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Alguien así es el Dios en quien yo creo ANDRÉS TORRES QUEIRUGA E D I T O R I A L T R O T T A

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Teología

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Alguien así es el Dios en quien yo creo

Andrés Torres QueirugA

e d i t o r i a l t r o t t a

Este libro intenta ofrecer algunos rasgos fundamen-tales de una visión actualizada del misterio de Dios. Tratando de evitar el dogmatismo —«alguien así»— presenta una visión personal de la fe —«es el Dios en quien yo creo»— buscando la sintonía con las preocu-paciones de la cultura actual. Procede por aproxi-mación. Empieza con una primera presentación más sencilla, cálida y enunciativa de las que considera ideas centrales que marcan la alegría de la fe. Continúa acen-tuando de manera crítica la reflexión teológica sobre tres temas de especial urgencia: la idea de creación por amor, el problema del mal y el cuestionamiento de la oración de petición. Finalmente, se adentra en temas de más agudo interés especulativo: acogida cordial del «Dios de los filósofos», defensa apasionada del carácter personal de Dios y análisis del trayecto de Dios en la conciencia religiosa, que permite asomarse al abismo luminoso de la identidad presentida por los grandes místicos de todas las religiones.

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Andrés Torres Queiruga (1941)

Doctor en teología y filosofía y cofundador y exdirec-tor de la revista Encrucillada, profesor de filosofía de la religión en la Universidad de Santiago de Compos-tela, es Miembro numerario de la Real Academia Ga-lega y pertenece a los consejos de redacción de Iglesia viva y Concilium. Con especial dedicación a la Teología Fundamental y a la Filosofía de la Religión, que consi-dera íntimamente unidas, su preocupación principal es repensar la comprensión de la fe en la actualidad, con-jugando la fidelidad a la experiencia originaria y la con-secuencia con la situación cultural nacida a partir de la Modernidad.

Entre sus obras cabe destacar: Recuperar la salva-ción (1995); Repensar la revelación. La revelación di-vina en la realización humana (Trotta, 2008); Creo en Dios Padre (1992); La constitución moderna de la ra-zón religiosa (1992); Repensar la cristología (1996); Recuperar la creación. Por una religión humanizadora (1998); Fin del cristianismo premoderno. Retos hacia un nuevo horizonte (2000); Repensar la resurrección. La diferencia cristiana en la continuidad de las religio-nes y de la cultura (Trotta, 32005); Diálogo de las reli-giones y autocomprensión cristiana (2009), y Repensar el mal. De la ponerología a la teodicea (Trotta, 2011).

9 788498 794458

ISBN 978-84-9879-445-8

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E D I T O R I A L T R O T T A

Alguien así es el Dios en quien yo creo

Andrés Torres Queiruga

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© Editorial Trotta, S.A., 2013Ferraz, 55. 28008 Madrid

Teléfono: 91 543 03 61Fax: 91 543 14 88

E-mail: [email protected]://www.trotta.es

© Andrés Torres Queiruga, 2013

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación públi-ca o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Di-ríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si ne-cesita utilizar algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

ISBN (edición digital pdf): 978-84-9879-450-2

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie religión

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ínDIcE

Prólogo ................................................................................................. 9 La intención .................................................................................... 9 La exposición ................................................................................. 10 confidencia .................................................................................... 11

I

LA BUEnA nOTIcIA

1. La buena noticia deL Dios de Jesús ................................................ 15 1. El equívoco del «silencio» de Dios .............................................. 16 2. Dios, el «Anti-mal» ..................................................................... 17 3. La alegría de Dios ...................................................................... 18

2. eL dios de Jesús: acercamiento en cuatro metáforas .................. 22 1. Dios, «el fundamento del ser» (P. Tillich) ................................... 23 2. Dios, «el gran compañero» (A. n. Whitehead) ........................... 25 3. «Dios es negra» (teología feminista de la liberación) ..................... 29 4. Dios es Abbá, «padre/madre» (Jesús de nazaret) ......................... 32

II

PRESEnTAcIÓn TEOLÓGIcA

3. creación por amor: creer en dios en La cuLtura actuaL ............. 39 1. Observaciones preliminares ........................................................ 39 2. El shock de la Modernidad ......................................................... 42 3. El Dios que crea por amor ......................................................... 45 4. La acción de Dios como creación continua ................................. 51 5. La revelación de Dios en la realización humana ......................... 55

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a l g u i e n a s í e s e l d i o s e n q u i e n y o c r e o

4. eL probLema deL maL: dios y Las víctimas de La historia .............. 66 1. Una nueva radicalidad ................................................................ 66 2. Romper el dilema de Epicuro ..................................................... 70

3. La pistodicea cristiana: la coherencia de creer en Dios a pesar del mal ............................................................................................ 74

4. La cruz: dura cátedra de la última lección .................................. 78 5. La resurrección: presencia salvadora de Dios en el mal humano ..... 81

6. Ponerología y resurrección: esperanza práxica contra resignación y utopía ...................................................................................... 83

5. Más aLLá de La oración de petición .............................................. 87 1. Introducción necesaria ............................................................... 87 2. Más allá de la petición ............................................................... 89 3. La defensa de la oración de petición ........................................... 94 4. Jesús y la oración de petición ..................................................... 98 5. La petición trascendida y asumida .............................................. 102

III

DE LA FILOSOFíA A LA MíSTIcA

6. ¿todavía eL dios de Los fiLósofos? ................................................ 109 1. El problema: ¿de nuevo la doble verdad? ................................... 109 2. Un Dios «ante quien se puede danzar» ....................................... 111 3. Hacia un nuevo planteamiento ................................................... 114 4. «En el infinito coinciden filosofía y teología» .............................. 120

7. defensa apasionada deL carácter personaL de dios ...................... 123 1. El problema ............................................................................... 123 2. Dialéctica noción-concepto vs. analogía ..................................... 125 3. Lo nocional: trascendencia y diferenciación ............................... 127 4. Las categorías nocionales ........................................................... 129 5. La «persona» como categoría nocional aplicada a Dios ............... 132 6. Aplicaciones ............................................................................... 134

8. eL trayecto de dios en La conciencia reLigiosa: «eLLo/éL», «tú», «yo» 138 1. Presupuestos .............................................................................. 138 2. El trayecto: de Dios como «ello/él-ella» a Dios como «yo» ......... 142 3. conclusión ................................................................................. 150

Epílogo ................................................................................................. 153Fuentes ................................................................................................. 155

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PRÓLOGO

«Alguien así es el Dios en quien yo creo». como título no es muy con-vencional. Pero resulta significativo y sugerente. Abre horizontes y, se-gún creo, indica bastante bien mi intención.

La intención

«Alguien así»... Expresa esa tensión íntima que caracteriza siempre las expresiones vivas de la fe. El así sugiere la firmeza de fondo, la confianza que, una vez descubierta y probada, nunca falla. Pero su unión dinámica con el alguien apunta al inacabamiento de la comprensión, a ese ámbito siempre abierto y nunca agotable de su Misterio.

Este segundo aspecto quedaría más claro con la expresión «algo así», pero me resulta insufrible aplicada a Dios: al Dios de Jesús, de quien ante todo y sobre todo quieren hablar estas páginas. Abbá personalísimo, de amor sin frontera y de misericordia entrañablemente incondicional. núcleo fundante, absolutamente central, de la experiencia religiosa de Jesús de nazaret. Y también —tal es mi convicción— experiencia siem-pre presente en la entraña viva de toda religión, incluso de aquellas que parecen no atenderla. En todo caso, pienso que su acentuación irrever-sible por parte del nazareno constituye el mejor regalo para bien de la humanidad.

«... es el Dios en quien yo creo». Dejo, tras haberlo dudado bastante, la palabra yo, porque el libro, que recoge textos escritos a lo largo de muchos años, casi de una vida, quiere tener también la valencia de testi-monio personal. Tiene así la modestia constitutiva de todo lo particular y, al mismo tiempo, su posible validez de comunión en lo universal. como dijo aquel humilde y libre cardenal que fue John Henry newman, en temas religiosos «cada uno de nosotros puede hablar únicamente por

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sí mismo, y por sí mismo tiene el derecho de hablar». Al menos espero que ayude a ver que, a pesar de la tensión que marca su dinamismo, «la fe no es un grito», no es un puro sentimiento inarticulado o un fideísmo entregado al salto irracional.

La fe casi siempre comienza como principio heredado por nacimien-to y aceptado por educación. Pero, cuando ha ido madurando a lo largo de la vida, acaba convirtiéndose en conclusión verificada en la experien-cia vital y en los trabajos de la razón. conclusión que no es fruto de un limpio proceso lineal, sino del ondulante y meandrinoso caminar entre claridades y oscuridades, entre crepúsculos neblinosos y deslumbramien-tos meridianos. La tradición lo ha dicho bien: fides quaerens intellectum, «fe en busca de inteligencia» que la encarne en las comunes búsquedas de lo humano, e intellectus quaerens fidem, «inteligencia en busca de la fe» que abra lo humano a la profundidad salvadora de lo divino.

La exposición

como he dicho, el libro no es producción de nuevo cuño. Recoge artícu-los que abarcan un amplio arco temporal y han sido publicados en dis-tintos idiomas. no ha sido fácil la elección. Después de vueltas y revueltas en los posibles esquemas, he acabado reduciéndolo al más sencillo. Han quedado eliminados los artículos que se ocupaban expresamente de la es-tructura y las consecuencias del cambio cultural causado por la entrada de la Modernidad, así como el tratamiento expreso del problema del ateís-mo, tan importante hoy. Pienso que las alusiones presentes en los artículos restantes indican bien la dirección por donde se orienta mi diálogo con él. Y en todo caso, me ha parecido que lo más importante e incluso lo más respetuosamente fraterno era la exposición directa de mi fe.

La presentación no sigue un orden cronológico. Busca más bien una cierta progresión en la claridad. Empieza por la exposición directa y familiar de lo central en la fe. Lo hace en dos capítulos: el primero, con un lenguaje más de anuncio que de fundamentación teológica; el segun-do acude al registro simbólico, buscando la fuerza sugerente de cuatro metáforas que creo luminosas. La parte segunda es ya de claro plan-teamiento teológico, con tres capítulos: el primero de fundamentación radical, apoyado en la creación-por-amor; los otros dos explicitan dos consecuencias de especial relevancia para una comprensión consecuen-te de la fe en la cultura actual: el problema del mal y el de la oración de petición. La última parte concluye el camino abordando cuestiones de claro talante especulativo, que desde el umbral filosófico se acercan a las fronteras de lo místico. Pueden ser interesantes para el curioso lector o la curiosa lectora, pero son perfectamente prescindibles para quienes prefieran no adentrarse en esos parajes.

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P r Ó l o g o

La selección hubiera podido ser distinta; por eso, en ocasiones, in-dicaré otros lugares donde he tratado temas idénticos o parecidos. no ha sido posible evitar todas las repeticiones, inevitables debido al ori-gen independiente de los artículos. Algunas, pocas, han sido elimina-das. Pido disculpas por las que, a pesar de todo, han quedado y espe-ro que al menos sirvan para dos cosas: por un lado, conferir una cierta independencia a los capítulos, que de ese modo pueden ser leídos por sí mismos sin sujetarse al orden del libro; por otro, ayudarán a subra-yar aquellos aspectos que, como una especie de ideas fuerza, marcan los acentos de lo que intento comunicar.

En cuanto a la redacción, de ordinario los textos han sido respetados en su tenor original. no por eso, cuando venía espontáneamente al caso, he renunciado a pequeñas mejoras, correcciones o incluso en medida mínima a añadidos. Algunas modificaciones obedecen a la búsqueda de un lenguaje (algo más) inclusivo: problema siempre pendiente y nunca de verdad logrado.

Confidencia

Y al final, una pequeña confidencia. La idea de este libro, con el título ya incorporado, me llegó espontánea una noche reciente, cuando esta-ba ya en diálogo con la comisión Episcopal de la Fe, que preparaba una nota sobre mi obra, que seguramente, como así ha resultado, ya sería pública al salir a la luz este libro. Me gustaría que la publicación pudiera ser vista, también y de algún modo, como una respuesta positiva, hecha con tranquilidad de espíritu, dentro de la fraternidad eclesial y con esa apertura hacia una presencia de la fe en nuestra cultura que ha sido siempre preocupación central de mi trabajo teológico.

andrés torres Queiruga

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I

LA BUEnA nOTIcIA

como dice el Prólogo, los artículos que componen esta parte adoptan el aire del anuncio, ese nivel que en la jerga teológica podría llamarse «ke-rigmático». Quiere ser una presentación directa y sintética, que anun-cia casi todos los temas que luego se tratarán de modo más detallado. Puede, por tanto, ser considerada como una especie de Introducción al conjunto. Esto explica lo directo del vocabulario y la «confianza» del tono, sin especial preocupación por la cautela crítica, más presente en las otras dos partes del libro.

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LA BUEnA nOTIcIA DEL DIOS DE JESÚS

Ad Deum qui laetificat iuventutem meam. Esta frase pertenece al Sal-mo 43, v. 4 (otras versiones dicen: «que me hace bailar de alegría» o «de mi gozo y ale gría»). como muchos recordarán, se pronunciaba al comen-zar la misa y ha desaparecido en la reforma litúr gica. no voy a quejar-me, pues bienvenida ha sido ella. Pero puede servir de símbolo para una pérdida más vieja, y ciertamente más grave: la de la percepción de Dios como alegría y felicidad. como salva ción, que eso significa en defini tiva su presencia en nuestra his toria, y eso —solamente eso— quiere ser él para nosotros, hombres y mujeres. Para todas y para todos.

Pero resulta ya grave el hecho de que sea preciso acentuarlo, y acaso mucho más todavía, el hecho de que no para todos sea tan evidente esta afirmación.

no lo es, desde luego, para una gran parte de la cultura moderna, que ha visto en Dios al archienemigo de la humanidad, que nos chupa la sangre de nuestra mejor esen cia (Feuerbach), que nos seca las fuentes de la alegría de vivir (nietzsche) o que nos mantiene en un infantilismo irreal y neurótico (Freud). Mucho peor aún: también para muchos, para demasia dos, cristianos Dios se ha convertido en una carga que encoge y estrecha la existencia, en un Señor que ordena y manda, que premia y castiga. nietzsche nos lo ha echado en rostro —«más cara de redimidos deberían tener»—, y el Vaticano II no le ha quitado del todo la razón: «en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que [...] han velado más que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión»1.

1. He tratado el tema de modo expreso en «Ateísmo e imagen cristiana de Dios»: Concilium 337 (2010), pp. 51-64.

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l a B u e n a n o T i c i a

Acaso no debamos extrañamos demasiado. Este tipo de experiencias pertenecen a lo más profundo y se asientan en la dialéctica —siempre tensa y oscura para la sensibilidad espontánea— de la diferencia onto-lógica Dios-hombre. no pue den dejarse a la simple espontaneidad de lo cotidiano: tienen que ser cultivadas con cuidado y tesón. no en vano aquel visionario entusiasta que fue Teilhard de chardin llamaba a una «edu cación de los ojos», y las diversas tradiciones de los místicos insistie-ron en la necesidad de afinar sin descanso el espacio interior donde puede anunciarse la presencia, gozosa y beatificante, del «Otro».

1. eL eQuívoco deL «siLencio» de dios

Tal vez nada resulte más clarificador que empezar por un concepto muy extendido y de larga tradición: el del «silencio de Dios». clarifica dor, porque expresa al mismo tiempo la dificultad real y su equívoco.

Dificultad real, en efecto. Empezando por la misma Biblia: «no seas sordo a mi voz, que, si tú callas, seré uno más de los que bajan a la fosa» (Sal 28, 1); «no estés callado, en silencio y quieto, Señor» (Sal 83, 2-3; cf. Sal 53, 22; 39, 13; 109, 1; Hab 1, 13; Is 64, 11). En nuestro tiempo, una obra tan fina a la hora de captar la atmósfera cultural como es la de charles Moeller, Literatura del siglo xx y cristianismo, dedica jus-tamente el pri mer tomo a «El silencio de Dios». Y no precisa mos salir fuera: de uno u otro modo, antes o des pués, en la vida de cada uno de nosotros esa sensación deja sentir inevitablemente su aguijón.

Pero si la sensación es real, su interpretación encierra un equívoco terrible: se da por supuesto que Dios calla. Que calla voluntariamente, cuando podía hablar mostrándose con claridad y haciéndolo todo más fácil y sencillo. Sin embargo, basta con pensar un poco para intuir que, en realidad, no se trata del silencio de Dios, sino de la incapacidad de la creatura para escu charlo.

Oír, ver, percibir, conocer... son operaciones que suponen una reci-procidad en el ser y en el actuar. captamos el color de una cosa y escu-chamos la voz de una persona porque participa mos del mismo engrana-je físico, nos movemos en el mismo juego de fuerzas y estamos con ellos en un interflujo continuo, que constituye la normalidad de nuestro ser: la luz reflejada en el paisaje o la onda sonora que viene del interlocu tor nos encuentran en nuestro terreno y suscitan en nosotros una respuesta connatural. Pero con Dios no sucede —no puede suceder— lo mismo. La «diferencia ontológica» enuncia en terminología técnica lo que, a su manera, es de evidencia común: entre lo Absoluto y lo relativo, entre lo Infi nito y lo finito, entre el creador y la creatura, hay una distancia casi insalvable, una heterogeneidad radical, una disimilitud abismal. Falta el

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«engan che» natural, y todos los caminos parecen corta dos. En esas cir-cunstancias, ¿qué puede captar el ser humano?; ¿cómo podría contener en su con cha de niño el océano de la comunicación divina?

Mirándolo bien, lo admirable no es lo difícil que resulta captar a Dios; lo maravilloso está en cómo, a pesar de ello, puede haber alguna co-municación; cómo, salvando el abismo de la diferencia infinita, logra Dios hacerse presente en la vida y en la historia. Y entonces se invierten radi-calmente las perspectivas. La oscuridad de la revelación se descubre de repente como la distancia vencida por la generosidad del amor; y el «silen-cio» de Dios se desenmascara como el malentendido acerca de un «hablar» que está siempre viniendo a nosotros, abriéndose camino sin descanso en la oscuridad de nuestra conciencia, corrigiendo y perdonando, espe rando pacientemente la más mínima oportunidad para entrar en nuestra vida.

2. dios, eL «anti-maL»

Este es seguramente el equívoco más terrible y tenaz, el de más nefastas consecuencias. El que a nivel filosófico es capaz de hablar de un elemento satánico en el abismo de la esencia divina, y que carga de secreto resen-timiento la conciencia vulgar al dar por supuesto que está ante un Dios que, aunque dice que ama y que es Padre, ni hace todo el bien que «pue-de» ni evita las desgracias, cuando no las manda él mismo (que, por algo, en sus «misteriosos» desig nios, «castiga sin palo ni piedra»).

no acaba de hacerse convicción habitual —por desgracia, ni siquiera entre los teólogos— la consecuencia más evidente de una creación por y desde el amor: que si el mal está ahí, es por que resulta inevitable en la creatura finita, la cual no puede repicar e ir en la procesión, en la que una perfección excluye inevitablemente la contraria, en la que el conflicto con la naturaleza (el horror de tener que alimentarse de seres vivos, vegeta-les o animales), consigo mismo y con los demás acaba presentándose sin remisión. Justo porque Dios nos quiere y nos respeta, tiene que soportar que a sus hijos e hijas les pase todo eso (¿no lo hacen también el padre o la madre humanos, que no quieren ahogar a los hijos con una superprotec-ción que no les permitiría ser?). Pero lo soporta con nosotros y contra el mal, animándonos, apoyándo nos, envolviéndonos en sentido y esperanza.

no comprenderlo así, induce sin cesar una deformación grave en la mentalidad ambiental cristiana: la de descubrir a Dios única o preferen-temente en lo negativo. Parece evidente que, si sufrimos, nos va mal o pasamos dificul tades, allí está Dios; en cambio, existe una ten dencia a excluirlo de la alegría y la felicidad. cuando, de suyo, es al revés: puesto que Dios crea al ser humano para que sea pleno y feliz —y solo para eso—, resulta evidente que se alegra con cada una de nuestras alegrías

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y que goza viendo nuestra felicidad. En eso reside el éxito inmediato de su creación, de su «bendición original»: en que vayan bien las cosas, en que crezca sin tropiezos el dinamismo de su amor creador y salvador.

Hay toda una línea en el nuevo Testamento que marca de alegría la presencia de Dios en Jesús: el niño salta de gozo en el seno de Isa-bel (Lc 1, 44); «toda la gente se alegraba con las maravillas que hacía» (Lc 13, 17); la misma tristeza de la despe dida última anuncia la alegría de un parto de Vida (Jn 16, 20-22). Hasta el punto de que Edward Schille-Schille-beeckx ha podido hablar de «la imposibilidad existencial de estar tristes en la presencia de Jesús». Y en los Hechos de los Apóstoles, para expresar el ideal de la experiencia cristiana se habla de la agallíasis (Hch 2, 26-46; 16, 34): la alegría escatológica, que, principalmente desde el culto, se extendía sobre los rostros y las cosas de la comunidad.

Educar para el gozo, para descubrir a Dios en lo positivo de la vida, constituye una urgencia de la pedagogía cristiana. Aprender que, en la ale gría bien vivida, en la punta siempre abierta de nuestras plenitudes, se anuncia la Alegría defini tiva, se percibe en su pureza el anticipo de la Ple nitud última.

Lo cual no significa que Dios se halle ausente del sufrimiento y la desgracia: sería demasiado barato e inhumano. Pero si está ahí, es precisa-mente porque quiere nuestra alegría; porque, cuando el dinamismo de su creación sufre en nosotros el fracaso del mal, él se pone a nuestro lado en busca de la alegría posible y, en cual quier caso, de la alegría eterna. Evidentemente, resulta también fundamental descubrir a Dios en el sufrimiento, porque el mal acaba siempre mor diendo. Pero ni el sufrimiento debe convertirse en lugar que monopolice la presencia de Dios ni su presencia en dicho sufrimiento ha de perder su carácter obli-cuo e indirecto: porque el mal es aquello que él no quiere, Dios está con nosotros para eliminarlo. Dios no está en la enfermedad, sino en el enfermo y en las personas que lo atienden. La alegría es lo pri mario y directo: lo que el creador quiere para su creatura, lo que Dios-Padre/Madre quiere para sus hijas e hijos.

3. La aLegría de dios

3.1. Recuperar la alegría cristiana

Hablar de la alegría de Dios puede tomarse como genitivo subjetivo: alu-de entonces a la ale gría que Dios vive en sí mismo y en sus creaturas, al misterio de su felicidad infi nita. Puede significar también genitivo objeti-vo: el tema, más modesto, de la alegría que el ser humano siente desde Dios y ante Dios. A esta voy a referirnos directamente, aunque el primer

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aspecto permanezca como trasfondo fasci nante y como fundamento radi-cal. Si nicolás de cusa muestra de un modo magnífico que el vernos Dios a nosotros sustenta nuestro verlo nosotros a él, y si Spinoza dice que «el amor intelectual de Dios es una parte del amor con que Dios se ama a sí mismo», también su ale gría sustenta la nuestra y, de algún modo, coin cide con ella.

no hablo, claro está, de un sentimiento inme diato y superficial. La seriedad del mal en nuestro mundo atormentado, enigmático y amena-zado remite al realismo supremo y a la densidad encarnatoria de la vida cristiana. La alegría se refiere aquí al sentido último y radical, a la expe-riencia global que en la persona cristiana suscita —o debería suscitar— el hecho de saberse en la presencia de Dios, de sentir la propia vida envuel-ta en el misterio insuperable de su gracia amorosa y salvífica.

Desgraciadamente, muchos siglos de historia, con el con siguiente enfria miento de la experien cia original y las múlti ples capas ideológicas —también teológi cas— que se han ido superponiendo, han oscurecido la alegría cristiana. Los cristianos no siempre hemos sabido reflejar en nuestros pro pios rostros la alegría de Dios: desde el escrúpulo hasta la angustia, desde la estrechez de espíritu hasta la enemistad para con el cuerpo, desde un ascetismo no integrado hasta un legalismo sin calor... damos demasiadas veces la impresión de ser personas más encadena das que liberadas por su Dios.

En esta perspectiva, se impone una pro funda reinterpretación del cris-tianismo. no, naturalmente, porque todo lo vivido hasta ahora sea falso y deformado, sino porque, en una experiencia integral y orgánica, la modi-ficación de acentos y proporciones induce, por fuerza, una cierta reestruc-turación del conjunto. Una tarea de ese calibre compromete la reflexión de la Iglesia entera y pide la plural aportación de todos sus miembros y de los diversos grupos. A modo de orientación primera, indiquemos aquí dos ejes elementales por donde cabe iniciar el camino.

3.2. La inversión del ascetismo

Tomando en serio la intuición de Dios como Anti-mal y de su empeño sin reservas en la pro moción de la felicidad humana, se ofrece de entra-da una relectura del «ascetismo» cristiano, el cual, quizá debido a influ-jos dualistas de ori gen gnóstico —el «cuerpo» como opuesto al «espíri-tu»—, ha tendido a convertirse en algo autónomo, como si la renuncia y el dolor fuesen valores en sí mismos y no negatividades rea les, que solo se vuelven positivas como acepta ción de lo inevitable en el servicio del amor o en la realización digna de la vida. Textos como «quien quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga», tomados absolutamente y sin contexto, han marcado una orientación

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fundamental de la piedad y han sido considerados por muchos como el sello de lo auténticamente cristiano.

claro está que no se trata de negar el valor de ese texto ni de otros semejantes, y mucho menos de encubrir el hecho capital de la cruz. Se trata de que ya no podemos ignorar que el aislamiento los deforma muy gravemente, Jesús no vivió para la cruz. Si la cruz es de tal modo mag-nificada, que la vida y la acción de Jesús acaban siendo reducidas a ella, entonces resulta angustiosa y agobiante, incapaz de invitar al seguimien-to o de encender la esperanza. con viene verla como lo que realmente fue: un episo dio que nace de su vida plena y desbordante, de su libertad tan soberana que le hizo capaz de afrontar la misma muerte, mostrando justamente el valor, la coherencia y la plenitud de ese tipo de vida.

Entonces el hecho no cambia, pero el signifi cado es muy distinto. Entonces la resurrección —como victoria y confirmación definitiva de esa vida por parte del mismo Dios— pasa a primer plano. Entonces la experiencia global no es la de una vida triste, asombrada por la negra sombra de la muerte, sino la de una vida tan plena que hace exclamar a Pablo: «¿Dónde está, muerte, tu victoria?» (1 cor 15, 55).

3.3. Del equívoco del «peso» a la alegría de la salvación

La revelación de Dios, tal como se nos mues tra en Jesús, permite des-enmascarar otro equívoco aún más grave y trascendental: el de la asun-ción espontánea, largamente asentada en los presupuestos de nuestra cultura, de una imagen de Dios y de la religión como obligación suple-mentaria que viene a «cargar» la vida humana. El hombre esta ría en el mundo con su «carga» normal, realizando su ser en el ejercicio de la libertad. La conciencia religiosa llegaría a conti nuación, imponiéndo-le manda mientos que debe cumplir, lími tes que no puede transgredir, prácticas que obligatoriamente ha de sumar a su vida ordi naria...

De ese modo, la religión apa rece forzosamente como una «sobre-carga», y Dios como un «Señor» que impone obligacio nes, con el consi-guiente premio o castigo como horizonte inevitable. En definitiva, lo que la exis tencia histórica del ser humano en cuanto ser finito tiene de du-reza como realización activa, de esfuerzo como superación de la natural entropía de lo real, de lucha por remontar lo degradante en la pendiente del instinto, es decir, el entero trabajo de ser humanos, todo eso se carga en la cuenta de la religión y acaba siendo visto como una imposición por parte de Dios.

Pero la dificultad que comporta la empresa de ser auténticamente humanos es algo que perte nece al hombre y a la mujer como tales y que afecta a todos: creyente o no creyente, la per sona que quiere serlo de verdad tiene que afron tar la tarea —gloriosa, pero dura— de construir-

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se a sí misma. Solo cabe preguntarse cuál es la exacta incidencia de lo religioso en el esfuerzo por ser auténticamente humano.

Aquí es donde la respuesta debe abandonar los prejuicios para tratar de encontrarse a sí misma desde el verdadero rostro del Dios de Jesús. Y entonces la religión, lejos de aparecer como «carga», se muestra como lo que es y debe ser: ayuda para la existencia, exquisitamente respetuo-sa en el ofrecimiento e infinitamente generosa en el don.

Esto no es teoría, sino que constituye el núcleo mismo de toda ex-periencia religiosa auténtica. De sentirse sola, entregada a la propia fla-queza y prometeicamente enfrentada a la tarea de existir, la persona religiosa entra en un nuevo ámbito, en el que se siente acompañada y sustentada. Dios no le agrava su vida; esta ya es dura y difícil de por sí. Tampoco le suprime las dificultades ni la exime de la lucha: la libre res ponsabilidad sigue siendo su esencia. Pero sabe que no está sola, que Alguien más grande que ella y que todas las fuerzas adversas está a su lado; y experimenta que, en el contacto con él, recibe, pase lo que pase, el «coraje de existir» (Tillich).

En la experiencia cristiana, esto resulta evi dente y llega a sobrepasar lo humanamente ima ginable. Es incluso capaz de invertir la negatividad del mal, permitiendo exclamar, con Teresa de Lisieux y Georges Ber-nanos, que «todo es gracia». Por eso Jesús se presenta anunciando una «buena noticia», un euangéllion. Y por eso la vida cristiana, sin verse nunca libre del asalto del mal, ni siquiera del peso del pecado, acaba siendo ante todo —a menos que se malogre en la inautenticidad— entre-ga confiada, alabanza y acción de gracias.

De hecho, cuando esta visión se abre paso en la conciencia humana, su claridad acaba haciéndose auto-evidente sin necesidad de demostra-ción externa. Y desde ella, la alegría de Dios —de saberse sustentado, co-bijado y lla mado por el amor de Dios— se extiende sobre la existencia de la persona creyente. no queda eximida de la dureza de la vida, pero sabe que ahora puede asumirla desde una confianza invencible: nada la podrá «alejar del amor que Dios nos tiene en cristo Jesús» (Rm 8, 39).

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EL DIOS DE JESÚS: AcERcAMIEnTO En cUATRO METÁFORAS

He dedicado la mayor parte de mi trabajo teológico a esa «imposible posibilidad» de pensar algo acerca de Dios. En esta ocasión intento es-coger unos cuantos flashes imaginativos, en acercamiento simbólico, que puedan quedar en la memoria, como una especie de llamadas luminosas, como puntos de cristalización de ideas, sentimientos y sugerencias. De esa manera, se abre la oportunidad de ir rumiando las sugerencias, des-cubriendo resonancias y harmónicos o elaborando aplicaciones propias.

La metáfora o el símbolo son algo que choca con nuestra imagina-ción, explota en ella y desencadena el pensamiento. Recordemos la fra-se famosa de Kant, popularizada por Paul Ricœur: «el símbolo da que pensar». La intención es, entonces, escoger cuatro que den que pensar y orienten para ver por dónde hoy se nos puede presentar Dios.

Al mismo tiempo, el recurso al lenguaje simbólico equivale a una confesión de la derrota del pensamiento ante algo que lo sobrepasa, lo rompe y lo desborda. De Dios podemos y debemos decir muchas cosas, pues eso es necesario para nuestra vida; pero debemos ser muy conscientes de que, en definitiva, todo lo que decimos serán siempre pobres palabras humanas, impotentes ante el Misterio, que queda ine-vitablemente muy allá de cuanto ellas pueden expresar. El recurso a la metáfora, que insinúa más que dice, que dice justo lo que no dice (en el significado inmediato de sus palabras), que, como decía Heráclito del oráculo de Delfos, «no afirma ni niega, sino que hace señas (semai-nei)», supone el expediente menos inadecuado del que disponemos para abrirnos al Misterio inaprensible.

con todo, de algo estamos seguros y de ese algo debe quedar ab-soluta constancia: ese Misterio es amor. nos lo reveló Jesús de modo definitivo. Por eso podemos vivir en la confianza plena y total. no dis-ponemos del Misterio ni llegaremos a comprenderlo; pero sabemos ya

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una cosa, la única que en realidad interesa: que venga lo que venga de Dios, siempre nacerá del amor y será para nuestro bien. Para nuestra salvación.

1. dios, «eL fundamento deL ser» (p. tiLLich)

Esta primera expresión pertenece a Paul Tillich, teólogo alemán que tuvo que marchar a norteamérica escapando del nazismo. Hablaba de Dios como de aquello que «nos preocupa últimamente», porque es «el funda-mento del ser» (the ground of Being; der Grund des Seins). normalmente, tendemos a poner a Dios muy por encima de las nubes: un Dios fuera de nosotros; muchas veces, incluso contra nosotros, como el gran ojo po-licíaco que nos está controlando. Tillich trata de contrastar ese fantasma recurriendo a otra metáfora, que apunta hacia dentro. Dios no está fuera, sino en la base, en el fundamento, en los cimientos del ser.

1.1. Dios como fundamento y fuente en la Biblia

La experiencia religiosa lo detectó también así desde siempre. Las ideas pueden ponerlo lejos, por encima del cielo, convirtiéndolo en Absoluto abstracto, aristotélico; pero en la misma Biblia aparece de otro modo, mucho más cercano. Dios como roca, Dios como castillo: como la forta-leza en la que nos sentimos seguros. Dios es refugio, muralla protecto-ra, escudo, abrigo y sosiego. cuando todo se tambalea en el mundo, cuando nos sentimos agobiados y como ahogados y perdidos, siempre podemos decir: en Dios hacemos pie, estando con él tenemos seguri-dad. Puede que no veamos y puede que nuestra inteligencia ande per-dida, pero sabemos que en él encontramos nuestro refugio y nuestro sosiego.

Valdría la pena repasar, con esta intención en mente, los Salmos y los profetas: aparecería cuánta invocación, cuánto sentimiento de sosie-go y seguridad se desprende de ellos. Y, de hecho, resulta curioso notar cómo, sobre todo en el Antiguo Testamento, la fe tiene que ver con la solidez y la seguridad, con la confianza en el fundamento que no falla: en la palabra amén tenemos una de esas raíces, que indica el asentimiento seguro, la confianza de que quien se apoya en Dios puede, en el fondo, vivir tranquilo.

Pero, naturalmente, Dios no es un fundamento estático e inmóvil. Dios es fuente viva. Un fundamento que es origen continuo y perma-nente. También aquí aparece una serie de símbolos y metáforas: Dios como aliento vivo (ruah, pneuma, «espíritu»), Dios como fuerza, como fuente de agua viva. Por eso provoca la sed y el deseo, la saudade del

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encuentro: «como busca la cierva corrientes de agua, así, Dios mío, te busca todo mi ser» (Sal 42, 2).

Todo eso, que está siempre presente en la experiencia religiosa, in-dica que nuestro ser está como surgiendo, como brotando continuamente de Dios. Somos y existimos porque él está de alguna manera siendo a través de nosotros, manifestándose en nosotros, y empujándonos para que caminemos, avancemos y seamos más.

1.2. Dios, idéntico en la diferencia, diferente en la identidad

Hay una frase de Schelling, el gran filósofo idealista, que a través de una falta garrafal de latín —un solecismo genial e intencionado— dice algo asombroso: Deus est res cunctas. En realidad, tenía que decir: «Deus est res cunctae», con el atributo en nominativo. Poniéndolo en acusativo (cunctas), logra juntar osadamente dos ideas: Dios «hace» todas las cosas y Dios «es» todas las cosas. Si digo: Dios hace todas las cosas, indico la distinción, la exterioridad de todo respecto a Dios. Lo cual es verdad. Pero esa distinción no es como la que hay entre el carpintero y la mesa hecha por él. Si fuera de Dios no hay ni puede haber nada, de alguna ma-nera todo está en Dios, todo sale de él y, por tanto, todo de algún modo «es» él, sin serlo totalmente. Si intentamos darle al verbo ser un valor transitivo, tendremos una lejana intuición de lo que Schelling intenta ex-presar: Dios es/hace todas las cosas; se identifica con lo real justo porque lo hace ser y por eso mismo se diferencia de ello; Dios es creadoramente todas las cosas.

Se trata, ciertamente, de una frase fascinante: todo nuestro ser y toda la realidad están «siendo sidos» por Dios, digámoslo así. Esta dificultad de la expresión muestra cómo el lenguaje, cuando alcanza estos confines, tartamudea y balbuce: «que no saben decirme lo que quiero», se quejaba san Juan de la cruz. Pero, así y todo, nos interesa, despierta nuestra ima-ginación y acucia nuestra inteligencia: este sabernos ser sidos por Dios, este sentirnos empujados por él, nos pone en situación de intuir que nuestra vida está brotando de esa fuente básica, desde el fecundo abismo de la Divinidad: «Todas mis fuentes están en ti» (Sal 87, 7, en preciosa expresión del texto hebreo). Lo así balbucido representa posiblemente una de las intuiciones religiosas más profundas: todos los místicos —e incluso no pocos filósofos— tratan de expresar, de comprender y fomen-tar este dejarse ser por Dios. En el nuevo Testamento aparece reflejado en aquellas palabras de los Hechos: «En realidad no está lejos de cada uno de nosotros, puesto que en él vivimos, nos movemos y existimos, como alguno de vuestros poetas dijeron: ‘porque somos incluso de su linaje’» (Hch 17, 27-28).

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1.3. Dejarse ser por Dios

Las consecuencias son enormes. En vez de estar conquistando a Dios, haciendo lo posible y lo imposible, se trata de detectar esa fuente viva en las propias raíces, en el fundamento de nuestro ser: dejándose ser, permitiendo que emerjan esos dinamismos profundos, esas aspiraciones hondas por donde se muestra el dinamismo creador del Espíritu. Resul-ta significativo que cuanto más se profundiza en la intimidad humana —la psicología humanista ha dicho aquí cosas muy interesantes—, más bondad aparece en la raíz de todas las personas.

Sin duda que no podemos ser ingenuos: también existe mucho mal en el corazón humano, siempre en nosotros aparecen tendencias a la des-viación, a la inercia, al egoísmo; padecemos traumas, condicionamientos e incapacidades. Pero sigue en pie lo principal: por debajo de todo, existe algo que está siempre brotando, manando desde lo hondo, desde la raíz del ser; hay como una bondad originaria, que, si la dejamos ser en su pu-reza, desde la fe estamos seguros de que en ella se manifiestan la realidad y la fuerza salvadora de Dios. Se trata de dejarse invadir por él: no con-quistarlo y convencerlo, sino acogerlo y consentir a la presión gratuita y amorosa de su gracia.

2. dios, «eL gran compaÑero» (a. n. Whitehead)

La segunda metáfora está tomada de un filósofo inglés, que empezó por las matemáticas para entrar después en la metafísica: Alfred n. Whi-tehead. Inició una filosofía de la religión que personalmente no com-parto en todos sus puntos, pero que posee una fuerte sugerencia y que, de hecho, sobre todo en norteamérica, está teniendo mucho influjo a través de las llamadas filosofía y teología del «proceso».

2.1. Dios, amor comprometido y entregado

Su intención más directa se dirige a asegurar que Dios no es algo estáti-co, ni fuera de la realidad, sino muy dentro de ella y comprometido con ella. Incluso llega a afirmar que Dios se va realizando con el realizarse del mundo, de suerte que en su «naturaleza consecuente» resulta más perfecto al final del que lo era al principio. Tomada a la letra, esta afir-mación no resulta aceptable; pero considerada en una actitud religiosa, de relación personal en el amor, sí que puede tener algo de verdad: si Dios es realmente amor comprometido con la realidad del mundo, inte-resado en él hasta la entrega total, resulta indudable que a medida que la realidad avanza, también el amor de Dios se realiza históricamente.

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De todos modos, lo que ahora interesa es que en su obra principal, Proceso y realidad, Whitehead ofrece, ya al final, una «definición» de Dios que, en mi parecer, representa una de las más hondas y bonitas que se han dado en la historia. Dios es para él: «el Gran compañero, el que sufre con nosotros y nos comprende»; o más literalmente: «el Gran compañe-ro, el camarada en el sufrimiento, que comprende» (en inglés: the Great Companion — the fellow sufferer who understands)2.

¿Por que me gusta tanto esta definición? Porque demasiadas veces a Dios no se lo ve como nuestro compañero o como nuestro cómplice, sino, por el contrario, como amo y rival. nuestros miedos, nuestra edu-cación, las predicaciones que escuchamos... van imponiendo la imagen de un Dios «al otro lado», frente a nosotros: ordenando y controlando, para al final premiar o castigar. cuanto más se piensa, más monstruosa resulta esta concepción.

2.2. Dios fascinante, pero no terrible

Dios está con nosotros, está siempre de nuestra parte frente a las ame-nazas y a las dificultades de lo real. Por eso la actitud ante él no puede ser de temor. Y por eso ni siquiera me gusta la famosa definición vul-garizada por Rudolf Otto, que presenta a Dios como fascinans et tre-mendum, «fascinante y terrible». Tuvo, sin lugar a dudas, mucho valor como aportación a la fenomenología de la religión y como legitimación de la idea de Dios en el mundo cultural y filosófico; pero que Dios sea tremendo, pudo y puede parecerlo en una falsa interpretación nacida de nuestros miedos o fantasías, no de su auténtica realidad. Sucede lo mismo con expresiones como «ira de Dios», «enfado de Dios», «castigo de Dios»... Están ciertamente en la Biblia y no hay por qué tacharlas. Incluso tuvieron su utilidad para la «educación del género humano», como diría Lessing. Pero pertenecen a una etapa del descubrimiento de Dios, que está definitivamente superada en el Dios revelado en Jesús.

Dios, como él es y se nos ha revelado, no puede dar miedo: ante su amor lo único correcto es la fascinación. El respeto ante aquel que nos desborda, ante su grandeza y su majestad; la gloria y el misterio que nos admiran y que nos hacen abrir los ojos: eso sí. Pero temor, no; el «pavor numinoso», el Rex tremendae maiestatis, pueden tener un sentido; pero resultan psicológica y religiosamente muy peligrosos, y sobre todo ya no son cristianos. Jesús nos descubrió que ante Dios no hay que vivir del temor, sino de la confianza. no esclavos, sino hijos. «En el amor no hay temor. Antes bien, el amor perfecto echa fuera el temor, pues el

2. Process and Reality, nueva York, 1926, p. 532.

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temor es temor de un castigo: quien tiene miedo no ha llegado a un amor perfecto» (1Jn 4, 18).

Los temores pueden estar en nosotros, pero estarán a pesar de Dios. cuando él es descubierto en su verdad, lo que reina es la fascinación, el deseo del rostro y de la comunión. El salmo 73 lo expresa de manera admirable. El salmista está en una enorme crisis, a punto de «resbalar» y abandonarlo todo, porque ante el dolor y la desgracia de los justos, Dios le parece injusto. Sin embargo, de repente cae en la cuenta, descubre algo del rostro auténtico de Dios y exclama:

Pero yo siempre estaré contigo:agarras mi mano diestra,me guías según tus planesy me llevas a un destino glorioso.¿A quién tengo yo en el cielo?contigo, ¿qué me importa la tierra?Aunque se consuman mi carne y mi mente,Dios es la roca de mi mente, mi lote perpetuo (Sal 73, 23-26).

2.3. Dios más fuerte que el mal

He ahí la experiencia religiosa auténtica. Desde ella se comprende lo falso y desenfocado de tantas preguntas ante el problema del mal. De él habla-remos todavía. Aquí interesa notar que la definición de Whitehead conti-núa: Dios es «el que sufre con nosotros», es decir, «el camarada en el su-frimiento», el compañero en el sufrimiento, luchando a nuestro lado para que la realidad vaya adelante. Recordemos la Biblia: Dios se preocupa por el huérfano y por la viuda, por el extranjero e incluso por los animales: «el séptimo día descansarás, para que descansen tu buey y tu asno, y para que tengan un respiro tu siervo y el forastero» (Éx 23, 12); «no le pondrás bozal al buey que trilla» (Dt 25, 4). Bien mirado, es toda la creación la que sufre «como con dolores de parto» (Rm 8, 22) y Dios está con ella.

con todo, alguien podría objetar: un Dios así, que acompaña pero no sustituye ni «soluciona», parece que, en definitiva, nos dejaría total-mente desamparados. Al fin y al cabo, parecería resultar tan impotente como nosotros ante la marcha inexorable del mundo.

Pero cuando se mira a fondo, cuando se advierte lo que significa ser acogido, apoyado, «justificado» por Dios, ante las desgracias de la rea-lidad y las injusticias de los hombres, se comprende lo que eso significa como afirmación de la dignidad y confirmación de la esperanza: «bien-aventurados los pobres». Pero, además y afortunadamente, no todo aca-ba ahí. El misterio es más grande y más glorioso. La definición continúa: Dios es «el que comprende». no estoy seguro de lo que Whitehead quiso

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decir. Pero sí de que en la frase se insinúa bien el horizonte último del misterio divino. Dios respeta la historia y la salva solo en cuanto es posible, pero no está limitado a ella. Porque «él es el que comprende», puesto que no está únicamente limitado por el horizonte empírico en el que nos movemos nosotros. Si la vida fuera solo lo que vemos con los ojos, lo que palpamos cada día, muchas veces dudaríamos y acabaría-mos preguntando si de verdad valía la pena.

no sucede así. Dios, repitamos, comprende la totalidad. como dice otra gran metáfora bíblica, él es «el Alfa y el Omega», el principio y el fin. Dios envuelve la realidad: lo sabe todo, conoce todo. Sabe, y así nos lo reveló también a nosotros, que el sufrimiento, la lucha de la vida, la oscuridad que muchas veces nos agobia, están envueltos por el origen infinito de su seno creador y por el horizonte igualmente infinito de su amor, que nos espera. Todo se mueve ya dentro de su salvación, dentro de su fidelidad.

2.4. Dios «nuestro» en la comunión definitiva

Resulta admirable cómo desde siempre la fe religiosa supo descubrir esta verdad. Toda religión habla de una manera o de otra de inmor-talidad, de expansión de todos los seres en Dios: de la salvación. La fuerza del mal y del sufrimiento no impidió a la humanidad ver que todo está traspasado por el dinamismo divino, que es fuente y al mis-mo tiempo horizonte. nunca hubo plena evidencia, pero algo nos ha dicho siempre que el sufrimiento tendrá un final en la comunión defi-nitiva con Dios.

Una comunión que ya no podemos entender cabalmente, porque nos desborda, pues necesita romper los límites de la historia, las fron-teras de la finitud y de nuestra estrecha comprensión de la vida. Pero intuimos de alguna manera, como lo intuía el autor del salmo 73, que si estamos con Dios, si él está con nosotros, podemos vivir tranquilos. En definitiva, nada importa en este mundo ni en el otro, porque el amor de Dios es infinito y es nuestro. Y así como experimentamos que cuando dos personas se quieren de verdad, lo que tiene una lo tiene también la otra —todo lo mío es tuyo; todo lo tuyo es mío—, la intuición religiosa capta también que si Dios se nos ha entregado, también es nuestro todo lo suyo (san Juan de la cruz dijo al respecto cosas asombrosamente atrevidas). En el fondo, la salvación es eso: participar en la infinitud de Dios. Sabemos en la fe que desde esta pobre finitud nuestra vamos a comulgar con la riqueza infinita de Dios, y que, entonces sí, los límites se romperán y la barreras explotarán. Esa es la salvación, esa es la vida eterna, la felicidad plena.

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3. «dios es negra» (teoLogía feminista de La Liberación)

Llegamos a la tercera metáfora, que, sin duda, resulta provocativa, como corresponde a un eslogan acertado. Pertenece a la teología feminista de la liberación, sobre todo en el feminismo norteamericano: «Dios es negra» (She is black).

