víbora - andrzej sapkowski

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    Annotation

      Una presencia siniestra mora elas entrañas del Hindukush: laVíbora, una criatura de leyenda queyace escondida y custodia u

    inmenso tesoro. Encontrarse coella supone la muerte.

      Durante eones, guerreros, héroesy exploradores la han combatido y

    han caído bajo su embrujo, desdelos conquistadores macedonios

    hasta los casacas rojas británicos.Ahora es Pavel Levart, un soldado

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    del ejército de ocupación rusodotado de capacidades especiales,el que se enfrenta a ella.  En medio de una brutal guerra

    contra los muyaidines, en la que nohay tregua ni descanso, y mientras

    se desmorona el imperio soviético,Levart tendrá que luchar tambié

    contra la fascinación y el peligro delo desconocido.

      Paciente, eterna, seductora, laVíbora le espera.

     

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      Andrzej Sapkowski  Víbora 

    Traductor: Faraldo Jarillo, José

    María  Autor: Sapkowski, Andrzej

      ©2013, Alamut Ediciones  ISBN: 9788498890907

     A la memoria de Jiri Pilch,

      editor checo y gran amigo

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      de los autores polacos. 

     Esta historia es ya leyenda

    antigua,

      en la tierra lejana de Afganistán

      vivía un pobre y triste soldado  que de una víbora oyera hablar...

      Victor Mazur  

     It was no dream; or say a dreamit was,

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       Real are the dreams of Gods, an smoothly pass

      Their pleasures in a long immortal dream.

     

    John Keats, Lamia

     

    El amanecer en el Hindukush escomo una explosión de claridad. La

    impenetrable negrura de la noche palidece sólo durante un segundo yde inmediato la claridad enciendelas nubes, prenden y arden con u

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    fuego cegador las nieves de lascumbres. De improviso se tiene lasensación de que allá, lejos, al otrolado de la cadena de montañas, se

    estuviera abriendo un cráter en elinterior de la tierra, expulsando y

    vomitando una líquida masa de lavaardiente. Como si allá, lejos, tras la

    dentada línea de cumbres,extendiera sus alas incandescentes

    el Pájaro de Fuego, alzándose alvuelo hacia el espacio.  El Pájaro de Fuego aletea, laclaridad abarca todo el horizonte,

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    la babel de luces que se arremolinallena el cielo sobre las cumbres, elfulgor fluye hacia abajo con unaincreíble velocidad, hacia abajo

     por las rugosas pendientes de las paredes y los barrancos. Las

     paredes y los barrancos de los piesdel Hindukush, que por el día so

    de un inmutable tono grisceniciento, se ennoblecen en el

    momento del amanecer con udorado cegador.  En los cortos instantes delamanecer, sólo en estos instantes,

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     por un segundo, Afganistán sevuelve hermoso.  A la aurora, cuando sobre elHindukush vuela el Pájaro de

    Fuego, las faldas de las montañasse cubren de oro y Afganistán se

    vuelve hermoso, hace frío. Tantofrío que el metal del akaeme se

    cubre de una plaquita de escarcha.  Una escarcha que se pega

    dolorosamente a los dedos.  —No os durmáis —advierteLevart, cubriendo las congeladasorejas con el cuello de la bushlata,

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    una agradable piel de oso artificial. ¡No os durmáis, eh, vosotros!

    ¡No duermas! ¿Rogozin? ¿Duermes?  —¡Despierto!

      —¿Karayev?  —Despierto, praporshchik. No

    duermo. Demasiado frío, blin...  Pavel Levart despega los dedos

    del akaeme, limpia la culata con lamanga. Junto a él, a la derecha, se

    retuerce Valun, para sussubordinados sargento ValentinTrofimovich Jaritonov, se restriegalas manos, murmura algo en voz

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     baja. A la izquierda bosteza AsimKarayev, de mote Zima. Más alláde Zima, en un nido unipersonalhecho de piedras, se despereza

    Mishka Rogozin, golpea su RPK ychirrían los dos pies del arma,

    tintinea la canana con munición.  Va clareando. El pelotón se

    despierta a la vida, la gente seremueve en sus puntos de control,

    gimen y maldicen en sus trincheraslabradas en la tierra pedregosa, elos nidos rodeados de rocas de sus puestos. De algún lugar cercano — 

    l f i d l

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    en el frío aire de la montaña se percibe todo— llega un olor ahumo, alguien no ha hecho caso a la prohibición, no aguantó sin s

    cigarrillo. Valun se suena losmocos con ruido, se limpia la nariz,

    se rasca el rabillo del ojo, mirandohacia abajo fijamente, hacia la

     pendiente del barranco y la claralínea del camino de guardia que

    fluye desde allí, retorciéndosecomo una serpiente. Levart seinclina saliendo de las piedras,mira en dirección al KPP del

    i l l b k

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    camino, el puesto y el bunker queocupan los verdes, los askeros delejército afgano oficial. No hay nadaallí. Ni un movimiento.

      —Seguro que están durmiendo,los moros.

      —Duermen —concuerda con airesomnoliento Valun, el sargento

    Valentin Trofimovich Jaritonov.  —Nada más que buscar tiras.

      —Nada más. —Asim Karayev bosteza—. Un día como otrocualquiera. Viva la UniónSoviética... Blin.

    P d á d d l d

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      Por detrás, desde el puesto demando, voces. El komvzvoda, elefe del pelotón, el teniente senior 

    Kirilenko, está gritándole a uno de

    los sargentos. El sargento a su vezles grita a unos soldados.

      Con toda seguridad, a los quehabían estado fumando. O a alguno

    que haya dejado su puesto para ir aorinar.

      Levart se lleva los binoculares alos ojos, mira las revueltas delcamino y la pendiente del barranco.  «Tiras», o sea convoyes, no hay.

    P d á b l

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    Pero nada más que buscarlas. 

    El convoy, como todos los demás,

    viene del otro lado de la frontera,de la base de transporte y carga e

    Hayraton. Primero tiene queatravesar los ochenta kilómetros deldesierto hasta Mazar-i Sharif, desdeallí, las serpentinas carreteras demontaña hasta Puli-Chumri, unosdoscientos kilómetros. A poco de pasar Puli-Chumri comienza el

    desfiladero de Salang y el túnel decasi tres kilómetros de largo del

    i b h d d l

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    mismo nombre, horadando elcorazón del Hindukush. A esta hora,Levart mira el reloj, el convoy yaha atravesado de seguro el Salang,

    estará al otro lado de la salida sur del túnel.

      Desde el lugar donde el ateridoLevart vigila el camino hasta la

    salida del desfiladero que estáobservando, y hasta la salida sur 

    del Salang, hay unos quincekilómetros. A la «tira» que ya ha pasado el túnel le separan unossesenta kilómetros de Bagram. De

    Kab l más de cien La parte más

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    Kabul, más de cien. La parte más peligrosa del recorrido. Por esoestán aquí las patrullas de protección. Como la nuestra. Que

    lleva el nombre en código de Neva.  —Oigo unos motores —anuncia

    el sargento Jaritonov, de moteValun.

      Desde las fauces del desfiladero,hundidas en las tinieblas, surge una

    columna, entra en la cuerda delcamino, presentando la partederecha como en un desfile, se velas máquinas claramente,

    perfilándose frente al fondo de la

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     perfilándose frente al fondo de la pendiente bañada por el sol. E primer lugar avanza un BTR-70, decañón KPVT alzado al máximo,

     bien dispuesto, olisqueando el peligro. Tras el beteerre, un Ural de

    doce ruedas, con una caja de cargacubierta por una lona, a unos

    trescientos metros detrás otro, y unomás aún. Luego un chato Kamaz de

    dieciocho toneladas, tras él otro,lanzando gases por el tubo deescape, con la hidráulica silbando, poderosos, de doscientos caballos,

    nada de un camión normal y

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    nada de un camión normal ycorriente, nada de un transportecivil corriente, sino una máquina deguerra capaz de imponer respeto,

    cargada hasta los topes, por encimade la resistencia de sus ejes,

    cargada de aquello con lo que sealimenta la guerra, sin lo que no

     puede haber guerra. Tras ellos unMaz, un camión cisterna co

    gasolina. Y otro Ural. Giran por lasierpe, desfilan, presentando estavez la parte izquierda, embarradacon una mezcla de polvo del

    desierto y de nieves del Hindukush

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    desierto y de nieves del Hindukush.El beteerre que les conduce está yaa cien metros del KPP y del puestode los afganos, pegado a la roca.

      Hace frío pero Levart de prontotiene todavía más frío. Siente de

    improviso una presión en lasorejas, una pulsación, un zumbido

     procedente de un molesto insecto,como una abeja que alza una

    agitación en una colmena. Y de pronto lo sabe. De pronto estáseguro. Del mismo modo quemuchas veces antes, cuando lo

    sentía con toda seguridad

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    sentía con toda seguridad.  —Espíritus... —susurra de pronto. Valun se vuelve.  —¿El qué? ¿Pasha?

      —Espíritus. ¡Espíritus!¡Espírituuus! ¡Una trampa!

    ¡Alaaarma!  Un relámpago repentino en el

    camino, humo, una explosión queembota los oídos enmudece los

    gritos del destacamento. Un BTdestrozado por la explosión salta yse sale de la carretera como eluguete de un niño al que se le da

    una patada Un estruendo u

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    una patada. Un estruendo, uestruendo, la pendiente al otro ladodel camino envuelta en humo, haciaabajo, hacia la columna, vuelan los

    disparos de los lanzagranadas,dejando estelas como flechas

    indias. El primer Ural recibe uimpacto directamente en la cabina,

    estalla, rebota y se queda quieto. UKamaz tocado por dos veces estalla

    en llamas al momento, arde comouna tea.  El destacamento se despierta desu estupor, se dispone a la lucha.

    Desde el puesto de mando tabletea

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    Desde el puesto de mando tableteael PKM, abren fuego los otros puestos. Levart muerde los labios,aprieta el gatillo, el akaeme se

    revuelve en sus manos, la culatagolpea sordamente en el hombro.

