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Huyendo de una nueva ciudad, y de una nueva vida sin acabar - una vez

más - desperté en una extraña cama que, por el contrario, no me resultaba desconocida.

Aún dominado por los efectos del consumo de amor de la noche anterior miré las

extrañas paredes de esa habitación donde me encontraba.

La cama donde despertaba por primera vez en mucho tiempo olía a limpio, a sexo

reciente y, sobre todo, a esencia de mujer a raudales. Era como si esa mujer siguiera allí,

oculta bajo las sábanas, aunque el resto de mis sentidos me dijeran que no estaba allí.

Fue precisamente el del oído el que me dijo donde estaba ya que podía escuchar el

sonido del agua cayendo de la ducha, unas veces sobre el suelo de la bañera y otras

sobre un cuerpo de mujer… Ese sonido era inconfundible.

Pero fue al recibir ese primer olor, cuando recordé esa preciosa mujer, menuda,

elegante y risueña que conocí en ese cine donde me tuve que meter para resguardarme

del gélido ambiente que se respiraba en esa ciudad monumental que todos llamaban

Salamanca y donde estaba yo por motivos laborales... Al menos eso creí antes de

aquella ridícula entrevista que no me llevó más que a perder el dinero de un barato

billete de autobús.

La habitación donde desperté era más pequeña de lo que recordaba de la noche anterior.

En una de sus paredes una fotografía de un extraño escritor del que nunca había oído

hablar, y en una estantería de madera muchas películas en vhs y dvd, fotografías y otros

recuerdos. Al ver las fotografías sonreí. Sí, era ella, aunque pareciera tan diferente en las

fotografías… Allí parecía alguien modoso y tímido. Nada comparado con el torbellino

que me había sacudido esa larga noche de tormenta carnal repleta de rayos femeninos,

truenos palpitantes y lluvias de lágrima de mujer ansiosa por vivir.

El sonido del agua de la ducha cayendo sobre la bañera me hizo pensar en esa mujer que

me había invitado a pasar la noche con ella, una mujer hermosa y tan solitaria como yo

mismo… O puede que más.

Tumbado en esa cama de sábanas rosas de franela oculté mi cara bajo ellas y aspiré ese

olor humano que no era mío, ese olor a hembra que tanto me gustaba recibir por las

mañanas pero que siempre me tenía que conformar con imaginar porque siempre

aparecía manchado por el macabro aroma del arrepentimiento.

Oculto bajo las sábanas recordé la piel trigueña de esa mujer, una piel seca pero suave,

como castigada por meses o años de soledad, de no ser compartida. También vino a mí

el tacto de sus dedos por mi cuerpo y el ansia escondido que había en sus labios y que

escapaba en estampida cuando era besada.

Recordé cómo me acariciaba mientras me desnudaba. Al principio lo hacía de manera

delicada, como con miedo, como si no terminara de creer que lo que estaba pasando en

esa cama no fuera parte de uno de esos sueños que vivía a diario aun con los ojos

abiertos.

Cuando mis labios se posaron en los suyos yo ya no recordaba su nombre… Ni siquiera

recordaba haberle dicho el mío, y los encontré secos también, incluso agrietados, a la

espera de la lluvia masculina que saciara sus meses de sequía, y cuando mi lengua se

introdujo por entre sus dientes una cascada vertiginosa de saliva alcalina inundó por

completo mi boca, llenándome de una energía que también yo necesitaba mientras

millones de peces moribundos recobraban su vida y luchaban contracorriente en medio

de un torbellino de aguas calientes y cristalinas.

Nuestras bocas entrelazadas se mantuvieron unidas durante varios minutos. En esos

momentos solo importaban nuestros labios, que parecían incluso tener dedos, y no

dejaban de tocarse y acariciarse, para hacer todo finalmente creíble.

¡Dios, cómo besaba ese manantial de deseo aletargado!

Lentamente, mientras nuestras bocas seguían con su juego desatado, nuestras manos

empezaron también su juego, desnudando unos cuerpos que nada hacían vestidos en un

momento como ese.

Primero desabroché su camisa rosa. Recuerdo lo difícil que resultó desabrochar el

primero de sus botones hasta que, finalmente, lo rompí. A ella no pareció importarle lo

más mínimo, y ante la imposibilidad de desabrochar también el segundo opté por tirar

con violencia y romperlos todos. Ella sonrió, aún con mi boca sobre la suya. Pude verlo

en sus ojos, que se abrieron para comprobar – como hice yo mismo – que todo era cierto

y no producto de nuestra imaginación.