Un acierto genial, porque reúne de modo admirable dos vectores fundamentales. Dios es mujer, contra todo ese patriarcalismo con el que se llenó su idea. Y mujer negra, contra un «dios» elevado, dominador, producto y posesión de los poderosos. Porque Dios no hace distinción de razas y, desde luego, se pone siempre del lado de los débiles, de los marginados, de los despreciados, de los aplastados por la sociedad y por la historia.

3.1. Dios plenitud fecunda, más allá de la reducción machista

Hablemos primero de la mujer. El feminismo no es una simple curiosi-dad ni su movimiento, una de tantas iniciativas «típicas», que pueden ser observadas con curiosidad o aun con cierta simpatía distante, pero que no merecen la consideración seria de la teología ni un espacio impor-tante en la Iglesia. El movimiento feminista constituye hoy una sacudida mayor en la conciencia de la humanidad; representa una batalla clave en el avance hacia un futuro más humano: el de la igualdad, la liberación y la dignificación total de la mujer.

Se miente cuando se habla de «humanidad», pues, en realidad, solo se habla sin limitación de una parte: justo de la mitad. no existe un futuro verdaderamente común mientras la mitad de los humanos aca-pare privilegios a costa de robar derechos a la otra. El mismo Vatica-no II señala entre las marcas profundas de nuestro tiempo el hecho de que la mujer «reclame la igualdad de derecho y de hecho con el varón» (Gaudium et Spes, 9).

Teniendo esto en cuenta, desde una sensibilidad religiosa viva y ho-nesta resulta teológicamente incomprensible que en nombre de Dios se les pueda quitar algún derecho a las mujeres. Algo que hay que aplicar también a la Iglesia: en la comunidad de los creyentes —que ya no es biología, sino cultura y espíritu— no se puede decir que en la dimensión de lo personal deba existir algo que puedan los hombres y no las mujeres o que puedan las mujeres y no los hombres. Todo lo que vaya por la línea de la dignidad, de la convivencia y de la acción comunitaria, del servicio y de la relación con los demás debe ser igualitario.

Lo curioso es que desde el comienzo la intuición religiosa captó que la idea de lo Divino no podía ser machista. Dios ni siquiera podía ser simplemente masculino, como con tanta naturalidad lo describimos.

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Mircea Eliade destacó bien el fenómeno: en muchas culturas primitivas, los dioses básicos son andróginos, simbolizando así el poder creativo, la fecundidad generadora propia de la Divinidad. Lo que el varón y la mujer pueden hacer tan solo en su conjunción, la Divinidad lo incluye en su plenitud. Lo que nosotros somos de lejos y en la división de los sexos, lo es lo Divino en la infinita fecundidad de su ser.

Eso es también algo de lo que quiere decir nuestro dogma de la Tri-nidad. Un dogma de enorme fuerza simbólica, que no podemos pensar con la cabeza, porque nos rompe todos los esquemas. Pero, sí, colum-bramos aquello que quiere decir. nosotros precisamos ser duales para que haya humanidad real: tiene que haber la mujer frente al varón y el varón frente a la mujer, en la comunión y, con suerte, en la fecundidad de los hijos y las hijas. Pues bien, la Trinidad está diciéndonos que Dios es en sí mismo, en la comunión infinita de su misterio, eso que, parcial-mente y muy de lejos, nosotros tenemos que ser en la pluralidad de las personas y en la comunión del varón y la mujer.

Por eso Dios es plenitud en comunión, de una manera simbólica y por elevación. Incluye en sí la maravilla de la comunión amorosa y la glo-ria fecunda de la paternidad. no puede extrañar que algunos Padres de la Iglesia hablen del Espíritu Santo como esposa, como lo «femenino» en Dios. nos movemos, repito, en el ámbito del símbolo y de la metá-fora; pero en todo caso se nos dice con toda seguridad que Dios no es el macho dominador, ni siquiera el padre neolítico o el gran patriarca nómada. Dios es más bien esa creatividad infinita, amorosa y fecunda cuyo misterio intuimos a través de la comunión del varón y la mujer, de la maternidad y la paternidad. Resulta evidente que no lo podemos considerar en absoluto más masculino que femenino, más varón que mujer.

3.2. En Cristo —y en la Iglesia— no hay varón ni mujer

Se comprende entonces que resulte teológicamente incomprensible que en nombre de Dios se les quite algún derecho a las mujeres. De manera admirable, la Biblia —bien leída a través de los inevitables con-dicionamientos culturales— resulta elocuente al respeto. En el comienzo mismo, en un verso que amaba el gran teólogo Karl Barth, dice el libro del Génesis: «Y creó Dios el hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó: macho y hembra lo creó» (Gn 1, 27). Es decir, el hombre es indisolublemente varón-mujer, macho-hembra; la humanidad solo en esa comunión resulta íntegra y verdadera, solo así es la imagen que representa a Dios.

La Biblia es inspirada, pero está escrita por varones en un contexto patriarcal y va a tener, de manera inevitable, frases machistas. Pero la

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intuición honda permanece siempre y anima su dinamismo más profun-do. Ese dinamismo emerge y culmina en Jesús de nazaret. El trato de Jesús con las mujeres, por su respeto, por su sentido igualitario, por su ternura, se sale claramente de lo normal en su tiempo. Un buen cono-cedor, el exegeta alemán Joachim Jeremias, habla de la conducta «es-candalosa» de Jesús por su libertad en el trato con las mujeres, incluso con las llamadas de mala vida. Todos recordamos anécdotas en las que él defiende, cuando todo el mundo ataca, tal los casos de la adúltera o de la «pecadora» en la casa del fariseo.

Resulta, en consecuencia, penoso pensar que también hoy la Iglesia se escandaliza en este punto. Pero se escandaliza —escandalizamos— al revés, porque ni siquiera estamos a la altura de nuestro tiempo. Jesús se adelantó al suyo, justo porque trataba a todos como personas, como hi-jas e hijos de Dios, con absoluta igualdad desde él y ante él. Poco después, san Pablo hizo una afirmación inaugural y solemne que, tomada en serio, evitaría muchas disquisiciones teológicas desenfocadas: «en cristo no hay varón ni mujer» (Gál 3, 8). Por lo tanto, todo lo que sea marcar desigual-dades —sean las que sean— entre las personas por razones de sexo va con-tra el núcleo mismo de la experiencia cristiana. En cristo no hay varón ni mujer, porque hay únicamente la comunión de las personas, la apertu-ra a Dios, el respeto y la igualdad fraterno-sororal (a veces hay que for-zar el vocabulario).

La igualdad tuvo originariamente tal fuerza en la Iglesia primiti-va que, según una hipótesis muy seria, el Apóstol tuvo que dar mar-cha atrás para evitar escándalos sociales y acaso disturbios. Porque pa-rece que la nueva praxis cristiana, sobre todo en el culto, abría una dignificación y emancipación tal de las mujeres, con tal protagonis-mo comunitario, que rompía el ambiente de su tiempo, mucho menos «feminista» que el actual. Tuvieron, entonces, que recoger velas, y así se explican las advertencias —¿interpoladas en los textos paulinos?— para que la mujer no hable en la iglesia y pregunte al marido cuando llegue a casa... Frases que dieron a san Pablo cierta fama —injusta— de misógino3.

Ya se comprende que no interesan aquí la crítica ni la polémica. Im-portan solo la dignidad de la fe y la justicia con la mujer. Importa lograr que, cuando menos, la teoría y la praxis eclesial se pongan, simultánea-mente, a la altura de nuestro tiempo y de nuestra fe originaria.

3. La literatura al respecto es enorme: cf. un excelente resumen en c. Gil Arbio, «La primera generación fuera de Palestina», en R. Aguirre (ed.), Así empezó el cristianis-mo, Estella, 2010, pp. 139-193, principalmente 182-189; íd., «El desarrollo de la tradi-ción paulina», ibid., pp. 254-292, principalmente 260-279.

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3.3. Dios, contra todas las opresiones

Pero en el eslogan «Dios es negra» había otra connotación fundamental: la indicada por el adjetivo. El sufrimiento secular de tantos hombres y, sobre todo, de tantas mujeres, a causa de su color constituye una suma simbólica, un símbolo terrible de la historia de los sufrimientos, escla-vitudes y opresiones de toda la humanidad. Ya lo enseñaba la segunda metáfora, pero no sobra repetirlo. Porque es verdad —una verdad que nos cuesta mucho aprender— que Dios está siempre con los que sufren, con los injusticiados, explotados y masacrados. Jesús lo dijo con toda la fuerza y, en última instancia, murió por eso. Lo mataron por eso.

Dios es negra aparece así como símbolo de dos de las grandes opre-siones de la humanidad: por un lado, la opresión racista, y con ella la social y la económica; por otro, la pervivencia, muchas veces obscena-mente disimulada, de la opresión machista. Y no sobraría traducir en concreto el eslogan, para que no se acabe edulcorando en la cantile-na de lo repetido, perdiendo así su escándalo y su desafío. Decir, por ejemplo: «Dios es mora», «Dios es criada», «Dios es gitana»... Tomado en serio, este desafío significa opción por los pobres, movilización de la conciencia eclesial contra la explotación de todos los «negros», que pagan con su hambre, su mortalidad infantil, su esclavización política y su colonización económica, el acaparamiento que los «blancos» hacen de la cultura, del dinero, del poder e incluso de la religión.

4. dios es ABBÁ, «padre/madre» (Jesús de naZaret)

no fue Jesús quien inventó este símbolo, entrañable entre todos; pero fue él quien lo clavó indeleblemente en la historia y en la conciencia de la humanidad. Después de lo dicho a propósito de «Dios es negra» no es preciso subrayar que es también tan «padre como madre: que conjunta en sí toda la maravilla que intuimos en esos dos amores que mantienen la vida en la tierra, y constituyen la trama más íntima de todo hombre y de toda mujer, que por algo, antes de nada, somos hijas e hijos de nuestros padres.

4.1. Dios Abbá: símbolo de los símbolos

no se trata de un símbolo aislado. Todos los demás confluyen aquí y quedan elevados y potenciados por él. En la paternidad y en la materni-dad culmina lo dicho de Dios como fundamento y fuente del ser; ahora se comprende mejor que no se trata de algo impersonal, como podría ser un absoluto monista o una doctrina abstracta. Dios es fuente y fun-

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damento porque es «madre» y «padre»: nos pone en el ser porque con todo el amor y con toda la intención quiere estar con nosotros. Por eso quiere igualmente ser el «compañero», ayudar contra las dificultades, acompañar frente al mal.

La presencia de los otros símbolos recuerda, a su vez, la objetividad y la dureza de la vida, así como el respeto de Dios por el mundo y la libertad. como le gusta decir a Jon Sobrino, Dios es padre, pero el padre es Dios. Quiere ser de verdad nuestro padre/madre; pero no el su-perprotector que evita las dificultades, sino el que hace libres y empuja a caminar por el propio pie. Su respeto por la libertad es tan sagrado, que jamás la impide, aunque nos rebelemos contra él. nos quiere libres y autónomos: hijos e hijas en el sentido paulino de no niños y no esclavos (cf. Gál 4, 1-7). no es el «gran papá» que nos encoge, sino el padre/ma-dre que indica el camino y asegura la compañía, que por lo mismo pone el mundo en nuestras manos. Es padre-madre, creador de creadores.

El psicoanálisis ha metido en el ambiente la sospecha de una proyec-ción infantil en todo esto. Pero la experiencia religiosa seria, aunque re-conoce el peligro, sabe desde siempre que no es cierto, que no debe ser cierto. Incluso proclama una sugestiva inversión. Lo dice claramente san Pablo cuando afirma: «de Dios es de quien viene toda paternidad en el cielo y en la tierra» (Ef 3, 15). cierto que normalmente llegamos a la idea de Dios padre/madre a través de la experiencia que tenemos de nues-tros padres: si los padres normales son tan buenos con nosotros, «mu-cho más» tiene que serlo Dios. Pero cuando la intuición religiosa avanza, nos damos cuenta de que todo es al revés: justo porque Dios nos pone con todo el amor en el ser y nos apoya sin medida, puede haber madres y padres, que, naciendo de Dios y potenciados por su amor, son capaces de poner hijos en el mundo y acompañarlos con amor. no somos noso-tros quienes hacemos a Dios padre/madre; es Dios quien así quiere serlo, y nos da la posibilidad de ser hijos y de ser padres.

La revelación fue descubriendo que Dios ejerce su paterno-materni-dad con una entrega y una ternura que sobrepasan toda expectativa. Ya en el Antiguo Testamento —donde, por motivos culturales de miedo a los cultos de la fecundidad, hay una cierta reserva en este punto— llega a afirmar que no solo es un padre, sino mucho más que una madre: «¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49, 15). En el nuevo Testamento, con la entrada de Jesús en escena, todo se multiplica y como que se desborda.

no viene al caso comentar ahora todo lo que implica la misma deno-minación de Dios como Abbá. La ternura de un «papá» (ese es el sonido del vocablo) volcada sobre la confianza infinita del niño, pero no freu-dianamente infantilizante: esa palabra está pronunciada por los labios

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firmes de un hombre que supo, siendo de origen humilde, desafiar a las autoridades políticas y religiosas, y fue quien hubo de pagar con la propia vida. Pablo y Juan lo comprendieron bien y trataron de sacar las conse-cuencias: el primero proclama que «nada nos puede apartar del amor de Dios» (Rm 8, 39; del amor que él nos tiene), y el segundo no solo lo define como amor —«Dios es amor» (1 Jn 4, 8.16)— sino que hace explícito que ni siquiera el pecado o la condena de la propia conciencia nos deben in-fundir temor ante él, porque «aunque nuestro corazón nos condene, Dios es más grande que nuestro corazón, y conoce todo» (1 Jn 3, 20).

4.2. Abbá de un amor que supera toda comprensión

Pero nos resulta muy difícil creer de verdad en este amor. nuestro ima-ginario está poblado por monstruos y nuestros hábitos mentales están llenos de imágenes que impiden verlo y nos lo deforman continuamen-te. Tenemos que «servir» a Dios, tenemos que «cumplir» con él, tenemos el «deber» de ir a misa, de «guardar» los mandamientos... Todo como si Dios estuviera allá, poderoso, fuerte, exigente; y nosotros aquí, someti-dos y expectantes, a la espera del premio o con miedo al castigo. Verda-deramente, como había dicho el sarcástico Voltaire, estamos continua-mente devolviéndole la moneda a Dios: lo hacemos «a nuestra imagen y semejanza». como somos pequeños y ponemos precio a todo, somos incapaces de creer en su gratuidad infinita. Por fortuna para nosotros, Dios se niega siempre, con la invencible terquedad del amor, a entrar en el papel que nos empeñamos en atribuirle.

Lo aclara bien la parábola del padre bueno y del hijo pródigo. Este ofende gravemente a su padre: le pide la herencia y marcha de la casa, lo derrocha todo, viviendo de mala manera. La miseria y la necesidad lo hacen entrar en razón. Decide volver, porque manda el hambre y ni si-quiera piensa en el dolor que causó. Ahora, en su imaginación condicio-nada por la culpabilidad, el padre se ha convertido en juez: «he pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de que me trates como a un hijo». He ahí el mecanismo de la proyección culpable.

Pero el padre nunca había aceptado ese papel. Él nunca dejó de ser padre: sufre no por sus bienes dilapidados ni por su honor, sino por la desgracia y la miseria del hijo. nunca condenó, ni dejó de amarlo un solo momento. Por eso cuando llega, no hay condenas ni siquiera pre-guntas. Tan solo la alegría de la vuelta y la gracia sin límite del perdón.

El hermano, claro está, no podía comprender. como no compren-dían a Jesús los fariseos y los sacerdotes. como tampoco nosotros somos capaces de comprender, de verdad, el amor y el perdón de Dios. nos resulta demasiado grande, demasiado gratuito; rompe de raíz nuestros esquemas. En realidad y bien mirado, el progreso en la vida cristiana

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consiste justamente en ir aprendiendo a creer en el amor de Dios, a fiar-se de su perdón, y a dejarse transformar por esa certeza salvadora.

Y aquí se impone una aclaración. Más de una vez se me ha dicho que lo que digo de Dios es «demasiado bonito», «demasiado idealista», «de-masiado optimista», que las cosas en la vida no son así. contesto siempre lo mismo: yo hablo del amor de Dios, del que él nos tiene; no de nuestra respuesta, del amor que nosotros le tenemos a él. Y entonces me reafirmo en que no solo no digo demasiado, sino que necesaria e inevitablemente digo demasiado poco y, por mucho que intente decir, siempre me quedaré corto, a años luz de su amor increíblemente infinito. Paul Tillich dijo muy bien: «cuando se aplican a Dios los superlativos se hacen diminutivos».

El realismo debe existir, claro está, pues una mínima observación enseña que, por nuestra parte, el abuso es siempre posible. nada hay más poderoso, pero tampoco nada hay más frágil y vulnerable que el amor. En la relación humana más tierna y delicada se esconde siempre la ser-piente del egoísmo aprovechado: hay que andar con exquisito cuida-do para no utilizar al otro, aprovechando su entrega, su confianza, su incapacidad para vengarse. con Dios esto resulta aún más fácil. De he-cho, las nuevas generaciones, las que han tenido la suerte de ser educa-das en una imagen de Dios menos tétrica y más gratuita, empiezan ya a detectar este peligro: todo puede resultar demasiado obvio y pasivo, sin exigencia, sin tensión hacia delante.

cierto, no hay nada humano que sea perfecto, y cada visión tiene las propias dificultades, que deberá afrontar con lucidez y rigor. Acaso ese constituya uno de los cometidos importantes de los creyentes más jóvenes. En todo caso, recordando la historia y mirando al conjunto, creo que lo más urgente sigue siendo todavía lo otro: romper la imagen del Dios justiciero y castigador, del Moloch opresor que a tantas perso-nas apagó la alegría de la vida.

4.3. Abbá que «acontece» en la fraternidad efectiva

comprendo que el interés en subrayar estas ideas acaba confiriendo a lo que digo un tono acaso demasiado intimista. Reconozco el peligro, pero no tiene por qué ser insuperable. La cuestión está en la sinceridad y en la autenticidad. El amor es por fuerza comunitario: un corazón cambia-do acaba transformando su entorno. como decía san Pablo: el amor es de corazón grande, es servicial, no busca su conveniencia, no simpatiza con la injusticia... (cf. el «himno» en 1 cor 13, 1-13).

Por algo le rezamos a nuestro Padre, al Padre-Madre de todos. Tam-bién en este punto la conciencia religiosa comprendió desde siempre que desde Dios todos somos hermanos. Que no cabe creer en él sin esforzar-se por crear fraternidad. Y la fraternidad auténtica es la única revolución

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permanente: la que no sustituye opresores viejos por opresores nuevos, la que, como tan a lo vivo analizó René Girard, se niega a entrar en la cadena demoníaca y sin fin de la violencia mimética.

Si los creyentes nos tomásemos en serio la fraternidad, la fe move-ría montañas de injusticia. Si realmente entrásemos en la dinámica del Dios que es padre/madre de todas las personas, preocupado ante todo por los pobres, por los que sufren, por los aplastados, entonces sería-mos realmente fraternales, trabajadores por la justicia, comprometidos por la libertad, dispuestos a la igualdad efectiva. Porque no hay otra fra-ternidad posible, no hay otro modo de ser hijas e hijos de Dios y herma-nos de los demás. La teología de la liberación lo ha comprendido bien, y por eso tuvo y tiene tanto impacto en las conciencias.

Y en esto el cristianismo no tiene por qué pretender, ni siquiera de-sear, la exclusiva. Lo que hace es desvelar y traer la plena luz, gracias so-bre todo al ejemplo vivo de Jesús de nazaret, el núcleo más íntimo que la imborrable «bendición original» de la creación ha puesto en todos y cada uno de los corazones humanos. Por eso la verdadera experiencia de Dios dentro de nosotros y la llamada del hermano a nuestro lado forman una unidad indisoluble. Resulta fascinante ilustrarlo con una afirmación que viene de muy antiguo. ni siquiera procede del mundo cristiano y por eso mismo resulta más significativa, e incluso más frater-na y universal.

La refiere Plinio el Viejo y reza así en un latín algo difícil: Deus est mortali iuvare mortalem; traducida: «para el mortal, Dios es ayudar al mortal». Magnífico. ¿Que significa creer de verdad en Dios? La fe se hace real y verdadera allí donde alguien ayuda a los demás. Dios se hace pre-sente, acontece, allí donde acontece el amor. En el fondo, equivale a la definición de san Juan: «Dios es amor» o, como me gusta traducir, «Dios consiste en estar amando». Allí donde alguien ama, «no de boca y pala-bra, sino con obras y de verdad» (1 Jn 3, 18), está haciendo presente a Dios; el amor creador de Dios está realizándose en él o en ella. O, si que-remos —y de nuevo vemos cómo el lenguaje fracasa—, Dios, como fun-damento y como fuente, está manifestándose, está brotando en esa vida, porque verdaderamente Dios es, para el mortal, amar con sinceridad y eficacia al mortal.

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II

PRESEnTAcIÓn TEOLÓGIcA

La parte primera ha avanzado desde el «anuncio» hacia la amplia y luminosa sugerencia de los símbolos. De ese modo, en lenguaje claro y fá-cilmente accesible, han aparecido los temas principales. Esta segunda par-te se adentra ya con paso decidido en la reflexión teológica, más exigente pero no menos apasionante. A la profundización en el principio acaso más nutricio y radical del Dios-que-crea-por-amor sigue la aplicación a dos consecuencias especialmente significativas: el tema del mal, con es-pecial atención al sangrante y siempre doloroso problema de las víctimas; y el tema de la oración de petición, tan decisivo para la imagen de Dios que, de manera más o menos consciente, se va fraguando e incrustando en nuestro imaginario colectivo e incluso en la especulación teológica. De su recta interpretación depende en medida muy difícil de calibrar que no se deforme la visión de la presencia divina en nuestra conciencia y la preservación de ese respeto exquisito que debemos a la infinita ternura del amor divino, ya siempre libre e irrevocablemente entregado.

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cREAcIÓn POR AMOR: cREER En DIOS En LA cULTURA AcTUAL

1. observaciones preLiminares

El Evangelio, que narra la historia de Jesucristo como historia del origen de una gran alegría para todo el pueblo (Lc 2, 10), es, en su forma más carac-terística, un mensaje tan sencillo como revolucionario: es la palabra de la cruz (1 cor 1, 18) que, en virtud de la muerte de una sola persona, promete a todos los hombres la vida1.

Si empiezo mi reflexión con estas palabras de Eberhard Jüngel, un teó-logo al que admiro y del que he aprendido mucho, es porque ellas, que son las primeras de su último libro traducido al castellano, subrayan muy bien dónde está lo fundamental de mi preocupación por la teo-logía actual. Ya se sabe que un pensador no dice nunca una insensatez y que esas palabras pueden, en un determinado juego lingüístico, tener un significado aceptable. Pero eso no garantiza ni que respondan a las ne-cesidades de nuestro tiempo ni, sobre todo, que entreguen a nuestros contemporáneos el mensaje que pretenden vehicular.

Para advertirlo, bastaría, en efecto, la sencilla pregunta de qué pasa-ría si esa persona no hubiese muerto en la cruz, cosa que evidentemente pudo haber sucedido. ¿Es que, si Jesús de nazaret hubiese muerto de muerte natural, no habría salvación? ¿Y acaso no hubo ninguna salva-ción antes de que él hubiese nacido? no pretendo hacer teología ficción, sino apuntar de manera intuitiva al peligro de ese tipo de afirmaciones. Arrastradas por el tiempo y muchas veces cubiertas por la letra de la Escritura, suenan conocidas a los oídos piadosos y hasta pueden, de en-

1. E. Jüngel, El Evangelio de la justificación del impío. Estudio teológico en pers-pectiva ecuménica [1999], Salamanca, 2004, p. 22.

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trada, ser asimiladas sin escándalo. Pero basta un apunte crítico, que hoy puede venir de cualquier esquina e incluso surgir espontáneamente dentro de cada fiel, para que la «evidencia» rutinaria se rompa y la com-prensión de la fe quede desamparada. Y, si en la conocida tripartición de David Tracy2, pensamos en que la palabra teológica debe ir no solo dirigida a la Iglesia, sino también a la sociedad y a la academia, es obvio que ese tipo de discurso necesita una transformación radical.

Esta primera observación pide su complemento con otras que acla-ren la intención del presente trabajo.

Ante todo, acerca del mismo tono, que acaso pueda parecer dema-siado personal. Pero, como he recordado ya, el cardenal newman dijo «en estas provincias de la investigación, el egotismo es modestia», puesto que «en la investigación religiosa, cada uno de nosotros puede hablar únicamente por sí mismo, y por sí mismo tiene el derecho de hablar»3. El problema es, en efecto, tan difícil y complejo, que he sentido el pavor de perderme en los intrincados laberintos de la erudición académica, o incluso academicista, sin beneficio tangible para la reflexión de fondo. En su lugar he optado por hablar de aquellas convicciones fundamentales que se me han ido imponiendo a lo largo del trabajo teológico. con lo cual confieso ya, por un lado, su modestia, pues soy consciente de reflejar una experiencia particular, que, a lo sumo, solo puede pretender iluminar un aspecto de la tarea común; y, por otro, su carácter incompleto y tan-teante, en busca de una posible confirmación y complementación desde el intercambio fraternal en la comunidad de investigación teológica. La conciencia del fragmento se nos ha hecho hoy insoslayable4.

Unido a esto, va el carácter elemental y fundamental de las conside-raciones. En el sentido de que, más que el refinamiento metodológico o la fundamentación de detalle, buscan poner al descubierto la estructura de fondo de la actual situación teológica. Esto no tiene por qué llevar a la simplificación fácil o superficial. como bien ha observado Michel Henry: «lo más difícil es a menudo lo más fácil, lo que a su vez quiere decir que lo más simple a menudo es lo más difícil»5.

Esto sugiere otra consideración que puede ser importante. Este tex-to se redactó para la celebración en América del aniversario de Karl Rah-Rah-ner, un gran teólogo europeo. El congreso es, pues, una buena síntesis de la catolicidad de la Iglesia y de su teología. Pero hay una idea que viene

2. The Analogical Imagination, nueva York, 1981. 3. An Essay in Aid of a Grammar of Assent, Londres, 1870 (uso la ed. de Double-day Image Book, con Introducción de E. Gilson, nueva York, 1955, p. 300; cf. pp. 300-301, 318). 4. cf. D. Tracy, «Forma e frammento: il recupero del Dio nascosto e incomprensibi-le», en R. Gibellini (ed.), Prospettive teologiche per il xxi secolo, Brescia, 2003, pp. 231-273. 5. M. Henry, Encarnación. Una filosofía de la carne, Salamanca, 2001, p. 29.

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rondándome hace tiempo y que no sé si lograré aclarar en su verdadero significado. La «vieja Europa» ha hecho su gran contribución a esa sínte-sis, y seguirá haciéndola, sin duda; incluso cabe afirmar que, en conjun-to, la ha construido. con todo, eso ha tenido un precio: el enorme y me-ritorio trabajo teológico ha acumulado sobre la experiencia original una capa tan densa y pluriestratificada de erudición y sistema, que muchas ve-ces amenaza con ahogarla o, al menos, dificulta gravemente el contacto directo y vivencial con ella. Tal vez sea llegado el momento de una cierta «vuelta a las cosas mismas», de suerte que esa capa, sin dejar de ser apro-vechada, quede relativizada y enriquecida desde otros contextos.

De hecho, creo que esto es lo que está sucediendo, y que sucede de maneras distintas. Bien sea porque un contacto más duro e inmediato con las necesidades humanas hace más directamente accesible la experiencia evangélica del anuncio a los pobres, como sucede en la teología de la libe-ración. Bien sea que la presencia viva de otra tradición cultural y religiosa haga aparecer dimensiones antes no consideradas, como está sucediendo con las teologías que llegan de la India y, en general, del Extremo Oriente y de África. Bien sea que la simple distancia geográfica permita un nuevo aprovechamiento de la erudición europea, que, conociéndola, no se sien-te (tan) sometida a ella, como está sucediendo sobre todo con la nueva investigación histórica de los Evangelios en América del norte.

En todo caso, esta consideración puede ayudar a aclarar la que aca-so constituye la preocupación fundamental de mi reflexión. En síntesis es esta: La urgencia más actual de la teología consiste en lograr que la experiencia radical de la fe resulte comprensible, creíble y vivible para las mujeres y los hombres de hoy. Este, claro está, ha sido siempre el rol de la teología. Pero en nuestra época, tras la ruptura de la Modernidad y la respuesta lenta, renuente y conflictiva de la teología, ha cobrado muy especial urgencia.

Lo cual pide una aclaración final. El título que se me había pedido hablaba de la teología en la Posmodernidad. Lo he cambiado por «teo-logía desde la Modernidad». Pero con ello no creo ser infiel al encargo, porque, evitando entrar en tan compleja discusión6, parto de la con-vicción de que la Posmodernidad en sí misma no constituye tanto una época cultural cuanto un avatar en el proceso de la Época Moderna. Avatar que, naciendo dentro de ella misma y viviendo en gran parte de sus dinamismos más genuinos, no la sustituye ni la anula, sino que la

6. De la ya inabarcable bibliografía, cf. tres trabajos con amplia información: J. M. Duque, Dizer Deus na pós-modernidade, Alcalá, 2003; M. Stickelbroeck, «Dogmatik nach der Moderne. Berechtigung und Grenze postmodernen Denkens für die Theologie»: Mün-chener Theologische Zeitschrift 54/3 (2003), pp. 224-237, y R. Schreiter, «La teologia pos-moderna e oltre in una chiesa mondiale», en R. Gibellini (ed.), Prospettive teologiche per il xxi secolo, cit., pp. 373-388.

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llama a corregir sus defectos. Obliga, por un lado, a la cautela y a la vi-gilancia autocrítica, sobre todo frente a sus tendencias más absolutistas, objetivantes e ingenuas. Obliga, por otro, a la memoria, avisando de que toda época es necesariamente incompleta y que en todo pasado —cris-tiano y precristiano— quedan riquezas que es necesario recuperar en cuanto sea posible7.

Pero, sea cual sea la postura que se adopte, no se logrará un avance negando, sino, al contrario, reforzando aquellos elementos críticos que en la Modernidad son conquista positiva e irreversible. A unos pocos de estos —y solo a ellos, justamente— intentará referirse en todo mo-mento esta reflexión, que en modo alguno quiere afrontar el entero pro-blema, sino centrarse única y modestamente en unos pocos rasgos. Eso sí, rasgos que considero tan fundamentales, que si no logramos tenerlos en cuenta, pueden minar de raíz todo el esfuerzo y convertir en meros arreglos de superficie las soluciones que se adopten.

2. eL SHOCK de La modernidad

2.1. La autonomía del mundo como conquista clave

Sería ingenuo pretender una explicación monocausal de un proceso tan oceánico como el del tránsito al mundo moderno. Pero no lo es afirmar que una de sus claves reside en el descubrimiento de la autonomía de las realidades mundanas. Si antes —y en ese «antes» van incluidas nada menos que la misma Biblia y toda la tradición teológica premoderna— se aceptaba con naturalidad la intervención extramundana, fuese divina o demoníaca, en los asuntos terrestres, hoy resulta imposible. Rudolf Bultmann lo dejó claro para el nuevo Testamento, y no sería bueno escudarse en sus posibles excesos, para sustraerse a lo que de indudable, necesario y urgente tiene su llamada8. Y el Vaticano II, justo en el docu-mento más preocupado por recuperar el paso de la historia poniendo

7. En este sentido me parece muy lúcida la tripartición que de la posmodernidad teo-lógica hace R. Schreiter («La teologia posmoderna...», cit., pp. 376-385): 1) Reapropiación de la premodernidad, sea como «ortodoxia radical» (J. Milbank, c. Pickstock, G. Ward), sea como «teología posliberal norteamericana» (G. Lindbeck, S. Hauerwas, W. Willi-mon). 2) Llevar a su cumplimiento el proyecto ilustrado, en la línea de Habermas (E. Arens, H. Peukert). 3) Elaboración de las consecuencias de los límites de la Modernidad, sea en la línea de nietzsche (G. Vahanian, P. van Buren, Th. Altizer), sea en la de Heidegger (J.-L. Ma-rion), sea en la que realiza el mismo Lévinas. 8. cf. I. U. Dalferth, Jenseits von Mythos und Logos. Die christologische Transfor-mation der Theologie, Friburgo Br., 1993, pp. 132-164; c. Ozankom, Gott und Gegen-stand, Paderborn, 1994, pp. 121-170; K.-J. Kuschel, Geboren vor aller Zeit? Der Streit um Christi Ursprung, Múnich/Zúrich, 1990, pp. 154-222.

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al día la comprensión de la fe, lo reconoció de modo expreso e incluso enfáticamente solemne:

Si por autonomía de la realidad terrestre se quiere decir que las cosas crea-das y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre debe descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía (Gaudium et Spes, 36).

De hecho, tomada en este significado fundamental —y repito que solo así lo voy a tomar— cabe afirmar que la autonomía es un principio aceptado por la práctica unanimidad de la teología. Pero ya se sabe que la aceptación en principio no siempre se traduce en las consecuencias de hecho, y estas pueden seguir siendo oscurecidas por la presión de los hábitos antiguos, que, como de las estrellas apagadas decía nietzsche, pueden seguir brillando tras muchos miles de años de su extinción real.

2.2. La revolución pendiente

La verdad es que el shock fue tan traumático, que llevó a la misma filo-sofía a poner en cuestión todo su pasado, de suerte que con Descartes se sintió obligada a la «duda universal» acerca de todo lo recibido, con Kant habló de «revolución copernicana» y todavía hoy vivimos en el torbelli-no, sin que sea posible predecir su futuro. no era ciertamente tarea fácil para la teología re-pensar toda una larga y riquísima tradición, que ade-más estaba rodeada de un respeto sagrado y protegida por una institución universalmente poderosa.

De hecho, se necesitaba una revolución, pero lo que con más fuerza se impuso en la conciencia pública fueron el rechazo —piénsese en Ga-lileo y todavía en Darwin—, la condena —piénsese en el modernismo y todavía en la Nouvelle Théologie— y la reafirmación autoritaria del pasado —piénsese en el Syllabus, en la restauración neotomista y en la dura historia de la exégesis—. Gracias a Dios, el Vaticano II abrió las puertas, legitimando oficialmente el esfuerzo de renovación. Solo que los hechos muestran que no se puede descansar en él como en un cojín de reposo, sino que es preciso retomar con todo vigor la tarea enuncia-da y solo iniciada.

En el intento puede ser una buena ayuda la intensidad misma del cambio. cuando el choque es brutal, «se conmueven los cimientos» (Til-Til-lich) y puede cundir el pánico, bien abandonando el edifi cio, como su-) y puede cundir el pánico, bien abandonando el edificio, como su-cedió en la deriva atea, bien refugiándose en el pasado, apuntalando las ruinas, en la diversas formas de fideísmo y tradicionalismo. Pero cabe una tercera postura: la conmoción, al sacudir los cimientos, permite ver mejor su solidez, abriendo la posibilidad de mantener su continuidad

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reconstruyendo un edificio que responda a los desafíos y necesidades de la nueva situación.

La crisis moderna constituye una ocasión magnífica para redescubrir en toda su frescura y vigor la experiencia cristiana original, liberándola de excrecencias que la deforman y oscurecen. De ese modo puede entonces confrontarse con la nueva situación cultural, en concreto, con la autono-mía del mundo, y abrir así la posibilidad de un encuentro verdaderamente renovado. El pasado, la tradición, no desaparece, pues sigue ahí como lección perenne, en cuya Wirkungsgeschichte (es decir, en su influencia histórica) vivimos y que preserva en su seno la experiencia originaria jun-to con lecciones que no debemos olvidar. Pero el corte cultural enseña que no puede tratarse de una continuidad ingenua, sino que debe incluir también rupturas y críticas, tratando de garantizar la continuidad radi-cal mediante la confrontación directa con la experiencia de los orígenes.

Por lo demás, así lo ha comprendido también la filosofía para el pro-blema general de la tradición, en la famosa discusión entre la hermenéu-tica de Gadamer y la teoría crítica de Habermas9. Y para la teología, apo-yándome en el pensamiento de Amor Ruibal, yo mismo he hablado de épocas en las que predomina la «verificación horizontal» apoyada en la continuidad de la tradición, como en la gran época medieval, y otras en las que predomina la «verificación vertical» en la confrontación directa con los orígenes, propia de los momentos de cambio y mutación10. Ad-viértase únicamente que «predominio» no significa «exclusión».

Esquematizando para mayor claridad, cabe entonces centrar la expo-sición en los dos polos principales. Por un lado, retomar con la radicalidad posible lo genuino de la experiencia original (sin ignorar su enriqueci-miento en la tradición), tratando de descubrir y subrayar aquellos rasgos capaces de afrontar la nueva situación. En ese sentido, hablaré ante todo del Dios bíblico como Aquel que «crea por amor». Por otro lado, será preciso intentar tomar en toda su consecuencia la autonomía tanto del mundo como de la subjetividad humana. Eso nos llevará a reexaminar dos categorías fundamentales: la acción de Dios en el mundo y la revela-ción. Bien entendido que la división responde ante todo a una necesidad expositiva. En la realidad los diversos momentos se implican entre sí, en una circularidad que deberá ser tenida muy en cuenta, pues el verdadero sentido de cada uno solo se comprende en su relación con los demás.

9. cf. J. Habermas (ed.), Hermeneutik und Ideologiekritik, Fráncfort M., 1971; J. M. Aguirre, Raison critique ou raison herméneutique? Une analyse de la controverse entre Habermas et Gadamer, Lovaina la nueva, 1991. 10. Constitución y evolución del dogma. La teoría de Amor Ruibal y su aportación, Madrid, 1977, pp. 392-408, y A revelación de Deus na realización do home, Vigo, 1985 (trad. cast., 2.ª ed., revisada y aumentada: Repensar la revelación. La revelación divina en la realización humana, Madrid, 2008).

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3. eL dios Que crea por amor

3.1. Un Dios que solo sabe, quiere y puede amar

cuando se parte de una percepción medianamente viva de lo que signi-fica el Dios de Jesús, asombra el terrible malentendido que ha llevado a una gran parte de la cultura moderna a ver en él un rival, un opresor y aun una negación de lo humano. creo que incluso una filosofía que desde sí misma se abra a lo religioso puede mostrar que, si existe, Dios solo puede, como bien vio el platonismo, estar en la línea del Bien. En todo caso, para la experiencia bíblica esto acabó haciéndose tan evi-dente que al final, tras la culminación definitiva en Jesús de nazaret, lo define como amor: Dios es agápe (1 Jn 4, 8.16), es decir, «Dios consiste en estar amando». Y amando no como el que en el amor interpretado como «eros» busca algo para sí, lo que llevó a Aristóteles a pensar que no tiene sentido hablar de un amor de Dios a los hombres11; sino aman-do con aquel amor que, desde el Éxodo a la vida de Jesús, se muestra preocupado únicamente por el bien del hombre y la mujer, empezando por el pobre, el sufriente y el oprimido. cabe atreverse a decir, con todo rigor teológico, que Dios «ni sabe ni quiere ni puede hacer otra cosa más que amar», porque esa es su «esencia» más íntima.

no dudo en afirmar que esta es una evidencia, acaso la evidencia, fundamental del cristianismo. Por eso es preciso aprovechar la dura acu-sación moderna no para rebajarla, sino para proclamarla en toda su glo-ria. Es preciso defenderla contra la sutil tentación de la serpiente bíblica12 que, bajo apariencias de lucidez crítica y a veces vestida con sutiles ropa-jes teológicos, puede acabar introduciendo la desconfianza en el núcleo mismo de la idea de Dios: a lo mejor no es tan bueno como se presenta... La serpiente puede susurrar: es luz, pero tiene también un «fondo oscu-ro»; es «fascinante», pero también es «terrible»; hay que conciliar su amor con su «justicia» o incluso con su «ira»; de ahí su «silencio», su «oculta-miento» en el mundo y su «abandono» de cristo en la cruz... Para un me-diano conocedor de la tradición teológica, todos ellos son motivos bien conocidos, y demasiadas veces respaldados por los nombres de grandes teólogos.

cada uno de esos motivos merecería por sí mismo un análisis detalla-do, incluso para rescatar un cierto sentido posible. Eso no es posible aquí. Pero urge poner al descubierto que, al menos tal como se entienden en la objetividad de la nueva cultura, no hacen más que repetir con palabras

11. Ética a Nicómaco, 9. 1158 B, 35. 12. La evocación me ha sido sugerida por P. Sequeri, Il Dio affidabile. Saggio di teologia fondamentale, Brescia, 1996, p. 542.

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nuevas la vieja tentación de la serpiente genesíaca. Frente a ellos es preciso afirmar sin rodeos que de Dios solo pueden venir amor y salvación. cierto que nunca comprenderemos del todo el misterio de ese amor infinito. Pero, contra ciertas desconfianzas psicológicas, ciertas rutinas teológicas y ciertas lecturas fundamentalistas, la teología tiene que aclarar y defender que su infinitud se extiende siempre y solo hacia la luz, nunca hacia la os-curidad y la tiniebla. Traduciendo a san Anselmo, cumple decir que es «un amor más grande de cuanto se pueda pensar» (maior quam cogitari possit); pero no porque pueda ocultar reservas oscuras, sino porque es tan grande y luminoso que, literalmente, no somos capaces de creer en su positividad sin límites ni condiciones, en su distancia de toda reserva, de todo resen-timiento, de todo egoísmo, de todo rencor y de toda voluntad de castigo.

De manera simbólica, ya el Segundo Isaías había anticipado lo que la epístola de Juan expresó en definición casi metafísica: «¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49, 15). La teología lo sabe en sus mejores momentos, incluso cuando en algún descuido pueda haber jugado con ciertos conceptos ambiguos. El mismo Jüngel, cuan-do habla desde su mejor intuición, supo distanciarse de una dominante tradición luterana, advirtiendo que no puede jugarse con la incognos-cibilidad divina para sugerir que Dios pueda ser otra cosa que amor13. Y algo parecido cabe decir de Hans Urs von Balthasar, cuando habla de que «solo el amor es digno de fe»14. cabría añadir que únicamente es digna aquella fe que se fía plenamente y sin reservas del amor.

La teología cristiana tiene aquí una tarea tan fundamental como ur-gente frente a la cultura moderna: la de decirle que puede o no creer en Dios, pero que su decisión no debe ser tomada ante un dios que feuerba-chianamente vampiriza al hombre, sino ante el Dios de Jesús, cuyo único y exclusivo interés en la creación son el bien, la promoción y la salvación de la creatura humana.

3.2. Creación como salvación

A este motivo, y en buena medida subtendiéndolo de manera oculta, es preciso añadir otro de profundo calado, porque apunta a la compren-sión radical de la historia de Dios con la humanidad. Me refiero a

13. Dios como misterio del mundo, Salamanca, 1984, pp. 404-407, y J. A. Martínez ca-mino, Recibir la libertad. Dos propuestas de fundamentación de la teología en la Modernidad: W. Pannenberg y E. Jüngel, Madrid, 1992, p. 249, nota 285; remite a «Die Offenbarung der Verborgenheit Gottes», en K. Lehmann (ed.), Vor dem Geheimnis Gottes den Menschen verste-hen. Karl Rahner zum 80. Geburtstag, Múnich/Zúrich, 1984, pp. 79-104, en pp. 94-95 infor-ma: «Jüngel dice que en este punto Lutero mismo habría sido ‘cualquier cosa menos claro’». 14. Sólo el amor es digno de fe, Salamanca, 32011.

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la necesidad de superar un esquema que, incrustado en la teología, en la predicación y en la liturgia por siglos de repetición, envenena —perdó-nese la dureza de la palabra— el imaginario colectivo del cristianismo. Me refiero al esquema que para describir la historia de la salvación esta-blece la secuencia paraíso-caída-castigo-redención-gloria. Ese esquema, que pudo tener su plausibilidad mientras permanecía en el seno cálido de la imaginación mítica o todavía bajo su influjo, tiene efectos devastadores cuando se encuentra con la racionalidad crítica.

Ante todo, porque pervierte la imagen de Dios, pues, en el polo opuesto al padre del hijo pródigo predicado por Jesús, lo presenta casti-gando en vez de perdonar; y, encima, con un castigo terrible, por una fal-ta banal, y sobre millones de personas que —en definitiva y dígase lo que se diga— son inocentes de aquella supuesta culpa (el infierno como casti-go eterno y aun el mismo limbo para los niños muertos sin bautizar pone intuitivamente al descubierto la perversidad de esa lógica desbocada)15. con dos consecuencias terribles: el mal, con todo lo que de sufrimiento, culpa y muerte implica, queda convertido en «castigo»; y la salvación se presenta como «precio» doloroso que el Hijo tuvo que pagar por todos nosotros para alcanzarnos el perdón.

Por fortuna, expuesta con tal crudeza, son pocos los cristianos que aceptarían esta visión; su impregnación mítica es tan fuerte, que, dentro de la nueva cultura y de manera más o menos consciente, choca con el mismo sentido común. Pero es innegable que su presencia imaginativa, como una especie de «esquema» kantiano, sigue condicionando profun-damente no solo el imaginario colectivo sino muchos razonamientos teo-lógicos. Y, justo porque el condicionamiento no es siempre consciente, su eficacia es mayor y los daños, más graves. De ahí la necesidad de ponerla al descubierto, no para caer en la simple negación que ignore la rique-za de experiencia vehiculada en narraciones venerables, sino justamente para lo contrario: para recuperarla de manera crítica, haciéndola fructí-fera en nuestra situación.

Rota la inocencia del mito, la teología debe, en efecto, mostrar que la única manera de recuperar su riqueza está en renunciar a la letra, re-leyéndola justamente desde la revelación del Dios que crea por amor. Entonces todo cambia. Porque de ese modo la creación es la originación de un mundo, y en él del ser humano, querido por Dios como tal, en su raíz y desde su origen: no, primero, como creatura neutra —«natu-ral»— que luego en un segundo momento temporal eleva a un estadio

15. Algo he escrito al respecto en «¿Que queremos dicir cando dicimos ‘inferno’?»: Encrucillada 93/19 (1995), pp. 213-240; más ampliamente: O inferno a revisión, Santia-go de compostela, 1995; trad. cast.: ¿Qué queremos decir cuando decimos «infierno»?, Santander, 1995.

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superior —«sobrenatural»— para hacerla entonces hija. Eso no quita en absoluto la gratuidad, porque gratuita es la creación misma, y la misma «necesidad» de Dios —el desiderium naturale— que se hace presente en la persona es ella misma, y por esencia, gratuita: como dijera ya Henri de Lubac el hombre no desea a Dios como el perro a su presa. De hecho, incluso el «existencial sobrenatural», que supuso un paso adelante que la teología católica nunca agradecerá bastante a Karl Rahner, resulta de-masiado dualista, pues sugiere un «añadido» a una «naturaleza» que solo gracias a él se haría «sobrenatural»16. Por lo mismo, conviene borrar del discurso teológico expresiones como «supralapsario» o «poslapsario», que, en el fondo, siguen vehiculando un dualismo que puede resultar fuertemente perturbador.

Tomada en serio esta unidad estricta entre creación y salvación, in-cluso lo que, en vista de la dureza de la vida humana, pudiera parecer negativo aparece a una nueva luz, más sencilla y más clara. Pues resulta evidente que, para ser él mismo, el ser humano tiene que «nacer» con la inevitable imperfección de todo comienzo; y después necesita «crecer» superando los obstáculos de todo avance finito, para poder alcanzar finalmente la plenitud a que ha sido destinado. Y de ese modo la secuen-cia anterior se convierte en esta otra: creación-crecimiento histórico-culminación en Cristo-gloria.

