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  • BRUNO SCHULZ

    EL LIBROLA POCA GENIAL

    Traduccin:Jorge SEGOVIA y Violetta BECK

    MALDOROR ediciones

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  • La reproduccin total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos de copyright.

    Cualquier utilizacin debe ser previamente solicitada.

    Ttulo de la edicin original: Ksiga; Genialna epoka

    (texto extrado de Sanatorium pod klepsydr)Wydawnictwo Literackie, Krakw 1973

    Primera edicin: 2003 Maldoror ediciones

    Traduccin: Jorge Segovia y Violetta Beck

    ISBN 10 : 84-607-7913-0

    MALDOROR ediciones, [email protected]

    www.maldororediciones.eu

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  • EL LIBROLA POCA GENIAL

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  • EL LIBRO

    I

    o llamo simplemente el Libro, sin ms eptetos ni defi-niciones, y hay en esa mesura como un suspiro de

    impotencia, una silenciosa capitulacin ante la inmensi-dad de lo trascendente, porque ninguna palabra, ningunaalusin sabran brillar, aromar, vibrar con ese escalofrode pavor, con ese estremecimiento de lo innombrablecuyo solo anticipo en la punta de la lengua supera nuestracapacidad de asombro.De qu podran servir los adjetivos patticos y la espu-ma grandilocuente de eptetos ante lo inconmensurable,ante ese esplendor indecible? Adems el lector, el verda-dero lector a quien se dirige este libro, lo comprendercuando le mire fijamente a los ojos, y, en su mismo fondo,brille con el fulgor de la revelacin.En esa mirada breve y penetrante, en un furtivo apretnde manos, l comprender, aceptar, reconocer y baja-r los ojos maravillado por la profundidad de su compren-sin. Acaso, bajo la mesa que nos separa, no permane-cemos todos secretamente cogidos de la mano?El Libro Antao, en la aurora de mi infancia, en los pri-meros albores de mi vida, su tenue luz iluminaba el hori-zonte. Reposaba colmado de gloria sobre el escritorio demi padre, que, absorto en sus pginas y en silencio, frota-ba pacientemente con un dedo humedecido en saliva lasuperficie de aquellas calcomanas, hasta que el papelciego comenzaba a nublarse, a enturbiarse, a vislumbrar-se con un beatfico presentimiento, y, de repente, se esca-

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  • maba en briznas de secante papel descubriendo unborde ocelado y pestaeante, y la mirada, desfalleciendo,entraba en el alba virginal de tonalidades divinas, en elmaravilloso roco de los ms lmpidos azules.Oh! esa venda cada de mis ojos, oh! esa invasin deesplendor, oh! esa sagrada primavera, oh, padre!A veces, mi padre dejaba el Libro y sala. Entonces, yo mequedaba solo con el Libro, y el viento atravesaba sus pgi-nas y las imgenes se levantaban. Y cuando el viento lohojeaba silenciosamente, agitando colores y figuras, unestremecimiento recorra las columnas del texto, dejandoescapar de entre las letras vuelos de golondrinas y alon-dras. As, pgina tras pgina volaban, esparcindose en elaire, fundindose suavemente en el paisaje y sacindolode colores. A veces, el Libro dorma y el viento soplabasobre l suavemente, como sobre una rosa de cien pta-los, abriendo su corola, ptalo tras ptalo, prpado a pr-pado, ciegos, aterciopelados y dormidos, ocultando en suseno una pupila azul, la pureza tornasolada de un pavoreal, un nido de reverberantes colibres.Eso ocurri hace mucho tiempo. Mi madre todava noestaba. Yo pasaba los das a solas con mi padre, en nues-tra habitacin grande como el mundo.Los cristales prismticos que colgaban bajo la lmparallenaban la estancia de dispersos colores, un arco iris quese reflejaba en todos los rincones, y, cuando la lmparagiraba sobre sus cadenas, la habitacin entera oscilabacon los fragmentos del arco iris, como si las esferas delos siete planetas se deslizasen unas dentro de otras algirar. Me gustaba agazaparme entre las piernas de mipadre, abrazndolas igual que a columnas. A veces, lescriba cartas. Sentado sobre su escritorio, yo seguafascinado las circunvoluciones de su firma, complicadas yvibrantes como los trinos coloratura de un cantante.

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  • En el tapizado de las paredes brotaban sonrisas, se ilumi-naban pupilas, saltaban fantsticos acrbatas. Para dis-traerme, mi padre, con ayuda de una larga paja soltabaen el espacio arcoirisado pompas de jabn, que golpea-ban contra las paredes y estallaban dejando en el aire suscolores.Despus, apareci mi madre y aquel idilio temprano yclaro lleg a su fin. Seducido por las caricias de mi madre,abandon a mi padre, mi vida sigui un cauce nuevo, dife-rente, sin fiestas ni milagros, y quizs hubiese olvidadopara siempre el Libro si no hubiera sido por aquella nochey este sueo.

    II

    Me despert un oscuro amanecer invernal bajo el pesode la umbrosidad arda, muy en el fondo, una auroralgubre y, teniendo an bajo los prpados un sinfn deinquietantes figuras y signos, me puse a delirar confusa-mente, con pena y vanas lamentaciones, por el viejoLibro perdido.Nadie me comprenda; entonces, irritado por aquella faltade perspicacia, preguntaba a mis padres con ms insis-tencia, hostigndolos febrilmente.Descalzo, en camisn de dormir, temblando de excita-cin, inspeccion toda la biblioteca de mi padre, y, des-pus, decepcionado, furioso, intent describir a un estu-pefacto auditorio aquella cosa indescriptible que ningunapalabra, ninguna imagen trazada con mi estirado y tem-bloroso dedo podan igualar. Me agotaba en infinitos rela-tos llenos de confusin y contradicciones, llorando deimpotencia y desesperacin.

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  • Me miraban confundidos y desamparados, avergonzadosde su ignorancia. En su fuero interno, ellos saban que noestaban sin culpa. Mi violencia, mi tono impaciente y furio-so, otorgaban a mi splica una apariencia de justicia, lasuperioridad de una reclamacin bien fundada. Se preci-pitaban con toda clase de libros que ponan en mismanos. Yo los rechazaba con indignacin.Uno de esos volmenes, un infolio grande y pesado, me lopropona mi padre una y otra vez con tmida obstinacin.Lo abr. Era la Biblia. En sus pginas vi la gran migracinde los animales, ro fluyendo sobre las rutas, bifurcndo-se, esparcindose en desfiles por un pas lejano, vi el cielocolmado de vuelos de pjaros y de batir de alas, una enor-me pirmide invertida cuyo lejano vrtice tocaba el Arca.Yo levant una mirada llena de reproche hacia mi padre: T lo sabes, exclam, t lo sabes bien, padre, no loniegues, no disimules. Este libro te ha descubierto! Porqu me das este agotado apcrifo, esta milsima copia,esta vulgar falsificacin? Dnde est el Libro?Mi padre desvi la mirada.

