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Los mejores cuentos de la antigüedad

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Los mejores cuentos de la antigüedad

Círculos de Lectura en Tamaulipas

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Los mejores cuentos de la antigüedad© Círculos de Lectura en TamaulipasPrimera Edición 2013

ISBN: 978-607-8222-53-7

Gobierno del Estado de Tamaulipas

Ing. Egidio Torre CantúGobernador Constitucional del Estado de Tamaulipas

Mtra. Libertad García CabrialesDirectora General delInstituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes

Derechos exclusivos de la presente ediciónreservados para todo el mundo.

Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes (ITCA)Calle Francisco I. Madero N° 225, Zona CentroCiudad Victoria, Tamaulipas (C.P. 87000)Teléfono ITCA: (01-834) 1534312 Ext. 101 Teléfonos Dirección de Publicaciones: (01-834) 3181005 al 09

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, viñetas e iconografías, puede ser reproducida, almacenada o trans-mitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin consenti-miento por escrito del editor.

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Nota a los promotores de lectura

El Cuento es tan antiguo como la hu-manidad, afirma Julio Torri, autor

de De Fusilamientos, refinado ejemplo de ironía en nuestro idioma. Jorge Luis Bor-ges comulga con él y agrega: “Quien lee un cuento sabe o espera saber algo que lo distraiga de su vida cotidiana, que lo ha-ga entrar en un mundo, no diré fantástico —muy ambiciosa es la palabra—, pero sí ligeramente distinto del mundo de las ex-periencias comunes”.

Su antigüedad y el hecho de que al cuento se le relacione con algo distinto a lo cotidiano, son características dignas de señalar. La primera, porque esta antigüe-dad, asociada a lo rústico ha contribuido a calificar como inferior, en relación con

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la novela, a la cuentística, cuando en rea-lidad el cuento es el padre de la novela, la cual, debe a la creación breve muchos de sus atributos.

Segunda, porque desde que Homero escribió “Canta, Musa, la cólera de Aqui-les”, hasta lo que son ahora el cuento y la novela: La imaginación entreverada con la realidad, o sola; o asimismo, la realidad monda y lironda, son recursos utilizados en ambos géneros, cuyas diferencias rea-les estriban en su extensión y brevedad, así como en el propósito de cada uno. La novela reúne hechos y personajes con la finalidad de contar una historia. El cuento fija su vista en un hecho, el cual, deberá constituirse en una parábola, que reúna en el deslumbramiento del instante, un significado totalizador de la experiencia humana.

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En Círculos de Lectura, sentimos la necesidad de crear referentes para que nuestros lectores construyan un bagaje útil para aumentar el disfrute del género. Para ello, diseñamos un esquema de tra-bajo en equipo que nos permitiera: Pri-mero, actualizar el castellano de los siglos XII al XVII, al español del siglo XXI en el norte de México, mediante un ejerci-cio de lectura digerida que permitiera una versión actual. Segundo, que una vez rea-lizada la mejor versión posible; los rela-tos no perdieran su esencia, tratando de conservar, en forma y fondo, estructura y tratamiento, la mayoría de sus caracterís-ticas esenciales, para que la evolución su-frida por el idioma, no fuera impedimento para su lectura efectiva.

Juzgue el lector e incorpore referentes de otros tiempos y latitudes para enriquecer

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la percepción del género, que en la literatu-ra tamaulipeca se cultiva asidua como feliz-mente.

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Inglaterra

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Cuento de la comadre de BathGeoffrey Chaucer

Tomado de los Cuentos de Canterbury

En los tiempos del rey Arturo, cu-ya fama pervive entre los naturales

de Gran Bretaña, el reino estaba lleno de hadas. La reina de los Elfos y su alegre cortejo danzaban por los prados, según he leído. Hablo de hace muchos años por-que ahora ya no se ven hadas, pues las oraciones y la caridad de los frailes llenan todos los recovecos del país, como las mo-tas de polvo centellean en un rayo de sol, bendiciendo aposentos, cocinas, ciudades, burgos, castillos y pueblos; graneros y al-querías; ocasionando su desaparición.

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En los lugares que frecuentaban los Elfos, anduvieron los frailes mañana y tarde, musitando sus maitines. Por lo que las mujeres podían pasear tranquilamente junto a los árboles. Un fraile era el único sátiro que encontraban, y todo lo que és-te hacía era quitarles la honra. Pues bien, sucedió que en la corte del rey Arturo ha-bía un caballero joven y alegre. Un día, montando su caballo se dirigió a su ca-sa, después de dedicarse a cazar junto al río, se topó con una doncella solitaria, y a pesar de que ella se defendió como pudo, pero el caballero le arrebató la doncellez a viva fuerza.

La violación causó revuelo. Hubo tantas peticiones de justicia al rey Artu-ro, hasta que, como lo mandaba la ley, el caballero fue condenado a muerte. Y hu-biera sido decapitado si la reina y otras

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damas lograron convencer al rey, solici-tando su gracia, hasta que al fin él le per-donó la vida y lo entregó a la reina para que decidiera ella el destino del joven. La reina expresó al rey su agradecimiento y, al cabo de uno o dos días, encontró la oportunidad de hablar con el caballero y le dijo:

—Te encuentras todavía en situación difícil, tu vida no está a salvo. Pero te la concederé si me dices qué es lo que las mujeres desean con mayor vehemencia. Pero, ¡ojo!, mucho cuidado, procura salvar tu cuello del filo del hacha. No obstan-te, si no puedes dar respuesta hoy, tienes permiso de ausentarte durante un año y un día, para encontrar la solución a este problema. Antes de partir debo tener la certeza de que te presentarás voluntaria-mente a este tribunal el día convenido.

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El caballero estaba triste y suspiró con pena, sin embargo no tenía salida. Aseguró regresar con la respuesta que Dios le diera. Se despidió, y comenzó a recorrer el mundo. Visitó todas las casas y lugares en los que pensaba averiguar qué cosa es la que las mujeres ansían más, pero en ningún lado encontró a dos personas que se pusieran de acuerdo so-bre el asunto.

Algunos decían que lo que más quie-ren las mujeres es la riqueza; otros, la honra; otros, pasarla bien; otros, los vesti-dos de diseñador, otros, que lo que prefie-ren son los placeres de la cama y enviudar y volver a casarse con frecuencia. Algunas decían que nuestros corazones se sienten felices cuando se nos consiente y elogia, tengo que admitir que esto está muy cer-ca de la verdad. El elogio es el mejor mé-

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todo con que el hombre nos conquista; mediante atenciones y piropos, todas no-sotras caemos en sus brazos.

Pero algunas afirmaron que lo que nos gustaba más era ser libres y hacer nuestro antojo y no tener a nadie que critique nuestros defectos, sino que ale-gren nuestros oídos diciendo que somos juiciosas y nada tontas; pues no hay nin-guna de nosotras que no dé patadas si al-guien la hiere o humilla. Si no prueba y lo verás; por malas que seamos por den-tro, queremos que piensen de nosotras que somos virtuosas y juiciosas.

No obstante, otros opinan que nos gusta ser consideradas discretas, fiables y firmes de propósitos, incapaces de trai-cionar nada. Pero esta idea nos vale un comino. ¡Por el amor de Dios! Nosotras las mujeres somos incapaces de guardar

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nada en secreto. Mira, por ejemplo, el caso de Midas. ¿Te gustaría oír la his-toria? Ovidio, entre otras minucias, dice que Midas tenía ocultas bajo su largo pe-lo dos orejas de asno que le crecían de la cabeza. Defecto que él ocultaba lo mejor posible; solamente su esposa lo conocía. Él la idolatraba y también le tenía gran confianza. Le rogó que no le contara a ningún ser vivo lo de su defecto. Ella ju-ró y perjuró, que ni por todo el oro del mundo, no le haría aquel flaco favor ni le causaría daño, para no empañar su buen nombre. A pesar de ello creyó morir si guardaba este secreto tanto tiempo; le pa-reció que algo crecía y se hinchaba dentro de su corazón, hasta tal punto que no pu-do más y tuvo la sensación de que debía hablar o estallaría. Sin embargo, como no se atrevió a decirlo a nadie, se aproximó

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a una marisma cercana —su corazón se llenó de fuego hasta que llegó allí—, y puso sus labios sobre la superficie del agua como un avetoro que se regocijaba en el barro: “Agua, no me traiciones con tu rumor —dijo ella—. Te lo digo yo a ti y sólo a ti: ¡mi marido tiene dos largas orejas de asno! Ahora que lo he soltado, no podía callármelo por más tiempo, ya lo creo”. Esto demuestra que nosotros no sabemos guardar nada en secreto; lo podemos callar por un tiempo, pero a la larga tiene que salir. Si quieres oír el res-to del cuento, lee a Ovidio; todo lo en-contrarás ahí.

