susan woodford como mirar un cuadro

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Editorial Gustavo Gili, S. A. 08029 Barcelona Rosellón, 87-89. Tel. 322 81 61 28006 Madrid Alcántara, 21. Tel. 401 17 02 1064 Buenos Aires Cochabamba, 154-158. Tel. 361 99 98 03100 México, D.F. Amores, 2027. Tels. 660 00 21 y 660 28 96 Bogotá Diagonal 45 N.° 16 B-l l . Tel. 245 67 60 Santiago de Chile Vicuña Mackenna, 462, Tel. 222 45 67

Círculo de Lectores 08009 Barcelona Valencia, 344-346

UNIVERSIDAD DE CAMBRIDGE

Introducción a la Historia del Arte

Cómo mirar un cuadro Susan Woodford

Editorial Gustavo Gilí, S. A.

CIRCULO DE ¿ECTORES

Para Peter, que no sólo sabe mirar bien

Título original Looking at Pictures Originalmente publicado por Press Syndicate of the University of Cambridge, 1983.

Versión castellana de María del Mar Moya i Tasis, licenciada en Filología hispᬠnica por la Universitat Central de Barcelona.

Revisión general por Pilar Vélez, profesora de Historia del Arte en la Universi¬ tat Autónoma de Barcelona.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede re¬ producirse, almacenarse o transmitirse en forma alguna, ni tampoco por medio alguno, sea éste eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotoco¬ pia, sin la previa autorización escrita por parte de la Editorial.

© Susan Woodford, 1983 y para la edición castellana Editorial Gustavo Gilí, S. A., Barcelona, 1985

Priríted in Spain

Gustavo Gili - ISBN: 84-252-1234-0 de la obra completa ISBN: 84-252-1242-1 de este volumen

Círculo de Lectores - ISBN: 84-226-2003-0 de la obra completa ISBN: 84-226-2002-2 de este volumen

Depósito Legal: B. 30.873-85 Fotocomposición: TECFA, S. A. - Barcelona Impresión: Imprenta Juvenil, S. A. - Barcelona

índice

1. Diferentes maneras de mirar un cuadro 7

2. Paisajes y marinas 14

3. Retratos 21

4. La vida y los objetos cotidianos: costumbrismo

y naturaleza muerta 30

5. Historia y Mitología 43

6. Imágenes religiosas 55

7. Cuadros de decoración sobre superficies planas 69

8. La tradición 74

9. Algunas consideraciones sobre diseño y organización 79

10. Problemas en la descripción del espacio 83 11. Una aproximación al análisis estilístico:

Renacimiento y Barroco contrastados 90

12. Significados ocultos 101

13. Calidad 104

índice de nombres propios y de conceptos 111

1. Diferentes maneras de mirar un cuadro

Hay muchas maneras de mirar un cuadro. En este capítulo vamos a elegir cuatro obras, de estilos muy diferentes y muy dis¬ tantes en el tiempo, que contemplaremos de formas muy di¬ versas.

De entrada podemos preguntarnos cuál es el objetivo de un cuadro concreto. Esta representación de un bisonte (fig. 1), enérgica y realista, fue pintada hace 15.000 años en el techo de una cueva, en Altamira (Santander). Quizás nos intrigue saber qué función cumplía esta bella pintura llena de vida, situada en un hueco oscuro, a poca distancia de la entrada de la cueva. Al¬ gunos creen que pudo tener una finalidad mágica: la imagen per¬ mitiría a su creador (o a su tribu) atrapar y matar al animal repre-

Diferentes maneras de mirar un cuadro

sentado. En el budú nos encontramos con un principio de acción similar; se trata de clavar un alfiler a un muñeco que representa a la persona a quien se quiere perjudicar. El pintor rupestre quizás creía que capturar la imagen del bisonte en la cueva les ayudaría a capturar al bisonte mismo.

La segunda imagen (fig. 2) es muy distinta; es un mosaico procedente de una primitiva iglesia cristiana. Nos resulta fácil identificar su tema, la resurrección de Lázaro. Cuando llegó Jesús, hacía cuatro días que Lázaro había muerto, pero Jesús hizo abrir la tumba y luego, según el Evangelio de San Juan:

«Alzó los ojos al cielo y dijo: 'Padre... por la muchedumbre que me rodea lo digo, para que crea que tú me has enviado'. Diciendo esto gritó con fuerte voz: 'Lázaro, sal fuera'. Salió el muerto, ligados con fajas pies y manos...»

Juan II, 41-4

La imagen ilustra la historia con una maravillosa claridad; vemos a Lázaro «ligados con fajas pies y manos» saliendo de la tumba en la que fue enterrado; vemos a Jesús, vestido de púrpu¬ ra real, ordenando salir a Lázaro con un gesto expresivo. Junto a él, un representante de «la muchedumbre», ante la cual se ha realizado el milagro, levanta la mano asombrado. La composi¬ ción de la obra es muy simple; figuras planas y definidas con claridad, representadas sobre un fondo dorado. No es tan enérgi¬ ca como la pintura de la cueva, pero quienes conocen el tema lo identifican inmediatamente.

¿Qué función cumplía esta obra en la decoración de una iglesia? En el siglo VI, cuando se realizó este mosaico, muy poca gente sabía leer. Sin embargo, la Iglesia quería que el máximo número de personas aprendiesen las enseñanzas de los Evange¬ lios. Así lo explicó el papa Gregorio Magno: «Las imágenes pue¬ den ser para los iletrados lo mismo que la escritura para quienes saben leer.» Es decir, la gente sencilla podía conocer detalles de las Santas Escrituras simplemente mirando representaciones tan comprensibles como esta.

Observamos ahora una pintura al óleo del pincel de Bronzi-no (fig. 3), el sofisticado pintor del siglo XVI. En ella aparece Venus, la diosa pagana del amor, a quien su hijo, el joven Cupi¬ do alado, abraza de manera muy sugestiva y erótica. A la dere¬ cha del grupo central vemos a un niño con cara de felicidad que, según los tratadistas, representa el Placer. Detrás suyo vemos una extraña muchacha vestida de verde y observamos con sor¬ presa que bajo el vestido su cuerpo presenta forma de serpiente

S

Diferentes maneras de mirar un cuadro

enroscada. Probablemente simboliza el Engaño, una cualidad desagradable —de aspecto encantador pero detestable bajo la superficie— que suele acompañar al Amor. A la izquierda del grupo central aparece una vieja bruja rabiosa, mesándose los ca¬ bellos. Representa los Celos, esa mezcla de envidia y desespera¬ ción que también con frecuencia acompaña al Amor. En la parte superior vemos dos figuras levantando una cortina que, al pare¬ cer, ocultaba la escena. El hombre es el Padre Tiempo, tiene alas y lleva al hombro su simbólico reloj de arena. Es el Tiempo quien advierte de las muchas complicaciones que acechan a este tipo de amor lujurioso aquí representado. La mujer situada fren¬ te a él a la izquierda se interpreta como la Verdad; es quien desenmascara la difícil combinación de terrores y placeres que, inevitablemente, comportan los dones de Venus.

El cuadro comunica, por tanto, una máxima moral: que los celos y el engaño pueden ser los acompañantes del amor, del mismo modo que lo es el placer. Pero este mensaje moral no nos llega llana y directamente como en el episodio de la resurrección de Lázaro (fig. 2), sino por medio de una compleja y oscura ale¬ goría que utiliza el sistema de las personificaciones. El objetivo de esta pintura no era narrar lúcidamente una historia para los iletrados, sino intrigar a un público muy erudito y en cierto modo jugar con él. La obra fue ejecutada para el Gran Duque de Tos-cana y éste lo regaló a Francisco I Rey de Francia (véanse figs. 17 y 18). Era, por tanto, una pintura pensada para entretener y edi¬ ficar a una minoría cultivada.

Finalmente, miremos un cuadro de nuestra propia época, obra del pintor norteamericano Jackson Pollock (fig. 4). No loca¬ lizamos en él ningún aspecto reconocible del mundo que nos rodea; no hay ningún bisonte que capturar, ninguna historia reli¬ giosa que contar, ninguna compleja alegoría que desenmarañar. En cambio, deja constancia de la acción del propio pintor arrojando pintura al enorme lienzo para crear esta estructura abstracta, animada y apasionante. ¿Cuál es el propósito de tal obra? Su intención es poner de manifiesto la actividad creativa y la evidente energía física del artista, informando así al observa¬ dor de la acción de su cuerpo y su mente en el momento de emprender la producción de una pintura.

Una segunda manera de mirar un cuadro es preguntarnos qué nos cuenta la obra de la cultura en la cual se produjo. Desde este punto de vista, la pintura rupestre (fig. 1) nos puede decir algo (aunque de un modo bastante impreciso) sobre los hombres

primitivos: que eran nómadas y se refugiaban en cuevas; que cazaban animales salvajes y que no construían casas permanentes ni cultivaban los campos.

El mosaico cristiano del siglo vi (fig. 2) refleja una cultura paternalista, en la cual los ilustrados instruían a las masas igno-

rantes. Nos explica que en los primeros tiempos de la Cristiandad era importante contar las historias sagradas del modo más claro posible, para que la gente pudiera captar el significado de esta religión relativamente nueva.

La alegoría de Bronzino (fig. 3) nos da mucha información sobre una sociedad cortesana, refinada intelectualmente, quizás incluso hastiada, que gustaba de acertijos y adivinanzas y que inventaba sofisticados juegos por medio del arte.

La pintura del siglo xx (fig. 4) nos comunica algo sobre la gente de una época en la cual se valora la visión personal o la acción única de un artista concreto; una época que parece recha¬ zar los valores tradicionales de las clases privilegiadas y que esti¬ mula a los artistas a expresarse con libertad y originalidad.

Una tercera manera de contemplar un cuadro es estudiando su grado de realismo. El parecido con la naturaleza ha sido con frecuencia un elemento clave y un reto para el artista, especial¬ mente en la Antigüedad clásica (ca. de 600 a.C. a 300 d.C.) y desde la época del Renacimiento (que comienza en el siglo xv) hasta los inicios del siglo xx. Realizar cuadros que parezcan con¬ vincentemente reales presenta fascinantes problemas, y muchas generaciones de artistas se han dedicado a resolverlos con gran imaginación e interés. Pero no siempre fue ésta la inquietud que dominó la mente de un artista. Muchas veces no sirve de nada aplicar a un cuadro nuestros propios criterios de naturalismo, porque quizás no fueron éstos los criterios por los que se regía el artista en su trabajo. Por ejemplo, quien realizó el mosaico me¬ dieval (fig. 2) pretendiendo contar una historia bíblica con la

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Diferentes maneras de mirar un cuadro

mayor viveza posible, no hizo que sus figuras apareciesen tan redondeadas y naturales como, por ejemplo, las de Bronzino (fig. 3), sin embargo se preocupó de que las figuras principales, las de Cristo y Lázaro, fuesen fácilmente reconocibles, y situó el gesto simbólico de Cristo en el centro de la imagen, aislado y recortado contra el fondo. El artista perseguía la claridad ante todo, evitaba cualquier indicio de ambigüedad, y la complejidad y confusión de lo que nosotros consideramos apariencias natura­les a él podían parecerle únicamente una distracción.

Del mismo modo, tampoco habría que juzgar en relación al parecido con la naturaleza al artista moderno que creó la figura 4, y que pretendía expresarse tan vigorosamente en su pintura porque este criterio no le preocupaba lo más mínimo. Pollock intentaba comunicar un aspecto de sus sentimientos y no deseaba reproducir su entorno visual.

Por tanto, aunque tengamos derecho a interrogarnos si un cuadro se parece o no a la realidad, debemos tener cuidado y evitar hacerlo cuando la pregunta pueda ser intrascendente.

Una cuarta manera de mirar un cuadro es en función de su diseño, es decir, el modo en que se utilizan formas y colores para crear estructuras dentro del cuadro. Si, por ejemplo, contempla­mos de este modo la Alegoría de Bronzino (fig. 3), podemos observar que el grupo principal de figuras, Venus y Cupido, forma una «L» de tonos pálidos siguiendo la forma del marco del cuadro. Notamos después que el pintor ha equilibrado este grupo en forma de L con otro, esta vez en forma de L invertida, com­puesto por la figura del niño que simboliza el Placer y la cabeza y el brazo del Padre Tiempo. Estas dos «eles» forman un rectángu­lo que enclava firmemente la representación dentro del marco, y así queda asegurada la estabilidad de esta composición, por otro lado muy compleja.

Veamos ahora otros aspectos del diseño en la misma obra. Notamos que todo el espacio está ocupado por objetos o figuras; no hay lugar para que la vista descanse. Esta incansable actividad de formas a través de todo el cuadro está relacionada con el espí­ritu y el tema de la obra: la agitación y la falta de decisión. El amor, el placer, los celos y el engaño están todos enredados en una estructura complicada formal e intelectualmente.

El artista ha pintado figuras de perfiles fríos y duros, y de superficies tersas y redondeadas; casi parecen de mármol. La sensación de dureza y frialdad está intensificada por los colores que utiliza: casi exclusivamente azules claros y blancos de nieve,

Diferentes maneras de mirar un cuadro

con pinceladas de verde y azul más oscuro (el único color cálido es el rojo del almohadón en donde se arrodilla Cupido). Toda esta frialdad y dureza es opuesta a lo que normalmente asocia­mos con la actividad sensual que ocupa el centro del cuadro. Con este procedimiento, un gesto de amor o de pasión, generalmente tierno o ardiente, aparece representado aquí como algo calcula­do y glacial.

Se establece una especie de tensión entre formas y colores por un lado y el tema por el otro; tensión que está en consonan­cia con la idea paradójica, quizás ligeramente irónica, que hay detrás de la alegoría representada.

Un análisis formal del diseño de un cuadro suele ayudarnos a comprender mejor su significado y a percibir algunos de los recursos que el artista utiliza para conseguir los efectos deseados.

En los doce capítulos siguientes miraremos cuadros de mu­chos períodos y procedencias distintas. Aunque al principio los estudiaremos básicamente en función del tema, después nos ire­mos concentrando cada vez más en aspectos de forma y composi­ción que no se aprecian fácilmente a primera vista. Por el camino encontramos conceptos —algunos a veces bastante inespera­dos— que no pueden clasificarse totalmente como «contenido» o «forma», pero que sin embargo pueden ser vitales para la com­prensión y el disfrute de un cuadro.

No vamos a examinar en este libro la relación existente entre los cuadros y la sociedad en donde surgieron, ni los vamos a estudiar en orden cronológico. Hay muchos libros de Historia del Arte, excelentes y fascinantes, que sitúan las obras dentro de sus contextos históricos y trazan la evolución estilística de un pe­ríodo a otro.

Lo importante es que no sólo miraremos pinturas, sino que también hablaremos sobre ellas; pues, por raro que pueda pare­cer, a veces contemplar una obra no es en sí mismo suficiente. A menudo el único medio para ayudarnos a sustituir una visión pa­siva por una contemplación activa y perceptiva es encontrar las palabras que describan y analicen una obra.

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2. Paisajes y marinas

El paisaje puede ser para un pintor un tema tan atractivo como lo es para cualquier amante de la naturaleza. Algunos ar­tistas se han convertido de hecho en especialistas del paisaje, mientras que otros recurren a esta especie de estudio de la natu­raleza sólo de forma ocasional, para refrescar sus mentes y sus ojos.

El contraste entre las obras del hombre y las creaciones de la naturaleza produce en ocasiones cuadros que son no sólo agrada­bles visualmente, sino que revelan también directamente el lugar del hombre en la naturaleza. Esto sucede, por ejemplo, con la pintura de Constable, La Catedral de Salisbury vista desde el Jar­dín del Obispo (fig. 8).

El magnífico edificio queda al fondo, parcialmente oculto por los árboles altos y frondosos. El ganado pace apaciblemente, algunas vacas sólo se ven tenuamente entre las sombras, otras reciben de lleno la luz del sol que ilumina la catedral en todo su esplendor. La encumbrada aguja vertical y el largo tramo hori-

5 Claude Monet (fran­cés, 1840-1926), Impre­sión: Amanecer, 1872 (49,5 x 65 cm). Musée Marmottan, París

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Derecha

6 J.M.W. Turner (inglés, 1775-1851), Buque de vapor en una tormenta de nieve, 1842 (91 x 122 cm). Tate Gallery, Lon­dres

Abajo

7 Katsushika Hokusai (japonés, 1760-1849), La gran ola de Kanagawa (de las 36 panorámicas del Fuji), 1823-1829, estampa (25 x 38 cm). Metropoli­t a n M u s e u m o f A r t , Nueva York (Legado de Mrs. H . O . Havemeyer, 1929)

8 John Constable (inglés, 1776-1837), La catedral de Salisbury vista desde el Jardín del Obispo, 1820 (88 x 112 cm). Metropo­l i tan Museurn of A r t , Nueva York (Legado de Mary Stillman Harkncss, 1950)

zontal del tejado marcan las líneas principales del edificio; pero a nuestra percepción de la catedral como conjunto contribuye tam­bién la variedad de detalles: las ventanas altas y estrechas, algu­nas agrupadas dentro de un arco coronado por un rosetón, las numerosas agujas y los muros de distintas alturas. ¡Qué gran con­traste entre los elementos del edificio, regulares a pesar de su diversidad, y la inmensa, libre e indisciplinada variedad de los contornos naturales! Dentro de este contexto el hombre aparece muy pequeño, incluso lo parece el propio obispo que encargó la pintura, a quien vemos acompañado de su mujer en la esquina inferior izquierda.

Van Gogh, el artista holandés que trabajó en Francia duran­te el último período de su vida, pintó, setenta años después, en 1890, La iglesia de Auvers (fig. 9). Van Gogh creó un cuadro de características muy diferentes a la serena visión de Constable (fig. 8).

La iglesia parece algo tan vivo y lleno de movimiento como los parterres de hierba que hay delante. Las pinceladas —la mayoría anchas, pronunciadas e independientes— crean por sí mismas formas y texturas, y su gran vitalidad anima el cielo, el sendero, la iglesia y los alrededores inmediatos.

La expectación que produce la pintura de Constable no nos defrauda cuando visitamos Salisbury, pero la iglesia de Auvers apenas ofrece nada parecido al entusiasmo visual del cuadro de Van Gogh. El edificio propiamente es, como otras iglesias, maci­zo, estable y de formas regulares. La visión personal de Van Gogh lo ha transformado e incorporado al paisaje de la mente.

El misterioso paisaje de Dalí (fig. 10), pintado en nuestro

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9 Vincent Van Gogh (ho­landés, 1853-1890), La iglesia de Auvers, 1890 (94 x 74 cm). Louvre , París

10 Salvador Dalí (espa­ñol, 1904), La persisten­cia de la memoria, 1931 (24 x 33 era). Museum of Modern Art, Nueva York

propio siglo, en su conjunto resulta algo muy improbable. Sin embargo, está compuesto de elementos que, a pesar de su distor­sión, tienen un extraño aire de realidad. Un paisaje con mar, acantilados y llanuras infinitas y planas aparece inesperadamente puntuado por cuerpos artificiales de formas severamente regula­res; como la losa plana y lustrosa que hay junto al mar, y la inmensa caja en forma de ataúd del primer plano, de donde pare­ce haber crecido, ante nuestra perplejidad, un árbol muerto. Cada uno de los tres relojes repugnantemente «blandos» tiene dentro del contexto un sentido distinto: uno cuelga como un ca-

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11. Simón Vlieger (holan­dés, hacia 16007-1653), Duque de guerra holandés y varios navios, ca. 1640, tabla (41 x 54,4 cm). Na­tional Gallery, Londres

dáver de res de la rama de un árbol; otro recuerda la silla de montar de un caballo muerto hace tiempo, descomponiéndose en una inmensurable y desierta extensión de espacio y tiempo; mientras el tercero parece haberse derretido bajo un calor abra­sador y que ahora se adhiera de modo irregular a la caja rectan­gular sobre la cual descansa: en su superficie se ha posado una mosca solitaria.

El único reloj sólido e intacto es el reloj de bolsillo rojo y ovoide, guardado en su caja. La primera impresión es que está decorado con un delicado dibujo negro, pero visto de cerca resul­ta que es el centro de atracción de un grupo de hormigas devora-doras, que con la mosca del reloj vecino constituyen los únicos seres vivos representados en el cuadro.

Los indicios de permanencia y decadencia, junto con la re­presentación meticulosa y realista de la irrealidad imposible, dan por resultado un conjunto de pesadilla, inquietante y plausible. Dalí, el maestro del denominado estilo «surrealista», es capaz de crear paisajes obsesionantes, muy distintos a todo lo que poda­mos ver alguna vez.

En el siglo XVII los holandeses se contaban entre los más grandes navegantes del mundo; por tanto, los cuadros con mar y barcos eran entre ellos especialmente populares. Simón Vlieger, aun pintando una escena bastante simple, puede sugerir la in­mensidad del mar con toda su amenazadora turbulencia y la be­lleza audaz de los barcos que lo surcan. Un cielo inmenso consti­tuye el fondo de los orgullosos navios que, con las velas izadas y los gallardetes enarbolados, zarpan viento en popa en busca de lejanas aventuras.