    III

    Pasaron las semanas y mi emocin fue decayendo, apaci-gundose, mas la imagen del Libro continuaba ardiendoen mi alma con una llama clara, gran Cdice luminoso,agitada Biblia, a travs de sus pginas el viento soplabadevastndolo como a una gran rosa marchita.Mi padre, vindome ms tranquilo, se acerc un da concautela y dijo con un tono de suave persuasin:

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  • En el fondo, slo existen los libros. El Libro es un mito enel que creemos en nuestra juventud, pero a medida quelos aos pasan, dejamos de tomarlo en serio.Por aquel entonces yo tena una opinin diferente, sabaque el Libro era un imperativo, un deber. Senta sobre mishombros el peso de una gran misin. No respond nada,lleno de desprecio, de un sombro y empecinado orgullo.En efecto, en aquel momento estaba ya en posesin deun fragmento del Libro, de aquellos penosos restos queun extrao golpe del destino haba puesto entre mismanos. Ocultaba cuidadosamente mi tesoro ante todaslas miradas, dolido por la profunda cada de aquellos muti-lados vestigios para los cuales no hubiera podido ganar laestima de nadie. He aqu cmo ocurri eso.Un da invernal de aquel ao, encontr a Adela, durantelas tareas de limpieza, con una escoba en la mano, apo-yada contra una mesa sobre la que yacan jirones de unvolumen. Me asom por encima de su hombro, no tantopor curiosidad cuanto para embriagarme con el olor desu cuerpo, cuyo juvenil encanto se haba revelado antes amis despiertos sentidos. Mira dijo, admitiendo sin protestar la presin de micuerpo, es posible que a alguien le pueda crecer elcabello hasta el suelo? Me gustara tener un pelo as.Mir la ilustracin. En una gran pgina in folio vi la imagende una mujer de formas bastante opulentas, cuya caradelataba energa y experiencia. De la cabeza de aquellamujer flua un enorme manto de cabellos descendiendo alo largo de su espalda y que llegaba hasta el suelo, por elque arrastraba las puntas espesas de sus trenzas. Eraun increble capricho de la naturaleza, un abrigo amplio,en pliegues, saliendo del mismo crneo; y era difcil imagi-nar que su peso no provocara un dolor punzante, no

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  • inmovilizara la cabeza que soportaba esa carga. Sinembargo, la propietaria de tal maravilla pareca llevarlacon orgullo, y el texto impreso al lado en caracteres grue-sos contando la historia de ese milagro comenzaba conestas palabras: Yo, Anna Csillag, nacida en Karlowice,Moravia, sufra de un dbil crecimiento del cabello...

    Era una larga historia que en su construccin se parecaa la de Job. Anna Csillag, por voluntad divina, estaba aque-jada por un dbil crecimiento de su cabello. Todo el pueblose compadeca de su desgracia, que se le perdonaba envista de su irreprochable vida, aunque, en el fondo, nopudo ser completamente inmerecida. Pero he aqu que,como consecuencia de sus fervientes plegarias, la maldi-cin que pesaba sobre ella desapareci: Anna Csillag, ilu-minada por la gracia, recibi signos y augurios, y preparun ungento, un remedio milagroso que devolvi la fertili-dad a su cuero cabelludo. No slo a ella comenz a cre-cerle el pelo: su esposo, sus hermanos, sus primos, de unda para otro desarrollaron una tupida y negra zalea. En lapgina siguiente apareca Anna Csillag, seis semanas des-pus de haberle sido revelada la receta, rodeada de sushermanos, cuados y sobrinos, bigotudos y dotados debarbas que les llegaban hasta la cintura, y se observabacon admiracin aquella explosin de una autntica virili-dad salvaje. Anna Csillag hizo feliz a todo su pueblo, sobreel que hizo caer una verdadera bendicin bajo forma deondulantes cabelleras y enormes crines, y cuyos habitan-tes barran el suelo con sus barbas anchas como palas.Anna Csillag se convirti en el apstol de los cuerpos vellu-dos. Tras haber hecho feliz a su pueblo natal, dese hacerfeliz al mundo entero y peda, animaba, suplicaba que seaceptase, para la salvacin de su alma, ese don divino, eseremedio milagroso del que slo ella conoca el secreto.

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  • Le esa historia inclinado sobre el hombro de Adela, y,repentinamente, surgi en m una idea que me hizoarder. Ese era el Libro, sus ltimas pginas, su anexo ofi-cioso, la ltima recmara llena de residuos y despojos!Los fragmentos del arco iris comenzaron a girar refle-jndose en los vibrantes tapices, yo arranqu de lasmanos de Adela los jirones del volumen, y con una vozque pareca no obedecerme dije: De dnde lo has sacado?Tonto dijo, encogindose de hombros, pero si estaqu desde siempre y cada da arrancamos sus hojaspara envolver la carne del carnicero y el desayuno de tupadre

    IV

    Corr hacia mi habitacin. Profundamente conmovido,con la cara ardiente, empec a hojear aquellas daadaspginas con manos temblorosas. Desgraciadamente,apenas eran unas cuantas pginas. Ni una sola del verda-dero texto, nada ms que avisos y anuncios publicitarios.Inmediatamente despus de las profecas de la Sibila delos largos cabellos, vena una pgina dedicada a un reme-dio prodigioso contra todas las enfermedades y desgra-cias. Elsa locin con cisne, se llamaba el blsamo, yhaca milagros. La pgina estaba saturada de testimo-nios certificados, de conmovedores relatos de personascuradas milagrosamente.De Transilvania, de Slavonia, de Bucovina llegaban gentescuradas, entusiasmadas, para testimoniar y contar suhistoria con palabras emocionadas y clidas. Avanzaban

