vivir las virtudes un camino de santidad · se llaman cardinales las que son el principio y el...
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Vivir las Virtudes
Un camino de santidad
Adoradoras
Presenciales del
Santísimo Sacramento
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La virtud de la FE
Algunas de vosotras habéis pedido que se “desmenuzaran” las
virtudes para poder vivirlas con mayor intensidad. Intentaremos, en
oración y Presencia del Señor, transmitiros lo que el Espíritu Santo
nos sople…
Nos ceñimos a la definición que sobre ellas, nos da el Catecismo de
la Iglesia Católica, y desde allí, contando con vuestra benevolencia,
emprenderemos éste itinerario que esperamos nos ayudará, a vivirlas
con mayor conocimiento, profundidad y heroísmo. La virtud es una
disposición habitual y firme para hacer el bien, una propensión,
facilidad y prontitud para conocer y obrar según Dios.
Hay dos clases de virtudes: las teologales y las humanas o morales.
Las Teologales son: Fe que es la virtud por la cual creemos en Dios,
en todo lo que Él nos ha revelado y que la Santa Iglesia nos enseña
como objeto de fe.
La esperanza que es la virtud por la cual deseamos y esperamos de
Dios, con una firme confianza, la vida eterna y las gracias para
merecerla, porque Dios nos lo ha prometido.
La caridad que es la virtud por la cual amamos a Dios sobre todas las
cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de
Dios, con el amor filial y fraterno que Cristo nos ha mandado.
Se llaman Cardinales las que son el principio y el fundamento de las
demás virtudes: la Prudencia que nos hace conocer y practicar los
medios más conducentes para obrar el bien. La Justicia, hace que
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demos a cada uno lo suyo y lo que le corresponde. La Fortaleza nos
da valor para amar y servir a Dios con fidelidad. La Templanza hace
que frenemos las pasiones bajas.
Las Obras Corporales y Espirituales de Misericordia son:
Las Corporales: 1. Visitar a los enfermos, 2. Dar de comer al
hambriento, 3. Dar de beber al sediento, 4. Vestir al desnudo, 5.
Socorrer a los presos, 6. Dar posada al peregrino, 7. Enterrar a los
muertos.
Las Espirituales: 1. Enseñar al que no sabe, 2. Dar buen consejo al
que lo necesita, 3. Corregir al que está en error, 4. Perdonar las
injurias, 5. Consolar al triste, 6. Sufrir con paciencia las molestias de
nuestro prójimo, 7. Rogar a Dios por los vivos y por los muertos.
Hoy, juntas en oración le pedimos a Nuestra Madre del Cielo y Madre
de la Iglesia, que bajo Su patrocinio comencemos esta nueva
andadura, que no nos falten Su compañía e inspiración y con Ella,
oramos por la Iglesia, para que sea fiel en la pureza de la fe, en la
firmeza de la esperanza, en el fuego de la caridad, en la
disponibilidad apostólica y misionera, en el compromiso por
promover la justicia y la paz entre los hijos de esta tierra bendita y
que a nosotras, adoradoras de Su querido Hijo, nos descubra en Ella
la virtud de la fe, nos lleve de la mano y nos conduzca siempre a Él.
La palabra fe proviene del latín “fides”, que significa creer. Fe es
aceptar la palabra de otro, entendiéndola y confiando en que es
honesto y por lo tanto que su palabra es veraz. El motivo básico de
toda fe es la autoridad de aquel a quien se cree. Este reconocimiento
de autoridad ocurre cuando se acepta que él o ella tienen
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conocimiento sobre lo que dice y posee integridad de manera que no
engaña.
Se trata de fe divina cuando es Dios a quien se cree. Se trata de fe
humana cuando se cree a un ser humano. Hay lugar para ambos
tipos de fe (divina y humana) pero en diferente grado. A Dios le
debemos fe absoluta porque Él tiene absoluto conocimiento y es
absolutamente veraz. La fe, más que creer en algo que no vemos es
creer en alguien que nos ha hablado. Fiarse totalmente de Dios
entregándonos ciegamente a Él. La fe divina es una virtud teologal y
procede de un don de Dios que nos capacita para reconocer que es
Dios quien habla y enseña en las Sagradas Escrituras y en la Iglesia.
Quien tiene fe sabe que, por encima de toda duda y preocupaciones
de este mundo, las enseñanzas de la fe son las enseñanzas de Dios y
por lo tanto son ciertas y buenas. La fe no es tanto creer algo, como
fiarse de Alguien.
La fe personal en Jesucristo es la aceptación de su propio testimonio
hasta la adhesión y la entrega total a su divina Persona. No es la
mera aceptación de que Él existe y vive entre nosotros tan realmente
como cuando vivió en Palestina; ni tampoco una adhesión de sólo el
entendimiento a las verdades que el Evangelio nos propone, según la
autorizada interpretación del Magisterio de la Iglesia. Es algo mucho
más existencial y totalizante.
Dice el Concilio Vaticano I: La Iglesia Católica enseña infaliblemente
que la fe es esencialmente un asentimiento sobrenatural del
entendimiento a las verdades reveladas por Dios; pero la fe no es
sólo aceptar una verdad con el entendimiento, sino también con el
corazón. Es el compromiso de nuestra propia persona con la persona
de Cristo en una relación de intimidad que lleva consigo exigencias a
las que jamás ideología alguna será capaz de llevar. Para que se dé fe
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auténtica y madura hay que pasar del frío concepto al calor de la
amistad y del decidido compromiso, a la entrega absoluta y confiada
a ésa verdad. Por eso, una fe
así en Jesucristo es la que
da fuerza y eficacia a una
vida cristiana plenamente
renovada.
No hay posible aceptación
del programa de Jesús si no
es mediante el lenguaje de
los hechos; Para nosotras,
adoradoras, seguir a Jesús
quiere decir escuchar sus
palabras, asimilar sus
actitudes, comportarse
como Él, identificarse
plenamente con Él.
Las que queremos seguir de verdad a Jesús queremos parecernos a
Él, esforzarnos en pensar como Él, haciendo las cosas que le gustan
a Él. Desear obrar bien, ayudar a los demás, perdonar, ser generosas
y amar a todos como ama Él. Tener fe lleva consigo un estilo de vida,
un modo de ser.
Le pedimos a Nuestra Madre que por fe, nos conduzca a una
comunicación con Dios cada vez más continuada, más personal y
más íntima, fruto de un crecimiento en esta vivencia teologal de la
que fluye un vivo sentido de la cercanía amorosa de Dios; en
consecuencia, un trato con Él cada vez más directo, familiar y
confiado, e incluso, más allá de las palabras y del pensamiento,
reflejo de una íntima comunión con Él.
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La virtud de la ESPERANZA Y DE
LA CARIDAD
La esperanza es la virtud por la cual el hombre pasa de devenir a ser.
Siguiendo a Santo Tomás de Aquino, ha sido definida como "virtud
infusa que capacita al hombre para tener confianza y plena certeza de
conseguir la vida eterna y los medios, tanto sobrenaturales como
naturales, necesarios para alcanzarla, apoyado en el auxilio
omnipotente de Dios". A la esperanza se oponen, por defecto, la
desesperación y, por exceso, la presunción. Al igual que la fe y la
caridad sobrenaturales, la esperanza es plantada directamente en el
alma por Dios todopoderoso.
Es una virtud necesaria para la salvación. Ello constituye una verdad
en la que se insiste mucho en la Iglesia Católica, y a la que
corresponde una enseñanza explícita. Es necesaria, primero, como
medio indispensable de alcanzar la salvación y nadie puede entrar a
la bienaventuranza eterna sin ella. De ello se sigue que incluso los
niños pequeños, si bien no pueden haber realizado actos de
esperanza, deben ya tener el hábito de la esperanza en forma infusa
por el bautismo.
Se dice que la fe es "la garantía de las cosas que esperamos" (Heb
11,1) y sin ella "es imposible agradar a Dios" (Ibíd. 11,6). Obviamente,
por lo tanto, la esperanza es requerida para la salvación con la misma
necesidad absoluta que la fe. Además, la esperanza es necesaria
porque está prescrita por la ley natural, la cual, aceptada la hipótesis
de que estamos destinados a un fin sobrenatural, nos obliga a usar
los medios necesarios para lograrlo. Más aún, también la prescribe la
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ley divina. Ejemplo de ello es la I carta de san Pedro (1, 13): "Poned
toda vuestra esperanza en la gracia que se os procurará mediante la
revelación de Jesucristo".
Esta virtud, nunca debe confundirse con el optimismo humano, que
es una actitud más relacionada con el estado de ánimo. Para un
cristiano, la esperanza es Jesús en persona, es su fuerza de liberar y
volver a hacer nueva cada vida, es “un don” de Jesús, la esperanza
es Jesús mismo.
Esperanza no es la de quien consigue ver el “vaso medio lleno”: eso
es sencillamente “optimismo”, y “el optimismo es una actitud
humana que depende de muchas cosas”.
La esperanza es otra cosa, es un don, un regalo del Espíritu Santo y
por esto Pablo dirá: “Nunca defrauda” ¿Por qué? Porque es un don
que nos ha dado el Espíritu Santo. San Pablo nos dice que la
esperanza tiene un nombre. La esperanza es Jesús.
Hay un episodio del Evangelio muy instructivo a éste respecto, y es
aquel cuando Jesús cura en sábado la mano paralizada de un
hombre, suscitando la reprobación de escribas y fariseos. Con su
milagro, Jesús libera la mano de la enfermedad y demuestra “a los
rígidos” que la suya “no es la vía de la libertad”. “Libertad y
esperanza van juntas: donde no hay esperanza no puede haber
libertad”, “Jesús libera de la enfermedad, del rigor y de la mano
paralizada a este hombre, rehace la vida de ambos, la hace de nuevo,
porque Jesús lo transforma todo en nuevo. Es un milagro constante.
No sólo ha hecho milagros de curación, el verdadero milagro es
seguir haciendo hoy todo nuevo: lo que hace en mi vida, en tu vida,
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en nuestra vida. Y esto que hace nuevo Él es precisamente el motivo
de nuestra esperanza.
Es Cristo el que hace nuevas todas las cosas más maravillosamente
que en la Creación; es el motivo de nuestra esperanza. Y esta
esperanza no defrauda, porque Él es fiel. No puede negarse a sí
mismo. Esta es la virtud de la esperanza.
¿Según Dios, qué significa eso de que tenemos que amar?
Y uno contestó: “La Caridad es la virtud por la cual AMAMOS A DIOS
Y AMAMOS A LOS DEMÁS. La caridad es lo mismo que el amor
cristiano”. Pero quedaban muchos interrogantes en el tintero, nos
hemos ido al Evangelio y leemos… “un día unos hombres
preguntaron a Jesús: ¿Cuál es el mandamiento más importante de la
ley de Dios?” Y Jesús respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo
tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.” Este es el mayor y
primer mandamiento. El segundo es parecido a éste: “Amarás a tu
prójimo como a ti mismo
Enseguida surgió la pregunta: ¿POR QUÉ DEBEMOS AMAR A DIOS?
- Porque Dios es toda bondad, toda belleza, toda sabiduría... porque
es Dios.
- Porque Dios es nuestro Padre, Dios nos creó.
- Porque Dios nos ama infinitamente. Tanto nos amó, que mandó a su
propio hijo al mundo a morir en la cruz, para que pudiéramos
salvarnos, para que pudiéramos entrar al cielo. Debemos amar a Dios
POR ENCIMA DE TODAS LAS DEMÁS COSAS. Esto significa que en
nuestra vida no podemos preferir las cosas materiales: las personas,
la salud, la comodidad, la felicidad humana... más que las cosas de
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Dios: cumplir Su voluntad, Sus mandamientos, orar, adorarle y estar
siempre cerca de Él. Y nos metemos en harina… El Catecismo de la
Iglesia Católica en el n. 1856 señala la importancia vital de la caridad
para la vida cristiana. En esta virtud se encuentran la esencia y el
núcleo del cristianismo, es el centro de la predicación de Cristo y es
el mandato más importante. Jn 15, 12; 15,17; Jn 13,34. No se puede
vivir la moral cristiana dejando a un lado a la caridad. La caridad
pues, es la virtud reina, el mandamiento nuevo que nos dio Cristo,
por lo tanto es la base de toda espiritualidad cristiana. Es el distintivo
de los auténticos cristianos. Es la virtud sobrenatural por la que
amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros
mismos por amor a Dios. Es la virtud por excelencia porque su objeto
es el mismo Dios y el motivo del amor al prójimo es el mismo: el
amor a Dios. Porque Su bondad intrínseca, es la que nos une más a
Dios, haciéndonos parte de Dios y dándonos Su vida. 1 Jn. 4, 8. Esta
virtud le da vida a todas las demás virtudes, pues es necesaria para
que éstas se dirijan a Dios. Yo puedo ser amable, sólo con el fin de
obtener una recompensa, sin embargo, con la caridad, la amabilidad,
se convierte en virtud que se practica desinteresadamente por amor a
los demás. Sin la caridad, las demás virtudes están como muertas.
Además, la caridad no termina con nuestra vida terrena, en la vida
eterna la viviremos continuamente. San Pablo nos lo menciona en 1
Cor. 13, 13; y 13, 87.
Adoradoras: al hablar de la caridad, hay que hablar del amor. El amor
no es un sentimiento bonito o la carga romántica de la vida. El
verdadero amor es buscar el bien del otro. Existe el amor
desinteresado (o de benevolencia): desear y hacer el bien del otro
aunque no proporcione ningún beneficio, porque se desea lo mejor
para el otro, y el interesado que es amar al otro por los beneficios
que esperamos obtener. ¿Qué es, pues, la caridad? La caridad es
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La virtud de la caridad Y DE LA
PRUDENCIA
más que el amor. El amor es natural. La caridad es sobrenatural, algo
del mundo divino. Es poseer en nosotros el amor de Dios. Es amar
como Dios ama, con su intensidad y con sus características. Es
verdaderamente un precioso don de Dios que nos permite amar en
medida superior a nuestras posibilidades humanas. Es amar como
Dios, no con la perfección que Él lo hace, pero sí con el estilo que Él
tiene. A eso nos referimos cuando decimos que estamos hechos a
imagen y semejanza de Dios, a que tenemos la capacidad de amar
como Dios. Pero no olvidemos que hay que amar a Dios sobre todas
las cosas. Si el objeto del amor es el bien, es decir cuando amamos,
buscamos el bien, y si Dios es el “Bien” máximo, entonces Dios tiene
que ser el objeto máximo de nuestro amor. Además, Dios mismo es
quien nos ordena y nos recompensa con el premio de la vida eterna.
Este tipo de amor, puede ser de tres clases: Apreciativo, cuando la
inteligencia comprende que Dios es el máximo bien y esto es
aceptado por la voluntad. Sensible, cuando el corazón lo siente.
Efectivo cuando lo demostramos con acciones. Pero si os parece,
esto será objeto de estudio en otro momento…Hoy con el corazón
repleto de amor a Dios, le pedimos que nos enseñe a amar a nuestro
prójimo como sólo Él sabe hacerlo.
Ya hemos hablado de:
Para que sea verdadero amor es necesario que sea apreciativo y
efectivo, aunque no sea sensible, ya que es más fácil sentir las
realidades materiales o físicas, que las espirituales. Nos puede doler
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más una enfermedad, que el haber pecado gravemente. El amor al
prójimo es parte de la virtud de la caridad que nos hace buscar el
bien de los demás por amor a Dios.
Las características del amor al prójimo son:
Sobrenatural: se ama a Cristo en el prójimo, por su dignidad especial
como hijo de Dios.
Universal: comprende a todos los hombres porque todos son
creaturas de Dios. Como Cristo, incluso a pecadores y a los que nos
hacen el mal.
Ordenado: es decir, se debe amar más al que está más cerca o al que
lo necesite más. Al hermano más próximo y necesitado.
La Caridad interna y externa: es decir, para que sea auténtica tiene
que abarcar todos los aspectos, pensamiento, palabra y obras. Pero
la caridad si no es concreta de nada sirve, sería una falsedad. Esta
caridad concreta puede ser interna, con la voluntad que nos lleva a
colaborar con los demás de muchas maneras. También puede ser
con la inteligencia, a través de la estima y el perdón. Otra forma
concreta de caridad es la de palabra, es decir, hablar siempre bien de
los demás: La BENEDICENCIA.
La benedicencia radica fundamentalmente en hablar bien de los
demás. Sin embargo, no se limita sólo a eso. Por un lado, esta virtud
nos invita a silenciar los errores y defectos del prójimo, por otra
parte, nos estimula a ponderar sus cualidades y virtudes. Jesucristo
nos exhortó a la vivencia de esta virtud cuando dijo a sus discípulos:
“amad a vuestros enemigos, haced el bien a quienes os odian,
bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen” (Lc
6,27-28). La enseñanza del cristianismo no consiste en no odiar, no
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maldecir, no dañar. Por el contrario, el Maestro nos invita a trabajar
en positivo: Amad, bendecid, rogad.
Para vivir la
benedicencia es
necesario promover
los comentarios
positivos. La
influencia que
recibimos de algunos
medios de
comunicación nos
puede inducir a
comportamientos
distintos. Basta encender la televisión para ver cómo se insultan los
miembros de distintos partidos políticos, cómo se exageran los
errores y defectos de los demás. El 90% de las telenovelas nos
muestran cómo surgen las intrigas familiares, en muchos casos
debidas a la mentira, calumnia y difamación…
Ahora bien, ¿la causa? y el fin de la caridad están en Dios no en la
filantropía (amor a los hombres). La caridad tiene que ser siempre
desinteresada, cuando hay interés, siempre se cobra la factura, “hoy
por ti, mañana por mí”. Obviamente tiene que ser activa y eficaz, no
bastan los buenos deseos.
Tiene que ser sincera, es una actitud interior. Debe ser superior a
todo. En caso de que haya conflicto, primero está Dios y luego los
hombres. No olvidemos que es mucho más importante la parte activa
de esta virtud. Las casas se construyen “haciendo” y no dejando
destruir. Al final seremos juzgados por lo que hicimos, por lo que
amamos, no por lo que dejamos de hacer. Mt 25, 31-46
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LAS VIRTUDES CARDINALES
“Se llaman Cardinales las que son el principio y el fundamento de las
demás virtudes: la Prudencia que nos hace conocer y practicar los
medios más
conducentes para
obrar el bien”.
Aristóteles declaró
que para adquirir la
prudencia, como
toda otra virtud,
conviene preguntar
al hombre prudente,
pues, en rigor, esta
virtud no está en los
libros sino en los
hombres y mujeres
prudentes, es decir, sólo nota la índole de ésta perfección quien la
vive. Sin embargo, sin dejar de sostener esta tesis, se puede añadir,
que saber acerca de la prudencia que se vive no es posible desde la
misma prudencia, sino desde una instancia superior al conocimiento
propio de la prudencia. Para tener el saber prudencial se requiere ser
prudente, pero para notar la naturaleza de la prudencia se requiere,
además, disponer de un conocer superior al prudencial. La prudencia
es una de esas virtudes de las que apenas se habla y que, sin
embargo, resulta ser clave en el dificilísimo arte de ordenarnos
rectamente en nuestra relación con el prójimo. No nacemos
prudentes, pero debemos hacernos prudentes por el ejercicio de la
virtud. Y no es tarea fácil. El pensamiento puede descarriarse como
se descarría la voluntad, porque está expuesto a las mismas
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pasiones y a los mismos condicionamientos. Pensar y bien, exige
una gran atención, no sólo sobre las cosas, sino principalmente
sobre nosotros mismos. Hay que saber estar atentos sobre las
razones, pero mucho más sobre nuestras pasiones que son las que
nos impulsan al error. Porque los hombres solemos errar por
precipitación en nuestros juicios, afirmando cosas que la razón no ve
claras, pero que estamos impulsados a afirmar como desahogo de
nuestras pasiones. Quien no sabe controlar sus pasiones, tampoco
sabrá controlar sus razones y se hace responsable moral de sus
yerros.
La razón es la que ha de regir nuestra conducta en la verdad y por
eso la prudencia es la primera de las virtudes cardinales. Pero la
verdad requiere tener sosegada el alma para conseguir tener
sosegada la mente con objetivas razones. Los hombres de mar usan
un aparato que se llama brújula, que les dice dónde está el norte, el
sur, el este y el oeste, de modo que ellos puedan tomar el camino
correcto. Así, la Prudencia, es la que nos hace distinguir en toda
ocasión cual es el camino correcto, cual es el bien; nos dice que es lo
que conviene hacer o dejar de hacer, es la luz que dirige todos
nuestros actos para llegar a Dios.
Esta virtud ayuda al hombre a poner atención a la voz de su
conciencia, en vez de poner atención a lo que siente. Es muy
importante no confundir la verdadera prudencia, que es hacer lo que
Dios nos dice que es correcto... porque mucha gente cree que ser
prudente es ser hipócrita, disimular por miedo, ser cobarde o actuar
por interés.
Si cuando estamos con amigos, uno de ellos habla mal de la Iglesia o
empieza con ideas raras y nos callamos por prudencia, eso no es
prudencia sino hipocresía. Quizá el camino que nos traza esta virtud
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La virtud de la JUSTICIA
podría ser: VER, EXAMINAR, PENSAR DELANTE DE DIOS, cada cosa
que vayamos a hacer, despacio, con calma... y una vez que
decidamos... no temer…, seamos FIRMES en lo que Dios nos dice
que es lo mejor. Aprender a callar, a medir lo que decimos, a pensar
antes de abrir la boca y a guardar silencio en las cosas que no
debemos estar predicando. Tratar de ser discretas, y aprender
también, cuando sea necesario, a hablar a tiempo lo que tengamos
que decir.
