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Carlo Maria Martini Discípulos del Resucitado

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Carlo Maria Martini

Discípulos del Resucitado

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Este libro de reflexiones del cardenal Martini sobre las celebraciones del tiem-po de Pascua pretende ser un instrumen-to de ayuda para abrirnos al aconteci-miento pascual, así como ofrecer materia de meditación espiritual para acercarse atenta y conscientemente a los sacramen-tos, otro gran medio poderoso –después y junto al Espíritu Santo– para que el mis-terio entre en la vida del cristiano.Las reflexiones del cardenal Martini propuestas en el presente volumen giran sustancialmente en torno a tres temas principales: la eucaristía, la Pascua de re-surrección y Pentecostés. Así, a través de su meditación sobre la liturgia y so-bre la Palabra, el pastor trata de ser ayuda para cada cristiano, de modo que cuide la propia llamada personal y esté abierto a la obra del Espíritu Santo.

Carlo Maria Martini fue arzobis-po de Milán y cardenal. Su dedicación pastoral, unida a su sólida formación exegética –en su día fue rector del Pontificio Instituto Bíblico– le lleva-ron a escribir numerosas obras. En-tre ellas: Diccionario espiritual (1998), Vivir los valores del Evangelio (2001), Sobre la justicia (2002), «Cuando oréis, decid» (2002), El Sermón de la monta-ña (2008), Meditaciones sobre la oración (2011) y Hacia la luz (2015), todas en esta misma colección.

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Diseño: Pablo Núñez / Estudio SM

Título original: Discepoli del Risorto Traducción: Gabriella Bellini

© 2014, Edizioni San Paolo, s.r.l. – Cinisello Balsamo (mi) © 2016, PPC, Editorial y Distribuidora, SA

Impresores, 2 Parque Empresarial Prado del Espino 28660 Boadilla del Monte (Madrid) [email protected] www.ppc-editorial.com

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la Ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de su propiedad in-telectual. La infracción de los derechos de difusión de la obra puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos vela por el respeto de los citados derechos.

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Introducción

Los días de la Semana Santa son una invitación a leer, a contemplar algunos textos litúrgicos que nos ayudan a en­trar en muchos de los aspectos del misterio de la Pascua. Para permitir que este misterio entre en nosotros, dado que este misterio es más fuerte que nosotros, conviene saber que no somos nosotros los que lo buscamos, sino él quien nos alcanza. Si nosotros abrimos las puertas de nuestro corazón, el misterio del paso de Dios, del paso de Cristo de este mundo al Padre, el misterio de su pa­sión, el misterio de nuestro paso de la muerte a la vida; todos esos misterios nos invaden por la potencia misma del Espíritu Santo y por la evocación eficaz de los sacra­mentos de la Iglesia.

Estas son las palabras que el arzobispo de Milán, Carlo Maria Martini, dirigió a sus fieles con ocasión de un Jueves Santo. Ahora bien, para dejarnos invadir por el misterio de la resurrección, para permitir que alcan­ce la profundidad de nuestro corazón, hace falta al me­nos ponerse ante ese misterio de manera atenta y con la mejor disposición de espíritu para acogerlo. Este li­bro de reflexiones del cardenal Martini sobre las cele­braciones del tiempo de Pascua quiere ser un instru­mento de ayuda para abrirnos al acontecimiento

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pascual; así como ofrecer materia de meditación espi­ritual para acercarse atenta y conscientemente a los sacramentos, otro gran medio poderoso –después y junto al Espíritu Santo– para que el misterio entre en la vida del cristiano.

Las humildes palabras de una confessio laudis, ofre­cidas por el cardenal durante otra de sus homilías, su­brayan adicionalmente cómo no es por medio de un esfuerzo intelectual o exegético por parte del sacerdote o de los fieles que lo acompañan como se favorece en­trar en el misterio de la Pascua, sino una maleable dis­ponibilidad para ser instrumento en las manos de Dios y dejarse conducir por el Espíritu. Refiriéndose a la página del profeta Ezequiel en la que se describe cómo una multitud de huesos áridos recuperan carne y vida gracias al soplo del Espíritu, el entonces arzo­bispo de Milán se expresó en esos términos:

Es así como el Señor ha hecho en los comienzos de la Iglesia con los huesos dispersos de los apóstoles y de los primeros discípulos. Y es así también como el Señor ha hecho con mi vida, en particular gracias al don de la or­denación presbiteral: mi pobreza, mis huesos áridos, han sido vivificados y transformados por el Espíritu, y a él debe ser devuelto todo honor y gloria por todo el bien que me ha sido dado. Es el Espíritu Santo con su poten­cia quien ha actuado y actúa en mí, ayudándome a en­tender, a llevar a la práctica las palabras de Jesús, sus ges­tos, sus comportamientos. Es el Espíritu Santo quien me

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ha conducido a la lectura y explicación de las Escrituras, de las que habla el Santo Padre [Juan Pablo II] en su carta cuando dice que, en todas mis actividades pastorales, lo que está en primer lugar son las Sagradas Escrituras, como conviene que sea en un pastor de almas.