Pero regresemos al caballero de mi historia. Cuando se dio cuenta de que no podía descubrirlo —quiero decir, lo que las mujeres queremos por encima de to-do—, sintió pesadumbre en el corazón;

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pero, con todo, se puso camino a casa pues no podía esperar más. Había llegado el día en que debería regresar al hogar. Mientras cabalgaba pasó junto a un bos-que y vio a un grupo de damas bailando. Curioso, se acercó esperando aumentar su sabiduría. Pero antes de llegar hasta donde estaban aquellas damas, por ar-tes de birlibirloque, desaparecieron, sin que él tuviera la menor idea de a dónde habían ido. Excepto una anciana sentada sobre el césped no había otro ser huma-no. Por cierto, era la persona más fea que pudiera uno ver, cuando se levantó del suelo al acercársele al caballero, le dijo:

—Señor, no hay camino que siga desde aquí. Dime lo que buscas, nosotras las viejas sabemos un montón de cosas.

—Señora —replicó el caballero—, la verdad es que puedo darme por muerto

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si no logro decir qué es lo que las muje-res desean más. Si me lo puedes decir tú, te recompensaré ampliamente.

—Pon tu mano en la mía y dame tu palabra de que harás la primera cosa que te pida si está en tu mano —dijo ella—, y antes de que caiga la noche te diré de qué se trata.

—De acuerdo —dijo el caballero—, tienes mi palabra.

—Entonces —dijo ella— me atrevo a señalar que salvaste tu vida, pues sé que la reina dirá lo mismo que yo. Mués-trame a la más orgullosa de ellas, aunque lleve el tocado más valioso, y veremos si se atreve a negar lo que te diré. Partamos ahora y dejémonos de charlas.

Entonces ella le susurró su mensa-je al oído, diciéndole que se animara y no sufriera miedos. Cuando llegaron a la

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corte, el caballero anunció que, de acuer-do con lo prometido, regresaba puntual-mente y preparado para dar su respuesta. Más de una dama de alcurnia, más de una muchacha y muchas viudas también (puesto que tienen mucha sabiduría), se reunieron a escuchar su respuesta, con la mismísima reina sentada en el trono del juez, quien hizo llamar al caballero a su presencia. Mandó que todos callaran mientras el caballero explicaba qué es lo que más desean las mujeres en el mundo, y éste, lejos de quedarse callado, dio su respuesta enseguida y habló con una voz que todos podían oír.

—Mi soberana y señora —empe-zó—, en general las mujeres desean ejer-cer autoridad tanto sobre sus esposos como sobre sus amantes y tener poder sobre ellos. Aunque con ello respondo

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con mi vida, éste es su mayor deseo. Haz lo que quieras, estoy en tus manos.

Ni una sola señora, muchacha o viu-da en el tribunal contradijo tal infor-mación. Todos declararon que merecía conservar la vida. En aquel momento la vieja, a quien el caballero encontró senta-da en el césped, se puso en pie de un salto y agregó:

—¡Gracias, soberana señora! Mira que se me haga justicia antes de que el tribunal se disuelva. Yo di la respuesta al caballero, a cambio de lo cual él empeñó su palabra de que realizaría la primera cosa que pudiera y que estuviera dis-puesto a hacer. Por consiguiente, señor caballero, te ruego ante este tribunal to-marme por esposa, porque muy bien sa-bes que yo te libré de la muerte. Si lo que afirmo es falso, niégalo bajo juramento.

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—¡Ay de mí! —repuso el caballe-ro—. Sé muy bien que hice esa promesa. Por el amor de Dios, pídeme otra cosa, toma mis bienes, pero deja mi cuerpo.

—De ninguna manera —dijo ella—. ¡Que caiga una maldición sobre nosotros dos si renuncio! Vieja, pobre y fea como soy, por todo el oro y todos los minerales enterrados bajo la tierra, no quiero nada que no sea ser tu esposa y tu amante.

—¡Mi amante! —exclamó él—, tú lo que quieres es mi perdición. ¡Miren nomás! Que uno de mi estirpe tenga que contraer tan vil alianza.

Pero no hubo nada que hacer. Al fi-nal se vio obligado a casarse con la vieja y compartir su cama. Quizá alguno de ustedes me diga que no me preocupo, por flojera, en describir las preparacio-nes y el regocijo que hubo por la boda.

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Mi respuesta será breve: no hubo ni re-gocijo ni festejo de boda alguno, nada, excepto tristeza y desánimo. A la maña-na siguiente él la desposó en secreto y se ocultó como lechuza por el resto del día. ¡Se sentía tan desgraciado por la fealdad de su mujer!, que sufrió angustia mental cuando ella lo arrastró a la cama. Él se volvió y revolvió una y otra vez, mien-tras, acostada, su anciana esposa lo mira-ba sonriendo y decía:

—¡Bendícenos, querido marido! ¿To-dos los caballeros se comportan así con su esposa? ¿Es esta la costumbre en la corte del rey Arturo? ¿Todos sus caballe-ros son tan poco complacientes? Soy tu esposa y enamorada; la que te salvó la vi-da. Verdaderamente, hasta ahora, no me he portado mal contigo. Por consiguien-te ¿por qué te comportas así conmigo en

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nuestra primera noche? Te portas como un hombre que ha perdido el seso. ¿Qué es lo que he hecho mal? ¡Por el amor de Dios, dímelo y lo arreglaré si puedo!

—¿Arreglarlo? —exclamó el caba-llero—. ¡Ay de mí! Eso nunca, nunca se podrá arreglar. Eres horrorosa, vieja y además, de baja estirpe. No debe maravi-llarte que me vuelva y me revuelva. ¡Oja-lá quiera Dios que reviente mi corazón!

—¿Y esa es la causa de tu desasosie-go? —preguntó ella.

—¡Claro que lo es! No debe maravi-llarte —replicó él.

—Pues bien, señor —repuso ella—. Yo podría arreglar eso en menos de tres días si me lo propusiera, con tal de que te portaras bien conmigo. Pero ya que tu hablas de la clase de nobleza que provie-ne de las grandes posesiones y crees que

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la gente debe pertenecer a la nobleza, para mí ese tipo de orgullo no vale un comino. El hombre que es siempre vir-tuoso, tanto en público como en privado, y que trata siempre de realizar cuantos actos nobles puede, a ese sí, tómalo por el más grande entre los nobles. Jesucristo quiere que obtengamos nobleza de Él y no de nuestros padres gracias a su rique-za ancestral; pues, aunque puedan dar-nos toda su herencia —merced a la cual pretendemos ser de elevado linaje—, no puede haber forma de que dejen en testamento su virtuoso sistema de vida, que es el único que les faculta para po-derse llamar nobles y que nos obliga con su ejemplo. Sobre este asunto, Dante, el sabio poeta florentino, es particularmen-te elocuente. Los versos de Dante rezan aproximadamente así: “Resulta raro que

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la eminencia del hombre se levante por las ramas, porque Dios en su bondad desea que nosotros le pidamos nuestra nobleza”. Ocurre que nosotros no pode-mos exigir nada de nuestros antepasa-dos, salvo cosas temporales que pueden resultarnos dañinas. Todo mundo sabe tan bien como yo, que si la nobleza fuera implantada por naturaleza en cualquier familia, de modo que toda la descenden-cia la heredara, entonces no dejarían de realizar actos nobles, tanto en privado como en público, y serían incapaces de obrar mal y entregarse al vicio.

