teologa ii 2.011- letras (1)

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INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I- 27 2.01 1 ARZOBISPADO DE CORRIENTES SARMIENTO Nº 1.953 CORRIENTES CARRERA : PROFESORADO PARA EL TERCER CICLO DE LA EDUCACIÓN GENERAL BÁSICA Y DE LA EDUCACIÓN POLIMODAL EN LENGUA SEGUNDO AÑO MATERIA : TEOLOGÍA II DOCENTE: ROSA YOLANDA SOTELO Docente: Rosa Yolanda Sotelo Teología II Página 1

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Page 1: Teologa ii 2.011- letras (1)

INSTITUTO SUPERIOR “SAN JOSE” I-27 2.011

ARZOBISPADO DE CORRIENTES SARMIENTO Nº 1.953CORRIENTES

CARRERA: PROFESORADO PARA EL TERCER CICLO DE LA EDUCACIÓN GENERAL BÁSICA Y DE LA EDUCACIÓN POLIMODAL EN LENGUASEGUNDO AÑO

MATERIA: TEOLOGÍA II

DOCENTE: ROSA YOLANDA SOTELOAÑO LECTIVO: 2.011

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FUNDAMENTACION:

La TEOLOGÍA II trata la cuestión fundamental de la vida de todo ser humano y de la humanidad en su conjunto, esto es:¿cuál es el sentido de la existencia humana y de su historia?

Dios ha dado respuesta a ese interrogante, y esa respuesta es propuesta continuamente a la libertad humana. Toca a la teología el intento de manifestar la significatividad siempre actual de aquella respuesta-propuesta contenida en la palabra de Dios. Por ello, en la formación general del alumno, la materia cumple una función que podemos llamar “vital”, en cuanto trata el fundamento y la orientación de la vida misma, vistos a la luz de la fe.

Respecto a lo más formal, la teología es “esencial” en el ámbito educativo católico debido a la razón de ser del mismo: evangelizar. Vista desde esta perspectiva, la teología como asignatura incluida dentro del plan de estudio queda justificada desde la misma identidad de una Institución Educativa Católica.

Nuestra época padece sobre todo una crisis de identidad y de sentido. Ante ello es fundamental que espacio curricular procure presentar de la manera más comprensible y significativa posible lo que Dios ha revelado sobre el ser humano para que cada persona llegue a la plena comprensión de sí mismo y descubra, así, su verdadera identidad.

OBJETIVOS GENERALES:

Considerar las características fundamentales de la persona aportadas por la Revelación.

Reflexionar sobre el significado de Cristo en orden a la realización del ser humano.

OBJETIVOS ESPECIFICOS POR UNIDAD:

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UNIDAD 1:

Reflexionar acerca del significado profundo de la liberación que Cristo trae al ser humano.

Comprender que la conversión a Dios significa un cambio intrínseco para el ser humano.

Reflexionar sobre la realidad de Cristo como el ser humano realizado, llegado a plenitud de acuerdo con el proyecto de Dios.

UNIDAD 2:

Reflexionar acerca de las principales dimensiones de la persona.

Comprender el significado de la libertad a la luz de la fe y la esencial relación de la libertad y el bien.

Comprender que la realización de la persona depende esencialmente de la respuesta a la llamada de Dios o de la respuesta a la llamada de los valores.

UNIDAD 3: Comprender la problemática del mal y sus raíces partiendo de

la comprensión del mensaje genuino contenido en la Sagrada Escritura.

Reflexionar acerca de la concreta situación existencial en la que nace todo ser humano y la propuesta de liberación

UNIDAD 4: Revisar ciertas ideas erróneas en relación con el sufrimiento y

comprender que Dios quiere la vida y la felicidad de los seres humanos.

Comprender adecuadamente el significado de “salvación” y lo que ello implica para la existencia humana.

PROGRAMA ANALÍTICO

UNIDAD 1 - EL HOMBRE EN EL PROYECTO DE DIOS

El proyecto original de Dios El “no” del ser humano al proyecto de Dios Precisiones terminológicas El pecado original de los orígenes El pecado original en nosotros El ser humano, experiencia del mal y anhelo de plenitud

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BIBLIOGRAFÍA: complementaria:

M. GELABERT BALLESTER, Jesucristo, revelación del misterio del hombre, Ed. San Esteban – Edibesa.. M. FLICK - Z.ALSZEGHY, Antropología Teológica, Ed. Sígueme. C. BAUMGARTNER, El pecado original, Herder

UNIDAD 2: : EL MISTERIO DEL HOMBRE

Noción de persona Unicidad e interioridad, autoconciencia y autodeterminación Apertura a los demás y al Absoluto Apertura al mundo Ser con los demás y para los demás. El amor-don La libertad La libertad, dimensión interpersonal La libertad y el bien Realización de la persona La persona, valor absoluto

BIBLIOGRAFÍA: complementaria:

RUIZ de la PEÑA, J. L., Imagen de Dios, Ed. Sal Tarrae GASTALDI, I., El hombre, un misterio, Ed. Don Bosco LOPEZ AZPITARTE, E., Cómo orientar la vida, Ed. Paulinas

UNIDAD 3:- EL HOMBRE NUEVO

Cristo, nuestra liberación Reflexiones sobre el “reconocimiento” y la “relación” con Dios La conversión Actitudes contrarias a la conversión El hombre nuevo, imagen de Cristo El encuentro con Cristo hoy Jesucristo: verdad, libertad y vida

BIBLIOGRAFÍA: complementaria:

GELABERT BALLESTER, M., Jesús, revelación del misterio del hombre, Ed. San Esteban-Edibesa DUQUOC, C., Jesús, hombre libre, Ed. Sígueme

UNIDAD 4:- EL MAL, BUSQUEDA DE FELICIDAD Y SALVACION

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Ideas erróneas sobre el sufrimiento Significado de la “cruz” Jesús y el sufrimiento La cruz en el camino de la felicidad El sufrimiento inútil Actitudes ante el mal inevitable Salvación en la historia El “más allá” y el “más acá” La salvación integra todas las dimensiones humanas

BIBLIOGRAFÍA: Obligatoria:

PAGOLA, J. A., Es bueno creer, Ed. San Pablo, Capítulo 2 M. GELABERT BALLESTER, Jesucristo, revelación del misterio del hombre, Ed. San Esteban – Edibesa. Capítulo VII

INTRODUCCIÓN

Nuestro cometido es adentrarnos en la concepción de persona desde la fe en Cristo.

Si nuestra época padece sobre todo una crisis de identidad y de sentido es fundamental que la teología procure presentar de la manera más comprensible posible lo que Dios ha revelado sobre el ser humano, para que cada persona, cada uno de nosotros, llegue a la plena comprensión de sí mismo, recobre su verdadera identidad y, a la vez, conozca el proyecto de Dios y descubra en consecuencia el sentido de su vida.

Por eso, nuestra intención es presentar la concepción del hombre a la luz de lo que Dios nos ha revelado. En función de ello tenemos por delante dos de los temas más relevantes para la genuina comprensión del ser humano: el “no” del hombre a la propuesta de Dios y, como respuesta a ese “no”, la Buena Noticia de Jesucristo en el centro de la historia de la humanidad manifestando un Dios que es Amor.

Al tratar la negativa del hombre a adherir al proyecto de Dios estaremos abordando una de las cuestiones cruciales de la realidad humana: el problema del mal, con todas las consecuencias trágicas que tiene para nuestra concreta existencia. Pero, la última palabra tanto para la humanidad en su conjunto como para cada persona la tiene, no el mal, sino el amor de Dios manifestado en Cristo. Estos temas, por lo tanto, están íntimamente relacionados. En la Unidad 3 el objetivo es ofrecer, de acuerdo con lo propuesto por Dios, una conceptualización de la persona y sus dimensiones constitutivas. Finalmente, en la Unidad 4, el esfuerzo está puesto en aportar algunas reflexiones teológicas que nos orienten hacia el verdadero significado tanto del sufrimiento como de la salvación.

Toda la temática tiene una densidad particular puesto que, como dijimos, son puntos fundamentales dentro de la concepción cristiana del hombre. Habrá, como base de la reflexión teológica, algunas citas bíblicas; será de mucho provecho consultarlas para enriquecer el desarrollo de los temas y ayudar de este modo a que, poco a poco, el estudio pueda tornarse meditación.

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UNIDAD 1: EL HOMBRE EN EL PROYECTO DE DIOS

Consideraciones previas (I)

Es necesario, al inicio de nuestra exposición, hacer una aclaración de mucha importancia que está directamente vinculada al diálogo abierto y sincero que mantenemos permanentemente con aquellas personas que manifiestan no tener fe y con quienes tienen fe en algo distinto a lo que aquí afirmamos. La aclaración que consideramos entonces pertinente está referida a ciertas afirmaciones que aparecerán a lo largo del desarrollo que haremos.

Podríamos decir en síntesis que hay dos afirmaciones que inevitablemente suscitan cuestionamientos; por una parte la que está relacionada con el mal moral y la situación existencial en la que se encuentra el ser humano como consecuencia de aquel mal, y, por otra parte, la que se relaciona con la liberación de ese mal moral y la consiguiente posibilidad de realización plena que tiene el ser humano.

Respecto del mal moral afirmaremos: “la raíz del mal está en la inversión del orden: dejar de lado a Dios y ocupar el hombre su lugar”. Y la pregunta que surge es esta, ¿cuál es la raíz del mal para quien no tiene fe en Dios? En diálogo con quienes no tienen fe en Dios o profesan otra fe estamos de acuerdo, por lo menos, en que la raíz del mal está en optar por una dirección totalmente contraria a la verdad, a la justicia, al amor…, en desoír absolutamente el llamado de los demás; la raíz del mal está, en definitiva, en no responder al llamado de los valores supremos de la existencia. Cualquier persona de buena voluntad se da cuenta, y experimenta, que está allí la raíz de los males que padecemos.

Respecto de la liberación del mal moral y la posibilidad de realización plena afirmaremos: “la liberación del mal y la posibilidad de realizarse plenamente la encuentra el ser humano en la relación con Dios”. Y aquí surge un interrogante fundamental: ¿sólo en la relación con Dios tiene el ser humano la posibilidad de realizarse? Quien no tiene fe en Dios, ¿no puede, no llega a realizarse? Cuando en la Unidad 8 veamos el tema de la realización de la persona diremos: “para quien no tiene fe, la realización de la persona depende esencialmente de la respuesta a la “llamada” de los valores fundamentales de la existencia, que permanentemente llaman a la conciencia de todo ser humano”.

Pero debemos reconocer que hay una cuestión que sigue latente, la que emerge de la frase “realizarse plenamente”. Ya expusimos que para quien no tiene fe está abierta la posibilidad cierta de realización por el camino de los valores supremos de la vida. Ahora bien, “realizarse plenamente” tiene, desde la perspectiva de fe, una connotación específica. Hay un dato fundamental conocido con certeza por medio de la revelación: la realización plena, la plenitud definitiva le es dada al ser humano después de la muerte, en un estado de vida definitivo, como don de Dios. Esta es una verdad de fe, conocida desde la fe, cuyo fundamento es el testimonio de Cristo resucitado. Y en nuestro diálogo con toda persona de buena voluntad, no creyente o que profesa otra fe, esta es una verdad siempre puesta a consideración.

Resumiendo, queremos dejar claro en estas consideraciones que las reflexiones que siguen, hechas desde una perspectiva específica de fe, no implican negar ni desconocer otras posturas. Nuestro diálogo se realiza permanentemente con personas

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de fe diversa a la nuestra y con no creyentes, y lo que intentamos es, por un lado, escuchar las diversas perspectivas y, por otro lado, exponer respetuosamente aquello que hace a lo propio de nuestra fe, de nuestra identidad.

Consideraciones previas (II)

Hay ciertas expresiones, términos o afirmaciones escuchadas probablemente hace tiempo que luego nunca más -quizás- fueron objeto de profundización para comprender el verdadero significado que aquellas tienen. Y es sabido, además de ser un dato de experiencia para la mayoría, que aquello que se comprende poco o casi nada es dejado paulatinamente de lado porque, precisamente, llega un momento en que eso ya no significa nada. En el caso de la fe, es casi imposible que la misma se consolide o tan siquiera se conserve si nos hemos quedado sólo con lo que en relación con ella escuchamos en nuestra infancia.

Es por eso que expresiones tales como “paraíso”, “pecado original”, por citar algunas, se han instalado en la conciencia personal y colectiva con significaciones que, para muchos, no se ajustan del todo a lo que es el verdadero mensaje de Dios. Algunos incluso tienen de las mismas una concepción equivocada; y otros las consideran sin sentido porque piensan que se trata de cuestiones totalmente inverosímiles.

Respecto de la temática que a continuación trataremos somos conscientes de que para alguien puede resultar un desarrollo árido y por el cual no tiene demasiado o ningún interés. Pero, por las razones antes expuestas, consideramos indispensable poner estas reflexiones a disposición de aquellos que sí desean, y buscan, sinceramente crecer en la comprensión de su fe. De todos modos, para unos y otros, los diversos temas brindarán elementos cuya consideración posibilitará ahondar en la comprensión de la realidad humana.

1. El proyecto original de Dios

Desde el comienzo es importante tener claro cuál es, en lo que hace a sus interpretaciones, la característica de los relatos bíblicos sobre los cuales reflexionaremos. Por una parte hay que recordar que la Biblia “enseña sólidamente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en ella para nuestra salvación”1. Esto significa que los relatos bíblicos tienen una intención y un alcance sobre todo teológicos; con lo cual decimos que no debemos tomarlos, en algunos casos, “al pie de la letra”. Para una correcta interpretación hay que prestar atención, entre otras cosas, al género literario del pasaje que tenemos en mano para que, como en el caso de los relatos sobre el paraíso y el pecado original, no los tomemos literalmente. Al no tomar literalmente esos pasajes no se está diciendo que los mismos no sean verdaderos; no lo son quizás en cuanto a una verdad biográfica, histórica o científica; pero sí son verdaderos en cuanto “contienen sin error la verdad” que Dios quiere transmitirnos para nuestra salvación.

1 Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 11

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Es importante entonces, en relación con los relatos que vamos a considerar, pasar del simbolismo bíblico a la conceptualización teológica para que podamos comprender cabalmente cuál es el mensaje de Dios. Por último, lo que también debe quedar muy claro es que lo que acabamos de decir no debe llevar a considerar toda la Biblia como un gran relato simbólico, aunque haya algunos pasajes que lo sean.

Hecha estas aclaraciones prestemos atención ahora al relato del paraíso (Gn 2,4b-25) para procurar comprender su sentido. Leemos allí que “Dios plantó un jardín, donde colocó al hombre que había formado”. “Jardín” es una palabra traducida de parádeisos, y ésta a su vez está tomada del iranio medio pardez; los israelitas la interpretaron “delicias” según el hebreo. Es muy útil la cuestión etimológica porque nos acerca al significado: se trataba de un jardín de delicias. Esta imagen pretende evocar la situación privilegiada en la que Dios creó al hombre.

Si Dios colocó al hombre en su propio jardín es por el inmenso amor que le profesaba, para hacerlo participar de todo lo que es de Dios. Eso es lo que nos dice el pasaje bíblico con distintas imágenes: Dios creó al hombre para el amor, por esta razón comparte con él su propia morada, su jardín; lo creó para la vida, por lo tanto en el jardín de Dios hay agua y frutos abundantes; y lo creó para la felicidad, por eso en el jardín de Dios no hay cansancio ni fatiga, y las relaciones de los hombres entre sí y de éstos con Dios y con la naturaleza son armoniosas. Tal como es el anhelo de todo ser humano.

El sentido del relato sobre el paraíso es mostrar simbólicamente el proyecto original de Dios sobre la humanidad: todo hombre ha sido llamado a una vida plenamente feliz; pero esta felicidad plena sólo puede encontrarse dentro de una relación de amistad con Dios. Esto nos muestra que, fundamentalmente, el proyecto de Dios para el hombre es un proyecto de amor, el hombre ha sido creado para el amor, que es fuente de vida y de felicidad.

Todo ser humano, cada uno de nosotros, es el “tú” de Dios; y como a tal, como a un alguien único e irrepetible Dios le habla y lo llama al amor. Todo hombre, cada uno de nosotros, desde el momento mismo de nuestra creación, es llamado por Dios al amor. Y cuando el hombre libremente responde “sí” al llamado de Dios vive en amistad con Él y todas las dimensiones de su vida están fortalecidas y se perfecciona el núcleo más íntimo de su ser, de modo que el amor de Dios proporciona estabilidad a la persona y es fuente de vida y de felicidad.

El encuentro con el amor proporciona paz a toda persona, pues el amor unifica, da sentido a la vida, confiere equilibrio y estabilidad, y es fuente de todo dinamismo. Todas nuestras búsquedas y nuestros amores tienden al infinito, al Amor. Sólo el amor de Dios puede satisfacernos plenamente: allí encuentra cada uno de nosotros su reposo, allí quedan integradas todas las dimensiones de nuestro ser, saciadas todas nuestras expectativas. En la medida en que participamos del Amor de Dios, vivido sobre todo en el encuentro generoso con los demás, en esta medida encontramos el gozo, la felicidad y el equilibrio personal. El amor de Dios es la maduración de toda persona, su equilibrio personal, el sentido de su vida.

Ese es el núcleo del simbolismo del paraíso: somos llamados por Dios al amor. En la respuesta afirmativa a Dios, en la realización de ese proyecto original está no

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sólo la grandeza de todo ser humano, sino la verdad de su vida y, por tanto, su más plena realización. 2

2. El “no” del ser humano al proyecto de Dios

Es de vital importancia para nuestra existencia que cada uno de nosotros se detenga a reflexionar una y otra vez en el proyecto original de Dios. Y ello en un doble sentido: por una parte, por las implicancias concretas que para nuestra vida tiene la libre adhesión al mismo; y, por otra parte, porque la respuesta negativa del hombre a Dios se manifiesta en toda su magnitud cuando es contrastada con la llamada al amor, a la amistad, a la vida, que Dios le dirige al hombre. A la luz de la grandeza inefable del don de Dios resalta en todo su dramatismo el absurdo “ no ” del hombre .

Hemos afirmado que todos -en todo tiempo, en todo lugar, de toda raza y cultura- somos llamados por Dios. Pero el hombre no es manipulado por Dios; cada uno es capacitado e invitado como persona libre y responsable a participar de la vida íntima de Dios. Y el hombre puede, también, responder con el “no” a la invitación que Dios le hace.

Lamentablemente el hombre, desde los orígenes, rasgó el proyecto de Dios, rechazó la intimidad que Él le ofrecía, rompió el diálogo con Dios y con sus hermanos, para encerrarse en un monólogo con su autosuficiencia, con su egoísmo. Quiso el hombre realizarse al margen de Dios y, al rechazarlo, ha oscurecido los valores más fundamentales, especialmente el amor; ha bloqueado el proceso ascendente de la humanidad hacia su verdadero bien. El pecado irrumpió en el mundo desde los orígenes y ha repercutido desde entonces en la humanidad.

Pero ese “no” del hombre a Dios es sólo el fondo oscuro sobre el cual resplandece mejor la luz de Cristo. Ante la negativa del hombre llamado a la amistad con Dios la última palabra la tiene la misericordia de Dios: Cristo dijo “sí” al proyecto de Dios; y con Él todos recuperan la amistad con Dios. Ésa es una cuestión fundamental a tener presente permanentemente, no sólo en el recorrido de nuestra temática, sino en el recorrido de nuestra vida.

3. Precisiones terminológicas

La cuestión del pecado original preocupa -y cuestiona- siempre a muchos que buscan honestamente crecer en su fe. Y es un tema que no deja de estar exento de dificultades de comprensión; aún quienes lo aceptan por fe muestran algunos reparos a la hora de escuchar ciertas explicaciones.

Es vivencia cotidiana que nuestra búsqueda de felicidad choca permanentemente con la experiencia del mal. Por una parte nos encontramos con el mal físico, aquel que experimenta la creación entera por ser limitada; lo limitado no es perfecto, lógicamente tiene imperfecciones; por eso ocurren catástrofes naturales de todo tipo, como también enfermedades. Por otra parte, y es lo que más hondamente nos afecta, experimentamos el mal moral; éste es el mal que ocasionamos y nos ocasionan, y en

2 Como base de nuestra reflexión hemos tomado M. Gelabert Ballester, Jesucristo, revelación del misterio del hombre, Ed. San Esteban-Edibesa, Salamanca 1997, Capítulo IV

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el que se pone en juego el uso de nuestra libertad. El mal moral tiene lugar no porque somos imperfectos sino por nuestra libertad. Esto hay que aclararlo bien porque muchas veces se entiende que debido a nuestra imperfección, limitación, cometemos el mal. Ocurre que quedó muy asociado en el lenguaje religioso imperfección con “imperfección moral”. La imperfección moral es distinta a la imperfección, limitación, del ser humano por ser creado. Que el ser humano, como la creación entera, sea imperfecto no quiere decir que por eso cometa el mal moral. El mal moral procede exclusivamente de nuestra libertad.

