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Benítez: síntesis de vida y milicia en 31 destellos Juan Pando Despierto A Rafael Martínez-Simancas Igueribenista que hizo cumbre, dos veces, y empeñado está hoy en subir una tercera.

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Benítez: síntesis de vida y milicia en 31 destellos

Juan Pando Despierto

A Rafael Martínez-Simancas

Igueribenista que hizo cumbre, dos veces,

y empeñado está hoy en subir una tercera.

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JUAN PANDO DESPIERTO 2

Benítez: síntesis de vida y milicia en 31 destellos

Benítez y Benítez, Julio (El Burgo, Málaga, 1878 - Igueriben, Rif Central, 1921). Modelo de militares. Sin cumplir los dieciséis años ingresa en la Academia de Infantería y, acogiéndose al denominado “Plan Abreviado” (dos años de estudios), consecuencia de las elevadas pérdidas en oficiales a raíz de la reactivación de las guerras por Cuba y Filipinas, en julio de 1896 sale de Toledo como segundo teniente. Marcha destinado al regimiento Aragón, nº 21, en Lérida. En un sorteo entre la oficialidad, de los habituales en la época, es de aquellos a los que les toca “Cuba”. Sinónimo de riesgo máximo y perviven-cia mínima en el servicio. Embarca en el vapor correo Gran Antilla, buque de poco andar, más transporte de mercancías que de pasajeros, reacio a mantener la proa en su sitio, huidizo y retemblón ante las singladuras atlánticas. Y el 30 de septiembre, tras veintidós días de navegación (seis días más de la duración media de aquellos viajes expedicionarios) avistaba los baluartes del Morro y, detrás de estos, blanca y destellante, parapetada en su confianza de siglos, La Habana. Papeleo de reglamento, ansiosas com-pras de equipo y vestuario, cartas apresuradas a la familia y a primera línea. El 5 de octubre acantonaba en Artemisa, uno de los campamentos fortifica-dos que aseguraban las comunicaciones entre el interior y los vitales puer-tos. Primeros choques con los “mambises” (guerrilleros cubanos), silbido de balas, “ayes” de enemigos o compañeros y súbita fatalidad: picotazo palúdico, incubación rápida, fiebre alta (40 ºC) y decaimiento radical de sus fuerzas. Ingresa en uno de los hospitales de La Habana. Padece altiba-jos de paciente desahuciado y rescatado al límite. El resumen son cinco meses de invalidez (de noviembre de 1896 a marzo de 1897) y una compa-ñera indeseable que le maltratará de por vida: la malaria.

De Cuba vuelve tras cumplir tres años en campaña; recibir un tiro de fusil (rodilla derecha) en las acciones por la Caridad y la Perala (30 de junio de 1898); merecer una cruz del Mérito Militar con distintivo rojo y otra de María Cristina; asistir, sin serle dado intervenir, a la capitulación española; reingresar en un hospital, el de Holguín, de donde sale con su tercera cruz, esa malaria que no le abandona. Allí mismo le entregan un obsequio de la Administración Militar: su billete de embarque para la patria con “cuatro meses de licencia por enfermo”. El diagnóstico mínimo exigible a las “españas” diplomática, monárquica y política, las tres en minúscula. Cruza el Atlántico a la inversa, pero sin sobresaltos. Cosas del azar meteo-

rológico, combinado con el aura protectora del nombre de su transporte, Nuestra Señora de la Salud, el primer teniente Benítez regresa vivo a su casa, pero en modo alguno vuelve sano.

De vuelta a la vida de cuartel, en trece años (hasta mayo de 1912) se los recorre casi todos y de hospitales unos cuantos visita. Resultado del recor-rido: ascenso a capitán (2 de enero de 1905). Resumen de las consultas: convivirá hasta la muerte con su cruel amante, la malaria. La guerra del Kert le llama. Tiroteos intrascendentes (Ishafen, Talusit), el esperado permiso de matrimonio que llega y al altar en la iglesia de La Alameda, en Málaga. Allí se casa (30 de diciembre de 1912) con Nieves Fernández Oja. Del enlace nacerá su única descendencia, Julia. Su carrera militar también tendrá “descendencia”: la estrella de ocho puntas que le conceden (19 de diciembre de 1915). Siguen dos años de cuarteles y hospitales peninsulares. En febrero de 1918, marcha a África otra vez. Llega para quedarse y dar ejemplo. Perpetuo en ambos fines.

En junio de 1921, Benítez es el jefe de una posición perdida de antemano: Sidi Dris. Empeño personal de Silvestre, quien decidió su emplazamiento nada más ocupar Annual, es puesto sin tierra pero ahíto de mar. Desnudo casi siempre. Tan solo algún cañonero de aprovisionamiento, punto minúsculo en el horizonte, vitoreado en cuanto fondea. Trae alimentos y noticias: las cartas, alimento básico de cautivos, que ya tienen preparada su respuesta, porque los remitentes son tan prisioneros como ellos. Zarpa el cañonero-correo y la guarnición enmudece. Quedan a solas con su rutina y mínima identidad en guardia: su rincón es toda su fortuna y patrimonio. Afuera, el vacío y la muerte, incluso allí mismo, siendo precavido centinela. Quienes defienden Sidi Dris son dueños del suelo que pisan; alrededor todo son barrancadas, quebradas y colinas rocosas. Allí anidan los pacos, tiradores mortíferos por lo pacientes que son. Emboscados durante días, nutridos con higos secos, un saquito de almendras y un poco de cecina, más un mucho de furia vengadora contra los invasores de su mundo, no perdonan a quien, en un descuido, les enseña la cabeza o el tronco. No importa a qué distancia esté el descuidado. Hasta seiscientos metros es muerto fijo. De ahí hasta mil metros, puede quedar inválido o igualmente tan muerto como el que cae encontrándose más cerca.

Aquel jueves 1 de junio, los guardianes de Sidi Dris han oído morir, uno tras otro, a los cuatro cañones de Abarrán. El rotundo silencio que sobrevi-ene les avisa de mayores males. De forma instintiva, muchos observan a ese hombre alto, con lentes, bigote corto y hablar pausado pero convincente, que les manda con la mirada y el gesto. No saben que ha prevenido a Silvestre, ni que el general está de acuerdo en proporcionarles apoyo naval porque, caída Abarrán, la posición más amenazada es Sidi Dris. Al oscu-recer del día siguiente, se presenta la harca. Sin artillería. Paqueo de tanteo (para centrar el tiro) y brusco silencio. La harca queda agazapada; la guar-nición espera. A los que todavía dudan, de palabra o pensamiento, les basta asomarse al parapeto que mira al mar para tranquilizarse: ahí está el Laya. Anclas al fondo y tripulación alerta.

Entra la madrugada. Y de repente, paqueo generalizado con arremetida brutal. Los defensores se echan a los parapetos. Descargas cerradas, “vivas” y “mueras”, insultos también, que se devuelven como tiros. La guarnición aguanta. Los atacantes insisten. Las ametralladoras Colt se encasquillan. Abren fuego los cañones que manda el teniente Galán. Los rifeños apun-tan a esos volcánicos fogonazos de salida y aciertan. Galán cae gravemente herido. Momento de vacilación que Benítez aparta con un mensaje movili-zador. Y al Laya pide un oficial y el pelotón de valientes que corresponda. El combate prosigue. Los de Benítez resisten. Y los del Laya, que manda el capitán de corbeta Javier de Salas, cumplen. Acantilados arriba suben dieciséis sombras, su jefe, el alférez de navío Pedro Pérez de Guzmán, en cabeza. Llevan consigo dos ametralladoras de las que funcionan: las Hotchkiss francesas. Las emplazan y disparan. Justo a tiempo. Las filas rifeñas, tronchadas las alambradas, se echan encima. Mueren a seis metros del parapeto. La harca cede y se va. A enterrar a los suyos, que suman vein-tinueve. Más los que fallecerán en sus casas. Los harqueños se juramentan entre sí para volver. Será el 26 de julio. Vencerán y no perdonarán.

La defensa de Sidi Dris salvó a Silvestre de una reprimenda ministerial. Berenguer se sintió aliviado al leer el parte de la acción y no se quejó al ministro Eza. Silvestre se mantenía bien. En la realidad, el mantenedor del frente era Benítez. Y eso se lo reconocieron todos: desde el propio Silvestre a Berenguer felicitan al comandante, que confía en recibir refuerzos y un mejor material, dones de la lógica militar que en el Rif español suelen ser muy mal recibidos, por lo que le son negados sin más. Mientras, un inqui-

eto Silvestre decide instalar otras dos posiciones: Talilit, picacho buitrero próximo a Sidi Dris, e Igueriben, espolón amarillo (por la tonalidad del terreno donde surge), cercano este a Annual. Ambas decisiones pésimas, sin remisión. La segunda resultará mortal para el ejército, la monarquía y la paz nacional.

El domingo 9 de julio termina la fortificación de Igueriben con el asenta-miento de media batería (dos piezas) y el posicionamiento de dos compa-ñías del regimiento Ceriñola nº 42, que manda el comandante Francisco Mingo. Su mejor escudo, una posición alargada coronada por un raquítico arbolado, como asustado ante tanto páramo circundante y hostil, conocida como Loma de los Árboles, es ocupada cada mañana y abandonada a prim-era hora de la tarde, en cuanto vuelven los porteadores con las cubas de agua que han llenado cerca de Annual. Esos “cambios de dueño” acaban en cuanto los rifeños la ocupan una noche y al amanecer muestran el resul-tado a los pasmados españoles: la loma no es tal, sino un dédalo de trinch-eras en zigzag. Otra noche más y las trincheras desaparecen, camufladas bajo densos ramajes y haces de paja. “Hacer la aguada” en Igueriben pasa de rutina a sorteo diario con la muerte. Silvestre decide confiar el mando de Igueriben al defensor de Sidi Dris.

El 13 de julio Benítez toma el mando en Igueriben. Si no le gustaba el emplazamiento desde lejos, una vez dentro es para morderse los puños. Mesetón abierto a los calores y vientos, es un castillo roquero con suelo afín: imposible cavar en piedra tan dura. La opción es levantar un parapeto de pedruscos sujetos por sacos de tierra. Igueriben será posición necesitada de ayuda constante. En agua y artillería. El remate de la indefensión surge cuando Benítez constata que la posición artillada del Izzumar no cubre, con sus fuegos, la posición donde él se encuentra con su gente. Igueriben solo puede recibir apoyo artillero desde Annual, que es flanco, no vanguar-dia. Toda la vertiente a mediodía queda inmune, refugio idóneo para la harca. Benítez sufre instantáneo tormento: renunciar al mando es impo-sible; aconsejar a Silvestre que desmantele Igueriben es lo procedente, porque lugares de suicida defensa sobran en el Rif. Benítez aprecia a Silvestre. Han combatido por la España cubana y allí juntado heridas y pesares. Ahora les separa un muro de números y otro de incoherencias: Benítez manda sobre trescientos hombres; Silvestre sobre los cinco mil de Annual. Y los otros once mil que ha repartido por montes y páramos, pues

los destinos en plaza (Melilla) nada cuentan, contando tanto esas faltas de hombría. Cada uno es responsable de su ejército y, sobre todo, de su manera de mandar. Todo ejército exige buena cabeza y ejemplaridad a sus mandos, no solo coraje y osadía. El valor queda en nada si la altanería lo gobierna.

Benítez decide no protestar, no recomendar ni sugerir, tan solo resistir. Se impone obedecerse a sí mismo. Ser fuerte y ayudar a los demás. Desde su estancia en Sidi Dris, enclavado en zona de paludismo endémico, ha vuelto a luchar contra las cefaleas agudas, ese malestar infinito que le agota y exaspera, pero más le duele el alma. Si se rinde al cansancio por un lado y a la desesperación por otro, el no poder decirle a Silvestre lo que pasa y puede hacerse, su gente morirá. Porque le relevarán. Y el que venga mirará por sí y su futuro, no por sus soldados ni por el bien del ejército. Cabe la posibilidad de resistir y resistir a tal grado que hasta el ejército pierda esa atonía fatal que en esos días lo abate y se convierta en un solo hombre. Y como tal, les rescate. Convencido de su obligación, afirmado en su fe, resuelve permanecer donde está. Hombre y ejército se funden en un único ser.

Igueriben vive sus últimas horas de paz advertida, calma para pensar. Durante el día, el azul cobalto del cielo parece fondo de océano que a todos, españoles y rifeños, pudiera succionar en repentina y poderosa marea. Por la noche, la negritud se convierte en celosía cegadora y mutante. Las estrellas se mueven. O eso parece. Tanta serenidad en esa altísima infinitud y tanta barbarie aquí abajo. Benítez recorre las defensas. La figura del comandante admira y sobrecoge: su cabeza y sus hombros sobre-salen del parapeto. Le van a matar. Porque pacos no faltan. Benítez corre el riesgo. De su talla (1,75 metros, diez centímetros más que la media) hace aguante y enseña. La oscuridad le guarda. El comandante no repite su paseo.

El 17 de julio, el coronel Argüelles, jefe de la circunscripción de Annual, ordena recuperar esa loma de arbolitos convertida en trincherona fusilera. El peso del ataque lo soporta la Policía Indígena, que no aguanta a la fusilería rifeña y se desbanda. Igueriben es posición cercada y atacada a su vez. Asalto rechazado. Al día siguiente se envía un convoy de agua y muni-ciones a Igueriben. Dirige la operación el comandante Juan Romero

López, al que un paco descubre dando órdenes y, apuntado, muerto en el acto es. El convoy entra y con él diecisiete artilleros, la mitad de ellos heridos. Su jefe, el teniente Ernesto Nougués, se da cuenta de que parte de las cargas de cañón han rodado por la pendiente al caer, muertos, acemile-ros y mulos. Sin vacilar, ordena a sus hombres que vayan a por esos proyec-tiles y los suban, a brazo, él también, hasta la posición. Benítez abraza a Nougués. Igueriben se llena de hombres-ejército. La tropa les vitorea. Igueriben es un tornado de ánimos y puños prietos.

Alguien se apercibe entonces de una lástima agravada por inesperada amenaza: los mulos del convoy que han sobrevivido al despeñamiento, refugiados en la pendiente que mira a Levante, rebuznan También necesi-tan agua. El sol los mata. Inviable el acogerlos, impensable el abrevarlos, se les deja donde están, por si con el siguiente convoy pudieran partir. Y se piensa: la noche tal vez los calme. La harca piensa lo contrario y ataca. Segunda embestida rechazada, incluso en las alambradas, con bombas de mano y a bayonetazos, más los cañones de Igueriben, dirigidos por el capitán Paz Orduña, bien secundado por Nougués, que disparan con las espoletas graduadas a cero. La noche prevalece, pero al paqueo no le importa. Sabe dónde disparar, domina los alcances y no hay viento, así que no hay deriva, solo aciertos. Con apuntar a la impavidez blanquecina de las tiendas españolas o los espacios oscuros alrededor de aquellas es seguro hacer carne. El paqueo dura poco. Matar cansa. Al clarear el día, se distinguen mulos muertos y heridos. Los pacos vuelven a su faena. Uno a uno los abaten, luego dejan de dispararles. Los mulos que sobreviven, ensangrentados y perseguidos por nubes de moscas, braman y cocean. La alambrada de Levante resiste unos cuantos golpazos más y, entera, al suelo va. Ya tienen puerta abierta los rifeños. Se telegrafía a Annual lo que ha ocurrido. Y desde allí prometen arreglo: mañana llegará el convoy.

El 19 de julio, de Annual sale otro convoy hacia el espolón amarillo. El agua se terminó al salir el sol. Hay que beber o perecer. Dirige la columna el teniente coronel Núñez de Prado, que manda sobre un millar de hom-bres. Ninguno logra subir hasta Igueriben. Parte de la carga queda despar-ramada por la pista, entre la que se cuentan pérdidas esenciales: cincuenta y tres cubas de agua y ocho latas de petróleo para quemar el ganado muerto. Al día siguiente, bajo la sartén solar, los mulos muertos parecen “moverse”. Y así es, revientan. Sus oleadas pestíferas sofocan a los defen-

sores de Igueriben. El hedor de los animales en descomposición se suma al de los humanos fallecidos. Igueriben huele a muerto, pero no por él, sino por quienes, al no saber cómo evitar su morir, muertos se declaran también. Llega otra oscurecida. La cuarta del asedio. Noche de orines para quienes han sido previsores y pueden dejarlos enfriar bajo el relente rifeño; noche de tortura para quienes ni orinar pueden. En su afán por encontrar algo de frescor y aire limpio de hedores, algunos pretenden enterrarse, cubriéndose con puñaditos de tierra. Igueriben es roca pura en su cima, así que de terrones los justos, pero desgarros todos. Llegado nuevo amanecer, hay conciencia colectiva de morir.

El 20 de julio, el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia, llega a Annual. Consulta opiniones y contrasta pareceres. Unanimidad rotunda: la moral está hundida; las tiendas-hospital, atestadas de heridos y mori-bundos; apenas quedan municiones de cañón y los víveres escasean. Solo hay cantidades relevantes en un lugar de fúnebre acceso: la aguada. Pocos vuelven ilesos de allí. En consecuencia, mejor esperar un día más para que las tropas se repongan de su decaimiento. Navarro se ve impotente. Despa-cha mensajes ópticos a Benítez donde le repite tres conceptos esenciales: “honor”, “resistencia” y “juramento de salvación”. Benítez lee y calla. Ha dicho lo que cree prudente decir. Ha pedido agua para sus hombres y municiones para sus armas. Su alimento reside en la furia y en el fuego. Navarro envía un despacho cifrado a Silvestre, que sigue en Melilla, en el que le expone su “desconfianza de conseguir el objetivo”. Salvar a los de Igueriben, para lo que hacen falta convicciones y municiones. Ambas cosas faltan. Navarro, como fin de su mensaje, previene a su superior: “Espero órdenes para verificar convoy o preparar la evacuación de Igueriben”. No hay respuesta. Navarro sabe que Silvestre va a salir de Melilla. Espera todavía. Nada, silencio en la línea telegráfica. Inquieto por si le ha pasado algo a Silvestre y sabedor de que debe volver a la plaza para hacerse cargo del mando, sale de Annual. Y Manella queda al mando.

Amanece el 21 de julio sobre la hoya de Annual. Con notoria dejadez, los preparativos del convoy arrancan. Considerándolo como lo que era, un funeral por anticipado, los designados para formar parte de su propio entierro pocas ganas tienen de ponerse en marcha hacia Igueriben. En el espolón amarillo, sin agua desde hace tres días, los cuerpos se retuercen para extraer sus últimas gotas de resistencia. Apenas quedan fuerzas para

sobrevivir, sí deseos de acabar de una vez. De tanto en cuando, un trallazo seco, que se lleva una tienda con heridos dentro, esparce restos de hombres que ya estaban muertos o revienta parte del parapeto sin matar a nadie. Artillería rifeña, que antes fuese española. Dos piezas martillean Igueri-ben. Coge altura el sol y, de improviso, conmoción en Annual. Ha llegado Silvestre.

Benítez lo sabe o lo intuye. De ahí su heliograma: “Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros”. No es un bofetón ni un arrebato. Es una orden de fusilamiento. Y el ejecutado es Silvestre. Demudado y desencajado, boqueante, dicen que, enrabietado, ordenó: “¡A formar los escuadrones!”. Quiere cargar pendiente arriba hasta Igueriben. Una galo-pada de casi cinco kilómetros bajo el fuego de fusiles y cañones. De los segundos solo dos; de los primeros, cinco mil al menos. Un Balaklava espa-ñol. Y su hijo Manuel al lado, pues forma parte de los Regulares a caballo. Si tienen que morir los Silvestre, mejor que padre e hijo caigan juntos.

Los tenientes coroneles Enrique Manera Valdés y Tulio López Ruiz, sus ayudantes, junto con su secretario personal, el comandante Juan Pedro Hernández Olaguibel, se precipitan a calmarle. Le ruegan que no haga una cadetada, que no se mate por nada. No lo consiguen. Silvestre se deshase de ellos y grita. Al mundo y a sí mismo. A España y al ejército. Interviene el coronel Francisco Javier Manella, jefe del Alcántara. No tiene a su regimiento allí, pero está al llegar con Fernando Primo de Rivera a su cabeza, pues todos han pernoctado en Drius, salvo la escolta personal de Silvestre. Mejor dos regimientos que unos pocos escuadrones. El general no atiende a razones. Su hijo Manuel, atormentado, se aparta. Silvestre quiere morir. No puede con tanta vergüenza. Poco a poco tiende a calm-arse, convulso todavía, vencido por su propio furor. Y sin duda fue un error que Silvestre capitulase ante tanta lógica y sensatez.

En aquellos momentos, cuando en Igueriben se muere y en Annual se disponen unos a morir y otros muchos a preparar su equipaje para huir (son los que darán muerte a tantos con su cobardía), esa carga contra la muerte, por lo insensato e incontenible de la misma, hubiera partido en dos las líneas rifeñas y llegado hasta Igueriben. Y Silvestre hubiera muerto. O no. Porque un Silvestre aparecido en plena batalla hubiera adquirido

aspecto de profeta vengador para la idiosincrasia del combatiente rifeño que, de rendirse, siempre ante una leyenda, jamás ante un hombre. Vivo o muerto, que era el fin más probable de Silvestre, su gesto-estandarte puede que hubiese salvado a su ejército. Y no convertido al Izzumar, el día después, 22 de julio, en su matadero y avergonzamiento. Jefes había para mandar ese ejército aún no copado en Annual: Manella el más apropiado; el coronel Morales Mendigutía su mejor segundo.

Silvestre calmado no es tal, sino un cadáver que se agita en los parapetos de Annual. “Muerto” Silvestre en su no morir, Benítez toma el mando. El jefe de Igueriben es el único que manda sobre su mente y a todo el ejército manda pese a lo lejos que está y lo sentenciado a muerte que parece. Silves-tre, autómata por primera vez en su carrera militar, autoriza la salida del convoy. Allá van los que saben que nunca llegarán a su destino. Desde Igueriben los ven vacilar y detenerse, para luego correr todo lo agachados que pueden. Las descargas rifeñas los siluetean, los aturden y matan, los obligan a salir huyendo o a hacerse los muertos. A Silvestre le llegan partes de que el convoy está bloqueado ante el fuego, de que no avanza, de que la gente no puede más. Es preciso volver. Y mejor perder Igueriben antes que perderlo todo. Silvestre, desalentado, atiende las razones (tal vez del coro-nel Morales) y cursa orden a Benítez para que destruya el material y se acoja a las guerrillas más próximas a su posición.

El jefe de Igueriben replica con otra descarga. Es el tiro de gracia para un Silvestre abatido: “Nunca esperé recibir orden de V. E. de evacuar esta posición. Pero cumplimentando lo que en ella me ordena en este momento, como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola la oficialidad que integra esta guarnición, pues consciente de su deber y en cumplimiento de juramento, sabremos morir como mueren los oficiales españoles”. Silvestre querría morirse allí mismo. Pero su momento ha pasado. Y quien lo mata no es un rifeño ni tampoco Benítez, es su desesperación por la suma de errores cometidos desde el 15 de enero, cuando ocupó Annual. Silvestre está tan afectado que asusta a los que le observan. Y le dejan solo. Su dolor impone. Aún tendrá otra oportunidad para matarse no como él hubiese deseado, sí para dotar a su final de hombre militar de un carácter digno. Para ese final definitivo falta menos de un día.

En Igueriben poco hay que destruir, sí mucho que organizar: recuperar armas útiles y municiones, eliminar mensajes cifrados y libros de claves, respetar el heliógrafo, pues aún le queda una orden al comandante que transmitir a Annual, rescatar lo poco que reste de las camillas para hacer muletas para los heridos que aún puedan andar. Los que no puedan mov-erse, quedarán donde yacen. A merced del enemigo, quizás de la rápida compasión del amigo. Metódico hasta el final, Benítez da forma a su tropa, con una vanguardia, el grueso en su centro, donde marcharán los heridos, y una retaguardia. Quedan los flancos y las secciones, muy clareadas sus filas, que defienden el semiderruido parapeto. La mayoría no podrán salvarse, pero ninguno se mueve de su sitio. Se han convertido en hombres-ejército.

La harca vuelve al asalto. A Benítez le quedan unos minutos. Mira al jefe de la artillería, el capitán Federico Paz Orduña, quien le hace una señal de estar listo junto a una de las piezas. El teniente Nougués, no lejos de allí, inclina su cabeza en señal de funeraria complicidad. Serán los últimos en disparar y los primeros en morir junto con los supervivientes del parapeto, que se harán fuertes junto a los cañones. Benítez se vuelve hacia los telegrafistas y les indica la señal que aguardan. El espejo de Igueriben lanza destellos de movilización y sacrificio. El heliografista parece apurado. Cuenta sus pulsares como vidas que se le escapan. Son treinta y un parpadeos de furia y compromiso, de los que seis valen por dos, pues se refieren a otras tantas banderolas artilleras. Disparad para matarnos y que el enemigo muera con nosotros y no se arrogue el triunfo de afirmar que fue él quien nos dio muerte. No hay memoria de parte inmolatorio seme-jante en los ejércitos coloniales, de por sí inmoladores de sus mejores a fuer de ser cerriles sus mandos. Resistir al pésimo gobernante o al general obtuso, repetitivos en sus carencias, he ahí la mayor heroicidad para civiles o militares.

A los que interpretan su heliograma, Benítez les impone el castigo de leerlo dos veces para asimilar su contenido y sentirse sombras de sí mismos cuan-tos tuvieran que cumplir la orden que a todos dicta: “Solo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Con-tadlas. Y al duodécimo disparo fuego sobre nosotros, pues moros y espa-ñoles estaremos envueltos en la posición”. Es el heroísmo medular. Muero por los míos y de su mano, no por mano del enemigo, que no ha podido

conmigo y menos con la gente mía.

El ejército de Benítez va a salir. Su jefe lo ha revistado y es cierto: cojo y renqueante, andrajoso pero retieso, sus integrantes parecen lo que son, una columna de hombres-ejército. Su comandante les habla. No fue arenga la suya, sí confesión, orgullo y agradecimiento. A los que seguían a su lado e intuían que iban a morir; a los que no podían oírle porque muertos yacían; a los que creían factible el salvarse y no lo conseguirían; a los que ya se daban por muertos y sin embargo se salvarían; a los muchos que morirían días y años después por culpa de los errores no de tantos, sí de unos pocos, pero muy equivocados y acobardados estos. No sabemos si Benítez precisó las vestimentas de los estrictamente responsables: levitas de ministros necios, fajines de generales y estrellas de coroneles, algún que otro almi-rante, capitanes en permiso semiperpetuo, intendentes uniformados por sus hurtos, fracs de políticos clientelistas, canotiers de opulentos accionistas mineros, quién sabe si hasta el traje impecable, de afamado sastre inglés, de un monarca adicto a los balnearios no para sanar su cuerpo, sino para buscar amantes de playa y ruleta. Pudieron ser todos o ninguno.

En cuanto a Benítez y los suyos, salieron. De la vida, que no del juicio final, que ganado lo tenían antes de morir. Todos los oficiales menos uno (Luis Casado Escudero, herido y prisionero) murieron. Sus variaciones de muerte oscilaron entre perialzarse sobre su dignidad para que otros pudi-eran salvarse o pegarse un tiro con la tranquilidad que da el saberse muerto antes de apretar el gatillo. Benítez pudo ser de estos últimos, siendo de los primeros en caer. De los que aún podían valerse por sí mismos, una parte murió matando; la otra buscó su salvación en un agónico correr hasta Annual. Treinta y cinco lo consiguieron, pero cuatro murieron entre violentísimos espasmos tras atracarse de agua y comida. Otros dos fueron hechos prisioneros (el teniente Casado y el soldado Luis Rendón Pérez), que sobrevivieron. Treinta y tres fueron los salvados, de los que uno (Casado) fue asesinado en julio de 1936.

Lo cierto es que Benítez, al referirse al lugar de su gesta, que a los allí presentes les pertenecía después de cinco días de furia y sufrimientos, se refirió al sitio de la hazaña como “este corralito que hemos venido a defender”. Hay que ser español y militar para resumir tal epopeya en concepto tan humilde y contenido tan escueto. En el simbolismo de los

hechos probados, que a menudo cuentan mucho más que la realidad vivida, Benítez fue puesto al mando, en Igueriben, no para defender el frente de operaciones, sino para mantener bien alta la frente del Ejército español. Y allí sigue y seguirá, mientras al espolón amarillo no se lo lleve el mar a sus abismos o se funda cuando el cielo impacte contra la tierra que habitamos.

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Benítez y Benítez, Julio (El Burgo, Málaga, 1878 - Igueriben, Rif Central, 1921). Modelo de militares. Sin cumplir los dieciséis años ingresa en la Academia de Infantería y, acogiéndose al denominado “Plan Abreviado” (dos años de estudios), consecuencia de las elevadas pérdidas en oficiales a raíz de la reactivación de las guerras por Cuba y Filipinas, en julio de 1896 sale de Toledo como segundo teniente. Marcha destinado al regimiento Aragón, nº 21, en Lérida. En un sorteo entre la oficialidad, de los habituales en la época, es de aquellos a los que les toca “Cuba”. Sinónimo de riesgo máximo y perviven-cia mínima en el servicio. Embarca en el vapor correo Gran Antilla, buque de poco andar, más transporte de mercancías que de pasajeros, reacio a mantener la proa en su sitio, huidizo y retemblón ante las singladuras atlánticas. Y el 30 de septiembre, tras veintidós días de navegación (seis días más de la duración media de aquellos viajes expedicionarios) avistaba los baluartes del Morro y, detrás de estos, blanca y destellante, parapetada en su confianza de siglos, La Habana. Papeleo de reglamento, ansiosas com-pras de equipo y vestuario, cartas apresuradas a la familia y a primera línea. El 5 de octubre acantonaba en Artemisa, uno de los campamentos fortifica-dos que aseguraban las comunicaciones entre el interior y los vitales puer-tos. Primeros choques con los “mambises” (guerrilleros cubanos), silbido de balas, “ayes” de enemigos o compañeros y súbita fatalidad: picotazo palúdico, incubación rápida, fiebre alta (40 ºC) y decaimiento radical de sus fuerzas. Ingresa en uno de los hospitales de La Habana. Padece altiba-jos de paciente desahuciado y rescatado al límite. El resumen son cinco meses de invalidez (de noviembre de 1896 a marzo de 1897) y una compa-ñera indeseable que le maltratará de por vida: la malaria.

De Cuba vuelve tras cumplir tres años en campaña; recibir un tiro de fusil (rodilla derecha) en las acciones por la Caridad y la Perala (30 de junio de 1898); merecer una cruz del Mérito Militar con distintivo rojo y otra de María Cristina; asistir, sin serle dado intervenir, a la capitulación española; reingresar en un hospital, el de Holguín, de donde sale con su tercera cruz, esa malaria que no le abandona. Allí mismo le entregan un obsequio de la Administración Militar: su billete de embarque para la patria con “cuatro meses de licencia por enfermo”. El diagnóstico mínimo exigible a las “españas” diplomática, monárquica y política, las tres en minúscula. Cruza el Atlántico a la inversa, pero sin sobresaltos. Cosas del azar meteo-

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rológico, combinado con el aura protectora del nombre de su transporte, Nuestra Señora de la Salud, el primer teniente Benítez regresa vivo a su casa, pero en modo alguno vuelve sano.

De vuelta a la vida de cuartel, en trece años (hasta mayo de 1912) se los recorre casi todos y de hospitales unos cuantos visita. Resultado del recor-rido: ascenso a capitán (2 de enero de 1905). Resumen de las consultas: convivirá hasta la muerte con su cruel amante, la malaria. La guerra del Kert le llama. Tiroteos intrascendentes (Ishafen, Talusit), el esperado permiso de matrimonio que llega y al altar en la iglesia de La Alameda, en Málaga. Allí se casa (30 de diciembre de 1912) con Nieves Fernández Oja. Del enlace nacerá su única descendencia, Julia. Su carrera militar también tendrá “descendencia”: la estrella de ocho puntas que le conceden (19 de diciembre de 1915). Siguen dos años de cuarteles y hospitales peninsulares. En febrero de 1918, marcha a África otra vez. Llega para quedarse y dar ejemplo. Perpetuo en ambos fines.

En junio de 1921, Benítez es el jefe de una posición perdida de antemano: Sidi Dris. Empeño personal de Silvestre, quien decidió su emplazamiento nada más ocupar Annual, es puesto sin tierra pero ahíto de mar. Desnudo casi siempre. Tan solo algún cañonero de aprovisionamiento, punto minúsculo en el horizonte, vitoreado en cuanto fondea. Trae alimentos y noticias: las cartas, alimento básico de cautivos, que ya tienen preparada su respuesta, porque los remitentes son tan prisioneros como ellos. Zarpa el cañonero-correo y la guarnición enmudece. Quedan a solas con su rutina y mínima identidad en guardia: su rincón es toda su fortuna y patrimonio. Afuera, el vacío y la muerte, incluso allí mismo, siendo precavido centinela. Quienes defienden Sidi Dris son dueños del suelo que pisan; alrededor todo son barrancadas, quebradas y colinas rocosas. Allí anidan los pacos, tiradores mortíferos por lo pacientes que son. Emboscados durante días, nutridos con higos secos, un saquito de almendras y un poco de cecina, más un mucho de furia vengadora contra los invasores de su mundo, no perdonan a quien, en un descuido, les enseña la cabeza o el tronco. No importa a qué distancia esté el descuidado. Hasta seiscientos metros es muerto fijo. De ahí hasta mil metros, puede quedar inválido o igualmente tan muerto como el que cae encontrándose más cerca.

Aquel jueves 1 de junio, los guardianes de Sidi Dris han oído morir, uno tras otro, a los cuatro cañones de Abarrán. El rotundo silencio que sobrevi-ene les avisa de mayores males. De forma instintiva, muchos observan a ese hombre alto, con lentes, bigote corto y hablar pausado pero convincente, que les manda con la mirada y el gesto. No saben que ha prevenido a Silvestre, ni que el general está de acuerdo en proporcionarles apoyo naval porque, caída Abarrán, la posición más amenazada es Sidi Dris. Al oscu-recer del día siguiente, se presenta la harca. Sin artillería. Paqueo de tanteo (para centrar el tiro) y brusco silencio. La harca queda agazapada; la guar-nición espera. A los que todavía dudan, de palabra o pensamiento, les basta asomarse al parapeto que mira al mar para tranquilizarse: ahí está el Laya. Anclas al fondo y tripulación alerta.

Entra la madrugada. Y de repente, paqueo generalizado con arremetida brutal. Los defensores se echan a los parapetos. Descargas cerradas, “vivas” y “mueras”, insultos también, que se devuelven como tiros. La guarnición aguanta. Los atacantes insisten. Las ametralladoras Colt se encasquillan. Abren fuego los cañones que manda el teniente Galán. Los rifeños apun-tan a esos volcánicos fogonazos de salida y aciertan. Galán cae gravemente herido. Momento de vacilación que Benítez aparta con un mensaje movili-zador. Y al Laya pide un oficial y el pelotón de valientes que corresponda. El combate prosigue. Los de Benítez resisten. Y los del Laya, que manda el capitán de corbeta Javier de Salas, cumplen. Acantilados arriba suben dieciséis sombras, su jefe, el alférez de navío Pedro Pérez de Guzmán, en cabeza. Llevan consigo dos ametralladoras de las que funcionan: las Hotchkiss francesas. Las emplazan y disparan. Justo a tiempo. Las filas rifeñas, tronchadas las alambradas, se echan encima. Mueren a seis metros del parapeto. La harca cede y se va. A enterrar a los suyos, que suman vein-tinueve. Más los que fallecerán en sus casas. Los harqueños se juramentan entre sí para volver. Será el 26 de julio. Vencerán y no perdonarán.

La defensa de Sidi Dris salvó a Silvestre de una reprimenda ministerial. Berenguer se sintió aliviado al leer el parte de la acción y no se quejó al ministro Eza. Silvestre se mantenía bien. En la realidad, el mantenedor del frente era Benítez. Y eso se lo reconocieron todos: desde el propio Silvestre a Berenguer felicitan al comandante, que confía en recibir refuerzos y un mejor material, dones de la lógica militar que en el Rif español suelen ser muy mal recibidos, por lo que le son negados sin más. Mientras, un inqui-

eto Silvestre decide instalar otras dos posiciones: Talilit, picacho buitrero próximo a Sidi Dris, e Igueriben, espolón amarillo (por la tonalidad del terreno donde surge), cercano este a Annual. Ambas decisiones pésimas, sin remisión. La segunda resultará mortal para el ejército, la monarquía y la paz nacional.

El domingo 9 de julio termina la fortificación de Igueriben con el asenta-miento de media batería (dos piezas) y el posicionamiento de dos compa-ñías del regimiento Ceriñola nº 42, que manda el comandante Francisco Mingo. Su mejor escudo, una posición alargada coronada por un raquítico arbolado, como asustado ante tanto páramo circundante y hostil, conocida como Loma de los Árboles, es ocupada cada mañana y abandonada a prim-era hora de la tarde, en cuanto vuelven los porteadores con las cubas de agua que han llenado cerca de Annual. Esos “cambios de dueño” acaban en cuanto los rifeños la ocupan una noche y al amanecer muestran el resul-tado a los pasmados españoles: la loma no es tal, sino un dédalo de trinch-eras en zigzag. Otra noche más y las trincheras desaparecen, camufladas bajo densos ramajes y haces de paja. “Hacer la aguada” en Igueriben pasa de rutina a sorteo diario con la muerte. Silvestre decide confiar el mando de Igueriben al defensor de Sidi Dris.

El 13 de julio Benítez toma el mando en Igueriben. Si no le gustaba el emplazamiento desde lejos, una vez dentro es para morderse los puños. Mesetón abierto a los calores y vientos, es un castillo roquero con suelo afín: imposible cavar en piedra tan dura. La opción es levantar un parapeto de pedruscos sujetos por sacos de tierra. Igueriben será posición necesitada de ayuda constante. En agua y artillería. El remate de la indefensión surge cuando Benítez constata que la posición artillada del Izzumar no cubre, con sus fuegos, la posición donde él se encuentra con su gente. Igueriben solo puede recibir apoyo artillero desde Annual, que es flanco, no vanguar-dia. Toda la vertiente a mediodía queda inmune, refugio idóneo para la harca. Benítez sufre instantáneo tormento: renunciar al mando es impo-sible; aconsejar a Silvestre que desmantele Igueriben es lo procedente, porque lugares de suicida defensa sobran en el Rif. Benítez aprecia a Silvestre. Han combatido por la España cubana y allí juntado heridas y pesares. Ahora les separa un muro de números y otro de incoherencias: Benítez manda sobre trescientos hombres; Silvestre sobre los cinco mil de Annual. Y los otros once mil que ha repartido por montes y páramos, pues

los destinos en plaza (Melilla) nada cuentan, contando tanto esas faltas de hombría. Cada uno es responsable de su ejército y, sobre todo, de su manera de mandar. Todo ejército exige buena cabeza y ejemplaridad a sus mandos, no solo coraje y osadía. El valor queda en nada si la altanería lo gobierna.

Benítez decide no protestar, no recomendar ni sugerir, tan solo resistir. Se impone obedecerse a sí mismo. Ser fuerte y ayudar a los demás. Desde su estancia en Sidi Dris, enclavado en zona de paludismo endémico, ha vuelto a luchar contra las cefaleas agudas, ese malestar infinito que le agota y exaspera, pero más le duele el alma. Si se rinde al cansancio por un lado y a la desesperación por otro, el no poder decirle a Silvestre lo que pasa y puede hacerse, su gente morirá. Porque le relevarán. Y el que venga mirará por sí y su futuro, no por sus soldados ni por el bien del ejército. Cabe la posibilidad de resistir y resistir a tal grado que hasta el ejército pierda esa atonía fatal que en esos días lo abate y se convierta en un solo hombre. Y como tal, les rescate. Convencido de su obligación, afirmado en su fe, resuelve permanecer donde está. Hombre y ejército se funden en un único ser.

Igueriben vive sus últimas horas de paz advertida, calma para pensar. Durante el día, el azul cobalto del cielo parece fondo de océano que a todos, españoles y rifeños, pudiera succionar en repentina y poderosa marea. Por la noche, la negritud se convierte en celosía cegadora y mutante. Las estrellas se mueven. O eso parece. Tanta serenidad en esa altísima infinitud y tanta barbarie aquí abajo. Benítez recorre las defensas. La figura del comandante admira y sobrecoge: su cabeza y sus hombros sobre-salen del parapeto. Le van a matar. Porque pacos no faltan. Benítez corre el riesgo. De su talla (1,75 metros, diez centímetros más que la media) hace aguante y enseña. La oscuridad le guarda. El comandante no repite su paseo.

El 17 de julio, el coronel Argüelles, jefe de la circunscripción de Annual, ordena recuperar esa loma de arbolitos convertida en trincherona fusilera. El peso del ataque lo soporta la Policía Indígena, que no aguanta a la fusilería rifeña y se desbanda. Igueriben es posición cercada y atacada a su vez. Asalto rechazado. Al día siguiente se envía un convoy de agua y muni-ciones a Igueriben. Dirige la operación el comandante Juan Romero

Benítez: síntesis de vida y milicia en 31 destellos

López, al que un paco descubre dando órdenes y, apuntado, muerto en el acto es. El convoy entra y con él diecisiete artilleros, la mitad de ellos heridos. Su jefe, el teniente Ernesto Nougués, se da cuenta de que parte de las cargas de cañón han rodado por la pendiente al caer, muertos, acemile-ros y mulos. Sin vacilar, ordena a sus hombres que vayan a por esos proyec-tiles y los suban, a brazo, él también, hasta la posición. Benítez abraza a Nougués. Igueriben se llena de hombres-ejército. La tropa les vitorea. Igueriben es un tornado de ánimos y puños prietos.

