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1 Vivir las Virtudes Un camino de santidad Adoradoras Presenciales del Santísimo Sacramento

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Vivir las Virtudes

Un camino de santidad

Adoradoras

Presenciales del

Santísimo Sacramento

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La virtud de la FE

Algunas de vosotras habéis pedido que se “desmenuzaran” las

virtudes para poder vivirlas con mayor intensidad. Intentaremos, en

oración y Presencia del Señor, transmitiros lo que el Espíritu Santo

nos sople…

Nos ceñimos a la definición que sobre ellas, nos da el Catecismo de

la Iglesia Católica, y desde allí, contando con vuestra benevolencia,

emprenderemos éste itinerario que esperamos nos ayudará, a vivirlas

con mayor conocimiento, profundidad y heroísmo. La virtud es una

disposición habitual y firme para hacer el bien, una propensión,

facilidad y prontitud para conocer y obrar según Dios.

Hay dos clases de virtudes: las teologales y las humanas o morales.

Las Teologales son: Fe que es la virtud por la cual creemos en Dios,

en todo lo que Él nos ha revelado y que la Santa Iglesia nos enseña

como objeto de fe.

La esperanza que es la virtud por la cual deseamos y esperamos de

Dios, con una firme confianza, la vida eterna y las gracias para

merecerla, porque Dios nos lo ha prometido.

La caridad que es la virtud por la cual amamos a Dios sobre todas las

cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de

Dios, con el amor filial y fraterno que Cristo nos ha mandado.

Se llaman Cardinales las que son el principio y el fundamento de las

demás virtudes: la Prudencia que nos hace conocer y practicar los

medios más conducentes para obrar el bien. La Justicia, hace que

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demos a cada uno lo suyo y lo que le corresponde. La Fortaleza nos

da valor para amar y servir a Dios con fidelidad. La Templanza hace

que frenemos las pasiones bajas.

Las Obras Corporales y Espirituales de Misericordia son:

Las Corporales: 1. Visitar a los enfermos, 2. Dar de comer al

hambriento, 3. Dar de beber al sediento, 4. Vestir al desnudo, 5.

Socorrer a los presos, 6. Dar posada al peregrino, 7. Enterrar a los

muertos.

Las Espirituales: 1. Enseñar al que no sabe, 2. Dar buen consejo al

que lo necesita, 3. Corregir al que está en error, 4. Perdonar las

injurias, 5. Consolar al triste, 6. Sufrir con paciencia las molestias de

nuestro prójimo, 7. Rogar a Dios por los vivos y por los muertos.

Hoy, juntas en oración le pedimos a Nuestra Madre del Cielo y Madre

de la Iglesia, que bajo Su patrocinio comencemos esta nueva

andadura, que no nos falten Su compañía e inspiración y con Ella,

oramos por la Iglesia, para que sea fiel en la pureza de la fe, en la

firmeza de la esperanza, en el fuego de la caridad, en la

disponibilidad apostólica y misionera, en el compromiso por

promover la justicia y la paz entre los hijos de esta tierra bendita y

que a nosotras, adoradoras de Su querido Hijo, nos descubra en Ella

la virtud de la fe, nos lleve de la mano y nos conduzca siempre a Él.

La palabra fe proviene del latín “fides”, que significa creer. Fe es

aceptar la palabra de otro, entendiéndola y confiando en que es

honesto y por lo tanto que su palabra es veraz. El motivo básico de

toda fe es la autoridad de aquel a quien se cree. Este reconocimiento

de autoridad ocurre cuando se acepta que él o ella tienen

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conocimiento sobre lo que dice y posee integridad de manera que no

engaña.

Se trata de fe divina cuando es Dios a quien se cree. Se trata de fe

humana cuando se cree a un ser humano. Hay lugar para ambos

tipos de fe (divina y humana) pero en diferente grado. A Dios le

debemos fe absoluta porque Él tiene absoluto conocimiento y es

absolutamente veraz. La fe, más que creer en algo que no vemos es

creer en alguien que nos ha hablado. Fiarse totalmente de Dios

entregándonos ciegamente a Él. La fe divina es una virtud teologal y

procede de un don de Dios que nos capacita para reconocer que es

Dios quien habla y enseña en las Sagradas Escrituras y en la Iglesia.

Quien tiene fe sabe que, por encima de toda duda y preocupaciones

de este mundo, las enseñanzas de la fe son las enseñanzas de Dios y

por lo tanto son ciertas y buenas. La fe no es tanto creer algo, como

fiarse de Alguien.

La fe personal en Jesucristo es la aceptación de su propio testimonio

hasta la adhesión y la entrega total a su divina Persona. No es la

mera aceptación de que Él existe y vive entre nosotros tan realmente

como cuando vivió en Palestina; ni tampoco una adhesión de sólo el

entendimiento a las verdades que el Evangelio nos propone, según la

autorizada interpretación del Magisterio de la Iglesia. Es algo mucho

más existencial y totalizante.

Dice el Concilio Vaticano I: La Iglesia Católica enseña infaliblemente

que la fe es esencialmente un asentimiento sobrenatural del

entendimiento a las verdades reveladas por Dios; pero la fe no es

sólo aceptar una verdad con el entendimiento, sino también con el

corazón. Es el compromiso de nuestra propia persona con la persona

de Cristo en una relación de intimidad que lleva consigo exigencias a

las que jamás ideología alguna será capaz de llevar. Para que se dé fe

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auténtica y madura hay que pasar del frío concepto al calor de la

amistad y del decidido compromiso, a la entrega absoluta y confiada

a ésa verdad. Por eso, una fe

así en Jesucristo es la que

da fuerza y eficacia a una

vida cristiana plenamente

renovada.

No hay posible aceptación

del programa de Jesús si no

es mediante el lenguaje de

los hechos; Para nosotras,

adoradoras, seguir a Jesús

quiere decir escuchar sus

palabras, asimilar sus

actitudes, comportarse

como Él, identificarse

plenamente con Él.

Las que queremos seguir de verdad a Jesús queremos parecernos a

Él, esforzarnos en pensar como Él, haciendo las cosas que le gustan

a Él. Desear obrar bien, ayudar a los demás, perdonar, ser generosas

y amar a todos como ama Él. Tener fe lleva consigo un estilo de vida,

un modo de ser.

Le pedimos a Nuestra Madre que por fe, nos conduzca a una

comunicación con Dios cada vez más continuada, más personal y

más íntima, fruto de un crecimiento en esta vivencia teologal de la

que fluye un vivo sentido de la cercanía amorosa de Dios; en

consecuencia, un trato con Él cada vez más directo, familiar y

confiado, e incluso, más allá de las palabras y del pensamiento,

reflejo de una íntima comunión con Él.

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La virtud de la ESPERANZA Y DE

LA CARIDAD

La esperanza es la virtud por la cual el hombre pasa de devenir a ser.

Siguiendo a Santo Tomás de Aquino, ha sido definida como "virtud

infusa que capacita al hombre para tener confianza y plena certeza de

conseguir la vida eterna y los medios, tanto sobrenaturales como

naturales, necesarios para alcanzarla, apoyado en el auxilio

omnipotente de Dios". A la esperanza se oponen, por defecto, la

desesperación y, por exceso, la presunción. Al igual que la fe y la

caridad sobrenaturales, la esperanza es plantada directamente en el

alma por Dios todopoderoso.

Es una virtud necesaria para la salvación. Ello constituye una verdad

en la que se insiste mucho en la Iglesia Católica, y a la que

corresponde una enseñanza explícita. Es necesaria, primero, como

medio indispensable de alcanzar la salvación y nadie puede entrar a

la bienaventuranza eterna sin ella. De ello se sigue que incluso los

niños pequeños, si bien no pueden haber realizado actos de

esperanza, deben ya tener el hábito de la esperanza en forma infusa

por el bautismo.

Se dice que la fe es "la garantía de las cosas que esperamos" (Heb

11,1) y sin ella "es imposible agradar a Dios" (Ibíd. 11,6). Obviamente,

por lo tanto, la esperanza es requerida para la salvación con la misma

necesidad absoluta que la fe. Además, la esperanza es necesaria

porque está prescrita por la ley natural, la cual, aceptada la hipótesis

de que estamos destinados a un fin sobrenatural, nos obliga a usar

los medios necesarios para lograrlo. Más aún, también la prescribe la

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ley divina. Ejemplo de ello es la I carta de san Pedro (1, 13): "Poned

toda vuestra esperanza en la gracia que se os procurará mediante la

revelación de Jesucristo".

Esta virtud, nunca debe confundirse con el optimismo humano, que

es una actitud más relacionada con el estado de ánimo. Para un

cristiano, la esperanza es Jesús en persona, es su fuerza de liberar y

volver a hacer nueva cada vida, es “un don” de Jesús, la esperanza

es Jesús mismo.

Esperanza no es la de quien consigue ver el “vaso medio lleno”: eso

es sencillamente “optimismo”, y “el optimismo es una actitud

humana que depende de muchas cosas”.

La esperanza es otra cosa, es un don, un regalo del Espíritu Santo y

por esto Pablo dirá: “Nunca defrauda” ¿Por qué? Porque es un don

que nos ha dado el Espíritu Santo. San Pablo nos dice que la

esperanza tiene un nombre. La esperanza es Jesús.

Hay un episodio del Evangelio muy instructivo a éste respecto, y es

aquel cuando Jesús cura en sábado la mano paralizada de un

hombre, suscitando la reprobación de escribas y fariseos. Con su

milagro, Jesús libera la mano de la enfermedad y demuestra “a los

rígidos” que la suya “no es la vía de la libertad”. “Libertad y

esperanza van juntas: donde no hay esperanza no puede haber

libertad”, “Jesús libera de la enfermedad, del rigor y de la mano

paralizada a este hombre, rehace la vida de ambos, la hace de nuevo,

porque Jesús lo transforma todo en nuevo. Es un milagro constante.

No sólo ha hecho milagros de curación, el verdadero milagro es

seguir haciendo hoy todo nuevo: lo que hace en mi vida, en tu vida,

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en nuestra vida. Y esto que hace nuevo Él es precisamente el motivo

de nuestra esperanza.

Es Cristo el que hace nuevas todas las cosas más maravillosamente

que en la Creación; es el motivo de nuestra esperanza. Y esta

esperanza no defrauda, porque Él es fiel. No puede negarse a sí

mismo. Esta es la virtud de la esperanza.

¿Según Dios, qué significa eso de que tenemos que amar?

Y uno contestó: “La Caridad es la virtud por la cual AMAMOS A DIOS

Y AMAMOS A LOS DEMÁS. La caridad es lo mismo que el amor

cristiano”. Pero quedaban muchos interrogantes en el tintero, nos

hemos ido al Evangelio y leemos… “un día unos hombres

preguntaron a Jesús: ¿Cuál es el mandamiento más importante de la

ley de Dios?” Y Jesús respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo

tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.” Este es el mayor y

primer mandamiento. El segundo es parecido a éste: “Amarás a tu

prójimo como a ti mismo

Enseguida surgió la pregunta: ¿POR QUÉ DEBEMOS AMAR A DIOS?

- Porque Dios es toda bondad, toda belleza, toda sabiduría... porque

es Dios.

- Porque Dios es nuestro Padre, Dios nos creó.

- Porque Dios nos ama infinitamente. Tanto nos amó, que mandó a su

propio hijo al mundo a morir en la cruz, para que pudiéramos

salvarnos, para que pudiéramos entrar al cielo. Debemos amar a Dios

POR ENCIMA DE TODAS LAS DEMÁS COSAS. Esto significa que en

nuestra vida no podemos preferir las cosas materiales: las personas,

la salud, la comodidad, la felicidad humana... más que las cosas de

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Dios: cumplir Su voluntad, Sus mandamientos, orar, adorarle y estar

siempre cerca de Él. Y nos metemos en harina… El Catecismo de la

Iglesia Católica en el n. 1856 señala la importancia vital de la caridad

para la vida cristiana. En esta virtud se encuentran la esencia y el

núcleo del cristianismo, es el centro de la predicación de Cristo y es

el mandato más importante. Jn 15, 12; 15,17; Jn 13,34. No se puede

vivir la moral cristiana dejando a un lado a la caridad. La caridad

pues, es la virtud reina, el mandamiento nuevo que nos dio Cristo,

por lo tanto es la base de toda espiritualidad cristiana. Es el distintivo

de los auténticos cristianos. Es la virtud sobrenatural por la que

amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros

mismos por amor a Dios. Es la virtud por excelencia porque su objeto

es el mismo Dios y el motivo del amor al prójimo es el mismo: el

amor a Dios. Porque Su bondad intrínseca, es la que nos une más a

Dios, haciéndonos parte de Dios y dándonos Su vida. 1 Jn. 4, 8. Esta

virtud le da vida a todas las demás virtudes, pues es necesaria para

que éstas se dirijan a Dios. Yo puedo ser amable, sólo con el fin de

obtener una recompensa, sin embargo, con la caridad, la amabilidad,

se convierte en virtud que se practica desinteresadamente por amor a

los demás. Sin la caridad, las demás virtudes están como muertas.

Además, la caridad no termina con nuestra vida terrena, en la vida

eterna la viviremos continuamente. San Pablo nos lo menciona en 1

Cor. 13, 13; y 13, 87.

Adoradoras: al hablar de la caridad, hay que hablar del amor. El amor

no es un sentimiento bonito o la carga romántica de la vida. El

verdadero amor es buscar el bien del otro. Existe el amor

desinteresado (o de benevolencia): desear y hacer el bien del otro

aunque no proporcione ningún beneficio, porque se desea lo mejor

para el otro, y el interesado que es amar al otro por los beneficios

que esperamos obtener. ¿Qué es, pues, la caridad? La caridad es

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La virtud de la caridad Y DE LA

PRUDENCIA

más que el amor. El amor es natural. La caridad es sobrenatural, algo

del mundo divino. Es poseer en nosotros el amor de Dios. Es amar

como Dios ama, con su intensidad y con sus características. Es

verdaderamente un precioso don de Dios que nos permite amar en

medida superior a nuestras posibilidades humanas. Es amar como

Dios, no con la perfección que Él lo hace, pero sí con el estilo que Él

tiene. A eso nos referimos cuando decimos que estamos hechos a

imagen y semejanza de Dios, a que tenemos la capacidad de amar

como Dios. Pero no olvidemos que hay que amar a Dios sobre todas

las cosas. Si el objeto del amor es el bien, es decir cuando amamos,

buscamos el bien, y si Dios es el “Bien” máximo, entonces Dios tiene

que ser el objeto máximo de nuestro amor. Además, Dios mismo es

quien nos ordena y nos recompensa con el premio de la vida eterna.

Este tipo de amor, puede ser de tres clases: Apreciativo, cuando la

inteligencia comprende que Dios es el máximo bien y esto es

aceptado por la voluntad. Sensible, cuando el corazón lo siente.

Efectivo cuando lo demostramos con acciones. Pero si os parece,

esto será objeto de estudio en otro momento…Hoy con el corazón

repleto de amor a Dios, le pedimos que nos enseñe a amar a nuestro

prójimo como sólo Él sabe hacerlo.

Ya hemos hablado de:

Para que sea verdadero amor es necesario que sea apreciativo y

efectivo, aunque no sea sensible, ya que es más fácil sentir las

realidades materiales o físicas, que las espirituales. Nos puede doler

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más una enfermedad, que el haber pecado gravemente. El amor al

prójimo es parte de la virtud de la caridad que nos hace buscar el

bien de los demás por amor a Dios.

Las características del amor al prójimo son:

Sobrenatural: se ama a Cristo en el prójimo, por su dignidad especial

como hijo de Dios.

Universal: comprende a todos los hombres porque todos son

creaturas de Dios. Como Cristo, incluso a pecadores y a los que nos

hacen el mal.

Ordenado: es decir, se debe amar más al que está más cerca o al que

lo necesite más. Al hermano más próximo y necesitado.

La Caridad interna y externa: es decir, para que sea auténtica tiene

que abarcar todos los aspectos, pensamiento, palabra y obras. Pero

la caridad si no es concreta de nada sirve, sería una falsedad. Esta

caridad concreta puede ser interna, con la voluntad que nos lleva a

colaborar con los demás de muchas maneras. También puede ser

con la inteligencia, a través de la estima y el perdón. Otra forma

concreta de caridad es la de palabra, es decir, hablar siempre bien de

los demás: La BENEDICENCIA.

La benedicencia radica fundamentalmente en hablar bien de los

demás. Sin embargo, no se limita sólo a eso. Por un lado, esta virtud

nos invita a silenciar los errores y defectos del prójimo, por otra

parte, nos estimula a ponderar sus cualidades y virtudes. Jesucristo

nos exhortó a la vivencia de esta virtud cuando dijo a sus discípulos:

“amad a vuestros enemigos, haced el bien a quienes os odian,

bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen” (Lc

6,27-28). La enseñanza del cristianismo no consiste en no odiar, no

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maldecir, no dañar. Por el contrario, el Maestro nos invita a trabajar

en positivo: Amad, bendecid, rogad.

Para vivir la

benedicencia es

necesario promover

los comentarios

positivos. La

influencia que

recibimos de algunos

medios de

comunicación nos

puede inducir a

comportamientos

distintos. Basta encender la televisión para ver cómo se insultan los

miembros de distintos partidos políticos, cómo se exageran los

errores y defectos de los demás. El 90% de las telenovelas nos

muestran cómo surgen las intrigas familiares, en muchos casos

debidas a la mentira, calumnia y difamación…

Ahora bien, ¿la causa? y el fin de la caridad están en Dios no en la

filantropía (amor a los hombres). La caridad tiene que ser siempre

desinteresada, cuando hay interés, siempre se cobra la factura, “hoy

por ti, mañana por mí”. Obviamente tiene que ser activa y eficaz, no

bastan los buenos deseos.

Tiene que ser sincera, es una actitud interior. Debe ser superior a

todo. En caso de que haya conflicto, primero está Dios y luego los

hombres. No olvidemos que es mucho más importante la parte activa

de esta virtud. Las casas se construyen “haciendo” y no dejando

destruir. Al final seremos juzgados por lo que hicimos, por lo que

amamos, no por lo que dejamos de hacer. Mt 25, 31-46

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LAS VIRTUDES CARDINALES

“Se llaman Cardinales las que son el principio y el fundamento de las

demás virtudes: la Prudencia que nos hace conocer y practicar los

medios más

conducentes para

obrar el bien”.

Aristóteles declaró

que para adquirir la

prudencia, como

toda otra virtud,

conviene preguntar

al hombre prudente,

pues, en rigor, esta

virtud no está en los

libros sino en los

hombres y mujeres

prudentes, es decir, sólo nota la índole de ésta perfección quien la

vive. Sin embargo, sin dejar de sostener esta tesis, se puede añadir,

que saber acerca de la prudencia que se vive no es posible desde la

misma prudencia, sino desde una instancia superior al conocimiento

propio de la prudencia. Para tener el saber prudencial se requiere ser

prudente, pero para notar la naturaleza de la prudencia se requiere,

además, disponer de un conocer superior al prudencial. La prudencia

es una de esas virtudes de las que apenas se habla y que, sin

embargo, resulta ser clave en el dificilísimo arte de ordenarnos

rectamente en nuestra relación con el prójimo. No nacemos

prudentes, pero debemos hacernos prudentes por el ejercicio de la

virtud. Y no es tarea fácil. El pensamiento puede descarriarse como

se descarría la voluntad, porque está expuesto a las mismas

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pasiones y a los mismos condicionamientos. Pensar y bien, exige

una gran atención, no sólo sobre las cosas, sino principalmente

sobre nosotros mismos. Hay que saber estar atentos sobre las

razones, pero mucho más sobre nuestras pasiones que son las que

nos impulsan al error. Porque los hombres solemos errar por

precipitación en nuestros juicios, afirmando cosas que la razón no ve

claras, pero que estamos impulsados a afirmar como desahogo de

nuestras pasiones. Quien no sabe controlar sus pasiones, tampoco

sabrá controlar sus razones y se hace responsable moral de sus

yerros.

La razón es la que ha de regir nuestra conducta en la verdad y por

eso la prudencia es la primera de las virtudes cardinales. Pero la

verdad requiere tener sosegada el alma para conseguir tener

sosegada la mente con objetivas razones. Los hombres de mar usan

un aparato que se llama brújula, que les dice dónde está el norte, el

sur, el este y el oeste, de modo que ellos puedan tomar el camino

correcto. Así, la Prudencia, es la que nos hace distinguir en toda

ocasión cual es el camino correcto, cual es el bien; nos dice que es lo

que conviene hacer o dejar de hacer, es la luz que dirige todos

nuestros actos para llegar a Dios.

Esta virtud ayuda al hombre a poner atención a la voz de su

conciencia, en vez de poner atención a lo que siente. Es muy

importante no confundir la verdadera prudencia, que es hacer lo que

Dios nos dice que es correcto... porque mucha gente cree que ser

prudente es ser hipócrita, disimular por miedo, ser cobarde o actuar

por interés.

Si cuando estamos con amigos, uno de ellos habla mal de la Iglesia o

empieza con ideas raras y nos callamos por prudencia, eso no es

prudencia sino hipocresía. Quizá el camino que nos traza esta virtud

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La virtud de la JUSTICIA

podría ser: VER, EXAMINAR, PENSAR DELANTE DE DIOS, cada cosa

que vayamos a hacer, despacio, con calma... y una vez que

decidamos... no temer…, seamos FIRMES en lo que Dios nos dice

que es lo mejor. Aprender a callar, a medir lo que decimos, a pensar

antes de abrir la boca y a guardar silencio en las cosas que no

debemos estar predicando. Tratar de ser discretas, y aprender

también, cuando sea necesario, a hablar a tiempo lo que tengamos

que decir.