Para avanzar en nuestro tema debemos hacer algunas precisiones en torno al vocabulario. El término “pecado original” designa en realidad dos cosas muy diferentes, y es necesario distinguir estos dos sentidos de la expresión porque nos ayudarán a comprender mejor toda la problemática del mal Hay una relación esencial entre uno y otro, pero son distintos; como, por otra parte, son distintas las cuestiones que suscitan.

El hombre entra, por el nacimiento, en una humanidad que ha dicho “no” a Dios, y, a causa de esa pertenencia, comienza a existir con una impotencia para hacer el bien con sus propias fuerzas. Para designar ese estado, la situación o la condición pecadora presente en la que todo hombre viene al mundo, se emplea la expresión “pecado original originado” o “pecado original en nosotros”: es el que traemos al nacer.

Ahora bien, para designar el pecado que, según la explicación común, es la causa

remota, situada en el comienzo de la historia, de la condición pecadora de la humanidad se utiliza la expresión pecado original originante; o “pecado de los orígenes”.

Generalmente se hace alusión a las dos situaciones descriptas utilizando solamente la expresión “pecado original”. Pero, como dijimos, para poder adentrarnos en la problemática del mal y comprenderla necesitamos hacer esa distinción terminológica.

Nos toca considerar ahora el término “pecado”. El pecado por sobre todo consiste en una actitud activa profunda de la libertad opuesta al bien y a Dios, que yo me he dado voluntariamente y en la que permanezco durante tanto tiempo como me niego a convertirme. El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y nos aparta de Él. El pecado es amor de uno mismo hasta el desprecio de Dios; desprecio de la propuesta realizadora que Dios, por amor, me ofrece.

Entonces, antes que la ruptura de un orden legal e incluso moral, y más que la realización de ciertos actos particulares, el pecado es la ruptura de una relación personal entre el hombre y Dios. De ahí que el pecado sea ante todo una categoría religiosa: sin Dios hay errores y equivocaciones. Sólo delante de Dios puede uno sentirse pecador, puesto que la gravedad del pecado está en el alejamiento de Dios. En este sentido hay que entender en toda su profundidad lo que es el pecado para, en lo posible, dejar de lado ciertas interpretaciones equivocadas que sólo prestan atención a determinados “actos malos” llamados “pecados” pero que no consiguen llegar a lo que en realidad es el pecado.

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La verdadera tragedia del pecado se muestra en toda su hondura cuando lo concebimos como ruptura con Dios; en esta medida el pecado tiene repercusiones antropológicas, pues si en la relación de amistad con Dios se encuentra la realización del hombre, al romper con Dios el hombre se sitúa ante una contradicción suprema, equivoca su verdad.

Recordemos que bíblicamente sólo hay verdadera “vida” en la amistad con Dios, de lo contrario el hombre tiene una pura existencia biológica; por ello, el alejamiento de Dios -fuente y sentido de la vida-, en el cual consiste fundamentalmente el pecado, deshumaniza, degrada; así, “el pecado nos rebaja como personas, impidiéndonos lograr nuestra propia plenitud”. 3

Ahora bien, para que haya pecado, se requiere plena conciencia y entero consentimiento; esto hay que tener en cuenta siempre. Decimos que debe haber “pleno conocimiento”, esto es, tener conciencia de lo que estamos por hacer; y, además debe haber “deliberado consentimiento”, esto es, decidimos hacerlo. Por lo tanto el pecado está referido a quien es capaz de opciones conscientes, libres, responsables: sin la intervención de la libertad no hay culpa real.

4. El pecado original de los orígenes

Si hay un dato fundamental, es justamente el de la existencia del pecado original en nosotros, el pecado con el que nacemos. Y ante este dato nos preguntamos: ¿cuál es la causa del pecado original en nosotros? Ante tal interrogante debemos recurrir a la Sagrada Escritura. Los textos fundamentales son, entre otros, los capítulos 2 y 3 del libro del Génesis, que nos ponen en contacto, simbólicamente, con una situación original de la humanidad dentro de la cual se produce el drama del pecado llamado, precisamente, de los orígenes.

En la cuestión del pecado de los orígenes laten varios interrogantes; de entre ellos tomamos estos dos: ¿cómo entró el pecado en el mundo?, ¿y cuándo? Para referirnos a ellos recordemos que los relatos bíblicos tienen una intención y un alcance sobre todo teológicos. Veamos “qué nos dice” respecto de la primera pregunta el relato del Génesis. Ya desde el capítulo 1 nos narra que el mundo ha “salido” bueno de las manos de Dios; la creación ha sido buena e incluso muy buena (cf. Gn 1,31). El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, ha sido la más “perfecta” de las criaturas. Entonces,

El redactor bíblico se pregunta: ¿cómo puede haber tanto mal en un mundo creado bueno por Dios? Y el autor sagrado, inspirado, desplegará en un relato su respuesta que, en lo medular, consistirá en una proclamación de la inocencia de Dios y de la culpabilidad del hombre. Es el mal uso de la libertad creada lo que introdujo en la historia el mal moral: el bien procede de Dios; el mal moral, del hombre. Por la iniciativa de la libertad del hombre entró el pecado en el mundo.

Los capítulos 2 y 3 del Génesis son una reflexión sapiencial sobre el problema del mal; no se trata de una mirada retrospectiva sobre los orígenes del mundo y del hombre. Por lo tanto, el pasaje sobre el pecado de los orígenes no es histórico sino “etiológico”, es decir, trata de explicar el origen del mal moral; lo que hemos de retener, entonces, no es la literalidad del texto, sino el mensaje.

3 Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 13

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El autor sagrado, para expresar su intuición inspirada, no describe un pecado cualquiera, sino la acción pecaminosa por excelencia, la pretensión humana de suplantar a Dios. De manera plástica, con muchas imágenes, pone al pecado en acción, tal como lo podía hacer un oriental: lo historifica, lo traduce en personajes, elabora una parábola, introduciendo elementos míticos, folklóricos... Pinta de ese modo el pecado “arquetípico”, algo así como el esquema y la dinámica de cualquier pecado.

En nuestra reflexión sobre el origen del mal, es decir sobre el pecado de los orígenes, vamos a detenernos un momento en aquellos elementos esenciales, podemos decir, que aparecen en el texto del Génesis 3, 1-6; y que aparecen cada vez que nos elegimos a nosotros mismos de manera absoluta, rechazando a Dios. Consideramos importante intentar explicitar lo que se pone en juego toda vez que suplantamos a Dios: cómo se origina el mal en cada uno de nosotros, o cómo cada uno de nosotros origina el mal e introduce el pecado en el mundo.

Ubiquémonos en el mandamiento dado por Dios al hombre de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal (cf Gn 2, 16-17). Este árbol significa, ni más ni menos, que es Dios quien ha establecido lo que es el bien; pero no de manera arbitraria o antojadiza, sino como fruto de su sabiduría y, sobre todo, de su amor. Esto nos manifiesta que hay una verdad primera, hay una escala de valores objetiva, dada por Dios como camino de realización del hombre.

Ahora bien, uno podría plantearse lo siguiente: si me realizo únicamente de acuerdo con una determinada escala de valores, objetiva, dada por Dios, entonces no soy libre. Y la afirmación fundamental es que fuimos creados libres; pero soy libre para el bien, en orden al bien. Cuando en lugar de elegir el bien elijo el mal podemos hablar de un defecto de la libertad. Alguno puede decir que para él no está mal lo que en realidad, objetivamente, está mal. Y siguiendo ese razonamiento puede decir que la persona se realiza según lo que para ella está bien, aunque sean antivalores. Eso, de hecho, se da. Pero debemos saber, y reconocer, que la del ser humano, la mía, es una libertad creada, es decir también, una libertad limitada; no es una libertad absoluta. No se es más libre cuando se hace lo que a cada cual le apetezca; se es más libre cuando se opta en la dirección del ser-más-persona. Por lo mismo, uno debe buscar con mucha humildad y honestidad la verdad, para no guiarse, a veces erróneamente, con lo que uno cree es la verdad y el bien.

Sigamos el relato. El mandamiento dado por Dios de no comer de aquel árbol ha sido transgredido (Gn 3, 1-6). Y allí, en ese acontecimiento, se destacan los elementos presentes permanentemente -de una u otra manera- cuando rechazamos a Dios. Ante una situación que se nos presenta como “deseable”, “tentadora”, pero percibida, a la vez, como algo que no está bien llevarlo a cabo, el mal comienza a tomar cuerpo desde el momento mismo en que entramos en “diálogo” con él. Detrás del mal se halla una realidad opuesta totalmente a Dios, el espíritu del mal, cuya “voz seductora” nunca habla verazmente sino engañosamente. El mal nunca viene de frente -simbolizado en la serpiente-, nos plantea las cosas de modo confuso, y uno, en diálogo con el “tentador”, fascinado por las apariencias, termina enredándose (leer detenidamente Gen. 3, 1-5). Y nos hacemos la pregunta: “¿por qué está mal tal cosa?” Allí comienza a dejarse de lado toda referencia objetiva, todo fundamento del bien y lo único que cuenta es el “yo no veo..., yo no siento que está mal”, “para mí no está mal”. Así caemos en el subjetivismo de considerarlo todo desde el yo, desde el para mí es así. En ese momento se produce la inversión total de aquello propuesto por Dios, ahora yo

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soy quien establece lo bueno y lo malo según yo lo considere como bueno o como malo para mí. Precisamente el mandamiento de Dios al hombre, de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, significa que no se arrogue el ser humano la facultad de decidir por sí mismo lo bueno y lo malo sin ningún tipo de parámetro.

¿Qué es lo que está a la raíz de un razonamiento como el anterior? La tentación que siempre nos acecha es contra la confianza y contra el amor de Dios por cada uno. En definitiva lo que uno está diciendo con su accionar equivocado es: “no creo que por el camino propuesto por Dios me realice”. El planteo de fondo es: “no confío en Dios, en lo que Él me dice”; “me parece que las intenciones de Dios no son del todo buenas” (leer Gn 3, 4 y 5). Se trata, por una parte, de no haber descubierto -cada uno sabrá por qué motivos- el amor de Dios para conmigo, por eso no confío en lo que me dice o propone. Por otra parte, y esto es lo fundamental, la raíz del mal está en el orgullo humano de no reconocer con humildad que mi existencia es creada, por lo tanto limitada. Reconocerse creado es reconocer que hay un proyecto de plenitud: fuimos creado para una vida plena y se nos propone el camino para alcanzarla. La raíz del mal está en la inversión del orden: dejar de lado a Dios, ocupar el hombre su lugar, y establecer otro proyecto en sentido contrario al propuesto por Dios y que, ilusoriamente, le promete al hombre la felicidad que busca. Es, en cambio, en la aceptación libre y confiada de Dios y de su proyecto donde descubrimos, y realizamos, el sentido de nuestras vidas.

El pecado, de este modo, aparece como la falsa autoafirmación del hombre: al no confiar en Dios, el ser humano intenta edificarse sobre su autosuficiencia. Pero cuanto más uno se apoya en uno mismo más uno se apoya sobre la nada; porque uno es frágil. De manera que cuando uno se aleja de Dios dándole la espalda, en realidad uno se dirige a la nada. Cuando no aceptamos vivir la plenitud en Dios mismo como Don y preferimos conquistarla sólo con el esfuerzo propio, nos quedamos con lo único que nos es propio: la soledad total y la nada.

El pecado original “de los orígenes” en su raíz más profunda es la pretensión del hombre de ser origen absoluto de sí mismo, sin deberse a ningún otro, la voluntad de tener consistencia absoluta en sí mismo y no necesitar a nadie para existir. Es el proyecto de vivir sin relación, el olvido de Dios y el olvido del prójimo. Este llamado que cada uno siente a una realización plena queda, por tanto, frustrado. El pecado aparece así como la pretensión de lo imposible: ser sin Dios. De ahí la tensión, el desgarro, la contradicción que implica el pecado: un querer ser sin poder ser. 4

Volviendo al relato del libro del Génesis, eso es lo que el autor bíblico, con un lenguaje simbólico nos dice:

el mal -el pecado original “ de los orígenes ”- hace su irrupción en el mundo por el mal uso de la libertad del hombre debido a la pretensión de querer ser sin Dios.

Así es como sucedió “en los orígenes”, pero sigue también sucediendo hoy: introducimos el mal moral en el mundo por el mal uso de nuestra libertad.

4 Cf. M. Gelabert Ballester, Jesucristo, revelación del misterio del hombre, Ed. San Esteban-Edibesa, Salamanca 1997, 163-166

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Ahora bien, ¿cuándo tiene lugar aquel acontecimiento? La respuesta es: desde los orígenes de la humanidad.

Si el relato del Génesis es simbólico, como de hecho lo es, ¿cómo podemos explicar ese acontecimiento real, es decir, que en los orígenes de la humanidad hubo efectivamente un primer pecado? El pasaje de Génesis 3 utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre. Algunos teólogos aportan reflexiones ampliamente compartidas, como ésta: el autor bíblico quiere afirmar que la experiencia del mal en la humanidad tuvo un comienzo absoluto. Y sitúa este comienzo en el momento mismo en que se inicia la historia humana: la prueba de la libertad, y el pecado que de ella se siguió, fueron el primer acontecimiento, determinante para todos los demás. Naturalmente, es imposible describir ese acontecimiento desde fuera, en sus circunstancias visibles, sobre la base de un testimonio cualquiera. Pero sí es posible hacer comprender la naturaleza del mismo desde dentro, partiendo de nuestra experiencia misma del pecado, tal como la revelación nos enseña a verla. Eso es exactamente lo que hace el autor bíblico. A falta de conocer los aspectos fenoménicos del drama original, descubre al menos el núcleo existencial del mismo, enteramente relativo al problema capital de la relación entre el hombre y Dios. Con ello, alcanza realmente a la historia humana en lo que ésta tiene de más profundo:

con la emergencia del hombre a la vida empezó la historia de la libertad ; con el primer ejercicio de la libertad empezó el drama de la elección, que en algún momento resultó una catástrofe, cuya consecuencia es el pecado original “ de los orígenes”.

La pregunta por el sujeto del pecado de los orígenes -quién lo cometió- no tiene interés. Que se trate de una persona concreta o de una colectividad, una pareja o una pluralidad de parejas, es dogmáticamente indiferente. Incluso se puede pensar en una irrupción progresiva del pecado en el mundo. Lo que es irrenunciable es la existencia histórica de un pecado de los orígenes , o pecado original originante. Hubo en la noche de los tiempos, un pecado -individual, grupal, progresivo..., no se sabe-, una causa histórica de este estado universal de separación de Dios.

Los hombres han pecado, han rehusado el amor al prójimo y a Dios, desde el comienzo, desde su aparición sobre la tierra, desde después de la creación. Si respondían positivamente, hubieran sido “mediadores de gracia” para con los demás hombres. Es decir, hubieran sido vehículos para que reine la presencia amorosa de Dios. Lamentablemente, desde el despertar de su conciencia los hombres, comenzaron a pecar, a optar exclusivamente por sí mismos, creando una “situación ambiental negativa” que bloqueó la mediación de la gracia, oscureciéndose de ese modo los valores fundamentales, como el amor, la verdad, la justicia...

Ahora bien, aquellas culpas iniciales, ¿tienen una importancia particular? Sin duda alguna. Pero tuvieron de particular y de único que fueron las primeras de una larga serie de pecados. Inauguraron el reino del pecado en el mundo. Pero no hicieron más que inaugurarlo. La ininterrumpida cadena de los pecados que han seguido, a través de las generaciones sucesivas en el tiempo y coexistentes en el espacio, ha consolidado ese reinado. Ese reino del pecado crece en cada generación, y crece hoy, pero si nosotros lo hacemos crecer. Porque nacer “bajo el signo del pecado” es sólo el aspecto negativo de nuestra existencia. Lo fundamental es el aspecto positivo:

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nacemos también “bajo el signo de la gracia” que está obrando en todo el mundo.

Por lo mismo, todos, y cada uno, somos responsable del crecimiento, o no, del amor en el mundo. No se trata de lavarnos las manos ante el traspié de los primeros seres humanos, de cargar las culpas de todos nuestros males al pecado de los orígenes. Se debe superar la postura del “yo..., qué tengo que ver en todo esto?”; o la de quien se pregunta: “cómo puedo tener participación real en una culpa en la que no participé?” Llegados al estado adulto somos más protagonistas que víctimas: también nosotros cooperamos en la gestación del pecado al seguir introduciendo el mal en el mundo: en nuestra sociedad, en mi familia... Pero, además, frente a tal razonamiento tenemos que plantear lo positivo: participamos también realmente -si así lo decidimos- de la nueva vida que Cristo nos obtuvo, sin que tampoco nosotros tuviéramos arte ni parte. Es imposible para nosotros alcanzar con nuestras propias fuerzas lo que tan hondamente anhelamos, y sin embargo, gracias a Cristo, ahora podemos efectivamente realizarnos plenamente.

Por todo ello, seguimos siendo libres, lo cual significa que somos nosotros los que debemos dar respuestas; somos responsables del crecimiento del “reino del pecado”, crecimiento de la injusticia, de la corrupción, de la explotación del hombre, de la disolución familiar; o responsables del crecimiento del “reino de Dios”, crecimiento de la justicia, de la verdad, de la lucha por el bien de todos, de la solidaridad...

5. El pecado original en nosotros

Relacionando con el punto anterior afirmamos: a causa del pecado original “de los orígenes” todo ser humano nace con el pecado original “en nosotros”. El pecado original en nosotros , que es con el que nacemos, no es el resultado de un pecado que hubiéramos cometido; ni tampoco es consecuencia de una actitud activa, fundamentalmente mala, que fuera una característica originaria de la existencia humana; pues si así fuera hay que pensar en un “defecto de fábrica”, y la culpa la tendría el “fabricante”, es decir, Dios; lo cual no es verdad porque el mal moral hizo su irrupción en el mundo por el mal uso de la libertad del hombre, como lo vimos antes. Entonces, nacer en este estado, ni es consecuencia de un acto culpable personal, ni es un defecto de la naturaleza humana. Por lo tanto, no somos responsables de nacer con el pecado original en nosotros, y a diferencia de la culpa personal, no es activamente querido, sino pasivamente sufrido.

El ser humano, individualmente, y la humanidad, colectivamente, tomó “desde su origen” un camino contrario al proyecto de Dios. A causa de ello se introdujo en el mundo “el pecado”, y ha quedado incrustado en la sociedad y en cada ser humano, de modo que cada persona que viene al mundo nace con -lo que terminológicamente llamamos- el pecado original en nosotros.

Recordemos que desde el despertar de su conciencia los hombres, comenzaron a optar exclusivamente por sí mismos, creando una “situación ambiental negativa” que bloqueó la mediación de la gracia, oscureciéndose de ese modo los valores fundamentales, como el amor, la verdad, la justicia...

Esa “situación ambiental negativa” es lo que llamamos el pecado del mundo, esa atmósfera moralmente contaminada en que nacemos los hombres de hoy y que nos

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afecta intrínsecamente, ya que nos toca en nuestra dimensión social, que es constitutiva del hombre. La socialidad es uno de los rasgos constitutivos del hombre: el hombre es un ser-en-el-mundo-con-otros; y eso no es algo adjetivo, accidental, sino algo estructural, intrínseco al hombre. El “tú” es el que me despierta a la autoconciencia y a la autoposesión, en un clima de amor o de odio. El tú es la condición previa y constitutiva de toda opción libre, de todo acto personal. De este modo la historia de los demás va configurando el propio yo; no es una historia ajena a mi persona. Cada hombre está real e interiormente situado en el medio histórico en que nace. Aun antes de llegar al ejercicio de su ser personal, es ser social, es decir, posee su ser condicionado por la sociedad a que pertenece.

Por éso, y esto es clave, la solidaridad con el pecado afecta intrínsecamente al hombre por ser miembro de una humanidad pecadora, por haber nacido en un mundo donde se han oscurecido los valores del amor, de la libertad, del conocimiento de Dios. Por eso afirmamos que todo ser humano nace con el pecado original que terminológicamente llamamos “en nosotros” causado por aquel pecado original de los orígenes”.

Siendo esto así, ¿qué significa nacer con el pecado original en nosotros? Y más aún, ¿qué significa que el pecado original en nosotros es verdadero pecado, siendo que no hubo un pecado propio, personal? Respecto de esto último, a que el pecado original en nosotros es verdadero pecado, significa ni más ni menos que el pecado original en nosotros engendra inevitablemente el pecado personal . ¿Cómo entender ésto?

Ahora bien, el pecado que irrumpió en el mundo a causa del mal uso de la libertad humana y que está incrustado en cada ser humano es entendido teológicamente como una “potencia”, es decir, como una “fuerza” que ejerce su dominación al interior de todo ser humano, lo empuja a hacer el mal y lo lleva a la frustración eterna, a la eterna separación de Dios, vida del hombre.