Así, aparece que el tiempo de la historia no es ni la caída desde un «paraíso» ni una «prueba» arbitraria, sino la condición de posibilidad de la existencia finita. El mal no es un castigo, sino todo lo contrario: representa el obstáculo que, oponiéndose idénticamente a la creatura y al impulso creador que la sostiene, es aquello que Dios «no quiere» y en cuya superación —como padre al lado de sus hijos— trabaja él mismo, apoyando e inspirando nuestro esfuerzo. La salvación en Jesucristo no es el precio que pagar a un dios airado; todo lo contrario: es la culmina-ción de la «lucha amorosa» que, a lo largo y a lo ancho de toda la histo-ria, sostiene el Dios-Abbá contra nuestros límites inevitables y nuestras resistencias culpables, con el único fin de darnos a conocer su amor y hacernos capaces de acoger su ayuda. Finalmente, la gloria será la reali-

16. En este sentido, las críticas de J. Milbank (Theology and Social Theory. Beyond Secular Reason, Oxford, 1990) son justas, aunque, si lo comprendo bien, su «actualismo» de carácter lingüístico pueda resultar excesivo. cf. las aclaraciones de H. Vorgrimler, Karl Rahner. Experiencia de Dios en su vida y en su pensamiento, Santander, 2004, pp. 220-227. Es de justicia señalar que, ya en los años veinte del pasado siglo, A. Amor Ruibal había sido profundamente unitario, aunque también conserve resabios dualistas: para él lo sobrenatural es «tan intrínsecamente propio del ente elevado como lo es su naturaleza» (Los problemas fundamentales de la Filosofía y del Dogma I, Santiago de composte-la, 1914, p. 258; nueva ed., Madrid, 1975; cf. «naturaleza y sobrenaturaleza», en Cuatro manuscritos inéditos, Madrid, 1964, pp. 103-305).

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zación del designio originario de Dios que, engendrándonos en el amor, no buscaba otra cosa que nuestro ser, nuestra realización y nuestra fe-licidad. El «paraíso», intuido por el mito, era real; pero estaba al final, no al principio. En frase conocida y feliz: la protología es la escatología.

Lo curioso es que desde esta perspectiva no se dice, en el fondo, nada nuevo. Simplemente se recupera con claridad —y, por tanto, haciéndola eficaz y fecunda para la reflexión teológica— una intuición presente des-de el principio y que en la teología actual se ha insinuado de múltiples maneras.

De hecho, está implícita en la misma idea bíblica de creación, que no por casualidad introdujo —o al menos afirmó— en la cultura huma-na el concepto del «tiempo lineal»; un tiempo que no niega los obstácu-los y aun las caídas, pero que habla de un proceso que va del nacimien-to a la plenitud (algo que, por lo demás, se confirma por la experiencia vital para la vida humana y por la cosmología científica para la historia del universo). Y en la Patrística, a pesar de la constricción de la imagi-nación mítica, entonces imposible de superar del todo, ya san Ireneo ofrece un esquema donde creación, redención y gloria forman un con-tinuum; de suerte que el pecado original «no es una catástrofe», sino una peripecia, «grave sin duda», pero que se «integra de alguna manera en la dinámica del crecimiento de la humanidad hacia Dios»17. como es bien conocido, este es un tema profusa e intensamente estudiado por A. Orbe, Antropología de san Ireneo, Madrid, 1965; Teología de san Ireneo, 3 vols., Madrid, 1985-1988; cf. las síntesis que ofrece en In-troducción a la teología de los siglos ii y iii, Salamanca, 1988, pp. 201-204, 215-218, 259-268 (estas últimas páginas muestran cómo logra «integrar» el pecado de Adán).

Por su parte, la teología actual, al repensar la idea de lo «sobrenatu-ral», fue rompiendo su dualismo, mostrando cómo la unidad creación-salvación no tiene por qué negar ni amenazar la gratuidad de la salva-ción. Henri de Lubac abrió el camino al revitalizar la idea del desiderium naturale de Dios como única expresión real de nuestro ser histórico18. Karl Rahner avanzó en la misma línea al convertir la «naturaleza pura»

17. V. Grossi y B. Sesboüé, «Pecado original y pecado de los orígenes», en B. Ses-boüé (ed.), Historia de los dogmas II, Salamanca, 1996, p. 151. cf. el texto íntegro: «Así pues, el clima del pensamiento de Ireneo sobre el pecado en la humanidad es mucho menos trágico que el de Agustín. Ese pecado no es una catástrofe; es una peripecia, grave y horrible sin duda, pero un tanto inevitable y previsible, dada la debilidad del hombre en sus comienzos; una peripecia que deja al hombre capaz de usar de su libertad y cuya salvación conseguida en cristo cede en honor y en triunfo del hombre. Ireneo la integra de alguna manera en la dinámica del crecimiento de la humanidad hacia Dios». 18. cf. Surnaturel (París, 1946), después, ampliado y matizado, en Le mystère du surnaturel, París, 1965; Augustinisme et théologie moderne, París, 1965.

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en un «concepto resto» (Restbegriff), es decir, un mero recurso concep-tual para preservar la gratuidad de la gracia19. Y Urs von Balthasar insiste en que esa es la única manera realista de ver la creación: «Dios desde la eternidad quiso solo esto y únicamente esto: abrirle al hombre su amor. Para esto creó el mundo. Así, desde el punto de vista de Dios, la pregun-ta de si podría haber un mundo también sin esta gracia, es una pregunta ociosa. Y lo que no tiene peso para Dios tampoco lo debe tener para el hombre, ni siquiera para la humildad del hombre»20.

3.3. La autonomía como teonomía

creo que hoy, superado el temor de poner en peligro la gratuidad de la salvación —temor inducido entonces por la presencia todavía muy viva del esquema anterior y magisterialmente reforzada por la reacción anti-modernista—, el mejor fruto que podemos sacar de ese esfuerzo teoló-gico consiste en tomar ya sin reservas ni cortapisas la unidad indisolu-ble, e incluso la identidad real entre la creación y la salvación. Al mismo tiempo, escarmentados de las absolutizaciones de la primera Moderni-dad, estamos en condiciones de conservar lo positivo de la autonomía, sin clausurarla en una finitud ilustrada, que, como ya advirtiera Hegel, acaba achatándola en un pragmatismo superficial21. El Vaticano II lo ha dicho con expresión fuerte y acertada: «Sin el creador la creatura des-aparece» («creatura enim sine creatore evanescit» [GS, 36]).

La creación como salvación permite comprender que la autonomía creatural, cuando no corta su dinamismo más íntimo y genuino, es idén-ticamente realización del propio ser y de la intención salvadora divina. cuando la creatura acoge la ley de su creador, no hace nada distinto de acoger la ley de su realización auténtica. En definitiva, hablamos de la misma realidad expresada en dos juegos lingüísticos distintos.

De hecho, la teología dispone de un término, el de teonomía, que, bien comprendido, no solo expresa lo mismo que en el lenguaje secu-lar se llama autonomía sin que deba perder nada de su riqueza, sino

19. «Sobre las relaciones entre la naturaleza y la gracia», en Escritos de teología I, Madrid, 1961, pp. 330, 341-344. 20. Karl Barth. Darstellung und Deutung seiner Theologie, Einsiedeln, 1976, p. 312. 21. Motivo, como se sabe, constante en él; cf. Creer y saber, Bogotá, 1992; Feno-menología del Espíritu, trad. de W. Roces, México, 1966, cap. VI, pp. 317-392 (comenta-rios: J. Hyppolite, Génesis y estructura de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, Barce-lona, 1974, pp. 388-411; R. Valls Plana, Del Yo al Nosotros. Lectura de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, Barcelona, 1971, pp. 266-286). Desde otra perspectiva, lo confirman M. Horkheimer y Th. W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración [1947], Madrid, 92009. In-teresante la obra colectiva dirigida por J. Schmidt, Aufklärung und Gegenaufklärung in der europäischen Literatur, Philosophie und Politik bis zur Gegenwart (Darmstadt, 1989), que insiste en que se trata de una dialéctica permanente, que atraviesa toda la historia.

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que rompe su posible estrechamiento, abriéndola a las profundidades infinitas de la Trascendencia. Paul Tillich, que no lo ha inventado, pero que lo ha «publicado» con especial energía, expresaba así su significado en 1931: «La teonomía no nace por renuncia a la autonomía [...], sino por profundización de la autonomía en sí misma hasta aquel punto en que remite más allá de sí misma»22.

De ese modo, la unidad creación-salvación rompe todo dualismo, eliminando incluso la alternativa, tan agudamente analizada por John Milbank23, entre «naturalización de lo sobrenatural» (que él considera la versión alemana) o «sobrenaturalización de lo natural» (que consi-dera la versión francesa). La teonomía muestra que se trata de acentua-ciones que, en su dinamismo más intimo, son intercambiables.

En todo caso, en lo que sigue, para hacer más fluido el diálogo con la cultura secular, usaré el término «autonomía», pero entendiendo siem-pre que en su uso teológico será siempre con el significado indicado por la «teonomía».

4. La acción de dios como creación continua

La acentuación del primer polo, al recuperar en su fuerza específica la experiencia originaria, no aleja del segundo, el de la autonomía del mun-do. Más bien, contra lo que pudiera parecer, permite asumirlo en toda su radicalidad.

4.1. Presencia incansable vs. «deísmo intervencionista»

como queda dicho, no era tarea fácil asumir la autonomía, pues la nueva visión descolocaba literalmente la teología, que se vio tironeada entre tres malas e insatisfactorias soluciones. costaba mucho trabajo conjuntar

22. Véase la cita completa: «La teonomía, originalmente legalidad divina en oposición a autolegalidad o autonomía, ha recibido un sentido determinado en la discusión actual. Se la distingue rigurosamente de heteronomía, esto es, de la ruptura de las formas de la legalidad propia del pensar y actuar humanos por una ley ajena y exterior al espíritu. En oposición a la heteronomía, la teonomía es impleción de las formas de la legalidad propia con un contenido trascendente. no nace por renuncia a la autonomía, como puede ser el caso del concepto católico de autoridad, sino por profundización de la autonomía en sí misma hasta aquel punto en que remite más allá de sí misma. El trascender de las formas autónomas en la cultura y en la sociedad, su estar configuradas por un principio que las sostiene y al mismo tiempo las traspasa (no las destruye): eso es la teonomía» (Theonomie: RGG2 5, 1128-1129, en c. 1128); tomo la cita de F. W. Graf, Theonomie: Fallstudien zum Interpretationsanspruch neuzeitlicher Theologie, Gütersloh, 1987, pp. 22-23. Me he ocupa-do con más amplitud del tema en «La théonomie, médiatrice entre l’éthique et la religion», en M. M. Olivetti (ed.), Philosophie de la Religion entre éthique et ontologie, Milán, 1996, pp. 429-448. 23. Theology and Social Theory, cit., p. 207.

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los dos polos: por un lado, aceptar que la realidad mundana en todas sus dimensionas funciona por leyes autónomas sin interferencias extra-mundanas, sean divinas para ayudar, sean demoníacas para dañar; y, por otro, mantener la fe en la presencia viva de Dios en la historia humana.

Para la mentalidad premoderna resultaba fácil moverse en el se-gundo polo, pues, igual que en el imaginario bíblico, se aceptaba con naturalidad la idea de un Dios que hace llover, castiga con la peste o cura la enfermedad. Lo difícil era conciliarlo con la nueva conciencia de la autonomía, que ya no resultaba compatible con el intervencionismo divino: ni las personas más piadosas pueden aceptar hoy, aunque lo quisieran, que la Luna está movida por una inteligencia de tipo angélico, como todavía pensaba santo Tomás, o creer, como sucedía en los mis-mos Evangelios, que la epilepsia es causada por una posesión diabólica. La peste negra llenó Europa de procesiones; el sida ha hecho proliferar los laboratorios.

Para la reacción moderna inicial, representada por el deísmo, la si-tuación era la contraria. La autonomía imponía con tal fuerza su nove-dad, que el mundo aparecía como una máquina perfecta, y Dios, como el «arquitecto o relojero», que, hecha la creación, la deja abandonada a sí misma. La dificultad radicaba ahora en que esa visión no podía satisfa-cer la experiencia cristiana, que se apoya en un Dios vivo, íntimamente presente en el mundo y actuante en la historia. El de Jesús no es un Dios que nos deja solos en la vida y que únicamente al final aparecerá para premiar o castigar.

Entre ambas posturas no aparecía clara una auténtica mediación. Sucedió más bien que, poco a poco, se fue instalando en la conciencia general una solución de compromiso. En lugar de abrir la autonomía hacia su profundidad teónoma, se mantuvo el dualismo creación-salva-ción, convirtiéndolo en una especie de deísmo intervencionista. En con-secuencia, como modernos, se vive por ósmosis cultural la evidencia in-negable de la consistencia y regularidad de las leyes físicas; pero, como religiosos, no se renuncia a la presencia viva de Dios. Entonces, de mane-ra más bien confusa y sin suficiente clarificación conceptual, se mantiene la creencia en intervenciones divinas concretas. Se va al médico cuando aparece la enfermedad y se observa la predicción del tiempo durante la sequía; pero no siempre se renuncia a hacer una novena o a celebrar ro-gativas por la lluvia, y continuamente se pide a Dios que remedie nues-tras necesidades.

Es claro que esta actitud —la más corriente y profundamente incrus-tada en la piedad, en la liturgia y aun en la teología— no resiste un exa-men crítico. Mantenerla puede calmar la angustia e incluso, de entrada, parece lo más «piadoso». Pero a la larga mina la maduración de la fe en los creyentes y fomenta el ateísmo en la cultura.

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Por fortuna, la experiencia cristiana no está desarmada, y, gracias a una inversión radical del problema, la idea de la creación por amor permite la verdadera salida. Porque hace posible aceptar en toda su consecuencia la justa autonomía de las leyes mundanas, sin por ello abandonar el mundo a sí mismo, bajo la mirada de un dios distante y desinteresado. Y es que, como creador, Dios no tiene que «venir» al mundo, porque está ya siempre dentro de él, en su raíz más honda y ori-ginaria. Y tratándose de una creatio continua, tampoco precisa recurrir a intervenciones puntuales, porque su acción es la que lo está sustentan-do, dinamizando y promoviendo todo: como dijo Jesús, el Padre «está siempre trabajando» (Jn 5, 17).

De ese modo, sin artificio alguno, se concilian —teónomamente— los dos extremos, pues se mantiene íntegra la valencia religiosa de la experiencia original, sin renunciar al conocimiento irreversiblemente adquirido por la cultura actual. como cristianos, creemos que Dios ac-túa de verdad; pero como cristianos modernos, comprendemos que en el mundo lo hace solo a través de la acción y las leyes de las creaturas. Karl Rahner lo expresó en frase feliz: «Dios obra el mundo y no propia-mente en el mundo»24. Por eso podemos y debemos aceptar que el mun-do está entregado a nuestra responsabilidad —etsi Deus non daretur—; pero, igual que nuestros antecesores en la fe, sabemos que esa es una responsabilidad «agraciada»: ni de titanes ni de esclavos, sino simple y gloriosamente de hijos e hijas.

4.2. Aplicación: la oración de petición, los milagros y el mal

creo que hoy urge todavía avanzar en esta dirección. Si nos tomamos en serio que Dios es amor en «acto puro», que, como dice el salmista, «no duerme ni reposa» (Sal 121, 4), su acción en favor nuestro es continua, total y sin reservas. También ella es «más grande de cuanto se pueda pen-sar». Y eso significa antes de nada que Dios está haciendo por el mundo todo lo que es posible, de suerte que, en pleno rigor teológico, no es lícito pensar en que él no trate de hacer en favor nuestro algo que «podría» hacer. no, claro está, porque argumentemos desde una necesidad que, como una moira o ananke griega, se le imponga desde fuera; sino porque creemos en la entrega libre y sin reservas de su amor, tal como se nos ha

24. Curso fundamental sobre la fe, Barcelona, 1979, p. 112. En otro lugar advierte que este «cambio radical», que «se ha producido y se está aún produciendo» y que en el fondo se remonta a santo Tomás de Aquino, «todavía no ha llegado a imponerse hasta las últimas consecuencias, ni en la práctica religiosa de tipo medio, ni en la teología cristiana y, precisamente por eso, nos está creando grandes dificultades» (K. Rahner y K. Weger, ¿Qué debemos creer todavía?, Santander, 1980, p. 69).

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revelado en cristo. Su entrega no es solo total, sino que nace de su inicia-tiva libre, absoluta e incondicionada.

Las consecuencias son enormes. Aquí señalaré tres de especial rele-vancia por referirse a problemas que hoy afectan de modo muy radical la comprensión de la fe: el mal, el milagro y la oración de petición. La primera y la tercera son tratadas con detalle en los capítulos siguientes. Acerca de ellas aquí me limito a indicar únicamente su sentido más ele-mental, alargándome un poco más sobre la segunda.

La oración constituye una dimensión fundamental de toda vida re-ligiosa auténtica. Pero la modalidad concreta que la entienda como pe-tición, que trata de «convencer» o «conmover» a Dios para que haga o impida algo, no tiene verdadero sentido. no me refiero a la intención subjetiva, sino a lo objetivamente implicado en las palabras. Es Dios quien, en la libre y absoluta iniciativa de su amor, trata de convencernos a nosotros para que acojamos su gracia salvadora, para que nos dejemos salvar por él (2 cor 5, 20), que «está a la puerta y llama» (Ap 3, 20). El maestro Eckhardt sacó bien la conclusión: «Dios está mucho más dispuesto a dar que la persona a recibir»25.

En cuanto al mal, es claro que un Dios que nos está creando por amor, con la única intención de nuestro bien y nuestra salvación, solo está presente en nuestra vida y en nuestra historia como el Abbá que trata siempre de apoyarnos contra el mal inevitable y que nos convoca a colaborar con él prestándole nuestras manos para aliviar en lo posible la pobreza, el sufrimiento, la angustia..., el mal que golpea a sus hijos e hi-jas. Toda la Biblia, desde el Éxodo al «mandamiento del amor» por Jesús, está guiada por este hilo rojo, que, en realidad, es el criterio más decisivo de la fe: «porque tuve hambre y me disteis de comer...».

Estas ideas enlazan inmediatamente con otro tema en sí secundario, pero que no pierde actualidad: el de los milagros. Dejando aparte el sentido correcto de los «signos» (sémeia) evangélicos, me refiero a la sig-nificación dura y ordinaria; es decir, al milagro como intervención divi-na que rompe la autonomía de las leyes naturales para lograr un efecto empírico, sea una curación médicamente imposible, sea la evitación de un terremoto. Entendido así, el «milagro» introduce una lógica perver-sa, que en nuestra cultura apunta derecha al ateísmo. Y no se trata aquí

25. Deutsche Predigten und Traktate, ed. de J. Quint, Múnich, 1963, p. 381. Angela de Foligno dijo lo mismo: «Disponte a recibir, pues yo estoy más dispuesto a dar que tú a reci-bir» (Libro de la vida, Salamanca, 1991, p. 50). Y en el siglo xiv Taulero era perfectamente explícito: «En efecto, Él está dispuesto a dárnoslo todo, incluso a sí mismo. Item, Dios no quiere ni puede con su amor veraz rehusarnos o negarnos nada. ciertamente él precede nuestra oración y nos sale al encuentro y nos ruega que seamos sus amigos y está mil veces más dispuesto a dar que nosotros a recibir y más presto a conceder que nosotros a rogar» (tomo esta última cita de c. Fabro, La preghiera nel pensiero moderno, Roma, 1983, p. 121).

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de acudir a una argumentación «metafísica», discutiendo lo que pueda o no pueda ser posible de potentia Dei absoluta o si el indeterminismo físico deja o no espacio para una intervención divina. Se acude única y exclusivamente a la «lógica de la fe», que parte de la generosidad irres-tricta de la acción divina.

Pues suponer que, en un determinado momento, Dios se decide a ha-cer un milagro, quiere decir que antes no estaba haciendo todo lo posible, que su amor no era «más grande de cuanto pueda pensarse» y que su ser no consiste en estar amando. Peor todavía: si lo hace para unos y no para otros, no ama a todos sus hijos e hijas por igual, convirtiéndose —contra la misma Escritura— en un Dios favoritista y con «acepción de perso-nas»; y si lo hace a unos pocos y de tarde en tarde, pudiendo hacerlo a todos y siempre, no es siquiera un Dios amoroso... Da cierto pudor decir estas cosas, que incluso pueden parecerse demasiado a una logomaquia nominalista. Pero basta hablar con la gente en la desgracia o leer la prensa a raíz de una catástrofe natural, para palpar que estas objeciones tienen una presencia muy real y terriblemente deletérea en el ambiente común.

5. La reveLación de dios en La reaLiZación humana

En realidad, este apartado debiera constituir el epígrafe cuarto del an-terior, pues la revelación es un modo de la acción de Dios. Pero tiene tal relevancia para una justa renovación teológica, que exige ser tratada aparte. Espero que la obligada brevedad sea compensada por la claridad que sobre ella arrojan las reflexiones anteriores.

5.1. La revelación como mayéutica histórica

La nueva vivencia de la autonomía no afecta únicamente al mundo, sino también y de manera especial a la subjetividad creyente. Su impacto, uni-do al surgir de la crítica bíblica —en definitiva, otra manifestación suya—, exige un nuevo concepto de revelación. Esta, como Wolfhart Pannenberg ha insistido frente a la «teología de la palabra», ya no puede ser un «mila-gro» que rompa las leyes psicológicas, ni una imposición autoritaria que viole la justa autonomía de la conciencia; ni su defensa puede convertirse en un refugio fideísta o un assylum ignorantiae26. Aquí se renueva, pues,

26. Tema constante en él: cf. J. M. Robinson y J. B. cobb Jr. (eds.), Theology as History, nueva York, 1967, pp. 130-131; Einsicht und Glaube, cit., p. 235. cf. la obra programática W. Pannenberg (ed.), Offenbarung als Geschichte, Gotinga, 1981 (citaré la ed. 41980), y la ex-posición madura en Systematische Theologie I, Gotinga, 1988, pp. 207-281, principalmente pp. 251-281.

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como no podía ser menos, la dialéctica anterior entre la experiencia ori-ginaria y la nueva conciencia de la autonomía.

no puede extrañar que en torno a este punto se traben hoy algunas de las más ardientes e interesantes disputas acerca del ser mismo de la teología. La tensión entre la neo-ortodoxia y el liberalismo se renueva a otro nivel, entre teologías que, más atentas a recuperar las riquezas del pasado, quieren ser pos-liberales o de ortodoxia radical y otras que, más preocupadas por la discontinuidad con él, insisten más en la sinto-nía actual, en una variedad que va de la correlación al pluralismo en el diálogo religioso y cultural. Las fronteras no son claras y este trabajo no pretende definirlas. como queda indicado al principio, la consideración va a lo elemental y fundamental, con la esperanza de que sus propuestas se muevan en un terreno que, al apuntar solo a lo que considera irre-versible en la Modernidad, pueda de alguna manera ser todavía común.

El concepto de revelación que ha llegado a nosotros y domina en enorme medida el imaginario colectivo, la presenta como una lista de verdades literalmente «caídas del cielo» a través del milagro de la «ins-piración», operado en la mente de algún profeta o hagiógrafo. Son, por tanto, verdades en su origen inaccesibles a la razón humana, que noso-tros debemos creer porque el inspirado «nos dice que Dios se lo ha dicho a él, pero a nosotros no nos dice nada»; es decir, sin que tengamos nin-guna posibilidad de verificar su verdad.

Se trataría, pues, de una revelación impuesta desde fuera, sin engan-char verdaderamente con nuestras necesidades y sin satisfacer nuestras preguntas. En el fondo, carecería de significado, ya que en observación aguda del joven Hegel, sería como «predicar a los peces» (tan milagroso como inútil)27. Su aceptación tendría entonces forzosamente algo de ar-bitrario, por incontrolable: se ha revelado a, b y c, pero en rigor podría haber sido x, y o z, o incluso no a, no b y no c. A primera vista, la disposi-ción a aceptar todo puede parecer sumisión «humilde y religiosa». En el fondo, acaba convirtiéndose en indiferencia. Kant lo había hecho notar nada menos que respecto de la Trinidad: cuando la verdad no resulta comprobable ni afecta vitalmente, se hace indiferente, e igual da aceptar tres que diez personas divinas28.

Tal concepción se apoyaba en la lectura literal de la Biblia y de su sistematización en la patrística y en la Escolástica. Pero su endurecimiento

27. «La positividad del cristianismo», en Escritos de juventud, México, 1978, pp. 78, 80. Alude, claro está, al «milagro» de san Antonio de Padua. El contexto es justa-mente el de superar la (mala) positividad de la revelación: aunque la postura de Hegel pueda ser exagerada, la intención es justa. 28. Der Streit der Fakultäten, A 51, ed. W. Weischedel, XI, Fráncfort M., 21978, XI, p. 304; trad. cast. de R. R. Aramayo: La contienda entre las facultades de Filosofía y Teo-logía, Estudio preliminar de J. Gómez caffarena, Madrid, 1999.

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sucedió a partir de la Ilustración por establecerse, también aquí, una falsa dialéctica con la autonomía. A la autoafirmación cerrada de la razón, en lugar de mostrar su apertura teónoma hacia su propia profundidad, se opuso una revelación igualmente autoafirmada en sí misma, como naciendo de una «fuente» distinta y totalmente incontrolable por ella. Se creó la impresión de que entre ambas no puede mediar ningún tipo de razones compartibles, de suerte que a la razón le quedaba tan solo la aceptación o el rechazo de la autoridad de la revelación y de sus «re-presentantes». Fue el reproche de Dietrich Bonhoeffer a Karl Barth, acusándolo de «positivismo de la revelación» y diciéndole que colo-caba al hombre actual ante ella como al pájaro en una jaula: «come, pájaro, o muere».

En cambio, la concepción teónoma comprende que, del mismo modo que Dios actúa en el mundo a través de las leyes físicas, también lo hace en la revelación a través del psiquismo humano. Entonces, se cambia la perspectiva y, curiosamente, la visión resultante converge con los datos hoy irrefutables de la crítica bíblica. conviene distinguir claramente dos momentos fundamentales, a menudo descuidados.

Primer momento. El profeta, con su «genialidad» religiosa, cae en la cuenta de lo que Dios mediante su presencia creadora —perenne, viva y amorosa— está tratando de manifestar, pero que en la experiencia ordinaria resulta difícil advertir: «¡El Señor estaba en este lugar, y yo no lo sabía!», exclamó Jacob, «despertando del sueño» (Gn 28, 16). De ahí tres características fundamentales: 1) Lo que el profeta descubre no es una realidad externa o superpuesta, sino la única realidad humana (y del mundo); lo específico de su aportación no es añadirle un suplemen-to sobrenatural, sino verla en su integridad y profundidad, al descu-brirla fundada y animada por el Dios que la crea y la salva. 2) La ve no con un órgano ajeno o por un intervencionismo milagroso, sino con su razón humana, que, creada y habitada también ella por Dios, logra cap-tar su presencia. 3) La comprende como revelación, pues no piensa que ha descubierto por su cuenta a un dios que, como en el juego infantil, trataba de esconderse; por el contrario, sabe que, si logra descubrir el significado de esa presencia, es únicamente porque Dios estaba hacien-do todo lo posible por manifestarse.

Por eso, y esto es muy importante, por parte de Dios cabe hablar de «la máxima revelación posible». Lo que la fe bíblica afirmó de un dios que, en la libertad de su amor irrestricto y siempre en acto, se entrega sin reserva ni medida, supieron verlo también los grandes idealistas: Hegel lo afirma abiertamente, insistiendo en que «Dios no es algo tan envidioso como que no se comunique»29 y que, siendo Espíritu, «Dios consiste justamente en

29. Lecciones sobre filosofía de la religión I, Madrid, 1984, p. 263.

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revelarse»30; y Schelling hace en este preciso punto la aplicación ansel-miana repetidamente aludida: «una revelación mayor de cuanto pueda suceder»31. De ese modo no se niegan las limitaciones, desviaciones y aun perversiones de la historia religiosa, pero aparecen en su justa perspectiva: no fruto de un «silencio» u «ocultamiento» de Dios, sino producto de la limitación o de la malicia humana: la «dura cerviz» de que tantas veces habla la Biblia. Pero desviaciones que acaban por ser superadas en el pro-ceso, gracias al amor incansable de Dios, que culmina en cristo.

Segundo momento. Pero queda todavía un segundo aspecto. El pro-feta es el primero en caer en la cuenta; pero no de algo exclusivo para él, sino de algo que Dios estaba tratando de manifestar a todos (pues a todos crea y en todos habita con idéntico amor). Por eso la palabra profética llega ciertamente de fuera —fides ex auditu—, pero no aporta algo externo, sino que remite al oyente a su propia realidad, a su propia y definitiva verdad. En este sentido, personalmente he recurrido a la ca-tegoría de «mayéutica histórica», porque puede expresar con precisión esta estructura fundamental.

Es mayéutica, porque, como aludiendo al oficio de su madre (que era partera: maia, que practicaba la maietiké techne) decía Sócrates de sí mismo, la palabra de revelación no introduce nada desde fuera, sino que ayuda a «dar a luz», a ver con los propios ojos la propia realidad en cuanto habitada por Dios. Por eso, todo creyente puede —y debe— lle-gar a decir, igual que sus paisanos a la Samaritana: «Ya no creemos por lo que tú cuentas; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es realmente el salvador del mundo» (Jn 4, 42).

Pero es mayéutica histórica, porque no se trata, como en Sócrates, de la anámnesis de lo eternamente igual, sino del reconocimiento de una presencia viva y creadora que renueva la vida, y empuja la historia hacia su consumación final. Por eso la revelación, aunque acoge la pre-sencia divina, que en sí misma es perenne y totalmente ofrecida desde el principio, resulta intrínsecamente histórica, pues en concreto solo existe realmente en la acogida humana, que se realiza y avanza en el tiempo. La revelación eterna de Dios acontece en la realización intrínsecamente histórica del hombre32.

30. Ibid. III, p. 259. 31. cf., por ejemplo, Philosophie der Offenbarung I, Darmstadt, 1974, p. 27. El texto insiste en que solo esta revelación puede satisfacer nuestro espíritu: «Solo si tenemos que conocer esto como acontecimiento, quo maius nihil fieri potest, más que lo cual en definiti-va nada puede acontecer, solo esto nos conduce a la paz (Stillstand)». J. Werbick (Den Glau-ben verantworten. Eine Fundamentaltheologie, Friburgo Br., 2000, pp. 286-289 y passim) estudia muy bien este motivo. 32. En este sentido resultan particularmente iluminadoras las reflexiones que sobre la «poética» de la revelación hace J. Milbank, The Word Made Strange. Theology, Language,

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Sería interesante mostrar cómo, cuando se lee en esta óptica, la tra-dición está impregnada de esta idea, empezando por la idea bíblica del Espíritu de Dios iluminando todos los corazones, tal como el discurso de Pedro en los Hechos 2, 16-21, que evoca a Joel 3, 1533. Y del magister interior de san Agustín a la «mistagogia» de Karl Rahner y su modo de concebir la relación entre revelación trascendental y revelación cate-gorial, puede detectarse una línea ininterrumpida. El mismo Kierke-gaard, en apariencia tan opuesto a la mayéutica, cuando da por supuesta «la condición», es decir, la presencia salvadora de Dios —algo seguro y asegurado desde la nueva visión de la unidad creación-salvación—, afir-ma que «retorna de nuevo lo socrático», incluso para los discípulos de «segunda mano»34. Franz Rosenzweig lo expresó magníficamente: «La Biblia y el corazón dicen lo mismo. Por eso (y solo por eso) la Biblia es ‘revelación’»35.

5.2. Una revelación verificable que funda el diálogo religioso y cultural

Es claro que este concepto de revelación realiza a su modo la equiva-lencia dialéctica de una sobrenaturalización de lo natural y una natu-ralización de lo sobrenatural, o, si se quiere, una «revelización» —sit

Culture, Oxford, 1997, pp. 123-144. Y en la introducción subraya bien la unidad: «en la concepción ‘poética’, la creación misma es, como dice Hamann, el ‘hablar de Dios a la creatura a través de la creatura’ y la ‘revelación’ es la absoluta consumación de este proceso en vistas a redimirlo» (ibid., p. 3). 33. Jeremías, por su parte, lo expresa con palabras insuperables: «Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días —oráculo de Yahvé—: pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano, diciendo: ‘conoced a Yahvé’, pues todos ellos me conocerán, del más chico al más grande —oráculo de Yahvé»— (Jr 31, 33-34). La idea es tan central que tiene una amplia reso-nancia a lo largo de la Escritura: cf. Is 48, 17; 51, 7; 55, 3; Ez 11, 20; 18, 31; 36, 26; Prov 9, 16; cant 8, 2; Rm 8, 2; 1 cor 9, 21. 34. Migajas filosóficas o un poco de filosofía, ed. y trad. de Rafael Larrañeta, Ma-drid, 52007, p. 105. Analizo ampliamente este punto en el cap. IV de Repensar la revela-ción, que estudia también la postura de Lessing. 35. carta a Benno Jacob, 25 de mayo de 1921, en F. Rosenzweig. Der Mensch und sein Werk 2, La Haya, 1984, p. 709. Esta concepción de la palabra bíblica, insistiendo en su carácter curador y liberador de la angustia, es retomada ampliamente por E. Drewermann: para el ser humano «no hay otra forma de verdad que la verdad de nuestro corazón — esta verdad nos la ha dado Dios cuando nos creó» (An ihren Früchten sollt ihr sie erkennen, Olten/Friburgo Br., 1990, p. 60). Y, hablando del impacto de Jesús, despertando nuestra intimidad creada, dice que «en ese reflejo cada persona es capaz de conocer la verdad de cristo, en cuanto ella es revelada a sí misma» (Tiefenpsychologie und Exegese, 2, Olten/Friburgo Br., 31990, p. 769). Tomo estas citas de J. Werbick, Den Glauben verantworten, cit., pp. 312-313, que, en honda sintonía con estas ideas, aunque crítico en algunos puntos, hace una amplia exposición del pensamiento de Drewermann (pp. 312-318).

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venia horribili verbo— de la razón y una «racionalización» de la reve-lación36. A modo de tesis que ya solo pueden ser enumeradas, inten-taré mostrarlo en algunos puntos importantes. con una fundamental advertencia previa: hablaré en todo momento de una razón teónoma, es decir, de una «razón ampliada» —la única real—, que, siendo mani-festación de la entera realidad humana, trata de comprenderse desde su fondo más radical y no se cierra a ninguna de sus dimensiones, ne-gándose a cualquier estrechamiento, sea racionalista, positivista, instru-mental o de cualquier otro género. Incluye, pues, en sí misma también el sentimiento, la experiencia y la intuición. En realidad, más que de «razón», habría que hablar de la subjetividad humana en todas sus capa-cidades de tomar conciencia de lo real.

1) Que la revelación resulta verificable —dentro, claro está, de su modo de «dación» específica— se sigue claramente de lo dicho. Puesto que hace de «partera» para caer en la cuenta del propio ser desde Dios, toda persona está en principio en condiciones de reconocerse en la in-terpretación que se le propone; o de rechazarla, si no le convence, o incluso de proponer una interpretación alternativa. Eso es, de hecho, lo que sucede en la vida real, cuando esta es crítica. Blondel lo expresó bien al hablar de la conversión como coincidencia entre el «fait intérieur» —la propia subjetividad en cuanto habitada y llamada por Dios— y el «fait extérieur» de la propuesta revelada37.

2) Se comprende igualmente que toda religión es revelada, en la justa medida en que «religión» significa caer en la cuenta de la presencia de Dios y acogerla. Aparece claro en contraste con el ateísmo, que niega esa presencia; y lo confirma la fenomenología de la religión, que comprueba que siempre la religión se considera a sí misma revelada por Dios o los dioses, nunca mero producto humano38. Y, en ese preciso sentido, toda religión es verdadera. Un principio importante que permite aclarar cues-tiones hoy urgentes.

a) Justifica la actual insistencia en el pluralismo. De todos modos, dado que un mínimo de realismo muestra que no todas las religiones

36. Recuérdese la dialéctica tan agudamente analizada por John Milbank, a propósi-to de la discusión suscitada por Henri de Lubac, entre «naturalización de lo sobrenatural» (que él considera la versión alemana) o «sobrenaturalización de lo natural» (que considera la versión francesa). 37. Estas ideas aparecen en los Annales de Philosophie Chrétienne, 1905-1907, bajo el seudónimo de Mallet. cf., para toda la cuestión, R. Aubert, Le problème de l’acte de foi, Lovaina, 41964, pp. 277-294; H. Bouillard, Blondel y el cristianismo, Barcelona, 1966, pp. 263-320. 38. «La revelación pertenece a la autocomprensión de toda religión, que siempre se considera a sí misma creación divina, y no meramente humana» (c. M. Edsmann, Offenba-rung I, en RGG 4 [1960], 1597; cf. E. O. James, Introducción a la historia comparada de las religiones, Madrid, 1973, p. 16, y, en general, cualquier manual).

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son —ni pueden ser— igualmente verdaderas, creo que debe hablarse de «pluralismo asimétrico». En cuanto pluralismo reconoce que toda reli-gión tiene consistencia histórica propia, directamente suscitada por Dios; pero en cuanto asimétrico permite, aunque solo a posteriori, la compara-ción entre las distintas religiones. De ese modo se abre la posibilidad de mostrar como razonable la fe en el carácter definitivo e insuperable de la revelación cristiana.

b) En ese sentido he hablado de teocentrismo jesuánico, que no nie-ga ni la posibilidad ni la correspondiente verdad de otros «teocentris-mos», pero que ya no acepta ver a Dios de ninguna manera que pueda contradecir o mermar su revelación en Jesús como amor infinito y per-dón incondicional.

Y aquí sería preciso hacer un alto en el camino reflexivo para aludir a la gran tarea de la teología actual, tal vez la verdadera quaestio stantis aut cadentis christianismi («cuestión de vida o muerte para el cristia-nismo»): acercarse al misterio de cristo, de modo que su filiación di-vina no aparezca como un estar aparte de la realización humana, sino justamente realizándose en la plena realización de la humanidad. El Vaticano II apunta por aquí cuando afirma que «cristo manifiesta ple-namente el hombre al propio hombre» (GS 22)39. De suerte que de al-gún modo debemos afirmar que los enunciados acerca de Jesucristo ad-quieren significación efectiva en la medida en que, de algún modo y en justa proporción, puedan enunciarse también de nosotros y nosotras. Rahner no quería, en mi parecer, decir otra cosa cuando hablaba de la cristología como culminación de la antropología40. Personalmente he intentado mostrar cómo incluso la resurrección puede comprenderse sin ruptura empírica, pues los mismos textos permiten ver que ni el se-pulcro vacío ni las apariciones deben tomarse como experiencias que rompan la autonomía mundana, porque, igual que a Dios con quien ya está plenamente identificado, al Resucitado no se lo puede «ver sin mo-rir» (cf. Éx 33, 20); y la primacía de la resurrección de cristo no debe interpretarse en clave cronológica, sino de primacía fundante y ejem-plar: en Jesús se nos revela y abre en plenitud lo que el «Dios de vivos

39. Analizo esto con cierto detalle en «El misterio de Jesús el cristo: divinidad ‘en’ la humanidad»: Concilium 326/3 (2008), pp. 365-375; cf. mi trabajo en ¿Quién decís que soy yo? Dimensiones del seguimiento de Jesús, Estella, 2000, pp. 15-63. 40. Por eso afirma: «La tesis que nosotros intentamos establecer es que la unión hi-postática, aunque en su propia esencia, constituye un suceso singular y —visto en sí— a lo sumo pensable, es, sin embargo, un momento interno de la totalidad del agraciamiento de la creatura espiritual en general» (Curso fundamental sobre la fe, cit., p. 241), y «Gracia en todos nosotros y unión hipostática en el único Jesucristo no pueden sino pensarse juntas y, como unidad, significan la única y libre decisión de Dios de instaurar el orden sobrenatural de la salvación, de comunicarse a sí mismo» (ibid., p. 242).

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y no de muertos» (Mc 12, 27) estaba y está haciendo con cada hombre y mujer desde el comienzo del tiempo41.

c) Aun así, puesto que en su concreción histórica toda religión es fini-ta, no existe ninguna que en todos los aspectos sea mejor ni peor que las demás y que, por lo mismo, no tenga algo que aprender y algo que ofre-cer. Lo cual tiene gran importancia para una comprensión actualizada de la misión. Por eso creo que, yendo más allá de la «inculturación» —que corre el riesgo de traducirse como respetar la cultura sustituyendo la religión—, resulta más apropiado hablar de inreligionación, acudiendo al modelo, ya usado por Pablo (Rm 11, 16-24) del injerto. como el injerto, la religión que se acerca a otra no puede intentar suprimir, sino solo potenciar, purificar y enriquecer la vida de la religión que la recibe, al tiempo que aprovecha la savia de esta para descubrir y profundizar sus propias «latencias y potencias» (Bloch). El acercamiento a la unidad no es entonces «vuelta» a un redil, sino convergencia hacia el único Misterio que a todas habita, llama y sobrepasa.

3) Dando un paso más, cabe afirmar que no solo toda religión, sino que también todo verdadero conocimiento de Dios es revelado. Me re-fiero, claro está, al conocimiento concreto, no a consideraciones abs-tractas, que pueden ser legítimas en su campo, pero que son más bien meta- conocimientos o reflexiones sobre conocimientos previos. Quien buscando vitalmente descubre algo de Dios, comprende que lo descubre porque —y solo porque— él se le da a conocer. Esto puede romper tó-picos heredados, pero no es tan extraño. En realidad, como señala John Macquarrie, eso es lo que cada día sucede en todo conocimiento personal auténtico, pues a otra persona solo la conocemos en cuanto ella se nos manifiesta y «revela»42. Karl Rahner lo afirma también de modo expreso: «no hay ningún conocimiento de Dios que sea puramente natural»43. Y mucho antes el Ambrosiaster, en un texto retomado por santo Tomás y recientemente por Juan Pablo II, lo dijo de modo contundente: «Toda verdad, dígala quien la diga, viene del Espíritu Santo»44.

41. cf. Repensar a resurrección. A diferencia cristiá na continuidade das relixións e da cultura, Vigo, 2002 (trad. cast.: Repensar la resurrección. La diferencia cristiana en la continuidad de las religiones y la cultura, Madrid, 32003). 42. «Hay un sentido en el que toda la teología natural es teología revelada, porque si Dios es la fuente de todo, él debe ser también la fuente del conocimiento de sí mismo, y no hay conocimiento de Dios sin ayuda, como tampoco hay conocimiento de mi prójimo sin ayuda. Pero también hay un sentido en el que toda la teología revelada es teología natural, ya que viene a través de personas, cosas y acontecimientos en este mundo, y es apropiada por nuestras facultades humanas universales» (In Search of Deity. An Essay in Dialectical Theism, nueva York, 1984, pp. 12-13). 43. Curso fundamental sobre la fe, cit., p. 79. 44. «Omne verum a quocunque dicatur a Spiritu Sancto est» (Ambrosiaster, In I Cor. 12, 3 [PL 17, 258]; STh I-II, 109, 1 ad 1; Ratio e Fides, 44).

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Lo significativo es que cabe igualmente la afirmación inversa: todo conocimiento revelado es natural, en el sentido de accesible —sin «su-plementos»— a la razón humana concreta, es decir, a la «razón amplia-da», tal como existe desde la profundidad de su radicación en Dios. Es lo que Wolfhart Pannenberg quiso expresar —acaso no sin cierta exa-geración— frente a Paul Althaus, diciendo en negativo: «confieso que no entiendo de ningún otro saber que el ‘natural’»45; y en positivo, había afirmado antes: «la revelación en la historia está patente para todo el que tiene ojos para ver»46.

4) Finalmente, resulta iluminador observar cómo en esta visión se confirma de modo intenso la dialéctica decisiva entre la reafirmación de la experiencia originaria y el respeto a la justa autonomía de la cultura, permitiendo enlazar con preocupaciones hoy muy presentes en la teolo-gía. Por un lado, la revelación aparece como una interpretación original y específica de la realidad que, sin depender de instancias externas, funda una tradición propia con su propio juego de lenguaje. Tiene, por tanto, derecho a afirmar una inteligibilidad que debe ser entendida por sí mis-ma y no ser juzgada sin más desde las reglas de tradiciones o lenguajes distintos. Tanto el neoliberalismo no fundacionalista como la ortodoxia radical subrayan este aspecto con una insistencia excesiva, pero que no debe ser ignorada sin más.

con todo, junto a esa insistencia y en diálogo con ella, conviene afir-mar también el otro polo. Justo porque se presenta como una interpreta-ción de la única realidad, la revelación puede y debe ofrecerse a la única razón humana para su examen y verificación. En este sentido, la justa insistencia wittgensteiniana en el poder configurador del lenguaje tiene que acoger también la insistencia husserliana expresada en el «principio de todos los principios», el cual, afirmando que «toda intuición en que se da algo originariamente es un fundamento de derecho del conocimien-to», indica igualmente que tal derecho «hay que tomarlo [...] solo dentro de los límites en que se da»47.

45. «Einsicht und Glaube», en Grundfragen systematischer Theologie I, Gotinga, 21971, p. 227. 46. Offenbarung als Geschichte, cit., p. 98; cf. pp. 98-102; vuelve sobre esta idea, aclarando que polemiza con R. Rothe, en Systematische Theologie I, cit., p. 272. 47. «no hay teoría concebible capaz de errar en punto al principio de todos los prin-cipios: que toda intuición en que se da algo originariamente es un fundamento de derecho del conocimiento; que todo lo que se nos brinda originariamente (por decirlo así, en su realidad corpórea) en la ‘intuición’, hay que tomarlo simplemente como se da, pero también solo dentro de los límites en que se da» (Ideen I, § 24, Husserliana III, 74; trad. cast. de J. Gaos: Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, México, 21962, p. 58). Prescindo aquí del posible estrechamiento «intelectualista» y «tras-cendentalista» del pensamiento de Husserl.

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Siempre que la razón acomode su mirada al modo específico de la (posible) «dación» religiosa, tiene derecho a la pregunta fundamental: «¿cómo se le ha revelado al revelador?». Pues todo lo que aparece en una escritura o predicación sagradas ha sido descubierto por un hombre o una mujer y, como tal —al menos en principio y «mayéuticamente»—, debe ser accesible a los demás. En definitiva, está destinado a todos como seres libres y razonables por el Dios que no tiene acepción de personas, que a todas quiere salvar y que por todas puede ser invocado como Abbá.

5) Implica asimismo la caída de un prejuicio heredado de la visión tradicional, a saber, que no tiene sentido la suposición de un conocimien-to pleno de los misterios por parte de los profetas o hagiógrafos, como si ellos conociesen por el «milagro de la inspiración» la plenitud que a los demás solo nos llegará al final, en la plenitud escatológica48. El misterio existe, ciertamente, y ellos lo anuncian muchas veces. Pero es el mis-terio del referente, de la realidad divina: pertenece, en terminología de Paul Ricœur, al «mundo» objetivo abierto por su palabra, sin que por ello deje de ser misterio para ellos igual que para nosotros. Hasta el punto de que, aunque sea gracias a ellos, el proceso de la tradición puede llegar a una comprensión diferente e incluso en ciertos aspectos mejor: ese es, en definitiva, el papel de la teología. Es muy probable que a la percepción, más o menos consciente, de esto se deba la caída de las especulaciones acerca del sensus plenior en la interpretación de la Escritura.

