4 relatos de robert walser

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4 relatos de Robert Walser Traducción de Juan José del Solar Walser en la nieve Extraña ciudad Érase una vez una ciudad. Sus habitantes eran simples muñecos. Pero hablaban y caminaban, tenían sensibilidad y movimiento y eran muy corteses. No se limitaban a decir «buenos días» o «buenas noches», sino que también lo deseaban, y de todo corazón. Tenía corazón aquella gente. Y eso que era gente de ciudad por los cuatro costados. Suavemente -y a regañadientes, como quien dice- se habían desprendido de su componente rústico y grosero. Su corte de ropa y su comportamiento eran de lo más refinado que un hombre de mundo o un sastre profesional hayan podido imaginar jamás. Nadie llevaba ropa vieja o raída ni excesivamente holgada. El buen gusto había impregnado a cada uno de los habitantes, no existía eso que llaman plebe, todos eran perfectamente iguales en cuanto a modales y educación, sin ser, no obstante, parecidos, lo que sin duda hubiera sido aburrido. En la calle sólo se veía, pues, gente bella y elegante, de noble y desenvuelto porte. La libertad era algo que sabían manipular, dirigir, frenar y conservar con sumo refinamiento. De ahí que nunca se produjeran transgresiones relacionadas con la moral pública. Y menos aún ofensas a las buenas costumbres. Las mujeres, sobre todo, eran estupendas. Su vestimenta era tan fascinante como práctica, tan hermosa como seductora, tan decorosa como atractiva. ¡La moralidad seducía! Por la noche, los jóvenes salían de paseo detrás de esa seducción, lentamente, como soñando, sin caer en movimientos presurosos ni ávidos. Las mujeres iban vestidas con una especie de

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Cuentos de Rober Wasler

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Page 1: 4 Relatos de Robert Walser

4 relatos de Robert Walser

Traducción de Juan José del Solar

Walser en la nieve

Extraña ciudad

Érase una vez una ciudad. Sus habitantes eran simples muñecos. Pero hablaban y

caminaban, tenían sensibilidad y movimiento y eran muy corteses. No se limitaban

a decir «buenos días» o «buenas noches», sino que también lo deseaban, y de todo

corazón. Tenía corazón aquella gente. Y eso que era gente de ciudad por los cuatro

costados. Suavemente -y a regañadientes, como quien dice- se habían desprendido

de su componente rústico y grosero. Su corte de ropa y su comportamiento eran de

lo más refinado que un hombre de mundo o un sastre profesional hayan podido

imaginar jamás.

Nadie llevaba ropa vieja o raída ni excesivamente holgada. El buen gusto había

impregnado a cada uno de los habitantes, no existía eso que llaman plebe, todos

eran perfectamente iguales en cuanto a modales y educación, sin ser, no obstante,

parecidos, lo que sin duda hubiera sido aburrido. En la calle sólo se veía, pues,

gente bella y elegante, de noble y desenvuelto porte. La libertad era algo que

sabían manipular, dirigir, frenar y conservar con sumo refinamiento. De ahí que

nunca se produjeran transgresiones relacionadas con la moral pública. Y menos

aún ofensas a las buenas costumbres. Las mujeres, sobre todo, eran estupendas. Su

vestimenta era tan fascinante como práctica, tan hermosa como seductora, tan

decorosa como atractiva. ¡La moralidad seducía! Por la noche, los jóvenes salían de

paseo detrás de esa seducción, lentamente, como soñando, sin caer en

movimientos presurosos ni ávidos. Las mujeres iban vestidas con una especie de

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pantalones, unos pantalones de encaje por lo general blancos o celestes que, por

arriba, terminaban en un talle muy ceñido. Los zapatos eran altos y de color, del

cuero más fino. ¡Era una delicia ver cómo los botines se ajustaban a los pies y luego

a la pierna, y cómo ésta sentía que algo precioso la ceñía y los hombres sentían que

la pierna lo sentía! Llevar pantalones ofrecía la ventaja de que las mujeres ponían

su espíritu y lenguaje en su forma de andar, que, oculta bajo la falda, se siente

menos juzgada y observada.

Todo era, en general, un sentir único. Los negocios iban de maravilla, porque la

gente era despierta, activa y honesta. Era honesta por educación y buen tipo.

Complicarse unos a otros esa hermosa y fácil existencia no les hacía ninguna

gracia. Dinero había suficiente y para todos, pues todos eran tan juiciosos que

pensaban antes que nada en lo necesario, y todos facilitaban a todos el acceso al

buen dinero. Domingos no había, como tampoco una religión por cuyos dogmas

pudieran disputarse. Los lugares de esparcimiento eran las iglesias, en las que se

reunían para meditar. El placer era para aquella gente una cosa sagrada, profunda.