    Junto a él dispara Zima, loscartuchos saltan como granizo.

    Dispara con la RPK escondido esu agujero Misha Rogozin, dispara

    largas ráfagas. Dispara ya todo eldestacamento, cada blokpost, cada puesto, dispara cada cañón del pelotón, dispara todo lo que es

    capaz de disparar Las paredes del

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    capaz de disparar. Las paredes deldesfiladero, al otro lado delcamino, son arañadas por las balasy se elevan nubes de polvo. El

    objetivo es claro y simple. ¡Hacer que se echen a tierra! Que se eche

    a tierra los dushman con sus RPG ysus bazucas, no dejarles disparar 

    sin traba a los Kamaz del convoy.  —¡Ka-pe-pe! —grita avisando

    alguien desde atrás, de un puestosituado más arriba—. ¡Ka-pe-pe!  Levart sabe de qué se trata,siguiendo a otros cambia su fuego

    al bunker y al puesto de los askeros

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    al bunker y al puesto de los askerosafganos. Porque desde allí tambiédisparan ahora RPG y bazucas. Usegundo Kamaz se convierte en una

     bola de fuego, el tercero, con uimpacto en las ruedas, cae

     pesadamente sobre el chasis. Elconvoy se defiende, aúllan los

    vladimiros montados sobre el Ural,la escolta dispara. Dispara

    indolentemente. Y poco tiempo.Una ráfaga desde el puesto de losafganos los hace migas.  El Maz explota, estalla la

    cisterna, la gasolina ardiendo cubre

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    cisterna, la gasolina ardiendo cubreel camino, el fuego llega hasta eltercer Kamaz, lo abraza al instante.Un hombre, cubierto por las llamas,

    salta de la cabina, cae abatido por las balas. Un humo negro lo oculta

    todo, un hedor ahoga y sofoca. En elhumo, los relámpagos de los

    disparos, las explosiones de los proyectiles de RPG. El humo lo

    oculta todo, se pierde en él lacarretera, el KPP y el bunker afgano, desaparece en él el convoyatacado, el humo lo encubre y

    esconde. Levart se restriega las

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    esco de. eva t se est ega aslágrimas de los ojos. Al no ver, nodispara. Valun lanza una maldición.  —¡No veo! —grita Rogozi

    desde su agujero—. ¡No veo nada, blad!

      Desde abajo, desde la gasolinaardiendo, llega una ola de u

    ardiente hedor a petróleo.  De pronto un grito desde detrás,

    el golpeteo y el chirriar de unas botas, se alza la voz joven, decachorro, del teniente Kirilenko. Elteniente Kirilenko, Levart lo sabe

    de pronto con una certeza que hiela

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    p qla sangre, va a hacer dentro de usegundo algo increíblementeestúpido. Algo infantil y

    mortalmente estúpido.  —¡Pelotóoon! ¡A la luchaaa!

    ¡Detrás de mí!  No me lo creo, pensó. No me lo

    creo.  —¡Pelotóoon! ¡Detrás de mí! ¡A

    ayudar a los nuestros! ¡Adelanteee!  —Está grillao... —jadeó de rabiay desesperación—. Joder, ¿es quese piensa que está en la batalla de

    Kursk?

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      Los soldados del pelotósaltaron, salieron del escondite.Todos. Bueno, puede que no todos.

    Corrieron. Detrás del teniente.  —Siéntate ahí, Pasha —susurró

    Valun, agarrándole con una manoférrea y arrastrando a Levart a la

    trinchera—. ¡Siéntate! ¡A Kirilenkose le ha saltao un tornillo, pero tú

    no te vuelvas loco! ¡Siéntate! ¡Y tútambién siéntate, Mijail! ¡Asienta elculo! Y tú, Zima, ¿adónde vas?¿Adónde, joder? ¡Quieto! ¡Quieto,

    te digo!

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    g  Zima no le hizo caso. El pelotón,aunque no todos, salió delescondrijo. Tras el teniente

    Kirilenko. Siguiendo sus órdenes.  Y los dushman, maldita su puta

    estampa, sólo estaban esperandoaquello.

      En la zastava tronaron las ráfagasde dos DShK, retumbaron desde la

     pendiente y el barranco sordamente,da-da-da-da-da, los proyectilesatravesaron el campo,entremezclando tierra, arena y

     piedras. Y personas.

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    p p  Antes de que el sargento loarrastrara hacia el escondrijo,Levart vio la sangre polvorienta,

    surgiendo como un sifón de quieneshabían sido acertados, vio cómo

    caían, cortados y rajados por las balas, cómo gritaban y aullaban.

    Vio cómo Asim Karayev, tocado enla barriga, se abría como una

    navaja, vio cómo se retorcía por laarena, sangrando, y la arena a salrededor hervía. Vio cómo laespalda del uniforme del teniente

    Kirilenko humeaba y se rasgaba de

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     pronto, estallaba en sangre y elteniente caía, con el rostro haciaabajo, en la parda arena afgana.

      Una explosión, dos, un estallidoensordecedor, el zumbido de los

    fragmentos, alrededor se hizo laoscuridad por el polvo levantado y

    las piedras volantes. Un mortero, pensó Levart, estos hijos de puta

    hasta tienen mortero.  —¡Un mortero! —gritó—.¡Cubríos! ¡A cubierto! ¡Todos acubiertooo!

      Se ahogó con una repentina falta

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    de aire. Da-da-da-da-da, no secansaban los de-she-ka. Da-da-da-da-da. Los proyectiles convertía

    en polvo hasta piedras de bastantetamaño. Se encogió, metió el rostro

    en la manga de la bushlata.  Aullidos silbantes, brillo

    cegador, un estallido ensordecedor,una detonación que hace temblar el

    suelo, una ola de calor. RPG, se diocuenta al punto, es un RPG. Ylanzado de cerca... ¡De cerca!  —Allah-u akbaaar!

      —¡Espírituuus!

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      Ya gritaban otros, todo el pelotón,todos habían visto ya las siluetasque surgían de la tierra, con sus

     pakoles planos y sus turbantes. Losmuyaidines se lanzaban a la lucha

    invocando a Alá, disparando todolo que tenían. Levart escuchó a s

    alrededor el rápido fit-fit-fit-fit delos proyectiles volando.

      Los de-she-ka no se habíacallado, seguían golpeando los puestos del pelotón.  —¡A mis órdenes! —grita desde

    el puesto de mando el praporshchi

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    senior Panin.

      —¡Pelotón a la lucha! ¡Fuego!  —Allah-u akbaaar!

      —¡Fuego! —grita Panin—.¡Disparar, jodeeer! ¡Disparaaar!

    Dispa...  Una explosión, una lluvia de

    grava y de pequeñas piedras legolpea la espalda. Levart no tiene

    que darse la vuelta para saber quéha pasado, sabe de dónde provieneesos restos, qué es lo que le haarrebatado la voz a Panin, por qué

    se ha callado de pronto el PKM del

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     puesto de mando. Sabe que se trata

    de un impacto directo, de unagranada de mortero en el mismo

    centro del blokpost.  —¡Fuego! ¡Fuego, job tvoj

    maaac!  Gracias a Dios, está vivo, suspira

    de alivio Levart. Aliosha Panin estávivo y al mando... Gracias a Diosque no soy yo... El siguiente por antigüedad...  Aprieta los dientes y aprieta elgatillo del akaeme, dispara.

    Dispara junto a él Valun, dispara

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    Rogozin desde su agujero, dispara

    todo el pelotón. Pese al fuego densoe incansable —advierte Levart co

    terror— no desaparecen las siluetasenvueltas en pakoles, turbantes y

     pañuelos palestinos, hay cada vezmás. Y están cada vez más cerca.

    Tan cerca que ya se ve cada detalle.Como, por ejemplo, el que dos barbados que corren directamentehacia ellos llevan en la mano unoslanzagranadas, el uno un RPG-7, elotro un viejo RPG-2. Y que ambos

    se ponen de rodillas, toman el armal h b

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    en el hombro.

      Apenas le dio tiempo a lanzarseal fondo de la trinchera y cubrirse

    la cabeza con las manos. Al menosun proyectil acertó en su blokpost,

    usto en el puesto de MishkaRogozin, en su nido de piedra. Ante

    los ojos de Levart, completamentesordo por el estallido, junto con elhumo, el fuego y fragmentos deroca, salió volando del nido lo quequedaba de Mishka: un fragmentode un abrigo ensangrentado, algo

    que recordaba a una sandíab i d ill d

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    carbonizada y un gran ovillo de

    tripas rojo-azul oscuro. Encogidounto a Valun, algo duro le golpeó

    en la espalda. Levart, todavíasordo, vio que el sargento aferraba

    en ambas manos sendas granadas F-1. Arrancó las anillas con los

    dientes y lanzó una granada ante sí,muy rápido, sin agacharse. Levar siguió su ejemplo, lanzando sus doslimonkas. Cuando remató con dosgranadas de mano, las F-1comenzaron a explotar, las

    explosiones y el silbido de losf f h d l

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    fragmentos fueron ahogados al

    momento por terribles evocacionesa Alá. Alzó su Kalashnikov del

    suelo y la limpió con la manga.Valun lo agarró por el hombro.

      —¡Salgamos de aquí! ¡Retirada!¡Por pies, Pasha, por pies! ¡Si no,

    nos joden!  Salieron del blokpost, se alzaroentre el silbido de las balas,corrieron, zigzagueando como lasliebres, hasta el siguiente puesto, aunos diez metros, diez metros de

    tierra rocosa, diez metros entre ell l d l di S

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     polvo alzado por los disparos. Se

    metieron por el parapeto, cayerodirectamente sobre los cuerpos,

    sobre los muertos, sobre heridosque gritaban, sobre cartuchos y

    cargadores vacíos. El únicosoldado que podía luchar, Levart no

     pudo reconocer quién era,maldecía, chillaba, con la culataapoyada sobre la mejilla llena degranos, disparaba sin tregua con sakaeme, sembraba de balas elterreno frente a él.

      —Allah-u akbaaar!Y ll ll !

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      —Yalla, yalla!