Coge fuego, llévalo a la casa más os-cura que exista entre aquí y el Cáucaso. Luego cierra las puertas y vete; el fuego arderá y quemará con el mismo fulgor que si estuvieran allí veinte mil personas contemplándolo; el fuego, apuesto mi vi-

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da, continuará realizando su función natu-ral hasta que se extinga. Puede deducirse de esto que la nobleza no depende de las posesiones, ya que la gente no siempre se ajusta al modelo, mientras que el fuego es siempre fuego. Dios sabe con qué frecuen-cia se ve al hijo de un señor comportarse vergonzosamente. El que quiera ser res-petado por su rango —por haber nacido en el seno de una familia noble con dignos y virtuosos antepasados— no es noble, aunque sea duque o conde, si él personal-mente no realiza actos nobles o sigue el ejemplo de sus antepasados difuntos, las acciones malas y perversas son las que configuran a un sinvergüenza.

La nobleza no es más que la fama de nuestros antepasados; ellos la ganaron por su bondad, lo que no tiene nada qué ver contigo; su nobleza les viene sólo de

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Dios. Por ello nuestra verdadera nobleza nos llega a través de la gracia, no nos es concedida sin más por nuestra posición. Piensa qué noble (según dice Valerio) fue ese Tulio Hostilio que se alzó de la po-breza hasta el rango más elevado. Lee las Epístolas de Séneca y a Boecio también; en ellos encontrarás en forma explícita que un noble es un hombre que realiza actos heroicos. Por eso, querido esposo, termino diciendo que aunque mis ante-pasados hayan sido de noble cuna, Dios Todopoderoso me concederá la gracia de vivir virtuosamente. Sólo cuando empie-zo a huir del mal y vivir en la virtud soy noble.

En cuanto a la pobreza que me repro-chas, el Señor que está en las alturas eli-gió voluntariamente una vida de pobreza. Me parece que resulta evidente que todo

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hombre, mujer y niño, que Jesús jamás hubiera elegido vivir una vida inadecua-da. La pobreza es honorable cuando se acepta animosamente, como Séneca y otros hombres sabios te contarán. El que esté contento con su pobreza, lo tengo por rico aunque ande descamisado. El que envidia a los demás es un hombre pobre, porque quiere lo que no puede poseer, pe-ro el que no tiene nada ni ambiciona nada, es rico, aunque puedas pensar que no es más que un campesino.

Juvenal tiene una frase feliz sobre la pobreza: “Cuando un hombre pobre sale de viaje, se puede reír de los ladrones”. Yo diría que la pobreza es un bien odiado, es un incentivo para realizar esfuerzos, y también, promotor de la sabiduría para aquellos que la aceptan con paciencia. Aunque pueda ser difícil de soportar, la

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pobreza es una clase de riqueza que na-die tratará de quitarte. Si uno es humil-de, la pobreza le aporta un conocimiento de sí mismo y de la divinidad. La pobre-za es un prisma mágico —me parece—, a través del cual se ven los verdaderos amigos. Por consiguiente, ya que no os ofendo en eso mi señor, no puedes repro-charme que sea pobre.

También me echas en cara que sea vieja. Señor, pero incluso aunque no hu-biera justificación de la vejez en los li-bros, los caballeros honorables como tú dicen que se debe respetar al anciano y le llamas “señor” de buen modo. Me ima-gino que puedo encontrar autoridades sobre eso. Luego dices que soy vieja y fea, pero no temes que te vuelva cornu-do, pues, como, si vivo y respiro, la sucie-dad y la edad avanzada son los mejores

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guardianes de la castidad. Pero sé qué es lo que satisface tus apetitos. Puedes ele-gir. Escoge una de estas dos cosas: o me tienes vieja y fea por el resto de mi vida, pero fiel y obediente esposa; o bien, me tienes joven y hermosa, pero te expon-drás a que todos los hombres vengan a tu casa, o en otro lugar, por mí. La elección es tuya, sea cual sea la que elijas.

El caballero lo pensó suspirando lar-go rato, pero al fin dio la respuesta:

—Mi señora, esposa y amor mío. Me confío a tu sabia experiencia; haz tu mis-ma lo que te resulte más agradable para los dos. No me importa la elección que hagas, la que te gusta a ti me gustará a mí.

—Entonces he ganado el dominio sobre ti —dijo ella—, ya que puedo es-coger y gobernar a mi antojo. ¿No es así?

—Claro que sí —replicó él.

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—Bésame —contestó ella—, no vol-veremos a pelear, por mi honor te asegu-ro que seré las dos (quiero decir que seré hermosa y también buena). Pido a Dios que me envíe locura y muerte si no soy una esposa buena y fiel como jamás se ha visto desde que el mundo es mundo. Y mañana por la mañana, si no soy más bella que cualquier señora, reina o empe-ratriz entre oriente y occidente, dispón de mi vida como te parezca. Levanta la cortina y verás.

Cuando el caballero vio que realmen-te era así, que era tan joven como encan-tadora, la tomó entre sus brazos, lleno de alegría, su corazón estaba inundado de felicidad. La besó más de mil veces de un tirón y ella le obedeció en todo lo que les podía producir deleite o proporcionarles placer.

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Así vivieron alegres y felices el resto de sus vidas. Que Jesús te envíe mandos obedientes, jóvenes y animosos en la ca-ma y que nos conceda la gracia de sobre-vivir a aquellos con los que nos casemos. También le ruego que acorte los días de aquellos que no quieren ser gobernados por sus esposas, y en cuanto a los esper-pentos, viejos, gruñones y tacaños, ¡que Dios los confunda!

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India

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Tomado de la colección de cuentos indostánicos llamada Panchatantra

XIX

Papabudhi y Dharmabudhi vivían en el mismo lugar como buenos

amigos.—Soy un tonto que me dejo dominar

por la pobreza —pensó un día Papabu-dhi—. Invitaré a Dharmabudhi a conocer otros países.

Un día después encontró a Dharma-budhi y le dijo:

—¿Cuando seas viejo qué contarás de ti, querido amigo? No has conocido tierras extrañas. ¿Qué historias contarás a tus hi-jos? Recuerda lo que dice la tradición:

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Quien no conoce las lenguas y costum-bres de otros países, no recogerá la obra de su linaje.

Ya que:No se adquiere la riqueza, la ciencia o el

arte, sin admirar lo que guardan otros países.Dharmabudhi, entusiasmado con las

palabras de su amigo, pidió permiso a sus padres y un día venturoso, ambos salieron hacia un lejano país. En cuanto llegaron se pusieron a trabajar y gracias a los sa-beres de Dharmabudhi, Papabudhi amasó una fortuna considerable. Satisfechos con ella, volvieron impacientes al terruño. Al recordar lo que dice la tradición:

Para quienes han vivido en otras tierras practicando la ciencia, el arte o la riqueza, al volver al terruño, cien metros de distancia parecen mil kilómetros.

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Muy cerca ya del pueblo, Papabudhi le sugirió a Dharmabudhi:

—No conviene llevar todo este dine-ro a casa, la parentela nos lo pedirá a cada momento. Es mejor esconderlo bajo tie-rra, por ejemplo, en la espesura de aquel bosque. Tomaron sólo un poco y acor-daron, que cuando necesitaran dinero se volverían a reunir. Pues dice la tradición:

Aunque sea un asceta, el sabio no mos-trará su riqueza, pues el corazón se estremece cuando la mira.

Ya que:Así como los peces se alimentan en el agua,

las bestias en la tierra y los pájaros en los vien-tos, así en todas partes es robado el rico.

—Muy bien, vamos a enterrarlo —di-jo Dharmabudhi.

Cuando terminaron, cada uno fue a su casa, a disfrutar de la felicidad. Varios días

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después, casi a la medianoche, Papabudhi regresó al bosque, sacó el dinero, tapó el hoyo y fue a casa a seguir durmiendo co-mo si nada. Pocos días después fue a verlo Dharmabudhi y le confió:

—Tengo una familia muy numerosa y el dinero ya se me acabó, vamos a sacar otro poco.

