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«El cocodrilo sabio», «El motociclista enamorado», «Me marcho con los gatos», «El mundo en lata» y «El doctor está fuera» son algunos de los 26 relatos breves que integran este volumen. En ellos, Gianni Rodari plantea y describe de forma magistral situaciones llenas de humor, imaginación y fantasía, para ofrecernos su genial visión crítica y desbordante de ironía del mundo que nos ha tocado vivir.

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Page 1: 159753003 Cuentos Escritos a Maquina Gianni Rodari

«El cocodrilo sabio», «El motociclista enamorado», «Me marcho con los gatos», «El mundoen lata» y «El doctor está fuera» son algunos de los 26 relatos breves que integran estevolumen.

En ellos, Gianni Rodari plantea y describe de forma magistral situaciones llenas de humor,imaginación y fantasía, para ofrecernos su genial visión crítica y desbordante de ironía delmundo que nos ha tocado vivir.

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Gianni Rodari

Cuentos escritos a máquinaePub r1.0

viejo_oso 08.06.13

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Título original: Novelle fatte a macchinaGianni Rodari, 1973Traducción: Esther BenítezIlustración de portada: Emilio Urberuaga

Editor digital: viejo_osoePub base r1.0

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El cocodrilo sabioUn cocodrilo se presenta en la sede de la Radio-Televisión, calle Mazzini, 14, Roma, y

pide ser recibido por el director del programa Doble o nada. El portero no quiere dejarlo pasar.El cocodrilo insiste:

—No veo ningún cartel que prohíba la entrada a los cocodrilos. ¿Acaso quiere usted sabermás que los carteles?

—Espere al menos que pegue un telefonazo.—Muy bien. No tengo nada en contra del uso del teléfono.El portero llama al despacho del jefe supremo de Doble o nada.—Profesor, hay aquí un cocodrilo.—Ah —dice el profesor, que, como habla siempre por dos o tres teléfonos al mismo

tiempo, las palabras largas las entiende sólo a medias—, el señor Coco. Está bien, dígale quesuba.

El cocodrilo se monta en el ascensor. Se ve obligado a inclinarse un poco para entrarporque mide dos metros de alto, más una chistera violeta. Viste un largo abrigo amarillo. Unaseñora se desmaya por el contraste de colores.

La secretaria del gran jefe de Doble o nada es miope y se limita a decir:—Pase, señor Coco. El profesor lo está esperando.Al profesor, que no se esperaba en absoluto un cocodrilo con todos esos dientes en hilera

bajo las gafas de sol, le da un violento ataque de tos. El cocodrilo, con santa paciencia,espera a que se le pase la tos; después dice:

—Conque, vamos a ver, etcétera, etcétera; tengo también una carta de recomendación demi hermano. Tengo intención de participar en su magnífico e instructivo programa.

—Ya veo, ya. ¿Cómo está su hermano?—Un poco apretado. Ya sabe, acostumbrado al Nilo, no se encuentra a sus anchas en el

estanque del zoo.—Y usted, discúlpeme, ¿en qué tema es experto?—En caca de gatos.—¿No le parece un tema un poquitín fecal?—También felino, sin embargo.—Claro, no se me había ocurrido.Entonces, estamos de acuerdo y me presento el sábado. Mi hermano se pondrá muy

contento.El profesor en jefe se mete en la boca un caramelo de menta al seltz y se lo traga entero

por distracción. Se mete otro en la boca y empieza a sudar.—¡Qué raro! —reflexiona—, estos caramelos hacen sudar.El cocodrilo agita la chistera en señal de despedida y se va. El gran jefe de Doble o nada

llama a su secretaria, manda que le traigan un café triple y le dice que se ocupe ella de todo.Los periódicos de la tarde anuncian: «El próximo sábado el señor Coco se enfrentará en

Doble o nada con el doctor Usmardi y la señora Fiutaburro.[1] Cuentan maravillas de estenuevo campeón y de su abrigo amarillo. Pero el tema en el que es experto se guarda con

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escrupuloso secreto. Se sabe sólo que tiene algo que ver con el culto de la Diosa-Gata en elAntiguo Egipto. ¿Cómo de antiguo? ¿Los faraones o Nasser? A esta pregunta se ha negado aresponder hasta el portero de la calle Mazzini».

Los lectores de los periódicos se dividen inmediatamente en cinco partidos.El primer partido sostiene que el doctor Usmardi, especialista en carne de gallina desde el

siglo XIV al XVII, hará albondiguillas con el señor Coco, se lo comerá sazonado con ajo, aceitey guindilla, y dará los huesos a su gato.

El segundo partido garantiza que la señora Fiutaburro, especialista en quesos africanos,pondrá de rodillas al nuevo concursante y lo obligará a reconocer la superioridad delrequesón sudanés sobre el queso blando de la Valtellina.

El tercer partido está seguro de que sonará la marcha triunfal de Aida para el señor Coco.El cuarto partido está indeciso.

Al quinto le importa un pepino y se interesa sólo por el campeonato de fútbol y por elajedrez.

Llega el jueves, despunta el alba la noche del viernes. Ya estamos a sábado.El cocodrilo aparece en todas las pantallas, salvo en las apagadas, pero el presentador

del tele-concurso, un tal Mike Bongiorno, sigue llamándolo «Señor Coco», ateniéndose a lasinstrucciones recibidas. «Señor Coco por aquí», «Señor Coco por allá». Pero no está ciego ylo da a entender.

—Señor Coco, ¿sabe que se parece usted mucho a un cocodrilo del Nilo?—Ése es mi hermano, señor Maique: yo soy oriundo del lago Tana.—¡Viva, viva! Por fin también nosotros, en Doble o nada, tenemos un oriundo, como los

equipos de fútbol. Y dígame, dígame, señor Coco, ¿cómo se le ocurrió la idea deespecializarse en caca de gatos?

—¡Qué quiere, señor Maique! Me crié en un país subdesarrollado, pobre en quesos,carente del todo de música barroca, absolutamente desprovisto de historia de las remolachas.Me he hecho a mí mismo, con fuerza de voluntad y espíritu de observación. Soy unautodidacto, como Giuseppe Verdi.

—¡Alegría, alegría! ¡El señor Coco resulta también un experto en música de ópera!—En mis buenos tiempos —revela el cocodrilo, con los ojos modestamente bajos— me

comí un tañedor de contrabajo y lo lloré en si bemol mayor.El doctor Usmardi da señales de asco. La señora Fiutaburro, con aire indiferente, se saca

del bolso un queso Gorgonzola, obligando al presentador a pasar a las preguntas.Todos los concursantes han de responder a diez preguntas sobre diez. De Copenhague,

en un vuelo chárter, llegan numerosos aficionados para hacer de hinchas del cocodrilo. Lostres campeones entran en las cabinas. El doctor Usmardi agarra al vuelo un «doble» enarquitectura pero, invitado a concretar cuántos huevos duros podría contener la torre de Pisasi en vez de ser un campanario fuera un depósito de huevos duros, se equivoca en larespuesta.

El cocodrilo salta de su cabina, muerde al doctor Usmardi y se lo traga enterito,escupiendo sólo el reloj de oro fabricado en Ginebra.

—Pero, señor Coco —exclama el presentador riéndose—, ¿sabe que es usted un golfillo?¡No se come así a los concursantes!

—Ha sido más fuerte que yo —se disculpa el cocodrilo—. Siempre he tenido una secretapasión por la torre de Pisa.

—Ya entiendo —dice Mike Bongiorno—, pero, por lo menos, no debía escupir el reloj deoro fabricado en Ginebra, que es el mejor.

—Perdone, señor Maique.—Está bien, por esta vez lo perdono.Le toca a la señora Fiutaburro. ¡Debe decir si los bantúes del sudoeste ponen en el queso

de oveja perejil o mermelada de arándanos!

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—Perejil —responde la señora Fiutaburro. Pero se corrige enseguida—: No, no, ¡queríadecir mermelada de arándanos!

—¡No vale! —truena el cocodrilo—. ¡La primera respuesta es la que cuenta!Y se come también a la señora Fiutaburro, engulléndola sin masticar.—Vamos, vamos, señor Coco —dice el presentador, agitando de un lado a otro el índice

de la mano derecha en señal de cariñoso reproche—. ¡No está nada bien hacer eso! Con lasdamas hay que ser caballeroso. Y mucho más cuando estamos en Eurovisión y nos ventambién en Bellinzona y en Amsterdam.

—¿Y nos ven en Friburgo de Brisgovia? —pregunta el cocodrilo, alarmadísimo.—Natural.—Lo siento, prometo no volver a hacerlo.—Ah, claro, pero de momento se ha comido a los otros concursantes. Ni siquiera sé si

podremos continuar la competición. ¿Qué dice el señor notario?—El señor notario dice que el reglamento no prevé sanciones contra el canibalismo. El

juego puede proseguir.—Pues entonces, dígame, señor Coco —sigue el presentador—, por cuatro millones de

kilómetros y setecientos veintisiete miriagramos, ¿dónde la hizo la gata de Carlomagno el díaen que su dueño fue proclamado emperador?

—En Roma, delante del Panteón —responde el cocodrilo sin vacilar.—¡Respuesta exacta! —grita el señor Maique.Pero de poco le sirve. En efecto, el cocodrilo, volando fuera de su cabina, se le echa

encima y lo ingiere antes de poder contar hasta tres. Se oye la voz del presentador en labarriga del cocodrilo, que protesta:

—Señor Coco, está usted exagerando. ¡Y pensar que nos ven también en Bruselas!El cocodrilo se endereza la chistera, porque se le había torcido, y mira a su alrededor con

aire de preguntar: «¿Queda alguien más?».—Estoy yo —responde la azafata Sabina, con su sonrisa de estudiante de filosofía.Los espectadores contienen la respiración. Se prepara un emocionante duelo.

¿Conseguirá el cocodrilo tragar también a Sabina, cuando ya tres personas se disputan elespacio de su estómago, elástico sólo hasta cierto punto? ¿Conseguirá el notario salvar aSabina del dragón, obtener su mano, casarse con ella y partir en viaje de bodas por las máshermosas páginas de las más conocidas revistas?

Mientras la gente responde como cree a éstas y a otras preguntas, la encantadora Sabinano pierde la calma. Engaña al cocodrilo con una sonrisa, lo agarra por la cola, lo levanta a unmetro cincuenta de altura y le golpea la cabeza en el suelo.

—¡No vale! —protesta el cocodrilo—. ¡Este capítulo no está en el reglamento!—Pues yo te hago hacer algo de movimiento —replica Sabina.Siempre sujetando al cocodrilo por la cola, lo hace girar en torno a su cabeza como si

fuese la caldereta de la leche: una vez, dos veces, tres veces, a velocidad creciente.—Apelo al notario —vocifera el cocodrilo—. La señorita, con todo respeto, se muestra muy

injusta.—Y yo te utilizo como una fusta —anuncia Sabina.Pone manos a la obra con la habilidad de un cowboy del Circo Americano. El cocodrilo

silba y restalla en el aire que da gusto oírlo. Tras cada restallido, golpea el suelo con losdientes. La chistera ha rodado lejos. El abrigo amarillo se tensa como una vela en día demistral.

—Una —dice Sabina—, dos, tres…Al llegar al diez, de la boca del cocodrilo salta Mike Bongiorno, abrochándose la

chaquetilla, porque un presentador debe estar siempre presentable. Al once sale despedida laseñora Fiutaburro, murmurando:

—¡Qué mala suerte! Tenía la mermelada de arándanos en la punta de la lengua.

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Al doce sale de puntillas el doctor Usmardi y se pone enseguida a buscar su reloj de oro.—¡Basta! —implora el cocodrilo—. ¡Piedad! ¡Socorro! ¡Ya he devuelto lo que comí!—Pues entonces, ahora, yo te doy la vuelta a ti —dice Sabina. Le mete una mano en la

garganta, le agarra la cola por dentro y vuelve al cocodrilo como un calcetín.—¿Le parece bonito? —llora el cocodrilo dado la vuelta—. Se lo diré a mi hermanito.Pero ya es una sombra del invencible concursante de hace un rato. Con sus últimas

fuerzas se ajusta la piel, se desempolva las escamas y el abrigo, se lava los dientes y searrastra fuera de allí farfullando oscuras amenazas:

—¡Volveremos! ¡Volveremos!—¡Qué lástima, señor Coco! —comenta Mike Bongiorno—. Ha cometido usted un feo error:

debería decir «volveré», en singular.—No —responde el cocodrilo, enjugándose las lágrimas con la chistera—, porque la

próxima vez vendré con mi hermano. De modo que «volveremos», en plural.

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El profesor Terríbilis oLa muerte de Julio César

Hoy el profesor Terríbilis es más alto de lo normal. Le sucede siempre eso los días deinterrogatorio. Los estudiantes miden con miradas de precisión su estatura: ha crecido por lomenos veinticinco centímetros. Ha crecido tanto que se le ven los calcetines violeta al final delos pantalones marrones, y por encima de los calcetines una franja de chicha blanca, que deordinario se tiene púdicamente cubierta.

—Ya está —suspiran las masas estudiantiles—, mejor sería irnos a jugar a los bolos.El profesor Terríbilis hojea sus expedientes y anuncia:—Os he convocado aquí para saber la verdad y de aquí no saldréis ni vivos ni muertos

hasta que me la hayáis dicho. ¿Está claro? Que salga… veamos la lista de los encausados:Albani, Albetti, Albini, Alboni, Albucci… Está bien, que salga Zurletti.

El alumno Zurletti, que es el último por orden alfabético, se aferra al pupitre para retrasar elinstante fatal y cierra los ojos para hacerse la ilusión de encontrarse en la isla de Elba depesca submarina. Por fin se levanta, con la lentitud con que se levantan las naves de siete miltoneladas allá en las esclusas del Canal de Panamá, se arrastra hacia la tarima dando unpaso hacia delante y dos hacia atrás.

El profesor Terríbilis le atraviesa varios puntos del cuerpo con ojeadas incandescentes y lopincha con numerosas frases punzantes:

—Querido Zurletti, se lo digo por su bien: cuanto antes confiese, antes lo pongo enlibertad. Usted sabe, por otra parte, que no me faltan medios para hacerlo hablar. Dígame,pues, a toda prisa y sin reticencias, cuándo, cómo, por quién, dónde y por qué fue asesinadoJulio César. Precise cómo iba vestido ese día Bruto, cómo era de larga la barba de Casio ydónde se encontraba en ese momento Marco Antonio. Agregue el número de zapato queusaba la mujer del dictador y cuánto había pagado esa mañana en el mercado por el quesofresco de búfala.

Ante esta tempestad de preguntas, el alumno Zurletti vacila… Sus orejas tiemblan…Terríbilis se las asaetea repetidamente con palabras como flechas…

—¡Confiese! —apremia el profesor con voz apremiante, alzándose otros cinco centímetros(ahora al final de los pantalones se ve casi toda la pantorrilla).

—Exijo un abogado —murmura Zurletti.—No hay nada que hacer, amigo. Aquí no estamos ni en la Comisaría ni en el Tribunal.

Usted tiene tanto derecho a un abogado como a un billete gratis para las Azores. Debelimitarse a confesar. ¿Qué tiempo hacía el día del crimen?

—No me acuerdo…—Naturalmente. Me imagino que usted ni siquiera se acuerda de si Cicerón estaba

presente, si llevaba paraguas o una trompetilla, si había llegado al lugar en taxi o en calesa…—No sé nada.Zurletti se está tranquilizando ligeramente. Nota que la clase lo sostiene en sus titánicos

esfuerzos para resistirse a la presión del inquisidor. Alza la cabeza de golpe:—¡No hablaré!

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Aplausos.Terríbilis:—¡Silencio, o mando desalojar la sala!Pero Zurletti ha agotado ya sus energías y se derrumba desmayado. Terríbilis llama a un

bedel, que llega corriendo con un cubo de agua y lo arroja sobre el rostro del malaventurado.Zurletti abre los ojos, lame golosamente el agua que corre por las inmediaciones de loslabios: ¡Dios mío, es agua salada! No hará sino acrecentar sus torturas…

Ahora el profesor Terríbilis es tan alto que choca con la cabeza en el techo y se hace unchichón.

—¡Confiesa, bribón! ¡Has de saber que tengo a tu familia como rehenes!—Ah, no, eso no…—Pues sí. ¡Bedel!El bedel reaparece empujando ante sí al padre de Zurletti, de treinta y ocho años,

empleado de Correos y Telégrafos. Tiene las manos atadas a la espalda. Está con la cabezagacha. Se dirige a su hijo con un hilo de voz que no le bastaría para musitar «diga» porteléfono.

—¡Habla, Alduccio mío! Hazlo por tu papá, por tu madre que se derrite en lágrimas, por tushermanitas en el convento…

—Ya basta —intima el profesor Terríbilis—. Retírese.Zurletti padre se va, envejeciendo a ojos vistas. Mechones de pelo blanco se desprenden

de su cabeza veneranda, caen sobre las baldosas sin ruido.El alumno Zurletti solloza. De su pupitre se levanta entonces el alumno Zurlini, siempre

generoso, y con voz firme proclama:—Profesor, ¡hablaré yo!—Por fin —se regocija el profesor Terríbilis—. Dígamelo todo.Las masas estudiantiles se horrorizan al pensar que han criado un espía en su propio

seno. Aún no saben de lo que es capaz el generoso Zurlini…—Julio César —dice, fingiendo ruborizarse de vergüenza— cayó atravesado por

veinticuatro puñaladas.El profesor Terríbilis está demasiado estupefacto para reaccionar inmediatamente. Su

estatura disminuye varios centímetros de una sola vez.—¿¿Cómo?? —balbucea—. ¿No eran veintitrés?—Veinticuatro, profesor —confirma Zurlini sin vacilar.Muchos lo han comprendido al vuelo y apoyan su declaración:—Veinticuatro, ¡veinticuatro, Señoría!—Pero yo tengo las pruebas —insiste Terríbilis—. Consta en autos la célebre oda de

nuestro Poeta y Vate, allí donde describe los sentimientos de la estatua de Pompeyo en elmomento en que el general cae a sus pies bajo los puñales de los conjurados. He aquí la citaexacta, tal y como resulta de las actas:

Pompeyo, en el gélidomármol calladitopiensa jubiloso:¡Cayo, ya estás frito!Y mientras el Césarcae junto a sus piesél cuenta agujeros:¡y son veintitrés!

—Ya han oído, señores: veintitrés —prosigue Terríbilis—. Y no traten de enturbiar las

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aguas con confesiones falsificadas.Pero de la clase se alza un solo grito:—¡Veinticuatro, veinticuatro!Le toca a Terríbilis, ahora, conocer los tormentos de la duda. Se empequeñece cada vez

más. Ya es más bajito que la profesora de matemáticas, pero no se queda así: su frente yaestá a la altura de la superficie de la mesa; para vigilar a las masas estudiantiles se veobligado a subirse a la silla, a brincar sobre las puntas de los pies.

Ante esa visión se conmueve el alumno Alberti, que tiene un corazón de oro y todos dicenque ganará el premio a la bondad el día de Nochebuena.

—Profesor —comienza—, el testimonio de la estatua de Pompeyo puede ser comprobadocon facilidad. Basta hacer un viaje de estudios a la antigua Roma, asistir al asesinato deCésar y contar nosotros mismos las heridas con nuestros propios ojos.

Terríbilis se aferra a esta áncora de salvación. En un periquete entra en contacto con laagencia Crono-Tours, la clase se embarca en la máquina del tiempo, el piloto ajusta losmandos hacia los idus de marzo del año 44 antes de Cristo… Bastan unos cuantos minutospara atravesar los siglos, que producen mucho menos roce que el aire y el agua… Alumnos yprofesor se encuentran entre la muchedumbre que asiste a la llegada de los senadores alSenado.

—¿Ha pasado ya Julio César? —pregunta Terríbilis a un fulano que se llama Mengano.Este no lo entiende y se dirige a un amigo suyo:

—Eh, tú, ¿de onde salen estos paletos?Terríbilis se acuerda a tiempo de que en la antigua Roma todos hablan latín y repite la

pregunta en dicha lengua. Pero los antiguos romanos no entienden una sílaba y se carcajean:—Pero ¿se pue saber de onde han llovido estos bárbaros? Mía tú qué cosa, los puen

aplastar… Vienen a Roma y no se molestan pa aprender a chapurriar romano.Es inútil, el latín de la escuela, para hablar en latín, no sirve mucho más que el milanés o el

karakalpac. Los alumnos se mueren de risa. Pero no todos. Zurlini está preocupadísimo. Parasalvar a Zurletti ha dicho una mentira. Pero ahora se descubrirá que las puñaladas sonefectivamente veintitrés; y él hará el papel del liante y del saboteador. Se ganará comomínimo quince años y tres meses de sanción. ¿Qué hacer? Ahí está Terríbilis que se hapreparado una hojita con veinticuatro redondelitos dibujados y tiene el lápiz dispuesto: a cadapuñalada anulará un redondelito… Mambretti, el guasón de siempre, está inflando veinticuatroglobos: hará estallar uno a cada puñalada y grabará los ruidos en el magnetofón… Losempollones se han traído minicalculadoras japonesas de transistores… Braguglia empuña eltomavistas para filmar el experimento con película pancromática, doble filtro y teleobjetivo.

«Maldita sea», piensa concisamente Zurlini.En ese momento aparece en escena una caravana de turistas americanos, que hacen

mucho ruido mascando chicle. Arman tal follón que tapan los tañidos de trompeta de losmaceros, que anuncian la llegada de César.

Cae también por allí un grupo de la televisión italiana, que debe filmar un documental paraun anuncio de cuchillos de cocina. El director se pone a dar órdenes:

—Conjurados, ¡un poco más a la izquierda!Un intérprete traduce las órdenes al romano antiguo. Muchos senadores se empujan para

que los saquen, empiezan a hacer «hola, hola» con la manita. Julio César está jorobadísimopero no puede hacer nada; ahora ya no manda él. El director le hace empolvarse un poco lacalva, para que no brille. Después las cosas se precipitan. Los conjurados sacan los puñalesy asestan una tanda de golpes. Pero el director no está contento:

—¡Alto! ¡Alto! Se agolpan ustedes demasiado, no se ve brotar la sangre. ¡Vuelvan aempezar!

—¡Qué rollo! —rezonga Mambretti—. He desperdiciado trece globos para nada.—¡Clack! —dice una voz—: ¡Muerte de Julio César, segunda toma!

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—Acción —ordena el director.Los conjurados vuelven a golpear, pero todo se va a paseo porque un turista americano ha

escupido al suelo su chicle: Bruto resbala en él y va a caer a los pies de una señora deFiladelfia que se asusta y pierde el bolso. A repetir de nuevo.

«Maldita y remaldita sea», piensa febrilmente Zurlini.De repente su tortura finaliza. La clase entera se encuentra de nuevo en la máquina del

tiempo, de viaje hacia el siglo XX…—¡Traición! —grita el profesor Terríbilis.—Profesor —explica el piloto—, el contrato era por una hora, y ha pasado una hora. Mi

empresa no tiene la culpa si no han visto todo lo que querían; reclámenle daños y perjuicios ala TV.

—¡Sabotaje! —gritan las masas estudiantiles. Ahora se lo pueden permitir, en vista decómo se han puesto las cosas.

—De todos modos —continúa el piloto—, tengo una buena noticia para ustedes: ¡la casaCrono-Tours les ofrece como obsequio una parada de cinco minutos en la Edad Media paraasistir a la invención de los botones!

—¿Botones? —repite Terríbilis—. ¿Nos ofrecen botones a cambio de puñales? ¡Qué nosimportan los botones!

—Pues son importantes —explica débilmente el piloto—. Si no tuvieran botones, se lescaerían los pantalones.

—Ya basta —ordena Terríbilis—. Devuélvanos inmediatamente a nuestros días.—Por mí, totalmente de acuerdo —dice el piloto—. Me bajo antes y me da tiempo de

afeitarme para ir al cine.—¿Qué va a ver? —le preguntan las masas estudiantiles.—¡Drácula contra el ratón Mickey!—¡Formidable! Profesor, ¿vamos también nosotros?El profesor Terríbilis reflexiona a ojos vistas. Ha habido algún error durante esta perversa

mañana. Pero ¿cuál? Quizá en la mística penumbra de un cine podrá meditar sobre estapregunta y hallar la respuesta exacta.

—Vale Drácula —suspira.Zurletti y Zurlini se abrazan. Otros entonan cantos de júbilo.Pero Alberti, el corazón de oro, deja caer fuera de la máquina del tiempo, mientras vuelan

sobre el siglo pasado, su cuchillo de caza, con el cual estaba dispuesto a asestar a hurtadillasla vigésimocuarta puñalada a César, para impedir que la mentira de Zurlini fuera descubierta.Realmente es un buen chico este Alberti: y si el día de Nochebuena le dan el premio a labondad, harán muy bien, pero que muy bien.

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Patrono y contableo

El automóvil, el violíny el tranvía de carreras

El comendador Mambretti es el dueño de una fábrica de accesorios para sacacorchos enCarpi, provincia de Módena. Posee treinta automóviles y treinta pelos.

—Cuántos automóviles —dice la gente.—Qué pocos pelos —suspira el comendador Mambretti. No se sabe por qué; al fin y al

cabo, treinta es igual a treinta, ¿no?Para ir a la fábrica el comendador Mambretti elige un automóvil de doce metros de largo: el

más grande, el más lujoso, el más amarillo de toda la región de Emilia-Romaña. Todas lasmañanas, mientras conduce, el comendador Mambretti pregunta al espejo retrovisor.

—Espejito, lindo espejito, ¿cuál es el automóvil más bonito del país?—El suyo, comendador Mambretti —responde el espejo con voz de saxofón tenor.Satisfecho con la respuesta, el más famoso productor de accesorios para sacacorchos del

Valle del Po pisa el acelerador y el coche se desliza como un rey de la carretera.Un lunes por la mañana, como siempre, el comendador Mambretti guiña el ojo y le

pregunta al espejo retrovisor:—Espejito, lindo espejito, ¿cuál es el automóvil más bonito del país?Y ya se prepara para saborear la respuesta como un bombón de whisky con doce años de

envejecimiento, cuando el espejo responde, con voz de tuba:—Es el del contable Giovanni.—Maldita sea —dice el comendador Mambretti, pisando el freno. Es una expresión que ha

aprendido en el cine—. No es posible —grita—. ¡Qué te dé una conjuntivitis! El contableGiovanni es un muerto de hambre, ¡tiene sólo una bicicleta sin bombín!

Pero el espejo, interrogado más veces, lo remacha con firmeza. Pese a la amenaza de serhecho pedazos, vendido como esclavo, recubierto con papel de seda, no muda su sentencia.

El comendador Mambretti estalla en llanto, y un guardia le pone una multa porqueinterrumpe el tráfico. Paga, se marcha, corre a la fábrica. En su despacho el contable Giovanniestá repasando en su violín el concierto de Max Bruch.

El contable Giovanni es un hombrecillo enjuto, de pelo blanco. Lo tenía ya blanco depequeño, tan blanco que sus compañeros lo apodaron Blancanieves.

En la empresa hace de todo. Abrillanta los accesorios para sacacorchos, sirve de mesa asu principal cuando da una vuelta por la fábrica y tiene que tomar notas (las toma sobre laespalda del contable Giovanni) y se ocupa de la música de fondo. El comendador Mambrettino quiere ser menos que los personajes de las telenovelas, que no hablan si no hay unamúsica de fondo; incluso cuando huyen por la noche, tienen siempre detrás una orquestaentera (a lo mejor está en un camión) que les toca tremendas sinfonías. En el despacho hayun biombo. Cuando llega un cliente a tratar un negocio el contable Giovanni se pone detrásdel biombo con su violín. Por la voz del principal deduce si tiene que tocar un adagio, un

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andantino o un presto molto.—Buenos días, comendador —dice el contable Giovanni, apartando el arco de las

cuerdas.El comendador lo mira largamente, con una mirada pesimista, y cuando habla lo hace con

una voz tan triste que el contable Giovanni se siente en la obligación de iniciar el tema de lamuerte de Isolda.

—No hay manera, no hay manera, Giovanni —dice el comendador—, y deje en paz aWagner. Todas estas novedades… estos automóviles.

—Ah, ¿ya se ha enterado?—Son cosas que se saben. La gente murmura…—Pero ¡no tiene nada de malo! Ha muerto mi tía Giuditta, me ha dejado unos cuartos, y así

me decidí a comprar ese cochecito.—¿Cochecito, eh? Ande, ande…—Pero ¿qué dice, comendador? Mírelo con sus propios ojos.Allá, en un rincón del patio, se observa con algún esfuerzo un minúsculo automóvil rojo de

tres ruedas, no más alto que un taburete. Parece un automóvil que se quedó canijo por faltade vitaminas.

«¿Y eso es el automóvil más bonito del país? —reflexiona el comendador Mambretti,sonriendo con un solo diente—. Está visto que mi espejo se ha vuelto tonto de nacimiento. Asíle entre la urticaria».

Mientras tanto se ven unos obreros que cruzan el patio para ir a su trabajo. Y todos separan a mirar el automóvil del contable Giovanni. Uno le hace una caricia, otro le desempolvael guardabarros con el pañuelo; un tercero está tan distraído que enciende dos pitillos a lavez. Y ninguno parece darse cuenta de que justamente esa mañana el automóvil delcomendador Mambretti tiene una antena nueva para la radio, toda de lapislázuli, y un cuadronuevo de Annigoni en el sector artístico.

—Subversivos —rezonga el patrono—. Basta con que vean algo rojo.Después, al regresar a casa, el comendador Mambretti pregunta por última vez al espejo

retrovisor:—Dime, pero no mientas, ¿cuál es el automóvil más bonito del país?—Es el del contable Giovanni.—Pero ¿por qué?—Es el del contable Giovanni.—Pero ¡si ni siquiera tiene instalación de ducha caliente y fría, samovar y magnetofón de

casete!—Es el del contable Giovanni.—Así te salga un panadizo —exclama el comendador Mambretti.El espejo calla muy digno, reflejando de paso un camión con remolque lleno de cerdos,

camino de una fábrica de embutidos de Reggio Emilia.Esa misma noche el comendador Mambretti decide ir al cine para olvidarse de su disgusto.

Ante el Cine Star encuentra automóviles parados, tan abundantes como los pinos en el pinar,las encinas en el encinar y las guindas en el frasco de aguardiente de guindas. Mientrasbusca un sitio para aparcar su supercoche, descubre allí mismo, a dos metros de suparachoques delantero, el molinillo, el miniescuerzo, el microgarabato del contable Giovanni.La plaza está desierta. Los de Carpi están todos en el cine, en casa viendo la televisión y enel café jugando al mus. No circula un alma, no hay guardacoches fraudulentos a la vista, laluna tiene una falta justificada.

—Ahora o nunca —decide el comendador Mambretti.Basta una pisadita al acelerador. El poderoso morro de la supercilindrada se lanza sobre

el cochecito rojo, que además, al ser de noche, parece negro. Lo aplasta como un acordeón.Freno. Marcha atrás. Primera y segunda. Y largo a todo gas. Nadie ha visto nada. Ni siquiera

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el espejo retrovisor, porque miraba hacia el otro lado y en la práctica estaba de comparsa.A la salida del cine el contable Giovanni ve su coche reducido a algo intermedio entre un

colador y una pizza a la napolitana y se desmaya. Muchas personas lo asistenamorosamente, le dan pequeñas bofetadas, le hacen oler sales y pimientas para que vuelvaen sí.

—Pobre de mí —suspira el contable Giovanni—. ¡Adiós, hermosos sueños felices delpasado!

—Ánimo, no se lo tome así —dice la gente—. Lo arreglará Sietemanos.—¿Quién?—El carrocero, ¿no? Ese a quien llaman Sietemanos por lo bueno que es, que parece que

tiene de verdad siete manos en vez de dos.—Ah, Sietemanos.—¿Quién me llama? —pregunta un hombretón que sale el último del cine.—Justamente hablábamos de usted, señor Malagodi, llamado Sietemanos. Mire qué

desastre.—Bah, los he visto peores. Yo lo arreglo. ¿Puedo llevármelo, Giovanni?—Sí, muchas gracias.Con una sola mano, Sietemanos levanta el carrucho, se lo mete bajo el brazo y se dirige a

su taller entre dos hileras de gente.Esa noche el contable Giovanni duerme en el suelo del taller, abrazado a la chatarra de su

coche. A la mañana siguiente, Sietemanos se pone al trabajo y el contable Giovanni nisiquiera va a la fábrica y se queda mirándolo quejumbrosamente.

El comendador Mambretti tiene una entrevista de negocios con un comerciante deEstocolmo; siente mucho la falta de la música de fondo pero finge que no pasa nada. Despuésde comer manda a un espía a espiar lo que sucede en el taller de Sietemanos. El espíaregresa casi enseguida.

—¿Y qué?—Ese Sietemanos es un verdadero fenómeno, comendador. El coche ha quedado como

nuevo. Sietemanos lo está pintando y el contable Giovanni lo acompaña al violín.El comendador Mambretti suelta un puñetazo sobre la mesa y la rompe. Con lo difícil que

es hoy encontrar un buen ebanista. Después manda al espía a otro sitio. Hay que saber queMambretti es el jefe secreto de una banda de ladrones de automóviles. A sus órdenes, labanda se pone en marcha. Primero pasa un tipo por el taller a llamar a Sietemanos:

—Ha dicho su mujer que vaya a casa, porque le han robado los polvos de talco.—¿Otra vez? —estalla Sietemanos—. Es ya la tercera en una semana. Voy enseguida a

ver. Usted, señor Giovanni, espéreme aquí.Sietemanos corre a su casa. Entonces pasa por el taller otro tipo e invita al contable

Giovanni a un helado de nata. El contable Giovanni lo acepta como señal de solidaridad porsus desgracias, pero en el helado hay un somnífero. En cuanto el contable Giovanni seduerme, llega la banda y hace desaparecer el coche. Llega también Sietemanos, muycontento porque lo del robo de los polvos de talco no era verdad; ve al contable Giovannidurmiendo. No ve el coche, que ha desaparecido; lo comprende todo y se echa a llorar: no lesva a mandar la factura a los ladrones…

Inmediatamente después llega el cartero:—Un telegrama para el contable Giovanni.—¡Pobrecito! Acaban de robarle el coche, y ahora encima un telegrama. Yo no lo

despierto. También a mí me gustaría dormir así…Por fin la cosa acaba en que el cartero se ocupa de despertar al contable Giovanni. El

telegrama dice: «Muerta tía Pascualina, ven recoger herencia».—Menos mal —dice Sietemanos—. A lo mejor con la herencia se compra un coche de

cuatro ruedas…

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Al día siguiente, mientras va a la fábrica, el comendador Mambretti pregunta malignamenteal espejo retrovisor:

—Espejito, lindo espejito, ¿cuál es ahora el automóvil más bonito del país?Y el espejo, con voz de balalaica:—Es el del contable Giovanni.El comendador Mambretti, con el susto, se salta un semáforo y se gana una multa. Corre a

la fábrica, manda a llamar al contable Giovanni, lo ve muy contento, dispuesto a tocar el MotoPerpetuo de Paganini.

—No hay manera, Giovanni. Todas estas novedades, estos automóviles…—Pero ¿qué automóvil, comendador? Mire usted mismo con sus propios ojos.El comendador Mambretti mira por la ventana. En un rincón del patio, rodeado por la

admiración de obreros y empleadas, con el hocico metido en un saquito de avena, hay uncaballo blanco que golpea con un casco en el suelo y hace «toc, toc, toc», como diciendo:«Sírvase usted mismo».

—Me lo ha dejado mi tía Pascualina, al morir en su lecho de muerte.«Quién me habrá mandado —piensa el comendador— contratar un contable con tantas

tías moribundas. Afortunadamente soy el jefe secreto de una banda de ladrones de caballos yantes de mañana estará solucionada también la herencia de la tía Pascualina. Pero el espejotendrá que explicarme por qué le gusta más ese rocín que mi automóvil, ¡que tiene veintisietecaballos!».

El espejo, en cambio, no explica nada. Sigue repitiendo que el caballo del contableGiovanni es el automóvil más bonito del país y el comendador Mambretti se enfada, tanto quese tira de los pelos. Así le quedan sólo veintiocho.

—Espejo del diablo —grita—. Eres el peor día de mi vida. Así te den las paperas.Cuando le roban también el caballo blanco, el contable Giovanni quiere volverse loco de

dolor, pero no lo consigue. Entonces agarra el violín y toca una música de fondo tan bonita,tan bonita, que la gente llega hasta de los pueblos de la comarca para oírla. Llega también unmaestro de la Scala de Milán. Se había parado a echar gasolina en la Autopista del Sol yhabía oído el violín.

—¿Quién toca tan bien? —pregunta al gasolinero.—Es el contable Giovanni que pone música de fondo.—Quiero conocerlo.Se lo presentan y le dice:—Usted es el mejor violinista del mundo. Si viene conmigo, ganará dinero a espuertas y

aún más.El contable Giovanni vacila. A pesar de todo está encariñado con la empresa Mambretti y

le gustan los accesorios para sacacorchos. Pero siente tanto la falta del caballo que acepta lapropuesta. Se va a Milán. Trabaja de mejor violinista del mundo. Gana un montón de rupias y,por fin, puede coronar el sueño secreto de su vida: ¡Comprarse un tranvía de carreras!

Cuando va a Módena con su tranvía de carreras, todos corren a aplaudirle. Salen hasta lasmonjas de los conventos y el comendador Mambretti se encierra en casa para no ver, para nooír, para que no le entren ganas de arrancarse otro pelo.

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El motociclista enamoradoEl comendador Mambretti, propietario de una fábrica de accesorios para sacacorchos en

Carpi, provincia de Módena, tiene un hijo llamado Eliso, que tiene dieciocho años. Vistesiempre un pesado chaquetón impermeable con acolchado interior pespunteado, pero debajose pone un mono bicolor separable en la cintura con cremallera, y en la cabeza lleva un cascointegral de fibra, con acústica perfecta, y visera recambiable. En suma, un motociclistapropiamente dicho.

Una mañana Eliso se presenta en la empresa de su señor padre y dice:—Papá, quiero casarme.El comendador Mambretti contesta:—Menos mal que te han entrado ganas de hacer algo. Mides un metro noventa y uno,

pesas ochenta y siete kilos, no has acabado el Bachillerato, los accesorios para sacacorchosno te interesan, has gastado más en botas de motocross que yo en cuadros del maestroAnnigoni… Oigamos. ¿Es rubia o morena?

—Es roja —responde Eliso.El comendador Mambretti reflexiona.—Roja —dice—. ¡Pues sí que es un colorcito adecuado para el hijo de un industrial! Ya

me parece oír las carcajadas de la comisión obrera.—Si quieres, puedo pintarla de blanco —dice Eliso, por darle gusto.El comendador Mambretti reflexiona un poco más. Eliso aprovecha para agregar otros

detalles:—Es japonesa.—¡Ah, qué bien! Encima extranjera. No estoy de acuerdo, hijo: el caballo y la mujer de tu

tierra han de ser. ¿Nombre?—Yo la llamo Minina.—Claro que sí, Eliso, emparentemos con los felinos.—No es una gata, es una motocicleta. Quiero casarme con mi moto Setecientos cincuenta.El comendador Mambretti suspira:—Hijo mío, nunca te he negado nada; estoy aquí para darte la felicidad. Pero ¿no piensas

en nuestra honra? En el terreno de los accesorios para sacacorchos somos los primeros delValle del Po y los segundos de Europa, equiparables con los Krupp de Solingen. Y tú vas aelegir una mujer de clase inferior. Tu madre se morirá de congoja. Ella quería darte a la Susi,hija de la Firma Mambrini, que produce collares para cuellos de botella. Ésa sí que sería unamujer para ti y el consuelo de mi vejez.

—Ni siquiera tiene espejo retrovisor…—Sí que lo tiene; lo lleva en el bolso, se lo he visto yo. Pero si no te gusta, no he dicho

nada. Estaría también la Foffi, hija de la firma Mambroni, que produce accesorios para perrosguardianes.

—Pero ¿tiene encendido electrónico? —pregunta Eliso.—Claro, lo utiliza para encender los cigarrillos. Pero si no te gusta, amén. ¿Y la Bambi,

hija de la firma Mambrinelli, que produce tapas para ollas y ollas para tapas, eh?

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—No, ésa no. Sé con seguridad que no tiene bujías con electrodo de cobre. No la quiero.Quiero a mi Minina con el cambio a la izquierda.

—A la izquierda —se enfurece el comendador Mambretti—. ¡A la izquierda! Te haestropeado el Paese Sera.[2] Ya basta. Esa boda no se celebrará. Cambio y corto. Y a partir dehoy, puedes ir despidiéndote de las cien mil liras de paga semanal.

Eliso palidece. Quisiera responder algo, pero siempre ha sido flojo en lengua italiana y notiene a mano un diccionario. Por lo tanto se levanta y se va.