Hoy, le pedimos a María, mujer prudente, que no nos dejemos cegar
nunca por las pasiones, los sentimientos, lo blanco es blanco y lo
negro es negro.... lo que está bien, está bien y lo que está mal, está
mal. Siempre habrá que escoger lo mejor, lo más agradable a los ojos
de Dios. ¡Esto es prudencia!
¿En qué consiste la virtud de la Justicia?
“Es la que hace que el hombre dé a Dios y a cada persona, lo que le
pertenece y le es debido”. “En cierto modo, la justicia es más grande
que el hombre, más grande que las dimensiones de su vida terrena,
más grande que las posibilidades de establecer en esta vida
relaciones plenamente justas entre los hombres, los ambientes, la
sociedad y los grupos sociales, las naciones, etc.
“Todo hombre vive y muere con cierta sensación de insaciabilidad de
justicia, porque el mundo no es capaz de satisfacer hasta el fondo a
un ser creado a imagen de Dios, ni en lo profundo de la persona ni en
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los distintos aspectos de la vida humana. Y así, a través de esta
hambre de justicia, el hombre se abre a Dios, que "es la justicia
misma". Jesús, en el sermón de la montaña, lo ha dicho de modo
claro y conciso con estas palabras: "Bienaventurados los que tienen
hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados" (Mt 5,6).” (San
Juan Pablo II)
La mejor manera de imaginarnos en que consiste esta virtud es
pensar en una balanza: Una vendedora pesa en la balanza el
producto exacto que debe dar a cambio del dinero que recibe, no da
de más ni de menos. Así es la justicia, nos ayuda a dar a cada cual
exactamente lo que le pertenece. Todos queremos que respeten lo
nuestro. Nos indigna cuando alguien toca nuestra fama, nuestras
cosas, nuestros derechos. Pero, ¿Alguna vez nos hemos preguntado,
si realmente somos justos con los demás?...
Por lo tanto, es necesario que cada uno de nosotros pueda vivir en
un contexto de justicia y, más aún, que cada uno sea justo y actúe
con justicia respecto de los cercanos y de los lejanos, de la
comunidad, de la sociedad de que es miembro…y respecto de Dios.
La justicia tiene muchas implicaciones y muchas formas. Hay
también una forma de justicia que se refiere a lo que el hombre
"debe" a Dios.
¿Cuál es la diferencia entre Justicia y Caridad? La caridad nos obliga
a socorrer y a ayudar a los otros por amor, sin que el otro tenga el
derecho a una limosna o ayuda, en cambio la Justicia, no es un
regalo, sino que es un derecho de la otra persona. No da ni de más, ni
de menos. Nosotras deberíamos ser caritativas con nuestros
hermanos, pero empezando por ser justas con ellos, dar a cada
persona, lo que le corresponde, lo que le pertenece, a lo que tiene
derecho, por ejemplo: No dañar la fama, no encarcelar a gente
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inocente, no decir mentiras, no acusar a alguien falsamente, no
desear ni apropiarnos de lo que no es nuestro, devolver las cosas
perdidas, no cobrar más de lo justo por lo que vendemos, no pagar
menos de lo justo cuando compramos, no cobrar más de los
intereses debidos cuando prestamos dinero.
No tratar de obtener siempre lo mejor para nosotros y lo que sobre
para los demás. No criticar, ni hacer juicios temerarios. No burlarnos
de los demás y tratar a todos de igual manera: a los que están arriba
como a los de abajo.
¿Qué es tener Justicia con Dios? Primero reconocer que Dios es
nuestro Señor y nos creó con Sus manos. Por tanto, Dios tiene
derecho total y absoluto sobre nosotros y sobre todas nuestras
cosas. Dios puede darnos las personas y las cosas que serpentean
nuestro caminar diario, y quitárnoslas si así lo desea, cuando Él
quiera porque es Dios.
Segundo, debemos vivir
siempre como si nosotras
mismas y todas nuestras
cosas no nos pertenecieran,
pensando en todo momento
que nosotras y todo lo que
tenemos, es de Dios, y
finalmente, por justicia,
creer Sus palabras porque
Dios es siempre la Verdad.
Uno de los actos más nobles de la justicia es perdonar. Cuando
alguien nos hace daño, nada más lejos de nosotras no perdonar;
pensemos cómo nos perdona Dios. ¿Qué nos merecemos por justicia
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por cuanto hemos ofendido a Dios, a lo largo de nuestra vida? Él,
siempre nos perdona porque nos ama.
Un día Jesús les contó esta parábola a sus apóstoles: “Un rey quiso
hacer cuentas con sus siervos. Se le presentó un hombre que le
debía 100 mil pesos. Como no tenía con que pagar, mandó el rey que
fuese vendido él, su mujer, sus hijos y todo cuanto tenía para pagar
la deuda. Entonces el siervo cayó de rodillas llorando y dijo: Señor,
dame plazo y te lo pagaré todo.
El rey tuvo compasión, se apiadó de aquel siervo y lo despidió
perdonándole su deuda. Saliendo de allí, aquel siervo se encontró a
uno de sus compañeros que le debía mil pesos y amarrándole por el
cuello lo ahogaba diciéndole ¡Págame lo que me debes! Su
compañero le suplicaba: ¡Dame plazo y te pagaré! Pero él se negó y
lo mandó encerrar en la cárcel hasta que le pagara. El Rey al
enterarse de esto mandó llamar a su siervo y le dijo: Mal hombre, yo
te perdoné toda tu deuda porque me lo suplicaste, ¿No debías tú
también haber perdonado, tener piedad de tu compañero, como la
tuve yo de ti? Y enojado lo entregó a sus torturadores hasta que
pagara toda su deuda”.
Pidamos hoy, recordar siempre en nuestra vida que “según
juzguemos así seremos juzgadas” y que cuando nos falten las
fuerzas para "superarnos", con miras a valores superiores como la
verdad y la justicia, el Señor haga de cada una de nosotras mujeres
fuertes y que en el momento oportuno oigamos del Señor "en lo
íntimo" de nuestro corazón: ¡Animo!
OREMOS: Dichoso aquel cuya ayuda es el Dios de Jacob, cuya
esperanza está en el Señor su Dios,
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La virtud de la Fortaleza
Creador del cielo y de la tierra, del mar y de todo cuanto hay en ellos,
y que siempre mantiene la verdad.
El Señor hace justicia a los oprimidos, da de comer a los hambrientos
y pone en libertad a los cautivos.
El Señor da la vista a los ciegos, el Señor sostiene a los agobiados, el
Señor ama a los justos.
El Señor protege al extranjero y sostiene al huérfano y a la viuda,
pero frustra los planes de los impíos.
¡Oh Sion, que el Señor reine para siempre! ¡Que tu Dios reine por
todas las generaciones!
¡Aleluya! ¡Alabado sea el Señor!
¿En qué consiste la virtud de la fortaleza?
La fortaleza se describe como la virtud que da valor al alma para
poder afrontar con coraje y vigor los riesgos, moderando el ímpetu
de la audacia. Su fin es ordenar el apetito a la razón, de modo que la
voluntad siga a la razón cristiana ante los peligros o dificultades;
consiste en vencer el temor y huir de la temeridad.
Para los cristianos, la fortaleza asegura la firmeza en las dificultades
y la constancia en la búsqueda del bien, llegando incluso a la
capacidad de aceptar el eventual sacrificio de la propia vida por una
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causa justa, es “la gran virtud: la virtud de los enamorados; la virtud
de los convencidos; la virtud de aquellos que por un ideal noble son
capaces de arrastrar mayores riesgos; la virtud del caballero andante
que por amor, a su dama se expone a aventuras sin cuento”...
Estas palabras nos podrían llevar a pensar que en estos tiempos que
vivimos no existen muchas posibilidades para desarrollar esta
fantástica virtud. De algún modo, el “bien más alto” está cubierto con
un sinfín de pequeñas “necesidades” creadas por el hombre. No
quedan posibilidades de encontrar aventura porque todo está hecho,
todo está descubierto, todo está organizado. Sin embargo, y aunque
ordinariamente no se presentan ocasiones de hacer grandes cosas,
son las pequeñas, las que podemos afrontar día a día, las que hacen
que crezca la fortaleza en nosotros. No se trata de realizar actos
sobrehumanos, de descubrir las zonas del Amazonas nunca pisadas
por el hombre, de salvar a cincuenta niños de un incendio; éstas son,
en todo caso, posibilidades fruto de una imaginación calenturienta.
Más bien se trata de hacer de las pequeñas cosas de cada día una
suma de esfuerzos, de actos heroicos, que pueden llegar a ser algo
grande, una muestra de amor a Dios.
Esta virtud es la
maravillosa amiga de
nuestra personalidad,
nos da firmeza en las
dificultades y nos
hace constantes y
perseverantes en la
búsqueda de nuestra
propia verdad. La
fortaleza es la que nos ayuda a resistir las tentaciones que surgen del
pensamiento, de la comodidad y de nuestro ego. Dicen que la
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fortaleza es necesaria “en situaciones ambientales perjudiciales a
una mejora personal, resiste las influencias nocivas, soporta las
molestias y se entrega con valentía en caso de poder influir
positivamente para vencer las dificultades y para acometer empresas
grandes”.
La persona que no quiere mejorar, que es egoísta, que busca nada
más que el placer, no tiene motivos para desarrollar esta virtud
porque es indiferente y carente de sentido para su mente. El
desarrollo de ésta virtud, apoya el desarrollo de todas las demás
virtudes. Es la herramienta para sobrevivir como personas humanas
y para vivir como seres humanos.
La fortaleza nos llena de fuerza interior, de tal modo que sabemos
reconocer nuestras posibilidades, y reconocer la situación real que
nos rodea para resistir y acometer todas las acciones que se nos
presentan en nuestro devenir, haciendo de nuestras vidas algo noble,
entero y provechoso, y está íntimamente relacionada con la
esperanza de la vida eterna: “Pero no sólo esto: también nos
gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce
paciencia, virtud probada y esperanza, una esperanza que no
defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,
3-5).
Para nosotras, adoradoras, madurez espiritual significa poseer unas
directrices generales, asumidas conscientemente, que ordenan
nuestra vida, tener suficiente cultura personal sobre el mundo y la
sociedad, tener muy clara nuestra escala de valores, convicciones y
criterios morales verdaderos, haber establecido relaciones humanas
satisfactorias, y tener unos objetivos personales, una vocación, una
idea de lo que se quiere en la vida, con la consiguiente
22
responsabilidad para asumir las consecuencias de la propia situación
vital.
Como puede apreciarse
fácilmente, todas las
virtudes morales están
implicadas en la madurez
de la persona. Podríamos
decir que alguien tiene una
personalidad madura
cuando posee todas las
virtudes, y su fisonomía
espiritual, sin dejar de ser
propia, se identifica con la
de Cristo. Sin embargo, se
puede apreciar también
que la virtud de la fortaleza juega un papel de primer orden en la
adquisición de la madurez, en cuanto es la virtud que lleva a resistir
el sufrimiento y la muerte por el bien, y a atacar con decisión los
obstáculos que se oponen a la consecución del bien. La virtud de la
fortaleza, al darnos un ánimo estable, nos permite mantenernos
serenos para tomar las decisiones más oportunas y prudentes. Nos
hace más libres no sólo con respecto a nuestras pasiones y
sentimientos, a los que ordena según la razón y la fe, sino también
ante la influencia del ambiente que trata de convencernos de que
resistir en el bien no vale la pena, y mucho menos emplear nuestras
energías para alcanzarlo.
Pidámosle hoy, a nuestra Madre la Virgen fuerte, nos ayude a crecer y
madurar en ésta virtud “clave” para cada día vivir más identificadas
con Cristo, Su Hijo muy amado.
23
OREMOS CON EL SALMO 18:
“Yo te amo, Señor; tú eres mi fuerza. El Señor es mi roca, mi fortaleza
y mi salvador; mi Dios es mi roca, en quien encuentro protección.
Él es mi escudo, el poder que me salva y mi lugar seguro. Clamé al
Señor, quien es digno de alabanza, y me salvó de mis enemigos.
Me enredaron las cuerdas de la muerte; me arrasó una inundación
devastadora. La tumba me envolvió con sus cuerdas; la muerte me
tendió una trampa en el camino. Pero en mi angustia, clamé al Señor;
sí, oré a mi Dios para pedirle ayuda.
Él me oyó desde su santuario; mi clamor llegó a sus oídos. Entonces
la tierra se estremeció y tembló; se sacudieron los cimientos de las
montañas; temblaron a causa de su enojo.
De su nariz salía humo a raudales, de su boca saltaban violentas
llamas de fuego; carbones encendidos se disparaban de él. Abrió los
cielos y descendió; había oscuras nubes de tormenta debajo de sus
pies.
Voló montado sobre un poderoso ser angelical, remontándose sobre
las alas del viento. Se envolvió con un manto de oscuridad y ocultó
su llegada con oscuras nubes de lluvia. Me rescató de mis enemigos
poderosos, de los que me odiaban y eran demasiado fuertes para mí.
24
La virtud de la TEMPLANZA
De las virtudes Cardinales nos queda la Templanza, que como
dijimos el primer día, “hace que frenemos las pasiones bajas”.
La palabra templanza proviene del latín “temperancia”, en referencia
a la moderación de la temperatura; igualmente, el adjetivo “templado”
se aplica al medio entre lo cálido y lo frío, y también a lo que
mantiene cierto tipo de equilibrio, cohesión o armonía interna.
El catecismo de la Iglesia católica anota que "la templanza es la
virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el
equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la
voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de
la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus
apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar
“para seguir la pasión de su corazón” (cf Si 5,2; 37, 27-31).
Como acabamos de leer, nuestro
Catecismo describe la función de la
templanza con los verbos “moderar”,
“procurar”, “mantener”, “asegurar”,
“orientar”, “guardar”... Es una riqueza
de vocablos que con matices diversos
señala claramente que la templanza
es una virtud orientada al bien y
señorío de uno mismo. Es propio de
toda virtud perfeccionar la libertad de
modo que la persona, actuando por sí
25
misma, obre moralmente bien. La virtud “crea” en la persona una
“con-naturalizad” con el bien, de manera que se hace capaz de juzgar
y elegir con prontitud y seguridad lo que es bueno. En el caso de la
templanza ese señorío se realiza “ordenando” sus inclinaciones
hacia el bien en el uso de los bienes creados.
Como se acaba de apuntar, el cometido o función de la templanza
viene señalado por el bien de la persona. Por eso, la persona virtuosa
es aquella que, en las circunstancias concretas, hace de manera
permanente lo que debe hacer y del modo que debe hacerlo. Una vez
conocido el bien, se decide a realizarlo porque lo percibe como
conveniente a su naturaleza: advierte que es bueno porque
contribuye a su perfección como persona y en el camino hacia Dios.
Cuando se habla de la virtud como de “una disposición estable para
realizar el bien moral”, se debe advertir que esa disposición no puede
ser pensada como una cualidad que la persona posee. No se trata de
una cualidad que se añade sin más o una “habilidad”. No es que el
hombre virtuoso tenga la fe, la fortaleza, la templanza, etc.; sino que
es creyente, fuerte, moderado, etc. Tampoco se puede concebir como
una cualidad que se da automáticamente. Es la persona misma la que
es y se hace virtuosa. La virtud radica en el interior del hombre, se
relaciona con el centro mismo de las decisiones libres: se sitúa en la
inclinación de la persona hacia el bien y en la adhesión interior a ese
bien. Se puede describir como la perfección de la persona en orden a
obrar moralmente bien.
Como consecuencia de su condición de criatura, llamada también a
participar de la vida divina, existe en el ser humano una cierta
sensibilidad y apertura hacia el bien que le es propio. (Es la raíz de la
“con-naturalizad” con el bien, propia del hombre virtuoso). Sobre esa
capacidad se apoya el juicio de la razón. En la elección que realiza la
26
persona cuando decide hacer algo, se debe distinguir entre el acto
interior y el acto exterior o la ejecución de la elección. La virtud se
relaciona con el acto interior, está ligada al juicio prudencial. Es el
juicio de la razón el que decide sobre la moralidad de las acciones.
Tal y como hemos
visto, la templanza
capacita a la persona
para hacerse dueña
de sí misma, poner
orden en la
sensibilidad y la
afectividad, en los
gustos y deseos, en las tendencias más íntimas del yo: en definitiva,
nos procura el equilibrio en el uso de los bienes materiales, y nos
ayuda a aspirar al bien mejor. De modo que, de acuerdo con Santo
Tomás, la templanza podría situarse en la raíz misma de la vida
sensible y espiritual. No en balde, si se leen con atención las
bienaventuranzas se observa que, de un modo u otro, casi todas
están relacionadas con esta virtud. Sin ella no se puede ver a Dios, ni
ser consolados, ni heredar la tierra y el cielo, ni soportar con
paciencia la injusticia: la templanza encauza las energías humanas
para mover el molino de todas las virtudes.
Como la unión hace la fuerza, juntas hoy rezamos y pedimos a Dios
saber decir que no en todas las ocasiones de peligro que nos
presente la vida, para obtener una victoria interna que será fuente de
paz interior. Negarnos a lo que nos aleje de Dios, a las ambiciones de
nuestro yo y a las pasiones desordenadas, vía imprescindible para
afirmar nuestra propia libertad interior y colocarnos en el mundo y
sobre todo, frente al mundo.
27
Oremos: Señor, dame
humildad para darme a
los demás, para ser
consciente de mi
pequeñez, de mis
debilidades, de mi
necesidad de Ti.
¡Dame el don del respeto
al prójimo para valorarlo como es y no juzgarlo! ¡Permíteme tener
siempre una conciencia recta que no navegue entre las olas del que
dirán! ¡Ayúdame a comprender al prójimo, al que más cerca tengo, y
dame la sabiduría para saber orientarle siempre en sus necesidades!
¡Concédeme la gracia de saber sacrificarme y mortificarme por Ti y
por el prójimo!
¡Borra de mi corazón la soberbia y el egoísmo, mis comodidades, mis
autosuficiencias, mi permisividad, mi tibieza porque quiero
acercarme más a Ti!
¡Ayúdame, Señor, a mantenerme siempre firme en mis principios y a
controlar mis pensamientos, lo que digo y lo que hago por mi propio
bien y para honrarte a Ti y a los demás! ¡Bendíceme, Espíritu Santo,
con esta valiosa virtud de la Templanza! Amén
28
LAS OBRAS DE MISERICORDIA
"Estamos en el camino de la santificación, ¡pero debemos tomarla en
serio!" “Para que sea así, es necesario hacer obras de justicia, obras
"sencillas": Comenzamos por "adorar a Dios: ¡Dios es El primero
siempre!” “Y hacer lo que Jesús aconseja: ‘ayudar a los demás”. (De
una homilía del Papa Francisco)… Es decir: Obras de misericordia….
En la Bula Misericordiae Vultus que promulgó el papa Francisco dio
una serie de ejemplos sobre cómo actuar, y una cosa que propuso
fue cumplir con alegría las obras de misericordia corporales y
espirituales, porque como dijo San Juan de la Cruz, “en la tarde de la
vida, seremos juzgados en el amor”.
Las “obras de misericordia” son un hermoso catálogo de acciones, o
mejor, de sentimientos y actitudes, que hacen efectivo y concreto el
precepto del amor fraterno, distintivo de los cristianos. La Iglesia nos
propone practicar y vivir estas “obras de misericordia” en todo
tiempo y en toda ocasión; pero nosotras, las vamos a recordar para
que poniéndolas en práctica a lo largo de nuestro caminar diario,
sean una buena preparación para nuestra meta: la santificación de
nuestras almas…
Podríamos decir que las obras de misericordia no han de ser
catorce, sino tantas cuantas miserias encontremos en el camino de la
vida. Tampoco debe hacerse una distinción tan radical entre
corporales y espirituales, todo está entrelazado entre sí. Por otra
parte, no es tanto, cuestión de hacer, sino de ser. No basta con hacer
obras de misericordia, hay que ser misericordiosas. Es posible que
muchas veces, quizá la mayoría, no podamos hacer nada, pero
29
siempre podemos sentir, comprender, disculpar, estar, compartir
misericordiosamente las necesidades de nuestro prójimo…
Por ejemplo, enseñar al que no sabe. Es una bonita obra de
misericordia, pero a veces nos encariñamos tanto con ella, que
queremos dar lecciones a todo el mundo. Esta misericordia debemos
practicarla con moderación. A lo mejor es preferible que nos dejemos
enseñar. Esto también es obra de misericordia: saber escuchar y
agradecer lo que hemos aprendido. Todos necesitamos aprender
unos de otros, incluso el profesor del alumno, el padre del hijo, y el
empresario del obrero. Enseñemos, sí, al que no sabe, pero sin
humillarle. Enseñémosle a saber. Y –no hace falta decirlo- para que
sea verdadera obra de misericordia se necesita una condición: la
gratuidad. Es importante que cooperemos con nuestros hermanos,
pero es más importante enseñarles a realizar por ellos mismos,
aquello que no saben. Por ello, enseñémosles a orar, a perdonar, a
perdonarse, a compartir. Esta obra de misericordia nos llama a que
ayudemos a nuestros hermanos en lo que ellos ignoran, sobre todo
en temas religiosos u otra cosa que necesiten saber.
Siguiendo nuestro senderito nos topamos con la segunda obra de
misericordia: Dar buen consejo al que lo necesita. Démoslo sí, pero
sin paternalismo, cuando el otro nos lo pida o lo quiera o de verdad
lo necesite. Démoslo, pero siempre que estemos también nosotras
dispuestas a recibirlo, y sobre todo con humildad. Un buen consejo,
una palabra orientadora, puede ser luz en la noche, puede ahorrar
muchos tropiezos y caídas, puede salvar una vida del fracaso y la
desesperación, puede llegar a hacer cambiar a una persona que
hubiera cometido una equivocación u error y así puede tomar el
camino justo; de lo contrario, tal decisión equivocada le hubiera
pesado toda la vida. Quien es buen consejero sabe discernir las
situaciones erróneas y es buen compañero de camino.