Si esta visión es acertada, desacraliza radicalmente la «letra» de la revelación, haciendo ver que también ella es ya siempre y en cada caso una interpretación en conceptos que, situados en su tiempo, exigen ser comprendidos y repensados en el nuestro, justamente para recuperar de manera viva y fructífera la misma experiencia originaria. Es decir, subraya con claridad que todos los conceptos teológicos son constructos humanos; lo cual tiene dos consecuencias muy importantes para la teo-logía actual. En negativo, corta de raíz toda tentación fundamentalista y fideísta, pues desabsolutiza la letra y pide «dar razón» (1 Pe 3, 15) de la esperanza que la habita. Y en positivo, abre la posibilidad de acoger el entero esfuerzo de la razón en sus diversas funciones —filosóficas,

48. Piénsese en que F. Marín-Sola, en su tiempo un clásico en el problema de la evolución del dogma, llegó a escribir: «De la mente de los Apóstoles hay que decir algo semejante a lo que hemos dicho de la mente divina [...] la teología tradicional reconoce en los Apóstoles el privilegio especial de haber recibido por luz infusa un conocimiento explí-cito de la revelación divina mayor que el que los teólogos todos o la Iglesia entera tienen o tendrán hasta la consumación de los siglos. [...] Su modo de conocer el depósito revelado no era, como en nosotros, mediante conceptos parciales y humanos [...], sino que era por luz divina o infusa, la cual es una simple inteligencia sobrenatural, que actualiza e ilumina de un golpe toda la implicitud o virtualidad» (La evolución homogénea del dogma católico, Madrid/Valencia, 1963, pp. 157-158).

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humanistas y aun científicas— como ayuda creativa en la comprensión, interpretación y exposición de la experiencia originaria49.

6) De hecho, un problema que hoy está pidiendo una consideración detallada es el modo en que son empleados los saberes filosóficos: es claro que el teólogo no puede subordinar a ellos la experiencia reveladora; pero tampoco puede usarlos como meros instrumentos para justificar los con-ceptos heredados en que esta nos viene interpretada por la teología de otro tiempo. Su función propia —tal como se realizó en todas las épocas creadoras— es la de ayudar a que la experiencia construya conceptos re-novados, que la hagan comprensible y vivible para nuestro tiempo. A este problema no ha sido, por ejemplo, ajena la tensión entre el modo de hacer teología esos dos grandes genios que han sido Karl Rahner y Hans Urs von Balthasar. Tensión que, no cabe negarlo, sigue palpable en el ambiente, llamándonos a todos a opciones comprometidas y delicadas.

Sin ocultar mi admiración por ambos, no quiero negar mi preferen-cia por la actitud de ese grande y humilde teólogo que fue Karl Rahner: siempre abierto al «futuro absoluto» de Dios, se mostró exquisitamente acogedor de todo esfuerzo humano que ayude a aclarar algún aspecto de la realidad creada. En definitiva, cualquier avance auténticamente hu-mano, mientras no se absolutice y clausure en sí mismo, es un momento real de la acción creadora, salvadora y reveladora de Dios: es, a su modo, palabra divina, siempre en camino hacia una mayor plenitud y una mejor comprensión.

49. Si dispusiésemos de más espacio, este sería el momento de indicar que estas reflexiones, marcadas ante todo por el esfuerzo de aclaración epistemológica, no quieren ignorar la importancia irrenunciable de otras instancias fundamentales: la aportación iluminadora de la praxis que se une a Dios en su promoción del bien y en su lucha contra el mal, por un lado; y la iluminación sapiencial que llega no solo de la teología que se hace «de rodillas» (H. U. von Balthasar), sino también del esclarecimiento «espiritual» de aquellos hombres y mujeres que, como Simone Weil, Louis Évely o Marcel Légaut, acogen y reflexionan la revelación más desde las necesidades inmediatas de la sociedad que desde las constricciones sistemáticas de la academia.

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EL PROBLEMA DEL MAL: DIOS Y LAS VícTIMAS DE LA HISTORIA

Desde que la primera madre dio a luz con dolor y el primer niño nació llorando, tenemos planteado el problema. La vida humana está asediada por el mal, el mundo está lleno de crucificados, y se levanta la pregunta sobre el porqué. Pregunta inaugural y permanente. Ante ella las religio-nes han sido a lo largo de la historia la respuesta primera y fundamental. Por eso, previamente a las demás distinciones, toda religión es siempre religión de salvación.

Pero el problema, siendo permanente, no siempre reviste los mismos caracteres. cada religión y cada tiempo modulan su respuesta específi-ca. Por eso es importante precisar la pregunta y ajustar la respuesta. A nosotros nos toca responderla como cristianos que viven, ya, en el si-glo xxi. Tomarla en serio exige una nueva radicalidad, dispuesta a revisar los tópicos del pasado y a afrontar los desafíos del presente. La respuesta —siempre menesterosa, siempre insatisfactoria— tendrá que realizarse en el estrecho espacio definido por esas dos exigencias.

1. una nueva radicaLidad

De algún modo la teodicea ha existido siempre, pero no es casual que como concepto preciso y aun como disciplina autónoma haya nacido en la Modernidad1. La ruptura del «dosel sagrado» que envolvía, sin apenas fisuras, la cultura premoderna ha mostrado la debilidad de las respuestas

1. Este es el sentido en el que cabe aceptar la afirmación corriente, repetida por P. Ricœur, de que la teodicea empieza con Leibniz («Le mal: un défi à la philosophie et à la théologie», en Lectures 3. Aux frontières de la philosophie, París, 1994, pp. 211-212). G. neuhaus indica con buen sentido: «la acusación contra Dios, lanzada contra él a la vista del sufrimiento histórico, adquiere solo en la Edad Moderna una autocomprensión atea»

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recibidas, poniendo en carne viva la contradicción del mal. Si antes su fuerza lógica y su impacto emocional podían quedar absorbidos por lo englobante de la vivencia religiosa y su fuerte plausibilidad social, ahora el problema quedaba al desnudo: sin tabúes sociales y sin interdictos cul-turales. El ateísmo, a la vez fruto y motor, se convirtió en una alternativa real: o la respuesta se hacía plausible y coherente, capaz de romper la contradicción y abrir la esperanza, o la protesta y la negación imponían su reinado cultural2.

La discusión entre Bayle y Leibniz, ambos creyentes, lo mostró con toda crudeza. Bayle, con su protesta apasionada, hizo patente que, des-de los esquemas de la fe tradicional, las soluciones simplemente piado-sas ya no resistían el embate del dilema de Epicuro. Dilema famoso que conviene mirar de frente desde el principio:

O Dios quiere quitar el mal del mundo, pero no puede; o puede, pero no lo quiere quitar; o no puede ni quiere; o puede y quiere. Si quiere y no pue-de, es impotente; si puede y no quiere, no nos ama; si no quiere ni puede, no es el Dios bueno y, además, es impotente; si puede y quiere —y esto es lo más seguro—, entonces ¿de dónde viene el mal real y por qué no lo elimina?3.

Bayle, apasionado y herido por la muerte de un hermano en las con-troversias religiosas entre católicos y protestantes, no solo admitió su gravedad, sino que lo extendió incluso al pecado de Adán:

Si [Dios] previó el pecado de Adán, y no tomó medidas muy seguras para evitarlo, carece de buena voluntad para el hombre [...]. Si hizo todo lo que pudo para impedir la caída del hombre, y no pudo conseguirlo, no es todo-poderoso, como suponíamos4.

(«La teodicea. ¿Abandono o pulso a la fe?», en J. B. Metz [dir.], El clamor de la tierra. El problema dramático de la Teodicea, Estella, 1996, p. 35). 2. En la base de esta discusión del problema del mal están otros trabajos más amplios; cf. principalmente: «Mal», en Conceptos fundamentales del cristianismo, Madrid, 1993, pp. 753-761; «El mal en perspectiva filosófica», en Fe cristiana y sociedad moderna, Ma-drid, 1986, pp. 178-194; «Replanteamiento actual de la teodicea: secularización del mal, ‘ponerología’, ‘pisteodicea’», en M. Fraijó y J. Masiá (eds.), Cristianismo e Ilustración. Ho-menaje al profesor J. Gómez caffarena, Madrid, 1995, pp. 241-292 (resumido en «El mal inevitable: replanteamiento de la teodicea»: Iglesia Viva 175/176 [1995], pp. 37-69); «Mal y omnipotencia: del fantasma abstracto al compromiso del amor»: Razón y Fe 236 (1997), pp. 399-421 (ampliado en Del terror de Isaac al Abbá de Jesús, Estella, 2000, pp. 165-245). Y finalmente, la monografía Repensar o mal. Da poneroloxía á teodicea, Vigo, 2010 (trad. cast.: Repensar el mal. De la ponerología a la teodicea, Madrid, 2011). 3. Epicurus, ed. de O. Gigon, Zúrich, 1949, p. 80; Lactancio, De ira Dei, 13 (PL 7, 121). 4. Réponses aux questions..., en Œuvres diverses III, p. 668; cit. por J.-P. Jossua, Discours chrétien et scandale du mal, París, 1979, p. 18.

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Leibniz era más pausado y más profundo: sin cortar todas las ama-rras con la tradición, comprendió la necesidad del cambio. El proble-ma del mal exigía una nueva navegación: sus innegables excesos racio-nalistas y su insuficiente consecuencia en la renovación no deben ocultar la novedad: su interpretación de la finitud como «mal metafísico» situa-ba el problema en un nuevo plano histórico. Y fue pena que las super-ficialidades de Voltaire con su Cándido —ese panfleto brillante, pero, comparado con la digna seriedad de la obra leibniziana, demasiado fácil y un tanto tabernario5— se aliasen con la rutina de las respuestas tradicionales, impidiendo que el problema entrase por la justa puerta que así se le abría.

Pero no debemos permitir que la caricatura volteriana logre ocultar lo principal. Leibniz, como lo demostró en su controversia con clarke6, al reconocer la mutación irreversible que ha supuesto el descubrimiento de la autonomía del mundo, no esquivó el problema de la nueva racio-nalidad. Esta, a diferencia de la antigua, impedía dar como inmediata la evidencia de lo divino interviniendo directamente en el funcionamiento del mundo, mandando la lluvia o castigando con pestes. Pero, al mis-mo tiempo, supo sacar la consecuencia: por la misma e idéntica razón tampoco era ya evidente la atribución a Dios de los males de este mun-do. Si el mundo era proclamado autónomo, el mal ya no podía serle simplemente extrínseco, viniendo de fuera por influjos extra-mundanos. Atribuir sin más los males a Dios (o al diablo) equivalía a negar la misma autonomía en que se apoyaba la protesta.

La nueva situación exigía un nuevo planteamiento. Ya no era lícito enfrentar sin mediación la pregunta nueva, desde un mundo que se secu-larizaba, con la respuesta vieja, elaborada en un universo sacral. Epicuro tenía que ser, a un tiempo, tomado en serio y revisado críticamente.

Y conviene notar que no es solo el aspecto teórico en los funciona-mientos del mundo físico el que resulta afectado. Sucede lo mismo con el más práctico de las relaciones humanas, una vez reconocida la autono-mía del mundo psicológico, social y político. Porque entonces, igual que se afirma que no es en Dios sino en la praxis humana donde se apoya el

5. Hablando de otro panfleto, Leibniz parece adivinar ya el secreto de su éxito: «Se ha respondido a este libelo, pero las respuestas a las sátiras nunca gustan tanto como las mismas sátiras» (y además se leen menos, añado yo..., empezando por muchos histo-riadores de la filosofía) (Essais de Théodicée, ed. de c. J. Gerhardt, Die philosophischen Schriften von Gottfried Wilhelm Leibniz, VI [1885], Hildesheim, 1965, p. 209). En ade-lante citaré: Théodicée. 6. como se sabe, este discípulo de newton que seguramente hablaba por su boca, ante las «irregularidades» observadas en la órbita de algún planeta, sostenía que Dios lo arreglaría dándole de vez en cuando un impulso regulador. Leibniz, con toda razón, recha-zaba tal intento de solución.

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funcionamiento de la sociedad, tampoco tiene sentido remitir sin más a él los terribles males de la alienación social.

Que este cambio no se haya percibido en toda su hondura, creo que constituye el mayor obstáculo de los tratamientos actuales sobre el mal, tanto de los que defienden como de los que atacan la teodicea. La co-herencia con la nueva situación secular impone para todos la necesidad de un tratamiento renovado. Lo cual exige distinguir cuidadosamente tres pasos fundamentales, que hace algún tiempo he tratado de subrayar introduciendo incluso nombres que los hagan ver con claridad:

El primer paso consiste en afrontar el mal en sí mismo, como pro-blema-del-mundo, en cuanto fruto del funcionamiento autónomo de sus leyes. Un problema que, por tanto, nos afecta a todos no en cuanto religiosos o no religiosos, sino en cuanto simplemente humanos. Es la ponerología (del griego ponerós, malo), es decir, el tratado del mal como pregunta universal, previa, pues, a toda adscripción religiosa o no re-ligiosa.

Sobre él se sitúa el segundo paso: el de las diferentes respuestas al pro-blema común y general. Porque en cuanto respuestas, cada una constitu-ye una opción de sentido, una cosmovisión o «fe» en sentido amplio, que es preciso justificar, dando sus razones y respondiendo a las objeciones para mostrar su coherencia. Es lo que he llamado pistodicea (del griego pistis, -eos, «fe», en sentido amplio, también filosófico)7, que puede ser religiosa o no religiosa, según que cada respuesta cuente o no con Dios como elemento constitutivo.

El tercer paso se refiere a que, en consecuencia, hoy la teodicea clá-sica debe asumir la figura de una «pistodicea cristiana». Le toca, por tanto, realizar la tarea de siempre, pero muy consciente de la necesidad de mostrar la coherencia de una fe que, por un lado, apoya su respuesta en la confesión de un Dios-amor; pero que, por otro, no puede negar la inmensa herida del mal en el mundo creado por él.

Se comprende que la teodicea actual tiene que moverse a la justa altura del momento histórico, reconociendo por igual lo serio de las difi-cultades y las posibilidades de una nueva respuesta, de suerte que esta se sitúe al mismo nivel de la pregunta actual. Algo imposible, si con lucidez crítica no se procede a un intenso barrido intelectual que elimine los prejuicios acumulados en la larga historia del problema.

7. Aclaro la etimología de esta palabra que había compuesto para la ocasión como pisteodicea, porque son ya dos los amigos —Antonio Piñero y J. I. González Faus— que la han interpretado como conteniendo tres partes: pis-teo-dicea: fe-Dios-defensa. La verdade-ra división es dual, usando el genitivo de pistis: pisteo-dicea. De todos modos, consultado un especialista, me hizo saber que la forma correcta desde el griego debía ser pistidicea o pistodicea. He optado por la segunda.

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2. romper eL diLema de epicuro

2.1. Las falsas respuestas desde el falso presupuesto de un mundo-sin-mal

Tal vez la mayor aportación de la distinción de planos consista justamen-te en que permite cuestionar la evidencia del mayor y más persistente malentendido en la historia del problema: el supuesto incuestionado de que el paraíso es posible en la tierra; o, dicho con más precisión, de que es posible un mundo-sin-mal. Porque en ese supuesto, el dilema de Epi-curo resulta irrebatible: O Dios quiere y no puede eliminar el mal del mundo; o puede y no quiere; o ni quiere ni puede. En ningún caso sería eso coherente con un dios confesado como bueno y omnipotente. Las soluciones ofrecidas, a poco que se las examine, gritan su incoherencia. ni un dios finito (de Voltaire a Hans Jonas)8, ni un dios malvado (como el insinuado por cioran)9 resultan un concepto pensable.

Y el confuso recurso tradicional al «misterio» de un dios que podría evitar el mal, pero que por razones para nosotros inescrutables no quiere, y que, sin embargo, ama al mundo hasta el extremo de entregar a su Hijo a la cruz para salvarlo, tampoco resiste el menor embate de una razón liberada de la tutela teológica. Resulta demasiado evidente que ese dios sería moralmente inferior a los hombres. Estos gastan muchas veces su vida luchando contra el mal, mientras que ese dios, pudiendo eliminarlo con solo querer, no movería ni un dedo.

Por otro lado, argumentar con la ayuda posterior, aunque sea tan impresionante como la cruz, tampoco es válido: esforzarse por remediar, y aun compartir, un mal que se ha podido evitar llega ya demasiado tar-de; y además reproduce el problema: si puede eliminarlo con solo que-rer, y no lo hace, carece después de sentido su lucha dolorosa y, lo que es peor, no siempre eficaz contra él. Más de una vez he recordado al respecto un duro epigrama del siglo xix:

El señor don Juan de Robres,de caridad sin igual,hizo este santo hospitaly también hizo a los pobres10.

8. Der Gottesbegriff nach Auschwitz. Eine jüdische Stimme, Fráncfort M., 1987. 9. Le mauvais Démiurge, París, 1969, pp. 9-26. 10. cf. J. M. Iribarren, El porqué de los dichos, Pamplona, 61994, pp. 251-252. De manera más ingenua, pero por eso más significativa, lo expresa el diálogo que, según cuenta el propio Viktor E. Frankl, tuvo con su hijita de seis años: «‘¿Por qué hablamos del buen Dios?’. A lo que le contesté: ‘Hace unas semanas tenías sarampión y ahora el buen Dios te ha curado’. Pero la niña no quedó muy contenta y replicó: ‘Muy bien, papá, pero

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Tampoco vale el recurso de esquivar el problema insistiendo en que se trata de una «cuestión práctica», con el argumento de que lo que in-teresa es combatir el mal, no explicarlo. como si diagnosticar una en-fermedad no fuese la primera condición y, en todo caso, una excelente ayuda para luchar contra ella. Además, la innegable dosis de verdad incluida en esa afirmación oculta la otra parte, igualmente innegable: que no es humana, ni a la larga sostenible, una praxis privada de senti-do por una manifiesta contradicción interna. Y tampoco es teológica-mente comprensible: una fe cuya Biblia está recordando del principio al fin que el máximo interés de Dios es que ayudemos al huérfano, al pobre y a la viuda, es decir, que luchemos contra el mal, no puede pen-sar al mismo tiempo que eso mismo podría hacerlo Dios sin el mínimo esfuerzo. Por lo demás, este recurso incluye casi siempre una oculta complicidad con el aludido recurso al «misterio», que acaba anulando y convirtiendo en meramente retóricas las llamadas a la responsabili-dad intelectual11.

Esta lógica, repito, pudo quedar ocultada o paliada en una cultura no secularizada; pero aparece como irrefutable en la situación actual, mien-tras se siga manteniendo como presupuesto la posibilidad de un mundo-sin-mal. Lo curioso es que la necesidad de revisión afecta igualmente a la postura contraria, pues tampoco resulta lógico mantenerla sin discusión, cuando se arguye desde la autonomía mundana. En efecto, cuando se parte de un mundo autónomo, lo primero es siempre buscar en él las cau-sas de lo que en él sucede: «culpar a Dios» equivale, justamente, a negar la autonomía que con tanto cuidado se defiende.

Por lo demás, en el fondo la convicción de la imposibilidad de un mundo-perfecto, de un mundo-sin-mal constituye cada vez más una evi-dencia cultural. nadie piensa que es posible una sociedad perfecta o una evolución sin conflictos o catástrofes. Y, desde luego, mientras la pre-gunta se mueve en el terreno de la consideración normal, sin preocupa-ciones por defender o atacar la religión, nadie piensa hoy —al revés de lo que sucedía hasta hace muy poco— en buscar una causa sobrenatural o extra-mundana para un terremoto o para una enfermedad: como ya he dicho, la peste negra llenó Europa de procesiones; el sida, de labora-torios. cosa que vale para cualquier mal en el mundo, pues sabemos que

no te olvides de que primero él me envió el sarampión’» (El hombre en busca de sentido, Barcelona, 1980, p. 115). 11. Esta impresión se confirma a cada lectura. Un ejemplo elocuente, precisamente por la alta calidad de sus contribuciones, lo ofrece la obra en colaboración, El clamor de la tierra, antes citada: compárense las proclamas de la «necesidad imperiosa de justificar» (p. 34; cf. 10 y 76) en los tres autores con la renuncia ulterior a afrontar el problema pro-piamente teórico.

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para él siempre hay una causa concreta: podremos desconocerla, pero no la buscaremos en nada extramundano.

Es decir, el proceso cultural ha puesto en claro que todo mal concreto remite a una causa mundana. Por lo tanto, a este nivel, no tiene sentido ni acusar ni justificar a Dios. Por fuerte y aun conmovedor que sea el ale-gato de Albert camus en La peste, están fuera de lugar tanto la queja y la sumisión religiosa del jesuita Paneloux como la protesta y la negación atea del doctor Rieux. Dicho de manera un tanto brutal: una vez que sabemos que la enfermedad del niño está causada por bacilos muy concretos, ni la acusación ni la defensa de Dios en este punto son ya respuestas lógicas12.

2.2. La imposibilidad de un mundo sin mal

claro que con esto no queda liquidada toda la pregunta, pues, aun ad-mitiendo que los males concretos tienen siempre su causa dentro del mundo, queda el interrogante ulterior acerca de si las cosas no podrían ser de otra manera, si no sería posible un mundo sin mal. Pero entonces conviene ser conscientes de dos cosas: primera, que la pregunta ha su-bido de nivel, haciéndose filosófica —¡no, todavía, religiosa!—, puesto que cuestiona el todo del mundo; y segunda, que ahora esa posibilidad ya no es el presupuesto, sino la cuestión por dilucidar. La posibilidad de un mundo-sin-mal ha perdido su carácter de herencia evidente y pasa a ser la quaestio disputata.

Pues bien, creo que hoy, siendo menos racionalistas que Leibniz y renunciando, entre otras cosas, a sus especulaciones acerca del «me-jor de los mundos», sobran motivos para darle la razón cuando afirma —aunque no siempre lo haga con plena coherencia— que no es posi-ble un mundo sin mal. no es posible tal mundo, porque la raíz última del mal, su condición de posibilidad, radica en la finitud, y esta es la condición misma de la existencia del propio mundo. De otro modo el mundo simplemente no podría existir, pues para ser infinito tendría que tenerlo todo y no faltarle nada. como bien dice Leibniz: «Dios no podía darle todo sin hacer un dios»13.

Algo que vale igualmente para la libertad humana, pues, como finita que es, no puede ser perfecta, obrando siempre el bien, sin falta ni culpa de ningún tipo14. Lo comprobamos cada día en la propia experiencia,

12. cf. A. camus, La peste, en Obras completas 1, México, 51971. cf. las excelentes consideraciones de G. neuhaus, «La teodicea...», cit., pp. 51-68. 13. Théodicée, p. 121. 14. Esto lo vio también Leibniz, sin llegar acaso a la aplicación (suficientemente) expresa: «L’âme seroit une Divinité, si elle n’avoit que des perceptions distinctes» (ibid., p. 137; cf. pp. 233-235). En cambio, no acaba de haber claridad al respecto en la teología: cf. en una sola página las opiniones de K. Rahner, R. Guardini y J. B. Metz en El clamor

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pues jamás podemos ser todo lo buenos o buenas que quisiéramos y, peor, hacemos cosas que nos gustaría no haber hecho. En los comienzos del cristianismo lo expresó con fuerza san Pablo: «no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero» (Rm 7, 19); y no mucho antes el pagano Ovidio había dicho casi lo mismo: «veo lo mejor, y lo apruebo; pero sigo lo peor»15.

Se trata de una conclusión que, en el fondo, está asumida por el di-namismo vivo de la filosofía moderna: «toda determinación es negación» dijera Spinoza16; y, como es bien sabido, Hegel hace de la negación el motor mismo de lo real en proceso de realización17. Pero donde hay negación, aparecen inevitablemente la carencia y el conflicto, el choque y el dolor. Revestirán características distintas según se trate de realidades físicas o de realidades libres; pero, mal físico o mal moral, la experiencia muestra que, mientras haya un mundo en realización, su dura aparición ha sido, es y será inevitable.

Pensar en un mundo-finito-sin-mal equivale a pensar en un círculo-cuadrado o en un hierro-de-madera. La enorme complejidad del mun-do hace que la evidencia no sea tan clara para él como para los ejemplos concretos, porque estos, reducidos a una sola dimensión, abren inme-diatamente su evidencia. Pero la razón es idéntica, puesto que radica en la finitud: ella, igualmente válida para el mundo entero que para la más simple cualidad, es la que genera la incompatibilidad y el conflicto.

La brevedad de la presente reflexión no permite una demostración más detallada. Espero que lo dicho baste para comprender lo fundamen-tal: el dilema de Epicuro es anacrónico, pues viene de un pensamiento ya pasado; y carece de sentido, pues se apoya en un seudo-concepto. Tiene tan poco significado preguntar si Dios quiere y no puede crear un mundo-sin-mal como preguntar si quiere y no puede hacer círculos-cuadrados ni, como tantas veces he repetido en mis clases, dividir un aula en tres-mitades18.

de la tierra, cit., p. 16. En cambio, desde la filosofía, K. Jaspers señala muy bien que en la culpa se trata de una «situación límite» y, por tanto, inevitable (Philosophie II. Existenzer-hellung, Berlín, 41973, pp. 246-249; cf. pp. 170-174, 196-200). M. Heidegger es acaso todavía más radical: Ser y tiempo, Madrid, 22009, §§ 54-60. 15. «Video meliora proboque, deteriora sequor» (Metam., 7, pp. 19-20). 16. Epistolae, n. L (Opera 4, ed. Gebhardt, p. 420). 17. cf., por ejemplo, el Prólogo a la Fenomenología del espíritu. 18. Aparece claro en el «dilema del estudiante» que, viniendo del Medievo, es repro-ducido por F. J. Tipler: «Si Dios es omnipotente, entonces él podría hacer una piedra tan pesada que ni él mismo podría levantarla. Mas si ni siquiera él puede levantarla, ¡entonces no es omnipotente!». A lo que responde con toda razón: «La omnipotencia de Dios no se encuentra limitada por la habilidad humana de decir tonterías. La omnipotencia de Dios solo quiere decir que él puede realizar cualquier cosa que no sea lógicamente imposible» (La física de la inmortalidad, Madrid, 1996, p. 333).

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3. La pistodicea cristiana: La coherencia de creer en dios a pesar deL maL

Pero tampoco este resultado significa que el problema desaparezca y todo quede resuelto. Ahora alcanza más bien su último nivel: si, supuesta la existencia del mundo, el mal resulta inevitable, es preciso preguntarse si el mundo vale la pena; o, lo que es lo mismo, si con esa condición tienen sentido la historia humana y la vida individual.

3.1. El problema de la coherencia: vía corta de la teodicea

Así pues, ahora la pregunta se sitúa en el nivel de las respuestas últimas y de las posturas globales ante el problema del mal. Es el nivel de la pistodicea, en cuanto que todos estamos llamados a justificar la propia «fe» —sea filosófica o teológica, sea creyente, atea o agnóstica—, mos-trando los fundamentos, el significado y la coherencia de la respuesta adoptada. Por tanto, aquí es donde también hoy se le exige a la pistodi-cea cristiana mostrar sus credenciales.

En realidad, para una fe viva y actuante debería bastar la «vía corta» de la confesión de Dios como amor. Porque resulta evidente que, si «Dios consiste en amar» (Ho Zeós agápe estín: 1 Jn 4, 8.16) y nos ha creado por amor, todo lo que se opone a nuestro bien se opone idénticamente a él. Es decir, una fe viva comprende por instinto que, si hay mal en el mundo, no es porque Dios lo quiera o lo permita, sino porque no puede ser de otra manera: porque resulta inevitable. Si veo a un niño sufriendo de cáncer y a su madre junto a él, no necesito un agudo ejercicio lógico para saber que se trata de algo que la madre no puede evitar. Pues bien, aunque ahí fa-llase la lógica y el niño sufriese porque ella se ha olvidado del fruto de sus entrañas, aquí no puede fallar; hace mucho tiempo que el mismo Dios nos lo ha revelado por medio del profeta: «aunque ella se olvide, yo no me ol-vidaré» (Is 49, 15). Y nótese que el argumento no se apoya en el poder de la madre, sino en su amor: ama tanto que lo evitaría si (le) fuese posible.

Dentro de la lógica de la fe esta consecuencia resulta tan evidente, que he de confesar que cada vez me asombra más el hecho de que el grueso de la teología siga resistiéndose a ella, incluso al precio indicado de incurrir no solo en contradicciones lógicas, sino también en duras inconsecuencias religiosas.

De todos modos, es obvio que tal resistencia no obedece a un ca-pricho. Representa el precio de una herencia que no tenía otra sali-da: si el mundo-sin-mal fuese posible, la inevitabilidad objetiva del mal se convertiría en impotencia subjetiva de Dios. Y eso era demasia-do. Pero, por otra parte, confesarle omnipotente y no negar el mal, amenazaba su bondad. Entonces el único remedio era refugiarse en el

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«misterio»19, aunque este no fuese tal, sino una mera contradicción ló-gica generada por el propio discurso.

Y, siendo realistas, hay que reconocer que en tales circunstancias el instinto religioso tenía razón: si entonces no existía otra salida, hicieron bien en agarrarse a ese recurso, pereat logica, dum fides salvetur, «muera la lógica, con tal de que se salve la fe». De hecho, mal que bien, ha fun-cionado hasta la llegada de la Modernidad. Lo malo es que mantenerlo ahora resulta suicida.

De ahí la importancia y la necesidad del rodeo por la «vía larga» de la ponerología. Solo deshaciendo el prejuicio, resulta posible quebrar las consecuencias. El mal no es un problema de Dios, sino de la creatura; no del Ser, sino del ente: simplemente enuncia la irrebasable limitación del mundo. Dado que mundo-sin-mal es una nada, un mero flatus vocis, decir que el mal es inevitable, no merma absolutamente en nada ni la omnipo-tencia ni la bondad divinas. Dios no es ni menos omnipotente ni menos bueno, porque nosotros enunciemos el nonsense de que «no puede» hacer un hierro-de-madera.

3.2. Vía larga de la teodicea: una hermenéutica consecuente

La impagable ventaja del rodeo ponerológico reside en que permite, por fin, una hermenéutica consecuente. Roto el embrujo del «dilema escandaloso», el amor de Dios aparece en toda su fuerza como criterio decisivo de todo el problema: ninguna interpretación que ponga en cuestión ese amor puede ser cristianamente verdadera. El Dios que crea por amor es por esencia el Anti-mal, y todo discurso que no lo sitúe siempre al lado de su creatura, luchando con ella contra los males que la muerden y amenazan, queda a priori denunciado como radicalmente falso.

La aplicación de este criterio se convierte entonces en auténtico re-velador de los numerosos prejuicios que, como auténticos «ídolos» baco-nianos, se han ido acumulando sobre el problema, impidiendo la claridad y distorsionando el sentido. De manera muy breve y meramente insinua-tiva, vale la pena señalar algunos de especial relevancia.

1) Sea el primero la necesidad de eliminar todo vestigio de lógica finalista, para instalar en su lugar la única legítima: la «lógica del a pesar de». A estas alturas la razón resulta obvia: en cuanto se introdu-ce una finalidad —Dios manda, permite o no impide el mal para... la

19. Esto lo pone bien al descubierto la postura de J.-P. Jossua, «¿Repensar a Dios después de Auschwitz?»: Razón y Fe 233 (1996), pp. 65-73, que, tratando de evitar tanto la falta de poder como de bondad en Dios, se refugia en su «incomprensibilidad».

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harmonía del universo, «hacer las almas»20, propiciar la virtud...—, se está reconociendo que era posible lo contrario. Entonces se conjuran todos los demonios, y de nuevo cobran vigor todas las objeciones. Por-que, como bien subrayó Jean nabert21 y muestra cada día la más radical experiencia de la humanidad —que jamás precisa una pregunta previa para comprender la prioridad absoluta de la lucha contra él—, el mal es injustificable.

Solo su carácter inevitable, como límite negativo que necesariamen-te acompaña la creación de lo finito, a pesar de no ser en modo alguno querido, evita que su presencia rompa la legitimidad de la creación. Solo así es posible la difícil coherencia que buscamos. La famosa boutade de Stendhal, afirmando que «la única disculpa de Dios es que no existe», representa una buena confirmación a contrario: aguda frente a una ló-gica finalista, aparece ahora superficial y sin sentido.

2) Más unido a este de lo que a primera vista pudiera parecer, está un segundo ídolo más sutil: el de la existencia de víctimas privilegiadas a causa de una supuesta «elección». ídolo sin contornos precisos y de difícil definición, pero por eso mismo de extendida eficacia, que en la historia se ha dejado sentir en algunas teorizaciones del martirio y que en la actua-lidad se hace presente en lo que pudiéramos llamar una cierta «absoluti-zación del Holocausto»22. Los profetas sabían ya del peligro inherente a la categoría de elección: el de tender a convertirse en privilegio. Porque entonces se reintroduce la lógica finalista. Hasta para el mal: si somos elegidos, ¿por qué nos pasa esto a nosotros? con lo cual, el mal se atri-buye —de nuevo— directamente a Dios, convirtiéndose o en «castigo» o en «abandono» o incluso en «misión». Gran parte de los tratamientos del Holocausto tienen debajo este supuesto; y desde él —pero solo desde él— se hace lógica la terrible pregunta: ¿se puede orar —o filosofar— después de Auschwitz?

20. Aludo a la expresión que, tomada de John Keats (the vale of Soul-making), usa J. Hick, introduciendo elementos finalísticos que debilitan la consecuencia de su postura, en aspectos semejantes a la aquí propuesta (Evil and the God of Love, Londres, 21978). cf. las objeciones de B. L. Whitney, What are they saying about God and evil?, nueva York, 1989, pp. 42-46. 21. J. nabert, Essai sur le mal, París, 1958 (algo que siempre recuerda con énfasis P. Ricœur). Dostoievski y camus tenían razón: bastaría el sufrimiento de un niño, si fuese evitable, para cuestionar toda la creación. También G. Büchner enfatiza lo mismo: «La más ligera convulsión dolorosa, aunque solo sea la de un átomo, le hace un desgarrón de arriba abajo a la creación» (La muerte de Danton, en Obras completas, Madrid, 1992, p. 112). 22. Debate presente no solo en la filosofía (cf. el «debate de los historiadores» entre E. nolte y J. Habermas) sino también en la teología: cf., a propósito del libro de n. Fin-Fin-kelstein, L’industrie de l’Holocauste, París, 2000, los trabajos de T. Todorov y T. Sgev en Le Monde Diplomatique, ed. española, abril 2001, pp. 10-11. Acentúan la singularidad J. B. Metz. y E. Wiesel, Esperar a pesar de todo, Madrid, 1996, así como R. Mate en el pró-logo que antepone (p. 14).

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Ya se comprende que esta reflexión no trata de restar una jota al horror del Holocausto, sino de introducirlo en la única y verdadera uni-versalidad: la de las víctimas. Holocausto es allí donde es el mal: lo mismo en Auschwitz que en Siberia, lo mismo en los esclavos de África que en los indios de América, lo mismo en Hiroshima que en el congo o en chechenia, lo mismo en los pobres de Yahvé que en los desposeídos de América Latina. Pues, para serlo, la víctima no necesita otro título ni otra credencial que ella misma; por eso, como acerca del «rostro» nos ha enseñado Lévinas, para ponerse de su lado sobran las preguntas y serían obscenas las condiciones.

De otro modo se corren dos peligros que pueden acabar volvién-dose contra todos. En primer lugar, se rompe la universalidad, pues, al distinguir entre víctimas y víctimas, se crean inevitablemente las infra-víctimas, que pueden acabar haciéndose invisibles. Es lo que demasia-das veces ha sucedido con los gitanos, los homosexuales y los deficientes del Holocausto, y puede seguir sucediendo con todas las que se hallan en las distintas periferias, sin voz propia ni valedores competentes: ha-blando de América Latina, no hace falta recordarlo, y África puede en muchos aspectos ser otro ejemplo23.

3) El otro peligro representa a su vez un tercer ídolo, acaso menos grave, pero teológicamente perverso: el de hacer a las víctimas mejores que Dios. Serían aquellas que, creyéndose a la vez elegidas y castigadas, «besan el bastón que las golpea», permaneciendo fieles a la alianza a pe-sar de Dios y aun contra Dios24. Un recurso desesperado que, nacido de ciertas narraciones hasídicas, ha contagiado también algunas teologías

23. E. Dussel cuenta que, después de reconocer a un taxista judío como «víctima» de los nazis, se encuentra al día siguiente con un palestino que le dice: «¡nosotros so-mos los judíos de Israel!» (Ética de la liberación en la edad de la globalización y la exclu-sión, Madrid, 72011, p. 394, nota 286). Personalmente hice notar hace ya tiempo que esto vale incluso para la revelación, indicando, a propósito de la obra de F. Mussner, Tratado sobre los judíos, Salamanca, 1983, que a la postura teológica en este punto «se-guramente no es ajena [...] una cierta ‘mala conciencia’ cristiana —y alemana— por la contribución a la injusta historia del judaísmo. Pero no parece el mejor camino buscar la salida en nuevas formas de un cierto particularismo; mejor buscar juntos un nuevo y auténtico universalismo, que, acogiendo por igual a todos, haga imposibles nuevas discri-minaciones. Únicamente la igualdad fraternal entre todos puede librarlos de los peligros de ser excluidos o excluyentes» (Repensar la revelación, cit., pp. 337-338, nota 29). 24. Es, por ejemplo, el caso novelesco del rabino de Varsovia, Yissek Rackover, que tomando el terror nazi como «castigo de Dios», le dice: «¡Tú lo has hecho todo para que yo no crea en ti! Pero yo muero exactamente como he vivido: en una fe inquebranta-ble en ti». Tomo la cita de J. M. R. Tillard, «nosaltres, som els darrers cristians?»: Qües-tions de Vida Cristiana 190 (1998), pp. 9-21, que no solo la repite a lo largo del texto, sino que se la apropia como cierre final de su, por otra parte, lúcida y excelente reflexión: «creeré siempre en ti, a pesar de ti». no es casual que Jossua, en el artículo citado, lo traiga a colación a propósito del problema del mal.

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cristianas. Seguramente generoso en su intención, es un ídolo perverso, incluso aplicado a cristo y a su fidelidad25. Perverso, no por malicioso26 ni porque le haga daño a Dios, sino porque se lo puede hacer, y defini-tivo, a las víctimas. Sin pretenderlo, al convertir a Dios en causa de su mal, les roba la única esperanza verdadera de salvación.

4) Señalemos todavía un último ídolo: el de cerrar la revelación antes de tiempo o, dicho de otra manera, el de darle a Job la última pa-labra. El misterio del mal es muy profundo, y más profundo es todavía el abismo del amor de Dios: toda la historia es poca para sondearlos. La teología del libro de Job representa una etapa decisiva, y en muchos aspectos Job sigue siendo «nuestro contemporáneo»27. Pero, sin negar la grandeza de ese libro magnífico, lo que nos hace cristianos es justa-mente creer que la última y definitiva luz históricamente posible nos ha llegado en la cruz y la resurrección de cristo28.

4. La cruZ: dura cátedra de La úLtima Lección

Seguramente en la denuncia de esos «ídolos» estaba ya operando el im-pacto de la cruz, pues no en vano vivimos en su Wirkungsgeschichte, en la eficacia de su influjo histórico. Pero, a su vez, ellos son los que permiten captarla en su verdadero sentido, liberándola de esa turpissima theologia crucis que la encubrió hasta lo incomprensible y aun hasta lo teológicamente blasfemo. En efecto, al interpretar el crimen del calvario como «un acontecimiento entre Dios y Dios»29, pervierte radicalmente

25. Incluso un teólogo como Metz, que con razón se defiende contra todas las es-peculaciones gnostizantes en este terreno («Un hablar de Dios sensible a la teodicea», en El clamor de la tierra, cit., pp. 19-23), puede cometer un lapsus al respecto: «El clamor de Jesús en la cruz es el clamor de aquel que había sido abandonado por Dios, pero que jamás había abandonado a Dios» (ibid., p. 25). 26. Aunque aquí el cuidado debe ser exquisito y jamás sobra la vigilancia. Man-teniendo el presupuesto de que Dios «podría, pero no quiere», no faltan autores que sacan explícitamente la consecuencia de que el hombre es mejor que Dios. Lo hacen nada menos que Jung y Bloch. «Job quedó a mayor altura moral que Yahvé» (c. G. Jung, Res-puesta a Job [1952], en Obra completa, vol. 11, Madrid, 2008, pp. 373 ss.). «Un hombre puede ser mejor, portarse mejor que su Dios» (Atheismus im Christentum. Zur Religion des Exodus und des Reiches, Rowohlt, Hamburgo, 1970, p. 106). 27. cf. G. Langenhorst, Hiob unser Zeitgenosse, Maguncia, 1994. 28. En una concepción atenta a la historicidad de la revelación, esto debiera, a mi parecer, estar por encima de toda discusión: cf. las informaciones, las consideraciones y las dudas al respecto en W. Oellmüller, «no callar sobre el sufrimiento», en El clamor de la tierra, cit., pp. 90-93; también J. R. Busto, El sufrimiento. ¿Roca del ateísmo o ámbito de la revelación divina?, Madrid, 1988, pp. 22-23; y J. Vermeylen, Job, ses amis et son Dieu, Leiden, 1986, y El Dios de la promesa y el Dios de la Alianza, Santander, 1990, pp. 219-222, 265-267, 309-310. 29. Aludo a J. Moltmann, El Dios crucificado, Salamanca, 1975, p. 216, como síntoma de un síndrome más amplio: cf. B. Sesboüé, Jesucristo, el único Mediador, Salamanca, 1990,

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su sentido, porque sin pretenderlo convierte en verdugo al Padre que por amor tiene que soportar que le maten a su Hijo. Esa interpretación transforma su amor en «ira», y hace de un brutal asesinato humano un inmisericorde «castigo» divino. Esto debiera precaver incluso contra el enorme peligro de contaminación que alcanza a expresiones «tradicio-nales» acerca del silencio de Dios, de su lejanía o abandono en la cruz, usadas con demasiada facilidad, incluso en teologías que ya han abando-nado esa concepción y protestan contra ella30.

Bien sé que estas expresiones por mi parte son demasiado brutales y, sobre todo, resultan profundamente injustas con la intención y aun con la pasión religiosa de esa teología. Pero es preciso pronunciarlas con cla-ridad, para dejar al descubierto lo perverso de su lógica objetiva. En este sentido, nunca valoraremos bastante el realismo de las nuevas cristologías que, con su proceder «desde abajo», nos devolvieron a la verdad más elemental: la de ver a Jesús como víctima.

Víctima histórica y concreta, golpeada por el mismo mal que, en sus diversas formas, nos acosa a todos. Por eso precisamente su destino ilumina nuestras vidas como acabó iluminando la suya. Por eso puede suscitar las diversas formas de teología política y de la liberación31. Por eso, en definitiva, nos atrevemos a decir que en la cruz culmina el proce-so histórico de la revelación sobre el mal.

Enrique Dussel32 desde la filosofía y Jon Sobrino33 desde la teología han insistido, con razón, en que es preciso pensar no solo sobre las vícti-mas, sino desde las mismas víctimas, desde su perspectiva y su posición. Teniéndolo en cuenta, creo que teológicamente debemos hablar de la cruz como el lugar de la «última lección» de Jesús, en sentido activo y pasivo. Es decir, lección para él, y por eso también para nosotros34.

pp. 78-94, ofrece una buena antología de las enormidades que a lo largo de los últimos siglos se han dicho al respecto; el mismo autor titula el apartado: «Un florilegio sombrío». 30. Acudimos una vez más, por sintomática, a la obra El clamor de la tierra, cf. lo que se dice en las pp. 25, 69-70, 77 (que abarcan a los tres autores). 31. La teología feminista retoma desde su perspectiva esta visión crítica, denunciando los sufrimientos añadidos que aquella mala teología causó a las mujeres (lo que explica ciertas exageraciones) y tratando de hacer valer sus cualidades liberadoras: cf. un buen pa-norama en E. Schüssler Fiorenza, Cristología feminista crítica, Madrid, 2000, pp. 141-182. 32. Ética de la liberación, cit., p. 332. En nota indica que ahí se ha realizado incluso un cambio en su ética. «Debo confesar que la diferencia entre mi Ética de los 70s [...] y la actual, es exactamente esta ‘perspectiva’; es decir, deseo detenerme en la ‘posición’ de la víctima primeramente, para solo posteriormente describir las ‘reacciones’ desde la ‘perspectiva’ del científico, filósofo o experto ‘comprometido prácticamente’ en la lucha de las víctimas» (p. 392, nota 241). 33. Ya desde el mismo título: La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas, Ma-drid, 32007. 34. De estas ideas me ocupo más ampliamente en Repensar la resurrección, cit.

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Para él, ante todo. Sin duda resulta forzada la hipótesis de Albert Schweitzer, cuando afirma que Jesús subió a Jerusalén para «forzar» el cumplimiento de su destino por parte de Dios35; y ni siquiera es segu-ro que, como entre otros dice Günther Bornkam, subiese para buscar «la decisión definitiva»36. Pero es cierto que toda la mentalidad bíblica, empezando por los Salmos, estaba empapada de la concepción que en el último momento esperaba la ayuda de Dios en forma de intervenciones históricas a favor de los justos. Que no llegase ninguna en el calvario, tuvo que ser el gran desconcierto de Jesús. Por algo Mateo se atreve a poner en su boca la angustiada invocación del salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado» (Mt 27, 46).

Lo admirable fue que su profunda experiencia del Abbá como amor incondicional lo llevase a intuir de alguna manera la verdad definitiva: Jesús confió en que a pesar de todo Dios estaba con él: que, aunque la eli-minación empírica de ese mal concreto no fuese posible dentro de la his-toria, eso no significaba abandono y menos, maldición37. Lucas lo expre-sa, poniendo en su boca las palabras reveladoras: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Y la epístola a los Hebreos no se recata en calificar eso de duro y real aprendizaje: «con gritos y lágrimas» (cf. Hebr 5, 7-9).

Lección también para los discípulos. Para Jesús fue aprendizaje final y en tránsito, que terminó ya en la gloria de la otra orilla, haciéndose clari-dad definitiva al encontrarse resucitado en los brazos del Padre. Para ellos quedó como siembra, que tenía que desplegar su fruto en el tiempo de la historia. Proceso difícil, al que contribuyeron la luz que llegaba del Anti-guo Testamento con la idea de resurrección recién conquistada, y sobre todo, la nueva claridad que emanaba de la vida de Jesús, con su bondad vuelta al pobre y al sufriente, con la autoridad de su palabra, y finalmente con la «experiencia de contraste» de su muerte vista ya como martirio: eso no podía ser lo último, pues Dios no podía consentir que su Justo «viese la corrupción» (Hch 2, 31).

Un camino complejo que cristalizó en las vivencias individuales y co-munitarias de una nueva presencia de Jesús, que, arrancado por Dios del

35. Ya en su obra Das Messianitäts- und Leidensgeheimnis. Eine Skizze des Lebens Jesu [1901], Tubinga, 31956 (trad. cast.: El secreto histórico de la vida de Jesús, Buenos Aires, 1967). cf. una amplia discusión en H. Groos, Albert Schweitzer. Größe und Grenzen. Eine kritische Würdigung des Forschers und Denkers, Múnich/Basilea, 1974, pp. 223-233. 36. Jesus von Nazareth, Kohlhammer, 91971, p. 143; cf. todo el cap. 7, pp. 141-154. Estudia bien toda esta cuestión H. Schürmann, ¿Cómo entendió y vivió Jesús su muerte?, Salamanca, 1982, pp. 41-49, con la bibliografía fundamental. 37. Recuérdese: «Maldito el que cuelga del madero» (Dt 21, 23; Gál 3, 13), aunque no conviene exagerar el alcance de esta frase, pues frente a ella está también la percepción de los que mueren crucificados como mártires.

