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EL LENGUAJE DE LA PEDAGOGIA Enrique Moreno y de los Arcos La pedagogía, de antiguo, ha sido concebida como la disciplina encargada de analizar y proponer las normas para el desarrollo de una buena educación tanto en el aspecto intelectual como en el moral y el físico. Los tratados de pedagogía, a la usanza clásica, contienen, amén de unas nociones sobre el hombre y su educación, un conjunto de orientaciones acerca de hacia dónde y cómo se puede encaminar la formación del ser humano. Al lado de este tipo de obras se encuentran, en abundancia, los tratados pedagógicos de carácter práctico y, generalmente, especializado. Tenemos así las llamadas didácticas del español, de la lectura, de las matemáticas y de otras disciplinas, incluyéndose aquí también técnicas particulares para la enseñanza de alguna parte de una materia escolar, como pudiera ser la enseñanza de las fracciones comunes o "quebrados". Tan reciente como el inicio de este siglo —si es que aún se puede llamar recientemente— es el advenimiento de otro tipo de pedagogía: la pedagogía como ciencia. Dejando a un lado la discusión en torno a los fines —que de todas suertes han llegado a ser legislados por los estados nacionales— los pedagogos científicos se ocupan esencialmente de tratar de conocer cómo y por qué ocurren los fenómenos de la realidad educativa. Si bien los tratadistas, casi de modo universal, definen ahora la pedagogía como la ciencia de la educación, la verdad es que la metamorfosis de una pedagogía "puramente normativa" 1 a una pedagogía científica aún no se ha completado. La libertad, casi poética, en el uso del lenguaje por parte de la pedagogía deontológica ha contaminado a tal grado a la pedagogía científica —a más de innumerables escollos metodológicos— que no resulta difícil coincidir con algunos epistemólogos cuando aprecian que la pedagogía es una "protociencia". Las presentes líneas irán encaminadas a iniciar el análisis de cómo afecta el inadecuado uso del lenguaje el desarrollo de la teoría pedagógica, es decir, la construcción de la pedagogía como ciencia. Si, de cualquier manera, pudiera existir algo de provecho para la pedagogía tradicional, habría una ganancia secundaria. Para alcanzar tal propósito describiremos brevemente algunas cuestiones en torno a la arquitectónica del saber científico. Después, pasaremos revista a ciertos criterios sobre el uso del lenguaje científico y, finalmente, ofreceremos algunos ejemplos del uso del vocabulario en el ámbito pedagógico. La arquitectónica del saber científico En un interesante ensayo, Giuculescu retoma la noción kantiana de la arquitectónica aplicada al conocimiento científico. 2 De conformidad con tal planteamiento, es posible establecer un

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EL LENGUAJE DE LA PEDAGOGIA

Enrique Moreno y de los Arcos

La pedagogía, de antiguo, ha sido concebida como la disciplina encargada de analizar y

proponer las normas para el desarrollo de una buena educación tanto en el aspecto

intelectual como en el moral y el físico. Los tratados de pedagogía, a la usanza clásica,

contienen, amén de unas nociones sobre el hombre y su educación, un conjunto de

orientaciones acerca de hacia dónde y cómo se puede encaminar la formación del ser humano.

Al lado de este tipo de obras se encuentran, en abundancia, los tratados pedagógicos de

carácter práctico y, generalmente, especializado. Tenemos así las llamadas didácticas del

español, de la lectura, de las matemáticas y de otras disciplinas, incluyéndose aquí también

técnicas particulares para la enseñanza de alguna parte de una materia escolar, como

pudiera ser la enseñanza de las fracciones comunes o "quebrados".

Tan reciente como el inicio de este siglo —si es que aún se puede llamar recientemente— es

el advenimiento de otro tipo de pedagogía: la pedagogía como ciencia. Dejando a un lado la

discusión en torno a los fines —que de todas suertes han llegado a ser legislados por los

estados nacionales— los pedagogos científicos se ocupan esencialmente de tratar de conocer

cómo y por qué ocurren los fenómenos de la realidad educativa.