Alguien se apercibe entonces de una lástima agravada por inesperada amenaza: los mulos del convoy que han sobrevivido al despeñamiento, refugiados en la pendiente que mira a Levante, rebuznan También necesi-tan agua. El sol los mata. Inviable el acogerlos, impensable el abrevarlos, se les deja donde están, por si con el siguiente convoy pudieran partir. Y se piensa: la noche tal vez los calme. La harca piensa lo contrario y ataca. Segunda embestida rechazada, incluso en las alambradas, con bombas de mano y a bayonetazos, más los cañones de Igueriben, dirigidos por el capitán Paz Orduña, bien secundado por Nougués, que disparan con las espoletas graduadas a cero. La noche prevalece, pero al paqueo no le importa. Sabe dónde disparar, domina los alcances y no hay viento, así que no hay deriva, solo aciertos. Con apuntar a la impavidez blanquecina de las tiendas españolas o los espacios oscuros alrededor de aquellas es seguro hacer carne. El paqueo dura poco. Matar cansa. Al clarear el día, se distinguen mulos muertos y heridos. Los pacos vuelven a su faena. Uno a uno los abaten, luego dejan de dispararles. Los mulos que sobreviven, ensangrentados y perseguidos por nubes de moscas, braman y cocean. La alambrada de Levante resiste unos cuantos golpazos más y, entera, al suelo va. Ya tienen puerta abierta los rifeños. Se telegrafía a Annual lo que ha ocurrido. Y desde allí prometen arreglo: mañana llegará el convoy.

El 19 de julio, de Annual sale otro convoy hacia el espolón amarillo. El agua se terminó al salir el sol. Hay que beber o perecer. Dirige la columna el teniente coronel Núñez de Prado, que manda sobre un millar de hom-bres. Ninguno logra subir hasta Igueriben. Parte de la carga queda despar-ramada por la pista, entre la que se cuentan pérdidas esenciales: cincuenta y tres cubas de agua y ocho latas de petróleo para quemar el ganado muerto. Al día siguiente, bajo la sartén solar, los mulos muertos parecen “moverse”. Y así es, revientan. Sus oleadas pestíferas sofocan a los defen-

sores de Igueriben. El hedor de los animales en descomposición se suma al de los humanos fallecidos. Igueriben huele a muerto, pero no por él, sino por quienes, al no saber cómo evitar su morir, muertos se declaran también. Llega otra oscurecida. La cuarta del asedio. Noche de orines para quienes han sido previsores y pueden dejarlos enfriar bajo el relente rifeño; noche de tortura para quienes ni orinar pueden. En su afán por encontrar algo de frescor y aire limpio de hedores, algunos pretenden enterrarse, cubriéndose con puñaditos de tierra. Igueriben es roca pura en su cima, así que de terrones los justos, pero desgarros todos. Llegado nuevo amanecer, hay conciencia colectiva de morir.

El 20 de julio, el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia, llega a Annual. Consulta opiniones y contrasta pareceres. Unanimidad rotunda: la moral está hundida; las tiendas-hospital, atestadas de heridos y mori-bundos; apenas quedan municiones de cañón y los víveres escasean. Solo hay cantidades relevantes en un lugar de fúnebre acceso: la aguada. Pocos vuelven ilesos de allí. En consecuencia, mejor esperar un día más para que las tropas se repongan de su decaimiento. Navarro se ve impotente. Despa-cha mensajes ópticos a Benítez donde le repite tres conceptos esenciales: “honor”, “resistencia” y “juramento de salvación”. Benítez lee y calla. Ha dicho lo que cree prudente decir. Ha pedido agua para sus hombres y municiones para sus armas. Su alimento reside en la furia y en el fuego. Navarro envía un despacho cifrado a Silvestre, que sigue en Melilla, en el que le expone su “desconfianza de conseguir el objetivo”. Salvar a los de Igueriben, para lo que hacen falta convicciones y municiones. Ambas cosas faltan. Navarro, como fin de su mensaje, previene a su superior: “Espero órdenes para verificar convoy o preparar la evacuación de Igueriben”. No hay respuesta. Navarro sabe que Silvestre va a salir de Melilla. Espera todavía. Nada, silencio en la línea telegráfica. Inquieto por si le ha pasado algo a Silvestre y sabedor de que debe volver a la plaza para hacerse cargo del mando, sale de Annual. Y Manella queda al mando.

Amanece el 21 de julio sobre la hoya de Annual. Con notoria dejadez, los preparativos del convoy arrancan. Considerándolo como lo que era, un funeral por anticipado, los designados para formar parte de su propio entierro pocas ganas tienen de ponerse en marcha hacia Igueriben. En el espolón amarillo, sin agua desde hace tres días, los cuerpos se retuercen para extraer sus últimas gotas de resistencia. Apenas quedan fuerzas para

sobrevivir, sí deseos de acabar de una vez. De tanto en cuando, un trallazo seco, que se lleva una tienda con heridos dentro, esparce restos de hombres que ya estaban muertos o revienta parte del parapeto sin matar a nadie. Artillería rifeña, que antes fuese española. Dos piezas martillean Igueri-ben. Coge altura el sol y, de improviso, conmoción en Annual. Ha llegado Silvestre.

Benítez lo sabe o lo intuye. De ahí su heliograma: “Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros”. No es un bofetón ni un arrebato. Es una orden de fusilamiento. Y el ejecutado es Silvestre. Demudado y desencajado, boqueante, dicen que, enrabietado, ordenó: “¡A formar los escuadrones!”. Quiere cargar pendiente arriba hasta Igueriben. Una galo-pada de casi cinco kilómetros bajo el fuego de fusiles y cañones. De los segundos solo dos; de los primeros, cinco mil al menos. Un Balaklava espa-ñol. Y su hijo Manuel al lado, pues forma parte de los Regulares a caballo. Si tienen que morir los Silvestre, mejor que padre e hijo caigan juntos.

Los tenientes coroneles Enrique Manera Valdés y Tulio López Ruiz, sus ayudantes, junto con su secretario personal, el comandante Juan Pedro Hernández Olaguibel, se precipitan a calmarle. Le ruegan que no haga una cadetada, que no se mate por nada. No lo consiguen. Silvestre se deshase de ellos y grita. Al mundo y a sí mismo. A España y al ejército. Interviene el coronel Francisco Javier Manella, jefe del Alcántara. No tiene a su regimiento allí, pero está al llegar con Fernando Primo de Rivera a su cabeza, pues todos han pernoctado en Drius, salvo la escolta personal de Silvestre. Mejor dos regimientos que unos pocos escuadrones. El general no atiende a razones. Su hijo Manuel, atormentado, se aparta. Silvestre quiere morir. No puede con tanta vergüenza. Poco a poco tiende a calm-arse, convulso todavía, vencido por su propio furor. Y sin duda fue un error que Silvestre capitulase ante tanta lógica y sensatez.

En aquellos momentos, cuando en Igueriben se muere y en Annual se disponen unos a morir y otros muchos a preparar su equipaje para huir (son los que darán muerte a tantos con su cobardía), esa carga contra la muerte, por lo insensato e incontenible de la misma, hubiera partido en dos las líneas rifeñas y llegado hasta Igueriben. Y Silvestre hubiera muerto. O no. Porque un Silvestre aparecido en plena batalla hubiera adquirido

aspecto de profeta vengador para la idiosincrasia del combatiente rifeño que, de rendirse, siempre ante una leyenda, jamás ante un hombre. Vivo o muerto, que era el fin más probable de Silvestre, su gesto-estandarte puede que hubiese salvado a su ejército. Y no convertido al Izzumar, el día después, 22 de julio, en su matadero y avergonzamiento. Jefes había para mandar ese ejército aún no copado en Annual: Manella el más apropiado; el coronel Morales Mendigutía su mejor segundo.

Silvestre calmado no es tal, sino un cadáver que se agita en los parapetos de Annual. “Muerto” Silvestre en su no morir, Benítez toma el mando. El jefe de Igueriben es el único que manda sobre su mente y a todo el ejército manda pese a lo lejos que está y lo sentenciado a muerte que parece. Silves-tre, autómata por primera vez en su carrera militar, autoriza la salida del convoy. Allá van los que saben que nunca llegarán a su destino. Desde Igueriben los ven vacilar y detenerse, para luego correr todo lo agachados que pueden. Las descargas rifeñas los siluetean, los aturden y matan, los obligan a salir huyendo o a hacerse los muertos. A Silvestre le llegan partes de que el convoy está bloqueado ante el fuego, de que no avanza, de que la gente no puede más. Es preciso volver. Y mejor perder Igueriben antes que perderlo todo. Silvestre, desalentado, atiende las razones (tal vez del coro-nel Morales) y cursa orden a Benítez para que destruya el material y se acoja a las guerrillas más próximas a su posición.

El jefe de Igueriben replica con otra descarga. Es el tiro de gracia para un Silvestre abatido: “Nunca esperé recibir orden de V. E. de evacuar esta posición. Pero cumplimentando lo que en ella me ordena en este momento, como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola la oficialidad que integra esta guarnición, pues consciente de su deber y en cumplimiento de juramento, sabremos morir como mueren los oficiales españoles”. Silvestre querría morirse allí mismo. Pero su momento ha pasado. Y quien lo mata no es un rifeño ni tampoco Benítez, es su desesperación por la suma de errores cometidos desde el 15 de enero, cuando ocupó Annual. Silvestre está tan afectado que asusta a los que le observan. Y le dejan solo. Su dolor impone. Aún tendrá otra oportunidad para matarse no como él hubiese deseado, sí para dotar a su final de hombre militar de un carácter digno. Para ese final definitivo falta menos de un día.

En Igueriben poco hay que destruir, sí mucho que organizar: recuperar armas útiles y municiones, eliminar mensajes cifrados y libros de claves, respetar el heliógrafo, pues aún le queda una orden al comandante que transmitir a Annual, rescatar lo poco que reste de las camillas para hacer muletas para los heridos que aún puedan andar. Los que no puedan mov-erse, quedarán donde yacen. A merced del enemigo, quizás de la rápida compasión del amigo. Metódico hasta el final, Benítez da forma a su tropa, con una vanguardia, el grueso en su centro, donde marcharán los heridos, y una retaguardia. Quedan los flancos y las secciones, muy clareadas sus filas, que defienden el semiderruido parapeto. La mayoría no podrán salvarse, pero ninguno se mueve de su sitio. Se han convertido en hombres-ejército.

La harca vuelve al asalto. A Benítez le quedan unos minutos. Mira al jefe de la artillería, el capitán Federico Paz Orduña, quien le hace una señal de estar listo junto a una de las piezas. El teniente Nougués, no lejos de allí, inclina su cabeza en señal de funeraria complicidad. Serán los últimos en disparar y los primeros en morir junto con los supervivientes del parapeto, que se harán fuertes junto a los cañones. Benítez se vuelve hacia los telegrafistas y les indica la señal que aguardan. El espejo de Igueriben lanza destellos de movilización y sacrificio. El heliografista parece apurado. Cuenta sus pulsares como vidas que se le escapan. Son treinta y un parpadeos de furia y compromiso, de los que seis valen por dos, pues se refieren a otras tantas banderolas artilleras. Disparad para matarnos y que el enemigo muera con nosotros y no se arrogue el triunfo de afirmar que fue él quien nos dio muerte. No hay memoria de parte inmolatorio seme-jante en los ejércitos coloniales, de por sí inmoladores de sus mejores a fuer de ser cerriles sus mandos. Resistir al pésimo gobernante o al general obtuso, repetitivos en sus carencias, he ahí la mayor heroicidad para civiles o militares.

A los que interpretan su heliograma, Benítez les impone el castigo de leerlo dos veces para asimilar su contenido y sentirse sombras de sí mismos cuan-tos tuvieran que cumplir la orden que a todos dicta: “Solo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Con-tadlas. Y al duodécimo disparo fuego sobre nosotros, pues moros y espa-ñoles estaremos envueltos en la posición”. Es el heroísmo medular. Muero por los míos y de su mano, no por mano del enemigo, que no ha podido

conmigo y menos con la gente mía.

El ejército de Benítez va a salir. Su jefe lo ha revistado y es cierto: cojo y renqueante, andrajoso pero retieso, sus integrantes parecen lo que son, una columna de hombres-ejército. Su comandante les habla. No fue arenga la suya, sí confesión, orgullo y agradecimiento. A los que seguían a su lado e intuían que iban a morir; a los que no podían oírle porque muertos yacían; a los que creían factible el salvarse y no lo conseguirían; a los que ya se daban por muertos y sin embargo se salvarían; a los muchos que morirían días y años después por culpa de los errores no de tantos, sí de unos pocos, pero muy equivocados y acobardados estos. No sabemos si Benítez precisó las vestimentas de los estrictamente responsables: levitas de ministros necios, fajines de generales y estrellas de coroneles, algún que otro almi-rante, capitanes en permiso semiperpetuo, intendentes uniformados por sus hurtos, fracs de políticos clientelistas, canotiers de opulentos accionistas mineros, quién sabe si hasta el traje impecable, de afamado sastre inglés, de un monarca adicto a los balnearios no para sanar su cuerpo, sino para buscar amantes de playa y ruleta. Pudieron ser todos o ninguno.

En cuanto a Benítez y los suyos, salieron. De la vida, que no del juicio final, que ganado lo tenían antes de morir. Todos los oficiales menos uno (Luis Casado Escudero, herido y prisionero) murieron. Sus variaciones de muerte oscilaron entre perialzarse sobre su dignidad para que otros pudi-eran salvarse o pegarse un tiro con la tranquilidad que da el saberse muerto antes de apretar el gatillo. Benítez pudo ser de estos últimos, siendo de los primeros en caer. De los que aún podían valerse por sí mismos, una parte murió matando; la otra buscó su salvación en un agónico correr hasta Annual. Treinta y cinco lo consiguieron, pero cuatro murieron entre violentísimos espasmos tras atracarse de agua y comida. Otros dos fueron hechos prisioneros (el teniente Casado y el soldado Luis Rendón Pérez), que sobrevivieron. Treinta y tres fueron los salvados, de los que uno (Casado) fue asesinado en julio de 1936.

Lo cierto es que Benítez, al referirse al lugar de su gesta, que a los allí presentes les pertenecía después de cinco días de furia y sufrimientos, se refirió al sitio de la hazaña como “este corralito que hemos venido a defender”. Hay que ser español y militar para resumir tal epopeya en concepto tan humilde y contenido tan escueto. En el simbolismo de los

hechos probados, que a menudo cuentan mucho más que la realidad vivida, Benítez fue puesto al mando, en Igueriben, no para defender el frente de operaciones, sino para mantener bien alta la frente del Ejército español. Y allí sigue y seguirá, mientras al espolón amarillo no se lo lleve el mar a sus abismos o se funda cuando el cielo impacte contra la tierra que habitamos.

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Benítez y Benítez, Julio (El Burgo, Málaga, 1878 - Igueriben, Rif Central, 1921). Modelo de militares. Sin cumplir los dieciséis años ingresa en la Academia de Infantería y, acogiéndose al denominado “Plan Abreviado” (dos años de estudios), consecuencia de las elevadas pérdidas en oficiales a raíz de la reactivación de las guerras por Cuba y Filipinas, en julio de 1896 sale de Toledo como segundo teniente. Marcha destinado al regimiento Aragón, nº 21, en Lérida. En un sorteo entre la oficialidad, de los habituales en la época, es de aquellos a los que les toca “Cuba”. Sinónimo de riesgo máximo y perviven-cia mínima en el servicio. Embarca en el vapor correo Gran Antilla, buque de poco andar, más transporte de mercancías que de pasajeros, reacio a mantener la proa en su sitio, huidizo y retemblón ante las singladuras atlánticas. Y el 30 de septiembre, tras veintidós días de navegación (seis días más de la duración media de aquellos viajes expedicionarios) avistaba los baluartes del Morro y, detrás de estos, blanca y destellante, parapetada en su confianza de siglos, La Habana. Papeleo de reglamento, ansiosas com-pras de equipo y vestuario, cartas apresuradas a la familia y a primera línea. El 5 de octubre acantonaba en Artemisa, uno de los campamentos fortifica-dos que aseguraban las comunicaciones entre el interior y los vitales puer-tos. Primeros choques con los “mambises” (guerrilleros cubanos), silbido de balas, “ayes” de enemigos o compañeros y súbita fatalidad: picotazo palúdico, incubación rápida, fiebre alta (40 ºC) y decaimiento radical de sus fuerzas. Ingresa en uno de los hospitales de La Habana. Padece altiba-jos de paciente desahuciado y rescatado al límite. El resumen son cinco meses de invalidez (de noviembre de 1896 a marzo de 1897) y una compa-ñera indeseable que le maltratará de por vida: la malaria.

De Cuba vuelve tras cumplir tres años en campaña; recibir un tiro de fusil (rodilla derecha) en las acciones por la Caridad y la Perala (30 de junio de 1898); merecer una cruz del Mérito Militar con distintivo rojo y otra de María Cristina; asistir, sin serle dado intervenir, a la capitulación española; reingresar en un hospital, el de Holguín, de donde sale con su tercera cruz, esa malaria que no le abandona. Allí mismo le entregan un obsequio de la Administración Militar: su billete de embarque para la patria con “cuatro meses de licencia por enfermo”. El diagnóstico mínimo exigible a las “españas” diplomática, monárquica y política, las tres en minúscula. Cruza el Atlántico a la inversa, pero sin sobresaltos. Cosas del azar meteo-

rológico, combinado con el aura protectora del nombre de su transporte, Nuestra Señora de la Salud, el primer teniente Benítez regresa vivo a su casa, pero en modo alguno vuelve sano.

De vuelta a la vida de cuartel, en trece años (hasta mayo de 1912) se los recorre casi todos y de hospitales unos cuantos visita. Resultado del recor-rido: ascenso a capitán (2 de enero de 1905). Resumen de las consultas: convivirá hasta la muerte con su cruel amante, la malaria. La guerra del Kert le llama. Tiroteos intrascendentes (Ishafen, Talusit), el esperado permiso de matrimonio que llega y al altar en la iglesia de La Alameda, en Málaga. Allí se casa (30 de diciembre de 1912) con Nieves Fernández Oja. Del enlace nacerá su única descendencia, Julia. Su carrera militar también tendrá “descendencia”: la estrella de ocho puntas que le conceden (19 de diciembre de 1915). Siguen dos años de cuarteles y hospitales peninsulares. En febrero de 1918, marcha a África otra vez. Llega para quedarse y dar ejemplo. Perpetuo en ambos fines.

En junio de 1921, Benítez es el jefe de una posición perdida de antemano: Sidi Dris. Empeño personal de Silvestre, quien decidió su emplazamiento nada más ocupar Annual, es puesto sin tierra pero ahíto de mar. Desnudo casi siempre. Tan solo algún cañonero de aprovisionamiento, punto minúsculo en el horizonte, vitoreado en cuanto fondea. Trae alimentos y noticias: las cartas, alimento básico de cautivos, que ya tienen preparada su respuesta, porque los remitentes son tan prisioneros como ellos. Zarpa el cañonero-correo y la guarnición enmudece. Quedan a solas con su rutina y mínima identidad en guardia: su rincón es toda su fortuna y patrimonio. Afuera, el vacío y la muerte, incluso allí mismo, siendo precavido centinela. Quienes defienden Sidi Dris son dueños del suelo que pisan; alrededor todo son barrancadas, quebradas y colinas rocosas. Allí anidan los pacos, tiradores mortíferos por lo pacientes que son. Emboscados durante días, nutridos con higos secos, un saquito de almendras y un poco de cecina, más un mucho de furia vengadora contra los invasores de su mundo, no perdonan a quien, en un descuido, les enseña la cabeza o el tronco. No importa a qué distancia esté el descuidado. Hasta seiscientos metros es muerto fijo. De ahí hasta mil metros, puede quedar inválido o igualmente tan muerto como el que cae encontrándose más cerca.

JUAN PANDO DESPIERTO 4

Aquel jueves 1 de junio, los guardianes de Sidi Dris han oído morir, uno tras otro, a los cuatro cañones de Abarrán. El rotundo silencio que sobrevi-ene les avisa de mayores males. De forma instintiva, muchos observan a ese hombre alto, con lentes, bigote corto y hablar pausado pero convincente, que les manda con la mirada y el gesto. No saben que ha prevenido a Silvestre, ni que el general está de acuerdo en proporcionarles apoyo naval porque, caída Abarrán, la posición más amenazada es Sidi Dris. Al oscu-recer del día siguiente, se presenta la harca. Sin artillería. Paqueo de tanteo (para centrar el tiro) y brusco silencio. La harca queda agazapada; la guar-nición espera. A los que todavía dudan, de palabra o pensamiento, les basta asomarse al parapeto que mira al mar para tranquilizarse: ahí está el Laya. Anclas al fondo y tripulación alerta.

Entra la madrugada. Y de repente, paqueo generalizado con arremetida brutal. Los defensores se echan a los parapetos. Descargas cerradas, “vivas” y “mueras”, insultos también, que se devuelven como tiros. La guarnición aguanta. Los atacantes insisten. Las ametralladoras Colt se encasquillan. Abren fuego los cañones que manda el teniente Galán. Los rifeños apun-tan a esos volcánicos fogonazos de salida y aciertan. Galán cae gravemente herido. Momento de vacilación que Benítez aparta con un mensaje movili-zador. Y al Laya pide un oficial y el pelotón de valientes que corresponda. El combate prosigue. Los de Benítez resisten. Y los del Laya, que manda el capitán de corbeta Javier de Salas, cumplen. Acantilados arriba suben dieciséis sombras, su jefe, el alférez de navío Pedro Pérez de Guzmán, en cabeza. Llevan consigo dos ametralladoras de las que funcionan: las Hotchkiss francesas. Las emplazan y disparan. Justo a tiempo. Las filas rifeñas, tronchadas las alambradas, se echan encima. Mueren a seis metros del parapeto. La harca cede y se va. A enterrar a los suyos, que suman vein-tinueve. Más los que fallecerán en sus casas. Los harqueños se juramentan entre sí para volver. Será el 26 de julio. Vencerán y no perdonarán.

La defensa de Sidi Dris salvó a Silvestre de una reprimenda ministerial. Berenguer se sintió aliviado al leer el parte de la acción y no se quejó al ministro Eza. Silvestre se mantenía bien. En la realidad, el mantenedor del frente era Benítez. Y eso se lo reconocieron todos: desde el propio Silvestre a Berenguer felicitan al comandante, que confía en recibir refuerzos y un mejor material, dones de la lógica militar que en el Rif español suelen ser muy mal recibidos, por lo que le son negados sin más. Mientras, un inqui-

eto Silvestre decide instalar otras dos posiciones: Talilit, picacho buitrero próximo a Sidi Dris, e Igueriben, espolón amarillo (por la tonalidad del terreno donde surge), cercano este a Annual. Ambas decisiones pésimas, sin remisión. La segunda resultará mortal para el ejército, la monarquía y la paz nacional.

El domingo 9 de julio termina la fortificación de Igueriben con el asenta-miento de media batería (dos piezas) y el posicionamiento de dos compa-ñías del regimiento Ceriñola nº 42, que manda el comandante Francisco Mingo. Su mejor escudo, una posición alargada coronada por un raquítico arbolado, como asustado ante tanto páramo circundante y hostil, conocida como Loma de los Árboles, es ocupada cada mañana y abandonada a prim-era hora de la tarde, en cuanto vuelven los porteadores con las cubas de agua que han llenado cerca de Annual. Esos “cambios de dueño” acaban en cuanto los rifeños la ocupan una noche y al amanecer muestran el resul-tado a los pasmados españoles: la loma no es tal, sino un dédalo de trinch-eras en zigzag. Otra noche más y las trincheras desaparecen, camufladas bajo densos ramajes y haces de paja. “Hacer la aguada” en Igueriben pasa de rutina a sorteo diario con la muerte. Silvestre decide confiar el mando de Igueriben al defensor de Sidi Dris.

El 13 de julio Benítez toma el mando en Igueriben. Si no le gustaba el emplazamiento desde lejos, una vez dentro es para morderse los puños. Mesetón abierto a los calores y vientos, es un castillo roquero con suelo afín: imposible cavar en piedra tan dura. La opción es levantar un parapeto de pedruscos sujetos por sacos de tierra. Igueriben será posición necesitada de ayuda constante. En agua y artillería. El remate de la indefensión surge cuando Benítez constata que la posición artillada del Izzumar no cubre, con sus fuegos, la posición donde él se encuentra con su gente. Igueriben solo puede recibir apoyo artillero desde Annual, que es flanco, no vanguar-dia. Toda la vertiente a mediodía queda inmune, refugio idóneo para la harca. Benítez sufre instantáneo tormento: renunciar al mando es impo-sible; aconsejar a Silvestre que desmantele Igueriben es lo procedente, porque lugares de suicida defensa sobran en el Rif. Benítez aprecia a Silvestre. Han combatido por la España cubana y allí juntado heridas y pesares. Ahora les separa un muro de números y otro de incoherencias: Benítez manda sobre trescientos hombres; Silvestre sobre los cinco mil de Annual. Y los otros once mil que ha repartido por montes y páramos, pues

los destinos en plaza (Melilla) nada cuentan, contando tanto esas faltas de hombría. Cada uno es responsable de su ejército y, sobre todo, de su manera de mandar. Todo ejército exige buena cabeza y ejemplaridad a sus mandos, no solo coraje y osadía. El valor queda en nada si la altanería lo gobierna.

Benítez decide no protestar, no recomendar ni sugerir, tan solo resistir. Se impone obedecerse a sí mismo. Ser fuerte y ayudar a los demás. Desde su estancia en Sidi Dris, enclavado en zona de paludismo endémico, ha vuelto a luchar contra las cefaleas agudas, ese malestar infinito que le agota y exaspera, pero más le duele el alma. Si se rinde al cansancio por un lado y a la desesperación por otro, el no poder decirle a Silvestre lo que pasa y puede hacerse, su gente morirá. Porque le relevarán. Y el que venga mirará por sí y su futuro, no por sus soldados ni por el bien del ejército. Cabe la posibilidad de resistir y resistir a tal grado que hasta el ejército pierda esa atonía fatal que en esos días lo abate y se convierta en un solo hombre. Y como tal, les rescate. Convencido de su obligación, afirmado en su fe, resuelve permanecer donde está. Hombre y ejército se funden en un único ser.

Igueriben vive sus últimas horas de paz advertida, calma para pensar. Durante el día, el azul cobalto del cielo parece fondo de océano que a todos, españoles y rifeños, pudiera succionar en repentina y poderosa marea. Por la noche, la negritud se convierte en celosía cegadora y mutante. Las estrellas se mueven. O eso parece. Tanta serenidad en esa altísima infinitud y tanta barbarie aquí abajo. Benítez recorre las defensas. La figura del comandante admira y sobrecoge: su cabeza y sus hombros sobre-salen del parapeto. Le van a matar. Porque pacos no faltan. Benítez corre el riesgo. De su talla (1,75 metros, diez centímetros más que la media) hace aguante y enseña. La oscuridad le guarda. El comandante no repite su paseo.

El 17 de julio, el coronel Argüelles, jefe de la circunscripción de Annual, ordena recuperar esa loma de arbolitos convertida en trincherona fusilera. El peso del ataque lo soporta la Policía Indígena, que no aguanta a la fusilería rifeña y se desbanda. Igueriben es posición cercada y atacada a su vez. Asalto rechazado. Al día siguiente se envía un convoy de agua y muni-ciones a Igueriben. Dirige la operación el comandante Juan Romero

Benítez: síntesis de vida y milicia en 31 destellos

López, al que un paco descubre dando órdenes y, apuntado, muerto en el acto es. El convoy entra y con él diecisiete artilleros, la mitad de ellos heridos. Su jefe, el teniente Ernesto Nougués, se da cuenta de que parte de las cargas de cañón han rodado por la pendiente al caer, muertos, acemile-ros y mulos. Sin vacilar, ordena a sus hombres que vayan a por esos proyec-tiles y los suban, a brazo, él también, hasta la posición. Benítez abraza a Nougués. Igueriben se llena de hombres-ejército. La tropa les vitorea. Igueriben es un tornado de ánimos y puños prietos.

Alguien se apercibe entonces de una lástima agravada por inesperada amenaza: los mulos del convoy que han sobrevivido al despeñamiento, refugiados en la pendiente que mira a Levante, rebuznan También necesi-tan agua. El sol los mata. Inviable el acogerlos, impensable el abrevarlos, se les deja donde están, por si con el siguiente convoy pudieran partir. Y se piensa: la noche tal vez los calme. La harca piensa lo contrario y ataca. Segunda embestida rechazada, incluso en las alambradas, con bombas de mano y a bayonetazos, más los cañones de Igueriben, dirigidos por el capitán Paz Orduña, bien secundado por Nougués, que disparan con las espoletas graduadas a cero. La noche prevalece, pero al paqueo no le importa. Sabe dónde disparar, domina los alcances y no hay viento, así que no hay deriva, solo aciertos. Con apuntar a la impavidez blanquecina de las tiendas españolas o los espacios oscuros alrededor de aquellas es seguro hacer carne. El paqueo dura poco. Matar cansa. Al clarear el día, se distinguen mulos muertos y heridos. Los pacos vuelven a su faena. Uno a uno los abaten, luego dejan de dispararles. Los mulos que sobreviven, ensangrentados y perseguidos por nubes de moscas, braman y cocean. La alambrada de Levante resiste unos cuantos golpazos más y, entera, al suelo va. Ya tienen puerta abierta los rifeños. Se telegrafía a Annual lo que ha ocurrido. Y desde allí prometen arreglo: mañana llegará el convoy.

El 19 de julio, de Annual sale otro convoy hacia el espolón amarillo. El agua se terminó al salir el sol. Hay que beber o perecer. Dirige la columna el teniente coronel Núñez de Prado, que manda sobre un millar de hom-bres. Ninguno logra subir hasta Igueriben. Parte de la carga queda despar-ramada por la pista, entre la que se cuentan pérdidas esenciales: cincuenta y tres cubas de agua y ocho latas de petróleo para quemar el ganado muerto. Al día siguiente, bajo la sartén solar, los mulos muertos parecen “moverse”. Y así es, revientan. Sus oleadas pestíferas sofocan a los defen-

sores de Igueriben. El hedor de los animales en descomposición se suma al de los humanos fallecidos. Igueriben huele a muerto, pero no por él, sino por quienes, al no saber cómo evitar su morir, muertos se declaran también. Llega otra oscurecida. La cuarta del asedio. Noche de orines para quienes han sido previsores y pueden dejarlos enfriar bajo el relente rifeño; noche de tortura para quienes ni orinar pueden. En su afán por encontrar algo de frescor y aire limpio de hedores, algunos pretenden enterrarse, cubriéndose con puñaditos de tierra. Igueriben es roca pura en su cima, así que de terrones los justos, pero desgarros todos. Llegado nuevo amanecer, hay conciencia colectiva de morir.

El 20 de julio, el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia, llega a Annual. Consulta opiniones y contrasta pareceres. Unanimidad rotunda: la moral está hundida; las tiendas-hospital, atestadas de heridos y mori-bundos; apenas quedan municiones de cañón y los víveres escasean. Solo hay cantidades relevantes en un lugar de fúnebre acceso: la aguada. Pocos vuelven ilesos de allí. En consecuencia, mejor esperar un día más para que las tropas se repongan de su decaimiento. Navarro se ve impotente. Despa-cha mensajes ópticos a Benítez donde le repite tres conceptos esenciales: “honor”, “resistencia” y “juramento de salvación”. Benítez lee y calla. Ha dicho lo que cree prudente decir. Ha pedido agua para sus hombres y municiones para sus armas. Su alimento reside en la furia y en el fuego. Navarro envía un despacho cifrado a Silvestre, que sigue en Melilla, en el que le expone su “desconfianza de conseguir el objetivo”. Salvar a los de Igueriben, para lo que hacen falta convicciones y municiones. Ambas cosas faltan. Navarro, como fin de su mensaje, previene a su superior: “Espero órdenes para verificar convoy o preparar la evacuación de Igueriben”. No hay respuesta. Navarro sabe que Silvestre va a salir de Melilla. Espera todavía. Nada, silencio en la línea telegráfica. Inquieto por si le ha pasado algo a Silvestre y sabedor de que debe volver a la plaza para hacerse cargo del mando, sale de Annual. Y Manella queda al mando.

Amanece el 21 de julio sobre la hoya de Annual. Con notoria dejadez, los preparativos del convoy arrancan. Considerándolo como lo que era, un funeral por anticipado, los designados para formar parte de su propio entierro pocas ganas tienen de ponerse en marcha hacia Igueriben. En el espolón amarillo, sin agua desde hace tres días, los cuerpos se retuercen para extraer sus últimas gotas de resistencia. Apenas quedan fuerzas para

sobrevivir, sí deseos de acabar de una vez. De tanto en cuando, un trallazo seco, que se lleva una tienda con heridos dentro, esparce restos de hombres que ya estaban muertos o revienta parte del parapeto sin matar a nadie. Artillería rifeña, que antes fuese española. Dos piezas martillean Igueri-ben. Coge altura el sol y, de improviso, conmoción en Annual. Ha llegado Silvestre.

Benítez lo sabe o lo intuye. De ahí su heliograma: “Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros”. No es un bofetón ni un arrebato. Es una orden de fusilamiento. Y el ejecutado es Silvestre. Demudado y desencajado, boqueante, dicen que, enrabietado, ordenó: “¡A formar los escuadrones!”. Quiere cargar pendiente arriba hasta Igueriben. Una galo-pada de casi cinco kilómetros bajo el fuego de fusiles y cañones. De los segundos solo dos; de los primeros, cinco mil al menos. Un Balaklava espa-ñol. Y su hijo Manuel al lado, pues forma parte de los Regulares a caballo. Si tienen que morir los Silvestre, mejor que padre e hijo caigan juntos.

Los tenientes coroneles Enrique Manera Valdés y Tulio López Ruiz, sus ayudantes, junto con su secretario personal, el comandante Juan Pedro Hernández Olaguibel, se precipitan a calmarle. Le ruegan que no haga una cadetada, que no se mate por nada. No lo consiguen. Silvestre se deshase de ellos y grita. Al mundo y a sí mismo. A España y al ejército. Interviene el coronel Francisco Javier Manella, jefe del Alcántara. No tiene a su regimiento allí, pero está al llegar con Fernando Primo de Rivera a su cabeza, pues todos han pernoctado en Drius, salvo la escolta personal de Silvestre. Mejor dos regimientos que unos pocos escuadrones. El general no atiende a razones. Su hijo Manuel, atormentado, se aparta. Silvestre quiere morir. No puede con tanta vergüenza. Poco a poco tiende a calm-arse, convulso todavía, vencido por su propio furor. Y sin duda fue un error que Silvestre capitulase ante tanta lógica y sensatez.

En aquellos momentos, cuando en Igueriben se muere y en Annual se disponen unos a morir y otros muchos a preparar su equipaje para huir (son los que darán muerte a tantos con su cobardía), esa carga contra la muerte, por lo insensato e incontenible de la misma, hubiera partido en dos las líneas rifeñas y llegado hasta Igueriben. Y Silvestre hubiera muerto. O no. Porque un Silvestre aparecido en plena batalla hubiera adquirido

aspecto de profeta vengador para la idiosincrasia del combatiente rifeño que, de rendirse, siempre ante una leyenda, jamás ante un hombre. Vivo o muerto, que era el fin más probable de Silvestre, su gesto-estandarte puede que hubiese salvado a su ejército. Y no convertido al Izzumar, el día después, 22 de julio, en su matadero y avergonzamiento. Jefes había para mandar ese ejército aún no copado en Annual: Manella el más apropiado; el coronel Morales Mendigutía su mejor segundo.

Silvestre calmado no es tal, sino un cadáver que se agita en los parapetos de Annual. “Muerto” Silvestre en su no morir, Benítez toma el mando. El jefe de Igueriben es el único que manda sobre su mente y a todo el ejército manda pese a lo lejos que está y lo sentenciado a muerte que parece. Silves-tre, autómata por primera vez en su carrera militar, autoriza la salida del convoy. Allá van los que saben que nunca llegarán a su destino. Desde Igueriben los ven vacilar y detenerse, para luego correr todo lo agachados que pueden. Las descargas rifeñas los siluetean, los aturden y matan, los obligan a salir huyendo o a hacerse los muertos. A Silvestre le llegan partes de que el convoy está bloqueado ante el fuego, de que no avanza, de que la gente no puede más. Es preciso volver. Y mejor perder Igueriben antes que perderlo todo. Silvestre, desalentado, atiende las razones (tal vez del coro-nel Morales) y cursa orden a Benítez para que destruya el material y se acoja a las guerrillas más próximas a su posición.

El jefe de Igueriben replica con otra descarga. Es el tiro de gracia para un Silvestre abatido: “Nunca esperé recibir orden de V. E. de evacuar esta posición. Pero cumplimentando lo que en ella me ordena en este momento, como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola la oficialidad que integra esta guarnición, pues consciente de su deber y en cumplimiento de juramento, sabremos morir como mueren los oficiales españoles”. Silvestre querría morirse allí mismo. Pero su momento ha pasado. Y quien lo mata no es un rifeño ni tampoco Benítez, es su desesperación por la suma de errores cometidos desde el 15 de enero, cuando ocupó Annual. Silvestre está tan afectado que asusta a los que le observan. Y le dejan solo. Su dolor impone. Aún tendrá otra oportunidad para matarse no como él hubiese deseado, sí para dotar a su final de hombre militar de un carácter digno. Para ese final definitivo falta menos de un día.

En Igueriben poco hay que destruir, sí mucho que organizar: recuperar armas útiles y municiones, eliminar mensajes cifrados y libros de claves, respetar el heliógrafo, pues aún le queda una orden al comandante que transmitir a Annual, rescatar lo poco que reste de las camillas para hacer muletas para los heridos que aún puedan andar. Los que no puedan mov-erse, quedarán donde yacen. A merced del enemigo, quizás de la rápida compasión del amigo. Metódico hasta el final, Benítez da forma a su tropa, con una vanguardia, el grueso en su centro, donde marcharán los heridos, y una retaguardia. Quedan los flancos y las secciones, muy clareadas sus filas, que defienden el semiderruido parapeto. La mayoría no podrán salvarse, pero ninguno se mueve de su sitio. Se han convertido en hombres-ejército.

La harca vuelve al asalto. A Benítez le quedan unos minutos. Mira al jefe de la artillería, el capitán Federico Paz Orduña, quien le hace una señal de estar listo junto a una de las piezas. El teniente Nougués, no lejos de allí, inclina su cabeza en señal de funeraria complicidad. Serán los últimos en disparar y los primeros en morir junto con los supervivientes del parapeto, que se harán fuertes junto a los cañones. Benítez se vuelve hacia los telegrafistas y les indica la señal que aguardan. El espejo de Igueriben lanza destellos de movilización y sacrificio. El heliografista parece apurado. Cuenta sus pulsares como vidas que se le escapan. Son treinta y un parpadeos de furia y compromiso, de los que seis valen por dos, pues se refieren a otras tantas banderolas artilleras. Disparad para matarnos y que el enemigo muera con nosotros y no se arrogue el triunfo de afirmar que fue él quien nos dio muerte. No hay memoria de parte inmolatorio seme-jante en los ejércitos coloniales, de por sí inmoladores de sus mejores a fuer de ser cerriles sus mandos. Resistir al pésimo gobernante o al general obtuso, repetitivos en sus carencias, he ahí la mayor heroicidad para civiles o militares.

A los que interpretan su heliograma, Benítez les impone el castigo de leerlo dos veces para asimilar su contenido y sentirse sombras de sí mismos cuan-tos tuvieran que cumplir la orden que a todos dicta: “Solo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Con-tadlas. Y al duodécimo disparo fuego sobre nosotros, pues moros y espa-ñoles estaremos envueltos en la posición”. Es el heroísmo medular. Muero por los míos y de su mano, no por mano del enemigo, que no ha podido

conmigo y menos con la gente mía.

El ejército de Benítez va a salir. Su jefe lo ha revistado y es cierto: cojo y renqueante, andrajoso pero retieso, sus integrantes parecen lo que son, una columna de hombres-ejército. Su comandante les habla. No fue arenga la suya, sí confesión, orgullo y agradecimiento. A los que seguían a su lado e intuían que iban a morir; a los que no podían oírle porque muertos yacían; a los que creían factible el salvarse y no lo conseguirían; a los que ya se daban por muertos y sin embargo se salvarían; a los muchos que morirían días y años después por culpa de los errores no de tantos, sí de unos pocos, pero muy equivocados y acobardados estos. No sabemos si Benítez precisó las vestimentas de los estrictamente responsables: levitas de ministros necios, fajines de generales y estrellas de coroneles, algún que otro almi-rante, capitanes en permiso semiperpetuo, intendentes uniformados por sus hurtos, fracs de políticos clientelistas, canotiers de opulentos accionistas mineros, quién sabe si hasta el traje impecable, de afamado sastre inglés, de un monarca adicto a los balnearios no para sanar su cuerpo, sino para buscar amantes de playa y ruleta. Pudieron ser todos o ninguno.

En cuanto a Benítez y los suyos, salieron. De la vida, que no del juicio final, que ganado lo tenían antes de morir. Todos los oficiales menos uno (Luis Casado Escudero, herido y prisionero) murieron. Sus variaciones de muerte oscilaron entre perialzarse sobre su dignidad para que otros pudi-eran salvarse o pegarse un tiro con la tranquilidad que da el saberse muerto antes de apretar el gatillo. Benítez pudo ser de estos últimos, siendo de los primeros en caer. De los que aún podían valerse por sí mismos, una parte murió matando; la otra buscó su salvación en un agónico correr hasta Annual. Treinta y cinco lo consiguieron, pero cuatro murieron entre violentísimos espasmos tras atracarse de agua y comida. Otros dos fueron hechos prisioneros (el teniente Casado y el soldado Luis Rendón Pérez), que sobrevivieron. Treinta y tres fueron los salvados, de los que uno (Casado) fue asesinado en julio de 1936.

Lo cierto es que Benítez, al referirse al lugar de su gesta, que a los allí presentes les pertenecía después de cinco días de furia y sufrimientos, se refirió al sitio de la hazaña como “este corralito que hemos venido a defender”. Hay que ser español y militar para resumir tal epopeya en concepto tan humilde y contenido tan escueto. En el simbolismo de los

hechos probados, que a menudo cuentan mucho más que la realidad vivida, Benítez fue puesto al mando, en Igueriben, no para defender el frente de operaciones, sino para mantener bien alta la frente del Ejército español. Y allí sigue y seguirá, mientras al espolón amarillo no se lo lleve el mar a sus abismos o se funda cuando el cielo impacte contra la tierra que habitamos.