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poder de la muerte, fue reconocido como vivo en persona y como el que los animaba a continuar su misión. Es lo que, en un proceso ya indescifra-ble en sus detalles, permitió formular la idea cristiana de la resurrección, que, culminando la tradición anterior, desencadenó la nueva y definitiva comprensión del modo de estar presente Dios en nuestra historia. Por tanto, poniendo también los cimientos de la nueva visión de su relación con el mal y sus víctimas.

5. La resurrección: presencia saLvadora de dios en eL maL humano

Sacar las consecuencias no era fácil. Pero, lentamente y con restos de la antigua visión nunca del todo superados, fue emergiendo la com-prensión definitiva. Sucedió más en la experiencia concreta que en la reflexión explícita, a causa, justamente, de la riqueza que en aquella se encerraba.

Pero allí estaba el dato irrefutable: en cuanto proceso sometido a leyes históricas, la crucifixión —el mal— no podía ser evitada. Fue lo que se reflejó en la famosa palabra griega de los Evangelios: el dei, el «es necesario», entonces todavía demasiado traducido en las categorías «mi-tológicas» (permítaseme usar la expresión sin mayores explicaciones) de un designio divino38. Pero esa necesidad, vista desde el destino de Jesús, ya no significaba un abandono por parte de Dios, sino que aparecía como el único modo posible de su presencia. Presencia no ya intervencionista y empíricamente victoriosa como todavía se interpretaba en la primera Pascua, donde se creía que Dios endureció el corazón del Faraón, mató a los primogénitos egipcios y hundió en el mar a sus ejércitos. Ahora se comprendía su diferencia: real, pero no intervencionista; amorosa, pero sin poder asegurar el triunfo dentro de la historia.

Más todavía, gracias a Jesús, la resurrección, al ser reconocida como ya plena y presente, aparece en toda su hondura como respuesta de Dios al problema del mal. Ella ponía al descubierto de manera definitiva el verdadero carácter, a la vez real y trascendente, de la acción divina. Por ser trascendente, la resurrección no interfiere en las leyes de la historia: por eso, ni pone fin al mundo ni tiene que esperar a realizarse —de modo empírico— en un reino milenarista. Pero es plena y real, porque verdaderamente rescata del mal a Jesús, elevándolo a su realización aca-bada y gloriosa: a él en persona, y ya ahora. Por eso la resurrección se

38. Lo mismo sucede con otros «restos», que los evangelistas ponen tanto en boca de Jesús —«más de doce legiones de ángeles» podría enviar el Padre (Mt 26, 53)— como de sus adversarios: «confía en Dios, pues que lo salve ahora» (Mt 27, 43).

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convierte en foco retrospectivo que arroja una nueva luz no solo sobre la presencia divina en la vida del crucificado, sino también en todos los crucificados en la historia de la humanidad. Las consecuencias son decisivas.

En primer lugar, paradójicamente, la acción salvadora de Dios se re-vela como la máxima posible en las condiciones de la historia. Porque ya no es solo la del Dios misterioso de Job, a quien le cierra la boca y des-legitima su protesta, pero dejándolo oscuramente remitido —y someti-do— al abismo incomprensible de la grandeza y el poder divino, que si-gue siendo visto como el que da «la muerte y la vida» (1 Sam 2, 6). Ahora es la presencia del Abbá de Jesús, que nos permite ya estar seguros de que su grandeza es solo amor y que su poder consiste solo en ayudar; de suerte que de él solo puede venirnos la vida. Jesús todavía pudo du-darlo inicialmente en la cruz, necesitando toda su confianza para supe-rar la angustia y el desconcierto. Pero, gracias a él, nosotros estamos en mejores condiciones: ya no tenemos derecho a poner en duda que detrás del mal no se esconde un dios que abandona, calla o se desentiende, sino un Abbá, que está volcado en nosotros con toda la fuerza y la actividad de su amor compasivo y liberador39.

En segundo lugar, se ilumina de manera definitiva lo que estaba ya presente, pero no bien reconocido, en toda la historia santa. La muerte-resurrección de Jesús hizo posible «romper el velo» (Mc 15, 38 par) de los prejuicios objetivantes y mitológicos con que el espíritu humano tiende a cubrir la acción divina: la acción de Aquel que, creándonos y sustentándo-nos por amor, se mostró en la fundación misma del Antiguo Testamento como el que se compadece de «la aflicción de su pueblo» (Éx 3, 7), y que, con Jesús, se mostró preocupado con cuidado amoroso de todo —has-ta de «un cabello de nuestra cabeza» (Lc 21, 18)— y de todos, principal-mente de los heridos por el mal —«bienaventurados los pobres»—, sin que ni siquiera los malos y los injustos queden excluidos (cf. Mt 5, 45). Es el Dios que está siempre con nosotros, pues «no cesa nunca de trabajar» (Jn 5, 17), haciendo todo lo posible por romper el poder del mal. com-prendemos así que, si este no resulta vencido en todas sus manifestacio-nes, no es porque Dios no quiera hacer más, sino porque en las condicio-nes de la historia eso no es posible, igual que no fue posible librar a Jesús del cáliz de la pasión.

En tercer lugar, esto implica una inversión radical de las perspecti-vas. De repente se hace claro lo que debía serlo desde el principio: que

39. En este sentido, E. Wiesel tiene más razón que muchos teólogos, cuando afirma que tal vez los cristianos no puedan entender «la rebelión contra Dios»... aunque sea por razones justamente contrarias a las que él aduce (J. B. Metz y E. Wiesel, Esperar a pesar de todo, cit., p. 101).

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es Dios y no nosotros el primer empeñado en la lucha contra el mal, y que por eso es él quien está continua e incansablemente solicitando nuestra colaboración. Solo el oscurecimiento objetivante de nuestra mi-rada ha podido impedir ver lo evidente: un dios que se manifiesta com-padeciéndose del mal de un pueblo oprimido, y solicita la colaboración de Moisés; que después, sobre todo a través de los profetas, no se cansa de repetir la misma solicitud; que finalmente, con Jesús, lo resume todo en el único encargo del amor: un amor nada ideal, sino tan concreto como la lucha contra el hambre, la cárcel o la desnudez.

Esta inversión de perspectivas resulta de consecuencias tan radicales y trascendentes, que cada vez estoy más convencido de que el intentar sacarlas, constituye una de las tareas más decisivas y urgentes de una teología que quiera ser verdaderamente actual.

El caso del mal es un ejemplo, y en otros lugares he tratado de mos-trar que no lo es menos el de la oración de petición, tan inmediatamente relacionada con él. Ante el mal del mundo seguir repitiéndole a Dios que «escuche y tenga piedad», significa objetivamente una perversión de las relaciones: a Aquel que está suscitando en nosotros la compasión por el prójimo, pretendemos «recordársela»; a Aquel que está convocándo-nos sin descanso a que colaboremos con él contra el dolor de sus hijos e hijas, intentamos convencerle para que «sea compasivo»40. (Psicoana-líticamente valdría la pena analizar el lenguaje empleado, en busca de una posible relación oculta entre la sumisión excesiva —«escucha y ten piedad»: a nadie se le habla hoy así— y la acusación velada: si las cosas no cambian, Dios es el culpable).

Pero no es este al camino que debe seguir ahora la reflexión.

6. poneroLogía y resurrección: esperanZa práxica contra resignación y utopía

Esta conciencia realista y consecuente de Dios como el que, siendo el primer y máximo interesado, nos invita a colaborar con él en la lucha contra el mal, pide y funda su realización en la praxis. no se puede creer en Dios como liberador y Anti-mal sin implicarse en su lucha contra la opresión y el sufrimiento. La ponerología permitía escapar a la contra-dicción teórica; la resurrección nos libra de la desesperación práctica.

40. cf. más ampliamente A. Torres Queiruga, «Más allá de la oración de petición»: Iglesia Viva 152 (1991), pp. 157-193; con algunas variaciones: «A oración de petición: de convencer a deixarse convencer»: Encrucillada 83/17 (1993), pp. 239-254, y en el libro Recupera-la creación. Por unha relixión humanizadora, Vigo, 1996 (trad. cast.: Recuperar la creación. Por una religión humanizadora, Santander, 21998, c. 6, pp. 247-294; «La oración: más allá de la petición»: Concilium 42/314 [2006], pp. 73-86).

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Porque ahora comprendemos que la imposibilidad filosófica de la victoria total, debida a la finitud, se abre sobre una posibilidad insospechada, que se inicia ya en la historia y que más allá de ella se desplegará en toda su gloria y plenitud. Es el misterio —ahora, sí, misterio estricto, para toda la teología— de la salvación plena como triunfo incluso sobre la muerte.

(Lo cual obligaría a mostrar —pero ¡ya dentro de la pistodicea cris-tiana!— que esta «imposible posibilidad» no es contradictoria. no cabe una demostración directa, pero no es imposible mostrar indicios que apuntan en esa dirección: el carácter específico de la finitud humana, que ya en Tomás de Aquino cabe calificar de «infinitud finita» (endliche Unendlichkeit)41; el poder del amor, que, según Hegel, hace que mi esen-cia esté en el otro42; y la misteriosa «identificación» con Dios que se nos da en una comunión tan plena, que, según san Juan de la cruz, hace a Dios tan nuestro como nosotros somos suyos43. Pero no es este el camino que interesa ahora)44.

Aunque sea en modo meramente indicativo, conviene mostrar la enormidad de lo implicado en esta dialéctica que cabría calificar de rea-lismo trascendente. Realismo, porque, aceptando las conclusiones de la ponerología, no desconoce la dureza de la historia ni disminuye en un ápice la común responsabilidad humana. Pero trascendente, porque la resurrección, sin interferir en el funcionamiento autónomo del mundo y sus leyes, muestra que la vida humana no se reduce a ellas. Por eso este carácter, que marca su grandeza, es también el que impide una veri-

41. cf. B. Welte, Über das Böse. Eine theologische Untersuchung, Friburgo/Basilea/Viena, 1959, pp. 15-17. 42. «El amor es la conciencia y sentimiento de la identidad de estos dos, de existir fuera de mí y en el otro: yo no poseo mi autoconciencia en mí, sino en el otro; pero este otro [...] no tiene su autoconciencia sino en mí» (Filosofía de la Religión II, Madrid, 1987, p. 192). cf. Escritos de juventud, México, 1978, pp. 261-266, 274-278, 335-338, etc.; Vor-lesungen über die Ästhetik II, pp. 154-159, 182-190, que es donde amplía más tales ideas. 43. «... porque, estando ella [el alma] aquí una misma cosa con él, en cierta manera es ella Dios por participación, que, aunque no tan perfectamente como en la otra vida, es, como dijimos, como sombra de Dios. Y a este talle, siendo ella por medio de esa sustancial transformación sombra de Dios, hace ella en Dios por Dios lo que él hace en ella por sí mismo al modo que [él] lo hace, porque la voluntad de los dos es una, y así, la operación de Dios y de ella es una. De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa volun-tad, así también ella, teniendo la voluntad tanto más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios, y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo, y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo, y que, como cosa suya, le puede dar y comunicar a quien ella quisiere de voluntad; y así, dale a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella; en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de él recibe» (Llama de amor viva, canción III, 78: Vida y obras completas, Madrid, 51964, pp. 913-914). 44. cf. los desarrollos en los trabajos sobre el mal antes indicados.

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ficación inmediata. Esta solo puede rastrearse de modo indirecto en sus efectos sobre la vida histórica. El desafío para los cristianos y las cristia-nas radica, justamente, en demostrarlo en la coherencia de la fe y la efica-cia de la praxis. La resurrección, liberada en Jesús de su estrechamiento apocalíptico, asegura esa posibilidad en dos dimensiones fundamentales.

En primer lugar, permite proclamar, sin caer en el cinismo, la dig-nidad de las víctimas y su triunfo definitivo. El destino de Jesús impide reducir la acción de Dios a la caricatura apologética de un «premio» tras el final de la vida; antes bien, la muestra presente ya ahora, cuanto es posible en la historia, y asegura en cualquier caso su rescate y plenitud final. Por eso Jesús pudo llamar «bienaventuradas» a las víctimas del mal, pues es cierto que Dios está al lado de ellas y que, por lo mismo, su vida —tomada en toda la hondura e integridad— está salvada en sus manos: de ellas es/será el Reino.

La más honda nostalgia de la Escuela de Fráncfort —que el verdugo no triunfe sobre la víctima— aparece así cumplida, sin por ello caer en la heteronomía de un Dios que suprimiese nuestra responsabilidad his-tórica45. Al apoyarla desde su trascendencia, la funda sin sustituirla y la convoca sin alienarla: llama y hace posible socorrer al herido al borde del camino; pero su acción solo se hace eficaz en la responsabilidad libre del samaritano que la acoge y la prolonga.

En segundo lugar, la fe en la resurrección funda y promueve el rea-lismo histórico de una esperanza práxica, que se mueve entre los dos ma-yores escollos que amenazan la verdadera eficacia de todo compromiso contra el mal: la utopía y la desesperación.

no cae en la utopía46, porque la resurrección no asegura la desapari-ción de la cruz ni siquiera la victoria histórica sobre ella. Lo que la pone-rología mostraba por vía metafísica, ella lo mostró por la vía concreta de los hechos. no promete, como todavía soñaban muchos apocalípticos, el paraíso en la tierra, ni ahora ni en ningún «milenio», sea de sociedad sin clases, o incluso de una «comunidad ideal de comunicación». Las ilu-

45. Una buena síntesis de esta problemática, con la bibliografía fundamental, puede verse en J. J. Sánchez, «Religión como resistencia y solidaridad en el pensamiento tardío de Max Horkheimer», que antepone como Introducción a su edición de M. Horkheimer, Anhelo de justicia. Teoría crítica y religión, Madrid, 2000, pp. 11-48. 46. Ya se comprende que estoy dando un significado muy concreto a la palabra «uto-pía»: el de afirmación de la posibilidad del paraíso-en-la-tierra y la consecuente decisión totalitaria de realizarla a cualquier costo. caben otros usos terminológicos, como el de J. B. Libánio, «Esperanza, utopía, resurrección», en I. Ellacuría y J. Sobrino (eds.), Con-ceptos fundamentales de la teología de la liberación II, Madrid, 1990, pp. 495-510, que, jugando con las etimologías (u-topía, no lugar; eu-topía, buen lugar), aprovecha su posible sentido positivo, pero denunciando el mal uso, «que conduce al totalitarismo, como de-mostraron el nazismo y el estalinismo» (p. 504). como la coincidencia de fondo es total, baste esta mera indicación terminológica.

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siones de victoria total dentro de la historia —en los últimos tiempos tuvimos que saborearlo hasta la saciedad y el horror— acaban llevando a Auschwitz o al gulag; y, como señala Metz, la misma «comunidad ideal» pasa con demasiada facilidad sobre el dolor de las víctimas47.

Pero no por eso cae en la desesperación. Porque la resurrección, al mostrar que la realidad en su entero destino está envuelta por un Amor absoluto más poderoso que el mal, le quita a este la última palabra. no niega su terrible fuerza histórica, pero no lo reconoce como absoluto. Más aún, sabe que, en definitiva, ya está vencido, pues ni siquiera su bastión en apariencia irreductible, la muerte —el «enemigo último» (1 cor 15, 26)—, puede con nuestra vida. Por eso es posible la espe-ranza. Una esperanza que sabe por fin que nada existe que la obligue a rendirse o resignarse, pues a la experiencia histórica de los pequeños triunfos sobre el mal, suma la promesa firme de la victoria final.

De suerte que, contra lo que tantas veces se le ha reprochado, y aun sin ne-gar que en demasiadas ocasiones ha dado lugar para ello, lejos de desactivar la lucha histórica, la esperanza cristiana le insufla el aliento y el coraje defi-nitivos, pues confiere a cada victoria, por pequeña que sea, una importancia infinita. Puesto que las conquistas sobre el mal no acaban con la muerte, ni siquiera un vaso de agua o una palabra amable quedan sin una repercusión literalmente eterna. El Vaticano II supo expresarlo bien: «la esperanza es-catológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio» (GS 21).

Al iniciar esta reflexión, decía que en nuestro tiempo el problema del mal sitúa el cristianismo ante un desafío de enorme radicalidad, puesto que le pide expresar la fe de siempre en una situación con desafíos in-éditos. Tomarlo en serio significa una tarea interminable, que solo cabe afrontar en común. comprendo que estas reflexiones, atentas sobre todo al «trabajo del concepto», pueden parecer demasiado frías ante ese terri-ble «paisaje de gritos y gemidos»48 que ensombrece nuestra vida. Pero si han contribuido a reforzar en algún punto la coherencia de la esperan-za cristiana, tal vez ayuden a percibir lo esencial: que en ese panorama tantas veces desolado habita el amor de un Dios que pone su gloria en acompañar con ternura incansable a todos los crucificados y crucificadas de la Tierra, y que empeña su poder en rescatar a todas las víctimas de la historia. Ahora solo podemos percibirlo «en espejo y en enigma»; pero el destino de Jesús nos asegura que un día será clara y gloriosa bienaventu-ranza para todas las personas. Empezando por las últimas.

47. J. B. Metz y E. Wiesel, Esperar a pesar de todo, cit., pp. 41-43. 48. J. B. Metz, en J. B. Metz y T. R. Peters, Pasión de Dios. La existencia de órdenes religiosas hoy, Barcelona, 1992, p. 25, que atribuye la expresión a nelly Sachs.

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MÁS ALLÁ DE LA ORAcIÓn DE PETIcIÓn

1. introducción necesaria

1.1. El problema y la intención

Ante una exposición del tema de la oración de petición se producen dos reacciones. Por un lado, cuando se expone la visión del Dios cristiano como amor entregado sin reservas, que no quiere ni permite el mal, apa-rece siempre alguien que concluye: entonces no es necesario pedirle nada a Dios, puesto que nos lo está dando todo. Por el otro lado, la reacción es opuesta cuando el tema es presentado por sí mismo de modo aislado: entonces decir que no se cree necesaria la oración de petición suscita irri-tación o agresividad. Puede tomar la dirección personal del que se siente cuestionado y aun agredido en algo muy íntimo, o la doctrinal del que cree amenazado el núcleo de la experiencia cristiana o de la misma fe en Dios.

Ante la reacción doctrinal, el diálogo va a resultar muy difícil, si no imposible. Se da por supuesto que se sabe ya lo que piensa y quiere decir exactamente quien hace esa afirmación y se supone también que parte de las objeciones típicas contra la oración: que Dios es inmutable, que no se interesa por nosotros, que las leyes físicas... En la reacción perso-nal, se piensa que está descalificando la conducta de los que piden y que cuestiona tanto la tradición como las claras afirmaciones de la Biblia al respecto. De ahí que la reacción global sea defender la doctrina objetiva y preservar la propia vida religiosa. Pero se comprende también que ni los motivos son estos ni esa la intención.

Ante todo se trata de una postura teológica. Sus motivos nacen jus-tamente de la reflexión sobre la experiencia del Dios de Jesús y tratan de asegurar su coherencia. Lo que importa es acoger a Dios tal como él se nos revela y preservar la originalidad de su amor, aunque esto suponga

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romper evidencias y quebrar rutinas psicológicas. Por eso, aunque de en-trada pueda parecer que se dice lo mismo que en las típicas objeciones «fi-losóficas», en realidad, acerca de lo fundamental se dice todo lo contrario.

Es obvio que no se trata de «juzgar» conductas ni menos de «desca-lificarlas». Lo único que se busca es afinar la experiencia de la oración y ayudar a una más rica e intensa vida religiosa, conservar lo mejor de lo anterior y enriquecerlo. En este sentido, cuestionar la «oración de peti-ción» quiere ser solo un medio de proteger y fomentar la «oración» como tal, de la que aquella es solo una modalidad muy concreta. no se trata de orar menos, sino más y mejor.

En ningún momento se pretende tampoco negar los valores reales ni los méritos históricos de la oración de petición. Ha dejado monu-mentos admirables de piedad personal y colectiva, y sigue siendo ve-hículo de hondas experiencias religiosas. Quizá ha llegado la hora de mejorar el vehículo, conservando sus valores y evitando las disfunciones que creemos haber descubierto.

1.2. Un cambio necesario

Los hombres y mujeres actuales no somos mejores o superiores que nues-tros antepasados, sino que estamos en un momento histórico distinto, de un cambio cultural profundo. Y esto no es una opción voluntaria: es algo que está ahí y nos desafía.

Empezando por una constatación prácticamente universal en la vida misma de los creyentes cuando ha alcanzado intensidad y madurez: la oración de petición, por un lado, reduce cada vez más su espacio, pa-sando de las necesidades «materiales» a las «espirituales»; y, por otro, va cediendo ante otras modalidades: acogida, alabanza, acción de gracias, comunión y comunicación profunda... En segundo lugar, está el hecho de una creciente crítica filosófica, que se agudizó en la Modernidad, pero que venía ya desde muy antiguo.

Que nuestra reflexión quiera ser teológica, con motivos y conclusio-nes diferentes de los de la crítica filosófica, no significa que la deje de lado sin más. Una teología de la oración que no deje cuestionar su coherencia por la crítica filosófica y no aproveche la riqueza de sus razones, se em-pobrece a sí misma y acaba generando una «mala conciencia» a base de justificaciones artificiosas y forzadas, fatales para la misma fe.

Que se produzca una cierta resistencia instintiva, no debe extra-ñar. Sucede cuando hay un cambio de paradigma: aparecen resistencias espontáneas; mucho más, cuando se tocan resortes emotivos y vitales muy profundos, como en la oración. Se acude a remiendos que modifican para no cambiar. Así se calma la angustia, pero se retrasa la solución. Una de las responsabilidades más urgentes y fundamentales de la fe

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radica hoy justamente en actualizar su comprensión, haciéndola signifi-cativa y vivible para los hombres y mujeres de nuestro tiempo y cultura.

1.3. El proceso expositivo

En este caso tiene importancia el curso concreto de la exposición. ca-ben varias posibilidades. La primera podría consistir en empezar por el testimonio bíblico. En el otro extremo, cabría partir de las objeciones modernas contra la oración de petición. no seguiré la segunda, porque plantearía la discusión desde una perspectiva «externa», que deformaría lo más decisivo de mi intención, que se dirige justamente a reflexionar desde la entraña misma de la oración cristiana. Tampoco seguiré la primera, por-que haciéndolo así se da por supuesto que ya sabemos lo que dice la Biblia al respecto, cuando en realidad lo que intentamos es averiguarlo más allá de la superficie literal. Precisamente, uno de los esfuerzos importantes de esta reflexión consistirá en intentar comprender qué significa de fondo la llamada —repetida e innegable— de Jesús a la petición. Lo único que hemos de hacer es interpretarla con el instrumental hermenéutico actual.

En consecuencia, el proceso de exposición intenta ser más orgánico. Parte de lo más central: la figura de Dios que se nos revela en cristo y del tipo de relación —de Dios con nosotros y de nosotros con Dios— que de ella se deriva. Desde este núcleo, leeremos los dichos de Jesús sobre la oración de petición e intentaremos comprenderlos a esa nueva luz: no imponiéndoles un nuevo significado, pero tampoco dando por supuesto que ya conocemos el que deben tener para nosotros hoy.

como paso intermedio, se analizarán también las razones por las que, aun supuesta esa imagen cristiana de Dios, muchas personas siguen opi-nando que la oración de petición representa un modo coherente y adecua-do de relación con él. De paso, y en lo posible, se harán las alusiones im-prescindibles a las objeciones nacidas dentro de la sensibilidad moderna.

2. más aLLá de La petición

2.1. ¿Tiene sentido «pedir» a un Dios que es amor ya siempre entregado?

Del Dios a quien se reza depende el modo como se le reza. Por eso todo innovador religioso y todo maestro espiritual han introducido un modo peculiar de oración. Los mismos discípulos de Jesús le piden que les enseñe a orar «como Juan» enseñó a los suyos (Lc 11, 1).

La pregunta del presente subtítulo quiere marcar desde el comienzo su carácter teológico. Interroga desde la plenitud positiva de Dios y no

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desde las típicas objeciones a las que de ordinario atiende la defensa de la oración de petición. no parte ni de la objeción psicológica del posi-ble egoísmo humano o del intento de manipular a Dios, ni de la ético-sociológica de que sería una dimisión de la propia responsabilidad, ni de la filosófico-teológica de un Dios impersonal o de una total e intangible autonomía humana. Antes bien, mira hacia el Dios cuyo rostro se fue configurando en la larga experiencia bíblica hasta culminar en el Dios de Jesús de nazaret. Ante ese Dios, que es Abbá, es decir, padre y madre que ama sin límite y perdona sin condición, que «cuando todavía éramos pecadores» (Rm 5, 8) nos entregó a su Hijo, que nos lo ha dado todo, y sigue siempre presente y operante en el mundo y en la vida (Jn 5, 17)... ¿tiene sentido la petición?

Se subraya la dirección expresamente teocéntrica de la pregunta: la solución podrá ser más o menos acertada, la intención se dirige a que nuestra oración responda a lo que Dios es y quiere ser para nosotros. La preocupación consiste en respetar del mejor modo posible la irrestricta generosidad de su amor y la exquisita delicadeza de su oferta. En defi-nitiva, se trata de ejercer consciente y respetuosamente nuestra relación de creaturas necesitadas de salvación, acomodándonos al modo en que el Creador realiza su entrega salvadora.

Algo cuya profundidad y trascendencia se confirman en cuanto medi-tamos un poco el trasfondo ontológico implicado en la presentación que de Dios hace la tradición que culmina en Jesús. Desde el Abbá evangélico vemos al creador como el que ha hecho al hombre por amor, y solo por amor (no precisamente «para servir a Dios», expresión que evoca lo que dice el poema babilónico de la creación: Marduk creó al hombre para que los dioses «puedan reposar»). Lo crea y lo sostiene continuamente en el ser, con la única y exclusiva preocupación de hacerlo avanzar, apoyán-dolo en su esfuerzo por una realización lo más plena y humana posible.

Todo nuestro ser está perennemente amasado por su dinamismo amo-roso, que se manifiesta y encarna en el impulso vital, en el deseo del bien, en el ansia de fraternidad y plenitud. Ese impulso, en lo que tiene de empuje hacia la realización personal y social, respeta la libertad humana y se ejerce como ofrecimiento gratuito. Esta libertad, por su parte, es una libertad finita, jamás plenamente dueña de sí misma, continuamente las-trada por la inercia y asediada por el instinto. Dios, que nos ha creado y «sabe de qué masa estamos hechos», se vuelca sobre nosotros, aplicando todo su ser, que «es amor» (1 Jn 4, 8.16), para ayudarnos, potenciarnos y dinamizarnos. De tal suerte que vivir auténticamente es acoger su dina-mismo realizador y salvador, ser es «dejarse ser» por él, actuar es aceptar y decidir es «consentir».

Vivir «desde Dios», ese es el gran descubrimiento de toda experiencia religiosa auténtica. De la cristiana lo es, si cabe, con mayor razón, dado

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su carácter personal e histórico. «nadie puede acercarse a mí si el Padre que me envió no tira de él», dice el Jesús joánico (Jn 6, 44); y «ya no vivo yo, vive en mí cristo» (Gál 2, 20). Ese es, por tanto, el más genuino y definitivo programa de vida: abrirse a Dios, dejarse trabajar por la fuerza salvadora de su gracia. no «conquistarlo», sino dejarse conquistar por él; no «convencerlo», sino dejarnos convencer... no «rogarle», sino dejarnos rogar. ¿no va por ahí la misteriosa y fascinante sugerencia del Apoca-lipsis: «Mira que estoy a la puerta llamando: si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Ap 3, 20)?

Toda oración, para ser auténtica, tiene que insertarse en este movi-miento fundamental. Movimiento en sí obvio —pero a contracorriente del imaginario habitual y de las formulaciones espontáneas que lo ocul-tan y desvían— que aparece en los momentos vivos o en las experiencias más lúcidas e intensas. Entonces se hace patente «la paradoja de la ora-ción», como dice Paul Tillich. comentando Rm 8, 26-27, afirma:

La esencia de la oración es el acto de Dios que está trabajando en nosotros y eleva todo nuestro ser hacia él. El modo como sucede es llamado por Pablo «gemidos». Gemido es una expresión de la flaqueza de nuestra existencia creatural. Solo en términos de gemidos sin palabras podemos acercarnos a Dios, e incluso estos suspiros son su obra en nosotros.

En el fondo, todos lo sabemos o presentimos; por eso toda oración, hecha con espíritu sincero, lo supone y lo busca. Esa es la razón por la que muchos se desconciertan y se sienten ofendidos e irritados cuando se les dice que su oración de petición no es coherente con el Dios revelado en Jesús: ponen el acento en «su oración», en la intención subjetiva con que oran (que es genuina y auténtica); pero no ven que la crítica acentúa el «de petición», es decir, analiza y quiere corregir la estructura objetiva de las fórmulas que expresan (distorsionándola) aquella intención.

Esto será todavía más fácil verlo si ponemos al descubierto el esque-ma imaginativo que subyace a la petición. El «desde Dios» originario está recubierto por imágenes opuestas, de gran fuerza, porque apenas son conscientes y se dan por obvias desde la infancia: no Dios en nosotros y en la realidad, volcado, sustentándonos desde dentro con todo su amor siempre en acto; sino nosotros acá y Dios allá, que nos observa, ins-truye, manda, juzga y nos ayuda enviándonos de vez en cuando algún auxilio... Hay que dirigirse a él, llamarlo para que venga, pedirle que intervenga, acaso ofreciéndole algún don o haciendo algún sacrificio... Honestamente, resulta muy difícil negar que ese es el esquema subya-cente y activo en la mayoría de las oraciones de petición, y que objetiva-mente está implicado en todas. En este «estar objetivamente implicado en todas» vamos a insistir.

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2.2. Los inconvenientes de la oración de petición

La presente insistencia no obedece a un capricho gramatical o a un eli-tismo teológico. Se trata de algo mucho más grave. no solo del «honor» de Dios, del respeto que nos merece su imagen y de la exquisita fidelidad con que debemos intentar acoger el modo de su presencia amorosa. La estructura objetiva de las palabras tiene por sí misma un influjo grave, más allá de la voluntad de quien las pronuncia. Este influjo puede ser paliado pero no eliminado a fuerza de intención subjetiva.

Pedir algo a alguien implica dos supuestos fundamentales: informar-le —caso de que no lo sepa— de una necesidad o deseo y tratar de con-vencerlo para que actúe (lo cual implica también que se piensa que puede hacerlo). En el caso de Dios, es obvio que el primer supuesto carece de objeto: lo conoce todo. El peso cae en el segundo supuesto: lograr que Dios se decida a hacer algo porque nosotros se lo pedimos.

Para avanzar, pongamos un ejemplo acaso un poco brutal, pero que puede escucharse cualquier domingo en cualquier iglesia: «Para que en Etiopía no pasen hambre, roguemos al Señor / Señor, escucha y ten pie-dad». ¿Qué se está implicando ahí? Lo que se dice implica que los orantes toman la iniciativa: conocen la necesidad y se compadecen de ella. Hay alguien que puede remediarla, pero, o bien no la ha advertido todavía, o bien no está muy dispuesto a usar su poder; entonces ellos se aplican a moverlo para que por fin ayude. La respuesta comunitaria, en su tenor objetivo, no solo confirma esto, sino que lo agudiza con la reduplicación insistente: «escucha»: atiende, advierte... y «ten piedad»; es decir: no si-gas indiferente, sé compasivo...

Los atenuantes subjetivos no podrán borrar nunca lo dicho en lo que se dice. no es sano para nosotros ni honesto para con Dios mantener ese tipo de fórmulas. Porque la lógica más elemental concluye que, si después de eso en Etiopía sigue habiendo hambre, es porque Dios ni ha escucha-do ni ha tenido piedad. Encima, nosotros ya hemos hecho lo nuestro, o al menos parte de lo nuestro, con lo cual podemos quedar tranquilos y justificados (aparte de que toda la semántica objetiva del gesto está enun-ciando subliminalmente que nosotros somos mejores que Dios).

Hoy, con la aportación del estructuralismo en filosofía y después de lo que sabemos acerca de las técnicas publicitarias, no cabe ignorar la tremenda eficacia de estos procesos ni tomar a la ligera un hecho tan grave. El valor de las palabras en sí mismas, su poder configurador de la psicología, su contacto con las raíces mismas del espíritu son demasiado grandes; y cuanto más se medita en ello, más se percibe su influjo incon-trolable. Ignorarlo podría resultar, en muchos aspectos, suicida.

Roto el respeto a lo religioso establecido, sobra quien se encarga de proclamar y repetir estas críticas. Solo acogiéndolas en lo que tienen

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de justificado y mostrando la profunda coherencia de una oración fiel a la experiencia cristiana, será posible ofrecer a los demás su enorme riqueza (y, de paso, evitar tal vez una sorda mala conciencia propia).

2.3. Las dificultades filosófico-teológicas

no he mencionado la posible acusación de «magia», del todo injustifica-da en general, puesto que la oración de petición establece una relación estrictamente personal y dialógica con Dios. ni he insistido en el repro-che de «antropomorfismo», por la misma razón: lo personal no tiene por qué ser antropomórfico (aunque, como en todo lo referido a Dios, haya que mantener siempre la alerta crítica). Pero eludir esas objeciones no significa que sea lícito descuidar la llamada a la vigilancia que con-tinuamente nos llega desde la reflexión filosófica; aparte, claro está, de aprovechar positivamente sus sugerencias.

En concreto, existe un punto fundamental en el que la preocupación filosófica coincide con la teológica: el modo de concebir la acción de Dios. El respeto a su trascendencia, el cuidado de no reducirlo a cosa entre las co-sas o factor entre los factores del mundo, el interés por evitar una concep-ción «intervencionista», en la que Dios estaría continuamente interfirien-do en la marcha de la naturaleza y de la historia... todo eso es algo sobre lo que la filosofía ha alertado, pero que también preocupa «desde dentro».

Esta preocupación no tiene por qué caminar en dirección al deísmo del Dios «relojero perfecto» que, puesta en marcha la máquina, se des-interesa y la deja a su aire. Al contrario, nace de una conciencia mucho más viva de la presencia siempre activa del Dios que crea y sustenta, que promueve continuamente el dinamismo de la realidad y cuyo amor está solicitando la libre acogida de nuestra libertad. Aquí la acción es permanente, pero el intervencionismo no tiene cabida; la libertad está equipada, acompañada y animada, pero todo queda entregado a su res-ponsabilidad en el respeto de su autonomía.

Esto supone un vuelco muy radical en nuestras concepciones:

Por tanto, si lo que sucede es que antiguamente se creía que Dios intervenía, al menos en algunos casos determinados, de una manera puntual y espacio-temporal en instantes concretos de la marcha del universo, entonces verdade-ramente ha tenido lugar una transformación enorme de mentalidad en el paso de épocas anteriores a la nuestra, una transformación que [...] ciertamente todavía no se ha llegado a imponer hasta las últimas consecuencias [...] y, pre-cisamente por ello, nos está creando grandes dificultades (Karl Rahner).

Ese «llegar hasta las últimas consecuencias» encuentra resistencias espontáneas a ser aplicado a la petición, porque no se hace expreso y temático el cambio de paradigma. Hay un temor elemental y no reflejo

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a que con la petición se pierda la oración como tal. El mismo Rahner hace a continuación equilibrios para salvarla de alguna manera. Algo parecido sucede con la siguiente cita de H. Schaller, que plantea admi-rablemente la cuestión:

Entendido así, Dios no necesita ni ser motivado para dar ni movido a ello. [...] Dios no necesita intervenir, sino ser acogido: él ya está en medio de su mundo, al cual no abandona a sí mismo y a su destino, y espera poder habi-tar también en el corazón del ser humano. La oración de petición —«¡Que venga tu Reino!»— es la valentía por la que el hombre se abre a la cercanía de Dios y la deja actuar a través de su vida.

Una aplicación importante y un buen ejercicio para la lógica de tal consecuencia tiene lugar en el problema del mal: este es inherente a la rea-lidad finita, la cual incluye ya siempre en sí el apoyo, el sustento y la ayuda de Dios; de suerte que el mal no es algo que él mande o «permita», sino precisamente lo que él no quiere y contra lo que está ya luchando a nues-tro lado. Lo cual, a su vez, está indicando que tampoco desde este punto de vista tiene sentido la petición: el problema no está en conseguir que Dios ayude, puesto que su ayuda está ya entregada en total generosidad; lo que cumple es creer en ella, agradecerla y acogerla —como Jesús— en la opción de combatir el mal en todas sus formas.

Estas indicaciones son dolorosamente telegráficas y se limitan a insi-nuar la dirección por donde ha de plantearse tan grave problema. Pero se intuye lo que pretenden decir. Piénsese en lo que se convertiría el mundo, si cada vez que hay una catástrofe, una desgracia o una necesi-dad, se rogase a Dios y él interviniese para arreglarlo: el mundo acaba-ría convertido en una marioneta y la libertad humana reducida a mera palabra vacía. Por no hablar del absurdo religioso a que tal intervencio-nismo llevaría. Pongamos un ejemplo caricaturesco: Si en una sala de hospital hay tres enfermos terminales, pero Dios se decide a curar a uno de ellos porque tiene una madre devota que ha hecho una novena, ¿qué tendrían derecho a pensar los otros dos, y qué padre de todos sería un dios que se comportase de tal modo?

3. La defensa de La oración de petición

Hasta aquí el razonamiento ha funcionado sobre una abstracción que, sin duda, algún lector habrá sentido ya con rudeza y en ocasiones con irritación: el lenguaje es más que eso, no se reduce a la lógica objetiva de sus proposiciones, tiene otras dimensiones de cuya riqueza vive jus-tamente la oración de petición. Ahora es preciso hacer justicia a esas dimensiones.

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3.1. Necesidad antropológica y valores expresivos

cuando alguien pide algo a Dios, no siempre está en primer plano la in-tención de «convencerle» ni la de «informarle». Y muchas veces ni siquiera se espera que las cosas vayan a cambiar. Se trata de un desahogo, de una búsqueda de contacto con Dios, de proclamar su amor y de agradecer su amparo y su grandeza. Desconocer esto sería estar ciego y carecer de la mínima sensibilidad para percibir las enormes riquezas de piedad autén-tica y de honda experiencia religiosa que durante siglos y aun milenios se han expresado y alimentado a través de esos modos de oración.

A nivel reflexivo, esto se ha tematizado hablando de la necesidad antropológica de la petición y de lo indispensable que es, por lo mismo, ejercerla ante el Dios vivo y salvador, que quiere una relación siempre personal con nosotros. Hasta el punto de que se suele argumentar que el abandono de la petición llevaría a una concepción impersonalista de Dios, convirtiendo la oración en un mero «diálogo consigo mismo». En un segundo nivel reflexivo, cabe argüir todavía que la oración de peti-ción se ejerce desde la dimensión expresiva del lenguaje, lo cual implica que, por un lado, esa dimensión justifica los usos que acabamos de rese-ñar y, por otro, que es ilegítimo intentar suspenderla desde el análisis de las otras dimensiones.

como esta distinción permite centrar con rigor y claridad el diálo-go, vale la pena tomarla como guía. Aunque caben otras distinciones, para nuestro propósito basta la clásica división tripartita de K. Bühler. Según él, en toda manifestación lingüística están siempre presentes tres dimensiones: 1) la representativa o expositiva, que informa de algo; 2) la expresiva, que manifiesta la intimidad y la intención del hablante; y 3) la apelativa o de llamada, que intenta provocar alguna reacción en el oyente. Se visualiza muy bien su significado pensando, respectivamente, en los distintos énfasis de alguien que enuncia un teorema matemático, recita una poesía o imparte una orden. Mientras lo principal en un teo-rema es su rigor lógico, en una poesía lo es el mundo interior del poeta y en una orden, su capacidad de influir la conducta de quien la recibe.

Si la petición pudiese centrarse exclusivamente en el carácter expre-sivo de sus enunciados, los análisis anteriores serían injustos con su in-tención y, por lo tanto, falsas sus conclusiones. Y, en efecto, esta circuns-tancia es la que sostiene vitalmente y hace realizable psicológicamente la oración de petición.

Pero la pregunta es si ese énfasis es correcto y si sus costos no resultan demasiado elevados. Las dimensiones no son separables: el énfasis puede recaer en una de ellas, pero las otras dos están también necesariamente presentes: el más abstracto teorema modifica la mente y la conducta de los alumnos, y la más íntima poesía dice algo acerca del mundo. Aun recono-

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ciendo un espacio a la libertad y una flexibilidad en el uso, la combinación no puede ser arbitraria y, sobre todo, no debe llevar a la contradicción.

Tanto la relación real entre los interlocutores como la estructura objetiva del lenguaje implican un marco de referencia que no se puede articular según el arbitrio subjetivo: a un superior no se le da una orden ni se expresa el cariño con un insulto. La oración no puede escapar de estas leyes. También ella ha de dar cuenta de la relación interpersonal en que se realiza y ha de ser coherente en sus proposiciones. Ha de serlo de modo crítico y a la altura de su tiempo, de suerte que pueda convertirse en una oferta con sentido para los contemporáneos.

Todos los razonamientos anteriores deben enmarcarse ahora en el contexto más amplio de las tres dimensiones de toda expresión lingüís-tica. Y no por ello quedan anulados, puesto que sigue siendo válido su supuesto fundamental: el lenguaje de la oración debe también —y en teología hay que decir principalmente— tener en cuenta la relación de los participantes en el diálogo. Al Dios que lo sabe todo no tiene sentido informarle (dimensión expositiva) y al que lo está dando todo no tiene sentido pedirle (dimensión apelativa).

La importancia de la otra dimensión (la expresiva) tiene derecho a exigir su lugar y buscar un equilibrio, pero no puede romper el marco. Mucho más, si tiene costos que pueden ser graves: la súplica continua —por el efecto inevitable de sus dimensiones expositiva y apelativa— está introyectando en el inconsciente y proclamando en el ambiente la imagen de un Dios que no hace lo que le pedimos, en definitiva, porque no quiere (porque no «escucha» ni «tiene piedad»), o que lo hace para unos sí y para otros no; y está alimentando en nuestro interior un tipo de relación en el que somos nosotros los que tomamos la iniciativa y tratamos de convencer a Dios para que se compadezca de los necesi-tados y se decida a ayudarlos (estructuralmente estamos diciendo que nosotros somos mejores que él).

Si por la calle escucho una conversación adolescente entreverada de blasfemias, no voy a ser tan ingenuo que piense que esos muchachos quieren ofender a Dios (dimensión apelativa) o decir que Dios es malo (dimensión expositiva); lo que prima es la dimensión expresiva: rebeldía, autoafirmación, desafío, refuerzo de lo que se dice... Pero reconocer esto ¿significa que doy por correcta la expresión, y que no me da pena el daño que están generando en su sensibilidad y la contaminación que producen en el ambiente? Si pudiera, trataría de hacerles ver que podrían expresar lo mismo con un lenguaje adecuado, ganando en sensibilidad y sin pa-gar los costos de esa inadecuación.

Si son acertados los análisis precedentes, los valores expresivos de la oración de petición no bastan para justificarla. Más aún, sin negar sus beneficios, sin juzgar las intenciones y aun reconociendo su carácter psi-

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cológicamente inevitable para muchos, e incluso sin desconocer lo enor-memente difícil que resultaría una revisión de todo el acervo devoto y litúrgico de la petición tradicional, se impone la necesidad de corregir la situación. Y habrá que hacerlo en un difícil equilibrio: por un lado, están el proceso pedagógico, el ritmo de cada persona y el exquisito respeto a cada situación; por otro, el no caer en la trampa de los aplazamientos indefinidos ni en la estrategia enervante de las «mil cualificaciones» que dicen pero no dicen y que cambian sin cambiar.

3.2. «Expresar» en lugar de «pedir»

Queda la grave cuestión de los valores tradicional y biográficamente aso-ciados a la petición: hay mucha vida asociada a fórmulas muy queridas, está la experiencia de encuentros profundos con Dios, de confesión de la indigencia propia y del confiado acudir al Señor. Puede producirse la sensación de un despojo violento, de una violación de la intimidad, de una pérdida irreparable en las raíces mismas del ser religioso. ¿cómo conservar y preservar todo eso?

En sí misma la respuesta es sencilla y directa: conservándolo, trayendo todo eso directamente a la palabra. no negar nada a la dimensión expresi-va, pero sin que invada a las demás. Si queremos expresar nuestra indigen-cia, expresémosla. Si queremos manifestar nuestra compasión y nuestra preocupación por los que tienen hambre, manifestémoslas. Si necesitamos quejarnos de la dureza de la vida, quejémonos. Llamemos a las cosas y a los sentimientos por su nombre. Estamos acostumbrados a quejarnos pidiendo, tenemos que aprender a quejarnos quejándonos.

Obsérvese que en todo lo anterior no interviene el verbo «pedir». nada se pierde, puesto que se ha dicho todo. Pero se ha ganado mucho, puesto que se evita instrumentalizar el nombre de Dios, con connota-ciones que objetivamente lo ofenden a él y subjetivamente nos dañan a nosotros. Si se trata del hambre en Etiopía, nuestra oración hablará de solidaridad, de deseo de soluciones, de unirnos tomando alguna ini-ciativa posible; al mentar a Dios, se hará para reconocer que él es el primero en estar preocupado, que nuestro deseo es mero reflejo de su actividad en nuestro espíritu, que queremos abrirnos a su llamada y de-jarnos mover por su iniciativa; al ir a la vida, no tendremos la sensación de que ya se lo hemos dejado encomendado al Señor y que, por lo tanto, —inconscientemente— podemos desentendernos, sino de que él, que nos acompaña, lo está encomendando a nuestra responsabilidad... De ese modo no solo no hemos dejado de expresar nada, sino que lo hemos hecho de modo más consciente, expreso y diferenciado (hasta en el mis-mo vocabulario); no solo no hemos dejado en el aire supuestos injustos para con el amor de Dios, sino que hemos proclamado su grandeza; no

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hemos declinado nuestra responsabilidad, sino que la hemos avivado y cargado de esperanza.

De entrada, este cambio puede resultar doloroso y difícil. Puede pa-ralizarse el lenguaje y parecer que uno se queda sin oración: hábitos lar-gamente cultivados quedan con las raíces al aire y sin sentido, al tiempo que faltan las palabras para decir otra cosa. Se puede llegar a la sensación de que ya ni siquiera tiene objeto acudir a Dios para nada. Es sin duda una dura ascesis.

Pero vale la pena. no hay nada que antes se expresaba como petición que no pueda expresarse ahora, y mejor, en su sentido exacto y correcto. Faltarán las fórmulas, pero se descubrirá cuánto tópico y rutina, cuánta frase huera e injusta pueblan nuestra oración. La imagen de Dios se hará más consciente e iremos educándonos en el respeto a su diferencia, en el sentimiento de su trascendencia. Ejercitaremos nuestra fe en su presen-cia, aun cuando no la vemos o nos parece sentir su ausencia. cultivare-mos mejor todas las dimensiones de la oración: alabanza, acción de gra-cias, confianza, bendición...

Pero... ¿qué queda entonces de la Biblia y de las palabras de Jesús invitando a la petición, y de toda la acumulación tradicional de oracio-nes cargadas de ruegos, súplicas y peticiones?

4. Jesús y La oración de petición

El hecho es innegable y la cuestión solo puede ser la de su significado: si se impone una lectura literal o si es posible —y a la postre, provechoso y necesario— conservar su intención a través de nuevos modos de orar.