Anda que te andarás, va al garaje y saca su Minina, la pone en marcha con el encendidoelectrónico, cruza con estruendo pueblos y ciudades, todos se echan a un lado, los chiquilloscorren a ver. Eliso se siente fuerte, poderoso, envidiado, invencible; sería capaz de ganar elGran Premio de Monza y Gorgonzola, de ganarse los aplausos de un millón de personas, dehacer perder la cabeza a quinientas mil chicas suecas; ve ya su fotografía en la revista ¿Doscilindros o tres?, y de vez en cuando grita: «¡Abajo los accesorios para sacacorchos!».

Cuando la Minina se para significa que se ha acabado la gasolina. Cuando se para deltodo significa que se ha acabado el dinero. Pero Eliso no se desanima. Para mantener a suMinina lava platos en los restaurantes, se dedica a recoger pieles de conejo, trabaja delevantador de pesos en las ferias, de guarda en el Museo del Triciclo, en cien oficios. Nopiensa regresar jamás a su casa.

La Minina parece contenta con esta nueva vida y da muchas pruebas de buena voluntad.Alcanza los ciento cincuenta por hora en cuatrocientos metros, toma las curvas parabólicas adoscientos; es tan escrupulosa que pide que le compre una cabecita magnética para medirselas vibraciones. De vez en cuando, claro, algún caprichito; todas las mujeres los tienen, ¿no?La Minina se porta bien una semana entera para que le regalen un megáfono que aumenta elruido del tubo de escape y también Eliso está encantado con ese invento, porque así cuandoacelera lo oyen hasta en Suiza y en Hungría.

Con el tiempo la Minina se aficiona a las transformaciones. Primero quiere un depósito decolores psicodélicos, después pide una horquilla con amortiguadores oscilantes inferiores,con grandes muelles delante del cabezal de dirección, después exige un manillar de ángulosrectos y el soporte del espejo retrovisor tiene que ser de hierro forjado, retorcido en forma decandelabro del siglo XVII.

Eliso protesta tímidamente:—Minina, mira que no estoy muy de acuerdo. Una moto seria no anda por ahí con el

farolillo trasero en forma de orquídea.La Minina, por toda respuesta, exige un tubo de escape tipo tubo de órgano y manda

sujetar un pequeño trombón bajo el sillín. Después tampoco el sillín le va bien; lo cambiatodos los días. Y acaba queriendo, en lugar del sillín, un sillón de dentista.

—¡Cuesta un ojo de la cara! —exclama Eliso con lágrimas en los ojos—. Tendré quetrabajar hasta de noche, como el Pequeño Escribiente Florentino,[3] para comprártelo… Sincontar con que, a este paso, tú ya no eres mi niña, como dice la canción: te me estásvolviendo una… casi me da vergüenza decirlo… Te estás volviendo una chopper.

La Minina, calladita. No le peta discutir. Eliso compra el sillón de dentista a plazos y parapagar los plazos trabaja veinte horas al día: de deshollinador, de afilador, de herrador, defísico atómico, de vendedor de pedales, y cien oficios más. Trabajando así se ve obligado adescuidar a la Minina, le hace poca compañía, la saca raramente de paseo, nunca la lleva alcine. La Minina, taimada, no habla, pero demuestra que está poco satisfecha con esaexistencia, que para una moto jovencita como ella debe de ser más aburridilla que nada. A lomejor piensa que se le enmohecen los caballos y el freno delantero de disco con mandohidráulico; pero si lo piensa no lo dice, si lo dice nadie la oye, si alguien la oye no va por ahícontándolo.

Sin embargo, una noche Eliso llega a casa y Minina no está. Ya no está. Ha dejado allí unembrague automático, se ve que se lo ha cambiado, y se ha escapado con un ladrón de

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choppers que se compadeció de ella al verla tan sola y abandonada.—¡Vuelve a casa, Minina! —llora Eliso acariciando tiernamente el embrague automático.

Pero la Minina está ya en Monticelli de Ongina, está ya en Massalombarda, está ya enFalconara Marittima con su guapo ladrón, quién sabe dónde estará.

Eliso parte en su busca, a pie, enjugándose los ojos con un pañuelo sucio para ver bien lacarretera y los alrededores. Hace auto-stop en la autopista, toma autobuses, automotores,autotanques, autofurgones. De noche duerme bajo los viaductos, entre los setos de las isletas,o apoyado en un quitamiedos. Cada vez está más triste. Pesa sólo setenta y cinco kilos, perono ha disminuido de estatura.

Así, ahora, por las carreteras hay muchos buscando. Está Eliso que busca a la Minina. Yestán los agentes secretos del comendador Mambretti que buscan a Eliso. En efecto, elcomendador Mambretti no se ha resignado nunca a la fuga de su amado hijo, también a causade que su mujer, doña Osvaldina, le ha puesto la cabeza como un bombo a fuerza dereproches:

—Ya podías dejarlo casarse con quien quisiera; ¿te parece que hoy en día una motojaponesa no es una mujer tan buena como cualquiera? Todo por tu orgullo de fabricante deaccesorios para sacacorchos. ¿Ya no te acuerdas de que tu madre quería que te casaras conla Firma Mambrucci, productora de desodorantes para gatos y afines, y a mí no me quería,porque era hija de simples latifundistas?

El señor Mambretti, que en secreto es también propietario de una agencia de agentessecretos, manda buscar a Eliso por tierra y por mar, con todos los medios de comunicación yde transporte. Durante meses y meses los agentes le mandan informes sin sustancia, portelégrafo, por correo y en mano por motoristas: «Eliso localizado en Bordighera disfrazado dejubilado de Ferrocarriles stop Conocida motocicleta camuflada de plantación de claveles»;«Huellas de moto japonesa en Mont Blanc stop Siguen detalles». Y después los «detalles»consisten en una tarjeta postal con una flecha que tendría que señalar las supuestas huellas yen cambio señala un ventisquero, con un aspecto nada motociclista.

El comendador Mambretti responde a estos mensajes con amenazas encendidas yfuriosas: «Si no encontráis a mi hijo os mando exilados a Portugal stop Dejad de buscarlodonde no está. Buscadlo donde se encuentra, listillos stop Cordiales saludos de X 15,75».

«X 15,75» es el nombre secreto del comendador Mambretti para estas circunstancias.Por fin el agente Kappa Cero —un contable de Bagnacavallo apasionado por el espionaje

— tiene una idea que vale por dos: se disfraza de cartelón publicitario de una marca deguardabarros y bastidores y se coloca en la Autopista del Sol, entre Orvieto y Bomarzo, a laespera de los acontecimientos. Y ocurre que Eliso pasa justamente por allí, a bordo de unbólido conducido por un fraile capuchino, ve el cartel y exclama enseguida:

—Padre, me quedo aquí. Gracias por el viaje y hasta la vista.El fraile pega un frenazo en seco en cuarenta y dos metros y veinticinco centímetros. Eliso

se baja y corre a contemplar los guardabarros y bastidores, que son su pasión. El agenteKappa Cero lo reconoce y empieza a hablarle de papá que llora, de mamá que reza, de laseñorita Susi Mambrini que lo espera, de la señorita Foffi Mambroni que piensa en él, de laseñorita Bambi Mambrinelli que sueña con él por la noche.

—¿Y cómo sueña conmigo? —pregunta Eliso.—Vestido de ángel —responde el agente Kappa Cero.—No me va —dice Eliso—, habría preferido que soñase conmigo con faja de ante, la

amiga del motociclista, que se adhiere agradablemente a la piel preservando el abdomen delas corrientes de aire, mantiene una grata tibieza, pero no hace sudar y además no se enrolla.

—¡También yo la llevo! —grita con entusiasmo el agente Kappa Cero. Se desabrocha lacamisa y demuestra que dice la verdad. Eliso, a causa de la faja, simpatiza con él. Van atomar un té frío a un restaurante de la autopista, abriéndose paso entre diversos autobuses deturistas holandeses. Mientras toman el té, el agente Kappa Cero se dedica a convencerlo.

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—Vuelve la primavera —dice—, vuelven las golondrinas al nido, vuelve el asesino al lugardel crimen, ¿por qué eres el único que no quiere volver?

—Eso mismo me pregunto —dice Elisopero no sé qué responder. Nunca ha sido mi fuerteresponder a las preguntas.

—¿Sigues amando a Minina? —susurra confidencialmente Kappa Cero.Eliso, imitando sin saberlo a su padre, reflexiona un poco. Después responde:—No, ahora que lo pienso se trató de una chifladura pasajera. Ha sido el primer amor que

jamás se olvida, pero ahora estoy un poco harto. Casi, casi regreso a casa, con la condiciónde que mi padre me devuelva la paga semanal.

—¡Te lo aumenta! —comunica el agente Kappa Cero, que tiene plenos poderes—. Te losube a ciento cincuenta.

—Pero quiero un Ferrari —continúa Eliso.—Concedido —anuncia Kappa Cero—, y también tendrás un Stanguellini.—Y además —acaba Eliso—, quiero casarme con una motocicleta. No con la Minina, que

me traicionó con otro.—¡Cuentas con la bendición de tus padres! —anuncia Kappa Cero—. Tu madre te

acompañará al garaje y al altar.—Entonces, de acuerdo —concluye Eliso.Emprenden viaje en el coche del agente Kappa Cero, que es un Jaguar disfrazado de

Porsche de incógnito.Por el camino, para no descuidar la cosa cultural, visitan el castillo de Francisca de Rímini,

la iglesia de Polenta y la Exposición del Calzado de Bolonia. Y precisamente en Bolonia, bajolos soportales, Eliso se detiene fascinado ante un escaparate. Kappa Cero, desconfiadísimo,trata de arrancarle el secreto de esa fascinación. Mira a la tienda y ve una dependientamorena, de ciento sesenta y dos centímetros de alto sin tacones, con ojos de terciopelo verde,una sonrisa tan amable que sólo con verla se oyen tañer las campanas.

—Preciosa —dice Kappa Cero—, realmente preciosa.—¿Verdad? —agrega Eliso—. Me caso con ella. O con ninguna. He dicho.Se suceden otras preguntas y respuestas y por fin Kappa Cero comprende que Eliso no se

ha enamorado de la bellísima dependienta, sino de una lavadora expuesta en el escaparate.Un milagro de la técnica electrodoméstica. La perfección diseñada por un gran artista. La MissUniverso de las lavadoras.

Eliso no se mueve del escaparate, no quiere dar un paso más. El agente Kappa Cero seve obligado a usar su radio receptotransmisora que lleva en la boca, metida en un dientepostizo. Con ella advierte al comendador Mambretti y una hora después allí están, elcomendador Mambretti y doña Osvaldina. Él no está del todo feliz con ese proyectomatrimonial, pero la señora está en el séptimo cielo.

—¡Figúrate! ¡Tener una nuera lavadora! Seré la primera en toda la provincia de Módena. Yademás será muy cómodo, para la colada.

En resumen, piden la mano de la lavadora. Ella no dice que no; quien calla otorga. Elisose casa con ella y viven felices y contentos. De Minina no se vuelve a tener noticias. Perosabemos que se ha convertido en triciclo y vive pacíficamente en Busto Garolfo, junto a BustoArsizio.

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Marco y Mirko contra la banda de los polvos de talcoMarco y Mirko son gemelos, pero es fácil distinguirlos entre sí porque Marco lleva un

martillo con mango blanco y Mirko un martillo con mango negro. Nunca se separan de susmartillos, nunca; preferible el jabón en los ojos.

Sus padres son don Augusto y doña Emenda, también fáciles de distinguir, porque donAugusto es propietario de una tienda de electrodomésticos y doña Emenda, en cambio, espropietaria de una tienda de ropa para perros. Por la mañana, antes de salir de casa, dirigen asus hijos cariñosas enseñanzas:

—Marco y Mirko, por favor, no abráis la puerta a nadie, porque andan por ahí esos terriblesladrones de talco.

—Sí, mamá, sí, papá.Naturalmente, en cuanto los padres han desaparecido del horizonte, los gemelos corren a

abrir la puerta, con la viva esperanza de descubrir un ladrón de talco al acecho en eldescansillo. Desilusión. No hay nadie. Entonces salen a la terraza a entrenarse con losmartillos, a los que están enseñando a comportarse como boomerangs y otros muchosjueguecitos. Los martillos vuelan por el cielo y regresan. Bajan a plomo a la calle, dan tresvueltas en tomo al sombrero de un transeúnte y suben de nuevo a la terraza silbando.

—Silban —observa Marco—, todavía no hacen un buen pitido.—Silbando se aprende —dice pacientemente Mirko.De improviso, en la fachada del chalecito de enfrente se abre de par en par una ventana,

se asoma una señora sin quitarse las manos de la cabeza, y un horrible grito sale de susdientes:

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Me han robado los polvos de talco!—Van siete —hace constar Marco, que lleva la cuenta de los robos en el barrio.—¡Socorro! ¡Auxilio! —agrega la pobre mujer.—La señora de ayer —observa Mirko— tenía los dientes más blancos.Pero ya un nuevo espectáculo apela al espíritu de observación de los dos gemelos: por la

verja del chalecito sale un hombre enmascarado, de modales bastante sospechosos.Estrecha contra su seno varios botes de talco y manifiesta visiblemente su intención dedirigirse a toda prisa a otro lado.

—La ocasión que esperábamos —dice Marco.—Justamente —dice Mirko—, la ocasión la pintan ladrona.Los martillos salen disparados. Esta vez, al cruzar el aire, producen como un principio de

aullido. El hombre enmascarado mira hacia arriba, pero haría mejor mirándose a los pies,porque el martillo de mango blanco está apuntando a su zapato izquierdo, mientras que el demango negro apunta a su zapato derecho. Podría ahora, si quisiera, abrir los pies. Pero encambio abre los brazos, deja caer los botes, sin la menor coherencia, y se pone a gritar a suvez:

—¡Socorro! ¡Auxilio!Los martillos giran a velocidad vertiginosa en torno a sus pies y no le permiten el menor

desplazamiento.

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—¡Basta! —suplica el hombre enmascarado—. ¡Me rindo!—Demasiado poco —dice Marco.—Primero queremos una confesión completa —precisa Mirko—. Quién es usted, por qué

roba el talco, quiénes son sus cómplices, quién es su jefe, cómo se llama y cuántos años tienela mujer del jefe, etcétera.

—Yo me llamo «el hombre enmascarado». Robo por cuenta ajena. Quien me transmite losencargos es el conocido malhechor Lento Lento. No sé más. Corto.

—¿Dirección de Lento Lento?—Avenida Garibaldi, 3567 y medio, interior dos, llamar cuatro veces, canturreando la

canción que dice: «Ramona, oyes el timbre que te llama…».El hombre enmascarado es puesto en libertad bajo palabra. Los martillos suben a la

terraza con un alegre silbido y la conciencia del deber cumplido. Pero enseguida vuelven abajar, por otro camino, al bolsillo de los gemelos que se dirigen a visitar al conocidomalhechor Lento Lento.

Encuentran la dirección indicada. Llaman cuatro veces. No hay respuesta. Vuelven allamar cuatro veces.

—No vale —grita una voz desde dentro—. Tenéis que cantar también la canción, si no, noabro.

—Ah, sí, la canción.Marco y Mirko entonan el Himno de Garibaldi, pero Lento Lento responde muerto de risa:—Todo equivocado. Vuelta a empezar.Esta vez Marco y Mirko usan los martillos y la puerta se abre.—Lo sentimos —dicen—, la canción esa de «Ramona, oyes el timbre que te llama» la

hemos olvidado.—Me habéis destrozado la puerta —protesta Lento Lento.—Perdónenos por esta vez y díganos toda la verdad sobre la banda del talco.—¿De qué se trata? ¿Estáis haciendo una encuesta para el colegio?Lento Lento, sin saberlo, ha tocado la tecla más dolorosa. Ante el sonido de la palabra

«colegio» los gemelos vacilan, los martillos se vuelven pequeños, pequeñitos, para no sercapturados por la maestra. Lento Lento se ha marcado un punto, pero no se da cuenta:

—¿Os habéis escapado de casa para enrolaros en la Legión Extranjera? ¿Os embarcaréiscomo grumetes en un mercante que sale de Bríndisi hacia Patrás?

—Si su última palabra es Patrás —contraatacan Marco y Mirko, aprovechándose de suimprudencia—, es usted hombre acabado. Llegan los nuestros.

Lento Lento mira hacia la puerta y se equivoca, porque los martillos le prueban los reflejosde las rodillas.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Verdugos! ¿Qué queréis de mí? Yo soy un simple organizador. Veintisietehombres a mis órdenes roban los polvos de talco y los entregan en mi almacén. Todas lasmañanas pasa a retirarlos un hombre calvo con una camioneta verde y me los paga a peso deoro y de plata. Fin de la transmisión.

—¿A qué hora?—Dentro de dos minutos justos. Escondeos. Lo veréis todo.Los dos minutos pasan sin prisa, indiferentes. Llega la camioneta verde conducida por el

hombre calvo. Lento Lento carga los sacos de talco, tiende la mano para recibir su paga y elhombre calvo escupe en ella riéndose burlonamente:

—¡Ja, ja!, la última remesa se puede pagar también de esta manera.Va a marcharse, pero no puede porque el martillo de Marco le inmoviliza la mano izquierda

sobre el volante y el martillo de Mirko le inmoviliza la mano derecha sobre la palanca decambio.

—¿Os parece bonito golpear así, a traición y sin previo aviso? —lloriquea el hombre calvo.—Pague a este honrado profesional —intiman Marco y Mirko.

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Lento Lento recibe unos lingotes de oro, se limpia las manos en los pantalones y huye alLíbano.

Marco y Mirko saltan a la camioneta.—Vámonos —ordenan.—Ahora mismo —dice el calvo, recobrándose—. Vamos al jardín zoológico; os compraré

dos paquetes de avellanas para dárselas a los monos.—De zoo, nada, vamos a ver al jefe.—¡Ah, no! —implora el hombre calvo—. ¡Al jefe, no! ¡Prefiero un café con leche sin azúcar!Los martillos lo obligan a pensárselo mejor y a arrancar. Mientras van, el hombre calvo les

abre su corazón:—El jefe es el doctor Diabolus.—¿Quién? ¿El famoso científico diabólico?—Un hombre terrible. Si no le obedezco en todo, con una simple ojeada hace que me

entre dolor de barriga. ¿Sabéis cómo me ha obligado a convertirme en su ayudante?—No, nunca nos lo ha dicho nadie.—Mandándome en sueños a mi abuelo, que me daba bofetones toda la noche. Me

despertaba con cardenales. ¡Y pensar que mi profesión preferida es la de observador deplátanos!

—¿Cómo se hace?—Se escoge un plátano, se pone debajo una hamaca y se observa. Se hacen

observaciones interesantísimas. A propósito, me llamo Segundo.—Volvamos al talco. ¿Qué hace con él el doctor Diabolus?—Lo necesita para Anselmik, un robot dotado de supermente, fabricado por Diabolus tras

años de estudios y llamado así por el nombre de su tío Anselmo.—Y Anselmik, ¿qué hace con el talco?—Se lo come. Come un quintal diario. Se pasa el tiempo comiendo talco y pensando.—¿Y en qué piensa, don Segundo?—Se lo dice sólo al doctor Diabolus. Cuando hablan entre sí me mandan fuera a partir

leña. Pero ya llegamos. ¿Veis ese chalecito blanco con pintas azules?Marco y Mirko miran: ¡sorpresa! Es el chalecito donde viven, en el segundo piso, con sus

padres y sus martillos.—El laboratorio está en el sótano —les explica su guía—. Diabolus sale solamente

disfrazado de comerciante de grifos.—¡El señor Giacinto! —piensan al tiempo Marco y Mirko—, el que de vez en cuando nos

regala grifos viejos para jugar. Lo que son las cosas.El señor Giacinto, vestido de científico diabólico, se enfada muchísimo con don Segundo

cuando ve a los dos gemelos. Anselmik, en cambio, ve sólo el talco y se pone a bailar dealegría, gritando:

—¡La papilla! ¡La papilla! ¡Viva la papilla!Se ata la servilleta al cuello y ataca el talco con una cuchara. Mientras tanto el doctor

Diabolus, con su ojeada diabólica, trata de darles dolor de barriga a Marco y Mirko, paraquitárselos de encima. Pero no consigue concentrarse, porque los martillos giran ululando entorno a sus orejas y le entran mareos.

—No ofrezca resistencia, señor Giacinto Diabolus. Está rodeado.El científico se doblega llorando:—¡Basta! ¡Basta! ¡Diré la verdad!Pero no puede decirla, al menos de momento, porque Anselmik, alzando la boca del plato,

lanza un chillido que vale por dos:—¡Lo encontré! ¡Lo encontré! Escucha, amo: «El talco Nixon nos lo quitan de las manos».

¿Entiendes la sutil alusión?El doctor Diabolus se hunde aún más, murmurando entre sollozos:

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—Esto es demasiado. Precisamente hoy había decidido renunciar a la empresa, por serdemasiado difícil. Y ahora Anselmik ha funcionado, pero con dos minutos de retraso, porquevosotros me habéis descubierto y desenmascarado. ¡Cuántas cualidades de una sola vez! Ypensar que estaba llegando a la meta de mi vida…

—¿Qué meta, infernal doctor Diabolus?—Encontrar una frase para el lanzamiento del talco Nixon en la televisión. Habéis de

saber que hace diez años la casa Nixon me contrató con este encargo secretísimo. Fabriquéun robot maravilloso, hecho todo con moneditas de cinco liras… Ya veis que es verdad.Anselmik, con su super-mente, debía producir la frase. Para eso lo alimentaba con talco. Yseguí alimentándolo incluso cuando la empresa interrumpió las remesas y me vi obligado arecurrir al robo. Ahora vosotros me denunciaréis como jefe de la banda del talco; mecondenarán a presidio; quizá en la cárcel me den un número par, ¡a mí, que sólo me gustanlos números impares…! ¡Qué tragedia!

Anselmik seguía brincando por la gran habitación, cantando en todos los tonos:—«El talco Nixon es tan bueno, ¡que nos lo quitan de las manos!»—Ya basta —le ordena Marco.—El talco Nixon es una porquería —agrega severamente Mirko.—¿De veras? —dice Anselmik, sorprendido—. No se me había ocurrido.Y también él estalla en llanto.—Vamos, vamos —lo exhortan Marco y Mirko—. ¿No se te habrá metido jabón en los

ojos? Hagamos una cosa. No denunciaremos a nadie, con estas condiciones: primero, eldoctor Diabolus presentará la dimisión, se dedicará totalmente al comercio de grifos ydevolverá el talco a los que han sido robados por correo.

—¿Y cómo hago? ¡No tengo las direcciones!—Las encontrará en el listín de teléfonos. Segundo, don Segundo podrá consagrarse

libremente a la observación de los plátanos.—¡Viva! ¡Corro ahora mismo a comprarme una hamaca!—Tercero, Anselmik será encerrado en el armario y sólo saldrá una vez al día, a las

diecisiete horas, para hacer los deberes del colegio para nosotros y nuestros amigos. Coneste fin se alimentará de libros escolares.

—¡Hurra! —grita Anselmik, entusiasta—. ¡Los libros escolares son tan buenos que nos losquitan de las manos!

Y corre a encerrarse él mismo en el armario. Después abre la puerta:—¿Empezamos hoy?—No, después de las vacaciones.—Esperaré con ansia el final de las mismas.¿Queda algo que hacer? No, nada más. Marco y Mirko pueden despedirse del señor

Giacinto y volver a casa. Justo a tiempo. También vuelven don Augusto y doña Emenda, muycontentos de encontrar a sus hijitos sanos y salvos en su nido, al abrigo de los peligros de lametrópoli.

—Habéis sido muy buenos —dice doña Emenda—. Como premio, hoy os lavaré lacabeza.

Marco y Mirko preferirían un par de bofetadas, pero son demasiado orgullosos parademostrar su terror. ¡Ay!, no todas las cosas de la vida son tan agradables como dar caza a labanda de los polvos de talco.

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Los magos del estadioo

El Barbarano contra el InglaprusiaEl presidente de la Asociación Balompédica Barbarano está desesperado porque su

equipo, pese a la presencia de elementos de clara valía, como Brocco I y Brocco II, y dejóvenes promesas, como Brocco III, Brocco IV y Brocco V (a quien los hinchas llaman Meniscode oro), pierde todos los domingos y las otras fiestas de guardar. Tras haber pedido consejo asus consejeros, chambelanes y mayordomos, lanza un bando en su reino: «Daré —dice elbando, que todos los diarios publican en primera plana— mi hija por esposa y el castillo deSanta Lilaila de regalo a quien salve al Barbarano del descenso».

Al día siguiente se presentan muchos jóvenes prometedores, algunos ya secretamenteenamorados de Lauretta, la espléndida hija del Presidente, que mide uno setenta y cinco dealto y tiene los ojos verdes, estudia para campeona olímpica y aprende a tocar el tocadiscos.Conocen numerosos sistemas infalibles para que gane el Barbarano: por ejemplo, comprar aRiva, Rivera, Netzer y Beckenbauer; regalar setas venenosas a los adversarios; ofrecerle alárbitro un coto de caza de jabalíes. Pero para comprar a Beckenbauer hay que estudiarprimero alemán; es una complicación. Todos esos sistemas son poco prácticos.

Hacia el atardecer, los últimos serán los primeros, se presenta un tal Rocco de Pisciarelli,conocido más que nada como tratante de pieles de conejo. Como primera medida pide que leenseñen la fotografía de Lauretta, la estudia a fondo y se muestra bastante satisfecho.

—¿Qué referencias futbolísticas tiene usted? —le pregunta el Presidente.—Bueno, de segundo nombre me llamo Helenio —dice Rocco.—Eso ya es una recomendación. ¿Y además?—Hagamos una cosa —propone Rocco—. El próximo domingo, en el partido, me pone

usted en el banco al lado del antiguo entrenador, y si el resultado le gusta, volvemos a hablaren presencia de testigos.

—De acuerdo —dice el Presidente.El domingo, con ocasión del encuentro con el Formello Football Club (que juega con

camisetas blancas con listas blancas), Rocco entra en el campo y se va a sentar junto alantiguo entrenador, un hombre desilusionado de la vida y del campeonato, triste como unacanción sin palabras, que difunde a su alrededor un perfume de crisantemos marchitos. Elárbitro pita el comienzo como si nada ocurriese. Y en quince minutos el Formello marca trestantos, más otros nueve anulados por fuera de juego.

Durante el descanso Rocco va a los vestuarios, pasa de un jugador a otro y a todos lesdice unas palabritas al oído. El Presidente se da una vuelta entre los jugadores después queél:

—¿Qué os ha dicho?—A mí me ha dicho: tres por nueve veintisiete —revela Brocco I.—Y a mí: seis por cuatro veinticuatro —confía Brocco II.—La tabla de multiplicar la sabe —observa el Presidente meditabundo—. Veremos qué

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pasa.Se reanuda el juego. Pasa un minuto y Brocco I marca de un cabezazo. Dos minutos

después marca Brocco II, con la izquierda. Marcan con la derecha, sucesivamente, Brocco III,Brocco IV y Brocco V (a quien los hinchas llaman Menisco de oro). Brocco VI con la rodilla.Brocco VII marca con las amígdalas. El Barbarano gana por doce a tres. El Presidente sedesmaya de emoción y ni siquiera se da cuenta de que los hinchas lo sacan a hombros, poreso no le proporciona el menor placer.

Cuando vuelve en sí, manda llamar a Rocco, que estaba montando en su vespino pararegresar a Pisciarello, y lo contrata como nuevo entrenador. El viejo se exila a Oporto, enPortugal.

—Y ahora —dice el Presidente—, ¿me cuentas tu secreto?—No hay secretos —explica Rocco—. El comercio de las pieles de conejo deja mucho

tiempo libre, de modo que he estudiado parapsicología y me he convertido en un mago delfútbol. Puedo mandar el balón a donde quiera con la pura fuerza del pensamiento. Puedoespantar a los jugadores contrarios provocándoles terribles alucinaciones. Cosassencillísimas, como ve.

—De acuerdo. Pero será mejor que la prensa no sepa nada.—A mí me basta con la gloria —dice Rocco—, y el castillo de Santa Lilaila. ¿A su hija le

gustan los callos?—Sí, ¿por qué?—Sólo por saberlo. Mi hobby preferido es recoger informaciones.En pocas semanas el Barbarano se pone a la cabeza de la clasificación y gana el

campeonato. Rocco y Lauretta se casan, se van a vivir al castillo de Santa Lilaila y comencallos una vez por semana.

En pocos años el Barbarano asciende a primera división, gana la Liga nacional, conquistala Copa de los Campeones, la Copa de las Copas, el Torneo nocturno de la Tolfa, etcétera.Se convierte en el equipo más famoso de todos los tiempos. Rocco se convierte en elentrenador más famoso del mundo.

—Usted —le dice una vez un periodista—, conseguiría enseñar a una cabra a meter goles.—Claro —responde Rocco.Manda a buscar una cabra, coloca en la portería a doce porteros de primera división, codo

con codo, y cuando la cabra chuta todos caen patas arriba. ¡Gol! El caso es que los doceporteros, en lugar del balón, han visto que se les venía encima un piano de cola. Pero seavergüenzan de decirlo, porque, pasado el momento, ya no están seguros de si era un pianode cola o un órgano electrónico.

Sólo una vez, en tantos años, Rocco pierde la calma. Un árbitro ha pitado un fuera dejuego a Broceo V (a quien los hinchas llaman Menisco de oro), que estaba en cambio enposición correcta. Un instante después se ve a aquel señor con pantaloncitos negros treparpor el palo de la portería e ir a sentarse en el larguero.

—Pero, Rocco, ¿qué haces? —susurra nerviosamente el Presidente del Barbarano.Rocco se da cuenta de que ha exagerado con sus superpoderes parapsicológicos, a

riesgo de inspirar desconfianza a cualquier mente desconfiada. Deja al árbitro en libertad debajar y se contenta con mandarle la alucinación de la anaconda: el árbitro, mientras corre,tiene continuamente la impresión de poner los pies sobre una serpiente anaconda de diezmetros y cincuenta centímetros de largo y para esquivarla da preciosísimos saltitos. El públicole aplaude. El Barbarano gana por cuarenta y siete a cero y todos sus jugadores sonnombrados Caballeros de Santa Lilaila.

Después, un día se oye contar que allá en Inglaprusia ha aparecido otro equipo que ganasiempre por cuarenta, cincuenta a cero, y derrota incluso a Alemania, y Beckenbauer,humillado, abandona el fútbol y se convierte en propietario de un banco.

Rocco, disfrazado de industrial textil en viaje de instrucción, va a ver un encuentro entre el

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Robur (así se llama el equipo inglaprusiano) y el Vetralla. Le basta una ojeada para reconoceren el entrenador a un famoso mago tibetano, caracterizado de brisgoviés. Para hacer unaprueba, se concentra, reúne todos sus superpoderes y transforma al extremo derecho delInglaprusia en un grillo que chilla desesperadamente, «cri-cri», por miedo a que lo aplasten.Pasan tres segundos, el grillo se transforma de nuevo en extremo derecho, recoge un pase ymarca. Desplazando el balón con el pensamiento, Rocco logra hacer marcar al Vetralla un parde tantos, pero a la tercera no lo consigue: el pensamiento del mago tibetano parece másfuerte que el suyo. ¿No será porque piensa en tibetano, lengua de antiguas magias?

A Rocco, de la preocupación, le sale un, orzuelo. Sabe que un día u otro, y quizá antes, losdos mejores equipos del mundo tendrán que enfrentarse. Para prepararse, Rocco se pone aestudiar tibetano. En tres días y tres noches aprende de memoria cuarenta mil vocablos ydecide que bastan. Para estar verdaderamente dispuesto a todo aprende también chino,indostano y una decena de dialectos bantúes.

Y llega el día del superpartido. Se juega en el Estadio Olímpico de Roma. Conexiónradiovisual con ciento dieciocho países. Presentes veinte mil periodistas, muchos de ellos consu señora y su cuñada. En las tribunas son incontables los ministros, los arzobispos, lostratantes de pieles de conejo, los nobles arruinados, los ladrones en libertad provisional, loslicenciados, los calvos, los mancos. Los dos entrenadores, antes de dirigirse a sus banquillosrespectivos, se estrechan la mano y se dicen: «¡Que gane el mejor!» en arameo, para no dar aentender sus verdaderos sentimientos. En el momento del apretón, los dedos del magotibetano se transforman en víbora de mortal picadura. Rocco responde inmediatamentetransformando sus propios dedos en puercos espines, grandes comedores de víboras.Naturalmente nadie ha notado nada. Los fotógrafos sacan fotografías sin la menor sospecha.

Inmediatamente después del pitido del árbitro, Rocco manda al campo un rebaño dedinosaurios, pero los inglaprusianos, instruidos por su mago, ni se inmutan.

«¡Fuera los pulpos gigantes!», ordena mentalmente Rocco. Invisibles a los ojos de todos,pero no a los de los jugadores del Robur, bajan al terreno como once pulpos gigantes, uno porcabeza. Tienen tentáculos de veinticuatro metros de largo, con los cuales podrían triturar auna ballena, arrastrar bajo el agua un trasatlántico y cortar en lonchitas —como se merece—un submarino atómico. Pero los jugadores inglaprusianos, adiestrados por su mago, les sacanla lengua, y los pulpos, ofendidísimos, se retiran a la nada.

En ese momento Brocco I tiene una visión. Se le aparece Blancanieves, que le pregunta:—Perdone, ¿ha visto a mis siete enanitos?Brocco I, asombradísimo, pierde tiempo en responderle:—No, señorita, lo siento. Pero mire que aquí no se puede estar: se celebra el partido del

milenio.—¿Qué me dice? ¡Y yo que no sabía nada! —dice Blancanieves—. Sea bueno,

explíqueme por qué todos andan a patadas con esa pobre pelota, que no le ha hecho daño anadie.

Mientras Brocco I charla con la chica, los inglaprusianos le soplan el balón e inician unirresistible avance hacia la portería del Barbarano. El portero se prepara para parar, pero pasadelante de él Cenicienta, a todo correr, jadeante.

—Señorita —le grita el portero—, ¡ha perdido un zapato!—No importa —responde Cenicienta—. Tengo otro.Y mientras tanto el delantero centro inglaprusiano dispara un cañonazo que derribaría, las

murallas de Viterbo. Por suerte, apelando a todos sus recursos, Rocco consigue desviarmentalmente el tiro y hacer que dé en el larguero.

«Conque ésa es tu táctica —piensa Rocco, dirigiéndose mentalmente al mago tibetano—.Estupendo, te responderé cuento por cuento».

Un instante después los inglaprusianos ven entrar en el campo a Caperucita Rojaperseguida por el Lobo Feroz y no pueden dejar, por caballerosidad, de tomar partido por la

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pobre niña y perseguir al lobo. El Barbarano se aprovecha y marca. ¡Uno a cero! Siete mildoscientos dieciocho hinchas se desmayan de emoción y son sacados en camillas.

El mago tibetano responde con un Hada de los Cabellos Azules, que está a punto de serfrita en la sartén por el Pescador Verde:[4] los jugadores del Barbarano se distraen parasalvarle la vida y el Inglaprusia empata. ¡Uno a uno! Se desmayan otros cuatro mil hinchas ytrescientos camilleros.

A partir de ese momento los dos magos ya no miden sus golpes. El campo se puebla debrujas, ogros, diablos, geniecillos, madrastras, hermanastras, princesas, lamparillas remotas,caballos parlantes, guerreros, bandidos, músicos de Bremen, camellos y camelleros; y denuevo monstruos pasados, presentes y futuros, del tiranodonte a King Kong, a los hombres-lagarto; llueven sobre los jugadores el ratón Mickey, Superman, Nembo Kid, Diabolik, BarbaAzul y Pulgarcito. La gente no ve nada. O mejor dicho ve a veintidós jugadores y al árbitro quecorren de un lado a otro, como locos, mientras el balón está solo, olvidado y melancólico en lalínea de medio campo. Lo malo es que los dos magos ya no consiguen hacer desaparecer losfantasmas evocados por sus mentes. El campo está ya atestadísimo, ni siquiera hay sitio paracorrer. Los jugadores se sientan en el suelo, sin resuello. El público silba.

De repente ocurre una cosa rara. Rocco y el mago tibetano piensan al tiempo en elflautista de Hamelin y piensan tan intensamente que el flautista no sólo aparece en el centrodel campo, sino que resulta visible para todos los espectadores, incluidos ministros,periodistas y calvos.

¿Qué hace aquel flautista, en el centro del estadio?Se produce un gran silencio. Se oiría caer una hoja si en el estadio hubiese árboles, y

fuera otoño, y soplase un viento frío para hacer caer las hojas. Y en cambio se oye… Se oyeal flautista que toca… ¿Y qué toca? ¡Asombro! ¡Es la badinerie de la conocida Suite de JuanSebastián Bach!

El flautista toca la parte de la flauta diecisiete veces, porque es más bien cortita y, paraapreciarla bien, no basta con oírla sólo dieciséis veces.

Cuando acaba, se encamina hacia la salida. Los jugadores la siguen. El árbitro la sigue.Los dos magos enemigos la siguen. El público la sigue. Todos se van a sus casas, olvidan elpartido, olvidan el juego del fútbol (durante tres meses) y aprenden a tocar la flauta.

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El cartero de CivitavecchiaEn Civitavecchia, como en una ciudad casi grande donde además está el puerto de los

barcos que van a Cerdeña, hay muchos carteros. Hay más de doce. El más joven es el carteroGrillo. En realidad se llama Gian Gottardo Angeloni y en los círculos postales es conocido porTrotillo, porque siempre va al trote. Pero en la ciudad lo llaman Grillo, que era ya el apodo desu abuelo.

Grillo es tan joven que ni siquiera está casado. Tiene sólo una novia llamada Ángela, muymona, muy deportista. Es hincha del Ternana, ya que su padre era oriundo de Terni; aunqueun oriundo cualquiera, no de esos que juegan al fútbol. Ángela es sobre todo hincha de Grillo,y le dice:

—Eres el mejor cartero de Civitavecchia y de todo el Tirreno. Nadie lleva una bolsa tanpesada como la tuya. Si te dan un telegrama para entregar, vas tan rápido que a veces llegasel día antes.

Ángela lo quiere tanto que cuando llueve le seca el paraguas con su secador de pelo.A Grillo lo destinan a la entrega de paquetes postales, pero para él es un juego: lleva hasta

veinticuatro a la vez y ni siquiera suda, y así se ahorra el pañuelo, con lo que cuesta el jabón.Una mañana, en vez de un paquete, lo encargan de entregar un tonel de vino. Pesadísimo,

era vino de catorce grados, figuraos. Él lo pone en el manillar de la Vespino y sale corriendo.Se acaba la mezcla, la Vespino no marcha. No importa, Grillo se carga el tonel en el dedopulgar y se lo lleva al destinatario. Regresa a la oficina, su jefe lo llama:

—Vamos a ver, ¿cómo es que llevas un tonel con el dedo pulgar y ni se te tuerce un poco?—Un tonel no es nada del otro mundo, jefe. Estoy acostumbrado a las cargas. Tengo a mi

cargo una familia más larga que un día sin pan: mi mamá, mi abuela, dos tías solteronas ysiete hermanos llamados Rómulo, Remo, Pompilio, Tulio, Tarquinio…

—Alto. ¿No son los nombres de los siete reyes de Roma?—Natural. Al fin y al cabo Roma es la capital. Mi padre era un buen patriota.—Oye —dice el jefe—, ¿por qué no te dedicas al levantamiento de pesos? A lo mejor te

conviertes en un gran campeón.—Lo pensaré.—¿Cuándo?—Esta tarde a las siete y media.A las siete y media, Grillo se encuentra con Ángela y ella, con lo deportista que es, se

vuelve enseguida hincha del levantamiento de pesos.—Pero —sugiere— entrenémonos a escondidas, así te presentas por sorpresa, los

derrotas a todos, conquistas la gloria, te hacen una entrevista en la radio y dices que tienesuna novia llamada Ángela.

Se ponen de acuerdo. En cuanto oscurece, y todos los habitantes de Civitavecchia seencierran en sus casas a ver la televisión (hacen lo mismo en Milán, Nueva York yVillaconejos), Grillo comienza el entrenamiento. Primero levanta una motocicleta japonesaque pesa dos quintales, después un seiscientos, después una furgoneta de las grandes y, porúltimo, un camión con remolque.

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—Eres más fuerte que Maciste —dice Ángela, muy contenta.Maciste es un descargador del puerto que levanta una caja de pernos con una sola mano;

pero no tiene a su cargo una abuela y tiene sólo dos hermanos, de modo que no está tanentrenado.

A la mañana siguiente el jefe llama a Grillo a su despacho:—¿Te lo has pensado?—Sí, desde las diecinueve treinta a las once cuarenta y cinco. Pero durante un poco de

tiempo quiero entrenarme en secreto. Si viene esta noche a las doce en punto ya verá.—A medianoche, realmente, se ve muy poco.—Mi novia llevará una linterna de bolsillo.A medianoche van al puerto, se suben a una barquita. Ángela insiste en remar ella para

que Grillo no malgaste sus fuerzas, el jefe rezonga:—¿No iremos en busca de ballenas para levantarlas?Grillo se pone el bañador, se tira al agua, se acerca a un carguero de bandera turca, de mil

quinientas toneladas de arqueo y dice:—¡Hale-hop! —para que todo esté en regla, y levanta el barco hasta que se ve la hélice. A

bordo alguien grita un par de palabras turcas, pero Grillo, que no conoce esa lengua, noresponde.