Mi mano acarició sus pechos, cubiertos por un sujetador de talla 95-B (mis favoritos) y

no tardé en dejarlos desprovistos de telas que empeñaran el espectáculo que se abría

ante mis ojos. En ese momento dejé de besarla, la tumbé sobre la sábana, y miré esos

pechos pletóricos de amplias aureolas que no dejaban de intimidarme y de avisarme del

peligro que correría si no los besaba cuanto antes. Así lo hice.

Mi lengua paseó por la aureola de sus senos, que no tardaron en recobrar una vida que

creían perdida, y mis besos ardientes hicieron que esa mujer comenzara a jadear

mostrándome el grado de embriaguez en el que se encontraba.

Los efluvios de la larga abstinencia ingerida ayudaron a ambos, y nos dejamos llevar

por una pasión que había nacido mucho antes, en la misma butaca del cine donde vimos

esa extraña película de mis adorados hermanos Cohen.

Recordé esa pequeña sala donde reponían películas. Ella estaba sentada a mi lado, a

pesar de que el cine estuviera casi vacío, y en mitad de la película, en una escena algo

violenta, su mano rozó la mía por culpa de un extraño espasmo de pavor.

-Lo siento – me dijo, pero no apartó la mano de la mía. Durante no menos de medio

minuto la película desapareció de la pantalla y éramos nosotros los protagonistas de la

misma – si casi podía sentir las miradas de los demás espectadores…

La palma de su mano permaneció inmóvil sobre el dorso de la mía. Ninguno hacía nada,

ninguno decía nada, pero ambos nos sentimos extrañamente excitados. Fue cuando

volví la mano lentamente cuando mis dedos se deslizaron por entre los suyos, como

pequeñas lombrices escapando del fango buscando el sol. Mis dedos treparon por los

suyos, libremente, sin miedo, hasta que ella me miró, apretó su mano contra la mía, y

me dijo: “hola, me llamo Lucía”. Yo no dije nada, no supe qué decir en esos momentos.

- ¿Sabes? – me susurró tan cerca que casi pude sentir su lengua en mi oreja - esta peli ya

la he visto mil veces… Me encanta

-y a mí – me atreví al fin a hablar, sin soltar su mano, claro

- ¿Nos vamos?” – me dijo muy seria, besándome en los labios, y nos fuimos… En

silencio, cogidos de la mano, sin importarnos el frío gélido, ni la nieve que caía, ni

siquiera la gente que corría bulliciosa dominada por esas músicas navideñas que tanto

gustaban, nos fuimos hasta su casa, donde entonces me encontraba.

Sin dejar de mirar esos senos turgentes que hacían más bella a esa mujer, me deshice del

cinturón que guardaba su cuerpo oculto y pude quitarle el pantalón. Sus bragas me

delataron del poco convencimiento que tuvo antes de salir de casa de un éxito amoroso.

Eran unas bragas grandes pero de niña pequeña, con unos dibujos de una abeja extraña

con rizos amarillos que, sin duda, pertenecerían a alguna serie infantil de la televisión

pero que yo no reconocía.

Sus muslos eran hermosos también, y rojos, muy rojos, como un campo recién arado

donde no se vislumbraba un atisbo de hierba. Esa mujer, desnuda, era mucho más

hermosa de lo que parecía al estar cubierta de ropas que para nada le ayudaban. Era un

auténtico festín, un sabroso bocado de pan recién salido del horno – aún sobre la pala

del maestro obrador - ante los ojos de un mendigo hambriento que miraba desde la

ventana conformándose con su olor pero envidiando su textura.

Cuando su cuerpo se convirtió en una parte más de la cama me eché sobre él y aspiré de

todos sus aromas y esencias, intentando hacerlos míos. Besé su cuerpo entero,

consiguiendo que su piel se erizara por donde quisiera que pasara mi lengua, y saboreé

de ella… ¡De toda ella!

Fue entonces cuando ese torrente llamado mujer, usando unas fuerzas que no creía que

tuviera, consiguió apartarme y tumbarme sobre la cama. En su mirada había fuego…

¿Fuego digo? No… Su cara era el cráter de un volcán a punto de la erupción.