Que permanecían puros en el placer era algo evidente, pues todos tenían la

necesidad de hacerlo. Poetas no había. Los poetas no hubieran podido decir nada

nuevo ni edificante a gente así. También brillaban por su ausencia los artistas

profesionales, pues la habilidad para cualquier tipo de arte se hallaba ampliamente

difundida. Es bueno que los hombres no tengan necesidad de artistas para ser

gente artísticamente despierta y talentosa. Y aquellos lo eran, porque habían

aprendido a proteger y utilizar sus sentidos como algo precioso. No necesitaban

buscar giros lingüísticos en los diccionarios porque ellos mismos poseían una

sensibilidad fina, fluida, alerta y vibrante. Hablaban bien dondequiera que

tuviesen la oportunidad de hacerlo; dominaban el idioma sin saber cómo habían

llegado a hacerlo. Los hombres eran bellos. Su comportamiento correspondíase con

su educación. Muchas eran las cosas que se deleitaban y ocupaban, pero todo

guardaba relación con el amor por las mujeres guapas.

Todo quedaba enmarcado en una relación delicada y ensoñadora. Se hablaba y

pensaba con gran sensibilidad sobre cualquier cosa. Los asuntos financieros eran

abordados con mayor tacto, nobleza y sencillez que hoy en día. No existían las

denominadas cosas sublimes. Imaginarse alguna hubiera sido intolerable para

aquella gente, sensible a la belleza del mundo existente.

Todo cuanto ocurría, ocurría con intensidad. ¿Sí? ¿De veras? ¡Qué tonto soy! No,

no hay nada cierto de aquella ciudad y aquella gente. No existen. Son pura y

simple invención. ¡Muévete, muchacho!

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Y el muchacho salió a pasear y se sentó en el banco de un parque. Era mediodía. El

sol brillaba a través de los árboles y salpicaba manchas en el camino, en las caras

de los paseantes, en los sombreros de las damas, sobre el césped: era un sol muy

travieso. Los gorriones retozaban saltarines, y las niñeras empujaban sus

cochecitos. Era como un sueño, como un simple juego, como un cuadro. El

muchacho apoyó la cabeza en el codo y se integró en el cuadro. Poco después se

levantó y se fue. Claro que esto es asunto suyo. Luego vino la lluvia y difuminó la

imagen.

La barca

Creo que he escrito esta escena antes, pero volveré a hacerlo. En una barca, en

medio de un lago, hay un hombre y una mujer. Muy por encima, en el oscuro cielo,

está la luna. La noche es tranquila y cálida, ideal para esta soñadora aventura de

amor. ¿El hombre del bote es un secuestrador? ¿La mujer es la víctima feliz y

encantada? Esto no lo sabemos; solo vemos cómo se besan el uno al otro. La oscura

montaña yace como un gigante en la brillante agua. En la orilla hay un castillo o

una casa de campo con una ventana encendida. Ningún ruido, ningún sonido.

Todo está envuelto en un silencio negro, dulce. Las estrellas titilan arriba en el cielo

y también hacia arriba desde muy abajo del cielo, que está en la superficie del

agua. El agua es la amiga de la luna, ha tirado de ella hacia sí y ahora se besan, el

agua y la luna, como novio y novia. La bonita luna se ha hundido en el agua como

un osado joven príncipe en un torrente de peligro. Se refleja en el agua como una

cariñosa y bella alma se reflejaría en otra alma sedienta de amor. Es maravilloso

ver cómo la luna se asemeja al amante ahogado en el placer, y cómo el agua se

parece a la feliz amante que abraza a su real amor. En la barca, el hombre y la

mujer están completamente silenciosos. Un largo beso los mantiene cautivos. Los

remos yacen perezosos en el agua. ¿Son felices, serán felices, los dos que están en el

bote, los dos que se besan, los dos sobre los que brilla la luna, los dos que están

enamorados?

