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Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, MadridDel 25 de marzo al 7 de junio de 2009

CatálogoEditaFundación Banco SantanderTextosNicola SpinosaAnnalisa ScarpaComentarios de las obrasAnnalisa Scarpa [as]Elisabetta dal Carlo [edc]Babet Trevisan [bt] CoordinaciónClara ColinasRosario López MerasBlanca GómezSheila Conde Diseño editorial y maquetaciónAníbal Guirado / Ramón GinerFotografía Archivo fotográfico Soprintendenzaper il Polo Museale Napoletano Archivo fotográfico Colección TerruzziArchivo fotográfico Soprintendenzaper i Beni Architettonici e Paesaggisticidi Venecia e LagunaArchivo fotográfico Soprintendenzaper il Patrimonio Storico, Artísticoe Demoetnoantropologico di Parma e PiacenzaArchivo fotográfico MuseiCivici–Pinacoteca di VicenzaArchivo fotográfico Pedicini Cameraphoto ArteArchivo fotográfico Artematica Lorenzo Ceretta (Banca Popolare di Vicenza) TraducciónCarmen ArtalCarlos García-MateoProducción EditorialTF EditoresFotomecánicaLucamEncuadernaciónRamos

© de los textos, los autores© de las imágenes, sus autores© de la edición, Fundación Banco Santander

isbn xxx xx xxxxx xx xdl m xxxx 2009

CubiertaMichele MarieschiVeduta de la dársena de San Marcocon el Palacio Ducal (fragmento)Colección Terruzzi[Cat. 46]

Con la colaboración de Embajada de Italia en MadridSoprintendenza Speciale peril Polo Museale NapoletanoMinistero per i Beni e le Attività CulturaliMinistero degli Affari EsteriMusei Civici-Pinacoteca di VicenzaColección TerruzziSoprintendenza per i Beni Architettonicie Paesaggistici di Venezia e LagunaSoprintendenza per il Patrimonio Storico,Artistico e Demoetnoantropologicodi Parma e PiacenzaColección Banca Popolare di Vicenza,Palazzo Thiene, VicenzaMuseo Fondazione Querini Stampalia, Venecia

AgradecimientosLa Fundación Banco Santander y la RealAcademia de Bellas Artes de San Fernandoagradecen la colaboración a todas las personasy entidades que han hecho posible este proyecto.

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Real Academiade Bellas Artes de San Fernando

Director Antonio Bonet Correa

Vicedirector-Tesorero

Pedro Navascués Palacio

Secretario General

Antonio Iglesias Álvarez

Académico Delegado del Museo

Víctor Nieto Alcaide

Conservadora del Museo

Mercedes González de Amezúa del Pino

Secretaría y coordinación

Rosa Mª Recio Aguado

Coordinación técnica

Pedro Pérez Miguel

PatronatoFundación Banco Santader

Presidente

Antonio Escámez Torres

Patronos

S.A.R. Princesa Irene de GreciaFernando de Asúa Álvarez Ignacio Benjumea Cabeza de Vaca Rodrigo Echenique Gordillo Víctor García de la ConchaRamón González de AmezúaRafael Puyol AntolínAmador Schüller PérezJosé María Segovia de AranaJuan Velarde Fuertes

Secretario

Antonio de Hoyos González

Director gerente

Javier Aguado Sobrino

Settecento VenezianoReal Academia de Bellas Artesde San Fernando, Madrid

ExposiciónOrganizaFundación Banco SantanderComisaria científicaAnnalisa ScarpaDirector del proyectoAlbert RibasAsesor del proyectoNicola SpinosaCoordinaciónRosario López MerasCarlos García-MateoMaría BeguiristainÁlvaro Ganado Coordinación Embajadade Italia en Madrid:Paolo Emanuele RozoConservaciónJosé María Pardo GestiónGuadalupe RevueltaNoelia GarcíaPrensaJavier Expósito Diseño GráficoAníbal Guirado / Ramón GuinerMontajeEquipo de la Real Academiade Bellas Artes de San FernandoEstart IluminaciónToni GómezTransportesArteria ItaliaEDICT SegurosAXA ArtSantander ConsumerCorreduría de Seguros

C ontinuando en la línea de acercar al público español patrimonios

artísticos poco conocidos, la Fundación Banco Santander se complace en presen-tar esta excelente selección de pintura del Settecento veneciano, tras haber ofrecido el año pasado una muestra del Seicento na-politano. La exposición tendrá lugar en la Sala de Exposiciones de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Ma-drid durante la primavera de 2009.

Ante el vasto panorama artístico ve-neciano del siglo xviii, se ha optado por escoger medio centenar de obras de contrastada calidad y que represen-tan, en palabras de la comisaria de la muestra, un «precioso diccionario» de la pintura de la época. Todas las pie-zas proceden de museos y colecciones privadas, pero admirarlas juntas ofrece una irrepetible ocasión de percibir la fuerza de seducción de la pintura vene-ciana del xviii.

La pintura figurativa, el paisaje y las ve-dute fueron las expresiones artísticas más importantes de la Venecia del Settecento y están representadas en esta muestra. En todas las obras puede percibirse la tradi-cional riqueza cromática veneciana junto a la explosión de gracia dieciochesca y los juegos de luces y claroscuros que caracte-rizaron a estos pintores.

La pintura veneciana del Settecento ejer-ció una influencia especial en Europa. En parte, porque los propios artistas fueron grandes viajeros, como Bellucci, que dejó Venecia para conquistar las cortes báva-ras o Jacopo Amigoni que, tras recorrer las cortes alemanas e inglesa, terminó su vida como pintor de los reyes españoles. Pero, sobre todo, porque el estilo y el color venecianos de las obras de Tiépolo, Pellegrini o Ricci sedujeron a los grandes coleccionistas europeos, invadiendo la vida artística de todo el continente.

Junto a los anteriores pintores, nombres tan importantes como los de Canaletto, Bellotto, Guardi o Zuccarelli protagoni-zaron el arte veneciano de aquel siglo y están presentes en esta muestra. En sus telas se recoge, en definitiva, toda la evo-lución de una sociedad artística y huma-na que consiguió escribir con sus pinceles capítulos fundamentales del arte italiano.

El presente catálogo ofrece las repro-ducciones y fichas técnicas de las obras expuestas e incorpora una presentación de Nicola Spinosa, eminente especialista italiano en historia del arte y un ensayo de la comisaria, Annalisa Scarpa sobre el arte del Settecento presente en la exposición.

La doctora Scarpa, licenciada en historia del arte y conservadora de la importante

Colección Terruzzi, es una acreditada pro-fesional en el ámbito de las exposiciones de arte y cuenta con innumerables publi-caciones de reconocido valor científico in-ternacional. En su tarea como comisaria ha realizado, entre otras cosas, la difícil labor de seleccionar las piezas para esta muestra entre los múltiples museos y colecciones particulares. De entre ellos, cabe citar a la Galería de la Academia veneciana, al museo napolitano de Capodimonte, a la Pinacote-ca de Vicenza o a la colección Terruzzi.

La Fundación desea expresar su sincero reconocimiento a la comisaria Scarpa por el eficaz y riguroso trabajo realizado en la selección y presentación de la muestra. Así mismo, agradece su colaboración a todas las personas e instituciones públi-cas y privadas que han cedido sus obras para la exposición. Y quiere dejar especial constancia del apoyo prestado por el Embajador de Italia en España así como a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando con la que venimos colaboran-do en la organización de exposiciones de gran interés para el visitante.

Con esta nueva exposición, la Funda-ción Banco Santander pretende conti-nuar su tarea de difusión del patrimo-nio artístico universal para contribuir al enriquecimiento cultural y humano de la sociedad española.

Antonio Escámez TorresPresidente de la Fundación Banco Santander

E n el siglo xviii la pintura veneciana alcanza un nuevo florecimiento y

vuelve a situarse entre los centros artísti-cos más relevantes de esta centuria. Desde la aparición de la original maniera vene-ciana en las últimas décadas del siglo xv, la actividad pictórica mantuvo una evo-lución ininterrumpida aunque desigual. Durante el siglo xvii, la pintura veneciana no se incorpora con vigor al desarrollo de la pintura barroca. Aunque tiene desa-rrollos importantes aparece oscurecida y eclipsada por el mito de la gran pintura de la centuria anterior. La pintura barroca veneciana se mueve bajo la influencia de grandes maestros como Rubens en pin-tores como Domenico Fetti, Jean Lyss y Bernardo Strozzi o por Luca Giordano en artistas como Ricci. No fue hasta entrado el siglo xviii cuando Venecia recupera de nuevo su protagonismo y hegemonía y pasa a situarse en un lugar privilegiado en el contexto artístico europeo.

Venecia vive un nuevo esplendor en el que triunfa un cosmopolitismo, cortesano y burgués. La pintura expresa este mundo,

que capta, ensimisma y deleita los senti-dos, a través del ritual galante de la fiesta. Es una pintura que atrae intensamente el gusto de los coleccionistas y reyes, y el mundo de las cortes europeas que adquie-ren obras y llaman a artistas venecianos a trabajar a su servicio, como Pellegrini, Amigoni, y Balestra. Entre ellos, Amigoni fue un auténtico difusor de la maniera veneciana del settecento en las cortes de Alemania, Inglaterra y Madrid en donde coincidió con otro gran artista veneciano Gian Battista Tiepolo. Esta expansión de los artistas venecianos coincide por una moda común en Europa por «los italia-nos» tuvo su proyección en los diferentes campos de las artes, de la música, la in-terpretación en los diferentes campos del arte como la arquitectura, o la música.

El florecimiento de la pintura veneciana del siglo xviii debe mucho al gran mo-mento de la pintura que vive en esta ciu-dad durante el siglo xvi. La luz y el color, el valor descriptivo y la preocupación por la captación de lo fugaz son cate-gorías que se retoman desde una nueva

perspectiva estética. En este sentido, los maestros venecianos de paisaje y vedute, con la obra de artistas como Carlevarijs, Canaletto, Zucarelli, Guardi, Cimaroli, Bellotto, desarrollan uno de los géneros preferidos desde una nueva perspectiva de la representación.

La presente exposición, comisariada por Annalisa Scarpa y fruto de la colabora-ción de la Fundación Banco Santander y la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando muestra la elevada calidad y la originalidad de la pintura veneciana del siglo xviii. La preocupación de los pintores venecianos por la percepción de las transformaciones de la luz y el color, a igual que la atención por captar lo singular, anecdótico y cotidiano alcanza-ron un desarrollo inédito en la pintura veneciana del siglo xviii. La pintura, al no estar condicionada por las normas rigurosas del clasicismo y ser entendida como un valor en sí misma, dio lugar a nuevas formas de modernidad y de auto-nomía pictórica llamadas a tener amplio eco en el arte posterior.

Víctor Nieto AlcaideAcadémico Delegado del Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando

cias emergentes querían transformar la vieja República marinera en un peón de su juego político, y Austria esperaba pacientemente para apoderarse de sus territorios. Venecia añoraba su glorioso pasado, pero al mismo tiempo se había sumido en una atmósfera sosegada, lejos del fragor de las batallas de los estados vecinos.

A diferencia de los siglos que le prece-den, el xviii es, por lo tanto, un siglo de decadencia político-militar para Venecia, en el que sin embargo, como a menudo sucede, las artes figurativas y especial-mente la pintura experimentaron un desarrollo extraordinario, alcanzando niveles de un altísimo refinamiento. Éste fue el momento en el que los magníficos palacios venecianos fueron adornados con estucos y damascos, y sus propieta-rios encargaron a los mejores pintores de la época cuadros inspirados en at-mósferas lúdicas, en escenas galantes, en paisajes y en la mitología, casi como que-riendo exorcizar el presente. Disminuyó sensiblemente la influencia religiosa en los temas representados, al tiempo que rebrotaban los grandes filones del siglo xvi, en el intento de dar vida a un nuevo Renacimiento. La importancia del ser humano, y en especial modo de la mujer, se combinaba con el paisaje en una am-bientación de tintes arcádicos.

En este contexto, la figura que más desta-ca en el periodo culminante de la escuela veneciana es Tiépolo, con su excepcional capacidad histórico-narrativa. Tiépolo,

E n su célebre «Italienische Reise», Goethe evidencia de forma admira-

ble algunas de las condiciones que per-mitieron el nacimiento de la pintura ve-neciana del siglo xviii y que residen en las características naturales, por cierto muy privilegiadas, de la ciudad de Venecia:

«Cuando, atravesando la laguna en el fulgor del sol, vi destacar sobre el perfil de las góndo-las el ágil brinco multicolor de los gondoleros remando, cuando observé sus siluetas dibujarse en el aire azul sobre la superficie verde clara, en ese momento percibí el más bello, más vivo cuadro de escuela veneciana».

El otro elemento clave de la corriente pictórica objeto de esta exposición son las condiciones políticas, sociales y económi-cas de «la ciudad de los canales» y de los territorios que de ella dependían.

El Estado veneciano del siglo xviii abar-caba las provincias de Bérgamo y Brescia, parte de la de Cremona, además de Istria, Dalmacia, el litoral albanés, las Islas Jóni-cas y Cerigo. Estas provincias se encontra-ban bajo el dominio de una ciudad so-berana. Sin embargo, ninguna provincia se había unido a otra, y Venecia no hizo nada para transformar sus posesiones en un estado único y verdadero.

El ejército de la Venecia del siglo xviii era indisciplinado y estaba mal adies-trado y mal armado, justo en la época en que los grandes Estados ponían todos sus recursos a disposición de los ejércitos nacionales. Las grandes poten-

que fue el pintor de corte preferido de Carlos III, realizó para el monarca, entre otros innumerables trabajos, la obra que decora la Sala del Trono del Palacio Real: «El Poder de la Monarquía Española, asis-tido por las Virtudes y rodeado de todos sus Santos», emblema de una España que contemplaba, también ella con nostalgia, su antiguo esplendor.

De Tiépolo quisiera recordar que fue nombrado profesor de anatomía en la Real Academia de Bellas Artes de San Fer-nando. Es, pues, una grata coincidencia que esta exposición, que incluye numero-sas obras del célebre pintor, tenga lugar en esta prestigiosa institución.

Dentro de la corriente del siglo xviii vene-ciano se desarrolló un estilo que es quizás el más conocido también por el público menos experto: el «vedutismo», del que Canaletto, Luca Carlevarijs, Bernardo Bellotto, Michele Marieschi y Francesco Guardi (protagonistas de la epopeya pic-tórica veneciana del siglo xviii) son sólo algunos de los representantes más no-torios. Además, junto a ellos trabajaron numerosísimos artistas, definidos como «menores» sólo porque eran menos famo-sos, pero igualmente capaces de producir imágenes de gran atractivo y calidad.

Una característica de este estilo es la reproducción con abundancia de deta-lles, me atrevería a decir de forma casi caligráfica, de los aspectos más o menos conocidos de «la ciudad de los canales», para satisfacer las exigencias de una he-

terogénea clientela: desde las familias patricias italianas hasta las dinastías rei-nantes europeas, pasando por los nobles que visitaban «la Serenísima» durante su «Grand Tour» y los personajes que, a pe-sar de no haber estado nunca en Venecia, se rendían al encanto de la ciudad preten-diendo decorar sus residencias -una villa en la campiña inglesa o un castillo ale-mán- con vistas de la Plaza de San Marcos o del Gran Canal.

Por primera vez en España, todas estas expresiones pictóricas y sus respectivos representantes se encuentran reunidos en una exposición que ofrece al visitante una completa panorámica del «siglo de oro» de la pintura veneciana.

Finalmente, quiero expresar mi más pro-fundo agradecimiento a las instituciones que con su esfuerzo han permitido la puesta en marcha de este ambicioso pro-yecto. En primer lugar, a la Fundación Banco Santander, que siempre ha demos-trado gran sensibilidad hacia el patrimo-nio artístico italiano, y a todos los mu-seos, instituciones públicas y colecciones privadas que, con gran generosidad, han aceptado verse temporalmente privados de sus excepcionales obras para darlas a conocer al público español e internacio-nal. Vaya también mi gratitud a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernan-do de Madrid por acoger la muestra en sus espléndidas instalaciones.

Todos ellos, con su esfuerzo y pasión, han hecho posible esta magnífica exposición.

Pasquale Q. TerraccianoEmbajador de Italia en España

PresentaciónNicola SpinosaSoprintendente per il Polo Museale di Napoli

La pintura veneciana del Settecento:de las luces del Barrocoa los albores del NeoclasicismoAnnalissa Scarpa

Obras en exposiciónAntonio Bellucci

Antonio Balestra

Sebastiano Ricci

Gian Antonio Pellegrini

Gaspare Diziani

Francesco Fontebasso

Gian Battista Pittoni

Jacopo Amigoni

Rosalba Carriera

Pietro Longhi

Gian Antonio Guardi

Gian Battista Piazzetta

Gian Battista Tiepolo

Gian Domenico Tiepolo

Lorenzo Baldissera Tiepolo

Marco Ricci

Francesco Zuccarelli

Giuseppe Zais

Luca Carlevarijs

Johann Richter

Giovanni Antonio Canal,

llamado Canaletto

Giovanni Antonio Canal

llamado Canaletto y

Gian Battista Cimaroli

Bernardo Bellotto

Michele Marieschi

Francesco Albotto

Gian Battista Cimaroli

Francesco Guardi

Giuseppe Bernardino Bison

Bibliografía

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Settecento Veneziano1514

rano español, cabe destacar, en todo caso, que para la formación y la primera madu-rez de Francisco de Goya fuera fundamen-tal –junto al conocimiento directo de los frescos y las telas realizadas para la corte de Felipe IV y de Carlos II de Habsburgo por el napolitano Luca Giordano, a finales del siglo xvii, y por Corrado Giaquinto para la corte de Fernando VI de Borbón, a mediados del xviii– también haber podido estudiar y admirar la pintura celestial en clave de luminoso y etéreo rococó de Gio-van Battista Tiepolo en la corte de Carlos III de Borbón.

Sin duda, esta exposición de grandes maestros venecianos del Settecento –des-de Sebastiano Ricci a los Guardi, con una importante presencia, en los inicios del siglo xix e influenciado por la espléndi-da época que le precediera, de Ippolito Caffi– será con seguridad una ocasión excepcional para mejor conocer, a través de las salas de la Real Academia de Be-llas Artes de San Fernando, en Madrid, y del Museo de Bellas Artes de Sevilla, a los pintores que, de igual modo, forman parte de las prestigiosas colecciones del Museo del Prado y que protagonizan uno de los más extraordinarios períodos del arte y la civilización en Italia; y, de la misma manera, redescubrir cuántos y de qué alta relevancia fueron los lazos que en el pasado unieron, y todavía unen en el presente, a España e Italia en el campo de las artes y de la cultura.

Venecia del xviii, seguirán otras sobre el siglo xvii en Bolonia y en Florencia, sobre el xviii en Roma, en Florencia y Lombar-día y, finalmente, sobre el siglo xix en Milán y Florencia.

La presente muestra sobre el Settecento Veneciano, que Annalisa Scarpa - autora, por otra parte, de una importante mono-grafía sobre la obra de Sebastiano Ricci, uno de los grandes exponentes que puso de nuevo a Venecia, triunfalmente, entre las mayores escuelas pictóricas italianas y europeas- ha comisariado con competen-cia y pasión, seleccionando obras que en su mayoría no han sido nunca expuestas en España, tiene un significado y un valor especiales para el público español. Es co-nocido, de hecho, que la pintura veneciana tuvo durante todo el Settecento un éxito notable entre las grandes cortes europeas –desde la Farnese de Parma a la de los Habsburgo en Viena, como también entre los más poderosos y prestigiosos patricios, laicos y eclesiásticos, de Europa central– y que, gracias a la presencia de Jacopo Amigoni, primero, y de Giovan Battista y Lorenzo Tiepolo, después, en el servicio de los soberanos españoles, se viera favorecida y apreciada de manera relevante también en España, por lo menos hasta que Carlos III de Borbón optó por llamar a su ser-vicio a Antón Raphael Mengs, el mayor exponente de las recientes tendencias del neoclasicismo. A pesar de las nuevas pre-ferencias de gusto por la pintura del sobe-

D esde hace ya muchos años, la So-printendenza per il Polo Museale

di Napoli, de la que dependen los Museos del Capodimonte, Pignatelli, Duca di Martina, la Cartuja y el Museo de San Martino, Castel Sant’Elmo y la Cartuja de San Giacomo en Capri, colabora, de acuerdo con el Ministero per i Beni e le Attività Culturali y la Regione Campania, con algunas fundaciones bancarias y mu-seos españoles, gracias a la feliz relación de trabajo con la organización de Albert Ribas. Se han organizado, como testi-monio de los estrechos lazos políticos y culturales que durante siglos han unido Nápoles y España, importantes exposicio-nes sobre la pintura napolitana del siglo xvii al xix, sobre José de Ribera, sobre belenes y, también, sobre las colecciones del Museo de Capodimonte: eventos pre-sentados con notable éxito de crítica y de público, en Salamanca, Madrid, Sevilla y Valencia. Con la presente exposición so-bre el Settecento Veneciano, patrocinada y producida por la Fundación Banco San-tander, nuestra Soprintendenza conti-nua, con el patrocinio de la Embajada de Italia en Madrid y el Ministero per i Beni e le Attività Culturali y gracias a la cola-boración de museos y, en particular, de generosos coleccionistas privados, italia-nos y extranjeros, una serie de muestras dedicadas a la producción pictórica de prestigiosas escuelas presentes en Italia entre los siglos xvii y xix. De hecho, a esta primera exposición sobre la pintura en la

PresentaciónNicola Spinosa

Soprintendente per il Polo Museale di Napoli

Settecento Veneziano1716 Settecento Veneziano1716

había sido gobernada por no más de 165 familias, las únicas en poder acceder a los altos cargos del Estado y a la elección del Dux. Parecía claro que la única forma de engordar las depauperadas arcas del estado era la de seducir a la rica clase bur-guesa, sobre todo mercantil, que, además de su importancia económica, deseaba mayor consideración en su estatus social. Aparece así la nueva nobleza de los Ze-nobio, los Papafava, los Farsetti, los Wid-mann, los Valmarana, y luego los Grassi o los Rezzonico, todas ellas familias que poco después compraron o reformaron residencias prestigiosas y como colofón de las rehabilitaciones decidieron adornar los interiores con majestuosas decoracio-nes: los Zenobio por ejemplo encargaron al francés Louis Dorigny decorar al fresco el salón de baile de su palacio en Car-mini, como más tarde harán los Grassi con Gian Battista Tiepolo. Era en estos palacios privados donde se acogía a los invitados extranjeros más ilustres, a veces durante meses, y la exhibición, cuando no la ostentación, del propio bienestar, pasaba también a través del pincel de los grandes decoradores.

