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El amor en san Pablo La persona comprensiva puede lograr todo. Para ella no habrá dificultades, distancias, problemas y momentos malos. La persona comprensiva ha descubierto la fuerza del amor y sabe que: “El amor todo lo puede... No hay dificultad por muy grande que sea, que el [amor no la supere. No hay enfermedad por muy grave que sea, que el [amor no la sane. No hay puerta por muy cerrada que esté, que el [amor no la abra. No hay distancias por extremas que sean, que el [amor no las acorte tendiendo puentes sobre ellas. No hay muro por muy alto que sea, que el amor no [lo derrumbe. No hay pecado por muy grave que sea, que el amor [no lo redima. No importa cuan serio sea un problema, [desesperada una situación, o grande un error, el amor tiene poder para [superarlo” (Sol de Argentina). El amor es servicial Osho cuenta el siguiente relato para examinarnos en los servicios que prestamos a los demás. Un profesor les habló a sus alumnos de la importancia de hacer el bien. Se les dio un ejemplo como el ayudar a una anciana a cruzar la calle, guiar a un ciego.... Al día siguiente se les preguntó a los muchachos qué obra buena habían hecho el día anterior. Uno contestó: “Yo ayudé a una anciana a cruzar la calle”. Otro contestó: “Yo ayudé a una anciana a cruzar la calle”. Otro contestó: “Yo ayudé a una anciana a cruzar la calle”.

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Page 1: 2€¦  · Web view[amor no las acorte. tendiendo puentes sobre ellas. No hay muro por muy alto que sea, que el amor no [lo derrumbe. No hay pecado por muy grave que sea, que el

El amor en san Pablo La persona comprensiva puede lograr todo. Para ella no habrá dificultades, distancias,

problemas y momentos malos. La persona comprensiva ha descubierto la fuerza del amor y sabe que:

“El amor todo lo puede...No hay dificultad por muy grande que sea, que el[amor no la supere.No hay enfermedad por muy grave que sea, que el[amor no la sane.No hay puerta por muy cerrada que esté, que el[amor no la abra.No hay distancias por extremas que sean, que el[amor no las acortetendiendo puentes sobre ellas.No hay muro por muy alto que sea, que el amor no[lo derrumbe.No hay pecado por muy grave que sea, que el amor[no lo redima.No importa cuan serio sea un problema,[desesperada una situación,o grande un error, el amor tiene poder para[superarlo” (Sol de Argentina).

El amor es servicial

Osho cuenta el siguiente relato para examinarnos en los servicios que prestamos a los demás. Un profesor les habló a sus alumnos de la importancia de hacer el bien. Se les dio un ejemplo como el ayudar a una anciana a cruzar la calle, guiar a un ciego....

Al día siguiente se les preguntó a los muchachos qué obra buena habían hecho el día

anterior.Uno contestó: “Yo ayudé a una anciana a cruzar la calle”.Otro contestó: “Yo ayudé a una anciana a cruzar la calle”.Otro contestó: “Yo ayudé a una anciana a cruzar la calle”.El maestro animó a cada uno a seguir haciendo obras buenas sin dejar un día, pero al ver

que todos repetían lo mismo, comenzó a sospechar. Les preguntó a los muchachos el sitio y la hora en que habían ayudado a la anciana, y los tres coincidieron en el mismo sitio y en la misma hora.

— ¿Es que había tres ancianas que iban a cruzar la calle?— No, señor. Sólo era una.- ¿Entonces queréis decir que los tres ayudasteis a la misma anciana?— Sí, eso es. Ayudamos a la misma.— Pero para cruzar la calle no hace falta tanta ayuda. Basta con que uno le tome la mano

y ande por delante. ¿Es que era tan anciana o tan incapaz de andar?

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— No, no, ni tan anciana ni tan incapaz de andar. De hecho estaba bien activa y tenía buena fuerza. Nos costó mucho hacerle cruzar la calle entre los tres.

— ¿Cómo que os costó mucho? ¿Qué hicisteis entre los tres?— Es que ella, señor, no quería cruzar la calle, pero nosotros teníamos que hacer nuestra

buena obra y la agarramos entre los tres y la empujamos y bien que nos costó llevarla al otro lado con todo lo que gritaba y se revolvía y forcejeaba y no se dejaba y empezó a llamar a la policía. Pero nosotros estábamos determinados a cumplir con nuestra buena obra, y al fin lo logramos y quedamos satisfechos de haberla hecho.

De niños nos enseñaron a ser serviciales, a estar atentos a las necesidades de los otros. El Espíritu es el que nos da sabiduría para saber qué tipos de servicios debemos o podemos prestar. Lo que ha ocurrido es que hemos cambiado el significado de la palabra, pues en vez de servir desinteresadamente, vemos si, lo que hacemos, sirve a nuestros intereses.

Jesús vino a servir, no a ser servido (Mc 10,45). A los discípulos se lo enseñó con un gesto: con el lavatorio de los pies. Ellos no comprendían cómo el Maestro hacía esas cosas, por eso Pedro se niega. Pero Jesús le explica a Pedro que para entrar en el Reino es requisito el servir (Jn 13,1-9). El amor es servicial. “El amor con que Jesús nos ha amado es humilde y tiene un carácter de servicio. (...) El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos” (Juan Pablo II).

El que ama y sirve, no mira mucho lo que arriesga, no regatea sacrificios, pues está dispuesto a dar la vida. Y muchos cristianos dan su sangre; otros dan la vida desgastándose cada día, aceptando los problemas, dificultades y sacrificios que conlleva esta existencia humana. “El que ama su vida, la pierde: y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga y donde yo esté, allí estará también mi servidor” (Jn 12,25-26).

Hay personas que han recibido como don el servir, el estar atentos a los otros y se multiplican en actividades de todo tipo y quieren que todo el mundo se meta y se acomode a su forma de trabajar. Así era Marta, inquieta, nerviosa. No sabía descansar y atender a Jesús. Al Maestro se queja de que su hermana no le ayuda. Y el Señor le respondió: “Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada” (Lc 10,38-42).

Dios necesita nuestro amor mucho más que nuestras obras. Así se expresaba Santa Teresita del Niño Jesús “He ahí lo que Jesús quiere de nosotros: Él no tiene necesidad de nuestras obras, solamente de nuestro amor”. El mérito no consiste en hacer o dar mucho, sino más bien, en recibir, en amar mucho”.

El amor es el que nos acerca a los otros, el que nos permite ver al hermano caído y servirlo. Cuando falta la misericordia, se justifican los rodeos, el pasar de largo. Jesús nos enseñó cómo tenemos que comportarnos con el hermano necesitado y lo hizo gráficamente con la parábola del Buen samaritano. Pero un samaritano que iba de camino, llegó junto a él, y al verlo tuvo compasión; y acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su cabalgadura, lo llevó a una posada y cuidó de él. Prójimo fue el que practicó la misericordia con él. Y Jesús concluye: “Vete y haz tú lo mismo” (Lc 10,29-37).

Ser cristiano es abrir los ojos y el corazón a tantos hermanos necesitados y no pasar de largo. La recompensa será grande, pues quien reconoció a Cristo en un hermano de los más pequeños, Él lo reconocerá a la puerta del cielo. “Tuve hambre, y me diste de comer; tuve

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sed, y me disteis de beber, era forastero y me acogisteis... Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,35-40).

El amor es paciente

“El Roble y el Junco” es el título de una fábula de Esopo. En una terrible tormenta el orgulloso roble dijo: “No me doblaré ante el viento”. Entonces una fuerte ráfaga de viento llegó y descuajó un roble sin doblarlo. Al yacer el roble en el suelo, vio un delgado junco balancearse en la tormenta. El roble le dijo, “¿Cómo es que yo que soy tan fuerte he sido desgajado, mientras tú que eres tan frágil permaneces de pie en la tormenta?” El junco respondió. “Yo cedo un poco ante el viento”.

La paciencia es la disciplina de la compasión. Por la paciencia podemos ver calmadamente los hechos que ocurren en nuestra vida. La verdadera paciencia cristiana soporta a otros justamente como Dios nos soporta a nosotros. Dios es paciente con su pueblo, lento a la cólera y lleno de amor. Él permite que su sol brille sobre buenos y malos por igual y su lluvia caiga sobre justos e injustos (Mt 5,45). Con Dios no hay favoritismos (Rm 2,11). Dios ama a todos y a todos les desea lo mejor.