—Está bien —dijo el otro—, vamos.Llegaron y se pusieron a cavar, lue-

go de un rato vieron que el pozo estaba vacío, entonces Papabudhi, golpeándose en la cabeza exclamó:

—¡Maldito Dharmabudhi! Nadie más que tú pudo llevarse el dinero, señal de ello es que has vuelto a tapar el pozo. Da-me la mitad o te denuncio a la justicia.

—¡Maldito tú! —respondió de inme-diato—. Al decir eso, mi nombre significa

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que soy un hombre recto, nunca he roba-do en mi vida. Pues dice la tradición:

Para el que mira a la mujer ajena como a su madre, los dineros son terrones, porque mira a las otras criaturas como a sí mismo y es un verdadero sabio.

Los otrora amigos llegaron al pala-cio de justicia acusándose mutuamente, y los funcionarios decretaron el Juicio de Dios al que estaban obligados. Papabu-dhi señaló:

—No se ha cumplido el procedimien-to. Pues dice la tradición:

En una disputa, lo primero es la prueba documental, si no hubiere ésta, hablarán los testigos y si tampoco los hubiere, aconsejan los sensatos el juicio de Dios.

—En este pleito, las divinidades del bosque son mis testigos, pregúntenle a

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ellas quién de nosotros es ladrón y quién es justo.

Quienes estaban allí aceptaron:—Es cierto lo que dices. Pues señala

la tradición:Cuando un testigo se presenta en un

pleito, aunque sea de ínfima clase, no procede el juicio de Dios. ¡Menos con los dioses del bosque!

—Pero como tenemos curiosidad de ver cómo termina el pleito, mañana en la mañana iremos todos al bosque para ver qué pasa —dijeron los funcionarios.

Cuando Papabudhi llegó a su casa confesó a su padre:

—Padre, el dinero que ves se lo ro-bé a Dharmabudhi, pero con una palabra tuya, puede quedar a tu disposición, para que lo disfrutemos en grande, si no, jun-to conmigo desparecerá.

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—¡Hijito mío! —respondió aquél— dime lo que debo decir para asegurar nues-tra fortuna.

—Padre —dijo Papabudhi—, cerca de aquí hay un gran zami con un gran hueco en el tronco. Métete ahí y en la ma-ñana, cuando yo diga el juramento tú me responderás: Dharmabudhi es el ladrón.

Al día siguiente, los jueces, los pa-dres y los antaño amigos fueron junto al árbol y Papabudhi expresó con pene-trante voz:

El sol, la luna, el viento y el fuego. El cie-lo, la tierra, el agua, el corazón y el alma. El día, la noche y los dos crepúsculos y sobre todo Dios, conocen el proceder de los hombres.

—Digan dioses del bosque, quién de nosotros es el ladrón.

Desde el hueco del árbol, el padre de Papabudhi exclamó:

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—¡Oigan todos, el ladrón de este bosque es Dharmabudhi!

Los jueces admirados por el pro-digio, abrieron los ojos al escuchar las palabras; sin embargo, buscaron en los códigos la pena que deberían imponer al infractor; la cual debería ser proporcio-nal a lo robado.

Mientras Dharmabudhi, colocó ho-jas secas bajo el tronco y les prendió fue-go. Con las primeras llamaradas, salió el padre de Papabudhi dando alaridos de dolor y refiriendo todas las tracalerías de su hijo.

Los jueces entonces, hicieron colgar a Papabudhi del mismo árbol y entrega-ron a Dharmabudhi todo el dinero. Pues señala la tradición:

Cuando el sabio piensa en el medio, piensa también en el remedio.

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Arabia

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Las mil noches y unaEl maestro lisiado y con

la boca hendida

Noche 873

Escucha ¡oh, Señor de los Piadosos! Comencé a ganarme el sustento co-

mo maestro de escuela con ochenta mucha-chos bajo mi amparo. Lo que me sucedió con ellos es prodigioso.

Empezaré por decirte ¡oh, mi Señor! Que he sido muy severo, y también inflexi-ble, como para exigir trabajo en las horas de recreo e inclusive, no los enviaba a casa hasta el crepúsculo. Y no dejaba nunca de vigilarlos, siguiéndolos por parajes y ba-rriadas, evitando de esta manera que juga-ran con botarates que me los enviciaran.

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Pero mi dedicación y empeño, atraje-ron la mala fortuna y otras desgracias, co-mo verás más adelante, ¡oh, Señor de los Inmaculados!

Hace ya muchos días, entré a la sala de lectura y al unísono, se levantaron de los pupitres y exclamaron a una voz:

—¡Pero maestro, qué rostro tan ama-rillo!

Sorprendido, pero sin dolores que re-velaran enfermedad alguna que me pin-tara la cara de amarillo, no me preocupé y gritando comencé la clase:

—¡Ea, tarambanas! Les llegó la hora de trabajar…

En ese momento se desprendió del grupo el alumno representante y me dijo:

—¡Por Dios, querido maestro! Ese amarillo no es bueno. Es necesario vaya al médico. Yo puedo dar la clase en su lugar.

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En ese momento, los alumnos me miraban preocupados, como si mi alma hubiera abandonado este cuerpo, fue en-tonces cuando comencé a preocuparme al grado de decirme “¡Qué barbaridad, cómo me ven y yo sin darme cuenta!” Así que le confié la clase al representante y salí de inmediato rumbo a la casa. Me tendí cual largo soy y dije a mi esposa:

—Creo que tengo ictericia, prepara algo para curarme.

Lo dije quejumbroso y entre suspi-ros como si los padecimientos púrpuras y otras pestes me sometieran a su acción.

Ese mismo día, el alumno represen-tante tocó a la puerta y solicitando per-miso para entrar me entregó ochocientos pesos y me dijo:

—¡Querido maestro! Mis compañe-ros y yo iniciamos esta colecta, recíbela

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como un regalo para que tu mujer te cui-de sin preocupaciones económicas.

Me conmoví tanto con la generosi-dad de los alumnos, que para mostrar mi gratitud les di el día libre. Nunca sospe-ché que fuera una estratagema con ese propósito. ¡Quién puede advertir malicia en el corazón de los chiquillos!

Aquel día lo pasé preocupado, no obstante la alegría que me daba mirar aquel dinero que no esperaba. Al día si-guiente volvió el representante y al ver-me me dijo desencajado:

¡Dios tenga misericordia de tus pa-decimientos, queridísimo mentor! Pero tienes el rostro más amarillo que ayer, seguramente lo que te hace falta es des-canso, mucho descanso. No te preocupes por nada.

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Aunque no había terminado, Schahra-zada, guardó silencio.

Pero al llegar la noche 874 continuó:¡Que Dios aleje todas las maldicio-

nes, maestro de maestros! Parece que lo amarillo llegó para quedarse, descanse, descanse y olvide sus preocupaciones.

Impresionado por esas palabras me dije: “¡Cuídate bien, oh maestro! ¡Cuídate a costa de tus alumnos!”. Y pensando le sugerí al representante:

—¡Tú puedes dar la clase, tanto como yo!

El muchacho me dejó gimiendo y fue con los demás para ponerlos al corrien-te de la situación, que duró otra semana. Luego de la cual, el representante llegó con la misma suma de dinero diciendo:

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—Esta nueva colecta tiene la finali-dad de la anterior, tus alumnos desean lo mejor y no te preocupes de nada.

Si la primera vez me conmoví, ahora estuve a punto de llorar y me dije: “En verdad, esta enfermedad es un prodigio, proporciona dinero sin trabajo ni esfuer-zo, además ni siquiera te molestas”. Ojalá dure mucho, para bien de la familia.

Fue cuando tuve la idea de simular que continuaba infectado, y sabedor de que mi cuerpo estaba más que bien, dije: “Jamás te darán tus afanes como te brin-da tu enfermedad”. Desde ese instante comencé a creer en lo que no era cierto, y cada vez que el alumno representante llegaba yo le decía:

—Mi pobre cuerpo no tolera ali-mentos, voy a morir de hambre.