4.1. La letra y la intención

Tal cuestión no es ociosa ni, por supuesto, arbitraria. Y su presencia es constante en la misma tradición, justo cuando esta se plantea de modo explícito lo peculiar de la relación con Dios. Santo Tomás lo expresa de forma concentrada y exacta: «Debemos rezar no para informar a Dios de nuestras necesidades o deseos, sino para que nosotros mismos nos per-catemos de que en estas cosas necesitamos recurrir a la asistencia divina». Y añade: «La oración no es ofrecida a Dios para cambiarle a él, sino para excitar en nosotros la confianza de pedir. La cual se excita principalmente considerando su amor para con nosotros, por el que quiere nuestro bien».

no es indispensable una lectura literal de los textos bíblicos, sino que cabe buscar una intención más genuina a través del significado lite-ral. En el Antiguo Testamento resulta obvio por su carácter de camino hacia el nuevo: nadie puede, por ejemplo, tomar como normativas las

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imprecaciones contra los enemigos y el exclusivismo intolerante que marca tantas páginas en otros aspectos admirables. De ahí que, incluso por brevedad, interesa concentrarse en la doctrina y en la actitud de Jesús de Nazaret.

Al hacerlo, saltan siempre desde el primer momento textos claros y expresivos: «pedid y recibiréis» (Mt 7, 7; cf. Lc 11, 9; Jn 16, 24); «todo cuanto pidáis con fe en la oración, lo recibiréis» (Mt 21, 22; cf. Mc 11, 24; Jn 14, 13-14; 15, 7.16; 16, 23-26). O se recuerdan peti-ciones del propio Jesús: «Padre, si es posible, pase de mí este cáliz» (Mt 26, 39; Mc 14, 36; Lc 22, 42).

Parece que no tienen vuelta de hoja interpretativa. Pero la primera sorpresa se produce cuando se quieren citar más textos. Existen, pero de ordinario ya no hablan de «pedir» sino de «orar», y aunque bastantes veces se conserva el sentido de pedir, no deja de ser una buena adver-tencia.

Una segunda sorpresa, más fuerte, se ofrece también con evidencia: en realidad, nadie puede tomar a la letra textos como, por ejemplo, «pe-did y recibiréis». ¿Se trata de una verdad en el sentido literal y espon-táneo con que se ofrece el texto? como hace ya bastante tiempo hizo notar c. S. Lewis, la experiencia es más bien la contraria: la confianza despertada por esas palabras se ve casi siempre frustrada. Uno siente lo extraño de las cuestiones que surgen en cuanto eso se quiere tomar «en serio». no sin cierta ironía recuerda Karl Rahner: «se ha preguntado si la ‘eficacia’ de una oración de petición acerca de bienes temporales es demostrable empíricamente, por ejemplo, si el tiempo en el sur del Tirol, con sus campesinos piadosos y sus procesiones por el campo y sus bendiciones del tiempo, sería distinto en el caso de que se trasplantasen allí campesinos tibetanos, que no rezarían así».

Pero cuando, con buen sentido, se abandona este camino y se intenta «explicar» que no es «eso», que se trata de otro género y otro modo de eficacia, la interpretación ha dejado inevitablemente de ser literal, para buscar la intención genuina. Los recursos son entonces de todo tipo: la oración se cumple siempre, pero solo si lo que pedimos nos conviene, si es espiritual, si supone identificar nuestra voluntad con la de Dios... Hoy estos recursos producen la irremediable impresión de «amaños» para salir del paso; de suerte que al final no dicen ya lo que decían al principio, no convencen y acaban irritando. Lo cual no es bueno ni para la fe ni para la piedad. ni siquiera vale el recurso clásico: Dios unió desde la eternidad la concesión de esa gracia al hecho de nuestra petición... Resulta mucho más sano reconocer que se ha producido un cambio de paradigma y que lo correcto es hacer sin más otra lectura, más natural y perfectamente respetuosa con el texto.

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4.2. Lo fundamental es la confianza

La oración bíblica es mucho más que petición. Alabanza, admiración, acción de gracias, confianza y entrega tienen una presencia no menos masiva y de mayores quilates religiosos. En Jesús esto es evidente. Em-pezando por el dato elemental de que pasaba noches en oración: nadie en circunstancias ordinarias se retira a orar toda la noche, si no es des-de un espíritu contemplativo, asombrado ante Dios y dejándose invadir por él. cosa que se confirma cuando atendemos a la experiencia central que configura su vida: la del Abbá, que alude a la confianza gozosa, a la identificación total, al entregado vivir desde el Padre. El «himno de júbilo» (Mt 11, 25-26; Lc 10, 21) constituye un buen atisbo de lo que podía ser su oración.

cuando los discípulos le piden que les enseñe a orar, él los intro-duce en su misma actitud: «cuando oréis, decid: Abbá» (Lc 11, 2). Una llamada a la misma confianza total, que tiñe toda la oración, le da el tono y le confiere su significado profundo. La primera parte del pa-drenuestro no es de «petición», sino de deseo ardiente y de apertura a la acogida de la iniciativa divina. Y la segunda parte, que tiene forma de petición, está ya determinada por esta atmósfera de dejarlo todo en manos de Dios. Por otra parte, la primera y más típica «petición», la del pan, es objeto expreso de una llamada del mismo Jesús, indicando que lo importante no es pedir, sino confiar: «no andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis... ya sabe vuestro Padre celestial que te-néis necesidad de todo eso» (Mt 6, 25-34; Lc 12, 22-31). En cuanto a la petición de perdón, ya queda indicado cómo también ahí lo primero es el perdón de Dios — «cuando todavía éramos pecadores...»— y lo nuestro es acogerlo. Hasta el punto de que ofrecer el perdón como don, previo a la conversión misma, constituye un rasgo específico y «escan-daloso» del anuncio de Jesús, que provocó «una tormenta de indigna-ción», ya que «contradecía todas las reglas de piedad de aquella época» (Joachim Jeremias).

con la visión así alertada, una vuelta a los textos permite verlos a una nueva luz, haciéndolos mucho más vivientes y expresivos. La llama-da a la oración por parte de Jesús es, en los diversos contextos, siempre y fundamentalmente llamada a la confianza.

En Mateo, con redacción dirigida a la comunidad creyente, se in-siste en evitar la «palabrería», «como los gentiles, pues creen que por su locuacidad serán escuchados» (Mt 6, 7). La conclusión va en la di-rección contraria y, en el fondo, mina las bases de cualquier petición tomada en sentido literal: «no os asemejéis a ellos, pues sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de pedirle vosotros» (6, 8). En este contexto siguen el padrenuestro, la exhortación a no preocuparse por

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la comida ni el vestido (6, 25-34) y el «pedid y se os dará» (7, 7-11). Esta última perícopa, que culmina todo, se concentra ya expresa y ex-clusivamente en la confianza, con toda la energía del contraste: «Si pues vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le pidan» (7, 11).

En Lucas, que se dirige a los que vienen de fuera, el énfasis es idén-tico. Empieza con el padrenuestro, para continuarlo, como ilustración evidente, con la parábola del amigo importuno (11, 5-8). Se trata de uno de los lugares clásicos que se aducen siempre para justificar la peti-ción. Se da por supuesto que esta parábola, junto con la del juez inicuo (18, 1-8), constituye una exhortación de Jesús a pedir con insistencia.

Hoy se admite casi de modo unánime que no es esa la intención original, la cual se dirige una vez más a la confianza. como ha demostra-do Joachim Jeremias, el sentido dado por Jesús mismo a estas parábolas no es el de exhortar «a la petición perseverante» (énfasis secundario, in-troducido por Lucas). Se trata, en uno y otro caso, de parábolas «de contraste», en las que lo decisivo es la confianza cierta en que somos escu-chados, basada justamente en el inaudito «mucho más» de la bondad y el amor de Dios frente a todo lo pensable e imaginable: si resulta inconcebi-ble que un amigo falte de ese modo a la hospitalidad y si incluso un juez inicuo acaba haciendo caso, ¡cuánto más Dios!

En Marcos el tema no está tan ampliamente tratado. Sin embargo, aporta una frase que en su atormentada gramática es todo un síntoma de la peculiar tensión del lenguaje de Jesús en este punto: «Por eso os digo: todo cuanto oréis y pidáis, creed que lo habéis recibido y os sucederá» (Mc 11, 24). Hay dificultades en la interpretación. En todo caso, soportando la tensión entre futuro y pasado, no cabe duda de que aquí se exhorta a «una confianza sin límites» (Gerhadt Lohfink), la cual aparece una vez más como lo fundamental en la intención de Jesús.

no se está diciendo que Jesús no haya hablado de «petición». Se tra-ta de hacer ver algo más importante: que la punta no está ahí, que lo que últimamente le interesa es la llamada a la confianza plena en Dios, en el Abbá. Eso es lo que importa mantener a toda costa. Y para mante-nerlo, no es precisa la petición. Más todavía: cuando se renuncia a ella, no solo es posible conservar todos los valores que tradicionalmente sus fórmulas han vehiculado, sino que, por una parte, se los libera de peli-grosas connotaciones objetivas (que actúan más allá y aun a pesar de la intención subjetiva del orante) y, por otra, se abre un nuevo y fecundo horizonte.

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5. La petición trascendida y asumida

cuando se ha entrado en esta nueva perspectiva, el panorama se clari-fica. Se comprende enseguida que la mayor parte de los razonamientos están subtendidos por un resto, ni siquiera consciente, de «positivismo de la revelación»: como «está escrito», hay que defenderlo a toda costa, aun al precio del artificio lógico y de la inconsecuencia íntima.

5.1. Una nueva coherencia

Un ejemplo claro es el de Hans Urs von Balthasar en su Theodramatik. Empieza con un apartado magnífico, donde muestra cómo nuestro ser es todo él un «agradecido recibirse de Dios», con la conclusión de que «nues-tro agradecido recibirnos debe transformarse en la tendencia a configurar nuestra vida como una palabra de acción de gracias». Pero luego, en con-tinuación inmediata, se siente obligado a sostener la oración de petición —claramente motivado por la que cree que «expresa exhortación de cris-to»—, pensando que hay que defenderla frente a la «provocación» de la filosofía. (nótese: no de la reflexión crítica de la teología).

Pero, leída a la nueva luz, la Escritura no pierde nada de su cohe-rencia profunda, y además deja ver la infinita riqueza de sus matices y la inacabable sugerencia de las experiencias en ella reflejadas. Supera-da la barrera del literalismo, toda esa riqueza puede ser aprovechada sin necesidad de artificios interpretativos y con la libertad de quien va a lo esencial.

Y creo que puede afirmarse la realidad de un fenómeno importante: este nuevo estilo está ya en el ambiente. La idea encuentra eco inmedia-to en cuanto es presentada con sensibilidad, porque muchas personas ven reflejada en ella su experiencia más íntima o captan que alguien está expresando una intuición que ellas percibían ya oscuramente.

En segundo lugar, cambia la actitud frente a la reflexión filosófica sobre este problema. El haber hecho consciente la diferencia teológica del propio planteamiento, apoyado en lo específico de la experiencia cristiana, permite acoger las críticas sin temor a falsear la imagen de Dios; pero también, purificar las falsas representaciones y aprovechar la aportación positiva. cabe así, por ejemplo, leer la famosa «Observa-ción general» de Kant sin asumir su concepción abstracta de Dios ni su falta de carácter auténticamente dialógico; pero también sin renunciar a aprender de su respeto por la autonomía humana, de su compromiso ético y de su fina observación acerca del «espíritu de oración», de claro abolengo paulino. O cabe recoger la sugerencia de Henri Bergson, cuan-do habla de la experiencia religiosa más dinámica y genuina como de un identificarse con «el amor de Dios hacia su obra». O la de Edmund

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Husserl, que habla de Dios como «entelequia» última que lo dinamiza todo hacia su realización plena en el bien. O la de Friedrich Schleierma-cher: uno puede dejarse llevar por la fuerza de su planteamiento, que ve la oración como la disposición radical a identificarse con la actitud de Jesús, con la conciencia de la Iglesia y con el dinamismo expansivo del Reino de Dios hasta irnos acercando a hacer que nuestra oración sea verdaderamente «en nombre de cristo».

En tercer lugar, enriquece y clarifica la oración en sí misma. Este debiera ser ahora el objeto de un desarrollo detallado, con sus con-secuencias y su modelo concreto. no puede ser desarrollado aquí, y acaso sea bueno así, pues el planteamiento, respondiendo a una nueva sensibilidad, debe hacer todavía su camino y sus experimentos. con-tentémonos con unas indicaciones.

Empecemos por la coherencia misma de la conciencia cristiana ac-tual. A pesar de las defensas teóricas, es claro que no solo la experiencia individual (que tiende a ir dejando la oración de petición para susti-tuirla por la alabanza, la acogida o la acción de gracias), sino también la colectiva están avanzando por nuevos caminos. Hoy es muy raro y chocante hacer rogativas por la lluvia; y son muchos los que no piden siquiera por una curación, no digamos por un determinado éxito mate-rial. con todo, en el típico proceso de abandonar lentamente las posi-ciones acogiéndose a pequeños refugios intermedios, la petición todavía pervive en situaciones menos controlables: como, con ironía sutil dice Jean Pierre Jossua: «ya no se rezará por la lluvia, sino por la paz». O, más sutilmente todavía, la petición acudirá al último recurso: «pedir a Dios que seamos capaces de...», «que dé fuerzas para...». Líbreme Dios de ironizar sobre este punto, pues esas frases suponen un recurso peda-gógico profundo, que a todos nos ha ayudado. Ahora bien, la secuencia de los recursos —cada vez más sutiles, pero estructuralmente idénti-cos— indica por sí misma que un paradigma se está rompiendo, y que lo mejor es reconocerlo y avanzar decididos hacia la nueva situación.

5.2. Una nueva riqueza

Porque el hacerlo no solo acerca un poco más la oración a la verdad integral de la «existencia cristiana», sino que logra algo más importante: libera para el reconocimiento de su riqueza y para el ejercicio de todas sus formas, así como para el aprovechamiento de su enorme potencia-lidad educativa.

Educativa acerca de la verdad de Dios, en primer lugar. no tan-to porque dejamos de usarlo como instrumento para nuestros huecos, cuanto porque nos ponemos en mejor disposición de creer en su amor «increíble».

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cuando cortamos el flujo de la petición, nos obligamos a ser cons-cientes de que nuestro ser está ya siempre acompañado por Dios, di-namizado, liberado para la tarea propiamente humana: no se trata de «pedirle» que nos ayude, sino de creer en su ayuda ya real, pese a toda posible oscuridad, y de abrirnos a su impulso en la responsabilidad adulta del que sabe que ya todo está entregado a su libertad (que, sin embargo, no está sola...). Es una nueva versión del etsi Deus non daretur («como si no hubiera Dios»); pero añadiría que no únicamente «sin Dios y ante Dios» (Dietrich Bonhoeffer), sino también «desde Dios», conjuntando el «esfuerzo de la ética» y el «consuelo de la religión» (Paul Ricœur).

La oración es también educativa respecto de nuestro propio ser. Este es remitido a su esencia más radical: no un humanismo prometeico, sino ese modo de ser que es «más que un humanismo», en cuanto que piensa al ser humano en la cercanía de Dios, como su «casa» y su «pas-tor»: como su «imagen», su «re-presentante» y «encarnación» viva, para decirlo bíblicamente.

concretando un poco más, acaso ayuden dos observaciones. La pri-mera es que el lenguaje del deseo puede operar de «convertidor» excelen-te. casi todo lo que se lleva ante Dios como petición es en realidad deseo: como indigencia propia o como ansia de que la salud y fraternidad de su Reino se extiendan de verdad en el mundo. Pues bien, en lugar de «desear pidiendo», «deseemos deseando», expresando de modo concreto el deseo, pero ahora orientándolo en su justa dirección. Lo cual significa, por un lado, dirigir la mirada hacia el Dios que está trabajando ya en eso que deseamos, suscitando nuestro mismo deseo; y, por otro, encauzar nuestro psiquismo hacia la fe confiada en esa presencia activa, tratando de ben-decirla, acogerla y transformarla en compromiso liberador.

La segunda observación es más bien una aplicación concreta. Supon-go que, como yo, muchos han sufrido con los chistes burdos y las ironías fáciles y superficiales a propósito de Dios en la guerra del Golfo: ¿»Dios» o «Alá»? ¿Pedir que ganen los «cristianos» o los «musulmanes»? Ponga-mos más seriamente la cuestión, extremándola para hacerla más realista: ¿Podían rezar de verdad al mismo tiempo Sadam Hussein y George Bush? La cuestión no es ociosa, porque no solo ha sido (o ha podido ser) dolo-rosamente real, sino que de siempre ha constituido un lugar clásico para plantear el problema de la oración de petición: ¿Tiene sentido que los dos bandos opuestos pidan la victoria al mismo Dios?

El absurdo y lo grotesco están aquí a la vuelta de la esquina. Y mien-tras no se abandone la petición, no veo muy bien cómo puedan ser esqui-vados. Pero sería muy grave que en la ambigüedad trágica de esa situación límite el ser humano no pudiese dirigirse a Dios. El problema empieza a aclararse si en vez de petición hablamos de oración. Entonces sí, dos personas verdaderamente religiosas —abandonemos ahora los personajes

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M Á s a l l Á d e l a o r a c i Ó n d e P e T i c i Ó n

reales al misterio de su conciencia personal— pueden orar a (su) Dios desde el fondo del corazón.

Porque entonces ya no le «pedirán» a él, sino que «se dejarán pedir» por él. Es decir, reconocerán que la situación es ya contraria al amor de Dios, a sus planes y a su acción en el corazón de todos por instaurar la paz entre los hombres; que él, no nosotros, es el primero en querer la mejor solución, y que son las circunstancias y sobre todo nuestro egoísmo los que se le oponen; reconocerán que también ellos están incursos en esa oposición y tratarán de dejarse aleccionar, acallando el egoísmo, los de-seos de venganza, la prepotencia...; tomarán conciencia de que, a pesar de todo, Dios está con ellos «empujándoles» hacia la mejor solución, tratando de iluminarles, ayudándolos cuanto puede; intentarán descubrir por donde va ese camino de Dios, recurriendo a la Escritura sagrada, escu-chando el corazón, examinando la situación, dialogando con expertos...; finalmente, sin estar nunca seguros de poder decir que su decisión es la de Dios, aunque tratando de que coincida con ella y confiando en que, a pe-sar de todo, Dios está acompañando a todos, asumirán su responsabilidad: que puede ser el acuerdo, el aplazamiento o la tragedia del conflicto...

El ejemplo es escabroso y no sé en qué medida las indicaciones son mínimamente acertadas. Solo tratan de hacer ver de alguna manera que una postura religiosa auténtica, aun hecha desde credos distintos, permiti-ría a Bush y a Saddam —al Bush y al Saddam «ideales»— orar de verdad, respetando la trascendencia de Dios y confesando su amor, al tiempo que educarían ellos su propio interior para obrar del mejor modo posible.

5.3. Una apuesta abierta

En todo caso, el ejemplo visualiza una vez más que no es fácil orar así. Exige una reconversión que puede resultar penosa, y a veces el precio inicial parece muy fuerte: desconcierto en la oración, necesidad de re-componer el propio mundo interior desde raíces muy íntimas y muy que-ridas. Puede producir la impresión de entrar en una marejada donde todo anda revuelto y las fórmulas están por encontrar, hasta llegar al vértigo de sentir la amenaza de «quedarse sin Dios». conozco gente, teólogos in-cluidos, que iniciado el camino, lo han abandonado. Y he experimentado una resistencia muy extendida a estas ideas.

con todo, creo que no solo es necesario afrontar directamente el problema, sino que hoy estamos ya en condiciones de hacerlo. De he-cho, también hay gente que ha dado el paso, y, superado el desconcierto inicial, reconoce agradecida y aun entusiasmada el nuevo espacio que se abre así al espíritu —al Espíritu—, espacio que se traduce en la di-solución real de las sospechas sobre la oración, en una vivencia más personalizada (rota la rutina de las mil frases hechas de que está pobla-

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da nuestra mente) y sobre todo más atenta a la originalidad de Dios en nuestra vida y a la increíble gratuidad de su amor.

En todo caso, estas ideas son un ofrecimiento al diálogo y una bús-queda de intercambio de experiencias. Desde luego, este trabajo solo tiene sentido como intento de comunicar algo. Creo que puede ayudar a una vida de oración más crítica, rica y actualizada.

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III

DE LA FILOSOFíA A LA MíSTIcA

En esta parte, el libro entra por caminos decididamente especulativos. Más fácil el primero, por la gracia de las evocaciones históricas. Más denso el segundo, por la dura exigencia especulativa. Y más evocador el tercero, porque osa insinuar el pie en senderos que se adentran en los terrenos donde empieza la mística de alto vuelo. no sería en vano si animase a asomarse a «la espesura» cantada y aclarada por aquellos y aquellas que lograron adentrarse en la oscura claridad de su misterio. De todos modos, ya queda advertido que la lectura es prescindible res-pecto del principal propósito de esta especie de confesión.

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6

¿TODAVíA EL DIOS DE LOS FILÓSOFOS?

1. eL probLema: ¿de nuevo La dobLe verdad?

Los grandes tópicos, como los grandes problemas, tienen siempre larga vida: expulsados por la puerta, vuelven a entrar por la ventana; cuando se creían superados, reaparecen bajo formas inesperadas y a veces no fá-cilmente reconocibles. El tema de la doble verdad pertenece sin duda a esta clase. Problema grande y real, pues no resulta fácil conjuntar razón y revelación, vivencia religiosa y ocupación filosófica. Problema de algún modo superado, pues no es común sostener hoy el dualismo abrupto de su forma medieval. Pero problema que tiende a reemerger lateralmente, cuando una determinada manifestación del mismo, a fuerza de repetida, escapa inadvertida a la reflexión crítica. Me temo que con el tema «Dios de los filósofos» puede suceder precisamente esto.

Si hay un Dios y este Dios es único, no puede haber un «dios» para los filósofos y otro para los creyentes. Existen, claro está, diferencias de estilo, pues se dan incluso entre las distintas religiones; y es ciertamente inevitable que la aproximación al misterio divino resulte distinta según se haga desde la filosofía o desde la teología. Se trata, desde luego, de distintos contextos «pragmáticos»1, pero el referente es el mismo. Dis-tinción no significa oposición, y menos todavía puede convertirse en exclusión: perspectivismo y pluralismo son conceptos ya familiares que debieran hacer esto patente.

Tratar de restablecer la unidad, afirmándola en principio y esforzán-dose por realizarla en la práctica intelectual no significa ignorar los abu-

1. cf. las ajustadas observaciones de J. Gómez caffarena, «Dios en la filosofía de la religión», en J. Martín Velasco, F. Savater y J. Gómez caffarena, Interrogante: Dios, Madrid, 1996, pp. 59-62.

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d e l a F i l o s o F í a a l a M í s T i c a

sos ni desconocer la dificultad. Siglos de insistir en una concepción de lo divino desgarrada por un dualismo que la repartía entre una visión filosóficamente exangüe y otra religiosamente sobrenaturalista, han ali-mentado —y en cierto modo justificado— el equívoco de la oposición. Luego el prestigio de Pascal, reforzado por la autenticidad de una ex-periencia ardiente con fecha precisa (noche del 23 al 24 de noviembre de 1654), así como por su genialidad intelectual y literaria, ha converti-do la distinción radical en tópico casi indiscutible: «¡Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob; no Dios de los filósofos y de los sabios!».

eL «memoriaL» de pascaL

A los pocos días de su muerte, un servidor encontró casualmente en su levita un pequeño pergamino escrito a mano (y en él también una copia exacta en papel). La importancia que Pascal daba a esta experiencia la muestra el hecho de que llevó siempre consigo este escrito, cosiéndolo y recosiéndolo cada vez que se cambiaba la ropa.

†Año de gracia de 1654,Lunes, 23 de noviembre, día de San clemente, papa y mártir, y de otros santos del martirologio, vigilia de San crisógono mártir, y de otros; desde alrededor de las diez y media de la noche hasta aproximadamente las doce y media de la noche.Fuego«DIOS de Abraham, Dios de Isaac, DIOS de Jacob»,no el dios de los filósofos y de lo sabios.certeza. certeza. Sentimiento. Alegría, Paz.Dios de Jesucristo.Deum meum et Deum vestrum.«Tu Dios será mi Dios».Olvido del mundo y de todo, excepto de Dios. Solo se encuentra en los caminos enseñados en el Evangelio.Grandeza del alma humana.«Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido».Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría. Dereliquerunt me fontem aquae vivae.«Dios mío, ¿me abandonarás?».Que no sea apartado eternamente de Él.«Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, solo Dios verdadero y al que enviaste, Jesucristo».Jesucristo. Jesucristo.Yo me he separado de Él; he huido de Él; le he negado, crucificado.Que no sea jamás separado de Él.Él está únicamente en los caminos enseñados en el Evangelio:Renuncia total y dulce.Sumisión total a Jesucristo y a mi director espiritual.

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¿ T o d a V í a e l d i o s d e l o s F i l Ó s o F o s ?

Eternamente en alegría por un día de ejercitación en la tierra.«Non obliviscar sermones tuos». Amen.

2. un dios «ante Quien se puede danZar»

conviene, sin embargo, una alerta crítica: como todo tópico, debajo de una gran verdad, también este puede encubrir una gran mentira. Es claro que Pascal denunciaba, con verdad, una situación real: la de una imagen de Dios, de frío corte deísta, dominada por el esprit de géométrie de la metafísica racionalista y abstracta. Frente a ella tenía razón en postular una visión más viva, concreta y existencial, regida por el esprit de finesse y atenta a la rica experiencia de la tradición bíblica. Pero es suficiente con pensar algo en lo que de ordinario no se repara: que, contra lo que sugieren las palabras expresas, el «Dios» denunciado no era solo el de los filósofos, sino también y acaso en mayor medida, el de los teólogos del tiempo2. Así pues, la contraposición no era —o, cuando menos, no era exclusivamente— entre el Dios de los filósofos y el Dios de la Biblia, sino entre el «Dios vivo» y el «Dios abstracto», fuese este filosófico o teológico.

En otras palabras, se simplifica y deforma el problema cuando se en-frentan sin más el «Dios de la filosofía» y el «Dios de la teología»; o cuan-do se enfrenta únicamente el primero con el «Dios vivo» de la religión. El enfrentamiento verdadero está entre este último y determinados modos de los dos primeros. De lo contrario, se determina a priori que el Dios de los filósofos tiene que ser siempre abstracto, exangüe, y «deísta».

como queda dicho, no faltan ciertamente motivos para pensarlo. contribuyó con fuerza a esto toda una tradición que se remonta ya a los Padres de la Iglesia, que se consolida en la Escolástica con el endu-recimiento del «conocimiento sobrenatural» de Dios en cuanto comple-mentaria y contrapuesto al «conocimiento natural», y que culmina en el deísmo y en la ilustración, con una separación que llega a nuestros días3.

Pero no es lícito decidir a priori que ese fenómeno constituye la norma y no simplemente una deformación histórica. Heidegger, aunque por culpa de su concepción excesivamente positivista de la teología no logró superar aquí todas las ambigüedades, constituye una ilustración significativa. Fue él quien, desde la filosofía, postuló con vehemencia la

2. Lo que no significa que fuese siempre con razón: véanse las medidas reflexiones de L. Kolakowski, Dios no nos debe nada. Un breve comentario sobre la religión de Pascal y el espíritu del jansenismo, Barcelona, 1996. cf., para la contextualización histórica, H. Gouhier, Blaise Pascal. Commentaires, París, 21971, pp. 10-65. 3. Para los primeros tiempos cf. W. Pannenberg, Grundfragen systematischer Theolo-gie I, Gotinga, 21971, pp. 296-346, y para el proceso moderno, A. Torres Queiruga, La cons-titución moderna de la razón religiosa, Estella, 1992, pp. 149-161, con la bibl. fundamental.

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superación del «Dios ontoteológico» —en definitiva, el mismo denun-ciado por Pascal—, precisamente a la búsqueda de un Dios más vivo. Pues eso es lo que significa la exigencia de un repensamiento filosófico que supere la imagen de un dios «a quien el hombre no puede rezar ni hacer sacrificios», ante el que «no puede caer reverente de rodillas, ni tampoco tocar instrumentos ni bailar»4. (Observación a la que hace eco Zubiri, cuando recuerda aquello de que nadie puede rezar: tu, causa cau-sarum, miserere mei, «tú, causa de las causas, ten piedad de mí»5).

Por fortuna, no toda la filosofía está incursa en tal acusación. De hecho, una vez disparada la alerta heideggeriana y con tal de no incurrir en la dura unilateralidad de sus simplificaciones históricas, no resulta di-fícil comprobar cómo, al lado de la línea abstracta criticada por Pascal, existe también otra gran línea, de hondo calado filosófico, que se esfuerza por una concepción viva de Dios. El mismo movimiento ilustrado, en su intención más originaria, buscaba ante todo una renovación del pensa-miento religioso que lo hiciese significativo dentro de la nueva situación cultural6; y, como es bien sabido, toda la reacción romántica llevaba una carga todavía más intensamente religiosa. Más aún, cuando se baja al fondo de los grandes filósofos que fundan la Modernidad, se aprecia un vivo latir religioso, que solo por reacción frente a la estrechez ortodoxa puede quedar muchas veces enmascarado.

Así sucede en el mismo Descartes, más traspasado por la viva infi-nitud de Dios de cuanto Pascal y cierta historiografía están dispuestos a reconocer7. Así en Spinoza, con su amor dei intellectualis como «una parte del amor infinito con que de Dios se ama a sí mismo»8. Así en el último Fichte, cuando en idéntica dirección afirma que «en este amor, el ser y la existencia de Dios y el hombre son uno, completamente amal-gamados y fundidos»9. Así en el último Schelling, todo él buscando la vida religiosa en el fondo de la razón y de la historia10. Así en Hegel,

4. Identidad y diferencia, Barcelona, 1988, p. 153. 5. El hombre y Dios, Madrid, 1984, p. 131. 6. cf., por ejemplo, G. Gursdorf, La conciencia cristiana en el siglo de las luces, Este-lla, 1977, passim; cf. espec. pp. 9-14: «Prólogo a la edición española». Ya antes, W. Dilthey, «Federico el Grande y la Ilustración alemana», en De Leibniz a Goethe, México, 1945, pp. 159-165, y E. cassirer, La filosofía de la Ilustración, México, 31972, pp. 156-159. 7. cf. W. Schulz, El Dios de la metafísica moderna, México, 1961, p. 11.; J. L. Ma-rion, principalmente Sur le prisme métaphysique de Descartes, París, 1986. 8. Ethica V, prop. xxxvi. 9. Die Anweisung zum seligen Leben, en Fichtes Werke, ed. de I. H. Fichte, V, Ber-lín, 1971, p. 540; cf. pp. 518-522 (hay trad. cast.: La exhortación a la vida bienaventurada, Madrid, 1995). 10. cf., aparte de H. Fuhrmans, X. Tilliette y M. Maeschalck, más reciente W. G. Ja-cobs, Gottesbegriff und Geschichtsphilosophie in der Sicht Schellings, Stuttgart-Bad canns-tatt, 1993.

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que no solo constituye a Dios en «objeto unitario y único de la filoso-fía», sino que llega a afirmar que «la filosofía es teología, y que el ocu-parse de ella, o más bien en ella, es para sí culto divino»11.

no pertenece a este lugar prolongar las referencias, que deberían llegar a nuestros días, con Whitehead, Jaspers, Marcel, Unamuno, Zubiri, Lévinas o Ricœur, por ejemplo. Pero, sin negar desigualdades, deficien-cias y deformaciones —¿dónde no las hay?—, las citadas abundan para mostrar que no conviene resignarse fácilmente a los tópicos, dando por supuesto que el Dios de los filósofos tiene que ser necesariamente frío y abstracto, un Dios que no habla y a quien no se habla. La filosofía, cuan-do descubre lo Divino y logra sintonizarlo en su intencionalidad especí-fica, puede llegar también al «Dios vivo», algunas veces, incluso, como proclamaba Hegel, mejor que cierta teología12.

Pero no sería bueno contentarse con una simple constatación de he-cho. Es preciso ascender a las razones de principio. Porque una de las mi-serias del pensamiento, tanto filosófico como teológico, consiste en que muchas veces los avances y descubrimientos, incluso una vez aceptados en la teoría, continúan sin efectividad —o por lo menos sin suficientemente efectividad— en la praxis reflexiva. Se proclaman las nuevas evidencias, pero, en lugar de transformar mediante ellas los problemas, se mantiene la rutina de los viejos tratamientos. En el caso de la religión, debido, por un lado, a la complejidad misma del asunto y, por otro, al ordinario en-durecimiento polémico de las posturas, esta inconsecuencia se hace notar con fuerza especial.

Lograr claridad no es fácil y se precisarán todavía muchos traba-jos. Lo que aquí ofrezco son unas aclaraciones fundamentales, aunque sean esquemáticas. En principio, deberán atender a los dos frentes en cuestión, el filosófico y el teológico. Puesto que ambos están afectados, solo una reconsideración de ambos puede renovar el planteamiento, de suerte que resulte posible romper el excesivo dualismo que se ha convertido en moneda corriente a la hora de explicar las relaciones entre la razón y la revelación. Únicamente desde una radical flexibili-zación de ambos extremos podrá patentizarse la existencia de una íntima convergencia de fondo.

11. Lecciones sobre filosofía de la religión I, Madrid, 1984, p. 4. 12. Frente a la teología abstracta de su tiempo afirmó que «se conservó más de dog-mática en la filosofía que en la dogmática y la teología misma» (ibid., p. 72). Una excelente síntesis de este problema puede verse en W. Pannenberg, «La doctrina de la Trinidad en Hegel y su recepción en la teología alemana», en X. Pikaza, W. Pannenberg y B. Forte, Pensar a Dios, Salamanca, 1997, pp. 210-227; más ampliamente, en sus últimas publicaciones: Theologie und Philosophie, Gotinga, 1996, pp. 257-293; W. Pannenberg, Problemgeschichte der neueren evangelischen Theologie in Deutschland, Gotinga, 1997, pp. 260-289.

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3. hacia un nuevo pLanteamiento

3.1. Revelación como mayéutica

La entrada de la Modernidad ha supuesto un vuelco revolucionario en el concepto de revelación. Esta no puede ya continuar con su carác-ter de pura remisión fideísta y, en definitiva, autoritaria a la «palabra de Dios»: debo aceptar lo que Dios ha revelado, simplemente porque lo dice el profeta, pero a mí no me dice nada, y no me permite ningún tipo de verificación. La crítica bíblica, al mostrar los innegables e inevitables condicionamientos históricos del proceso revelador, ha puesto en crisis irreversible ese modelo. Pero por eso mismo ha hecho posible también una visión renovada.

Los estudios bíblicos muestran, en efecto, que la revelación tiene una génesis humanísima, pues se realiza necesariamente en la indispensable mediación del espíritu humano: a través de su esfuerzo y acudiendo a todos sus recursos. Y eso significa que la fe no consiste en un añadido o su-plemento que solo se les dé a los profetas y a través de ellos a los creyentes: ahora aparece más bien en su carácter de respuesta particular y concreta que, junto a otras, se articula dentro de la búsqueda común. Es una res-puesta humana, que en su contenido fundamental coincide con todas las demás de carácter afirmativo, sean filosóficas o religiosas: algo que se apre-cia claramente cuando se las ve en su contraposición a la respuesta atea.

Por lo tanto, el «Dios bíblico» no es, en este sentido y en principio, distinto ni del de otras religiones ni del de otros filósofos. ni siquiera lo diferencia el hecho de que la Biblia insista expresamente en que es él quien se manifiesta, pues eso lo dicen igualmente todas las religiones, y ha de reconocerlo, en realidad, toda filosofía concreta: si se descubre a Dios, es porque él está ahí sustentando la realidad y manifestándose en ella. Porque, si ya para cualquier realidad, y más si tiene carácter per-sonal, vale que solo es conocida en cuanto desde sí misma se manifiesta y se «revela» al sujeto, mucho más vale para la realidad máximamen-te suprema y personal. Únicamente viejos hábitos mentales han podido ocultar que el viejo adagio teológico tiene también alcance filosófico: «A Dios solo se le conoce por Dios».

claro está que sobre la coincidencia fundamental, cada respuesta con-creta representa una perspectiva peculiar, que como tal ofrece rasgos es-pecíficos y riquezas propias; puede incluso contradecirse con las demás en determinados aspectos. Se trata, en definitiva, del pluralismo que afecta a todo conocimiento humano. Por eso ninguna visión puede con-siderarse única ni total, y allí donde ofrece algo nuevo o contradictorio con las demás ha de apoyarlo en razones y someterlo al diálogo. Lo cual vale, claro está, también para la Biblia.

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Una tradición sobrenaturalista ha tratado de excluirla de este pro-ceso, como si a ella y solo a ella se le mostrase Dios por caminos únicos, en definitiva, extra-humanos y milagrosos. El nuevo realismo nacido de la crítica bíblica —más evidente en el clima moderno de libertad religiosa— permite ver que no es ni puede ser así. Lo revelado no se impone autoritariamente, porque sí, porque lo dice la Biblia, sino que es aceptado cuando convence, es decir, cuando la visión de Dios y de la vida que ahí se expresa es percibida como respuesta justa a las grandes preguntas humanas en ese ámbito preciso. He tratado de expresar esto, diciendo que la revelación bíblica se presenta como una oferta mayéuti-ca: al contacto con ella, o bien se reconoce que refleja la realidad propia más profunda y entonces se asume —libre y críticamente— su visión, o bien no se reconoce y entonces se rechaza.

En cualquier caso, lo decisivo es que la visión de Dios que así se acoge —el «Dios de la religión»— ha sido adquirida por caminos huma-nos, que como tales están abiertos al examen y, dentro de su «dación» específica, a la verificación. Que la Biblia es revelada no constituye —a este nivel de estudio crítico y de principio— la premisa de la aceptación, sino justamente la conclusión: al reconocer que la respuesta es justa, se reconoce que es Dios quien la ha estado suscitando. Por fortuna, el diálogo religioso está logrando que esto resulte claro respecto de las religiones. Llega el momento de comprender que debe suceder lo mis-mo respecto de la filosofía (al menos de la que afronte en concreto la cuestión de Dios, como respuesta a una búsqueda viva y real).

comprendo que lo dicho —encima, con tal concisión y brevedad13— choca de frente con hábitos arraigados, con «creencias» que parecen evi-dentes por indiscutidas. Pero creo también que es hora de tener por lo menos el coraje de plantearlo con claridad y discutirlo con libertad. Exige, desde luego, transformaciones radicales; pero, en la medida en que van en la dirección del cambio general de paradigma que según todos los indi-cios estamos viviendo a partir de la Ilustración, no son tan impracticables ni acaso tan lejanas como de entrada pudiera parecer. Tal vez la dificultad principal, más que de la teología, viene hoy del costado de la filosofía. Mas son muchos los indicios de que también en él las cosas están cambiando.

3.2. Una «razón ampliada»

La contraposición abrupta entre filosofía y teología, que se impuso so-bre todo a partir de la Ilustración, llevó respecto del problema de Dios a una concepción abstracta de la primera y a una visión inmovilista de la

13. Para una fundamentación más detallada, me permito remitir a Repensar la revela-ción, cit., y «La razón teológica en diálogo con la cultura»: Iglesia Viva 192 (1997), pp. 93-118.

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d e l a F i l o s o F í a a l a M í s T i c a

segunda. nacidas supuestamente de dos fuentes distintas, razón, por un lado, y revelación, por el otro, aparecían —siguen apareciendo en mu-chos tratamientos— como magnitudes contrapuestas y sin verdadero contacto, que viven, o en la ignorancia mutua, o en lucha permanente.

El contacto, de producirse, tiende a funcionar en el modo de la absor-ción de la una por la otra, poniéndola al servicio de los propios intereses. Kant lo expresó bien, cuando, en evidente respuesta a la «soberbia pre-tensión» de la teología medieval de convertir la filosofía en su servidora, pregunta con ironía si esta «le lleva a su digna señora la antorcha por delante o la cola por detrás»14. Y Hegel hizo notar, ya desde Glauben und Wissen, que de ese modo, así como la fe se convierte en fideísmo, perdien-do la claridad crítica de la razón, esta se convierte en mero racionalis-mo superficial y pragmático, perdiendo la profundidad de la fe.

Por fortuna, no es esa la única alternativa: el proceso histórico de la razón, al mostrar las consecuencias de esa (mala) «dialéctica de la Ilustra-ción», hizo ver la necesidad de una «razón ampliada», lejos de las estreche-ces ilustradas y pragmatistas. Hay sobre todo dos aspectos de inmediata relevancia para el problema de Dios: 1) el carácter situado e histórico de la razón y 2) su apertura a integrar todas las dimensiones de la experiencia.

3.2.1. carácter situado e histórico de la razón

El carácter situado e histórico fue imponiendo de manera irreversible su evidencia para la razón en general, y está pidiendo una aplicación con-secuente para su «uso religioso». La filosofía actual no puede ignorar el enraizamiento de la razón en el humus de una tradición hondísimamente marcada por la experiencia religiosa. Lo cual no significa, claro está, que la deba aceptar sin más como verdadera. Pero es evidente que no la puede ignorar; más aún, debe reconocer que el derecho a examinarla críticamen-te, que Kant proclamó como conquista irrenunciable de la Modernidad, tiene como contrapartida la necesidad expresa de ejercerlo, si pretende tratar con seriedad el problema.

En esta perspectiva, hay un fenómeno que resulta especialmente signi-ficativo. como ya queda indicado, hoy es comúnmente aceptado el hecho de que el pensamiento filosófico echa sus raíces en las tradiciones religio-sas: algo muy estudiado respecto de los presocráticos y que de modo más general se tematiza ordinariamente bajo el epígrafe del paso del mythos al logos. Un elemental sentido histórico debería entonces exigir mucha cautela cuando se considera sin más la concepción griega de Dios como exclusivamente filosófica: sin querer, se están trasponiendo a una situa-

14. La contienda entre las facultades de Filosofía y Teología, Estudio preliminar de J. Gómez caffarena, trad. de R. R. Aramayo, Madrid, 1999, p. 11.

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ción totalmente impregnada por lo religioso los esquemas de la situación secular —pos-ilustrada— de nuestro tiempo. El título de la obra de Wer-ner Jaeger — «La teología de los primeros filósofos griegos»15— basta ya para alertar sobre el desenfoque en este punto. Desenfoque que se confirma con solo examinar en esta perspectiva la filosofía del «divino» Platón y, con ella, la de todo el rico y variado platonismo posterior, así como la de los dos epicúreos y los estoicos.

íntimamente relacionado con esto se presenta el tremendo equívo-co —tan tópico y extendido— de considerar a Aristóteles como el con-trapunto filosófico de la concepción religiosa de Dios. Algo en lo que, por cierto, le cabe una fuerte responsabilidad histórica nada menos que a santo Tomás de Aquino: fue él quien, al convertirlo en philosophus por antonomasia y totalmente ajeno a cualquier influjo «revelado», cla-vó esa idea en la conciencia occidental16. Resultaba tal vez inevitable en aquel tiempo, tanto por la concepción excesivamente sobrenaturalista y particularista de la revelación como por la típica falta de sentido his-tórico a la hora de juzgar los sistemas filosóficos. Pero hoy constituiría un anacronismo rampante ignorar que también el «Dios de Aristóteles» resulta inconcebible en su génesis histórica fuera del seno nutricio de la religión griega, que no por distinta de la bíblica deja de ser real y, a su modo, «revelada»17. Puede resultar diferente y acaso más «frío» que el de otras visiones, incluso griegas. con todo, no es excepción: por algo «la doctrina del Ser supremo, de Dios» constituye «la coronación de la filosofía aristotélica»18; y Hegel no escoge por casualidad, como coronación de su Enciclopedia, el famoso pasaje en el que el Estagirita proclama a Dios como «la vida eterna y mejor»19.

15. La teología de los primeros filósofos griegos, México, 1952. 16. W. Pannenberg, Theologie und Philosophie, cit., p. 77, hace notar con razón: «Igual que los filósofos de la Antigüedad tardía, también los Padres de la Iglesia encontraron menos agudas las diferencias entre Aristóteles y Platón de cuanto más tarde fue el caso en el Medioevo latino». Algo en lo que había insistido incansablemente Amor Ruibal: siendo incompatibles los sistemas, comulgan, sin embargo, en un fundamental fondo común, Aris-tóteles «al fin platónico fue antes de ser antiplatónico» (Los problemas fundamentales de la filosofía y el dogma VII, Santiago de compostela, 1933, p. 251). 17. Esto puede extrañar a primera vista. Pero es hoy una aceptación común, desde luego en la fenomenología de la religión, pero también de manera creciente en la teología, que «todas las religiones son reveladas», aunque cada una lo sea a su manera y con sus típicas limitaciones. Me extiendo sobre este punto en los caps. VII-VIII de Repensar la revelación, cit., y Diálogo das relixións e autoconciencia cristiá, Vigo, 2005 (trad. cast.: Diálogo de las religiones y autocomprensión cristiana, Santander, 2005). 18. H.-G. Gadamer (ed.), Aristoteles Metaphysik XII, Fráncfort M., 81994, p. 3; W. Weischedel, Der Gott der Philosophen I, cit., p. 54, que lo cita aprobándolo, añade que «el carácter teológico se manifiesta ya en el comienzo del filosofar de Aristóteles» (ibid.). 19. Metafísica XII,9: 1074 b 34; Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, § 577, México, 1974, p. 400.

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A su vez, el carácter histórico de la razón es algo que después de la reacción romántica y sobre todo de la filosofía idealista se impuso de modo irreversible a la conciencia moderna: el historicismo del si-glo xix incurrió sin duda en exageraciones, pero no hizo más que sacar las consecuencias.

concretamente respecto del ámbito religioso, Hegel y Schelling pu-sieron de manifiesto lo fundamental. Hegel afrontó desde el comienzo, con admirable agudeza, el problema de la positividad histórica de la re-ligión20 y en su madurez llegará a afirmar que «la filosofía de la religión está infinitamente más cerca [que la teología] de la doctrina positiva»21. En Schelling por su parte, sobre todo en el Schelling de la Filosofía de la Mitología, y de la Filosofía de la Revelación, la positividad de la religión no solo no es ajena a la razón, sino que entra intrínsecamente en su cons-titución, pues forma parte del movimiento por el que se media consigo misma.

De la importancia y de la fuerza del problema dan cuenta las discu-siones subsiguientes, que, tanto desde la izquierda como desde la dere-cha hegeliana, marcan una de las pautas fundamentales de las discusio-nes en torno a lo religioso. De Bruno Bauer a Ernst Troeltsch el carácter histórico de la razón religiosa se impuso de manera irreversible22. Y, desde luego, hoy resulta evidente que una filosofía que quiera afrontar críticamente el problema de Dios no puede prescindir de examinar la experiencia acumulada «en la masa enorme de la vida religiosa» de que hablaba Wilhelm Dilthey.

Eso, repito, no prejuzga el éxito, positivo o negativo, de la empre-sa. Pero de un modo o de otro —sea en el modo más simple y directo de aprender de la historia magistra vitae, sea en el hermenéutico de la «recolección del sentido», sea en el heideggeriano de «pensar lo im-pensado» en la tradición, o sea, finalmente, en el más socio-crítico de «recuperar lo reprimido» en la misma23— la dimensión histórica del problema constituye hoy una condición indispensable para cualquiera que aspire a la legitimidad filosófica.

