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NICOLÁS GARCÍA RECOARO 27.182.714

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Título: 27.182.714 Autor: Nicolás García Recoaro País: Argentina Tipo: Narrativa Año: 2007

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NICOLÁS GARCÍA RECOARO

27.182.714

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© Nicolás García Recoaro

© Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2007.

Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro.

[email protected]

http://yerbamalacartonera.blogspot.com

Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú),

Ediciones la Cartonera (México), Animita Cartonera (Chile), Dulcinéia

Catadora (Brasil) y muchos más en casi 20 países.

____________________________________________

Impreso en: Imprenta “Magda I” Av. Oquendo 371 dpto. 2A. Cochabamba

Publicación posible gracias a la colaboración de la editorial “Eloisa

Cartonera”

Impreso en Bolivia

Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado de

Magda Rossi.

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A la Neia y toda mi familia por

incentivar mis locuras y a Yerba Mala

por la hermandad literaria.

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Para Romina M.

I

¿Mi nombre? Mi nombre no importa. Soy Veintisiete ciento

ochenta y dos cuatro catorce, eso dice el cuadernito verde que guardo

en la billetera, el DNI, casi mi ADN siguiendo con el juego de las

siglas. ¿O tienen alguna duda de que para muchos soy solo eso? Hay

treinta y siete millones de tipos que están formateados en una base de

datos, ceros y unos, en alguna supercomputadora craneada por IBM, y

uno de ellos —vaya uno a saber cuál es mi conformación digital en

esa matriz, quizás: cero uno cero cero uno uno uno cero uno uno— les

escribe a alguno de ustedes. Calculo que una docena, quizás media, o

cuanto menos un par están leyéndome.

Si quieren pueden rotularme como quieran en su celular.

¿Les paso el mío? Quince cincuenta y nueve sesenta y uno cero nueve

veinte. No se olviden el cero once si me llaman desde el interior o el

cero cincuenta y cuatro si son de algún otro país. Es una buena

manera de conocernos, si ya casi nadie lee cuentos, mucho menos

libros, por ahí solo quieren charlar y que les cuenten historias, que les

lea lo que estoy tipeando en la computadora. Creo que eso de que

nadie lee lo saqué de un cuento de Carvern, creo que estaba en Tres

rosas amarillas. Su amante le decía que no existían los lectores, que

ya nadie tenía tiempo de abrir un libro, hasta el propio Carvern lo

reconocía. De solo pensarlo, me da nauseas un mundo sin lectores.

Chau saldos de Corrientes, chau a las caminatas sin rumbo por los

pasillos del Parque Rivadavia o lecturas apuradas en el subte, adiós

vuelta al Centenario y pucho mirando puestos en Plaza Italia. Debe

faltar para eso, si quieren llamen y lo discutimos.

Acá me tiene esperando mi turno en una carnicería.

Quédense tranquilos, tengo el cuarenta y ocho y van por el

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treinta, nos falta un rato y las señoras que tengo a mi lado

parecen no tener demasiado apuro. Son las once y media de la

mañana, AM para ser más precisos. Estamos en pleno barrio de

Congreso, Entre Ríos al cuatrocientos. Es una carnicería

mayoristas, con buenos precios. Pensemos que desde hace unos

meses los precios de la carne subieron casi un veintisiete por

ciento en Argentina, el país de las vacas. Como viene la mano

voy a tener que reemplazar el cincuenta por ciento de mi

alimentación básica con legumbres y hortalizas: guiso de

lentejas, polenta y arroz con verduras; un verdadero eufemismo

en el país de las vaquitas de oro. Pero hoy es distinto, junté siete

pesos y los voy a invertir en una tirita de asado, quinientos o

seiscientos gramos de cadáver al horno.

Las señoras se agolpan frente al mostrador de vidrio que

dejan ver los cortes. Ahí están las nalgas, las faldas, los

chinchulines, los choris, las tapas, las morcillas, las paletas, los

bifecitos —anchos y angostos—, el matambre, el lomo y, al

centro, como rey del muestrario: la tirita de asado. Pero no los

molesto más con la clase de anatomía de la Universidad

Nacional del Matarife, dejemos que el llamado del carnicero nos

marque el tiempo de nuestro relato. Treinta y tres, Cristo en la

Quiniela Nacional, yo llevo mucho menos sobre mis espaldas,

no demasiados, ya casi piso los treinta, será cuestión de un

suspiro para llegar a las tres décadas de vida. A mi lado, una

viejita de unos setenta, no se exactamente si serán setenta y uno

o setenta y cuatro, pero las arrugas tatuadas en su cara y brazos

me hablan de más de siete décadas, me pide que le avise cuando

el carnicero cante el treinta y siete. Falta, abuela, como tres o

cuatro numeritos, yo le aviso nomás.