—¿Ha visto, jefe? —dice Ángela, apagando la linterna de bolsillo.El jefe, entusiasmado, se lanza vestido al agua, abraza a Grillo y casi lo ahoga. Por suerte

Ángela ha traído un secador de transistores, y puede secarlos a los dos y también las ropasdel jefe, incluido el pañuelo del bolsillo de la chaqueta.

—Serás la gloria de Correos y Telégrafos —dice el jefe—. Pero, por favor, a la chitacallando. Nadie debe saber nada hasta el día de la sorpresa y del triunfo, así te hacenentrevistas en la radio, te preguntan quién te ha descubierto, y tú respondes: «Mi jefe, donFulano».

—Y dice también que su novia se llama Ángela —agrega ésta.—¿Puedo decirlo? —pregunta respetuosamente Grillo a su jefe.—Claro que puedes decirlo —responde Ángela.A la noche siguiente se van a Roma, fingiendo ir a Viterbo, para hacer otro entrenamiento

secreto. Grillo levanta el Coliseo, desprendiéndolo de sus cimientos, después lo vuelve aponer en su sitio con todo cuidado.

—Demasiado deprisa —critica el jefe—. Casi no me ha dado tiempo de verlo. Lo hacestodo demasiado rápido.

—Bueno, jefe, uno tiene que ser rápido a la fuerza cuando tiene una madre, una abuela,dos tías solteronas y siete hermanos a su cargo.

—Y además —agrega Ángela— uno tiene intención de casarse.—Eso no lo entiendo —le dice el jefe en voz baja a Ángela, mientras Grillo ha ido a

lavarse las manos a la fuente—. Una chica tan guapa como usted, de uno setenta y tres dealto, de cincuenta y cuatro kilos de peso, con dos preciosos ojos verdes y tanto pelo, ¿cómose las ha arreglado para enamorarse de un cartero tan bajito y tan cargado de familia?

—Oiga —le responde Ángela—, que yo también soy un poco levantadora de pesos. Si meviene otra vez con estas conversaciones, lo siento en lo alto del Arco de Constantino. Ydespués ya veremos qué sucede.

—No he dicho nada —dice el jefe—. Pensemos en nuestro campeón. Dentro de quincedías son los campeonatos del mundo. Yo pago la cuota de inscripción.

Hacen otros pequeños entrenamientos y el buen cartero, animado por la chica y el jefe,levanta sucesivamente: las tumbas etruscas de Tarquinia, las minas del Canal Monterano,una isla del lago de Bolsena, el monte Soratte, la Cantina Social de Cerveteri, etcétera. Y coneso basta. Sólo queda esperar el día y la hora de los campeonatos mundiales, que sedesarrollan en Alejandría, en Egipto. El jefe paga también el viaje de Ángela, que en el barco

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hace un buen papel; casi todos los marineros le preguntan si tiene alguna hermana casadera.Grillo está un poco nervioso, le entran manías como aquella vez que tenía que llevar una

carta urgente y se dio tanta prisa que llegó antes de que remitieran la carta.—Calma —le recomienda el jefe—. Eres el levantador más fuerte del sistema solar, no lo

estropees todo con las prisas.—Está bien, jefe —murmura Grillo—. Es que no estoy acostumbrado a perder el tiempo y

este barco parece que no tiene ninguna gana de ir a Egipto.Pero al fin llega, los levantadores de pesos entran en Alejandría, encuentran el hotel, y el

jefe y Ángela le dicen a Grillo:—Echa un sueñecito, así se te pasarán los nervios. Mientras tanto nosotros vamos a

inspeccionar el gimnasio para tener la seguridad de que no utilizan pesos falsos y engañosos.Grillo se va a dormir, pero duerme tan deprisa que se despierta el día anterior. Mira el

calendario y ve que es lunes, cuando ellos habían llegado el martes.«Ya estamos —piensa—, ahora me toca dormir todo ese tiempo para ponerme al día…».Vuelve a dormirse, pero duerme tan deprisa que se despierta tres o cuatro mil años antes.

Se despierta en el desierto porque el hotel aún no existe, y allí al lado hay un tipo vestido deantiguo egipcio que le pregunta:

—¿Quick queck quack y quock?—No entiendo un cuerno —responde Grillo educadamente—. En Civitavecchia hablamos

distinto.El tipo hace dos o tres veces más: «¡Quick! ¡Quick!». Después llama a dos esclavos, que

obligan al cartero a levantarse, lo meten en una barca llena de gente con uniforme de antiguosegipcios y le ponen un remo en la mano.

—Quack —dice el comandante de la barca.—Eso lo entendí —dice Grillo—, significa: rema.En cuanto él empieza a remar lo dejan todos los demás, porque ya no hay necesidad:

basta Grillo para hacer volar la barca Nilo abajo a tal velocidad que los cocodrilos se apartanprotestando y los avestruces, en la orilla, se quedan rezagados un buen trecho. Elcomandante de la barca está tan contento que se vuelve loco de alegría, y lo tienen que atar.

Grillo mientras tanto se ha olido que lo están llevando a echar una mano en laconstrucción de las pirámides de Egipto. Y así es, en efecto. Allí en el desierto hay unapirámide a medias, miles de esclavos que corren de un lado a otro llevando, empujando,arrastrando piedrazas enormes; y está el Faraón, que regaña a sus secretarios. También élhace: «¡Quick! ¡Queck!». Pero se comprende perfectamente que el Faraón esté descontentoporque las obras avanzan hacia atrás y sus secretarios se la hacen encima de miedo deperder la cabeza, orejas incluidas.

«Les echaré una mano —piensa Grillo—, no me cuesta nada. Pero después de comer, seacabó. Si te he visto no me acuerdo».

Levanta aquellas espantosas piedrazas como quien lava. Carga doce a la vez con unasola mano y doce con la otra, mientras de todas partes llega gente a decir: «¡Olé!» «¡Olé!» y«¡Queck! ¡Queck!», y el Faraón se desmaya de asombro y tienen que ponerle un gato bajo lanariz para que vuelva en sí (usanza faraónica). En un par de horas la pirámide está acabada:rancho especial para los de las obras, festejos populares (piñatas, carreras de burros, palo dela cucaña). El Faraón quiere conocer al esclavo extranjero y, en parte con las manos, en partecon palabras, le pregunta de dónde viene:

—¿Babilonia?—No, Excelencia. Civitavecchia.—¿Sodoma y Gomorra?—Ya se lo he dicho, faraón: Civitavecchia.El Faraón se harta del interrogatorio y dice algo así como: pues vete a ese país. Grillo

mantiene un prudente silencio: en los interrogatorios, ya se sabe, lo mejor es decir lo menos

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posible. Come lo que le dan de comer, bebe lo que le dan de beber, y después le hacenseñas de que puede dormir bajo una palmera.

«Menos mal —piensa Grillo—. Y ahora intentemos dormir despacito, largamente, pararegresar a nuestros días».

Durante un rato consigue hacer pasar siglos y milenios, pero después, con su impacienciade costumbre, empieza a preguntarse: «¿Será hora de que me despierte? ¿No será hora deque me despierte?».

Se despierta a tiempo de echar una mano en las excavaciones del Canal de Suez, dondepor suerte encuentra a uno de Civitavecchia, que se llama Martino Angeloni y ha sidocompañero de escuela de su tatarabuelo, y lo invita a unas copas.

Cuando se vuelve a dormir, ha aprendido la lección. Pero la ha aprendido demasiado bien.Se despierta en el hotel de Alejandría cuando los campeonatos mundiales han acabado ya.Ganaron todos menos los de Civitavecchia. El jefe ha regresado a Italia en el primer avión,furiosísimo. Allí está Ángela, removiendo con la cucharilla una taza de café.

—Tómatelo —dice—. Ya estará frío, porque lo han traído hace tres días. Se ve que te hanhecho un truco para impedirte ganar: te han dado un somnífero poderoso. El jefe ha dicho quese querellará. No importa. El año que viene son las Olimpiadas. Y las ganarás.

—No —dice Grillo—, no quiero ganar nada de nada. Con la familia que tengo a mi cargo,es inútil que ande dando vueltas por el universo levantando otras cargas.

—Entonces, ¿ya no te casas conmigo?—Me caso enseguida, incluso la semana pasada.—No, a mí me basta con mañana.Antes de ir a Civitavecchia a casarse, sin embargo, hacen un buen viajecito hasta las

Pirámides. Grillo reconoce enseguida la que ha hecho él, con sus manos correotelegráficas.Pero no dice nada. Los grandes campeones son modestos. Tan modestos que su nombre nolo sabe nadie. Todos los días de su vida levantan pesos espantosos, pero ni siquiera piensanen que les hagan entrevistas.

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El pescador del Puente GaribaldiEl señor Alberto, llamado Albertone, es más que nada un pescador de ciudad: pesca

desde el Puente Garibaldi, en las aguas del Tíber, o también desde otros puentes, con elmismo sedal, pero no siempre con el mismo cebo, porque hay peces a los que les gustan loshigos, a otros los grillos, a otros la lombriz. Lo malo es que los peces no quieren nada al señorAlbertone. No pican en su anzuelo ni en invierno ni en verano. El es ese que pasa díasenteros apoyado en el pretil esperando que una perca, o al menos una mísera boga, secompadezcan de su flotador y le den ese tirón que arrastra bajo el agua hasta el corazón delpescador de ley. Pasad en coche por el puente viniendo de la avenida Trastévere endirección a la calle Arenula, a las ocho de la mañana; volved a pasar al ocaso, repitiendo elmismo recorrido en sentido contrario; encargad a un amigo que pase y repase por el puente, adistintas horas, mientras vosotros estáis en el trabajo, para comprobarlo: Albertone estásiempre allí, de espaldas. Quizá al atardecer se ha vuelto un poco más pequeño por ladesilusión, pero sigue siendo él.

A tres metros de Albertone, a un fulano que de pescador no tiene nada y que como muchopodría vender enciclopedias a plazos, ni le da tiempo a quitar el seguro del carrete y a lanzaral agua su hilo, sabiamente equilibrado con plomos, cuando inmediatamente acude una lochacoleando, por así decirlo, para que la saquen fuera con todos sus reflejos plateados. Midecuarenta centímetros, pesará unos dos kilos. Como para no creérselo.

El fulano la mete en la cesta, engancha un gusanito cualquiera y, en treinta segundos,saca un barbo de un kilo ochocientos. Parece sonreír de felicidad bajo sus cuatro bigotes.

—A ese tipo los peces se los traen en la palma de la mano —farfulla Albertone.También el fulano farfulla algo cada vez que lanza. Albertone se acerca y oye que dice:

Pez, pececillo,ven con Giuseppino.

Y el pez pica inmediatamente. Albertone no puede más.—Perdone, don Giuseppino —dice—, no es por meterme en sus cosas, pero ¿me explica

cómo hace?—Es muy fácil —responde sonriendo el fulano—. Fíjese bien.Lanza de nuevo, y de nuevo farfulla a toda prisa esa jaculatoria:

Pez, pececillo,ven con Giuseppino.

Y saca una anguila, que normalmente ni siquiera debería estar por esta parte del Tíber.—Es estupendo —dice Albertone, estupefacto—. ¿Me deja probar?—No faltaría más —responde el fulano.Albertone prueba, pero con él el sistema no funciona.

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—Me olvidaba —dice el otro—, ¿se llama usted Giorgio?—No, pero ¿qué tiene que ver?—Sí que tiene que ver —dice el otro—. Yo me llamo Giorgio, alias Giuseppino. Por eso los

peces me hacen caso. Ya sabe, con los encantamientos hay que ser exactos en un cien porcien.

Albertone lía sus bártulos y se va corriendo a la calle Bissolati, donde está la Crono-Tours,la agencia que organiza viajes al pasado. Explica su problema al profesor de guardia. Éstehace unas cuantas cuentas con un cerebro electrónico, las comprueba con un ábaco,programa la máquina del tiempo y dice:

—Ya está, siéntese en esta butaca y buen viaje. Un momento, ¿ha pagado ya?—Claro. Ahí tiene el resguardo.El profesor aprieta un botón y Albertone se encuentra en 1895: el año de nacimiento de su

padre. Él es un inclusero que está en el hospicio. Pasa unos años infernales hasta que sale,va a trabajar a la Empresa Municipal de Transportes, donde trabaja también su padre; sehacen amigos. Cuando su padre se casa y le nace un hijo, Albertone le aconseja por su bien:

—Llámale Giorgio, alias Giuseppino. Ya verás qué suerte tiene.Su padre discute un poco:—Realmente a mi primer hijo le quería poner Alberto. Pero hagamos lo que tú dices.Nace el niño y lo llaman Giorgio, alias Giuseppino. Va al jardín de infancia, después a la

escuela, etcétera. Todo exactamente igual que antes; la misma vida que ha tenido Alberto,pero con distinto nombre. Albertone —que ahora se llama Giorgio, alias Giuseppino— seaburre un poco al volver a andar todo ese camino. Es como repetir cuarenta cursos seguidos,porque él tiene que llegar a la edad de cuarenta años y cinco meses para regresar al puenteGaribaldi en el momento justo. Pero se consuela con la idea de que esta vez los pecestendrán que obedecerle a la fuerza.

Llegado el día, llegada la hora —es decir el mismo día y la misma hora del primerencuentro con el pescador afortunado— el ex Albertone corre al puente, monta la caña, poneel cebo, lanza el hilo y mientras tanto, con el corazón en un puño por la emoción, susurramarcando bien las sílabas:

Pez, pececillo,ven con Giuseppino.

Nada.Espera un poco.Nada de nada.Espera otro poco.Siempre nada. Los peces se ríen de él de una forma indecente. Tres metros a la derecha

de Albertone-Giorgio-Giuseppino, está el otro pescador cociendo maíz en un hornillo dealcohol. Después pincha un grano bien cocido en el anzuelo, lo lanza y saca una carpa dedoce kilos, con las aletas rojas de alegría.

—No vale —grita el ex Albertone—. ¡También yo ahora me llamo Giorgio, aliasGiuseppino! ¿Por qué los peces van sólo a usted? ¡Eso es una verdadera injusticia y voy apresentar querella!

—¿Cómo? —dice el otro—. ¿No sabe que ha cambiado la contraseña? Fíjese bien.Prepara el cebo, lo lanza, y mientras el anzuelo cae al agua, dice alegremente:

Pez, pececillo,ven con Filippino.

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Dicho y hecho. Saca otra carpa, que debe de ser la gemela de la primera, y que si no pesadoce kilos pesa con toda seguridad diez kilos doscientos.

—Pero ¿quién es ese Filippino?—Es mi hermano —dice el pescador afortunado—. Es físico atómico y no tiene tiempo de

venir a pescar. Yo, en cambio, tiempo tengo mucho porque estoy parado.«¡Maldita sea! —reflexiona Albertone—. ¿Y quién tiene un hermano llamado Filippino? Yo

tengo sólo una hermana, y encima se llama Vittoria Emanuela. ¿Qué hago?».Vuelve a la agencia Crono-Tours y expone su problema al profesor de guardia, el cual se

lo piensa un poco, interroga a la calculadora electrónica y telefonea a una tía suya. Despuésdice:

—Vaya a la caja a retirar el resguardo.Esta vez Albertone tiene que retroceder muchos siglos en el tiempo, hacerse amigo del

retatarabuelo, ir con él en peregrinación a Santiago de Compostela para tener la oportunidadde dormir en la misma posada. Mientras duerme le pone a escondidas una inyección y aconsecuencia de esa inyección la descendencia cambia un poquito cada vez, tan poco quenadie lo advertirá. Pero cuando tendría que nacer Vittoria Emanuela, en su lugar nace unvaroncito, a quien le ponen el nombre de Filippo, con la intención de llamarlo Filippino. Todoeso lleva un poco de tiempo, pero cuando Albertone regresa a nuestros días tiene un hermanollamado Filippino, de treinta y seis años, cocinero a bordo de un trasatlántico y todavía soltero.

Albertone agarra la caña, corre al Puente Garibaldi, hace un lanzamiento de una eleganciatal que un tranviario, desde la ventanilla de su trolebús, le grita: «¡Muy bien!».

Y mientras tanto, naturalmente, recita la nueva contraseña:

Pez, pececillo,ven con Filippino.

Como si nada. Es como hablar con la pared. El otro, en cambio, pesca una boga, pero nisiquiera se toma el trabajo de desprenderla del anzuelo: la deja en el agua un momentito y heaquí que muerde el cebo vivo, según su costumbre, un magnífico lucio-perca, quenormalmente tendría que vivir al norte de la presa y que, si ha bajado por el Tíber hasta estaslatitudes, debe de haber sido sólo para procurarle un placer personal al pescador afortunado.

—¡No vale! —grita Albertone, con una voz que provoca un atasco en el tráfico desde laplaza Argentina a la plaza Mastai—. Me llamo Giorgio, como usted; mi alias es Giuseppino,como usted; tengo un hermano llamado Filippino, como el suyo; y fíjese que para tenerlo hedebido sacrificar a mi hermana Vittoria Emanuela, a la que quería muchísimo. Y a pesar detodo los peces me esquivan como si yo tuviera la escarlatina. ¡No me dirá que ha vuelto acambiar la contraseña!

Pez, pececillo,ven con Fray Martino.

—¿Y quién es ese Fray Martino?—Es mi cuñado, que se metió franciscano y no tiene tiempo de venir a pescar porque debe

de andar por ahí haciendo la colecta.—¡Ahora le doy yo colecta! —grita Albertone.Se lanza sobre el pescador afortunado, lo alza sobre el pretil y lo arroja al Tíber, mientras

se lo reprocha en vano una maestra jubilada que ha llegado a verlo todo desde una ventanilladel trolebús número Setenta y cinco y se asoma a exclamar, llena de indignación:

—Jovencito, ¿es ésa la educación que le han enseñado en la escuela?Albertone no la oye. Ni siquiera la ve. Ve sólo que allá abajo, bajo el puente, cientos de

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peces levantan al pescador afortunado y lo llevan a la orilla, teniendo mucho cuidado de queno se moje la chaqueta. Por desgracia una ola le empapa los pantalones, pero enseguida unpez se los seca con un secador de pilas (en el Tíber no hay enchufes).

El señor Giorgino Giuseppino sube por la escalerilla, muy sonriente, justo a tiempo paraliberar a Albertone de dos guardias de la Seguridad Pública que lo estaban deteniendo porlanzar pescadores desde el puente.

—No es nada —explica el señor Giorgino Giuseppino—. Ha sido una broma, con un levematiz de equívoco. Juegos de chiquillos, ¿entienden?

—¡Pero este hombre quería ahogarlo vivo!—¡Ahogarme! ¡Vamos, no exageremos! Salgo fiador por el señor Albertone y encabezo

una suscripción para comprarle una nueva caña de pescar, porque la otra se le ha caído al río.Es cierto. Albertone, furioso, ha tirado la caña a los peces, que están jugando a la jabalina

con ella. En resumen, todo se arregla. Los guardias se van al cine, los transeúntes sedispersan en varias direcciones, la circulación reanuda su marcha fatal y, mientras Albertonese queda allí enfurruñado y silencioso mirándose los botones del chaleco, el señor GiorgioGiuseppino empieza a pescar.

Pez, pececillo,ven con Fray Martino.

Y venga a salir peces. Ahora llegan hasta de Fiumicino para picar. Llegan del mar, a lacarrera, róbalos y salmonetes, lenguados y besugos, gallos y lubinas, mújoles, escorpinas,atunes, caballas, intercambiándose fuertes cabezazos y coletazos para ser los primeros endejarse pescar. Para sacar un cazón, el señor Giorgio Giuseppino debe pedir ayuda a dostranviarios del Sesenta y a dos barmans de la plaza Sonnino. Pero cuando asoma por detrásde la isla Tiburtina, lanzando festivos chorros, un cachalote que parece el primo de MobyDick, el señor Giorgio Giuseppino hace señas de que no con el dedo y se niega a pescarlo,declarando:

—¡Nada de mamíferos! ¡Sólo peces!Albertone observa y calla. Ha enloquecido, pero no se lo dice a nadie, para que no lo

metan en el manicomio. Puede vérselo siempre, en un puente o en otro, de día o de noche,mientras espía locamente las aguas del Tíber. Quien pasa cerca de él lo oye farfullar:

Pez, pececillo,ven con Robertino…Pez, pececillo,ven con Gennarino…ven con Ernestito… con Goffredino…con Giocondino… con Caterino…con Teresino… con Avelino…con la batalla de Borodino…

Busca la contraseña que al final tendrán que obedecer los peces, animales más huidizosque ningún otro. No nota el sol en verano. En invierno no siente la tramontana, cuandodesciende por el Valle del Tíber a barrer los puentes, y hasta las lochas, en las aguas gélidas,quisieran llevar un abrigo de pieles y en la cabeza un gorro de astracán. Buscadesesperadamente la palabrita exacta. Pero no siempre quien busca encuentra.

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Es fácil convertirse en pezo

Hay que salvar Venecia

ESCENA PRIMERA

—¡To…! —dice el señor Tòdaro, agente de Seguros, a la señora Zanze, mujer del señorTòdaro—, mira esto, oye lo que dice el periódico: Según el profesor Se Yo Se Yo, de laUniversidad de Tokio, en 1990 Venecia estará totalmente bajo el agua. Emergerá sólo de lalaguna la punta del campanario de San Marcos. Falta poco para 1990. Es hora de ponerleremedio.

—¿Y cómo lo vas a permitir, tonto? Iremos a vivir con mi hermana, en Cavarzere.—Nada de eso —replica el señor Tòdaro—. Es mejor que nos convirtamos en peces, así

nos acostumbraremos a vivir bajo el agua. Y además también ahorraremos en zapatos. Tocaenseguida a formar.

La señora Zanze toca la corneta. Llegan a la carrera los tres hijos, Bepi, Nane y Nina, queestaban jugando en Campo San Palo. Llega también la sobrina Rina, hija de la hermana deCavarzere, que estaba en el portal buscando novio.

—Vamos a ver —anuncia el señor Tòdaro—, nos transformaremos en peces yafrontaremos victoriosamente la catástrofe ecológica.

—A mí no me gusta el pescado —proclama su hijo Bepi—. Me gustan más los callos.—¡To…! —dice el señor Tòdaro—, quien a callos mata, a callos muere.Y le larga una bofetada.—Pero, entonces —se horroriza Bepi—, ¡eres un padre autoritario!—Está bien, peces —dice su hijo Nane—, pero ¿de qué clase?—Yo quiero convertirme en ballena —anuncia su hija Nina.—Cero —concluye el señor Tòdaro—. ¿No sabes que la ballena no es un pez? Pero no

nos perdamos en ociosas polémicas clasificadoras.—¿Qué significa eso?—Significa: manos a la obra; quien bien empieza bien acaba, no dejes para mañana lo

que puedas hacer hoy, y lo que sea sonará. Vamos.La señora Zanze:—Pero ¿adónde, tonto? Es noche cerrada; todas las buenas familias venecianas están al

abrigo de la tibieza del doméstico nido, mientras la madre, que es el ángel del hogar,enciende el televisor.

—¡To…! —la corta en seco el señor Tòdaro—, es la hora exacta. Pronto, en fila, alineaos ycubríos, barriga para dentro, pecho sacado, de frente, ¡march! Un momento, que cojo misombrero.

Van a la orilla del canal, entran en el agua y se azacanan para convertirse en peces.—Primero las aletas, por favor —enseña el señor Tòdaro—. Hay que hacer crecer una en

el brazo derecho y una en el brazo izquierdo.

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—Las escamas —pregunta su sobrina Rina—, ¿de qué color me las hago? Quizá violeta,ya que soy rubia.

La señora Zanze quisiera una cola roja, pero mientras tanto se le pasa por la cabeza unaidea:

—¡To…!, Tòdaro, ¿cómo se las arreglarán mañana los niños para ir al colegio?—No te distraigas, Zanze, concéntrate.Pero los niños han oído. La perspectiva de la imprevista vacación se ilumina ante ellos

como el Gran Canal la noche de la regata histórica. Redoblan sus esfuerzos y en pocosinstantes obtienen magníficas aletas laterales que asoman agujereando los jerséis.

—¡To…! ¡Los jerséis nuevos! —chilla lastimeramente doña Zanze.—¡Muy bien! ¡Muy bien! —aprueba en cambio don Tòdaro.También él, por lo demás, ha entrado en el agua con chaqueta y las aletas le horadan las

mangas.—¿No nos iremos a convertir en peces chicos, para que luego nos coman los grandes? —

pregunta su hija Nina a Rina.—Al contrario, seremos los peces más gordos de la laguna y nos comeremos a todos los

demás.—Yo prefiero los callos —remacha su hijo Bepi, coleando por la cuenta que le tiene lejos

del padre para no ganarse otro bofetón.

ESCENA SEGUNDA

Mañana brumosa sobre el Gran Canal. Lanchas que van, lanchas que vienen. Góndolas ymotoras en orden abierto. El Patrón Rocco, al mando de una barcaza de carga, cargada demostaza, mientras mira al agua ve un gran pez que se quita educadamente el sombrero y ledirige la palabra:

—¿Qué? ¿Hace o no hace ese seguro? Mire qué niebla. Si tiene un accidente, pierde eldinero y la mostaza. Piense en sus hijos, ¡to…!

—Don Tòdaro… pero ¿es usted? Pobrecito, ¡si lo encuentran los guardias urbanos! Yasabe que está prohibido bañarse en el Gran Canal.

—No soy un bañista, soy agente de seguros. De las lanchas, de las góndolas, de lasmotoras, todas las caras se vuelven hacia ese lado para ver al pez parlante. Sólo un turistainglés se vuelve hacia el otro lado, disgustado, murmurando:

—¡Dios mío! Lo que tiene uno que ver: un sombrero marrón… con un traje gris. Qué cosasmás raras.

ESCENA TERCERA

Desde el Puente de la Academia, el joven Sebastiano Morosini, de Padua, estudiante deBellas Artes, heredero de una mansión con frescos de Tiépolo y de cuatro fincas en las que seproduce vino y vermuts, observa tristemente la estela de una barcaza de carga, cargada demermelada de arándanos. Está enamorado de la condesa Novella pero la condesa hapreferido a un doctor en economía y comercio de Cosenza, con el cual se ha marchado aEgipto; pasarán la Navidad en lo alto de las pirámides. El joven Sebastiano medita sobre si leconviene suicidarse al punto, tirándose del puente, o hacer primero un crucero a las islasGalápagos para ver, aunque sólo sea una vez, iguanas en libertad.

De repente —¿sueño o estoy despierto?— ve colear elegantemente en el agua a Rina deCavarzere, hija de la hermana de la mujer del señor Tòdaro, más guapa que nunca con susescamas violetas que contrastan de forma deliciosa con el pelo rubio. Palidece con lacomparación, el recuerdo de la condesa Novella, que tiene el pelo oxigenado y la nariz, a

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decir verdad, demasiado larga.—Señorita —grita el joven Sebastiano, presa de una inspiración—, ¿me permite

acompañarla?Rina nota que el joven tiene los ojos azules e intuye que es el heredero de una mansión

con frescos de Tiépolo. Le sonríe, para darle a entender que su compañía será apreciadacomo se merece. El joven Sebastiano, sin vacilar, se zambulle en el agua, se convierte en pezy pasea con la hermosa Rina de un lado a otro de los canales, describiéndole una a una suscuatro fincas. Le cuenta la historia de sus desdichados amores con la condesa Novella; leilustra algunos de sus proyectos para el futuro, como, por ejemplo: pintar las aguas de lalaguna, de blanco el lunes, de amarillo el martes, de rojo el miércoles, etcétera; unir Italia,Austria y Yugoslavia en un solo Estado, con capital en Venecia; escribir una novela de milpáginas hecha toda y solamente de puntos y comas, sin una sola palabra, etcétera.

La hermosa Rina lo escucha y es feliz.

NUEVOS ACONTECIMIENTOS

La señora Zanze lleva a Bepi, Nane y Nina a nadar hacia el Cannaregio. Muchos niños delpopular barrio, con un impulso de sana emulación, se lanzan al agua y piden a los hijos delseñor Tòdaro que les enseñen a transformarse en peces. Los pocos que no lo consiguenvuelven a la orilla y van a su casa a cambiarse de pantalones. Los otros están exultantes,agitando las novísimas aletas.

Por desgracia los ve desde su azotea una vieja maestra jubilada. En vez de pensar en susasuntos, la entrometida señora, viuda de un experto jugador de bolos, piensa: «Lástima quetantos chiquillos, al convertirse en peces, tengan que renunciar al colegio. A los libros delectura, que adoran. A los textos complementarios de historia, geografía y ciencias, que tantoles gustan. A los lindos dictados, redacciones y problemas que los vuelven locos».

Cuanto más lo piensa más se excita, como suele suceder. Al final se pone su viejo yquerido uniforme de maestra, besa la fotografía del difunto campeón de bolos, se mete en elcanal y se convierte en un pez-maestra.

—¡Niños! ¡Todos aquí! —ordena, batiendo las aletas.Ellos, como peces, querrían inmediatamente nadar mar adentro, hacia Murano, hacia

Burano y hasta más allá de Torcello; pero, como niños, están condicionados por la voz de lamaestra y obedecen sin rechistar. Empiezan enseguida a darse empujones, a hacer elchivato, a sacarse la lengua y a ejercitarse en el sistema métrico decimal.

Los más desilusionados son Bepi, Nane y Nina, que se esperaban unas vacacionesperpetuas de su nueva condición. La señora Zanze, en cambio, está contenta, porque,mientras la maestra entretiene a los niños, ella puede cotillear con las comadres, sentadas adesgranar guisantes a la orilla del agua. Su cola roja despierta un gran interés.

Otros notables acontecimientos se producen en otros barrios de la ciudad. El señorTòdaro, aprovechándose de la curiosidad del vulgo respecto a él, consigue firmar numerososcontratos de seguros de vida, contra incendios, contra envenenamientos de pescado podrido,etcétera. Pero llama la atención un poquitín. El rumor de que un gran pez vaga por loscanales, sacándose de vez en cuando el sombrero, atrae a todo tipo de desocupados, entreellos al dueño de la casa del señor Tòdaro.

«¡To…! —piensa con su mente venal—, mira qué sistema has inventado para no pagarmeel alquiler. Ingenioso. Pero a mí no me la das».

Se zambulle, se convierte en pez y persigue al señor Tòdaro, gritando:—¡Eh! ¿Y esas cuarenta mil liras? ¿Esas cuarenta mil?Al oír hablar de dinero, un vendedor de electrodomésticos recuerda de pronto que el señor

Tòdaro no ha terminado de pagarle los plazos del televisor. Y también él se lanza puente

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abajo.Junto a las Zattere, un cura ve pasar a la hermosa Rina y al joven Sebastián absortos en

su conversación. Hombre perspicaz y activísimo, adivina inmediatamente que los dos novios,al haberse convertido en peces, no podrán casarse por la Iglesia. Y al instante concibe elproyecto de convertirse en pez-cura, para proporcionar asistencia religiosa a los nuevospeces. Dicho y hecho, ahí está nadando con dos aletas en forma de alas de arcángel. Lalaguna se puebla.

ÚLTIMAS NOTICIAS

Al pequeño Bepi no le gusta el sistema métrico decimal. Los milímetros no le dicen nada.Los hectolitros lo dejan más bien frío. Le gustan más los callos, como ya sabemos. Por eso encierto momento decide alejarse de las aguas escolares y retirarse al fondo a meditar enorgullosa soledad. Y ¿qué es lo que descubre? Que la laguna está totalmente cegada. Alláabajo, donde debería haber blandas arenas y tibio lodo, mejillones y dátiles de mar, (es undecir), hay en cambio montones de expedientes no despachados, guardados en pesadísimascarpetas. Hay miles de metros cúbicos, quintales de toneladas, megatones hasta nuncaacabar.

—¡To…! —dice Bepi—, ahí están los males del sistema métrico decimal. A la fuerza hasubido tan peligrosamente el nivel del agua. Me gustaría ver su fregadero, de tanto tirarpapelotes.

No está claro a quién se refiere ese «su», pero el asunto no nos concierne. El hijo Bepi,por lo demás, ha corrido ya a dar la alarma. Para la lancha de los bomberos e informarápidamente al jefe de su descubrimiento:

—Vamos a ver: toda la culpa es de los obstáculos burocráticos. Si los eliminan, todo searreglará.

—¡To…! —exclama el jefe—. Pero ¿tú tienes la licencia de pez?Naturalmente dice eso porque, al ser veneciano, le gusta bromear. Pero después no pierde

nada de tiempo en preguntarle quién es su padre: moviliza a los bomberos y a los hombres-rana y empieza enseguida a dragar los canales para eliminar los mentados obstáculosburocráticos. Para matar dos pájaros de un solo tiro, los manda transportar a los Murallones yrefuerza las defensas contra el mar. Tras una docena de viajes se manifiestan losbeneficiosos efectos de la operación. El nivel de la laguna baja, el subsuelo, aligerado deesos pesos monstruosos, se alza. Islas y cimientos, puentes y soportales se levantan hastaalcanzar un decente equilibrio con la superficie palustre. ¡Venecia está salvada! «¡Ding dong,ding dong!» (Son las campanas de la ciudad que tocan a fiesta.)

El señor Tòdaro congrega a su familia, comunica que la alarma ha cesado y guía a susseres queridos fuera del agua:

—Ya no es necesario —dice— ser peces. Podemos volver a ser venecianos. ¡Muy bien,Bepi! ¡Esta noche festejaremos el acontecimiento con una buena fritada de gambas ycalamares!

—¡No! —grita su hijo Bepi, fuera de sí—. ¡Quiero callos!También su madre y sus hermanos le echan un capote. Y hasta la hermosa Rina y el joven

Sebastián, que mañana se casan y se marchan a Mestre de viaje de bodas.—Está bien —dice el señor Tòdaro—, para ti, callos.Y alarga el paso, para distanciarse de los acreedores.

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Míster Kappa y Los NoviosA las diez, clase de letras. Con el viejo profesor Ferretti las cosas marchaban de modo y

manera que los alumnos podían en la práctica usar esos valiosos cincuenta minutos paraintercambiar de un pupitre a otro, de una fila a otra y también de un sexo a otro cartas devariada extensión sobre los más fascinantes temas, como: el cine alemán entre las dosguerras, el juego del fútbol, el desarrollo motociclístico de las islas japonesas, el amor, eldinero (dar y tener, para pizza o ensaimada), el comercio de los tebeos, el curado del tabaco,etcétera. Pero las cosas ya no ocurren de ese modo ni de esa manera desde que en el aula seha instalado el profesor Ferrini. Con él letras quiere decir literatura, literatura quiere decir LosNovios: es la hora fatídica de los resúmenes.

El profesor Ferrini, armado con el gato de nueve colas, se pasea por el aula e inspeccionalos cuadernos, para asegurarse de que contienen todos el resumen del capítulo duodécimo dela inmortal novela y de que dichos resúmenes no están copiados unos de otros como lasimágenes en los espejos.

Tiembla el estudiante De Paolis, que ha resumido sólo el primer periodo y el último,llenando el espacio intermedio con un trozo de prosa periodística copiado a toda prisa delartículo de fondo de Paese Sera. Con lo cual su texto, en una atenta lectura, sonaría: «En estecapítulo el Autor recuerda que la cosecha de trigo, en 1628, resultó aún más mísera que elaño precedente. Pero sólo una batalla que en cierto modo replantee la discusión, en el paísantes aún que el ámbito político, de los actuales desequilibrios sociales, puede abrir de nuevoa los socialistas el camino del gobierno en condiciones tales, etcétera, etcétera».

Por fortuna el profesor Ferrini se tranquiliza con la visión de la palabra Autor y de sulegítima mayúscula y pasa a otro. Pero he aquí que lanza un aullido: ha descubierto que elestudiante De Paulis, para ahorrar papel y pluma, ha falsificado el título del resumenprecedente, corrigiendo «Capítulo undécimo» en «Capítulo duodécimo». El malaventuradorecibe sobre la marcha siete latigazos en los pantalones. Sin un lamento, dicho sea en suhonor.

Inmediatamente después el severo rostro del profesor Ferrini adopta una expresión de lamás acendrada complacencia.

—Una vez más —proclama, agitando un cuaderno de la serie Diabolik—, mis másencendidos elogios para la alumna De Paolottis, por su impecable resumen, como siemprecompleto y elegante, agudo en su análisis y seguro en su síntesis, ejemplar en cuanto a lapuntuación. Ya saben ustedes, señores, cuánto apreciaba Manzoni la buena puntuación.

La alumna De Paolottis baja modestamente los ojos tras las gafas y se toca una trenza enseñal de graciosa confusión. Chicos y chicas la felicitan, mandándole ramos de flores y cajasde bombones con llavero incorporado. En el llavero se destaca el signo del zodiaco de lamuchacha, que es justamente Virgo. Delicado detalle.

Pero cuando el profesor Ferrini regresa a su mesa, se le ve de pronto desencajar los ojosde horror y palidecer de asco, como si hubiese tocado una escolopendra. Con gesto nerviosoarruga una hojita y se la mete en el bolsillo. Después, pretextando un ataque de polineuritis,abandona el aula y el instituto, corre a tomar un taxi y manda que lo lleve a ver a Míster

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Kappa, el más célebre y mejor pagado investigador del Lacio.A Míster Kappa ni le da tiempo a hablar:—Espere —le recomienda perentoriamente—. Siéntese ahí. Sombrero marrón, corbata

negra… Profesor de instituto, ¿no? No, no, no responda. Las preguntas corren todas por micuenta. Da clases de letras, diría, a juzgar por sus zapatos de puntera redonda. ¿Algorelacionado con Los Novios, verdad?

—¿Cómo lo ha adivinado?—No lo he adivinado. Lo deduje de su nerviosismo. Cuéntemelo todo.—Una carta anónima acusa a la alumna De Paolottis, la mejor de la clase, de copiar sus

resúmenes de la inmortal novela de un cuaderno secreto. Yo no lo creo, pero…—Naturalmente. La verdad ante todo. Se impone una investigación. Quinientas mil de

anticipo y cien mil diarias para los gastos menudos, ¿le va bien?El profesor Ferrini vacila. Con su sueldo… con lo que cuesta el jamón… Tendrá que

vender hasta el sombrero para pagar la cuenta. Pero no importa: la verdad ante todo, acualquier precio.

—De acuerdo. Añada también el café a mi cuenta.—Gracias. Regrese dentro de setenta y dos horas a esta hora: sincronicemos los relojes.Al salir el profesor Ferrini, que de la emoción se cae por las escaleras y se rompe el

paraguas, Míster Kappa pone inmediatamente manos a la obra. Se camufla de vendedor deenciclopedias infantiles a plazos, se dirige a casa de la alumna De Paolottis, que justamentetiene un hermano de nueve años y seis meses, y mientras ilustra ante la familia reunida losméritos de la Pequeña Biblioteca del Investigador en trescientos cuatro volúmenes y noventay ocho diccionarios, coloca hábilmente una cámara espía de televisión en un jarrón de flores,un magnetofón bajo el teléfono y un cerebro electrónico de pilas detrás del retrato del abuelo,con uniforme de teniente de bersagliero. Después concede a la familia ocho días de tiempopara decidir la compra de la enciclopedia y se esconde en el sótano en la caldera de lacalefacción (es muy resistente a las altas temperaturas). Gracias a los citados instrumentos y alas medidas descritas, en el curso de unas horas se entera:

Primero, de que, en efecto, la alumna De Paolottis copia de vez en cuando los resúmenesde un cuaderno secreto, que custodia celosamente en el cajón de las medias.

Segundo, de que dicho cuaderno se lo regaló por su cumpleaños una prima que vive enBérgamo Alta en la temporada baja y en Bérgamo Baja en la temporada alta.

Tercero, de que la prima en cuestión se llama Roberta, tiene diecinueve años, mide cientosetenta centímetros de alto y tiene los ojos verdes. Justamente su tipo.

Sin perder un segundo, Míster Kappa se precipita a Bérgamo en su aerojet privado decombate, se presenta a la prima Roberta, hace que se enamore de él y a cambio del anillo depedida consigue una confesión completa:

—¿Los resúmenes de Los Novios? Sí, querido, imagínate: compré ese cuadernito haceaños, por una astilla de cigarrillos americanos, a un chico de Cantú a quien se lo habíaprestado su tía y que nunca se lo había devuelto.

—¡Su nombre!—Quién se acuerda ahora: quizá Damián, quizá Teofrasto.—No, el nombre de la tía.—Angelina Pedretti, Busto Arsizio, paseo Manzoni número 3456, interior 789. ¿Adónde te

vas ahora?—Tengo que despachar un asuntillo. Vuelvo mañana a casarme contigo: sincronicemos

los relojes.Míster Kappa vuela a Busto Arsizio, desafiando la intensa niebla. Encuentra la dirección

de Angelina Pedretti. Interroga astutamente a la portera y se entera de que «la señoritaAngelina» ha muerto hace unos meses por haber comido setas envenenadas.