L a costumbre de cubrir de frescos las propias moradas, a diferencia de

Génova o de Florencia, no había arrai-gado particularmente en Venecia con anterioridad, y se reservaba más bien a las residencias campestres: basta pensar, en el siglo xvi, en las intervenciones del Veronés en la Villa Barbaro en Maser o en los frescos de Zelotti en la Villa Foscari de La Malcontenta.

L a ficción de que Venecia seguía sien-do una gran potencia era sostenida

por el Estado con aparatos de todo tipo: el excesivo entusiasmo con el que se ce-

L os albores del Settecento encontraron a la República Serenísima de Venecia

políticamente agotada, reducida como ámbito de influencia a una décima parte de lo que significaba cien años antes, con una economía en crisis endémica y gober-nada por una oligarquía conservadora y encerrada en sí misma, incapaz de ver, o mejor dicho de aceptar, los nuevos vien-tos que iban a sacudir el mundo europeo. Y sin embargo, paradójicamente, en nin-gún otro siglo Venecia se reveló centro de atracción cultural como en éste. Los grandes viajeros de Europa, sedientos de arte y de cultura, llegan a Venecia como en un peregrinaje irrenunciable. Y Vene-cia, con Roma, encabeza la clasificación de los lugares de cuyo conocimiento no se puede prescindir: ciertamente Floren-cia, Nápoles, Génova, en el fondo incluso Milán, mantenían su reclamo, pero el de la ciudad de la laguna ofrecía una ex-periencia totalmente distinta. Parecería casi un contrasentido que un momento político desastroso se transformase en el siglo más brillante de la expresión artís-tica veneciana, sólo comparable a lo que había ocurrido dos siglos antes, cuando el prestigio político de la República había sido altísimo. En la segunda mitad del Seicento en el ámbito social veneciano se había desencadenado una especie de terremoto: ante una ciudad extenuada por la guerra de Candía contra los turcos, emprendida para defender uno de los últimos baluartes de su propia influencia en el Mediterráneo oriental, el gobierno se vio en la necesidad de obtener nuevos recursos económicos y decidió poner en venta, por cien mil ducados, títulos no-biliarios, hasta aquel momento derecho exclusivo de una casta extremadamente restringida. Desde la «serrata» de 1320, en efecto, durante más de tres siglos Venecia

La pintura veneciana del Settecento:de las luces del Barroco

a los albores del NeoclasicismoAnnalissa Scarpa

Settecento Veneziano1918

pregnada de reminiscencias tardomanie-ristas, y por tanto destinada a vivir men-talmente en el anterior siglo, aunque en el registro resulten activos también en el nuevo, como el ya citado Andrea Celesti, pero también como Giovanni Segala y Antonio Molinari. Es de esta generación de donde emergen algunos cometas cuyo recorrido tendrá un gran peso en el desa-rrollo artístico del siglo xviii. No habla-mos todavía de Sebastiano Ricci, nacido en 1659, que será la pieza clave del fenó-meno Settecento veneciano, sino más bien de artistas como Nicolò Bambini, Anto-nio Bellucci y Antonio Balestra. El prime-ro nace en 1651 y muere en 1739; gozó toda su vida de un enorme éxito, traba-jando en el Palacio Ducal, en el Palazzo Pesaro, en la asombrosa Villa Perocco de Vascon di Carbonera y en las iglesias más importantes de la ciudad. Pero cuando vemos su obra realizada en torno a 1723-1724, con setenta años cumplidos, en las

T iepolo será el principal creador de esta mitología moderna, y de la

forma más brillante. La gran paradoja finalmente es ésta: paralelamente a una sociedad que apenas consigue expresar nada que permanezca eternamente en la historia, nace y se desarrolla un mundo artístico que, por las novedades que apor-ta, no tendrá igual en toda Europa.

L a pintura véneta a principios del Seicento había visto trabajar a gran

número de artistas, pero todos cualitati-vamente mediocres, sobre todo respecto a sus grandes maestros del siglo anterior; reducida a pura pintura de imitación, su expresión muy a menudo era síntoma de falta de originalidad creativa. Durante el siglo, sin embargo, nacieron algunas per-sonalidades artísticas que constituirán las bases de la renovación y del súbito viraje que colocará de nuevo el mundo expresivo veneciano en primer plano. Fueron artis-tas como Francesco Maffei y los dos Libe-ri, Pietro y Marco, Andrea Celesti, Giulio Carpioni, Sebastiano Mazzoni, Antonio Zanchi, por citar a algunos, los que abrie-ron el camino al desarrollo artístico del siglo siguiente. Tampoco hay que olvidar la visita o la estancia en Venecia de los que eran conocidos como los «foresti» y que importaron las novedades que se estaban desarrollando en el resto de Italia (y pensa-mos sobre todo en Bolonia, Roma y Nápo-les): desde Luca Ferrari a Pietro Ricchi, desde Domenico Fetti a Bernardo Strozzi, desde Guido Cagnacci a Sebastiano Ma-zzoni, a Luca Giordano; pero también en Europa: desde Johann Liss a Carl Loth, desde Nicolas Régnier a Joseph Heintz.

L uego están los artistas venecianos de la generación nacida en la segunda

mitad del Seicento, a menudo todavía im-

llamada a salvar las arcas públicas. Así lo demuestran también los temas que eran impuestos a los artistas: mientras que dos siglos antes, por ejemplo, las pinturas del Veronés estaban dedicadas a la glori-ficación de Venecia, las de artistas como Tiepolo se dirigen casi exclusivamente a la exaltación de familias particulares. Aunque no eran las únicas, fueron éstas, cuya nobleza se remontaba a cincuenta años atrás, las más activas en el mece-nazgo y en el encargo de obras artísticas: hemos citado a los Zenobio, que serán los protectores oficiales de Carlevarijs, que incluso adoptará su nombre, Luca de Ca’ Zenobio, pero no hay que olvidar a los Widmann, oriundos de Corinto, que contrataron para su espléndido palacio de San Caciano a Gregorio Lazzarini y para su residencia campestre al francés Dorig-ny. Los Labia, una vez terminado el im-ponente palacio en el Rio di Cannaregio, también tuvieron a su servicio a Lazzarini, pero además poseían la mejor colección de lienzos de Luca Giordano que se cono-cía en Venecia, y más tarde le encargaron a Gian Battista Tiepolo la decoración de la sala de baile más espléndida que puede verse en un palacio privado. Análogo ata-vismo en el frente artístico tuvo la familia de los Manin, originaria del Friul, que de-coraron su palacio veneciano con magní-ficas obras de arte, pero también tuvieron la intuición de hacer trabajar en su villa de Passariano al joven Tiepolo. A medida que la aristocracia se distanciaba de ambicio-nes primero militares y después políticas, de manera inversamente proporcional se refugiaba en un mundo dorado, hecho de sueños, que celebraba cada vez más, también a través de la expresión artística, hechos privados y matrimonios, más que desempolvar episodios brillantes, reales o no, de la historia de la familia.

lebraron los éxitos en el Peloponeso de Francesco Mocenigo en 1689 y el asedio de Corfú en 1710, no logran ocultar que el peso de Venecia en la comunidad interna-cional estaba perdiendo consistencia; lo demuestra el hecho de que la paz de Pas-sarowitz en la práctica la obligó a renun-ciar a todas las conquistas de los últimos treinta años. Comprendiendo el declive de su prestigio político, Venecia tuvo cla-ro que la única vía de salvación era la neu-tralidad, abandonando cualquier sueño de expansión. Por consiguiente se replegó sobre sí misma con una autorreferencia-lidad absoluta, sobre la que algunos ve-necianos más iluminados tenían algunas dudas: en 1715 el patricio Andrea Tron escribía a su primo Querini que los no-bles «encerrados en el recinto de nuestras lagunas, separados de cualquier comercio con las naciones extranjeras, se forman ellos mismos ciertas ideas venecianas, que creen infalibles, y sobre ellas trabajan». Del mismo modo las tradiciones y las ce-remonias del pasado, que hasta hace unas décadas habían tenido sentido, son reno-vadas y continuadas por el gobierno con una precisión absurdamente inflexible. Para regocijo de aquellos forasteros que en el fondo eran los primeros en notar su lado grotesco: la renovación del «matri-monio con el mar» con una pompa y una seriedad conservadora inaudita, tenía un lado casi ridículo que no pasaba inadver-tido a los turistas menos distraídos por la fascinación del acontecimiento.

C onsecuencia inmediata de la crisis económica del Estado fue el declive

del mecenazgo público, por lo que este papel recayó en manos de aquellas fami-lias que todavía detentaban un sólido poder financiero. Y la mayor parte de ellas pertenecían a aquella nobleza «novísima»

Nicolò BambiniLas Tres GraciasÓleo sobre lienzo252 x 108 cmRome Cavalieri, Roma

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también a aquella nobleza «novísima» que legitimaba su propio status a través del producto artístico; pero ciertamente había una menor liberalidad local para invertir dinero en el arte, lo que significa-ba menos encargos y sobre todo poquísi-mos encargos estatales. El éxito económi-co de la pintura veneciana de principios de siglo fue promovido y alimentado en buena parte por los ricos viajeros extran-jeros que, fascinados por los lugares y por sus expresiones artísticas, mantenían re-laciones físicas y epistolares, difundían la estimación de los pintores, en definitiva, hacían funcionar una máquina producti-va sin parangón en ningún otro siglo, pero que debía ser engrasada; y por eso los artistas más celebrados promociona-ban su imagen representando el papel de emigrante cualificado. Sebastiano fue tal vez quien menos necesidad tuvo de poner en práctica estas técnicas, pero sin duda fue uno de los primeros en comprender la necesidad de estos tours promocionales. Tuvo muchos discípulos, algunos reales, otros ideales: Gian Antonio Pellegrini, Gaspare Diziani y Francesco Fontebasso entre ellos. El primero, casi coetáneo de su sobrino paisajista Marco, tuvo la suer-te de casarse con la hermana de Rosalba Carriera (1675-1757). Ciertamente el estilo de Pellegrini surge de la atención a las soluciones de Ricci, pero aquella delicada plasmación de las formas, el aire evanes-cente y apastelado de algunas de sus figu-ras, seguramente expresan también una influencia de su cuñada. Rosalba Carriera tuvo un éxito fulgurante entre la clientela forastera de paso por Venecia: no había viajero del Grand Tour, ni cabeza corona-da o personaje cortesano que no desease ser inmortalizado en uno de sus pasteles. Para comprender mejor hasta qué punto era deseado un retrato de la pintora, vale

rroca, caracterizada por extravagancia y fantasía, por sombras plenas y claroscu-ros vigorosos, a una evolución en sentido pre-rococó, hecha de tonos más claros, de formas más suaves, de sombras menos teatrales y más atentas a acariciar las for-mas. Rara vez en la historia de la pintura el cambio del gusto ha coincidido con el final de un siglo y el comienzo de otro, pero lo que ocurrió con Sebastiano Ricci en el cambio de siglo asume este valor programático de apertura hacia una nue-va sensibilidad. Además, él fue el primero en intuir que el camino del cambio pasa-ba a través de una relectura de los clásicos y, sobre todo, en Venecia de Veronés. El recorrido de Ricci, iniciado con el estudio de la gran pintura emiliana y romana de finales del Cinquecento y principios del Seicento, llega a su formulación más au-téntica con la asimilación del más excelso de los decoradores del Cinquecento vene-ciano: gracias a este recuerdo de Veronés su pintura obtiene un éxito europeo in-condicional. Al joven lord Burlington, que volvió a Londres de su Grand Tour con una pasión inaudita por el arte italia-no del Cinquecento, le gustaban con locura las pinturas de Ricci «alla Veronese», tan-to que algunas fuentes cuentan que «ha-bría sido mejor que Sebastiano Ricci hu-biese pintado siempre como Veronés en lugar de cómo Ricci». Y no es por casuali-dad que en el extranjero, coincidiendo con estos cambios del gusto, se desarro-llase una tendencia arquitectónica que vio en Palladio a su propio mentor. Tam-bién el viaje a Londres de Sebastiano Ricci en 1712, precedido por el de su sobrino Marco y el de su discípulo Gian Antonio Pellegrini en 1708, es emblemático y en cierto sentido representa la crisis de la clientela interior veneciana. Ya nos hemos referido a los problemas económicos, y

colegas; su clientela fue sobre todo local, pero muy extendida. Pocas veces un artis-ta ha sido tan apreciado por sus contem-poráneos, que admiraron en él la fuerza del color y aquel patetismo emotivo deri-vado de la lección clasicista de Maratta. En cambio, comparándolo con Sebastia-no Ricci, y a pesar de la atractiva plasma-ción de sus composiciones, no puede de-jar de verse en él un academicismo formal cuyo valor histórico es indiscutible, pero el poético no tanto. De hecho es sólo con Sebastiano Ricci (1659-1734), más allá de la rigurosa cronología, cuando se entra con fuerza en el Settecento. Ricci represen-ta el viraje genial hacia una pintura total-mente nueva en Venecia, viraje debido a la inteligente comprensión de lo que se ha-bía ido produciendo en el resto de Italia en el Seicento, pero también a la capacidad de intuir qué elementos de estas produc-ciones eran una verdadera novedad. No es casual que en algunas de sus composicio-nes Sebastiano parezca «copiar», casi lite-ralmente, algunas obras ajenas: basta comparar el Hércules en la encrucijada de Carracci del Museo de Capodimonte con el suyo del Palazzo Marucelli en Floren-cia. La semejanza ideal que emana de es-tas dos obras, y las sutiles diferencias que se captan en ellas, son un válido paráme-tro para la comprensión de este artista. No hay que olvidar que realizó obras como ésta en los primeros años del siglo (1704-1708), cuando en su tierra todavía dominaban artistas como Fumiani, Sega-la o Diamantini, artistas ciertamente res-petables, pero todavía ligados a fórmulas conservadoras aunque expresadas con gran calidad pictórica. Con las obras flo-rentinas de Ricci –en el Palazzo Marucelli y todavía más en la planta baja del Palaz-zo Pitti– se realiza la transición cultural desde una fase estética todavía tardoba-

paredes del Palazzo Sandi, frente a la ful-gurante juventud de Gian Battista Tiepo-lo –todo el ciclo, compuesto por cinco grandes telas se encuentra ahora en el Rome Cavalieri de Roma– salta a la vista inmediatamente hasta qué punto su poé-tica, aunque agradable, sigue anclada en el pasado. Más orientados hacia una pru-dente innovación se muestran Bellucci (1654-1726) y Balestra (1666-1740): Bellucci, respondiendo a la llamada de los grandes comitentes europeos, estuvo muchos años en Viena, en Düsseldorf y en Lon-dres, inaugurando la «moda» de los pin-tores venecianos viajeros que vivirá su apogeo con los dos Ricci, Pellegrini, los Tiepolo y sobre todo Amigoni, pero tam-bién con Canaletto, Bellotto, Battaglioli y Zuccarelli. Bellucci supo extraer elemen-tos del bagaje cultural settecentesco que propiciaron la renovación del gusto, tra-duciéndolos en estímulos, en sugerencias que tienen el sabor de las premisas. En su pintura se observan dos influencias opuestas, Pietro Liberi por una parte, y Antonio Zanchi por otra, que el artista logra traducir en composiciones donde las sombras de intensos claroscuros del segundo se empastan sin contradicciones con un notable gusto del color que ad-quiere un papel protagonista. Discípulo de Bellucci, a pesar de ser casi coetáneo, fue el veronés afincado en Venecia Anto-nio Balestra: su recorrido sin embargo sufrió una evolución importante gracias a la decisión de trasladarse a Roma, pa-sando por Bolonia, donde pudo absorber el conocimiento de las obras de Maratta, así como de las de Carracci, de Reni y de Domenichino, lo que le permitió interio-rizar las fórmulas de un clasicismo ya inexistente en Venecia. A diferencia de su maestro, no se lanzó a la aventura extran-jera que emprendieron muchos de sus

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zzetta fueron recogidas por numerosos y válidos pintores, como Egidio dall’Oglio, Giuseppe Angeli, Domenico Maggiotto y Francesco Cappella; éstos perpetuaron algunas fórmulas del maestro sin con-seguir renovar sus geniales intuiciones, repitiendo, a menudo con buena calidad pictórica, nunca con fantasía personal, toda una serie de imágenes devocionales, del antiguo testamento o de género. Sin embargo es a través de Piazzeta, más que de su maestro Gregorio Lazzarini, de que el astro naciente del siglo, Gian Battis-ta Tiepolo, adquiere y conoce la fuerza dramática del claroscuro. Pero, como ya había intuido Zanetti, su contemporáneo, él no se detuvo ahí: «…si de jovencito imitó el precepto de sombrear con fuerza usado por Piazzetta, y que entonces andaba de moda; lo alegró poco después, y le añadió aquella belleza, que vio que le faltaba, y que complació a todos». En efecto, si Sebastiano Ricci es el genio que introduce al arte veneciano en el nuevo siglo, permitiéndole dejar a sus espaldas los oropeles de un pasado retrógado y caduco, Gian Battista Tiepolo es el genio que, absorbiendo sus lumino-sidades fascinantes como la potencia casi destructiva de Bencovich y de Piazzetta, conduce al arte veneciano a un apogeo de fastuosidad y de gloria. Su pintura es sinónimo de triunfo del color, pero también de potencialidad escultórica de formas y de volúmenes; en su fase más precoz y en su primera madurez su ma-teria es cálida y efervescente, plasma las figuras con resaltes netos y de gran valor teatral. Este genuino talento para el color, como también la exigencia de expresarse en amplios espacios, llevará a Tiepolo a un neto cambio de rumbo respecto al camino sugerido por Piazzetta, hacia un acercamiento ideal a las fórmulas de la «revolución» de Ricci: de esta forma reco-

te de los «tenebrosos». Los padres de este movimiento, nacido en abierta polémica con el otro, fueron el dálmata Federico Bencovich (1677-1753), Gian Battista Piaz-zetta (1682-1754) y Giulia Lama (1681-1747), e inicialmente Gian Battista Tiepolo en sus expresiones más juveniles. Si Benco-vich tuvo el mérito de ser el primero en crear una filosofía artística que redujese a sus justas proporciones la entusiasta acogida universal de la poética de Ricci; y Giulia Lama ofreció de esta contrapuesta visión de la pintura el lado más ingrato y a veces inarmónico, con un patetismo acentuado y tosco; con Piazzetta esta corriente muestra su lado más seductor y apasionante. Como Ricci, este artista comprende que Bolonia es la fuente don-de hay que ir a buscar las novedades: la Bolonia de los Carracci, de Guercino y, en los umbrales del Settecento, la de un genio indiscutible, Giuseppe Maria Crespi. En 1704, en efecto, a la muerte de su maestro Antonio Molinari, el joven pintor, como había hecho Bencovich unos años antes, entra en el taller del gran emiliano. De Crespi asimila aquel claroscuro intenso y efervescente que transforma los colores en entonaciones que sugieren la plastici-dad de la forma, así como el uso de una gama cromática limitada, pero de matices sumamente variados. En Piazzetta hay una cálida participación en las vicisitudes humanas que palpita en cada una de sus telas, un intento de salir de la belleza tí-pica y absoluta para analizar y estudiar el lado más auténtico de la realidad, aunque a veces este experimento pueda convertir-se en amaneramiento. En cualquier caso supo crear medios expresivos muy perso-nales que en sus mejores obras realzan el valor del sentimiento, de un sano calor humano expresado con una plasticidad robusta y agresiva. Las enseñanzas de Pia-

imponer a sus actores, pero muestran una indudable capacidad de sostener la escena, con una fuerza narrativa des-bordante, nunca estática, muchas veces incluso intrincada en los movimientos. Su materia es untuosa, aplicada a gruesas pinceladas, no refinada, pero igualmente agradable. Más elegante aparece Fran-cesco Fontebasso, a veces tan «riccesco» que se confunde con su maestro. For-mado en el taller de Sebastiano, del que copió literalmente algunas obras tardías, y a partir de otras realizó aguafuertes como homenaje devoto y afectuoso a su maestro, Fontebasso es un pintor que construye su propio estilo autónomo in-sertándose entre los dos grandes genios del siglo, Ricci y Tiépolo. Nacido en 1707, Fontebasso cubrió en parte el vacío deja-do por la muerte de Ricci (1734): la gran decoración, tanto en las iglesias como en los palacios venecianos, encontró en él al verdadero heredero del gran bellunés, tal vez sin su elegancia, pero seguramente con un gran sentido de la escenografía tanto en la representación religiosa como en la histórico-mitológica, donde gracia y color están acompañados de una notable atención por los detalles, analizados con indudable talento bodegonista.

E n contraposición a los cánones es-téticos inaugurados por la poética

de Ricci que había planteado y estaba realizando el proceso de transformación de la estética barroca en rococó, se gesta y se afirma en Venecia en los primeros años del Settecento una corriente paralela, basa-da en los fuertes contraluces, narraciones de expresión intencionadamente dra-mática, sombríos claroscuros, casi como queriendo entroncar con el legado de Ca-ravaggio dado a conocer en Venecia en la segunda mitad del Seicento por la corrien-

la pena recordar que uno de sus pasteles costaba 30 cequíes y una de sus miniatu-ras llegaba a 50. Para ofrecer un término de comparación, Canaletto en los años treinta pedía 22 cequíes por uno de sus cuadros, y llegó a 120 –considerada por todo el mundo una cifra exorbitante– en el momento más álgido de su éxito. Tam-bién Rosalba tuvo discípulas, entre ellas las más conocidas fueron Marianna Car-levarijs y Felicita Sartori, pero ninguna de las dos consiguió producir nunca aquella incomparable mezcla de gracia, elegancia y verdad que transmiten sus retratos. La evanescencia de las imágenes de Rosalba Carriera está hecha de una materia impal-pable, velada por una capa como de pol-vos, que despierta la emotividad de quien la mira. No es de extrañar por tanto que también Pellegrini (1675-1741) sucumbiese a su seducción y poco a poco fuera aleján-dose de una fuerza todavía sanguínea –que también se encuentra en Ricci, in-cluso en sus representaciones más fasci-nantes– para suavizar su propia materia bajo aquellas veladuras esfumadas y deli-cadas con las que triunfó sobre todo en Inglaterra y en Alemania. Gian Antonio era un pintor culto, que había asimilado la lección del lombardo Paolo Pagani así como la de Luca Giordano, pero logra desprenderse de toda afectación erudita a través de sus propios medios expresivos que le llevan hacia aquel mundo de melo-drama en clave arcádica que caracterizó buena parte de una época.