30
Pero para dar buen consejo es necesario que nosotras mismas
hayamos sido aconsejadas y guiadas por alguna autoridad, que nos
ayude a orar y presentar el problema a Dios Padre, para que nos
envíe su Santo Espíritu y nos regale éste precioso don. Así, bajo la
guía del Señor, tanto nuestras palabras como nuestro actuar, será un
constante aconsejar a
los que lo necesitan,
no según nuestro
criterio sino según el
criterio de Dios. En
los tiempos actuales
existe una gran falta
en las relaciones
humanas, que
dificulta poder
aconsejar y ayudar a
recapacitar sobre comportamientos equivocados. En el lenguaje
coloquial oímos muchas veces: que cada uno se las “componga
como pueda” y, en nombre de la libertad personal, se deja correr la
suerte del otro. Nadie puede interferir en la vida de otra persona,
puesto que, “cada uno es dueño de hacer lo que quiera” y es cierto,
pero también, por un pudor y respeto mal entendidos, podemos caer
en no ayudar a quien necesita una mano amiga; a quien, gracias a un
“buen consejo”, puede salir de una situación embarazosa y difícil.
El diccionario de la lengua española, dice que “tutor” es la caña o
estaca que se clava al pie de una planta para mantenerla derecha en
su crecimiento. La caña ayuda para que la planta no se desvíe y
crezca convenientemente. Es decisiva en el proceso del futuro árbol
puesto que le ayuda a crecer en armonía y en recta orientación. Hoy
día es muy difícil hacer comprender la importancia que tiene el
31
“tutor”, el “director espiritual”, el “consejero”…, pero a la postre,
sabemos que quien ha tenido un buen consejo a tiempo y a una
persona que le ha sabido orientar rectamente su vida, ha conseguido
hacer más fácil el camino hacia Dios.
Cada uno es libre de sus actos, pero la vida se ha puesto tan
complicada que necesitamos ésa señal que nos sostenga en los
momentos en los que corremos el peligro de desviarnos o en las
circunstancias en las que el viento recio y fuerte amenace con
romper y quebrar nuestro hermoso árbol. Nadie puede arrogarse, con
altanería, el dicho de que cada uno se vale por sí mismo. A la vuelta
de la esquina menos pensada, todos nos topamos con la realidad
testaruda y todos necesitamos a alguien que nos escuche, nos
aliente o nos corrija para que nuestra vida se realice con madurez y
rectitud.
Un buen consejo a tiempo y aceptado con humildad, puede cambiar
el rumbo torcido y enderezarlo, reforzando la justa orientación de
nuestra vida. Quien se apoya en un buen consejero se hará
merecedor de un camino feliz.
Hoy le podríamos pedir a Nuestra Madre del Buen Consejo que jamás
aparte Su vista de nosotras, que nos ayude a ser humildes, sin
despreciar jamás un consejo, una orientación o una mano amiga que
nos lleve a Dios. Podríamos esta noche de Vela hacer un profundo
examen de conciencia y empezar a caminar por éste sendero
estrecho que nos marca Jesús. Como buenas adoradoras que somos
y dóciles a Su palabra, pedimos a la Virgen nos dé luz y nos empape
el Señor de su infinita misericordia…
32
Las OBRAS DE MISERICORDIA
También corregir al que no sabe, es una obra de misericordia, pero
cuando se hace desde la humildad y el amor, reconociendo que
también nosotros nos equivocamos muchas veces. No queramos
sacar la paja en el ojo ajeno, sin darnos cuenta de la viga del
nuestro…
Hace unos días, cuando acabé de redactar un mensaje en mi móvil, y
antes de enviarlo, le pedí a una persona cercana que lo revisase y
corrigiese las erratas que encontrara. Así lo hizo, y ¡tuvo que corregir
unas cuantas! Le di las gracias y, según lo hacía, comprendí de una
manera nueva el sentido de ésta práctica evangélica que se ha dado
en llamar “corrección fraterna". Me di cuenta de que mi
agradecimiento era sincero. Con su corrección estaba contribuyendo
a que mi “obra" quedara acabada con una mayor perfección, y de
paso evitaba que los que leyeran el mensaje pudieran
“escandalizarse" al ver algo incorrecto. Su labor de corrector no
estaba animada por ninguna mala intención, sino por el cariño y el
afán de ayudarme. Comprendí que como obra de misericordia
espiritual, la corrección fraterna debería tener esos mismos
ingredientes: que quien la ejercita no tenga más afán que el de
ayudar, movido por el cariño, y que quien la recibe entienda que esa
corrección contribuye a su santidad - una mayor perfección en su
obrar, y a la de los de su entorno, evitando el escándalo, y la
agradezca de corazón.
En la vida se presentan muchas ocasiones de corregirnos - por
cariño y con delicadeza - unos a otros. Si ya en general al practicar la
corrección fraterna se corre el riesgo de dar la razón a ese refrán que
33
dice “Donde hay confianza, da asco", cuánto más en el entorno
familiar, en el que es más fácil abandonarse a los instintos y
pasiones. Debemos corregir, enseñar a corregir, a ser corregidos, y
pedir que nos corrijan; con el ejemplo y con la palabra, y todo ello sin
olvidar las buenas formas y maneras.
Copio aquí dos puntos del Catecismo de la Iglesia Católica que
hablan de la corrección fraterna como medio de conversión y
santificación, y como deber de caridad: 1435- “La conversión se
realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la
atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del
derecho (cf Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas
ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el
examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los
sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar
la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la
penitencia” (cf Lc 9,23). 1829- “La caridad tiene por frutos el gozo, la
paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección
fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre
desinteresada y generosa; es amistad y comunión: “La culminación
de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo,
corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos”
(San Agustín, In epistulam Ioannis tractatus, 10, 4).”
Sabemos por experiencia que una buena corrección ayuda a purificar
el alma y las actitudes negativas que residen en ella. En el refranero
se suele decir que “quien bien te quiere, te hará llorar”. Este
sentimiento que está en lo más profundo de la sabiduría popular
concuerda con lo que en moral se llama la “corrección fraterna” y se
entiende por tal, la amonestación hecha al prójimo culpable, en
privado y por pura caridad para apartarle del pecado o de un camino
errado. La amonestación, ayuda a la madurez no sólo cristiana sino
34
también humana, pero toda corrección debe ir acompañada por una
gran dosis de educación y un gran sentido de la caridad. La
corrección que se hace por despecho o por desprecio no es
auténtica. Muchas veces los resortes interiores pueden jugarnos
malas pasadas si no sabemos armonizar bien los sentimientos. De
ahí que la corrección comporta un modo de amar al prójimo con la
pedagogía serena que nace de un corazón sencillo y bien templado.
La corrección no sólo se debe someter a pronunciar palabras, sino a
cualquier gesto que puede llegar a ser luz para dar pistas de
orientación al corregido, que valen mucho más que “mil palabras”,
un silencio a través del tiempo, hasta que se serene la situación,
puede llegar a ser un buen método que dará frutos abundantes en el
momento de la corrección.
Pero la moral evangélica
y que siempre la Iglesia,
como Madre y Maestra
nos ha enseñado, es que
antes de corregir lo
primero que hemos de
tener presente es que
haya materia cierta, no
imaginaria, puesto que
se pueden dar indicios que no son verídicos.
La sospecha nunca es buen camino para llegar al que se desea
ayudar con la corrección. Debe ser algo necesario y siempre
buscando la idónea capacidad del que corrige para que el prójimo no
se sienta rechazado y marginado. La corrección ha de ser útil, es
decir, que haya fundada esperanza de éxito. Si se prevé que será
contraproducente como es provocando la ira o induciéndole a
35
mayores males o pecados, debe omitirse. Como dice Santo Tomás,
“si se duda del éxito inmediato, pero no del remoto, debe hacerse. Y
si se duda seriamente si aprovechará o dañará, debe omitirse; porque
el precepto de no dañar al prójimo es más grave que el de
beneficiarle, a no ser que de su omisión se teman males mayores
como son escándalos o corrupción de otros”.
En general hay que conjugar con la caridad y la justicia la
benignidad, la humildad y la prudencia, recordando las palabras de
San Pablo: “Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, que
tenéis el Espíritu, corregidlo con espíritu de mansedumbre. Y no te
descuides tú mismo, que también tú puedes ser puesto a prueba”
(Gal 6,1). Hay que procurar, además, salvar la fama del corregido y
para ello debe observarse el orden establecido por Jesucristo en el
Evangelio. De suerte que primero se haga la corrección en privado;
luego, con uno o dos testigos, y, finalmente –si todo lo anterior ha
fallado-, recurriendo al superior (Cfr. Mt 18,15-17).
Cuando la situación es muy grave debe hacerse presente
inmediatamente a la autoridad competente con el fin de que la misma
no se empeore. Nunca un buen ciudadano o un buen cristiano puede
quedarse con los “brazos cruzados” ante momentos que pueden
perjudicar a terceras personas y si esto es grave debe comunicarse
cuanto antes a quien esté revestido de la autoridad. La corrección si
se hace bien reporta paz a la persona y a la sociedad.
¡¡¡Ufff!!! Qué tema más difícil y complicado, y con qué facilidad nos
lanzamos a dar lecciones a cuantos nos rodean… Pidamos
encarecidamente a Nuestra Madre, Virgen de la Caridad, que nos
muestre el camino de ayudar a cuantos nos rodean, pero teniendo
siempre muy en cuenta nuestra pequeñez y nuestros propios
errores…
36
Las OBRAS DE MISERICORDÍA
Perdonar las injurias. Obra grande de misericordia es perdonar a los
que nos ofenden, porque así somos perdonados por Dios, e imitamos
a Jesús que en la cruz murió perdonando a todos los que lo mataban.
Debemos saber perdonar de corazón a todos los que nos injurian,
simplemente porque nos conviene a nosotros mismos, ya que Dios
ha condicionado su perdón para con nosotros a la manera en que
nosotros a su vez perdonemos a los demás. Cuando perdonamos a
alguien sus ofensas para con nosotros, entonces hacemos que Dios
ya no lo mire con ira, sino que lo bendiga y le dé la gracia del
arrepentimiento y de la conversión. En cambio si no perdonamos, la
ira de Dios pesa sobre ésa persona y será castigada y tal vez no
tenga tiempo y gracia para convertirse, y para nosotros se cierra el
perdón de Dios porque nos hacemos duros de corazón. Con el
perdón es como que desatamos a las almas de la Justicia de Dios y
pedimos nosotros mismos por ellas, para que también se salven,
porque en definitiva nuestros enemigos no son los hombres, más o
menos buenos, sino que es el demonio nuestro verdadero enemigo.
¡Y a cuántos de nuestros ofensores encontraremos un día en el
Paraíso, gracias a que le perdonamos en la tierra! Y ellos estarán
agradecidos con nosotros por toda la eternidad, felices ellos de
haberse salvado, y felices nosotros de haber sido sus salvadores.
La injuria es un agravio y ultraje de obra o de palabra que nos pueden
o podemos realizar en algún momento de nuestra vida. La injuria
daña profundamente y es muy nociva, de tal forma que provoca o
puede llegar a producir un cierto desequilibrio psicológico en quien
la recibe. Solamente se puede restaurar con la misericordia y el
perdón. El agredido por la injuria puede llevar al agresor a los
37
tribunales pero la medicina que únicamente sana es el perdón. Y los
mismos tribunales, muchas veces, operan con estas claves
fundamentales en el entendimiento humano: la reconciliación y el
perdón. La justicia auténtica va traspasada por el sentido hondo de la
conciliación y la misericordia. Perdonar a quien nos injurie es la
cuarta “obra de misericordia” espiritual que es fruto del Evangelio
bien vivido.
Esta excelente obra de caridad lleva consigo una disposición interior
para que el odio y la venganza no sean los que muevan el corazón
humano si bien no se tiene obligación de renunciar a toda clase de
reparación externa por la ofensa recibida puesto que a veces se
necesita poner remedios para no dejar que la injuria domine sobre el
sentido coherente de la vida de la persona. “Dios no acepta el
sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para
que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser
pacificado con oraciones de paz. La oración más bella para Dios es
nuestra paz, nuestra concordia y nuestra unión” (San Cipriano de
Cartago).
La injuria puede llegar a provocar estados de ánimo contradictorios e
incluso situaciones de violencia incontrolados. No se puede llevar
hacia delante una auténtica relación fraterna si no se purifica el
corazón de las adherencias vengativas por parte de quien ha recibido
la injuria. Sin percatarnos, puesto que es muy sutil, se suele caer en
la venganza justificada a la hora de atacar a quien ha sido el
promotor de la injuria. Si así se procede se cae en la misma falta que
se condena. La injuria es un delito que merece su penalización en
justicia y ha de buscarse cauces para atajar el mal que dicho
desorden produce. Tiene el derecho de legítima defensa quien haya
recibido una injuria y sobre todo cuando está en juego el
desprestigio de un tercero. Cuando la injuria no redunda en perjuicio
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o desprestigio de otra persona más que de quien la ha recibido,
siempre es más perfecto perdonar de corazón y renunciar a exigir la
reparación. Como Adoradoras, hemos de conducir estas afrentas con
espíritu humilde si bien se requiere rechazar el ultraje y dar una
lección de “bien hacer” al que ha injuriado para que rectifique su
proceder e impedir que repita tales cosas en el futuro, según el texto
de los Proverbios: “Responde al necio como merece su necedad,
para que no se crea un sabio” (Prov 26,5). Nunca la injuria debe
acallar a aquellos que son ejemplo para los demás y se ha de
procurar que no domine el mal sobre el bien. Así lo expresan los
santos al afirmar que “aquellos cuya vida ha de servir de ejemplo a
los demás, deben, si les es posible, hacer callar a sus detractores, a
fin de que no dejen de escuchar su predicación los que podrían oírla
y no desprecien la vida virtuosa permaneciendo en sus depravadas
costumbres”(San Gregorio Nacianceno). Las razones esenciales de
una sana convivencia han de ser las que prevalezcan, y a ellas se ha
de mirar como único estilo de vida humana y cristiana.
“Consolar al triste”
La tristeza es el terreno
propicio que utiliza Satanás
para tentar a las almas, ya
que cuando un alma está
triste, es más fácil que caiga
en pecados, y el demonio, que es cobarde, aprovecha este tiempo
para atacar más ferozmente. Por eso ¡qué importante es que
consolemos a los que están tristes! Si los apóstoles no se hubieran
dormido en el Huerto de los Olivos, habrían podido consolar a Jesús
que estaba mortalmente triste, y habrían logrado hacer huir a
39
Satanás. Pero Jesús quiso padecer este sentimiento para salvar y
redimir a los que están tristes, y quiere que nosotras cumplamos con
estos hermanos entristecidos, la gran caridad de alegrar el alma para
alejarlos de la órbita del diablo. Por eso todo lo que hagamos por
vencer la tristeza, será en provecho de nuestra vida de gracia.
No es malo sentir tristeza, especialmente cuando vemos tanto mal en
el mundo y en las personas; lo malo es cuando esa tristeza se
desordena, es decir, cuando nos impide cumplir los deberes de
estado o la misión que tenemos cada uno de nosotros. Si Dios a
veces nos envía momentos tristes, es para que sepamos por
experiencia propia lo que es estar tristes, y así tengamos un corazón
misericordioso y compasivo con los que están abatidos y los
consolemos. Jesús padeció una profunda tristeza en el Huerto de los
Olivos, y allí mismo el demonio le tentó, haciéndole sufrir tanto que
“sudaba gotas de sangre”. Sabiendo estas cosas, ¡qué bueno sería si
nos propusiéramos siempre, consolar a los tristes! Porque con una
palabra de aliento, una broma sencilla, un gesto amistoso y amoroso,
una palmada, un buen consejo, quizás podemos salvar un alma del
pecado, de la muerte, e influir beneficiosamente en muchas otras
almas que se relacionen con ella. En el mundo hay muchos motivos
que nos pueden entristecer, porque el mal abunda tanto, que es difícil
no apenarse por tanta maldad, por tantas personas que sufren
inocentemente. Así que tenemos mucho campo para practicar este
apostolado. Para salir de la tristeza y ayudar a otros a que salgan de
ella, es necesario que pensemos en las cosas eternas y no sólo en
las cosas de la tierra. Efectivamente el pensar en el Cielo que nos
espera, en que la Virgen y Jesús están realmente presentes en
cuerpo y alma a nuestro lado, en que tenemos un ángel de Dios que
nos cuida, y la seguridad de que ganaremos el Cielo y seremos
felices para siempre, eso solo, ya nos abre un panorama de luz y de
40
LAS OBRAS DE MISERICORDIA
alegría en la noche más oscura. Pero hay que tener cuidado porque el
demonio sabe muy bien que el pensamiento del Cielo da mucho
ánimo, alegría y consuelo al alma atribulada, entonces utiliza su
mejor arma, que es tratar de hacernos creer que estamos
condenados, que el Cielo no existe o no es para nosotros, etc., y así
trata de llevarnos al desánimo, a la desesperación, a bajar los brazos
y a no luchar. Así que no oigamos las mentiras del maligno y
pensemos en el Cielo, que fue creado para nosotros, y que, Dios
mediante, lo alcanzaremos con Su ayuda.
Podemos rezar y animar a los demás diciéndoles: “No te desanimes
amiga, que en el momento más inesperado aparecerá la luz que te
guiará por el camino nuevamente. Jamás pierdas la fe.” y “Siempre
confía en Dios y ten presente que no existe Ser en el planeta que te
pueda comprender mejor. Él te ama y no te dejará sufrir. Solo ten fe y
deja a Dios entrar en tu corazón, que el curará tus heridas. ”Sagrado
Corazón de Jesús, en Vos confío”
Sufrir con paciencia los defectos de los demás es un camino seguro
hacia la paz. Este modo de proceder es el de aquellos que apuestan
por la santidad. Tenemos ejemplos de muchos que han sido viva
expresión de este estilo de vida. Pensemos en Santa Teresita del
Niño Jesús, que tuvo que soportar durante varios años las
impertinencias y defectos de una compañera. La respuesta siempre
era la misma: amar y perdonar.
41
Muchos mártires, incluso modernos, mueren perdonando al verdugo.
Pero el ejemplo por excelencia es Jesucristo, que supo disculpar a
todos los que le condenaban: “Perdónales, Padre, porque no saben
lo que hacen”. En la sociedad actual, no se entiende este modo de
proceder, parece más lógico machacar a los demás y utilizar el
mismo método que la ley del talión: “ojo por ojo y diente por diente”,
Sin embargo, quien sufre con paciencia los defectos del prójimo no
es un masoquista como, a veces se ha dicho, sino que pone cara a la
verdad y la defiende con toda su alma, no se asocia con la mentira ni
justifica el pecado, no se cree mejor que los demás, y oye
interiormente el mismo desafío que el Señor hace a aquellos que
condenan y no perdonan: “Quien esté exento de pecado que tire la
primera piedra”.
Es más fácil ver la mota
en el ojo ajeno que la viga
en el propio. Es la
reacción del egoísmo
elevado al
perfeccionismo. Los
santos lo han intuido al
decir que “es mejor un
pecador humilde que un
santurrón soberbio” (San
Agustín). La paciencia
que soporta y sufre los
defectos de los demás es fruto de la presencia del Espíritu de Dios en
el alma.
La auténtica caridad es sobrellevar y disculpar los defectos de los
demás. Si este modo de proceder falla, se cae en la grave
42
depreciación de la dignidad humana, el ser humano que molesta se
convierte en un enemigo irrecuperable.
Los discípulos de Jesús tenían un gran problema y era que no sabían
las veces que debían perdonar, a lo que les respondió el Maestro que
siempre se debe disculpar y perdonar. No hay un número cerrado
sino que existe un número infinito de veces que uno debe perdonar.
También advirtió que no era fácil y, cuando les enseñó la oración del
padrenuestro, les dijo que debían rogar mucho al Señor: “Perdona
nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden”. Este es el punto fundamental que nos hace ver si somos o
no buenos cristianos.
A veces sucede a la inversa, y en lugar de sufrir nosotros con
paciencia los defectos ajenos, hacemos sufrir a los demás con
nuestros propios defectos. Tratemos de corregirnos y tengámonos
paciencia también para con nosotros mismos, porque el camino a la
perfección no es de un día para el otro, sino que es gradual, con
caídas y retrocesos. Por eso debemos tener paciencia con los
defectos nuestros y con los de los demás, ya que muchas veces
actúan sin darse cuenta de que nos molestan. El ejemplo lo tenemos
siempre en Jesús, que trataba bien a todos. Dice la Escritura que a
fuerza de paciencia poseeremos nuestras almas. Y Santa Teresa de
Jesús dice también que la paciencia todo lo alcanza. Nosotras
adoradoras, tenemos que armarnos de paciencia, porque también en
el apostolado es necesaria e imprescindible esta virtud.
Conservemos la paz del alma y tengamos una sonrisa con los que
nos fastidian, será un gesto de gran heroísmo, tal vez más que morir
mártires.
El libro de la Imitación de Cristo nos dice: “Lo que uno no puede
corregir en sí mismo o en los otros, debe aguantarlo con paciencia
43
hasta que Dios disponga otra cosa”. Consideremos que quizás será
así para probar nuestra paciencia, sin la cual no deben tenerse en
mucho nuestros méritos. Sin embargo tenemos que pedir mucho a
Dios que se digne ayudarnos para sufrir con paciencia tales
dificultades, y para soportar con mansedumbre estas molestias. "Con
vuestra paciencia salvaréis vuestras almas"
"La tribulación produce paciencia; la paciencia produce virtud firme;
la virtud firme produce esperanza, y la esperanza no falla, porque el
amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que
nos ha sido dado"
“Procura adquirir
paciencia para
soportar los defectos
y debilidades que
puedan tener tus
prójimos, pues tú
también tienes
muchos defectos que
los demás tienen que
soportar. Si tú no
puedes hacerte como
quisieras, ¿Cómo
pretender que los demás sean totalmente según tus gustos?