Si bien los tratadistas, casi de modo universal, definen ahora la pedagogía como la ciencia de

la educación, la verdad es que la metamorfosis de una pedagogía "puramente normativa"1 a una

pedagogía científica aún no se ha completado. La libertad, casi poética, en el uso del

lenguaje por parte de la pedagogía deontológica ha contaminado a tal grado a la pedagogía

científica —a más de innumerables escollos metodológicos— que no resulta difícil coincidir con

algunos epistemólogos cuando aprecian que la pedagogía es una "protociencia".

Las presentes líneas irán encaminadas a iniciar el análisis de cómo afecta el inadecuado

uso del lenguaje el desarrollo de la teoría pedagógica, es decir, la construcción de la

pedagogía como ciencia. Si, de cualquier manera, pudiera existir algo de provecho para la

pedagogía tradicional, habría una ganancia secundaria.

Para alcanzar tal propósito describiremos brevemente algunas cuestiones en torno a la

arquitectónica del saber científico. Después, pasaremos revista a ciertos criterios sobre el uso

del lenguaje científico y, finalmente, ofreceremos algunos ejemplos del uso del vocabulario en

el ámbito pedagógico.

La arquitectónica del saber científico

En un interesante ensayo, Giuculescu retoma la noción kantiana de la arquitectónica aplicada

al conocimiento científico.2 De conformidad con tal planteamiento, es posible establecer un

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parangón entre una construcción arquitectónica y la suma de los conocimientos de que

dispone la humanidad en un momento dado de su historia.

De igual forma que una edificación no es meramente un amontonamiento de vigas, ladrillos

y cemento, la ciencia no es una simple suma de conocimientos carentes de relación. Ambos

son conjuntos complejos regidos por una idea maestra. El proceso de crecimiento en ambos

casos no se da por aglomeración sino que, al igual que en los seres vivos, posee una "unidad

por la idea", que equivale a un código genético en el cual se encuentra prefigurado el resultado

global. Giuculescu ilustra esta "unidad por la idea" con el ejemplo de la semilla que "encierra en

ella todo el programa del desarrollo ulterior de la planta".3

No obstante que la ciencia, la arquitectura y los seres vivos se ubican en planos muy diferentes

de la realidad, "poseen un principio existencial común: conservación de la integridad del conjunto ideal,

orgánico o físico y resistencia a los agentes de destrucción durante un periodo variable, aunque

previsible".4

Si se toma como cierto —o como principio— este principio, podría establecerse un parámetro que

permitiría someter a prueba la validez de las teorías científicas. Tal parámetro es el concepto de

normalidad. La normalidad se concibe como la capacidad de resistencia de los organismos vivos, las

edificaciones arquitectónicas o las construcciones científicas a las fuerzas hostiles del entorno. Si

existen factores patológicos en cualquiera de estos tres grupos de cosas puede producirse el

desplome.

Para aquilatar la normalidad de las teorías científicas puede echarse mano de los criterios ya

propuestos por Vitruvio para el arte arquitectónico: firmitas (solidez), utilitas (utilidad) y venustas

(belleza). Una buena teoría científica, del mismo modo que una buena edificación, debe reunir los tres

criterios. La falta de alguno de ellos debilita la obra.

Una teoría científica puede transitar de la normalidad a un estado patológico en función de un

conjunto de factores que afectan a uno, a dos o a todos los criterios establecidos.

Los factores de debilitamiento o desplome de la construcción científica pueden ser reducidos a tres

categorías: a) las crisis, b) la endopatogénesis y c) la exopatogénesis.

Para Giuculescu, la crisis en su significado griego de decisión, es un estado transitorio, aunque puede

resultar prolongado, de enfermedad a cuyo término el organismo o la teoría, en este caso, acabe por

recuperarse o por fenecer.5 Si los agentes patógenos son lo suficientemente fuertes la crisis

desemboca en una revolución, en el sentido propuesto por Kuhn, y la vieja teoría o paradigma es

finalmente sustituida por un nuevo paradigma.6

Uno de los principales factores que pusieron en crisis el sistema ptolemaico, según se infiere de lo

dicho por Copérnico, era la violación a la venustas. El sistema geocéntrico requería tal cantidad de círculos

y epiciclos que era necesario pensar en una solución más simple y, por consiguiente, más bella.