[1914]

Un pequeño paseo

Hoy he paseado por las montañas. El tiempo era húmedo, y toda la región estaba

gris. Pero el camino era suave y en algunos tramos muy limpio. Al principio tenía

puesto el abrigo; pero pronto me lo quité, lo doblé y me lo puse en el brazo. El

paseo por el maravilloso camino me daba más y más placer; primero subí y

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después bajé. Las montañas eran enormes, parecían girar. Todo el mundo

montañoso me parecía como un enorme teatro. El camino se arrimaba

espléndidamente a las faldas de la montaña. Entonces descendí a un profundo

barranco, un río rugía a mis pies, un tren pasó a toda velocidad junto a mí con un

magnífico humo blanco. El camino atravesaba el barranco como una tranquila

corriente blanca, y según iba caminando me parecía como si el estrecho valle se

estuviera doblando y enrollando alrededor de sí mismo. Nubes grises cubrían las

montañas como si fueran su lugar de descanso. Me encontré con un joven viajero

con una mochila a la espalda, que me preguntó si había visto a otros dos jóvenes

compañeros suyos. No, dije. ¿Había llegado aquí desde muy lejos? Sí, dije, y

continué mi camino. No mucho después vi y oí a los dos jóvenes caminantes pasar

con música. Un pueblo era especialmente bonito, con sus humildes viviendas muy

juntas bajo la blanca escarpadura. Vi unos cuantos carros, nada más, y había visto

varios niños en la carretera. No necesitamos ver nada fuera de lo ordinario. Ya

vemos tanto.

[1914]

Una especie de discurso

El diputado, como ejercía en los suburbios metropolitanos sus irresponsabilidades

adornado todo de verde, acto seguido lanzaba miradas muy turbadas al techo, una

consolación.

Sin duda hubiera sido un padre espléndido. Somos los últimos que ponemos en

duda la cantidad de su nobles intenciones, de alguna manera dulces.

En sus días de juventud asentía levemente con despreocupada paciencia a los

poetas que le eran presentados en su palco de la ópera.

En lo que concierne a su mujer, su primer error fue seguirlo fervorosamente en los

caminos de sus usurpaciones, haciéndole así creer, taimadamente, que ella lo

quería mucho. En segundo lugar, ella también estaba involucrada con su propio

hermano, que nunca se daba por satisfecho, en sus solitarias escaladas, mientras las

brisas matutinas susurraban a su alrededor, en una cumbre de tamaño medio.

Así que era más una hermana que una esposa y casi una egoísta más que una

intérprete de sus realmente encantadores deberes. Por encima de todo, era una

belleza y nunca, durante toda su vida, superó esa idea.

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Ahora acerca de los hijos, que llevaban joyeros por los bosques nocturnos, como si

eso fuera vital para ellos y su mundo.

Uno de ellos soñaba solo con desaparecer enteramente de la vista. Ha debido de

leer excitantes historias a menudo. Como persona, además, no había nada más que

decir de él. Así que lo descartaremos.

El segundo vivía, como un recluso, en una villa que una hiedra ocultadora había

convertido casi en invisible.

La barba del habitante de esta casa de campo crecía cada hora, hasta que salió por

la ventana, con lo que vio completada la tarea de su vida. Una creencia que le

permitimos gustosamente.

El tercero encontró una razón para ser inconcebiblemente desprevenido a causa de

una soprano, todo naturalmente tras la preciosa espalda de su madre, que tenía

una manera de decir: «Mis hijos me desagradan».

La hacían sufrir, ella los hacía sufrir, y el patriarca sufría por su esposa, y los

productos sufrían a causa de los productores. Esta familia, a la que muchas

familias admiraban sin vacilación, presentaba una pomposa carencia.

Ninguna pluma puede describir los suspiros que lanzaban juntos.

Se cometía un disparate tras otro.

¿De qué vale el decorado más deslumbrante?

El padre no tenía reposo hasta que podía decir: «¡Una maldita cosa después de la

otra!».

Todos los miembros de la familia anhelaban que los lloraran constantemente; las

hijas encontraban a su profesor de idiomas fascinante.

Entretanto, un libro había tenido demasiadas ediciones, un libro que tenía la virtud

de estar bien escrito. El libro tenía ritmo. La familia de la que estamos hablando

también tenía ritmo. Había una isla mediterránea en él, donde las mejores

oportunidades de percibir las realidades se alejaban como en un sueño.

Todavía hoy está ahí, testigo de la desgana de lavarse a uno mismo

espiritualmente, de la forma adecuada.

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Pero todos ellos llevaban ropa adecuada y eran virtuosos de la insatisfacción.

Y entonces puede que la que tenía la responsabilidad se adelantara y dijera a su

hijo:

«¡Te ordeno que sufras!».

Él se rio de ella.

Ella dice: «¡Vete de mi vista!», pero desea en su interior que no obedezca, lucha

penosamente con su compostura.

Ella se siente culpable e inocente.

Maldice la época que le ha tocado vivir.

«¡Cuéntame todo! ¡Justifícate!».