Hoy, le pedimos a María, mujer prudente, que no nos dejemos cegar

nunca por las pasiones, los sentimientos, lo blanco es blanco y lo

negro es negro.... lo que está bien, está bien y lo que está mal, está

mal. Siempre habrá que escoger lo mejor, lo más agradable a los ojos

de Dios. ¡Esto es prudencia!

¿En qué consiste la virtud de la Justicia?

“Es la que hace que el hombre dé a Dios y a cada persona, lo que le

pertenece y le es debido”. “En cierto modo, la justicia es más grande

que el hombre, más grande que las dimensiones de su vida terrena,

más grande que las posibilidades de establecer en esta vida

relaciones plenamente justas entre los hombres, los ambientes, la

sociedad y los grupos sociales, las naciones, etc.

“Todo hombre vive y muere con cierta sensación de insaciabilidad de

justicia, porque el mundo no es capaz de satisfacer hasta el fondo a

un ser creado a imagen de Dios, ni en lo profundo de la persona ni en

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los distintos aspectos de la vida humana. Y así, a través de esta

hambre de justicia, el hombre se abre a Dios, que "es la justicia

misma". Jesús, en el sermón de la montaña, lo ha dicho de modo

claro y conciso con estas palabras: "Bienaventurados los que tienen

hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados" (Mt 5,6).” (San

Juan Pablo II)

La mejor manera de imaginarnos en que consiste esta virtud es

pensar en una balanza: Una vendedora pesa en la balanza el

producto exacto que debe dar a cambio del dinero que recibe, no da

de más ni de menos. Así es la justicia, nos ayuda a dar a cada cual

exactamente lo que le pertenece. Todos queremos que respeten lo

nuestro. Nos indigna cuando alguien toca nuestra fama, nuestras

cosas, nuestros derechos. Pero, ¿Alguna vez nos hemos preguntado,

si realmente somos justos con los demás?...

Por lo tanto, es necesario que cada uno de nosotros pueda vivir en

un contexto de justicia y, más aún, que cada uno sea justo y actúe

con justicia respecto de los cercanos y de los lejanos, de la

comunidad, de la sociedad de que es miembro…y respecto de Dios.

La justicia tiene muchas implicaciones y muchas formas. Hay

también una forma de justicia que se refiere a lo que el hombre

"debe" a Dios.

¿Cuál es la diferencia entre Justicia y Caridad? La caridad nos obliga

a socorrer y a ayudar a los otros por amor, sin que el otro tenga el

derecho a una limosna o ayuda, en cambio la Justicia, no es un

regalo, sino que es un derecho de la otra persona. No da ni de más, ni

de menos. Nosotras deberíamos ser caritativas con nuestros

hermanos, pero empezando por ser justas con ellos, dar a cada

persona, lo que le corresponde, lo que le pertenece, a lo que tiene

derecho, por ejemplo: No dañar la fama, no encarcelar a gente

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inocente, no decir mentiras, no acusar a alguien falsamente, no

desear ni apropiarnos de lo que no es nuestro, devolver las cosas

perdidas, no cobrar más de lo justo por lo que vendemos, no pagar

menos de lo justo cuando compramos, no cobrar más de los

intereses debidos cuando prestamos dinero.

No tratar de obtener siempre lo mejor para nosotros y lo que sobre

para los demás. No criticar, ni hacer juicios temerarios. No burlarnos

de los demás y tratar a todos de igual manera: a los que están arriba

como a los de abajo.

¿Qué es tener Justicia con Dios? Primero reconocer que Dios es

nuestro Señor y nos creó con Sus manos. Por tanto, Dios tiene

derecho total y absoluto sobre nosotros y sobre todas nuestras

cosas. Dios puede darnos las personas y las cosas que serpentean

nuestro caminar diario, y quitárnoslas si así lo desea, cuando Él

quiera porque es Dios.

Segundo, debemos vivir

siempre como si nosotras

mismas y todas nuestras

cosas no nos pertenecieran,

pensando en todo momento

que nosotras y todo lo que

tenemos, es de Dios, y

finalmente, por justicia,

creer Sus palabras porque

Dios es siempre la Verdad.

Uno de los actos más nobles de la justicia es perdonar. Cuando

alguien nos hace daño, nada más lejos de nosotras no perdonar;

pensemos cómo nos perdona Dios. ¿Qué nos merecemos por justicia

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por cuanto hemos ofendido a Dios, a lo largo de nuestra vida? Él,

siempre nos perdona porque nos ama.

Un día Jesús les contó esta parábola a sus apóstoles: “Un rey quiso

hacer cuentas con sus siervos. Se le presentó un hombre que le

debía 100 mil pesos. Como no tenía con que pagar, mandó el rey que

fuese vendido él, su mujer, sus hijos y todo cuanto tenía para pagar

la deuda. Entonces el siervo cayó de rodillas llorando y dijo: Señor,

dame plazo y te lo pagaré todo.

El rey tuvo compasión, se apiadó de aquel siervo y lo despidió

perdonándole su deuda. Saliendo de allí, aquel siervo se encontró a

uno de sus compañeros que le debía mil pesos y amarrándole por el

cuello lo ahogaba diciéndole ¡Págame lo que me debes! Su

compañero le suplicaba: ¡Dame plazo y te pagaré! Pero él se negó y

lo mandó encerrar en la cárcel hasta que le pagara. El Rey al

enterarse de esto mandó llamar a su siervo y le dijo: Mal hombre, yo

te perdoné toda tu deuda porque me lo suplicaste, ¿No debías tú

también haber perdonado, tener piedad de tu compañero, como la

tuve yo de ti? Y enojado lo entregó a sus torturadores hasta que

pagara toda su deuda”.

Pidamos hoy, recordar siempre en nuestra vida que “según

juzguemos así seremos juzgadas” y que cuando nos falten las

fuerzas para "superarnos", con miras a valores superiores como la

verdad y la justicia, el Señor haga de cada una de nosotras mujeres

fuertes y que en el momento oportuno oigamos del Señor "en lo

íntimo" de nuestro corazón: ¡Animo!

OREMOS: Dichoso aquel cuya ayuda es el Dios de Jacob, cuya

esperanza está en el Señor su Dios,

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La virtud de la Fortaleza

Creador del cielo y de la tierra, del mar y de todo cuanto hay en ellos,

y que siempre mantiene la verdad.

El Señor hace justicia a los oprimidos, da de comer a los hambrientos

y pone en libertad a los cautivos.

El Señor da la vista a los ciegos, el Señor sostiene a los agobiados, el

Señor ama a los justos.

El Señor protege al extranjero y sostiene al huérfano y a la viuda,

pero frustra los planes de los impíos.

¡Oh Sion, que el Señor reine para siempre! ¡Que tu Dios reine por

todas las generaciones!

¡Aleluya! ¡Alabado sea el Señor!

¿En qué consiste la virtud de la fortaleza?

La fortaleza se describe como la virtud que da valor al alma para

poder afrontar con coraje y vigor los riesgos, moderando el ímpetu

de la audacia. Su fin es ordenar el apetito a la razón, de modo que la

voluntad siga a la razón cristiana ante los peligros o dificultades;

consiste en vencer el temor y huir de la temeridad.

Para los cristianos, la fortaleza asegura la firmeza en las dificultades

y la constancia en la búsqueda del bien, llegando incluso a la

capacidad de aceptar el eventual sacrificio de la propia vida por una

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causa justa, es “la gran virtud: la virtud de los enamorados; la virtud

de los convencidos; la virtud de aquellos que por un ideal noble son

capaces de arrastrar mayores riesgos; la virtud del caballero andante

que por amor, a su dama se expone a aventuras sin cuento”...

Estas palabras nos podrían llevar a pensar que en estos tiempos que

vivimos no existen muchas posibilidades para desarrollar esta

fantástica virtud. De algún modo, el “bien más alto” está cubierto con

un sinfín de pequeñas “necesidades” creadas por el hombre. No

quedan posibilidades de encontrar aventura porque todo está hecho,

todo está descubierto, todo está organizado. Sin embargo, y aunque

ordinariamente no se presentan ocasiones de hacer grandes cosas,

son las pequeñas, las que podemos afrontar día a día, las que hacen

que crezca la fortaleza en nosotros. No se trata de realizar actos

sobrehumanos, de descubrir las zonas del Amazonas nunca pisadas

por el hombre, de salvar a cincuenta niños de un incendio; éstas son,

en todo caso, posibilidades fruto de una imaginación calenturienta.

Más bien se trata de hacer de las pequeñas cosas de cada día una

suma de esfuerzos, de actos heroicos, que pueden llegar a ser algo

grande, una muestra de amor a Dios.

Esta virtud es la

maravillosa amiga de

nuestra personalidad,

nos da firmeza en las

dificultades y nos

hace constantes y

perseverantes en la

búsqueda de nuestra

propia verdad. La

fortaleza es la que nos ayuda a resistir las tentaciones que surgen del

pensamiento, de la comodidad y de nuestro ego. Dicen que la

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fortaleza es necesaria “en situaciones ambientales perjudiciales a

una mejora personal, resiste las influencias nocivas, soporta las

molestias y se entrega con valentía en caso de poder influir

positivamente para vencer las dificultades y para acometer empresas

grandes”.

La persona que no quiere mejorar, que es egoísta, que busca nada

más que el placer, no tiene motivos para desarrollar esta virtud

porque es indiferente y carente de sentido para su mente. El

desarrollo de ésta virtud, apoya el desarrollo de todas las demás

virtudes. Es la herramienta para sobrevivir como personas humanas

y para vivir como seres humanos.

La fortaleza nos llena de fuerza interior, de tal modo que sabemos

reconocer nuestras posibilidades, y reconocer la situación real que

nos rodea para resistir y acometer todas las acciones que se nos

presentan en nuestro devenir, haciendo de nuestras vidas algo noble,

entero y provechoso, y está íntimamente relacionada con la

esperanza de la vida eterna: “Pero no sólo esto: también nos

gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce

paciencia, virtud probada y esperanza, una esperanza que no

defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros

corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,

3-5).

Para nosotras, adoradoras, madurez espiritual significa poseer unas

directrices generales, asumidas conscientemente, que ordenan

nuestra vida, tener suficiente cultura personal sobre el mundo y la

sociedad, tener muy clara nuestra escala de valores, convicciones y

criterios morales verdaderos, haber establecido relaciones humanas

satisfactorias, y tener unos objetivos personales, una vocación, una

idea de lo que se quiere en la vida, con la consiguiente

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responsabilidad para asumir las consecuencias de la propia situación

vital.

Como puede apreciarse

fácilmente, todas las

virtudes morales están

implicadas en la madurez

de la persona. Podríamos

decir que alguien tiene una

personalidad madura

cuando posee todas las

virtudes, y su fisonomía

espiritual, sin dejar de ser

propia, se identifica con la

de Cristo. Sin embargo, se

puede apreciar también

que la virtud de la fortaleza juega un papel de primer orden en la

adquisición de la madurez, en cuanto es la virtud que lleva a resistir

el sufrimiento y la muerte por el bien, y a atacar con decisión los

obstáculos que se oponen a la consecución del bien. La virtud de la

fortaleza, al darnos un ánimo estable, nos permite mantenernos

serenos para tomar las decisiones más oportunas y prudentes. Nos

hace más libres no sólo con respecto a nuestras pasiones y

sentimientos, a los que ordena según la razón y la fe, sino también

ante la influencia del ambiente que trata de convencernos de que

resistir en el bien no vale la pena, y mucho menos emplear nuestras

energías para alcanzarlo.

Pidámosle hoy, a nuestra Madre la Virgen fuerte, nos ayude a crecer y

madurar en ésta virtud “clave” para cada día vivir más identificadas

con Cristo, Su Hijo muy amado.

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OREMOS CON EL SALMO 18:

“Yo te amo, Señor; tú eres mi fuerza. El Señor es mi roca, mi fortaleza

y mi salvador; mi Dios es mi roca, en quien encuentro protección.

Él es mi escudo, el poder que me salva y mi lugar seguro. Clamé al

Señor, quien es digno de alabanza, y me salvó de mis enemigos.

Me enredaron las cuerdas de la muerte; me arrasó una inundación

devastadora. La tumba me envolvió con sus cuerdas; la muerte me

tendió una trampa en el camino. Pero en mi angustia, clamé al Señor;

sí, oré a mi Dios para pedirle ayuda.

Él me oyó desde su santuario; mi clamor llegó a sus oídos. Entonces

la tierra se estremeció y tembló; se sacudieron los cimientos de las

montañas; temblaron a causa de su enojo.

De su nariz salía humo a raudales, de su boca saltaban violentas

llamas de fuego; carbones encendidos se disparaban de él. Abrió los

cielos y descendió; había oscuras nubes de tormenta debajo de sus

pies.

Voló montado sobre un poderoso ser angelical, remontándose sobre

las alas del viento. Se envolvió con un manto de oscuridad y ocultó

su llegada con oscuras nubes de lluvia. Me rescató de mis enemigos

poderosos, de los que me odiaban y eran demasiado fuertes para mí.

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La virtud de la TEMPLANZA

De las virtudes Cardinales nos queda la Templanza, que como

dijimos el primer día, “hace que frenemos las pasiones bajas”.

La palabra templanza proviene del latín “temperancia”, en referencia

a la moderación de la temperatura; igualmente, el adjetivo “templado”

se aplica al medio entre lo cálido y lo frío, y también a lo que

mantiene cierto tipo de equilibrio, cohesión o armonía interna.

El catecismo de la Iglesia católica anota que "la templanza es la

virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el

equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la

voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de

la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus

apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar

“para seguir la pasión de su corazón” (cf Si 5,2; 37, 27-31).

Como acabamos de leer, nuestro

Catecismo describe la función de la

templanza con los verbos “moderar”,

“procurar”, “mantener”, “asegurar”,

“orientar”, “guardar”... Es una riqueza

de vocablos que con matices diversos

señala claramente que la templanza

es una virtud orientada al bien y

señorío de uno mismo. Es propio de

toda virtud perfeccionar la libertad de

modo que la persona, actuando por sí

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misma, obre moralmente bien. La virtud “crea” en la persona una

“con-naturalizad” con el bien, de manera que se hace capaz de juzgar

y elegir con prontitud y seguridad lo que es bueno. En el caso de la

templanza ese señorío se realiza “ordenando” sus inclinaciones

hacia el bien en el uso de los bienes creados.

Como se acaba de apuntar, el cometido o función de la templanza

viene señalado por el bien de la persona. Por eso, la persona virtuosa

es aquella que, en las circunstancias concretas, hace de manera

permanente lo que debe hacer y del modo que debe hacerlo. Una vez

conocido el bien, se decide a realizarlo porque lo percibe como

conveniente a su naturaleza: advierte que es bueno porque

contribuye a su perfección como persona y en el camino hacia Dios.

Cuando se habla de la virtud como de “una disposición estable para

realizar el bien moral”, se debe advertir que esa disposición no puede

ser pensada como una cualidad que la persona posee. No se trata de

una cualidad que se añade sin más o una “habilidad”. No es que el

hombre virtuoso tenga la fe, la fortaleza, la templanza, etc.; sino que

es creyente, fuerte, moderado, etc. Tampoco se puede concebir como

una cualidad que se da automáticamente. Es la persona misma la que

es y se hace virtuosa. La virtud radica en el interior del hombre, se

relaciona con el centro mismo de las decisiones libres: se sitúa en la

inclinación de la persona hacia el bien y en la adhesión interior a ese

bien. Se puede describir como la perfección de la persona en orden a

obrar moralmente bien.

Como consecuencia de su condición de criatura, llamada también a

participar de la vida divina, existe en el ser humano una cierta

sensibilidad y apertura hacia el bien que le es propio. (Es la raíz de la

“con-naturalizad” con el bien, propia del hombre virtuoso). Sobre esa

capacidad se apoya el juicio de la razón. En la elección que realiza la

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persona cuando decide hacer algo, se debe distinguir entre el acto

interior y el acto exterior o la ejecución de la elección. La virtud se

relaciona con el acto interior, está ligada al juicio prudencial. Es el

juicio de la razón el que decide sobre la moralidad de las acciones.

Tal y como hemos

visto, la templanza

capacita a la persona

para hacerse dueña

de sí misma, poner

orden en la

sensibilidad y la

afectividad, en los

gustos y deseos, en las tendencias más íntimas del yo: en definitiva,

nos procura el equilibrio en el uso de los bienes materiales, y nos

ayuda a aspirar al bien mejor. De modo que, de acuerdo con Santo

Tomás, la templanza podría situarse en la raíz misma de la vida

sensible y espiritual. No en balde, si se leen con atención las

bienaventuranzas se observa que, de un modo u otro, casi todas

están relacionadas con esta virtud. Sin ella no se puede ver a Dios, ni

ser consolados, ni heredar la tierra y el cielo, ni soportar con

paciencia la injusticia: la templanza encauza las energías humanas

para mover el molino de todas las virtudes.

Como la unión hace la fuerza, juntas hoy rezamos y pedimos a Dios

saber decir que no en todas las ocasiones de peligro que nos

presente la vida, para obtener una victoria interna que será fuente de

paz interior. Negarnos a lo que nos aleje de Dios, a las ambiciones de

nuestro yo y a las pasiones desordenadas, vía imprescindible para

afirmar nuestra propia libertad interior y colocarnos en el mundo y

sobre todo, frente al mundo.

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Oremos: Señor, dame

humildad para darme a

los demás, para ser

consciente de mi

pequeñez, de mis

debilidades, de mi

necesidad de Ti.

¡Dame el don del respeto

al prójimo para valorarlo como es y no juzgarlo! ¡Permíteme tener

siempre una conciencia recta que no navegue entre las olas del que

dirán! ¡Ayúdame a comprender al prójimo, al que más cerca tengo, y

dame la sabiduría para saber orientarle siempre en sus necesidades!

¡Concédeme la gracia de saber sacrificarme y mortificarme por Ti y

por el prójimo!

¡Borra de mi corazón la soberbia y el egoísmo, mis comodidades, mis

autosuficiencias, mi permisividad, mi tibieza porque quiero

acercarme más a Ti!

¡Ayúdame, Señor, a mantenerme siempre firme en mis principios y a

controlar mis pensamientos, lo que digo y lo que hago por mi propio

bien y para honrarte a Ti y a los demás! ¡Bendíceme, Espíritu Santo,

con esta valiosa virtud de la Templanza! Amén

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LAS OBRAS DE MISERICORDIA

"Estamos en el camino de la santificación, ¡pero debemos tomarla en

serio!" “Para que sea así, es necesario hacer obras de justicia, obras

"sencillas": Comenzamos por "adorar a Dios: ¡Dios es El primero

siempre!” “Y hacer lo que Jesús aconseja: ‘ayudar a los demás”. (De

una homilía del Papa Francisco)… Es decir: Obras de misericordia….

En la Bula Misericordiae Vultus que promulgó el papa Francisco dio

una serie de ejemplos sobre cómo actuar, y una cosa que propuso

fue cumplir con alegría las obras de misericordia corporales y

espirituales, porque como dijo San Juan de la Cruz, “en la tarde de la

vida, seremos juzgados en el amor”.

Las “obras de misericordia” son un hermoso catálogo de acciones, o

mejor, de sentimientos y actitudes, que hacen efectivo y concreto el

precepto del amor fraterno, distintivo de los cristianos. La Iglesia nos

propone practicar y vivir estas “obras de misericordia” en todo

tiempo y en toda ocasión; pero nosotras, las vamos a recordar para

que poniéndolas en práctica a lo largo de nuestro caminar diario,

sean una buena preparación para nuestra meta: la santificación de

nuestras almas…

Podríamos decir que las obras de misericordia no han de ser

catorce, sino tantas cuantas miserias encontremos en el camino de la

vida. Tampoco debe hacerse una distinción tan radical entre

corporales y espirituales, todo está entrelazado entre sí. Por otra

parte, no es tanto, cuestión de hacer, sino de ser. No basta con hacer

obras de misericordia, hay que ser misericordiosas. Es posible que

muchas veces, quizá la mayoría, no podamos hacer nada, pero

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siempre podemos sentir, comprender, disculpar, estar, compartir

misericordiosamente las necesidades de nuestro prójimo…

Por ejemplo, enseñar al que no sabe. Es una bonita obra de

misericordia, pero a veces nos encariñamos tanto con ella, que

queremos dar lecciones a todo el mundo. Esta misericordia debemos

practicarla con moderación. A lo mejor es preferible que nos dejemos

enseñar. Esto también es obra de misericordia: saber escuchar y

agradecer lo que hemos aprendido. Todos necesitamos aprender

unos de otros, incluso el profesor del alumno, el padre del hijo, y el

empresario del obrero. Enseñemos, sí, al que no sabe, pero sin

humillarle. Enseñémosle a saber. Y –no hace falta decirlo- para que

sea verdadera obra de misericordia se necesita una condición: la

gratuidad. Es importante que cooperemos con nuestros hermanos,

pero es más importante enseñarles a realizar por ellos mismos,

aquello que no saben. Por ello, enseñémosles a orar, a perdonar, a

perdonarse, a compartir. Esta obra de misericordia nos llama a que

ayudemos a nuestros hermanos en lo que ellos ignoran, sobre todo

en temas religiosos u otra cosa que necesiten saber.

Siguiendo nuestro senderito nos topamos con la segunda obra de

misericordia: Dar buen consejo al que lo necesita. Démoslo sí, pero

sin paternalismo, cuando el otro nos lo pida o lo quiera o de verdad

lo necesite. Démoslo, pero siempre que estemos también nosotras

dispuestas a recibirlo, y sobre todo con humildad. Un buen consejo,

una palabra orientadora, puede ser luz en la noche, puede ahorrar

muchos tropiezos y caídas, puede salvar una vida del fracaso y la

desesperación, puede llegar a hacer cambiar a una persona que

hubiera cometido una equivocación u error y así puede tomar el

camino justo; de lo contrario, tal decisión equivocada le hubiera

pesado toda la vida. Quien es buen consejero sabe discernir las

situaciones erróneas y es buen compañero de camino.