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II

No se piensen que voy a malgastar los próximos quince

turnos en escribirles sobre la espera en la carnicería, cosa pedante si

las hay, aunque se puede poner divertido si les cuento que el cielo está

celeste y las chicharras no se resignan a que el verano haya terminado

hace una semana. Ella, Veintiséis cuatrocientos setenta y siete ocho

noventa y cuatro, debe andar pensando que estoy poniendo medias

faltas en el colegio, me olvidé de decirles que trabajo como preceptor

y que hoy me hice la rata —otra paradoja, de las tantas que cargo

sobre mi espalda—, debe ser la segunda vez que lo hago desde que

arrancaron las clases, hace poco menos de un mes. Es que el día está

demasiado abierto como para encerrarse en un cuartito dos por cuatro,

a pasar un millón de P. y una docena de Au. para saber si los pendejos

lograron salir de las sábanas a tiempo, justo para aprender que el

derecho mide sus tiempos en base a días —eso era lo que dictaba ayer

el boga que da Cívica en el cuarto año— o que el Martín Fierro es la

obra cumbre de la gauchesca —"uso letrado de la cultura

popular”—, así lo definían en quinto, seguramente robado de algún

libro de Ludmer o de Sarlo. Todo eso a las ocho y trece de la mañana,

todos dormidos, todos con sus caras mirando hacia la pizarra verde y

con sus pensamientos sobre la almohada.

Treinta y seis. El próximo es el suyo, señora. La vieja se

acomoda un rulero que tiene sobre la oreja derecha y me sonríe.

¿Quiere preguntarme algo? Literatura, señora. Son cuentos de un

chileno que se murió de tristeza y de cáncer hace un par de años, un

tal Bolaño. Justo esa mañana, zigzagueando en un escalón del Treinta

y Siete había empezado a leer "El gusano”. Cuando bajé en la Plaza

del Congreso, ese policía que tengo en la cabeza cada vez que pienso

en hacer lo que no corresponde se cayó, y juntos nos fuimos a

caminar hasta plaza Once. Saludamos a los travas que paran en Pasco

y Rivadavia y nos tomamos un jugo Baggio de durazno sentados en

las escalinatas de la estación.

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El primer cigarrillo lo encendía cuando un Ciento Treinta y

Dos chocaba contra unas tablas de madera que tapan la construcción

de la nueva estación de subte, sobre Pueyrredón. Justo con el ruido

elevé la vista y un reloj digital de la esquina me decía que faltaban

ochocientos millones, cuatrocientos nueve mil, doscientos veintitrés

segundos para que empezara el mundial de fútbol; demasiado tiempo

para esperar fumando frente a la tumba de Rivadavia.

Ah, me olvidaba, no vi a ningún viejo vestido de blanco, con

guayabera y panamá a tono. Quizás, “El gusano” se escondía en el

alma del tipo que vive en la galería frente a la plaza. Esa mañana

había baldeado la galería entera, desde el hotel hasta el puesto de

diarios de Rivadavia. Después se cebó unos mates y agarró algo para

leer, nada de libros, creo que era el Diario Popular o el Deportivo

Olé.

Me pidió fuego cuando pasé frente a su ranchada. Yo iba

pensando en Veintiséis cuatrocientos setenta y siete ocho noventa y

cuatro y cantando para adentro fifty three rd. & three rd., de los

Ramones. Mientras le pasaba la cajita de Fragata, una boliviana que

esperaba al micro trucho que sale para la Quiaca le pidió que le cuide

el bolso, de esos que pueden cargar desde una batería completa de

cocina hasta tres o cuatro wuawas. Vaya mamita, le dijo el viejo. ¿De

dónde saqué que Latinoamérica empezaba en Plaza Once? Adiós,

amigos.

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III

Ochocientos setenta y cuatro gramos de asado. Saqué de más.

Me creía que esto tipos tenían la balanza tocada. Me sobran ochenta

guita para el viaje de vuelta en el Treinta y Siete. Saludemos al

carnicero. Ya van por el cincuenta. Le falta poco, compadre.

Es el viaje de vuelta en el Treinta y Siete lo que me separa de

ella, estoy a doscientos metros y un colectivo de su cama. Apuremos

que el bondi va casi vacío a esta hora, a las doce salen los pendejos del

colegio y se pone jodido para viajar, todos terminamos bailando el

frota-frota cuando el colectivo pasa por la puerta del Hospital

Garraham.

Palpemos las moneditas que tenemos en el bolsillo de atrás

del jean. Todas de diez centavos, mejor tenerlas en la mano, a ver si se

nos escapa una y terminamos caminando como Kung-Fu. Viene

medio vacío, me queda un asiento solo, justo atrás del bondier.

Ochenta, por favor. La maquina escupe papel y nos sentamos. La

campera azul cuelga del asiento con sus siglas, T4S SA.; una bola de

espejos cuelga del espejo, un pibe con SIDA se cuelga de los

escalones en la puerta del Muñiz. El chofer con unas gafas leopardo

escucha la radio. See how they smile, like pigs in a sty, see how they

snied. I`m crying.

Cruzamos las vías y estamos. Se abre el Parque Pereyra a la

derecha y el Sagrado Corazón un poco más adelante. Cuarenta

kilómetros por hora y unas tres mil RPM. El bondi frena en el

semáforo de Iriarte, los pibitos salen del colegio, vuelven a la Villa

Veintiuno. Veintiséis cuatrocientos setenta y siete ocho noventa y

cuatro debe andar cantando por la casa o fumando en la terraza.

Quiero llegar para meterme en su cama, para olvidarme de que ese

cuadernito verde existe, de que ya no seré Veintisiete ciento ochenta y

dos cuatro catorce cuando ella me abrace. Y vuelvo a preguntarme

cuál podía ser aquel estado desconocido, que no aportaba ninguna

prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, de su realidad ante la

cual las otras se disipan. Ella, mi gato Proust y yo vamos a comer en

la terraza, con el ruido de las máquinas de las gráficas como banda de

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sonido.

Aprieto la bolsita de asado contra mi pierna, contra mi carne.