Las reflexiones del cardenal Martini propuestas en el presente volumen giran sustancialmente en torno a tres temas principales: la eucaristía, la Pascua de resu­rrección y Pentecostés.

En la institución de la eucaristía, durante la última cena, se contempla la prefiguración de lo que ocurre en la pasión y en la resurrección de Cristo (el don de la vida gratuita de Jesús por la humanidad pecadora, por cada pecador) y, al mismo tiempo, el legado misericor­dioso de Jesús para su Iglesia, su misma presencia aho­ra y por siempre por medio del sacramento. Las medi­taciones de Martini son, en fin, una invitación a una experiencia cristiana más viva en torno a la eucaristía, partiendo de un renovado compromiso de vida inte­rior que culmine en un ejercicio más generoso de la caridad.

La resurrección del Señor en el día de Pascua es el centro nuclear de todo este amplio discurso; y no po­dría ser de otro modo, puesto que este acontecimiento atañe radicalmente a la existencia de la humanidad entera. La alegría de la Pascua es un anuncio irresisti­ble que debe propagarse a cada ser humano, justamen­

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te porque acontece gracias a una simple llamada perso­nal que toca individualmente a cada uno. De este modo ocurrió para María Magdalena, a la que fue sufi­ciente ser llamada por su nombre por parte de Cristo resucitado para que por fin comprendiera el sentido de la alegría y de la salvación.

El tema del descenso del Espíritu en Pentecostés, como nacimiento de la Iglesia primitiva, desemboca na­turalmente en una exhortación a dar testimonio del Re­sucitado a todas las gentes. El mismo cardenal Martini refiere en una de sus homilías las certeras palabras de Juan Pablo II sobre la modalidad de difusión de la Igle­sia y, por consiguiente, de la Palabra de Dios: «En cual­quier lugar que os encontréis en el mundo y gracias a vuestra misión en una determinada Iglesia local, con vuestra vocación participáis en la Iglesia universal». Por tanto, la vocación a la Iglesia universal se realiza dentro de la estructura de la Iglesia local: «Es necesario hacer todo lo posible –decía el papa– para que la vida consa­grada se desarrolle en las Iglesias locales individua­les, para que contribuya a la edificación espiritual de ellas, para que constituya su fuerza». En el servicio y en la edificación de la Iglesia particular se realiza el servi­cio y la edificación de la Iglesia universal, porque la Iglesia universal vive en la comunión, que no tolera ex­clusiones o limitaciones de las Iglesias particulares. La unidad con la Iglesia universal por medio de la Iglesia local: he aquí el camino que hay que recorrer.

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De este modo, también a través de su meditación so­bre la liturgia y sobre la Palabra, el pastor de almas tra­ta de ser ayuda para cada cristiano, de modo que cuide la propia llamada personal y esté abierto a la obra del Espíritu Santo.

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La eucaristía como prefiguraciónde la Pascua

1. La cruz es la puerta

Quiero iniciar esta serie de reflexiones con una invo­cación. Señor Jesús, nosotros, como cristianos, desea­mos penetrar en el misterio de tu cruz. Con ocasión del Triduo Pascual te pedimos ser capaces de entrar en él con aquel amor y aquella capacidad contemplativa que tuvo san Carlos Borromeo, quien dijo en una de sus homilías: «Verdaderamente felices son los que han impreso en su corazón a Cristo crucificado; felices los que, en cada instante, custodian la memoria de esta pa­sión, que da la vida. Me atrevo a decir que, de algún modo, les sería imposible pecar».

Es preciso, en consecuencia, pedir el don de esta asi­dua memoria y meditación de la pasión del Señor, para que ella nos acompañe, especialmente en los días de la Semana Santa, y para que nos haga penetrar en el cora­zón de san Carlos Borromeo, en su capacidad para mi­rar la cruz y para contemplar, desde la cruz, su ciudad, su diócesis, la Iglesia y el mundo de su tiempo.