¿Qué hacer? Míster Kappa compra el periódico, hojea febrilmente las páginas de los

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anuncios por palabras y encuentra lo que busca: «M.M.M. MÉDIUM de primera. Comunicacionesgarantizadas con Ultratumba. No se aceptan cheques».

La médium vive en Brisighella, en la Romaña, y le gusta el dulce. Por cien kilos decaramelos de anís organiza rápidamente una sesión de espiritismo en el curso de la cual sepresentan primero el espíritu de Vercingetórix y el de Carlomagno, que no interesan. A latercera llamada se presenta la señorita Angelina. Es ella la que hace bailar el velador. Pareceen vena de confidencias. Los «toc-toc» del velador parecen una ametralladora. El marido dela médium traduce.

—¿Los Novios? No, no los he leído.—Pero ¿no tenía que estudiarlos en la escuela?—¡Faltaría más!—Y entonces, ¿aquel cuadernito de resúmenes que le prestó usted a su sobrino Damián,

o a lo mejor Teofrasto?—No, no exactamente Teofrasto: se llama Gabriel.—Y los resúmenes, ¿los había hecho usted?—¡Por favor! El cuaderno lo heredé de mi pobre abuela.—Ah, eso es. Conque los había hecho la abuela.—¡Jamás de los jamases! También a ella se los regalaron.—¿Y quién, por amor del cielo?—Un garibaldino con el cual había estado prometida, antes de casarse con el abuelo. Uno

que estuvo con Garibaldi en Bezzeca. Un guapo mozo, decía la abuela. Pero el abuelo eramás guapo y tenía una zapatería en Vigevano. De modo que se casó con él y no con elgaribaldino.

Míster Kappa no se esperaba este patriótico relato, pero no pierde la paciencia. Dice a lamédium:

—Pregúntele a la señorita Angelina si puede hacer una pequeña investigación, encontrara ese garibaldino y hacer que venga aquí a testificar.

—Probaré —responde la señorita Angelina—, pero se necesitará tiempo. Somos tantospor aquí y hay tal confusión… Denme por los menos cinco minutos.

Míster Kappa y la médium encienden un cigarrillo, pero ni siquiera tienen tiempo deacabarlo, pues la médium cae de nuevo en trance, murmurando:

—Hay alguien, hay alguien…—Señorita Angelina, ¿es usted? —pregunta Míster Kappa.—No —responde con claridad una voz de barítono.—¡Qué maravilla! —comenta el marido de la médium—. Ni siquiera hace falta el velador,

ahora llegan directamente las voces.—¿Eres el garibaldino? —pregunta la médium.—Soy —responde la voz— el secretario particular del senador Alessandro Manzoni.—¿El inmortal autor de Los Novios? —exclama Míster Kappa, dejando caer la ceniza en el

chaleco con la emoción.—¡Qué maravilla! —dice el marido de la médium—, ¡un senador!—Su Excelencia —prosigue la voz— me encarga de advertirles que esos resúmenes los

escribió él, de su puño y letra, para ayudar a un sobrino de su mujer que tenía problemas conel profesor de letras.

—Es decir —se apresura a deducir Míster Kappa con su habitual agudeza—, que elcuaderno secreto que el garibaldino le regaló a la abuela, y actualmente en poder de laalumna De Paolottis, ¿es nada menos que un autógrafo manzoniano de inestimable valor?

—Ni se le pase por la cabeza —responde el secretario particular—. Se trata de una simplecopia. Su Excelencia ordenó a su sobrino que hiciera doce copias de los resúmenes y quequemase el original. El sobrino regaló las doce copias a sus mejores amigos, cada uno de loscuales, obedeciendo las disposiciones de don Alessandro, hizo otras doce copias. Y así

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sucesivamente.—¡Qué maravilla! —exclama el marido de la médium—. ¡Entonces, este señor Manzoni es

el inventor de la cadena de San Antonio!Míster Kappa se sume en una prolongada meditación, al término de la cual pregunta al

espíritu:—O me equivoco, o en el momento actual deben circular por Italia por lo menos sesenta y

dos mil ochocientas veintinueve copias del famoso cuaderno…—Exacto —confirma el espíritu—. Pero todo esto debe permanecer secreto. Ni una palabra

a las autoridades académicas y a los periodistas. Orden de Alessandro Manzoni. ¿Entendido?Cambio y corto.

Míster Kappa se desalienta. El caso está técnicamente resuelto. Pero al asunto supera conmucho la carta anónima recibida por el profesor Ferrini y desborda, por así decirlo, la amablepersonita de la alumna De Paolottis. En la mente de Míster Kappa se libra un mortal dueloentre dos deberes encontrados: el de decir la verdad al cliente que paga y el otro, igualmenteterrible, de respetar la voluntad del Poeta que exige un silencio de tumba sobre lo ocurrido. Aconsecuencia de tal duelo la cabeza de Míster Kappa se inflama. Le da una jaqueca con cuyamitad bastaría para enloquecer a un búfalo. Entonces toma dos aspirinas y se le pasa.

Paga a la médium, corre a Bérgamo a casarse con Roberta, la lleva a Roma en su aerojetmatrimonial y llega a su oficina cuando faltan apenas tres minutos para la cita con el profesorFerrini. Durante ciento ochenta segundos Míster Kappa sigue preguntándose:

—Y ahora, ¿qué le digo a ése?Cuando suena la hora exacta llaman a la puerta… pero no es el profesor Ferrini. Es un

cartero que trae una carta de su puño y letra. La carta dice: «Ilustre Míster Kappa, le ruego quesuspenda las investigaciones. La alumna De Paolottis, con un espontáneo impulso de sugeneroso corazón, me ha confesado el inocente engaño de los resúmenes. Pero no he podidocastigarla, porque la noche anterior soñé con Giuseppe Garibaldi que me miraba fijamentecon bastante severidad y me decía: "¿Cómo pretendes que un chiquillo cualquiera puedadecir en pocas líneas lo que un gran escritor sólo ha podido decir en muchas páginas?".Opino que el Héroe de Los Dos Mundos tiene, como siempre, toda la razón. Quédese con elanticipo. Agradecidísimo a sus atenciones, Guidoberto Ferrini».

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Me marcho con los gatosDon Antonio, jefe de estación jubilado, tiene un hijo, una nuera, un nieto de nombre

Antonio, al que le llaman Nino, una nietecita llamada Daniela, pero nadie que le haga caso.—Recuerdo —empieza a contar— cuando era subjefe de estación en Poggibonsi…—Papá —lo interrumpe su hijo—, ¿me dejas leer el periódico en paz? Estoy vivamente

interesado por la crisis de gobierno en Venezuela.Don Antonio se dirige a su nuera y vuelve a empezar por el principio:—Me acuerdo de cuando era jefe de estación adjunto en Gallarate…—Papá —lo interrumpe su señora nuera—, ¿por qué no se va a dar una vuelta? ¿No ve

que estoy abrillantando el pavimento con la cera Chas, que brilla más?Don Antonio no tiene más suerte con su nieto Nino, el cual tiene que leer el apasionante

cómic Satán contra Diabolus, prohibido para los menores de dieciocho años (él tienedieciséis). Pone todas sus esperanzas en su nietecita, a la que permite de vez en cuandotocarle con su gorra de jefe de estación para jugar al choque de ferrocarril con cuarenta y sietemuertos y ciento veinte heridos; pero Daniela está muy ocupada y le dice, en efecto:

—Abuelo, no me hagas perderme el programa infantil de la tele, que es muy instructivo.Daniela tiene siete años, pero le gusta muchísimo la instrucción. Don Antonio suspira: «En

esta casa no hay sitio para los jubilados de los Ferrocarriles Estatales con cuarenta años deservicios. Un día de éstos agarro y me voy. Palabra. Me marcho con los gatos».

Y en efecto, una mañana sale de casa, diciendo que va a comprar lotería; pero en cambiose va a la plaza Argentina, donde entre las ruinas de la antigua Roma están acampados losgatos. Baja los peldaños, salta la barra de hierro que separa el reino de los gatos del de losautomóviles y se convierte en gato. Enseguida empieza a lamerse las patas, para estarcompletamente seguro de no arrastrar, en su nueva vida, el polvo de los zapatos humanos, ymientras tanto se le acerca una gata un poco pelada que lo mira. Y lo mira. Y lo mira fijamente.Finalmente le dice:

—Perdona, ¿tú no eres don Antonio?—No quiero ni acordarme. He presentado la dimisión.—Ah, ya me parecía. ¿Sabes?, yo era la maestra jubilada que vivía enfrente de tu casa.

Me has tenido que ver. O quizá has visto a mi hermana.—Os he visto, sí: os peleabais siempre a causa de los canarios.—Eso es. Estaba tan harta de pelear que decidí venirme a vivir con los gatos.Don Antonio se queda sorprendido. Creía ser el único en haber tenido esa buena idea.

Pero se entera de que entre aquellos gatos de allí, de la Argentina, apenas la mitad son gatos-gatos, hijos de madre gata y de padre gato; los demás son todos personas que hanpresentado la dimisión y se han convertido en gatos. Hay un barrendero que se escapó delasilo de ancianos. Hay señoras solas que no se llevaban bien con la criada. Hay un juez delos tribunales: era aún un hombre joven, con mujer e hijos, coche, un piso de cuatrohabitaciones con dos cuartos de baño, no se sabe por qué se ha venido a estar con los gatos;pero no se da aires, y cuando las «mamás de los gatos» llegan con cucuruchos llenos decabezas de pescado, pieles de embutidos, restos de spaghetis, cortezas de queso, huesecitos

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y asaduras, agarra su parte y se retira a comerla en el escalón más alto de un templo.Los gatos-gatos no están celosos de los gatos-personas: los tratan absolutamente como

iguales, sin soberbia. Entre sí, de vez en cuando, murmuran:—Pues a nosotros ni se nos pasaría por la cabeza convertimos en hombres, con lo caro

que está el jamón.—Somos un grupo realmente simpático —dice la gata-maestra—. Y esta noche hay una

conferencia de astronomía. ¿Vendrás?—Natural, la astronomía es mi pasión. Recuerdo que cuando era jefe de estación en

Castiglion del Lago coloqué un telescopio de doscientos aumentos en la azotea y por lanoche observaba el anillo de Saturno, los satélites de Júpiter, todos en fila como las bolitas enel ábaco, la nebulosa de Andrómeda, que se parece a una coma.

Muchos gatos se acercan a escuchar. Nunca han tenido entre ellos un ex jefe de estación;quieren saber muchas cosas sobre los trenes, preguntan por qué en los váteres de los cochesde segunda falta siempre el jabón, etcétera. Cuando es la hora exacta y en el cielo se venbien las estrellas, la gata-maestra pronuncia su conferencia.

—Vamos a ver —dice—, mirad hacia allá: esa constelación se llama la Osa Mayor. Esaotra es la Osa Menor. Volveos como yo me vuelvo, mirad a la derecha de la Torre Argentina:ésa es la Serpiente.

—Me parece un zoo —dice el gato barrendero.—Además está la Cabra, el Carnero, el Escorpión.—¡Hasta eso! —se asombra uno.—Allí, aquella constelación de allí, es el Can.—Maldita sea —rezongan los gatos-gatos.El que rezonga más es el Corsario Rojo, así llamado porque es completamente blanco,

pero tiene un carácter aventurero. Y él es el que pregunta en cierto momento:—¿Y hay una constelación del Gato?—No la hay —responde la maestra.—¿No hay ni siquiera una estrella, aunque sea pequeña, pequeñísima, que se llame

Gato?—No la hay.—Es decir —estalla el Corsario Rojo—, que han dado las estrellas a perros y a cerdos, y a

nosotros, nada. Muy bonito.Se oyen maullidos de protesta. La gata-maestra alza la voz para defender a los

astrónomos: ellos saben lo que hacen, cada uno a lo suyo; y si han creído conveniente nollamar Gato ni siquiera a un asteroide, habrán tenido sus buenas razones.

—Razones que no valen lo que la cola de un ratón —replica el Corsario Rojo—. Oigamosqué opina el juez.

El gato juez precisa que él presentó su dimisión justamente para no tener que juzgar nadani a nadie. Pero en este caso hará una excepción:

—Mi sentencia es: a los astrónomos, ¡peste y cuernos!Aplausos fragorosos. La gata-maestra se arrepiente de su admiración por los hechos

consumados y promete cambiar de vida. La asamblea decide organizar una manifestación deprotesta. Se envían mensajes especiales en mano a todos los gatos de Roma: a los de losForos, a los de los mataderos, a los del San Camilo, alineados bajo las ventanas de las salasa la espera de que los enfermos les tiren el rancho, está claro que debe de ser un asco. A losgatos del Trastévere, a los vagabundos de los arrabales, a los bastardos de las chabolas. Alos gatos de clase media, si quieren asociarse, olvidando por una vez las ventajas del pulmónpicado, del cojín de plumas, de la cintita al cuello. La cita es a medianoche en el Coliseo.

—Magnífico —dice el gato-don Antonio—. He estado en el Coliseo de turista, de peregrinoy de jubilado, pero de gato todavía no. Será una excitante experiencia.

A la mañana siguiente se presentan a visitar el Coliseo americanos a pie y en automóvil,

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alemanes en autobús y en calesa, suizos con saco de dormir, abruzzeses con la suegra,milaneses con el tomavistas japonés; pero no pueden visitar nada de nada porque el Coliseoestá ocupado por los gatos. Ocupadas las entradas, las salidas, el circo, las gradas, lascolumnas y los arcos. Casi ni se ven las viejas piedras, sino sólo gatos, cientos de gatos,miles de gatos. A una señal del Corsario Rojo aparece una pancarta (obra de la maestra y dedon Antonio) que dice: «Coliseo ocupado. ¡Queremos la estrella Gato!».

Turistas, peregrinos y transeúntes —que por quedarse a ver se han olvidado de transitar—aplauden con entusiasmo. El poeta Alfonso Gatto pronuncia un discurso. No todos entiendenlo que dice, pero sólo con mirarlo es evidente que si se puede llamar «Gato» un poeta,también podrá llamarse así una estrella. Una bellísima fiesta. Del Coliseo parten gatosviajeros hacia París, Moscú, Londres, Nueva York, Pekín, Monteporzio y Catone. La agitaciónse desplegará en el plano internacional. Está prevista la ocupación de la torre Eiffel, del BigBen, de las torres del Kremlin, del Empire State Building, del Templo de la Paz Celeste, delestanco de la esquina; en suma, de todos los lugares ilustres. Los gatos de todo el planetapresentarán su petición a los astrónomos en todas las lenguas. Un día, mejor dicho unanoche, la estrella Gato brillará con luz propia.

A la espera de noticias, los gatos romanos regresan a sus sedes. También don Antonio,con la gata-maestra, se encamina a buen paso hacia la plaza Argentina, haciendo proyectospara sucesivas ocupaciones.

—Qué bien estaría —piensa, y lo dice— la Cúpula de San Pedro toda adornada de gatoscon la cola tiesa.

—¿Y qué te parecería —pregunta la gata-maestra— ocupar el estadio Olímpico el día delpartido Roma-Lazio?

Don Antonio empieza a decir «¡formidable!», con sus signos de exclamación, pero no llegani a la mitad de la palabra porque repentinamente se oye llamar:

—¡Abuelo! ¡Abuelo!¿Quién será? ¿Quién no será? Es Daniela que está saliendo del portal de la escuela y lo

ha reconocido. Don Antonio, que ya ha adquirido cierta práctica de gato, finge no haber oído.Pero Daniela insiste:

—Abuelo, malo, ¿por qué te has marchado con los gatos? Hace días que te busco portierra y por mar. Vuelve ahora mismo a casa.

—¡Qué niña más guapa! —dice la gata-maestra—. ¿En qué curso está? ¿Tiene buenaletra? ¿Se limpia bien las uñas? ¡No será una de esas que escriben «abajo el bedel» en lapuerta del váter!

—Es muy buena —explica don Antonio, un poco conmovido—. Casi, casi la acompaño unratito, así tengo cuidado de que no cruce la calle con el disco rojo.

—Ya comprendo —dice la gata-maestra—. Bueno, yo también iré a ver cómo está mihermana. A lo mejor le ha dado artritis deformante y no consigue atarse los zapatos ella sola.

—Vamos, abuelo, vente —ordena Daniela—. La gente que la oye no se asombra, porquecree que aquel gato se llama Abuelo. No tiene nada de raro: hay también gatos que se llamanBartolomé o Gerundio.

En cuanto llega a casa el gato-don Antonio salta a su butaca preferida y agita dignamenteuna oreja en señal de saludo.

—¿Has visto? —dice Daniela muy contenta—. Es el abuelo.—Es cierto —confirma Nino—. También el abuelo era capaz de mover las orejas.—Está bien, está bien —dicen los padres ligeramente confusos—. Y ahora, moraleja: a la

mesa.Pero los mejores bocados son para el gato-abuelo. Para él chicha, leche con azúcar,

galletas, caricias y besos. Quieren ver cómo ronronea. Hacen que les dé la patita. Le rascan lacabeza. Le ponen debajo un cojín bordado. Le preparan un váter con serrín.

Después de comer el abuelo sale al balcón. Al otro lado de la calle, en otro balcón, está la

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gata-maestra que vigila a los canarios.—¿Qué tal ha ido? —le pregunta.—Como la seda —responde ella—. Mi hermana me trata a cuerpo de rey.—Pero ¿te has dado a conocer?—¡No soy boba! Si sabe que soy yo, es muy capaz de hacer que me encierren en el

manicomio. Me ha dado la manta de nuestra pobre mamá, que antes ni me permitía mirar.—Yo no sé —dice el gato-don Antonio—, a Daniela le gustaría que yo volviese a ser el

abuelo. Me quieren todos una barbaridad.—Qué necio. Te encuentras en Jauja y lo echas a perder. Ya verás cómo te arrepientes.—No sé —repite él—, casi, casi lo echo a cara o cruz. Tengo tantas ganas de fumarme una

tagarnina…—Pero ¿cómo harás para cambiar de gato a abuelo?—Es sencillísimo —dice don Antonio.Y en efecto, va a la plaza Argentina, salta la barra de hierro en sentido contrario a la

primera vez y en lugar del gato reaparece un anciano señor que enciende su cigarro. Regresaa casa con un poco de susto. Daniela, cuando lo ve, salta de alegría. En el otro balcón la gata-maestra abre un ojo en señal de buena suerte, pero farfullan para sí: «Qué necio».

En el balcón está también su hermana, que mira a la gata con ojos dulces y mientras tantopiensa: «No debo encariñarme demasiado con ella, porque después, si se muere, sufro y medan palpitaciones».

Es la hora en que los gatos de los Foros se despiertan y salen a cazar ratones. Los gatosde la Argentina se congregan a la espera de las mujercitas que les llevan cariñososcartuchitos. Los gatos del San Camilo se disponen en los parterres y los senderos, uno bajocada ventana, esperando que la cena sea mala y los enfermos se la tiren a escondidas de lamonja. Y los gatos vagabundos que antes eran personas, se acuerdan de cuando conducíanautomotores, hacían girar tornos, escribían a máquina, eran guapos y tenían una novia.

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Miss Universo de ojos de color verde-venusDelfina, ¿quién es? Es la parienta pobre de doña Eulalia Borgetti, que tiene una

lavandería en seco en Módena, en Canal Grande. Las hijas de la viuda Borgetti, Sofronia yBibiana, se avergüenzan un poco de una prima tan pobre, siempre vestida con una bata gris,siempre en la lavandería ajetreada con las máquinas, limpiando chaquetas de reno,planchando pantalones y camisas. Entre ellas dos la llaman «esa tipa». Saben que su madrela tiene por caridad, por compasión, y porque rinde como dos obreras y no cuesta un chavo deimpuestos. Pero a veces también ellas se conmueven y la llevan al cine, donde la mandan algallinero, mientras ellas van a butaca.

—Tienen un corazón muy grande, mis crías —dice doña Eulalia, muy pendiente de queDelfina no se sirva una segunda loncha de cerdo.

Pero Delfina no se la sirve. Y bebe agua. Y al postre come manzanas, no clementinas. Ylava los platos, mientras Sofronia y Bibiana comen bombones. Y hasta va a misa, porquealguien de la familia tiene que ir.

No va al gran baile de la elección de Presidente de la República de Venus. Van su tía ysus primas, en la astronave de la Cámara de Comercio. Va media Módena, va media Europa.Mirando al cielo se ven cientos de cohetes con colas de fuego, como muchas estrellas quecayeran hacia arriba, en vez de hacia abajo. Dicen que los bailes de Venus son una maravilla.Llegan allá jóvenes y muchachas de todos los rincones de la Vía Láctea. Naranjada a chorros,chupa-chups gratis para todos.

Delfina suspira y entra en la tienda. Tiene que acabar de planchar el traje de la señoraFoglietti, que se lo pondrá mañana por la noche para ir a la ópera, donde echan la Cenicientadel maestro Rossini. Un traje precioso, todo negro, bordado en oro y plata: parece una nocheestrellada. Para el baile de Venus la señora Foglietti no puede ponérselo, porque lo llevó yahace dos meses a la elección de otro presidente. Allá arriba nombran tantos presidentes parapoder dar muchos bailes.

Delfina piensa (erróneamente, pero ella no puede saberlo) que no sucederá nada, nibueno ni malo, si se prueba ese lindo vestido. Y en efecto, se lo prueba, y le sienta demaravilla, como dice el espejo, guiñándole un ojo. Delfina da dos o tres pasos de danza, llegaa la puerta de la lavandería y, como la calle está desierta, sale al exterior bailando de unaacera a otra. De repente oye voces, un rumor de pasos. Dios mío, tiene que esconderse.Justamente hay una astronave de tipo familiar aparcada allí al lado. Se llama Hada II, peroeso no le impide tener la portezuela abierta. Delfina se cuela dentro, se hunde en el asientoposterior. ¡Ah, qué hermoso sería partir, así, irse de paseo entre las estrellas, sin meta, sindeberes, sin tías adustas, sin primas cotillas, sin clientes pelmas…!

Los pasos y las voces se acercan, están aquí. La portezuela anterior del misil se abre. ADelfina le da tiempo de reconocer a la pareja que entra, y se deja caer al suelo, para poderfingir que no está allí:

—¡Madre mía! ¡La propia señora Foglietti! Si me ve con su traje…—Pero que no se nos haga tarde —está diciendo la señora Foglietti a su marido, el

caballero Foglietti, propietario de una fábrica de accesorios para abrelatas—. A las doce en

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punto nos venirnos, porque mañana quiero ir a Campogalliano a comprar huevos frescos.El señor Foglietti farfulla una respuesta con Firma ilegible. Rasca una cerilla para

encenderse el pitillo; simultáneamente aprieta la tecla de la puesta en marcha. El cohete daun salto a la velocidad de la luz (más dos centímetros al segundo inmuto) y, antes de que seapague la cerilla, ya han llegado tan ricamente al planeta Venus.

Delfina espera a que el señor y la señora Foglietti desciendan a tierra y se alejen; despuésdice: «Bueno, ya que estoy aquí, voy también yo a echar un vistazo a la fiesta. Habrá tantagente que seguramente la señora Foglietti no me verá, ni a uní ni a su traje».

El palacio de la presidencia está allí a dos lasos. Tiene un millón de ventanas iluminadas.En la sala de baile hay setecientos cincuenta mil bailarines que están aprendiendo la nuevadanza, llamada Saturn. El sitio ideal para bailar de incógnito.

—Señorita, ¿me permite?El que se ha dirigido a Delfina es un guapo mozo alto, elegante, con la fuerza de los

nervios relajados.—Acabo de llegar, no sé aún el Saturn.—Es facilísimo; yo le enseño. Se parece un poco al tango-vals y a la samba-gavota. Es

casi como andar. ¿Ha visto?—Sí, es sencillo. Nosotros, sabe, estamos aún con el minué-twist.—Usted es terrestre, ¿no?—Sí, de Módena. Y usted es venusiano: se nota por el pelo verde.—Pero también usted tiene una bellísima cosa verde. Y verde-venus: sus ojos.—¿De veras? Mis primas siempre dicen que tengo ojos de color achicoria.Delfina y el joven venusiano bailan ese baile y veinticuatro más. Lo dejan sólo cuando la

música calla y los altavoces, en todas las lenguas de la Vía Láctea, difunden el anuncio deque dentro de unos minutos el Presidente de Venus premiará a la más bella de la fiesta.

«¡Feliz ella! —piensa Delfina—. Pero ¿no será hora de que escape? Menos mal, sonapenas las once y media. Los Foglietti se marchan a las doce en punto. Tengo por fuerza queregresar a la tierra en su astronave. Me esconderé en el asiento de atrás, como a la venida».

Mientras ella reflexiona sobre estas y otras cosas de máxima importancia, dos señores conuniforme de gala se le acercan, la agarran de un brazo y la acompañan hacia el palco de laorquesta.

«Adiós —piensa Delfina—. Quizá la señora Foglietti me ha visto y me ha denunciado porrobo de traje de noche. Quién sabe adónde me llevan estos guardias venusianos».

La llevan al mismo palco. A su alrededor estallan los aplausos.«Esquiroles —piensa poco amablemente Delfina—. Ni siquiera dudan de que pueda

tratarse de un error judicial: aplauden a los guardias que me detienen. Pero yo no hablo másque en presencia de mi abogado».

—Señoras y caballeros —dicen los altavoces—, aquí está el Presidente.¿Qué? ¿El Presidente? Pero ¡es el joven que ha bailado con Delfina toda la noche! Lo

único que faltaba es que… Exactamente. Es el Presidente (le la República venusiana.Proclama a Delfina «Miss Universo» y le sonríe, mientras los lacayos de la presidenciadepositan a los pies de Delfina toda clase de regalos: una estupenda nevera, una lavadoraautomática con veintisiete programas, frasquitos de champú, tubitos de dentífrico, cajas depastillas contra el dolor de cabeza y el mareo espacial, un abrelatas de oro (ofrecido por laempresa Foglietti (le Módena, Tierra), etcétera.

—El Presidente —proclama el altavoz— entregará ahora a la señorita un anillo con unapiedra del color de sus ojos.

Los dedos le tiemblan a Delfina mientras el Presidente está a punto de ponerle el anillo…Pero de pronto sus ojos corren al relojito de pulsera: ¡falta un minuto y medio para las doce! ¡laastronave! ¡la lavandería en seco!

Delfina se estremece como si le hubiera picado una avispa. Deja caer el anillo, salta del

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palco, hiende a la carrera la muchedumbre, que naturalmente sabe cómo comportarse y poreso le abre paso. El Hada II está aún allí en el parking; por suerte, los Foglietti se hanretrasado un poco. Se ve que han querido asistir a la proclamación de «Miss Universo». Mejoreso que perder el paraguas cuando llueve. Delfina se desliza en su sitio, fingiendo estar enotro lugar, y espera.

—Qué raro —dice la señora Foglietti a su marido mientras se preparan para partir—, lachica que bailó toda la noche con el presidente, la que estaban premiando ahora mismo…

—Guapa muchacha —dice el señor Foglietti—. ¿Viste cuánto agradeció nuestro abrelatasde oro? Es una entendida.

—Quería decir —continúa la señora—, ¿no te parece que llevaba un vestido idéntico,clavadito al mío? Ya sabes, ese negro bordado de oro y plata que cuesta quinientas…

—¡Qué va!—Si no supiese que mi traje está en la lavandería…El señor Foglietti enciende un cigarrillo. Y tocan tierra, en Módena, antes de que haya

tenido tiempo de echar la primera nubecita de humo.A la mañana siguiente Sofronia y Bibiana van a presumir a la lavandería, ante Delfina, de

todo lo que han visto, hecho, dicho, sentido.—Casi hemos bailado con el Presidente.—Yo casi le toqué en un brazo.—Lástima que tenga ese defecto.—¿Qué defecto?—Bueno, ese pelo verde como la achicoria. Yo, si fuera su mujer, se lo haría teñir.—¿Está casado?—Casi. Dicen que se casará con Miss Universo. Una rubita un poco chalada. Figúrate que

a medianoche escapó porque, dicen, si vuelve a casa después de las doce, su madre le pega.Y Delfina callada.Por la tarde toda Módena está alborotada. Embajadores del planeta Venus están

recorriendo la ciudad, casa a casa, para una misión extraordinaria, con dobles gastos de viajepagados.

—¿Qué hacen? ¿Qué buscan?—Figuraos: dicen que la Miss Universo era una de Módena.—De Módena o de Rubiera.—Con la confusión se olvidaron de preguntarle cómo se llamaba. Y el Presidente

venusiano quiere casarse con ella hoy mismo, si no presenta la dimisión y se retira a unaestación de gasolina.

Los embajadores van por ahí con un anillo, comparan el color de la piedra con el de losojos de las muchachas, pero jamás los encuentran iguales.

Sofronia corre a probarse el anillo.—Señorita, ¡pero usted tiene los ojos negros!—¿Qué importa? Tengo los ojos cambiantes. Ayer por la noche podía tenerlos del color

que dicen ustedes.Corre Bibiana a probarse el anillo.—Señorita: usted tiene los ojos castaños.—¿Qué quiere decir? Si el anillo me va, soy la que ustedes buscan.—Señorita, déjenos trabajar.Anda que te andarás, llegan al Canal Grande; están en las inmediaciones de la lavandería

Borgetti. Pero antes que ellos entra en la lavandería la señora Foglietti, a recoger su traje.—Aquí lo tiene —dice Delfina, temblorosa.—Pero ¡aún no está planchado! —protesta la señora Foglietti.—¿Qué significa esto? —dice doña Eulalia—. ¡Tenía que estar listo ya ayer a la puesta del

sol! ¿Qué historias son éstas?

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Delfina palidece. Y como en ese mismo momento aparecen en el umbral los embajadoresvenusianos de uniforme, y ella los confunde con guardias, y cree que han venido por el robodel vestido, se le ocurre desmayarse.

Cuando vuelve en sí, se encuentra sentada en la mejor silla de la tienda, y a su alrededorembajadores, primas, tías, clientes y una gran multitud, dentro y fuera de la puerta, todos enéxtasis, todos a la espera de que abra los ojos.

—¡Eso es, mirad! —gritan los embajadores—. Ahí tienen los ojos de color verde-venus.—¡Y ése es el vestido que Miss Universo llevaba ayer por la noche! —grita triunfante la

señora Foglietti.—Yo… —balbucea Delfina—, yo… me lo puse… pero no lo hice a propósito…—Hija mía, ¿qué dices? ¡Ese traje es tuyo! ¡Qué honor para mí! ¡Qué honor para mí! ¡Qué

honor para Módena y Campogalliano! ¡Nuestra Delfina Presidenta del planeta Venus!Etcétera, etcétera. Se suceden las felicitaciones.Esa misma noche Delfina parte hacia Venus, se casa con el Presidente de la República, el

cual, para estar en su compañía, presenta la dimisión de su cargo y vuelve a su trabajo, en unsurtidor de carburante fotónico para astronaves. A los venusianos les toca elegir otroPresidente y dar otro baile. Va a él también la señora Foglietti, llevando a Delfina recuerdosde su tía, de Bibiana y de Sofronia, que se han ido a tomar las aguas a las termas deChianciano. Y le lleva también una estupenda docena de huevos frescos, comprados enCampogalliano.

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Piano Bill y el misterio de los espantapájarosAllá arriba, allá arriba, entre los montes de la Tolfa, donde las setas son siempre

robellones y los castaños nunca tienen gusanos; pero a veces también allá abajo, abajo, en laLlanura de las Babosas, donde las aguas del Mignone vagan sin una idea concreta, merodeaun solitario cowboy. Es Bill El Oriolés, así apodado porque es hijo de un ganadero de OrioloRomano. Los tolfetanos, por evidentes razones, le llaman el Forastero. Pero su verdaderonombre de batalla es Piano Bill.

Oís en el aire las célebres notas de la Canción de la Zorra, del Microcosmos de BélaBartok, número 95, volumen tercero, página 44. Es Bill quien la toca, en su fiel piano. Juntosescalan las laderas del Monte Tosto, o acampan allá, hacia la Ribera Roja, donde de nuevovagan revueltas las aguas del Mignone. Juntos cabalgan, Bill delante en su caballo blanco, elpiano detrás en su caballo negro Pianoforte Bill. Piano Bill. Cuando se detiene por la noche elsolitario cowboy, antes aún de montar la tienda y de encender el fuego para mantener adistancia a los sheriffs, descarga el piano e inicia fugazmente las Treinta y Tres Variacionesde Beethoven sobre un vals de Diabelli.

Los campesinos del valle, mientras se van a la cama, se dicen unos a otros:—Ahí está Piano Bill que inicia fugazmente las Treinta y Tres Variaciones . Excelente

pulsación.El Sheriff de la Tolfa, que desde hace días y días da caza a Piano Bill para ponerlo a la

sombra, sigue el eco como una pista sonora y se regocija para sí:—Esta vez, Forastero, no te me escapas.Y en efecto, mientras el solitario cowboy saborea un cochinillo asado a la brasa, el Sheriff

se le acerca, se le acerca aún más y más, está dispuesto a saltar en nombre de la Ley. PeroBill, que tiene un oído muy fino, advierte el desplazamiento del aire y sin siquiera volverse ledice:

—Quieto con esas esposas, Sheriff. Aquí estamos en territorio de Canale Monterano; notiene usted la menor autoridad sobre mí ni sobre mi fiel piano.

—Eres astuto, Forastero —barbota el Sheriff. Pero no te librarás con una Mazurca deChopin el día en que te eche mano.

Piano Bill alza sin esfuerzo aparente una ceja:—Toco muy raras veces Chopin —dice—, y más que nada los Estudios. He notado que las

Mazurcas hacen llover. Y por otra parte quisiera saber por qué me está persiguiendo con tantasaña.

—Eres curioso, Forastero. Pero te lo diré. En los últimos tiempos han desaparecidonumerosos espantapájaros. Más de doce, para ser exactos. Diversos testigos de ambos sexoste acusan. El Ayuntamiento ha comprado ya la cuerda para ahorcarte. Se ha convocado unconcurso entre los carpinteros para prepararte la caja. Nosotros, con los ladrones, hacemoslas cosas en regla.

Piano Bill reflexiona. También él ha notado, en sus vagabundeos solitarios, ciertoenrarecimiento de los espantapájaros. Está dispuesto a apostar por su inocencia; pero no dicenada. Toca algunas Escenas del Bosque de Schumann y se acuesta tranquilamente en su

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saco de dormir, tras haber tapado al fiel piano con la adecuada funda de plástico gris. ElSheriff se acuesta no muy lejos, decidido a capturar al Oriolés con una estratagema cuandoesté bien dormido. Pero sucede que se duerme primero él. Cuando lo oye roncar, Piano Billvuelve a cargar el piano en el caballo, monta a la silla él mismo y reanuda su fatal marcha,bordeando el curso disparatado del Mignone.

Anda que te andarás, llega a la fuente del agua mineral, bajo la Rota, y baja a beber. Es unagua que facilita la digestión, y quien bien digiere lleva medio camino andado. En efecto,mientras bebe se le pasa por la cabeza que precisamente allí, en el campo contiguo, hanrobado un espantapájaros y decide ir a echar un vistazo o dos. Al segundo vistazo descubreun valioso rastro: una minúscula escama de jabón desodorante Belnik, conocido como «elamigo de las chicas».

«Bill —se dice a sí mismo el solitario cowboy—, dicho jabón de dicha marca no puedehaber pertenecido el espantapájaros, sino a una persona, masculina o femenina, que combinala escucha de la publicidad radiofónica con la higiene de las axilas. Busca, pues, el transistory el ladrón será tuyo».

Pone los caballos al trote, repasando mentalmente las Variaciones Goldberg, de JuanSebastián Bach (especialmente la Quince, canon a la quinta con movimiento contrario,andante, con dos bemoles en clave) y explora con atención la campiña circundante, baja alcañón de las Termas de Stigliano, hace una parada en las Escalerillas, vuelve a subir entrelas ruinas de Monterano. Así durante días y días, deteniéndose sólo para lavarse los piesdonde el Mignone, o la Lenta, disminuyendo su carrera, forman modestos laguitos que laspoblaciones ribereñas llaman justamente «bañaderos». Piano Bill se lava los pies en elbañadero del Tártaro, en el Bañadero de Tomasín, en el bañadero del Ovejero (llamado asídesde el día en que se ahogó un pastor tratando de salvar a una Oveja; cosa que a Piano Bill,que posee de incógnito el récord mundial de los cinco metros rana, no le habría ocurrido). Ypor fin un buen día detiene los caballos con perfecta maniobra y se pregunta sonriendo: «¿Meequivoco, o esa música es la Estrella de Novgorod, tocada por la orquesta de fiero Piccioni?No, no me equivoco. Donde está la Estrella de Novgorod está una radio; donde está una radioestá el jabón; donde está el jabón, está el ladrón».

Siguiendo la Estrella, Piano Bill descubre la entrada de una tumba etrusca abandonada asu suerte por la Dirección General de Bellas Artes y Antigüedades. Echa pie a tierra, sindescargar su fiel piano. Se acerca a la abertura. Escucha cautelosamente. Mira. Estudia lasituación. Pero no la estudia bastante bien: se le escapa el Sheriff, que está al acecho sobreuna encina y, como un mentiroso que es, finge de maravilla estar en otro sitio. ¡Cuidado, Bill!No hay nada que hacer. El Sheriff lo ha atrapado a lazo y se permite todavía reírsesatánicamente:

—No daría un cuarto de dólar ni un cuartillo de blanco seco por tu cuello, Forastero. Tupiano no te sirve de gran ayuda en este momento. Por otra parte, te lo he dicho más de unavez: la música es inútil, y si en vez de Bach hubiera nacido una cabra, habría sido muchomejor para el cabrero.

Oyendo insultar a su músico preferido, Piano Bill siente una punzada en el corazón.—¡Te haré tragar esas palabras! —exclama.El Sheriff se le ríe en su cara. Después salta de la rama directamente a la silla del caballo,

como ha visto hacer en el cine. Pero de la tumba etrusca sale un osado jovenzuelo, que cortala cuerda con su cuchillo de boy-scout, provisto también de sacacorchos, lima de uñas ymechero de gas. Así, cuando el Sheriff pica espuelas, galopa hacia la Tolfa, arrastra tras sí lacuerda, sí, pero a la misma no va sujeto prisionero alguno.

El jovenzuelo hace entrar a Piano Bill, a sus caballos y a su fiel instrumento en la tumbaetrusca. El Sheriff se da cuenta de que la cuerda es ligera, se vuelve; ve sólo una vaca quepasta apaciblemente y se daría de patadas de rabia, pero no lo consigue. Vuelve sobre suspasos, pide los documentos a la vaca para estar seguro de que no se trata de Piano Bill

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disfrazado de bovino en estado silvestre. La vaca responde educadamente: «¡Muuuu!», queseguramente significa muchas cosas, pero el Sheriff no entiende ni una sola.

Mientras tanto, en la tumba etrusca, Piano Bill y su osado salvador se presentan.—Yo soy Bill El Oriolés.—Encantadísimo. Yo soy Vincenzino.De las entrañas de la tumba se adelanta otro jovencito.—¿Vincenzino también usted?—No, yo soy Vincenzina —responde una voz femenina. ¡Sorpresa! ¡El jovencito es una

jovencita! Pero a la experta mirada de Piano Bill no se le escapa un detalle significativo:Vicenzina viste una chaqueta de cuadros verdes y morados, descosida por varios sitios, queel cowboy recuerda haber visto a un espantapájaros…

—¿Usted utiliza jabón desodorante Belnik? —pregunta a quemarropa.La chica responde ingenuamente que sí.—Esa radio ¿es suya? —acosa con astucia Piano Bill, señalando un aparato de

transistores del que se difunde un aria de Chaikovsky transcrita para zambomba y dulzaina.—Es mía —confiesa Vincenzina—. Sin mi radio, me sentiría huérfana.—Conque es usted —concluye Piano Bill— la ladrona de espantapájaros.—Cuidado con las palabras, Forastero —se entromete Vincenzino—. ¡Yo te salvo la vida y

tú ofendes a mi novia! Más bien, en vista de que tenemos un enemigo común, ¿por qué nonos entendemos?

Un punto de interrogación tras otro, Piano Bill se entera de la entera historia. Vincenzino yVincenzina están enamorados en secreto; pero en Vincenzina ha puesto sus ojos el Sheriff,dándose aires de Don Rodrigo;[5] por eso se han echado al monte, y viven de bayas, raíces ypeces pescados a mano entre los guijarros desordenados del Mignone.

Vincenzina ha huido con su minifalda, su radio y su jabón desodorante; paraproporcionarle ropas más apropiadas para una chica perseguida y prófuga, Vicenzino roba losespantapájaros.