Quisiéramos que los demás fueran perfectos, pero nosotros no nos
corregimos de nuestros defectos”. "¿Cómo es que ves la mota que
hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en el
tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y después podrás ver
para sacar la mota del ojo de tu hermano" "No tienes excusa, tú quien
quiera que seas, tú que juzgas y condenas a otros, pues juzgando a
44
los demás, a ti mismo te condenas, ya que tú haces las mismas
cosas que condenas en los otros, y te figuras tú que juzgas a los que
cometen tales cosas, pero te dedicas también a cometerlas, que
escaparás del Juicio de Dios?”
Dios ha dispuesto en este mundo que "llevemos los unos las cargas
de los otros", porque todos tenemos defectos, nadie se basta así
mismo. Nadie sabe todo lo que necesita. Por eso debemos todos
sobrellevarnos mutuamente, consolarnos, ayudarnos, instruirnos,
aconsejarnos y sobre todo, amarnos.
La mejor ocasión para saber a qué progreso ha llegado nuestra alma,
es la llegada de la adversidad. Nunca se ve más claro el grado de
virtud que cuando llega la adversidad. Porque las ocasiones no
hacen frágil a la persona, pero sí revelan lo que es. "Tened
consideración con el que es débil. No andéis discutiendo. Tú, ¿por
qué juzgas a tu hermano? Y tú ¿por qué desprecias a tu hermano?
¿No sabes que todos hemos de comparecer ante el tribunal de
Dios?”
Hoy os propongo un ejercicio que a simple vista parece fácil pero que
no lo es… ¿Que os parece si dejamos de juzgarnos los unos a los
otros y nos sobrellevamos con más amor y paciencia?
45
Las OBRAS DE MISERICORDIA
Rogar a Dios por los vivos y los difuntos, es una obra de misericordia
fácil, que cualquiera puede realizar sin ni siquiera salir de su casa, ¡y
es tan necesaria! Todas las gracias nos vienen de Dios a través de la
oración, es un aspecto de la vida del cristiano que solemos
descuidar: la oración de intercesión. Intercesión viene del verbo
"interceder" y quiere decir que pedimos nosotros por los otros.
(Colosenes. 1:3-9; Hechos 8:15). Conviene acostumbrarse a orar
incesantemente por nuestros parientes más cercanos, y no sólo por
los vivos, sino también por los difuntos. Jesús, que era Dios y no
tenía necesidad de orar, quiso orar insistentemente, pasar las noches
y los días en oración. Esto lo sabemos muy bien nosotras,
Adoradoras Presenciales pues intentamos imitar a nuestro Maestro
pasando la noche en oración.
San Alfonso María de Ligorio decía: “El que reza se salva, y el que no
reza se condena”. Así de simple. Leamos qué nos dice Santa
Faustina Kowalska sobre la oración: “A través de la oración el alma
se arma para enfrentar cualquier batalla. En cualquier condición en
que se encuentre un alma,
debe orar. Tiene que rezar
el alma pura y bella, porque
de lo contrario perdería su
belleza; tiene que implorar
el alma que tiende a la
pureza, porque de lo
contrario no la alcanzaría;
46
tiene que suplicar el alma recién convertida, porque de lo contrario
caería nuevamente; tiene que orar el alma pecadora, sumergida en
los pecados, para poder levantarse. Y no hay alma que no tenga el
deber de orar, porque toda gracia fluye por medio de la oración.”
(Diario #146) Pero, además, con la oración no solo nos beneficiamos
nosotras, sino que intercedemos por nuestros seres queridos y por
todos los hombres, incluso los que están en el Purgatorio porque ya
han muerto. Y las almas que están en el purgatorio nos estarán
infinitamente agradecidas por nuestra oración ofrecida por ellas y
nos devolverán una lluvia de gracias y bienes de todas clases. La
Beata Faustina intercedía constantemente por los pecadores, los
moribundos y las almas del purgatorio. Por lo tanto, la oración por
los demás, estén vivos o muertos, es una obra buena y necesaria.
San Pablo recomienda orar por todos, sin distinción, también por
gobernantes y personas de responsabilidad, pues “Él quiere que
todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. (1 Tim 2, 2-
3).
San Juan, Apóstol y evangelista centra su Evangelio y sus cartas en
el tema del Amor. Y termina convenciéndonos de que el Amor de
Dios y el amor a Dios son la misma cosa. En efecto, en la narración
que nos brinda del discurso que Jesús hace a sus Apóstoles durante
la Última Cena, cuando instituyó la Eucaristía la noche anterior a su
muerte, y pide el Señor por todos nosotros, el Evangelista hace un
maravilloso recuento de este tema tan importante: el Amor Caridad.
Las palabras de Jesús en ese conmovedor momento hay que
revisarlas línea a línea. Parece como si constantemente estuviera
repitiendo lo mismo, pero cada línea tiene su matiz y su significado
especial.
“Permanezcan en mi Amor. “Si cumplen mis mandamientos
permanecen en mi Amor, lo mismo que Yo cumplo los mandamientos
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de mi Padre y permanezco en Su Amor” (Jn. 15, 9-10). Amar a Dios y
permanecer en Su Amor es hacer lo que Él nos pide. La palabra
“mandamientos” no se refiere sólo a los que conocemos como los 10
Mandamientos, sino a “todo” lo que Dios desea de nosotras. Es el
caso entre Dios Padre y Dios Hijo: Éste hace lo que el Padre quiere y
es así como permanece amando al Padre. Quiere decir que nosotras
permanecemos amando a Dios si actuamos de la misma manera,
haciendo lo que Dios desea de nosotras. La verdadera felicidad está
en permanecer amando a Dios, cumpliendo los deseos de Dios y no
los propios. Así nuestro gozo será “pleno”. Las alegrías humanas
son pasajeras, efímeras, incompletas, insuficientes, pero, ¡nos
aferramos tanto a ellas! Si nos convenciéramos realmente de estas
palabras de Jesús sobre la verdadera alegría, nuestra felicidad
comenzaría aquí en la tierra y, además, continuaría para siempre en la
eternidad. Por lo tanto, con el corazón lleno de la alegría que supone
sabernos “salvos” por Cristo, recemos intensamente por los vivos y
difuntos que están en el Purgatorio.
“Las obras de misericordia corporales”
En la antigüedad era común observar personas enfermas por los
caminos y en las plazas de los pueblos. Durante la Edad Media, la
caridad de los monjes en medio de guerras y epidemias fue
convirtiendo algunos monasterios en lugares de hospedaje para
gente herida o gravemente enferma. Hoy existen innumerables
hospitales y clínicas para atender de la mejor forma posible a quien
padece algún mal. Sin embargo, a pesar del progreso técnico y los
avances sanitarios, los enfermos siguen existiendo y siguen
sufriendo. Se dice que “el verdadero dolor es el que se sufre sin
amigos”. Es evidente que los enfermos tienen constantes molestias
físicas. Aun así, existe un dolor más profundo y más desgarrador que
el físico. Es el dolor de la soledad y de la indiferencia.
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La Iglesia consciente de esto ha querido manifestar su cercanía a
todas aquellas personas que de alguna u otra manera están
enfermas. Por este motivo ha instituido las llamadas obras de
misericordia corporales. Una de ellas es: visitar a los enfermos. Para
ello los católicos tenemos como modelo al mismo Jesucristo, que a
lo largo de su vida pública mostró una especial predilección hacia
quienes sufren. Ciegos, cojos, paralíticos, leprosos… a todos los
recibe y los cura. Todos contemplan en Él, el rostro amable de un
Dios, que al hacerse hombre, nos comprende mejor y se compadece
de nuestras debilidades físicas y morales.
Cuántas veces experimentamos
un gran alivio en medio de nuestra
enfermedad cuando se acerca
nuestra madre con una sonrisa o
cuando un amigo viene a
visitarnos.
A veces basta una llamada, una
simple palabra para hacer más ligero el peso de nuestro sufrimiento.
Además del acto solidario, a las personas que visitan un enfermo les
mueve algo mucho más profundo: la conciencia de servir a Cristo
que se manifiesta en el rostro turbado, pálido y quizá desesperado de
un enfermo en alguna habitación de un hospital.
Este pequeño gesto de visitar a un enfermo es una gran voz que se
levanta en el mundo de hoy para decirle que no somos indiferentes,
que sí nos importan los demás. El dolor ajeno nos hace más
humanos, más sensibles y nos enseña a valorar el precioso don de la
salud y de la vida que Dios cada día nos regala. Allí donde hay
sufrimiento está Cristo. Y en los enfermos está el Señor,
esperándonos a que vayamos a visitarlo y a consolarlo.
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No temamos contagiarnos, mis queridas amigas, porque Dios nos
protegerá. Y si nos contagiáramos y muriésemos, Dios nos dará el
Cielo como a mártires suyos, mártires de la caridad y del amor hacia
el enfermo. Pidámosle hoy a María, Salud de los enfermos, nos
acompañe a vencer el mal con el bien y que sepamos practicar esta
gran misericordia de Dios.
Adoradora en el silencio de la noche, cuando las palabras resuenan
con más fuerza, porque está uno ante la misma Palabra hecha carne,
hecha pan. Recordamos lo que escribió San Juan de la Cruz: “Una
palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y esta habla siempre en
eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma”.
Quien ejerce el amor al prójimo desde el amor a Dios recibe gracias,
pues con las obras de misericordia, está haciendo la Voluntad de
Dios. “Den y se les dará” (Lc. 6, 38).
Decíamos que una manera de ir borrando la pena purificante que
merecen nuestros pecados ya perdonados (Purgatorio) es mediante
obras buenas. Obras buenas son, por supuesto, las Obras de
Misericordia. “Bienaventurados los misericordiosos, pues ellos
alcanzarán misericordia” (Mt.5, 7), es una de las Bienaventuranzas.
Además nos van ayudando a avanzar en el camino al Cielo. Es como
si ahorráramos para el Cielo. “No se hagan tesoros en la tierra”, dice
el Señor, “Acumulen tesoros en el Cielo” (Mt. 6, 19 y 20). Al seguir
esta máxima del Señor cambiamos los bienes temporales por los
eternos, que son los que valen de verdad. Por bondad de Dios tengo
comida, vestido, casa, si además mi corazón es agradecido, si me
dejo guiar por la gracia de Dios, sabré compartir lo que he recibido,
tendré la generosidad suficiente para dar de comer al hambriento.
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Con este gesto sencillo, solidario, justo, lo importante no es lo que yo
hago, lo importante es que el otro reciba ayuda. Porque su mirada
pide algo de comer, porque su corazón espera una mano amiga,
porque su cuerpo está débil y enfermizo.
Es importante recordar,
cuando podemos
ofrecer comida al
hambriento, quien es el
protagonista, quizá
pensamos que somos
nosotros los que
hacemos, los que
damos, o incluso los
que nos sacrificamos.
Pero nuestro gesto empieza a ser realmente bello cuando el otro
ocupa el lugar más importante de nuestros pensamientos y de
nuestro gesto amigo. Sabemos, además, que en cada hambriento
está presente el mismo Cristo (cf. Mt 25,35-40). Por eso siempre que
sea posible, hemos de tener la mente y la mano disponibles para que
los hambrientos, cercanos (en la parroquia o en un centro de Caritas)
o lejanos, reciban eso que yo recibí no para mi uso egoísta, sino para
repartirlo generosamente.
Leemos al profeta Isaías: “Cuando destierres de ti la opresión, el
gesto amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el
hambriento y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las
tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía” (Is 58,9-10). Sí: la luz
resplandece cuando damos de comer al hambriento, cuando vemos
su necesidad y le ofrecemos eso que tanto desea. Así penetra, de
modo concreto y visible, el amor en nuestra Tierra, nuestro planeta, y
51
Dios, desde el cielo, sonríe junto al hambriento que recibe no sólo un
poco de pan, sino un gesto sincero de cariño por nuestra parte.
Los bienes que poseemos, también nos vienen de Dios, y debemos
responder a Dios por éstos y por el uso que le hayamos dado. Dios
nos exigirá de acuerdo a lo que nos ha dado: (Parábola de los
Talentos Mt. 25,14-30). Por cierto, ésta Parábola no es por casualidad,
que viene contada en el Evangelio de San Mateo, justamente antes de
la escena del Juicio Final, donde habla de las Obras de Misericordia,
¿hemos caído en la cuenta de ello?
“A quien mucho se le da, mucho se le exigirá (Lc. 12, 48). Esta
exigencia se refiere tanto a lo espiritual, como a lo material. Podemos
dar de lo que nos sobra, sí, pero debemos dar de lo que no nos
sobra. Por supuesto, el Señor ve lo último con mejores ojos.
Recordemos a la viuda pobre que dio para el Templo las últimas dos
monedas que le quedaban. No es una historia más, es un hecho real
que nos relata el Evangelio. Cuando Jesús vio lo que daban unos y
otros, hizo notar que: “Todos dan a Dios de lo que les sobra, ella, en
cambio, dio todo lo que tenía para vivir” (Lc. 21, 1-4). Esta viuda
recuerda otra historia del Antiguo Testamente sobre la viuda de
Sarepta, en tiempos del Profeta Elías, ella le alimentó con lo último
que le quedaba para comer ella y su hijo, en tiempos de una terrible
hambruna, y ¿qué sucedió? que no se le agotó ni la harina y ni el
aceite con que preparó el pan para el Profeta. (Ver 1 Reyes 17, 7-16).
A veces no sabemos a quién alimentamos: Abraham recibió a tres
hombres que era ¡nada menos! que la Santísima Trinidad (algunos
piensan que eran 3 Ángeles), los cuales le anunciaron el nacimiento
de su hijo Isaac en menos de un año (ver Gn. 19, 1-21), y a pesar, de
la risa de Sara, así fue…
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Este rincón de oración y formación, muestra la belleza de ése
misterio que permite que podamos comunicar bienes espirituales a
los demás miembros del cuerpo de Cristo, a nuestras hermanas
adoradoras, por eso tiene sentido y un valor incalculable, que
recemos intensamente las unas por las otras, y compartir
especialmente los frutos del “pan de Cristo”,a fin de que nos
ayudemos a practicar a fondo, éstas obras de Misericordia.
Una vez más, gracias por rezar por mí. No sabéis cuanto lo necesito.
Sobre, dar de beber al sediento la mejor historia del Evangelio es la
de la Samaritana a quien el Señor le pide de beber. (Ver Jn. 4, 1-45) Le
dice la mujer samaritana a
Jesús: "¿Cómo tú, siendo
judío, me pides de beber a mí,
que soy una mujer
samaritana?" (Porque los
judíos no se tratan con los
samaritanos). Jesús le
respondió: "Si conocieras el
don de Dios, y quién es el que
te dice: dame de beber, tú le
habrías pedido a él y él te
habría dado agua de vida"…
Jesús y la mujer samaritana
nos dan una bella lección de
lo que Él tiene para nosotros, que es que Jesús puede hacer de
cualquier pecador una persona nueva, toda vez que estemos
dispuestos a hacer lo que Él nos pide.
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¿Por qué Jesús pide agua a una mujer pecadora? ¿Y qué andaba
haciendo Jesús en esta parte de Samaria? Este episodio estaba
incluido en el ministerio de Jesús para enseñar una gran lección a
toda la humanidad. Esta historia tiene una profunda enseñanza.
Podemos ver como caminaba Jesús que cansado del camino, se
sentó junto al pozo. Era como la hora sexta ¿Cuál era su propósito
de pedir agua? El calor de mediodía había secado sus labios. Aunque
la idea de Jesús va más allá del hecho de que le den agua para
calmar su sed. El desea enseñar una lección a ésta mujer, como lo
hace cada día a cada uno de nosotros, “Porque el Hijo del Hombre
vino a buscar y a salvar lo que se había perdido”. (Lucas 19:10)
Es decir, dar una lección a toda humanidad, de que cuando él nos
pide algo, no es porque él lo necesite, es porque él simplemente nos
quiere dar el regalo más grande, que es la salvación. Convirtió a esta
mujer demostrándole su ignorancia y pecaminosidad y su necesidad
de salvarse. Pero, sigamos con la escena: “Jesús le dijo: Si
conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber;
tú le pedirías, y él te daría agua viva”. Si conocieses el don… que
significa: “En mí sólo ves a un hombre que te pide; pero si tú
supieses quién es este suplicante, y el Don que Dios está dando a los
hombres, tú habrías cambiado cualquier cosa por pedirle a Él el agua
viva; y no habrías pedido en vano…”
¿Sabía la mujer quien le estaba pidiendo agua? No, nunca se lo
hubiera podido imaginar, como nos pasa a nosotros muchas veces
en la vida cuando tenemos un encuentro con Él. ¿Quién le tendría
que pedir a quién? Nosotros somos los que le tendríamos que pedir a
Él. ¿Por qué? Porque Él es el Salvador, el dueño de todo, el
Todopoderoso, y solo Él tiene en sus manos el poder de darnos todo,
hasta la vida eterna. ¿Qué es lo que está ofreciendo nuestro Señor?
54
Agua viva. Se está ofreciendo Él mismo a nosotros. ¿Qué es el agua
viva? Son las gracias del Espíritu y sus consolaciones que satisfacen
el alma sedienta, que conoce su propia naturaleza y necesidad. Es el
agua de vida eterna. La salvación…
“Jesús le dijo: Cualquiera que bebiera de esta agua, volverá a tener
sed, más el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed
jamás; sino que se hará en él una fuente de agua que salte hasta la
vida eterna. La mujer le dijo: Señor, dame esa agua, para que no
tenga yo sed, ni venga aquí a sacarla”.
Lo que Jesús dijo figuradamente, ella lo entendió literalmente. Cristo
señala que el agua del pozo de Jacob daba una satisfacción de breve
duración. No importa cuáles sean las aguas de consolación que
bebamos, volveremos a tener sed.
Pero a quien participa del Espíritu de gracia, y del consuelo del
evangelio, nunca le faltará lo que dará abundante satisfacción a su
alma. Pues el “agua” que Cristo da, la vida espiritual, mana de las
mismas profundidades de nuestro ser, haciendo del alma no un
aljibe, que contenga el agua vertida en él desde fuera, sino una fuente
que salta, brota, burbujea y fluye desde dentro de nosotros, siempre
fresca, siempre viva.
La presencia del Espíritu Santo dentro de nuestra alma, como el
Espíritu de Cristo, es el secreto de esta vida con sus energías
constantes y satisfacciones, como se dice expresamente: “Para que
nunca más tenga sed”, entonces, quiere decir sencillamente que
tales almas tienen las provisiones en sí mismas, elevando los
pensamientos al cielo, desde la frescura y vitalidad eternas de esta
agua, hasta el gran océano en el cual tienen su gran confluencia.
55
Por lo tanto, solo Jesús tiene el agua de vida eterna, solo Jesús es la
solución a la sed del hombre. El agua que Él nos da, es pura vida
eterna, cuando nosotros bebemos de esa agua (significa que
bebemos de Él) tendremos la vida eterna.
Jesús dice que no quedará sin recompensa quien dé un vaso de agua
fresca a uno de sus hermanos. ¿Y qué decir entonces de quien dé un
vaso de agua a quien está sediento, a quien como el mismo Cristo en
la cruz, tiene una sed abrasadora? Qué precioso sería si fuésemos
capaces de dar de beber a nuestras hermanas Adoradoras, de ésta
agua viva de la cual hoy nos habla Jesús… Sería como darle el agua
al mismo Cristo, porque lo que se hace al prójimo, se hace a Jesús,
ya que Jesús está presente en los hermanos, especialmente, en los
más necesitados y alejados de Él. Llevémosle pues almas al pozo, a
Jesús, para que Él sacie su sed… Él nos lo recompensará…
Dar posada al peregrino. Todos somos peregrinos en este mundo, y
vamos golpeando en las puertas de los santos y de los ángeles para
que nos vayan dando ayuda y alojamiento mientras vamos de camino
por la vida. Pues así como nos gusta que ellos nos abran y nos den
todo lo necesario para seguir en la senda de la vida, así también
debemos saber abrir nuestra casa al hombre cansado y que nos pide
un lugar para dormir o reposar y retomar fuerzas. Como dice el
Apóstol: “Muchos, sin saberlo, han dado alojamiento a ángeles”.
El posadero de Belén no quiso dar posada a la Sagrada Familia y se
quedó en la oscuridad, se cerró al prójimo y se cerró a Dios. ¡Qué
diferente habría sido para él si les hubiera conseguido un lugar a
José y a María!
El hombre en su vida experimenta el ser huésped en este mundo, y al
mismo tiempo, el ser extranjero en esta Tierra. Esta doble perspectiva
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le ayuda a vivir con actitud de peregrino y a practicar la virtud de la
hospitalidad.
La Iglesia, de cara a esta realidad, nos invita a “dar posada a los
peregrinos”. Ésta es una obra de misericordia corporal por la cual la
caridad se manifiesta concretamente en hospitalidad. El cristiano,
como peregrino físico y espiritual, está llamado a vivir una
hospitalidad física y espiritual. La peregrinación física siempre ha
existido. Desde los inicios del cristianismo ha brotado un deseo de
visitar aquellos lugares donde vivió Cristo. Sin embargo, el motivo
más profundo de estos viajes era el imitar al Señor, quien fue
peregrino desde su infancia y durante su apostolado, pues iba de
ciudad en ciudad predicando el Evangelio hospedándose con
personas generosas.
El Evangelio de san Lucas,
considerado el “Evangelio de la
misericordia”, narra diversos
episodios con personas que
recibieron al Jesús peregrino.
Así, vemos el encuentro con
Zaqueo: Baja pronto; porque
conviene que hoy me quede yo
en tu casa. Este se apresuró a
bajar y le recibió con alegría. Al
verlo, todos murmuraban “Ha ido
a hospedarse a casa de un
hombre pecador” (cf. Lc 19-5-7).