M ucho más enraizados en la poé-tica de Ricci aparecen Diziani

(1689-1767) y Fontebasso (1707-1769). El primero, también bellunés como su maestro, muestra una interpretación más terrenal y cotidiana. Sus personajes no tienen la elegancia que Sebastiano supo

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se convierte en parte de un vocabulario que habla de episodios de vida cotidiana, de crónica y de bufonadas teatrales, hasta la epopeya de los «Pulcinella», máscara trágica que ensombrece la decadencia de la sociedad contemporánea. Al regresar a Venecia muchos piden a Gian Domenico aquellas grandes, triunfantes decoracio-nes a las que el padre tenía acostumbrada a la clientela: el artista no se niega, pero las realiza en su personalísimo estilo, de una elegancia casi ascética, que se des-prende de todo lo superfluo hasta llegar, en esta búsqueda de limpieza total, a un uso terso y refinado del monocromo.

zo (1736-1776), el más joven, optará por quedarse en Madrid, convencido de que la fama de su padre le permitirá obtener algunos privilegios que perseguirá inú-tilmente durante toda su breve vida; su estilo se adapta abiertamente a las nuevas tendencias manteniendo una amable gama cromática que sigue siendo siempre profundamente veneciana. Sus escenas de género, sus retratos, olvidados por la crítica histórica durante mucho tiempo, finalmente han recuperado el lugar que merecen: Lorenzo es ciertamente un petit maitre, no tiene la consistencia del gran maestro, pero alcanza cimas de singu-lar refinamiento y, en la última fase, un audaz realismo construido con colores tersos y brillantes que no esconde el conocimiento de la dominante presen-cia, en aquella época, de Anton Raphael Mengs. De una envergadura muy dis-tinta es el hijo mayor de Tiepolo, Gian Domenico (1727-1804), que a la muerte de su padre decide regresar a Venecia. Su arte es poesía pura: en él ciertamente se percibe la enseñanza paterna y a veces incluso la emulación, pero sobre todo un espíritu hipercrítico, delicadamente irónico y fundamentalmente libre. Parece comprender la inutilidad de mantener vivo aquel mundo fantástico y decorativo con el que su padre había dado vida a los grandes mitos paganos o cristianos que él en cambio parece querer reconducir a la tierra, en contacto con el mundo en el que realmente se vive. Sigue siendo válida la definición dada por Goethe de padre e hijo: el estilo del primero es «soberbio», el del segundo es «natural». El sentido del humor que encontramos en Gian Dome-nico es ciertamente una herencia de Gian Battista; pero mientras en este último ocupaba sólo un espacio de evasión den-tro de un proyecto grandioso, en su hijo

de su pincel, que narra soberbiamente no ya una realidad tangible, sino una esplén-dida e irrenunciable utopía. La clave de su éxito en Europa radica precisamente en esta excepcional habilidad para comu-nicar fasto y opulencia: basta recorrer los ambientes de la Residencia de Würzburg para percibir cómo su inspiración deco-rativa se expresa plenamente, cómo se aviene con el majestuoso recorrido barro-co de las arquitecturas, lo acompaña y lo integra, a veces casi dominándolo, en un relato triunfante de color, luces y formas, en un juego de transformaciones ilusivas que abren los espacios hasta el infinito.

A finales de marzo de 1762 Tiepolo, con sus hijos Gian Domenico y Lo-

renzo, se traslada a Madrid, llamado por el rey Carlos III como pintor de la corte: hasta un año antes había desempeñado este cargo Corrado Giaquinto, nacido en Apulia pero napolitano de elección, que por graves problemas de salud había abandonado la capital española para regresar a Nápoles, donde en los últimos cuatro años de su vida permaneció al ser-vicio del hijo de Carlos III, Fernando IV de Borbón. La corte española estaba habi-tuada a la llegada de pintores venecianos; Jacopo Amigoni fue el pintor predilecto de Fernando VI que lo mantuvo a su lado desde 1746 hasta 1752, año en que murió el artista; Francesco Battaglioli diseñó decorados para las funciones teatrales de Farinelli y en el fondo también el mode-nés Antonio Joli, que trabajó mucho en Madrid, puede considerarse un pintor casi veneciano. Gian Battista muere en España en 1770, aislado culturalmente en un mundo en el que la impetuosa ráfaga del gusto neoclásico tuvo un efec-to desacralizador y devastador sobre su prestigio. Le sobreviven sus hijos: Loren-

rre las etapas que llevan a la exaltación y a la recuperación del gran cinquecentista ve-neciano Veronés, a sus oros, a sus colores brillantes, a la gran fuerza decorativa de sus composiciones. El recuerdo del Cin-quecento de Gian Battista no es sólo expre-sión de fasto y de elegancia, es más bien el sueño, o la ilusión, de poder y prestigio; paradójicamente, nadie supo nunca rever-decer como él los fastos de la República véneta, como si la decadencia inexorable a la que se estaba abocando la sociedad veneciana no afectase siquiera la fuerza

Gian Battista TiepoloApolo desollando a MarsiasÓleo sobre lienzo 250 x 98 cmRome Cavalieri, Roma

Gian Domenico TiepoloMinerva y figuras alegóricasFresco aplicado sobre lienzo446,4 x 305, 5 cmRome Cavalieri, Roma

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dei Derelitti, llamada «dell’Ospedaletto» donde trabaja, en los mismos años (1716-1718) junto a un jovencísimo Tiepolo, pero también en el cuadro de altar con el Martirio de santo Tomás de la iglesia de San Stae, donde las fórmulas del claros-curo más ásperas evolucionan hacia una concepción más luminosa del color. Con el paso de los años el artista se encamina hacia una superación del dramatismo piazzettesco hasta llegar a la vivacidad sintáctica de la poética rococó que en él no será nunca afectación, sino perfecto vocabulario expresivo.

pero no siempre creativo. Sin embargo su color líquido y suave, las formas des-envueltas de sus figuras, la teatralidad de las poses, no son simples reelabora-ciones de maneras ajenas, sino que se personalizan con una inteligencia que le exime de provincialismos y reiteraciones. A un nivel poético y artístico mucho más amplio se encuentra Gian Battista Pittoni, que representa tal vez la síntesis perfecta entre la lección luminista de Ricci y las dramáticas visiones claros-curales de Piazzetta. Se intuye ya en los sobrearcos de la iglesia de Santa Maria

lado de Tiepolo a España, y en ciertos casos llevaron su lenguaje más allá de los confines de la laguna, embellecieron los techos de los palacios y los altares de las iglesias, perpetuando con menor convic-ción pero con una devoción sincera, el triunfante sueño tiepolesco.

E ntre los seguidores de Ricci y los que siguen a Piazzetta y sucesiva-

mente a Tiepolo, se sitúa, en las prime-ras décadas del siglo, la poética conocida como Rococó «patético», que tiene en cuenta tanto la expresividad y la exul-tación matérica de la primera, como el dramatismo del claroscuro inaugurado por la segunda. Los exponentes princi-pales de esta corriente fueron el friulano Nicola Grassi (1682-1748) y, con mayor éxito y autonomía personal, Gian Battis-ta Pitoni (1687-1767). El primero, aunque no fue discípulo directo de Ricci, supo absorber igualmente sus esquemas for-males, a veces interpretándolos –o mejor dicho copiándolos– con un patetismo acentuado, casi melodramático, seductor

A diferencia de Piazzetta, Gian Battis-ta Tiepolo no tuvo una verdadera

escuela organizada y estructurada, con discípulos-empleados fijos; por su taller pasaban jóvenes pintores que colabo-raban con él durante períodos más o menos largos, se formaban y empren-dían su propio camino después de haber absorbido los rasgos de su pensamiento. Fueron muchos, por tanto, sus imitado-res, algunos de gran envergadura, como Francesco Zugno (1709-1787), otros des-tinados a repetir con menos fantasía sus fórmulas compositivas, como Giovanni Raggi (1712-c. 1792) o Fabio (1701-1767) y Gian Battista Canal (1745-1825). Ri-gurosamente «tiepolescos» también en las fisonomías fueron pintores como Giustino Menescardi (1720-1806), Jacopo Guarana (1720-1808) o Francesco Lorenzi (1723-1787), que supieron perpetuar la lección del maestro trasladándola perfec-tamente hacia el nuevo gusto neoclásico: fueron estos artistas los que colmaron la sed decorativa de la clientela veneciana, huérfana de su gran mentor con el tras-

Nicola GrassiDaniel defiende a SusanaÓleo sobre lienzo97 x 112 cmBanca Popolarede Vicenza, Vicenza

Gian Battista PittoniCabeza de viejoÓleo sobre lienzo ovalado 75 x 61 cmColección privada, Madrid

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das, fue la pintura de veduta y de paisaje. Venecia en este campo tenía una tradi-ción antigua: basta pensar en las incur-siones paisajísticas de Giorgione y Tizia-no, más que en los osados fondos vedutis-tas de Cariani. En el Seicento, pintores como Joseph Heintz el Joven (c. 1600-1678) habían puesto a Venecia en el esca-parate, describiendo con un talante entre ingenuo y periodístico los lugares y las tradiciones de la ciudad; pero es sobre todo con el paso de Gaspar van Wittel (1653-1763) por una parte, y de Johann Anton Eismann (1604-1698) por otra, cuando se desarrolla también aquí una mayor atención por la representación del paisaje natural y del urbano. Cuando el friulano Luca Carlevarijs (1663-1730) llega jovencísimo a Venecia, en 1679, son éstos los artistas a los que hay que mirar y con los que, en ciertos casos, incluso colabo-rar, como testimoniaría el inventario del mariscal von Schulemburg que enumera los cuadros que representan «vedute mari-nas con veleros, un castillo y pequeñas figuras» citados como obras de «Isman, y las figuras de Carlevarijs». También pasó por Venecia, entre 1697 y 1700, el Cavalier Tempesta (1737-1701), y con él entraron en la ciudad ciertas influencias de Gaspar Dughet y de Salvador Rosa. Teniendo en cuenta estas premisas, los caprichos y las marinas de Luca Carlevarijs resultan muy comprensibles; pero donde se manifiesta la genialidad del artista es en la realiza-ción de las vistas venecianas que empieza a producir en los albores del siglo. Su co-lección de 103 grabados, en los que narra la ciudad lugar a lugar, en los campi y a lo largo del Gran Canal, son el manifiesto programático, el presupuesto fundamen-tal del vedutismo veneciano. Como más tarde le sucederá a Canaletto, será llama-do a inmortalizar los acontecimientos

un talento cromático que pasa de timbres audaces y diamantinos a lánguidos tonos pastel impregnados de luz.

E n un ámbito poco cortesano, sino más bien costumbrista trabaja Pie-

tro Longhi (1701-1785). Discípulo inicial-mente de Balestra, su maestro le envió a Bolonia al taller de Crespi donde apren-dió aquella atención por lo cotidiano, aquel gusto por el análisis psicológico de los personajes que le convirtió en verda-dero cronista de la sociedad de su época. Longhi no era un especialista en figuras, no tenía el talento del gran decorador y esto Balestra supo verlo enseguida, pero también supo ver las potencialidades in-usuales de su discípulo y sacarles partido. Nadie, efectivamente, supo retratar el mundo veneciano contemporáneo como este singular artista que descubría en sus retratados defectos y virtudes y los apun-taba, con una mezcla de agudeza y de desconsolada ternura, en la tela. Si Fran-cesco Guardi en el campo de la veduta inmortaliza una Venecia deshilachada y decadente con una materia licuada y su-mamente evocadora, Longhi la representa en sus melindres, en sus debilidades, describiendo amablemente sus costum-bres, con un espíritu agudo y una mirada atenta, introduciendo inconscientemente en la laguna – él, que aparte de su estan-cia en Bolonia jamás se había movido de su ciudad – aquel gusto internacional de las ‘escenas de conversación’ que se había difundido con inusitado éxito en Europa pocos años antes.

L a gran pintura de figuras fue sin duda fundamental para el éxito in-

ternacional de la pintura veneciana del Settecento, pero la que lo sancionó todavía más en el tiempo, al margen de las mo-

a su alrededor, Jacopo plantea desde el principio un lenguaje anómalo para el ambiente artístico veneciano. Muy joven está en Alemania junto a Bellucci, pero enseguida se separa de él y obtiene encar-gos propios e importantes en Munich, en Nymphenburg, en Ottobeuren: decora techos y paredes, adorna altares con sus cuadros, realiza retratos de notables del lugar, se crea pues, desde muy joven, un destino de emigrante de calidad. Aunque con breves regresos a Venecia, la etapa sucesiva le lleva a la corte de Inglaterra donde se convierte en el retratista italiano más codiciado de la época y donde per-manece más de diez años, con gran éxito. Tal vez fuese en el período inglés cuando inicia o perfecciona aquellas obras que narran historias mitológicas con una mano ligera y una materia suave y se-ductora, a veces casi velada por una capa como de polvos, como en los pasteles de Rosalba Carriera. Fue muy amigo de Car-lo Broschi llamado Farinelli, el cantante más famoso del siglo, y le acompañó a París donde no le fueron indiferentes las obras de pintores como François Le Mo-yne y sobre todo como François Boucher y donde ciertamente tuvo ocasión de conocer las de un gran artista recién des-aparecido, Antoine Watteau. Tras residir en Venecia durante unos años, volvió a marcharse en 1748 para no volver más: gracias a los buenos oficios de Farinelli, elegido cantor privado del rey de España, pudo conquistar el cargo de pintor de cámara que desempeñó durante más de cuatro años, hasta su muerte en 1752. La gran virtud de este artista fascinante resi-de sobre todo en su elegancia comedida, en el ritmo musical que acompaña sus telas, donde el tono narrativo creado, a ratos galante, a ratos íntimo, revela una coherencia de elecciones poco común y

F uera del grupo, en una posición independiente, está Gian Antonio

Guardi (1699-1761). Crecido en un am-biente de pintores, y en una familia nu-merosa de la que tuvo que hacerse cargo como primogénito a raíz de la precoz muerte de su padre, Antonio por motivos económicos se adaptó durante gran parte de su vida a realizar copias de artistas más famosos que él. Motor de esta acti-vidad fue el mariscal Mathias von Schu-lenburg, que lo tuvo en su libro de pagos, como también los condes Giacomelli que apreciaban su talento y sentían por el un sincero afecto. En cualquier caso es cierto que Gian Antonio, más allá de su talento de copista, posee una genialidad insólita. Cuando crea con autonomía su pintura vuela muy alto y la compone de color vi-brante, deshilachado, casi onírico, que no conoce normas; se entrega a una expresi-vidad plástica de un ardor casi agresivo, con un lenguaje fuera del tiempo, como si tener que realizar «copias» de otros hubiese retenido, como un tapón, las alas de su fantasía que cuando finalmente se libera, estalla en la tela con manchas de color y de luz.

S i Gian Antonio Guardi, a pesar de haber nacido en Viena, casi nunca

se movió de Venecia, Jacopo Amigoni (c. 1685-1752) fue de naturaleza peripatética, tal vez el más internacional de los pinto-res venecianos. Al margen de la polémica sobre si nació en Nápoles o en la laguna, no hay duda de que su pintura es pro-fundamente veneciana: lo revela el uso del color, la suavidad de los empastes, la fluidez del signo al definir las formas, la deuda con algunos maestros reales, como Bellucci, o ideales, como Ricci y Pellegri-ni. Fuese su desplazarse de corte en corte, o fuese una tendencia endémica a mirar

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siguió trabajando en la actividad de esce-nógrafo: gozaba de tanta consideración en este campo que en 1708 se trasladó a Londres, con Pellegrini, invitado por lord Montague conde de Manchester, que ha-bía sido embajador extraordinario en Ve-necia entre 1707 y 1708 y había tenido ocasión de ver su notable habilidad para diseñar y proyectar escenografías. Los dos Ricci estaban muy unidos al teatro, tanto es así que Sebastiano desde 1718 fue em-presario del de Sant’Angelo y no hay que olvidar que él mismo, en los inicios de su carrera en Parma, colaboró con Bibbiena

divertirse o por aburrimiento, llevan ves-tidos de campesinas y de pastorcillas, en perfecto estilo arcádico; el segundo es el narrador de una vida que conoce bien, la de su tierra bellunesa, que expresa con acentos sinceros y una correcta adhesión a la realidad que revela, también en las tipologías, un constante homenaje a Mar-co. La poética paisajista de Ricci se basaba en horizontes bajos y espacios muy am-plios modulados por una sucesión de pla-nos paralelos y superpuestos, elección que subraya y confirma el talento teatral del artista que a lo largo de toda su vida

vedutista por excelencia: Antonio Canal llamado Canaletto (1697-1768), que empe-zó sus estudios en el taller de su padre Bernardo, apreciado pintor de telones teatrales. En el ámbito de esta actividad le acompañó a Roma donde tuvo ocasión de estudiar los triunfales caprichos con ruinas de Giovanni Paolo Panini, pero también las umbrosas vedute de Viviano Codazzi y de Alessandro Salucci, obras que se avenían muy bien con aquel gusto escenográfico en el que había sido educa-do colaborando con su padre. Tampoco hay que olvidar la influencia, en esta pri-mera fase de su actividad, de las invencio-nes del más genial paisajista de la época, Marco Ricci (1676-1730). El sobrino de Sebastiano, en efecto, había transforma-do drásticamente la percepción del espa-cio natural que en Venecia había sido re-legado a segundo plano, repitiendo viejos esquemas del pasado. También Marco, como Carlevarijs, mira en cierto sentido a Eismann y a Tempesta, pero al mismo tiempo queda fascinado por las turbado-ras visiones de Alessandro Magnasco lla-mado el Lissandrino (1667-1749), pintor ligur que frecuenta Milán y Florencia en los mismos años en los que se encontraba Sebastiano Ricci, y al ser apreciado por los mismos coleccionistas tuvo ocasión de conocer al joven Marco. Serán a su vez las poéticas imágenes de este último, su adhesión sentimental a la representación de la naturaleza, lo que dará fuerza y lle-vará al éxito de un género paralelo al ve-dutismo, la pintura de paisaje: entre los numerosos pintores que se inspiraron en Ricci en este campo, dos sobresalen por encima de todos, Francesco Zuccarelli (1702-1788) y Giuseppe Zais (1709-1781).El primero es el refinado intérprete de una acepción elitista del paisaje, lugar donde damiselas algo consentidas, para

históricos para la ciudad, la llegada de los embajadores extranjeros, el recibimiento de los venecianos en Londres más que en Milán, la gran fiesta de la Regata, la llega-da del Bucentauro a San Nicolò del Lido. Y sin embargo, incluso cuando narra si-tuaciones oficiales, Carlevarijs no pierde nunca el gusto por la espontaneidad de la vida cotidiana soberbiamente interpreta-da por sus figuritas. En él, el interés con-memorativo y documental es casi margi-nal frente a la narración humana y arqui-tectónica: ésta será la lección fundamen-tal que recogerán los vedutistas más jóve-nes, desde Canaletto a Marieschi. En es-trecha relación con Luca, crece y se forma un artista sueco que eligió Venecia como segunda patria, Johann Richter (1665-1745). Su proximidad al maestro es tal que durante mucho tiempo sus pinturas fue-ron incluidas en el catálogo de Carlevarijs y sólo recientemente se han aclarado las diferencias entre las dos manos, viendo en el sueco sobre todo un uso distinto del color, una luz insólita, más rosada en los cielos, casi más vaporosa y velada. En Ri-chter la plasmación de las figuritas es más plástica, debido sin duda a su prime-ra actividad como pintor de figuras; algu-nos signos se convierten con el tiempo en una firma, como aquella costumbre de colocar en primerísimo plano una barca-za o una góndola donde hombres y muje-res dialogan entre sí, dispuestos de tal forma frente al espectador que parece que quieran invitarle a entrar en el cuadro. Son barcas rebosantes de flores, de músi-ca, de colores, de una vivacidad desbor-dante que desmiente el juicio en parte negativo de cierta crítica del pasado que todavía no tenía las bases para compren-der la energía fantasiosa de este pintor. De muy distinta extracción cultural es el que ha sido comúnmente considerado el

Giovanni Antonio Canal,llamado CanalettoCapricho arquitectónicocon figuras y estatua ecuestre (monumento a Colleoni)Óleo sobre lienzo150,5 x 134,9 cmColección Terruzzi

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gran angular, obteniendo una amplitud panorámica inusitada hasta entonces. Su colorismo se hace denso, más luminoso; como una mariposa de una crisálida ba-rroca, nace una luz diamantina y tersa: él la observa, la analiza, la aclara, la hace cristalina y la convierte en protagonista de la propia pintura. Si en el pasado se vio a Canaletto como el retratista de la topografía veneciana, está reconocido desde hace tiempo que su visualización de la ciudad es sólo aparentemente objeti-va. Su fidelidad al dato real no va más allá de la ejecución del dibujo, de numerosos dibujos, y en absoluto observados desde el mismo lugar: estos dibujos, yuxtapues-tos y añadidos en el estudio, darán luego vida a las vedute venecianas que todos co-nocemos y que muestran, en las distintas relaciones de perspectiva entre un edificio y otro, una realidad puramente virtual pero absolutamente poética. Si a esto se añade que el artista a lo largo de su activi-dad tiende a alejar el punto focal de la veduta, ampliando el campo visual con aquella óptica de gran angular casi exage-rada, es fácil comprender con cuanta más razón la atmósfera que rodea los elemen-tos urbanos se convierta en protagonista, y con ella la luz, que también en las som-bras adquiere una transparencia cristali-na. El éxito de estas vedute límpidas y lu-minosas proseguirá imparable hasta me-diados de los años cuarenta, años suma-mente prolíficos para el artista que tam-bién se estrenará, con un talento innato, en el campo de los aguafuertes. La dedi-catoria de esta colección –Vedute Altre pre-se dei Luoghi altre ideate…– a Smith, que en 1744 fue cónsul en Venecia, demuestra la relación entre el amigo-comitente y el ar-tista, y justifica también el hecho de que se dejase convencer por él para emigrar a Inglaterra, lo que ocurrirá en 1746. El

excéntrico que respondía al nombre de Owen McSwiny: éste, curiosamente tam-bién empresario teatral, había huido de Londres perseguido por sus acreedores, y se había refugiado en Venecia. De él fue la idea de encargar a artistas famosos en parte venecianos y en parte emilianos una serie de veinticuatro grandes telas, cada una realizada a tres manos, que represen-tasen las tumbas ideales de los hombres ilustres ingleses. Este proyecto, que fue acompañado, seguramente con fines pro-mocionales, de una publicación de graba-dos que llevaba por título Tombeaux des Princes, vio implicados entre otros y ade-más de Canaletto, a Pittoni, Battaglioli, Creti, Piazzetta, Cimaroli y los dos Ricci, los únicos que no aceptaron la colabora-ción de la tercera mano, y realizaron dos de estas telas ellos solos. Canaletto inter-vino realizando la parte arquitectónica de dos de estas «tumbas»: la de lord Somers y la del Arzobispo Tillotson, la primera con Piazzetta para las figuras y Cimaroli para la vegetación, la segunda con Pittoni para las figuras y de nuevo Cimaroli para la parte de paisaje. En estos años Cana-letto ya es un artista consolidado tam-bién en la veduta: la referencia a Carlevari-js, que ha pasado de los sesenta, para él es sólo un recuerdo; el pintor ya posee su propio lenguaje autónomo, hecho de «Plazas de San Marco» con pavimentos marrón-violáceos, de luces que abrazan los mármoles en un intenso contraste de claroscuros, en una construcción en pers-pectiva que ciertamente debe algo al uso de la cámara óptica, pero en su conjunto es todo un juego de regla y escuadra, con-vertido en fantástico por el esfumado de los colores. Pocos años después, se aleja de la interpretación vedutista del claros-curo piazzettesco y amplía la gama de los empastes, dilata el espacio con óptica de

Catherine Toft, que aparece en más de una de estas pinturas, era una de las can-tantes más famosas de la época y cuando dejó Inglaterra lo hizo acompañada de Marco Ricci; al llegar con él a Venecia se casó con Joseph Smith, el más poderoso coleccionista de su tiempo, protector y comitente no sólo de los dos Ricci, sino también y quizás más de Canaletto. El encuentro de Smith con este último pro-bablemente se remonta a mediados de los años treinta del siglo, cuando el artista se vio implicado en un excéntrico proyecto concebido por un personaje igualmente

en la realización de telones de fondo para el prestigioso Teatro Farnese. No sólo eso, sino que muchas de las más gustosas cari-caturas de Marco representan personajes de este ambiente, como los cantantes Faustina Bordoni y Sinesino. En Londres Marco proyectó escenografías para el Ita-lian Theatre de Haymarket y su familiari-dad con aquel mundo le permitió realizar aquellos deliciosos «Ensayos de Ópera» que son ante litteram el preludio de las ‘es-cenas de conversación’ de las que más tar-de, a partir de los años veinte, sería maes-tro William Hogarth. Otra curiosidad:

Giovanni Antonio Canal,llamado CanalettoCapricho arquitectónicocon gran arcoÓleo sobre lienzo150,5 x 134,9 cmColección Terruzzi

Settecento Veneziano3534

dole a una plasmación de los lugares casi metafísica, arrinconando el constante estudio atmosférico que estaba en la base de las enseñanzas de Canaletto para llegar a una insistente caracterización de la perspectiva de la veduta, con efectos de panorámica grandiosidad.