Los agentes patógenos internos —la endopatogénesis— son los vicios, errores o falta de congruencia

interna de un sistema que lo ponen en peligro.

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La exopatogénesis se constituye por factores externos que buscan injerencia en el desarrollo de la

teoría o de la disciplina. Tal es el caso de las intervenciones de instituciones públicas o de las

interferencias de disciplinas distintas.

Una teoría científica, en síntesis, ha de aunar firmitas, utilitas y venustas, es decir, poseer cierto

grado de normalidad para resistir las crisis y defenderse de factores patológicos internos y externos.

Dejo, por cierto, para otro momento la discusión en torno a si habría que añadir otro criterio a los

fijados para la normalidad: la veritas. Un castillo medieval construido para la filmación de una gran

batalla puede poseer firmitas, utilitas y venustas, pero no es un castillo medieval. Salvo que la

veritas sea incluida en alguno de los otros tres, parecería que el edificio de la ciencia se sostiene en

cuatro pilares, no en tres.

El lenguaje de la ciencia

El conocimiento científico, para serlo, ha de ser comunicado. Toda verdad arrancada a la naturaleza

que sea transmitida de modo esotérico, a los iniciados, no puede ser considerada científica. De hecho,

"una teoría científica existe a partir del momento en que ha sido hecha pública bajo la forma de un

texto auténtico, si bien sometido al examen crítico. Las fases anteriores a la publicación del texto

interesan más a los historiadores de las ciencias y a los biógrafos que a los sabios y a los

investigadores".7

No es necesario, para los propósitos de este escrito, realizar una inmersión en las profundidades

de la epistemología o de la filosofía analítica en ánimo de realizar una disección del vocabulario de la

ciencia y de sus características. Basta señalar algunas condiciones del desarrollo del lenguaje

científico.

El lenguaje ordinario —en el sentido de común o vernáculo— es a tal grado limitado, imperfecto y

ambiguo que impide alcanzar la normalidad de las teorías científicas y ha tenido que ser

sustituido en buena parte de las ciencias particulares por un lenguaje artificial de construcción

más delicada.

La historia de la ciencia permite apreciar cómo se ha dado en diferentes disciplinas la lucha

por la construcción de un idioma preciso y común que permitiera un aceleramiento del

desarrollo teórico del área y condujera, finalmente, a su universalización. Condillac, de facto,

llegó a plantear que "una ciencia no es más que un lenguaje bien hecho".8

Los criterios para ponderar el grado en que un tipo de lenguaje científico es mejor que otro,

en la síntesis de Wallace, 9 son los siguientes cuatro: primero, el lenguaje debe permitir captar

las inconsistencias e incongruencias lógicas que existieran entre los componentes del sistema.

Esto sólo puede lograrse en la medida que el lenguaje se encuentre determinado, es decir, que

permita hacer afirmaciones claramente explícitas y que no sea susceptible de interpretaciones

diferentes.

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El lenguaje común, por el contrario, adolece de dos tipos de indeterminación, según Nagel:

"En primer lugar, los términos del lenguaje ordinario pueden ser muy vagos, en el sentido de

que la clase de cosas designadas por ellos no está nítida y claramente delimitada de la clase de

cosas no designadas por él (y, de hecho, pueden superponerse ambas clases en considerable

medida)... En segundo lugar, los términos del lenguaje ordinario pueden carecer de un grado

importante de especificidad, en el sentido de que las grandes distinciones establecidas por los

términos no basten para caracterizar diferencias más específicas, pero importantes, entre las

cosas connotadas por los términos".10

El lenguaje de la ciencia, en resumen, no puede abandonarse a una riqueza connotativa

"que es vital para la poesía pero mortal para la ciencia".11

Un segundo criterio analiza el grado en que el lenguaje es universal e inequívoco, lo que

podríamos llamar la traducibilidad del vocabulario científico. Mientras menor esfuerzo de

traducción y menor carga de contenidos culturales específicos posea una terminología científica,

será en mayor grado comunicable y tendrá más amplio rango de universalidad, lo que permitirá

un ejercicio más vasto de la crítica.