También contemplamos el
episodio con Marta y María, hermanas de su amigo Lázaro. “Yendo
ellos de camino, entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le
57
recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que,
sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra” (Lc 10, 38-39).
Cristo nos enseñó a ser peregrinos y, al mismo tiempo, nos invita a
ser acogedores. Ciertamente en muchas ocasiones no nos será
posible peregrinar u hospedar a alguien físicamente. Por ello hay una
dimensión espiritual de estas dos realidades. San Agustín decía:
“nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que
descanse en ti”.
La vida terrena es una peregrinación espiritual hacia la patria eterna
porque “nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos
como Salvador al Señor Jesucristo” (Flp, 3,20). Para acertar en
nuestras acciones cotidianas, siempre nos ayuda recordar esta
realidad: estoy de paso por este mundo.
A quienes viven con esta actitud de peregrinación espiritual, Cristo
les dice “en la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, se los
habría dicho; porque voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y
les haya preparado un lugar, volveré y les tomaré conmigo, para que
donde esté yo estéis también vosotros” (Jn 14, 2-3). Por ello, (Fijaos
que alegría) el Señor será nuestro gran anfitrión en la eternidad.
El Papa Benedicto XVI nos invita a hospedar a Cristo en nuestro
corazón y a una nueva peregrinación espiritual al hablar de la
Eucaristía. “Queridos amigos, esta no es una historia lejana, de hace
mucho tiempo. Es una presencia. Aquí, en la Hostia consagrada, Él
está ante nosotros y entre nosotros y nos invita a la peregrinación
interior que se llama adoración” (Homilía del 20 agosto de 2005). De
esta manera, recibir a Cristo en la Comunión y participar en la
adoración Eucarística se nos presentan como dos realidades
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concretas para poder vivir esta peregrinación y hospitalidad
espiritual.
Al reflexionar sobre la profundidad del “dar posada al peregrino”, nos
queda aún otra dimensión, es decir, contemplar la riqueza de Cristo:
rico en humillaciones, en desprecios, en incomprensiones, en
penalidades, en soledades, es decir en cruces… nosotras con este
bagaje, podemos y debemos acoger a nuestras hermanas siguiendo
únicamente el ejemplo de Cristo, quien nos exhortó a vivir las obras
de misericordia con nuestros hermanos: ¡Vete y haz tú lo mismo!
Vestir al desnudo. Dios fue el primero que realizó esta obra de
misericordia, pues lo hizo cuando vistió con túnicas a Adán y Eva,
después de que cometiesen el pecado original. Imitemos entonces a
Dios, y vistamos a los pobres hombres que están desnudos, como lo
hizo nuestro querido y cercano San Martín de Tours, aquel soldado
que servía al ejército romano allá por el siglo IV, cuando repartió su
capa con el pordiosero que estaba congelándose y tiritando de frío
en ese invierno duro en Amiens. En la noche siguiente, Cristo se le
apareció vestido con la media capa para agradecerle su gesto. Lo que
hagamos a uno de nuestros hermanos, se lo hacemos a Él.
Siempre podemos tener a mano alguna ropa que ya no usamos y que
está en buenas condiciones, y que podemos dársela a un pobre que
no tiene vestido. Entonces el cuerpo de ese pobre, la carne de aquel
cuerpo hablará a Dios de nosotros, de nuestra caridad, y Dios nos
colmará de bendiciones de todo tipo. Si supiéramos todo lo que
recibimos al practicar la misericordia con los hermanos, no
dejaríamos pasar ni un solo momento en que no realicemos alguna
de las catorce obras de misericordia.
59
Ojala fuésemos lo suficientemente valientes y desprendidas, como
para dar algo que usamos y que nos gusta, e incluso que es nuestra
prenda favorita y que guardamos para vestirla en alguna ocasión
especial. Porque aunque a veces parezca como que nos arrancamos
un pedazo de carne al dar esa ropa, la obra ante Dios es de un valor
casi infinito, y de paso practicamos la santa pobreza y el
desprendimiento, que es necesario tener para no estar apegadas a
esta tierra y a las cosas materiales.
Sin embargo, hay otro tipo de vestiduras, mejores que la capa de San
Martín, que sí debemos cuidar: la vestidura del honor, del respeto
hacia los demás, de la protección de los menores, de la caridad hacia
nuestro hermano. "Siempre tendremos que cubrir la desnudez del
prójimo con el manto de la caridad" Quizá no lo pensamos, pero
tenemos éste otro problema relacionado con esta obra de
misericordia, mucho más grave, que no vestir al desnudo, se trata de
“desnudar al vestido”, tema de justicia para con los demás, y atentos,
son millones a los que tal vez estemos desnudando de su fama y de
su reputación diariamente.
“Si, pues, ha de ir al fuego
eterno aquel a quien le diga:
estuve desnudo y no me
vestiste, ¿qué lugar tendrá en el
fuego eterno aquel a quien le
diga: estaba vestido y tú me
desnudaste?” (San Agustín).
Como manos de Dios en la
tierra, podemos ayudar a vestir
y aliviar al necesitado.
60
Seamos caritativas, sí, pero recordemos siempre que al dar, lo más
importante es mantener el sentido de dignidad de la persona; nadie
debería sentirse nunca como “un objeto de caridad”. Si supiéramos
todo lo que recibimos al practicar la misericordia con los hermanos,
no dejaríamos pasar ni un solo instante en que no realizásemos
alguna de las catorce obras de misericordia.
Pensemos hoy en la Pasión de Jesús: poco falta para que le quiten
Sus vestiduras, para que Su cuerpo quede desnudo y Su piel roce la
áspera madera de la Cruz. Poco resta para que un sayón imponga el
poder de la fuerza, y para que el Sanedrín haga lo propio con la
palabrería. Pero frente al poder civil o religioso, lejos de amilanarse,
Jesús sacará pecho y extenderá sus brazos. Aquí está el Cristo,
nuestro Amado, cuyo poder trasciende el de este mundo y al que
queremos seguir diariamente.
Que nuestra Madre, Reina de la Misericordia nos recuerde siempre no
sólo “vestir al desnudo” sino, “no desnudar al vestido”.
Redimir al cautivo. ‘Id, salid de en medio de nosotros, vosotros y los
hijos de Israel, e id a sacrificar a Yahvé como habéis dicho. Llevad
vuestras ovejas y vuestros bueyes, como habéis pedido; id y
dejadnos’. (Ex. 12, 31-32).
Con estas palabras del Faraón a Moisés y Aarón finalizaban unos
siglos de esclavitud de Israel en Egipto. Yahvé estaba con su pueblo.
Pasó a transformar su esclavitud en una libertad propia de un pueblo
que nacía como depositario de unos planes divinos para acoger unos
siglos después al Salvador que nos devolvería la amistad con Dios e
iría enseñando a lo largo de tres intensos años la nueva forma de
relacionarnos con Quien nos quiere libres.
61
Pero Israel, aunque
mimado por Yahvé, era de
dura cerviz y aún tuvo que
conocer nuevos destierros
(Babilonia, por ejemplo).
Yahvé seguía estando con
su pueblo. Más tarde, el
cautiverio lo conocieron
inmediatamente los
Apóstoles y los cristianos
precisamente por serlo. El
Sanedrín no podía
consentir la expansión de la doctrina del “Ajusticiado” y los
encarceló, si bien no les faltó la ayuda directa de Dios: “El sumo
sacerdote y todos los suyos, de la secta de los saduceos, echaron
mano a los apóstoles y los metieron en la cárcel pública.
Pero el ángel del Señor les abrió de noche las puertas de la prisión”.
(Hch. 4, 17-24). Pedro también pasó por ahí, pero su gran amigo,
Jesús, no lo dejó solo: “Pedro era custodiado en la cárcel; pero la
Iglesia oraba insistentemente por él…Un ángel del Señor se presentó
en el calabozo y golpeando a Pedro en el costado, le despertó,
diciendo: Levántate pronto; y se cayeron las cadenas de sus manos”.
(Hch.12, 1-17). En esta cita se puede ver todo el pasaje.
Otros cautiverios conocidos fueron el de Juan Bautista (Lc. 3, 18-19)
y la de Pablo y Silas (Hech. 16, 16-34). Pero Dios, estaba con su
Nuevo Pueblo, la Iglesia.
La altiva Roma tampoco se anduvo con tonterías, como nos dice la
Historia, a poco que la sigamos: Nerón, Marco Aurelio,
Decio,…siendo la peor la de Diocleciano. No fue solamente prisión.
62
Los Mártires son testigos de ello. El Coliseo romano, también. Dios
se hizo presente para dar la fuerza de su Espíritu a aquellos nuevos
héroes surgidos del testimonio de su fe en el Salvador y en su
Mensaje.
La esclavitud es tan antigua como la misma Humanidad. El ansia de
algunas personas de dominar sobre otras hasta el extremo de
humillarlas y someterlas a su voluntad se ha hecho patente a lo largo
de toda la Historia. Y ante eso la Iglesia siempre ha dado una
respuesta. En la Edad Media había frecuentes guerras cuyos
prisioneros pasaban a ser esclavos.
Surge dentro de la Iglesia la Orden Trinitaria fundada por el francés
San Juan de Mata junto con San Félix de Valois. Pocos años después
surge la Orden de la Merced fundada por San Pedro Nolasco con el
objetivo de redimir cautivos en poder de los musulmanes. Ambas
hicieron un trabajo ímprobo, que en no pocas ocasiones costó la vida
a sus miembros, como en el caso de san Serapio que fue hecho
prisionero, lo torturaron y luego fue asesinado.
A través de estas Órdenes y de otras Instituciones, Dios seguía
estando presente. Y a medida que los años y siglos transcurrían
aparecían distintas formas de cautiverios. Y llegamos al siglo XXI.
¡Oiga! ¡Pero ahora ya no es como antes! ¿Esclavitud y cautiverio
hoy?... Pues sí. Es lamentable decirlo, pero sí. Hoy existen otras
formas nuevas de cautiverio porque, desgraciadamente, hay mucho
que decir y muchas personas a las que redimir.
Existen Gobiernos que favorecen el sexo indiscriminado y promulgan
leyes que inducen al aborto en muchachas con 16 años sin que
tengan que contárselo a sus padres, aun siendo menores de edad. Y
en cualquier mujer, tenga la edad que tenga. No importa la edad del
63
feto. Pero tampoco les informan de las consecuencias psicológicas
para su vida posterior. Frente a eso, surgen nuevas Asociaciones que
luchan por la liberación de esas mujeres y de esos niños que
potencialmente no nacerán. Y Dios continúa actuando a través de
ellas y de otras personas o Instituciones…
Quizá algunos de los que hoy están en la cárcel son inocentes, o al
menos no son más culpables que muchos otros hombres que están
sueltos y que nos los topamos por la calle.
Por eso debemos tener misericordia con los encarcelados, ya que
ellos están pagando lo que deben a la justicia, y tienen necesidad de
sentirse queridos y perdonados por Dios, porque, quien sabe si
muchos de ellos han perdido la esperanza.
Pensemos qué nos gustaría que hicieran con nosotros si fuéramos
nosotros los que estuviéramos presos, y actuemos de la misma
manera que quisiéramos ser tratados, porque muchas veces
estrechamos la mano de quien es más ladrón y homicida que uno
que está en la cárcel. Si tenemos algún conocido o amigo preso, no
dejemos de ir a visitarlo para confortarlo y darle ánimos y esperanza,
y recordarle que Dios lo ama y que le da tiempo para enmendarse,
recapacitar, convertirse y santificarse. Recordemos que no sabemos
las vueltas que dan la vida y el destino, y tal vez nosotros, por error o
merecidamente, algún día también caigamos entre rejas.
Seamos misericordiosos con los que están privados de la libertad,
porque veremos muchos santos en el Cielo, que en la tierra
estuvieron presos en cárceles. Recordemos el caso del Buen Ladrón
y sepamos que cualquiera que tenga buena voluntad puede salvarse.
64
Enterrar a los muertos. Y llegamos a la última obra de Misericordia
aunque veremos y
“desmenuzaremos” alguna
más…
Podemos afirmar que las
obras de misericordia son las
«buenas obras» (Mt 5,16) por
excelencia, pues están
dirigidas hacia el prójimo y a
manifestar la gloria de Dios.
Enterrar a los muertos es una
obra de misericordia corporal
que posee una fuerte
dimensión espiritual porque
implica, necesariamente, el acto de rezar por los difuntos.
Desde esta perspectiva, nos sentimos interpelados a reflexionar,
además, sobre la muerte y sobre el sentido de la vida (cf. Benedicto
XVI, Spe Salvi, n. 6).
La Iglesia nos ofrece la oportunidad de enterrar a los muertos en un
Cementerio, Campo Santo, o Iglesia, etc…. De esta forma, es tierra
bendecida y consagrada a Dios, es un lugar apto para orar por
aquellas personas que nos han precedido en el encuentro definitivo
con el Señor.
La Beata Ana Catalina Emmerick decía, hablando de sus visiones,
que muchas almas difuntas se sentían aliviadas al ver gente orante
en los cementerios porque Dios les permitía beneficiarse de esas
65
oraciones. Por lo tanto, enterrar a los muertos y orar por ellos es,
siempre, un acto de inmensa caridad.
Para los cristianos, la obra de sepultar a los difuntos es un evento
que manifiesta con lucidez el sentido profundo de la muerte. Cristo
se enfrenta con la “vieja enemiga” del género humano y triunfa sobre
ella. La muerte retrocede ante Aquél que es «la resurrección y la
vida» (Jn 11,25). A partir del gran acontecimiento de la Resurrección
la relación entre los hombres y la muerte cambió. Quien cree en
Cristo no tiene que temer a la muerte porque aunque muera vivirá.
Esa es la ganancia que nos ofrece la fe.
En conclusión, la obra de enterrar a los muertos nos hace pensar con
firmeza, a los cristianos, que poseemos un futuro. Nuestra vida, en su
conjunto, no se acaba en el vacío y en la nada. Como dice el Papa
Benedicto XVI: “sólo cuando el futuro es cierto como realidad
positiva” El cuerpo humano es sagrado, porque es templo del
Espíritu Santo, y aunque la persona no esté en gracia de Dios, igual
tiene un alma que fue creada por Dios y es como una partecita de
Dios, por eso hay que tener respeto por el cuerpo de los difuntos y
darle cristiana sepultura, porque ha sido habitado por un alma. San
Pablo lo dice claramente: Somos templos del Espíritu Santo.
Recordemos que en el Antiguo Testamento, el padre de Tobías, tenía
la piadosa costumbre de enterrar a los muertos, y Dios aceptó estas
obras de misericordia y lo bendijo con la compañía del Arcángel
Rafael.
Las obras de misericordia, es, como cuando se arroja una piedra al
agua, que hace círculos concéntricos que llegan muy lejos. Así es
también una buena obra, tiene influencias muy grandes en las almas
y es origen de mucho bien para todos. Solo en el Cielo conoceremos
66
hasta dónde llegó la influencia de una obra de misericordia que
hayamos hecho.
La vida es un instante que pasa y no vuelve. Comienza con un fresco
amanecer; y como un atardecer sereno se nos va. Adoradoras, no
perdamos el tiempo y dediquémonos a amar, servir y adorar a
Nuestro Señor constantemente.
Hemos repasado las obras de Misericordia, y os prometí que
“desmenuzaríamos” alguna más, ya sabéis que los santos se
enamoraron de la cruz de Cristo, desde donde recibieron todas las
lecciones para el camino hacia la perfección, pues bien, os copio lo
que leía hace unos días: “Sabemos que en todas las cosas interviene
Dios para bien de los que le aman... a los que de antemano conoció,
también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que
fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que
predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos
también los justificó; a los que justificó, a ésos también los
glorificó”… “Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida,
son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la
caridad”. Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como
vuestro Padre celestial es perfecto”…
“Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus
fuerzas, según la medida del don de Cristo, para entregarse
totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán
siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen,
67
y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera,
la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo
muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos”.
(Catecismo de la Iglesia Católica nº 2013)
Es verdad, amigas mías, el progreso espiritual tiende a la unión cada
vez más íntima con el Señor, nuestro Amado. Esta unión se llama
“mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los
sacramentos –“los santos misterios”- y, en El, del misterio de la
Santísima Trinidad. Dios nos llama a todas nosotras, muy
especialmente por ser sus adoradoras, a esta unión personal con El,
aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta
vida mística sean concedidos solamente a algunas personas, para
manifestar así el don
gratuito hecho a
todos.
Sigo leyendo: “El
camino de la
perfección pasa por la
cruz. No hay santidad
sin renuncia y sin
combate espiritual. El
progreso espiritual
implica la ascesis y la
mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo
de las bienaventuranzas: El que asciende no cesa nunca de ir de
comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás
el que asciende deja de desear lo que ya conoce”. “Los hijos de la
Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia
final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas
realizadas con su gracia en comunión con Jesús. Siguiendo la misma
68
norma de vida, los creyentes comparten la “bienaventurada
esperanza” de aquellos a los que la misericordia divina congrega en
la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que baja del cielo, de junto a
Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo”… Y
como de “camino hacia la santidad” se trata, os propongo una frase
de San Juan de la Cruz que dice: “Mejor es vencer la lengua que
ayunar a pan y agua” u otra de Santa Teresa: “Mejor el silencio que
muchas mortificaciones”…
Del silencio hablaremos otro día. ¿Os parece? Amigas: en el fondo,
“el ayuno que Dios quiere no es tanto el del cuerpo, sino el del
espíritu; el ayuno que Dios prefiere es el que favorece la caridad y la
misericordia”
Hoy, si os parece, vamos a intentar “desmenuzar” la virtud de la
humildad. Sus fundamentos son la verdad y la justicia. La gloria de
todo lo bueno que tiene el hombre, pertenece a Dios. Así dice San
Bernardo: "Con un conocimiento verdadero de sí mismo, el hombre
se desprecia".
Pero la humildad no viene a negar cualidades verdaderas, sino a
hacer fructificar los talentos que Dios nos ha dado (Mt 25, 14). Así
como la fe es el fundamento positivo de la vida cristiana porque
establece el contacto inicial con Dios, la humildad remueve los
impedimentos de la vida divina en el hombre, que son la soberbia y la
vanagloria que obstaculizan la gracia. (Santo Tomás, 2-2 161, 5).
69
Por eso es el fundamento del edificio, "todo este edificio va
fundamentado en humildad" nos dirá Santa Teresa de Jesús.
(Moradas Séptimas 4, 9).
Excelente manera de
practicar la humildad se
nos ofrece, al tener que
recibir la corrección.
Deberíamos estar siempre
abiertas a la corrección
fraterna. Que nos puedan
decir nuestras faltas sin
que nos enfademos ni nos
defendamos y sin que tratemos de justificarnos. Agradeciendo la
corrección como una valiosa colaboración que nos prestan para
mejorar. “Quien bien te quiere, te hará llorar”.
Sin embargo, buscamos fácilmente la compañía de los que nos
adulan con su palabra o con su silencio, en el que queremos
interpretar su afecto, su “darnos la razón” y su “dejarnos hacer lo
que nosotros queremos”. Es bueno que nos juntemos con quienes
nos puedan enseñar. Será perjudicial que no queramos más que
enseñar nosotras, porque nos cerraríamos y pronto nos quedaríamos
pobres, al no ensanchar más el horizonte de nuestra alma.
Aceptar nuestra limitación no nos humilla sino que nos ennoblece.
Pocas veces se está dispuesto a querer aparecer como ignorante en
una materia y es propio de almas inmaduras querer dar la impresión
de que lo sabemos todo, y con ello, la sencillez: «Llaneza, muchacho,
que toda afectación es mala», dice don Quijote a Sancho. Sencillez en
el hablar, sencillez en el escribir, naturalidad en el trato, como en
familia, como entre hermanos educados y amantes.
70
Pero la humildad va más allá de las palabras. No consiste en hacer
profesión de nuestra inutilidad, quedándose por dentro la conciencia
engañada por un deseo de no vernos tal y como realmente somos.
Humildad ante Dios es un reconocimiento de la realidad de nuestro
ser, de nuestra vida y de nuestros actos. Pero, ¿verdad que le cuesta
a la naturaleza aceptarse tal cual es, ansiosa, como está, de ser más
de lo que se es?
Para ello y precisamente para ello, hay que empezar partiendo de ese
ser y de ese carácter y de esa condición. Todo lo que no sea
descender hasta ese bajo fondo del alma, será poner parches y no
llegar nunca a la eficacia de la evolución del carácter. Pero para las
personas orgullosas, es extremadamente difícil la corrección. Razón
de más para que acepten la humillación.
Quizá tenemos un carácter altivo, genio fuerte, temperamento
violento, y fallamos, caemos, nos damos cuenta entonces, según
nuestra conciencia más o menos afinada, según el talento que Dios
nos dio, del pecado o falta cometida, y con exigencia de matizar y
delicadeza espiritual, lo queremos arreglar… Nos lo pide nuestra
conciencia y no vivimos en paz, ni podemos llevar presencia de Dios
en nuestro corazón, ni podemos hacer verdadera oración, y
deseamos reparar, es decir, deshacer el entuerto, pero con el mínimo
esfuerzo…Pondremos una sonrisa, diremos una palabra suave, algo
que pueda poner vaselina al chirriante arranque de genio... En el
fondo, no nos vale, porque dejaría el mismo mal, pero encubierto.
Podría servir para una política de convivencia fría y aparentemente
pacífica. Pero no sirve para la virtud… Para la virtud, para adquirir la
verdadera humildad, es necesaria una reparación clara, una
confesión sincera, un reconocimiento personal de ése carácter:
“Mira, perdona, yo soy la primera en lamentarlo, y no quiero ser así,
pero ni siquiera puedo conmigo misma, has de ayudarme”...
