “marchamos” según lo que creemos y no según lo que vemos, según las “realidades temporales” de II Cor. 4, 18; esta vida terrestre no tiene, por tanto, nada que pueda entusiasmar al Apóstol.

2) Pero, de semejante manera, por un paralelismo de singular elocuen-cia, Pablo, que acepta continuar viviendo, aunque no le agrade, para agradar a Dios uniéndose a su voluntad, “se esforzará también en ser agradable a Dios dejando este cuerpo” (II Cor. 5, 8, s.), segundo término del dilema poco ha planteado y no más atrayente que el primero: puede resumirse el pensamiento del Apóstol en un: ¡resignémonos! ¿Por qué? Porque el Scheol, la muerte antes de la Parusía, es el estado de alma “separada”, de “desnudez”, y eso a Pablo nada le interesa. Lo que le importa, en definitiva, es, con vis-tas a una suerte decisiva y a un salario irrecusable (komisêtai) –“comparecer”, traduce jurídicamente Crampon, más literalmente y con más exactitud–, ser manifestado, puesto en luz, iluminado de dentro hasta llegar a ser trans-parente (fanerôcênai) ante la silla curul de Cristo (II Cor. 5, 10); y, como

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el Nuevo Testamento no ve en el juicio particular sino el pregusto e inau-guración de la vida futura, he ahí que nos hallamos de nuevo, ante esta metáfora, remitidos al gran Juicio del Mesías que vuelve cum gloria judicare vivos et mortuos.

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V

La imperturbabilidad propia del Scheol

Ya llevamos dicho que, siendo la imperturbabilidad resultado del esta-do del alma sin cuerpo, lo es tanto para los “malos” como para los “buenos”. No somos marineros sentados en la barca de Platón o prisioneros de su prisión. El complejo psicosomático está mucho más apretado y más vital-mente tejido. Edward Ingram Watkin, seglar convertido del anglicanismo, escribe en The Catholic Centre (Nueva York, 1945):

“Indiscutiblemente, las investigaciones científicas de nuestros tiempos han descubierto o dado probabilidad a causas de orden psicológico. Aun-que se encuentren exageraciones en las teorías psicoanalíticas –las hay no pocas–, con todo no se pueden rechazar todos los resultados a que ha llega-do esta rama nueva de la psicología. Existen instintos subconscientes, de carácter quizá animal y ciertamente irracional y amoral, que determinan sin género de duda, como ha podido comprobarse, una buena parte de nues-tra conducta que se creía hasta ahora inspirada por móviles racionales y morales; y estos últimos no son otra cosa muchas veces sino modos de hacer razonables, ya un poco tarde, los verdaderos motivos. Por otra parte, una causa tan puramente física como las secreciones de las glándulas endo-crinas (las hormonas) desempeña un papel importante en la determinación del temperamento y por consiguiente en la elaboración de la conducta que del mismo resulta. Cuando los especialistas maniobran con destreza en las glándulas, sabemos por experiencia que llegan a cambiar considerablemen-te, no por cierto la moralidad fundamental del paciente y el ejercicio radical y profundo de su voluntad –que es el único que vale en el juicio de Dios–, pero sí importantes características morales debidas al temperamento. Asi-mismo, en muchos casos en que nuestros padres veían buenamente en la conducta de un individuo el libre juego de la voluntad y su elección buena

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o mala, nosotros debemos admitir hoy que intervienen causas que hacen su proceder más o menos ajeno a la esfera moral. Después de todo, los ca-tólicos de otras edades no hallaban dificultad en admitir la doctrina de los cuatro humores, según la cual, la sangre, la flema, la bilis y la hiel, determi-naban los cuatro principales tipos de temperamento y, por ende, de conducta, una doctrina que no es menos materialista que la moderna de las secrecio-nes glandulares. De suerte que existen factores físicos o psicofísicos que pueden restringir, modificar o desnaturalizar la expresión de la voluntad humana [...] El comportamiento debido a causas vitales, fisiológicas o psi-cofisiológicas, al temperamento, a los instintos, a las secreciones glandula-res, etc., pertenece a la zona superficial de la conducta. Pero las decisiones fundamentales de orden moral emanan de las profundidades más íntimas del alma; y ahí dominan los factores ideales, la razón, los principios morales, la idea y el ideal. Asimismo, toda reforma auténtica del carácter y sobre todo la obra de la gracia que comienza en esos abismos centrales en que mora secretamente Dios, va de dentro hacia fuera, afectando en último lugar, como lo observa el p.Rickaby, al temperamento y a la conducta en sus zonas superficiales, las cuales se hallan determinadas por factores fisio-lógicos, psicofísicos y vitales. Según esto, un individuo podrá real y since-ramente querer cumplir en su vida la voluntad de Dios, aun cuando su conducta superficial –temperamento colérico, impaciente, mezquino, vanidoso– no se halle afectada por ella. Esos defectos se curarían más rápi-damente por un tratamiento psicoanalítico o una cura de hormonas. Y son justamente esos rasgos más superficiales de carácter, esos elementos más externos de conducta los que, en el trato social, afloran más fácilmente a la superficie y se revelan antes. Quien no posea ni acepte una intuición profunda de lo que es la religión, juzgará del valor moral de un hombre según esos rasgos superficiales, que le hacen socialmente simpático o car-goso. Y no se cuidará para nada de su estado íntimo. Y quien no tiene más que una idea superficial de la religión, se promete sin más descubrir las pruebas de la verdadera religión, sobre todo en esta zona periférica, en la que, de hecho, se manifiesta con más lentitud y más gradualmente. En cambio, lo que vale después de la muerte, no es ese “personaje” que ha

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triunfado, en virtud de su temperamento, de sus instintos y de todos esos factores materiales o semimateriales que la muerte barre, sino el hombre verdadero que ha estado tanto tiempo sepultado bajo esa ganga” (pp.90-93).

Hemos alegado esta cita, a pesar de ser un poco larga, porque dice in-finitamente mejor de lo que nosotros podemos hacerlo por qué la muerte nos trae el “reposo”. Efectivamente, el cuerpo es el instrumento de la acción moral; o mejor, a diferencia del instrumento que no tiene más que relacio-nes ficticias con la mano que se sirve de él, de los anteojos que, si bien modifican la vista, no son los órganos directos, vitalmente unidos al senti-do de la vista como los ojos, el cuerpo, informado de todo en todo por el alma e influenciado por la misma, obra juntamente con ella en un acopla-miento perfecto. El complejo humano no tiene nada que ver con el dualis-mo platónico. Un católico puede muy bien venerar al Corazón Sacratísimo, sus manos traspasadas y el costado abierto por la lanza y, para decirlo con un cántico protestante admirable de Alejandro Vinet, la “cabeza augusta de su Salvador”. Mas, desde el momento en que el alma ha sido “cortada” del cuerpo y la forma sustancial se halla sin materia que “informar”, ya el hombre, el hombre real, complejo y completo, el hombre auténtico, el “com-puesto humano”, como dice el Aquinate, ha llegado, por su bien o por su mal, a aquella “noche” de la que dice Jesús que en ella “nadie podrá trabajar” (Jn. 9, 4). Cada uno de nosotros recibe de Dios sus “doce horas” (íd. 11, 9), a lo largo de las cuales podrá exteriorizarse aquí abajo su actividad. Pero una vez que hayan transcurrido, se acabó el cerebro, y el sistema nervioso, y las glándulas y hormonas, y la circulación sanguínea, y la respiración; ya no hay más imágenes (los “fantasmas” de Santo Tomás), ni sensaciones producidas por los impactos físicos, ni elementos fisiológicos en las emo-ciones, ni trabajo intelectual en cuanto lo podía filtrar y organizar el cerebro. Estando el tiempo y el espacio, ritmo y medida de la materia, ligados al movimiento de la vida y de los cuerpos, ¿cómo es posible que el alma sola tenga conocimiento de los mismos en el Scheol del mismo modo que sobre la tierra? Hacemos distinción entre la conciencia en cuanto anota el dato exterior captado por los sentidos, y a través de los sentidos, por la sensibilidad y la inteligencia –la awareness, el Bewusstsein, la gewaarwording–, y la

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conciencia de la conciencia; la conciencia refleja, el “yo sé que sé” –cons-ciousness o selfconsciousness, en alemán selbstbewusstsein, en holandés bewustzijn–: si esta última encuentra en las fuentes íntimas del ser, o mejor de la Persona, el modo de no depender del cuerpo y no desaparecer con el mismo, es lógico que aquélla sufra alteración cuando desaparezcan las puertas y ventanas que el organismo físico le abría sobre el mundo exterior. Por eso el alma separada ha de reposar –“soñar”, como dice Hamlet– hasta la nueva alborada, hasta su unión vital, íntima, con el cuerpo. Se ha termina-do la fiebre y agitación de esta vida. Cuando se observa cuán profundamen-te las alteraciones somáticas modifican el ritmo de nuestro conocimiento, bien pueden conjeturarse los resultados de la abolición completa para el hombre de todo medium material. ¿Cómo ha de poder “experimentar” el mundo un individuo ciego, sordomudo y privado del sentido del tacto y del gusto –es un caso extremo fácil de concebir–, y por consiguiente, cómo poder representárselo y concebirlo? Supongamos, por ejemplo, que nues-tros ojos reaccionasen con otros ritmos vibratorios de los que tenemos actualmente, que en vez de registrar los colores del espectro, no fueran capaces de ver sino los rayos X (es posible: hay peces de esta naturaleza; y hay también seres vivientes que únicamente poseen el sentido de dos dimensiones). ¿Qué sería, en ese caso, para nosotros un hombre sentado en una silla? Un esqueleto en cuclillas, pero firme, en el vacío. ¿Qué sería un hilo telegráfico? Un túnel sutil abierto en una masa opaca y sólida... Según eso, ¿qué ocurriría si tuviésemos que conocer el mundo sin ningu- na intervención del cuerpo?

Porque el organismo, así como nos sirve para comunicar al mundo nues-tras propias impresiones, así también nos trasmite las que de él recibimos. Por consiguiente, ya no llegan al alma todas esas impresiones, al menos como en este mundo. Los difuntos “reposan”. Hállanse, durante toda la fase intermedia de las “almas separadas”, libres de este tumulto y rebullicio que no cesa aquí abajo, de los placeres y disgustos sensibles, de los sufri-mientos y satisfacciones transmitidos por los sentidos y, por ende, del ele-mento sensorial que colorea y modifica nuestras sensaciones y sentimien-tos, de los estímulos, de la concupiscencia, de la incertidumbre, de la

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preocupación y de todo lo que en esta vida podía interesar o excitar el “compuesto humano”, el complejo psicosomático. Todo esto, que nos “distraía” (en el sentido pascaliano) y nos alejaba de las realidades esencia-les, nos turbaba y embriagaba y sembraba la confusión en nosotros, todo eso ha desaparecido en el Scheol. ¿De dónde han de venirnos nuevas ten-taciones? Sin duda que no es posible olvidarnos y evadirnos de nosotros mismos por una actividad nueva ad extra; mas nada existe en este mundo exterior, en este universo material, que pueda penetrar en nosotros y turbar-nos. Esta tranquilidad absoluta y esta total inmovilidad de la muerte son cosas que nos incapacitan para representarnos la vida en el Hades, sea feliz, sea de sanción o de purificación, si no es por medio de símbolos y alusio-nes. ¿Cómo va a ser posible que nos formemos una idea de una vida com-pletamente espiritual? Todo lo que podemos decir honradamente sobre ello es: que todas las condiciones de la existencia psicosomática, sensorial y relativamente plenaria, han de estar por necesidad, en el Scheol, directamen-te subvertidas, invertidas y “nubladas”.

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VI

El “sueño” de la muerte no es inconsciencia

Es cierto que los difuntos están normalmente incapacitados, en el estado de almas separadas, para tener comercio positivo con el mundo exterior; en otras palabras, para establecer con el complejo cósmico (psicosomático) relaciones de igual a igual –naturalmente, no tratamos de casos excepcionales en que interviene la omnipotencia divina: el milagro; el caso de Elías por ejemplo–. Pero ¿puede afirmarse, por eso, que su condición es un estado de pura potencialidad, una especie de coma? ¿Sería la vida espiritual en ellos, algo semejante a la de las plantas en invierno? ¿Habrá absorción in-terior de las potencias psíquicas? No, pues la Escritura enseña otra cosa muy diferente. San Pablo habla frecuentemente de los muertos como “dor-midos en Cristo”, “aletargados en el Señor”; y una vez se expresa del mismo modo el Apocalipsis. A veces también el Nuevo Testamento nos dice de los muertos que se les ha puesto en el descanso (koimêcênai), que reposan. La expresión no implica la inconsciencia o el vacío psicológico, sino el retiro, el descanso, la imperturbabilidad. El que duerme no se desliga de los contactos exteriores, sino para sumergirse mejor en su mundo interior; sus “sueños” bien pueden moverle, interesarle, apasionarle, sacudirle pro-fundamente, en tanto grado como cualquier suceso ocurrido en estado de vigilia. No faltan casos en este mundo de individuos que, por efecto de una pesadilla, se han despertado con los cabellos prematuramente blancos. Se dan casos asimismo de ataques cardíacos, en ocasiones mortales, provoca-dos por un sueño. ¿Podrá afirmarse, por tanto, que los mundos de los sueños no poseen realidad alguna, siquiera sea sui generis, en este mundo creado en que todo es relativo y, por ende, también sui generis? A nosotros mismos nos ocurre, durante años enteros, enlazar cada noche nuestros sueños con los de la noche anterior, recordando todos los detalles que antecedieron,

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como un folletón que tiene en cuenta lo del anterior. Discutimos, con la lógica más estricta, durmiendo, la plausibilidad de nuestros sueños, supuesto lo ocurrido en tal fecha anterior. Indicio de que se había establecido una doble serie de sucesos, una doble catena, de una lógica y un determinismo cerrado, tanto en un caso como en el otro: con duración de años. En suma, dos existencias: una en el estado de sueño y la otra en el de vigilia. Así se comprende bien lo de Tchoang-Tseu: “Soñé esta noche que era una maripo-sa. Pero ¿soy un hombre que ha soñado que era una mariposa, o una mari-posa que sueña ahora que es hombre?”. El sueño, pues, no es sinónimo de inconsciencia y está muy lejos de serlo. Es una atención volcada hacia el interior. Hay un entornar los párpados y abajar la mirada, como hay un volver los ojos el moribundo hacia su interior.

Por otra parte, tanto San Pedro como San Pablo afirman que Jesucristo, pasando de este mundo al Scheol, “volvió a la vida por el espíritu” (I Pe. 3, 18). Ahora bien, todo el capítulo 15 de la Primera a los Corintios nos advierte que la resurrección de Cristo es modelo de la nuestra... Hemos, pues de comprender que el alma está libre de todas las actividades e impre-siones exteriores, respecto al mundo de la experiencia psicosomática; se la pone en retiro, en reposo, para que pueda recogerse y se encuentre en esta-do de desarrollar en sí misma todo un mundo de conciencia interior. Vedla, pues, prisionera de sí misma, encerrada entre esas cuatro paredes, de las que nos dice Pascal que aquí abajo “todo el mal proviene de que somos incapaces de estarnos encerrados en ellas”. Privada del mundo material y de la embriaguez que le producía, el alma enclaustrada en sí misma se encuentra en la precisión de verse, de descubrir en sí misma todo ese univer-so espiritual del que se desentendía hasta ayer, aunque, por lo demás, casi siempre inconscientemente; no tiene ya otra misión ni otra ocupación que contemplar las grandes realidades que valen la pena. Demasiado bien sa-bemos lo difícil y doloroso que nos resulta, en esta vida, sustraernos a la visión de los “fenómenos”, para dirigirnos a los “númenos”, y sustituir las apariencias por la realidad. En cambio, para los muertos, es tarea fácil y natural, durante la fase intermedia de “descorporeización”. Como que es la única actividad que les es posible en adelante. Impotentes para evadirse,

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como nosotros lo hacemos, hacia eso que Pascal llamaba las “diversiones” de esta vida temporal, vense obligadas a escudriñar la vida del espíritu, y –ya que, en lo futuro, su destino es llevar y descubrir en sí mismas las Tres Personas– a contemplar las verdades “eternas”, esta vez no en el sentido judíocristiano de aiônios del siglo primero, sino en la acepción metafísica de intemporal. Han andado vagando, en esta vida, sin cesar a través del mundo; su cuerpo y su espíritu han vagabundeado a través de esa “anchura” y esa “longura” de que habla San Pablo; más tarde reanudarán corporalmen-te –después de la Resurrección– la exploración de la amplitud cósmica. Mas, de momento, no les es accesible; las almas separadas no se hallan en estado de desplazarse más que en la dimensión de “profundidad” (Ef. 3, 18), de la cual nos dice San Atanasio que es figura de la mansión de los muertos. La “altura” vendrá una vez acabada la “purgación”.

No hallaremos inconveniente en admitir que un alma enfrentada con las verdades esenciales de la existencia –un enfrentarse de orden nuevo, a solas consigo misma y como de corazón a corazón interior, comunicación direc-ta e intuitiva de las esencias; en suma: todo el conocimiento casi angélico– se ha de sentir invadida por la emoción. Tómese este término en sentido casi bergsoniano, es decir, sin admitir el más mínimo elemento carnal, sensorial o sensible: emoción pura, exclusivamente espiritual, semejante a la emoción puramente interior, que precede a todo sonido, que brota en el alma del músico ante la idea fundamental de la sinfonía futura. Nada de velos, como aquí abajo, nada de medium ni signos sensibles para las reali-dades invisibles, nada de “sacramento”; no hay nada que se interponga ya entre el alma y el objeto de su conocimiento: el concepto y la imagen no pertenecen ya a esta vida nueva. Las realidades mismas y las esencias del ser se imprimen ahora tal como son, sin “especies inteligibles”, en la con-ciencia desnuda, como ocurre también en este mundo, en los grados más altos del conocimiento místico. No hay medio de rehuir la verdad o disfrazar-la: el equívoco, el engaño, el malentendido y la hipocresía son ya imposi-bles. Cuanto pasa en el alma, su manera de ser, su actividad, la conciencia que adquiere de las cosas, todo esto viene a ser tanto más emotivo, deja huellas tanto más profundas y se enriquece de una realidad tanto más densa,

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cuanto la bruma deformadora del conocimiento sensorial ha desaparecido. La Suma Teológica (Tercera Parte) nos muestra todo el sistema psíquico profundamente modificado por la “descorporeización”: las pasiones, por ejemplo, pierden todo lo que debían en esta vida a la simbiosis del alma y del cuerpo (temperamento, impulsos nerviosos, apetitos aguijoneados por la “carne”) para convertirse en puras aspiraciones del espíritu. Y lejos de perder con eso en realidad vital y en fuerza auténtica, la actividad psíquica sale ganando. Ha llegado la noche: Tchoang-Tseu se ha transformado en mariposa y vive la vida de la mariposa...

Por consiguiente, cuando se habla del “sueño” de la muerte, recurriendo a la analogía del sueño, se trata de probar únicamente que el alma separada, desligada de todo contacto con el mundo de la experiencia sensible, descu-bre en sí misma todo un mundo espiritual que no es meramente subjetivo, sino hecho de realidades interiores y como el reverso psíquico del cosmos exterior. Pero, a diferencia del que duerme, el difunto no tiene que habérse-las con sombras. Lejos de crear él mismo una psicoesfera ilusoria elabora-da únicamente por el alma, como la tela que construye la araña, se halla de frente a la creación de Dios, ante un mundo objetivo, cuya realidad y per-manencia no puede controlar. Finalmente, y es lo principal: mientras que en el sueño terrestre el Yo, como prisionero de sus facultades inferiores y paralizado por las mismas, no está en disposición de practicar su elección moral ni de formar juicios con la responsabilidad del libre albedrío, por el contrario, en el estado intermedio, que se nos representa hic et nunc como un “sueño”, sólo porque es una “sobre-vigilia”, una atención extática, una concentración inaudita en este mundo, el Yo, por mutilado que esté por la ausencia del cuerpo (por carencia de “gloria”, de “plenitud” en el sentido de I Cor. 11, 3; Ef. 1, 23), se encuentra precisamente, como nunca lo estuvo en “los días de su carne”, capaz por fin de “mantenerse en la mano de su consejo”, “como lo estaba en el principio” de los destinos humanos (Eclo. 15, 14-17).

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VII

Paraíso y Purgatorio

La escuela tomista, de acuerdo con la Tercera Parte de la Suma Teológi-ca, considera la existencia puramente espiritual del alma separada como un monstruo ontológico. Sin el pecado de Adán, nunca el hombre, el com-puesto humano, como se expresa el de Aquino, hubiese sufrido esa mutila-ción esencial. El Cristianismo, como lo ha demostrado en toda su produc-ción el mayor poeta católico de nuestros tiempos, Paul Claudel, no es una religión “espiritualista”, sino del hombre total, integral, plenario. El cuerpo toma parte también en la redención: nuestra adopción no es definitiva sino cuando nuestro organismo físico es recibido en la gloria; mientras vivimos, “no estamos salvados sino en esperanza” (Rom. 8, 24). Por eso, desde ahora, hemos de “ofrecer este cuerpo como una hostia viviente, santa, agradable a Dios”, con la perspectiva de la gloria venidera; no existe “sacrificio (ver-daderamente) espiritual” –porque, si es cierto que “hay que adorar en espí-ritu”, no lo es menos que Jesucristo exige que se adore también “en verdad”, en la verdad de nuestra naturaleza (Jn. 4, 23)–, no cabe adoración conforme a la del Verbo encarnado (loguikê latreia) sin esta oblación conjunta, complementaria, de nuestro cuerpo (Rom. 12, 1).

Dios nos lo reserva este cuerpo tal cual es desde toda la eternidad (Sal. 39, 7 en los Setenta; 138, 13-16; Sab. 8, 20; cf. Jn. 9, 2). Desde el principio, por tanto, pertenece a Dios, está consagrado a Yavé, como un miembro de Cristo: es un templo del Espíritu Santo, en el que hemos de glorificar a Dios (cf. I Cor. 6, 13-19; II Cor. 6, 16). Desde que el Verbo revistió nuestra condición servil tomando nuestro cuerpo, que lleva, en virtud de la caída, las marcas, los estigmas de la esclavitud, llevamos en nuestros cuerpos esos signos distintivos de una esclavitud nueva respecto de Dios, de su justicia. En muchas ocasiones ve San Pablo un paralelismo entre las relaciones

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del cuerpo y el hombre, y las relaciones entre la Iglesia y Cristo. Semejante dignidad nos da a entender por qué nuestros organismos físicos están llamados a participar de la gloria de la Resurrección (Fil. 3, 21). Debemos, por tanto, estar “santificados totalmente... e irreprochables” en vista de la Parusía; ahora bien, esa consagración total a Dios implica la deificación por la gracia, por el Espíritu Santo, de nuestro cuerpo (I Tes. 5, 23).

Se comprende por qué la Iglesia considera la existencia de las almas separadas como anormal, como una especie de violencia hecha a nuestra naturaleza. La ley fundamental de las comunicaciones divinas al hombre –que es la Encarnación, el hombre mismo manifestando Yavé a la creación infrahumana– se aplica en este mundo y en el “mundo por venir”, pero no en la vida del paraíso. En esa fase intermedia que no cesa, ontológicamente, más que con la resurrección del cuerpo y, por ende, con la reconstitución y restitución del hombre, nada puede ser definitivo y plenario en cuanto al hombre considerado en su integridad. Esto supuesto, en este estado provi-sional, el mensaje de arriba no le llega al hombre más que de su interior: el hombre, o mejor el alma –porque, de momento, no existe el hombre hablando estrictamente 10– viene a ser su propia antropoesfera. De tal na-turaleza es la simbiosis, la “unión hipostática” del cuerpo y del alma, que su separación lleva consigo para uno y para la otra modificaciones que llegan a la alteración. Ninguno de los dos hallarán su posición, su equili-brio, las relaciones que les caracterizan como cuerpo y alma de un hombre, de una persona, y no como cuerpo separado (o sea cadáver) y como alma separada (es decir, difunto o muerto), y, por consiguiente, su integridad propia respectivamente, a través de la integridad del hombre repristinado; o dicho de otro modo: no acabarán de ser ellos mismos, complementos y

10 En Gén. 3, 9, Yavé busca inútilmente a Adán, el hombre tal como lo ha concebido y querido, anillo de unión de los mundos visible e invisible, “sacramento” de Dios para la creación inferior y “sacramento” para Dios de la creación inferior. “Desagrada a Yavé que no haya ya justicia. Ve: no hay Hombre, luego no hay Mediador. Entonces, se ayuda de su brazo, se mantiene con su propia justicia; y el Nombre de Yavé vendrá como Redentor para Sión” (Is. 59, 15-20). En las orillas del Jordán fue donde halló Dios de nuevo a Adán, su Hijo (Lc. 3, 22, 38).

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analogías creadas de las Personas increadas –¿qué sería el Padre sin el Hijo, y el Espíritu Santo sin Espirador?– sino después de la Resurrección que acompaña a la Parusía.

En la Vulgata se añade como apéndice el Cuarto Libro de Esdras. En el capítulo séptimo de este libro traen algunos manuscritos, entre los versículos 35 y 36, sesenta y ocho versículos de mucho interés. Se encuentran en un texto del siglo IX que se conserva en la Biblioteca municipal de Amiens 11. Después de haber descrito la suerte de los réprobos en el estado interme-dio, pinta como sigue la de los rescatados:

He aquí el decreto para los que hayan guardado los mandamientos del Altísimo, apenas se vean libres de su envoltura corruptible: [...] desde el principio, verán con gran regocijo la gloria de Aquel que les eleva hasta Sí, porque gozarán de su reposo por una ascensión de siete etapas. Ya que ellos se han esforzado empeñosamente en vencer el impulso malo arraigado en ellos, no serán atraídos de nuevo de la vida a la muerte [de otro modo: no sufrirán ya más tentaciones]. En el segundo grado, verán a las almas perversas vagar en un laberinto, camino del castigo que les aguarda. En el tercero, verán a su Creador dar testimonio en favor de ellos y garantizar que, mien-tras vivían sobre la tierra, observaron, por la fe, la Ley que se les había dado. Durante la cuarta etapa, tendrán el anticipo de aquella quietud que saborean plenamente los que están reunidos en los lugares donde los Ánge-les les guardan en el reposo; tendrán asimismo la presencia de la gloria que les espera en el último Día. El quinto estado consiste en la alegría que les proporciona verse libres de la corruptibilidad y entrar en la posesión de la herencia que les aguarda. Además, comprenderán la penosa y dura condi-ción de la que se han visto libres [la de este mundo, cf. v. 18] y la que ahora han comenzado, libres, felices, liberados de la muerte. El sexto grado consiste

11 Véase Robert Bensly, The Missing Fragment of the Latin Translation of the Fourth book of Ezra, Cambridge, 1875; Richard Laurence, Prinzi Ezrae libri, qui apud Vulgatam appellatur Quartus, versio Aethiopica... Latine angliceque reddita, Oxford, 1820. En 1865 comprobó Gildemeister que en el Codex Sangermanensis (Bibl. Nac., París, MS. 11504, 5), manuscrito de la Vulgata que data del año 822, falta una hoja entre los versículos 35 y 36. Todas las copias de nuestro texto han reproducido después esa laguna. El manuscrito de Laurence se encuentra en la Bodleyena.

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en que se les manifestará que sus rostros comienzan a brillar como el sol y que, semejantes al resplandor de los astros, no han de cesar nunca de brillar. El más alto de estos estados, el séptimo, es el regocijo de un reposo perfec-to y de una fe que no sabe de confusiones; es el gozo sin temor alguno, porque se apresuran a ir a contemplar la Paz de Aquel a quien han servido aquí abajo y comienzan a recibir ahora una gloriosa recompensa [...] Enton-ces dije: “Cuando las almas hayan sido separadas del cuerpo, ¿tendrán tiempo de contemplar todo eso?” Él [el arcángel Uriel] me respondió: “Estarán en libertad durante siete días para ver estas cosas que he profeti-zado. A continuación se reunirán en sus lugares”.

Así pues, la felicidad de las almas separadas no es más que una etapa, la última, de las monai, pero, como dice Tertuliano, la praelibatio, el sabo-reo anticipado y las arras o primicias de aquella gloria que ha de ser la definitiva en el seno de los “nuevos cielos” y de la “nueva tierra”. El Concilio de Trento clasificó este texto de Esdras entre los apócrifos, y mandó trans-cribirlo a continuación del Nuevo Testamento. Lo cita ya Tertuliano a principios del siglo III (De cultu faem. 1, 3); Clemente de Alejandría (Strom., 3, 16) a fines del siglo II, y San Ireneo lo menciona también (Adv. Haer., 3, 21). Asimismo la Epístola de Bernabé (pár. 12), en el empalme del prime-ro y segundo siglo, cita IV Esd. 5, 5. Bensly, profesor de hebreo y sub-bibliotecario de la Universidad de Cambridge, escribe: “The book is pervaded by the New Testament thougth and by the peculiar tone belonging to the sub-apostolic age” (La obra está saturada de espíritu neotestamentario e impregnada completamente de la mentalidad propia de la edad subapostóli-ca). Y añade: “En ciertos lugares es tal, tan estrecha, tan llamativa la seme-janza entre los textos de Esdras y los del Nuevo Testamento, que uno llega a plantear la cuestión: ¿quién es el autor primitivo, y quién depende de quién?”. Contiene “una doctrina de tal índole como la que se podría espe-rar de un autor cristiano contemporáneo de San Juan”. Sin poseer, pues, la autoridad de un texto revelado, el paso citado arriba nos informa sobre las creencias de la Iglesia a fines del siglo I. Ahora bien, los “siete grados” de Esdras nos proporcionan, sobre el estado intermedio de las almas separadas,

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informes del género apocalíptico, cuyo paralelismo con todo lo que hemos expuesto hasta aquí es fácil reconocer.

Pero ese “paraíso” que hemos descrito de acuerdo con las Escrituras, ese Scheol que hemos descrito, ¿es el “purgatorio” católico? Es lo que nos falta por estudiar ahora.

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VIII

En qué consiste la “purgación”

Imposible a espíritus provisionalmente “puros” –arbitraria y antinó-micamente “puros”– al encontrarse enfrentados, de pronto, como lo hemos dicho antes, con todo un mundo espiritual, con todo un cosmos de esencias y formas sustanciales, con un mundo no ya cuantitativo sino cualitativo, y sobre todo con las verdades fundamentales de la existencia, surgiendo, o mejor, siempre presentes, en definitiva objeto único de atención... imposible, digo, para estas almas descorporeizadas no sentirse sacudidas de arriba abajo, modificadas en sus profundidades íntimas y, tomando el vocablo en el sentido en que lo entendía Bergson, removidas por la emoción 12.

Nada de engaño, ontológico o moral, sino lo contrario, los entre-bastido-res del mundo. Nada de “signos”, de símbolos o de intérpretes. Nada de imágenes, fantasmas, conceptos o entidades abstractas, sino el conocimien-to inmediato, la intuición (en el sentido más recio y más inmediato del término) de los seres concretos e individuales, pero no en lo que poseen de aparente, cuantitativo, de materialmente fenomenal, de “hecho para impre-sionar los sentidos”, de irracional, de absurdo y, por ende, de no-ser, sino en lo que tienen de cualitativo, espiritual, numenal, de esencial, de “hecho para el coloquio mente ad mentem” de racional y de “lógico” –en el sentido en que el Logos, el Verbo, es, según Soloviev, el sentido y significado de este mundo– y por consiguiente de ser y del Ser. Nada ya, consiguientemen-te, de velos, como lo decíamos hace un momento, de medium, de “sacramen-

12 Bergson califica de emoción incluso el Amor divino, Dios-Amor. No se trata, pues, de una modificación que afecte al temperamento, de una pasión debida, como en el animal, a las reacciones de lo físico sobre lo sensible, sino de una “pasión del espíritu”, de un modo de ser puramente espiritual, que nada debe a los impulsos psicofisiológicos, sino que, al contrario, los determina.

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to” y de “misterio”; sino que la realidad de cada ser, tal como lo es, se halla impresa en la conciencia desnuda de las almas separadas. Imposible, por tanto, rehuir la verdad, enmascararla, maquillarla o comprenderla mal. En-tonces es cuando el “sueño” de la muerte viene a ser un “despertar”. Se pasa de un mundo a otro, o mejor, en la única creación que existe, del an-verso al reverso: el alma, concentrada al fin en ella misma, descubre un verdadero “eón” que ignoraba: “¡Espíritu, yo era espíritu!”.

No se “duerme”, por consiguiente, con esa combinación de objetos cognoscibles, más que para despertar con otra. Y aun para los Santos, este despertar es una mezcla de terror y de alegría:

Quid sum miser tunc dicturus,Quem patronum rogaturus,Cum vix justus sit securus? 13

Sin duda que cuanto mejor hayamos vivido en la tierra a la luz del Evan-gelio, menos sorpresa y estupor producirá en nosotros la revelación que nos traerá la muerte; y sin duda, igualmente, que de tal suerte quedaremos arrebatados al ver a Dios, por fin, justificado, al descubrir cuánta razón te-níamos en creer y verificar por un contacto directo la exactitud perfecta y verdad de las realidades dogmáticas, que esta alegría hará palidecer, como una lámpara en pleno día, el dolor de contemplar, como contra nuestra vo-luntad, lo que en esta vida no queríamos ver, lo que en esta vida preferíamos ignorar, lo que, por tanto, no habíamos conocido. Sin embargo, aun para los más santos, esta visión ha de tener algo de espantable. San Pablo había gustado de antemano el paraíso 14; el gigante del apostolado universal ha-

13 “¿Qué diré entonces yo, miserable? ¿A qué protector invocaré, cuando apenas el justo estará seguro?”.

14 Ahí es donde corre ese río que “sale del Edén para regar el Jardín”, el paraíso terrestre donde, al distribuirse en cuatro brazos, toma la forma de Cruz (Gén. 2, 10). Por ello la tradición judía tenía al Edén por distinto del Jardín terrestre y superior al mismo (Targ. Jer. sobre Gén. 3, 24; Berakhoth, 34 B). Este río, que encontraremos de nuevo en el Apocalipsis, en la Jerusalén celestial, ¿no recogería las aguas misteriosas “que están encima del cielo” atmosférico y aun estelar? (Gén. 1, 7; Sal. 148, 4; Daniel 3, 60). ¿No fue de este paraíso de

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bía penetrado, como su Maestro entre el Viernes Santo y Pascua, en el lugar mismo donde las almas separadas “oyen” y pronuncian, por su ser mismo –lo que son equivale allá a lo que dicen– palabras “inefables aquí abajo”, que no es posible ni permitido al “hombre” completo, alma y cuerpo, revelar en esta vida terrestre (II Cor. 12, 3 s.; Lc. 23, 43; I Pe. 3, 19). Cierto que San Pablo pudo “predicar a los espíritus encarcelados”, privilegio digno del Apóstol y de Aquél que hizo de él su “instrumento escogido” entre todos (Act. 9, 15). San Pablo se sumergió en esa “profundidad” de que hemos hablado (Ef. 3, 18), “el reino de los muertos” según San Atanasio. Pues, ante esas perspectivas sin fondo del abismo, se sentía vacilante, incapaz de recordar si había sido “arrebatado” vivo –“en su cuerpo”– o muerto –“fuera de su cuerpo”–, en el estado de alma separada. Esta “profundidad” del Scheol, dice Pablo, este “abismo” que es “la muerte”, es una realidad terrible y espantosa, una revelación tan aplastante que el alma, atacada de vértigo, corre riesgo de perder completamente el dominio de sí misma, si no fuera por ese “amor de Dios en Cristo Nuestro Señor”, que le aprieta en cierto modo y le sostiene (Rom. 8, 38 s.). En el pasaje justamente en que el Apóstol habla a los efesios del Cuerpo Místico, del Cristo “total” y del organismo que le manifiesta en este mundo, se nos invita a medir las dimensiones de la Iglesia, del mismo modo que las del templo de Jerusalén en Ezequiel y las de la ciudad definitiva en el Apocalipsis (Ef. 3, 18). Ahí se trata de la Iglesia “católica”, es decir, universal: extendida en “anchura” a todos los pueblos de la tierra; en “largura”, a través de los siglos; en “altura”, triunfando con los bienaventurados en el cielo; en “profundidad”, por fin, extendiendo su comunión de bienes espirituales a las almas escondidas en el Hades. Porque la omnipotencia divina no se detiene en las puertas del Scheol; es más profunda todavía (Job. 11, 7). Por lo que, “si subo a los cielos, Yavé, Tú te encuentras allí; si me sumerjo en el Scheol, allá estás Tú” (Sal. 138, 8). Pues bien, aun después de la experiencia del paraíso que hizo “hace

donde descendieron Moisés y Elías cuando la Transfiguración? (Mt. 17, 3; cf. Apoc. 2, 7). El Árbol de la Vida se levanta junto a este río, y el Salmo 1 parece sugerir que en el Jardín, todos los árboles que somos nosotros, son para Él, como dice el Apóstol, symphytoi. ¿No son, en fin, las aguas de este río las que hacen “llover al Justo”? (Is. 45, 8; 26, 19).

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catorce años”, sin saber exactamente si fue “en el cuerpo” o en estado de alma descorporeizada, el Apóstol continúa bajo la impresión del tremendo misterio. Ciertamente, no le cabe duda de que “desalojar el cuerpo” es “habitar con Cristo”; no obstante, ha pasado por un momento de vacilación, de titubeo, de “carne de gallina” ante el hic Rhodus hic salta 15. La prueba es que, según confesión propia, ha tenido que demostrar intrepidez y arries-gar temerariamente el todo por el todo (zarrûmen), para preferir esta aven-tura, ese salto en el vacío, a la rutina execrable de la vida terrestre: “Lo que nos da valor es que, como bien sabemos, mientras habitamos en este cuerpo, estamos lejos del Señor [...] Gracias a este valor [dos veces seguidas lo nombra], a esta audacia, quisiéramos más partir del cuerpo y estar presentes al Señor” (II Cor. 5, 6-8). Termina, pues, por ir de frente al peligro y darle cara con corazón resuelto. Pero ha tenido que beber audacia e intrepidez en la meditación de lo que representa para él la intimidad, el cara a cara, con Jesucristo.

Entre las realidades que se presentan a la conciencia de los difuntos –presencia tanto más viva, impresionante y eficaz, en cuanto que se trata no de conceptos significativos de realidades, sino de verdaderas realidades: presencia no ya “intencional”, sino “real”– figuran las que se refieren a su propio destino y a su propio ser. Por vez primera, quien fue un hombre y es ahora sólo un alma, comprende, ve, se adueña y “realiza” plenamente lo que es, lo que, ante Dios, mensurado con relación a la idea divina sobre el hombre (y sobre sí mismo: un tal), escudriñado hasta en su corazón y en sus riñones en cuanto a su conformidad con Cristo, paradigma de esta idea, es, absolutamente. Y cómo ha llegado a serlo. Lo que se delinea en un pestañear de ojos ante él –mejor aún, en él–, lo que de momento viene a ser su mundo, el mundo interior, es toda la historia de las atenciones divi-nas para con él, de la conducta sobremanera misericordiosa de Dios respec-to de él: sus innumerables frialdades, infidelidades, necedades, mezquinda-des y malicia; las caídas, las reincidencias obstinadas y las infinitas veces

15 Máxima latina que tiene este sentido: he ahí el obstáculo supremo que hay que ven-cer cueste lo que cueste.

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en que, estando a dos dedos de perderse eternamente, librose de ello a duras penas por tal gracia, luego rechazada o desdeñada. Iluminado por la pre-sencia del Cordero que quitó sus pecados, ve ahora, sin escapatoria posible, la malicia, la fealdad y el precio de los mismos: “Pones delante de ti mis iniquidades, nuestras faltas ocultas a la luz de tu Faz” (Sal. 89, 8). Some-tiéndose a los decretos divinos, exclama: “Tu siervo ha sido ilustrado por ellos” (Sal. 18, 12). Dios mismo le habla, por Cristo: “Mira lo que has hecho, y Yo me he callado (mientras has vivido en la tierra); mas ahora voy a corregirte y ponerlo todo ante tus ojos” (Sal. 49, 21).

Si bien la Faz adorable de Jesucristo irradia amor e infinita compasión y contempla con una dilección “que trasciende todo conocimiento” (Ef. 3, 19) al pecador absuelto y perdonado, no hay que olvidar que el amor, en adelante, ha de responder más y más al Amor. Y, por consiguiente, lo que traspasa de parte a parte al alma en vías de purgación, es –¡beneficio in-comparable!– el remordimiento de haber obrado mal, la compunción. Le-jos de desplazar esa caridad suprema, “que nos amó desde el principio” tal como éramos (San Juan), cuando aún éramos impíos (San Pablo), a la con-trición la hará, en las almas, punzante, quemante, purificadora. Descubrirá entonces el difunto todos los pudores y delicadezas de esa dilección sobre-natural, de la que nos asegura el Cantar de los Cantares que es “más fuerte que la Muerte”. Y ese amor, en adelante puramente teologal y adorante, se expresa por un doble movimiento del alma: consúmese ésta, y se siente sacudida de escalofríos, y se tortura a sí misma ante la idea de haber despre-ciado al Amor, a Dios mismo, Bien supremo, superior a todo bien; “vuelve sus ojos”, ahora que el “Espíritu de gracia y de oración” la colma sin con-traofensiva posible del Maligno, hacia ese Dios y ese Padre a quien en vida ha injuriado y como traspasado, poniéndose en peligro de anular para sí los efectos de la Cruz; “hace duelo por el Unigénito y llora amargamente al Primogénito” (Zac. 12, 10).

Y es que la muerte coloca al cristiano en un estado de profunda peniten-cia, de arrepentimiento absoluto. En el mundo, la sempiterna “diversión” (en el sentido pascaliano) le ha impedido siempre, como dice Fenelón, entrar en ese íntimo reducto de sí mismo en que Dios espera “en lo escon-

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dido”; y su penitencia, lejos de ser pura, de ser auténtica contrición, iba amalgamada con elementos egocéntricos, o más bien egoístas, preocupacio-nes y temores por su salvación. El horror intrínseco del pecado lo ha visto siempre en esta vida a través de brumas de consideraciones personales. Con demasiada frecuencia, su arrepentimiento estaba fabricado de compasión consigo mismo. Mas, en el Scheol, no habrá ya ansiedades respecto del porvenir: el alma podrá, en adelante, con total desinterés, considerar sus fal-tas con el espíritu mismo del Redentor que las ha cargado con tanto traba-jo y dolor sobre sí. Comprende entonces bien el apóstrofe de Yavé: “Acuérda-te y llénate de confusión, y nunca más de vergüenza te atrevas a abrir la boca, cuando Yo expíe por ti [puede traducirse también: cuando Yo haga las paces contigo] todo lo que cometiste” (Ez. 16, 63). En esta vida, el arre-pentimiento podía encontrar cierta mitigación en el esfuerzo de “repara-ción”; la acción, las “obras”, la ascesis, obraban sobre la llama devoradora del amor, afligido de haber traicionado, como agua refrescante y bienhecho-ra, y hasta a veces ¡ay! como morfina espiritual. Pero ese tiempo ha pasado ya. Lo que afirma San Bernardo respecto de los condenados se aplica tam-bién a los que Dios “purga”: la diferencia única está en la ausencia del cuerpo; el muerto se ve forzado a admitir, a conocer, saborear y gustar a fondo la odiosa malicia de sus pecados, aun de aquellos que antes considera-ba inofensivos, y no posee ya la satisfacción de poderlos reparar (poeniten-tiam haberi, non agi). Esta espada flamígera del arrepentimiento, parecida a la de Amfortas, hiere y cura a la vez al alma. Pero es una angustia que Pablo calificaría lo mismo que Jesús, de “dolor puerperal”. Hablábamos hace poco de un doble movimiento del alma manifestando su caridad: ese mismo arrepentimiento que escuece y quema y consume toda podredumbre –como la lejía del batanero y el fuego del fundidor: Mal. 3, 2– colma al mismo tiempo al alma de una alegría completamente teologal; el alma da gracias de lo que puede, por fin, sin sombra de retorno sobre sí, agradecer. Ya el hambre da Dios y la sed del Santo pueden manifestarse sin mutaciones e integralmente, aunque lo sea por el dolor. Y ¡qué alegría le produce esto!

He ahí por qué la Iglesia latina llama “purgatorio” al estado intermedio de las almas salvadas, antes de su felicidad puramente espiritual –el “paraíso”.

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Entre la muerte y el Juicio final, entre la orientación definitiva de nuestros destinos, que la Iglesia latina denomina “Juicio particular”, y la posición inmutable, universal y final, para la cual reserva la Escritura el nombre de “Juicio”, se extiende y escalona una variedad grande de ensayos, adaptados a los casos innumerables de los difuntos que han de instruir y formar; mas el Nuevo Testamento ve en esta disciplina un factor educativo, de preparación y purificación más bien que de retribución. Paraíso o purgatorio, es igual. El alma salvada en el momento de la muerte no ha de sustraerse al abrazo de su Redentor ni sufrir más el destierro lejos de su faz: “Las almas de los justos están en la mano de Dios y no les ha de alcanzar ningún tormento; a los ojos de los insensatos, su partida parece un aniquilamiento, mas ellos gozan de paz” (Sab. 3, 1-3). Todo cuanto la vida paradisíaca –esa “purgación” que lleva a la felicidad puramente espiritual antes del Juicio final– puede tener, para cada uno de ellos, de duro y doloroso, se lo infligen ellos volunta-ria y espontáneamente, bajo el imperio y el impacto de la gracia que triunfa en toda la línea. Un buen cristiano no puede creer que ha hecho penitencia en grado suficiente mientras vive en este mundo. Comprende que la muerte le ha de despertar de una larga y persistente embriaguez; siente la necesidad de una experiencia demasiado rara en esta vida: la del perdón (porque más difícil nos es “realizar” la misericordia divina que la justicia). Necesita, aunque no tenga de ello por lo común más que un oscuro sentimiento, un período final de retiro, de introversión y de recogerse “en la mano de su [di-vino] Consejo” (Eclo. 15, 14). Aspira a tener un tiempo libre para desem-barazarse de sus venenos espirituales por una confesión radical, cara a cara con Dios. No se atrevería a presentarse tal cual se halla, al Juicio final. Pues bien, esta oportunidad es la que Nuestro Señor –“Juez de vivos y muertos”– le ofrece al fiel que ha terminado esta vida, al decirle: “Ven, pueblo mío, entra en tu pieza y cierra la puerta tras de ti. Ocúltate por unos instantes, hasta que haya pasado mi indignación” (Is. 26, 20).

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IX

Scheol y “Communio Sanctorum”

La vida del paraíso, como lo hemos visto ya, está consagrada, por una parte, al recuerdo –en cuanto éste se refiere a las realidades originarias profundas, al destino espiritual y al trato esencial del alma con Dios– y, por otra, a la espera. No es posible, pues, separar un presente. No cabe el carpe diem ni la hartura, sino, como lo declara el Apocalipsis, o bien “Sus obras le siguen”, o bien “Con voz fuerte, ellas [las almas] gritaron: ¿Hasta cuándo, Señor?”. Es bien sabido que el tiempo mide el devenir, el movimiento del mundo material. ¿Dónde podría el alma separada adquirir la noción de ello? Del mundo físico no conoce más que el reverso espiritual: fuerzas angéli-cas que lo actúan, esencia metafísica de las cosas. Ni el cuerpo se encuentra ya allí para observar las estaciones terrestres, las revoluciones en torno al sol y los ciclos cósmicos; ni las conexiones que lleva consigo el pensamien-to conceptual y discursivo y la concatenación de las acciones sucesivas subsisten en el Scheol. Por tanto, ¿cómo el alma ha de poder llegar a un conocimiento, no digo de una duración inmanente, completamente subjeti-vo, que se confunde prácticamente con ella misma con su persistencia en el ser, sino del “tiempo”? En tales condiciones, cuando nos hablan en el cómputo de las indulgencias de tantos “años de purgatorio”, no puede tra-tarse sino de un sentido simbólico, de analogías, por lo demás bastante desdichadas. Pero la Iglesia no es responsable de esas moralejas vulgarizan-tes a que recurren algunos de sus hijos. Sin duda que las almas separadas poseen algún sentido de las relaciones: anterioridad, posterioridad, causali-dad, interioridad y exterioridad, pero siempre sin referencia a la materia, de la que sólo pueden tener una noción puramente espiritual; las medidas de que se sirven para expresar, por ejemplo, la duración, son puramente subjetivas e inmanentes. Que hayan “abandonado la tierra” –¡como si no

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existiera ya en adelante para estos descorporeizados incompatibilidad ra-dical entre la noción de “tierra” como fenómeno material y su modo de pensar, completamente espiritual!–, que hayan perdido el contacto con su cuerpo hace mil años o diez minutos, es lo mismo, según mi opinión, tra-tándose de espíritus para quienes lo cualitativo juega el mismo papel que lo cuantitativo en esta vida. Aun cuando su estado intermedio se nos mani-fiesta como un conjunto de etapas, destinado a educarles, formarles y habilitarles progresivamente a la plena, verdadera y auténtica visión beatífica –indiscutiblemente posible antes del Juicio final, pero antes del mismo puramente espiritual, no humana todavía en el sentido propio y pleno–, hablamos de nuevo analógicamente: no se trata, en este caso, de un “progre-so” humano, valorado en minutos de tiempo. Los Santos no son ciclistas, cuya clasificación nos va anunciando cada tarde la prensa. No hay razón de creer –volveremos sobre ello más de propósito al tratar del “cielo”– que los Santos quemen las etapas de la vida intermedia, como expresos, cuando los cristianos ordinarios, como trenes de vía secundaria, se arrastran lenta-mente sobre sus carriles, siempre interpretando las relaciones de velocidad en términos de tiempo, medida de la materia en movimiento. Hablar aquí de “más pronto” o “más tarde” es un contrasentido. ¿Puede cronometrarse un acto de amor sobrenatural o la presencia del Absoluto en un alma? Aun admitiendo –es nuestro caso, pues somos católicos– que los Santos puedan gozar de la visión beatífica antes del “fin del mundo”, no estamos obligados a creer que “han llegado” (noción espacial) al Cielo, a la “edad futura”, al Olam habba, “más pronto” (noción temporal) que los simples soldados de Cristo.

Si bien los muertos se encuentran aislados, colocados aparte “en el hueco de la roca”, como Yavé dice a Moisés –petra autem erat Christus: esta Roca era Cristo (San Pablo)–, si bien su condición descorporeizada les aleja ra-dicalmente de todo contacto externo y físico con el universo, sin exceptuar a los hombres, no hemos de imaginarnos, con todo, que estén absolutamen-te solitarios: tal estado equivaldría al aniquilamiento (la vida se compone de relaciones, de comunicación; la vida es simbiosis e integración orgánica con el todo). ¡Todo lo contrario! El “retiro” de las almas separadas, su ale-

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jamiento de toda “diversión”, les facilita una koinônía, un comercio mucho más importante que toda comunicación terrestre y relaciones mucho más hondas entre ellas y nosotros. Communio sanctorum: es la participación en común de todo lo que es sagrado; es la apropiación colectiva de la sobre-naturaleza y de Dios, que aquélla nos infunde; es la comunicación de los “santos” entre sí, de todos aquellos a quienes Cristo invita a la santidad, es decir, de todos los cristianos; es el intercambio fraternal y la permuta cari-tativa (incluida la “reversibilidad de los méritos”) de las realidades santi-ficadoras: Sacramentos, oraciones, gracias actuales, etc.

En esta vida mortal, la famosa “comunión del Espíritu Santo” viene a ser con frecuencia objeto (misterioso) de especulación per speculum et in aenigmate y de presentimiento instintivo, más bien que conocimiento au-téntico y logrado. Mas los muertos tienen la experiencia directa de ella. Aquí abajo, ni siquiera tenemos, sobre un plan puramente natural, la certe-za de que comprendemos, más bien conocemos simplemente a los demás. Conjeturamos e interpretamos. Adivinamos y hacemos apuestas. El “próji-mo”, por próximo que se halle, se nos manifiesta por signos, gestos, palabras y miradas. A menudo nuestras interpretaciones son equivocadas. ¿Quién no tiene de ello desde su juventud la intuición angustiosa y conmovedo- ra? 16. Pero los difuntos, que en Cristo-Luz ven toda verdad hecha para ellos, accesible a su estado de iluminación, leen sin error de ningún género la realidad de los hombres y de las cosas. Digámoslo una vez más: lo que afecta a estos espíritus (provisionalmente) puros, es el aspecto, el porte y el fondo espiritual de las creaturas. Por tanto, la historia, no solamente de los hombres, sino del cosmos entero, es para ellos desconocida y, por lo demás, no les interesa. Hablamos aquí de las almas separadas durante su estado intermedio... de la ley general, no de las excepciones permitidas por Dios... de las “formas sustanciales” en vías de “purgación”, no de las que están ya purificadas y son felices... del aspecto “fenomenal” de los sucesos históricos, no de su aspecto “numenal”, de su sustancia, de sus res sacramenti,

16 Tenía yo veinte años cuando concluía un soneto con este verso: Nous ne saurons jamais qui nous avons aimé...

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de su alcance espiritual, que es lo que ellas tienen de apelación a lo eter- no, y, por ende, de verdadero, y que, esto sí, afecta profundamente a los muertos.

Y todo esto es un resultado de las relaciones que les unen con Cristo. Cada vez que la Sagrada Escritura alude a esas relaciones vitales, pone de relieve la intimidad estrecha y casi inmanencia recíproca de las mismas. El fiel que muere “se duerme (puede traducirse: descansa) a través de Cristo”, por medio de Jesús (I Tes. 4, 14); su estado de “muerte” lo posee “en Cristo” (ibid. 4, 16). Es que, efectivamente, Jesús, como lo aseguró a sus Apósto-les en la Última Cena, nos prepara la posada y nos conduce a ella. Si el creyente es un “dormido en Cristo” (1 Cor. 15, 18) lo es porque “murió en el Señor” (Apoc. 14, 13). La muerte, en efecto, no le arranca de esa simbio-sis sagrada, de esa unión deífica que conoció ya en este mundo; ese “sue-ño”, para usar la expresión escrituraria, es en realidad una forma nueva de vida, un reposo indefinible después de las luchas espirituales de aquí abajo; es la paz que invade por grados al difunto: un descanso ontológico, la seguridad de saborearlo, de verlo “realizado”. En Cristo, luz y vida de todos los bautizados, los muertos mantienen contacto con sus hermanos de la Iglesia militante. Mas la unión efectiva, ontológica, la interdependencia, la reversibilidad de méritos, ¿no es acaso mucho más profunda y efectiva que la mera conciencia de un acuerdo armonioso?

Si el cristiano que muere exclama: “Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Act. 7, 59), es por razón de que, en lo futuro, aun cuando haya vivido en el mundo como un discípulo a la sombra del Salvador, nada supone esta sumisión en comparación con la inmanencia recíproca futura. El alma, desde ese momento, se arroja en cierta manera en los brazos de Cristo, se confía a su abrazo, se aprieta contra su pecho y reposa sobre sus espaldas como la oveja recuperada; conserva su vida propia y personal, pero no ya independiente. Este matrimonio espiritual en que sueñan los místicos, la muerte –¡Dios sea alabado!– lo realiza para todos los redimidos. Como la Esposa del Cántico que ha encontrado a su Amado –del que no podría pres-cindir el santuario íntimo que lleva en el fondo de su ser– no le abandona ya ni le suelta, con el fin de introducirlo poco a poco en el centro del castillo

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interior, “en la pieza de Aquella que le dio el ser”, y que es el “interior del palacio” donde la divina Sabiduría “posee todo su esplendor” (Cant. 3, 4; Sal. 44, 14). El voto expresado en la Misa se realiza: Domine Jesu Christe, fili Dei vivi... fac me tuis semper inhaererere mandatis et a te nunquam separari permittas: Señor Jesucristo, Hijo de Dios viviente... concédeme guardar siempre tus preceptos y no permitas que jamás yo me separe de Ti.

Sin embargo, el alma separada no se funde en Jesucristo como en un Gran Todo. Deja esta vida para “estar con (syn) Cristo” (Fil. 1, 23), quien ha prometido que “los que el Padre le ha dado, estarán con Él allí donde Él esté”, met’ emou (In. 17, 24). Trátase de personalidades distintas, aunque no separadas; unidas, mas no confundidas, capaces de gustar la prerrogati-va de hallarse juntamente “con” Él. Al Buen Ladrón promete el Redentor que su alma estará “con Él” (met’ emou, Lc. 23, 43) en el paraíso, lo que significa más que una proximidad puramente local: indica la compañía, y los bienes en común, y el estatuto de camarada para la lucha y la victoria. Esa alma fiel sabe de sobra que no forma en la escolta del Salvador a títu-lo precario y provisional, sin que Él se interese mucho por ella. No: “vive en el mismo domicilio con el Señor”, endêmêsai (II Cor. 5, 8); tiene trato y permanente intimidad con Él en las monai o posadas que son incoativa-mente su verdadero lugar de habitación, su mansión de origen y de destino final (principatus et domicilium, en Jud. 6), porque pertenecen a los domi-nios de Jesucristo. Cuando el difunto haya terminado su viaje –pura imagen: no hay movimiento; en el alma separada es donde se verifica el “progreso”; ella es la que poco a poco se convierte en lo que es (San Ambrosio)– entonces, finalmente, Dios la “llevará” siempre” con (syn) Jesús”, toda vez que “se durmió por medio (dia) de Jesús” (I Tes. 4, 14). Entonces llegará al estado final y definitivo; una vez que el cuerpo y el espíritu, de nuevo en perfecta simbiosis, en el hombre reconstituido por la palingénesis, gocen eternamente de la compañía de Cristo.

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X

La oración por las almas “separadas”

Una de las más bellas plegarias litúrgicas por los difuntos es la que el Prayer-Book anglicano ha tomado de un viejo ritual de Sarum: “Dios todo-poderoso, con quien viven las almas de los que parten de esta vida en el Señor, y en cuya compañía hallan estas mismas almas fieles, desligadas del yugo de la carne, la alegría y la felicidad: te agradecemos de todo corazón porque te has complacido en librar a nuestro hermano (o hermana) presente, de las miserias de este mundo pecador. Dígnate, en tu misericordia, te su-plicamos, completar pronto el número de tus elegidos y apresurar el adve-nimiento de tu Reino; a fin de que nosotros, con todos los que murieron en la fe verdadera en tu santo Nombre, podamos hallar nuestra consumación perfecta y nuestra felicidad, tanto para nuestra alma como para nuestro cuer-po, en la eternidad de tu gloria futura. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén”.

Sin embargo, también las plegarias privadas tienen su eficacia. Ende-recémoslas al Señor con toda libertad, siempre que se ajusten a las leyes generales de la oración. Sería cruel impedir a las familias cristianas derramar sus corazones, rebosantes de amor y dolor, en plegarias por los difuntos: ¿acaso Jesús reprendió a Marta y María ante la tumba de Lázaro? Dios es Padre nuestro, y desea que le abramos de par en par nuestro espíritu. Si hay en nosotros algún deseo que no nos atrevemos a expresarlo ante Él, es claro que ese deseo es indigno: ¡arrojémosle lejos de nosotros! No podemos, por ejemplo, pedir lo que Dios nos prohíbe: la vuelta a esta vida corruptible de las almas que la muerte ha puesto en libertad; o que se establezcan entre ellas y nosotros relaciones supersticiosas, que están vedadas 17. Ni debemos

17 Crimen y locura del espiritismo: trata de rebajar a los muertos al nivel de los vivientes, de turbarlos sacándolos de su “plan” normal para traerlos al nuestro: esta regresión de las

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formular tampoco deseos y súplicas que están fundadas en un conocimiento imperfecto e incierto de los hechos y de las cosas. O al menos, dirijamos estas plegarias al Padre con las debidas reservas.

Pero bien podemos pedir libremente cuanto es lícito desear legítimamente. Es bueno, por ejemplo, nos asegura el Apóstol, rogar al Señor para que “los difuntos obtengan misericordia ante Él en ese día” (II Tim. 1, 18). Con el salmista, supliquemos al Señor Yavé para que “se acuerde” de sus servidores (“dormidos en el Señor”) y de todas sus penas (Sal. 131, 1). La Iglesia primitiva, que respiraba aún el ambiente apostólico, formulaba súplicas sencillas, pero rebosantes de sobrenaturalismo: el Descanso, la Paz, el Refrigerio, la Luz perpetua, el favor de la Mirada divina, la Participación con los Santos, la Resurrección gozosa, el Juicio misericordioso. Sería de sumo interés poder comparar las oraciones que la muchedumbre del 2 de noviembre hace en los cementerios en nuestros días –mas ¿cuántos son los que oran de verdad?– con las súplicas de la cristiandad romana de los primeros siglos. No es inútil ni superfluo elevar nuestras plegarias al trono de la Misericordia. No negaremos que, en ocasiones, esas imploraciones en favor de los que murieron han originado un gasto desproporcionado de tiempo y energías: en el siglo xv, por ejemplo, con demasiada frecuencia el objeto principal de la Misa era la oblación del Cristo eucarístico por las almas del purgatorio, “a fin de que sus sufrimientos se abreviasen”. Mas los muertos no necesitan de nuestras oraciones en el mismo grado que los que viven, que todavía están expuestos a la tentación y no han logrado aún su salvación. No obstante, nuestras súplicas les ayudan en su camino de ascensión. Omitir el mencionarles en las oraciones de la Iglesia militante implicaría la ruptura total de nuestras relaciones con ellos. Ahora bien, nada más equivocado que eso.

almas separadas, devueltas, si lo suponemos posible (y realizado), a la condición, que es para ellas ya contra “naturam”, de la vida encarnada, es tan legítima como el ensayo –por la hipnosis, sugestión, etc– que se hiciera con un hombre que vive para reducirlo al estado animal. No se puede, pues, sino lamentar la publicación, por católicos, de obras semiespi-ritistas, como Au diapason du Ciel y Quand les sources chantent, cuyo paralelismo con el Raymond de Sir Oliver Lodge salta a la vista. La Sagrada Escritura es contraria a toda clase de necromancia.

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Es evidente que, siendo las condiciones de existencia propias de las almas separadas una consecuencia precisamente de su estado descorpo-reizado, anormal y antinatural, no va a ser lo mismo respecto de sus pro-piedades características, podríamos decir “naturales”, de la bienaventuran-za celestial propiamente dicha. Mas, antes de pasar al estudio de estos con-ceptos dogmáticos, preguntémonos si la revelación cristiana como tal se ocupa de la inmortalidad del alma o de la resurrección del hombre. La respuesta a esta cuestión es fácil. Cuando los judíos preguntaron a Nues- tro Señor sobre la otra vida, ¿qué les respondió? Esto: “Estáis equivocados porque no comprendéis las Escrituras” (Mt. 22, 21). Tratemos, pues, de comprenderlas...

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XI

Scheol y cuerpo místico

El carácter misterioso de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, no puede menos de hacerse patente a quien recuerda que, siendo esencialmente visible, incluye, además, a las generaciones de fieles que dejaron ya este mundo, y las engloba en el círculo de la vida sobrenatural que recibe directamente de Jesucristo, su cabeza, transmitiéndola a todos sus miembros. Ahora bien, los muertos son siempre miembros de este organismo divinizador. Si Jesu-cristo ha descendido al nivel del hombre, es decir, aun del universo infra-humano que el hombre recapitula y sintetiza, es para remontarse “más allá de todos los cielos” y más alto que todas las más sublimes jerarquías de espíritus puros que la Biblia llama “cielos”. Y el fin de este periplo es “cum-plir”, “colmar” ontológicamente, “dar cima”, “completar” y perfeccionar a todas las creaturas (Ef. 4, 10; cf. Sal. 138, 8). Así se comprende bien la doxología que bisbisea el diácono, en el rito bizantino-eslavo, cuando in-ciensa el altar un momento antes de comenzar la Misa: “¡Presente en el sepulcro por tu cuerpo, así como Dios en los infiernos por tu alma, en el Paraíso con el Buen Ladrón, Tú tienes tu trono en el cielo, oh Cristo, con el Padre y el Espíritu Santo, completándolo todo, Tú, el Infinito!”.