—Comprendo —dice generosamente Piano Bill—, pero ¿por qué más de doce?—Cada mujer tiene su punto flaco —le confía Vincenzino.Lo llevan a otra parte de la tumba, que es un dos habitaciones sin servicios; allí están

todos los trajes de los espantapájaros colgados en hilera, como en un guardarropa.—Tengo que tener algo para cambiarme —se justifica Vincenzina, bajando los párpados

sobre los ojazos—. No voy a salir todos los días y a todas las horas con el mismo traje.—Más que justo —reconoce Piano Bill, corazón de caballero.Al atardecer, tras haber concertado con Vicenzino las oportunas medidas para

desenmascarar al Sheriff, enemigo del amor y de la música, abandona la tumba, no sinrecomendar a Vincenzina que baje el volumen del transistor.

—E incluso —agrega—, prueba por una vez a escuchar el Tercer Programa. Hoy radian unconcierto del pianista Emil Gilels, que tocará obras de Scarlatti, Prokofiev y Shostakovich:nada mejor para robustecer el espíritu ante la inminencia del choque final.

Anda que te andarás, al llegar a las cercanías de la Tolfa ata sus caballos a un castaño,esconde el piano detrás de una vaca, se disfraza de peregrino que hacia Roma camina paraque lo case el Papa con su prima, atraviesa el pueblo de incógnito y mete bajo la puerta delSheriff una nota que dice: «Te espero mañana a mediodía de fuego para un reto infernal.Piano Bill».

Vuelve sobre sus pasos, da una vuelta por los campos para poner todos losespantapájaros en su sitio y se retira a la soledad a ensayar en su fiel piano El arte de la fugade Bach, que ningún pianista del mundo ha logrado jamás tocar entero por sí solo.

—Huele a pólvora —dicen los campesinos, estremeciéndose en sus lechos—. Piano Billestá ensayando de nuevo El arte de la fuga. Excelente, por lo demás, la pulsación.

A las doce menos cinco todos los tolfetanos se retiran a sus casas, atrancan puertas y

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ventanas y engullen sus spaghetis. A las doce menos tres el Sheriff aparece por un extremode la plaza, con una pistola en cada mano, otras dos metidas en el cinturón y una quintaoculta bajo el sombrero. A las doce menos uno, por el otro extremo de la misma plaza (¡miraqué casualidad!) aparecen el Oriolés, su piano, Vincenzino que lleva de la mano a Vincenzinay Vincenzina que lleva en la mano el transistor. Piano Bill se apea del caballo, descarga elpiano y lo empuja sobre las adecuadas ruedecitas.

—¡No vale! —grita el Sheriff—. ¡En los retos infernales no se admiten escudos!—Te hago observar —replica Piano Bill—, que yo no llevo armas, porque estoy en contra

del humo de los disparos. Pretendo hacerte frente con mi piano, de hombre a hombre.El Sheriff se carcajea, alza una pistola, está a punto de apretar el gatillo… Pero en ese

momento sale del piano un tema de tal fuerza que el indigno representante de la ley sienteuna punzada en el bazo, otra en el píloro, una tercera en la nuez de Adán. Se lleva las manosal cuello, cae al suelo, rueda por el polvo. Los tolfetanos abren las ventanas a tiempo de oírlosollozar:

—¡Basta! ¡Basta! ¡Confieso! ¡Bach es grande, el Oriolés es inocente, Vincenzina puedecasarse con su primer amor, que jamás se olvida!

Eso es cuanto quería oírle decir Piano Bill. El resto puede imaginarse. Los dos jóvenescontraen justas nupcias y quieren que los acompañe Piano Bill.

—Tocarás para nosotros el Ave María de Schubert —dice Vicenzina.Una mueca de dolor se dibuja en el rostro del cowboy, curtido por la intemperie:—No puedo —murmura—, de Schubert, si os empeñáis, os toco la parte del piano en el

quinteto La Trucha…Pero Vicenzina quiere a toda costa el Ave María, porque antes que ella la han tenido la

hija clel alcalde, la hija de la maestra, su hermana Carletta y su cuñada Rossana.—Lo siento —murmura con un hilo de voz el honrado cowboy—. Es superior a mis fuerzas.

Disculpadme, amigos.Piano Bill espolea el caballo y se aleja al galope, para volver a su soledad… Pues bien,

vete, solitario cowboy: que las aguas irracionales del Mignone te acompañen cuando tocasMozart en tu fiel piano, y hasta las nubes cruzan el cielo de puntillas para no perder ni siquierauna fusa de esa música divina.

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Marco y Mirko, el diablo y la señora De MagistrisMarco y Mirko, como ya he dicho una vez (después no lo volveré a decir), son dos

hermanos gemelos, iguales en todo y por todo. Pero es fácil distinguirlos, porque Marco llevasiempre consigo su martillo de mango blanco y Mirko su martillo de mango negro. Sus padres,en cambio, se distinguen porque el padre, don Augusto, tiene una tienda de electrodomésticosmientras que en cambio su madre, doña Emenda, tiene una tienda de ropa para perros. ¿Estáclaro?

Marco y Mirko están solos en casa haciendo los deberes. «Tema —dicen los deberes—:hablar del diablo».

Tras haber escrito «Redacción», los dos hermanos se consultan:—Y, ahora, ¿qué decimos del diablo?—Digamos que es bobo —sugiere Mirko.—Por mí, sí —aprueba Marco—. Pero hay que decir por qué.—El diablo es bobo —dice Mirko— porque mata moscas con el rabo.Mientras escriben esta importante proposición, sin olvidarse de poner con b la palabra

«rabo», llega un ruidito de la cocina. Se oye como alguien que está lanzando al aire chorritosde algo: «fishhh, fishhh, fishhh». Hacen una descubierta: es el diablo, que se está dedicandoa un trabajito.

—Vais a ver ahora —dice el diablo—. Ya he matado cinco moscas con spray y ahora voy amatar cinco más. Así dejaréis de escribir estupideces.

Es un diablillo no muy grande, pero enfadadísimo. Se puede deducir por los cuernos quehumean y por la cola que golpea con violencia el suelo.

—En mi opinión —observa Marco— sería preferible un matamoscas.—También pienso lo mismo —dice Mirko—. Porque, para matarlas de cinco en cinco, te

daba igual hacerlo con el rabo.—No tratéis de confundirme las ideas —dice el diablo—. Porque en esta cocina hay

muchas moscas, y tengo mucho que hacer para matarlas sin usar el rabo. Y cuando hayaacabado, os meteré en una olla, os taparé bien tapados y os herviré.

—Imposible —dice Mirko.—Claro —dice Marco—. Hoy hay huelga de gas. De hervir, nada.—Me importa un pepino la huelga —dice el diablo—, si quiero fuego, me lo hago yo

mismo.—Pues entonces es también un esquirol —concluyen con una ojeada los dos gemelos,

escandalizados.—Ya está —dice el diablo—. No queda ni una mosca con este spray. Para que luego me

vengan con viejos proverbios.—Veamos —dice Marco—, lanza su martillo contra el bote de insecticida, que hace

«¡deng!» y rocía el fregadero.—Tenía que hacer «¡dang!», no «¡deng!» —critica Mirko—. Se ve que ha usado un

material inferior. Veamos ahora esa olla.El martillo de Mirko vuela a golpear la olla, que hace «¡dong!» y cae al cubo de la basura.

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—Está todo equivocado —dice Marco—. Ha hecho «¡dong!». Cosa de locos. Jamás nosdejaremos hervir en una olla tan falsa y sofisticada.

—Eso ya lo veremos —anuncia el diablo, recogiendo los objetos perdidos.—¿Qué es lo que veremos? —pregunta Mirko.Mientras tanto los martillos, tras haber cumplido con su deber, regresan corriendo a las

manos de los dos gemelos, porque son martillos amaestrados: para ellos imitar un boomeranges una broma de cuando no tienen nada que hacer.

—Veremos cuánto tardaréis en coceros —dice el diablo—. E inmediatamente se da cuentade que ha dicho una mentira, como auténtico padre de la mentira, porque lo que ve son lasestrellas, a causa de los martillos que le picotean los cuernos como si tuvieran que hacerse enellos un nido.

—¡Ay! —chilla el diablo.—Bien dicho —aprueban Marco y Mirko.—¡No vale! —protesta el diablo—. Teníais que temblar como azogados, arrojaros a mis

plantas a pedir perdón, vertiendo lágrimas amargas. Y acabad ya con esos martillos, que meestá entrando dolor de cabeza. ¡Ayyyyyyy!

—¿Te rindes?—Me rindo.—¿Cómo te llamas?—Osvaldo.—Pues vuelve al infierno y tómate un caldo.El diablo se avergüenza mucho, golpea el suelo con un pie y desaparece. Lo último que se

ve es una nubecita que se mete entre las baldosas, rápida como un ciempiés cuando escapaperseguido por una escoba. Se presenta al mando de su legión, y hace su informe:

—Como lo oís, los gemelos Marco y Mirko no sienten el menor respeto por el diablo.El comandante se pone hecho una furia. Está que se lo llevan todos los diablos. Agarra a

uno y le ordena que regrese a la tierra, calle tal, número cual, para dar una lección a esos dosgolfillos.

Estos siguen haciendo los deberes.—¿Qué escribimos ahora? —pregunta Mirko.—La pura verdad —dice Marco—, lo que hemos visto: que el diablo tiene pantalones de

cuadritos.No les da tiempo a escribir esta histórica proposición pues se oye llamar a la puerta. «Toc-

toc.»—¿Quién es?—Soy el diablo.—¿El de antes u otro?Por toda respuesta el diablo entra por el agujero de la cerradura, con un silbido. Primero es

fino como un pelo, pero en cuanto toca el suelo se convierte en un perro lobo con orejas queechan humo y, tras haber ladrado un par de veces, se convierte en un búho con ojos de fuego.Va a colgarse de la araña: todas las bombillas se apagan y quedan encendidos sólo los ojos.

—¿Y qué más? —preguntan Marco y Mirko.—¿No os habéis asustado?—No, porque no has hecho: «¡bu-bu, tururú!».El búho salta al suelo y se convierte en un Drácula, con unos dientazos puntiagudos que

desprenden chispas.—¿Os he metido miedo?—Ni pizca. Te has vuelto a olvidar de hacer: «¡bu-bu, tururú!». Y eso que acabábamos de

decírtelo. Tienes los dientes largos, pero la memoria corta.—Menos cuentos —anuncia el diablo—. Ahora os meto en mi saco y os llevo conmigo.—Ni lo sueñes —dice Marco—. Mamá no quiere que salgamos de casa, y nosotros somos

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niños obedientes.—Por eso, ahora —concluye Mirko—, te partimos los dientes.Los martillos salen a toda velocidad en dirección exacta y los colmillos de Drácula rompen

en cien pedazos, que caen en las baldosas y hacen «ding, ding», y después se disuelven etun ligero chirrido de mantequilla en una sartén, diablo se transforma en una mosca y va aposarse en el cristal de una ventana.

—Aquí no podréis hacerme nada —dice—. ¿No querréis romper los cristales a martillazos,no?

—El hermano de papá es cristalero —comunica Marco.—Y nos pone los cristales gratis —precisa Mirko.—¡Un tío cristalero! ¡Eso es demasiado! —chilla el diablo.Golpea con una patita en el cristal y desaparece, dejando una marquita negra,

exactamente igual que una cagadita de mosca y nada más.Cuando se presenta en la legión a hacer su informe, el comandante se da a todos los

diablos.—¡Sois unos tragafuegos de pega! —chilla, echando humo por las narices y por las uñas

—. ¡Ahora subo yo y os enseño, atrasados mentales!Marco y Mirko siguen haciendo sus deberes. Escriben en sus cuadernos (con la mano

izquierda, porque con la derecha deben sujetar los martillos): «El diablo tiene mucho miedo alos niños».

El diablo comandante de la legión aparece directamente sobre los cuadernos, en forma dedibujito. Un dibujito raro, que guiña el ojo, suelta olor a azufre y produce un silbidoensordecedor. Después sale del dibujito y es un diablazo de tres metros de alto, ancho comoun sofá, que con una mano agarra a Mirko, con la otra a Marco y aún le queda la cola paraprivarlos de sus martillos.

—Maleducado —dicen por turno los dos gemelos—. No se entra en las casas ajenas sinpedir permiso. Se lo diremos a nuestro papá.

El diablazo los mantiene alzados ante su nariz para observarlos a sus anchas.—Tiene los ojos rojos —dice Marco—, no le vendría mal un poco de colirio.—Si quiere —remacha Mirko—, puedo aconsejarle un buen desodorante. Aunque quizá

bastase con que se duchara un poco más a menudo. Apesta a chamusquina, ¿sabe?El diablazo se carcajea:—Bla-bla-bla, ya veremos si tenéis aún consejos que darme cuando os haya asado a

fuego lento.En ese momento se oye un ruido de llave en la cerradura. La puerta se abre y una voz

cavernosa dice:—Bu-bu, tururú.El diablazo se espanta y deja caer a Marco, Mirko y los dos martillos.¿Quién será, quién no será? Es la señora De Magistris, una solícita vecina de la casa a la

cual los padres de Marco y Mirko, cuando se ausentan, encomiendan sus tesoros. Viene acomprobar si necesitan algo, si han roto demasiados platos, si han derruido algún armarioempotrado.

La señora De Magistris ve al diablo escondido detrás del sofá y va por la escoba:—¿Quién es usted? ¡Salga inmediatamente de ahí!El diablo, cuando ve la escoba, se alegra una barbaridad, pensando que la señora De

Magistris es una bruja. Sale al descubierto y trata de recobrar el terreno perdido, pero los dosmartillos no le dan oportunidad: el del mango blanco lo golpea en la cola, el del mango negrolo golpea en los cuernos, sin piedad.

—Señora —ruega el diablo entre una mueca y otra—, ¡hágales que se estén quietos deuna vez!

—Vamos, vamos —dice la señora De Magistris—, dejad en paz a ese pobre diablo. Veo

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que no tiene malas intenciones. No hay que tratar así a los pobrecillos que piden limosna,sino darles las sobras de la comida y a lo mejor una moneda falsa, para que se puedan hacerilusiones.

—Muy bien, señora —dice el diablo—, bien dicho.Marco y Mirko le conceden una tregua, que el diablo aprovecha para desaparecer. La

señora De Magistris ni siquiera se da cuenta, porque ha ido a la cocina en busca de restos.Vuelve con un plato de pulmón picado, que es la comida del gato, pero no ha encontrado otracosa.

—¿Se ha marchado? ¿Lo habéis hecho huir? A mí me parecía un buen diablo. Bueno,paciencia. Venid aquí ahora, que para que se os pase el susto os contaré la historia deCaperucita Roja.

Marco y Mirko palidecen. Un temblor de espanto los atraviesa como una sacudidaeléctrica.

—No —se rebelan—. ¡Por favor, no! ¡Caperucita Roja, no!—Pero ¿por qué? —dice la señora De Magistris—. ¡Si es un cuento precioso! A mí me

gustaba mucho, cuando era pequeña. Conque: Érase una vez una linda niña…Marco y Mirko se aprietan uno contra otro para darse valor. Es la centésima vez que

escuchan el cuento de Caperucita Roja, pero cada vez es como la primera. E incluso peor.Porque la primera vez no sabían que en cierto momento entraría en escena el lobo feroz…Ahora lo saben… Saben concretamente en qué momento hará su terrorífica aparición… Seasustan sólo de pensarlo. Tiemblan en la espera. En resumen, tienen un canguelo deldiablo…

La señora De Magistris avanza inexorable. Caperucita Roja se despide de su mamá…Echa a andar dando brincos… Entra en el negro bosque… Y he aquí que de detrás de unamata… Ya está: es el lobo feroz. Marco y Mirko se esconden bajo el sofá, entrechocando losdientes e implorando misericordia. Se abrazan muy fuerte y contienen la respiración. Susmartillos yacen en el suelo como objetos olvidados al margen de la historia.

—¡Basta! ¡Basta! —imploran.Pero la señora De Magistris no los oye, porque escucha sólo su propia voz; y no los ve,

porque está avanzando diligentemente en su labor de ganchillo. Y así la encuentran donAugusto y doña Emenda, al regresar a casa después de una intensa jornada de giros y letrasde cambio. Al principio no ven a sus hijitos, sino sólo sus zapatos: el resto queda oculto bajoel sofá…

—¡Queridos diablillos! —dice con ternura doña Emenda.—¡Salid, miedosos! —exclama festivamente don Augusto.Marco y Mirko se precipitan. Están a salvo, agarrados con fuerza a la minifalda de su

mamá, que sonríe mucho y dice: «¡Aquí están mis martillos!».

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¡Clonc! ¡Scrash! Llegan los marcianosUna buena mañana llegan los marcianos. Primero vuelan sobre Roma con sus platillos de

plata, difundiendo, en señal de amistad, una docena de madrigales de Gesualdo de Venosa,entre ellos Caro, amoroso neo y Gelo ha Madonna in seno (letra de Torcuato Tasso),alternados con canciones populares y del hampa, como A tocchi a tocchi la campana sona.Cuando piensan que ya se han ganado una festiva acogida, aterrizan en el Circo Máximo,donde hay más sitio que en la Plaza de España y adonde acude enseguida el Subjefe depolicía Fiorillo, al mando de siete mil camionetas.

Los platillos son tres. Y tres marcianos sacan la cabeza por las cupulitas. Son de unprecioso verde primavera y tienen antenas en la frente, exactamente igual que la gente se losimagina. Pero no es cierto que sean bajitos: al contrario, miden tres metros y medio de alto.Visten túnicas amarillas, adornadas con bordados folklóricos bastante parecidos a los que seusaban en Calabria el siglo pasado. Rarezas del cosmos. Uno de los marcianos, al aparecer,se golpea la cabeza en la tapa de la cúpula. De inmediato sale de su cabeza una nubecitacon la inscripción: «¡Clonc!».

—Ésa debe de ser su bandera —comenta el sargento Mentillo.—¿Y eso otro, qué es? —pregunta bajo sus bigotes el comisario Fiorillo.En efecto, de la cabeza del marciano ha salido otra nubecita, en la que está escrito:

«¡Aag!».—Ah, claro —comenta un chaval que, no se sabe cómo, se ha colado entre las siete mil

camionetas.—Claro, ¿en qué sentido? —se escama Mentillo.—También el Pato Donald, cuando el tío Gilito le da un papirotazo en la chola dice:

«¡Aag!».—¡Ea!, vete a la escuela —ordena el señor Fiorillo al chaval.—No puedo —responde el chaval—. Tengo turno de tarde.Mientras tanto los tres marcianos, para acentuar la sensación de paz y concordia, se

ponen a aplaudir. Y también de sus manos salen nubecitas sumamente elegantes, conletreros, todos en letras de molde: «¡Clapp! ¡Clapp!».

Después uno de los tres, el que se ha dado el cabezazo, hace señas de que quiere hablar.De su antena derecha sale una nubecita en la que los presentes leen, unos de corrido y otrossilabeando, las siguientes palabras: «¡Salud! Como veis, somos marcianos, y hemos venidocon intenciones cariñosas. Conque presentémonos. Yo soy el comandante AB 17».

Cuando todos han acabado de leer, la nubecita desaparece. Pero es raro: la voz delmarciano no se ha oído.

—Buenos días —responde al fin el comisario—. Yo soy el señor Fiorillo.Tres nubecitas aparecen sobre las tres cabezas marcianas: «¿Qué ha dicho usted?».—Que soy el señor Fiorillo, en representación del señor Jefe de Policía.Los marcianos se consultan rápidamente, mientras en sus nubecitas se lee: «Hummm…

Hummm…».—Pero ¿qué hacen? —pregunta el sargento Mentillo.

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—¿Es que no lo ve? —replica el chaval—. Están reflexionando. También Pato Donald…—Oye… —comienza el señor Fiorillo.Pero no puede terminar su declaración porque los marcianos están dando golpecitos con

las manos en sus platillos para atraer su atención. De los puntos donde las manos han tocadoel metal salen numerosas nubecitas, que llevan escrito: «¡Tlank! ¡Tap! ¡Tap! ¡Tump!».

«En resumen —dicen ahora las nubecitas de los marcianos— ¿por qué no contestáis? Oscreíamos más amables… ¡Glub!».

—Maldita sea, dice el señor Fiorillo, en representación del Jefe de Policía.Las nubecitas insisten: «No vemos vuestras nubecitas… ¡Blep!».—Están un poco deprimidos —observa el chaval—, pues si no habrían dicho «Brrr» o

«¡Augh!».El señor Fiorillo reflexiona sobre el extraño mensaje:—¿Nuestras nubecitas? Ya verás cómo…De repente su inteligencia deductiva, ejercitada en años de investigaciones sobre toda

clase de delitos, le hace vislumbrar la verdad: los marcianos hablan en plan tebeo y entiendensólo los tebeos…

El comisario pide un trozo de papel, recorta una nubecita en la que escribe: «Esperad unmomento». Y se la acerca a la boca. De las astronaves le responde un festivo brotar denubecitas en las que los agentes de las siete mil camionetas, los cien mil romanos que se hancongregado en el paraje y el chaval ya varias veces citado, leen, algunos mentalmente, otrosproduciendo un difuso retumbar de trueno:

—¡Por fin!—¡Clapp! ¡Clapp!—Os habéis decidido a hablar.—¡Ulp!—¡Clinc!—¡Yupiii!De una de las nubecitas sale la cabeza de un perrito marciano, también con sus antenitas,

también con su letrero, que ladra de gozo:—¡Yap! ¡Yap! ¡Yark!Mientras tanto han llegado los expertos de la policía científica, el ministro de

Comunicaciones y el de Transportes, algunos profesores universitarios, una docena demonseñores, ciento veintiocho periodistas, un alcalde, un señor que no es mida pero consiguecolarse entre las autoridades porque tiene una perilla muy autorizada. Buscandesesperadamente a alguien que sepa hablar en tebeo, pero no lo encuentran.

—Lástima —dice el profesor De Mauris, catedrático de lingüística y tañedor deinstrumentos de percusión—. La lengua de los tebeos yo la leo y la escribo, pero no la hablo.Qué quieren ustedes, en nuestras escuelas, en la hora de lenguas extranjeras, se hacenmuchos ejercicios de gramática, pero casi nunca conversación.

—Es cierto, es cierto —aprueban los presentes—. También yo leo inglés, pero no lohablo… Yo escribo el cabardino-balcárico, pero no lo leo… Yo tengo buenos conocimientosliterarios del suahili, pero no lo entiendo…

Hay que resignarse a comunicar con carteles. Llega un agente, a quien el señor Fiorillo hamandado a la papelería a comprar cincuenta kilos de cartulina blanca y diez pares de tijeras.Todos trabajan recortando nubecitas. Un guionista de cine, especialmente bueno en losdiálogos, está preparado con el pincel. Así, de golpe y porrazo, acaban enterándose de quese trata de un deplorable equívoco espacial. Los marcianos habían recibido de un agentesecreto, enviado a la Tierra en 1939, algunos ejemplares de un tebeo y se habían hecho laidea de que los terrestres hablaban con nubecitas…

—¡Si supierais qué trabajo —cuentan— aprender a hablar así! Y todo para nada. ¡Ufff!El señor Fiorillo, por medio de un cartel, pregunta si también ellos tienen voz. Por toda

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respuesta los tres marcianos se ponen a cantar el himno marciano: una cosa del tipo de lapolifonía barroca, algo así como el Magnificat de Bach. Los romanos aplauden. Por desgraciase oye el ruido de los aplausos, pero de los miles de manos que golpean una contra otra nosale ni la sombra de una nubecita.

—No lo sabemos hacer… —comenta tristemente el chaval.De repente se ve al perrito de los marcianos que hace:—¡Sniff! ¡Sniff!—Ha olido algo —dice el sargento Mentillo, que en sus ratos perdidos lee cómics

prohibidos para menores de dieciocho años.Un perrito terrestre, deslizándose entre millares de zapatos, ha llegado justamente bajo las

astronaves y ladra con gran estruendo.—¡Guau! ¡Guau! —responde la nubecita del perro marciano.El perrito queda perplejo un momento, porque no se lo esperaba. Después, también de su

hocico sale como una bocanada de vapor blanco en el que aparecen algunas letrastemblonas:

—¡Grrr! ¡Grrr!—Está furioso —traduce el profesor De Mauris a monseñor Celestini.—¡Yap! ¡Yap! —insiste amistosamente el marciano.El perrito de por aquí se deja finalmente convencer y responde a tono:—¡Yap! ¡Yap!—«Yap, yap» significa «Bau Bau» —traduce el profesor De Mauris a los periodistas que

toman notas.—¿En marciano?—¡No!… En tebeano. En marciano, si mis informaciones son exactas, «Bau Bau» se dice

«Krk Krk».Entre los dos gozques se establece una apretada conversación de nubecitas. El chaval de

antes y otros dieciocho mil chavales, que se han colado entre las piernas de las fuerzas delorden, se divierten tanto que estallan en carcajadas. Pero no en italiano, sino también ellos entebeano. Sobre sus cabezas crepitan alegremente minúsculos cirros, nimbos, cúmulos yestrato-cúmulos, en los que todos (salvo los analfabetos) leen: «¡Yuk! ¡Yuk! ¡Oh! ¡Ja!».

Una niña emite por error también un par de «¡Ulk!», pero se corrige enseguida, porque ésaes la exclamación típica de quien está a punto de perder el equilibrio y caer en una sima; peroen el Circo Máximo no hay simas.

El señor Piorillo reflexiona en representación del Jefe de Policía: «Estos marcianos nosestán corrompiendo a los niños…».

Y no se da cuenta de que también de su sombrero está saliendo un nubarrón de temporal,en el cual los presentes, con sumo asombro, leen: «¡Hummm! ¡Hummm!».

El sargento Mentillo, entusiasmado con la habilidad de su superior, quisiera gritarle «¡Muybien!», pero no consigue poner en movimiento sus cuerdas vocales. De la nariz, en cambio, lesale un cirro en forma de cuña, con el letrero: «¡Snap! ¡Snap!».

La escasa práctica le ha hecho confundir la expresión «Muy bien» con el típico ruido deuna persona que hace restallar los dedos (adviértase, empero, que ¡Snap! es también el ruidoproducido por una cinta metálica que se aplasta, como bien dice Giochino Porte en sudiccionario del tebeo). Pero aprenderá, aprenderá. Todos están aprendiendo, sin el menoresfuerzo, a producir formaciones nubosas ilustradas con letras del alfabeto. El profesor DeMauris es tan experto que cuando se le suelta un botón consigue hacer salir de la chaqueta laadecuada nubecita, que dice, sin equivocarse: «Clic».

—Debe de ser un caso de sugestión colectiva —observa monseñor Celestini, emitiendo,por razón de su oficio, una nube en forma de aureola.

Un gran silencio ha caído sobre el Circo Máximo en los últimos instantes. Todos hablan entebeo. Incluso los que leen los letreros de los otros no los leen ya en voz alta, sino con otro

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letrero. Las siete mil camionetas, que de acuerdo con las órdenes recibidas habían mantenidolos motores en marcha, dejan salir de los capós y por los escapes blancas nubecitas en lascuales se lee: «Rroooarr… Rroooarr…», que es, precisamente, y sin que quepa la menorduda, el ruido del motor encendido de un coche parado. Ya se sabe que si el coche viajase aciento noventa por hora haría en cambio: «¡Vrooommm!».

—Ahora podemos hablar —tebean los marcianos.—Decid la verdad —responde con una nubecita el comisario Fiorillo—. Habéis usado

algún gas para paralizarnos las cuerdas vocales.—¡Qué gas ni qué ocho cuartos! —replican, hube a nube, los marcianos—. Teníais el

tebeano en la punta de la lengua, esperando para salir.Así, una nube tras otra, empiezan las negociaciones pacíficas. Los marcianos y las

autoridades se trasladan a la Real Academia. Los platillos volantes quedan a cargo de unabrecoches furtivo, oriundo de Castellammare de Stabbia. La muchedumbre se dispersatebeando y llevando el contagio de casa en casa, hasta el Tibunino Terzo y Casalotti. Lostimbres aprenden rápidamente a hacer «¡Ring!», las locomotoras a toda marcha a arrastrar unnubarrón volante que dice «¡Fiuuuuuu!», en los bares de vía Véneto el seltz, al salir del sifón,hace su buen «¡Frrr!» y los chavales que ven ante sus narices la consabida sopa emiten, enseñal de disgusto, un elocuente «¡Puaff!», sin olvidar los signos de exclamación. Así se gananun buen par de bofetadas en tebeo: «¡Chaf! ¡Chaf!».

Por supuesto, el gobierno aprovecha inmediatamente para declarar el tebeano «lengua deEstado» y abolir la libertad de palabra. Los pocos que quieren seguir hablando con palabras,en vez de con letreros, deben reunirse por la noche en los sótanos y hablar en voz baja, puessi no los detienen por «escándalo nocturno».

Parecía muy bonito y cómodo que los huevos, al romperse en el borde de la sartén,produjeran sólo una bolita con «Splif» o «Scrash», según fueran del día o conservados. Peroluego se ha visto que es un rollo.

¿Cuántos son los que insisten en querer hablar haciendo ruido, en vez de humo? No sesabe. Pero esperemos que muchos.

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Los misterios de Veneciao

Por qué a las palomasno les gusta la naranjada

El señor Martinis, joven experto publicitario muy prometedor, va a Venecia con uncargamento de cebo para palomas, disfrazado de baldosas del suelo, y con un encargosecreto de su empresa, productora de la naranjada Frinz. Él piensa, justamente: «Antes deque Venecia sea tragada y digerida por la laguna, utilicémosla aunque sólo sea para anunciarun producto tan útil, particularmente recomendado a los niños, a las personas ancianas y a losarzobispos».

El señor Martinis, cierta mañana, hará esparcir el cebo por la plaza de San Marcos, perono sin ton ni son ni a tontas y a locas, sino según un plan prefijado: cuando las palomas,atraídas por esa golosina, se posen en la plaza, formarán un letrero de ochenta y cuatrometros de largo, que dirá: «¡BEBED FRINZ!». Tal letrero será fotografiado por el señor Martinis,que volará personalmente sobre él en helicóptero. La fotografía se publicará en los periódicosde todo el mundo y la gente dirá, en muchas lenguas:

—¡Ah! Por fin se hace algo por Venecia.Todo marcha de maravilla y sin siroco. El señor Martinis contrata en secreto a numerosos

porteadores de cebo, haciéndoles jurar sobre la chapa de una botellita de naranjada queguardarán silencio hasta la tumba y aun amas allá:

—Recordad —dice—, ni una palabra a vuestras mujeres, ni una sílaba al bacalao a laportuguesa, ni un suspiro al Puente de los Suspiros.

La mañana fijada los porteadores esparcen el cebo por el pavimento de la plaza, el señorMartinis alza el vuelo con su helicóptero privado, las palomas bajan del campanario, de lascúpulas, de los tejados, de todas las alturas circundantes, se lanzan en picado y… nada.Vuelven a alzar el vuelo a toda prisa, farfullando frases incomprensibles, hacia sus elevadasresidencias.

—Pero ¿qué hacéis? —grita el señor Martinis—. ¿Qué bromas son éstas, insignificantesvolátiles? Se trata de un cebo de excelente calidad, la firma Frinz os quiere mucho, ¡yo mismohe sido condecorado por la Protectora de Animales por haber salvado a una paloma a puntode ser devorada por un gato de angora!

Las palomas ni siquiera lo oyen. Si lo oyen, no lo entienden. Si lo entienden, se hacen lastontas.

El señor Martinis aterriza con el helicóptero en el centro de la plaza, provocando eldesmayo de dos ancianas señoritas de Hamburgo. Se precipita a recoger un puñado de cebo,hunde la nariz en él, lo prueba con la punta de la lengua e inmediatamente se libra de él,escupiendo a este y oeste.

—¡Traición! —exclama—. El cebo apesta fuertemente a felibilina, la ingeniosa sustanciaestudiada adrede para alejar a las palomas, pues les produce espantosas pesadillas, durantelas cuales se sienten rodeadas por miles de gatos hambrientos. Pero ¿quién puede haber

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envenenado mi cebo con dicha sustancia?El señor Martinis congrega a los porteadores de cebo y pasa lista. Falta uno, llamado Bepi

de Castello.—Ése es el traidor —concluye Martinis, juiciosamente.—¡To…! —protestan los porteadores—. ¿Bepi un traidor? No es cierto, han venido a

buscarlo porque su abuela tiene el sarampión.—Es ya la tercera abuela que se le pone mala, ¡pobrecito!—¿Cómo, la tercera? —pregunta Martinis turulato.—Nosotros no sabernos —dicen los porteadores—, pero sabemos que a Bepi de Castello

lo llaman también Bepi el de las Tres Abuelas.El señor Martinis nutre una ligera sospecha de que los porteadores le están dando gato

por liebre, pero no replica. Mientras se da la vuelta para marcharse, nota entre la multitud unfulano que se ríe satánicamente… ¡Pero no es un fulano cualquiera! Es el señor Martonis,joven experto publicitario muy prometedor, que se encuentra en Venecia de incógnito paraponer en práctica un fantástico proyecto: hacer escribir a las palomas en el pavimento de laplaza de San Marcos, atrayéndolas con apetitosos y abundantes cebos: «NO PIDÁIS UNANARANJADA, ¡PEDID FRONZ! SE TOMA A CUALQUIER ALTITUD SOBRE EL NIVEL DEL MAR, SOLOS OACOMPAÑADOS. MILITARES A MITAD DE PRECIO».

Calcula que para formar el letrero se necesitarán cien quintales de cebo y treinta y nuevemil ochocientas noventa palomas.

—¿Eres tú, Martinis? —dice Martonis, fingiendo sorpresa, amabilidad y simpatía.—¿Eres tú, Martonis? —repite Martinis, con las mismas armas.Los dos rivales están frente a frente con la sonrisa en los labios y el bazooka bajo el

impermeable.—Me encuentro en Venecia —explica Martonis— para admirar las obras maestras de

Tintoretto en la Escuela de San Roque.Martinis no le cree, pero se deja Invitar de todos nodos a un aperitivo. Después corre a

encargar más cebo para las palomas. A la mañana siguiente va a inspeccionar la plaza deSan Marcos y ¿qué es lo que ve? ¡Los hombres de Martonis la están decorando con su cebo!A Martinis está a punto de darle un ataque de amigdalitis, pero se cura enseguida porque laspalomas se comportan con la naranjada Fronz de la misma manera que con la naranjadaFrinz: se lanzan en picado, olfatean un poco y vuelven a remontarse en desorden a los azulesvalles del aire de los que habían descendido con tanto apetito.

¡Sorpresa! También el cebo Fronz apesta a felibilina, la ingeniosa sustancia que apesta agato y provoca pesadillas en las palomas.

Martinis y Martonis se abrazan, unidos en el dolor.—Hemos sido traicionados ambos por terceras personas —exclaman entre sollozos—.

Alguien odia imparcialmente a la naranjada Frinz y la naranjada Fronz.Los dos jóvenes expertos, tras haberse invitado recíprocamente a unos aperitivos para

consolarse (aceitunas y patatas fritas son gratis), deciden desarrollar investigacionescomunes, para ahorrar en gastos generales. Sus sospechas recaen, por el momento, sobreBepi de Castello. Lo van a buscar y lo encuentran en la posada de los Tres Moros bebiendovino blanco, porque aún no es mediodía y él sólo bebe vino tinto por la tarde.

—¿Cómo están sus abuelas? —le pregunta adecuadamente el señor Martinis.—Una tiene el sarampión, la otra está convaleciente y la tercera está ya totalmente

restablecida, muchas gracias.—¿Cómo se las arregla para tener tres? —pregunta el señor Martonis, que no está al tanto.—No tiene importancia —responde Bepi de Castello—. Por lo demás, ya sé que ustedes

están aquí para el asunto de las palomas. Pero yo no tengo nada que ver. Esta mañana hetenido que ir a la posada de Cannaregio a la inauguración oficial de una damajuana deMerlot.

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—¡Mentira! ¡El Merlot es tinto y usted por la mañana sólo bebe blanco!—He hecho una excepción a la regla. Aquí tienen el certificado del posadero… Y ahí las

declaraciones firmadas de doce testigos… Éste es mi certificado de bautismo. ¿Se necesitaalgo más?

Ante tantas pruebas de inocencia, Martinis y Martonis se halen en retirada. Vaganlargamente sin meta de un puentecillo a otro, confiándose sus penas.

—Después de semejante bochorno —suspira el señor Martinis— ¿cómo regresar a laempresa? Mejor cambiar de profesión. De pequeño soñaba con ser campanero: quizá éstasea la ocasión.

—Sí —aprueba el señor Martonis—, me parece una decisión excelente. Yo criaré cerdossalvajes.

—¿Por qué salvajes?—Porque la comida se la buscan solos y propietario sólo le queda el simple trabajo de

venderlos y embolsarse el dinero.Mientras hacen proyectos para el futura cae de nuevo la noche. La noche es así, no hace

más que caer; hay que compadecerla.Entre tanto ha llegado el nuevo cargamento de cebo para palomas encargado por el señor

Martinis tras su primer fracaso. Los descargadores ele cebo han amontonado los sacos en elsótano de costumbre, alquilado para la tarea.

—¿Sabes lo que vamos a hacer? —pregunta el señor Martonis.—No, aún no me lo has dicho —responde Martinis.—Hagamos esto: nos escondemos en el sótano y vigilamos tus sacos, así cogeremos con

las manos en la masa al envenenador de cebos.—Excelente idea, que quizá me permitirá rehabilitarme y ensalzar los méritos de la

naranjada Frinz como se merecen.—¡Ya! ¿Y qué hacemos con la naranjada Fronz? ¡La idea fue mía!—¡Pero el cebo es mío!Deciden que echarán a suertes entre Frinz y Fronz, quien pierda, cambiará de oficio.

Sacan una chapa Frinz y una chapa Fronz, extienden sobre ellas las manos y juran respetarlealmente el pacto. Después se ocultan en el rincón más oscuro del sótano, causandonotables molestias a una cucaracha que se ve obligada a mudarse con toda su familia.

La oscuridad no es tan completa como dicen, algo de claridad penetra por un ventanucoque da a un canal; se ve pasar una góndola con su gondolero, se ve pasar un gato enequilibrio sobre el parapeto, a un palmo del agua negra y gravemente contaminada. Pasa otrogato. El tercero, en vez de pasar, entra en el sótano, se da un paseíto entre los sacos y semarcha. Llega otro gato y repite punto por punto sus movimientos. Llega un gato más, llegandos, llegan siete juntos… Pasan revista a los sacos, los olfatean, se acurrucan sobre ellosunos minutos y se van.

—Ya he contado veintinueve —susurra el señor Martinis—, y aún no he entendido qué setraen entre manos.

—No lo has entendido porque estás resfriado dice el señor Martonis.—¿Qué tiene que ver el olfato con el intelecto?—Ciertas ideas, querido colega, entran por la nariz. ¿Sabes lo que te digo?—Dímelo, y después te diré si lo sé o no lo sé.—Esos gatos vienen aquí dentro sólo para hacer pis. ¿Has comprendido ahora que dos y

dos son cuatro? Este sótano es su retrete. Lo hacen aquí para no contaminar aún más lasaguas de la laguna. Al parecer los gatos venecianos tienen una exquisita concienciaecológica.

—Pero, entonces…—Exactamente eso. Nada de felibilina. Ningún sabotaje. Han sido los gatos los que

imprimieron a nuestro cebo (el mío estaba en un sótano igual que éste) el hedor que ha

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asustado a las palomas y que nosotros henos tomado por un ingenioso hallazgo de la químicamoderna. Vámonos, lo que había que oler aquí dentro ya lo hemos olido.

Los dos expertos vuelven a la luz. Se alza el alba, que es estupenda alzándose… No hafallado ni una sola vez desde que el mundo existe.

Martinis y Martonis van a dar una vuelta por la plaza de San Marcos para respirar un pocode smog. Los para una vieja al pasar:

—¿Quieren dar de comer a las palomas, señores? Cien liras el cartucho.—¿Cómo ya de pie, abuela? Hay pocos turistas por aquí, a estas horas.—¿Qué quieren, señores? A mi edad se duerme poco. Yo trabajo también de noche,

saben.—¿De verdad, de verdad?—Sí, benditos míos, por la noche doy de comer a los gatos. Hay tantos gatos en Venecia,

¿saben? Y me conocen casi todos, ya ven. Y yo los quiero mucho, les hablo.—¿Y ellos la entienden?—Lo entienden todo, señores. Todito, benditos míos. Y yo les recomiendo que no se

peleen, la higiene, la limpieza, y muchas cositas más, pobrecitos. Entonces, señores,¿quieren la comida? Les doy tres cartuchos por doscientas liras; a quien me compra cincocartuchos le doy también puntos-regalo, con diez mil puntos-regalo se tiene derecho a ungato.

Los señores Martinis y Martonis compran tres cartuchos por cabeza. Miran a la vieja, laremiran, la estudian cono si fuese una asignatura de la escuela, digamos la geografía. Martinistiene una sospecha.