Quizás tendría que bajar en la próxima parada y hacer como que sigo

siendo esos números. Quizás tendría que dejar de comer carne. Un

obrero toca el timbre, esa es la nuestra.

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AQUA GYM

“(…) El cuerpo de la mujer estaba en la parte profunda

del natatorio. Las pericias médicas indicaron que la mujer

boliviana murió ahogada. La Policía Federal continuará

con las investigaciones, pero todas las sospechas recaen

sobre el guardavidas de la piscina del club. ¿Negligencia

o crimen pasional?”

Diario Popular

Buenos Aires

Octubre 2005

Son las diez para las once de la mañana y estoy duchándome

para entrar a mi clase de Aqua Gym. El chorro furioso de agua

caliente penetra cada partícula de mi cuerpo, de mi gran cuerpo de

ekeko. No me tengo que olvidar de lavarme bien mi cabello, sino él se

va a enojar y no me ha de regalar una de esas sonrisitas desde su silla

de dios Neptuno. Porque eso es lo que parece desde su trono, un dios

todopoderoso que regula nuestras vidas en ese rectángulo de

veinticinco metros de largo, ese paraíso de agua termal que visito una

vez a la semana para tomar mis clases de modeladora Aqua Gym.

A mi lado, mejor dicho en la ducha de al lado, la Élida me

cuenta de lo buena que se está poniendo la novela de la Solita. Yo no

puedo sacarme a Neptuno de la cabeza y digo que hace tiempo que se

me quemó la televisión de mi cuarto. Mentiras, sigo la novela a sol y

sombra, pero odio compartir mis pasiones televisivas con la maldita

de la Élida. Es capaz de dejarme en ridículo —cosa de porteña

supongo—, como aquella vez en que le comentó a Marcela, nuestra

profesora, que estaba faltando seguido porque no podía dejar mi

adicción al noticiero de Guille Andino. Es mejor tenerla a distancia y

no meternos en territorios peligrosos. Ustedes saben como son las

argentinas creídas, peor que una camba en celo.

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Si ella supiera de mi amor por Neptuno. Seguro que la maldita

lo arruinaría. Como en la novela de Andreita Del Boca que pasaban

hace un par de años por Bolivisión. Esa en que la madre se

enamoraba de un muchacho más joven, y que por envidia, su comadre

hacia maldades para que no se le declare. Hoy día es mejor andar

calladita, a ver si mi Neptuno se me entera por otras lenguas de mis

deseos.

Pero hoy es diferente, hoy es el día en que me voy a decidir a

pedirle a mi niño Neptuno que me salve de la muerte. Mejor apago la

ducha y me voy para la piscina, el vapor de las regaderas me está

bajando la presión y no quiero que me dé un golpe de calor, menos

que menos a mi edad. A ver si me pone fea y mi Neptuno no me

regala una de sus miraditas. Además, me tomé un bacito de chicha

para matar la vergüenza y los vapores me la hacen subir rapidito a la

cabeza.

Tres escaloncitos, pasillo al fondo. La piscina, agua quieta y

transparente. Todavía recuerdo la primera vez que entré al natatorio,

hace uno o dos añitos nomás. Recién llegadita de La Paz, con ganas

de ponerme en forma para disfrutar la etapa pasiva de mi vida. Era mi

hijita, la Clara, la que me había insistido para que me venga para

Buenos Aires. Que acá se iba a estar mejor que en el altiplano; con

comida menos picante, hospitales públicos y pensión para los

inmigrantes. Me vine en octubre del 2002, con el eco de las cacerolas

rebotando en mis oídos. Esas cacerolas tan parecidas a las que

usábamos con las otras mamitas con las que habíamos formado la

Unión de Cocineras Anarquistas de los mercados de La Paz.

Las cosas fueron a medias: todo medio hundido en la

Argentina y muchos nuevos para mi vida. Pero había que curtirse, y

me curtí. Además, nosotros, los bolivianos, ya estábamos demasiado

curtidos en eso de andar poniéndole el pecho al tiempo malo. Los

primeros meses se me hicieron durísimos. Que extrañar el anticucho y

el saice en los mercados o las subidas y bajadas de La Paz, con sus

minibuses voladores y sus voceadores: ¡La Ceja, Ceja! ¡Pérez, Pérez,

la Pérez!

Pero los meses pasaron, y con el tiempo, me acostumbré a esa

sensación de tener los pulmones con dos o tres veces más de aire.

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También a sentir esa humedad en el cuerpo, y como olvidarme de las

horribles maquinitas de los colectivos, las odio todavía, pero las puedo

tolerar. Pero con mi estada en Buenos Aires vino algo más, nació

dentro mío esa hermosa visión porteña de la vida, media fatalista, que

le va a hacer.

Lo de las clases de Aqua Gym apareció a los pocos meses de

haber llegado, y lo de él, lo del niño Neptuno, fue parte de la suerte de

aprender a nadar. La mañana que entré a la piscina en Barracas, fría y

húmeda de junio, Don Lorna, presidente del Barracas Juniors, me

contó de los beneficios que tenía la práctica de la gimnasia en el agua.

"Mejora los huesos y se da un relax de la san puta”, dijo el viejo y me

guiñaba un ojo. Y ahicito estaba él, como olvidarlo, mi niñito

musculoso con una chompa que decía su nombre: Neptuno –

LifeGuard, o algo así. Quedé flechada, zonza, como colegiala

enamorada por primera vez.