El lenguaje de la ciencia —en tercer lugar— ha de ser flexible. Por flexibilidad de lenguaje

debemos entender la capacidad intrínseca de admitir la formulación de enunciaciones de

diverso nivel de generalidad y de complejidad, sin necesidad de adaptación, gracias a normas

precisas de transformación. La terminología científica, en suma, debe poderse aplicar

indistintamente a formulaciones simples o complejas sin perder su connotación o haciendo

depender los cambios de ésta de reglas predeterminadas.

Por último, el lenguaje de la ciencia debe permitir gradualmente al científico trabajar más

con signos y símbolos que con observaciones reales, permitir el paso de la concreción a la

abstracción, para facilitar el manejo de las implicaciones lógicas. Esto mejora el ineludible

proceso de retorno de las extensiones teóricas a su contrastación empírica.

Las diferentes ciencias se encuentran en distintos grados de desarrollo en la construcción

de un idioma artificial que facilite un avance fecundo. Ciencias como la física o las matemáticas

han alcanzado una simbología tan avanzada para la expresión de sus argumentos o

demostraciones que resulta verdaderamente chocante para el lego ver interrumpida una

hermosa página llena de ininteligibles signos por dos o tres "donde", "sustituyendo", "por

definición", escritos en caracteres latinos que, se antoja, deberían haber sido suplidos ya por

otros signos matemáticamente más simples.

Otras disciplinas, como la parte taxonómica de la biología, han logrado enormes

progresos a partir de la adopción de una nomenclatura común. Los denominados "nombres

científicos" de las especies vivas han permitido lanzar un rayo de esclarecedora luz entre la

inmensa calígine de los nombres vulgares. Todo buen aficionado a la pesca sabe ahora que lo

que le ofrecen como trucha en ciertas zonas lacustres del país no es en realidad trucha arco

iris (Salmo gairdneri), sino lobina (Micropterus salmoides).

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Otras ciencias, como las sociales y la que en particular nos ocupa, distan mucho de haber

alcanzado no ya un idioma abstracto sino uno común e inequívoco, al menos.

Cabe comentar, para concluir este apartado, que el conflicto entre el lenguaje ordinario y el

científico es un falso problema para el científico. Un buen investigador preguntará a los

lugareños sobre la localización de la araña capulina o chintatlahua, pedirá alevines de trucha

criolla o buscará campamochas, pero escribirá sobre la Lactrodectus mactans, la Salmo

aquabonita mexicana o la Mantis religiosa. El científico se siente obligado a dominar ambos

niveles del lenguaje, pero sabe que el vocabulario especializado es para uso de especialistas.

No es probable que un químico —temo haber leído antes el ejemplo— pida en el comedor a su

hijo: "Dame el cloruro de sodio" o afirme: "Le faltó NaCl".

El lenguaje de la pedagogía

Como habrá supuesto ya aun el lector menos malicioso, este es uno más de la larga serie de

escritos en los cuales se denuncia la, al parecer, cada día menos contenible construcción de

torres de Babel en nuestras disciplinas científicas.

Para el caso de la pedagogía, podría ser interesante —expuestos los criterios de evaluación

del lenguaje científico— retomar las causas de debilidad o derrumbamiento de las teorías

científicas expuestas por Giuculescu y plantear los equívocos en el lenguaje pedagógico como

factores tanto de endopatogénesis como de exopatogénesis. Quizá se pueda demostrar así

que una de las principales causas de que nuestra disciplina sea considerada —por los

proclives a la bondad —como protociencia, es no sólo la carencia de un idioma

medianamente claro, sino de la voluntad de crearlo.

Veamos, en primer término, la creación endopatogénica de vocablos. A diferencia de otros

sectores de la ciencia, como la sociología o la llamada politología, en los cuales se puso en

boga el lenguaje abstruso —quizá para dar la impresión de mayor profundidad—, en el nuestro

se optó por el lenguaje absurdo.

Tres ejemplos, únicamente, permitirán ilustrar el papel que el vocabulario juega, como factor

de corrosión de la estructura, si la hubiera, de la teoría pedagógica.