Pablo habla de la paciencia de Dios hacia su persona: “Si hallé misericordia fue para que en mí, primeramente, manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en Él para obtener la vida eterna” (1Tm 1,16). “Con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportaos unos a otros por amor” (Ef 4,2). Esta paciencia debemos ejercitarla con todos: “Os exhortamos, hermanos, a que amonestéis a los que viven desconcertados, améis a los pusilánimes, sostengáis a los débiles y seáis pacientes con todos”, escribe a los Tesalonicenses (1Ts 5,14). Pablo invita a los cristianos a revestirse de entrañas de misericordia, de bondad y humildad, de mansedumbre y de paciencia (Col 3,12). La paciencia cristiana no es seguridad, ni resignación. Nace de la esperanza. “Tenemos presente ante nuestro Dios y Padre... la paciencia en sufrir que les da la espe-ranza en Jesucristo nuestro Señor” (1 Ts 1,3).

En la adversidad y la prueba es donde necesitamos ejercitar la paciencia. “La dificultad produce paciencia; la paciencia, calidad; la calidad, esperanza; y esa esperanza no defrauda, porque el amor que Dios nos tiene inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,3-5). Dichosos llama Santiago a los que tuvieron aguante, como Job (St 5,11).

La paciencia es necesaria en todos los tiempos y lugares, pero sobre todo en este mundo agitado y frenético en el que vivimos. “De la paciencia que se habla en el Nuevo Testamento es aguante activo, entereza, perseverancia, resistencia activa, saber plantar la cara a la adversidad” (U. Falkenroth). Con razón afirma santa Catalina de Siena que “La paciencia solo se encuentra en la adversidad, pues sin la tribulación, esa virtud no existe ni se puede manifestar; pues el que no sufre aflicción no necesita paciencia... Digo que la paciencia señala si el alma posee o no, las otras virtudes. ¿Cómo nos percatamos de que no las tenemos? Por la impaciencia”.

Se necesita mucho amor, mucho aguante en nuestra relación con los otros. No somos dueños de nuestras atracciones y repulsas hacia los otros. Nos cuesta transformar nuestra sensibilidad para amar al que no nos cae bien. No somos capaces de ver nuestros bloqueos, celos, rencores y reconocer cómo somos. No vemos las cualidades de los que no nos son simpáticos.

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Necesitamos practicar la paciencia. Somos demasiado “impacientes”, no nos gusta esperar, queremos las cosas ya mismo. No entendemos la paciencia que tiene el Padre de todos con los malvados, queremos separar el trigo de la cizaña, antes de conocerlos; juzgamos y condenamos, en vez de ofrecer comprensión y perdón; estamos cansados y decepcionados, porque nuestros esfuerzos son inútiles y no encuentran resultados rápidos y palpables.

Y santa Teresita del Niño Jesús nos habla de su actitud: “Aunque no comprenda el sentido de los acontecimientos, sonrío y doy siempre gracias, me siento siempre contenta delante de Dios. No hay que dudar nunca de Él, sería falta de delicadeza. No, jamás quejas contra su divina Providencia, por el contrario siempre agradecimiento”.

Vivimos en el mundo de la técnica y de la prisa. El ser humano vive acelerado, todo lo hace con prisa: la comida, el trabajo, el descanso... Es hoy, más que nunca, cuando debemos aprender que todo tiene su tiempo. Necesitamos paciencia para sobrevivir, para crecer, para caminar por el mundo. Hay que ser fuertes en la fe, en la esperanza y en el amor, pero hay que ser flexibles, ceder como el junco. Con cuánta frecuencia simplemente el ceder, para decir, “Lo siento,” ha salvado muchas relaciones. Después de todo, quien opone resistencia a las tempestades, es el que pierde. Y en tiempo de dificultad y tempestad es bueno recordar que la paciencia todo lo alcanza.

“Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda;la paciencia todo lo alcanza;quien a Dios tiene nada le falta.Sólo Dios basta” (santa Teresa de Jesús).

El amor no es envidioso

Cuentan de Ethel Merman que era la reina de la comedia musical en Broadway hasta la noche en que llegó a la ciudad la obra South Pacific y Mary Martín trató de borrar a Ezio Pinza de su mente. Esa noche todo el mundo supo que había dos reinas de la comedia musical. La señorita Merman estuvo presente en esa noche. Cuando salía del teatro le preguntaron: “¿Qué opina de Mary Martín?”

“Oh, ella está muy bien, supongo, si a uno no le agrada el talento”, dijo la señorita Merman.

La envidia no deja reconocer las virtudes del otro. La obra de Shakespeare, Otelo, presenta todas las consecuencias de la envidia. La perversa envidia de Iago destruye a la inocente Desdémona y al noble Otelo. La envidia tiene la puerta abierta en muchos corazones. No es de ahora. Pilatos se daba cuenta de que los sumos sacerdotes le habían entregado a Jesús por envidia (Mc 15,10).

San Pablo trata con frecuencia este tema en sus cartas. Cuando les escribe a los de Corinto, espera no encontrarse a su llegada discordias, envidias, iras... (2Co 12,20). Pide que no se dejen llevar por la carne, sino por el Espíritu, ya que “el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, tem-planza...

Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu. No busquemos la Gloria vana, provocándonos los unos a los otros y envidiándonos mutuamente” (Ga 5,19-26)

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Pablo llama a la búsqueda de la unidad, a que los cristianos tengan los mismos sentimientos que Jesús, a no hacer nada por rivalidad, ni por vanagloria, sino por humildad, a buscar el interés de los otros (Flp 2,2-4).

La raíz de la envidia es profunda y los males que ocasiona son inmensos. Por envidia se puede arruinar toda una existencia, por envidia el ser humano es capaz de las acciones más deleznables. Por culpa de la envidia la vida de muchas personas se convierte en continuas pesadillas, en continuos enredos. Donde hay envidia no hay lugar para la paz y la alegría. “Donde existen envidias y espíritu de contienda, allí hay desconcierto y toda clase de maldad” (St 3,13-18). Quienes sufren de envidia viven en constantes intrigas, provocan conflictos, planifican el mal con entera frialdad. No regatean esfuerzos ni medios para obtener lo que desean, consiguen acabar con la paz y la alegría en las familias, en el trabajo. Por donde pasa la envidia siembra el lugar de minas.

El amor es fruto del Espíritu; la envidia lo es de la [carne.El amor es vida y alegría; la envidia es muerte y [tristeza. El amor es luz y fuerza; la envidia es oscuridad y [debilidad. El amor pacifica; la envidia arma la guerra donde [pisa.

El amor no es egoísta

Un latifundista llamó a uno de sus pobres y le dijo: “Toda la tierra que pises mañana, desde el alba a la puesta del sol, será tuya”.

El pobre empezó a correr, sin detenerse durante todo el día.El sol se ponía cuando sus ojos dejaron de ver y su corazón de palpitar. Al día siguiente,

el pobre hombre, dueño de tanta tierra, fue sepultado en un metro cuadrado.Ante las cosas el ser humano reacciona de un modo muy distinto. Esto se puede ver

resumido en la enseñanza de lo que dijo un maestro a su discípulo:— Existen cuatro tipos de personas:El justo que habla: “Lo que es mío es mío; lo tuyo, tuyo”.El enamorado que exclama: “Lo que es mío es tuyo; lo tuyo es mío”.El egoísta que piensa: “Lo tuyo es mío; lo mío es mío”.El santo que actúa: “Lo que es mío es tuyo; lo tuyo, es tuyo” (Anónimo judío). No es

frecuente encontrarnos con muchas personas que actúan como el justo y el santo. Lo que abunda, más bien, es el deseo de tener y de poseer todo. Y esto lleva al ser humano a la ceguera y dureza del corazón, a la avaricia.

“El ojo del avaro no se satisface con su suerte” (Si 14,9). La avaricia es un gran pecado y lo es también la codicia. Ambos tienen fácil entrada en aquellos que, en vez de servir a los otros, a los más débiles, se aprovechan de los más pobres.

Las palabras de los profetas y de los santos de todos los tiempos, llaman a todos a la conversión. San Basilio dice: “¿No eres tú un avaro, no eres tú un ladrón, pues tomas como propias las cosas que recibiste para administrar? ¿O es que vas a llamar ladrón al que desnuda al vestido y vas a poner otro nombre al que pudiendo hacerlo no vista al des-nudo?”.