Hay un texto de San Pablo que asombra por la manera en que describe dramáticamente nuestra condición humana interiormente dividida: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco... Querer el bien lo tengo a mi alcance, pero el hacerlo no, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Cf. Rm 7, 15.18.19).

En ese pasaje San Pablo constata, y experimenta, -como nosotros cotidianamente- una impotencia para realizar el bien, de modo permanente, con sus solas fuerzas. Cuántas veces nosotros hemos constatado, dolorosamente, lo mismo! ¿Cuántas veces nos hemos propuesto hacer sólo el bien, especialmente a las personas que más queremos?, y ¿cuántas veces, en cambio, sólo heridas les causamos? Cuántas veces nos preguntamos ¿por qué nos lastimamos, si nos habíamos propuesto tratarnos con amor, cariño..., con respeto? ¿Por qué nos sucede así...?! Por eso es que, como San Pablo, podemos afirmar: “realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco...”

Esa potencia obra en todos los hombres al nacer en un mundo pecador, es anterior a toda decisión libre; reduce de tal manera a “esclavitud” que aun después, siendo libres y responsables, los hombres son impotentes para escapar por sus propias fuerzas a esta situación trágica y desesperada. San Pablo se representa esta fuerza no solamente como una realidad exterior al hombre pecador, sino como inmanente a

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él, que lo afecta intrínsecamente, como habitando en el hombre y utilizando de algún modo, para el mal, las tendencias espontáneas, los deseos naturales del hombre.

De tal magnitud es esta potencia que arrastra al hombre que, abandonado a sí mismo, un día u otro pecará; indefectible aunque libremente. Si el pecado puede reinar de tan tremendo modo en el hombre e imponerle, por así decirlo, todas sus voluntades, es porque no encuentra en el hombre ninguna resistencia eficaz; y por lo tanto, no podremos evitar cometer libremente los pecados personales cuyo resultado es la imposibilidad absoluta de ser feliz. Esta es la trágica situación del hombre abandonado a sí mismo , abandonado a sus propias fuerzas: resultará pecador fatalmente, aunque libremente. Pero -y aquí ya se esboza lo que será la afirmación capital de San Pablo- esto sucede en el hombre sin Cristo, es decir, que vive en sentido contrario a la propuesta de Dios.

Por lo tanto, nacer en esta situación, con el pecado original en nosotros, llevará inevitablemente a cualquier hombre al rechazo de Dios y del prójimo, si Cristo no le tendiera la mano; precisamente por nacer en ese estado no podrá evitar, a la larga, el pecado.

Lo que fundamentalmente debemos retener respecto del pecado original en nosotros es esto: el ser humano por sí mismo, con sus propias fuerzas, es incapaz de orientar su existencia a Dios, incapaz de amarle, incapaz de decidirse por Dios y por los hermanos, incapaz de vivir los valores fundamentales de la existencia, incapaz de superar los propios conflictos interiores, incapaz de salir del egoísmo y entrar en el amor.

En esa incapacidad consiste el pecado original en nosotros:

nacemos con una impotencia para hacer, con nuestras propias fuerzas de modo permanente, el bien que nos realiza .

La consecuencia más importante, y dramática, de lo antes afirmado es esta: nacer con esa impotencia para hacer siempre el bien con nuestras propias fuerzas significa para el ser humano que cuando su conciencia moral se despierta, cuando el hombre es ya capaz de elegir entre el bien y el mal, y esta conciencia se impone a su libertad intimándola a tomar una decisión en la que ella misma se comprometa plenamente, esa decisión habrá de ser por fuerza -si no interviene la gracia- un pecado actual, personal, por tanto libre: en ese momento, la impotencia para hacer el bien se transforma en una actitud activa mala. Si no interviene la gracia, el pecado original en nosotros -ese estado en el que nacemos- engendra inevitablemente el pecado personal, que es como la ratificación voluntaria del pecado original en nosotros; y a través de los pecados personales la separación eterna del amor de Dios.

Ahora bien, esa opción que habrá de ser, de no intervenir la gracia, un pecado personal, ¿tiene que ser una negación explícita de Dios? No necesariamente. Hay personas que optan por una dirección totalmente contraria a la verdad, a la justicia, rechazando los valores supremos de la existencia humana; que desoyen absolutamente el llamado de los demás porque han optado por sí mismos. En todo ello está implícita la negación a Dios (recomendamos leer Mt 25, 31-40).

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Para que se comprenda bien esta situación tenemos que explicar lo que entendemos por “gracia”, porque en varias oportunidades dijimos “si no interviene la gracia”. La gracia es la presencia viva, amorosa de Dios, una presencia que alcanza lo más íntimo de nuestro ser y nos posibilita ser y vivir de una manera nueva: es una presencia que nos transforma. Este don que Dios nos ofrece -la gracia, o Espíritu de Cristo, o gracia de Cristo- nos confiere una fuerza tal que supera infinitamente nuestras fuerzas y nos posibilita optar por el proyecto que Dios nos propone y, a la vez, mantenernos fiel a ese proyecto realizador. Si queremos. Porque de nosotros depende aceptar o no el don de Dios. Por eso cuando decimos “si no interviene la gracia” no estamos diciendo que no interviene la gracia porque Dios no la ofrezca, si no porque nosotros no la aceptamos.

De allí que es una tragedia la vida del hombre que dice “no” a Dios: buscará realizarse pero sin embargo jamás alcanzará sólo con sus propias fuerzas la plenitud que busca. En ese estado en el que nacemos, con el pecado original en nosotros, se nos hace imposible realizar, si nos valemos sólo de nuestras fuerzas, el acto de amor por el cual el hombre tendría que realizar su opción fundamental por la propuesta de Dios, porque nos encontramos en una situación de impotencia tal que abarca todos los niveles de nuestra personalidad.

Esto quiere decir que sin la presencia creadora y transformadora de Dios en el ser humano -presencia que es un principio de unidad de la persona, e incluso el principio de unidad por excelencia- le es imposible al hombre reducir la multiplicidad y la diversidad de las tendencias espontáneas al orden y a la armonía, tener control sobre ellas y gobernarlas habitualmente, someterlas eficazmente al fin propio de la persona libre, que no es sólo el desarrollo pleno de las virtualidades humanas, sino su encaminamiento hacia el destino natural en el amor a Dios y al prójimo. Sin la presencia de Dios -presencia que es vida que transforma-, de espaldas entonces al proyecto de Dios, los impulsos espontáneos del hombre arrastran a éste a bienes diversos, sin freno, sin regla o principio superior capaz de integrarlos plenamente en su vocación humana y sobrenatural. De este modo, si cada uno de nosotros, por nacer en el estado en que nacemos con el pecado original en nosotros, no fuéramos auxiliado por la gracia de Cristo -que jamás a nadie falta-, nos hallaríamos en una situación desesperada.

El hombre, para salir de ese estado y llegar a ser libre, necesita de una liberación que no está en sus manos. La única fuerza capaz de cerrar el paso al pecado, de reducirlo a la impotencia, y así liberar al hombre, es el Espíritu de Cristo . Todos necesitamos -y a todos se nos da- el Espíritu de Cristo para poder superar la incapacidad y la impotencia para hacer el bien con que nacemos y alcanzar, así, la verdadera vida.

El pecado original en nosotros , por lo tanto, no es más que el trasfondo oscuro sobre el que resalta el rostro de Cristo. El interés está puesto no tanto en la situación del hombre bajo el dominio del mal, sino en la liberación del mal. El dogma del pecado original en nosotros es sólo la contracara de la obra salvífica de Cristo. El aspecto positivo es lo nuclear: todo hombre es hermano de Cristo y llamado a su amistad. El pecado no suprime esa vocación divina y sobrenatural. No solamente nacemos bajo el signo del pecado, sino bajo el signo de la gracia que está obrando en todo el mundo.

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Por el bautismo, o por la conversión, pasamos del “reino del pecado” al “reino de la gracia”. Una aclaración muy importante: cuando decimos que “por el bautismo” el ser humano es liberado de tal “impotencia para el bien” tenemos que señalar con mucho énfasis que hablamos de aquellos que son concientes de lo que el bautismo significa y viven en coherencia con tal significado. El bautismo de por sí no es algo mágico que una vez recibido le cambia la realidad a la persona al margen de su libertad. Se puede, como efectivamente sucede muchas veces, estar bautizado y vivir en un sentido totalmente contrario al proyecto de Dios. El bautismo, como cualquier otro sacramento, no significa absolutamente nada si sólo se lo toma como un rito que forma parte de nuestra cultura. Es preciso ser conscientes del significado profundo del bautismo y de las implicancias concretas que el mismo tiene en la vida de un ser humano que busca vivir en coherencia con aquello que lo plenifica, esto es, el proyecto de Dios.

El bautizado, o quien se ha convertido, no tiene ya el pecado original; éste es completamente borrado; el bautizado “renace” en Cristo -teniendo presente la aclaración hecha en el párrafo anterior-. Por lo mismo, el bautizado, o quien se ha convertido, es ahora alguien liberado de la multiplicidad de impulsos desordenados del hombre, no en el sentido que ya no los sienta, sino en el sentido de que el Espíritu le da fuerza para triunfar sobre ellos. Más explícitamente, el bautizado, o el que se ha convertido, no tiene ya el pecado original, puesto que ahora está en una relación de amistad con Dios en la cual recibe una fuerza nueva: la gracia. Sin embargo, la inclinación al mal no ha desaparecido por eso. El bautismo, o la conversión, quita, entonces, el pecado original; pero es pecado en “germen”.

En este sentido, el pecado original en nosotros “sobrevive” a sí mismo, por así decirlo, en sus consecuencias, sobre todo en lo que llamamos la concupiscencia. Ésta es esa orientación exclusiva hacia el egoísmo, hacia la ambición..., que dificultan nuestra entrega a Dios y nuestro amor al prójimo. La concupiscencia -o inclinación al mal- es una dificultad permanente para realizar de manera constante los valores propuestos por Dios. Pero ahora bien, la inclinación al mal, que en concreto es inclinación hacia aquello que no nos posibilita ser en plenitud, y que no ha desaparecido, no es ya invencible, porque el ser humano que ha “renacido” en Cristo no es dejado ya a sus propias fuerzas. En lo sucesivo, podemos triunfar de la inclinación al mal por esa “fuerza nueva” que recibimos al estar en relación con Dios.

La condición presente de cada uno de nosotros es la condición de un ser pecador y redimido. La historia de la humanidad, que ahora es nuestra historia, y que se reproduce en cada uno de nosotros, es una historia de pecado y de gracia. Los originalmente pecadores somos, a la vez, los originalmente amados por Dios en Cristo. Cristo nos ha liberado del dominio irresistible de esa fuerza que San Pablo llama “pecado”, y nos devolvió la posibilidad de luchar contra ella y vencerla. A pesar de la fuerza del “pecado” que subsiste, Cristo nos ha hecho pasar de la imposibilidad a la posibilidad de amar. Ése es, en esencia, el objeto de nuestra fe.

Esto que hemos desarrollado es uno de los aspectos centrales de la verdad sobre el hombre que Dios nos ha dado a conocer mediante la revelación. A pesar de que el recorrido sobre este tema por momentos se haga árido y dificultoso, es muy importante detenernos a reflexionar sobre esta realidad de nuestra existencia -de hecho experimentada por cada uno de nosotros-. Sin lugar a dudas ayudará para que podamos desentrañar el enigma en el que muchas veces

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nos vemos sumergidos a causa de no comprender plenamente esta realidad que cada uno es; lo cual a su vez nos posibilitará avanzar en la mejor comprensión de uno mismo, recobrar nuestra verdadera identidad y orientar nuestra existencia en un sentido plenamente realizador.

6. El hombre, experiencia del mal y anhelo de plenitud

De esta situación del hombre, de la experiencia del mal, surge a veces la pregunta: ¿por qué Dios permitió el pecado?. Y este interrogante se hace más dramático porque el hombre se siente ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior; anhela hondamente vivir en plenitud.

El hombre no fue creado pecador. El hombre fue creado imperfecto, en el sentido de inconcluso, aun por respeto a su libertad y a su responsabilidad. Esto es, al crear al hombre libre le da el dominio de sí mismo, el poder auténtico de disponer de sí mismo, de “hacerse” a sí mismo, de decidir de una manera autónoma lo que él quiere ser ante Dios y ante sus semejantes. Así el Creador, libremente y por amor, corrió el riesgo de ver que el hombre optase contra Él, abusando del don de la libertad.

De hecho, la libertad humana, puesta a prueba en una elección entre el bien y el mal, optó por el mal, desde los orígenes; prefirió el egoísmo al amor. Es evidente que Dios había previsto el pecado de los hombres y que lo permitió. Pero entendámoslo bien: puesto que el hombre es libre, lo que Dios permite es que el hombre decida; sólo en ese sentido podríamos decir “permite” el mal, lo cual para nada quiere decir que Dios quiera el mal, sino que así lo decide el hombre con su libertad. De parte de Dios encontramos el respeto más absoluto por la libertad del hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente, sin coacciones, a su Creador y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección. 5 Y nosotros, personas de una época celosa como ninguna del valor de la libertad, al plantearnos hoy la pregunta ¿por qué Dios no impidió que el hombre pecara?, nos colocamos en una postura que se corresponde con la contradictoria actitud de quien reclama libertad para sí, el poder de elegir por sí mismo, y que ante las consecuencias negativas por haber elegido el mal reclama a otros por el hecho de que no impidieran que él cometiera ese mal producto de su libre elección.

Para concluir, todo lo expuesto forma parte de la visión del hombre a la luz de la fe. No puede dejarse de lado, ni olvidarse, ninguno de los aspectos de la persona -aún el aspecto doloroso y desconcertante del mal- porque estaríamos falsificando la realidad del ser humano. Y aunque por cierto pareciera que ha fracasado el proyecto de Dios para el hombre, debemos recordar, como lo hicimos permanentemente, que el absurdo “no” del hombre a Dios es sólo el aspecto negativo de la realidad humana. Lo fundamental es el aspecto positivo: el proyecto de Dios se realiza maravillosamente en Cristo. Cristo es el hombre plenamente realizado de acuerdo con el proyecto de Dios; y unidos a Él, por la fe en Él, alcanzamos también nosotros la plenitud anhelada, la felicidad para la que fuimos creados. La última palabra la tiene, no el pecado, sino el amor de Dios...

5 Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 17; Catecismo de la Iglesia Católica, Nº 1730

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“... porque tanto amó Dios al mundoque dio a su Hijo único,

para que todo el que crea en Él no perezca,sino que tenga vida eterna.”(Jn 3, 16)

GUIA DE RELECTURA:

Correspondiente a la UNIDAD 1:

1. Exponga el sentido central del relato simbólico acerca de “el paraíso”. 2. Desarrolle: a) cuál es el contenido de la terminología “pecado original de los

orígenes”; b) debido a qué irrumpe el mal moral en el mundo y de qué manera.3. Desarrolle el significado de los elementos fundamentales del relato simbólico

de Génesis 3, 1-64. Explique: a) en qué consiste el “pecado original en nosotros”; b) cuáles son sus

consecuencias para la existencia humana concreta.5. Explique: a) el significado de gracia; b) en qué sentido hay que entender el

bautismo; c) cuál es la relación entre pecado original en nosotros, gracia y bautismo.

UNIDAD 2: EL MISTERIO DEL HOMBRE

Introducción

"Todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto..." 6

Comenzar con una frase como la anterior parece poco alentador; de todos modos a nadie escapa ver que está sintetizada en ella una verdad. Lo mismo podemos encontrar en expresiones del filósofo alemán Martin Heidegger: "Ninguna época ha sabido conquistar tantos y tan variados conocimientos sobre el hombre como la nuestra... Sin embargo, ninguna época ha conocido al hombre tan poco como la nuestra. En ninguna época el hombre se ha hecho tan problemático como en la nuestra." 7

Es una idea también presente en Gabriel Marcel, cuando reflexiona acerca del hombre de las villas miserias, desheredado y marginado de la cultura moderna, como modelo del hombre contemporáneo que no sabe ya quién es y para qué existe.8 En realidad, en numerosos pensadores encontramos la misma afirmación: estamos asistiendo actualmente a la más amplia crisis de identidad que nunca antes había atravesado el hombre, en cuyo centro está el problema del significado de la existencia.

6 Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 217 Citado por J. Gevaert, El Problema del hombre, Ed. Sígueme, Salamanca 1984, 138 Cf. J. Gevaert, o. c., 13

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¿Quién soy yo? ¿Cuál es el sentido de la vida? Son preguntas fundamentales presentes en los seres humanos de todas las épocas, pero que adquieren hoy características muy particulares en un contexto de acentuada pérdida de identidad, de incertidumbre y desconcierto respecto a quién es el hombre y cuál es la finalidad de su vida. Muchas son las respuestas que se han dado, y se dan, a aquellas cuestiones profundas de la existencia humana.

Para la fe cristiana la pregunta sobre el hombre es crucial. Porque, ante todo, creemos en Dios como salvador del hombre. Pero, además, porque Dios mismo se hizo hombre para que conozcamos quién es el hombre. Por lo tanto la cuestión de Dios trae consigo la cuestión del hombre; o también, al preguntarnos por el hombre nos preguntamos por Dios. De este modo la fe en Dios permite tener respuestas definitivas a los más hondos interrogantes. Respuestas que son propuestas a los hombres de todos los tiempos. Desde la fe se afirma, y se propone, que

"el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo de sí mismo debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad..., acercarse a Cristo. Debe ´entrar´ en Cristo con todo su ser..., para encontrarse a sí mismo." 9

1. Noción de persona

Con la reflexión sobre la persona se quiere dar respuesta a la cuestión sobre quién es el ser humano; distinta de la cuestión acerca del qué. La pregunta “qué es el hombre” está suponiendo que éste es un “qué”, es decir, algo ahí, una cosa. Con ella no se supera todavía el punto de vista objetivo y, así, no se puede descubrir la peculiaridad del hombre como sujeto que está aquí como alguien y no como una cosa cualquiera de este mundo. Y no es que el hombre no sea también una cosa, una criatura más de este mundo, un animal, una especie..., pero no es sólo eso, ni es su diferencia frente a todo, ni la base de su dignidad. El ser humano, en efecto, no se limita a ser algo; es alguien; no sólo tiene una naturaleza psicoorgánica, unidad sustancial de espíritu y materia, sino que es persona, sujeto que dispone de su naturaleza.

Sin pretender dar una “definición” cerrada podemos decir que persona es un ser que es consciente de sí mismo, dispone de sí, y se va construyendo progresivamente en un horizonte de libertad, comprometiéndose frente a valores y entrando en diálogo con otras personas, especialmente con Dios.

Esa noción la retomaremos hacia el final. Lo que presentaremos ante todo es una descripción de la persona en función de sus notas distintivas. No hay, no podría haber, una definición acabada de la persona; su misma realidad dinámica impide ser atrapada en un concepto definitivo, incuestionable. Por tanto, es necesario recurrir a algunas características que pongan de relieve algunos rasgos constitutivos de la persona.

1 a. Unicidad e interioridad, autoconciencia y autodeterminación

9 Cf. Juan Pablo II, Redemptor Hominis, 10, Ed. Paulinas, Buenos Aires 1979

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La idea de persona va ligada en primer lugar a la unicidad de todo ser humano. Cada hombre es único.

Los seres de la naturaleza, individuos que pertenecen a una misma especie, se definen por las características generales de la especie. Se distinguen entre sí por los caracteres individuantes; este perro, por ejemplo, tiene tal forma, tal color, tal peso... También el hombre es un individuo, porque también él pertenece a una especie determinada, y por consiguiente se distingue de los demás por ciertas características individuales: el peso, el color, la forma...

Sin embargo, al afirmar que todo hombre es persona, se afirma algo absolutamente diverso del individuo: se afirma que cada uno, como sujeto, no es un ejemplar multicopiado de una especie determinada; sino que, por ser persona, cada hombre es un ser singular, inconfundible e insustituible, único; cada uno tiene una manera rigurosamente sin igual de ser persona. Parafraseando a Mounier decimos: “Mi vecino es un paraguayo, un comerciante o un maniático, un protestante, un católico, o lo que sea. Pero no es “un” Ricardo González: es Ricardo González.”

En la esfera humana cada uno es único, inédito, diferente, inconfundible, no sumable dentro de una especie, no sustituible por ninguna otra persona. Cada uno es igual a sí mismo y nada más. Yo soy yo y no puedo ser habitado por ningún otro, ni representado, ni sustituido por nadie: soy el único en ser yo. Es esa unicidad la que se manifiesta de un modo trágico en la muerte de la persona querida.