Uno es el caso de la noción de "los aprendizajes". De modo imperceptible, hace más de una

década, empezó a generalizarse en las comunicaciones técnicas el uso del plural

"aprendizajes" para referirse a los conocimientos, hábitos, actitudes o destrezas que el

alumno aprende en el aula. Ignoro, en verdad, cuál es el origen de esta práctica, pero su

intención parece ser enfatizar la diversidad de cosas que son aprendidas. El caso es que se

opone a la teoría de los universales —conceptos que expresados en singular abarcan a todos

los miembros de su conjunto, como: el hombre, la mujer, el niño— que ha sido estudiada por la

filosofía y la filología desde Aristóteles hasta nuestros días. Quienes optan por el plural, a

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despecho de la teoría, bien harían en explicarnos por qué no aplican la nueva regla a toda

expresión universal: "Los aprendizajes de los niños y de las niñas".12

Más absurda resulta aún la noción de "autoaprendizaje". En desapego a la clásica e

inequívoca idea del autodidactismo, esto es, la autoenseñanza, el "autoaprendizaje" parece

llegar a convertirse en término oficial de los nuevos sistemas abiertos de educación. Lo

verdaderamente peculiar de esta situación es que nadie parece haber reparado en esta

sinrazón. "Autoaprendizaje" pertenece al mismo orden de pensamiento lingüístico que

"autosuicidio".

Decía Unamuno que "se puede militarizar a los civiles, pero no se puede civilizar a los

militares". Del mismo modo, se puede militarizar una escuela o escolarizar un cuartel, pero

no se puede militarizar un cuartel ni escolarizar una escuela. La escuela es, en esencia,

escolar, de suerte que dividirla en un sistema "escolarizado" y un sistema "abierto" es una

oposición que no casa fácilmente con la lógica ni con la filología. No obstante, cada día se

generaliza tal oposición en nuestro medio.

Los agentes exopatogénicos en el uso del lenguaje son, quizá, mejor muestra de la carencia

de firmitas no tanto de la teoría pedagógica en sí, sino de sus devotos.

La exopatogénesis del vocabulario de la pedagogía permite un intento de clasificación que

no me atrevía por ahora, a procurar para la endopatogénesis. Los agentes patogénicos

externos podrían clasificarse, por su origen, en tres grupos: los derivados de idiomas

vernáculos distintos del nuestro, los que provienen de otras disciplinas científicas y los que se

originan en el propio objeto de estudio de la pedagogía, esto es, en nuestro sistema

educativo.

Sería tan largo como doloroso abundar en ejemplos de cómo nuestra disciplina y nuestro

idioma, en general, han presentado poca resistencia a la invasión de innecesaria terminología

extranjera, particularmente la inglesa. No sólo hemos visto adquirir carta de naturalización a

anglicismos como "educacional" —que nada añade a nuestro objetivo educativo, de desinencia

castiza—, sino que la noción de investigación pedagógica tiende a desaparecer, en beneficio de

"investigación educativa", debido a que el idioma inglés apenas empieza a distinguir entre la

disciplina, pedagogía, y el fenómeno, educación.

En buena medida esto obedece a que los buenos traductores —rara avis en nuestros días,

aunque no especie en extinción, según espero— no han sido muy requeridos para la traslación al

español de los textos extranjeros. Tenemos, en consecuencia, términos injustificadamente

intraducidos, como test, stress, guidance o curriculum, que, a diferencia de futbol, tenían claros

equivalentes en nuestro idioma: prueba, tensión, orientación y plan de estudios.13

De otras disciplinas proviene una buena cantidad de vocablos o conceptos nuevos que,

según nuestro esbozo de clasificación, son factores de patogénesis en la teoría pedagógica.

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La noción de "explosión demográfica" de las instituciones educativas, específicamente las de

enseñanza superior, tuvo que ser corregida, previa demostración, por la adopción pedagógica de

un término de las ciencias físicas: "implosión". Este ejemplo permite apreciar cómo la

transferencia de vocabulario de una disciplina a otra puede ser factor patogénico o, en pocos

casos, de recuperación de la normalidad. Se habló de explosión demográfica, como

explicación del crecimiento desmesurado de la universidad, hasta que se demostró que el

ingreso era regulado administrativamente. El crecimiento, entonces, no se debía a la cada vez

mayor demanda, sino a la continua falta de egreso regular. La población universitaria mayoritaria

estaba constituida por quienes debían haber egresado tiempo atrás. La única oposición

posible a la generalizada noción de explosión tendría, por fuerza, que ser implosión.14

El tercer agente patogénico externo, por último, es la creación de vocabulario por parte del

propio objeto de estudio de la pedagogía.