Me miraba, me sonreía, y se mordía los labios mientras desabrochó mi pantalón,

despojándome de él y dejándome tan desnudo como mi alma.

-Cariño, te deseo tanto… - nos dijimos al unísono, haciéndonos también sonreír.

Para mi sorpresa ella sacó unas esposas – no sé de dónde, ni cómo – y me sonrió.

-¿Y eso? – le pregunté, sorprendido, que no asustado

- me gustan – dijo sonriendo, abriéndolas y cerrándolas, jugando con ellas mientras su

lengua volvía a pasear por mi abdomen - ¿te gustan a ti?

- no lo sé – le dije, muy excitado – creo que sí

¿crees…? – preguntó mientras su lengua ya estaba sobre mi oreja, su sexo sobre el mío,

y las esposas rodeando mi muñeca izquierda – te va a encantar… Ya lo verás.

El click de la esposa me asustó, incluso me hizo daño al pellizcarme con el hierro en mi

piel, pero no me importó. Siempre quise probar el sexo de esa manera, con unas

esposas… Ser yo el ser dominado.

Con la mano esposada al cabecero de la cama sacó otras esposas y me volvió a sonreír y

a guiñar uno de sus ojos mientras la colocaba sobre la otra mano.

Con las dos manos atadas al cabecero me dejé llevar, y ella empezó su ritual de

apareamiento… Así fue como me sentí, como un ser dominado por una diosa pagana

para lo que yo no era sino un simple objeto de satisfacción personal. Por primera vez me

sentí como si no fuera yo la mantis religiosa, sino ella, y eso me hizo pensar en el triste

final que corrían los machos de esa especie. Pensar eso me gustó ¡Vaya si me gustó!

Ella no dejaba de besarme, de morderme y de lamerme toda la cara mientras nuestros

cuerpos se frotaban como si ambos supiéramos que el genio de la lámpara no tardaría en

aparecer. Su cuerpo era electrizante, de esos que hipnotizan, y el placer al que me estaba

sometiendo empezaba a ser tan intenso como novedoso.

¡Diosssss! Era lo único que podía decir entonces un ateo como yo, pero creyéndolo de

veras.

Desde esa nueva perspectiva sexual todo fue tan diferente… Por primera vez no era yo

quien tenía que buscar el placer de la pareja… Por primera vez dejé de ser yo mismo y

dejarme llevar, sintiendo cosas que no había sabido disfrutar hasta entonces.

Mi órgano sexual dejó de ser el protagonista – al menos para mí, que no para ella – y

todos mis esfuerzos se concentraron en mis retinas y en mis nervios, que mandaban

impulsos extraños a mi cerebro, permitiéndome conocer sensaciones nuevas y

extraordinarias.

Ver a esa mujer sobre mí fue como ver un cuadro extraño del que no entiendes nada

pero que, poco a poco, empiezas a comprender.

Mirarla era todo un placer, disfrutar de su cara extasiada, de sus senos generosos, que no

dejaban de bailar al son de una música que ella misma imponía y ante la que yo, oculto

en el palco, no dejaba de saborear no solo con mis oídos…

Ver su cuerpo entero perdido en el mío, ver los confines de mi tierra perdidos sobre el

horizonte de su piel, hizo que todo – por vez primera – fuera completamente diferente.

Eso no era sexo, y si lo era, todo el que había hecho hasta ahora no había existido.

Durante ¿una hora? - ¿dos? – nuestros cuerpos permanecieron unidos, sin separarse, y

esa mujer me regaló, a través de su placer, más deleite del que creía dibujado en mi

masa gris y en mis retinas.

No podía creer lo que estaba viendo, pero para nada quería salir de allí, para nada quería

que el acto terminara… Quería permanecer allí toda la noche, como así fue, porque,

entonces, mientras el agua de la ducha se detenía y escuchaba el ruido de la mampara

deslizarse, pude recordar cómo el día nos descubrió aún al uno dentro del otro.

No recuerdo el momento en que me quedé dormido, pero sí puedo recordar

perfectamente el extraño y mágico momento del despertar, que, por primera vez desde

que recordaba, no estaba manchado por el remordimiento.