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  • encorvados y cubiertos de vendajes, despus, fustigandoel aire con sus innecesarias muletas, se arrancaban elesparadrapo de sus ojos y las vendas de sus escrfulas.A travs de esos peregrinajes de enfermos se veanpequeos pueblos tristes y lejanos con un cielo blancocomo el papel, endurecidos en una vida prosaica. Eranlugares olvidados en el fondo del tiempo, donde las gen-tes permanecan atadas a sus modestos destinos y delos que no se separaban ni por un instante. Un zapateroera zapatero hasta la mdula, ola a cuero, tena una carapequea y demacrada, de plidos ojos miopes encima deun bigote incoloro y husmeante, se senta un alma dezapatero. Y a poco que las lceras no les hiciesen sufrir,que los reumatismos no les torciesen los huesos, que eledema no les postrase en sus camastros, eran felicescon una felicidad apagada, incolora, fumaban un tabacobarato, el tabaco amarillo real-imperial o soaban des-piertos, entumecidos, delante del quiosco de lotera.Los gatos les cortaban el camino, apareciendo por laizquierda o la derecha, soaban con un perro negro y vis-lumbraban su suerte en la palma de la mano. A vecescopiaban cartas de un Manual Epistolar, pegaban cuida-dosamente el sello y, desconfiados, dudosos, encomenda-ban el sobre al buzn que golpeaban con el puo comopara despertarlo. Despus, blancas palomas con las car-tas en sus picos atravesaban sus sueos y desaparecanentre las nubes.Las pginas siguientes se elevaban por encima de laesfera de los asuntos cotidianos, hacia las regiones de lapoesa pura.Haba en ellas armonas, ctaras y arpas, antao instru-mentos reservados a los coros de los ngeles, y hoy, gra-cias al progreso industrial, accesibles al hombre sencillo,al pueblo temeroso de Dios, y que aportaban, por un pre-

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  • cio mdico, el consuelo moral y una sana distraccin.Haba organillos, verdaderos milagros de la tcnica, lle-nos de flautas, de gargantas y caramillos ocultos en elinterior, tubos que cantaban dulces gorjeos, nidos desollozantes ruiseores, tesoro inestimable para los invli-dos, fuente de ingresos para los enfermos, indispensa-bles en general en cada hogar donde se amaba la msi-ca. Se vean esos organillos, bellamente pintados, viajan-do sobre la espalda de apagados viejecillos con los ros-tros carcomidos por la vida, borrosos, como cubiertos detelaraas, de ojos lacrimosos, inmviles, que se secabanlentamente, rostros en los que la vida se haba agotado,tan descoloridos e inocentes como la corteza de los rbo-les agrietada por las intemperies, y como ella insensiblesa todo salvo a la lluvia y al cielo. Hace mucho tiempo que han olvidado su nombre y quie-nes eran, perdidos en s mismos, con las rodillas dobla-das, se arrastraban con pequeos pasos mesurados, ensus enormes botas, siguiendo una lnea completamenterecta, igual, entre las evoluciones sinuosas y complicadasde los transentes.Las maanas blancas, sin sol, endurecidas por el fro,sumidas en los asuntos cotidianos de la vida, ellos seseparaban furtivamente de la muchedumbre, colocabanel organillo sobre un caballete, en un cruce de calles, bajola amarilla cinta del cielo cortada por el hilo telegrfico,entre gentes apticas, distradamente apresuradas, quehaban alzado el cuello de su abrigo, y comenzaban sumeloda no por el principio sino en el punto donde la hab-an interrumpido la vspera, y tocaban: Daisy, Daisy, dametu respuesta mientras que por encima de las chimene-as se hinchaban blancos penachos de humo. Y, cosaextraa, apenas iniciada, aquella meloda saltaba ensegui-da sobre un hueco libre, encontraba su sitio en aquella

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  • hora, y en aquel paisaje, como si desde siempre hubierapertenecido a ese da pensativo, abismado en s mismo, ylos grises pensamientos, las difusas preocupaciones delas gentes apresuradas seguan su ritmo. Y cuando despus terminaba en un largo gemido arran-cado de las entraas del organillo, que enseguida iniciabauna meloda diferente, los pensamientos y las preocupa-ciones se detenan un instante, como se hace durante unbaile para cambiar de paso, y, despus, maquinalmente,se ponan a girar en el sentido opuesto, al comps de unanueva msica que brotaba de los tubos del instrumento:Margarita, tesoro de mi almaEn la montona indiferencia de esa maana, nadie se diocuenta de que el mundo haba cambiado radicalmente dedireccin, que ya no segua el ritmo de Daisy, Daisy sinoque, al contrario, se mova al comps de Mar-ga-ri-taVolvamos otra pgina Qu ocurre? Una lluvia prima-veral? No, es el gorjeo de los pjaros que cae como unadescarga de perdigones sobre los paraguas, pues aqu senos ofrecen los verdaderos canarios de las montaasHartz, jaulas llenas de mirlos y pinzones, cestas repletasde cantarines y parlanchines alados. Cuerpos estilizados,tan ligeros que parecen rellenos de algodn, saltando,girando encima de lisas y chirriantes clavijas, como cucli-llos de reloj, con gargantas plenas de gorjeos, son el con-suelo de la soledad, reemplazan en los solteros el calordel hogar familiar, conmovedores retoos que despiertanen los corazones ms duros el dulce sentimiento mater-nal. Y, todava al volver la pgina, su seductor canto annos persegua. Ms lejos, aquellos tristes despojos del Libro se hundancada vez ms en la decadencia. Se extraviaban por cami-nos indefinibles de una sospechosa charlatanera.Vestido con un largo abrigo, la sonrisa semioculta por la

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  • barba negra, quin era aquel que ofreca sus servicios alpblico? El seor Bosco de Miln, maestro de la magianegra, que hablaba larga y confusamente, haciendo unademostracin sobre la punta de los dedos, lo que nohaca las cosas ms comprensibles. Y aunque l mismoestuviese convencido de llegar a conclusiones sorpren-dentes que pareca sopesar un segundo en su manoantes de que hubiese desaparecido en el aire su efmerasignificacin, y a pesar de subrayar sus sutiles giros dia-lcticos con un visible movimiento de sus cejas anuncian-do las cosas ms extraordinarias, no se comprendanada, o an peor, no se deseaba comprender nada y sele abandonaba, a l y sus gesticulaciones, su voz apagaday toda su gama de oscuras sonrisas, para hojear rpida-mente las ltimas y deterioradas pginas. En esas ltimas pginas que, con toda evidencia, zozobra-ban en la divagacin, en un escandaloso non-sens, un gen-tleman propona un infalible mtodo para ser enrgico yfirme en sus decisiones, y hablaba mucho de principios yde carcter. Pero bastaba con volver la pgina para que-dar totalmente desorientado sobre esas cuestiones deprincipios y de carcter.En efecto, una cierta Magda Wang apareca aqu conpequeos pasos obstaculizados por la cola de su vestido,y declaraba desde la altura de su escote que se burlabade la firmeza y de los hombres, pues su especialidad erala de romper los caracteres ms fuertes. (Aqu, con unmovimiento del pie, dispona la cola del vestido en elsuelo). Para este fin existen mtodos, deca con los dien-tes apretados, mtodos infalibles sobre los cuales no que-ra extenderse, remitiendo al pblico a sus memorias titu-l a d a s Das de color prpura (Ediciones del InstitutoAntroposfico de Budapest), donde haba expuesto lasconclusiones de sus experiencias coloniales en el mbito

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  • del amaestramiento de hombres (enfatizaba esa expre-sin con un brillo de irona en los ojos). Y, cosa extraa,aquella dama que se expresaba desganadamente y sinvergenza pareca segura de la aprobacin de aquellos aquienes se refera con tanto cinismo, de tal manera que,atrapados en un vrtigo extrao, sentamos que el senti-do de las definiciones morales se haba curiosamentedesplazado, y que nos encontrbamos en otro clima,donde la brjula funcionaba al revs.Esa era la ltima palabra del Libro, que dej en m elsabor de un extrao aturdimiento, mezcla de hambre yexcitacin del espritu.