Jesús no ha muerto en la cruz solo por amor a noso­tros, sino que en la cruz nos ha dado la vida. No hay

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criatura humana sobre la faz de la tierra –y ello desde el principio hasta el final del mundo– que no deba su esperanza a Cristo, el Señor.

A este respecto es útil volver a recordar aquí una pa­labra relativa a Jesús y pronunciada unos días antes de su muerte, una palabra que nos refiere el evangelista san Juan recordando el momento en que los jefes ju­díos estaban a punto de decidir la muerte de Jesús y no se ponían de acuerdo. Dice Caifás: «Es conveniente que muera un solo hombre por el pueblo» (Jn 18,14). El evangelista añade que estas palabras fueron proféti­cas: «Jesús debía morir por la nación; y no solo por la nación, sino también para congregar a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52). Esto significa que Jesús no ofrece su vida solo por aquellos hermanos que ve y que le están próximos; tampoco solo por el pueblo que entonces habitaba en Palestina; sino tam­bién por las gentes más lejanas, por todos aquellos que vendrán al mundo más tarde. Todos esos son llamados por el evangelista «hijos de Dios», puesto que Dios los ha creado a su imagen y los ha destinado al coloquio íntimo consigo; aunque por causa del pecado aún es­tán lejos e ignoran su llamada y dignidad. Jesús muere por todos ellos, también por los más lejanos, por todas las gentes, razas y pueblos.

Jesús ha redimido a todos y cada uno, y su cruz es el signo de esta redención universal: la puerta que nos abre a Dios. Por tanto, después de haber velado con

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Jesús durante la noche, con el deseo de penetrar en el misterio de su agonía en Getsemaní, tras haberlo acompañado en su dolorosa pasión –que lo condujo al Calvario–, lo contemplamos traspasado por nuestros delitos y hundido bajo el peso de nuestras iniquidades.

Sugeriría aquí especialmente tres actitudes para la adoración de la cruz: te adoramos, Señor, te agradece­mos y te creemos.

Nosotros te adoramos, Señor Jesús, aunque no en­contremos ni las palabras ni los gestos adecuados para expresarte lo que sentimos ante tu cuerpo atormentado por amor a nosotros, por amor al hombre. El misterio de la encarnación ha alcanzado aquí su cumbre. Ha­ciéndote obediente hasta la muerte nos has revelado que en el mundo hay un amor, el amor de Dios, más fuerte que cualquier pecado y más fuerte que la mis­ma muerte. De este modo, la cruz es la puerta a través de la que tú entras continuamente en nuestra cotidia­nidad. De este modo te adoramos, Señor Jesús, y te agradecemos que por medio de la cruz te hayas con­vertido en el Dios de nuestra vida y en el centro de atracción de la historia. Te damos gracias porque por medio de la cruz nos manifiestas tu amor sin condi­ciones, tu perdón, que nos rodea a cada momento. Por­que nos manifiestas la cercanía de Dios Padre y te haces cercano a cada uno de nosotros tal y como somos, con nuestros pecados, con nuestra lejanía de Dios. Tú es­tás cerca de cada uno de nosotros para despertar en

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nosotros nuestras más poderosas energías y para abrir­nos a la plenitud de la vida. Te damos las gracias y que­rríamos gritar a todos tu salvación y tu amor. Nosotros creemos porque en la cruz nos es dada la revelación de Dios como amor. La resurrección no hará sino evi­denciar la potencia de vida y de amor ya presentes en Jesús, crucificado y resucitado, muerto por amor a la humanidad; potencia de vida y de amor que de ningu­na manera disminuye el sufrimiento y la angustia ni elimina nada al dolor de Dios.

Como escribe Miguel de Unamuno en un poema suyo titulado «El Cristo de Velázquez»: «Solo quedaste con tu Padre, solo / de cara a ti, mezclasteis las miradas / del cielo y de tus ojos los azules, / y al sollozar la in­mensidad, su pecho, / tembló el mar sin orillas y sin fondo / del Espíritu, y Dios, sintiéndose hombre, / gus­tó la muerte, soledad divina…». Todo esto, en el silen­cio, lo adoramos, lo agradecemos y en ello creemos.

Una palabra extraordinaria pronunciada desde la cruz es la palabra del perdón. Mientras lo están cruci­ficando, Jesús eleva al Padre una invocación que lleva desde siempre en su corazón: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Todo el perdón que Jesús le ha dado a María Magdalena y a muchos otros, ese perdón que les ha enseñado a los discípulos y a la muchedumbre, es la anticipación de este instante en que exclama con sufrimiento y amor: «Padre, per­dónalos». Es gracias a que el Padre escucha su súplica

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por lo que nosotros podemos sentirnos perdonados y, a su vez, perdonar. Esta última y maravillosa palabra de Jesús es el manantial de todos, el perdón que Jesús si­gue dando a lo largo de los siglos a través de la Iglesia. En particular por medio de los sacerdotes y a través del sacramento de la reconciliación.