La realidad de pobreza sigue golpeando, los pobres siguen llamando a las diferentes puertas. Un día Paoli, uno de los grandes contemplativos de esta hora de América Latina, se hizo esta pregunta: “¿Qué es aquí la oración?”. Y el “aquí” era un barrio de setenta mil

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negros en Cartagena de Indias, frente al puerto, tumbado en la hamaca, en plena noche, con música de cumbia y bambuco por fondo, filas interminables de buscadores de agua, y aquellos niños desnudos con hambre de pan y cariño: “¿Qué es la oración aquí, en América Latina, sin tiempo ni espacio?”.

Se cuenta que Olof Palme le preguntó a Saraiva de Carvalho la razón de la revolución de los claveles en Portugal. “Para acabar con los ricos”, contestó ufano Carvalho. “Aquí, en Suecia”, contestó Palme, “todo lo hacemos para acabar con los pobres”.

Quien ha optado por los pobres y vive como pobre, no es para acabar con los ricos, sino para elevar, desde su testimonio, la dignidad de cada pobre. En el indigente, es Dios quien golpea a la puerta del corazón. Un Dios mendigo, que pide pan y trabajo. Este Dios vestido de pobre para enriquecernos con su pobreza (2Co 8,9). Que clama desde el corazón de los sin techo, sin tierra, sin trabajo, para que los ricos repartan sus bienes y los pobres den, también, desde su pobreza. No cabe duda de que el amar a los pobres y querer ser pobre es una gracia. Pero para llegar a ser pobre de verdad, aceptar la pobreza que se nos impone, es mucho más difícil de lo que nos imaginamos.

Cristo está y vive en el pobre. Cuentan que Pascal, no pudiendo recibir la comunión en su última enfermedad, pidió con todas sus fuerzas que le llevaran a su aposento un pobre enfermo para que fuera asistido con igual solicitud que él, a fin de que, no siéndole posible comulgar en la cabeza, pudiera al menos recibir a Jesucristo en uno de sus miembros.

El pobre trata de descubrir los planes de Dios y de hacerlos suyos, vaciándose de sus propios intereses. Es el “esclavo del Señor”, el que se pone al servicio de la voluntad de Dios. El pobre tiene un alma delicada y extremadamente sensible, en constante tensión hacia el mundo y hacia los otros, para descubrir miles y miles de formas de servicio, desde una sonrisa hasta la donación de horas de trabajo o el desprendimiento de un bien o del dinero.

El pobre vive en libertad, en total disponibilidad al amor y al servicio fraterno, por medio de la renuncia al yo, a la comodidad, al narcisismo, al capricho que esclaviza. El pobre evangélico es un hombre que quiere crecer conforme a la imagen del hombre pleno, Cristo, el Hijo del Hombre, conformado a imagen y semejanza de Dios

A pesar de que parezca una contradicción, la pobreza es una actitud o virtud eminentemente positiva y propia de temperamentos fuertes y decididos; exige lo mejor de nosotros mismos; significa un salto decidido del egoísmo al amor, del yo al tú.

Hay que vivir y dar vida. La historia ha tenido grandes soñadores. También cuentan los pequeños, los que con su vida purifican el aire de odio, rencor, violencia, los que engendran vida.... El éxito en la vida, pienso yo, está en vivir, en echarle ganas, en robar horas y segundos a la muerte. Para todo esto se necesita un corazón bondadoso, no egoísta, bañado en el amor y experto en generosidad.

El amor no se engríe

“¡Qué polvareda levanto!”, dice la mosca que va encima de un carro. “¡A qué velocidad conduzco!”, dice la misma mosca que se ha parado en el cuello de un caballo. “¡Cómo tiembla el puente bajo mi peso!”, repite esa misma mosca que se ha posado en el lomo de un elefante.

Cada uno trata de alabarse así mismo cuando los otros no le hacen caso. Es cierto que todos necesitamos que se nos estime, se nos admire y se nos tome en cuenta. Pero ya raya

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en complejo de “pavo real” cuando toda la vida se enfoca a obtener el elogio y las alabanzas de los otros.

Dios resiste a los soberbios y ensalza a los humildes. Dios aparta los ojos de los soberbios y se fija en la humildad de María y todos los que son como ella. Dios tuerce los proyectos de los astutos y atrapa a los soberbios en sus mismas trampas.

El soberbio, el orgulloso es un ser despreciable. Todo el mundo tiende a hundirlo. Por el contrario, con el humilde y el sencillo, todos nos sentimos bien. Ya lo dice Jesús: “Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado” (Lc 18,14). El que se ensalza es porque se sobreestima. “No os estiméis en más de lo que conviene; tened más bien una sobria estima, según la medida de la fe que otorgó Dios a cada cual” (santa Catalina de Siena). Nuestro hablar debería ser llano y sincero, sin egoísmos e intereses, sin buscar la gloria y la vanidad. El soberbio es lo opuesto del sencillo. “El orgullo, dice Fulton J. Sheen, es el pecado de hacer la propia voluntad, ser el propio juez, tener una moral propia, tener un dios propio”. Dios resiste a los soberbios, a los sencillos los ensalza. Dios y los seres humanos, detestan a las personas soberbias y engreídas.

El que se busca a sí mismo promueve la discordia, los desórdenes, las rivalidades. Pablo aconseja a los Romanos: “Tened un mismo sentir entre vosotros; sin apetecer grandezas; atraídos más bien por lo humilde; no seáis sabios a vuestros propios ojos” (Rm 12,16). A los filipenses les mandará obrar siempre con humildad: “No hagáis por rivalidad, ni vanagloria, sino por humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo” (Flp 2,3).

El amor no hace ruido, quien hace el bien no lo va publicando. El amor es desinteresado, no busca aplausos. Quien lo hace para ser visto, ya recibió su paga. “Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6,1-4)

El humilde no busca los primeros lugares: “Al contrario cuando seas convidado, vete a sentarte en el último puesto, de manera que cuando venga el que te convidó a ti y a él, te diga: Amigo, sube más arriba” (Lc 14,7-11).

El abad Huvelin escribía a Carlos de Foucauld: “Jesús ha tomado de tal forma la última parte que nadie podrá quitársela jamás”.

¡No temamos, pues, abajarnos! “No temas, cuanto más pobre seas, tanto más te amará Jesús. Jesús irá lejos, muy lejos a buscarte...” (santa Teresa del Niño Jesús).

Las personas maduras son amantes de la verdad, sencillos y humildes. G. Leopardi, escritor italiano afirmaba que casi todas las personas que valen mucho son de maneras sencillas.

Jaime Balmes, sacerdote y filósofo, abundaba en la grandeza de los sencillos: “Las personas grandes... suelen ser sencillas. Las mediocres... son ampulosas, creídas de sí mismas”.

Azorín escribe apoyándose en las palabras de Jesús: “Las avecillas del cielo y los lirios del campo son más felices que el hombre. El hombre se acongoja vanamente. Porque el día de mañana a sí mismo se traerá su cuidado. Le basta al día su propio afán. La sencillez ha huido de nuestros corazones. El reino de los cielos es de los hombres y mujeres sencillos”.

“Simplifiquen lo complicado y no compliquen lo sencillo”, era el lema del Papa Juan XXIII. En su diario se exhortaba constantemente a sí mismo: “Ángelo, no te dés demasiada

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importancia”.La sencillez no es una virtud de la gente que se cree importante. Cuentan que había un

político que en vez de decir: Sagrado Corazón de Jesús en vos confío, decía: “Corazón de Jesús confía en mí”.

Un individuo acusó a Maquiavelo de haber enseñado a los tiranos el arte de conquistar el poder, y obtuvo esta respuesta: “Cierto que enseñé a los tiranos cómo se conquista el poder; pero también enseñé a los pueblos cómo se derroca a los tiranos”. El sencillo habla, gesticula y vive de una forma sencilla, sin ambiciones, sin ansiedades, sin complicaciones. Es gente de paz y siembra paz, simplifica lo desagradable y quita valor a lo negativo. El sencillo es una persona equilibrada que usa siempre la moderación, reflexión y cordura.

“Quien se ama a sí mismo con amor desordenado, no tiene en sí la caridad, ya que no me ama (...) El amor propio despoja al alma de mi caridad, vistiéndola, en cambio, del orgullo; por eso, todo pecado tiene su fuente en el amor propio” (santa Catalina de Siena).