Esos días, los primeros de vida porteña, no pasaban más. Mi

osteoporosis y artrosis me tenían a mal traer desde hacía un par de

años, pero las cosas se complicaron por el exceso de humedad de la

Reina del Plata; ya la doctorcita del Hospital de Clínicas me había

dicho de hacer un poquitito de ejercicio para bajar unos kilitos. Estaba

en 97, y por mi escaso metro y medio de altura, tenía que andar por

los 70 en realidad. En realidad es una manera de decir. Como me van

a pedir que baje veinte kilos en medio de la depresión bucal y

estomacal que estaba viviendo por esos días.

¿Ya les dije que extrañaba los chorizos fritos del mercado San

Francisco y el picante de poio de los puestos de la cuesta en el

Mercado Camacho? ¿Se imaginan como los reemplazaba en Buenos

Aires? Me hice adicta a los choris de plaza Constitución y a los

sanguches de salame y queso. Pero nada de gula, necesidades para

evitar el apunamiento melancólico de vivir en la Buenos Aires.

Finalmente me decidí, tomé coraje y me anoté en las clases de

Aqua Gym. Mi mamita siempre decía que no hay mejor remedio para

los males que el amor, y ahí, en la pileta, estaba mi Neptuno para

curarme las penas.

Ahí vienen esas dos señoras que nunca me han dicho palabra,

creen que soy una chola ignorante, gringas mal pensadas. Envidia me

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han de tener. Me celan porque saben que Neptuno tiene ojos para solo

una mujer en este mundo, mundo de miles de litros de agua estancada.

Mejor voy para la sala de materiales a buscar el flota-flota.

Que desorden, parece el cuarto de la Sandrita, mi nieta. Faltan

los posters de Rodrigo y de los Amarazul y la escena sería la misma.

Flota-Flota deshilachados por el piso, tres o cuatro tablitas

desparramados en los estantes, unas antiparras con las tiras de goma

podridas colgando de un clavito, y el olor, el olor a muerte que brota

de la pila de mallas y gorritas de baño perdidas. Hay que avisarle a

Don Lorna, sino las cogotudas de Aqua Gym localizada se van a

quejar y el pobre Lorna ha de tener un infarto por la pérdida de socios.

Pero qué me ha de importar el desorden de la sala de

materiales. Como les dije antes, hoy estoy para otra cosa, para mi

Neptunito. Que zonza, ya me olvidaba de él, debe ser la edad, como

que de a ratos me vienen esos vaivenes de perder lo importante, lo que

realmente vale la pena pensar, o recordar.

¿Ya les conté que mi apellido de casada es Mamani? Porque

sí, estuve casada, pero ya no. Mi finado marido, Abel Mamani, se me

fue durante los festejos de carnaval del año ´86. El hombre era de

buen beber, y bebiendo sucumbé, la típica bebida de festejo boliviana,

sucumbió en una maratón etílica en el carnaval de Oruro.

Así me quedé viudita y guardando respeto por el finadito.

Pero todas no fueron malas, el bueno de mi maridito me dejó una

mísera pensión que le pagaba el Estado boliviano por haber peleado

en la guerra del Chaco.

Pobre Abelcito, siempre con los deditos machucados por el

obús que había caído en la trinchera del Chaco. Miro la pileta y me

acuerdo de la guerra, de la sed que me debe haber pasado en el frente.

Él siempre me contaba de la sed que pasó en las trincheras, me dijo

que hasta tuvo que tomarse su orín. Lo habían obligado a enlistarse y

partió, con miles de wuawas, de jóvenes de no más de quince que

apenas sabían lo que era amar, vivir o morir. Todo por un pedazo del

Chaco, un pedazo de la Shell y la Standar Oil que regaló mi Bolivia a

los gringos.

Si el Abel no tenía ni 17 añitos cuando me llevó a aquel

hospedaje cerca del Palacio Quemado y me juró que iba a volver con

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un recuerdo del Chaco: un yacaré o unos dedos de algún paraguayo.

Mi Abel…, hicimos el amor y partió. Dos años y la vuelta. Ya

no era el mismo, nunca volvió a ser el mismo. Pero nos casamos y

vinieron nuestras wuawitas y los años de revolución campesina y

hambre dictatorial. Él en lo suyo: la chicha y el singani, machadito

nomás; y yo que trabajaba de sol a luna, de enero a enero. Pero el

mercadito me trajo platita y las reuniones con las otras mamitas del

sindicato, las marchas contra Cáncer, perdón contra Bánzer, y las

lecturas populares de Quiroga Santa Cruz y Reynaga. Así hasta su

final.

La vida pasó y guardé respeto y castidad por mi hombre, pero

les confieso una intimidad, he tenido más de una oportunidad de

sacarme las ganas con algún muchachote paceño, pero todo quedaba

en el intento, todo hasta que apareció mi niño Neptuno y su pequeñito

slip color bandera de Brasil.

Marcela avisa que la clase de hoy va a ser de “muy buena

onda para todas”. Yo no entiendo mucho ese lenguaje positivo que

usan los profesores de natación o de alguna actividad física. Francos

deberían ser, que digan que la clase será aburrida como de costumbre,

que las calorías que gastamos en media hora de Aqua Gym las

recuperamos en medio almuercito.