Esta palabra de Jesús es también el manantial del perdón que muchos mártires han dado, gracias a la fuer­za del Espíritu, a sus asesinos, y ello desde el protomár­tir Esteban hasta los mártires de nuestros días, que son incontables. El perdón es la palabra que debe resonar en la vida de cada uno de nosotros. Estamos llamados tanto a implorar el perdón de Dios cuanto a pedir perdón a los hermanos a los que hayamos ofendido. También a per­donar a nuestra vez a los que nos han afligido.

María ha sido la primera en contemplar el misterio de la cruz en el Gólgota. A la Madre de Dios tenemos que pedirle que nos ayude a unirnos como ella a la pa­sión de su Hijo, a entrar en el misterio de su muerte y en el misterio de su vida. Que nos ayude a vivir en su corazón, a rogar en silencio junto a ella y a adorar la cruz, agradeciéndole y creyendo en ella. Le pedimos a María que nos ayude a comprender, como ella lo ha com­prendido, ese misterio de la cruz que transforma el mundo entero y que transforma la existencia de cada hombre y de cada mujer.

La contemplación del misterio de la cruz se realiza y se presenta en cada eucaristía, además de en la euca­

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ristía del Viernes Santo de modo especial. Por eso, como se dirá más adelante, hay una profunda unidad entre el misterio de la pasión de Jesús y el misterio de la eucaristía.

2. El testamento de Jesús

En la última cena, en la cena del adiós, en la cena antes de su muerte, en aquella cena en que Jesús dice sus úl­timas palabras, deja sus últimas voluntades y hace su testamento, nos deja también un gesto para que lo re­pitamos en su memoria. Lo que nos invita a repetir en memoria suya son, en realidad, dos cosas. La primera es, según los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas, la fracción del pan y la distribución del vino, es decir, la eucaristía: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19). La otra, según el evangelio de Juan, es el servicio mu­tuo: «Por tanto si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros tenéis que lavaros los pies los unos a los otros» (Jn 13,14). Así pues, ambas cosas son las últimas voluntades de Jesús.

En la primera carta a los Corintios, en el fragmento que se escucha la tarde del Jueves Santo –según el ri­tual ambrosiano–, san Pablo, tras haber recordado las palabras de Jesús sobre el pan y sobre el vino, repite dos veces la exhortación del Maestro: «Haced esto en me­moria mía». Cada vez que comáis de este pan y bebáis

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de este vino anunciáis la muerte del Señor hasta que venga» (1 Cor 11,25­26).

En la última cena, Jesús se hace pan no solo para entrar en cada uno de nosotros, sino para que su don de amor se dilate y se multiplique. Él dice: «Haced esto en memoria mía». Estas palabras recuerdan aquellas de María a los criados de Caná: «Cualquier cosa que os diga, hacedla» (Jn 2,5). Esto permite que sintamos a María próxima en cada eucaristía, puesto que ella nos invita a hacer lo que nos ha sido mandado por Jesús, a repetir su gesto. María, en consecuencia, está espiri­tualmente presente en todas las misas que se celebran en el mundo: en las grandes catedrales, en los peque­ños países, en los más alejados valles o sobre las monta­ñas. Por medio de la intercesión de María percibimos en cada eucaristía algo del misterio santo de Dios, un misterio de extraordinaria belleza y consuelo.

En la consagración del pan y del vino hay algo que seduce a muchos hombres y mujeres de nuestro tiem­po: el don de Cristo hacia los hombres, un Cristo que con palabras y con gestos se manifiesta hombre para los demás. Pero no debe olvidarse que Jesús presenta su gesto como realización de la alianza. Él dice: «Esta es mi sangre de la alianza» (Mc 14,24). Esta palabra bíbli­ca nos evoca toda la historia de la salvación: la iniciati­va de Dios de estar amorosamente junto al hombre desde Noé hasta Abrahán y Moisés. Esta alianza reno­vada y evocada por los profetas es una categoría inter­

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pretativa, una luz que destaca el gesto de Jesús del en­tramado de las simples relaciones de servicio entre los hombres; y lo presenta como el signo supremo de la dedicación de Dios por medio de su Hijo. Es el signo del amor tierno y fiel con el que Dios cura, nutre, libe­ra, perdona y construye a su pueblo.