—¿Cómo se llama usted, buena mujer?—¿Yo? Yo soy la abuela de Bepi de Castello.—Ah…—¿La primera o la segunda? —pregunta a su vez el señor Martonis.—La tercera, bendito mío.—¿Y cómo es eso?—Verán, la primera es la madre de su madre, la segunda es la madre de su padre. Y yo

soy la abuela de su mujer. Soy una abuela política, ¿entienden? Ay, qué quieren, señores, sehace lo que se puede…

Martinis y Martonis la miran con creciente desconfianza. Así miraron los jueces de laSerenísima, antaño, al pobre Fornaretto.[6] Así los inquisidores traspasaron con la mirada a laspobres brujas de otros tiempos. Pero la viejecita, embolsándose sus cuartos, se aleja por suscanales.

En torno a su cabeza revolotean cientos de palomas.Tras sus faldas caminan en fila, con la cola tiesa, cientos de gatos, con miles de patas de

terciopelo.Martinis y Martonis se quedan un buen rato con la boca abierta. Después, por fin, con un

invitador estruendo de persianas metálicas, se abre el primer café.

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El mundo en lataLa familia Zerbini, que ha estado de picnic en los montes de la Tolfa, se prepara para

regresar a la ciudad, a la calle Civitavecchia. El señor Zerbini, que es amante de la naturalezay del orden, recomienda a los otros Zerbini (su mujer Ottavia, sus hijos Angelo y Fiero, su hijaRosella con su novio Fierluigi) que no dejen papeles por ahí:

—Colocadlos bien. No todos en montón, como de costumbre. Mirad aquella nata, nohabéis puesto ni un vaso de cartón. Vamos, vanos, que cada planta reciba lo suyo. Noseamos parciales. Las servilletas sucias allí, bajo aquella encina. Las botellas vacías bajoaquel castaño. Así, ¡oh, qué bonito!

Las botellas vacías son tres: una de cerveza, una de naranjada y la tercera de aguamineral. A los pies del castaño forman un delicioso grupo. Angelo y Fiero querrían jugar unpoco al tiro al blanco con piedras, pero por desgracia no queda tiempo, hay que meterse en elcoche sin olvidar el transistor, saludar a los bosques con un alegre trompetazo y partir hacia laurbe.

Ya van, ya van. Cuando están a la mitad de la bajada de Allumiere, los hijos Angelo yFiero, apostados tras la luneta posterior para hacer muecas a los automovilistas que vienendetrás, notan que el casco desechable de la cerveza no ha sido desechado en absoluto, sinoque trota hábilmente por el asfalto, a unos centímetros del parachoques.

—Mira, papá —exclaman fraternalmente los dos hermanos—, la botella de cerveza vienedetrás de nosotros.

—Miraré yo —dice doña Ottavia a su marido—. Tú ocúpate de conducir.Mira y ve que el casco de la naranjada y el del agua mineral se han unido al de la cerveza

para formar un trío saltarín y bailoteante, con claras intenciones de no perder el contacto.—Exactamente igual que tres perritos —observa la señorita Rosella, con la aprobación de

su novio.—Venga, papá —exhortan Angelo y Pie-ro—, acelera, así los dejamos atrás.Pero el señor Zerbini no puede acelerar, porque delante de su coche hay otro, y también

detrás de ese coche corre repiqueteando por la carretera una botella de cerveza. No sola, sinembargo, sino acompañada por un bote de carne en lata y uno de melocotones en almíbar.Vacíos, claro. Y también detrás del coche de gran cilindrada que en este momento adelanta almodesto utilitario de los Zerbini, con un resoplido de desprecio, brincan a la carrera, saltan yruedan, rebotan y resbalan otros envases vacíos, entre ellos una botella de Ciró, tresgaseosas, dos latas de sardinas, una latita de caviar, una docena de platos de papelplastificado, etcétera. Estos objetos producen una discreta charanga, un conciertito deinstrumentos de percusión más que apreciable.

—Ya veis —concluye el señor Zerbinique les sucede a todos. Un pinchazo habría sidomucho peor.

Avanza ahora, por la vía Aurelia, un largo cortejo de coches, cada uno con sus envases devidrio, de lata, de plástico a la cola; cada objeto con su especial repiqueteo, con su ritmopersonal, avanzando a pequeñísimos pasos o a grandes saltos, con fuertes bandazos en lascurvas. En conjunto, un espectáculo que da alegría. El señor Zerbini se acuerda de que de

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niño ha tocado los platillos en la «banda del follón», la misma en que su tío, antes que él,había tocado el cubo de la basura y el tubo de la estufa. Angelo y Fiero, ahora, recomiendan asu padre que afloje la marcha para verse adelantar por veloces bólidos seguidos por garrafascon funda de paja, elegantísimas en la carrera, por relucientes bidones de cinco y diez litros ypor todo tipo de recipientes dignos de observación.

Alguna complicación a la llegada, en el umbral del ascensor. Las tres botellas vacíaspertenecientes a la familia Zerbini se meten las primeras en la cabina, sin ceder el paso adoña Ottavia; no se están quietas un segundo, magullan los pies de los chiquillos, rompen losleotardos de Rosella, fastidian al joven Pierluigi hurgándole en las vueltas de los pantalones.Está ya claro que los cascos no se consideran satisfechos con el paseo. Entran en casa,corretean por el pasillo, saltan a las camas.

La botella de cerveza se acuesta bajo el almohadón del señor Zerbini. La de naranjada semete bajo la alfombra de doña Ottavia. La del agua mineral se tumba en el bidé. Hay gustospara todo.

Los niños se están divirtiendo. Los adultos, un poco menos. Rosella se consuela en partecon el telefonazo de las buenas noches de su Pierluigi, que le cuenta:

—¿Sabes? En mi cama hay una lata vacía de tomates pelados. ¡Y pensar que yo la pastala tomo siempre sin salsa!

Por lo demás, latas y botellas, al parecer, se duermen pronto. Duermen sin dar patadas,sueñan sin roncar. En suma, allí, no molestan nada. Por la mañana van al cuarto de bañoantes que nadie y lo dejan todo en orden. Mayores y pequeños salen; unos van a la escuela,otros al trabajo; doña Ottavia se va al mercado. Los envases se quedan en casa. Ahora soncuatro, porque del cubo de la basura ha saltado una lata de café molido, aún con su etiqueta,y se está aseando en el fregadero. Hace mucho ruido, pero no rompe nada.

«Por la cuenta que me tiene —piensa doña Ottavia— hoy no debo comprar latas nuevas».Por el camino, de vez en cuando, encuentra un envase que va a sus asuntos, teniendo

buen cuidado de cruzar con el verde. Se ve un señor que mete una caja de cartón, de esas dezapatos, en la papelera municipal colgada de un farol, a la altura justa. En cuanto el señor damedia vuelta, la caja salta al suelo y —«toc, toc, toc»— se pega a sus talones. Se oyensuspiros de alivio. Menos mal, no hay privilegios para nadie.

A la hora de comer, en casa de los Zerbini, las tres botellas y el bote de café se quedan enel balcón tomando el aire.

—Pero ¿qué intenciones tendrán? —pregunta doña Ottavia.—En mi opinión, de momento piensan en engordar.—¿Qué significa eso?—Míralo tú misma, la botellita de cerveza se ha convertido ya en un botellón de dos litros.

¿De cuánto era el bote de café?—De medio kilo.—Eso es. Ahora es de cinco kilos, como poco.—¿Con qué se alimentan? —preguntan Angelo y Piero, que tienen intereses científicos.—Están vacíos, se alimentarán del vacío, me imagino.Los periódicos de la tarde le dan la razón al señor Zerbini. Recogen una declaración del

profesor Envasino, experto en contenedores, embalajes y afines, profesor de Tarrología en elPolitécnico, que dice:

—Se trata de un fenómeno normalísimo. A causa de un efecto que no conocemos, y quepor eso llamamos «efecto Equis», los envases manifiestan una tendencia a volverse cada vezmás vacíos. Para estar más vacíos deben ser más grandes, ¿está claro? Será muyinteresante, ahora, ver si al final estallan o no.

—¡Piedad! —exclama doña Ottavia, observando la botella de agua mineral que se havenido a colocar junto a su silla para leer el periódico por encima de su hombro—. Si estalla,¡romperá el espejo del aparador!

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La botella, después de la cena, es ya tan alta como la nevera. Las otras dos, más o menos.El bote del café es tan grande como un armario y llena a medias la habitación de los niños,donde ha ido a fisgonear.

—El profesor, aquí, dice que el fenómeno es normalísimo —explica el señor Zerbini—. Noes un fenómeno fenomenal, ¿entiendes? Claro que tú no entiendes nada de fenomenología.

—Yo no entiendo nada, claro —replica doña Ottavia—. Pues tú que entiendes, dime dóndevamos a dormir esta noche.

Diciendo esto, doña Ottavia guía a su marido para que compruebe que su cama estáocupada ya por la botella de naranjada y por la de cerveza; dos lindas montañitas abultanbajo las mantas, dos cuellos sin cabeza, o sea sin tapón, descansan dulcemente en losalmohadones.

—No hay problema, no hay problema —dice el cabeza de familia—, donde caben dos,caben cuatro. No debemos ser tan egoístas.

En el curso de una semana el bote de café se ha vuelto tan grande que ocupa casi toda lahabitación de los niños. La única solución es colocar las camas dentro del bote, con suslindas mesillas de noche. Angelo y Piero se divierten un buen rato y juegan a ser judías enlata. En la habitación de Rosella ha crecido un tubo de crema antiacné que puede contener elsofá cama, el tocador, la colección de la «Pinacoteca de los Genios», tres macetitas decactus, el manifiesto de los Beatles, el tocadiscos, las zapatillas orientales que su novio le hatraído de Sarajevo, el gran cesto donde la muchacha conserva sus muñecas y, cuando está, elgato. El botellón de agua mineral, en la cocina, ha tenido el sentido común de crecer a lolargo, fuera de la ventana, por la que asoma ahora como una boca de cañón. Por muchasventanas de la vecindad asoman otros muchos cañones de vidrio, por lo que nadie seasombra.

En la cama de los señores de Zerbini las botellas que la han ocupado crecen en posiciónhorizontal, sin molestar en lo más mínimo en el sentido del movimiento. La cosa tiene susventajas, para acostarse los dos excelentes cónyuges no tienen sino que meterse dentro delas botellas. La señora en la de naranjada, porque no puede soportar el olor de la cerveza. Esmuy bonito verlos dormir en botella, como tranquilos veleros fabricados por viejos lobos demar o, con infinita paciencia, por solitarios presidiarios. Es decir, sería bonito verlos, pero nose ven porque la luz está apagada.

En todas las casas de la ciudad sucede lo mismo. La gente aprende rápidamente a entrary salir de las botellas, de los tarritos de mermelada, de las cajas de congelados. Losabogados reciben a sus clientes sentados dentro de una caja de zapatos o de una funda delibros. Cada familia tiene sus envases, cada envase su familia. Vivir en lata no presentainconvenientes.

Los envases que no encuentran sitio en un piso, dada la escasez de viviendas, sedisponen en las plazas, en las calles, en los jardines, en las colinas de los alrededores. Unalata de filetes de caballa contiene ahora el monumento a Garibaldi. La tapa, enrollada en todaregla en torno al abrelatas incorporado, obstaculiza un poco el tráfico, pero el Ayuntamiento,siempre solícito, ha mandado construir encima un delicioso puentecillo de madera, por el quelos coches trepan con facilidad. Rosella y su novio se encuentran, ahora, en un bote de setasen aceite que contiene un banquito verde. Para soñar, todos los sitios son buenos. El olor delas setas no es desagradable.

Pero ¿quién nos manda, ahora, ocuparnos de las pequeñas vicisitudes de la familiaZerbini, tan iguales a las de otras cien mil familias? Muy distintas metas se está proponiendoel poder de las cajas. Una mañana, una gran caja de pasta Mambretti («Si no son Mambretti,ni parecen spaghetti») engulle el Coliseo de un solo bocado. Por la tarde de ese mismo día lacúpula de San Pedro desaparece dentro de un cilindro de lata en el cual se lee a simple vista,desde gran distancia: «Mermelada». Los periódicos dicen que en la clínica Santa Liberatadoña Settimia Zerbotti ha dado a luz dos gemelos en lata; su marido, loco de felicidad, le ha

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regalado un abrelatas de oro. La televisión transmite en directo el enlatamiento del Cervino,de la Torre Eiffel y del castillo de Windsor. Estupendo, como siempre, en su comentario, TitoStagno.

Mientras tanto, un astrónomo del observatorio de Bochum, en Alemania, y un colega suyodel Monte Palomar, en América, intercambian en cifra noticias sobre un objeto singular quedesde remotos espacios parece moverse en dirección al planeta Tierra.

—¿Un cometa, profesor Box?—Yo no diría eso, profesor Schachtelmacher. No tiene cola.—Ya. Tiene una forma extrañísima… Se parece a…—¿A qué, profesor Schachtelmacher?—Bueno, eso es, profesor Box; a una caja… una cajaza…—Una supercaja, sí. Lo bastante grande para enlatar juntas a la Tierra y la Luna… ¡Caray!—A propósito, ¿recibió la caja de cigarros que le mandé?—Sí, gracias. Se duerme muy cómodamente en su interior. Y a usted, ¿le llegó mi tarrito de

camarones?—¿Cómo no? Tengo en él la librería y el equipo estereofónico.—Entonces buenas noches, profesor Schachtelmacher.—Buenas noches, profesor Box.

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El jardín del comendadorEl comendador Mambretti, propietario de una fábrica de accesorios para sacacorchos, del

cual hemos hablado ya más veces, se ha hecho un bonito jardín, con su zona de huerto. Eljardinero se llama Fortunino.

—Qué nombre tan raro le ha puesto su padre —observa el comendador Mambretti, encuanto se entera.

—En honor del maestro Verdi, comendador.—Pero ¿Verdi no se llamaba Giuseppe?—Sí, Giuseppe, pero también Fortunino de segundo. Y de tercero, Francesco.—Está bien, está bien —dice el comendador Mambretti—. Hablemos de peras. Mañana

vienen a comer conmigo el comendador Mambrini y el comendador Mambrillo y quiero queprueben las peras de mi huerto. Mándenos una buena bandeja de peras a la mesa.

Fortunino palidece:—Comendador, no estamos precisamente en temporada de peras.Mambretti lo mira con aire compasivo.—Veamos —dice—, el peral parece fuerte, sano.—Si es por eso, lo he tratado bien; abono, insecticida, poda, etcétera, todo con el mayor

esmero.—Estupendo, así se ha creído que mi huerto era Jauja. Un par de palos de vez en cuando,

¿se los ha dado? ¿Le ha puesto un cuatro en el cuaderno de notas?—¿En qué cuaderno, comendador?—Ah, conque ni siquiera lleva usted un cuaderno de notas. Me imagino que está a favor de

los sistemas modernos, me lo imagino. Querido Fortunino, con las plantas hace faltaseveridad. Disciplina, autoridad, ¿me explico? Fíjese en esto.

El comendador Mambretti agarra un palo, se lo esconde a la espalda y se acerca al peralque, si pudiera, se pondría a cantar: «Veo huellas de pasos despiadados».

—De modo que —dice Mambretti—, nos andamos con caprichos, ¿eh? Se nos han metidoen la cabeza ideítas equivocadas, ¿no?

—Pero —lo interrumpe Fortunino—, comendador…—¡Usted cállese! ¿Quién es aquí el dueño?—El comendador Mambretti.—Eso es, muy bien. Y como soy el dueño, ahora usaré el palo —y descarga unos

garrotazos sobre el tronco del peral, que del susto pierde todas las flores.—Bastará con esto —dice el comendador Mambretti, tirando el palo para enjugarse el

sudor de la frente—. Tampoco hay que exagerar. Una cosa justa. Ya verá mañana por lamañana, qué lindas peritas echará nuestro amigo.

Al pobre Fortunino le gustaría replicar que ahora ese peral ya no dará fruta, ni mañana nidentro de seis meses, porque ha perdido las flores. Pero como no es muy rápido para hablar,antes de que abra la boca, el comendador Mambretti ya ha entrado en la casa.

—Paciencia —murmura Fortunino—, pero ¿qué ocurrirá mañana? Seguro que elcomendador se enfadará y al peral le tocará otra ración de palos.

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Lo piensa todo el día y por fin se le ocurre una idea para salvar al inocente. Va a su casa,abre la hucha y corre a la ciudad, a una tienda de primicias que conoce, donde se encuentranperas en cualquier estación. Compra un par de kilos, espera a que oscurezca, regresa aljardín y cuelga de las ramas las hermosísimas peras, una a una, pero no al azar sino conorden y fantasía, porque la vista también cuenta; una fruta aquí, solitaria en su esplendor, alláuna pareja de gemelas, en otra rama tres peras, dos más gruesas y una más pequeñita, queparecen una pacífica familia de paseo por la calle Mayor.

Llega la mañana, viene el comendador a inspeccionar el jardín y se frota las manos decontento:

—¿Ha visto? ¿Ha visto? Querido Fortunino, ahí tiene las más hermosas peras que se hanmecido nunca en un árbol al sur de Verona y al norte de Pistoya. Y serán también las másricas, porque son las peras del palo. Recójalas, lléveselas a mi mujer y recuerde que con losárboles no valen los modales delicados. Es preciso exigir obediencia ciega, rápida y absoluta.Y si no se portan como es debido, castigar. ¿Se ha enterado bien?

El buen Fortunino se ruboriza y baja la cabeza. No puede decir la verdad; su boca seniega a decir mentiras. Mejor que se calle. Por lo demás, por hoy el comendador estásatisfecho. Después ya veremos.

Otra mañana el comendador Mambretti sale al jardín y quiere rosas.—De esas blancas —le dice a Fortunino— porque son para mi suegra, que se llama

Blanca. ¿Capta el amable detalle?—Sí, comendador —responde el jardinero—, pero mire que las rosas blancas aún no han

florecido.—¿Que no han florecido? ¿Cómo se atreven? ¿Saben o no saben que el dueño soy yo?—Ya ve, comendador…—No veo nada. No oigo nada. No quiero saber nada. Tráigame el látigo.—¿No querrá… azotar a esa pobrecita planta?—Qué pobrecita ni qué ocho cuartos. Es ya lo bastante grande para saber cuál es su

deber. A los caracteres hay que doblegarlos de jóvenes. Quien ama, castiga. Démelo.—Oh, pobre de mí…—¿Y usted qué tiene que ver? No voy a azotarlo a usted, faltaría más. Quiero sólo

demostrarle cómo se hace para convencer a las rosas de que florezcan cuando el dueño lodesea, no según se les pase por la cabeza, a capricho y desordenadamente.

Mientras el comendador Mambretti azota al rosal, Fortunino se tapa los ojos. Ha oído decir:ojos que no ven, corazón que no siente. Pero el corazón lo siente lo mismo.

—Ya está. Verá qué buena floración, mañana por la mañana, en nuestra señorita. Hacefalta energía. ¿Comprende, Fortunino? Pulso. Mano de hierro.

Al quedarse solo, Fortunino consuela al rosal diciéndole muchas frases amables, segurode que de algún modo él lo entenderá. Le pone también un par de aspirinas entre las raíces; alo mejor se le pasa el escozor. Pero después estamos en las mismas.

—¿Qué ocurrirá mañana? Lo malo es que ya no tiene otra hucha que romper. Debe a lafuerza ir por la bicicleta y correr junto a su cuñado a que le preste un billete de cinco mil.

—Lo siento —le dice su cuñado Filippo—, esta misma mañana he pagado el plazo deltelevisor. Sólo me han quedado mil liras. Si te valen…

—Gracias —dice Fortunino suspirando.Para reunir cinco mil liras tiene que visitar sucesivamente a su primo Riccardo, a su primo

Radamés (así llamado en honor del maestro Giuseppe Verdi, autor de la ópera Aida), a suprima Benolina, que le da una conferencia sobre la úlcera de estómago, a su tía Benedetta,que lo interroga por extenso en torno a la diferencia entre un laxante normal y los supositoriosde glicerina, a su tía Eneas (llamada así por error: su padre creía que Eneas era un nombre demujer). Consigue llegar a tiempo al florista de la ciudad para comprar cinco rosas blancas dela riviera, pagando también el impuesto de lujo. Regresa por la noche al jardín, ata las rosas a

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la plantita y mientras tanto le susurra:—Esperemos que le basten a ese tipejo. Más no he podido comprarte; ya sabes lo que

pasa con los precios en estos tiempos. También el comendador Mambretti ha subido losaccesorios para sacacorchos.

Pero al comendador Mambretti no le basta con cinco rosas.—¡Había dicho dos docenas!—No, no lo había dicho, señor comendador.—¿Qué pasa? ¿Se mete ahora usted a contarme las palabras en la boca, también? No

saque los pies del plato. Y deme el látigo.—¡No, por favor! ¡El látigo no!—Pues sí, ¡el látigo!El comendador Mambretti va a buscar el látigo él mismo, y venga golpes al rosal. Después,

ya puesto a ello, castiga a una tuya porque se ha vuelto toda amarilla por un lado, apalea a unciprés porque tiene una rama torcida, le zurra a un pino porque ha hecho las piñas demasiadoaltas y no se llega a alcanzarlas ni siquiera con la escalera.

—Y este sauce llorón, ¿por qué no llora? Y este abeto, ¿por qué ha quedado tan bajito? Yeste cedro del Líbano, ¿se decide o no a dar fruta?

—¡Basta, basta! —le suplica Fortunino con lágrimas en los ojos.—Basta, sí —chilla el comendador Mambretti—. ¡Basta de usted y del maestro Verdi!

Queda despedido. Puede pasar por caja.Fortunino, ahora, llora en vez del sauce. Fatal, porque las lágrimas le impiden ver la caja,

entra por equivocación en un montón de despachos y de todos lo echan.—Mañana —grita el comendador, dirigiéndose a los árboles, matas y flores del jardín—,

volveré a veros; y ¡ay de vosotros si no habéis entrado en razón! Pero el cero en conducta noos lo quita nadie.

Cae la tarde. Cae también la noche. (Cuando llega su momento, ni un minuto antes odespués.)

El jardín se esconde en la oscuridad y el silencio. Pero bajo tierra, donde las raíces sealargan y dan vueltas, se enmarañan y se confunden, trenzando en todos los sentidos susramificaciones, empujando los bulbos a distintas profundidades, nace una apretadaconspiración de susurros misteriosos. Allá abajo es donde los vegetales hablan entre sí,intercambian informaciones y propósitos, se comunican decisiones y proyectos. Un puebloenterrado, creído muerto y tratado como tal, pero en cambio muy vivo, hasta en los menorespelillos radicales.

Toda la noche prosigue la invisible agitación, no obstaculizada por el ir y venir de losratones, por la lenta acción de las larvas, de los gusanos que deben abrirse paso por elcuerpo de la tierra para desplazarse.

Por la mañana, el comendador Mambretti baja al jardín, armado de fieras intenciones y deun rebenque. Mira a su alrededor sin la menor sospecha. Su primera ojeada, naturalmente, espara el rosal.

—Nada de flores —comprueba—. Perfecto. Natural. Yo soy el tonto que habla sólo porsacar a paseo la lengua. Hablo en turco, ¿eh? Pues te has equivocado, querido mío. Conmigotodos, tarde o temprano, tienen que ceder.

Y diciendo esto el comendador Mambretti agita amenazadoramente su arma y se acerca ala plantita para darle una lección. Pero al segundo paso que da, tropieza en una raíz que elsauce ha sacado a flor de tierra en el momento justo. Se agarra al rosal para no caer, y aquéllanza una espina larga como un cuchillo, que le araña profundamente la mano. El pino, sinpedirle ayuda al viento, sacude bien las ramas más altas y deja caer una piña de medio kiloen la cabeza del tal Mambretti. La piña se rompe, los piñones ruedan alegremente por elsendero, acude una ardilla y hace su cosecha.

El pino le tira a la cabeza otra gruesa piña. Después una tercera. Y una cuarta, aún más

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gruesa. El comendador Mambretti se ve obligado a batirse en retirada, lo cual aprovecha unciprés para ponerle la zancadilla con su rama más baja. Mambretti yace de nuevo en tierra,pero esta vez de espaldas. El peral, que no puede hacer más, le deja caer en los ojos unacigarra muerta.

—¡Esto es una conjura —grita el comendador Mambretti—, una rebelión a mano armada,es el motín de la Bounty!

Por toda respuesta una abeto le hace llover en la boca un puñado de agujas. Elcomendador tarda veinte minutos en escupirlas todas.

—¡Ya veremos! —vuelve a gritar en cuanto puede—. Os extirparé como a la cizaña; osharé pedazos y pedacitos y os quemaré en el fuego. ¡De vosotros nos quedará ni la semilla!

Una genciana alarga un par de ramas y lo agarra del cuello, como si quisieraestrangularlo, pero se contenta con hacerlo callar y sujetarlo muy bien mientras la mimosa lehace cosquillas debajo de la nariz.

El comendador Mambretti se libera del abrazo de un tirón y huye gritando:—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fortunino!—Yo no estoy —responde Fortunino, que disfruta del espectáculo encaramado a la tapia

—. ¿No se acuerda de que me despidió? Y ahora, con el dinero de la liquidación, me voy alcine.

El comendador Mambretti entra en la casa, cierra la puerta y echa el cerrojo. Despuéscorre a la ventana a mirar. El jardín está más tranquilo que nunca. Los árboles están allívegetando, fingiendo que no pasa nada.

—¡Qué ralea de impostores! —rezonga Mambretti. Después va al cuarto de baño aponerse tres o doce tiritas.

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La muñeca de transistores—Bueno —pregunta don Fulvio a doña Lisa, su mujer, y a don Remo, su cuñado—, ¿qué

le vamos a regalar a Enrica por Navidades?—Un buen tambor —responde inmediatamente su cuñado Remo.—¿Qué?—Sí, un gran bombo. Con un mazo para dar golpes: «¡Bum! ¡Bum!».—Vamos, Remo —dice la señora Lisa (para la cual el señor Remo no es un cuñado, sino

un hermano)—. Un bombo ocupa sitio. Y además, vete tú a saber qué diría la mujer delcarnicero.

—Estoy seguro —continúa don Remo— de que a Enrica le gustaría muchísimo uncenicero de cerámica de colores en forma de caballo, con muchos ceniceritos pequeñosalrededor, también de cerámica de colores, pero en forma de herradura.

—Enrica no fuma —observa severamente don Fulvio—. Apenas tiene siete años.—Una calavera de plata —propone entonces don Remo—, un portalagartos de latón, un

abretortugas en forma de angelito, un pulverizador de judías en forma de paraguas.—Vamos, Remo —dice la señora Lisa—, estamos hablando en serio.—Está bien. En serio. Dos tambores: uno en do y otro en sol.—Ya sé —dice doña Lisa— lo que le irá bien a Enrica. Una bonita muñeca electrónica de

transistores, con lavadora incorporada: una de esas muñecas que andan, hablan, cantan,controlan las conversaciones telefónicas, captan las transmisiones estereofónicas y hacenpis.

—De acuerdo —proclama don Fulvio, en su calidad de cabeza de familia.—Yo me lavo las manos —éste es don Remo—, y me voy a la cama a dormirme en los

laureles.Y llega, unos días después, la Santa Navidad, con muchos buenos jamones colgados

fuera de las tiendas y muchos magníficos ceniceros en forma de Pequeño EscribienteFlorentino en los escaparates y muchos gaiteros, verdaderos y falsos, por las calles. Nieve enla cadena alpina y niebla en el Valle del Po.

Y allí está la muñeca nueva, esperando a Enrica bajo el árbol de Navidad. El tío Remo (setrata del Remo de siempre, el cual para don Fulvio es el cuñado, para doña Lisa el hermano,para la portera un contable, para el quiosquero un cliente, para el guardia urbano un peatón, ypara Enrica, justamente, un tío: ¡cuántas cosas puede ser una sola persona!), así pues, el tíoRemo observa la muñeca con sonrisa de mofa. Hay que saber que, a escondidas de todos,realiza rigurosos estudios de magia: puede romper un cenicero de mármol de una simpleojeada, por poner un ejemplo. Toca a la muñeca en dos o tres sitios, desplaza algúntransistor, se ríe burlonamente de nuevo y por último se va al café, mientras llega corriendoEnrica, lanzando gritos de gozo, que los padres escuchan con delicia tras la puerta cerrada.

—Qué guapa, qué guapa —declara Enrica, en el colmo del entusiasmo—. Ahora mismo tepreparo el desayuno.

Revolviendo febrilmente en el rincón de los juguetes, saca un rico conjunto de pocillos,platitos, vasitos, jarritos, botellitas, etcétera, que dispone en la mesita de las muñecas. Hace

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andar a la muñeca nueva hasta su sitio, le hace decir «mamá» y «papá» dos veces, le ata laservilleta al cuello y se prepara para darle de comer. Pero la muñeca, en cuanto ella se vuelveun momentito, da un par de patadas que hacen volar por los aires todo el servicio. Platillosque se hacen pedazos. Pocillos que ruedan por el suelo del piso y van a estrellarse contra elradiador. Añicos.

Naturalmente, acude la señora Lisa, pensando que Enrica se ha hecho daño. Llega, creeen lo que ven sus ojos y sin perder tiempo le regaña a fondo a su hija, llamándola fea y mala yañadiendo:

—¡Mira que el mismo día de Navidad te pones a portarte mal! Si no tienes más cuidado tequito la muñeca y no la vuelves a ver.

Después se va al cuarto de baño.Enrica, al quedarse sola, agarra a la muñeca, le da un par de azotes, la llama fea y mala y

la acusa de portarse mal el mismo día de Navidad:—Mira que si no eres buena, te encierro en el armario y no vuelves a salir.—¿Por qué? —pregunta la muñeca.—Porque has roto los platitos.—No me gusta jugar con esas chorradas —declara la muñeca—. Déjame jugar con los

cochecitos.—¡Voy a darte a ti cochecitos! —anuncia Enrica. Y le larga otros azotes. La muñeca no se

impresiona y le tira del pelo—. ¡Ay! ¿Por qué me pegas?—Legítima defensa —dice la muñeca—. Eres tú la que me has enseñado a pegar, al

pegarme primero. Yo no habría sabido hacerlo.—Bueno —dice Enrica, para desviar la conversación—, jugaremos a la escuela. Yo soy la

maestra y tú la alumna. Esto es el cuaderno. Tú haces muchas faltas en el dictado y yo tepongo un cuatro.

—¿Qué tiene que ver el número cuatro?—Claro que tiene que ver. Eso hace la maestra en la escuela. A quien lo hace bien, diez; a

quien lo hace mal, cuatro.—¿Por qué?—Porque así aprende.—No me hagas reír.—¿¿Yo??—Natural —dice la muñeca—. Reflexiona. ¿Sabes andar en bicicleta?—¡Claro!—Y cuando estabas aprendiendo y te caías, ¿te ponían un cuatro o más bien una tirita?Enrica calla, perpleja. La muñeca la acosa:—Piénsalo un momento, vamos. Cuando aprendías a andar y dabas un tropezón, ¿es que

mamá te escribía un cuatro en el trasero?—No.—Pues a andar has aprendido lo mismo. Y has aprendido a hablar, a cantar, a comer sola,

a abrocharte los botones y atarte los zapatos, a lavarte los dientes y las orejas, a abrir y cerrarpuertas, a usar el teléfono, el tocadiscos y la televisión, a subir y bajar las escaleras, a lanzarla pelota contra la pared y recogerla, a distinguir un tío de un primo, un perro de un gato, unanevera de un cenicero, un fusil de un destornillador, el queso parmesano del Gorgonzola, laverdad de las mentiras, el agua del fuego. Sin notas, ni buenas ni malas. ¿Es exacto?

Enrica no hace caso de la interrogación y propone:—Entonces te lavo la cabeza.—¿Estás loca? ¡El día de Navidad…!—Pero a mí me divierte lavarte la cabeza.—A ti te divierte, pero a mí se me mete el jabón en los ojos.—Bueno, eres mi muñeca y puedo hacer contigo lo que quiera. ¿Entendido?

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Este «entendido» forma parte del vocabulario de don Fulvio. También doña Lisa, de vezen cuando, cierra sus palabras con un buen «¿entendido?». Ahora le toca a ella, a Enrica,hacer valer su propia autoridad de ama. Pero a la muñeca, al parecer, le importa un pito.Trepa a lo alto del árbol de Navidad, haciendo estallar diversas bombillas de distintos colores.Cuando está en lo alto hace pis, mojando otras bombillas en forma de Blancanieves y losSiete Enanitos.

Enrica, para no pelearse, va a la ventana. En el patio los niños juegan a la pelota. Tienenmonopatines, triciclos, arcos y flechas. Y también bolos.

—¿Por qué no vas al patio a jugar con los otros niños? —pregunta la muñeca, metiéndoselos dedos en la nariz para subrayar su independencia.

—Son todos niños —dice Enrica, mortificada—. Juegan a juegos de niños. Las niñastienen que jugar con muñecas. Tienen que aprender a ser buenas madrecitas y buenas amasde casa, que saben poner en su sitio los platitos y los pocillos, hacer la colada y limpiar loszapatos de la familia. Mi madre limpia siempre los zapatos de mi padre. Se los limpia porarriba y por abajo.

—¡Pobrecito!—¿Quién?—Tu papá. Se ve que no tiene brazos ni manos…Enrica decide que ha llegado el momento de dar dos bofetadas a la muñeca. Para

alcanzarla, sin embargo, tiene que trepar por el árbol de Navidad. El árbol, como un auténticoinútil que es, aprovecha para caerse al suelo. Se hacen añicos las bombillas y los ángeles decristal: un cataclismo. La muñeca ha acabado bajo una silla y se le ocurre echarse a reír. Peroes la primera en levantarse y corre a ver si Enrica se ha hecho daño.

—¿Te has hecho daño?—Ni siquiera debería contestarte —dice Enrica—. Toda la culpa es tuya. Eres una muñeca

maleducada. Ya no te quiero.—¡Por fin! —dice la muñeca—. Espero que ahora juegues con los cochecitos.—Ni lo sueñes —anuncia Enrica—. Buscaré mi vieja muñeca de trapo y jugaré con ella.—¿¿De veras?? —dice la muñeca nueva. Mira a su alrededor, ve la muñeca de trapo, la

agarra y la tira por la ventana sin abrir siquiera los cristales.—Jugaré con mi osito de peluche —insiste Enrica.La muñeca nueva busca al osito de peluche, lo encuentra, lo tira al bidón de la basura.

Enrica estalla en llanto. Los padres la oyen y acuden, justo a tiempo de ver a la muñeca nuevaque se ha apoderado de las tijeras y está cortando todos los vestidos del guardarropa de lasmuñecas.

—¡Pero esto es vandalismo puro! —exclama don Fulvio.—¡Pobre de mí! —añade doña Lisa—. Creía haber comprado una muñeca ¡y he comprado

una bruja!Ambos se lanzan sobre la pequeña Enrica, la suben en brazos por turno, la acarician y la

miman, la besuquean.—¡Puaf! —dice la muñeca, desde lo alto del armario donde se ha refugiado para cortarse

el pelo, que para su gusto es demasiado largo.—Oye —se horroriza don Fulvio. Dice también—: ¡Puaf! Eso sólo puede habérselo

enseñado tu hermano.Don Remo aparece en la puerta, como si lo hubieran mandado llamar. Le basta una

ojeada para entender la situación.La muñeca le guiña un ojo.—¿Qué ocurre? —pregunta el tío, fingiendo caer de una nube rosa.—¡Ésa —solloza la pobre Enrica— no quiere hacer de muñeca! ¿Qué se creerá que es?—Quiero bajar al patio a jugar a los bolos —declara la muñeca, haciendo volar mechones

de pelo por todas partes—. Quiero un bombo, quiero un prado, un bosque, una montaña y un

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monopatín. Quiero ser científica atómica, ferroviaria y pediatra. Y también fontanera. Y si tengouna hija, la mandaré de camping. Y cuando la oiga decir «Mamá, quiero ser un ama de casacomo tú y limpiar los zapatos de mi marido, por arriba y por abajo», la meteré en castigo en lapiscina y como penitencia la llevaré al teatro.

—¡Está verdaderamente loca! —observa don Fulvio—. Quizá se le ha estropeado algúntransistor.

—Vamos, Remo —ruega doña Lisa—, échale un vistazo, tú que entiendes.Don Remo no se hace rogar mucho. Y tampoco la muñeca. Le salta a la cabeza, donde se

pone a dar saltos mortales.El señor Remo la toca aquí y allá, en diversos puntos y en otros más. La muñeca se

convierte en un microscopio.—Te has equivocado —dice doña Lisa. Don Remo vuelve a tocar. La muñeca se convierte

en una linterna mágica, un telescopio, un par de patines de ruedas, una mesa de ping-pong.—Pero ¿qué haces? —pregunta don Fulvio a su cuñado—. Ahora la vas a estropear del

todo. ¿Se ha visto alguna vez una muñeca que parezca una mesa?Don Remo suspira. Toca de nuevo. La muñeca se convierte en una muñeca. Tiene de

nuevo el pelo largo y lavadora incorporada.—Mamá —dice, pero esta vez con voz de muñeca—. Quiero hacer la colada.—¡Oh, por fin! —exclama doña Lisa—. Esto sí que se llama hablar. Vamos, Enrica, juega

con tu muñeca. Tiene tiempo de hacer una buena coladita antes de comer.Pero Enrica, que lo ha estado viendo y oyendo todo, parece insegura ahora sobre qué

hacer. Mira a la muñeca, mira al tío Remo, mira a sus padres. Y finalmente lanza un gransuspiro y dice:

—No, quiero bajar al patio a jugar a los bolos con los otros niños. Y a lo mejor doy tambiénalgún salto mortal.

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Extraños azares de la Torre de PisaUna mañana don Carletto Palladino está allí, como siempre, al pie de la Torre de Pisa

vendiendo recuerdos a los turistas, cuando una gran astronave de oro y plata se detiene en elcielo y de su tripa sale un chisme, quizá un helicóptero, que desciende sobre el llamadoPrado de los Milagros.

—¡Mirad! —exclama don Carletto—. ¡Los invasores espaciales!—¡Escapa a correr! —chilla la gente, en todas las lenguas.Pero don Carletto no escapa, ni corre, para no abandonar la caja colocada sobre un

taburete, en la cual, bien alineadas —es decir, todas torcidas— están muchas maquetas de latorre inclinada, de yeso, mármol y alabastro.

—¡Souvenir! ¡Souvenir! —empieza a gritar, señalando su mercancía a los espaciales, queson tres pero saludan con doce manos, porque tienen cuatro por cabeza.

—Véngase, señor Carletto —gritan las otras vendedoras de recuerdos desde lejos,fingiendo preocupación por su vida; en realidad están celosas, pero tienen miedo deacercarse para vender también ellas sus bonitas estatuillas a los espaciales.

—¡Souvenir!—Bueno, pisano —dice una voz espacial—. Primero, las presentaciones.—Carletto Palladino, mucho gusto.—Señoras y caballeros —continúa la voz, con excelente acento italiano—, les pedimos

disculpas por la molestia. Venimos del planeta Karpa, que dista del suyo treinta y siete añosluz y veinticinco centímetros. Pensamos detenernos sólo unos minutos. No deben tener miedode nosotros, porque estamos aquí para una misión comercial.

—Yo ya lo había entendido —dice don Carletto—. Entre hombres de negocios nosentendemos enseguida.

Mientras la voz espacial, amplificada por un invisible altavoz, repite varias veces elmensaje, turistas, vendedores de recuerdos, chiquillos, curiosos salen de sus escondites y seadelantan, animándose unos a otros. Llegan, con acompañamiento de sirenas, policías,carabineros, bomberos y guardias urbanos, por razones de orden público. Llega también elalcalde, a la grupa de un caballo blanco.

—Queridos huéspedes —dice el alcalde, tras tres tañidos de trompeta—, estamosencantados de darles la bienvenida a la antigua y famosa ciudad de Pisa, al pie de su antiguoy famoso campanario. Si nos hubieran advertido de su llegada, les habríamos preparado unaacogida digna del antiguo y famoso planeta Karpa. Por desgracia…

—Gracias —lo interrumpe uno de los tres espaciales, agitando dos de sus cuatro brazos—.No se molesten por nosotros. Tenemos tarea para un cuarto de hora como mucho.

—¿Quieren lavarse las manos? —pregunta el alcalde—. Justamente les he traído unosticket-regalo para el hotel diurno.

Los tres espaciales, sin hacerle caso, se dirigen hacia el campanario y empiezan apalparlo, como para confirmar que es auténtico. Ahora hablan entre sí, en una lengua bastanteparecida al karakalpac, pero no muy diferente del cabardinobalcárico. Sus rostros, dentro dela escafandra, son auténticos rostros karpianos, muy similares a los pieles rojas.

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El alcalde se les acerca solícito:—¿No desean entrar en contacto con nuestro gobierno, con nuestros científicos, con la

prensa?—¿Para qué? —replica el jefe de los espaciales—. No queremos molestar a tanta gente

importante. Cargamos la torre y nos marchamos.—Que cargan… ¿qué?—La torre.—Disculpe, señor karpiano, quizá he entendido mal. ¿Quiere decir usted que le interesa la

torre, a lo mejor, que usted y sus amigos quieren subir a lo alto para disfrutar del panorama ymientras tanto, para no perder el tiempo, hacer algún experimento científico sobre la caída delos graves?