Aquello que fundamenta la unicidad de cada hombre es la interioridad; es decir, el hecho de ser el hombre un “yo”, sujeto y fuente de sus actividades, responsable de sus opciones libres; un “yo” que es centro de la propia individualidad, del que parten todas la iniciativas y al que se refieren todas las experiencias. Por eso cada uno de nosotros es absolutamente original, porque que cada uno es un “yo” totalmente distinto a los demás.

Es importante sacar las consecuencias de las afirmaciones anteriores. Si cada ser humano es único, inédito, diferente, ¿tratamos a cada uno como único, original, distinto, en nuestras relaciones cotidianas con los demás?; ¿dejamos o ayudamos a que emerja la originalidad propia de cada uno, o lo consideramos como “uno más”, sin ver aquello que lo hace único? Es más, yo mismo, ¿me veo y me valoro como alguien único o como uno más del “montón”?, ¿busco desarrollar la novedad de mi “yo”?, o por temor a ser excluido por distinto a como “dicen” que hay que ser me hundo en una masificación que anula mi originalidad? Hay que prestar atención a ciertas “imposiciones de época” según las cuales se consideran “originales” sólo a algunos seres humanos que reúnen los requisitos que “la sociedad” considera como distintivo de la originalidad. Y la publicidad “orienta” en cuanto aquello que debería “tener” o “usar” todo ser humano que se precie de ser original: desde tal objeto hasta tal manera de pensar y tal estilo de vida. De ese modo quiere sostenerse la originalidad de cada ser humano en la exterioridad, cuando en realidad yo soy original porque soy el único en ser el yo que me constituye como único. Mi originalidad está en que no hay otro yo como yo: en la historia de la humanidad no hubo ni habrá otro como yo.

Considerando otra de las características del ser humano vemos que en relación al yo hay una larga tradición que indica a la persona como el hombre que es capaz de pensar y de obrar conscientemente -autoconciencia-, y de decidir de forma autónoma -

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autodeterminación-. La autoconciencia, o autopresencia, es un rasgo propio del hombre que no solamente sabe (conoce), sino que “sabe que sabe” (advierte que conoce), se da cuenta de que obra. Más aún, se da cuenta de sí mismo y atribuye a su yo todas sus actividades. El animal carece de autopresencia: el perro no sabe que es perro; y cuando conoce a su dueño no sabe que lo conoce, no se lo puede expresar a sí mismo.

En cuanto a la autodeterminación, es la capacidad que tiene el hombre de realizarse, de buscar la felicidad, saliendo por sí mismo de la indeterminación en que normalmente lo dejan los motivos que tiene para obrar. Ante una multitud de opciones el hombre tiene que optar, y esto puede hacerlo porque es capaz de autodeterminarse: determinar por sí, desde sí, el camino a seguir. En este sentido podemos considerar como equivalentes autodeterminación y libertad. La libertad, la posibilidad de ser dueño de la propia individualidad y de poder moldearla es lo que permite ir configurando y diferenciando a cada uno de los demás.

Tanto la autoconciencia como la autodeterminación, debemos subrayar, son “capacidades”: el ser humano tiene la capacidad de tomar conciencia de sí y de determinar su existencia. Pero estas capacidades (como toda capacidad) exigen ser cultivadas, educadas, desarrolladas, porque de lo contrario no podremos realizar aquello para lo cual tenemos capacidad. Por ejemplo, el ser humano tiene la capacidad de leer, pero si no cultiva, educa, esa capacidad nunca podrá leer; el ser humano tiene la capacidad de amar, pero si no aprende a amar, si no cultiva esta capacidad, no sabrá amar. Por lo tanto, para que paulatinamente el ser humano vaya tomando “conciencia” cada vez más clara de sí, de su accionar, de sus motivaciones más hondas y, por lo tanto, de manera cada vez más libre, autónoma, oriente su vida por el camino de la realización tiene que educar, desarrollar, las capacidades de autoconciencia y autodeterminación.

Se puede decir, por último, que persona es el ser que dispone de sí. Pero esto hay que entenderlo junto al otro aspecto inseparable de esa realidad; el hombre dispone de sí para hacerse disponible, para relacionarse. La finalidad, por lo tanto, no es el disponer de uno, sino que dispongo de mí para ponerme a disposición de los demás. Esto nos lleva al tratamiento de otras características cosnstitutivas de la persona.

1 b. Apertura a los demás

Cada uno de nosotros es único, y ello es así porque cada uno de nosotros es un yo. Pero cada hombre no es un yo encerrado en sí mismo, no es una interioridad replegada sobre sí, no somos un conjunto de hombres islas. Es verdad que somos interioridades, pero interioridades abiertas a los demás , destinadas a la comunión interpersonal. Y esto es preciso entenderlo con toda nitidez: la persona no es un ser cerrado que, por otra parte, también es capaz de ponerse en contacto con otros; todo lo contrario, es una realidad constitutiva de la persona su apertura a los demás.

No se trata, para nada, de que “existo yo” y, si quiero, si me conviene, me relaciono con los demás hombres, porque de todos modos igual puedo realizarme desde mí solamente. No, no es así. El hombre no tiene primero relación a sí mismo y luego, en un segundo estadio, relación al tú del otro. La relación interpersonal no es algo accidental, no es algo añadido, pertenece a la estructura misma del hombre. Por tanto, el hombre no vive simplemente, sino que convive; la existencia es co-existencia.

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De lo dicho se destaca que el ser humano es un ser para el encuentro. Esta afirmación manifiesta toda su significatividad cuando ponemos de relieve que el hombre se autoconoce al mismo tiempo que entra en relación con los demás. El hombre no puede conocerse a sí mismo mirándose al espejo; o en expresiones de Buber, “el hombre se torna un yo a través de un tú”. El que nunca tuvo relación humana, posee una personalidad en estado embrionario, no se ha desarrollado: no puede reconocerse como persona por faltarle la luz iluminante de la comunicación humana. El hombre solamente se constituye en persona en relación con otra persona.

Y, por otra parte, esa apertura a los demás significa que por el hecho de que el otro existe, de que está ahí delante de mí, su misma presencia es una llamada, exigencia de reconocimiento y de amor. La misma realidad de la persona es la realidad del ser que interpela, me requiere, reclama una respuesta; ser un sujeto no significa solamente tener una existencia propia, un ser que se mantiene por sí mismo, sino sobre todo salir de sí hacia el otro, para promover al otro, hacerle ser. Todo esto nos revela que l a persona es una “estructura relacional” ; con lo cual decimos que la relación con el tú es constitutiva del ser humano como tal. El ser humano -sin que por ello se diluya como persona- está llamado a formar con los demás seres humanos un “nosotros”.

Lo reflexionado hasta aquí necesita todavía una explicación última en la cual se apoyen las afirmaciones anteriores.

1. c Apertura al Absoluto

Afirmar que el hombre se constituye en persona en relación con otra persona nos lleva a precisar que sólo el ser personal por excelencia, el Tú absoluto, puede conferir la plena personalización al hombre. El hombre es capaz de responder al tú humano porque está abierto a él; éso, tal como quedó expresado, es constitutivo de la persona. Pero ello es posible porque previamente el hombre está abierto a Dios, es capaz de Dios. En la apertura originaria a Dios reside el fundamento de la persona. Y, al ser Dios el fundamento del ser personal del hombre, es a la vez el fundamento de las relaciones yo-tú como relaciones interpersonales.

Este tema -el hombre “abierto” a lo Absoluto- a la vez que complejo, es clave para la comprensión cabal de la persona. Es uno de los temas centrales de la teología.

Es muy importante que nos remitamos a Teología I, Unidad 3, para considerar este tema con esas reflexiones a la vista. La idea central a retomar aquí es la del ser humano como un ser que vive su existencia en una “búsqueda” permanente de algo que le posibilite rebasar sus límites, y le permita alcanzar un estado de plenitud, de “paz” existencial, estable, pleno, definitivo. Y esa es la situación de todo ser humano porque en la estructura humana está ese impulso (innato entonces), esa “tendencia” para ir más allá de uno mismo. Es un impulso permanente hacia la superación de los propios límites, por el anhelo -innato también- de una plenitud siempre buscada y que nunca conseguimos alcanzar desde nuestra limitación. Paradoja existencial: llamados, impulsados, de modo innato, a lo pleno, a lo “ilimitado”…, siendo nosotros limitados.

Así, nuestra existencia se agota a veces tratando de “alcanzar” algo, fuera de nosotros, que nos permita “salir” de nuestros límites y nos confiera ese “más” que buscamos. Por ello es que nos proponemos determinados objetivos, confiando que

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alcanzada esa meta alcanzaremos aquello que nos permita ir superando (ir saliendo de) nuestros límites, dentro de los cuales nos sentimos no pocas veces existencialmente insatisfechos, vacíos. Pero cada meta alcanzada puede ser el comienzo de una nueva búsqueda, al no encontrar en eso que logramos todo lo “más” que buscábamos.

Esto hace que muchos experimenten que eso "más" no puede venir dado por el ser humano, desde lo que somos, por ser limitados, incapaces de conferirnos por nosotros mismos la satisfacción plena que anhelamos. Toda persona que comprende, porque así lo experimenta en su vida, que no puede darse a sí mismo -ni ninguna “meta” alcanzada puede darle- la plenitud que busca, y acepta humildemente esa situación, se encuentra en un “estado” existencial ideal para abrirse al Absoluto, al Ser en plenitud. Pero lo cierto es que podemos constituir diversos “absolutos”, absolutizando cosas o personas, con la vana esperanza de que nos plenifiquen. En una época como la nuestra no son pocas las personas que buscan “llenar” su “vacío existencial” con realidades absolutamente limitadas por las cuales desgastan la vida inútilmente ya que nada limitado colma en el ser humano tan tremendo anhelo de plenitud, de realización total.

Muy probablemente no nos manejemos en la vida con la clara conciencia de “esto es para mí lo absoluto”, pero sí nos movemos en la vida con prioridades; hay cosas que para cada uno están “primero”, en primer lugar. Primero está mi familia…, primero está recibirme…, primero está tal deporte…, primero está mi pareja…, primero está lo que fuere. Y de eso que para cada uno es lo “primero” depende todo lo demás; nuestra vida la ordenamos, la vivimos, en función de lo que está en primer lugar porque es lo que entendemos nos hace sentir mejor, o nos hará sentir mejor, ya que lo que ponemos en primer lugar puede ser algo que ya poseemos (aunque siempre buscamos que sea mejor), por ejemplo, la familia; o puede ser algo que quisiéramos alcanzar, por ejemplo, recibirme, o una mejor posición en mi trabajo.

Prestemos atención a esto, y que cualquier ser humano con un mínimo de observación sobre sí puede confirmar: nuestra relación con los demás y con el mundo dependerá de qué es aquello que para nosotros es “lo absoluto” . Vivimos en función de nuestras prioridades, basta ver qué cosas dejamos de lado, y qué cosas nos ocupan y preocupan más que otras para darnos cuenta de qué es lo primero para cada uno. Entonces, si lo primero para mí es mi éxito empresarial (a veces incluso por cualquier medio) mis relaciones con los demás y con el mundo serán de una determinada manera en función de mi objetivo; si mi “prioridad” (lo absoluto para mí) es el poder político (cueste lo que cueste), sabemos claramente cómo serán las relaciones con los demás y con el mundo. Si lo primero es la lucha por la justicia de otro modo serán las maneras de vincularse con los demás y con el mundo. El caso es que toda relación con “algo” que para uno es lo primero, y que a veces uno incluso absolutiza, condiciona la relación con los demás y con el mundo.

En síntesis: la “apertura” innata del ser humano al Absoluto, experimentada vivencialmente como “anhelo” y “búsqueda” de algo “más” hace que siempre, consciente o inconscientemente, vayamos estableciendo prioridades en la vida hasta llegar incluso a algo que “para mí es lo primero”, porque confío que eso me traerá lo “más”, y colmará mis ansias de plenitud que están en mí por aquella apertura hacia lo absoluto. De eso que para mi es primero, “absoluto”, dependen mis relaciones con los demás y con el mundo. Relación con lo absoluto, relación con los demás y con el mundo están, entonces, intrínsecamente vinculados.

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Ahora bien, afirmar que el hombre se constituye en persona en relación con otra

persona nos lleva a precisar que no cualquier relación interpersonal humaniza, personaliza. El proceso de humanización transita por el camino de los valores fundamentales de la existencia vividos en relación con los demás. Pero se hace necesario que esos valores sean asumidos como “lo primero”. Cualquiera sea la prioridad que uno se fije en la vida, si se la vive desde los valores fundamentales de la vida mi relación con los demás y con el mundo contribuye a la realización de todos y vislumbro cada vez más nítidamente qué es, en definitiva, eso “más” que me plenifica. Sólo el verdadero Absoluto, lo verdaderamente Primero, puede conferir la plena personalización al hombre. Por ello afirmamos que cuando para un ser humano es Dios lo Absoluto, Dios es, entonces, el fundamento del ser personal del hombre y es, a la vez, el fundamento de las relaciones yo-tú como relaciones interpersonales plenamente personalizantes.

1 d. Apertura al mundo

La conexión del hombre con su mundo constituye otro de los rasgos de la persona. El hombre, más que estar en el mundo, es un ser-en-el-mundo: el mundo no es para el hombre un complemento circunstancial de lugar, no es algo periférico, sino que el mundo es un elemento constitutivo del hombre. Sólo somos si somos en el mundo, nuestro ser es siempre ser-en-el-mundo.

La “apertura al mundo” es posible para el hombre porque es un sujeto. Al relacionarse consigo mismo, puede distanciarse de las cosas y éstas aparecen ante él como objetos de su inteligencia y de su libertad. Si el hombre estuviera necesariamente vinculado, como los animales, a determinados estímulos, no podría distanciarse de ellos y percibir el resto de la realidad. El hombre tiene -está abierto a- todo el mundo, mientras que el animal tiene medio especializado, circunmundo, mas no mundo. Para la ardilla no existe la hormiga que sube por el mismo árbol; para el hombre no sólo existen ambas, sino también los ríos lejanos y las estrellas... El hombre es-en-el-mundo trascendiendo el mundo; se percibe a la vez como mundano y frente al mundo, de modo que él y el mundo nunca forman un “nosotros”.

Al decir “mundo” no nos referimos al mundo objetivista, regido por las leyes que las ciencias van descubriendo, que es independiente de su relación con nosotros; ese mundo está constituido por el conjunto de todos los objetos y de todos los seres; entre esos seres están también los hombres. Por el contrario, el hombre no pertenece únicamente a una totalidad material y orgánica, sino a una totalidad cultural y social. Además, no somos espectadores pasivos en el mundo, estamos en diálogo con él; y mediante la ciencia, la técnica y el arte ponemos un sello espiritual en la materia y la “hominizamos”, llenándola de significados: elevamos la naturaleza al rango de cultura.

Así entendido, el “mundo” es ante todo el mundo del hombre: es el conjunto de las relaciones humanas, de estructuras sociales, de principios que gobiernan las relaciones sociales, de aspiraciones que dominan en la actividad humana...; es ese mundo transformado por nosotros y que va influyendo en nuestro modo de ser; mundo que hemos construido, teñido de subjetividad, y cuya visión vamos modificando a través de los años. Ser-en-el-mundo significa, entonces, participar de la convivencia con las estructuras y los principios que dominan en la vida social.

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El verdadero concepto de mundo comprende inseparablemente estos dos aspectos: la comunión con los demás hombres que quieren ser reconocidos y la integración en una totalidad natural y material que funciona según sus propias leyes. Por consiguiente, el-ser-en-el-mundo es la inserción en una comunidad humana en un determinado nivel de su desarrollo histórico-cultural. Así, el mundo del hombre es el espacio histórico-cultural en donde el hombre junto con los demás intenta realizar su propia existencia creando un mundo más humano.

Sintetizando lo expuesto acerca de las tres relaciones constitutivas de la persona decimos: el hombre es un ser personal en cuanto que es un ser relacional. La relación a Dios es primera y fundamenta la relación al mundo (de superioridad) y la relación al tú (de igualdad).

2. Ser con los demás y para los demás. El amor-don

Después de haber visto la apertura a los demás como uno de los rasgos característicos -y constitutivos- de la persona, nos detendremos, por la importancia que revisten, en la consideración de algunos de los elementos más relevantes de la relación yo-tú.

La estructura interpersonal, es decir, la dimensión social como esencial del hombre, resalta con mayor claridad cuando se considera la función del amor en la existencia humana. Tanto el amor que un ser humano recibe de los demás, como el amor que les da a los otros ilustran la misma dimensión interpersonal de la existencia. El amor recibido de los demás y el amor que entregamos a los demás es uno de los factores más determinantes para el desarrollo y el equilibrio de la persona.

Es necesario aclarar que en todo lo que sigue hablaremos, no del amor deseo -el aspecto posesivo-, sino del “amor-don”, el aspecto oblativo del amor. El amor-don consiste en querer y buscar el bien para el otro; es descubrir los valores encerrados en la otra persona y procurar que pueda realizarlos; es ver que el otro es valioso en sí, no solamente para mí. Por ello el amor-don es incondicionado, no se dirige al tener del otro, ni a sus cualidades corporales, psíquicas o intelectuales, se dirige a la otra persona tal como es; y por lo tanto es también desinteresado.

El hecho de tomar conciencia de sí como persona, esto es, como centro de dignidad, de bondad, de valor insustituible y único, de dignidad y de creatividad, no es un dato espontáneo que se verifica en un determinado punto del desarrollo, en medida más o menos igual para todos los individuos de la especie, algo así como el crecimiento del cabello en la cabeza. El ser humano se percibe a sí mismo como persona al salir fuera de sí, en el contacto con el otro. A través de la palabra de amor y del lenguaje de amor de otra persona para con él, el hombre toma conciencia de sí y de su propia dignidad. Se percibe a sí mismo como persona, es decir, como ser de bondad y libertad, cuando el otro lo trata como tal.

Yo necesito de los demás para ser yo mismo. No puedo realizarme como la persona que tengo que llegar a ser si no recibo de los demás su respeto, su estima, su admiración, su reconocimiento, su compañía..., su amor. Es una extraña necesidad del hombre: para hacer su propia valoración necesita que otros lo valoricen. Necesita, para descubrirse, mirarse en el espejo de los demás; necesita que

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otros lo miren. Esto se debe a que es parte esencial del hombre ser con los demás.

Este aspecto tan profundo de la realidad humana va marcando al hombre, y de manera muy especial, desde sus primeros años de vida. Cuando un niño es tratado como “alguien”, especialmente por sus propios padres y por las personas de su ambiente, podrá percibirse a sí mismo en esa dimensión. No cabe duda de que todos -o casi todos- los niños son tratados en cierto modo como seres humanos; pero es evidente que hay inmensas diferencias en la manera de tratarlos. Precisamente la falta de un amor intenso y profundo hace ver lo que significa el amor para la afirmación de la persona.

Se sabe, sobre la base de una larga experiencia, que la ausencia de verdadero amor en los primeros años de la infancia, e incluso más adelante, conduce no pocas veces a graves desequilibrios y profundas perturbaciones en la personalidad. Aquellos considerados como inadaptados proceden muchas veces de familias desunidas, donde se vieron perturbadas las relaciones de amor o fueron quizás inexistentes. Es más, se ha observado que incluso el aspecto fisiológico y biológico del niño queda turbado cuando no es amado por los demás sensible y afectivamente. En función de eso se puede decir que más aún que de leche el niño tiene necesidad de ser amado por los demás.

Por otra parte, hay quienes han subrayado que la neurosis de frustración, bastante difundida en nuestro tiempo, tiene sus raíces en las distorsiones de la relación amorosa. Efectivamente, señalan que muchas neurosis provienen de situaciones en que el niño no ha recibido la debida dosis de amor afectivo. Se afirma también que el niño que no ha experimentado un amor afectivo no sólo no llega a madurar en sus sentimientos, sino que cae en la neurosis; caracterizada por una profunda incertidumbre de sentimiento, por un profundo complejo de inferioridad y por la imposibilidad de ordenarse a los demás y vivir en contacto con ellos. 10

Podemos ilustrar también desde otro ángulo la importancia del amor afectivo: el día en que un hombre o una mujer tienen la impresión de que no hay nadie en el mundo que los aprecie, caen en la sensación de que el vació absoluto invade su existencia.

Ser amados por otra persona debe ser considerado como una condición de base para la convivencia humana y social; porque, además, la capacidad de amar y de vivir el amor en la libertad del don depende del hecho de haber recibido un amor auténtico y verdadero. Y, así, estamos señalado otro de los aspectos del hombre: el ser personal es el ser para los demás.

El amor activo a los demás , no menos que el amor que se recibe de los demás, resulta indispensable para la realización del hombre. Es un hecho que precisamente en la respuesta al amor y a las llamadas que el ser necesitado dirige a los demás, es donde el hombre se desarrolla de verdad a sí mismo y llega a la madurez de su existencia humana. Escuchando y acogiendo la llamada del otro -del pobre, del necesitado, de la persona amada...-, el hombre se libera de sí mismo, desata las fuerzas creadoras que lleva dentro suyo y las pone al servicio del reconocimiento de los demás.