      —¡Bandidos de mierda! —Elakaemista temblaba al disparar—.

    ¡Hijos de una gran puta gorda!¡Venga, venid! ¡Venid!

      En la trinchera, abriéndose paso por sobre el parapeto, cayeron dos

    granadas, una RGD y un huevo pakistaní de color cacao. La muerte,

     pensó Levart, aplastándose contraun suelo cubierto de cascos vacíoscomo si fuera un lenguado. Valundio un salto de tigre, agarró la RGD

    y la lanzó fuera con brío, estalló. Lagranada paq istaní giró entre los

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    granada paquistaní giró entre los

    heridos y los cadáveres y éstos sellevaron la peor parte de la

    explosión. Levart se puso bocaabajo, se quedó sordo de nuevo a

    causa del estallido y de los aullidosde los mutilados. Alguien se

    arrastró a su lado, se retorció, se leenganchó la bota al cinto delakaeme y lo arrancó de las manosde Levart.  —Allah-u akbaaar!

      En la barricada entraron dos. U

     barbado enorme de mirada salvajey un tipo oscuro con pañuelo

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    y un tipo oscuro con pañuelo

     palestino, un voluntario saudí. Alsaudí lo rebanó de inmediato una

    ráfaga del akaemista de la carasembrada de granos, el cual a s

    vez murió al momento por losdisparos del barbudo.

      —Allah-u akbaaar!  La mira cerrada, anotóirracionalmente Levart, mirando lacarabina del barbado mientras dabafebriles manotazos a su alrededor 

    en busca de un arma. Es una

    Kalashnikov china, de produccióchina lanzada desde Pakistán

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    china, lanzada desde Pakistán...

      Tocó con la mano, jadeabadesesperado, lo alzó, tuvo una

    suerte increíble, porque lo quehabía tocado era un AKS que

    alguien había tirado, más ligero queel AKM y que se podía subir con

    más rapidez. Con el arma corta elas manos extendidas, en gestoinconsciente de defensa, apretó elgatillo. Acertó directamente en elrostro al espíritu de la Kalashnikov

    china. Sangre, dientes y pelos de la

     barba volaron por todas partes.¡Bien le ha estado! gritó

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      —¡Bien le ha estado! —gritó

    Valun con rabia—. ¡En sus morrosde cerdo! ¡En su culo de moro!

      Agarró la AKM del soldadomuerto, saltó al parapeto de

    rodillas.  —¡Gilipollas! —gritaba, agitando

    los muslos, con el arma por delante. ¡Puuutas! ¡Cabrooones! ¡Mecago en vuestra puta madre!  Milukin, recordó Levart, elakaemista muerto era el soldado

    Milukin. No podía alzarse del

    suelo, tenía los pies como si fuerade algodón todo su cuerpo le

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    de algodón, todo su cuerpo, le

     parecía, cada tendón, todo lenegaba su obediencia. Su mano

    apretada a la culata del AKS no semovía por nada del mundo,

    temblaba espasmódicamente. Elsuelo bajo sus pies se sacudió de

     pronto por una explosión, el puestose llenó de humo apestoso. Levar se atosigó, tosió, lloriqueó en umovimiento instintivo de vómito.  Valun disparó todo el cargador,

    tiró la AKM. Se echó de rodillas

    unto a Levart, lo agarró delhombro lo zarandeó Tenía la

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    hombro, lo zarandeó. Tenía la

    manga izquierda rasgada, el brazodesnudo bajo ella estaba

    ensangrentado.  —¡Por pies, Pasha! ¡Venga,

    deprisa! ¡Deprisa, hermano!  Levart reaccionó, se levantó.

    Salieron de la trinchera,atravesaron los siguientes diezmetros, en parte corriendo, en partea cuatro patas, bajo las balas,azuzados por los aullidos de los

    dushman detrás de ellos y animados

     por los gritos de sus camaradas delblokpost de mando que humeaba e

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     blokpost de mando que humeaba e

    frente. El blokpost salvador que de pronto se abrió ante ellos como si

    fuera la puerta del paraíso y ellosse lanzaron al interior, tomando aire

     por la boca como peces fuera delagua. Y el viejo praporshchik 

    Panin, como si fuera San Pedro, lesacogió con verdadera pasió paradisíaca.  —¿Vivos, joder? ¿Enteros?¿Entonces por qué cojones estáis de

     brazos cruzados? ¡Tomad un arma,

    su puta madre! ¡Y a luchar! ¡Aluchar!

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    luchar!

      No faltaban armas, el blokposestaba lleno de muertos y heridos

    incapacitados para luchar. Echaronmano del AKM, se unieron a los

    otros, a los más o menos diezsoldados que disparaba

    repetidamente, sin tregua. En elfondo, encogido, estaba sentadoKola Sinisin, el enlace de radio,repitiendo incansablemente almicrófono su mantra para pedir 

    ayuda.

      —¡Fuego! —gritó Alexei Panin,el San Pedro incluso con cierto

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    el San Pedro, incluso con cierto

     parecido al santo portero, si a éstese le afeitara, se le pelara al uno, se

    le manchara la jeta con sangre ysuciedad y se le encajara en las

    manos un AK-74.  —¡Fuego! ¡Fuego a discreción!

      El blokpost disparaba. Junto aLevart, pegado a su hombro, tirabade su PKM el sargento Kriuchov,llamado Kriuk. Detrás de él,tomando impulso como u

    discóbolo griego, el soldado

    Lugovoi lanzaba granadas de mano.Ante los ojos de Levart, una bala le

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    Ante los ojos de Levart, una bala le

    acertó en la frente, la sangre lesurgió de la sien en una fuente de u

    metro de largo.  —Allah-u akbar! Allah-u

    akbaaar!  —Aquí Neva, aquí Neva... — 

    repetía con voz agitada KolaSinisin, encorvado sobre su radiocomo un judío ante el Talmud—.Cero, primero, ¿me escuchas...?Aquí Neva...

      —Allah-u akbar! Marg bar 

    shuravi!  Kola Sinisin dejó de hablar,

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    o a S s dejó de ab a ,

    comenzó a sollozar, moviendo lacabeza cada vez más deprisa. Kriu

     peleaba con una PK encasquillada. Valun disparaba y

    gritaba. La explosión de unagranada les cubrió de arena y grava,

    los aullidos de los atacantescrecieron en fuerza. Aliosha Paninseparó su ensangrentada mejilla dela culata, lanzó un enormeescupitajo.

      —Cojonudo, muchachada — 

    resumió con voz fría—. Lo tenemoscrudo.

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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      Cierto, parecía que no se iban asalvar. Pero se salvaron.

      La salvación, extrañamente, no sela trajeron los «cocodrilos», los

    cazas reactores Mi-24, de hechoéstos aparecieron apenas por 

    delante de los tanques y los BMPque iban con un grupo de refuerzode Charikaru. La salvación les llegódel lugar más inesperado: delconvoy. Desde la tira que parecía

    quemada hasta los huesos, de sus

    restos rotos, destrozados ya. ElUral de la escolta que cerraba la

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    q

    columna se había quedado eSalang, llegó al lugar de la

    emboscada con retraso. El Uraltransportaba en la caja una zushka

    montada. Un cañón antiaéreo Zu-23de dos cañones automáticos. Los

     proyectiles de veintitrés milímetroslanzados por el cañón de la zushkaatravesaron primero la pendiente dela parte derecha del camino,limpiándola con rapidez de

    muyaidines con bazucas. Luego los

    artilleros giraron los cañones a laizquierda, hacia los dushman que

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    q , q

    estaban frente al puesto. Y losmezclaron con la grava. Los

    mezclaron muy concienzudamente,se podría decir: los dejaron como

    una masa homogénea, como elrelleno de unas croquetas. Y luego,

    a una velocidad de dos mil disparos por minuto, dispararon a los quehuían, dispararon hasta que loscañones se calentaron al rojo. Peroantes de que los cañones se

    calentaran, ya revoloteaban sobre el

     puesto los Mi-24, y las montañastemblaban con los nursos

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    disparados por ellos.  A Levart no le fue dado ver ni la

    llegada de los cazas ni los cohetes.La explosión del último proyectil

    de RPG disparado contra el blokpost, ese mismo disparo que

    mutiló al sargento Kriuchov,empujó a Levart contra una piedra ytanto fue el ímpetu de la fuerza delgolpe contra su cabeza que cayó ela inmovilidad y la oscuridad, se

    hundió en la inexistencia y se

    sumergió en ella. Por completo ysin vuelta atrás.

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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      Cuando llegaron los refuerzossalieron del puesto de mando Neva

    siete soldados por su propio pie,entre ellos el praporshchik Panin y

    Valun, el sargento ValentinJaritonov. A nueve los tuvieron que

    transportar, entre ellos alradiotelegrafista Kola Sinisin,entero, pero con un profundo shock.Sumido en un trauma tan hondo yduradero que le proporcionó u

    dembel. A Kriuk, que perdió la

    mano hasta el codo, lodesmovilizaron también, por 

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    supuesto. Levart acabó en elmedsanbat de Bagram, donde le

    diagnosticaron una contusiócerebral. Una contusión cerebral no

    aseguraba un dembel.  El ataque a la zastava, como al

     poco informaron los confidentes delJAD, lo había llevado a cabo cosu destacamento Tarik Sayid Qâdir,del grupo Yamat-i Islami, quecolaboraba con los servicios

    secretos pakistaníes. Y dado que,

    según uno de los confidentes, la base de ataque de Tarik Sayid

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    Qâdir era la aldea de Joranyarik, laaldea de Joranyarik fue

     bombardeada y ametrallada por loscazas de asalto Su-25, no dejando

     piedra sobre piedra en ella. Tresdías más tarde el JAD culpó del

    ataque a la zastava a los muyaidinesdel mulá Abdurabullah, uno de lossubcomandantes de GulbuddiHekmatiar, de la agrupación Hezb-iIslami. Y como al parecer al mulá

    Abdurabullah le ofrecía ayuda

    activa la aldea de Sharan Karz, a laaldea de Sharan Karz se la sometió

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    a los disparos de cohetes defragmentación lanzados por un BM-

    21 Grad, que no dejaron de ella nisiquiera el más pequeño fragmento

    de adobe. No mucho después elJAD fusiló a su confidente, pues

    resultó que había lanzado falsasacusaciones, porque tenía disputasde naturaleza personal con loshabitantes de ambas aldeas. Por s parte el ataque a la zastava había

    sido en realidad obra de un teniente

    llamado Munawara Rafi Hafiza, por un tiempo independiente de todos,

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    que había tenido su base en elkishlak de Shinyarai. Sin embargo,

    como para entonces se habíamultiplicado los nuevos ataques

    contra el puesto y en las oficinasreinaba un lío tremendo, la

     burocracia falló y se olvidaron de bombardear el kishlak de Shinyarai.En vez de eso los cazas Su-17lanzaron bombas sobre la aldea deMirab Chel, que no tenía

    absolutamente nada que ver y para

    colmo mostraba una actitud pacífica. Y la redujeron a polvo.