Hay que notar, sin embargo, que el texto mismo en que San Pablo ca-racteriza la ubicuidad de Jesucristo, nos lo describe complejo y múltiple, “legión”, como el Adversario que le imita envidiosamente a guisa de mo- na. Este mismo Cristo es la cabeza de un Cuerpo que va edificándose a través de los siglos, adquiriendo forma y madurez, de suerte que en él se realiza el Hombre perfecto: en singular. En este Cuerpo, alcanza el Cristo total, plenario, su estatura integral (Ef. 4, 12 s.). En este Cuerpo, en el or-ganismo viviente, humano-divino, constituido por sus miembros, el Cristo completo encuentra su coronación y plenitud (ibid. 1, 23). Así lo dice la

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lección de la Vulgata, que es igualmente la que patrocinan los Santos Pa-dres, como se deduce de Cornelio a Lápide, la que adoptan los modernos como Lightfoot y Prat. Por tanto, si Jesucristo encarnado se presenta a la vez en el cielo, en el paraíso y sobre la tierra, lo hace en todas partes en el mismo Cuerpo. Pues bien, no es posible recordar a este Cuerpo de almas vivientes en el que mora, obra y se derrama la vida del Resucitado –más adelante veremos sus relaciones con la carne glorificada de Jesús– sin repetir una vez más que sus miembros invisibles están unidos con los visibles, por la “comunicación del Espíritu Santo” (II Cor. 13, 13), con los lazos más estrechos, íntimos y vitales.

Los muertos influyen sobre los que viven, y recíprocamente. ¿Cómo? La Iglesia, que siempre ha admitido este hecho, nunca se ha detenido a determinarlo con más precisión, mediante definiciones que fatalmente han de ser metafóricas. De muchos modos obran los difuntos sobre nosotros, e intervienen en nuestra existencia modificando la orientación de la misma: el relato de sus vidas, los escritos que nos han legado, la obra que han rea-lizado en este mundo (cuyas consecuencias no cesan, como los círculos concéntricos que produce una piedra al caer sobre la superficie del agua), la atmósfera intelectual y moral que han contribuido a formar o bien a mantener buenamente... así como también su intercesión que no puede ponerse en duda y hasta a veces sus intervenciones activas y directas. Sí, los fieles difuntos pueden influir poderosamente en los vivientes. Hasta el extremo que un Salmo nos describe al mundo, a sus imperios, su política, y su régimen social, sometido, inconsciente, pero irrefragablemente, y do-minado por los “santos” que descansan sobre “su lecho” (Sal. 149, 5): “Los bienamados [de Yavé] triunfan en la gloria; saltan de júbilo sobre su lecho. La alabanza de Dios brota de sus labios; su mano sostiene la espada de dos filos, para tomar venganza de las naciones, para castigar a los pueblos, para aherrojar a sus reyes con cadenas y a sus príncipes con cepos de hierro: para ejecutar contra ellos el juicio escrito. ¡Tal es la gloria reservada a todos sus amados!”. Los que descansan en el paraíso y gozan ya elementalmen-te de la gloria, saborean, por tanto, algunos grados de la visión beatífica; mejor diríamos, la poseen en cuanto es posible a un alma privada de su

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cuerpo, que debe aún aguardar su plenitud propiamente humana –“Dios nos tenía preparada una condición mejor para que ellos no llegasen sin nosotros a la perfección” de la felicidad (Heb. 11, 40)– participan ya de la soberanía de Cristo Rey: son sus leudes, sus cómites por ser sus commilito-nes. Cuando el Verbo de Dios –“de su boca salía una espada aguda” (Apoc. 1, 16)– seguido de sus huestes celestiales, “hiera a las naciones con esa espada afilada”, para “dominarlas bajo su cetro de hierro” (Apoc. 19, 11-15), ellos tomarán parte en su campaña victoriosa y triunfal. Para los ojos de la carne, “el justo desaparece, sin que nadie se interese; son arrebatados los fieles, sin que nadie se percate de que quedan ya libres de la desdicha. El justo parte en paz (cf. Lc. 2, 29; Act. 7, 60), para entrar en el descanso. Los que han seguido el camino recto reposan sobre sus lechos (Is. 57, 1 s.). Entre el cielo y la tierra, al nivel del Mediador humano-divino, tendrá lugar el Juicio: “Los tronos, afirma Daniel, fueron arrojados de lo alto”, del cielo. “Los Santos del Reino participan” en este Juicio (San Pablo afirma más: que “juzgarán a los Ángeles”). El Reino, el Poder y la Gloria –que una versión del Pater, admitida como auténtica por muchos Padres griegos y adoptada por las Liturgias bizantina y anglicana, atribuye a Yavé, en lo que también la Kábala está de acuerdo– constituyen la herencia que se da a los “Santos del Altísimo”, obreros del Reino (Daniel 7). Sabido es que, para la teología rabínica de la época del Salvador, la Gloria significaba el Pléro-ma, el mundo intradivino (el “Árbol Sefirótico”); el Poder, toda la gama de las jerarquías celestiales; el Reino, en fin, la comunidad de los hombres consagrados a Yavé: el Qahal, que San Pablo ha vertido por Ekklesia, la Iglesia.

Mas si los “bienamados” que descansan “sobre sus lechos” luchan invi-siblemente contra el príncipe de este mundo, tengamos la seguridad de que se interesan de alguna manera de los sucesos terrestres, si bien exclusiva-mente en la perspectiva de los decretos providenciales y desde el punto de vista de la salvación. ¿Cuál es la naturaleza y la extensión de su conocimien-to? Nada de eso sabemos. Pero, en la medida en que los hechos históricos afectan al plan de Dios y a la gloria de Jesucristo, que es justamente el campo en que se juega su suerte, ya que estos “miembros” se identifican

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ya con “la Cabeza”, toman a pecho estos acontecimientos. Fracasos y éxitos de la Iglesia en este mundo, persecuciones y conquistas apostólicas, conver-siones y apostasías, renacimientos de la verdadera religión o languidez rutinaria, todo cuanto puede apresurar o retardar la Parusía, así como tam-bién, sin duda, las vicisitudes espirituales de los individuos que le son más allegados (familiares, amigos o enemigos): he ahí lo que interesa a los muertos. Pero ¿cómo llega a afectarles? Cosa es ésa que nadie puede de-cirnos. Cuando el Símbolo de los Apóstoles enumera la Comunión de los Santos, la Resurrección de la Carne y la Vida eterna, después de haber mencionado el Descendimiento de Cristo a los infiernos, la Iglesia –es de-cir, en suma, a través de su Magisterio, la mens corporis Christ, la concien-cia colectiva sobrenatural del pueblo elegido, la noción que tiene de sí mismo, de su naturaleza y de los misterios de que es a la vez sujeto y objeto–, la Iglesia, digo, se dé cuenta de que la muerte no puede romper la comuni-dad de vida, de fines y de gracias que, teniendo su origen en Dios y mani-festando a Dios, conduce al mismo Dios... ¿Qué puede la muerte contra la intrusión de las realidades eternas en el tiempo? ¿Qué puede la muerte contra esos lazos, que, si bien es cierto que unen a las criaturas entre sí, seres al fin perecederos, pero las unen precisamente para ligarlas vitalmen-te con el Eterno?

Entre todos los que se encuentran en semejante simbiosis con Cristo –“creciendo con Él como un árbol único” (Rom. 6, 5), “unidos a Él de suerte que no forman con Él más que un espíritu único” (I Cor. 6, 17)– es tan inevitable, tan invencible y tan necesaria la koinônía, la comunión y comunidad de vida, que no es posible que dejen, mientras se encuentran unidos a Cristo y, en Él, los unos con los otros –y la muerte les une a Cristo más que nunca– no es posible que dejen, digo, como la Iglesia primitiva de Jerusalén nos lo ha enseñado simbólicamente o mejor “significativamente”, de “participar de las cosas santas”, de tener “comunicación [plena] de lo sagrado”, en una palabra: de “poseer todos los bienes [eternos y verdaderos] en común” (Act. 4, 32).

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XII

¿Cómo entender la Constitución Benedictus Deusde Benedicto XII?

Éste es el momento de manifestar nuestra opinión sobre las relaciones entre el estado o fase “intermedia” –en que el alma separada se purifica, o goza de su recompensa cuando se ha hecho ya capaz de ello, o sufre el castigo si no es posible ya “purgarla”– y el Juicio “particular”, como se expresa la Iglesia latina, que es la orientación ne varietur del destino hu-mano. Es sabido que el Papa Juan XXII, el 3 de diciembre de 1334, en su lecho de muerte, se retractó de la doctrina que había defendido en sus sermones sobre la visión beatífica, que juzgaba imposible antes del Juicio final (el único “Juicio” según la calificación de la Iglesia bizantino-eslava, fiel en esto a la tradición patrística; pero el nombre no cambia la cosa). La retractación es como sigue: “Confesamos y creemos que las almas separa-das de su cuerpos y plenamente purificadas, se hallan en el cielo, en el Reino de los cielos [...] y que, según la ley común, ven a Dios y la esencia divina cara a cara y claramente, en cuanto lo permiten el estado y condición del alma separada” 18. Se ha podido decir con razón, a propósito de esa declaración del Papa, que “sus palabras, bien calculadas y medidas, indican que las almas separadas ven a Dios de forma distinta que las almas que están unidas a sus cuerpos” 19. Su sucesor Benedicto XII, con fecha 29 de enero de 1336, en su Constitución Benedictus Deus 20, aclara y precisa la cuestión:

18 Cf. G. Mollat, Jean XXII, en DTC, t. VIII, cols. 639-640, n° 4: Doctrine sur la vision béatifique.

19 Denifle y Châtelain, Chartularium Universitatis Parisiensis, París, 1891, t. II, p.441.20 Denz. B., Enchiridion Symbolorum, 1928, n° 530-531, pp.216-217. El subrayado

es nuestro.

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Según la disposición general divina, las almas de todos los Santos que dejaron este mundo antes de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, y lo mismo las de los Santos Apóstoles, Mártires, Confesores, Vírgenes y otros fieles muertos después de haber recibido el santo Bautismo de Cristo, sea que en el momento de la muerte no haya en ellas nada que deba ser purifica-do, sea que en lo futuro no tengan nada que purificar después de la muerte, o bien las que han tenido o tendrán que purificarse, cuando después de su muerte hayan acabado de hacerlo; asimismo las almas de los niños regenera-dos por el mismo Bautismo de Jesucristo, o que tengan que bautizarse, cuando lo hayan sido, si estos niños muriesen antes de la edad de la discre-ción: todas ellas, inmediatamente después de la muerte –y la expiación mentada para las que la necesitaban– estuvieron, están y estarán en el cie-lo, en el Reino de los cielos y en el paraíso celestial, con Cristo, admitidas a la sociedad de los Ángeles 21 y esto después de la Ascensión de Jesucris-to, aun antes de la resurrección los cuerpos y el Juicio universal.

Y, después de la Muerte y Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, ellas han visto, ven y verán la divina esencia, con visión intuitiva y aun facial [...] sin creatura alguna cuya vista se interponga 22, antes bien inmediatamente gracias a la esencia divina misma que se manifiesta al desnudo, clara y abiertamente. Además, por el hecho mismo de esta visión, las almas de los que ya murieron gozan de la divina esencia. Y por el hecho mismo de esta visión y gozo, ellas son verdaderamente felices y poseen la vida y el descan-so eterno. Y eso mismo ocurrirá a las almas de los que, muriendo en lo sucesivo, verán la esencia divina y gozarán de la misma antes del Juicio universal [...] Además, esta visión intuitiva y facial y el gozo de la misma, una vez que hayan comenzado o habrán de comenzar en estas almas, per-manecen y permanecerán sin interrupción y sin fin hasta el Juicio último, y a partir de éste por siempre jamás.

Respecto de las “almas de los que mueren en pecado mortal, éstas bajan inmediatamente después de la muerte al infierno, para sufrir en el mismo

21 Como su predecesor, Benedicto XII no confunde el paraíso “terrestre” de la Biblia, donde Dios se ha reservado algunos servidores que no han pasado por la muerte, con el paraíso “celeste”. Diferencia que no había escapado a la teología rabínica, para la cual Gén. 2, 10 indica que el Edén o paraíso celeste era distinto (y superior) al jardín en que Yavé colocó en un principio a Adán (Targum de Jerusalén sobre Gén. 3, 24; Berakoth, 34, B).

22 ¿Alusión a la humanidad de Jesucristo?

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las penas infernales. Sin embargo, el día del último Juicio, todos los hombres”, una vez recobrados y vueltos a sí mismos, “comparecerán ante el tribunal de Jesucristo con su cuerpo, para dar cuenta de sus actos personales”, es decir, los actos realizados por su verdadera persona, compuesta del alma y cuerpo, “a fin de que cada uno” de los hombres, no únicamente cada una de las almas, “según que haya hecho el bien o el mal, reciba lo que le corresponde a su cuerpo”.

Este texto lo ha comentado el R. P. X. Le Bachelet, S. J., en su artículo sobre Benedicto XII (DTC, t. II). Lo citamos para comentarlo a nuestra vez. Comienza haciendo la síntesis de la Constitución pontificia, que la reduce a estas cinco cuestiones que en ella se tratan:

1. Las almas puras o completamente purificadas, ¿ven la esencia divina claramente y cara a cara, antes de la resurrección de los cuerpos y del Jui-cio final? Sí, responde el Papa.

2. Esta visión y ese gozo que de ella se sigue, ¿constituye la verdadera felicidad, la vida y el descanso eterno? Sí, decide también el Pontífice.

3. ¿Subsisten, en estas almas, la fe y la esperanza como virtudes teologa-les? No, decreta Benedicto XII.

4. La visión actual de los Bienaventurados en el cielo ¿cesará después del Juicio final, para dar paso a una visión superior, de otro orden? No, responde el Doctor de todos los fieles.

5. Esa visión, sin cambiar de naturaleza, ¿se hará más perfecta a conti-nuación de la resurrección de los cuerpos, o sea, después de la reconstruc-ción de los cuerpos humanos de los hombres? “La cuestión, afirma el P. Le Bachelet, no está zanjada; queda, pues, a merced de las discusiones de los teólogos católicos. El mismo Benedicto XII admitía, «en la bienaventuran-za esencial o visión beatífica, un aumento desde el punto de vista de la intensidad». El Concilio de Florencia, en su decreto de la unión (con los Griegos, 6 de julio de 1439), repite la fórmula de Benedicto XII, pero agre-

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ga que las almas bienaventuradas, antes del Juicio final, «ven claramente al Dios uno y trino, tal como es, pero de una manera más o menos perfecta según la diversidad de sus dones» (Denz. 539); ahora bien, un «don» constitutivo del hombre como tal es el cuerpo, que no recobramos hasta la Parusía, es decir, hasta el Juicio final. Ésta es también la doctrina actual de la Iglesia bizantino-eslava, que hace distinción entre la bienaventuranza reservada a la persona humana propiamente dicha, y la del alma separada que le confiere la visión intuitiva de Dios” 23.

Respecto de los condenados, Benedicto XII, según Le Bachelet, plantea tres cuestiones:

1. Las almas pecadoras ¿sufren desde ahora, por tanto, antes del Juicio final, las penas infernales, y principalmente la del fuego, en el infierno? Sí, responde el Papa; pero, añade el comentador, la designación del castigo queda “vaga”. Por lo demás, es la “única cuestión resuelta” por el Pontífice respecto de los réprobos.

2. ¿Sufrirán éstos más en sus almas después de la resurrección de los cuerpos? La respuesta es libre.

3. ¿Dónde se hallan actualmente los demonios? ¿Los hay ya en el in-fierno? ¿O bien todos ellos habitan, hasta el Juicio final, en las “regiones del aire”? También aquí se dan las respuestas más variadas 24.

Pero el glosador continúa: “¿Cómo conciliar todo este formulario de Benedicto XII con los textos de la Sagrada Escritura, en los que la vida eterna y la visión misma de Dios se hallan en conexión con el Juicio final?”. El Padre opina, pues, que existe una contradicción aparente, a la que hay que buscar una “conciliación”. Su respuesta es doble (1. c., col. 675):

23 Mons. Sylvestre, Compendium Theologiae classicum, Moscú, 2ª ed:, 1805, cap. 57, pp.576 s.

24 Cf. nuestras Réflexions sur Satan en marge de la tradition judéo-chrétienne, en el volumen colectivo Satán, París, Desclée, de Brouwer, 1948.

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1. Esta relación de coexistencia no hay que entenderla en sentido exclu-sivo (subrayamos nosotros). “El Juicio particular y el Juicio universal no son, moralmente hablando, más que un Juicio total único, siendo el segundo respecto del primero una promulgación y una consumación”. No se com-prende cómo, para Dios, una cosa puede ser “moralmente” idéntica a otra, correlativa de otra, no realmente, por tanto, sino convencionalmente, “por decirlo así”, cuando no es posible que haya, para Él, nada que no sea real. Además, ¿qué juicio es ése que ha de ser todavía “promulgado”, y hasta “consumado”? Puro antropomorfismo, que, lejos de esclarecer el proble-ma, lo enturbia: ¿acaso Dios es un legislador humano, cuyos decretos han de ser sancionados o rectificados por una autoridad superior, o es que no tienen fuerza de ley hasta haber sido publicados en el Boletín Oficial? Sa-bemos qué es un alimento “no consumido” y un matrimonio “no consuma-do”. Pero ¿qué es un juicio “no consumado?” ¿Quiérese decir con ello que ha habido suspensión, carencia de ejecución, sobreseimiento, en espera de no sé qué apelación o casación?... El Padre continúa: “Este Segundo Juicio [el final, como se ve], por ser público y universal es, por decirlo así [sic], el Juicio oficial y definitivo”. Nos hallamos aquí en pleno antropomorfis-mo, como nunca. Habrá, pues, en Dios, un juicio privado, oficioso, provisio-nal, se ve uno tentado a decir “que no cuenta para nada”, y un juicio público coram populo y ne varietur. Lo más importante, “por decirlo así”. ¡Entonces, para qué decirlo!

“Entonces cesará no sólo para tal o cual individuo, sino para todo el género humano, la vida de prueba, esa fase de mérito o demérito en que los buenos viven confundidos con los malos”. Nosotros creíamos que la vida de prueba terminaba con la muerte, a partir del Juicio particular. Mas nuestro autor afirma a renglón seguido, en contradicción con lo que aca-bamos de leer, que “la suerte de las almas queda fija, inmediatamente des-pués de la muerte, entre estos dos términos definitivos: el cielo o el infier-no”. Existe todavía el purgatorio, pero se comprende lo que el Padre quiere decir...

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2. Esta vez, su argumentación es más digna del Dictionnaire de Théo-logie Catholique: “La recompensa prometida no es una cosa simple o indivisible. Comprende dos partes: la del alma y la del cuerpo. Desde este punto de vista, se puede afirmar con toda verdad que nuestra recompensa se relaciona con el Juicio final: sólo entonces se nos pagará nuestro salario completo [...] Puesto que estamos compuestos, como personas humanas, de un cuerpo y un alma, sólo entonces seremos nosotros coronados o cas-tigados; sólo entonces oiremos nosotros las palabras: Venite, benedicti... Recedite, maledicti. Sólo entonces entraremos nosotros en el gozo de nues-tro Señor e iremos nosotros a la vida eterna... Esto, y únicamente esto, es lo que significa la grandiosa escena final del Juicio y los textos similares [en La Escritura]. ¿Qué prueban todos estos textos, sino que el hombre entero no ha de ver a Dios antes del día del Juicio?” Excelente respuesta, si se recuerda que, donde el hombre no está “íntegramente”, no existe, hablando con propiedad, el hombre “sin más”.

San Bernardo se pregunta “qué ocurre en las almas separadas del cuer-po”. Y dice que aun cuando “se hallen sumergidas en ese inmenso océano de luz eterna y de eternidad luminosa, aspiran, cosa que nadie podrá negar, a encontrarse con su cuerpo y esperan con certeza poder conseguirlo”. Así pues, “sin duda alguna”, aun en el cielo, “no son todavía del todo en todo diferentes de lo que eran” antes de la muerte, porque “es claro que no se hallan todavía completamente despojadas de un sentimiento propio que desvía, aunque muy poco, su atención” de Dios. Consiguientemente, “hasta que la [...]gloria celeste brille también en los cuerpos, las almas no podrán desentenderse por completo de sí mismas y ser absorbidas en Dios, ya que están todavía, aun en este estado [de felicidad incoada] demasiado ligadas al cuerpo [...] por un afecto natural que no les deja, ni querer, ni poder, sin sus cuerpos, alcanzar la consumación. Sin lo cual, antes de recobrar sus cuerpos [en la resurrección general], los espíritus [...] no buscarían [...] la compañía de la carne, si pudiesen lograr su perfección sin ésta. No es indiferente para el alma despojarse del cuerpo o recobrarlo [...] Para el alma que ama a Dios, su cuerpo tiene un valor: enfermo, produce con ella frutos de penitencia [en esta vida]; muerto, le sirve para su descanso; resucitado,

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concurre a la consumación de su felicidad. Tiene, pues, razón el alma de no encontrarse perfecta sin el cuerpo, pues ve evidentemente que en todo estado contribuye a su bien” 25.

Y concluye el ilustre Doctor que “una vez que han recobrado su cuerpo glorificado, [los Bienaventurados] se lanzan al amor de Dios con tanto más ardor y libertad, cuanto que nada queda en ellos que les solicite o retarde”; mientras que, en el estado intermedio, aun en el cielo, el cuerpo “es espera-do con un deseo que encierra todavía cierto interés propio”. Y es que “el alma no se olvida por completo” para gloria únicamente de Dios contem-plado y buscado exclusivamente, “cuando continúa pensando en el propio cuerpo que ha de resucitar. Mas, cuando haya conseguido este bien que es el único que le faltaba, ¿qué obstáculo podrá, en lo futuro, impedir que salga en cierto modo fuera de sí misma para ir enteramente hacia Dios, y, ya en Él, para hacerse de todo en todo desemejante a sí misma y completa-mente semejante a Dios?” (op. cit., pp.250-251; Sermo 41, 12).

Ya la teología rabínica, contemporánea de Jesús, veía a los muertos en el Scheol, tanto a los que gozaban como a los que sufrían, aguardando a que el Segundo Advenimiento del Mesías hiciese salir de sus sepulcros a los despojos mortales. La idea cristiana del estado o fase “intermedia” no se aplica, por tanto, exclusivamente al “purgatorio”, es decir, a las “posadas del camino” donde se opera la vuelta del hombre a la condición del paraíso. Tanto los bienaventurados como los condenados, también éstos mientras no tengan de la existencia propiamente humana más que el recuerdo y las arras, en estado de “espíritus puros” –involuntaria y anormalmente “puros”– pertenecen a este eón de imperfección. La felicidad misma exige y aguar-da ser “sellada”, perfeccionada, coronada; para decirlo todo, hasta la Paru-sía y la resurrección de los muertos, que coinciden con el Juicio final, no hay nada hecho, respecto de la felicidad eterna del hombre. La misma visión beatífica, mientras sólo goza de la misma el alma en su estado de separa-

25 M. M. Davy, Saint Bernard, en la colección Les Maîtres de la Spiritualité chrétienne, París, 1945, t. I, pp.248-252 (cap. IX de De diligendo Deo, n° 30-33). Ver el apéndice I de nuestro libro.

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ción, no puede desarrollarse, ni producir sus efectos plenamente, ni mani-festarse, del mismo modo que la luz solar no puede enviar sus rayos, ser ad extra, en una cueva que no tiene ventanas 26.

26 Es lo que sintetiza muy bien Gregorio Mammas, patriarca de Constantinopla: “¿Cómo podría ser recompensado todo el hombre antes de la resurrección universal? Si no se tiene en cuenta más que las almas, no cabe duda que los santos han recibido su salario. Pero si se considera el compuesto humano, no lo han recibido sino imperfectamente. El cuerpo no recibe su recompensa hasta que no resucita. Decimos que el hombre no ha recibido su recompensa, por razón de que el hombre se compone de un cuerpo y un alma, que han participado juntos en el combate. Atribuir a los santos, antes de la resurrección universal, una recompensa perfecta, es tomar la parte por el todo” (Apol. contra Ephesii conf., p.G., 140; 1298 s.). Le Bachelet, que ve en el Juicio final la manifestación “solemne” (sic) de la justicia divina, admite que el que ha merecido es el hombre, no el alma solamente, como principio de acción. De donde se sigue que “una vez llegada el alma al cielo [...] podrá recibir la porción que le corresponde; mas cuando el hombre (no el cuerpo únicamente) resucite, esa porción será igualmente suya” (DTC, t. II, cols. 693-694).

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XIII

“Espero la resurrección de los muertos”

Cuando hablamos de los muertos, no hay que olvidar que esta palabra significa que éstos han entrado en la muerte, en el estado de la muerte. La muerte no es únicamente el “pestañear de ojos” paulino, el paso, el momento ficticio, el “presente” inasequible entre el “pasado” de la encarnación te-rrestre y el “futuro” del alma separada. El acto de morir no es el todo de la muerte: no es más que el nacimiento al estado de muerte, que se inserta entre la vida terrestre y la resurrección. Jesús, en el Evangelio, habla de la muerte como de una condición, de un estado que posee su estabilidad relativa y su duración propia, sui generis, que no es el tiempo, sino un ritmo subjetivo (los “neumas” del canto gregoriano, que carecen de medida me-tronímica, podrían servir aquí de ejemplo analógico muy sugestivo). Ha-blando con propiedad, se “viene a ser muerto”, se “viene a ser un muerto”; es uno de los “estados del ser”. Y la Iglesia, que se guía por la Revelación, enseña la resurrección de los muertos, de aquellos que pertenecen a la mansión, a una u otra “estación de espera”, al domicilium de los muertos. Si el Apocalipsis nos pinta a “la muerte y al Scheol devolviendo sus pri-sioneros”, es claro que los retenían aún... Y este “estado de muerte” consiste, para todos los difuntos hasta la resurrección final, en la privación del cuerpo.

La Iglesia nos asegura que los muertos resucitarán; que los hombres completos, integrales, reales, normales, los “compuestos humanos”, que no existían más que en su estado potencial después de su deceso, que no poseían más que un ser virtual y sin presencia real y actual –que estaban “muertos” ¡vaya!– “resucitarán”, se levantarán de la tierra (eghertê, en Mt. 28, 6; Mc. 16, 6; Lc. 24, 6), como Adán, el primer padre brotó de ella en el Génesis (de ahí la antítesis entre los dos Adanes). Y lo que hará posible que resuciten los muertos, aquellos que después de su deceso habían pasado

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por el estado de muerte y de espiritualidad casi pura (salvo para la persisten-te virtualidad del hombre completo), es, añade la Iglesia, la “resurrección de la carne”. He ahí lo que enseña Jesucristo, lo que refiere la Revelación, lo que interesa a la Iglesia. Ésta deja a los filósofos, incluso paganos, que se ocupen de otra doctrina: la del alma inmortal. Es posible a la inteligen-cia del hombre “natural” o animal”, dice el Concilio Vaticano, descubrir el concepto del alma inmaterial, y por consiguiente, sobreviviendo al cuerpo. Pero todas las doctrinas que atribuyen al alma inmortalidad, ¿son necesa-riamente “espiritualistas” en el sentido habitual de la palabra con la que se designa un Cristianismo desnaturalizado, “que no se atreve a decir su nom-bre”, la “religión natural” de Jules Simon? Nada más incierto. Ese “espiri-tualismo” se compagina muy bien con el panteísmo y aun con el ateísmo, mientras que, a la inversa, Broussais, que negaba la espiritualidad del alma, creía en un Dios personal. Y Wells no anda muy lejos de Broussais...

Las más auténticas doctrinas teosóficas, tal como están expuestas en las famosas Cartas de los Maestros publicadas en 1923, profesan un universo sin Dios –“ni personal ni siquiera impersonal”, como lo dice Blavatsky en La Llave de la teosofía– “dando vueltas en el vacío como un gigantesco molino”, como un autómata espontáneo, y en este mundo sin pensamiento directivo, surgiendo, por efecto de una ciega maniobra de fuerzas, entidades en las que se manifiesta Purucha, el “aspecto” o “polo” espiritual del cosmos: esas almas son más que inmortales, puesto que son eternas; diremos en seguida por qué.

Cuarenta años antes de las primeras revelaciones de H. P. Blavatsky, otro curiosísimo personaje, el barón de Collins, belga, fundador del “socia-lismo racional” o “logoarquía” –cuyos epígonos fueron Agathon de Potter en Bélgica, Elías Soubeyran en Francia (Maurras solía citarlo con frecuen-cia en la naciente Action Française la Revue du socialisme rationnel)– Collins, digo, que soñaba con un semicolectivismo radical (Henry George se inspira en él, aunque no le cita), publicó en una inmensa biblioteca cuyos tomos menos indigestos llevan el título de La Science sociale, toda una Weltanschauung, en la que el universo, un infinito sacudido por fuerzas

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puramente brutas y fortuitas, contiene eternamente almas, que se dicen “inmaterialidades” o “sensibilidades”.

En uno y otro caso, he aquí la argumentación: una vez probada la existencia del alma por la experiencia y la razón (Collins, particularmente, es “cartesiano” hasta el extremo de incluir a los animales-máquinas), ¿qué se deduce? Por definición, el alma es “in-materialidad”. Sus actividades, así como sus “productos”, desbordan en absoluto la zona ontológica de los fenómenos. No podemos conocerla, como conocemos la materia, más que por ilaciones fundadas en la observación directa, que nos convence de que la materia únicamente no es capaz de explicar los fenómenos humanos. El alma se ve, ciertamente, por la intuición; pero todo cuanto ella encuentra en sí misma de descomponible, de analizable o de reductible –sea debido a los reactivos de la razón, sea por la experiencia y la observación dirigida– lleva consigo una mezcla de cosa física. El alma, cuando se “encuentra” a sí misma, se percibe simple. Todo lo que nos pueden decir de ella la expe-riencia y la razón se reduce a que existe. Es, pues, una sustancia simple. Y por eso no muere. Únicamente lo compuesto, lo complejo, la ensambladura, puede disociarse. Pero el alma, por ser simple, no es capaz de alteración. Su expresión a través de la interpretación de la materia puede modificarse o cesar por completo, según el estado del organismo físico; mas ella misma, ni se deja “explicar” por el recurso a los elementos constitutivos, ni puede, como el cuerpo, perder su unidad, hacerse múltiple o devolver al universo sus partes, que serían centrífugas desde ese momento. Es, por consiguiente, inmortal.

Mas ¿quién no advierte, continúan los mismos filósofos, que la simplici-dad del alma, sobre la que está fundada la inmortalidad, supone su eterni-dad? Lo que no puede acabar no ha podido comenzar, y las razones son las mismas. ¿Qué es un comienzo de existencia en el tiempo? Un tránsito, dirá un tomista, de lo posible a lo real. Pero un ser que es susceptible de tal movimiento, de una modificación tan honda, no es simple. Lo más funda-mental y esencial que posee, su presencia concreta, su posición misma en el ser, es rigurosamente fortuita, fuera de su propio alcance; no se ve dónde

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ese ser iría a buscar posteriormente el dominio de su existencia propia. Como afirma el adagio popular, “lo que el agua trae, el agua lleva”; lo que me llega sin que yo haya contribuido para nada –el ser– puedo perderlo sin intervenir en ello tampoco. Yo soy todo entero, como ser y como yo, objeto y no sujeto. Si, por el contrario, poseo mi ser de tal suerte que nadie me lo puede arrebatar, que no corro ningún riesgo de perderlo, que no es susceptible de ninguna hipoteca, ¿no se debe ello a que este ser soy yo y a que esta existencia la tengo yo? Pero, supuesto esto, ¿cómo y por qué habría yo ja-más debido acceder a la presencia? Los factores a los que se la debo, per-manecerían siendo las condiciones de la misma; como recibida de los mismos, yo podría estar en el deber de devolvérsela. Si soy inmortal, con-cluía Collins, se me prohíbe toda contingencia. Si de la naturaleza misma de mi alma, de su inmaterialidad y, por ende, de sus atributos, de su fondo mismo y de lo que ella es (no únicamente de lo que posee adventiciamente) resulta que no puede, aun en el supuesto de que quisiera, cesar en el ser, o sea, que debe continuar siempre en esa simplicidad que le impide su diso-ciación, ¿no es claro que su simplicidad exige su inmutabilidad? Simple es aquello que, no teniendo en sí nada de extraño, nada de eventualmente centrífugo, nada que no sea el mismo ser simple en su esencia fundamental y nada de heterogéneo y que pueda alterarse, no deja ningún asidero a los factores de modificación, ni siquiera a la muerte. Pero todo cambio es una muerte. Y el primero de estos cambios, la primera de estas muertes, es el nacimiento. Si el universo de la fe cristiana camina a su fin, es porque ha tenido un comienzo; la famosa “entropia” de Clausius Helmholtz, a la que, por cierto, no atribuimos ningún valor apologético, va unida al impulso inicial (la “chiquenaude initiale”). Si, pues, el alma, por ser inmaterial, es simple y, por tanto, no puede morir, cesar de ser, es forzoso, según Collins, que no haya comenzado nunca. Para ser ontológicamente simple, es menester no tener que pasar de lo posible a lo real: por más que se pueda remontar en el tiempo –y para Collins la eternidad no era, así como para muchos cristianos, más que un tiempo sin límites– el alma simple es la misma, ya que, por definición, no podría cambiar sin descubrir su complejidad. Ahora bien, en este caso, “la misma” significa “presente”.

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Se comprende que sea perfectamente posible admitir la inmortalidad del alma en el campo contrario del dogma católico. Y hasta se puede poner la cuestión de si la profesión puramente profana de esta idea –como en Platón, por ejemplo, o en Plotino, o entre los hindúes– no degenera irre-misiblemente, habida cuenta de lo que es la inteligencia del hombre caído, en doctrina de la eternidad del alma y de la transmigración (esta seudo-eternidad que consiste en amontonar y multiplicar interminablemente los siglos). Nosotros, pues, no creemos que el alma inmortal por sí misma, en virtud de sus atributos propios, interese a la Iglesia. Ésta puede acoger con benevolencia una tesis no cristiana y hasta amoral, en la esperanza de que prepare algún tanto a los incrédulos para el mensaje evangélico (en el que el alma, cuya muerte hay que temer, no la del cuerpo, se toma en un sentido muy diferente). Pero lo que interesa a la Esposa de Jesucristo, lo que ella predica y ha incluido en las más solemnes profesiones de fe, no es la in-mortalidad del alma que resulta de su naturaleza inmaterial, sino otra cosa completamente distinta: la inmortalidad de todo el hombre, del hombre auténtico, en la “edad por venir”, y la vida eterna, o más exactamente, si hemos de atenernos al Credo, la vida propia en el “mundo que ha de venir”, vitam venturi sæculi; de suerte que la inmortalidad verdadera, cristiana, sobrenatural, la que enseñó Jesucristo y predicaron los Apóstoles –yo me río de las otras, de las ersatz– y esa vida de Arriba que se encuentra en todas las páginas del Evangelio de San Juan, son equivalentes, al parecer, hasta el punto de identificarse recíprocamente. La “religión natural” –suponiendo que ese producto de síntesis hubiese podido fabricarse alguna vez a no existir el Cristianismo– puede sin duda enseñar la “supervivencia” de un alma considerada como “liberada”, capaz, en fin, de sacarse con un enérgico aletazo, por poco que la muerte le desembarace del cuerpo, esa camisa de fuerza. Pero ese “espiritualismo” dualista, prescindiendo de que su lógica lleva derechamente al albigenismo, si bien puede interesarnos como hombres “naturales” y excitar la curiosidad de nuestra inteligencia, no tiene nada específicamente cristiano y puede conciliarse con una Weltanschauung no cristiana, y aun francamente anticristiana. Sus autores son Camilo Flamma-rion, el Profesor Richet, Osty y Geley, la Psychical Research Society y

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Víctor Cousin. Pero sobre el Calvario no hay lugar para él. Ni siquiera en el Sepulcro vacío, en la aurora pascual...

Puesto que la Iglesia cree en la resurrección del hombre, que es un compuesto, afirma lo siguiente: 1) que en el Scheol –lo entendemos more antiquo como sinónimo de Hades, de la “morada” propia de todos los muer-tos– el alma continúa su existencia y no cesa de tener conciencia, teniendo presente que esa conciencia es según se lo permiten las condiciones en que vive; 2) que el hombre como tal, el compuesto humano, mientras dura para él el estado intermedio –por consiguiente hasta la resurrección que se engarza con el Juicio final– que el hombre como tal, digo, está muerto.

Esperamos que el lector no ha de sacar la conclusión, por lo que llevamos dicho, que, para nosotros, todo el hombre está aniquilado hasta la Parusía. El hombre, como tal, está en vela, existe potencialmente; porque no es, como lo afirma de Bonald, “una inteligencia servida por órganos”. Por lo demás, el Hombre por excelencia emplea un lenguaje que no puede ser más explícito: “Yo soy el Viviente, y Yo fui muerto (eguenómên nekrós), y mira: Yo vivo para siempre, amén, y tengo las llaves de la Muerte y del Scheol” (Apoc. 1, 18). El “tiempo” del verbo (eguenómên) indica claramente la entrada en un estado que ha persistido durante todo un período, no un acto rigurosamente transitivo. Si ha de sobrevenir una resurrección, es para sa-lirnos de ese estado, que no es ni el de la manifestación terrestre, de la vida actual, ni el de la manifestación gloriosa, de la vida eterna plenamente lograda ya por el hombre, sino un estado incompleto, un estado de no-ma-nifestación, de “reposo” y de “sueño”, que puede llamarse “subterráneo”, relativamente inferior (como lo había vislumbrado Aquiles en el paganis-mo). Jesucristo, “cabeza” de la Iglesia, ha forzado sus puertas (Job 3, 13; 7, 9; 38, 17; Sal. 9, 18; Is. 38, 10). Como poseedor de las “llaves”, puede allí consolar a Lázaro (Lc. 16, 25) y guardar el sueño de Esteban (Act. 7, 60); más aún: colmar de bienes a cuantos “duermen” en Él (Sal. 126, 2) y “llevar cautiva a la cautividad misma” (Sal. 67, 19; Ef. 4, 8). Este poder, que le pertenece al Mesías Juez, lo ha manifestado por su descenso al Scheol, por su presencia perpetua en el paraíso, y lo demostrará cum gloria cuando arroje a la Muerte y al Scheol al lago de fuego (Apoc. 20, 14). Y la Iglesia,

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siendo su Cuerpo, no está destinada a pasar con “la figura de este mundo” (I Cor. 7, 31), como una escuela o sistema de filosofía, aunque sea “espi-ritualista”, sino que ha de “prevalecer contra las puertas del Hades” y proseguir su marcha triunfal más allá de la muerte y del estado descorporei-zado (Mt. 16, 18). El texto en que el Pontífice romano encuentra la afirmación de su primacía, acentúa enérgicamente que la Iglesia no es exclusivamente visible y “militante”.

La Escritura nos habla de “resurrección”. Pero, así como la muerte y el estado intermedio, el “reposo”, el “sueño”, el “lecho”, no son sinónimos de aniquilamiento ni de estado comático, del mismo modo la vuelta a la vida y a la vida “más abundante” (Jn. 10, 10) no puede consistir en la persistencia indefinida de un ser esencialmente psicosomático, pero privado de su cuerpo. Sería, a la inversa del caso narrado por Chamisso, la sombra que ha perdido su hombre... Semejante existencia, ruin, incompleta e insa-tisfecha, sería casi la de un fantasma. La Revelación cristiana entiende por “vida” una realidad más firme y sólida, vigorosa y sustancial. Para mani-festarse y ser lo que debe ser, la vida humana precisa un organismo. Así que toda doctrina de la inmortalidad humana presupone la resurrección del cuerpo. No creían en ella los saduceos, a los que convenció el Señor de profesar un doble error: “No entendéis, ni las Escrituras, ni el poder de Dios” (Mt. 22, 29). No creían en “el poder de Dios”, opinaban que no al-canzaba a devolver la vida a los muertos, porque no tenían ninguna noción de una vida corporal ulterior. ¿Cómo se equivocaban sobre el sentido de la Biblia? El razonamiento que Nuestro Señor fundamenta en las Escrituras está tomado tan de lejos por San Mateo que no es posible captarlo a prime-ra vista; pero son, al parecer, muy sugestivos los supuestos que dejan entre-ver las palabras del Salvador. Véase y júzguese...

Pasados tantos siglos desde que murieron Abraham, Isaac y Jacob, dice Jesús, Dios afirma ser, no obstante, su Dios. ¿Lo será, simplemente, porque fue su Dios mientras vivieron en el mundo? Pero es evidente que un lazo de unión como el que anudaba a Yavé con los Patriarcas no podía ser efíme-ro y perecedero. ¿Quién osará afirmar que seres creados a imagen de Dios, hasta el extremo de gozar con Él trato de amistad y ser honrados por su

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dilección y admitidos a interceder por las ciudades malditas, hayan de dejar de ser, pura y simplemente, semejantes al polvo de los caminos, a las plantas y a los gusanos, y caer en el olvido? Luego Abraham, Isaac y Jacob viven todavía y han de vivir siempre. Y lo mismo hay que aplicar a todos los muertos: “En efecto, ninguno de nosotros vive o muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, para el Señor morimos. Sea, pues, que vivamos o que muramos, pertenecemos al Señor” (Rom. 14, 7 sig.). Jesucristo “ha pasado por la muerte, ha resucitado, ha recobrado la vida, para ser el Señor a la vez de los muertos y de los vivientes” (ibid. 14, 9); porque la vida del Resucitado es “una vida para Dios”; nosotros mismos somos “vivientes para Dios en Jesucristo” (ibid. 6, 11). Él mismo lo ha dicho: “Porque Yo vivo, viviréis vosotros” (Jn. 14, 9), y no porque vuestra alma es inmaterial...

Los Patriarcas viven, por consiguiente, no como meros recuerdos de Dios, como objetos indignos de su amor, impotente para mantenerlos en la vida, como efímeros usufructuarios de una dilección que no alcanzaba a sostenerlos en el ser, sino como seres reales, concretos y personales. Sin embargo actualmente están muertos. Su vida no tiene, por tanto, sentido sino a la luz de la resurrección futura. Los Patriarcas se encuentran en el estado de almas separadas; pero Dios, afirma Jesucristo, habla de ellos como de hombres, de “compuestos” completos. Pero el alma de Abraham no es Abraham, así como tampoco el cuerpo de Abraham es Abraham mis-mo. Si, pues, Dios es el Dios de Abraham, de los vivientes, no de los muer-tos, es porque reserva a su amigo un regreso a la vida que no ha de em-pobrecerle, mutilarle, disminuirle ni achicarle en comparación con la vida de acá; es que le destina a una existencia que no puede ser, seguramente, menos rica, menos sustancial y pletórica que la terrestre. Una existencia de gloria que se ha de manifestar por un cuerpo y en un cuerpo que corresponda dignamente a la expresión de esa gloria.

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XIV

El “cuerpo glorioso”

Cuál sea su naturaleza, lo sabemos por los relatos evangélicos, que nos presentan a Cristo resucitado apareciéndose a los suyos, así como también por las conclusiones que de ello deduce San Pablo. Resucitando es como Jesucristo “ha puesto en luz la vida y la inmortalidad” (II Tim. 1, 10). Con todo, al hacer aplicación de lo que la Escritura nos refiere de Jesús; no podemos prescindir de dos consideraciones importantes. Ante todo, su cuerpo era el del Verbo encarnado, del verdadero Adán: donde se encontraba Jesús se encontraba el Edén, y, con el Edén, al menos en potencia, las facultades del primer hombre antes de la Caída. El Hijo eterno, aun durante su kenosis, ha podido hacer de su cuerpo en esta vida lo que nosotros no podríamos hacer con el nuestro. Por otra parte, sus discípulos no vieron su cuerpo, de Pascuas a la Ascensión, en su estado de gloria final, sino en la fase inicial de su retorno al Padre.

Sin olvidarnos de esta doble reserva, podemos encontrar en los últimos capítulos de los Evangelios mies abundante de elementos doctrinales con-cernientes a nuestro porvenir. Su cuerpo fue visto, oído, sentido y palpado: no era posible que pasase mucho tiempo por “un espíritu” (Lc. 24, 37): si “carne y sangre” significa en el Nuevo Testamento la naturaleza humana después de la Caída (Mt. 16, 17; Jn. 1, 13; Gál 1, 16; Ef. 6, 12; Heb. 2, 14), ¿puede creerse que la Sangre preciosa del Señor derramada sobre la Cruz no circulase ya por las venas de su “cuerpo glorioso”? Este organismo de una vida radicalmente nueva, adaptado desde la Resurrección en adelante a las condiciones de existencia que ha de procurarnos a todos el Olam habba, el “mundo futuro”, es “de carne y hueso” (Lc. 24, 39). Cierto que posee todavía relaciones de tal naturaleza con el mundo material de nuestra experiencia, que los discípulos podían “comer y beber” con el Maestro

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“después de haber resucitado de entre los muertos” (Act. 10, 41; cf. Lc. 24, 42 s.). Llevaba consigo, sin duda, el mismo cuerpo que la Virgen había dado a luz, que nació en Belén, y creció en Nazaret, y sufrió en la Cruz. Para probarlo, muestra Jesús sus manos, sus pies y su costado con las señales de su martirio (Lc. 24, 40; Jn. 20, 20). Literalmente, se le puede palpar (Lc. 24, 39: psêlafêsate; I Jn. 1, 1: epsêlafêsan). San Ignacio de Antioquía trae este agrafon del Señor: “Yo no soy un espíritu sin cuerpo” (Ad Smyrn. 3).

Hay más aún: sobre esa identidad continuada entre su cuerpo natural de antes de morir y su cuerpo glorioso posterior a la Resurrección se apoya el Salvador para demostrar a sus discípulos, que dudan todavía, que “es ciertamente Él”; que su Persona no ha cambiado, que tratan con el Maestro mismo –“Soy Yo mismo... Soy ciertamente yo mismo” (Lc. 23, 36-39)–, como si pudiera dudarse de su identidad personal si no se admitía su iden-tidad corporal.

Sin embargo, las transformaciones que sufrió ese cuerpo no son menos evidentes que las señales de su continuidad. Aquellos mismos que le conocían perfectamente por haber vivido tanto tiempo con él, que se habían familia-rizado con él poco a poco a causa de sus apariciones, no llegaban a reconocer-le siempre, sobre todo al primer golpe de vista: así para el oído como para la vista, aparece con frecuencia como extraño las primeras veces, y aun después de varias apariciones. Diríase que, aun hallándose objetivamente presente, no se le percibe, o en todo caso no se le reconoce, sino mediante los ojos de la fe. Para poseer el conocimiento experimental, es menester una especie de iniciación, de noviciado, de preparación espiritual. San Marcos nos informa (16, 12) que, al menos una vez, se apareció “bajo dis-tinta forma”. Aun en el momento en que los suyos, convocados por Él mismo, le aguardaban, “titubearon en creer” (Mt. 28, 17) cuando se apare-ció. Le ven respirar y soplar como todo el mundo, masticar y deglutir los alimentos que ha pedido (por condescendencia, no por necesidad), caminar colocando sus pies sobre el suelo. Pero es también evidente que, si el cuerpo resucitado del Señor se pliega a las condiciones de la vida terrestre, no es esclavo de las mismas, puede sustraerse a ellas y continuar, no obstante,

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en el ser. No entra en una pieza que está con las puertas cerradas, sino que “de repente se tiene de pie en medio de ellos” (Jn. 20, 26); paralelamente, “se hace súbitamente invisible” (Lc. 24, 31). El sólo dispone de su cuerpo, hasta el punto de que le es posible elevarse en los aires (Act. 1, 9).

Tales son las indicaciones que los relatos evangélicos nos proporcionan en cuanto al “cuerpo de resurrección” y a sus relaciones con nuestro or-ganismo físico aquí abajo. San Pablo emplea una parábola y la aplica generalizándola, para adoctrinarnos más ampliamente. Nuestro cuerpo terrestre, afirma, cuando ha muerto –o mejor y más exactamente, cuando nosotros hemos muerto, y lo estamos hasta la Resurrección, nosotros que no somos normal, auténtica y propiamente hombres, sino como compues-tos psicosomáticos– nuestro cuerpo físico es con relación a aquel que ha de desarrollarse con todas sus potencias, sin ningún elemento negativo, después de la resurrección, como la semilla desnuda (gymnon kokkon) –sin raíz, tallos, hojas y espiga– respecto de la planta que nacerá de su descom-posición. Estudiemos este texto (I Cor. 15, 35-50).

“¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida?”. Notemos enseguida que para el Apóstol la fórmula no puede ser más senci-lla: es por el poder de Cristo, “Espíritu vivificador”, opuesto al “alma vi-vificada”, Adán. Y el cuerpo de los resucitados está adaptado a las condicio-nes propias de la vida en el Reino. El Apóstol, además, no nos dice nada de la suerte reservada a los réprobos, desde este punto de vista, después del Juicio final. Lo que interesa a su objeto son los “muertos” del Hades, los “dormidos en el Señor”; lo que resucita, lo que se pone de pie y vuelve a la vida, no es ni el alma, residente en el Scheol, ni el cuerpo que tampoco es el hombre, sino este último, que ejerce la profesión, si se admite la frase, el “estado” de muerte.

“¡Insensato!”, exclama San Pablo... Porque, efectivamente, el que ha planteado el problema del versículo 35 no se percata de la evidencia de una ley verdaderamente universal: “Lo que tú siembras no recobra vida si antes no muere”. Es lo que dijo el Maestro: “Si el grano de trigo caído en tierra no muere, permanece solo; pero si muere produce mucho fruto” (Jn. 12,

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24). Tengamos presente que esta analogía paulina constituye sólo una metáfora y un símbolo muy sugestivo, mas no un argumento lógico que haya que aplicar al pie de la letra (es el mismo caso, por lo demás, de las parábolas evangélicas). A primera vista, la simiente depositada en tierra se disuelve: es un cadáver. Pero observémosla: ella contiene un germen mi-nusculísimo que, lejos de “morir”, se desarrolla en dirección de la altura para hacerse tallo, y hacia abajo para formar la raíz. ¿Es lícito llevar hasta el extremo esta analogía? ¿Contiene también el cuerpo un germen que persiste siempre, donde se refugia su vitalidad, después de su disolución? Santo Tomás propendía hacia esta opinión; y lo mismo los fariseos, algunos de los cuales veían en el hueso sacro o luz de la espina dorsal, considerado como indestructible, el núcleo del cuerpo futuro en el Olam habba (Trat. Sanhedrín, 91 A). Opine cada cual como le acomode...

“Y lo que tú siembras no es el cuerpo que ha de ser un día, sino un simple grano, sea de trigo, sea de otra simiente determinada; mas Dios le da un cuerpo según ha querido, y a cada simiente le da el cuerpo que le es propio”. Lo que Crampon traduce por “simple grano”, gymnon kokkon, es la semilla desnuda, inicial. La Providencia natural, cuyo poder creador y ordenador se nos manifiesta bajo forma de “leyes”, desarrollará, estimulará, dinamizará las virtualidades de ese grano. Éste muere y se disuelve para dejar el campo libre al germen; se deja hasta “devorar” por él: de hecho, el germen atrae a sí e incorpora –tratándose de los cereales– las moléculas de la sustancia harinosa que le rodea; las fibras, que se convierten en tallo y raíz, crecen y se desarrollan, asimilándose partículas sólidas y líquidas que extraen de la tierra y de la atmósfera, hasta que la espiga brota del tallo, se va hinchando y madura. Este proceso, que comienza en la simiente que muere y se pudre y da origen a la planta, sigue desde tiempo inmemorial un orden, una norma y una combinación de “leyes” que son expresión de la voluntad divina. De ahí que el grano de trigo no produzca sino espigas de trigo y no de otro cereal. Dicho de otro modo: puesto que todas las moléculas de un cuerpo se renuevan periódicamente, no es la “materia prima” lo que da al cuerpo su identidad, sino la “forma” inmaterial que le conserva su aspecto específi-co. El lobo que ha comido únicamente carnero durante veinte años, ha

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dejado desde mucho tiempo atrás de tener en sí la menor molécula de lobo. En cuanto a la materia, no será fácil encontrar ovídeo que lleve más carne de carnero que ese lobo. ¿Qué es lo que hace que continúe siendo lobo?... En 1913, Eugenio Lévy, alumno de Dastre, en Le Problème biologique, primer volumen de L’Evangile de la Raison, llegaba, por vía puramente experimental y como conclusión de sus trabajos de laboratorio, a la noción de “forma sustancial”.

Parece que la semilla se desintegra hasta el punto de ser imposible espe-rar un retorno a la vida. Mas la vitalidad que se halla elementariamente en ella hace que plazca a Dios que se “reencarne”, no arbitrariamente, sino en virtud de una ley invariable que enlaza al germen con la planta. La ciencia no alcanza a explicar por qué el grano de trigo no produce nunca más que trigo, ni el de cebada produce otra cosa que cebada. Pues bien, el mismo principio, comprobado irrecusablemente sin discusión, nos permite com-prender por qué y cómo el hombre vuelve a encontrar, después de la resu-rrección, “su propio cuerpo” (I Cor. 15, 38), no porque las moléculas ma-teriales sean las mismas que durante su vida terrestre –siendo así que están en continuo movimiento en el ciclo cósmico– ni siquiera porque la forma exterior sea, al menos grosso modo, la misma en este mundo y en la “edad por venir” –pues esta conformidad no pasaría de ser secundaria y por vía de corolario– sino porque el cuerpo del hombre resucitado será el único que pueda resultar de ese complejo de relaciones, de mecanismos y faculta-des que se llamaba aquí abajo su cuerpo, y del empleo que él hacía del mismo sobre la tierra. Desde este punto de vista, hay algo de verdad en ciertas consideraciones de E. Le Roy, cuando, en su obra Dogme et critique, ve en el organismo físico ante todo un conjunto de hábitos, relaciones y mecanismos, un modo de ser propio de tal hombre determinado, un éxtasis de acción, sobre el “plan” material.

Con todo, el cuerpo que hemos de revestir en la resurrección difiere mucho más de nuestro organismo actual que la planta de la simiente. No solamente le supera con mucho desde el punto de vista de la belleza del vigor, o, como dice el Apóstol, de la “gloria” y del “poder”, sino que, ade-

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más, “sembrado corruptible, resucita incorruptible”, regenerado, animado por ese “germen incorruptible que es el eterno y viviente Verbo de Dios” (I Pe. 1, 23). No hay que temer en adelante para él la caducidad, la decaden-cia y la muerte. El hombre, ya total, completo, integral y, por ende, real y auténtico, alcanza por fin la verdadera inmortalidad. Para resumir en una frase todo el contraste, lo que se “sembró cuerpo animal”, organismo dotado de vitalidad, “resucita cuerpo espiritual” (I Cor. 15, 44). Tal es la diferencia fundamental. En este mundo vivimos “en la carne”; en el paraíso, “en espí-ritu”. Pues bien, la Resurrección nos devuelve la simbiosis de la carne y del espíritu, y esta vez en unión perfecta: el alma, informada ya de todo cuanto podrá enseñarle el mundo de la pura espiritualidad, el estado de descorporeización, vuelve a animar, ahora que es inseparable de Cristo vivificador, un cuerpo que no puede, en lo futuro, ni ponerle obstáculos ni señalar límites a su poder, sino que, sin trabajo ni esfuerzo, cumple abso-lutamente todo lo que ella le ordena. San Pablo nos revela que los que vivan en el momento de la Parusía sufrirán la misma transformación sin pasar por la muerte.

El Apóstol llama “cuerpo natural” o, más literalmente, “cuerpo anima-do” –“psíquico”, vitalizado, perteneciente al “plan biológico– a este orga-nismo que, después de la caída y, por lo demás, a la par con el alma, ha llevado consigo las señales evidentes de nuestra degeneración hereditaria: enfermedad, muerte y corrupción. En efecto, después de la Falta primera, “cada uno de nosotros, al tiempo mismo que ha nacido, ha cesado de ser; no damos muestra alguna de nuestra rectitud”, de vida sobrenatural, divina, asociada al Ser; “por nuestra iniquidad [nativa], hemos sido desligados” y cortados del Manantial de toda vida (Sab. 5, 13). Por el contrario, “cuerpo espiritual” llama San Pablo a la estructura orgánica que nos ha de servir para vivir en un mundo que hasta el presente era la morada natural de los Ángeles. Como lo veremos más adelante, las condiciones de existencia no pueden menos que ser muy diferentes de lo que son en este universo agusa-nado a partir de la Caída. ¿Será imprescindible, en la “edad por venir”, este mecanismo delicado que ahora llevamos, nuestro complejo actual de sus-

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tancias y de órganos, hecho enteramente aquí abajo para un conocimiento y una acción que ha de pasar en todo caso por los sentidos, ya que este mundo no se nos revela sino a través de imágenes (y de abstracciones por vía de corolario) –hasta el punto de que no es, para Carlyle, en Sartor Re-sartus– “nada más que un vestido”? Un cuerpo que haya de ser apto para la vida del cielo, ¿no tendrá que ser, mejor que envoltorio actual, espiri-tualizado en su sustancia y liberado de las leyes que rigen a los elementos materiales? Es indiscutible que los mecanismos más groseros o materiales que en este mundo sirven al hombre en cuanto “animal” para continuar viviendo y desarrollar actividades, los hemos de perder, o, si se quiere, habrán de ser sustituidos por otros equivalentes adaptados a nuestras funciones de orden espiritual. Y respecto de esos otros mecanismos que nos sirven, sobre la tierra, para manifestar y fijar en el cuadro del espacio y del tiempo nuestra vida y nuestra acción propiamente espirituales –los órganos y facultades por los que el espíritu se comunica con el mundo de los espíritus–, ¿no tendríamos derecho a esperar un activismo redoblado y una sublimación de los mismos, de manera que existiese un acuerdo perfec-to entre el alma renovada, en adelante “celestial”, como dice el Apóstol, y el cuerpo, que también será “celestial” y renovado? Estos cuerpos, objetos de una nueva creación –et renovabis faciem terrae– serán conformes a su modelo, es decir, a “semejanza” de Dios encarnado. Ya que el hombre, aunque conservando la imagen de Dios, perdió su semejanza y Dios mismo se encarnó para restaurar rasgo a rasgo esa semejanza, ¿no será puesto en razón concluir que el cuerpo “espiritual” de los Santos glorificados será la imagen del cuerpo glorioso que tiene Jesucristo en los cielos y con el que viven allí para interceder por nosotros? Así como por razón de la Caída llevamos en nosotros la imagen de Adán terrestre, del mismo modo, después de la Resurrección de Jesucristo, que señala el primer paso de la Restaura-ción universal, hemos de llevar la imagen del Adán celeste (I Cor. 15, 49). De ahí que “esperamos que llegue de los cielos como Salvador el Señor Jesucristo” –porque debe “redimir también nuestro cuerpo” (Rom. 8, 23)–, porque “Él transformará el cuerpo de nuestra humillación [original], confiriéndole la semejanza con su cuerpo glorioso” (Fil. 3, 21).

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Aunque es cierto que “todos los hombres han de resucitar en su cuerpo”, la resurrección de que aquí se trata se promete únicamente a los fieles. Es el privilegio particular de los hombres que se han nutrido de Jesucristo por la comunión de su carne: Él les ha de resucitar en el último día (Jn. 6, 54). Tal es esa “resurrección de entre los muertos” (exanástasis hê ek nekrôn, Fil. 3, 11) que los Santos desean con hambre que no puede saciarse en este mundo; y a la que tratan de acercarse y llegar participando en los sufrimien-tos de Jesús y conformándose a Él en su muerte. De esa manera poseen, experimentalmente, un conocimiento sabroso de “lo que puede la Resu-rrección de Cristo” (Fil. 3, 10). Esta resurrección, pues, de que aquí se trata, se limita a los “ dormidos en el Señor”. Y no hay que confundir, al leer al Apóstol, esta “resurrección de entre los muertos” que saca a los fieles de su condición de difuntos, con la “resurrección de los muertos”, en que éstos han de comparecer, sin excepción, ante Dios como tales.

Los “malos”, de hecho, si bien saldrán también de su estado puramente espiritual, permanecerán entre los muertos. Como muertos, en cierto sentido, y para permanecer muertos, han de resucitar. Esta “vida” de la que es por-tador Jesucristo no tiene que ver nada con ellos. Aunque persisten en el ser, de hecho es un contra-ser equivalente a una “perdición eterna lejos de la Faz del Señor y de la gloria de su poder” que vivifica y resucita (II Tes. 1, 9). Los cuerpos que han de recibir tienen que corresponder a su condición espiritual y moral, y han de ser expresión de la misma; consiguientemente, no podrán conferirles la libertad y plenitud de vida, sino que manifestarán, por el contrario, su decadencia íntima, la incoherencia, la anarquía y la caducidad solidificada de que hicieron su ley y su entelequia. Será, por decirlo de algún modo, una reanimación de los cadáveres, como cadáveres. Por otra parte, si queremos ceñirnos rigurosamente a la interpretación más literal de un texto un tanto oscuro, parece como que ciertos hombres, de-masiado avanzados en el camino de la corrupción natural para poder pres-tarse a la “resurrección de condenación” (Jn. 5, 29), se quedarán en un término medio: continuarán viviendo una existencia descorporeizada, se-parada de los hombres, pero no separada absolutamente de Dios (I Pe. 4, 6). En efecto, “se ha anunciado una buena nueva a los muertos: por lo que

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hace a su carne [el cuerpo, que habían de recuperar en la Resurrección] serán juzgados según los hombres [como lo harían los hombres], mas, en lo que concierne al espíritu, viven según Dios”... Quizá Nuestro Señor quiso expresar una idea análoga cuando habló de los que no entrarán “enteros” en la “vida” de “la edad por venir”, sino que han de entrar en ella “mutilados, rengos o tuertos” (Mc. 9, 42). En todo caso, el aspecto exterior mismo de los resucitados revelará algo de su historia pasada.

Esta última idea neotestamentaria vendría a “espiritualizar” ciertos con-ceptos corrientes entre los judíos contemporáneos de Jesucristo. Para unos –una tesis precursora de la de algunos espíritus modernos (Sir Oliver Lod-ge, por ejemplo, en Raymond)– llevaremos la misma vestimenta que aquí abajo en la hora de nuestra muerte (Kethubhôth, 35, A); para otros, en cambio, no ha de ser así. La aparición de Samuel a Saúl ha sugerido a otros la idea de que los resucitados habrán de tener exactamente el mismo as-pecto que durante su vida terrestre, sin excluir las mutilaciones, parálisis, ceguera y sordera (cf. I Sam. 28, 14). Razón: si Dios les curase entre la muerte y la resurrección, se podría dudar de que fuesen las mismas perso-nas (Midrasch sobre el Génesis, Bereschît Rabba, 95). En suma, los judíos creían en lo que Le Roy, en Dogme et critique, llama la “reanimación del cadáver”, ya que Dios no despierta a los muertos, sino, dice el Apóstol, los cambia. El “mundo venidero” no reproducirá la actual “figura del mun- do que pasa”: ¿con qué objeto hacerla “pasar”, para sacarla de la nada en seguida tal como era antes? Dice el Nuevo Testamento que hay “nueva génesis”, regeneración y renovación. En cuanto al cuerpo que hemos de revestir, ha de ser parecido al de los bienaventurados y de los Ángeles. En efecto, cuando San Pablo contrapone los “cuerpos terrestres” a los “celestes”, no habla de los astros: es una idea totalmente desconocida de los autores judíos y griegos del Nuevo Testamento semejante afirmación. En I Cor. 15, 40 sôma designa sin duda organismos que sirven para manifestar espíri- tus. Sólo en el versículo 41 habla de los astros el Apóstol. Ahora bien, “en la Resurrección [...] los hombres serán como los Ángeles de Dios en el cielo”, serán “angélicos”: isaggeloi, no de otro modo que la Iglesia “ortodoxa” califica a Constantino el Grande de isapostolos: cuasi-apóstol (Mt. 22, 30;

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Mc. 12, 25; Lc. 20, 36). Se comprende que, según la opinión de casi todos los Padres, los Án-geles mismos hayan poseído un “domicilio celeste”, análogo al de los hombres después de la Resurrección 27.