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Pero para dar buen consejo es necesario que nosotras mismas

hayamos sido aconsejadas y guiadas por alguna autoridad, que nos

ayude a orar y presentar el problema a Dios Padre, para que nos

envíe su Santo Espíritu y nos regale éste precioso don. Así, bajo la

guía del Señor, tanto nuestras palabras como nuestro actuar, será un

constante aconsejar a

los que lo necesitan,

no según nuestro

criterio sino según el

criterio de Dios. En

los tiempos actuales

existe una gran falta

en las relaciones

humanas, que

dificulta poder

aconsejar y ayudar a

recapacitar sobre comportamientos equivocados. En el lenguaje

coloquial oímos muchas veces: que cada uno se las “componga

como pueda” y, en nombre de la libertad personal, se deja correr la

suerte del otro. Nadie puede interferir en la vida de otra persona,

puesto que, “cada uno es dueño de hacer lo que quiera” y es cierto,

pero también, por un pudor y respeto mal entendidos, podemos caer

en no ayudar a quien necesita una mano amiga; a quien, gracias a un

“buen consejo”, puede salir de una situación embarazosa y difícil.

El diccionario de la lengua española, dice que “tutor” es la caña o

estaca que se clava al pie de una planta para mantenerla derecha en

su crecimiento. La caña ayuda para que la planta no se desvíe y

crezca convenientemente. Es decisiva en el proceso del futuro árbol

puesto que le ayuda a crecer en armonía y en recta orientación. Hoy

día es muy difícil hacer comprender la importancia que tiene el

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“tutor”, el “director espiritual”, el “consejero”…, pero a la postre,

sabemos que quien ha tenido un buen consejo a tiempo y a una

persona que le ha sabido orientar rectamente su vida, ha conseguido

hacer más fácil el camino hacia Dios.

Cada uno es libre de sus actos, pero la vida se ha puesto tan

complicada que necesitamos ésa señal que nos sostenga en los

momentos en los que corremos el peligro de desviarnos o en las

circunstancias en las que el viento recio y fuerte amenace con

romper y quebrar nuestro hermoso árbol. Nadie puede arrogarse, con

altanería, el dicho de que cada uno se vale por sí mismo. A la vuelta

de la esquina menos pensada, todos nos topamos con la realidad

testaruda y todos necesitamos a alguien que nos escuche, nos

aliente o nos corrija para que nuestra vida se realice con madurez y

rectitud.

Un buen consejo a tiempo y aceptado con humildad, puede cambiar

el rumbo torcido y enderezarlo, reforzando la justa orientación de

nuestra vida. Quien se apoya en un buen consejero se hará

merecedor de un camino feliz.

Hoy le podríamos pedir a Nuestra Madre del Buen Consejo que jamás

aparte Su vista de nosotras, que nos ayude a ser humildes, sin

despreciar jamás un consejo, una orientación o una mano amiga que

nos lleve a Dios. Podríamos esta noche de Vela hacer un profundo

examen de conciencia y empezar a caminar por éste sendero

estrecho que nos marca Jesús. Como buenas adoradoras que somos

y dóciles a Su palabra, pedimos a la Virgen nos dé luz y nos empape

el Señor de su infinita misericordia…

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Las OBRAS DE MISERICORDIA

También corregir al que no sabe, es una obra de misericordia, pero

cuando se hace desde la humildad y el amor, reconociendo que

también nosotros nos equivocamos muchas veces. No queramos

sacar la paja en el ojo ajeno, sin darnos cuenta de la viga del

nuestro…

Hace unos días, cuando acabé de redactar un mensaje en mi móvil, y

antes de enviarlo, le pedí a una persona cercana que lo revisase y

corrigiese las erratas que encontrara. Así lo hizo, y ¡tuvo que corregir

unas cuantas! Le di las gracias y, según lo hacía, comprendí de una

manera nueva el sentido de ésta práctica evangélica que se ha dado

en llamar “corrección fraterna". Me di cuenta de que mi

agradecimiento era sincero. Con su corrección estaba contribuyendo

a que mi “obra" quedara acabada con una mayor perfección, y de

paso evitaba que los que leyeran el mensaje pudieran

“escandalizarse" al ver algo incorrecto. Su labor de corrector no

estaba animada por ninguna mala intención, sino por el cariño y el

afán de ayudarme. Comprendí que como obra de misericordia

espiritual, la corrección fraterna debería tener esos mismos

ingredientes: que quien la ejercita no tenga más afán que el de

ayudar, movido por el cariño, y que quien la recibe entienda que esa

corrección contribuye a su santidad - una mayor perfección en su

obrar, y a la de los de su entorno, evitando el escándalo, y la

agradezca de corazón.

En la vida se presentan muchas ocasiones de corregirnos - por

cariño y con delicadeza - unos a otros. Si ya en general al practicar la

corrección fraterna se corre el riesgo de dar la razón a ese refrán que

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dice “Donde hay confianza, da asco", cuánto más en el entorno

familiar, en el que es más fácil abandonarse a los instintos y

pasiones. Debemos corregir, enseñar a corregir, a ser corregidos, y

pedir que nos corrijan; con el ejemplo y con la palabra, y todo ello sin

olvidar las buenas formas y maneras.

Copio aquí dos puntos del Catecismo de la Iglesia Católica que

hablan de la corrección fraterna como medio de conversión y

santificación, y como deber de caridad: 1435- “La conversión se

realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la

atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del

derecho (cf Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas

ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el

examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los

sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar

la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la

penitencia” (cf Lc 9,23). 1829- “La caridad tiene por frutos el gozo, la

paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección

fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre

desinteresada y generosa; es amistad y comunión: “La culminación

de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo,

corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos”

(San Agustín, In epistulam Ioannis tractatus, 10, 4).”

Sabemos por experiencia que una buena corrección ayuda a purificar

el alma y las actitudes negativas que residen en ella. En el refranero

se suele decir que “quien bien te quiere, te hará llorar”. Este

sentimiento que está en lo más profundo de la sabiduría popular

concuerda con lo que en moral se llama la “corrección fraterna” y se

entiende por tal, la amonestación hecha al prójimo culpable, en

privado y por pura caridad para apartarle del pecado o de un camino

errado. La amonestación, ayuda a la madurez no sólo cristiana sino

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también humana, pero toda corrección debe ir acompañada por una

gran dosis de educación y un gran sentido de la caridad. La

corrección que se hace por despecho o por desprecio no es

auténtica. Muchas veces los resortes interiores pueden jugarnos

malas pasadas si no sabemos armonizar bien los sentimientos. De

ahí que la corrección comporta un modo de amar al prójimo con la

pedagogía serena que nace de un corazón sencillo y bien templado.

La corrección no sólo se debe someter a pronunciar palabras, sino a

cualquier gesto que puede llegar a ser luz para dar pistas de

orientación al corregido, que valen mucho más que “mil palabras”,

un silencio a través del tiempo, hasta que se serene la situación,

puede llegar a ser un buen método que dará frutos abundantes en el

momento de la corrección.

Pero la moral evangélica

y que siempre la Iglesia,

como Madre y Maestra

nos ha enseñado, es que

antes de corregir lo

primero que hemos de

tener presente es que

haya materia cierta, no

imaginaria, puesto que

se pueden dar indicios que no son verídicos.

La sospecha nunca es buen camino para llegar al que se desea

ayudar con la corrección. Debe ser algo necesario y siempre

buscando la idónea capacidad del que corrige para que el prójimo no

se sienta rechazado y marginado. La corrección ha de ser útil, es

decir, que haya fundada esperanza de éxito. Si se prevé que será

contraproducente como es provocando la ira o induciéndole a

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mayores males o pecados, debe omitirse. Como dice Santo Tomás,

“si se duda del éxito inmediato, pero no del remoto, debe hacerse. Y

si se duda seriamente si aprovechará o dañará, debe omitirse; porque

el precepto de no dañar al prójimo es más grave que el de

beneficiarle, a no ser que de su omisión se teman males mayores

como son escándalos o corrupción de otros”.

En general hay que conjugar con la caridad y la justicia la

benignidad, la humildad y la prudencia, recordando las palabras de

San Pablo: “Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, que

tenéis el Espíritu, corregidlo con espíritu de mansedumbre. Y no te

descuides tú mismo, que también tú puedes ser puesto a prueba”

(Gal 6,1). Hay que procurar, además, salvar la fama del corregido y

para ello debe observarse el orden establecido por Jesucristo en el

Evangelio. De suerte que primero se haga la corrección en privado;

luego, con uno o dos testigos, y, finalmente –si todo lo anterior ha

fallado-, recurriendo al superior (Cfr. Mt 18,15-17).

Cuando la situación es muy grave debe hacerse presente

inmediatamente a la autoridad competente con el fin de que la misma

no se empeore. Nunca un buen ciudadano o un buen cristiano puede

quedarse con los “brazos cruzados” ante momentos que pueden

perjudicar a terceras personas y si esto es grave debe comunicarse

cuanto antes a quien esté revestido de la autoridad. La corrección si

se hace bien reporta paz a la persona y a la sociedad.

¡¡¡Ufff!!! Qué tema más difícil y complicado, y con qué facilidad nos

lanzamos a dar lecciones a cuantos nos rodean… Pidamos

encarecidamente a Nuestra Madre, Virgen de la Caridad, que nos

muestre el camino de ayudar a cuantos nos rodean, pero teniendo

siempre muy en cuenta nuestra pequeñez y nuestros propios

errores…

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Las OBRAS DE MISERICORDÍA

Perdonar las injurias. Obra grande de misericordia es perdonar a los

que nos ofenden, porque así somos perdonados por Dios, e imitamos

a Jesús que en la cruz murió perdonando a todos los que lo mataban.

Debemos saber perdonar de corazón a todos los que nos injurian,

simplemente porque nos conviene a nosotros mismos, ya que Dios

ha condicionado su perdón para con nosotros a la manera en que

nosotros a su vez perdonemos a los demás. Cuando perdonamos a

alguien sus ofensas para con nosotros, entonces hacemos que Dios

ya no lo mire con ira, sino que lo bendiga y le dé la gracia del

arrepentimiento y de la conversión. En cambio si no perdonamos, la

ira de Dios pesa sobre ésa persona y será castigada y tal vez no

tenga tiempo y gracia para convertirse, y para nosotros se cierra el

perdón de Dios porque nos hacemos duros de corazón. Con el

perdón es como que desatamos a las almas de la Justicia de Dios y

pedimos nosotros mismos por ellas, para que también se salven,

porque en definitiva nuestros enemigos no son los hombres, más o

menos buenos, sino que es el demonio nuestro verdadero enemigo.

¡Y a cuántos de nuestros ofensores encontraremos un día en el

Paraíso, gracias a que le perdonamos en la tierra! Y ellos estarán

agradecidos con nosotros por toda la eternidad, felices ellos de

haberse salvado, y felices nosotros de haber sido sus salvadores.

La injuria es un agravio y ultraje de obra o de palabra que nos pueden

o podemos realizar en algún momento de nuestra vida. La injuria

daña profundamente y es muy nociva, de tal forma que provoca o

puede llegar a producir un cierto desequilibrio psicológico en quien

la recibe. Solamente se puede restaurar con la misericordia y el

perdón. El agredido por la injuria puede llevar al agresor a los

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tribunales pero la medicina que únicamente sana es el perdón. Y los

mismos tribunales, muchas veces, operan con estas claves

fundamentales en el entendimiento humano: la reconciliación y el

perdón. La justicia auténtica va traspasada por el sentido hondo de la

conciliación y la misericordia. Perdonar a quien nos injurie es la

cuarta “obra de misericordia” espiritual que es fruto del Evangelio

bien vivido.

Esta excelente obra de caridad lleva consigo una disposición interior

para que el odio y la venganza no sean los que muevan el corazón

humano si bien no se tiene obligación de renunciar a toda clase de

reparación externa por la ofensa recibida puesto que a veces se

necesita poner remedios para no dejar que la injuria domine sobre el

sentido coherente de la vida de la persona. “Dios no acepta el

sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para

que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser

pacificado con oraciones de paz. La oración más bella para Dios es

nuestra paz, nuestra concordia y nuestra unión” (San Cipriano de

Cartago).

La injuria puede llegar a provocar estados de ánimo contradictorios e

incluso situaciones de violencia incontrolados. No se puede llevar

hacia delante una auténtica relación fraterna si no se purifica el

corazón de las adherencias vengativas por parte de quien ha recibido

la injuria. Sin percatarnos, puesto que es muy sutil, se suele caer en

la venganza justificada a la hora de atacar a quien ha sido el

promotor de la injuria. Si así se procede se cae en la misma falta que

se condena. La injuria es un delito que merece su penalización en

justicia y ha de buscarse cauces para atajar el mal que dicho

desorden produce. Tiene el derecho de legítima defensa quien haya

recibido una injuria y sobre todo cuando está en juego el

desprestigio de un tercero. Cuando la injuria no redunda en perjuicio

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o desprestigio de otra persona más que de quien la ha recibido,

siempre es más perfecto perdonar de corazón y renunciar a exigir la

reparación. Como Adoradoras, hemos de conducir estas afrentas con

espíritu humilde si bien se requiere rechazar el ultraje y dar una

lección de “bien hacer” al que ha injuriado para que rectifique su

proceder e impedir que repita tales cosas en el futuro, según el texto

de los Proverbios: “Responde al necio como merece su necedad,

para que no se crea un sabio” (Prov 26,5). Nunca la injuria debe

acallar a aquellos que son ejemplo para los demás y se ha de

procurar que no domine el mal sobre el bien. Así lo expresan los

santos al afirmar que “aquellos cuya vida ha de servir de ejemplo a

los demás, deben, si les es posible, hacer callar a sus detractores, a

fin de que no dejen de escuchar su predicación los que podrían oírla

y no desprecien la vida virtuosa permaneciendo en sus depravadas

costumbres”(San Gregorio Nacianceno). Las razones esenciales de

una sana convivencia han de ser las que prevalezcan, y a ellas se ha

de mirar como único estilo de vida humana y cristiana.

“Consolar al triste”

La tristeza es el terreno

propicio que utiliza Satanás

para tentar a las almas, ya

que cuando un alma está

triste, es más fácil que caiga

en pecados, y el demonio, que es cobarde, aprovecha este tiempo

para atacar más ferozmente. Por eso ¡qué importante es que

consolemos a los que están tristes! Si los apóstoles no se hubieran

dormido en el Huerto de los Olivos, habrían podido consolar a Jesús

que estaba mortalmente triste, y habrían logrado hacer huir a

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Satanás. Pero Jesús quiso padecer este sentimiento para salvar y

redimir a los que están tristes, y quiere que nosotras cumplamos con

estos hermanos entristecidos, la gran caridad de alegrar el alma para

alejarlos de la órbita del diablo. Por eso todo lo que hagamos por

vencer la tristeza, será en provecho de nuestra vida de gracia.

No es malo sentir tristeza, especialmente cuando vemos tanto mal en

el mundo y en las personas; lo malo es cuando esa tristeza se

desordena, es decir, cuando nos impide cumplir los deberes de

estado o la misión que tenemos cada uno de nosotros. Si Dios a

veces nos envía momentos tristes, es para que sepamos por

experiencia propia lo que es estar tristes, y así tengamos un corazón

misericordioso y compasivo con los que están abatidos y los

consolemos. Jesús padeció una profunda tristeza en el Huerto de los

Olivos, y allí mismo el demonio le tentó, haciéndole sufrir tanto que

“sudaba gotas de sangre”. Sabiendo estas cosas, ¡qué bueno sería si

nos propusiéramos siempre, consolar a los tristes! Porque con una

palabra de aliento, una broma sencilla, un gesto amistoso y amoroso,

una palmada, un buen consejo, quizás podemos salvar un alma del

pecado, de la muerte, e influir beneficiosamente en muchas otras

almas que se relacionen con ella. En el mundo hay muchos motivos

que nos pueden entristecer, porque el mal abunda tanto, que es difícil

no apenarse por tanta maldad, por tantas personas que sufren

inocentemente. Así que tenemos mucho campo para practicar este

apostolado. Para salir de la tristeza y ayudar a otros a que salgan de

ella, es necesario que pensemos en las cosas eternas y no sólo en

las cosas de la tierra. Efectivamente el pensar en el Cielo que nos

espera, en que la Virgen y Jesús están realmente presentes en

cuerpo y alma a nuestro lado, en que tenemos un ángel de Dios que

nos cuida, y la seguridad de que ganaremos el Cielo y seremos

felices para siempre, eso solo, ya nos abre un panorama de luz y de

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LAS OBRAS DE MISERICORDIA

alegría en la noche más oscura. Pero hay que tener cuidado porque el

demonio sabe muy bien que el pensamiento del Cielo da mucho

ánimo, alegría y consuelo al alma atribulada, entonces utiliza su

mejor arma, que es tratar de hacernos creer que estamos

condenados, que el Cielo no existe o no es para nosotros, etc., y así

trata de llevarnos al desánimo, a la desesperación, a bajar los brazos

y a no luchar. Así que no oigamos las mentiras del maligno y

pensemos en el Cielo, que fue creado para nosotros, y que, Dios

mediante, lo alcanzaremos con Su ayuda.

Podemos rezar y animar a los demás diciéndoles: “No te desanimes

amiga, que en el momento más inesperado aparecerá la luz que te

guiará por el camino nuevamente. Jamás pierdas la fe.” y “Siempre

confía en Dios y ten presente que no existe Ser en el planeta que te

pueda comprender mejor. Él te ama y no te dejará sufrir. Solo ten fe y

deja a Dios entrar en tu corazón, que el curará tus heridas. ”Sagrado

Corazón de Jesús, en Vos confío”

Sufrir con paciencia los defectos de los demás es un camino seguro

hacia la paz. Este modo de proceder es el de aquellos que apuestan

por la santidad. Tenemos ejemplos de muchos que han sido viva

expresión de este estilo de vida. Pensemos en Santa Teresita del

Niño Jesús, que tuvo que soportar durante varios años las

impertinencias y defectos de una compañera. La respuesta siempre

era la misma: amar y perdonar.

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Muchos mártires, incluso modernos, mueren perdonando al verdugo.

Pero el ejemplo por excelencia es Jesucristo, que supo disculpar a

todos los que le condenaban: “Perdónales, Padre, porque no saben

lo que hacen”. En la sociedad actual, no se entiende este modo de

proceder, parece más lógico machacar a los demás y utilizar el

mismo método que la ley del talión: “ojo por ojo y diente por diente”,

Sin embargo, quien sufre con paciencia los defectos del prójimo no

es un masoquista como, a veces se ha dicho, sino que pone cara a la

verdad y la defiende con toda su alma, no se asocia con la mentira ni

justifica el pecado, no se cree mejor que los demás, y oye

interiormente el mismo desafío que el Señor hace a aquellos que

condenan y no perdonan: “Quien esté exento de pecado que tire la

primera piedra”.

Es más fácil ver la mota

en el ojo ajeno que la viga

en el propio. Es la

reacción del egoísmo

elevado al

perfeccionismo. Los

santos lo han intuido al

decir que “es mejor un

pecador humilde que un

santurrón soberbio” (San

Agustín). La paciencia

que soporta y sufre los

defectos de los demás es fruto de la presencia del Espíritu de Dios en

el alma.

La auténtica caridad es sobrellevar y disculpar los defectos de los

demás. Si este modo de proceder falla, se cae en la grave

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depreciación de la dignidad humana, el ser humano que molesta se

convierte en un enemigo irrecuperable.

Los discípulos de Jesús tenían un gran problema y era que no sabían

las veces que debían perdonar, a lo que les respondió el Maestro que

siempre se debe disculpar y perdonar. No hay un número cerrado

sino que existe un número infinito de veces que uno debe perdonar.

También advirtió que no era fácil y, cuando les enseñó la oración del

padrenuestro, les dijo que debían rogar mucho al Señor: “Perdona

nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos

ofenden”. Este es el punto fundamental que nos hace ver si somos o

no buenos cristianos.

A veces sucede a la inversa, y en lugar de sufrir nosotros con

paciencia los defectos ajenos, hacemos sufrir a los demás con

nuestros propios defectos. Tratemos de corregirnos y tengámonos

paciencia también para con nosotros mismos, porque el camino a la

perfección no es de un día para el otro, sino que es gradual, con

caídas y retrocesos. Por eso debemos tener paciencia con los

defectos nuestros y con los de los demás, ya que muchas veces

actúan sin darse cuenta de que nos molestan. El ejemplo lo tenemos

siempre en Jesús, que trataba bien a todos. Dice la Escritura que a

fuerza de paciencia poseeremos nuestras almas. Y Santa Teresa de

Jesús dice también que la paciencia todo lo alcanza. Nosotras

adoradoras, tenemos que armarnos de paciencia, porque también en

el apostolado es necesaria e imprescindible esta virtud.

Conservemos la paz del alma y tengamos una sonrisa con los que

nos fastidian, será un gesto de gran heroísmo, tal vez más que morir

mártires.

El libro de la Imitación de Cristo nos dice: “Lo que uno no puede

corregir en sí mismo o en los otros, debe aguantarlo con paciencia

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hasta que Dios disponga otra cosa”. Consideremos que quizás será

así para probar nuestra paciencia, sin la cual no deben tenerse en

mucho nuestros méritos. Sin embargo tenemos que pedir mucho a

Dios que se digne ayudarnos para sufrir con paciencia tales

dificultades, y para soportar con mansedumbre estas molestias. "Con

vuestra paciencia salvaréis vuestras almas"

"La tribulación produce paciencia; la paciencia produce virtud firme;

la virtud firme produce esperanza, y la esperanza no falla, porque el

amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el

Espíritu Santo que

nos ha sido dado"

“Procura adquirir

paciencia para

soportar los defectos

y debilidades que

puedan tener tus

prójimos, pues tú

también tienes

muchos defectos que

los demás tienen que

soportar. Si tú no

puedes hacerte como

quisieras, ¿Cómo

pretender que los demás sean totalmente según tus gustos?

