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A los pies de MaríaPor Hugo Blumenthal

Dentro del panorama de la literatura colombiana, María, de Jorge Isaacs, ocupa un lugar destacado. Profundamente marcada por el sentir de la época, esencialmente romántico-religioso, constituye no sólo un invaluable testimonio histórico, ya que en cierta medida “refleja” un período concreto de la historia de Colombia, un paisaje, unas costumbres, y una forma de vida (aunque un tanto idealizada, como podemos ver en las relaciones entre amos y esclavos), sino que se erige desde su publicación como una parte fundamental del imaginario colectivo, y la cultura colombiana. Aún hoy día, la figura de María representa dentro de nuestra cultura cierto modelo de mujer ideal, que encarna un amor sublime y puro. Y no solo dentro de nuestra cultura, ya que a partir de su traducción, exitosa en varias lenguas, podríamos ver en ella cierto consenso universal como encarnación sublime de los ideales románticos. Ahora bien, alguno dirá de manera irónica que la novela no debió haberse llamado María sino Efraín; por ser aquel el narrador y el mayor protagonista de la novela. Sin embargo, hay que tener en cuenta que ello corresponde a una característica muy propia del romanticismo: titular las obras con nombres de mujeres (ahí están Clemencia, Cecilia Váldez, Camila, Amalia, etc.), ya que eran consideradas las mejores representantes de los goces y las desdichas del corazón (es decir, las más cercanas al alma del poeta). También se debe tener en cuenta que María, la amada de Efraín, no es tan sólo una simple muchacha que responde a tal nombre. María es mucho más: es un paisaje, un recuerdo (de la infancia y del amor sublime) y un ideal de mujer. Es a esta mujer (que en realidad es más una figura) la que aquí nos proponemos estudiar. No sobra advertir que la visión de la mujer en María no es una visión exclusiva de Jorge Isaacs (que escribe la obra), o de su personaje Efraín (narrador-testigo y “reconstructor” de la imagen de María a través del recuerdo, y al interior de la ficción), sino que más bien se trata de una cierta influencia del imaginario romántico de la época que los permea por igual a ambos. Varios índices de este imaginario los encontramos en la biblioteca de Efraín, compuesta por obras como Cristo ante el siglo, La Biblia y “mucha cosa mística” junto a los poetas y escritores románticos Robert Blair y Francois René Chateaubriand (Cap. XXII); obras todas conocidas de Isaacs. Dentro de estas influencias tiene una especial importancia la obra Atala de Chateaubriand. Influencia que Efraín y María llegan a reconocer, identificándose con los personajes, en su lectura conjunta de la obra: “Luego que leí aquella desgarradora despedida de Chactas sobre el sepulcro de su amada -dice Efraín-, despedida que tantas veces ha arrancado un sollozo a mi pecho [...] María, dejando de oír mi voz, descubrió la faz [...] Era tan bella como la creación del poeta y yo la amaba con el amor que él imaginó” (Cap. XIII). Influencia que aparece bajo otros aspectos, como el exotismo geográfico claramente marcado al interior de la novela María con la historia de Nay. Sin embargo, a pesar de la reconocida influencia, María va a tomar distancia respecto a Atala, ya que el romanticismo de Isaacs será un romanticismo tardío, y por tanto con posibilidad de mostrarse más sobrio, menos propenso a aquellas exageradas demostraciones pasionales que caracterizó al primer romanticismo europeo. Hasta la misma María toma distancia al no atreverse a leer sola Atala porque Efraín le había dicho “que tiene un pasaje no sé cómo” (Cap.

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XXXIV), que muy seguramente le hubiera parecido un tanto escabroso. Por ello, como señala Curcio Altamar en relación a Atala, “en idealidad, en fragancia infantil, en pureza de perfiles, la novela de Isaacs se alzaba a un nivel más noble y desinteresado.”