Por consiguiente, si nuestra vida ha de ser la de las milicias celestiales, en el Olam habba, es lógico que los medios de expresión sean conformes a aquélla. Todo lo “terrestre” –pecado, corrupción y sus consecuencias– ha de desaparecer, y sólo subsistirá lo que ya ahora tenemos de incoativamen-te eterno. Y el “poder de Dios”, como dijo Jesús a los saduceos, ha de transformar lo terrestre en celestial y la ignominia en esplendor glorioso. Tal será la consumación de todas las cosas por esa Omnipotencia que ha de someter a Sí toda la creación, cuando su victoria engulla a la muerte. Y ahí es donde se manifiesta la dignidad del hombre, en virtud de la Reden-ción prometida y esbozada desde el momento de la Caída: el hombre se presta a esta renovación y perfeccionamiento. Es capaz del mismo y en disposición de adaptarse a él. En cuanto al “poder de Dios”, se manifiesta en habernos “convivificado” con Cristo, de suerte que, desde ahora, en esta vida de debilidad y tentación, la Iglesia recibe, por el Bautismo de Jesucristo muerto y resucitado, el germen de la Resurrección, que se nutre, fortifica y desarrolla por la fe, y se robustece, estimula y “engorda” poderosamente –así se expresan los Salmos– por la comunión vital con el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo en la Eucaristía. Sin duda que Jesucristo, por su Resu-rrección propia, ofrece a todos los hombres el tránsito del “estado de muer-te” a la verdadera Vida. Pero el Bautismo, por las simbiosis que nos confie-re con las dos naturalezas del Salvador –distintas, pero indisoluble y vi-talmente unidas– hace brotar en nosotros el “grano”, el germen del cuerpo glorioso. Y la recepción de los Santos Misterios sazona en nosotros, invi-siblemente, este organismo que ha de manifestar un día nuestra vida supe-rior de resucitados. Cierto que esta idea no se halla en San Pablo en ningún lugar, pero, a partir de Justino Mártir y San Ireneo, ha adquirido, en el pensamiento cristiano, derecho de ciudadanía. Y la Iglesia de Oriente es la

27 Ver nuestras Réflexions sur Satan dans la tradition judéo chrétienne, en Satán, publicado por Desclée, de Brouwer, París, 1948, pp.195-202 y 305-307.

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que le ha dado todo su desarrollo a lo largo de dieciocho siglos. Bien se le puede otorgar, al menos, una gran probabilidad.

¿Qué será entonces de todas esas vinculaciones que nos fueron, en este mundo, tan caras a la vez y tan sagradas? (Ef. 3, 15). Respondamos que todo lo que “viene del Padre” (ibid. 3, 14; Sant. 1, 17) es bueno, y, consi-guientemente, ha de perdurar en la “edad venidera”. Pero lo que sea, en esas relaciones, puramente terrestre, será transformado con el cuerpo. Nos reconoceremos mutuamente, no sólo a causa de las afinidades intuitivas de las almas, sino –puesto que aquí abajo el espíritu imprime su sello en los rasgos, pero imperfectamente, porque no domina la materia– a causa de nuestro organismo mismo convertido en “irradiación de nuestra gloria” y “sello de nuestra sustancia”. El alma se manifestará y expresará plenamen-te por el aspecto físico: ver el cuerpo será verla a ella, sin que pueda quedar nada de la misma escondido u oculto. Entonces, únicamente entonces, reconoceremos y descubriremos de verdad, en su realidad profunda puesta al desnudo, a aquellos que no conocimos sobre la tierra sino muy imper-fectamente y como a través de símbolos falaces. Les veremos entonces como cara a cara y les conoceremos a ellos como ellos nos conocerán a nosotros. Habrá desaparecido todo cuanto de terrestre poseían; en cambio, cuanto poseían de divino y, por ende, de verdadero, de real y positivo, habrá alcanzado su madurez perfecta y logrado esa completa adecuación de la esencia y de la forma que se llama la belleza.

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XV

La Parusía no es un “retorno” de Cristo

Ha de ser “el último día” –concepto judío adoptado por Jesús: soph eqobh yomaya (Targum del seudo-Jonat, sobre Éxodo, 40, 9-11; ibid. y Targ. de Jerus. sobre Números 24, 14)–en el “retorno” glorioso o Segundo Advenimiento, cuando el Mesías, nuestro Señor Jesucristo, resucitará a los muertos. Puede aún afirmarse que esta resurrección, este llamamiento a la vida hecho a los hombres, en “estado de muerte” después de su deceso 28 –y no se crea que esto es una perogrullada– constituye la Parusía. Jesucris-to, en efecto, no desciende a nuestro nivel, sino que nos eleva –y nos “arrebata”, según la expresión de San Pablo– al suyo. Nosotros le veremos tal como es después de su glorificación, porque seremos semejantes a Él (I Jn. 3, 2). En vez de hacerse de nuevo, “tomando la forma de esclavo”, per-ceptible a nuestros sentidos groseros, nos confiere “en un instante, en un

28 Cf. Fritz Lieb, La Russie évolue, París, 1946, p.217: “El problema de la salvación del alma [...] la Biblia no sabe nada, de hecho, del alma, en cuanto separada de la realidad concreta del hombre”. Cf. A. Sertillanges, Catéchisme des Incroyants, París, 1930, t. II, p.243: “El alma inmortal no es el hombre. Preguntarme: ¿qué necesidad tiene el alma inmortal de que se le devuelva la materia?, equivale a hacerme esta pregunta: ¿qué necesidad tiene el hombre de existir? Santo Tomás observa que el nombre mismo de hombre no pertenece ya al alma [separada]. No se puede decir: tal individuo está cerca de Dios, tal otro ha sido destruido; sólo subsiste una parte de su persona [...] Si no existe resurrección de la carne, se ha salvado el alma humana; pero no se ha salvado el hombre, no se ha salvado la humanidad, sino que se ha extinguido; el universo creado por Dios ha quedado empobrecido de [nuestra] especie [... Su] lugar no se ha ocupado, y la muerte, que debía destruir Jesucristo, conserva su imperio [...] La vida del alma mutilada no es enteramente normal [...] El estado natural del alma lleva consigo una conciencia correspondiente a nuestro ser entero. Ahora bien, en la sobrevivencia del alma sola, no existe conciencia corporal, de sensibilidad, de impresión del universo y de sí mismo en su totalidad, ni de memoria, puesto que el tiempo físico no corre. De todo esto no subsiste más que el principio [la posibilidad] reducido a una sola operación: el pensamiento. Pero el pensamiento es, sí, la quintaesencia del alma, no toda el alma”. Es exactamente lo que hemos dicho sobre el estado de las almas separadas, ese “estado intermedio”, entre la muerte y el Juicio final.

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pestañear de ojos, al sonido de la última trompeta” o sophar ritual del tem-plo de Jerusalén (I Cor. 15, 52; IV Esd. 6, 23 s.), las nuevas cualidades del cuerpo glorioso que nos han de capacitar para percibir su Presencia. A partir de la Ascensión, no ha cesado de estar constantemente con nosotros, presen-te entre nosotros; Él mismo nos lo ha prometido solemnemente: día tras día, hasta que se manifieste la “edad venidera”, es de los nuestros (Mt. 28, 20); pero sólo la fe nos da la certeza de ello. Pero entonces, en el momento mismo en que se acabe el ciclo actual, el eón de prueba, como el servidor de Eliseo abriremos los ojos, seremos dotados de un nuevo poder de mira-da y veremos, por fin, no ya por la fe, sino cara a cara, a Aquel a quien hemos traspasado con nuestras faltas y nuestra ingratitud (II Re. 6, 17; I Cor. 13, 1; Zac. 12, 10).

Si bien la Resurrección ha proporcionado al Salvador el juego más completo de vinculaciones vitales con las creaturas materiales y tangibles, no hemos de ver en ello un retorno sin más a las condiciones “naturales” y “terrestres”, o “serviles”, como se expresa el Apóstol, a que se sometió en la Encarnación. Esta Resurrección no se limita a demostrar su super-vivencia, a probar que continúa viviendo y actuando más allá de las fronte-ras de la muerte, a manifestar su divinidad de Hijo eternal y a poner de relieve, sin dar lugar a duda, el éxito, la victoria lograda y la aceptación total por el Padre de su muerte redentora: ella nos revela, además, de manera inaudita y absolutamente inesperada por sobrenatural, la naturaleza de esa “vida nueva, de lo alto”, que anunció a Nicodemo y después a las hermanas de Lázaro. Y la Resurrección nos hace ver, sin género de duda, que esa existencia nueva no es una simple repetición o continuación de la presente –como lo fue para la hija de Jairo, para el joven de Naím o para el mismo Lázaro–,lo que Le Roy llamaba una “reanimación del cadáver”, sino que es una forma de ser absolutamente trascendente e irreductible a una cosa empírica.

¿Se trata únicamente de una demostración o de algo sensible que no tiene otro objeto que nuestra instrucción? De hecho, la Resurrección ha hecho que Jesucristo sufriese, en cuanto a su condición de hombre, en cuanto a su morphê de servidor, no limitándose a su sjêma, una transforma-

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ción decisiva que es innegable. De lo contrario, la revelación de la vida nueva hubiese sido un engaño, una ilusión, una cosa indigna de Aquel que, si es la Vida, no es para nosotros el Camino hacia la Vida sino porque es la Verdad. La Resurrección, así como la Encarnación, no es algo ficticio; la fe católica, en esto también, se opone al irrealismo doceta. La Persona misma de Jesucristo, en la medida en que la enriquece la experiencia de la Encarnación, y añade a su plenitud y concentra en un cuerpo la inagotable riqueza del Pléroma (Col. 1, 19 y 2, 9), es afectada por la Resurrección en cuanto está unida con la naturaleza humana, y no ya por un cierto paralelis-mo de sabor nestoriano, sino vitalmente, hipostáticamente. Por la muerte, el Hombre-Dios toma posesión de esa condición espiritual, de esa morphê de humanidad espiritualizada, pero desarrollada, flor plenamente abierta, de la cual es fruto en nosotros el Espíritu Santo y que tuvo su primer brote en la Transfiguración.

Pero el alba pascual no significa, para Jesucristo, la perfección y la re-compensa de la obra a la que consagró su vida; la Resurrección no represen-ta el salario definitivo de su muerte meritoria. Siempre para nosotros –no propter nostram salutem, para lo que era suficiente el Gólgota, sino prop-ter nos homines–, no para librarnos de las secuelas de la Falta, sino para derribar (“levantándola” por encima de todas sus posibilidades “naturales”) nuestra condición de hombres –durante cuarenta días, periodo simbólico de espera, de iniciación y de noviciado, hizo un alto sobre el camino que le llevaba al cielo. No cabe duda que el triunfador de la muerte vivió, entre nosotros, una vida sobrehumana y plenamente sobrenatural, participando el cuerpo juntamente con el alma en semejante exaltación. Estado paradi-síaco, le dice al Buen Ladrón. Tampoco cabe duda de que esos cuarenta días los encaminó, “de gloria en gloria”, “de luz en luz”, “de conocimiento en conocimiento” (que todo esto implica el apô doxês eis doxan de San Pablo) hacia una gloria terminal perfecta. Pero la Ascensión es la que había de suministrar a la Resurrección ese perfeccionamiento definitivo. La vida celestial de Jesucristo es precisamente una vida, una carrera y un desarro-llo gradual desde el sepulcro vacío hasta la derecha del Padre. Eso hace que sea para nosotros un “modelo”.

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La Ascensión traslada a Jesús, de la condición espiritualizada, plenamen-te sobrenatural, sobrehumana y paradisíaca, al estado de gloria pura y so-beranamente divino. Todo aquello que no manifestó o le hizo abandonar la kenosis, resumida en el capítulo segundo de la Carta a los Filipenses, vuelve a tomarlo ahora y lo ejercita espléndidamente, incluso en su naturaleza humana saturada hasta los bordes de theiotês triunfal, irradiante y difusiva. Vuelve a ocupar el trono, pero ahora como Hombre y como Dios. Ha pasado el tiempo de las enfermedades, de las lágrimas y de las humillaciones. La Escritura nos dice metafóricamente que “está sentado a la diestra de Dios” (Heb. 10, 12). También el Verbo encarnado ocupa su trono; pero su hu-manidad, que nada tiene de ficticio o de puramente aparente, no es ya fuente de debilidad, de impotencia o de indigencia (cf. II Cor. 8, 9; Mt. 13, 58; 20, 23; Mc. 6, 6; 10, 40; 13, 31; Fil. 2, 6 s.; Heb. 2, 17 s.; 4, 15 s.; 5, 7-9); antes por el contrario, lo es de riqueza, honor, gloria desbordante y, si posible fuera, un motivo más, en el ánimo del Padre, de consagrar a su Hijo un amor sin límites. Humanidad, por lo demás, real, no alterada o deshumani-zada, ni convencional o supuesta, aunque su condición y su modo fundamen-tal de existencia y de acción no puedan entender nuestras facultades en el estado presente. En Jesús glorificado, los elementos todos de nuestra natu-raleza están presentes, auténticamente humanos, si bien sublimados y per-fectos en el grado más alto que es compatible con la noción de hombre; la humanidad –así suya, como nuestra– corresponde en Él de ahora en adelante, con facilidad y prontitud absolutas, a las exigencias de su adorable persona.

Se comprende fácilmente que el Salvador no tiene por qué privarse, por una segunda kenosis, de su perfección gloriosa, cuando sobrevenga la Pa-rusía, ni rebajarse nuevamente al nivel de la “condición de esclavo”. Para el plan divino es suficiente una Encarnación divina. Si ha de aparecer, será, como Él mismo lo declara, “sobre las nubes del cielo, con gran poder y con majestad suprema” (Mt. 24, 30). El estilo metafórico nos sugiere aquí dos ideas: se trata de una epifanía celestial (fanêsetai... en tô uranô), y asocia la dynámis a la doxa. Ahora bien, en la Mística judía, el Pléroma donde Dios derrama la riqueza de su ser contiene diez “niveles ontológicos” o Sefiroth, que se dividen en tres categorías: la irradiación inmediata de la

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Divinidad, Kether, la “Corona” de resplandor luminoso, la “Gloria” –la misma que vio Santa Francisca Romana un día de la Ascensión, y que muchos rabinos cabalistas identificaron con los Siete Espíritus que están delante del Trono, cuyo jefe derrocado, Lucifer, habría tenido por sucesor, según algunos cabalistas cristianos, a la Reina de los Ángeles–; y, en el polo opuesto del Pléroma, el género humano, y, con él, toda la creación material, que tiene la promesa de ser incorporada a esta Gloria: el reino, Malkuth, es decir, el cosmos deificado o al menos en vías de deificación, la Iglesia. Entre Kether y Malkuth, los ocho Sefiroth restantes, jerarquías angélicas agrupadas por la Kábala, tanto judía como cristiana, bajo el nombre del Poder(es), Dynámis o Dynámeis. Cuando, pues, Jesucristo, en quien se encuentran recapitulados la especie humana y los reinos inferiores, aparece como Dynámis y Doxa (Mt. 24, 30), es, en su Persona, Malkuth, o, como dice Orígenes, hê Autobasileia, el Reino mismo, que completa el Pléroma por el homenaje definitivo al Padre, según esta doxología final del Pater: A Ti sólo pertenecen el Reino, el Poder y la Gloria (Mt. 6, 13) 29. Eso es lo que San Pablo llama el sometimiento de todas las cosas a Dios, en Jesucristo (I Cor. 15, 28); doxología realizada por la presencia y el ser mismo de las creaturas.

Ya se comprende que el Segundo Advenimiento del Señor no implica, como el primero, una modificación y reorientación fundamental de su vida; sus condiciones de existencia, los modos de ser y obrar que son propios suyos, no cambian. Cierto que la asunción de todos los fieles le aporta un complemento de gloria ad extra, pero, una vez que ha cesado con su misión de Mediador su intercesión de “detrás del velo”, es indiscutible que el Retorno de Jesucristo no ha de ser ya obra de condescendencia. Sin duda que se hará visible a los ojos, no sólo de los fieles, sino de todos los que le

29 Esta doxología no se halla, ni en el griego de San Lucas, ni en la Vulgata, ni en los manuscritos más antiguos de San Mateo. Pero San Juan Crisóstomo, en el siglo IV, la comenta como perteneciente al depósito de la Revelación; figura, por otra parte, en los más antiguos relatos que poseemos de la muerte de la Virgen, documentos coptos que se remontan hasta principios del siglo III. Nuestra Señora, al morir, acaba su oración con esta doxología de origen netamente judío.

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traspasaron: “Todas las tribus de la tierra se golpearán el pecho al verle” (Apoc. 1, 7). Pero se mostrará en gloria, no en debilidad. Él será quien nos quitará el velo de delante de los ojos (II Cor. 3, 16) para que podamos verle tal cual es; pero ya no se adaptará de nuevo a la deficiencia de nuestra visión, apareciendo de la parte de acá de ese otro Velo que atravesó para siempre, y que es su “carne” (Heb. 6, 19; 10, 20; 9, 3) 30.

30 Yavé ordena a Moisés suspender dos cortinas o velos. El primero separa el Atrio del Tabernáculo (kalymma o epispastron en los Setenta; Ex. 27, 16; 36, 37) e impide a los laicos la entrada en el Santuario. Los “llamados” del Kahal –que no son ipso facto los “elegidos”– no son ciertamente los profanos y extranjeros; sin embargo, no tienen acceso a la Chekhinah, a la Mansión. Así los adamitas, también “llamados” –los Klêtoi, que forman la Ekklêsia– pero caídos, no pueden, sin más, entrar en la familia o morada divina, en la Jerusalén celestial (cf. Ef. 2, 11 s.; Mt. 22, 11-14). El segundo velo-cortina o parokheth (Ex. 26, 31-35; 36, 35 s.; Katepetasma en los Setenta), símbolo terrestre del pargod que oculta a todas las criaturas la Esencia divina, es el Verbo por excelencia. En el seno mismo de la Morada –Chekhinah de la nueva Alianza–, en el seno de la Iglesia teantrópica, este Velo impide el acceso del Santo de los Santos a todos, incluso a los sacerdotes consagrados a Yavé, con excepción del Sumo Sacerdote, una vez al año, en el día (único) de la Éxpiación total y global que, en el ciclo litúrgico de los judíos –imagen del destino humano en general– representa la reconciliación solitaria del Gólgota. Ahora bien, estos símbolos mosaicos, nos dice San Pablo, “no eran más que sombra de las realidades futuras” (Heb. 8, 5; 10, 1). En una religión en que la adoración “en espíritu y en verdad” pone cara a cara, sin más intermediarios, a los protagonistas mismos del diálogo, los dos términos “unidos” –Dios y el Hombre por excelencia, el Jefe de la Raza– el parokheth que oculta el secreto de Yavé-Salvador que tiene su trono sobre el Propiciatorio, todo lo cual no significa otra cosa que la presencia, es claro que se trata de la humanidad de Jesucristo (su “carne”, en la Epístola a los Hebreos). En cuanto Hombre, es en favor nuestro, en nuestro lugar y como nuestro mandatario, obrando en cierto modo como procurador, pero procurador que ejerce su oficio espontáneamente, por la soberana iniciativa de su amor: “Soy Yo quien os he elegido”, y no a la inversa, como escribe San Juan 15, 16 –es, pues, hyper hêmôn que Jesucristo “penetró como precursor en el interior del velo”, en el seno mismo de la intimidad trinitaria (Heb. 6, 19-20; 10, 19-21). Es en términos apenas... velados el anuncio del “sacerdocio regio” (I Pe. 2, 9), del que gozarán todos los bienaventurados en el cielo (Apoc. 1, 6; 5, 10; 20, 5). En virtud de la unión hipostática, el Hombre-Dios, Señor de la Vida (Act. 3, 15; 2, 36), ontológicamente Mediador, es ipso facto la Puerta y la Vida (Jn. 10, 9; 14, 6). En Él encuentra su centro de gravedad el doble movimiento de los poderes espirituales –del Cielo hacia la Tierra y de la Tierra al Cielo (Jn. 1, 51)–; Él únicamente es el que asegura la marcha hacia Dios (Ef. 3, 12). Él es, pues, “camino nuevo y viviente, trazado”, para darnos “acceso libre al santuario” de la intimidad trinitaria –como filii in Filio, dirá San Agustín– “a través del velo”, es decir, desde la Encarnación, “a través de su carne”, que es todo lo que tiene de común con nosotros (Heb. 10, 19-21; Fil. 2, 6-9). Pero no “llegó a este término [hecho] así fuente de salvación eterna para los que le obedecen”, sino porque, “en los días de su carne” –de su condición servil, morfê manifestada por la forma física o sjêma (Fil. 2, 7-8)– “aprendió, a pesar de ser el Hijo, por lo que tuvo que sufrir” –la señal de lo creado es el sufrir–, “lo que es obedecer” (el Acto Puro está en el polo opuesto de la “obediencia”). Es, pues, “a través del velo” de su humanidad humillada, paciente, convertida en sierva y

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sacrificada, cómo nuestro Precursor ha merecido, en cuanto Hombre, “sentarse”, tener su asiento definitivo y echar raíces en el coloquio eterno de los Tres. El camino que lleva al Santo de los Santos es su “carne” inmolada, ofrecida sobre la Cruz. Pero esa carne ya no existe después de la mañana de la Resurrección. La corporeidad gloriosa del Resucitado no es objeto de “percepción” más que para los fieles elevados por Él a su mismo nivel (cf. nuestro Via Crucis, que se publicará en “La Colombe”, apéndice IV: “Polimorfía del cuerpo glorioso”). Es menester, por tanto, participar en su Resurrección, para verle resucitado, ya sea por el propio estado, como ocurrirá al llegar la Parusía, ya sea por anticipación graciosa ocasional, como sucedió a los Doce, durante los 50 días que precedieron a Pentecostés (cf. II Pe. 1, 16-19).

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XVI

Pródromos de la Parusía

Si hay en la predicación de Jesucristo una doctrina puesta de relieve con rasgos extraordinariamente acentuados, ésa es la de su retorno. Leemos, es verdad, en el Evangelio, que “el mundo sufre desde ahora su juicio” (Jn. 12, 31). Se afirma frecuentemente hoy día, y no sin razón, que la Encarnación es el instante crucial de la Historia, el punto crítico o momento decisivo de los destinos humanos. Ya el anciano Simeón veía en el Niño algo más que un hombre cualquiera: un “signo”, una piedra de toque, un revelador. Y profetiza que Jesús será el blanco central de la más esencial contradicción. Al tomar posiciones respecto de Él, “se manifestarán los secretos pensamientos de los corazones”, e ipso facto los hombres formularán sobre sí mismos la sentencia irrecusable del Juicio. Todo, en la vida de Jesús, comenzando por el misterio de su concepción, se convierte en tentación y prueba del género humano. Pero la Iglesia, por su parte, que nos escandali-za después de veinte siglos, y que comunica, prolonga y difunde a Jesucris-to, ¿no realiza también las condiciones del Juicio? ¿No es a ella a quien debemos la moneda de la Parusía? ¿No viene Jesucristo a nosotros en la Escritura, tan olvidada abominablemente por tantos cristianos? Y asimis- mo sus Sacramentos, ¿no los tratan con igual irreverencia tantos cristianos “de fachada”? Por medio de la Muerte, ¿no da cita Jesús a todas las almas cristianas? ¿No se llega Él a la Iglesia, su Esposa –“en seguida”, dice Él mismo (Apoc. 22, 17-20)– en las horas cruciales de su destino: caída de Jerusalén, “conversión” de Constantino, destrucción del Imperio romano, aparición del Islam, Cruzadas, Gran Cisma, Reforma, Revolución France-sa, sacudida mundial del siglo XX, sucesos que con razón llamamos crisis, es decir, momentos o actos de elección, de entrada en agujas, de selección, y, por ende, de juicio?

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Con todo, ésos no son más que sucesos preparatorios, preliminares y “repeticiones” del gran drama. La tragedia humana se engarza, un acto con otro, por peripecias que, de momento, parecen solución de continuidad. Pero ha de llegar un desenlace final, sin vuelta de hoja, rigurosamente de-finitivo, cuando “cese el tiempo”; la creación se verá desbordada por una creación que trascienda a toda creatura. Ese desenlace será, en el drama universal, la más artística y más a propósito bajada de telón, que recoja en una sola catástrofe última todos los Acaecimientos menores que la han preanunciado.

¿Cuándo tendrá lugar este suceso que ha de poner fin a la historia? No lo sabemos, en absoluto. Y respecto de los signos precursores enumerados por Jesucristo, ¿quién podrá discernirlos con seguridad? ¿Quién podrá leer su alcance sobre la superficie de los hechos? Ni aun el hombre mejor dota-do por dones espirituales de discernimiento se aventuraría a ello. Mas si, por reacción contra esa acuciante curiosidad profana y hasta sacrílega, que impulsa a algunos sectarios a calcular el día y la hora –contra la orden formal del Salvador en persona– y tal vez también por indiferencia, porque nos preocupa más nuestra sórdida salvación personal que el adveniat Reg-num tuum, juzgamos, desdeñosamente, que la Parusía está muy lejos –como los servidores de la parábola que ronroneaban con satisfacción: “¡Bah, el Amo no viene!”– esa misma indiferencia y la convicción de que hay que remitir la Parusía ad kalendas graecas, indicaría más bien que se aproxima. Porque lo único que sabemos con certeza es que su fecha ha de trastornar todos nuestros cómputos. Nos tomará de sorpresa como el Diluvio a los contemporáneos de Noé, quienes fueron arrebatados casi sin darse cuenta y sin saberlo. “No sabéis en qué momento ha de venir vuestro Amo. Por tanto; velad; estad preparados, porque el Hijo del Hombre vendrá cuando no penséis siquiera en ello” (Mt. 24, 37-44).

Se puede replicar que Jesucristo, la Sabiduría misma, que obra en todas las cosas con la más perfecta adaptación de los medios a los fines –el máxi-mo efecto de la gracia con el mínimo de esfuerzo– no aparecerá, lo mismo que cuando su primer Advenimiento, sino llegada la “madurez de los tiem-pos”; porque cada eón, ciclo o kalpa, ha de alcanzar su sazón. Sea: el uni-

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verso no lleva señales de estar ya maduro para el “fin”. Pero ¿acaso conoce-mos su podredumbre oculta, visible a Dios solo? ¿No está en sazón el fruto? ¿Y si estuviera ya pasado? Su “perfección” (telos en el Evangelio, que solemos traducir por fin) ¿no consistiría, según el sentido que tiene a veces la palabra krisis en el Evangelio (Lc. 10, 18; Jn. 12, 31; 16, 11; I Jn. 5, 19) y la parábola de la cizaña mezclada con el buen grano hasta la cosecha, en la selección total; de suerte que el salmo Judica me –“sepárame, Señor, del hombre inicuo”– expresaría un juicio perpetuo –“la historia del mundo es el juicio del mundo”, dice Schiller– el cual, una vez hecha la separación completa a los ojos de Dios, cristalizaría en el Segundo Advenimiento? Después de todo, “para Dios, un día es como mil años” (II Pe. 3, 8); existe en física lo que se llama el “movimiento uniformemente acelerado”, y, cuando el Espíritu Santo, que es Soplo o Viento, quiera hinchar las velas de la carabela humana, los sucesos se moverán rápidamente como bajo el empuje espantoso de un ciclón. Abramos los ojos: los elementos de la Pa-rusía se encuentran ya en la probeta; basta una gota de reactivo o de cata-lizador para disolver o coagular, para precipitarlos... hablando en metáfora. Cada vez que el Salvador hablaba de su retorno, inculcaba la misma lec- ción, única: estar alerta, estar prevenidos, no creer nunca que esté lejos el Señor. A la vista está lo que suele hacer la inmensa mayoría de los cristia-nos y qué ardor y energía ponen en ello...

Hemos mentado los pródromos: el Señor ha hecho alusiones transparen-tes a los mismos en el Monte de los Olivos; más tarde, San Pablo en la Epístola a los Romanos (cap. 11) y San Juan en el Apocalipsis. Sería peli-groso analizar al pie de la letra que “mata”, esos signos que más bien han de crear en nosotros un estado de alma que documentarnos. De modo general, parece, sin embargo, que los pródromos de la Parusía se refieren a dos órdenes de hechos: a los dominios, con frecuencia engarzados ínti-mamente, de la Naturaleza y de la Historia. La resurrección de los muertos y la metamorfosis de los vivos no han de tener lugar en una antropo-esfera invariable, sin mutación ninguna. Como lo hemos dicho en Cosmos et Gloire (París, Vrin, 1947), las vinculaciones entre el hombre y el universo, entre el microcosmos y el macrocosmos, entre el compendio y la obra en-

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tera, son demasiado íntimas y demasiado vitales para que fuera de otro modo: una verdadera simbiosis. Por eso Jesucristo habla al mismo tiempo de “signos en el sol, la luna y las estrellas” (Lc. 21, 25); San Pedro, de “fuego”, de “elementos abrasados”, de “cielos inflamados” (II Pe. 3, 7. 10. 12), en suma, de una disolución radical del cosmos actual, de manera que se abra camino a un mundo nuevo. ¿Qué forma revestirán estas convulsio-nes puerperales del universo visible? Ni la Revelación ni las ciencias saben nada; pero tanto una como las otras atribuyen a nuestro “continuo espacio- tiempo” un comienzo y, por ende, un fin. Éste, con todo, no ha de ser más que una renovación, “un renacimiento”, dice Jesús (Mt. 19, 28), y una restauración por encima de cualquier sombra, en plena gloria. La creación entera participó, aunque sin culpa, en la decadencia y la miseria del hombre; por eso es lógico que se beneficie de los privilegios que nos ha traído el Redentor. Cuando, por obra y gracia de la Parusía, es decir de la Resurrección, se efectúe la “redención de nuestro cuerpo”, admitido ya a la adopción di-vina, será el momento de que, como lo hemos intentado demostrar en Cos-mos et Gloire, la creación “entera”, que “por ahora se retuerce en las an-gustias del parto”, sea “liberada de la decadencia que la esclaviza, para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rom. 8, 19-24). Así pues, los dolores puerperales que sufre a partir de la Caída, de los que con tanta frecuencia nos hablan el Antiguo y Nuevo Testamento, no han de ser inútiles ni estériles. El resultado será ese “nacimiento reiterado”, esa palingenesia o “regeneración” cósmica, a que aludió un día Jesucristo mis-teriosa y rápidamente, pero con toda claridad (Mt. 19, 28).

La escatología “ortodoxa” (rusa sobre todo) de la segunda parte del siglo pasado ha estudiado con más profundidad que nadie la interacción entre la Naturaleza y la Historia. Nosotros creemos en el sincronismo y la conco-mitancia de las grandes crisis de la humanidad con las convulsiones del globo; encontramos plausible el lazo causal que ciertas tradiciones antiguas destinadas a los iniciados –que, por lo demás, pueden tener su origen en la Biblia– establecen entre el desencadenamiento de las pasiones humanas y el de las fuerzas telúricas: contiene más de un símbolo el “mito” de la Atlántida. Y en todo caso, del mismo modo que la naturaleza, modificada

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por los pecados de los hombres –porque mens agitat molem: ¡si el hígado nos hace biliosos, la cólera nos hace hepáticos!–, pero “aguijoneada” también por su ciencia y su técnica, y orientada, además, por su propio determinis-mo intrínseco, se esfuerza, progresa y marcha hacia la venida de su Reden-tor, que es también el nuestro, y apresura a su manera la fecha... así ocurre igualmente con los hombres y la Historia. La predicación del Evangelio a los Gentiles (Mt. 24, 14) y, a continuación, la conversión global, nacional, del “resto” que Dios se ha reservado en Israel, preparan a porfía la Parusía. Y parece, desde hace algunos años, que nos aproximamos a esta fase.

La Iglesia católica rehúsa especular vanamente sobre un “milenario”, durante el que Jesucristo ha de reinar literal y visiblemente sobre la tierra entre los Santos ya resucitados; pero cree, y su instinto de Esposa no la engaña, que antes de la última carrera al abismo que nos ha de lanzar y precipitar vertiginosamente hacia el trono del Juicio, logrará victorias que sobrepujen con mucho a los más resonantes triunfos que ha conocido has-ta el presente. Todavía hay grandes naciones del Extremo Oriente, así como también tribus humildes de África, de ambas Américas y de Oceanía, que han de contribuir a la plenitud de su catolicidad. Se ha de restablecer su unidad rota, mutilada y gravemente comprometida, y entonces podrá diri-gir al mundo un mensaje que no sea ella la primera en contradecir y desmen-tir por su existencia misma en estado de disjecta membra. No es posible que la Esposa de Jesucristo se dirija a su encuentro sin brazos y sin piernas, reducida al estado de “mujer-tronco”...

Entonces, finalmente, llegará a su postrera peripecia la separación que se ha ido haciendo a lo largo de la historia: todas las fuerzas que el Demo-nio pueda movilizar en el mundo, las concentrará entonces y, desencadenan-do una persecución que, según las predicciones escatológicas del mismo Jesucristo será más de seducción que de violencia, las lanzará contra la Iglesia para un asalto decisivo 31. Y será el momento de que la cizaña y el

31 Seducción: todo lo que suprime o simplemente reduce el libre albedrío humano. Por tanto, todas las prácticas espiritistas, hipnóticas, psicoanalíticas, como no vayan autorizadas por un director espiritual muy sobre aviso. Por consiguiente, también a fortiori, como lo ha

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buen grano, el mal y el bien, misteriosamente entremezclados en este mun-do, traten de destrabarse, de separarse el uno de la otra y presentarse en su desnudez reveladora, para conquistar la tierra. El misterioso Rebelde –el Anticristo, que pretenderá quizá ser Jesucristo en persona, sin que muchos quieran otra cosa que engañarse– “se levantará” a su vez, mas no “como un débil arbustillo”, como un “retoño que brota en un suelo reseco, sin apariencia ninguna que excite nuestro amor, despreciado, abandonado de los hombres, familiarizado con el sufrimiento, varón de dolores y expuesto a las burlas” (Is. 53, 2 s.). Antes, por el contrario, él “turbará la tierra, sa-cudirá los reinos, del mundo entero hará el desierto” de la Tentación; “elevará su trono más alto que las estrellas, subirá hasta los cielos” (Is. 14, 12-17). A sus víctimas, los prisioneros de su temible seducción, no les permitirá nunca más volver al camino del Redil, de la Casa paterna (ibid. V. 17). Pero cuando este personaje haya alcanzado el cenit de su poder, cuando sobre la tierra entera “lleve su sello” toda la vida social y se crea él con derecho a tenerse por un dios, entonces, bruscamente, como un rayo de tempestad en una fresca mañana de primavera, se manifestará el Señor Jesús para “aniquilarle” por la epifanía de su Advenimiento (II Tes. 2, 8).

Cuando diariamente recitamos el Padrenuestro –¿ya lo pensamos algu-na vez?– suplicamos a Dios que acelere la manifestación cósmica de su bondad victoriosa: “¡Venga a nos el tu Reino!”. Este anhelo mesiánico, que se halla, además, en muchas plegarias judías, llama a gritos al Juicio, el Retorno de Jesucristo en poder y gloria. De la sinceridad, convicción, pro-fundidad, nostalgia, fervor y, por decirlo todo, del “hambre y sed” de Dios triunfador social, que ponemos en esa plegaria, de la seriedad e intensidad con que la formulamos “ontológicamente” –convirtiendo todo nuestro ser y obrar en un adveniat regnum tuum– depende, a no dudarlo, la fecha pró-xima o lejana de este Advenimiento, el único que puede traernos la paz y la dicha universales.

dicho admirablemente D. de Rougemont en su genial Part du Diable (Nueva York, 1944), todo régimen social o político (democracia o dictadura) que niega al individuo en la masa. Cf. también nuestro Satan dans la tradition judéo-chrétienne, en Satán, publicado por los Études Carmélitaines, París, 1948, pp.266-267.

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XVII

“Dies irae, dies illa”

La Biblia abunda en textos que describen el Juicio: son pequeños cua-dros, y son también frescos, a veces grandiosos y siempre de una fuerza sugestiva maravillosa. Dios, al hablar a los hombres por medio de la voz de los hombres, emplea el lenguaje de los hombres. Y Jesucristo mismo nos advierte que el fin de su Encarnación es “encender el brasero”, y ¿qué ha de querer Él?..”. Esto, y sólo esto: “¡que se encienda!” (Lc. 12, 49)... El Salvador no es un profesor de teología dogmática, sino un redentor; sus enseñanzas, por tanto, no apuntan a atiborrarnos de nociones abstractas y noticias sobre el mundo visible, sino a producir en nosotros ciertos estados de alma. Pues bien, siendo lo que somos, la catequesis a propósito del Jui-cio no ha de poder despertar en nosotros remolinos y sacudidas –“energi-zarnos”, como dice San Pablo– sino presentada en forma simbólica, apoca-líptica. No se trata, pues, de tomar al pie de la letra esas analogías metafó-ricas ni de ceñirnos a sus menores detalles, sino de deducir de ahí los principios inspiradores, las realidades sobrenaturales que Jesucristo y sus Apóstoles han querido sugerirnos; se trata, en suma, de saber qué estado de alma, de “comprehensión ontológica”, ha querido producir en nosotros el Espíritu Santo.

Después de la Caída, la rebeldía humana ha consistido sobre todo en esto (compendiado por la Edad Media en la fórmula “el Diablo es el primero de los lógicos”): el hombre, no contento con tener por nula la Ley divina, la discute, le opone su propia “sabiduría”, reconstruye según sus puntos de vista y sus concupiscencias el mundo y la vida, y opone creación a creación; en una palabra, miente. Por eso Jesús, dirigiéndose a los hombres rebeldes, les dice sin eufemismos que son “hijos del Diablo, padre de la mentira”, y “cumplen los designios de su padre”, la ley de aquí abajo, que “el dios de

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este eón” (II Cor. 4, 4) opone al decreto providencial sobre la creación. Todo se halla, pues, desde el Edén, tergiversado y en el desorden más es-pantoso. La especie humana de corazón perverso no cesa de “tentar a Dios”, de criticarle, hasta el extremo de que Dios siente “hastío” (Sal. 94). Cuando se presenta ante ella la Verdad, esta Hija de Satán no “reconoce su palabra, porque no la podría siquiera entender”, ya que el “fondo” que lleva consigo, heredado de su “padre”, es la “mentira”. Basta que se diga la verdad para que no crea (Jn. 8, 43-45). Por donde Dios, a pesar suyo y por no poder más, se ve forzado a entablar “discusión” (Is. 1, 18). Por tanto, el Juicio, ante todo, habrá de aplastar y pulverizar la mentira con la irradiación ine-xorable de la Verdad. Tiene que “colocar cada cosa en su sitio”, según la expresión del primer Papa (Act. 3, 21). A la atmósfera malsana, húmeda y pesada, turbia y pútrida, que gravita sobre este mundo y lo envuelve –porque el universo está todo él “sumergido en el demonio” (I Jn. 5, 19)–, a este aire espiritual que nuestras almas respiran, mefítico y viciado –porque la mentira tapona puertas y ventanas derramándose por el espacio de la verdad–, debe sustituirlo el Juicio por un “tiempo de refrigerio” (Act. 3, 20).

¿En qué consiste todo juicio? ¿Cuál es su primer elemento? Ante todo hay que “instruir” un juicio y después vendrá el “hacerlo”. Plantear, en fin, el problema convenientemente, circunscribir el objeto del debate y, sobre todo, dar con la solución verdadera, definitiva e irrecusable. Las cuestiones turbias, confusas, mal planteadas, los equívocos, los objetos –después de la Caída– de errores voluntarios o involuntarios, habrá que esclarecerlos, y colocarlos en la luz y perspectiva que les corresponde. ¿De qué se trata? Tiene que ser escudriñado a fondo el tema esencial de la “discusión” (Is. 1, 18); han de ser oídos los testigos y se tiene que calibrar, contrastar y considerar tanto en los detalles como en su conjunto su testimonio; la causa es objeto de considerandos y resultandos que ponen en claro los recovecos más ocultos; por fin, se da el Fallo. Ya entonces no queda ninguna duda: todo está claro y solucionado. Los hechos poseen ya la transparencia de la lógica misma; antes de juzgar a alguien, se juzga algo. Acto intelectual por excelencia; acto de re-conocimiento. Aquellos nombres que el hombre ino-cente ponía a los seres en el Edén, estableciendo, a guisa de Creador, el

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orden cósmico (Gén. 2, 19 s.); aquellos nombres cuyo secreto perdió des-pués de la transgresión, que lo trastornó y confundió todo –la Babel ontoló-gica antes de la Babel social–; aquellos nombres que han venido a ser seudónimos y máscaras –que las sectas religiosas han buscado bajo la designación de “palabra perdida”: tan sólo los imbéciles pueden esperar que esos métodos nos devuelvan lo que Lucifer nos arrebató–; esos nombres que tenemos prohibido buscar por nosotros mismos –“No juzguéis”, dice Jesucristo; pero San Pablo añade: “Sólo el hombre espiritual es capaz de juzgar”–, esos nombres, que no son otra cosa que la moneda pequeñita del Verbo, son los que oiremos y entenderemos en el último Día (Apoc. 1, 17; 3, 12).

En todo juicio se cumple el esquema arriba señalado. Pero, si bien es verdad que el principio es el mismo, ya se trate de un tribunal humano o de un Juicio divino, sería inútil querer hallar en éste todos los detalles de aquél. Inútil la convocatoria de testigos. No habrá lugar a requisitorias, ni tomarán parte los abogados. El Evangelio nos asegura que Jesucristo aparecerá como un rayo a través del cielo. Y con esa luz, toda la historia humana se hará, de un golpe, visible; aparecerán sus recodos y secretos más íntimos: de un solo vistazo se podrá abarcar todo el panorama. No habrá por qué dar mucha importancia a los “frutos” desde el momento que esté ante los ojos todo el árbol, toda su carrera, todo su devenir, como reu-nidos juntamente sobre el plano de una sola dimensión única. No será menester, para formarse juicio, concentrar la atención sobre tal o cual hecho, subrayar tal o cual circunstancia, argüir, discutir, equilibrar las razones y sugerir explicaciones. Jesús compara su Parusía al relámpago que, de súbi-to, en la noche, “brilla de un extremo al otro del cielo” (Lc. 17, 24). Nada de “discursivo” o progresivo; el relámpago no pasea su haz de luces a través del paisaje, de escena en escena, de detalle en detalle, sino que, de un golpe, nos ilumina todo el conjunto, de un extremo al otro y a la vez: detalles y síntesis. Así ha de ser el Juicio...

Como es sabido, la profecía borra el efecto de perspectiva y coloca sobre el mismo plano –el de las causas, Goethe diría: de las Madres– sucesos que están distantes en el tiempo; de modo parecido, la fotografía a base de ra-

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yos infrarrojos nos muestra cadenas de montañas, separadas por vastas llanuras, como si no fueran más que una sola. Ahora bien, es el mismo Espíritu quien “habla por los profetas” e inspira el Juicio. Se comprende que, en ese día, los móviles, a los que obedecen las palabras y las obras, sean tan patentes y claros como las palabras y los actos mismos. El alma, vuelta como un guante, deja ver sus secretos más íntimos como si fuera el rostro. La creación entera se informará entonces de lo que humildes cristia-nos, ignorados del mundo, han hecho por el progreso de la Iglesia y de la historia. Entonces veremos las relaciones auténticas de su obra oscura, anónima y desdeñada, con los éxitos brillantes de los conquistadores, estra-tegas, hombres de Estado y eclesiásticos afortunados. Hay almas arrepenti-das que se preocupan por saber si los pecados perdonados, abolidos y bo-rrados por una penitencia real y verdadera, han de aparecer en el día del Juicio. Jesucristo mismo responde: “Nada hay oculto que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no deba ser conocido” (Lc. 12, 2). Y San Pablo: “No juzguéis de nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor; él pondrá en plena luz todo lo que está disimulado en las tinieblas y manifes-tará los designios del corazón” (I Cor. 4, 5). Por consiguiente, todo sin excepción ha de salir a plena luz, así el bien como el mal. Mas las almas penitentes se alegrarán de esta revelación, que será una verdadera confe-sión pública voluntariamente aceptada. Porque, en efecto, no ha de ser para ellas ningún daño, ni les ha de causar miedo, angustia o incertidumbre. Por el contrario, perfeccionará su penitencia; les penetrará y saturará de una definitiva y soberana compunción; será el sello y el coronamiento de su “purgación”. Así como el organismo atacado de gripe transpira en cierto modo su mal, lo expulsa por todos los poros y se libra del mismo por una crisis suprema, del mismo modo ha de ocurrir a los hombres ante el Juez. En la exposición de todo su ser hallarán lo que faltaba todavía a su arre-pentimiento para acabar por completo su obra terapéutica. Pero lo que el Juicio pone de manifiesto no es solamente, ¡oh cristiano!, tu ignominia antigua, sino también la gloria del amor que te ha profesado Jesucristo, el sacrificio que ha aceptado por ti, la penitencia que te ha hecho descubrir y detestar tu pecado y la gracia que te ha capacitado para sacar del mismo

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gloria para Dios y utilidad para ti: ¡felix culpa! El pecado, debidamente reconocido, humildemente confesado, enérgicamente deplorado y progre-sivamente abandonado, vendrá a constituir nuestro mejor abogado o “para-cleto” creado y nuestra más poderosa y demostrativa defensa contra el Acusador, quien no podrá encontrar nada para poder “acusar a los elegidos de Dios” (Rom. 8, 33).

El “restablecimiento de todas las cosas a su lugar” de que habla San Pedro en el capítulo 3 de Hechos, exige, antes que nada, que se determinen los “lugares” y se restauren las jerarquías, y se clasifiquen definitivamente los valores. Además, no ha de versar sobre abstracciones, sino sobre prin-cipios, y por consiguiente sobre la “encarnación” de estos principios. Su “verdad” se halla en las relaciones de los seres concretos, individuales y responsables, con esos principios. Considerándose a Sí mismo, formula Dios su Palabra, engendra su Verbo, su “único”, como le dice a su análogo como Padre, a Abraham (Gén. 22, 12). Mas, supuesta la creación, esa comu-nicabilidad divina, esa participabilidad que es la Sabiduría –esencia y na-turaleza de Dios, como principio de todo ser, incluido el de las criaturas–, ese Bien como difusivo, hipostáticamente unido con el Hijo eterno, aparece, desde el punto de vista de las criaturas, no como misteriosa e incomprensi-ble Simplicidad, sino como Riqueza inagotable (Ef. 3, 10). La mente huma-na, que tiende fatalmente a separar, “rehace” hasta los “pensamientos” individualizados por ella, del Creador. Ve el mundo como multiplicidad; el Uno se le manifiesta –directamente, sin las referencias de la metafísica– a título de iniciador de número. Para ella, la unidad es la “primera”, coeficiente de realidad. No alcanza a concebir a Dios independiente del ser, abstrayen-do de la existencia universal. Es el problema que apasionaba a los rabinos contemporáneos de Jesús: ¿es el mundo el sitio, el “lugar” de Yavé, o es Dios el “lugar” del mundo, ha-Maqom?

Lo que constituye la realidad deiforme de cada creatura, su “verdad”, es la fidelidad con que expresa, manifiesta, refleja y eleva a su propio nivel ontológico ese aspecto de la Sabiduría divina como hipóstasis del Logos –sentido, como decía Soloviev, y por ende significado, valor y alcance del mundo–, ese “nombre” que lleva (nomen-numen, y por tanto nomen-omen)

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como una predestinación. Lo que posee de ser, de intensidad ontológica, de arrebatado a la hipoteca del caos, del no-ser, del seudo-ser bruto –arrancado al rechazo y marasmo ontológico, a la “segunda muerte”, a la muerte elevada al cuadrado–, es la medida por la que testimonia, con toda su presencia concreta, “fiel y verdaderamente” (Apoc. 3, 14), los designios creadores de Dios sobre ella. Quien ve a Jesús, ve a su Padre. Quien nos ve, a ti y a mí, debería poder contemplar, ipso facto, tal o cual “idea” de Dios.

Pero, desde ese momento, el Juicio, puesto que sella para siempre la relación –eternamente concebida y querida por Dios, virtualmente en su pensamiento en cuanto a los seres libres– el Juicio, digo, puesto que “ac-tualiza” esa relación entre los individuos y los principios que aquéllos deben manifestar aquí abajo –recuérdese que esos principios son los “aspectos” de la Sabiduría increada, traducida en términos de pensamiento creado–, es mucho más que una exposición, todo lo sugestiva y persuasiva que se quiera, de la verdad. No deja las cosas en el estado en que se hallaban. Dios, en efecto, tomando en su mano el ejercicio absoluto de su omnipotencia, ahora que el tiempo de prueba se ha terminado, es “todo en todos”; el juicio que instruye sobre cada creatura, es al mismo tiempo el veredicto que pro-nuncia sobre ella. El vocablo juicio designa ya una apreciación que tiene ipso facto fuerza de decreto. Dios considera globalmente la creación, discierne el bien del mal y separa la cizaña del buen grano; y lo que ve, comprueba y establece (en el sentido de “descubrir” después de una inves-tigación), lo establece para siempre (en el sentido de “consolidar”, de “instaurar”), y esto ES. No hay palabra divina que no sea sembradora de ser, creadora: es un lugar común de la Sagrada Escritura. De donde se sigue que, después del Juicio, no cabe ya volver al estado actual de mezcolanza, de indiscriminación, de campo en que la cizaña y el buen grano, en este mundo como en el interior de nosotros mismos, anden mezclados y traba-dos entre sí. El “Juicio eterno” (Heb. 5, 2) –la nueva distribución de todos los valores, en ellos mismos y “encarnados”, para la “edad por venir”– nos trae, por consiguiente, no solamente, en cuanto al pasado, una satisfacción póstuma, una satisfacción plena de la nostalgia que sentimos, como Elías y los que se alistaron con él bajo las banderas de Yavé, del honor de Dios,

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sino también, respecto del porvenir, la aurora de un nuevo día, que la Biblia llama el Día del Señor, en que el mal y el bien, lejos de hacerse mutuamen-te guerra y de existir juntamente para luchar, estarán separados para siem-pre, bien definidos para que no haya ni la sombra de duda posible, y formando como dos mundos diferentes (cf. Mt. 13, 30).

No ha de caber apelación contra la sentencia dada, por la sencilla razón de que la verdad se manifestará con tal evidencia que nadie podrá pensar siquiera en ponerla en duda. Aparecerá el envés, lo íntimo del mundo; la creación entera será como un guante vuelto del revés: quidquid latet appa-rebit. Los réprobos se reprobarán a sí mismos; los redimidos verán con claridad por qué lo son. Cada cual llevará en su conciencia la luz de Cristo; cada uno será Juez; y Jesucristo mismo, en la plenitud de su Cuerpo místi-co, será Juez... Este Juez, empero, si bien conoce todas las cosas, y ve las causas y los efectos, y escudriña con su omnisciencia divina las relaciones más complejas y delicadas, y las pesa en la balanza de su perfecta “justicia” –la cual, en el sentido bíblico, es pureza, santidad, derechura, rectitud, amor inflexible de lo que es bien e inexorable detestación del mal–, nosotros debemos ver en Él, justamente por esa naturaleza que lleva, que es común con nosotros: auténticamente, perfectamente humana, típicamente repre-sentativa, tentada como la nuestra “en los días de su carne”, y que le capacita para ser, “en todo semejante a sus hermanos [...] un Pontífice misericordio-so y fiel” (Heb. 2, 17), nosotros debemos ver en Él un Juez tan fiel como misericordioso. Claro está que nadie osará ni soñar siquiera diferencia alguna de rigor o ternura entre el juicio del Padre y el del Hijo delegado por el Padre. Pero a Él, el Hombre por excelencia, el Humanísimo, el “Hombre-Máximo”, como decía el Cardenal de Cusa, a Él, jefe responsable, cabeza y recapitulación de la especie, es a quien Yavé le ha confiado toda decisión relativa al género humano: “El Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo el juicio en su totalidad [...] Le ha dado el poder de juzgar, la capacidad de juzgar, porque Él es hijo del hombre” (Jn. 5, 22-27).

Ya había tenido Moisés el presentimiento de esta misión del Verbo encarnado: “Yavé, tu Dios, te suscitará, de en medio de ti, un profeta como yo; habéis de escucharle”. En la boca de este Hombre pondrá Dios sus

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palabras; este Hombre les dirá todo cuanto quiera Yavé” (Deut. 18, 15-18). Ahora bien, la misión de este personaje es escatológica; la profecía de Moisés, nos lo dice San Pedro, se aplica a la “restauración o restablecimien-to de todas las cosas”, en el Gran Jubileo cósmico (Act. 3, 21). En muchas oportunidades insiste la Epístola a los Hebreos sobre la prueba y experien-cia tan auténticamente humanas, tan plenamente nuestras, que le han valido a Jesucristo una competencia única para interceder cabe Dios como Media-dor o Pontífice misericordioso y fiel; “porque sufrió y fue tentado, puede auxiliar a los que acosa la tentación” (Heb. 2, 17 s.). Yavé le ha suscitado “de en medio de nosotros”, como dice Moisés, porque es “hijo de hombre”, según la significativa expresión del mismo Jesús –San Juan (5, 27) dice expresamente hyios anzrôpou, sin artículo en ninguno de los dos nombres–. Mediador por su naturaleza humana, vuelve a tomar esa función para unir lo que Adán había roto. Hállase en el centro del cosmos, que posee en Él su equilibrio; nada de extraño, pues, que juzgue a los ángeles en su calidad de hombre, y lo mismo a nosotros, sus miembros, con Él, en Él y por Él (I Cor. 6, 3).

Lo mismo que, para el conjunto del género humano, la Caída de Jerusa-lén, de Roma o de Bizancio no constituye la crisis o el juicio por excelencia, así tampoco la orientación decisiva y definitiva que sigue a la muerte, in-mutablemente determinada en tal dirección determinada, no equivale, para el individuo íntegro, para el hombre entero, completo, por tanto para el hombre real y auténtico, al juicio que sanciona sus actos propiamente hu-manos. Por lo cual, toda la cristiandad no católica (protestante, anglicana, oriental), si bien reconoce con nosotros que después de la muerte está irre-fragablemente orientada en uno u otro sentido la suerte del individuo, no quiere calificar de “juicio”, ni siquiera “particular”, eso que podemos llamar la última entrada en agujas. Mera cuestión de palabras, se dirá. No, hay algo más, puesto que, en la ideología paulina, las dos nociones de cuerpo de Cristo –individual y “místico” o social– se compenetran de tal suerte que bien puede confundírseles, cuando el Apóstol nos advierte que hasta esa “redención de nuestro cuerpo” –literalmente: del Cuerpo (en singular) único de nosotros (en plural)– “que es nuestra adopción” de filii in Filio,

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“no estamos salvados sino en esperanza” (Rom. 8, 23 s.), y nosotros pode-mos decir, como católicos, que hay “juicio”, “restablecimiento de todas las cosas”, rectificación universal, cuando todo esté en su lugar, cuando el trastorno cósmico producido por la Caída desemboque por fin en el orden, y el orden es general, nunca individual.

Acta sunt suppositorum: mientras el cuerpo no reciba su salario, no puede afirmarse que el orden se halle suficientemente restablecido o jus-tificado por lo que respecta al individuo, al hombre. Que Pedro o Pablo, muertos ya, continúen su camino hacia Dios o... hacia el Otro, y todavía a título de alma separada, de elemento natural –cuando de hecho el hombre Pedro o Pablo no existe hasta la Parusía– esto no constituye más que uno de los innumerables factores de la cristalización gradual del cosmos, de la preparación progresiva del verdadero Juicio. Este último es el que pone en juego y en orden todos los seres con todas sus relaciones y ha de colocar en su lugar los “datos” complejos y aparentemente caóticos de las respon-sabilidades: nil inultum remanebit (nada quedará sin sanción). No puede hablarse de justicia con verdad, y por ende, de juicio, en toda la fuerza y verdad plena del vocablo, sino cuando todo, a la vez, es, con una ojeada única y sintética, conocido, apreciado y objeto de un sentimiento común, y “forma bloque”. El verdadero Juez, al “juzgar” a Pedro, ha juzgado ipso facto a Pablo; al “juzgar” a una sola creatura, juzga a la creación entera, ya que la solidaridad, así como la reversibilidad, es universal. Y el Cielo pro-piamente dicho, lo mismo que el Infierno, no tienen sentido –eso implica la expresión “nuevos cielos”– sino a partir del Juicio, y, por tanto de la Parusía; Pedro y Pablo, muertos en 1950, no revivirán para el Cielo o el Infierno, no se hallarán presentes de nuevo –como hombres, como “compues-to humano”– más que el día del Juicio. Entre tanto, uno de sus elementos fundamentales, su alma, desde el momento que no está unida con lo irracio-nal, con lo fortuito de la materia, con el devenir, se encuentra como bloquea-da automáticamente y fija en su orientación fundamental: “Donde cae el árbol, allí queda tumbado”, dice el Eclesiastés –y Justino, en su Diálogo con Trifón, atribuye a Jesucristo Juez este ágrafon: “Como te encuentro, te mantengo”.

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Si no hay “cielos nuevos” antes del Juicio –porque entonces tan sólo, precisamente por el “restablecimiento” universal, lo que para nosotros es krisis, es, para la antropoesfera, palingenesia total o renovación, y los “cie-los nuevos” marchan a la par con la “tierra nueva”–, se comprende mejor lo que nosotros hemos llamado el estado intermedio, el Scheol: para unos, “paraíso” o “purgatorio”, acentuando el sentido etimológico del vocablo –no decimos expiatorio, sino purgatorio, es decir, purificatorio; para los otros, “lugares inferiores” o “infernales”, pregusto de la sentencia, según la expresión de Tertuliano. Que la fase “paradisíaca” abarca innumerables “estaciones” o monai, lo sabemos por lo que nos dice el Salvador en el Cuarto Evangelio. Síguese de ahí que en los grados superiores la progre-sión apô doxês ei doxan, la participación cada vez más próxima e íntima en la Gloria, en el Pléroma de resplandor (II Cor. 3, 18), viene a terminar en la visión beatífica, en el “cielo” del alma descorporeizada, de la “forma sustancial” sin “sustancia”. Puédese gozar de Dios, en cierto modo, “antes” del Juicio. Mas estos éxitos individuales –que no abarcan todo el compues-to humano, el hombre propiamente dicho, que tiene que “resucitar” después, y que no se recobra más que al unirse el alma y el cuerpo– no tienen com-paración con el formidable desarrollo que realizará el sueño del viejo Filón: el cosmos, hijo de Yavé; o, de otra manera, el mundo, sombra luminosa del Verbo. Y, sobre todo, “Dios todo en todos”, sustancia, unidad, comunidad de todas sus creaturas; la koinônía, la comunión vital, la simbiosis del Espí-ritu Santo, no ya como objeto de fe y misterio, sino como flor que abre su corola al Sol de justicia en la luz plena de la última y plenaria Revelación: la Ascensión, la Coronación, la Entronización “a la derecha del Padre”, de la Majestad divina, del Hijo acabado y completo, del Cristo en su plenitud. Y como la doctrina del Cuerpo Místico no es una cosa metafórica, decir tú será lo mismo que decir yo; y desde el momento en que en ti encuentro yo a ese mismo Dios que constituye mi propia realidad, desde el momento en que en ti descubro yo la vida y no la “segunda muerte”, ¿cómo podría yo considerar como definitiva mi felicidad, mientras no la posea en ti? Nosotros no lograremos el último y definitivo “objeto de la Promesa”, el “cielo”, hasta que todos nuestros hermanos lo hayan conseguido también. Tampoco

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los Santos antiguos “obtuvieron el objeto de la Promesa, porque Dios tenía previsto algo mejor sobre nosotros, para que ellos sin nosotros no llegasen a la perfección, a su coronamiento” (Heb. 11, 40). Aun para las “almas separadas” llegadas a las más altas cimas del estado intermedio, a la biena-venturanza del paraíso, o mejor, a ese “cielo” exclusivamente “espiritual” que pueden conocer en su estado de mutilación ontológica de MUERTE

mientras les falta el cuerpo, condición definitivamente celestial –“cielos nuevos”– queda todavía “una cosa que ni el ojo vio, ni el oído escuchó, ni ha subido [de sus profundidades] al corazón del hombre” –pues, ¿dónde está el hombre entre la muerte y el Juicio?–, una cosa “que Dios ha preparado para los que le aman” (I Cor. 2, 9). Es la “nueva tierra”.

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XVIII

La salvación y la gloria

San Juan, con ser el patriarca de los místicos, confiesa su impotencia para explicar lo que serán, en el “mundo por venir”, los “hijos de Dios” (I Jn. 3, 2). Siendo así, ¿quién será capaz de asentar, respecto del destino ce-lestial de los Bienaventurados, afirmaciones sólidas y categóricas? La gloria de su nuevo estado trasciende y sobrepuja infinitamente todos los recursos de nuestra imaginación, aun incluyendo a los santos in via, que son objeto de la divina munificencia en este mundo. Pero ¿qué cristiano, que sienta el hambre de Dios, no ha experimentado, en lo más profundo de su ser, la invasión de una plenitud en que el ser y el regocijo se dan el beso de paz para desarrollarse juntamente, como fusionados, en el seno de una realidad que no es posible medir, rostro de amor aunque sin forma, iluminación aunque sin claridad distintiva?... Esto penetra por todas partes y sube insen-siblemente, como la ola en caso de inundación. Procede de los fundamen-tos ocultos y gana poco a poco toda la casa. Y quebranta el corazón con una compunción gozosa, ontológica más aun que moral: “Yo soy un hombre de labio manchado, hijo de un pueblo de palabra impura” (Is. 6, 4). Es la inmersión en un océano de ternura y de pureza, sin orillas, que lleva, en lugar de ahogar (como lo imaginan los místicos panteístas). Tales experien-cias vivifican nuestro poder de imaginación; júzguese por lo que enseñan a los Santos, aun en esta vida. Con todo, estos presentimientos no son nada, absolutamente nada, en comparación de la realidad que nos aguarda (I Jn. 3, 2; I Cor. 2, 9).

Pero existe aún una experiencia quizá más preciosa, que, por lo demás, va de la mano con la anterior, cuyo anverso constituye. Es, día tras día, al mismo tiempo que se hace cada vez más evidente la presencia en nosotros del Batanero divino (Mal. 3, 2), el gusto de ceniza, el sabor mortificante (y

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vivificante, cf. Rom. 8, 10; I Pe. 3, 18), de nada, que nos deja la convicción, de tal manera identificada con nosotros mismos que nos sería imposible arrancarnos esta túnica de Neso sin destruir el nuevo ser que hemos investi-do, la convicción, digo, de que somos culpables, pecadores, negadores, es decir, asesinos virtuales, de la majestad y santidad de Dios viviente. Día tras día el agua regal de esta certeza “sabrosa” corroe nuestro hombre ex-terior (Jn. 16, 8 s.; II Cor. 4, 16), pero “renueva” el otro, “el hombre escondido del corazón” (I Pe. 3, 4). Y entonces, como esta tristeza “es según Dios” y hace renacer a la vida mientras “la del mundo produce la muerte” (II Cor. 7, 9 s.), puesto que este dolor –el único en esta vida, dice León Bloy– nos hace volver el rostro hacia la santidad, hacia la sombra de Yavé, encontra-mos en ella, aunque seamos pecadores, o más bien porque lo somos, pero “creyendo en Jesucristo y amándolo sin haberle visto jamás”, con qué llenar nuestros corazones de una “inefable alegría, desbordante de gloria”, pues la quemadura misma que nos atormenta (y cura) con el recuerdo de nuestro estado de pecado es como una prenda de victoria: hemos de conseguir in-dudablemente “el precio de nuestra fe”, que es la salvación (I Pe. 1, 9).

Esta noción de salvación debe todo su brillo a un efecto de contraste. Nos recuerda ante todo el peligro mortal en que nos encontramos acá, y la perdición cierta que nos aguardaba, de la cual únicamente el Salvador, por su vida coronada por una muerte que expresa exhaustivamente todo el sentido de aquélla, nos ha arrebatado para siempre. Sin duda que toda la vida de la gracia es, ya desde este mundo, una vida de salvación gradualmen-te realizada, y, a través de nuestra peregrinación terrestre, no cesamos de “lograr este precio de nuestra fe” (I Pe. 1, 9); pero sólo después del Juicio definitivo, cuando nuestro estado fundamental haya quedado fijado irrevo-cablemente, podrá considerarse nuestra alma plenamente salvada, junta-mente con el cuerpo también rescatado (Rom. 8, 23).

Entonces el alma podrá echar una mirada retrospectiva sobre los peca-dos de su vida de prueba, mirada de todo en todo diferente de la que fijó para siempre a la esposa de Lot y la inmovilizó en la amargura estéril; porque verá sus faltas, no como su manifestación, su “cuerpo de pecado”, como un aspecto de sí misma: el “fruto”, la “forma” que la manifiesta, sino

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como un detritus espiritual arrojado bajo el efecto de una purga enérgica. Y será entonces cuando el “ejército revestido de ropas blancas” y “agitando palmas”, viéndose purificado de los viejos errores, libre ya de sus debilida-des (es el sentido del Salmo Judica me, del principio del santo Sacrificio), y percatándose de que, por fin, todos sus trabajos, sus penalidades y fatigas, han logrado su objeto, sin verdadero perjuicio, reconocerá la plenitud y perfección de la salvación definitivamente, y sabrá de qué manantial dima-na esta onda viva: “La salvación viene de nuestro Dios, que se asienta sobre el trono, y del Cordero” (Apoc. 7, 10).