Pero dejemos lo que yo pienso, para meternos en lo que yo

veo. Las chicas de los calcetines están bajando por la parte baja de la

pileta, el nombre viene a colación de las medias que usan por

recomendación de la profesora, “para no patinar y tener pleno

dominio del cuerpo, sobre todo de las extremidades inferiores”, eso es

lo que había inventado Marcela para demostrar instrucción y bagaje

experiencial. Ellas trabajan en equipo, una team de nado sincronizado

de la tercera edad. Si las vieran haciendo ejercicio con las tablitas para

las piernas, una hermosura las muchachas.

Ya estoy en el agua y el cuerpo empieza a perder su peso,

hago pie pero separo por varios segundos los pies del fondo e imagino

que la vida me lleva de vuelta hacia algún rincón perdido, quizás de

mi infancia cerca del lago Titicaca, quizás de mi futuro junto a mi dios

del agua.

Pienso en Neptuno y en sus bíceps tatuados. Él apenas toma

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conciencia de mis fantasías. Desde su silla de monarca, en la parte

honda de la pileta, controla todos y cada uno de mis movimientos. Lo

veo enroscar la soga de donde cuelga su pito, su silbato para

emergencias. Gira la cuerdita y la enrosca en su dedo índice al ritmo

de un tema de los Pimpinela que suena desde los parlantes. Es la señal

de comienzo, Marcela grita como militar indicando la posición

correcta para calentar las piernas. Calentar la parte baja. Si eso no me

hace falta querida Marcela, con solo mirar hacia Neptuno la cosa esta

resuelta.

La música se vuelve de fiesta. Debe ser algo de Los Wawancó

o de Los Mensajeros del amor. Todas pataleamos agarradas de los

bordes de la pileta. El tronco quieto y las piernas flotan, girando hacia

la izquierda y la derecha. Una ola artificial nace de los pataleos y agita

el pequeño ojo de agua. Los que nadan en los otros andariveles toman

su descanso, nos miran y disfrutan del show. Es como una coreografía

de musical de los caporales de Oruro o de teatro de la calle Corrientes.

Neptuno controla la escena, es el director de la gran comparsa.

Y yo, su musa, su bailarina principal. Élida se contonea sin meter la

cabeza en el agua. Debe de haberse hecho el brushing esta misma

mañana. Es muy graciosa verla haciendo un esfuerzo inútil para que el

agua no le arruine el peinado. Lo mío es diferente, mi larga trenza de

cabellos cobrizo se hunde en las profundidades de la pileta. Es como

paja dura que se ablanda y navega la corriente río abajo, para terminar

en las costas de mi niño.

Marcela da la orden. La compañía debe relajarse después de

los treinta minutos de danza. Cinco minutos de relax y de vuelta a las

regaderas, y de vuelta al frío de las calles de Barracas. Pero hoy no,

querida Marcela. Hoy quiero relajarme a mi manera. Salto y reboto

contra el fondo. Freno y dejo que el cuerpo quede a la deriva, con esa

sensación que me lleva a la panza de mi mami con la agüita que me

abraza. Son dos o tres minutos en los que mi cuerpo se afloja y deja de

ser viejito y arrugado.

Ya no es mi cuerpo pisando el mundo, es el agua que me hace

flotar y volar por unos instantes, es el momento de la iluminación

final, el instante en que las demás se alejan y comienzan con sus

rutinas de relajación disciplinaria, el instante en que me doy aire para

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seguir avanzando hacia la parte honda, hacia las aguas de mi Neptuno.

Porque desde su puesto de vigilancia verá a su amorcito acercándose a

sus dominios.

Nado hacia las profundidades y ya no escucho las molestas

voces de mis compañeras. Al fondo de la pileta me voy. Es como el

pachakutti de mis hermanos aymaras, la vuelta al comienzo de los

tiempos. Imagino a Neptuno y su cara de desconcierto. Preocupado

por mi desaparición. Lo veo corriendo agitado para saltar en un

clavado perfecto hacia las profundidades, para encontrarme en un

beso mojado.

Neptuno, amor, te espero aquí en el fondo. Ven mi Aquaman,

eres el hombre que me llevará a conocer las profundidades del mar, y

quizás, cuando mi Bolivia tenga sus costas al Pacífico, podamos ir a la

playa. Vos, custodiando las legítimas costas bolivianas desde una

torreta de guardavidas, y yo, contemplándote desde las aguas tibias

del océano, nadando estilo pecho para no cansarme por las olas y la

corriente.

Suelto las últimas bocanadas de aire que guardan mis

pulmones y me siento sobre el fondo. Soy una buda, una gran buda

del altiplano que medita sobre el amor. Alfonsina te necesita, amor.

Alfonsina Mamani espera tus brazos y tu fuerza para salir a la

superficie, para volver a creer que he de ser amada una vez más.

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ADIÓS A LOS ODEX

El recital empezaba a las doce. Eso era lo que decía el

panfleto que estaba pegado en Corriente y Callao. Creo que lo tengo

guardado en la agenda. Mirá, acá está: “Miércoles 19/DIC. Los Odex.

24.00 horas en Manchuria: Iriarte 1300. Barracas. Se viene el fin del

mundo”.

El asunto no es muy sencillo de recordar, sobretodo por la

cantidad de cosas que me había metido en el cuerpo esa noche. Vos

sabes, “Vive rápido, muere joven” era la consigna tácita que todos

respetábamos con fe ciega; pero las cosas cambian, la vida a veces te

da una trompada y quedas mirando desde el otro lado. Ahora los ves.