María como mujer, va a ser la materialización de todos los ideales románticos de Efraín. “Niña cariñosa y risueña, mujer tan pura y seductora como aquellas con quienes yo había soñado, así la conocía [...]” (Cap. XI), nos dirá Efraín al volverla a ver tras varios años de ausencia. Claro está que esa visión de María, su descripción, está mediada por el recuerdo amoroso de Efraín (desde el presente desde el que relata), recuerdos idealizados o que hoy en día se podrían pensar que son un tanto selectivos. El ausente amado es fácilmente idealizable, porque se deja investir más fácilmente por nuestra “mirada” o deseo. Otra mediación inherente a la imagen de María la constituye el caudal imaginario esencialmente cristiano, de donde Efraín toma referentes de comparación y definición. Los atributos físicos de María forman en primera instancia el ideal de la belleza: ojos donde resaltan una “brillantez y hermosura” como “los de las mujeres de su raza” (comparación) y labios “rojos, húmedos y graciosamente imperativos” (tautología, afirmación que se vuelve sobre sí misma), piel y manos aristocráticas “como las de una reina” (comparación) (”hechas para oprimir frentes como la de Byron [...]”), “linda dentadura” (tautología), abundante cabellera castaño-oscura (descripción que connotaba en su tiempo belleza, por mayor feminidad), voz arrulladora (¿Quién arrulla? La madre por excelencia. ¿Comparación inconsciente?), atributos todos repetidos, y resumidos más adelante con la máxima comparación, referida al Arte (”el rostro de una virgen de Rafael.” P. 13), que tienen el don de ejercer un especial encanto sobre Efraín. Pura repetición del código de belleza instaurado por el romanticismo. Se define a María sobretodo como una imagen. Cuando a María se le da la oportunidad de estudiar (lo que estaba mal visto en la época porque las hacía ver menos femeninas), Efraín nos dice: “[...] pude valuar toda la inteligencia de María: (porque) mis frases quedaban grabadas indeleblemente en su memoria, y su comprensión se adelantaba casi siempre con triunfo infantil a mis explicaciones” (Cap. XII). Aparece entonces el atributo de la inteligencia (aunque bajo una simple y curiosa definición: como repetición y comprensión), que sin embargo, a pesar de que María demuestra constantemente su inteligencia en diálogos prácticos, Efraín poco le va a reconocer y a alabar en adelante. En cambio, otro atributo físico tiene especial importancia para Efraín: los pies femeninos. La pasión de Efraín por los pies femeninos, se marca constantemente a través del relato, hasta el punto de ser reconocido abiertamente por María, echándoselo en cara: “Yo conozco uno que se desvive por ver pies lindamente calzados [...]” (Cap. XLVI). Especie de fetichísmo muy acorde a los canales estipulados en la época, para canalizar la sensualidad (o erotismo). Los pies son esa parte del cuerpo poco valorada que se ofrece inocentemente a la contemplación; que, a diferencia del resto (senos, vientre, espalda, hombros, etc., todo lo que permanece bien guardado, se hurta a la mirada del otro) puede llegar a ser descuidado (descuidada, por olvido, la “defensa” contra la mirada) y entrevista. Así, Efraín una vez consigue ver por un instante los pies desnudos de María (“[...] ella (María) y mi hermana tenían los pies descalzos [...] María lo notó, y sin volverse hacia mí, cayó de rodillas para ocultarme sus pies [...]” (Cap. IV)). Por otra parte, aunque la pureza de los pies de María no se pone en duda, según una ya clásica repartición valorativa del cuerpo humano, los pies pertenecen a una parte innoble (marcada de la cintura para abajo), en contraposición a la cabeza y el pecho (contenedores de los pensamientos y el corazón) que son las partes nobles. Los pies son, además, los que tocan tierra. Esto tiene