El amor no es mal educado

En cierta ocasión, cuando San Alfonso María de Ligorio era obispo, una señora lo insultó cuando salía de la catedral. Ella lo acusó de ser responsable del hambre que estaban pasando las personas en ese lugar. Alfonso la bendijo, pero el sacristán, quien lo acompañaba, fue menos suave y la empujó. El obispo lo regañó: “la pobre, ella y otros como ella merecen compasión; estas palabras no vienen de su corazón, sino de su estómago”.

Es cierto, muchas palabras, pensamientos, acciones no provienen de un frío cálculo cerebral, sino del corazón, del estómago, de tantas y tantas circunstancias que le hacen a la persona decir lo que no quiere.

Charlie Brown en una ocasión dijo: “Amo a la humanidad, pero odio a la gente”. Es más fácil amar a la humanidad entera, pero es más difícil hacerlo con la gente que convive conmigo. Pues ya se sabe que la gente es como es, normalmente, decimos, es pesada y hasta, a veces, insoportable. Hay gente arrogante, se creen los buenos, los intachables, los justicieros, los únicos que valen. Se parecen bastante al fariseo de la parábola (Lc 18,9-14). Hay otras personas que, “sin querer queriendo”, nos mortifican con su sola presencia, pues, cuando alguien no nos cae bien, su sonrisa, su manera de hablar y de moverse, nos molesta y, con frecuencia, nos saca de quicio.

Hay personas que son como un huracán o vendaval, todo lo que tocan se lo llevan por delante. No saben esperar, ni comprender a los otros; parece que son las únicas “sabelotodo” y, por consiguiente, son las que siempre llevan la razón.

Si la amabilidad es necesaria para nuestra relación diaria, es imprescindible cuando no hay química entre las personas. La hostilidad entre Rossini y Wagner dio lugar a muchas anécdotas, ciertas algunas, apócrifas las más. Tal vez al grupo de éstas pertenezca la siguiente:

Una vez se hallaba Rossini sentado al piano, al que arrancaba acordes horrísonos.Maestro —le advirtió uno de los que estaban más próximos—, tiene usted puesta al revés

la partitura. Ya he probado al derecho y no suena mejor, contestó Rossini.

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La partitura, claro está, era de Wagner.Dicen por ahí que los niños aprenden más por nuestro ejemplo que por aquello que les

decimos. Son nuestros gestos y nuestras actitudes frente a la vida diaria las que le muestran al niño aquello que valoramos y aquello en lo que creemos. Necesitamos ser amables y saber que, muchas realidades que nos molestan no sólo provienen del corazón y del estómago de los otros, sino de nuestro corazón, cerebro, estómago y todo nuestro ser.

El amor no lleva cuentas del mal

El Mulá Naserudín llevaba a su niño pequeño en su cochecito, y al ver que el niño lloraba y berreaba, decía una y otra vez inclinándose hacia él: “Tranquilo, Naserudín. Con calma, Naserudín. No te agites, Naserudín. Todo pasará, Naserudín”. Una señora que iba por el paseo y lo vio, se acercó a él, e inclinándose también hacia el niño le dijo: “Qué papá tan bueno tienes, pequeño Naserudín, y qué bien te trata”. El Mulá le corrigió: “Perdone, señora, el niño se llama Amir. Naserudín soy yo”.

El amor es paciente y no lleva cuentas del mal, ni de las molestias. Quien ama no registra en la memoria todas las ofensas recibidas; en el corazón del que ama no hay espacio para el rencor. El amor da un aguante increíble. “El amor no imputa al mal lo que le han hecho; no sospecha ni calcula el mal; no cuenta ni apuesta sobre el mal. Para el amor, el mal nunca es cierto” (Alphonse Maillot). Sólo Dios es capaz de no llevar cuentas del mal. Nosotros nos ofendemos por ñoñerías y registramos en nuestro cerebro todas las ofensas que nos hacen. Sin embargo, aunque seamos de esta naturaleza, sí podemos y debemos aprender de Dios a no juzgar y a perdonar.

El Amor no juzga. Jesús nos pide que no juzguemos, pues nosotros no podemos llegar al corazón de los otros. “No juzguéis para que no seáis juzgados... Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo de tu hermano” (Mt 7,1-5). “No tiene excusa, cualquiera que seas, tú que juzgas, pues juzgando a otros, a ti mismo te condenas, ya que obras esas mismas cosas, tú que juzgas, y sabemos que el juicio de Dios es según verdad contra los que obran semejantes cosas” (Rm 2,1-2). El juicio no sólo se queda en nuestro pensamiento, sin darnos cuenta pasa a nuestras palabras.

Santiago en su carta, tampoco mitiga sus palabras cuando habla sobre la lengua, “llena de un veneno mortal”. No habléis mal unos de otros, hermanos. El que habla mal de un hermano o juzga a su hermano, habla mal de la Ley o juzga a la Ley... ¿Quién eres tú para juzgar a tu prójimo?” (St 4,11-12).

“Con la medida que midáis seréis medidos” (Lc 6,38). O como el Señor lo expresó, “Bienaventurados los misericordiosos; porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5,7).

Así Pablo dijo a los Efesios. “Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros. Sed más bien, buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo” (Ef 4,31-32). Y “si tu hermano peca contra ti siete veces al día y siete veces al día se vuelve a ti, diciendo, lo siento, perdónalo” (Lc 17,4).

Quien ama siempre busca la interpretación positiva de las cosas, no pone etiquetas a los acontecimientos, cosas y personas. Celina, la hermana de santa Teresita cuenta lo siguiente:

“Mi hermana me decía con frecuencia que se debe juzgar siempre a los otros con caridad, pues con frecuencia, lo que parece negligencia a nuestros ojos, es heroísmo a los ojos de

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Dios. Una persona cansada, que tiene migrañas o que está sufriendo en su alma, hace más al cumplir la mitad de su tarea, que otra, sana de cuerpo y espíritu, que la hace completa. Por eso, nuestros juicios deben ir siempre a favor del prójimo. Siempre se debe pensar bien, siempre se debe excusar”.

En nuestro tiempo necesitamos levantar los ojos a Dios para aprender a no juzgar y ser misericordiosos como el padre. “En ningún momento ni en ningún período de la historia –sobre todo en una época tan crítica como la nuestra– la Iglesia puede olvidar la oración, como un grito de llamada a la misericordia de Dios frente a las múltiples formas del mal que pesan sobre la humanidad y la amenazan (...). La Iglesia tiene el deber de llamar al

Dios de la misericordia a grandes gritos” (Juan Pablo II).Hay un cuento judío de un hombre que caminaba a lo largo de un camino llevando un

pesado costal. Pronto, otro hombre pasa por ahí conduciendo un caballo y un vagón. El hombre en el vagón, viendo al otro hombre sudar bajo su pesada carga, le ofrece llevarlo. El hombre con el saco acepta y aborda el vagón. Unos cuantos minutos después, el conductor se vuelve para ver si su pasajero está cómodo y se sorprende cuando ve que el hombre sigue de pie en el vagón con el saco sobre su espalda. El conductor señala perplejo, “El vagón va a cargar ese saco de cualquier forma, por qué no baja usted su carga y permite que el caballo y el vagón hagan el trabajo” ¿No es igualmente tonto guardar las ofensas en sacos de yute y cargar con ellas toda la vida?

Nos vamos llenando la mente y el corazón de heridas, de rencores, de los males que nos han hecho; aunque el peso es grande, a veces seguimos tirando de la carga y llevando cuentas del mal.

El amor no es irascible

Un labriego le rogó a un sabio ermitaño que le mostrara el camino que tenía que seguir para alcanzar la santidad en medio del ajetreo cotidiano. Estas fueron las sencillas y elocuentes palabras del anacoreta: Labra los campos con amor. Recoge las cosechas con alegría y gratitud. Trata a todos con afecto. Compórtate en tu casa con la misma deli-cadeza y amabilidad con que tratas a los amigos y desconocidos. Sé tan puro, noble y directo como los pinos, hayas y robles de sus bosques (Juan Guerra Cáceres).