Para ciertos espíritus delicados, los cristianos que se preocupan por su salvación carecerían de desinterés; serían preocupaciones sórdidas, indig-nas y mezquinamente individualistas. Pero aun prescindiendo de que la enseñanza y doctrina de Jesús mismo sobre el carácter rigurosamente pri-mordial del salvam facere animam suam, salvar su alma, no da ningún asidero a la duda, considerar la búsqueda de la salvación un objetivo egoís-ta o por lo menos egocentrista es desconocer burdamente la psicología que supone (o provoca) la doctrina evangélica. ¿Qué sería la vida, qué garantías de seguridad, qué posibilidades de conservación y continuidad, qué espon-taneidad podría poner en juego, habida cuenta de su necesidad de adapta-ción y protección, si sus formas más elementales y sus fuentes mismas, en lo más profundo del individuo, no rezumasen un instinto de conservación, que se manifiesta, tanto en relación con la existencia fundamental –eterna y espiritual– cuanto respecto de su presencia puramente física? Jesucristo y los Apóstoles nunca dejaron de apelar a este derecho y deber que incum-be a todo ser de no soltar de la mano ese “talento” importantísimo que ha recibido de Dios. El deseo de salvación se envilece únicamente cuando tiende a sus fines por caminos que no le pueden conducir a ellos: por ejem-plo, por la negligencia en los deberes humildes de estado, o por un indivi-dualismo que asfixia la caridad. Si Dios ha querido nuestra salvación, hasta el punto de entregar a su Hijo único para realizarla, ¿podremos nosotros argüir sobre la noción completamente humana e imperfecta que poseemos de la redención para desdeñar un bien que el Verbo eterno no ha creído pagar excesivamente caro con su Sangre misma? Después de todo, desear

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su salvación no es otra cosa, para toda creatura razonable y responsable, que desear que se restablezca y ponga en su lugar el orden divino, turbado por la perversidad del hombre; es desear devolver al mundo, del cual el hombre es, como se expresaba Goethe, el “pequeño dios del mundo”, las bases de su equilibrio y de su cohesión; es, en fin, desear (y con la ayuda de la gracia, procurarlo) que la voluntad divina, su decreto providencial sobre cada uno de nosotros, se realice y se propague su reino, la esfera que llena su plenitud, de forma que la Sabiduría “alcance poderosamente de un extremo al otro del mundo”, sin que se sustraiga nada a su eficacia soberana, antes bien “disponiéndolo todo con suavidad” por la sumisión libre de las creaturas espirituales que le obedecen por amor (Sab. 8, 1).

Con todo, a pesar de su capital importancia y de su grandeza –ya que equivale simplemente a la fecundidad victoriosa de las bendiciones hechas por Elohim en el umbral del Génesis– la salvación propiamente dicha no representa otra cosa que el aspecto propiamente negativo de lo que, en Cristo y por Cristo, Dios “ha preparado para los que le aman”. Lo positivo es la gloria futura, esa irradiación, ese reflejo y extensión de la zeiotês, “hijos en el Hijo” (San Agustín) –la “irradiación de su esplendor”– y respecto del Verbo, respecto de “la impronta de su sustancia”, un calco o copia. La gloria es el estado y el destino, para el que Dios nos ha creado, desde toda la eternidad, en Cristo, independientemente de toda consideración relativa a la Caída.

Es muy fácil saber lo que es la gloria: la Revelación nos la va describien-do poco a poco a través de los dos Testamentos. Estudiemos, por consiguien-te, lo que nos enseña la Biblia, y lo que nos dicen los comentadores rabí-nicos, puesto que Jesús, con frecuencia, les ha instruido en lo que se refiere a la letra, a la fórmula del dogma, aunque no hubiesen llegado a captar, a pesar de haber puesto de relieve el “espíritu” y “descubrirles” el alcance generalmente oculto por la letra, el valor nuevo en el sentido de San Juan 3, 3 (anôcen), es decir, de Arriba, trascendente. Con la tradición judía en la mano, podremos comprender los datos de la cristiana, tanto mejor cuan-to que ésta ha tomado de aquélla “los huesos secos” para infundirles el Espíritu.

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La Gloria o Esplendor –ziv o kabod en hebreo, doxa en el griego de los Setenta– es, ante todo, para los autores inspirados del Antiguo Testamento, un fenómeno luminoso de naturaleza análoga a la llama, que sirve de sig-no –esto es, de índice, index– a la Presencia de Dios en su pueblo. En el Éxodo, se manifiesta a Moisés Dios comunicable, Dios cognoscible, es decir, el Verbo, en la zarza de acacia; es deslumbrante la luz que irradia, aunque parezca que la zarza se está quemando. Esta irradiación del Ser difusivo por excelencia –puesto que lo es de Sí mismo– caracteriza, en la Escritura judía, sus manifestaciones todas: se habla de “carros y caballos de fuego”, es decir, la fuerza combativa de Yavé, que lucha por los suyos, mientras que los otros pueblos “ponen su confianza en los caballos y carros de guerra” (II Re. 6, 17; Sal. 19, 8); un “carro de fuego” transporta a Elías al cielo, y es lo que describe también Ezequiel (la Merjabah, el trono del Señor, movible como la luz); una columna de fuego guía al pueblo por el desierto; una nube luminosa se posa en el Templo de Jerusalén como, más tarde, en el Tabor y en el día de la Ascensión.

Elías, el único que mantiene el culto de Yavé, hace frente a los sacerdotes de los Baalim y, bajo la forma de un Rayo, Dios mismo se apodera de su ofrenda. Dios habla por la llama (Deut. 4, 36). Y este Fuego purifica como el crisol del fundidor; consume todo lo que está manchado y, por estarlo, no puede franquear las puertas de la ciudad santa: nuestro Dios es un Fuego devorador (Deut. 4, 24; Mal. 3, 2 s.; Heb. 12, 29; Apoc. 21, 27).

Esta misma gloria igniforme es la que precede a los judíos en el desierto de la prueba y la tentación: durante el día, cuando todo aparece claro, paten-te, inconfundible, en el sol del conocimiento intelectual, en el mediodía de la experiencia, se manifiesta como Nube; es la opacidad, el crepúsculo diurno de la marcha en la fe, que “guía su camino”. Pero cuando llega para ellos la noche, en que se acampa, y cesa el avance, y se repliega uno sobre sí mismo y entra en su interior, la gloria aparece como columna de fuego. Porque el día verdadero está en el reposo, en el sueño de las potencias aso-madas al exterior; y si durante este “día”, del que Jesús nos dice que es tiem-po de acción, no se nos manifiesta Dios más que en estado de Nube o de Velo –el pargod de la mística judía–, la “noche”, al mismo tiempo que nos

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sirve para la temible prueba de la “purgación” interior –el “árbol” podado de Jn. 15, 2: el día pone en evidencia los “frutos”, pero la noche, cuando todos “duermen”, da oportunidad al Amo de casa para trabajar en el corazón del “árbol”–, la noche, digo, al mismo tiempo que es para el alma fiel un “fuego”, una gehena de salvación –Dios presente al hombre como Devoran-te–, nos trae, por las llamas mismas de este Fuego, la claridad (Éx. 13, 21s.). Y la Escritura concluye, en buena lógica, que de esa manera el hombre, activo o pasivo, “puede avanzar lo mismo de noche que de día” (ibid.).

En esta gloria es donde Yavé riñe el combate por los suyos (Éx. 14, 24). Y la misma aparece, por lo demás, más tarde, cada vez que el pueblo elegido pasa por alguna crisis de importancia vital (ibid. 16, 10; 24, 17; Núm. 14, 10). No se ven bien, a primera vista, la relación entre esta manifestación, ordenada al parecer al auxilio de Israel, y la naturaleza de este Dios simple en el que todo se reduce a lo que es. Problema que ha preocupado a Moisés, evidentemente. De ahí el diálogo inaudito del capítulo 33 del Éxodo. Dice el profeta a Yavé: “Haz subir al pueblo” –y, según el simbolismo constan-te de la Escritura, esta “subida” física significa otra: la elevatio mentis ad Deum–, por consiguiente: “Me mandas hacer subir a este pueblo, y no me das a conocer al que tienes que enviar conmigo”. ¿Qué personaje es éste que debe, de parte de Dios, acompañar en todo lugar a Moisés y su pueblo, guiarlos y protegerlos? Yavé responde: “Te acompañará mi Rostro y Yo te daré descanso”. Moisés replica: “Como no nos acompañe tu Rostro, no nos hagas partir de acá”. Y Yavé accede: “Haré lo que me pides, porque has encontrado gracia a mis ojos y Yo te conozco por tu nombre”. Pero el “re-dentor” de Israel –según San Esteban (Act. 7, 35)– no está aún satisfecho. Como Jacob cuando mereció ser apellidado Israel, como Abraham cuando negociaba in extremis la salvación de Sodoma, así también Moisés, como judío auténtico, es tan tenaz como exigente, infatigable y “pegajoso”, así para el bien como para el mal. Así se da uno cuenta bien cómo las parábolas de Jesús sobre la insistencia con Dios (el Juez inicuo, la del amigo que vie-ne a pedir pan en plena noche, etc.) habían de agradar a los judíos y producir en sus labios una sonrisa de complacencia risueña. Moisés, pues, insiste: “Hazme ver tu gloria...”.

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XIX

El ángel de la faz

La tradición de Israel no es muda respecto de esta “Faz”: el Talmud y la Kábala la identifican con Metatron, el “Ángel de la Faz” que es también “el Nombre de Yavé”, su revelador, su manifestación, por quien se halla declarado explícitamente en 70 atributos –o Nombres– el ser, la physis, la ousía de YeHoVaH. Sombra proyectada por la luz divina –pero sombra que, siéndolo de tal luz, es también luz: lumen de lumine–, Metatron es, en la Kábala y el Talmud, el reverbero de Dios, que le manifiesta: Maqom, su “morada”, su “habitación” espiritual, como el mundo es, por su eficacia omnipotente, su “Casa” material. Filón identifica Metatron con el Logos, el “Hermano mayor de los Ángeles”, el “Ángel de innumerables Nombres”. Y del mismo modo que, para la Kábala, es Adán Qadmon, el Arquetipo eterno del Hombre –“el Hombre universal” de la mística musulmana, el Antropos de las religiones iránicas, quizá el Purucha del hinduísmo–, para Filón es “la imagen humana del Dios eterno” (San Atanasio ha subrayado la analogía de la función, y por ende de la naturaleza, mediadoras, ya que el obrar sigue al ser, lo mismo en el Verbo como entre los hombres). Comentando Núm. 11, 16 (los 70 ancianos de Israel), el Baal-ha Turîm enumera los 70 “nombres-atributos” en que se desarrolla, como “reverbe-ro” irradiante del Metatron, la naturaleza de Yavé. En la Kábala es el “Dios pequeño”, que lleva los nombres de Yavé invisible e inaccesible –siete Nombres que son “los Siete Espíritus de Dios”– y que participa en absolu-ta igualdad de la divina Majestad. Mientras todos los Ángeles, sin exceptuar a Miguel, aun los más encumbrados, escuchan los mandamientos divinos “a través del pargod”, “de detrás del Velo” (Jaghigah, 16A), Metatron “se sienta en el trono en el íntimo reducto de Yavé” –San Juan diría: en el seno del Padre– y “en el interior del Velo” (Jagh. 5B). Él muestra a Moisés los

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mundos invisibles (Sifré, 141 A). Cuando Dios dice a Moisés: “Sube hacia Yavé” (Éx. 24, 1), y: “He aquí un lugar frente a Mí” (Maqom, cf. Éx. 33, 21), –el Verbo, en Jn. 1, 1, tiene todo su ser pros ton Theon, “cara a Dios” como un espejo, ad Deum– trátase de Metatron (Sanhedrín, 38 B). El Tar-gum del seudo Jonatán, comentando Gén. 5, 24 (“Henoc marchó con Dios [...] porque Dios le había arrebatado”), afirma que aquí el texto sagrado se refiere a Metatron, a quien llama “el Gran Escriba” destinado a ser el “Gran Juez”, el “rey (o príncipe) de este mundo”, “el Adolescente” 32.

Tal es la “Faz” que Moisés pide “ver”, porque Ella ha de llevar a Israel a través de una tribulación inaudita –que prenuncia la del Apocalipsis– hacia “el Reposo”, el Gran Jubileo del Olam habbah, del “mundo por venir”, que es el Reino de Yavé por el Mesías. Moisés quiere “conocer el Camino” de Yavé –Ego sum Via– es decir, “conocer a Yavé mismo”, lo que tiene de cognoscible, de comunicable y de participable. Este “conocimiento” es infinitamente precioso, porque mediante él espera el profeta “encontrar gracia a los ojos de Yavé” (Éx. 33, 12 s.): “Porque ésta es la vida eterna: conocerte a Ti como a verdadero Dios, y a Jesucristo [el Ángel de la Faz], como a Enviado tuyo” (Jn. 17, 3; aggelos significa el Enviado). Este conoci-miento es, por tanto, “el que distingue a Moisés y al pueblo de Dios, de todos los pueblos dispersos por toda la tierra” (Ex. 33, 16).

Así pues, Moisés toma en sus labios la misma súplica de Jacob: “Revéla-me tu nombre”, es decir, déjame “verte Cara a Cara” (Gén. 32, 30 s.). Yavé conoce ya a Jacob y Moisés por sus nombres, como conoce a Jeremías “aun antes de formarse en el seno materno”; este conocimiento, equivalente al llamamiento de tal hombre “por su nombre” –cuyo paralelo en este mundo es el llamar, por su nombre, a todas las creaturas inferiores, que hace el

32 Gran Escriba, Rey del mundo, Eterno adolescente, tres títulos que se atribuyen tam-bién, por una peregrina “coincidencia”, a Sanatana Kumara, en el que algunos círculos de iniciados hindúes ven, en el centro del Agartha, el representante sobre la tierra de Manú, es decir, precisamente, del “Gran Hombre Celeste” (cf. Le Roi du monde, de René Guénon), el transmisor, a los poderes telúricos, del Dharma, de la “ley-destino” o “voluntad del Cielo. ¿Se trata de un paralelismo inofensivo, debido a la sobrevivencia “tradicional” de una revelación primitiva, o bien es una parodia diabólica, destinada a sembrar confusión? No nos atrevemos a decidirnos.

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mediador nato, el hombre (Gén. 2, 19 s.)– se expresa por la “gracia” que los “llamados”, los klêtoi (cuya suma se llama ekklêsia, la Iglesia), “hallan a los ojos de Dios” (Éx. 33, 17).

Véase cómo se amplifica y se extiende este juego de ecuaciones: cono-cer a Yavé es conocer su Faz, su Verbo; es conocer a su “ángel”, su mensajero (Éx. 33, 12). Es conocer su Nombre. Pero, en el hombre, este conocimiento se manifiesta en frutos de sabiduría, en vida eterna, en gracia, para terminar en el Reposo del Sábado definitivo, del Retorno al Edén, del Gran Jubileo cósmico (el río del Edén, Gén. 2, 10, se llamaría Yobeel, según los Targu-mim). Porque si nosotros conocemos el nombre de Yavé, es porque Él ha comenzado por conocer el nuestro... (Gál. 4, 9; I Jn. 4, 19). “Tú no me buscarías –podría decir un nuevo Pascal– si yo no te hubiese hallado...”.

Así que Faz, Ángel y el Nombre, todo es lo mismo. Y Moisés dice: es también la Gloria (Éx. 33, 18-20). El Resplandor, la Difusión creadora (del ser natural y sobrenatural), la Misericordia personal y viviente. Para San Pablo “la mujer es la gloria del hombre” y éste, “la gloria de Dios”, o, más exactamente, “la imagen de esta Gloria”. Del mismo modo, Dios es la “ca-beza” de Cristo; Jesucristo, “del hombre entero”; y, en el hombre mismo, el ser dual, el varón lo es de la mujer (I Cor. 11, 3-7). La “cabeza” halla en el cuerpo su prolongación y su medio de acción; ella es, mutatis mutandis, con relación al cuerpo, lo que la forma a la materia, el acto a la potencia, el foco luminoso al halo, a la “gloria”. Ésta, pues, puede identificarse con el “cuerpo” que perfecciona, multiplica, completa y le confiere una irradia-ción que supera con mucho al fons et origo todo lo que aquélla posee de ser y de positivo, y forma con la “cabeza” el plerôma, el ser completo, perfecto, enriquecido con una fecundidad que, sin darle nada de indispensa-ble a su existencia, sin colmar en él una laguna, una carencia ontológica, le permite encontrarse en otras existencias salidas de la suya.

Moisés dice: “Hazme ver tu Gloria”. Yavé replica: “Yo haré pasar ante ti toda mi bondad, y delante de ti pronunciaré el Nombre de Yavé [...] pero tú no podrás ver mi Faz, porque no puede el hombre verme y vivir. He ahí, delante de Mí, un Lugar: te estarás sobre ese Peñasco. Cuando pase mi

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Gloria, Yo te colocaré en el hueco de la Roca, y te cubriré con mi mano hasta que haya Yo pasado. Entonces Yo retiraré mi mano y me verás por detrás; mas mi Faz no puede ser vista”.

Sin embargo, cuando Felipe pide ver al Padre, Jesús le responde: “Quien me ve a Mí, ve a mi Padre”; y el Apóstol afirma que “la Gloria de Dios”, cuando “brilla en ella el conocimiento”, está “en la Faz de Cristo” (II Cor. 4, 6). Mas la Revelación plena, cara a cara, data de la Encarnación. Para que “mi Faz se vea” hay que aguardar al fiat de María. Hasta entonces, ha de bastar la Gloria a aquellos “cuyo corazón dice, por su parte: buscad mi Faz” (Sal. 26, 8; cf. Sal. 23, 6). La Gloria, por consiguiente, es la revelación, la manifestación personal y viviente de Yavé bajo la Antigua Ley: por ella, “dedo de Dios”, habla la Faz a los Judíos. Hay como una ley de alternan-cia: cuando la Faz se hace visible, se hace por ella presente la Gloria; y, de hecho, durante el tiempo de la peregrinación de Jesús por la tierra, esa Gloria no cesó de obrar por medio de Él (Is. 42, 1; 61, 1; Mt. 3, 16; 12, 18 y 28; Mc. 1, 10; Lc. 4, 18; Jn. 1, 32 s.). Pero, antes de la Encarnación y después de la Ascensión, es la Faz la que nos proporciona la Gloria, “de parte del Padre”, a fin de que “efectuemos las obras, y aun las mayores” de esta Faz. Ambas, Faz y Gloria, constituyen la comunicación, la difusión de Dios, como la luz y el calor propagan la eficacia y, por ende, en última instancia, el ser del fuego. Pero aquello que tiene Dios de “participable” en su naturaleza, en su esencia, que es, por tanto, el origen de todo valor, de toda riqueza, de todo bien, se llama Bondad en el pasaje del Éxodo que hemos citado. Ese aspecto del ser divino que confiere a los seres la existencia, el hecho de la presencia, el ser superior a la carencia y ausencia, merece el nombre de Bondad. Con todo, en cuanto es origen de las esencias, el sentido y alcance de la presencia, la llamaremos Sofía, Sabiduría. Ésta está perso-nificada en la Faz y la Gloria. Por eso los textos escriturarios que hablan de la Sabiduría han sido considerados como relativos al Hijo eternal (sobre todo por los Padres occidentales), o bien al Espíritu Santo (sobre todo por los Padres orientales). En la Antigua Alianza, la Gloria manifiesta la Bon-dad, profiriendo, delante de los hombres, el Nombre de Yavé y revelándo-les su sentido. Y para los hombres, independientemente de la Caída, el

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fru-to de esta comunicación es la gracia, que lleva a la gloria; pero, habida cuenta de la Caída, esta gracia toma la forma (y se encuentra difundida en un “clima”) de misericordia (léase la cita del Ex. 33, 19).

Moisés ve, pues, la “bondad”, el ser o tenor de Dios, bajo el aspecto de la Gloria, que es la consecuencia de ese Bien creador, difusivo de Sí. Mas “el hombre no podría ver la Faz y vivir”, permanecer en su ser mezquino, precario y pecador. El representante por excelencia de la especie, el “Hom-bre-Máximo” como decía Nicolás de Cusa, descubre en Sí, sobre la Cruz, en cuanto Hombre, mandatario de los pecadores y cargados con sus iniqui-dades, la Faz –y muere. Pero su humanidad viene a ser para nosotros, en-tonces, el “lugar” de donde el hombre puede ver la sombra y la estela de la Faz; el “peñasco” hendido, resquebrajado, abierto violentamente por nosotros, en que Dios le acoge, y oculta, y cubre con su Mano (que es el Espíritu Santo) hasta que Él haya “pasado” (es la Pascua interior, el Pesaj espiritual). “Todavía un poco de tiempo y ya no me veréis...”. Después, “todavía un poco de tiempo”, y Dios “retira su Mano”, y nosotros vemos el anverso y el reverso de Dios, Dios como dorso vuelto hacia nosotros, Dios que se aleja, el Dios de las noches místicas; pero, acá, hasta la Parusía, “no es posible ver su Faz” (Éx. 33, 18-23). De esta roca –petra autem Christus– canta espléndidamente el himno anglicano de Toplady:

Rock of ages, cleft for me,Let me hide myself in Thee...

Es decir, recordando a Jn. 19, 34:

¡Roca eternal, hendida por míDéjame esconderme en Ti!

Pero esta gloria de Dios, que le viene de sus perfecciones reflejas, la recibe, no sólo de las dos Personas que toman eternamente la sustancia en su “seno” (Jn. 1, 18), en ese “seno” paternal que es el secreto ontológico y la Sofía misteriosa de Yavé, sino también de las creaturas, en las que rever-beran parcial e imperfectamente estas perfecciones (Rom. 1, 20), y que se

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la apropian a su vez en el “seno” de la Faz, humillada bajo la forma del hombre por la operación de la Gloria (Jn. 13, 23; Fil. 2, 6-11, texto cuya clave, verso 11, es precisamente la “causa final” de la Encarnación, de la Muerte y Ascensión: la Gloria de Dios Padre).

Todo lo que Dios entrega y nosotros le devolvemos, multiplicado como en la parábola de los talentos, constituye nuestra contribución a su gloria. Cuando su Nombre y su Faz, lejos de ser objeto de humillación por la promiscuidad del pecado, en nosotros, cristianos, se ve “santificado”, libre de manchas, consagrado, reservado, nosotros le devolvemos la gloria que habíamos recibido de Él. La alabanza ontológica, la de la creatura orienta-da y ordenada hacia Él, la que está en el “silencio”, en el misterio de su persona incomunicable (texto hebreo del Sal. 64, 2: “El silencio es tu alabanza”), la de todos los seres contingentes en el Salmo 148, se convierte, en el Cántico de los tres jóvenes del horno, en “bendición”. El universo entero “bendice” a Yavé. ¡Y Él mismo es quien, por su Espíritu, invita a ello! Así como en las tres primeras peticiones del Padrenuestro, la condes-cendencia inaudita del Padre nos hace rogar por Él, colmarlo intencional-mente de bienes, de ese Bien que es Él mismo –¡como si nosotros, filii in Filio, pudiésemos con nuestro amor, en definitiva con el Espíritu Santo (Rom. 5, 5), añadir algo a la riqueza infinita de su ser!–, así, en el Cántico de Daniel 3, 52-90, nosotros le devolvemos estas bendiciones que, en el umbral del Génesis, constituyen a cada creatura en el ser que les es propio, que las califica, en su “esencia”. Se encuentra aquí la noción de irradiación, aunque refleja: nosotros “tributamos, devolvemos” gloria (más adelante hallaremos este concepto en la Segunda Epístola a los Corintios). Cuando Moisés desciende del Sinaí, la gloria de Yavé, reverberando sobre su ros-tro, brilla, visiblemente, para alabanza de Dios ante el pueblo escogido, lo mismo que nuestra luz debe “brillar delante de los hombres, para que den gloria a nuestro Padre celestial” (Mt. 5, 16).

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XX

Presentimientos rabínicos

Nuestros predecesores en la verdadera fe, los judíos de la Antigua Alian-za –que fue abolida después de su no obstinado al Espíritu Santo–, tuvieron el presentimiento de estas ideas que venimos exponiendo. Cuando “el co-razón halla su reposo”, el hombre puede “cantar y gritar su alabanza”. Entonces, como “la gloria de Dios brilla sobre la tierra entera”, “se despierta” la del salmista; es para él “el alba”, la de la Resurrección para Jesucristo, nuestro Hermano Mayor, la de la Estrella matutina en nuestros corazones (Sal. 56, 8-12; Lc. 23, 1; II Pe. 1, 19). Este “despertar” de la gloria es, según un himno de la Iglesia primitiva, una verdadera resurrección de los muer-tos: Jesucristo hace irradiar sobre nosotros su propia luz, la de la Faz (Ef. 5, 14). Isaías vio “levantarse y brillar” esta aurora luminosa, esta “gloria de Yavé” (Is. 60, 1). Cierto que, actualmente, “las tinieblas cubren la tierra; una sombría oscuridad, los pueblos”. Pero ya Dios “se levanta”; las naciones, en la noche, “se encaminan” hacia “el esplendor de la aurora” (Is. 60, 2 s.). Yavé “va a desgarrar el velo que le ocultaba a los pueblos”, destruir la ini-quidad que nos esconde su Gloria (Is. 25, 7; II Cor. 3, 14-16). La iluminación de que habla la Carta a los Efesios 5, 14, la hallamos anunciada en Isaías 60, 1. La Luz ha realizado su epifanía, pero es aquí abajo, como ocurre en la física, con esa “luz negra” cuya presencia sólo se conoce –“sin brillo [ostensible]” (Lc. 17, 20 s.)– por sus efectos (Jn. 5, 36; 10, 25. 37 s.). Esta claridad de las naciones será, sin embargo, hasta la Parusía, “signo de con-tradicción”: las almas de buena voluntad encuentran en ella con qué ilumi-narse, en esta vida, “en este lugar oscuro”, hasta que “apunte el día” del Segundo Advenimiento (II Pe. 1, 99); pero los hijos de las tinieblas no ven otra cosa que noche. Propiamente hablando, esta Luz, aunque no haya po-dido ser ahogada por las tinieblas (Jn. 1, 5), está aprisionada en lo recóndi-

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to de este mundo entenebrecido: la “gloria última” que se nos ha de restituir el Último Día, pero ya sin nada de precario, sin riesgo alguno, la “gloria primera” del Edén, la asocia a la paz del Espíritu Santo (Ag. 2, 9).

Sobre estos datos bíblicos ha construido sus comentarios la teología rabínica. Para ésta, si bien la Palabra, la Memra, “por la que ha sido hecho el mundo” (Targum de Onkelos sobre Deut. 33, 27; cf. Jn. 1, 10) –así es cómo los rabinos interpretaban: “Él te sostiene con sus brazos eternos”– si bien el Verbo, por tanto, es la exteriorización de la voluntad divina, el mo-vimiento mismo por el que Dios profiere y promulga su Ley –véase la noción de Vaç en el hinduismo (Vaç-Viçnu)– la manifestación “dinámica” de Yavé, su manifestación in actu, y, por ende, un factor de la Historia, con todo es distinta de la Gloria o Chekhinah. Los Targumim leen Núm. 23, 21 como sigue: “La Memra de Yavé, su Dios, es su socorro; y la Chekhinah de su Rey [Yavé] habita en medio de ellos” (Crampon traduce: “Yavé, su Dios, está con él; en él resuena la aclamación de un rey”; cuando se quiere hacer justicia en la traducción al sentido obvio, convendría interrogar antes a la antigua tradición judía). Para los rabinos, la Gloria o Chekhinah dejó la tierra, después de la Caída, cambiándola por el primer cielo; los pecados posteriores le han hecho huir hasta el séptimo. Pero, desde ahí, esta Gloria, a la que fuimos prometidos desde nuestra creación, está siempre acechan-do, con el fin de volver. Nos tiene por sus hijos adoptivos y sufre con nuestras faltas (cf. “En todas sus angustias, Él también estuvo angustiado, y el Ángel de su Faz les ha salvado”, Is. 63, 9). Ya hemos visto que éste es Maqom, el “lugar”; ahora bien, la Chekhinah, la Gloria, se llama a la vez Ruaj ha Qodech, “Espíritu Santo” y Ruaj ham Maqom, “Espíritu del Lugar” (qui ex Patre Filioque procedit); no es el Chem, el Nombre, la Faz (Pirqê Abhôth, 3, 10, y otros innumerables lugares del Talmud). San Pedro habla de “el Espíritu de gloria y de Dios” (I Pe. 4, 14).

Distingamos las diversas nociones, que tienen matices sutiles: la Mem-ra es, pues, Dios en cuanto se manifiesta, obrando ad extra, el Verbo (y el mundo, añade la Kábala, es su articulación, el alfabeto, los sonidos pronun-ciados por la Palabra). Pero esta Palabra nos trae lo que es apropiable para nosotros de la sustancia de Dios: la Gloria. Mas ésta aparece en la literatu-

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ra rabínica bajo un doble aspecto: Chekhinah (que se nombra también Chekhintha) y Yékara. Si la Memra es movimiento, fuerza, acto, la Gloria es esencia comunicativa (por sí misma) y, en los espíritus, inspiración. La permanente y especialísima ubicuidad de Dios en medio de su pueblo, revelación de Dios por Dios (revelación aquí no es sinónimo de manifesta-ción) tiene como una doble faceta: en cuanto trae a los judíos la efusión del Ser, la Gloria “descendiente”, se llama Chekhinah; pero, en el seno mismo del circulus trinitario, irradiando ese resplandor, se llama Gloria “trascen-dente”, Yékara. Los dos términos se emplean con frecuencia mezclados: por ejemplo en los comentarios del Targum de Onkelos sobre Ex. 17, 16 y Núm. 14, 14; del Targum de Jerusalén sobre Éx. 19, 18; del seudo-Jonatán sobre Gén. 16, 13 s.; Is. 6, 1-3; Ag. 1, 8. Como ejemplo damos la glosa targúmica de la visión de Isaías:

“El año, de la muerte del rey Ozías, vi la Yékara sentada sobre un trono elevado y su irradiación llenaba el Templo celeste. Serafines estaban delan-te de Ella [...] y decían: Santa, santa, santa, la Presencia de su Chekhintha; el resplandor [ziv] de su Yékara se derrama sobre la tierra [...] Entonces, dije: Desdichado de mí, porque [...] mis ojos han visto la Yékara [aspecto superior, intradivino] de la Chekhinah. Pero uno de los Serafines voló hacia mí, con un carbón encendido en la mano, tomado del altar, delante de la Chekhintha, que está sentada sobre el trono de la Yékara” (cf. Ex. 17, 16).

En el vers. 8, el profeta oye a la Memra de Yavé pronunciando los vers. 9 y 10 que San Juan pone en los labios del Verbo encarnado (Jn. 12, 40). Sin detenernos a investigar cuáles son los pasajes de de la Escritura que se aplican a la Yékara y cuáles a los Chekhinah 33, notemos únicamente que el Talmud y la Kábala califican a la Yékara de “Gloria magnífica”. Ahora bien, Jesucristo “recibió honor y gloria de Dios Padre, cuando se hizo oír una voz de la gloria magnífica (II Pe. 1, 17).

33 El Targum de Onkelos aplica la noción de Yékara a los textos siguientes: Gen. 17, 22; 18, 33; 28, 13; 35, 13; Ex. 3, 1-6; 16, 7-10; 17, 16; 18, 5; 20, 17-18; 24, 10-11; 29, 43; 33, 18. 22-23; 40, 34-38; Lev. 9, 4, 6. 23; Núm. 10, 36; 12, 8; 14, 14-22, etc. La idea de Chekhinah, en Gen. 9, 27; Ex. 17, 7-16; 20, 21; 25, 8; 29, 45-46; 33, 3. 5. 11-16. 20; 34, 6-9; Núm. 5, 8; 6, 25; 11, 20; 14, 14-42; 23, 21; 35, 34; Deut. 1, 42; 3, 24; 4, 39; 6, 15; 7, 21; 12, 5. 11. 21; 14, 23-24; 16, 2. 6. 11; 23, 1.5; 26, 2; 32, 10; 33, 26.

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Esta alusión a la Transfiguración, algunos de cuyos elementos pertene-cen a la tradición judía, nos lleva a la noción de Gloria en las Escrituras cristianas. Sigamos su huella a través de la vida del Mesías. Al “Altísimo, al Sublime”, habitans in excelso (Is. 57, 15) le tributa gloria la Encarnación in excelsis (Lc. 2, 14). Porque, como la Faz se ha hecho tangible, “nosotros hemos visto su gloria” en ese templo que es el cuerpo de Cristo (Jn. 1, 14; 2, 19), como los Judíos vieron a la Chekhinah posarse sobre el Arca y en el Templo. El texto de Jn. 1, 14 –eskênosên, de skênê– da valor de tabernácu-lo a la comunidad cristiana: en el seno del tabernáculo descansaba el Arca y, sobre el Arca, la Presencia de gloria; y es en el seno de la Iglesia donde guarda la humanidad sobrenaturalizada, deificada, sobre la que los Queru-bines despliegan sus alas, porque en ella tiene su asiento la divinidad mis-ma que el Hijo tiene de común con el Padre... “la verdadera Chekhinah es el Hombre” (San Crisóstomo). Ahora bien, Hijo y Padre poseen en hipóstasis su comunidad de vida, su koinônía –y, como en Dios todo es simple y uno, su única ousía– por lo que, para San Pablo, la koinônía expresa por apropiación al Espíritu Santo, al que San Pedro llama “el Espíritu de gloria”.

Descubrimos en la vida de Jesús esta Gloria manifestada por “signos” (Jn. 2, 11; 11, 4-40), por su Transfiguración (Lc. 9, 32; II Pe. 1, 17), cuyo valor para iluminar el dogma (soteriología, escatología, etc.) ha entrevisto mejor la Cristiandad de Oriente que los Latinos; y asimismo para poner en más plena luz la Resurrección y Ascensión del Señor (Lc. 24, 26; Act. 7, 55 s.). Estos textos contienen alusiones diáfanas al papel que juega la Gloria en el esquema de la salvación por la Encarnación. Nada tiene de extraño que, después de la trama misteriosa de la Historia (sobrenatural), sea la Gloria operando las obras de la Faz o la Faz las obras de la Gloria, llegando el Día en que todas las cosas deban ocupar su lugar definitivo, su domicilium et principatum (Jd. 6), tenga que manifestarse Jesucristo, esta vez, “con la Gloria” (Símbolos de fe; Mt. 16, 27; Mc. 13, 26; 8, 38; Lc. 9, 26; Act. 1, 11; 1 Tes. 1, 10; Apoc. 1, 7). Jesús no tiene con ella relaciones adventicias; no le compete a través de un tercero, sino que la posee, por naturaleza y filiación, de su Padre; es coheredero de la misma, o mejor copropietario natural (Jn. 1, 14; Lc. 15, 31). La tenía el Verbo juntamente con el Padre

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antes que existiese el mundo (Jn. 17, 5). Es lo que expresa con precisión el Símbolo de Nicea: “Nacido del Padre, antes de todos los eones, Dios de Dios, Luz de Luz, verdadero Dios de verdadero Dios; engendrado, no crea-do, consustancial al Padre”.

Si la gloria es la irradiación del Ser, ¿cómo distinguirla de la Sabiduría? El Ser, integralmente positivo en Sí mismo, Plenitud intensiva, es el tesoro y la riqueza por excelencia; si hubiera de comprometerse en la contingen-cia, que la grava de hipotecas, se empobrecería (II Cor. 8, 9). Pero, como es el Valor, es decir, el aporte y resonancia del Bien –con él, se tiene todo; sin él, todo desaparece: toda posibilidad y todo “poder” es adquisición nuestra por el mero hecho de ser Él (es lo que pudiera llamarse el aspecto interno de su “omnipotencia”)–, Él se desborda; y como nada se opera en Él que no sea Espíritu, perfecta identidad del ser y del conocer, transparencia del Ser al Ser, el influjo de presencia, de Dasein concreto por el que se ex-terioriza 34, se efectúa conscientemente, voluntariamente, deliberadamente (recurrimos a estas expresiones teniendo en cuenta la “analogía”; no trata-mos de “antropomorfizar”). Esta expansión del Ser es, pues, Amor. Ahora bien, así como Midas transformaba en oro todo lo que tocaba, Dios transfor-ma en ser cuanto es objeto de su contacto espiritual, de su atención, de su Pensamiento: en el seno mismo de su mundo interior, de su esfera intradivi-na, nada se opone a que el ser así comunicado –fuera del espacio y del tiempo– sea pleno, perfecto, vida y personalidad (son las Hipóstasis). Para la creación, que es por definición precaria y contingente, puesto que “reci-be” como esfera extradivina –¿injusticia? ¿anomalía?, puesto que esto mismo, esta causa de imperfección, que le confiere un ser distinto, propio, una “existencia” (ex-sistere: poner fuera)–, para el mundo, pues, contingente y precario –sin esa contingencia no existiría siquiera (sería maya en el sentido de Chancara)– el ser no puede por menos de ser extensivo, no in-

34 Bolland, el Hegel holandés, expresábase sobre este particular por medio de un retruécano divertido: Hij [el Ser] gaat Zich te buiten; lo que puede significar que Dios se despliega ad extra, y a la vez que “se sale de sus casillas”, se olvida, comete torpezas. Punto de vista, por lo demás, a la par monista y gnóstico del mundo, en el que el mal sería el hecho mismo de la creación, de la presencia material.

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tensivo como en la esfera intradivina, y por consiguiente tendiente a la Plenitud. Por eso, esencialmente, el ser del mundo no puede “añadir” nada al de Dios; ontológicamente, es nada y cero frente a él, hablando con exac-titud. Hay sencillamente imposibilidad de medida. Si tú, millonario, me regalas un millón a mí que reviento de hambre, ¿puedo decir con toda ver-dad que “yo” soy rico? Soy un parásito, y nada más. El colmo sería que yo me revolviese contra ti, y emplease el millón que me has dado, en tu daño: es exactamente lo que hace el hombre.

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XXI

Una “clave”: la Transfiguración

Pues bien, ya que Dios nos comunica algo de Sí mismo, el principio, la posibilidad de esta participación, principio de todo cuanto hay en el mundo de positivo, de valor, de sentido o de aportación, es el “tenor”, el “tejido” de Dios, Physis, y también ousia. Como virtualidad universal, “poder” y aun “omnipotencia” o potencialidad de todas las cosas –la Chakti de la Divinidad en el hinduísmo–, esta naturaleza divina, que considerada del lado de las creaturas es infinitamente varia, “policroma” o de muchos colores (polypoikilos, cf. Ef. 3, 10), se llama Sofía, Sabiduría. Como lo han entendi-do bien los sofiólogos rusos, se trata de una “esencia”, de un principio (la Reschith de Gén. 1, 1); San Juan dice de un “seno”, de una matriz.

Tiende esta Sabiduría a la objetivación; toma forma personal –morphê dirá San Pablo a los filipenses– en todo lo que debe el ser al Padre, sea eternamente en la esfera intradivina, sea en la creación. La Faz y la Gloria: la Faz en la que la Sabiduría encuentra un rostro, una figura –una “imagen”, dice San Pablo: eikôn (Col. 1, 15)– y la Gloria que difunde y refleja esa Imagen primera fundamental –prôtotokos pasês ktisêos (Col. 1, 15). El Hijo y el Espíritu Santo aparecen en los escritos de los Padres como hipóstasis de la Sofía, que, en estas Personas, llega a la existencia subsistente. Por su parte, el mundo, imagen creada de la Faz-Imagen, experimenta la eficacia y el ejemplo creador de la Gloria. El fin de su existencia es tributar esta Gloria, es decir, manifestarla, presentarse ante el Padre, “sin tacha, ni arruga, ni nada semejante, antes santo, inmaculado, en una palabra: glorioso” (Ef. 5, 27). Y como en el hombre alcanza la creación entera su maximum de densidad e intensidad ontológica –gracias al espíritu, ser elevado al cuadra-do, ser multiplicado por sí mismo, en el que el conocimiento es lo corres-

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pondiente a la creación en Dios–, nuestra especie es la que debe, por exce-lencia y en la huella de la Faz, de la que es la imagen creada (Rom. 8, 29), dar o devolver la gloria.

Conocimiento y generación, en el hombre, son los dos polos de la elip-se paracreadora. En Dios-Espíritu, toda la operación difusiva del ser, de todo ser, es espiritual, ni es siquiera distinta (en Él) de su presencia, de su ser (omnipotentia). Mas la Caída consiste precisamente en haber contami-nado el Hombre su facultad paracreadora (se comprende que el libertinaje adámico ha de manifestarse, en las naturalezas carnales, no en la genera-ción intelectual, como en Gén. 3, 5, sino en la puramente física). El hombre pretende realizar su destino, alcanzar los fines prefijados por Dios, no por la gracia, sino por sus propias fuerzas. Ahora bien, como la gracia y la glo-ria están unidas como el Hijo y el Espíritu Santo, el hombre, al desdeñar la gracia, ha expulsado de la tierra a la gloria, como dice el Talmud. Para que de nuevo la creación dé o devuelva la gloria a Dios en el hombre y por el hombre (como le invitan a hacerlo el salmo 148 y el Cántico de los jóve-nes en el horno; Rom. 8, 19-22 señala, para el mundo infrahumano, la vía de evasión), es preciso “que el representante por excelencia de la raza res-tituya al Padre lo que ha recibido de Él (con nosotros y para nosotros): su naturaleza humana, pero saturada de gloria. Es lo que ha venido a hacer Jesucristo, como lo declara expresamente con solemnidad: “Sabía Jesús que había salido de Dios y volvía a Dios [...] Salí del Padre y vine al mundo, dejo el mundo y regreso al Padre [...] Glorifica, ¡oh Padre!, a tu Hijo, para que tu Hijo te devuelva esa gloria [...] La gloria que Tú me has dado, se la he dado Yo a ellos [a mis discípulos]; a fin de que sean uno, así como no-sotros lo somos, Yo en ellos y Tú en Mí, de manera que sean ellos perfec-tos, acabados, llegados al término, en uno solo [...] y que vean la gloria que tú me has dado, pues Tú me has amado antes de la creación del mundo” (Jn. 13, 3; 16, 28; 17, 1; 17, 22-24; cf. Ef. 4, 13; eis andra teleion). Los discípulos y los hombres todos son llamados a serlo; no serán, por tanto, plenamente ellos mismos sino cuando, participando en la gloria del Media-dor Dios-Hombre, devuelvan esta gloria al Padre, le restituyan este talento que sintetiza todos los demás –per Ipsum, et in Ipso, et cum Ipso– de mane-

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ra que, por la visión beatífica, netamente indicada en el texto de San Juan, tomen parte –pues en el “cielo” conocer es ser y poseer– en la Gloria que el Padre ha dado al Hijo amándole, aún antes de que hubiese eones. ¿No es esto identificar al Amor intratinitario, al Espíritu Santo, con la Gloria? También San Pedro le denomina “Espíritu de la Gloria”...

Lo es, porque Él es “don de Dios”, porque nos comunica el ser que es, para nosotros, perfecto, “participación de la naturaleza divina” (II Pe. 1, 4), el ser tal como lo poseíamos antes de la Caída. Por eso, al devolvernos aún más de lo que era la inocencia del Edén, nos confiere, por poco que nos hagamos permeables a esta Gloria, la inmortalidad primitiva, por la Resurrección: “Hemos sido sepultados con Cristo por el bautismo en su muerte; a fin de que, como Cristo ha resucitado de los muertos por la Gloria del Padre –el Espíritu Santo es digitus Dei y “mano de gloria”, decían los autores de la Edad Media (la expresión “mano de gloria” fue confiscada después por la magia)– también nosotros caminemos en una vida nueva”, gloriosa (Rom. 6, 4). “Gloria de Dios y “resurrección” son sinónimos para Jesús (Jn. 11, 40). El Espíritu de Gloria fue el que le hizo levantarse de entre los muertos al Mesías: lo enseñan tanto San Pedro como San Pablo (Act. 2, 33; II Cor. 13, 4). Por lo que hace a nosotros, después de la Caída, ya no somos evidentemente permeables a la Gloria en el grado de Jesucris-to; pero “justificados, tenemos la paz con Dios por Nuestro Señor Jesucris-to” (Rom. 5, 1; Ef. 2, 11-22), paz que no tiene nada de emocional y no es un fenómeno de conciencia, una “experiencia”, sino un estado de paz, una situación pacífica de nuestro ser, una morfê o condición nueva de nuestra naturaleza. Ahora bien, por conducto de este mismo Jesucristo (di’hoû) “estamos en estado de entrar, por la fe, en esta gracia [condición] en la cual [aquí abajo] tomamos posición y nos mantenemos firmes [estêkamen]”; siempre por medio de este mismo Redentor, con relación al Olam habbah, al “eón futuro”, “nos alegramos en la esperanza de la gloria de Dios” (Rom. 5, 2; cf. Rom. 8, 18 y II Cor. 4, 16-18, texto que viene a corroborar, aquí, la continuación de Rom. 5, 3: “Esta alegría no es solamente futura, sino que, ya ahora, encontramos la Gloria en el seno mismo de las tribulaciones”. Así, bautizados hemos tomado posesión (esiêkamen) de este acceso (por la

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fe) en el estado de gracia. Enemigos de Dios, henos ya en relaciones pacífi-cas con Él. Desde este momento, Él nos considera como hijos suyos, e ipso facto –pues su pensamiento confiere el ser– lo somos. Así pues, a pesar de las tribulaciones, la gracia (conformidad con la Faz) es la incoación de la Gloria. Estos sufrimientos son los que han llevado a la perfección suprema, a la gloria, al Jefe que nos ha guiado hacia la salvación, y que, al mismo tiempo, “lleva a la Gloria a un gran número de hijos” (Heb. 2, 10). El Padre mismo es quien le ha concedido esa Gloria, en vísperas ya de sus pruebas más cruciales, con Moisés, la Ley y los Profetas: Elías, en la Transfigura-ción, tomó como tema de su glorioso diálogo su exodos, su muerte cruel y dolorosa (II Pe. 1, 17; Lc. 9, 31). Esa Transfiguración constituye para nosotros, en el plano de la Historia, –como “Cristo en nosotros” en el de la vida interior (Col. 1, 27)– “la prenda de la gloria”. Ella prefigura la Resurrección por la cual Dios ha dado la gloria al Verbo encarnado, como respuesta a Jn. 17, 1, “para que vuestra fe y vuestra esperanza no hagan en Dios más que una sola realidad” (I Pe. 1, 21). El Dios de nuestros padres “ha glorificado a Jesús”, “le ha exaltado soberanamente”, “coronado de gloria”, a causa de “la muerte que había sufrido”, a fin de que cumpla todas las cosas en nuestro lugar (Act. 3, 13; Fil. 2, 9; Heb. 2, 9), y de que nosotros “juntamente nos sentemos en los cielos con Cristo Jesús” (Ef. 2, 6). De momento, estamos “muertos” en cuanto a esta vida triunfal de la Gloria: está “escondida con Cristo en Dios”. Pero “cuando Cristo, nuestra [verdadera] vida, se manifieste” por la Parusía, y cumpla su Epifanía definitiva y regia, y haga brillar su Gloria (phanerôcê), entonces “también nosotros, en esta Gloria”, teniendo en ella todo nuestro ser en adelante, nosotros “brillaremos” (Col. 3, 3 s., cf. Fil. 3, 20 s.).

La Escritura, pues, nos pone sobre la pista de una verdadera dialéctica de la Gloria. En seguida ya, desde el Bautismo, comienza ella su obra para los seguidores del Transfigurado. Está en presente, con sentido de hic et nunc, el verbo metamorphumeza en el texto-clave de este problema: a par-tir de este momento, todos nosotros, que tenemos “el rostro descubierto” –no solamente en el Más Allá (I Cor. 13, 12), sino desde que el Redentor ha “desgarrado el velo que velaba a todos los pueblos [...] destruido la

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Muerte para siempre [...] quitado por toda la tierra el oprobio de su pueblo [no se trata, pues, únicamente de los judíos...] por la Palabra de Yavé [...] en quien esperamos ser salvados” (Is. 25, 7-9)– nosotros, pues, que “con el rostro [en adelante] descubierto, reflejamos como espejos [kapoptrizome-noi] la Gloria del Señor [que, por consiguiente, “devolvemos”], estamos en camino de transformación, de gloria en gloria, en [realización de] la misma Imagen, conforme a como obra el Espíritu del Señor” (II Cor. 3, 18). Hallamos aquí las dos expresiones de la Gloria de Yavé y de la Faz del mismo (tên autên eikona). En efecto, el Hijo eterno, si bien tiene su ser dirigido ad Deum, lo tiene también por el amor creador de que está saturado, ad mundum, no necesariamente y por naturaleza, sino voluntariamente y por amor supremo. La Sabiduría, de que es personificación, ¿no “encuentra acaso sin cesar su gozo en la obra [creadora] cerca de Dios”? Y, “sobre el globo terrestre”, hallando en los hombres la síntesis y recapitulación de esta obra, ¿no tiene sus delicias en estar entre los hijos de los hombres? (Prov. 8, 30 s.). El Hijo es, pues, arquetipo de la creación (Apoc. 3, 14), imagen a la vez del Padre y del mundo, y Mediador por naturaleza. Él es “imagen”, modelo, causa formal y, en algún sentido, primogénito “de un número considerable de hermanos” (Rom. 8, 29), que llevan la Imagen del Hombre celestial, del Verbo (I Cor. 15, 49). En el Cristiano, “el hombre nuevo se renueva sin cesar [de gloria en gloria] a la Imagen de Aquél [el Verbo] que le ha creado” (Col. 3, 10). Y la “fuerza” que realiza esta transfi-guración es la misma que ha resucitado a nuestro arquetipo encarnado (Rom. 1, 4; 6, 4; 8, 11; II Cor. 13, 4): el Espíritu de la Gloria.

La Transfiguración se realiza, pues, día tras día, desde ahora, para cada uno de nosotros. Nótese que la precisión misma del lenguaje escriturario nos advierte que se trata, no de apariencias, sino de nuestra condición esen-cial. El verbo que se emplea en II Cor. 3, 18 es el mismo que el de los relatos de la Transfiguración. Aquí, metamorphumeza; allí, metamorphôsê (Mt. 17, 2; Mc. 9, 2). Nosotros somos symmorphoi 35 según esta Imagen del Hijo

35 “Conformes”, participando de la misma “forma” en el sentido paulino, la misma “condición” o naturaleza en cuanto la manifiestan sus “frutos”.

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encarnado, del Hombre deificado (Rom. 8, 29). Porque la morfê, que Cram-pon traduce muy bien por “condición”, es, dice Lightfoot en una “detached note” de su Epistle to the Philippians, el “carácter específico”, “la naturaleza descubierta en sus atributos”, el “modo fundamental de ser” (Fil. 2, 7); mientras que el sjêma no es más que la apariencia, reveladora o no, de la morfê (Flp. 2, 8). San Pablo distingue perfectamente los dos sustantivos y los dos verbos que se derivan de aquéllos: puesto que la conformidad con este mundo –toma siempre “este” mundo en sentido peyorativo– es super-ficial, en configuración de una apariencia con otra, con la “figura de este mundo [to sjêma toû kosmou] que pasa” (I Cor. 7, 31), aconseja a los Ro-manos no “conformarse”, mê sysjêmatizesce; antes, por el contrario, “trans-figurarse” (metamorphousce) “por la renovación de su espíritu” (Rom. 12, 2); renovación del “hombre interior” (no ya sjêma sino morfê), “de día en día” y “de gloria en gloria” (II Cor. 4, 16; 3, 18), que se opera “según la Imagen del Creador” (Col. 3, 10). Esta teología paulina es verdaderamen-te admirable por su cohesión y fuerza constructiva. Los “falsos apóstoles”, los “obreros astutos” se “disfrazan” (metasjêmatizomenoi) en apóstoles de Cristo, y Satanás mismo, el más superficial de los seres, cuya morfê es la mentira, el quid pro quo (Jn. 8, 44; cf. la admirable Part du Diable de Denis de Rougemont), “se disfraza” de “Ángel de luz” (metasjématizetai). Así pues, ya en este mundo, en esta vida, de día en día nos transfiguramos, “de gloria en gloria” (porque hay grado en la gloria, cf. I Cor. 15, 40-44), en cuanto a la morfê, a nuestra naturaleza, que deifica el “Espíritu de Gloria”, pero no en cuanto al sjêma, a la apariencia material, que no será “rescata-da”, “adoptada”, “cambiada” (Rom. 8, 23; 1 Cor. 15, 52) más que en la Parusía. Como somos espíritu, es decir, vida, como dice Jesús, movimien-to, tendencia, impulso; como por el Bautismo no formamos más que un solo brote, crecimiento y “planta” con el Espíritu “que da la vida” –no hacemos las citas de estos textos bíblicos por ser archiconocidos–, el hom-bre interior, responsable por sí, libre, puede “renovarse”, puede “tranfigu-rarse”, “de día en día” y por tanto “de gloria en gloria”. Pero todo lo que en el hombre es materia, apenas está libre del determinismo universal: carne “inerte” dice el Maestro; quien añade: “espíritu viviente”, pero que, después

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de la Caída, manifiesta su propio impulso. Si, pues, las almas perfectas, al salir del “paraíso”, han de estar en estado de apropiarse perfectamente su cuerpo, de suerte que éste no obedezca más que a ellas, reconozcamos que, de momento, nuestros cuerpos son materia, “mundo”, al menos mientras son nuestros: serán transfigurados con la creación material “entera” en bloque (Rom. 8, 19-23).

Emerson llama al Espíritu Santo God the Doer; equivale al digitus Dei medieval y a la “mano de gloria”. En la Kábala es la Tercera Persona, Jokma, la que, por los siete Sephiroth siguientes, por los Siete Espíritus de Dios que están ante su Trono, se difunde por el universo para fecundarlo. El Don Septiforme –Tu septiformis munere– constituye, según la mística judía, la gama de la creación, los siete tonos fundamentales, las siete modalidades esenciales del ser. De parte del Padre, por el hecho mismo de ser, todo lo creado es posible; y “por” el Hijo, en el sentido de per y de dia, se difunde y se imparte el ser, porque Él es el Arquetipo universal, el modelo de todos los mundos reales y posibles; pero es el Espíritu Santo, no ya per y dia, sino ab y apo, por quien es tejido el cosmos sobre la trama del Septenario sefirótico inferior. Por eso la Tercera Persona se identifica con la Gloria, personifica a la Gloria; la Sabiduría creadora, al desbordar en Dios la rique-za del ser –esa exuberancia constituye la gloria interior de Yavé–, difunde ad extra (sobre todos los planos, sobre todo en el sobrenatural) esa riqueza, y es ya, incoativamente, la Gloria, no increada; y, por consiguiente, por la Iglesia, que vuelve a Dios, desbordante a su vez de ese bien difusivo de sí –principio: la caridad, según I Cor. 13–, la Gloria de la creación alcanza su (relativa) plenitud.

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XXII

Cuádruple manifestacion celeste de la Gloria

Imposible de todo punto en esta materia hacer otra cosa que esbozar presentimientos. Parece, con todo, tratándose de los hijos de Dios, que la gloria que le tributan y que entonces Él les devolverá, se ha de expresar por una cuádruple perfección. En otras palabras, serán perfectos en sí mis-mos, y será perfecto su trabajo con Dios, con el mundo y con sus hermanos.

Ser perfecto, acabado, en sí mismo, sin esperarlo nada de otro, es, sobre todo, para un ser espiritual, gozar de una verdadera libertad, de suerte que pueda cumplir hasta su término natural con su destino. Esta perfección implica ante todo para el hombre, para el “compuesto humano”, para el mediador nato del mundo sensible, la capacidad de desarrollar plenamen-te todas sus propensiones naturales. No es menester, pues, que la constitu-ción de los elegidos les imponga, como en el estado que media entre la muerte y el Juicio Último, mutilaciones que obstaculicen el pleno desarro-llo de sus potencias. ¿Sería, por ejemplo, completa su felicidad sin la po-sesión de un intermediario vitalmente unido a la persona, por el cual pueda ésta obrar sobre el exterior y recibir a su vez del mismo sus impresiones? Este intermediario, este medio, si no respondiese a sus deseos, ¿aseguraría su felicidad, o sería al revés? Pues bien, eso es lo que les dará precisamen-te el cuerpo “espiritual”. Ya no existirá conflicto entre la carne y el espíritu. Se acabó la inercia, la fatiga, la debilidad, el dolor, la enfermedad; nada habrá que sea expresión de decadencia ni de “corruptibilidad” (I Cor. 15, 42-44, 53 s.). No será ya necesario “velar” y hacer la guardia contra los deseos corrompidos y las concupiscencias desordenadas: el cuerpo estará completamente sometido a la voluntad, que regirá como soberana la vida y su funcionamiento; la misma voluntad estará guiada a la perfección, sin deficiencias, por la conciencia; y ésta a su vez estará directamente ilumina-

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da por el Amor, por donde será imposible toda tentación, no ya por razones negativas, como en el paraíso (no querer hacer el mal), sino positivas (querer, libre, pero irremisiblemente, hacer el bien). El hombre en su totalidad –cuerpo, alma y espíritu (I Tes. 5, 23)– gozará de una unidad íntima, análoga a la divina; toda su actividad será perfectamente coherente: armonía inte-gral de todas sus potencias. Como las facultades trascenderán todo lo que podemos actualmente imaginar, serán reguladas y dirigidas sin el menor esfuerzo por una autoridad central, perfectamente estable y segura, sana y sólida, interiormente firme, vigorizada por la seguridad tranquila y confia-da de una santidad cierta, sin sombra de sospecha, de no poder desfallecer jamás.

Hemos de ver, en esta salud perfecta del alma rescatada, la condición, el origen y el fruto a la vez de una vida de perfectas relaciones con Dios: “Sin santidad, nadie verá al Señor” (Heb. 12, 14). Pero ¿es posible llegar a esta santidad, como no sea por visión? “Cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos como es” (I Jn. 3, 2). La visión beatífica de Dios en Jesucristo sentado en su trono, transformará a los favorecidos con ella, en la medida exacta en que éstos sean capaces de apropiársela. Y como la tendrán perpetuamente delante de sus ojos, sin poder perderla nunca, su capacidad de apropiársela irá perpetuamente en aumento; verán a Dios más y más “tal como es”. Por consiguiente, estarán en el “cielo” más todavía que acá, “transfigurados en la Imagen” de Dios, contemplada “de gloria en gloria” (II Cor. 3, 18); y esta vez tanto en cuanto al sjêma, como respecto de la morfê. Todo esto no se realizará al primer golpe de vista. No posee más que una verdad relativa la afirmación de que el tiempo de la fe y la esperanza ha pasado ya, por haber llegado la era de la “vista” (II Cor. 5, 7; Rom. 8, 24). De hecho, la esperanza y la fe, como la caridad, pertenecen a aquellas realidades que “permanecerán”, aun cuando los Santos conozcan como son conocidos (I Cor. 13, 12 s.); la fe y la esperanza son incompatibles con los diversos grados de la visión beatífica (I Cor. 15, 40 s.) sólo en virtud de cierta lógica rígida y formal, en que lo real es sometido a la autopsia del bisturí silogístico. Pues bien, las dos primeras virtudes teologales guardarán siempre su valor, porque, sea cual fuere la felicidad

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lograda, quedará siempre un más-allá, una infinitud de felicidad por sacar de esa Fuente inagotable de todo bien. A medida que vayan transcurriendo las etapas –¿puede haber, en efecto, eternidad propiamente dicha para seres compuestos?– parecerá a los justos que comienzan entonces apenas a gustar de la Gloria de Dios y a apreciarla, y aun que están continuamente comenzan-do a ser capaces de ella (antigua idea agustiniana). La vida eterna de los Santos consiste, así en el cielo como en la tierra, en conocer al Padre como a su solo Dios verdadero (cf. Jn. 17, 3); y uno tiene derecho a preguntar dónde se afirma, en la Revelación, que hay límites para esta vida, que cese de desarrollarse, de afirmarse y extenderse desde tal o cual punto de una frontera o barrera infranqueable. Benedicto XII tiene, sobre este tema, una fórmula que se parece y acerca mucho a nuestro punto de vista.

Los elegidos, perfectos en sí mismos y en perfecta comunicación con Dios, vivirán en una antropo-esfera perfecta. Encontrarán en “los nuevos cielos y la nueva tierra, en que habita la justicia” (II Pe. 3, 13) posibilidades sin fin de alegría, de goce, de maravilla y de acción de gracias. Cierto que, como lo hemos dicho ya, el “cielo” no es un “lugar”, sino que expresamos por este vocablo todo un mundo de creaturas con las que los rescatados se encuentran en relación de vida; el “cielo” es un ambiente de gloria. Todo lo que, legítimamente, encanta y satisface estos nuestros sentidos que he-mos recibido de Dios, lo poseerán éstos, “allá arriba”, el doble espiritual y glorificado. La Iglesia, claro está, no se forja del “cielo” una representación o ideal sensual –al modo de los espiritistas, para quienes los hombres-espí-ritus están sentados en asientos-espíritus fumando tabaco-espíritu en pi-pas-espíritus–, pero tampoco nos exige imaginárnoslo como pura y simple-mente espiritual, como morada de las ideas platónicas, hasta el extremo que los sencillos, los “pequeños”, los “parecidos a los niños” del Evangelio y los idiotas de San Pablo (I Cor. 14, 24) no puedan saborear ningún goce ni experimentar ningún atractivo. El cuerpo transfigurado se servirá de objetos transfigurados, y sus relaciones con ellos serán perfectas: de dominio, no de servidumbre, de goce apacible y soberano, no de usurpación apasiona-da, violenta o remisa, febril, precaria y transitoria. En fin, que si interpreta-mos correctamente ciertos textos del Nuevo Testamento, nuestra actitud

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respecto del universo, también glorificado, no se caracterizará sólo por la verdadera libertad moral, sino, además, por el gobierno y la regencia pro-divina. La misión que, después de la Caída, desempeñan los Ángeles con nosotros –porque el hombre, “señor de todo, no difiere en nada del esclavo”, sino que son “tutores y curadores” los que administran el cosmos hasta su vuelta a la razón (Gál. 4, 1 s.)–, la tomaremos nosotros por nuestra cuenta. Siendo ya “iguales a los Ángeles” (Lc. 20, 36), respecto de lo que nos diferencia de ellos actualmente, a causa de la Caída –espiritualidad, poder de concentración, vigor de intuición, penetración de ingenio, envergadura de inteligencia, facultad coordinadora, santidad, devoción (en el sentido del don de sí mismo)–, nos encontraremos en perfecta disposición de reali-zar los deberes y tareas que Dios nos confiara antes de la falta de Adán (Gén. 1, 28). ¿Y no podría ser que esas facultades que ahora poseemos y se manifiestan por la invención imaginativa y la interpretación artística, viniesen a ser verdaderas y auténticas facultades creadoras, de manera que los hijos de Dios conquistasen, para la gloria de su Padre, nuevos mundos arrancados al caos? (es el sueño, entre otros, de Fedorov).