E n un par de años tanto Canaletto (1746) como Bellotto (1747) se ale-

jan de Venecia: el primero, salvo breves regresos, durante casi diez años, el se-gundo para siempre. El éxito de las obras de Canaletto produjo durante todo el siglo y más allá, un gran número de imitadores más o menos dotados, como Apollonio Domenichini llamado Me-nichino, identificado durante muchos años como «el Maestro de las Vedute Langmatt», activo en torno a mediados de siglo, Jacopo Fabris (1689-1761), Gian Francesco Costa (1711-1773) y Francesco Tironi (1745-1797). Pero entre sus discí-pulos más cercanos, que seguían en la ciudad para satisfacer la demanda de vedute venecianas, desempeñó un papel de mayor importancia Gian Battista Cimaroli (1687-1771). Había entrado en contacto con el maestro a principios de los años veinte, y al cabo de poco tiempo trabajará con él en la realización de las dos «Tumbas» para Owen McSwiny y ya en aquella época debía de ser considera-do un buen pintor ya que se le encargó también una tercera, en colaboración con Balestra y los hermanos Giuseppe y Domenico Valeriani. Al realizar vedute de Venecia Cimaroli interpreta fielmente la poética de Canaletto, con un tono sin embargo más burgués y cotidiano, con figuritas graciosas, rollizas, y un aliento general narrativo, nunca áulico. Esto se observa todavía mejor en las vedute inventadas, a menudo ambientadas a

discípulo que analiza y estudia constan-temente sus obras, «tan diligentemente y ejecutadas al natural, que – como escribe Guarienti, consuegro de Bernardo e his-toriador escrupulosamente atento – se requiere un gran entendimiento en quien quiera distinguirlas de las de su tío». Be-llotto, en efecto, absorbió inicialmente las enseñanzas de Canaletto hasta identifi-carse con él, tanto es así que todavía hoy se discute si atribuir a uno u otro algunas pinturas. Un consistente grupo de di-bujos ahora en el Hessisches Landesmu-seum de Darmasdt, entre ellos uno firma-do por Bernardo y fechado 1744, muestra como trabajaba el pintor que todavía no tenía veinte años: reproduce con fidelidad las vedute de su tío, especialmente las gra-badas, las estudia y las traslada a la tela con una pericia inaudita para sus pocos años. Pero al pintarlas las carga de som-bras, las hace más crudas y muestra en las figuritas, más delgadas y expeditivas, una aspereza reveladora. Sin duda un dis-cípulo tan hábil podía ser una presencia molesta para Canaletto y las relaciones entre los dos no tardaron en deteriorarse. Carácter sombrío y difícil, susceptible y propenso a momentos de depresión, Bernardo abandona muy pronto no sólo el taller de su tío, sino también la ciudad de Venecia e inicia su peregrinaje prime-ro en Italia y después, de corte en corte, en el extranjero, en Dresde, en Viena, en Munich, y por último en Varsovia, donde muere en 1780. El alejamiento de Venecia coincide con un decidido cambio de su estilo: aquellas sutiles diferencias respecto al maestro perceptibles desde el principio de su actividad –el sombreado más crudo, la luz más álgida, la gama cromática que vira hacia tonos más fríos y verdosos– se convierten en elementos característicos de su vocabulario expresivo, conducién-

distinto del de sus obras universalmente conocidas, sin comprender que la adhe-sión sentimental del artista al nuevo tema reproducido formaba parte de aquel fenó-meno de natural empatía que experimen-taba frente a cada lugar que debía inmor-talizar: así ocurre en el recuerdo de las ruinas romanas, así frente al agua y a las arquitecturas de su propia ciudad, así fi-nalmente observando y traduciendo las luces tan distintas del territorio inglés. Desde estos años, y más tarde después de regresar a Venecia, Canaletto vuelve al capricho, como si a través del ensamblaje de elementos reales y fantásticos sintiese nuevamente la llamada de las extravagan-cias escenográficas de su juventud.

D iez años antes de marcharse a In-glaterra, Canaletto tuvo a su lado

durante unos años al hijo de una de sus hermanas, Bernardo Bellotto (1721-1780); se trataba de un joven muy prometedor que a los diecisiete años ya estaba inscrito en la Cofradía de Pintores Venecianos, un

mercado de Canaletto siempre fue más internacional que local y en buena parte inglés; la compleja situación política in-ternacional debida a la guerra de sucesión austríaca había reducido drásticamente el número de turistas en Venecia y, por con-siguiente, habían disminuido los encar-gos. A un agudo observador del mercado como era Smith esto ciertamente no po-día pasarle desapercibido y es comprensi-ble por tanto que sugiriese que su mejor artista fuera a buscar a los clientes direc-tamente, in situ. Canaletto permaneció en Londres, salvo dos breves estancias en Venecia, desde la primavera de 1746 hasta finales de 1755. A pesar del éxito, la estan-cia londinense del artista no fue del todo serena: corría el rumor de que no se trata-ba del verdadero Canaletto, sino de su sobrino Bellotto, hasta el extremo de ver-se obligado a desmentirlo públicamente en los periódicos locales. La perplejidad de los malévolos se basaba en el hecho de que en las obras realizadas en Londres Canaletto mostraba un registro tímbrico

Bernardo BellottoCapricho con «La expulsiónde los mercaderes del templo»Capricho arquitectónicocon figuras y autorretratoÓleo sobre lienzo154 x 114 cmColección Terruzzi

Settecento Veneziano3736

Canaletto o de Guardi, como los dos Grubacs, Carlo y Giovanni, como Vin-cenzo Chilone y Francesco Zanin. De una consistencia muy distinta, y trabajando a caballo entre los dos siglos, es un artista polifacético nacido en Friul, Giuseppe Bernardino Bison (1762-1844). No puede ser una casualidad que también él, como los mejores artistas venecianos, nazca escenógrafo y decorador. En sus obras de caballete propone una visión actualizada de la veduta, hecha de personajes que se convierten en protagonistas, de trajes elegantes y tocados esmerados, como si en su óptica quisiese representar sobre todo la vida de la sociedad de su tiempo, confiriéndole un valor similar a la del ele-mento urbano en el que la integra.

C on Giuseppe Bernardino Bison por una parte y con Gian Domenico

Tiepolo por otra se cierra la gran aventu-ra del Settecento veneciano, un siglo que vio cambios impensables, revoluciones semánticas, una producción pictórica de inconmensurable alcance que llevó a Venecia al primer puesto entre las fraguas del arte internacional. Como dos siglos antes con Tiziano, Tintoretto y Veronés, el mundo europeo vuelve a hablar vene-ciano, en un contexto político diferente, ciertamente, con un estado que ya no infunde un particular respeto, ni expresa un particular prestigio, pero que de todos modos siempre intriga y fascina como las aguas espejeantes de sus lagunas, como las ilusorias «imágenes» de Canaletto y los sueños imposibles de Tiepolo.

comitentes que no podían permitirse los altos precios de Canaletto. Si ésta es una posible respuesta a la evolución del artis-ta desde el figurismo y la copia al vedu-tismo, es absolutamente cierto que del pincel del pintor, aunque partiendo de premisas de Canaletto, surgió una ima-gen de Venecia de un nivel poético nuevo y sublime. La inmensa producción de Guardi, hecha en general de telas de pe-queñas o medianas dimensiones, a veces puede parecer repetitiva y realizada casi a escala industrial; pero a medida que ad-quiere mayor seguridad e independencia creativa, se observa en sus telas un nuevo valor, extremadamente personal que se libera de la servil imitación de Canaletto para formular una renovada concepción de los espacios, construidos de forma irreal, con modulaciones fantásticas, y donde la realidad deviene apariencia de sí misma, gracias a una luminosidad que tiende al plateado y a los colores refina-dos y preciosos aplicados con la punta del pincel, a pequeños toques, brillantes y nerviosos. También Guardi tuvo segui-dores e imitadores, que más bien podría-mos llamar falsificadores. Pocos nombres destacan de esta legión inútil y mecánica, entre los que podríamos a citar a su hijo Giacomo (1764-1835), dócil transcriptor del padre, pero a veces agradable, sobre todo en aquellos pequeños cuadros don-de reproduce los islotes de la Laguna o las ya sólo turísticas fiestas venecianas. Pero con este pequeño artista ya hemos entra-do en el siglo siguiente donde no faltarán postreros divulgadores de la poética de

pequeños toques, formase parte más bien de una personal exigencia artística que veía en estas manchas de materia el rostro auténtico pero soñador de su ciudad. En 1744, con treinta y cuatro años, Michele Marieschi muere; su vida, como su acti-vidad de pintor, pasó como un meteorito sobre Venecia, dejando abandonados a todos los que apreciaban su arte, que eran muchos; pero su estudio todavía está lleno de sus grabados, de sus dibujos, de sus cuadros: un cheque en blanco que habría sido un delito no aprovechar. Un año después de su muerte, en efecto, su aprendiz Francesco Albotto (1721-1757) se casa con su viuda, adquiere el taller e ini-cia una producción-imitación que sólo ha sido esclarecida recientemente. Las vedute de Albotto se basan siempre en prototi-pos de Michele, pero nunca alcanzan su nivel poético. Se advierte en ellas, a pesar de una discreta calidad, la ausencia de la invención, el toque del genio, se percibe en fin que son la traducción en prosa de un lenguaje poético demasiado elevado, en el que, con otro talento y aliento, sabrá inspirarse Francesco Guardi.

H ermano de Gian Antonio, Fran-cesco Guardi (1712-1793) también

se adapta inicialmente a la producción de copias para el taller de la familia, pero no tarda en comprender la potencialidad profesional del vedutismo en unos años en que, muerto Marieschi y no teniendo nada que enseñar Albotto, podía haber un espacio importante para vedute que colmasen los anhelos de los turistas y los

orillas del río Brenta, a lo largo del cual serpenteaban algunas de las villas cam-pestres más hermosas de los venecianos notables. Aunque sus vedute no alcancen la transparente elegancia de las de Ca-naletto, Cimaroli supo realizarlas con afectuosa diligencia a veces un poco gra-ve, pero a menudo con una inmediatez fresca y seductora.

U n pintor que como Canaletto, del que tal vez fue discípulo, se acerca

a la veduta después de una floreciente actividad de escenógrafo es Michele Ma-rieschi (1710-1744). Su estilo no refleja completamente el del maestro, como en el caso de Cimaroli, sino que confiere un carácter muy particular a la veduta, defi-niendo una imagen más teatral y con una perspectiva extremadamente audaz, con forzamientos de gran angular que condu-cen a una visión fantástica, casi onírica, de la ciudad. Al describir los espacios representados Michele se detiene en los detalles, dibuja con atención las fugas de la pavimentación, el resquebrajamiento de un muro, en una búsqueda minuciosa y minimalista. Su materia está aplicada a grandes manchas, como con la yema de los dedos: Marieschi es de hecho uno de los pocos pintores de los que conocemos, como han revelado las radiografías, las huellas dactilares. Al parecer padecía una grave artritis en las manos y por tanto, en la última fase de su breve vida, no conse-guía sostener el pincel. Resulta atractivo pensar en cambio que este restregar el color sobre la tela, con mano suelta y a

Obras en exposición

Settecento Veneziano4140

La obra aquí expuesta es un sublime ejemplo de la producción de Bellucci ela-borada, muy probablemente, poco antes de abandonar Venecia hacia Viena: se aprecian, de hecho, todavía las lecciones de Zanchi, en el escorzo de las figuras, en el planteamiento teatral de la composi-ción, y en la costumbre de cerrar la escena por un lado con una figura sentada y, por el otro, con una de espaldas creando así los dos bastidores de un escenario. Respecto a la cronología de la pintura, destaca el análisis realizado por Magani en 2004 que confirma la datación de la obra un poco antes de la última década del siglo xvii.

En esta obra de su primera madurez, como en su pareja, resulta evidente, según subraya Magani (1995) «la asimi-lación de ciertas elegancias de Pietro Liberi, que lo dirigen hacia un ritmo más desenvuelto y a un uso del color más cálido y luminoso» respecto a las características del estilo de Zanchi. Tam-bién se aprecia ya en esencia una latente relectura de la poética veronesiana, que será transformada en lenguaje verdade-ro primero por Sebastiano Ricci, y más tarde por Gian Battista Tiepolo. Bellucci entendió, quizá de manera inconsciente, que el despertar de la pintura veneciana sería vigoroso si se sabía recoger y con-vertir en actual y moderna la vital ele-gancia de Caliari. [as]

Bibliografía: Magrini, 1855, p.53; Mi-nozzi, 1902, p. 11; Onagro, 1912, p. 103; Tarchiani, 1922, p. 35; Pallucchini, 1946, p. 163; Pilo, 1959, p. 33; Pilo, 1959-69, pp. 129-130; Barbieri, 1962, pp. 38-41; Pilo, 1963, pp. 131; D’Arcais, 1964, p.102; Ballarin, 1982, p. 19; Schiavo, 1989, p. 81; Schiavo, 1990, p. 343; Mies, 1992, p. 16; Magani, 1994, p.21; Barbieri, 1995, p. 108: Magani, 1995, pp. 76-77; Pietrogiovanna en Capolavori… , 1998, p. 107, n. 46b; Villa en Palazzo Chie-ricati, 2004, p. 61; Magani en Avagnina, Bigotto y Villa, 2004, pp. 252-254.

jandro que, tras la desaparición de Darío en la batalla de Isso, acoge con premura a la mujer y los dos hijos del rival, que se postran a sus pies (Curzio Rufo, Historiae Alexandri Magni), mostrando con este ges-to clemencia y nobleza de ánimo.

Antonio Bellucci fue uno de los artistas venecianos más representativos del pe-ríodo comprendido entre los siglos xvii y xviii; el primero, en las postrimerías de siglo, que comprendió la importancia de salir de Venecia para promocionar su arte y abrirlo a múltiples experiencias. Ale-jado muy joven de Venecia para prestar servicio militar en Dalmacia, volvió con casi veinte años habiendo aprendido las primeras nociones de la pintura. A pesar de que, estilísticamente, pueda llegársele a considerar discípulo de Antonio Zan-chi, su ámbito fue el internacional. Sus relaciones con la corte y el clero vieneses, con el príncipe palatino Johann Wilhelm Pfalz-Neuburg y el elector de Maguncia Lothar Franz von Schonborn le valieron fama y honor, aunque lo tuvieron ale-jado de su tierra –salvo algunas fugaces visitas- por espacio de casi treinta años, teniendo en cuenta también la larga es-tancia del artista en Inglaterra que duró hasta 1722. De vuelta a Venecia después de tanto tiempo, con aproximadamente setenta años, Bellucci se retira a Pieve di Soligo, lejos de una ciudad con la que cada vez se muestra menos tolerante. Hombre de difícil carácter, un black man, como lo definió George Vertue, Bellucci transmite, sin embargo, en sus telas un mundo elegante y cristalino, definido por una pintura de claroscuros pero de to-nalidades tímbricas, impregnada de luz, atenta a los detalles y a los elementos de naturaleza muerta, y que se convirtió en modelo a seguir tanto para sus coetáneos, como Antonio Balestra, como para otros más jóvenes, como Jacopo Amigoni, que se formó junto a él en Alemania y del que aprendió aquella curiosidad por el mundo más allá de Venecia, sobre el que proyectar el propio talento artístico.

Antonio Bellucci(Venecia, 1654 – Pieve di Soligo, 1726)

La familia de Darío ante AlejandroÓleo sobre lienzo167 x 221 cmMuseo Cívico, Vicenza

E sta pintura y su pareja que re-presenta La clemencia de Escipión,

llegaron al Museo Cívico de Vicenza tras la donación de Paolina Porto Godi en 1826, siendo mencionado por primera vez en un catálogo impreso de la pinacoteca en 1855. Aceptando la habitual inter-pretación iconográfica, no está de más recordar que podría, como efectivamente sucede con su pareja, narrar un episodio procedente de las Historiae de Tito Livio (hacia 27 a.C.). Precisamente se trataría del episodio en que el condotiero Coriola-no, a punto de atacar Roma, es disuadido de hacerlo por las plegarias de su madre Veturia y de su mujer Volumnia, que han acudido a su campamento con sus dos hijos. Esta lectura aludirá a la extraordi-naria fuerza de los lazos familiares, que llegan a contener los deseos imperiosos del condotiero en beneficio de un fin más sublime, relacionándose todavía más, con el tema del lienzo que acompaña a la presente y que narra el noble gesto de Es-cipión que, habiendo recibido como bo-tín de guerra una bella muchacha, supo privarse de ella para entregarla al legítimo enamorado. La interpretación habitual ve en el relato la magnanimidad de Ale-

[ Cat. 1 ]

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[ Cat. 2 ]

de veinte años después (Sotheby’s, 24 de abril de 2008, n.87) para entrar a formar parte de la Colección Terruzzi. De esta obra, desconocida por la crítica hasta su aparición en el mercado estadounidense, se conoce una versión de dimensiones algo mayores (159 x 140 cm) en la Bilderga-lerie de Sanssouci, en Potsdam (inv. g.k.i. 50446). Esta pintura se encontraba en la colección del castillo prusiano después de 1945, atribuida a Gian Battista Pittoni. Expuesta 1963 identificada como obra de Balestra por Ivanoff (comunicación en el Museo) y publicada como tal por Palluc-chini, que encontraba en ésta «una de las obras más representativas de la madurez del artista» (1981, I° p.388, II° fg. 1273). La pintura aquí expuesta se relaciona con otros Nacimientos celebérrimos de Bales-tra, como el de la iglesia de San Zacarías en Venecia – con una composición de plumas, nubes y luces-, en el que la atmós-fera epifánica se subraya con una paleta esmaltada, donde los blancos, los rosas y los azules se encienden de pronto como por encantamiento. Recuerdos de Maratta impregnan la composición, así como la luminosidad acentuada encuentra raí-ces en las lecciones de Correggio, al que tanto admiró el artista durante un viaje a Emilia buscando comprender mejor a los grandes maestros de aquella tierra, como Carracci, Gian Gioseffo del Sole y, sobre todo al propio Correggio.

La ambientación nocturna de estas Adoraciones es ciertamente una de las cuestiones que más fascinaron al artista: la luz sobrenatural que ilumina la escena y la languidez de un barroco algo inde-finido que palpita en el ambiente y gira inconscientemente hacia un rococó emer-gente, son elementos que hacen mágicos en Balestra la interpretación de este tema y obras como la que nos ocupa. [as]

Bibliografía: Ghio y Baccheschi, 1989, p.199, n.40, fg. p. 249; Scarpa, 2008, p. 282, n. 88.

Adoración de los pastores, donde el contras-te de claroscuros subraya y evidencia la fuerza de la epifanía relatada y contex-tualiza cada uno de los fragmentos fun-diéndolos en una única y mágica poesía. Un potente foco de luz ilumina a la Ma-dre con su Niño en brazos, concentrando sobre ella la atención del espectador; en-torno a ella se disponen, como en un cír-culo, los personajes secundarios: José, los pastores y los animales, acariciados, defi-nidos, modelados por líneas luminosas, afiladas y fulminantes. La obra resulta un fragmento de una pieza teatral emo-tivamente acogedora y sutilmente melo-dramática. «Es del poeta el final la mara-villa», escribía Marino un siglo antes, y esta frase se convierte, en cierto sentido, en manifiesto de la cultura barroca: en la luz de Balestra, en su paleta encendida y contrastada, en los rojos que encienden los rostros y los labios, en los músculos miguelangelescos de algunas figuras, y a la vez, en la increíble dulzura de ciertas fisionomías femeninas, que convierten la «maravilla» en lenguaje.