La mayoría son yuppies, casados por religión —aunque sean por esos

rituales en que se juran amor eterno en una playa y después se tatúan el

anillo de compromiso—, esas giladas posmo que no entraban en

nuestra cabeza hace cinco años. Si mi abuelo siempre me decía: “A

estos boludos que se hacen los rebeldes, mañana los ves con la horca al

cuello, laburando con el culo entre las manos cuando el patrón les diga

que va a tener que reducir el personal, o pagando colegio religioso para

sus críos y con los diez días de vacaciones en Villa Gesel”. Sabes que

el viejo no estaba equivocado. Hoy está guardado en el nicho, en el

cementerio de Ciudadela. Cada tanto paso a agradecerle algunos

consejos.

Tomemos algo, Espita, ando con los nervios hechos mierda.

Sabes que las pastas no me hacen nada, prefiero bajar con alcohol.

Además, hace menos de dos horas que saliste del colegio y debes

andar alienado todavía. Un gin tonic y te sigo contando lo del recital.

La cosa que me voy para Barracas en un taxi. El tachero iba

con la 10 al taco y en el informativo hablaban del riesgo país y del

quilombo de los supermercados. Yo en la luna de Valencia, como

siempre, ni ligaba. Estaba en otra, para otra cosa esa noche. Como iba

a entender lo que nos estaba pasando si apenas podía entender lo que

me pasaba en mi vida. Embadurnada en maquillaje blanco, unos

borcegos hasta la rodilla y el pelo rojo furioso; era la reencarnación de

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Iggy Pop en versión femenina. Creo que tenía la remera de New York

Dolls, esa que me trajo mi vieja de Gringolandia en la época del

Turco. Era lo único que me quedaba de mi vieja. Si hacia dos años

justo que me había ido de casa. Lo del embarazo, ¿te acordás? Nunca

más un llamado, ni siquiera saber cómo andaba su hija, o si necesitaba

algo. Pero si son mierda. Me tendría que haber dado cuenta de la cuna

en la que me crié. Yo no soy ninguna santa, pero de ahí a sacarte de

patitas en el orto por estar de bombo. Si son mierda.

Gracias, hermoso. Viene cargado el gin tonic. Dale un sorbito,

el segundo entra más fácil. Esa noche yo hubiese preferido quedarme

en casa, pero salí a comprar unos libros. Si sabes que lo único que

hacía era leer, estaba encerrada desde hacía tres semanas en la piecita

dejando que se terminara el 2001, era una autista. Me gastaba la

indemnización del laburo en cuentagotas, puro libro y arroz. La cosa

que encuentro el papel pegado en una esquina de Corrientes. Faltaba

media hora y tocaban Los Odex. Creo que te llamé. Seguro que

andabas con Ramiro de juerga. Yo estaba sola y con ganas de fiesta.

Bueno, la cosa que llego a la puerta del boliche y estaba lleno

de pendejos anarquistas de giro postal. No creo que tuviesen más de

veinte. Todos embadurnados en maquillaje blanco, cadavéricos, con

esas camperas de jean con sus parches punks. Algunos ni siquiera

sabían quien había sido Johnny Rotten, pero estaban ahí. Eso era ser

punk en los noventa. Vestirse raro: pelos parados, remeras de banditas

modernas y actitud, actitud prefabricada. Si hasta te podías comprar

los uniformes de rebeldía para la generación —creo que así era como

la llamaban los de los departamentos de marketing— en cualquier

local de la Avenida Santa Fe. La rebelión se vendía en los

shoppings… bah… eso era lo que creían. Aparentábamos estar del

otro lado del sistema, pero la cosa era que el propio sistema nos había

ingerido, y después de sacarnos hasta lo último que nos quedaba, nos

había escupido en pelotas.

Esa noche estábamos en un tugurio de Barracas para ver a

Los Odex, cerca de donde funcionaban los antiguos prostíbulos en

Osvaldo Cruz. Eso sí que era punk, pero en la década del veinte.

Sabes que una vez leí por ahí que lo de punk viene de las prostitutas

de los puertos ingleses, les decían punks porque cuando las tocabas te

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quemabas, sacaban chispas. Seguro que hubo más de una punk en los

saunas de Barracas, mas de una debe haber marchado en la Semana

Trágica del ´19.

La cosa que volvían Los Odex, la banda de culto, los que

había enseñado clases de bardo y autodestrucción. Si era cuestión de

no creer. El país se hundía para los primeros años del milenio, y Los

Odex volvían del exilio para ponerle banda de sonido a la tragedia.

De todos los pendejos que trataban de entrar, con dos pesos en

la mano, ninguno trabajaba, o al menos, era lo que se creía. ¿Trabajar

por 20 pesos? Si eso apenas te alcanzaba para un par de tragos y algo

para fumar, de merca y pastillas ni hablar. Uno podía dar vueltas por

el barrio que quisiera, una noche al zar, durante cualquier estación del

año, y allí estaban los pendejos. Los que ni estudiaban ni trabajaban.

Los que, sin saberlo, hacían carne argentina de eso que en los setenta

se hacia llamar “no future”. Lo respiraban desde que salían de las

camas después de las once. Cuando se colaban en los trenes para ir a

dar vueltas sin rumbo por el centro, habiendo tirado el clasificado en

algún tacho de la estación para evitarse el bajón de hacer la cola para

que les digan en la cara “ya tomamos a otro”; lo hacían cuerpo cada

vez que las changas que conseguían les duraban dos o tres semana y

después la nada. Esa nada que iba a explotar. Esos pibes habían sido

educados con consumos maiamescos, algunos, no quiero generalizar.