Él responde tranquilamente: «Todo eso desea quitarse los grilletes, despreciar lo

que el mundo que te rodea te impone, ¿no es eso lo que me estás metiendo? Lo que

me prohíbes hacer, deberías prohibírtelo a ti misma también», y suavemente

añade: «¡Desenfrenada mujer!».

Tras lo cual tuvo una discusión con su marido. Si tuviera ganas de hablar repetiría

los reproches que ella le dijo a él.

Sus palabras le golpearon la cara.

Él pensó que era muy noble escucharla respetuosamente.

Pero su compasión fue un martirio para ella. Quizás se pueda decir que el tacto es

el punto desde el que la impotencia se difunde más y más hacia el mundo

masculino. La defensa hasta las últimas no parece ser acertada. Si un hombre

perspicaz, si es conciliador, cede, es sumiso, los lazos no se desgarran, por

supuesto, pero aún penden de él, más como hilos, quiero decir en lo que concierne

al orden, y las mujeres no han ganado nada, si uno las deja ganar, aunque ellas se

digan a sí mismas otra cosa. Así que él siempre la esquivaba, educadamente.

Una respuesta imprudente la hubiera herido.

Juntos, al huir el uno del otro, envenenaban el ambiente.

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¿En qué clase de gente pienso, cuando digo esto?

¿En mí, en ti, en todas nuestras pequeñas y teatrales dominaciones, de las

libertades que no son tales, de las no libertades que no se toman en serio, en estos

destructores que no dejan pasar la oportunidad de hacer una broma, en la gente

que está desconsolada?

Bien, podríamos ir de persona en persona, dejando que cada una dijera algo nuevo,

nuevo pero también viejo.

Puesto que constantemente se repetían. Cada una tenía su propia clase de idea fija.

Y, en los teatros, se representaban obras que cansaban las almas de los

espectadores, los hacían rebeldes y perversos, sumisos y ansiosos de la guerra.

¿Debería uno hablar claro o permanecer en silencio?

[1925]

ROBERT WALSER, Historias de amor, Siruela, Madrid, 2010, 216 páginas.

**********

En el Epílogo (pp. 197-210) Wolker MIchels reproduce las siguientes palabras de

Walser: "Quien no ama no existe, no vive, está muerto. Quien tiene ganas de amar

se levanta de entre los muertos; y sólo está vivo quien ama."

**********

ÉL Y ELLA

Por lo visto hay que considerarlos cultos tanto a él como a ella. Él era persona de

mundo, y también ella; él era ingenioso, y no menos lo era ella. Podría decirse que

ambos están en el punto álgido de la vida, rodeados por las sonrientes praderas de

una cultura superior. Las ganas de saber les llevaron a conocer a multitud de

personas y lugares. Ora se asentaban en un lugar, ora en otro, se familiarizaban

con toda clase de costumbres, objetos y situaciones, y tan pronto se mostraban

pasivos y reservados como activos y locuaces. La mujer se hizo construir una casa

a la orilla de un lago e invitó a su amado a ponerse cómodo en su hogar. Él, que la

tenía por su parte en gran estima, no sabía si aceptar o rechazar el ofrecimiento.

Por lo visto era indeciso, prudente, se movía a tientas y gustaba de sondear y

analizar las cosas. En el fondo ella era de una índole parecida, me refiero a que

sabía muchas cosas y habitaba con su mente en todas partes. Vivía con el alma en

un lugar distinto al que se encontraba físicamente. Amándolo como lo amaba,

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renegaba de este hecho, de modo que no lo amaba. A él le ocurría lo mismo.

Siendo suyo era sin embargo de otra mujer. No sin ignorar que él era ambiguo e

inseguro, ella le reprendía. Por su parte, tampoco él la privaba de lo que nadie

gusta de oír o ver, de escenas delicadas. A veces, de tanta ternura, no sabían qué

decirse. Luego se hacía un silencio que pedía a gritos una ruptura. Se habrá ya

advertido que ambos eran egoístas y que preferían la independencia a la falta de

libertad. A ella no le hubiera gustado verlo dependiente. El apego puede ser muy

molesto. No obstante, si él no pensaba en ella, ella lo tenía por poco cariñoso. En

cuanto a él, se alegraba de una independencia, la de ella, que no podía por menos

de criticar. Ambos querían erigirse como modelos. En este sentido cada uno

escribió un libro. Él leería el de ella y ella leería el de él. Ella escribía como una

mujer, él como un hombre, si bien la escritura tiene de suyo un tono muy sutil, es

masculina y femenina a un tiempo y emerge de almas dichosas.