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Paisajes y marinas

Por el contrario, el pintor francés Monet estaba fascinado por los destellos del agua, la niebla que se levanta lentamente por la mañana temprano y los pequeños botes que flotan sin he­roísmo alguno sobre la titilante superficie del mar (fig. 5). Monet nos ofrece una imagen del mar íntima y familiar; lo conocía bien, pues su infancia transcurrió en Le Havre. Le atraía especialmen­te el juego de la luz sobre el agua y trabajó intensamente para hallar una técnica capaz de conseguir este efecto en pintura. Casi todos nosotros coincidiremos en que en esta pintura que tituló Impresión: Amanecer, Monet logró comunicar admirablemente la desdibujada aparición del alba abriéndose paso sobre el mar. Sin embargo, cuando la obra fue expuesta en 1874, fue criticada por la confusión de elementos representados. Los críticos se bur­laron de esta pintura y de otras presentadas conjuntamente, y apodaron «impresionismo» a este movimiento, escogiendo esta obra y su título como especialmente ridículos.

Esto es quizás más sorprendente si se recuerda que, ya en el siglo xix, Turncr había realizado muchos y brillantes estudios de tormentas en el mar, en las cuales toda definición de forma se perdía entre las olas enfurecidas y las nubes arremolinadas. Buque de vapor en una tormenta de nieve (fig. 6), pintado en 1842, ilustra la eficacia de Turner al presentar las imágenes prác­ticamente desdibujadas en las agitadas masas de color.

Los poderosos cuadros de Turner tienen tanta fuerza, y los medios que utiliza para representar grandes tormentas y enormes olas son tan adecuados, que nos vemos tentados a pensar que su procedimiento es único en comunicar el caos de una tempestad.

Pero no es así. El artista japonés Hokusai, utilizando justa­mente los medios contrarios, a saber, trazos firmes y formas defi­nidas con precisión, ha conseguido expresar de modo imponente la aterradora magnificencia de una enorme ola (fig. 7). Este gra­bado en madera formaba parte de una serie de panorámicas del Monte Fuji, y la cumbre cónica del volcán con el casquete neva­do puede verse ligeramente a la derecha del cuadro. Pero, por supuesto, lo que primero llama la atención es la inmensa ola que se levanta desde la izquierda, combándose encrespada antes de romperse. La espuma arremolinada estalla en miríadas de pe­queños garfios, cada uno claramente definido. El sobrecogedor oleaje del mar está representado mediante franjas blancas, eriza­das y tersas. Toda la composición es una especie de viva imagen de un mar tormentoso, y al mismo tiempo un delicioso diseño decorativo, mucho antes de que uno descubra todos los detalles y dé con los barcos medio hundidos y los hombres que resisten.

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12 Francesco Guardi (italiano, 1712-1793), Santa María della Salute, ca. 1765 (48 x 38 era). National Gallery de Esco­cia, Edimburgo

Finalmente, un paisaje marino distinto: una vista del siglo XVIII de Venecia (fig. 12), esa notable ciudad construida directa­mente sobre el mar. Guardi ha captado tan bien como Monet el destello de la luz sobre el agua, pero de un modo muy diferente, porque ha querido representar un momento del día en que el sol ha ascendido totalmente e inunda la escena de deslumbrante luz.

El tema principal de la pintura es la gran iglesia de Santa Maria della Salute, que domina la escena con tanta majestuosi­dad como la catedral de Salisbury en la obra de Constable (fig. 8). La iglesia es sólida y maciza, y sin embargo parece estar fir­memente anclada y al mismo tiempo flotar serenamente entre el mar y el aire, porque Guardi ha pintado encima de ella, con gran astucia, un cielo inmenso y brillante, y con gran habilidad ha animado el edificio de colores radiantes y claros.

De nuevo, como en la pintura de Constable, el edificio de la iglesia empequeñece a los seres humanos que hay delante; sólo que esta vez no se trata de una seria pareja de ingleses, sino de ajetreados italianos que cruzan incansables la laguna, o gesticu­lan en los muelles del puerto posiblemente por asuntos mercanti­les, en lo que un día fue una ciudad de frenética actividad comer­cial. El cuadro de Guardi no pretendía ser nada más que la pano­rámica de un lugar de Venecia especialmente encantador; sin embargo, presenta un picante contraste entre la visión de beatífi­ca estabilidad que la iglesia ofrece y la prisa e inquietud de la gente para la que fue construida.

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3. Retratos

Durante muchos siglos, y todavía en la actualidad, los artis­tas se han ganado la vida pintando retratos. Los retratos son po­pulares por dos motivos: a quienes aparecen retratados les gusta saber que sus rostros pasarán a la posteridad, y quienes al cabo del tiempo los contemplan descubren, gracias a ellos, el aspecto de la gente de otras épocas.

Los retratos no son necesariamente de una sola persona; también hay retratos de grupo. Durante los siglos xvi y xvn, los holandeses que colaboraban juntos en algo, como por ejemplo gobernadores de instituciones benéficas, consejeros de ayunta­miento o incluso miembros del Gremio de Cirujanos, encarga­ban retratos de grupo. Los primeros retratos de grupo represen­taban Compañías de la Guardia Cívica. La figura 13, pintada por Cornelis Anthonisz en 1533, es un ejemplo típico de ello. Cada miembro de la Guardia Cívica aportaba su contribución para pagar al artista, y a cambio cada uno esperaba aparecer retratado con claridad y fidelidad. El esmerado bosquejo de cada compo­nente y el tratamiento imparcial de todos los miembros del grupo respondía bien a las condiciones del contrato, pero el resultado no constituye una pintura muy apasionante. En realidad, apenas es más inspiradora que la típica «fotografía escolar de curso», en la que todos están alineados, mirando al frente, situados en dos o tres niveles, donde la solemne sucesión de rostros se convierte en algo anónimo, debido precisamente al gran número de personas.

La tradición de los retratos de grupo en Holanda continuó hasta bien entrado el siglo XVII, pero ya por entonces los artistas comenzaron a preocuparse en producir cuadros que, además de satisfacer las exigencias de sus clientes, fuesen interesantes por sí mismos. Así, Frans Hals, cuando retrató en 1616 el Banquete de los Oficiales de San Jorge (fig. 14), intentó crear una pintura que fuese más viva y atractiva. En vez de situar todas las figuras está­ticas alrededor de la mesa, las agrupó tomando como punto de referencia un acontecimiento central: el desfile de la bandera (el grupo de oficiales holandeses que adoptan un aire tan festivo al reunirse para una cena, en otros momentos tienen que cumplir

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A rriba

13 Cornelis Anthonisz (ho landés , 1499-ca. 1555), Banquete de la Guardia Cívica, 1533 (130 x 206 cm). Histori-cal Museum, Amsterdam

serias funciones militares). La propia bandera añade una mancha de color y un enérgico trazo diagonal a la ya animada composi­ción. Hals logró crear una obra de arte mucho más interesante que la de Anthonisz, sin embargo el artista aún cumple concien­zudamente con los requisitos del encargo y ha retratado con gran fidelidad a cada miembro de la compañía. Ninguno aparece espe­cialmente favorecido ni destacado de modo particular, pero cada uno está representado como un individuo diferenciado. Es esto

A rriba

15 Hans Memling (fla­menco, activo desde ca. 1465 hasta su muerte en 1494), María Portinari, 1472, tempera (44,5 x 34 cm). Metropolitan Mu-seum of Art, Nueva York (Legado de Benjamín Altman, 1913)

Arriba a la derecha

16 Hugo Van der Goes (flamenco, activo desde 1467-hasta su muerte en 1482), María Portinari, detalle del Retablo Porti­nari (Adoración de los pastores), ca. 1475. Uffi-¿\, Florencia (véase tam­bién fig. 52)

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14 Frans Hals (holandés, 1580-1666), Banquete de los Oficiales de San Jorge, 1616 (175 X 324 cm) . F r a n s H a l s m u s e u m , Haarlem

lo que generalmente esperamos de un retrato: que muestre con exactitud el aspecto de una persona.

Estas expectativas pueden ser, sin embargo, un poco inge­nuas. Veamos, por ejemplo, dos retratos de la misma persona, Maria Portinari (figs. 15 y 16). Las dos son obra de artistas esme­rados y muy competentes, ambos plasman aproximadamente los mismos rasgos, pero el carácter de cada uno es tan distinto que no resulta fácil decidir cómo era realmente Maria Portinari.

El primer retrato (fig. 15) fue pintado por Memling en 1472, el otro por Hugo Van der Goes hacia 1475 (fig. 16). El retrato de Van der Goes forma parte de un retablo, cuya tabla central muestra el Niño Jesús y la adoración de los pastores (fig. 52). Los donantes que encargaron la pintura aparecen en las alas latera­les: Tommaso Portinari y sus hijos en la izquierda, y su mujer María con su hija en la derecha. Esos personajes contemporá­neos deseaban aparecer representados, diminutos pero devotos, participando en la adoración de la Sagrada Familia; detrás suyo, las grandes figuras de sus santos patrones actúan como padrinos.

Pero miremos más de cerca a Maria Portinari en el retrato de Hugo Van der Goes (fig. 16). Al parecer, el artista no ha escatimado ningún esfuerzo en el esmerado detallismo, un núme­ro infinito de pinceladas menudas se combinan para bosquejar sus mejillas hundidas, su larga nariz y su expresión intensa.

Por contraste, en el retrato de Memling (fig. 15) el aspecto de la dama es superficial, casi hueco, carente totalmente de la

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Arriba

17 Jean Clouet (francés, 1486-ca. 1540), Francisco I, ca. 1525-1530, labia (96 x 73,5 cm). Louvre, París

Arriba a la derecha

18 Tiziano Vecelli (italia­no, 1488-1576), Francisco 1, 1539 (109 x 89 cm). Louvre, París

profundidad de sentimientos y de la intensidad que revela el re­trato de Hugo. Sus rasgos aquí son claramente más bellos, sin la angulosidad y el carácter pronunciado del retrato de Van der Goes. Memling trabajó tanto como Van der Goes: la realización de su pintura es igualmente delicada y esmerada. Nos queda el interrogante de si Memling ha favorecido a su modelo o si Van der Goes ha comunicado algo de su propia profundidad al carác­ter más superficial de la dama. ¿Nos revela alguno de los dos retratos el auténtico rostro de Maria Portinari?

Una cosa es el aspecto que una persona presenta en realidad y otra cómo a esa persona le gustaría parecer. Para los perso­najes de la vida pública esto último tiene generalmente mucha más importancia. Sabemos con qué insistencia los políticos tra­bajan hoy en día su «imagen». En este sentido los miembros de la realeza de épocas pasadas tenían idénticas preocupaciones. En los retratos reales, el parecido físico es sólo uno de los requisitos que han de cumplir: la imagen de un rey ha de ser regia hasta en sus más mínimos detalles.

¿Ha conseguido el pintor francés Clouet comunicar esta sen­sación en su retrato de Francisco I de Francia (fig. 17)? El rey va ricamente ataviado y su presencia domina el cuadro. Pero cuan­do uno compara este retrato con el retrato del gran Tiziano del mismo rey (fig. 18), descubre una diferencia abismal. En el retra­to de Tiziano el enérgico movimiento de la cabeza del rey, su postura majestuosa, incluso la línea autoritaria de sus hombros le dan una categoría heroica, muy valorada entonces por los patro­nes reales. Tiziano nunca había visto a su modelo cara a cara

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Retratos

(basó su retrato en una medalla que representaba al rey de per­fil), sin embargo su concepción audaz y su vigorosa pincelada consiguen que la meticulosa ejecución de Clouet parezca casi re­milgada. No es de extrañar que los reyes y emperadores deseasen que Tiziano los pintara; y no es sorprendente que artistas poste­riores, como Rubens y Van Dyck, que igualmente supieron dar a sus modelos reales un aire de tranquila grandeza, fuesen muy buscados como pintores de corte.

A veces la exigencia más importante en un retrato es que comunique de algún modo el carácter de la persona retratada. En estos casos, ni el aspecto físico auténtico, ni el modo en que uno desea aparecer representado importan demasiado. Cada día nos encontramos ejemplos de esto en los dibujos políticos de los periódicos, aunque éstos suelen inclinarse más hacia la caricatura que hacia la caracterización. A los artistas les preocupa la carac­terización en un sentido más profundo. Vemos esto con más cla-

19 San Marcos, detalle de los E v a n g e l i o s de E b b o , ca. 8 1 6 - 8 3 5 (25,5 x 20 cm). Bibliot-h é q u e M u n i c i p a l , Epernay

Retratos

ridad cuando a los pintores se les pide realizar retratos de perso­nas que nunca han visto. Por ejemplo, según una vieja tradición que se remonta a la Antigüedad clásica, el texto de un libro debía ir precedido por el retrato de su autor. Cuando el libro en cues­tión era uno de los Evangelios, cosa frecuente en la Edad Media, el artista se enfrentaba a un problema: que nadie sabía cómo era realmente ninguno de los evangelistas. Podía inspirar su retrato en representaciones anteriores, también imaginarias, o podía imaginar el carácter de un evangelista y su aspecto al recibir la inspiración para escribir la palabra de Dios. La figura 19 muestra el retrato del evangelista San Marcos componiendo su Evange­lio, obra de un artista del siglo IX. El santo, que está sentado junto a su tintero, tiene sobre su regazo el libro abierto. Frunce las cejas como si mirara ansiosamente hacia el cielo, en donde se cierne su símbolo, el león alado, que le anima sujetando un rollo de escritura.

Aunque parezca extraño, los retratos imaginarios pueden ser pinturas muy conmovedoras. Tal es el caso, por ejemplo, del retrato de Rembrandt, Aristóteles con el busto de Homero (fig. 20). Aristóteles, el célebre filósofo griego del siglo IV a .C , fue durante una época tutor de Alejandro Magno, rey de Macedo-nia. En la Antigüedad se realizaron retratos escultóricos de Aris­tóteles, pero Rembrandt no basó en ellos los rasgos de su filóso­fo; este personaje de una rica complejidad, con su expresión afli­gida, está inspirado en alguna experiencia más próxima e íntima. Aristóteles no va vestido como un filósofo antiguo, sino como un cortesano contemporáneo. Con una mano sujeta la cadena de oro, que lleva como una señal del favor real, una alusión a su relación con Alejandro; pero mira pensativamente a la lejanía mientras pone la mano derecha sobre el busto de Homero, el gran poeta ciego cuya obra influyó tan profundamente en la cul­tura griega, y cuyo héroe, Aquiles, fue para Alejandro un mode­lo. El busto de mármol de Homero que aparece en la pintura está copiado de un retrato antiguo, que a su vez también es imagina­rio, pues fue realizado seis siglos después de la muerte de Home­ro. Nadie sabe cómo era realmente el genial poeta, pero el escul­tor, desconocido, que creó esta imagen sintió claramente el poder de su poesía, y en cierto modo logró realizar uno de los retratos más memorables que nos quedan de la Antigüedad, a pesar de que no pueda tener ningún parecido físico con el hom­bre que pretendió retratar.

A veces un retrato puede ser en primer lugar una obra de arte, y sólo de modo secundario la representación de una perso-

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20 Rcmbrandt Harmens zoon Van Rijn (holandés, 1606-1669), Aristóteles con el busto de Homero, 1653 (143,5 x 136,5 cm). Metropolitan Museum of Art, Nueva York (adqui­rido en 1961)

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na concreta. Esto sucede con el retrato que pintó Picasso (fig. 21) del tratante de arte Vollard. Cuando en 1910 Picasso pintó este retrato estaba profundamente inmerso en la formulación del estilo denominado «cubista». Picasso y varios de sus amigos adoptaron la idea de Cézanne (véase p. 38), según la cual un artista debía intentar revelar los conos, esferas y otras formas geométricas que hay debajo de las apariencias naturales, y llevar­las a su conclusión lógica y quizás incluso más allá. De este modo vemos que no sólo la cara y la figura de Vollard están fragmenta­das y convertidas en formas con muchas facetas y ángulos afila­dos, sino que también el fondo y el espacio que le rodean están tratados del mismo modo. La tradicional diferenciación entre la

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21 Pablo Picasso (espa­ñol, 1881-1973), Retrate cubista de Ambroise Vo-llard, 1910 (91 x 65 cm). Museo Pushkin, Moscú

figura y el fondo se ha suprimido y la superficie del lienzo está tratada enteramente como un todo homogéneo. Esto da al cua­dro una unidad que raramente poseen las obras figurativas, y que es más frecuente en las puramente abstractas (como en la fig. 4). Sin embargo, es sorprendente que esta pintura de Picasso pro­duzca una sensación, poderosa aunque indefinida, de profundi-

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22 Pablo Picasso, Am-broise Vollard, dibujo, 1915 (46,5 x 32 cm). Me­tropolitan Museum of Art, Nueva York

dad, espacio y hasta de volumen. Lo que quizás más sorprende es el modo convincente en que los rasgos y la personalidad de Vo­llard brotan de la confusión de formas quebradas y desigua­les. Cinco años después, Picasso hizo otro retrato de Vollard (fig. 22). Es un dibujo magnífico de estilo convencional. El fondo y la figura están claramente diferenciados; en él todo está repre­sentado sin ambigüedad: el hombre, la silla, su ropa, el entorno, y sin embargo uno se pregunta si su personalidad nos llega de modo más vivo que en el retrato cubista anterior (fig. 21).

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4. La vida y los objetos cotidianos: costumbrismo y naturaleza muerta

Las escenas sencillas de la vida cotidiana han sido considera­das en algunos períodos poco dignas, y aunque podían aparecer esbozadas en los márgenes de los manuscritos medievales o di­bujadas en piezas de cerámica en la Grecia clásica, no proporcio­naban lemas para cuadros serios. Sin embargo, en otros perío­dos, tanto los mecenas como los artistas se deleitaban contem­plando y representando la vida que les rodeaba. Los coleccionis­tas de arte holandeses del siglo XVII disfrutaban especialmente con la pintura costumbrista. Los numerosos cuadros realizados para satisfacer este mercado solían ser, a pesar de sus temas in­trascendentes, bellos y sugestivos.

Los pintores holandeses nos muestran, por ejemplo, peleas

23 Jan Steen (holandés, 1626-1679), El hogar di­soluto , c a . 1 6 6 5 (77 x 87,5 cm). Welling-ton Museum, Apsley House, Londres

La vida y los objetos cotidianos

de taberna, alegres y bulliciosas fiestas familiares, elegantes di­versiones, patinadores felices haciendo cabriolas en el hielo, mujeres normales ocupadas en sus tareas cotidianas con una tranquila dignidad, en fin, toda la rica variedad de la vida con­temporánea.

El hogar disoluto (fig. 23) de Jan Steen es un buen ejemplo. El reloj junto a la puerta marca las cinco menos cinco, y una luz de atardecer se filtra por los portaluccs de la ventana situada arriba a la izquierda. El señor de la casa ha comido bien, por lo que se ve, y en la sobremesa está saboreando una pipa de arcilla. Una dama rolliza y ricamente ataviada, que puede ser o no ser su esposa, le ofrece un vaso de vino. El hombre mira al espectador con los ojos brillantes y una mano en la cadera. El ama de llaves, sentada al otro extremo de la mesa, ha quedado profunda y apa­ciblemente dormida, totalmente incosciente de que el niño arro­dillado a su lado le está robando lo que lleva en el bolsillo.

En el suelo vemos unos naipes desparramados, enormes conchas de ostras, una pizarra y el sombrero del señor tirado descuidadamente. A la derecha hay un montón de pan y quesos, y un sabroso cuarto de carne que despierta el interés del perro. Cuanto más miramos el cuadro, más detalles divertidos encon­tramos: el vecino fisgón espiando desde su ventana a la criada que coquetea con el músico situado detrás del señor; los dos niños de la derecha, uno de ellos enseña provocativamente una moneda, y finalmente el mono que desde el canopio de la cama juguetea con las pesas del reloj. ¡Quizás después de todo no sean las cinco menos cinco! (,Qué importa el tiempo en un hogar como éste?

Pero a Steen no sólo le preocupaba crear un cuadro intere­sante, deseaba también comunicar un mensaje moral: que el comportamiento escandaloso de los mayores supone sin duda un mal ejemplo para los niños, e incluso produce en los criados efec­tos negativos; igualmente, el perro está a punto de sucumbir a sus apetitos animales y el mono está literalmente «perdiendo el tiempo».

Steen contempla en esta pintura las actividades de la gente acomodada con una dosis de ironía. Otras veces, elegía como tema a la gente sencilla y sus diversiones que podía observar de­tenidamente en la taberna que regentaba.

Otra pintura, realizada justamente un siglo antes, en 1565, ofrece una imagen de la vida campestre y del trabajo del pueblo (fig. 24). Brueghel ha captado en ella la esencia de la cosecha: el duro y penoso trabajo de la gente que avanza fatigosamente por

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24 Pie te r Brueghel el Viejo (flamenco, 1525/30-1569), La cosecha (Agos­to, de la serie Los Meses), 1565 (118 x 160,5 cm). Metropolitan Museum of Art, Nueva York (Funda­ción Rogers, 1919)

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25 L.S. Lowry (inglés, 1887-1976), Volviendo de la fábrica, 1930 (42 x 52 cm). City of Salford Art Gallery, Lancs

el camino que atraviesa el campo de cultivo; los hombres siegan con sus guadañas a la izquierda, y a la derecha una mujer inclina­da está liando un haz de heno; en el grupo sentado en primer plano vemos los sencillos placeres de la comida y la bebida, y lo

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La vida y los objetos cotidianos

más conmovedor de todo es el campesino exhausto extendido al pie de un árbol, disfrutando de las delicias de una siesta.

En otras épocas, la mayor parte del trabajo era agrícola, ahora es principalmente industrial. La vida urbana y el trabajo en la fábrica parecen temas poco prometedores para un cuadro; pero Lowry, prescindiendo de estas consideraciones, luchó enér­gicamente para plasmar su propio medio. Lowry consiguió reve­lar la belleza de formas que puede desprenderse del más inhóspi­to panorama, incluso al presentar a la gente que vuelve a casa cansada y con frío, andando penosamente, a través de espacios sin árboles entre altos edificios.