En la última cena, Jesús sigue el rito de la cena pascual hebrea, pero lo realiza con un sentido nuevo e inespe­rado. Parte el pan ázimo como se tenía por costum­bre, pero pronuncia sobre él una palabra sorprendente: «Esto es mi cuerpo» (Lc 22,19). Se trata del cuerpo que nos será dado en la cruz. Luego distribuye el vino del cáliz de la bendición, como estaba previsto, y pronun­cia sobre el cáliz otra palabra sobrecogedora: «Este cá­liz es la nueva alianza en mi sangre» (Lc 22,20): esa sangre que será derramada en la cruz.

3. Eucaristía, don de vida

En cada eucaristía se anuncia la muerte de Jesús, que ha destruido la maldad humana perdonándola y ven­ciendo el miedo a la muerte. En cada eucaristía se rea­liza para nosotros la alianza. En cada eucaristía se pro­clama el futuro del hombre y de la humanidad. En cada eucaristía se proclama el día en el que estaremos en la mesa con Dios y viviremos con él una inmediata familiaridad. La eucaristía, instituida en la última

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cena, esa eucaristía que recordamos y revivimos parti­cularmente el día de Jueves Santo, hace que la Pascua de Jesús se actualice siempre. Es desde esta luz de la alianza, desde esta adhesión profunda a la voluntad amorosa de Dios, como debe entenderse.

La cena eucarística se expresa en el gesto de Jesús, que toma el pan y, bendiciéndolo, lo parte y se lo da a todos. Se expresa cuando toma el vino y lo da a beber a sus discípulos de la misma copa. Estas palabras –ben­decir, partir, dar– representan el nuevo modo de ser, el nuevo modo de administrar nuestra existencia, la cen­tralidad de la gratuidad del don. Dios muestra su amor en cada eucaristía totalmente; es un amor hasta el fi­nal y donado a cada uno de nosotros.

En las palabras que dice sobre el pan y sobre el vino, Jesús nos presenta su cuerpo y su sangre como «dados para nosotros». Mediante el lavatorio de los pies nos enseñó su voluntad de servicio hasta la muerte. Tam­bién aquí, al poner en nuestras manos y en nuestra boca el pan y el vino, nos manifiesta la totalidad de su don, de su vida hasta la muerte. Por eso el evangelista Mateo pasa directamente en su relato de la cena a la pasión, sin nada entremedias. Desde la entrega del pan, que es el cuerpo ofrecido por Jesús, y la del vino, que es la sangre derramada, el evangelista pasa a describir la hora terrible en que el Hijo empieza a darnos su cuer­po y a derramar su sangre. Por este motivo, en la cele­bración del Jueves Santo no solo se lee el evangelio de

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la cena, sino que se empieza también a leer el evange­lio de la pasión. La hora de la muerte de Jesús ya está en la del pan partido y en la del vino derramado.

En este gesto de la cena está ya la pasión y la muerte de Jesús. Está, por tanto, su amor hacia nosotros, su de­dicación al hombre y esa espontaneidad filial con la que cumple totalmente la voluntad del Padre. Está de igual modo la disponibilidad de corazón con la que re­cibe su misión, y gracias a la cual es capaz de superar rechazos, abandonos, traiciones... Jesús abraza todo esto con profundo amor filial, y lo demuestra al dar­nos su cuerpo y su sangre. Nada puede detener a Jesús en su consagración al Padre: ni la traición de Judas, ni las negaciones de Pedro, ni la fuga de los suyos. Todo esto que tan a menudo dificulta nuestra capacidad de amar, a él no lo paraliza.

Por esta causa, la eucaristía, que es el «sí» total y fiel de Jesús al Padre y de Jesús a los hombres –también a sus enemigos y adversarios– es también el «sí» de los cristianos. Nuestros hermanos y hermanas no son solo los que se muestran como tales con actitudes de amis­tad, amabilidad o acogida, sino también quienes nos critican, no nos aceptan, nos desprecian, nos insultan o se oponen a nosotros. La eucaristía sería un signo vacío si no nos transformara en amor por los demás. Para ser realmente plena, la eucaristía debe ser celebrada no simplemente como memoria de un culto, sino como la actualización de la entrega de una vida.