Quisiéramos que los demás fueran perfectos, pero nosotros no nos

corregimos de nuestros defectos”. "¿Cómo es que ves la mota que

hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en el

tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y después podrás ver

para sacar la mota del ojo de tu hermano" "No tienes excusa, tú quien

quiera que seas, tú que juzgas y condenas a otros, pues juzgando a

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los demás, a ti mismo te condenas, ya que tú haces las mismas

cosas que condenas en los otros, y te figuras tú que juzgas a los que

cometen tales cosas, pero te dedicas también a cometerlas, que

escaparás del Juicio de Dios?”

Dios ha dispuesto en este mundo que "llevemos los unos las cargas

de los otros", porque todos tenemos defectos, nadie se basta así

mismo. Nadie sabe todo lo que necesita. Por eso debemos todos

sobrellevarnos mutuamente, consolarnos, ayudarnos, instruirnos,

aconsejarnos y sobre todo, amarnos.

La mejor ocasión para saber a qué progreso ha llegado nuestra alma,

es la llegada de la adversidad. Nunca se ve más claro el grado de

virtud que cuando llega la adversidad. Porque las ocasiones no

hacen frágil a la persona, pero sí revelan lo que es. "Tened

consideración con el que es débil. No andéis discutiendo. Tú, ¿por

qué juzgas a tu hermano? Y tú ¿por qué desprecias a tu hermano?

¿No sabes que todos hemos de comparecer ante el tribunal de

Dios?”

Hoy os propongo un ejercicio que a simple vista parece fácil pero que

no lo es… ¿Que os parece si dejamos de juzgarnos los unos a los

otros y nos sobrellevamos con más amor y paciencia?

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Las OBRAS DE MISERICORDIA

Rogar a Dios por los vivos y los difuntos, es una obra de misericordia

fácil, que cualquiera puede realizar sin ni siquiera salir de su casa, ¡y

es tan necesaria! Todas las gracias nos vienen de Dios a través de la

oración, es un aspecto de la vida del cristiano que solemos

descuidar: la oración de intercesión. Intercesión viene del verbo

"interceder" y quiere decir que pedimos nosotros por los otros.

(Colosenes. 1:3-9; Hechos 8:15). Conviene acostumbrarse a orar

incesantemente por nuestros parientes más cercanos, y no sólo por

los vivos, sino también por los difuntos. Jesús, que era Dios y no

tenía necesidad de orar, quiso orar insistentemente, pasar las noches

y los días en oración. Esto lo sabemos muy bien nosotras,

Adoradoras Presenciales pues intentamos imitar a nuestro Maestro

pasando la noche en oración.

San Alfonso María de Ligorio decía: “El que reza se salva, y el que no

reza se condena”. Así de simple. Leamos qué nos dice Santa

Faustina Kowalska sobre la oración: “A través de la oración el alma

se arma para enfrentar cualquier batalla. En cualquier condición en

que se encuentre un alma,

debe orar. Tiene que rezar

el alma pura y bella, porque

de lo contrario perdería su

belleza; tiene que implorar

el alma que tiende a la

pureza, porque de lo

contrario no la alcanzaría;

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tiene que suplicar el alma recién convertida, porque de lo contrario

caería nuevamente; tiene que orar el alma pecadora, sumergida en

los pecados, para poder levantarse. Y no hay alma que no tenga el

deber de orar, porque toda gracia fluye por medio de la oración.”

(Diario #146) Pero, además, con la oración no solo nos beneficiamos

nosotras, sino que intercedemos por nuestros seres queridos y por

todos los hombres, incluso los que están en el Purgatorio porque ya

han muerto. Y las almas que están en el purgatorio nos estarán

infinitamente agradecidas por nuestra oración ofrecida por ellas y

nos devolverán una lluvia de gracias y bienes de todas clases. La

Beata Faustina intercedía constantemente por los pecadores, los

moribundos y las almas del purgatorio. Por lo tanto, la oración por

los demás, estén vivos o muertos, es una obra buena y necesaria.

San Pablo recomienda orar por todos, sin distinción, también por

gobernantes y personas de responsabilidad, pues “Él quiere que

todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. (1 Tim 2, 2-

3).

San Juan, Apóstol y evangelista centra su Evangelio y sus cartas en

el tema del Amor. Y termina convenciéndonos de que el Amor de

Dios y el amor a Dios son la misma cosa. En efecto, en la narración

que nos brinda del discurso que Jesús hace a sus Apóstoles durante

la Última Cena, cuando instituyó la Eucaristía la noche anterior a su

muerte, y pide el Señor por todos nosotros, el Evangelista hace un

maravilloso recuento de este tema tan importante: el Amor Caridad.

Las palabras de Jesús en ese conmovedor momento hay que

revisarlas línea a línea. Parece como si constantemente estuviera

repitiendo lo mismo, pero cada línea tiene su matiz y su significado

especial.

“Permanezcan en mi Amor. “Si cumplen mis mandamientos

permanecen en mi Amor, lo mismo que Yo cumplo los mandamientos

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de mi Padre y permanezco en Su Amor” (Jn. 15, 9-10). Amar a Dios y

permanecer en Su Amor es hacer lo que Él nos pide. La palabra

“mandamientos” no se refiere sólo a los que conocemos como los 10

Mandamientos, sino a “todo” lo que Dios desea de nosotras. Es el

caso entre Dios Padre y Dios Hijo: Éste hace lo que el Padre quiere y

es así como permanece amando al Padre. Quiere decir que nosotras

permanecemos amando a Dios si actuamos de la misma manera,

haciendo lo que Dios desea de nosotras. La verdadera felicidad está

en permanecer amando a Dios, cumpliendo los deseos de Dios y no

los propios. Así nuestro gozo será “pleno”. Las alegrías humanas

son pasajeras, efímeras, incompletas, insuficientes, pero, ¡nos

aferramos tanto a ellas! Si nos convenciéramos realmente de estas

palabras de Jesús sobre la verdadera alegría, nuestra felicidad

comenzaría aquí en la tierra y, además, continuaría para siempre en la

eternidad. Por lo tanto, con el corazón lleno de la alegría que supone

sabernos “salvos” por Cristo, recemos intensamente por los vivos y

difuntos que están en el Purgatorio.

“Las obras de misericordia corporales”

En la antigüedad era común observar personas enfermas por los

caminos y en las plazas de los pueblos. Durante la Edad Media, la

caridad de los monjes en medio de guerras y epidemias fue

convirtiendo algunos monasterios en lugares de hospedaje para

gente herida o gravemente enferma. Hoy existen innumerables

hospitales y clínicas para atender de la mejor forma posible a quien

padece algún mal. Sin embargo, a pesar del progreso técnico y los

avances sanitarios, los enfermos siguen existiendo y siguen

sufriendo. Se dice que “el verdadero dolor es el que se sufre sin

amigos”. Es evidente que los enfermos tienen constantes molestias

físicas. Aun así, existe un dolor más profundo y más desgarrador que

el físico. Es el dolor de la soledad y de la indiferencia.

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La Iglesia consciente de esto ha querido manifestar su cercanía a

todas aquellas personas que de alguna u otra manera están

enfermas. Por este motivo ha instituido las llamadas obras de

misericordia corporales. Una de ellas es: visitar a los enfermos. Para

ello los católicos tenemos como modelo al mismo Jesucristo, que a

lo largo de su vida pública mostró una especial predilección hacia

quienes sufren. Ciegos, cojos, paralíticos, leprosos… a todos los

recibe y los cura. Todos contemplan en Él, el rostro amable de un

Dios, que al hacerse hombre, nos comprende mejor y se compadece

de nuestras debilidades físicas y morales.

Cuántas veces experimentamos

un gran alivio en medio de nuestra

enfermedad cuando se acerca

nuestra madre con una sonrisa o

cuando un amigo viene a

visitarnos.

A veces basta una llamada, una

simple palabra para hacer más ligero el peso de nuestro sufrimiento.

Además del acto solidario, a las personas que visitan un enfermo les

mueve algo mucho más profundo: la conciencia de servir a Cristo

que se manifiesta en el rostro turbado, pálido y quizá desesperado de

un enfermo en alguna habitación de un hospital.

Este pequeño gesto de visitar a un enfermo es una gran voz que se

levanta en el mundo de hoy para decirle que no somos indiferentes,

que sí nos importan los demás. El dolor ajeno nos hace más

humanos, más sensibles y nos enseña a valorar el precioso don de la

salud y de la vida que Dios cada día nos regala. Allí donde hay

sufrimiento está Cristo. Y en los enfermos está el Señor,

esperándonos a que vayamos a visitarlo y a consolarlo.

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No temamos contagiarnos, mis queridas amigas, porque Dios nos

protegerá. Y si nos contagiáramos y muriésemos, Dios nos dará el

Cielo como a mártires suyos, mártires de la caridad y del amor hacia

el enfermo. Pidámosle hoy a María, Salud de los enfermos, nos

acompañe a vencer el mal con el bien y que sepamos practicar esta

gran misericordia de Dios.

Adoradora en el silencio de la noche, cuando las palabras resuenan

con más fuerza, porque está uno ante la misma Palabra hecha carne,

hecha pan. Recordamos lo que escribió San Juan de la Cruz: “Una

palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y esta habla siempre en

eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma”.

Quien ejerce el amor al prójimo desde el amor a Dios recibe gracias,

pues con las obras de misericordia, está haciendo la Voluntad de

Dios. “Den y se les dará” (Lc. 6, 38).

Decíamos que una manera de ir borrando la pena purificante que

merecen nuestros pecados ya perdonados (Purgatorio) es mediante

obras buenas. Obras buenas son, por supuesto, las Obras de

Misericordia. “Bienaventurados los misericordiosos, pues ellos

alcanzarán misericordia” (Mt.5, 7), es una de las Bienaventuranzas.

Además nos van ayudando a avanzar en el camino al Cielo. Es como

si ahorráramos para el Cielo. “No se hagan tesoros en la tierra”, dice

el Señor, “Acumulen tesoros en el Cielo” (Mt. 6, 19 y 20). Al seguir

esta máxima del Señor cambiamos los bienes temporales por los

eternos, que son los que valen de verdad. Por bondad de Dios tengo

comida, vestido, casa, si además mi corazón es agradecido, si me

dejo guiar por la gracia de Dios, sabré compartir lo que he recibido,

tendré la generosidad suficiente para dar de comer al hambriento.

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Con este gesto sencillo, solidario, justo, lo importante no es lo que yo

hago, lo importante es que el otro reciba ayuda. Porque su mirada

pide algo de comer, porque su corazón espera una mano amiga,

porque su cuerpo está débil y enfermizo.

Es importante recordar,

cuando podemos

ofrecer comida al

hambriento, quien es el

protagonista, quizá

pensamos que somos

nosotros los que

hacemos, los que

damos, o incluso los

que nos sacrificamos.

Pero nuestro gesto empieza a ser realmente bello cuando el otro

ocupa el lugar más importante de nuestros pensamientos y de

nuestro gesto amigo. Sabemos, además, que en cada hambriento

está presente el mismo Cristo (cf. Mt 25,35-40). Por eso siempre que

sea posible, hemos de tener la mente y la mano disponibles para que

los hambrientos, cercanos (en la parroquia o en un centro de Caritas)

o lejanos, reciban eso que yo recibí no para mi uso egoísta, sino para

repartirlo generosamente.

Leemos al profeta Isaías: “Cuando destierres de ti la opresión, el

gesto amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el

hambriento y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las

tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía” (Is 58,9-10). Sí: la luz

resplandece cuando damos de comer al hambriento, cuando vemos

su necesidad y le ofrecemos eso que tanto desea. Así penetra, de

modo concreto y visible, el amor en nuestra Tierra, nuestro planeta, y

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Dios, desde el cielo, sonríe junto al hambriento que recibe no sólo un

poco de pan, sino un gesto sincero de cariño por nuestra parte.

Los bienes que poseemos, también nos vienen de Dios, y debemos

responder a Dios por éstos y por el uso que le hayamos dado. Dios

nos exigirá de acuerdo a lo que nos ha dado: (Parábola de los

Talentos Mt. 25,14-30). Por cierto, ésta Parábola no es por casualidad,

que viene contada en el Evangelio de San Mateo, justamente antes de

la escena del Juicio Final, donde habla de las Obras de Misericordia,

¿hemos caído en la cuenta de ello?

“A quien mucho se le da, mucho se le exigirá (Lc. 12, 48). Esta

exigencia se refiere tanto a lo espiritual, como a lo material. Podemos

dar de lo que nos sobra, sí, pero debemos dar de lo que no nos

sobra. Por supuesto, el Señor ve lo último con mejores ojos.

Recordemos a la viuda pobre que dio para el Templo las últimas dos

monedas que le quedaban. No es una historia más, es un hecho real

que nos relata el Evangelio. Cuando Jesús vio lo que daban unos y

otros, hizo notar que: “Todos dan a Dios de lo que les sobra, ella, en

cambio, dio todo lo que tenía para vivir” (Lc. 21, 1-4). Esta viuda

recuerda otra historia del Antiguo Testamente sobre la viuda de

Sarepta, en tiempos del Profeta Elías, ella le alimentó con lo último

que le quedaba para comer ella y su hijo, en tiempos de una terrible

hambruna, y ¿qué sucedió? que no se le agotó ni la harina y ni el

aceite con que preparó el pan para el Profeta. (Ver 1 Reyes 17, 7-16).

A veces no sabemos a quién alimentamos: Abraham recibió a tres

hombres que era ¡nada menos! que la Santísima Trinidad (algunos

piensan que eran 3 Ángeles), los cuales le anunciaron el nacimiento

de su hijo Isaac en menos de un año (ver Gn. 19, 1-21), y a pesar, de

la risa de Sara, así fue…

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Este rincón de oración y formación, muestra la belleza de ése

misterio que permite que podamos comunicar bienes espirituales a

los demás miembros del cuerpo de Cristo, a nuestras hermanas

adoradoras, por eso tiene sentido y un valor incalculable, que

recemos intensamente las unas por las otras, y compartir

especialmente los frutos del “pan de Cristo”,a fin de que nos

ayudemos a practicar a fondo, éstas obras de Misericordia.

Una vez más, gracias por rezar por mí. No sabéis cuanto lo necesito.

Sobre, dar de beber al sediento la mejor historia del Evangelio es la

de la Samaritana a quien el Señor le pide de beber. (Ver Jn. 4, 1-45) Le

dice la mujer samaritana a

Jesús: "¿Cómo tú, siendo

judío, me pides de beber a mí,

que soy una mujer

samaritana?" (Porque los

judíos no se tratan con los

samaritanos). Jesús le

respondió: "Si conocieras el

don de Dios, y quién es el que

te dice: dame de beber, tú le

habrías pedido a él y él te

habría dado agua de vida"…

Jesús y la mujer samaritana

nos dan una bella lección de

lo que Él tiene para nosotros, que es que Jesús puede hacer de

cualquier pecador una persona nueva, toda vez que estemos

dispuestos a hacer lo que Él nos pide.

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¿Por qué Jesús pide agua a una mujer pecadora? ¿Y qué andaba

haciendo Jesús en esta parte de Samaria? Este episodio estaba

incluido en el ministerio de Jesús para enseñar una gran lección a

toda la humanidad. Esta historia tiene una profunda enseñanza.

Podemos ver como caminaba Jesús que cansado del camino, se

sentó junto al pozo. Era como la hora sexta ¿Cuál era su propósito

de pedir agua? El calor de mediodía había secado sus labios. Aunque

la idea de Jesús va más allá del hecho de que le den agua para

calmar su sed. El desea enseñar una lección a ésta mujer, como lo

hace cada día a cada uno de nosotros, “Porque el Hijo del Hombre

vino a buscar y a salvar lo que se había perdido”. (Lucas 19:10)

Es decir, dar una lección a toda humanidad, de que cuando él nos

pide algo, no es porque él lo necesite, es porque él simplemente nos

quiere dar el regalo más grande, que es la salvación. Convirtió a esta

mujer demostrándole su ignorancia y pecaminosidad y su necesidad

de salvarse. Pero, sigamos con la escena: “Jesús le dijo: Si

conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber;

tú le pedirías, y él te daría agua viva”. Si conocieses el don… que

significa: “En mí sólo ves a un hombre que te pide; pero si tú

supieses quién es este suplicante, y el Don que Dios está dando a los

hombres, tú habrías cambiado cualquier cosa por pedirle a Él el agua

viva; y no habrías pedido en vano…”

¿Sabía la mujer quien le estaba pidiendo agua? No, nunca se lo

hubiera podido imaginar, como nos pasa a nosotros muchas veces

en la vida cuando tenemos un encuentro con Él. ¿Quién le tendría

que pedir a quién? Nosotros somos los que le tendríamos que pedir a

Él. ¿Por qué? Porque Él es el Salvador, el dueño de todo, el

Todopoderoso, y solo Él tiene en sus manos el poder de darnos todo,

hasta la vida eterna. ¿Qué es lo que está ofreciendo nuestro Señor?

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Agua viva. Se está ofreciendo Él mismo a nosotros. ¿Qué es el agua

viva? Son las gracias del Espíritu y sus consolaciones que satisfacen

el alma sedienta, que conoce su propia naturaleza y necesidad. Es el

agua de vida eterna. La salvación…

“Jesús le dijo: Cualquiera que bebiera de esta agua, volverá a tener

sed, más el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed

jamás; sino que se hará en él una fuente de agua que salte hasta la

vida eterna. La mujer le dijo: Señor, dame esa agua, para que no

tenga yo sed, ni venga aquí a sacarla”.

Lo que Jesús dijo figuradamente, ella lo entendió literalmente. Cristo

señala que el agua del pozo de Jacob daba una satisfacción de breve

duración. No importa cuáles sean las aguas de consolación que

bebamos, volveremos a tener sed.

Pero a quien participa del Espíritu de gracia, y del consuelo del

evangelio, nunca le faltará lo que dará abundante satisfacción a su

alma. Pues el “agua” que Cristo da, la vida espiritual, mana de las

mismas profundidades de nuestro ser, haciendo del alma no un

aljibe, que contenga el agua vertida en él desde fuera, sino una fuente

que salta, brota, burbujea y fluye desde dentro de nosotros, siempre

fresca, siempre viva.

La presencia del Espíritu Santo dentro de nuestra alma, como el

Espíritu de Cristo, es el secreto de esta vida con sus energías

constantes y satisfacciones, como se dice expresamente: “Para que

nunca más tenga sed”, entonces, quiere decir sencillamente que

tales almas tienen las provisiones en sí mismas, elevando los

pensamientos al cielo, desde la frescura y vitalidad eternas de esta

agua, hasta el gran océano en el cual tienen su gran confluencia.

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Por lo tanto, solo Jesús tiene el agua de vida eterna, solo Jesús es la

solución a la sed del hombre. El agua que Él nos da, es pura vida

eterna, cuando nosotros bebemos de esa agua (significa que

bebemos de Él) tendremos la vida eterna.

Jesús dice que no quedará sin recompensa quien dé un vaso de agua

fresca a uno de sus hermanos. ¿Y qué decir entonces de quien dé un

vaso de agua a quien está sediento, a quien como el mismo Cristo en

la cruz, tiene una sed abrasadora? Qué precioso sería si fuésemos

capaces de dar de beber a nuestras hermanas Adoradoras, de ésta

agua viva de la cual hoy nos habla Jesús… Sería como darle el agua

al mismo Cristo, porque lo que se hace al prójimo, se hace a Jesús,

ya que Jesús está presente en los hermanos, especialmente, en los

más necesitados y alejados de Él. Llevémosle pues almas al pozo, a

Jesús, para que Él sacie su sed… Él nos lo recompensará…

Dar posada al peregrino. Todos somos peregrinos en este mundo, y

vamos golpeando en las puertas de los santos y de los ángeles para

que nos vayan dando ayuda y alojamiento mientras vamos de camino

por la vida. Pues así como nos gusta que ellos nos abran y nos den

todo lo necesario para seguir en la senda de la vida, así también

debemos saber abrir nuestra casa al hombre cansado y que nos pide

un lugar para dormir o reposar y retomar fuerzas. Como dice el

Apóstol: “Muchos, sin saberlo, han dado alojamiento a ángeles”.

El posadero de Belén no quiso dar posada a la Sagrada Familia y se

quedó en la oscuridad, se cerró al prójimo y se cerró a Dios. ¡Qué

diferente habría sido para él si les hubiera conseguido un lugar a

José y a María!

El hombre en su vida experimenta el ser huésped en este mundo, y al

mismo tiempo, el ser extranjero en esta Tierra. Esta doble perspectiva

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le ayuda a vivir con actitud de peregrino y a practicar la virtud de la

hospitalidad.

La Iglesia, de cara a esta realidad, nos invita a “dar posada a los

peregrinos”. Ésta es una obra de misericordia corporal por la cual la

caridad se manifiesta concretamente en hospitalidad. El cristiano,

como peregrino físico y espiritual, está llamado a vivir una

hospitalidad física y espiritual. La peregrinación física siempre ha

existido. Desde los inicios del cristianismo ha brotado un deseo de

visitar aquellos lugares donde vivió Cristo. Sin embargo, el motivo

más profundo de estos viajes era el imitar al Señor, quien fue

peregrino desde su infancia y durante su apostolado, pues iba de

ciudad en ciudad predicando el Evangelio hospedándose con

personas generosas.

El Evangelio de san Lucas,

considerado el “Evangelio de la

misericordia”, narra diversos

episodios con personas que

recibieron al Jesús peregrino.