Daumier, en una pintura realizada en la década de 1860, El vagón de tercera (fig. 29), representa con la mayor compasión la situación de los pobres de la ciudad, mal vestidos, hambrientos y castigados por la vida. Es un tema que Daumier volvió a tratar diversas veces. Los colores oscuros y tristes, y los bruscos e irre­gulares perfiles transmiten vigorosamente el ánimo sombrío y la paciente resistencia de esa fatigada familia que se acurruca en los duros bancos de madera. Apenas hay detalles meticulosos en la pintura. Los trazos negros y enérgicos bastan para sugerir la cir­cunstancia y crear la atmósfera.

Por el contrario, la ilustración para el mes de febrero (fig. 30) que realizaron los hermanos Limbourg en un Libro de Horas profusamente decorado, pintado para un mecenas aristócrata de principios del siglo xv, presenta un colorido alegre y está lleno de los detalles más exquisitos. Los campesinos están tiritando por el frío del invierno. Tres de ellos se han reunido en torno al hogar dentro de una cabana de madera —el pintor ha suprimido la pared frontal de modo que podamos ver su interior—, e indeco­rosamente se levantan los vestidos para que el calor del fuego llegue mejor a sus cuerpos helados. Una mujer se sopla las manos entumecidas mientras se acerca por la derecha, un hom­bre corta leña enérgicamente y otro conduce un burrito por los caminos yermos y nevados hacia la lejana ciudad. Los pájaros, hambrientos, picotean las escasas migajas del suelo, y las ovejas se apretujan en el redil. La vida de la gente humilde está presen­tada con elegancia para el patrono cortesano, pues éste exigía que todo lo que él poseía debía tener un toque de belleza, y no le hubiera complacido seguramente el espectáculo de los campesi­nos retratados de un modo más realista, con trajes sucios y vi­viendas miserables.

No todo en la vida es trabajo y sufrimiento, la gente también descansa y juega. Hay pintores que prefieren plasmar estos mo-

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26 Pierre-Auguste Rc-noir (francés, 1841-1919), Almuerzo a bordo de un barco, 1881 (130 x 173 cm). Phillips Collection, Washington, D.C.

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27 Rembrandt , Apren­diendo a caminar, proba­blemente de la década de 1 6 3 0 , S a n g u i n a (26,5 x 32,7 cm). British Museum, Londres

mentos más felices, y nadie lo ha hecho de un modo tan alegre como Renoir. Por ejemplo, su pintura de 1881, Almuerzo a bordo de un barco (fig. 26), es el más sencillo de los temas, sien­do además una pura delicia. En un caluroso día de verano, los

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28 Pablo Picasso: Los primeros pasos, 1943 (130 x 97 cm). Yale Uni-versity Art Gallery, New Haven (Regalo de Ste-phen C. Clark)

hombres se han quitado la ropa y están en camiseta, la mesa está repleta de vasos y botellas de vino, y bellas muchachas llevan sus sombreros nuevos. Todo el mundo está de buen humor, charlan­do, bebiendo, haciendo carantoñas a un perrito, o simplemente disfrutando de las delicias de una salida festiva un día soleado y caluroso. Los colores son luminosos, delicados y radiantes, la pincelada ligera y libre. Todo se combina para transmitir el pla­cer inmediato de las sencillas alegrías de la vida, tan felizmente compartidas aquí por el pintor al mismo tiempo que por sus per­sonajes, pues los miembros de la fiesta a bordo del barco eran amigos de Renoir y la encantadora muchacha que juguetea co­quetamente con el perro sería más tarde su esposa.

Este dibujo de Rembrandt (fig. 27) pulsa una nota más cal­mada. Un niño comienza a dar sus primeros pasos. Su madre, fuerte y madura, se inclina hacia delante para cogerle de la mano, vuelve el tronco ligeramente hacia él y extiende su otro brazo alentadoramente señalando la dirección que van a seguir. A la derecha del dibujo vemos a la anciana abuela. Está encorva­da a causa de la edad, pero coge también la otra mano del peque­ño, aunque la ayuda que puede ofrecer es muy limitada. Vuelve su vieja cabeza de formas angulosas con una infinita ternura mi­rando a su nieto. El niño se dispone a emprender, tímidamente, una gran aventura. Rembrandt, con una excelente habilidad de

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2 9 H o n o r é D a u m i e r (francés, 1808-1879), El vagón de tercera, 1863-1865? (65 x 90 cm). Me­t ropo l i t an Museum of Art, Nueva York

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30 Hermanos Limbourg (flamencos, muertos ca. 1416), Febrero, de las Tres Riches Heures du Duc de Berry, 1413-1416, página entera (28 x 21 c m ) . M u s é e C o n d e , Chantilly

trazos, ha logrado comunicar una expresión de ansia en el rostro del pequeño. El dibujo es notable porque con una gran econo­mía de medios consigue mostrar de modo inconfundible tres mo­mentos distintos de la vida, tres actitudes diferentes, y la red sutil de tiernos sentimientos que une a los seres humanos entre sí.

Los primeros pasos de un niño es también el tema de una pintura de Picasso (fig. 28). No tiene nada en común con el deli­cado realismo del dibujo de Rembrandt, pero igualmente está cargado de sentimiento. Rembrandt insinúa la ansiedad del pe­queño, Picasso la muestra explícitamente. Un gran pie, con todos los deditos tensos, se proyecta hacia delante; el rostro de la niña está distorsionado por la angustia de la incertidumbre: ¿dónde aterrizará ese pie? La niña extiende hacia ambos lados sus manitas, los dedos abiertos, los brazos rígidos. Su madre apa­rece rodeándola por detrás silenciosamente. Las manos materna­les sujetan a la pequeña sin apenas ser notadas; el rostro bonda­doso de la madre expresa su simpatía hacia la ansiedad de la niña, pero también notamos que tiene confianza en ella.

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La vida y los objetos cotidianos

La vida y los objetos cotidianos

Esta imagen extraordinaria nos presenta a la madre como una cubierta protectora que envuelve a la niña, y ella, aunque totalmente absorta en sus propias sensaciones, acepta sin más la ayuda de las manos. Las deformaciones de la realidad han permi­tido al artista penetrar en la apariencia superficial de hechos y emociones.

Finalmente observamos dos cuadros de personas jugando en una mesa. A primera vista aparecen tan similares que es difícil creer que los separan casi dos mil años. El primero (fig. 31) fue hallado en la pared de una taberna de Pompeya. Es un boceto rápido con poco valor artístico, pero tiene bastante vida y encaja bien en el lugar. Forma parte de una serie de pinturas decorati­vas en tinta que mostraban las actividades de los parroquianos, los cuales jugaban, se peleaban y finalmente acababan de patitas en la calle. Estas pinturas eran a la vez decorativas y publicita­rias, las invitaciones a divertirse estaban mitigadas por sutiles advertencias para que los bronquistas no se desmandaran.

Pero Los jugadores de cartas de Cézanne (fig. 32), aunque algo similar superficialmente, es en realidad una obra de arte muy seria. Cézanne puede haberse inspirado en la pintura de un artista francés del siglo XVII (Le Nain). Reelaboró el tema varias veces, y al final redujo el número de figuras a las dos que vemos aquí. El tema propiamente dicho es bastante trivial, pero Cézan­ne, mediante su cuidadoso análisis de formas y su sutil equilibrio de los diversos elementos, lo ha revestido de grandeza y digni­dad. Los dos hombres, sentado uno frente a otro, acentúan con enérgica verticalidad los dos lados del lienzo. El brazo de cada uno más próximo a nosotros parece estar formado básicamente por dos cilindros. Los cuatro cilindros juntos trazan la forma de una «W» bastante abierta, y estas dos líneas en ángulo conectan las dos figuras erguidas. En todo el cuadro Cézanne pone de relieve las sencillas estructuras geométricas que conforman la bo­tella, la mesa, el alféizar, e incluso los sombreros y las rodillas de los jugadores. Los colores son apagados y parcos. El resultado es una sensación de sosiego y orden que se desprende de la lúcida disposición de formas limpias y sin complicaciones.

Naturaleza muerta

El interés de Cézanne por descubrir las formas geométricas que subyacen a las apariencias, y que pueden ordenar una com-

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31 Hombres jugando a los dados, letrero en una t a b e r n a de P o m p e y a , siglo I a.C. Museo Nazio-nale, Napoles

32 Paul Cézanne (fran­cés, 1839-1906), Los juga­dores de cartas, ca. 1890-1895 (47,5 x 57 cm) . Louvre, París

33 Paul Cézannc, Frute­ro, vaso y manzanas, 1879-1882 (45,7 x 54,5 cm). Colección privada, París

posición, le convirtió en un excelente pintor de naturalezas muertas (fig. 33). Un frutero, un vaso, un mantel arrugado sobre la mesa; el diseño de estos elementos sencillos supuso para Cé-zanne un desafío. Se trataba de ordenar una serie de objetos colocados aparentemente de modo casual.

En la Antigüedad clásica se pintaban ya naturalezas muer­tas, y en el Renacimiento la recuperación de un arte de represen­taciones realistas unido a un gran respeto por las obras de la Antigüedad clásica estimularon la reaparición de este tipo de pintura. Las naturalezas muertas presentan a veces montones de fruta, apilados con apetitosa abundancia (fig. 35), bandejas con pescados plateados, aves de caza de bellos colores colgando de la pared o magníficos ramos de flores relucientes que se derraman en cascada. Las naturalezas muertas pueden consistir también en lustrosas vasijas de peltre, en vasos de transparente brillo, en alfombras ricamente tejidas extendidas sobre una mesa, o libros, jarras, pipas, el tintero de un escritor, el pincel y la paleta de un pintor. Todo tipo de objetos inanimados es tema adecuado para una naturaleza muerta, para que la habilidad del pintor nos haga percibir de repente las propiedades artísticas que hay en las cosas cotidianas. Este género volvió a cobrar vida con una espontanei­dad insólita en la década de 1960 gracias a Andy Warhol, quien nos hizo mirar nuestras despensas con un nuevo sentido y orden estéticos, después de haber pintado este cuadro (fig. 34) de latas de sopa Campbell.

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34 Andy Warhol (nortea­mericano, 1930), 100 latas de sopa, 1962 (183 x 234 cm). Leo Castelli Galle-ry, Nueva York

35 Jan Davidsz de Heem (holandés, 1606-1684), Naturaleza muerta con fruta y langosta, finales de l a d é c a d a d e 1 6 4 0 (70 x 59 cm). Rijkmu-seum, Amsterdam

36 Pieter Claesz (holan­dés, 1597-1661), Natura­leza muerta. Vanitas, 1623, tabla (24 x 35,5 cm). Metropolitan Mu-seum of Art, Nueva York ( F u n d a c i ó n R o g e r s , 1949)

Las naturalezas muertas pueden también contener un men­saje moral, pulsando una cuerda seria, casi trágica (fig. 36). La presencia de una calavera entre los objetos bellamente plasma­dos es un inevitable recordatorio de la transitoriedad de todas las cosas. Está pensado para que recordemos las conmovedoras pa­labras del Eclesiastés: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad» (Ecl. 1:2).

Estas naturalezas muertas sobre el tema «Vanitas» eran muy populares en el mismo momento en que otros pintores flamencos y franceses creaban exuberantes y ricos conjuntos de flores, fru­tas, pescados y pájaros, maravillosamente representados, que su­gerían con gran viveza el bienestar material y las cosas buenas de la vida (fig. 35). Su espíritu grave arroja una sombra de alusión literaria sobre todas las naturalezas muertas, recordando a los hombres que:

En el día del bien goza del bien, y en el día del mal reflexiona que lo uno y lo otro lo ha dispuesto Dios, de modo que el hombre nada sepa de lo por venir (Ecl. 7:14).

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5. Historia y Mitología

La Historia y la Mitología ofrecen a los artistas temas espec­taculares de gran dignidad.

A veces los artistas se han inspirado en acontecimientos his­tóricos, pertenecientes a su propia época o al pasado, para re­crearlos en sus obras por cuenta propia. Sin embargo, lo más frecuente ha sido que los poderosos protagonistas del escenario histórico solicitaran a los artistas que documentaran los hechos en donde ellos jugaron un papel importante.

El encargo más impresionante de una obra destinada a con­memorar acontecimientos históricos recientes es la gigantesca pieza bordada, alrededor de 70 m de longitud, conocida como El Tapiz de Bayeux. Probablemente lo realizaron artesanos ingleses para el obispo Odo de Bayeux en los 20 años que siguieron a los hechos representados. La larga y estrecha banda de tela (en rea­lidad no es un tapiz, puesto que los tapices están tejidos) está bordada con numerosas escenas que ofrecen en imágenes una

37 La flota cruzando el canal, parte del Tapiz de Bayeux, ca. 1073-1083, bordado en lana (51 cm de altura). Muséc de l'E-véché, Bayeux

38 Jacques-Louis David (francés, 1748-1825), La muerte de Sócrates, 1787 (129,5 x 196 cm). Me­tropolitan Museum of Art, Nueva York (Co­lección Catherine Lori-llard Wolfe, 1931)

narración detallada de los acontecimientos que precedieron a la conquista de Inglaterra por Guillermo de Normandía en 1066 y de la propia conquista.

La narración comienza, probablemente, en el año 1064, con una escena que muestra al rey Eduardo el Confesor dando ins­trucciones al conde Harold, quien parte luego camino de Fran­cia. Vemos a Harold en sus viajes a través de Inglaterra hasta la costa y luego cruzando el canal a bordo de sus navios. El tapiz continúa desarrollándose como una tira de dibujos animados, con un acontecimiento detrás de otro, adornado en la parte supe­rior e inferior por una franja decorativa donde aparecen princi­palmente pájaros, animales, monstruos y hombres muertos en combate.

A lo largo de toda la parte central hay frases explicativas bordadas para ayudar al observador a comprender exactamente lo que está sucediendo, quién está participando y en dónde tie­nen lugar los hechos. El tapiz contiene la crónica de las aventuras de Harold en Francia y de otras muchas luchas. A continuación, los preparativos para la invasión de Inglaterra por Guillermo están representados con todo detalle, mostrando incluso la tala de los árboles necesarios para construir los barcos. Finalmente vemos la batalla de Hastings, en la cual aparece el propio obispo Odo contribuyendo eficazmente, y no sólo de un modo espiri­tual, a la última victoria de Guillermo.

El pequeño fragmento de la figura 37 muestra las tropas de

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Guillermo embarcadas y zarpando para llevar a cabo la invasión. Podemos distinguir las palabras «NAVIGIO» y «MARE» cerca del extremo superior. Forma parte de la inscripción: Hic Willelm Dux in magno navigio mare transivit et venit ad Peveneae = «Aquí el duque Guillermo en un gran navio cruza el mar y llega a Pevensey» (el buque insignia de Guillermo está representado más a la derecha y no llega a verse en la fig. 37).

¡Qué espectáculo tan fascinante logra crear el tapiz de Bayeux a partir de una historia reciente!

La historia del pasado también puede inspirar a artistas pos­teriores. Es el caso de Jacques-Louis David, que en 1787 pintó este cuadro (fig. 38) de la muerte de Sócrates. Sócrates, un per­sonaje humano y sabio, fue condenado a muerte en Atenas el año 399 a.C., acusado de «introducir dioses extraños y corrom­per a la juventud». Dejó tras de sí un grupo devoto de amigos y seguidores; el más destacado de ellos fue el filósofo Platón. Pla­tón escribió un Diálogo que expresa el sosiego y la valentía con que Sócrates se enfrentó a su fin: le obligaron a beber una dosis mortífera de cicuta. El Diálogo se llama Fedón, y en él, Fedón, que estaba en la cárcel con Sócrates el día que bebió el veneno, cuenta a un conocido cómo pasó Sócrates sus últimas horas hasta hallar finalmente la muerte. Hacia el final dice Fedón:

El carcelero... entró en seguida y se puso a su lado diciendo: 'A ti, Sócrates, a quien considero el hombre más noble y benévolo, el mejor de todos los que han estado en este lugar, no te imputo los sentimientos enoja­dos de otros hombres que furiosos conmigo me maldecían cuando yo, obe­deciendo órdenes, les daba a beber el veneno; por el contrario, estoy seguro de que no te enfadarás conmigo. Son otros y no yo, como sabes bien, los culpables. Recibe pues mi adiós y aguanta sin pesar lo inevitable. Ya cono­ces mi encargo'. Después, rompiendo a llorar, se dio la vuelta y salió...

Al r a t o , Sócra tes alzó la copa has ta sus labios y beb ió t ran­

q u i l a m e n t e e l v e n e n o . F e d ó n cuen ta :

...hasta ese momento casi todos nosotros habíamos podido dominar nuestro dolor; pero ahora, cuando le vimos bebiendo y vimos también que se había terminado la pócima, no pudimos contenernos más, y a pesar mío, mis pro­pias lágrimas brotaron incontenibles; y oculté el rostro y lloré, no por él, sino al pensar en mi propia desgracia por tener que separarme de un amigo así. No fui yo el primero; Critón, cuando se sintió incapaz de contener sus lágrimas, se levantó para salir y yo le seguí. Y en ese momento, Apolodoro, que había estado sollozando todo el rato, estalló en un llanto ruidoso y apasionado, que nos hizo a todos sentirnos cobardes. Solamente Sócrates mantuvo la calma...

És t a es la descr ipción vivida y c o n m o v e d o r a q u e dio P la tón

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39 Francisco de Goya (español, 1746-1828), Los fusilamientos del dos de mayo de 1808, 1814 (266 x 345 cm). Prado, Madrid

de la escena. Cada uno puede juzgar por sí mismo si David consi­guió expresar tal intensidad en su pintura.

Goya, el pintor español, sintió con una gran fuerza los acon­tecimientos de su propia época. Su conmemoración de los fusila­mientos del 2 de mayo de 1808 (fig. 39) es una de las más enérgi­cas condenas a la brutalidad de la guerra. Una multitud aparen­temente inacabable de patriotas españoles suben penosamente la colina que les conduce a su muerte. Aparecen desarmados y con el pelo revuelto; han dado por su patria todo cuanto estaba en sus manos y ahora no les queda más que morir por ella. En pri­mer plano vemos a los que ya han fusilado, extendidos y amonto­nados en el suelo, con heridas espantosas. La figura que más atrae nuestra atención es la del hombre de la camisa blanca que está a punto de ser ejecutado. A sus pies hay un charco de san­gre. Levanta las manos en un último gesto dramático, terrible­mente indefenso. Frente a él, está a punto de disparar la fila larga y ordenada de los miembros sin rostro del pelotón de fusila­miento, con las escopetas perfectamente alineadas.

Hubo otro español no menos afectado por los acontecimien­tos de su época: Picasso. El Gobierno de la República Española (que pronto iba a ser derrotado en la Guerra Civil) le encargó pintar un cuadro destinado al Pabellón de España en la Exposi­ción Internacional de 1937, que se celebraría en París. Picasso,

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Historia y Mitología

horrorizado ante el salvaje y completo bombardeo de los fascis­tas sobre el antiguo pueblo vasco de Guernica, tomó como tema el sufrimiento de sus ciudadanos (fig. 40). Pero en vez de pintar una obra realista, como la de Goya, Picasso intentó captar y co­municar la angustia y el sufrimiento a través de formas más sim­bólicas, sometidas a una profunda distorsión para conseguir la mayor expresividad posible.

A primera vista el cuadro es caótico, como lo fue el estado de la ciudad mientras un avión tras otro se aproximaba dejando caer bombas e hiriendo a los habitantes que pretendían huir (se han conservado films de aquel bombardeo). Poco a poco uno comienza a distinguir formas inteligibles. Comenzando por la de­recha, hay una figura que grita con la boca muy abierta y que tiene los brazos violentamente extendidos (como el hombre de la camisa blanca en el cuadro de Goya). Debajo, una mujer se pre­cipita hacia la izquierda; va tan deprisa que una de sus piernas parece quedarse atrás. En el centro vemos un caballo con una cuchillada terrible en el costado. En uno de los dibujos prepara­torios del cuadro, Picasso bosquejó un caballito alado saliendo de esta herida: era un símbolo de la esperanza. Pero en la pintura final no utilizó esta idea. Bajo los cascos del caballo yace un guerrero, con los ojos extraviados por la muerte; con una mano sujeta una espada y una flor, y la otra mano está extendida, inde­fensa, vacía. En el extremo izquierdo una mujer dobla la cabeza hacia arriba gritando su dolor: lleva en sus brazos a su hijito muerto (fig. 41). Su rostro desencajado es una máscara de sufri-

40 Pablo Picasso, Guer­nica, 1927 (35Ü x 780 cm). Prado, Madrid

Arriba

41 Detalle de la madre y el niño del Guernica

Arriba a la derecha

42 Pablo Picasso, Madre e hijo, 1 9 2 1 - 1 9 2 2 (96,5 x 71 cm). Alex L. Hillman Family Funda-tion, Nueva York

miento; casi puede verse su agudo grito de desesperación. El bebé muerto cuelga entre sus brazos como una muñeca de trapo. Su cuerpo es tan fláccido y exánime que incluso la nariz pende hacia abajo. ¡Qué diferente el sentimiento de esta imagen dolo-rosa y punzante y el de la tierna escena de madre e hijo que creó Picasso 15 años antes (fig. 42)!