Las relaciones recíprocas entre los elegidos no serán menos perfectas que las relaciones con la Naturaleza renovada. En el centro mismo de esta gloria que esperamos, la unión perfecta de todos los hombres en Cristo manifiesta esta unidad original, o más exactamente pre-arquetípica, esa unidad-principio que es la misma de la Santísima Trinidad (Jn. 17, 21-23; Ef. 3, 14 s.; 4, 4-6). Mas la Revelación es muy escasa en informes respec-to de los goces propios de los individuos en la vida celestial. Las Escrituras sagradas se preocupan generalmente de lo que es común a todos los elegi-dos. Sin duda, sería completamente ajeno a la verdad afirmar que en el “cielo” han de dejar de existir separadamente las personalidades individua-les de los hombres, y subsistir únicamente una confusa conciencia de la especie, “un genio de la raza”, como dice en alguna parte Maeterlinck. San Pedro será siempre San Pedro; y San Pablo será San Pablo, con referencia cada uno de ellos, después de haber vuelto a tomar un cuerpo –“su cuerpo”–, a su propia experiencia interrumpida por un tiempo (puesto que, por una conciencia vital e hipostáticamente ligada al cuerpo, el estado intermedio

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es como si no fuera, del mismo modo que el hombre que ha vuelto en sí después de un desmayo no se acuerda de su estado comatoso). Y nadie podrá tomar parte inmediamente, por inmanencia, en la experiencia propia de San Pedro o San Pablo. Es ese quid proprium que significa la promesa de una “piedra blanca [porque es nueva], y sobre esta piedra está escrito un nombre nuevo que nadie conoce, fuera del que lo recibe” (Apoc. 2, 17). Sin embargo, la gloria de cada elegido se propagará, como la llama a lo largo de un cordón Bickford, y se hará general. Ya en este mundo, los Cris-tianos forman un Cuerpo en que los bienes y los males de uno son, o deben ser, los de todos (I Cor. 12, 26). Con todo, en la vida de acá abajo, por lo general no se simpatiza con los demás sino por fuerza, o al menos esforzán-dose por hacerlo, siempre deliberadamente y a menudo con dificultad; aun entre aquellos que están ligados más íntimamente por los lazos de la sangre, la simpatía es imperfecta y sujeta a condiciones y restricciones. En el cielo será espontánea, instintiva y universal. En el momento actual, la unión de los miembros en el seno del Cuerpo místico es objeto de fe (Credo... unam Ecclesiam) y de esperanza; “allá arriba”, lo será de experiencia, de vista y de comprobación empírica. El amor divino, más que nunca “difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rom. 5, 5), por el “Espíritu de la Gloria”, pasará de alma en alma, como se transmite el flujo de las olas, con la calma poderosa y la seguridad de la marea creciente, con el ritmo de victoria que es característico de este amor cuando realiza, en el seno de la Trinidad, el círculo de la vida divina. Todo lo que, aquí abajo, inspira desconfianza y repugnancia, habrá desaparecido. Nada ya de falso pudor, de respeto humano, de reservas, de restricciones mentales, para disimular ante los demás los motivos profundos de nuestros pensamientos y de nuestros actos, y aun para ocultarnos esos motivos a nosotros mismos: “Su Nombre estará sobre sus frentes” (Apoc. 22, 4).

Pero la experiencia feliz de cada uno vendrá a ser alegría común para todos. Así en el cielo como en la tierra, los cristianos están vitalmente unidos en un solo Cuerpo en grado suficiente para participar, no solamente de los sufrimientos, sino también de las delicias de cada uno (I Cor. 12, 26). Mas esta simpatía, en el sentido más obvio y literal del término, la alcanzamos

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en este mundo por intención deliberada, con mucho esfuerzo y trabajo; sólo imperfectamente se llega a realizar aun entre aquellos que están, natural y sobrenaturalmente, más “próximos” entre sí; en el “cielo”, en cambio, será espontánea, universal, total, y brotará de los más vigorosos instintos. De momento, la unión mutua de los miembros, en el seno del Cuerpo místico, no es, sobre el plano de las realidades manifiestas, sino objeto de esperanza y de fe –tenemos obligación de creer en la Comunión de los Santos, en la unidad profunda de la Iglesia, etc.– pero entonces la “veremos”, tendremos conciencia plena de la misma y la comprobaremos. Ese “amor divino, di-fundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom. 5, 5), manifestará a ese Espíritu a plena luz, literalmente “a la faz del cielo”. El amor sobre-esencial “descenderá como el rocío del Hermón”; “la vida de bendición, que dimana de Yavé, se establecerá para siempre”, cuando “los hermanos gusten la dulzura y la suavidad de habitar juntos” (Sal. 132). La caridad sobrenatural se extenderá de alma en alma, con una fuerza de todo en todo pacífica, llenando de satisfacción y felicidad, del mismo modo que circula en el seno de la Trinidad Beatísima. Todas estas singularidades que nos impiden aquí abajo entregar totalmente nuestro co-razón, darnos, esos defectos menudos, esas mezquindades que se oponen a la confianza perfecta y paralizan la plenitud del impulso que nos inclina los unos a los otros, todo eso desaparecerá, se esfumará. Los corazones hablarán a los corazones en confianza abierta. No habrá ya reticencias, ni reservas, ni restricciones, ni falso pudor. Imposible ya, e inútil además, en lo futuro, ocultar los móviles que dictan, sugieren e inspiran todos nuestros pensamientos, aun los más insignificantes, y nuestras acciones: “Su Nombre estará sobre sus frentes” (Apoc. 22, 4).

Fraternidad verdaderamente cósmica, universal. Porque la verdadera “montaña de Sión”, esa “ciudad viviente que es la Jerusalén celestial”, la Iglesia triunfante de la eternidad bienaventurada, comprende “miríadas de Ángeles reunidos en solemne asamblea, la reunión escogida de los primo-génitos con sus nombres inscritos en los cielos, el Juez que es el Dios de todos los espíritus de los justos llegados a la perfección; en fin, Jesús, el Mediador de la joven [y vigorosa] Alianza” (Heb. 12, 22-24). No es éste

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el lugar apropiado para comentar este texto con la amplitud que requiere, ni de justificar la traducción que hemos dado del mismo; pero puede sub-rayarse el carácter verdaderamente universal, completo, de esta Iglesia definitiva y totalmente celestial: forman parte de la misma, como si se tratara de compañeros, en un pie de igualdad que recuerda el Mandatum de Jn. 13, 2-17 y la humilde condescendencia de Jesucristo, ese “Juez que es el Dios de todos” (y no ese “Dios que es el Juez de todos”, como traduce Crampon: kai kritê Theô pantôn), ese Juez en cuyas manos vale mucho más caer que en las manos de los hombres, porque es un “Juez justo” (II Tim. 4, 8); las “miríadas de Ángeles, reunión solemne de alabanzas” (panêgyrei), asamblea gozosa y festiva, congregada para cantar el epitalamio del Corde-ro que celebra sus bodas (cf. Cant. 7, 1, en los Setenta)... En el Antiguo Testamento, las jerarquías de espíritus puros, que forman parte de la Iglesia de Dios (Sal. 88, 6) en que aparece ya la Iglesia ex Angelis et hominibus, se presentan casi siempre como terribles y espantables; Jacob, al tener la visión, declara que es “terrible el lugar”. Los Apócrifos judíos (Tobías) suavizan la transición. En el Nuevo Testamento, los Ángeles no son sino belleza, bondad, socorro y auxilio de los hombres (por ejemplo Lc. 15, 10; Heb. 1, 14).

Los Cielos, Yavé, celebran tus maravillasy tu fidelidad en la asamblea de los santos.¿Quién podrá entre los bienaventurados, compararse con Yavé?¿Quién le iguala entre los hijos de los hombres?Temible es Dios en la gran asamblea de los santos...

Este paralelismo y esta asociación de ideas se acentúan, en el Salmo 88, con una insistencia muy notable. Los “cielos”, es decir, los coros de espíritus puros, componen con el Qahal, la Iglesia, la asamblea de los jassidîm, de los klêtoi, la Corte del Rey Yavé.

Encontraremos de nuevo ese grandioso conjunto al final de la Biblia. Si la Epístola a los Filipenses nos muestra a las creaturas “terrestres” o “visibles” encuadradas por los reinos supra-humanos e infra-humanos para tributar homenaje a Cristo Jesús, reconocido Kyrios universal, Rey de la más leve

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brizna de hierba así como vuestro y mío, atento, como legado del Padre, a alimentar los pájaros, y a vestir a las flores del campo (Mt. 6, 26; 28, 29), cuidando de la caída de un gorrión lo mismo que de la extinción del sol (ibid. 10, 29), sin olvidar al más humilde de los animales (Lc. 12, 6), Re-dentor de la creación entera, el Apocalipsis vuelve a tomar el mismo tema: en torno al Trono celestial, delante del Cordero, con los ciento cuarenta y cuatro mil que forman las “primicias” del universo rescatado (Apoc. 14, 4) y la “inmensa turba innumerable”, están de pie los Ángeles, “una multitud de miríadas, de miles de miles”. Tal es la “grande asamblea cósmica”: comprende todo lo que ha sido redimido del género humano; todas las je-rarquías espirituales confirmadas en su fidelidad: son nuestros co-liturgos, nuestros compañeros de servicio y de adoración (ibid. 19, 10; 22, 9), nuestros “hermanos”: et nunc, frater, aspice, quae gloria... (IV Esd. 1, 38).

Y aun no es todo: a los hombres y Ángeles se juntan, para aclamar triunfalmente, “todas las creaturas que están en el cielo, sobre la tierra y bajo de ella, en la mar, y todas las cosas que se hallan en él”. ¿Podría expre-sarse más explícitamente el carácter absoluto de la totalidad? Es decir, todo ese humilde cosmos subhumano que la adoración común, participando cada una de las creaturas según su propia naturaleza, erige en fraternidad grande, en familia universal de Dios.

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XXIII

Hay gloria y gloria...

Si la vida de los cielos no suprime la personalidad, y está excluida toda Gleichschaltung de los elegidos, la bienaventuranza no es una nivelación; antes bien, subsisten las desigualdades. En la parábola evangélica, todos los obreros reciben el mismo salario, toda vez que éste consiste en la sal-vación de sus almas; todos, por tanto, están colmados de felicidad en la medida en que son capaces de gozar de la misma. No obstante, las almas salvadas son muy diferentes unas de otras, no en “justicia” –porque todas están sin pecado– sino en profundidad de carácter, en facultades y poten-cias, en amplitud y en receptividad. Todas están glorificadas, cada una se goza en su gloria sin envidia de la del vecino, pero es imposible que sea la misma gloria para todas (I Cor. 15, 41). Es evidente, por ejemplo, que la gloria de la inocencia nunca mancillada ha de ser eternamente diferente de la que poseerán los penitentes purificados (Apoc. 3, 3-5). Y lo que decimos de las características morales, vale igualmente para las intelectuales: habrá una gloria que corresponderá a los “parecidos a los niños”, y la gloria de los genios. No cabe duda de que todo lo que sea superficial, adventicio o simplemente adquirido –los “talentos”, en el lenguaje corriente– no contará para nada; y muchos de los que acá fueron los primeros, serán allá los últimos... y muchos de los últimos, si lo fueron en el mundo por falta de suerte o de oportunidad, serán los primeros. Pero los dones naturales y el estudio ennoblecido por el amor de un ideal, serán objeto de una perfección y una consagración apropiadas. Asimismo, las diferenciaciones que dimanan del sexo, de la raza, del ejercicio de un oficio, que contribuyen a estructurarnos y constituyen la esencia misma de nuestra personalidad empírica, no es posible que sean aniquiladas por completo, si bien habrá de desaparecer lo que haya en ellas de físico, de terrestre y adventicio.

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En cuanto a los lazos que han atado a las almas íntimamente, y que hasta han llegado a compenetrarlas en cierto modo en esta vida –lazos conyuga-les, paternales y maternales, filiales y de amistad– guardarán sin duda, aunque en condiciones de transformación y metamorfosis, todo su valor íntimo y eterno, y participarán de la gloria de las almas unidas por ellos. Ni aun sobre la tierra esas relaciones tienen nada de estático; sus mani-festaciones externas cambian de año en año: la actitud recíproca del Salva-dor y su Madre no es, no puede ser la misma en Nazaret y en el Calvario; mucho menos será la misma hoy... Pero un instinto profundo, una especie de honradez y de pureza, escondida en el fondo del corazón, nos obliga a rechazar con horror la hipótesis de que la Virgen haya cesado en el “cielo” de ser Madre, aunque se trate del que está sentado en el trono a la derecha del Padre, como si María no pudiese acordarse de su maternidad más que como de un sueño ya pasado y superado para siempre...

Para que entre almas tan diferentes puedan mediar relaciones recíprocas perfectas, es menester que exista en el “cielo” el equivalente analógico de lo que llamamos aquí abajo autoridad, disciplina, etc. Es justamente lo que deja entrever el Apocalipsis cuando, al emplear un tema metafórico del Salmo 121, nos describe a la Iglesia glorificada, no como un Edén redivi-vus, como un Vergel en el que reina un grato bienestar, un Trianón celeste, sino como una Urbs, una ciudad: “Jerusalén nueva”, “en la que todo se halla bien unido con rigurosa cohesión” (Apoc. 21, 2; Sal. 121, 3). Con su habitual lenguaje matizado de imágenes, nos dice el Salvador que sus Apóstoles “juzgarán” –hebraísmo por “gobernarán”– las “doce tribus” del nuevo Israel (Mt. 19, 28). Unos, afirma Jesús, regirán diez ciudades, otros sólo cinco (Lc. 19, 17-19). ¡Pues bien!, “nosotros también reinaremos con Él” (II Tim. 2, 12). Y reinaremos, dice la parábola, en el grado y medida en que, en esta vida, hayamos cumplido fielmente las tareas, humildes o sublimes –pero todas divinas– que nos confiara la Providencia (“hacer las cosas pequeñas como grandes –dice Pascal–, por razón de la majestad de Jesucristo, que las realiza en nosotros”). Lo que recompensará, pues, nuestras buenas obras, será la oportunidad de obras mejores; no de otro modo que el del amor que halla su recompensa en su propio robustecimiento. Cómo

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los espíritus “gobernadores” podrán beneficiar con su regencia a los que estén sometidos (porque el Hijo mismo estará sometido al Padre, escribe San Pablo a los corintios; pero será la libre sumisión del amor, enseña el Apóstol Santiago; y la Epístola en la liturgia: cui servire regnare est), es cosa que no lo sabemos. Mas, sea cual fuere el modo de dirección o régimen, claro está que el reino de los elegidos, miembros de Cristo, ha de ser el de su “cabeza”, el de su Redentor: un reino de solicitud llena de amor, de dulzura, de servicio y olvido de sí mismo; “el Rey de Justicia es humilde, jinete sobre un pollino” (Zac. 9, 9; Mt. 21, 5). Nos asocia a su realeza, pero nos hace participar de su sacerdocio; organiza con poder su Reino, pero no olvida –como hipóstasis que es de la Sabiduría que obra fortiter et suavi-ter– difundir en él la dulzura propia del Sacerdote eterno (Apoc. 1, 6).

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XXIV

Los de fuera...

Es el momento, antes de pasar al tema del infierno, de recordar lo que llevamos ya dicho sobre aquellos que, en este mundo, no han sido clasifica-dos, ni entre los elegidos, los klêtoi, los miembros de la Ekklêsia, ni tampo-co se hallan forzosamente entre los réprobos. En un sentido muy especial, la salvación pertenece únicamente a la Iglesia –así lo afirma con rigor y vigor un viejo texto– mas el Apóstol sugiere que, en otro sentido, puede concederse a otros también, a los “de fuera”. Es que, efectivamente, “el Dios viviente es el Salvador de todos los hombres, principalmente de los fieles” (I Tim. 4, 10). Porque Él es “el Salvador de todos” (Sab. 16, 7); sin embargo, “especialmente” –malista, como en Gál. 6, 10 y Fil. 4, 22–, con una eficacia más segura de éxito (recordemos el quizá de Lc. 20, 13), lo es de aquellos que aceptan la salvación que en la intención divina está desti-nada y ofrecida a todos los hombres, y que perseveran hasta el fin, hasta la perfección (telos) de la Resurrección final. Para éstos, la intención y desig-nio universal se ha de realizar plenamente (I Tim. 4, 10; 2, 4; cf. I Jn. 2, 2: “Él es víctima propiciatoria de nuestros pecados, no sólo de los nuestros, sino de los del mundo entero”; se trata ciertamente del Hijo, cf. I Tim. 3, 15). El Prólogo de San Juan y la parábola del Sembrador tratan incidental-mente el mismo asunto (Jn. 1, 12; Mt. 13, 23; 10, 22; 24, 13). A ese grupo pertenecen los de la “Señora electa”, los hijos de la Iglesia de aquí abajo (II Jn. 1). Igualmente los samaritanos (Jn. 4, 42), y, además, prescindiendo de la nación santa, la turba inmensa de los “hijos de Dios”, actualmente dispersos, que Jesucristo ha de “reunir en un solo Cuerpo” (Jn. 11, 52), e incluso las “ovejas de los otros rediles” (ibid. 10; 16). Los cristianos, en cierto sentido, no son, después de todo, más que “las primicias de las crea-turas de Dios” (Sant. 1, 18). A esta cosecha temprana tiene que seguir la

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mies. No sabemos cuál será la amplitud de la separación final. Pero es lícito suponer que en ella han de quedar, entre los que Dios no reprueba, aquellos que, profesando doctrinas falsas, supersticiones paganas, filosofías sin corazón y Weltanschauungen sin Dios –por ejemplo, Nietzsche o Guyau, Marx, Lenin, Stuart Mill, y algunos hitlerianos o comunistas filántropos... un Malraux– ellos mismos se han desmentido prácticamente viviendo una vida digna del nombre de hombres, e incluso consagrada a un ideal, fre-cuentemente con un desinterés y una abnegación tal que deberían sonrojar a más de un católico “burgués” (“Yo llamo burgués a todo individuo que piensa bajamente”, dice Flaubert). En tales hombres –un Le Dantec, por ejemplo, o una Severina– abundan aspiraciones y deseos que son incom-patibles con el egoísmo...

Así es como habla nuestro Salvador, al evocar el Juicio que ha de regu-lar la suerte de ta ethnê, de las naciones paganas, es decir, de esa masa considerable de humanos que no pertenecen al Pueblo elegido, sea judío, sea cristiano. El criterio de elección varía según el caso: recuérdense las parábolas de las diez vírgenes y de los talentos, para los fieles pertenecien-tes a la sinagoga y a la Iglesia; las exigencias del Señor son para ellos mucho más rigurosas que para las naciones paganas, reunidas ante el Juez como bestias sin conocimiento, como animales que ignoran lo que es la luz, “chi-vos” y “ovejas”, creaturas del instinto y de comportamiento gregario por lo común (Mt. 25, 32; Jonás 4, 11). Para estos ethnê, el criterio será el de la mera “humanidad”. Si han mostrado una actividad tierna y misericordio-sa respecto de sus prójimos en la necesidad, alcanzarán la salvación. Estos elegidos de la hora undécima no han “rescatado”, como tampoco nosotros, por sus buenas obras, sus pecados; se salvarán, pues, no en razón de sus falsas convicciones religiosas o seudo-religiosas, sino a pesar de las mis-mas. Reléase la parábola del Buen Samaritano...

¿En qué quedamos?... Un solo Salvador: Jesucristo. Es menester, pues, que la vida de estos hombres, manifestada por sus actos, haya expresado alguna fe rudimentaria en Él. Aunque no hayan conocido ni poco ni mucho la identidad o identificación de Aquel a quien consideraban como Amigo en el dolor y la desolación, era sin duda Él, puesto que no existe dolor

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humano que no pertenezca a su Cruz. Cierto que, durante su vida terrestre, esos hombres no han participado de su naturaleza; pero Él, sí, ahora y hace ya veinte siglos que participa de la de ellos. Así pues, como su vida es la prueba mejor de que querían y deseaban firme y hondamente pertenecer a la más auténtica humanidad, de hecho, sin saberlo, han estado unidos al Hombre por excelencia; se han ligado, para la eternidad, con Aquel, en quien nuestra naturaleza común halla todo su vigor, vida y realidad. No han conocido al Verbo encarnado, pero han aplicado su oído, sin reconocer-la muchas veces ni identificarla, a la voz del Verbo no encarnado. “Eran de la verdad”, y, cuando llegue la Parusía, caerán en la cuenta, llenos de estupor, que esa Voz que seguían y a la que obedecían –tomándola por la propia generalmente– era la suya (Jn. 18, 37).

Todo lo que es auténticamente humano pertenece a Jesucristo; todo lo que es digno del hombre ha sido salvado por Él. Tengamos, pues, por seguro que, si alguien, tan hombre como nosotros en esta vida, se pierde finalmen-te en el Más Allá, es por haber aniquilado, en su persona, todo aquello que le constituía verdaderamente en hombre; rehusando realizar en sí la “seme-janza” de Dios, acabará por no llevar siquiera su “imagen” en sí. Mas, por otra parte, no es probable que, si la inescrutable Providencia divina ha permitido, por razones inasequibles a nosotros, que tal individuo natural-mente “caritativo” haya pasado su vida en las tinieblas, alcance inmedia-tamente “el estado del hombre acabado, la medida de la perfecta estatura de Cristo”, el mismo nivel que los klêtoi, escogidos por Dios desde aquí abajo para ser sus hijos. Aun entre los elegidos existe –como lo simbolizaba la disposición arquitectural del Templo de Jerusalén– la diferencia entre el atrio interior y el atrio exterior. Por este motivo, aun en el “cielo”, la Iglesia habrá de desempeñar la misión de Madre adoptiva respecto de aquellos que no se le han incorporado totalmente, pero que están bien preparados para ser sus tributarios y aliados voluntarios: “Las naciones [paganas] caminarán a su luz, y los reyes de la tierra le tributarán su gloria” (Apoc. 21, 24). De ese modo, quizá, de eón en eón, quienes en la vida tomaron sobre sus hombros la Cruz de Cristo, precederán como precursores a la masa, que les sigue a medida que progresan; y, mientras llega al ser y surge un mundo

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tras otro en sucesión indefinida, por una extensión y expansión de seres a los que no tenemos derecho a bloquear en las mezquinas dimensiones de nuestra ignorancia, podrán ellos, en cada nuevo universo, manifestar e irradiar los esplendores del Evangelio. Porque el Hijo, lo mismo que el Padre, “obra”, en presente (ergasetai), no cesa de obrar, obra eternamente, de eón en eón (Jn. 5, 17). Él es per quem omnia facta sunt, y por medio de Él, en cuanto es Arquetipo y “primogénito de la creación” y su modelo, los mundos –cuando este eón haya llegado a su fin, maduro ya para la siega, Dios no ha de verse de pronto atacado de esterilidad senil–, los mundos, digo, entran en la corriente de la existencia y del ser en continuo desarrollo (panta di’ autou egueneto, Jn. 1, 3). Pero este Hijo, eternamente activo, que no cesa, ni aun en el tiempo en que toma la humanidad, de dar vida a uni-versos, hechos según su imagen, es vosotros, soy yo, somos todos nosotros, porque, como se expresa San Agustín, somos “hijos en el Hijo”. Después de la Reforma y de la Contrarreforma –condenada ésta a perseguir a aquélla sobre el terreno– la misión cósmica del Verbo ha cedido el paso forzosa-mente, no obstante la tradición católica expresada en los himnos ambrosia-nos, a su misión puramente redentora; ya que, después de Lutero, toda la teología del Logos se reduce a esta cuestión: ¿cómo se las ha arreglado el Hijo eterno para librarme y salvarme, a mí, Herr Doktor Martin? Muchas veces ha reivindicado Heiler, para un protestantismo convertido al cato-licismo, esta cristología de dimensiones cósmicas. Pues bien, volvamos a leer los himnos del Breviario, y digamos que esta figura del Verbo-Sabidu-ría, ludens in orbe terrarum, jugando con los planetas ante la mirada del Padre, coram eo omni tempore, quizá creador de humanidades nuevas que no conocerán la prueba –deliciae meae cum filiis hominum–, esa gigantesca aparición de Jesucristo sentado en su trono lleno de poder, es, en el interior, en el “seno” del Hijo –porque, si el sinus Patris es la Sabiduría increada, el sinus Filii es la Iglesia teantrópica, creada por su origen, pero increada por adopción–, es, digo, vosotros y yo, que tenemos promesas en Cristo Jesús de destinos galácticos.

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XXV

Las penas del infierno

Lo que nos enseña la Revelación de la bienaventuranza reservada a los redimidos –de hecho, porque todos los cristianos lo somos por derecho– nos permite presentir, por vía de contraste, el destino miserable de los réprobos. Este tema, ya de por sí penoso y escabroso, ha llegado a ser, hace ya un siglo, objeto de escándalo para la mayoría, sin excluir a muchos católicos; se habla del infierno como del diablo: con un aire de suficiencia que nada ignora, con la expresión irónica de un imbécil que repite una fábula de co-madres, sin percatarse de que se trata de él en la misma. Ironía canina, que, como todos lo saben, es a base de cinismo; sólo que la bestia olfatea la verdad, sin que le sea posible “captarla”; el hombre la odia secretamente y rehusa confesársela a sí mismo. De ahí el gesto indiferente que excluye, en el semblante de tantos contemporáneos nuestros, todo “significado”, toda huella del Logos. Rostros que llevan la imagen y la analogía de la nada. Están herméticamente cerrados, como la caja fuerte de Mme. Humbert.

Para muchos católicos, el infierno no es más que una figura de dicción. Observadles un poco y veréis que la Cruz, el renunciamiento y las Biena-venturanzas no pasan de ser nobles y solemnes balancines. Taine ha hecho la observación, en una frase que ha quedado célebre –sobre las “alas” que la humanidad debe al Cristianismo; el “par”, dice cómicamente ese sabio, como si se tratase de apéndices animales–, que, por lo general, la crueldad y la voluptuosidad suelen andar juntas; y Havelock Ellis ha “descubierto” que, a menudo, los mismos individuos son a la vez sádicos y masoquistas. Digamos, sobre el plano de las causas, que toda moral fundada en el sen-timiento –en ese complejo biológico en que no es posible discernir lo fi-siológico y lo emocional– tiende fatalmente a los paroxismos. Por eso los alemanes, que no se han librado de sí mismos por la intrusión victoriosa

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de lo trascendente –ese enemigo público número uno de todos los totali-tarismos (Apoc. 13, 5-7, 14-17)–, son un Naturvolk y, “organizando” su espontaneidad, lo son “elevados al cuadrado”, convirtiéndose en verdaderos mediums respecto de todas las fuerzas elementales y poderes telúricos, sea protegiendo con la misma ingenuidad candorosa a los pajarillos (bien sabi-do es que la muerte de un canario sumió a Goering en un mar de dolor y de sollozos durante un día entero) como persiguiéndolos y aplastándolos (el mismo Goering que los cazaba con halcones). El alemán, que no está profundamente cristianizado, obra instintivamente, como Fausto, y desciende al reino de las larvas –que está en sí mismo– y, poniéndose en comunicación con lo que él cree la última realidad del universo –lo que podríamos llamar empuje violento, según dice Nietzsche, o Sturm und Drang–, se promete gozar con una pureza infantil cantando espontáneamente corales a cinco voces, y hace entonar, con la misma ingenuidad, a rapaces de ocho años el célebre estribillo:

Und wenn das JudenblutAuf unsern Messern spritzt...

Cuando la sangre de los Judíossalta y salpica nuestros puñales...

No conoce freno; por el contrario, del frenum cupiditatum, como decían los viejos teólogos, no quiere saber sino lo relativo a las concupiscencias propiamente dichas. Siendo el mundo “voluntad”, impulso, Drang –Renán, el viejo monsieur distinguido, decía con elegancia: nisus ciego–, las con-cupiscencias son sagradas y hacen participar con lo absoluto. Aun el más equilibrado de los paganos germánicos, que procura dosificar el orgasmo, no puede menos de buscar con Nietzsche, en el equivalente griego de la Walpurgisnacht, en la Segunda Parte del Fausto, la prueba de un substracto “dionisíaco” a toda realidad. Fausto conjuga, para enriquecer su personali-dad hinchada de absoluto, la “sabiduría” y el salvajismo; en el mismo momento en que trata de seducir a Margarita y de empujarla al infanticidio y a la desdicha, vierte lágrimas sobre su inocencia, digna de la más tierna compasión:

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Der ed’ler Mensch, in seinem dunk’len Drange,Ist sich des rechten Wege wohl bewusst...

El hombre noble, hasta en el momento en que cede[a su impulso tenebroso,

tiene conciencia del camino derecho...

Pero, como la Napolitana de Julio Lemaitre, que tenía pena de que su helado no fuese un pecado –“sería mucho más sabroso”, decía esta precurso-ra de G. Bataille, para quien la prueba de la realidad del hombre es que huele...–, Goethe opina que el “conocimiento del camino recto” no tiene otro fin que añadir una aureola (a lo Rembrandt) al “impulso tenebroso”, para hacer valer toda su espontaneidad perversa.

Desde este punto de vista, el alemán que no está penetrado de cristianis-mo hasta la médula, no es, para el humanismo de hoy, más que un ilota borracho. “Mira, le dice, yo podré ser para ti quizá un espejo deformador, pero no hago más que reflejarte a ti, hasta el paroxismo”. Y lo que caracteri-za al hombre de nuestro siglo, como lo vio Chesterton en un pasaje poco conocido de Eugenics and other evils, es “un sentimentalismo diabólico”.

A este abuso de lo emocional se debe la incomprensión de los hombres de hoy frente al infierno. Para comprender la misteriosa indignación de Yavé –la “cólera de la Paloma”, dijo Bossuet– hay que comenzar por com-prender el Amor infinito. Aquélla no es más que una faceta de éste: el Amor primero me ha creado... es la inscripción que vio Dante sobre la Puerta ancha. Y, como la Llama de esta caridad divina nada tiene de común con la “benevolencia” blandengue y cómplice de los hombres, ¿cómo vamos a pretender que entiendan ni gota los hombres de hoy de la indignación del Dios que es santo? De allí que un tema que ha de ser tratado con paciencia y sobriedad, es objeto de una retórica hinchada, y se encuentran no pocos individuos que dicen reconocer a Jesucristo revolviéndose contra lo que nos enseña sobre las penas “eternas”. Porque, de hecho, el dogma de la Iglesia católica, en lo relativo a los castigos de los condenados, saca todo su contenido de las palabras sobremanera claras, solemnes y formidables, tantas veces repetidas, de nuestro Salvador.

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XXVI

Estado de los condenados

Basta, para tener una idea aproximada, con recordar lo que dejamos dicho del estado de los fieles salvados, y figurarse todo lo contrario. La cuádruple perfección de los elegidos llegados a su perfección final cede el puesto a un cuádruple caos: el de sí mismos, el que dice relación con Dios, y con el cosmos y con los demás condenados. En vez, pues, de la salud, de la pureza, del equilibrio y unidad interior de todo el ser, y de una cohesión o coherencia ontológica, los réprobos conocerán experimentalmente, dice Jesús, una verdadera “disolución”, un descuartizamiento y un desgarramien-to “del alma y del cuerpo en la gehena” (Mt. 10, 28). Porque el “único Legislador, capaz de salvar y de destruir” (Sant. 4, 12; es el mismo verbo que emplea Mt. 10, 28), les “hará pagar” lo que deben por “una eterna destrucción, lejos de la Faz del Señor y de la Gloria de su Poder” (II Tes. 1, 9; nótese el binomio “Faz” del Padre = Hijo eterno y “Gloria” del “Poder” universal, de la Omnium-potentia, de la Jakti, de la Sabiduría, siendo el Espíritu Santo quien manifiesta la Sabiduría, impersonalmente, en los se-res, como el Verbo encarnado revela al Padre en la Persona del Dios-Hom-bre). Y Jesús cita a Isaías en lo referente al “gusano” que vive siempre, como parásito, de su descomposición ontológica: “Te conviene más entrar tuerto en el Reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado en la gehena, donde el gusano no muere, ni el fuego se extingue. Porque todos han de ser salados por el fuego” (Mc. 9, 47 s.; volveremos más adelante sobre el último inciso de la frase). Porque “el fuego y el gusano son el castigo del impío” (Eclo. 7, 17); “su gusano no morirá nunca, ni su fuego se extinguirá” (Is. 66, 24; gusano y fuego constituyen, pues, una expresión típica y constan-te, a través de los siglos, de la fe judía respecto de los fines últimos, y, como lo hace frecuentemente, Nuestro Señor la toma por su cuenta, pero cargán-

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dola de un “espíritu” nuevo). Los réprobos son, según eso, cadáveres vi-vientes y podredumbres subsistentes. He ahí el tormento que les toca con relación a sí mismos.

Mientras que los justos gozan de la visión beatífica por la vista directa y el conocimiento experimental de la Trinidad, cuya Gloria e irradiación deificadora brilla sobre esa Faz que es Jesucristo (II Cor. 4, 6), los condena-dos sufren una “segunda muerte”, que no ha de ser remediada por ninguna resurrección (Apoc. 21, 8). Lo que caracteriza la vida es la iniciativa, la reacción espontánea, el comercio activo que se traduce por el “movimiento”, por la dialéctica del ser (en el “cielo” ese “movimiento” se opera “de gloria en gloria”). Los réprobos, consiguientemente, se encuentran en un estado de absoluta pasividad; sufren y se hallan hundidos en sí mismos. Tal es su “eterna destrucción lejos de la Faz del Señor y de la Gloria de su Poder” (II Tes. 1, 9). No se trata de una aniquilación, de un “anonadamiento con-dicional”, como lo han entendido algunos protestantes “liberales”: lo prueba el empleo del sustantivo olethros, que significa ruina y pérdida (en I Cor. 5, 50; I Tim. 6, 9; I Tes. 5, 3), donde, además, el contexto es escatológico (véase el verbo olothreuô en Heb. 11, 28: destruir; el sustantivo olothreutês: destructor en I Cor. 10, 10). Es lo que el Salvador mismo enseñó al decir: “Entonces les diré yo con voz tonante: no os conocí jamás; apartaos de Mí” (Mt. 7, 23; cf. ibid. 25, 10-12; Gál. 4, 9; “conociéndolas” es como Dios comunica el ser a las creaturas).

Así como existe una visión beatífica, ¿podríamos hablar también, por analogía, de una visión insoportable, atrozmente deslumbradora, hasta el extremo de herir de ceguera? El Sol de los espíritus, el Sol de justicia, ¿no ha tomado por símbolo visible ese astro, cuyos rayos son, para unos, bené-ficos, saturados de fuerza y de vida, de propiedades curativas y de fecundi-dad, pero también, para otros, quemantes y causa de cáncer o de locura? Todo cuanto posee la vida física tiende a la luz, es fotótropo. Todo cuanto participa de la vida del espíritu busca a Dios por instinto, manifiesta una teotropía esencial y, por lo mismo, de momento, inconsciente.

La Escritura, empero, nos enseña a buscar en el mundo visible las imá-genes sugestivas del otro mundo; el comilón, por ejemplo, tiene el estóma-

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go tan estragado que la vista de una bazofia incitante le produce este doble movimiento: siente hambre, se relame los labios, el olorcillo del banquete le dilata las narices con fruición; mas al mismo tiempo le sube al paladar, del estómago estropeado, fatigado, perezoso, una repugnancia extraña que le produce náuseas. Un espléndido festín le causa a la vez deseo y disgusto, por lo que se apodera de él un sentimiento de furor impotente y sombrío... Dios, alimento esencial de las almas –y de los cuerpos restituidos al orden primordial– es reconocido por el alma réproba, al fin, cuando ya le es impo-sible al pecador engañarse más, como objeto propio del querer profundo que la da el ser. Pero la comprobación de esta exigencia no suscita en ella ninguna apetencia. El amor de Dios se manifiesta en el hombre estragado en lo esencial, en el dispépsico espiritual, como la fe en los demonios, se-gún la expresión de Santiago: “Creen, pero tiemblan”. Puede decirse que es atraído, fascinado, pero sin amor. Por tanto, sin gozo. Pero ¿qué es ese vértigo de Dios que nos aterra y paraliza –como el abismo–, al mismo tiempo que oímos murmurar en lo más hondo de nuestro ser una voz: ¡Sal-ta! (vis fugere a Deo, fuge in Deum)?... Este desensamblamiento imperso-nal, casi mecánico, de una propensión detenida bruscamente en su impul-so, por haber rehusado en esta vida el amor, esa parodia inicial y estéril de la caridad, es lo que viene a ser lo contrario de la visión beatífica, lo que nuestros padres llamaban la pena de daño.

Si los Santos están destinados a vivir en un mundo nuevo y perfecto, y a gobernarlo, en cambio el clima de los condenados consiste en la “gehena de fuego” y el “horno ardiente”, que identifica Jesús con las “tinieblas ex-teriores” (Mt. 5, 22; 13, 42; 25, 30). Es el momento de preguntarnos qué es el “fuego infernal”. Cosa curiosa, entraña la idea de tumulto. Todos sabemos qué formidable estruendo, más salvaje que el de la tempestad misma, produce un incendio grande. Y bien conocido es también el suplicio del ruido y bullicio, que impide todo recogimiento, paz y concentración. En el campo alemán de Breendonck, una de las penalidades más insoportables era el ruido, estridente y ensordecedor, durante todo el día, de un drill de aire comprimido. Isaías es el primero que nos revela el verdadero nombre de la gehena o valle de los hijos de Hinom. Es el de Topheth, en hebreo el

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tambor de guerra (compárense semánticamente, topheth –tambor–, el grie-go typtô, el inglés dumb, el alemán taub y betäuben): “Topheth está prepara-do hace tiempo ya” (cf. Mt. 25, 41). Lo está también para el Rey (Satanás, cf. Lc. 4, 5). Yavé lo ha construido bien ancho y profundo (cf. la Puerta “ancha” y la Vía “espaciosa” de la Perdición, en Mt. 7, 13). Sobre esa pira, abundan y sobreabundan la leña y el fuego. Como un torrente de fuego es el Soplo de Yavé que lo abrasa (el Espíritu Santo, digitus Dei, el Amor, como veremos más adelante, es la causa directa del infierno)... Allá, ni el gusano ha de morir, ni el fuego se ha de extinguir” (Is. 30, 33; 66, 24). Porque “la indignación de Yavé se manifiesta a sus enemigos. He aquí que Él viene, en efecto, en el fuego [...] para derramar su cólera abrasando, para realizar sus amenazas en llamas ardientes. Porque Yavé ejerce el Juicio por el fuego” (ibid. 66, 15 s.). Históricamente nos consta que en Tophet-Gehe-na, bajo Acaz y Manasés, los judíos sacrificaban los niños a Moloc (II Re. 23, 10; II Par. 28, 3; Jer. 7, 31 s.; 19, 5 s.). Se denominaba también este lugar “valle de los cadáveres” (Neh. 3, 11; II Re. 19, 35; Is. 34, 3).

En la época de Jesús una “humareda incesante” ensombrecía el valle de referencia (Erubhin, 19 A): de ahí la alusión evangélica a las “tinieblas exteriores”. Estaba, además, “detrás de la montaña de oscuridad” (Tamid, 32 B). Era “en verdad un lugar de tinieblas” (Targum sobre I Sam. 2, 9, que cita el Salmo 87, 12 s., identificando así este valle-“signo” con la mansión de los muertos). Cuando llegue el “Día de Yavé” que Amós (5, 20) ve como “tinieblas y no luz”, serán arrojados a él los enemigos de Dios (Yalkuth Schimeoni, II, 42 C). Tales son esas “tinieblas exteriores” (en la Ciudad Santa, cf. Mt. 8, 12); la expresión, al pronto puramente geográfica, tomó pronto un significado escatológico espiritual: la Casa del Padre está ilumi-nada por el Verbo-Luz, cuyo resplandor y reflejo humano no deben los fieles ocultar bajo el celemín: “El Cordero es su lámpara, la Gloria de Dios pro-yecta la claridad de esa lámpara” (Apoc. 21, 23). Fuera está la gehena, donde reina y se espesa una noche sin esperanza y sin fin, una oscuridad glacial (es sabido que el hielo “quema”). Allí serán “el llorar y el crujir de dientes” (ho klauthmos kai ho brygmos tôn odontôn), el penar por excelencia y la rabia completa; porque el “crujir” es consecuencia, no del miedo o de

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la angustia, sino del furor impotente (cf. Schemôth Rabba, 5; Kethubin, 35 B; Sal. 101, 10; Act. 7, 54). Estos textos talmúdicos han arrancado a Bengel este grito: “En esta vida, el dolor no es todavía dolor”.

Pero del mismo modo que la idea de fuego, este abismo evoca aquella idea de ese otro abismo, el hielo –en que Dante ve quemarse a Satán y, en L’Imposture de Bernanos, el abate Chevrance dice a Cenabro: “En el blas-femo hay algún amor de Dios, mas el infierno que vos habitáis es el más frío”–, así también el tumulto incoherente de que he hablado, esa promiscui-dad llena de griterío que son las creaturas malditas, las sume a cada una de ellas en la soledad y el silencio. Es que no hay comunión, koinônía, círculo vital, en ese amontonamiento; ni sentido, orden o logos en esa trágica comparsa. Edgard Poe tuvo el presentimiento de esa aparente contradicción en su Man of the Crowd, que Baudelaire tradujo por L’Absolu dans le Mal: en medio del rebullicio ciudadano, el héroe espantoso de Poe deambula, más solo que en el Polo ártico, aislado por su egocentrismo absoluto, blo-queado más completamente por ese repliegue total sobre sí que por una muralla de icebergs.

Pero si el hombre es fundamentalmente teotrópico, “los cielos cantan la gloria de Dios” por su gravitación inmóvil en sus órbitas: después de la renovación definitiva de la creación entera, nada se opondrá a que la armo-nía de las esferas exprese, a su manera, el pondus amoris de los Santos. Cuando ya el universo no esté traicionado por el hombre, su virrey, sino fielmente expresado por el mismo, entonces será plenamente un himno de alabanza. Su director de orquesta, le da, por fin, el verdadero la. Esta música, empero, no podrá menos de desgarrar algunos oídos. Para un espíritu roño-so y agrio, roído de envidia, que “ni se ama a sí mismo”, ¿puede existir suplicio mayor que la alegría sincera y la satisfacción de los demás? ¿No veis su rostro sombrío en pleno baile, como si fueran una injuria para él las risas, los ojos brillantes, las coplas y los valses? Del mismo modo, ese mundo renovado, sumergido, no ya como hoy “en el Maligno” (es una ex-presión de San Juan) sino en la gloria de Dios, que lo recubre, dicen Isaías y Habacuc, como las olas del océano el fondo del mar, ese mundo, en suma, perfecto, del que brota un arroyo de felicidad, es, para los condenados, la

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imagen, no del Amor infinito, sino de la Ley implacable. Bien podrá decirse de las cosas volentem ducunt, nolentem trahunt: llevan a los que consienten, arrastran al que se resiste. Y también amantem serviunt: sirven a quien ama. Mas, para los nolentes, los que se resisten, hundidos, en el rechazo en que se han convertido, el universo del ecce nova facto omnia (he aquí que lo renuevo todo), no puede ser sino una gehena.

Finalmente, si los justos están unidos entre sí por la koinônía del Espí-ritu Santo, por la irradiación de la Gloria y la comunión de un amor abso-lutamente libre e incorruptible, la unión y comercio de los condenados es de otra especie muy distinta: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el Diablo y sus ángeles [...] Cuando llegue la cosecha diré a los segadores: recoged la cizaña y atadla en gavillas para el fuego” (Mt. 25, 41; 13, 30). Estas dos frases de Dios hecho Hombre bien merecen una consideración diligente. En la aurora de la creación, Dios “bendice” a los seres. Lo que equivale a decir que el Ser comunica a las existencias coloca-das por Él en la presencia concreta, esa realidad positiva que es “valor” y “bien”, participación de Aquel que es Bueno, como dice Jesús, porque es la Fuente única de todo “bien”. Nada en Dios es abstracto ni “platónico”. El Génesis y los Salmos compiten con otros libros del Antiguo Testamen-to –el de Judit, por ejemplo– en formular esta verdad: lo que “dice” Dios, que es simple, en quien el ser y la acción se confunden, lo “hace” ipso facto. Sus “bendiciones” son “beneficios”. Si afirma que soy bueno, me hace bueno al mismo tiempo que lo dice; si declara que soy justo, es porque, efectivamente, me hace justo (justificación: Dios no hace comedias, no es partidario de la filosofía del als ob, el “como si” de Lutero). Es verdad que el Génesis nos entrega, después de la Caída, al eco de una maldición: Dios nos ve malos, y lo afirma. Pero si, al crear al hombre, la única libertad que entraba en juego era del Creador, no ocurría lo mismo en el Edén. El suelo, es decir la naturaleza física, es “maldita”, “la dice mala”, pero es por causa del hombre, no de Dios (Gén. 3, 17). Asimismo Jesucristo, que declara a los elegidos “benditos de mi Padre” (Mt. 25, 34) porque efectivamente el Padre “les ha bendecido en los cielos [...] elegidos antes de la creación del mundo” (Ef. 1, 3 s.), califica a los réprobos de “malditos”, sin más, sin

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añadir “de mi Padre”, porque han sido ellos mismos quienes, deliberadamen-te, con entera libertad (se entiende: en el marco de los sucesos que forman el contorno de su destino) se han alejado de Dios y desterrado de su Reino: “¿Queríais a Satanás? Ahí lo tenéis, seguidle, pues es el Dios que habéis escogido” (cf. II Cor. 4, 4)... El Reino ha sido “preparado desde el comienzo del mundo” (Mt. 25, 34), como la elección y la salvación en el prólogo de la Epístola a los Efesios; pero el infierno, según el mismo texto, ha sido simplemente “preparado”, sin más: cuando el orgullo del Maligno exigió, para aplastarlo, un “restablecimiento de todas las cosas” (Act. 3, 21). Por consiguiente, Dios tiene, frente a los justos, un designio eterno; y en cambio, respecto de los malvados su misericordia se hace pasiva y dice un tal vez (Lc. 20, 13). Hablando en rigor, según lo declara el mismo Salvador, las penas infernales no fueron “preparadas” sino para los ángeles malos; pero existen en este mundo algunos desdichados y miserables (en los dos senti-dos que tiene la palabra) que buscan su refugio definitivo entre los demo-nios. Tal es, por tanto, la compañía, tal el comercio social y la koinônía de los hombres que se han perdido: la cizaña es arrojada al fuego, atada en gavillas. Sabrán así lo que es la comunión diabólica, de la cual es señal en este mundo la participación en los Misterios demoníacos (I Cor. 10, 20 s.). Tales son los “adúlteros” y los “fornicarios” que el Apocalipsis excluye de la Ciudad santa (cf. Deut. 32, 17; Sab. 14, 12. 21. 27; Sant. 4, 4 s., en que los “celos” divinos recuerdan I Cor. 10, 22; y Apoc. 21, 8, en que los que “comunican con los demonios” están destinados a la “muerte segunda”).

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XXVII

Infierno y justicia divina

Las objeciones que se suelen oponer a la doctrina evangélica del infier-no consisten principalmente en protestas sentimentales y “generosas” con-tra un dogma como éste, que, según el parecer de algunos, proyecta una sombra desfavorable sobre la justicia o el amor de Dios. En realidad, esas objeciones sólo están en contradicción con conceptos y expresiones (metafóricas, exageradas, que abundan en imágenes que no hay que tomar al pie de la letra); están en contradicción con puntos de vista y locuciones que no poseen, en el seno de la Iglesia Católica, ningún valor “oficial”, aunque, a veces, no hayan faltado miembros del Clero que creyeran en el carácter “canónico” de esas tesis y figuras de locución.

Antes de aceptar sin ambages la doctrina del Salvador sobre la “eterni-dad” de las penas (Mt. 25, 46) –asunto que vamos a examinar rápidamente–, antes de resolvernos a admitirla gustosamente, cordialmente, con gratitud, es menester previamente saber con certeza qué clase de hombres las han de padecer. Comencemos por meter bien en la cabeza que nadie sufrirá esas penas sin haberlas merecido sobreabundantemente. Es evidente que noso-tros no podemos soñar siquiera en determinar si tales o cuales personas son reos de condenación, porque ignoramos en gran parte los elementos capita-les que obran en tal materia: ¿en qué medida este individuo ha aprovechado la gracia, cómo ha resistido a la misma, etc.? Mas podemos confiar plenamen-te en Aquel que quiso morir, y murió en efecto, por todos los hombres (II Cor. 5, 14 s.): no permitirá Él que se condene a nadie, como exista la más mínima posibilidad de aplicarle otra sentencia; si hay en los Evangelios un rasgo característico que convenga de un modo eminente a Jesucristo, al Salvador, al Redentor, éste es su “filantropía” sin límites, inaudita, estupenda. Cuando juzgue el Mesías, no habrá quien pueda dejar de comprender y de

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asentir, bajo el influjo del haz de su luz –espada luminosa “que discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Heb. 4, 12 s.).

¿Serán “muchos” o no, los réprobos? Se trata de términos relativos. Preguntaron a Jesús: “¿Serán pocos los que se han de salvar?”. Acababa de anunciar, un poco antes, la propagación inmensa del Evangelio en el mundo por medio de la Iglesia (Lc. 13, 19-21). Esto es suficiente para Él. Al interlocutor (cf. 4 Esd. 7, 11-13; 8, 1-3), sin darle una respuesta directa, se contenta el Maestro con aconsejarle así: “Luchad con valor para entrar por la Puerta estrecha. Porque os aseguro que muchos tratarán de entrar [se contentarán con «tratar», con hacer tanteos, sin «luchar» (agônisesthe: ba-tíos a muerte)] y no podrán” (Lc. 13, 23 ss.). Todos esos que “tratan de entrar” se ponen en camino demasiado tarde (Prov. 1, 28 ss.; Is. 1, 15; Jn. 7, 34; Heb. 12, 27) o se cuelan por trochas de contrabando (Jn. 10, 7; 14, 6); no hay más que una Puerta “estrecha”: Jesucristo y la incorporación a Él por el renunciamiento a sí mismo. De todas formas, los condenados, sean en mucho o poco número –¡cuestión perfectamente inútil!– lo serán, no por haber sido predestinados para la perdición, ni porque Dios les hubiera rehusado elegirles para hacerles participantes de la gracia, ni porque su Espíritu de Gloria se hubiera cansado de contender y luchar con ellos, abandonándoles a su suerte, por decirlo así, antes de haber apurado hasta el cabo las pruebas y los medios... No les condenará siquiera por haber fracasado en realizar en sus vidas un ideal inaccesible, ni por haberse equivocado sobre el sentido de la Buena Nueva y, como consecuencia, por haberse desviado del camino. Digamos bien alto que todos los condenados lo serán por su culpa, nada más que por su culpa, a pesar de tantos auxilios y avisos de Dios: maxima culpa. Su perdición la deberán, no a su debilidad, a su falta de imaginación o a su estupidez, sino a su malignidad, únicamente a ella. Cuando su conciencia trataba de advertirles y convencerles, ahogaron su voz con toda deliberación. Y cuando vislumbraron en las profundidades de su ser un leve rayo de luz, se apresuraron a extinguirlo, y cegar su fuente. Escogieron, prefirieron, anhelaron, quisieron y eligieron el mal, a sabiendas de que era el mal. Pudieron discernir y percatarse de sus inclinaciones fun-damentales. Dijeron al bien: “Te desprecio”; y al mal: “Eres mi amor y mi

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Dios”. Y todo esto, esta elección espantosa, la han hecho, no una o dos veces, sino continuamente, y con una persistencia cada vez más obstinada, tenaz y testaruda, incluso frente al presentimiento de su perdición final, por orgullo y desesperación, que es el último rechazo a Dios, el escupitajo supremo a su Faz de Misericordia. Persistencia extraña, que se diría de un hipnótico o sonámbulo; es, con todo, el hombre perverso quien se la ha fabricado: se hechiza a sí mismo, se “posee” como si fuese su propio De-monio, se hunde él mismo en una catalepsia espiritual... es él, y él se hace su propio infierno. Como los elegidos, también los réprobos “perseveran hasta el fin”, hasta el acabamiento definitivo, hasta aniquilar en su alma los dones divinos, esas facultades que son la vida del alma y que habrían podi-do y debido ir desarrollándose en fe, en esperanza y en caridad. La mujer de Lot, que se transforma en estatua de sal, es el símbolo trágico de esa rigidez cadavérica –la de la “segunda muerte”. “Seréis salados por el fuego”, dice el Señor (Mc. 9, 48). La sal y el fuego tienen propiedades comunes (como también el calor y el hielo: consúltese a los exploradores del polo). La sal, como la llama, penetra hasta el fondo, satura toda sustancia corrupti-ble, separa lo que está podrido de lo sano, da estabilidad en su pureza a lo que puede aun salvarse, acelera la descomposición de lo que va degeneran-do, perfecciona lo que no debe perecer y disgrega lo que no tiene ya nom-bre. “Todos, dice el Maestro, serán salados por el fuego”: éstos, por la re-nuncia a sí mismos y el arrepentimiento voluntario hasta las lágrimas saladas de la compunción –es el “bautismo de las lágrimas” de que habla un antiguo Pontifical– y aquéllos, sometiéndose a la salazón purificadora de la “meta-morfosis”, como dice San Pablo (¿no se ponen en salazón las conservas para mantenerlas frescas y darles un aspecto apetitoso?)... y otros habrán de pasar por la salmuera involuntaria del juicio por el fuego (Heb. 10, 27; 12, 29).

De este modo, los malos se perderán por haber fijado, determinado, in-movilizado y enraizado su naturaleza moral, su “carácter” –literalmente: su fisonomía interior habitual– en el mal. Si Dios, en la otra vida, les brindase nuevas oportunidades de practicar el bien, sólo encontrarían en ellas ocasio-nes y medios para cometer el mal de nuevo. La verdad es que ya no son

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hombres. Si, ateniéndonos a la expresión de Jesús, los elegidos, después de la Resurrección, “son semejantes a los Ángeles”, los condenados se han convertido en semejantes a los demonios.

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XXVIII

El plan de la justicia divina

Eso es lo que hay que responder a esos corazones tiernos –¡bien sabido es lo que oculta esa emoción gelatinosa!– cuando objetan que un Dios justo y misericordioso no puede castigar eternamente a seres efímeros por los pecados que han cometido, “de pasada”, en este mundo. Su vida terrestre fue breve y la falta de un ser finito nada contiene de infinito (¿están seguros los que tal afirman de que se trata de finitud estricta?, ¿no debe el bautizado a la gracia, que es una comunicación de la naturaleza divina, un desbor-damiento ontológico que rebasa el ser recibido de Adán?, ¿no es la gracia una invasión auténtica de la vida trinitaria, increada e infinita, en su vida humana, “informada” por esa gracia?).

¿Cómo es posible, dicen los “generosos” –pero ¿lo son con Dios?– que se prolongue el castigo de los culpables fuera de toda proporción y medida con las faltas cometidas?

Respondo: ¡os habéis equivocado de mirilla, queridos míos! Lo que estáis ahí relatando no corresponde ni poco ni mucho a lo que Dios hace. Oíd: Dios no se ocupa solamente, y sobre todo, sin género de duda, no da la importancia principal, en el momento del Juicio, a los actos pasados, sino que atiende antes que nada a los caracteres presentes. A nosotros, in-capaces de “escudriñar los riñones y los corazones”, nos deja el análisis, como a modo “detectivesco”, de los “frutos”. Él, empero, que es el Juez, y no un juez de “instrucción”, ve el árbol, sintética e intuitivamente, porque es más interior a ese “árbol” que el árbol mismo. Él conoce bien, dice un Salmo, de qué masa estamos fabricados: figmentum nostrum. El se dirige, cara a cara, a este yo, a esa esencia misteriosa e incomunicable, a esa apro-piación e individualización de la naturaleza humana, cuyos “frutos” pue-

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den indiferentemente revelar o disfrazar las tendencias fundamentales. Ahora bien, la vida terrestre ha desempeñado, para cada uno de nosotros, un doble papel: ha puesto de manifiesto lo que éramos, y nos ha hecho lo que hemos llegado a ser. Según eso, Dios nos trata conforme al ser que éramos eternamente en el Verbo y el que hemos venido a ser en el tiempo; la relación entre estos dos polos de nuestra realidad es el objeto del juicio divino.

Pero Dios no puede tratar los hechos sino como hechos. No puede hacer que la realidad sea diferente de lo que es. Ciertamente que, durante todo el lapso temporal de nuestra prueba terrestre, aguarda, “retiene su mano”, como dice el Antiguo Testamento; “nos observa en silencio”, precisa Jesús. Otras tantas fórmulas para expresar el respeto y consideración que le inspi-ra nuestra libertad: “se hace el muerto”, nos trata con reserva y pudor, re-frena en cierto modo su omnipotencia en el límite fronterizo del Estado soberano que somos nosotros, no castiga como se merecen nuestras iniqui-dades; si lo hiciera, ¿cómo tendríamos oportunidad para arrepentirnos y corregirnos? Pascal es autor de este pensamiento: vemos lo suficiente para que el riesgo de la “apuesta” por Dios sea justificada, pero demasiado poco para que podamos hacer trucos en este “juego”. Mas, una vez acabada la prueba por la muerte, ¿por qué Dios se había de obstinar en una reserva, que es ya inútil? Es que el hombre que ama el mal continúa contaminando, deshonrando y despreciando la misericordia, que, mientras vivió, despreció sistemáticamente, arrastró por el barro y malbarató siempre; y continúa despreciándola con la misma pertinacia desde el otro lado del Velo. ¿A santo de qué, con el fin de encontrar aquí la doctrina de la reencarnación, tan magníficamente refutada hace quince siglos por Eneas de Gaza, a santo de qué decir a los condenados: “Volvamos la página, comenzad otra vez una vida nueva, retornad a la vida para una nueva prueba”? ¿Quién no ve que antes de emprender la “partida” honradamente se les habría de otorgar un olvido radical, no sólo de todos los recuerdos de su carrera pasada, sino también de todos los efectos, vestigios, “frutos”, “caracteres” y cicatrices grabados en lo más hondo de su ser por su vida terrestre anterior? Pero es que ya no serían los mismos hombres (nominal o ficticiamente, sí, pero no

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en la realidad). Y ¿cómo figurarnos a Dios destruyendo caprichosamente todo ese pasado? Si, por otra parte, esos hombres hubieran de recomenzar a “vivir” –en el mundo, en el paraíso o quizás en el cielo– continuando con los rasgos distintivos que ellos mismos se habían fabricado sobre la tierra, no podrían hacer otra cosa que repetir su vieja historia sobre un escenario nuevo. Supongamos que “lo que hay en el hombre” (Jn. 2, 25) no hubiese tenido suficiente espacio u ocasión de manifestarse en esta vida, y que Dios les otorgase ahora esa gracia; así, tal vez, se explicarían algunas resurreccio-nes que leemos en ambos Testamentos, así como recuperaciones de la sa- lud, por ejemplo en el caso de Ezequías. Pero para la mirada infalible de Dios la vida presente es muy suficiente para probarnos: de suerte que, tanto cuando castiga como cuando premia, no sanciona o recompensa tal acto realizado una vez, o tal episodio, sino el ser mismo, tal creatura concreta, tal “estado” subsistente, que se identifica con este ser, que no cesa de ser, ante el Juez, ahora y siempre, lo que le han hecho sus actos, lo que éstos revelan y manifiestan de él.

Se ve, por tanto, que el castigo de los reprobados nada tiene de arbitra-rio, de convencional o relativo, como las penas que infligen las leyes hu-manas. Si, en nuestras sociedades terrestres, queremos imponer el orden y la obediencia, nos encontramos luego en un baremo de delitos y sanciones: a tal falta, tal castigo; a tal otra, la prisión; para tal crimen, la muerte o los trabajos forzados durante tantos meses o años. Como todo esto se deriva de un cuasi-contrato, y es, por ende, puramente convencional, cabe dispen-sar y hacer gracia. Cuando se ve, por ejemplo, en los países ocupados hasta hace poco por los nazis, esos procedimientos de “retribuciones o indem-nizaciones” que, a partir del año 1944, aparecen por ahí con el nombre de “depuración” (supuración nos parece el más acertado), no se puede menos que conside-rar un juego turbio y una farsa incoherente como los sueños de un borracho, todo ese tejer y destejer de sentencias contradictorias, dig-nas de Ubu. Trátase ahí –la “depuración” de un hecho ha elevado hasta el paroxismo las taras habituales de la “justicia” humana, puramente “práctica”– trátase, digo, de una especie de “juego de fuerza”, dependiente de la física social, como diría Augusto Comte. Nada tiene que ver eso con el plan moral.

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Más bien es su parodia. (Es un antiguo presidiario de Breendonck, desde 1941, quien habla.)

El mundo moral se rige, justamente, por leyes de un orden completa-mente distinto. El castigo, para un sinvergüenza o un hipócrita, no consiste en pasar un lapso en el infierno, o en soportar con el consiguiente malhu-mor unos grados de calor más que tropical: el castigo es ser un sinvergüen-za o un hipócrita. Nada de convencional o arbitrario. Las leyes del universo espiritual tienen, al igual que las del mundo material, una dosis muy con-siderable de impersonalidad; unas y otras consisten en la adaptación de los principios a cada caso particular. El castigo, por ejemplo, se identifica casi con el castigado; con la equidad más minuciosa e implacable se adapta a cada caso particular, de manera que el pecador más endurecido sufre más y el menos obstinado, menos. He ahí lo que constituye las “penas infernales”. Es posible la amnistía, el perdón, la libertad condicional, para el culpable que está en prisión o reclusión, o trabajos forzados. Lo que no cabe es “li-brar” a un guillotinado... Y, por lo demás, ¿quién se decide a conceder la amnistía, el perdón o la libertad a un individuo que forzosamente ha de continuar siendo lo que es? ¿Qué perdón se puede otorgar a una persona cuyo castigo consiste en su propia existencia? ¿Cómo impedirle ser lo que es, queriendo, además, continuar siéndolo siempre?

Se pretenderá aún hablar del automatismo de la ley, hasta el extremo de excluir toda actividad personal, o intervención divina, como en la noción del Karma, de la que me decía en 1932 un desmañado traductor neerlandés de Maeterlinck: “Esto no falla nunca, es como una máquina”. Atrevámonos a afirmar –“atrevámonos” porque es verdaderamente una idea tremenda– que Dios aplica su Ley, esa Ley que es uno de sus “aspectos”, a cada uno de los condenados, lo mismo que aplica la salvación a cada uno de los que se salvan. Es “su Soplo quien pone la llama en el ara” (Is. 30, 33). Porque si lo esencial del castigo consiste, para los réprobos, en ser lo que son; si, por tanto, ese castigo lleva algo de fatal, toda vez que no les aporta nada de adventicio, de extrínseco, sino que se halla en ellos, hasta el punto de que, en este mundo ya, lo mismo que algunos poseen la vida eterna, los condenados parecen ser el combustible destinado al fuego en el Más Allá;

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si, en consecuencia, la retribución o sanción parece ser inevitable... no queda sino decir que podrían ser lo que son sin saberlo. Dios, empero, no puede permitirlo. No puede tolerar el Señor que estos mentirosos, hijos del Diablo, “padre de la mentira y de los mentirosos” (Jn. 8, 44), que estos ilusionistas, cuyo primer truco lleva la fecha del Edén, continúen siempre engañándose a sí mismos, imaginándose que son la crema de los hombres, de los “emancipados”, de los titanes, y que el pecado no trae ninguna con-secuencia. Dios está decidido firmemente a abrirles los ojos y hacerles comprender –¡de una vez para siempre y de manera definitiva!– la verdade-ra naturaleza de sus acciones: “Mira lo que has hecho: Yo me he callado muchas veces. Te imaginaste que Yo sería como tú. Pero ahora voy a echar-te a la cara y poner ante tus ojos todos tus actos” (Sal. 49, 51). Porque “en los tiempos últimos vendrán escarnecedores, llenos de burlas, que viven según sus propias concupiscencias y dicen: ¿dónde está la promesa de su Advenimiento? Porque a partir de la muerte de nuestros padres, todo perma-nece igual como al principio del mundo” (II Pe. 3, 4).

“Poner delante de sus ojos todos los actos que cometieron”; estas pala-bras que el Salmista pone en labios de Dios se han de cumplir sin género de duda. Mas, si el pecador que ha de ver, que por fin lo ha de ver y abrir los ojos a la realidad, rehusa hacerlo por la penitencia, considerando el precio que Jesucristo ha tenido que pagar por sus iniquidades, no quedará otro recurso que obligarle a ello de otra manera, de grado o por fuerza. No habría justicia completa si el servidor del Diablo pudiese prolongar, ciego y sordo, su siesta. Dios no sería justo. Aún más: si los pecados de los hom-bres no “ofendiesen” más que a Dios únicamente, como a individuo, por decirlo así; si se limitasen a oponerse a lo que podría, en esta hipótesis, calificarse de sus deseos personales, de su “ley privada”... Dios, en su infinita misericordia, cabe que los ignorase siempre, que continuase observándolos in abscondito, como dice Jesús, o los hundiera en un abismo de silencio, y derramara sus favores entre los transgresores, por más que éstos siguiesen despreciándole... Pero es que el pecado es un ataque a la creación entera, ultraja al universo y perjudica a todos los hombres, sobre todo al alma del pecador; el pecado inflige el más injurioso mentís a los eternos e inmuta-

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bles principios de justicia que Dios debe, por su honor, mantener en todo su prestigio. Es un imperativo de su ser el obligar al alma pecadora a re-conocer, de buen o mal grado, la majestad y santidad de la Ley que ha ultrajado. Tal es, en términos bíblicos, la venganza que toma del transgre-sor: le acorrala, le acosa, le obliga –“al pie del muro” de fuego– a reconocer lo que es, a negar lo que no es, y a proclamar una vez, pero sin remedio ni escapatorias, la verdad, a él que es un mentiroso.