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Benítez y Benítez, Julio (El Burgo, Málaga, 1878 - Igueriben, Rif Central, 1921). Modelo de militares. Sin cumplir los dieciséis años ingresa en la Academia de Infantería y, acogiéndose al denominado “Plan Abreviado” (dos años de estudios), consecuencia de las elevadas pérdidas en oficiales a raíz de la reactivación de las guerras por Cuba y Filipinas, en julio de 1896 sale de Toledo como segundo teniente. Marcha destinado al regimiento Aragón, nº 21, en Lérida. En un sorteo entre la oficialidad, de los habituales en la época, es de aquellos a los que les toca “Cuba”. Sinónimo de riesgo máximo y perviven-cia mínima en el servicio. Embarca en el vapor correo Gran Antilla, buque de poco andar, más transporte de mercancías que de pasajeros, reacio a mantener la proa en su sitio, huidizo y retemblón ante las singladuras atlánticas. Y el 30 de septiembre, tras veintidós días de navegación (seis días más de la duración media de aquellos viajes expedicionarios) avistaba los baluartes del Morro y, detrás de estos, blanca y destellante, parapetada en su confianza de siglos, La Habana. Papeleo de reglamento, ansiosas com-pras de equipo y vestuario, cartas apresuradas a la familia y a primera línea. El 5 de octubre acantonaba en Artemisa, uno de los campamentos fortifica-dos que aseguraban las comunicaciones entre el interior y los vitales puer-tos. Primeros choques con los “mambises” (guerrilleros cubanos), silbido de balas, “ayes” de enemigos o compañeros y súbita fatalidad: picotazo palúdico, incubación rápida, fiebre alta (40 ºC) y decaimiento radical de sus fuerzas. Ingresa en uno de los hospitales de La Habana. Padece altiba-jos de paciente desahuciado y rescatado al límite. El resumen son cinco meses de invalidez (de noviembre de 1896 a marzo de 1897) y una compa-ñera indeseable que le maltratará de por vida: la malaria.

De Cuba vuelve tras cumplir tres años en campaña; recibir un tiro de fusil (rodilla derecha) en las acciones por la Caridad y la Perala (30 de junio de 1898); merecer una cruz del Mérito Militar con distintivo rojo y otra de María Cristina; asistir, sin serle dado intervenir, a la capitulación española; reingresar en un hospital, el de Holguín, de donde sale con su tercera cruz, esa malaria que no le abandona. Allí mismo le entregan un obsequio de la Administración Militar: su billete de embarque para la patria con “cuatro meses de licencia por enfermo”. El diagnóstico mínimo exigible a las “españas” diplomática, monárquica y política, las tres en minúscula. Cruza el Atlántico a la inversa, pero sin sobresaltos. Cosas del azar meteo-

rológico, combinado con el aura protectora del nombre de su transporte, Nuestra Señora de la Salud, el primer teniente Benítez regresa vivo a su casa, pero en modo alguno vuelve sano.

De vuelta a la vida de cuartel, en trece años (hasta mayo de 1912) se los recorre casi todos y de hospitales unos cuantos visita. Resultado del recor-rido: ascenso a capitán (2 de enero de 1905). Resumen de las consultas: convivirá hasta la muerte con su cruel amante, la malaria. La guerra del Kert le llama. Tiroteos intrascendentes (Ishafen, Talusit), el esperado permiso de matrimonio que llega y al altar en la iglesia de La Alameda, en Málaga. Allí se casa (30 de diciembre de 1912) con Nieves Fernández Oja. Del enlace nacerá su única descendencia, Julia. Su carrera militar también tendrá “descendencia”: la estrella de ocho puntas que le conceden (19 de diciembre de 1915). Siguen dos años de cuarteles y hospitales peninsulares. En febrero de 1918, marcha a África otra vez. Llega para quedarse y dar ejemplo. Perpetuo en ambos fines.

En junio de 1921, Benítez es el jefe de una posición perdida de antemano: Sidi Dris. Empeño personal de Silvestre, quien decidió su emplazamiento nada más ocupar Annual, es puesto sin tierra pero ahíto de mar. Desnudo casi siempre. Tan solo algún cañonero de aprovisionamiento, punto minúsculo en el horizonte, vitoreado en cuanto fondea. Trae alimentos y noticias: las cartas, alimento básico de cautivos, que ya tienen preparada su respuesta, porque los remitentes son tan prisioneros como ellos. Zarpa el cañonero-correo y la guarnición enmudece. Quedan a solas con su rutina y mínima identidad en guardia: su rincón es toda su fortuna y patrimonio. Afuera, el vacío y la muerte, incluso allí mismo, siendo precavido centinela. Quienes defienden Sidi Dris son dueños del suelo que pisan; alrededor todo son barrancadas, quebradas y colinas rocosas. Allí anidan los pacos, tiradores mortíferos por lo pacientes que son. Emboscados durante días, nutridos con higos secos, un saquito de almendras y un poco de cecina, más un mucho de furia vengadora contra los invasores de su mundo, no perdonan a quien, en un descuido, les enseña la cabeza o el tronco. No importa a qué distancia esté el descuidado. Hasta seiscientos metros es muerto fijo. De ahí hasta mil metros, puede quedar inválido o igualmente tan muerto como el que cae encontrándose más cerca.

Aquel jueves 1 de junio, los guardianes de Sidi Dris han oído morir, uno tras otro, a los cuatro cañones de Abarrán. El rotundo silencio que sobrevi-ene les avisa de mayores males. De forma instintiva, muchos observan a ese hombre alto, con lentes, bigote corto y hablar pausado pero convincente, que les manda con la mirada y el gesto. No saben que ha prevenido a Silvestre, ni que el general está de acuerdo en proporcionarles apoyo naval porque, caída Abarrán, la posición más amenazada es Sidi Dris. Al oscu-recer del día siguiente, se presenta la harca. Sin artillería. Paqueo de tanteo (para centrar el tiro) y brusco silencio. La harca queda agazapada; la guar-nición espera. A los que todavía dudan, de palabra o pensamiento, les basta asomarse al parapeto que mira al mar para tranquilizarse: ahí está el Laya. Anclas al fondo y tripulación alerta.

Entra la madrugada. Y de repente, paqueo generalizado con arremetida brutal. Los defensores se echan a los parapetos. Descargas cerradas, “vivas” y “mueras”, insultos también, que se devuelven como tiros. La guarnición aguanta. Los atacantes insisten. Las ametralladoras Colt se encasquillan. Abren fuego los cañones que manda el teniente Galán. Los rifeños apun-tan a esos volcánicos fogonazos de salida y aciertan. Galán cae gravemente herido. Momento de vacilación que Benítez aparta con un mensaje movili-zador. Y al Laya pide un oficial y el pelotón de valientes que corresponda. El combate prosigue. Los de Benítez resisten. Y los del Laya, que manda el capitán de corbeta Javier de Salas, cumplen. Acantilados arriba suben dieciséis sombras, su jefe, el alférez de navío Pedro Pérez de Guzmán, en cabeza. Llevan consigo dos ametralladoras de las que funcionan: las Hotchkiss francesas. Las emplazan y disparan. Justo a tiempo. Las filas rifeñas, tronchadas las alambradas, se echan encima. Mueren a seis metros del parapeto. La harca cede y se va. A enterrar a los suyos, que suman vein-tinueve. Más los que fallecerán en sus casas. Los harqueños se juramentan entre sí para volver. Será el 26 de julio. Vencerán y no perdonarán.

La defensa de Sidi Dris salvó a Silvestre de una reprimenda ministerial. Berenguer se sintió aliviado al leer el parte de la acción y no se quejó al ministro Eza. Silvestre se mantenía bien. En la realidad, el mantenedor del frente era Benítez. Y eso se lo reconocieron todos: desde el propio Silvestre a Berenguer felicitan al comandante, que confía en recibir refuerzos y un mejor material, dones de la lógica militar que en el Rif español suelen ser muy mal recibidos, por lo que le son negados sin más. Mientras, un inqui-

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eto Silvestre decide instalar otras dos posiciones: Talilit, picacho buitrero próximo a Sidi Dris, e Igueriben, espolón amarillo (por la tonalidad del terreno donde surge), cercano este a Annual. Ambas decisiones pésimas, sin remisión. La segunda resultará mortal para el ejército, la monarquía y la paz nacional.

El domingo 9 de julio termina la fortificación de Igueriben con el asenta-miento de media batería (dos piezas) y el posicionamiento de dos compa-ñías del regimiento Ceriñola nº 42, que manda el comandante Francisco Mingo. Su mejor escudo, una posición alargada coronada por un raquítico arbolado, como asustado ante tanto páramo circundante y hostil, conocida como Loma de los Árboles, es ocupada cada mañana y abandonada a prim-era hora de la tarde, en cuanto vuelven los porteadores con las cubas de agua que han llenado cerca de Annual. Esos “cambios de dueño” acaban en cuanto los rifeños la ocupan una noche y al amanecer muestran el resul-tado a los pasmados españoles: la loma no es tal, sino un dédalo de trinch-eras en zigzag. Otra noche más y las trincheras desaparecen, camufladas bajo densos ramajes y haces de paja. “Hacer la aguada” en Igueriben pasa de rutina a sorteo diario con la muerte. Silvestre decide confiar el mando de Igueriben al defensor de Sidi Dris.

El 13 de julio Benítez toma el mando en Igueriben. Si no le gustaba el emplazamiento desde lejos, una vez dentro es para morderse los puños. Mesetón abierto a los calores y vientos, es un castillo roquero con suelo afín: imposible cavar en piedra tan dura. La opción es levantar un parapeto de pedruscos sujetos por sacos de tierra. Igueriben será posición necesitada de ayuda constante. En agua y artillería. El remate de la indefensión surge cuando Benítez constata que la posición artillada del Izzumar no cubre, con sus fuegos, la posición donde él se encuentra con su gente. Igueriben solo puede recibir apoyo artillero desde Annual, que es flanco, no vanguar-dia. Toda la vertiente a mediodía queda inmune, refugio idóneo para la harca. Benítez sufre instantáneo tormento: renunciar al mando es impo-sible; aconsejar a Silvestre que desmantele Igueriben es lo procedente, porque lugares de suicida defensa sobran en el Rif. Benítez aprecia a Silvestre. Han combatido por la España cubana y allí juntado heridas y pesares. Ahora les separa un muro de números y otro de incoherencias: Benítez manda sobre trescientos hombres; Silvestre sobre los cinco mil de Annual. Y los otros once mil que ha repartido por montes y páramos, pues

los destinos en plaza (Melilla) nada cuentan, contando tanto esas faltas de hombría. Cada uno es responsable de su ejército y, sobre todo, de su manera de mandar. Todo ejército exige buena cabeza y ejemplaridad a sus mandos, no solo coraje y osadía. El valor queda en nada si la altanería lo gobierna.

Benítez decide no protestar, no recomendar ni sugerir, tan solo resistir. Se impone obedecerse a sí mismo. Ser fuerte y ayudar a los demás. Desde su estancia en Sidi Dris, enclavado en zona de paludismo endémico, ha vuelto a luchar contra las cefaleas agudas, ese malestar infinito que le agota y exaspera, pero más le duele el alma. Si se rinde al cansancio por un lado y a la desesperación por otro, el no poder decirle a Silvestre lo que pasa y puede hacerse, su gente morirá. Porque le relevarán. Y el que venga mirará por sí y su futuro, no por sus soldados ni por el bien del ejército. Cabe la posibilidad de resistir y resistir a tal grado que hasta el ejército pierda esa atonía fatal que en esos días lo abate y se convierta en un solo hombre. Y como tal, les rescate. Convencido de su obligación, afirmado en su fe, resuelve permanecer donde está. Hombre y ejército se funden en un único ser.

Igueriben vive sus últimas horas de paz advertida, calma para pensar. Durante el día, el azul cobalto del cielo parece fondo de océano que a todos, españoles y rifeños, pudiera succionar en repentina y poderosa marea. Por la noche, la negritud se convierte en celosía cegadora y mutante. Las estrellas se mueven. O eso parece. Tanta serenidad en esa altísima infinitud y tanta barbarie aquí abajo. Benítez recorre las defensas. La figura del comandante admira y sobrecoge: su cabeza y sus hombros sobre-salen del parapeto. Le van a matar. Porque pacos no faltan. Benítez corre el riesgo. De su talla (1,75 metros, diez centímetros más que la media) hace aguante y enseña. La oscuridad le guarda. El comandante no repite su paseo.

El 17 de julio, el coronel Argüelles, jefe de la circunscripción de Annual, ordena recuperar esa loma de arbolitos convertida en trincherona fusilera. El peso del ataque lo soporta la Policía Indígena, que no aguanta a la fusilería rifeña y se desbanda. Igueriben es posición cercada y atacada a su vez. Asalto rechazado. Al día siguiente se envía un convoy de agua y muni-ciones a Igueriben. Dirige la operación el comandante Juan Romero

Benítez: síntesis de vida y milicia en 31 destellos

López, al que un paco descubre dando órdenes y, apuntado, muerto en el acto es. El convoy entra y con él diecisiete artilleros, la mitad de ellos heridos. Su jefe, el teniente Ernesto Nougués, se da cuenta de que parte de las cargas de cañón han rodado por la pendiente al caer, muertos, acemile-ros y mulos. Sin vacilar, ordena a sus hombres que vayan a por esos proyec-tiles y los suban, a brazo, él también, hasta la posición. Benítez abraza a Nougués. Igueriben se llena de hombres-ejército. La tropa les vitorea. Igueriben es un tornado de ánimos y puños prietos.

Alguien se apercibe entonces de una lástima agravada por inesperada amenaza: los mulos del convoy que han sobrevivido al despeñamiento, refugiados en la pendiente que mira a Levante, rebuznan También necesi-tan agua. El sol los mata. Inviable el acogerlos, impensable el abrevarlos, se les deja donde están, por si con el siguiente convoy pudieran partir. Y se piensa: la noche tal vez los calme. La harca piensa lo contrario y ataca. Segunda embestida rechazada, incluso en las alambradas, con bombas de mano y a bayonetazos, más los cañones de Igueriben, dirigidos por el capitán Paz Orduña, bien secundado por Nougués, que disparan con las espoletas graduadas a cero. La noche prevalece, pero al paqueo no le importa. Sabe dónde disparar, domina los alcances y no hay viento, así que no hay deriva, solo aciertos. Con apuntar a la impavidez blanquecina de las tiendas españolas o los espacios oscuros alrededor de aquellas es seguro hacer carne. El paqueo dura poco. Matar cansa. Al clarear el día, se distinguen mulos muertos y heridos. Los pacos vuelven a su faena. Uno a uno los abaten, luego dejan de dispararles. Los mulos que sobreviven, ensangrentados y perseguidos por nubes de moscas, braman y cocean. La alambrada de Levante resiste unos cuantos golpazos más y, entera, al suelo va. Ya tienen puerta abierta los rifeños. Se telegrafía a Annual lo que ha ocurrido. Y desde allí prometen arreglo: mañana llegará el convoy.

El 19 de julio, de Annual sale otro convoy hacia el espolón amarillo. El agua se terminó al salir el sol. Hay que beber o perecer. Dirige la columna el teniente coronel Núñez de Prado, que manda sobre un millar de hom-bres. Ninguno logra subir hasta Igueriben. Parte de la carga queda despar-ramada por la pista, entre la que se cuentan pérdidas esenciales: cincuenta y tres cubas de agua y ocho latas de petróleo para quemar el ganado muerto. Al día siguiente, bajo la sartén solar, los mulos muertos parecen “moverse”. Y así es, revientan. Sus oleadas pestíferas sofocan a los defen-

sores de Igueriben. El hedor de los animales en descomposición se suma al de los humanos fallecidos. Igueriben huele a muerto, pero no por él, sino por quienes, al no saber cómo evitar su morir, muertos se declaran también. Llega otra oscurecida. La cuarta del asedio. Noche de orines para quienes han sido previsores y pueden dejarlos enfriar bajo el relente rifeño; noche de tortura para quienes ni orinar pueden. En su afán por encontrar algo de frescor y aire limpio de hedores, algunos pretenden enterrarse, cubriéndose con puñaditos de tierra. Igueriben es roca pura en su cima, así que de terrones los justos, pero desgarros todos. Llegado nuevo amanecer, hay conciencia colectiva de morir.

El 20 de julio, el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia, llega a Annual. Consulta opiniones y contrasta pareceres. Unanimidad rotunda: la moral está hundida; las tiendas-hospital, atestadas de heridos y mori-bundos; apenas quedan municiones de cañón y los víveres escasean. Solo hay cantidades relevantes en un lugar de fúnebre acceso: la aguada. Pocos vuelven ilesos de allí. En consecuencia, mejor esperar un día más para que las tropas se repongan de su decaimiento. Navarro se ve impotente. Despa-cha mensajes ópticos a Benítez donde le repite tres conceptos esenciales: “honor”, “resistencia” y “juramento de salvación”. Benítez lee y calla. Ha dicho lo que cree prudente decir. Ha pedido agua para sus hombres y municiones para sus armas. Su alimento reside en la furia y en el fuego. Navarro envía un despacho cifrado a Silvestre, que sigue en Melilla, en el que le expone su “desconfianza de conseguir el objetivo”. Salvar a los de Igueriben, para lo que hacen falta convicciones y municiones. Ambas cosas faltan. Navarro, como fin de su mensaje, previene a su superior: “Espero órdenes para verificar convoy o preparar la evacuación de Igueriben”. No hay respuesta. Navarro sabe que Silvestre va a salir de Melilla. Espera todavía. Nada, silencio en la línea telegráfica. Inquieto por si le ha pasado algo a Silvestre y sabedor de que debe volver a la plaza para hacerse cargo del mando, sale de Annual. Y Manella queda al mando.

Amanece el 21 de julio sobre la hoya de Annual. Con notoria dejadez, los preparativos del convoy arrancan. Considerándolo como lo que era, un funeral por anticipado, los designados para formar parte de su propio entierro pocas ganas tienen de ponerse en marcha hacia Igueriben. En el espolón amarillo, sin agua desde hace tres días, los cuerpos se retuercen para extraer sus últimas gotas de resistencia. Apenas quedan fuerzas para

sobrevivir, sí deseos de acabar de una vez. De tanto en cuando, un trallazo seco, que se lleva una tienda con heridos dentro, esparce restos de hombres que ya estaban muertos o revienta parte del parapeto sin matar a nadie. Artillería rifeña, que antes fuese española. Dos piezas martillean Igueri-ben. Coge altura el sol y, de improviso, conmoción en Annual. Ha llegado Silvestre.

Benítez lo sabe o lo intuye. De ahí su heliograma: “Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros”. No es un bofetón ni un arrebato. Es una orden de fusilamiento. Y el ejecutado es Silvestre. Demudado y desencajado, boqueante, dicen que, enrabietado, ordenó: “¡A formar los escuadrones!”. Quiere cargar pendiente arriba hasta Igueriben. Una galo-pada de casi cinco kilómetros bajo el fuego de fusiles y cañones. De los segundos solo dos; de los primeros, cinco mil al menos. Un Balaklava espa-ñol. Y su hijo Manuel al lado, pues forma parte de los Regulares a caballo. Si tienen que morir los Silvestre, mejor que padre e hijo caigan juntos.

Los tenientes coroneles Enrique Manera Valdés y Tulio López Ruiz, sus ayudantes, junto con su secretario personal, el comandante Juan Pedro Hernández Olaguibel, se precipitan a calmarle. Le ruegan que no haga una cadetada, que no se mate por nada. No lo consiguen. Silvestre se deshase de ellos y grita. Al mundo y a sí mismo. A España y al ejército. Interviene el coronel Francisco Javier Manella, jefe del Alcántara. No tiene a su regimiento allí, pero está al llegar con Fernando Primo de Rivera a su cabeza, pues todos han pernoctado en Drius, salvo la escolta personal de Silvestre. Mejor dos regimientos que unos pocos escuadrones. El general no atiende a razones. Su hijo Manuel, atormentado, se aparta. Silvestre quiere morir. No puede con tanta vergüenza. Poco a poco tiende a calm-arse, convulso todavía, vencido por su propio furor. Y sin duda fue un error que Silvestre capitulase ante tanta lógica y sensatez.

En aquellos momentos, cuando en Igueriben se muere y en Annual se disponen unos a morir y otros muchos a preparar su equipaje para huir (son los que darán muerte a tantos con su cobardía), esa carga contra la muerte, por lo insensato e incontenible de la misma, hubiera partido en dos las líneas rifeñas y llegado hasta Igueriben. Y Silvestre hubiera muerto. O no. Porque un Silvestre aparecido en plena batalla hubiera adquirido

aspecto de profeta vengador para la idiosincrasia del combatiente rifeño que, de rendirse, siempre ante una leyenda, jamás ante un hombre. Vivo o muerto, que era el fin más probable de Silvestre, su gesto-estandarte puede que hubiese salvado a su ejército. Y no convertido al Izzumar, el día después, 22 de julio, en su matadero y avergonzamiento. Jefes había para mandar ese ejército aún no copado en Annual: Manella el más apropiado; el coronel Morales Mendigutía su mejor segundo.

Silvestre calmado no es tal, sino un cadáver que se agita en los parapetos de Annual. “Muerto” Silvestre en su no morir, Benítez toma el mando. El jefe de Igueriben es el único que manda sobre su mente y a todo el ejército manda pese a lo lejos que está y lo sentenciado a muerte que parece. Silves-tre, autómata por primera vez en su carrera militar, autoriza la salida del convoy. Allá van los que saben que nunca llegarán a su destino. Desde Igueriben los ven vacilar y detenerse, para luego correr todo lo agachados que pueden. Las descargas rifeñas los siluetean, los aturden y matan, los obligan a salir huyendo o a hacerse los muertos. A Silvestre le llegan partes de que el convoy está bloqueado ante el fuego, de que no avanza, de que la gente no puede más. Es preciso volver. Y mejor perder Igueriben antes que perderlo todo. Silvestre, desalentado, atiende las razones (tal vez del coro-nel Morales) y cursa orden a Benítez para que destruya el material y se acoja a las guerrillas más próximas a su posición.

El jefe de Igueriben replica con otra descarga. Es el tiro de gracia para un Silvestre abatido: “Nunca esperé recibir orden de V. E. de evacuar esta posición. Pero cumplimentando lo que en ella me ordena en este momento, como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola la oficialidad que integra esta guarnición, pues consciente de su deber y en cumplimiento de juramento, sabremos morir como mueren los oficiales españoles”. Silvestre querría morirse allí mismo. Pero su momento ha pasado. Y quien lo mata no es un rifeño ni tampoco Benítez, es su desesperación por la suma de errores cometidos desde el 15 de enero, cuando ocupó Annual. Silvestre está tan afectado que asusta a los que le observan. Y le dejan solo. Su dolor impone. Aún tendrá otra oportunidad para matarse no como él hubiese deseado, sí para dotar a su final de hombre militar de un carácter digno. Para ese final definitivo falta menos de un día.

En Igueriben poco hay que destruir, sí mucho que organizar: recuperar armas útiles y municiones, eliminar mensajes cifrados y libros de claves, respetar el heliógrafo, pues aún le queda una orden al comandante que transmitir a Annual, rescatar lo poco que reste de las camillas para hacer muletas para los heridos que aún puedan andar. Los que no puedan mov-erse, quedarán donde yacen. A merced del enemigo, quizás de la rápida compasión del amigo. Metódico hasta el final, Benítez da forma a su tropa, con una vanguardia, el grueso en su centro, donde marcharán los heridos, y una retaguardia. Quedan los flancos y las secciones, muy clareadas sus filas, que defienden el semiderruido parapeto. La mayoría no podrán salvarse, pero ninguno se mueve de su sitio. Se han convertido en hombres-ejército.

La harca vuelve al asalto. A Benítez le quedan unos minutos. Mira al jefe de la artillería, el capitán Federico Paz Orduña, quien le hace una señal de estar listo junto a una de las piezas. El teniente Nougués, no lejos de allí, inclina su cabeza en señal de funeraria complicidad. Serán los últimos en disparar y los primeros en morir junto con los supervivientes del parapeto, que se harán fuertes junto a los cañones. Benítez se vuelve hacia los telegrafistas y les indica la señal que aguardan. El espejo de Igueriben lanza destellos de movilización y sacrificio. El heliografista parece apurado. Cuenta sus pulsares como vidas que se le escapan. Son treinta y un parpadeos de furia y compromiso, de los que seis valen por dos, pues se refieren a otras tantas banderolas artilleras. Disparad para matarnos y que el enemigo muera con nosotros y no se arrogue el triunfo de afirmar que fue él quien nos dio muerte. No hay memoria de parte inmolatorio seme-jante en los ejércitos coloniales, de por sí inmoladores de sus mejores a fuer de ser cerriles sus mandos. Resistir al pésimo gobernante o al general obtuso, repetitivos en sus carencias, he ahí la mayor heroicidad para civiles o militares.

A los que interpretan su heliograma, Benítez les impone el castigo de leerlo dos veces para asimilar su contenido y sentirse sombras de sí mismos cuan-tos tuvieran que cumplir la orden que a todos dicta: “Solo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Con-tadlas. Y al duodécimo disparo fuego sobre nosotros, pues moros y espa-ñoles estaremos envueltos en la posición”. Es el heroísmo medular. Muero por los míos y de su mano, no por mano del enemigo, que no ha podido

conmigo y menos con la gente mía.

El ejército de Benítez va a salir. Su jefe lo ha revistado y es cierto: cojo y renqueante, andrajoso pero retieso, sus integrantes parecen lo que son, una columna de hombres-ejército. Su comandante les habla. No fue arenga la suya, sí confesión, orgullo y agradecimiento. A los que seguían a su lado e intuían que iban a morir; a los que no podían oírle porque muertos yacían; a los que creían factible el salvarse y no lo conseguirían; a los que ya se daban por muertos y sin embargo se salvarían; a los muchos que morirían días y años después por culpa de los errores no de tantos, sí de unos pocos, pero muy equivocados y acobardados estos. No sabemos si Benítez precisó las vestimentas de los estrictamente responsables: levitas de ministros necios, fajines de generales y estrellas de coroneles, algún que otro almi-rante, capitanes en permiso semiperpetuo, intendentes uniformados por sus hurtos, fracs de políticos clientelistas, canotiers de opulentos accionistas mineros, quién sabe si hasta el traje impecable, de afamado sastre inglés, de un monarca adicto a los balnearios no para sanar su cuerpo, sino para buscar amantes de playa y ruleta. Pudieron ser todos o ninguno.

En cuanto a Benítez y los suyos, salieron. De la vida, que no del juicio final, que ganado lo tenían antes de morir. Todos los oficiales menos uno (Luis Casado Escudero, herido y prisionero) murieron. Sus variaciones de muerte oscilaron entre perialzarse sobre su dignidad para que otros pudi-eran salvarse o pegarse un tiro con la tranquilidad que da el saberse muerto antes de apretar el gatillo. Benítez pudo ser de estos últimos, siendo de los primeros en caer. De los que aún podían valerse por sí mismos, una parte murió matando; la otra buscó su salvación en un agónico correr hasta Annual. Treinta y cinco lo consiguieron, pero cuatro murieron entre violentísimos espasmos tras atracarse de agua y comida. Otros dos fueron hechos prisioneros (el teniente Casado y el soldado Luis Rendón Pérez), que sobrevivieron. Treinta y tres fueron los salvados, de los que uno (Casado) fue asesinado en julio de 1936.

Lo cierto es que Benítez, al referirse al lugar de su gesta, que a los allí presentes les pertenecía después de cinco días de furia y sufrimientos, se refirió al sitio de la hazaña como “este corralito que hemos venido a defender”. Hay que ser español y militar para resumir tal epopeya en concepto tan humilde y contenido tan escueto. En el simbolismo de los

hechos probados, que a menudo cuentan mucho más que la realidad vivida, Benítez fue puesto al mando, en Igueriben, no para defender el frente de operaciones, sino para mantener bien alta la frente del Ejército español. Y allí sigue y seguirá, mientras al espolón amarillo no se lo lleve el mar a sus abismos o se funda cuando el cielo impacte contra la tierra que habitamos.

Page 6: A Rafael Martínez-Simancas Igueribenista que hizo … · Benítez: síntesis de vida y milicia en 31 destellos Juan Pando Despier to A Rafael Martínez-Simancas Igueribenista que

Benítez y Benítez, Julio (El Burgo, Málaga, 1878 - Igueriben, Rif Central, 1921). Modelo de militares. Sin cumplir los dieciséis años ingresa en la Academia de Infantería y, acogiéndose al denominado “Plan Abreviado” (dos años de estudios), consecuencia de las elevadas pérdidas en oficiales a raíz de la reactivación de las guerras por Cuba y Filipinas, en julio de 1896 sale de Toledo como segundo teniente. Marcha destinado al regimiento Aragón, nº 21, en Lérida. En un sorteo entre la oficialidad, de los habituales en la época, es de aquellos a los que les toca “Cuba”. Sinónimo de riesgo máximo y perviven-cia mínima en el servicio. Embarca en el vapor correo Gran Antilla, buque de poco andar, más transporte de mercancías que de pasajeros, reacio a mantener la proa en su sitio, huidizo y retemblón ante las singladuras atlánticas. Y el 30 de septiembre, tras veintidós días de navegación (seis días más de la duración media de aquellos viajes expedicionarios) avistaba los baluartes del Morro y, detrás de estos, blanca y destellante, parapetada en su confianza de siglos, La Habana. Papeleo de reglamento, ansiosas com-pras de equipo y vestuario, cartas apresuradas a la familia y a primera línea. El 5 de octubre acantonaba en Artemisa, uno de los campamentos fortifica-dos que aseguraban las comunicaciones entre el interior y los vitales puer-tos. Primeros choques con los “mambises” (guerrilleros cubanos), silbido de balas, “ayes” de enemigos o compañeros y súbita fatalidad: picotazo palúdico, incubación rápida, fiebre alta (40 ºC) y decaimiento radical de sus fuerzas. Ingresa en uno de los hospitales de La Habana. Padece altiba-jos de paciente desahuciado y rescatado al límite. El resumen son cinco meses de invalidez (de noviembre de 1896 a marzo de 1897) y una compa-ñera indeseable que le maltratará de por vida: la malaria.

De Cuba vuelve tras cumplir tres años en campaña; recibir un tiro de fusil (rodilla derecha) en las acciones por la Caridad y la Perala (30 de junio de 1898); merecer una cruz del Mérito Militar con distintivo rojo y otra de María Cristina; asistir, sin serle dado intervenir, a la capitulación española; reingresar en un hospital, el de Holguín, de donde sale con su tercera cruz, esa malaria que no le abandona. Allí mismo le entregan un obsequio de la Administración Militar: su billete de embarque para la patria con “cuatro meses de licencia por enfermo”. El diagnóstico mínimo exigible a las “españas” diplomática, monárquica y política, las tres en minúscula. Cruza el Atlántico a la inversa, pero sin sobresaltos. Cosas del azar meteo-

rológico, combinado con el aura protectora del nombre de su transporte, Nuestra Señora de la Salud, el primer teniente Benítez regresa vivo a su casa, pero en modo alguno vuelve sano.

De vuelta a la vida de cuartel, en trece años (hasta mayo de 1912) se los recorre casi todos y de hospitales unos cuantos visita. Resultado del recor-rido: ascenso a capitán (2 de enero de 1905). Resumen de las consultas: convivirá hasta la muerte con su cruel amante, la malaria. La guerra del Kert le llama. Tiroteos intrascendentes (Ishafen, Talusit), el esperado permiso de matrimonio que llega y al altar en la iglesia de La Alameda, en Málaga. Allí se casa (30 de diciembre de 1912) con Nieves Fernández Oja. Del enlace nacerá su única descendencia, Julia. Su carrera militar también tendrá “descendencia”: la estrella de ocho puntas que le conceden (19 de diciembre de 1915). Siguen dos años de cuarteles y hospitales peninsulares. En febrero de 1918, marcha a África otra vez. Llega para quedarse y dar ejemplo. Perpetuo en ambos fines.

En junio de 1921, Benítez es el jefe de una posición perdida de antemano: Sidi Dris. Empeño personal de Silvestre, quien decidió su emplazamiento nada más ocupar Annual, es puesto sin tierra pero ahíto de mar. Desnudo casi siempre. Tan solo algún cañonero de aprovisionamiento, punto minúsculo en el horizonte, vitoreado en cuanto fondea. Trae alimentos y noticias: las cartas, alimento básico de cautivos, que ya tienen preparada su respuesta, porque los remitentes son tan prisioneros como ellos. Zarpa el cañonero-correo y la guarnición enmudece. Quedan a solas con su rutina y mínima identidad en guardia: su rincón es toda su fortuna y patrimonio. Afuera, el vacío y la muerte, incluso allí mismo, siendo precavido centinela. Quienes defienden Sidi Dris son dueños del suelo que pisan; alrededor todo son barrancadas, quebradas y colinas rocosas. Allí anidan los pacos, tiradores mortíferos por lo pacientes que son. Emboscados durante días, nutridos con higos secos, un saquito de almendras y un poco de cecina, más un mucho de furia vengadora contra los invasores de su mundo, no perdonan a quien, en un descuido, les enseña la cabeza o el tronco. No importa a qué distancia esté el descuidado. Hasta seiscientos metros es muerto fijo. De ahí hasta mil metros, puede quedar inválido o igualmente tan muerto como el que cae encontrándose más cerca.

Aquel jueves 1 de junio, los guardianes de Sidi Dris han oído morir, uno tras otro, a los cuatro cañones de Abarrán. El rotundo silencio que sobrevi-ene les avisa de mayores males. De forma instintiva, muchos observan a ese hombre alto, con lentes, bigote corto y hablar pausado pero convincente, que les manda con la mirada y el gesto. No saben que ha prevenido a Silvestre, ni que el general está de acuerdo en proporcionarles apoyo naval porque, caída Abarrán, la posición más amenazada es Sidi Dris. Al oscu-recer del día siguiente, se presenta la harca. Sin artillería. Paqueo de tanteo (para centrar el tiro) y brusco silencio. La harca queda agazapada; la guar-nición espera. A los que todavía dudan, de palabra o pensamiento, les basta asomarse al parapeto que mira al mar para tranquilizarse: ahí está el Laya. Anclas al fondo y tripulación alerta.

Entra la madrugada. Y de repente, paqueo generalizado con arremetida brutal. Los defensores se echan a los parapetos. Descargas cerradas, “vivas” y “mueras”, insultos también, que se devuelven como tiros. La guarnición aguanta. Los atacantes insisten. Las ametralladoras Colt se encasquillan. Abren fuego los cañones que manda el teniente Galán. Los rifeños apun-tan a esos volcánicos fogonazos de salida y aciertan. Galán cae gravemente herido. Momento de vacilación que Benítez aparta con un mensaje movili-zador. Y al Laya pide un oficial y el pelotón de valientes que corresponda. El combate prosigue. Los de Benítez resisten. Y los del Laya, que manda el capitán de corbeta Javier de Salas, cumplen. Acantilados arriba suben dieciséis sombras, su jefe, el alférez de navío Pedro Pérez de Guzmán, en cabeza. Llevan consigo dos ametralladoras de las que funcionan: las Hotchkiss francesas. Las emplazan y disparan. Justo a tiempo. Las filas rifeñas, tronchadas las alambradas, se echan encima. Mueren a seis metros del parapeto. La harca cede y se va. A enterrar a los suyos, que suman vein-tinueve. Más los que fallecerán en sus casas. Los harqueños se juramentan entre sí para volver. Será el 26 de julio. Vencerán y no perdonarán.

La defensa de Sidi Dris salvó a Silvestre de una reprimenda ministerial. Berenguer se sintió aliviado al leer el parte de la acción y no se quejó al ministro Eza. Silvestre se mantenía bien. En la realidad, el mantenedor del frente era Benítez. Y eso se lo reconocieron todos: desde el propio Silvestre a Berenguer felicitan al comandante, que confía en recibir refuerzos y un mejor material, dones de la lógica militar que en el Rif español suelen ser muy mal recibidos, por lo que le son negados sin más. Mientras, un inqui-

eto Silvestre decide instalar otras dos posiciones: Talilit, picacho buitrero próximo a Sidi Dris, e Igueriben, espolón amarillo (por la tonalidad del terreno donde surge), cercano este a Annual. Ambas decisiones pésimas, sin remisión. La segunda resultará mortal para el ejército, la monarquía y la paz nacional.

El domingo 9 de julio termina la fortificación de Igueriben con el asenta-miento de media batería (dos piezas) y el posicionamiento de dos compa-ñías del regimiento Ceriñola nº 42, que manda el comandante Francisco Mingo. Su mejor escudo, una posición alargada coronada por un raquítico arbolado, como asustado ante tanto páramo circundante y hostil, conocida como Loma de los Árboles, es ocupada cada mañana y abandonada a prim-era hora de la tarde, en cuanto vuelven los porteadores con las cubas de agua que han llenado cerca de Annual. Esos “cambios de dueño” acaban en cuanto los rifeños la ocupan una noche y al amanecer muestran el resul-tado a los pasmados españoles: la loma no es tal, sino un dédalo de trinch-eras en zigzag. Otra noche más y las trincheras desaparecen, camufladas bajo densos ramajes y haces de paja. “Hacer la aguada” en Igueriben pasa de rutina a sorteo diario con la muerte. Silvestre decide confiar el mando de Igueriben al defensor de Sidi Dris.

El 13 de julio Benítez toma el mando en Igueriben. Si no le gustaba el emplazamiento desde lejos, una vez dentro es para morderse los puños. Mesetón abierto a los calores y vientos, es un castillo roquero con suelo afín: imposible cavar en piedra tan dura. La opción es levantar un parapeto de pedruscos sujetos por sacos de tierra. Igueriben será posición necesitada de ayuda constante. En agua y artillería. El remate de la indefensión surge cuando Benítez constata que la posición artillada del Izzumar no cubre, con sus fuegos, la posición donde él se encuentra con su gente. Igueriben solo puede recibir apoyo artillero desde Annual, que es flanco, no vanguar-dia. Toda la vertiente a mediodía queda inmune, refugio idóneo para la harca. Benítez sufre instantáneo tormento: renunciar al mando es impo-sible; aconsejar a Silvestre que desmantele Igueriben es lo procedente, porque lugares de suicida defensa sobran en el Rif. Benítez aprecia a Silvestre. Han combatido por la España cubana y allí juntado heridas y pesares. Ahora les separa un muro de números y otro de incoherencias: Benítez manda sobre trescientos hombres; Silvestre sobre los cinco mil de Annual. Y los otros once mil que ha repartido por montes y páramos, pues

JUAN PANDO DESPIERTO 6

los destinos en plaza (Melilla) nada cuentan, contando tanto esas faltas de hombría. Cada uno es responsable de su ejército y, sobre todo, de su manera de mandar. Todo ejército exige buena cabeza y ejemplaridad a sus mandos, no solo coraje y osadía. El valor queda en nada si la altanería lo gobierna.

Benítez decide no protestar, no recomendar ni sugerir, tan solo resistir. Se impone obedecerse a sí mismo. Ser fuerte y ayudar a los demás. Desde su estancia en Sidi Dris, enclavado en zona de paludismo endémico, ha vuelto a luchar contra las cefaleas agudas, ese malestar infinito que le agota y exaspera, pero más le duele el alma. Si se rinde al cansancio por un lado y a la desesperación por otro, el no poder decirle a Silvestre lo que pasa y puede hacerse, su gente morirá. Porque le relevarán. Y el que venga mirará por sí y su futuro, no por sus soldados ni por el bien del ejército. Cabe la posibilidad de resistir y resistir a tal grado que hasta el ejército pierda esa atonía fatal que en esos días lo abate y se convierta en un solo hombre. Y como tal, les rescate. Convencido de su obligación, afirmado en su fe, resuelve permanecer donde está. Hombre y ejército se funden en un único ser.

Igueriben vive sus últimas horas de paz advertida, calma para pensar. Durante el día, el azul cobalto del cielo parece fondo de océano que a todos, españoles y rifeños, pudiera succionar en repentina y poderosa marea. Por la noche, la negritud se convierte en celosía cegadora y mutante. Las estrellas se mueven. O eso parece. Tanta serenidad en esa altísima infinitud y tanta barbarie aquí abajo. Benítez recorre las defensas. La figura del comandante admira y sobrecoge: su cabeza y sus hombros sobre-salen del parapeto. Le van a matar. Porque pacos no faltan. Benítez corre el riesgo. De su talla (1,75 metros, diez centímetros más que la media) hace aguante y enseña. La oscuridad le guarda. El comandante no repite su paseo.

El 17 de julio, el coronel Argüelles, jefe de la circunscripción de Annual, ordena recuperar esa loma de arbolitos convertida en trincherona fusilera. El peso del ataque lo soporta la Policía Indígena, que no aguanta a la fusilería rifeña y se desbanda. Igueriben es posición cercada y atacada a su vez. Asalto rechazado. Al día siguiente se envía un convoy de agua y muni-ciones a Igueriben. Dirige la operación el comandante Juan Romero

Benítez: síntesis de vida y milicia en 31 destellos

López, al que un paco descubre dando órdenes y, apuntado, muerto en el acto es. El convoy entra y con él diecisiete artilleros, la mitad de ellos heridos. Su jefe, el teniente Ernesto Nougués, se da cuenta de que parte de las cargas de cañón han rodado por la pendiente al caer, muertos, acemile-ros y mulos. Sin vacilar, ordena a sus hombres que vayan a por esos proyec-tiles y los suban, a brazo, él también, hasta la posición. Benítez abraza a Nougués. Igueriben se llena de hombres-ejército. La tropa les vitorea. Igueriben es un tornado de ánimos y puños prietos.