    V

    Inclinado sobre el Libro, con el rostro resplandecientecomo un arco iris, me consuma silenciosamente de xta-sis en xtasis. Sumido en la lectura me olvid de la comi-da. Mi presentimiento no me haba engaado. Era elAutntico, el sagrado original, aunque en un estado dereduccin, de degradacin extremas. Y cuando hacia elcrepsculo, con una sonrisa feliz colocaba los jirones enel fondo de un cajn recubrindolos con otros volmenespara mejor disimularlos, tuve la impresin de arropar ensu cama a la aurora que eternamente se encenda por smisma, atravesaba todos los fuegos y todos los prpurasy no quera extinguirse.Qu indiferentes se me hicieron todos los libros!Porque los libros ordinarios son como meteoros. Cadauno de ellos tiene un momento, un instante en el que gri-tando vuela como el ave fnix, con todas sus pginas

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  • ardiendo. Por ese instante, por ese nico momento losamamos ms tarde aunque entonces no sean ya msque cenizas. Con una amarga resignacin recorremos aveces sus ya fras pginas, desgranando como un rosariosus frmulas muertas con un ruido de claquetas.Los exgetas del Libro afirman que todos los libros tien-den al Autntico. Viven una vida prestada que, en elmomento del vuelo, regresa a su antigua fuente. Eso sig-nifica que los libros desaparecen, mientras que elAutntico crece. Pero no tenemos la intencin de aburriral lector con una exposicin de la Doctrina. Quisiramossimplemente llamar su atencin sobre una cosa: elAutntico vive y crece. Qu significa eso? He aqu: la pr-xima vez que abramos el desgastado infolio quin sabednde estarn Anna Csillag y sus fieles. Quiz la veremos,peregrina de largos cabellos, barriendo con su abrigo loscaminos de Moravia, deambulando a travs de un paslejano, atravesando pequeos pueblos blancos sumergi-dos en la prosa cotidiana, distribuyendo muestras del bl-samo Elsa-locin entre las inocentes criaturas de Diosatormentadas por las hemorragias y la sarna. Ah, quharn entonces los benvolos barbudos de su pueblonatal, inmovilizados por sus enormes pelambreras, quharn sus fieles seguidores condenados a cuidar y admi-nistrar sus abundantes cultivos? Quin sabe, acaso secompraron todos unos verdaderos organillos de las mon-taas Schwarzwald y marcharon tras las huellas de suapstol, buscndola por todo el pas siempre al son deDaisy, Daisy.Ah, odisea de barbudos errando con sus organillos depueblo en pueblo a la bsqueda de su madre espiritual!Se encontrar alguna vez un rapsoda digno de tal epo-peya? En qu manos dejarn la ciudad confiada a su pro-teccin, a quin transmitirn el gobierno de las almas de

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  • la ciudad de Anna Csillag? Acaso no hubieron podidoprever que, privada de su lite espiritual, de sus soberbiospatriarcas, la ciudad caera en la duda y la hereja, abrien-do sus puertas a quin? ah!, a la cnica y prfidaMagda Wang (Ediciones del Instituto Antroposfico deBudapest) quien fundar all una escuela de amaestra-miento y doma de caracteres?Pero volvamos a nuestros peregrinos.Quin no conoce a esa vieja guardia, a esos cimbrosnmadas, de oscuro color ala de cuervo y cuerpos apa-rentemente robustos, hechos de tejidos sin jugos nivigor? Todo su poder, toda su fuerza se concentr en elpelo. Los antroplogos se rompen la cabeza desde hacetiempo en torno al problema de esa extraa raza, siem-pre vestida de negro, con gruesas cadenas de platasobre sus barrigas, y los dedos cubiertos de macizassortijas de latn.Me gustan esos Gaspar, o esos Baltasar, su profundaseriedad, que sean decorativos y fnebres, soberbiosejemplares de virilidad de bellos ojos negros y brillantescomo granos de caf torrefacto, me gusta la noble faltade vitalidad de sus cuerpos exuberantes y esponjosos, lamorbidezza de las familias decadentes, la respiracinentrecortada de su poderoso pecho, e incluso ese olor avaleriana que despiden sus barbas.Como los ngeles de la Faz aparecen a veces inespera-damente ante el umbral de nuestras cocinas, enormes,jadeantes y enseguida cansados; se secan la frentehmeda, moviendo las esclerticas azuladas de sus ojos;en ese momento olvidan su mensaje y, extraados, bus-cando un pretexto a su presencia, tienden la manopidiendo limosna. Volvamos al Autntico. Pero si no lo hemos abandonadonunca! Indiquemos aqu una cualidad extraa del deterio-

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  • rado infolio, ya evidente para el lector: que el Libro se des-arrolla y crece durante el transcurso de la lectura, quese hace ilimitado y se abre a todas las fluctuacionesy flujos. Por ejemplo, ahora ya nadie ofrece canarios de las mon-taas Hartz; los organillos expanden sus notas abigarra-das y la plaza del mercado se cubre como de signos mul-ticolores. Ah, proliferacin centelleante y gorjeante Entorno a cada relieve, veleta o bandern, se originan atas-cos, aleteos, luchas por el espacio vital. Y basta con sacarpor la ventana el pomo de un bastn para retirarlocubierto de un racimo pesado y bullicioso.Ahora nuestro relato se acerca a grandes pasos a esapoca soberbia y desastrosa que en nuestra biografalleva el nombre de poca genial.En vano negaramos que sentimos desde ahora cmonos oprime el corazn, esa dulce inquietud, esa aprehen-sin sagrada que preceden a las cosas ltimas. Prontofaltarn colores en nuestra paleta y brillo en nuestraalma para poner los acentos ms fuertes, trazar los con-tornos ms luminosos y ya trascendentes de esa pintura.Qu es entonces la poca genial y cundo ocurri?Aqu, estamos obligados a volvernos completamente eso-tricos, como el seor Bosco de Miln, y a bajar la vozhasta un insinuante murmullo. Deberemos puntuar nues-tro razonamiento con sonrisas ambiguas y aplastar entrela punta de los dedos, como una pizca de sal, la materiadelicada de los imponderables. No ser culpa nuestra sia veces nos parecemos a esos vendedores de telas invi-sibles, que, con gestos sutiles, hacen la demostracin desu engaosa mercanca.Entonces, la poca genial, acaeci o no acaeci?Es difcil responder. S y no. Porque hay cosas que no pue-den ocurrir enteramente, hasta el final. Son demasiado