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Índice

Introducción ........................................................... 5

1. La eucaristía como prefiguración de la Pascua ........................................................ 11 1. La cruz es la puerta ................................ 11 2. El testamento de Jesús ........................... 16 3. Eucaristía, don de vida .......................... 18 4. Como yo hago con vosotros, hacedlo vosotros con los demás .......................... 28 5. La Iglesia está para servir ..................... 33 6. Nos quiere hasta el final ....................... 38

2. Cristo ha resucitado de entre los muertos ........................................................ 53 1. Un acontecimiento de la historia que cambia la historia ................................... 53 2. Grito de alegría, grito de victoria ....... 67 3. La respuesta cristiana a la muerte ...... 84 4. Llamados por nuestro nombre ............ 92 5. No comprendemos, pero comprenderemos .................................... 97 6. Cristo resucitado está junto a nosotros 111 7. Vivir como resucitados ......................... 125

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3. Pentecostés: cumplimiento del misterio de Pascua .............................................................. 131 1. El Espíritu renovador ............................. 131 2. La fiesta del nacimiento de la Iglesia ... 135 3. La promesa y el testimonio .................... 141

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Títulos de la colección

1. Anthony de Mello, testigo de la luz, Mª Paz Mariño

2. Estoy llamando a la puerta, Carlo Maria Martini 3. Familia y vida laical, Carlo Maria Martini 4. La familia como vocación, Manuel Iceta 5. Amor de todo amor, Hermano Roger 6. En el nombre de Jesús, Henri J. M. Nouwen 7. Cómo elaborar un proyecto de pareja, Isabel

Frías / Juan Carlos Mendizábal 8. El regreso del hijo pródigo, Henri J. M. Nouwen 9. Meditaciones para las familias, Carlo Maria

Martini10. El sermón de las siete palabras, José Luis Martín

Descalzo11. Peregrino de la existencia, Ángel Moreno, de Bue-

nafuente12. Despertar, Anthony de Mello13. Hablar de Dios como mujer y como hombre,

Elisabeth Moltmann-Wendel / Jürgen Moltmann14. «Tú eres mi amado», Henri J. M. Nouwen15. La Iglesia del futuro, Cardenal Tarancón16. Cristianos en la sociedad secular, Cardenal Ta-

rancón17. Hombres y mujeres de Dios, Cardenal Tarancón18. Cultura y sociedad, Cardenal Tarancón

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19. Palabras sencillas de Navidad, Jean-Marie Lustiger20. Las siete palabras desde América Latina, Nicolás

Castellanos21. Una voz profética en la ciudad, Carlo Maria

Martini22. La comunidad. Lugar del perdón y de la fiesta,

Jean Vanier23. María, Madre. Del dolor al coraje, Peter Daino24. La vocación de san Mateo, Antonio González Paz25. Una voz de mujer, Mercedes Lozano26. ¿Qué sacerdotes para hoy?, Bernhard Häring27. Eneagrama y crecimiento espiritual, Richard Rohr28. Desde la libertad del Espíritu, Antonio Palenzuela29. Orar desde Buenafuente del Sistal, Ángel More-

no, de Buenafuente30. Carta a mi Señor, Ángela C. Ionescu31. En el espíritu de Tony de Mello, John Callanan32. Tres etapas en la vida espiritual, Henri J. M.

Nouwen33. Cada persona es una historia sagrada, Jean Vanier34. Evangelio en la periferia, Comunidad de San Egidio35. ¿Qué debemos hacer?, Carlo Maria Martini36. «¡Ojalá escuchéis hoy su voz!», Lluís Duch37. El cuarto mundo, Àlex Masllorens38. «Via Matris» y «Via Crucis», Andrés Pardo39. Querida Iglesia, Carlos G. Vallés40. Encontrarse en el soñar, Ramiro J. Álvarez41. Y la mariposa dijo…, Carlos G. Vallés42. Signos de vida, Henri J. M. Nouwen

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43. El sanador herido, Henri J. M. Nouwen44. Rompiendo ídolos, Anthony de Mello45. La oración contemplativa, Thomas Merton46. La vida, constante oportunidad de gracia, Ri-

chard Rohr47. Fábulas y relatos, José Luis Martín Descalzo 48. Esperanza, misericordia, fidelidad, Juan María

Uriarte49. El Padrenuestro, Bernhard Häring50. Amor, ¿tú quién eres?, Manuel Iceta51. «Herida y anchísima soledad», Ángel Moreno, de

Buenafuente52. Ojos cerrados, ojos abiertos, Carlos G. Vallés53. Virgen de Santa Alegría, Carlos G. Vallés54. Proyecto de una vida lograda, Bernhard Häring55. Parábolas, Megan Mckenna56. «Sin contar mujeres y niños», Megan Mckenna57. El presbítero como comunicador, Carlo Maria