Alguien se apercibe entonces de una lástima agravada por inesperada amenaza: los mulos del convoy que han sobrevivido al despeñamiento, refugiados en la pendiente que mira a Levante, rebuznan También necesi-tan agua. El sol los mata. Inviable el acogerlos, impensable el abrevarlos, se les deja donde están, por si con el siguiente convoy pudieran partir. Y se piensa: la noche tal vez los calme. La harca piensa lo contrario y ataca. Segunda embestida rechazada, incluso en las alambradas, con bombas de mano y a bayonetazos, más los cañones de Igueriben, dirigidos por el capitán Paz Orduña, bien secundado por Nougués, que disparan con las espoletas graduadas a cero. La noche prevalece, pero al paqueo no le importa. Sabe dónde disparar, domina los alcances y no hay viento, así que no hay deriva, solo aciertos. Con apuntar a la impavidez blanquecina de las tiendas españolas o los espacios oscuros alrededor de aquellas es seguro hacer carne. El paqueo dura poco. Matar cansa. Al clarear el día, se distinguen mulos muertos y heridos. Los pacos vuelven a su faena. Uno a uno los abaten, luego dejan de dispararles. Los mulos que sobreviven, ensangrentados y perseguidos por nubes de moscas, braman y cocean. La alambrada de Levante resiste unos cuantos golpazos más y, entera, al suelo va. Ya tienen puerta abierta los rifeños. Se telegrafía a Annual lo que ha ocurrido. Y desde allí prometen arreglo: mañana llegará el convoy.

El 19 de julio, de Annual sale otro convoy hacia el espolón amarillo. El agua se terminó al salir el sol. Hay que beber o perecer. Dirige la columna el teniente coronel Núñez de Prado, que manda sobre un millar de hom-bres. Ninguno logra subir hasta Igueriben. Parte de la carga queda despar-ramada por la pista, entre la que se cuentan pérdidas esenciales: cincuenta y tres cubas de agua y ocho latas de petróleo para quemar el ganado muerto. Al día siguiente, bajo la sartén solar, los mulos muertos parecen “moverse”. Y así es, revientan. Sus oleadas pestíferas sofocan a los defen-

sores de Igueriben. El hedor de los animales en descomposición se suma al de los humanos fallecidos. Igueriben huele a muerto, pero no por él, sino por quienes, al no saber cómo evitar su morir, muertos se declaran también. Llega otra oscurecida. La cuarta del asedio. Noche de orines para quienes han sido previsores y pueden dejarlos enfriar bajo el relente rifeño; noche de tortura para quienes ni orinar pueden. En su afán por encontrar algo de frescor y aire limpio de hedores, algunos pretenden enterrarse, cubriéndose con puñaditos de tierra. Igueriben es roca pura en su cima, así que de terrones los justos, pero desgarros todos. Llegado nuevo amanecer, hay conciencia colectiva de morir.

El 20 de julio, el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia, llega a Annual. Consulta opiniones y contrasta pareceres. Unanimidad rotunda: la moral está hundida; las tiendas-hospital, atestadas de heridos y mori-bundos; apenas quedan municiones de cañón y los víveres escasean. Solo hay cantidades relevantes en un lugar de fúnebre acceso: la aguada. Pocos vuelven ilesos de allí. En consecuencia, mejor esperar un día más para que las tropas se repongan de su decaimiento. Navarro se ve impotente. Despa-cha mensajes ópticos a Benítez donde le repite tres conceptos esenciales: “honor”, “resistencia” y “juramento de salvación”. Benítez lee y calla. Ha dicho lo que cree prudente decir. Ha pedido agua para sus hombres y municiones para sus armas. Su alimento reside en la furia y en el fuego. Navarro envía un despacho cifrado a Silvestre, que sigue en Melilla, en el que le expone su “desconfianza de conseguir el objetivo”. Salvar a los de Igueriben, para lo que hacen falta convicciones y municiones. Ambas cosas faltan. Navarro, como fin de su mensaje, previene a su superior: “Espero órdenes para verificar convoy o preparar la evacuación de Igueriben”. No hay respuesta. Navarro sabe que Silvestre va a salir de Melilla. Espera todavía. Nada, silencio en la línea telegráfica. Inquieto por si le ha pasado algo a Silvestre y sabedor de que debe volver a la plaza para hacerse cargo del mando, sale de Annual. Y Manella queda al mando.

Amanece el 21 de julio sobre la hoya de Annual. Con notoria dejadez, los preparativos del convoy arrancan. Considerándolo como lo que era, un funeral por anticipado, los designados para formar parte de su propio entierro pocas ganas tienen de ponerse en marcha hacia Igueriben. En el espolón amarillo, sin agua desde hace tres días, los cuerpos se retuercen para extraer sus últimas gotas de resistencia. Apenas quedan fuerzas para

sobrevivir, sí deseos de acabar de una vez. De tanto en cuando, un trallazo seco, que se lleva una tienda con heridos dentro, esparce restos de hombres que ya estaban muertos o revienta parte del parapeto sin matar a nadie. Artillería rifeña, que antes fuese española. Dos piezas martillean Igueri-ben. Coge altura el sol y, de improviso, conmoción en Annual. Ha llegado Silvestre.

Benítez lo sabe o lo intuye. De ahí su heliograma: “Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros”. No es un bofetón ni un arrebato. Es una orden de fusilamiento. Y el ejecutado es Silvestre. Demudado y desencajado, boqueante, dicen que, enrabietado, ordenó: “¡A formar los escuadrones!”. Quiere cargar pendiente arriba hasta Igueriben. Una galo-pada de casi cinco kilómetros bajo el fuego de fusiles y cañones. De los segundos solo dos; de los primeros, cinco mil al menos. Un Balaklava espa-ñol. Y su hijo Manuel al lado, pues forma parte de los Regulares a caballo. Si tienen que morir los Silvestre, mejor que padre e hijo caigan juntos.

Los tenientes coroneles Enrique Manera Valdés y Tulio López Ruiz, sus ayudantes, junto con su secretario personal, el comandante Juan Pedro Hernández Olaguibel, se precipitan a calmarle. Le ruegan que no haga una cadetada, que no se mate por nada. No lo consiguen. Silvestre se deshase de ellos y grita. Al mundo y a sí mismo. A España y al ejército. Interviene el coronel Francisco Javier Manella, jefe del Alcántara. No tiene a su regimiento allí, pero está al llegar con Fernando Primo de Rivera a su cabeza, pues todos han pernoctado en Drius, salvo la escolta personal de Silvestre. Mejor dos regimientos que unos pocos escuadrones. El general no atiende a razones. Su hijo Manuel, atormentado, se aparta. Silvestre quiere morir. No puede con tanta vergüenza. Poco a poco tiende a calm-arse, convulso todavía, vencido por su propio furor. Y sin duda fue un error que Silvestre capitulase ante tanta lógica y sensatez.

En aquellos momentos, cuando en Igueriben se muere y en Annual se disponen unos a morir y otros muchos a preparar su equipaje para huir (son los que darán muerte a tantos con su cobardía), esa carga contra la muerte, por lo insensato e incontenible de la misma, hubiera partido en dos las líneas rifeñas y llegado hasta Igueriben. Y Silvestre hubiera muerto. O no. Porque un Silvestre aparecido en plena batalla hubiera adquirido

aspecto de profeta vengador para la idiosincrasia del combatiente rifeño que, de rendirse, siempre ante una leyenda, jamás ante un hombre. Vivo o muerto, que era el fin más probable de Silvestre, su gesto-estandarte puede que hubiese salvado a su ejército. Y no convertido al Izzumar, el día después, 22 de julio, en su matadero y avergonzamiento. Jefes había para mandar ese ejército aún no copado en Annual: Manella el más apropiado; el coronel Morales Mendigutía su mejor segundo.

Silvestre calmado no es tal, sino un cadáver que se agita en los parapetos de Annual. “Muerto” Silvestre en su no morir, Benítez toma el mando. El jefe de Igueriben es el único que manda sobre su mente y a todo el ejército manda pese a lo lejos que está y lo sentenciado a muerte que parece. Silves-tre, autómata por primera vez en su carrera militar, autoriza la salida del convoy. Allá van los que saben que nunca llegarán a su destino. Desde Igueriben los ven vacilar y detenerse, para luego correr todo lo agachados que pueden. Las descargas rifeñas los siluetean, los aturden y matan, los obligan a salir huyendo o a hacerse los muertos. A Silvestre le llegan partes de que el convoy está bloqueado ante el fuego, de que no avanza, de que la gente no puede más. Es preciso volver. Y mejor perder Igueriben antes que perderlo todo. Silvestre, desalentado, atiende las razones (tal vez del coro-nel Morales) y cursa orden a Benítez para que destruya el material y se acoja a las guerrillas más próximas a su posición.

El jefe de Igueriben replica con otra descarga. Es el tiro de gracia para un Silvestre abatido: “Nunca esperé recibir orden de V. E. de evacuar esta posición. Pero cumplimentando lo que en ella me ordena en este momento, como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola la oficialidad que integra esta guarnición, pues consciente de su deber y en cumplimiento de juramento, sabremos morir como mueren los oficiales españoles”. Silvestre querría morirse allí mismo. Pero su momento ha pasado. Y quien lo mata no es un rifeño ni tampoco Benítez, es su desesperación por la suma de errores cometidos desde el 15 de enero, cuando ocupó Annual. Silvestre está tan afectado que asusta a los que le observan. Y le dejan solo. Su dolor impone. Aún tendrá otra oportunidad para matarse no como él hubiese deseado, sí para dotar a su final de hombre militar de un carácter digno. Para ese final definitivo falta menos de un día.

En Igueriben poco hay que destruir, sí mucho que organizar: recuperar armas útiles y municiones, eliminar mensajes cifrados y libros de claves, respetar el heliógrafo, pues aún le queda una orden al comandante que transmitir a Annual, rescatar lo poco que reste de las camillas para hacer muletas para los heridos que aún puedan andar. Los que no puedan mov-erse, quedarán donde yacen. A merced del enemigo, quizás de la rápida compasión del amigo. Metódico hasta el final, Benítez da forma a su tropa, con una vanguardia, el grueso en su centro, donde marcharán los heridos, y una retaguardia. Quedan los flancos y las secciones, muy clareadas sus filas, que defienden el semiderruido parapeto. La mayoría no podrán salvarse, pero ninguno se mueve de su sitio. Se han convertido en hombres-ejército.

La harca vuelve al asalto. A Benítez le quedan unos minutos. Mira al jefe de la artillería, el capitán Federico Paz Orduña, quien le hace una señal de estar listo junto a una de las piezas. El teniente Nougués, no lejos de allí, inclina su cabeza en señal de funeraria complicidad. Serán los últimos en disparar y los primeros en morir junto con los supervivientes del parapeto, que se harán fuertes junto a los cañones. Benítez se vuelve hacia los telegrafistas y les indica la señal que aguardan. El espejo de Igueriben lanza destellos de movilización y sacrificio. El heliografista parece apurado. Cuenta sus pulsares como vidas que se le escapan. Son treinta y un parpadeos de furia y compromiso, de los que seis valen por dos, pues se refieren a otras tantas banderolas artilleras. Disparad para matarnos y que el enemigo muera con nosotros y no se arrogue el triunfo de afirmar que fue él quien nos dio muerte. No hay memoria de parte inmolatorio seme-jante en los ejércitos coloniales, de por sí inmoladores de sus mejores a fuer de ser cerriles sus mandos. Resistir al pésimo gobernante o al general obtuso, repetitivos en sus carencias, he ahí la mayor heroicidad para civiles o militares.

A los que interpretan su heliograma, Benítez les impone el castigo de leerlo dos veces para asimilar su contenido y sentirse sombras de sí mismos cuan-tos tuvieran que cumplir la orden que a todos dicta: “Solo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Con-tadlas. Y al duodécimo disparo fuego sobre nosotros, pues moros y espa-ñoles estaremos envueltos en la posición”. Es el heroísmo medular. Muero por los míos y de su mano, no por mano del enemigo, que no ha podido

conmigo y menos con la gente mía.

El ejército de Benítez va a salir. Su jefe lo ha revistado y es cierto: cojo y renqueante, andrajoso pero retieso, sus integrantes parecen lo que son, una columna de hombres-ejército. Su comandante les habla. No fue arenga la suya, sí confesión, orgullo y agradecimiento. A los que seguían a su lado e intuían que iban a morir; a los que no podían oírle porque muertos yacían; a los que creían factible el salvarse y no lo conseguirían; a los que ya se daban por muertos y sin embargo se salvarían; a los muchos que morirían días y años después por culpa de los errores no de tantos, sí de unos pocos, pero muy equivocados y acobardados estos. No sabemos si Benítez precisó las vestimentas de los estrictamente responsables: levitas de ministros necios, fajines de generales y estrellas de coroneles, algún que otro almi-rante, capitanes en permiso semiperpetuo, intendentes uniformados por sus hurtos, fracs de políticos clientelistas, canotiers de opulentos accionistas mineros, quién sabe si hasta el traje impecable, de afamado sastre inglés, de un monarca adicto a los balnearios no para sanar su cuerpo, sino para buscar amantes de playa y ruleta. Pudieron ser todos o ninguno.

En cuanto a Benítez y los suyos, salieron. De la vida, que no del juicio final, que ganado lo tenían antes de morir. Todos los oficiales menos uno (Luis Casado Escudero, herido y prisionero) murieron. Sus variaciones de muerte oscilaron entre perialzarse sobre su dignidad para que otros pudi-eran salvarse o pegarse un tiro con la tranquilidad que da el saberse muerto antes de apretar el gatillo. Benítez pudo ser de estos últimos, siendo de los primeros en caer. De los que aún podían valerse por sí mismos, una parte murió matando; la otra buscó su salvación en un agónico correr hasta Annual. Treinta y cinco lo consiguieron, pero cuatro murieron entre violentísimos espasmos tras atracarse de agua y comida. Otros dos fueron hechos prisioneros (el teniente Casado y el soldado Luis Rendón Pérez), que sobrevivieron. Treinta y tres fueron los salvados, de los que uno (Casado) fue asesinado en julio de 1936.

Lo cierto es que Benítez, al referirse al lugar de su gesta, que a los allí presentes les pertenecía después de cinco días de furia y sufrimientos, se refirió al sitio de la hazaña como “este corralito que hemos venido a defender”. Hay que ser español y militar para resumir tal epopeya en concepto tan humilde y contenido tan escueto. En el simbolismo de los

hechos probados, que a menudo cuentan mucho más que la realidad vivida, Benítez fue puesto al mando, en Igueriben, no para defender el frente de operaciones, sino para mantener bien alta la frente del Ejército español. Y allí sigue y seguirá, mientras al espolón amarillo no se lo lleve el mar a sus abismos o se funda cuando el cielo impacte contra la tierra que habitamos.

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Benítez y Benítez, Julio (El Burgo, Málaga, 1878 - Igueriben, Rif Central, 1921). Modelo de militares. Sin cumplir los dieciséis años ingresa en la Academia de Infantería y, acogiéndose al denominado “Plan Abreviado” (dos años de estudios), consecuencia de las elevadas pérdidas en oficiales a raíz de la reactivación de las guerras por Cuba y Filipinas, en julio de 1896 sale de Toledo como segundo teniente. Marcha destinado al regimiento Aragón, nº 21, en Lérida. En un sorteo entre la oficialidad, de los habituales en la época, es de aquellos a los que les toca “Cuba”. Sinónimo de riesgo máximo y perviven-cia mínima en el servicio. Embarca en el vapor correo Gran Antilla, buque de poco andar, más transporte de mercancías que de pasajeros, reacio a mantener la proa en su sitio, huidizo y retemblón ante las singladuras atlánticas. Y el 30 de septiembre, tras veintidós días de navegación (seis días más de la duración media de aquellos viajes expedicionarios) avistaba los baluartes del Morro y, detrás de estos, blanca y destellante, parapetada en su confianza de siglos, La Habana. Papeleo de reglamento, ansiosas com-pras de equipo y vestuario, cartas apresuradas a la familia y a primera línea. El 5 de octubre acantonaba en Artemisa, uno de los campamentos fortifica-dos que aseguraban las comunicaciones entre el interior y los vitales puer-tos. Primeros choques con los “mambises” (guerrilleros cubanos), silbido de balas, “ayes” de enemigos o compañeros y súbita fatalidad: picotazo palúdico, incubación rápida, fiebre alta (40 ºC) y decaimiento radical de sus fuerzas. Ingresa en uno de los hospitales de La Habana. Padece altiba-jos de paciente desahuciado y rescatado al límite. El resumen son cinco meses de invalidez (de noviembre de 1896 a marzo de 1897) y una compa-ñera indeseable que le maltratará de por vida: la malaria.

De Cuba vuelve tras cumplir tres años en campaña; recibir un tiro de fusil (rodilla derecha) en las acciones por la Caridad y la Perala (30 de junio de 1898); merecer una cruz del Mérito Militar con distintivo rojo y otra de María Cristina; asistir, sin serle dado intervenir, a la capitulación española; reingresar en un hospital, el de Holguín, de donde sale con su tercera cruz, esa malaria que no le abandona. Allí mismo le entregan un obsequio de la Administración Militar: su billete de embarque para la patria con “cuatro meses de licencia por enfermo”. El diagnóstico mínimo exigible a las “españas” diplomática, monárquica y política, las tres en minúscula. Cruza el Atlántico a la inversa, pero sin sobresaltos. Cosas del azar meteo-

rológico, combinado con el aura protectora del nombre de su transporte, Nuestra Señora de la Salud, el primer teniente Benítez regresa vivo a su casa, pero en modo alguno vuelve sano.

De vuelta a la vida de cuartel, en trece años (hasta mayo de 1912) se los recorre casi todos y de hospitales unos cuantos visita. Resultado del recor-rido: ascenso a capitán (2 de enero de 1905). Resumen de las consultas: convivirá hasta la muerte con su cruel amante, la malaria. La guerra del Kert le llama. Tiroteos intrascendentes (Ishafen, Talusit), el esperado permiso de matrimonio que llega y al altar en la iglesia de La Alameda, en Málaga. Allí se casa (30 de diciembre de 1912) con Nieves Fernández Oja. Del enlace nacerá su única descendencia, Julia. Su carrera militar también tendrá “descendencia”: la estrella de ocho puntas que le conceden (19 de diciembre de 1915). Siguen dos años de cuarteles y hospitales peninsulares. En febrero de 1918, marcha a África otra vez. Llega para quedarse y dar ejemplo. Perpetuo en ambos fines.

En junio de 1921, Benítez es el jefe de una posición perdida de antemano: Sidi Dris. Empeño personal de Silvestre, quien decidió su emplazamiento nada más ocupar Annual, es puesto sin tierra pero ahíto de mar. Desnudo casi siempre. Tan solo algún cañonero de aprovisionamiento, punto minúsculo en el horizonte, vitoreado en cuanto fondea. Trae alimentos y noticias: las cartas, alimento básico de cautivos, que ya tienen preparada su respuesta, porque los remitentes son tan prisioneros como ellos. Zarpa el cañonero-correo y la guarnición enmudece. Quedan a solas con su rutina y mínima identidad en guardia: su rincón es toda su fortuna y patrimonio. Afuera, el vacío y la muerte, incluso allí mismo, siendo precavido centinela. Quienes defienden Sidi Dris son dueños del suelo que pisan; alrededor todo son barrancadas, quebradas y colinas rocosas. Allí anidan los pacos, tiradores mortíferos por lo pacientes que son. Emboscados durante días, nutridos con higos secos, un saquito de almendras y un poco de cecina, más un mucho de furia vengadora contra los invasores de su mundo, no perdonan a quien, en un descuido, les enseña la cabeza o el tronco. No importa a qué distancia esté el descuidado. Hasta seiscientos metros es muerto fijo. De ahí hasta mil metros, puede quedar inválido o igualmente tan muerto como el que cae encontrándose más cerca.

Aquel jueves 1 de junio, los guardianes de Sidi Dris han oído morir, uno tras otro, a los cuatro cañones de Abarrán. El rotundo silencio que sobrevi-ene les avisa de mayores males. De forma instintiva, muchos observan a ese hombre alto, con lentes, bigote corto y hablar pausado pero convincente, que les manda con la mirada y el gesto. No saben que ha prevenido a Silvestre, ni que el general está de acuerdo en proporcionarles apoyo naval porque, caída Abarrán, la posición más amenazada es Sidi Dris. Al oscu-recer del día siguiente, se presenta la harca. Sin artillería. Paqueo de tanteo (para centrar el tiro) y brusco silencio. La harca queda agazapada; la guar-nición espera. A los que todavía dudan, de palabra o pensamiento, les basta asomarse al parapeto que mira al mar para tranquilizarse: ahí está el Laya. Anclas al fondo y tripulación alerta.

Entra la madrugada. Y de repente, paqueo generalizado con arremetida brutal. Los defensores se echan a los parapetos. Descargas cerradas, “vivas” y “mueras”, insultos también, que se devuelven como tiros. La guarnición aguanta. Los atacantes insisten. Las ametralladoras Colt se encasquillan. Abren fuego los cañones que manda el teniente Galán. Los rifeños apun-tan a esos volcánicos fogonazos de salida y aciertan. Galán cae gravemente herido. Momento de vacilación que Benítez aparta con un mensaje movili-zador. Y al Laya pide un oficial y el pelotón de valientes que corresponda. El combate prosigue. Los de Benítez resisten. Y los del Laya, que manda el capitán de corbeta Javier de Salas, cumplen. Acantilados arriba suben dieciséis sombras, su jefe, el alférez de navío Pedro Pérez de Guzmán, en cabeza. Llevan consigo dos ametralladoras de las que funcionan: las Hotchkiss francesas. Las emplazan y disparan. Justo a tiempo. Las filas rifeñas, tronchadas las alambradas, se echan encima. Mueren a seis metros del parapeto. La harca cede y se va. A enterrar a los suyos, que suman vein-tinueve. Más los que fallecerán en sus casas. Los harqueños se juramentan entre sí para volver. Será el 26 de julio. Vencerán y no perdonarán.

La defensa de Sidi Dris salvó a Silvestre de una reprimenda ministerial. Berenguer se sintió aliviado al leer el parte de la acción y no se quejó al ministro Eza. Silvestre se mantenía bien. En la realidad, el mantenedor del frente era Benítez. Y eso se lo reconocieron todos: desde el propio Silvestre a Berenguer felicitan al comandante, que confía en recibir refuerzos y un mejor material, dones de la lógica militar que en el Rif español suelen ser muy mal recibidos, por lo que le son negados sin más. Mientras, un inqui-

eto Silvestre decide instalar otras dos posiciones: Talilit, picacho buitrero próximo a Sidi Dris, e Igueriben, espolón amarillo (por la tonalidad del terreno donde surge), cercano este a Annual. Ambas decisiones pésimas, sin remisión. La segunda resultará mortal para el ejército, la monarquía y la paz nacional.

El domingo 9 de julio termina la fortificación de Igueriben con el asenta-miento de media batería (dos piezas) y el posicionamiento de dos compa-ñías del regimiento Ceriñola nº 42, que manda el comandante Francisco Mingo. Su mejor escudo, una posición alargada coronada por un raquítico arbolado, como asustado ante tanto páramo circundante y hostil, conocida como Loma de los Árboles, es ocupada cada mañana y abandonada a prim-era hora de la tarde, en cuanto vuelven los porteadores con las cubas de agua que han llenado cerca de Annual. Esos “cambios de dueño” acaban en cuanto los rifeños la ocupan una noche y al amanecer muestran el resul-tado a los pasmados españoles: la loma no es tal, sino un dédalo de trinch-eras en zigzag. Otra noche más y las trincheras desaparecen, camufladas bajo densos ramajes y haces de paja. “Hacer la aguada” en Igueriben pasa de rutina a sorteo diario con la muerte. Silvestre decide confiar el mando de Igueriben al defensor de Sidi Dris.

El 13 de julio Benítez toma el mando en Igueriben. Si no le gustaba el emplazamiento desde lejos, una vez dentro es para morderse los puños. Mesetón abierto a los calores y vientos, es un castillo roquero con suelo afín: imposible cavar en piedra tan dura. La opción es levantar un parapeto de pedruscos sujetos por sacos de tierra. Igueriben será posición necesitada de ayuda constante. En agua y artillería. El remate de la indefensión surge cuando Benítez constata que la posición artillada del Izzumar no cubre, con sus fuegos, la posición donde él se encuentra con su gente. Igueriben solo puede recibir apoyo artillero desde Annual, que es flanco, no vanguar-dia. Toda la vertiente a mediodía queda inmune, refugio idóneo para la harca. Benítez sufre instantáneo tormento: renunciar al mando es impo-sible; aconsejar a Silvestre que desmantele Igueriben es lo procedente, porque lugares de suicida defensa sobran en el Rif. Benítez aprecia a Silvestre. Han combatido por la España cubana y allí juntado heridas y pesares. Ahora les separa un muro de números y otro de incoherencias: Benítez manda sobre trescientos hombres; Silvestre sobre los cinco mil de Annual. Y los otros once mil que ha repartido por montes y páramos, pues

los destinos en plaza (Melilla) nada cuentan, contando tanto esas faltas de hombría. Cada uno es responsable de su ejército y, sobre todo, de su manera de mandar. Todo ejército exige buena cabeza y ejemplaridad a sus mandos, no solo coraje y osadía. El valor queda en nada si la altanería lo gobierna.

Benítez decide no protestar, no recomendar ni sugerir, tan solo resistir. Se impone obedecerse a sí mismo. Ser fuerte y ayudar a los demás. Desde su estancia en Sidi Dris, enclavado en zona de paludismo endémico, ha vuelto a luchar contra las cefaleas agudas, ese malestar infinito que le agota y exaspera, pero más le duele el alma. Si se rinde al cansancio por un lado y a la desesperación por otro, el no poder decirle a Silvestre lo que pasa y puede hacerse, su gente morirá. Porque le relevarán. Y el que venga mirará por sí y su futuro, no por sus soldados ni por el bien del ejército. Cabe la posibilidad de resistir y resistir a tal grado que hasta el ejército pierda esa atonía fatal que en esos días lo abate y se convierta en un solo hombre. Y como tal, les rescate. Convencido de su obligación, afirmado en su fe, resuelve permanecer donde está. Hombre y ejército se funden en un único ser.

Igueriben vive sus últimas horas de paz advertida, calma para pensar. Durante el día, el azul cobalto del cielo parece fondo de océano que a todos, españoles y rifeños, pudiera succionar en repentina y poderosa marea. Por la noche, la negritud se convierte en celosía cegadora y mutante. Las estrellas se mueven. O eso parece. Tanta serenidad en esa altísima infinitud y tanta barbarie aquí abajo. Benítez recorre las defensas. La figura del comandante admira y sobrecoge: su cabeza y sus hombros sobre-salen del parapeto. Le van a matar. Porque pacos no faltan. Benítez corre el riesgo. De su talla (1,75 metros, diez centímetros más que la media) hace aguante y enseña. La oscuridad le guarda. El comandante no repite su paseo.

El 17 de julio, el coronel Argüelles, jefe de la circunscripción de Annual, ordena recuperar esa loma de arbolitos convertida en trincherona fusilera. El peso del ataque lo soporta la Policía Indígena, que no aguanta a la fusilería rifeña y se desbanda. Igueriben es posición cercada y atacada a su vez. Asalto rechazado. Al día siguiente se envía un convoy de agua y muni-ciones a Igueriben. Dirige la operación el comandante Juan Romero

López, al que un paco descubre dando órdenes y, apuntado, muerto en el acto es. El convoy entra y con él diecisiete artilleros, la mitad de ellos heridos. Su jefe, el teniente Ernesto Nougués, se da cuenta de que parte de las cargas de cañón han rodado por la pendiente al caer, muertos, acemile-ros y mulos. Sin vacilar, ordena a sus hombres que vayan a por esos proyec-tiles y los suban, a brazo, él también, hasta la posición. Benítez abraza a Nougués. Igueriben se llena de hombres-ejército. La tropa les vitorea. Igueriben es un tornado de ánimos y puños prietos.

Alguien se apercibe entonces de una lástima agravada por inesperada amenaza: los mulos del convoy que han sobrevivido al despeñamiento, refugiados en la pendiente que mira a Levante, rebuznan También necesi-tan agua. El sol los mata. Inviable el acogerlos, impensable el abrevarlos, se les deja donde están, por si con el siguiente convoy pudieran partir. Y se piensa: la noche tal vez los calme. La harca piensa lo contrario y ataca. Segunda embestida rechazada, incluso en las alambradas, con bombas de mano y a bayonetazos, más los cañones de Igueriben, dirigidos por el capitán Paz Orduña, bien secundado por Nougués, que disparan con las espoletas graduadas a cero. La noche prevalece, pero al paqueo no le importa. Sabe dónde disparar, domina los alcances y no hay viento, así que no hay deriva, solo aciertos. Con apuntar a la impavidez blanquecina de las tiendas españolas o los espacios oscuros alrededor de aquellas es seguro hacer carne. El paqueo dura poco. Matar cansa. Al clarear el día, se distinguen mulos muertos y heridos. Los pacos vuelven a su faena. Uno a uno los abaten, luego dejan de dispararles. Los mulos que sobreviven, ensangrentados y perseguidos por nubes de moscas, braman y cocean. La alambrada de Levante resiste unos cuantos golpazos más y, entera, al suelo va. Ya tienen puerta abierta los rifeños. Se telegrafía a Annual lo que ha ocurrido. Y desde allí prometen arreglo: mañana llegará el convoy.

El 19 de julio, de Annual sale otro convoy hacia el espolón amarillo. El agua se terminó al salir el sol. Hay que beber o perecer. Dirige la columna el teniente coronel Núñez de Prado, que manda sobre un millar de hom-bres. Ninguno logra subir hasta Igueriben. Parte de la carga queda despar-ramada por la pista, entre la que se cuentan pérdidas esenciales: cincuenta y tres cubas de agua y ocho latas de petróleo para quemar el ganado muerto. Al día siguiente, bajo la sartén solar, los mulos muertos parecen “moverse”. Y así es, revientan. Sus oleadas pestíferas sofocan a los defen-

sores de Igueriben. El hedor de los animales en descomposición se suma al de los humanos fallecidos. Igueriben huele a muerto, pero no por él, sino por quienes, al no saber cómo evitar su morir, muertos se declaran también. Llega otra oscurecida. La cuarta del asedio. Noche de orines para quienes han sido previsores y pueden dejarlos enfriar bajo el relente rifeño; noche de tortura para quienes ni orinar pueden. En su afán por encontrar algo de frescor y aire limpio de hedores, algunos pretenden enterrarse, cubriéndose con puñaditos de tierra. Igueriben es roca pura en su cima, así que de terrones los justos, pero desgarros todos. Llegado nuevo amanecer, hay conciencia colectiva de morir.

El 20 de julio, el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia, llega a Annual. Consulta opiniones y contrasta pareceres. Unanimidad rotunda: la moral está hundida; las tiendas-hospital, atestadas de heridos y mori-bundos; apenas quedan municiones de cañón y los víveres escasean. Solo hay cantidades relevantes en un lugar de fúnebre acceso: la aguada. Pocos vuelven ilesos de allí. En consecuencia, mejor esperar un día más para que las tropas se repongan de su decaimiento. Navarro se ve impotente. Despa-cha mensajes ópticos a Benítez donde le repite tres conceptos esenciales: “honor”, “resistencia” y “juramento de salvación”. Benítez lee y calla. Ha dicho lo que cree prudente decir. Ha pedido agua para sus hombres y municiones para sus armas. Su alimento reside en la furia y en el fuego. Navarro envía un despacho cifrado a Silvestre, que sigue en Melilla, en el que le expone su “desconfianza de conseguir el objetivo”. Salvar a los de Igueriben, para lo que hacen falta convicciones y municiones. Ambas cosas faltan. Navarro, como fin de su mensaje, previene a su superior: “Espero órdenes para verificar convoy o preparar la evacuación de Igueriben”. No hay respuesta. Navarro sabe que Silvestre va a salir de Melilla. Espera todavía. Nada, silencio en la línea telegráfica. Inquieto por si le ha pasado algo a Silvestre y sabedor de que debe volver a la plaza para hacerse cargo del mando, sale de Annual. Y Manella queda al mando.

Amanece el 21 de julio sobre la hoya de Annual. Con notoria dejadez, los preparativos del convoy arrancan. Considerándolo como lo que era, un funeral por anticipado, los designados para formar parte de su propio entierro pocas ganas tienen de ponerse en marcha hacia Igueriben. En el espolón amarillo, sin agua desde hace tres días, los cuerpos se retuercen para extraer sus últimas gotas de resistencia. Apenas quedan fuerzas para

sobrevivir, sí deseos de acabar de una vez. De tanto en cuando, un trallazo seco, que se lleva una tienda con heridos dentro, esparce restos de hombres que ya estaban muertos o revienta parte del parapeto sin matar a nadie. Artillería rifeña, que antes fuese española. Dos piezas martillean Igueri-ben. Coge altura el sol y, de improviso, conmoción en Annual. Ha llegado Silvestre.

Benítez lo sabe o lo intuye. De ahí su heliograma: “Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros”. No es un bofetón ni un arrebato. Es una orden de fusilamiento. Y el ejecutado es Silvestre. Demudado y desencajado, boqueante, dicen que, enrabietado, ordenó: “¡A formar los escuadrones!”. Quiere cargar pendiente arriba hasta Igueriben. Una galo-pada de casi cinco kilómetros bajo el fuego de fusiles y cañones. De los segundos solo dos; de los primeros, cinco mil al menos. Un Balaklava espa-ñol. Y su hijo Manuel al lado, pues forma parte de los Regulares a caballo. Si tienen que morir los Silvestre, mejor que padre e hijo caigan juntos.

Los tenientes coroneles Enrique Manera Valdés y Tulio López Ruiz, sus ayudantes, junto con su secretario personal, el comandante Juan Pedro Hernández Olaguibel, se precipitan a calmarle. Le ruegan que no haga una cadetada, que no se mate por nada. No lo consiguen. Silvestre se deshase de ellos y grita. Al mundo y a sí mismo. A España y al ejército. Interviene el coronel Francisco Javier Manella, jefe del Alcántara. No tiene a su regimiento allí, pero está al llegar con Fernando Primo de Rivera a su cabeza, pues todos han pernoctado en Drius, salvo la escolta personal de Silvestre. Mejor dos regimientos que unos pocos escuadrones. El general no atiende a razones. Su hijo Manuel, atormentado, se aparta. Silvestre quiere morir. No puede con tanta vergüenza. Poco a poco tiende a calm-arse, convulso todavía, vencido por su propio furor. Y sin duda fue un error que Silvestre capitulase ante tanta lógica y sensatez.

En aquellos momentos, cuando en Igueriben se muere y en Annual se disponen unos a morir y otros muchos a preparar su equipaje para huir (son los que darán muerte a tantos con su cobardía), esa carga contra la muerte, por lo insensato e incontenible de la misma, hubiera partido en dos las líneas rifeñas y llegado hasta Igueriben. Y Silvestre hubiera muerto. O no. Porque un Silvestre aparecido en plena batalla hubiera adquirido

aspecto de profeta vengador para la idiosincrasia del combatiente rifeño que, de rendirse, siempre ante una leyenda, jamás ante un hombre. Vivo o muerto, que era el fin más probable de Silvestre, su gesto-estandarte puede que hubiese salvado a su ejército. Y no convertido al Izzumar, el día después, 22 de julio, en su matadero y avergonzamiento. Jefes había para mandar ese ejército aún no copado en Annual: Manella el más apropiado; el coronel Morales Mendigutía su mejor segundo.

Silvestre calmado no es tal, sino un cadáver que se agita en los parapetos de Annual. “Muerto” Silvestre en su no morir, Benítez toma el mando. El jefe de Igueriben es el único que manda sobre su mente y a todo el ejército manda pese a lo lejos que está y lo sentenciado a muerte que parece. Silves-tre, autómata por primera vez en su carrera militar, autoriza la salida del convoy. Allá van los que saben que nunca llegarán a su destino. Desde Igueriben los ven vacilar y detenerse, para luego correr todo lo agachados que pueden. Las descargas rifeñas los siluetean, los aturden y matan, los obligan a salir huyendo o a hacerse los muertos. A Silvestre le llegan partes de que el convoy está bloqueado ante el fuego, de que no avanza, de que la gente no puede más. Es preciso volver. Y mejor perder Igueriben antes que perderlo todo. Silvestre, desalentado, atiende las razones (tal vez del coro-nel Morales) y cursa orden a Benítez para que destruya el material y se acoja a las guerrillas más próximas a su posición.

El jefe de Igueriben replica con otra descarga. Es el tiro de gracia para un Silvestre abatido: “Nunca esperé recibir orden de V. E. de evacuar esta posición. Pero cumplimentando lo que en ella me ordena en este momento, como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola la oficialidad que integra esta guarnición, pues consciente de su deber y en cumplimiento de juramento, sabremos morir como mueren los oficiales españoles”. Silvestre querría morirse allí mismo. Pero su momento ha pasado. Y quien lo mata no es un rifeño ni tampoco Benítez, es su desesperación por la suma de errores cometidos desde el 15 de enero, cuando ocupó Annual. Silvestre está tan afectado que asusta a los que le observan. Y le dejan solo. Su dolor impone. Aún tendrá otra oportunidad para matarse no como él hubiese deseado, sí para dotar a su final de hombre militar de un carácter digno. Para ese final definitivo falta menos de un día.

En Igueriben poco hay que destruir, sí mucho que organizar: recuperar armas útiles y municiones, eliminar mensajes cifrados y libros de claves, respetar el heliógrafo, pues aún le queda una orden al comandante que transmitir a Annual, rescatar lo poco que reste de las camillas para hacer muletas para los heridos que aún puedan andar. Los que no puedan mov-erse, quedarán donde yacen. A merced del enemigo, quizás de la rápida compasión del amigo. Metódico hasta el final, Benítez da forma a su tropa, con una vanguardia, el grueso en su centro, donde marcharán los heridos, y una retaguardia. Quedan los flancos y las secciones, muy clareadas sus filas, que defienden el semiderruido parapeto. La mayoría no podrán salvarse, pero ninguno se mueve de su sitio. Se han convertido en hombres-ejército.

La harca vuelve al asalto. A Benítez le quedan unos minutos. Mira al jefe de la artillería, el capitán Federico Paz Orduña, quien le hace una señal de estar listo junto a una de las piezas. El teniente Nougués, no lejos de allí, inclina su cabeza en señal de funeraria complicidad. Serán los últimos en disparar y los primeros en morir junto con los supervivientes del parapeto, que se harán fuertes junto a los cañones. Benítez se vuelve hacia los telegrafistas y les indica la señal que aguardan. El espejo de Igueriben lanza destellos de movilización y sacrificio. El heliografista parece apurado. Cuenta sus pulsares como vidas que se le escapan. Son treinta y un parpadeos de furia y compromiso, de los que seis valen por dos, pues se refieren a otras tantas banderolas artilleras. Disparad para matarnos y que el enemigo muera con nosotros y no se arrogue el triunfo de afirmar que fue él quien nos dio muerte. No hay memoria de parte inmolatorio seme-jante en los ejércitos coloniales, de por sí inmoladores de sus mejores a fuer de ser cerriles sus mandos. Resistir al pésimo gobernante o al general obtuso, repetitivos en sus carencias, he ahí la mayor heroicidad para civiles o militares.

A los que interpretan su heliograma, Benítez les impone el castigo de leerlo dos veces para asimilar su contenido y sentirse sombras de sí mismos cuan-tos tuvieran que cumplir la orden que a todos dicta: “Solo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Con-tadlas. Y al duodécimo disparo fuego sobre nosotros, pues moros y espa-ñoles estaremos envueltos en la posición”. Es el heroísmo medular. Muero por los míos y de su mano, no por mano del enemigo, que no ha podido

conmigo y menos con la gente mía.

El ejército de Benítez va a salir. Su jefe lo ha revistado y es cierto: cojo y renqueante, andrajoso pero retieso, sus integrantes parecen lo que son, una columna de hombres-ejército. Su comandante les habla. No fue arenga la suya, sí confesión, orgullo y agradecimiento. A los que seguían a su lado e intuían que iban a morir; a los que no podían oírle porque muertos yacían; a los que creían factible el salvarse y no lo conseguirían; a los que ya se daban por muertos y sin embargo se salvarían; a los muchos que morirían días y años después por culpa de los errores no de tantos, sí de unos pocos, pero muy equivocados y acobardados estos. No sabemos si Benítez precisó las vestimentas de los estrictamente responsables: levitas de ministros necios, fajines de generales y estrellas de coroneles, algún que otro almi-rante, capitanes en permiso semiperpetuo, intendentes uniformados por sus hurtos, fracs de políticos clientelistas, canotiers de opulentos accionistas mineros, quién sabe si hasta el traje impecable, de afamado sastre inglés, de un monarca adicto a los balnearios no para sanar su cuerpo, sino para buscar amantes de playa y ruleta. Pudieron ser todos o ninguno.

En cuanto a Benítez y los suyos, salieron. De la vida, que no del juicio final, que ganado lo tenían antes de morir. Todos los oficiales menos uno (Luis Casado Escudero, herido y prisionero) murieron. Sus variaciones de muerte oscilaron entre perialzarse sobre su dignidad para que otros pudi-eran salvarse o pegarse un tiro con la tranquilidad que da el saberse muerto antes de apretar el gatillo. Benítez pudo ser de estos últimos, siendo de los primeros en caer. De los que aún podían valerse por sí mismos, una parte murió matando; la otra buscó su salvación en un agónico correr hasta Annual. Treinta y cinco lo consiguieron, pero cuatro murieron entre violentísimos espasmos tras atracarse de agua y comida. Otros dos fueron hechos prisioneros (el teniente Casado y el soldado Luis Rendón Pérez), que sobrevivieron. Treinta y tres fueron los salvados, de los que uno (Casado) fue asesinado en julio de 1936.

Lo cierto es que Benítez, al referirse al lugar de su gesta, que a los allí presentes les pertenecía después de cinco días de furia y sufrimientos, se refirió al sitio de la hazaña como “este corralito que hemos venido a defender”. Hay que ser español y militar para resumir tal epopeya en concepto tan humilde y contenido tan escueto. En el simbolismo de los

hechos probados, que a menudo cuentan mucho más que la realidad vivida, Benítez fue puesto al mando, en Igueriben, no para defender el frente de operaciones, sino para mantener bien alta la frente del Ejército español. Y allí sigue y seguirá, mientras al espolón amarillo no se lo lleve el mar a sus abismos o se funda cuando el cielo impacte contra la tierra que habitamos.