El lienzo fue subastado en Nueva York en 1985 (Sotheby’s, 13 de marzo, n. 23), fue publicado por primera vez por Ghio y Baccheschi (1989, p.199, n.40, fg. p. 249) y apareció en el mercado londinense más

Antonio Balestra(Verona, 1660-1740)

Adoración de los pastores Óleo sobre lienzo108 x 89 cmColección Terruzzi

N acido en Verona en el seno de una acomodada familia de comer-

ciantes de origen bergamasco, Antonio Balestra tuvo de niño la oportunidad de estudiar en los Padres Jesuitas, ad-quiriendo una formación cultural que se hace visible tanto en sus obras, como en la abundante correspondencia que mantuvo con estudiosos y literatos de la época, como Lione Pascoli, el padre Pe-llegrino Orlandi, Giuseppe Maria Tasso o Francesco Maria Gaburri. Dada su facili-dad para el dibujo se le permite, a la edad de quince años, entrar en el taller de Gio-vanni Ceffis, un mediocre pintor que en aquellos años gozaba en Verona de una cierta consideración. Un año después, la muerte de su padre le obliga a abandonar los estudios para dedicarse a la empresa familiar. En 1687 decide por fin dedicarse exclusivamente a la pintura y se trasla-da a Venecia para asistir a la escuela de Antonio Bellucci, uno de los más presti-giosos artistas del momento. Si Balestra adquirió las primeras nociones de la pin-tura con un pintor de provincias como Ceffis, fue junto a Antonio Bellucci con quien perfeccionó su aprendizaje; y fue quizá el mismo maestro, con quien estu-vo durante casi tres años, quien lo em-pujó a abrir sus propios horizontes visi-tando Roma y Nápoles, lugares donde se podían percibir, mejor que en Venecia, las tendencias artísticas más innovadoras. De la experiencia romana que duró más de seis años, el pintor veronés sale refor-zado y más rico en cuanto a las texturas de los personajes; imprimió en ellos una teatralidad que sumada a un inagotable gusto por el color, permitió al pintor al-canzar un estilo muy personal en el que la luz asume un preponderante valor.Lo apreciamos, mágicamente, en esta

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marqueses Gabrielli en Monte Giordano –Roma, el actual Palazzo Taverna; pero sobre todo trabajó para el cónsul inglés Joseph Smith, quien siempre le tuvo en gran estima, pintando el ciclo del Nuevo Testamento que hoy se encuentra entre las colecciones reales inglesas. Hacia fi-nales de los años veinte pintó el cuadro de altar con el Éxtasis de santa Teresa para la iglesia de San Girolamo degli Scalzi en Vicenza. Entre sus últimas obras hay que citar los cuadros de altar para las iglesias de los Gesuati y de San Rocco en Venecia y para la Karlskirche en Viena. Murió en Venecia el 15 de mayo de 1734.

La Venus aquí expuesta, estilísticamente puede situarse en torno a los años de la estancia florentina de Sebastiano (1705–1707) o un poco antes, cuando ya empe-zaba a tener relaciones con el sector más culto de la corte medicea. También es posible que el lienzo, teñido de símbolos, fuese pintado expresamente para el gran príncipe Ferdinando de Médici, mecenas de gusto refinado, que tanto estimaba a Ricci desde hacía muchos años. La estre-cha relación entre ambos la corrobora el hecho de que el príncipe no sólo aprecia-ba la pintura de Ricci, sino también sus consejos, encomendándose a él para in-crementar su colección de obras de arte.

La pintura, que en los años setenta del siglo pasado se encontraba en la Colec-ción Alessi de Trieste, pasó al mercado anticuario después de 1976 y entró a for-mar parte de la actual colección. Puede compararse, por la calidad excepcional y el planteamiento compositivo, con otra obra de Ricci del mismo tema que se encuentra en la Pinacoteca Martini de Ca’ Rezzonico en Venecia, de la que pa-rece anticipar la pose de las figuras y las elecciones cromáticas. Observando los detalles, el paralelismo se hace todavía más evidente tanto en la elección de las joyas que adornan a la diosa –la joya que le embellece el brazo, el collar de perlas y el brazalete de la muñeca– como en los

sensual y lúdica, más propia de un ar-tista como Sebastiano Ricci. De hecho no hay calaveras, ni oropeles macabros: una mujer de gran belleza se mira en el espejo, mientras un niño se divierte con el más efímero de los juegos; en la parte opuesta aparecen un cetro y una coro-na, símbolos del poder, que el transcur-so del tiempo y la caducidad de la vida hacen vanos. [as]

Bibliografía: Daniels, 1976, n.429; Daniels, 1976b, n.129; Scarpa, 2006, p. 196, n.154; Scarpa, en Rigon 2006, pp.21-27; Scarpa, 2007, n.II 5; Scarpa, 2008, p.267, n.54.

admirable techo que pintó en el Palazzo Colonna. Dejó Roma en 1695 y antes de volver a Venecia estuvo una temporada en Milán para pintar los frescos de la iglesia de San Bernardino alle Ossa. En los años entre siglos el artista decora algunos de los edificios religiosos y seculares más prestigiosos de Venecia, pero también acude a la llamada del emperador de Aus-tria, trasladándose a Viena para realizar el techo de Schönbrunn, y a la invitación desde Florencia de los condes Marucelli para encargarse de la decoración de todo el palacio familiar.

En 1712 se dirige a Londres en compañía de su sobrino Marco, donde trabaja para algunos de los mecenas ingleses más cul-tos como lord Burlington y lord Portland. Fue tal su éxito en Inglaterra que, de re-greso a Venecia en 1716, pudo permitirse comprar una prestigiosa vivienda en las Procuratie Vecchie, junto a la plaza de San Marco. En 1718 pasa a ser miembro de la Académie Royale de París con la que había entrado en contacto a su regreso de Londres. En la tercera década del siglo xviii realizó junto a su sobrino Marco numerosos lienzos para la familia turi-nesa de los Saboya y para el palacio de los

gustó a los grandes artistas venecianos, y no venecianos, a partir del siglo xvi. La imagen del amorcillo jugando con las pompas de jabón subraya la bre-vedad de la vida y la caducidad de la belleza, según una simbología propia de la vanitas basada en la frase de Varrone (Rerum rusticarum De Agri Cultura, I) «Est homo bulla». Teniendo en cuenta que desde el Renacimiento dicha alegoría estaba representada como una mujer desnuda, sentada o acostada, y que el tema después se fundió con el de la «Ve-nus yacente», se deduce que el signifi-cado intrínseco de la pintura puede ser justamente una vanitas, pero iluminada,

Sebastiano Ricci(Belluno, 1659 – Venecia, 1734)

Venus, Cupido y sátiroÓleo sobre lienzo110 x 144 cm

Colección Terruzzi

P intor, fresquista y dibujante de excepcional habilidad, Sebastiano

Ricci nace en Belluno el 1 de agosto de 1659. Desde muy joven frecuenta en Ve-necia el taller de Cervelli y de Mazzoni, pero a comienzos de los años ochenta ya está en Bolonia donde entra en contacto con Carlo Cignani, del que será discí-pulo, y Ferdinando Bibiena, con el que trabajará en la decoración del Oratorio de la Madonna del Serraglio, cerca de Parma, y más tarde en las escenografías para la boda del hijo del duque Ranuccio II Farnese, quien le encargó también la glorificación de su abuelo, el papa Paulo III. Con una «licencia de familiaridad» concedida por el duque de Parma, Sebas-tiano se trasladó a Roma donde, viviendo en el Palazzo Farnese, pudo aprender las lecciones de Annibale Carracci y de Pietro da Cortona, construyéndose así un gran bagaje cultural que no le abandonó jamás, dejando como prueba de su arte el

análogos colores de las telas sobre las que descansa: blancos con claroscuros, rojos rosados y azul cobalto. A pesar de la indudable proximidad entre las dos obras, en la pintura de la Pinacoteca Martini el ritmo es sosegado y hierático, mientras que en el lienzo que nos ocupa se desprende un mayor dinamismo, un gusto narrativo más vivaz y hasta di-vertido, particularmente explícito en la figura del amorcillo.

El artista reproduce aquí –obsérvese el fauno que sostiene el espejo en el que se refleja la imagen de la diosa– la icono-grafía de la toilette de Venus que tanto

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ciertas soluciones experimentadas en los mismos años por François Le Moy-ne. Puede ser casualidad o una señal del gusto de la época, pero en el mismo año, 1798, con un intervalo de un mes y dos días –Sebastiano el 28 de mayo, François el 30 de junio– ambos pintores ingresaron en la Academia de Francia.

Respecto a las obras de la segunda década se observa una mayor madurez, una peri-cia compositiva y cromática que, junto a una decidida concesión al gusto rococó, aconsejan retrasar la cronología de la pintura algunos años hasta mediados de los años veinte. Así lo sugiere además el interesante parecido de la fisonomía de Venus con la de la protagonista del Rapto de Europa y con otras del ciclo decorativo del Palazzo Taverna en Roma realizadas aquellos años, y la similitud del lebrel a la izquierda del cuadro con el pintado en Diana, igualmente en el Palazzo Taverna, y del que parece casi un calco. Asimismo esta datación se apoya en el estrecho parecido del lienzo con una versión muy similar, aunque probablemente posterior, hoy en una colección privada italiana, que aparece en el inventario del mariscal von der Schulemburg (óleo sobre lienzo, 74 x 88 cm). En esta colección el lienzo iba acompañado de una pareja que represen-taba Diana y Marte cuyo actual paradero se desconoce. [as]

Bibliografía: Scarpa, 2006, pp.196-197, n. 155; Scarpa, 2007, n. II 18 ; Scarpa, 2008, p. 268, n. 57.

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sus fatales flechas. Fue un amor de tris-te destino: durante una partida de caza Adonis fue mortalmente herido por un jabalí y Venus, desesperada, imploró y obtuvo de Proserpina, reina de los infier-nos, que su amado pudiese regresar cada año, al menos durante seis meses, a la tierra. Sebastiano capta el momento tier-no y cariñoso del encuentro entre los dos amantes, aunque en realidad, la pasión de Venus no fue correspondida por Adonis mientras estuvo vivo.

La ternura de la mirada con la que la diosa acaricia al joven acompaña el gesto abiertamente rococó con el que le adorna sus cabellos; el entrelazarse de manos y brazos de los dos protagonistas forma un círculo musicalmente mágico en torno a sus rostros; la carita puntiaguda de ella nos remite a fisonomías típicas de los años inmediatamente sucesivos al regreso del artista de Inglaterra, fisonomías que incorporan, tal vez inconscientemente,

Sebastiano Ricci

Venus y AdonisÓleo sobre lienzo105 x 151,5 cmColección Terruzzi

P rocedente de una colección privada francesa, la pintura se subastó en

Sotheby’s Mónaco el 21 de junio de 1986 (lote 21). En ella se ilustra el relato de Ovidio sobre el mito de Venus y Adonis (Metamorfosis, X, 524-559). El poeta narra la historia del bellísimo joven, nacido de la relación incestuosa del rey de Chipre, Cinica, con su hija Mirra y criado por la vieja nodriza de ésta, Lucina, y por las ninfas de los bosques después de que la madre, superada por la vergüenza, había suplicado a los dioses para que la hiciesen desaparecer y había sido transformada en árbol. Venus se enamoró perdidamente de él nada más verle, porque poco antes, mientras abrazaba a Cupido, había sido involuntariamente alcanzada por una de

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gonistas en un diálogo emotivamente es-trecho y partícipe. También el color parece participar en este movimiento vortiginoso; del monocromo fondo oscuro que todo lo unifica, emergen aquí y allá, inéditos rayos de luz que se encienden de blanco y de rojo, como de rebote, sobre los ropajes de san Vital y de la Virgen, en los guantes y el gorro de san Gregorio, en los blancos de la bandera, del pañito sobre el que descansa el Niño y de la túnica del papa.

Un dibujo de Fragonard, realizado du-rante su estancia en Italia y grabado por el abad de Saint-Non, vuelve a presentar el angelito sosteniendo el báculo en el centro de la escena; el hecho de que esta figura no aparezca en el gran cuadro reve-la que el artista francés también conocía el boceto farnesiano (P. Rosemberg y B. Brejon de Laverngée, 2000, p. 365, n. 5).

En el Kunsthistorisches Museum de Viena se encuentra una pintura que fue atri-buida en el pasado a Ricci y considerada también un boceto para la gran pintura, ahora en París. Se trata, sin embargo, de una obra de Francesco Fontebasso, uno de sus discípulos más aventajados, a quien también se debe un dibujo de la Royal Library de Windsor que reproduce toda la composición y el grabado, y de los cuales se evidencia que el cuadro en origen debía de ser ovalado en la parte superior. [as]

Bibliografía: D’Aloe, 1853, p.454; De Ri-naldis, 1911, pp. 474-475, n. 522; Voss, 1922, p.437; De Rinaldis, 1928, pp. 266-267, n. 210; Goering en Thieme y Becker, 1934, p. 253; Donzelli, 1957, p. 202; Ghidiglia Quintava-lle, 1961, p. 452, nota 10; Molajoli, 1964, p. 61; Daniels, 1976¹, n. 257; Daniels, 1976², n. 515; R.Causa, 1982, p. 151; A.Ghidiglia Quin-tavalle, [1976], p.119 y nota 19; R.Causa, 1982, p. 151 E. Martini, 1982, p.476 nota 49; C. Syre, en Cat. Monaco, 1987, n.5; M. Ma-grini, 1988, pp.224-225; A. Rizzi, 1989, p.190, n.66; R. Pallucchini, 1995, p.58; D.M. Paga-no, en N. Spinosa, 1995, pp. 42-43; Scarpa, 2006, pp. 254-255, n. 310.

versalmente aceptada, parece claro que al plantear las dos pinturas el artista había concebido una análoga visión de conjun-to. La correspondencia entre el artista y el comitente del cuadro bergamasco Gia-como Tassis revela además la existencia de alguna divergencia de opinión entre Ricci y quien le daba instrucciones para la pintura de Bérgamo. Es sabido que el pintor en diferentes ocasiones tuvo que efectuar algunas «correcciones» de las que tal vez no era particularmente entu-siasta (cfr. G. Bottari y S. Ticozzi, Raccolta di lettere…, 1759, vol. III, nn. 184, 187-189, vol. IV, nn. 61-67; J. Derschau, 1922, pp. 128-133, 170). No se descarta, por tanto, que haya utilizado para el cuadro de altar de Parma, ahora en París, una primera idea compositiva de este tema que a él personalmente, sin condicionamientos, le pudo parecer más correcta y poética.

Existía un segundo boceto del retablo, dado a conocer por Goering (1934, p. 235; véase también A. Ghidiglia Quintavalle, 1961, 452 nota 10; Scarpa, 2006, p. 254), albergada en el Friedrich Museum de Magdeburg pero fue destruido durante la segunda guerra mundial. Respecto al ejemplar napolitano, que posee la esplén-dida viveza de la primera idea, realizada sin arrepentimientos, éste aparece, por la foto de archivo, mucho más próximo a la ejecución final y parecería una de aquellas pruebas acabadas que el artista, o un dis-cípulo bajo su supervisión, solía realizar –como ocurrió con el cuadro de altar de Sant’Alessandro della Croce en Bérgamo– durante la ejecución de grandes obras oficiales, no tanto preparatorias sino con-temporáneas, casi como un recuerdo o un testimonio.

El boceto de Capodimonte presenta bas-tantes diferencias respecto a la obra final, empezando por la construcción en forma de equis que se aprecia en el retablo y de la que sin embargo en el boceto no hay indi-cio: la composición se resuelve en un movi-miento centrípeto que abraza a los prota-

Sebastiano Ricci

El Papa Gregorio Magno y san Vitalinterceden por las ánimas del PurgatorioÓleo sobre lienzo90 x 65 cmMuseo di Capodimonte, Nápoles

A unque catalogada como obra de Sebastiano Ricci en el inventario

farnesiano del Palacio Ducal de Colorno de 1734, en los sucesivos inventarios bor-bónicos la pintura fue atribuida primero a Gian Battista Tiepolo (1806 y 1816) y luego a Sebastiano Conca (1852 y 1870), autoría con la que fue catalogada también en la prime-ra edición de la «Guida Illustrata del Museo Nazionale di Napoli» de De Rinaldis (1911, n. 522). La restitución a Ricci por parte de Voss (1922, p. 437) fue aceptada universalmente a partir del nuevo catálogo del mismo De Rinaldis (1928, pp. 266-267, n. 210).

Con Voss de todas formas surgió un equí-voco que iba a durar bastante tiempo: el estudioso, en efecto, aunque evidencian-do las diferencias compositivas, relacio-naba esta obra con el cuadro de altar del mismo tema realizado por Ricci para la iglesia de Sant’ Alessandro della Croce en Bérgamo entre 1730 y 1731, cuyo comiten-te fue el conde Giacomo Tassis, presiden-te de la Fabbriceria di Sant’Alessandro en Bérgamo. Los dos bocetos conocidos de este cuadro se conservan en el Staatliche Museen de Berlín y en una colección pri-vada desconocida que lo adquirió en la Galería Orsi de Milán.

El modelo napolitano prepara el cuadro realizado por Sebastiano para el altar ma-yor de la iglesia de San Vitale de Parma, requisado en época napoleónica y traslada-do a París, donde todavía se encuentra, en la iglesia de Saint Gervais y Saint Protais.

La gestación de los dos cuadros de al-tar, así como de los respectivos bocetos, parece estrechamente relacionada tanto estilística como compositivamente. Más allá de la cronología casi coetánea uni-

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no podía conocerla directamente. En cambio el ejemplar de Grimani, pese a considerarse una réplica, permaneció en Venecia hasta que en 1747 fue adquirido por Augusto III para la Galería de Dresde.

Cristo y la cananea representa un episodio narrado tanto en el Evangelio de Mateo (15, 21-28) como en el de Marcos (8, 24-30) ocurrido en la región de Tiro y Sidón, habitada sobre todo por gentiles. Jesús, al acercársele una mujer que le imploraba que curase a su hija endemoniada, puso a prueba su fe señalando que su misión «era para las ovejas perdidas de la casa de Israel» y que no estaba bien «tomar el pan de los hijos y echarlo a los perr0s». Sin embargo, lejos de desistir, la mujer tuvo el ánimo de replicar: «aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos». Y semejante modestia y fe Aikolz había pasado a la Gallería Sanct

Lucas (1969) y en 1972 a Kurt Meissner en Zurich. Como los prototipos del Museo de Capodimonte, también estas dos co-pias, dadas a conocer por Pilo (1976, p.73), pueden fecharse hacia mediados del ter-cer decenio del siglo xviii. [as]

Bibliografía: Polizzi, 1874, p.53, n.12; Mo-naco, 1874, p.226, n.50; Galanti y Polizzi, 1882, p.259, n.50; Migliozzi, 1884, p.179, nn. 48, 50; Monaco, 1884, p.250, n.50; Pa-llucchini, 1950, pp.214-215; Molajoli, 1960, p.61; Daniels, 1976¹, n. 259 a-b; Daniels, 1976², nn.472, 474; Pilo, 1976, pp. 73 y 99 nota 158; Causa, 1982, pp.131, 150; Bertini, 1987, p.291; Antonova, 1995, p.195; Pagano, en Spinosa, 1995, p.41; Scarpa, 2006, pp. 253-254, nn.308-309.

de fe, Cristo se conmovió y le dijo: «vete, aquello en que has creído ocurrirá» y dicho esto, obró el milagro.

Al observar la iconografía tradicional, Ricci reproduce literalmente soluciones de Veronés, de hecho compositivamente la pintura está inspirada en la análoga de Paolo que se encontraba en la Casa Contarini de Padua –ahora en el Museo del Prado de Madrid, aunque tiene aún mayor parecido a la versión poseída por Antonio Grimani en su Palazzo «ai Servi» de Venecia, grabada por Pietro Monaco en su Raccolta (ed. 1743, n. 9; ed. 1763, n. 67; véase D. Apolloni, 2000, pp. 250-251), y ahora custodiada en la Gemäldegalerie de Dresde. Esta segunda opción es la más probable, ya que la pintura veronesiana de los Contarini viajó a España posible-mente ya en el siglo xvii y por tanto Ricci en términos iconográficos sino también y

principalmente compositivos.

La presencia de estos lienzos en los inven-tarios Farnese, como también del boceto de San Gregorio Magno y san Vital interce-diendo ante la Virgen por las ánimas del Pur-gatorio, confirman la hipótesis de la exis-tencia de un lapso temporal en las rela-ciones entre el artista y la corte de Parma, que no se limitó a los años precedentes al nuevo siglo, sino que debió prolongarse durante toda se trayectoria artística.

En el Puškin Museum de Moscú (inv. 205) se encuentra una réplica del Centurión, de medidas análogas, procedente de la Colección Yussupov de San Petersburgo, mientras que la versión en la Colección Suida Manning de Nueva York, ligera-mente más grande (44,5 x 61 cm), perte-neciente ahora al Museo de Austin, se ha revelado como una copia por las últimas investigaciones (J. Bober, 2001, p. 126). Po-dría ser la pareja de la obra moscovita de Cristo y la cananea subastada en Londres por Sotheby’s en 2001 (30 de octubre) y posteriormente por Christie’s en 2007 (6 de julio, lote 217). Se trata de la pintura que desde la Colección vienesa Miller-

Sebastiano Ricci

Cristo y el centuriónÓleo sobre lienzo42,5 x 59,5 cmMuseo di Capodimonte, Nápoles

Cristo y la cananeaÓleo sobre lienzo43 x 60 cm Museo di Capodimonte, Nápoles

E n los lienzos se representan dos episodios milagrosos de la vida

de Cristo. En el primero (Mateo, 8, 5-13: Lucas, 7, 1-10) se narra que, cuando Jesús se encontraba en Cafarnaúm, un pue-blecito de Galilea, un centurión romano se postró a sus pies rogándole que sa-nase a un joven siervo suyo, diciéndole: «Maestro, no soy digno de que entres en mi casa, basta que lo digas de palabra y mi siervo sanará». Frente a tal muestra

le valieron el milagro y la curación de su hija. Mientras alrededor de la escena se sitúan los apóstoles con aire de reproba-ción y la cananea está representada de rodillas a los pies de Cristo señalando un gracioso perrito, muy parecido al que aparece en el extremo izquierdo de un dibujo de Ricci de la Royal Library de Windsor que muestra varios estudios de perros (B lunt, 1957, n. 229, inv. 7176).

Los dos lienzos figuraban en el inventa-rio del Palacio Ducal de Colorno hasta 1734; pasando en una fecha imprecisa, al Palacio Real de Nápoles, y figurando en el Museo de Capodimonte antes de 1799; fueron trasladados poco después al Palaz-zo degli Studi y posteriormente ser envia-das al Real Museo Borbónico y al Museo Nacionale, de donde finalmente regresa-ron en 1957 al Museo de Capodimonte.