No son muchos los requisitos para llegar a santo. El sabio ermitaño se lo hizo saber al labriego. De seguro que no llega a santo quien vive amargado y la ira es su eterna compañera en el día y en la noche. Quien se eleva en cólera normalmente tiene un mal aterrizaje. El hombre irascible se pone en ridículo a sí mismo, en cambio el hombre pru-dente está en paz y deja en paz a los otros. Tan importante es la mansedumbre, que Jesús nos pidió que emuláramos sólo dos virtudes: su amabilidad y su humildad (Mt 11,29). Juan el Bautista señaló a Jesús como el “Cordero de Dios” (Jn 1,29). Cuando uno de los guardias del Templo dio una bofetada a Jesús en la cara, Jesús simplemente le dijo, “Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?” (Jn 18,23). Cuando estaba siendo clavado en la cruz, Él oró: “Padre, perdónalos; porque no saben lo que hacen” (Lc 23,24). Comenzó su vida pública diciendo: “Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra en herencia” (Mt 5,5).

San Francisco de Sales, siendo estudiante, casi mató a otro en un duelo provocado por su temperamento irascible. Eso moderó al santo y pasó 22 años tratando de conquistar su manera de ser. Tan bien lo logró que siempre se mostró sereno y sonriente. En una carta a

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un amigo, escribió: “Nunca albergues una pasión, ni abras la puerta a ningún enojo bajo ningún pretexto...”. Luego citó a San Agustín, “Es mejor negar la entrada al enojo justo y razonable que admitirlo, aunque sea muy pequeño, porque una vez que ha sido admitido, será con gran dificultad que lograremos echarlo fuera. ¡Entra como una pequeña vara y en un momento se convierte en rama!”

Durante el tiempo que dura el enojo es mejor no comunicarse con nadie, es bueno dejar que las aguas vuelvan a su cauce. Cuando alguien provocaba a Julio César, él repetía todo el alfabeto romano antes de hablar. Séneca respaldó posteriormente esto cuando dijo: “El remedio más grande para la ira es la demora”.

James Boswell, el famoso biógrafo del gran médico Samuel Johnson, fue insultado un día por uno de sus asociados. Se apresuró a quejarse con Johnson. Riendo, Johnson le dijo, “Bosy, míralo de esta forma: cuán insignificante te parecerá esto en doce meses a partir de hoy”. Y estaba en lo cierto. El tiempo da la perspectiva correcta. Una pequeña demora quita el deseo de tomar venganza de las molestias de la vida diaria.

El remedio final y el mejor para el enojo es la oración. Cuando los apóstoles quedaron atrapados en la tormenta en el mar, despertaron al Señor y le gritaron, “Maestro, ¿no te importa que perezcamos? Él, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: ¡Calla, enmudece! El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza...” (Mt 4,38-39). Sólo Jesús puede traer paz al alma que es agitada por la tormenta.

El amor no se alegra de la injusticia

En la calle, cuenta Anthony de Mello, vi a una niña tiritando de frío con un ligero vestidito y con pocas perspectivas de conseguir comida decente.

Me encolericé con Dios:“¿Por qué lo permites? ¿Por qué no haces nada para solucionarlo?”Durante un largo rato Dios guardó silencio. Pero aquella noche, de improviso, me

respondió:“Ciertamente que he hecho algo. Te he hecho a ti”.Dios nos ha hecho a los seres humanos y nos ha encomendado el cambiar esta realidad de

pecado y caminar como hermanos y construir un mundo habitable. Shie Gilbert, sobreviviente de los campos nazis de exterminio, aseguró en México que el

mundo no es mejor hoy. “A los 60 años de la liberación de Auschiwitz me gustaría decir que el mundo es mejor, pero no es así, creo que la humanidad no aprendió de la tragedia porque siguen las guerras, se siguen ideando mecanismos y armas para aniquilar a las personas”.

Es cierto. El mundo está mal. Basta asomarse a los medios de comunicación para darse cuenta de cómo marcha nuestra humanidad. Claro, sólo nos dan las noticias que hablan de muertes, robos, violaciones. En estos días me llamó la atención la noticia que salió en el Nuevo Herald de Miami el día 18 de junio de 2005: “Pedófilo pudo haber abusado de más de 36.000 niños”. En ese mismo día el periódico El Mundo, de España, titulaba: “Un ‘pirata’ informático consigue los datos de alrededor de 40 millones de tarjetas de crédito en EEUU”.

La triste realidad de nuestro mundo no nos puede dejar indiferentes. Según el informe de UNICEF de hace unos años, 1.800 millones de personas viven en extrema pobreza. Cada día mueren 35.000 niños de hambre, o lo que es lo mismo cada minuto mueren 45 niños. La

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economía está organizada de tal manera que puede producir cada venticuatro horas por lo menos 70 mil muertos. El 20% consume el 85% de la riqueza del planeta. En la actualidad se produce un 10% más de los alimentos que necesitamos para vivir toda la humanidad y mueren 35.000 niños cada día “Es el más devastador y humillante flagelo de la humanidad” (Puebla, 29).

La realidad latinoamericana está marcada por la pobreza que Puebla califica como “inhumana” (n. 29) y “antievangélica” (n. 1.159). Lo que significa esta pobreza es muerte, ocasionada por el hambre, enfermedad...

Durante la cumbre del G-8 celebrada el 2000 en Okinawa se quejaba uno: “No podemos comer computadoras... la gente se muere de hambre”. Y la realidad no está para computadoras en muchos países. Internet sólo llega al 0,4% de los africanos subsaharianos. Unos 2.400 millones de personas sobreviven sin sanitarios suficientes; 36 millones de personas sufren del sida en África; 854 millones de adultos no saben leer ni escribir; 826 millones están desnutridos; 2.800 millones viven con menos de dos dólares al día. La realidad no está para soñar con computadoras.

El ser humano, dice el documento de Santo Domingo, “al pecar ha quedado enemistado con él, dividido en sí mismo, ha roto la solidaridad con el prójimo y destruido la armonía de la naturaleza. Ahí reconocemos el origen de los males individuales y colectivos que lamentamos en América Latina...” (SD 9). Y “cuando el ser humano, llamado a entrar en esta alianza de amor, se niega, el pecado del hombre afecta su relación con Dios y también con toda la creación” (SD 169).

La situación del pecado la describen los Obispos latinoamericanos así: “Se asiste así a un deterioro creciente de la dignidad de la persona humana. Crecen la cultura de la muerte, la violencia y el terrorismo, la drogadicción y el narcotráfico. Se desnaturaliza la dimensión integral de la sexualidad humana, se hace de hombres y mujeres, aun de niños, una industria de pornografía y prostitución: en el ámbito de la permisividad y promiscuidad sexual crece el terrible mal del sida y aumentan las enfermedades venéreas” (SD 235).

Pecado estructural. Nuestra sociedad está sensibilizada para exigir la libertad, justicia, que se respeten los derechos humanos. Sin embargo vemos cómo, a pesar de las democracias, existe la corrupción, el pecado social o estructural. La Conferencia Episcopal Latinoamericana ha denunciado varias veces la “situación de pecado”, “estructuras opre-soras”, “violencia institucionalizada”. Juan Pablo II usa estas expresiones: “estructuras de pecado” y “mecanismos perversos”.

Por el pecado se hiere al hermano en los distintos rostros: de niños, de jóvenes, de indígenas, de campesinos, de obreros, de marginados, de ancianos (P 31-39). Rostros desfigurados por el hambre... rostros desilusionados por los políticos... rostros humillados a causa de su propia cultura... rostros aterrorizados por la violencia diaria... (S.D.178), son los rostros de Cristo (Mt 25, 31-46), el “abandonado”, el “esclavo de los tiranos”, el siervo que cada día aparece “sin rostro humano” (Is 49-53). Todos estos rostros son producto del pecado con distintos nombres, normalmente fruto del egoísmo, de la injusticia, de la avaricia, del odio, de la idolatría del placer... Todos estos rostros nos gritan que existe una estructura de pecado.

En nuestro mundo, especialmente en Latinoamérica y África, falta el respeto a los derechos fundamentales de la persona humana: vida, salud, educación, vivienda, trabajo. Situaciones de pecado, de injusticia, de rostros en los que se debería reconocer el rostro de Cristo (P 15-50). El verdadero amor no puede aprobar la injusticia que hay en el mundo y

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en cada persona. Para remediar tanto mal, es necesario que cada uno haga lo poquito que está a su alcance.