JUAN PANDO DESPIERTO 7

Benítez: síntesis de vida y milicia en 31 destellos

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Benítez y Benítez, Julio (El Burgo, Málaga, 1878 - Igueriben, Rif Central, 1921). Modelo de militares. Sin cumplir los dieciséis años ingresa en la Academia de Infantería y, acogiéndose al denominado “Plan Abreviado” (dos años de estudios), consecuencia de las elevadas pérdidas en oficiales a raíz de la reactivación de las guerras por Cuba y Filipinas, en julio de 1896 sale de Toledo como segundo teniente. Marcha destinado al regimiento Aragón, nº 21, en Lérida. En un sorteo entre la oficialidad, de los habituales en la época, es de aquellos a los que les toca “Cuba”. Sinónimo de riesgo máximo y perviven-cia mínima en el servicio. Embarca en el vapor correo Gran Antilla, buque de poco andar, más transporte de mercancías que de pasajeros, reacio a mantener la proa en su sitio, huidizo y retemblón ante las singladuras atlánticas. Y el 30 de septiembre, tras veintidós días de navegación (seis días más de la duración media de aquellos viajes expedicionarios) avistaba los baluartes del Morro y, detrás de estos, blanca y destellante, parapetada en su confianza de siglos, La Habana. Papeleo de reglamento, ansiosas com-pras de equipo y vestuario, cartas apresuradas a la familia y a primera línea. El 5 de octubre acantonaba en Artemisa, uno de los campamentos fortifica-dos que aseguraban las comunicaciones entre el interior y los vitales puer-tos. Primeros choques con los “mambises” (guerrilleros cubanos), silbido de balas, “ayes” de enemigos o compañeros y súbita fatalidad: picotazo palúdico, incubación rápida, fiebre alta (40 ºC) y decaimiento radical de sus fuerzas. Ingresa en uno de los hospitales de La Habana. Padece altiba-jos de paciente desahuciado y rescatado al límite. El resumen son cinco meses de invalidez (de noviembre de 1896 a marzo de 1897) y una compa-ñera indeseable que le maltratará de por vida: la malaria.

De Cuba vuelve tras cumplir tres años en campaña; recibir un tiro de fusil (rodilla derecha) en las acciones por la Caridad y la Perala (30 de junio de 1898); merecer una cruz del Mérito Militar con distintivo rojo y otra de María Cristina; asistir, sin serle dado intervenir, a la capitulación española; reingresar en un hospital, el de Holguín, de donde sale con su tercera cruz, esa malaria que no le abandona. Allí mismo le entregan un obsequio de la Administración Militar: su billete de embarque para la patria con “cuatro meses de licencia por enfermo”. El diagnóstico mínimo exigible a las “españas” diplomática, monárquica y política, las tres en minúscula. Cruza el Atlántico a la inversa, pero sin sobresaltos. Cosas del azar meteo-

rológico, combinado con el aura protectora del nombre de su transporte, Nuestra Señora de la Salud, el primer teniente Benítez regresa vivo a su casa, pero en modo alguno vuelve sano.

De vuelta a la vida de cuartel, en trece años (hasta mayo de 1912) se los recorre casi todos y de hospitales unos cuantos visita. Resultado del recor-rido: ascenso a capitán (2 de enero de 1905). Resumen de las consultas: convivirá hasta la muerte con su cruel amante, la malaria. La guerra del Kert le llama. Tiroteos intrascendentes (Ishafen, Talusit), el esperado permiso de matrimonio que llega y al altar en la iglesia de La Alameda, en Málaga. Allí se casa (30 de diciembre de 1912) con Nieves Fernández Oja. Del enlace nacerá su única descendencia, Julia. Su carrera militar también tendrá “descendencia”: la estrella de ocho puntas que le conceden (19 de diciembre de 1915). Siguen dos años de cuarteles y hospitales peninsulares. En febrero de 1918, marcha a África otra vez. Llega para quedarse y dar ejemplo. Perpetuo en ambos fines.

En junio de 1921, Benítez es el jefe de una posición perdida de antemano: Sidi Dris. Empeño personal de Silvestre, quien decidió su emplazamiento nada más ocupar Annual, es puesto sin tierra pero ahíto de mar. Desnudo casi siempre. Tan solo algún cañonero de aprovisionamiento, punto minúsculo en el horizonte, vitoreado en cuanto fondea. Trae alimentos y noticias: las cartas, alimento básico de cautivos, que ya tienen preparada su respuesta, porque los remitentes son tan prisioneros como ellos. Zarpa el cañonero-correo y la guarnición enmudece. Quedan a solas con su rutina y mínima identidad en guardia: su rincón es toda su fortuna y patrimonio. Afuera, el vacío y la muerte, incluso allí mismo, siendo precavido centinela. Quienes defienden Sidi Dris son dueños del suelo que pisan; alrededor todo son barrancadas, quebradas y colinas rocosas. Allí anidan los pacos, tiradores mortíferos por lo pacientes que son. Emboscados durante días, nutridos con higos secos, un saquito de almendras y un poco de cecina, más un mucho de furia vengadora contra los invasores de su mundo, no perdonan a quien, en un descuido, les enseña la cabeza o el tronco. No importa a qué distancia esté el descuidado. Hasta seiscientos metros es muerto fijo. De ahí hasta mil metros, puede quedar inválido o igualmente tan muerto como el que cae encontrándose más cerca.

Aquel jueves 1 de junio, los guardianes de Sidi Dris han oído morir, uno tras otro, a los cuatro cañones de Abarrán. El rotundo silencio que sobrevi-ene les avisa de mayores males. De forma instintiva, muchos observan a ese hombre alto, con lentes, bigote corto y hablar pausado pero convincente, que les manda con la mirada y el gesto. No saben que ha prevenido a Silvestre, ni que el general está de acuerdo en proporcionarles apoyo naval porque, caída Abarrán, la posición más amenazada es Sidi Dris. Al oscu-recer del día siguiente, se presenta la harca. Sin artillería. Paqueo de tanteo (para centrar el tiro) y brusco silencio. La harca queda agazapada; la guar-nición espera. A los que todavía dudan, de palabra o pensamiento, les basta asomarse al parapeto que mira al mar para tranquilizarse: ahí está el Laya. Anclas al fondo y tripulación alerta.

Entra la madrugada. Y de repente, paqueo generalizado con arremetida brutal. Los defensores se echan a los parapetos. Descargas cerradas, “vivas” y “mueras”, insultos también, que se devuelven como tiros. La guarnición aguanta. Los atacantes insisten. Las ametralladoras Colt se encasquillan. Abren fuego los cañones que manda el teniente Galán. Los rifeños apun-tan a esos volcánicos fogonazos de salida y aciertan. Galán cae gravemente herido. Momento de vacilación que Benítez aparta con un mensaje movili-zador. Y al Laya pide un oficial y el pelotón de valientes que corresponda. El combate prosigue. Los de Benítez resisten. Y los del Laya, que manda el capitán de corbeta Javier de Salas, cumplen. Acantilados arriba suben dieciséis sombras, su jefe, el alférez de navío Pedro Pérez de Guzmán, en cabeza. Llevan consigo dos ametralladoras de las que funcionan: las Hotchkiss francesas. Las emplazan y disparan. Justo a tiempo. Las filas rifeñas, tronchadas las alambradas, se echan encima. Mueren a seis metros del parapeto. La harca cede y se va. A enterrar a los suyos, que suman vein-tinueve. Más los que fallecerán en sus casas. Los harqueños se juramentan entre sí para volver. Será el 26 de julio. Vencerán y no perdonarán.

La defensa de Sidi Dris salvó a Silvestre de una reprimenda ministerial. Berenguer se sintió aliviado al leer el parte de la acción y no se quejó al ministro Eza. Silvestre se mantenía bien. En la realidad, el mantenedor del frente era Benítez. Y eso se lo reconocieron todos: desde el propio Silvestre a Berenguer felicitan al comandante, que confía en recibir refuerzos y un mejor material, dones de la lógica militar que en el Rif español suelen ser muy mal recibidos, por lo que le son negados sin más. Mientras, un inqui-

eto Silvestre decide instalar otras dos posiciones: Talilit, picacho buitrero próximo a Sidi Dris, e Igueriben, espolón amarillo (por la tonalidad del terreno donde surge), cercano este a Annual. Ambas decisiones pésimas, sin remisión. La segunda resultará mortal para el ejército, la monarquía y la paz nacional.

El domingo 9 de julio termina la fortificación de Igueriben con el asenta-miento de media batería (dos piezas) y el posicionamiento de dos compa-ñías del regimiento Ceriñola nº 42, que manda el comandante Francisco Mingo. Su mejor escudo, una posición alargada coronada por un raquítico arbolado, como asustado ante tanto páramo circundante y hostil, conocida como Loma de los Árboles, es ocupada cada mañana y abandonada a prim-era hora de la tarde, en cuanto vuelven los porteadores con las cubas de agua que han llenado cerca de Annual. Esos “cambios de dueño” acaban en cuanto los rifeños la ocupan una noche y al amanecer muestran el resul-tado a los pasmados españoles: la loma no es tal, sino un dédalo de trinch-eras en zigzag. Otra noche más y las trincheras desaparecen, camufladas bajo densos ramajes y haces de paja. “Hacer la aguada” en Igueriben pasa de rutina a sorteo diario con la muerte. Silvestre decide confiar el mando de Igueriben al defensor de Sidi Dris.

El 13 de julio Benítez toma el mando en Igueriben. Si no le gustaba el emplazamiento desde lejos, una vez dentro es para morderse los puños. Mesetón abierto a los calores y vientos, es un castillo roquero con suelo afín: imposible cavar en piedra tan dura. La opción es levantar un parapeto de pedruscos sujetos por sacos de tierra. Igueriben será posición necesitada de ayuda constante. En agua y artillería. El remate de la indefensión surge cuando Benítez constata que la posición artillada del Izzumar no cubre, con sus fuegos, la posición donde él se encuentra con su gente. Igueriben solo puede recibir apoyo artillero desde Annual, que es flanco, no vanguar-dia. Toda la vertiente a mediodía queda inmune, refugio idóneo para la harca. Benítez sufre instantáneo tormento: renunciar al mando es impo-sible; aconsejar a Silvestre que desmantele Igueriben es lo procedente, porque lugares de suicida defensa sobran en el Rif. Benítez aprecia a Silvestre. Han combatido por la España cubana y allí juntado heridas y pesares. Ahora les separa un muro de números y otro de incoherencias: Benítez manda sobre trescientos hombres; Silvestre sobre los cinco mil de Annual. Y los otros once mil que ha repartido por montes y páramos, pues

los destinos en plaza (Melilla) nada cuentan, contando tanto esas faltas de hombría. Cada uno es responsable de su ejército y, sobre todo, de su manera de mandar. Todo ejército exige buena cabeza y ejemplaridad a sus mandos, no solo coraje y osadía. El valor queda en nada si la altanería lo gobierna.

Benítez decide no protestar, no recomendar ni sugerir, tan solo resistir. Se impone obedecerse a sí mismo. Ser fuerte y ayudar a los demás. Desde su estancia en Sidi Dris, enclavado en zona de paludismo endémico, ha vuelto a luchar contra las cefaleas agudas, ese malestar infinito que le agota y exaspera, pero más le duele el alma. Si se rinde al cansancio por un lado y a la desesperación por otro, el no poder decirle a Silvestre lo que pasa y puede hacerse, su gente morirá. Porque le relevarán. Y el que venga mirará por sí y su futuro, no por sus soldados ni por el bien del ejército. Cabe la posibilidad de resistir y resistir a tal grado que hasta el ejército pierda esa atonía fatal que en esos días lo abate y se convierta en un solo hombre. Y como tal, les rescate. Convencido de su obligación, afirmado en su fe, resuelve permanecer donde está. Hombre y ejército se funden en un único ser.

Igueriben vive sus últimas horas de paz advertida, calma para pensar. Durante el día, el azul cobalto del cielo parece fondo de océano que a todos, españoles y rifeños, pudiera succionar en repentina y poderosa marea. Por la noche, la negritud se convierte en celosía cegadora y mutante. Las estrellas se mueven. O eso parece. Tanta serenidad en esa altísima infinitud y tanta barbarie aquí abajo. Benítez recorre las defensas. La figura del comandante admira y sobrecoge: su cabeza y sus hombros sobre-salen del parapeto. Le van a matar. Porque pacos no faltan. Benítez corre el riesgo. De su talla (1,75 metros, diez centímetros más que la media) hace aguante y enseña. La oscuridad le guarda. El comandante no repite su paseo.

El 17 de julio, el coronel Argüelles, jefe de la circunscripción de Annual, ordena recuperar esa loma de arbolitos convertida en trincherona fusilera. El peso del ataque lo soporta la Policía Indígena, que no aguanta a la fusilería rifeña y se desbanda. Igueriben es posición cercada y atacada a su vez. Asalto rechazado. Al día siguiente se envía un convoy de agua y muni-ciones a Igueriben. Dirige la operación el comandante Juan Romero

López, al que un paco descubre dando órdenes y, apuntado, muerto en el acto es. El convoy entra y con él diecisiete artilleros, la mitad de ellos heridos. Su jefe, el teniente Ernesto Nougués, se da cuenta de que parte de las cargas de cañón han rodado por la pendiente al caer, muertos, acemile-ros y mulos. Sin vacilar, ordena a sus hombres que vayan a por esos proyec-tiles y los suban, a brazo, él también, hasta la posición. Benítez abraza a Nougués. Igueriben se llena de hombres-ejército. La tropa les vitorea. Igueriben es un tornado de ánimos y puños prietos.

Alguien se apercibe entonces de una lástima agravada por inesperada amenaza: los mulos del convoy que han sobrevivido al despeñamiento, refugiados en la pendiente que mira a Levante, rebuznan También necesi-tan agua. El sol los mata. Inviable el acogerlos, impensable el abrevarlos, se les deja donde están, por si con el siguiente convoy pudieran partir. Y se piensa: la noche tal vez los calme. La harca piensa lo contrario y ataca. Segunda embestida rechazada, incluso en las alambradas, con bombas de mano y a bayonetazos, más los cañones de Igueriben, dirigidos por el capitán Paz Orduña, bien secundado por Nougués, que disparan con las espoletas graduadas a cero. La noche prevalece, pero al paqueo no le importa. Sabe dónde disparar, domina los alcances y no hay viento, así que no hay deriva, solo aciertos. Con apuntar a la impavidez blanquecina de las tiendas españolas o los espacios oscuros alrededor de aquellas es seguro hacer carne. El paqueo dura poco. Matar cansa. Al clarear el día, se distinguen mulos muertos y heridos. Los pacos vuelven a su faena. Uno a uno los abaten, luego dejan de dispararles. Los mulos que sobreviven, ensangrentados y perseguidos por nubes de moscas, braman y cocean. La alambrada de Levante resiste unos cuantos golpazos más y, entera, al suelo va. Ya tienen puerta abierta los rifeños. Se telegrafía a Annual lo que ha ocurrido. Y desde allí prometen arreglo: mañana llegará el convoy.

El 19 de julio, de Annual sale otro convoy hacia el espolón amarillo. El agua se terminó al salir el sol. Hay que beber o perecer. Dirige la columna el teniente coronel Núñez de Prado, que manda sobre un millar de hom-bres. Ninguno logra subir hasta Igueriben. Parte de la carga queda despar-ramada por la pista, entre la que se cuentan pérdidas esenciales: cincuenta y tres cubas de agua y ocho latas de petróleo para quemar el ganado muerto. Al día siguiente, bajo la sartén solar, los mulos muertos parecen “moverse”. Y así es, revientan. Sus oleadas pestíferas sofocan a los defen-

sores de Igueriben. El hedor de los animales en descomposición se suma al de los humanos fallecidos. Igueriben huele a muerto, pero no por él, sino por quienes, al no saber cómo evitar su morir, muertos se declaran también. Llega otra oscurecida. La cuarta del asedio. Noche de orines para quienes han sido previsores y pueden dejarlos enfriar bajo el relente rifeño; noche de tortura para quienes ni orinar pueden. En su afán por encontrar algo de frescor y aire limpio de hedores, algunos pretenden enterrarse, cubriéndose con puñaditos de tierra. Igueriben es roca pura en su cima, así que de terrones los justos, pero desgarros todos. Llegado nuevo amanecer, hay conciencia colectiva de morir.

El 20 de julio, el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia, llega a Annual. Consulta opiniones y contrasta pareceres. Unanimidad rotunda: la moral está hundida; las tiendas-hospital, atestadas de heridos y mori-bundos; apenas quedan municiones de cañón y los víveres escasean. Solo hay cantidades relevantes en un lugar de fúnebre acceso: la aguada. Pocos vuelven ilesos de allí. En consecuencia, mejor esperar un día más para que las tropas se repongan de su decaimiento. Navarro se ve impotente. Despa-cha mensajes ópticos a Benítez donde le repite tres conceptos esenciales: “honor”, “resistencia” y “juramento de salvación”. Benítez lee y calla. Ha dicho lo que cree prudente decir. Ha pedido agua para sus hombres y municiones para sus armas. Su alimento reside en la furia y en el fuego. Navarro envía un despacho cifrado a Silvestre, que sigue en Melilla, en el que le expone su “desconfianza de conseguir el objetivo”. Salvar a los de Igueriben, para lo que hacen falta convicciones y municiones. Ambas cosas faltan. Navarro, como fin de su mensaje, previene a su superior: “Espero órdenes para verificar convoy o preparar la evacuación de Igueriben”. No hay respuesta. Navarro sabe que Silvestre va a salir de Melilla. Espera todavía. Nada, silencio en la línea telegráfica. Inquieto por si le ha pasado algo a Silvestre y sabedor de que debe volver a la plaza para hacerse cargo del mando, sale de Annual. Y Manella queda al mando.

Amanece el 21 de julio sobre la hoya de Annual. Con notoria dejadez, los preparativos del convoy arrancan. Considerándolo como lo que era, un funeral por anticipado, los designados para formar parte de su propio entierro pocas ganas tienen de ponerse en marcha hacia Igueriben. En el espolón amarillo, sin agua desde hace tres días, los cuerpos se retuercen para extraer sus últimas gotas de resistencia. Apenas quedan fuerzas para

sobrevivir, sí deseos de acabar de una vez. De tanto en cuando, un trallazo seco, que se lleva una tienda con heridos dentro, esparce restos de hombres que ya estaban muertos o revienta parte del parapeto sin matar a nadie. Artillería rifeña, que antes fuese española. Dos piezas martillean Igueri-ben. Coge altura el sol y, de improviso, conmoción en Annual. Ha llegado Silvestre.

Benítez lo sabe o lo intuye. De ahí su heliograma: “Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros”. No es un bofetón ni un arrebato. Es una orden de fusilamiento. Y el ejecutado es Silvestre. Demudado y desencajado, boqueante, dicen que, enrabietado, ordenó: “¡A formar los escuadrones!”. Quiere cargar pendiente arriba hasta Igueriben. Una galo-pada de casi cinco kilómetros bajo el fuego de fusiles y cañones. De los segundos solo dos; de los primeros, cinco mil al menos. Un Balaklava espa-ñol. Y su hijo Manuel al lado, pues forma parte de los Regulares a caballo. Si tienen que morir los Silvestre, mejor que padre e hijo caigan juntos.

Los tenientes coroneles Enrique Manera Valdés y Tulio López Ruiz, sus ayudantes, junto con su secretario personal, el comandante Juan Pedro Hernández Olaguibel, se precipitan a calmarle. Le ruegan que no haga una cadetada, que no se mate por nada. No lo consiguen. Silvestre se deshase de ellos y grita. Al mundo y a sí mismo. A España y al ejército. Interviene el coronel Francisco Javier Manella, jefe del Alcántara. No tiene a su regimiento allí, pero está al llegar con Fernando Primo de Rivera a su cabeza, pues todos han pernoctado en Drius, salvo la escolta personal de Silvestre. Mejor dos regimientos que unos pocos escuadrones. El general no atiende a razones. Su hijo Manuel, atormentado, se aparta. Silvestre quiere morir. No puede con tanta vergüenza. Poco a poco tiende a calm-arse, convulso todavía, vencido por su propio furor. Y sin duda fue un error que Silvestre capitulase ante tanta lógica y sensatez.

En aquellos momentos, cuando en Igueriben se muere y en Annual se disponen unos a morir y otros muchos a preparar su equipaje para huir (son los que darán muerte a tantos con su cobardía), esa carga contra la muerte, por lo insensato e incontenible de la misma, hubiera partido en dos las líneas rifeñas y llegado hasta Igueriben. Y Silvestre hubiera muerto. O no. Porque un Silvestre aparecido en plena batalla hubiera adquirido

aspecto de profeta vengador para la idiosincrasia del combatiente rifeño que, de rendirse, siempre ante una leyenda, jamás ante un hombre. Vivo o muerto, que era el fin más probable de Silvestre, su gesto-estandarte puede que hubiese salvado a su ejército. Y no convertido al Izzumar, el día después, 22 de julio, en su matadero y avergonzamiento. Jefes había para mandar ese ejército aún no copado en Annual: Manella el más apropiado; el coronel Morales Mendigutía su mejor segundo.

Silvestre calmado no es tal, sino un cadáver que se agita en los parapetos de Annual. “Muerto” Silvestre en su no morir, Benítez toma el mando. El jefe de Igueriben es el único que manda sobre su mente y a todo el ejército manda pese a lo lejos que está y lo sentenciado a muerte que parece. Silves-tre, autómata por primera vez en su carrera militar, autoriza la salida del convoy. Allá van los que saben que nunca llegarán a su destino. Desde Igueriben los ven vacilar y detenerse, para luego correr todo lo agachados que pueden. Las descargas rifeñas los siluetean, los aturden y matan, los obligan a salir huyendo o a hacerse los muertos. A Silvestre le llegan partes de que el convoy está bloqueado ante el fuego, de que no avanza, de que la gente no puede más. Es preciso volver. Y mejor perder Igueriben antes que perderlo todo. Silvestre, desalentado, atiende las razones (tal vez del coro-nel Morales) y cursa orden a Benítez para que destruya el material y se acoja a las guerrillas más próximas a su posición.

El jefe de Igueriben replica con otra descarga. Es el tiro de gracia para un Silvestre abatido: “Nunca esperé recibir orden de V. E. de evacuar esta posición. Pero cumplimentando lo que en ella me ordena en este momento, como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola la oficialidad que integra esta guarnición, pues consciente de su deber y en cumplimiento de juramento, sabremos morir como mueren los oficiales españoles”. Silvestre querría morirse allí mismo. Pero su momento ha pasado. Y quien lo mata no es un rifeño ni tampoco Benítez, es su desesperación por la suma de errores cometidos desde el 15 de enero, cuando ocupó Annual. Silvestre está tan afectado que asusta a los que le observan. Y le dejan solo. Su dolor impone. Aún tendrá otra oportunidad para matarse no como él hubiese deseado, sí para dotar a su final de hombre militar de un carácter digno. Para ese final definitivo falta menos de un día.

En Igueriben poco hay que destruir, sí mucho que organizar: recuperar armas útiles y municiones, eliminar mensajes cifrados y libros de claves, respetar el heliógrafo, pues aún le queda una orden al comandante que transmitir a Annual, rescatar lo poco que reste de las camillas para hacer muletas para los heridos que aún puedan andar. Los que no puedan mov-erse, quedarán donde yacen. A merced del enemigo, quizás de la rápida compasión del amigo. Metódico hasta el final, Benítez da forma a su tropa, con una vanguardia, el grueso en su centro, donde marcharán los heridos, y una retaguardia. Quedan los flancos y las secciones, muy clareadas sus filas, que defienden el semiderruido parapeto. La mayoría no podrán salvarse, pero ninguno se mueve de su sitio. Se han convertido en hombres-ejército.

La harca vuelve al asalto. A Benítez le quedan unos minutos. Mira al jefe de la artillería, el capitán Federico Paz Orduña, quien le hace una señal de estar listo junto a una de las piezas. El teniente Nougués, no lejos de allí, inclina su cabeza en señal de funeraria complicidad. Serán los últimos en disparar y los primeros en morir junto con los supervivientes del parapeto, que se harán fuertes junto a los cañones. Benítez se vuelve hacia los telegrafistas y les indica la señal que aguardan. El espejo de Igueriben lanza destellos de movilización y sacrificio. El heliografista parece apurado. Cuenta sus pulsares como vidas que se le escapan. Son treinta y un parpadeos de furia y compromiso, de los que seis valen por dos, pues se refieren a otras tantas banderolas artilleras. Disparad para matarnos y que el enemigo muera con nosotros y no se arrogue el triunfo de afirmar que fue él quien nos dio muerte. No hay memoria de parte inmolatorio seme-jante en los ejércitos coloniales, de por sí inmoladores de sus mejores a fuer de ser cerriles sus mandos. Resistir al pésimo gobernante o al general obtuso, repetitivos en sus carencias, he ahí la mayor heroicidad para civiles o militares.

A los que interpretan su heliograma, Benítez les impone el castigo de leerlo dos veces para asimilar su contenido y sentirse sombras de sí mismos cuan-tos tuvieran que cumplir la orden que a todos dicta: “Solo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Con-tadlas. Y al duodécimo disparo fuego sobre nosotros, pues moros y espa-ñoles estaremos envueltos en la posición”. Es el heroísmo medular. Muero por los míos y de su mano, no por mano del enemigo, que no ha podido

conmigo y menos con la gente mía.

El ejército de Benítez va a salir. Su jefe lo ha revistado y es cierto: cojo y renqueante, andrajoso pero retieso, sus integrantes parecen lo que son, una columna de hombres-ejército. Su comandante les habla. No fue arenga la suya, sí confesión, orgullo y agradecimiento. A los que seguían a su lado e intuían que iban a morir; a los que no podían oírle porque muertos yacían; a los que creían factible el salvarse y no lo conseguirían; a los que ya se daban por muertos y sin embargo se salvarían; a los muchos que morirían días y años después por culpa de los errores no de tantos, sí de unos pocos, pero muy equivocados y acobardados estos. No sabemos si Benítez precisó las vestimentas de los estrictamente responsables: levitas de ministros necios, fajines de generales y estrellas de coroneles, algún que otro almi-rante, capitanes en permiso semiperpetuo, intendentes uniformados por sus hurtos, fracs de políticos clientelistas, canotiers de opulentos accionistas mineros, quién sabe si hasta el traje impecable, de afamado sastre inglés, de un monarca adicto a los balnearios no para sanar su cuerpo, sino para buscar amantes de playa y ruleta. Pudieron ser todos o ninguno.

En cuanto a Benítez y los suyos, salieron. De la vida, que no del juicio final, que ganado lo tenían antes de morir. Todos los oficiales menos uno (Luis Casado Escudero, herido y prisionero) murieron. Sus variaciones de muerte oscilaron entre perialzarse sobre su dignidad para que otros pudi-eran salvarse o pegarse un tiro con la tranquilidad que da el saberse muerto antes de apretar el gatillo. Benítez pudo ser de estos últimos, siendo de los primeros en caer. De los que aún podían valerse por sí mismos, una parte murió matando; la otra buscó su salvación en un agónico correr hasta Annual. Treinta y cinco lo consiguieron, pero cuatro murieron entre violentísimos espasmos tras atracarse de agua y comida. Otros dos fueron hechos prisioneros (el teniente Casado y el soldado Luis Rendón Pérez), que sobrevivieron. Treinta y tres fueron los salvados, de los que uno (Casado) fue asesinado en julio de 1936.

Lo cierto es que Benítez, al referirse al lugar de su gesta, que a los allí presentes les pertenecía después de cinco días de furia y sufrimientos, se refirió al sitio de la hazaña como “este corralito que hemos venido a defender”. Hay que ser español y militar para resumir tal epopeya en concepto tan humilde y contenido tan escueto. En el simbolismo de los

hechos probados, que a menudo cuentan mucho más que la realidad vivida, Benítez fue puesto al mando, en Igueriben, no para defender el frente de operaciones, sino para mantener bien alta la frente del Ejército español. Y allí sigue y seguirá, mientras al espolón amarillo no se lo lleve el mar a sus abismos o se funda cuando el cielo impacte contra la tierra que habitamos.

JUAN PANDO DESPIERTO 8

Benítez: síntesis de vida y milicia en 31 destellos

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Benítez y Benítez, Julio (El Burgo, Málaga, 1878 - Igueriben, Rif Central, 1921). Modelo de militares. Sin cumplir los dieciséis años ingresa en la Academia de Infantería y, acogiéndose al denominado “Plan Abreviado” (dos años de estudios), consecuencia de las elevadas pérdidas en oficiales a raíz de la reactivación de las guerras por Cuba y Filipinas, en julio de 1896 sale de Toledo como segundo teniente. Marcha destinado al regimiento Aragón, nº 21, en Lérida. En un sorteo entre la oficialidad, de los habituales en la época, es de aquellos a los que les toca “Cuba”. Sinónimo de riesgo máximo y perviven-cia mínima en el servicio. Embarca en el vapor correo Gran Antilla, buque de poco andar, más transporte de mercancías que de pasajeros, reacio a mantener la proa en su sitio, huidizo y retemblón ante las singladuras atlánticas. Y el 30 de septiembre, tras veintidós días de navegación (seis días más de la duración media de aquellos viajes expedicionarios) avistaba los baluartes del Morro y, detrás de estos, blanca y destellante, parapetada en su confianza de siglos, La Habana. Papeleo de reglamento, ansiosas com-pras de equipo y vestuario, cartas apresuradas a la familia y a primera línea. El 5 de octubre acantonaba en Artemisa, uno de los campamentos fortifica-dos que aseguraban las comunicaciones entre el interior y los vitales puer-tos. Primeros choques con los “mambises” (guerrilleros cubanos), silbido de balas, “ayes” de enemigos o compañeros y súbita fatalidad: picotazo palúdico, incubación rápida, fiebre alta (40 ºC) y decaimiento radical de sus fuerzas. Ingresa en uno de los hospitales de La Habana. Padece altiba-jos de paciente desahuciado y rescatado al límite. El resumen son cinco meses de invalidez (de noviembre de 1896 a marzo de 1897) y una compa-ñera indeseable que le maltratará de por vida: la malaria.

De Cuba vuelve tras cumplir tres años en campaña; recibir un tiro de fusil (rodilla derecha) en las acciones por la Caridad y la Perala (30 de junio de 1898); merecer una cruz del Mérito Militar con distintivo rojo y otra de María Cristina; asistir, sin serle dado intervenir, a la capitulación española; reingresar en un hospital, el de Holguín, de donde sale con su tercera cruz, esa malaria que no le abandona. Allí mismo le entregan un obsequio de la Administración Militar: su billete de embarque para la patria con “cuatro meses de licencia por enfermo”. El diagnóstico mínimo exigible a las “españas” diplomática, monárquica y política, las tres en minúscula. Cruza el Atlántico a la inversa, pero sin sobresaltos. Cosas del azar meteo-

rológico, combinado con el aura protectora del nombre de su transporte, Nuestra Señora de la Salud, el primer teniente Benítez regresa vivo a su casa, pero en modo alguno vuelve sano.

De vuelta a la vida de cuartel, en trece años (hasta mayo de 1912) se los recorre casi todos y de hospitales unos cuantos visita. Resultado del recor-rido: ascenso a capitán (2 de enero de 1905). Resumen de las consultas: convivirá hasta la muerte con su cruel amante, la malaria. La guerra del Kert le llama. Tiroteos intrascendentes (Ishafen, Talusit), el esperado permiso de matrimonio que llega y al altar en la iglesia de La Alameda, en Málaga. Allí se casa (30 de diciembre de 1912) con Nieves Fernández Oja. Del enlace nacerá su única descendencia, Julia. Su carrera militar también tendrá “descendencia”: la estrella de ocho puntas que le conceden (19 de diciembre de 1915). Siguen dos años de cuarteles y hospitales peninsulares. En febrero de 1918, marcha a África otra vez. Llega para quedarse y dar ejemplo. Perpetuo en ambos fines.

En junio de 1921, Benítez es el jefe de una posición perdida de antemano: Sidi Dris. Empeño personal de Silvestre, quien decidió su emplazamiento nada más ocupar Annual, es puesto sin tierra pero ahíto de mar. Desnudo casi siempre. Tan solo algún cañonero de aprovisionamiento, punto minúsculo en el horizonte, vitoreado en cuanto fondea. Trae alimentos y noticias: las cartas, alimento básico de cautivos, que ya tienen preparada su respuesta, porque los remitentes son tan prisioneros como ellos. Zarpa el cañonero-correo y la guarnición enmudece. Quedan a solas con su rutina y mínima identidad en guardia: su rincón es toda su fortuna y patrimonio. Afuera, el vacío y la muerte, incluso allí mismo, siendo precavido centinela. Quienes defienden Sidi Dris son dueños del suelo que pisan; alrededor todo son barrancadas, quebradas y colinas rocosas. Allí anidan los pacos, tiradores mortíferos por lo pacientes que son. Emboscados durante días, nutridos con higos secos, un saquito de almendras y un poco de cecina, más un mucho de furia vengadora contra los invasores de su mundo, no perdonan a quien, en un descuido, les enseña la cabeza o el tronco. No importa a qué distancia esté el descuidado. Hasta seiscientos metros es muerto fijo. De ahí hasta mil metros, puede quedar inválido o igualmente tan muerto como el que cae encontrándose más cerca.

Aquel jueves 1 de junio, los guardianes de Sidi Dris han oído morir, uno tras otro, a los cuatro cañones de Abarrán. El rotundo silencio que sobrevi-ene les avisa de mayores males. De forma instintiva, muchos observan a ese hombre alto, con lentes, bigote corto y hablar pausado pero convincente, que les manda con la mirada y el gesto. No saben que ha prevenido a Silvestre, ni que el general está de acuerdo en proporcionarles apoyo naval porque, caída Abarrán, la posición más amenazada es Sidi Dris. Al oscu-recer del día siguiente, se presenta la harca. Sin artillería. Paqueo de tanteo (para centrar el tiro) y brusco silencio. La harca queda agazapada; la guar-nición espera. A los que todavía dudan, de palabra o pensamiento, les basta asomarse al parapeto que mira al mar para tranquilizarse: ahí está el Laya. Anclas al fondo y tripulación alerta.

Entra la madrugada. Y de repente, paqueo generalizado con arremetida brutal. Los defensores se echan a los parapetos. Descargas cerradas, “vivas” y “mueras”, insultos también, que se devuelven como tiros. La guarnición aguanta. Los atacantes insisten. Las ametralladoras Colt se encasquillan. Abren fuego los cañones que manda el teniente Galán. Los rifeños apun-tan a esos volcánicos fogonazos de salida y aciertan. Galán cae gravemente herido. Momento de vacilación que Benítez aparta con un mensaje movili-zador. Y al Laya pide un oficial y el pelotón de valientes que corresponda. El combate prosigue. Los de Benítez resisten. Y los del Laya, que manda el capitán de corbeta Javier de Salas, cumplen. Acantilados arriba suben dieciséis sombras, su jefe, el alférez de navío Pedro Pérez de Guzmán, en cabeza. Llevan consigo dos ametralladoras de las que funcionan: las Hotchkiss francesas. Las emplazan y disparan. Justo a tiempo. Las filas rifeñas, tronchadas las alambradas, se echan encima. Mueren a seis metros del parapeto. La harca cede y se va. A enterrar a los suyos, que suman vein-tinueve. Más los que fallecerán en sus casas. Los harqueños se juramentan entre sí para volver. Será el 26 de julio. Vencerán y no perdonarán.

La defensa de Sidi Dris salvó a Silvestre de una reprimenda ministerial. Berenguer se sintió aliviado al leer el parte de la acción y no se quejó al ministro Eza. Silvestre se mantenía bien. En la realidad, el mantenedor del frente era Benítez. Y eso se lo reconocieron todos: desde el propio Silvestre a Berenguer felicitan al comandante, que confía en recibir refuerzos y un mejor material, dones de la lógica militar que en el Rif español suelen ser muy mal recibidos, por lo que le son negados sin más. Mientras, un inqui-

eto Silvestre decide instalar otras dos posiciones: Talilit, picacho buitrero próximo a Sidi Dris, e Igueriben, espolón amarillo (por la tonalidad del terreno donde surge), cercano este a Annual. Ambas decisiones pésimas, sin remisión. La segunda resultará mortal para el ejército, la monarquía y la paz nacional.

El domingo 9 de julio termina la fortificación de Igueriben con el asenta-miento de media batería (dos piezas) y el posicionamiento de dos compa-ñías del regimiento Ceriñola nº 42, que manda el comandante Francisco Mingo. Su mejor escudo, una posición alargada coronada por un raquítico arbolado, como asustado ante tanto páramo circundante y hostil, conocida como Loma de los Árboles, es ocupada cada mañana y abandonada a prim-era hora de la tarde, en cuanto vuelven los porteadores con las cubas de agua que han llenado cerca de Annual. Esos “cambios de dueño” acaban en cuanto los rifeños la ocupan una noche y al amanecer muestran el resul-tado a los pasmados españoles: la loma no es tal, sino un dédalo de trinch-eras en zigzag. Otra noche más y las trincheras desaparecen, camufladas bajo densos ramajes y haces de paja. “Hacer la aguada” en Igueriben pasa de rutina a sorteo diario con la muerte. Silvestre decide confiar el mando de Igueriben al defensor de Sidi Dris.

El 13 de julio Benítez toma el mando en Igueriben. Si no le gustaba el emplazamiento desde lejos, una vez dentro es para morderse los puños. Mesetón abierto a los calores y vientos, es un castillo roquero con suelo afín: imposible cavar en piedra tan dura. La opción es levantar un parapeto de pedruscos sujetos por sacos de tierra. Igueriben será posición necesitada de ayuda constante. En agua y artillería. El remate de la indefensión surge cuando Benítez constata que la posición artillada del Izzumar no cubre, con sus fuegos, la posición donde él se encuentra con su gente. Igueriben solo puede recibir apoyo artillero desde Annual, que es flanco, no vanguar-dia. Toda la vertiente a mediodía queda inmune, refugio idóneo para la harca. Benítez sufre instantáneo tormento: renunciar al mando es impo-sible; aconsejar a Silvestre que desmantele Igueriben es lo procedente, porque lugares de suicida defensa sobran en el Rif. Benítez aprecia a Silvestre. Han combatido por la España cubana y allí juntado heridas y pesares. Ahora les separa un muro de números y otro de incoherencias: Benítez manda sobre trescientos hombres; Silvestre sobre los cinco mil de Annual. Y los otros once mil que ha repartido por montes y páramos, pues

los destinos en plaza (Melilla) nada cuentan, contando tanto esas faltas de hombría. Cada uno es responsable de su ejército y, sobre todo, de su manera de mandar. Todo ejército exige buena cabeza y ejemplaridad a sus mandos, no solo coraje y osadía. El valor queda en nada si la altanería lo gobierna.

Benítez decide no protestar, no recomendar ni sugerir, tan solo resistir. Se impone obedecerse a sí mismo. Ser fuerte y ayudar a los demás. Desde su estancia en Sidi Dris, enclavado en zona de paludismo endémico, ha vuelto a luchar contra las cefaleas agudas, ese malestar infinito que le agota y exaspera, pero más le duele el alma. Si se rinde al cansancio por un lado y a la desesperación por otro, el no poder decirle a Silvestre lo que pasa y puede hacerse, su gente morirá. Porque le relevarán. Y el que venga mirará por sí y su futuro, no por sus soldados ni por el bien del ejército. Cabe la posibilidad de resistir y resistir a tal grado que hasta el ejército pierda esa atonía fatal que en esos días lo abate y se convierta en un solo hombre. Y como tal, les rescate. Convencido de su obligación, afirmado en su fe, resuelve permanecer donde está. Hombre y ejército se funden en un único ser.

Igueriben vive sus últimas horas de paz advertida, calma para pensar. Durante el día, el azul cobalto del cielo parece fondo de océano que a todos, españoles y rifeños, pudiera succionar en repentina y poderosa marea. Por la noche, la negritud se convierte en celosía cegadora y mutante. Las estrellas se mueven. O eso parece. Tanta serenidad en esa altísima infinitud y tanta barbarie aquí abajo. Benítez recorre las defensas. La figura del comandante admira y sobrecoge: su cabeza y sus hombros sobre-salen del parapeto. Le van a matar. Porque pacos no faltan. Benítez corre el riesgo. De su talla (1,75 metros, diez centímetros más que la media) hace aguante y enseña. La oscuridad le guarda. El comandante no repite su paseo.

El 17 de julio, el coronel Argüelles, jefe de la circunscripción de Annual, ordena recuperar esa loma de arbolitos convertida en trincherona fusilera. El peso del ataque lo soporta la Policía Indígena, que no aguanta a la fusilería rifeña y se desbanda. Igueriben es posición cercada y atacada a su vez. Asalto rechazado. Al día siguiente se envía un convoy de agua y muni-ciones a Igueriben. Dirige la operación el comandante Juan Romero

López, al que un paco descubre dando órdenes y, apuntado, muerto en el acto es. El convoy entra y con él diecisiete artilleros, la mitad de ellos heridos. Su jefe, el teniente Ernesto Nougués, se da cuenta de que parte de las cargas de cañón han rodado por la pendiente al caer, muertos, acemile-ros y mulos. Sin vacilar, ordena a sus hombres que vayan a por esos proyec-tiles y los suban, a brazo, él también, hasta la posición. Benítez abraza a Nougués. Igueriben se llena de hombres-ejército. La tropa les vitorea. Igueriben es un tornado de ánimos y puños prietos.