Así, vemos el encuentro con

Zaqueo: Baja pronto; porque

conviene que hoy me quede yo

en tu casa. Este se apresuró a

bajar y le recibió con alegría. Al

verlo, todos murmuraban “Ha ido

a hospedarse a casa de un

hombre pecador” (cf. Lc 19-5-7).

También contemplamos el

episodio con Marta y María, hermanas de su amigo Lázaro. “Yendo

ellos de camino, entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le

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recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que,

sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra” (Lc 10, 38-39).

Cristo nos enseñó a ser peregrinos y, al mismo tiempo, nos invita a

ser acogedores. Ciertamente en muchas ocasiones no nos será

posible peregrinar u hospedar a alguien físicamente. Por ello hay una

dimensión espiritual de estas dos realidades. San Agustín decía:

“nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que

descanse en ti”.

La vida terrena es una peregrinación espiritual hacia la patria eterna

porque “nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos

como Salvador al Señor Jesucristo” (Flp, 3,20). Para acertar en

nuestras acciones cotidianas, siempre nos ayuda recordar esta

realidad: estoy de paso por este mundo.

A quienes viven con esta actitud de peregrinación espiritual, Cristo

les dice “en la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, se los

habría dicho; porque voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y

les haya preparado un lugar, volveré y les tomaré conmigo, para que

donde esté yo estéis también vosotros” (Jn 14, 2-3). Por ello, (Fijaos

que alegría) el Señor será nuestro gran anfitrión en la eternidad.

El Papa Benedicto XVI nos invita a hospedar a Cristo en nuestro

corazón y a una nueva peregrinación espiritual al hablar de la

Eucaristía. “Queridos amigos, esta no es una historia lejana, de hace

mucho tiempo. Es una presencia. Aquí, en la Hostia consagrada, Él

está ante nosotros y entre nosotros y nos invita a la peregrinación

interior que se llama adoración” (Homilía del 20 agosto de 2005). De

esta manera, recibir a Cristo en la Comunión y participar en la

adoración Eucarística se nos presentan como dos realidades

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concretas para poder vivir esta peregrinación y hospitalidad

espiritual.

Al reflexionar sobre la profundidad del “dar posada al peregrino”, nos

queda aún otra dimensión, es decir, contemplar la riqueza de Cristo:

rico en humillaciones, en desprecios, en incomprensiones, en

penalidades, en soledades, es decir en cruces… nosotras con este

bagaje, podemos y debemos acoger a nuestras hermanas siguiendo

únicamente el ejemplo de Cristo, quien nos exhortó a vivir las obras

de misericordia con nuestros hermanos: ¡Vete y haz tú lo mismo!

Vestir al desnudo. Dios fue el primero que realizó esta obra de

misericordia, pues lo hizo cuando vistió con túnicas a Adán y Eva,

después de que cometiesen el pecado original. Imitemos entonces a

Dios, y vistamos a los pobres hombres que están desnudos, como lo

hizo nuestro querido y cercano San Martín de Tours, aquel soldado

que servía al ejército romano allá por el siglo IV, cuando repartió su

capa con el pordiosero que estaba congelándose y tiritando de frío

en ese invierno duro en Amiens. En la noche siguiente, Cristo se le

apareció vestido con la media capa para agradecerle su gesto. Lo que

hagamos a uno de nuestros hermanos, se lo hacemos a Él.

Siempre podemos tener a mano alguna ropa que ya no usamos y que

está en buenas condiciones, y que podemos dársela a un pobre que

no tiene vestido. Entonces el cuerpo de ese pobre, la carne de aquel

cuerpo hablará a Dios de nosotros, de nuestra caridad, y Dios nos

colmará de bendiciones de todo tipo. Si supiéramos todo lo que

recibimos al practicar la misericordia con los hermanos, no

dejaríamos pasar ni un solo momento en que no realicemos alguna

de las catorce obras de misericordia.

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Ojala fuésemos lo suficientemente valientes y desprendidas, como

para dar algo que usamos y que nos gusta, e incluso que es nuestra

prenda favorita y que guardamos para vestirla en alguna ocasión

especial. Porque aunque a veces parezca como que nos arrancamos

un pedazo de carne al dar esa ropa, la obra ante Dios es de un valor

casi infinito, y de paso practicamos la santa pobreza y el

desprendimiento, que es necesario tener para no estar apegadas a

esta tierra y a las cosas materiales.

Sin embargo, hay otro tipo de vestiduras, mejores que la capa de San

Martín, que sí debemos cuidar: la vestidura del honor, del respeto

hacia los demás, de la protección de los menores, de la caridad hacia

nuestro hermano. "Siempre tendremos que cubrir la desnudez del

prójimo con el manto de la caridad" Quizá no lo pensamos, pero

tenemos éste otro problema relacionado con esta obra de

misericordia, mucho más grave, que no vestir al desnudo, se trata de

“desnudar al vestido”, tema de justicia para con los demás, y atentos,

son millones a los que tal vez estemos desnudando de su fama y de

su reputación diariamente.

“Si, pues, ha de ir al fuego

eterno aquel a quien le diga:

estuve desnudo y no me

vestiste, ¿qué lugar tendrá en el

fuego eterno aquel a quien le

diga: estaba vestido y tú me

desnudaste?” (San Agustín).

Como manos de Dios en la

tierra, podemos ayudar a vestir

y aliviar al necesitado.

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Seamos caritativas, sí, pero recordemos siempre que al dar, lo más

importante es mantener el sentido de dignidad de la persona; nadie

debería sentirse nunca como “un objeto de caridad”. Si supiéramos

todo lo que recibimos al practicar la misericordia con los hermanos,

no dejaríamos pasar ni un solo instante en que no realizásemos

alguna de las catorce obras de misericordia.

Pensemos hoy en la Pasión de Jesús: poco falta para que le quiten

Sus vestiduras, para que Su cuerpo quede desnudo y Su piel roce la

áspera madera de la Cruz. Poco resta para que un sayón imponga el

poder de la fuerza, y para que el Sanedrín haga lo propio con la

palabrería. Pero frente al poder civil o religioso, lejos de amilanarse,

Jesús sacará pecho y extenderá sus brazos. Aquí está el Cristo,

nuestro Amado, cuyo poder trasciende el de este mundo y al que

queremos seguir diariamente.

Que nuestra Madre, Reina de la Misericordia nos recuerde siempre no

sólo “vestir al desnudo” sino, “no desnudar al vestido”.

Redimir al cautivo. ‘Id, salid de en medio de nosotros, vosotros y los

hijos de Israel, e id a sacrificar a Yahvé como habéis dicho. Llevad

vuestras ovejas y vuestros bueyes, como habéis pedido; id y

dejadnos’. (Ex. 12, 31-32).

Con estas palabras del Faraón a Moisés y Aarón finalizaban unos

siglos de esclavitud de Israel en Egipto. Yahvé estaba con su pueblo.

Pasó a transformar su esclavitud en una libertad propia de un pueblo

que nacía como depositario de unos planes divinos para acoger unos

siglos después al Salvador que nos devolvería la amistad con Dios e

iría enseñando a lo largo de tres intensos años la nueva forma de

relacionarnos con Quien nos quiere libres.

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Pero Israel, aunque

mimado por Yahvé, era de

dura cerviz y aún tuvo que

conocer nuevos destierros

(Babilonia, por ejemplo).

Yahvé seguía estando con

su pueblo. Más tarde, el

cautiverio lo conocieron

inmediatamente los

Apóstoles y los cristianos

precisamente por serlo. El

Sanedrín no podía

consentir la expansión de la doctrina del “Ajusticiado” y los

encarceló, si bien no les faltó la ayuda directa de Dios: “El sumo

sacerdote y todos los suyos, de la secta de los saduceos, echaron

mano a los apóstoles y los metieron en la cárcel pública.

Pero el ángel del Señor les abrió de noche las puertas de la prisión”.

(Hch. 4, 17-24). Pedro también pasó por ahí, pero su gran amigo,

Jesús, no lo dejó solo: “Pedro era custodiado en la cárcel; pero la

Iglesia oraba insistentemente por él…Un ángel del Señor se presentó

en el calabozo y golpeando a Pedro en el costado, le despertó,

diciendo: Levántate pronto; y se cayeron las cadenas de sus manos”.

(Hch.12, 1-17). En esta cita se puede ver todo el pasaje.

Otros cautiverios conocidos fueron el de Juan Bautista (Lc. 3, 18-19)

y la de Pablo y Silas (Hech. 16, 16-34). Pero Dios, estaba con su

Nuevo Pueblo, la Iglesia.

La altiva Roma tampoco se anduvo con tonterías, como nos dice la

Historia, a poco que la sigamos: Nerón, Marco Aurelio,

Decio,…siendo la peor la de Diocleciano. No fue solamente prisión.

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Los Mártires son testigos de ello. El Coliseo romano, también. Dios

se hizo presente para dar la fuerza de su Espíritu a aquellos nuevos

héroes surgidos del testimonio de su fe en el Salvador y en su

Mensaje.

La esclavitud es tan antigua como la misma Humanidad. El ansia de

algunas personas de dominar sobre otras hasta el extremo de

humillarlas y someterlas a su voluntad se ha hecho patente a lo largo

de toda la Historia. Y ante eso la Iglesia siempre ha dado una

respuesta. En la Edad Media había frecuentes guerras cuyos

prisioneros pasaban a ser esclavos.

Surge dentro de la Iglesia la Orden Trinitaria fundada por el francés

San Juan de Mata junto con San Félix de Valois. Pocos años después

surge la Orden de la Merced fundada por San Pedro Nolasco con el

objetivo de redimir cautivos en poder de los musulmanes. Ambas

hicieron un trabajo ímprobo, que en no pocas ocasiones costó la vida

a sus miembros, como en el caso de san Serapio que fue hecho

prisionero, lo torturaron y luego fue asesinado.

A través de estas Órdenes y de otras Instituciones, Dios seguía

estando presente. Y a medida que los años y siglos transcurrían

aparecían distintas formas de cautiverios. Y llegamos al siglo XXI.

¡Oiga! ¡Pero ahora ya no es como antes! ¿Esclavitud y cautiverio

hoy?... Pues sí. Es lamentable decirlo, pero sí. Hoy existen otras

formas nuevas de cautiverio porque, desgraciadamente, hay mucho

que decir y muchas personas a las que redimir.

Existen Gobiernos que favorecen el sexo indiscriminado y promulgan

leyes que inducen al aborto en muchachas con 16 años sin que

tengan que contárselo a sus padres, aun siendo menores de edad. Y

en cualquier mujer, tenga la edad que tenga. No importa la edad del

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feto. Pero tampoco les informan de las consecuencias psicológicas

para su vida posterior. Frente a eso, surgen nuevas Asociaciones que

luchan por la liberación de esas mujeres y de esos niños que

potencialmente no nacerán. Y Dios continúa actuando a través de

ellas y de otras personas o Instituciones…

Quizá algunos de los que hoy están en la cárcel son inocentes, o al

menos no son más culpables que muchos otros hombres que están

sueltos y que nos los topamos por la calle.

Por eso debemos tener misericordia con los encarcelados, ya que

ellos están pagando lo que deben a la justicia, y tienen necesidad de

sentirse queridos y perdonados por Dios, porque, quien sabe si

muchos de ellos han perdido la esperanza.

Pensemos qué nos gustaría que hicieran con nosotros si fuéramos

nosotros los que estuviéramos presos, y actuemos de la misma

manera que quisiéramos ser tratados, porque muchas veces

estrechamos la mano de quien es más ladrón y homicida que uno

que está en la cárcel. Si tenemos algún conocido o amigo preso, no

dejemos de ir a visitarlo para confortarlo y darle ánimos y esperanza,

y recordarle que Dios lo ama y que le da tiempo para enmendarse,

recapacitar, convertirse y santificarse. Recordemos que no sabemos

las vueltas que dan la vida y el destino, y tal vez nosotros, por error o

merecidamente, algún día también caigamos entre rejas.

Seamos misericordiosos con los que están privados de la libertad,

porque veremos muchos santos en el Cielo, que en la tierra

estuvieron presos en cárceles. Recordemos el caso del Buen Ladrón

y sepamos que cualquiera que tenga buena voluntad puede salvarse.

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Enterrar a los muertos. Y llegamos a la última obra de Misericordia

aunque veremos y

“desmenuzaremos” alguna

más…

Podemos afirmar que las

obras de misericordia son las

«buenas obras» (Mt 5,16) por

excelencia, pues están

dirigidas hacia el prójimo y a

manifestar la gloria de Dios.

Enterrar a los muertos es una

obra de misericordia corporal

que posee una fuerte

dimensión espiritual porque

implica, necesariamente, el acto de rezar por los difuntos.

Desde esta perspectiva, nos sentimos interpelados a reflexionar,

además, sobre la muerte y sobre el sentido de la vida (cf. Benedicto

XVI, Spe Salvi, n. 6).

La Iglesia nos ofrece la oportunidad de enterrar a los muertos en un

Cementerio, Campo Santo, o Iglesia, etc…. De esta forma, es tierra

bendecida y consagrada a Dios, es un lugar apto para orar por

aquellas personas que nos han precedido en el encuentro definitivo

con el Señor.

La Beata Ana Catalina Emmerick decía, hablando de sus visiones,

que muchas almas difuntas se sentían aliviadas al ver gente orante

en los cementerios porque Dios les permitía beneficiarse de esas

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oraciones. Por lo tanto, enterrar a los muertos y orar por ellos es,

siempre, un acto de inmensa caridad.

Para los cristianos, la obra de sepultar a los difuntos es un evento

que manifiesta con lucidez el sentido profundo de la muerte. Cristo

se enfrenta con la “vieja enemiga” del género humano y triunfa sobre

ella. La muerte retrocede ante Aquél que es «la resurrección y la

vida» (Jn 11,25). A partir del gran acontecimiento de la Resurrección

la relación entre los hombres y la muerte cambió. Quien cree en

Cristo no tiene que temer a la muerte porque aunque muera vivirá.

Esa es la ganancia que nos ofrece la fe.

En conclusión, la obra de enterrar a los muertos nos hace pensar con

firmeza, a los cristianos, que poseemos un futuro. Nuestra vida, en su

conjunto, no se acaba en el vacío y en la nada. Como dice el Papa

Benedicto XVI: “sólo cuando el futuro es cierto como realidad

positiva” El cuerpo humano es sagrado, porque es templo del

Espíritu Santo, y aunque la persona no esté en gracia de Dios, igual

tiene un alma que fue creada por Dios y es como una partecita de

Dios, por eso hay que tener respeto por el cuerpo de los difuntos y

darle cristiana sepultura, porque ha sido habitado por un alma. San

Pablo lo dice claramente: Somos templos del Espíritu Santo.

Recordemos que en el Antiguo Testamento, el padre de Tobías, tenía

la piadosa costumbre de enterrar a los muertos, y Dios aceptó estas

obras de misericordia y lo bendijo con la compañía del Arcángel

Rafael.

Las obras de misericordia, es, como cuando se arroja una piedra al

agua, que hace círculos concéntricos que llegan muy lejos. Así es

también una buena obra, tiene influencias muy grandes en las almas

y es origen de mucho bien para todos. Solo en el Cielo conoceremos

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hasta dónde llegó la influencia de una obra de misericordia que

hayamos hecho.

La vida es un instante que pasa y no vuelve. Comienza con un fresco

amanecer; y como un atardecer sereno se nos va. Adoradoras, no

perdamos el tiempo y dediquémonos a amar, servir y adorar a

Nuestro Señor constantemente.

Hemos repasado las obras de Misericordia, y os prometí que

“desmenuzaríamos” alguna más, ya sabéis que los santos se

enamoraron de la cruz de Cristo, desde donde recibieron todas las

lecciones para el camino hacia la perfección, pues bien, os copio lo

que leía hace unos días: “Sabemos que en todas las cosas interviene

Dios para bien de los que le aman... a los que de antemano conoció,

también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que

fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que

predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos

también los justificó; a los que justificó, a ésos también los

glorificó”… “Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida,

son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la

caridad”. Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como

vuestro Padre celestial es perfecto”…

“Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus

fuerzas, según la medida del don de Cristo, para entregarse

totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán

siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen,

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y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera,

la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo

muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos”.

(Catecismo de la Iglesia Católica nº 2013)

Es verdad, amigas mías, el progreso espiritual tiende a la unión cada

vez más íntima con el Señor, nuestro Amado. Esta unión se llama

“mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los

sacramentos –“los santos misterios”- y, en El, del misterio de la

Santísima Trinidad. Dios nos llama a todas nosotras, muy

especialmente por ser sus adoradoras, a esta unión personal con El,

aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta

vida mística sean concedidos solamente a algunas personas, para

manifestar así el don

gratuito hecho a

todos.

Sigo leyendo: “El

camino de la

perfección pasa por la

cruz. No hay santidad

sin renuncia y sin

combate espiritual. El

progreso espiritual

implica la ascesis y la

mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo

de las bienaventuranzas: El que asciende no cesa nunca de ir de

comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás

el que asciende deja de desear lo que ya conoce”. “Los hijos de la

Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia

final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas

realizadas con su gracia en comunión con Jesús. Siguiendo la misma

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norma de vida, los creyentes comparten la “bienaventurada

esperanza” de aquellos a los que la misericordia divina congrega en

la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que baja del cielo, de junto a

Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo”… Y

como de “camino hacia la santidad” se trata, os propongo una frase

de San Juan de la Cruz que dice: “Mejor es vencer la lengua que

ayunar a pan y agua” u otra de Santa Teresa: “Mejor el silencio que

muchas mortificaciones”…

Del silencio hablaremos otro día. ¿Os parece? Amigas: en el fondo,

“el ayuno que Dios quiere no es tanto el del cuerpo, sino el del

espíritu; el ayuno que Dios prefiere es el que favorece la caridad y la

misericordia”

Hoy, si os parece, vamos a intentar “desmenuzar” la virtud de la

humildad. Sus fundamentos son la verdad y la justicia. La gloria de

todo lo bueno que tiene el hombre, pertenece a Dios. Así dice San

Bernardo: "Con un conocimiento verdadero de sí mismo, el hombre

se desprecia".

Pero la humildad no viene a negar cualidades verdaderas, sino a

hacer fructificar los talentos que Dios nos ha dado (Mt 25, 14). Así

como la fe es el fundamento positivo de la vida cristiana porque

establece el contacto inicial con Dios, la humildad remueve los

impedimentos de la vida divina en el hombre, que son la soberbia y la

vanagloria que obstaculizan la gracia. (Santo Tomás, 2-2 161, 5).

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Por eso es el fundamento del edificio, "todo este edificio va

fundamentado en humildad" nos dirá Santa Teresa de Jesús.

(Moradas Séptimas 4, 9).

Excelente manera de

practicar la humildad se

nos ofrece, al tener que

recibir la corrección.

Deberíamos estar siempre

abiertas a la corrección

fraterna. Que nos puedan

decir nuestras faltas sin

que nos enfademos ni nos

defendamos y sin que tratemos de justificarnos. Agradeciendo la

corrección como una valiosa colaboración que nos prestan para

mejorar. “Quien bien te quiere, te hará llorar”.

Sin embargo, buscamos fácilmente la compañía de los que nos

adulan con su palabra o con su silencio, en el que queremos

interpretar su afecto, su “darnos la razón” y su “dejarnos hacer lo

que nosotros queremos”. Es bueno que nos juntemos con quienes

nos puedan enseñar. Será perjudicial que no queramos más que

enseñar nosotras, porque nos cerraríamos y pronto nos quedaríamos

pobres, al no ensanchar más el horizonte de nuestra alma.

Aceptar nuestra limitación no nos humilla sino que nos ennoblece.

Pocas veces se está dispuesto a querer aparecer como ignorante en

una materia y es propio de almas inmaduras querer dar la impresión

de que lo sabemos todo, y con ello, la sencillez: «Llaneza, muchacho,

que toda afectación es mala», dice don Quijote a Sancho. Sencillez en

el hablar, sencillez en el escribir, naturalidad en el trato, como en

familia, como entre hermanos educados y amantes.

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Pero la humildad va más allá de las palabras. No consiste en hacer

profesión de nuestra inutilidad, quedándose por dentro la conciencia

engañada por un deseo de no vernos tal y como realmente somos.

Humildad ante Dios es un reconocimiento de la realidad de nuestro

ser, de nuestra vida y de nuestros actos. Pero, ¿verdad que le cuesta

a la naturaleza aceptarse tal cual es, ansiosa, como está, de ser más

de lo que se es?

Para ello y precisamente para ello, hay que empezar partiendo de ese

ser y de ese carácter y de esa condición. Todo lo que no sea

descender hasta ese bajo fondo del alma, será poner parches y no

llegar nunca a la eficacia de la evolución del carácter. Pero para las

personas orgullosas, es extremadamente difícil la corrección. Razón

de más para que acepten la humillación.

Quizá tenemos un carácter altivo, genio fuerte, temperamento

violento, y fallamos, caemos, nos damos cuenta entonces, según

nuestra conciencia más o menos afinada, según el talento que Dios

nos dio, del pecado o falta cometida, y con exigencia de matizar y

delicadeza espiritual, lo queremos arreglar… Nos lo pide nuestra

conciencia y no vivimos en paz, ni podemos llevar presencia de Dios

en nuestro corazón, ni podemos hacer verdadera oración, y

deseamos reparar, es decir, deshacer el entuerto, pero con el mínimo

esfuerzo…Pondremos una sonrisa, diremos una palabra suave, algo

que pueda poner vaselina al chirriante arranque de genio... En el

fondo, no nos vale, porque dejaría el mismo mal, pero encubierto.

Podría servir para una política de convivencia fría y aparentemente

pacífica. Pero no sirve para la virtud… Para la virtud, para adquirir la

verdadera humildad, es necesaria una reparación clara, una

confesión sincera, un reconocimiento personal de ése carácter:

“Mira, perdona, yo soy la primera en lamentarlo, y no quiero ser así,

pero ni siquiera puedo conmigo misma, has de ayudarme”...