Rubens, el pintor flamenco del siglo XVII, deploraba al igual que Picasso los estragos de la guerra e intentó, como él, crear su propia declaración antibélica prescindiendo del realismo inme­diato. Sin embargo, en su época no podían plantearse distorsio­nes expresivas. Ni el pintor podía haber pensado en ello, ni quie­nes pagaron el cuadro lo hubieran tolerado. Así que Rubens pintó una Alegoría de la guerra. Para ello utilizó los personajes tradicionales de algunos de los antiguos dioses y diosas griegos y romanos, principalmente a Marte, dios de la Guerra, y a Venus, diosa del Amor. A estas divinidades añadió personificaciones de lugares, como Europa, y de males, como la Peste y el Hambre. Todas estas figuras simbólicas se combinan en una escena violen­ta y espectacular. El propio Rubens explicó su significado en una carta:

El personaje principal es Marte, quien ha dejado el templo de Jano abierto (según la tradición romana, en tiempos de paz permanecía cerrado) y cami-

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Historia y Mitología

na precipitadamente con el escudo y la espada manchados de sangre, ame­nazando a todos con el desastre. Apenas presta atención a Venus, su aman­te, que acompañada de sus Amores y Cupidos, se afana por retenerle con caricias y abrazos. Desde el otro lado, la Furia Alekto tira de Marte hacia delante con una antorcha en la mano. Cerca de ella están los monstruos que personifican la Peste y el Hambre, esos inseparables compañeros de la Gue­rra. Hay también una madre con su hijo en brazos, indicando que la guerra, corruptora y destructora de todo, está impidiendo la fecundidad, la procrea­ción y la caridad... Esa mujer agobiada por el dolor, vestida de negro, con el velo rasgado, despojada de todas sus joyas y otros adornos, es Europa, quien, desde hace tantos años, ha sufrido saqueos, atrocidades y miseria, tan perjudiciales para todos que es innecesario entrar en detalles...

Muchas palabras para explicar un cuadro. A la mayoría de nosotros la imaginería nos resulta extraña y desconocida, y el impacto visual es, a pesar del vigor de gesto y movimiento, menos inmediato que el de los cuadros de Goya o Picasso (figs. 39 y 40). Pero los sentimientos no eran menos profundos.

43 Peter-Paul Rubens (flamenco, 1577-1640), Alegoría de la guerra, 1638 (206 x 345 cm). Pa­lacio Pitti, Florencia

Historia y Mitología

Mitología

El mundo de los dioses paganos y el rico y maravilloso conjunto de historias que crea la mitología clásica fue muy valo­rado por los artistas desde el Renacimiento hasta épocas bastante recientes. Venus era especialmente popular. A veces los artistas decidían representarla simplemente como una excusa para pintar un desnudo femenino; otras veces ilustraban historias en las que ella participaba. Tiziano y Rubens, por ejemplo, cada uno en su propio estilo, presentaron a Venus abrazada desesperadamente a su amante Adonis, quien suspira por escapar de sus caricias y unirse a la cacería (figs. 89 y 90).

Es Ovidio quien relata esta narración en su libro Las Meta­morfosis, una deliciosa colección de mitos. Ovidio cuenta en él que Venus intentó seducir a Adonis con la historia de Hipome-nes y Atalanta. Atalanta, la más veloz de todos los mortales, fue advertida por un oráculo de que no debía aceptar amante algu­no. Así, desafiaba a todos sus pretendientes a una carrera, pro­metiendo recompensar al ganador con su amor, pero condenán­dole a morir si perdía. Su belleza era tal que a muchos no les importaba competir con ella, y muchos murieron. Hipomenes, a diferencia de los demás, pidió sabiamente la ayuda de la diosa Venus para que así el amor pudiera triunfar en la competición. Venus le dio tres manzanas de oro y su bendición. Al comenzar la carrera Atalanta tomó en seguida ventaja. Cuenta Ovidio:

Hipomenes jadeaba con sus labios secos, y la meta quedaba lejos. En­tonces hizo rodar hacia delante una de las tres manzanas del árbol. La chica, sorprendida, se detuvo, y en su deseo de conseguir el reluciente fruto corrió alejándose de la carrera y recogió la bola dorada. Hipomenes la adelantó y las tribunas resonaron con el aplauso de los espectadores. Pero Atalanta aceleró y recuperó su desventaja, y el tiempo que había perdido, y volvió a dejar atrás al joven muchacho. Hipomenes frenó su marcha otra vez al arrojar otra manzana...

Y éste es el momento de la historia que Guido Reni elige (fig. 44). Hipomenes acaba de lanzar a un lado la segunda man­zana y Atalanta se desvía de la carrera para recogerla. Tiene ya una manzana, pero no puede resistirse a la otra. Hipomenes aún esconde en su mano izquierda la tercera manzana. Al final hace lo mismo que con las anteriores y gana la carrera.

No todos los artistas parecen saber captar tan acertadamen­te como Reni el espíritu y la forma de una historia clásica. El pintor alemán del siglo XVI, Lucas Cranach, lo intentó con uno de

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los más famosos episodios paganos: El Juicio de París. Paris, hijo del rey de Troya, fue convocado para que otorgara el premio a la belleza (otra vez una manzana de oro) a una de las tres diosas participantes: Juno, Minerva y Venus (fig. 45). Cranach intentó imaginar la escena tan vivamente como pudo, pero el conjunto final nos resulta algo cómico. Paris, un elegante caballero de la época, está sentado bajo un árbol con el trofeo en la mano. Mer­curio, el mensajero de los dioses, aparece como un viejo barbudo con casco alado. Está presentando a las tres deliciosas diosas a Paris para que las valore. Para revelar sus encantos en todo su esplendor, las tres diosas se han despojado de sus vestidos, pero continúan llevando las joyas para conservar su elegancia (supo­nemos), y una de ellas, al parecer, no pudo decidirse a quitarse el sombrero de moda. Todo ello resulta bastante distinto a una re­presentación sin trabas del mismo episodio pintada en una vasija griega del siglo v a.C. (fig. 46). En esta escena, Paris, que a pesar de ser el príncipe de Troya hacía temporalmente de pastor, está a la izquierda sentado entre su rebaño. Se entretenía tocando la

44 Guido Reni (italiano, 1575-1642), Hipomenes y Atalanta, ca. 1625 (191 X 264 cm). Gallerie Nazionali de Capodimon-te, Nápoles

45 Lucas Cranach el Viejo (alemán, 1472-1553), El Juicio de París, ca. 1528, témpera sobre tabla (101,5 x 71 cm). Metropolitan Museum of Art, Nueva York (Funda­ción Rogers, 1928)

lira, pues cuidar el rebaño suele ser una tarea aburrida. Le sor­prende ver a Mercurio (con botas aladas) que se acerca por la derecha conduciendo a las tres diosas: Minerva, identificable por su casco y su lanza; Juno, la regia esposa de Júpiter, y por último Venus, rodeada de pequeños Cupidos juguetones: una ganadora segura. No hay color ni relieve. Las figuras rojas y anaranjadas

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se recortan severas contra el fondo negro, pero los trazos seguros y fluidos del pintor dotan a este sencillo dibujo de una elegancia y gracia inolvidables.

En una pintura deliciosa de Botticelli (fig. 47) vuelven a apa­recer Venus y Marte. No hay conflicto entre ellos como en la alegoría de Rubens (fig. 43), sino una profunda paz. Marte se ha olvidado de la guerra y duerme, mientras unos pequeños faunos (observemos sus cuernos y sus orejas cabrunas) juegan con su lanza y su armadura. Venus, reclinada frente a él, permanece despierta y atenta. Los autores clásicos a partir de Homero cuen­tan la leyenda del amor ilícito de Marte y Venus, un caso de adulterio en el que fueron descubiertos finalmente por Vulcano, el cornudo marido de Venus. Sin embargo, no es probable que Botticelli tuviera presente este aspecto de la historia, especial­mente porque el cuadro parece que iba destinado a decorar un cofre nupcial. Marte y Venus son así mismo nombres de planetas y de dioses, y en la astrología de la época se creía que la conjun­ción de los dos astros era beneficiosa. En este contexto sé pensa­ba que Venus domina y apacigua a Marte y detiene su maldad, y eso es lo que parece estar sucediendo en esta escena. Botticelli

46 Makron, vasija griega con El Juicio de París, ca. 480 a . C . A n t i k e n m u -seum, Staatliche Museen Preussicher Kulturbesitz, Berlín Occidental

47 Sandro Botticelli (ita­l iano, 1444/5-1510), Marte y Venus, mitad de la década de 1480, tabla (69 x 173,5 cm). Natio­nal Gallery, Londres

no pintó una fiel ilustración mitológica, como tampoco lo hizo Rubens (fig. 43), pero utilizó los mismos personajes que él para crear una alegoría de sentido totalmente opuesto.

6. Imágenes religiosas

Durante bastante más de mil años la Iglesia Católica fue, de modo directo o indirecto, el más pródigo de todos los protectores de las artes. Encargó a innumerables pintores una gran diversi­dad de obras de arte, entre las que se contaban impresionantes retablos de gran tamaño, pequeños altares portátiles adecuados al culto privado, vidrieras, mosaicos y frescos, y también la ilus­tración y ornamentación de biblias y libros de oraciones.

Había una amplia gama de temas. La mayor parte estaban inspirados en el Nuevo Testamento, especialmente descripciones de la infancia de Cristo (figs. 52 y 53), los milagros que realizó (figs. 2, 81 y 82) y los hechos que acompañaron su Crucifixión y Resurrección (figs. 55 a 58, 78 a 80 y 98). Pero también eran populares las imágenes devotas que no correspondían a ningún texto sagrado, especialmente las representaciones de la Virgen María y el Niño, rodeados de santos (figs. 87 y 88), y también las imágenes de santos individuales. A veces había capillas consagra­das a alguno de estos santos que necesitaban un retablo apropia­do (figs. 48 y 74).

San Sebastián (fig. 48) fue un mártir de los primeros tiempos del cristianismo. «Mártir» significa en griego «testigo», y muchos de los primeros conversos al cristianismo se vieron obligados a dar testimonio de su fe sacrificando sus vidas. Éste fue el caso de Sebastián. Hacia finales del siglo m, Sebastián fue nombrado co­mandante de una compañía de la guardia Pretoriana, la guardia personal de los emperadores romanos. Cuando se supo que se había convertido al cristianismo, el emperador Diocleciano, quien no creía que un hombre pudiese servir al mismo tiempo a Cristo y al César, exigió a Sebastián que renunciara a su fe, o de lo contrario tendría que enfrentarse con un pelotón de arqueros que lo ejecutaría. Sebastián permaneció fiel a su religión, y en consecuencia le ataron a un tronco, dispararon sobre él innume­rables flechas y le dejaron por muerto. Sobrevivió milagrosa­mente. Cuando se hubo recuperado se dirigió al emperador de nuevo y le suplicó tolerancia con los cristianos. Diocleciano esta vez quiso asegurarse e hizo matar a Sebastián a golpes de palo.

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48 Andrea Mantegna (italiano, 1431-1506), San Sebastián, 1455-1460 (68 x 30 cm). Kunsthis-torisches Museum, Viena

Imágenes religiosas

San Sebastián suele representarse atado a una columna (fig. 48) o a un árbol (fig. 74) atravesado por flechas (recordemos que las flechas estaban relacionadas con la peste: ya en épocas paga­nas se creía que el dios Apolo enviaba la peste disparando sus flechas. Por eso no es sorprendente que se invoque con frecuen­cia la intercesión de san Sebastián como protector contra la peste). Las primeras representaciones mostraban el cuerpo del santo atravesado por tantas flechas que casi parecía un erizo; pero en el Renacimiento, con el nuevo interés por el arte de la Antigüedad clásica y por la pintura del desnudo, se redujo de modo drástico el número de flechas y la belleza del joven cuerpo masculino se convirtió en el centro de atención.

El cuadro de Mantegna de 1455-1460 (fig. 48) ejemplifica bien este desarrollo. Apenas hay elementos que distraigan de la anatomía finamente estudiada del santo. Los ejes de sus caderas están inclinados en sentido contrario al de los ejes de sus hom­bros; este modo de colocar el cuerpo (denominado contrapposto) fue inventado en la Antigüedad clásica para producir la sensa­ción de un equilibrio vivo en la figura. Mantegna, cuyo interés por la Antigüedad iba más allá de la pose clásica de esta figura, se preocupó de introducir en el cuadro fragmentos de estatuaria antigua y de atar al santo a un arco roto decorado al estilo de Roma. Al actuar así sólo daba rienda suelta a su apasionado en­tusiasmo por los estudios arqueológicos y por el período histórico en el que vivió san Sebastián, sino que sugería también el defini­tivo triunfo espiritual del cristianismo sobre el paganismo, cuyas reliquias materiales aparecen en estado de decadencia.

Uno de los temas más populares del Nuevo Testamento re­presentados en pintura religiosa es la Anunciación (figs. 49, 76 y 77). La historia está narrada en el Evangelio según San Lucas:

En el mes sexto fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios, a una ciudad de Galilea llamada Nazarct, a una virgen desposada con un varón de nom­bre José... El nombre de la virgen era María. Y presentándose a ella le dijo: «Salve, llena de gracia. El Señor es contigo». Ella se turbó al oír aquellas palabras y discurría qué podría significar aquella salutación.

«No temas, María», dijo el ángel, «porque has hallado gracia delante de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz a un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo...»

Lucas, 126-32

Los pintores solían ilustrar esta historia del mismo modo que Giovanni di Paolo (fig. 49): presentaban al ángel, alado y radiante, dirigiendo su mensaje con deferencia a la Virgen

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49 Giovann i di Paolo (italiano, ca. 1400-1482), La Anunciación, ca. 1445, tabla (40 x 46 cm). National Gallery of Art, Washington, D.C. (Co­lección Samuel H. Kress)

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50 Masaccio (Tommaso di G iovann i ; i t a l iano , 1401-1428), La Expulsión del Paraíso, ca. 1427, fresco Santa Maria del Carmine, Florencia

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51 V e n u s P ú d i c a ( la «Venus C a p i t o l i n a » ) , siglo II a . C , mármol (187 cm de altura). Museo Ca­pitalino, Roma

María, quien aparece en actitud humilde, devota y quizás algo asustada ante la súbita aparición del ángel.

A la izquierda de la tabla de Giovanni di Paolo (fig. 49) vemos en el delicioso jardín exterior dos figuras desnudas y cons­ternadas que, empujadas por un ángel, salen apresuradamente hacia la derecha. Son Adán y Eva, y la pequeña escena del fondo muestra su expulsión del Paraíso. Han cometido el primer peca­do, el pecado original, al comer la fruta del árbol de la Ciencia, aquello que Dios les había prohibido expresamente que hicieran, y ahora que han perdido su derecho a habitar en el Jardín del Edén, son expulsados de él.

Si esta escena aparece al fondo de un cuadro de la Anuncia­ción es porque Cristo, cuyo inminente nacimiento se está anun­ciando aquí, acabaría dando su vida para redimir a la humanidad del pecado original. En el extremo superior izquierdo del cua­dro, Dios Padre dirige las escenas que están sucediendo abajo: la Expulsión de la Humanidad del Paraíso después de la Caída, y la salvación definitiva que llegará a través del sufrimiento y sacrifi­cio de su hijo Jesús.

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52 Hugo Van der Goes, el Retablo Portinari (La Adoración de los pasto­res), ca. 1475. (523 cm de a l tura ; ancho total in­cluyendo los laterales: 594 cm). Uffizi, Florencia

Quizás, de entre las numerosas representaciones de la Ex­pulsión, la más emotiva de todas sea una obra de Masaccio, pin­tada hacia 1427 (fig. 50). Adán se cubre el rostro y se inclina avergonzado, mientras que Eva grita su desesperación torturada por el remordimiento. No salta a la vista inmediatamente que este cuadro profundamente conmovedor es un ejemplo tempra­no del interés por la Antigüedad clásica y del arte de representar desnudos que Mantegna, entre otros, desarrollaría con mayor plenitud más avanzado el siglo xv (fig. 48). Pero al observar la obra con más detenimiento descubrimos que la figura de Eva está basada en realidad en el tipo de figura antigua conocida como la Venus Púdica (fig. 51), transformada de modo especial­mente expresivo por escasas pero reveladoras modificaciones.

Las pinturas en que aparece Cristo recién nacido adorado por su madre reciben el nombre de Natividades (fig. 52). José, el esposo de María, suele estar también presente junto con dos ani­males, el buey y la mula. La presencia de José se explica fácil­mente, pero el motivo por el cual el buey y la mula forman parte del cuadro de modo habitual es más oscuro. El Evangelio según San Lucas (2:7) afirma explícitamente que, al nacer Jesús, María le envolvió en pañales y le recostó en un pesebre, porque no había alojamiento en la posada; pero no menciona animal algu­no. Sin embargo, el buey y la mula aparecen en el libro de Isaías, en un pasaje considerado profético de la venida de Cristo: «Co­noce el buey a su dueño, y la mula el pesebre de su amo...» (Isaías, 1:3).

Vemos de nuevo que algunos episodios del Antiguo Testa­mento se integran en el fondo del pensamiento de quienes han

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Imágenes religiosas

ilustrado el Nuevo Testamento; y a veces, incluso físicamente, en el fondo de las propias pinturas.

La pintura de Hugo Van der Goes (fig. 25) representa algo más que la simple Natividad, pues ilustra también la Adoración de los Pastores. Según el Evangelio de San Lucas:

Había en la región unos pastores que pernoctaban al raso, y de noche se turnaban velando sobre su rebaño. Se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor les envolvía con su luz, quedando ellos sobrecogidos de gran temor. Pero díjoles el ángel: «No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría, que es para todo el pueblo, pues os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías, el Señor, en la ciudad de David. Esto tendréis por señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y reclinado en un pe­sebre.»

Los pastores fueron entonces a buscar al Niño y lo adoraron en compañía de muchos ángeles.

Hugo Van der Goes presenta a los pastores acercándose a la Sagrada Familia desde la derecha, sus gestos apresurados están teñidos de intensidad y veneración. María está arrodillada a la izquierda en solemne adoración del Niño que yace, aislado y es­plendoroso, en el centro del cuadro. Una corte de pequeños án­geles, elegantemente ataviados con ricos vestidos, flotan por la escena y se unen a la adoración del infante Salvador. Van der Goes ha contrastado de modo elocuente a los ángeles, envueltos en lujosas túnicas de seda y mantos ricamente bordados, con las burdas vestimentas y las facciones ordinarias de los pastores, hombres sencillos que muestran una conmovedora expresión de piedad ante la visión del Niño santo bañado de esplendor y luz.

Tommaso Portinari, quien encargó este retablo, pidió al pintor que incluyera en las alas del tríptico su propio retrato y el de sus familiares rezando devotamente en compañía de sus san­tos patrones (véase la fig. 16).

Los ángeles anunciaron el nacimiento de Cristo a los humil­des pastores, pero unos «sabios» de Oriente, al ver alzarse una estrella, comprendieron por ellos mismos lo que presagiaba. Se dirigieron a Belén y «...encontraron al niño con María, su madre. Y postrándose, lo adoraron; abrieron sus tesoros y le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra...» (Mateo, 2:11).

En las pinturas que representan esta escena, los Sabios sue­len ser tres y se les denomina generalmente «los Magos». Los artistas que pintaban El Viaje de los Magos acostumbraban a re­presentarlos acompañados de un rico y variado séquito de perso-

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53 Hieronymus Bosch ( f l a m e n c o , ca. 1450-1516), La Adoración de los Magos, ca. 1490, tem­pera y óleo sobre tabla (71 x 56,5 cm). Metro­politan Museum of Art, Nueva York (Fundación Kennedy, 1912)

nas y animales exóticos. La Adoración de los Magos era también un tema de gran popularidad. Los pintores, al reducir a tres el número de magos, intentaron diferenciar sus personajes para in­dicar que entre los tres representaban al universo. Por eso dos de los magos solían ser europeos y el tercero africano, y general­mente eran un mago joven, otro maduro y un tercero viejo. Así es como Hieronymus Bosco representó a los Magos en su pintura de la escena (fig. 53). El Mago más anciano, de cabellos y barba cana, se arrodilla humildemente, a pesar de su venerable edad y dignidad, ante el Niño Dios para ofrecerle sus ricos regalos. A la derecha, el Mago maduro y su joven compañero negro esperan de pie para rendir a su vez homenaje al Niño y entregarle los preciosos bienes que han traído. San José está arrodillado a la izquierda, frente al establo, donde descansa echado el buey y en donde sólo vemos el lomo de la mula. En el centro, la Madonna tiene al Niño Jesús en su regazo. María está sentada sobre un

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paño dorado indicando así que a pesar del modesto marco es ella la Madre de Dios.

El Evangelio según San Marcos comienza describiendo la llegada de San Juan Bautista como mensajero para preparar el camino de Cristo. Muchas personas fueron a él buscando el per­dón de sus pecados y el bautismo del arrepentimiento.

En su predicación les decía: «Detrás de mi viene el que es más podero­so que yo, de quien no soy digno de desatar, agachándome, la correa de sus sandalias. Yo os bautizo con agua, pero Él os bautizará con el Espíritu Santo.»

Y por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautiza­do por Juan en el Jordán. En el momento en que salía del agua, vio los cielos abiertos y al Espíritu Santo como una paloma bajando sobre El. Y sonó una voz de los cielos: «Tú eres mi Hijo, el Amado, en ti me com­plazco.»