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  • grandes para caber en un acontecimiento, demasiadoesplndidas. Intentan solamente ocurrir, tantean el suelode la realidad: soportar su peso? Y enseguida retroce-den, temiendo perder su integridad con una realizacinimperfecta. Si ocurre que han mermado su capital, hanperdido esto o aquello en sus intentos de encarnacin,pronto, celosas, recogen su bien, se reconstituyen, dejan-do en nuestra biografa manchas blancas, estigmas per-fumados, plateadas huellas de pies desnudos de ngelesdiseminadas aqu y all a travs de nuestros das ynoches. Y sin embargo, en cierto sentido, el genio est conteni-do ntegramente en cada una de sus enfermizas y frag-mentarias encarnaciones. Es aqu donde interviene elfenmeno de la representacin: un acontecimientoinsignificante y pobre en cuanto a su origen y susmedios propios, si se acerca al ojo puede abrir hacia elinterior una perspectiva infinita y resplandeciente, por-que el ser superior brilla all con una luz violenta e inten-ta expresarse en l. Vamos entonces a recoger alusiones, arriesgados planesterrenales, estaciones y etapas por los caminos de nues-tra vida, trozos de un espejo roto.Vamos a recoger por pequeos fragmentos lo que es unoe indivisible: nuestra gran poca, la poca genial denuestra vida.Intimidados por la inmensidad de lo trascendente, quizsla hemos limitado demasiado, y puesto en duda tambindemasiado.Porque, a pesar de todas las reservas, ha existido.Ha existido y nada nos quitar esa certeza, ese saborluminoso que permanece todava en la lengua, ese fuegofro en el paladar, suspiro vasto como el cielo y frescocomo un trago de puro azul celeste.

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  • Hemos preparado un poco al lector para las cosas quevan a seguir, podemos arriesgar un viaje a la poca genial?Nuestra zozobra ha contagiado al lector. Sentimos sunerviosismo. A pesar de nuestra aparente vehemencia,tambin nosotros tenemos el corazn pesado y lleno deaprensin.En nombre de Dios: subamos, y en marcha!

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  • LA POCA GENIAL

    I

    os sucesos ordinarios estn alineados en el tiempo,permanecen enhebrados en su curso como en un

    hilo. All tienen sus antecedentes y sus consecuenciasque, apretujndose, se pisan los talones sin parar, sincesar. Esto tambin tiene su importancia en la narracinya que su alma es la sucesin y la continuidad.Mas, qu hacer con los acontecimientos que no tienensu propio lugar en el tiempo, los acontecimientos que lle-garon demasiado tarde, cuando el tiempo ya haba sidodistribuido, compartido, descompuesto, y ahora se hallansuspendidos, no clasificados, flotando en el aire desampa-rados y errantes? Acaso el tiempo es demasiado insig-nificante para todos los sucesos? Es posible que todaslas localidades del tiempo fuesen vendidas? Preocupa-dos, corremos a lo largo del tren de sucesos preparndo-nos para el viaje. Por el amor de Dios, acaso no hay aquventa de billetes para el tiempo? Seor revisor!Calma! Sin pnico, lo arreglaremos calladamente connuestros propios medios.Habr odo hablar el lector de los carriles paralelos deltiempo en el tiempo de doble va?S, existen ramificaciones del tiempo, en verdad algo ilega-les y problemticas, que llevan un contrabando semejan-te al nuestro, ese acontecimiento fuera de lugar, inclasifi-cable, y uno no puede mostrarse demasiado exigente.Intentemos, pues, encontrar en algn punto de la narra-cin un desvo, un callejn sin salida, para arrojar all esa

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  • historia ilcita. Sin miedo, suceder imperceptiblemente,el lector no sufrir ningn trauma. Quien sabe, quiz,mientras estamos hablando de ello, la dudosa maniobraya ha sido realizada y avanzamos por la va paralela.

    II

    Mi madre se precipit en la habitacin muy asustada yrode mi grito con sus brazos queriendo apagar suincendio, sofocarlo en los pliegues de su amor.Cerr mi boca con la suya y grit conmigo.Mas la rechac y, mostrando la columna de fuego, aque-lla viga dorada llena de brillo y polvo que atravesando elaire como una astilla no dejaba abatirse, grit: Arrncala, arrncala!La estufa de carbn se hinch mostrando un enormegarabato coloreado pintado en su frente, la sangre subia las venas y pareca que de esa convulsin de arterias ytendones, de toda esa henchida anatoma a punto deestallar, se liberara con un agudo grito de gallo.Permaneca as con los brazos en cruz, con los dedosestirados, alargados, apuntando furioso, severamentepreocupado, derecho como un poste de seales y tem-blando de emocin.Mi mano plida, ajena, me llevaba, me arrastraba, tiesa,era una mano de cera como las enormes manos votivas,como una mano angelical alzada en juramento.Fue a finales del invierno. Los das con charcos de agua ycalor solar dejaban en el paladar un sabor a fuego ypimienta. Los cuchillos relucientes cortaban la pulpa demiel del da en surcos plateados, en prismas repletos de

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  • colores y brillantes especias. La esfera del medioda acu-mulaba en reducido espacio todo el brillo de aquellos dasindicando las horas ardientes y llenas de fuego. A esa hora, al no poder dar cabida al calor, el da se pela-ba en placas de latn plateadas, en hojas crujientes deestao y capa tras capa iba descubriendo su corazn res-plandeciente. Y, como si fuera poco, las chimeneas lanza-ban nubes de humo argentado y cada instante explotabacon una elevacin de ngeles, una tormenta de alas devo-radas por el insaciable cielo, siempre abierto a nuevasexplosiones. Sus claros relmpagos estallaban en blancosplumeros, las lejanas fortalezas se abran en silenciososa b a n i c o s de amontonadas erupciones bajo la brillanterfaga de una invisible artillera.En la ventana del cuarto, colmada de cielo, las intermina-bles olas ascendan hasta romperse en las cortinas enllamas, humeantes; se sumergan en el fuego sombrasdoradas y vibrantes torbellinos de aire. En la alfombrayaca un oblicuo y ardiente cuadriltero, ondeante en suclaridad, sin poder despegarse del suelo. Esa columna defuego me indignaba profundamente. Permanec hechiza-do, con las piernas abiertas, lanzndole insultos con vozindiferente, ajena.En el umbral, en el vestbulo, consternados, asustados,levantando los brazos hacia el cielo, estaban mis parien-tes, mis vecinos, mis engalanadas tas. Se acercaban depuntillas y volvan a alejarse, miraban a travs de lapuerta llenos de curiosidad. Yo gritaba. Veis grit a mi madre y a mi hermano, os dije siem-pre que todo estaba detenido, uncido al aburrimiento,aprisionado! Ahora mirad qu diluvio, qu florecimientode todo, qu dulzura!Lloraba de felicidad e impotencia. Despertaos exclam, venid a ayudarme! Solo no