20. Léase, por ejemplo, el admirable nuevo comienzo (1800) de La positividad de la religión cristiana, en Escritos de juventud, México, 1978, pp. 419-432. 21. Lecciones sobre filosofía de la religión I, Madrid, 1984, p. 42. cf. W. Jaeschke, Die Vernunft in der Religion, Stuttgart-Bad cannstatt, 1986, pp. 314-377. Obra funda-mental al respecto. 22. Véase al respecto la exposición de W. Pannenberg, Problemgeschichte der neue-ren evangelischen Theologie, cit. 23. Algo en lo que insiste con vigor la reflexión actual, muy influida por el pensa-miento judío, sobre la razón anamnética: cf. J. B. Metz, Zum Begriff der neuen politischen Theologie (1967-1997), Maguncia, 1997, y R. Mate, Memoria de Occidente. Actualidad de pensadores judíos olvidados, Madrid, 1977.

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3.2.2. Apertura de la razón a todas la dimensiones de la experiencia

El segundo aspecto enunciado era el de la apertura integral de la razón a todas las dimensiones de la experiencia. En este aspecto fue decisivo el impacto de la fenomenología con su ruptura del interdicto positivista, que imponía un auténtico imperialismo de la razón científica e instru-mental. no solo porque puso de relieve la estricta legitimidad del estu-dio de lo religioso como tal, sino también, y acaso sobre todo, porque hizo caer en la cuenta de la exigencia filosófica de acomodar el método al «objeto» estudiado.

Difícilmente cabe expresar la importancia de este hecho para la preci-sa cuestión que nos ocupa. De ordinario se da demasiado fácilmente por supuesto que la consideración filosófica de Dios tiene que ser abstracta, neutra y distanciada, sin darse cuenta de que eso implica una infidelidad radical a las exigencias más elementales de la filosofía misma. Igual que no se puede comprender la amistad con métodos de laboratorio o juzgar la experiencia estética de un cuadro de Velázquez por la composición quí-mica de los colores usados, tampoco tiene sentido abordar el problema de Dios con los métodos propios para captar realidades neutras, que no afectan al sentido de la vida, o simplemente mundanas, que deben some-terse a los cánones de la experiencia empírica.

Dios puede existir o no existir, pero para averiguarlo y compren-derlo, es indispensable proceder con el método correcto: mirando en la dirección justa y usando los instrumentos adecuados. El mismo Hegel lo había expresado magníficamente en el Prólogo a la Fenomenología, indicando que el verdadero conocimiento (él aquí lo llama «científico») «exige entregarse a la vida del objeto», «sumergirse» en su movimien-to24. Se trata, pues, de entregarse a la cosa misma, dejándose guiar por ella, acomodándose como un guante fiel y sensible a su modo de ser, y no recortándolo procustianamente a la medida de los propios prejuicios o simplemente de métodos ajenos. no es casual que las descripciones de Dios en la Fenomenología de la religión resulten de ordinario mucho más realistas, vivas y concretas —en ese sentido más «objetivas»— que muchas filosofías de la religión.

Este cambio fundamental en la perspectiva se enriquece, como es bien sabido, desde muchos frentes, pues la Fenomenología no constitu-ye un fenómeno aislado. Ella misma formaba parte de un enorme plexo, al que sirvió ciertamente de catalizador decisivo, pero del que, a su vez, era índice y manifestación. Lo muestra bien el mismo hecho de sus «he-rejías» (Spiegelberg), así como el proceso interno que, una vez superada su tensión con la historia, causada por los equívocos de un demasiado

24. Fenomenología del Espíritu, trad. cit., p. 36; cf. p. 39.

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fácil intuicionismo de las «esencias», la llevó a abrirse a la historicidad del «mundo de la vida». Se hizo sobre todo eficaz en su prolongación en la hermenéutica, tanto en la forma inmediatamente existencial de la «vía corta» heideggeriana, como en la más histórica de la «vía larga» en Gadamer y Ricœur25.

Por otra parte, su impacto confluye e interinfluye con otros fenó-menos que ampliaron la razón en distintas direcciones y supusieron un enriquecimiento que está aún en marcha. Piénsese tan solo en el perso-nalismo, en el existencialismo, en la ampliación de la filosofía analíti-ca hacia el lenguaje ordinario con la admisión de los distintos «juegos lingüísticos», en el mismo «marxismo cálido» (con enorme impacto, en la teología, como en el caso de Ernst Bloch), en la rica y compleja acen-tuación de la intersubjetividad y de la «acción comunicativa» e incluso en la nueva sensibilidad posmoderna...

4. «en eL infinito coinciden fiLosofía y teoLogía»

comprendo que estas reflexiones puedan resultar un tanto abruptas, al menos en el sentido de que intentan introducir una perspectiva que no resulta fácil ni acaso cómoda. no lo resulta ni para el teólogo ni para el filósofo, pues demasiadas veces continúan manteniendo el problema en el carril de los tratamientos heredados, que no responde a la nueva situa-ción filosófica y teológica. El teólogo propende a refugiarse con excesiva facilidad en el «misterio», esquivando de ese modo el rigor y las exigen-cias de la crítica; el filósofo tiende a persistir en objeciones obsoletas, que ignoran la sintonía metodológica con el «objeto» religioso e impiden la Einfühlung adecuada, única capaz de legitimar un juicio verdaderamente crítico. Pero la verdad es que, a mi parecer, respecto de los tópicos co-rrientes acerca del «Dios de los filósofos», el nuevo planteamiento resulta francamente enriquecedor y aun liberador.

En primer lugar, el sujeto se adapta a la especificidad de su «objeto» en esa activísima pasividad (o en esa pasivísima actividad) que constituye el auténtico conocimiento. Se evita así el peligro de imponer esquemas o restricciones aprióricas —que en nuestro caso convierten necesariamente lo Divino en algo muerto y abstracto— y se logra la verdadera actitud: acogerlo en toda su riqueza (intellectus fit quodammodo omnia, decían ya los antiguos) y abrirse a su iniciativa (es siempre el objeto quien, en realidad, se piensa a sí mismo en el sujeto, decía profundamente Hegel).

25. Del rico y complejo entramado de relaciones que aquí se aluden me ocupo con más detalle en La constitución moderna de la razón religiosa, cit., pp. 45-49, 257-260, 266-273.

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Por otro lado, se hace posible recuperar, de manera expresa y bajo control metódico, toda la riqueza de la positividad histórica. cuanto la humanidad ha vivenciado respecto de Dios en la vida religiosa y ha ex-presado en sus mitos, credos, teologías e incluso reproducciones artísticas se ofrece como cantera legítima para la filosofía. no, evidentemente, para ser aceptado sin más, sino para ser examinado críticamente, como una inmensa herencia que, «dando que pensar», amplía los horizontes y mul-tiplica las posibilidades.

naturalmente, procediendo así, hay que contar a priori con la doble posibilidad de un éxito positivo o negativo de examen. Porque el examen puede llevar a la conclusión de la no existencia de Dios. Entonces el ca-mino de la filosofía de la religión no será el de investigar la riqueza de lo Divino, sino el de constatar su vacío. En consecuencia, o abandonará sin más la empresa o, de continuarla, se dedicará —positivamente— a asegu-rar lo bien fundado de la propia postura y —negativamente— a criticar la validez y coherencia de la postura teísta.

En cambio, para una filosofía de la religión que, como estadio fun-damental, llegue a la afirmación de la existencia de Dios, se abren sin restricción todas las posibilidades indicadas. Adorno podrá tener o no razón cuando afirma que «un pensamiento que no se decapita tiene que desembocar en el Absoluto». De lo que no cabe duda es de que una fi-losofía que llegue a él y que quiera ser verdaderamente «filosofía prime-ra» —es decir, compromiso vital y no mero ejercicio retórico o brillante juego para eruditos—, tendrá necesidad de esforzarse por avanzar en su descubrimiento, viendo las consecuencias para la vida, examinando la posibilidad y coherencia de las afirmaciones o negaciones, aprovechando todos los recursos para «entrar más adentro en su espesura» fascinante.

Habrá ciertamente diferencias, pero conviene subrayar con fuerza que se refieren a la misma realidad, la realidad divina. Robert Spaemann ha sabido decirlo gráficamente: «el Dios de los filósofos no es otro que el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, al igual que el lucero matutino no es otro que el lucero vespertino»26. Teniendo en cuenta la distinción entre «significado» y «referencia», las diferencias se sitúan en el significado: en el duro e inacabable trabajo por dar forma consciente y perfil cognosci-tivo a «aquello» a lo que todos nos referimos.

En otras palabras, la reflexión situada, viva y concreta, se sentirá lla-mada desde su misma entraña a romper los tópicos acerca del «Dios de los filósofos» y a transgredir los tabúes que tienden a recluirla en la asepsia de una consideración neutra, apriórica y abstracta. con lo cual aparece claro que se abre un amplio frente de convergencia y contacto entre la fi-

26. El rumor inmortal. La cuestión de Dios y la ilusión de la Modernidad, Madrid, 2010, p. 14.

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losofía y la teología, si ambas son verdaderamente críticas. El «Dios de los filósofos» y el «Dios de los teólogos» dejarán de ser distintos y distantes. Más bien, el teólogo y el filósofo, juntos acaso con el poeta, cumplirán el dicho heideggeriano de «habitar juntos en montañas alejadas». Porque, en definitiva, aunque partan de orígenes diversos, ambos buscan lo mismo: intentar adentrarse un poco, de manera crítica, metódica y consecuente, en la inmensidad del misterio que se abre ante ellos. Husserl lo dijo admi-rablemente: «En lo infinito coinciden filosofía (que cada vez se vuelve más concreta) y teología (que cada vez se vuelve más filosófica)»27.

27. Ms. E III 10, p. 19; tomo la cita de I. Gómez Romero, Husserl y la crisis de la razón, Madrid, 1986, p. 194.

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DEFEnSA APASIOnADA DEL cARÁcTER PERSOnAL DE DIOS

Advertencia inicial: Tengo especial interés en subrayar la importancia decisiva de este tema. Como se verá por el desarrollo, soy muy cons-ciente de su dificultad, tanto filosófica como incluso teológica. Lo soy también de las posibles deformaciones, y comprendo la reacción muy extendida de desconfianza y aun de negación a la hora de aplicar a Dios este concepto. Contribuyen a ello el miedo al antropomorfismo incon-trolado y el influjo del pensamiento oriental con su insistencia en la no-dualidad (advaita). Sin embargo, aunque procurando aprovechar lo que de acertada cautela y justa crítica hay en esos motivos, pienso que ese carácter no solo es irrenunciable desde la experiencia bíblica más radical, sino también que es críticamente justificable y fundamentable. Como lo indica de manera expresa el título original, personalmente me apoyo en la filosofía de Ángel Amor Ruibal (1869-1930). De paso aprovecho para tributar un homenaje a un pensador tan humilde y desconocido como libre y genial, a quien, aun sin haber tenido la suerte de conocerlo en vida, considero mi más alto y fecundo maestro.

1. eL probLema

El problema de la personalidad de Dios muestra una significativa parado-ja: lo que parece evidente para la vivencia religiosa se muestra como extre-madamente difícil para la consideración filosófica. La piedad, con poquísi-mas excepciones (incluso teniendo en cuenta el budismo), no renuncia a la invocación personal; el pensamiento, en cambio, parece encontrar duras resistencias. De hecho, en Occidente, la primera «disputa sobre el ateís-mo» —la Atheismusstreit, en torno a Fichte— surgió del cuestionamiento de la personalidad divina. Esta íntima tensión, que amenaza con romper la unidad entre la dimensión pragmática y la noética en la expresión reli-

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giosa, explica la persistencia del problema. Y no parece buena la especie de «represión» que, de considerarlo en expresión de Karl Barth como la crux theologorum, lo ha relegado a un cierto olvido1.

Este trabajo intenta retomar justamente ese problema, básico y ele-mental: la justificación filosófica de atribuir a Dios predicados personales. ni siquiera se afronta en directo la cuestión de la interpersonalidad. Es cierto que hoy no podemos concebir la persona sin su constitutiva refe-rencia a lo interpersonal; pero, como a propósito de Emmanuel Lévinas advierte Paul Ricœur, lo personal constituye a su vez aquel elemento co-originario sin el cual la interpersonalidad no es posible, correspondién-dole incluso una cierta «primacía gnoseológica»2. Y Hansjürgen Verweyen insiste con razón en que una «estructura elemental» del yo, «aunque no totalmente consciente de sí misma» tiene que preceder a la constitución interpersonal de la autoconciencia3.

con relación a Dios, dada su diferencia infinita, todo esto remite toda-vía a algo más radical: a la formidable cuestión de si es posible hacer sobre él algún tipo de predicación significativa. Es el problema de la analogía, que traspasa todo intento de reflexión sobre lo divino, situándolo ante el dilema univocidad o equivocidad: o bien de afirmar algo verdaderamente significativo de Dios, amenazando su diferencia, o bien de preservar la diferencia a costa de perder toda significación. Los sutiles y denodados esfuerzos de la tradición no parecen haber encontrado una solución satisfactoria. Wohlfahrt Pannenberg, que ha prestado una atención intensa y sostenida al problema, lo resume así:

Ante todo, los esfuerzos de la Escolástica no han logrado demostrar que la predicación analógica deba comprenderse como una tercera instancia au-tónoma entre el modo unívoco y equívoco de afirmación o de concepto (así Tomás de Aquino, STh I, 13, 5 e. a.). En su contra ya Duns Escoto hizo valer la objeción de que toda predicación análoga incluye y presupone por su parte un fundamento unívoco [...]. Esta crítica a la teoría del concepto análogo fue retomada en forma distinta por Wilhelm Ockham y la mayoría de los teólogos tardomedievales. Sigue sin refutar hasta hoy4.

1. cf. F. Wagner, Der Gedanke der Persönlichkeit Gottes bei Fichte und Hegel, Gütersloh, 1971, p. 14. 2. cf. P. Ricœur, «Emmanuel Lévinas, penseur du témoignage» [1989], en Lectures III, París, 1994, pp. 83-105, princ. pp. 104-105; Sí mismo como otro, trad. de A. neira, México, 1996, pp. 351-397 («Ipseidad y alteridad»). 3. Gottes letztes Wort. Grundrisse der Fundamentaltheologie, Düsseldorf, 1991, p. 261. Indica gráficamente: «Un ser humano (Menschennatur) puede sonreírle cuanto quie-ra a una cría de homínido: una autoconciencia solo surge cuando el otro (das Gegenüber) es un ser humano» (ibid., p. 262). 4. Systematische Theologie I, Gotinga, 1988, p. 373, n. 14; cf. pp. 365-376; remite también a su «Habilitationsschrift», Analogie und Offenbarung (pro man. 1955) y al art. «Analogie»: RGG, 31957, pp. 350-353.

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Es seguro que el pensamiento nunca logrará aquí una claridad sa-tisfactoria. Pero, por eso mismo, conviene aprovechar todo intento que pueda arrojar alguna luz o aclarar algún aspecto. En este sentido merece ser conocida la aportación del filósofo español Ángel Amor Ruibal (1869-1930), que enseñó en Santiago de compostela y escribió una extensa obra, buscando redefinir las articulaciones entre la filosofía y la teología. Gran conocedor de la Escolástica, a pesar de escribir en el asfixiante am-biente antimodernista, sometió sus soluciones a una dura y detallada crí-tica, pues pensaba que era preciso romper los moldes tradicionales, pos-tulando «una transformación honda de la teoría del ser y del conocer»5.

El análisis histórico de las interacciones entre filosofía y teología en el problema de Dios a lo largo de la historia ocupa los siete primeros tomos de su obra principal6. A continuación intentó una sistematiza-ción propia, en la que la cuestión de la posibilidad de su conocimiento ocupa un lugar central. La muerte le sorprendió en plena elaboración, sin alcanzar una redacción definitiva; encima, la edición póstuma de su obra no es completa y ofrece graves deficiencias. Se trata, pues, de un pensamiento en camino y no del todo unificado. Aun así, creo que sus reflexiones suponen una aportación sólida y original, que todavía hoy puede resultar fecunda y merece ser conocida7.

2. diaLéctica noción-concepto VS. anaLogía

Amor Ruibal se muestra muy consciente de la tensión entre univocidad y equivocidad en los predicados acerca de Dios. Pronto advierte que, mien-tras el conocimiento opere a un solo nivel, el de las ideas o conceptos, resulta imposible una solución coherente, pues la idea es ya siempre fruto de la elaboración consciente y consta, por tanto, de una extensión (objetos a los que se aplica) y una intensión (significado definido) determinadas. Por eso es preciso ahondar en la estructura cognoscitiva, poniendo al des-

5. VI, 636-637 (cf. nota siguiente). 6. Los problemas fundamentales de la filosofía y el dogma, 10 vols. (VII-X póstu-mos), Santiago de compostela, 1914 ss. Ahora existe una nueva edición en curso, de la que han aparecido 5 volúmenes (I-II, Madrid, 1971, p. 197; III-V, Santiago de composte-la, 1993-1999). citaré arriba en el texto, siguiendo la primera edición (tomo, en números romanos y página, en arábigos), pero la consulta de la segunda es siempre posible, puesto que reproduce la numeración original de los párrafos. Se ha publicado también otro tomo acerca del problema de Dios: Cuatro manuscritos inéditos, Madrid, 1964, y quedan toda-vía muchos inéditos, algunos que afectan directamente a nuestro problema. 7. Para todo lo que sigue me apoyaré principalmente en A. Torres Queiruga, Cons-titución y evolución del dogma. La teoría de Amor Ruibal y su aportación, Madrid, 1977; Noción, religación trascendencia. O coñecemento de Deus en Amor Ruibal e Xavier Zubiri, A coruña, 1990.

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d e l a F i l o s o F í a a l a M í s T i c a

cubierto la existencia de una distinción fundamental en dos niveles: el de la «noción» y el de la «idea» o concepto.

Pero es precisa una advertencia acerca del vocabulario (que es, por ejemplo, en cierto modo contrario al de John Henry newman): noción alude al carácter elemental, concreto e indeterminado de mera «notifi-cación», de presencia fáctica: pertenece al orden de la «posición» (Kant) y no al de la representación; concepto o idea (usados indistintamente) remiten, en cambio, al significado normal de conocimiento abstracto y lógicamente definido.

Amor Ruibal elaboró esta concepción sobre todo a propósito de la noción de ser. De ella dice que es «pre-consciente»: algo «que se impone de hecho» (IX, 19), con anterioridad a toda actividad personal. Por eso en su significación «falta en ab soluto la nota de comprehensión definida y no existe tampoco determinación extensiva que fije límites a su conte-nido» (IX, 20), es algo «que jamás entendería mos de no advertirlo; que jamás intentaríamos definir sin suponerlo conoci do; que jamás podre-mos describir sin hacer entrar en la descripción lo descri to» (VIII, 381). Se trata de una «forma inmediata que se impone al cognoscente co mo principio de actuación subjetiva en el mundo objetivo, con anterioridad a todas las determinaciones concretas en los seres, para poder luego co-nocer estos en sus gradaciones» (IX, 20).

como se ve, se trata de un modo cognoscitivo muy peculiar, que es previo a todo conocimiento concreto por ideas. En los inéditos se aprecia la lucha del autor por definir su estatuto específico, y, aunque no lo ha lo-grado del todo, queda claro lo fundamental. Se trata de un conocimiento atemático, que no es representación, pero que va incluido en toda repre-sentación o, como él mismo dice, está presente «simplemente como hecho envuelto en el acto de conocer» (IX, 8)8. (En realidad, se trata de algo muy afín a lo pre-consciente y pre-predicativo de muchos análisis fenomenoló-gicos y más hondo todavía que la radicación en el Lebenswelt).

Para la fundamentación, el autor acude a la «relatividad de naturale-za», es decir, a aquel momento de continuidad en lo real por el que todo ser está en unión y participación con todos los demás, formando un úni-co mundo. como es natural, de esa relatividad participa también el ser humano. Por eso Amor Ruibal puede afirmar que el conocer es «una con-tinuación del ser en una forma nueva» (VIII, 237); de suerte que «su co-nexión con lo real está hecha por sí, aunque condicionada por la exis-tencia individual, como acontece en todos los seres, donde la naturaleza ejerce sus múltiples funciones, que solo se hacen reales a través del in-dividuo» (VIII, 224). Lo nocional consiste, justamente, en la presencia cognoscitiva de este hecho; pero una presencia que está implícita y solo

8. cf. VIII, 244-245, 248-249; IX, 71, 113-114, 380, 382; III, 358.

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resulta individuable a posteriori por un acto de reflexión, pues «la con-ciencia no acusa jamás la realización primera del contacto entre el cono-cer y el objeto conocido, sino el hecho ya realizado» (VIII, 223).

Aun sin entrar en más detalles, se comprende la enorme flexibili-dad de esta estructura a doble nivel: en el nivel profundo, lo nocional es lo común que funda la unidad del significado; en un segundo nivel, la idea, apoyada en él, puede introducir la diferencia de la analogía, li-brándose de la univocidad sin caer en la equivocidad. Por eso, aunque en un primer momento Amor Ruibal llega a calificar de «unívoco» (IX, 249-252; IX, 362-365) lo nocional y nunca ocultó una clara simpatía por las posturas de Escoto, comprende que la analogía debe situarse en el segundo nivel, en el de la idea:

Puesto que la representación nocional no es idea y se diferencia intrínseca-mente de esta, no es posible referir a ella ni la univocidad ni la analogía, que exigen siempre por su condición un tipo fijo ideal que se compara a otro, y cuya relación se establece. Las nociones no pueden ser análogas ni unívo-cas; son simplemente de un contenido único, al cual no podrán sobrevenir variedades que lo diversifiquen por adición, sino por in tensión entitativa y significativa (IX, 21).

Unidad, pues, en la diferencia; pero no como dos conocimientos aisla-dos o separados, sino como tensión dinámica que dentro de la idea logra mantener una identidad fundamental del significado —nivel nocional— sin negar la diferencia en su atribución conceptual concreta. Esta distin-ción de niveles, que el autor echa de menos en los tratamientos tradicio-nales, es la que confiere verdadero significado a la analogía:

Toda analogía, pues, para que tenga significación, ha de expresar algo cog-noscible común a los seres análogos, sobre lo cual reposa la relación que se establece, y algo que diversifica dichos seres en grado suficiente para que la realidad concreta de uno no pueda enunciarse del otro sino de un modo proporcional (Inédito).

3. Lo nocionaL: trascendencia y diferenciación

Este peculiar carácter de lo nocional funda su trascendencia, tanto a nivel ontológico, puesto que en él se refleja la irrestricta continuidad de lo real, como a nivel gnoseológico, pues su carácter de «momento» le permite estar presente en cualquier idea.

En el nivel gnoseológico, la idea es algo concreto y determinado, que necesariamente ocupa un lugar y que, por decirlo así, acota una área propia de la que excluye a las demás. La noción, en cambio, se halla en un plano distinto, a un nivel más profundo, y, por lo mismo, no pue-

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de, como tal, entrar en conflicto con ninguna idea. Al contrario, solo a través de las ideas —literalmente, «trascendiéndolas»— puede aflorar a la superficie de la conciencia, diversificándose en concreto conforme al significado propio de cada una.

cosa que se realiza de manera ejemplar en la noción de ser. El «ser» es un mo mento esencial e ineludible de toda idea, y no en el sentido de un acto aparte o una porción delimitada dentro de la misma, sino como algo que, como una modulación o momento distinto, está presente y se expresa a tra vés de ella, impregnándola totalmente. Por eso de cada reali-dad y de cada aspecto dentro de ella podemos decir que «es»; y el hecho de que en algunas lenguas este «es» no se exprese, indica solo su carácter implícito, no su ausencia: la prueba es que al traducirlas reaparece sin alterar el significado.

Pero esa trascendencia gnoseológica es reflejo de la ontológica. Amor Ruibal pone espe cial énfasis en subrayar que la noción de «ser» no constituye una «abstracción puramente lógica e irreal, sino que es ele-mento objetivo y sintético de la realidad» (IX, 23); es algo que lleva en sí toda la riqueza, «toda la potencialidad del ente concreto» (IX, 19), que encierra «la razón de todas las determinaciones ulteriores de lo real» (IX, 25). Por eso, como unidad fundante, el ser, al concretarse, se realiza en la diferencia. Ante todo y sobre todo, en la diferencia más radical en-tre Dios y las creaturas, pues, «al considerar el valor del ser trascendente en la realidad individual de las cosas, lo primero que se ofrece es su divi-sión en ser finito e infinito» (IX, 27).

La relación entre las ideas de finito e infinito9 —tan fundamental para el problema del conocimiento de Dios— aparece así a una nueva luz. Porque permite romper las aporías que surgen al dar la primacía a una de las dos. Dado que ambas se apoyan en lo nocional, su surgimiento como ideas concretas es co-originario y correlativo, en cuanto diversificación del fondo primario: «son términos relativos que se incluyen y que por lo mismo el conocimiento del uno supone siempre el conocimiento del otro, sin que pueda producirlo jamás sin incurrir en contradicción». Di-cho de un modo más concreto:

Dada, pues, la noción de ser como tal, de la misma manera nos formamos la idea de lo finito que la de lo infinito. La primera por aplicación de la idea a una realidad concreta que se nos ofrece como expresión limitada del ser en la intuición. La segunda por aplicación de la idea a la noción misma del ser pensada como plenitud de realidad.

9. Lo estudia en un amplio inédito de cien páginas en el original. A él pertenecen las citas.

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De este modo, al contacto con la realidad, nacen como correlativas las ideas de finito y de infinito, de una manera refleja. Lo que directamente re-sulta es la individuación del ser objetivo en el mundo exterior y la posibilidad de individualizar toda noción de ser de que tenemos conciencia. Y desde el momento en que realizamos esta individuación o individualización interna, es cuando se contraponen los dos términos de finito e infinito como exclu-yéndose y relacionándose10.

Lo decisivo para nuestro problema es que esta estructura permite ver cómo es posible preservar en concreto la «distancia infinita» entre Dios y las creaturas, cuando se trata del conocimiento conceptual concreto, sin anular por ello una verdadera comunidad de significado, en su nivel nocional11. Tanto de Dios como de las creaturas decimos que «son»; pero este «ser» en cuanto formulado expresamente es ya «concepto», es decir, producto de un acto reflejo y abstracto; en la realización concreta es únicamente mera noción o simple notificación que acompaña al conoci-miento, o bien de Dios, o bien de las creaturas. Intentemos expresarlo gráficamente:

cuando decimos «Dios», estamos diciendo en realidad: ser-infinito.cuando decimos «creatura», estamos diciendo: ser-finito.La pequeñez gráfica de la palabra «ser» trata de insinuar que se tra-

ta de un conocimiento nocional. Su carácter implícito y atemático no impide la diversidad infinita de las ideas «Dios» y «creatura»; pero su pre-sencia real y efectiva asegura la unidad de un significado radical (el hecho común de su «existir», de estar de algún modo presentes, de oponerse a la nada...).

4. Las categorías nocionaLes

Hasta aquí la consideración ha sido deliberadamente muy abstracta, pues ha considerado tan solo el valor más básico: la noción de ser. Ahora es

10. no cabe entrar en el detalle de los análisis. Amor Ruibal muestra cómo, a pesar de las apariencias, no es el origen empírico y finito del conocimiento el que origina la idea de infinito, pues «no puede ser lo finito como tal, sino como realidad percibida, el origen de la idea de infinito». La razón está en que la evidente limitación con que se nos ofrecen las cosas no es previa a la noción de ser, sino que la supone, pues «este límite, en cuanto objeti-vo, no es el constitutivo formal de lo finito, sino su condición. Es tan solo determinante de una individualidad limitada, que luego llamaremos finita al concebir la idea de lo infinito».

no analiza la posibilidad contraria, tal como aparece, por ejemplo, en la tercera Me-ditación de Descartes. creo, de todos modos, que es posible mostrar que el razonamiento sería paralelo, aunque tal vez más difícil. 11. Sería interesante establecer, por ejemplo, una comparación con los desarrollos de E. Lévinas especialmente en Totalidad e infinito (1961), donde la primacía de lo infini-to resulta tal vez demasiado abrupta, sin dejar verdadero espacio a lo finito.

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preciso avanzar en concreción, pues se trata de ver si es posible afirmar de Dios no solo el «ser», sino también, de algún modo, el ser «persona». Lo cual equivale a preguntarse si la estructura noción-concepto puede ser extendida más allá de esa constatación básica y radical. Un problema que Amor Ruibal ha abordado de manera expresa.

Ya queda visto que el «ser» no aparece como una abstracción estáti-ca, sino como un dinamismo concreto cargado de virtualidades. Amor Ruibal distingue una estructura trifásica: el ser puede consi derarse «[1] en su valor inmediato objetivo; [2] en el valor de sus propiedades como categorías nocionales; y [3] en su valor en la realidad individual de las cosas» (IX, 25).

Las dos primeras fases se hallan dentro del ámbito de lo trascendente. La primera es la analizada hasta aquí. La segunda es la que ahora interesa. De los análisis del autor —no plenamente unificados, como queda dicho— intento únicamente subrayar lo más decisivo para nuestro propósito.

Analizando críticamente los planteamientos clásicos, él señala en el ente cuatro propiedades trascendentales: individualidad, numerabilidad, relación y causali dad (IX, 253-301), que no considera opuestas pero sí más radicales que las de la clasificación tradicional en unidad, verdad y bondad. Pero lo más interesante es el paso siguiente.

Avanzando sobre las propiedades trascendentales, pero sin entrar todavía en el terreno de las ideas, distingue las categorías nocionales, como la «vida» o la «inteligencia». La denominación parece una espe-cie de oxímoron, pues parece unir cualidades contradictorias (la inde-terminación de lo nocional con la definición de lo categórico). Pero se entiende bien lo que pretende decir: las llama «categorías», porque cualifican de algún modo al ser, marcando direcciones o vectores den-tro de él; pero añade «nocionales», porque en realidad no son todavía ideas, puesto que, permaneciendo idénticas, pueden realizarse en ideas muy distintas. Antes de pasar a su aplicación más detallada, vale la pena citar el texto del autor:

considerada la noción de ente en sus propiedades, estas se reducen a las dos ya señaladas de la cantidad y cualidad, dentro de las cuales se incluyen todas las formas de ser, y donde además se revela el ser mismo, como razón de las diferenciaciones su cesivas que ha de ostentar en la realidad indivi-dualizada. La cantidad y la cualidad se enlazan, a su vez, por nexo inmedia-to con las categorías nocionales, que son formas de actuación del ser, ante-riores y superiores, no solo a todo sujeto determinado, sino a todo orden determinado de entidad finita o infinita (IX, 25-26).

Al enunciado general sigue inmediatamente una explicación más con-creta, que por su claridad ahorra muchas explicaciones:

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Las categorías nocionales comprenden todas las nociones de perfección que en sí no suponen ni exigen un sujeto ni entidad dada de la cual se enuncien, y representan, por consiguiente, una perfección, que por su naturaleza puede enunciarse de todo [de] cuanto se enuncia el ser, sin otros límites que la limi-tación en el ser que las excluya. cuando se habla, por ejemplo, de atributos cualitativos, como la verdad, bondad, o intensivos, como de la inteligencia, de la vida, etc., se significan modalidades categóricas del ser, de las cuales, unas, las dos primeras, recorren todas las escalas de los seres actuales y po-sibles, así en lo infinito como en lo finito, salvas las gradaciones de los seres que por su imperfección no las poseen, y por no poseerlas son imperfectos.

Si se comparan dichas categorías nocionales con las de la sensibilidad, las del ser animal o racional, etc., se echa de ver, que estas perfecciones son relativas a un orden dado de entidad, y no tienen valor absoluto, antes bien, ellas en sí importan una limita ción de entidad y por lo mismo no son enunciables de los seres más perfectos, ni del Ente infinito. Las primeras ca-tegorías nocionales se originan en función inmediata del ser trascendente, y por lo mismo derivan del ser como noción. Las segundas se forman en fun-ción del ser no trascendental y, por lo tanto, dentro de un orden concreto de seres, a cuya peculiar naturaleza se ajustan (IX, 26-27).

Es decir, resumiendo el largo razonamiento, las categorías nocionales se predican de algo en función del ser, situándose en la línea de su dina-mismo expansivo sin limitación apriórica de ningún tipo. La conciencia evolutiva, al mostrar la realidad en su génesis, permite hoy discernir con mayor claridad los vectores que están en la dirección de ese dinamis mo. Algo que permite conjuntar de algún modo la concepción tradicional de la «cadena del ser»12 con la más actual comprensión del ser humano como Dasein o epifanía del Ser. Porque nuestra conciencia no capta al ser de una manera amorfa e indeterminada, sino que, por decirlo así, lo sorprende a la altura ontológica humana; cuando, por consiguiente, es ya posible descubrir la dirección hacia donde apuntan sus dinamismos más universales. En este sentido, las categorías nocionales no son conocimien-tos traídos de afuera, sino vividos por el ser humano desde su inserción en la realidad.

Pero por eso mismo conviene insistir fuertemente sobre el carác-ter nocional de las mismas, sin concretarlas todavía en un modo definido de realización (pues entonces abandonarían necesariamente su condi-ción de nociones, convirtiéndose en ideas que definen realidades concre-tas). Decir de algo que es «vivo» deja abiertas todas las posibilidades. En cambio, concretar un modo de vida es ya de-finir, poner límites a la posibilidad de realización, hablando, por ejemplo, de vegetal, animal, hombre... Entonces enunciamos ideas distintas y aun en muchos aspec-tos contrapuestas. La aportación ruibaliana consiste en hacer ver que la

12. cf. A. O. Lovejoy, The Great Chain of Being, Harvard, 21964.

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diversidad y la contraposición de las ideas no impiden la presencia de un valor nocional común, sino que están sustentadas por él, pues en realidad decimos:

vida-vegetal, vida-animal, vida-humana;y aún más en concreto:ser-vivo-vegetal, ser-vivo-animal, ser-vivo-humano.La estructura gráfica es todavía inexacta, pues en realidad debería

inscribir, como una huella o una especie de marca de agua (blueprint), cada palabra en la siguiente. Pero aun así resulta iluminadora. Permite, en efecto, comprender dos aspectos fundamentales. Por un lado, hace ver que el valor nocional puede afirmarse sin restricción, en nuevas reali-zaciones siempre posibles. Pero, por otro, eso no implica la pretensión de definir o deducir a priori el cómo de esas realizaciones. Para aclarar-lo, supongamos un animal que, por imposible hipótesis, pudiese hacer estas consideraciones. Aunque nunca hubiese visto a un ser humano, si alguien le hablase de su existencia como situada más adelante en la es-cala evolutiva, podría afirmar con pleno fundamento que sería un ser vivo (pues percibiría la intensificación de ser que la vida supone en la secuencia mineral-vegetal-animal). Sin embargo, eso no lo autorizaría sin más a deducir ni menos a definir el cómo, es decir, la idea concreta de una vida humana.

5. La «persona» como categoría nocionaL apLicada a dios

La aplicación al problema del conocimiento de Dios resulta enormemente fecunda, pues garantiza la confianza de poder afirmar algo respecto de él y, al mismo tiempo, impone el respeto a la diferencia de su misterio. Pues-to que las categorías nocionales se apoyan en la noción del «ser» como manifestaciones de su dinamismo irrestricto, no se ve en principio motivo alguno para frenar su expansión hacia delante, hacia su misma realización infinita en Dios. La serie aludida parece que pide ser continuada:

vida-vegetal, vida-animal, vida-humana ......... vida-divina.De suerte que también predicada de Dios la «vida» conserva la uni-

dad fundamental de su significado. (nótese, con todo, el lugar único de Dios, que fundando creadoramente toda la realidad contiene toda su ri-queza como origen inmanente y la abre sin límite hacia delante como su fin trascendente).

Al mismo tiempo, se comprende que con ello de ninguna manera se define el modo de la realización concreta. Si ya desde la vida animal resultaría inimaginable definir el modo de vida humana, mucho más, infinitamente más, inimaginable resulta toda pretensión apriórica de definir el modo concreto como la vida se realiza en Dios. La afirmación

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de una real comunidad de sentido (apoyada en lo común nocional) no se opone a la exquisita reserva ante el misterio de su realización divina (reconocimiento de la diferencia en la idea). En realidad, encontramos aquí la explicación de la paradoja enunciada al comienzo de este escri-to: la confianza religiosa frente a la cautela filosófica.

De todos modos, en la economía del presente discurso llega el mo-mento de levantar la última abstracción: hasta aquí hemos hablado de «vida» en su aplicación a Dios. Ahora es preciso preguntarse si lo dicho puede valer igualmente del predicado persona. no podemos, en efecto, olvidar que fue este punto preciso el que suscitó la Atheismusstreit, pues Fichte se negaba a predicar de Dios la personalidad justamente porque veía en ella una inevitable limitación13.

Los análisis precedentes muestran ya, sin embargo, algo decisivo a primera vista: Fichte condiciona a priori la solución, pues, al no distin-guir el plano de lo nocional, opera siempre con un concepto concreto de persona; concepto que, efectivamente, predicado así convertiría a Dios en una realidad finita. Su rechazo está, pues, justificado, pero solo desde ese presupuesto14. (Sería algo así como si alguien, juzgando toda vida posible por el concepto de la vida meramente animal, se negase a afirmar que el hombre es un ser vivo, pues de esa manera negaría en él la inteligencia y la libertad...).

En cambio, desde los presupuestos hasta aquí analizados aparece que no puede decidirse a priori que sea ilegítimo aplicar a Dios el predicado «persona». Más bien cabe afirmar lo contrario, siempre que se cumplan dos condiciones: 1) que «persona» se tome en cuanto categoría nocional (en realidad, sería mejor hablar de categoría «personal»), y 2) que al ser aplicada a Dios, se convierta en un concepto peculiar, únicamente aplica-ble a Dios y que, por lo mismo, no se oponga a su infinitud.

La primera condición no parece difícil de cumplir, en cuanto que lo personal aparece en la línea de máxima realización en el dinamismo del ser, con una apertura irrestricta. Por eso, incluso en aquellos casos en que hay resistencia a atribuir carácter personal a Dios, se insiste gene-ralmente en que, en todo caso, no es menos que persona. Paradigmática resulta en este sentido la insistencia de John A. T. Robinson15, que no hacía más que recoger las preocupaciones de Paul Tillich y, en un con-

13. cf. c. Fabro, Introduzione all’ateismo moderno 1, Roma, 21969, pp. 549-586; W. Weischedel, Der Gott der Philosophen 1, Múnich, 1979, pp. 223-230; E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, Salamanca, 1984, pp. 172-189; y, sobre todo, F. Wagner, Der Gedanke der Persönlichkeit Gottes bei Fichte und Hegel, Gütersloh, 1971. 14. cf. las matizadas reflexiones de F. Wagner, Der Gedanke der Persönlichkeit Got-tes..., cit., pp. 62-112. 15. cf. principalmente Sincero para con Dios, Barcelona, 1968 y Exploraciones en el interior de Dios, Barcelona, 1969.

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texto distinto, las de muchos representantes de la Process Philosophy (y la Process Theology)16.

El cumplimiento de la segunda condición se desprende también con suficiente claridad de lo dicho, pues el concepto, aunque se apoya en el valor nocional homogéneo, se construye de acuerdo con las propiedades específicas de la realidad en que se realiza. Por eso, igual que la «vida» predicada del ser humano constituye un concepto distinto a la predicada del vegetal o del animal, con razón infinitamente mayor el concepto «persona» predicado de Dios tiene que distinguirse del predicado de la persona humana. Es decir, la iden tidad, siendo verdadera, se da en el seno de una distensión infinita: los polos de esa distensión son precisamente las ideas de «persona» tal como se predican de Dios o de la creatura. Por eso, estas ideas no son unívocas, pues se trata de dos ideas distintas (sería absurdo y blasfemo aplicar a Dios «persona» en el sentido conceptual que tiene en el ser humano). Pero tampoco son equívocas, pues llevan en su seno idéntico valor nocional. Son justamente análogas.

6. apLicaciones

En realidad, con esto queda dicho lo fundamental, pero para terminar conviene hacer algunas aplicaciones, que, aunque sea muy brevemente, aclaren algo más el significado y las consecuencias de esta teoría.

1) Se rescata el valor de la analogía. Pero ahora esta aparece situada en su justo nivel, el de los conceptos. no es posible reflejar aquí los desa-rrollos de Amor Rubial. Indiquemos únicamente que rechaza con igual fuerza y consecuencia la equivocidad, que llevaría al agnosticismo17, y la univocidad, que rebajaría a Dios al nivel de las creaturas:

He ahí, de una parte, la posibilidad de que los humanos conceptos puedan expresar algo respecto de Dios, traduciendo los valores nocionales del ser y de aquellas perfeccio nes [puras o nocionales] en cuanto algo absoluto; y de otra, la imposibilidad de que las ideas puedan significar, si no es proporcio-nalmente y salvando distancias infinitas, la grandeza de Dios a través de la pequeñez de las creaturas y de sus representaciones (Inédito).

2) Aparece con claridad el carácter peculiar de todo concepto predi-cado de Dios, pues constituye un «constructo» único, solo a él aplicable. De ahí la dificultad y aun la extrañeza; pero, al mismo tiempo, tiene un

16. cf. el estudio comparativo, con gran aportación de datos, que hace D. H. nikkel, Panentheism in Hartshorne and Tillich, nueva York, 1995. 17. Por eso rechaza en repetidas ocasiones la afirmación de santo Tomás: «de Deo non possumus scire quid sit...» (cf. VI, 280; cf. VII, 113, 317-322, 331, 343).

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significado verdadero porque está anclado en la experiencia real. Por un lado, la identidad de la palabra (que refleja el valor nocional) no debe ocultar la diferencia del significado (en cuanto concepto); y, por otro, la diversidad del significado conceptual no debe ocultar su alcance real. Lo cual permite afrontar de manera original un problema que ocupa con fuerza tanto a la teología como a la filosofía de la religión. Vale la pena hacer algunas referencias.

La pregunta grave y decisiva es siempre: ¿Este tipo de idea, tra-bajada en su entraña por una permanen te distensión hacia lo infinito, nunca plenamente actualizable, constituye propiamente una idea? Las soluciones —e incluso el vocabulario— son múltiples. El peligro radica siempre en que la carencia de lo nocional tiende a convertir la distan-cia en mera «dirección» o «tendencia al límite», sin verdadero y eficaz contacto cognoscitivo real.

Henri Duméry habla de concepts intentionnels, «es decir, de modos de referirse a él [de le viser] más allá de todo discurso», apoyando su ob-jetividad únicamente en la «intentionnalité vivante» del es píritu, que lo orienta hacia lo Absoluto18. Edward Schillebeeckx, que pretende reflejar el «pensamiento más íntimo» de santo Tomás, habla igualmente de que «a través de los contenidos conceptuales, tendemos hacia Dios, sin poder captarlo conceptualmente, pero sabiendo que Dios se sitúa precisamente en la dirección objetiva indicada por el contenido conceptual»19.

Schillebeeckx se apoya en la obra de D. M. de Petter, un autor que muestra notabilísimas coincidencias con Amor Ruibal en el modo de fundamentar la objetividad del conocimiento. Señala la dualidad, pues habla de concepto e «intuitie» (o zijnsbewustzijn, werkelijkheidsintentie); pero se echa de menos en él una más clara tematización de la dialéctica noción-concepto y de las categorías nocionales; en cambio, es de justi-cia reconocer que subraya con más precisión el carácter de «mo mento» atemático de lo «nocional» (aunque no usa esta palabra ni perfila esta

18. Philosophie de la religion. Essai sur la signification du Christianisme I, París, 1957, p. 5, n. 2; Critique et religion, París, 1957, p. 197, n. 1; cf. también La foi n’est pas un cri. Foi et institution, París, 1959. 19. «El concepto de verdad», en Revelación y teología, Salamanca, 1968, p. 265; cf. ibid., «El aspecto no conceptual de nuestro conocimiento de Dios según Tomás de Aquino», pp. 275-321. En la p. 291 muestra el peso de las afirmaciones «agnósticas» del Aquinate: «Siempre que santo Tomás se pregunta sobre lo que po demos conocer propiamente de Dios, su respuesta es invariable: en primer lugar ‘quid non est’, y añade inmediatamente, y ‘qualiter alia se habeant ad ipsum’. Lo que equivale a decir que no po demos situar el ‘mo-dus divinus’ de una perfección más que negativa y relativamente. ¡Esto parece a primera vista sorprendente, como si Tomás de Aquino se colocara al lado de Maimónides o de los... modernistas!». Advierte, sin embargo, que no deben aislarse estas afirmaciones de otras más afirmativas (principalmente, I q. 13, a. 2 y 3).

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categoría)20. Ya queda indicado que también trabaja en esta perspectiva el filósofo español José Gómez caffarena, que acude sobre todo a la con-cepción kantiana del Grenzbegriff21.

Estas observaciones en modo alguno pretenden descalificar sin más las posturas aludidas. Intentan únicamente apuntar que, en el esfuerzo por evitar un antropomorfismo craso, tal vez no conjuren suficientemen-te el peligro de dejar sin verdadero alcance real el conocimiento de Dios. Un peligro que ya Hegel detectaba como típicamente moderno:

Tal es, sobre todo, la postura, el modo de pensar de nuestra época; la reli-gión es un apuntar a Dios, un sentir, un hablar y un rogar dirigidos hacia él, pero un hacia él que para ellos es un cero, disparar al aire, que, a la vez, significa que no sabemos nada de él, que no conocemos ningún contenido de él, de su esencia y naturaleza...22.

3) El hecho de que, aunque tengan que valerse de materiales repre-sentativos tomados de las realidades mundanas, los conceptos aplicados a Dios apoyen su significado en valores nocionales trascendentes tiene todavía otras dos consecuencias muy importantes. La primera, que, al ser «constructos» únicamente aplicables a Dios, se abren hacia la rique-za infinita de su misterio. Por ejemplo, qué signifique «persona» como concepto aplicable a cristo y a la Trinidad o cómo se realice en Dios la interpersonalidad, no está delimitado por los conceptos humanos, sino que ha de ser explorado y «construido» con los medios específicos de la experiencia religiosa.

Por eso estos conceptos ofrecen un campo inagotable al esfuerzo in-telectual para profundizarlos y afinarlos. Además justifican la búsqueda de estrategias lingüísticas que, como las analizadas por Iam T. Ramsey, inmutan los patterns normales (que vehiculan el valor nocional) me-diante «cualificadores lógicos» que hacen surgir el significado conceptual específicamente religioso: «santísimo», «sapientísimo», «omnipotente»... conservando el significado normal (santo, sabio, potente), se abren ha-cia el insondable misterio divino23.

20. cf. Begrip en werkelijheid. Aan de overzijde van het conceptualisme, Hilversum-Antwerpen, 1964 (recopilación de densos y muy pensados artículos). El capítulo que más directamente se ocupa del conocimiento de Dios es el octavo («Over de grenzen en de warde van het begripelijk kennen», pp. 168-173). 21. cf. principalmente Metafísica transcendental, Madrid, 1970, pp. 248-249, 265-269, 284-285. Ahora, muy ampliamente en El enigma y el Misterio, Madrid, 2007, pp. 375-503. 22. Lecciones sobre filosofía de la religión I, Madrid, 1984, p. 94. 23. cf. principalmente Religious Language. An Empirical Placing of Theological Phrases, Londres, 1967, pp. 49-89.

