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LECTIO DIVINA - CICLO A, DOMINGO XXIII (MT 18,15-20) Juan José Bartolomé, sdb

Muy pronto la comunidad cristiana tuvo que afrontar la realidad de pecado: los cristianos no conseguían vivir a la altura del querer de Dios. Descubierto el poderío del mal, reconocieron el poder de la gracia: no sólo se sabían con atribuciones delegadas por Jesús para el perdón, sino que, además, veían cómo ejercer el poder que Él les dejó en

herencia: perdonar los pecados. Sin embargo, aunque insistían en la corrección fraterna, aunque tenían un método muy especial para lograr la

conversión del hermano, aunque trataban de lograr el progreso de quien había caído, no aceptaban en la comunidad a quienes rechazan el perdón’. Si había quien rechazaba la conversión, era rechazado por una comunidad que había nacido y vivía de la gracia de Dios. Jugar con la propia conversión era jugarse la vida en comunión.

SEGUIMIENTO:

15. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano.

16 Si no te hace caso, llama a otro, o a otros dos, para que todo el asunto quede

confirmado por boca de dos o tres testigos. 17 Si no les hace caso, díselo a la comunidad; y si no hace caso ni siquiera a la

comunidad, considérenlo como un gentil o un publicano. 18 Les aseguro que todo lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo

que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo. 19 Les aseguro, además, que si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para

pedir algo, se los dará mi Padre del cielo. 20 Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de

ellos».

LEER: entender lo que dice el texto fijándose en cómo lo dice

Dentro de un largo discurso en el que se explicitan las leyes que rigen la vida comunitaria, el evangelio de Mateo, en el capítulo 18, dice qué Jesús imponía la corrección fraterna a quien vivía en comunidad y señalaba, además, una

metodología precisa para hacer la práctica del ‘el perdón’, gran virtud para el cristiano. El evangelista asumió el pecado como hecho innegable dentro de la convivencia fraterna, pero no disculpó lo que significaba el persistir en él. La comunidad

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cristiana, que sabía no estar libre de pecado, debía saber también cómo actuar con el hermano que pecaba.

Sabían que no podían evitar el pecado y que no estaban libres de esa realidad ; que el pecador era su hermano, como lo es también hoy para todos nosotros. En Mateo 18,15-20 el redactor agrupó ocho sentencias, separadas en dos bloques. Hermano es el término clave de un párrafo que establece la normativa a seguir en el tratamiento de la ofensa dentro de la comunidad (15-17), cuya autoridad viene legitimada a continuación (18-20). Quien peca, como quien corrige, permanecen unidos por la fraternidad: y salvar al que yerra, corrigiéndolo, es tarea de todos los hermanos. Las cinco primeras frases (15-17) están formuladas de forma análoga: Se contempla un caso, expresado en condicional, y se ofrece una solución, siempre en imperativo. Constituyen una

pequeña unidad cerrada, de tono marcadamente legalista: en los casos contemplados se debe actuar de la forma indicada (‘normas de derecho divino’). Las tres siguientes (18-20) sirven de motivación. La separación es evidente en el cambio del tú al ustedes, y ellos, en la introducción enfática (18.19) y, sobre todo, en la temática. Lo que decida la comunidad será confirmado por Dios, siempre y cuando lo pida como comunidad orante. Que se establezca un procedimiento disciplinario presupone tensiones intracomunitarias. No sólo se acepta la existencia del pecado como su origen, sino que también se dan normas precisas para que el pecador se aleje de su pecado. Al detallarse el iter de la corrección, ésta se hace ineludible: conocer lo que se debe hacer convierte en inexcusable la corrección del ofensor.

MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a nuestra vida Por extraño que parezca, Jesús contó con que el pecado se haría presente en la vida de sus discípulos. Bien sabía que sus seguidores no iban a seguir siempre las exigencias de su Padre, que

ni siquiera sus más allegados vivirían a la altura del querer de Dios. No por ello se desanimó: hizo que aprendieran un camino de conversión, por el que la oferta del perdón se repetía constantemente y en el que se respetaba la libertad del pecador. La comunidad cristiana tuvo que aprender a perdonar, porque tuvo que reconocer que el pecado

era una realidad para quienes la integraban. Convivir con quien peca hoy nos pide saber usar la

misericordia de Dios, que en la práctica, es lo mismo que decir saber perdonar a quien peca. El hecho de que Jesús haya querido enseñar un método para perdonar los pecados, desvela su interés por la santidad de quienes eran sus discípulos: Él no quiso pasar por alto las faltas y

debilidades, pero tampoco abandonó a quienes las cometían.

Jesús no condenó ni al pecador, ni a la comunidad a vivir en el pecado. Quiso enseñarles cómo perdonar al pecador, Obligó a los suyos a tomar en serio la ofensa cometida pero a la vez les mostró el camino para superarla. No permitió que los que lograban seguirle sin faltas ni titubeos se desentendieran de cuantos encontraban más dificultades en vivir según su querer. Es consolador contemplar cómo fue Jesús con el pecador. ¿Cómo somos nosotros con quien ha

caído en el pecado? ¿Qué hemos aprendido de la manera como Él acompaña al pecador? ¿Por qué criticamos tan fácilmente a quien peca en lugar de llamarlo a parte, para ayudarlo a tomar

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conciencia del daño que se ocasiona a sí mismo? ¿Cómo lo ayudamos a que se dé cuenta que el pecado lo aleja de Dios y de la comunidad?

Jesús no se desalentaba ante las situaciones de pecado. No criticaba a quien no lograba vivir las exigencias divinas y se responsabilizó de los hermanos que tenían el pecado como experiencia; no se enojaba porque había gente que hacía el mal, sino que buscaba como ayudarla a ser buena y a hacer el bien… Su actitud fue muy diversa a la nuestra. Jesús hoy nos pide que seamos responsables de la bondad, bien en lo personal como en lo

comunitario. Nos pide que sepamos ayudar a quien ha caído. ¿Lo hacemos? En el discipulado, luchar contra el pecado sigue siendo una exigencia; mientras haya un solo cristiano que no consiga vivir como tal tiene que haber quien arriesgue todo con tal de ayudarlo a salir del pecado cometido. El pecador necesita contar con hermanos empeñados en su conversión y quienes

están libres de pecado no lo están de la responsabilidad que tienen de ayudar a quienes han caído ¡Cuántos de nosotros vivimos nuestro cristianismo quizá queriendo evitar el pecado pero nos

alejamos de quienes lo cometen. ¿Hemos pensado cómo llamar al hermano que ha caído en el pecado y más aún, le hablamos a solas, para ayudarlo a tomar conciencia, sin avergonzarlo delante de los demás? No basta con huir del propio fracaso para ser auténtico discípulo de Jesús; habrá que ayudar al hermano a que evite su falta; dejar abandonado a quien ha fracasado, sólo porque nosotros pudimos evitarlo, supone no vivir la Palabra y lo que ella nos pide.

El cristiano no se contenta con ser bueno, si todavía no lo son los que están con él; mientras haya un

cristiano pecador, todos tendremos la tarea de hacer que él quiera dejar el pecado para seguir a Cristo, viviendo su amistad. Jesús no sólo exigió a sus discípulos que perdonaran, también les mostró cómo debían hacerlo, con

delicadeza y tacto, con perseverancia e interés, con progresividad y firmeza. El discípulo tiene que tratar de convertir a quien peca sin dañar la sensibilidad del hermano caído. Sin embargo, también Jesús dice que si alguien persiste en su culpa, tiene que ser excluído de la comunidad. No podemos sentirnos bien si las personas que tenemos cerca siguen cometiendo los mismos

pecados voluntariamente. No podemos decir que somos hermanos si nos preocupamos por quienes no viven en paz con Dios ni con su prójimo. Jesús nos exige mucho que una simple convivencia física, porque nos da más de lo que nos imaginamos para que hagamos posible el amor verdadero entre nosotros. Con frecuencia, los cristianos, incluso los que nos creemos buenos, convivimos con quienes viven rechazando a Dios y no pasa nada; nos justificamos diciendo que cada quien su vida…Nos falta valor para invitarlos a la conversión. Ésta, a nivel personal y comunitaria no es una utopía, sino una realidad que podemos poner en obra en la medida que nos atrevamos. ¿Lo hacemos? ¿Qué hemos logrado?