-Buenos días, cariño – me dijo ella, completamente desnuda, asomando por la puerta,

mientras secaba su pelo con una toalla blanca

- buenos días – le dije emocionado aún ante su extraña belleza

-¿has dormido bien? – me preguntó, mientras seguía secando su pelo mostrando esos

senos dubitativos que tanto placer me habían dado horas antes

- sí… Poco pero muy bien – le dije, admirando ahora sus muslos aún mojados y el vello

caoba que ocultaba el cráter que me había quemado esa noche

- no me extraña – me dijo tirando la toalla al suelo, acercándose a mí, y pegando su

cuerpo de nuevo al mío mientras me besaba en los labios, aún doloridos.

Fue cuando sintió que mi cuerpo ya buscaba al suyo cuando me susurró al oído que

quería volver a hacer el amor conmigo.

-¿Sabes? – me dijo de nuevo, con su lengua sobre mi oreja – no me importaría que te

quedaras aquí conmigo toda la Navidad

- eso sería difícil… Y no saldría bien, creéme

-Ahora me tengo que ir a clase – me dijo separándose de mí y cogiendo la ropa que

tenía perfectamente colocada sobre una silla

-¿a clase?

- sí, soy maestra – dijo, ajena a mí, colocando su ropa interior y alejando su hermosura

de mi campo de visión - ¿me esperarás aquí?

- no sé… No tengo mucho que hacer, la verdad

- me gustaría que te quedaras, cariño. Podemos pasarlo muy bien – me dijo,

guiñándome uno de sus ojos mientras se terminaba de poner la camisa y mesaba su

cabello. Yo no podía dejar de mirarla, y empecé a sentirme raro… como siempre me

sucedía.

Ella cogió su reloj y se lo puso, y al mirar la hora, gritó asustada que era demasiado

tarde y que tenía que marcharse ya.

-Lo siento cariño, pero tengo que marcharme ya o no llego a clase, y los curas no creas

tú que se andan con chiquitas – me dijo, alocada y con prisa, besándome en los labios y

corriendo hacia la puerta de la habitación, de donde desapareció.

-¡Oye, oye…! – le grité, intentando recordar su nombre mientras oía abrirse la puerta de

la calle - ¡no me dejes así… No me dejes con las esposas que no me puedo mover!

Por suerte me oyó y se acercó hasta la habitación. Con destreza y nervios consiguió

abrir la esposa de la mano izquierda, haciéndome sentir aliviado y menos dolorido.

-Toma la llave, abre tú la otra y si quieres quédate. Tú decides – me dijo mirándome

por última vez y alejándose a toda prisa, cerrando la puerta con energía.

Una vez que me quité las esposas me metí en la ducha y bajo el agua me quedé un buen

rato, recordando todo lo que habíamos hecho esa noche, lo distinto que había sido todo,

y la suerte que había tenido.

Mirándome en el espejo situado frente a la ducha pude verla otra vez. A mi lado, en la

ducha, estaba ella, con su violenta mirada asesina, con su macabra sombra negra, y con

esa extraña sonrisa de desaprobación

Intenté cerrar la mampara para no verla y olvidarme de ella. Por fin había sido capaz de

vencerle, de dominar su ira y sus macabros deseos. Por primera vez en mucho tiempo

no despertaba sobre un reguero de sangre, sobre un cuerpo destrozado y muerto, y eso

me hizo sentir bien.

Fue cuando salí de la ducha cuando comprendí del error de mi sentimiento victorioso…

La dama macabra seguía allí, dibujada en vaho del espejo, tan macabra como siempre,

y me recordaba que ella no se había marchado… que tan solo se había ocultado.

Habían sido esas esposas las que le hicieron desistir de dominarme, y nada tenía que ver

yo en el asunto de que esa astuta mujer – sin saberlo – se hubiera salvado de una muerte

más que inevitable.

-Tranquilo – me dijo – la esperaremos y terminaremos nuestro trabajo

- ¡no! – grité al espejo

- sííííííííí – fue lo último que oí.

(2ªparte)

Cuando sonó la última de las siete alarmas de la mañana Lucía recogió sus cosas con

rapidez y las metió en su bolso. Por primera vez no colocaba los bolígrafos en la

carpeta, tampoco había colocado bien los folios… Ni siquiera había llegado a cerrar la

cremallera del bolso.

¿Qué le pasa a Lucía hoy? – preguntaron algunas compañeras, observándola mientras

corría por el pasillo en dirección a la puerta principal del colegio.

Toda la mañana había estado nerviosa, extrañamente sonriente y también preocupada.