10 Gevaert, J., o. c., 55

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La persona madura y lograda es aquella que consigue vivir un amor real y auténtico a los demás. En la medida en que el ser humano sigue siendo víctima de sus propias pasiones, egoísmos..., no estará en disposición de vivir un verdadero amor. El hecho fundamental de la existencia es que todo hombre es interpelado como persona por otro ser humano, en la palabra, en el amor, en la obra. Uno se hace persona por gracia de otro, hablando, promoviendo al otro. “ El hombre encuentra su plenitud solamente en la entrega sincera de sí mismo a los demás . ” 11

El amor entre personas humanas concretas no es finalmente posible sin la promoción del otro en el mundo material y social. La voluntad de reconocer al otro como otro debería llevar en todas las culturas a la creación de un sistema de justicia y de derechos fundamentales. No se trata indudablemente del concepto pobre de justicia que se refiere a la corrección en los intercambios comerciales, sino del concepto amplio y dinámico que incluye todas las formas concretas, materiales y sociales, de promoción y de reconocimiento de los demás.

En concreto, lo que se está afirmando es lo siguiente: amar a un ser humano significa permitirle que coma, que beba, que se vista, que tenga una casa, que adquiera instrucción y cultura, que tenga seguridad social, que desarrolle libremente las dimensiones fundamentales de su existencia.

Recapitulando finalmente las reflexiones hechas, creemos que, si bien breves, parecen suficientes para poner de relieve lo nuclear de algunas de las características distintivas de la persona. Hasta aquí, la afirmación fundamental es que el hombre es un ser relacional. La “apertura” del hombre al mundo, a los demás y a Dios, son dimensiones esenciales de la persona. El hombre llega a su pleno desarrollo como persona únicamente si vive auténticamente estas dimensiones constitutivas de su existencia.

3. La libertad

Desde la consideración del ser humano a la luz de la fe comprendemos la libertad desde un concepto que va más allá de entenderla solamente como la capacidad de optar por esto o aquello. En su significado más profundo la libertad es la aptitud o capacidad que posee la persona para disponer de sí en orden a su realización.

Afirmar que el hombre es libre significa en primer lugar que hay en él un principio o capacidad fundamental de tomar en sus manos su propio obrar, de forma que éste pueda llamarse verdaderamente “mío”, “tuyo”, “suyo”. El principio del obrar libre pertenece estructuralmente a la existencia humana, y de ninguna manera es posible eliminarlo sin negar la misma existencia.

Más específicamente esta libertad se opone a la inconsciencia -por ejemplo, del animal-, a la locura, a la irresponsabilidad física o moral. Indica que la persona, aunque sigue ampliamente ligada y sometida al mundo y a los demás, no está totalmente condicionada por las fuerzas de la naturaleza, no está totalmente sometida a la sociedad o a los demás en general, sino que es la persona misma la que determina esencial y concretamente su propio obrar.

11 Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 24

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Esta libertad indica la capacidad de obrar sabiendo lo que se hace y por qué se hace. Desde esta perspectiva, libertad significa obrar con responsabilidad. Por eso se entiende que la libertad como poder de dominación sobre el propio obrar es el motor fundamental de la liberación; le permite al hombre concreto e histórico trabajar en la realización de la existencia personal y social, liberándolo de las múltiples esclavitudes y alienaciones en que está metido.

Es importante, entonces, comprender que la clave de la libertad está en que posibilita al ser humano disponer de sí mismo para obrar desde sí mismo como condición para poder realizarse. No es libre el ser humano que no dispone de sí sino que se encuentra en una situación tal en la cual disponen de él “el qué dirán”, o la moda; o actúa en función de las expectativas de los demás, o vive de un modo tal porque “así es ahora”, “así viven los demás”…

La libertad implica, por lo tanto, la liberación de los principales estados de alienación -superstición, miedo, sujeción social, política, económica, jurídica, predominio de las pasiones y del egoísmo-. Por ello, se considera libre el hombre que se posee a sí mismo y determina las líneas de su propia existencia, no ya bajo la presión externa, sino sobre la base de opciones personales y meditadas . Busca el bien porque vislumbra las razones de bondad y de valor.

Esta libertad no es un fin en sí misma, sino que tiende hacia la libertad madura y adulta, que consiste en la comunión con los demás en el mundo. De ese modo, el término libertad es equivalente a madurez, estado adulto, mayoría de edad, y nos muestra al hombre que es auténticamente él mismo, un hombre que no está bajo ninguna tutela. Desde nuestra visión decimos que la libertad madura se explicita como la libertad de los hijos de Dios. El hombre se hace libre delante de Dios cuando vive la religión, no ya por temor al castigo, o con la esperanza de obtener ventajas materiales, sino por convicción, en el amor y el trato confiado con Dios.

Por otro lado, es difícil afirmar que la libertad madura está alguna vez plenamente realizada. La libertad, para conservarse y para crecer, necesita verse alimentada ininterrumpidamente por el esfuerzo de cada uno y del grupo humano. No hay ninguna estructura que la garantice establemente, aunque la sostenga en su ejercicio. Es menester conquistarla en la aventura humana juntamente con los demás en el mundo.

De este modo se entiende también la libertad como conjunto de las condiciones de liberación. Este significado recoge las diversas libertades concretas, llamadas también libertades sociológicas, o sencillamente “las libertades”. Estas libertades son el conjunto de condiciones concretas que en una determinada sociedad o cultura permiten ejercitar y realizar la propia libertad. La libertad humana debe estar creando permanentemente el conjunto de condiciones de libertad; liberarse significa, entre otras cosas, crear los medios materiales, la ciencia, la instrucción, el trabajo, el respeto, las leyes de justicia..., que permitan vivir la libertad.

A esta altura del recorrido debemos hacer notar que, la libertad es siempre libertad en situación, o libertad situada, como se prefiera. Esto se desprende del hecho de que el hombre no existe sino como ser en situación; es decir, el hombre llega a la existencia, y se sitúa, en un preciso contexto geográfico, histórico, cultural, genético, socioeconómico... que él no ha escogido ni creado, que le es previamente dado. Por lo tanto, la del ser humano no es una libertad incondicionada y

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absoluta; es, más bien, una libertad determinada por condicionamientos previos a su ejercicio.

Por consiguiente, imaginar o desear una libertad autárquica es algo insensato; siendo el hombre un ser limitado, no puede poseer una libertad ilimitada ni ser ilimitadamente dueño y señor de la situación. La del hombre es una libertad real, pero delimitada, acotada por el marco de referencias en que se mueve. Es una libertad que tiene que realizarse junto con los demás en el mundo, partiendo de una cultura ya existente, que se empieza a asimilar desde los primeros años de la infancia, que hace que la libertad se encuentre necesariamente en situación.

De entre otros condicionantes, imposibles de soslayar, están los que se refieren a la condición corpórea, el patrimonio genético, el temperamento, los defectos innatos, la familia en la que se ha nacido, la influencia de los padres sobre todo en la primera infancia...; y podemos mencionar tantos otros que nos muestran que, siendo el hombre un ser situado en un marco bien preciso, su libertad, por ende, es una libertad en situación. Todo lo cual, si bien restringe las posibilidades de obrar de manera plenamente libre, no impide la acción libre, aunque ésta sea condicionada.

3 a. La libertad, dimensión interpersonal

No hay libertad individual sin libertad social ; en un mundo en el que, cada vez más, todos dependemos de todos, nadie es verdaderamente libre mientras todos no sean libres. La opción por mi libertad sólo será auténtica y coherente si entraña una opción por los demás, que no me son extraños, sino hermanos. La libertad humana se envilece cuando el hombre se encierra como en una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre se pone al servicio de la comunidad en que vive. 12

El signo y la medida de la libertad en el hombre es precisamente la posibilidad y la capacidad de sentir la llamada del otro y responderle. Queda manifiesto de este modo que la dimensión ética es parte integral de la libertad. Desde el momento que el otro aparece como otro -necesitado, huérfano, explotado, enfermo...-, nace también la dimensión ética. Hay quienes piensan que libertad y moral no van juntas; conciben, por un lado, una libertad individualista y casi exclusivamente espiritual, aislada en definitiva de los demás y del mundo; por otro, conciben la moral como identificada con las estructuras existentes y sobre todo con la ley existente. Por lo tanto, según esta visión, el reconocimiento del otro es, solamente, según lo que las normas y las leyes tengan establecido. Pero esto no debe ser así.

La auténtica libertad deberá criticar las limitaciones e insuficiencias de las leyes y estructuras existentes; deberá crear leyes más adecuadas, y a la vez señalar que hay exigencias que van mucho más allá de la ley que se ha formulado. Siempre existirá una especie de tensión entre las exigencias concretas de reconocimiento del otro y las estructuras que tienen que asegurarlo.

Todo esto nos lleva a uno de los aspectos salientes en torno a la libertad: la estrecha relación de la libertad con el amor. Cabe recordar que hablamos del amor-don, consistente en querer y buscar el bien para el otro. En este sentido decimos que el amor como reconocimiento y promoción del otro es el verdadero “ambiente” de

12 Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 31

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la libertad. El amor es, al mismo tiempo, el signo de la libertad madura y también el lugar, esto es el ambiente propio, en donde la libertad se va afirmando y madurando. Por eso se afirma que una persona que no vive un verdadero amor en su vida no puede llamarse una persona completa y verdaderamente libre. Seguirá estando prisionero de su egoísmo, cerrado en sí mismo, lejos de las maravillosas posibilidades que están insertas en el ser humano.

Ese aspecto de la libertad se relaciona claramente con la consideración de la libertad como facultad de lo definitivo; es decir, le posibilita al hombre optar por algo, o alguien, con lo cual se comprometa de manera definitiva. Esto, por supuesto, va a contrapelo de algunas opiniones contemporáneas; se oye decir que un compromiso para toda la vida es inhumano. Pero resulta más exacto lo contrario; niéguese al hombre la capacidad de comprometerse hasta el fondo y se le condenará al flirteo crónico consigo mismo, a un dar vueltas enfermizo sobre sí mismo; en definitiva, a la inmadurez permanente de no llegar a ser nunca nadie. Optar por nada es una forma de infantilismo residual.

Los llamados “grandes hombres” son precisamente aquellos que han orientado sus opciones libres hacia la fidelidad con un compromiso, que se han jugado la vida apostándola por algo que, a su juicio, valía la pena -una causa, un ideal, una persona...-. Sólo así se puede romper el bloqueo de la indecisión que, cosificando al hombre, lo degrada a la cualidad de algo, y se consigue finalmente ser alguien, esto es, persona.

En este contexto, es importante señalar también que la sed de libertad y de emancipación, que caracteriza a nuestro tiempo, confunde a veces la verdadera libertad. En contra de una idea bastante difundida, la libertad auténtica no puede concebirse como ausencia de vínculos . La verdadera libertad rompe los vínculos alienantes para que existan vínculos auténticos y liberadores. El sueño de ser como el ave del cielo o el perro de la calle es soñar con una libertad que no está a la altura del hombre. La libertad tampoco puede ser ausencia de preocupaciones: tener todo lo que se desea, no cargar con el peso ni con la responsabilidad de nadie, dejar que los demás piensen en todo. Es la libertad que quiere recibirlo todo de los demás, concebidas según el modelo del niño de mamá. Ante esto afirmamos que sólo puede existir libertad adulta asumiendo la responsabilidad frente a las demás personas, procurando para ellas su verdadero bien.

3 b. La libertad y el bien

Lo reflexionado hasta aquí nos permite realizar una síntesis y nos posibilita unir dos categorías centrales en relación con la persona: la libertad y su relación con el bien. Dejamos establecido que la libertad es la aptitud que posee la persona para disponer de sí en orden a su realización. Ahora bien, lo que realiza al ser humano no es cualquier cosa, sino solamente el bien. Por lo tanto libertad no significa que puedo hacer lo que quiera; significa que debo llegar a realizarme en la vivencia del bien. Es necesario que se comprendan muy bien estas afirmaciones: la libertad no es libertad de hacer cualquier cosa; la libertad es para el bien , para vivir y realizar el bien en todos sus aspectos. De hecho se puede elegir lo que no es el bien, se puede elegir el mal; pero en ese caso se trata de un defecto de la libertad. No se es más libre cuando se hace lo que a cada cual le apetezca; se es más libre cuando se opta en la dirección de ser más persona; sólo optando por el bien se es más persona. Por consiguiente, se es libre sólo para al bien.

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4. Realización de la persona

En cuanto a la realización de la persona, fundamentalmente hay que tener en claro que la persona no es algo ya hecho, sino una posibilidad de realización. El ser humano es creado, éso es un don; y debe llegar a ser aquello para lo que fue creado, esa es la tarea. Se nos regaló la vida, y debemos nosotros desplegar todas las dimensiones de nuestro ser. La persona es un don y una tarea. Y esto se debe a su historicidad.

El ser humano, espíritu encarnado, gracias al cuerpo se inserta en el mundo y se sitúa así en las dos coordenadas de los seres materiales, el espacio y el tiempo. Esta no es sólo una realidad abstracta, sino también una realidad vivida. Basta observar durante un instante el momento presente para ver cómo éste se convierte en pasado. El hombre es un “ser en devenir”, es decir, está en marcha, camina. Esta condición de caminante, esta situación de peregrino le es esencial al hombre. El hombre, ser en el tiempo, intrínsecamente temporal, se despliega entre un “antes” y un “después”.

Pero hay un detalle clave en el tiempo del ser humano. También la piedra y el caballo son seres en el tiempo, sufren las influencias del tiempo y son modificados por los agentes externos; sin embargo no son seres históricos, porque sus procesos están regidos por leyes determinísticas y no pueden dejar de ser y actuar de acuerdo con lo que son. El ser humano, en cambio, tiene dominio de sus actos, su capacidad de decisión puede ir articulando sus opciones libres a través del tiempo. Por éso tiene historia personal y comunitaria. Sólo el ser humano es un ser histórico, porque es libre. Puede modificar su vida corpórea y espiritual -proponiéndose fines y ordenándose a ellos-, construyendo así su propia existencia.

Siendo el ser humano un ser histórico, un ser que va ejerciendo su libertad a lo largo del tiempo y construyendo así su futuro, se le abre a la persona la posibilidad de autorrealización. La persona es un despliegue continuo de posibilidades y reserva siempre nuevas sorpresas; por eso es misteriosa e inaccesible. En cierto sentido uno no nace persona, se va haciendo persona. Basta pensar en la significación de la educación, por ejemplo, y cómo va adquiriendo niveles de creciente humanidad aquel que es educado en el amor, en la verdad, en la justicia, en el respeto...; si se dejara un ser humano librado a su puro desarrollo biológico no podría llegar a estadios verdaderamente humanos, no podría llegar a persona. Además, integrando lo recibido, el hombre se va haciendo persona en cuanto toma en sus manos su vida y emprende, o continúa, la tarea de realizarse como persona.

En este momento retomamos la noción de persona que habíamos presentado al inicio de nuestro desarrollo. Afirmamos entonces que,

persona es un ser que es consciente de sí mismo, dispone de sí, y se va construyendo progresivamente en un horizonte de libertad, comprometiéndose frente a valores y entrando en diálogo con otras personas, especialmente con Dios.

De ello se desprende que hay algo que resulta especialmente característico de la persona: su capacidad de realizar la propia forma individual en la posibilidad de varias opciones. Es decir, se despliega permanentemente ante el ser humano un abanico de

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alternativas a vivir, porque hay en el hombre una multitud de tendencias que aprecian espontáneamente los diversos valores.

Para comprender con claridad lo que decimos vamos a referirnos brevemente al tema de los valores.

Valor es todo lo que le permite al ser humano realizar su existencia y darle un significado. El valor es siempre un llamado al amor, a la realización, a la perfección…

Con el término “valor” se indican generalmente las cosas -materiales, instituciones, profesiones, derechos civiles, arte, moral...-, en la medida en que permiten realizar de alguna manera al hombre. Los valores no son por lo tanto cosas, sino que las cosas del mundo aparecen bajo la luz de los valores o están revestidas de valor, en medidas y formas muy diversas. Podría decirse que valor es todo lo que permite dar un significado a la existencia humana, todo lo que permite ser verdaderamente hombre. Esto no significa que estamos en presencia de un orden fijo, inamovible, de valores; todo lo contrario. La tarea específica del hombre en el mundo consiste en la elaboración de un orden de valores que permita reconocer verdaderamente al hombre. Le toca al hombre buscar e inventar qué es lo que se necesita para realizar ese valor fundamental que es el hombre mismo en sus dimensiones constitutivas; por ejemplo, en cada circunstancia y en cada cultura habrá que inventar lo que es necesario para vivir la justicia, promoverla, profundizar en ella.

Retomando ahora nuestra reflexión, decimos que hay en el hombre una multitud de tendencias; tiende, se siente atraído, por diversos valores, por diversas formas de belleza, bondad, rectitud, honestidad, de justicia...; son tantas las cosas que atraen, y tantas las que se quisieran realizar, vivir. Y se corre el riesgo de ceder ante esta multiplicidad de tendencias, no optar por ninguna, no hacer pie en ninguna parte, y aceptar vivir a la deriva, en una dispersión vulgarizante, anónima, que renuncia a tener una forma definida. Pero puede también el hombre estructurar tales tendencias, escogiendo alguno de esos valores como norma de su propia vida, organizándola en función de un polo libremente elegido. Esta elección, realizada progresivamente, le da a la realidad del individuo una estructura, una unidad ordenada en la multiplicidad. Es la armonía, el equilibrio, que reflejan aquellas personas que saben lo que quieren, saben hacia dónde van: han dado un sentido a su vida.

Ahora bien, dijimos que es característico de la persona su capacidad de darse a sí misma varias formas existenciales; el hombre, de hecho, puede darse a sí mismo la “forma de vida” de esclavo de sus impulsos, o de buscador del propio provecho, del éxito, del poder... Pero esto expresa solamente que la persona tiene la posibilidad de escoger entre varios caminos, no significa que se pueda llegar por cualquier camino a la plena realización deseada. La persona sólo puede realizarse cuando la “forma de vida” libremente elegida es la que, una vez terminado el camino, satisface verdaderamente a todas las tendencias del hombre, plenifica todo el hombre.

Desde la visión del hombre que estamos presentado decimos que la posibilidad cierta de alcanzar la plena realización se va dando cuando el ser humano orienta su existencia de acuerdo con la propuesta de Dios; o, cuando orienta su existencia de acuerdo con los valores fundamentales de la vida. Por ello, la realización de la persona depende esencialmente de la respuesta a la propuesta de Dios, quien, concretamente, le propone a todo ser humano un proyecto de realización personal y comunitaria en conformidad con los valores que hacen a una vida

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cada vez más humana. Para quien no tiene fe, la realización de la persona depende esencialmente de la respuesta a la “llamada” de los valores fundamentales de la existencia, que permanentemente llaman a la conciencia de todo ser humano.

A la vista de aquellas expresiones es preciso decir que, para quien tiene fe en Dios, la respuesta a Él en lo cotidiano de la vida debería manifestarse de hecho y necesariamente en la respuesta a los demás. La respuesta y, por ende, la relación con Dios se realiza en la relación con los otros. La única garantía, la sola prueba apodíctica de que alguien responde a Dios, es la respuesta a los demás. “Si alguno dice: amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve... Quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1Jn 4,20-21).

La del ser humano es una existencia gratuitamente conferida, y esa gratuidad de la existencia lo dispone para entenderla y vivirla como libre autodonación, manteniendo en su trayectoria la impronta de su origen. Siendo la clave de la existencia el haber recibido la misma como “don”, la “tarea” en orden a la realización de la existencia ha de desplegarse en la línea del don. El hombre llega a su pleno desarrollo como persona únicamente si vive auténticamente estas dimensiones constitutivas de su existencia.

Las reflexiones anteriores las comparten también todos aquellos seres humanos de buena voluntad y conciencia recta que han comprendido claramente que es misión ineludible de todo ser humano el esfuerzo sostenido por la promoción de los demás. En ese sentido es pertinente traer aquí este pensamiento: “Curiosa es nuestra situación de hijos de la Tierra. Estamos por una breve visita y no sabemos con qué fin, aunque a veces creemos presentirlo. Ante la vida cotidiana no es necesario reflexionar demasiado: estamos para los demás.” (Albert Einstein, 1930). Tan maravillosa convicción queda condensada en una frase ya expuesta anteriormente: “El hombre encuentra su plenitud solamente en la entrega sincera de sí mismo a los demás.”13

Finalmente, nuestro diálogo -lo recordamos- se realiza permanentemente con personas de fe diversa a la nuestra y con no creyentes; y lo que intentamos es, por un lado, escuchar las diversas perspectivas y, por otro lado, exponer respetuosamente aquello que hace a lo propio de nuestra fe, ya que todo diálogo auténtico y constructivo se realiza sin renunciar a la propia identidad. En ese sentido, hay un dato fundamental conocido con certeza por medio de la revelación, que nuevamente aquí lo proponemos y ponemos a consideración: la realización plena, la plenitud definitiva le es dada al ser humano después de la muerte, en un estado de vida definitivo, como don de Dios. Esta es una verdad de fe, conocida desde la fe, cuyo fundamento es el testimonio de Cristo resucitado.