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    Mejor dicho: a una masahomogénea como el relleno de las

    croquetas. Fueron destruidasincluso las rocas que la rodeaban y

    los relieves sobre ellas, que eran detiempos de los Seléucidas.

      Por aquel entonces salió PavelLevart del hospital.  Y los habitantes de las aldeas,como siempre, colocaron emontones los carneros reventados.

    Como siempre, enterraron a sus

     parientes y amigos muertos. Y comosiempre, se dispusieron a

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    reconstruir sus casas. 

    El edificio entero se estremeciócon el estruendo de losturborreactores. Justo en aquelmomento se alzó de una pista de

    despegue situada no muy lejos,dirigiéndose a toda velocidad hacia

    el cielo, un «grajo», ucazabombardero Su-25, al que se le

    reconocía desde lejos por suscortas alas y su elegante silueta.

      Levart carraspeó. El suboficial deguardia con insignias de sargento

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    alzó la vista, dejo la lectura de Znaniye-sila, una revista de

    ciencia, popular por sus cuentos deciencia-ficción. Sobre la mesa

    yacían además Krugozor , la revistade rock, Iskatiel , una revista de

    literatura de aventuras para niños yibolov Sporstmen, una revista de pesca. Levart esperó a que cesarael ruido de los motores.  —Praporshchik Levart, quinta

    compañía tercer batallón regimiento

    centésimo...  —Ya sé, ya sé —le interrumpió

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    el sargento de guardia.  Bostezó hasta que le tembló la

    mandíbula, miró su reloj.  —Llega usted antes de la hora — 

    afirmó—. Eso es bueno. Elcamarada mayor es puntual y exige

     puntualidad de los demás. Si seretrasa, la escolta la habría cagadoy usted... Un momento, un momento,¿y dónde diablos está su escolta, praporshchik? Son ellos los que

    debieran informar de la entrega, no

    usted. ¿Dónde están? ¿Ha venidosolo o qué?

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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      —Los de la escolta —Levart seencogió de hombros— me echaro

    del coche nada más salir delhospital. Y al irse me mandaron

     presentarme solo. Me advirtierode que si me retrasaba o, no lo

    quiera Dios, no me presentaba...  —Te patearían el culo y teromperían la boca —terminó elsargento, afirmando con la cabeza

    . Eh, vaya zánganos los colegas,

    ya nadie tié gana de na, na más que

    de vaguear, putas y vodka. Por otrolado, no estuvo mal que les hicieras

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    caso, hermano. No hablan por hablar. De seguro que te pateaban

    el culo.  Levart pasó por alto el tuteo. Los

    sargentos profesionales solíatenerse por más importantes que los

    alféreces y les costaba muchorespetar los rangos. Este sargentoera para colmo suboficial de uservicio especial, entretenido e polemizar con alguien que, quié

    sabe, puede que abandonara el

    edificio en unos minutos comoarrestado.

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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      —No es mala señal, en fin. —Elsargento pareció haber leído sus

     pensamientos—. Para ti, me refiero.Si hubiera algo serio contra ti, no te

    habrían dejado ir a solateras, tehabrían traído aquí en cadenas. Y

    así, pues nada, un interrogatorionormal y corriente. Así que,hermano, no te alteres. Siéntate allí,sí, en esa silla. ¿Es la primera vezque te toca con los personales?

      Levart hizo un gesto ambiguo. Ya

    había tenido que lidiar con los personales, los miembros de los

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    servicios especiales de losdepartamentos de verificació

     personal del contraespionaje y delKGB, como todos en Afganistán.

    Sobre todo había sido durante losescrutinios, llamados en argo«shmonas», de la palabra rusa pararevisión, y que tenían por objetivoel descubrir el botín de guerra, lostrofeos valiosos, los objetos dedeseo, intercambio y mercadeo, a

    veces a una escala bastante grande.

    Se trataba sobre todo de divisas, dedólares y de heroína y hachís, pero

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    también de objetos de lujooccidentales, cuya posesión la

    consideraban los servicios secretosno tanto como prueba de los

    saqueos realizados sino como —ycon toda razón— enseres que podían alterar la conscienciasocialista e internacionalista delejército. A los oficiales de mayor graduación se les solía ahorrar elhumillante proceder de que les

    revolvieran sus cosas personales,

     pero no a los praporshchiks. A élmismo ya le había tocado alguna

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    vez tener que explicarse por u bolígrafo Parker, suyo al fin y al

    cabo, que había traído de la vidacivil. El regalo de una muchacha

    que trabajaba en la agencia deviajes Inturist, en la calle Sadova.  —La primera vez y directamenteal mayor —el suboficial bajó la voz

    , a la misma cumbre de ladivisión. Alto picas, hermano, alto.¿Has oído lo que se dice de él?

    ¿Del Cojo Savieliev?

      Levart afirmó. Porque había oído.Todos lo habían oído. Sobre Igor 

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    Savieliev, el Mayor Cojo de los personales, circulaban diversas

    leyendas por la división. Lasconocía todas. O casi todas.

      Un rumor daba nacimiento a otro,éste a uno nuevo, aún más

    improbable que los dos anteriores.Levart había oído hablar del mayor  por primera vez durante lainstrucción, en la escuela deAshjabad, antes de Afganistán. El

    efe del departamento personal de

    la 108ª División Motorizada, lescontó a los alumnos uno de los

    b fi i l bi i f d h bí

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    suboficiales bien informados, habíasido antes de aquello u

    «cascadeur», había servido eCascada, la unidad de élite de los

    spetsnaz, la que en diciembre de1979 había tomado el palacio presidencial de Hafizullah Amin enKabul y que había reventado al propio Amin y toda su guardia a base de granadas. Había sido lametralla de una de las granadas

    lanzadas entonces, se empecinaba

    el sargento, dado que se dudaba dela verdad de su relato, la que le

    h bí i d l

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    había ocasionado al mayor sevidente mutilación. En fin, unos

    creían, otros no, y la leyenda,enriquecida por rumores de

    estupendos detalles, continuaba. Ycontinuó hasta el día en que fuesustituida por otra, igualmentelegendaria. El nuevo rumor losembraron, curioso, no lossoviéticos sino los afganos de la12ª División del ejército de la

    DRA. Levart para entonces había

    tenido ya su bautismo de fuegoafgano, la Ciento Ocho había

    d d G d l d h

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    rodeado en Gardez a los dushmaen colaboración con los askeros de

    la Decimosegunda. Los contactoscercanos o la confianza con los

    verdes ni estaban de moda ni seveían bien, pero no se puedeescapar de los cotilleos y losrumores, como rumores que son, seextienden. Y se extendió queSavieliev, chekista y espía profesional, había estado ya e

    Afganistán mucho antes del ataque

    al palacio de Amin y de la entradadel Cuadragésimo Ejército. Que, e

    t h bí t d H t

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    concreto, había estado en Herat emarzo de 1979, cuando estalló la

    rebelión del cuartel afgano dirigida por Ismail Khan. Que con sólo

    nueve compañeros habíaconseguido escapar y huir a lasmontañas, evitando la terriblesuerte de los trescientos treinta ydos consejeros, especialistas y

    civiles soviéticos a los quelincharon los habitantes de Hera

    durante la matanza que duró diez

    días, mientras que los rebeldes deIsmail Khan los torturaron hasta la

    t C t d l f iti

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    muerte. Cuatro de los fugitivossobrevivieron, contaban los

    askeros, entre ellos Savieliev, quese quedó mutilado a causa de la

    congelación. El mayor volvió aHerat. Entró en la ciudad, o mejor dicho en aquello que había quedadode ella después de los duros bombardeos de castigo de los Tu-

    16, al frente de un destacamento delos spetsnaz. Y junto con los

    spetsnaz les hizo pagar caro a los

    habitantes de Herat por marzo de1979. Al parecer, en el marco de

    l d it l di l

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    aquel desquite, le dieron el paseo amás de medio centenar de personas.

    Savieliev persiguió también aIsmail Khan, pero aquí ya no pudo,

     para entonces Ismail Khan dirigía atodo un ejército de muyaidines y erademasiado poderoso. Por cierto que por esta última descripción, losverdes que contaban la historia

    recibieron buenas tortas de parte delos hermanos de la Ciento Tres,

     pues los paracaidistas creían ver e

    su tono una nota de admiración. Ycomo que pegar a los verdes, al

    cabo eran aliados estaba castigado

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    cabo eran aliados, estaba castigado,salió de todo aquello un lío no

     precisamente pequeño y que apenasse pudo ocultar.

      A ambas leyendas clandestinas, la«cascadera» y la herática, lesasestó un inesperado golpe, comoes de esperar, la mujer. El bellosexo. En la persona de Zoika

    Projorova, médica del CVG, elHospital Central Militar de Kabul.