Era la primera vez en muchos años que no dejaba de mirar el reloj, que se miraba en

cualquier espejo que encontraba – aunque fuera a través de las puertas de cristal donde

se reflejara su rostro – y que sonreía sin venir a cuento. Ella, que era una persona seria –

demasiado para su juventud. O eso decían sus compañeros – ese día parecía más una

estudiante que una de las profesoras.

Ya desde que llegó se le notó extraña. Para empezar era la primera vez que todos sus

alumnos entraban en clase antes que ella. Su coche, por primera vez también, lo había

dejado mal aparcado, e incluso había dejado una de sus ventanillas abiertas.

Su aspecto tampoco era el de siempre. Ella, que todos los días acudía perfectamente

maquillada, impecablemente peinada y seriamente vestida, parecía otra persona ese día.

Su pelo no estaba bien peinado, ni recogido – lo que la hacía más hermosa, sin duda

alguna – su cara no estaba tan maquillada, y, por primera vez en muchos años, acudía al

trabajo vestida con camisa y un pantalón vaquero ajustado.

Todos la miraron extrañados… A todos – y a todas – les gustó esa nueva Lucía.

Por primera vez también Lucía había olvidado pasar lista en clase – lo que agradecieron

más de tres haraganes que se habían quedado en la cafetería cercana al instituto –

tampoco pidió las tareas encomendadas del día anterior, ni siquiera quiso seguir con el

tema que estaban a punto de terminar. Ese día sería para hablar de poesía. Solo poesía.

Con el sonido del segundo timbre de la mañana los alumnos de su clase salieron por los

pasillos hablando con los que llegaban a continuación. La noticia corría como la

pólvora: La “teatrera” estaba de muy buen humor y su clase había sido la bomba. Los

hubo, incluso, que sintieron un extraño flechazo por esa mujer que empezaban a

conocer ese día.

-Está guapísima – se decían unos a otros.

En el recreo el instituto parecía un programa de cotilleo de la televisión. Alumnos y

profesores no hablaban de otra cosa, y todos intentaban averiguar el porqué de ese

cambio tan repentino.

-¿Le habrá tocado la lotería? – preguntaban unos - ¿qué le habrá pasado? – preguntaban

otros, pero fue finalmente una amiga suya, una de sus más fieles compañeras, la que dio

en el clavo: “Lucía se ha echado novio”.

A media mañana no se hablaba de otra cosa. Lucía, la eterna soltera, la enamoradiza sin

suerte, se había echado novio otra vez. Todos esperaron que tuviera más suerte que las

veces anteriores, como así sería – pensaron todos – al ver el cambio tan radical que

había dado en un solo día… Y es que, el sol podía verse a través de sus ojos.

La buena de Lucía no estaba en otra cosa que no fuera todo lo relacionado con ese

hombre al que había conocido la noche anterior en el viejo cine de la vieja Salamanca.

Mirando a sus alumnos, paseando por los pasillos, o simplemente tomando un café con

sus compañeros de siempre, ella solo veía a ese hombre que, sin duda, le había robado

el corazón para siempre.

Sí – se decía a sí misma – ya sé que lo he pensado muchas veces, pero este hombre es

diferente. Con este hombre he conectado de verdad.

Recordando esa noche de sexo limpio y salvaje se emocionaba e impacientaba, mirando

a todas horas el reloj con el único deseo de salir de esa cárcel que era aquel centro de

enseñanza media.

Ella quería huir, salir de allí y correr hacia su casa donde había dejado al hombre más

guapo que había visto en su vida, de volver besar esos labios que parecían una

prolongación de los suyos, y de volver a sentir el brioso músculo de ese cuerpo hercúleo

que la mantenía en ese estado de enajenación transitoria.

Sentada en su vieja silla, oculta tras la mesa de profesor, tenía que cruzar sus piernas

constantemente solo con el recuerdo de ese cuerpo desnudo a su lado.

¡Dios! – gritaba su alma mientras lo recordaba – ¡ojalá pudiera volver a casa ahora

mismo! ¿Para qué has venido hoy a trabajar, so tonta? – volvía a decirse – en diez años

de trabajo nunca has faltado… ¿No podías haberte puesto mala hoy?

Mientras leían poemas de su adorada Emily Dickinson no podía dejar de pensar en él,

en esa boca que aún sabía en la suya, en ese cuerpo que aún recorría el suyo, y en esas

manos que aún parecían estar abrazándola, apartándola del frío castellano. Todo, ese

día, le recordaba a él.