A diferencia de los investigadores de las ciencias naturales, que pueden bautizar impunemente a

sus objetos de estudio sin oposición o —quizá— con aquiescencia reforzada, quienes estudian la

educación se enfrentan a un conjunto de fenómenos, frecuentemente efímeros, que son tan

prestamente modificados como nuevamente nominados.

Un solo ejemplo puede ser suficiente para aclarar este comentario final. En un sector

oficial de nuestro país que se dedica a la pedagogía de los adultos se ha llegado a la siguiente

distinción, en torno a los niveles de formación: educación formal, educación no formal y

educación informal.

Si atendemos a que en nuestro diccionario del español, en su segunda acepción, in- es

"prefijo negativo o privativo, latino que con ese mismo valor usamos en castellano con

adjetivos, verbos y substantivos abstractos; como en INacabable, INcomunicar, INacción,

etc.", la palabra informal no puede ser distinguida de la noción de no formal.

Posiblemente varias ciencias reclamen para sí el dubitable honor de ser las que mayores

dificultades enfrentan en lo que a su vocabulario se refiere. Creo, sin embargo, haber

mostrado —sin exclusivismos— que la pedagogía ocupa en esa competencia un lugar de

privilegio.

NOTAS

1 Ernesto Meumann. Pedagogía experimental. 4a. ed. Trad. De Ramón Ruiz Amado. Buenos Aires, Losada,1960. 344 p. (Biblioteca Pedagógica), p. 11.

2 Alexandre Giuculescu. "La arquitectónica del saber científico. Ensayo sobre la dinámica de las ciencias".Diógenes. No. 131. Otoño. México, UNAM, 1986. p. 5-25.

3 Ibidem, p. 7.4 Ibidem, p. 9.5 Ibidem, p. 12 pássim.6 Vid Thomas S. Kuhn. La estructura de las revoluciones científicas. Trad. de Agustín Contín. México, Fondo de

Cultura Económica, 1971. 320 p. (Breviarios No. 213).7 Giuculescu. Op. cit., p. 17.8 Mario Bunge. La investigación científica. Su estrategia y su filosofía. Trad. de Manuel Sacristán. —

Barcelona, Ariel, 1969. 956 p. Ils. (Col. Convivium No. 8). p. 73.

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9 Walter L. Wallace. La lógica de la ciencia en sociología. Trad. de A. Montesinos. Madrid, Alianza Editorial,1976. 132 p. Ils. (Alianza Universidad No. 150) p. 114-117.

10 Ernest Nagel. La estructura de la ciencia. Problemas de la lógica de la investigación científica. 3a. ed. Trad.de Néstor Míguez. Buenos Aires, Paidós, 1978. 544 p. (Biblioteca de Filosofía. Serie Mayor No. 3). p. 21.

11 Wallace. Op. cit., p. 114.12 La referencia más remota que he encontrado sobre el uso de tal noción es: Pedro D. Lafourcade. Evaluación

de los aprendizajes. Buenos Aires, Kapelusz, 1973. 356 p. Ils. (Biblioteca de Cultura Pedagógica No. 108). Lacuestión de los universales puede verse en: Mauricio Beuchot. El problema de los universales. Prol. deCarlos Ulises Moulines. México, UNAM, 1981. 520 p.

13 El punto de vista que aquí se halla implícito es que es necesario castellanizar —-en lo ortográfico—- todovocablo extranjero de utilidad que carezca de equivalencia precisa, pero que no hay que inventar nuevostérminos para aquellos de los cuales carecemos y nos resultan indispensables. En casos decorrespondencia unívoca no hay razón para hacer concesiones a otros idiomas.

14 Gabriel Galvis R. y Luz Ma. Spínola de G. Auditoria psicopedagógica de la Escuela Nacional Preparatoria,(Años de 1958 a 1970). México, UNAM, 1972. 77 p. Ils. (Edición mimeográfíca).