Marcos, 1:7-11

El Bautismo de Cristo aparece representado con admirable claridad en la bóveda de un edificio de Ravena, que era precisa­mente un baptisterio (fig. 54). Jesús está de pie en el centro,

54 El Bautismo de Cristo, tondo central de la cúpula del Bapt i s te r io de los Arríanos, Rávena, mosai­co, siglo vi

55 Mathias Grüncwald (alemán, 14707-1528), La Crucifixión, tabla central del Retablo Isenheim, ca. 1510-1515 (240 x 300 cm). Muscc Untcrlindcn, Colmar

inmerso casi hasta la cintura en las aguas del río. Juan el Bautis­ta, vestido con pelo de camello, le acaba de bautizar, y en ese mismo instante aparece el Espíritu Santo en forma de paloma, visible sobre la cabeza de Jesús. A la izquierda hay un figura de tipo clásico sentada, personificación del río Jordán, impresiona­do, como es lógico, por el milagro que ha tenido lugar en sus aguas.

Jesús, después de hacer muchos milagros, fue a Jerusalén. Allí celebró entre sus discípulos la Pascua Judía, y compartió con ellos su Ultima Cena antes de ser traicionado (véase la fig. 98). Fue en la Última Cena cuando Jesús instituyó el sacramento de la Eucaristía (fig. 80).

A menudo se encargaba a los artistas que pintaran represen­taciones de la Ultima Cena en las paredes de los refectorios mo­násticos, y así parecía que, mientras los monjes o monjas comían debajo, Cristo y sus discípulos estaban con ellos en la «mesa de arriba». Las pinturas de Castagno y de Leonardo (figs. 78 y 79)

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56 Crucifixión proceden­te de la iglesia del Monas­terio de Daphne, mosai­co, siglo xi

responden a estos encargos; luego hablaremos más extensamen­te de su composición.

Cuando la cena hubo terminado, Jesús salió y pasó la noche en oración porque sabía que al amanecer iba a ser traicionado. A su vez Judas ya había acordado con aquellos que le acompaña­rían para detenerle que identificaría a Jesús señalándolo con un beso (véase la fig. 98).

La propia Crucifixión, la aceptación de Jesús de una muerte horrible para la salvación de los hombres, es la imagen central de la fe cristiana. Los artistas pensaron una y otra vez cómo debe­rían pintar este acontecimiento de total importancia. Algunos quisieron describir la terrible agonía física que Cristo tuvo que soportar, como en la imagen desgarradora de Grünewald (fig. 55). La cabeza de Jesús cae hacia delante, su rostro está exhausto por el dolor, su pobre cuerpo lacerado y magullado, desde los patéticos pies (clavados cruelmente juntos) hasta los angustiosos dedos que arañan desesperadamente el aire. A la izquierda, la

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Imágenes religiosas

Virgen se derrumba en los brazos de san Juan Evangelista, mientras María Magdalena, que fue una apasionada devota de Cristo, agobiada por el dolor, se arrodilla al pie de la cruz. A la derecha aparece san Juan Bautista indicando sosegadamente que quien murió en la cruz es el verdadero Salvador. San Juan Bau­tista no estuvo realmente presente en la Crucifixión, pues había sido decapitado con bastante anterioridad. Su presencia aquí es simbólica, y alude a la misión que asumió de anunciar la venida de Cristo.

Otros artistas se refieren más al significado espiritual que al sufrimiento de la Crucifixión, como el creador de un mosaico del siglo XI (fig. 56). En él, el cuerpo de Cristo únicamente muestra señales de dolor físico en la herida de su costado, coincidiendo en esto con el Evangelio de San Juan (19:33-37). Este artista prefie­re revelar el cumplimiento de las Escrituras, en lugar de recrear una escena histórica. Las figuras laterales de la Virgen María y de san Juan expresan devoción y un dolor sosegado. Entre ellos, Cristo aparece representado en toda su belleza de espíritu y forma, transcendiendo el sufrimiento de la Crucifixión.

Llegada ya la tarde... José de Arimatea... pidió... el cuerpo de Jesús... José compró una sábana, lo bajó de la cruz, lo envolvió en la sábana y lo deposi­tó en un sepulcro... María Magdalena y María, la madre de José, estuvieron mirando dónde lo ponían.

Marcos 15:43-47

Así describe san Marcos el entierro de Cristo, un tema paté­tico que con frecuencia los artistas han representado de modo muy conmovedor. Caravaggio (fig. 57) presentó la escena con una simplicidad grave y emotiva. Dos hombres descienden sua­vemente el cuerpo fláccido de Cristo —los Evangelios no coinci­den al narrar quienes estaban presentes exactamente en aquel momento—, mientras tres mujeres lloran detrás de ellos. La sá­bana utilizada para envolver el cuerpo cuelga tras el brazo dere­cho de Cristo, que está inerte. Las formas de la pintura ascienden desde esta esquina inferior izquierda del cuadro hasta la superior derecha en un crescendo de dolor, que aumenta desde el rostro impasible de Cristo, pasando por los hombres apenados y las dos mujeres llorosas, hasta alcanzar un climax en el gesto desespera­do de la mujer situada más al fondo.

Ninguno de los Evangelios describe la Resurrección. Sólo dicen que a los tres días de la Crucifixión, la tumba de Jesús se halló vacía. Pero los artistas se esforzaron en imaginar y explicar lo que debió de suceder cuando Jesús resucitó de entre los muer-

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57 Caravaggio (Miche- Cristo, 1602-1603 (300 langelo Merisi da Cara- x 203 cm). Vaticano, vaggio; italiano, 1571- Roma 1602), El Entierro de

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58 Piero della Francesca (italiano, ca. 1420-1492), La Resurrección, ca. 1463, fresco. Pinacoteca Civica, Borgo San Se-polcro

tos. Las versiones de la Resurrección son muy variadas. Algunas muestran a Jesús saliendo de la tumba, envuelto en un intenso resplandor; otras lo presentan saliendo con más calma. La Resu­rrección de Piero della Francesca, pintada hacia 1463 (fig. 58), es extraordinariamente original por su fuerza y grandeza. La impo­nente figura de Cristo se yergue enérgicamente en el centro de la pintura; está mirando directamente al adorador. Cristo se detie­ne al comenzar a salir de la tumba; no hay prisa, pues el estan­darte de salvación que porta es para toda la eternidad. A la iz­quierda, el árbol está muerto, la tierra arrasada; a la derecha, la vegetación ha reverdecido. Los guardias, tumbados en primer plano, todavía duermen. El milagro se ha realizado silenciosa­mente, con una magnífica inevitabilidad.

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7. Cuadros de decoración sobre superficies planas

Un día, una señora que visitaba al pintor Matisse en su estu­dio hizo el siguiente comentario: «Estoy convencida de que el brazo de esta mujer es demasiado largo.» Matisse respondió cor-tesmente: «Madame, está usted equivocada. Esto no es una mujer; esto es un cuadro.»

Un cuadro no necesariamente ha de ser idéntico al mundo que vemos. Puede, por ejemplo, ser mucho más decorativo, como demuestra el propio Matisse en una pintura como La habi­tación roja (fig. 59). Reconocemos los elementos del cuadro: la

59 Henri Matisse (fran­cés, 1869-1954), La habi­tación roja, 1908-1909 (180 x 246 cm). Hermi-tage, Leningrado

60 Torii Kiyonobu I (ja­ponés, 1664-1729) (atri­b u i d o ) , Bailarina, ca. 1708, grabado en madera (55 X 29 cm). Metropoli­t a n M u s e u m o f A r t , Nueva York (Fundación Harr is Brisbane Dick, 1949)

mesa elegantemente servida, la pulcra camarera, el mantel y el papel de la pared de una gran vivacidad, una silla, una ventana que domina un paisaje con árboles, césped y una casa a lo lejos. Pero Matisse no ha pintado todo esto tal como lo veríamos en la realidad; ¿y por qué tendría que haberlo hecho? ¿No es mucho más agradable este delicioso juego de formas, y quizás incluso más apropiado para la decoración de una superficie plana?

Los grabados en madera japoneses son a menudo obras maestras de armonioso diseño bidimensional. Por ejemplo, la figura 60 representa una bailarina. No nos es difícil localizar su cabeza, la mano izquierda y hasta el pie diminuto que asoma bajo el vestido, pero lo que realmente nos llama la atención es el gracioso movimiento que describe el arremolinado kimono, y el modo espectacular de resolver la exquisita y audaz decoración en una estructura de sorprendente complejidad y encanto.

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Decoración sobre superficies planas

La armonía de líneas y color —formas planas decorando una superficie plana— no está necesariamente vinculada a lo figurati­vo. Los artistas islámicos han explorado permutaciones muy refi­nadas de dibujo abstracto, porque si bien la prohibición religiosa islámica de no representar seres vivos nunca se cumplió estricta­mente, sí influyó hasta el punto de favorecer una larga tradición de arte no figurativo.

El principal espacio decorativo de esta página del Corán (fig. 61) ha quedado parcelado por un entramado de formas de lados rectos. La regularidad y simetría radial del diseño hace pensar que la estructura está basada en algún complejo sistema matemático. Los intersticios están llenos de elementos decorati­vos, de prietos dibujos geométricos en oro. En los segmentos mayores sobre fondo azul los dibujos son más libres y marcados. Un entretejido más espacioso, más orgánico, casi floral, enmarca el rectángulo principal por tres lados. Finalmente, en el borde se proyectan hacia fuera pequeños y delicados filetes puntiagudos. La decoración está contenida con mucha rigidez en el centro, y a medida que avanza hacia los extremos parece ganar en libertad.

En la figura 62 vemos una página de un libro de los Evange­lios decorada hacia el año 700 d.C. en las Islas Británicas. Es muy diferente a la figura anterior, a pesar de que también aquí el diseño decorativo se repite sobre toda la superficie, de que tam­poco es figurativo, y de estar dividido en secciones por formas geométricas. En este caso, la estructura geométrica dominante es la cruz cristiana. Falta la simetría radial del diseño islámico, pero queda compensada por las connotaciones religiosas. Una gran cruz domina el centro de la superficie, que a su vez está cubierta por una red decorativa, formada por una abigarrada multitud de grafismos entrelazados. Los elementos mayores parecen agitarse alrededor de la cruz (ninguno de ellos está tan marcado como los de la página del Corán) y los más pequeños en su interior. La propia cruz impone orden sobre esas formas, en cierto modo monstruosas, casi orgánicas.

Estos dos diseños (figs. 61 y 62), aunque son planos tienen una inmensa complejidad y están cargados de exquisitos detalles que deben haber precisado la más extraordinaria destreza ma­nual. Por el contrario, las pinturas de Mondrian, el artista holan­dés del siglo xx, son perfectamente simples, formadas por gran­des bloques de colores primarios (rojo, amarillo y azul) sobre un fondo blanco dividido por trazos negros que se cruzan en ángulo recto (fig. 63). Las pinturas de Mondrian no estaban al servicio de una religión convencional, como las iluminaciones del Corán

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Arriba

61 Página del Corán (MS Or 848 fol. lv), siglo xiv (25,5 x 18,7 cm). British I.ibrary, Londres

Arriba a la derecha

62 Página de los Evange­lios Lindisfarne, ca. 700 (34 x 25 cm). British Li-brary, Londres

y los Evangelios: sin embargo, el pintor, con su cuidado equili­brio de espacios y colores, buscaba algo más profundo que la simple decoración. Creía que al reducir los elementos de sus pin­turas a los elementos esenciales —eliminando la mezcla de colo­res y las líneas curvas—, podría llegar a expresiones universales, desprovistas de subjetividad. Mondrian no disponía los elemen­tos de su pintura según una estructura geométrica regular, como los iluminadores de libros, sino que hallaba el equilibrio y la ar­monía mediante una ordenación particularmente sensible de grandes bloques de color uniforme.

Mondrian perseguía el máximo contraste entre los colores que utilizaba. En cambio, Josef Albers decidió explorar las rela­ciones sutiles del color. Al trabajar, como Mondrian, en algo que casi parece un experimento visual, Albers contaba con un núme­ro de variables estrictamente limitado. Así, en obras como el estudio para Homenaje al cuadrado (fig. 64), Albers utilizó sola­mente una forma geométrica pura, el cuadrado, y una gama de colores restringidos pero muy relacionados.

Los cuadros casi siempre están sobre superficies planas y por ello quizás sorprende que los artistas hayan puesto de relieve este hecho tan pocas veces. Es cierto que en cuanto aparecen elementos figurativos —aunque sean tan abstractos como los que vemos en La habitación roja de Matisse o en La Bailarina japo­nesa— se crea una cierta sensación de volumen y profundidad.

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63 Piet Mondrian (holan­dés, 1872-1944). Compo­sición con rojo, azul y amarillo, 1930 (50 x 50 cm). Colección Mr y Mrs A r m a n d P . B a r t o s , Nueva York

64 Josef Albers (nortea­mericano, nacido en Ale­mania, 1888-1976), estu­dio para Homenaje al cuadrado (Partiendo del amarillo), 1964 (76 x 76 cm). late Gallery, Lon­dres

Pero sólo en raras ocasiones los artistas se han dedicado de modo exclusivo a crear formas destinadas únicamente a poner de relie­ve la riqueza de una superficie plana.

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8. La tradición

Roy Lichtenstein pintó este cuadro en 1965 (fig. 65). A pri­mera vista es muy enigmático. Parece simplemente la representa­ción de unas cuantas pinceladas muy libres y expresivas. A la derecha hay una especie de manchones, como si el pincel estuvie­ra tan cargado de pintura, que ésta se hubiera caído goteando antes de posarse el pincel sobre el lienzo.

Podéis pensar que es un tema raro, y que es todavía más rara su ejecución, pues Lichtenstein no ha utilizado más que pin­celadas libres y expresivas. Sin embargo, ha realizado la pintura del modo más cuidadoso y preciso posible.

¿De qué se trata en definitiva? De hecho, es un comentario del artista sobre el arte. Para

comprender lo que Lichtenstein pretende hay que referirse al arte de la generación que le precedió. En aquella época se admi­raba mucho un estilo denominado Action Painting. Los pintores del movimiento Action Painting deseaban comunicar al especta­dor la auténtica actividad de la pintura, invitarle a que participa-

Abajo

65 R o y L i c h t e n s t e i n (norteamericano, 1923), Gran Pintura N.° 6, 1965 (234 x 328 cm). Kunst-sammlung Nord rhe in -Westfalen, Dusseldorf

Abajo a la derecha

66 Franz Kline (nortea­mer icano , 1910-1962), Vawdavitch, 1955 (157 X 203 c m ) . W i l l i a m Rockh i l l N e l s o n Mu-seum, Kansas

La tradición

ra indirectamente en la experiencia física del pintor. Jackson Po-llock (fig. 4) lo intentó dejando gotear pintura, arrojándola y esparciéndola en un lienzo puesto sobre el suelo. El resultado final no sólo presenta un conjunto agradable, sino que también da testimonio de la energía y acción del cuerpo del pintor mien­tras trabajaba en el cuadro. Otros pintores del mismo movimien­to artístico, utilizando otras técnicas, lograron resultados que pa­recen bastante distintos. Por ejemplo, Franz Kline (fig. 66) tra­bajó con el pincel de una manera más convencional, pero era un pincel grande y muy cargado de pintura. Lo manejaba libremen­te, trazando líneas enérgicas sobre un gran lienzo, haciendo que el espectador sintiera su propia acción en el momento de crear la pintura. Y no hay duda de que Roy Lichtenstein parece burlarse precisamente de este tipo de obra, cuyo tema es la acción del artista.

Después de haber comprendido su broma, puede gustarnos o no, pero en cualquier caso, si queremos entender algo de su pintura debemos informarnos de sus antecedentes, es decir, de la tradición de la que surgió y ante la cual reaccionaba.

Los artistas no crean en un vacío. Están continuamente esti­mulados por otros artistas y por las tradiciones artísticas del pasa­do. Los artistas demuestran su dependencia respecto a la tradi­ción incluso al reaccionar contra ella. Es la tierra de donde cre­cen y de la que se alimentan. Ellos lo saben y lo admiten franca­mente. Lichtenstein ha llegado a decir: «...En realidad admiro las cosas que aparentemente parodio».

Los artistas más grandes y más originales, incluso los más sorprendentes innovadores, son profundamente sensibles a la tradición. Tomemos, por ejemplo, a Picasso. Hemos visto la no­table variedad de su obra; las expresivas distorsiones que dan tanto poder al Guernica (fig. 40); el delicado realismo de su di­bujo de Vollard (fig 22); la penetrante riqueza de sentimientos que se trasluce en el niño que da sus primeros pasos (fig. 28); las innovaciones formales que aparecen en su retrato cubista (fig. 21). Pero a pesar de su capacidad creativa inmensamente fértil y original, Picasso también bebió en las fuentes de la tradición. Así, en febrero de 1960 se inspiró en una famosa pintura de Manet, El almuerzo sobre la hierba (fig. 67), que presenta a dos mujeres (una desnuda y la otra en camisa) y a dos hombres vesti­dos disfrutando de una comida campestre en el bosque junto a un arroyo. La primera pintura que Picasso realizó sobre el tema (fig. 68) es una copia bastante sencilla de Manet, al menos en lo que respecta al número de figuras y a su ubicación, aunque el estilo

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67 E d o u a r d M a n e t (francés, 1832-1883), Almuerzo sobre la hier­ba, 1863 (213 x 269 cm). Louvre, París

68 Pablo Picasso, Al­muerzo sobre la hierba, 27 de febrero de 1960 (114 x 146 cm). Musée Picasso, París

es, por supuesto, notablemente distinto. Esta pintura no marca ni el comienzo ni el final de la relación entre Picasso y este tema. El mes de agosto anterior había realizado seis dibujos basándose en El almuerzo sobre la hierba de Manet. La pintura al óleo (fig. 68) fue la primera de una serie; al día siguiente hizo dos más y al otro pintó el cuadro. Comenzó retocando detalles, modificando elementos (fig. 69), a veces incluso refundiendo la composición

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La tradición

entera. Hacia 1963 había producido 27 pinturas al óleo y unos 150 dibujos inspirados en el famoso original de Manet.

La pintura de Manet creó sensación cuando fue presentada en 1863 y se consideró bastante revolucionaria. Pero aunque Manet pintara la obra en su propio estilo, también él había saca­do la idea de la tradición. Tres de sus cuatro figuras están basa­das en un fragmento de un grabado (fig. 70) del siglo XVI, copia de una composición de Rafael —composición actualmente perdi­da—. Representaba a un grupo de dioses fluviales que eran las

69 Pab lo P icasso , Al­muerzo sobre la hierba, 23 de marzo de 1963, lápiz color sobre las cu-b i e r t a s d e u n l i b r o (37 x 53,2 cm). Colec­ción privada, Nueva York

70 Marco Antonio Rai-mondi (italiano, ca. 1488-1530), detalle de El Juicio de París, grabado según obra de Rafael, ca. 1520. Metropolitan Museum of Art, Nueva York (Funda­ción Rogers, 1919)

71 Detalle de un sarcófa­go romano donde apare­cen dioses fluviales, siglo III d.C. Villa Mcdici, Roma

figuras secundarias en una ilustración del Juicio de París (véanse las figs. 45 y 46). La obra de Rafael ha desaparecido, pero el grabado es suficientemente exacto para descubrirnos que el pro­pio Rafael, como muchos otros artistas, se inspiró con gratitud en la tradición, ya que sus dioses fluviales están claramente basa­dos en los fragmentos mutilados del relieve de un sarcófago que seguramente vio y estudió en Roma.

Por supuesto, hay docenas, incluso cientos de ejemplos más en los que el artista ha estado indudablemente influido por sus predecesores, y se ha inspirado en la rica tradición del arte occi­dental; no sólo en cuanto a los temas de las obras, sino también en las posturas que adoptan las diferentes figuras, las técnicas utilizadas para sugerir el espacio, los efectos de luz y sombra, la disposición de los objetos, y en muchos otros rasgos que cautivan la mirada o intrigan la mente del observador. No es imprescindi­ble que conozcamos todas estas tradiciones para disfrutar en la contemplación de una obra, pero si lo hacemos, el placer se in­tensifica y cobra mayor profundidad.

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9. Algunas consideraciones sobre diseño y organización

Para tener una impresión de un cuadro basta con mirarlo una sola vez. Enrique VIII (fig. 72) nos resulta inmediatamente imponente y dominador; Lady Brisco (fig. 73), el epítome de la elegancia. Suele ser mucho más difícil explicar por qué hemos recibido esa impresión o de qué modo ha logrado el artista pro­ducir ese efecto. Aunque estemos mucho rato mirando un cua­dro, tampoco es fácil encontrar palabras que describan lo que estamos viendo ni descubrir conceptos que nos ayuden a com­prender la obra.

A veces es útil mirar un cuadro en función de las formas y colores, estructura, tamaño y disposición de los elementos, in­tentando ignorar por un momento el tema real. Según este méto­do notamos que la figura de Enrique VIII (fig. 72) ocupa en el cuadro mucho más espacio que la correspondiente figura de la delicada Lady Brisco (fig. 73). Enrique tiene los pies muy separa­dos, sus hombros son todavía más anchos y apenas queda espacio en el cuadro a cada lado de sus refinadas mangas. No es de extra­ñar que produzca una impresión maciza, ya que el pintor ha su­gerido que su presencia llena toda la habitación.

Lady Brisco ocupa, por el contrario, menos de la mitad del ancho del cuadro que pintó Gainsborough. A la derecha hay gran cantidad de espacio para que el cariñoso perrillo juguetee y la cascada se extienda por el amplio paisaje en donde la graciosa silueta de un árbol joven y esbelto repite delicadamente la forma de la propia dama.