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Un reconocimiento sencillo y humilde glorifica más a Dios y

restablece la armonía social, y la eleva a mayor altura que la que tenía

antes del destemplado arranque de genio. A eso deberíamos

nosotras llegar, que digo, hay que llegar. No debemos creernos

mejores de lo que somos. Ni debemos tener miedo de reconocer

nuestra limitación. A veces es simplemente eso lo que nos hace falta.

Ganaremos más puntos, y nos haremos más amables a Dios y a

nuestras hermanas.

Algún apunte más sobre la virtud de la humildad, por ser el

fundamento de todas las virtudes, y porque sin ella no puede darse

verdadera vida cristiana. Ha de ser deseada por todo discípulo de

Cristo que quiera imitar las virtudes de su Maestro y dar al mundo un

testimonio de vida convincente.

Para conseguir esta virtud, tan rara en el mundo, donde abunda la

soberbia de la vida, es indispensable que se reflexione a menudo en

lo que somos en el orden natural y en el sobrenatural. En aquél,

miseria, ceniza, nada. En éste, pecadores e inclinados al mal y

merecedores del eterno castigo. Frecuentemente nos manda la

Iglesia recitar: «Humillémonos ante el Señor». «Reconozcamos

nuestros pecados». Si pensamos en ellos, nos humillaremos de

verdad.

Esta humildad transformará nuestras relaciones sociales al hacemos

más comprensivos con los defectos de nuestro prójimo, sobre todo

si pensamos que Dios nos ha perdonado tanto a nosotros (Mt 18,21-

34). Esta humildad no nos dejará ver la paja en el ojo ajeno sino que

nos centrará en la viga que tenemos atravesada en el nuestro (Mt

7,3). El reconocimiento verdadero de nuestra vida conseguirá que

nos veamos despreciables y viles a nuestros propios ojos. Esto nos

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llevará a confiar en Dios y a orar siempre para que fortalezca nuestra

debilidad.

Da la impresión de que la

virtud de la humildad no

es de este tiempo, sin

embargo la Iglesia nos lo

recuerda constantemente.

Ni siquiera ha soslayado

el tema, como no

queriendo tomar cartas en

el asunto. El Concilio Vaticano II, ha afirmado categóricamente la

necesidad de que los cristianos vivamos en humildad a ejemplo de

Cristo. Oigamos lo que nos dice en la Constitución Dogmática sobre

la Iglesia: «La Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador,

observando sus preceptos de caridad, de humildad y de abnegación,

recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, de

establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el

germen y el principio de este Reino» (Ibid. 5.) No se puede construir

la Iglesia sin humildad, porque sin humildad no hay espíritu de

Cristo, y los que no tienen el Espíritu de Cristo no son suyos (Rm

8,9). Su labor en la Iglesia será siempre infecunda.

Un poco de movimiento exterior, un mucho parecer que hacen y

acontecen, pero en realidad, no hacen nada. O hacen algo peor que

nada, que es creer que hacen y que su acción es imprescindible. San

Pablo tenía un miedo horroroso a los tales y así amonesta

severamente a Timoteo que no elija a nadie para gobernar la Iglesia

que sea neófito: «No neófito, no sea que, hinchado, venga a incurrir

en el juicio del diablo» (1Tim 3,6).

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Es fácil y corriente que la inexperiencia, y la larga práctica de la

virtud de que carece el recién converso, le ensoberbezca, le híper

sensibilice a cualquier aire de contradicción y tenga que sufrir por

ello, el primero, y la Iglesia después, unas consecuencias que no se

dieran de no haberle dado el espaldarazo del primer plano.

Sigue el Concilio diciéndonos en qué estima tiene la virtud insigne de

la humildad: “La Iglesia considera también la amonestación del

Apóstol, quien, animando a los fieles a la práctica de la caridad, les

exhorta a que sientan en sí lo que se debe sentir en Cristo Jesús, que

se anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo..., hecho

obediente hasta la muerte y por nosotros se hizo pobre, siendo rico y

como este testimonio de imitación de la caridad y humildad de Cristo

habrá siempre discípulos dispuestos a darlo, se alegra la Madre

Iglesia de encontrar en su seno a muchos, hombres y mujeres, que

sigan más de cerca el anonadamiento del Salvador y la pongan en

más clara evidencia, aceptando la pobreza con la libertad de los hijos

de Dios y renunciando a su propia voluntad; pues esos se someten al

hombre por Dios en materia de perfección, más allá de lo que están

obligados por el precepto, para asemejarse más a Cristo obediente”

Por lo tanto, mis queridas amigas, es necesario que pidamos a Dios

este don tan fundamental, especialmente nosotras, sus adoradoras.

De Él viene todo lo bueno, y de Él nos ha de venir la humildad, y Él la

concede a los que se la piden humilde y confiadamente.

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Al enumerar las virtudes para fomentar el amor y el respeto por los

demás, deberíamos empezar por la virtud de la sencillez, que “incluye

franqueza, integridad, generosidad”

La sencillez, a decir del Diccionario de la Real Academia Española, es

la “calidad de lo que no tiene artificio ni composición”; lo que carece

de ostentación y adorno; lo que no ofrece dificultad; el que no tiene

doblez ni engaño y dice lo que siente. La sencillez es, pues,

autenticidad, transparencia, verdad. La persona sencilla resulta, por

eso, cercana, coherente, clara, veraz y creíble.

No puede extrañarnos entonces que la sencillez sea una virtud

característica de la personalidad de Jesús. Él es un hombre sencillo,

cercano, que vive sobriamente y se expresa con toda naturalidad.

Ama la verdad y aborrece la doblez y la hipocresía (Mt 23) Se rodea

de gente sencilla a la que presenta con claridad el mensaje del Reino.

Y da gracias a Dios “porque ha ocultado las cosas a los sabios e

inteligentes, y se las ha revelado a los sencillos” (Mt 11,25)

Recomienda que seamos “sencillos como palomas” (Mt 10,16) Y urge

a los discípulos a que su “sí sea sí y su no sea no” (Mt 5,37) Si Jesús

es la Verdad, según testimonio del evangelista san Juan (14,6) en él

no cabe la mentira, ni el disimulo, ni la confusión, ni la apariencia. Si

Jesús es la Verdad, es propia de él la sencillez, la transparencia, la

veracidad.

Precisamente ya desde Santo Tomás de Aquino los teólogos y

autores espirituales han visto la sencillez como una virtud que se

entronca con la veracidad. La sencillez es una faceta de la veracidad,

que impele al ser humano a buscar la verdad, a decirla y a vivirla.

Casi podríamos definirla como “la pasión por la verdad”, lo cual

excluye la duplicidad y la mentira y posibilita la honradez, la

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confianza y la convivencia. Teniendo la sencillez una consideración

tan grande a nivel humano y cristiano, sorprende quizá la

contradicción con que se vive en el

mundo de hoy. Por un lado, agrada

lo sencillo, atraen las personas

nobles, se aprecia a quien se

muestra cercano, gusta la gente

sincera y se quiere la verdad. Pero

por otro lado, estamos inmersos en

la cultura de la imagen y se cultiva

la apariencia, prima la

superficialidad, se incumplen las

promesas, se usa un lenguaje ambiguo y se practica la simulación.

En un ambiente así no es fácil vivir la sencillez. Y seguro que todos

recordamos aquella famosa canción de hace pocos años que decía

“antes muerta que sencilla”….

Los santos han amado entrañablemente esta virtud. Repiten con

frecuencia que es la virtud más apreciada y San Vicente de Paúl llegó

a llamarla “mi Evangelio”. “Siento una especial devoción y consuelo

al decir las cosas como son”, les confesaba un día a las Hijas de la

Caridad. La sencillez venía a ser para éste santo, armonía entre lo

que uno es y lo que parece, correspondencia entre lo que se dice y lo

que se piensa; en suma, autenticidad y coherencia. Consiste en la

transparencia del lenguaje, de los gestos y de las motivaciones, de

este modo, la sencillez tiene relación con otras muchas virtudes

como la veracidad, la sinceridad, la limpieza de intención, la pureza

de corazón, la transparencia…

Desde esta perspectiva, es fácil identificar las actitudes contrarias a

la sencillez que tantas veces aparecen en los autores espirituales y

que se ha de tratar de evitar: la mentira, la astucia, la doblez, la

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hipocresía, la vanagloria, la vanidad, el respeto humano… el deseo de

agradar, el afán de quedar bien, el artificio, el doble lenguaje, la

simulación…

Más importante que citar lo contrario a la sencillez, es recordar

algunos elementos que pueden ayudarnos en nuestro camino hacia

Dios: Se trata, en primer lugar, de llegar a ser personas francas,

sinceras, que dicen la verdad. Hablar y ser testigos de la verdad son

valores centrales del cristianismo. Porque Jesucristo es la Verdad y

porque quienes pretendemos seguirle de cerca, como Él, debemos

ser: testigos de la verdad. La verdadera adoradora, ha de ser por eso,

persona de palabra, coherente, que mantiene sus compromisos y los

cumple; alguien de quien uno se puede fiar porque es transparente,

leal y fiel.

La sencillez implica, en segundo lugar, que seamos personas en

busca de la verdad. Es cierto que la hemos descubierto ya en

Jesucristo; pero, mientras vivimos en este mundo, andamos a tientas

y vemos como en un espejo, por lo que es preciso seguir buscando,

Y esto implica acoger a otros, saber escuchar, formarse, dialogar,

contrastar las ideas, ser tolerantes, abrirse a la pluralidad y al

intercambio.

También un rasgo de la sencillez es la integridad. Esto significa el

propósito de llevar una vida íntegra, seria, responsable. Hacer de la

honradez y la honestidad un criterio definitivo de vida y desterrar, por

tanto, la corrupción, la vanidad, la vacuidad, el artificio, la

banalidad… Esencial es finalmente la sencillez de vida. Si la

adoradora busca seguir a Jesucristo y amarle y servirle en la persona

de los demás, habrá de llevar una vida como la de Jesucristo:

sencilla, limpia, ordenada, sobria, austera. Difícilmente será creíble

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nuestra vida y nuestra vocación, si nuestro estilo de vida no se ajusta

a los parámetros de sencillez y dignidad.

Pidámosle a nuestra Madre, mujer transparente y sencilla, nos

otorgue la verdadera sencillez del alma, la que implica belleza,

simplicidad y el buen olor de Cristo.

No quisiera dejar en el aire hablar del silencio… Si os parece

dedicamos al tema, esta pequeña reflexión…

La aspiración de alcanzar la santidad nos mueve a buscar y vivir las

virtudes, es decir, la autoposesión y equilibrio personal, el señorío

sobre nosotros mismos,

y el silencio es un

camino excelente para

comenzar a crecer en la

virtud. Dado que la

práctica del silencio va

de lo exterior a lo

interior, resulta muy

conveniente iniciarnos

en su vivencia a través

del ejercicio del silencio

de la palabra.

El silencio de la palabra es un ejercicio ascético por el cual la

persona busca ordenar la facultad del habla por medio de la voluntad,

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encaminando su uso a lograr el señorío sobre sí mismo y así poder

responder a la llamada de Dios a vivir en plenitud. Es un camino de

maestría en el arte del recto uso de la palabra en la línea del divino

Plan.

Se trata de saber expresarnos correctamente, así como de saber

escuchar la palabra ajena. El silencio de palabra comprende, pues,

dos dimensiones bien definidas: una interior que consiste en el

autodominio del habla, cuya base es la capacidad de escucha y otra

exterior que es hablar correctamente.

La práctica del silencio de palabra es ante todo una realidad activa.

No se trata de permanecer calladas sino de orientar correctamente el

habla. Por eso podemos resumirlo en la frase: “Habla cuando

quieras, pero quiere cuando debas”. Este silencio es toda una

pedagogía de voluntad. Nos educa a no ser víctimas de

automatismos y de hábitos no voluntarios en el hablar. Por otra parte,

la práctica del silencio de palabra también tiene como base la

prudencia y recto discernimiento para saber cómo y cuándo hacer

uso del habla; de qué manera y con qué finalidad hablar o callar.

Vivir el silencio de palabra requiere, como toda práctica ascética, de

constancia y orden. El primer paso es conocer nuestras principales

manifestaciones equivocadas en el uso del habla, a través del

ejercicio de la vigilancia personal y la autoconciencia. De ahí que le

silencio de palabra sea un medio excelente para crecer en el

conocimiento personal y en la conciencia de uno mismo.

El recurso al consejo o corrección fraterna, también son medios para

conocer nuestras principales manifestaciones desordenadas en el

hablar. Sabemos muy bien cómo muchas veces no nos damos cuenta

de algunas características personales que los demás sí perciben con

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claridad. La apertura a la corrección fraterna exige de nuestra parte

una actitud de escucha y acogida que en sí misma ya es ejercicio del

silencio de palabra.

Fray Luis de Granada, maestro espiritual del siglo XVI, recomienda

cuatro áreas de trabajo personal en nuestro silencio de palabra para

alcanzar el arte del bien hablar. En primer lugar está el trabajo sobre

la materia o contenido de lo que se dice. Bien sabemos que se puede

hablar mucho sin decir nada. La persona que está normalmente

sumergida en la inocencia, la fuga y la superficialidad como estilo de

vida, ciertamente proyecta este dinamismo en lo que habla. Esto es

todo un reto en nuestros días, tan acostumbrados a la poca

profundidad frente a la realidad.

Ciertamente hay distintos niveles de comunicación y cada uno tiene

su razón de ser y su importancia. Existe un nivel elemental, pero aún

éste debe cumplir con su razón de ser, de lo contrario se convierte en

palabrería inútil. San Pablo nos exhorta a "que no salga de vuestra

boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según

la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen" (Ef 4, 29). En

vistas a ello, es bueno evitar temas excesivamente dispersos o des-

edificantes que no sólo no benefician a nadie, sino que son

perjudiciales: el uso de frases hechas que en el fondo nunca dicen

nada, la imprecisión y ambigüedad en el lenguaje, el chisme, la

murmuración, los comentarios negativos, hacen mucho daño a los

demás y a nosotros mismos.

En segundo lugar, es importante considerar el modo y la manera

como decimos las cosas. Bien sabemos que una misma cosa puede

ser dicha de maneras distintas. Por eso debemos prestar atención

sobre el tono de voz que empleamos -si hablamos muy fuerte o casi

imperceptiblemente-, la velocidad con que nos expresamos -si muy

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rápido, al punto que es difícil que nos entiendan, o si demasiado

lento-, la claridad con que lo hacemos, la modulación de nuestra voz -

si ésta es sobria o

fingida, poco natural-,

etc. Es importante tener

en cuenta que el uso de

las malas palabras y

jerga constituyen un

empobrecimiento del

vocabulario y, por lo

tanto, de nuestra

capacidad de comunicar

con fidelidad lo que buscamos transmitir.

También se trata de aprender a hablar y callar en el momento

oportuno según lo que enseña el Eclesiastés: "Tiempo de callar y

tiempo de hablar" (Ecle 3, 7). Así como hay quienes hablan todo el

tiempo buscando acaparar desordenadamente la atención de los

demás, imponiéndose y asfixiando a todo el mundo con su

palabrería, los hay también de los que siempre están callados, sea

por inseguridad y temor, por no saber qué decir, o por indiferencia y

apatía. Una actitud silenciosa exige ponderar cuándo y cuánto es

oportuno hablar y cuándo callar para escuchar a los demás.

Por otro lado, también se trata, como ya mencionábamos

anteriormente, de saber discernir el momento conveniente para decir

las cosas. Palabras inofensivas dichas en un mal momento pueden

producir efectos contraproducentes.

La facultad del habla, así como todas las demás facultades humanas,

debe estar al servicio de la propia realización. De ahí la importancia

de considerar la finalidad de lo que decimos, de ponderar si son

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rectas nuestras intenciones o si detrás de nuestras palabras,

buscamos quedar bien con los demás, perjudicar al otro, dar rienda

suelta a nuestros conflictos interiores, ocultar la verdad, o cualquier

otra intensión desordenada.

Como veréis, toda situación de la vida cotidiana puede ser ocasión

para ejercitarnos en la práctica de este importante paso, y vivir la

virtud que es el silencio de palabra.

Existe, además, una realidad especialmente favorable para su

vivencia: la participación activa y consciente de la liturgia. El mismo

dinamismo de la liturgia es toda una escuela donde iniciarnos en el

ejercicio del silencio de palabra.

El ejercicio del silencio de palabra también es un excelente medio

para el apostolado, tanto de manera indirecta como directa.

Indirectamente, porque quien lo practica va ganando señorío sobre sí

mismo y no hay mejor apóstol que la persona conciliadora, ya que

nadie da lo que no tiene, y directamente, porque el anuncio de la fe es

primariamente por la palabra y quien no sabe usar correctamente la

facultad del habla difícilmente podrá comunicar con fidelidad el

Evangelio.

Un hablar desordenado, impreciso, sin convicción o excesivamente

plagado de frases hechas es sólo un ejemplo de cómo el uso

deficiente de la facultad del habla se puede convertir en un

impedimento para que los demás, puedan acoger la Palabra.

La acogida del Evangelio es un don de Dios, pero la gracia supone la

naturaleza. Por ello el apóstol debe poner los medios para cooperar

con la gracia a fin de que la Palabra germine como semilla en tierra

fértil en el corazón de quien la recibe.

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Nosotras, adoradoras, tenemos aquí un gran campo de acción si

queremos llevar almas a Dios…

La abnegación. Al profeta Jeremías le tocó vivir el momento más

difícil en la historia del pueblo de Israel: el momento en que

Jerusalén fue atacada por las tropas babilónicas, asediada y,

después de un tiempo, tomada. El, siguiendo la voz de Dios, iba

diciendo lo que debían hacer y nadie le hacía caso; más aún, lo

maltrataron y lo metieron en un pozo encenegado. El profeta sufrió

mucho y sufrió por ser fiel a la palabra de Dios, a la revelación de

Dios… Que los hombres sufran, es una realidad de todos los días,

también de nuestros tiempos, pero que tengan la actitud de Jeremías,

ya es otra cosa.

En el cristianismo, Cristo primero y después la Iglesia no han cesado

de hablar de sufrimiento, de cruz, de renuncia de nosotros mismos

para poder vivir como auténticos cristianos. Jesús dice en el

Evangelio: "El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, que

cargue con su cruz, y me siga".

Veamos: es a los discípulos a quienes el Señor dirigió primeramente

estas palabras: "Si tú, Pedro, quieres seguirme, niégate a ti mismo".

Le debió costar a Pedro entenderlo, y que no lo comprendió

demasiado bien, lo vemos claramente en las páginas del Evangelio,

Pedro aparece orgulloso, queriendo sobresalir, fanfarrón...Y

Jesucristo le dice: "Si quieres seguirme, Pedro, niégate a ti mismo"…

Tras la confesión mesiánica, viendo que ya los apóstoles habían

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entendido que él era el Mesías, Jesús les comienza a decir que va a

tener que sufrir, ser maltratado y morir en la cruz. Eso a Pedro no le

parece correcto y le increpa: "Jamás sea eso contigo, Señor". ¡Quiere

darle una lección a Cristo de cómo debe comportarse! Y el Señor le

llamó “Satanás”… A Juan lo suelen representar joven y modosito,

pero el Evangelio lo llama “hijo del trueno”, ¡Debió tener un carácter

tremendo! ¿No os parece?

Cuando los samaritanos no los quisieron recibir, él y su hermano

Santiago, le dijeron a Jesús: "Señor, ¿quieres que mandemos fuego

sobre éstos?". Respuesta de Jesús: "No sabéis lo que estáis

diciendo"…

También fueron invitados

oportunamente “a

abnegarse” a sí mismos

otros discípulos, como

Tomás, un racionalista, y

empirista. "Si no lo veo, no lo

creo", y Jesús dirá: "Niégate

a ti mismo, cree aunque no

veas"… Felipe no había sido capaz de ver en Jesucristo a Dios

Padre., y Jesús le dice: "Quien me ve a mí, ve a mi Padre". Como si le

dijera: "Vence tu sensibilidad, edúcala para que a través de tu

sensibilidad, des el salto a la fe"…

Verdaderamente la vida ordinaria es un constante estar formándonos

a nosotros mismos, y es precisamente por eso un constante ejercicio

de abnegación… Pero, ¿Qué significa formarse? Significa adquirir

una forma. ¿Cuál es nuestra forma? es el ideal humano y cristiano.

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Esa forma la tenemos que estar día a día adquiriendo,

perfeccionando. Y eso exige abnegación. La falta de abnegación

produce hombres y mujeres débiles.

Toda disciplina nos pide negarnos, aunque sea en pocas cosas. Se

trata de la disciplina externa, pero existe una disciplina interior que

es la disciplina de nosotros mismos. Disciplinar nuestros deseos,

nuestras pasiones, nuestros sentimientos, nuestra afectividad,

nuestros pensamientos, nuestra imaginación. Esa disciplina interna

exige abnegarnos mucho más. Quien se niega a sí mismo, va

adquiriendo la facilidad para la disciplina, va formando el hábito.

Santo Tomás dice que un hábito es el modo normal, frecuente,

ordinario que lleva a la facilidad de aquello que nos proponemos.

Tenemos que valorar esas pequeñas disciplinas de cada día, para

llegar a ser capaces de vivir la abnegación. En la teología cristiana se

considera que el ejemplo más acabado de esta virtud es Jesucristo,

haciendo consistir en ello la perfección cristiana. La abnegación,

para ser tal, ha de tener por finalidad el Bien Supremo, ya que en otro

caso no sería completa ni perfecta, pues tratándose de bienes

relativos, todos ellos pueden dejarse por otro mejor. Se entiende en

este sentido por abnegación la renuncia o el sacrificio hecho de una

cosa por una causa cualquiera.