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importancia si pensamos que para que haya erotismo es necesario el contraste entre la pureza y la mancha. Entendidos así, pueden considerarse como un objeto erótico; y se comprendería entonces esa fascinación de Efraín por su contemplación (aunque claramente en Efraín tal erotismo es “puro” o -podríamos decir- permanece inconsciente). Los pies descalzos, también tienen su referente en varios cuadros de Vírgenes, en donde además aparecen aplastando la serpiente (¿falo?) del pecado y sosteniendo a un niño (María cargando a Juan). Los pies de María además connotan belleza por ser pequeños y bien formados. Por eso no necesariamente deben ir desnudos, para ser objeto de contemplación, como lo demuestra repetidamente Efraín: “[...] sus pies primorosamente calzados: su paso ligero y digno revelaba todo el orgullo, no abatido, de nuestra raza, y el seductivo recato de una virgen cristiana” (Cap. IV) (subrayado nuestro). Aquí se marca además la doble composición de María: exótica y local, judía y cristiana, y figura ambivalente (que seduce por su recato). Lo judío se resalta apenas por referencia a su raza, en lo demás es negado, tachado por su nuevo nombre (de Ester pasa a ser María. De la variante hebrea de Ishtar, diosa asiriobabilonica de la guerra, el amor y la maternidad (exotismo); pasa al nombre más difundido en los países cristianos (localismo), por su devoción a la Virgen, sobre la que se impone una fe en su absoluta impecabilidad y pureza). Tachadura atribuida a su propio padre Salomón, la cual este realiza en un curioso acto de negación religiosa, al decir: “Las cristianas son dulces y buenas [...] tal vez yo haría desdichada a mi hija dejándola judía [...] hazla bautizar y que le cambien el nombre de Ester en el de María” (Cap. VII), lo que para cualquier otro judío resulta absurdo, inconcebible. Pero no sólo se le “superpone” el nombre de “María” sino que además se la va a revestir prácticamente con los atributos de la Virgen, llegando hasta a asimilar la una a la otra (”¿Y la Virgen de la Silla? Tránsito acostumbraba preguntarme así por María desde que advirtió la notable semejanza entre el rostro de la futura madrina y el de una bella Madona del oratorio de mi madre. La viva está buena y esperándote le respondí-; la pintada, llena de flores y alumbrada [...]” (Cap. XXXI)). Aunque María es mucho más concreta para Efraín que aquella Helena de Fernández en De sobremesa, p. ej., (curiosa forma que toma la influencia romántica en latinoamérica), contiene unos atributos casi divinos por medio de su pureza (que no necesariamente significa ingenuidad), ante la cual Efraín se siente impuro en algunas ocasiones, indigno de tocarla, más cercano a su adoración. María misma, sin embargo, no pretende (le sería inconcebible) identificarse con la Virgen. Pero una cierta identificación se da a través del deseo (pedido y concedido). Sus rezos en cierta forma parecen hechos a sí misma: “¿Y sabes por qué ha pasado todo así [...]? Ha sido porque yo le he rezado mucho a la Virgen para que hiciera suceder todo así [...] ¿Y si la Virgen no te hubiera concedido lo que le pedías? Eso era imposible: siempre me concede lo que le pido [...]” (Cap. XXIX). Los deseos de María serán también, en cierta forma, los deseos de la Virgen María; la única diferencia es que la María de carne y hueso debe pedirlos a su imagen, que es la que tiene el don de concederselos.

María es indisociable de su medio, se mantiene en comunión con la naturaleza (huele a albaca, recoge flores, etc.), ella misma siente que sería diferente (o que no sería amada igual) en otro paisaje: “Yo quiero esperarte aquí: no quiero abandonar todo esto que amabas, porque se me figura que a mí me lo dejaste recomendado y que me amarías menos en otra parte.” (Cap. LVI). María hace parte del paisaje exuberante del Valle del Cauca, que llega a ser comparado por Efraín con el Jardín del Edén, lugar situado en la infancia (en “[...] aquellas horas no medidas en que el alma parece esforzarse por volver a las delicias de un Edén -ensueño o realidad- que aún