Enrique VIII está pintado con perfiles firmes, colores fuer­tes y pinceladas calculadas que redondean las formas claramente y que delinean con exactitud los muchos detalles de su magnífico traje. El retrato de Lady Brisco está pintado con un pincel mucho más libre; el artista, mediante colores fríos y pálidos, ha captado el trémulo reflejo de la seda, el brillo del tafetán y la caída de la pluma mejor que cualquier detalle concreto del vesti­do y sombrero. Los perfiles se funden imperceptiblemente con los alrededores o el fondo. Las pinceladas llenas de vida del cielo

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Consideraciones sobre diseño y organización

nublado contribuyen asimismo a la sensación de espontaneidad e informalidad; detrás de Enrique no hay panorámica, no hay más que cortinas de brocados y la pared de mármol verde. Esta rique­za cuidadosamente representada refuerza la impresión de gran­diosidad formal.

Comenzaremos a comprender en qué medida puede un pin­tor crear el efecto de magnificencia dominadora o sugerir la im­presión de elegancia casual, una vez que hayamos notado el ta­maño de la figura en relación al marco del cuadro y observado si sus pinceladas están controladas meticulosamente o si son apa­rentemente ligeras y libres.

Una única figura plantea a un pintor menos problemas de diseño que un grupo. Cuando Pollaiuolo pintó en 1475 el marti­rio de san Sebastián, tuvo que pensar en la mejor manera de presentar la historia clara y convincentemente, y de crear al mismo tiempo una pintura equilibrada y armónica (fig. 74). Para que el santo fuese identificado inmediatamente como la figura más importante, Pollaiuolo situó la escena sobre una colina desde donde se divisaba una amplia panorámica de paisaje y cielo. Y recortado sobre este fondo dibujó su pálido cuerpo con gran simplicidad. Los caballos, árboles, edificios y hombres ar­mados esparcidos por el paisaje bajo la colina son relativamente pequeños y oscuros en contraste con la figura del santo. San Se­bastián, en la parte superior del cuadro, destaca sobre sus tortu­radores, que son seis, y aunque a primera vista parecen estar ordenados de modo casual, si se observan con mayor atención notamos que sus posturas están cuidadosamente calculadas para equilibrarse entre sí: las dos figuras del centro en primer plano tienen prácticamente la misma postura, una vista de frente y otra de espaldas, y el mismo principio de inversión se ha aplicado a los dos arqueros laterales situados en el extremo izquierdo y de­recho. Los ballesteros forman un círculo amenazador alrededor del santo, y éste se convierte en el centro de atención en todos los aspectos.

Unos 40 años después, Rafael tuvo que plantearse proble­mas parecidos de organización, cuando decoró la pared de una mansión privada en Roma. En el fresco aparecía la ninfa marina Galatea, conduciendo un carro de concha arrastrado por dos del­fines y rodeada de otras divinidades paganas menores (fig. 75). Rafael, como hizo Pollaiuolo antes que él, quiso asegurarse de que el interés se dirigía a su figura central, y lo consiguió, aunque de modo muy distinto. Galatea no está ni situada en la parte superior de la pintura ni está claramente aislada de los dos gru-

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Página anterior arriba a la izquierda

72 Escuela de Hans Hol-bein el Joven (alemán, 1497-1543), Enrique VIII, mediados del siglo xvi (234 x 235 cm). Walker Art Gallery, Liverpool

Página anterior arriba a la derecha

73 T h o m a s G a i n s b o -r o u g h ( i n g l é s , 1727-1788), Lady Brisco, 1116 (229 x 147 cm). Legado Iveagh, Kenwood, Lon­dres

Página anterior abajo a la izquierda

74 Antonio del Pollaiuo-lo (italiano, 1433-1498), Martirio de San Sebas-tián, 14 7 5 , t a b l a (291,5 x 203 cm). Natio­nal Gallery, Londres

Página anterior abajo a la derecha

75 Rafael (Raffaello San-zio; italiano, 1483-1520), Galatea, ca. 1514, fresco. Villa Farnesina, Roma

Consideraciones sobre diseño y organización

pos enmarañados de tres figuras que tiene a cada lado, y sin em­bargo es la ninfa quien inmediatamente atrae la atención. Esto se debe en gran medida al ondeante ropaje de color rojo intenso que envuelve su cuerpo y que se hincha hacia la izquierda: es el color más fuerte de la pintura.

La obra de Rafael presenta una organización más libre y relajada que la de Pollaiuolo. La figura central de Galatea es especialmente impresionante por la sensación de vitalidad y ar­monía. Ese efecto se produce porque mientras la parte inferior del cuerpo de la ninfa y su cabeza giran a la izquierda, la parte superior y los brazos se vuelven hacia la derecha, es decir, que el movimiento se equilibra por un contramovimiento. Pero en conjunto, los recursos que utilizaron ambos artistas no son tan distintos. En la pintura de Rafael tres cupidos trazan un círculo en el cielo, enviando sus saetas de amor a Galatea: las flechas que apuntan hacia ella contribuyen a centrar la atención del es­pectador en ella. Los cupidos voladores a izquierda y derecha aparecen invertidos (uno visto de espaldas y otro de frente) como los arqueros de Pollaiuolo; el cupido de la parte superior está equilibrado, quizás de modo menos obvio, por el cupido que pasa rozando el agua, justamente bajo el carro de Galatea.

Si aprendemos a reconocer los recursos que inventó el artis­ta para lograr efectos concretos, comprenderemos un poco mejor por qué ciertas obras nos impresionan de tal modo. A menudo la realización de un análisis formal, como los propuestos en las figu­ras 72 a 75, nos permite identificar nuestra apreciación de las obras de arte y descubrir hasta qué punto los cuadros que pare­cen perfectamente naturales esconden el pensamiento cuidadoso y sutil de sus autores.

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10. Problemas en la descripción del espacio

Hay problemas que han supuesto para los artistas un conti­nuo reto. Uno de ellos es la representación de un espacio plausi­ble sobre una superficie plana, aunque esto no siempre ha preo­cupado a los pintores. Por ejemplo, al artista que pintó la imagen de la Anunciación en un misal alemán hacia 1250 (fig. 76) no le importaba realmente si la simbólica casa en la que situó a la Vir­gen María parecía lo bastante grande para cobijarla cómodamen­te, o si parecía haber suficiente espacio bajo el arco a través del cual se supone que entró el ángel, dejando parte de sus alas y su manto flotando en el exterior.

Pero la descripción de un espacio medible se convirtió en un tema palpitante en el Renacimiento. Durante la primera mitad del siglo xv, el arquitecto Brunelleschi formuló las reglas de la perspectiva y el polifacético Alberti las dio a conocer en su trata­do Sobre la Pintura. En él explicaba, en términos relativamente

Abajo

76 La Anunciación, pági­na de un misal alemán, ca. 1250 (15 x 12 cm). Metropolitan Museum of Art, Nueva York (Funda­ción Fletcher, 1925)

Ahajo a la derecha

77 Fra Angélico (italia­no, ca. 1401-1455), La Anunciación, ca. 1440-1450, fresco. Museo San Marco, Florencia

78 Andrea del Castagno (italiano, ca. 1421-1457), La Última Cena, ca. 1445-1450, fresco. Sant'Apo-llonia, Florencia

simples, cómo debía construir un artista su obra según estas re­glas. El resultado de utilizar este sistema es que la arquitectura puede representarse convincentemente. El efecto es racional y consecuente, y podemos apreciar ya la influencia del tratado de Alberti en una composición de Fra Angélico, La Anunciación (fig. 77), pintada aproximadamente una década después de la publicación del libro. Los soportales son macizos, las figuras tri­dimensionales. Vemos a qué distancia de la bóveda está sentada María, y podemos ver que la punta del ala del ángel roza el extre­mo de la columna situada en primer plano. Todos estos medios podían ya enseñarse y aprenderse. Si además Fra Angélico infun­de en la escena serenidad y calma, es debido al sello de su genio particular.

Para los artistas del primer Renacimiento (siglo xv), racio­nalizar la representación del espacio significó un gran triunfo. Se recreaban en su propia maestría, y en ocasiones dieron muestras de virtuosismo pintando escenas en las que el ámbito representa­do parecía una auténtica extensión de la habitación para la cual se crearon. Esto fue lo que hizo Andrea del Castagno en su Últi­ma Cena (fig. 78), pintada para el Convento de Santa Apoüonia, hacia mediados del siglo xv. Castagno situó la escena en lo que parece una prolongación ricamente decorada del refectorio donde comían las monjas. El pintor intentó presentarlo todo lo más vivamente posible, incluso eligió un punto de vista bajo (no vemos la superficie de la mesa, pero miramos hacia el techo), para que se correspondiera con la posición que ocuparía una «mesa alta». Naturalmente, para ser consecuente ha dado mayor tamaño a lo que está más cerca de nosotros.

Este interesante realismo no carece, sin embargo, de incon-

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Problemas en la descripción del espacio

venientes, pues resulta que la persona más grande de la represen­tación (y por tanto la más llamativa) no es Cristo, sino Judas el traidor.

Cristo y sus discípulos están colocados detrás de la mesa, mirando en dirección a las monjas del refectorio (a las que quizás por esto parece estar bendiciendo). Judas está separado, al otro lado de la mesa, y da la espalda a las monjas. Todo es completa­mente lógico, pero a veces la lógica en lugar de resolver proble­mas artísticos, los crea.

Leonardo da Vinci, artista de una extraordinaria inventiva, se dio cuenta de esto, y cuando en 1495 comenzó a pintar su versión de La Última Cena, situada igualmente en la pared de un refectorio (fig. 79), reconsideró profundamente toda la presenta­ción del tema.

De un vistazo abarcamos la escena entera en la pintura de Leonardo. Cristo está en el centro enmarcado por la ventana de atrás, y todas las líneas de la perspectiva arquitectónica conver­gen en su cabeza. Está terriblemente aislado de sus vecinos de mesa, tanto espacialmente como por su silencio, que contrasta de modo elocuente con la charla agitada de los demás. Los apósto­les no están sentados como si fuesen estacas en fila, sino reunidos en grupos de tres. Su intensa agitación se debe a las palabras de

79 Leonardo da Vinci (italiano, 1452-1519), La Última Cena, ca. 1495-1498, mural (antes de su restauración) (457 X 884 cm). Santa Maria delle Grazie, Milán

Problemas en la descripción del espacio

Cristo: «Uno de vosotros va a traicionarme» (Juan 13:21). Cristo sigue estando perfectamente tranquilo después de esta declara­ción, su calma se ve acentuada por el triángulo equilátero que forma su cabeza y sus brazos extendidos. Los discípulos se levan­tan de sus asientos, gesticulan con violencia o protestan apasio­nadamente declarando su inocencia, abrumados por las palabras de Cristo. Toda la escena ha cobrado vida repentinamente, unifi­cada por un único impulso dramático. Judas (el cuarto desde la izquierda) está sentado al mismo lado de la mesa que todos los demás, sin embargo algo le diferencia de los otros, pues cuando san Pedro se precipita hacia delante y se inclina sobre Judas, éste queda aprisionado contra la mesa, y al girar la cabeza en direc­ción contraria a nosotros, su rostro queda ensombrecido. Esta obra maestra, con su claridad y dramatismo, ha trascendido el mero naturalismo. El espacio retrocede con demasiada brusque­dad, la mesa es demasiado corta (no habría sitio si todos los após­toles intentaran sentarse); pero ésta es la versión de la escena más memorable y satisfactoria que se ha pintado nunca.

Hacia finales del siglo siguiente (en la década de 1590), Tin-toretto pintó otro momento de La Última Cena (fig. 80): la insti­tución de la Eucaristía. Cristo no está sentado tranquilamente, sino que se mueve entre los apóstoles, administrando a cada uno el sacramento sagrado. En la época de Tintoretto, las construc­ciones de perspectiva se daban por descontado. Este pintor podía lograr el efecto que quisiera por muy inesperado que fuese, y así, en vez de colocar la mesa paralela al plano del cuadro, como habían hecho generalmente los artistas que le precedieron, la situó formando un ángulo que retrocede oblicuamente desde nuestra posición. Desde este punto de vista, nuevo y sorprenden­te, los sirvientes (en frente a la derecha) tienen un tamaño mayor que los apóstoles que están sentados en la mesa; y el propio Cris­to, casi en el extremo opuesto de la mesa, queda muy empeque­ñecido por la perspectiva. Sin embargo, nuestra mirada lo detec­ta con facilidad por su halo que brilla resplandeciente y sólo en­tonces comenzamos a notar que, a pesar de la peculiar represen­tación del espacio, Cristo aún sigue estando en el centro del cua­dro (es decir, en el centro del propio lienzo, no del espacio repre­sentado).

La armoniosa claridad de Leonardo parece ser que no atrajo a Tintoretto. El tenía otros objetivos artísticos. Miremos, por ejemplo, su pintura La multiplicación de los panes y los peces (fig. 81).

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Problemas en la descripción del espacio

La his tor ia , según san J u a n , es la s iguiente :

Levantando entonces los ojos Jesús y contemplando la gran muche­dumbre que venía a Él, dijo... «¿Dónde compraremos pan para dar de comer a estos?»... Díjole uno de sus discípulos... «Hay aquí un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces, pero esto, ¿qué es para tan­tos?» Díjoles Jesús: «Mandad que se acomoden.» Había en aquel sitio mucha hierba verde. Se acomodaron entonces los hombres en número de unos cinco mil. Tomó luego Jesús los panes y dando gracias los repartió a los que estaban recostados. E igualmente hizo con los peces, dándoles cuan­to quisieron.

Así que se saciaron, dijo a los discípulos: «Recoged los pedazos que han sobrado para que no se pierdan.»

Los recogieron y llenaron doce cestos de fragmentos que de los cinco panes sobraron a los que habían comido.

Juan 6:5-13

En la pintura de Tintoretto (fig. 81), de entrada no queda nada claro lo que va a pasar: hay una multitud de personas, mucho color y acción, y se percibe el tipo de excitación que po­dría acompañar a un milagro. Cuando hallamos a Cristo, descu-

80 Tintoretto (Jacobs Robusti; italiano, 1518-1594), La Última Cena, 1592-1594 (366 x 569 cm). San Giorgio Mag-giorc, Vcnccia

Problemas en la descripción del espacio

brimos que realmente está en el centro del cuadro, repartiendo enérgicamente los panes y los peces que alimentarán a la muche­dumbre, pero al estar más lejos parece relativamente pequeño y menos llamativo que las figuras mayores situadas en primer plano.

Tintoretto, al diseñar estas dos pinturas (figs. 80 y 81), tuvo presentes dos hechos: primero, que por ser representaciones de historias sagradas, debían parecer plausiblemente reales, y se­gundo, que se trataba de composiciones sobre una superficie plana. En ambos casos, Tintoretto ha situado a Cristo en el cen­tro del lienzo plano, pero al crear la ilusión del cuadro ha tenido que pintar esta figura tan importante alejada, relativamente pe­queña, por lo que parece que no llama la atención de modo in­mediato.

Nos inclinamos a creer que las contradicciones de situar a Cristo en un punto convencionalmente central, pero poco con­vencional a la hora de localizarlo, encantaban a Tintoretto en vez de preocuparle. Disfrutaba componiendo un cuadro visualmente excitante y utilizando recursos, tanto para indicar la profundidad como para intensificar la ilusión de realidad y confundir así al espectador.

Fue exactamente la actitud contraria la que motivó a los pri­meros cristianos a diseñar mosaicos para decorar sus iglesias e instruir de este modo a los fieles (fig. 2). Así decidieron ilustrar el milagro de los panes y los peces (fig. 82). El mosaísta no pre­tendía en lo más mínimo producir sensación de espacio o profun-

81 Tintoretto, La multi­plicación de los panes y los peces, ca. 15 5 5 (155 x 408 cm). Metro­politan Museum of Art, Nueva York (Fundación Leland, 1913)

82 La multiplicación de los panes y los peces, mo­saico, siglo VI. San Apolli-nare Nuovo, Rávena

didad, simplemente presentó a Cristo en el centro de modo claro y majestuoso, destacando sobre sus apóstoles situados a cada lado, mientras les repartía los alimentos para que ellos los distri­buyeran. La «multitud», que en la pintura de Tintoretto juega un papel prioritario, aquí está presente sólo implícitamente. Pero el significado del milagro que está a punto de realizarse es muy claro.

11. Una aproximación al análisis estilístico: Renacimiento y Barroco contrastados

A menudo la gente intenta comprender y apreciar mejor las obras de arte mediante un análisis formal, es decir, observándo­las no desde el punto de vista temático o técnico, sino en relación a conceptos puramente formales. Heinrich Wólfflin, uno de los más brillantes tratadistas de arte, después de estudiar durante muchos años las obras artísticas del Alto Renacimiento (finales del xv y principios del XVI) y del Barroco (siglo XVII), argumentó, a comienzos de siglo, una serie de principios que le ayudaron a caracterizar las diferencias entre los estilos de ambos períodos. La gran importancia del trabajo de Wólfflin es que nos propor­ciona categorías objetivas e imparciales, las cuales constituyen un sistema dentro del que podemos articular algunas de nuestras impresiones, que de otro modo podrían resultar muy generales e imprecisas.

Quizás el punto más importante a tener en cuenta antes de aplicar realmente las ideas de Wólfflin es el saber que sus fórmu­las son parejas de conceptos y que las categorías analíticas que propone son comparativas, no absolutas.

Tomemos como ejemplo de pintura renacentista el Retablo Colorína de Rafael, de aproximadamente 1505 (fig. 87), y como ejemplo de pintura barroca La Sagrada Familia con San Francis­co de Rubens, pintada en la década de 1630 (fig. 88), ambas están en color más adelante.

La primera pareja de conceptos de Wólfflin es lo lineal opuesto a lo pictórico. Por lineal da a entender Wólfflin que todas las figuras y todas las formas significativas situadas entre las figuras y su alrededor están claramente perfiladas, como vemos que sucede en la pintura de Rafael (fig. 87). Los límites de cada elemento sólido, humano o inanimado, están definidos y son claros, cada figura está uniformemente iluminada y se desta­ca enérgicamente como una pieza escultórica.

La pintura de Rubens (fig. 88) es, por el contrario, pictórica. Las figuras no están iluminadas por igual, sino fusionadas en un conjunto, vistas a través de la poderosa luz procedente de una

90

Una aproximación al análisis estilístico

única dirección, la cual revela algunas partes y oscurece otras. Los contornos se pierden en las sombras, las rápidas pinceladas unen las formas separadas en vez de aislarlas entre sí. En la pin­tura de Rafael, la forma de cada figura aparece maravillosamen­te clara; en el cuadro de Rubens, en la figura de José (en el extremo derecho), apenas se distingue más que la cara.

El siguiente par de conceptos son la visión en superficie y en profundidad. La primera significa que los elementos de la pintu­ra están distribuidos en una serie de planos paralelos al plano del cuadro. En la obra de Rafael (fig. 87), por ejemplo, el primer plano lo marca el pequeño escalón frontal, al pie del cual están en línea los dos santos; el siguiente es la plataforma del trono de la Madonna, junto al cual se sitúan las dos santas, y el último plano lo forma el telón del patio de honor detrás de la Madonna: básicamente hay tres planos, todos paralelos.

Muy diferente es la construcción recesiva de la pintura de Rubens (fig. 88), donde dominan en la composición las figuras situadas en ángulo en relación al plano del cuadro y que retroce­den en profundidad. Las figuras parecen arrastrarse hacia atrás desde el plano frontal, comenzando por san Francisco en el ex­tremo izquierdo, quien se dirige hacia la Virgen situada más atrás, siguiendo con la anciana Ana, su madre, que retrocede de nuevo detrás de ella en la diagonal opuesta.

El principio de organización en términos de planos paralelos o en términos de diagonales recesivas, se aplica tanto a partes concretas de un cuadro como al conjunto. Comparemos simple­mente la ubicación de los dos niños. En la pintura de Rafael están situados en planos escalonados uno detrás de otro; mien­tras que en la pintura de Rubens están unidos formando un mo­vimiento continuo que retrocede hacia el espacio del fondo.

El siguiente par de conceptos son la forma abierta y la forma cerrada. En la forma cerrada del cuadro renacentista (fig. 87) todas las figuras están equilibradas dentro del marco del cuadro. La composición está basada en líneas verticales y horizontales que se hacen eco de la forma del marco y de su función delimita-dora. Los santos situados a cada lado cierran el cuadro con enér­gicos trazos verticales, repetidos a su vez en los trazos verticales formados por los cuerpos de las santas, y finalmente en el centro por el propio trono. Los trazos horizontales son escalones del trono que ponen de relieve el límite inferior del marco y el cano-pio horizontal de arriba que delimita la pintura en el extremo superior. La pintura está totalmente autocontenida. La forma cerrada transmite una impresión de estabilidad y de equilibrio, y

91

83 Rafael, La Escuela de Atenas, 1509-1511, fresco situado en la Stanza dclla S c g n a t u r a . V a t i c a n o , Roma

se observa una tendencia hacia la disposición simétrica (aunque evidentemente no es rígida, se nota, por ejemplo, la alternancia de rostros de perfil y de cara en las parejas izquierda y derecha de los santos y santas).

En la forma abierta de la pintura barroca (fig. 88) las enérgi­cas diagonales contrastan con las verticales y horizontales del marco. Las líneas diagonales no sólo aparecen sobre la superficie del cuadro, sino que también se arrastran hacia la lejanía. Las figuras no están simplemente contenidas dentro del marco: éste las corta por los lados. Hay una sensación de espacio ilimitado fluyendo más allá de los límites del cuadro. La composición es más dinámica que estática, sugiere movimiento y está llena de efectos momentáneos que se oponen al tranquilo reposo de la pintura renacentista.