71
Un reconocimiento sencillo y humilde glorifica más a Dios y
restablece la armonía social, y la eleva a mayor altura que la que tenía
antes del destemplado arranque de genio. A eso deberíamos
nosotras llegar, que digo, hay que llegar. No debemos creernos
mejores de lo que somos. Ni debemos tener miedo de reconocer
nuestra limitación. A veces es simplemente eso lo que nos hace falta.
Ganaremos más puntos, y nos haremos más amables a Dios y a
nuestras hermanas.
Algún apunte más sobre la virtud de la humildad, por ser el
fundamento de todas las virtudes, y porque sin ella no puede darse
verdadera vida cristiana. Ha de ser deseada por todo discípulo de
Cristo que quiera imitar las virtudes de su Maestro y dar al mundo un
testimonio de vida convincente.
Para conseguir esta virtud, tan rara en el mundo, donde abunda la
soberbia de la vida, es indispensable que se reflexione a menudo en
lo que somos en el orden natural y en el sobrenatural. En aquél,
miseria, ceniza, nada. En éste, pecadores e inclinados al mal y
merecedores del eterno castigo. Frecuentemente nos manda la
Iglesia recitar: «Humillémonos ante el Señor». «Reconozcamos
nuestros pecados». Si pensamos en ellos, nos humillaremos de
verdad.
Esta humildad transformará nuestras relaciones sociales al hacemos
más comprensivos con los defectos de nuestro prójimo, sobre todo
si pensamos que Dios nos ha perdonado tanto a nosotros (Mt 18,21-
34). Esta humildad no nos dejará ver la paja en el ojo ajeno sino que
nos centrará en la viga que tenemos atravesada en el nuestro (Mt
7,3). El reconocimiento verdadero de nuestra vida conseguirá que
nos veamos despreciables y viles a nuestros propios ojos. Esto nos
72
llevará a confiar en Dios y a orar siempre para que fortalezca nuestra
debilidad.
Da la impresión de que la
virtud de la humildad no
es de este tiempo, sin
embargo la Iglesia nos lo
recuerda constantemente.
Ni siquiera ha soslayado
el tema, como no
queriendo tomar cartas en
el asunto. El Concilio Vaticano II, ha afirmado categóricamente la
necesidad de que los cristianos vivamos en humildad a ejemplo de
Cristo. Oigamos lo que nos dice en la Constitución Dogmática sobre
la Iglesia: «La Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador,
observando sus preceptos de caridad, de humildad y de abnegación,
recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, de
establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el
germen y el principio de este Reino» (Ibid. 5.) No se puede construir
la Iglesia sin humildad, porque sin humildad no hay espíritu de
Cristo, y los que no tienen el Espíritu de Cristo no son suyos (Rm
8,9). Su labor en la Iglesia será siempre infecunda.
Un poco de movimiento exterior, un mucho parecer que hacen y
acontecen, pero en realidad, no hacen nada. O hacen algo peor que
nada, que es creer que hacen y que su acción es imprescindible. San
Pablo tenía un miedo horroroso a los tales y así amonesta
severamente a Timoteo que no elija a nadie para gobernar la Iglesia
que sea neófito: «No neófito, no sea que, hinchado, venga a incurrir
en el juicio del diablo» (1Tim 3,6).
73
Es fácil y corriente que la inexperiencia, y la larga práctica de la
virtud de que carece el recién converso, le ensoberbezca, le híper
sensibilice a cualquier aire de contradicción y tenga que sufrir por
ello, el primero, y la Iglesia después, unas consecuencias que no se
dieran de no haberle dado el espaldarazo del primer plano.
Sigue el Concilio diciéndonos en qué estima tiene la virtud insigne de
la humildad: “La Iglesia considera también la amonestación del
Apóstol, quien, animando a los fieles a la práctica de la caridad, les
exhorta a que sientan en sí lo que se debe sentir en Cristo Jesús, que
se anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo..., hecho
obediente hasta la muerte y por nosotros se hizo pobre, siendo rico y
como este testimonio de imitación de la caridad y humildad de Cristo
habrá siempre discípulos dispuestos a darlo, se alegra la Madre
Iglesia de encontrar en su seno a muchos, hombres y mujeres, que
sigan más de cerca el anonadamiento del Salvador y la pongan en
más clara evidencia, aceptando la pobreza con la libertad de los hijos
de Dios y renunciando a su propia voluntad; pues esos se someten al
hombre por Dios en materia de perfección, más allá de lo que están
obligados por el precepto, para asemejarse más a Cristo obediente”
Por lo tanto, mis queridas amigas, es necesario que pidamos a Dios
este don tan fundamental, especialmente nosotras, sus adoradoras.
De Él viene todo lo bueno, y de Él nos ha de venir la humildad, y Él la
concede a los que se la piden humilde y confiadamente.
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Al enumerar las virtudes para fomentar el amor y el respeto por los
demás, deberíamos empezar por la virtud de la sencillez, que “incluye
franqueza, integridad, generosidad”
La sencillez, a decir del Diccionario de la Real Academia Española, es
la “calidad de lo que no tiene artificio ni composición”; lo que carece
de ostentación y adorno; lo que no ofrece dificultad; el que no tiene
doblez ni engaño y dice lo que siente. La sencillez es, pues,
autenticidad, transparencia, verdad. La persona sencilla resulta, por
eso, cercana, coherente, clara, veraz y creíble.
No puede extrañarnos entonces que la sencillez sea una virtud
característica de la personalidad de Jesús. Él es un hombre sencillo,
cercano, que vive sobriamente y se expresa con toda naturalidad.
Ama la verdad y aborrece la doblez y la hipocresía (Mt 23) Se rodea
de gente sencilla a la que presenta con claridad el mensaje del Reino.
Y da gracias a Dios “porque ha ocultado las cosas a los sabios e
inteligentes, y se las ha revelado a los sencillos” (Mt 11,25)
Recomienda que seamos “sencillos como palomas” (Mt 10,16) Y urge
a los discípulos a que su “sí sea sí y su no sea no” (Mt 5,37) Si Jesús
es la Verdad, según testimonio del evangelista san Juan (14,6) en él
no cabe la mentira, ni el disimulo, ni la confusión, ni la apariencia. Si
Jesús es la Verdad, es propia de él la sencillez, la transparencia, la
veracidad.
Precisamente ya desde Santo Tomás de Aquino los teólogos y
autores espirituales han visto la sencillez como una virtud que se
entronca con la veracidad. La sencillez es una faceta de la veracidad,
que impele al ser humano a buscar la verdad, a decirla y a vivirla.
Casi podríamos definirla como “la pasión por la verdad”, lo cual
excluye la duplicidad y la mentira y posibilita la honradez, la
75
confianza y la convivencia. Teniendo la sencillez una consideración
tan grande a nivel humano y cristiano, sorprende quizá la
contradicción con que se vive en el
mundo de hoy. Por un lado, agrada
lo sencillo, atraen las personas
nobles, se aprecia a quien se
muestra cercano, gusta la gente
sincera y se quiere la verdad. Pero
por otro lado, estamos inmersos en
la cultura de la imagen y se cultiva
la apariencia, prima la
superficialidad, se incumplen las
promesas, se usa un lenguaje ambiguo y se practica la simulación.
En un ambiente así no es fácil vivir la sencillez. Y seguro que todos
recordamos aquella famosa canción de hace pocos años que decía
“antes muerta que sencilla”….
Los santos han amado entrañablemente esta virtud. Repiten con
frecuencia que es la virtud más apreciada y San Vicente de Paúl llegó
a llamarla “mi Evangelio”. “Siento una especial devoción y consuelo
al decir las cosas como son”, les confesaba un día a las Hijas de la
Caridad. La sencillez venía a ser para éste santo, armonía entre lo
que uno es y lo que parece, correspondencia entre lo que se dice y lo
que se piensa; en suma, autenticidad y coherencia. Consiste en la
transparencia del lenguaje, de los gestos y de las motivaciones, de
este modo, la sencillez tiene relación con otras muchas virtudes
como la veracidad, la sinceridad, la limpieza de intención, la pureza
de corazón, la transparencia…
Desde esta perspectiva, es fácil identificar las actitudes contrarias a
la sencillez que tantas veces aparecen en los autores espirituales y
que se ha de tratar de evitar: la mentira, la astucia, la doblez, la
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hipocresía, la vanagloria, la vanidad, el respeto humano… el deseo de
agradar, el afán de quedar bien, el artificio, el doble lenguaje, la
simulación…
Más importante que citar lo contrario a la sencillez, es recordar
algunos elementos que pueden ayudarnos en nuestro camino hacia
Dios: Se trata, en primer lugar, de llegar a ser personas francas,
sinceras, que dicen la verdad. Hablar y ser testigos de la verdad son
valores centrales del cristianismo. Porque Jesucristo es la Verdad y
porque quienes pretendemos seguirle de cerca, como Él, debemos
ser: testigos de la verdad. La verdadera adoradora, ha de ser por eso,
persona de palabra, coherente, que mantiene sus compromisos y los
cumple; alguien de quien uno se puede fiar porque es transparente,
leal y fiel.
La sencillez implica, en segundo lugar, que seamos personas en
busca de la verdad. Es cierto que la hemos descubierto ya en
Jesucristo; pero, mientras vivimos en este mundo, andamos a tientas
y vemos como en un espejo, por lo que es preciso seguir buscando,
Y esto implica acoger a otros, saber escuchar, formarse, dialogar,
contrastar las ideas, ser tolerantes, abrirse a la pluralidad y al
intercambio.
También un rasgo de la sencillez es la integridad. Esto significa el
propósito de llevar una vida íntegra, seria, responsable. Hacer de la
honradez y la honestidad un criterio definitivo de vida y desterrar, por
tanto, la corrupción, la vanidad, la vacuidad, el artificio, la
banalidad… Esencial es finalmente la sencillez de vida. Si la
adoradora busca seguir a Jesucristo y amarle y servirle en la persona
de los demás, habrá de llevar una vida como la de Jesucristo:
sencilla, limpia, ordenada, sobria, austera. Difícilmente será creíble
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nuestra vida y nuestra vocación, si nuestro estilo de vida no se ajusta
a los parámetros de sencillez y dignidad.
Pidámosle a nuestra Madre, mujer transparente y sencilla, nos
otorgue la verdadera sencillez del alma, la que implica belleza,
simplicidad y el buen olor de Cristo.
No quisiera dejar en el aire hablar del silencio… Si os parece
dedicamos al tema, esta pequeña reflexión…
La aspiración de alcanzar la santidad nos mueve a buscar y vivir las
virtudes, es decir, la autoposesión y equilibrio personal, el señorío
sobre nosotros mismos,
y el silencio es un
camino excelente para
comenzar a crecer en la
virtud. Dado que la
práctica del silencio va
de lo exterior a lo
interior, resulta muy
conveniente iniciarnos
en su vivencia a través
del ejercicio del silencio
de la palabra.
El silencio de la palabra es un ejercicio ascético por el cual la
persona busca ordenar la facultad del habla por medio de la voluntad,
78
encaminando su uso a lograr el señorío sobre sí mismo y así poder
responder a la llamada de Dios a vivir en plenitud. Es un camino de
maestría en el arte del recto uso de la palabra en la línea del divino
Plan.
Se trata de saber expresarnos correctamente, así como de saber
escuchar la palabra ajena. El silencio de palabra comprende, pues,
dos dimensiones bien definidas: una interior que consiste en el
autodominio del habla, cuya base es la capacidad de escucha y otra
exterior que es hablar correctamente.
La práctica del silencio de palabra es ante todo una realidad activa.
No se trata de permanecer calladas sino de orientar correctamente el
habla. Por eso podemos resumirlo en la frase: “Habla cuando
quieras, pero quiere cuando debas”. Este silencio es toda una
pedagogía de voluntad. Nos educa a no ser víctimas de
automatismos y de hábitos no voluntarios en el hablar. Por otra parte,
la práctica del silencio de palabra también tiene como base la
prudencia y recto discernimiento para saber cómo y cuándo hacer
uso del habla; de qué manera y con qué finalidad hablar o callar.
Vivir el silencio de palabra requiere, como toda práctica ascética, de
constancia y orden. El primer paso es conocer nuestras principales
manifestaciones equivocadas en el uso del habla, a través del
ejercicio de la vigilancia personal y la autoconciencia. De ahí que le
silencio de palabra sea un medio excelente para crecer en el
conocimiento personal y en la conciencia de uno mismo.
El recurso al consejo o corrección fraterna, también son medios para
conocer nuestras principales manifestaciones desordenadas en el
hablar. Sabemos muy bien cómo muchas veces no nos damos cuenta
de algunas características personales que los demás sí perciben con
79
claridad. La apertura a la corrección fraterna exige de nuestra parte
una actitud de escucha y acogida que en sí misma ya es ejercicio del
silencio de palabra.
Fray Luis de Granada, maestro espiritual del siglo XVI, recomienda
cuatro áreas de trabajo personal en nuestro silencio de palabra para
alcanzar el arte del bien hablar. En primer lugar está el trabajo sobre
la materia o contenido de lo que se dice. Bien sabemos que se puede
hablar mucho sin decir nada. La persona que está normalmente
sumergida en la inocencia, la fuga y la superficialidad como estilo de
vida, ciertamente proyecta este dinamismo en lo que habla. Esto es
todo un reto en nuestros días, tan acostumbrados a la poca
profundidad frente a la realidad.
Ciertamente hay distintos niveles de comunicación y cada uno tiene
su razón de ser y su importancia. Existe un nivel elemental, pero aún
éste debe cumplir con su razón de ser, de lo contrario se convierte en
palabrería inútil. San Pablo nos exhorta a "que no salga de vuestra
boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según
la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen" (Ef 4, 29). En
vistas a ello, es bueno evitar temas excesivamente dispersos o des-
edificantes que no sólo no benefician a nadie, sino que son
perjudiciales: el uso de frases hechas que en el fondo nunca dicen
nada, la imprecisión y ambigüedad en el lenguaje, el chisme, la
murmuración, los comentarios negativos, hacen mucho daño a los
demás y a nosotros mismos.
En segundo lugar, es importante considerar el modo y la manera
como decimos las cosas. Bien sabemos que una misma cosa puede
ser dicha de maneras distintas. Por eso debemos prestar atención
sobre el tono de voz que empleamos -si hablamos muy fuerte o casi
imperceptiblemente-, la velocidad con que nos expresamos -si muy
80
rápido, al punto que es difícil que nos entiendan, o si demasiado
lento-, la claridad con que lo hacemos, la modulación de nuestra voz -
si ésta es sobria o
fingida, poco natural-,
etc. Es importante tener
en cuenta que el uso de
las malas palabras y
jerga constituyen un
empobrecimiento del
vocabulario y, por lo
tanto, de nuestra
capacidad de comunicar
con fidelidad lo que buscamos transmitir.
También se trata de aprender a hablar y callar en el momento
oportuno según lo que enseña el Eclesiastés: "Tiempo de callar y
tiempo de hablar" (Ecle 3, 7). Así como hay quienes hablan todo el
tiempo buscando acaparar desordenadamente la atención de los
demás, imponiéndose y asfixiando a todo el mundo con su
palabrería, los hay también de los que siempre están callados, sea
por inseguridad y temor, por no saber qué decir, o por indiferencia y
apatía. Una actitud silenciosa exige ponderar cuándo y cuánto es
oportuno hablar y cuándo callar para escuchar a los demás.
Por otro lado, también se trata, como ya mencionábamos
anteriormente, de saber discernir el momento conveniente para decir
las cosas. Palabras inofensivas dichas en un mal momento pueden
producir efectos contraproducentes.
La facultad del habla, así como todas las demás facultades humanas,
debe estar al servicio de la propia realización. De ahí la importancia
de considerar la finalidad de lo que decimos, de ponderar si son
81
rectas nuestras intenciones o si detrás de nuestras palabras,
buscamos quedar bien con los demás, perjudicar al otro, dar rienda
suelta a nuestros conflictos interiores, ocultar la verdad, o cualquier
otra intensión desordenada.
Como veréis, toda situación de la vida cotidiana puede ser ocasión
para ejercitarnos en la práctica de este importante paso, y vivir la
virtud que es el silencio de palabra.
Existe, además, una realidad especialmente favorable para su
vivencia: la participación activa y consciente de la liturgia. El mismo
dinamismo de la liturgia es toda una escuela donde iniciarnos en el
ejercicio del silencio de palabra.
El ejercicio del silencio de palabra también es un excelente medio
para el apostolado, tanto de manera indirecta como directa.
Indirectamente, porque quien lo practica va ganando señorío sobre sí
mismo y no hay mejor apóstol que la persona conciliadora, ya que
nadie da lo que no tiene, y directamente, porque el anuncio de la fe es
primariamente por la palabra y quien no sabe usar correctamente la
facultad del habla difícilmente podrá comunicar con fidelidad el
Evangelio.
Un hablar desordenado, impreciso, sin convicción o excesivamente
plagado de frases hechas es sólo un ejemplo de cómo el uso
deficiente de la facultad del habla se puede convertir en un
impedimento para que los demás, puedan acoger la Palabra.
La acogida del Evangelio es un don de Dios, pero la gracia supone la
naturaleza. Por ello el apóstol debe poner los medios para cooperar
con la gracia a fin de que la Palabra germine como semilla en tierra
fértil en el corazón de quien la recibe.
82
Nosotras, adoradoras, tenemos aquí un gran campo de acción si
queremos llevar almas a Dios…
La abnegación. Al profeta Jeremías le tocó vivir el momento más
difícil en la historia del pueblo de Israel: el momento en que
Jerusalén fue atacada por las tropas babilónicas, asediada y,
después de un tiempo, tomada. El, siguiendo la voz de Dios, iba
diciendo lo que debían hacer y nadie le hacía caso; más aún, lo
maltrataron y lo metieron en un pozo encenegado. El profeta sufrió
mucho y sufrió por ser fiel a la palabra de Dios, a la revelación de
Dios… Que los hombres sufran, es una realidad de todos los días,
también de nuestros tiempos, pero que tengan la actitud de Jeremías,
ya es otra cosa.
En el cristianismo, Cristo primero y después la Iglesia no han cesado
de hablar de sufrimiento, de cruz, de renuncia de nosotros mismos
para poder vivir como auténticos cristianos. Jesús dice en el
Evangelio: "El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, que
cargue con su cruz, y me siga".
Veamos: es a los discípulos a quienes el Señor dirigió primeramente
estas palabras: "Si tú, Pedro, quieres seguirme, niégate a ti mismo".
Le debió costar a Pedro entenderlo, y que no lo comprendió
demasiado bien, lo vemos claramente en las páginas del Evangelio,
Pedro aparece orgulloso, queriendo sobresalir, fanfarrón...Y
Jesucristo le dice: "Si quieres seguirme, Pedro, niégate a ti mismo"…
Tras la confesión mesiánica, viendo que ya los apóstoles habían
83
entendido que él era el Mesías, Jesús les comienza a decir que va a
tener que sufrir, ser maltratado y morir en la cruz. Eso a Pedro no le
parece correcto y le increpa: "Jamás sea eso contigo, Señor". ¡Quiere
darle una lección a Cristo de cómo debe comportarse! Y el Señor le
llamó “Satanás”… A Juan lo suelen representar joven y modosito,
pero el Evangelio lo llama “hijo del trueno”, ¡Debió tener un carácter
tremendo! ¿No os parece?
Cuando los samaritanos no los quisieron recibir, él y su hermano
Santiago, le dijeron a Jesús: "Señor, ¿quieres que mandemos fuego
sobre éstos?". Respuesta de Jesús: "No sabéis lo que estáis
diciendo"…
También fueron invitados
oportunamente “a
abnegarse” a sí mismos
otros discípulos, como
Tomás, un racionalista, y
empirista. "Si no lo veo, no lo
creo", y Jesús dirá: "Niégate
a ti mismo, cree aunque no
veas"… Felipe no había sido capaz de ver en Jesucristo a Dios
Padre., y Jesús le dice: "Quien me ve a mí, ve a mi Padre". Como si le
dijera: "Vence tu sensibilidad, edúcala para que a través de tu
sensibilidad, des el salto a la fe"…
Verdaderamente la vida ordinaria es un constante estar formándonos
a nosotros mismos, y es precisamente por eso un constante ejercicio
de abnegación… Pero, ¿Qué significa formarse? Significa adquirir
una forma. ¿Cuál es nuestra forma? es el ideal humano y cristiano.
84
Esa forma la tenemos que estar día a día adquiriendo,
perfeccionando. Y eso exige abnegación. La falta de abnegación
produce hombres y mujeres débiles.
Toda disciplina nos pide negarnos, aunque sea en pocas cosas. Se
trata de la disciplina externa, pero existe una disciplina interior que
es la disciplina de nosotros mismos. Disciplinar nuestros deseos,
nuestras pasiones, nuestros sentimientos, nuestra afectividad,
nuestros pensamientos, nuestra imaginación. Esa disciplina interna
exige abnegarnos mucho más. Quien se niega a sí mismo, va
adquiriendo la facilidad para la disciplina, va formando el hábito.
Santo Tomás dice que un hábito es el modo normal, frecuente,
ordinario que lleva a la facilidad de aquello que nos proponemos.
Tenemos que valorar esas pequeñas disciplinas de cada día, para
llegar a ser capaces de vivir la abnegación. En la teología cristiana se
considera que el ejemplo más acabado de esta virtud es Jesucristo,
haciendo consistir en ello la perfección cristiana. La abnegación,
para ser tal, ha de tener por finalidad el Bien Supremo, ya que en otro
caso no sería completa ni perfecta, pues tratándose de bienes
relativos, todos ellos pueden dejarse por otro mejor. Se entiende en
este sentido por abnegación la renuncia o el sacrificio hecho de una
cosa por una causa cualquiera.