5. La persona, valor absoluto

“Profesamos que todo hombre y toda mujer, por más insignificantes que parezcan, tienen en sí una nobleza inviolable que ellos mismos y los demás deben respetar y hacer respetar sin condiciones; que toda vida humana merece por sí misma, en

13 Cf. Ibid., 24

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cualquier circunstancia, su dignificación; que toda convivencia humana tiene que fundarse en el bien común, consistente en la realización cada vez más fraterna de la común dignidad, lo cual exige no instrumentalizar a unos a favor de otros y estar dispuestos a sacrificar aun bienes particulares.”

“Hemos de reconocer en la propia persona y en la de los demás un don magnífico, un valor irrenunciable, una tarea trascendente.” 14

Dios ha creado al hombre y lo quiere por sí mismo, como fin y no como medio; este hecho hace de cada hombre concreto singular un valor absoluto. Al crear al hombre, Dios no crea una naturaleza más entre otras, sino un “tú”. Dios crea a cada hombre “llamándolo” por su nombre, lo crea como sujeto y co-protagonista del diálogo interpersonal, capaz de responder libremente al tú divino: Dios crea una persona; esto significa que cada hombre, todo ser humano , es algo único e irrepetible, llamado a responder personalmente el llamado de Dios.

De ese “llamamiento” original a ser el tú de Dios deriva la dignidad del ser humano. En esta relación a Dios se encuentra contenida la afirmación del valor absoluto de la persona: de todas las criaturas visibles sólo el hombre es capaz de conocer y amar a su Creador; y es el único ser en la tierra al que Dios ha amado por sí mismo. 15 En su ser-para-Dios, en su relación a Dios, se ubica la raíz del valor del ser humano y, consiguientemente, el secreto de su inviolable dignidad.

GUIA DE RELECTURA:

Correspondiente a la UNIDAD 2

1. Desarrolle: a) el significado de cada una de las características que expresan los rasgos constitutivos de la persona; b) ¿qué conclusiones se extraen de las características señaladas?

2. Desarrolle el significado de la apertura a los demás, apertura al Absoluto y apertura al mundo.

3. Exponga: a) la importancia de la relación yo-tú para el desarrollo de la persona; b) el sentido del amor-don; c) el significado concreto del amor a los demás.

4. Desarrolle: a) el significado del concepto de libertad y el de los aspectos implicados en el mismo; b) el sentido de la dimensión interpersonal de la libertad; c) la relación de la “libertad” y el “bien”.

5. a) desarrolle el significado de persona como “don y tarea” y particularmente en qué consiste la tarea; b) explicite qué camino conduce, en definitiva, a la realización de la persona tanto para quien tiene fe como para quien no la tiene; c) cuál es el aporte específico desde la fe en relación a la realización plena de la persona6. Exponga por qué se afirma que la persona tiene un valor absoluto.

14 Cf. Documento de Puebla Nº 317 y 31915 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica Nº 356

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UNIDAD 3: EL HOMBRE NUEVO

Consideraciones previas

En este párrafo inicial queremos retomar algunas de las consideraciones previas que hicimos al comienzo de la Unidad 1, en las cuales dejamos planteada la posibilidad de realización humana desde dos perspectivas: por una lado, afirmamos desde la fe que el hombre realiza plenamente su existencia en diálogo con Dios, descubriendo y viviendo el proyecto de Dios; y, por otro lado, también decimos que la realización plena es posibilidad cierta para toda persona que actúa con conciencia recta y buena voluntad y vive, por ende, los valores fundamentales de la existencia.

Entendemos necesaria hacer, una vez más, esta aclaración: el contexto dentro del cual se lleva a cabo la reflexión teológica es un contexto de fe; por lo tanto, las afirmaciones que hacemos hay que entenderlas desde ese marco conceptual para que sean bien interpretadas. Cuando afirmamos que en Cristo la figura del hombre vuelve a encontrar su sentido, su unidad, y unido a Cristo puede el ser humano realizarse plenamente como persona de acuerdo con el proyecto de Dios, no debería interpretarse que para quien no está unido a Cristo están cerrados los caminos de realización.

Por lo tanto, para quien tiene fe la realización de la persona depende esencialmente de la respuesta a la propuesta de Dios, quien, concretamente, le propone a todo ser humano un proyecto de realización personal y comunitaria en conformidad con los valores que hacen a una vida cada vez más humana. Para quien no tiene fe, la realización de la persona depende esencialmente de la respuesta a la “llamada” de los valores fundamentales de la existencia, que permanentemente llaman a la conciencia de todo ser humano.

Es importante no perder de vista lo dicho para que todo lo que estamos desarrollando sea tomado como un aporte para nuestro diálogo. Todo diálogo auténtico y constructivo se realiza sin renunciar a la propia identidad. Entonces, exponer aquello que hace a lo específico de esta perspectiva de fe no significa desconocer o negar el aporte de otras perspectivas.

En esta Unidad, sobre todo, Cristo estará en el centro de nuestra reflexión y, desde la salvación que nos obtuvo, consideraremos el significado y las implicancias que la fe en Cristo tiene para nosotros. Trataremos algunos de los aspectos de la realidad del hombre que se “encuentra” con Cristo y es renovado en su ser por Él. El acento estará puesto en lo que significa “vivir en Cristo”, esto es, unido a Cristo; para que el hombre alcance aquello que está llamado a ser: ser como Cristo, “el hombre nuevo”.

1. Cristo, nuestra liberación

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El tema anterior giró, fundamentalmente, en torno a las causas del mal moral; y porque Dios nos ha hablado, nos lo ha revelado, sabemos que el mal moral que nos afecta no tiene su origen en Dios, sino que nace de la desconfianza del hombre hacia el creador y que, precisamente, lo lleva a romper con Él.

Rota la relación con Dios el hombre se experimenta dividido interiormente: tironeado en lo más profundo por lo que está llamado a ser, sin encontrar muchas veces cómo colmar el anhelo de su ser. Desea el bien, y no tiene fuerzas suficientes para realizarlo por sí mismo. Cada uno de nosotros se descubre incapacitado realmente para realizar todo el bien que quisiera. Supera nuestras fuerzas hacer de modo permanente el bien que nos realiza. Rompimos con Dios y quedamos librados a nuestras propias fuerzas, que son pocas. Y la situación se vuelve trágica: deseamos plenitud, y no podemos alcanzarla. Es una experiencia de atadura y de debilidad, y de la que no podemos liberarnos por nosotros mismos quedando así frustrada nuestra posibilidad de realización.

En síntesis: todo ser humano siente el mal que le impide realizarse plenamente y anhela liberarse del mismo; pero es incapaz de hacerlo por sí mismo, al menos de manera total. Ahora bien, ¿qué es lo que más angustia al ser humano? Lo que más lo angustia, y a veces constituye su drama más tremendo, es el hecho de no conocer a fondo las raíces del mal que lo aqueja y quedar sumido, entonces, en una completa oscuridad que no le permite entender por qué se encuentra en esa situación y, mucho menos, cómo liberarse de ese estado desesperado. Entonces aparecen cuestiones como estas: ¿qué me pasa?, ¿por qué estoy insatisfecho?, ¿cómo salgo de esta situación?

Desde la fe decimos que la situación humana se vuelve dramática porque “el mal fundamental consiste en no reconocer a Dios como Dios”. Y como consecuencia, el ser humano desconoce su verdad, la que le manifiesta que “de la relación con Dios depende la plenitud del ser humano”. Por ello, lo central es esto: al emanciparse del Creador el hombre se emancipa de su verdad. Así, el ser humano intentando vivir “liberado de Dios”, vive en contradicción con su verdad más íntima: semejante contradicción es la raíz de todas las alienaciones del hombre. 16

Esto que decimos es de capital importancia porque a toda concepción del mal le corresponde una de liberación. Y si una persona identifica equivocadamente cuál es la causa de su mal también equivocadamente buscará la solución a su mal. Todos los seres humanos han experimentado y experimentamos el mal, en todos los tiempos. Por eso los seres humanos de todos los tiempos han intentado buscar las raíces del mal y poner a ellas un remedio. Todas las religiones de la historia han intentado afrontar este problema, y ofrecerle una solución. También las filosofías y las ciencias han tratado de dar a su modo respuesta a dicho problema. En algunos casos nos encontramos con respuestas parciales con pretensión de totalidad.

Por ejemplo, para quien considere que la raíz de sus males está, solamente, en su mala situación económico-social, buscará (y a veces hasta por cualquier medio) alcanzar otro nivel socio-económico para “salvarse” de todos los males que padece. Incluso habrá grupos sociales, o países, que considerarán que la causa de sus males es sólo económica y buscarán un desarrollo orientado únicamente por parámetros economicistas, confiando en que solamente el progreso económico solucionará todos

16 Cf. Sínodo de los obispos 1983, La reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia, 13

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los males. Otra concepción del mal es la que suele brindar el psicologismo; no decimos la psicología, sino que nos referimos al “psicologismo”, visión que pretende ser total y abarcadora, y quiere presentarse como respuesta exhaustiva a los males del hombre. Reduce la idea de Dios en el hombre, por ejemplo, a una superestructura ilusoria proveniente del anhelo de un paraíso perdido. El psicólogo, en ese caso dicen, debería ayudar al hombre a salvarse únicamente encontrándose a sí mismo, o adaptándose a la sociedad. Al negarse de este modo la realidad del pecado, puede reducirse la conciencia del mismo a la experiencia de un complejo de culpa por eliminar o superar para alcanzar así la felicidad plena.

Desde nuestra perspectiva de fe afirmamos que por medio de la revelación Dios nos da a conocer, por un lado, las causas del mal moral (lo vimos en la Unidad anterior) y, por otro lado, nos revela cómo liberarnos del mal moral. Si por sí sólo el ser humano no tiene las fuerzas necesarias para salir del mal que le impide realizarse, la liberación consiste precisamente en que es Dios quien le posibilita liberarse del mal. En ese sentido afirmamos concretamente que “Cristo es nuestra posibilidad de liberación del mal.” ¿Por qué esta afirmación? Porque en Cristo vemos un ser humano, en nombre de todos los seres humanos, diciendo “sí” al proyecto de Dios: Cristo vivió hasta las últimas consecuencias el proyecto propuesto por Dios como camino realizador. Cristo es el único ser humano que amó plenamente a Dios y plenamente a los demás hombres, hasta las últimas consecuencias, y su resurrección nos manifiesta que, efectivamente, ese es el camino que conduce a la vida. La resurrección de Cristo, la Vida nueva recibida de Dios, confirma todo lo vivido por Él.

Ahora bien, en Cristo vemos que el “sí” al proyecto de Dios es posible para el ser humano unido a Dios. Cristo es “el hombre” máximamente unido a Dios, porque Él mismo es verdadero hombre y verdadero Dios. Siendo hombre nos representa a todos en ese “sí” a Dios; y siendo Dios nos salva; por esta razón Él es el único Mediador entre Dios y los hombres.17 Así, Cristo nos reconcilia con Dios. Y cada uno de nosotros unido a Cristo puede experimentar que se restaura en su corazón la capacidad de amar: restaurada la capacidad de amar, el ser humano vuelve a orientar su corazón, su existencia hacia Dios y hacia los demás. En eso consiste su salvación, su liberación y su realización.

En conclusión: Cristo nos libera del mal y nos hace pasar de la imposibilidad a la posibilidad de amar, a Dios como Padre y a los hombres como hermanos . Y de ese modo, con Cristo, pasamos de la imposibilidad de realizarnos a la posibilidad cierta de una plena realización personal y comunitaria.

2. Reflexiones sobre el “reconocimiento” y la “relación” con Dios

En el desarrollo del punto anterior expresábamos: “el mal fundamental consiste en no reconocer a Dios como Dios.” Y también: “de la relación con Dios depende la plenitud del ser humano”. En una época como la nuestra en que Dios está muchas veces ausente del horizonte del ser humano puede ocurrir que a esas frases no se le asigne ningún contenido significativo o se le confiera un contenido distinto al genuino. Esas expresiones contienen un significado fundamental para la existencia humana;

17 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 464-483

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permiten comprender adecuadamente en qué consisten el reconocimiento y la relación del ser humano con Dios.

Ante todo, tenemos que recordar aquí las reflexiones en relación a los límites de la razón. En principio debemos tener presente que la razón humana es limitada y, por lo tanto, por sí sola aporta un conocimiento y comprensión limitada de lo humano y de la realidad; entonces, por los límites propios de la razón, el ser humano no se explica totalmente sólo desde sí mismo.

Partamos de lo que pone de manifiesto todo lo creado, todo lo que damos en llamar la realidad; esta realidad es “inteligible”, tiene un sentido; y el ser humano por su inteligencia puede entender la inteligibilidad, la razón inscripta en las cosas: puede ir develando el sentido de lo real.

En relación con la razón podemos decir que:

- Todas las cosas de la creación tienen su “razón de ser”, tienen un sentido, inscripto en las cosas mismas.

- La razón humana va descubriendo la razón de ser, la “racionalidad”, el sentido de las cosas creadas, porque las mismas son inteligibles.

- La ciencia misma realiza su conocimiento dando por supuesto que las cosas pueden ser “entendidas”, tienen “leyes” que la razón puede descubrir.

- El ser humano por su inteligencia puede entender la inteligibilidad inscripta en las cosas: puede ir develando la “racionalidad” y el “sentido” de lo real.

- Y el propio ser humano, ¿no tiene razón de ser?, ¿es irracional? ¿Es un producto de la irracionalidad?

- ¿Es razonable pensar que todos los seres de la naturaleza tienen un sentido pero que el ser humano está desprovisto de sentido, de racionalidad?

- Si respondemos afirmativamente lo anterior, ¿de dónde, entonces, le viene la razón de ser a las cosas materiales y de dónde le viene la sin razón al ser humano?

- Las cosas materiales no pudieron venir a la existencia con un sentido, con una racionalidad, que por sí mismas no pudieron darse. Hay una “razón” que las precede; hay una “razón” que las dotó de sentido. La creación ha sido pensada.

- Y al ser humano, ¿lo precede alguna “razón”?, ¿ha sido “pensado”?- Todo ser humano comprende que es razonable vivir el amor y no el odio; es

razonable la justicia y no la injusticia; es razonable la verdad y no la mentira; es razonable defender la vida y no atentar contra ella.

- Esas, y tantas otras razones que “orientan” razonablemente la vida, surgen espontáneamente del ser humano como “dato” que está en todo ser humano.

- El propio ser humano, razonando sobre las tendencias espontáneas de su ser, fue descubriendo la “racionalidad” y “orientación” de su existencia.

- ¿De dónde le vienen esa “racionalidad” y “orientación” inscripta en todo ser humano?

- Y, ¿hacia dónde conduce, en definitiva, esa “orientación” inscripta en todo ser humano?

- A estos interrogantes, ¿podrá dar respuesta plena la razón humana siendo que es limitada?

- Si la razón es limitada y conoce limitadamente, ¿es razonable afirmar que nada hay más allá de los límites de la razón?

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- La razón es fuente de un conocimiento cierto acerca de la realidad; es capaz de conocer la razón de ser de las cosas y del ser humano. Pero es un conocimiento limitado y no pocas veces con errores. Un ser humano encerrado en los límites de la razón no llega a “descubrir” el núcleo de la realidad ni el sentido último de su existencia.

En relación con la fe podemos afirmar que:

- Así como la razón es fuente de conocimiento, la fe también es fuente de un conocimiento que, no contradiciendo el conocimiento de la recta razón, va “más allá”, hasta alcanzar el conocimiento de una realidad inaccesible a la sola razón, conocida por “revelación”.

- La fe es, por lo tanto, acceso a un conocimiento nuevo.- Las respuestas que nos vienen por el conocimiento que nos da la fe, aunque

están más allá de lo que la razón por sí sola alcanza, son respuestas “razonables” que nos trasparentan la “racionalidad” profunda de todo lo existente.

- El conocimiento que tenemos a partir de la fe nos posibilita conocer que hay una razón anterior a todo: Dios, Razón creadora, que es también Amor creador.

- El ser humano no es fruto del azar. El ser humano ha sido “pensado” y “querido”. Hay una idea que nos precede, un “amor” y un “sentido” que nos preceden.

- Es preciso conocer que nuestro ser es razonable, ha sido pensado, tiene una racionalidad y un sentido.

- Es posible conocer la verdad de nuestro ser y el sentido que nos precede que, en definitiva, dan significado a nuestra vida.

- Ese es el conocimiento fundamental que nos alcanza la fe: el conocimiento verdadero de lo que somos y del pleno sentido de la vida.

- Ante el “don” de la vida nuestra “tarea” es, con la razón y la fe, conocer la razón de ser del ser humano y orientar la vida de acuerdo con su verdadero sentido.

Retomamos ahora la primera de aquellas frases: “el mal fundamental consiste en no reconocer a Dios como Dios.” Reconocer a Dios como Dios significa reconocerlo como “criterio fundamental” de comprensión de la realidad. Dios, Razón creadora, es quien ha puesto en las cosas el sentido que las mismas tienen; por lo tanto, para una plena comprensión de la “racionalidad” de la realidad y de la verdad sobre el ser humano el parámetro es Dios. Por eso el mal fundamental consiste, por cierta autosuficiencia, en no reconocer a Dios como la Razón desde la cual se conoce quién es el ser humano y cuál el sentido verdadero y definitivo de su existencia. Cuando se elimina a Dios como Razón desde la cual se conoce la racionalidad de la existencia, y el ser humano se apoya sólo en su razón, no es posible llegar al “núcleo más profundo” de lo real, al “sentido último” de la realidad. Eliminado Dios como Razón primera no conoce el ser humano la plena “racionalidad” de su ser, la plena verdad sobre sí mismo. Ese es el mal fundamental porque allí está la raíz de todos los males del ser humano.

La contracara de ese mal fundamental está expresada en la otra frase objeto de nuestro análisis: “de la relación con Dios depende la plenitud del ser humano”. Por lo dicho antes queda claro que por el conocimiento nuevo que nos posibilita la revelación, dada por Dios, Razón creadora, podemos conocer con toda claridad la verdad de la existencia. La “relación con Dios” consiste entonces en que el ser

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humano se abra con confianza al conocimiento que la revelación le aporta. “Relación con Dios” de ninguna manera significa una relación “cultual”, “ritual”, vaciada de contenido, como a veces suponen algunos; como si en la sola “práctica” de ciertos ritos consistiera la relación con Dios.

“Reconocer a Dios como Dios” y “relación con Dios” están absolutamente unidos: es el reconocimiento de los límites de la razón humana y, a la vez, es el reconocimiento de Dios como Razón primera de la que proviene todo el sentido de la realidad. Razón que es también Amor creador. Relación con Dios implica, en consecuencia, relación con el conocimiento que posibilita alcanzar las “razones” últimas de todo lo creado; significa conocer en lo revelado por Dios el sentido definitivo del la historia y del ser humano.

3. La conversión

Para que el ser humano experimente cómo Cristo lo libera del mal y cómo se va renovando en todas las dimensiones de su persona es preciso el “encuentro” con Cristo.

Ante todo recordemos que el “encuentro” hay que entenderlo fundamentalmente como “experiencia” vivida por el ser humano desde su interioridad. Esa “experiencia” interior de haberse “encontrado” con la “presencia” del otro, con su realidad más íntima, es lo característico del “encuentro”. En ese “encuentro”, entendido de esa manera, se comunican las interioridades de las personas, y en esa comunicación es posible “conocer” la intimidad del otro en reciprocidad: “conocer” cada uno la intimidad del otro, “conocer” lo que el otro “es”. Ese “encuentro” es el verdadero ámbito desde el cual se “conocen” cada vez con mayor hondura las personas.

Dios es persona, Presencia real, que sale al “encuentro” del ser humano; sale a “mi” encuentro. Lo que posibilita mi “encuentro” con la Presencia de Dios, es mi actitud interior de apertura que me dispone para el “encuentro” con Dios. A Cristo, muchos contemporáneos suyos lo vieron, lo tocaron, lo oyeron; pero sólo algunos, por su disposición interior, tuvieron un “encuentro” con El que les cambió la vida.

Cristo busca siempre llevar a cada ser humano al encuentro con El y, a través de Él, con el Padre. ¿Por qué Cristo, tomando siempre la iniciativa, permanentemente quiere llevarnos al encuentro con Él y con el Padre? Porque en ese encuentro todo ser humano experimenta cuánto lo ama Dios. La experiencia del amor de Dios lleva a que cada ser humano vuelva a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su condición de persona. Por la experiencia del encuentro con Dios cada ser humano se descubre valioso al descubrirse amado por Dios. Esa experiencia del amor de Dios produce en nosotros la “conversión”.