En el inventario de los cuadros del Pala-zzo de Colorno (1734) las dos pinturas ya aparecían atribuidas a Ricci: «nn. 1, 2: 2 quadri con cornice dorata dipintovi ad uno el Centurione, ad altro la Cananea, alti b.a 1 on. 2 larg.za b.a 2 per ciascuno, di Sebastiano Ricci». Sin embargo, en 1799 la pareja fue inventariada como obra de «escuela veneciana» y en 1852 catalogada incorrectamente bajo el nombre de Pierre Subleyras y no fue hasta 1930 nuevamente restituida a Sebastiano Ricci. De todas formas, hasta veinte años después no fue dada a conocer por la crítica, cuando Pallucchini (1950, pp. 214-215), la dató en-torno a 1726-1729; el estudioso descubría en ellas importantes similitudes con los grandes cuadros que formaban parte de la serie del Nuevo Testamento, que per-tenecieron al cónsul de Venecia Joseph Smith y que éste vendió al rey Jorge III en 1762. En ellos aparece, en efecto, como también han observado Pilo (1976, p. 73) y Pagano (1995, p. 41), una análoga com-posición teatral, una similar gestualidad melodramática y el mismo uso de la luz que confirma la estrecha relación existen-te con la enseñanza del Veronés, no sólo

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de todo, la tela llegó a la muestra De Ricci a Tiepolo (1969, n. 25) con el título de Ve-nus ante el espejo. Pallucchini se inclinaba por fecharla en el segundo período inglés (hacia 1716), cronología adelantada por Zampetti (1969, pp. 60-61) una decena de años, es decir antes de que el artista fuese a Londres con Ricci, llamados por Lord Manchester. En realidad una datación tan temprana no acaba de convencernos, al observar en la obra una estrecha afinidad con la versión de la colección romana Angeli-Rocchetti también expuesta en la importante muestra veneciana de 1969 (n. 27) y dada a conocer con anterioridad por Pallucchini, junto a su pareja que repre-senta Moisés salvado de las aguas de la mis-ma elegante factura (Pallucchini, 1960, figs. 39-40). Con una análoga cronología referida al primer período inglés, la obra fue expuesta en la muestra ginebrina de 1978 (n. 103) comisariada por M. Natale (cfr. Knox, 1955, p. 90).

Se trata de obras que pueden situarse en torno a 1710, cuando todavía se percibe el recuerdo de la enseñanza de Paolo Pa-gani pero también una atenta lectura de Giordano filtrada, sobre todo, a través de la interpretación de Sebastiano Ricci. La composición se basa en un equilibrio rít-mico que define una perfecta colocación escenográfica de las figuras: los cuerpos se integran en el espacio del lienzo con una fuerza que contrasta con la ligereza rococó de la imagen; la posición central de la protagonista obliga a las figuras secundarias a girar en torno a ella como los pétalos de una flor en torno a la co-rola. La paleta juega sobre todo con azu-les y rosas, iluminados constantemente por rápidas pinceladas de albayalde, que llenan de luz, emotivamente, toda la composición. [as]

Bibliografía: Trésors des Collections Ro-mandes, 1954, n.7; Pallucchini, 1955, p.283; Zampetti, 1969, n.25; Natale, 1978, n. 103; Knox, 1995, p. 90; Scarpa, 2007, n. II.13; Scarpa, 2008, n. 62.

invitación del elector palatino Juan Gui-llermo para trabajar en Schloss Bensberg, en Schleissheim y en Würzburg. En 1714 Pellegrini abandona Düsseldorf y regresa a Venecia, pero en septiembre de 1715 está nuevamente de viaje con su mujer hacia Trento. Desde allí llegará a Hannover, Amberes, La Haya y por último, en 1719, de nuevo a Inglaterra, atraído por diver-sos y nuevos encargos. Reside y trabaja en París, Lyon, Füssen, Würzburg, Pommers-felden, Dresde y Viena.

Como reconocimiento a su fama, en 1733 es admitido con todos los honores en la Académie Royale de Peinture de París. Aunque con frecuentes, pero brevísimas estancias en Venecia, la vida de Pellegrini es un continuo peregrinaje por Europa en un largo camino que tuvo una importan-cia fundamental para el desarrollo artís-tico y el propio devenir de gran parte de la pintura europea. En los últimos años se le ve más unido a Venecia y a Padua, aunque entre 1736 y 1737 se encuentra en Mannheim, trabajando en la decoración de cuatro grandes techos de la Residen-cia, lamentablemente destruidos durante la II Guerra Mundial. Muere en su ciudad el 2 de noviembre de 1741.

Su pintura, elegante y luminosa, fue muy popular entre sus contemporáneos y co-diciada por las cortes más ricas de Europa y por los clientes más pudientes, siendo la expresión de una civilización refinada que se exalta a sí misma voluntariamente ajena a su inminente decadencia.

Este lienzo fue expuesto por primera vez en el Museo Rath de Ginebra en 1954 (n. 7), cuando pertenecía al coleccionista gi-nebrino Roger Lazzarelli. Llevaba el título Toilet de Vénus, pero al año siguiente fue publicada por Pallucchini (1955, p. 283) con la interpretación más correcta de Bet-sabé en el baño, teniendo en cuenta que al fondo, en una terraza del palacio real, se vislumbra a David espiando a la hermosa joven de la que se ha enamorado. A pesar

Gian Antonio Pellegrini(Venecia, 1675-1741)

BetsabéÓleo sobre lienzo125,5 x 103 cmColección Terruzzi

H ijo de un guantero de origen pa-duano, Antonio Pellegrini siguió

desde muy joven su inclinación por la pintura entrando en el taller del pintor lombardo Paolo Pagani y acompañándole ya en 1690 a Moravia, donde permane-ció unos cinco años. A su regreso, con veinte años, recibe el encargo de decorar al fresco el palacete Correr de Murano, donde ya pueden adivinarse sus prime-ros rasgos estilísticos. Algo posterior es la decoración de Villa Alessandri en Mira, todavía deudora de la enseñanza de Pagani. En 1700 probablemente estu-vo en Roma, como cuenta en sus cartas Rosalba Carriera, con cuya hermana Angela se casará en 1704. De regreso a su ciudad natal en 1701 pinta los techos para al Palazzo Albrizzi, el Martirio de san Vital para la iglesia de San Vitale, los lienzos para el Portego de Ca’ Corner, que actualmente se encuentran en The Elms, Newport, y El castigo de las serpientes para la iglesia de San Moisé, en colaboración con Marco Ricci. En compañía del mismo Ricci, Antonio es invitado a Inglaterra por Lord Manchester con el encargo de pintar los decorados para la Italian Opera del Queen’s Teatre de Haymarket. Entre 1709 y 1710 ambos artistas trabajan en Castle Howard en York y en Narford Hall en Norfolk, pero algo se estropea en su relación y mientras Pellegrino participa en el concurso para la decoración de la cúpula de Saint Paul y obtiene importan-tes encargos de la nobleza inglesa, Marco Ricci vuelve precipitadamente a Venecia para regresar al año siguiente en compa-ñía de su tío Sebastiano, el más temible competidor de Pellegrini. Probablemente por esta presencia molesta, el artista abandona precipitadamente Inglaterra y se traslada a Düsseldorf, aceptando la

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soñadoras o reflexivas, son las mismas. Los años del Pellegrini consagrado y maduro parecen no pasar nunca, como si su gusto y el movimiento de su pincel procediesen «sin desviaciones o rodeos» (Pallucchini, ibidem). El delicado movimiento de su pin-cel construye las figuras suavizándolas con un velo como de polvos, con aquella ligera tendencia rococó a la que seguramente no fue ajena la lección de su cuñada Rosalba Carriera. El pintor inmortaliza los rostros con la misma evanescencia con la que más de dos siglos después David Hamilton fo-tografiará a sus intrigantes adolescentes. Y sin embargo Gian Antonio, a pesar de in-sistir en la belleza femenina, nunca supera el límite de un erotismo apenas insinuado, siempre elegante y sobrio. La seducción

Museum de Budapest, así como en la colección de Fischel. Pallucchini ha seña-lado cierta relación estilística de los dos lienzos venecianos con el gran cuadro de altar de Viena (Pallucchini, 1995, p. 94) por la análoga plasmación vaporosa de los drapeados. Pero además de esto, también habría que subrayar el nexo compositivo que une a estas dos telas con algunas pin-turas bávaras, como y sobre todo Sofonisba recibe el mensaje de Masinisa y Hércules en el jardín de las Hespérides del castillo de Pom-mersfelden, tela de grandes figuras, psi-cológicamente ya protagonistas más allá del papel que representan: las modelos parecen hermanas de la Pintura y de la Es-cultura, llevan los mismos peinados en ro-detes con cintas entrelazadas, las miradas,

como la de Anton Maria Zanetti el Viejo, gran coleccionista e impulsor de las artes. El hieratismo de los rostros de las prota-gonistas coincide con este gusto un poco intelectual, que casi parece abstraerse de la realidad, suspendido en una nube ideal, como los dos iconos de Pellegrini. [as]

Bibliografía: Bettagno, 1959, p. 41; Mos-chini, 1960, p. 11; Pallucchini², 1960, p. 252; La Peinture Italienne… 1960, n. 346; Pignat-ti, 1966, p. 38; Cionini Visani, 1967, p. 78; Moschini Marconi, 1970, p. 75; Nepi Sciré y Valcanover, 1985, pp.147-148; The Settecen-to, 1987, pp. 66- 68; Nepi, 1991, nn. 127-128; Knox, 1995, p.258; Pallucchini, 1995, I, p. 94; Bettagno, 1998, pp.210- 212, nn.57-58; Nepi, 2006, pp.224-225.

Gian Antonio Pellegrini(Venecia, 1675-1741)

Alegoría de la PinturaÓleo sobre lienzo142 x 132 cmGallerie dell’Academia, Venecia

Alegoría de la EsculturaÓleo sobre lienzo142 x 132 cmGallerie dell’Academia, Venecia

L as dos telas fueron adquiridas en 1959 por el conde Alvise Giustiniani

para las Gallerie dell’Accademia, que hasta aquella fecha no poseían ninguna obra de Pellegrini. El noble veneciano no era nuevo en aquellas loables iniciativas: recordemos que en 1947 recuperó y donó al Museo Correr la maqueta en madera y cera del monumento funerario para Francesco Pesaro concebido por Canova entre 1799 y 1802. Con motivo de la adquisición, las telas fueron restauradas y su estado de conserva-ción hasta el día de hoy es bastante bueno, aunque necesitarían una limpieza que des-prenda los barnices oxidados y devuelva la tersura del líquido colorismo pellegriniano.

La crítica está de acuerdo en situar estas dos obras en torno a 1728, en un mo-mento en que el artista, recién llegado de Viena y a punto de volver a marcharse, se concede una breve estancia veneciana. Los años de la tercera década del siglo son de una gran actividad para Pellegrini, con tal acumulación de encargos y desplazamien-tos que le harán moverse frenéticamente por Europa en compañía de su mujer: de París, donde se encuentran en 1720-1721, a Füssen, Munich y luego de nuevo a París en 1722, a Würzburg y Praga en 1724, a Dresde y Viena entre 1725 y 1727, y luego otra vez a Viena en 1730. De esta última etapa vienesa es la realización del cuadro de altar para la Karlskirche con La curación del paralítico y de sus correspondientes modelos, ahora en el Kubsthistorisches Museum de Viena, en el Szépmüvézeti

está confiada sobre todo a la iridiscencia de la materia cromática, al suave deslizar-se del pincel sobre la tela que da relieve a los pliegues de los tejidos, enciende con rápidos toques de blanco los verdosos, los amarillo-ocres, los rojos tornasolados. Un sabio e intenso juego de sombras plasma la composición dotándola de una deliciosa tridimensionalidad. La perspectiva en es-corzo sugiere que las dos telas debían ser colocadas en una posición elevada, para poder captar la visión desde abajo. Quizá se tratase de sobrepuertas; quizá estuvie-sen destinadas al gabinete de alguno de aquellos personajes cultos y refinados cuyo círculo veneciano también frecuentaba Gian Antonio, un mundo internacional y pre-ilustrado en el que destacaban figuras

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mató sus mil, pero David sus diez mil!» y empezaron a festejarlo (Samuel, 18, 5-9). Bíblicamente el episodio se considera la prefiguración de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, celebrada el Domin-go de Ramos.

El joven héroe está representado en el centro de la escena, llevando en la mano un bastón rojo en el que está clavada la cabeza del gigante, cuya armadura –en-sartada en una lanza– sobresale a sus es-paldas. En el extremo de la derecha Saúl observa la escena, tal vez ya corroído por la envidia de quien le sucederá en el trono de Israel. La ciudad de Jerusalén, que hace

El tema también fue tratado por Fon-tebasso (David a las puertas de Jerusalén, óleo sobre lienzo, 133 x 166 cm, colección privada; en M. Magrini, 1988, p. 198, fig. 135) aproximadamente en la misma épo-ca y la comparación es útil para subrayar diferencias y similitudes entre estos dos artistas que fueron los discípulos más fértiles del taller de Sebastiano Ricci. Aunque en ambos es evidente el gusto «escenográfico declamatorio» (M. Ma-grini, ibidem), Gaspare contrapone a la dicotómica y más sosegada distribución de las masas de Francesco, una caótica y alegremente expresiva joie de vivre, de sabor casi orgiástico. [as]

Bibliografía: Scarpa, 2007, n. II.11; Scar-pa, 2008, n. 93.

tanto que adquirió sus fórmulas estilísti-cas a veces de forma casi mimética. Entre 1717 y 1720 dejó Venecia para trabajar en Munich y Dresde. En 1730 fue uno de los fundadores de la Accademia di Pittura, de la que se convirtió en presidente en 1760. Se casó en torno a 1731 y de su matrimonio tuvo diez hijos. En los años sucesivos se trasladó a Roma, Belluno, Padua, Treviso y Bérgamo, pero manteniendo su base siem-pre en Venecia, donde murió en 1767.

Cuando David volvió al campamento israelita después de haber matado a Goliat, las mujeres salieron danzando, tañendo instrumentos y cantando «¡Saúl

Felice en Venecia (A.P. Zugni Tauro, 1971, p. 162, láminas 210-211 y n. p. 89, lám. 255): en el Encuentro de Jefté con su hija del museo ale-mán encontramos de hecho una agitación en los movimientos de las bailarinas muy parecido, una elegancia en las posturas de manos y piernas que ciertamente muestra un momento creativo muy próximo. En la pareja de esta obra, con el tema de Judit en-trando en Betulia, puede apreciarse el mismo planteamiento escenográfico: el desarrollo de la historia en sentido horizontal, el gru-po de curiosos a la izquierda dispuesto en diagonal, y en el ángulo inferior izquierdo, la pareja mujer-niño; la fisionomía de éste último, típica de las rollizas figuras infanti-les de Diziani, aparece todavía más próxima a la del Niño Jesús del cuadro de la iglesia de Sant’Ambrogio a Fiera de Treviso, obra que puede datarse a comienzos de la sépti-ma década del Settecento.

Gaspare Diziani(Belluno, 1689–Venecia, 1767)

Triunfo de DavidÓleo sobre lienzo125,5 x 193,5 cmColección Terruzzi

G aspare de Ciano, más conocido como Diziano, nació en Belluno

en 1689. Tras un breve aprendizaje con un modesto pintor local, se trasladó a Venecia donde entró en el taller de Gregorio La-zzarini, que durante un tiempo también frecuentó un jovencísimo Gian Battista Tiepolo. Pero su verdadero maestro fue Sebastiano Ricci, con el que se identificó

de fondo al cortejo triunfal, está dibujada mediante planos paralelos, con una esce-nografía de clara impronta riccesca. De forma análoga, a la izquierda, se hacinan unas sobre otras las figuras de los presen-tes, en penumbra, mientras la luz ilumi-na la delicada pareja de la madre con el niño que parece pedir explicaciones de lo ocurrido. Se crea así una verdadera bam-balina teatral que dirige todavía más la mirada hacia el centro focal de la escena, donde el rubio héroe adolescente parece hacer de eje entre el orgiástico desenfreno de las mujeres y la cauta y perpleja obser-vación de las dos figuras de la derecha.

La indudable madurez de la tela nos incita a fecharla entre los años 1750-1760, en el período de tiempo que comprende las dos telas Bamberg (Städl. Kunstsammlungen) y la Vocación de Mateo de la iglesia de San

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Settecento Veneziano5958

(Martini, 1964, p.227); este gran boceto (inv. 163, óleo sobre lienzo, 41 x 95 cm; Martini, 2002, p. n. 83) parece preparar, con su dilatado y alargado desarrollo, las soluciones que el artista adoptará des-pués en la versión vicentina más tardía. El mismo Martini (2002, p. 114) cita en una colección privada italiana una posterior réplica de este tema, de corte análogo (42 x 84 cm), pero invertida. Este desarrollo dilatado permite relacionarla con una pin-tura del mismo tema realizada por otro gran discípulo de Ricci, Francesco Fonte-basso; la obra forma parte de un ciclo de cuatro telas que se encuentran desde 1853 en el Musée de l’Ain de Bourg-en-Bresse y que fueron realizadas por el pintor en la sexta década del Settecento (Rosenberg, 1971, nn. 54-57; Magrini, 1988, n. 14). Tam-bién Fontebasso, en efecto, fue seducido por el tema del «triunfo» del condotiero; basta recordar el espléndido Triunfo de Au-reliano de la Barchessa de Villa Zenobio de Santa Bona en Treviso, preparado por el modeletto de la Pinacoteca Egidio Martini de Ca’ Rezzonico en Venecia, o la Entrada triunfal de Alejandro del Palazzo Selvadego Martinengo en Brescia.

En el ámbito de dicha temática, este gran lienzo de Gaspare ocupa un lugar de par-ticular relevancia: el esplendor de telas y de adornos, la magnificencia del trono y del carro, la atención en los tocados, los turbantes, los yelmos empenachados, y al mismo tiempo el dinamismo de la escena, que no descuida los últimos planos, la atmósfera casi de aparición que acompa-ña la entrada solemne de Alejandro, todo parece querer subrayar la importancia de la pintura, como si el artista, llegado a la fase más madura de su creatividad, con-firiese a esta obra el valor de una summa en la que converge todo un conjunto de experiencias anteriores. [as]

Bibliografía: Garstang, 1993, pp.54-55, n.16; Loire, 2000, pp.104-105; Artemieva, en Rigon, 2001, pp.129-133; Rigon¹, 2008, n.86, pp.157, 160; Scarpa, en Rigon², 2008, pp. 65-67.

de Piazzetta en Ca’ Rezzonico de Vene-cia y de Tiepolo en Würzburg, por citar sólo algunos.

El propio Diziani trató en más ocasiones episodios que exaltaban la vida del héroe macedonio. En la cuarta década del siglo, en los frescos del Palazzo Spineda de Treviso, dedica a una figura de héroe anti-guo, generalmente identificada por la crí-tica como Alejandro, cuatro majestuosos paños en los que sublima, a través de la lección de Ricci, los preceptos plásticos de Veronés. En la misma década ejecuta seis lienzos, que pertenecieron a la Colección De Balkany de París, cuatro de los cuales tratan de este tema: Alejandro y Darío, Ale-jandro ante el cuerpo de Darío, Alejandro y la familia de Darío, Alejandro y Diógenes; los dos últimos, Antonio y Cleopatra y Muerte de Sofonisba, pertenecen desde hace una década a la Colección de la Banca Popola-re de Vicenza.

La Entrada triunfal de Alejandro Magno en Babilonia es uno de los temas «alejandri-nos» que estimuló con más éxito la fanta-sía dizianesca. El ejemplar de la Banca Po-polare de Vincenza, realizado en una fase más madura de su andadura artística, en torno a 1755, es sin lugar a dudas el más majestuoso y complejo, en parte gracias a la dilatación horizontal del relato que permite una fórmula narrativa de mayor amplitud. Su ejecución está precedida por una versión realizada al menos veinte años antes, hoy custodiada en el Musée des Beaux-Arts de Dijon (óleo sobre lien-zo, 82,2 x 106 cm); la pintura incorporada al museo en 1850 con la referencia «escue-la italiana del siglo xviii», fue posterior-mente atribuida a Sebastiano Ricci y por último restituida correctamente a Diziani por Guillaume (Roserberg, 1971, n.113, con bibliogafía). Coetáneo debe considerarse Entrada triunfal de un vencedor de la Pinaco-teca Egidio Martine en Ca’ Rezzonico de Venecia, del que Martini daba a conocer también el boceto preparatorio que se encuentra en el Museo Correr de Venecia

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Gaspare Diziani

Entrada triunfal de Alejandro Magnoen BabiloniaÓleo sobre lienzo130 x 202 cmColección Banca Popolare di Vicenza,Palazzo Thiene, Vicenza

C oncebido con un planteamiento escenográfico de gran impacto, la

pintura testimonia el espíritu profunda-mente teatral que Diziani supo absorber de su maestro más inmediato, Sebastiano Ric-ci. La composición adopta un desarrollo li-geramente diagonal de izquierda a derecha, dividido en tres planos paralelos: la narra-ción principal discurre en el plano interme-dio, introducido por el grupo de grandes figuras situado a la derecha, unidas en un intenso coloquio, en un gesticular anima-do y participativo. Al fondo se suceden uno tras otro los elementos arquitectónicos que crean una fantástica Babilonia, similares a los que el artista ya había concebido para la imponente Entrada de Cristo en Jerusalén, realizada en la segunda década del Sette-cento para la Scuola di San Teodoro de Venecia, consideradas habitualmente citas riccescas. De hecho había sido Sebastiano, gracias también al talento de su sobrino Marco, quien había reintroducido el gusto por monumentales fondos escenográficos en sus propias composiciones, gusto de impronta puramente veronesiana. No hay que olvidar que también Gaspare, como muchos artistas venecianos de la época, desde Marco Ricci a Canaletto, desde Jaco-po Amigoni a Francesco Battaglioli, tuvo una intensa actividad como escenógrafo.La práctica de dichas experiencias se refleja también en la armonía de las telas de con-cepción más amplia y compleja, como la que aquí se expone.