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no ha olvidado” (Cap. XXXI) (subrayado nuestro)). Los límites, entre lo que pueda ser ensueño o realidad, no son claramente definidos para los personajes, y en especial para Efraín. De ahí que la naturaleza “aparezca” fuertemente subjetivada, fluctuando según los estados de animo del narrador. La naturaleza también juega un papel importante como punto de contacto entre María y Efraín: María es sentida por Efraín en las flores que ella le recoge (prolongación de María), así como un modo de “comunicación” (María le enviará pedacitos de azucenas como forma de decir cosas que algunas veces no deben escribirse), testigos e índices del amor (el rosal funcionará como índice y emblema de la constancia de Efraín (Cap. XLV)). La infancia como mediadora se materializa en el pequeño Juan, especie de Cupido, mensajero de besos (“[...] besé los labios de Juan [...] y aproximando su rostro al de María, pasó ella los suyos sobre esa boca que sonreía al recibir nuestras caricias y lo estrechó tiernamente contra su pecho” (Cap. XXVII)) como de regalos (“[...] María jugaba con algo sobre la cabellera del niño [...] Con una rápida mirada me mostró entre los cabellos de Juan el bucle de los que me tenía prometido [...]” (Cap. XXXI)). Se trata pues de una cadena significante construida sobre los eslabones Naturaleza-Edén-Infancia, y referida a María. Aunque adolescente, María conserva ciertos rasgos de niña, que evocan en Efraín el tiempo de su infancia, pasada junto a ella (“[...] sonrió como en la infancia me sonreía: esa sonrisa hoyuelada era la de la niña de mis amores infantiles [...]” (Cap. III). Rasgos que precisamente son una de las cosas que más le atraen a Efraín, quizás respondiendo a su anhelo de recuperar de alguna manera la infancia (“[...] lo que mi espíritu quebrantado por tristes realidades [la muerte de María] no busca [en el presente desde el cual narra], o admira [ya] únicamente en sus sueños: el mundo que extasiado contemplé en los primeros albores de la vida” (Cap. XXXI)). Obviamente Efraín es consciente del crecimiento de María y de la imposibilidad de mantener los juegos infantiles y aquel amor infantil. El amor deberá cambiar al menos en apariencia, formalizándose ante los padres, si bien no en esencia (puesto que no se desarrolla, se mantiene uniforme, sigue siendo como el que se tenían de niños). La relación entre Efraín y María, se modifica más que todo gracias a las “represiones” inherentes a sus edades, impuestas por el medio social. Así “la niña cuyas inocentes caricias habían sido todas para mí, no sería ya [no podría ser] la compañera de mis juegos; pero [...] estaría en los paseos a mi lado [...] oiría su voz, me mirarían sus ojos [...]” (Cap. IV). Efraín acepta pues otro papel en relación a María, acepta el papel que le corresponde: el de adolescente enamorado. Lo que exige ser representado entonces es aquel amor sublime, puro, exaltado, el “único” posible según Efraín (”¡Ah, los que no habéis llorado de felicidad así, llorad de desesperación, si ha pasado vuestra adolescencia, porque así tampoco volveréis a amar” (Cap. VI)). Se trata, pues, de un amor casto y puro donde Efraín podrá reclamarle a su amada, sin sentimientos de culpa, “¿Qué te he exigido, qué me has dado que no pudiera darse y exigirse delante de El (de Dios)? (Cap. L)), y pensar que “almas como la de María ignoran el lenguaje mundano del amor” (Cap. XI) pues “su pudor era el pudor de un ángel” (Cap. XXXV).