“Conversión”, etimológicamente, quiere decir “cambio de mente”, “cambio de mentalidad”. Graficando sería algo así como el movimiento de una persona que va en un determinado sentido y que luego, al cambiar, va en un sentido totalmente contrario al anterior; pensaba y vivía de un modo y ahora piensa y vive de manera diferente a la anterior. Es decir, se produce un cambio de criterios y por lo tanto de actitudes. Pero

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la conversión como cambio de mentalidad, cambio de criterios, en definitiva, conversión como nueva manera de vivir, sólo puede ocurrir como consecuencia de experimentar el amor de Dios. El amor de Dios es el único poder que a una persona puede conducirla efectivamente a la conversión.

Es preciso comprender lo más claramente posible esta realidad. La conversión no es un acto “voluntarista” en el cual cada uno trata de vencerse a sí mismo; en las más profundas experiencias humanas sucede de la misma manera; es decir, nadie se enamora de alguien porque hace un esfuerzo puramente voluntario para enamorarse, sino que el amor “sucede”, como un don (sin que a veces sepamos cómo y por qué con esta persona y no con otra), a partir de un “encuentro” particular con alguien particular de quien uno se enamora. Esa misma dinámica humana se da en la relación con Dios. No alcanza sólo el esfuerzo humano para experimentar el amor de Dios; tanto en la esfera meramente humana como en nuestra relación con Dios el amor no es algo que se consigue a raíz de esfuerzos “voluntaristas”: es en el encuentro con Dios que “sucede” esta experiencia, como don, del amor de Dios.

La conversión como cambio de mentalidad y como nueva manera de vivir ocurre como consecuencia de experimentar el amor de Dios y de responder a él. Es importante que podamos ver las consecuencias de esta afirmación. Cuando alguien ama, es el amor el motivo fundamental que lo lleva, “lo mueve”, a actuar de una determinada manera buscando el bien de aquellos que ama. Cuando no se ama, ¿qué puede moverme a actuar sostenidamente por el bien de otros?; podremos hacer esfuerzos voluntaristas, convencernos una y otra vez de que es preciso actuar por el bien de los otros, pero ese esfuerzo es de corto plazo cuando sólo apela a la voluntad, porque falta el “motor” fundamental que moviliza las energías de la persona: el amor. Es de experiencia humana que sólo el amor nos “mueve” y nos hace perseverar en la búsqueda del bien de los demás. La conversión, apoyada en la experiencia del amor, nos mueve a ver y actuar de manera nueva.

El núcleo de estas reflexiones es el siguiente: el ser humano es redimido, liberado, por el amor. Eso es válido incluso a nivel puramente humano: cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de “redención” que da nuevo sentido a su existencia. Sin embargo, el corazón humano, si explora su estructura más profunda, desea no un amor finito sino un amor absoluto e incondicionado como el que sólo un Dios personal puede dar. El ser humano necesita un amor incondicional! 18

Por ello es que, Jesucristo, Dios hecho hombre, viene a mostrarnos, fundamentalmente, el amor de Dios para con nosotros. Jesús es la manifestación del amor de Dios, de un Dios que es Padre.

Jesús, sobre todo con su estilo de vida y con sus acciones, ha demostrado cómo en el mundo en que vivimos está presente el amor, el amor operante, el amor que se dirige al hombre y abraza todo lo que forma su humanidad. Este amor se hace notar particularmente en el contacto con el sufrimiento, la injusticia, la pobreza; en contacto con toda la condición humana histórica, que de distintos modos manifiesta la limitación y la fragilidad del hombre, ya sea física o moral. Cristo pues revela a Dios que es Padre, que es amor (cf. 1 Jn 4, 16). 19

18 Cf. Benedicto XVI, Spe Salvi, 2619 Juan Pablo II, Dives in misericordia, 3

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Esto es crucial en una relación en que una de las partes se alejó por desconfianza, por no creer en el otro. Paradójicamente toma la iniciativa para reiniciar la relación rota Aquel que no tuvo culpa para que la amistad se quebrara: es Dios quien toma la iniciativa y quiere reanudar aquella relación rota, que el hombre vuelva a la amistad con Dios y encuentre en Él la felicidad anhelada. Es importante tener en cuenta esto, porque en el trajín de nuestras actividades podemos no percibirlo, pero Dios nos está llamando en todo momento a un cambio profundo: Dios continúa tomando la iniciativa. Y nos manifiesta en Cristo el amor que nos tiene a cada uno.

El hecho de que el hombre se descubra amado por Dios es “vital”: de esa experiencia depende su vida. “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente.” 20. Por ello,

toda la vida de Cristo se resume en esto: mostrar a cada uno cuánto le ama Dios, y “reavivar” en el corazón del hombre el amor a Dios.

Tan sólo cuando los ojos se abren para ver el amor de Dios, el hombre conoce su culpa y la lejanía en que está de Dios; porque el recibir la acción de Dios que reconcilia abre al hombre a un nuevo sentido del Dios vivo y operante en la historia, hace comprender el verdadero sentido del pecado como violación de la alianza de amor con Dios, y le da al hombre una clara visión del hombre mismo, de sus valores y de sus exigencias. Así la persona es reintegrada a su verdad más profunda y se capacita para vivir las exigencias de la verdad en una auténtica libertad. Efectivamente, al reconciliarse con Dios, el hombre no está ya disgregado y dividido en sí mismo, sino que reencuentra su “unidad” interior y su verdadera “libertad”, que lo hace capaz de optar por Dios y por los hermanos. 21 Por ello la conversión es gozo.

La conversión implica, consiguientemente, la disponibilidad del hombre a renovar la propia existencia, viviéndola de acuerdo con el proyecto de Dios. Y en este sentido hay que prestar particular atención al genuino significado de conversión; esta no es, de ahora en más, “tener buena conducta”, o “practicar ciertos ritos”. Convertirse es, ante todo, llegar a entender la realidad en un mundo que, por mil razones, tiene de ella concepciones erróneas. Convertirse es reconocer el exacto valor de la realidad y la adecuada relación del hombre con ella.

¿Cuál es el verdadero valor de la realidad? ¿Cómo es posible conocerlo?

El exacto valor de la realidad para una relación adecuada con la misma lo revela Cristo. Jesús subraya la caducidad de los bienes materiales que “la polilla y la carcoma los echan a perder y por los que los ladrones abren boquetes y roban” (Mt 6,19; 26,52; Lc 12,33); por otra parte, “todo lo que has acumulado, ¿para quién será?” (Lc 12,20). Estas expresiones están bien lejos de una tortura pseudo-mística, parecida a un lavado de cerebro; son simplemente una nítida visión sobre los bienes y su nulo valor en la búsqueda humana de la vida: poner en ellos la confianza es una necedad (Lc 12, 13-21). 22

20 Juan Pablo II, Redemptor hominis, 1021 Cf. Ibíd.22 Seguimos la reflexión de G.M. Bartrés en Praxis Cristiana, T. 1, Ed. Paulinas, Madrid 1980, 148

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En tajante contraste, Jesús descubre el valor de los seres humanos, de cada persona, contradiciendo incluso las normas de la Ley. Quizás más que en sus palabras es en su actuación donde se descubre un respeto extraordinario de Jesús por los demás, especialmente respecto de aquellos que por razones ideológicas eran despreciados y minusvalorados: pecadores, publicanos, prostitutas, mujeres, niños... (Mt 9,11; ll,19; 19,13-15; Mc 12,13-14; Lc 7,36-50; Jn 8,2-11). En la raíz de esta actitud está Dios; Dios ama previamente y sin distinción a todas las personas y se alegra de su vida renovada (leer Lc 15, 1-32), de manera que cada persona queda valorada por encima de cualquier cosa en el mundo. El trato de Jesús hacia los marginados es uno de los momentos típicos del Evangelio, donde se unen su imagen de Dios Padre, su libertad hacia un mundo inhumano y su valoración de cada ser humano por lo que es y por lo que está llamado a ser.

Jesús, por sobre todo, llama a la adecuada autovaloración del hombre. En primer lugar llama a la contemplativa admiración del propio valor personal, recuperando la autocomprensión del hombre de las empequeñecedoras preocupaciones que le corrompen: “¿no valen ustedes mucho más que los pájaros?” (Mt 6,25.26.30). Y, al mismo tiempo, llama al reconocimiento de la íntima y existencial pequeñez del hombre, evitando toda ridícula autosuficiencia humana: “¿quién de ustedes... puede añadir una hora al tiempo de su vida?” (Mt 6,27; Lc 12,16-21).

La clarividencia respecto del hombre llega hasta la comprensión de su núcleo real, donde decide su vida: “el corazón”; el corazón significa el centro de sus decisiones personales y libres. Precisamente porque es la vida real lo que cuenta en una vida humana, por ésto, donde el hombre se hace a sí mismo es en el núcleo secreto de su decisión personal; es en “el corazón” donde el hombre peca o cree (Lc 2,19; 9,47; 24,25). Y es del corazón de donde sale realmente la orientación decisiva de la vida. Jesús no pretende con esto elaborar una moral más o menos ideológica, sino mostrarle a un mundo deformado por mil falsedades cuál es el valor real del hombre. Dios es el Absoluto de la vida y el Amor; por tanto, el hombre vale en lo que vale su vida real de amor a Dios y a los demás. Y esto se juega en el centro de él mismo, allá donde decide realmente su vida. En esta decisión el hombre decide su relación con Dios, con los demás hombres y consigo mismo.

Recapitulando: la conversión, entonces, es un acto personal profundamente rico y complejo: presupone que el hombre tenga conciencia del mal que le impide realizarse, de su rechazo al amor de Dios, y tenga una disposición que lo abra a Dios, Padre de perdón. Por otra parte, este acto tan personal encuentra su fuente última en un don de la gracia: una vez más es Dios el primero en intervenir, en tocar el corazón del hombre, en hacerlo consciente de su realidad, en estimularlo a caminar por la senda del retorno a Dios. En todo ello podemos ver, en definitiva, que la conversión es el gozo y la alegría de que Dios sea tan bondadoso.

4. Actitudes contrarias a la conversión

Pero, si bien afirmamos que el amor de Dios es el único poder que a una persona puede conducirla efectivamente a la conversión, Dios respeta la libertad del hombre. Y en este sentido Dios encuentra de parte nuestra -no pocas veces- actitudes contrarias a la conversión. Jesús experimentó, y experimenta, rechazo por parte de aquellos que, fieles a “su mundo”, no quisieron aceptar su mensaje sobre Dios, sobre la vida del

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hombre y sobre el valor de la realidad. El Evangelio insiste, sobre todo, en dos grupos de personas: los ricos y los justos. 23

En cuanto a los “ricos” digamos que en el Evangelio no se trata directamente de la riqueza “sociológica”, sino, más radicalmente, de una determinada actitud ante la realidad, ante los “bienes de este mundo”. Se entiende mejor lo que la expresión “rico” significa cuando se la pone en contraposición a “pobre”; en esta palabra está implicado el concepto sociológico de pobre, como aquel que carece de lo necesario para vivir, y se encuentra necesitado de otros para comer, vestirse... Pero en sentido religioso, además de ser el carenciado, que se sabe carenciado y necesitado, “pobre”, fundamentalmente, es aquel que se sabe necesitado de Dios para realizar la propia existencia. “Pobre” es quien reconoce su dependencia de Dios para vivir plenamente. Precisamente el signo de mayor pobreza de Jesús fue su total dependencia del Padre.

Como contrapartida, “rico” es el autosuficiente, el que considera que se basta a sí mismo para obtener y realizar todo lo que anhela: no necesita de Dios. La riqueza material suele contribuir a que uno deposite su confianza en las propias fuerzas y que se sienta no dependiendo de nadie. Por eso el rico es acusado de “necio” (Lc 12,13-21); en su búsqueda de la vida se engaña sobre el valor de las riquezas y pone en ellas su seguridad. La consecución de su mediocre objetivo constituye precisamente la lamentable pérdida de la vida auténtica, que es la vida en el amor y la paz de Dios. Buscar tesoros en la tierra es un trágico error que pierde al hombre. De allí que esta sea una actitud contraria a la conversión, puesto que para quien ha puesto su vida en la posesión le resulta muy difícil comprender interiormente el centro del mensaje de Jesús sobre la exclusividad de Dios, del Amor y del Perdón, y sobre la alegría del desprendimiento.

El otro grupo de personas es el conformado por los “justos”. Quizá la actitud más condenada por el Evangelio como contraria a la conversión y a la vida es la convicción de ser “justo” y el rechazo de la condición de pecador. Jesús condena enérgicamente el hecho de considerarse justo por sí mismo –“santo” diríamos hoy-, el orgullo infantil que niega la realidad y se engaña voluntariamente sobre la propia mediocridad y malicia, utilizando para ello a Dios mismo. Y con esto Jesús condena una cierta espiritualidad de su época, y de la nuestra!, que deforma la verdadera relación del hombre con Dios, en donde todo se reduce al vacío cumplimiento metódico y regulado de normas y rituales; lo cual da pie a la convicción de la propia “santidad”, a la seguridad indefectible de la “honestidad” propia; se consideran a sí mismos que no son como “los demás”.

Esa es la piedad que separa de Dios, puesto que las personas “piadosas” no toman en serio el pecado. Y tienen inevitablemente un trato casi mercantil con Dios; lo único que interesa es ir adquiriendo mérito por el cumplimiento de las normas, de los mandamientos tomados en su literalidad, y de las llamadas obras buenas. Entonces, su intención es adquirir mérito, que consideran como un capital que va creciendo en el cielo y que queda allí acumulado por el piadoso. Lo único que les preocupa es que, en el juicio final, los méritos pesen más que las transgresiones. El piadoso está convencido de que así ocurrirá en su caso, a diferencia de lo que ocurrirá con los pecadores.

23 En el desarrollo que sigue nos basamos en G. M. Bartrés, o.c., 154-156 y J. Jeremias, o.c., 176-181

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Las consecuencias de tal concepción son terribles: cuando no se toma en serio el pecado, el hombre se siente soberbiamente seguro de sí mismo, se siente “santo” por sí mismo, y deja de tener amor. Es convicción de Jesús que esta seguridad de sí mismo destruye toda la vida: el hombre vanamente satisfecho consigo mismo, no toma ya en serio a Dios, y no toma en serio al hermano; se considera a sí mismo como mejor que él, y desprecia al hermano. Pero, ante Dios, la realidad es otra; puesto que las personas piadosas minimizan el pecado -no lo consideran una falta de amor a Dios y al hermano, sino sólo una transgresión- y piensan, equivocadamente, demasiado bien acerca de sí mismas, se hallan infinitamente más lejos de Dios que los pecadores notorios.

Las palabras más duras de Jesús van contra personas falsamente piadosas. Las numerosas palabras de juicio que leemos en los evangelios van dirigidas, casi sin excepción, contra los que se contentaban y se sentían seguros con un cumplimiento exterior de la religión y se escandalizaban de los demás. Porque nada separa tan radicalmente de Dios como la piedad segura de sí misma que se cierra al perdón de Dios puesto que considera que no lo necesita como “los demás”. Cerrarse a la llamada de Dios por la indiscutible y falsa seguridad de la propia perfección es un ridículo engaño sobre la propia vida, que la realidad se encarga mil veces de desmentir (leer Mt 7,1-15).

Jesús “no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,10-13). Los que aceptan su calidad de seres humanos necesitados de liberación, los que se consideran “pobres”, totalmente dependientes de Dios para realizar la propia existencia, ésos están a punto para el encuentro con Jesús y experimentar en Él el amor de Dios, la única fuerza que “mueve” a la conversión.

5. El hombre nuevo, “imagen” de Cristo

La característica más importante de la nueva vida que nos posibilita alcanzar Cristo es la nueva relación con Dios. El centro de la vida y el mensaje de Jesús es Dios Padre, como el que llama al hombre hacia Él mismo, como vida y alegría del hombre. Jesús entiende al hombre como hijo a quien el Padre ama de manera incondicional. Toda la vida del ser humano encuentra su sentido en esta revelación: ser amado por Dios como hijo equivale a ser llamado por Dios, ser buscado, ser esperado por Dios. Y en esta revelación, en este dar a conocer a Dios como Padre, Jesús revela, da a conocer quién es el hombre: el ser humano auténtico es aquel que responde a la invitación del Padre, acepta a Dios como único Absoluto de su vida, y en ello encuentra su realización. De este modo, Dios Padre es la vida del hombre.

Dios se convierte en padre al hacerse para el hombre fuente de salvación, infundiéndole, regalándole, una nueva vida. Al darle al hombre esta nueva vida, Dios es quien hace al hombre idóneo para participar de los bienes del hijo, cambiando su realidad: el hombre recibe un nuevo ser. Porque, efectivamente, no podría darse una nueva relación con Dios sin que el hombre cambie; ese cambio es efecto de la acción de Dios y el fundamento de la nueva relación. Esto significa que el hombre se hace partícipe de la naturaleza divina, participa de la vida propia de Dios.

Dios, entonces, se dirige a todo ser humano con amorosa misericordia, para darle no sólo lo que es propio de Dios, su Vida, sino para darse Él mismo a cada uno. Tiene lugar así una presencia viva, amorosa, de Dios; una presencia que alcanza lo más

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íntimo de nuestro ser. Es lo que teológicamente se llama “gracia”. Esa presencia de Dios -la “gracia”- es creadora y es, a la vez, una presencia transformadora del hombre.

Esta es entonces, ahora, la nueva realidad: el ser humano unido a Cristo por la fe es una nueva existencia, es un ser

nuevo. Por tanto, la persona unida a Cristo ha cambiado intrínsecamente; este cambio no se reduce a los actos de la persona, sino que es una transformación total, que puede ser llamada una “nueva generación”, un nuevo nacimiento; y gracias a este nuevo nacimiento toda persona adquiere una participación de la naturaleza divina y en cierto sentido queda “divinizada”. 24

Esta nueva existencia de la persona de fe no hay que pensarla como una renovación que se da de manera perfecta, de una vez para siempre. Esta transformación total del ser de la persona -que ofrece Dios a todo ser humano- exige la colaboración del ser humano para conseguirla en toda su plenitud: durante toda su vida la persona de fe deberá ir renovándose continuamente hacia la plenitud anhelada. Esta renovación personal, progresiva y continua no es, entonces, un esfuerzo “voluntarista” que sólo le cabe a la persona realizar. No, porque el ser humano por sí mismo es muy poco lo que podría transformar de su vida. Es Dios quien transforma en un nuevo ser, si el ser humano acepta esa presencia de Dios en su vida y colabora con ella.

¿Cuáles son las actitudes que se corresponden con esa transformación total del ser humano? ¿Cuáles son las actitudes fundamentales del “hombre nuevo”?

La actitud fundamental es la filial y confiada relación con Dios. La confianza en Dios es el eje de la vida del ser humano en su relación con Dios como Padre . Jesús, porque confía en Dios Padre, le confía su vida misma; y la resurrección es el signo más rotundo que Dios no defrauda a los que confían en Él. En Dios encuentra realmente el hombre su vida, pero ésta consiste en la libertad de todo, incluso de la misma vida humana mortal, poniendo en Dios la esperanza. Así, esta confianza constituye también, en último término, la descripción del hombre maduro ante la vida y ante sí mismo.

Esperar de Dios la vida lleva a vivir según Dios, aceptándolo como único y supremo valor. Por ello,

la confianza es la actitud de quien se entrega personalmente a Dios Padre, modelando según Él toda la vida libre y responsable, a pesar de todas las oscuridades y de la dolorosa sospecha de que apoyándose únicamente en Dios se le hunde al hombre toda seguridad en la vida y lo pierde todo (Jn 11,16); y aún así, contra toda apariencia, la persona de fe se confía a Dios como única vida y alegría del ser humano.

Tal actitud de confianza brota del amor a Dios Padre. El amor es aquello más profundo y abarcativo en la relación del hombre con Dios. El amor auténtico está lejos de ser un “sentimiento” y, por tanto, nada más desacertado que pensar que la relación crece cuando “siento” a Dios. El amor a Dios no es un acto puntual psicológicamente reflejo, sino que es la vida entera del hombre entregada a Dios como su Absoluto; por esto el amor a Dios se juega en la opción del ser humano sobre su vida.

24 Cf. M. Flick - Z. Alszeghy, Antropología Teológica, Ed. Sígueme, Salamanca 1985, 397-409

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Esa opción del ser humano se realiza en su vida real, en su vida cotidiana, no en sus afirmaciones teóricas de fe o en sus afirmaciones teóricas de fidelidad. Las personas, en general, no se definen por lo que afirman o por lo que niegan, sino por el valor según el cual viven; en ello están decidiendo realmente su vida ante Dios y su proyecto.