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Lo decía aunque mi apetito fuera ma-ravilloso y hubiera comido como un gas-trónomo.

Mi vida era así de placentera hasta que un día entró el alumno tantas ve-ces mencionado, en el momento en que estaba saboreando un huevo. En cuanto lo miré y para que no sospechara de mis mentiras, metí todo el huevo en la boca, pero como el huevo estaba ardiendo, me causaba un dolor intenso. El muchachillo avispado como el mismo diablo, me miró enternecido y me dijo:

—Inflas tanto las mejillas, ¡oh, maes-tro!, que debe ser un tumor lo que causa tu sufrimiento.

Me quedé mudo y mis pobres ojos salieron de sus cuencas. El dolor de len-gua y paladar eran cada vez más inso-portable. Y para malas, agregó:

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—¡Vamos a extirparlo! ¡Vamos a ex-tirparlo!

Rápidamente vino hacia mí e inten-tó clavarme una aguja lanera. Salté como un gamo y fui a la cocina, escupí el huevo pero las llagas seguían ardiendo lo mis-mo. Como consecuencia de la quemadu-ra ¡oh, Señor de los Piadosos! Apareció en la mejilla un tumor verdadero que me hizo ver la muerte roja. Me llevaron con el peluquero y con su navaja extrajo la tumefacción, dejándome la boca hendida y contrahecha.

Esa es la razón de mi fealdad, en cuan-to a lo lisiado, te lo cuento al momento.

Luego de unas semanas, ya repuesto de mis dolencias volví a la escuela. Sien-do esta vez mucho más inflexible con mis educandos, para controlar su disturbio. Todo aquel que caía en falta era reprendido

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a tablazos. Sólo así pude enseñarles lo que es el respeto a sus mayores y lo aprendie-ron tan bien, que cuando estornudaba se levantaban del asiento, olvidando hasta lo deberes para exclamar de común acuerdo:

—¡Salud! ¡Salud!Y según la tradición yo respondía:—¡Y perdón para vosotros! ¡Y per-

dón para vosotros!Claro que les enseñaba mil cosas más,

todas formativas y convenientes. No que-ría que sus padres tiraran el dinero dán-doles una mala educación. Sino hacer comerciantes respetuosos y respetables.

El último día de clases los llevé de paseo más lejos que de costumbre y la sed nos atacó, luego de andar buen tre-cho para encontrar un pozo. Al verlo, de-cidí bajar para calmar mi sed y con una

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cubeta subir agua para calmar la de los muchachos.

Como no teníamos cuerda, até los turbantes de los alumnos y con ellos hice una cuerda lo suficientemente larga como para que los alumnos me bajaran por la oquedad. Como obedecieron de inmediato me bajaron con muchas precauciones para que no me lastimara, pero al cambiar del calor luminoso de afuera, al oscuro frío del tiro, no pude reprimir mi estornudo, y no sé si por costumbre o voluntariamente, los holgazanes soltaron la cuerda y como en la escuela exclamaron:

—¡Salud! ¡Salud!Pero yo ya había caído hasta el fon-

do y no pude responderles, afortunada-mente el agua no era profunda y no me ahogué, aunque me rompí ambas piernas y la clavícula, mientras los tarambanas

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espantados, ya por la culpa, ya por la imprudencia, huyeron despavoridos. Yo grité con el alma literalmente colgada de un hilo hasta que los compasivos tran-seúntes me sacaron del fondo en un es-tado más que lamentable. Me subieron a un jumento y ya en casa guardé cama por un buen tiempo. He de decirte Señor, que jamás de los jamases volví a ser el mismo, al grado de estar impedido para ejercer mi magisterio.

Y por eso, ¡oh, Señor de los Piado-sos!, me encuentras ahora mendigando en el puente de Bagdad, para llevar men-drugos a mi mujer y a mis hijos.

Esa y no otra, es mi historia.

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Italia

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Cuento LXIXDe lo que Hércules aprendió en el bosque

De la colección de cuentos llamada Novellino, de autor anónimo.

Como todos sabemos, Hércules fue el hombre más fuerte de la antigüe-

dad; por eso mismo, tuvo una mujer que lo llenó de cuidados brindándole gozo y alegría. Hasta que un día, en secreto, se dirigió al bosque para enfrentarse con leones, osos y otras fieras más peligrosas. Con todas peleaba, despedazándolas hasta la muerte, y gracias a su fuerza ninguna pudo vencerlo; permaneciendo el héroe algún tiempo en la espesura. Cuando vol-vió a casa, aunque traía las ropas raídas

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y estaba cubierto con pieles, la mujer lo recibió con melindres y festejos.

—¡Qué bueno que volviste! Me ur-gen novedades…

A lo que el forzudo respondió:Todas las fieras del bosque son más

comedidas que tú, a todas las he revolcado y rendido, pero tú eres la más rebelde, la única adiestrada para vencer al que venció a las demás…

Y tan frágil que pareces…

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IXNovena jornada

Guido Cavalcanti criticó perspicaz y decentemente a ciertos caballeros florentinos, que lo sorprendieron

De la colección denominada El Deca-merón, de Juan Boccaccio, considerada el fundamento de la novela europea

Desde la antigüedad hubo en nues-tra ciudad tradiciones ejemplares,

que se fueron perdiendo debido al despil-farro conque celebraban acontecimien-tos destacados los nobles y los ricos. Por ejemplo: Las reuniones de aristócratas que en varios lugares de Florencia, for-maban asambleas a las que iban única-mente las clases sociales altas, y que se

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veían obligados a ofrecer un banquete a toda la población.

En esas celebraciones se honraba tanto a los nobles foráneos, como a los florentinos. Quienes, vestidos de gala, cabalgaban en grupo por la ciudad haciendo recreos de armas, sobre todo en las ceremonias de mayor esplendor, por la noticia de algu-na victoria o cualquier otra hazaña digna de conmemorarse.

La que voy a relatar, fue ofrecida por Betto Brunelleschi, la cual fue planeada pa-ra atraer a Guido, el hijo del señor Caval-cante de Cavalcanti, que se le tenía como uno de los mejores razonadores y filóso-fos naturales (aunque esto poco importa-ra a la población), además de simpático, educado y buen conversador, también sa-bía hacer lo que todo noble le toca hacer

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y siendo muy rico, acatando aquello que consideraba digno.

Hasta ese día Messer Betto, no había conseguido hacer a Guido de los suyos, pues junto con sus amigos pensaba, que una vez entregado a la reflexión abstracta, Guido se metía tanto en él, hasta perderse por completo. Y en su abstracción enal-tecía la opinión de los Epicúreos, quienes negaban la existencia de Dios.

Guido salía del Orto San Michele por la vía degli Adimari para llegar a San Juan, como era su costumbre, y disfrutaba estar en los arcos de mármol en Santa Repara-ta. Se encontraba en ese momento tras las columnas de pórfido, los arcos, y la puerta de San Juan, cerrada a esa hora, cuando Messer Betto y su asamblea llegaron a la plaza de Santa Reparata, y descubriendo a Guido entre las tumbas se dijeron:

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—Hagámosle una broma.Espolearon a sus caballos y alegre-

mente le hicieron ronda. Antes de que Guido se percatara, le dijeron:

—Tú rehúsas ser de los nuestros, querido Guido, pero cuando descubras que Dios sí existe, ¿qué vas a hacer?

Al verse rodeado, Guido replicó:—Señores, en su casa, cada quien

puede decir lo que le parezca.Y como era muy ligero, se apoyó en

uno de los arcos, dio un salto para afue-ra y se alejó. Los caballeros se miraron unos a otros diciendo que Guido era un hombre sin juicio, pues su respuesta no tenía sentido, porque si no tenía qué ha-cer más que los otros ciudadanos... ¿Qué lo aquejaba?