Finalmente, la multiplicidad y la unidad forman el par de conceptos sin duda más relativos, ya que todas las grandes obras están unificadas en un sentido o en otro. Lo que Wólfflin quiere decir con esto es que la pintura renacentista está compuesta de distintas partes, cada una claramente ocupada por su propio

92

84 Rembrandt, La ronda nocturna (La compañía del capitán Frans Banning Cocq), 1642 (363 x 437 cm). Rijksmuseum, Ams-terdam

color individual y local, cada una esculturalmente redondeada por derecho propio, mientras que la unidad de la obra barroca es mucho más rotunda, lograda en gran parte por la luz fuerte y dirigida. En la figura 88 todas las unidades —y realmente hay muchas— están soldadas en un todo único; ninguna de ellas puede aislarse. Los colores se combinan y se mezclan y su aspec­to depende básicamente de cómo incida la luz en ellos. Por ejem­plo, el vestido rojo de la Virgen parece auténticamente rojo sólo en algunas partes, otras están oscurecidas hasta parecer grises en la sombra; esto apenas sucede en el manto del santo de la dere­cha en la pintura de Rafael (fig. 87). La luz uniforme y difumina-da del cuadro renacentista (fig. 87) ayuda a aislar los elementos de modo que una multiplicidad de unidades independientes pueda equilibrarse entre sí.

Os habréis dado cuenta de que las diversas características que Wólfflin atribuye a la pintura renacentista están interrelacio-nadas: la luz difuminada produce perfiles nítidos, el modelado es escultural, los elementos están aislados y hay diferentes colores locales. De modo similar, en la pintura del barroco, la fuerte luz

93

85 Giovanni Bellini (ita­liano, ca. 1430-1516), El Dux Loredano, ca. 1501, tabla (61,5 x 45 cm). Na­tional Gallery, Londres

unidireccional acentúa la unidad partiendo del carácter continuo de las diagonales que atraviesan la superficie y vuelven al fondo, funde las formas y modera los colores locales. Por supuesto, esta interrelación puede darse porque realmente cada estilo es cohe­rente y la división de categorías sirve sólo para el análisis. Quizás los términos no sean los más exactos e idóneos, pero esto no es muy importante si se comprende el significado. Veamos su apli­cación en otro par de pinturas: la Escuela de Atenas de Rafael (fig. 83), como obra renacentista, y la llamada La ronda nocturna de Rembrandt (fig. 84) (que es realmente un retrato en grupo muy original del tipo de los que vimos en las figuras 13 y 14), representando al barroco. Ambas son composiciones grandes, formadas por muchas figuras, pero también aquí los principios

94

Una aproximación al análisis estilístico

de Wólfflin se aplican perfectamente. En la Escuela de Atenas (fig. 83), las figuras y elementos arquitectónicos son claros y están aislados (lineal), mientras que en La ronda nocturna (fig. 84) están atrapados enérgicamente por la luz o profunda­mente oscurecidos por las sombras (pictórica). En la pintura de Rafael, los grupos de figuras, y sobre todo la estructura arquitec­tónica, con sus cuatro escalones claramente marcados, y la se­cuencia de arcos uno detrás de otro, son evidentemente planos superficiales, mientras que en la pintura de Rembrandt, el movi­miento diagonal hacia delante y hacia la izquierda de las dos figu­ras principales, e incluso la diagonal en que se sostiene la bande­ra, son claramente recesivas.

86 Jan Vermeer (holan­dés, 1632-1675), La en­cajera, ca, 1664 (61 x 53 cm). Louvre, París

Una aproximación al análisis estilístico

La estructura de la organización de Rafael descansa sobre las enfáticas líneas horizontales de los escalones contrastada por las verticales de las figuras y de los muros que sostienen los arcos. La ronda nocturna de Rembrandt está, por el contrario, atrave­sada de diagonales (observemos que la escopeta del individuo de la izquierda es paralela al estandarte que tiene detrás, y que in­cluso el tambor en el extremo derecho está inclinado y no se sostiene verticalmcntc). El cuadro de Rembrandt en su forma actual está, de hecho, recortado por abajo, por tanto no es raro que las figuras se escapen por los bordes, pero también en su estado original se adecuaba a la definición de forma abierta de Wólfflin. No hace falta decir que la multiplicidad y la unidad pueden considerarse consecuencias de lo dicho anteriormente.

Las categorías de Wólfflin pueden aplicarse también a las figuras individuales: contrastemos la obra renacentista de Belli-ni, el Dux Loredano (fig. 85), con la pintura barroca de Ver-meer, La encajera (fig. 86). Observemos el firme antepecho hori­zontal en la parte inferior del cuadro de Bellini, la marcada verti­cal de la rígida cabeza (con los ojos nivelados, la boca horizontal y la nariz vertical) y el busto en un plano paralelo al plano del cuadro. Contrastemos estos rasgos con los de La encajera, que está sentada en ángulo, con el hombro más próximo a nosotros disminuyendo en la profundidad, la cabeza ladeada, de modo que la línea de sus ojos se inclina desde abajo a la izquierda y la luz procedente de la derecha unifica la pintura al iluminar el lado derecho y dejar el izquierdo en sombras.

El método de Wólfflin es muy revelador al comparar el tra­tamiento del mismo tema en un pintor renacentista y otro barro­co. Vemos la representación de Venus y Adonis de Tiziano (fig. 89) y de Rubens (fig. 90). En ambas pinturas Venus está abraza­da a Adonis, implorándole que no vaya a cazar. En ambas pintu­ras, Adonis tiene junto a él dos perros de caza, y Venus a su hijo Cupido. ¿Notáis de qué modo tan distinto se han organizado los mismos elementos y la perfecta aplicación que tienen aquí los criterios de Wólfflin?

El valor de categorías como las de Wólfflin reside en su objetividad. Y aunque fueron concebidas en respuesta a las ca­racterísticas del arte renacentista y barroco, pueden, de hecho, aplicarse más ampliamente. Por ejemplo, el Retrato de Madame Récamier de David (fig. 91), pintado en estilo neoclásico, mues­tra características que Wólfflin atribuye al Renacimiento (que David, hasta cierto punto, revivía en su obra). La pintura puede considerarse lineal, pues todas las formas, tanto en la figu-

96

Derecha

87 Rafael, La Madonna y el Niño entronizados con santos (Retablo Co-l o n n a ) , c a . 1 5 0 5 (173 x 173 cm). Metro­politan Museum of Art, Nueva York. (Regalo de J . P i e r p o n t M o r g a n , 1916)

Abajo a la derecha

88 Rubens, La Sagrada Familia con San Francis­co, década de 1630 (175,5 x 201,5 cm). Metropoli­t a n M u s e u m o f A r t , Nueva York. (Regalo de J a m e s H e n r y S m i t h , 1902).

89 Tiziano, Venus y Ado­nis, finales de la década de 1560 (106,5 x 133,5 cm). Metropolitan Mu-seum of Art, Nueva York (Colección Julcs Bache, 1949)

ra como en los muebles, están perfiladas claramente e iluminadas con uniformidad, de modo que cobran una claridad casi escultó­rica. La disposición es plana. Observemos que Madame Réca-mier se sitúa paralelamente al plano del cuadro al reclinarse sobre su canapé, y que incluso la antigua lámpara, sobre el estili­zado y alto soporte, está colocada paralelamente al mismo plano. La forma cerrada de esta austera pintura contiene con comodi­dad las escuetas y sencillas formas y está acentuada por las líneas verticales repetidas (soporte de la lámpara, patas del sofá, cabe­za de la dama) y las horizontales (taburete, sofá, lámpara antigua sostenida en la plataforma, las piernas y el antebrazo de la dama) que dominan la composición.

En contraste, El columpio de Fragonard (fig. 92), pintado en el denominado estilo rococó, posee características derivadas del barroco. Una luz potente ilumina la deliciosa criatura del columpio y llega también al rostro y a los brazos de su admira­dor, que está tumbado entre los matorrales a la izquierda. La parte inferior de su cuerpo queda oculta entre el follaje, y el criado que empuja el columpio (a la derecha) apenas se ve entre las sombras. Es un tratamiento pictórico, y la composición está

98

Una aproximación al análisis estilístico

organizada en base a formas recesivas que comienzan en la parte delantera a la izquierda y se desplazan a media distancia hacia la derecha. Las diagonales enérgicas (la postura del admirador, los brazos y el sombrero de la dama, las cuerdas del columpio) atra­viesan el lienzo, mientras que el agitado verdor no queda conte­nido en el marco del cuadro. Todas estas características son as­pectos de la forma abierta.

Si aplicamos este tipo de categorías analíticas neutras, logra­remos seguramente agudizar nuestra mirada y percibir mejor la estructura de una obra. Podemos entonces comprender y apre­ciar mejor cómo David consiguió imbuir en su modelo ese aire de serena dignidad, mientras Fragonard, no menos eficazmente, daba a su delicioso tema una sensación de vida y espontaneidad.

90 Rubens, Venus y Ado­nis, cu. 1635 en adelante (197 x 240 cm). Metro­politan Museum of Art, Nueva York. (Regalo de Harry Payne Bingham, 1937)

91 Jacques-Louis David, Retrato de Madame Réca-mier, comenzado en 1800 (174 x 244 cm). Louvre, París

92 Jean-Honoré Frago-n a r d ( f r a n c é s , 1732-1806), El columpio, 1768-1769 (83 x 66 cm). Co­lección Wallace, Londres

12. Significados ocultos

Si se quiere disfrutar con la simple contemplación de un cua­dro, es difícil elegir uno mejor que el doble retrato de Giovanni Arnolfíni y su esposa, obra de Jan Van Eyck, expuesto en la National Gallery de Londres. No llega a un metro de altura, y está exquisitamente pintado con radiantes colores y un gran nú­mero de seductores detalles.

A rriba

93 Detalle del espejo de Giovanni Arnolfíni y su esposa (fig. 94)

Derecha

94 Jan Van Eyck (fla­menco, ca. 1390-1441), Giovanni Arnolfíni y su esposa, 1 4 3 4 , t a b l a (84 x 57 cm). National Gallery, Londres

Significados ocultos

Las paredes de la confortable y decorada habitación están bruscamente interrumpidas por el marco y parece que se extien­dan hacia delante, que nos inviten a entrar, a incorporarnos en la escena. Nos sentimos impulsados a acercarnos no sólo por la re­ducida escala de la obra, sino también por la riqueza de detalle en la representación de cada fragmento, por la suavidad de las prendas de piel, el brillo del metal pulido e incluso la delicada talla de ebanistería. El sutil juego de luces acentúa la sensación de intimidad, y no sólo ilumina, sino que también unifica, comu­nicando al cuadro una cualidad casi mística. A pesar de su deta­llado realismo, esta pintura tiene algo mágico, una espirituali­dad. Uno tiene la sensación de que tras todos los objetos aparen­temente corrientes que ocupan este agradable interior, debe de haber un significado más profundo.

En realidad, la pintura está saturada de significado. No es un cuadro sin más de un hombre y una mujer, sino el retrato de un sacramento religioso: el sacramento del matrimonio. Giovan-ni Arnolfini se promete a su novia tomando con su mano la de la muchacha y levantando la otra mano en un gesto que indica un juramento sagrado, mientras que ella, dándole la mano, le co­rresponde del mismo modo. Este juramento recíproco sin la pre­sencia de sacerdote era suficiente como ceremonia matrimonial en aquella época: 1434.

En esta boda hubo testigos —aunque tampoco los testigos eran necesarios—, y lo demuestra la existencia de la propia pin­tura, que hasta cierto punto sirve como documento atestiguando el matrimonio. Encima del espejo, el pintor da testimonio de su propia presencia en la escena escribiendo con escritura florida y legal «Jan Van Eyck estuvo aquí», y añade la fecha (fig. 95). Podemos verificar este hecho si miramos el espejo de cerca, pues su superficie convexa refleja la puerta de salida situada frente a la pareja, y allí revela la presencia de dos testigos (fig. 93).

Pero no sólo es significativa la escena en su conjunto: cada detalle en sí mismo tiene un significado. En el candelabro hay una vela solitaria encendida, que en plena luz del día no sirve para iluminar, pero está allí simbolizando a Cristo que todo lo ve y cuya presencia santifica el matrimonio. El perrito no es simple­mente un vulgar perro faldero, sino que representa la fidelidad, los rosarios de cristal que cuelgan de la pared, y el inmaculado espejo simbolizan la pureza, mientras que los frutos que hay sobre el arca y el alféizar son recordatorios del estado de inocen­cia antes de que Adán y Eva cometieran el pecado original. In­cluso tiene significado el que los dos personajes estén descalzos

102

Significados ocultos

—las zapatillas de él se ven a la izquierda en primer plano y las de ella en el centro al fondo—: indica que la pareja está pisando un suelo santo y por eso se ha descalzado.

Hemos visto que el cuadro está repleto de símbolos, y toda­vía hay más que ni siquiera hemos notado. No son símbolos fáci­les de reconocer, pues están camuflados como objetos que pare­cen perfectamente naturales. Sin embargo, estos símbolos ocul­tos santifican la pintura de modo que ya no es simplemente una escena costumbrista, ni un simple retrato de pareja, una repre­sentación secular de apariencias naturales, sino la imagen de un momento religioso profundamente solemne, impregnado de la presencia divina.

Este simbolismo camuflado fue una característica del arte flamenco del período. Podemos hallarlo en otras obras de Jan Van Eyck y en las de sus contemporáneos. Los cuadros de perío­dos anteriores estaban llenos de símbolos explícitos e inconfundi­bles. Los artistas del siglo xv deseaban representar las imágenes con un mayor realismo, y a través de los símbolos camuflados, como los que hemos señalado antes, querían elevar su estudio de la naturaleza a algo más espiritual.

No hay muchas pinturas tan notables como ésta, pero es conveniente recordar que en un cuadro suele haber mucho más de lo que el ojo ve a simple vista.

95 «Johannes de Eyck fuit hic», inscripción, de­talle de la figura 94

13. Calidad

Todos los artistas tienen que luchar con su oficio. Los mate­riales que utilizan son delicados y tienen a veces propiedades im-predecibles, pero sobre todo, lo más difícil para un artista es hallar un modo de presentar exactamente lo que quiere expresar y en la forma exacta en que lo concibe, ya sea en pintura, carbon­cillo, mosaico o vidrio. Realizar con éxito una gran obra de arte es un logro maravilloso y poco común.

Los artistas a menudo han contado con la ayuda de la tradi­ción. Había maneras aceptadas de contar historias conocidas y ello significaba que un pintor no siempre tenía que pensar de nuevo cada elemento por sí mismo en un cuadro. Por ejemplo, muchos pintores del siglo XIV representaban la conmovedora his­toria de Joaquín y Ana, los padres de la Virgen María. Esta pa­reja había envejecido sin tener hijos y esto les entristecía profun­damente. Después de mucho sufrir y mucho rezar finalmente fue satisfecho su deseo. Un ángel se presentó a Joaquín mientras guardaba el rebaño y le anunció que al fin iba a ser padre; en el mismo momento, otro ángel vino a Ana mientras estaba en su jardín y le anunció la misma noticia milagrosa. Los dos ancianos, emocionados por la inesperada respuesta a sus plegarias, corrie­ron a encontrarse: Joaquín regresaba de las montañas y Ana salía apresuradamente de su casa, por lo que ambos se encontraron en la puerta dorada de la ciudad. Éste fue el feliz momento que los pintores generalmente elegían representar.

Taddeo Gaddi (fig. 96) ofrece una representación compe­tente de la escena: equilibrada, meditada, considerablemente mejor que una representación corriente. Joaquín y Ana están prácticamente en el centro del cuadro, se cogen las manos tierna­mente y se miran profundamente a los ojos. La muralla de la ciudad situada detrás suyo aisla las cabezas, enmarcadas por halos, mientras que a la izquierda la figura del pastor indica que Joaquín acaba de llegar del campo, y las mujeres detrás de Ana indican que ésta acaba de salir de la ciudad.

Pero un gran artista como Giotto transforma una escena convencional como ésta en algo mucho más profundo y conmo­vedor (fig. 97). Las dos figuras principales no están situadas en el

104

96 Taddeo Gaddi (italia­no, principios siglo xiv-1366), El encuentro de Joaquín y Ana, 1338, fresco. Santa Crocc, Flo­rencia

97 G i o t t o ( G i o t t o di Bondone ; i tal iano, ca. 1267-1337), El encuentro de Joaquín y Ana, ca. 1304-1313, fresco en el S c r o v e g n i . C a p i l l a Arena, Padua

98 Giotto, La traición (El beso de Judas), ca. 1304-1313, fresco en el S c r o v e g n i . Cap i l l a Arena, Padua

centro, pero las líneas de la composición dirigen nuestra mirada inexorablemente hacia el núcleo emotivo de la historia. Los pro­tagonistas se besan dulcemente. La curva de su cálido abrazo, tan próximo que las dos figuras se funden en un único perfil, se repite con mayor magnitud en el gran arco de la puerta de la ciudad a la derecha. También las formas arquitectónicas intensi­fican nuestra percepción del contenido de la escena.

El beso de Judas (fig. 98), otro abrazo que en una escena terriblemente distinta Giotto representó en la misma capilla, nos revela con qué profundidad se planteó Giotto la naturaleza del abrazo de Joaquín y Ana. En su encuentro, el abrazo es mutuo, cada uno estrecha al otro en sus brazos, y la delicada curva del tierno abrazo se repite en las curvas de los dos halos que se inter-seccionan arriba (fig. 99). ¡Qué diferente es el beso de la traición de Judas! En él no hay reciprocidad, el traidor envuelve en su manto a Cristo quien lo soporta pasivamente. Las dos cabezas no se superponen, están rígidamente separadas, mientras una mira­da tensa pasa entre los dos hombres que saben perfectamente lo que ha sucedido. Detrás de ellos se levantan erizadas las lanzas, sus afiladas líneas recortan el fondo de cielo. Estas lanzas expre­san con tanta elocuencia los crueles acontecimientos que segui-

106

Calidad

rán, como el arco de la puerta expresaba la armonía de lo que acababa de ocurrir.

Si la obra de Giotto es tan excepcional, no es simplemente porque en ella se plasman diferentes modos de presentar un beso, ni por el sutil enriquecimiento del contenido mediante el tratamiento del fondo, ni siquiera por la brillante idea de compa­rar y contrastar las dos escenas, aunque todos estos factores con­tribuyen. Firmeza en el trazo y en la mirada, agudeza de juicio unido a una acentuada intuición y a un sentimiento profundo: éstas no son sino algunas de las cualidades que distinguen a los grandes artistas de los artistas simplemente buenos.

Un venerable anciano, en el declinar de sus fuerzas, con la vista débil, bendiciendo a su primogénito antes de morir: éste era el tipo de conmovedora escena bíblica, llena de humanidad y cotidianeidad, que atrajo especialmente a los pintores holande­ses del siglo XVII. Govert Flinck (fig. 101) decidió representar a Isaac bendiciendo a Jacob. En realidad, Isaac pretendía bendecir a su hijo mayor, Esaú, un cazador muy peludo, pero su esposa Rebeca tramó que en su lugar había de bendecir a Jacob, el hijo menor. La madre «le cubrió con las pieles de los cabritos las manos y lo desnudo del cuello» (Génesis 27:16), para que cuando Isaac le tocara le confundiera con el velludo Esaú; y el truco

Abajo

99 Detalle con las cabe­zas de Joaquín y Ana (fig. 97)

Abajo a la derecha

100 Detalle con las cabe­zas de Cristo y Judas (fig. 98)

101 Govert Flinck (ho­landés, 1615-1660), Isaac bendiciendo a Jacob, ca. 1638 (117 x 141 cm). Ri jksmuseum, Ams-terdam

funcionó. Flinck ha convertido «las pieles de los cabritos» en un par de elegantes guantes, un detalle menor de la historia. Ha concentrado toda su fuerza artística en el mensaje principal: Re­beca aparece al fondo con ademán tranquilizador, esperando con ansia que el engaño dé resultado; Jacob está arrodillado, tenso e impaciente; Isaac, débil y casi ciego, se desconcierta al tocar la mano de su hijo y murmura para sí: «La voz es la de Jacob, pero las manos son las de Esaú» (Génesis 27:22), sin embargo, levanta su mano derecha resignadamente y le bendice.

Es una historia compleja, contada con sutileza, una bella obra de arte, pero no una gran obra.

Rembrandt trató un tema parecido: Jacob bendiciendo a los hijos de José (fig. 102). Ahora es el propio Jacob quien es viejo y está a punto de morir. Se siente alegre pues tiene a su lado no sólo a su hijo José, tanto tiempo perdido, sino también a sus dos pequeños nietos. Jacob pide a José que se los acerque para poder besarlos y darles su bendición. Pone su mano derecha sobre la cabeza de Efraim, el más joven; José nota disgustado el error y «toma la mano de su padre de sobre la cabeza de Efraim...»

108

102 Rcmbrandt, Jacob bendiciendo a los hijos de José, 1656 (174 x 212 cm). Staatliche Kunst-sammlungen, Kassel

(Génesis 48:17), pero Jacob sabe quien lo está haciendo e insiste en bendecir al hijo menor. En el Antiguo Testamento esta histo­ria es algo brusca:

Y José le dijo: «No es así, padre mío, pues el primogénito es éste; pon la mano derecha sobre su cabeza».