Es cierto, por otra parte, que el amor a Dios consiste, también, en una relación personal, reflejamente consciente, puntual, del hombre con Dios Padre que ama personalmente a cada uno; pero ese momento puntual de la relación personal con el Padre es expresión e impulso de la vida entera vivida según Dios. Y la persona vive según Dios cuando vive también en función de las demás personas. De ello se desprende que

lo fundamental es que toda persona sea consciente de que la autenticidad del amor a Dios se juega en el amor real a los seres humanos.

El amor a Dios tiene su momento decisorio en el amor eficaz a los hombres, no en un acto de confesión de fe, de oración o de culto. En un mundo marcado por diversas compresiones de la vida humana, por innumerables interpretaciones del amor, por la ambigua mezcla de generosidad y egoísmo en los mismos hombres, por la opinión de algunos de que el amor es imposible e ineficaz, Jesús proclama, y vive, como núcleo de la convivencia social humana el amor fraterno.

En la base del amor fraterno están dos aspectos que es necesario integrar: por una parte, la aceptación del otro tal como es con toda su ambigua realidad; y por otra, la búsqueda eficaz de su bien, que supone incluso el rechazo de su situación real, no rechazo de la persona, sino de su situación, en función de un bien mejor.

Eso lo expresó Jesús, con vigor, en su actitud respecto a marginados, menospreciados y pecadores. Es precisamente en su relación con ellos donde Jesús manifiesta el sentido de lo que significa amar al otro tal como es. Jesús es amigo de las víctimas de unas relaciones humanas hipócritas, que les marginan precisamente por ser pecadores, incultos, masa ignorante, cuando de hecho todos los hombres son mediocres y pecadores (Mt 7,1-5). La paradoja es que los marginados y pecadores han sido puestos ante la verdad de su vida, de su situación, por una sociedad de “justos” que por este mismo hecho se han condenado al engaño y la falsedad. El trato de Jesús con los oficialmente pecadores e indignos, y en concreto sus comidas con ellos, significan y expresan la auténtica comunión humana, la que ama a los demás precisamente en cuanto pecadores, mediocres y limitados. En cambio, la mutua relación de los que se creen justos descansa sobre un engaño y es por ello una relación falsa, que da pie a todas las injusticias.

Por otra parte, la relación con los pecadores siempre tiene, en Jesús, el tono de la llamada a la conversión. Los marginados saben y viven, incluso por imposición de una sociedad injusta, su ambigüedad y su pecado, y por esto están abiertos a la palabra de la salvación y abiertos a la conversión; por ello a esa mujer humillada por sus acusadores Jesús le dirige estas palabras de liberación: “tampoco yo te condeno, vete y no peques más” (es más que recomendable la lectura de Jn 8,3-11). Así podemos comprender también aquella expresión, perfectamente coherente con la vida de Jesús: “no he venido a llamar a justos, sino a pecadores para conversión”(Lc 5,32). Porque el hombre se define no sólo por su pecado, sino por su posibilidad de conversión y de vida; amar al hombre tal como es significa, en el mismo amor que le acepta como

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pecador, reconocer, valorar e impulsar su posibilidad de auténtica renovación y vida humana.

Amar al ser humano entonces, es aceptarle y valorarle tal como es, con su grandeza y sus limitaciones; incluye comprenderlo como necesitado, aceptarle como pecador, valorarle como persona libre que tiene siempre abierta la posibilidad de vida en Dios Padre.

Los indigentes, marginados, enfermos, viven la dimensión humana que, a primera vista, más impresiona; la necesidad, el hambre, la sed, el dolor, la soledad, el sufrimiento, la muerte. Por ello, vivir personalmente el amor de Dios al ser humano sumido en la miseria comporta el trabajo eficaz por su bien real, como signo, realización inicial de la vida a la que todo hombre está llamado: una vida en Dios liberada del dolor, la muerte, la soledad, la angustia (Mt 5,42; 7,12; 14,14).

El auténtico amor entiende la miseria humana como llamada por Dios a ser superada; es por eso que

en el trabajo eficaz por el bien de los hombres es donde se juega la comprensión cristiana del amor a los demás y la nueva manera de ser según Dios. El amor, si es verdadero, tiene que comprometernos eficazmente en la transformación de la sociedad; poniendo en cuestión el entorno político, cultural, familiar, educativo... Para un hombre nuevo debe haber una nueva sociedad. Una persona “nueva”, renovada por Dios, debe empeñarse en la construcción de una nueva sociedad, sociedad para todos, en la cual no haya marginados ni excluidos.

Este amor y dedicación a los demás tiene también otros matices: Jesús declara felices a los que trabajan por la paz y la justicia, incluso en medio de persecuciones, en medio de tantos obstáculos e incomprensiones. Por lo mismo, es un amor gratuito, que encuentra su realización en la imposibilidad de la recompensa, porque su única recompensa es la vida que encuentra en Dios.

Todo ello vivió Jesús. Jesús vivió totalmente, de manera absoluta, la vida según el proyecto de Dios. Jesús vivió plenamente aquello que está llamado a vivir todo hombre en función de su realización personal y comunitaria. Por esto justamente Jesús fue hombre en su máxima expresión. Jesús es el hombre por antonomasia. De allí que la clave de nuestra realización histórica y eterna es Cristo. “Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre lo sublime de su vocación”.25 Porque Cristo es el hombre nuevo. Es el hombre que dijo “sí” al proyecto de Dios para el hombre. Él es el hombre llegado a plenitud luego de una vida totalmente orientada hacia Dios y hacia los hombres. Cristo es el hombre perfecto, el ideal, el que manifiesta claramente qué es el hombre y qué pensó Dios de él.26

Eso que vivió Jesús, que tenía su raíz en el amor a Dios Padre y que lo llevaba a confiarle a El toda su vida, es lo que está llamado a vivir todo ser humano. En Jesucristo hemos descubierto la imagen del “hombre nuevo”. Cristo nos revela el

25 Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 2226 Cf. Ibíd

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misterio que nosotros somos para nosotros mismos. Seremos más nosotros mismos si somos como Cristo. Estamos llamados a ser “imagen de Cristo”.

Ser como Cristo, vivir como Cristo, es la tarea primordial de toda persona, en la que consiste su plena realización. Y toda persona unida a Cristo por la fe en Él está capacitada intrínsecamente para vivir la nueva realidad del hombre nuevo, imagen de Cristo. Unido a Cristo la persona es una nueva creación; ello significa que puede alcanzar la plena felicidad, personal y comunitaria, para la que fue creada.

Pero, atención, este “hombre nuevo” que es ahora el hombre unido a Cristo no es, precisamente, fruto de una deducción, no es una conclusión transformante de por sí y a la que llegamos explicando lo que significa Cristo. Tal como sucede con el amor, por ejemplo, nadie se encuentra viviendo de una manera nueva sólo porque está hablando del amor; sino que uno descubre que su vida es distinta, se transforma, sólo cuando se enamora. Con esto estamos diciendo que lo reflexionado está muy bien en el marco de una asignatura, pero que no le cambia la vida a nadie, no transforma ninguna existencia, si uno no tiene la experiencia personal, insustituible, de ser amado por Dios. Y para lo cual hace falta que uno se encuentre con Él. Allí conocemos el amor transformante de Dios, no teóricamente sino vivencialmente.

6. El encuentro con Cristo hoy

“El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo de sí mismo debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad... acercarse a Cristo. Debe `entrar´ en Cristo con todo su ser..., para encontrarse a sí mismo.” 27

Jesucristo, el mismo ayer, hoy y siempre, sale permanentemente al encuentro de la humanidad que camina. Jesús busca a las personas y camina con ellas para asumir sus dificultades y tristezas, sus alegrías y sus esperanzas. Jesús no solamente se acerca los hombres caminantes de la historia; va más allá: penetra en la vivencia profunda de la persona, en sus sentimientos, en sus actitudes. Por medio de un diálogo sencillo y directo conoce sus preocupaciones inmediatas. Jesucristo acompaña los pasos, las aspiraciones y búsquedas, los problemas y dificultades de los hombres. Jesús comparte, en todo momento, el camino de los seres humanos. 28

Pero la presencia del Señor no se agota en una simple solidaridad humana. El camino que Jesús recorre al lado de los hombres está marcado por las huellas del designio de Dios sobre cada uno de los hombres y sobre el acontecer humano. En verdad, Jesucristo es el centro del designio amoroso de Dios: en Cristo y por Cristo, Dios Padre se une a los hombres. El Hijo de Dios asume lo humano y lo creado y restablece la comunión entre su Padre y los hombres.

Jesús sale a nuestro encuentro también hoy, para que cada uno haga suyo y viva el proyecto realizador de Dios. Cristo se nos hace presente a diario de muchas maneras, en las personas, en los acontecimientos... Una de las tantas maneras en que Cristo sale a nuestro encuentro es a través de la Biblia; sobre todo Cristo viene a nosotros a través de los Evangelios, en ellos es al mismo Cristo a quien escuchamos.

27 Juan Pablo II, Redemptor hominis, 1028 Cf. Conclusiones de Santo Domingo, Presentación 2-16

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Y, precisamente, en los Evangelios se nos da a conocer una de las maneras más especiales de hacerse presente Cristo en nuestra vida. La vemos relatada en Mateo 25, 31-45: Cristo viene a nuestro encuentro en el más necesitado, en el que más sufre... En la dolorosa realidad de cualquier persona es Cristo quien está llamando, interpelando, provocando una respuesta, de rechazo o de aceptación. Es necesario descubrir la presencia de Cristo en el otro, que ya no es un “otro”, sino un hermano. En el rechazo o aceptación de cualquier ser humano, de cualquier hermano nuestro, estamos rechazando o aceptando al mismo Cristo.

Por otra parte, la persona de fe también debe posibilitar que los demás descubran a Cristo; la persona de fe debe “mostrar” a Cristo de manera tal que el otro pueda encontrarse con Él. Es por eso que el hombre de fe con su vida debe reflejar a Cristo: eso es el testimonio. Hay que recordar que la primera forma de anunciar a Cristo es el testimonio, 29 con lo cual decimos que un mal testimonio presenta un Cristo desfigurado que no invita al encuentro con Él. Con su obrar, con sus actitudes, la persona de fe debe testificar que verdaderamente cree en Cristo, y hacerlo presente cotidianamente en medio de los hombres. Por lo tanto, cada hombre de fe debe anunciar a Cristo con palabras y obras, con la coherencia de vida, para que todo hombre, encontrándose con Cristo, pueda encontrar la verdad sobre Dios y sobre sí mismo.

Existen, además, otros medios para el encuentro con Cristo. Entre ellos unos muy particulares que llamamos “sacramentos”. No nos vamos a detener en un estudio de los sacramentos; simplemente mencionar lo que nos sirve para lo que venimos reflexionando. Los sacramentos son verdaderos encuentros con Cristo. Para comprender lo elemental de manera muy sencilla digamos que los sacramentos son “signos”; pero que a diferencia de los signos puramente humanos, los sacramentos son signos que realizan lo que significan.

Por ejemplo, un semáforo es un signo; un semáforo en rojo significa que hay que detenerse; pero el semáforo en rojo no hace, no provoca que todos se detengan, puesto que algunos no se detienen. En cambio, el signo sacramental significa perdón, por ejemplo, y realmente Dios está perdonando; se realiza lo que el signo significa. El signo de la eucaristía significa que el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo y realmente así sucede, se realiza eso que se está significando.

Esto nos permite tener la certeza de que Cristo está efectivamente presente, actuando en el sacramento, y viene a nuestro encuentro. Ahora, esto no significa que el sacramento sea algo “mágico”; porque si bien es cierto que Cristo está presente, el efecto del sacramento depende de la disposición de cada persona que celebra el sacramento. Cuando uno se acerca al sacramento de la reconciliación, o confesión, el sacerdote realiza el signo que significa que Dios perdona y, verdaderamente, Dios está ofreciendo su perdón, pero en la medida en que uno esté dispuesto a recibirlo, en la medida en que hubo un arrepentimiento y un deseo sincero de retomar mi amistad con Dios. Si esa disposición interior está en mí, recibo el perdón de Dios, no debo dudar en lo más mínimo que efectivamente el perdón ocurre. De lo contrario, puedo confesarme las veces que quiera, pero si falta la actitud favorable para reconciliarme, para retomar mi amistad con Dios y con los hermanos, nada cambia, porque soy yo quien no está dispuesto a recibir a Dios.

29 Cf. Juan Pablo II, Redempotoris missio, 42-43

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Lo mismo podemos decir de cualquier sacramento, por supuesto también de la eucaristía. Si recibo el pan consagrado, es decir, si recibo al mismo Cristo, pero no tengo ninguna intención de cambio, de conversión, Cristo no podrá realizar ninguna transformación en mí, todo seguirá igual, aunque comulgue todos los días. Cristo no violenta mi libertad, el efecto del sacramento no se produce en mí de manera automática. El efecto del sacramento depende de mi disposición. De lo que no debo dudar es de la presencia de Cristo, Él está realmente presente en todo sacramento, y viene a mi encuentro; pero tengo que estar dispuesto a encontrarme con Él, a dejarme transformar.

Un párrafo final. Cristo permanentemente viene a nuestro encuentro de muchas maneras. Precisa de nuestra parte una actitud no autosuficiente sino una actitud sencilla, dispuesta, “pobre”, para que efectivamente pueda darse el encuentro con Aquel que transforma nuestra concreta realidad personal.

“Felices los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5, 8).

7. Jesucristo: verdad, libertad y vida

Por todo lo expresado afirmamos que “la Buena Noticia de Jesucristo es un mensaje de libertad y una fuerza de liberación...” Lógicamente esto exige la liberación de múltiples esclavitudes de orden cultural, económico, social y político que, en definitiva, derivan del pecado, y constituyen tantos obstáculos que impiden a los hombres vivir según su dignidad”. 30

En este punto, finalmente, queremos poner de manifiesto la íntima conexión entre verdad y libertad: sólo cuando el hombre descubre cuál es su verdad más profunda alcanza su verdadera libertad. También hoy Jesucristo nos dice: “conocerán la verdad y la verdad los liberará” (Cf. Jn 8,32). “Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial..., que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre”.31

En el conocimiento de la verdad, particularmente de la verdad sobre sí mismo, el ser humano es auténticamente libre para alcanzar así la verdadera vida.

Desde esta perspectiva de fe afirmamos queel conocimiento de su verdad más profunda el ser humano lo descubre en

Cristo: Cristo es el hombre de acuerdo con el proyecto de Dios, en quien cada hombre descubre su verdad y, por lo tanto, la vida: “Yo soy... la Verdad y la Vida” (Jn 14,6).

Por eso Cristo, permanentemente, quiere llevarnos a su encuentro. El “encuentro” con Cristo, la experiencia de su Presencia, introduce al ser humano en un nuevo conocimiento que le posibilita “ver”, poco a poco, la verdad de la realidad y la verdad de su realidad personal. Así como el amor, y lo que significa para la existencia humana, se conoce verdaderamente no desde una teoría sobre el amor sino sólo

30 Cf. Instrucción sobre algunos aspectos de la “Teología de la liberación”, Introducción31 Juan Pablo II, Redemptor hominis, 12

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desde la experiencia del amor; así también, sólo desde la experiencia del encuentro con Cristo es posible comprender cómo se va esclareciendo la realidad humana.

En la medida en que, a partir del “encuentro” con Cristo, el ser humano va avanzando en la verdad sobre sí mismo, en esa medida va creciendo en libertad. ¿Por qué cuando el ser humano crece en el conocimiento de sí crece, a la vez, en libertad? Es clave en esto comprender qué es la libertad. “La libertad es una capacidad que posee el ser humano para poder disponer de sí en orden a su realización”. Es decir, es preciso que cada ser humano tenga su vida en sus manos, disponga de sí mismo, para poder realizarse. ¿Cómo puede disponer de su vida alguien que no sabe quién es? Si no se quién soy, ¿cómo puedo saber lo que me realiza?; si no se lo que me realiza, ¿cómo puedo saber hacia dónde orientar mi vida? Al no saber quién soy no puedo disponer de mí, no puedo manejar mi vida: carezco de libertad y se frustra mi proyecto de realización

A la luz de esas reflexiones podemos comprender por qué Cristo nos dice “conocerán la verdad y la verdad los liberará”; Y en absoluta relación con esas palabras, podemos comprender también por qué Cristo nos dice: “Yo soy... la Verdad y la Vida”: porque “el hombre vive de la verdad y de ser amado, de ser amado por la Verdad”. 32 Por supuesto que el ser humano necesita el alimento del cuerpo, pero en lo más profundo necesita sobre todo el Amor…, necesita a Dios mismo; necesita al Dios que se le acerca y que le muestra el sentido de su vida, indicándole así el camino de la vida. 33 El ser humano necesita la verdad que libera y abre a la vida: necesita a Cristo.

GUIA DE RELECTURA:

Correspondiente a la UNIDAD 3:

1. Explique por qué “Cristo es nuestra posibilidad de liberación del mal.”2. Exponga qué significa “reconocer a Dios como Dios” y “relación con Dios”.

Fundamente3. Exponga: a) en qué consiste y qué significa la conversión; b) desarrolle en qué

sentido la conversión no surge de un esfuerzo “voluntarista”; c) en qué consiste el verdadero valor de lo real que pone de manifiesto Jesús.

4. Desarrolle cómo se manifiestan las actitudes contrarias a la conversión. 5. Exponga: a) en qué sentido la persona de fe es en Cristo un ser humano

“nuevo”; b) cuáles son las actitudes concretas que se corresponden con el “hombre nuevo” a imagen de Cristo; c) desarrolle los aspectos implicados en el amor fraterno

6. Exponga: a) los medios por los cuales es posible el encuentro con Cristo; b) explique el significado de los sacramentos como “signos que realizan lo que significan” y de qué depende su “efecto”. 7. Cómo se relacionan Jesucristo, verdad, libertad y vida?

UNIDAD 4: EL MAL, BUSQUEDA DE FELICIDAD Y SALVACION

32 J. Ratzinger, Jesús de Nazaret, Planeta 2007, 32733 Cf. J. Ratzinger, o.c., 327

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Para esta Unidad no hay desarrollo de temas en este material de estudio. La Unidad 4 se prepara íntegramente con las lecturas respectivas

señaladas como obligatorias:

PAGOLA, J. A., Es bueno creer, Ed. San Pablo, Capítulo 2. M. GELABERT BALLESTER, Jesucristo, revelación del misterio del

hombre, Ed. San Esteban – Edibesa. Capítulo VII

Breve comentario introductorio

Nuevamente aquí nos encontramos con ciertas expresiones, términos o afirmaciones que quizás para algunos carecen de toda significación o tienen, para otros, un significado absolutamente alejado del que verdaderamente tiene desde una visión de fe. Cuántos equívocos al momento de decir algo sobre el “sufrimiento”; cuántas concepciones erróneas que muy poco o nada ayudan en aquellas situaciones en que se hace preciso comprender y “vivir” el sufrimiento desde otra significación. Lo mismo podemos decir respecto de la “salvación”.

El cometido de esta Unidad es, por lo tanto, aportar algunas reflexiones teológicas que nos orienten hacia el verdadero significado tanto del sufrimiento como de la salvación. Pero nuestro objetivo está más allá de un esclarecimiento meramente intelectual; como en toda reflexión que surge de la palabra revelada por Dios, nuestra finalidad es introducirnos en la comprensión cada vez más clara de ciertas palabras para tener, en consecuencia, la posibilidad de una comprensión cada vez más nítida de nuestra propia realidad y del sentido de la vida.

GUIA DE RELECTURA:

a) Correspondiente a PAGOLA, J. A., Es bueno creer, Ed. San Pablo, Capítulo 2.

1. Desarrolle las ideas erróneas y, a la vez, cómo habría que entenderlas, en relación a ciertas concepciones sobre el sufrimiento.

2. Exponga cuál es el significado de la cruz como seguimiento de Cristo.3. En relación con Jesús exponga: a) su lucha contra el sufrimiento; b) cómo

asume la cruz; c) el sentido de su sufrimiento por querer suprimir el mal.4. Desarrolle: a) la actitud de Jesús en el sufrimiento; b) cuál debería ser la actitud

de la persona de fe; c) el significado de la cruz en el camino de la felicidad.5. Desarrolle el significado y las causas del sufrimiento inútil6. Ante el mal inevitable, describa: a) las diversas maneras de vivirlo; b) cuál

debería ser la actitud de la persona de fe. 7. De acuerdo con lo expuesto, qué respondería a una persona que a raíz de una

desgracia expresa: “¿qué habré hecho de malo, por qué Dios me manda esta prueba tan pesada? Fundamente.

b) Correspondiente a M. GELABERT BALLESTER, Jesucristo, revelación del misterio del hombre, Ed. San Esteban – Edibesa. Capítulo VII

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8. Exponga: a) el significado de la “salvación en la historia”; b) cómo debería entenderse la relación entre el “más allá” y el “más acá”.

9. Explique cómo las diversas dimensiones humanas mencionadas se integran a la salvación.

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