Alguien se apercibe entonces de una lástima agravada por inesperada amenaza: los mulos del convoy que han sobrevivido al despeñamiento, refugiados en la pendiente que mira a Levante, rebuznan También necesi-tan agua. El sol los mata. Inviable el acogerlos, impensable el abrevarlos, se les deja donde están, por si con el siguiente convoy pudieran partir. Y se piensa: la noche tal vez los calme. La harca piensa lo contrario y ataca. Segunda embestida rechazada, incluso en las alambradas, con bombas de mano y a bayonetazos, más los cañones de Igueriben, dirigidos por el capitán Paz Orduña, bien secundado por Nougués, que disparan con las espoletas graduadas a cero. La noche prevalece, pero al paqueo no le importa. Sabe dónde disparar, domina los alcances y no hay viento, así que no hay deriva, solo aciertos. Con apuntar a la impavidez blanquecina de las tiendas españolas o los espacios oscuros alrededor de aquellas es seguro hacer carne. El paqueo dura poco. Matar cansa. Al clarear el día, se distinguen mulos muertos y heridos. Los pacos vuelven a su faena. Uno a uno los abaten, luego dejan de dispararles. Los mulos que sobreviven, ensangrentados y perseguidos por nubes de moscas, braman y cocean. La alambrada de Levante resiste unos cuantos golpazos más y, entera, al suelo va. Ya tienen puerta abierta los rifeños. Se telegrafía a Annual lo que ha ocurrido. Y desde allí prometen arreglo: mañana llegará el convoy.

El 19 de julio, de Annual sale otro convoy hacia el espolón amarillo. El agua se terminó al salir el sol. Hay que beber o perecer. Dirige la columna el teniente coronel Núñez de Prado, que manda sobre un millar de hom-bres. Ninguno logra subir hasta Igueriben. Parte de la carga queda despar-ramada por la pista, entre la que se cuentan pérdidas esenciales: cincuenta y tres cubas de agua y ocho latas de petróleo para quemar el ganado muerto. Al día siguiente, bajo la sartén solar, los mulos muertos parecen “moverse”. Y así es, revientan. Sus oleadas pestíferas sofocan a los defen-

sores de Igueriben. El hedor de los animales en descomposición se suma al de los humanos fallecidos. Igueriben huele a muerto, pero no por él, sino por quienes, al no saber cómo evitar su morir, muertos se declaran también. Llega otra oscurecida. La cuarta del asedio. Noche de orines para quienes han sido previsores y pueden dejarlos enfriar bajo el relente rifeño; noche de tortura para quienes ni orinar pueden. En su afán por encontrar algo de frescor y aire limpio de hedores, algunos pretenden enterrarse, cubriéndose con puñaditos de tierra. Igueriben es roca pura en su cima, así que de terrones los justos, pero desgarros todos. Llegado nuevo amanecer, hay conciencia colectiva de morir.

El 20 de julio, el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia, llega a Annual. Consulta opiniones y contrasta pareceres. Unanimidad rotunda: la moral está hundida; las tiendas-hospital, atestadas de heridos y mori-bundos; apenas quedan municiones de cañón y los víveres escasean. Solo hay cantidades relevantes en un lugar de fúnebre acceso: la aguada. Pocos vuelven ilesos de allí. En consecuencia, mejor esperar un día más para que las tropas se repongan de su decaimiento. Navarro se ve impotente. Despa-cha mensajes ópticos a Benítez donde le repite tres conceptos esenciales: “honor”, “resistencia” y “juramento de salvación”. Benítez lee y calla. Ha dicho lo que cree prudente decir. Ha pedido agua para sus hombres y municiones para sus armas. Su alimento reside en la furia y en el fuego. Navarro envía un despacho cifrado a Silvestre, que sigue en Melilla, en el que le expone su “desconfianza de conseguir el objetivo”. Salvar a los de Igueriben, para lo que hacen falta convicciones y municiones. Ambas cosas faltan. Navarro, como fin de su mensaje, previene a su superior: “Espero órdenes para verificar convoy o preparar la evacuación de Igueriben”. No hay respuesta. Navarro sabe que Silvestre va a salir de Melilla. Espera todavía. Nada, silencio en la línea telegráfica. Inquieto por si le ha pasado algo a Silvestre y sabedor de que debe volver a la plaza para hacerse cargo del mando, sale de Annual. Y Manella queda al mando.

Amanece el 21 de julio sobre la hoya de Annual. Con notoria dejadez, los preparativos del convoy arrancan. Considerándolo como lo que era, un funeral por anticipado, los designados para formar parte de su propio entierro pocas ganas tienen de ponerse en marcha hacia Igueriben. En el espolón amarillo, sin agua desde hace tres días, los cuerpos se retuercen para extraer sus últimas gotas de resistencia. Apenas quedan fuerzas para

sobrevivir, sí deseos de acabar de una vez. De tanto en cuando, un trallazo seco, que se lleva una tienda con heridos dentro, esparce restos de hombres que ya estaban muertos o revienta parte del parapeto sin matar a nadie. Artillería rifeña, que antes fuese española. Dos piezas martillean Igueri-ben. Coge altura el sol y, de improviso, conmoción en Annual. Ha llegado Silvestre.

Benítez lo sabe o lo intuye. De ahí su heliograma: “Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros”. No es un bofetón ni un arrebato. Es una orden de fusilamiento. Y el ejecutado es Silvestre. Demudado y desencajado, boqueante, dicen que, enrabietado, ordenó: “¡A formar los escuadrones!”. Quiere cargar pendiente arriba hasta Igueriben. Una galo-pada de casi cinco kilómetros bajo el fuego de fusiles y cañones. De los segundos solo dos; de los primeros, cinco mil al menos. Un Balaklava espa-ñol. Y su hijo Manuel al lado, pues forma parte de los Regulares a caballo. Si tienen que morir los Silvestre, mejor que padre e hijo caigan juntos.

Los tenientes coroneles Enrique Manera Valdés y Tulio López Ruiz, sus ayudantes, junto con su secretario personal, el comandante Juan Pedro Hernández Olaguibel, se precipitan a calmarle. Le ruegan que no haga una cadetada, que no se mate por nada. No lo consiguen. Silvestre se deshase de ellos y grita. Al mundo y a sí mismo. A España y al ejército. Interviene el coronel Francisco Javier Manella, jefe del Alcántara. No tiene a su regimiento allí, pero está al llegar con Fernando Primo de Rivera a su cabeza, pues todos han pernoctado en Drius, salvo la escolta personal de Silvestre. Mejor dos regimientos que unos pocos escuadrones. El general no atiende a razones. Su hijo Manuel, atormentado, se aparta. Silvestre quiere morir. No puede con tanta vergüenza. Poco a poco tiende a calm-arse, convulso todavía, vencido por su propio furor. Y sin duda fue un error que Silvestre capitulase ante tanta lógica y sensatez.

En aquellos momentos, cuando en Igueriben se muere y en Annual se disponen unos a morir y otros muchos a preparar su equipaje para huir (son los que darán muerte a tantos con su cobardía), esa carga contra la muerte, por lo insensato e incontenible de la misma, hubiera partido en dos las líneas rifeñas y llegado hasta Igueriben. Y Silvestre hubiera muerto. O no. Porque un Silvestre aparecido en plena batalla hubiera adquirido

aspecto de profeta vengador para la idiosincrasia del combatiente rifeño que, de rendirse, siempre ante una leyenda, jamás ante un hombre. Vivo o muerto, que era el fin más probable de Silvestre, su gesto-estandarte puede que hubiese salvado a su ejército. Y no convertido al Izzumar, el día después, 22 de julio, en su matadero y avergonzamiento. Jefes había para mandar ese ejército aún no copado en Annual: Manella el más apropiado; el coronel Morales Mendigutía su mejor segundo.

Silvestre calmado no es tal, sino un cadáver que se agita en los parapetos de Annual. “Muerto” Silvestre en su no morir, Benítez toma el mando. El jefe de Igueriben es el único que manda sobre su mente y a todo el ejército manda pese a lo lejos que está y lo sentenciado a muerte que parece. Silves-tre, autómata por primera vez en su carrera militar, autoriza la salida del convoy. Allá van los que saben que nunca llegarán a su destino. Desde Igueriben los ven vacilar y detenerse, para luego correr todo lo agachados que pueden. Las descargas rifeñas los siluetean, los aturden y matan, los obligan a salir huyendo o a hacerse los muertos. A Silvestre le llegan partes de que el convoy está bloqueado ante el fuego, de que no avanza, de que la gente no puede más. Es preciso volver. Y mejor perder Igueriben antes que perderlo todo. Silvestre, desalentado, atiende las razones (tal vez del coro-nel Morales) y cursa orden a Benítez para que destruya el material y se acoja a las guerrillas más próximas a su posición.

El jefe de Igueriben replica con otra descarga. Es el tiro de gracia para un Silvestre abatido: “Nunca esperé recibir orden de V. E. de evacuar esta posición. Pero cumplimentando lo que en ella me ordena en este momento, como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola la oficialidad que integra esta guarnición, pues consciente de su deber y en cumplimiento de juramento, sabremos morir como mueren los oficiales españoles”. Silvestre querría morirse allí mismo. Pero su momento ha pasado. Y quien lo mata no es un rifeño ni tampoco Benítez, es su desesperación por la suma de errores cometidos desde el 15 de enero, cuando ocupó Annual. Silvestre está tan afectado que asusta a los que le observan. Y le dejan solo. Su dolor impone. Aún tendrá otra oportunidad para matarse no como él hubiese deseado, sí para dotar a su final de hombre militar de un carácter digno. Para ese final definitivo falta menos de un día.

En Igueriben poco hay que destruir, sí mucho que organizar: recuperar armas útiles y municiones, eliminar mensajes cifrados y libros de claves, respetar el heliógrafo, pues aún le queda una orden al comandante que transmitir a Annual, rescatar lo poco que reste de las camillas para hacer muletas para los heridos que aún puedan andar. Los que no puedan mov-erse, quedarán donde yacen. A merced del enemigo, quizás de la rápida compasión del amigo. Metódico hasta el final, Benítez da forma a su tropa, con una vanguardia, el grueso en su centro, donde marcharán los heridos, y una retaguardia. Quedan los flancos y las secciones, muy clareadas sus filas, que defienden el semiderruido parapeto. La mayoría no podrán salvarse, pero ninguno se mueve de su sitio. Se han convertido en hombres-ejército.

La harca vuelve al asalto. A Benítez le quedan unos minutos. Mira al jefe de la artillería, el capitán Federico Paz Orduña, quien le hace una señal de estar listo junto a una de las piezas. El teniente Nougués, no lejos de allí, inclina su cabeza en señal de funeraria complicidad. Serán los últimos en disparar y los primeros en morir junto con los supervivientes del parapeto, que se harán fuertes junto a los cañones. Benítez se vuelve hacia los telegrafistas y les indica la señal que aguardan. El espejo de Igueriben lanza destellos de movilización y sacrificio. El heliografista parece apurado. Cuenta sus pulsares como vidas que se le escapan. Son treinta y un parpadeos de furia y compromiso, de los que seis valen por dos, pues se refieren a otras tantas banderolas artilleras. Disparad para matarnos y que el enemigo muera con nosotros y no se arrogue el triunfo de afirmar que fue él quien nos dio muerte. No hay memoria de parte inmolatorio seme-jante en los ejércitos coloniales, de por sí inmoladores de sus mejores a fuer de ser cerriles sus mandos. Resistir al pésimo gobernante o al general obtuso, repetitivos en sus carencias, he ahí la mayor heroicidad para civiles o militares.

A los que interpretan su heliograma, Benítez les impone el castigo de leerlo dos veces para asimilar su contenido y sentirse sombras de sí mismos cuan-tos tuvieran que cumplir la orden que a todos dicta: “Solo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Con-tadlas. Y al duodécimo disparo fuego sobre nosotros, pues moros y espa-ñoles estaremos envueltos en la posición”. Es el heroísmo medular. Muero por los míos y de su mano, no por mano del enemigo, que no ha podido

conmigo y menos con la gente mía.

El ejército de Benítez va a salir. Su jefe lo ha revistado y es cierto: cojo y renqueante, andrajoso pero retieso, sus integrantes parecen lo que son, una columna de hombres-ejército. Su comandante les habla. No fue arenga la suya, sí confesión, orgullo y agradecimiento. A los que seguían a su lado e intuían que iban a morir; a los que no podían oírle porque muertos yacían; a los que creían factible el salvarse y no lo conseguirían; a los que ya se daban por muertos y sin embargo se salvarían; a los muchos que morirían días y años después por culpa de los errores no de tantos, sí de unos pocos, pero muy equivocados y acobardados estos. No sabemos si Benítez precisó las vestimentas de los estrictamente responsables: levitas de ministros necios, fajines de generales y estrellas de coroneles, algún que otro almi-rante, capitanes en permiso semiperpetuo, intendentes uniformados por sus hurtos, fracs de políticos clientelistas, canotiers de opulentos accionistas mineros, quién sabe si hasta el traje impecable, de afamado sastre inglés, de un monarca adicto a los balnearios no para sanar su cuerpo, sino para buscar amantes de playa y ruleta. Pudieron ser todos o ninguno.

En cuanto a Benítez y los suyos, salieron. De la vida, que no del juicio final, que ganado lo tenían antes de morir. Todos los oficiales menos uno (Luis Casado Escudero, herido y prisionero) murieron. Sus variaciones de muerte oscilaron entre perialzarse sobre su dignidad para que otros pudi-eran salvarse o pegarse un tiro con la tranquilidad que da el saberse muerto antes de apretar el gatillo. Benítez pudo ser de estos últimos, siendo de los primeros en caer. De los que aún podían valerse por sí mismos, una parte murió matando; la otra buscó su salvación en un agónico correr hasta Annual. Treinta y cinco lo consiguieron, pero cuatro murieron entre violentísimos espasmos tras atracarse de agua y comida. Otros dos fueron hechos prisioneros (el teniente Casado y el soldado Luis Rendón Pérez), que sobrevivieron. Treinta y tres fueron los salvados, de los que uno (Casado) fue asesinado en julio de 1936.

Lo cierto es que Benítez, al referirse al lugar de su gesta, que a los allí presentes les pertenecía después de cinco días de furia y sufrimientos, se refirió al sitio de la hazaña como “este corralito que hemos venido a defender”. Hay que ser español y militar para resumir tal epopeya en concepto tan humilde y contenido tan escueto. En el simbolismo de los

hechos probados, que a menudo cuentan mucho más que la realidad vivida, Benítez fue puesto al mando, en Igueriben, no para defender el frente de operaciones, sino para mantener bien alta la frente del Ejército español. Y allí sigue y seguirá, mientras al espolón amarillo no se lo lleve el mar a sus abismos o se funda cuando el cielo impacte contra la tierra que habitamos.

JUAN PANDO DESPIERTO 9

Benítez: síntesis de vida y milicia en 31 destellos

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Benítez y Benítez, Julio (El Burgo, Málaga, 1878 - Igueriben, Rif Central, 1921). Modelo de militares. Sin cumplir los dieciséis años ingresa en la Academia de Infantería y, acogiéndose al denominado “Plan Abreviado” (dos años de estudios), consecuencia de las elevadas pérdidas en oficiales a raíz de la reactivación de las guerras por Cuba y Filipinas, en julio de 1896 sale de Toledo como segundo teniente. Marcha destinado al regimiento Aragón, nº 21, en Lérida. En un sorteo entre la oficialidad, de los habituales en la época, es de aquellos a los que les toca “Cuba”. Sinónimo de riesgo máximo y perviven-cia mínima en el servicio. Embarca en el vapor correo Gran Antilla, buque de poco andar, más transporte de mercancías que de pasajeros, reacio a mantener la proa en su sitio, huidizo y retemblón ante las singladuras atlánticas. Y el 30 de septiembre, tras veintidós días de navegación (seis días más de la duración media de aquellos viajes expedicionarios) avistaba los baluartes del Morro y, detrás de estos, blanca y destellante, parapetada en su confianza de siglos, La Habana. Papeleo de reglamento, ansiosas com-pras de equipo y vestuario, cartas apresuradas a la familia y a primera línea. El 5 de octubre acantonaba en Artemisa, uno de los campamentos fortifica-dos que aseguraban las comunicaciones entre el interior y los vitales puer-tos. Primeros choques con los “mambises” (guerrilleros cubanos), silbido de balas, “ayes” de enemigos o compañeros y súbita fatalidad: picotazo palúdico, incubación rápida, fiebre alta (40 ºC) y decaimiento radical de sus fuerzas. Ingresa en uno de los hospitales de La Habana. Padece altiba-jos de paciente desahuciado y rescatado al límite. El resumen son cinco meses de invalidez (de noviembre de 1896 a marzo de 1897) y una compa-ñera indeseable que le maltratará de por vida: la malaria.

De Cuba vuelve tras cumplir tres años en campaña; recibir un tiro de fusil (rodilla derecha) en las acciones por la Caridad y la Perala (30 de junio de 1898); merecer una cruz del Mérito Militar con distintivo rojo y otra de María Cristina; asistir, sin serle dado intervenir, a la capitulación española; reingresar en un hospital, el de Holguín, de donde sale con su tercera cruz, esa malaria que no le abandona. Allí mismo le entregan un obsequio de la Administración Militar: su billete de embarque para la patria con “cuatro meses de licencia por enfermo”. El diagnóstico mínimo exigible a las “españas” diplomática, monárquica y política, las tres en minúscula. Cruza el Atlántico a la inversa, pero sin sobresaltos. Cosas del azar meteo-

rológico, combinado con el aura protectora del nombre de su transporte, Nuestra Señora de la Salud, el primer teniente Benítez regresa vivo a su casa, pero en modo alguno vuelve sano.

De vuelta a la vida de cuartel, en trece años (hasta mayo de 1912) se los recorre casi todos y de hospitales unos cuantos visita. Resultado del recor-rido: ascenso a capitán (2 de enero de 1905). Resumen de las consultas: convivirá hasta la muerte con su cruel amante, la malaria. La guerra del Kert le llama. Tiroteos intrascendentes (Ishafen, Talusit), el esperado permiso de matrimonio que llega y al altar en la iglesia de La Alameda, en Málaga. Allí se casa (30 de diciembre de 1912) con Nieves Fernández Oja. Del enlace nacerá su única descendencia, Julia. Su carrera militar también tendrá “descendencia”: la estrella de ocho puntas que le conceden (19 de diciembre de 1915). Siguen dos años de cuarteles y hospitales peninsulares. En febrero de 1918, marcha a África otra vez. Llega para quedarse y dar ejemplo. Perpetuo en ambos fines.

En junio de 1921, Benítez es el jefe de una posición perdida de antemano: Sidi Dris. Empeño personal de Silvestre, quien decidió su emplazamiento nada más ocupar Annual, es puesto sin tierra pero ahíto de mar. Desnudo casi siempre. Tan solo algún cañonero de aprovisionamiento, punto minúsculo en el horizonte, vitoreado en cuanto fondea. Trae alimentos y noticias: las cartas, alimento básico de cautivos, que ya tienen preparada su respuesta, porque los remitentes son tan prisioneros como ellos. Zarpa el cañonero-correo y la guarnición enmudece. Quedan a solas con su rutina y mínima identidad en guardia: su rincón es toda su fortuna y patrimonio. Afuera, el vacío y la muerte, incluso allí mismo, siendo precavido centinela. Quienes defienden Sidi Dris son dueños del suelo que pisan; alrededor todo son barrancadas, quebradas y colinas rocosas. Allí anidan los pacos, tiradores mortíferos por lo pacientes que son. Emboscados durante días, nutridos con higos secos, un saquito de almendras y un poco de cecina, más un mucho de furia vengadora contra los invasores de su mundo, no perdonan a quien, en un descuido, les enseña la cabeza o el tronco. No importa a qué distancia esté el descuidado. Hasta seiscientos metros es muerto fijo. De ahí hasta mil metros, puede quedar inválido o igualmente tan muerto como el que cae encontrándose más cerca.

Aquel jueves 1 de junio, los guardianes de Sidi Dris han oído morir, uno tras otro, a los cuatro cañones de Abarrán. El rotundo silencio que sobrevi-ene les avisa de mayores males. De forma instintiva, muchos observan a ese hombre alto, con lentes, bigote corto y hablar pausado pero convincente, que les manda con la mirada y el gesto. No saben que ha prevenido a Silvestre, ni que el general está de acuerdo en proporcionarles apoyo naval porque, caída Abarrán, la posición más amenazada es Sidi Dris. Al oscu-recer del día siguiente, se presenta la harca. Sin artillería. Paqueo de tanteo (para centrar el tiro) y brusco silencio. La harca queda agazapada; la guar-nición espera. A los que todavía dudan, de palabra o pensamiento, les basta asomarse al parapeto que mira al mar para tranquilizarse: ahí está el Laya. Anclas al fondo y tripulación alerta.

Entra la madrugada. Y de repente, paqueo generalizado con arremetida brutal. Los defensores se echan a los parapetos. Descargas cerradas, “vivas” y “mueras”, insultos también, que se devuelven como tiros. La guarnición aguanta. Los atacantes insisten. Las ametralladoras Colt se encasquillan. Abren fuego los cañones que manda el teniente Galán. Los rifeños apun-tan a esos volcánicos fogonazos de salida y aciertan. Galán cae gravemente herido. Momento de vacilación que Benítez aparta con un mensaje movili-zador. Y al Laya pide un oficial y el pelotón de valientes que corresponda. El combate prosigue. Los de Benítez resisten. Y los del Laya, que manda el capitán de corbeta Javier de Salas, cumplen. Acantilados arriba suben dieciséis sombras, su jefe, el alférez de navío Pedro Pérez de Guzmán, en cabeza. Llevan consigo dos ametralladoras de las que funcionan: las Hotchkiss francesas. Las emplazan y disparan. Justo a tiempo. Las filas rifeñas, tronchadas las alambradas, se echan encima. Mueren a seis metros del parapeto. La harca cede y se va. A enterrar a los suyos, que suman vein-tinueve. Más los que fallecerán en sus casas. Los harqueños se juramentan entre sí para volver. Será el 26 de julio. Vencerán y no perdonarán.

La defensa de Sidi Dris salvó a Silvestre de una reprimenda ministerial. Berenguer se sintió aliviado al leer el parte de la acción y no se quejó al ministro Eza. Silvestre se mantenía bien. En la realidad, el mantenedor del frente era Benítez. Y eso se lo reconocieron todos: desde el propio Silvestre a Berenguer felicitan al comandante, que confía en recibir refuerzos y un mejor material, dones de la lógica militar que en el Rif español suelen ser muy mal recibidos, por lo que le son negados sin más. Mientras, un inqui-

eto Silvestre decide instalar otras dos posiciones: Talilit, picacho buitrero próximo a Sidi Dris, e Igueriben, espolón amarillo (por la tonalidad del terreno donde surge), cercano este a Annual. Ambas decisiones pésimas, sin remisión. La segunda resultará mortal para el ejército, la monarquía y la paz nacional.

El domingo 9 de julio termina la fortificación de Igueriben con el asenta-miento de media batería (dos piezas) y el posicionamiento de dos compa-ñías del regimiento Ceriñola nº 42, que manda el comandante Francisco Mingo. Su mejor escudo, una posición alargada coronada por un raquítico arbolado, como asustado ante tanto páramo circundante y hostil, conocida como Loma de los Árboles, es ocupada cada mañana y abandonada a prim-era hora de la tarde, en cuanto vuelven los porteadores con las cubas de agua que han llenado cerca de Annual. Esos “cambios de dueño” acaban en cuanto los rifeños la ocupan una noche y al amanecer muestran el resul-tado a los pasmados españoles: la loma no es tal, sino un dédalo de trinch-eras en zigzag. Otra noche más y las trincheras desaparecen, camufladas bajo densos ramajes y haces de paja. “Hacer la aguada” en Igueriben pasa de rutina a sorteo diario con la muerte. Silvestre decide confiar el mando de Igueriben al defensor de Sidi Dris.

El 13 de julio Benítez toma el mando en Igueriben. Si no le gustaba el emplazamiento desde lejos, una vez dentro es para morderse los puños. Mesetón abierto a los calores y vientos, es un castillo roquero con suelo afín: imposible cavar en piedra tan dura. La opción es levantar un parapeto de pedruscos sujetos por sacos de tierra. Igueriben será posición necesitada de ayuda constante. En agua y artillería. El remate de la indefensión surge cuando Benítez constata que la posición artillada del Izzumar no cubre, con sus fuegos, la posición donde él se encuentra con su gente. Igueriben solo puede recibir apoyo artillero desde Annual, que es flanco, no vanguar-dia. Toda la vertiente a mediodía queda inmune, refugio idóneo para la harca. Benítez sufre instantáneo tormento: renunciar al mando es impo-sible; aconsejar a Silvestre que desmantele Igueriben es lo procedente, porque lugares de suicida defensa sobran en el Rif. Benítez aprecia a Silvestre. Han combatido por la España cubana y allí juntado heridas y pesares. Ahora les separa un muro de números y otro de incoherencias: Benítez manda sobre trescientos hombres; Silvestre sobre los cinco mil de Annual. Y los otros once mil que ha repartido por montes y páramos, pues

los destinos en plaza (Melilla) nada cuentan, contando tanto esas faltas de hombría. Cada uno es responsable de su ejército y, sobre todo, de su manera de mandar. Todo ejército exige buena cabeza y ejemplaridad a sus mandos, no solo coraje y osadía. El valor queda en nada si la altanería lo gobierna.

Benítez decide no protestar, no recomendar ni sugerir, tan solo resistir. Se impone obedecerse a sí mismo. Ser fuerte y ayudar a los demás. Desde su estancia en Sidi Dris, enclavado en zona de paludismo endémico, ha vuelto a luchar contra las cefaleas agudas, ese malestar infinito que le agota y exaspera, pero más le duele el alma. Si se rinde al cansancio por un lado y a la desesperación por otro, el no poder decirle a Silvestre lo que pasa y puede hacerse, su gente morirá. Porque le relevarán. Y el que venga mirará por sí y su futuro, no por sus soldados ni por el bien del ejército. Cabe la posibilidad de resistir y resistir a tal grado que hasta el ejército pierda esa atonía fatal que en esos días lo abate y se convierta en un solo hombre. Y como tal, les rescate. Convencido de su obligación, afirmado en su fe, resuelve permanecer donde está. Hombre y ejército se funden en un único ser.

Igueriben vive sus últimas horas de paz advertida, calma para pensar. Durante el día, el azul cobalto del cielo parece fondo de océano que a todos, españoles y rifeños, pudiera succionar en repentina y poderosa marea. Por la noche, la negritud se convierte en celosía cegadora y mutante. Las estrellas se mueven. O eso parece. Tanta serenidad en esa altísima infinitud y tanta barbarie aquí abajo. Benítez recorre las defensas. La figura del comandante admira y sobrecoge: su cabeza y sus hombros sobre-salen del parapeto. Le van a matar. Porque pacos no faltan. Benítez corre el riesgo. De su talla (1,75 metros, diez centímetros más que la media) hace aguante y enseña. La oscuridad le guarda. El comandante no repite su paseo.

El 17 de julio, el coronel Argüelles, jefe de la circunscripción de Annual, ordena recuperar esa loma de arbolitos convertida en trincherona fusilera. El peso del ataque lo soporta la Policía Indígena, que no aguanta a la fusilería rifeña y se desbanda. Igueriben es posición cercada y atacada a su vez. Asalto rechazado. Al día siguiente se envía un convoy de agua y muni-ciones a Igueriben. Dirige la operación el comandante Juan Romero

López, al que un paco descubre dando órdenes y, apuntado, muerto en el acto es. El convoy entra y con él diecisiete artilleros, la mitad de ellos heridos. Su jefe, el teniente Ernesto Nougués, se da cuenta de que parte de las cargas de cañón han rodado por la pendiente al caer, muertos, acemile-ros y mulos. Sin vacilar, ordena a sus hombres que vayan a por esos proyec-tiles y los suban, a brazo, él también, hasta la posición. Benítez abraza a Nougués. Igueriben se llena de hombres-ejército. La tropa les vitorea. Igueriben es un tornado de ánimos y puños prietos.

Alguien se apercibe entonces de una lástima agravada por inesperada amenaza: los mulos del convoy que han sobrevivido al despeñamiento, refugiados en la pendiente que mira a Levante, rebuznan También necesi-tan agua. El sol los mata. Inviable el acogerlos, impensable el abrevarlos, se les deja donde están, por si con el siguiente convoy pudieran partir. Y se piensa: la noche tal vez los calme. La harca piensa lo contrario y ataca. Segunda embestida rechazada, incluso en las alambradas, con bombas de mano y a bayonetazos, más los cañones de Igueriben, dirigidos por el capitán Paz Orduña, bien secundado por Nougués, que disparan con las espoletas graduadas a cero. La noche prevalece, pero al paqueo no le importa. Sabe dónde disparar, domina los alcances y no hay viento, así que no hay deriva, solo aciertos. Con apuntar a la impavidez blanquecina de las tiendas españolas o los espacios oscuros alrededor de aquellas es seguro hacer carne. El paqueo dura poco. Matar cansa. Al clarear el día, se distinguen mulos muertos y heridos. Los pacos vuelven a su faena. Uno a uno los abaten, luego dejan de dispararles. Los mulos que sobreviven, ensangrentados y perseguidos por nubes de moscas, braman y cocean. La alambrada de Levante resiste unos cuantos golpazos más y, entera, al suelo va. Ya tienen puerta abierta los rifeños. Se telegrafía a Annual lo que ha ocurrido. Y desde allí prometen arreglo: mañana llegará el convoy.

El 19 de julio, de Annual sale otro convoy hacia el espolón amarillo. El agua se terminó al salir el sol. Hay que beber o perecer. Dirige la columna el teniente coronel Núñez de Prado, que manda sobre un millar de hom-bres. Ninguno logra subir hasta Igueriben. Parte de la carga queda despar-ramada por la pista, entre la que se cuentan pérdidas esenciales: cincuenta y tres cubas de agua y ocho latas de petróleo para quemar el ganado muerto. Al día siguiente, bajo la sartén solar, los mulos muertos parecen “moverse”. Y así es, revientan. Sus oleadas pestíferas sofocan a los defen-

sores de Igueriben. El hedor de los animales en descomposición se suma al de los humanos fallecidos. Igueriben huele a muerto, pero no por él, sino por quienes, al no saber cómo evitar su morir, muertos se declaran también. Llega otra oscurecida. La cuarta del asedio. Noche de orines para quienes han sido previsores y pueden dejarlos enfriar bajo el relente rifeño; noche de tortura para quienes ni orinar pueden. En su afán por encontrar algo de frescor y aire limpio de hedores, algunos pretenden enterrarse, cubriéndose con puñaditos de tierra. Igueriben es roca pura en su cima, así que de terrones los justos, pero desgarros todos. Llegado nuevo amanecer, hay conciencia colectiva de morir.

El 20 de julio, el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia, llega a Annual. Consulta opiniones y contrasta pareceres. Unanimidad rotunda: la moral está hundida; las tiendas-hospital, atestadas de heridos y mori-bundos; apenas quedan municiones de cañón y los víveres escasean. Solo hay cantidades relevantes en un lugar de fúnebre acceso: la aguada. Pocos vuelven ilesos de allí. En consecuencia, mejor esperar un día más para que las tropas se repongan de su decaimiento. Navarro se ve impotente. Despa-cha mensajes ópticos a Benítez donde le repite tres conceptos esenciales: “honor”, “resistencia” y “juramento de salvación”. Benítez lee y calla. Ha dicho lo que cree prudente decir. Ha pedido agua para sus hombres y municiones para sus armas. Su alimento reside en la furia y en el fuego. Navarro envía un despacho cifrado a Silvestre, que sigue en Melilla, en el que le expone su “desconfianza de conseguir el objetivo”. Salvar a los de Igueriben, para lo que hacen falta convicciones y municiones. Ambas cosas faltan. Navarro, como fin de su mensaje, previene a su superior: “Espero órdenes para verificar convoy o preparar la evacuación de Igueriben”. No hay respuesta. Navarro sabe que Silvestre va a salir de Melilla. Espera todavía. Nada, silencio en la línea telegráfica. Inquieto por si le ha pasado algo a Silvestre y sabedor de que debe volver a la plaza para hacerse cargo del mando, sale de Annual. Y Manella queda al mando.

Amanece el 21 de julio sobre la hoya de Annual. Con notoria dejadez, los preparativos del convoy arrancan. Considerándolo como lo que era, un funeral por anticipado, los designados para formar parte de su propio entierro pocas ganas tienen de ponerse en marcha hacia Igueriben. En el espolón amarillo, sin agua desde hace tres días, los cuerpos se retuercen para extraer sus últimas gotas de resistencia. Apenas quedan fuerzas para

sobrevivir, sí deseos de acabar de una vez. De tanto en cuando, un trallazo seco, que se lleva una tienda con heridos dentro, esparce restos de hombres que ya estaban muertos o revienta parte del parapeto sin matar a nadie. Artillería rifeña, que antes fuese española. Dos piezas martillean Igueri-ben. Coge altura el sol y, de improviso, conmoción en Annual. Ha llegado Silvestre.

Benítez lo sabe o lo intuye. De ahí su heliograma: “Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros”. No es un bofetón ni un arrebato. Es una orden de fusilamiento. Y el ejecutado es Silvestre. Demudado y desencajado, boqueante, dicen que, enrabietado, ordenó: “¡A formar los escuadrones!”. Quiere cargar pendiente arriba hasta Igueriben. Una galo-pada de casi cinco kilómetros bajo el fuego de fusiles y cañones. De los segundos solo dos; de los primeros, cinco mil al menos. Un Balaklava espa-ñol. Y su hijo Manuel al lado, pues forma parte de los Regulares a caballo. Si tienen que morir los Silvestre, mejor que padre e hijo caigan juntos.

Los tenientes coroneles Enrique Manera Valdés y Tulio López Ruiz, sus ayudantes, junto con su secretario personal, el comandante Juan Pedro Hernández Olaguibel, se precipitan a calmarle. Le ruegan que no haga una cadetada, que no se mate por nada. No lo consiguen. Silvestre se deshase de ellos y grita. Al mundo y a sí mismo. A España y al ejército. Interviene el coronel Francisco Javier Manella, jefe del Alcántara. No tiene a su regimiento allí, pero está al llegar con Fernando Primo de Rivera a su cabeza, pues todos han pernoctado en Drius, salvo la escolta personal de Silvestre. Mejor dos regimientos que unos pocos escuadrones. El general no atiende a razones. Su hijo Manuel, atormentado, se aparta. Silvestre quiere morir. No puede con tanta vergüenza. Poco a poco tiende a calm-arse, convulso todavía, vencido por su propio furor. Y sin duda fue un error que Silvestre capitulase ante tanta lógica y sensatez.

En aquellos momentos, cuando en Igueriben se muere y en Annual se disponen unos a morir y otros muchos a preparar su equipaje para huir (son los que darán muerte a tantos con su cobardía), esa carga contra la muerte, por lo insensato e incontenible de la misma, hubiera partido en dos las líneas rifeñas y llegado hasta Igueriben. Y Silvestre hubiera muerto. O no. Porque un Silvestre aparecido en plena batalla hubiera adquirido

aspecto de profeta vengador para la idiosincrasia del combatiente rifeño que, de rendirse, siempre ante una leyenda, jamás ante un hombre. Vivo o muerto, que era el fin más probable de Silvestre, su gesto-estandarte puede que hubiese salvado a su ejército. Y no convertido al Izzumar, el día después, 22 de julio, en su matadero y avergonzamiento. Jefes había para mandar ese ejército aún no copado en Annual: Manella el más apropiado; el coronel Morales Mendigutía su mejor segundo.

Silvestre calmado no es tal, sino un cadáver que se agita en los parapetos de Annual. “Muerto” Silvestre en su no morir, Benítez toma el mando. El jefe de Igueriben es el único que manda sobre su mente y a todo el ejército manda pese a lo lejos que está y lo sentenciado a muerte que parece. Silves-tre, autómata por primera vez en su carrera militar, autoriza la salida del convoy. Allá van los que saben que nunca llegarán a su destino. Desde Igueriben los ven vacilar y detenerse, para luego correr todo lo agachados que pueden. Las descargas rifeñas los siluetean, los aturden y matan, los obligan a salir huyendo o a hacerse los muertos. A Silvestre le llegan partes de que el convoy está bloqueado ante el fuego, de que no avanza, de que la gente no puede más. Es preciso volver. Y mejor perder Igueriben antes que perderlo todo. Silvestre, desalentado, atiende las razones (tal vez del coro-nel Morales) y cursa orden a Benítez para que destruya el material y se acoja a las guerrillas más próximas a su posición.

El jefe de Igueriben replica con otra descarga. Es el tiro de gracia para un Silvestre abatido: “Nunca esperé recibir orden de V. E. de evacuar esta posición. Pero cumplimentando lo que en ella me ordena en este momento, como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola la oficialidad que integra esta guarnición, pues consciente de su deber y en cumplimiento de juramento, sabremos morir como mueren los oficiales españoles”. Silvestre querría morirse allí mismo. Pero su momento ha pasado. Y quien lo mata no es un rifeño ni tampoco Benítez, es su desesperación por la suma de errores cometidos desde el 15 de enero, cuando ocupó Annual. Silvestre está tan afectado que asusta a los que le observan. Y le dejan solo. Su dolor impone. Aún tendrá otra oportunidad para matarse no como él hubiese deseado, sí para dotar a su final de hombre militar de un carácter digno. Para ese final definitivo falta menos de un día.

En Igueriben poco hay que destruir, sí mucho que organizar: recuperar armas útiles y municiones, eliminar mensajes cifrados y libros de claves, respetar el heliógrafo, pues aún le queda una orden al comandante que transmitir a Annual, rescatar lo poco que reste de las camillas para hacer muletas para los heridos que aún puedan andar. Los que no puedan mov-erse, quedarán donde yacen. A merced del enemigo, quizás de la rápida compasión del amigo. Metódico hasta el final, Benítez da forma a su tropa, con una vanguardia, el grueso en su centro, donde marcharán los heridos, y una retaguardia. Quedan los flancos y las secciones, muy clareadas sus filas, que defienden el semiderruido parapeto. La mayoría no podrán salvarse, pero ninguno se mueve de su sitio. Se han convertido en hombres-ejército.

La harca vuelve al asalto. A Benítez le quedan unos minutos. Mira al jefe de la artillería, el capitán Federico Paz Orduña, quien le hace una señal de estar listo junto a una de las piezas. El teniente Nougués, no lejos de allí, inclina su cabeza en señal de funeraria complicidad. Serán los últimos en disparar y los primeros en morir junto con los supervivientes del parapeto, que se harán fuertes junto a los cañones. Benítez se vuelve hacia los telegrafistas y les indica la señal que aguardan. El espejo de Igueriben lanza destellos de movilización y sacrificio. El heliografista parece apurado. Cuenta sus pulsares como vidas que se le escapan. Son treinta y un parpadeos de furia y compromiso, de los que seis valen por dos, pues se refieren a otras tantas banderolas artilleras. Disparad para matarnos y que el enemigo muera con nosotros y no se arrogue el triunfo de afirmar que fue él quien nos dio muerte. No hay memoria de parte inmolatorio seme-jante en los ejércitos coloniales, de por sí inmoladores de sus mejores a fuer de ser cerriles sus mandos. Resistir al pésimo gobernante o al general obtuso, repetitivos en sus carencias, he ahí la mayor heroicidad para civiles o militares.

A los que interpretan su heliograma, Benítez les impone el castigo de leerlo dos veces para asimilar su contenido y sentirse sombras de sí mismos cuan-tos tuvieran que cumplir la orden que a todos dicta: “Solo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Con-tadlas. Y al duodécimo disparo fuego sobre nosotros, pues moros y espa-ñoles estaremos envueltos en la posición”. Es el heroísmo medular. Muero por los míos y de su mano, no por mano del enemigo, que no ha podido

conmigo y menos con la gente mía.

El ejército de Benítez va a salir. Su jefe lo ha revistado y es cierto: cojo y renqueante, andrajoso pero retieso, sus integrantes parecen lo que son, una columna de hombres-ejército. Su comandante les habla. No fue arenga la suya, sí confesión, orgullo y agradecimiento. A los que seguían a su lado e intuían que iban a morir; a los que no podían oírle porque muertos yacían; a los que creían factible el salvarse y no lo conseguirían; a los que ya se daban por muertos y sin embargo se salvarían; a los muchos que morirían días y años después por culpa de los errores no de tantos, sí de unos pocos, pero muy equivocados y acobardados estos. No sabemos si Benítez precisó las vestimentas de los estrictamente responsables: levitas de ministros necios, fajines de generales y estrellas de coroneles, algún que otro almi-rante, capitanes en permiso semiperpetuo, intendentes uniformados por sus hurtos, fracs de políticos clientelistas, canotiers de opulentos accionistas mineros, quién sabe si hasta el traje impecable, de afamado sastre inglés, de un monarca adicto a los balnearios no para sanar su cuerpo, sino para buscar amantes de playa y ruleta. Pudieron ser todos o ninguno.

En cuanto a Benítez y los suyos, salieron. De la vida, que no del juicio final, que ganado lo tenían antes de morir. Todos los oficiales menos uno (Luis Casado Escudero, herido y prisionero) murieron. Sus variaciones de muerte oscilaron entre perialzarse sobre su dignidad para que otros pudi-eran salvarse o pegarse un tiro con la tranquilidad que da el saberse muerto antes de apretar el gatillo. Benítez pudo ser de estos últimos, siendo de los primeros en caer. De los que aún podían valerse por sí mismos, una parte murió matando; la otra buscó su salvación en un agónico correr hasta Annual. Treinta y cinco lo consiguieron, pero cuatro murieron entre violentísimos espasmos tras atracarse de agua y comida. Otros dos fueron hechos prisioneros (el teniente Casado y el soldado Luis Rendón Pérez), que sobrevivieron. Treinta y tres fueron los salvados, de los que uno (Casado) fue asesinado en julio de 1936.

Lo cierto es que Benítez, al referirse al lugar de su gesta, que a los allí presentes les pertenecía después de cinco días de furia y sufrimientos, se refirió al sitio de la hazaña como “este corralito que hemos venido a defender”. Hay que ser español y militar para resumir tal epopeya en concepto tan humilde y contenido tan escueto. En el simbolismo de los

hechos probados, que a menudo cuentan mucho más que la realidad vivida, Benítez fue puesto al mando, en Igueriben, no para defender el frente de operaciones, sino para mantener bien alta la frente del Ejército español. Y allí sigue y seguirá, mientras al espolón amarillo no se lo lleve el mar a sus abismos o se funda cuando el cielo impacte contra la tierra que habitamos.