Pero te aseguro que los padres de esos pendejos le habían puesto la

boleta al Turco en el 95, y ahora no les daba ni para el consumo

simbólico, solo el mirar en la tele o en la revista de rock la modita o

banda que se viene, pero de ahí a verla u olerla, ni a palos.

Ni qué pensar de hacer algo en la política, de ese “tumor” se

habían encargado los tipos del Proceso, los radichetas y el menemato.

¿Acaso quedaba otra cosa más que divertirse en ese diciembre del

2001? A veces me pregunto como no la vieron venir los de arriba, o

mejor, lo cínico que fueron estos hijos de remil puta al dejar que la

bomba les explotara frente a sus chalecitos, a los chalecitos de la

patria financiera. Y no les voy a echar toda la culpa a ellos, algo de

morbo y de sometidos tenemos. Nos gusta, a mi me gusta, depende

para qué.

La cosa que ese diciembre era feliz. Como no iba a ser feliz

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una mujer con los bolsillos repletos de bichos de todos los colores.

Siempre tuve esa teoría de que el Chupete y el Cabezón habían

liberado lo de la venta de falopa en los últimos meses de gobierno. Era

más fácil tenernos anestesiados con todas las barrabasadas que se

mandaban, una atrás de otra. Un chileno me dijo que hicieron lo

mismo en los últimos meses de Allende, parece que los milicos

soltaron partidas enteras de ácido, cuentan que los pibes volaban en el

submarino amarillo hasta el Estadio Nacional, y los pacos se

aprovecharon de la movida.

Bueno, otro traguito más. Dale que es temprano y Ramiro

debe andar jugando al paddle con los amigos. Ese pibe no aprende

más, puro laburo y se cree que con dos partiditos por semana se

limpia el cuerpo.

¿Sabes de qué me acuerdo del boliche ese? Del olor, ese olor

que viene de la tapa de las alcantarillas cuando todo es calor en Buenos

Aires, todo fétido y muerto; como cuando te das una vuelta por

Rivadavia, a la altura de Plaza Miserere. Ese olor de diciembre

porteño, como a perro muerto, como de un basural gigante. Bueno, ese

era el olor de Manchuri. Rancio, no se si se habían tapado los baños o

si la humedad de los cuerpos blancos, como muertos, expedía ese olor.

Porque creo que en realidad, todos los que fuimos a ver a Los Odex

esa noche estábamos medio muertos. Como los pichis de Fogwill, en

un pozo lleno de mierda, esperando que todo explotara de una vez por

todas.

Desde unos parlantes sonaba Dirt, de Alice in Chains. Como

pegan para atrás las letras de de Stanley. “Down in a hole, feeling so

small. Down in a hole, losing my soul”. ¿Te acordás que el chavón se

picaba en los dedos de la mano? Dicen que lo encontraron en estado

de descomposición en su departamento y que su gato sobrevivió dos

semanas encerrado en el bulo. Un bajón.

La cosa que me pido una cerveza para matar el rato. En el

escenario un tipo calvo y pinta de roñoso se puso frente al micrófono y

empezó a putear al gobierno y la policía. “Si los nuestros se mueven de

noche, podemos encender las terrazas de las casa públicas, los

hospitales, las escuelas, los museos. Basta de identidad muerta,

compadres se viene el fin”. Una bazofia. Me fui al baño y en la cola

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me convidaron una tuca que pasaba de atrás para adelante, la pasé.

Sabes que odio la saliva empapando el papel. Me senté en el inodoro,

y mientras meaba, me tomé dos perlitas que tenía en la billetera.

Parecía Circe con tantos brebajes en los bolsillos.

La cosa es que salgo y me pongo a pensar al lado del

escenario. No sé, miraba a los pibes, el techo, un gato que daba vueltas

a la chancha de la batería. De repente me vino el susto, primer síntoma

de que me estaba pegando la cosa. Después, miraba el fondo de la

tarima con los instrumentos y las telas que estaban de telón me

asustaron. Un holograma de Los Odex con la cara del soldado

chamamé bañado en sangre me saludaba. La cosa que en la barra del

boliche tenían una tele. Entre los gritos y la música mucho no

escuchaba, pero Mónica y Cesar decían algo de protesta, de cacerolas,

de tiros. Qué iba a saber yo. Apagaron las luces y se venían Los Odex.

Cuando Curtis salió con el cuerpo embadurnado en rouge

rojo, tatuado con unas líneas de Pizarnik y Borges sobre las tetillas, los

chicos saltaban como endemoniados. Aguantame que llamo al mozo.

Otra cosita por favor, traenos algo para picar y dos más de éstos. El

mío más cargado.

Sigamos. Las gotitas de sudor le caían por el pecho a Curtis.

Algunos se colgaban de sus brazos para subir al escenario, para luego

zambullirse como desde un trampolín sobre la masa de cuerpos.

Cuando arrancaron con “Mares del altiplano”, Curtis apareció en el

escenario con esas ballenas inflables, lo llevaban en andas de una

punta a otra del bolichito. Lo tocaban, lo besaban, era el Dios

resucitado. Si no hacía dos meses del paro que había tenido por

sobredosis. “¿Qué muerte? ¿La mía, la tuya? Fíjate si tenés pulso,

hace rato que me rajé de este mundo”, gritaba el ave fénix.