El amor se goza con la verdad

Preguntada una bella muchacha por qué mantenía sobre su mesa de trabajo la foto de un esqueleto, la cual era para ella tan valiosa que la llevaba consigo en la cartera en sus viajes. La joven respondió así:

— Cuando me asaltan tentaciones de coqueta presunción, me sirve de excelente freno mirarlo y pensar que algún día, no lejano, una foto similar se podrá hacer con lo que quede de mi cuerpo (Juan Guerra Cáceres).

Es fácil engañarse y engañar a los otros. En el comienzo de “El puerto de los aromas”, de John Lanchester, una niña entretiene su ocio anotando las veces en que los adultos son cazados en una mentira. Al referirse a su familia, el personaje indica piadosamente que no se trata de falsedades malévolas, sino de un ambiente aquejado de cierto aire de incredulidad.

El periódico Miami Herald del 14 de julio del 2005 traía unos datos curiosos sobre la mentira en Italia. En Italia se dicen casi cuatro millones de mentiras al día, principalmente para obtener ventajas laborales o para “vivir en paz”, según un sondeo difundido en ocasión de la Bienal del Humor en el Arte de la localidad de Tolentino. De entre los mentirosos un millón y medio reconoce que dice “una media” de cinco mentiras cada día, algo que justifican en cierta medida seis italianos de cada diez, que creen que “a veces” es “necesario o útil” faltar a la verdad.

Es fácil engañarse. La oración es para entender las grandes verdades, decía santa Teresa. Sencillez, humildad, decía la misma santa, es andar en verdad. Cristo es la verdad y quien lo encuentra y lo sigue, se salvará. Dijo una vez Rabí Elimélej:

“Estoy seguro de que seré admitido en el mundo venidero. Cuando esté frente al tribunal de justicia y me pregunten: ¿Estudiaste todo lo que hubieses debido?, contestaré: no. Entonces me preguntaran ¿Oraste todo lo que pudiste? Y de nuevo mi respuesta será: no. Y me harán una tercera pregunta: ¿Hiciste todo el bien que pudiste? Y también esta vez responderé lo mismo. Entonces pronunciarán el veredicto: dijiste la verdad. Por amor a la verdad, mereces ser admitido en el mundo venidero”.

La otra cara de la verdad es la mentira, que causa grandes estragos en quien la practica y recibe. Del pedernal y del hierro nace el fuego; de la palabrería y de la burla la mentira. “Mentir, decía Juan Clímaco, es destruir la caridad. El perjurio es la negación de Dios. He visto hombres que se jactan de su habilidad de decir mentiras y hasta incrementan su maldad confirmándolas con juramentos. La hipocresía es madre de la mentira y frecuentemente causa de ella.

Cualquier hombre sensato no tiene por insignificante el pecado de la mentira. El Espíritu

Santo condenó sobre todo la mentira cuando dijo por boca de David: “Destruirás a los que hablan mentira” (Sal 5,6). Eso se cumplirá siempre con los que juran en falso.

El que teme a Dios ha renunciado a la mentira, pues tiene dentro de sí la conciencia. El niño pequeño no miente, ni tampoco un alma exenta de malicia. Un hombre animado por el

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vino dice de forma involuntaria la verdad, de igual modo, el embriagado por el arrepentimiento no sabe mentir.

La mentira es una ofensa directa a la verdad, a los otros y como tal hay que repararla. “La mentira es la ofensa más directa a la verdad. Mentir es hablar o actuar contra la verdad para inducir a error al que tiene derecho a conocerla. Al herir la relación de todo hombre con la verdad y también al prójimo, la mentira ofende la relación fundante del hombre y de su palabra con el Señor” (Catecismo de la Iglesia Católica n. 2483).

Quien entra en los caminos de los hombres buenos, practica la sinceridad. ¿Puede ser humilde el mentiroso, el que piensa una cosa y dice otra? Lo que va contra la humildad radicalmente es instalarse en la mentira, vivir en estado de mentira.

“Todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo tocante a Dios y a su Iglesia; y una vez conocida, aceptarla y serle fieles. Este deber emana de ‘la naturaleza misma del hombre’. No está en contradicción con un ‘respeto sincero’ por las diversas religiones, la cuales ‘aportan, casi siempre, algún rayo de verdad que ilumina a todos los hombres’, ni con la exigencia de la caridad que empuja a los cristianos a actuar con amor, prudencia, y paciencia, hacia aquellos que se encuentran en el error o la ig-norancia de la fe’ (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2104, citando al Concilio Vaticano II).

Cada cristiano debe ser un testigo de la verdad. “De todo evangelizador se espera que posea el culto a la verdad, ya que la verdad que él profundiza y comunica no es otra que la Verdad revelada y por consiguiente, más que cualquiera otra, una parcela de la verdad primera que es Dios mismo” (Pablo IV). “Sea vuestro lenguaje: sí, sí; no, no” (Mt 5,37). Muchos son los males que se siguen por acostumbrarse a la mentira, tanto para el que la dice, como para el que la recibe.

En las burocracias de los siglos xviii-xiv, cuando se calificaba a quienes debían testificar sobre lo bueno o lo malo de otras personas, se decía de ellos que eran personas acostumbradas a decir la verdad. Con lo cual se intentaba dar credibilidad a esos testigos.

Es posible que nadie pueda presumir de decir siempre la verdad, de no mentir, como si fuéramos de acero inoxidable. Sabemos que todos podemos mentir, pero es más difícil hacerlo cuando nos acostumbramos a decir la verdad. Y no podemos estar seguros de que jamás mentiremos, sobre todo para sacar partida para nosotros, cuando amamos de verdad. Pero es posible que el decir la verdad y andar en verdad no se valore en nuestros días.

El amor todo lo cree

Una casa se incendió una noche. Los padres y los hijos corrieron afuera. Sin embargo, un niño de cinco años, escapó a sus padres y quedó atrapado en el segundo piso. El padre vio al niño en la ventana rodeado de humo. Le gritó, “¡Salta, yo te recibiré en mis brazos!” Pero el niño gritó, “Papi, no puedo verte”. El padre respondió, “No importa, yo sí te puedo ver a ti. ¡Salta!”

Dios nos ve, aunque nosotros no lo veamos, pero tenemos que confiar en Él, pues es nuestro Padre. El cristiano ha recibido el don inmenso de poder decir a Dios: Padre nuestro. ¿Qué podrá negar a los hijos que piden, habiéndoles antes otorgado el que fuesen hijos? (San Agustín).

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Para la Biblia es la fe la fuente de toda la vida religiosa. A Dios debe responderle el ser humano con la fe. Siguiendo las huellas de Abraham, “padre de todos los creyentes” (Rm 4,11), los personajes ejemplares del Antiguo Testamento vivieron y murieron en la fe (Hb 11), que Jesús “lleva a su perfección” (Hb 12,2). Los discípulos de Cristo son “los que han creído” (Hch 2,44) en Él. Se llega a la fe por la entrega, la confianza en Dios, por la acep-tación de su Palabra. “El corazón tiene sus razones que la razón no comprende... Es el corazón el que siente a Dios, no la razón. Y eso es precisamente la fe: Dios sensible al corazón, no a la razón” (B. Pascal).

Según san Juan la fe consiste en: creer en Jesucristo (Jn 3,15); en recibirle (1,12); en escucharle (5,40), en seguirle (8,12); en permanecer en él (15,4-5), en su palabra (8,31), en su amor (15,9).

Por la fe conocemos a Dios. Creer en el evangelio es condición indispensable para entrar en el Reino (Mc 1,15). La fe en Jesús realiza milagros (Mt 13,58), sana y salva (Mc 5,34). “La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven” (Hb 11,1).

La fe mueve montañas. Sólo las personas de fe pueden realizar grandes empresas y sacar fuerzas de todas las contrariedades que salen al paso. La fe ayuda, la fe es tabla de salvación. Cuando no hay fe, falta la vida. La confianza se apoya en la fe, seguros de la bondad del Padre y sin vacilación alguna. La confianza para pedir, para llegar a él está basada en su poder, “... pues si cuando andaba en el mundo de sólo tocar su ropa sanaba los enfermos, ¿qué hay que dudar que hará milagros estando tan dentro de mí —si tenemos fe— y nos dará lo que le pidiéramos, pues está en nuestra casa?” (santa Teresa).