Esta clase de abnegación es más o menos perfecta, filosóficamente
hablando, según sea la causa que la motive. Hecha por fines
humanos ha sido practicada en todos los tiempos. La vida es una
continua abnegación, pues siempre se sacrifican unos bienes para
alcanzar otros. También se llama abnegación, algunas veces, al acto
o idea contrarios al egoísmo; en este sentido la caridad, el
desinterés, el altruismo y la filantropía pueden entrar, según sus
fines, en una u otra de las clases referidas
85
Os propongo entrenarnos en estos cinco pasos que, a buen seguro,
nos ayudarán en éste camino:
1- Sólo por hoy trataré de vivir exclusivamente al día, sin querer
resolver los problemas de toda la vida.
2- Sólo por hoy seré feliz en la certeza de que he sido creado para la
felicidad no sólo en el otro mundo sino también en éste.
3- Sólo por hoy me adaptaré a las circunstancias sin pretender que
las circunstancias se adapten todas a mis deseos.
4- Sólo por hoy me haré un programa detallado y me guardaré de dos
calamidades: la prisa y la indecisión.
5- Sólo por hoy creeré firmemente, aunque las circunstancias
demuestren lo contrario, que la providencia de Dios se ocupa de mí
como si nadie más existiera en el mundo.
¿Vivir para los demás? Esta pregunta puede evidenciar hasta qué
punto podemos estar dispuestos a vivir pensando en los demás…
Pues, si el motor y el fin de toda la vida moral es el amor de Dios, la
manifestación natural de que ese amor progresa es precisamente, el
amor a los demás; el deseo de servirles. Orientar toda nuestra vida
hacia los demás, es la clave de la vida moral. Servir es lo que más
ennoblece a un hombre.
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En realidad, el sentido
de nuestra vida en la
tierra es sólo ése: servir
a los demás para dar
gloria a Dios. A esto
debemos orientar todas
nuestras capacidades.
Este es el gran ideal que
debe mover la vida de una buena adoradora. Y decidirse a servir tiene
un efecto inmediato en nuestra vida, pues exige ir prescindiendo del
propio yo, de la propia comodidad, de la sensualidad, del egoísmo y
emplear todos los talentos que se tienen en el servicio de los
demás… A medida que nuestra vida va adquiriendo la libertad
necesaria para superar los imperativos de nuestro egoísmo, hay que
procurar que el criterio de nuestra conducta sea el de no vivir más
que para los demás… es decir para Dios.
Por eso, a la hora de plantear nuestra vida en sus líneas esenciales,
de elegir nuestra profesión y nuestro trabajo y de repartir la
dedicación de nuestro tiempo durante el día, el criterio fundamental
que hemos de tener presente es el de servir. Esto tiene una belleza
difícil de exagerar, y llena la vida de interés y de alegría.
En el fondo, el olvido del propio yo, de sus deseos, de sus miserias,
quita al espíritu todos los pequeños motivos de tristeza que suelen
ser originados por el excesivo amor y preocupación por uno mismo.
Y nace una alegría espontánea que surge a la vez del amor (que es el
origen de toda alegría) y del olvido de sí (que es el origen de casi
todas las tristezas).
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La mortificación es el punto de partida para la práctica de la virtud.
Su objeto es reprimir y hacer morir, tanto como sea posible, lo que en
nosotros mismos es causa de pecado, es decir, la carne o el hombre
viejo. Esta virtud, trabaja en hacer morir a la naturaleza, no en lo que
tiene de bueno y que es obra de Dios, sino en lo que tiene de viciado
y de desordenado, que es consecuencia del pecado original.
La mortificación tiene nombres muy variados, que hacen resaltar
mejor su naturaleza. En efecto, se la llama mortificación, porque
tiende a reducir al viejo hombre a un estado de muerte y de
impotencia para producir su obra, el pecado; penitencia,
especialmente cuando nace del arrepentimiento del pecado cometido
y del deseo de reparar sus consecuencias; abnegación de sí mismo,
o renuncia a sí mismo, porque consiste en renunciarse a sí mismo en
la propia naturaleza viciada, a establecerse frente al viejo hombre en
un estado de ruptura, de enemistad y de odio, hasta el punto de
querer y perseguir su muerte; y, finalmente, espíritu de sacrificio,
porque por ella nos unimos al sacrificio de Jesús, Víctima en la cruz y
en el altar, para ofrecer, con Él y por Él, una digna reparación a la
Justicia Divina.
De estos diversos aspectos se sigue que el principio fundamental y el
alma de la mortificación cristiana es el odio al pecado, y, por
consiguiente, al hombre viejo, causa primera y principal del pecado.
La finalidad de la mortificación es permitir que el hombre nuevo
crezca en nosotros y alcance su pleno desarrollo, no es un fin en sí
misma, sino un medio: “No morimos sino para vivir; todo el
cristianismo y toda la perfección se resumen en esta muerte y en esta
vida” (Padre Chaminade). No morimos a una vida inferior, la vida de
la naturaleza viciada, la vida del viejo hombre, sino para vivir una vida
superior, la vida divina de Cristo. No renunciamos a las riquezas
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perecederas, a las vanas grandezas de este mundo, sino para
alcanzar el solo bien verdadero, la sola verdadera grandeza, en la
unión eterna con Dios. La mortificación es el complemento del
bautismo, su objeto es remediar las secuelas del pecado original,
secuelas que el bautismo no borró, sino que dejó en nosotros; y su
fin es hacer posible el crecimiento de la vida de la gracia, que el
bautismo depositó en nosotros al estado de germen. Como el hombre
está compuesto de cuerpo y alma, el campo de la mortificación es
doble: la que ejercemos sobre el cuerpo y los sentidos, llamada
exterior; y la ejercida sobre el alma y sus facultades, que se llama
interior.
La interior es la más importante, porque se ejerce inmediatamente
sobre la parte más noble de nuestro ser, el alma, para limpiarla del
pecado y permitirle unirse a Dios,
su último fin, También por ser el
principio de la mortificación
exterior, ya que sin la interior, sería
un formalismo farisaico, sin valor a
los ojos de Dios y sin mérito para
el alma. Aunque menos importante,
la mortificación exterior es
absolutamente necesaria: Porque
es la condición primera de la
mortificación interior: quien no comienza por dominar el cuerpo y los
sentidos, no logrará nunca dominar el alma y sus facultades, ya que
las impresiones exteriores, que nos vienen por los sentidos, son las
que alimentan la imaginación, despiertan y excitan las pasiones,
distraen el espíritu y solicitan la voluntad al mal. Porque la
mortificación exterior es el complemento necesario de la
mortificación interior: ésta, para ser perfecta, debe extenderse al
89
exterior, pues todo desorden del alma tiende a traducirse
exteriormente, y por lo tanto debe ser reprimido hasta en su
manifestación exterior.
De ahí se sigue que las dos formas de mortificación son
inseparables: deben sostenerse y completarse mutuamente. Esta
virtud se nos impone como una ley fundamental a los cristianos pues
somos los discípulos de Cristo y debemos conformarnos a su
doctrina e imitar su ejemplo.
Esta doctrina dice: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a
sí mismo, tome su cruz, y sígame” (Mt. 16 24); “En verdad, en verdad
os digo que si el grano de trigo, después de echado en tierra, no
muere, queda infecundo; pero si muere produce mucho fruto. Quien
ama su vida la perderá; mas el que aborrece su vida en este mundo,
la conserva para la vida eterna” (Jn. 12 24-25); “Si no hiciereis
penitencia, pereceréis todos igualmente” (Lc. 13 1-5). Lo que
Jesucristo promete a sus discípulos en esta vida no es la paz, sino la
espada, símbolo de una lucha incesante; no son las diversiones, sino
la cruz, símbolo de todo lo que inmola más dolorosamente la
naturaleza: “No penséis que Yo haya venido a traer la paz, sino la
espada… Quien no carga con su cruz y me sigue, no es digno de Mí”
(Mt. 10 34 y 38).
San Pablo, a su vez, formula la misma ley fundamental: “Los que son
de Cristo tienen crucificada su propia carne con sus vicios y
concupiscencias” (Gál. 5 24); “Los que viven según la carne no
pueden agradar a Dios... Porque si viviereis según la carne, moriréis;
más si con el espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis”
(Rom. 8 8 y 13); “Castigo a mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no
sea que, habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado”
(1 Cor. 9 27).
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En Jesús, la naturaleza humana era de una rectitud perfectísima, por
lo tanto, no pudiendo practicar la mortificación como nosotros, a
saber, bajo forma de represión del viejo hombre, la practicó, para
servirnos de modelo, bajo la forma de renuncia a todas las
satisfacciones de la vida presente, abrazando voluntariamente una
vida llena de pobreza, de sufrimientos y de humillaciones.
Nosotras, adoradoras, miembros del Cuerpo Místico de Jesucristo,
debemos, según la expresión de San Pablo, continuar y acabar por
nuestra parte Su sacrificio en la cruz, y lo que falta a Sus
padecimientos (Col. 1 24).
En efecto, el sacrificio de Jesucristo, aunque es de un valor infinito,
no alcanza la plenitud de sus efectos, para nosotras y para las almas,
sino en la medida en que nosotras tomamos parte en él. Jesús, no
pudiendo ya sufrir ni merecer en Su cuerpo natural, que está en la
gloria, se complace en sufrir y merecer cada día en cada uno de los
miembros de Su cuerpo místico, es decir, en cada una de nosotras…
Amigas: Dios quiere nuestro amor y no estará satisfecho con
ninguna otra cosa. Lo que nosotras hagamos no tiene valor
fundamental para Dios, porque Él puede hacer lo mismo con un solo
pensamiento; o con gran facilidad puede crear otros seres que hagan
lo mismo que nosotras hacemos y quizá mucho mejor.
Pero el amor de nuestros corazones es algo único que ningún otro
puede darle. Él podría crear otros corazones que le amasen, pero una
vez que nos ha dado la libertad, el amor de nuestro corazón particular
es algo que sólo nosotras podemos darle.
91
Deberíamos proponernos reflexionar sobre esta gran verdad,
ofrezcamos todo nuestro amor, nuestra vida, nuestros dolores,
nuestros sacrificios, absolutamente TODO, incondicionalmente…
Saber escuchar. A todas nosotras nos gustaría ser capaces de poder
ayudar a una amiga, a un hijo o a cualquier persona que venga a
contarnos algo que le ha pasado, la cuestión es ¿sabemos
comprenderla y mostrárselo?
Todas hemos tenido, en algún momento de nuestras vidas, la
experiencia de sentirnos plenamente comprendidas por otra alma, a
veces es suficiente una mirada o un gesto cómplice, pero ¿sabemos
nosotras hacerlo con los demás? Hay gente que tiene esta habilidad,
generalmente son a las que, todo el mundo les cuenta lo que les
pasa, ¿qué hay en ellas que nos hace sentir bien cuando les
contamos nuestros problemas y sentimientos?
Veamos que ingredientes hay en ésta comprensión. Yo diría que uno
de los elementos más importantes es escuchar al otro. Desde luego
que a menos que seamos sordos podríamos decir que esto es algo
que todos podemos hacer ya que todos tenemos dos orejas y el área
cerebral donde se recibe la información auditiva, en cierta medida es
así pero ¿es lo mismo oír que escuchar profunda y verdaderamente?
Nos sentimos escuchados cuando nos sentimos entendidos y eso
pasa por que el otro entienda, no solo lo que decimos con palabras,
si no la parte emocional y no verbal que va implícita en toda
92
comunicación. Lo que dice nuestro cuerpo y nuestro tono de voz
mientras contamos que nos caímos en clase de gimnasia, o que el
jefe nos echó la bronca delante del resto del personal, aunque en
nuestras palabras no digamos lo humilladas que nos hizo sentir.
Escuchar verdaderamente es uno de los mejores reconocimientos
que una persona
puede dar a otra, tiene
que ver con centrarse
en el lenguaje verbal y
corporal, sin elaborar
hipótesis o juicios a
cerca de los que nos
va a decir, si actuó
bien o mal en la
situación, ó el consejo
que le vamos a dar en
cuanto termine de contar la historia.
Escuchar es, recoger lo que la persona cuenta y de vez en cuando
mostrarle lo que estamos entendiendo para ver si estamos captando
el fondo. De esta manera la persona siente que estamos atentos e
interesados en la comprensión profunda de lo que nos dice y de su
vivencia. Muchas veces creemos que estamos comportándonos de
forma empática cuando en realidad no es así. La empatía no es solo
entender al otro, es tener la capacidad de ponernos en su piel, en su
vivencia emocional y tratar de ver las cosas desde su perspectiva,
captando cómo es el problema vivido por el otro, teniendo en cuenta
su realidad vital. Para tener empatía y comprensión no es necesario
haber pasado por la misma experiencia, si no, ser capaces de captar
lo que ha significado para la persona que lo ha vivido.
93
Por lo tanto tampoco es una condición necesaria para la empatía que
a nosotros también nos hubiese afectado lo que el otro nos cuenta de
habernos pasado. Pongo un ejemplo para facilitar la comprensión de
lo que quiero decir. Imaginemos que llega una amiga y nos cuenta
que ha ido a patinar y que mientras estaba en la pista rodeada de
gente, se ha caído y se ha sentido terriblemente abochornada. Puede
que esta experiencia que ha tenido ella, de haberme pasado a mí,
hubiese sido un motivo de risa y algo sin importancia, sin embargo
para ella es algo emocionalmente doloroso y una experiencia
humillante, pero eso no impide que pueda tener un acercamiento
emocional a su experiencia y entender que, para ella, haya sido
vivido como abochornante.
Afortunadamente esta es una capacitad que todos tenemos en mayor
o menor medida y que siempre podemos desarrollar y mejorar.
Cuándo alguien nos cuenta que está viviendo algo doloroso, decirle
cosas como “no te preocupes”, “eso no tiene importancia”, “ya se
pasará” generalmente tienen el efecto contrario al que se desea, la
persona se siente más dolida porque no es escuchada y
comprendida en lo que le sucede.
No nos damos cuenta que en lugar de darle el espacio para que diga
cómo se siente, hemos tratado de calmarla, tapándole la boca y
diciéndole que ya se le pasará. Es verdad que habrá personas con
más dolor en el mundo que nosotras, o que hayan tenido vidas más
duras y problemas más complejos, pero eso no quita que el dolor
propio duela y que necesitemos apoyo, escucha y presencia de las
personas importantes que nos rodean. A veces no empeñamos en
dar consejos y decir al otro qué es lo que debe hacer, que haríamos
nosotros, o lo que nos pasó en determinada circunstancia similar.
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Esto en algunos casos está bien, siempre y cuando sea lo que la
persona necesita y esta es la mejor clave para ayudar al otro:
Averiguar qué es lo que necesita en ese preciso momento y tratar de
proporcionárselo si está en nuestra mano.
Otras veces, puede que decirle lo que tiene que hacer, hace que se
sienta incomprendida o se enfade porque no estamos sintonizados a
lo que precisa en ése momento. Todos tenemos la experiencia de
necesitar tan solo la presencia del otro, saber que está ahí, que nos
entiende, que nos escucha, nos apoya y que sigue queriéndonos tal
como somos. Esto es a veces lo más importante y lo único que
precisamos del otro cuando nos sentimos mal.
Pidámosle a nuestro Amado, nos infunda el arte de escuchar lo que
nos diga y dar lo que necesite, la persona que esté buscando apoyo
en nosotras, es muy probable que no sea un consejo, sino
simplemente que la aceptemos tal cual es y que estemos
emocionalmente con ella. Si nos resulta difícil no pasa nada, hacer
cosas nuevas al principio cuesta, pero todo es cuestión de práctica.
La Virtud de La Discreción, hija de la prudencia, es “la reserva en las
acciones”.
La reserva del que: - no hace sino aquello que conviene hacer, - no
dice sino aquello que conviene decir, - que sabe callar aquello que le
ha sido confiado y no debe decirlo.
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Es la sensatez para formar un juicio , Y el tacto para hablar u obrar.
Atañe al modo de ser y de comportarse.
Es la virtud: - de la delicadeza, - de la finura espiritual, - de la
prudencia en el juzgar, - de la prudencia en el obrar, - de la
prudencia en el hablar, - de la prudencia en el mirar. La que nos lleva
a actuar y hablar con oportunidad.
Discreción es: - el mundo de la medida, - el mundo de la mesura.
Es famosa la oración del rey san
Fernando de Castilla: “Espíritu
Santo, amor del Padre y del Hijo,
inspírame directamente, lo que
debo pensar, lo que debo decir,
cómo lo debo decir, lo que debo
callar, lo que debo escribir”... Y
estamos hablando de un rey...
(sólo que de un rey cristiano que
aspiraba a la sabiduría que
otorga la santidad ... para reinar
... y no de un monje de clausura)
Discreción es: -saber proteger las intimidades de la vida propia y la
vida ajena, que pueden ser:- desde secretos que sabemos del
prójimo,- deseos inconclusos de otras personas,- frustraciones, -
miedos, - insatisfacciones, - ambiciones no logradas…
Ya lo dice el sabio refrán: « Tu amigo tiene un amigo, y el amigo de tu
amigo, otro. Por lo tanto, sé discreto » Una persona discreta no
invadirá ni violentará jamás, la intimidad ajena. No hará comentarios:
- que irriten al prójimo, - que lo incomoden, - que lo violenten y
96
menos aún en un ambiente especial, como puede ser el de la
reevangelización o el de la mesa familiar.
No hará preguntas inoportunas, ni en público ni en privado. No
comentará lo que debe callar, aún si tiene ganas de comentar algo.
San Felipe Neri decía a una Señora muy dada a las habladurías y las
murmuraciones, que “una sola indiscreción puede causar un daño
irremediable”. Porque las habladurías son como las plumas de un
ave que se lleva el viento, sí luego uno quiere recogerlas, nunca
sabremos hasta donde han llegado, ni el daño que habremos hecho,
ni si nos será posible repararlo.
Una persona discreta se retirará sin hacerse notar, cuando sienta que
su presencia puede interrumpir la intimidad de una conversación
ajena.
Golpeará siempre la puerta antes de entrar, antes de interrumpir la
intimidad ajena.
Tratará de no hacer ruidos al caminar, ni al abrir o cerrar las puertas.
Tratará de pasar inadvertida.
Una persona discreta tampoco querrá llamar la atención en toda su
manera de comportarse: -en sus gestos, - en sus palabras, - en sus
posturas.
Se preocupará más bien de entonar con el ambiente, que en reinar
sobre él, evitando ese afán de protagonismo (esta perspectiva le
puede poner muy nervioso incluso llegar a bloquear en sus
acciones). Porque es muy consciente que el afán de protagonismo,
es lo que ridiculiza, expone y desfigura tanto a las personas.
97
El discreto tendrá además un estilo de vida sobrio y moderado en
todos los órdenes. Evitando todos los excesos.
La persona discreta, y por lo tanto educada, tenderá a lo sobrio, a lo
elegante en las formas, en el modo de vestir en la decoración de su
hogar y hasta en su lenguaje. Para ganarnos la confianza de las
personas, (especialmente de los adolescentes), las claves están: - en
la comunicación - la sinceridad - y la discreción.
Lo contrario a la virtud de la discreciones la indiscreción, el exponer
ante los demás en nombre de la "sinceridad" y de la "autenticidad" y
de forma muy "hipócrita", todas las vergüenzas" ajenas. Todo lo más
bajo y los aspectos peores del prójimo.
La indiscreción es el exponer esa intimidad de las personas con
todas sus mezquindades al dominio público. Esta explosión de
vulgaridad y de ordinariez, es llevada a su máxima expresión hoy día
en la televisión, con programas en donde se muestra la intimidad de
“personas” tremendamente abandonadas de sí mismas.
Procuremos reflexionar profundamente en ésta virtud tan importante
en la vida de una auténtica adoradora.
La paciencia es una virtud derivada de la fortaleza, cuya misión es
facilitar el vencimiento de la tristeza para no decaer ante los
sufrimientos ya físicos, ya espirituales, anejos a la práctica de
98
cualquier virtud y mucho más, al seguimiento de las virtudes
enseñadas por Cristo.
Existe una diferencia entre la fortaleza y la paciencia que consiste en
que por la fortaleza se soportan los males y los trabajos de mayor
envergadura, incluso hasta la muerte. Por la paciencia se toleran los
sufrimientos de menor entidad, anejos a cualquier vida, máxime a la
del cristiano, que producen tristeza.
Cuando el bien que se desea sufre dilación, produce tristeza; lo
mismo que el trabajo que exige dedicación lenta y prolongada. Esta
virtud consigue que no se sienta excesivamente la tristeza inherente
a la adquisición de cualquier virtud o sus fracasos, en a la
consecución de los planes del apostolado, del ministerio o de
cualquier tarea o empresa, y lo consigue para que ninguna dificultad
pueda impedir o detener el bien de la razón, en cuanto que domina
las contrariedades que nos vienen del exterior, que producen tristeza.
La paciencia es virtud potencial, derivada de la fortaleza.
San Pablo, sumamente activo y emprendedor, manifestó la
omnipotencia de Dios, en la alegría con que venció la tristeza,
causada por su inactividad en la cárcel privado de libertad, cuando
escribió: "sobrenado en gozo en toda tribulación". Fue fruto de la
paciencia, que es palabra compuesta de paz y ciencia. Dice la
Escritura: "Mejor que el fuerte es el paciente, y el que sabe
dominarse vale más que el que conquista una ciudad" (Prv 16, 32).
Decían los antiguos: "La fortaleza en el obrar es propia de los
romanos; la paciencia en el sufrir es propia de los cristianos". Y que
la tristeza puede impedir el bien de la razón, viene testificado por el
Eclesiástico: "A muchos mató la tristeza y no hay utilidad en ella"
(Eclo 30, 25). La tristeza según el mundo lleva a la muerte. Por eso es
99
necesaria una virtud que mantenga el bien de la razón contra la
tristeza para que la razón no sucumba ante ella. Así pues, para que el
hombre no deje de hacer lo razonable oprimido por la tristeza, se le
concede la virtud de la paciencia, que fortalece el alma para aceptar
el dolor y no verse deprimido ni oprimido por la tristeza, como dice
San Pablo: "Necesitáis la paciencia para que cumpliendo la voluntad
de Dios, alcancéis la promesa (Heb 10, 36). Y Jesús por San Lucas:
"Por vuestra paciencia salvaréis vuestras almas" (Lc 21, 19).