Betto dijo:

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—Los de poco seso son ustedes, que no han comprendido, él con la elegancia de la mesura verbal nos ha dicho la ma-yor indecencia del mundo. Miren bien, los arcos son de la casa de los muertos y Guido dice que son de nuestra casa, con ello nos dice que somos ignorantes y sin alfabeto, si nos comparamos con él y con los culteranos, resultamos peor que muertos en el cementerio.

Desde entonces Messer Betto es te-nido por inteligente y sutil, como Guido no ha vuelto a ser botín de bromas.

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España

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Don Juan ManuelDe lo que sucedió al rey Abenabet de

Sevilla con Ramaiquia su esposa

Tomado del libro: Los ejemplos del Conde Lucanor y de Petronio

El rey Abenabet estaba casado con Ramaiquia, a quien amaba más que a

nada en el mundo. Ella era tan buena mu-jer, que los árabes la tenían como ejemplo de discreción. Sin embargo, no todo era gracia en la fémina, pues a menudo esce-nificaba berrinches para hacer su santa voluntad.

Un día de febrero, estando en Córdo-ba, cayó una singular nevada y cuando Ra-maiquia la vio empezó a llorar como una niña. El rey le preguntó por qué lloraba y

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ella le dijo que porque no la dejaba bajar del castillo para ver de cerca la nieve.

A fin de consolarla, el rey mandó plan-tar almendros en toda la sierra de Cór-doba, porque siendo tierra caliente, era difícil que nevara cada año, mas como los almendros florecen en febrero dan la im-presión de que están nevados, alejando así, el deseo de su esposa de estar cerca de la nieve.

Tiempo después, estando Ramaiquia en unos aposentos con vista al río, ob-servó que una mujer del pueblo removía lodo para hacer adobes. Inmediatamen-te soltó el llanto hasta que el rey le pre-guntó por qué lloraba, y ella le respondió que porque nunca la dejaba jugar como aquella mujer jugaba.

Para acallar el llanto, mandó el rey lle-nar con agua rosada el estero de Córdoba

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y en lugar de lodo, lo hizo llenar con azú-car, canela, clavos, ámbar y otras especies sabrosas y aromáticas y para terminar, en lugar de paja, puso caña de azúcar. Lleno ya el estero con estas delicias, el rey dijo a la reina, que se quitara las medias y con esa mezcla hiciera cuantos adobes quisiera.

Pero días después, cuando se le antojó otra cosa, la reina volvió a llorar y el rey hizo la pregunta de siempre, que por qué lo hacía.

Ella le dijo que cómo no iba a llorar, si el rey nunca atendía sus gustos. A lo que él replicó: que eran tantos los caprichos cumplidos, que ya no sabía qué hacer pa-ra complacerla y halagarla, y pronunció en lengua árabe lo siguiente “Va la ma-har el-tin”, que en castellano quiere decir “Voy a decretar el día de lodo”, para que ella se solazara de nuevo y así darle por fin gusto a su amada.

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Cuento XXXVIIIJuan de Timoneda

Reunido con varios médicos, un gran señor les preguntó un día:

—¿Cuál es la mejor hora del día para comer?

A lo que uno de ellos respondió: —A las diez, muy señor mío.

Pero otro dijo: —A las once.Y otro que: —A las doce.Pero el más anciano le dijo: —Se-

ñor, para el rico la mejor hora de comer es cuando tenga apetito y para el pobre, cuando tenga qué comer.

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Las monjas y el DeánLuis de Pinedo

Tomado de El Libro de los chistes

Dicen que cerca de Plascencia hay un monasterio llamado “Perales”, entre

cuyas paredes habitan monjas de muy ma-la fama. El día que el Deán de Plascencia pasó por ahí, escribió en una de las paredes:

“Este peral tiene peras, cuantos pa-san comen de ellas”.

Pero debajo de esa frase las monjas escribieron:

“Tú, viniste y no las tanteaste, malhe-chor”.

De regreso el Deán respondió:“En peras tan trajinadas no empleo

yo mis quijadas”.Pero las monjas concluyeron:“Nunca vimos tejedor que no fuera

decidor”.

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Tomado de: Floresta española de apotegmas y sentencias

Melchor de Santa Cruz

I

Iban un dominico y un franciscano caminando cuando de pronto se les

atraviesa un arroyo. Viendo el dominico que su compañero iba descalzo, le pidió que lo cargara para vadear el obstáculo sin detenerse, a lo que el franciscano ac-cedió. Pero cuando estaban a mitad del riachuelo, el que iba cargando preguntó al otro si traía monedas, a lo que el domi-nico respondió que traía dos reales. Acto seguido el franciscano lo arrojó al centro del río diciendo que él, por su orden, no debía cargar ni poseer dineros.

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IIUn erudito leyó en un libro sobre se-

cretos naturales lo siguiente: “El hombre que tiene barba ancha, seguramente es muy necio”, y como era de noche, tomó una vela para mirarse en el espejo, pero al hacerlo, por un descuido se le quemó la mitad de la barba. Volvió entonces al objeto y escribió en una de las márgenes del mismo libro: Probatum est.

Cuya traducción quiere decir: Está probado.

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El harpa desafinadaJuan Rufo

Tomado de Los seiscientos apotegmas

A cierto músico que tocaba más o me-nos el arpa, le pedí en una ocasión,

para su disgusto, que afinara el instru-mento, y dejando de tocar, de golpe dijo:

—Está bien que seas fiscal de las mu-sas, pero no lo eres de la música.

A lo que respondí:—Lo que te pido no es por ser fiscal

de la música, sino por ser abogado del oído.

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Francia

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El gato con botasCharles Perrault

Un molinero dejó por herencia a sus tres hijos: su molino, su asno y su

gato. Los cuales fueron repartidos ense-guida sin llamar a notarios o procurado-res, quienes pronto hubieran acabado el limitado patrimonio. Al mayor le tocó el molino, al segundo el asno y al menor el gato. El cual, estaba inconsolable por lo insignificante de su porción.

—Mis hermanos —decía— trabaja-rán juntos y podrán ganarse la vida ho-nestamente, en cambio yo, una vez que haya comido mi gato y que me haya he-cho un chaleco con su piel, me moriré de hambre irremediablemente.

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El gato, al escuchar estas lamentacio-nes, le dijo con aire reposado y solemne:

—No te aflijas tanto, amo mío, dame un saco y mándame hacer un par de botas con las que pueda internarme en las ma-lezas; verás que no te ha tocado la peor parte en esta distribución, como has ex-presado.

Aunque su propietario no hiciera mucho caso, no por ello ignoraba la astu-cia mostrada por el felino al atrapar ratas y ratones; ya cuando acechara suspendi-do de las patas, o cuando se echara entre la harina fingiéndose muerto, como para perder la esperanza de ser socorrido en su miseria.

En cuanto recibió lo que había pedido, el gato se calzó cumplidamente y echándo-se el saco al cuello, tomó los cordeles con las patas delanteras y se aproximó a una

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conejera en donde había muchos roedo-res. Puso una zanahoria al interior del sa-co, armó la trampa para cerrarlo y cual si estuviera muerto, se tendió a esperar que algún conejillo despistado fuera a hurgar atraído por el cebo.

Apenas se había tendido, ocurrió lo esperado, un conejo poco versado en las cosas del mundo entró en el saco y ti-rando rápidamente del cordel, el gato lo atrapó para darle muerte sin compasión.

Orgulloso de su triunfo, se dirigió al palacio real y solicitó hablar con su ma-jestad. Lo llevaron hasta los aposentos del rey, y haciendo reverencia dijo:

—He aquí, señor, un conejo de la co-nejera del Marqués de Carabás (nombre que se le ocurrió dar a su amo), me ha pedido traerle en su nombre.

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—Dile a tu amo —contestó el rey—, que le estoy agradecido a más no poder.

En otra ocasión fue a esconderse en un trigal. Armó su trampa y en cuanto entraron dos perdices, tiró del cordel y ambas quedaron atrapadas. Fue de nuevo al palacio y las entregó al rey, tal y como había hecho con el conejo. Muy contento el rey tomó el regalo invitando al gato a beber.