    La doctora Zoika había sugerido

    que había tenido ocasión de abrirsede patas ante el mayor, un hecho

    cuya mención se suponía tenía el

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    cuya mención se suponía tenía elobjetivo de elevar grandemente s

    credibilidad. Se acabó creyendo pues en aquello que de la doctora

    Zoika había salido y se habíaextendido a través de la intrincadalínea de oficiales profesionales, decuadros de mando y médicos antelos cuales también había tenido

    ocasión la doctora de abrirse de patas. Y salió y se extendió que el

    mayor no había estado ni e

    Cascada ni en Herat, que habíallegado a Afganistán en diciembre

    de 1981 directamente desde la

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    de 1981 directamente desde laescuela del KGB en Fergan, y la

    cojera la tenía de tiemposestudiantiles, cuando en medio de

    una fantasía de borrachera se habíatirado por la ventana de laresidencia de estudiantes.  El golpe dado a la leyenda por ladelicada mano femenina, si

    embargo, fue más molesto quefuerte, no precisó de larga cura y no

    dejó secuelas de importancia. Al

     poco surgieron testimonios de primera mano que desenmascaraba

    a la doctora Zoika como a una

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    a la doctora Zoika como a una persona que a menudo tenía

     problemas con la verdad, o dichode otro modo: una puta mentirosa.

    Un consenso general entre lasoldadesca desautorizó pues lasrevelaciones de Zoika y la leyendadel Cojo Savieliev fluyó por santiguo lecho. Unos lo tuvieron por 

    un spetsnaz y «cascadeur», otros lorelacionaban porfiadamente con la

    matanza de Herat. El mayor mismo,

    quien conocía los rumores perfectamente, los alentaba de vez

    en cuando apareciendo y cojeando

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    en cuando apareciendo y cojeandodelante de los soldados no vestido

    en la forma dispuesta por lasordenanzas, sino con un abrigo

    corto, la boina de los spetsnaz y cola Stechkin en una pistolera abiertaen la cadera.  —Vale. —El suboficial deguardia metió las revistas en el

    cajón de la mesa, se levantó, se tiródel uniforme—. Las once en punto.

    Vamos.

      Otro turborreactor despegó delVPP, un Sujoi o un Mig. El

    creciente estruendo que surgía

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    creciente estruendo que surgíacomo si fuera un trueno hizo

     primero trepidar al edificio demando, para luego hacerlo temblar.

    Un gordo que venía enfrente por el pasillo se detuvo, se apoyó en la pared, maldijo. Tenía el rostroenrojecido y brillante a causa delsudor, en la chaqueta del uniforme,

    que llevaba abierta, portabagalones con las dos estrellas de

    teniente coronel.

      —Honores —le advirtió en voz baja el sargento. Levart, avisado,

    saludó con fuerza El gordo al

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    saludó con fuerza. El gordo, al pasar junto a ellos, balbuceó algo

    que sonó como «vete a la mierda,cabrón», al mismo tiempo enviando

    hacia ellos una potente ola de hedor alcohólico. Para una peste deaquella magnitud, pensó Levart,había sido necesario un mínimo deun litro.

      —Oficiales —murmuró elsargento por lo bajo, sin darse la

    vuelta. Levart no dijo nada. El

    oficial de guardia se acercó a una puerta, llamó con los nudillos.

    Entraron

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    Entraron.  —¡Camarada mayor! El

    suboficial de guardia sargentoMoyeiko anuncia...

      —Descanse. Márchese.  —¡Camarada mayor! El alférezLevart...  —Descanse, he dicho. Siéntese.  En la pared, por encima de la

    cabeza del mayor, estaba colgado¿cómo podía ser de otro modo?

     el retrato de Felix Edmundovic

    Dzerzhinski, el fundador de laCheka. Levart había visto ya a

    menudo a Felix Edmundovich a lo

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    menudo a Felix Edmundovich a lolargo de su vida, podía dibujar de

    memoria y hasta en la oscuridad s barba española y sus nobles rasgos

     polacos. De modo que no le prestómás atención al retrato.  El mayor Igor KonstantinovicSavieliev era alto, incluso sentado.Tenía los cabellos en las sienes

    más que grises, y en la coronilla,más que ralos. Aunque delgado,

    tenía las manos como las de u

    campesino, grandes, rojas y toscas.Sus rasgos no eran menos nobles

    que los de su patrón, y sus ojos era

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    que los de su patrón, y sus ojos eraasombrosamente amables, del color 

    de centaureas mustias. Pero Levar se dio cuenta de esto último algo

    después, cuando el mayor decidió por fin que era la hora de alzar lacabeza y la vista. De momento nadaindicaba que el mayor fuera adecidir nada. Estaba sentado tras s

    mesa, concentrado por completo — daba la impresión— en una carpeta

    de textura parda, pasando las

     páginas de los documentos allí pegados con sus manos rojas de

    campesino.h hik l

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    campesino.  —Praporshchik Levart, Pavel

    Slavomirovich —dijo por fin, aúcon la nariz en la carpeta, como si

    no estuviera hablando con él, sinoleyendo alguno de los papeles deella—. ¿Cómo anda su contusiócerebral? ¿Se ha curado? ¿Estáusted en pleno uso de sus facultades

    mentales?  —Sí, camarada mayor.

      —¿Es usted capaz de responder a

    las preguntas?  —Así es, camarada mayor.

      Savieliev alzo la cabeza. Y susj d i T ó

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    Sav e ev a o a cabe a. susojos de centaurea mustia. Tomó un

    lapicero, golpeteó la mesa con él.  —¿Quién —preguntó, al tiempo

    que marcaba el contrapunto con losgolpeteos— disparó a su starlei?¿Al teniente senior Kirilenko?  Levart tragó saliva.  —Informo de que no lo sé.

    Camarada mayor.  —No lo sabe usted.

      —No lo sé. No lo he visto.

      —¿Y qué es lo que vio?  —La lucha. Porque estábamos

    luchando.Y d l h b

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      —Y usted luchaba.

      —Así es, camarada mayor.Estaba luchando.

      —¿Y, por curiosidad, por qué era por lo que estaba usted luchando, praporshchik? ¿En su opinióestaba luchando por una causausta? ¿O injusta?

      Levart de nuevo tragó saliva,sorprendido. Savieliev le miró

    desde debajo de unas cejas

    fruncidas.  —Acaban de cumplirse

     precisamente cuatro años —dijo,t d l d l d

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    p j ,acentuando el peso de algunas de

    sus palabras con golpecitos dellápiz sobre la mesa—, cuatro años

    y cinco meses de la reunión delBuró Político en la que el camaradaLeonid Ilich Brezhnev, de lloradamemoria, apoyado por el consejode los camaradas de llorada

    memoria Andropov y Gromiko,decidió que era necesario ayudar al

     partido y el poder proletario de la

    República Democrática deAfganistán a sofocar la

    contrarrevolución espoleada por laCIA l it l i t i l l

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    p pCIA, el capital internacional y el

    fanatismo religioso. Ya hace cuatroaños y cuatro meses que el

    Contingente Limitado de nuestroejército obrero y campesino bajo elluminoso liderazgo del partidocumple en la DRA su deuda yobligación internacionalista. Y en

    el marco del Contingente, dentrodel tercer batallón del Ciento

    Ochenta Regimiento Mecanizado de

    la División Motorizada CientoOcho, también usted, praporshchi

    Levart.C id d t d t

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      Considerando acertadamente que

    no era una pregunta, Levart guardósilencio.

      —De modo que luchas —elmayor afirmó el hecho—. Cumplesinternacionalísticamente con lo quehaga falta. Con entusiasmo,sacrificio y completo

    convencimiento de la necesidad delo que haces. ¿Tengo razón? ¿Del

    todo? ¿O puede que no del todo?

    ¿No tendrás otra valoración de la presencia militar soviética en la

    DRA? ¿Otra valoración distinta dela decisión del Buró Político? ¿Y

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    ¿la decisión del Buró Político? ¿Y

    de sus miembros de lloradamemoria?

      Levart apartó la vista del techo,que estaba asquerosamente sucio,miró a Savieliev. No a su rostro,sino a sus manos y al lápiz quegolpeaba contra la mesa. El mayor 

     pareció darse cuenta, porque ellápiz se quedó congelado.

      —Sería interesante —continuó— 

    el saber lo que tú, un representantede la escala de mando más baja,

     piensa de esta cuestión. ¿Qué?¡Levart! ¡Abre la boca de una vez!

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    ¡Levart! ¡Abre la boca de una vez!

    ¡Te he hecho una pregunta!  —Yo, camarada mayor —dijo

    Levart con voz ronca—, no sé másque una cosa. La patria lo haordenado.  Savieliev guardó silencio duranteun instante, haciendo girar el

    lapicero en sus dedos.  —Vaya —dijo por fin, cambiando

    su tono irónico a una actitud

     pensativa—. Es digno de anotarse.En vez de frases, el representante

    de la escala de mando más baja, alpreguntarle acerca de su conciencia

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     preguntarle acerca de su conciencia

     política responde con citas delcantautor Okudzhava. Pensando de

    seguro que el inquisidor no va areconocer las citas.  »Y estas citas —el mayor volvióa su tono habitual— en tu casoconcreto son bromas amargas. U

    apellido más bien raro, oh, a Rusiano huele, no huele. ¿Y el alma rusa?

    ¿Se ha consolidado durante

    generaciones? Tu bisabuelo, unrevolucionario polaco, murió y

    descansa en una oscura tumba, paracolmo de males católica en Tara

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    colmo de males católica, en Tara,

    en el antiguo gobierno de Tobolsk.El abuelo, también polaco...

    ¿Quieres decir algo? Habla.  —Mi abuelo —dijo Levart serenoy en voz baja— no volvió a laPolonia libre aunque hubiera podido. Cuando regresó de Siberia

    se quedó en Volodia, al lado de laabuela, que de apellido de soltera

    era Molchanova. Y su hijo menor,

    mi padre...  —Héroe de la Gran Guerra

    Patria, condecorado con la Ordede la Fama de primera clase por la

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    de la Fama de primera clase por la

     batalla en la península de Curlandiaen marzo del año mil novecientos

    cuarenta y cinco —no le dejóterminar el mayor con la mismaserenidad—. Creo que el más jove poseedor de tal orden. Todo está enlos archivos. Todo, Levart, sobre ti,

    tu familia, tus parientes yconocidos. Y como la fuerza del

     papel es grande, mucho de esto se

     podrá usar... cuando sea necesario.Por eso pregunto otra vez: ¿quié

    disparó a la espalda al tenienteKirilenko?