La muy explícita y reiterada sumisión de María ante Efraín y su familia, ante sus padres adoptivos (sus mayores), la que podemos ver en frases suyas como: “El día que yo haga o diga algo que te disguste, me lo dirás; y yo no volveré a hacerlo ni a decirlo [...] yo no puedo aconsejarte a ti, ni saber siempre si lo que pienso es lo mejor [...]” (Cap. XX), o aquel “¿Qué debo hacer? Yo hago ya todo cuanto quieran” (Cap. XXV), puede hacer pensar que María es -simplemente- una mujer sumisa, resignada a un papel secundario dentro de una estructura

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fundamental y fuertemente patriarcal. Pero hay que tener en cuenta que gran parte de ese carácter sumiso (o más bien respetuoso) le viene dado por la época (como su papel “natural”, de mujer de la época), por lo cual, difícilmente hubiera podido Isaacs concebirla de otra manera, o “insertarla” de manera verosímil en el medio social que se encuentra al interior de la novela. Todo esto hace difícil pensar o ver en María a una rebelde, y más aún a una rebelde romántica cuyas rebeliones por lo general son muy claras por lo actitud exagerada que toman. Si hay rebelión en María, es una rebelión muy velada, casi subterránea, como parece ser, por otra parte, aquello mismo contra lo que se rebelaría. En esto último quizá estriba la mayor dificultad: que la novela no “presenta” claramente nada contra lo que luchar. No hay una prohibición categórica del padre, sólo un muy amable postergamiento, que aunque doloroso para ambos, ya que significa una separación momentánea, pueden lidiar con ello, porque les deja una esperanza. Asimismo, no hay rivales amorosos dignos de llamarse así, ni intrigas, etc. Quizás esa sea, por demás, la rebelión más difícil: aquella en que no se tiene claro contra qué se lucha. La actitud final de María, de desobediencia a los consejos familiares, se debe más a una pérdida de valor del mundo para ella (que ya deja de importarle) que a una rebelión consciente contra aquellos deseos de salvaguardar su salud. En cambio podemos ver un papel activo muy femenino de María en la forma en que maneja a Efraín fingiendo su sumisión, ocultándole sus “manejos” para no restarle valor al hombre, que en últimas es el hombre que ella ama. Así, por medio de esa “sumisión” ella consigue sus fines tales como la confesión de amor de Efraín: “Acababa de confesar mi amor a María; ella me había animado a confesárselo, humillándose como una esclava [...]” (Cap. XI). Lo cual nos lleva a pensar que si ella se comporta de una manera aparentemente sumisa, es más por amor que por otra cosa. Ella siempre va a estar “sacrificando su orgullo a su amor”, a sabiendas de que éste último es más importante que el primero. Asimismo, cabría preguntarse si acaso Efraín no es también sumiso ante María, y en especial ante su padre. Y preguntarse también ¿qué es el amor sino nuestra sumisión ante aquel otro que imagina nuestra mirada? Porque el enamorado se despoja de su habitual autovaloración para poner sobre sí al amado, como puede verse claramente en el último gesto de María, pidiéndole a Emma decirle a Efraín “[...] que en vano luché por no abandonarlo [...] que me espantaba más su soledad que la muerte misma [...]” (Cap. LXII), donde se ve la importancia que le da, más que a su propia muerte, a lo que pueda sentir Efraín “abandonado” de ella.

El mal de María no tiene una explicación lógica, o médica. No se trata de una enfermedad corriente sino romántica, hasta catalogada luego como tal en la historia de la medicina. Ella tiene su origen en la débil constitución de María que la hace propensa a sentir emociones demasiado fuertes, que desequilibran su salud. Así que el apasionado amor romántico, exaltado por su querido Efraín, no puede más que hacerle daño; pero su falta, que la arroja a un mundo sin sentido, parece ser mucho peor. En conclusión, un alma como la de María no tiene cabida en este mundo. Ella, como su amor, es un sueño fantástico, al que le hace daño la realidad, la vida. Al principio parece como si ese amor fuera el único culpable de la enfermedad de María, ya que ella: “[...] te ama hoy de tal manera, que emociones intensas, nuevas para ella, son las que, según Mayn, han hecho aparecer los síntomas de la enfermedad: es decir que tu amor y el suyo necesitan precauciones” (Cap. XVI) (subrayado nuestro). Curiosa paradoja: las emociones intensas que en un contexto “normal” hubieran significado vida aquí conllevan la muerte. Pero hacia el final esta paradoja será desmentida por el sujeto implicado, María, según la cual “[...]hace un año que me mata hora por hora esta enfermedad que la dicha me curó por unos días. Si