—No —responde pacientemente el karpiano—. Estamos aquí para llevarnos la torre.Debemos llegar a nuestro planeta con ella. ¿Ve a esa señora de ahí? —el jefe espacialseñala a una de las otras dos escafandras—. Es la señora Boll Boll, que habita en la ciudadde Sup, a unos kilómetros de la capital de la República Karpiana del Norte.

La señora espacial, al oír su nombre, se vuelve vivamente y se pone a posar, esperandoque la fotografíen. El alcalde se disculpa por no saber hacer fotografías y continúa erre queerre:

—¿Qué tiene que ver la señora Boll Boll? Aquí de lo que se trata es de que ustedes, sinpermiso del arzobispo y del superintendente de Bellas Artes, la torre no la pueden ni tocar, ¡ymucho menos llevársela!

—No lo comprende usted —explica el jefe espacial—. La señora Boll Boll ha ganado laTorre de Pisa en nuestro gran concurso Bric. Comprando regularmente los famosos cubitos decaldo Bric, ha recogido un millón de puntos-regalo y le corresponde el segundo premio, queconsiste, por casualidad, en la torre inclinada.

—¡Ah! —reconoce el alcalde—. ¡Excelente idea!—Verdaderamente nosotros lo decimos de otro modo. Decimos: «¡Qué idea chic el caldo

Bric!».—Bien dicho. ¿Y el primer premio en qué consiste?—El primer premio es una isla de los Mares del Sur.—¡No está mal! Parece que ustedes le tienen mucho cariño a la Tierra.—Sí, su planeta es muy popular entre nosotros. Nuestros platillos volantes lo han

fotografiado a lo largo y a lo ancho y muchas empresas que producen cubitos de caldo se hanpresentado para acaparar la posibilidad de distribuir objetos terrestres en sus concursos, perola firma Bric ha obtenido una exclusiva del gobierno.

—Ya lo he entendido —salta el alcalde—. ¡He comprendido que para ustedes la Torre dePisa no es de nadie! Del primero que se la lleve, suya es.

—La señora Boll Boll la pondrá en su jardín; con toda seguridad tendrá un gran éxito: detoda Karpa correrán a verla los karpianos.

—¡Mi abuela! —grita el alcalde—. Ésta es la fotografía de mi abuela. Se la doy gratis; laseñora Boll Boll podrá ponerla en el jardín para hacer un buen papel con sus amigas. ¡Pero latorre no se toca! ¿Me ha oído bien?

—Mire —dice el jefe espacial al alcalde, mostrando un botón de su mono—; ¿ve esto? Silo aprieto, Pisa salta por los aires y no vuelve más a tierra.

El alcalde se queda sin resuello. En torno a él la muchedumbre se horroriza en silencio.Se oye sólo, al fondo de la plaza, una voz de mujer que llama:

—¡Giorgina! ¡Renato! ¡Giorgina! ¡Renato!Don Carletto Palladino rezonga mentalmente: «Eso es, con buenos modales se consigue

todo».No tiene tiempo de acabar este importante pensamiento, pues la torre… desaparece,

dejando un agujero en el cual el aire se precipita como un silbido.

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—¿Han visto? —pregunta el jefe espacial—. Muy sencillo.—¿Qué han hecho? —grita el alcalde.—Ahí la tiene —dice el karpiano—, la hemos empequeñecido un poquito para poderla

transportar; una vez en casa de la señora Boll Boll le devolveremos sus dimensionesnormales.

En efecto, allá donde se erguía la torre en toda su altura e inclinación, en el centro de laexplanada vacía dejada por su desaparición, puede verse ahora una torrecita diminuta, similaren todo y por todo a los recuerdos de don Carletto Palladino.

La gente deja salir del pecho un prolongado «¡Ooohhh!» durante el cual se oye de nuevola voz de la señora que llama a sus hijos:

—¡Renato! ¡Giorgina!La señora Boll Boll va a inclinarse a recoger la minitorre y metérsela en el bolso, pero

antes que ella alguien, concretamente don Carletto Palladino, se lanza sobre los míserosrestos del antiguo y famoso monumento, como los perros se lanzan (o al menos eso cuentan)sobre la tumba de su amo. Los karpianos, sorprendidos, tardan un momento en reaccionar;pero después, con todos aquellos brazos, no les cuesta el menor trabajo inmovilizar a donCarletto, levantarlo en vilo y depositarlo a la debida distancia.

—Ya está —dice el jefe espacial—. Ahora nosotros tenemos la torre, pero a ustedes lesquedan otras muchas cosas bonitas. La misión de la que estábamos encargados por cuentade la firma Bric se ha cumplido. Sólo nos queda decirles hasta la vista y gracias.

—¡Váyanse al diablo! —responde el alcalde—. ¡Piratas! Se arrepentirán… Un día tambiénnosotros tendremos platillos volantes…

—Caldos con puntos-regalo ya los tenemos —agrega una voz desde el fondo.—¡Se arrepentirán! —repite el alcalde.Se oye el «tac» del bolso de la señora Boll Boll, cerrado con energía karpiana. Se oye un

relincho del caballo del alcalde, pero no se sabe qué quiere decir. Después se oye la vocecitade don Carletto, que dice:

—Disculpe, señor karpiano…—Dígame, dígame.—Quisiera dirigirle una súplica.—¿Una petición? Entonces debe usar papel sellado.—Se trata sólo de una bobada. Puesto que la señora Boll Boll ya tiene su premio… si

ustedes quieren…—¿Qué?—Mire, aquí tengo esta maqueta de nuestro campanario. Es un juguetito de mármol, como

pueden ver. A ustedes no les costaría nada agrandárnoslo a tamaño natural. Así nos quedaríaal menos un recuerdo de nuestro campanario…

—Pero sería una cosa falsa, sin el menor valor histórico-artístico-turístico-inclinado —observa, estupefacto, el jefe espacial—. Sería un sucedáneo como la achicoria.

—Paciencia —insiste don Carletto—. Nos conformaremos.El jefe espacial explica la extraña petición a su colega y a la señora Boll Boll, que se

echan a reír.—¡Qué payasada! —protesta el alcalde—. ¡No queremos ninguna achicoria!—Déjeme a mí, señor alcalde —dice don Carletto.—Está bien —dice el jefe espacial—. Démela.El señor Palladino le entrega la maqueta; el jefe espacial la coloca en el punto exacto, le

apunta encima un botón de su mono (otro, no el de las bombas)… Y ¡ya! ¡Hecho! Allí está denuevo la Torre de Pisa en su sitio…

—¡Qué bonito! —sigue protestando el alcalde—. Se ve de lejos que es más falsa queJudas. Hoy mismo mandaré demoler esa vergüenza.

—Como usted quiera —dice el jefe espacial—. Bueno, nosotros nos vamos, ¿no? Buenos

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días y Felices Pascuas.Los karpianos vuelven a subir a su casi-helicóptero, regresan a la astronave de oro y plata,

e inmediatamente después en el cielo hay sólo un gorrión solitario, que vuelve a la cima de laantigua torre.

Después sucede algo raro. Ante toda esa gente desesperada, a las fuerzas del ordendesconsoladas, al alcalde que solloza, don Carletto Palladino se pone a bailar la tarantela y elsaltarelo.

—¡Pobrecito! —dice la gente—. Se ha vuelto loco de dolor.—Locos estaréis vosotros —grita en cambio don Carletto—. ¡Estúpidos y bobos, que no

sois otra cosa! Y además sois tan despistados como el caballo del alcalde. ¿No os disteiscuenta de que le cambié la torre en las narices a los karpianos?

—Pero ¿¿cuándo??—Cuando la empequeñecieron y yo me lancé sobre ella, fingiendo hacer de perro sobre la

tumba del amo. La he sustituido con uno de mis recuerdos. ¡En el bolso de la señora Boll Bollva la torre falsa! Y la auténtica es esta de aquí, esta de aquí; y también nos la han dejadogrande e inclinada como antes; y además nos hemos reído un rato. Mirad, tocad, leed todoslos nombres que habéis garrapateado en ella…

—¡Es cierto! ¡Es cierto! —grita una señora—. Ahí están los nombres de mis dos hijos,Giorgina y Renato. ¡Los escribieron esta misma mañana con un boli!

—¡Muy bien! —dice un guardia urbano, tras haberlo comprobado—. Así se hace. ¿Qué leparece, señora, la multa, la paga ahora o se la mando a casa?

Pero la multa, por una vez, la paga generosamente el alcalde de su bolsillo, mientras donCarletto Palladino es llevado en triunfo, lo cual, para él, es una pura pérdida de tiempo,porque mientras tanto los turistas compran recuerdos a la competencia.

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Carlino, Carlo, Carlinoo

Cómo hacer que los niñospierdan ciertas malas costumbres

—Ahí tiene a su Carlino —dice la comadrona a don Alfio, presentándole al varoncito reciénllegado de la clínica.

«¡Cómo Carlino! —oye chillar don Alfio—, ya basta con esa manía de los diminutivos.Llamadme Carlo, Paolo o Vercingétorix. Llamadme incluso Leopardo, pero que sea unnombre sano. ¿Me he explicado?».

Don Alfio observa perplejo al niño, que no ha abierto la boca. Esas palabras han resonadodirectamente en su cerebro. También la matrona las ha oído:

—¡Toma —dice—, tan pequeño y ya es capaz de transmitir el pensamiento!«Muy bien —comenta la vocecita—, no puedo hablar con las cuerdas vocales porque aún

no las tengo formadas».—Bueno —dice don Alfio, cada vez más perplejo—, pongámoslo en la cuna, luego ya

veremos.Lo ponen en la cuna, al lado de su madre dormida. Don Alfio sale un momento a ordenar a

su hija mayor que apague la radio, para no molestar a la criaturita. Pero la criaturita letransmite un mensaje urgente, precedencia absoluta: «Papá, ¿cómo se te ocurre? Vas ainterrumpir justamente la sonata de Schubert para arpeggione».

—¿Arpeggione? —repite don Alfio—. A mí me parecía un violonchelo.«Claro que era un violonchelo. Así interpretan ahora esta composición escrita por Schubert

en 1824. En la menor, para ser exactos. Pero él la hizo para arpeggione: una especie deguitarrón de seis cuerdas inventado en Viena el año anterior por Johann Georg Staufer. Esteinstrumento, llamado guitarre d’amour o guitarre-violoncell, tuvo escasa fortuna y vida efímera.Pero la sonata es bastante maja.»

—Perdona —balbucea don Alfio—, ¿cómo sabes esas cosas?«Cielo santo —responde, siempre por vía telepática, el recién nacido—. Me pones delante

de los ojos, en esa estantería de ahí, un magnífico diccionario de la música: ¿cómo quieresque no vea que en la página ochenta y dos del primer volumen se habla justamente delarpeggione?».

Don Alfio deduce que su hijito, amén de transmitir el pensamiento, sabe leer a distancia enun libro cerrado. Sin haber siquiera aprendido a leer.

La madre, cuando se despierta, es informada de los acontecimientos con muchadelicadeza, pero estalla en llanto de todos modos. Y encima no tiene un pañuelo a mano paraenjugarse los ojos. Entonces se ve que un cajón de la cómoda se abre solo, sin ruido, y delcajón alza el vuelo, perfectamente doblado, un pañuelo blanco lavado con Bronk, eldetergente preferido de la lavandera de la reina Elisabeth. El pañuelo se posa en la almohadade doña Adele, mientras en su cuna el pequeño Carlo se entrena en guiñar el ojo.

«¿Os gustó el truquito?», pregunta a los presentes. La comadrona huye alzando las manos

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hacia el techo. Doña Adele se desmaya en ese mismo momento, don Alfio se enciende unpitillo, después lo tira; no era eso lo que quería hacer.

—Hijo mío —dice luego—, estás adquiriendo pésimas costumbres, absolutamentecontrarias a la urbanidad. ¿De cuándo acá un niño respetuoso abre los cajones de su madre,sin pedir permiso?

En ese momento asoma la primogénita Antonia, llamada Chichí, de quince años y cincomeses de edad. Saluda cariñosamente a su hermanito:

—Hola, ¿cómo estás?«Bien, en general. Sólo un poco trastornado. Después de todo es la primera vez que

nazco.»—Atiza, ¿hablas con el pensamiento? Eres bárbaro. ¿Me dices cómo lo haces?«Es sencillísimo: cuando tienes ganas de hablar, en vez de abrir la boca, la cierras. Y

también es más higiénico.»—¡Carlo! —exclama don Alfio, muy indignado—, no empieces desde el primer día a

corromper a tu hermana, que es una chica formal.—¡Dios mío! —suspira al volver doña Adele en sí—. ¡Qué dirá la portera, qué dirá mi

padre, funcionario de banco de viejo cuño y severas costumbres, último descendiente de unaestirpe de coroneles de caballería!

—Bueno —dice Chichí—, hasta luego, me voy a hacer los deberes de matemáticas.«¿Matemáticas? —pregunta Carlo, reflexionando—. Ah, ya sé. Euclides, Gauss, esas

cosas. Pero si utilizas el texto que llevas en la mano, fíjate que la solución del problemanúmero 118 está equivocada: la X no es igual a un tercio, sino a dos cuarentaitresavos».

—¡Y se permite ya criticar los textos escolares, como los periódicos de izquierdas! —comenta amargamente don Alfio.

Se lo está contando todo al médico de cabecera en su consulta, mientras en la antesaladoña Adele entretiene al bebé Carlo.

—¡Ay! —suspira el doctor Fojetti—, ¡ya no hay religión! Quién sabe dónde iremos a parar:con todas estas huelgas… Y además ahora con el IVA vamos a pasarlo mal. Ya no seencuentra una criada; a la policía le prohíben disparar; los campesinos no quieren criarconejos… Pruebe a llamar al fontanero, y ya me contará. Bueno, enfermera, hágalos entrar.

En cuanto entra, Carlo intuye, por algunos síntomas que sólo él logra notar, que el doctorFojetti ha vivido varios años en Zagreb; por eso le dirige la palabra en croata (mentalmente,claro): «Doktore, vrlo teško probavljam; cesto osjecam Kiseli ukus: osobito neka jela ne moguprobaviti».

(Traducción: «Doctor, digiero con dificultad; a menudo me repite un sabor ácido; ciertosalimentos me resultan particularmente indigestos».)

El doctor, sorprendido, responde en la misma lengua:—Izvolite leci na postelju, molim Vas…(«Por favor, tiéndase en la camilla.»)Después se da un puñetazo en la cabeza para reaccionar y se pone al trabajo. El examen

completo dura dos días y treinta y seis horas. Revela que el joven Carlo, de cuarenta y sietedías de edad:

«Puede leer en el cerebro del doctor Fojetti los nombres de todos sus parientes, hasta losprimos de cuarto grado, así como absorber todos los conocimientos científicos, literarios,filosóficos y futbolísticos que se han depositado en él a partir de la primera infancia.

Descubre un sello de Guatemala oculto bajo dieciocho kilos de libros de medicina.Mueve a su gusto, de una simple ojeada, la aguja de la balanza en la que la enfermera

comprueba el peso de los enfermos.Recibe y transmite los programas de la radio, incluidos los de frecuencia modulada y los

experimentos en estereofonía.Proyecta sobre una pared los programas de la televisión, aunque manifiesta cierta

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intolerancia respecto a Doble o nada.Cose un desgarrón de la bata del doctor mediante la imposición de las manos.Observando la fotografía de un paciente experimenta un intenso dolor de barriga y

diagnostica, sin equivocarse, una apendicitis aguda.Fríe a distancia, sin gas, una sartén de sémola dulce.Además se levanta del suelo hasta una altura de cinco metros con diecinueve centímetros;

extrae con la fuerza de la mente una medalla de San Antonio de una caja de puros selladacon tres rollos de celo; hace desaparecer de la pared un cuadro de Giulio Turcato; materializauna tortuga en el armarito de los medicamentos y un verbasco en la bañera; magnetiza unoscrisantemos que están a punto de morir, devolviéndoles sus colores juveniles. Tocando unapiedra procedente de los Urales recita la historia completa y documentada de las vanguardiasrusas del siglo XX; momifica peces y pájaros muertos; detiene la fermentación del vino,etcétera».

—¿Es grave? —pregunta doña Adele, impresionada.—Un caso casi desesperado —rezonga el doctor Fojetti—. Si se comporta así a los

cuarenta y siete días, imagínese a los cuarenta y siete meses.—¿Y a los cuarenta y siete años?—Ah, entonces llevará ya tiempo en la cárcel.—¡Qué deshonor para su abuelo! —exclama doña Adele.—¿Y no se puede hacer nada?Se le puede llevar allá, y ponerle entre las manos esta colección completa del Boletín

Oficial, así se distrae y no escucha nuestra conversación. O esperémoslo, al menos.—¿Y luego? —insiste don Alfio, una vez llevada a cabo la operación «Boletín Oficial».El doctor Fojetti le susurra en el oído derecho una docena de minutos, dándole en directo

todas las instrucciones necesarias, que don Alfio transmite en diferido a doña Adele, en eloído izquierdo.

—Pero ¡es el huevo de Colón! —exclama gozoso don Alfio.«¿De qué Colón? —pregunta el telepático Carlo desde la antesala—. ¿Cristóbal o

Emilio?[7] Tratemos de ser concretos en las referencias».El doctor le guiña el ojo a don Alfio y doña Adele. Los tres sonríen y se quedan callados.«¡He preguntado qué Colón!», protesta el crío, produciendo un agujero en la pared con la

energía de su mente comunicante.Y ellos callados como pescados hervidos. Tras un rato, el pequeño Carlo, para que lo

oigan, se ve obligado a recurrir a otros medios de comunicación y comienza a dar lastimerosvagidos:

—¡Buaaaa! ¡Buaaaa!—¡Funciona! —susurra don Alfio en el colmo del entusiasmo.Doña Adele agarra una mano del doctor Fojetti y se inclina a besarla, exclamando:—Gracias, ¡benefactor nuestro! Escribiré su nombre en mi diario.—¡Buaaaa! ¡Buaaaa! —insiste el pequeño Carlo.—¡Funciona! —don Alfio está exultante e inicia unas vueltas de vals.Natural. El secreto está en eso: basta fingir que no se oye cuando Carlo hace la

transmisión y eso lo obliga a comportarse como todos los demás cristianos y a hablar como elúltimo de los analfabetos.

Los niños aprenden pronto, y desaprenden prontísimo. Al cabo de seis meses, el pequeñoCarlo ni siquiera se acuerda de haber sido algo mejor que una radio de transistores.

Mientras tanto de la casa han desaparecido todos los libros, incluidas las enciclopediaspor entregas. Al no tener nunca oportunidad de hacer ejercicios de lectura a página cerrada, elcrío pierde esa habilidad, entre los aplausos de los presentes. Había aprendido de memoria laBiblia, pero se le olvida. El cura está más tranquilo.

Durante dos o tres años se divierte aún levantando sillas de un vistazo, manejando las

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marionetas sin tocarlas, pelando mandarinas a distancia, cambiando los discos en eltocadiscos sin más que meterse un dedo en la nariz, pero después, gracias a Dios, va al jardínde infancia y allí, la primera vez que, para entretener a sus amigos, demuestra cómo se andapor el techo cabeza abajo, lo castigan a un rincón. A Carlo le sienta tan mal que juraapasionarse por bordar mariposas, metiendo la aguja en los puntitos amorosamentedibujados para él por la monja en un trocito de tela.

A los siete años va a la escuela elemental y hace aparecer una espléndida rana en lamesa de la maestra, la cual, en vez de aprovechar para explicar los anfibios saltadores y losricos que son en el caldo, llama al bedel y manda a Carlo a ver al director. Este señor ledemuestra al chiquillo que las ranas no son animales serios y lo amenaza con la expulsión detodas las escuelas de la República y del Sistema Solar, si se permite ciertas bromas.

—¿Puedo al menos matar microbios? —pregunta Carlo.—No. Para eso están los médicos.Mientras reflexiona sobre esta importante declaración, Carlo, distraídamente, hace

aparecer una rosa en el cesto de los papeles. Por suerte logra hacerla desaparecer antes deque el director se dé cuenta.

—Vete —dice el director con tono solemne, señalándole al niño la puerta con el índice;gesto perfectamente inútil, pues en la habitación no hay más que esa puerta y sería difícilconfundirla con la ventana—. Vete, conviértete en un niño formal y serás el consuelo de tusprogenitores.

Carlo se va. Se va a casa a hacer los deberes y le salen todos mal.—Eres un verdadero estúpido —comenta Chichí, mirándole el cuaderno.—¿De verdad? —exclama Carlo, con un nudo en la garganta de alegría—. ¿Soy ya lo

bastante estúpido?Con la alegría hace aparecer una ardilla en la mesa, pero la vuelve invisible enseguida

para que Chichí no sospeche. Cuando Chichí se retira a sus habitaciones, intenta quereaparezca la ardilla, pero no lo consigue. Prueba con un conejillo de Indias, un escarabajopelotero, una pulga. No hay nada que hacer.

—Menos mal —suspira Carlo—. Estoy perdiendo de veras todas esas feas costumbres.Y en efecto, ahora le llaman Canino y él ni siquiera se acuerda de protestar.

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¿Para quién hilan las tres viejecitas?Suspicacillos, los dioses de las antiguas fábulas. Una vez Júpiter ofende a Apolo, a lo

mejor sólo para satisfacer un antojo. Apolo se la guarda y, en cuanto puede, le paga con lamisma moneda, matando a cierto número de Cíclopes.

Diréis: ¿qué tiene que ver el tocino con la velocidad y que tienen que ver los Cíclopes conJúpiter?

Tienen que ver, sí, porque son sus proveedores de rayos. Júpiter los tiene en palmitas: nohay ninguna otra empresa que produzca rayos con un sello de buena calidad como ésos.Cuando le van a contar que Apolo le ha saboteado la producción, Júpiter se enfada en serio yle manda una citación. Apolo debe presentarse a la fuerza, porque Júpiter es el rey de losdioses.

—Vamos a ver —dice Júpiter—. En castigo marcharás al exilio a la Tierra durante sieteaños, y durante siete años servirás como esclavo en casa de Admero, rey de Tesalia.

Apolo cumple su penitencia sin discutir. Es un buen tipo, sabe hacerse querer; simpatizacon Admero y se hacen amigos. Después de siete años regresa al Olimpo. Por el caminohacia casa oye que lo saludan unas viejecitas que están hilando en el balcón.

—¿Cómo va ese reúma? —se informa amablemente.—No nos quejamos —responden las tres viejecitas, que son las tres Parcas.(¿Os acordáis? Sí, esas tres diosas que gobiernan el destino de cada hombre desde el

nacimiento a la muerte. Hilan un hilo para cada hombre y cuando lo cortan, ¡zas!, ese hombrepuede ir haciendo testamento).

—Veo que lleváis el trabajo muy adelantado —dice Apolo.—Pues sí; este hilo ya lo tenemos terminado. ¿Y sabes de quién es?—No.—Pues es el hilo del rey Admero. Tiene aún para dos o tres días.«Atiza —piensa tristemente Apolo—. ¡Pobrecito! Lo he dejado con buena salud, y mira lo

que le espera».—Oíd —dice luego a las viejecitas—. Admero es amigo mío. ¿No podríais dejarlo vivir

unos añitos más?—¿Y cómo hacemos? —replican las Parcas—. Nosotras no tenemos nada contra él, es

una bellísima persona. Pero al que le toca, le tocó. La muerte debe recibir su tributo. No escuestión de edad, cariño. Pero ¿tú lo quieres mucho, verdad?

—Ya os lo he dicho, es un amiguete.—Bueno, mira, por esta vez podemos hacer una cosa: su hilo lo dejamos en suspenso y a

la expectativa. Pero con una condición: que algún otro acepte morir en su lugar. ¿Deacuerdo?

—Claro que sí. Y muchas gracias.—¡Imagínate! Por darte gusto, haríamos de todo.Apolo ni siquiera pasa por su casa para recoger el correo. Regresa a tierra volando y

agarra al vuelo a Admero, que estaba saliendo para ir al teatro.—Oye, Admero —le dice—, vamos a ver, etcétera, etcétera. En resumen, te has salvado

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por un pelo; pero es preciso que haya otro entierro. ¿Encontrarás a alguien que ocupe tupuesto en la caja?

—Eso espero —responde Admero, sirviéndose una copita de algo fuerte para quitarse elsusto—. ¿Soy o no soy el rey? Mi vida es demasiado importante para el Estado. Aunque,¡maldita sea!: me has hecho entrar un sudor frío.

—¿Qué le vamos a hacer? Así es la vida.—No, no. Es justamente lo contrario…—Entonces, adiós.—Adiós, Apolo, adiós. No tengo ni resuello para darte las gracias. Te mandaré una caja de

esas botellas que te gustaban en los buenos tiempos.«¡Maldita sea! —piensa de nuevo Admero en cuanto se queda solo—. Mira qué cosas me

ocurren. Menos mal que tengo amigos de campanillas. ¡Maldita sea!».Manda a llamar a su siervo más fiel, le cuenta cómo están las cosas, le da una palmada en

la espalda y le dice que se prepare.—¿Para qué, Majestad?—¿Y aún me lo preguntas? Para morir, está claro. ¡No me vas a negar este favor! ¿No he

sido siempre un buen amo para ti? ¿No te he pagado siempre las extraordinarias, los segurossociales, la paga de beneficios?

—Cierto, cierto.—Eso quería oír. Conque, vamos, no hay tiempo que perder. Tú piensa en morirte que yo

pienso en todo lo demás: coche fúnebre de primera clase, tumba con lápida, pensión a laviuda, beca para el huerfanito… ¿De acuerdo?

—De acuerdo, Majestad. Mañana por la mañana estará hecho.—¿Por qué mañana? No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.—Tengo que escribir cartas, tomar algunas disposiciones, bañarme…—Mañana, pues. Pero tempranito.—De madrugada, señor, de madrugada.Pero a la madrugada el siervo fiel está ya en alta mar, en una nave fenicia rumbo a

Cerdeña. Y ni siquiera se puede mandar publicar su fotografía en los periódicos, con un buen«Se busca» encima, porque los periódicos aún no se han inventado. Ni tampoco la fotografía.

Para Admero es un verdadero golpe bajo, que le da ganas de llorar. Vete tú a fiar de losviejos siervos fieles cuando más los necesitas.

Admero llama una carroza y manda que lo lleven a ver a sus padres, que viven en elcampo, en un bonito chalet con calefacción y todo.

—¡Ay! —dice—. Sois los únicos que me queréis.—Puedes decirlo muy alto.—Sois los únicos a quienes puedo pedir cualquier cosa, con el corazón en la mano.—¿Quieres algunos rabanillos de nuestra huerta? —preguntan los viejos, prudentemente.Cuando se enteran de lo que quiere, les da un ataque de nervios.—Admerito —dicen—, somos los que te hemos dado la vida y tú ahora, a cambio, quieres

la nuestra. ¡Bonita gratitud!—Pero ¿no veis que tenéis ya un pie en la fosa?—Cuando nos toque, moriremos. Por ahora no nos toca. Cuando nos toque, no te

pediremos que mueras en nuestro lugar.—Ya entiendo, ya entiendo. Pues sí que me queréis mucho…—¡Quién va a hablar! Después de que te hemos dejado el trono y una ganga.Admero, distraídamente, agarra un rabanillo del plato que su madre le ha puesto delante y

se lo mete en la boca. Después lo escupe, salta a la carroza y regresa a palacio.Uno tras otro llama a sus ministros, generales, almirantes, chambelanes, mayordomos,

abogados, asesores fiscales, astrólogos, dramaturgos, teólogos, músicos, cocineros,entrenadores de perros de caza… Y ellos, uno tras otro:

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—Majestad, moriría muy a gusto por vos, pero tengo tres ancianas tías. ¿Qué sería deellas?

—Señor, al punto, inmediatamente si pudiese; pero me he tomado las vacaciones ayermismo…

—Amo, tened paciencia, debo acabar de escribir mis memorias…—¡Cobardes! —grita Admero pataleando—. ¿Conque tenéis tanto miedo a la muerte? Os

haré cortar la cabeza a todos. A mí no me servirá de nada, porque sólo un voluntario puedesalvarme, pero al menos no reventaré solo… Haremos una hermosa procesión al infierno.

Los otros empiezan a llorar y a dar diente con diente. Admero los arroja a celdas decastigo del primero al último, orden al verdugo que afile el hacha y va a ver a su mujer paraque le haga un zumo de naranja, porque le ha entrado sed.

—Alcestes, querida —le dice con aire de víctima—, debemos despedirnos por última vez.Vamos a ver, las Parcas, etcétera. Apolo es un verdadero amigo y así sucesivamente; todosme quieren mucho, pero en resumidas cuentas nadie quiere saber nada de morir en mi lugar.

—¿Y sólo por eso estás tan desesperado? A mí no me has pedido nada.—¿A ti?—¡Claro que sí! Moriré yo en tu lugar. Es muy sencillo.—¡Estás loca, Alcestes! No piensas en mi dolor. ¿No piensas en cómo lloraré en tu

entierro?—Llorarás, y después se te pasará.—No, no se me pasará.—Sí, se te pasará y vivirás aún muchos años feliz y contento.—¿Tú crees?—Te lo aseguro.—Bueno… Siendo así… Si te empeñas…Se dan el beso del adiós, Alcestes se va a su habitación y muere. El palacio retumba con

llantos y gritos. Admero es el que llora más fuerte que nadie. En cualquier caso, hace poneren libertad a los ministros, los cocineros y compañía; manda tocar las campanas a muerto yponer las banderas a media asta; llama a una agencia de pompas fúnebres y se ponen deacuerdo sobre los funerales. Y allí está discutiendo sobre los tiradores de la caja, cuandoaparece un siervo que viene a anunciar un huésped.

—¡Hércules, viejo amigo!—Hola, Admero. Pasaba por aquí para ir a robar las manzanas de oro del Jardín de las

Hespérides y he pensado en entrar un ratito.—¡Has hecho muy bien! ¡Ay de ti si pasabas de largo!—A propósito —dice Hércules—, veo que estáis de luto.—Sí —dice Admero a toda prisa—. Ha muerto una mujer. Pero no hay motivo para que tú

te entristezcas. El huésped es sagrado. Te mando preparar un buen baño, después cenamosy hablamos de los viejos tiempos.

El buen gigante se va a bañar. Lo necesita de veras. Siempre por ahí realizando heroicostrabajos, matando monstruos, limpiando establos, haciendo todo tipo de faenas pesadas ydifíciles, ya es mucho si ve una bañera una vez al año. Mientras se rasca la espalda con elcepillo, empieza a cantar su canción preferida, la que dice:

Hérculespor Hérculeseres fuerte como un Hérculeseres…

—Señor —le susurra un camarero—, no debería cantar, cuando nuestra buena ama está

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muerta.—¿Qué? ¿Quién ha muerto?En resumen, Hércules se entera de todo y se asombra bastante de que Admero no le haya

dicho cuál es la situación. ¡Pobre Alcestes! ¡Y pobre Admero! Casi le dan ganas de llorar, selo piensa…

—¡Cómo, llorar! —dice después, saltando fuera de la bañera—. Éste es el momento dehacer algo. ¡Eh, tú!… ¡Camarero! Búscame mi maza. Debo de haberla dejado abajo, en elparagüero.

Hércules aferra la maza, corre al cementerio y se esconde detrás de la tumba destinada aAlcestes. Cuando ve venir a la Muerte, se lanza sobre ella sin temor y empieza a apalearlacon la maza. La muerte se defiende a guadañazos, pero, como es inteligente, tarda poco encomprender que Hércules es más fuerte que ella y se bate en retirada para no acabar tendidaen la lona.

El gigante lanza una hermosa carcajada y regresa a palacio, cantando. Por el camino lagente lo mira mal, porque canta mientras el país está de luto. Pero él sabe lo que hace.

—¡Admero! ¡Admero! ¡Lo logré!—¿Qué pasa, Hércules?—He puesto en fuga a la Descarnada. ¡Alcestes vivirá!Admero se pone blanco, tan blanco que más, imposible. Todo su miedo vuelve a

echársele encima, en alud. Oye pasos. Se vuelve… Es Alcestes viva, que viene a suencuentro casi con aire de pedirle disculpas…

—Pero ¿no estáis contentos? —pregunta Hércules perplejo—. Vamos, divirtámonos unpoco.

Nada, parece que el funeral empieza ahora. Admero se deja caer en una butaca y tiemblaque da pena verlo. Alcestes tiene los ojos bajos.

—Pero, vamos a ver —dice Hércules, secándose el sudor—, creía daros un gusto y pareceque os he ofendido. Hoy en día, con los amigos, uno no sabe cómo comportarse. Bueno, oíd,me despido y estoy… Escribidme de vez en cuando.

Hércules se marcha enfurruñado, agitando la maza. Admero aguza el oído. Le parece oírun ruido remoto, remoto… Allá arriba, en su balcón, las tres viejecitas hilan… hilan… quiénsabe para quién…

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La guerra de los poetas(con muchas rimas en «o»)

El poeta Sorellini, que de primer nombre se llama Alberto y de segundo Alberto, es el jefede una banda de poetas que escriben letras para canciones y de músicos que escribencanciones para las letras. También se le conoce como el Poeta Llorón, en parte porque llevael pelo cortado a lo sauce, en parte porque compone siempre con lágrimas en los ojos, y enparte también porque sus versos están perennemente empapados de la más húmedamelancolía.

Alberto Alberto es famoso en toda Italia y en el Cantón de Tesino como inventor de la rima«corazón-amor». Pero sobre todo en este punto es preciso ser sinceros: esa rima en realidadse la ha robado al poeta Osvaldo (que se llama Osvaldo a secas), ex jefe de una banda rival,que ahora ya no lo es porque Alberto Alberto lo tiene prisionero desde hace diez años en unavieja torre a orillas del mar, para impedirle que revele su secreto.

El secretario particular de Alberto Alberto, llamado Óscar, está justamente regresando dela vieja torre, donde va todos los días a arrojar al prisionero una bolsita de colines, su únicoalimento (Osvaldo no come pan, para guardar la línea).

—¿Cómo lo has encontrado? —pregunta Alberto Alberto, enjugándose los ojos con unpañuelo y pidiéndole a Óscar uno de recambio.

—De excelente humor —refiere Óscar—. Dice que está a punto de encontrar otra rima con«corazón». Como mucho, dice, necesitará aún dieciocho meses, pero la siente ya en la puntade la lengua.

—¡Es un verdadero demonio! —exclama Alberto Alberto, bañando en lágrimas también elsegundo pañuelo, que al punto Óscar guarda cuidadosamente. En efecto, el celoso secretarioes el principal encargado de los pañuelos del Poeta Llorón. Los borda en persona, con elmonograma de su jefe. Lleva siempre encima una caja de doce docenas.

Pero también Óscar tiene su pequeño secreto: exprime los pañuelos empapados, recogelas lágrimas en un tarro, después las trasvasa a elegantes frasquitos que vende a escondidas,pero a buen precio, a los admiradores y admiradoras del Poeta. Quien compra diez frasquitostiene derecho a un suplemento de lágrimas en artística presentación en spray o, a elegir, a unabrebotellas. La compra puede efectuarse por correo y a plazos. Se hacen tambiénexpediciones a América Latina.

—Escribe —ordena Alberto Alberto, que durante la ausencia de Óscar ha compuesto unanueva poesía, toda de memoria. Él dicta y Óscar escribe:

¿Recuerdas esa vezcorazónque me robaste el calzadoramory después huisteal país de los kurdoscon un electricista zurdo?

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lalaláDesde ese día llorolalalámas sigues sin volverlalalá lalalá ¿por quéno me mandas al menos el calzadorpor correo?Lalalá lalalá…

Óscar está impresionadísimo:—¡Qué versos, Maestro! ¿Sabe que con una canción así puede usted ganar incluso el

Festival de Busto Arsizio?—Que entren todos —dice Alberto Alberto, sollozando—. Daré lectura personalmente a mi

composición antes de elegir al músico.—Adelante la banda —grita Óscar, abriendo de par en par la puerta.Entran, en fila de dos, treinta poetas y veinticuatro músicos (los músicos son menos

numerosos que los poetas pero son más gordos; las cuentas salen). Se alinean en posiciónde firmes y entonan el himno de la banda, compuesto por el propio Alberto Alberto:

Corazónamorlalalá lalalácorazónamorlalalá lalaláqué tristeza me daamor…

Está a punto de iniciar la segunda estrofa (la más famosa, la que comienza por «amor» envez de por «corazón») cuando entra corriendo y jadeando un mensajero con cara de alguienque quisiera hallarse en Bogotá, o por lo menos de vacaciones en Capri, y se arroja a los piesde Alberto Alberto, exclamando con voz rota por el terror:

—Maestro, ¡piedad! ¿Qué va a ser de mí?—No lo sé —responde el Poeta Llorón—, no tengo la menor idea. ¿Qué ha sucedido?—El prisionero…—¿El prisionero?—¡Ha huido!—¿También al país de los kurdos?—Lo ignoro, Maestro. El guardián de la vieja torre refiere sólo que Osvaldo, sirviéndose de

los colines, excavó una galería secreta bajo su celda y salió a campo abierto, en direcciónnordeste.

—¡Ya avisé que no le dieran colines duros!—Se los dábamos fresquísimos, jefe —explica Óscar— y en parte ya masticados. Se ve

que los conservaba para endurecerlos.—Es un golpe muy duro —anuncia Alberto Alberto, tirando un pañuelo empapado—.

Veamos si el diario hablado habla de esta histórica evasión.Óscar enciende la radio en el mismo momento en que el locutor dice, con la voz de los

domingos:—Amigos míos, ¡una gran noticia! Después de diez años de retiro y meditación en un lugar

misterioso, conocido sólo por él y por unos cuantos íntimos, ha vuelto entre nosotros el

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célebre poeta Osvaldo. Escucharéis de su propia voz la letra de la canción compuesta por élen esta fecunda década de soledad.

Osvaldo (tose un poco, se aclara la garganta) comienza:

Amorcorazónrecuerdo hoyla triste noche en que me dejastepara huir a Molfettacon el contable Vicenzo Baltolettade veintiocho años y tres meseslalalá lalalá

—¡Apagad! —chilla Alberto Alberto—. Ese demonio me ha engañado en toda la línea:«Corazón-amor-hoy»… Ya había encontrado la nueva rima y me hacía creer que le faltabanaún dieciocho meses de trabajo. Vosotros, ¡des-can-so!

Los poetas y los músicos, que durante todo este tiempo habían estado firmes, se relajan.Alberto Alberto reflexiona:—Hay un hondo misterio en todo esto. Acaso…Pero un repentino estallido de voces roba para siempre a la posteridad la continuación de

esa declaración de la más alta importancia. Del jardín circundante asciende un coroamenazador:

Lalalá lalaláPor qué, por quéhas huido de mísin lavarel molinillo de cafécorazón amor lalalá…

La banda de Osvaldo rodea el chalet del Poeta Llorón cantando su himno de guerra.Alberto Alberto no tiene un instante de vacilación:

—¡A los puestos de combate!Poetas y músicos se apostan junto a puertas y ventanas. Óscar bate palmas y los

camareros traen inmediatamente numerosos peroles de polenta humeante, que siempre setiene preparada para emergencias de este género. La polenta está hecha con harina fina que,al ser impermeable al aire, se mantiene durante más tiempo en ebullición. Cuando la bandade Osvaldo, guiada por su diabólico jefe de regreso de la prisión, se lanza al ataque, losdefensores le echan encima la polenta, cantando heroicamente el himno compuesto porAlberto Alberto para esta eventualidad, que dice:

Corazón amorcómo quemarecocida polentaaún sin mermeladalalalá lalalá…

El asalto es rechazado. Osvaldo y su banda se preparan para un largo asedio. Hay quesaber que el chalet se alza en la periferia de la ciudad, en las colinas del oeste. El PoetaLlorón en persona ha elegido ese sitio, desde donde se admiran maravillosos y

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conmovedores ocasos. Ahora Osvaldo, animado por un odio implacable y por el deseo devenganza, alza en el jardín una inmensa pantalla de plástico blanco, que impide totalmente aAlberto Alberto la vista de los ocasos en cuestión. Para inspirarse se ve obligado a mandar aÓscar que le proyecte pequeños ocasos en la pared del salón: pero realmente no es lomismo… La producción de lágrimas disminuye sensiblemente… Es difícil cantar amoresinfelices, traiciones y abandonos, noviazgos interrumpidos, fugas de amantes infieles aRomaña o a Potenza, delante de esos ocasitos caseros de tres metros por dos.

El hambre no le preocupa a Alberto Alberto: guarda en el sótano una inagotable reserva deharina de maíz y de salchichas… Pero los versos… los versos le salen cada vez menosdesesperados… cada vez menos melancólicos… cada vez más secos… Un día llega a dictaral fiel Óscar una poesía que empieza así:

Corazónestertormaldito tractor…

Óscar tiene un escalofrío de espanto. Poetas y músicos, que se habían congregado paraescuchar, saltan hacia atrás como si hubieran pisado por equivocación una cobra.