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La segunda consecuencia es que la analogía adquiere así una enorme flexibilidad, pues no queda prisionera de su modo más ordinario: el que va «de abajo arriba», de los conceptos mundanos a su aplicación a Dios. como decía Amor Ruibal a propósito de las ideas de finito e infinito, el origen empírico es solo «condición», mientras que el verdadero funda-mento es lo nocional que se manifiesta en los conceptos. De ese modo, una vez elaborados los conceptos aplicables a Dios, puede invertirse el movimiento y, procediendo «de arriba abajo», interpretar estos como el fundamento de los conceptos aplicables a la realidad mundana24. Es lo que aparece cuando la conciencia religiosa interpreta el amor, la bondad o la paternidad humana a partir del amor, la bondad o la paternidad divi-na25. Y en su estudio de la mística Amor Ruibal muestra cómo su estructu-ra fundamental consiste justamente en cambiar de algún modo el «objeto formal» de la vida psíquica que, en la terminología del autor, pasa de estar centrada en el «ente ontológico» a estarlo en el «teológico», es decir, con-vierte a Dios en centro absoluto de la visión de lo real26.

cabría, naturalmente, hacer otras aplicaciones. Espero que las indi-cadas basten para ver que el enfoque de Amor Ruibal puede dar todavía frutos en esta gloriosa, humilde e inacabable tarea de avanzar, aunque sea «a tientas» (Hch 17, 27), en el misterio de Dios.

24. Amor Ruibal alude expresamente a esta posibilidad, aunque en un sentido algo distinto: «Existen, pues, dos formas de analogía esencial respecto del conocimiento teo-lógico, de las cuales la primera transfiere a Dios y a lo Divino el contenido de humanos concep tos según es posible hacerlo, y la segunda sirve de vehículo para transferir al hom-bre conceptos de lo sobrenatural humanamente incognoscibles» (Inédito). 25. En este sentido resulta muy significativa la lectura tradicional de Ef 3, 14-15:... ad Patrem, ex quo omnis paternitas in caelis et in terra nominatur («... ante el Padre de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra»). 26. Del problema se ocupa fundamentalmente en los volúmenes II-IV (II-III de la nueva edición); cf. A. Torres Queiruga, «La estructura del conocimiento teológico, místi-co y dogmático según Amor Ruibal», en En camino hacia la gloria. Miscelánea en honor de monseñor Eugenio Romero Pose, ed. por L. Quinteiro Fiúza y A. novo, Santiago de compostela, 1999, pp. 378-432; «Estructura noética de la intuición mística según amor Ruibal», en X. Quinzá y J. J. Alemany (eds.), Ciudad de los hombres, ciudad de Dios. Ho-menaje a Alfonso Álvarez Bolado, Madrid, 1999, pp. 125-157.

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EL TRAYEcTO DE DIOS En LA cOncIEncIA RELIGIOSA: «ELLO/ÉL», «TÚ», «YO»

Hablar de Dios desborda siempre el lenguaje humano. Por eso el dis-curso ha de ser necesariamente sobrio y siempre provisional: como bien dijo Ingolf U. Dalferth, una vez dicho algo, ha de colocarse bajo la co-rrección del «por lo demás pienso que es completamente distinto»1. Si además se toca el espinoso tema de lo «personal», la dificultad se agudiza. De ahí la importancia de una delimitación cuidadosa del tra-tamiento, que aquí en concreto se moverá dentro de los estrechos lí-mites siguientes.

1. presupuestos

El primero es que la reflexión parte ya de la conciencia religiosa, es decir, de una conciencia que habiendo descubierto a Dios, vive y afirma como real su relación con él. Más en concreto todavía, no pretende representar la conciencia religiosa en general, sino la que se sabe situada como con-ciencia bíblico-cristiana y solo desde ahí, desde el reconocimiento de los propios límites, trata de abrir las posibilidades propias y acoger los interro-gantes, las correcciones y los aportes de las otras modalidades religiosas.

Al partir de esta conciencia concreta, el discurso se moverá en una confianza fundamental en el mundo de la vida religiosa, con la con-vicción —que deberá ser verificada— de que, trabajándolo desde den-tro, no es preciso llegar a un cuestionamiento radicalmente apofático (carente de todo significado) de sus expresiones, sino que es posible recuperarlo al nuevo nivel de una «segunda inocencia». Dicho gráfica-

1. «ceterum censeo ganz anders» (Die Wirklichkeit des Möglichen. Hermeneutische Religionsphilosophie, Tubinga, 2003, p. 637).

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e l T r a y e c T o d e d i o s e n l a c o n c i e n c i a r e l i g i o s a

mente: el acento se inclinará con claridad a la hermenéutica más acoge-dora e integradora de Paul Ricœur que a la «hipérbole» de Emmanuel Lévinas2.

Lo cual en modo alguno significa cerrarse al justo e indispensable desafío de la crítica, tan inevitable y consustancial —desde el mismo Jenófanes— a la reflexión sobre todo hablar acerca de Dios. Más aun, apoyándose una vez más sobre todo en la gnoseología de Amor Ruibal, se esfuerza en tomar la crítica —incluso la más radical— como un mo-mento constructivo en el trabajo de la nueva comprensión3. como se ha explicado en el capítulo anterior, él concibe el conocimiento moviéndose siempre en un doble plano: 1) El más radical de la noción, que, perte-neciendo al orden de la «posición», asegura el enraizamiento óntico del conocer; funda, por lo tanto, el valor real de toda significación, pero ni impone ni impide a priori ninguna predicación concreta. 2) Sobre él se construye reflejadamente el plano de los conceptos, el de la predicación, que se esfuerza en elaborar la significatividad radical de modo que refle-je la diferencia de las realidades concretas. Este trabajo de construcción conceptual es el trayecto donde pueden y deben insertarse todas las ins-tancias críticas. Intentemos concretar algo más.

De modo paradigmático, esa dialéctica del doble plano se realiza en la noción de ser, ya que el «es» —como bien dijera Kant— siendo mera «posición», no impone a priori ningún predicado determinado; pero por eso mismo —como insiste Amor Ruibal— tampoco lo impide. Por eso, de todo se puede decir que es, aunque en la predicación efectiva ese «es» lo percibamos ya siempre traducido —como momento atemático, que en al-gunos idiomas puede incluso no hacerse expreso— dentro de un concepto determinado: no existe un «es» en general, sino siendo siempre «algo» concreto: piedra o silla, perro o estrella, hombre o Dios.

Pero la realidad no es indiferencia neutra, sino —como siempre se ha percibido al hablar de los trascendentales— dinamismo activo, en realización abierta. En ese sentido ese dinamismo es antepredicativo, pero no totalmente indiferenciado, sino que hay en él algo así como vectores sobre los que se va construyendo la diferenciación de lo real. El pensamiento tradicional lo ha reconocido en la doctrina de los tras-

2. Aludo, claro está, a la crítica que formuló Ricœur al «uso de la hipérbole» por Lévinas, a su «práctica sistemática del exceso en la argumentación filosófica» (Sí mismo como otro, trad. de A. neira, México, 1996, p. 374), que en De otro modo que ser, o más allá de la esencia llega a alcanzar un «giro paroxístico (un tour paroxystique)» (ibid., p. 376). 3. Al no ser posible exponerla aquí con cierto detalle, me reduzco a una indicación fundamental; para mayores detalles, aparte del capítulo anterior, remito a mi trabajo «La théologie négative: entre la richesse du signifié e l’indigence du concept», en M. M. Oli-vetti (ed.), Théologie négative, Milán, 2002, pp. 357-373.

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cendentales. Amor Ruibal habla de que la noción de ser se prolonga y explicita en las «nociones segundas» o «categorías nocionales»4.

La denominación constituye una especie de oxímoron, pero expre-sa bien su fecunda tensión. Se refiere a esos vectores en la realización del ser que, una vez aparecidos, afirman y diferencian de algún modo (de ahí, «categorías»), pero todavía sin determinar nada concreto (de ahí, «nocionales») y que, por lo tanto, permiten toda posible expansión. Si digo «mineral», señalo una clausura en el dinamismo del ser, y sé que no podré incluirlo en el concepto de ninguna realidad superior, como una planta o una persona. Pero si digo «vida», señalo un vector nocional que, de suyo, acoge y abre sin límite el dinamismo del ser, de suerte que puede realizarse en realidades siempre nuevas y más plenas, sin que sea posible limitar a priori su entrada en un nuevo «concepto», con tal de que exista una realidad que pueda fundarlo: una vez aparecida la vida, puedo predicarla de una ameba, de una planta o de un ser humano, y no se ve en principio ningún límite en su realización en otros seres, incluso hasta el infinito. Hasta el mismo Dios.

Lo que sucede es que esto vale solo de la vida en cuanto noción, pues en el momento en que se habla de un tipo de vida concreto, se ha cons-truido un concepto, solo aplicable a su objeto: el concepto «vida vegetal» es aplicable a la encina, pero no a la ardilla. Y si descubro que más allá de la vida vegetal existen otros seres, sé que podré predicar de ellos que son «vivos»; pero eso no me define su modo concreto de realización. De suerte que, si quiero conocer cómo son en concreto la vida animal o la humana, tengo que elaborar el concepto correspondiente, que ya no pue-de ser idéntico, sino distinto del anterior. Para conseguirlo, será preciso reunir todos los datos posibles y atender a todas las críticas que impidan reducirlo únicamente a lo que sabemos de la «vida-vegetal».

La aplicación a nuestro problema es clara. Todo lo que podamos correctamente predicar de Dios solo tiene en principio garantía de va-lidez a nivel nocional: puedo afirmar con seguridad que Dios es «vivo» —lo han hecho como «definición» suprema Aristóteles y Hegel5—, pero solo en cuanto mantengo este significado en su nivel nocional; en el mo-mento en que intento saber cómo es esa vida-divina, necesito construir un concepto que solo a Dios pueda aplicarse. Al intentarlo, surgen ne-cesariamente todas las dificultades y son precisas todas las cautelas que exige la fidelidad a su realidad única (por eso Aristóteles habla de «vida

4. Las aclaraciones que siguen sintetizan lo dicho en el capítulo anterior. Resultan útiles como precisión y aplicación concreta. Pero no son indispensables. Quien lo prefiera puede saltar al apartado siguiente. 5. Metafísica XII, 7, 1072 b 18-30. como es bien sabido, Hegel recoge el texto de Aristóteles como final de su Enciclopedia.

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nobilísima y eterna»), sabiendo además que nunca será posible lograr un concepto adecuado.

Lo mismo vale, y así nos acercamos definitivamente a nuestro pro-blema, cuando hablamos de lo «personal» en Dios y de la interpretación de su relación con nosotros: de su «trayectoria en la conciencia religio-sa». Aunque no quepa entrar en ulteriores fundamentaciones, desde lo dicho cabe afirmar que en cuanto valor nocional, podemos confiar en que no nos equivocamos al afirmar que Dios es «persona» y que eso de-cide nuestra relación con él. Pero en cuanto al modo concreto, es decir, al concepto de persona tal como es aplicable a Dios, todo queda abierto hacia la profundidad infinita de su misterio.

En esa apertura no solo encuentra su lugar natural toda crítica justa, sino, bien asimilada, se convierte en elemento positivo que debe ser in-tegrado en el esfuerzo inacabable por ir «construyendo» una predicación conceptual que se atreva a hablar de Dios como persona. John D. caputo ha sugerido con acierto que en estas cuestiones profundas, decir que «no se sabe» es justamente un momento del verdadero saber6. Porque enton-ces la misma negación no opera en el vacío, sino que queda hegelianamen-te incluida en un proceso positivo de avance en el conocer. Es «negación determinada», que niega no para anular, sino para corregir, sabiendo que a su vez deberá ser corregida. Insistiendo en «la aporía de la teología [ra-dicalmente] negativa», Dalferth lo ha expresado con su habitual precisión:

[Ese tipo de negaciones] son más bien fórmulas breves o momentos de dis-cursos complejos, en los cuales lo que se dice de Dios, por un lado, retoma, corrige y continúa algo dicho anteriormente y, por otro, entra en un proceso en que es modificado, corregido, precisado, tachado, completado y refor-mulado7.

cada negación concreta deja una huella crítica en lo dicho y pensado acerca de Dios, en cuanto que obliga a continuar hablando y pensando, y por lo mismo, a distinguir lo que debe seguir diciéndose de Dios de aquello que debe ser corregido y dicho de otra manera. Transforma el discurso sobre Dios, pero no lo despide ni tampoco lo sustituye por ningún otro, sino que impulsa a continuarlo de un modo mejor8.

conviene todavía una última precisión. Aunque lo dicho hasta ahora atiende sobre todo al referente del concepto persona, es decir, al proble-ma de lo que nos atrevemos a afirmar de Dios en sí mismo, la reflexión

6. Sobre la religión, Madrid, 2005, p. 42; cf. p. 164. 7. Die Wirklichkeit des Möglichen, cit., p. 542. 8. Ibid., p. 543. Todo el capítulo resulta especialmente iluminador: «Ganz anderes: negationstheologische Korrekturen» (pp. 516-548).

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va a ser más modesta: atenderá prioritariamente al significado para la conciencia religiosa. Se centrará en el pro me («para mí», «para nuestra salvación») de la vivencia religiosa, en cómo esta va percibiendo, ela-borando y vivenciando en sí misma los distintos conceptos, símbolos e imágenes de Dios.

En este sentido, las reflexiones anteriores no han sido superfluas, sino que tienen una función precisa: explicitada la cautela y reconocida la necesidad de la reserva crítica, ahora pueden darse por supuestas sin necesidad de insistir continuamente en ellas. El lector o la lectora debe-rán tener en cuenta que esa cautela y esa reserva están siempre presentes —implícitas, pero operantes— en toda frase o afirmación que puedan so-nar demasiado ingenuas o excesivamente antropomórficas. Por así decirlo, el discurso procederá más bien piscatorie —atendiendo sobre todo a la expresión espontánea y vital—, pero llevará siempre dentro la vigilancia de lo aristotelice9.

2. eL trayecto: de dios como «eLLo/éL-eLLa» a dios como «yo»

2.1. Dios como «ello/él-ella»: an sich

«La experiencia religiosa se refiere a algo, pero muchas veces no puede decirse nada más, sino que este algo es algo». Esta frase, que pertenece al comienzo mismo de una de las más conocidas fenomenologías de la religión10, converge con lo que enseña la reflexión tanto filológica como filosófica. El descubrimiento de lo divino, de lo sagrado, de lo santo, de Dios o de los dioses... obedece a una impresión radical de asombro (el zaumadsein primordial, sin distinción entre lo filosófico y lo religioso), que sitúa al sujeto humano ante algo real, que de algún modo lo funda y sostiene, pero que resulta desconocido y sin contornos precisos: no es nada concreto y puede serlo todo.

Al no ser inmediatamente accesible a los sentidos o al intercambio humano del «yo-tú», lo divino tiende a ser tematizado como lo ausente, ocupando, pues, el lugar de la «tercera persona» gramatical. Y esta, según la enérgica insistencia de Émile Benveniste, es justamente la que designa lo no concreto y determinado, lo que «por no implicar persona alguna, puede adoptar no importa qué sujeto, o no tener ninguno»11. Por su parte,

9. Sobre la distinción piscatorie-aristotelice, cf. A. Grillmeier, Mit Ihm und in Ihm. Christologische Forschungen und Perspektiven, Friburgo Br., 1975, pp. 283-300. 10. G. van der Leeuw, Fenomenología de la religión, México/Buenos Aires, 1964, § 1, p. 13. 11. Tratado de lingüística general, Madrid, 1971, p. 166. Insiste con tanta energía, que Ricœur llega a hablar del «anatema de Benveniste contra la tercera persona» (Sí mismo

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Hegel señaló ya en el Prólogo de la Fenomenología que la palabra «Dios» es de suyo vacía, «un sonido sin sentido, un mero nombre», un «comienzo vacío» que debe ser llenado12. De ahí la posibilidad de la negación atea, y —lo que aquí interesa— la multiplicación infinita de las figuras que va adoptando a lo largo de la historia en la conciencia religiosa. El corán lo insinúa señalando solo «noventa y nueve» nombres de Dios.

Porque esa referencia indeterminada constituye un comienzo diná-mico, un trasfondo unitario y nutricio que, una vez descubierto, llama al conocimiento, a la explicitación, a la clarificación. Gran parte de la litera-tura directamente religiosa y de la reflexión filosófica sobre ella se mueven así, tratando de conocer a Dios, que como a un tercero —«ello/él-ella»— va perfilando su rostro conforme a las distintas tradiciones religiosas. La culminación personal del rostro tiene su apoyo espontáneo en el hecho de percibir lo Divino como fundamento de lo real y fuente de la vida. La Biblia lo expresa sin rodeo: «El que plantó la oreja, ¿no va a oír? / El que formó los ojos, ¿no ha de ver?» (Sal 94, 9). E incluso una postura tan de-cididamente apofática como la de Lévinas acoge la misma sugerencia: «El perfil que, por la huella (trace), toma el pasado irreversible, es el perfil del ‘él’. El más allá de donde viene el rostro es la tercera persona»13.

Refiriéndose a la Biblia, Paul Ricœur indica que hay géneros literarios que son especialmente afines a este hablar en tercera persona, señalando la narración como uno de sus lugares más propios14. Pero, en la prác-tica puede extenderse a casi todos los modos de hablar de lo Divino, en cuanto se salen del ámbito de la interpelación o interlocución directa del creyente con Dios. Por eso sería injusto, en nombre de un purismo religioso, que pretende que no se puede hablar de Dios, sino únicamente a Dios, considerar ilegítimo tal modo de referencia. En ese caso no solo se haría imposible nombrar a Dios en el discurso interhumano, sino que incluso se amenazaría su realidad: solo si Dios es real en sí mismo, puede anularse la sospecha de que sea una proyección meramente subjetiva.

La tercera persona tiene su función específica, asegurando el an sich de Dios y permitiendo cubrir una función irrenunciable en la orientación dentro del mundo vital humano. Dalferth analiza bien este aspecto e in-

como otro, cit., pp. 25-26); Problèmes de linguistique générale I, París, 1966, 126, p. 231; «Structure des relations de personne dans le verbe», pp. 225-236. 12. Fenomenología del Espíritu, trad. de W. Roces, México, 1966, p. 18. 13. En découvrant l’existence avec Husserl et Heidegger, París, 31974, p. 198. L. c. Susin, que cita el texto, lo comenta así: «La vinculación de la Mirada con este tercero obliga a admitirlo en el orden de lo personal: lo que es personal no podría provenir de un orden impersonal» (O homem messiânico. Uma introdução ao pensamento de Emmanuel Lévinas, Petrópolis, 1983, p. 242). 14. Sobre todo en «Entre philosophie et théologie II. nommer Dieu», en Lectures 3, París, 1994, pp. 281-306, en p. 291.

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siste con razón en que la realidad de Dios exige que pueda ocupar todos los lugares pronominales en la interlocución humana: «Dios no puede ser llamado tú, si no puede también ser llamado yo y él o ella y ello»15. El primer apartado de esta reflexión ha intentado fundarlo críticamente.

2.2. Dios como «tú»: für mich

La conciencia creyente descubre lo Divino como tercera persona, pero no como algo meramente ausente o pasivo, sino como alguien activo y fundante: «El hombre religioso siempre ve aquello de que trata su reli-gión como lo primario, lo causante. [...] En la religión, Dios es el agente en la relación con el hombre»16. Por eso no le resulta indiferente, sino afectando íntimamente su vida. Incluso en las manifestaciones más primi-tivas, como el tabú o los intentos de manipulación más o menos mágica, la relación con él lleva la marca del pro me, del für mich. Aunque de entrada sea en el modo de la ambigüedad y la incertidumbre, lo Divino va configurándose como un «tú». Por eso Rudolf Otto17, remitiéndose a san Agustín, tematizó lo Divino como lo fascinans et tremendum, lo que atrae y repele, lo que puede salvar y condenar. De ahí la búsqueda incesante, el deseo de acertar con el sentido verdadero de la presencia: «Tu rostro busco, Señor: no me ocultes tu rostro» (Sal 27, 8).

En este contacto vivo está la razón de que la relación con Dios como «tú» adquiera una indiscutible primacía en la vivencia religiosa. Dios es el tú personal, en la doble dirección de lo intersubjetivo. Tú es Dios para el creyente, que se dirige a él en los distintos modos en que se va explicitando la relación creatural: adorando y reconociendo, dando gracias y suplicando, alabando y pidiendo perdón... Pero tú es también el creyente para Dios y por eso este lo interpela de manera igualmente múltiple: llamando y exhortando, dando la ley y convocando... Para el primer modo, Paul Ricœur encuentra como típico en la Biblia el discur-so hímnico, pues «la relación con Dios se interioriza con el himno de celebración, de súplica y de acción de gracias. Ya no es solo el hombre quien es un ‘tú’ para Dios, como en la misión profética o el mandamien-to ético, es Dios el que se convierte en un ‘tú’ para el tú humano»18. Para el segundo modo, como aparece en esta última cita, señala dos modali-dades principales: la profética y la prescriptiva.

En el discurso prescriptivo de la Torá, el yo creyente se percibe «como designado en segunda persona por Dios: ‘Tú amarás al Señor tu Dios

15. Ibid., p. 512; cf. pp. 509-515. 16. G. van der Leeuw, Fenomenología de la religión, cit. 17. Lo Santo, Madrid, 21965. 18. P. Ricœur, Fe y filosofía, Buenos Aires, 2008, p. 98.

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con todo tu corazón, con toda tu fuerza y con todo tu pensamiento’. Ese tú soy yo (ce tu c’est moi)»19. Ricœur alude a que en este discurso se insinúa la problemática de la autonomía y la heteronomía, un problema —añadamos— que se hará ampliamente presente a lo largo de la Biblia, que culminará de algún modo en la dialéctica paulina entre la ley y el espíritu, y que sigue muy vivo para la reflexión teológica actual. Él mismo insinúa el justo camino de la teonomía, al hablar de la «doble nominación de Dios como autor de la ley y de mí mismo»20.

En el discurso profético, la interpelación se hace todavía más viva e inmediata, pues el profeta no se borra detrás del mandato ni usa el camino indirecto de remitir a Dios como un tercero que manda o exhorta: «Dios resulta ahora significado como voz del Otro detrás de la voz profética. Dicho de otro modo, Dios es nombrado en doble primera persona, como palabra de otro en mi palabra»21. Ricœur señala la necesidad de equilibrar lo profético manteniendo su dialéctica con lo narrativo y lo prescriptivo, para evitar una «subjetivización» excluyente de la nominación de Dios, e insiste igualmente en la necesidad de completarlo con lo hímnico y lo sapiencial: «El referente ‘Dios’ resulta pues focalizado por la convergencia de todos estos discursos parciales. Expresa la circulación del sentido entre todas las formas de discurso donde se nombra a Dios»22.

Estas observaciones son muy importantes, y muestran bien el lugar donde la conciencia religiosa se ejercita en buscar cada vez con un poco menos de impropiedad el verdadero rostro de Dios. El camino bíblico, por ejemplo, al abandonar la línea de la religiosidad natural y enfocarse desde su fundación mosaica hacia el Dios personal, que se compadece, ama y libera, puede así ser visto como un avance hacia un descubri-miento objetivo cada vez más crítico y hacia una acogida subjetiva cada vez más pura. Hasta las proclamaciones culminantes: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8.16) y «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti» (Jn 17, 3).

La reflexión crítica ha de ejercitarse entonces, por un lado, en cul-tivar la coherencia de ese conocimiento vivo, de modo que, prolongan-do la insistencia profética en que «conocer a Dios» es hacer justicia al huérfano y a la viuda, y la llamada jesuánica a no quedarse en el «Señor, Señor» sin cumplir la voluntad de Dios, se convierta en «fe que actúa por la caridad» (Gál 5, 6). Y, por otro, en mantener el justo equilibrio de la reciprocidad entre el Tú divino y el tú humano. ni puede llegar al apofatismo extremo de Lévinas —aunque deba estar muy atento a

19. Ibid., p. 97. 20. Ibid. no usa la palabra «teonomía», pero ese es el verdadero sentido. cf. A. To-rres Queiruga, «La théonomie, médiatrice entre l’éthique et la religion», en M. M. Olivet-ti (ed.), Philosophie de la Religion entre éthique et ontologie, Milán, 1996, pp. 429-448. 21. Fe y filosofía, cit., p. 96. 22. Ibid., p. 99; cf. pp. 95-99.

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sus advertencias—, que tiende a borrar el Tú, con peligro de reducirlo a una «illeidad» (illéité) siempre oculta en su remisión al prójimo, de suerte que «su venida hacia mí es un punto de partida que me permite realizar un movimiento hacia el prójimo»23. ni debe llevar a una familiaridad tal que sitúe al Tú divino en mera simetría con el tú humano: Karl Barth, a propósito de ciertos dísticos de Angelus Silesius llega a hablar de «piado-sas desvergüenzas» (frommen Unverschämtheiten)24. En este sentido, siempre me han fascinado las palabras de san Juan de la cruz, a su modo no menos crítico que Lévinas en el apofatismo25, ni menos íntimo que Silesius, pero manteniendo siempre el respeto de la creatura filial:

[...] porque, estando ella [el alma] aquí una misma cosa con él, en cierta manera es ella Dios por participación [...] porque la voluntad de los dos es una, y así, la operación de Dios y de ella es una. De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad tanto más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios, y es verdadera y entera dádiva de el alma a Dios [...]; y así, dale a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella; en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de él recibe26.

2.3. Dios como «yo»: in mir

Las últimas precisiones delimitan bien la figura de este apartado. Dado que lo que buscamos es ante todo el tránsito de Dios en la conciencia creyente, el título no dirige la atención al «yo» de Dios tal como él lo vive en su misterio insondable. Dando ese misterio por supuesto, interesa la

23. De otro modo que ser, o más allá de la esencia, Salamanca, 1987, p. 57. De ahí su distanciamiento —creo que excesivo— con el yo-tú de Buber (ibid.). 24. cita, por ejemplo, «Ich weiss, dass ohne mich Gott nicht ein nu kann leben / Wer ich zunicht, er muß vor not den Geist aufgeben» (Kirchliche Dogmatik II/1, § 28; Studienausgabe, Zúrich, 1987, p. 316). [Intento una traducción: «Sé que sin mí, Dios ni un instante viviría. / Fuese yo aniquilado, por fuerza su espíritu entregaría»]. 25. como con agudo rigor mostró J. Baruzi, elevó a principio central de su teología mística la exclusión radical de toda figura concreta de Dios, sea imaginativa o conceptual, natural o sobrenatural, pues toda concreción es por sí misma una deformación: «En la medi-da en que se me aparece, es falsa» (J. Baruzi, San Juan de la Cruz y el problema de la experien-cia mística, Valladolid, 1991, p. 483 [subr. en el original]; cf. princ. L. 4, c. 2, pp. 431-528). 26. Llama de amor viva, canc. III, p. 78 (Vida y Obras completas, Madrid, 51964, pp. 913-914). Y no se piense que esto es exclusivo del místico abulense. Siglos antes de él, Meister Eckhart había dicho cosas, si cabe, más atrevidas: «El alma, por sí misma, da a luz a Dios a partir de Dios en Dios; lo da a la luz verdaderamente a partir de ella. Lo hace para dar a luz a Dios en aquella parte de sí misma donde ella es deiforme, donde es una imagen de Dios» (Deutsche Predigten und Traktate, ed. de J. Quint, Múnich, 1963, p. 399). Sobre este tema, cf. la excelente exposición de G. Jarczyk y J. P. Labarrière, Maître Eckhart ou l’empreinte du désert, París, 1995, pp. 154-163.

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vivencia del sujeto creyente en cuanto que, cuando llega a la culmina-ción de su comunión con Dios, puede vivirlo a él como a su más propio y profundo «yo». El cristiano puede captar bien el sentido de esta afir-mación, porque en los escritos fundacionales san Pablo supo dar forma viva y concreta a esta vivencia abisal: «no vivo yo, sino que es cristo quien vive en mí» (Gál 2, 20); «Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu» (Rm 8, 26-27).

Se trata de algo más profundo que la dualidad profética de que habla-ba Ricœur, considerándola como la voz divina detrás de la voz humana. Se acerca más a esa «doble primera persona» a la que también aludía, pero no solo en cuanto «Dios es nombrado» así por el profeta distinguiéndolo de sí mismo, sino en cuanto el sujeto religioso vive a Dios como su «yo» más propio. La inteligencia humana nunca podrá lograr plena claridad sobre esto, porque refleja justamente la relación única —sin parangón posible con ninguna otra— del creador con su creatura. Pero por eso mismo no deja de reflejarse de múltiples maneras no solo en la tradición religiosa, sino también en la reflexión filosófica.

El mismo Kant, siempre tan circunspecto en este campo, habla del «Dios en nosotros» (der Gott in uns) como explicador «auténtico» de la Escritura27. Hegel, osado en exceso, concibe a Dios como sujeto abso-luto, siendo el sujeto humano un momento de su propia realización: el yo finito —cuando ha sabido abandonar su «naturalidad»— sabe que en él «se trata del Espíritu divino que en sí mismo es para sí»28. no extraña que, al hacerlo, recurra también a la experiencia mística del Meister Eck-Eck-hart: «El ojo con que veo a Dios es el mismo ojo con que Dios me ve; mi ojo y el ojo de Dios son un mismo ojo, un solo ver, un solo conocer y un solo amar»29. El peligro hegeliano está en que nunca supera del todo la reversibilidad de la relación, de suerte que siempre se cierne la amenaza de un dios que encuentra su realización en el hombre: «Dios es Dios sola-mente en tanto se conoce a sí mismo; su saberse es además un autocono-

27. «Solo entonces la interpretación es estrictamente auténtica, al convertirse Dios dentro de nosotros [der Gott in uns] en el intérprete mismo, pues no comprendemos a na-die que no nos hable a través de nuestro propio entendimiento y nuestra propia razón, de modo que la divinidad de una enseñanza recibida no puede ser reconocida sino mediante conceptos de nuestra razón, en tanto que dichos conceptos sean moralmente puros y por eso mismo infalibles» (La contienda entre las facultades de Filosofía y Teología, ed. de J. Gómez caffarena y R. Rodríguez Aramayo, Madrid, 1999; en la ed. de W. Weischedel, Der Streit der Fakultäten, A 70, Werkausgabe XI, Fráncfort M., 21978, pp. 314-315). 28. Lecciones sobre filosofía de la religión I, Madrid, 1984, p. 232. 29. Ibid., p. 233; la remisión es Meister Eckhart, Die deutschen und lateinischen Wer-ke, ed. cit., 1, pp. 201 y 478.

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cimiento en el ser humano acerca de Dios que se prolonga hasta saberse del ser humano en Dios»30.

La tradición religiosa es, naturalmente, más cauta. Una buena par-te de la mística oriental, con su insistencia en lo Absoluto como funda-mento del yo humano, va en esta dirección, y en sus momentos más per-sonalistas puede alcanzar expresiones muy significativas. Así Yajñavalkya enseña a su discípulo que el Brahman es «lo que alienta con tu aliento», «lo que ve en tu visión», «lo que oye en tu oído», «lo que piensa en el pensamiento»31. Y aunque es preciso señalar que en algunos casos como en la Svetasvara-Upanishad32, el acento se hace expresamente personalis-ta, el peligro aquí —al menos tal como desde Occidente podemos com-prenderlo— es el de caer en la neutralización de lo personal divino y en una excesiva despersonalización (anatman) de lo humano.

con más realismo, acudiendo a formas decididamente personales, la piedad hindú de la bhakti y la mística sufí en el islam han logrado expre-siones particularmente profundas para esta vivencia de Dios como el más íntimo «yo» del creyente. Es bien conocida la afirmación de Al-Halaj, que le costó el martirio: «Yo soy la Verdad», en el sentido de «yo soy Dios». La ambigüedad de la frase, que permite múltiples interpretaciones33, obliga a suspender el juicio sobre su justeza objetiva; pero puede servir para precisar el verdadero sentido de Dios «como yo» del creyente.

Para una comprensión aceptable es preciso preservar la absoluta pri-macía de la persona divina, sin por ello anular la personalidad humana. La idea de creación, percibida de modo más o menos consciente en el descubrimiento religioso da la Trascendencia, funda el primer aspecto. Rudolf Otto subraya bien esto, traduciendo desde la fenomenología de la religión como «sentimiento de creatura» el «sentimiento de depen-dencia absoluta» de Schleiermacher. En esa actitud, la vivencia de Dios como «yo» del creyente preserva la altura de su trascendencia: aun en la máxima conciencia de identidad, el creyente sabe que «es» Dios gracias a Dios; de suerte que la verdadera conciencia religiosa se vive siempre a sí misma como pasividad radical, en respeto agradecido y adorante. cabría decir no tanto que «mi yo es Dios», como que «Dios es mi yo».

Según se recordará, desde la filosofía, Schelling tematizó la relación creatural en un solecismo genial, que, retorciendo la gramática, apunta

30. Enciclopedia de las ciencias filosóficas, § 564, Madrid, 1997, p. 588. 31. Brihad-arnyaka Upanishad III, 4, 1-2. Tomo la cita de M. Eliade, Historia de las creencias y de las ideas religiosas IV, Madrid, 1980, pp. 604-605. 32. A. Agud y F. Rubio (eds.), La ciencia del brahman. Once Upanisads antiguas, Madrid, 2000, pp. 175-188, con las excelentes notas aclaratorias, pp. 188-217. 33. cf. L. Massignon, La pasión de Halaj, mártir místico del Islam, Barcelona, 2000, pp. 123-132: «El incidente del ‘Ana’l Haqq’» («Yo soy la Verdad» = «Mi ‘yo’ es Dios»).

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a la raíz: Deus est res cunctas34. Cunctas, no cunctae, como exigiría el verbo ser, porque aquí el est, sin perder su valor de identidad, se hace transitivo: Dios es las creaturas haciéndolas ser. Relación única, como he dicho, que nunca nos resultará transparente, pero cuya profunda verdad presentimos. Y quizá se presienta todavía mejor, haciendo la aplicación al problema de Dios como «yo» del creyente: Deus est me. Rompiendo violentamente la inmediata afirmación del ego en nomina-tivo, tal como exige la gramática, la frase insinúa bien la experiencia creyente: «soy Dios», no porque me afirmo frente a él, sino por todo lo contrario: porque me vivo siendo-desde-Dios, porque Dios me está siendo/haciendo ser. Dios me es.

Y cuando la experiencia religiosa va descubriendo el sentido de esa presencia como el de una creación por amor, percibe que la pasividad coincide con la máxima afirmación. concretamente, la experiencia bí-blica, que —tras un larguísimo esfuerzo plagado de miedos, malentendi-dos y deformaciones— acabó descubriendo a Dios como agápe, permite comprender la creación como una acción infinitamente transitiva, cuyo único interés es la afirmación y la realización de la creatura: cuanto más la constituye, más la hace ser ella misma; cuanto más pasiva, en esa pa-sividad radical de carácter absolutamente único, más afirmada en su constitución íntima35. La cristología actual, re-descubriendo la humani-dad de Jesús como modelo y parábola de la verdadera humanidad —la cristología como culminación y revelación de la auténtica antropología (Rahner)—, ha mostrado la fecundidad de este principio36 y ha sabido subrayar esta dialéctica: cuanto más divino, más humano; cuanto más humano, más divino.

Esta peculiarísima y misteriosa relación, nunca plenamente com-prensible ni realizable, que se oculta en su mismo brillo y brilla en su mismo ocultamiento, ha marcado y seguirá marcando hasta el fin de los siglos la oscilación de la vida religiosa. De ordinario es vivida en ese claroscuro que marca la vida normal de la persona creyente. A su lado se mantendrán siempre los dos extremos. El del ocultamiento, fundado en la densidad de una creatura tan generosamente entregada a sí misma, que puede negar su origen: es el extremo que Lévinas tematizó, hablan-

34. cf. comentario en X. Tilliette, Schelling. Une philosophie en devenir II, París, 1970, pp. 484-487, nota 23. 35. He tratado de explicitarlo y sacar algunas consecuencias en la primera parte de mi obra Recuperar la creación, cit. 36. K. Rahner, al estudiar la cristología como culminación y revelación de la autén-tica antropología, mostró la fecundidad de este principio. De su abundante producción sobre este punto, cf. la síntesis que él mismo hace en Curso fundamental sobre la fe, Bar-celona, 1979, pp. 216-271.

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d e l a F i l o s o F í a a l a M í s T i c a

do del «ateísmo» de la creatura37. Y el de la claridad, que relumbra en la experiencia extraordinaria de muchos místicos, cuando su yo es de tal modo invadido por el Yo divino que, igual que san Pablo, se sienten vividos por él: «vivo sin vivir en mí», decía también Teresa de Ávila, quien además supo expresarlo muy bien de manera positiva: «¡Oh, vida de mi vida y sustento que me sustentas!»38.

Y conviene notar que el carácter extraordinario de la vivencia mística no la hace ajena a la vivencia ordinaria, sino que, como afirma de modo casi unánime la teología actual, revela el dinamismo más genuino y ver-dadero de la misma39. De hecho, Miguel de Unamuno supo expresarlo enérgicamente desde la filosofía: «Y Dios no existe, sino que más bien sobre-existe y está sustentando nuestra existencia, existiéndonos»40.

3. concLusión

La remisión de la cumbre mística a las llanuras de la vida ordinaria simboliza bien la circularidad que se da entre los tres modos analiza-dos: Dios él-tú-yo. El análisis ha debido examinarlos por separado, pero se dan siempre juntos, en la unidad de la vivencia religiosa. La diferencia es real, pero como acentuación de un polo determinado que debe estar siempre atento a la llamada, a la corrección y al enriqueci-miento que le llega de los otros dos. El filósofo, de suyo el más lejano, atento sobre todo al «él», asegura la validez crítica de la denominación personal; pero, si no quiere caer en la frialdad del «Dios de los filó-sofos», debe esforzarse por bañar su reflexión en las aguas concretas del «tú» de la experiencia religiosa y de su historia. El teólogo deberá «ponerse de rodillas, para que la purificación del «tú», del que parte y en cuya aceptación apoya su reflexión, no se diluya en las especulacio-nes del «él». El creyente ordinario que vive de modo espontáneo en el «tú», deberá prestar oído a las advertencias del filósofo y del teólogo, para no caer en el antropomorfismo ingenuo. El místico, por su parte, al que todos deberán escuchar alguna vez, tendrá que introducir la cuña

37. Totalidad e infinito, Salamanca, 1977, p. 82. cf. un agudo desarrollo de esta idea en A. Finkielkraut, La sabiduría del amor, Barcelona, 1985, pp. 114-120. Desde la crítica de nietzsche hace también importantes observaciones P. Valadier, Nietzsche y la crítica del cristianismo, Madrid, 1982, pp. 550-570; esp. pp. 568-570. 38. Moradas Séptimas, cap. 3, n. 7 (Obras completas, Madrid, 1979, p. 442). 39. H. Bergson lo subrayó también desde la filosofía: lo que dice el místico puede re-sultar extraño, «pero cuando él habla, hay, en el fondo de la mayor parte de los hombres, algo que le hace imperceptiblemente eco» (Les deux sources de la moral et de la religion [1932], en Œuvres, centenaire, París, 1963, p. 1157; trad. cast.: Las fuentes de la moral y la religión, Buenos Aires, 1962). 40. Del sentimiento trágico de la vida, en Obras completas, vol. VII, p. 209.

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crítica de la reflexión sistemática, para frenar la tendencia a una exce-siva identificación del «tú» con el «yo».

Trama rica y fecunda, que en su complejidad desafía todo intento de clarificación exhaustiva, pero que de algún modo está siempre presente en la experiencia vivida. San Agustín lo expresó en una frase que, a pesar de su densidad, habla inmediatamente a la comprensión fundamental: interior intimo meo et superior summo meo, «más íntimo que mi mayor intimidad y más elevado que mi más alta altura»41. La identidad del «yo» (interior intimo meo), unida a la trascendencia del «él» (superior summo meo), atadas en la relación viva de la experiencia auténtica.

Y el Jesús de los Evangelios, al recurrir al símbolo del Abbá, recoge en su palabra y hace visible en su praxis la triple valencia. La paterno-maternidad de Dios apunta directamente a la comunión del «tú», ante Aquel que se cuida de nosotros, sin que se le escape siquiera la caída de un cabello de nuestra cabeza (Lc 21, 18); pero apunta igualmente a la altura trascendente del «él» como origen fundante, en el respeto ado-rante al Único, incluso por parte de Jesús: «¿Por qué me llamas bueno? nadie es bueno sino solo Dios» (Mc 10, 18); sin que ello impida que en el cruce entre la interpelación y la distancia se anuncie la vivencia de Dios como el «yo»: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30). Y si la espe-culación trinitaria no fuese siempre muy delicada, cabría todavía aludir a que esta circularidad se refleja también en su misterioso simbolismo: el Padre como «él», que nos llama en el «tú» del Hijo, hacia la identidad del «yo» en la comunión del Espíritu.

Pero, asomados al abismo, es mejor dejar paso al silencio.

41. Confessiones III, 6, 11 (cSEL 33, 53). Recuérdese que Heidegger decía algo parecido a propósito del Ser: «El Ser es esencialmente más amplio y al mismo tiempo está más cerca del hombre que todo ente, sea este una piedra, un animal, una obra de arte, una máquina, sea un ángel o Dios. Sin embargo, la cercanía es lo que más alejado le queda al hombre» (Wegmarken, GA 9, Fráncfort M., 1976, p. 331).

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EPíLOGO

Esta subida a lo más especulativo puede dar la impresión de alejamiento de la realidad o, peor, de escapada de la tradición. no es tal. «Repen-sar», si logramos hacerlo bien, abre la mejor posibilidad de «recuperar» la experiencia, enlazando con sus mejores raíces y haciéndola activamente fecunda para nosotros.

En este sentido, confieso que el Salmo 139 siempre ha sido para mí espejo vivo y pozo hondo donde veo reflejado lo tal vez más íntimo y mejor de la imagen de ese Dios en quien creo. En quien trato de creer. Aprovecho, además, para mostrarlo en la versión «cristianamente actuali-zada» de los Salmos que —con ciertos rasgos de primicia cultural— acaba de aparecer en gallego.

saLmo 139

1 Señor, tú me miras a fondo y me conoces bien, 2 tú sabes cuándo me siento y me levanto,

penetras en mis pensamientos desde lejos. 3 Tú distingues cuándo me muevo y cuándo estoy quieto,

mis caminos te son todos familiares. 4 Aún no está en mi lengua la palabra

y ya tú, Señor, la conoces entera. 5 Me envuelves por detrás y por delante

y sobre mí tienes puesta tu mano. 6 Admirable por demás me resulta este saber,

tan alto que no lo alcanzo.

7 ¿Qué me puede alejar de tu aliento? ¿Qué me puede apartar de tu presencia?

8 Si subo al cielo, allí estás tú; si bajo al abismo, estás presente.

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a l g u i e n a s í e s e l d i o s e n q u i e n y o c r e o

9 Si me elevo en las alas de la aurora y emigro al confín de los mares,

10 hasta allí me lleva tu mano y me coge tu derecha.

11 Si temo que me cubran las tinieblas y que la luz en torno a mí se haga noche,

12 las mismas tinieblas no son para ti oscuras y la noche te es tan clara como el día: igual son para ti la luz y las tinieblas.

13 Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el seno de mi madre.

14 Te bendigo por el prodigio que hay en mí: tus obras son maravillosas. Tú conoces a fondo mi espíritu,

15 no te estaba oculta mi esencia cuando en secreto era formado, tejido en lo hondo de la tierra.

16 Mi embrión lo veían tus ojos y se escribían ya en tu libro los días todos que habían de venir, sin que existiera aún el primero.

17 ¡Qué precioso encuentro, Dios, tus proyectos! ¡Qué grande su conjunto!

18 Si los quisiera contar, son más que la arena; si llegara hasta el fin, aún quedarías tú.

19 ¡Si comprendieran, Señor, los malvados, si se alejaran de su violencia!

20 ¡Que no se rebelen contra ti, que no persistan en sus proyectos!

21 no quiero odiar a quienes te odian, quiero amar como tú amas.

22 Amaré con amor cumplido, quiero tenerlos por amigos.

23 Dios, tú me miras a fondo, conoces mi corazón; comprendes y conoces mis pesares.

24 Tú enderezas mis sendas y por tu camino me conduces.

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FUEnTES

1. «La buena noticia del Dios de Jesús». Original: «Al Dios que alegra mi juven-tud»: Crítica (1995), pp. 28-32.

2. Original: «O Deus de Jesús hoxe: achegamento ao seu misterio en catro metá-foras»: Encrucillada 15/70 (1990), pp. 414-432; versión castellana, más am-plia: El Dios de Jesús. Aproximación en cuatro metáforas, Santander, 1991.

3. El capítulo reproduce la ponencia pronunciada en un congreso en torno a la figura de Karl Rahner, organizado en Brasil por la Universidad de Unisi-nos. conserva algunos rasgos del estilo oral; pero he preferido mantener-los, porque me parece especialmente significativa la referencia universalista que da contemplar la teología europea desde el otro lado del Atlántico. Fue publicado en Revista Iberoamericana de Teología 1 (2005), pp. 51-86, bajo el título «La teología desde la Modernidad».

4. «El problema del mal: Dios y las víctimas de la historia». como el anterior, también este capítulo, que responde a un tema muy querido para mí, repro-duce una ponencia pronunciada en Brasil. Esta repetición quiere tener, así, algo de homenaje agradecido a los numerosos teólogos y demás creyentes de una gran nación donde siempre me siento especialmente acogido. Fue publicado con el título «Glória de Deus na vida humana num mundo de cru-cificados», en D. n. de Lima y J. Trudel (orgs.), Teologia em diálogo. I Sim-pósio Internacional da Unicap (Universidade católica de Pernambuco), São Paulo, 2002, pp. 141-174.

5. «Más allá de la oración de petición» fue publicado en Selecciones de Teolo-gía 51/202 (2012), pp. 83-102. El texto es una «condensación» hecha por Ángel Rubio Goday del artículo con el mismo título publicado en Iglesia Viva 152 (1991), pp. 157-193 y que ha aparecido también con ligeras am-

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a l g u i e n a s í e s e l d i o s e n q u i e n y o c r e o

pliaciones como capítulo final de mi libro Recupera-la creación. Por unha re-lixión humanizadora, Vigo, 1996 (trad. cast.: Recuperar la creación. Por una religión humanizadora, Santander, 1997; 32001). He preferido presentar este texto, porque, gracias a su carácter sintético, presenta bien su sentido y facilita su comprensión.

6. «¿Todavía el Dios de los filósofos?» fue publicado originalmente en Razón y Fe 242 (2000), pp. 165-178. Hay una versión revisada y muy ampliada en A. Torres Queiruga, Apoloxía teolóxica do «Deus dos filósofos». Lección ma-gistral pronunciada con motivo de mi jubilación en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Santiago de compostela, 2012.

7. «Defensa apasionada del carácter personal de Dios». Originalmente, «Dieu comme ‘personne’ d’après la dialectique notion-concept chez Amor Ruibal», en M. M. Olivetti (ed.), Intersubjectivité et théologie philosophique (Bibliote-ca dell’Archivio di Filosofia), Padua, 2001, pp. 699-712.

8. «El trayecto de Dios en la conciencia religiosa». Igual que el anterior, este capítulo tuvo como destino inmediato las Actas de las conversaciones Enrico castelli, que reunían a estudiosos de la filosofía de la religión, llegados de muy distintos países. Se celebraban en Roma y, por desgracia, fueron clausu-radas tras la muerte de su último director, Marco M. Olivetti, a cuyo recuer-do quiero dedicar este trabajo. Ese destino, unido a la índole misma del tema abordado, explica la densidad, acaso excesiva, de la exposición. Publicado bajo el título «God’s Journey in religious consciousness: from ‘He’ to ‘I’»: Archivio di Filosofia 74/1-3 (2006), pp. 203-214.