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  • puedo hacer frente a esta inundacin, no puedo abrazareste diluvio...! Yo solo, cmo podr contestar al milln depreguntas deslumbrantes con las que Dios me inunda?Y como callaban, grit furioso: Deprisa, capturad delleno esa abundancia, haced provisiones!Pero nadie pudo echarme una mano: estaban all, desam-parados, mirndose unos a otros y ocultndose detrs dela espalda del vecino.Entonces comprend lo que tena que hacer.Apasionadamente, empec a sacar de los armarios losviejos infolios y libros de cuentas de mi padre, semidestro-zados y cubiertos de escritos, y comenc a arrojarlos alsuelo bajo aquella columna de fuego que arda colgada enel aire. No tena suficiente papel. Mi madre y mi hermanotraan sin parar nuevas brazadas de viejos peridicos queamontonaban en el suelo. Yo, sentado entre aquellospapeles, cegado por la luz, con los ojos llenos de explosio-nes, cohetes y colores, dibujaba. Dibujaba deprisa, conpnico, sobre las pginas impresas y garabateadas. Mislpices de colores recorran las columnas de textos ilegi-bles poblndolas de geniales garabatos, de caracoleadasvueltas, estrechndose de repente en anagramas visio-narios, en luminosas revelaciones, que despus se volvana desatar en forma de relmpagos vacos y ciegos enbusca de la inspiracin.Ah, esos dibujos luminosos que surgan como bajo unamano ajena!; oh, esos colores transparentes! Cuntasveces hoy todava, despus de tantos aos, los hallo ensueos, en el fondo de viejos cajones, brillantes y frescoscomo el alba, an hmedos del primer roco matinal:figuras, paisajes, rostros!Ah, esos azules celestes que congelan la respiracincon un toque de miedo!, oh, esos verdes ms verdesque la sorpresa!, oh, esos preludios y gorjeos de colores

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  • apenas presentidos, intentando encontrar su nombre!Por qu los malgast entonces en la despreocupacinde la abundancia con una impensable ligereza? Consenta los vecinos revolver y saquear aquel amasijo de dibujos.Se llevaron pilas enteras. En qu casas pararn, en qubasureros estarn perdidos? Adela empapel la cocinacon ellos que se volvi luminosa y multicolor, como si porla noche hubiera nevado detrs de las ventanas.Aquella manera de dibujar estaba llena de crueldad,trampas y agresiones. Cuando me sentaba as, tensocomo la cuerda de un arco, inmvil y acechante mientraslos papeles ardan en cegadoras llamas, bastaba con queel dibujo, atrapado en mi lpiz, hiciera el ms leve intentode escapar. Entonces mi mano, convulsionada por nue-vos reflejos e impulsos, se lanzaba encima felinamente. Y,ya ajena, salvaje, rapaz, con rpidas mordeduras, mata-ba al monstruo que intentaba escapar al lpiz. Y sloentonces se relajaba, cuando ya muertos e inmviles loscadveres desplegaban sobre un cuaderno, como en unherbario, su multicolor y fantstica anatoma.Era una cacera mortal, una lucha a vida o muerte. Quinpodra distinguir al agresor de la vctima en ese nudodonde brotaba la rabia, en ese enredo de gaidos yterror? Suceda que mi mano arremeta dos o tres vecespara, en la cuarta o quinta hoja, alcanzar a su vctima. Amenudo gritaba de dolor y miedo cogido entre las tena-zas de esos monstruos que serpenteaban bajo mi bistur.De hora en hora las visiones se multiplicaban, se apelma-zaban y formaban atascos hasta que un da todos loscaminos y senderos se llenaron de procesiones y todo elpas se ramific en mltiples peregrinajes de criaturasextraas y de animales.Al igual que en los das de No fluan esos cortejos multi-colores, esos ros de pelajes y crines, esos ondeantes

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  • lomos y rabos, esas cabezas aprobadoras, al ritmo desus pasos.Mi habitacin constitua la frontera y la barrera. Aqu sedetenan, se apretujaban con balidos suplicantes, dabanvueltas, pisoteaban nerviosa y salvajemente criaturasjorobadas y cornudas embutidas en pelajes y armaduraszoolgicas, y, asustadas unas de otras, miraban con ojossorprendidos y temerosos a travs de los orificios de sustupidas pieles mugiendo lastimeramente, amordazadasen sus mscaras.Acaso esperaban que las nombrara, que les desvelaraun misterio que ni ellas mismas comprendan? Acasome preguntaban un nombre para entrar en l y llenarlocon su propio ser?Acudan extraos leviatanes, criaturas-preguntas, criatu-ras-proposiciones y tuve que ponerme a gritar y ahuyen-tarlos con mis propias manos.Se apartaban a reculones, bajando la cabeza, mirando dereojo, se dispersaban y volvan a regresar para fundirseen un caos sin nombre, en un revoltijo de formas.Cuntos lomos horizontales y jorobados pasaron bajo mimano, cuntas cabezas se deslizaron bajo mi caricia ater-ciopelada!Comprend entonces por qu los animales tenan cuer-nos. stos eran todo lo inexplicable que no caba en susvidas, un capricho salvaje e inoportuno, una irrazonable yciega obstinacin, una ide fixe que sobrepas los lmitesde su ser y que, sumergida repentinamente en la luz, secoagul formando una materia tangible y dura. Adquirias una forma imprevisible, increble, retorcida en arabes-cos fantsticos y aterradores e invisible a sus ojos, unacifra desconocida, bajo cuya amenaza vivan los animales.Comprend por qu esos animales eran dados al pnicoirracional y feroz: sumidos en la locura no podan liberar-