La temática ligada a las gestas de Ale-jandro Magno fue muy popular entre los pintores venecianos del Seicento y del Settecento, como muestran los ejempla-res famosos de Langetti en Bolonia, de Ricci en Parma, de Pellegrini en Padua,

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y libres. En efecto, nos encontramos mentalmente lejos de obras como La Natividad de la iglesia de San Martino en Burano, donde Fontebasso, en torno a 1730-1732, demuestra no haber olvidado la tela del mismo tema que Ricci había realizado una década antes para la cate-dral de Saluzzo y de la que existían en Venecia dos modelos, uno perteneciente a Joseph Smith y otro a Gaspare Diziani. El artista demuestra haber asimilado las lecciones de Ricci con una gran sen-sibilidad y un sentido del color alegre y armónicamente plateado, cargando los rojos, los blancos, los azules de una gran luminosidad. El autor realizó una réplica del mismo tema, con un esquema simi-lar pero de mayores dimensiones (107 x 173,5 cm), que se encuentra en la actua-lidad en el Museo Nacional de Varsovia (Magrini, 1988, fig. 10). La cronología de la obra aquí expuesta, situada en torno a la segunda mitad de los años treinta, por tanto, poco después de la muerte de Ric-ci, revela toda la potencialidad cromá-tica y escenográfica alcanzada ya por el artista, de casi treinta años, en una feliz etapa que precede a sus actividades en el Castello del Buonconsiglio de Trento, donde, aunque se declara expresamente «discípulo de Ricci», anuncia un acerca-miento a las soluciones de Tiepolo. [as]

Bibliografía: Morassi, 1926, p.272; Fiocco, 1928, p. 154; Arslan, 1932, p. 212; Goering, 1934, p. 254; Marconi, 1949, p. 82; Moschini, 1950, p. 20; Pallucchini, 1050, p. 32; Donzelli, 1957, p. 91; Blunt y Croft Mu-rray 1957, p. 57; Valcanover, 1957, p. 250; Pallucchini, 1960, p. 154; Moschini Mar-coni 1970, p. 29; Nepi Sciré y Valcanover 1985, p. 118; Ruggeri, 1985, p. 241; Magrini, 1988, p. 205; Impelluso, 2004, p. 88; Nepi Sciré, 2006, p. 140;

La Adoración de los Magos fue adquirida por el Estado, junto a su pareja que representa La Última Cena, en 1924, hallándose en el Ufficio Esportazioni de Trieste, procedente de la Colección Cricco Sebastopoulo y con atribución a Sebastiano Ricci (Morassi, 1926, p. 272).Esta atribución errónea, corregida más tarde por Pallucchini (1950, p. 32), se justifica por la casi total semejanza de La Última Cena con un modelo tardío de Ricci (1730-1734) que el maestro mismo repitió otras veces en su propio taller. La primera versión de Ricci es proba-blemente la realizada para el convento delle Nobili Dimesse de Padua, a la que le siguieron las otras tres conocidas, que actualmente se encuentran en una colec-ción privada de Nueva York, en el Wor-cester College de Oxford y en la Sarah Cambell Blaffer Foundation de Hous-ton. Por otra parte, resulta importante destacar que todas estas réplicas tienen las mismas dimensiones (74 x 125 cm) que la tela de las Gallerie dell’Accademia. Debido a la asidua presencia de Fonte-basso –como de Diziani y de Grassi– en el taller de Ricci, resulta fácil pensar que La Última Cena pudiera haber nacido como ejercicio a partir del modelo del maestro. Esta tesis parece reforzada por el hecho de que se conoce una obra del mismo tema ejecutada por Nicola Grassi (colección privada, Padua) y también, como confirmación de la notoriedad de tal obra, una versión de idénticas di-mensiones de Gian Antonio Guardi. Sin embargo, la existencia de la Adoración de los Magos como pareja de La Última Cena podría hacer pensar, en el caso de Fon-tebasso, más que en una simple copia en una interpretación con todo el sabor de un homenaje a Ricci. Contrariamente, la Adoración aparece como una pintura autónoma, de notable frescura compo-sitiva y características más personales

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Francesco Fontebasso(Venecia, 1709–1782)

Adoración de los MagosÓleo sobre lienzo73 x 125 cmGallerie dell’Academia, Venecia

F rancesco Fontebasso se inició en la pintura, como testimonian Longhi

(1762) y Zanetti (1771), de la mano de Se-bastiano Ricci y, al igual que él, se trasladó a Roma, donde participó en el Concurso Clementino para jóvenes pintores ganan-do el tercer premio. De vuelta a Venecia, como su maestro, residió un tiempo en Bolonia, adquiriendo de esa doble expe-riencia abundantes estímulos artísticos. Tras la muerte de Ricci (1734), Fontebasso presta mayor atención a la poética de Gian Battista Tiepolo, absorbiendo muchas de sus características. El estilo sugerente y delicadamente decorativo de sus obras le permiten conquistar el favor de impor-tantes comitentes, venecianos y foráneos, faltos del desaparecido Ricci. Así, lo encon-tramos trabajando en los palacios Duodo, Bernar y Contarini, como también en los altares de numerosas iglesias de Venecia, Trento y Garda. A principios de la década de 1740, paralelamente a la actividad como pintor, inicia una fructuosa labor como grabador e ilustrador de libros. En 1756 es elegido miembro de la Academia de Ve-necia; cinco años más tarde es llamado a San Petersburgo, donde realiza numerosas obras para algunos salones y para la igle-sia del Palacio de Invierno, por desgracia destruidas por un incendio en 1783. De esas obras, la única que se conserva es una Coronación de Caterina II. En 1762 Fontebas-so abandona la capital rusa y se traslada a Mitava (en la actualidad Jelgava), en Letonia, para regresar después a Venecia, donde es nombrado presidente de la Aca-demia de Bellas Artes (1768), un año antes de fallecer.

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[ Cat. 14 ]

como Flora del Blanton Museum de Austin, las Ninfas y sátiros del Louvre de París, y sobre todo las Venus dormidas del Szépmûvészeti Múzeum de Budapest y del Palais des Beaux-Arts de Lille (A. Scarpa, 2006, figs. 419, 420, 423, 425). Que a Fontebbaso le gustara reinterpretar si-tuaciones de Ricci también es evidente en el Baco y Ariadna de una colección privada florentina (Pallucchini, 1995, fig. 162), que rinde homenaje a otro del mismo tema creado por el maestro y que en el pasado formó parte de la Colección Mary Lon-gari Dolci de Milán. De todas formas, ya en estos años Francesco expresa algunas fórmulas propias, como se advierte aquí en los seductores amorcillos, de ojos ri-sueños y cabellos ensortijados, que con el tiempo se convertirán en un sello estilísti-co propio: basta recordar el de la Caridad del Musée Ingres de Montauban, y los niños del Juego de las pompas de jabón de una colección privada milanesa (Magrini, 1988, figs. 84, 85). Su estilo desenvuelto y locuaz le permite estudiar a los perso-najes, acariciándolos con un sentido del color festivo y plateado con el que expresa plenamente su talento narrativo. [as]

Bibliografía: Scarpa, 2008, pp. 286-287, n. 96.

inventiva de la tela de Budapest permite excluir cualquier relación directa, tanto cronológica como estilística, entre las dos obras. La elegancia y el trazo vivaz de este pequeño lienzo revela importantes influencias de Ricci, pero edulcoradas por una relectura muy personal. Se ve el mismo murmullo delicado de la Adora-ción de los Magos del Narodowe Muzeum de Varsovia, similares fisonomías, con aquella gracia adolescente en la que Se-bastiano fue un indudable maestro. La figura femenina dormida, su cuerpo sua-vemente acostado en el suelo, los ropajes rojos y azul petróleo de voluminosos pliegues, la dulzura de los rostros de los dos amorcillos y la gracia de sus adema-nes, el contraste cromático entre la mo-rena piel del sátiro-Júpiter y la cándida y aporcelanada de ella, son todas citas de Ricci que ayudan a comprender la impor-tancia decisiva de la lección del maestro para este pintor que, junto a Diziani, fue tal vez su heredero más fiel.

Cronológicamente la pintura se sitúa hacia finales de los años cuarenta del Settecento, cuando el artista está más identificado con su maestro Ricci, antes de su fase tiepolesca: en obras como ésta el artista refleja las enseñanzas transmi-tidas por Sebastiano a través de obras

Francesco Fontebasso

Venus, Sátiro y dos amorcillos(Júpiter y Antíope)Óleo sobre lienzo, 36,2 x 57,2 cmColección Terruzzi

L a imagen del sátiro espiando a Ve-nus, y a veces también a una ninfa

durmiente, es una de las más conoci-das de la mitología, o mejor dicho, del anecdotario mitológico antiguo: muy frecuente durante el barroco, sugería un contenido ligeramente erótico que, uni-do a la presencia de Cupido sosteniendo el espejo, adquiría también un valor alegórico que lleva a pensar en el concep-to de Verdad, pero también de Vanidad, o de Lujuria. El tema de esta pintura, subastado por Christie’s Nueva York en 2007 (17 de abril, lote 114), plantea un interesante problema iconográfico, el mismo que suscitó en el pasado la famo-sa tela de tema análogo de Correggio, ahora en Museo de Louvre de París. La iconografía se ha interpretado a menu-do como la representación del amor de Júpiter, transformado para la ocasión en un sátiro, por la dulce Antíope, para al-gunos la ninfa de los bosques, para otros la mujer de un rey de Tebas (Ovidio, Metamorfosis, VI, vv. 110-111; Igino, Fabu-lae, 8). Sin embargo, recientemente se ha impuesto la opinión de que en esta par-ticular representación hay que ver a Ve-nus dormida mientras es espiada por un sátiro; lectura corroborada ulteriormen-te por la presencia de los amorcillos, uno de los cuales sostiene un espejo, atributo de esta diosa más que de Antíope.

Fontebasso ya había tratado un tema análogo en una de las pinturas origina-riamente en el Palazzo Bernardi de Vene-cia, y ahora en el Szépmûvészeti Múzeum de Budapest (ovalado, 151 x 128 cm; Ma-grini, 1988, pp. 127-129, fig. 63): en aquella ocasión la iconografía parece más cohe-rente con el mito de Júpiter y Antíope que en la pintura que aquí se está analizando. En cualquier caso, la menor frescura

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[ Cat. 15 ]

copia, paradójicamente autógrafa de la obra grande terminada, idéntica en todo aunque a menor escala. Las diferentes «Matanzas de los Inocentes», más que los «Sacrificios de Ifigenia», son un perfecto ejemplo de esta concepción «profesional» del arte de Pittoni.

La cronología de Olindo y Sofronia puede situarse en torno a 1721-1722, los años en los que Gian Battista, después de las pechinas para la iglesia del Ospedalet-to y del Sacrifcio de Isaac de la iglesia de San Francesco della Vigna, todavía debe afrontar pruebas como las cuatro tum-bas alegóricas encargadas por Mc Swi-ney, pero ya está muy cerca del cuadro de altar con la Virgen y Santos para la iglesia de Santa Corona de Vicenza, de 1723, donde todavía se aprecian los mismos trazos nerviosos y rápidos con los que el artista modula las figuras, jugando con un claroscuro más exacerbado pero ya impregnado del gusto rococó que carac-terizará sus obras posteriores (Pallucchi-ni, 1960, p. 117).

La iconografía está extraída de la Jerusalén Liberada de Torquato Tasso (II, 33-38): el artista inmortaliza el momento en que Clorinda interviene para liberar a los dos jóvenes enamorados, Olindo y la esclava cristiana Sofronia, injustamente acusados del robo de una imagen religiosa y por ello condenados a la hoguera por el rey sarraceno Saladino. El tema tuvo un di-screto éxito en los siglos xvii y xviii, y te-nemos ejemplos de ello en Van Loo, Ter-rier, Simonelli, Mattia Preti y en la célebre tela de Luca Giordano del Palazzo Reale de Génova. En la pintura veneciana este tema es menos frecuente, lo que llevaría a pensar que la tela de Pittoni respondiese a un encargo preciso, presumiblemente culto y refinado, como son refinados los movimientos de Clorinda, su yelmo de plumas y la lánguida figura de Sofronia. La óptima y reciente restauración a la que ha sido sometida la pintura «evidencia las superficies de color carne, la forma

Bibliografía: Magrini, 1855, p. 55, n. 40; Pittoni, 1907, pp. 50-52; Coggiola Pittoni, 1913, pp. 102-103; Fogolari, 1913, p. 227; Pallucchini, 1945, pp. 17-18; Magagna-to, 1949, p. 104; Barbieri y Magagnato, 1956, pp. 178-179; Zava Boccazzi, 1979, pp. 179-180; Schiavo, 1990, p. 344, n. 6.13; Pallucchini, 1995, I, p. 526; Contini, en El Triunfo de Venus 1997, p. 228, n. 69; Fossa-luzza, 1997, p. 191; Perissa Torrini, 1998, p. 39; Villa, en Palazzo Chiericati 2004, p. 58; Crajevich, en Avagnina, Binotto y Vil-la 2004, pp. 415-417 (con amplia biblio-grafía anterior).

as, no irá nunca personalmente, enviando sus obras directamente desde Venecia. Desde 1722 y hasta 1730 trabaja en cua-tro de los Tombeaux des Princes, un ciclo de veinticuatro lienzos dedicados a los hombres ilustres de la historia británica concebido por el extravagante empresario irlandés Owen McSwiney (B. Mazza, 1976, pp. 79-102; G. Knox, 1983, pp. 228-235): cada uno de estos grandes lienzos era rea-lizado a tres manos, con excepción de los dos encargados a Marco y a Sebastiano Ricci, que no tuvieron otros colaborado-res. Por lo que se refiere a la intervención de Pittoni, trabajó en dos con Canaletto y Cimaroli, en uno también con Cimaroli y con Mirandolese y por último con Giu-seppe y Domenico Valeriani.

Ya en la cumbre de la fama, en 1727 es nombrado académico de honor de la Academia Clementina de Bolonia. Será también uno de los fundadores de la Academia veneciana, ocupando su presi-dencia en 1758. Entre 1723 y 1730 el joven bohemio Anton Kern (1710-1747) estuvo en su taller, primero como simple di-scípulo y más tarde como colaborador, y fue a lo largo de toda su carrera, el más fiel intérprete del estilo del maestro, hasta el extremo de confundirse con él. Ya en los años treinta la producción del taller de Pittoni refleja la magnitud de su éxito: bajo su atenta supervisión, talentosos discípulos trabajan en la realización de cuadros de altar y de grandes lienzos para hacer frente a los numerosos encargos. Junto a los modelos autógrafos –general-mente más de uno– destinados a obtener la aprobación de los clientes, se encuen-tran también réplicas o memorias de pinturas de gran formato. Como señala Zava Boccazzi (ibidem, p. 74) es una prác-tica iniciada por Ricci, pero «sin duda es Pittoni quien convierte esta práctica en una organización industrializada»: Gian Battista raramente hace bocetos; su función la otorga al dibujo. Es el «mo-delo», a escala reducida, el que anticipa la solución final. El «recuerdo» es una

pasado; lo desmentirían no sólo las di-mensiones, sino también la composición estilística. En efecto, donde la segunda revela «los principios de un comporta-miento figurativo rococó reconocibles hasta en el cincelado de los detalles» (Zava Boccazzi, 1979, p. 49), la tela aquí expuesta muestra vagamente soluciones todavía de finales del Seicento que no obstante prometen, en el encuadre de la composición, en la gama cromática y en la atención a los detalles, las fascinantes soluciones futuras que harán de Pittoni un icono del siglo. [as]

Gian Battista Pittoni(Venecia, 1687–1767)

Olindo y SofroniaÓleo sobre lienzo114 x 146 cmMuseo Cívico, Vicenza

E sta pintura, junto a Diana y las nin-fas del mismo Pittoni, pasó a formar

parte de las colecciones de Vicenza a raíz del legado Porto-Godi (1825-1831) que, con un importante número de lienzos de gran prestigio, empezó a dar consistencia y solidez al primer núcleo del museo de la ciudad creado en 1820.

Aunque se le considera discípulo y cola-borador del pintor Franceso Pittoni, del que era sobrino, Gian Battista mira con gran atención a otros maestros: primero a Ricci, que había revolucionado la pintura veneciana entre los dos siglos, y después a Piazzetta, refinado intérprete del cla-roscuro de Crespi en lenguaje y el color veneciano. No hay que excluir, sin embar-go, que también se sintiese atraído por la pintura napolitana, vista a través de Gior-dano o de Solimena, autores que podían estudiarse en Venecia, tanto en las iglesias como en las colecciones privadas. En 1716 el joven artista aparece inscrito en la Co-fradía de Pintores venecianos (Pignatti, 1965, p. 33) por lo que cabe suponer que ya empezaba a tener una vida profesional autónoma. En 1718 firma con su tío una pintura para el castillo de Planina. En 1720 recibe el encargo de una tela para un pequeño templo de principios del siglo xviii, la iglesia de San Stae en Venecia, en cuyas paredes encontramos a Ricci y a Tiepolo, a Balestra y a Amigoni. Más tar-de se le supone un viaje a Roma, negado por Zava Boccazzi (1979, p. 105) que de-fiende, salvo breves desplazamientos a los alrededores de Venecia, la permanencia de Pittoni –a diferencia de sus contem-poráneos– en una ciudad que en aquel siglo fue madre de pintores «itinerantes». Aunque Gian Battista, en efecto, recibirá encargos de las principales cortes europe-

fragmentada de plegar los drapeados, casi «crujientes» de tan compactos» (Craje-vich, 2004, p. 416), haciendo más percepti-bles ciertas influencias del pintor Antonio Balestra y de algunas obras de Francesco Solimena que se podían ver en Venecia en aquella época.

Aunque Olindo y Sofronia entrase en el Museo de Vicenza (1831) acompañado de Diana y las ninfas (147 x 197,5 cm), de análoga procedencia, es impensable considerar que las dos pinturas hiciesen pareja, como alguna vez se creyó en el

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bilidad como retratista. Posarán además para él, entre otros, la Reina Carolina, Frederik, príncipe de Gales, William Augustus, duque de Cumberland y las princesas reales. En verano de 1736 Amigoni está en París con Farinelli, al año siguiente se casa con la célebre soprano Maria Antonia Mar-chesini llamada «La Lucchesina». Farinel-li se convierte en el cantante principal de la corte española y, a través de él, Jacopo recibe el encargo de realizar dos pintu-ras, La Alegoría del Infante Don Carlos y El juramento de Aníbal, ahora en La Granja de San Idelfonso de Segovia, mientras La Lucchesina es contratada en Madrid para cantar óperas bufas. En 1739 Amigoni vuelve a Venecia, donde en 1743 realiza los dos cuadros para la iglesia de Santa Ma-ria della Visitazione llamada «della Fava», representando La Visitación y La Virgen con san Francisco de Sales, y en 1744 El encuentro de Anzia y Abrocome en el festín de Diana, encargado por Algarotti para la Galería de Augusto III en Dresde. A pesar de los numerosos encargos y grandes admirado-res que tiene en Venecia, como Sigmund Streit, en 1745 el pintor se traslada a Ma-drid donde ejercerá el cargo de pintor de cámara. Aquí realiza decorados teatrales, numerosos retratos de la familia real, el ciclo decorativo del Palacio de Aranjuez y del palco real en el Buen Retiro, que sir-vieron de modelos para realizar una serie de tapices. Una de sus últimas obras es probablemente el gran Retrato de Farinelli y de sus amigos donde, junto al cantante y a la soprano Teresa Castellini, se retrata también a sí mismo. Muere en Madrid el 22 de agosto de 1752.

Cuando la poesía de Amigoni expresa lo mejor de su virtuosismo, cuando con-sigue fundir color, forma y luz en un acorde mágico y perfecto, donde cada elemento se coloca en su sitio armónica-mente como las notas de un pentagrama mozartiano, en aquellos momentos nacen pinturas como esta Diana y las ninfas. Apa-recida en una subasta londinense (Bon-ham’s, 10 de diciembre de 1992, lote 63)

bién sobre la que estamos comentando. Es la voz internacional de Amigoni, que no tiene patria artística precisa, que es veneciano en el color y en la suavidad, francés en sus veladuras y a veces incluso inglés en ciertos detalles de sus retratos; pero perfectamente único y fiel a sí mi-smo en saber dosificar y calibrar cada uno de los matices, cada personalísimo signo de su quehacer artístico. [as]

Bibliografía: Voss, 1918, p. 157; Pilo, 1960, figs. 57 a, b; Martín, 1964, lám. III; Scarpa, en Pavone, 2003, p. 78; Scarpa ,2007, nn. II 31-32; Scarpa 2008, nn.71-72.

regreso a Venecia, tras una breve estancia en Roma, vuelve a marcharse enseguida, en 1729, esta vez a Londres, donde tendrá lugar su fase artística más productiva y feliz. En Londres decora, entre otras obras, la escalinata del palacio de lord Thankerville en St. James’s Square, Powis House en Great Ormond Street y los techos para el Covent Garden Theatre, obras todas ellas lamentablemente per-didas. Más tarde realiza algunas pinturas para Moulsham Hall, en Essex, para Moor Park, en Hertsfordshire y un cua-dro de altar para la capilla del Emmanuel College de Cambridge. A principios de 1733 se reúne con él Joseph Wagner, con el que abre un taller de grabados, y en 1734 va a verle su amigo Carlo Broschi, llama-do Farinelli, el cantante más famoso de la época, a quien inmortaliza en Retrato de Farinelli coronado por Euterpe, ahora en el Museo de Budapest, que consagra su ha-

«coral» no debe parecer una anomalía. Basta recordar el Apolo y las Musas de una colección privada inglesa (A. Scarpa S., Ibidem, sub n. 18, fig. XII), pero sobre todo Diana y las ninfas (Pallucchini, 1960, p. 58) –también conservada en esta colección– y Apolo y las Musas del Museum of Fine Arts de Boston (Mass. U.S.A.) que podría mostrar también el mismo esquema com-positivo si no fuese porque la pintura fue ampliada antiguamente con el añadido del cielo y de las rocas para ser colocada entre estucos. Esta última fue adquirida en Milán en 1751 como obra de Coypel y, en efecto, una suave atmósfera de remi-niscencias francesas se esparce como un viento primaveral sobre esta tela, y tam-

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Jacopo Amigoni(Venecia, 1682–Madrid, 1752)

Diana y las ninfasÓleo sobre lienzo91,5 x 71,8 cmColección Terruzzi

E l lugar y la fecha de nacimiento de Amigoni no se conocen con cer-

teza, pero de todas formas es probable que naciese en Venecia, y no en Nápoles, en 1682. Seguramente discípulo de Belluc-ci, tal vez lo siguiese a Düsseldorf donde el maestro trabajaba al servicio del elec-tor palatino. En 1717 fue llamado por el elector de Baviera Maximiliano Emanuel II para decorar los castillos de Nymphen-burg y Schleissheim. En Baviera también trabaja en la abadía benedictina de Otto-beuren, en la de Benediktbeuren, pinta cuadros de altar para algunas iglesias bávaras y realiza pinturas y retratos. De

procedente de una antigua colección bri-tánica, esta tela es una de las obras más refinadas y elegantes del período inglés del artista, plasmada con una paleta deli-cada e impalpable donde «sobre una base tímbrica serena y plana irrumpen raros y súbitos destellos de color» (A. Scarpa So-nino, 1994, n. 18).

La pintura, que puede situarse con se-guridad en el período inglés del artista (1729-1739), incorpora todos los matices estilísticos de esta época y se convierte casi en su paradigma. Todavía persiste el recuerdo, aunque vago, de las obras del período bávaro en ciertos tocados, en al-gunas miradas perdidas en el vacío, pero está contrarrestado por una sensualidad más partícipe, por una mayor libertad de expresión que parece caracterizar el fun-damental decenio londinense.