JUAN PANDO DESPIERTO 10

Benítez: síntesis de vida y milicia en 31 destellos

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Benítez y Benítez, Julio (El Burgo, Málaga, 1878 - Igueriben, Rif Central, 1921). Modelo de militares. Sin cumplir los dieciséis años ingresa en la Academia de Infantería y, acogiéndose al denominado “Plan Abreviado” (dos años de estudios), consecuencia de las elevadas pérdidas en oficiales a raíz de la reactivación de las guerras por Cuba y Filipinas, en julio de 1896 sale de Toledo como segundo teniente. Marcha destinado al regimiento Aragón, nº 21, en Lérida. En un sorteo entre la oficialidad, de los habituales en la época, es de aquellos a los que les toca “Cuba”. Sinónimo de riesgo máximo y perviven-cia mínima en el servicio. Embarca en el vapor correo Gran Antilla, buque de poco andar, más transporte de mercancías que de pasajeros, reacio a mantener la proa en su sitio, huidizo y retemblón ante las singladuras atlánticas. Y el 30 de septiembre, tras veintidós días de navegación (seis días más de la duración media de aquellos viajes expedicionarios) avistaba los baluartes del Morro y, detrás de estos, blanca y destellante, parapetada en su confianza de siglos, La Habana. Papeleo de reglamento, ansiosas com-pras de equipo y vestuario, cartas apresuradas a la familia y a primera línea. El 5 de octubre acantonaba en Artemisa, uno de los campamentos fortifica-dos que aseguraban las comunicaciones entre el interior y los vitales puer-tos. Primeros choques con los “mambises” (guerrilleros cubanos), silbido de balas, “ayes” de enemigos o compañeros y súbita fatalidad: picotazo palúdico, incubación rápida, fiebre alta (40 ºC) y decaimiento radical de sus fuerzas. Ingresa en uno de los hospitales de La Habana. Padece altiba-jos de paciente desahuciado y rescatado al límite. El resumen son cinco meses de invalidez (de noviembre de 1896 a marzo de 1897) y una compa-ñera indeseable que le maltratará de por vida: la malaria.

De Cuba vuelve tras cumplir tres años en campaña; recibir un tiro de fusil (rodilla derecha) en las acciones por la Caridad y la Perala (30 de junio de 1898); merecer una cruz del Mérito Militar con distintivo rojo y otra de María Cristina; asistir, sin serle dado intervenir, a la capitulación española; reingresar en un hospital, el de Holguín, de donde sale con su tercera cruz, esa malaria que no le abandona. Allí mismo le entregan un obsequio de la Administración Militar: su billete de embarque para la patria con “cuatro meses de licencia por enfermo”. El diagnóstico mínimo exigible a las “españas” diplomática, monárquica y política, las tres en minúscula. Cruza el Atlántico a la inversa, pero sin sobresaltos. Cosas del azar meteo-

rológico, combinado con el aura protectora del nombre de su transporte, Nuestra Señora de la Salud, el primer teniente Benítez regresa vivo a su casa, pero en modo alguno vuelve sano.

De vuelta a la vida de cuartel, en trece años (hasta mayo de 1912) se los recorre casi todos y de hospitales unos cuantos visita. Resultado del recor-rido: ascenso a capitán (2 de enero de 1905). Resumen de las consultas: convivirá hasta la muerte con su cruel amante, la malaria. La guerra del Kert le llama. Tiroteos intrascendentes (Ishafen, Talusit), el esperado permiso de matrimonio que llega y al altar en la iglesia de La Alameda, en Málaga. Allí se casa (30 de diciembre de 1912) con Nieves Fernández Oja. Del enlace nacerá su única descendencia, Julia. Su carrera militar también tendrá “descendencia”: la estrella de ocho puntas que le conceden (19 de diciembre de 1915). Siguen dos años de cuarteles y hospitales peninsulares. En febrero de 1918, marcha a África otra vez. Llega para quedarse y dar ejemplo. Perpetuo en ambos fines.

En junio de 1921, Benítez es el jefe de una posición perdida de antemano: Sidi Dris. Empeño personal de Silvestre, quien decidió su emplazamiento nada más ocupar Annual, es puesto sin tierra pero ahíto de mar. Desnudo casi siempre. Tan solo algún cañonero de aprovisionamiento, punto minúsculo en el horizonte, vitoreado en cuanto fondea. Trae alimentos y noticias: las cartas, alimento básico de cautivos, que ya tienen preparada su respuesta, porque los remitentes son tan prisioneros como ellos. Zarpa el cañonero-correo y la guarnición enmudece. Quedan a solas con su rutina y mínima identidad en guardia: su rincón es toda su fortuna y patrimonio. Afuera, el vacío y la muerte, incluso allí mismo, siendo precavido centinela. Quienes defienden Sidi Dris son dueños del suelo que pisan; alrededor todo son barrancadas, quebradas y colinas rocosas. Allí anidan los pacos, tiradores mortíferos por lo pacientes que son. Emboscados durante días, nutridos con higos secos, un saquito de almendras y un poco de cecina, más un mucho de furia vengadora contra los invasores de su mundo, no perdonan a quien, en un descuido, les enseña la cabeza o el tronco. No importa a qué distancia esté el descuidado. Hasta seiscientos metros es muerto fijo. De ahí hasta mil metros, puede quedar inválido o igualmente tan muerto como el que cae encontrándose más cerca.

Aquel jueves 1 de junio, los guardianes de Sidi Dris han oído morir, uno tras otro, a los cuatro cañones de Abarrán. El rotundo silencio que sobrevi-ene les avisa de mayores males. De forma instintiva, muchos observan a ese hombre alto, con lentes, bigote corto y hablar pausado pero convincente, que les manda con la mirada y el gesto. No saben que ha prevenido a Silvestre, ni que el general está de acuerdo en proporcionarles apoyo naval porque, caída Abarrán, la posición más amenazada es Sidi Dris. Al oscu-recer del día siguiente, se presenta la harca. Sin artillería. Paqueo de tanteo (para centrar el tiro) y brusco silencio. La harca queda agazapada; la guar-nición espera. A los que todavía dudan, de palabra o pensamiento, les basta asomarse al parapeto que mira al mar para tranquilizarse: ahí está el Laya. Anclas al fondo y tripulación alerta.

Entra la madrugada. Y de repente, paqueo generalizado con arremetida brutal. Los defensores se echan a los parapetos. Descargas cerradas, “vivas” y “mueras”, insultos también, que se devuelven como tiros. La guarnición aguanta. Los atacantes insisten. Las ametralladoras Colt se encasquillan. Abren fuego los cañones que manda el teniente Galán. Los rifeños apun-tan a esos volcánicos fogonazos de salida y aciertan. Galán cae gravemente herido. Momento de vacilación que Benítez aparta con un mensaje movili-zador. Y al Laya pide un oficial y el pelotón de valientes que corresponda. El combate prosigue. Los de Benítez resisten. Y los del Laya, que manda el capitán de corbeta Javier de Salas, cumplen. Acantilados arriba suben dieciséis sombras, su jefe, el alférez de navío Pedro Pérez de Guzmán, en cabeza. Llevan consigo dos ametralladoras de las que funcionan: las Hotchkiss francesas. Las emplazan y disparan. Justo a tiempo. Las filas rifeñas, tronchadas las alambradas, se echan encima. Mueren a seis metros del parapeto. La harca cede y se va. A enterrar a los suyos, que suman vein-tinueve. Más los que fallecerán en sus casas. Los harqueños se juramentan entre sí para volver. Será el 26 de julio. Vencerán y no perdonarán.

La defensa de Sidi Dris salvó a Silvestre de una reprimenda ministerial. Berenguer se sintió aliviado al leer el parte de la acción y no se quejó al ministro Eza. Silvestre se mantenía bien. En la realidad, el mantenedor del frente era Benítez. Y eso se lo reconocieron todos: desde el propio Silvestre a Berenguer felicitan al comandante, que confía en recibir refuerzos y un mejor material, dones de la lógica militar que en el Rif español suelen ser muy mal recibidos, por lo que le son negados sin más. Mientras, un inqui-

eto Silvestre decide instalar otras dos posiciones: Talilit, picacho buitrero próximo a Sidi Dris, e Igueriben, espolón amarillo (por la tonalidad del terreno donde surge), cercano este a Annual. Ambas decisiones pésimas, sin remisión. La segunda resultará mortal para el ejército, la monarquía y la paz nacional.

El domingo 9 de julio termina la fortificación de Igueriben con el asenta-miento de media batería (dos piezas) y el posicionamiento de dos compa-ñías del regimiento Ceriñola nº 42, que manda el comandante Francisco Mingo. Su mejor escudo, una posición alargada coronada por un raquítico arbolado, como asustado ante tanto páramo circundante y hostil, conocida como Loma de los Árboles, es ocupada cada mañana y abandonada a prim-era hora de la tarde, en cuanto vuelven los porteadores con las cubas de agua que han llenado cerca de Annual. Esos “cambios de dueño” acaban en cuanto los rifeños la ocupan una noche y al amanecer muestran el resul-tado a los pasmados españoles: la loma no es tal, sino un dédalo de trinch-eras en zigzag. Otra noche más y las trincheras desaparecen, camufladas bajo densos ramajes y haces de paja. “Hacer la aguada” en Igueriben pasa de rutina a sorteo diario con la muerte. Silvestre decide confiar el mando de Igueriben al defensor de Sidi Dris.

El 13 de julio Benítez toma el mando en Igueriben. Si no le gustaba el emplazamiento desde lejos, una vez dentro es para morderse los puños. Mesetón abierto a los calores y vientos, es un castillo roquero con suelo afín: imposible cavar en piedra tan dura. La opción es levantar un parapeto de pedruscos sujetos por sacos de tierra. Igueriben será posición necesitada de ayuda constante. En agua y artillería. El remate de la indefensión surge cuando Benítez constata que la posición artillada del Izzumar no cubre, con sus fuegos, la posición donde él se encuentra con su gente. Igueriben solo puede recibir apoyo artillero desde Annual, que es flanco, no vanguar-dia. Toda la vertiente a mediodía queda inmune, refugio idóneo para la harca. Benítez sufre instantáneo tormento: renunciar al mando es impo-sible; aconsejar a Silvestre que desmantele Igueriben es lo procedente, porque lugares de suicida defensa sobran en el Rif. Benítez aprecia a Silvestre. Han combatido por la España cubana y allí juntado heridas y pesares. Ahora les separa un muro de números y otro de incoherencias: Benítez manda sobre trescientos hombres; Silvestre sobre los cinco mil de Annual. Y los otros once mil que ha repartido por montes y páramos, pues

los destinos en plaza (Melilla) nada cuentan, contando tanto esas faltas de hombría. Cada uno es responsable de su ejército y, sobre todo, de su manera de mandar. Todo ejército exige buena cabeza y ejemplaridad a sus mandos, no solo coraje y osadía. El valor queda en nada si la altanería lo gobierna.

Benítez decide no protestar, no recomendar ni sugerir, tan solo resistir. Se impone obedecerse a sí mismo. Ser fuerte y ayudar a los demás. Desde su estancia en Sidi Dris, enclavado en zona de paludismo endémico, ha vuelto a luchar contra las cefaleas agudas, ese malestar infinito que le agota y exaspera, pero más le duele el alma. Si se rinde al cansancio por un lado y a la desesperación por otro, el no poder decirle a Silvestre lo que pasa y puede hacerse, su gente morirá. Porque le relevarán. Y el que venga mirará por sí y su futuro, no por sus soldados ni por el bien del ejército. Cabe la posibilidad de resistir y resistir a tal grado que hasta el ejército pierda esa atonía fatal que en esos días lo abate y se convierta en un solo hombre. Y como tal, les rescate. Convencido de su obligación, afirmado en su fe, resuelve permanecer donde está. Hombre y ejército se funden en un único ser.

Igueriben vive sus últimas horas de paz advertida, calma para pensar. Durante el día, el azul cobalto del cielo parece fondo de océano que a todos, españoles y rifeños, pudiera succionar en repentina y poderosa marea. Por la noche, la negritud se convierte en celosía cegadora y mutante. Las estrellas se mueven. O eso parece. Tanta serenidad en esa altísima infinitud y tanta barbarie aquí abajo. Benítez recorre las defensas. La figura del comandante admira y sobrecoge: su cabeza y sus hombros sobre-salen del parapeto. Le van a matar. Porque pacos no faltan. Benítez corre el riesgo. De su talla (1,75 metros, diez centímetros más que la media) hace aguante y enseña. La oscuridad le guarda. El comandante no repite su paseo.

El 17 de julio, el coronel Argüelles, jefe de la circunscripción de Annual, ordena recuperar esa loma de arbolitos convertida en trincherona fusilera. El peso del ataque lo soporta la Policía Indígena, que no aguanta a la fusilería rifeña y se desbanda. Igueriben es posición cercada y atacada a su vez. Asalto rechazado. Al día siguiente se envía un convoy de agua y muni-ciones a Igueriben. Dirige la operación el comandante Juan Romero

López, al que un paco descubre dando órdenes y, apuntado, muerto en el acto es. El convoy entra y con él diecisiete artilleros, la mitad de ellos heridos. Su jefe, el teniente Ernesto Nougués, se da cuenta de que parte de las cargas de cañón han rodado por la pendiente al caer, muertos, acemile-ros y mulos. Sin vacilar, ordena a sus hombres que vayan a por esos proyec-tiles y los suban, a brazo, él también, hasta la posición. Benítez abraza a Nougués. Igueriben se llena de hombres-ejército. La tropa les vitorea. Igueriben es un tornado de ánimos y puños prietos.

Alguien se apercibe entonces de una lástima agravada por inesperada amenaza: los mulos del convoy que han sobrevivido al despeñamiento, refugiados en la pendiente que mira a Levante, rebuznan También necesi-tan agua. El sol los mata. Inviable el acogerlos, impensable el abrevarlos, se les deja donde están, por si con el siguiente convoy pudieran partir. Y se piensa: la noche tal vez los calme. La harca piensa lo contrario y ataca. Segunda embestida rechazada, incluso en las alambradas, con bombas de mano y a bayonetazos, más los cañones de Igueriben, dirigidos por el capitán Paz Orduña, bien secundado por Nougués, que disparan con las espoletas graduadas a cero. La noche prevalece, pero al paqueo no le importa. Sabe dónde disparar, domina los alcances y no hay viento, así que no hay deriva, solo aciertos. Con apuntar a la impavidez blanquecina de las tiendas españolas o los espacios oscuros alrededor de aquellas es seguro hacer carne. El paqueo dura poco. Matar cansa. Al clarear el día, se distinguen mulos muertos y heridos. Los pacos vuelven a su faena. Uno a uno los abaten, luego dejan de dispararles. Los mulos que sobreviven, ensangrentados y perseguidos por nubes de moscas, braman y cocean. La alambrada de Levante resiste unos cuantos golpazos más y, entera, al suelo va. Ya tienen puerta abierta los rifeños. Se telegrafía a Annual lo que ha ocurrido. Y desde allí prometen arreglo: mañana llegará el convoy.

El 19 de julio, de Annual sale otro convoy hacia el espolón amarillo. El agua se terminó al salir el sol. Hay que beber o perecer. Dirige la columna el teniente coronel Núñez de Prado, que manda sobre un millar de hom-bres. Ninguno logra subir hasta Igueriben. Parte de la carga queda despar-ramada por la pista, entre la que se cuentan pérdidas esenciales: cincuenta y tres cubas de agua y ocho latas de petróleo para quemar el ganado muerto. Al día siguiente, bajo la sartén solar, los mulos muertos parecen “moverse”. Y así es, revientan. Sus oleadas pestíferas sofocan a los defen-

sores de Igueriben. El hedor de los animales en descomposición se suma al de los humanos fallecidos. Igueriben huele a muerto, pero no por él, sino por quienes, al no saber cómo evitar su morir, muertos se declaran también. Llega otra oscurecida. La cuarta del asedio. Noche de orines para quienes han sido previsores y pueden dejarlos enfriar bajo el relente rifeño; noche de tortura para quienes ni orinar pueden. En su afán por encontrar algo de frescor y aire limpio de hedores, algunos pretenden enterrarse, cubriéndose con puñaditos de tierra. Igueriben es roca pura en su cima, así que de terrones los justos, pero desgarros todos. Llegado nuevo amanecer, hay conciencia colectiva de morir.

El 20 de julio, el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia, llega a Annual. Consulta opiniones y contrasta pareceres. Unanimidad rotunda: la moral está hundida; las tiendas-hospital, atestadas de heridos y mori-bundos; apenas quedan municiones de cañón y los víveres escasean. Solo hay cantidades relevantes en un lugar de fúnebre acceso: la aguada. Pocos vuelven ilesos de allí. En consecuencia, mejor esperar un día más para que las tropas se repongan de su decaimiento. Navarro se ve impotente. Despa-cha mensajes ópticos a Benítez donde le repite tres conceptos esenciales: “honor”, “resistencia” y “juramento de salvación”. Benítez lee y calla. Ha dicho lo que cree prudente decir. Ha pedido agua para sus hombres y municiones para sus armas. Su alimento reside en la furia y en el fuego. Navarro envía un despacho cifrado a Silvestre, que sigue en Melilla, en el que le expone su “desconfianza de conseguir el objetivo”. Salvar a los de Igueriben, para lo que hacen falta convicciones y municiones. Ambas cosas faltan. Navarro, como fin de su mensaje, previene a su superior: “Espero órdenes para verificar convoy o preparar la evacuación de Igueriben”. No hay respuesta. Navarro sabe que Silvestre va a salir de Melilla. Espera todavía. Nada, silencio en la línea telegráfica. Inquieto por si le ha pasado algo a Silvestre y sabedor de que debe volver a la plaza para hacerse cargo del mando, sale de Annual. Y Manella queda al mando.

Amanece el 21 de julio sobre la hoya de Annual. Con notoria dejadez, los preparativos del convoy arrancan. Considerándolo como lo que era, un funeral por anticipado, los designados para formar parte de su propio entierro pocas ganas tienen de ponerse en marcha hacia Igueriben. En el espolón amarillo, sin agua desde hace tres días, los cuerpos se retuercen para extraer sus últimas gotas de resistencia. Apenas quedan fuerzas para

sobrevivir, sí deseos de acabar de una vez. De tanto en cuando, un trallazo seco, que se lleva una tienda con heridos dentro, esparce restos de hombres que ya estaban muertos o revienta parte del parapeto sin matar a nadie. Artillería rifeña, que antes fuese española. Dos piezas martillean Igueri-ben. Coge altura el sol y, de improviso, conmoción en Annual. Ha llegado Silvestre.

Benítez lo sabe o lo intuye. De ahí su heliograma: “Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros”. No es un bofetón ni un arrebato. Es una orden de fusilamiento. Y el ejecutado es Silvestre. Demudado y desencajado, boqueante, dicen que, enrabietado, ordenó: “¡A formar los escuadrones!”. Quiere cargar pendiente arriba hasta Igueriben. Una galo-pada de casi cinco kilómetros bajo el fuego de fusiles y cañones. De los segundos solo dos; de los primeros, cinco mil al menos. Un Balaklava espa-ñol. Y su hijo Manuel al lado, pues forma parte de los Regulares a caballo. Si tienen que morir los Silvestre, mejor que padre e hijo caigan juntos.

Los tenientes coroneles Enrique Manera Valdés y Tulio López Ruiz, sus ayudantes, junto con su secretario personal, el comandante Juan Pedro Hernández Olaguibel, se precipitan a calmarle. Le ruegan que no haga una cadetada, que no se mate por nada. No lo consiguen. Silvestre se deshase de ellos y grita. Al mundo y a sí mismo. A España y al ejército. Interviene el coronel Francisco Javier Manella, jefe del Alcántara. No tiene a su regimiento allí, pero está al llegar con Fernando Primo de Rivera a su cabeza, pues todos han pernoctado en Drius, salvo la escolta personal de Silvestre. Mejor dos regimientos que unos pocos escuadrones. El general no atiende a razones. Su hijo Manuel, atormentado, se aparta. Silvestre quiere morir. No puede con tanta vergüenza. Poco a poco tiende a calm-arse, convulso todavía, vencido por su propio furor. Y sin duda fue un error que Silvestre capitulase ante tanta lógica y sensatez.

En aquellos momentos, cuando en Igueriben se muere y en Annual se disponen unos a morir y otros muchos a preparar su equipaje para huir (son los que darán muerte a tantos con su cobardía), esa carga contra la muerte, por lo insensato e incontenible de la misma, hubiera partido en dos las líneas rifeñas y llegado hasta Igueriben. Y Silvestre hubiera muerto. O no. Porque un Silvestre aparecido en plena batalla hubiera adquirido

aspecto de profeta vengador para la idiosincrasia del combatiente rifeño que, de rendirse, siempre ante una leyenda, jamás ante un hombre. Vivo o muerto, que era el fin más probable de Silvestre, su gesto-estandarte puede que hubiese salvado a su ejército. Y no convertido al Izzumar, el día después, 22 de julio, en su matadero y avergonzamiento. Jefes había para mandar ese ejército aún no copado en Annual: Manella el más apropiado; el coronel Morales Mendigutía su mejor segundo.

Silvestre calmado no es tal, sino un cadáver que se agita en los parapetos de Annual. “Muerto” Silvestre en su no morir, Benítez toma el mando. El jefe de Igueriben es el único que manda sobre su mente y a todo el ejército manda pese a lo lejos que está y lo sentenciado a muerte que parece. Silves-tre, autómata por primera vez en su carrera militar, autoriza la salida del convoy. Allá van los que saben que nunca llegarán a su destino. Desde Igueriben los ven vacilar y detenerse, para luego correr todo lo agachados que pueden. Las descargas rifeñas los siluetean, los aturden y matan, los obligan a salir huyendo o a hacerse los muertos. A Silvestre le llegan partes de que el convoy está bloqueado ante el fuego, de que no avanza, de que la gente no puede más. Es preciso volver. Y mejor perder Igueriben antes que perderlo todo. Silvestre, desalentado, atiende las razones (tal vez del coro-nel Morales) y cursa orden a Benítez para que destruya el material y se acoja a las guerrillas más próximas a su posición.

El jefe de Igueriben replica con otra descarga. Es el tiro de gracia para un Silvestre abatido: “Nunca esperé recibir orden de V. E. de evacuar esta posición. Pero cumplimentando lo que en ella me ordena en este momento, como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola la oficialidad que integra esta guarnición, pues consciente de su deber y en cumplimiento de juramento, sabremos morir como mueren los oficiales españoles”. Silvestre querría morirse allí mismo. Pero su momento ha pasado. Y quien lo mata no es un rifeño ni tampoco Benítez, es su desesperación por la suma de errores cometidos desde el 15 de enero, cuando ocupó Annual. Silvestre está tan afectado que asusta a los que le observan. Y le dejan solo. Su dolor impone. Aún tendrá otra oportunidad para matarse no como él hubiese deseado, sí para dotar a su final de hombre militar de un carácter digno. Para ese final definitivo falta menos de un día.

En Igueriben poco hay que destruir, sí mucho que organizar: recuperar armas útiles y municiones, eliminar mensajes cifrados y libros de claves, respetar el heliógrafo, pues aún le queda una orden al comandante que transmitir a Annual, rescatar lo poco que reste de las camillas para hacer muletas para los heridos que aún puedan andar. Los que no puedan mov-erse, quedarán donde yacen. A merced del enemigo, quizás de la rápida compasión del amigo. Metódico hasta el final, Benítez da forma a su tropa, con una vanguardia, el grueso en su centro, donde marcharán los heridos, y una retaguardia. Quedan los flancos y las secciones, muy clareadas sus filas, que defienden el semiderruido parapeto. La mayoría no podrán salvarse, pero ninguno se mueve de su sitio. Se han convertido en hombres-ejército.

La harca vuelve al asalto. A Benítez le quedan unos minutos. Mira al jefe de la artillería, el capitán Federico Paz Orduña, quien le hace una señal de estar listo junto a una de las piezas. El teniente Nougués, no lejos de allí, inclina su cabeza en señal de funeraria complicidad. Serán los últimos en disparar y los primeros en morir junto con los supervivientes del parapeto, que se harán fuertes junto a los cañones. Benítez se vuelve hacia los telegrafistas y les indica la señal que aguardan. El espejo de Igueriben lanza destellos de movilización y sacrificio. El heliografista parece apurado. Cuenta sus pulsares como vidas que se le escapan. Son treinta y un parpadeos de furia y compromiso, de los que seis valen por dos, pues se refieren a otras tantas banderolas artilleras. Disparad para matarnos y que el enemigo muera con nosotros y no se arrogue el triunfo de afirmar que fue él quien nos dio muerte. No hay memoria de parte inmolatorio seme-jante en los ejércitos coloniales, de por sí inmoladores de sus mejores a fuer de ser cerriles sus mandos. Resistir al pésimo gobernante o al general obtuso, repetitivos en sus carencias, he ahí la mayor heroicidad para civiles o militares.

A los que interpretan su heliograma, Benítez les impone el castigo de leerlo dos veces para asimilar su contenido y sentirse sombras de sí mismos cuan-tos tuvieran que cumplir la orden que a todos dicta: “Solo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Con-tadlas. Y al duodécimo disparo fuego sobre nosotros, pues moros y espa-ñoles estaremos envueltos en la posición”. Es el heroísmo medular. Muero por los míos y de su mano, no por mano del enemigo, que no ha podido

conmigo y menos con la gente mía.

El ejército de Benítez va a salir. Su jefe lo ha revistado y es cierto: cojo y renqueante, andrajoso pero retieso, sus integrantes parecen lo que son, una columna de hombres-ejército. Su comandante les habla. No fue arenga la suya, sí confesión, orgullo y agradecimiento. A los que seguían a su lado e intuían que iban a morir; a los que no podían oírle porque muertos yacían; a los que creían factible el salvarse y no lo conseguirían; a los que ya se daban por muertos y sin embargo se salvarían; a los muchos que morirían días y años después por culpa de los errores no de tantos, sí de unos pocos, pero muy equivocados y acobardados estos. No sabemos si Benítez precisó las vestimentas de los estrictamente responsables: levitas de ministros necios, fajines de generales y estrellas de coroneles, algún que otro almi-rante, capitanes en permiso semiperpetuo, intendentes uniformados por sus hurtos, fracs de políticos clientelistas, canotiers de opulentos accionistas mineros, quién sabe si hasta el traje impecable, de afamado sastre inglés, de un monarca adicto a los balnearios no para sanar su cuerpo, sino para buscar amantes de playa y ruleta. Pudieron ser todos o ninguno.

En cuanto a Benítez y los suyos, salieron. De la vida, que no del juicio final, que ganado lo tenían antes de morir. Todos los oficiales menos uno (Luis Casado Escudero, herido y prisionero) murieron. Sus variaciones de muerte oscilaron entre perialzarse sobre su dignidad para que otros pudi-eran salvarse o pegarse un tiro con la tranquilidad que da el saberse muerto antes de apretar el gatillo. Benítez pudo ser de estos últimos, siendo de los primeros en caer. De los que aún podían valerse por sí mismos, una parte murió matando; la otra buscó su salvación en un agónico correr hasta Annual. Treinta y cinco lo consiguieron, pero cuatro murieron entre violentísimos espasmos tras atracarse de agua y comida. Otros dos fueron hechos prisioneros (el teniente Casado y el soldado Luis Rendón Pérez), que sobrevivieron. Treinta y tres fueron los salvados, de los que uno (Casado) fue asesinado en julio de 1936.

Lo cierto es que Benítez, al referirse al lugar de su gesta, que a los allí presentes les pertenecía después de cinco días de furia y sufrimientos, se refirió al sitio de la hazaña como “este corralito que hemos venido a defender”. Hay que ser español y militar para resumir tal epopeya en concepto tan humilde y contenido tan escueto. En el simbolismo de los

hechos probados, que a menudo cuentan mucho más que la realidad vivida, Benítez fue puesto al mando, en Igueriben, no para defender el frente de operaciones, sino para mantener bien alta la frente del Ejército español. Y allí sigue y seguirá, mientras al espolón amarillo no se lo lleve el mar a sus abismos o se funda cuando el cielo impacte contra la tierra que habitamos.

JUAN PANDO DESPIERTO 11

Benítez: síntesis de vida y milicia en 31 destellos

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Benítez y Benítez, Julio (El Burgo, Málaga, 1878 - Igueriben, Rif Central, 1921). Modelo de militares. Sin cumplir los dieciséis años ingresa en la Academia de Infantería y, acogiéndose al denominado “Plan Abreviado” (dos años de estudios), consecuencia de las elevadas pérdidas en oficiales a raíz de la reactivación de las guerras por Cuba y Filipinas, en julio de 1896 sale de Toledo como segundo teniente. Marcha destinado al regimiento Aragón, nº 21, en Lérida. En un sorteo entre la oficialidad, de los habituales en la época, es de aquellos a los que les toca “Cuba”. Sinónimo de riesgo máximo y perviven-cia mínima en el servicio. Embarca en el vapor correo Gran Antilla, buque de poco andar, más transporte de mercancías que de pasajeros, reacio a mantener la proa en su sitio, huidizo y retemblón ante las singladuras atlánticas. Y el 30 de septiembre, tras veintidós días de navegación (seis días más de la duración media de aquellos viajes expedicionarios) avistaba los baluartes del Morro y, detrás de estos, blanca y destellante, parapetada en su confianza de siglos, La Habana. Papeleo de reglamento, ansiosas com-pras de equipo y vestuario, cartas apresuradas a la familia y a primera línea. El 5 de octubre acantonaba en Artemisa, uno de los campamentos fortifica-dos que aseguraban las comunicaciones entre el interior y los vitales puer-tos. Primeros choques con los “mambises” (guerrilleros cubanos), silbido de balas, “ayes” de enemigos o compañeros y súbita fatalidad: picotazo palúdico, incubación rápida, fiebre alta (40 ºC) y decaimiento radical de sus fuerzas. Ingresa en uno de los hospitales de La Habana. Padece altiba-jos de paciente desahuciado y rescatado al límite. El resumen son cinco meses de invalidez (de noviembre de 1896 a marzo de 1897) y una compa-ñera indeseable que le maltratará de por vida: la malaria.

De Cuba vuelve tras cumplir tres años en campaña; recibir un tiro de fusil (rodilla derecha) en las acciones por la Caridad y la Perala (30 de junio de 1898); merecer una cruz del Mérito Militar con distintivo rojo y otra de María Cristina; asistir, sin serle dado intervenir, a la capitulación española; reingresar en un hospital, el de Holguín, de donde sale con su tercera cruz, esa malaria que no le abandona. Allí mismo le entregan un obsequio de la Administración Militar: su billete de embarque para la patria con “cuatro meses de licencia por enfermo”. El diagnóstico mínimo exigible a las “españas” diplomática, monárquica y política, las tres en minúscula. Cruza el Atlántico a la inversa, pero sin sobresaltos. Cosas del azar meteo-

rológico, combinado con el aura protectora del nombre de su transporte, Nuestra Señora de la Salud, el primer teniente Benítez regresa vivo a su casa, pero en modo alguno vuelve sano.

De vuelta a la vida de cuartel, en trece años (hasta mayo de 1912) se los recorre casi todos y de hospitales unos cuantos visita. Resultado del recor-rido: ascenso a capitán (2 de enero de 1905). Resumen de las consultas: convivirá hasta la muerte con su cruel amante, la malaria. La guerra del Kert le llama. Tiroteos intrascendentes (Ishafen, Talusit), el esperado permiso de matrimonio que llega y al altar en la iglesia de La Alameda, en Málaga. Allí se casa (30 de diciembre de 1912) con Nieves Fernández Oja. Del enlace nacerá su única descendencia, Julia. Su carrera militar también tendrá “descendencia”: la estrella de ocho puntas que le conceden (19 de diciembre de 1915). Siguen dos años de cuarteles y hospitales peninsulares. En febrero de 1918, marcha a África otra vez. Llega para quedarse y dar ejemplo. Perpetuo en ambos fines.

En junio de 1921, Benítez es el jefe de una posición perdida de antemano: Sidi Dris. Empeño personal de Silvestre, quien decidió su emplazamiento nada más ocupar Annual, es puesto sin tierra pero ahíto de mar. Desnudo casi siempre. Tan solo algún cañonero de aprovisionamiento, punto minúsculo en el horizonte, vitoreado en cuanto fondea. Trae alimentos y noticias: las cartas, alimento básico de cautivos, que ya tienen preparada su respuesta, porque los remitentes son tan prisioneros como ellos. Zarpa el cañonero-correo y la guarnición enmudece. Quedan a solas con su rutina y mínima identidad en guardia: su rincón es toda su fortuna y patrimonio. Afuera, el vacío y la muerte, incluso allí mismo, siendo precavido centinela. Quienes defienden Sidi Dris son dueños del suelo que pisan; alrededor todo son barrancadas, quebradas y colinas rocosas. Allí anidan los pacos, tiradores mortíferos por lo pacientes que son. Emboscados durante días, nutridos con higos secos, un saquito de almendras y un poco de cecina, más un mucho de furia vengadora contra los invasores de su mundo, no perdonan a quien, en un descuido, les enseña la cabeza o el tronco. No importa a qué distancia esté el descuidado. Hasta seiscientos metros es muerto fijo. De ahí hasta mil metros, puede quedar inválido o igualmente tan muerto como el que cae encontrándose más cerca.

Aquel jueves 1 de junio, los guardianes de Sidi Dris han oído morir, uno tras otro, a los cuatro cañones de Abarrán. El rotundo silencio que sobrevi-ene les avisa de mayores males. De forma instintiva, muchos observan a ese hombre alto, con lentes, bigote corto y hablar pausado pero convincente, que les manda con la mirada y el gesto. No saben que ha prevenido a Silvestre, ni que el general está de acuerdo en proporcionarles apoyo naval porque, caída Abarrán, la posición más amenazada es Sidi Dris. Al oscu-recer del día siguiente, se presenta la harca. Sin artillería. Paqueo de tanteo (para centrar el tiro) y brusco silencio. La harca queda agazapada; la guar-nición espera. A los que todavía dudan, de palabra o pensamiento, les basta asomarse al parapeto que mira al mar para tranquilizarse: ahí está el Laya. Anclas al fondo y tripulación alerta.

Entra la madrugada. Y de repente, paqueo generalizado con arremetida brutal. Los defensores se echan a los parapetos. Descargas cerradas, “vivas” y “mueras”, insultos también, que se devuelven como tiros. La guarnición aguanta. Los atacantes insisten. Las ametralladoras Colt se encasquillan. Abren fuego los cañones que manda el teniente Galán. Los rifeños apun-tan a esos volcánicos fogonazos de salida y aciertan. Galán cae gravemente herido. Momento de vacilación que Benítez aparta con un mensaje movili-zador. Y al Laya pide un oficial y el pelotón de valientes que corresponda. El combate prosigue. Los de Benítez resisten. Y los del Laya, que manda el capitán de corbeta Javier de Salas, cumplen. Acantilados arriba suben dieciséis sombras, su jefe, el alférez de navío Pedro Pérez de Guzmán, en cabeza. Llevan consigo dos ametralladoras de las que funcionan: las Hotchkiss francesas. Las emplazan y disparan. Justo a tiempo. Las filas rifeñas, tronchadas las alambradas, se echan encima. Mueren a seis metros del parapeto. La harca cede y se va. A enterrar a los suyos, que suman vein-tinueve. Más los que fallecerán en sus casas. Los harqueños se juramentan entre sí para volver. Será el 26 de julio. Vencerán y no perdonarán.

La defensa de Sidi Dris salvó a Silvestre de una reprimenda ministerial. Berenguer se sintió aliviado al leer el parte de la acción y no se quejó al ministro Eza. Silvestre se mantenía bien. En la realidad, el mantenedor del frente era Benítez. Y eso se lo reconocieron todos: desde el propio Silvestre a Berenguer felicitan al comandante, que confía en recibir refuerzos y un mejor material, dones de la lógica militar que en el Rif español suelen ser muy mal recibidos, por lo que le son negados sin más. Mientras, un inqui-

eto Silvestre decide instalar otras dos posiciones: Talilit, picacho buitrero próximo a Sidi Dris, e Igueriben, espolón amarillo (por la tonalidad del terreno donde surge), cercano este a Annual. Ambas decisiones pésimas, sin remisión. La segunda resultará mortal para el ejército, la monarquía y la paz nacional.

El domingo 9 de julio termina la fortificación de Igueriben con el asenta-miento de media batería (dos piezas) y el posicionamiento de dos compa-ñías del regimiento Ceriñola nº 42, que manda el comandante Francisco Mingo. Su mejor escudo, una posición alargada coronada por un raquítico arbolado, como asustado ante tanto páramo circundante y hostil, conocida como Loma de los Árboles, es ocupada cada mañana y abandonada a prim-era hora de la tarde, en cuanto vuelven los porteadores con las cubas de agua que han llenado cerca de Annual. Esos “cambios de dueño” acaban en cuanto los rifeños la ocupan una noche y al amanecer muestran el resul-tado a los pasmados españoles: la loma no es tal, sino un dédalo de trinch-eras en zigzag. Otra noche más y las trincheras desaparecen, camufladas bajo densos ramajes y haces de paja. “Hacer la aguada” en Igueriben pasa de rutina a sorteo diario con la muerte. Silvestre decide confiar el mando de Igueriben al defensor de Sidi Dris.

El 13 de julio Benítez toma el mando en Igueriben. Si no le gustaba el emplazamiento desde lejos, una vez dentro es para morderse los puños. Mesetón abierto a los calores y vientos, es un castillo roquero con suelo afín: imposible cavar en piedra tan dura. La opción es levantar un parapeto de pedruscos sujetos por sacos de tierra. Igueriben será posición necesitada de ayuda constante. En agua y artillería. El remate de la indefensión surge cuando Benítez constata que la posición artillada del Izzumar no cubre, con sus fuegos, la posición donde él se encuentra con su gente. Igueriben solo puede recibir apoyo artillero desde Annual, que es flanco, no vanguar-dia. Toda la vertiente a mediodía queda inmune, refugio idóneo para la harca. Benítez sufre instantáneo tormento: renunciar al mando es impo-sible; aconsejar a Silvestre que desmantele Igueriben es lo procedente, porque lugares de suicida defensa sobran en el Rif. Benítez aprecia a Silvestre. Han combatido por la España cubana y allí juntado heridas y pesares. Ahora les separa un muro de números y otro de incoherencias: Benítez manda sobre trescientos hombres; Silvestre sobre los cinco mil de Annual. Y los otros once mil que ha repartido por montes y páramos, pues

los destinos en plaza (Melilla) nada cuentan, contando tanto esas faltas de hombría. Cada uno es responsable de su ejército y, sobre todo, de su manera de mandar. Todo ejército exige buena cabeza y ejemplaridad a sus mandos, no solo coraje y osadía. El valor queda en nada si la altanería lo gobierna.

Benítez decide no protestar, no recomendar ni sugerir, tan solo resistir. Se impone obedecerse a sí mismo. Ser fuerte y ayudar a los demás. Desde su estancia en Sidi Dris, enclavado en zona de paludismo endémico, ha vuelto a luchar contra las cefaleas agudas, ese malestar infinito que le agota y exaspera, pero más le duele el alma. Si se rinde al cansancio por un lado y a la desesperación por otro, el no poder decirle a Silvestre lo que pasa y puede hacerse, su gente morirá. Porque le relevarán. Y el que venga mirará por sí y su futuro, no por sus soldados ni por el bien del ejército. Cabe la posibilidad de resistir y resistir a tal grado que hasta el ejército pierda esa atonía fatal que en esos días lo abate y se convierta en un solo hombre. Y como tal, les rescate. Convencido de su obligación, afirmado en su fe, resuelve permanecer donde está. Hombre y ejército se funden en un único ser.

Igueriben vive sus últimas horas de paz advertida, calma para pensar. Durante el día, el azul cobalto del cielo parece fondo de océano que a todos, españoles y rifeños, pudiera succionar en repentina y poderosa marea. Por la noche, la negritud se convierte en celosía cegadora y mutante. Las estrellas se mueven. O eso parece. Tanta serenidad en esa altísima infinitud y tanta barbarie aquí abajo. Benítez recorre las defensas. La figura del comandante admira y sobrecoge: su cabeza y sus hombros sobre-salen del parapeto. Le van a matar. Porque pacos no faltan. Benítez corre el riesgo. De su talla (1,75 metros, diez centímetros más que la media) hace aguante y enseña. La oscuridad le guarda. El comandante no repite su paseo.

El 17 de julio, el coronel Argüelles, jefe de la circunscripción de Annual, ordena recuperar esa loma de arbolitos convertida en trincherona fusilera. El peso del ataque lo soporta la Policía Indígena, que no aguanta a la fusilería rifeña y se desbanda. Igueriben es posición cercada y atacada a su vez. Asalto rechazado. Al día siguiente se envía un convoy de agua y muni-ciones a Igueriben. Dirige la operación el comandante Juan Romero

López, al que un paco descubre dando órdenes y, apuntado, muerto en el acto es. El convoy entra y con él diecisiete artilleros, la mitad de ellos heridos. Su jefe, el teniente Ernesto Nougués, se da cuenta de que parte de las cargas de cañón han rodado por la pendiente al caer, muertos, acemile-ros y mulos. Sin vacilar, ordena a sus hombres que vayan a por esos proyec-tiles y los suban, a brazo, él también, hasta la posición. Benítez abraza a Nougués. Igueriben se llena de hombres-ejército. La tropa les vitorea. Igueriben es un tornado de ánimos y puños prietos.