Nuestro concepto de justicia, sobre todo de la divina, no tendría nada de común con el de la Revelación, si excluyésemos el factor retribución. La “justicia retributiva” forma parte de lo que es “justicia” sin más –justitia en la Vulgata, dikaiosynê– que es, ante todo, rectitud y derechura (elemento estático de la santidad), una idea tan exactamente expresada por la palabra inglesa righteousness,y la alemana gerechtigkeit. No desviarse de la dere-cha –la expresión se halla, literalmente, en San Pablo: orthotomounta ton logon tês alêzeias (II Tim. 2, 15; este texto hace pensar en Salomón, cuando amenazaba en dividir en dos a la criatura de las dos madres, cf. Prov. 4, 25; Is. 40, 3; Mc. 1, 3; Heb. 12, 13)–, estar en regla con Dios y con todas las creaturas, dar a uno, lo mismo que a los demás, todo lo que le corresponde; o como diría un hindú, conformarse con el Dharma: no es otra cosa la justicia. Es la adaequatio essentiae et existentiae, la verdad ontológica, esa “verdad” que en el Evangelio de San Juan no se puede realmente profesar si no se la hace, si no se es y se encarna uno en ella (como Jesucristo “el Veraz”). Según la expresión de San Pablo (Ef. 3, 15; alêzeyontes en agapê) se podría decir en latín: amando veritare (si se nos permite inventar un neologismo indispensable).

Un elemento de primera importancia de esta “justicia” sobrenatural, que se ha perdido para el lenguaje corriente, es la retribución, que consiste en tratar a cada uno según sus méritos y necesidades. Cuando se la pierde de vista, la autoridad debilitada se abandona, se pliega, se altera y, hablando sin eufemismos, se hace cómplice del mal e inmoral. Nuestro Señor no duda en afirmar que el mal hecho a los elegidos será vengado (Lc. 18, 7); San Pablo no se expresa de distinta manera (II Tes. 1, 6-8); San Juan con-

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templa una turba inmensa de redimidos entonando el Alleluia porque Dios, “cuyos juicios son verdaderos y justos” 36, ha tratado a “Babilonia” según sus méritos (Apoc. 19, 1-3).

36 La lengua rusa tiene la palabra pravda, que significa a la vez “justicia” y “verdad”. Es decir, verdad no de una proposición, sino de un ser concreto, que posee cualidades que le ponen en relación con otros seres.

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XXIX

El infierno y el amor divino

Llegamos a las mismas conclusiones, si consideramos el significado y contenido de la agapê (caridad) divina, ya que no es posible admitir que, en Dios, el amor y la justicia tengan fines diferentes, y menos contradictorios. Decir que “Dios es Amor” no significa, ni mucho menos, que el Santo, el Perfecto, sea una “máquina de amar” (la misma expresión es absurda), de manera que haga objeto a sus creaturas de la misma dilección, “fabricada en serie”. Como únicamente Él es digno de amor, no puede amar en aquéllas más que lo que encuentra de Sí mismo en las mismas. Y, sobre todo, no ama forzosamente más que lo que merece amor. Y no se diga, empleando una vieja expresión tan traída y llevada, que el pecado puede ser considera-do “amable”. ¡Todo lo contrario! Siendo Dios Amor, Bien difusivo, no puede menos que abominar el pecado, mentira ontológica, ladrón de lo positivo, cuco del bien, y que, además, como salario ofrece a sus mercena-rios la muerte. De donde se sigue que, si un ser, angélico o humano, se identifica con el pecado, Dios se ve obligado a detestarlo, en cuanto ese ser ofrece al pecado, de sí mera posibilidad digna de odio, el don inestimable –verdadera anticreación– de la presencia o existencia concreta. Satanás con sus cómplices salió voluntariamente de la órbita divina; desde ese momen-to, si el Amor ha de interesarse por ellos, no puede manifestarse sino en forma de odio. El Creador ama, en Satán y en los condenados, lo que eran, su verdadero y auténtico ser, su conformidad primera con el decreto divino respecto de ellos, el eco (parcial pero verdadero) que forman con relación a la Palabra, la imagen y semejanza de la Faz que constituían su identidad primitiva: he ahí por qué ha de abominar ahora eso en que se han converti-do. Cuanto más ama Dios su ser primordial y original, y la vida que eterna-mente poseían aquéllos en el Verbo y que han traicionado, cortando la raíz

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que los unía al Ser, tanto más ha de mirar con horror la mentira que constitu-ye ahora el ser de los réprobos, asesinos de sí mismos y de la idea divina en ellos, a quienes la creación y proyección (katabolê, dice el Nuevo Tes-tamento) en la existencia “histórica” les ha hecho, toda vez que son libres, enemigos de sí mismos.

El Amor permanece el mismo, es fiel a Sí mismo en sus relaciones con los condenados. No se desmiente a expensas de Sí, sino que obra, por el contrario, normalmente y conforme a su naturaleza, manifestando su cóle-ra, su horror y repugnancia a los réprobos, en interés de los mismos y de los demás seres, lesionados por ellos, ya que no puede menos que sufrir la contextura general del orden universal cuando ha sido violado en un punto. El infierno y sus tormentos son, por tanto, el último recurso del Amor; y tengamos la seguridad de que Dios no echa mano del mismo sino padecien-do profundamente, con el dolor de un Padre que ve perderse a sus hijos, rebeldes contra la mano misma que desea salvarlos. No obstante, si bien es verdad que no puede abandonar a los réprobos a la sentencia que pronun-cian ellos mismos contra sí al no arrepentirse, sin experimentar la angustia que señala el Profeta (Is. 63, 9), también lo es que lo hace sin sombra alguna de duda, con firmeza, aun más, con satisfacción, porque es Justicia y San-tidad, porque sabe bien que, frente a un alma hundida en semejante grado de perversidad, la actitud más justa y más caritativa a la vez consiste en renegar de ella.

Cualquiera otra línea de conducta en este caso sería cometer una gran sinrazón, sería un crimen respecto de su verdadera identidad. Pues bien, Dios no le desea al alma ninguna sinrazón, no podría resolverse a semejan-te crimen, no le desea ningún mal, si bien ella paraliza y frustra, por su rebeldía, toda tentativa divina de hacerle bien. Dios la deja tal cual es. Por difícil de comprender, por inimaginable que nos parezca hoy el asentimien-to, en el “cielo”, de una madre amantísima a la reprobación de su propio hijo, el instinto de la fe cristiana nos asegura que se adhiere a la sentencia que Jesucristo pronuncia contra él, y hasta que se siente agradecida: “A Ti, Señor, pertenece la misericordia; porque Tú das a cada uno según sus obras” (Sal. 61, 13).

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En estas condiciones, el infierno es el estado más conveniente para los condenados, el que mejor corresponde a su realidad profunda, esa realidad que ha venido a reemplazar a la que poseyeron en un principio en Dios y que habían de objetivar en la tierra al servicio de Dios; tenerla se confun-de en ellos con el ser. Y entonces no se ve por qué estos miserables habían de ser librados de ella, ya que ese traspaso sería una injusticia cometida con ellos, sería castigarles todavía más, así objetiva como subjetivamente. Si se pregunta a la Iglesia católica: “¿Durará para siempre su castigo?”, no puede responder sino lo que sigue: “Nada me ha revelado Dios acerca de los límites extremos o del final de su reprobación; donde la Revelación se calla, yo no tengo nada que decir. Sé únicamente que Jesucristo, cuyo espí-ritu poseo, no ha dicho ni media palabra acerca de la amnistía”. Cierto que, cuando el Salvador habla del fuego “eterno”, el vocablo bien preciso que toma de la teología judía no tiene el sentido de “perpetuo”. No expresa la sucesión temporal sin término, lo indefinido de la duración; pero sí lo infini-to de la persistencia en el ser, una realidad que trasciende el tiempo. Como lo hemos de ver más abajo, el adjetivo aiônios se refiere de ordinario, en las especulaciones mesiánicas, a tal “dispensación” bien determinada y puede, por ende, traducirse: durante toda la dispensación, o bien: conco-mitante a la época (los ingleses dicen co-eval).

Hay que notar, empero, inmediatamente, que Jesucristo ha empleado el mismo epíteto y en el mismo contexto, para describir la suerte de los elegi-dos y la de los condenados. Si la “vida” es “eterna”, en el sentido metafísico de “radicalmente intemporal”, el castigo lo ha de ser igualmente; si, por el contrario, el castigo no coexiste más que con tal dispensación determina- da, la felicidad del cielo no ha de tener tampoco más que un “tiempo” (Mt. 25, 46). Por otra parte, aiônios, que se emplea 71 veces en el Nuevo Testa-mento, tiene, por lo general, el sentido de “perteneciente a la edad mesiáni-ca”, sin que nunca se precise, más que vagamente, la duración de este “eón”. Trátase tan pronto de una dispensación que se prolonga indefinidamente, como de una sucesión de “eones” sin alusión alguna a su término. Una fórmula equivalente a esta idea –claro está que mutatis mutandis– encon-tramos en ciertas medidas de encarcelamiento: “el decreto de prisión” que

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ordena el arresto “durante el beneplácito de Su Majestad” (fórmula que aun hoy se emplea en la jurisprudencia inglesa: detained during the King’s pleasure); en Bélgica se dictan mandatos de arresto en virtud de la “ley acerca de la defensa social”. Ahí se trata de castigos, no ciertamente infini-tos, pero sí ilimitados (recuérdese el universo de Einstein, “ilimitado”, pero no “infinito”). En el capítulo 25 de San Mateo la gradación de castigos es manifiesta: las “vírgenes necias” son excluídas y arrojadas a las tinieblas exteriores (v. 1012); allí será “el llorar y el crujir de dientes” por excelencia (v. 30); el castigo serán aiônion (v. 46).

Es verdad que ciertos textos han sido interpretados, al parecer, precipi-tadamente; se ha leído en ellos la afirmación de un tiempo sin límites: sin razón para ello, según nuestra opinión. Por ejemplo: “Su gusano no muere, ni su fuego se extingue” (Mc. 9, 48). Pues bien, si la idea contenida ahí se estudia en Isaías, que es quien la emite por primera vez, no significa inter-minable, sino algo continuo, algo que no es intermitente. En otros textos se habla de la libertad: “No saldrás de la prisión, hasta que hayas pagado el último cuadrante” (Mt. 5, 26). Pero ahí se trata de una parábola, de una expresión metafórica, y Jesús no se sirve ciertamente de la misma para inspirar confianza al pecador. Por lo demás, es probable que la cuestión de referencia verse sobre el estado intermediario, acerca de las almas que tie-nen que “purgar”... Queda, además, por saber si hay deudas que se pueden pagar; lo que depende a la vez del pasivo y del activo del deudor. Hay que advertir todavía que no se da la “clave” en el texto de esta parábola, cosa ciertamente rara. Mas los hombres, ¿tienen posibilidad de saldar la deuda contraída por los pecados con Dios por sus medios propios?

Resumamos provisionalmente: no sabemos absolutamente nada de lo que ha de ocurrir a continuación del tiempo, cuando la humanidad entera pase del estado actual al “mundo por venir”. El tiempo presente es el reino de la cantidad, es decir, de la sucesión, para las existencias que no tienen la posibilidad de poseerla de una vez y plenamente. El porvenir corresponde a lo imperfecto, a todo eso que ha de lograr su fin por múltiples aproximacio-nes. Mas ¿qué ocurrirá “cuando llegue lo perfecto”? (I Cor. 13, 10). Por eso no es prudente, al leer esos pasajes evangélicos en que parece afirmar-

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se la duración sin fin del castigo, sacar conclusiones teológicas demasiado categóricas.

Por otra parte, lo que sabemos de la naturaleza moral, del “carácter” de Dios, nos produce la convicción y la seguridad firmísima de que no ha de castigar a nadie más de lo que es estrictamente indispensable: hasta el pun-to de que, si, por hipótesis, hubiera en el infierno un alma capaz de volverse a Dios y de arrepentirse, para abandonar su rebeldía y su oposición al amor y a la santidad, dejaría en ese mismo instante de ser castigada como lo había sido hasta ese momento. Siempre en hipótesis, podemos afirmar que, si existiese un método –el único– para inclinar a los condenados al bien, éste sería el infierno; tanto más cuanto que el Creador –quien “no se complace en la muerte del pecador, sino en que se convierta y viva” (Ez. 33, 11)– no escatimaría ningún esfuerzo ni ningún medio para lograr tan dichoso fin. Pero ¿acaso puede hacer más que “entregar a su Hijo”? De todas formas, la Revelación nos enseña que la vida terrestre, sin más, es suficiente para determinar nuestro valor moral, para encaminarnos hacia la orientación definitiva de la muerte. Y la Escritura inspirada nos informa que el Juicio del “último día” es decisivo, que posee un valor absoluto en el orden moral: entonces cesa la vida moral. Finalmente, en las parábolas del Señor, acerca de la suerte reservada a los elegidos y a los réprobos, no hay el más leve indicio de que el destino de los unos sea más transitorio que el de los otros.

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XXX

“Eternidad” de las penas del infierno

El problema merece que nos detengamos todavía un poco. Traducimos, por lo general, el adjetivo aiônios por “eterno”. Jesús hablaba a los judíos para ser entendido, como es obvio. ¿Puede decirse que el Nombre mismo de Yavé les sugería la idea de eternidad en el sentido metafísico de la Su-ma? Pues bien, leemos en el Libro Segundo de los Reyes que el hijo del rey Josías, EI’yakim (en hebreo, El: Dios levanta), recibió el nombre de Yeo’yakim (Yavé levanta) por imposición del faraón Nekao. Esta sustitu-ción del nombre (II Re. 23, 34; II Par. 36, 4) nos pone en la pista del sentido especialísimo de Yavé: es el Dios que permanece fiel a su pueblo, que no cambia respecto del mismo, que guarda su alianza, y siempre, en todas las circunstancias, ha de mostrarse tal como había prometido comportarse con él. Teodicea más “económica” que metafísica, como lo es, por lo demás, la “doctrina” trinitaria del Nuevo Testamento. Yo seré el que seré expresa, respecto de Israel, la inmutabilidad de su Dios. Este Nombre nuevo es el que ha de cerciorar al pueblo elegido de que se trata del “Dios de sus padres”, que “recuerda de generación en generación”, el que “ha establecido para siempre su alianza” (Éx. 3, 13- 15; 6, 2-3). ¿Hay derecho a afirmar que los judíos son deudores a la meditación de este Nombre, del conocimiento de la metafísica que prescinde del tiempo?

Lo que nos interesa, de momento, es estudiar todo ese conjunto de ideas que, por los tiempos de Jesucristo, habían cristalizado en torno a la esperanza mesiánica. Las turbas aceptaron, sin más, los puntos de vista corrientes de los rabinos; y Jesús, al ver que sus oyentes pensaban así, no se esforzó ni poco ni mucho por contradecirlos ni aun por corregirlos, al menos en cuan-to a sus líneas esenciales. Respecto de los detalles, no había caso, no intere-saban: ¡su doctrina miraba otros horizontes! Pues bien, por el tiempo de la

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Encarnación, existían dos escuelas que se disputaban la liza teológica: la rigorista de Schamai, y la más benigna de Hillel. La primera divide los resucitados del Último Día en tres categorías: los “perfectamente buenos”, que son inmediatamente “inscritos y sellados para la vida eterna” (en virtud del texto de Dan. 12, 2); los “perfectamente malos”, que son inmediatamente “inscritos y sellados para la gehena eterna” (por el mismo texto de Daniel); finalmente, los medio-higos, medio-uvas, que “bajan a la gehena, y gimen; y vuelven a subir”, en fuerza del texto de Zac. 13, 9 y de I Sam. 2, 6: cántico de Ana). Es lo que enseña la escuela rigorista (Rosch-ha-Schannah, 16 B y 17 A).

En cuanto a la de Hillel, contempla a la mayoría de los pecadores ator-mentados en la gehena durante doce meses: mas luego son quemados sus cuerpos y sus almas y sembrados como simple polvo bajo los pies de los justos. Sin embargo, los que podemos llamar casos graves “descienden a la gehena para ser castigados en ella ledore dorôth, por los eones de los eones” (ibid. 17 A). Una parábola judía del primer siglo antes de nuestra era pinta a un invitado del Festín del Mesías que no lleva el traje de fiesta (otra versión dice: lleva traje manchado): el Mesías hace que le arrojen “en la gehena eterna” (Schabbath, 152 B y 153 A). En la época misma de los Apóstoles, el célebre rabino Yojanan-ben-Zakkai confiesa, entre lágrimas, en su lecho de muerte, su temor de ser castigado eternamente por el Señor (Berakôth, 28 B); es el caso idéntico del famoso Rebbé Eliezer (ibid. 152 B). En cuanto a las almas de los justos, el mismo Eliezer, con referencia a I Sam. 25, 29, las ve “ocultas bajo el trono de la Gloria” (Apoc. 6, 9). Los rabinos de esta época leían la afirmación de una felicidad sin fin en Is. 57, 2; y de una eternidad de desdicha en Is. 57, 21.

Hablando en general, la teología judía distinguía netamente, por lo que hace al fin de los tiempos, entre el Reino mesiánico y el mundo directamente gobernado por Dios. Después del “fin de los días”, llamado también “fin de la extremidad de los días”, el Rey teocrático inaugura su reino, que se denomina “días del Mesías” (trátase, por tanto, de una nueva sucesión tem-poral, de una duración que nada tiene de intemporal). Este reino, que se llama también “edad futura” (o sea: athid labo) no puede ser confundido

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con el reino de Dios o de los cielos, que se está realizando ya en las almas individuales; “tomar el yugo”, “aceptar los mandamientos”, es “realizar el reino de Dios”. Éste nada tiene de un aem, de una dispensación. Pertenece a la “edad actual” (olam hazzeh). Por consiguiente, a los “días del Mesías”, que equivalen al quinto reino de Daniel, al Reino de los milenaristas, suce-den “los dolores de parto del Mesías” (es la expresión que emplea también San Pedro en los Hechos refiriéndose a la Pasión), que llevan asimismo el nombre de “tribulaciones del Último Día”. Aplastado por sus enemigos, desaparece, como muerto, el Rey teocrático, mas para reaparecer triunfan-te y juzgar como soberano a los hombres. Entonces, para coronar y dar cima a la creación, comienza el Gran Sábado de Yavé, olam habbah, lite-ralmente el mundo o la edad por venir, el “siglo futuro” (cf. Is. 9, 5, texto hebreo). Hay, pues, motivo para distinguir netamente el athid labo o reino mesiánico (que los coetáneos de Jesucristo encontraban en Is. 24, 21), del olam habbah, que hallaban en Is. 30, 26 y 64, 4 (Schabbath, 63 A; Mekhil-ta, 74 A). Ahora bien, en el olam habbah el hombre recobrará lo que perdió Adán en el Edén: el resplandor de los cuerpos celestes (cf. I Cor. 15, 40-41), la estatura gigantesca, los frutos de la tierra y de los árboles (sin trabajo), la gloria y la perennidad: en el “mundo por venir”, no habrá más muerte (Is. 25, 8; cf. Tanchuma o Yelamdenu, edic. Warsch, II, p.105 A; Sanhedrin, 91 B; Pesajim, 68 A; Schabbath, 113 B; y sobre todo Bereschith Rabba, 12; Bemidbar Rabba, 13). El rabino José, de principios del siglo II, mani-festaba tendencias más bien positivistas, afirmando la perennidad de la “vida” y de la gehena (Pesajim, 54 A).

Pues bien, San Marcos (10, 30) y San Lucas (18, 30) asocian la “vida eterna” al olam habba; en Jn. 18, 36 afirma Jesús que su reino no es de “este” mundo (olam hazzeh), que Gál. 1, 4 lo califica tan peyorativamente como II Cor. 4, 4. En Ef. 1, 21 se opone el olam hazzeh al olam habba. Lo que quiere decir que el Nuevo Testamento emplea corrientemente las ideas y expresiones judías en la cuestión que nos ocupa. Nos falta aún la Epístola a los Hebreos, en la que las alusiones a la escatología judía, afirmada y completada por la revelación del secreto mesiánico, abundan profusamente. El trono del Hijo, ya triunfante, ha de durar ledore doroth, “de edad en

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edad” (1, 8); porque Dios ha sometido a Jesucristo el olam habba (2, 5); para los que son fieles a Dios, está garantizada la salvación ledore doroth (5, 9); lo mismo se dice de la ejecución de la sentencia suprema (krima aiônion, que el autor opone a sotêria: compárese 5, 9 con 6, 2); el olam habba procura al hombre facultades, “potencias” nuevas e inauditas (6, 5); Jesucristo es Pontífice “hasta en el olam habba” (6, 20); la redención lograda por su Sangre vale aún para el olam habba (9, 12). Parece cierto, por con-siguiente, que, en el Nuevo Testamento, el término aiônios se aplica espe-cíficamente al aion que ha de venir, sin determinación de la duración de esa “edad”. Pero aparece también con idéntica claridad que la teología ju- día, “adoptada” sin más por el Salvador en sus enseñanzas escatológicas, tiende a presentar como interminable esa fase definitiva de las cosas.

Podría objetarse que la expresión “vida eterna” tiene, en los labios de Nuestro Señor, un sentido netamente intemporal, ya que la vida la poseemos desde ahora, mientras que nos hallamos en un continuo devenir en el tiem-po (Jn. 3, 15. 36; 5, 24-25; 6, 47. 54; 10, 28; 11, 25-26; 17, 2). Pero, aun suponiendo que los elegidos, “hechos ya semejantes a Dios”, porque en esa esfera en que el conocer se identifica con el ser, “le verán tal como es” (I Jn. 3, 2); aun suponiendo, digo, que los elegidos, participando ya sin cortapisas de la naturaleza divina (II Pe. 1, 4), no están sometidos, a pesar de sus cuerpos, a la ley de sucesión, y que los “cielos nuevos y la tierra nueva” se inmovilizan para ellos en una “eternidad” metafísica que no da lugar al apo doxês eis doxan, ¿podrá decirse que lo mismo ocurre con los condenados y que participan éstos de uno de los atributos divinos y de uno solamente? Parece, pues, que, al menos para los réprobos, la aeternitas ha de dar paso a la sempiternitas, la intemporalidad feliz de lo Simple a la perpetuidad de la Ruina.

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XXXI

¿Dios “todo en todos”?

La Biblia y la Iglesia no van más lejos. Así la una como la otra nos pintan el mal, en nuestro caso, separado para siempre del bien, alejado en absoluto de todo contacto con el bien –es la cosecha de la cizaña y del buen grano– sin posibilidad en lo futuro de cometer ningún desafuero, incapaz de causar ningún daño, esterilizado, privado de su veneno. Dios le obliga, para lo porvenir, no a reconocer –no quiere imponer el asentimiento a los seres libres– sino a sentir su debilidad connatural y su locura. El mal está sometido al bien; y tiene que “ver” esta sujeción, aun cuando no lo quiera admitir. La regencia del Mediador va a ceder el paso al reino absoluto de Dios Trino y Uno. Los dos príncipes de los Apóstoles tienen curiosas y misteriosas alusiones a ciertas jerarquías celestiales, que aguardan con in-terés el desarrollo de la Buena Nueva aquí abajo (I Pe. 1, 12), porque la extensión del Cristianismo a través del espacio y el tiempo debe “poner en luz a los ojos de todos”, de toda la creación dotada de inteligencia: visibi-lium omnium et invisibilium, “la economía” –algunos manuscritos leen: la koinônía, el carácter global, cósmico, universal, que se extiende a la “comu-nión de los santos” entera– “del misterio oculto desde el comienzo del mundo de Dios, Creador de todos los seres” –ta panta– absolutamente, el conjunto de los seres –“ a fin de que, en las [esferas] celestes, Principados y Potestades [Arjai kai Exousiai, causas segundas, «Jefes de sección» on-tológicos y «fuentes del ser» relativo] conozcan, viendo la Iglesia de hoy [y ¡cuánto más todavía en la Parusía!], la Sabiduría multiforme de Dios” (Ef. 3, 10). Si se trata en este lugar de los Ángeles definitivamente salvados, dotados de vida sobrenatural, fijados ya para siempre, después de su elección inicial, en la esfera de lo trascendente, ¿cómo se explica que ignoren el desarrollo de la caridad divina, el fin perseguido por Dios: la Redención

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universal, el acto central y decisivo del amor que profesa a la creación, a la que quiere bendecir sin reserva ni excepciones en el hombre redimido; hasta el punto de que, según el Apóstol, los Ángeles mismos se benefician de ello, por tener como su principal misión colaborar en asegurarnos “la herencia de la salvación”? (Heb. 1, 14). Semejante ignorancia de algunas jerarquías angélicas, que hallamos en Dan. 8, 13, ¿no nos da derecho a pensar que observaron el drama humano para su propia edificación, sin alcanzar a saber, al comienzo de la tragedia, su desenlace y la identidad del vencedor? ¿Quién triunfará, pudieron preguntarse: el bien o el mal? ¿No es el mundo la esfera del quizás? (Lc. 20, 13).

Pues bien, si es así, si algunas de las grandes fuerzas espirituales encar-gadas del gobierno momentáneo del mundo físico pudieron dudar; si no llegaron a afirmar con la certeza inmediata de San Miguel la indudable victoria final de Yavé; si titubearon en su lealtad; si, tal vez –¿quién sa- be?–, procuraron hallar excusas o “explicaciones” a la rebelión de sus colegas, he aquí llegado el momento, cuando Jesucristo se presenta para “ser glorificado en sus Santos, reconocido y admirado por todos los que hayan creído en Él, para exterminar al Rebelde con el Soplo de su boca (cf. Jn. 20, 22 acerca del “Soplo”) y aniquilarlo con la Gloria de su Adve-nimiento” (Soplo y Gloria son la misma cosa a la vez, II Tes. 1, 7-10; 2, 8), he aquí llegado el momento, para esas jerarquías perplejas, de confesar su error y de cumplir la doctrina del Apóstol: “Dios ha querido reconciliar, por Cristo, consigo mismo todas las cosas, las terrestres y las celestiales” (Col. 1, 20). Al presenciar la salvación plena de los Santos, quedan libres de la última sombra de duda que pudiera desdorar su esplendor; esta vez por fin, “todos los Ángeles se prosternan ante el Trono diciendo ¡Amén!..” (Apoc. 7, 12) El tiempo de los problemas ha pasado. El mal se ha llevado siempre la baza en el olam hazzeh; ha podido jugar al truco a su sabor: Dios no ha respondido más que por medio de dos “signos” temibles: su silencio y su impotencia, aparente al menos. Pero, después de haber aprovechado todas las oportunidades de triunfo, el mal ha fracasado completamente. El único “éxito” lamentable de que se puede gloriar ese inexistente, es el de haber rebotado, como un bumerang que se vuelve contra el que lo maneja,

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sobre aquellos mismos a los que debe no continuar siendo una posibilidad abstracta y una virtualidad detestable, y que se le han ofrecido, si es lícito hablar así, para que se encarnase en ellos. Por un desafío mortal lanzado contra la justicia, el amor y la santidad, se han hecho esclavos de él: han creado, en fin, “algo de la nada” (eritis sicut dii); han establecido en el ser, en la presencia concreta –por una verdadera estafa, por un abuso de confian-za y desviación ontológica– la nada, eso que quedó por cuenta del caos en el día de la Creación. A su vez, hará de ellos, en el día postrero –de ellos que, igualmente, eran “algo”–, hará de ellos “nadas” que subsistirán única-mente por la voluntad vengadora del Señor de todo.

Y esto basta a nuestro conocimiento. ¿Qué ocurrirá después? Ni la Sagrada Escritura ni la Iglesia han juzgado de utilidad declarárnoslo. Los “días de la restauración de todas las cosas, de la que habló Dios en otro tiempo por boca de sus profetas santos” son idénticos a la Parusía (Act. 3, 21). Nada absolutamente se encuentra en la Revelación que sugiera la idea de que haya que intercalar una “edad” especial entre la “venida del Señor” y “el fin”, cuando Él devuelva el reino a Dios, al Padre, después de haber aniquilado todo principado, potencia y fuerza”, poniendo aun la Muerte, su último adversario, a sus pies, para someterse Él mismo –pero íntegramen-te, plenamente, con toda su “humanidad de añadidura”, todo su Cuerpo místico: la Iglesia ex angelis et hominibus, y per hominem ex creaturis omnibus (cf. Mc. 16, 15; Rom. 8, 22), por consiguiente con “todos los hijos que Dios le ha dado... para llevarlos a la Gloria” (Heb. 2, 10-13)–, para someterse Él mismo, repito, con la creación entera, de la que este “Testigo fiel y veraz” de los designios divinos sobre ella es el “General en jefe” (Apoc. 3, 14), al Padre con cuya fuerza ha triunfado, “a fin de que Dios sea todo en todos” (I Cor. 15, 24-28).

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A p é n d i c e s

a P é n d i C e i

Cuatro grandes doctores sobre las “mansiones”(gites d’etape)

Acabada esta obra el 13 de enero de 1946, obtuvo el imprimatur el 13 de diciembre de 1947. Algunos amigos míos, sacerdotes y teólogos, apro-bando y todo con calor mi doctrina, me manifestaron el temor de que algu-na de mis tesis, no obstante la aprobación jerárquica, provocase la ira de ciertos lectores: se trata de la condición de esas ALMAS que no son ya HOMBRES, pero que lo serán en el Juicio último. Pues he ahí que, en la Nouvelle Revue Théologique (Lovaina, tomo 70, n° 3, marzo de 1948, pp.225-244) publica el R. P. Bernard de Vrezille, S. J. un precioso artículo titulado “Attente des Saints d’aprés St. Bernard”. Hemos hallado en estas páginas la confirmación más insospechada de nuestra tesis, confirmación sacada no solamente del tratado De diligendo Deo, sino de los tres ilustres Padres en los que se inspiró el Abad de Claraval: Gregorio el Grande, Am-brosio y Agustín.

“San Bernardo declaraba comprender y saborear la divina eficacia y verdad de las Escrituras en su fuente misma, mucho mejor que en los ria-chuelos que se derivaban de ella”, mientras que un eminente religioso es-cribía, hace algunos años, que hay que corregir el Evangelio por Santo Tomás 1. Además, el de Claraval “estudiaba con toda humildad los comen-

1 “Il faut tempérer la hardiesse des expressions divines par la doctrine de St. Thomas” (A. GARDEIL, La vraie vie chrétienne, París, 1936, p.96; versión castellana, Buenos Aires, 1947).

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tarios de los Santos Doctores”. Su doctrina constituye “algo completamen-te nuevo, refrescado directamente en los manantiales bíblicos”. Semejante afirmación parecería, en nuestros días, a ciertos autores, aun más escanda-losamente “nuevo”: ¡la Iglesia ha comenzado en el siglo XIII! Justamente por ese motivo, San Bernardo cimentó su escatología sobre la Biblia, y en lugar de rumiar a su vez las elucubraciones escritas por otros predecesores suyos, las sacó “de su experiencia propia”, por más que ello haya sido causa de que pareciera “original” a aquellos que el cardenal Dechamps calificaba de “espíritus clásicos”.

Entre los que inspiraron a San Bernardo cita el autor ante todo a San Ambrosio, quien se apoya sobre el cuarto Libro de Esdras, más arriba comentado por nosotros. He aquí su doctrina: “Las almas no recibirán su salario merecido sino en la plenitud de los tiempos; pero, ya desde ahora, separadas de sus cuerpos, moran sucesivamente en las diferentes mansio-nes de que habla Jesús, y que Esdras denomina reservas o promptuaria”. Es justamente nuestra idea de las monai o “gîtes d’étape”. El autor habla de “pisos escalonados”. También nosotros hemos empleado la palabra piso... En estas monai, las almas “gozan de un pregusto progresivo de su suerte futura”; es exactamente nuestra idea y nuestra expresión.

“Todos alcanzarán la corona en el mismo instante”; nosotros escribimos: “Los Santos no son corredores ciclistas [...] no estamos obligados a creer que han llegado (noción espacial) al Cielo [...] antes o con más rapidez (noción temporal) que los simples soldados de Cristo”.

En cuanto a San Agustín, “se pregunta [...] quién puede gozar desde ahora de la visión beatífica”. Y responde: “El alma humana, arrebatada a los sentidos corporales y separada del cuerpo mismo por la muerte, aunque haya trascendido todas las apariencias corporales, no se halla capacitada para ver la sustancia inmutable como la ven los Ángeles. La razón de ello es por demás misteriosa, como no admitamos la presencia en el alma de cierto deseo natural de gobernar el cuerpo. Esta apetencia le impide, en cierto modo, tender con todo su empuje hacia el supremo Cielo, mientras no posea su cuerpo” (De Gen. ad litt. 12, 35). Sin duda, comenta el P.

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Vrezille, “ha sido necesario que el alma fuese libertada de las trabas de un cuerpo de pecado para elevarse hasta la contemplación” –hemos insistido machaconamente en ello– mas, con todo, “después de la muerte, no hemos de estar donde están los Santos a los que se dirá: Venid, benditos de mi Padre [...] Únicamente podremos estar en el lugar en que el mal rico vio al pobre Lázaro”, en el seno de Abraham, “y en el descanso y la certeza aguardaremos el recobro de nuestro cuerpo [...] La visión cara a cara está reservada para la hora de la resurrección [...] El intervalo que nos separa de la misma habrá de transcurrir en misteriosos albergues o mansiones (occultae sedes, secreta et abdita receptacula), lugares de paz para los jus-tos y de castigo para los impíos [...] Cuando llegue la resurrección, todos los justos recibirán el fruto de la promesa”. En cuanto al “fuego purificador”, del que San Agustín habla en “términos ambiguos”, “se prolongará en el Más Allá, pero antes de la resurrección (final), el fuego de las pruebas terrestres”.

En fin, San Gregorio “contempla a algunas almas justas que permane-cen en ciertas mansiones, en las que la espera les purificará”. No cabe duda que estas almas separadas esperan la resurrección y el juicio final, que lo invocan a gritos, pero su ardoroso deseo no es otra cosa que una íntima adhesión a la voluntad divina. Dios únicamente excita en ellas una sed que sólo Él puede apagar”. Desgraciadamente, si la doctrina de Gregorio el Grande “se encuentra casi idéntica en toda la tradición de la alta Edad Me-dia”, ésta se mostró “poco capacitada para meditar directamente en Ambro-sio y Agustín”, que es decir en la Palabra de Dios. Sin embargo, San Bernar-do asimiló sus ideas con toda exactitud e ingenuidad, porque “tomó direc-tamente de la Sagrada Escritura” los elementos esenciales de su propia síntesis. Citémosle:

“Las almas santas, despojadas de sus cuerpos, son felices, libres ya de la estrechez de la carne [...] mas [...] esperan todavía un aumento y crecimien-to, que lo obtendrán únicamente por la resurrección de su cuerpo. Después de esta resurrección, sin duda, estarán [...] en la casa que posee cimientos y techos. El cimiento es la estabilidad de la felicidad eterna; el techo, la consumación y perfección de la misma felicidad” (P. L., 183, 698 A). Esa

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estadía en las monai “será más bien una liberación del mal que un don del bien” (P. L., 183, 528 B). “La alegría está ya lograda, mas el triunfo no se ha celebrado aún; es una alegría de vencedores, que no excluye la espera de la corona merecida” (P. L., 183; 463 D). En estas moradas de paso, efectivamente, “mezcla el alma, al vino del divino amor, la dulzura del afecto natural que le hace desear el recobro de su cuerpo, ya glorificado” (P. L., 182, 993 C).

“La idea central de San Bernardo es que, si los justos muertos han halla-do el descanso [para sus almas separadas], no han encontrado aún la felicidad. Tan envidiable es para nosotros su estado, cuanto queda para ellas por debajo del que les está reservado para después de la resurrección. Hay que ponderar, pues, sin miedo su maravillosa novedad, pero sin olvidar su imperfección”. “Su descanso consiste en la ausencia de todo pecado, de todo castigo y de todo temor” (P. L., 183, 472 A y 705 A).

Mas, “¿dónde encontrar la razón de esta insatisfacción en el seno mis-mo de la felicidad? Ésta es la que proponía San Agustín: queda en las almas el deseo insaciado de sus cuerpos destinados a la resurrección gloriosa [...] Este deseo natural es indicio de un apego de sí mismo [...] incompatible con la felicidad, que es un total derramarse en Dios” (P. L., 182, 992 B). San Bernardo escribe por su parte: “Es claro e indiscutible que ellas no están aún completamente desligadas de sí mismas y transformadas, toda vez que, manifiestamente, no están de todo en todo desprendidas de lo que les es propio, que, por poco que sea, se lleva la atención consigo [...] Estas almas no pueden ofrecerse plenamente a Dios y trocarse en Él, puesto que se hallan atadas todavía a sus cuerpos, si no por la vida y los sentidos, al menos por el afecto natural [...] Antes de la restitución de los cuerpos es imposible esa entrega de las almas, que constituye su estado supremo y perfecto” (P. L., 182, 993 A).

En ese estado, “¿cuál será el objeto proporcionado de la contemplación de las almas separadas?”. La humanidad de Cristo, su “condición de esclavo” (Fil. 2, 7). Después del Juicio final y la resurrección de los cuerpos, ha de ser su “condición divina” (Fil. 2, 6) y, por ella, a través de este espejo diáfano, “las demás Personas de la Santísima Trinidad”.

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El R. P. de Vrezille parece creer que la Bula Benedictus Deus de Benedicto XII señala “la separación [...] entre estos datos antiguos y el pensamiento viviente de la Iglesia”. Nosotros somos de parecer que esa Bula no condena más que un solo aspecto de las tesis de los Padres y de San Bernardo: la negación del hecho de que “los más grandes santos pudieran escapar a la ley de la espera y gozar ya de la contemplación definitiva”. Porque, ni aun para la Virgen Santísima “hizo nunca ninguna excepción San Bernardo a las leyes que propone sobre el retardo de la felicidad”. Mas con ello llegamos a un punto de vista en el que no queremos seguirle.

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a P é n d i C e ii

Los datos revelados

1. Por qué seguir como guía a la Biblia

Luego esta escatología es bíblica...

¿No obstante ser católica?...

Precisamente porque es católica. No es éste el lugar de evocar el proble-ma del magisterio, de operar una prudente dosificación y distribuir las porciones que contribuyen a determinar la cuestión dogmática: ¿qué es lo que se debe a la Escritura y qué a la Tradición?, ¿qué relaciones median entre la Iglesia y la Revelación? No faltan manuales donde se puede encon-trar la solución a propósito y las respuestas que no admiten réplica. Noso-tros tratamos aquí tan sólo de justificar nuestro método. Se halla contenido en dos series, no largas, de textos sagrados.

Ante todo: “Id a través del mundo entero y predicad a todas las nacio-nes... enseñándoles a observar cuanto Yo os he mandado. Porque mirad: Yo estoy con vosotros todos los días, hasta que esta dispensación u orden de cosas haya alcanzado su acabamiento colectivo” (Mt. 28, 19-20; Mc. 16, 15). La edad actual, el ciclo de la Redención, tiene que acabar, según el mismo Jesucristo, con una synteleia: la misma forma lexicográfica del vocablo enuncia la idea de la salvación cósmica, que repiten hasta la satu-ración las Epístolas paulinas, sobre todo el capítulo 8 de la Epístola a los Romanos. Corresponde, pues, a los Apóstoles y a los que, captados por su predicación, propagarán su obra a través del universo –San Marcos osará decir como el Apóstol: para bien de la creación total y universal (Mc. 16, 15; Rom. 8, 21-22)–; en otras palabras, corresponde a la Iglesia la misión de enseñar. Mas el verbo mazêteusate, que viene de mazêtês, que significa

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discípulo, y que en Mt. 27, 57, equivale a “seguir como discípulo”, debe traducirse, si ha de hacerse justicia al matiz que lleva consigo: adoctrinad, enrolad, enseñad con autoridad. La antigüedad pagana conoce más de un ejemplo de este magisterio doctrinal: la autoridad de Pitágoras entre otros. En nuestros días el verbo mazêteusate podría aplicarse al método de ense-ñar, en la India, del guru a su tchela... La Iglesia, pues, enseña al modo de su Maestro –tanquam auctoritatem habentem, dice el Evangelio– pero, hablando con precisión, es Él de hecho quien predica la Buena Nueva: no solamente Jesús “está con ella todos los días” por el don pentecostal de su Espíritu, para preservarla del error, doctrinal o del otro, porque las peores fallas, proclama el Señor, son las del “corazón”; sino que, además, manda formalmente a sus mandatarios terrestres que “enseñen” a sus convertidos a “observar o guardar” –no en la memoria tan sólo como se guardan las antigüedades en un museo, sino en la vida, en todo su ser, de suerte que “guardar” significa prácticamente en este caso “encarnar”, “manifestar”–; Jesús, digo, quiere que la Iglesia nos enseñe a “guardar todo lo que Él mandó” a los Doce. Ni más ni menos. Tal es la “carga indispensable”, para emplear la expresión del Sínodo apostólico de Jerusalén (Act. 15, 28). He aquí nuestra primera serie de textos...

Vamos con la segunda: si la Iglesia enseña, es para comunicar a los hombres aquellas “palabras de la Vida eterna” (Jn. 6, 68) que “no pasarán jamás” (Lc. 21, 33), como lo declara con precisión el Maestro, precisamente porque “el Espíritu de verdad [que es “el Espíritu de Cristo” (Rom. 8, 9; I Pe. 1, 11)] enseñará todo a la Iglesia”, a fin de que ésta, a su vez, “haga discípulos en todas las naciones”, “trayendo a su memoria cuánto Jesucris-to dijo” aquí abajo (Jn. 14, 26). Si ha de “introducirla [progresivamente y sin hacerle violencia (hodêguêsei)] en la plenitud de la verdad”, es porque “Él no hablará de Sí mismo, sino que... recibirá de lo que está en el Cristo y lo hará saber” a la Iglesia (ibid. 16, 13-15). Ese Espíritu obrará “en el Nombre” del Mesías, como su mandatario y continuador, para manifestar que el Redentor ha entrado en la gloria, así como, “en los días de su carne”, manifestó el Salvador a su Padre. Por tanto todo el mensaje de la Iglesia viene a ser un traer a la memoria, una anamnesis, no sólo de las palabras

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de Jesús o rhêmata, sino de lo que Él mismo llama su Palabra, logos, es decir, del espíritu, tanto como de la letra. Insiste con frecuencia el Evange-lio en que los Apóstoles no entendían lo que el Maestro les decía; el memen-to del Espíritu Santo les revelará y aclarará todo su alcance (cf. Jn. 2, 22; 12, 16; Lc. 9, 45; 18, 34; 24, 8). Así pues, la Iglesia enseña con autoridad, en virtud de la asistencia que recibe del Espíritu divino; pero Éste, como lo declara el Evangelio, no hace más que “abrirle el entendimiento para que ella comprenda las Escrituras” (Lc. 24, 45).

Ahora bien, el autor de este mismo Evangelio, San Lucas, afirma, a guisa de prólogo, que, si se ha decidido a narrar la carrera terrestre del Mesías, es con el fin de que sus lectores “conozcan [a fondo: epignôs] la certeza de la doctrina” que recibieron por la catequesis de la Iglesia (Lc. 1, 4). San Pablo, iniciador de San Lucas en la fe cristiana, da la fórmula del triple papel que debe desempeñar la Biblia con respecto al dogma –materia pri-mera o fuente revelada, criterio y confirmación– con un rigor intelectual digno de una definición conciliar, en sus consejos a su discípulo Timoteo: “Las Santas Escrituras, dice, tienen el poder de inculcarte sin cesar (dyna-mena) la sabiduría que conduce a la salvación, si bebes en ellas la fe en Cristo Jesús” (II Tim. 3, 15; cf. I Tim. 3, 13; Jn. 5, 39-40; II Cor. 3, 14). Trátase, pues, tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento: éste, orienta-do hacia el Mesías futuro; aquél, hacia Jesús llegado ya. Según eso, ya sea judía o cristiana, “toda la Escritura [está] inspirada por Dios, y es útil para la enseñanza doctrinal [pros didaskalian, cf. I Cor. 12, 28], para la refutación [apologética: elegjon], para la educación que lleva a la justicia, para la rec-tificación [en cuanto a la praxis, eparnorzôsin], a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, completamente equipado acerca de toda obra buena” (II Tim. 3, 16-17). De otra manera: la inspiración de la Biblia hace de ella un instrumento humano-divino –lo divino “actuando” en cierto modo lo huma-no, como una “forma substancial” sobrenatural– para la enunciación del dogma, la lucha contra la herejía, la rectificación de la vida moral y toda la formación sobrenatural que ha de delinear el perfil de Cristo en nosotros. El hombre de Dios –y a esta vocación nos llama a todos el Bautismo que hemos recibido– no está acabado y es incapaz de llevar a término la tarea

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de su salvación, si adopta, frente a las Escrituras, una actitud de extranjero. San Lucas nos dice, a propósito de este comercio escriturario, de esta intimidad familiar con la Palabra de Dios, que los judíos de Berea consultaban las Escrituras “diariamente, para ver si lo que se les decía era exacto”. Y concluye de ahí que eran “más nobles que los de Tesalónica” que se abstenían de ello (Act. 17, 11). Porque es el mismo Salvador quien atestigua con energía acerca de la Escritura: “Ella da testimonio de Mí” (Jn. 5, 39).

Según este espíritu, pues, hemos de interrogar a los Evangelios, para saber lo que Nuestro Señor Jesucristo nos enseña acerca de los novísimos.

2. ¿Adónde va la especie humana según Jesucristo?

Parece que la escatología enseñada por el Mesías se halla en estrecha relación con su doctrina de la Iglesia y del Reino. ¿Cuál es, en efecto, la posición de la Ekklêsia del Nuevo Israel frente al Reino de Dios”, predicho por los profetas y tema central de la Buena Nueva evangélica? Los autores inspirados de la Antigua Alianza han esbozado tal o cual característica del retorno de la edad edénica, por lo demás transfigurada ya y glorificada; pero, en la Biblia judía, falta por completo una perspectiva o panorama de conjunto. Tratemos de construir esta vista general... Israel recobrará su unidad, para servir a Yavé en el gozo de una obediencia por fin auténtica-mente filial, bajo el cetro del Rey Mesías, descendiente de David y virrey de Dios. Una alianza nueva y más excelente, reemplazando la Gracia a la Ley, le valdrá al pueblo elegido la efusión del Espíritu Santo –Ruaj’ha-Qodesch– sobre todos sus miembros. Todos los pueblos se aliarán a esta teocracia, una vez aplastados todos los poderes hostiles. Dios no olvidará a los judíos fieles de antaño, reducidos a polvo muchos siglos ha, sino que los resucitará para darles una participación en el Reino. El triunfo sobre los imperios enemigos, Edom y Babilonia por ejemplo, aparece como en “so-breimpresión”, sobre un “fondo” de un valor y un alcance mucho más gra-ves, prodigiosos y sobrenaturalmente definitivos. Los profetas endosan, en algún modo, este aniquilamiento de los adversarios a la catástrofe cósmica

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y al juicio universal, del que es el comienzo y preanuncio. Entonces aparecerán “los cielos nuevos y la tierra nueva”, en que no subsistirá más que la justicia. Pero este mundo nuevo, en el centro del cual se alzará la capital Jerusalén, no será sino el viejo universo transfigurado. Tal es el cuadro que trazan los videntes de la Antigua Alianza.

Si, ahora, leemos los Evangelios sin prejuicios, no podremos sustraer-nos a la convicción de que, para Nuestro Señor, ese Reino de Dios había de realizarse gradualmente. El Israel nuevo, regenerado, es la Iglesia; su soberano es el Rey Mesías, Jesucristo, a quien el Padre confiere visiblemen-te, en el Bautismo, la triple unción –real, sacerdotal y profética– del Espíri-tu Santo. Unción que, después de haber sufrido la prueba –el “temple”– del Calvario, recibe el refrendo de la Resurrección, y la Ascensión le da pleno efecto “en el cielo y sobre la tierra”. Cristo, que es Jesús, viene a ser, en virtud de la nueva Alianza, el Kyrios o Señor universal. Así puede, como hombre, vivificar teándricamente a sus miembros –a vosotros y a mí– y llenarlos de su Espíritu: el Espiritu divino del Dios-Hombre 1. Ahora bien, estos miembros constituyen la Iglesia, al mismo tiempo que la manifiestan. Es, por tanto, ella, el Israel según el Espíritu –San Pablo diría: “el Israel de Dios, el Israel de la Promesa”–, la que recibe en Pentecostés la invasión y después la saturación del Confortador: Paraklêtos. Pero ha tenido que reci-bir previamente la revelación de la victoria lograda por Jesucristo sobre la muerte, no sólo para dar testimonio de la misma hasta las extremidades de la tierra y del tiempo, sino también como prenda y garantía de la resurrec-ción universal.

Contra Loisy probamos que en el Evangelio la Iglesia es ya el Reino; su vida de unidad, su presencia monolítica, debe manifestar al mundo, a partir de la Ascensión, la “justicia, gozo y paz en el Espíritu Santo” (Rom. 14, 17), que constituyen justamente, según el Apóstol, la identidad más esencial del Reino. Puede afirmarse que, en este sentido, desde el día de

1 Con Soloviev, distinguimos entre el Dios-Hombre, Verbo encarnado, que es la humildad divina hecha carne, y el Hombre-Dios, que es el sempiterno superhombre del Génesis, desde los orígenes hasta el Renacimiento, Nietzsche y el “humanismo” actual.

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Pentecostés, los discípulos vieron ya “el Reino de Dios viniendo con poder” (Mc. 8, 39). Muchas veces el Salvador anuncia a los judíos: “El Reino de Dios está [ya] entre vosotros”. Les basta, dice, con “ver”, con abrir los ojos, como antaño el servidor de Eliseo...

Sin embargo, desde otro punto de vista, ese Reino está todavía “por venir”. Cuando estalle sobre los hombres el terrible “Día de Yavé”, el Señor “descubrirá el brazo de su santidad a los ojos de todas las naciones” (Is. 52, 10), para hacerlo caer como un martillo pilón sobre todas las fuerzas hostiles. Pero es indiscutible que este “Gran Día de Yavé” no ha llegado aún. El Israel nuevo aparece como una débil víctima, como un cordero en medio de lobos (Lc. 10, 3), en el seno de un mundo enemigo, “malo”, “sin Dios”, hundido, “sumergido completamente en el maligno” (Gál. 1, 4; Ef. 2, 12; I Jn. 5, 19). Como los viejos Profetas cuya obra corona (Heb. 1, 1-2), Jesucristo concentra toda su atención, moviliza toda su energía y desplie- ga toda su actividad para conducir a Dios a ese poder hostil que se le resis-te hic et nunc y se mantiene tieso contra Él, ese enemigo patente, obvio, evidente, el “pueblo de dura cerviz”: Israel apóstata. Con una precisión que no deja ninguna grieta a la duda o al subterfugio, pronuncia el Maestro solemnemente en repetidas ocasiones, sobre la nación santa y rebelde –gens judaica naturaliter sancta (Hugo de San Víctor)–, sobre su capital un día gloriosa a los ojos de Yavé, objeto de su “violento amor” (Sal. 86), sobre su Templo en que la Schekhinah, la misteriosa nube luminosa, manifestaba la presencia del Altísimo, el juicio irrevocable de Dios: “Esta generación no pasará; afirma, sin que se cumpla mi palabra”...

Pero leed el capítulo 13 de Isaías. Y observad cómo la destrucción de Israel, descrita por los vers. 1-8, desemboca, en los seis versículos siguien-tes, en el cataclismo planetario. Del mismo modo, en el capítulo 34 del mismo Profeta, los versículos 5-17 anuncian la devastación de Edom; pero este drama puramente nacional se “sobreimprime”, en los versículos 1-4, sobre una catástrofe cósmica. Ahora bien, cuando Jesús proclama la des-trucción de Jerusalén, como ciudad soberana, y el aniquilamiento de la patria judía, contempla en el fondo de esta catástrofe étnica el esbozo de un drama cósmico que abarca a la creación entera. Entre una y otra sugie-

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re, insinúa, deja entrever, una semejanza tan desconcertante, un parentesco tal, que se aproxima mucho a la identidad. Como los autores inspirados de la Antigua Alianza, emplea metáforas que bien podríamos calificar de “clichés”; existe en este asunto un stock, que es clásico desde antiguo, de imágenes apocalípticas: el sol y la luna que se oscurecen, la tierra que tiembla, los cielos que se desgarran, el Hijo del Hombre –la species viri de Daniel– que desciende majestuosamente sobre las nubes, el trono del Juez que se coloca, las naciones todas que son reunidas como un rebaño, las grandes sesiones del mundo que se inauguran “en la Gloria”.

Estas admirables y terribles imágenes, repetidas en la apocalipsis judía, expresan sin duda alguna y en toda la fuerza del término incomparablemen-te, una realidad misteriosa que está por encima de la creación, del espacio y del tiempo, inefable, imposible de expresar en lo que tiene de propio, de esencialmente característico, pero que posee en sí cuanto es preciso para justificar ampliamente el simbolismo que le corresponde; únicamente el Hijo del Hombre posee la clave de la misma y ve su adecuación, tan perfecta como es posible cuando lo relativo ha de dar cuenta de lo absoluto. La analogía entre el símbolo y la realidad que nos describe no puede ser más rigurosa.

Pero bien, ¿cuál es la realidad? Es el triunfo definitivo de Dios, su victo-ria final, su “Entrada Gozosa” en el universo, sometido por fin y reconcilia-do. Los juicios realizados sucesivamente, en el curso de la historia, sobre los imperios hostiles, constituyen los preludios y nos traen el pregusto de esa restauración que ha de seguir a “este eón malo” de revuelta y traición. Jesús predijo sin dar lugar a dudas que la ruina de Jerusalén estaba próxima, y los sucesos justificaron la profecía. De ahí que algunos críticos se hayan preguntado –sobre todo entre 1890 y 1920– si al identificar el Señor el fin de Sión con el “fin de esta edad”, con el término de este orden de cosas, no habría creído que esa catástrofe cósmica había de sobrevenir inmediatamen-te después del desastre nacional. No cabe duda que muchos, en la generación apostólica, interpretaron así las palabras del Señor; para éstos, el “fin”, el “retorno”, la “venida con poder y gloria”, se habían de cumplir durante su vida. Leamos a San Pablo:

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“No queremos, hermanos, que estéis en la ignorancia acerca de los que duermen [es decir, de los difuntos] a fin de que no os entristezcáis, como esos otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, creamos también que Dios llevará con Jesús a los que durmieron en Él. Porque esto os decimos, según palabra del Señor: Nosotros, los vivientes, dejados para el advenimiento del Señor, no nos adelantaremos a los que durmieron [los muertos]. Porque el mismo Señor, a una señal dada, a la voz del Arcángel, al son de la trompeta divina, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán primero. Después nosotros, que vivimos, que hemos quedado, seremos arrebatados con ellos sobre las nubes al encuentro del Señor en los aires, y así siempre estaremos con el Señor” (I Tes. 4, 13-17).

Los críticos de la escuela escatológica –de Schweitzer a Loisy– preten-den que esta expectación de la Parusía, bastante difundida en la primera generación cristiana, ha “torcido” parcialmente los Evangelios; afirman que, por ejemplo, San Mateo deja una impresión mucho más catastrófica –del tipo deus ex machina– que San Lucas; por el contrario, en el cuarto Evange-lio, el “fin”, la “consumación”, y aun la “resurrección”, lejos de relegarse a un futuro lejano, se realizarían desde ahora, gradualmente, en esta vida. No es éste el momento de responder a estas objeciones: advirtamos, no obstante, que un conocimiento más profundo del apocalipsis rabínico hu-biese aconsejado a estos autores no plantear la cuestión: para los escribas contemporáneos de Jesucristo, el Reino –llamado también Reino de los cielos y Reino de Dios– no es el imperio del Mesías, que ha de realizarse en tal época determinada, sino, en todo tiempo, la aceptación y cumplimien-to de la Ley divina. Cargarse con el yugo del Reino es sinónimo de esto: cargarse con el yugo de los Mandamientos. La plegaria cotidiana hasta nuestros días del Judío piadoso, Sjema Israel, sacada del Deuteronomio, se llama de otro modo: “tomar sobre sí, cargar, el Reino de los cielos”. Llevar filacterias, lavarse ritualmente las manos, es igualmente “cargarse con el yugo del Reino de Dios”. Israel lo “cargó” sobre sí al pie del Sinaí; en cambio, los hijos del Sumo Sacerdote Helí y los de Acab “arrojaron lejos de sí el yugo del Reino de los Cielos”. Éste, por consiguiente, no tiene que

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ver absolutamente nada –salvo la preparación remota de los individuos– con el “Reino del Mesías” (Malkutha diMeschija) o “mundo futuro del Mesías” (Alma deathe diMeschija), que es también “la edad futura” (Athid labho o saeculum futurum) 2.

Pero, además, bien puede oponerse a los críticos escatológicos la cues-tión prejudicial: por dos veces, en efecto, el Señor se negó a señalar la fecha del “fin”. En Mc. 13, 30 predice con rigor cronológico la destrucción de Jerusalén: “Os lo digo en verdad: no pasará esta generación sin que llegue todo esto”. Pero dos versillos después, a continuación de la declaración precedente, concluye: “Por lo que hace al día y la hora, nadie las conoce. Sí, ¡nadie! Ni los Ángeles en el cielo ni el Hijo mismo. Únicamente las conoce el Padre” (Mc. 13, 30-32). Por otra parte, los Apóstoles le pregun-tan, después de la Resurrección: “Maestro, ¿ha llegado el tiempo de resta-blecer el Reino de Israel”, en que has de extender tu imperio mesiánico al universo entero? Jesús responde: “No os toca a vosotros conocer los tiem-pos ni los momentos que el Padre ha fijado por su propia autoridad” (Act. 1, 6 s.). Hay que distinguir, pues, dos series de sucesos: uno que ha de ocurrir durante la vida de “esta generación” contemporánea de Jesucristo; el otro, inconmensurablemente misterioso, cuya fecha rehúsa fijar el Salva-dor, afirmando –“en los días de su carne” (Heb. 5, 7)– que Él mismo lo ignora, y, más tarde, después de la Resurrección cuando, por su victoria sobre la Muerte, está en condiciones de abrir como Kyrios universal “el libro” del Destino “y sus siete sellos” (Apoc. 5, 5; Fil. 2, 9-11) –que, acerca de esa cuestión, ya sabe a qué atenerse, pero que ese conocimiento no es para la Iglesia in via 3. Predijo, pues, sin dar lugar a dudas, el juicio inminen-

2 Cf. en la literatura rabínica: Targumim sobre Miq. 4, 7; sobre el Sal. 44, 7; sobre Is. 53, 10; sobre I Re. 5, 13; Berakoth, 12 B, 14 B, 61 B; Bereschith Rabba, 88, 98; Mejilta, 75 A; Yalkuth Schimeoni, 2, 14 A, 43 A; Sifré, 142 B, 143 B, Midraschim sobre I Sam. 2, 12; sobre el Eccl. 1, 18.

3 ¿Será necesario advertir que la ignorancia de Jesucristo en este mundo, por lo que hace a esa ciencia experimental, adquirida por vía de conceptos y del discurso lógico, no es óbice para la integridad de su visión beatífica, imposible de expresarse por ideas, que trasciende las “especies inteligibles”; ni tampoco para la realidad de su ciencia infusa, de la que tenía conciencia por intuición, es decir, por “especies” que no precisan “discurso”?

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te de Jerusalén; mas respecto del apocalipsis final, se negó a satisfacer la curiosidad de los suyos. Y porque la Iglesia primitiva tuvo conciencia –os-curamente quizá y como por instinto, pero un instinto que viene de arriba y que lleva un Nombre personal–, porque ella se dio cuenta de esa antítesis innegable, pudo, antes del fin del siglo primero, “enfocar bien” –tomo la expresión como en fotografía– sus perspectivas escatológicas, entrando con paso firme por su verdadero camino, por más que no pocos creyeran otra cosa. Por consiguiente, a la famosa fórmula de Loisy: “Jesús anuncia-ba el Reino, pero llegó la Iglesia”, tenemos derecho pleno a contraponer ésta: “Jesús anunciaba el Reino, por lo que llegó la Iglesia”.

3. Los “novísimos” de los individuos según el Evangelio

Dios reserva, pues, un destino glorioso a su pueblo como tal, tomado globalmente como un solo hombre... pero, ¿qué digo?, ¡lo reserva a toda la creación! Jesús tomó por su cuenta la garantía de los anuncios proféti-cos. ¿Pero qué ocurrirá con los individuos? Sabido es que, en la Antigua Alianza, la creencia en la inmortalidad personal se divulgó tardía y gra-dualmente. Ni aun el sacerdocio judío, en su mayoría, llegó a enterarse de ello. Por otra parte, esta fe no es resultado, como en los filósofos o en los misterios paganos, de especulaciones metafísicas o de observaciones psico-lógicas. Se debe, al parecer, a tres órdenes de consideraciones:

1. La justicia divina exige la existencia de otra vida; porque es evidente que la manera de obrar de Dios en este mundo con los hombres –lo que hace y lo que permite– no manifiestan en modo alguno su justicia.

2. ¿Cómo habría de olvidar Yavé –Él, que es el Santo, el Fiel– en el “Gran Día del Señor” a los héroes antiguos de Israel que sucumbieron tantas veces por su causa? Si tuvieron trabajos y penalidades, ¿no habrían de participar también de los honores?

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3. Finalmente: Dios mismo había admitido a ciertos individuos –a los Patriarcas– a la intimidad de su trato y amistad; ¿sería posible, después de eso, que esas almas, iluminadas por un rayo de su Ser, estuvieran condena-das a la extinción total? Este argumento rabínico lo hallamos también en el Evangelio (Mt. 22, 23-32; es un pasaje que tiene todo el sabor del Evan-gelio de San Juan):

Los saduceos, que niegan la resurrección, vinieron a Él y le propusieron esta cuestión: “Maestro, Moisés dijo: Si alguien muere sin dejar hijos, su hermano debe casarse con su mujer y suscitar posteridad a su hermano. Pues bien, había entre nosotros siete hermanos. Casóse el primero y murió, y como no dejó posteridad, tomó su hermano a la viuda. De igual modo ocurrió al segundo, y al, tercero después, hasta el séptimo. A continuación de todos ellos, murió la mujer. ¿De cuál de los siete hermanos será la mujer en la resurrección?, porque todos la tuvieron por suya”... Jesús les replicó: “Estáis en el error, porque no comprendéis las Escrituras ni el poder de Dios. Porque en la resurrección no hay casarse o no casarse; sino que serán como ángeles de Dios en el cielo. Cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído lo que Dios os ha dicho en estos términos: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Dios no es Dios de muertos, sino de vivientes”.

Como se dirigía a los saduceos, que no tomaban en serio más que el Pentateuco, el Salvador les cita el Éxodo. Ahora bien, Dios se declara (a Moisés) como el Dios de los Patriarcas, muchos siglos después de la muerte de los mismos. No afirma que ha sido su Dios, sino que lo es ahora, siempre y por siempre jamás. Es, pues, Dios de los que viven, pero no sobre la tierra. Pero si Jesús alega el Pentateuco, apela, de hecho, a toda la Biblia y hasta a lo que constituye el cimiento de la Revelación: el comercio y trato huma-no-divino. Lo que prueba la resurrección no es tal o cual texto aislado, sino el hecho de que Aquel que se declara como el Dios de los Patriarcas, en un sentido que no es sólo histórico, sino absoluto y pleno, no puede abandonar-los a la muerte. La Revelación, deja entender Jesús, no implica únicamente tal o cual episodio ocurrido, en suma, una “letra muerta”, sino que es antes

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que nada una relación vital. Siendo así, Yavé “no es el Dios de los muertos, sino de los vivientes, porque, ante Él, todos viven” (Lc. 20, 38).