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  • se del enredo de sus cuernos, entre los cuales, cabizba-jos, miraban tristes y encolerizados buscando una salidaentre sus astas. Aquellos animales estaban lejos de serliberados, portaban sobre su cabeza, con resignacin ypena, los estigmas de su error.No obstante, los gatos todava se encontraban ms aleja-dos de la luz. Su perfeccin asustaba. Encerrados en laprecisin de sus cuerpos, no conocan el error ni la digre-sin. A veces descendan por un instante al fondo de suser; inmovilizados en su pelaje, se volvan serios, amena-zadores y solemnes, y sus ojos se ponan redondos comola luna, absorbiendo la luz en sus embudos de fuegoMas, un momento despus empujados a la superficie,devueltos a la orilla, bostezaban su propio vaco, desen-cantados y sin ilusiones.Su vida estaba hecha de una contenida gracia que nodejaba lugar a una alternativa. Aburrindose en su crcelde perfeccin sin salida, penetrados de s p l e e n, a f e c t a-ban, con el labio fruncido, una crueldad sin objeto en supequea cara, alargada por hirsutos y oscuros pelos.Ms abajo se deslizaban furtivamente los hurones, losturones y los zorros, ladrones en el reino animal, criatu-ras de mala conciencia. Alcanzaron su lugar en la existen-cia mediante la intriga, la trampa, contrariamente al plande la creacin; perseguidos por el odio, amenazados,siempre alerta, siempre temerosos, amaban ardiente-mente su vida robada, oculta en las madrigueras; esta-ban dispuestos a dejarse desgarrar por defenderla.Al final pasaron todos y el silencio se hizo en mi habita-cin. Me puse de nuevo a dibujar sumido en mis papelesbaados en luz. La ventana estaba abierta y sobre el alfi-zar trtolas y palomas temblaban al contacto de la brisaprimaveral. Inclinando la cabeza, mostraban inquietas el

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  • perfil de un ojo redondo y vidrioso, dispuestas a empren-der el vuelo. Los das tornbanse suaves, opalinos yluminosos, o, a veces, nacarados, llenos de una veladad u l z u r a .Llegaron las fiestas de Pascua y mis padres se fuerondurante una semana para visitar a mi hermana casada.Me dejaron solo en casa presa de mis inspiraciones.Adela me traa todos los das el desayuno y la comida. Noadverta su presencia cuando apareca en el umbral, res-pirando la primavera en su vestido de tul y volantes. A travs de la ventana abierta entraban ligeros efluviosllenando la estancia con el reflejo de lejanos pases.Durante un instante aquellos colores de claras lejanas semantenan en el aire para diluirse enseguida, dispersar-se, y ser reemplazados por sombras azules, por la ternu-ra y la emocin. La avalancha de imgenes ceda poco apoco, la fuerza de las visines se atenuaba.Me hallaba sentado en el suelo. A mi alrededor yacanlpices, pastillas de acuarelas, colores divinos, los fres-cos azules, los verdes perdidos en los lmites del asom-bro. Y cuando coga el lpiz rojo, se abran paso en el lumi-noso mundo fanfarrias de un feliz color escarlata, y entodos los balcones rompan olas de rojas banderas y lascasas se ponan en fila a lo largo de las calles en una lnearecta, triunfal. Los desfiles de los bomberos municipalesen uniforme color frambuesa se pavoneaban sobre losclaros felices caminos, y los hombres saludaban con sussombreros color cereza. Una dulzura de cereza, el cantode los pinzones, inundaban el aire saciado de lavanda ysuaves destellos.Y cuando coga el color azul, el reflejo cobaltado de la pri-mavera pasaba por todas las calles y penetraba portodas las ventanas, que, al abrirse, dejaban or una tras

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  • otra el tintineo de sus cristales, colmados de azul y fuegocelestial; los visillos se erguan como alarmados y unaligera y alegre corriente empujaba aquellas ondeantesmuselinas y adelfas en los balcones vacos, como si a lolejos, en el otro extremo de aquella larga y clara avenida,alguien hubiera aparecido y, radiante, se acercara pre-cedido por la noticia, por el presagio, anunciado por elvuelo de las golondrinas, por las seales luminosas quese perciban aqu y all.

    III

    Precisamente durante las Pascuas, a finales de marzo ocomienzos de abril, Szloma, hijo de Tobiasz, abandonabala prisin en la que lo encerraban durante el invierno acausa de sus escndalos, de sus locuras veraniegas yotoales. Una tarde de esa primavera, lo vi desde mi ven-tana, saliendo del peluquero que haca a la vez de saca-muelas y cirujano de la ciudad; con una elegancia adquiri-da bajo el rigor carcelario, abri la puerta acristalada,resplandeciente, y descendi los tres escalones de made-ra, lozano y rejuvenecido, con la cabeza cuidadosamenterasurada, vestido con una chaqueta algo corta y un pan-taln a cuadros, tambin corto, delgado y con aire juvenila pesar de sus cuarenta aos.La plaza de Santa Trinidad estaba vaca y limpia. Tras losdeshielos primaverales y el fango, que barrieron mstarde las lluvias torrenciales, el pavimento se vea ahoralavado, seco, como consecuencia de numerosos das deun tiempo apacible y discreto, das ya largos, quiz inclu-so demasiado amplios para aquella estacin precoz, casi

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  • desmesuradamente alargados, sobre todo al atardecer,cuando el crepsculo se estiraba interminablemente,todava vaco y estril en su inmensa espera.Cuando Szloma hubo cerrado la puerta acristalada de lapeluquera, el cielo la llen inmediatamente, como llenabatodas las pequeas ventanas de aquella casa, abierta a laumbrosa profundidad del firmamento.Habiendo descendido la escalera, Szloma se encontrcompletamente solo al borde de la gran concha vaca dela plaza, cubierta por el azul del cielo sin sol. La plaza,grande y limpia, pareca aquella tarde una bola de cristal,un ao nuevo no empezado todava. Szloma se detuvo alborde, completamente apagado y gris, atrapado entretonalidades azulosas, sin atreverse a romper la perfectaesfera del da an no utilizado. Slo una vez en el transcurso del ao, el da en que salade la prisin, Szloma se senta tan puro, nuevo y ligero. Elda lo reciba lavado de sus pecados, renovado, reconcilia-do con el mundo, y abra ante l sus horizontes puros,orlados de una silenciosa belleza. No se apresuraba. Detenido en el borde del da, no seatreva a pasar, a rayar con su paso menudo y juvenil enel que se insinuaba una leve cojera, la concha de la tardedelicadamente abovedada.Una sombra transparente se extenda sobre la ciudad. Elsilencio de las tres de la tarde subrayaba la resplandecien-te blancura de tiza de las casas que se desplegaban sinruido, como los naipes de una baraja, alrededor de laplaza. Apenas vislumbradas esas imgenes, ya estamosdando otros naipes que extraen sus reservas de blancurade la gran fachada barroca de la iglesia de Santa Trinidad,que ordenaba presurosamente su agitado ropaje: inmen-sa camisa divina cayendo del cielo, plegada en pilastras yvanos, henchida de volutas y arquivoltas patticas.