*Glow plain – and foreign

On my homesick Eye –

Except that You than He

Shone closer by –

Because You saturated Sight –

And I had no more Eyes

For sordid excellence

As Paradise

Mientras las letras recitadas inundaban su alma pudo volver a ver ese cuerpo entero

perdido en el suyo, pudo ver los confines de su tierra perdidos sobre el horizonte de su

piel, lo que hizo que todo – por vez primera en muchos años – fuera completamente

diferente. Eso que habían compartido no era solo sexo, y si lo era, todo el que había

hecho hasta ahora no había existido, o dejaría de hacerlo. Atrás, en ese recuerdo,

quedaban ya ese Miguel, ese Antonio, ese Paco tan querido, y ese Lucas último, ese

hombre tan guapo como casado, al que nunca creyó poder olvidar

Durante no menos de tres horas sus cuerpos permanecieron unidos, sin separarse,

bañados por la luna que se negaba a quedarse fuera de la habitación invernal, y allí, en

esa cama que a nadie más pertenecía ya, sintió todos esos orgasmos de los que tanto le

habían hablado y que nunca había reconocido. Allí, sobre ese hombre, había sentido ese

placer metafísico que creía parte de la literatura, y aún emocionada al recordarla,

deseaba gritar a todo el mundo que sí, que en esa ocasión, sí estaba enamorada de ese

hombre que le había regalado, a través de su placer, todos esos misterios que hacían que

el amor fuera tan especial como esquivo.

-¿Quién es? – le preguntó su amiga del alma mientras tomaban el café en la hora del

recreo – me muero por saber cómo es

-¿de qué hablas? – preguntó ella sonriendo, intentando no disimular

- sabes muy bien de qué hablo Luci. Dime su nombre

-¿su nombre? – pensó Lucía, recordando tan solo su cuerpo desnudo y su rostro

- sí, su nombre… Tendrá un nombre ¿no?

- sí, tiene un nombre

- ¿y cómo es? ¡cuenta, cuenta!

- es el mejor regalo de navidad, querida. Nos conocimos en el viejo teatro, mientras

veíamos Fargo

- ¿otro pirado como tú?

- ¿pirado? No lo sé. Tan solo sé que es el hombre más hermoso que he visto nunca

- cuenta Lucía, cuenta… Me muero de ganas

- No tendrá más de cuarenta. Yo le calculo unos 37 – no sé por qué – y viste muy bien.

Lleva vaquero ajustado, camisa de cuadros marrones y blancos, de Pedro del Hierro, y

una elegante cazadora de piel marrón muy juvenil. Sobre su cuello lleva una gran

bufanda marrón también, anudada suavemente con las puntas caídas sobre sus pechos.

Tiene el pelo oscuro. No sabría decirte si lo tiene largo o corto, pero es sedoso y asoma

melena por detrás de sus orejas, sin llegarle a la espalda. Su pelo descansa sobre su

cogote, ocultando su cuello y se le hace una extraña y enigmática raya en el centro. No

tiene más que cinco canas sobre su oreja derecha, y solo se las ves si te acercas tanto

como yo

-¿Es guapo?

-¿Guapo?... ¿Guapo?... Es guapísimo. Tiene sus ojos perfectamente alineados, con

grandes cejas cuidadas. Tiene un ojo marrón oscuro y otro marrón claro, pero tampoco

eres capaz de percibirlo a primera vista. Su nariz es grande, sin llamar la atención, y no

tiene un atisbo de vello a pesar de su edad. Sus labios son carnosos, siempre húmedos,

sin una sola grieta, y parece que los llevara cubiertos por una capa de cosmético natural.

Sus dientes son blancos y bien alineados, con largos colmillos que muestra al sonreír, y

es su sonrisa, sin duda alguna, capaz de conquistar a cualquiera.

Cuando sonríe no abre la boca, sino que la hace bailar, y te mira de una manera ante la

que nada puedes hacer. Si te mira y te sonríe ya eres suya… Ya no hay escapatoria.

Tiene la barbilla partida, alargada, como su cara, y un cuello débil que te lleva hasta un

cuerpo perfectamente conservado, pero falto de ejercicio.

Es musculoso natural, sin marcas, sin excesos, con bíceps que se dibujan con

perfección, de largas y delgadas manos con dedos gráciles, provocadores de pasiones

soterradas insospechadas.