Martini58. Vivir en la fragilidad, Cardenal Danneels59. Cristo, Rabindranath Tagore60. Palabras en silencio, Khalil Gibran61. El camino de Timoteo, Carlo Maria Martini62. El amor de pareja, Mercedes Lozano63. Itinerario hacia Dios, Ignacio Larrañaga64. El sacramento del pan, Manuel Díaz Mateos65. La voz interior del amor, Henri J. M. Nouwen66. «¿Puedes beber este cáliz?», Henri J. M. Nouwen67. La oración. Frescor de una fuente, Madre Teresa

/ Hermano Roger

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68. Hombre amable, Dios adorable, Cardenal Danneels69. Amar hasta el extremo, Jean Vanier70. La cena del Señor, Carlo Maria Martini71. La vida en Cristo, Raniero Cantalamessa72. Fuera del sendero trillado, Michel Hubaut73. La rosa y el fuego, Ignacio Larrañaga74. Oraciones desde la abadía, Henri J. M. Nouwen75. La Anunciación. Conversaciones con Fray An-

gélico, J. Mª Salaverri76. Orar, tiempo del Espíritu, Ángel Moreno, de Bue-

nafuente77. Un ministerio creativo, Henri J. M. Nouwen78. Hijos y hermanos en torno a Jesús, Julio Parrilla79. Encontrarnos a nosotros mismos, Carlo Maria

Martini80. Las comunidades según el Evangelio, Madeleine

Delbrêl81. La contemplación de Dios, tarea apostólica,

Juan José Bartolomé82. Mi diario en la abadía de Genesee, Henri J. M. Nou-

wen83. Cristo entre nosotros, Cardenal Pironio84. Las preguntas de Jesús, Fernando Montes85. Diccionario espiritual, Carlo Maria Martini86. Adam, el amado de Dios, Henri J. M. Nouwen87. El canto del Espíritu, Raniero Cantalamessa88. La buena noticia según Lucas, Richard Rohr89. Al servicio del Evangelio, Cardenal Pironio90. Ángeles en la tierra, Megan Mckenna

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91. Leer los evangelios con la Iglesia, Raymond E. Brown

92. Para vivir la Palabra, Carlo Maria Martini 93. Acoger nuestra humanidad, Jean Vanier 94. Nuestro mayor don, Henri J. M. Nouwen 95. Job y el misterio del sufrimiento, Richard Rohr 96. Parábolas y eneagrama, Clarence Thomson 97. La aventura de la santidad, Hermano John de

Taizé 98. Vivir los valores del Evangelio, Carlo Maria

Martini 99. Le hablaré al corazón, Manuel Díaz Mateos100. Cambiar desde el corazón, escuchar al Espí-

ritu, Henri J. M. Nouwen101. Hombre y mujer los creó, Jean Vanier102. Retrato de Taizé, Chantal Joly / Hermano Roger103. Las fuentes de Taizé. Amor de todo amor, Her-

mano Roger104. El tambor de la vida. Partituras de ritmos

del alma, Carlos G. Vallés105. Extiende tu mano, Julio Parrilla106. La familia, comunidad de amor, Atilano Aláiz107. Gustad y ved qué bueno es el Señor, Ángel Mo-

reno, de Buenafuente108. ¿Ocasión o tentación?, Silvano Fausti109. Diario del último año de vida de Henri Nou-

wen, Henri J. M. Nouwen110. Podemos vivir en plenitud, Clemente Kesselmeier111. «Cuando oréis, decid…», Carlo Maria Martini

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112. Senderos de vida y del Espíritu, Henri J. M. Nou-wen

113. Sobre la justicia, Carlo Maria Martini114. Dios solo puede amar, Hermano Roger115. La escala de las bienaventuranzas, Jim Forrest116. La cena en Emaús, Antonio González Paz117. El patito feo, Emanuela Ghini118. En el deseo y la sed de Dios, José Miguel de Haro119. Cuentos al amanecer, Mamerto Menapace120. Cuentos desde la Cruz del Sur, Mamerto Mena-

pace121. El Dios de los imperfectos, Teófilo Cabestrero122. ¡Es el Señor!, José María Arnaiz123. Retablo de Maese Pedro, Antonio González Paz124. El camino de las Escrituras. I. Lámpara para

mis pasos, Mamerto Menapace125. El camino de las Escrituras. II. Luz en mi sen-

dero, Mamerto Menapace126. Dios también reza, Ignacio Rueda127. El reloj de arena, Santos Urías128. Miryam de Nazaret, Juan de Isasa129. Relatos desde el Oriente Pacífico, Kiko Sagardoy130. Soy lo que hago, Carlos F. Barberá131. Vivir como un niño. Meditaciones sobre «El