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    Kirilenko?

      —No lo sé. No lo vi. Se luchaba.  —Si —de nuevo colgó el lápiz e

    el aire— me entero por ti de lo quequiero, te prometo, en una semanaestarás en casa. En Piter. Uf, queríadecir: en Leningrado. No verás laguerra más que por la tele. Irás a la

    Fontanka de cervezas con loscolegas. Ligarás chicas con tus

    medallas y tu bronceado afgano.

    o, venga, hasta te arreglaré unaentrevista en el Konsomolskaya

    ravda y después de eso te lías eun pispás con una activista del

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    un pispás con una activista del

     partido, sabes las perspectivas queeso te da... Te lo arreglaré todo. Si

    me dices quién disparó.  —No lo diré porque no lo sé.¿Tendría que mentir?¿Inventármelo? ¿Me licenciaráusted si me lo invento?

      —No. De hecho, diría, alcontrario.

      —Pues no me lo inventaré.

      Ambos se callaron, los obligó aello el rugido de los motores que

    les llegaba de fuera, de lo alto. Otrocaza despegaba en la pista El

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    caza despegaba en la pista. El

    edificio tembló, el vidrio del vasodel mayor tintineó bruscamente, u

    inoportuno tintineo a cristal de botella se oyó también provenientede las puertas entreabiertas delarmario de metal del archivo. Elmayor miró a Levart con ojos fríos.

      —Tu última oportunidad, Levartdijo, cuando se hizo el silencio

    . Di quién disparó, de otro modo

    te acusaré de complicidad. Estamosen guerra, te meterán veinticinco si

     pestañear. Diría que renuevas latradición familiar, pero sería una

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    tradición familiar, pero sería una

    mentira. Sabes que en comparaciócon nuestros lugares de trabajo yredención soviéticos, digamos, por ejemplo, Kolymá, la deportaciózarista impuesta a tu abuelo eracomo un balneario en el mar Negro.  Levart no se inmutó. Desde los

    tiempos del colegio había tenidoque soportar innumerables charlas y

    amenazas del mismo estilo. No, no

    se había acostumbrado porque nohabía forma de hacerlo. No había

    dejado de temerlas, porque no sepodía hacer. Simplemente se había

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     podía hacer. Simplemente se había

    hecho indiferente.  —Le ayudaría, camarada mayor mintió limpia, estereotipada e

    indiferentemente—, si pudiera.Créalo.  —Por supuesto. —Savielievcerró la carpeta con fuerza—. Te

    creo. Mírame. ¿Ves cómo te creo?Ah, te mandaría ante un tribunal,

     polaquillo, aunque no fuera más que

     para dar ejemplo. Eh... Está ustedlibre, praporshchik. Retírese.

      Levart se alzó con energía, a pocono haciendo caer el taburete, se

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    ,

     puso firmes, chocó los tacones.  —¡Camarada mayor! El alférezLevart...  —Vete a la mierda, te he dicho. 

     —¿Por qué Savieliev se metió

     precisamente conmigo? ¿Y cómo lovoy a saber? —respondió Levar 

    con una pregunta a las preguntasque se le hicieron—. Repito, vi

    cómo el teniente Kirilenko recibíauna ráfaga en la espalda, pasó ante

    mis ojos, pero esto no lo podíasaber Savieliev. Si a mí hasta me

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    caía bien el teniente... Tuvimos unavez, no lo escondo, ciertadiferencia de pareceres, porque eracapaz de pinchar por cualquier cosa... Pero no hubo testigos... O almenos así lo pensaba yo. Porque seve que sí que alguien informó de

    ello...  —Ni en la guerra... —Vanka

    Zigunov, el que había preguntado,

    carraspeó con fuerza, escupió lejosde sí—. Ni en la guerra puedes

    olvidarte de los putos chotas. Comode paisano, donde en tos laos hay

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    p , y

    un chota o un soplón, por tos laos,en la calle, en los patios, en el portal y hasta en el váter. Resultaque el ejército no es mejor, en lacompañía, en la trinchera, en lasmarchas, por tos laos tienes a laespalda a un chota o un kagebero.

    Lo mismito que en casa. ¿Tengorazón, Matiuja?

      —Razón tiés, Van, no digo que no

    confirmó el praporshchik senior Matviei Filimonovich Churilo, el

    de más antiguo grado y estancia eAfganistán del grupo, al que los

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    g g p q

    amigos le llamaban con eldiminutivo de Matiuja. Era umuchacho grandullón, de simpáticacara de niño. De niño muy grande,de jeta grande y pelo muy corto—.

    o digo que no, Van. Pero así es lavida, ¿por qué coño iba a tener que

    ser otra cosa nuestro ejércitoobrero y campesino que la vida

    civil? ¿Por qué habría de ser 

    distinto aquí, al otro lao del río, quenuestra Rusia? Así es la vida. ¡Qué

    se le va a hacer! Pues apretar losdientes y aguantar.

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      Estaban sentados frente al móduloque les servía de cuartel temporal,escondiéndose en las sombras anteel sol afgano. Que al fin y al caboallí, en Bagram, era menos fuerteque en las montañas y losdesfiladeros, no quemaba ni

    resecaba tanto como en las rutas, elos blindados de los beteerres.

    Aquí en Bagram molestaba menos

    el viento y el polvo. Y el hecho deque no había el peligro de mina,

     bomba o de bala de francotirador también influía en el difuso

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    sentimiento de confort. En el grupo,aparte de Levart y Valun, tomaban parte también cuatro suboficiales dela Ciento Ocho MSD. Elmencionado Matviei Churilo, usiberiano de Omsk. El sargento IvaZigunov, paisano de Levart, de

    Piter, que en la vida civil pasaba deque le mantuviera su anciana madre

    a que lo hicieran los órganos de

    seguridad del estado. El «abuelo»Marat Rustamov de Stiepanakert,

    con unos bigotes negros a loChapayev, un adorno de la

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    fisionomía de moda últimamenteentre los suboficiales y tolerado por el mando, que simbolizaba almismo tiempo el imponente tiempode servicio del poseedor. Y el

    sargento junior Sania Gubar, el másoven de edad, un bielorruso de

    Orsha de veintidós años. A todos,aparte del algo más del año de

    servicio «al otro lado del río», es

    decir, al otro lado del Amu-Daria,en Afganistán, les unía ahora una

    cosa: la obligada espera de unuevo destino. Los motivos era

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    diversos, nadie esperaba que secontaran, sobre todo porque nosalían de lo común y corriente. Por lo general se trataba de conflictosde suboficiales con oficiales.

    Conflictos de diferente contenido ydiversas razones. Cierto que

    raramente era uno por el queamenazara disbat o criminal. Y

    mucho más raramente que acabara

    como el teniente Kirilenko.  —Hasta mí ha llegado —anunció

    Marat Rustamov, encendiendo otrocigarrillo— que el Cojo Savieliev

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    sospecha sobre todo de AlioshaPanin. Corren rumores de que fuePanin quien apioló al teniente. Se locargó para salvar a los colegas, porque el teniente se los llevaba al

    cuerno. ¿Y qué decís vosotros,Jaritonov, Levart? Estabais en el

    eva...  —Estábamos —Levart se

    adelantó a Valun—. Y os decimos

    esto: si Savieliev sospecha dePanin, rara cosa es ésta. A Alexei

    Panin le dieron la Estrella Roja por aquella lucha. Y lo dejaron en el

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     batallón. Él fue el único del grupoantiguo que se quedó, aunque no lefaltaba para el dembel más que amí, por ejemplo.  —Yo —explicó Matiuja— no

    creo que Aliosha Panin disparara alteniente. Lo conozco, no es de ésos.

    Y en lo tocante a las sospechas, pues en fin, inescrutables son las

    sentencias y no de hoy es que

    resulten incomprensibles lososcuros caminos de los chekistas.

      —Amén —resumió Zigunov—.Pero Savieliev, atentos a lo que

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    digo, no lo va a dejar pasar. Si elasesino de Kirilenko sobrevivió aaquella lucha, el Mayor Cojo lo pillará. No lo va a dejar en paz.  —Y tampoco lo van a dejar los

    adovses —añadió Sania Gubar—.Los rumores dicen que no paran e

    mientes para atrapar a los verdesesos del Neva, los que traicionaro

    a los del puesto afgano. Pero el

    JAD lo lleva oscuro. Esos andaráya por los montes, con los espíritus,

    es como buscar una aguja en u pajar...

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      —Pues yo siempre he dicho — recordó Rustamov— que darles alos verdes armas es una estupidez bien gorda. No sólo que tiras elmaterial, sino que para colmo te

     perjudicas. Tú sacas hoy un akaemenuevecito del almacén, y el tío va y

    mañana se echa al monte con elakaeme. Y pasado mañana te está

    tirando con él en una trampa.

    Traidores tos, guarros, losmuyaidines de los cojones.

      —Igual no lo son todos. —Valunle miró de reojo—. Igual no todos

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    son así. En el puesto del queestamos hablando, junto a nuestrogrupo, hubo doce que notraicionaron. Tanto contaron luego.  —He oído —Gubar adoptó una

    mueca de horror— que se loscargaron a todos como expertos.

    Con una baqueta en la oreja, a lachita callando. Porque si a uno que

    está durmiendo le rajas la garganta

    con un cuchillo, a veces se da que pega un grito o alarma a otros. Pero

    si le metes una baqueta por la oreja,ni mu que dice.

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      —¿Un ejército regular —leinterrumpió Rustamov— se deja pillar a la chita callando y rajar como cerdos? Aficionaos, que nosoldaos. Y los que les dieron el

     pasaporte fueron sus propioscolegas, sus colegas basmachos los

    dejaron pasar al puesto. Así que loque yo decía: traidores que son.

    Fijaos en mis palabras. Confiar e

    ellos es una memez, armarlos unatontería.