Si ahondamos más, vendremos a la conclusión de que el pensamiento del Maestro va más lejos: el lazo por el que, en su infinita condescendencia, quiso el Amor supremo unirse a los Patriarcas, no puede ser esencialmente figurativo y perecedero. Él ha echo a esas personas tan semejantes a Sí mismo, que ha sido posible una amistad que les uniera recíprocamente. Hizo irradiar sobre ellas una dilección particularísima; quiso “llamarlas por su nombre” (Is. 43, 1; 45, 4). ¿Sería, pues, impotente para disputar a la nada, para arrancar a la muerte, para sacar del olvido, a los que ama? Y si Él es la Vida –ipsissima Vita, dirá San Agustín–, si la complacencia que halla en los seres triunfa de la necesidad profunda que les enlaza con la Caída, ellos deben subsistir, no sólo como recuerdos que se van difuminan-do, como una exposición retrospectiva en la mente del Eterno, sino que tienen que gozar plenamente de la existencia objetiva y personal.

Pues bien, esta idea está ya insinuada en el Libro cuarto de los Maca-beos: “Los que mueren por el amor de Dios [escribe este autor anónimo que vivió poco antes que Jesús], viven delante de Dios, como Abraham, Isaac, Jacob y todos los patriarcas” (IV Mac. 16, 24; cf. Rom. 14, 8-9). Para todos los judíos piadosos –únicamente los sacerdotes no lo eran– los israeli-tas difuntos debían volver a la vida, como primicias de la resurrección general. Jesús ratifica su fe real, pero inestable y vaga, y proyecta sobre ella la plena luz de la Revelación. Y para afirmarla con toda claridad, hace lo que raras veces suele: se le pone la cuestión con precisión y claridad, y Él responde del mismo modo. Y se pone del lado de los fariseos, como lo hemos visto, contra los saduceos.

Pero hay más: todo su aprecio de la vida humana y su estima de los “valores terrestres” lo refiere y relaciona con el Más Allá, con la “vida fu-tura”. Ni una vez siquiera aprueba ese desinterés quietista, que hace gala de una desdeñosa indiferencia respecto de la suerte en “el otro mundo”. Muy lejos de ello, el Mal Rico hubiera debido saber que el dejar gobernar-se del egoísmo aquí abajo lleva de la mano a los “crueles sufrimientos de las llamas” allá abajo (Lc. 16, 23-25). Y todos nosotros deberíamos, si

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creemos, “temer a Aquél que puede perder el alma y el cuerpo en la Gehe-na” (Mt. 10, 28). Sin embargo, este castigo nada tiene de arbitrario para Jesús: sino que revela, en el proceso mismo del juicio moral, espiritual, un carácter indomable, análogo al que vemos en las “leyes naturales”. Uno “salva” o “destruye” su vida real, es decir su alma –psyjê designa la una y la otra– porque la cosecha corresponde a la siembra: “Con la misma medi-da con que midiereis seréis medidos” (Lc. 10, 38). “El Día” no hace otra cosa que quitar el velo, manifestar, revelar lo que, desde mucho tiempo atrás, estaba claro, si bien es verdad que este descorrer el velo de los desti-nos ha de sorprender sobre manera a los mismos interesados (Mt. 25, 37-39. 44). En el cuarto Evangelio es donde aparece sobre todo este aspecto del “juicio”, en cuanto nuestra vida terrestre no cesa, por decirlo así, automá-ticamente de juzgarse a sí misma...

Mas este proceso desemboca y halla su consumación en la “otra vida”: “Yo les resucitaré en el último día” (Jn. 6, 39). O bien, por el contrario: “Quien no cree en el Hijo no verá la vida [eterna], antes bien [por siempre] la cólera de Dios permanece sobre él” (ibid. 3, 36). Jesús nos muestra con una claridad que no admite duda que todo lo que es impuro y sin amor es incompatible con Dios. Del mismo modo que Él aguarda su resurrección, afirma categóricamente que todos los hombres han de volver a la vida allende la tumba. Y no se trata, en su idea, de una “inmortalidad” reservada al alma sola, sino de una “resurrección”, de un “levantarse y ponerse en pie”, es decir, de una vida completa y perfecta, en que el alma, sin obstáculo de ningún género, “informa” un cuerpo, nuestro cuerpo, no ya como se encuentra actualmente, sujeto, por el desorden causado por la Caída, a la tiranía sexual y a otras análogas, sino tal como ha de ser, cuando lleguemos a convertirnos en “iguales a los Ángeles” (Lc. 20, 36), no a pesar de este cuerpo, sino gracias a él, por él y con él.

La resurrección del Señor nos ilustra acerca de lo que ha de ser la nues-tra y se convierte, luego, para todos los cristianos, en prenda y modelo de la “resurrección de los muertos” (I Cor. 15, 12-13. 20-21). Jesucristo nos habla muy parcamente, al parecer con toda intención, salvo en su respues-ta a los saduceos, sobre el tema del “cuerpo glorioso”: siempre se mostró

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refractario a esos “temas” que dan pábulo a nuestra curiosidad, y abominó de los mismos. Y lo mismo ocurre con el tránsito de la “Pascua” final descrita por San Pablo, que nos describe a “los vivientes, que quedaron [sobre la tierra], arrebatados en las nubes con los muertos resucitados previamente... al encuentro del Señor [que viene] en los aires” (I Tes. 3, 16-17). Se advierte que los “vivientes” resucitan lo mismo que los “muer-tos”. Lo que quiere decir que la resurrección no consiste, como expresaba Edouard Le Roy, en una simple “reanimación de los cadáveres”, sino que consiste esencialmente en la transfiguración sobrenatural, por el “poder” de Dios y, consiguientemente, por el Espíritu Santo, de todo el “eón” vital, de todos los fenómenos biológicos, que, por lo demás, en el hombre aun desde el punto de vista “natural”, son suficientes para manifestar todo lo que es.

Pero también aquí Jesús apenas nos informa de nada. Diríase que, lo mismo que en lo del “Día y la Hora”, este género de noticias no entraba en su misión. Esta discreción –Newman diría: esta “economía”– es tan importante como significativa. Hay silencios que “hablan”... Resumiendo: lo que nos enseña nuestro Señor es, de acuerdo con la teología rabínica, la existencia de un “Día Último” –Soph Eqebh Yomaya: “el fin de la extremi-dad de los días” 4. Día de Juicio, de Tránsito, de Paso, “un abrir y cerrar de ojos” (I Cor. 15, 52), en el curso del cual seremos trasladados de un “eón”, de un ciclo o mundo, a otro. Entonces Dios triunfará en la Persona de su Cristo. Tanto los “pecadores” como los “justos” resucitarán: éstos para una “resurrección de vida”, aquéllos para una “resurrección de condenación” (Act. 24, 15; Jn. 5, 29).

Mas todo esto, repitámoslo, se nos presenta revestido de metáforas apo-calípticas, corrientes a la sazón entre los judíos, pero que no pueden satisfa-cer a las inteligencias curiosas. Algunas de estas metáforas, sobremanera terribles y espantables, se refieren al estado final y definitivo de las almas que se han perdido; sugieren problemas a los que únicamente la Iglesia

4 Se llama también “el fin de los días”; cf. Targum de Jerusalén sobre Gén. 3, 15; el mismo y el Targum del Seudo Jonatás sobre Núm. 24, 14.

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puede responder, sobre los que hemos de volver todavía. Otros textos, tam-bién metafóricos, dicen con relación al estado transitorio –feliz o misera-ble– que las almas “separadas” atraviesan, a título individual, inmediatamen-te después de la muerte. En este caso, se plantea el problema de saber qué relación existe entre esta fase intermedia y el estado final que ha de seguir a la resurrección general. Luego de haber franqueado las puertas de la Muerte, ¿qué vienen a ser los hombres, en general? ¿Van acto continuo “al paraíso”, como Lázaro y Dimas, el “Buen Ladrón”, o bien, como el Mal Rico, son inmediatamente presa de las “llamas”? ¿No existirá, para aque-llos cuya imperfección no es sinónimo de perversidad, una purificación gradual, una purgación progresiva? El Salvador no nos dice palabra sobre todo esto. Pero ahí está la Iglesia para inferir, concluir, inducir y deducir: en suma, para interpretar los datos revelados... Cuanto a Jesucristo, está claro por el Evangelio, con una evidencia indiscutible, que ha querido transmitir a sus discípulos la esperanza firmísima, cierta e inquebrantable, de que, en últi-ma instancia, la victoria pertenece, sin sombra de duda, a Dios su Padre, triunfo que ha de tener como corolario y señal, respecto de los elegidos, su resurrección personal y su disfrute insustituible de la vida eterna.

Pero, al mismo tiempo, Jesús ha puesto en claro, con grave y tremenda amonestación, la posibilidad, para cada uno de nosotros, de “destruir”, por el pecado contra la Luz, su propio Yo, y de precipitar su ser profundo en irreparable ruina y miseria. Habida cuenta de todo, Jesús, como Hijo del Hombre, no ha tenido nada más que comunicarnos. Toda su escatología, en efecto, tuvo como fin exclusivo inculcarnos las ideas precisas que dicen relación a Dios y a nuestra propia vocación hic et nunc.

4. De dónde “cuelga” la escatología paulina

La doctrina de Jesús sobre los “novísimos” tiene su origen, como lo hemos estudiado, en la enseñanza del Maestro acerca del Reino, o sea de la Iglesia. El Apóstol, en cambio, engancha la suya en el concepto de

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Redención, del proceso salvífico en la Iglesia a través de la Historia. Según esto, la muerte y el Más Allá son, así para el individuo como para el “pue-blo adquirido” (I Pe. 2, 9), función que se realiza en la vida terrestre: de la peregrinación en la carne al “eón” de la resurrección existe una síntesis, una determinación, y cohesión, y contextura cerrada. Veamos por qué y cómo.

Según San Pablo, el Espíritu Santo se nos da sin cesar, pero en la medi-da en que aceptamos de verdad y “existencialmente” este don, y en que respondemos sin cansarnos por una fe constante, fielmente salvaguardada, manifestada por el amor (Gál. 5, 6) y concretada por nuestra buena volun-tad: fides formata. “De la fe, por el Espíritu, aguardamos la esperanza de la justicia”, es decir, la proclamación, de parte del Soberano Juez, de la integridad que Él halla en nosotros por habérnosla infundido (ibid. 5, 5; cf. Sant. 1, 21). Pero, precisamente porque la fe es un principio de acción práctica que, separada de la conducta que debe inspirar, viene a hacerse irreal y, por decirlo así, abstracta, en definitiva y al fin de cuentas no existe diferencia entre la justificación por la fe y la salvación por las obras que la manifiesta: si queremos pulsar el estado de nuestros corazones, nos basta con examinar imparcialmente nuestros actos; por sus frutos, dice Jesús, pueden los hombres conocer el árbol.

Cuando comienza la vida cristiana, Dios justifica a los impíos (Rom. 4, 5), si aceptan con fe –por la fe– ser “injertados” en su Hijo y convertirse en sus “miembros”. Pero “cuando llegue el fin”, Dios ya no justificará “al hombre inicuo” y, a causa del mentís que inflige a los fines del Creador sobre la especie humana, “mentiroso”. Cada tino “recibirá lo que mereció estando en su cuerpo, según sus obras, sea bien, sea mal” (II Cor. 5, 10). Ante el trono del Juez, no cabe “ocultarse” como Adán en el Edén, ni fingir. Si, al final de nuestra peregrinación terrestre, no fuéramos calificados por nuestras faltas evidentes innegables, para ser injertados en el lugar que nos corresponde en el “hombre perfecto” constituido por todos los redimidos, en el Cuerpo místico del Verbo encarnado (Ef. 4, 13), el plan formado por Dios acerca de nosotros no se realizaría, sino que se frustraría por nuestra malicia y caminaría al fracaso, y el Juez divino no podría, en la resurrec-

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ción general, hacer otra cosa que comprobar y ratificar el hecho. Durante nuestro paso por el mundo sobreabundan, sin duda, para la mayoría, las debilidades, las caídas, los pecados, las infidelidades y negligencias; pero también nos es posible acá imponer a la carne la mortificación que “salve al espíritu para el Día del Señor Jesús” (I Cor. 5, 5); y esta purgación pue-de aún, según un texto del Apóstol –un poco oscuro, por cierto– extenderse más allá de la muerte (ibid. 11, 30). Y Dios no dejará de aceptar nuestra penitencia con infinito amor; borrará nuestras faltas, si nuestro arrepenti-miento tiene el mismo peso, la misma intensidad y la misma profundidad que nuestro estado de pecado: “En efecto, la tristeza según Dios [conforme a la voluntad del Santo] produce una compunción saludable, de que jamás hay por qué arrepentirse, mientras que la melancolía según el mundo produce la muerte. Ved qué celo y qué diligencia no ha obrado en vosotros esa tristeza según Dios. ¿Qué digo?... ¡qué justificación, qué indignación [contra vosotros mismos], qué ardoroso deseo, qué emulación [en el servicio de Dios], qué severidad [con vosotros mismos]!” (II Cor. 7, 10-11). Pero, de todas maneras, el plan divino ha de realizarse, cueste lo que cueste. Toda doctrina que tiende a minimizar esta soberana y absoluta necesidad o a anegarla en un vago sentimentalismo, es incompatible con el espíritu de San Pablo.

5. Escatología paulina y apocalipsis judío

San Pablo aguarda con todo el fervor de un deseo cada vez más firme la realización final de esa justificación que no puede ya fallar, y la aguarda, al parecer, con una convicción cada vez más segura de su proximidad (Rom. 13, 11-12; Fil. 3, 20-21; I Tes. 5, 2-3). Una sola vez, que nosotros sepamos, relega el Apóstol para más tarde la Parusía, pero es en una Epístola escrita al comienzo de su carrera apostólica (II Tes. 2, 1-7). ¿Vivirá todavía entre sus hermanos cuando el Segundo Advenimiento? Tiene la seguridad de ello mientras ejerce libremente su ministerio (I Cor. 15, 51-52); pero no tanto, cuando está prisionero, pendiente de una sentencia capital (Fil. 1, 21-23).

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Y, en suma, no profesa a fondo, ni la proximidad de la Parusía, ni su rea-lización a largo plazo, por más que se incline por instinto hacia la primera hipótesis 5. Mas, en todo caso, su escatología difiere de la nuestra en dos puntos de importancia:

5 Después del Responsum XIV de la Comisión Bíblica, escribe el P. Prat S. J., en su obra Théologie de St. Paul (primera parte, 7ª ed., París, 1920; segunda parte, 6ª ed., París, 1923): “Un hecho indiscutible: los cristianos de la época apostólica creían tocar el fin de los tiempos [...] Se obstinan en creer que algunos privilegiados [...] vivirían hasta entonces [...] El nombre mismo de parusía [...] despertaba la idea de una venida próxima; y es sabido que los profetas, acostumbrados a proyectar los sucesos futuros sobre el mismo plano, parecen hacer coincidir el principio de la era mesiánica con la consumación de las cosas. ¿Participaba San Pablo de la ilusión común? Nada hay que pueda oponerse, en principio; porque la inspiración no confiere la ciencia de todo, y no podía, en todo caso, dar el conocimiento del último Día, que se ha reservado el Padre celestial. Excepción hecha de la verdad de que es depositario, el escritor sagrado puede ignorar, dudar, asentar una opinión sobre probabilidades o verosimilitudes, emplear los mismos medios de investigación que los demás en busca de la verdad”, no de otro modo que los concilios formulan a veces verdades dogmáticas, apoyándolas en motivos especulativos o históricos erróneos. “Pablo, que sube mejor que nadie que la fecha del último Día no entra en el objeto de la Revelación, no enseña que el mundo está para acabar [...] Sin embargo, no parece contemplar delante de sí una serie larga de siglos. Sin duda, estas palabras: «Nosotros los vivientes, nosotros los sobrevivientes, iremos delante del Señor», no prejuzgan nada desde el momento en que la Iglesia no muere y todos los cristianos pueden identificarse con ella [...] No obstante, ¿hablaría el Apóstol de esa manera, si tuviera intuición neta de que son miles de años los que le separan del fin? [...] ¿Tendría Pablo la perspectiva próxima de la Parusía? No hay que negarlo a priori. Sobre el asunto [...] no enseña nada [...] pero, careciendo de ciencia cierta, podía tener una opinión fundada sobre probabilidades o conjeturas, y, desde el momento en que nos advierte que no lo sabe y que no quiere enseñar, no se ve la imposibilidad absoluta de que regulase sobre estas probabilidades su conducta y sus consejos” (I, pp.89-90, 131-132). “No da la sobrevivencia hasta la parusía ni como cierta ni como probable; pero sí como posible. De lo contrario, su deseo (de vivir hasta entonces, cf. por ejemplo, II Cor. 5, 2-10) no tendría objeto. Más aún, afirma que ese deseo tiene por autor al Espíritu Santo; cosa que, una vez más, indica su posibilidad” (II, p.448). El P. Prat no afirma que el Apóstol hubiera formulado con seguridad convicciones humanas, capaces de dar lugar al error o a la mentira, por estar afirmadas sólidamente; está, por tanto, de acuerdo con el párrafo 1 de la Respuesta XIV de la Comisión Bíblica. Tampoco afirma este autor que San Pablo hubiera negado la imposibilidad, para todos, de conocer la fecha exacta de la Parusía; no se opone, pues, tampoco al párrafo II. Finalmente, el P. Prat no afirma por nada del mundo que la interpretación de San Crisóstomo de I Tes. 4, 14-16 esté “traída por los cabellos y desprovista de todo fundamento serio”; de esa manera se acomoda al párrafo III. De hecho, el Apóstol sabe que “en todo instante se halla en peligro y expuesto a la muerte” (I Cor. 15, 30-31). Sabe también qué “signos” han de preceder al “Día del Señor”; faltando esos pródromos, no puede considerar ese advenimiento como inmediato e inminente (II Tes. 2, 1-10). Mas estas dos convicciones no se oponen a que, de un modo general y confuso, no se hubiera preguntado, sin poner en ello ninguna intención dogmática, si su generación pasaría sin que llegaran “esas cosas” (cf. Mt. 24, 33-34).

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1. Como desea apasionadamente el retorno próximo del Señor y lo aguarda, quizá, no se interesa por la fase intermedia que atraviesa el alma separada entre el Juicio particular y la resurrección de los cuerpos, que es la que reconstittuye al nombre y le devuelve a sí mismo. ¿Cuál es, desde la muerte al Juicio final, el estado de los difuntos en vías de purificación? ¿Qué podemos nosotros hacer por ellos? ¿Qué pueden ellos por nosotros?... Otros tantos temas que no discute.

2. Los judíos creyeron siempre que Dios manifestaría, aquí abajo, en este mundo, su justicia definitiva. No se trataba, según sus miras, de que los servidores de Dios aguardasen a morir para entrar en el Reino, para encaminarse a un Más Allá radicalmente diferente de este mundo: antes bien el Reino de Dios había de venir en este mundo a sorprender a los suyos, a buscarlos y manifestarse en forma de antropo-esfera y de sociedad terres-tre, si bien transfigurados por la gloria. Sería restaurada la monarquía davídica; Cristo reinaría con los suyos sobre la tierra; el Reino sería autén-ticamente “de este mundo”, si no por sus orígenes, sí al menos por su ter-minación. Su próxima instauración acabaría después con la renovación to- tal y radical del “cielo” y de la “tierra” (Is. 65, 17). Toda esta ideología judía fue adoptada por San Pablo, pero ya antes la había hecho suya Je-sucristo: el Reino, según Jn. 5, 25-29, se realiza en dos veces, y la resurrec-ción es también doble. Tal es el verdadero milenarismo, caricaturizado más tarde por unas doctrinas extravagantes que usurparon su nombre. Tanto para Jesús como para el Apóstol, el reino de los mil años queda estableci-do, desde ahora, a partir de la Resurrección y Ascensión, por la entrada del Señor en la gloria, así como también por la resurrección y ascensión espi-rituales, incoadas, virtuales, de su pueblo: “Ahora ya, estamos sentados con Él en los cielos” (Ef. 2, 6; Col. 3, 1,). Tan sólo la consumación final es lo que falta. El plan divino se habrá de desarrollar en dos fases (I Cor. 15, 23-24; I Tes. 4, 16-17) y ahí es donde hay que buscar el motivo de distin-guir San Pablo entre la “resurrección de los muertos” –anastasis nekrôn o tôn kekoimêmenôn (I Cor. 15, 12-13, 20)– y la “resurrección de entre los muertos” –exanastasis tôn nekrôn (Fil. 3, 11).

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Pero de cualquier manera que se represente el Reino, es cierto que ha de manifestarse para los judíos aquí abajo. Jesús no nos enseña a rogar: “Introdúcenos en tu reino”, sino: “Que venga tu reino” acá, entre nosotros. En contraposición al espiritualismo pagano (orfismo, pitagorismo, religio-nes de misterios y neoplatonismo), la raza a la que Cristo debe todo su ser carnal y toda su herencia psico-física no opone un mundo “superior” a un universo “inferior”, sino que, admitiendo una creación única –ésta, la de nuestra experiencia– le asigna dos “edades”, dos eras cósmicas, “eones” o dispensaciones: saeculum praesens et saeculum futurum. El “mundo futu-ro” y el “mundo actual” no forman más que uno solo, del mismo modo que yo soy el mismo hombre único ayer y hoy... como Jesucristo es principio y vida y soberano único legítimo de este mundo (Heb. 13, 8). Las vidas de San Pablo, en el caso, están, pues, “recapituladas” así de hecho como de derecho –quiero decir: los diversos modos de existencia propios (respec-tivamente) de cada “eón”, de cada fase– serán sometidos a Cristo (I Cor. 15, 25-26; Ef. 1, 10; Fil. 3, 21); cuando llegue el día en que se han de ma-nifestar los hijos de Dios y redimido su Cuerpo (Rom. 8, 21-23), su medio ambiente cósmico será también metamorfoseado; el nacimiento de un mundo nuevo acabará con los dolores de parto del antiguo; y la creación entera, crisálida a la sazón, se convertirá en mariposa (ibid. 8, 18-25).

La escatología judía, empero, que el Apóstol, perfeccionándola, declara abolida –lo mismo que hizo Jesús con la Ley– posee una segunda carac-terística, emparentada con la primera. Se refiere a la instauración del Rei- no, casi exclusivamente, desde el punto de vista de lo que ha de aportar a los vivientes. La creencia en la resurrección llegó tarde a la teología rabíni-ca y, aun, entre los contemporáneos de San Pablo, no faltaban quienes no la admitían. No es que se contentasen en creer en la inmortalidad del alma tan sólo. Por el contrario: durante siglos, la mayoría de los judíos no admi-tieron ninguna inmortalidad. Más tarde, cuando un conocimiento más profundo de Dios justo y santo, fiel y misericordioso, y la evolución más completa de la experiencia religiosa, en el seno de Israel, convencieron al pueblo, o al menos a la selección farisea, de la imposibilidad de privación de todo disfrute en el Reino para aquellos que “murieron en la fe, sin haber

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recibido el efecto de las promesas” (Heb. 11, 13), las perspectivas generales de la escatología judía tampoco cambiaron mucho por eso, al menos inmediatamente. Ése es el motivo de que la resurrección de los muertos no ocupe, ni en las Epístolas paulinas ni en los Evangelios, una posición dogmática de importancia capital. Tiene uno más bien la impresión de que ellá constituye sólo un excursus o un corolario de la fe, en su aplicación al caso excepcional de los difuntos. Incluso puede plantearse la cuestión de si el Apóstol, cuando habla de la redención del cuerpo 6, no se refiere a la metamorfosis de los cristianos supervivientes cuando se manifieste definitivamente el Señor (Rom. 8, 11-23; Fil. 3, 21), más bien que a la re-surrección de los organismos sin alma –la “reanimación de los cadáveres”, como se expresa Le Roy en Dogme et Critique. E, hilando fino, puede afirmarse que, en su catequesis primitiva –a los Tesalonicenses y Corin-tios– San Pablo no se preocupó apenas –“nada más que de pasada”– de la resurrección de los muertos: posiblemente sus convertidos contemplaban desolados la muerte de sus hermanos en Cristo, en la suposicición de que habían perdido su participación en la gloria por venir: de ahí la necesidad en que se vio el Apóstol de comunicarles confianza y seguridad al respec-to (I Tes. 4, 13; I Cor. 11, 30; 15, 12).

6. La Parusía según San Pablo

El mundo presente, no es necesario insistir en ello, ha de tener su fin, su telos, su consumación. La Historia, en efecto, nos manifiesta el designio divino; ahora bien, ¿puede haber proyectos y alcance y sabiduría, si no existe objeto alguno para proyectar sobre los acontecimientos la luz de su finalidad? Pero en Cristo y por Cristo –per o dia, “a través” de Él, Mediador, frontera humano-divina– se cumple el plan divino. Él es, pues, el Heredero

6 Suponiendo que, precisamente, en la perspectiva de Rom. 8, 19. 24, “el cuerpo [único] de nosotros” (¿todos?) no se refiere al Corpus Christi mysticum (cf. nuestro Cosmos et Gloire, París, Vrin, 1947, pgs. 71 y 122 entre otras).

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del mundo (Sal. 2, 8) y por Él, por su instrumentalidad –digámoslo de nuevo: “a través” de Él–, ha de llegar el “fin”. Y conviene, por lo demás, al principio mismo de la Encarnación, que la manifestación final del Hijo sea visible a todos. Para la primera generación cristiana, la Historia, después de haber descrito una espiral sobre un área de cuarenta siglos, desembocó en la “plenitud de los tiempos”, en su término de su madurez y saturación (Gál. 4, 4; Ef. 1, 10; cf. Mc. 1, 15; Dan. 9, 25-27); y los “días del Mesías” –que habían de preceder, después de pruebas dolorosas, a su Advenimiento definitivo– precipitaron su ritmo como en la última fase de una caída. Nosotros, por el contrario, tendemos a ver prolongarse indefinidamente la experiencia cristiana de esta vida. No obstante, lo mismo para nosotros como para San Pablo, la manifestación gloriosa de Jesucristo en su señorío –la Parusía– es un desenlace que hemos de esperar en cualquier momento, como lo repetía el mismo Jesucristo.

Para describir esa Parusía, Jesús se sirve de las grandiosas pinceladas de las teofanías del Antiguo Testamento (I Tes. 4, 16-17; II Tes. 1, 7-10). Sin duda que hemos de comparecer, según el Apóstol, ante el tribunal de Cristo (Rom. 14, 10; II Cor. 5, 10); pero esta metáfora no encaja bien en el cuadro general de su apocalipsis. A fuer de buen judío, es de parecer que la manifestación final de Dios en Cristo lleva consigo ipso facto e implica el Juicio para todos aquellos a quienes alcanza (Is. 33, 14; 1 Cor. 3, 13-15; 4, 5): todo cuanto no puede soportar el contacto devorador del fuego del Amor divino se seca y, reducido a polvo, muere para siempre (Sal. 128, 5-6). En cuanto a los cristianos fieles, la gloria del Señor, al manifestarse, manifiesta la de ellos (Col. 3, 4; cf. I Jn. 3, 2); porque su cuerpo se transfigura al resucitar, como el organismo físico del Salvador, glorificado en la mañana de Pascua. De esa suerte, el don del Espíritu, primicia de la recompensa concedida por pura gracia en esta vida, llega a su perfección.

San Pablo, para describir el estado de los Bienaventurados en su cuerpo glorificado, toma prestados los elementos convenientes a la tradición de los Doce y a su propia experiencia, extrayéndolos de las múltiples apariciones de Jesús entre la Resurrección y la Ascensión (I Cor. 15, 42-44). La ascensión

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de los Santos, que sigue a su resurrección, implica esta metamorfosis (I Tes. 4, 17; II Cor. 5, 1-5. 10). La Iglesia bizantino-eslava cree en la gradual configuración, hic et nunc, del “cuerpo glorioso”, progresivamente fabricado por el Espíritu Santo gracias a los Sacramentos. No existe huella alguna de esta doctrina en el Apóstol, como tampoco de la tesis, patrocinada por ciertos kabalistas cristianos del siglo XVI y XVII, de un organismo “espiritual” que nos aguardaría “en los cielos”. Pero entonces, ¿cómo serían cambiados nuestros cuerpos? San Pablo no dice nada sobre eso. Evidentemente, para él, si estuviéramos en el caso de comprender esta transfiguración, la misma no nos haría pasar de una “edad” a otra –del olam hazzeh al olam habba– sino que sería una simple modificación en el seno mismo del “ciclo” (= eón) presente. “Lo que en nosotros hay de mortal será absorbido por la vida”, nos “revestiremos de la incorrupción, de la inmortalidad”: estas expresiones paulinas no pueden aplicarse a ninguna experiencia terrestre derivada de nuestro empirismo. Todo lo que puede de ahí colegirse es que el misterio de la Aurora pascual ha de ser también el nuestro.

7. La resurrección de los muertos

Los judíos, insistamos una vez más, no creían en la inmortalidad del alma como consecuencia necesaria de su naturaleza espiritual: para ellos, como Dios únicamente es el Ser y la fuente de toda vida, la vida eterna depende de la unión con Yavé; es justamente el argumento de Jesucristo en Mt. 22, 32. Pero, precisamente, la simbiosis con Jesucristo une a Dios, y este lazo sobrenatural, por el que la omnipotencia del Ser anula todo obstácu-lo derivado de la contingencia, no puede ser roto por la muerte, que es nada de una nada. Por consiguiente, todo el que se “durmió en Cristo” ha de participar plenamente de la gloria futura (I Tes. 4, 13-15). Respecto del “momento” de la Parusía, poco importa que sobrevenga cuando uno haya “muerto” o esté “vivo”: ¿acaso esta vida es otra cosa que una muerte, como no sea por el germen de inmortalidad que deposita en ella el pertenecer al

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Cuerpo místico? Todos los “amigos” del Hijo (Jn. 15, 15) son, como tales, hijos en este Hijo, y por ende viven ante Dios. Su destino es asemejarse a su Caudillo (Rom. 8, 28-30; cf. Lc. 20, 37-38).

En cuanto al “estadio intermedio” de las almas “separadas”, el Apóstol no sabe más que nosotros. Pero un alma “desnuda” o “desvestida” (II Cor. 5, 3-4) está, a sus ojos, privada casi enteramente de sus medios de mani-festación y de acción. Ahora bien, como nuestra personalidad halla su material, su alimento y su contenido en sus relaciones con otro, cuando un alma se encuentra privada de todo contacto físico, de todo medium senso-rial, no posee de hecho más que una personalidad mutilada. Por lo que Dios, que quiere “abolir” la muerte (I Cor. 15, 26), lo conseguirá restituyéndo- nos lo que la muerte nos arrebató. Únicamente con esta perspectiva ante los ojos enseña San Pablo la resurrección de los cuerpos. ¿Trátase de lo que fue en este mundo “carne y sangre”? No, puesto que el Apóstol niega resueltamente que este andrajo corporal pueda en modo alguno ser here-dero del Reino (I Cor. 6, 13; 15, 50). El “cuerpo glorioso” será, pues, un don que nos hará Dios. No cabe duda que cada uno recibirá directamente el suyo, así como, al nacer, recibió su alma directamente de Dios. Por eso dice bien Job que “en su cuerpo verá al Redentor” (Job 19, 25-27). Mas el Apóstol, sirviéndose de la imagen de la simiente –que desaparece, se disuelve y es restituida a los elementos (muere, dice Jesús), pero transmite a los aportes nuevos del cosmos su misterioso poder de vida y de germinación, su propia “ley” morfogénica característica–; el Apóstol, digo, parece sugerir que Dios no recogerá ni reajustará, por un montaje digno a lo más de un demiurgo, las células del organismo antiguo, definitivamente “devuelto al polvo del que fue sacado” (Ecl. 3, 20; 12, 7; Gén. 3, 19). Lo que indica “de pasada” San Pablo es que, en el Reino, en el universo renovado, cada uno recibirá de Dios, como instrumento de actividad, como medium o medio de impresiones activas o pasivas, un organismo correspondiente a su indi-vidualidad con el mismo título y razón que el cuerpo restituido a la tierra (I Cor. 15, 38).

¿Y a continuación? Nunca el Apóstol ha hablado claramente de este Más Allá; su doctrina al respecto es somera y envuelta en penumbra. Cree

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que participaremos no sólo de la Resurrección sino también de la Ascen-sión del Señor, en lo cual no hace sino reproducir lo que nos asegura el Salvador (I Tes. 4, 17; cf. Jn. 12, 26; 14, 3-6). La victoria sobre la muerte, así como la “subida al Cielo”, forman parte de la obra redentora y, por consiguiente, deben encontrar, del mismo modo que la prueba humillante de la Pasión, su consumación plena y “global” en nuestros destinos propios (Col. 1, 24). Porque Jesucristo es nuestro precursor –aun de la otra parte del Velo, del pargod de la mística judía– y, si Él ha sufrido, y sucumbido a la muerte, y triunfado, y regresado visiblemente al Padre, es para que nosotros le sigamos (Heb. 6, 20; Jn. 17, 24). Con todo, las condiciones de la vida del cielo son para nosotros, hic et nunc, incomprensibles, por lo que San Pablo se abstiene de describirlas (II Cor. 12, 2-4; cf. I Jn. 3, 2). Lo único que nos revela el Apóstol es que, a partir de la Parusía, se ha terminado la misión del Hijo. Con ella pondrá el punto final a todo otro poder o autoridad, una vez “sometidas todas las cosas absolutamente” a su dominio exclusivo (I Cor. 15, 24; Fil. 3, 21). Entonces, hará, “por el Espíritu eterno”, homenaje al Padre, de todo lo que es (Ef. 4, 12-13), de toda la plenitud de que se enriqueció su humanidad y de toda su humano-divinidad personal y “de accesión”, “a fin de que en todas las cosas sea Dios realidad plena” (Hebr. 9, 14; I Cor. 15, 28).

Entonces, finalmente, el hombre –el hombre verdadero, completo, inte-gral (I Tes. 5, 23), no el alma separada, sino el hombre mismo tal como Dios lo creó– estará, en Cristo, directamente unido al Padre y, al mismo tiempo, recibiendo por gracia lo que en vano tentó de usurpar en el Edén, poseerá aquel conocimiento perfecto que confiere la visión beatífica al “fiel” plenamente restituido a sí mismo: será “la era del perfecto” (I Cor. 13, 2). Nada de sentimentalismos en San Pablo; ni la sombra siquiera de un origenismo inicial. Un texto como el de I Cor. 15, 22 no se refiere más que a los cristianos únicamente, tan sólo a los sarmientos que están firmemen-te adheridos a la Viña y alimentados de su savia. En cuanto a la “reconciliación de todas las cosas en Col. 1, 19-20, la repetición de las palabras “Él ha querido” insinúa con energía que el Apóstol tiene ante su vista la inmensidad infinita de los decretos divinos de misericordia más que su inevitable apli-

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cación, a pesar de la rebelión obstinada de algunas creaturas en este mundo. Aquí, el pensamiento del Apóstol está de acuerdo con el quizás del Amo de la Viña del cap. 20 de San Lucas, al que los viñadores dan tan formidable mentís... Con todo, si bien es verdad que San Pablo afirma con energía que los malvados serán castigados –“cólera e indignación” divinas, “angustia y tribulación” es lo que les espera (Rom. 2, 8-9)–, nada precisa sobre la naturaleza de la sanción: se trata de una “ruina repentina... a la que no escaparán de ningún modo” (I Tes. 5, 3); de una “perdición eterna, lejos de la Faz del Señor” (II Tes. 1, 9); de una “dispersión final” (Fil. 3, 19). Si queremos analizar con diligencia los matices del vocabulario paulino, habremos de traducir apôleia por ruina o destrucción, o bien por disper-sión o disipación (Fil. 3, 19; cf. Sal. 67, 2), trayendo a la memoria lo que hemos dicho acerca del estado de incoherencia íntima y esencial, propia de los condenados, de aquella anarquía honda, ontológica, que los lanza contra ellos mismos y les convierte, efectivamente, en la “casa dividida contra sí” de la Parábola. En I Tes. 5, 3 y II Tes. 1, 9 olezros tiene el sentido de muerte o de ruina (como en I Cor. 5, 5 = olezron tês sarkos). Los dos términos olezron y apôleia se hallan igualmente en 1 Tim. 6, 9, donde Crampon vierte respectivamente “ruina” y “perdición” (Vulgata: interitum et perditionem). El mismo Crampon, al traducir Hebr. 11, 28, vierte ho olezreuôn por “el exterminador”; y el mismo significado tiene en I Cor. 10, 10 olozreutoû. Cierto que II Tes. 1, 9 califica esta “destrucción” de eterna (Vulgata: poenas in interitu aeternas). Pero no hay que olvidar, ante este olezron aiônion, que si el adjetivo aiônion significa “de muy larga dura-ción”, y hasta “perpetuo” (si tiene el sentido de “interminable” en el griego “eclesiástico”), San Pablo, como el Salvador, pensaba en judío; por donde el calificativo secular se refiere al olam habba, “mundo [u orden de cosas, dispensación] futuro”. En sí, por tanto, ese adjetivo no nos da derecho a prejuzgar lo más mínimo acerca de la duración del castigo infligido a los condenados. Sabemos, sin embargo, que, de hecho, para los doctores judíos del siglo primero –tanto para el indulgente Hillel como para el rigorista Schamai– “el fuego de la gehena no se apaga nunca” (Pesaj, 54 A). Serán recompensados los justos y castigados los malvados ledore doroh, literal-

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mente per saecula saeculorum (Sanhedrin, 10, 3; 106 B; Rosch-haschanah, 16 B y 17 A). Según eso, ¿cómo se comprende una destrucción que no cesa jamás? Se entrevé oscuramente el misterio de un desfallecimiento perpe- tuo de todo el ser, de un estar desvanecido siempre al borde de la inconscien-cia sin caer nunca en ella, de una caída vertiginosa sin llegar al fondo –es “el abismo sin fondo” del Apocalipsis–, de una agonía interminable (en el sentido más violento del vocablo). Así como los Bienaventurados no cesan de “subir”, de “elevarse”, de caminar “de gloria en gloria” –Dante, después de San Agustín, posee para el caso fórmulas clásicas–, así los réprobos “caen” y “se hunden” indefinidamente, sin tocar jamás tierra firme. Es la realización del cántico de Jonás:

Tú me arrojaste al abismo, al corazón de los mares, y las ondas me en-volvieron... Yo decía: he sido expulsado de delante de tus ojos... Las aguas me estrecharon hasta el alma, el abismo me tragó, las algas se enredaron a mi cabeza.

Descendí hasta las raíces de las montañas: ¡los cerrojos de la tierra se corrieron sobre mí para siempre!

Jonás empero, puede acabar así: “Pero tú, Yavé, mi Dios, hiciste subir mi vida del sepulcro”. Los condenados no pueden expresarse así. El hom-bre abandonado a sí mismo, a su caos original profundo, por Dios que “retira su mano” (Sal. 73, 11; Ez. 20, 22), permanece aún sui memor (con-servando la memoria de sí) para su mal, y sui conscius (consciente de sí mismo) para la pena de sentido; mas, porque ha rehusado el dulce y podero-so imperio del Verbo, sentido de la creación, vive sin ser sui compos (co-herente consigo mismo) y desemboca interminablemente sobre el caos sin llegar jamás a él; porque, en todo caso, “Dios no se arrepiente de haber creado al hombre” (Gén. 6, 7; 8, 21): los dones del Creador y su llamamien-to al ser son sin arrepentimiento (Rom. 11, 29). Pedid y recibiréis: los condenados comprueban plenamente la verdad de esa afirmación; lo que buscaron, lo han recibido “en su seno”, en lo más profundo e íntimo de su ser. “Una medida buena, apretada, colmada, rebosante” (Lc. 6, 38). Ima-

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ginémonos a un individuo que se ahoga o se estrangula: se asfixia, se sien-te morir... ¡feliz inconsciencia que le libra de ese trance, suspenso entre la vida y la muerte! No han faltado verdugos torturadores que han sabido prolongar semejante suplicio... Mas ¿qué decir del individuo que, por haberse rebelado contra el Ser y haberse separado del mismo, se halla con-tra su voluntad, condenado, porque no es posible resistir al Acto Puro, a no poder nunca reducirse a simple “potencia”, ens que desmiente el esse?... Tal es, a nuestro parecer, el sentido de la “eterna destrucción” de que habla San Pablo, que no ha acuñado sin motivo esa expresión paradojal, aparen-temente absurda y contradictoria.

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a P é n d i C e iii

La utopía de la reencarnacion

Conferencia pronunciada en la Abadía Notre-Dame de la Cambre,en Bruselas, invierno de 1947

1. Presentación del mito: ¿de qué metafísica depende?

No se puede negar que en muchos ambientes, en que la escatología cristiana es tanto más desdeñada cuanto más se ignoran hasta las nociones más elementales de ella, se suele recurrir a la teoría de la reencarnación, para no caer en un materialismo que escandalizaría y perturbaría la deli-cada religiosidad de las damas maduras, de los snobistas y de los artistas aficionados a la seudo-metafísica. Los hay que opinan que la doctrina cristiana relativa a los novísimos es demasiado grosera, primitiva y poco lógica: Dios, nos dicen, hace de tirano, tan pronto bonachón como sádico. En cambio la tesis de las vidas sucesivas, engranaje o mecanismo en que la célebre “ley de Karma” desempeña el papel de la cadena sin fin, nos libra del capricho ofensivo del amor, del insultante “gesto de rey” de la miseri-cordia. Un buen hombre –que ha traducido al neerlandés a Maeterlinck– presidía, hace 17 o 18 años, una “tribuna libre” en que yo me hallaba pronunciando una conferencia sobre el tema “Justicia y Caridad”. En un momento dado me apostrofó triunfalmente del modo siguiente: “La Reen-carnación por el Karma, caballero, es la única solución que satisface a la vez a nuestro amor propio y a nuestro instinto de justicia: eso marcha solo, como una máquina, se descompone y recompone sin más; no hay rigor ni misericordia en ello, ni debe nada a nadie: en una palabra, ¡es ma-te-má-ti-co!”. Y como él repitiera muchas veces la última palabra, como quién

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hacía gárgaras con ella, yo le espeté: “En suma, ¡que se trata de la solución de un viejo problema!”. “¿Cuál?”, preguntó ingenuamente. Yo le repliqué: “El del movimiento continuo”.

No es mi objeto exponeros detalladamente esta teoría, sino tan sólo iniciar este ciclo de conferencias consagrado a desplegar ante vuestros ojos el panorama de la escatología cristiana, desescombrar el terreno. Antes de construir, no estará de más pasar el bulldozer de la crítica para allanar el sitio; también en el campo intelectual y en los prolegómenos de la fe tiene razón y aplicación la Voz del Desierto: “Preparad el camino de Yavé, allanad sus senderos”. Más que la naturaleza de la tesis de la metempsícosis y lo que aporta a las almas y a los espíritus, nos interesa saber ahora lo que no es, lo que no aporta. Por lo demás, las maneras de concebir la reencarnación son múltiples y diversas; yo conozco, por mi parte, hasta una docena: la de los teósofos, la de las organizaciones que pretenden ser de la Cruz Roja, la de Rudolf Steiner y de los antropósofos, las de las diversas sectas ocultistas, sin contar la del kabalista Isaac Lourié en su Traité de la Révolution des Ames, las que se atribuyen a Pitágoras, Platón y los Esenios, y otras todavía, como la teoría de la metensomatosis profesada por los ambientes tibetanos dependientes del tantrismo, etc., etc. Y no quiero hablar de las elucubracio-nes formuladas, hace ya cien años, por socialistas idealistas como Jean Reynaud, Blanqui, Fourier, Pierre Leroux, sin olvidarnos de los belgas Colins y Agathon de Potter, hijo del famoso Louis...

¿Qué tienen de común todas estas quimeras? Porque pretenden apoyarse en una especie de metafísica, una manera “media” de abordar, considerar y tratar los problemas del universo y de la vida. No la confundamos con la doctrina, según la cual el hombre, antes de objetivarse concretamente como fenómeno de este mundo sensible, ha preexistido, sea en estado de espíri-tu puro, o dotado de corporeidad analógica –es el punto de vista defendido por algunos judíos de después del destierro, por Orígenes y por Synesio, discípulo de Hypatia y, después de la destrucción del Serapeo de Alejandría, obispo de Tolemaida en el Alto Egipto–, sea, y ésta es la única idea ortodoxa de la preexistencia, en el Verbo eterno de Dios, en estado de posibles “preor-dinados”, de virtualidad, como esencias destinadas a la existencia, como

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principio intemporal de nuestro ser temporal. Tal es, en efecto, el modo cómo han leído, durante los trece primeros siglos de nuestra era, la casi totalidad de los Padres y Doctores el Prólogo del Evangelio de San Juan, en que el Apóstol amado opone el ser divino al devenir de las creaturas:

Panta di’Autoû [se trata del Verbo] egeneto,kai jôris Autoû egeneto oude hen.Ho gegonen en Autoü zôê ên.

Todas las cosas han llegado al ser por medio de Él [a través de Él, pasando por Él]; y fuera de Él nada se ha hecho absolutamente. Lo que ha sido hecho, tenía el ser para la vida en Él.

Pero la preexistencia, sea heterodoxa como en Orígenes –o al menos según se le atribuye, quizá erróneamente, a Orígenes–, sea ortodoxa como en todos los Padres y Doctores que admite el ejemplarismo, no puede ser confundida con la reencarnación.

Voy a tratar de resumir, aunque sea con gruesas pinceladas, este concep-to último en lo que tiene de común para todos los que profesan semejante doctrina; y como entre los hindúes es donde más en boga está, lo expondre-mos según las categorías propias del pensamiento hindú...

Es preciso distinguir en el hombre entre el Él y el Yo, entre el sujeto absoluto y el sujeto relativo. El primero –el Altman de los Upanichads, idéntico al Brahman– es el Ser único, el Absoluto, el Incondicionado, que está por encima de toda afirmación determinante. Aunque pueda decirse otra cosa conviene responder con el asceta hindú: neti, neti, “¡eso no, eso no!”. El Bhagavat Ghita le hace hablar de esta manera (permítaseme citar un extracto de la traducción que hice en 1937; está esperando un editor):

De la Muerte a la Vida, a través de las edades todas,los mundos, girando, girando, prosiguen su carrera;¡mas todo el que viene a Mí no vuelve a renacer!Arjuna, acuérdate de los siglos ya idos,

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mil Yugos para Mí no forman más que un día,y mi noche se compone de mil Yugas.Esos Días y Noches que se van para siempreaprende tú a contarlos como yo los recuento.Al alba, el universo se alza y manifiestavisiblemente el mundo celeste e invisible.Y este mismo universo, cuando cae la noche,se debate, angustiado, y muere y desaparece.Pues de los seres vivos la inmensa compañíaperpetuamente cubre y la existencia pierde;de Brahma en el crepúsculo desaparece todo,pero a la aurora todo surge del Más Allá;revive el cielo, lleno de pájaros y luces,y cierra por un tiempo sus párpados la Muerte...

...Pero más alto y hondo, en el centro de las cosas,más lejos que Natura y sus metamorfosis,existe otro Universo, un Reino y una Vida:no carnal, invisible, inmutable, infinito;y cuando el universo todo desaparece,sobrevive esta Vida eterna, porque es.Se le llama con nombres diversos: el Destino,el Todo, el Infinito, la No-Manifestada, la Eternidad, la Ley, el Supremo perfecto...No vuelve de allí nunca quien una vez llegó.Es mía esta Vida; esta Vida soy yo,para llegar a ella, basta que se me ame.Sí, Yo, el Purucha, Yo, el Ser Universal, Yo que tengo el vestido de estrellas y de cielo, Yo que derramo en torno de Mí mismo los mundos, que al corazón humano le hablo en las noches hondas, en el que todo vive, muere, germina y mengua: ¡así es como se puede llegar donde Yo estoy!

Pues bien, en el borde de una “jornada de Brahma”, cuando, según el simbolismo hindú, surge el universo del “punto layam” o “neutro”, es el Absoluto mismo quien se exterioriza y se objetiva, para hacer, en el curso

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de un manvatara, su cosecha de “experiencias” que le enriquecen y, cuando sobreviene el crepúsculo del pralâya, de regreso a lo indeterminado, reabsorber todos esos “frutos”... y comenzar de nuevo, inexorablemente, sin cesar, para nada. Alguien preguntó a Madame Blavatsky por qué el Supremo se entregaba a la vanidad de semejante “juego”, a la mâya de este lîla; a lo que respondió juiciosamente la interpelada: “¡Preguntádselo a Él!”.

Pero, de hecho, el fenómeno cósmico es ilusorio: es el “sueño de Brah-ma”; es al mismo tiempo real y falaz, condicional y relativo como un sueño. Imaginad la obra de un dramaturgo: la lleva al escenario porque él la ha concebido y compuesto; porque, además –príncipe poderoso y realizador al mismo tiempo que poeta, poiêtês en el doble sentido de la palabra: re-cuérdese a Luis II de Baviera–, él quiere y realiza la representación. Los actores van y vienen sobre las tablas, obran, se aman, se odian, y todo lo demás. Mas todo ello no posee existencia más que por él; si se le ocurre mandar en pleno acto segundo: “¡Basta! ¡se acabó!”, instantáneamente Shylock y Portia, Caliban y Próspero, Lear y Cordelia, dejan de existir, pierden toda autonomía y toda objetividad exteriorizada; la “manifestación” se evapora, las dramatis personae no poseen ya realidad más que en la mente de William Shakespeare. Porque Shylock es Shakespeare y Caliban es también Shakespeare; lo mismo que, en el sueño que tuve la noche pa-sada, el asesino, la víctima, el policía, el procurador, el abogado, el juez, los jurados y el verdugo, soy yo, y siempre yo, y nadie más que yo, aun cuando en mi sueño cada uno de ellos fuera distinto evidentemente de los demás.

La mâya, la ilusión, y la avidya, la ignorancia, consiste en creer en la autonomía real de estos personajes. Se comprende que un Shakespeare haya encontrado su felicidad, se haya desarrollado y completado, y haya buscado su perfeccionamiento en los héroes de sus dramas. ¿Pero el Absoluto?... “¡Preguntádselo a Él!”.

Ahora bien, lo que falta, por tanto, al Supremo –no me atrevo a decir al Perfecto–, es la conciencia. Pero Krisnamurti no carece de audacia: el es-quema de la “manifestación”, dice, va “de la perfección inconsciente, por

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la imperfección consciente, a la perfección consciente”. Después de lo cual, entiéndase bien, el Absoluto hará la digestión lenta de esta última y se encontrará luego Gran Supremo como antes... “Yo no creo en otro Dios”, declara el ex candidato a Mesías, “que en aquel que llega a la conciencia en el hombre”.

¡Y he aquí lo curioso! El Parabrahman, lo mismito que Wilhem Meister, tiene sus años de aprendizaje. Annie Besant dice de él: He too sitteth for initiation... “También Él se sienta con vistas a la iniciación”. Esta “sesión” trae a la memoria la del discípulo o tchela a los pies de su iniciador o guru, quien, casualmente, es la experiencia que se desprende de las vidas sucesi-vas. Mientras Él traza, en el seno del cosmos, cierto surco determinado, un camino de experiencia particular, el Supremo, de incondicionado –nirgu-na– se convierte en calificado –saguna– y desde ese momento es “una chispa del Brasero” divino: mónada. En todos los niveles, pisos o estados del ser, esta mónada es principio de manifestación; y, en cada caso, de acuerdo con la “ley” esencial, con la condición fundamental, con el dharma de este “eón”. Tomemos, entre esos diversos mundos posibles o coexisten-tes, el de la inteligencia que obra en el marco de la cantidad: espacio y tiempo. Es el dominio de la mens, del pensamiento que dice relación a una conciencia individual y “poseído” por ella. Es la fase o estadio humano. Aquí, la mónada se manifiesta como persona o sujeto de atribuciones re-flexivas: como ego. Y si la mónada, eterna y por ende tan inmutable como invariable (pero, en ese caso, ¿para qué esos seudópodos y tentáculos on-tológicos?, ¿qué significa esa “asociación del giro del... cosmos”? ¡Pre-guntádselo a Él!), si la mónada queda clavada en el firmamento de un mânvatara como una estrella fija, el ego, él o la personalidad, el Él, no ya el Atman sino el jîvatma –el Atman neutro convertido en el atma “califi-cado”, participando, por lo demás, en la corriente universal de la vida: jiva–; el ego, pues, salido de la mónada y destinado a ser reabsorbido por ella, no tiene existencia más que para un “año de Brahma”, para una sola “experiencia”. Es la sombra proyectada por la mónada sobre la franja de la “manifestación”; es el punto de inserción y de tangencia, en que móna-da y manifestación, atman y samsara, se relacionan y tocan.

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Pero, a su vez, esta sombra, “desplazándose” a lo largo del mânvatara, proyecta otras sombras. Esta personalidad, espíritu sin duda y relativamen-te fijo por ello –“motor inmóvil” a su nivel de ser, como la mónada lo está al suyo–, tiene, con el universo, con el flujo, con la “corriente de los nombres y de las formas” –las esencias y substancias–, tiene relaciones en que, a pesar de su fijeza, el ego se manifiesta, no obstante, en virtud de la movili-dad de la esfera que “gira” en torno a él, por aspectos o fenómenos varia-dos. Éstos constituyen las individualidades empíricas: el señor Dupont, la señora Durand. Imaginad una corriente de agua que pasa y corre sin cesar. Justamente encima de este flujo líquido y como rozándolo, una turbina en movimiento le imprime sin interrupción un movimiento dado que se tra-duce en el agua por un surco o delineación particular. La máquina se mue-ve siempre y de la misma manera. Pero si las avenidas de agua varían –en color, en composición química, en aluvión, en fuerza, en rapidez, etc.– aun-que la turbina no cambie, las figuras que forma en el fondo de la corriente se irán diversificando sin cesar. Esas figuras son las individualidades em-píricas; la turbina es el ego, la personalidad; la mónada es el personaje que ha concebido, fabricado y puesto en movimiento a la turbina 1. Podría decirse también que la mónada es el operador, al mismo tiempo que el proyector; que el ego es el film concebido, realizado y proyectado por él; que los Yos empíricos son los personajes que aparecen sobre la franja. Los hindúes emplean una comparación más sencilla: la mónada es el Brahmán que tiene su rosario y lo desgrana; el ego es el hilo o cordoncillo del rosa-rio; los individuos son los granos...

Stat... “ego” dum volvitur orbis: el Ego permanece inmóvil mientras da vueltas el mundo. A medida que se desliza la “corriente” de la manifesta-ción, la personalidad, cuya relación con el samsara se modifica en conse-cuencia, toma otros aspectos. Así, la Loie Fuller, iluminada en escena su-cesivamente por diferentes focos proyectores, parecía cambiar constan-temente de trajes mientras danzaba.

1 En estos ambientes se llama “individualidad” lo que nosotros apellidamos “perso-nalidad”, y viceversa.

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Tal es el principio de la reencarnación, si se admite la realidad de la sucesión y del movimiento, y por consiguiente del espacio y del tiempo. Porque, de hecho, como lo ha visto muy bien Çankara, si el Absoluto hace la comedia del als ob, del “como si” –¿por qué?... ¡Preguntádselo a Él! –, si la salvación, la mokça consiste en descubrir –no teóricamente, por un conocimiento “nocional”, como diría Newman, sino por una ciencia “real”: sabrosa, gustativa, fruitiva, por un Erlebnis–, si la “liberación” consiste en “realizar”, si es posible hic et nunc, que se ES el Parabraham, el Incondi-cionado, el Nirguna, el “sin-atributos”, ya no hay sucesión, ni tiempo, y la reencarnación se convierte en una amable broma: Brahman hecho cornu- do por Brahman.

Si, en cambio, se admite la realidad del movimiento y del devenir –mas téngase en cuenta que la metafísica hindú nunca lo relaciona con el Acto Puro, cuya noción ignora totalmente: conoce, sí, Swayambhu, el Ens a Se, pero lo vacía de todo contenido, densidad o intensidad ontológica–; si, pues, se admite que existe un antes y un después –tesis que sólo es viable en la perspectiva cristiana: “Entonces vendrá el fin”, dice Jesús... el “punto Ome-ga”, glosaría el P. Teilhard de Chardin–, entonces la multiplicidad cobra un sentido y las encarnaciones vienen a ser (teóricamente y por pura hipótesis) posibles, es decir, lo contrario de absurdas y de contradictorias por definición.

¿Qué es lo que les determinará? Evidentemente, el impulso inicial de la “turbina”, después la continuación de su eficacia, pero conjugada y afec-tada o modificada por el “modo de conducirse” del agua. La turbina –stat “ego”– permanece inmóvil, pero su efecto en el agua –dum volvitur aqua– está condicionado por el estado de ésta y por el efecto de los impulsos anteriores, que están también en combinación con las características de la onda. Es el principio de la “bola de nieve”, el alud. Es determinismo hecho de acción y reacción, es el Karma, entendido según la idea reencarnacionista.

La imagen a la que se recurre generalmente para explicar la naturaleza y funcionamiento del Karma –no se olvide que para los partidarios de la pura metafísica hindú, en cualquiera de sus darçanas o “schools of thoughts” (escuelas, como decía la Edad Media), los reencarnacionistas han falseado el sentido de la palabra Karma–, el símbolo habitual de este proceso, es el

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efecto de la piedra lanzada al agua: pequeñas ondas que se van formando en la superficie, que luego se van ampliando y multiplicando indefinidamente.

Lo mismo ocurre, se nos dice, con el más mínimo acto, por el paso más insignificante, por la más ínfima modificación que realizamos sobre un “plano” cualquiera de la manifestación universal, sea pensamiento, o deseo, o gesto, etc. Según eso, nadie puede escapar jamás de sí mismo; por gracia o por desgracia, cada uno de nosotros es su propia túnica de Neso; ennoble-cido o degradado, el Yo empírico, la individualidad, nunca cesa, ni aun después de su desaparición; al disolverse con la muerte el compuesto humano, debe pegarse a nosotros como una sombra. El ego no atesora las “experiencias” de una vida transitoria, sino asimilándolas y haciéndose conforme a ellas. “Los hábitos –afirma Annie Besant– se hacen aptitudes”, propensiones innatas... para una existencia futura. Ahora, en el curso de esta vida de prueba, es cuando formamos, preparamos y determinamos la orientación moral de nuestra próxima encarnación. La actitud práctica y efectiva que tomamos frente a nuestro ideal moral hic et nunc, a medida que nos encontramos con los sucesos grandes o pequeños, es lo que fabrica y modela nuestro carácter. Ahora bien, carácter –como lo indica la etimolo-gía misma de la palabra–, quiere decir cosa permanente. Lo que produce en nosotros el contacto con el mundo, lo que “adquirimos” o “ganamos”, como dice el Evangelio, en una palabra, lo que tenemos, he ahí lo que lle-gamos a ser y lo que viene a ser lo que somos.

No es, pues, necesario recurrir a la teoría budista de los skandas, o a cualquiera de las ideas materialistas que representan al muerto “rodeado” de una especie de aura, de halo energético, en el que persistirían “vibraciones” llevadas de esta vida como un viático inevitable e impuesto. “Nuestros actos nos siguen” porque se han convertido en nosotros mismos y, desde ese momento, nosotros somos esos actos, o mejor, los hábitos que han for-mado y desarrollado.

Pues bien, no olvidemos que la metafísica, aun elemental, que presupo-nen estas doctrinas, es monista. El universo es, en realidad, la exterioriza-ción del Supremo. Constituye, por tanto, más todavía que en la filosofía estoica, un zôon kosmikon, un organismo único que vive una vida común.

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Pero, por eso mismo, a cada instante el estado de uno solo de sus elementos condiciona el del conjunto y, a su vez, se encuentra determinado por la si-tuación del Todo.

¿Qué otra cosa significa todo esto, sino que el ego desencarnado, por el mero hecho de presentarse como caracterizado de tal o cual manera, se engrana ipso facto –como una rueda, o más bien como un órgano en el cuerpo– en la inmensa máquina, o mejor en el zôon kosmikon, que le sostie-ne, le alimenta y ejerce en él su influjo como hace el amnios materno con el embrión? La reencarnación de la personalidad estará, pues, sometida a las condiciones del Todo, que se manifestará para el hombre como una “ley”, como una fatalidad. Y como, al acercarse la nueva individualidad al esse propiamente humano, se nos revela el estado general del cosmos por las posiciones respectivas de los cuerpos celestes, es natural que, para la mayoría de los reencarnacionistas, el inventario del cielo –del “tema astro-lógico”– permita reconocer cuál era, en un momento determinado, la co-rrespondencia entre el microcosmos y el macrocosmos y cuál es el destino forjado ya previamente, que descubre y manifiesta el gran medio vital del zodíaco, matriz universal. Según esta doctrina, los “astros”, como se dice, no imponen ningún destino, no crean por sí mismos ningún determinismo, sino que, en total simbiosis y sinergia orgánica con el hombre que viene al mundo, expresan las condiciones de su aparición, del mismo modo que, en los frisos del Panteón, el gesto de los caballeros nos revela lo que será el dibujo o trazado de las riendas... el día que un artista quiera delinearlas.

2. Argumentos generales en favor de esta tesis

Conocemos, por nuestra parte, hasta seis; pero, antes de exponerlos, hagamos previamente la observación de que en Occidente, y sobre todo en los países protestantes, los partidarios de la metempsícosis completan sus “pruebas”, que llaman “filosóficas”, apelando a la Sagrada Escritura, demos-trando con ello, como lo veremos más tarde, una ignorancia supina de la Biblia.

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Si se pregunta a los reencarnacionistas cuál es el fundamento de su fe –porque se trata, en efecto, de fe, o si se quiere, de creencia: un putare más bien que un credere, porque no cabe fe sino de Dios, en Cristo Jesús, por el Espíritu Santo– suelen comenzar por enfurruñarse con todo el candor e inocencia del mundo, porque les parece que sus doctrinas son la evidencia misma. Pero urgidles un poco, y entonces brindarán a vuestro asentimiento –que consideran fatal y decisivo– alguno de los seis argumentos que siguen:

1. Ante todo se nos dice esto: es bien conocido, cierto y admitido por todos, según lo atestigua la experiencia, que por regla general los que cam-pan son los malos, es decir, en última instancia, los mediocres, los imbéci-les, los minus habentes, ya estén saturados de astucia o sean seductores como ruiseñores en celo. Los cuerpos sociales, como los organismos físicos, se hallan invadidos por la proliferación de los tejidos conjuntivos, a expen-sas de las células que se llaman “nobles”. Sin embargo, lejos de desaparecer, lejos de retrogradar hacia un estado de entropía, hacia la degradación de la energía que le es propia, la sociedad no cesa de progresar y de avanzar hacia la perfección intelectual y moral. Y es que, nos explican, los individuos, después de haber acumulado las experiencias de aquí abajo, de haber hecho “en el otro lado” la digestión, de haberla rumiado despacio y de habérsela asimilado, vuelven a la vida terrestre “más desarrollados o evolucionados”, como se expresan algunos en su jerga; de suerte que así se mantienen y se desarrollan las inclinaciones morales, y se afirman y progresan las nobles curiosidades de la inteligencia.

¿Tendrían valor nuestros augures reencarnacionistas, sin reírse –pero con una risa “amarilla” o fingida– para mantener este año de desgracia, 1947, año III de la era atómica, un argumento como éste, que podía estar bien en el lapso de 1875 a 1910? El Padre Hugo, que acabó por caer en la red de esta doctrina, ¿se atrevería a escribir otra vez hoy su Plein ciel –del Année Terrible–, en que la “aeronave” aparece sobre las nubes, como el Hijo del Hombre que le conviene a una civilización que profesa la salvación por la mecánica, para operar, por esta Parusía modern style, la renovación de todas las cosas en la paz?... Se impone, por consiguiente, una cuestión

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previa: ¿progresa verdaderamente la humanidad en lo esencial? ¿Picasso se lo ha metido a Fra Angélico en el bolsillo? ¿No será Miguel Ángel más que un oscuro servidor de Jacob Epstein? ¿Plotino, puesto junto a Sartre, no pasará de ser un grano de anís? ¿Acaso los curtidores, bataneros, tejedores y changadores –para los que fueron pronunciadas y escritas las homilías de un Agustín, Ambrosio, Crisóstomo o León el Grande, que, hoy por hoy, provocan un fuerte consumo de aspirina entre los seminaristas– son inferio-res, por lo que hace a la inteligencia, a los bípedos evolucionados para quienes el match Bélgica-Holanda reemplaza a Gregorio de Nisa y las aventuras despampanantes de Rita Hayworth ocupan el puesto de Basilio el Grande? ¿Supera la moralidad de nuestros hombres de hoy a la de los Mazdeos? ¿Por ventura la República de los Soviets ha eclipsado a la ideal de Platón, o a la realizada por Pitágoras en Crotona? ¿Cuánto hemos caminado hacia adelante a partir del Sermón de la Montaña? Me contento con responder a todas estas cuestiones así:

Devine, si tu peux, et dis-le, si tu l’oses!

