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Caballos en la noche Había anochecido y la mayor parte de los pasajeros dormía en el ómnibus. Seguíamos un camino polvoriento, bordeado por tunales, siguiendo las suaves laderas de un cerro. Aún nos faltaba un buen trecho para llegar a Ayacucho. Había luna nueva y se divisaban las formas del paisaje. Mi asiento se encontraba detrás del chofer y podía ver lo que teníamos por delante. A su lado, y también dor- mitando, viajaba un hombre de edad, pelo muy corto y tez prieta. En algún momento el ayudante se había dirigido a él llamándolo, con respeto: “Don Leonardo.” Se trataba a la vista del dueño de uno de esos fundos que por entonces se llamaban, pomposamente, “haciendas”, en las punas de Huamanga. Hombre de cráneo casi cuadrado, me fue desde un comienzo muy desagradable. Lo fue aún más por la forma casi despectiva con que hablaba a su mujer, que lo acompañaba, y a todos cuantos le dirigían la palabra. Avanzábamos, pues, por esa tortuosa vía, yo me distraía en acompañar, mentalmente, al viajero que un poco más allá cantu- rreaba el huaino que dice: Apanjoray, apanjoraycha… De pronto al- canzamos, en una curva del camino, a una tropilla de caballos. Un jinete iba a la cabeza y otros a los costados. El conductor del vehículo disminuyó la velocidad y se pegó a la derecha. Su vecino de asiento, que se había despertado, le dijo con voz autoritaria: “¡Siga usted!”. “Es lo que hago, don Leonardo”, le respondió obsecuente el chofer. Y en efecto continuó la marcha, aunque a [23]

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    Caballos en la noche

    Haba anochecido y la mayor parte de los pasajeros dorma en elmnibus. Seguamos un camino polvoriento, bordeado por tunales,siguiendo las suaves laderas de un cerro. An nos faltaba un buentrecho para llegar a Ayacucho. Haba luna nueva y se divisabanlas formas del paisaje. Mi asiento se encontraba detrs del chofery poda ver lo que tenamos por delante. A su lado, y tambin dor-mitando, viajaba un hombre de edad, pelo muy corto y tez prieta.En algn momento el ayudante se haba dirigido a l llamndolo,con respeto: Don Leonardo. Se trataba a la vista del dueo deuno de esos fundos que por entonces se llamaban, pomposamente,haciendas, en las punas de Huamanga. Hombre de crneo casicuadrado, me fue desde un comienzo muy desagradable. Lo fuean ms por la forma casi despectiva con que hablaba a su mujer,que lo acompaaba, y a todos cuantos le dirigan la palabra.

    Avanzbamos, pues, por esa tortuosa va, yo me distraa enacompaar, mentalmente, al viajero que un poco ms all cantu-rreaba el huaino que dice: Apanjoray, apanjoraycha De pronto al-canzamos, en una curva del camino, a una tropilla de caballos.Un jinete iba a la cabeza y otros a los costados. El conductor delvehculo disminuy la velocidad y se peg a la derecha. Su vecinode asiento, que se haba despertado, le dijo con voz autoritaria:Siga usted!. Es lo que hago, don Leonardo, le respondiobsecuente el chofer. Y en efecto continu la marcha, aunque a

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    menor velocidad. Uno de los pasajeros coment, refirindose a losanimales: Los llevan a vender. Y habamos sobrepasado ya alos que estaban a la cola, y pareca que, a pesar de la luz intensade los faros, del ruido del motor y del nerviosismo de los equinos,sucedera lo mismo con los que se hallaban adelante. Mas no fueas, porque el hacendado le hizo un gesto al conductor, y ste, conun ademn de asentimiento, aceler. An ms asustados, los ca-ballos vacilaron. Mir al individuo del timn y adivin un fulgormalvolo en sus ojos. Volvi a hacer roncar su mquina, y doso tres de los animales se desviaron por el declive abajo.

    Ms rpido!, exigi el de la cabeza cuadrada. El chofer apu-r la mquina, pero lo nico que consigui fue que los dems bru-tos apurasen la marcha, an ms asustados. Psalos!, ordencon frialdad el terrateniente. Ahora, don Leonardo!, asinti elque manejaba, entusiasmado con el atropello. Intiles fueron misprotestas y las de los dems viajeros. El carro avanz por el costa-do de la carretera que daba al cerro, empujando a las bestias a undesordenado galope y, una a una, aterrorizadas, se fueron desvian-do cuesta abajo, hirindose sin duda con las pencas de los agavesy con los arbustos que all crecan. Se van a perder!, grit unaseora. Se van a matar!, gritaron otros. Dios, cmo los van aencontrar en la obscuridad?, se preguntaba una anciana.

    Pero el culpable, y el autor intelectual, por as decir, del abuso,no quisieron escuchar a nadie, posedos como estaban por una cie-ga obstinacin. El primero pareca sonrer, complacido. Psale aese tordillo!, deca, sin importarle que el tordillo acabara en elfondo de la caada. Indignado me puse de pie, para hacer algo, ylo mismo hizo un hombre que ocupaba el asiento del costado. Noscontuvo, sin embargo, un viejo que nos avis: No, ya los pasa-mos a todos!. Y slo se oy entonces a la anciana que segua la-mentndose: Ay, seor, cmo los encontrarn sus dueos?.

    El viaje continu en silencio. Cuando llegamos a un puesto decontrol, el chofer prendi las luces. Repar mejor, entonces, en lasfacciones de don Leonardo y en sus ojillos adormilados. Se irguicon pesadez y se dio la vuelta para mirarnos. Idiotas!, nos dijo,al tiempo que bajaba del vehculo. El conductor sonri con sorna.

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    Opt por callarme y los dems hicieron lo mismo. Alguien comen-t que el tal don Leonardo haba sido gobernador y ms de unavez mayordomo de una fiesta religiosa en Huanta, adems de asi-duo cargador de las andas en las procesiones.

    Todava pienso ahora en esos animales galopando aterradospor ese camino, y en la convergencia que se dio, en esa noche,entre un hombre ignorante y aduln, como el chofer, y ese strapade provincia, y no s por qu me imagino, adems, que ancontinuarn corriendo por esos parajes, al cabo de tantos aos,fantasmales y despavoridos, esos caballos