Durante dos o tres meses, el gato continuó llevando de vez en cuando pie-zas de caza de parte de su amo.

Un día el gato se enteró de que el rey saldría en compañía de su hija, a pasear a la orilla del río, y sabiendo también que ella era la princesa más hermosa del mundo, le dijo a su amo:

—Si sigues mi consejo tu fortuna es-tá hecha. No tienes más que ir a bañarte

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al río en el lugar que te indique y dejar-me hacer.

El Marqués de Carabás siguió con-cienzudamente los consejos de su gato, sin saber a dónde lo llevaría todo aque-llo. Estaba bañándose cuando el rey pasó por ahí. El gato, al mirar que se acercaba, gritó a voz en cuello:

—¡Socorro, socorro! ¡El marqués se ahoga!

Al escucharlo, el rey asomó por la ven-tanilla del carruaje y al recordar las piezas de caza que le había llevado el gato, dio la orden a su escolta para que fueran en ayu-da del Marqués de Carabás.

Mientras sacaban al marqués del río, el gato se acercó al carruaje para decir-le al rey, que mientras se bañaba, unos ladrones habían robado las ropas de su amo; sin que valieran de nada los gritos

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y ademanes que él daba al ladrón (en rea-lidad, el gato había escondido las ropas debajo de una piedra).

Enseguida, el rey ordenó al encarga-do de su guardarropa que trajera uno de sus atavíos más hermosos para prestarlo al Marqués de Carabás. Luego de muchos cumplidos y como el traje real, resalta-ra la encantadora figura del marqués; la princesa lo encontró de su agrado, más, cuando el marqués le dirigió dos o tres tiernas miradas, que la princesa se prendó locamente de él.

Entonces, el rey invitó al marqués a su carruaje para que lo acompañara en tan magnífico paseo.

Más que ufano porque sus planes iban cumpliéndose al pie de la letra, el ga-to aprovechó la delantera, y al encontrar a

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unos campesinos que segaban un campo, les dijo:

—Bondadosas personas que segáis, si no dicen al rey que este campo perte-nece al Marqués de Carabás, serán he-chos picadillo como carne para pastel.

Al pasar, el rey preguntó a los labrie-gos, de quién era el campo que segaban. Ellos respondieron:

—Al señor Marqués de Carabás —di-jeron atemorizados por la amenaza del gato.

—Tienes aquí, una excelente here-dad—, dijo el rey al marqués.

—Por cierto, señor —respondió el marqués— es un prado que la abundancia visita todos los años.

Marchando siempre adelante, el ga-to encontró a unos labriegos que reco-gían al cosecha y les dijo:

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—Buenas gentes que cosechan, si no dicen que este trigo pertenece al Mar-qués de Carabás, serán hechos picadillo como carne para pastel.

Cuando el rey pasó por ahí un mo-mento después, preguntó de quién eran los trigales que veía.

—Del señor Marqués de Carabás —respondieron los labriegos y el rey se congratuló con el marqués.

Avanzando delante del carruaje, el gato decía siempre lo mismo a cuantos encontraba en el camino, y el rey se ad-miraba cada vez más de las riquezas del Marqués de Carabás.

Ya para terminar, el gato llegó hasta un hermoso castillo, cuyo amo era el ogro más rico sobre la faz del planeta, ya que todas las tierras que el rey había pasado realmente le pertenecían al ogro. Astuto

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como era, el gato se informó de los usos y costumbres del ogro y llegando al castillo, pidió permiso de hablar con él, arguyendo que no podía pasar por ahí sin rendir ho-nores al amo de tan fastuoso edificio.

El ogro lo recibió con la cortesía que sólo un ogro puede brindar y lo hizo des-cansar.

—Me han asegurado —dijo el gato— que tienes el don de transformarte en cual-quier clase de animal mayor, que puedes convertirte, tanto en un león como en un elefante.

—Te han dicho la verdad —respon-dió bruscamente el ogro— y para demos-trártelo me convertiré en león.

Aterrorizado, el gato, al tener frente a sí a un león, huyó rumbo al tejado por el canal, con gran peligro y dificultad, ya

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que las botas no son propias para trepar tejados.

En cuanto el ogro recuperó su forma original, el gato bajó, confesando el gran susto que había vivido.

—Me han dicho —aseguró el gato—, pero me cuesta creerlo, que también pue-des transformarte en animales más peque-ños, como un conejo o un ratón. Aunque confieso que me parece imposible.

—¿Imposible? —replicó el ogro—, ahora lo verás.

Acto seguido se convirtió en ratón y se puso a correr por todos lados. Mas tan pronto lo miró el gato, fue contra él y lo devoró.

Mientras tanto el rey, al mirar el her-moso castillo del ogro, quiso entrar en él. Como oyera el gato el ruido del carruaje al

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cruzar el puente levadizo, fue al encuentro del rey y le dijo:

—¡Bienvenida sea vuestra majestad, al castillo del Marqués de Carabás!

—¡Cómo, señor marqués! —exclamó el rey—, ¿también este castillo te perte-nece? No he visto nada más hermoso que este patio y todos los edificios que lo ro-dean; si te place muéstrame el interior.

El marqués dio su brazo a la hermo-sa princesa y tras el rey, penetraron en la sala grande, donde estaba una mesa re-giamente servida que el ogro había hecho preparar para sus amigos, quienes sien-do invitados para ese día, no se atrevían a entrar, al saber que el rey estaba en el castillo.

Prendado de las cualidades del Mar-qués de Carabás, el rey, lo mismo que la hija, ya enloquecida de amor, y viendo

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las grandes riquezas que poseía, le dijo al marqués tras beber cinco o seis copas:

—Marqués, de ti depende que seas mi yerno…

El marqués aceptó, con grandes re-verencias, el honor concedido por el rey, y ese mismo día desposó a la princesa. A partir de ahí, ya convertido en gran señor, el gato no volvió a cazar ratones sino para divertirse.

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Confianza en sí mismoCuento referido por Ezra Pound

Llegó un día el tío Gaudencio a la casa de su sobrino Melquiades, y

al ver que dibujaba le preguntó:—¿Qué estás dibujando Melquiades?—A Dios.—Pero nadie sabe cómo es Él.—Lo sabrán cuando yo termine el

dibujo.

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Roma

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El asno de oroApuleyo

Lucio cuenta que llegando a Sene-cras, vio la Luna después del pri-

mer sueño, y pidió le devolviera a su originaria forma de hombre.

Habiendo despertado, temeroso, casi a la primera vigilia de la noche, vi que la tierra estaba cubierta por la claridad de la luna, que en plenitud emergía de las aguas del mar. Al hallar el misterio de la noche, seguro de que aquella diosa ejer-cía su soberanía y las cosas humanas es-taban regidas por su providencia, y que no solamente los animales domésticos y los salvajes, sino hasta los objetos inani-mados, subsistían por su luz y poder; que sobre la tierra, los mares y los cielos, en

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un proceso de constante cambio influía en mi destino, dirigí mis súplicas a la diosa.

Y sacudiéndome el aturdimiento del sueño, me levanté alegre y enseguida, con el deseo de purificarme, me entre-gué a un baño de mar. Sumergí mi cabe-za siete veces consecutivas, siguiendo el consejo de Pitágoras, quien señala a este número como apropiado para los ritos. Con ánimo radiante, bañado en lágrimas rogué así a la diosa:

Reina del cielo, Ceres, madre e inven-tora de los cereales, que llena de alegría por haber encontrado a tu hija, desterras-te la salvaje bellota y enseñaste al hombre la comida suave y apetitosa, por lo que ha-bitas ahora los campos de Eleusis.

Ya seas Venus, que en los albores del mundo, al engendrar al Amor, uniste a los dos sexos y, propagada la especie humana

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en perpetua descendencia, eres venerada en el Santuario de Pafos rodeado por el mar.

Ya seas la hermana de Febo, que pro-tegiendo a las mujeres encinta y a sus fru-tos, has formado tantos pueblos que eres reverenciada en los templos de Efeso.