Esta gran virtud, en efecto, arranca de raíz la turbación causada por
las adversidades que quitan el sosiego al alma" (Suma, 2-2. 136, 2, ad
2). Primero resignación, después paz, aceptación, y por fin, gozo y
amor a la cruz. Deseo paciencia a los impacientes por verme
desaparecer. Ya falta menos que antes, decía con ironía Don Jacinto
Benavente.
Es propio de la fortaleza
soportar no cualquier mal,
sino los más difíciles,
sobre todo y en último
término, los peligros de
muerte. En cambio, a la
paciencia corresponde la
tolerancia de cualquier
clase de males.
El acto de fortaleza no sólo consiste en perseverar en el bien contra
los temores de los peligros futuros, sino también en no decaer ante la
tristeza, y en este sentido la paciencia tiene afinidad con la fortaleza.
No obstante, la fortaleza se ocupa principalmente de los temores, de
los que huimos por instinto, lo cual evita la fortaleza.
100
La paciencia, por su parte, se ocupa principalmente de las tristezas,
paciente no es el que huye, sino el que se comporta dignamente en el
sufrimiento de los daños presentes para que no le aplaste una
tristeza desordenada. Lo que no impide que la paciencia sea parte de
la fortaleza, porque la subordinación de las virtudes no se mide por el
sujeto, sino por la materia o forma.
El fin propio de la paciencia es que el hombre no deje de conseguir el
bien de la virtud a causa de las tristezas, por grandes que sean.
Santa Teresa ha inmortalizado la eficacia de la paciencia: "La
paciencia todo lo alcanza". Y San Francisco de Sales, dice: No te
apresures a responder hasta que no te acaben de preguntar. Y
Baltasar Gracián: Quien tiene paciencia, obtendrá lo que desea.
Tened paciencia y tendréis ciencia. Lo que no se puede evitar hay
que llevarlo con paciencia. La paciencia es la fortaleza del débil y la
impaciencia la debilidad del fuerte. “La paciencia es la más heroica
de las virtudes, precisamente porque carece de toda apariencia de
heroísmo” (San Agustín).
La paciencia es un don de Dios tan grande que en ella se manifiesta
incluso la paciencia del que nos la da. De ahí lo que dice: “Por la
paciencia humana toleramos los males con ánimo tranquilo, es decir,
sin la perturbación de la tristeza, para que no abandonemos por
nuestro ánimo impaciente los bienes que nos llevan a otros
mayores”.
La paciencia tiene una obra perfecta en la tolerancia de las
adversidades, después, la ira, que modera la mansedumbre; en tercer
lugar, el odio, suprimido por la caridad (1 Cor 13,4): La caridad es
paciente. Por otra parte, la caridad no puede darse sin la gracia,
conforme al texto de Rom 5,5:”la caridad de Dios se ha derramado en
101
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” De
donde se deduce que no puede darse la paciencia sin el auxilio de la
gracia.
Pidamos al Señor “la paciencia que todo lo alcanza” y sigamos este
caminito estrecho en la práctica de las virtudes. No olvidemos que el
Señor nos quiere santas…
El tesón, la voluntad, la constancia, la fidelidad…. Son virtudes que
están, de algún modo, todas ellas entrelazadas… Comenzamos por
la fuerza de voluntad.
El concepto más acertado acerca de ésta virtud, dice: “La fuerza de
voluntad es el impulso interno que nos lleva a vencer los obstáculos
y a lograr nuestras metas”.
La adquirimos sin darnos cuenta y es nuestro trabajo, mantenerla y
desarrollarla. La adquirimos porque, cuando de niños aprendemos
a dar nuestros primeros pasos… y caemos, existe una fuerza
interior, que nos impulsa a levantarnos.
Los principales pilares para desarrollar la fuerza de voluntad se
refieren a la motivación, la autoestima, aprender a tolerar la
frustración y cómo reaccionamos ante el: cambio, éxito y fracaso.
Todos tenemos fuerza de voluntad; nadie puede decir que no la tiene
en alguna área de nuestra vida, nadie carece completamente de ésta
virtud. “La fuerza de voluntad es la capacidad (energía y
102
conocimiento) que tenemos para controlar nuestros impulsos y
nuestras conductas”. Entonces, conozco y tengo la fuerza para
controlar mis labios, oídos, manos, pies, etc…De esta manera puedo
controlar mis impulsos y conductas. Tengo el conocimiento, y soy
fuerte o débil.
Y yo me pregunto: ¿hasta dónde hemos avanzado con nuestra fuerza
de voluntad? Porque muchas veces decidimos (tenemos la fuerza) y
buscamos herramientas (tenemos el conocimiento); y no podemos
dejar de mostrar nuestra vieja naturaleza cuando somos agredidos,
criticados, ofendidos, etc. O también cuando nos proponemos
(tenemos la fuerza) y racionalizamos nuestra actitud (tenemos el
conocimiento), pero nos resulta muy difícil alejarnos de la
murmuración, de la crítica, de juzgar a los demás, de la simulación,
de la soberbia, de la mentira, etc… etc… etc….
Estas son algunas palabras de Jesús, que he sacado del Evangelio,
acerca de la fuerza de voluntad: “Permanezcan en mí, y yo
permaneceré en vosotros”. “Una rama no puede dar fruto por sí, sino
permanece en la vid, y vosotros no podéis dar fruto, si no
permanecéis en mí” (Juan15:4). Este pasaje nos habla acerca de
producir frutos, el fruto del Espíritu Santo que es el tema central del
discurso de Jesús en Juan 14:15. En Gálatas 5:22, encontramos el
fruto que podemos producir si permanecemos en la vid: “El Espíritu
de Dios nos hace amar a los demás, estar siempre alegres y vivir en
paz con todos. Nos hace ser pacientes y amables, y tratar bien al
prójimo y tener confianza en Dios”. La palabra “permanecer” se
repite insistentemente en estos versículos. Jesucristo nos dice,
permaneced en Mí (mantente, continúa, sigue, persiste, dura,
resiste, quédate, vive). El esfuerzo de la rama por producir fruto es
inútil si no está sujeta a quien le puede proporcionar alimento. De la
misma manera nosotros no podemos producir paciencia, gozo,
103
paz…. sólo con nuestra fuerza de voluntad. El esfuerzo es de la
planta no de las ramas. Es, por lo tanto Dios fluyendo en nuestra
vida.
Pero quizá pensemos que necesitamos de nuestra fuerza de
voluntad para, orar, leer la Biblia; y la respuesta es NO, no
necesitamos de nuestra fuerza de voluntad para tener una relación
con nuestro Salvador.
No puedo decidir vivir gozoso en medio de dificultades; es Dios
quien produce el gozo en mi vida, la clave es de quien recibimos la
fuerza y el conocimiento para vivir. Cuando el publicano y el fariseo
se acercaron a Dios, solo uno consideró su verdadera situación
delante de su Creador y éste fue el único justificado. La parte que nos
corresponde hacer a nosotras, adoradoras, es reconocer que, Él es,
Señor de nuestras vidas, y no por nuestra fuerza de voluntad sino
cuando reconocemos nuestra condición como necesitadas de Él
cada día, entonces, el secreto no está en nuestra fuerza de voluntad
si no, en que permanezcamos cada día en constante contacto con la
vid: La vid verdadera Cristo el Señor; y de esta manera producir fruto
y ese fruto resumiendo es; el carácter de Jesús en nuestro ser.
“Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí”…
La constancia es una virtud íntimamente relacionada con la
perseverancia, de la que se distingue, sin embargo, por la distinta
dificultad que trata de superar; porque lo propio de la perseverancia
104
es dar firmeza a la persona contra la dificultad que proviene de la
prolongación de la vida virtuosa, mientras que a la constancia
pertenece robustecerla contra las demás dificultades que provienen
de cualquier otro impedimento exterior (por ejemplo, las influencias
de los malos ejemplos, malos consejos etc.).
A la constancia y perseverancia se oponen dos peligros: - uno por
defecto; la inconstancia, es decir, inclinarse a desistir fácilmente de
la práctica del bien al surgir
las primeras dificultades,
provenientes, sobre todo, de
tener que abstenerse de
muchos gustos y
complacencias... y otro por
exceso, la terquedad, del
que se obstina en no ceder,
no dar su brazo a torcer,
cuando quizá sería
razonable hacerlo.
Muy a menudo, hacemos propósitos, nos comprometemos a algo o
con alguien, y es maravillosa nuestra capacidad para disponernos a
mejorar, para adquirir compromisos, para tomar decisiones; pero
todo esto queda en humo, si no practicamos esta virtud. La
constancia más elemental es mantenernos firmes en nuestras
decisiones.
Alguna vez nos hemos preguntado: ¿de qué depende la constancia?
¿Es una virtud intrínseca del individuo o es una cuestión de
convicción? Y me parece que es una buena pregunta que vale la pena
responder. A mi parecer, la constancia, más que una virtud, es una
actitud. Pensemos en las veces que hemos querido conseguir algo
105
en nuestra vida y lo obtuvimos…Pero, ¿cuánto empeño pusimos para
conseguirlo?... Hay un detonador poderoso que motiva la constancia
y ese detonador es el enfoque. Estoy convencida de que uno es
constante y obtiene resultados sólo cuando se tiene bien claro lo que
se quiere conseguir; de lo contrario, dispersaremos nuestra valiosa
energía en todas direcciones. Por consiguiente, persona constante es
la que pone en práctica todo lo que sea necesario para llevar a cabo
lo que ha decidido hacer.
En esta virtud pues, hay que distinguir: la decisión tomada, y los
medios para llevarla a cabo. Es fácil tomar decisiones, lo difícil es
cumplirlas. Nos cansamos. Surgen dificultades imprevistas, se nos
apaga la primera ilusión, nos desalientan las metas a largo plazo.
Todos esos son los enemigos de la constancia: unos están dentro de
nosotros y otros nos acosan desde fuera.
En el camino espiritual, hay que tener en cuenta estas dificultades.
No nos tenemos que sorprender. Conociéndolas, las podremos
combatir mejor. Para ello, la advertencia es que vamos a tener que
echar mano, además de la gracia de Dios, de la fortaleza y de la
fuerza de voluntad.
Para nosotras adoradoras, el propósito de adelantar en el camino
espiritual puede quedar en humo sin la constancia.
Según Santa Teresa, la meta de toda vida cristiana es la santidad:
"No dejéis arrinconar vuestra alma, que en lugar de procurar santidad
sacará muchas imperfecciones " (C 41,8), todos caminamos hacia "la
fuente de agua viva ", que prometió Jesús a la Samaritana, "aunque
de diferentes maneras" (C 19,2; 20,1; 21,6). Y "quien con más...
humildad y limpieza de conciencia sirviese a nuestro Señor, esa será
la más santa" (6M 8,10) "para comenzar este viaje divino, que es
106
camino real para el cielo " y "ganar el gran tesoro " (C 21,1): "no os
quedéis por el camino... antes morir que dejar de llegar al fin del
camino " (C 20,2), "no parar hasta... llegar a beber de esta agua de
vida" (C 21,2)…
Y lo que Dios espera de nosotras nos lo dice claramente: "Sed
santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo " (Lv 19,2). La
motivación que nos hace Jesús es: "Vosotros sed perfectos, como
vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48). Porque Dios nos ha
"creado según su imagen y semejanza... " (Gn 1,26-27).
Podríamos marcarnos pequeñas metas inmediatas, y oír a nuestra
Santa andarina cuando exhorta a sus hijas: "diré algunas cosas que
son necesarias" (C 4,3) como medios inmediatos: “la una es amor
unos a otros " "otra, desasimiento de todo lo criado", para hacer de
Dios el centro de nuestra vida, "la otra, verdadera humildad", dejar
hacer a Dios (C 4,4).
Otros medios que nos pueden ayudar es acercarnos frecuentemente
a los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía, y muy
especialmente, la oración… "y no os engañe nadie en mostraros otro
camino sino el de la oración" (C 21,6)…nos recordará la Santa, y
finalmente, "Determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es
seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo
pudiese y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo
mismo" (C 1,2).
107
La Sagrada Escritura nos habla con frecuencia de la virtud de la
fidelidad, de la necesidad de mantener la promesa, el compromiso
libremente aceptado, el empeño en acabar una misión en la que uno
se ha comprometido.
Le dijo el Señor a Abrahán: camina en mi presencia con fidelidad. Tú
guarda mi pacto que hago contigo y con tus descendientes por
generaciones. La firmeza de la alianza con el patriarca y con sus
descendientes será fuente continua de bendiciones y de felicidad; y
por el contrario, el quebrantamiento de este pacto por Israel será la
causa de sus males.
Dios pide fidelidad a
los hombres, a los
que mira con
predilección porque
Él mismo es siempre
fiel, por encima de
nuestras flaquezas y
debilidades. Yahvé
es el Dios de la
lealtad, rico en amor
y fidelidad, fiel en
todas sus palabras y su fidelidad permanece para siempre. Quienes
son fieles le son muy gratos y les promete un don definitivo: “el que
sea fiel hasta la muerte, recibirá la corona de la vida”.
Jesús habla muchas veces de esta virtud a lo largo del Evangelio:
pone ante nuestros ojos el ejemplo del siervo fiel y prudente, del
criado bueno y leal en lo pequeño, del administrador honrado... Es
decir, la idea de la fidelidad penetra tan hondo en la vida del cristiano,
que el título de fieles bastará para designar a los discípulos de Cristo.
108
San Pablo, que había dirigido múltiples exhortaciones a aquella
generación de primeros cristianos para que vivieran esta virtud,
cuando siente cercana su muerte, entona un canto a la fidelidad,
verdadero resumen de su vida. Le escribe a Timoteo: “he combatido
el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe”. “Por lo
demás, ya me está preparada la corona de la justicia que me otorgará
aquel día el Señor, justo juez, y no solo a mí, sino a todos los que
esperan su manifestación”.
¿Cómo puede el hombre, que es mudable, débil y cambiante,
comprometerse con algo o con alguien para toda la vida? Sí, puede,
porque su fidelidad está sostenida por quien no es mudable, ni débil,
ni cambiante, por Dios.
El Señor sostiene esa disposición del que quiere ser leal a sus
compromisos y, sobre todo, al más importante de ellos: al que se
refiere a Dios –y a los hombres por Dios-, como en la vocación a una
entrega plena, a la santidad.
Lo principal del amor no es el sentimiento, sino la voluntad y las
obras; y exige esfuerzo, sacrificio y entrega. El sentimiento y los
estados de ánimo son mudables y sobre ellos no se puede construir
algo tan fundamental como es la fidelidad. Esta virtud adquiere su
firmeza del amor, del amor verdadero. Sin amor, pronto aparecen las
grietas y las fisuras de todo compromiso.
La perseverancia hasta el final de la vida se hace posible con la
fidelidad a lo pequeño de cada jornada y el recomenzar cuando, por
debilidad, hubo algún paso fuera del camino; fidelidad es
corresponder a ese amor de Dios, dejarse amar por él, quitar los
obstáculos que impiden que ese Amor misericordioso penetre en lo
más profundo del alma. Para ser fieles necesitamos del soporte de la
109
sinceridad, primero con uno mismo: reconocer y llamar por su
nombre a lo que nos puede llevar fuera del propio camino. Y
enseguida sinceridad con el Señor y con quien orienta
espiritualmente nuestra alma.
La fidelidad consiste pues, en cumplir lo prometido, conformando de
este modo las palabras con los hechos.
Adoradoras, le pedimos a nuestra Madre, “Virgo fidelis”, “ora pro
nobis”, “ora pro me”, y por todo este grupo de adoradoras que tanto
Te quieren y esperan de Ti, para que nos ayudes a ser fieles al amor
de Tu Hijo Cristo-Eucaristía.
Hemos reflexionado
intensamente sobre
LAS VIRTUDES, yo
diría que son como
preciosas flores que
adornan nuestra
personalidad.
Creo que tenemos
suficiente material para
caminar por este
camino estrecho de la santidad, (que es el que Dios nos pide y espera
110
de nosotras). Os brindo algunas definiciones, a modo de resumen,
que nos pueden ayudar en nuestro coloquio íntimo y comprometido
con el Señor ante el Sagrario:
· La sangre se hereda. La virtud se conquista.
· Las virtudes que se ostentan son vanas y falsas virtudes.
· La virtud no vive en soledad, pronto se le acercan vecinos.
· La virtud es inseparable de la dicha.
· No podemos ver a la virtud sin amarla.
· Serás tanto más libre cuantas más virtudes desarrolles.
· Eso que llamas tu mala suerte, ¿no será que te faltan virtudes?
· Nuestras virtudes son a menudo hijas de nuestros vicios. Hijas del
esfuerzo que nos costó superarlos.
· No reconocerás tus defectos y empezarás a transformarlos si no
tienes una mínima dosis de humildad.
· Las personas en exceso "virtuosas" desacreditan a la virtud.
· Es el hombre quien debe desarrollar su virtud, no la virtud al
hombre.
· La virtud es el punto medio entre dos vicios opuestos. Así, la
valentía es el punto medio entre la temeridad y la cobardía.
· La virtud lleva la recompensa en sí misma.
· La virtud no consiste en abstenerse del vicio, sino en no desearlo.
111
· Para llegar al conocimiento de la verdad sólo hay un camino: el de
la humildad.
· Un gramo de humildad vale más que una tonelada de honores.
· Cuanto más grandes somos en humildad más cerca estamos de la
grandeza.
· La humildad es la reina de las virtudes. Es la luz que disipa las
tinieblas esparcidas por el orgullo y la soberbia. Es el bálsamo que
dulcifica las amarguras y pesares de la vida.
· Comprobarás tu grandeza cuando sepas sobreponerte sin esfuerzo
a las grandes humillaciones.
· Sólo al orgullo le hunde la humillación.
· La única forma de no exponerse a sufrir una humillación es
preverla.
· El buen humor es un deber que tenemos para con nuestros
prójimos y semejantes.
· La función química del humor es ésta: cambiar el carácter de
nuestros pensamientos.
· El buen humor, con frecuencia, es hijo de la humildad y la modestia.
· Sencillez en el hablar, en el vestir, en todos tus modales.
· Las verdades profundas siempre pueden expresarse de un modo
sencillo.
112
· Es curioso observar cómo casi todos los hombres que valen mucho
son de maneras sencillas y que casi siempre las maneras sencillas
son tomadas por indicio de poco valor.
· Yo diría que de las hermanas del Amor, una de las más bellas es la
piedad. Desarrollarás la piedad cuando adquieras la capacidad de
meterte dentro de la piel del otro.
· Lo que la lluvia es para el fuego, lo es la piedad para la cólera.
· Una piedad sin límites para todos los seres vivos es la prueba más
firme y más segura de la conducta moral interior y propia.
· Difícilmente yerra la persona moderada.
· Hemos de aprender a usar de todo con moderación y sobriedad.
· Rechazar las alabanzas, la mayoría de veces, es un deseo de ser
alabado dos veces.
· La modestia es al mérito lo que las sombras a las figuras de un
cuadro. Les da relieve.
· ¿Tú te consideras modesto? No te creía tan orgulloso.
· Si la hipocresía muriera, la modestia debería ponerse, por lo menos,
de medio luto.
· Sé modesto. Piensa que todavía te queda mucho por aprender.
· La modestia sola es capaz de desarmar la envidia, que por lo común
hace a los hombres injustos.
· La vanidad es el amor propio al descubierto.
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· La falsa modestia no es otra cosa que el orgullo disfrazado.
· Sé generoso. Hay que haber sido pobre para apreciar la dicha de
dar.
· El que más da es el que más adquiere.
· Más que en dar la generosidad consiste en enseñar a cómo ser y
tener.
· La discreción es
la virtud sin la cual
todas las demás
dejan de serlo.
· Sé discreto. El día
tiene ojos. La
noche tiene mil
orejas.
· La mejor
disciplina se llama
autodisciplina.
· La templanza es el vigor del alma.
· La confianza en sí mismo es el secreto del éxito.
· Generalmente ganamos la confianza de aquellos en quienes
ponemos la nuestra.
· Sé justo antes de ser generoso. Sé humano antes de ser justo.
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· Sin piedad la justicia se torna en crueldad. Y la piedad sin justicia en
debilidad.
· Donde no hay libertad no hay justicia, y donde no hay justicia no
puede haber libertad.
· Es bastante más fácil ser caritativo que justo.
· Muchas personas intentan ser buenos porque no saben ser justos.
· Donde no hay esperanza no puede haber esfuerzo.
· La esperanza deja de ser felicidad cuando va acompañada de la
impaciencia.
· Basta la más pequeña partícula de esperanza para engendrar un
gran amor.
· La esperanza es un préstamo hecho a la felicidad.
· La limpieza es para el cuerpo lo que la pureza es para el alma.
· Por lo general el limpio de cuerpo también lo es de alma.
· Con orden y tiempo se encuentra el secreto de hacerlo todo y
hacerlo bien.
· En el trato con los demás, la comprensión, el respeto y la tolerancia
deben ser la expresión del desarrollo progresivo de la virtud en ti.
Bueno amigas, quiero daros las gracias de corazón, pues al tener que
escribir estas pequeñas reflexiones, he aprendido mucho, y
descubierto que sin amor nada se puede hacer… Cada mañana
intentaré encender con más hondura, la hoguera de mi alma y desde
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allí, amar a Dios, amaros a vosotras e intentar vivir cada día con el
corazón arrodillado a los pies del Señor.