      —Sólo que —dijo Matiuja pensativo— éste es su puto país al

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    fin y al cabo. Afganistán, es decir.  —Cierto, el suyo —murmuróValun, mirando a su alrededor  primero—. No el nuestro. ¿Y noserá que precisamente de ahí salga

    todos los problemas?  —A ti puede que te salgan. — 

    Gubar también miró alrededor—. Y puede que no sólo a ti. Pero a

    nuestro zampolit, de seguro que no.

    El tío no habla más que deinternacionalismo, obligació

    internacionalista, deudainternacionalista. Una vez hasta

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    contamos cuántas veces por horadecía la palabra. Cuandollevábamos treinta, dejamos decontar... Pero tú, Jaritonov, ¿no meandarás provocando? No hace

    mucho estábamos hablando deconfidentes...

      —Ay, hermano —le cortó Valun,frunciendo los ojos—. Me da a mí

    que quieres que te den en los

    morros.  —Vale, vale... —El bielorruso

    alzó las manos—. No he dichonada. No se dijo nada.

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      —Se dijo —le replicóamistosamente Matiuja—. Pero por lo bajo y entre los nuestros. ¿No esverdad, praporshchik Levart? Me parece que no hemos oído t

    opinión sobre este asunto. Y deseguro que la tienes.

      —Yo soy un soldado. —Levart seencogió de hombros—. Obedezco

    órdenes. Hago lo que se me ordena.

    Lo que mande la patria.  —Igual no te has dado cuenta — 

    dijo Rustamov al cabo de uinstante de silencio—, así que te lo

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    recuerdo. Ya no estás en uninterrogatorio del KGB.  —No lo estoy. Y sigo haciendo loque me mande la patria.  El silencio que cayó duró incluso

    más que el anterior. Lo interrumpióVania Zigunov. Y como lo hace un

    soldado.  —Ah, a la mierda con tanta

     palabrería, nos toca los cojones a

    nosotros tanta filosofía —anunció. Decidamos, señor suboficial,

    qué hemos de hacer con esta tardeque se presenta tan encantadora,

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     puede que la última libre, puede ser que mañana nos manden de nuevo ala guerra, a cada uno a un confín deeste puto país, así se pudriera y selo comiera una plaga. Hay dos

     posibilidades. Beber o follar.  —No entiendo —Sanka Gubar 

    frunció el ceño— por qué tiene queser una alternativa.

      —Por causas económicas. Los

    medios bastan sólo para lo uno o para lo otro. A no ser que alguno

    haya heredado, le haya tocado lalotería o haya robado un dukan,

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    ¿No? Entonces vamos a calcular.Hablé con el sargento desuministros, me puede conseguir ulitro de vodka, de verdaderaStolichnaya, treinta cheques por 

     botella de medio litro, un preciocomo para un hermano. Puede tener 

    también aguardiente casero de primera ronda, de calidad

    indefinida, diez cheques por litro.

      —¿Y la alternativa?  —Sé de dos cocineras del casino.

    Quieren diez por cliente.  —No es mucho —valoró rápido

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    Gubar—. Si damos diez cada unode nosotros...  —Sin contar los regalos —lecorrigió Marat Rustamov—. No vasa ir allí como un zopenco

    cualquiera, a follar sin regalos.Aunque no sea más que uvas, pero

    hay que comprarlas. Y sin embargo,si se decidiera por cuatro litros del

    irrenunciable aguardiente,

    saldríamos a seis y pico por cabeza. Y como con el aguardiente

    la satisfacción esconsiderablemente mayor, no hay

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     por qué darle vueltas.  —Espera, espera —se entrometióMatiuja—. Consideremos las cosascon tranquilidad. ¿Cómo son esascocineras? ¿Las has visto al menos,

    Van?  —Si quiero ver cosas me voy al

    Hermitage.  —Y tiene razón —apoyó Sania

    Gubar a Zigunov—. Porque, ¿cómo

     pueden ser las cocineras? ¿Es quevosotros, paletos, no habéis visto

    nunca cocineras?  —Las he visto, ay, las he visto — 

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    afirmó Matiuja con la cabeza—.Así que casi mejor entonces lavodka.  —Decididamente la vodka. — Rustamov retorcía sus bigotes de

    cosaco—. Venga, a pachas, señoresinternacionalistas. Echar la mosca

    al gorro.  —Sólo se vive una vez. — 

    Matiuja abrió el bolsillo del

    uniforme—. Para qué ahorrar simañana puede tocarnos Kandahar o

    un matadero peor... Vamos a tomar, pienso, ese litrillo de Stolichnaya,

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     para darnos el gusto. Y de segundo plato tres litrillos de ese primero dea diez. Juntos, quince cheques por cabeza de la humanidad. No llega nia dos meses de soldada.

      —¿Y se puede con foshkami? — Sania Gubar rebuscó en su bolsillo

    un puñado de arrugados billetesafganos—. ¿Al curso actual,

    diecisiete por cheque?

      —Vale. ¿Y tú, prapor, qué?  —Calculad la cantidad. —Levar 

    se levantó—. Pero sin contar conmigo. No voy a tomar parte.

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      —¿Quiere decir —se rió Zigunov  que prefieres entonces unacocinera? ¿O las dos?  —Es asunto mío lo que prefiera.He dicho que no me contéis para

    vuestras cuentas.  Zigunov se preparó para seguir 

     pinchando, pero Matiuja lo calmó.Con un gesto de palabra y

    autoridad.

      —Déjalo. Quiere estar solo.Entiéndelo y respétalo.

     

    Le parecía que iba caminando si

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    objetivo, nada más que haciadelante, nada más que seguir por 

    seguir. Al menos no era su objetivollegar al aeropuerto. Pero no se

    asombró cuando se encontró en él.Así era en Bagram, daba igual

    dónde fueras, acababas en elaeropuerto. Sobre la pista se movía precisamente un gran Antonov An-12 de cuatro motores, tripudo, co

    la cola levantada. Al cabo de unalarga serie de maniobras, el avió

    llegó hasta el hangar, junto a lamisma rampa. Abrieron la portilla

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    de transporte, a su alrededor searremolinó gente con monos yuniformes. Ante los ojos de Levart,que había conseguido acercarse ya,comenzaron a cargar por la rampa

    unas cajas de madera. Sabía lo quecontenían. La carga de nombre e

    código «doscientos».  —¿Y tú qué buscas aquí,

    soldado? ¿No sabes leer?

    ¡Prohibida la entrada! —le gritó uovenzuelo con galones de oficial

    . ¡Largo de aquí, pero ya!  —¡Documentos! —Junto a él

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    apareció de inmediato otro, nomucho mayor—. ¡Muestra losdocumentos, que te estoy hablando!  —Dejadle. —Les ordenó udelgado capitán, al que le había

     bastado echar una mirada a la cara bronceada y quemada por el viento

    de Levart—. Dejadle en paz. ¡Y alo vuestro!

      Se iban cargando cajas de madera

    en el Antonov, una tras otra. Levartsabía que las cajas escondía

    dentro otros recipientes, metálicosy sellados. Sólo ahora se dio cuenta

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    del emblema que había en el morrodel avión, una flor de color negro.Sabía, está claro, el nombre delargot soldadesco que se les daba aaquellos aviones, pero nunca había

    creído que volaran de verdad coun dibujo así. Sería interesante

    saber, pensó, si el nombre se habíatomado del dibujo o el dibujo del

    nombre...

      —¿Puede ser —preguntó elcapitán en voz baja— que estemos

    cargando a tus amigos? ¿No?  —Puede ser.

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      —Tienes derecho a despedirte.  Levart saludó.  —Yo —dijo al cabo el capitán,mirándolo— también me voy. Allí.Ha llegado mi reemplazo, el

    dembel, como lo llamáis. Pensabaque se terminó, que adiós Afgán,

    que sobreviví, que ya se acabó elmiedo... Veinticinco meses de

    guerra... Y justo ahora es cuando he

    empezado a tener miedo. De lo queme encuentre... allí. De lo que me

    está esperando. De cómo merecibirán. Y si conseguiré

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    acostumbrarme... ¿Entiendes?  Levart no respondió.  —Cuando llegue el momento loentenderás —suspiró el capitán—.Y ahora vete de aquí. Es verdad

    que no debieras estar.  Se alejó sin apresurarse. No

    había pasado media hora cuandoescuchó un ruido de motores. Y vio

    cómo el Tulipán Negro se elevaba

    hacia el cielo. Con un cargamentoconocido como «gruz 200». Lo

    llevan de vuelta allá de donde vino.Quién sabe, pensó, puede que allí,

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    en la bodega, en los ataúdessellados, verdaderamente yazcaZima y Mishka Rogozin. ¿Elsoldado Milukin? ¿El tenienteKirilenko?

      Quién sabe.  Quién sabe quién volará en el

     próximo viaje. 

    Saliendo del aeropuerto de

    Bagram, donde quiera que sedirigiera uno, se acababa por llegar 

    siempre a la «ciudad», el centro dela base, una acumulación de

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     bloques y casas de oficiales,tiendas y módulos donde habitabasoldados, rodeados por dukanesafganos y puestecillos que ofrecíatodo tipo de baratijas y chucherías.

    Levart apretó el paso. Habíademasiada gente y demasiado ruido

    como para su gusto. Se dio prisa,queriendo dejar cuanto antes

    aquella región, salir hacia el

    alejado hospital de campo, dondehabía calma y silencio. Pero el

    retorcido laberinto de caminosinteriores lo retenía con fuerza y nolo dejaba escapar. El minotauro

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    exigía su víctima. Para hacerledaño. O aunque no fuera más que para jugar horriblemente con ella.  —¿Adónde coño vas, infantería?

    ¡Puto pedestre!  Se quitó del camino de unos

     paracaidistas de la Ciento Tres deVitebsk que iban ocupando la calle.

    Sin embargo no lo hizo tan rápido

    como para evitar un empujón brutal.Eran cuatro, todos recios, seguros

    de sí, quemados por el sol, cosombreros de panamá y camisetasde listas que se dejaban ver por 

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    debajo de sus uniformesdemostrativamente abiertos. Lesdejó camino libre, pasó a su lado bajando la cabeza. No había

     bromas con los paracaidistas.  Los módulos y acuartelamientos,

    con la ropa colgada para secarse,tenían el aspecto de pequeños

    acorazados de Port Arthur 

    acercándose al muelle con las banderolas de señales colgando.