El recital era un potlach: Curtis destruía la batería, revoleaba

los equipos, el público destruía el decorado y amasijaban al bajista

cuando se negaba a tirar el instrumento por el aire. Curtis cantaba con

la cabeza pegada al parlante, sacudía el micrófono y se golpeaba la

cabeza contra un reflector que daba destellos en el centro del

escenario; los pibes corrían de una punta a otra del bolichito

revoleando patadas y trompadas. En una de esas, tomé coraje y me

dejé llevar por la masa. Salté sobre Curtis y me colgué de su cuello.

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Lo chupaba, le mordía el cuello, necesitaba saber que era de carne y

hueso. Unos patovas trataban de contener a los que nos arrastrábamos

por el escenario, pero era imposible. El escenario era nuestro.

Ahora me hace pensar en lo que vino después. En lo que nos

pasó a todos los que estuvimos en el adiós de Los Odex. Los tipos

venían tocando al palo, cosa de siete temas en menos de quince

minutos. Curtis era una manada entera, pero fue hasta que le pasó. No

tuvo explicación, Espita. Cuando empezaron a tocar “Casa Tomada”

bajamos como quince cambios. Curtis manoteó el micrófono, y lejos

de la demagogia, dijo que no entendía cómo gastábamos tanta energía

en un puto recital. Que afuera estaban las calles ardiendo, pidiendo

revuelta y nosotros haciendo la del adolescente incomprendido.

“Saben que, esto se pudrió, la mano estaba jodida pero viene peor. Yo

no voy a seguir colaborando con esto. Se pueden ir todos a la mierda”,

cerró el discurso Curtis. Tiró el micrófono y corrió para la puerta.

Me acuerdo, Espita, me acuerdo bien. En ese momento

miraba para los costados y veía cómo los pendejos empezaban a

putear y a correr para la calle como en estampida. Miré para la barra y

vi que la tele mostraba imágenes de la marcha en el Congreso, de los

ratis reprimiendo, de los muertos que caían por las balas de la policía.

Pero yo había quedado como neutra, porque siempre había pensado

que lo de neutra y anulada era una posición válida, pero me

equivoqué.

Cuando salí, la calle era una fiesta, una orgía de la protesta.

Después iban a venir más muertos y otro helicóptero huyendo de la

Casa Rosada. La última vez que lo vi a Curtis estábamos perdidos

entre la masa que copaba la plaza del Congreso, cerca del amanecer

del veinte. Tenía el cuerpo color rojo, parecía herido pero era el rouge

que se derretía en su tórax. Me acerqué a donde estaba y no le dije

nada, le miré el pecho y en ese mamarracho de rouge y transpiración

sacado de una poesía de Pizarnik pude leer una frase que tenía tatuada

arriba del ombligo. Ahora que te lo cuento, como que me hace pensar

en cómo el significado de las palabras nunca está muerto, sino que

muta, cambia y hace aparecer algo nuevo, algo a lo que no se entendía

por esa carcaza vacía que es el lenguaje. Leí las palabras y quedaron

grabadas para siempre en mi cerebro.

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una mirada desde la

alcantarilla

puede ser una visión del

mundo

la rebelión consiste en

mirar una rosa

hasta pulverizarse los

ojos

No supe nada más de Curtis y de Los Odex desde aquel 19 y

20 de diciembre. Sí supe que las calles explotaron y que la rebelión

fue cuerpo de una buena vez. Quizás una utopía transitoria, unos

segundos de iluminación para aquellos que habíamos ido a Manchuria

a ver a Los Odex esa noche. Un despertar del letargo, por ahí para

pocos, por ahí se entenderá recién dentro de 50 años lo que hicimos

aquella noche. Yo ya ni me acuerdo.

Perdoname mi amor, era eso, tenía que sacarlo de una vez,

viste como somos las mujeres cuando nos viene la vejez. A la salud

de Curtis y de Los Odex, Espita. Pedite otro gin, yo invito.

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Agradecimientos: A Crispín, Darío y Roberto por creer en la

hermandad literaria.

Nicolás García Recoaro (Buenos Aires, 1979) Lic. Comunicación

(UBA), periodista y escritor. Varios de sus cuentos y artículos fueron

publicados en las revistas "Al margen”, “Hecho en Buenos Aires”,

“Fondo Negro” y en las páginas webs "Mil Caracteres.com.ar”,

“El Anartista.com” e “Indymedia - bolivia.org”.

Contacto, saludos e insultos: [email protected]

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Ediciones Yerba Mala Cartonera

Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para

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Otros títulos: Crispín Portugal, Almha, la vengadora

Gabriel Pantoja, Plenilunio Juan Pablo Piñeiro, El bolero triunfal de Sara

Jessica Freudenthal, Poemas ocultos Beto Cáceres, Línea 257

Darío Manuel Luna, Khari-khari Gabriel Llanos, De muertos y muy vivos

Santiago Roncagliolo, El arte nazi Fernando Iwasaki, Mi poncho es un kimono flamenco

Nicolás Recoaro, 27.182.414 Marco Montellano, Narciso tiene tos

Vicky Aillón, Liberalia Banesa Morales, Memorias de una samaritana Washington Cucurto, Mi ticki cumbiantera

Crispín Portugal, !Cago pues! Nelson Vanm Jaliri, Los poemas de mi hermanito

Gabriel Llanos, Sobre muertos y muy vivos Gabriel Pantoja, Plenilunio