En su pecho, en el centro, tiene poco vello. Tanto, que podrías contarlo. Otro día lo haré

-marrana… Sigue, sigue

- No tiene vientre alguno, con ombligo profundo, y se dibujan en su abdomen – a ambos

lados - dos músculos perfectos que hacen que parezca un joven deportista. Tiene los

muslos fuertes y velludos y unas piernas de ensueño

-¿y….? – preguntó su amiga sonriendo

-de ahí, mejor aún – dijo, rompiendo a reír las dos, lo que hizo que otros compañeros las

miraran casi ruborizados – tiene una forma de hacer el amor distinta a todos los

hombres. Es más, a veces crees que estás con una mujer. Te lo digo en serio.

Es dulce, delicado, pero brioso, como un corcel en una pradera. Te mira en todo

momento, clavando esa sonrisa en tu alma, y te habla en susurros…

-¡Qué envidia, Luci! ¿Dónde trabaja?

-ni idea. No le conozco. No es de aquí. Está de paso. Estoy deseando volver a verle. Le

he dejado en casa ¿sabes?

-¿estás loca? ¿has dejado en tu casa a un desconocido?

- no es un desconocido. Es mi futuro esposo

- ojalá tengas suerte esta vez y no sea otro hombre casado

- no, este no está casado. Lo sé. Y sé que le gusto tanto como él a mí.

El resto de la mañana la pasó Lucía pensando en él, haciendo planes para esa misma

tarde, y para el día siguiente, y para la semana… y para toda la Navidad. Esa sería la

mejor Navidad de su vida. ¡Ya se la merecía!

Con el séptimo y último timbre de la mañana Lucía corrió hasta el coche. La ciudad

parecía más larga que nunca y las calles más atestadas de coches y gente. En su cabeza

estaba ese hombre, que imaginaba esperándola en casa, desnudo, en la cama, de donde

no saldrían en todo el día.

Conduciendo se sentía tan excitada que creía poder sentir un orgasmo solo con el roce

de sus muslos mientras pisaba los pedales… Hacía tanto tiempo que no le pasaba eso –

ni siquiera con Lucas – que se sentía viva y nueva de nuevo. ¡Qué ilusión!

Antes de llegar a casa paró en la vieja pastelería de la ciudad. Allí compró un pastel con

forma de entrada de cine, para regalárselo y compartirlo juntos.

Cuando llegó a casa toda la ilusión se convirtió en miedo. Aparcando el viejo Peugeot

en su plaza comenzó a hiperventilar, a notar cómo su corazón se excitaba más y más, y

cómo la respiración empezaba a fallarle.

-Tranquila Lucía, tranquila – se decía, respirando lentamente, saliendo del coche y

abriendo y cerrando sus brazos, como hacían los alumnos en el patio antes de comenzar

su clase de Educación Física.

En el ascensor el miedo se hacía mayor. Apretando el botón número 5 notó que apenas

tenía pulso – ni fuerza – y tuvo que intentarlo varias veces. Cuando la puerta metálica se

cerró comprendió eso que tanto le decía su vecino Quique. Eso le tranquilizó, y le hizo

sonreír por primera vez desde que salió del coche. Lucía sonrió nerviosamente al

recordar esa coletilla de ese joven que siempre tenía prisa: “jo, este ascensor es más

lento que el caballo del malo”

Primero, segundo, tercero… ¡Dios, qué lento eres, maldito ascensor!

Fue cuando la puerta se abrió cuando el miedo se hizo más patente. ¿Estaría en casa o se

habría marchado para no volverle a ver? Un ruido en el interior de uno de los dos pisos

de la derecha le hizo emocionar. ¡Sí, estaba allí aún!

Caminando lentamente, con el pesado bolso repleto de folios ya sobre su codo, se

acercó hasta la puerta y pegó el oído a la madera.

¡No se oía nada! El miedo volvió a apoderarse de ella.

Al girar la llave el olor de la casa era diferente al resto de los días. Esa casa olía a él, y

eso la tranquilizó. Cerró la puerta, dejó el bolso sobre el sofá, el abrigo sobre el

perchero, y el pastel sobre la mesa perfectamente limpia. Le gustó ver que no había

restos de comida, ni de vasos sucios, y que todo brillaba. Ese hombre lo había dejado

todo reluciente, lo que le hizo pensar que aún seguiría por allí y que limpió para evadir

el tedio de la soledad mientras la esperaba.