Pero su padre rehusó, diciendo: «Lo sé, hijo mío, lo sé...» Génesis 48:18-19

En la pintura de Rembrandt todo es ternura. José, con un tacto infinito, intenta guiar la mano del anciano casi ciego; los dos pequeños se acurrucan sobre la mullida colcha del lecho del enfermo. Su madre está situada discretamente a un lado. ¡Qué riqueza de humanidad, de dulzura y de amor se ha concentrado en esta apacible pintura!

Un buen pintor sabe cómo componer su cuadro, tiene un sentido sutil de la armonía de los colores, o un sentido audaz de la disonancia de tonos, y es consciente de la tradición, tanto por sus posibilidades como por sus limitaciones. Su obra puede pro-

109

Calidad

ducir satisfacción, placer, sobrecogimiento, puede potenciar nuestra comprensión de un tema concreto, o enriquecer nuestra percepción de las formas. Sin embargo, un gran pintor, por algún don milagroso, puede abrirnos todo un mundo nuevo de senti­mientos y de imágenes.

110

índice de nombres propios y de conceptos

action painting, 74-75 Adán y Eva, 58-60, 102; fig. 50 Adoración de los Magos, La

(Bosco), 62; fig. 47

Albers, Josef, Homenaje al cuadrado (Par­

tiendo del amarillo), 72; fig. 64

Alberti, León Battista, Sobre la Pintura, 83-84

alegoría, 9, 11, 12, 48-49, 53 Alegoría (Bronzino), 8-9, 11,

12-13; fig. 3 Alegoría de la guerra (Ru-

bens), 48-49, 53 Alejandro Magno, 26

Almuerzo a bordo de un barco (Renoir), 33-35; fig. 26

Almuerzo sobre la hierba (Manet), 75-77; fig. 67

Almuerzo sobre la hierba (Pi­casso), 75-76; figs. 68, 69

Altamira, cuevas, 7-8, 9-11;

fig. 1 Ambroise Vollard (Picasso),

27, 28, 75; fig. 22 análisis formal, 13, 82, 90 Angélico, fra,

La Anunciación, 84; fig. 77

Anthonisz, Cornelis, Banquete de la Guardia Cívi­

ca, 21, 22; fig. 13 Antigüedad clásica, 11, 26, 40,

50, 57

antiguo, arte, 38, 51; figs. 46, 71

Anunciación, La (Angélico), 84; fig. 77

Anunciación, La (G. di Paolo), 57-60; fig. 49

Apolodoro de Damasco, 45 Aprendiendo a caminar (Rem-

brandt), 35-36; fig. 27

Aristóteles, 26; fig. 20 Aristóteles con el busto de Ho­

mero (Rcmbrandt) , 26; fig. 20

Arnolfini, Giovanni, 101-103; fig. 94

Bailarina (Kiyonobo), 70-71, 72; fig. 60

Banquete de la Guardia Cívica (Anthonisz), 21, 22; fig. 13

Banquete de los oficiales de San Jorge (Hais), 21-23; fig. 14

Baptisterio de los Arríanos, Ravena, 64; fig. 54

Barroco, 90-98 Bautismo de Cristo, El (mosai­

co), 64; fig. 54 Bayeux, tapiz de, 43-45; fig. 37 Bellini, Giovanni,

El Dux Loredano, 96; fig. 85 Biblia, 58-68, 109 Bosco, Hyeronimus,

La adoración de los Magos, 62; fig. 53

Botticelli, Sandro, Marte y Venus, 53-54; fig. 47

Brisco, Lady, 79; fig. 73 Bronzino, Aguólo,

Alegoría, 8-9, 11, 12-13; fig. 3

Brueghel, Hyeronimus, La cosecha, 31-33; fig. 24

Brunelleschi, Filippo, 83 Buque de guerra holandés y va­

rios navios (Vlieger), 18; fig. 11

Buque de vapor en una tormen­ta de nieve (Turner), 19; fig. 6

Caravaggio, Michelangelo Mc-risi,

El entierro de Cristo, 66-68; fig. 57

caricatura, 25 Castagno, Andrea del,

La Última Cena, 64, 84-85; fig. 78

Catedral de Salisbury vista desde el jardín del Obispo, La (Constable), 14-16, 20; fig. 8

Cézanne, Paul, 27 Frutero, vaso y manzanas,

40; fig. 33 Los jugadores de cartas, 38;

fig. 32 100 latas de sopa, (Warhol),

40-42; fig. 34 Claesz, Pieter.

Naturaleza muerta. Vanitas, 42; fig. 36

Clouet, Jean, Francisco I, 24-25; fig. 17

Columpio, El (Fragonard), 98-99; fig. 92

Composición con rojo, azul y amarillo (Mondrian), 71, 72; fig. 63

Constable, John, La catedral de Salisbury vista

desde el jardín del Obispo, 14-16, 20; fig. 8

contrapposto, 57 Corán, 71; fig. 61 Cosecha, La (Brueghel), 31-

33; fig. 24 Cranach, Lucas, el Viejo,

El juicio de Paris, 50-53; fig. 45

Cristianismo, 55-68, 71 Cristo, 55, 58-68, 85-89, 102;

fig. 2, 52-58, 78-82, 100 Critón, 45

111

índice

Cubismo, 27 Crucifixión, La (Grünewald),

65; fig. 55 Crucifixión (mosaico), fig. 56

Dalí, Salvador, La persistencia de la memo­

ria, 16-18; fig. 10 Daphne, monasterio de, fig. 56 Daumier, Honoré,

El vagón de tercera, 33; fig. 29

David, Jacques-Louis, La muerte de Sócrates, 45-

46; fig. 38 Retrato de Madame Réca-

mier, 96-98, 99; fig. 91 desnudo, 57, 60 Diocleciano, emperador, 55 Dux Loredano, El (Bellini),

96; fig. 85

Ebbo, evangelio de, 26; fig. 19 Eduardo el Confesor, rey, 44 Efraím, 109 Encajera, La (Vermeer), 96;

fig. 86 Encuentro de Joaquín y Ana

(Gaddi), 104; fig. 96 Encuentro de Joaquín y Ana,

El (Giotto), 104-106; figs. 97-99

Enrique VIII de Inglaterra, 79-81; fig. 72

Entierro de Cristo, El (Cara-vaggio), 66-68; fig. 57

Esaú, 107-108 evangeliarios, 26, 71; figs. 19,

62 Exposición Internacional

(París), 46-47 Expulsión del Paraíso, La (Ma-

saccio), 60; fig. 59

fascismo, 47 Febrero (Limbourg), 33; fig. 30 Fedón, 45 flamenco, arte,

naturaleza muerta, 42 simbolismo, 103

Flinck, Govert, Isaac bendiciendo a Jacob,

107-108; fig. 101

forma abierta, 91-92, 96, 99 forma cerrada, 91, 96, 98 Fragonard, Jean-Honoré,

El columpio, 98-99; fig. 92 Francisco I de Francia, 9, 24-

25; figs. 17-18 Francisco I (Clouet), 24-25;

fig. 17 Francisco I (Tiziano), 24-25;

fig. 18 Frutero, vaso y manzanas (Cé-

zanne), 40; fig. 33 Fuji, monte, 19 Fusilamientos del 2 de mayo,

Los (Goya), 46, 47, 49; fig. 39

Gaddi, Taddeo, El encuentro de Joaquín y

Ana, 104; fig. 96 Gainsborough, Thomas,

Lady Brisco, 79; fig. 73 Calatea (Rafael), 81-82; fig. 75 Giotto (Angelo di Borbone),

El encuentro de Joaquín y Ana, 104-106; figs. 97-99

La Traición (El beso de Judas), 106-107; figs. 99-100

Giovanni Arnolfini y su esposa (Van Eyck), 101-103; figs. 93-95

Giovanni di Paolo, La Anunciación, 57-60;

fig. 49 Goya, Francisco de.

Los fusilamientos del 2 de mayo, 46, 47, 49; fig. 39

Gran ola de Kanagawa, La (Hokusai), 19; fig. 7

Gran pintura (l.ichtenstein), 74-75; fig. 65

Grecia antigua, 30, 48, 51; fig. 46

Gregorio Magno, papa, 8 Grünewald, Mathias,

La Crucifixión, 65; fig. 55 Guardi, Francesco,

Santa María della Salute, 20; fig. 12

Guernica (Picasso), 46-48, 49, 75; figs. 40-41

Guillermo I de Inglaterra, 44-45

Habitación roja, La (Matisse), 70-72; fig. 59

Hals, Frans, Banquete de los oficiales de

San Jorge, 21-23; fig. 14 Harold II de Inglaterra, 44 Hastings, batalla de, 44 Heem, Jan Davidsz de,

Naturaleza muerta con fruta y langosta, 42; fig. 35

Hipomenes y Atalanta (Reni), 50-51; fig. 44

histórica, pintura, 43-49 Hogar disoluto, El (Steen), 31;

fig. 23 Hokusai, Katsushika,

La gran ola de Kanagawa, 19; fig. 7

Holbein, Hans, el Joven, Enrique VIII, fig. 72

Hombres jugando a ¡os dados (Pompeya), 38; fig. 31

Homenaje al cuadrado (Par­tiendo del amarillo) (Al-bers), 72; fig. 64

Homero, 26, 54; fig. 20

Iglesia de Auvers, La (Van Gogh), 16; fig. 9

Iglesia católica, 55 Impresión: amanecer (Monet),

19-20; fig. 5 impresionismo, 19 Isaac, 107-108; fig. 101 Isaac bendiciendo a Jacob

(Flinck), 107-108; fig. 101 Isaías, 61 islámico, arte, 71

Jacob, 107-109; figs. 101-102 Jacob bendiciendo a los hijos

A'7o jé (Rembrand t ) , 108-110; fig. 102

japonesas, estampas, 70-71 Joaquín, san, 104-106; figs. 96,

97, 99 Juan Bautista, san, 63-64, 66;

figs. 54-55 Judas, 85, 86, 106-107; figs. 98,

100 Jugadores de cartas, Los (Cé-

zanne), 38; fig. 32

112

índice

Juicio de París, El (Cranach), 45

Juicio de París, El (Raimondi), fig. 70

Kiyonobo, Torii I, Bailarina, 70-71, 72; fig. 60

Kline, Franz, Vawdavitch, 75; fig. 66

Lady Brisco (Gainsborough), 79; fig. 73

Le Nain, hermanos, 38 Libro de Horas, 33; fig. 30 Lichtenstein, Roy,

Gran pintura, 74-75; fig. 65 Limbourg, hermanos,

Febrero, 33; fig. 30 Lindisfarne, evangelios de,

fig. 62 lineal, 90, 95, 98 Loredano, Dux, 96; fig. 85 Lowry, L.S.,

Volviendo de la fábrica, 33; fig. 25

Madre e hijo (Picasso), 48; fig. 42

Manet, Edouard, Almuerzo sobre la hierba,

75-77; fig. 67 Mantegna, Andrea,

San Sebastián, 57, 60; fig. 48 María Magdalena, 66; fig. 55 María Portinari (Memling), 23-

24; fig. 15 marina, 18-20 Marte y Venus (Botticelli), 53-

54; fig. 63 Martirio de San Sebastian (Pol-

laiuolo), 81. 82; fig. 74 Masaccio (Tommaso Guidi),

La expulsión del Paraíso, 60; fig. 59

Matisse, Henri, 69 La habitación roja, 70-72;

fig. 59 Memling, Hans,

María Portinari, 23-24; fig. 15

misal, 83; fig. 76 mitología, 43, 49-54

Mondrian, Piet, Composición con rojo, azul

y amarillo, 71, 72; fig. 63 Monet, Claude

Impresión: amanecer, 19, 20; fig. 5

mosaico, 10, 11 Muerte de Sócrates, La

(David), 45-46; fig. 38 Multiplicación de los panes y

los peces, La (mosaico), 89; fig. 82

Multiplicación de los panes y los peces, La (Tintoretto), 86-89; fig. 81

multiplicidad, 92-93, 96

naturaleza muerta, 38-42 Naturaleza muerta con fruta y

langosta (Heem), 42; fig. 35

Naturaleza muerta. Vanitas (Claesz), 42; 36

neoclásico, estilo, 96-98

Odo, obispo de Bayeux, 43 Ovidio. 49-50

paisaje, 14-18 Países Bajos,

costumbrismo, 107 naturaleza muerta, 42 retrato de grupo, 21-23

Persistencia de la memoria, La (Dalí), 16-18; fig. 10

personificación, 9, 48, 64 Picasso, Pablo.

Almuerzo sobre la hierba, 75-76; figs. 68, 69

Ambroise Vollard, 27. 28, 75; fig. 22

üuernica, 46-48, 49. 75; figs. 40, 41

Madre e hijo, 48; fig. 42 Los primeros pasos, 36-38,

75; fig. 28 Retrato cubista de Ambroise

Vollard, 27-29, 75; fig. 21 pictórico, 90, 95, 99 Piero della Francesca,

La Resurrección, 68; fig. 58 Platón, 45

Pollaiuolo, Antonio del, Martirio de San Sebastián,

81, 82; fig. 74 Pollock, Jackson, 75

Ritmo otoñal, 9, 11, 12; fig. 4 Pompeya, 38; fig. 31 Portinari, Maria, 23-24; figs.

15, 16 Portinari, Tommaso, 23, 61 Primeros pasos, Los (Picasso),

36-38, 75; fig. 28

Rafael (Raffaello Sanzio), Calatea, 81-82; fig. 75 Retablo Colorína, 91-94;

fig. 87 Raimondi, Marco Antonio,

El Juicio de París, fig. 70 Rebeca, 107-108 Récamier, Madame, 96-97;

fig. 91 recesivo, 91, 96, 99 religiosa, pintura, 55-68 Rembrandt van Rijn,

Aprendiendo a caminar, 35-36; fig. 27

Aristóteles con el busto de Homero, 26; fig. 20

Jacob bendiciendo a los hijos de José, 108-110; fig. 102

La ronda nocturna, 95-96; fig. 84

Renacimiento, 40, 49, 57. 83-84, 90-98

Reni, Guido, Hipomenes y Atalanta, 50-

51; fig. 44 Renoir, Pierre-Auguste,

Almuerzo a bordo de un barco, 33-35; fig. 26

Resurrección, La (Piero della Francesca), 68; fig. 58

Resurrección de Lázaro, La (mosaico), 8, 9, 11, 12; fig. 2

Retablo Colorína (Rafael), 91-94; fig. 87

Retablo Portinari (Van der Goes), 23-24, 61; figs. 16, 52

Retrato cubista de Ambroise Vollard (Picasso), 27-29, 75; fig. 21

113

índice

retrato de grupo, 21-23 Retrato de Madame Récamier

(David), 96-98, 99; fig. 91 retrato, 21-29, 79-81 Ritmo otoñal (Pollock), 9, 11,

12; fig. 4 Rococó, 98-99 Romano, Imperio, 48, 55 Ronda nocturna, La (Rem-

brandt). 95-96; fig. 84 Rubens, Peter-Paul, 25

Alegoría de la guerra, 48-49, 53, 54; fig. 43

Sagrada Familia con San Francisco, 90-94; fig. 88

Venus y Adonis, 96; fig. 90 rupestre, pintura, 7-8, 9-11;

fig. 1

Sagrada Familia con san Fran­cisco (Rubens), 90-94; fig. 88

Salisbury, catedral de, 14-16, 20; fig. 8

San Apollinare Nuovo, Rave-na, figs. 2, 82

San Sebastián, 55-57, 81; figs. 48, 74

Santa Ana, 91, 104-106; figs. 96, 97, 99

Santa María della Salute (Guar-di), 20; fig. 12

simbolismo, 101-103 Sobre la Pintura (Alberti), 83-

84 Sócrates, 45; fig. 38

Steen, Jan. El hogar disoluto, 31; fig. 23

surrealismo, 18

Testamento, Antiguo, 61, 109 Testamento, Nuevo, 55, 57, 61 Tintoretto (Jacopo Robusti),

La multiplicación de los panes y los peces, 86-89; fig. 81

La Útima Cena, 86, 89; fig. 80

Tiziano (Tiziano Vecellio), Francisco I, 24-25; fig. 18 Venus y Adonis, 49, 96;

fig. 89 Toscana, Gran Duque de, 9 Traición, La (El beso de

Judas), (Giotto), 106-107; figs. 99, 100

Turner (Joseph Mallord Wil-liam).

Buque de vapor en una tor­menta de nieve, 19; fig. 6

Última Cena, La (Tintoretto), 86, 89; fig. 80

Última Cena, La (Vinci, L. da), 64-65, 85-86; fig. 79

unidad, 92-93, 94, 96

Vagón de tercera, El (Dau-mier), 33; fig. 29

Van Dyck, Antón, 25 Van Eyck, Jan,

Giovanni Arno/fini y su es­posa, 101-103; figs. 93-95

Van der Goes, Hugo, Retablo Portinari, 23-24, 61;

figs. 16, 52 Van Gogh, Vincent,

La iglesia de Auvers, 16; fig. 9

vanitas, 42; fig. 36 Vawdavilch (Kline), 75; fig. 66 Venecia, 20; fig. 12 Venus y Adonis (Rubens), 96;

fig. 90 Venus y Adonis (Tiziano), 49,

96; fig. 89 Venus Capitolina, 8, 9, 49-50,

51, 53-54; figs. 47, 89, 90 Venus Púdica, 60; fig. 51 Vermeer, Jan,

La encajera, 96; fig. 86 Vinci, Leonardo da,

La Última Cena, 64-65, 85-86; fig. 79

Virgen María, 55, 57-63, 66, 83, 84; figs. 49, 55, 76, 77, 87, 88

Vlieger, Simón, Buque de guerra holandés y

varios navios, 18; fig. 11 Volviendo de la fábrica

(Lowry), 33; fig. 25 Vollard, Ambroise, 27-29, 75;

figs. 21, 22

Warhol, Andy, 100 latas de sopa, 40-42;

fig. 34 Wólfflin, Heinrich, 90-98

114

Agradecimientos La autora y el editor desean agradecer a las instituciones y personas men­

cionados en los pies de figura el permiso para reproducir las ilustraciones. Asi­mismo expresan su agradecimiento a: 59, Colorific, Londres, y Eddy Van der Veen; 1, Cooper-Bridgeman Library, Londres; 71, Deutsches Archaologisches Instituí, Roma; 31, Werner Forman, Londres; 21, Giraudon, París; 37, Michael Holdford, Loughton; 16, 43, 44, 50, 52, 56, 57, 58, 77, 78, 80, 83, 96, 97, 98, Mansell/Alinari, Londres y Florencia; 5, 9, 17, 18, 67, 86, 91, Musées Nationaux, París; 2, 75, 79, 82, Scala, Florencia; 65, ® Vaga, Nueva York; 23, Victoria and Albert Museum, Londres. Deben también agradecimiento a las siguientes editoriales, por permitirles citar fragmentos de obras en ellas publicadas: Penguin Books Ltd, por los pasajes citados de la versión de los Evangelios por E.V. Rieu, y por un pasaje de las Metamorfosis de Ovidio, versión de Mary M. Inness; Harvard University Press, por un fragmento de _R. Magurn, The Letters ofRubens; Random House, por un fragmento de las Complete Works of Plato, de Jowett.

115

CONTRAPORTADA La colección Introducción a la Historia del Arte pretende ofrecer una

visión panorámica de las manifestaciones artísticas más relevantes surgidas a lo largo de la historia. Se dirige a un público general y a todos aquellos estu­diantes que por vez primera deseen adentrarse en la Historia del Arte. Cómo mirar un cuadro

La lectura de esta obra puede convertirse en una agradable y emocionan­te experiencia. Algunas pinturas se entienden fácilmente con sólo mirarlas, pero otras, que a menudo suelen ser las más gratificantes, requieren alguna explicación que haga más fácil su comprensión.

Este conciso texto es un libro vivaz que aborda algunos aspectos en rela­ción con ello: ciertos temas populares de las pinturas, así como los distintos y sorprendentes puntos de vista desde donde pueden estudiarse; su tratamiento formal y los rigurosos métodos existentes para su análisis; el marco histórico de las obras de arte y las sensaciones que éstas provocan.

Sugerentes, y a menudo inesperadas yuxtaposiciones de ideas e imáge­nes, sirven para estimular al lector, quien se siente vivamente transportado a lo largo de todo el texto, de forma que su visión y comprensión se amplían mucho más.

Susan Woodford (Nueva York, 1938) estudió Historia del Arte en el Rad-cliffe College de la Universidad de Harvard. En el año 1959 se traslada a la Universidad de Londres, donde estudia con Ernst H. Gombrich en el Instituto Warburg. Al año siguiente completa sus estudios en Estados Unidos, obte­niendo el grado de doctora en Filosofía por la Universidad de Columbia en 1966. Ha impartido cursos de Historia del Arte en el Vassar College y en el Hunter College de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, entre los años 1965-1971, fecha en la que vuelve a Londres. Desde entonces ha ejercido como profesora en la Universidad de esa misma ciudad. Es autora de El Parte-nón y El arte de Grecia y Roma, entre otros textos.

Ilustración de la cubierta: Expertos en la sala de un vendedor de cuadros, escuela flamenca, ca. 1620. National Gallery, Londres

Otros títulos de la colección:

Grecia y Roma, por Susan Woodford La Edad Media, por Anne Shaver-Crandell El Renacimiento, por Rosa María Letts El siglo XVII, por Madeleine y Rowland Mainstone El siglo XVIII, por Stephen Richard Jones El siglo XIX, por Donald Martin Reynolds El siglo XX, por Rosemary Lambert