Sin la fe no podríamos subsistir. “El hombre es lo que cree”. Somos lo que creemos que somos. A. Chejov y J. Suart Mill afirman que “la persona que tiene fe posee más fuerza que otras noventa y nueve que sólo tengan intereses”. Cuando uno cree que algo es verdadero se pone en un estado como si lo fuese. “Fe es cualquier principio, guía, aforismo, convicción o pasión que pueda suministrar sentido y orientación a la vida” (A. Robbins).

El poder sin límites está en nuestra fe, pues ya lo expresaba muy bien Virgilio “pueden porque creen que pueden”. Hay que aprovechar cualquier cosa que ofrezca a un ser humano un rayo de fe y de esperanza y lo pueda cambiar.

Somos lo que creemos. Nuestro sistema de creencias se basa en nuestras experiencias pasadas, las cuales revivimos constantemente en el presente, temiendo que el futuro vaya a ser igual que el pasado. Sólo en el ahora podemos rectificar nuestras percepciones erróneas, y eso sólo se puede lograr eliminando de nuestra mente todo lo que creemos que otros nos han hecho y lo que nosotros creemos haberles hecho a otros.

La duda y la indecisión nos llevan a la muerte. No podemos vivir sin fe, sin confianza. Las dudas. “Las dudas son nuestros traidores”, decía Shakespeare. Y es cierto, porque basta que penetre una duda en nuestra mente para acabar con toda la confianza y seguridad del mundo. La duda forma parte del sistema de nuestras creencias. Al dudar de nuestros logros potenciales, proclamamos con certeza lo que es y lo que no es posible. Nadie se puede permitir el lujo de albergar dudas y admitir en su mente frases como: “no tengo el talento suficiente”, “eso no puede hacerse, sé realista”.

Nadie puede dudar del amor de los otros y a sí mismo, pues en ese momento entra la destrucción en la persona. Para comunicarnos con Dios y con los otros necesitamos la fe, para tener vida y amor, sin la fe no es posible. El amor todo lo cree.

El amor todo lo espera

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El papa Juan XXIII fue el papa de la bondad, de la serenidad, de la esperanza. Amaba la vida y gozaba cada momento de su existencia. Un día llamó su secretario al colegio Pío Latino para decirles que, aunque el Papa tenía señalado el día siguiente para ir a inaugurarlo, “como aquella tarde hacía un sol precioso”, le apetecía darse un paseo e inau-guraría el colegio en esa misma tarde.

El amor verdadero espera en Dios y en el otro; el que espera encuentra siempre nuevos caminos, nos ayuda a dar el salto en medio de la noche. Dios se revela en la historia como el Dios de la esperanza (Rm 15,13), porque hay muchas señales de esperanza en medio de toda clase de dificultades. Junto con esta experiencia está la del Dios liberador, que se preocupa de los seres humanos y busca liberarlos, suscitando anhelos de salvación liberadora en nuestros pueblos. Cuando en una sociedad muere la esperanza, la vida de las personas no tiene sentido; falta empuje y entusiasmo, todo va perdiendo fuerza y calor. No son pocos los que, aun llamándose cristianos, viven “extraños a las alianzas de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef 2,12). Una sociedad desesperanzada carece de metas, es pasiva y vive en busca de la seguridad.

La confianza en Dios y en su fidelidad, la fe en sus promesas son las que garantizan la realidad de este futuro (Hb 11,1) y permiten por lo menos entrever sus maravillas. Las promesas de Dios revelaron poco a poco a su pueblo el esplendor de este porvenir, que no será una realidad de este mundo, sino “una patria mejor, es decir, celestial” (Hb 11,16): “la vida eterna”, en la que el hombre será “semejante a Dios”.

Cristo es nuestra esperanza (1Tm 1,1), el que esperó y vivió la tensión de la esperanza. Desde tal esperanza aprendemos a creer en Dios y descubrir el sentido de las cosas. Toda la fuerza de nuestra esperanza se basa en su vuelta (Hch 1,11). Nuestra esperanza se funda en la resurrección de Jesucristo. “Esperar contra toda esperanza” nace del resucitado por Dios. Él ha sido “el primer resucitado de entre los muertos” (Col 1,18). La resurrección de Jesús es garantía de la nuestra. “Dios que resucitó al Señor, también nos resucitará a nosotros por su fuerza” (1Co 6,14). El Dios Amor (1Jn 4,8) es para el cristiano “el Dios de la esperanza” (Rm 15,13). Dios se ha manifestado a favor nuestro, por lo que hay motivos para tener con-fianza, “una esperanza mejor” (Hb 7,19). Cuando esperamos contra toda esperanza somos testigos de lo gratuito.

Esperamos un “cielo nuevo” y una “tierra nueva” (Ap 21,1). La esperanza cristiana no es pasiva, es pasión por lo nuevo y camino eficaz del futuro. Éste se proyecta confiado en Dios, pero con la colaboración de todos los humanos. La esperanza de la Iglesia es gozosa (Rm 12,12), incluso en el sufrimiento (1P 4,13), pues la gloria que se espera es tan grande (2Co 4,17) que repercute ya en el presente (1P 1,8s). Esta esperanza engendra sobriedad (1Ts 5,8) y conversión (Tt 2,12). A los discípulos desesperanzados y temerosos Jesús les repetía: “No se turbe vuestro corazón” (Jn 14,1), porque volveré y os alegraréis (Jn 16,22).

La tenacidad en la fe, en el amor y esperanza nos ayuda a mantenernos firmes, con un espíritu cristiano, en los momentos de prueba, pues “la tribulación produce la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada esperanza” (St 1,2-3). La esperanza es gozosa, paciente y confiada. Gozosa por el bien que se espera y por la ilusión con que se espera. La alegría y la paciencia son hijas de la esperanza y son dos alas que nos permiten volar por encima de todas las dificultades. La esperanza cristiana tiene un fundamento último en Dios que no nos puede fallar, porque “es imposible que Dios mienta” (Hb 6,18), porque “Él permanece fiel” (2Tm 2,13).

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Debemos esperar con paciencia y confianza un mundo mejor, y debemos hacerlo con una espera activa y colectiva. Debemos esperar como la madre, el enfermo, el preso... como tanta gente que vive de esperanza. Es necesario que brote la esperanza en nuestras vidas. “Dios, difiriendo su promesa, ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma, y, ensanchándola, la hace capaz de sus dones. Deseemos, pues, hermanos, ya que hemos de ser colmados” (san Agustín).

Y junto a esos deseos hay que pedir, también, al Señor, que fortifique los corazones, que haga fuertes las rodillas de los débiles, que cure las heridas de los enfermos, que devuelva la alegría y la esperanza a los tristes y deprimidos.

Si abrimos la puerta a la esperanza, todo recobrará luz y color; todo se llenará de sentido y la vida brotará en pleno invierno. Cada día se nos repite: Brotará un renuevo del tronco de Jesé. Sobre él se posará el Espíritu del Señor. Y Él podrá llenarlo todo de espíritu nuevo, de ideales nuevos, de valores nuevos, de gracia. Esperamos un cielo nuevo y una nueva tierra que, entre todos, podemos hacer realidad. El amor todo lo espera y mientras hay esperanza hay un hilo de vida.

El amor aguanta sin límites

Había un pájaro que se refugiaba a diario en las ramas secas de un árbol, en medio de una inmensa llanura desértica. Un día, una ráfaga de viento arrancó de raíz el árbol, y obligó a la pobre ave a volar cien millas en busca de otro refugio. Al fin, llegó a un frondoso bosque de árboles cargados de frutos.

Cualquier ráfaga de viento, no sólo arranca raíces de árboles, sino que también puede tronchar ilusiones y proyectos.

Las desventuras, los dolores, los solemos llamar cruz. Para que ésta dé frutos, hay que llevarla como la llevó Jesús; de esta manera la cruz no es ignominia, sino título de gloria. “No puedo concebir el amor sin una necesidad imperiosa de conformidad, de semejanza y sobre todo de participación a todas las penas, dificultades, a todas las asperezas de la vida” (Charles de Foucauld).

Jesús toma la cruz para obedecer a la voluntad del Padre (Mt 16,21); así ésta surge de su compromiso con el Reino, como pronta y absoluta fidelidad a Dios. En la vida de Jesús, la cruz es dolor que brota del amor y conduce a la salvación. El morir de Jesús es consecuencia de su vida, de su entrega de amor incondicional: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por los amigos... Jesús, habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).