Alguien se apercibe entonces de una lástima agravada por inesperada amenaza: los mulos del convoy que han sobrevivido al despeñamiento, refugiados en la pendiente que mira a Levante, rebuznan También necesi-tan agua. El sol los mata. Inviable el acogerlos, impensable el abrevarlos, se les deja donde están, por si con el siguiente convoy pudieran partir. Y se piensa: la noche tal vez los calme. La harca piensa lo contrario y ataca. Segunda embestida rechazada, incluso en las alambradas, con bombas de mano y a bayonetazos, más los cañones de Igueriben, dirigidos por el capitán Paz Orduña, bien secundado por Nougués, que disparan con las espoletas graduadas a cero. La noche prevalece, pero al paqueo no le importa. Sabe dónde disparar, domina los alcances y no hay viento, así que no hay deriva, solo aciertos. Con apuntar a la impavidez blanquecina de las tiendas españolas o los espacios oscuros alrededor de aquellas es seguro hacer carne. El paqueo dura poco. Matar cansa. Al clarear el día, se distinguen mulos muertos y heridos. Los pacos vuelven a su faena. Uno a uno los abaten, luego dejan de dispararles. Los mulos que sobreviven, ensangrentados y perseguidos por nubes de moscas, braman y cocean. La alambrada de Levante resiste unos cuantos golpazos más y, entera, al suelo va. Ya tienen puerta abierta los rifeños. Se telegrafía a Annual lo que ha ocurrido. Y desde allí prometen arreglo: mañana llegará el convoy.

El 19 de julio, de Annual sale otro convoy hacia el espolón amarillo. El agua se terminó al salir el sol. Hay que beber o perecer. Dirige la columna el teniente coronel Núñez de Prado, que manda sobre un millar de hom-bres. Ninguno logra subir hasta Igueriben. Parte de la carga queda despar-ramada por la pista, entre la que se cuentan pérdidas esenciales: cincuenta y tres cubas de agua y ocho latas de petróleo para quemar el ganado muerto. Al día siguiente, bajo la sartén solar, los mulos muertos parecen “moverse”. Y así es, revientan. Sus oleadas pestíferas sofocan a los defen-

sores de Igueriben. El hedor de los animales en descomposición se suma al de los humanos fallecidos. Igueriben huele a muerto, pero no por él, sino por quienes, al no saber cómo evitar su morir, muertos se declaran también. Llega otra oscurecida. La cuarta del asedio. Noche de orines para quienes han sido previsores y pueden dejarlos enfriar bajo el relente rifeño; noche de tortura para quienes ni orinar pueden. En su afán por encontrar algo de frescor y aire limpio de hedores, algunos pretenden enterrarse, cubriéndose con puñaditos de tierra. Igueriben es roca pura en su cima, así que de terrones los justos, pero desgarros todos. Llegado nuevo amanecer, hay conciencia colectiva de morir.

El 20 de julio, el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia, llega a Annual. Consulta opiniones y contrasta pareceres. Unanimidad rotunda: la moral está hundida; las tiendas-hospital, atestadas de heridos y mori-bundos; apenas quedan municiones de cañón y los víveres escasean. Solo hay cantidades relevantes en un lugar de fúnebre acceso: la aguada. Pocos vuelven ilesos de allí. En consecuencia, mejor esperar un día más para que las tropas se repongan de su decaimiento. Navarro se ve impotente. Despa-cha mensajes ópticos a Benítez donde le repite tres conceptos esenciales: “honor”, “resistencia” y “juramento de salvación”. Benítez lee y calla. Ha dicho lo que cree prudente decir. Ha pedido agua para sus hombres y municiones para sus armas. Su alimento reside en la furia y en el fuego. Navarro envía un despacho cifrado a Silvestre, que sigue en Melilla, en el que le expone su “desconfianza de conseguir el objetivo”. Salvar a los de Igueriben, para lo que hacen falta convicciones y municiones. Ambas cosas faltan. Navarro, como fin de su mensaje, previene a su superior: “Espero órdenes para verificar convoy o preparar la evacuación de Igueriben”. No hay respuesta. Navarro sabe que Silvestre va a salir de Melilla. Espera todavía. Nada, silencio en la línea telegráfica. Inquieto por si le ha pasado algo a Silvestre y sabedor de que debe volver a la plaza para hacerse cargo del mando, sale de Annual. Y Manella queda al mando.

Amanece el 21 de julio sobre la hoya de Annual. Con notoria dejadez, los preparativos del convoy arrancan. Considerándolo como lo que era, un funeral por anticipado, los designados para formar parte de su propio entierro pocas ganas tienen de ponerse en marcha hacia Igueriben. En el espolón amarillo, sin agua desde hace tres días, los cuerpos se retuercen para extraer sus últimas gotas de resistencia. Apenas quedan fuerzas para

sobrevivir, sí deseos de acabar de una vez. De tanto en cuando, un trallazo seco, que se lleva una tienda con heridos dentro, esparce restos de hombres que ya estaban muertos o revienta parte del parapeto sin matar a nadie. Artillería rifeña, que antes fuese española. Dos piezas martillean Igueri-ben. Coge altura el sol y, de improviso, conmoción en Annual. Ha llegado Silvestre.

Benítez lo sabe o lo intuye. De ahí su heliograma: “Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros”. No es un bofetón ni un arrebato. Es una orden de fusilamiento. Y el ejecutado es Silvestre. Demudado y desencajado, boqueante, dicen que, enrabietado, ordenó: “¡A formar los escuadrones!”. Quiere cargar pendiente arriba hasta Igueriben. Una galo-pada de casi cinco kilómetros bajo el fuego de fusiles y cañones. De los segundos solo dos; de los primeros, cinco mil al menos. Un Balaklava espa-ñol. Y su hijo Manuel al lado, pues forma parte de los Regulares a caballo. Si tienen que morir los Silvestre, mejor que padre e hijo caigan juntos.

Los tenientes coroneles Enrique Manera Valdés y Tulio López Ruiz, sus ayudantes, junto con su secretario personal, el comandante Juan Pedro Hernández Olaguibel, se precipitan a calmarle. Le ruegan que no haga una cadetada, que no se mate por nada. No lo consiguen. Silvestre se deshase de ellos y grita. Al mundo y a sí mismo. A España y al ejército. Interviene el coronel Francisco Javier Manella, jefe del Alcántara. No tiene a su regimiento allí, pero está al llegar con Fernando Primo de Rivera a su cabeza, pues todos han pernoctado en Drius, salvo la escolta personal de Silvestre. Mejor dos regimientos que unos pocos escuadrones. El general no atiende a razones. Su hijo Manuel, atormentado, se aparta. Silvestre quiere morir. No puede con tanta vergüenza. Poco a poco tiende a calm-arse, convulso todavía, vencido por su propio furor. Y sin duda fue un error que Silvestre capitulase ante tanta lógica y sensatez.

En aquellos momentos, cuando en Igueriben se muere y en Annual se disponen unos a morir y otros muchos a preparar su equipaje para huir (son los que darán muerte a tantos con su cobardía), esa carga contra la muerte, por lo insensato e incontenible de la misma, hubiera partido en dos las líneas rifeñas y llegado hasta Igueriben. Y Silvestre hubiera muerto. O no. Porque un Silvestre aparecido en plena batalla hubiera adquirido

aspecto de profeta vengador para la idiosincrasia del combatiente rifeño que, de rendirse, siempre ante una leyenda, jamás ante un hombre. Vivo o muerto, que era el fin más probable de Silvestre, su gesto-estandarte puede que hubiese salvado a su ejército. Y no convertido al Izzumar, el día después, 22 de julio, en su matadero y avergonzamiento. Jefes había para mandar ese ejército aún no copado en Annual: Manella el más apropiado; el coronel Morales Mendigutía su mejor segundo.

Silvestre calmado no es tal, sino un cadáver que se agita en los parapetos de Annual. “Muerto” Silvestre en su no morir, Benítez toma el mando. El jefe de Igueriben es el único que manda sobre su mente y a todo el ejército manda pese a lo lejos que está y lo sentenciado a muerte que parece. Silves-tre, autómata por primera vez en su carrera militar, autoriza la salida del convoy. Allá van los que saben que nunca llegarán a su destino. Desde Igueriben los ven vacilar y detenerse, para luego correr todo lo agachados que pueden. Las descargas rifeñas los siluetean, los aturden y matan, los obligan a salir huyendo o a hacerse los muertos. A Silvestre le llegan partes de que el convoy está bloqueado ante el fuego, de que no avanza, de que la gente no puede más. Es preciso volver. Y mejor perder Igueriben antes que perderlo todo. Silvestre, desalentado, atiende las razones (tal vez del coro-nel Morales) y cursa orden a Benítez para que destruya el material y se acoja a las guerrillas más próximas a su posición.

El jefe de Igueriben replica con otra descarga. Es el tiro de gracia para un Silvestre abatido: “Nunca esperé recibir orden de V. E. de evacuar esta posición. Pero cumplimentando lo que en ella me ordena en este momento, como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola la oficialidad que integra esta guarnición, pues consciente de su deber y en cumplimiento de juramento, sabremos morir como mueren los oficiales españoles”. Silvestre querría morirse allí mismo. Pero su momento ha pasado. Y quien lo mata no es un rifeño ni tampoco Benítez, es su desesperación por la suma de errores cometidos desde el 15 de enero, cuando ocupó Annual. Silvestre está tan afectado que asusta a los que le observan. Y le dejan solo. Su dolor impone. Aún tendrá otra oportunidad para matarse no como él hubiese deseado, sí para dotar a su final de hombre militar de un carácter digno. Para ese final definitivo falta menos de un día.

En Igueriben poco hay que destruir, sí mucho que organizar: recuperar armas útiles y municiones, eliminar mensajes cifrados y libros de claves, respetar el heliógrafo, pues aún le queda una orden al comandante que transmitir a Annual, rescatar lo poco que reste de las camillas para hacer muletas para los heridos que aún puedan andar. Los que no puedan mov-erse, quedarán donde yacen. A merced del enemigo, quizás de la rápida compasión del amigo. Metódico hasta el final, Benítez da forma a su tropa, con una vanguardia, el grueso en su centro, donde marcharán los heridos, y una retaguardia. Quedan los flancos y las secciones, muy clareadas sus filas, que defienden el semiderruido parapeto. La mayoría no podrán salvarse, pero ninguno se mueve de su sitio. Se han convertido en hombres-ejército.

La harca vuelve al asalto. A Benítez le quedan unos minutos. Mira al jefe de la artillería, el capitán Federico Paz Orduña, quien le hace una señal de estar listo junto a una de las piezas. El teniente Nougués, no lejos de allí, inclina su cabeza en señal de funeraria complicidad. Serán los últimos en disparar y los primeros en morir junto con los supervivientes del parapeto, que se harán fuertes junto a los cañones. Benítez se vuelve hacia los telegrafistas y les indica la señal que aguardan. El espejo de Igueriben lanza destellos de movilización y sacrificio. El heliografista parece apurado. Cuenta sus pulsares como vidas que se le escapan. Son treinta y un parpadeos de furia y compromiso, de los que seis valen por dos, pues se refieren a otras tantas banderolas artilleras. Disparad para matarnos y que el enemigo muera con nosotros y no se arrogue el triunfo de afirmar que fue él quien nos dio muerte. No hay memoria de parte inmolatorio seme-jante en los ejércitos coloniales, de por sí inmoladores de sus mejores a fuer de ser cerriles sus mandos. Resistir al pésimo gobernante o al general obtuso, repetitivos en sus carencias, he ahí la mayor heroicidad para civiles o militares.

A los que interpretan su heliograma, Benítez les impone el castigo de leerlo dos veces para asimilar su contenido y sentirse sombras de sí mismos cuan-tos tuvieran que cumplir la orden que a todos dicta: “Solo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Con-tadlas. Y al duodécimo disparo fuego sobre nosotros, pues moros y espa-ñoles estaremos envueltos en la posición”. Es el heroísmo medular. Muero por los míos y de su mano, no por mano del enemigo, que no ha podido

conmigo y menos con la gente mía.

El ejército de Benítez va a salir. Su jefe lo ha revistado y es cierto: cojo y renqueante, andrajoso pero retieso, sus integrantes parecen lo que son, una columna de hombres-ejército. Su comandante les habla. No fue arenga la suya, sí confesión, orgullo y agradecimiento. A los que seguían a su lado e intuían que iban a morir; a los que no podían oírle porque muertos yacían; a los que creían factible el salvarse y no lo conseguirían; a los que ya se daban por muertos y sin embargo se salvarían; a los muchos que morirían días y años después por culpa de los errores no de tantos, sí de unos pocos, pero muy equivocados y acobardados estos. No sabemos si Benítez precisó las vestimentas de los estrictamente responsables: levitas de ministros necios, fajines de generales y estrellas de coroneles, algún que otro almi-rante, capitanes en permiso semiperpetuo, intendentes uniformados por sus hurtos, fracs de políticos clientelistas, canotiers de opulentos accionistas mineros, quién sabe si hasta el traje impecable, de afamado sastre inglés, de un monarca adicto a los balnearios no para sanar su cuerpo, sino para buscar amantes de playa y ruleta. Pudieron ser todos o ninguno.

En cuanto a Benítez y los suyos, salieron. De la vida, que no del juicio final, que ganado lo tenían antes de morir. Todos los oficiales menos uno (Luis Casado Escudero, herido y prisionero) murieron. Sus variaciones de muerte oscilaron entre perialzarse sobre su dignidad para que otros pudi-eran salvarse o pegarse un tiro con la tranquilidad que da el saberse muerto antes de apretar el gatillo. Benítez pudo ser de estos últimos, siendo de los primeros en caer. De los que aún podían valerse por sí mismos, una parte murió matando; la otra buscó su salvación en un agónico correr hasta Annual. Treinta y cinco lo consiguieron, pero cuatro murieron entre violentísimos espasmos tras atracarse de agua y comida. Otros dos fueron hechos prisioneros (el teniente Casado y el soldado Luis Rendón Pérez), que sobrevivieron. Treinta y tres fueron los salvados, de los que uno (Casado) fue asesinado en julio de 1936.

Lo cierto es que Benítez, al referirse al lugar de su gesta, que a los allí presentes les pertenecía después de cinco días de furia y sufrimientos, se refirió al sitio de la hazaña como “este corralito que hemos venido a defender”. Hay que ser español y militar para resumir tal epopeya en concepto tan humilde y contenido tan escueto. En el simbolismo de los

hechos probados, que a menudo cuentan mucho más que la realidad vivida, Benítez fue puesto al mando, en Igueriben, no para defender el frente de operaciones, sino para mantener bien alta la frente del Ejército español. Y allí sigue y seguirá, mientras al espolón amarillo no se lo lleve el mar a sus abismos o se funda cuando el cielo impacte contra la tierra que habitamos.

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Benítez: síntesis de vida y milicia en 31 destellos

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Benítez y Benítez, Julio (El Burgo, Málaga, 1878 - Igueriben, Rif Central, 1921). Modelo de militares. Sin cumplir los dieciséis años ingresa en la Academia de Infantería y, acogiéndose al denominado “Plan Abreviado” (dos años de estudios), consecuencia de las elevadas pérdidas en oficiales a raíz de la reactivación de las guerras por Cuba y Filipinas, en julio de 1896 sale de Toledo como segundo teniente. Marcha destinado al regimiento Aragón, nº 21, en Lérida. En un sorteo entre la oficialidad, de los habituales en la época, es de aquellos a los que les toca “Cuba”. Sinónimo de riesgo máximo y perviven-cia mínima en el servicio. Embarca en el vapor correo Gran Antilla, buque de poco andar, más transporte de mercancías que de pasajeros, reacio a mantener la proa en su sitio, huidizo y retemblón ante las singladuras atlánticas. Y el 30 de septiembre, tras veintidós días de navegación (seis días más de la duración media de aquellos viajes expedicionarios) avistaba los baluartes del Morro y, detrás de estos, blanca y destellante, parapetada en su confianza de siglos, La Habana. Papeleo de reglamento, ansiosas com-pras de equipo y vestuario, cartas apresuradas a la familia y a primera línea. El 5 de octubre acantonaba en Artemisa, uno de los campamentos fortifica-dos que aseguraban las comunicaciones entre el interior y los vitales puer-tos. Primeros choques con los “mambises” (guerrilleros cubanos), silbido de balas, “ayes” de enemigos o compañeros y súbita fatalidad: picotazo palúdico, incubación rápida, fiebre alta (40 ºC) y decaimiento radical de sus fuerzas. Ingresa en uno de los hospitales de La Habana. Padece altiba-jos de paciente desahuciado y rescatado al límite. El resumen son cinco meses de invalidez (de noviembre de 1896 a marzo de 1897) y una compa-ñera indeseable que le maltratará de por vida: la malaria.

De Cuba vuelve tras cumplir tres años en campaña; recibir un tiro de fusil (rodilla derecha) en las acciones por la Caridad y la Perala (30 de junio de 1898); merecer una cruz del Mérito Militar con distintivo rojo y otra de María Cristina; asistir, sin serle dado intervenir, a la capitulación española; reingresar en un hospital, el de Holguín, de donde sale con su tercera cruz, esa malaria que no le abandona. Allí mismo le entregan un obsequio de la Administración Militar: su billete de embarque para la patria con “cuatro meses de licencia por enfermo”. El diagnóstico mínimo exigible a las “españas” diplomática, monárquica y política, las tres en minúscula. Cruza el Atlántico a la inversa, pero sin sobresaltos. Cosas del azar meteo-

rológico, combinado con el aura protectora del nombre de su transporte, Nuestra Señora de la Salud, el primer teniente Benítez regresa vivo a su casa, pero en modo alguno vuelve sano.

De vuelta a la vida de cuartel, en trece años (hasta mayo de 1912) se los recorre casi todos y de hospitales unos cuantos visita. Resultado del recor-rido: ascenso a capitán (2 de enero de 1905). Resumen de las consultas: convivirá hasta la muerte con su cruel amante, la malaria. La guerra del Kert le llama. Tiroteos intrascendentes (Ishafen, Talusit), el esperado permiso de matrimonio que llega y al altar en la iglesia de La Alameda, en Málaga. Allí se casa (30 de diciembre de 1912) con Nieves Fernández Oja. Del enlace nacerá su única descendencia, Julia. Su carrera militar también tendrá “descendencia”: la estrella de ocho puntas que le conceden (19 de diciembre de 1915). Siguen dos años de cuarteles y hospitales peninsulares. En febrero de 1918, marcha a África otra vez. Llega para quedarse y dar ejemplo. Perpetuo en ambos fines.

En junio de 1921, Benítez es el jefe de una posición perdida de antemano: Sidi Dris. Empeño personal de Silvestre, quien decidió su emplazamiento nada más ocupar Annual, es puesto sin tierra pero ahíto de mar. Desnudo casi siempre. Tan solo algún cañonero de aprovisionamiento, punto minúsculo en el horizonte, vitoreado en cuanto fondea. Trae alimentos y noticias: las cartas, alimento básico de cautivos, que ya tienen preparada su respuesta, porque los remitentes son tan prisioneros como ellos. Zarpa el cañonero-correo y la guarnición enmudece. Quedan a solas con su rutina y mínima identidad en guardia: su rincón es toda su fortuna y patrimonio. Afuera, el vacío y la muerte, incluso allí mismo, siendo precavido centinela. Quienes defienden Sidi Dris son dueños del suelo que pisan; alrededor todo son barrancadas, quebradas y colinas rocosas. Allí anidan los pacos, tiradores mortíferos por lo pacientes que son. Emboscados durante días, nutridos con higos secos, un saquito de almendras y un poco de cecina, más un mucho de furia vengadora contra los invasores de su mundo, no perdonan a quien, en un descuido, les enseña la cabeza o el tronco. No importa a qué distancia esté el descuidado. Hasta seiscientos metros es muerto fijo. De ahí hasta mil metros, puede quedar inválido o igualmente tan muerto como el que cae encontrándose más cerca.

Aquel jueves 1 de junio, los guardianes de Sidi Dris han oído morir, uno tras otro, a los cuatro cañones de Abarrán. El rotundo silencio que sobrevi-ene les avisa de mayores males. De forma instintiva, muchos observan a ese hombre alto, con lentes, bigote corto y hablar pausado pero convincente, que les manda con la mirada y el gesto. No saben que ha prevenido a Silvestre, ni que el general está de acuerdo en proporcionarles apoyo naval porque, caída Abarrán, la posición más amenazada es Sidi Dris. Al oscu-recer del día siguiente, se presenta la harca. Sin artillería. Paqueo de tanteo (para centrar el tiro) y brusco silencio. La harca queda agazapada; la guar-nición espera. A los que todavía dudan, de palabra o pensamiento, les basta asomarse al parapeto que mira al mar para tranquilizarse: ahí está el Laya. Anclas al fondo y tripulación alerta.

Entra la madrugada. Y de repente, paqueo generalizado con arremetida brutal. Los defensores se echan a los parapetos. Descargas cerradas, “vivas” y “mueras”, insultos también, que se devuelven como tiros. La guarnición aguanta. Los atacantes insisten. Las ametralladoras Colt se encasquillan. Abren fuego los cañones que manda el teniente Galán. Los rifeños apun-tan a esos volcánicos fogonazos de salida y aciertan. Galán cae gravemente herido. Momento de vacilación que Benítez aparta con un mensaje movili-zador. Y al Laya pide un oficial y el pelotón de valientes que corresponda. El combate prosigue. Los de Benítez resisten. Y los del Laya, que manda el capitán de corbeta Javier de Salas, cumplen. Acantilados arriba suben dieciséis sombras, su jefe, el alférez de navío Pedro Pérez de Guzmán, en cabeza. Llevan consigo dos ametralladoras de las que funcionan: las Hotchkiss francesas. Las emplazan y disparan. Justo a tiempo. Las filas rifeñas, tronchadas las alambradas, se echan encima. Mueren a seis metros del parapeto. La harca cede y se va. A enterrar a los suyos, que suman vein-tinueve. Más los que fallecerán en sus casas. Los harqueños se juramentan entre sí para volver. Será el 26 de julio. Vencerán y no perdonarán.

La defensa de Sidi Dris salvó a Silvestre de una reprimenda ministerial. Berenguer se sintió aliviado al leer el parte de la acción y no se quejó al ministro Eza. Silvestre se mantenía bien. En la realidad, el mantenedor del frente era Benítez. Y eso se lo reconocieron todos: desde el propio Silvestre a Berenguer felicitan al comandante, que confía en recibir refuerzos y un mejor material, dones de la lógica militar que en el Rif español suelen ser muy mal recibidos, por lo que le son negados sin más. Mientras, un inqui-

eto Silvestre decide instalar otras dos posiciones: Talilit, picacho buitrero próximo a Sidi Dris, e Igueriben, espolón amarillo (por la tonalidad del terreno donde surge), cercano este a Annual. Ambas decisiones pésimas, sin remisión. La segunda resultará mortal para el ejército, la monarquía y la paz nacional.

El domingo 9 de julio termina la fortificación de Igueriben con el asenta-miento de media batería (dos piezas) y el posicionamiento de dos compa-ñías del regimiento Ceriñola nº 42, que manda el comandante Francisco Mingo. Su mejor escudo, una posición alargada coronada por un raquítico arbolado, como asustado ante tanto páramo circundante y hostil, conocida como Loma de los Árboles, es ocupada cada mañana y abandonada a prim-era hora de la tarde, en cuanto vuelven los porteadores con las cubas de agua que han llenado cerca de Annual. Esos “cambios de dueño” acaban en cuanto los rifeños la ocupan una noche y al amanecer muestran el resul-tado a los pasmados españoles: la loma no es tal, sino un dédalo de trinch-eras en zigzag. Otra noche más y las trincheras desaparecen, camufladas bajo densos ramajes y haces de paja. “Hacer la aguada” en Igueriben pasa de rutina a sorteo diario con la muerte. Silvestre decide confiar el mando de Igueriben al defensor de Sidi Dris.

El 13 de julio Benítez toma el mando en Igueriben. Si no le gustaba el emplazamiento desde lejos, una vez dentro es para morderse los puños. Mesetón abierto a los calores y vientos, es un castillo roquero con suelo afín: imposible cavar en piedra tan dura. La opción es levantar un parapeto de pedruscos sujetos por sacos de tierra. Igueriben será posición necesitada de ayuda constante. En agua y artillería. El remate de la indefensión surge cuando Benítez constata que la posición artillada del Izzumar no cubre, con sus fuegos, la posición donde él se encuentra con su gente. Igueriben solo puede recibir apoyo artillero desde Annual, que es flanco, no vanguar-dia. Toda la vertiente a mediodía queda inmune, refugio idóneo para la harca. Benítez sufre instantáneo tormento: renunciar al mando es impo-sible; aconsejar a Silvestre que desmantele Igueriben es lo procedente, porque lugares de suicida defensa sobran en el Rif. Benítez aprecia a Silvestre. Han combatido por la España cubana y allí juntado heridas y pesares. Ahora les separa un muro de números y otro de incoherencias: Benítez manda sobre trescientos hombres; Silvestre sobre los cinco mil de Annual. Y los otros once mil que ha repartido por montes y páramos, pues

los destinos en plaza (Melilla) nada cuentan, contando tanto esas faltas de hombría. Cada uno es responsable de su ejército y, sobre todo, de su manera de mandar. Todo ejército exige buena cabeza y ejemplaridad a sus mandos, no solo coraje y osadía. El valor queda en nada si la altanería lo gobierna.

Benítez decide no protestar, no recomendar ni sugerir, tan solo resistir. Se impone obedecerse a sí mismo. Ser fuerte y ayudar a los demás. Desde su estancia en Sidi Dris, enclavado en zona de paludismo endémico, ha vuelto a luchar contra las cefaleas agudas, ese malestar infinito que le agota y exaspera, pero más le duele el alma. Si se rinde al cansancio por un lado y a la desesperación por otro, el no poder decirle a Silvestre lo que pasa y puede hacerse, su gente morirá. Porque le relevarán. Y el que venga mirará por sí y su futuro, no por sus soldados ni por el bien del ejército. Cabe la posibilidad de resistir y resistir a tal grado que hasta el ejército pierda esa atonía fatal que en esos días lo abate y se convierta en un solo hombre. Y como tal, les rescate. Convencido de su obligación, afirmado en su fe, resuelve permanecer donde está. Hombre y ejército se funden en un único ser.

Igueriben vive sus últimas horas de paz advertida, calma para pensar. Durante el día, el azul cobalto del cielo parece fondo de océano que a todos, españoles y rifeños, pudiera succionar en repentina y poderosa marea. Por la noche, la negritud se convierte en celosía cegadora y mutante. Las estrellas se mueven. O eso parece. Tanta serenidad en esa altísima infinitud y tanta barbarie aquí abajo. Benítez recorre las defensas. La figura del comandante admira y sobrecoge: su cabeza y sus hombros sobre-salen del parapeto. Le van a matar. Porque pacos no faltan. Benítez corre el riesgo. De su talla (1,75 metros, diez centímetros más que la media) hace aguante y enseña. La oscuridad le guarda. El comandante no repite su paseo.

El 17 de julio, el coronel Argüelles, jefe de la circunscripción de Annual, ordena recuperar esa loma de arbolitos convertida en trincherona fusilera. El peso del ataque lo soporta la Policía Indígena, que no aguanta a la fusilería rifeña y se desbanda. Igueriben es posición cercada y atacada a su vez. Asalto rechazado. Al día siguiente se envía un convoy de agua y muni-ciones a Igueriben. Dirige la operación el comandante Juan Romero

López, al que un paco descubre dando órdenes y, apuntado, muerto en el acto es. El convoy entra y con él diecisiete artilleros, la mitad de ellos heridos. Su jefe, el teniente Ernesto Nougués, se da cuenta de que parte de las cargas de cañón han rodado por la pendiente al caer, muertos, acemile-ros y mulos. Sin vacilar, ordena a sus hombres que vayan a por esos proyec-tiles y los suban, a brazo, él también, hasta la posición. Benítez abraza a Nougués. Igueriben se llena de hombres-ejército. La tropa les vitorea. Igueriben es un tornado de ánimos y puños prietos.

Alguien se apercibe entonces de una lástima agravada por inesperada amenaza: los mulos del convoy que han sobrevivido al despeñamiento, refugiados en la pendiente que mira a Levante, rebuznan También necesi-tan agua. El sol los mata. Inviable el acogerlos, impensable el abrevarlos, se les deja donde están, por si con el siguiente convoy pudieran partir. Y se piensa: la noche tal vez los calme. La harca piensa lo contrario y ataca. Segunda embestida rechazada, incluso en las alambradas, con bombas de mano y a bayonetazos, más los cañones de Igueriben, dirigidos por el capitán Paz Orduña, bien secundado por Nougués, que disparan con las espoletas graduadas a cero. La noche prevalece, pero al paqueo no le importa. Sabe dónde disparar, domina los alcances y no hay viento, así que no hay deriva, solo aciertos. Con apuntar a la impavidez blanquecina de las tiendas españolas o los espacios oscuros alrededor de aquellas es seguro hacer carne. El paqueo dura poco. Matar cansa. Al clarear el día, se distinguen mulos muertos y heridos. Los pacos vuelven a su faena. Uno a uno los abaten, luego dejan de dispararles. Los mulos que sobreviven, ensangrentados y perseguidos por nubes de moscas, braman y cocean. La alambrada de Levante resiste unos cuantos golpazos más y, entera, al suelo va. Ya tienen puerta abierta los rifeños. Se telegrafía a Annual lo que ha ocurrido. Y desde allí prometen arreglo: mañana llegará el convoy.

El 19 de julio, de Annual sale otro convoy hacia el espolón amarillo. El agua se terminó al salir el sol. Hay que beber o perecer. Dirige la columna el teniente coronel Núñez de Prado, que manda sobre un millar de hom-bres. Ninguno logra subir hasta Igueriben. Parte de la carga queda despar-ramada por la pista, entre la que se cuentan pérdidas esenciales: cincuenta y tres cubas de agua y ocho latas de petróleo para quemar el ganado muerto. Al día siguiente, bajo la sartén solar, los mulos muertos parecen “moverse”. Y así es, revientan. Sus oleadas pestíferas sofocan a los defen-

sores de Igueriben. El hedor de los animales en descomposición se suma al de los humanos fallecidos. Igueriben huele a muerto, pero no por él, sino por quienes, al no saber cómo evitar su morir, muertos se declaran también. Llega otra oscurecida. La cuarta del asedio. Noche de orines para quienes han sido previsores y pueden dejarlos enfriar bajo el relente rifeño; noche de tortura para quienes ni orinar pueden. En su afán por encontrar algo de frescor y aire limpio de hedores, algunos pretenden enterrarse, cubriéndose con puñaditos de tierra. Igueriben es roca pura en su cima, así que de terrones los justos, pero desgarros todos. Llegado nuevo amanecer, hay conciencia colectiva de morir.

El 20 de julio, el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia, llega a Annual. Consulta opiniones y contrasta pareceres. Unanimidad rotunda: la moral está hundida; las tiendas-hospital, atestadas de heridos y mori-bundos; apenas quedan municiones de cañón y los víveres escasean. Solo hay cantidades relevantes en un lugar de fúnebre acceso: la aguada. Pocos vuelven ilesos de allí. En consecuencia, mejor esperar un día más para que las tropas se repongan de su decaimiento. Navarro se ve impotente. Despa-cha mensajes ópticos a Benítez donde le repite tres conceptos esenciales: “honor”, “resistencia” y “juramento de salvación”. Benítez lee y calla. Ha dicho lo que cree prudente decir. Ha pedido agua para sus hombres y municiones para sus armas. Su alimento reside en la furia y en el fuego. Navarro envía un despacho cifrado a Silvestre, que sigue en Melilla, en el que le expone su “desconfianza de conseguir el objetivo”. Salvar a los de Igueriben, para lo que hacen falta convicciones y municiones. Ambas cosas faltan. Navarro, como fin de su mensaje, previene a su superior: “Espero órdenes para verificar convoy o preparar la evacuación de Igueriben”. No hay respuesta. Navarro sabe que Silvestre va a salir de Melilla. Espera todavía. Nada, silencio en la línea telegráfica. Inquieto por si le ha pasado algo a Silvestre y sabedor de que debe volver a la plaza para hacerse cargo del mando, sale de Annual. Y Manella queda al mando.

Amanece el 21 de julio sobre la hoya de Annual. Con notoria dejadez, los preparativos del convoy arrancan. Considerándolo como lo que era, un funeral por anticipado, los designados para formar parte de su propio entierro pocas ganas tienen de ponerse en marcha hacia Igueriben. En el espolón amarillo, sin agua desde hace tres días, los cuerpos se retuercen para extraer sus últimas gotas de resistencia. Apenas quedan fuerzas para

sobrevivir, sí deseos de acabar de una vez. De tanto en cuando, un trallazo seco, que se lleva una tienda con heridos dentro, esparce restos de hombres que ya estaban muertos o revienta parte del parapeto sin matar a nadie. Artillería rifeña, que antes fuese española. Dos piezas martillean Igueri-ben. Coge altura el sol y, de improviso, conmoción en Annual. Ha llegado Silvestre.

Benítez lo sabe o lo intuye. De ahí su heliograma: “Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros”. No es un bofetón ni un arrebato. Es una orden de fusilamiento. Y el ejecutado es Silvestre. Demudado y desencajado, boqueante, dicen que, enrabietado, ordenó: “¡A formar los escuadrones!”. Quiere cargar pendiente arriba hasta Igueriben. Una galo-pada de casi cinco kilómetros bajo el fuego de fusiles y cañones. De los segundos solo dos; de los primeros, cinco mil al menos. Un Balaklava espa-ñol. Y su hijo Manuel al lado, pues forma parte de los Regulares a caballo. Si tienen que morir los Silvestre, mejor que padre e hijo caigan juntos.

Los tenientes coroneles Enrique Manera Valdés y Tulio López Ruiz, sus ayudantes, junto con su secretario personal, el comandante Juan Pedro Hernández Olaguibel, se precipitan a calmarle. Le ruegan que no haga una cadetada, que no se mate por nada. No lo consiguen. Silvestre se deshase de ellos y grita. Al mundo y a sí mismo. A España y al ejército. Interviene el coronel Francisco Javier Manella, jefe del Alcántara. No tiene a su regimiento allí, pero está al llegar con Fernando Primo de Rivera a su cabeza, pues todos han pernoctado en Drius, salvo la escolta personal de Silvestre. Mejor dos regimientos que unos pocos escuadrones. El general no atiende a razones. Su hijo Manuel, atormentado, se aparta. Silvestre quiere morir. No puede con tanta vergüenza. Poco a poco tiende a calm-arse, convulso todavía, vencido por su propio furor. Y sin duda fue un error que Silvestre capitulase ante tanta lógica y sensatez.

En aquellos momentos, cuando en Igueriben se muere y en Annual se disponen unos a morir y otros muchos a preparar su equipaje para huir (son los que darán muerte a tantos con su cobardía), esa carga contra la muerte, por lo insensato e incontenible de la misma, hubiera partido en dos las líneas rifeñas y llegado hasta Igueriben. Y Silvestre hubiera muerto. O no. Porque un Silvestre aparecido en plena batalla hubiera adquirido

aspecto de profeta vengador para la idiosincrasia del combatiente rifeño que, de rendirse, siempre ante una leyenda, jamás ante un hombre. Vivo o muerto, que era el fin más probable de Silvestre, su gesto-estandarte puede que hubiese salvado a su ejército. Y no convertido al Izzumar, el día después, 22 de julio, en su matadero y avergonzamiento. Jefes había para mandar ese ejército aún no copado en Annual: Manella el más apropiado; el coronel Morales Mendigutía su mejor segundo.

Silvestre calmado no es tal, sino un cadáver que se agita en los parapetos de Annual. “Muerto” Silvestre en su no morir, Benítez toma el mando. El jefe de Igueriben es el único que manda sobre su mente y a todo el ejército manda pese a lo lejos que está y lo sentenciado a muerte que parece. Silves-tre, autómata por primera vez en su carrera militar, autoriza la salida del convoy. Allá van los que saben que nunca llegarán a su destino. Desde Igueriben los ven vacilar y detenerse, para luego correr todo lo agachados que pueden. Las descargas rifeñas los siluetean, los aturden y matan, los obligan a salir huyendo o a hacerse los muertos. A Silvestre le llegan partes de que el convoy está bloqueado ante el fuego, de que no avanza, de que la gente no puede más. Es preciso volver. Y mejor perder Igueriben antes que perderlo todo. Silvestre, desalentado, atiende las razones (tal vez del coro-nel Morales) y cursa orden a Benítez para que destruya el material y se acoja a las guerrillas más próximas a su posición.

El jefe de Igueriben replica con otra descarga. Es el tiro de gracia para un Silvestre abatido: “Nunca esperé recibir orden de V. E. de evacuar esta posición. Pero cumplimentando lo que en ella me ordena en este momento, como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola la oficialidad que integra esta guarnición, pues consciente de su deber y en cumplimiento de juramento, sabremos morir como mueren los oficiales españoles”. Silvestre querría morirse allí mismo. Pero su momento ha pasado. Y quien lo mata no es un rifeño ni tampoco Benítez, es su desesperación por la suma de errores cometidos desde el 15 de enero, cuando ocupó Annual. Silvestre está tan afectado que asusta a los que le observan. Y le dejan solo. Su dolor impone. Aún tendrá otra oportunidad para matarse no como él hubiese deseado, sí para dotar a su final de hombre militar de un carácter digno. Para ese final definitivo falta menos de un día.

En Igueriben poco hay que destruir, sí mucho que organizar: recuperar armas útiles y municiones, eliminar mensajes cifrados y libros de claves, respetar el heliógrafo, pues aún le queda una orden al comandante que transmitir a Annual, rescatar lo poco que reste de las camillas para hacer muletas para los heridos que aún puedan andar. Los que no puedan mov-erse, quedarán donde yacen. A merced del enemigo, quizás de la rápida compasión del amigo. Metódico hasta el final, Benítez da forma a su tropa, con una vanguardia, el grueso en su centro, donde marcharán los heridos, y una retaguardia. Quedan los flancos y las secciones, muy clareadas sus filas, que defienden el semiderruido parapeto. La mayoría no podrán salvarse, pero ninguno se mueve de su sitio. Se han convertido en hombres-ejército.

La harca vuelve al asalto. A Benítez le quedan unos minutos. Mira al jefe de la artillería, el capitán Federico Paz Orduña, quien le hace una señal de estar listo junto a una de las piezas. El teniente Nougués, no lejos de allí, inclina su cabeza en señal de funeraria complicidad. Serán los últimos en disparar y los primeros en morir junto con los supervivientes del parapeto, que se harán fuertes junto a los cañones. Benítez se vuelve hacia los telegrafistas y les indica la señal que aguardan. El espejo de Igueriben lanza destellos de movilización y sacrificio. El heliografista parece apurado. Cuenta sus pulsares como vidas que se le escapan. Son treinta y un parpadeos de furia y compromiso, de los que seis valen por dos, pues se refieren a otras tantas banderolas artilleras. Disparad para matarnos y que el enemigo muera con nosotros y no se arrogue el triunfo de afirmar que fue él quien nos dio muerte. No hay memoria de parte inmolatorio seme-jante en los ejércitos coloniales, de por sí inmoladores de sus mejores a fuer de ser cerriles sus mandos. Resistir al pésimo gobernante o al general obtuso, repetitivos en sus carencias, he ahí la mayor heroicidad para civiles o militares.

A los que interpretan su heliograma, Benítez les impone el castigo de leerlo dos veces para asimilar su contenido y sentirse sombras de sí mismos cuan-tos tuvieran que cumplir la orden que a todos dicta: “Solo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Con-tadlas. Y al duodécimo disparo fuego sobre nosotros, pues moros y espa-ñoles estaremos envueltos en la posición”. Es el heroísmo medular. Muero por los míos y de su mano, no por mano del enemigo, que no ha podido

conmigo y menos con la gente mía.

El ejército de Benítez va a salir. Su jefe lo ha revistado y es cierto: cojo y renqueante, andrajoso pero retieso, sus integrantes parecen lo que son, una columna de hombres-ejército. Su comandante les habla. No fue arenga la suya, sí confesión, orgullo y agradecimiento. A los que seguían a su lado e intuían que iban a morir; a los que no podían oírle porque muertos yacían; a los que creían factible el salvarse y no lo conseguirían; a los que ya se daban por muertos y sin embargo se salvarían; a los muchos que morirían días y años después por culpa de los errores no de tantos, sí de unos pocos, pero muy equivocados y acobardados estos. No sabemos si Benítez precisó las vestimentas de los estrictamente responsables: levitas de ministros necios, fajines de generales y estrellas de coroneles, algún que otro almi-rante, capitanes en permiso semiperpetuo, intendentes uniformados por sus hurtos, fracs de políticos clientelistas, canotiers de opulentos accionistas mineros, quién sabe si hasta el traje impecable, de afamado sastre inglés, de un monarca adicto a los balnearios no para sanar su cuerpo, sino para buscar amantes de playa y ruleta. Pudieron ser todos o ninguno.

En cuanto a Benítez y los suyos, salieron. De la vida, que no del juicio final, que ganado lo tenían antes de morir. Todos los oficiales menos uno (Luis Casado Escudero, herido y prisionero) murieron. Sus variaciones de muerte oscilaron entre perialzarse sobre su dignidad para que otros pudi-eran salvarse o pegarse un tiro con la tranquilidad que da el saberse muerto antes de apretar el gatillo. Benítez pudo ser de estos últimos, siendo de los primeros en caer. De los que aún podían valerse por sí mismos, una parte murió matando; la otra buscó su salvación en un agónico correr hasta Annual. Treinta y cinco lo consiguieron, pero cuatro murieron entre violentísimos espasmos tras atracarse de agua y comida. Otros dos fueron hechos prisioneros (el teniente Casado y el soldado Luis Rendón Pérez), que sobrevivieron. Treinta y tres fueron los salvados, de los que uno (Casado) fue asesinado en julio de 1936.

Lo cierto es que Benítez, al referirse al lugar de su gesta, que a los allí presentes les pertenecía después de cinco días de furia y sufrimientos, se refirió al sitio de la hazaña como “este corralito que hemos venido a defender”. Hay que ser español y militar para resumir tal epopeya en concepto tan humilde y contenido tan escueto. En el simbolismo de los

hechos probados, que a menudo cuentan mucho más que la realidad vivida, Benítez fue puesto al mando, en Igueriben, no para defender el frente de operaciones, sino para mantener bien alta la frente del Ejército español. Y allí sigue y seguirá, mientras al espolón amarillo no se lo lleve el mar a sus abismos o se funda cuando el cielo impacte contra la tierra que habitamos.

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Benítez: síntesis de vida y milicia en 31 destellos