-¡Hola! – dijo nerviosa, con los pies temblorosos, y la cabeza girando sin sentido.

Nadie respondió. El piso era pequeño. Miró en la cocina, en el baño, y finalmente en el

dormitorio… ¡Allí no había nadie!

Lucía deseó llorar, pero no pudo.

La habitación estaba ordenada, la cama hecha, pero no había ni una sola nota que le

dijera dónde estaba ese hombre, si se había marchado para siempre o si pensaba volver.

Eso le dolió mucho.

Deseosa de él abrió la cama para volver a oler las sábanas donde había compartido

tanto, y se extrañó al ver que bajo el edredón no había más que la funda del colchón. No

había sábana alguna. ¿Para qué la habría quitado?

Miró en la lavadora, pero allí no estaban. Tampoco en la ropa sucia… ¿Qué habría

hecho con las sábanas? ¿Para qué se las habría llevado? La idea de que ese hombre le

hubiera robado pasó por su cabeza y corrió hasta su cajón de la ropa interior donde

guardaba el dinero. El pequeño bolso seguía allí, intacto, con todo su dinero.

La desaparición de las sábanas seguía extrañándole… ¿Para qué las querría?

Aún contrariada se acercó al cajón de las llaves, por si había cogido algunas para salir y

luego volver… ¡Estaban todas allí!

Su hombre había desaparecido y no tenía pinta de volver. Por eso lloró durante no

menos de una hora, tumbada en esa cama que quería volver a compartir.

-Venga Lucía – se dijo intentando animarse al comprobar que no quedaban lágrimas por

derramar ya – a lo mejor vuelve. A lo mejor ha salido y vuelve después. Seguro que es

eso… Estaría aburrido de tanto esperar. Es normal.

Así, más animada, y, sobre todo, esperanzada, decidió ducharse y acicalarse para

esperarle, convencida de que ese hombre había sentido lo mismo que ella y que no

podría huir así, sin más. Lo había visto en su mirada, y en la forma tan delicada de

hacerle el amor… En esa cama había habido amor, y no solo sexo.

Bajo el agua Lucía volvió a pensar en él, y acarició su cuerpo, fantaseando con él, con

su compañía, y volviendo a encontrar casi el mismo placer de esa noche que tardaría

mucho tiempo en olvidar.

El agua que corría por su cara y boca cobró el sabor de la saliva de ese hombre, y sus

propias manos se hicieron las suyas, acariciándose con fuerza y ternura, como él hacía.

Fue al salir de la ducha cuando un terrible dolor invadió su cuerpo entero.

El vapor del baño desdibujó unas extrañas letras sobre el espejo que habían sido

ocultadas, o hechas sin esperar que pudieran leerse. Lucía, al leerlas, sintió un escalofrío

terrorífico que le hizo caer al suelo.

El miedo que sintió en esos momentos fue tal que no pudo articular sonido alguno, ni

ejercer movimiento que no fuera el de su propio temblor.

Llorando, cada vez más asustada, vio sobre el lavabo un enorme cuchillo de cazador

que, sin duda, ese hombre había dejado olvidado con las prisas en su huída.

No podía ser verdad lo que estaba viendo – pensó aterrada, recordando, de pronto, la

noticia de ese hombre que toda la policía andaba buscando desde hacía tiempo y que

mataba a las mujeres con total violencia después de hacerles el amor.

Y si era él – pensaba, o al menos lo intentaba - ¿por qué no la había matado a ella? Eso

le hizo pensar en las esposas que le había puesto para hacer el amor y que no le había

quitado hasta momentos antes de marcharse.

Nunca pensó – y menos cuando se las regalaron – que esas esposas, aparte de placer, le

llegarían a salvar la vida.

Llorando, fuera de sí, y totalmente aterrada, se abrazó a sus propias piernas, sentada

sobre el frío suelo mientras miraba esas horribles letras que parecían escritas con una

sangre que ese día no se derramó: “MÁTALA”Era hora de llamar a la policía.

*Brille clara – y extraña

En mi Ojo de nostalgia –

Salvo que Tú, que Él

Más cercano brillaras –

Porque Tú saturabas la Mirada –

Y no tenía yo más Ojos

Para excelencia sórdida

Como es el Paraíso.

CONTINUARÁ

CONTINUARÁ