Ya seas Proserpina, terrible por sus alaridos nocturnos, que con tu triple for-ma reprimes a las sombras para enterrar-las en las entrañas de la tierra y al recorrer tantos bosques, eres honrada con diversos cultos.

Tú que iluminas las murallas con tu resplandor o nutres las semillas con la hu-medad vivificante y nos dispensas cálida luz al ausentarse el sol en su circuito; cual-quiera que sea tu nombre, tu rito o figura, justo es invocarte.

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Asísteme tú en mis penalidades de ahora en adelante, vuelve benévola e in-variable mi suerte, concede una tregua a las desgracias que estoy pasando.

Basta ya de fatigas y peligros. Apar-ta de mí esta envoltura de cuadrúpedo. Devuélveme a la presencia de los míos; regrésame a mi forma de Lucio. Y sí, a causa de que la tenga ofendida, me persi-gue una cruel divinidad, que se me per-mita morir si no se me permite vivir.

Elevadas mis súplicas y lamentos, un sopor se apoderó de mi alma. No había acabado de cerrar los ojos, cuando de en-tre las olas se alzó una faz divina, capaz de infundir respeto a los mismos dioses. Poco a poco, la imagen adquirió el cuerpo entero y emergiendo del mar se colocó a mi lado. Intentaré describir su hermosu-ra, si la pobreza del lenguaje humano me

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concede la expresión, o si la divinidad me proporciona su fecunda elocuencia.

Primero, tenía una abundante cabe-llera, ligeramente ensortijada sobre el divino cuello, que flotaba con abandono. Una corona de flores adornaba su cabeza, y sobre la frente, una plaquita circular en forma de espejo despedía una luz blanca para indicar la Luna. A derecha e izquier-da este adorno estaba sostenido por dos víboras de cabeza erguida y por dos espi-gas de trigo, que se mecían sobre la frente.

El cuerpo estaba cubierto por un ves-tido multicolor de lino, ora brillante con la blancura del lirio, ora con el oro del azafrán, ora con el rojo de la rosa. Pero lo que más me atrajo fue un manto muy negro y resplandeciente, ceñido al cuer-po, que bajaba del hombro derecho por debajo del costado izquierdo, retornando

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al hombro izquierdo a manera de escudo. Uno de los extremos pendía con muchos pliegues artísticamente dispuestos y re-matado por una serie de nudos en gra-ciosos flecos. Por la bordada extremidad, y en el fondo del mismo, brillaban las estrellas y en el centro, la luna en pleni-lunio resplandecía. No obstante, en toda la extensión de tan extraordinaria capa aparecía sin interrupción una guirnalda con toda clase de flores y frutos. La diosa llevaba, además, muchos atributos; en la mano derecha un sistro de bronce, cuya lámina curvada a modo de tahalí, estaba atravesada en el centro por tres varillas que al agitarse emitían un tintineo. De su mano izquierda pendía una gaveta de oro, cuyas asas, en su parte más salien-te, dejaban salir un áspid, con la cabeza alzada y el cuello hinchado. Cubrían sus

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divinos pies unas sandalias tejidas de ho-jas de palmera, árbol de la victoria. Así se presentó, exhalando perfumes de Ara-bia y con su argentina voz me dijo:

Ha aquí Lucio, que me presento a ti, movida por tus súplicas, yo, la madre de la Naturaleza, señora de los elementos, origen y principio de los siglos, divinidad suprema, reina de los manes, primera en-tre los habitantes del cielo, los saludables soplos del océano, los desolados silencios del infierno. Y todo el orbe reverencia mi exclusivo poder, honrándolo con cultos de distintas advocaciones.

Los frigios, primeros seres de la tie-rra, me llamaban la diosa de Pesinunte, madre de los dioses. Aquí, los áticos au-tóctonos, la Minerva de Cecrops. Allá, los habitantes de Chipre batida por las olas, la Venus de Pafos. Entre los cretenses,

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hábiles para disparar flechas, soy Diana Díctina. Para los sicilianos, que hablan tres idiomas, yo soy la diosa Prosperina Estigia. Los habitantes de Eleusis me lla-man la antigua diosa Ceres. Unos, Juno, otros, Belona. Estos, Hécate, aquéllos, Ramnusia. Y los etíopes, los primeros en ver la luz del sol naciente, los de ámbar, y los egipcios, que sobresalen por su anti-guo saber, venerándome en su culto par-ticular, me llaman la reina Isis.

Presencio tus desgracias y acudo fa-vorable. Deja ya de llorar y lamentarte, expulsa ya toda tristeza. Ya brilla en ti el día de salvación, gracias a mi providencia. Por consiguiente, escucha con atención y cuidado las órdenes que te voy a dar:

Una devoción me ha dedicado el día que sigue a esta noche, cuando mis sa-cerdotes, calmadas ya las borrascas del

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invierno y apaciguadas las impetuosas aguas del mar, siendo ya navegable, me consagran una nave nueva, como pa-ra poner el comercio bajo mi protección. No deberías esperar esta ceremonia con inquietud ni con pensamientos profanos; porque, a una indicación mía, el sacerdo-te, con sus vestiduras y adornos, llevará una corona de rosas, sujeta al sistro que tendrá en la mano derecha. Así pues, sin vacilación, separándote de la curiosa mul-titud, ve a unirte a mi cortejo con mucho celo, confiando en mí tu voluntad. Tú te acercarás con mansedumbre al sacerdote. Luego, como queriendo besarle la mano, apodérate de las rosas, despójate en se-guida de la piel de este detestable animal que me es odioso. No tengas miedo de nada, pues en ese mismo instante yo acu-do a ti, y te me hago visible, y ordeno a

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mi sacerdote mientras reposa, lo que debe hacerse después. Por orden mía, la mul-titud del acompañamiento te hará paso y enmedio de esta ceremonia, ninguno te mostrará aversión por esa deformidad que llevas, así como nadie pensará en acusarte por tu repentina metamorfosis.

Más, por encima de todo, que se grabe en tu corazón este pensamiento: recuerda que en lo que te resta de vida, hasta el último suspiro lo tienes que con-sagrar a mí. Y es justo que, si por el favor de una diosa volviste entre los hombres, le debas el resto de tu vida. Vivirás feliz, vivirás lleno de gloria bajo mi protección y, cuando hayas cumplido el tiempo de tu destino y desciendas a los infiernos, allí también, en ese hemisferio subterráneo, me encontrarás brillando enmedio de las tinieblas del Aquerón, reinando sobre las

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mansiones de Estigia, y tú, cuando habi-tes los campos Elíseos, me reverenciarás asiduamente como protectora tuya. Pero si, con culto piadoso, acatamiento y casti-dad, te haces digno de mi poderoso favor, sabrás que sólo a mí compete prolongar tus días de vida más allá de lo que está destinado.

Terminando así el venerable orácu-lo, la deidad se replegó sobre sí misma.

Fin.

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Índice

Nota a los promotores de lectura .......... 11Inglaterra

Cuento de la comadre de Bath ............... 17India

Tomado de la colección de cuentos indostánicos llamada Panchatantra ........ 43

ArabiaLas mil noches y unaEl maestro lisiado y con la boca hendida .... 53

ItaliaCuento LXIX. De lo que Hércules aprendió en el bosque ................................... 67Novena jornada. Guido Cavalcanti criticó perspicaz y decentemente a ciertos caballeros florentinos, que lo sorprendieron.................. 69

EspañaDon Juan Manuel. De lo que sucedió al rey Abenabet de Sevilla con Ramaiquia su esposa .................................... 77Cuento XXXVIII ...................................... 81Las monjas y el Deán ............................... 83

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Tomado de: Floresta española de apotegmas y sentencias ................................ 85El harpa desafinada .................................. 87

FranciaEl gato con botas ...................................... 91Confianza en sí mismo ............................. 103

RomaEl asno de oro ............................................. 107

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Los mejores cuentos de la antigüedad

Se terminó de imprimir el 31 de agosto de 2013, se utilizó la fuente Bell MT.

Se empleó papel cultural.Su tiraje fue de 5000 ejemplares.

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