¡Adivínalo, si puedes, y dilo, si te atreves!

Mas aún, suponiendo que, con Turgot y Condorcet demos fe –la del carbonero– al mito del progreso rectilíneo, inevitable e irremisible, ¿no existe ninguna otra “explicación” de esta marcha a la estrella –¡a la Estrella Roja!– más que la metempsícosis? Las soluciones abundan ciertamente, aunque no es éste el lugar de enumerarlas. Bastará con recordar y reprodu-cir una fórmula de Pascal: “Todo el conjunto de hombres, en el transcurso de tantos siglos, debe ser considerado como un hombre solo que subsiste siempre y que aprende continuamente [...] Siendo la vejez, la edad más distante de la infancia, ¿quién no advierte que, en este hombre universal, no ha de buscarse la vejez en los tiempos próximos a su nacimiento, sino en los más lejanos del mismo? Todos aquellos a quienes apellidamos An-tiguos eran evidentemente nuevos en todo y formaban, hablando con pro-piedad, la infancia de los hombres; y como nosotros hemos agregado a sus conocimientos la experiencia de los siglos que les han seguido, es natural

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que vengamos a encontrar en nosotros esa antigüedad que respetamos en ellos”. Ahí está ya la fórmula que dará después Maurras: “El civilizado es el que recibe, al nacer, infinitamente más de lo que trae” 2. Pero pasemos al argumento siguiente...

2. Se nos dice también que únicamente el trato de dos seres en el curso de una vida anterior es capaz de explicar la explosión inmediata, a menudo involuntaria y hondamente espontánea, de simpatía o repulsión que experimentan a veces esos individuos al encontrarse por primera vez: “¡Es que se habían visto ya!... ¡Debieron de amarse u odiarse en una encarnación precedente!”.

Pero las innumerables teorías modernas del subconsciente nos proporcionan un vasto surtido de “explicaciones” posibles y hasta plausibles. Bergson ha consagrado todo un capítulo de su Energie spirituelle a elucidar el problema de lo “ya visto”. Y el caso de evocar igualmente el mecanismo de los recuerdos larvados, de las imágenes que dejan tras de sí ciertas impresiones recibidas en lecturas obscuramente obsesionantes, de las intuiciones, de los pensamientos rápidos... Me ha ocurrido con mucha frecuencia tener, en ciertas circunstancias muy concretas y con mucha antelación, durante el sueño, el aviso y aun la previsión detallada de tal situación. He tenido, en muchas ocasiones, la convicción firme y clara, quince o veinte veces, de haber “vivido” tal episodio en el curso de mis sueños. Pero, aun prescindiendo de que nada hay más engañoso que esa especie de balbuceo mental –un grabador hablaría aquí de una “falta de marca” entre el fenómeno “exterior” y la impresión que yo tenía del mismo–, ¿es admisible que esta impresión de lo “ya vivido”, todo lo intensa que se quiera, me permita deducir la conclusión de la ewige Wiederkehr de Nietzsche, de la recurrencia real, de la repetición efectiva de tal suceso considerado como una “reedición”?

2 B. Pascal, Fragment d’un traité du vide, en los Pensées et Opuscules, 2ª ed., Brunsch-vig, Paris, 1900, pp.80-81.

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En fin, que cuando los reencarnacionistas nos aseguran gravemente que, si Santiago se enamora de Pedro al primer encuentro, es porque, en una existencia anterior, fue su peor enemigo, pero que, en el transcurso del intervalo entre dos vidas, ha “aprendido su lección”, yo tengo el derecho de responder que la hipótesis de la metempsícosis no puede servir para demostrar a la vez dos hechos radicalmente contradictorios, como el sable de José Prudhomme que tenía que defender a la vez y combatir las instituciones.

3. Algunos autores como Annie Besant, por ejemplo, afirman que, para cada hombre –más bien, para cada ego, ya que el fenómeno humano, psí-quico y corporal, no sería más que una máscara revestida por un Yo pura-mente eterno, perfecto y divino: la mónada, de la cual uno se pregunta por qué diantre necesita de unas vacaciones tan poco limpias–, para cada uno de nosotros, pues, no puede realizarse el retorno a la perfección, el trabajo de espiritualización, de reidentificación con el Absoluto, en el breve lapso de una vida empírica. Se impone un trabajo inmenso antes de alcanzar el objetivo fijado por la naturaleza: “La distancia que hay que recorrer es demasiado grande para que pueda ser salvada en el intervalo de una sola existencia”.

En otras palabras, si asignamos a la vida terrestre una duración media de setenta años, no podemos en este lapso acumular las suficientes “expe-riencias” para alcanzar la cordura y racionalidad, hasta la apoteosis inclusi-ve. Se trata de reintegrar lo eterno, de recobrar –no teóricamente, sino de hecho– nuestra identidad con el Supremo. Y, en definitiva, entre la eterni-dad, el infinito y nuestros setenta años de peregrinación por este mundo, falta proporción de todo en todo. Multipliquemos, por tanto, esta duración por diez, por cien, por mil; agregadle un coeficiente cualquiera: Leadbeater nos atribuye una media de 999 encarnaciones... Pero un coeficiente no es lo mismo que un exponente. Siempre existirá desproporción fundamental, esencial, entre el producto finito, obtenido de esa manera, y el infinito de la unidad no temporal, entre la perpetuidad de estos estados contingentes, imperfectos, de este devenir, y la plenitud perfecta de este hic et nunc

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totalmente dado en una vez, que es la eternidad (resumiendo: entre la ex-tensión de la cantidad y la intensidad de la cualidad). No se suman estados de alma como si fueran papas. No es posible contar con guarismos el valor, ni reducir a números lo inefable. Nuestra experiencia terrestre basta para percatarse de lo irreal de semejante problemática: ¿quién dirá que una ma-dre, a medida que trae al mundo nuevos seres, debe, cada vez, entregar a cada uno una porción de amor proporcionalmente disminuido?

La verdadera cuestión es saber si la prueba limitada, relativa –en cali-dad como en cantidad– puede decidir nuestro destino eterno. Respondere-mos afirmativamente en el curso de estas conversaciones, sobre todo en la última, a propósito de las penas infernales. Pero ya desde ahora, si se admite, como lo hacen los reencarnacionistas, que nuestra peregrinación terrestre –¡única o múltiple, importa poco!– condiciona nuestra restauración defini-tiva, nuestra reintegración a lo intemporal –¿es lógico este intemporal con eclipses?, ¡he ahí otra historia!–, si se admiten estas premisas, ¿quién puede gloriarse de fijar los límites de la prueba? Lo que se halla en juego es la coexistencia –y hasta la posibilidad– de lo finito con lo infinito, del tiempo con la eternidad, del llegar a ser y del Acto Puro. Si se cree que hay incom-patibilidad fundamental, radical inconmensurabilidad, no hay otro medio que negar a las creaturas toda realidad propia; es lo que hace el acosmismo de Chankara, para quien el ser pertenece a Dios únicamente. Pero en ese caso no quedan más que dos soluciones para darnos la clave de la “reinte-gración”: o la creatura contingente se percata, no teóricamente, sino por una conciencia efectiva, por una realización, que ella es en realidad el Absoluto de Cankara y de todos los místicos monistas, Eckhart por ejem-plo; o bien se admite con toda la tradición cristiana ortodoxa que ha habido, de parte de Dios, una soberana efusión, una comunicación todopoderosa de Sí mismo a la que no tenían ningún derecho las creaturas, y, por ende, espontánea. Pero, puesto que el Ser es libre, porque no hay otro plena y verdaderamente real como Él, esa espontaneidad, que lo es también, se llama don voluntario, rigurosamente inmotivado, Amor. Y mirando las co-sas desde este ángulo, no se ve qué es lo que pueden añadir o decidir, en el proceso de un individuo, dos o tres mil años de vida terrestre, a modo de

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suplemento o de horas extraordinarias. A creer a Chankara, está a nuestro alcance y disposición el despertar de Dios en nosotros; pero si persistimos en nuestra languidez y sopor, no por eso somos menos el Absoluto. Si nos atenemos a la solución cristiana, hemos de decir que la Gracia viene sobre nosotros cuando quiere –Spiritus flat quando vult– y por doblar o triplicar sus clases, nada consigue el hombre de esencial o determinante en lo que atañe a sus relaciones con el Supremo.

4. “Si no existe reencarnación –escribe en 1871 Luis Figuier en Le Lendemain de la Mort– preguntamos por qué las almas no están formadas según el mismo tipo o patrón, y por qué, mientras todos los cuerpos huma-nos son semejantes [sic], hay tanta diversidad de almas”. Nuestro hombre es de opinión, en suma, que los hombres, como lo enseña Averroes, deberían participar todos juntamente del mismo “entendimiento activo” único. Y continúa: “¿Cómo explicar la existencia de esos niños que se llaman los niños prodigio: Pascal, Mozart, Rembrandt? Todo está claro si se admite una vida anterior a la presente. En efecto, el individuo trae consigo, al llegar al mundo, la intuición que le proporcionan los conocimientos que adquirió durante su existencia anterior”.

Se podría preguntar, ante todo, si es lícito oponer la conformidad de los cuerpos a la diversidad de almas. Entre un pigmeo del África central y la Venus de Milo, ¿es mayor la semejanza física que el parentesco intelectual y moral entre dos Babitt? Y, si la diversidad de almas implica infaliblemen-te su diferenciación gradual en el curso de múltiples existencias, ¿no exigirán éstas, en virtud de la misma lógica, mayor variedad de cuerpos; sobre todo, admitiendo con la mayor parte de los reencarnacionistas –ya volveremos sobre esto– que las almas que se aprestan a revivir en este mundo son atraí-das precisamente por los embriones que les corresponden?

Además, todo argumento sacado de la diversidad de las almas –y de la desigualdad de los destinos humanos, que es una consecuencia– es absurdo, hablando en plata, como lo probaremos luego. Por lo que hace a los “niños prodigio”, la mayor parte, al llegar a la edad adulta, se convierten en medio-cridades o medianías; ¡nada más falaz que una infancia precoz! Y si las

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cualidades de un rapaz prematuramente llegado a sazón –al menos en apariencia– no hallan otra explicación que su desarrollo progresivo a través de vidas anteriores, ¿qué decir de los defectos, de las taras físicas, psicológi-cas y psíquicas? Si la herencia nos permite comprender –habida cuenta del papel importante que desempeñan las disposiciones orgánicas para el des-pertar del carácter, por ejemplo– por qué el descendiente de una línea dipsómana tiene una tendencia a la embriaguez mucho más pronunciada que otros niños... por qué el hijo y el nieto del epiléptico tienen inclinación a la mentira y a la cleptomanía... ¿no estamos autorizados a afirmar que ciertas propensiones y facilidades intelectuales se deben también, al me- nos parcialmente, al atavismo? La historia sabe de familias de matemáti- cos como los Bernoulli, o de músicos como los Bach. A esto responden los reencarnacionistas que un alma en busca de embrión es atraída por una familia congenial, según el principio “Los que se parecen, se unen” (“Qui se ressemble, s’assemble”). Pero, aun prescindiendo del hecho de que criminales inveterados han engendrado santos, mientras que ha habido ge-nios que han traído al mundo cretinos, y viceversa, los mismos partidarios de la metempsícosis afirman que el alma, para poder en su nueva existencia corregir, o simplemente equilibrar y enderezar sus propensiones anteriores, debe tomar cuerpo en un medio que venga a hacer de contrapeso a las mis-mas. ¿Y entonces? Esta argumentación podría resumirse según el juego de cara y cruz: “¿Cruz? ¡Yo gano! ¿Cara? ¡Has perdido!”.

Citemos, para terminar, la respuesta de un espíritu desencarnado al buscar un “envoltorio material”. Porque hay que saber, en efecto, que du-rante muchas décadas las comunicaciones espiritistas del último siglo fue-ron favorables a la metempsícosis en los paises anglosajones y hostiles a ella en el continente europeo. Anatole Barthe, al publicar en 1863 su obra Livre des Esprits ou Recueil de Communications obtenues par divers mediums, hace hablar al “espíritu-control” del siguiente modo:

¡Qué! ¡No es sino para resolver el problema de las desigualdades inte-lectuales y morales para lo que enseña el espíritu el sistema de la reencar-nación! Pero es que ignora que no existen dos seres ni dos cosas semejantes

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en la naturaleza, y ni aun te sería posible encontrarlos en la inmensidad del espacio, ni en la duración del tiempo. ¿Piensa por esto que se reencarnan el grano de trigo o la brizna de hierba? ¿Acaso no nace la armonía del uni-verso de esa misma diversidad? ¿Por ventura un conjunto armonioso es el resultado de partes semejantes?

De hecho, en el origen de las cuestiones que pretende resolver la hipóte-sis reencarnacionista, se encuentra el estupor doloroso de ciertos espíritus ante la distribución desigual del ser. Es simplemente el problema metafísi-co de los seres, de la “multitud”. Si no se apela aquí a los datos de la reve-lación cristiana, es porque se pisa un terreno en el que, en definitiva, nada tiene que hacer. El Espíritu Santo nos ha revelado –por la predicación de Jesús y los Apóstoles– el destino que nos aguarda después de la muerte: este mensaje positivo, esta atestación de “lo que sabemos con certeza”, empleando la expresión de San Juan, es la única respuesta que la Iglesia da, quiere y puede dar a las quimeras de los espiritistas, teósofos y ocultistas.

Metafísicamente, por tanto, desde el momento en que se admite que existen seres, es preciso que sean diferentes los unos de los otros. Dos seres absolutamente idénticos no hacen en realidad más que un ser único. Si nada, absolutamente nada, ni siquiera una relación de origen o de antecedente lógico u ontológico –como la paternidad o la filiación– nos distingue, yo soy tú y tú eres yo. Si existen seres, por consiguiente, son ipso facto diferen-tes los unos de los otros. Ahora bien, el Ser, no sólo por excelencia, sino en Sí, por Sí y, por ende, para Sí mismo, si se comunica libremente por amor, es la plenitud absoluta, la infinita densidad del esse. Y lo que distribu-ye es precisamente este esse. No hay, por tanto, más diferencia esencial entre las creaturas que su semejanza en más o menos grado con Dios, la degradación del esse, su limitación en cada una de ellas. Según esto, pre-guntarse sobre la diversidad o desigualdad de las condiciones humanas equivale a negar sin darse cuenta el carácter propio de lo relativo.

5. Estas consideraciones nos llevan de la mano a pasar por el tamiz otra afirmación de Luis Figuier: “No existe la explicación para la presencia del

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hombre en tal o cual punto de la tierra y la desigual distribución de los males sobre el globo [...] En cambio, admitid la pluralidad de existencias humanas, y todo se explica a las mil maravillas [...] Nuestra vida actual no es otra cosa sino la continuación de otra anterior, ya sea que llevemos en nosotros el alma de un animal superior, que debemos depurar, perfeccionar, ennoblecer, durante nuestra estadía sobre la tierra; o bien que, después de haber vivido una existencia imperfecta y mala, estemos condenados a re-comenzarla a nuestra costa”.

A este argumento responde el Evangelio con la parábola de los obreros de la viña contratados en distintas horas. Los que primero llegaron reciben su salario estipulado: no se les hace agravio en nada. Si, a continuación, da el Señor la misma remuneración a los trabajadores del último equipo, no somos nosotros quienes hemos de juzgar que se les pague con exceso, co-mo se quejan los de primera hora: ¿es que existe algo de común entre la justicia retributiva y la soberana gratuidad del amor? Cuando nada se nos debe –¿y qué es lo que podría deber el que es la Fuente única del ser y todo valor, a seres fortuitos, contingentes, que no son, sino existen?– cuando Dios, nos da gratuitamente, creando por ese mismo hecho una relación que no es recíproca, no ofende a la justicia al dar desigualmente. Por otra parte, hay que decir con Santo Tomás de Aquino que “el bien común está por encima del particular; no conviene, pues, disminuir el bien del todo para aumentar el de las partes. Un arquitecto no da a los cimientos las cualida-des de la bóveda, para no privar a la casa de la solidez que necesita. Así, Dios no hubiera hecho al universo perfecto en su género si hubiese creado todas sus partes iguales” (Contra Gentes, 1, II, c. 44: la conclusión que sigue a las Doce razones contra Orígenes).

6. Finalmente, el postrer argumento de orden general a que tenemos que responder, se apoya en el consentimiento universal: la doctrina de la reen-carnación goza, según nos aseguran, de una verdadera universalidad en el espacio y en el tiempo. No negaremos su difusión en muchos ambientes populares, en Oriente: se trata de un Vülgarinduismus –así como Heiler hablaba hace veintisiete años de un Vulgärkatholizismus–, una forma

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vulgarizada, degenerada, de una doctrina común a todos los darçanas hindúes, que han adoptado los ambientes espiritistas, ocultistas y teosofistas de Occidente.

Antes que nada hay que dar lo suyo al simbolismo, tan del gusto de los orientales. Se imponen aquí dos advertencias: si nosotros, cristianos, reclamamos para nosotros el beneficio de una exégesis espiritual, mejor aún, mística, no procederíamos con honradez si negáramos sus derechos a los seguidores de otras religiones. Los comentadores judíos y cristianos no han cesado, por ejemplo, de protestar contra la interpretación exclusivamen-te obvia del Cantar de los Cantares; es bien sabido también que los “signos” o mensajes divinos, representados por los Profetas en ocasiones, abundan, a primera vista, en actos “objetivamente” obscenos, pero de carácter figu-rativo, como lo atestigua el mismo Espíritu Santo. Dios, si lo tiene a bien, puede hacer esculturas con barro (lo recuerda San Pablo en el comienzo de su Primera a los Corintios). No sería, pues, leal poner en tela de juicio la exégesis alegórica que el hindú aplica a las aventuras eróticas de Krisna; entre otros, con las gôpis o vaqueras. Lo mismo cabe decir, acerca del Islam, respecto de toda la simbólica de la embriaguez y del vino, así como también de las hurís celestes, en quienes todos los comentaristas calificados han visto los atributos divinos que se podrían clasificar como “femeninos”, y que equivalen a los çactis de los dioses hindúes, que son los atributos “mas-culinos” del Supremo. La Biblia misma, siendo tan viril, ¿no nos describe a Dios, en Isaías 66, con los rasgos de una madre que, después de haber dado a luz, amamanta y acaricia a su pequeño en su regazo?

Por otra parte –y es la razón porque la fe que se nutre directamente de las fuentes bíblicas me parece generalmente más firme, más segura, más dispensadora de contacto vivificante con el Dios viviente–, es evidente que, para comunicar a los hombres, es decir a las almas, al todo concreto del hombre, no exclusivamente a su película racional, la revelación de lo alto, propiamente inefable y susceptible tan sólo de expresiones analógicas, es preferible, mejor que el discurso mental y el juego de los conceptos y no-ciones abstractas –non in dialecticis, dice San Ambrosio, complacuit Domi-

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no salvum facere populum suum 3–, es preferible, digo, recurrir al símbolo, que sugiere, insinúa, envuelve al lector u oyente como en una atmósfera, le penetra y satura como hace la levadura con la pasta, y, para decirlo todo, le coloca en un estado de ánimo connatural que facilita el conocimiento por ósmosis, cuya primacía afirmaba Santo Tomás con la observación de que “la mejor manera de conocer la castidad es ser casto”. Del mismo mo-do, declara San Juan que “conoceremos a Dios tal como es cuando nos hayamos hecho semejantes a Él” (I Jn. 3, 2). A decir verdad, pone a la in-versa los términos de la proposición, pero, de todas maneras, la relación es recíproca.

De donde podemos concluir que una doctrina expresada por medio de símbolos –no digo por emblemas, por un lenguaje convencional, sino por signos naturalmente adecuados, como, por ejemplo, mi rostro lo es para mí mismo–, una doctrina, pues, expuesta simbólicamente es transmitida con mayor amplitud y recibida en zonas más profundas del ser, que una enseñanza puramente discursiva... Para mí hay tres maneras de conocer África 4:

a) Puedo limitarme, aquí, sin dejar mi poltrona, a estudiar mapas geo-gráficos; su cotejo me dará, sobre el continente negro, informes exactos, con tal de que yo no olvide que hay que trasponerlos y que son puramente analógicos: las dimensiones y proporciones respectivas y recíprocas de los ríos, de las cordilleras, de las regiones, están trazadas según una escala; un centímetro “vale” para el caso 100.000 kilómetros, una línea sinuosa signifi-ca el Zambeza, una raspa de pez representa la cadena montañosa del Atlas; sobre todo he de tener en cuenta que este mapa de dos dimensiones me “ofrece”, me “traduce” esa región inmensa con sus tres orientaciones espa-ciales, sin el relieve, ni la densidad, ni el espesor carnoso (si vale la expre-sión) de las realidades físicas. Mi conocimiento de África será correcto, “proporcional”, instructivo, pero también sin vida, completamente abstrac-to y formal, sin que me afecte más que la superficie: conocimiento “de dos

3 “No pareció bien al Señor salvar a su pueblo por la dialéctica”.4 Véase nuestro Dieu vivant de la Bible, París, edic. Francisc., 1950, pp.146-149.

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dimensiones” y, puesto que uno se convierte espiritualmente en lo que conoce, entendimiento “de dos dimensiones”; tendré de África el mismo género de noción que del universo de Einstein y del continuum espacio-tiempo. Imposible que llegue a mí el sortilegio de esa tierra austral.

b) Si yo, empero, devoro los relatos de los exploradores y los recuerdos de los viajeros, si me asimilo las notas de los misioneros y los cuadros de los etnólogos –el testimonio de los que pueden decir: “Hemos escuchado, hemos visto con nuestros ojos, nuestras manos han tocado... podemos atestiguar... lo que hemos visto y oído, y os lo anunciamos, para que tam-bién vosotros estéis en comunión con nosotros y que nuestra comunión sea con” (I Jn. 1, 1-3)–, este continente grandioso del que los mapas y manua-les de geografía no os dan sino una idea trastocada, como, en el universo de Rimbaud, los sonidos expresan los colores y viceversa; si yo, pues, leo las obras de los que han estado en contacto directo, los Evangelios, el Nue-vo Testamento, la Biblia, ¡cuánto más concreto y viviente será mi cono-cimiento de África! ¡Lo equivalente a la presencia: un verdadero encanto! Esta vez se trata de la vida misma de esas vastas regiones: los lugares, la flora, la fauna, las costumbres de los habitantes, la atmósfera o, como se dice hoy, el “clima” y hasta “el olor mismo del terruño”, como se expresa Jülicher a propósito de los Evangelios –der Palästinische Erdgeruch–, todo eso evoca mi investigación asociada al poder alucinatorio de mi fantasía. A las “dos dimensiones” del mapa geográfico, de la teología, el conocimien-to de los testigos, la familiaridad de la Biblia, añado una tercera, aunque sin introducirme en ella. No consulto ya un mapa, ni mucho menos: me hallo ya en el umbral, tengo la puerta de par en par...

c) Pero todavía puedo hacer otra cosa: preparar mis valijas y ponerme en camino, atravesar personalmente el inmenso espacio que media entre El Cairo y el Cabo, y Zanzíbar y Boina, mezclarme a la vida de los indíge-nas, aspirar los efluvios de la tierra tropical; en suma, verlo todo con mis propios ojos, según la frase de Jesús: “Venid y ved” (Jn. 1, 39). No es otro el itinerario espiritual de la vida interior, la experiencia mística a la que está llamado todo cristiano: venite et videte. Sin duda que el conocimiento

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logrado por la revelación escrituraria nos asegura, en su plenitud virtual, las dimensiones de la presencia sobrenatural (Ef. 3, 18); pero esta vez, mea res agitur, es una aventura personal, de repercusión íntima, que me toca de cerca y orienta mis pasos más vitales hacia un destino formidablemente definitivo. Sin embargo, yo puedo perderme en África, apreciar excesivamen-te o por debajo de lo justo lo que veo, llevar a este viaje otras miras o in-tenciones que mi vecino, considerar a los seres que contemplo con ojos de miope, de présbita o de daltónico, sentirme más afectado por los aromas que por los sonidos... Iré, pues, al África llevando como bagaje los recuer-dos de los grandes exploradores y los mapas garantizados por la Sociedad de Geografía –por la Iglesia–, pero sólo para ponerme en guardia contra los errores, los espejismos, las falsas pistas y las investigaciones fatales.

El lenguaje de la Biblia exige aún una observación, la última: entiendo por lenguaje, tanto el verbo mental como la palabra articulada; el pensamien-to y su expresión. Pues bien, es evidente –pero de una evidencia que no parecen haber captado los fanáticos de la liturgia en lengua “vulgar”– que lo que puede chocar y desagradar no es tanto el empleo de una lengua muerta, cuanto el trasiego del homenaje eclesiástico al molde de un pensa-miento, de una sensibilidad y de una imaginación especificamente semíticas con veinte a cuarenta siglos de existencia. No otra cosa ha querido decir Valéry cuando se lamentaba de que Jesús hubiese escogido como símbolos eucarísticos –entended símbolos en sentido antiguo– alimentos tan “me-diterráneos” y tan poco “planetarios” como el pan y el vino, cuando hoy existen otros muchos más universalmente usados, por ejemplo la banana y la leche 5. No obstante, si se tiene en cuenta una fórmula de Hugo de San Víctor –gens judaica naturaliter sancta: la raza judía es naturalmente san-ta–, se comprenderá que, ante la deficiencia de todos los medios humanos para expresar lo inefable y viendo su común vanidad y relatividad –sobre todo las de las trasposiciones abstractas– el complejo metafórico de la Escritura se nos presenta –puesto que Dios lo ha escogido para revelarse a

5 Cada vez que Valéry se digna inclinarse hacia el cristianismo, su pensamiento abunda en “bananidades” (bananités).

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nosotros y hacernos ver sus misterios como se ve el sol a través de un vidrio negro– como el signo y el símbolo por excelencia: así como en la naturale-za humana, y por cierto solamente en el hombre, hay con qué justificar la Encarnación del Verbo, del mismo modo hay en el alma judía con qué proporcionar los portavoces o profetas del Espíritu Santo. George Tyrrel ha puesto de relieve este parentesco, concordancia o adecuación en su li- bro póstumo Le Christianisme á la Croisée des Chemins. Ése es el motivo, porque, cuando hacia 1929-30 vagaba yo por el dédalo de la metafísica hindú, fue Tyrrel y su lectura –tolle et lege, tolle et lege– quien, por la gracia de Dios, me devolvió la fe en el “Dios viviente” de las Escrituras judío-cristianas. En este sentido decía Pío XI: “Espiritualmente somos todos semitas”, y Pío IX, en el Concilio Vaticano, declaraba a los abates José y Agustín Lehmann, judíos convertidos: Et ego filius Abrahae. Yo también soy hijo de Abraham...

Esto supuesto, cuando yo tengo ante mis ojos, no ya el simbolismo bí-blico, el testimonio profético y sugestivo de las Escrituras judío-cristianas, sino el mensaje metafórico de los Vedas o los Upanichads, no creo en la metempsícosis del hombre en mono o elefante, como no creo que los que-rubines de Ezequiel sean pensionarios del jardín zoológico. Mas la doctri-na que profesan los seguidores de los Vedas no es el traspaso del alma, como la tea de los corredores de Lucrecio –lampada tradunt–, de un cadáver a un embrión. Si creen en lo que antes hemos explicado sobre la mónada y el ego, jamás soñaron que este último, la “personalidad”, haya de pasar –como el “hurón” de un viejo juego de sociedad– de una individualidad a otra. Para que mejor se comprenda su tesis, tomaré un ejemplo del esoterismo musulmán.

El cosmos, la “manifestación universal”, que abarca una serie indefinida de estados ontológicos, puede representarse gráficamente como una colección de “planos” horizontales superpuestos: cada reino de la naturaleza corres-ponde, según eso, a un estrato. Así tenemos como las líneas de un pentagra-ma musical.

A través de estos pisos o estratos horizontales, toda actividad precisa o “descenso” simbólico de la mónada se expresa por un punto determinado

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sobre cada línea del pentagrama. Por consiguiente la “manifestación” particular de tal mónada llevará como gráfico una línea vertical que atravie-sa y cruza las series de los “planos”.

En los peldaños inferiores aparecerá la actividad de la mónada como algo todavía informe y “caótico”, justamente cuantitativo: la materia secun-da de la escuela. Más arriba, el electrón, el fotón, ¿qué sé yo? Después el átomo, la molécula, el elemento químico. En el piso siguiente, el cristal. Y así sucesivamente. En el plano medio, zona central en que se encuentran y se combinan parejamente la materia y el espíritu, el fenómeno, la epifanía de la mónada se llama el Hombre. A continuación vienen los estados so-brehumanos, comenzando por el angélico: los devas del hinduísmo. Lo que caracteriza el estado humano es, en una forma –no en el sentido tomista, sino corriente–, en una configuración psíquica y física, la razón, la inteligen-cia, que experimenta, como el rayo de sol en el agua, una refracción. No la encontraremos, por tanto, ni en el Ángel, ni en el animal. Cada “plano”, netamente determinado, delimitado por las condiciones del ser que le es propio, constituye, pues, un mundo, un todo, un “eón”.

En esta hipótesis, el hombre es susceptible de un doble progreso hic et nunc; puede, teórica y virtualmente, lanzarse desde este momento en dos direcciones: la horizontal y la vertical. La extensión, por una parte y otra, en anchura –lo que el esoterismo musulmán llama amplitud–, le hace des-plegar y desarrollar hasta la plenitud y perfección todas sus potencialidades de hombre: que sea sabio, artista, genio o santo; que hasta recobre el estado de “Hombre primordial”, el de Adán en el Edén. No por eso deja de ser hombre; nada de esencial cambia en él. Mas esta amplitud del estado huma-no está ya incluida por completo, por lo que concierne a cada individuo, en lo que es hic et nunc, como la línea en el punto, el plano en la línea y el volumen en el plano. Todo desarrollo en el sentido de la amplitud en el hombre, se opera en el seno del mundo material, mensurado por el tiempo.

Respecto de la progresión vertical, la exaltación del esoterismo musul-mán, consiste en pasar el ser del estado propiamente humano a otros actual-mente inefables, que son incompatibles con el tiempo, la individuación por la materia, la realización conceptual y el discurso mental. Ella es la que

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identifica al individuo, o más bien a la personalidad que se había expresa-do en modo individual, al “Hombre universal”, es decir, al Verbo del eso-terismo musulmán (en el Extremo Oriente, en la doctrina taoísta, el “Dragón”).

La muerte –porque no hemos de hablar de la “liberación” hic et nunc, “realizada” por el jivanmukti: es una muerte virtual, anticipada en cuanto a lo esencial–, la muerte, pues, aboliendo a la vez el estado corporal y la sujeción al tiempo, elimina toda posibilidad de “retorno”. Desde ese mo-mento, el antes y el después son, no diré sólo ilusorios, sino impensables, pura nada para la entidad sobrehumana que... no puedo decir que nace, puesto que no existe el tiempo en su universo, sino que es.

La extensión solamente, en el sentido de la amplitud, lleva consigo la idea de sucesión; mas ella no tiene lugar, no puede tener lugar sino en cuan-to hay experiencia de tiempo, presencia corporal para unos y conciencia de la duración y discurso mental, por ende, para otros, a los ojos de los cuales la inmortalidad cristiana nada tiene de eterno propiamente dicho, ni de sobrehumano, sino que es una “perpetuidad”, en que las “formas sutiles”, los conceptos y los fantasmas hacen de organismo físico para el alma descorporeizada. Esta inmortalidad cristiana es, para ellos, una mera con-tinuación sencilla de esta vida, pero imponderable, invisible, en estado de gasförmiges wirbeltier 6, de “vertebrado gaseoso”, como diría Haeckel.

Pero, precisamente, niegan ellos este concepto hipotéticamente cristia-no de la “supervivencia”. La muerte, afirman, nos lanza ipso facto en di-rección vertical, para una ascensión gradual en lo que concierne a la mu-chedumbre, y para una inmediata integración de la “identidad suprema” en cuanto a los “liberados”. Como no hay, en la realidad vista por el Brahman, sucesión que termine en el hombre –el envés de los fenómenos, de la mâya, es la simultaneidad, lo intemporal–, tampoco cabe, después del fin de los tiempos, para tal individuo ni retroceso en el tiempo, ya que estos dos as-pectos, el individuo y el tiempo, han desaparecido, y la ilusión no tiene en sí misma medio ni manera de reproducirse (cierto que es posible preguntar-

6 Es la definición que da de Dios en sus Welträstsel.

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se cómo pudo ella producirse, cómo y por qué se lo ha permitido el Para-brahman... ¡Preguntádselo a Él!...). Tal es la tesis auténticamente esotérica de la transmigración. Bien se ve que tiene pocos puntos comunes con la “reencarnación” de los espiritistas, teósofos y ocultistas.

3. Argumentos especiales “ad Christianos”

En los países protestantes suelen citarse, en pro de la metempsícosis y a guisa de argumento ad hominem, algunos testimonios bíblicos. Para los cristianos disidentes, en efecto, la Palabra de Dios no es, como para la ma-yor parte de nuestros laicos, un libro mágico escondido que es preferible no abrir para que no estalle. Muchos fieles entre nosotros, los católicos –y hasta muchos sacerdotes–, frente a la Revelación que el Espíritu Santo se ha tomado la pena de inspirar, adoptan la actitud del ratón del fabulista:

Ce bloc enfariné ne me dit rien qui vaille!

¡Esa masa enharinada no me dice nada, nada!

Suelen alegar, pues, cuando se dirigen a los cristianos, en abono de la doctrina de la reencarnación, muchos textos del Antiguo Testamento y tres lugares del Evangelio de San Juan. Pero, precisamente, esta apelación a la Biblia viene a poner de relieve la espantosa, la crasa ignorancia de ciertos ambientes, tan envalentonados de su “doctrina secreta”.

1. Se afirma, ante todo, que Moisés, al prohibir la nigromancia, admitía su realidad. ¿Y qué hacemos con eso?... El Deuteronomio prohibe “interrogar a los muertos” (18, 11; 26, 14); ¿quiere decir eso que la sombra evocada vuelve a vivir, aquí abajo, una existencia “normal” en la carne?

2. Isaías, igualmente, se opone con vehemencia a la “consulta a los muertos” (8, 19). Pero, una vez más, porque aparezca un fantasma o un medium preste su voz al infinito, ¿se atreverá alguien a afirmar que estos hechos incluyen o suponen las metempsícosis?

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3. El rey Saúl “hace subir [del Scheol] a Samuel” (I Sam. 28, 8-20). Aun prescindiendo de que el personaje evocado declara expresamente que el obligarle a venir al mundo de los vivientes es turbar su reposo, desorientar su destino (vers. 15), nada indica que se trate del difunto mismo. La mujer “ve un Elohim que sube de la tierra” (vers. 13). Es la misma expresión del texto citado de Isaías, y los exegetas más autorizados traducen, no muerto, sino espíritu familiar, entidad demoníaca.

4. Mas he aquí algo más decisivo. Se nos dice: ¡Salomón habría enseña-do expresamente la reencarnación! Pues bien, veamos lo que escribe (según la versión de Crampon): “Era yo un niño de buen natural y había recibido en herencia un alma buena; o mejor, siendo bueno, vine a un cuerpo sin mancilla” (Sab. 8, 19-20). La Vulgata trae: puer autem eram ingeniosus, et sortitus sum animam bonam. Et, cum essem magis bonus, veni ad corpus incoinquinatum. La traducción de Fillion y la Authorized Version anglicana tampoco difieren de los textos citados. ¿A qué conclusión de orden metafí-sico nos lleva este pasaje? Crampon finge ignorar qué se afirma ahí la preexistencia del alma: “El autor, dice, quiere expresar el pensamiento de que ha recibido de Dios un alma buena, es, decir, de felices disposiciones naturales, y un cuerpo puro, o sea, sin defecto ni taras hereditarias”.

No obstante, San Agustín reconoce categóricamente que se trata ahí de la preexistencia (De Gen. ad litt. 10, 7) Pero ¿se trata de una subsistencia personal y consciente del alma humana antes de estar informado por un cuerpo, o se trata de una preexistencia impersonal como idea, en Dios, de tal creatura determinada?... Según el parecer de muchos rabinos palestinen-ses, Yavé habría creado, de una vez, todas las almas juntamente, sea con Adán, sea en él. En el primer caso, todas ellas habrían tenido el cuerpo de nuestro primer padre como organismo común y, por consiguiente, habrían tomado parte en su pecado, aunque, sin embargo, la noción de degradación sobrenatural y, por ende, de tara original de naturaleza, como secuencia de la caída, les habría sido siempre extraña. En el segundo caso, las almas –bíblicamente idénticas a los principios vitales: psyjai– han salido literal-

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mente de la de Adán, como el embrión proviene de la substancia maternal misma, o como una célula nace de otra por escisión.

Notemos que, con el nombre de posteridad, enseña el taoísmo esa pro-longación espiritual del alma paterna en su “descendencia”. Por una parte, está lo que más tarde se llamará traducianismo, pero entonces absoluto y con relación al Padre universal de la humanidad; por otra, el equivalente sobre el plano psíquico de la perpetuidad, en el dominio físico del semen, de la célula transmisora de la vida, a la que muchos biologistas atribuyen una especie de inmortalidad... Según otros doctores judíos, las almas, sin hallarse primitivamente en la de Adán como los griegos en el Caballo de Troya, aguardan en el “séptimo cielo”, después de la creación del sexto día, que padres humanos les brinden la ocasión de encarnarse. Filón atestigua que semejantes ideas estaban en boga entre sus correligionarios de Alejan-dría; Josefo las atribuye a los esenios.

Todo esto se aclara haciendo fácil la inteligencia de Sab. 8, 20, si pres-cindimos de los siete versículos siguientes y llegamos al versículo 8 del capítulo 9. Ahí Salomón se dirige a Yavé para decirle: “Tú me has mandado edificar un templo sobre tu montaña santa... según el modelo preparado por ti desde el principio”. Es una alusión al santuario celeste, que no han cons-truido manos humanas y que Dios mostró a Moisés “en la montaña” (Ex. 25, 9-40; 26, 30; I Par. 28, 11-19). Por consiguiente, a distancia de ocho versículos, el Libro de la Sabiduría nos habla de un alma preexistente, sin especificar de qué naturaleza es esta subsistencia, y de un templo que po-see desde toda la eternidad, en el seno de la sabiduría personal, su realidad esencial. También el Talmud considera el templo de Jerusalén como una copia material del Santuario eterno, que preexiste a la creación en la mente divina. Trátase, pues, de una preexistencia impersonal, como idea, como arquetipo. Y eso mismo se puede aplicar al alma de Salomón en el texto que discutimos.

5. Con esto llegamos a las tres “pruebas” sacadas del Nuevo Testamento. La última, se nos asegura, es definitiva. Consiste la prueba en la pregunta

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que formulan los judíos a Juan Bautista de si es el profeta Elías, cuyo “re-torno” físico entre los suyos aguardan, según todas las probabilidades (Jn. 1, 21). ¿Creían, por tanto, en la metempsícosis? Pero es el caso que, según el Antiguo Testamento, Elías no experimentó para nada lo que es la muer-te: fue un torbellino de fuego el que le arrebató a los cielos (II Rey. 2, 11). Es un caso especialísimo: Henoc, Moisés y algún otro fueron “reservados” de esa forma. Si hemos de creer al Talmud, Elías, después de su traslado, no ha cesado de actuar, en este mundo, como mediador entre Israel y Dios; pero permanece invisible a los pecadores, es decir, a la mayoría de los hombres. Interviene continuamente, sobre la tierra, en favor de su pueblo, por lo que los rabinos, en este sentido, afirmaban que “vive siempre”. Los escritos rabínicos nos lo pintan conversando eruditamente con los más sabios de los escribas, velando porque jamás el enemigo destruya definiti-vamente a Israel y hasta aventurando algún falso juramento para zafar a ilustres rabinos de situaciones espinosas. Siempre dispuesto a instruir, con-solar, curar incluso un leve flujo dentario, es oyente asiduo, aunque invisi-ble, de las academias teológicas 7. Aun en nuestros días se le reserva un cubierto, en Pascua, en toda familia israelita y, si hay tempestad, se abre la ventana para que no tenga dificultad en entrar. Cuando llegue el Mesías, se manifestará Elías, por fin, a los ojos de todos... Pero bien, ¿dónde se halla aquí la cuestión de la reencarnación?

6. Otro pasaje de San Juan: Jesús revela a Nicodemo que “es preciso renacer, para ver el Reino de Dios” (Jn. 3, 3). Crampon traduce: nacer de nuevo, y la Vulgata trae: renatus denuo. Sin embargo el original griego dice: anôcen, que en el cuarto Evangelio significa siempre “de Arriba” (Jn. 3, 3. 7. 31; 19, 11-23). Literalmente anôcen hay que traducirlo “de alto abajo”. En este sentido se dice que en la muerte del Señor el velo del templo se desgarró anôcen (Mt. 27, 51; Mc. 15, 38; cf. Jn. 19, 23). Para Santiago, la “sabiduría de Arriba” es la divina; a ella se contrapone la “de abajo” o terrestre (Sant. 1, 17). Cuando San Pablo emplea anôcen en el sentido de

7 Moed Qatan, 26 A; Sanhedrin, 98 A; Rerahhoth, 58 A; Bereschith Rabba, 96.

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nuevamente tiene buen cuidado de hacerle acompañar de palin (Gál. 4, 9). Por consiguiente en Jn. 3, 3 se trata de un renacimiento espiritual, sobrenatu-ral y divino. Tanto más inexcusables son los reencarnacionistas que invo- can ese texto de San Juan en su favor cuanto en la India el dvija, el “dos veces nacido”, el renatus, es precisamente el que ha recibido la iniciación brahmánica, análoga (aunque puramente “natural”) a nuestra confirmación, y, más aún, a la bar-mizba judía. Mas ¿qué hace en todo esto la metempsí-cosis? ¿Cómo el hecho de volver físicamente al mundo puede hacer “ver el Reino de Dios?”...

7. Ahí va por fin el texto contundente, que se encuentra en todos los manuales de ocultismo y teosofía... Jesús está adelante del ciego de naci-miento: sus discípulos le preguntan: “Maestro, ¿es éste quien ha pecado o son sus padres, para que haya nacido ciego?” (Jn. 9, 2). Jesús responde: “Ni él ni sus padres”, y esto debía bastar para probar la impertinencia –en el sentido etimológico– del argumento. Annie Besant hace notar que el Señor no reprende a los Apóstoles, siendo así que éstos suponen evidente-mente la posibilidad de una falta cometida en una vida anterior... Eso se llama patentizar la ignorancia más crasa acerca del pensamiento judío en el primer siglo de nuestra era.

Porque Yavé “Dios celoso, castiga la iniquidad de los padres en los hijos, hasta la tercera y cuarta generación, para los que le odian” (Ex. 20, 5). Pero, añade el mismo texto, “para los que que aman y guardan sus mandamientos, ejerce y extiende su misericordia hasta las mil generaciones”. Por eso la Epístola a los Hebreos nos describe a Leví, tercer hijo de Jacob, nieto por ende de Abraham, a la vez percibiendo los diezmos como lejano antepasa-do del gran sacerdote Aarón, y pagándolos a Melquisedec en la persona de Abraham; porque, precisa San Pablo, este Leví “se encontraba en los tornos de su abuelo, cuando éste se encontró con Melquisedec” (Heb. 7, 10). Era opinión muy extendida entre los contemporáneos del Salvador que los hi-jos tenían participación en los méritos y deméritos de sus padres, no sólo durante su vida fetal, sino también mucho después. Hasta la edad de trece años, el hijo se consideraba como formando parte, en algún modo, con su

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padre y, por ello, como participando en sus responsabilidades 8. Eso explica que el niño judío no fuera tenido como dueño de su destino moral hasta la edad de trece años, cuando se dirigía al templo de Jerusalén para hacerse allí “hijo de la ley” o “del Mandato” 9. En la práctica, empero, se solía anticipar uno o dos años esta profesión de fe y consagración a Dios –la iniciación brahmánica del dvija, que tiene lugar a la misma edad aproxi-madamente, es análoga a esto, aunque es puramente “natural”–, y por eso Jesús acompañó a José y María para entregarse y consagrarse “a los asuntos de su Padre” a la edad de doce años 10.

Pero hay algo más significativo todavía: la vida psicológica de la futu-ra madre influía, según pensaban, en la vida moral del feto. Así fué que un rabino célebre, según un Midrasch sobre Rut 3, 13, apostató en su edad madura por el motivo de que su madre grávida había experimentado un goce pecaminoso al atravesar un bosque consagrado a los ídolos. El Tal-mud enseña expresamente que ciertos pecados muy graves de los padres en “potencia”, tenían como efecto la enfermedad de sus futuros hijos, entre otros: la ceguera 11. Ése es el sentido de la cuestión que plantean los discípu-los al Señor: “¿Habrán sido sus padres?”.

Sin embargo añaden: “¿Habrá sido él mismo?”. Porque el feto puede pecar, no sólo en virtud de su simbiosis total con su madre y con su padre –por hallarse in lumbis de ambos–, sino porque, al menos desde el tercer mes de su concepción, desarrolla progresivamente, hasta el décimotercero después de su nacimiento, su propia vida moral y su responsabilidad. El impulso malo o yetserhara, de origen demoníaco, se manifiesta en el niño desde fecha anterior a su nacimiento 12. Así interpretaban los judíos la lucha de los dos fetos, Esaú y Jacob, en el seno de su madre Rebeca (Gén. 25,

8 Schabbath, 32 B; 105 B, Yalkuth Schimeoni (sobre Rut), vol. II par. 600, p.163 (de la edición de Wüneche [Bibl. Rabbínica]).

9 Pirqé Abhoth, 5, 21.10 Yoma, 82 A; Maimónides, Hilkh. Chagh., 2; cf. Lc. 1, 42-49.11 Nedarim, 20 A.12 Sanhedrin, 91 B; Bereschêth Rabba, 34.

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22) y el versículo 7 del Salmo 50: “He aquí que he nacido en la iniquidad, mi madre me concibió pecador”. Y no es otro el sentido del apóstrofe lan-zado por los judíos al ciego de nacimiento después de su curación: en hamartiais sy egennêthês holos... “Naciste hundido completamente en el pecado” (Jn. 9, 34). San Lucas nos describe al Bautista “saltando de gozo en el seno de su madre”, porque, al visitar la Virgen a ésta, el fruto de Israel reconoció con júbilo al de María, al que apenas se puede apellidar un hombre, ya que el Arcángel Gabriel habla del mismo como de una cosa, en neutro: to hagion, el objeto santo (Lc. 1, 35. 41. 44). Según esto, el feto es capaz de emociones profundas y hasta sobrenaturalmente significativas y de largo alcance (sin juego de palabras). Por donde se ve que la pregunta de los discípulos a Jesús no implicaba la más mínima referencia a la reencarnación. Se dice, sí, que, según Josefo, los fariseos habrían profesa-do esta doctrina (De Bello Jud. II, 8, 14); pero en otro lugar desmiente semejante aserto (De Antiq. Jud. XVI, 1, 8). Por lo demás, este historiador trata constantemente de poner de acuerdo las doctrinas judías con las filosofías paganas: es el Santo Patrón de los “concordistas”.

4. Absurdos del mito

La objeción principal contra la tesis de la reencarnación la ha formula-do un cristiano de hace 16 siglos –Eneo de Gaza, discípulo del filósofo neoplatónico Hierocles– en su Teofrasto, o Diálogo sobre la inmortalidad del alma y la resurrección (Migne, PG 85, 871-1004). Citemos este pasaje capital:

Cuando yo castigo a mi hijo o a mi mucamo, suelo repetirles muchas veces, antes de aplicarles la sanción, el motivo por el que les corrijo. Les recomiendo que se acuerden de ello para no reincidir en la misma falta. Pues bien, Dios emplearía castigos peores contra nuestras faltas; y no les manifestaría la razón de la sanción a aquellos a quienes castiga. ¡Todo lo contrario! ¡No sólo les infundiría –en su vida nueva– un sentimiento vivo y doloroso de su penosa suerte, sino que, para colmo, les quitaría al mismo

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tiempo el recuerdo de sus pecados! Pero entonces, ¿para qué serviría el castigo, si se ignorase por completo la falta? No haría sino irritar al culpable y desesperarle hasta la locura. ¿No tendría pleno derecho de acusar a su juez quien fuera castigado sin tener conciencia de haber cometido una falta?

En efecto, no hay que olvidar que, según los partidarios de la metem-psícosis, ésta satisface mucho mejor que la escatología cristiana las exigen-cias más profundas de la inteligencia y del “instinto moral”. Habría incom-parablemente más justicia, sabiduría y bondad en la tesis reencarnacionis-ta que en la doctrina católica de los novísimos. Ahora bien, si yo revivo para la vida de aquí abajo; es para corregirme; porque no se trata de castigo, de orden restablecido o de “justificación” de la Sabiduría divina: sea quien sea, el Dios, suprapersonal o impersonal de los reencarnacionistas, no “quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”. Esta cita de Ezequiel, empero tiene que rectificarse, en este caso, doblemente:

1. No se trata ya de pecado, de ofensa o de rebeldía contra el amor subsistente, viviente y personal, sino de error, de “falta de juicio”, o a lo más –como se expresa el extraño Confiteor de la Misa “católico-liberal”–, de debilidades, que no oscurecen más que nuestra perfección virtual, no se pegan más que al Karma impersonal o “ley cósmica” y, todo lo más, retar-dan la unión de nuestro “devenir” con nuestro “ser” por la “realización metafísica” o “aprehensión de conciencia” de la “identidad suprema”: tat twam asi, “tú eres Esto”, no Éste, sino Esto, es decir, la “mónada”, la “chis-pa del brasero divino”.

2. Según Ezequiel, el pecador se convierte primeramente y vive luego, con una vida sobrenatural, humano-divina, “de Arriba” (cf. Jn. 3, 3). Según los reencarnacionistas, el hombre que se ha equivocado de “sendero” vive primeramente –con una existencia puramente “natural”, repetida hasta 998 veces– para convertirse a largo plazo, es decir, para pasar, por sus fuerzas exclusivamente, del “error” a la “sabiduría”.

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Pero si este individuo, a medida que vuelve a la tierra, no está en estado de establecer su inventario, de extender su balance moral, da hacer su “examen de conciencia”, ¿cómo podrá ver dibujarse el gráfico de sus vidas, su orientación y su destino? En una vida, llamémosla D, se explica tal o cual situación determinada por acciones pretéritas, las más contradictorias que se quieran, en el transcurso de las vidas A, B y C. Puedo yo ser actual-mente desdichado porque, en otro tiempo, fui un canalla, o porque fui bueno, pero debiendo ser mejor. Las circunstancias de mi suerte en este momento pueden servirme para aprender –si, por ejemplo, soy enfermizo–, el desasi-miento, o la paciencia, o la simpatía por los sufrimientos del prójimo. Du-rante la guerra de 1914 los teósofos ingleses consolaban a sus correligiona-rios belgas refugiados en Gran Bretaña como sigue: “Vuestras tropas co-loniales cortaron las manos de los negros en el Congo; ése es el motivo de haber cortado los alemanes las manos de las muchachas de Bélgica y de hallaros vosotros desterrados en Inglaterra”. A lo que respondían mis com-patriotas: “Nosotros hemos sido arrojados por la guerra a Gran Bretaña, para que vosotros aprendáis a ejercitar la compasión”. El Karma, tal como lo entienden los reencarnacionistas, es una “ley natural”, una fatalidad me-cánica, matemáticamente infalible e inexorable, en virtud de la cual todo el que lanza una piedra al aire la recibe de vuelta sobre su nariz. Pero ¿dónde está aquí la purificación?, ¿qué lugar hay en eso para la lección, el arrepen-timiento y la enmienda? Voy a pie de Bruselas a París y me pierdo en el camino; si nadie me advierte, si no dispongo de un mapa, ¿cómo sabré, al hallarme en Colonia, si he de caminar hacia el Norte, el Este, el Sur o el Sureste? La reencarnación, regulada por el Karma, consiste simplemente en esto: las condiciones desfavorables producen consecuencias del mismo tenor; un árbol, plantado en un terreno demasiado seco o en lugar excesiva-mente frío, crece achaparrado. ¿Dónde está la moralidad de esta concate-nación? Si, por el contrario, la sucesión de las existencias terrestres ha de enmendar al culpable –¡perdón: al extraviado!– es menester que el interesa-do pueda establecer una relación entre las causas y los efectos; que se acuerde, por tanto, de sus faltas y se percate de que han sido ellas las que han abierto la puerta a las desdichas presentes.

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En el siglo quinto después de Jesucristo – porque se admite comúnmen-te un intervalo de 1.500 años entre dos encarnaciones sucesivas–, el ego X ha proyectado como “sombra”, en el mundo sensible, una aldeana China, la cual, para complacer a su amante, estranguló a su marido, “proyección” del ego Z. En 1947, el ego X tiene por manifestación terrestre al señor Frank-Duquesne, a quien seduce –¡pura hipótesis!– y arrastra al suicidio una vamp de Hollywood, “sombra” actual del ego Z. Pero, como yo ignoro en absoluto todo lo relativo a la aldeana china, que es para mí una extranje-ra, ¿cómo podré yo reorganizar judicialmente mi vida moral a la “luz” de esta “lección”, que no lo es?... Imaginaos que en 1910 estaba yo loco, o aquejado de un desdoblamiento total de la personalidad; creyéndome entonces una “petrolera” de la Comuna, le doy fuego a la catedral de Char-tres. En 1947, he recobrado mis facultades: sé que soy Frank-Duquesne e ignoro todo eso de la petrolera de hace 37 años. Pero me sorprendo en un campo de concentración o con una camisa de fuerza en la pieza de los locos furiosos. ¡Parece, en efecto, que esta escatología es incomparablemente superior a la cristiana!

Se alega, empero, lo del Leteo mitológico, la necesidad de olvidar las existencias anteriores. Es cierto que enseñan métodos que permiten recupe-rar los recuerdos; un antiguo politécnico, por ejemplo, el coronel Caslant, en su Método de desarrollo de las facultades supranormales, afirma –lo mismo también Rudolf Steiner– que una regresión sistemática de la memo-ria en el seno de una psyjé progresivamente libre de toda otra actividad mental, comienza por despertar los recuerdos del feto, y después las remi-niscencias del embrión –sensaciones de calor, de nutrición, de incomodidad en los movimientos– para acabar recordando todas las peripecias de una vida anterior.

Pero esas reminiscencias sólo se hallan al alcance de algunos individuos excepcionales. Además, muchos reencarnacionistas que han publicado sus recuerdos han demostrado que sus relatos se contradicen recíprocamente, al narrar los mismos hechos, como, por ejemplo, la historia de la Atlántida.

Los Skizzen aus der Akascha-Kronik de Rudolf Steiner es un caso: su autor lanza los más vehementes mentís a la obra Man: Whence, Where,

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Whiter de Leadbeater, en que éste cuenta con solemnidad cómo, hace 500.000 años, pasó, en la Luna, del estado simiesco a la dignidad de hom-bre. Es, pues, imposible aceptar, ni un minuto, el “testimonio” de las Vies d’Alcyone, donde se leen las aventuras, desde hace cincuenta siglos, del que se llama hoy Krisnamurti.

El espiritista León Denis nos replica, en Aprés la Mort, p.136: ¿qué tiene que ver que nadie se acuerde de sus vidas anteriores? Tampoco “recuerda ninguno el tiempo que pasó en el seno materno y aun en la cuna”. ¡Cierto, pero no faltan testigos que lo recuerdan! Continúa nuestro autor: “Todas las mañanas, al despertar, perdemos el recuerdo de la mayor parte de nuestros sueños”. También eso es cierto, pero no perdemos el recuerdo, ni de la identidad, ni de las acciones que realizamos ayer.

Por otra parte, el, mismo León Denis escribe, pp.182-183, a propósito de eventuales reminiscencias de existencias anteriores: “La cauta de esos recuerdos sería agobiante para nosotros. Bastante pesada es la vida terres-tre. Y lo seria mucho más si, al conjunto de los males presentes, hubiera de agregarse la memoria de los sufrimientos e ignominias pasadas [...] Se perpetuarían las enemistades; y los odios, discordias y rivalidades vendrían a reproducirse de vida en vida y de siglo en siglo. Nuestras víctimas de otros tiempos nos reconocerían y nos perseguirían con sus odios y vengan-zas [...] El conocimiento de nuestras claudicaciones y de las secuelas de las mismas, irguiéndose ante nosotros como una continua espantosa ame-naza, paralizaría nuestros esfuerzos y nos haría una vida insoportable y estéril [...] La oscuridad que oculta nuestras debilidades y miserias alivia nuestro espíritu y nos hace menos penosa la reparación”.

Pero ¿es que, en el transcurso de esta vida, puede decirse que “el cono-cimiento de nuestras claudicaciones y de las secuelas de las mismas” pesa sobre nosotros como la amenza de la espada de Damocles, “paraliza nues-tros esfuerzos” y “hace nuestra vida insoportable y estéril”? ¿No es esto burlarse de nosotros? ¿Acaso la educación no estriba, entre otras cosas, en la comparación que se establece entre nuestros actos y sus consecuencias? ¿Cuál es la razón de los códigos, de los jueces y de las cárceles? Y yo

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recuerdo que Jesús recurre a la metáfora de la prisión por las deudas... ¿Y cómo un sufrimiento soportado sin saber los motivos constituye una “re-paración”?

A todo esto responden los teósofos apelando a la noción budista de los skandas, de los “actos que nos siguen”, propiamente hablando, de las hue-llas, “cicatrices” o residuos psicológicos. Recordemos nuestro ejemplo de la turbina rozando el curso del agua: a medida que, en la superficie, se dibujan las figuras, éstas se propagan y extienden indefinidamente por me-dio de círculos concéntricos. Del mismo modo, explica Annie Besant, entre dos encarnaciones sucesivas, los “depósitos”‘ psicológicos, las impresiones que dejaron los actos sufridos o realizados –y la misma manera de sufrir es ya una realización– esos “residuos”, pues, se transforman en facultades y propensiones: “Los hábitos se convierten en aptitudes”. Nuestros actos distintos se disuelven en algún modo, se despersonalizan, pierden su carác-ter distintivo y episódico, y se cambian en tendencias. Desde ese momento, la nueva individualidad proyectada sobre la tierra por el ego, no conservará ningún recuerdo preciso y determinado de los actos realizados por la indi-vidualidad inferior.

Mas, ¿por qué razón esa transformación de los actos en propensiones, del obrar en ser, nos había de impedir el recuerdo de nuestras encarnacio-nes anteriores? Si yo adquiero en esta vida una costumbre –la de escribir, por ejemplo– pierdo, es verdad, el recuerdo preciso de cada uno de los esfuerzos particulares que me han sido necesarios para aprender a trazar las letras; si intervinieran estos recuerdos cada vez que yo arrastro la plu-ma sobre el papel, no harían otra cosa que entorpecer mi labor. Pero yo recuerdo perfectamente el conjunto de actividades por las que aprendí a escribir: me acuerdo de haber aprendido... Si, pues, heredamos de nuestras vidas precedente algunas aptitudes y propensiones, deberíamos todos des-cubrir en nosotros –y esto normal y corrientemente– el recuerdo, vago y confuso, pero vivo y cierto, de esas transformaciones profundas, realizadas en nuestro ser, y de las peripecias capitales que fueron causa de las mismas. Nuestras inclinaciones íntimas deberían hablarnos de sus orígenes. Pero de hecho no hay tal cosa. Cuando tenemos conciencia y nos percatamos

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de ellas, hallamos que esas tendencias están, en nuestra “tela” o tenor psi-cológico, ya hechas y enraizadas como un hecho bruto y anónimo, sin re-lación ni sentido con una existencia prenatal cualquiera, sin ninguna re-ferencia a un pasado personal.

Se replica a esto que la nueva vida, el cuerpo nuevo, y la “individualidad”, el Yo empírico, se hallan condicionados por el organismo heredado de los padres. No lo negamos, pero nuestras propensiones fundamentales –sinte-tizadas, unificadas y “recapituladas” (en el sentido paulino) por una tenden-cia esencial única– se imprimen también en nuestro cuerpo. Nuestra pro-pensión característica impregna, además, tan profundamente nuestro or-ganismo físico que determina su forma, en cuanto “ley organogénica”, según Claudio Bernard. Mas el cuerpo, si está en relación vital con esa tendencia, si recibe de ella la vida y tal vida, para comunicarle la presencia en el seno del “continuum espacio-tiempo” –es la idea hindú del jivatma–, puede conocer esa orientación congénita y aun prenatal. El hombre comple-to, que es a la vez espíritu y materia, puede y debe, por tanto, como compues-to psicosomático, descubrir en sí esa inclinación esencial, informadora de nuestra substancia. Y si la conoce, ¿por qué no estar informado, aunque confusamente, sobre sus orígenes? ¿Cómo es que no conservamos ningún presentimiento, ni el más vago recuerdo, ni la sombra de un vestigio, ni siquiera la más oscura intuición de nuestras vidas pasadas?

He multiplicado las perspectivas y variado los “ángulos de vista” con objeto de considerar exhaustivamente la solución reencarnacionista al pro-blema de nuestro destino. A la luz de la metafísica, de la ontología que la aplica, y de las exigencias más elementales del sentido común, hemos es-tudiado con el microscopio esta doctrina, profesada en nuestros días por innumerables bautizados que reniegan de su filiación cristiana, y, por ende, de su filiación divina; admitida asimismo por inmensas turbas que se hallan “sentadas en tinieblas mortales”, como dice la Escritura: qui in tenebris et in umbra mortis sedent (Lc. 1, 79). En realidad, no somos nosotros los únicos que damos su valor exacto a esta hipótesis: los cristianos, casi uná-nimemente, la consideran como absurda. Si digo casi es porque algunos ambientes protestantes, por lo demás muy escasos, se han dejado contami-

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nar, sobre todo los que estaban saturados de hegelianismo: en Holanda, los pastores de la Nederlands Hervormde Kerk, como B. de Lugt y L. Bähler; en Alemania, el famoso predicador luterano Fr. Rittelmeyer y los secuaces de su Christusgemeinschaft; en Checoslovaquia, muchos eclesiásticos de la iglesia nacional llamada “de Juan Huss”: los he conocido personalmente con ocasión del rito sagrado, en París, en 1930, de su patriarca, monseñor Proharska, y de uno de sus obispos, monseñor Stesjkal (la validez de seme-jante rito, que dimana indirectamente de fuente “católico-liberal”, es decir, teosófica, hay que considerarla con las máximas reservas).

Pero, en el mundo no cristiano, los más fieles representantes del taoís-mo, como “Matgioi” (A. de Pouvourville), y del Vedanta, como Ananda Coomaraswamy y René Guénon, están de acuerdo con nosotros acerca de los absurdos a que lleva la teoría reencarnacionista. René Guénon, en su obra Erreur spirite, la combate irrefragablemente con argumentos de orden metafísico... Si alguno se extraña del adjetivo absurdo que le aplicamos, responderemos para terminar: es “absurdo”, es decir, esencialmente contra-dictorio todo aquello cuya existencia desmiente radicalmente la esencia; una silla, por ejemplo, construida de forma que no pueda uno sentarse en ella, o una lámpara fabricada de suerte que no pueda iluminar. ¿Qué decir, entonces, de una doctrina imaginada para dotar a nuestros destinos de una justicia, una lógica, una grandeza y sobre todo un poder de iluminación, de enderezamiento y de corrección que la escatología cristiana no es capaz de dar, según sus partidarios... pero que, de hecho, está fundada sobre una ilusión, sobre un error y una alucinación del absoluto –¡Preguntádselo a él!–, que es incapaz de concebir las relaciones entre el tiempo y la eternidad, que aplica a la apreciación de la cualidad los métodos propios del cálculo de la cantidad, que impone a la mónada –divina y perfecta por hipótesis– un periplo perfectamente inútil a través de lo relativo y lo contingente; que establece, en fin, a las individualidades humanas, a los “Yo” empíricos, sanciones cuyo sentido y motivo no pueden vislumbrar siquiera sus vícti-mas? ¿No será el texto escriturario: “Dios ha trocado en locura la sabiduría de este mundo” (I Cor. 1, 20), lo único que merece con todo derecho?

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Este libro se terminó de componer y armaren la Ciudad de Santa María de los Buenos Aires

el 8 de noviembre del año del Señor 2012Festividad del Beato Juan Duns Escoto

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