—Maestro —bisbisea Óscar—, ¿no se le ha olvidado nada? ¿No le parece que falta unapalabra… una palabrita… que empieza por «a» y acaba por «or»?

—¿Cómo? —balbucea Alberto—. ¿Qué palabrita?… ¿Asegurador? ¿Acumulador?¿Alfabetizador?… Bueno, dímela tú, sin darle tantas vueltas.

—Ventilador —sugiere Óscar. E inmediatamente se da cuenta de que quería decir otracosa. Dirige una mirada suplicante a los otros poetas y músicos. Todos prueban a sugerir:

—Colifor…—Cardador…—Servomotor…Nada. No lo consiguen. La palabra «amor» se substrae a todo intento de pronunciación. La

banda está a punto de caer en el más sombrío desconsuelo, pero no tiene tiempo, porquedesde el jardín la voz de Osvaldo grita, por medio de un altavoz:

—¡Protesto! ¡Estáis usando armas desleales y prohibidas por la convención de San Remo!Estáis recurriendo al hipnotismo. Yo y mis hombres no logramos pronunciar esa palabra decuatro letras que empieza por «a» y acaba por «or», pero que no es ni «ascensor» ni«aromatizador». Si no lo dejáis, haré bombardear el chalet con cuarenta y ocho pianos decola.

—Osvaldo —responde Alberto Alberto—, has de saber que a nosotros nos ocurre lomismo. Te lo juro con la mano en el «soldador».

—¿Qué? ¿Acaso quieres decir en tu «trillador»?—No, no, quiero decir exactamente en mi «subinspector».En este momento está claro que ni Alberto Alberto ni Osvaldo consiguen ya pronunciar la

palabra «corazón». Y van ya dos, con «amor». ¡Han perdido la rima que hizo, pese a tantasluchas intestinas, su fortuna!

La guerra queda interrumpida inmediatamente. Poetas y músicos son enviados a loscuatro puntos cardinales en busca de las dos palabras perdidas.

—¡Traedlas aquí, vivas o muertas!Se registran las matas, se exploran las cavernas, se rastrea el Parque Nacional de los

Abruzzos, se escalan los Alpes Cotienos; pero no se encuentra a «corazón» y «amor». Elcaso es que los hombres ya ni siquiera logran llamarlos por su nombre. Cada vez que lointentan, sólo consiguen gritar: «¡Retardador!», «¡Ultracondensador!», «¡Televisor!», «¡Bono alPortador!»…

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Las investigaciones duran seis meses y ciento veinte días. Después cesan por falta defondos. Alberto Alberto y Osvaldo, en efecto, tras haber derrochado todas sus riquezas en labúsqueda, reducidos a la miseria se dedican a pedir limosna.

Las bandas se entregan al pillaje. Óscar va tirando, vendiendo en los mercados laslágrimas del Poeta Llorón (posee aún siete hectolitros), pero para despachar el preciosolíquido se ve forzado a sostener, mintiendo descaradamente, que se trata de una loción parahacer crecer los dientes.

Los expertos sostienen que las palabras «corazón» y «amor» no han huido, no han sidoraptadas por forasteros, no se han perdido en el monte, sino que simplemente se han gastadopor el excesivo uso, como las pastillas de jabón cuando se reducen a minúsculas escamasque desaparecen sin duelo por el desagüe de la bañera, entre un funesto gorgoteo de aguasucia.

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El doctor está fueraCuando el Ternana pierde, en casa o fuera, el doctor Foresti va a la oficina de pésimo

humor, llama a su fiel secretaria y le ordena:—No estoy para nadie.La verdad es que está fuera de sí de rabia. Tan fuera de sí que en su despacho, sobre la

butaca ante el escritorio, quedan sólo sus ropas, bajo el escritorio los zapatos con loscalcetines dentro; y el doctor Foresti propiamente dicho se encuentra fuera de la ciudad, en unsitio solitario, y vaga desnudo por los campos, echando fuera su desesperación.

La fiel secretaria lo sabe, pero no se lo dice a nadie. Lo ama con locura y antes detraicionar su secreto se dejaría hacer pedazos. A quien busca al doctor Foresti, por teléfono ocon otros métodos, le responde la pura verdad:

—Está fuera.Tras una horita o dos el doctor Foresti regresa a la habitación y a sus pantalones, llama

uno tras otro a los empleados que dependen de él y les regaña sin piedad, terminandosiempre la reprimenda con un terrible:

—¡Fuera de aquí!De piso en piso se difunde la voz de que el doctor Foresti está fuera de quicio y todos

bajan la cabeza pensativos sobre los expedientes no tramitados.Hay que añadir que, con independencia de las gestas del Ternana, el doctor Foresti logra

con frecuencia, por los motivos más fútiles, enfadarse fuera de lógica. Y entonces helo aquífuera de sí, fuera de la ciudad, fuera del camino, cada vez más fuera…

Cada mañana llega a un sitio fuera del alcance, fuera de este mundo, donde seencuentran todas las personas a las que la rabia saca de sí.

—Tápese —dice una voz forastera—, no dé un espectáculo.El doctor Foresti nota con sorpresa que los demás están más o menos vestidos y acepta

en préstamo una bata de flores.—Se ve que usted es nuevo —dice un señor con uniforme de general retirado—. Aquí

estamos bien organizados, ¿entiende? Hemos montado una especie de guardarropa, y asícuando llegamos aquí no tenemos que dar diente con diente de frío.

—Comprendo —dice el doctor Foresti—. Pero ¿qué demonio de…? Quiero decir, ¿quésitio es éste?

—Es el País de Fuera, ¿no? Eche un vistazo por ahí.El doctor Foresti, con los ojos fuera de las órbitas de asombro, descubre que el lugar está

pobladísimo. Aparte de las personas fuera de sí por motivos personales, hay numerososcampeones fuera de combate, flores fuera de temporada, monedas fuera de uso, ejemplaresfuera de comercio, discursos fuera de lugar, cartas fuera de tono, muebles fuera de serie,artistas fuera de concurso, uniformes fuera de ordenanza, profesores fuera de su papel, liebresfuera de tiro, coches fuera de la carretera, enfermos fuera de peligro, músicas fuera deprograma y estudiantes mandados fuera de clase porque escribían notitas a sus compañeras.Hay también algún fuera de la ley que de vez en cuando anima el ambiente, gritando:

—¡Fuera esa cartera!

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Los otros no se descomponen. Suelen jugar en su mayoría a la brisca o al cuatrillo. Eldoctor Foresti es invitado amablemente a ser el cuarto en una partida de escoba, pero declinadando las gracias porque no puede estar fuera tanto tiempo.

—Vuelva pronto, pues.—No dejaré de hacerlo.Regresa a su chaqueta, llama a la fiel secretaria y le pregunta si alguien ha preguntado por

él.—Sí, alguien llegado de fuera.—Mándelo fuera de mi vista. Dígale que fuera de horario no recibo.La verdad es que quiere quedarse solo para reflexionar sobre esa gente del País de Fuera.—Gente simpática. Mañana haré otra escapadita.A la mañana siguiente está tan contento con la perspectiva de un nuevo viajecito fuera de

sí, que no consigue enfadarse. Prueba con la fiel secretaria, prueba con el conserje, cuya vistasuele bastar para ponerlo fuera de sus casillas… Nada que hacer.

—Estoy fuera de tono —gruñe—. Después, por fortuna, empieza a enfurecerse consigomismo porque ya no es capaz de enfadarse, y en pocos minutos llega al punto justo… Ya estáhecho.

—Salud, doctor Foresti —dice una voz—. ¿Volvió de verdad, eh? Muchos lo prometen,pero después se olvidan.

Son los mismos amigos de ayer, preparados para un mus científico. Además hay algúnjugador fuera de juego y un ciclista que llegó a la meta fuera del tiempo máximo. Se está muybien, allá fuera. Se charla de unas cosas y otras, pero también de las quinielas. Hay allí unzapatero de Torpignattara que ganó setecientos noventa y nueve millones con una de trece.

—¿Cómo? —pregunta el doctor Foresti—. ¿¿Cuánto??—Setecientos noventa y nueve millones y pico.—Perdone la indiscreción, pero ¿qué está haciendo aquí?—Ésa es la cosa, querido doctor. Cuando estuve seguro de haber ganado, no cabía en mi

pellejo de contento. Y me encontré aquí.—Pero ¿por qué no regresa allá abajo?—Se lo acabo de decir: la piel se me quedó demasiado estrecha, no logro ponérmela.

Unas veces me queda fuera un pie, otra las dos orejas… ¿Qué me aconseja usted?—Podría cobrar el premio por poderes.—Ya, y así los millones los disfruta mi cuñado…—Sin embargo —dice el doctor Foresti, reflexionando—, habría un sistema. Usted,

supongamos, hace que cobre el premio una persona de su confianza. Esta persona se lo traeaquí; pero, antes de entregarle el dinero, mete, supongamos, una moneda falsa de cien liras.Usted cuenta el dinero, descubre la moneda falsa, se enfada tanto que se le pasa el contento,adelgaza hasta el punto justo, y su piel se le ajusta como antes.

—¡Es usted un fuera de serie! —exclama el zapatero de Torpignattara en el colmo delentusiasmo—: ¡Sólo me fío de usted! Ahí tiene la quiniela, cobre los setecientos noventa ynueve millones y quédese con el pico.

—¿Cuánto es el pico?—Sesenta liras.—Estupendo —dice el doctor Foresti—. Yo pongo otras veinte y me tomo un magnífico

café.El zapatero de Torpignattara entrega la quiniela al doctor Foresti. Todos aplauden. El

doctor Foresti se pavonea un poco, con la barbilla hacia fuera, después regresa a sudespacho, llama a la fiel secretaria y le anuncia:

—Señorita, salgo fuera al aire libre, pero usted dígales a todos que estoy en el retrete.—¿Puedo decir que está en el cuarto de baño? —pregunta la fiel secretaria, bajando los

ojos.

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—Es usted la secretaria perfecta —aprueba el doctor Foresti.Corre al banco, se hace anunciar al director y en gran secreto le pregunta:—¿Se acuerda del desconocido ganador de los setecientos noventa y nueve millones en

las quinielas?—¿Y qué? —pregunta a su vez el director, con el corazón en un puño—. ¡Fuera el nombre!—Carmelo Foresti: soy yo.—¡Fuera las pruebas!El doctor Foresti enseña la quiniela. El director se pone firme, con la barriga hacia dentro y

el pecho hacia fuera, abraza al ganador y le declara:—Usted es el más hermoso día de mi vida. Botones, rápido: traedme setecientos noventa y

nueve millones y pico. ¿Se los envuelvo, doctor?—Tengo aquí una bolsa de plástico de la sastrería Eurilla, irá perfectamente. Hasta la vista

y gracias.—Gracias a usted.Ante todo, el doctor Foresti va de incógnito a comprar un coche fuera de serie y un

fueraborda; después, sin dejarse extraviar por la repentina fortuna, va a su casa, esconde eldinero en la nevera y regresa a su oficina. De su comportamiento se deduce que ha decididodejar al zapatero de Torpignattara fuera del usufructo de los millones. Pero para tener éxito ensu intento necesitará mucha paciencia, evitar los enfados, no correr el riesgo de volver a caer—¡nunca jamás!— en el País de Fuera, donde para él todo sería llanto y crujir de dientes.

En otras palabras, el doctor Foresti se ve obligado a convertirse a ojos vistas en el jefemás tolerante que nunca existió: cariñoso con los subordinados, alentador con la fielsecretaria, democrático con los botones, dulce con los conserjes y los motoristas, diplomáticocon los visitantes. Un cambio de tomo y lomo.

Los empleados se pasan la noticia: «Jefe nuevo, vida nueva».Empieza el señor Carlini a entrar sin llamar. Y él, que en otros tiempos lo habría hecho

volar fuera por la ventana, no pestañea. El señor Carloni, cuando el doctor Foresti lo mandallamar, le pasa el recado de que no tiene tiempo porque debe acabar de hacer loscrucigramas; y él se queda tranquilo y plácido como el río Piave. El señor Carlucci espera aque el doctor Foresti salga al pasillo y le frota una cerilla en la espalda para encenderse elcigarrillo. Foresti sonríe con singular indulgencia. El señor Carlozzi le casca dos nueces en lacabeza, pues está momentáneamente desprovisto de cascanueces, y Foresti se echa inclusoa reír, diciendo: «Pero ¡qué bromista es usted, señor Carlozzi!».

De todos los pisos del inmenso edificio llegan empleados, de plantilla o interinos, parahacer experimentos con el doctor Foresti. Colocan hornillos de alcohol en su escritorio parahacerse huevos al plato, le apagan las colillas en el tarro de la cola, le piden prestados lostirantes para hacerse un tirachinas…

—Qué buena pasta tiene ese hombre —dicen todos—, una paciencia fuera de lo común.La curiosidad se propaga. Empleados que trabajan en otros barrios de la ciudad piden

medio día de permiso para ir a ver al doctor Foresti y llevan al perro a hacer pis junto a subutaca. De lejanas provincias, con todos los medios de transporte, llegan peregrinaciones deempleados para escribir palabrotas con carboncillo en las paredes de su despacho. Y él semantiene en calma como el mar cuando está en calma. Pero por la tarde, al salir de la oficina,va a un gimnasio a recibir clases de pugilato, para aprender a encajar sin enfadarse. Dentrode un par de años, cuando el sastre acabe de hacerle el traje nuevo, huirá a las Azores ynadie volverá a saber de él…

Pero un mal día a doña Teodora Mentuccia, que no tiene nada que ver con esta historia,que ni siquiera se sabe si es casada o soltera (¡lo cual es el colmo!), se le pasa por la cabezaque olvidó regar los geranios del balcón y se apresura a remediar esa imperdonable lagunaen el mismo momento en que bajo el mentado balcón, está pasando el doctor Foresti. El aguafría, precipitándose desde el balcón tras haber bañado las flores, riega también la cabeza del

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doctor Foresti, le inunda la nuca y le penetra por la espalda. El doctor Foresti, que no estabapreparado para este cruel golpe del destino, exclama:

—¡Me cago en diez!Incapaz de entender y de querer, se enfada tanto que en unos segundos está fuera de sí…

Está fuera del mundo…—¡Ah, aquí está nuestro doctor! ¡Fuera el dinero, sinvergüenza!El zapatero de Torpignattara deja a medias la partida y agarra de los pelos al doctor

Foresti, mientras toda la gente del País de Fuera suspende sus actividades para tomar notade aquel espectáculo fuera de lo usual.

«Di con todo el equipo», piensa el doctor Foresti. E inmediatamente decide fingirindiferencia y quid pro quo.

—¿Qué tiene contra mí? —le pregunta al zapatero de Torpignattara—. Mire que está fuerade razón. Usted me confunde con mi primo, el doctor Semblante. Les ocurre a muchos, porquenos parecemos como dos billetes de diez mil. Sólo que él es un verdadero sinvergüenza,siempre dentro y fuera de las patrias cárceles.

—Hace tres meses que te espero —insiste el zapatero de Torpignattara—, y no te sueltohasta que escupas fuera esos cuartos.

Se origina un combate de boxeo. El doctor Foresti tiene un nuevo motivo para alegrarse dehaber dado clases de esta interesante materia. Con un directo a la mandíbula, seguido por ungolpe al hígado y una patada a las canillas, pone rápidamente fuera de combate al pobrezapaterillo.

Pero los presentes no soportan su deslealtad y lo expulsan fuera del País de Fuera… Eldoctor Foresti se encuentra de nuevo bajo el balcón de la señora Mentuccia, secándose elcuello y la nuca. Sorpresa: a dos pasos de él está el zapatero de Torpignattara: la derrota pork.o. lo ha entristecido tanto que ha podido volver a entrar en su propia piel y ahora reclama suhacienda, amenazando al doctor Foresti con denunciarlo como perseguidor de zapateros. Yañade, para colmo:

—¡Mira que tengo siete hermanos, los siete campeones de ligeros-pesados del Lazio!El argumento convence al doctor Foresti de rendirse. El zapatero entra finalmente en

posesión del dinero, del fuera de serie y el fueraborda. Pero es, en el fondo, un corazón deoro. Al doctor Foresti le deja generosamente el pico, es decir sesenta liras, y no le niega unapalabra de aliento:

—Ten, doctor; prueba a rehacer tu vida con esto. Pero quédate siempre fuera de micamino…

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Tratado de la BefanaLa Befana se divide en tres partes; la escoba, el saco, los zapatos rotos en los pies.

Algunos la dividen de otras maneras y son muy dueños de hacerlo, pero yo creo estar en locierto. Ahora pasaré a describir una a una las tres partes, sin confundirme.

PRIMERA PARTE. La escoba

Después del 6 de enero, la Befana de la Plaza Navona se sirve de la escoba para visitarotros mundos. Vuela sobre la Luna, sobre Marte, sobre Antares. Da una vuelta por lasnebulosas y los universos. Después regresa al país de las Befanas donde, ante todo, regañaa su hermana porque no ha fregado el suelo, no ha desempolvado los muebles y no ha ido ala peluquería. La hermana de la Befana es Befana también, pero no le gusta viajar. Estásiempre en casa comisqueando chocolatinas y chupando caramelos de anís. Es másperezosa que veinticuatro vacas.

Las dos hermanas tienen una tienda de escobas. Abastecen a todas las Befanas de lazona: la Befana de Omegna, la Befana de Reggio Emilia, la de Rivisondoli, etcétera. LasBefanas son miles, gastan un montón de escobas, el negocio marcha viento en popa. Cuandolas ventas disminuyen, la Befana le dice a su hermana:

—Las ventas disminuyen. Es preciso hacer algo. Ya se te habrá ocurrido alguna idea, afuerza de comer chocolatinas.

—Podríamos hacer una liquidación. El año pasado, con la liquidación, vendimos comonuevas incluso las escobas arregladas.

—Encuentra algo mejor, si no te reduzco la ración de caramelos.La hermana de la Befana se exprime las meninges.—Se podría —dice— lanzar una nueva moda. Por ejemplo, la moda de la miniescoba.—¿Qué entiendes por miniescoba?—Una escoba cortísima.—¿No será un poco escandalosa?—Bah, protestará alguna vieja beata, pero ya verás cómo las Befanas jóvenes se vuelven

locas con ella.La moda de la miniescoba hace furor. Al principio, las Befanas más ancianas echan

chiribitas, mandan peticiones a los periódicos de derechas, organizan manifestaciones deprotesta. Después empiezan también ellas a hacer pruebas a escondidas, en casa, con lascortinas bien corridas. Un buen día salen también en miniescoba. Las más avaras se hanlimitado a cortar un trozo del mango de la escoba vieja. Pero la cosa llama la atención, y nohacen buen papel, porque las proporciones están mal calculadas.

Un poco después las ventas vuelven a bajar.—Vamos —le dice la Befana a su hermana—. A ver si se te ocurre otra idea, si no, no te

doy dinero para ir al cine.—Pero ¡me da dolor de cabeza de estar pensando continuamente!—Quien no piensa no va al cine.

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—¡Uf! ¿Pues por qué no lanzas la moda de la maxiescoba?—¿Y qué es eso?—Una escoba larguísima. Dos veces más de lo necesario…—Hummm… ¿No será una exageración?—Claro que será una exageración. Y precisamente por eso tendrá éxito.El día que la primera Befana —una Befanita joven, joven, muy graciosa— aparece por ahí

con la maxiescoba, todas las demás se vuelven locas de envidia. Se cuentan veintisietedesmayos, treinta y ocho crisis de nervios y cuarenta y nueve mil sollozos. Antes de la noche,delante de la tienda de las maxiescobas hay una fila tan larga como de aquí a Busto Arsicio.

Al año siguiente la hermana de la Befana, a cambio de una caja de marrons glacés,inventa la escoba-midi. La Befana se hace rica y pone una tienda de aspiradoras.

Y con eso empiezan los problemas. Porque las Befanas, al viajar en aspiradora en vez deen escoba, aspiran nubes, cometas, pajaritos y pajarracos, paracaidistas, barriletes,meteoritos, satélites naturales y artificiales, planetoides, murciélagos, profesores de latín. Unavez una Befana distraída captura un aeroplano con todos sus pasajeros y se ve obligada arepartirlos a domicilio, uno a uno, por las chimeneas.

La aspiradora va bien en casa, para la limpieza. Para los viajes, es más práctica la viejaescoba.

SEGUNDA PARTE. El saco

Una vez la Befana no se da cuenta de que en el saco de los regalos hay un agujero.Mientras hace su recorrido, los regalos caen sin orden ni concierto. Un trenecito eléctricoacaba sobre la cúpula de San Pedro y empieza a girar a tontas y a locas a su alrededor. Unmonseñor del Vaticano, al mirar por la ventana, ve esa cosa que juega al tiovivo sobre la grancúpula y le entran sudores fríos.

—Es el diablo —grita—, es el fin del mundo.Otro monseñor mira el horario de ferrocarriles y menea la cabeza:—Debe de ser el express de Viterbo que se ha equivocado de vía.Una muñeca cae cerca de la guarida de los lobos, que enseguida se hacen ilusiones:—¡Ah! —dicen—, debe de ser como aquella vez de Rómulo y Remo. La gloria al alcance

de la plata. Criemos esta criatura; cuando sea mayor fundará una ciudad y a nosotros nosharán muchas esculturas de bronce que el alcalde regalará a los visitantes ilustres, paraquitárselos de en medio.

Crían amorosamente a la muñeca durante años y años. Pero no crece. Al contrario, seestropea. Pierde los zapatos, el pelo, los ojos. El lobo y la loba envejecen sin gloria, perocomprenden que de todos modos son afortunados, con todos esos cazadores rondando porahí.

Un abrigo de visón, regalo del comendador Mambretti a su amiga (que es también amigade su mujer, pero un poco menos), cae en Cerdeña, a dos pasos de un pastor que guarda susovejas. El pastor, en vez de escapar espantado gritando: «¡Los espíritus! ¡Los espíritus!», sepone el abrigo y está tan calentito. La Befana lo ve por el espejo retrovisor, vuelve sobre suspasos, baja en picado sobre el redil, pero a media altura se lo piensa: «Seamos justos —dice—, ¿quién necesita más un buen abrigo de pieles? ¿El pastorcillo o esa bendita chica, que yatiene dos y tiene también un coche con aire acondicionado?».

Otra vez las Befanas, con la confusión de la partida —recuerdos, recomendaciones,accesos de tos, lagrimitas— confunden los sacos. La Befana de Domodossola toma el sacode Massalombarda, la Befana de Sarajevo el de Friburgo de Brisgovia. Terminada ladistribución, se dan cuenta de que se han equivocado en todo. Se produce un buen barullo:«La culpa es tuya, la culpa es suya, yo ya lo había dicho, se lo habrías dicho a tu abuela,

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etcétera».—No perdamos tiempo llorando por la leche derramada —dice la Befana de Roma.—Yo no lloro —replica una Befanilla rubia con ojos negros—, sólo faltaría que me

estropease el maquillaje…—Quería decir que no hay más que un remedio: volar sobre nuestros pasos, recoger los

regalos y entregarlos de nuevo, sin confusiones, en la dirección correcta.—Ni se me ocurre —dice la Befanilla tan mona—, tengo una cita con mi novio para ir a

comer una pizza, y me importan un pimiento las direcciones correctas y las equivocadas.Y se van sin volverse. Pero las otras, suspira que te suspirarás, se ponen en camino. Por

desgracia ya es tarde. En todas partes los niños se han levantado ya para ver los regalos dela Befana.

—¡Dios mío, que desastre!Nada, nada de desastres. Los niños están contentísimos así, no hay ni uno que se queje

del juguete que le ha tocado. Los niños de Viena han tenido los regalos de los niños deNápoles y se divierten lo mismo.

—Ya entiendo —dice la Befana de Roma—, los niños de todo el mundo son iguales y lesgustan los mismos juguetes. Ésa es la explicación del misterio.

—Quita allá —le dice un poco después su hermana, sirviéndose dos dedos de Oporto—,eres la idealista de siempre. No comprendes que en todo el mundo, ya, los niños estánacostumbrados a los mismos juguetes porque quienes los fabrican son las mismas grandesindustrias. Los niños creen escoger… y escogen todos lo mismo…, lo que los fabricantes yahan escogido para ellos.

No se sabe bien, de las dos hermanas, cuál tiene razón.

TERCERA PARTE. Los zapatos rotos en los pies

Todos los niños saben que la Befana tiene zapatos rotos en los pies, porque así lo dice lacanción. Algunos niños se ríen de eso, porque con los zapatos rotos se ve el dedo gordo delpie. Otros sufren y no duermen por la noche: «Pobre Befana, tendrá frío en las extremidadesinferiores» (dicen eso para decir los «los pies», porque han estado en un colegio de monjas).

Son mayoría los niños que se apiadan. Escriben a los periódicos, a la radio, a SabinaCiuffini. Proponen una colecta para comprar zapatos nuevos para la Befana. Una banda deestafadores va por las casas, primero en Milán, después en Turín y en Florencia (en Nápoles,quién sabe por qué, no lo intentan), recogiendo fraudulentamente los donativos. Recogendoscientos diez millones y escapan a gastarlos a Suiza, a Singapur y a Hong Kong.

Y la Befana sigue con los zapatos rotos en los pies.Muchos niños, entonces, la noche del 5 de enero, junto al calcetín vacío destinado a recibir

los regalos, ponen una gran media negra con un letrero: «Para la Befana». Dentro hay unbonito par de zapatos nuevos, de señora mayor, pero elegantes. Casi todos negros, perotambién marrones oscuros o beiges. De tacón, de medio tacón, sin tacón. Con hebilla o concordones.

La Befana de Vigevano, no se sabe cómo, se entera de la cosa antes que las otras. ¿Quéhace? Pone el despertador una hora antes y da la vuelta al mundo a velocidad supersónica.Llena tres automotores de zapatos nuevos y regresa al país de las Befanas más contenta queunas pascuas.

En este punto la historia se divide en dos, porque los expertos en ciencia befanológica noestán de acuerdo sobre la continuación.

Hay expertos buenos y expertos malos y sin corazón.Los expertos buenos sostienen que la Befana de Vigevano, al contemplar todos aquellos

lindos zapatos, de todas las medidas, piensa en la gente que anda descalza y se conmueve.

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Entonces recoge su cargamento y vuelve a dar la vuelta al mundo para regalar los zapatos amuchas mujeres pobres. Y le sobran, aún para muchos hombres pobres: no importa que seanzapatos de mujer; mejor que pincharse los pies, a ellos también les sirven…

Los expertos sin corazón dicen en cambio que la Befana de Vigevano ha abierto unazapatería en el País de las Befanas y se está haciendo de oro, vendiendo a sus amigas loszapatos regalados por los niños. «Reclamo idénticas ganancias, porque a ella esos zapatosno le han costado un céntimo. ¡Y encima les carga el impuesto de lujo!».

«¡A la fuerza se ha hecho un automóvil con ocho ruedas y un tranvía todo de oro!»Yo no soy un experto, no soy bueno, no soy malo: por eso mi opinión no cuenta.Posdata. Cuando le enseñé a un experto mi descripción de las tres partes de la Befana,

observó con una carcajada:—Bien todo. Pero se ha olvidado usted de la cosa más importante.—¿Qué es?—Se ha olvidado de decir que la Befana lleva regalos sólo a los niños buenos. A los

malos no.Lo miré durante treinta segundos, y después le pregunté:—¿Prefiere que le arranque la oreja o que le coma la nariz?—Disculpe, ¿qué dice?—Le pregunto que si quiere un paraguazo en la cabeza o un kilo de mermelada en el

cuello de la camisa.—¿Cómo se permite? ¡Mire que soy casi comendador!—¿Cómo se permite usted, más bien, sostener aún que existen niños malos? Póngase de

rodillas y pida perdón.—¿Qué va a hacer con ese martillo?—Le doy con él en el meñique si no jura al punto que todos los niños son buenos. Sobre

todo los que no reciben regalos porque son demasiado pobres. ¿Qué? ¿Jura o no?—Lo juro, lo juro.—Perfecto. Mire, me voy y ni siquiera le escupo a la cara. Soy demasiado bueno, eso es lo

que soy.

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Uno para cada mes

Enero: Los peces

—Ten cuidado —le dice el pez grande al pez chico—, eso es un anzuelo. No lo muerdas.—¿Por qué? —pregunta el pez chico.—Por dos razones —responde el pez gordo—. La primera es que si lo muerdes, te pescan,

te rebozan en harina y te fríen en la sartén. Después te comen, con dos hojitas de lechuga deguarnición.

—¡Arrea! Muchas gracias. Me has salvado la vida. ¿Y la segunda razón?—La segunda razón —dice el pez grande— es que te quiero comer yo.

Febrero: El número treinta y tres

Conozco a un pequeño comerciante. No comercia con azúcar ni con café, no vende nijabón ni ciruelas. Vende sólo el número treinta y tres.

Es una persona honradísima, vende género de primera y jamás roba en el peso. No es deesos que dicen: «Ahí tiene su treinta y tres, señor» y en cambio a lo mejor es sólo un treinta yuno o un veintinueve.

Los treinta y tres son todos de marca garantizada, desiguales en un cien por cien, tresdecenas y tres unidades, con el acento en la penúltima sílaba.

Pero no hace grandes negocios. No hay mucha demanda de treinta y tres. Sólo quienesdeben ir al médico entran en la tiendecilla y compran uno. Pero también hay quienes compranun treinta y tres usado en Porta Portese.[8] Pero él no se queja, de todos modos. Podéismandar a su tienda a un niño, e incluso a un gato, con la seguridad de que no los liará.

Es un tendero honrado. En su pequeñez, es un pilar de la sociedad.

Marzo: La tarjeta postal

Érase una vez una tarjeta postal sin dirección. Sólo estaba escrito: «Recuerdos y besos».Y debajo la firma: «Pinuccia». Nadie podía decir si esta Pinuccia era señora o señorita, unavieja gruñona o una chavala con vaqueros. O a lo mejor una espía.

A mucha gente le hubiera gustado quedarse al menos uno de aquellos «recuerdos» y deaquellos «besos», al menos el más pequeñito. Pero ¿cómo fiarse?

Abril: El asedio

El general Tuthía le dijo al gran Faraón:—Majestad, esa ciudad no la tomaremos ni locos con un asedio normal. Hace falta un

truco.

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—Y tú, ¿lo tienes?—Lo tengo, sí.El general mandó disponer de noche mil grandes tinajas en torno a la ciudad sitiada.

Dentro de cada tinaja había un soldado armado de punta en blanco. Después el ejércitoegipcio recogió armas y bagajes, desalojó el campo, se batió en retirada. Los sitiados corren alas murallas, no ven a los egipcios, ven las tinajas y gritan:

—¡Qué bien! Es lo que necesitamos para la recolección de las aceitunas.Se necesitaron cien carros para llevar las tinajas a la ciudad. Por la noche, los soldados

egipcios rompieron las tinajas, saltaron fuera, abrieron las puertas, prendieron fuego; elFaraón regresó con todas sus tropas. Moraleja: victoria total. Gran fiesta, fuegos artificiales.

Sólo el general Tuthía no se mostraba demasiado contento.—¿Cómo? —dijo el Faraón—, te he dado la más alta condecoración del Imperio, una

pensión de primera categoría, mil caballos, uno por cada tinaja, ¿qué más quieres?—Nada, Majestad. Pero pienso que dentro de tres mil años, en la guerra de Troya, un

general griego hará con un solo caballo lo que yo he hecho con mil tinajas. Por desgracianosotros no conocemos aún el caballo y así ese otro se llevará toda la gloria.

—¡Guardias! —gritó entonces el Faraón—, agarrad a este traidor y cortadle la cabeza. Élno quería la ciudad, quería la gloria. Quería un poeta que hiciera su biografía. Con pasar a lahistoria no le bastaba: ¡quería también pasar a la poesía! ¡Matadlo!

Mayo: Dialoguito

—¿Qué espera de mí la gente?—Que tú no esperes nada de ella.

Junio: Las aves

Conozco a un señor al que le gustan las aves. Todas: las de bosque, las de marisma, lasde campo. Los cuervos, las aguzanieves, los colibríes. Las ánades, las fochas, losverderones, los faisanes. Las aves europeas, las aves africanas. Tiene una biblioteca enterasobre aves: tres mil volúmenes, muchos de ellos encuadernados en piel.

Adora instruirse sobre los usos y costumbres de las aves. Aprende que las cigüeñas,cuando bajan de norte a sur, recorren la línea España-Marruecos o la otra de Turquía-Siria-Egipto, para esquivar el Mediterráneo: les da mucho miedo. No siempre el camino más cortoes el más seguro.

Hace años, lustros, decenios que mi conocido estudia las aves. Así sabe con exactitudcuándo pasan, se pone allí con su escopeta automática y ¡bang! ¡bang!, no falla una.

Julio: La cadena

La cadena se avergonzaba de sí misma. «Vaya —pensaba—, todos me eluden y tienenrazón: la gente ama la libertad y odia las cadenas».

Pasó por allí un hombre, agarró la cadena, subió a un árbol, ató los dos extremos a unasólida rama e hizo un columpio.

Ahora la cadena sirve para hacer volar por los aires a los hijos de ese hombre, y está muycontenta.

Agosto: En tren

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En el tren conozco a un señor. Conversamos agradablemente sobre esto y lo otro ytambién de más cosas. En cierto momento él dice:

—¿Sabe?, yo voy a Domodossola.—¡Bravo! —exclamo con admiración—. Ha hecho usted un magnífico complemento de

dirección o destino.Adopta de pronto una expresión severa, hasta un poco disgustada.—Mire —dice secamente—, ciertas cosas yo se las dejo hacer a los otros.Y en todo el resto del viaje no me dirige la palabra.

Septiembre: Aida

Nuestro pueblecito ha festejado ayer al señor Giovancarlo Trombetti, que en treinta añosde trabajo ha grabado por sí solo y sin ayudantes la ópera Aida del maestro Giuseppe Verdi.

Empezó cuando era casi un niño, cantando ante el micrófono de su magnetofón el papelde Aida, después el de Amneris, después el de Radamés. Uno tras otro, cantó y grabó todoslos papeles. Y también los coros. Como el coro de los sacerdotes tenía que ser de treintacantantes, lo tuvo que cantar treinta veces. Después estudió todos los instrumentos, del violínal bombo, del fagot al clarinete, de la trompeta al cuerno inglés, etcétera. Grabó las partes unaa una, después las fundió en una cinta común para obtener el efecto de la orquesta.

Todo este trabajo lo ha hecho en un sótano alquilado con este fin, lejos de su domicilio. Ala familia le decía que iba a hacer horas extraordinarias. Y en cambio iba a hacer Aida. Hizolos ruidos de los elefantes, los de los caballos, los aplausos al final de las arias más famosas.Para hacer el aplauso del final del primer acto, aplaudió él solo, durante un minuto, tres milveces, porque había decidido que al espectáculo asistirían tres mil personas, de las cualescuatrocientas dieciocho debían gritar: «¡Bravo!», ciento veintiuna: «¡Estupendo!», treinta yseis: «¡Queremos un bis!», y doce, en cambio: «¡Animales! ¡Esfumaos!».

Y ayer, como he dicho, cuatro mil personas, agolpadas en el teatro municipal, han asistidoa la primera audición de la excepcional ópera. Al final casi todos estaban de acuerdo en decir:«¡Extraordinario! ¡Parece mismamente un disco!».

Octubre: Me vuelvo pequeño

Es terrible volverse pequeño de este modo, entre las miradas divertidas de la familia. Paraellos es una broma, la cosa los pone de buen humor. Cuando la mesa es más alta que yo, seponen cariñosos, tiernos, afectuosos. Mis nietecitos corren a preparar la cesta del gato:evidentemente se proponen hacerme allí la cama; me levantan del suelo con delicadeza,agarrándome del cogote, me colocan sobre el viejo cojín desteñido, llaman a amigos yparientes para disfrutar del espectáculo del abuelo en la cesta. Y cada vez me vuelvo máspequeño. Me pueden encerrar, ya, en un cajón con las servilletas, limpias o sucias. En elcurso de unos meses ya no soy un padre, un abuelo, un estimado profesional, sino unchismito que se pasea por la mesa cuando la televisión no está encendida. Van por la lentede aumento para mirarme las uñas pequeñísimas. Dentro de poco bastará una caja de cerillaspara contenerme. Después alguien encontrará la caja vacía y la tirará.

Noviembre: Los periódicos

Conozco a otro señor en el tren. Ha subido en Terontola con seis periódicos bajo el brazo.Comienza a leer.

Lee la primera página del primer periódico, la primera página del segundo periódico, laprimera página del tercer periódico, y así sucesivamente hasta el sexto.

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Después pasa a leer la segunda página del primer periódico, la segunda página delsegundo periódico, la segunda página del tercer periódico, y sigue así.

Después inicia la tercera página del primer periódico, la tercera página del segundo, conmétodo y diligencia, tomando de vez en cuando unas notas en los puños de la camisa.

De repente me asalta un pensamiento espantoso:«Si todos los periódicos tienen el mismo número de páginas, bien, pero ¿qué sucederá si

un periódico tiene dieciséis páginas, otro veinticuatro, otro sólo ocho? Al ver fracasar sumétodo, ¿qué hará este pobre señor?».

Por suerte me bajo en Orte y no me da tiempo a asistir a la tragedia.

Diciembre: El diccionario

Una página del diccionario sobre la cual medito a menudo es aquella donde cohabitansilenciosamente, sin saludarse nunca ni felicitarse el año nuevo, la ortiga, la oruga, laortografía y el orzuelo.

La cosa me intriga bastante. Mientras me imagino a la oruga dedicada a comerse la ortigapara que el orzuelo crezca libremente, nada turba mi paz. Pero después el orzuelo se pone aenseñarle ortografía a la oruga, a la cual, siendo un bichito, le importa un bledo. En estemomento pasa, por la misma página, un cura ortodoxo. ¿Por quién estará rezando? ¿Por laoruga difunta, por el orzuelo loco o por todos aquellos que sufren por culpa de la ortografía?Esta interrogación abre ante mis ojos un auténtico abismo, en el fondo del cual —o sea en elfondo de la página— ambula solitaria la palabra ortógrafo. Parece que significa: «persona quese ocupa o trata de ortografía». Pero su sonido es espantoso. Quizá sea una palabra caníbal.

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NotaEstos cuentos aparecieron semanalmente en la tercera página del diario Paese Sera a

partir del mes de agosto de 1972.Dos de ellos —Miss Universo de ojos de color verde-venus y Extraños azares de la Torre

de Pisa— son refundición de otros dos, publicados por primera vez en el volumen Gip en eltelevisor y otras historias en órbita, de la editorial Mursia, que ha accedido amablemente a lanueva redacción y edición.

El título del séptimo cuento, Me marcho con los gatos, me fue ofrecido generosamente porel pintor Gian Paolo Berto.

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GIANNI RODARINació en Omega, Piamonte, en 1920. Estudió y ejerció el magisterio, pero a pesar de suinterés por la enseñanza la abandonó para seguir su vocación de escritor.Durante la Segunda Guerra Mundial se unió a la resistencia italiana y, después, tomó partemuy activa en la divulgación de la nueva pedagogía desde las diversas publicaciones yperiódicos a los que le abrió las puertas su carrera de periodista. Empezó a escribir para niñosen 1950 y alternó la publicación de sus libros con la dirección de publicaciones para adultos,jóvenes y niños, la colaboración en prensa o la dirección de una colección de libros deeducación. En 1970 se le concedió por el conjunto de su obra el más alto galardón: el premiointernacional Hans Christian Andersen. Falleció en 1981.

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Notas

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[1] Literalmente: «Huelemantequillas». (N. Del T.) <<

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[2] Diario comunista de la tarde. (N. del T.) <<

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[3] Es el protagonista de una de las historias de Corazón, de Edmundo de Amicis, que paraayudar a su pobre padre, sobrecargado de trabajo, se pasa las noches copiando direccionesen sobres. Es un prototipo del hijo abnegado. (N. del T.) <<

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[4] Personajes del cuento Pinocho de Carlo Collodi. El Hada es la protectora de Pinocho; y elPescador Verde a punto está de comérselo con otros pescaditos en una de las aventuras delmuñeco. (N. del T.) <<

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[5] Es uno de los principales personajes de la novela de Alessandro Manzoni Los Novios.Encaprichado con una campesina de sus tierras, Lucía, le hace la vida imposible. (N. del T.)<<

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[6] Pietro Tascal, llamado el Fornaretto («El Panaderillo»), joven panadero venecianoinjustamente acusado de asesinato y ahorcado en 1507. (N. del T.) <<

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[7] Juego intraducible, porque es el nombre de Cristóbal Colón (Cristóforo Colombo, enitaliano). Lo hemos traducido tradicionalmente en castellano. Emilio Colombo (1884-1947) fueun periodista deportivo, que dirigió durante muchos años La Gazzetta dello Sport. (N. del T.)<<

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[8] Es el rastro de Roma. (N. del T.) <<