Principito», Antonio González Paz132. Sombras vivas, Tintxo Arriola133. La luz del alma, Ana María Schlüter134. India enseña, Carlos G. Vallés135. Revive el don recibido, José Luis Pérez Álvarez

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136. El Cristo de San Damián, Francisco Contreras Molina137. Verbos de vida, Francisco Álvarez138. La Biblia de la experiencia, Alberto Iniesta139. Fiarse de Dios, reírse de uno mismo, José María

Díez-Alegría140. Dios, ¿un extraño en nuestra casa?, Xavier

Quinzà Lleó141. Día a día con Monseñor Romero142. Los caminos del silencio, Michel Hubaut143. La Virgen del Perpetuo Socorro, Francisco Con-

treras Molina144. Gratuito, Patxi Loidi145. Todo a cien. De las cosas pequeñas, Ignacio Rueda146. ¿Presientes una felicidad?, Hermano Roger147. Orar en el silencio del corazón, Hermano Roger148. Alegrías recobradas, Carlos G. Vallés149. Creyente cristiano, Jean-Yves Calvez150. Dame, Señor, tu mirada, Nuria Calduch-Benages151. La sonrisa en la mirada, Santos Urías152. Sacerdotes, Carlos Amigo Vallejo153. Orar con los místicos, Maximiliano Herráiz154. El canto de los mirlos, Antonio García Rubio /

Francisco J. Castro Miramontes155. El adiós del papa Wojtyla, Marco Politi156. El Sermón de la montaña, Carlo Maria Martini157. A la sombra del árbol, Antonio García Rubio /

Francisco J. Castro Miramontes158. Semillas de luz, Ángel Moreno, de Buenafuente159. San Pablo nos habla hoy, Raúl Berzosa / Jacinto

Núñez Regodón

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160. ¿Es posible hablar de Dios?, Jean-Pierre Jossua161. María, una mujer judía, Frédéric Manns162. El Señor resucitado y María Magdalena, Fran-

cisco Contreras Molina163. Vivir en invierno, Jesús Garmilla164. El cáncer me ha dado la vida, Francisco Contreras

Molina165. Henri Nouwen. Las claves de su pensamiento166. Esta noche en casa, Henri J. M. Nouwen167. Gente por Jesús, Antonio García Rubio / Francisco J.

Castro Miramontes168. Confesiones de un cura rural, Francisco Contre-

ras Molina169. La hendidura de la roca, Dolores Aleixandre170. «Salgamos a buscarlo fuera de la ciudad», Toni

Catalá171. Gracia y gloria, José Luis Pérez Álvarez172. Vivir para amar, Hermano Roger173. Plegarias ateas, Ignacio Rueda174. Meditaciones sobre la oración, Carlo Maria

Martini175. Mil pensamientos para iluminar la vida, José

Luis Vázquez Borau176. Las mujeres de la Biblia, Jacqueline Kelen177. ¡Ojalá escuchéis hoy su voz!, Juan Martín Velasco178. Amar lo que se cree, Antonio González Paz179. Como en un espejo, Mercedes Lozano180. A la escucha de la Madre Teresa, José Luis Gon-

zález-Balado / Janet Nora Playfoot Paige

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181. Comentario a Noche oscura del espíritu y subi-da al moNte carmelo, de san Juan de la Cruz, Fernando Urbina

182. Encuentros con Jesús, Carlo Maria Martini183. No podemos callar, Ángela C. Ionescu184. Escoger al pobre como Señor, Dominique Barthé-

lemy185. El barro de los sueños, Tintxo Arriola186. ¿Cómo voy a comprender, si nadie me lo expli-

ca?, Ángel Moreno, de Buenafuente187. ¿Tú crees?, Raniero Cantalamessa188. Balbuceos del misterio, Sandra Hojman189. Senderos hacia la Belleza, José Alegre190. Oraciones de invierno, Bittor Uraga191. Jesús, maestro de meditación, Franz Jalics192. Bienaventurados, José Luis Pérez Álvarez 193. Emigrante: el color de la esperanza, Mons.

Santiago Agrelo194. Caer y levantarse, Richard Rohr195. Peregrinos de confianza, Hermano Alois, de Taizé196. Hacia la luz, Carlo Maria Martini197. El camino de nuestra Señora, Antonio González

Paz198. Despierta y alégrate, Xosé Manuel Domínguez

Prieto199. Carlos de Foucauld. La fragancia del Evan-

gelio, Antonio López Baeza