Esta clase de abnegación es más o menos perfecta, filosóficamente

hablando, según sea la causa que la motive. Hecha por fines

humanos ha sido practicada en todos los tiempos. La vida es una

continua abnegación, pues siempre se sacrifican unos bienes para

alcanzar otros. También se llama abnegación, algunas veces, al acto

o idea contrarios al egoísmo; en este sentido la caridad, el

desinterés, el altruismo y la filantropía pueden entrar, según sus

fines, en una u otra de las clases referidas

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Os propongo entrenarnos en estos cinco pasos que, a buen seguro,

nos ayudarán en éste camino:

1- Sólo por hoy trataré de vivir exclusivamente al día, sin querer

resolver los problemas de toda la vida.

2- Sólo por hoy seré feliz en la certeza de que he sido creado para la

felicidad no sólo en el otro mundo sino también en éste.

3- Sólo por hoy me adaptaré a las circunstancias sin pretender que

las circunstancias se adapten todas a mis deseos.

4- Sólo por hoy me haré un programa detallado y me guardaré de dos

calamidades: la prisa y la indecisión.

5- Sólo por hoy creeré firmemente, aunque las circunstancias

demuestren lo contrario, que la providencia de Dios se ocupa de mí

como si nadie más existiera en el mundo.

¿Vivir para los demás? Esta pregunta puede evidenciar hasta qué

punto podemos estar dispuestos a vivir pensando en los demás…

Pues, si el motor y el fin de toda la vida moral es el amor de Dios, la

manifestación natural de que ese amor progresa es precisamente, el

amor a los demás; el deseo de servirles. Orientar toda nuestra vida

hacia los demás, es la clave de la vida moral. Servir es lo que más

ennoblece a un hombre.

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En realidad, el sentido

de nuestra vida en la

tierra es sólo ése: servir

a los demás para dar

gloria a Dios. A esto

debemos orientar todas

nuestras capacidades.

Este es el gran ideal que

debe mover la vida de una buena adoradora. Y decidirse a servir tiene

un efecto inmediato en nuestra vida, pues exige ir prescindiendo del

propio yo, de la propia comodidad, de la sensualidad, del egoísmo y

emplear todos los talentos que se tienen en el servicio de los

demás… A medida que nuestra vida va adquiriendo la libertad

necesaria para superar los imperativos de nuestro egoísmo, hay que

procurar que el criterio de nuestra conducta sea el de no vivir más

que para los demás… es decir para Dios.

Por eso, a la hora de plantear nuestra vida en sus líneas esenciales,

de elegir nuestra profesión y nuestro trabajo y de repartir la

dedicación de nuestro tiempo durante el día, el criterio fundamental

que hemos de tener presente es el de servir. Esto tiene una belleza

difícil de exagerar, y llena la vida de interés y de alegría.

En el fondo, el olvido del propio yo, de sus deseos, de sus miserias,

quita al espíritu todos los pequeños motivos de tristeza que suelen

ser originados por el excesivo amor y preocupación por uno mismo.

Y nace una alegría espontánea que surge a la vez del amor (que es el

origen de toda alegría) y del olvido de sí (que es el origen de casi

todas las tristezas).

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La mortificación es el punto de partida para la práctica de la virtud.

Su objeto es reprimir y hacer morir, tanto como sea posible, lo que en

nosotros mismos es causa de pecado, es decir, la carne o el hombre

viejo. Esta virtud, trabaja en hacer morir a la naturaleza, no en lo que

tiene de bueno y que es obra de Dios, sino en lo que tiene de viciado

y de desordenado, que es consecuencia del pecado original.

La mortificación tiene nombres muy variados, que hacen resaltar

mejor su naturaleza. En efecto, se la llama mortificación, porque

tiende a reducir al viejo hombre a un estado de muerte y de

impotencia para producir su obra, el pecado; penitencia,

especialmente cuando nace del arrepentimiento del pecado cometido

y del deseo de reparar sus consecuencias; abnegación de sí mismo,

o renuncia a sí mismo, porque consiste en renunciarse a sí mismo en

la propia naturaleza viciada, a establecerse frente al viejo hombre en

un estado de ruptura, de enemistad y de odio, hasta el punto de

querer y perseguir su muerte; y, finalmente, espíritu de sacrificio,

porque por ella nos unimos al sacrificio de Jesús, Víctima en la cruz y

en el altar, para ofrecer, con Él y por Él, una digna reparación a la

Justicia Divina.

De estos diversos aspectos se sigue que el principio fundamental y el

alma de la mortificación cristiana es el odio al pecado, y, por

consiguiente, al hombre viejo, causa primera y principal del pecado.

La finalidad de la mortificación es permitir que el hombre nuevo

crezca en nosotros y alcance su pleno desarrollo, no es un fin en sí

misma, sino un medio: “No morimos sino para vivir; todo el

cristianismo y toda la perfección se resumen en esta muerte y en esta

vida” (Padre Chaminade). No morimos a una vida inferior, la vida de

la naturaleza viciada, la vida del viejo hombre, sino para vivir una vida

superior, la vida divina de Cristo. No renunciamos a las riquezas

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perecederas, a las vanas grandezas de este mundo, sino para

alcanzar el solo bien verdadero, la sola verdadera grandeza, en la

unión eterna con Dios. La mortificación es el complemento del

bautismo, su objeto es remediar las secuelas del pecado original,

secuelas que el bautismo no borró, sino que dejó en nosotros; y su

fin es hacer posible el crecimiento de la vida de la gracia, que el

bautismo depositó en nosotros al estado de germen. Como el hombre

está compuesto de cuerpo y alma, el campo de la mortificación es

doble: la que ejercemos sobre el cuerpo y los sentidos, llamada

exterior; y la ejercida sobre el alma y sus facultades, que se llama

interior.

La interior es la más importante, porque se ejerce inmediatamente

sobre la parte más noble de nuestro ser, el alma, para limpiarla del

pecado y permitirle unirse a Dios,

su último fin, También por ser el

principio de la mortificación

exterior, ya que sin la interior, sería

un formalismo farisaico, sin valor a

los ojos de Dios y sin mérito para

el alma. Aunque menos importante,

la mortificación exterior es

absolutamente necesaria: Porque

es la condición primera de la

mortificación interior: quien no comienza por dominar el cuerpo y los

sentidos, no logrará nunca dominar el alma y sus facultades, ya que

las impresiones exteriores, que nos vienen por los sentidos, son las

que alimentan la imaginación, despiertan y excitan las pasiones,

distraen el espíritu y solicitan la voluntad al mal. Porque la

mortificación exterior es el complemento necesario de la

mortificación interior: ésta, para ser perfecta, debe extenderse al

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exterior, pues todo desorden del alma tiende a traducirse

exteriormente, y por lo tanto debe ser reprimido hasta en su

manifestación exterior.

De ahí se sigue que las dos formas de mortificación son

inseparables: deben sostenerse y completarse mutuamente. Esta

virtud se nos impone como una ley fundamental a los cristianos pues

somos los discípulos de Cristo y debemos conformarnos a su

doctrina e imitar su ejemplo.

Esta doctrina dice: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a

sí mismo, tome su cruz, y sígame” (Mt. 16 24); “En verdad, en verdad

os digo que si el grano de trigo, después de echado en tierra, no

muere, queda infecundo; pero si muere produce mucho fruto. Quien

ama su vida la perderá; mas el que aborrece su vida en este mundo,

la conserva para la vida eterna” (Jn. 12 24-25); “Si no hiciereis

penitencia, pereceréis todos igualmente” (Lc. 13 1-5). Lo que

Jesucristo promete a sus discípulos en esta vida no es la paz, sino la

espada, símbolo de una lucha incesante; no son las diversiones, sino

la cruz, símbolo de todo lo que inmola más dolorosamente la

naturaleza: “No penséis que Yo haya venido a traer la paz, sino la

espada… Quien no carga con su cruz y me sigue, no es digno de Mí”

(Mt. 10 34 y 38).

San Pablo, a su vez, formula la misma ley fundamental: “Los que son

de Cristo tienen crucificada su propia carne con sus vicios y

concupiscencias” (Gál. 5 24); “Los que viven según la carne no

pueden agradar a Dios... Porque si viviereis según la carne, moriréis;

más si con el espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis”

(Rom. 8 8 y 13); “Castigo a mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no

sea que, habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado”

(1 Cor. 9 27).

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En Jesús, la naturaleza humana era de una rectitud perfectísima, por

lo tanto, no pudiendo practicar la mortificación como nosotros, a

saber, bajo forma de represión del viejo hombre, la practicó, para

servirnos de modelo, bajo la forma de renuncia a todas las

satisfacciones de la vida presente, abrazando voluntariamente una

vida llena de pobreza, de sufrimientos y de humillaciones.

Nosotras, adoradoras, miembros del Cuerpo Místico de Jesucristo,

debemos, según la expresión de San Pablo, continuar y acabar por

nuestra parte Su sacrificio en la cruz, y lo que falta a Sus

padecimientos (Col. 1 24).

En efecto, el sacrificio de Jesucristo, aunque es de un valor infinito,

no alcanza la plenitud de sus efectos, para nosotras y para las almas,

sino en la medida en que nosotras tomamos parte en él. Jesús, no

pudiendo ya sufrir ni merecer en Su cuerpo natural, que está en la

gloria, se complace en sufrir y merecer cada día en cada uno de los

miembros de Su cuerpo místico, es decir, en cada una de nosotras…

Amigas: Dios quiere nuestro amor y no estará satisfecho con

ninguna otra cosa. Lo que nosotras hagamos no tiene valor

fundamental para Dios, porque Él puede hacer lo mismo con un solo

pensamiento; o con gran facilidad puede crear otros seres que hagan

lo mismo que nosotras hacemos y quizá mucho mejor.

Pero el amor de nuestros corazones es algo único que ningún otro

puede darle. Él podría crear otros corazones que le amasen, pero una

vez que nos ha dado la libertad, el amor de nuestro corazón particular

es algo que sólo nosotras podemos darle.

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Deberíamos proponernos reflexionar sobre esta gran verdad,

ofrezcamos todo nuestro amor, nuestra vida, nuestros dolores,

nuestros sacrificios, absolutamente TODO, incondicionalmente…

Saber escuchar. A todas nosotras nos gustaría ser capaces de poder

ayudar a una amiga, a un hijo o a cualquier persona que venga a

contarnos algo que le ha pasado, la cuestión es ¿sabemos

comprenderla y mostrárselo?

Todas hemos tenido, en algún momento de nuestras vidas, la

experiencia de sentirnos plenamente comprendidas por otra alma, a

veces es suficiente una mirada o un gesto cómplice, pero ¿sabemos

nosotras hacerlo con los demás? Hay gente que tiene esta habilidad,

generalmente son a las que, todo el mundo les cuenta lo que les

pasa, ¿qué hay en ellas que nos hace sentir bien cuando les

contamos nuestros problemas y sentimientos?

Veamos que ingredientes hay en ésta comprensión. Yo diría que uno

de los elementos más importantes es escuchar al otro. Desde luego

que a menos que seamos sordos podríamos decir que esto es algo

que todos podemos hacer ya que todos tenemos dos orejas y el área

cerebral donde se recibe la información auditiva, en cierta medida es

así pero ¿es lo mismo oír que escuchar profunda y verdaderamente?

Nos sentimos escuchados cuando nos sentimos entendidos y eso

pasa por que el otro entienda, no solo lo que decimos con palabras,

si no la parte emocional y no verbal que va implícita en toda

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comunicación. Lo que dice nuestro cuerpo y nuestro tono de voz

mientras contamos que nos caímos en clase de gimnasia, o que el

jefe nos echó la bronca delante del resto del personal, aunque en

nuestras palabras no digamos lo humilladas que nos hizo sentir.

Escuchar verdaderamente es uno de los mejores reconocimientos

que una persona

puede dar a otra, tiene

que ver con centrarse

en el lenguaje verbal y

corporal, sin elaborar

hipótesis o juicios a

cerca de los que nos

va a decir, si actuó

bien o mal en la

situación, ó el consejo

que le vamos a dar en

cuanto termine de contar la historia.

Escuchar es, recoger lo que la persona cuenta y de vez en cuando

mostrarle lo que estamos entendiendo para ver si estamos captando

el fondo. De esta manera la persona siente que estamos atentos e

interesados en la comprensión profunda de lo que nos dice y de su

vivencia. Muchas veces creemos que estamos comportándonos de

forma empática cuando en realidad no es así. La empatía no es solo

entender al otro, es tener la capacidad de ponernos en su piel, en su

vivencia emocional y tratar de ver las cosas desde su perspectiva,

captando cómo es el problema vivido por el otro, teniendo en cuenta

su realidad vital. Para tener empatía y comprensión no es necesario

haber pasado por la misma experiencia, si no, ser capaces de captar

lo que ha significado para la persona que lo ha vivido.

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Por lo tanto tampoco es una condición necesaria para la empatía que

a nosotros también nos hubiese afectado lo que el otro nos cuenta de

habernos pasado. Pongo un ejemplo para facilitar la comprensión de

lo que quiero decir. Imaginemos que llega una amiga y nos cuenta

que ha ido a patinar y que mientras estaba en la pista rodeada de

gente, se ha caído y se ha sentido terriblemente abochornada. Puede

que esta experiencia que ha tenido ella, de haberme pasado a mí,

hubiese sido un motivo de risa y algo sin importancia, sin embargo

para ella es algo emocionalmente doloroso y una experiencia

humillante, pero eso no impide que pueda tener un acercamiento

emocional a su experiencia y entender que, para ella, haya sido

vivido como abochornante.

Afortunadamente esta es una capacitad que todos tenemos en mayor

o menor medida y que siempre podemos desarrollar y mejorar.

Cuándo alguien nos cuenta que está viviendo algo doloroso, decirle

cosas como “no te preocupes”, “eso no tiene importancia”, “ya se

pasará” generalmente tienen el efecto contrario al que se desea, la

persona se siente más dolida porque no es escuchada y

comprendida en lo que le sucede.

No nos damos cuenta que en lugar de darle el espacio para que diga

cómo se siente, hemos tratado de calmarla, tapándole la boca y

diciéndole que ya se le pasará. Es verdad que habrá personas con

más dolor en el mundo que nosotras, o que hayan tenido vidas más

duras y problemas más complejos, pero eso no quita que el dolor

propio duela y que necesitemos apoyo, escucha y presencia de las

personas importantes que nos rodean. A veces no empeñamos en

dar consejos y decir al otro qué es lo que debe hacer, que haríamos

nosotros, o lo que nos pasó en determinada circunstancia similar.

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Esto en algunos casos está bien, siempre y cuando sea lo que la

persona necesita y esta es la mejor clave para ayudar al otro:

Averiguar qué es lo que necesita en ese preciso momento y tratar de

proporcionárselo si está en nuestra mano.

Otras veces, puede que decirle lo que tiene que hacer, hace que se

sienta incomprendida o se enfade porque no estamos sintonizados a

lo que precisa en ése momento. Todos tenemos la experiencia de

necesitar tan solo la presencia del otro, saber que está ahí, que nos

entiende, que nos escucha, nos apoya y que sigue queriéndonos tal

como somos. Esto es a veces lo más importante y lo único que

precisamos del otro cuando nos sentimos mal.

Pidámosle a nuestro Amado, nos infunda el arte de escuchar lo que

nos diga y dar lo que necesite, la persona que esté buscando apoyo

en nosotras, es muy probable que no sea un consejo, sino

simplemente que la aceptemos tal cual es y que estemos

emocionalmente con ella. Si nos resulta difícil no pasa nada, hacer

cosas nuevas al principio cuesta, pero todo es cuestión de práctica.

La Virtud de La Discreción, hija de la prudencia, es “la reserva en las

acciones”.

La reserva del que: - no hace sino aquello que conviene hacer, - no

dice sino aquello que conviene decir, - que sabe callar aquello que le

ha sido confiado y no debe decirlo.

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Es la sensatez para formar un juicio , Y el tacto para hablar u obrar.

Atañe al modo de ser y de comportarse.

Es la virtud: - de la delicadeza, - de la finura espiritual, - de la

prudencia en el juzgar, - de la prudencia en el obrar, - de la

prudencia en el hablar, - de la prudencia en el mirar. La que nos lleva

a actuar y hablar con oportunidad.

Discreción es: - el mundo de la medida, - el mundo de la mesura.

Es famosa la oración del rey san

Fernando de Castilla: “Espíritu

Santo, amor del Padre y del Hijo,

inspírame directamente, lo que

debo pensar, lo que debo decir,

cómo lo debo decir, lo que debo

callar, lo que debo escribir”... Y

estamos hablando de un rey...

(sólo que de un rey cristiano que

aspiraba a la sabiduría que

otorga la santidad ... para reinar

... y no de un monje de clausura)

Discreción es: -saber proteger las intimidades de la vida propia y la

vida ajena, que pueden ser:- desde secretos que sabemos del

prójimo,- deseos inconclusos de otras personas,- frustraciones, -

miedos, - insatisfacciones, - ambiciones no logradas…

Ya lo dice el sabio refrán: « Tu amigo tiene un amigo, y el amigo de tu

amigo, otro. Por lo tanto, sé discreto » Una persona discreta no

invadirá ni violentará jamás, la intimidad ajena. No hará comentarios:

- que irriten al prójimo, - que lo incomoden, - que lo violenten y

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menos aún en un ambiente especial, como puede ser el de la

reevangelización o el de la mesa familiar.

No hará preguntas inoportunas, ni en público ni en privado. No

comentará lo que debe callar, aún si tiene ganas de comentar algo.

San Felipe Neri decía a una Señora muy dada a las habladurías y las

murmuraciones, que “una sola indiscreción puede causar un daño

irremediable”. Porque las habladurías son como las plumas de un

ave que se lleva el viento, sí luego uno quiere recogerlas, nunca

sabremos hasta donde han llegado, ni el daño que habremos hecho,

ni si nos será posible repararlo.

Una persona discreta se retirará sin hacerse notar, cuando sienta que

su presencia puede interrumpir la intimidad de una conversación

ajena.

Golpeará siempre la puerta antes de entrar, antes de interrumpir la

intimidad ajena.

Tratará de no hacer ruidos al caminar, ni al abrir o cerrar las puertas.

Tratará de pasar inadvertida.

Una persona discreta tampoco querrá llamar la atención en toda su

manera de comportarse: -en sus gestos, - en sus palabras, - en sus

posturas.

Se preocupará más bien de entonar con el ambiente, que en reinar

sobre él, evitando ese afán de protagonismo (esta perspectiva le

puede poner muy nervioso incluso llegar a bloquear en sus

acciones). Porque es muy consciente que el afán de protagonismo,

es lo que ridiculiza, expone y desfigura tanto a las personas.

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El discreto tendrá además un estilo de vida sobrio y moderado en

todos los órdenes. Evitando todos los excesos.

La persona discreta, y por lo tanto educada, tenderá a lo sobrio, a lo

elegante en las formas, en el modo de vestir en la decoración de su

hogar y hasta en su lenguaje. Para ganarnos la confianza de las

personas, (especialmente de los adolescentes), las claves están: - en

la comunicación - la sinceridad - y la discreción.

Lo contrario a la virtud de la discreciones la indiscreción, el exponer

ante los demás en nombre de la "sinceridad" y de la "autenticidad" y

de forma muy "hipócrita", todas las vergüenzas" ajenas. Todo lo más

bajo y los aspectos peores del prójimo.

La indiscreción es el exponer esa intimidad de las personas con

todas sus mezquindades al dominio público. Esta explosión de

vulgaridad y de ordinariez, es llevada a su máxima expresión hoy día

en la televisión, con programas en donde se muestra la intimidad de

“personas” tremendamente abandonadas de sí mismas.

Procuremos reflexionar profundamente en ésta virtud tan importante

en la vida de una auténtica adoradora.

La paciencia es una virtud derivada de la fortaleza, cuya misión es

facilitar el vencimiento de la tristeza para no decaer ante los

sufrimientos ya físicos, ya espirituales, anejos a la práctica de

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cualquier virtud y mucho más, al seguimiento de las virtudes

enseñadas por Cristo.

Existe una diferencia entre la fortaleza y la paciencia que consiste en

que por la fortaleza se soportan los males y los trabajos de mayor

envergadura, incluso hasta la muerte. Por la paciencia se toleran los

sufrimientos de menor entidad, anejos a cualquier vida, máxime a la

del cristiano, que producen tristeza.

Cuando el bien que se desea sufre dilación, produce tristeza; lo

mismo que el trabajo que exige dedicación lenta y prolongada. Esta

virtud consigue que no se sienta excesivamente la tristeza inherente

a la adquisición de cualquier virtud o sus fracasos, en a la

consecución de los planes del apostolado, del ministerio o de

cualquier tarea o empresa, y lo consigue para que ninguna dificultad

pueda impedir o detener el bien de la razón, en cuanto que domina

las contrariedades que nos vienen del exterior, que producen tristeza.

La paciencia es virtud potencial, derivada de la fortaleza.

San Pablo, sumamente activo y emprendedor, manifestó la

omnipotencia de Dios, en la alegría con que venció la tristeza,

causada por su inactividad en la cárcel privado de libertad, cuando

escribió: "sobrenado en gozo en toda tribulación". Fue fruto de la

paciencia, que es palabra compuesta de paz y ciencia. Dice la

Escritura: "Mejor que el fuerte es el paciente, y el que sabe

dominarse vale más que el que conquista una ciudad" (Prv 16, 32).