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no hubieran interrumpido esa felicidad, yo habría vivido para ti” (Cap. LV). El amor entonces aparece como el remedio, “aquel amor ante el cual la ciencia se consideraba impotente, que la ciencia llamaba en su auxilio, debía poderlo todo” (Cap. LVII); y Efraín también va a creer en ello, en la fuerza de ese sueño llamado amor, olvidando que pocas veces esos sueños pueden realizarse por completo, totalmente, en una realidad indiferente.

El ave negra (con el precedente extratextual del cuervo de Poe) funciona como un índice de fatalidad inminente, o de que algo “malo” ocurrirá con los amores de Efraín y María; lo que es apenas lógico, en la mejor tradición de la tragedia romántica a lo Romeo y Julieta, y muy propia del romanticismo (esa necesidad de una destino trágico) para representar la contraposición sueños-realidad que a los románticos les tocó vivir. El ave negra es uno de los primeros síntomas de la enfermedad de María. Lo que aquella ave hace es representar un presentimiento que tiene la pareja desde en un primer momento leyendo a Atala: “[...] mi alma y la de María no sólo estaban conmovidas por aquella lectura: estaban abrumadas por el presentimiento” (Cap. XIII). El ave negra no está ahí para marcar cada una de las desgracias inmediatas que puedan estar por acontecer sino para marcar un presentimiento concreto que afecta a los amantes, para que no dejarles olvidar que aquel amor está marcado por algo incierto y peligroso. Así, pues, el cuervo significa desde un comienzo la muerte de uno de los dos y la separación de los amantes, significado que él mismo señala al posarse al final sobre la tumba de María (“[...] dio un graznido siniestro y conocido para mí [...] la vi volar hacia la cruz de hierro, y posada ya en uno de sus brazos, aleteó repitiendo su espantoso canto” (Cap. LXV); en fin, ahí también “la realidad reapareció tan espantosa como era”).

La tragedia de Efraín y María resalta gracias al “juego de espejos” conformado por la gran cantidad de otras parejas que aparecen a lo largo de la obra y que les sirven de contraste. Así María, en una ocasión, “[...] pensaba al ver la felicidad de Tránsito y Braulio, en que pronto íbamos nosotros a separarnos, en que tal vez no volveríamos a vernos [...]” (Cap. XXXI). Por eso resulta un tanto paradójico Efraín, antes de su viaje a Inglaterra, ayudando a atar más de una pareja, mientras que la suya propia (María) no la puede conservar. Lo cual se debe menos a un problema de clases económicas que de amor romántico, pues este tipo especial de amor sólo es vivido por Efraín y María, los otros aparecen como amores vulgares (en el mejor sentido de la palabra), casi salvajes. Aun un precedente como el de los padres de Efraín que se casaron teniendo él 20 años y ella 16 (la misma edad de Efraín y María al final), aparece como un amor mucho más real, poco o nada romántico. Por tanto es el amor romántico el que parece condenado a fracasar, para luego poder ser rememorado por una memoria angustiada, con la obra de arte o la narración posterior del sufrido poeta. Sólo por medio de la obra de arte y el recuerdo será posible, para Efraín, recuperar a su María; porque ella, como su amor, sólo es posible conservarla en el recuerdo, no en la realidad (del tiempo presente), realidad en la que por demás nunca podremos saber si realmente fue.

Hugo BlumenthalCali, 1997-1998?

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BIBLIOGRAFIA

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