    Igual de pintorescos, aunque en el papel de banderas actuaban aquícalcetas rusas, calcetines,

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    calzoncillos y camisetas. De todoslados, de cada ventana, de cada puerta, salía música. Por todoslados, parecía, en todos los cuartos,

    se hallaba una radio encendida. Por todos lados, parecía, tenía

    magnetófonos comprados en los bazares de Kabul, Sharp, Sanyo y

    Samsung de contrabando, preciosas

    miniaturas casi de ciencia-ficción,milagros de plástico de la técnica

    aponesa. Cargados con casetesaponesas. Pero con músicasoviética.

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      Todo pueden los reyes,todo pueden los reyes   y la suerte de toda la

    tierra en sus manostener 

      mas casarse por amor,te diré

      ningún rey lo puede

    tener   ningún rey lo puede

    tener 

      Apretó el paso. Pero el laberintol t b l i t l

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    le atenazaba, el minotauro leamenazaba, la música le perseguía.

    Seguía siendo soviética.

       Ra, Ra, Rasputin,lover of the Russian

    queen  There was a cat that really was gone

       Ra, Ra, Rasputin,

     Russia's greatest lovemachine

       It was a shame how hecarried on!

    S ó f t id d lá

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      Se oyó un fuerte ruido de cláxons,unto a él, alzando una nube de

     polvo, cruzó un todoterreno, en losasientos de delante iban dos

     paracas con las boinas azules, elos de detrás dos jovencitas de civil

    que iban lanzando risitas de conejo.En el todoterreno también iba u

    magnetófono.

       If you change your mind, I'm the first in line

       Honey I'm still free  Take a chance on me...

    M ñ ó L t i d

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      Mañana, pensó Levart, previendocon desganada seguridad, me

    enviarán al frente. En el segundo«barril» que pasó no tenía

    magnetófono japonés. O preferíalas formas más tradicionales.

    Delante del módulo estabasentados algunos soldados, uno co

    una guitarra.

      ¿Dónde están tusdiecisiete años?

       En la calle Bolshaya Kareta.  ¿Dónde están tusdi i i t ?

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    diecisietes cosas?

       En la calle Bolshaya Kareta.

      ¿Dónde está tu negra

     pistola?   En la calle Bolshaya

     Kareta.  ¿Dónde no estás hoy?

       En la calle Bolshaya

     Kareta.

      Echaré un vistazo al hospital, pensó. Sí, decididamente. Es mejor que Valun, Matiuja y la vodka queaún le quedaba

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    aún le quedaba.  Pasó otra barraca, también co

    alguien que tocaba la guitarra. Otrotradicionalista.

       Hola, Murka mía,

     Murka querida.  ¡Hola, Murka mía, yadiós!

      Te comiste todas

    nuestras frambuesas.  ¡Así que ahora te

    daremos leña!

      Delante de un tenderete del quecolgaban botellas de zumo y

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    colgaban botellas de zumo y bolsitas de frutas secas, estaba

    sentado un vejete delgado y secocomo una víctima de la peste, co

    un manto sucio. En una mano que parecía de un esqueleto sujetaba u

    tasbih, un rosario musulmán. Con lamirada muerta frente a sí, se

     balanceaba cómica y

    arrítmicamente, como asustado por el fuerte compás de Ala Pugachova,

    la insistente síncopa de Abba yBoney M, la ronca voz de barítonode Vladimir Vissotski y lamelancólica nota de la canción de

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    melancólica nota de la canción de bandidos «Murka». Movía la

    nevada barba y murmuraba sitregua, repitiendo constantemente

    unas palabras. Puede que fueraquejas. O rezos. O insultos.

      Levart apretó el paso. Dejó detrásde sí el laberinto. Llevando consigo

    su peso. Su tensión.

      ¡Un poco másdespacio, caballitos,

    más despacio!  ¡Os pido trotar y novolar!

    Pero me tocaron unos

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       Pero me tocaron unoscaballos caprichosos...

      ¡Si no acierto aterminar la vida, al 

    menos la canción!   Daré de beber a los

    caballos, termino lacanción,

      aunque deje muchas

    cosas por detrás...

      El cielo tenía un color azuloscuro. 

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     —Buenas tardes, Tania... Quiero

    decir, Tatiana Nikolaievna...Perdona... Yo... Quería... Es decir...

    Porque mañana...  Los ojos de Tania, la enfermeraTatiana Nikolaievna, se ablandaron.De forma tan hermosa como sólo podían ablandarse los ojos de

    Tatiana. La enfermera Tatiana, que

    olía embriagadoramente a éter yyodo, el ángel de blancas alas de

    los hospitales afganos.  —Tania, yo...  —No digas nada, muchacho, ven.

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    Los refuerzos eran seis personas,sin contar al sargento junior que los

    comandaba. Los refuerzos, sicontar al sargento, habían venido al

    mundo entre los años 1963 y 1965 yseguramente por ello tenían uaspecto de niños. De niños vestidoscon ja-bes y panamás nuevecitos,

    que olían a almacén, niños a los queno les concedía madurez ni aspecto

    guerrero ni el akaeme en bandolera,ni los chest rigs, cartucheras delona repletas de cargadores que sellamaban en argot lifchik es decir

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    llamaban en argot lifchik, es decir,sujetador.

      —Ravniais'! —ordenó el sargentounior, decididamente mayor que

    los que estaban a sus órdenes—.Smirno! Camarada praporshchik...

      —¡Presentes, descansen! — Levart movió la mano en forma no

    reglamentaria—. Y a usted... Me da

    la impresión de que le conozco...  —Por supuesto —confirmó co

    una sonrisa el para nada tan junior sargento junior—. Tú eres PavelLevart. Nos conocimos eAshjabad durante la instrucción

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    Ashjabad, durante la instrucción.¿No te acuerdas? Stanislavski, Ole

    Yevgenievich...  —En Ashjabad, claro —Levart

    escondió malamente su embarazo. Te llamaban... ¿Mendeleiev?

      —Lomonosov —le corrigió OleYevgenievich Stanislavski, todavía

    sonriendo—. Porque terminé la

    MGU. Era profesor en la facultadde Botánica... Durante un tiempo...

    Hasta que...  Levart meneó la cabeza. Sabíahasta cuándo. Porque tambiéhabían corrido rumores en la

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    habían corrido rumores en laescuela de Ashjabad.

      —En fin, en fin —suspiró—. Asíque también te mandaron al otro

    lado del río, Lomonosov.  —¿Y por qué no me iban a

    mandar?  Levart no respondió. Y estaba

    harto de sentir embarazo.

      —¡A mis órdenes! —Seenderezó, lanzó una severa mirada

    al ejército de mocosos—. Tomadlas cosas y en camino. ¡Moveos!Sargento junior, pon en marcha aesta gente

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    esta gente.  —¿No quieres antes conocer a los

    soldados?  —Luego. Habrá tiempo. Venga,

    en marcha, vayamos al punto dereunión, luego con la columna

    iremos a la posición.  —¿Lejos? ¿Adónde?

      —Adonde manden.

      —Y... —El antiguo botánicotragó saliva—. ¿Y el camino? ¿Es

    seguro?  —Esto es Afganistán. Aquí no haynada seguro.

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    En el punto de encuentro lleno degentes y máquinas les estaba

    esperando Vania Zigunov. Por uncúmulo de circunstancias

    verdaderamente extraño le habíadestinado y enviado allí adondehabían enviado a Levart y a losrefuerzos recién llegados de

    Tashkent que estaban a sus órdenes.  Del resto de los amigos había que

    despedirse, seguramente paramucho tiempo, si no para siempre.Todos estaban más cerca que lejosdel dembel, y la civil, se sabía, les

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    , y , ,desperdigaría por toda la Unión,

    aunque se intercambiaron lasdirecciones, había pocas

     posibilidades de que seencontraran. Levart sintió

    especialmente la separación deValun, más dolorosamente de lo que

    se esperaba. Había mantenido hasta

    el último segundo la esperanzaabsurda de que seguirían juntos.

    Con Valun se había desarrollado, para qué decir más, una verdaderaamistad de tiempos de guerra, ufuerte lazo los unía, la noche de

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    ,lucha en Ghazna, el desfiladero de

    Larghava, la malvada trampa deJhabal-as Saraf, la masacre del

    kishlak de Deh Kala, los cuerpos delos camaradas transportados en el

    tanque desde Shehabad. Y laguardia del Neva a quince

    kilómetros de Salang, en la que el

    teniente senior Kirilenko se ganóuna bala por la espalda. En castigo

    a lo cual a su compañía se lareformó y a ellos se los separó.Ahora él iba hacia el este, edirección a Jalalabad, y Valun al

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    , ysur, el diablo sabía adónde.

      —Así me lleve el diablo —dijoen voz alta.

      —Que te lleve —se mostróZigunov de acuerdo—. Salaam,

     praporshchik. Hola, sargento. ¡Usaludo, soldadillos! ¿Recié

    salidos del cole? Entonces no se os

     puede llamar todavía soldados.Sois «pelusas». ¡Media vuelta! ¡Al

    tanque, al momento! ¿Dónde?¿Cómo? ¡Señor, qué palurdos!  —¿Tenemos que ir sobre eltanque? —Lomonosov se asombró

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    q. ¿Y por qué no dentro?

      —Te enterarás —Zigunov torcióel gesto— si alguna vez estás

    dentro y el beteerre choca con unamina. No discutas, hermano. No

    imagines, no pienses, haz lo que temanden y rápido. ¡Esto es Afgán!

      Dio la impresión de que les

    estaban esperando precisamente aellos, porque no tardó mucho hasta

    que los transportes —la columnacontaba con más de diez— rugieron, ensuciaron el aire con sushumos, temblaron y se movieron.

  • 8/20/2019 Víbora - Andrzej Sapkowski

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    yVania Zigunov se persignó a