Jesús invita a los cristianos a tomar la cruz, cargar cada día con la cruz, a dar la vida y a perder la vida (Mt 11,12). “El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (Lc14, 27). El amar duele y duele mucho, porque es crucificarse. “Amar...no es cosa fácil, amigo mío. A menudo el ser humano cree que ama, cuando no hace más que amarse a sí mismo, y lo estropea todo, todo lo echan a rodar. Amar es encontrarse con otro, y hace falta salirse de uno mismo para ofrecerse al otro. Amar es comulgar y para comulgar hace falta olvidarse de sí en las manos del otro, hace falta morir plenamente a favor del otro. Amar, hijo mío, es cosa que duele ¿sabes? pues, después del pecado, óyelo bien, amar es crucificarse por otro” (Michel Quoist)

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“Mientras vivimos, estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal” (2Cor 4,10-11). Es, precisamente a través de esta debilidad y muerte donde se manifiesta la fuerza de Dios (1 Cor 1,25). “El amor es a veces triste, triste como la muerte, tormento soberano y mortal. Es más: el verdadero amor se percibe a sí mismo y, por decirlo así, se mide y calcula a sí propio en el dolor y sufrimiento de que es capaz” (José Ortega y Gasset).

Todo el que siga a Jesús tendrá que tomar el mismo camino por el que pasó él: la cruz. Para poder engendrar vida, hay que desaparecer como el grano de trigo. Jesús enseña a sufrir y a morir con fe, amor y esperanza, a transformar un signo de muerte y de odio en otro de vida y de amor.

Todo canta amor: la rosa, el agua, la luz, pero también la lágrima. “Amor, dijo la rosa, es un perfume; Amor es un murmullo, dijo el agua; Amor es un suspiro, dijo el céfiro; Amor dijo la luz, es una llama. ¡Oh, cuánto habéis mentido! Amar es una lágrima” (Josefa Murillo). “Amor es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una deleitable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte” (Fernando de Rojas)

Juan XXIII sufrió con amor. “Cuando la angustia y el tormento mantienen aún frescas las rosas de las heridas, el amor nos impone un deber clarísimo: la amistad, la estima, el respeto mutuo; una disposición interior, un diálogo continuo, un perdón sin excepciones, una reconciliación que es preciso construir, día a día y hora a hora, sobre las ruinas del egoísmo y de la incomprensión” (Juan XXIII).

El amor es vida y da fuerzas para enfrentar la muerte. “El amor siempre vela, y durmiendo no duerme. Fatigado, no se cansa; angustiado, no se angustia; espantado, no se espanta; sino, como viva llama y ardiente luz, sube a lo alto y se remonta con seguridad” (Tomás de Kempis). La medida de llevar una cruz grande o pequeña es el amor, decía santa Teresa. Por eso, quien ama, espera sin límites y aguanta sin límites.

El amor lo excusa todo

Hace unos años Antena 3 de la Televisión de España difundió las palabras de perdón que salieron de la boca del coronel Carrasco, padre de Juan José, una víctima de ETA. Y a continuación la emisora hizo una encuesta entre su audiencia. La pregunta era: ¿Perdonaría usted a los asesinos de su hijo? El locutor se excusó por la dureza de la pregunta y pidió sinceridad en las respuestas.

Gran valor tuvo el padre de Juan José para perdonar a los que acabaron con la vida de su querido hijo. Con su testimonio enseñó que el perdón, aunque es difícil, es posible, y que no es necesario albergar odio en el corazón ni desear ni querer mal a otro.

Dios nos ama, nos perdona; nosotros debemos hacer lo mismo. El amor verdadero “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo acepta” (1 Co 13,7). Nada nos ayudará tanto a amar y perdonar como experimentar el amor y el perdón de Dios. “Bienaventurados los misericordiosos porque alcanzarán misericordia” (Mt 5,7). Somos nosotros los que al perdonar ponemos la medida del perdón. “Perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará... Porque con la medida con que midiereis se os medirá” (Lc 6,36-38). Y hay que usar una buena medida para excusar los pecados de cada día, esos que van carcomiendo toda clase de amor. Éste muere, a menudo, por las continuas desatenciones, olvidos, genio, egoísmo...

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La puesta del sol no debe sorprender a nadie en el enojo (Ef 4,26). “No devolváis mal por mal ni insulto por insulto; por el contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la bendición” (1 P 3,9).

Quien ama tiene un gran corazón para perdonar y olvidar, no está continuamente contando y recordando las ofensas recibidas. No guarda en la memoria las heridas, pues no se da por ofendido. “Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale: Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: ‘Me arrepiento’, le perdonarás” (Lc 17,3-4).

Perdonar es borrar totalmente lo pasado y eso hay que hacerlo con la misma facilidad con que se borra en una pizarra, aunque hay que reconocer que no es tan fácil. Rabindranath Tagore nos cuenta su experiencia de perdón:

“Comencé a usar una pizarra para escribir. Eso me ayudó a liberarme. Los cuadernos con que había empezado me estorbaban ahora. Escribir en ellos con tinta permanente sobre papel caro parecía exigir una entrega de perfección poética equiparable a la de los poetas famosos. Pero escribir en la pizarra era puramente cuestión del humor del momento. Parecía decirme: No temas. Escribe lo que te dé la gana, y de un golpe lo borras”. Escribí un poema o dos, libre de trabas, y sentí verdadero gozo dentro de mí. Dijo mi corazón: Por fin escribo lo que es mío”.

Un cristiano se tiene que parecer a Jesús, tiene que tener entrañas de misericordia. San Pablo dice: “Revestíos, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros”. Y Pablo recomendará el parecerse a Cristo: “Sed buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente, como os perdonó Dios en Cristo” (Ef. 4,32). Y el perdón tiene que darse en cada corazón, en la familia y en la comunidad.

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“La comunidad es el lugar del perdón. A pesar de toda la confianza que se tengan unos a otros, siempre se dan palabras hirientes, actitudes de predominio, situaciones en que las susceptibilidades se encuentran. Por eso, vivir juntos implica siempre tener que llevar alguna cruz, un cierto esfuerzo constante y la aceptación del mutuo perdón casi diariamente” (Jean Vanier).

— La necesidad del perdón. Necesitamos tanto ser perdonados como perdonar. El enfado y el resentimiento son algo terriblemente negativo para nuestro equilibrio fisiológico y psicológico. El odio es el peor de los venenos.

Perdonar no significa abandonar una causa o ser un cobarde; antes al contrario, perdonar es un acto de voluntad que requiere fortaleza de espíritu y decisión.

— El Perdonar da paz. Perdonar es el mejor ejercicio que podemos hacer para alcanzar la plenitud y la paz interior.

La primera persona a quien hemos de perdonar es a nosotros mismos, y no nos podemos perdonar a nosotros mismos si no somos capaces de perdonar a los demás y a Dios.

En primer lugar, hemos de aprender a darnos cuenta de que el problema no está fuera de nosotros.

El segundo paso consiste en mirar en nosotros mismos y reconocer nuestra parte de culpa en aquello que queríamos ver como exterior a nosotros.

El tercer paso lo realizará Dios quitándonos la culpabilidad.— Ver con ojos nuevos, la clave del perdón. Pero para perdonar de verdad a nuestro

prójimo, hemos de ser capaces de verlo con unos ojos nuevos, libres de los prejuicios que normalmente solemos albergar.

Igual que amamos y ofendemos a diario, de la misma forma debemos perdonar. Pero tanto el amor como el perdón son un proceso. Perdonar conlleva:

— Reconocer que me han ofendido, que alguien me ha herido. No se trata de buscar al culpable; posiblemente la culpa sea de ambos.

— Querer perdonar. El perdón afecta a nuestra voluntad. El que quiere o desea perdonar, ya ha perdonado. Entonces Dios tiene paso abierto para sanar totalmente.

— Dios sana. “Os daré un corazón nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez 36,26). “Él sana los corazones destrozados y venda sus heridas” (Sal 147,3). Dios es capaz de crear un corazón nuevo, de acabar con el odio y el rencor cuando se le deja actuar.

— El perdón es un don de Dios. Este don hay que ponerlo en práctica, acercándose al otro con un saludo, un gesto de amistad que demuestre que no se guarda rencor.

Quien no perdona se hace daño a sí mismo. “¿Quieres ser feliz un instante? Véngate. ¿Quieres ser feliz toda la vida? Perdona” (Lacordaire).