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  • Szloma levant el rostro y aspir el aire. Una ligera brisale trajo el perfume de las adelfas, el olor de los aderezospascuales y de la canela. Entonces estornud ruidosa-mente, y, aquel estornudo, llev a las palomas que esta-ban sobre el tejado del puesto de polica a emprender unasustado vuelo. Szloma sonri: por el temblor de sus nari-ces, Dios le anunciaba la llegada de la primavera. Eraaquella una seal ms infalible que el regreso de lascigeas; a partir de entonces, los das iban a estar mar-cados por esas explosiones que, perdidas entre el ruidode la ciudad, aqu y all, aadan su ingenioso comentarioa los acontecimientos. Szloma! exclam desde la ventana de nuestro piso.Szloma advirti mi presencia y me envi su agradablesonrisa y un saludo militar. Estamos solos en la plaza t y yo dije a media voz,pues la bola del cielo resonaba como un tonel. T y yo repiti con una triste sonrisa. Qu vaco estel mundo hoy!Podramos dividirlo y nombrarlo de nuevo: yace abierto,desamparado, sin pertenecer a nadie. Un da como ste,el Mesas se acerca hasta el borde del horizonte y con-templa la tierra. Y cuando la ve as, blanca y silenciosabajo el cielo azul, puede ocurrir que los lmites se difumi-nen bajo su mirada, que azulosas estelas de nubes for-men una escala bajo sus pies y que descienda a la tierrasin saber l mismo lo que hace. Sumida en la ensoacin,la tierra no reparar en aquel que habr descendidosobre sus caminos, y los hombres una vez despiertos dela siesta no recordarn nada. La historia ser borrada ytodo volver a ser como en los siglos de los siglos, antesdel comienzo. Adela est en casa? pregunt sonriendo. No hay nadie, pasa un momento. Te ensear mis dibuj o s .

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  • Si no hay nadie, no rechazar ese placer. Abre lap u e r t a .Despus entr, echando a derecha e izquierda unamirada de ladrn.

    IV

    Son unos dibujos formidables deca, retirndolos desus ojos con gesto de experto. Su cara se iluminaba conel reflejo de los colores y las luces. A veces pona unamano semicerrada alrededor del ojo y miraba a travs deese catalejo improvisado, con los rasgos contrados poruna mueca de seriedad y conocimiento. Se podra decir continu que el mundo pas por tusmanos para renovarse y mudarse y cambiar de piel comoun maravilloso lagarto. Ah, crees que yo hubiera robadoy cometido tantas locuras si el mundo no estuviese tanusado y decado, si las cosas no hubieran perdido su dora-da potestad, lejano resplandor de las manos divinas?Qu se puede hacer en un mundo as? Cmo no dudar,no decepcionarse, cuando todo est cerrado a cal ycanto, el sentido amurallado en su entraa, y cuando tgolpeas siempre contra los ladrillos como contra el murode una prisin? Ah, Jzef, t tenas que haber nacidoantes.Ambos permanecamos de pie en la habitacin semioscu-ra y profunda, alargada en perspectiva hacia la ventanaabierta sobre la plaza. De all nos llegaban las pulsacionesligeras de las olas de aire que se estiraban sin ruido. Cadasoplo traa una carga nueva, acompaada con los coloresdel horizonte, como si la anterior se hubiera desgastado

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  • y agotado. Aquella habitacin slo viva del reflejo de lascasas distantes; como una cmara oscura, conservabalos colores en su profundidad. Por la ventana poda verse,como por el pequeo extremo de un anteojo, sobre eltejado del puesto de polica a las palomas arrullndose ypaseando a lo largo de la cornisa. En ocasiones, levanta-ban el vuelo todas juntas dibujando un semicrculo porencima de la plaza. Entonces, la pieza se iluminaba por uninstante y los reflejos de sus alas abiertas parecan alar-garla, despus, se apagaba cuando al descender volvana cerrar sus alas. A ti, Szloma dije puedo revelarte el secreto de estosdibujos. Desde el principio he dudado de ser realmente suautor. A veces me parecen un involuntario plagio, algoque me hubiera sido sugerido, aconsejado como si unafuerza extraa se hubiera servido de mi inspiracin parafines que ignoro. Porque he de confesrtelo aad en vozbaja mirndole a los ojos encontr el Autntico. El Autntico? pregunt, con la cara iluminada por unsbito resplandor. S, adems mira t mismo dije, arrodillndome anteel cajn de la cmoda.Saqu primero el vestido de seda de Adela, una caja concintas, sus zapatos nuevos de tacn alto. La fragancia delos polvos y el perfume inund la estancia. Finalmente,extraje todava algunos libros; en el fondo se encontrabaoculto, desde haca tiempo, el Libro: y brillaba. Szloma dije conmovido, mira, aqu estMas l, sumido en una profunda meditacin, examinabacon la mayor seriedad el zapato de Adela que tena en lamano. Esto, Dios no lo dijo murmur, sin embargo, esto meha convencido, desarmado, esto me ha privado de mi lti-mo argumento. Estas lneas irresistibles, conmovedora-

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  • mente exactas, definitivas, golpean como el relmpago enel corazn de las cosas. Cmo protegerse, qu oponer-le cuando uno est ya vencido, traicionado por los aliadosms fieles? Los seis das de la creacin fueron claros ydivinos. Mas, el sptimo da, l sinti bajo sus dedos unatrama extraa y, asustado, retir las manos del mundo,aunque su vehemencia creadora hubiera sido calculadapara muchas ms noches y das. Ah, Jzef, desconfa delsptimo daY levantando con perplejidad el esbelto zapato de Adela,continu, como hechizado por la irnica expresividad deaquella cscara vaca y acharolada: Comprendes el monstruoso cinismo de este smboloen el pie de la mujer, la provocacin de su andar perver-so sobre esos rebuscados tacones? Cmo podra aban-donarte al poder de tal smbolo! Dios me libreMientras deca esto, deslizaba hbilmente bajo su cha-queta los zapatos, el vestido, los collares de Adela. Qu haces, Szloma? dije asombrado.Mas l se diriga precipitadamente hacia la puerta, coje-ando levemente, en su pantaln a cuadros un poco corto.Ya bajo el umbral, volvi hacia m una cara gris, comple-tamente borrosa, y, con un gesto tranquilo llev la manoa sus labios. Despus franque la puerta.

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