Decían los antiguos: "La fortaleza en el obrar es propia de los

romanos; la paciencia en el sufrir es propia de los cristianos". Y que

la tristeza puede impedir el bien de la razón, viene testificado por el

Eclesiástico: "A muchos mató la tristeza y no hay utilidad en ella"

(Eclo 30, 25). La tristeza según el mundo lleva a la muerte. Por eso es

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necesaria una virtud que mantenga el bien de la razón contra la

tristeza para que la razón no sucumba ante ella. Así pues, para que el

hombre no deje de hacer lo razonable oprimido por la tristeza, se le

concede la virtud de la paciencia, que fortalece el alma para aceptar

el dolor y no verse deprimido ni oprimido por la tristeza, como dice

San Pablo: "Necesitáis la paciencia para que cumpliendo la voluntad

de Dios, alcancéis la promesa (Heb 10, 36). Y Jesús por San Lucas:

"Por vuestra paciencia salvaréis vuestras almas" (Lc 21, 19).

Esta gran virtud, en efecto, arranca de raíz la turbación causada por

las adversidades que quitan el sosiego al alma" (Suma, 2-2. 136, 2, ad

2). Primero resignación, después paz, aceptación, y por fin, gozo y

amor a la cruz. Deseo paciencia a los impacientes por verme

desaparecer. Ya falta menos que antes, decía con ironía Don Jacinto

Benavente.

Es propio de la fortaleza

soportar no cualquier mal,

sino los más difíciles,

sobre todo y en último

término, los peligros de

muerte. En cambio, a la

paciencia corresponde la

tolerancia de cualquier

clase de males.

El acto de fortaleza no sólo consiste en perseverar en el bien contra

los temores de los peligros futuros, sino también en no decaer ante la

tristeza, y en este sentido la paciencia tiene afinidad con la fortaleza.

No obstante, la fortaleza se ocupa principalmente de los temores, de

los que huimos por instinto, lo cual evita la fortaleza.

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La paciencia, por su parte, se ocupa principalmente de las tristezas,

paciente no es el que huye, sino el que se comporta dignamente en el

sufrimiento de los daños presentes para que no le aplaste una

tristeza desordenada. Lo que no impide que la paciencia sea parte de

la fortaleza, porque la subordinación de las virtudes no se mide por el

sujeto, sino por la materia o forma.

El fin propio de la paciencia es que el hombre no deje de conseguir el

bien de la virtud a causa de las tristezas, por grandes que sean.

Santa Teresa ha inmortalizado la eficacia de la paciencia: "La

paciencia todo lo alcanza". Y San Francisco de Sales, dice: No te

apresures a responder hasta que no te acaben de preguntar. Y

Baltasar Gracián: Quien tiene paciencia, obtendrá lo que desea.

Tened paciencia y tendréis ciencia. Lo que no se puede evitar hay

que llevarlo con paciencia. La paciencia es la fortaleza del débil y la

impaciencia la debilidad del fuerte. “La paciencia es la más heroica

de las virtudes, precisamente porque carece de toda apariencia de

heroísmo” (San Agustín).

La paciencia es un don de Dios tan grande que en ella se manifiesta

incluso la paciencia del que nos la da. De ahí lo que dice: “Por la

paciencia humana toleramos los males con ánimo tranquilo, es decir,

sin la perturbación de la tristeza, para que no abandonemos por

nuestro ánimo impaciente los bienes que nos llevan a otros

mayores”.

La paciencia tiene una obra perfecta en la tolerancia de las

adversidades, después, la ira, que modera la mansedumbre; en tercer

lugar, el odio, suprimido por la caridad (1 Cor 13,4): La caridad es

paciente. Por otra parte, la caridad no puede darse sin la gracia,

conforme al texto de Rom 5,5:”la caridad de Dios se ha derramado en

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nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” De

donde se deduce que no puede darse la paciencia sin el auxilio de la

gracia.

Pidamos al Señor “la paciencia que todo lo alcanza” y sigamos este

caminito estrecho en la práctica de las virtudes. No olvidemos que el

Señor nos quiere santas…

El tesón, la voluntad, la constancia, la fidelidad…. Son virtudes que

están, de algún modo, todas ellas entrelazadas… Comenzamos por

la fuerza de voluntad.

El concepto más acertado acerca de ésta virtud, dice: “La fuerza de

voluntad es el impulso interno que nos lleva a vencer los obstáculos

y a lograr nuestras metas”.

La adquirimos sin darnos cuenta y es nuestro trabajo, mantenerla y

desarrollarla. La adquirimos porque, cuando de niños aprendemos

a dar nuestros primeros pasos… y caemos, existe una fuerza

interior, que nos impulsa a levantarnos.

Los principales pilares para desarrollar la fuerza de voluntad se

refieren a la motivación, la autoestima, aprender a tolerar la

frustración y cómo reaccionamos ante el: cambio, éxito y fracaso.

Todos tenemos fuerza de voluntad; nadie puede decir que no la tiene

en alguna área de nuestra vida, nadie carece completamente de ésta

virtud. “La fuerza de voluntad es la capacidad (energía y

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conocimiento) que tenemos para controlar nuestros impulsos y

nuestras conductas”. Entonces, conozco y tengo la fuerza para

controlar mis labios, oídos, manos, pies, etc…De esta manera puedo

controlar mis impulsos y conductas. Tengo el conocimiento, y soy

fuerte o débil.

Y yo me pregunto: ¿hasta dónde hemos avanzado con nuestra fuerza

de voluntad? Porque muchas veces decidimos (tenemos la fuerza) y

buscamos herramientas (tenemos el conocimiento); y no podemos

dejar de mostrar nuestra vieja naturaleza cuando somos agredidos,

criticados, ofendidos, etc. O también cuando nos proponemos

(tenemos la fuerza) y racionalizamos nuestra actitud (tenemos el

conocimiento), pero nos resulta muy difícil alejarnos de la

murmuración, de la crítica, de juzgar a los demás, de la simulación,

de la soberbia, de la mentira, etc… etc… etc….

Estas son algunas palabras de Jesús, que he sacado del Evangelio,

acerca de la fuerza de voluntad: “Permanezcan en mí, y yo

permaneceré en vosotros”. “Una rama no puede dar fruto por sí, sino

permanece en la vid, y vosotros no podéis dar fruto, si no

permanecéis en mí” (Juan15:4). Este pasaje nos habla acerca de

producir frutos, el fruto del Espíritu Santo que es el tema central del

discurso de Jesús en Juan 14:15. En Gálatas 5:22, encontramos el

fruto que podemos producir si permanecemos en la vid: “El Espíritu

de Dios nos hace amar a los demás, estar siempre alegres y vivir en

paz con todos. Nos hace ser pacientes y amables, y tratar bien al

prójimo y tener confianza en Dios”. La palabra “permanecer” se

repite insistentemente en estos versículos. Jesucristo nos dice,

permaneced en Mí (mantente, continúa, sigue, persiste, dura,

resiste, quédate, vive). El esfuerzo de la rama por producir fruto es

inútil si no está sujeta a quien le puede proporcionar alimento. De la

misma manera nosotros no podemos producir paciencia, gozo,

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paz…. sólo con nuestra fuerza de voluntad. El esfuerzo es de la

planta no de las ramas. Es, por lo tanto Dios fluyendo en nuestra

vida.

Pero quizá pensemos que necesitamos de nuestra fuerza de

voluntad para, orar, leer la Biblia; y la respuesta es NO, no

necesitamos de nuestra fuerza de voluntad para tener una relación

con nuestro Salvador.

No puedo decidir vivir gozoso en medio de dificultades; es Dios

quien produce el gozo en mi vida, la clave es de quien recibimos la

fuerza y el conocimiento para vivir. Cuando el publicano y el fariseo

se acercaron a Dios, solo uno consideró su verdadera situación

delante de su Creador y éste fue el único justificado. La parte que nos

corresponde hacer a nosotras, adoradoras, es reconocer que, Él es,

Señor de nuestras vidas, y no por nuestra fuerza de voluntad sino

cuando reconocemos nuestra condición como necesitadas de Él

cada día, entonces, el secreto no está en nuestra fuerza de voluntad

si no, en que permanezcamos cada día en constante contacto con la

vid: La vid verdadera Cristo el Señor; y de esta manera producir fruto

y ese fruto resumiendo es; el carácter de Jesús en nuestro ser.

“Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí”…

La constancia es una virtud íntimamente relacionada con la

perseverancia, de la que se distingue, sin embargo, por la distinta

dificultad que trata de superar; porque lo propio de la perseverancia

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es dar firmeza a la persona contra la dificultad que proviene de la

prolongación de la vida virtuosa, mientras que a la constancia

pertenece robustecerla contra las demás dificultades que provienen

de cualquier otro impedimento exterior (por ejemplo, las influencias

de los malos ejemplos, malos consejos etc.).

A la constancia y perseverancia se oponen dos peligros: - uno por

defecto; la inconstancia, es decir, inclinarse a desistir fácilmente de

la práctica del bien al surgir

las primeras dificultades,

provenientes, sobre todo, de

tener que abstenerse de

muchos gustos y

complacencias... y otro por

exceso, la terquedad, del

que se obstina en no ceder,

no dar su brazo a torcer,

cuando quizá sería

razonable hacerlo.

Muy a menudo, hacemos propósitos, nos comprometemos a algo o

con alguien, y es maravillosa nuestra capacidad para disponernos a

mejorar, para adquirir compromisos, para tomar decisiones; pero

todo esto queda en humo, si no practicamos esta virtud. La

constancia más elemental es mantenernos firmes en nuestras

decisiones.

Alguna vez nos hemos preguntado: ¿de qué depende la constancia?

¿Es una virtud intrínseca del individuo o es una cuestión de

convicción? Y me parece que es una buena pregunta que vale la pena

responder. A mi parecer, la constancia, más que una virtud, es una

actitud. Pensemos en las veces que hemos querido conseguir algo

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en nuestra vida y lo obtuvimos…Pero, ¿cuánto empeño pusimos para

conseguirlo?... Hay un detonador poderoso que motiva la constancia

y ese detonador es el enfoque. Estoy convencida de que uno es

constante y obtiene resultados sólo cuando se tiene bien claro lo que

se quiere conseguir; de lo contrario, dispersaremos nuestra valiosa

energía en todas direcciones. Por consiguiente, persona constante es

la que pone en práctica todo lo que sea necesario para llevar a cabo

lo que ha decidido hacer.

En esta virtud pues, hay que distinguir: la decisión tomada, y los

medios para llevarla a cabo. Es fácil tomar decisiones, lo difícil es

cumplirlas. Nos cansamos. Surgen dificultades imprevistas, se nos

apaga la primera ilusión, nos desalientan las metas a largo plazo.

Todos esos son los enemigos de la constancia: unos están dentro de

nosotros y otros nos acosan desde fuera.

En el camino espiritual, hay que tener en cuenta estas dificultades.

No nos tenemos que sorprender. Conociéndolas, las podremos

combatir mejor. Para ello, la advertencia es que vamos a tener que

echar mano, además de la gracia de Dios, de la fortaleza y de la

fuerza de voluntad.

Para nosotras adoradoras, el propósito de adelantar en el camino

espiritual puede quedar en humo sin la constancia.

Según Santa Teresa, la meta de toda vida cristiana es la santidad:

"No dejéis arrinconar vuestra alma, que en lugar de procurar santidad

sacará muchas imperfecciones " (C 41,8), todos caminamos hacia "la

fuente de agua viva ", que prometió Jesús a la Samaritana, "aunque

de diferentes maneras" (C 19,2; 20,1; 21,6). Y "quien con más...

humildad y limpieza de conciencia sirviese a nuestro Señor, esa será

la más santa" (6M 8,10) "para comenzar este viaje divino, que es

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camino real para el cielo " y "ganar el gran tesoro " (C 21,1): "no os

quedéis por el camino... antes morir que dejar de llegar al fin del

camino " (C 20,2), "no parar hasta... llegar a beber de esta agua de

vida" (C 21,2)…

Y lo que Dios espera de nosotras nos lo dice claramente: "Sed

santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo " (Lv 19,2). La

motivación que nos hace Jesús es: "Vosotros sed perfectos, como

vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48). Porque Dios nos ha

"creado según su imagen y semejanza... " (Gn 1,26-27).

Podríamos marcarnos pequeñas metas inmediatas, y oír a nuestra

Santa andarina cuando exhorta a sus hijas: "diré algunas cosas que

son necesarias" (C 4,3) como medios inmediatos: “la una es amor

unos a otros " "otra, desasimiento de todo lo criado", para hacer de

Dios el centro de nuestra vida, "la otra, verdadera humildad", dejar

hacer a Dios (C 4,4).

Otros medios que nos pueden ayudar es acercarnos frecuentemente

a los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía, y muy

especialmente, la oración… "y no os engañe nadie en mostraros otro

camino sino el de la oración" (C 21,6)…nos recordará la Santa, y

finalmente, "Determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es

seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo

pudiese y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo

mismo" (C 1,2).

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La Sagrada Escritura nos habla con frecuencia de la virtud de la

fidelidad, de la necesidad de mantener la promesa, el compromiso

libremente aceptado, el empeño en acabar una misión en la que uno

se ha comprometido.

Le dijo el Señor a Abrahán: camina en mi presencia con fidelidad. Tú

guarda mi pacto que hago contigo y con tus descendientes por

generaciones. La firmeza de la alianza con el patriarca y con sus

descendientes será fuente continua de bendiciones y de felicidad; y

por el contrario, el quebrantamiento de este pacto por Israel será la

causa de sus males.

Dios pide fidelidad a

los hombres, a los

que mira con

predilección porque

Él mismo es siempre

fiel, por encima de

nuestras flaquezas y

debilidades. Yahvé

es el Dios de la

lealtad, rico en amor

y fidelidad, fiel en

todas sus palabras y su fidelidad permanece para siempre. Quienes

son fieles le son muy gratos y les promete un don definitivo: “el que

sea fiel hasta la muerte, recibirá la corona de la vida”.

Jesús habla muchas veces de esta virtud a lo largo del Evangelio:

pone ante nuestros ojos el ejemplo del siervo fiel y prudente, del

criado bueno y leal en lo pequeño, del administrador honrado... Es

decir, la idea de la fidelidad penetra tan hondo en la vida del cristiano,

que el título de fieles bastará para designar a los discípulos de Cristo.

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San Pablo, que había dirigido múltiples exhortaciones a aquella

generación de primeros cristianos para que vivieran esta virtud,

cuando siente cercana su muerte, entona un canto a la fidelidad,

verdadero resumen de su vida. Le escribe a Timoteo: “he combatido

el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe”. “Por lo

demás, ya me está preparada la corona de la justicia que me otorgará

aquel día el Señor, justo juez, y no solo a mí, sino a todos los que

esperan su manifestación”.

¿Cómo puede el hombre, que es mudable, débil y cambiante,

comprometerse con algo o con alguien para toda la vida? Sí, puede,

porque su fidelidad está sostenida por quien no es mudable, ni débil,

ni cambiante, por Dios.

El Señor sostiene esa disposición del que quiere ser leal a sus

compromisos y, sobre todo, al más importante de ellos: al que se

refiere a Dios –y a los hombres por Dios-, como en la vocación a una

entrega plena, a la santidad.

Lo principal del amor no es el sentimiento, sino la voluntad y las

obras; y exige esfuerzo, sacrificio y entrega. El sentimiento y los

estados de ánimo son mudables y sobre ellos no se puede construir

algo tan fundamental como es la fidelidad. Esta virtud adquiere su

firmeza del amor, del amor verdadero. Sin amor, pronto aparecen las

grietas y las fisuras de todo compromiso.

La perseverancia hasta el final de la vida se hace posible con la

fidelidad a lo pequeño de cada jornada y el recomenzar cuando, por

debilidad, hubo algún paso fuera del camino; fidelidad es

corresponder a ese amor de Dios, dejarse amar por él, quitar los

obstáculos que impiden que ese Amor misericordioso penetre en lo

más profundo del alma. Para ser fieles necesitamos del soporte de la

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sinceridad, primero con uno mismo: reconocer y llamar por su

nombre a lo que nos puede llevar fuera del propio camino. Y

enseguida sinceridad con el Señor y con quien orienta

espiritualmente nuestra alma.

La fidelidad consiste pues, en cumplir lo prometido, conformando de

este modo las palabras con los hechos.

Adoradoras, le pedimos a nuestra Madre, “Virgo fidelis”, “ora pro

nobis”, “ora pro me”, y por todo este grupo de adoradoras que tanto

Te quieren y esperan de Ti, para que nos ayudes a ser fieles al amor

de Tu Hijo Cristo-Eucaristía.

Hemos reflexionado

intensamente sobre

LAS VIRTUDES, yo

diría que son como

preciosas flores que

adornan nuestra

personalidad.

Creo que tenemos

suficiente material para

caminar por este

camino estrecho de la santidad, (que es el que Dios nos pide y espera

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de nosotras). Os brindo algunas definiciones, a modo de resumen,

que nos pueden ayudar en nuestro coloquio íntimo y comprometido

con el Señor ante el Sagrario:

· La sangre se hereda. La virtud se conquista.

· Las virtudes que se ostentan son vanas y falsas virtudes.

· La virtud no vive en soledad, pronto se le acercan vecinos.

· La virtud es inseparable de la dicha.

· No podemos ver a la virtud sin amarla.

· Serás tanto más libre cuantas más virtudes desarrolles.

· Eso que llamas tu mala suerte, ¿no será que te faltan virtudes?

· Nuestras virtudes son a menudo hijas de nuestros vicios. Hijas del

esfuerzo que nos costó superarlos.

· No reconocerás tus defectos y empezarás a transformarlos si no

tienes una mínima dosis de humildad.

· Las personas en exceso "virtuosas" desacreditan a la virtud.

· Es el hombre quien debe desarrollar su virtud, no la virtud al

hombre.

· La virtud es el punto medio entre dos vicios opuestos. Así, la

valentía es el punto medio entre la temeridad y la cobardía.

· La virtud lleva la recompensa en sí misma.

· La virtud no consiste en abstenerse del vicio, sino en no desearlo.

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· Para llegar al conocimiento de la verdad sólo hay un camino: el de

la humildad.

· Un gramo de humildad vale más que una tonelada de honores.

· Cuanto más grandes somos en humildad más cerca estamos de la

grandeza.

· La humildad es la reina de las virtudes. Es la luz que disipa las

tinieblas esparcidas por el orgullo y la soberbia. Es el bálsamo que

dulcifica las amarguras y pesares de la vida.

· Comprobarás tu grandeza cuando sepas sobreponerte sin esfuerzo

a las grandes humillaciones.

· Sólo al orgullo le hunde la humillación.

· La única forma de no exponerse a sufrir una humillación es

preverla.

· El buen humor es un deber que tenemos para con nuestros

prójimos y semejantes.

· La función química del humor es ésta: cambiar el carácter de

nuestros pensamientos.

· El buen humor, con frecuencia, es hijo de la humildad y la modestia.

· Sencillez en el hablar, en el vestir, en todos tus modales.

· Las verdades profundas siempre pueden expresarse de un modo

sencillo.

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· Es curioso observar cómo casi todos los hombres que valen mucho

son de maneras sencillas y que casi siempre las maneras sencillas

son tomadas por indicio de poco valor.

· Yo diría que de las hermanas del Amor, una de las más bellas es la

piedad. Desarrollarás la piedad cuando adquieras la capacidad de

meterte dentro de la piel del otro.

· Lo que la lluvia es para el fuego, lo es la piedad para la cólera.

· Una piedad sin límites para todos los seres vivos es la prueba más

firme y más segura de la conducta moral interior y propia.

· Difícilmente yerra la persona moderada.

· Hemos de aprender a usar de todo con moderación y sobriedad.

· Rechazar las alabanzas, la mayoría de veces, es un deseo de ser

alabado dos veces.

· La modestia es al mérito lo que las sombras a las figuras de un

cuadro. Les da relieve.

· ¿Tú te consideras modesto? No te creía tan orgulloso.

· Si la hipocresía muriera, la modestia debería ponerse, por lo menos,

de medio luto.

· Sé modesto. Piensa que todavía te queda mucho por aprender.

· La modestia sola es capaz de desarmar la envidia, que por lo común

hace a los hombres injustos.

· La vanidad es el amor propio al descubierto.

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· La falsa modestia no es otra cosa que el orgullo disfrazado.

· Sé generoso. Hay que haber sido pobre para apreciar la dicha de

dar.

· El que más da es el que más adquiere.

· Más que en dar la generosidad consiste en enseñar a cómo ser y

tener.

· La discreción es

la virtud sin la cual

todas las demás

dejan de serlo.

· Sé discreto. El día

tiene ojos. La

noche tiene mil

orejas.

· La mejor

disciplina se llama

autodisciplina.

· La templanza es el vigor del alma.

· La confianza en sí mismo es el secreto del éxito.

· Generalmente ganamos la confianza de aquellos en quienes

ponemos la nuestra.

· Sé justo antes de ser generoso. Sé humano antes de ser justo.

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· Sin piedad la justicia se torna en crueldad. Y la piedad sin justicia en

debilidad.

· Donde no hay libertad no hay justicia, y donde no hay justicia no

puede haber libertad.

· Es bastante más fácil ser caritativo que justo.

· Muchas personas intentan ser buenos porque no saben ser justos.

· Donde no hay esperanza no puede haber esfuerzo.

· La esperanza deja de ser felicidad cuando va acompañada de la

impaciencia.

· Basta la más pequeña partícula de esperanza para engendrar un

gran amor.

· La esperanza es un préstamo hecho a la felicidad.

· La limpieza es para el cuerpo lo que la pureza es para el alma.

· Por lo general el limpio de cuerpo también lo es de alma.

· Con orden y tiempo se encuentra el secreto de hacerlo todo y

hacerlo bien.

· En el trato con los demás, la comprensión, el respeto y la tolerancia

deben ser la expresión del desarrollo progresivo de la virtud en ti.

Bueno amigas, quiero daros las gracias de corazón, pues al tener que

escribir estas pequeñas reflexiones, he aprendido mucho, y

descubierto que sin amor nada se puede hacer… Cada mañana

intentaré encender con más hondura, la hoguera de mi alma y desde

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allí, amar a Dios, amaros a vosotras e intentar vivir cada día con el

corazón arrodillado a los pies del Señor.