Nos engañamos cuando pactamos con el mal voluntariamente. Si Dios nos interesara de verdad, deberíamos interesarnos porque quienes conviven con nosotros sean amigos suyos, y vivan la verdadera felicidad. Si nuestros amigos más íntimos se olvidan de Dios, estamos diciendo sin palabras, pero si con nuestra actitud, que nosotros no estamos tan cerca de Él, porque no nos interesa que los que nos rodean lo conozcan, lo amen y sobre todo, ‘lo sigan’.

Jesús dice que lo que le pidamos a Dios Padre en su nombre se nos concederá. Él nos escuchará cuando nos vea a todos hermanados. Si estamos juntos para orar, pero no somos una comunidad

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unida en la fe, no podemos ser escuchados… La hermandad, el vivir unidos en Cristo es nuestra garantía y nuestra fortaleza.

Jesús nos promete escuchar nuestra oración en la medida que nosotros nos comprometemos en

la conversión del hermano caído en el pecado, que vive sin Dios en su conciencia y en sus acciones.

Orar en nombre de Jesús es haber comprendido el discipulado. La oración que no esté precedida por el esfuerzo de hacer nuestros los intereses de Dios, no será atendida… porque no está hecha en su nombre ni cuenta con su presencia. Orar con la seguridad de alcanzar lo que se desea, es tener la seguridad de haber hecho lo que se debía. La promesa de Jesús no acaba aquí. A pesar de la presencia del pecador, la comunidad que lo

atiende y perdona, no sólo obtendrá cuanto pida en nombre de Jesús, sino que Le tendrá a Él mismo, como nos lo prometió. Su compromiso es estar con sus hermanos que se reconocen ‘hijos de su padre’ y hermanos de verdad unos con otros. La hermandad se verifica en el verdadero empeño por recuperar al hermano que se ha ido y está perdido por el pecado. ¿Cómo queremos que Dios se interese por lo que nos falta, si nosotros no nos hemos interesado

por los hombres que no le reconocen como Padre? Sólo por eso, por tener hermanos que no se desinteresarán de nosotros, aunque les hayamos dejado - sólo por eso- merece la pena pertenecer a la Iglesia, comunidad en la que Cristo Jesús está presente. Jesús comparte nuestra oración y nuestra necesidad siempre que oramos. Para poder pedir a Dios en nombre de Jesús cuanto necesitemos, tenemos que ser parte de su comunidad y fortalecerla con nuestra fe, que no se queda en palabras, sino que se verifica con obras concretas a favor de quienes más nos necesite. Ser discípulo de Jesús, cueste lo que cueste, y vivir en común nuestro esfuerzo de fidelidad, codo a codo con quien está obligado a ayudarnos cuando lo necesitemos, es una exigencias para quienes seguimos al Maestro.

Tener a nuestro hermano como responsabilidad y su pecado personal como nuestro

quehacer, nos hace tener a Dios como Padre y a Jesús en medio de nosotros. Nuestro Dios no nos exige más de cuanto nos ha dado; pero tampoco va a pedirnos menos de lo que podemos darle.

ORAMOS este texto con nuestra vida

Señor Jesús, Tú sabes que somos incapaces de vivir el amor como Tú lo viviste… Perdona el individualismo que nos paraliza. Danos fuerza para formar de verdad comunidades cristianas, que con tu Espíritu signifiquen en nuestros ambientes y gracias porque por Ti y en Ti somos escuchados por nuestro Padre Dios. ¡A M É N!