La estructura de la pintura sigue un di-seño circular, con un movimiento de de-recha a izquierda, casi en espiral: el tono del movimiento lo da el cuerpo de Diana, dispuesto en diagonal, y a partir de él, como en efecto dominó, empiezan a on-dear una tras otra las ninfas. Es ésta una pintura «musical», de una música plana, sin bajos ni agudos estridentes, una suave melodía acompañada de delicados tonos cromáticos: basada en una gama infinita de verdes y de marrones que se confun-den unos con otros en la tierra, en el agua y en la vegetación. Frente a esta aparente bicromía, Jacopo enciende su paleta en dos elementos fundamentales: las carnes de las jóvenes, del color de la porcelana, y las tonalidades de las telas, rojas, verdes y azul petróleo, siempre, rigurosamen-te, junto a los blancos velos, realizados con ligeros toques, cuya función es la de iluminar por contraste los colores que tienen al lado.

Respecto a las obras en las que Jacopo se prodigará más, generalmente compuestas por dos figuras, como mucho con una tercera en segundo plano, esta pintura

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y se la confió a Argos, el gigante de cien ojos, para que la vigilase constantemente. Júpiter para liberarla envió a Mercurio, que durmió al gigante y después lo mató, liberando a Io; luego entregó los cien ojos de Argos a la diosa, que decoró con ellos la gran cola del pavo real (Ovidio, Meta-morfosis, I, vv. 566-600).

Además del episodio de Júpiter e Io, las te-las de Jacopo representan Mercurio duerme a Argos, Mercurio mata a Argos, Mercurio entrega los ojos de Argos a Juno. Del segundo y tercer episodio se conocen los bocetos conservados respectivamente en la Gemäl-degalerie de Dresde y en la Tate Gallery de Londres (Scarpa Sonino, 1994, pp. 86-87).

A él se deben también dieciséis monocro-mos con escenas mitológicas que decoran las paredes y el techo de la escalinata. En uno de ellos Sleter puso su propia firma y la fecha, probablemente conclusiva, 1732. Las arquitecturas ilusionistas y los marcos ornamentales de estuco fueron encomendados a Giovanni Bagutti y a los hermanos Arturi.

Las cuatro pinturas de Amigoni narran los episodios del mito ovidiano de Io, hija de Ínaco, primer rey de Argos, que fue seducida por Júpiter, el cual, para prote-gerla de las iras de su esposa Juno, la tran-sformó en una vaca. Juno astutamente pidió a su marido que le regalase la vaca

Jacopo Amigoni

EufrósineÓleo sobre lienzo71,5 x 63 cm Inscripción en el reverso de la tela original:«Soy de Farinelo»Colección Terruzzi

Júpiter e Io espiados por JunoÓleo sobre lienzo71,5 x 63 cm Inscripción en el reverso de la tela original:«Soy de Farinelo»Colección Terruzzi

L as dos sugestivas telas fueron reali-zadas por Amigoni durante los años

de su estancia inglesa (1729-1739), cuando el artista, tras haber adquirido un pleno dominio de la técnica pictórica y una gran soltura compositiva, se dedica con ligereza y despreocupación, pero siempre con un alto sentido poético, a aquellos idilios que tanto gustaron a los comiten-tes internacionales de su época.

La cronología de las dos pinturas puede precisarse mejor gracias a la estrecha re-lación de Júpiter e Io con una de las telas realizadas por el pintor entre 1730 y 1732 para el palacio de Benjamin Styles de Moor Park, Hertfordshire. La decoración interior de esta residencia, que incluía ocho telas, había sido encargada inicial-mente a James Thornhill, pero debido a discrepancias con el comitente fue susti-tuido por Amigoni, muy probablemente por sugerencia del arquitecto Giacomo Leoni, firme exponente del neopalladia-nismo imperante en aquellos años en Inglaterra. Las ocho telas encargadas por Styles debían ocupar las paredes del salón en la planta baja: Jacopo realizó cuatro, aunque puede suponerse que fue el autor de todo el proyecto decorativo; las otras cuatro fueron pintadas por el poco co-nocido Francesco Sleter (1685-1775), un pintor coetáneo de Amigoni, activo en Inglaterra desde 1719, que se proclamaba veneciano aunque no hay noticias suyas en la Cofradía de Pintores de esta ciudad.

Son de corte horizontal, casi cuadrado, similares a las pinturas de Moor Park, pero sin remate ovalado; su factura rápida y decidida da la impresión de una primera idea. El Júpiter e Io aquí expuesto, en cam-bio, es una obra cuidada y completa en su realización, parecería más un modeletto o una versión realizada, muy poco después, para un encargo concreto. La solución se encuentra en el reverso de la tela original que lleva la inscripción «Soy de Farinelo», en español, con la que distinguía todas las pinturas que formaban parte de su colección y que llevó siempre consigo, en sus varios desplazamientos de Londres a Madrid y más tarde a Bolonia, donde ter-minó su vida.

Jacopo y el famoso cantante estaban uni-dos por una estrecha amistad, que podría ser anterior a sus comunes años ingleses; Farinelli había cantado en Munich en octubre de 1728 y en Venecia en invierno de 1729, y en ambas fechas los dos artistas habrían podido conocerse. De todas for-mas es en Londres donde su amistad se consolida, tanto es así que Farinelli llegó a poseer una cantidad importante de sus pinturas. El cantante llegó a Londres en 1734. Entre las telas que Amigoni realizó para él se encuentra el famoso retrato Carlo Broschi Farinelli coronado por Euterpe, ahora en el Museo Nacional de Budapest, que debe fecharse en torno a 1734-1735 puesto que aparece citado en un periódi-

co londinense del 10 de julio de 1735. El inventario de Farinelli (Boris y Camma-rota, 1990, pp. 183-250) revela que Broschi sentía verdadera pasión por las obras de Jacopo, sobre todo por sus favolette, a cuya categoría pertenecían las representacio-nes de estas mitologías. En una entrada de este inventario aparece una serie de seis que por dimensiones y descripción corresponden perfectamente al Júpiter e Io y a la Eufrósine aquí expuestos. Pueden identificarse otras dos, la Venus dormida con amorcillos, también en la Colección Terruzzi, y el Baco dormido, ahora en una colección privada de Padua (Scarpa Soni-no, 1994, pp. 84-85).

Son obras que revelan, también estilí-sticamente, idéntica cronología y fac-tura compositiva. Son creaciones que liberan el genio creativo del pintor y manifiestan toda su implicación en el tema representado: en estas obras el ar-tista consigue una armonía inmediata y tangible entre las formas corpóreas y la naturaleza que las envuelve, con una participación real y sincera.

También la delicada Eufrósine lleva en el reverso de la tela la inscripción «Soy de Farinelo». Es cierto que esta deliciosa adolescente que baila desnuda bajo la mirada de un Baco concupiscente, es una imagen que difícilmente se olvida: con Aglaya y Talía, Eufrósine es una de las tres Gracias, y hay gracia y armonía en cada centímetro de la tela. La pintu-ra fue publicada por Voss (1918, p. 157) como perteneciente a la Galería Van Dam de Berlín, por Pilo (1960, fg. 57) y por Martini (1964, lám. III) como per-teneciente (anteriormente) a una colec-ción privada florentina. [as]

Bibliografía: Voss, 1918, p. 157; Pilo, 1960, figs. 57 a, b; Martín, 1964, lám. III; Scarpa, en Pavone, 2003, p. 78; Scarpa, 2007, nn. II 31-32; Scarpa, 2008, nn.71-72.

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pintura tardobarroca y al mismo tiempo se abre a soluciones de elegancia formal que anuncian los primeros amagos del futuro neoclasicismo.

Al adoptar un desarrollo narrativo más amplio, el artista confirma su capacidad de alejarse de los esquemas, no obstante seductores, del relato mitológico basado en dos o tres personajes –basta recordar los conocidos ejemplares con Calisto y Júpiter disfrazado de Diana o las varias Venus con amorcillos–, realizando obras de mayor aliento y escenografía más compleja: como Diana y las ninfas, la otra pintura del mismo tema, también en la Colección Terruzzi, y las dos versiones distintas de Apolo y las Musas, una en una colección privada inglesa (antes en la Walpole Gallery de Londres) y la otra en el Museum of Fine Arts de Boston (A. Scarpa Sonico, 1994, n. 18). Son composi-ciones corales, de una plena musicalidad, que se traduce en tonos delicados, en graciosos ademanes que entretejen una atmósfera intangible, suspendida entre realidad y sueño. Las figuras femeninas adquieren visos de porcelana y alabastro, la naturaleza las envuelve, y la imagen que resulta de todo ello es de una cálida sen-sualidad que fascina y seduce, en virtud de la cual divinidades y ninfas, animales y amorcillos, envueltos y plasmados por un color casi inmaterial, parecen contar por arte de magia una historia viva expresa-mente para nosotros. [as]

Bibliografía: Pallucchini, 1960, p. 25; Scarpa Sonino, 1994, p. 102; Scarpa, 2007, n. II 36; Scarpa, en Delneri y Succi 2008, n. 9; Scarpa, 2008, n. 68.

camente la narración sin dominarla, crea en torno a ella una escenografía delicada y envolvente que subraya el carácter re-servado de la historia. Se observan en esta tela variadas influencias que revelan la complejidad de la formación cultural de Amigoni. Además de la enseñanza de Belluci se perciben en ella reminiscencias de Ricci, interpretadas autónomamente –de Sebastiano en las figuras, de Marco en la escenografía naturalista–, pero es un recuerdo lejano, filtrado por una sutil tendencia francesa de corte internacional, que suaviza la atmósfera y la hace difusa y soñadora. El mundo de Amigoni se carga de valores fabulosos, donde el mito se convierte en una realidad palpable, de delicado refinamiento, donde la raíz artí-stica veneciana se mezcla con la materia difuminada y etérea de las damas inmor-talizadas por la contemporánea Rosalba Carriera. La cronología de la pintura pue-de situarse hacia mediados de los años treinta del siglo, a caballo entre los años ingleses y el último período veneciano del artista: en ella se percibe una vaga in-fluencia francesa, reveladora de experien-cias que pueden haber sido absorbidas durante la fugaz estancia del artista en París, donde estuvo en 1736 acompañan-do a su amigo Farinelli.

En obras como ésta Jacopo revela toda la intencionalidad de su pensamiento: en telas tan culturalmente complejas muestra ser, en efecto, el pintor «venecia-no» más abierto a las nuevas influencias europeas del momento. El resultado es una pintura de musicalidad compleja, capaz de aunar pasado y presente, que testimonia la evolución rococó de la

Jacopo Amigoni

Diana y las ninfas en el bañoÓleo sobre lienzo122 x 158 cmColección Terruzzi

D iana, hija de Júpiter y de Leto, her-mana gemela de Apolo, es la diosa

de la caza, protectora de los animales y de la naturaleza salvaje; a la vez es la perso-nificación de la castidad revestida de una austeridad virginal. Sus doncellas son las ninfas, consagradas a la misma castidad.

El artista reproduce la iconografía clási-ca del baño de la diosa, asistida por sus hermosas compañeras, introduciendo el relato en un paisaje de acentos arcádicos, interpretado, como subrayaba Pallucchini (1960, p. 25), con un lenguaje muy próxi-mo a Zuccarelli.

Fue el propio Pallucchini (ibidem) quien dio a conocer esta fascinante composi-ción que en aquella época se encontraba en una importante colección milanesa. Su estructura constituye una perfecta simbiosis entre los paradigmas de gracia y elegancia más típicos del artista y su atenta transcripción matérica, que, con tonos delicados y difusos, acompaña el recortarse de las formas, las acaricia y sigue sus movimientos. La ambienta-ción adquiere en este caso un valor muy particular. No es frecuente encontrar en Amigoni una atención tan puntual re-specto a los elementos naturales, pero en esta tela el paisaje se convierte en parte integrante y elocuente de la propia com-posición: se mezcla con la vida cotidiana de las protagonistas, acompaña armóni-

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París, obtuvo el honor de ingresar en la Académie de la Peinture.

Íntima amiga de los intelectuales más importantes de la época, como Anton Maria Zanetti y Pierre Crozat, Rosalba tuvo el privilegio de retratar a la realeza y a la nobleza de toda Europa, y no había forastero acaudalado que al llegar a Vene-cia no le encargase un pastel, y el que no podía venir le enviaba una medalla, un grabado, un dibujo del que extraer uno de sus retratos.

El jovencito aquí retratado está captado por la mano de la artista con una in-mediatez apreciable, con una delicada frescura. Los cabellos rizados que tienden a un rubio rojizo enmarcan un rostro im-berbe, algo irónico, un poco asombrado por tanto interés, con una gracia y una desenvoltura en la pose que recuerda mucho a la joven de largo cuello del Gabinete de Dibujos del Louvre de París (Sani, 1988, n. 104). No encontramos aquí la elegante oficialidad del Retrato de Luis XV niño del Museum of Fine Arts de Bo-ston (Sani, 1988, n. 123), sino más bien la afectuosa ternura de la Niña con rosquilla y del Jovencito de las Gallerie dell’Accade-mia (Sani 1988, nn. 188-189), claramente anteriores al pastel aquí expuesto, pero de análoga espontaneidad. Como escribió Longhi (1946, p. 118), Rosalba sabe expre-sar con fuerza incomparable la vaporosa delicadeza de su época, consigue siempre vislumbrar los rostros, «sentir una varia-ción mínima de temperatura interior» y traducirla en un parpadeo, en un impal-pable matiz de color. [as]

Bibliografía: Delneri, 2008, pp. 158-159, n. 45

Cuándo Rosalba tuvo ocasión de retratar a Hamilton es algo que se desconoce, sin embargo es presumible que su pasión por Italia fuese instilada en el joven lord por un Grand Tour que, necesariamen-te, habría incluido Venecia. No había ningún noble extranjero, especialmente inglés, que una vez llegado a Venecia, no desease ser retratado por Carriera. Teniendo en cuenta la edad aparente del retratado que revela el pastel, podríamos fechar esta obra entre 1737 y 1740, años en los que la artista, todavía no aquejada por los graves problemas de visión que la afectarían a partir de 1745, se hallaba en plena actividad.

Rosalba Carriera nace en Venecia en 1675. Inicia su actividad pintando, pro-bablemente en el ámbito familiar, pre-ciosas tabaqueras sobre marfil, con un decorativismo miniaturista que ensegui-da gozó de una excelente acogida. Sus padres, no especialmente adinerados, la obligaron a estudiar al igual que a sus dos hermanas –una de las cuales, Ánge-la, se casará con el pintor Gian Antonio Pellegrini– historia, literatura, música y francés, incluso cuando la familia tuvo que trasladarse temporalmente al Friul. De regreso a Venecia, la aspirante a pin-tora tuvo como maestros a Diamantini primero y a Balestra después. En segui-da emergió con toda evidencia su prefe-rencia hacia el retrato y en poco tiempo su especialización en el uso del pastel suscitó el interés de la nobleza venecia-na y de un público cada vez más inter-nacional que la llevó a la fama absoluta. Con apenas treinta años, en 1705, fue admitida en la Accademia di San Luc-ca de Roma. Quince años después, en

Rosalba Carriera(Venecia, 1675-1757)

Retrato de niño (William Hamilton)Pastel sobre papel30,5 x 27 cmColección privada

E l pastel lleva en el reverso una antigua inscripción que reza: «A

boy by Rosalba», especificando que el personaje retratado es sir William Ha-milton, diplomático inglés nacido en 1730 y fallecido en 1803. El aristócrata británico fue embajador en Nápoles de-sde 1764 hasta 1800. Gran estudioso de restos antiguos, anticuario, arqueólogo y vulcanólogo famoso, fue siempre un amante apasionado de Italia y de sus artes. En 1766-1767 publicó un volumen titulado Antiquités Étrusques, Grecques et Romaines con 436 láminas, entre ellas 179 acuareladas, que comprendían su rica colección arqueológica, la misma que pocos años después (1772) donaría al Bri-tish Museum de Londres.

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embargo, el retrato de un antepasado en la pared, presente en La familia Michiel, o la leyenda del autor con los nombres de los personajes retratados, como en La familia Sagredo. Además, en la época de la pintu-ra, Elena debía de tener más de cuarenta años, mientras que la mujer representada aparece mucho más joven.

En La lección de geografía los colores apli-cados con toques rápidos y encendidos sobre la preparación clara marcan el esti-lo de la madurez del artista. El lenguaje ligero y elegante de tintas esfumadas sabiamente calibradas, con predominio de colores tenues y velados como pasteles, revela un colorismo de impronta rococó heredado de Jacopo Amigoni, de Rosalba Carriera y de la pintura francesa.Las «pequeñas ocasiones» del maestro desvelan una sensibilidad por el gusto y el espíritu francés, acercándose a las Fêtes d’amour de Watteau, además de a las con-versation pieces de Hogart.

De La lección de geografía el Museo Correr de Venecia conserva dos folios autógrafos con estudios preparatorios del hombre sentado y de las camareras, que por su estilo pictórico, como señala Terisio Pig-natti, permiten fechar la tela a finales de la década de los sesenta.

En el dibujo el caballero tiene en la mano el monóculo, que en la tela estará en ma-nos del joven de pie. Este «arrepentimien-to» demuestra que, a pesar de los meticu-losos dibujos del natural, la libertad com-positiva nunca es olvidada por el maestro.

En el siglo de las intrigas amorosas y de la vanidad femenina, de la frivolidad y del exceso, Longhi observa este mundo de adulaciones y galanterías, conoce sus debilidades y defectos y se convierte en su reproductor fidedigno y algo indiscreto, con la sutil y elegante ironía de quien sabe que hay que observar las reglas de la buena sociedad, pero también hay que saber transgredirlas.

retratista. Sobre ella, una luz parece suge-rir la iluminación del conocimiento. Dos caballeros observan a la mujer; el más anciano está sentado y hojea un atlas, el segundo la mira de pie con el monóculo, ambos más concentrados en admirar su belleza que en enseñarle nociones de geo-grafía. Van vestidos a la francesa con vela-da (levita), camisiola y braghesse (calzones) ajustados hasta la rodilla, según la moda.

Salen de la sombra dos camareras, una joven y otra anciana, que llevan bandejas con tacitas a la turca de porcelana y cafe-tera de peltre. En el suelo reposa un atlas abierto, mientras que en las paredes un damasco con dibujos de flores verde oscu-ro sobre verde absorbe una luz desvaída.

El tema del retrato se enriquece con una nota costumbrista típica del siglo de las luces: la ciencia divulgada entre los no especialistas, aristócratas o burgueses, captada en su aspecto más mundano, la instrucción femenina, con velada alusión al Newtonianismo per le dame, publicado en 1737 por Francesco Algarotti, texto enton-ces muy de moda en los círculos refinados.

La tela expuesta, citada en los inventarios dieciochescos de la Fundación como Conver-sación, y sólo a partir de 1869 como La lección de geografía, perteneció originariamente a la familia Querini Stampalia, tal vez realizada para Andrea, culto mecenas del artista.

Existe una variante autógrafa de esta obra en el Museo Cívico de Padua, en la que se ha reconocido el retrato de la familia Barbarigo, al haber identificado al cardenal Gregorio Barbarigo en el cuadro colgado de la pared.

La pintura veneciana no contiene elemen-tos suficientes para identificar a los perso-najes, aunque Fabrizio Magani supone que podría ser un retrato de la familia Querini Stampalia que reflejaría la pasión científica y literaria de Andrea Querini, representado mientras admira a su mujer Elena Mo-cenigo entregada al estudio. Faltaría, sin

Pietro Longhi(Venecia, 1701–1785)

La lección de geografíaÓleo sobre lienzo60 x 48,5 cmMuseo de la Fondazione Querini Stampalia, Venecia

Alo largo del siglo xviii la pasión por la geografía se apodera poco a

poco de la sociedad mercantil europea. Mapas, globos terráqueos y libros enri-quecen los palacios de los nobles y de las familias ricas, objetos simbólicos que re-fuerzan su imagen y prestigio.

Una sutil trama une a las mujeres con la geografía, tanto es así que los pintores suelen representar intencionadamente fi-guras femeninas junto a mapas. De hecho no es casual que Pietro Longhi coloque La lección de geografía entre los momentos robados a la jornada de la dama. Junto al rito del chocolate matutino, de la lectura, de la toilette, de la clase de música y de baile, de la prueba de los trajes, descubrir cómo está hecha la tierra, quién la habita y cómo viven sus pobladores se convirtió en una necesidad en la educación de las jóvenes damiselas. Longhi coloca junto a la dama elegante la dama erudita, que aprende geografía con la ayuda de la astronomía y por tanto de globos terrá-queos y celestes.

La bola del mundo que aparece en el cen-tro de la tela de Longhi es una novedad dispendiosa, pero muy solicitada y codi-ciada. Junto a los mapas y los atlas, la bola del mundo acompaña la lección impartida a la joven en la intimidad de un estudio, del que se vislumbra una librería con nu-merosos volúmenes colocados desordena-damente tras un rico y pesado cortinaje.

La joven noble, sentada ante una mesita, en andrienne de tejido precioso y colores tornasolados, con adornos de encaje y pasamanería, interrumpe sus mediciones con el compás sobre la esfera celeste para desplazar la mirada sonriente hacia el

Y tal vez en La lección de geografía de la Fondazione Querini Stampalia, el pintor mande un mensaje a las jóvenes damise-las recordando las palabras de su amigo Goldoni:

«Hija, a la que quiero no se puede decir cuánto.Sabes có mo me preocupa tu vida y tu futuro:antes que con el durolazo del matrimonio ates tu vida,permíteme que enumere los pesadosdeberes de una esposa y de una madre.Belleza y juventud, ricos tesorosde la mujer, son con el matrimoniodesperdiciados prematuramente.Luego vienen los hijos, ¡dura carga!llevarlos en tu seno y parirlos,educarlos, nutrirlos, son deberesque evitar no podrás. Además, tu marido¿no será un celoso o un tirano,que atormente tu vida con sus celos?Piénsalo, hija, piénsalo y despuésque lo hayas pensado, mi permisocomo ahora te doy estos consejos,sin duda que también te lo daré.»

(Carlo Goldoni, El teatro cómico, acto III, escena segunda, versión de Ángel Chicla-na, ADE teatro, nº 30, 1993)[edc]

Bibliografía: Bertolini, 1954, pp. 9-12; Pignatti, 1968, pp. 34-36; Pignatti, 1974, p. 93; Pignatti, 1975, pp. 46-50; Dazzi y Mer-kel, 1979, pp. 89-90; Pignatti, 1987, pp. 120-121; Merkel, 1987, p. 167; De Re, 1990, p. 770; Marini, 1990, pp. 251-252; Dal Carlo, 1991, p. 132; Meijers, 1991, pp. 118-121; Ma-riuz, 1993, pp. 42-43; Magani, 1993, p. 104; Dal Carlo, 1993, p. 62; Busetao, 1995, pp. 46-47; Magani, 1997, p. 296; Ricci, 1998, p. 153, fig. n. 5; Bohlmann, 1998, pp. 74-75; Trevisan, 2003, pp. 6-7; Busetto, 2004, p. 42; Romanelli, 2005, p. 376; Bruno, 2006, pp. 193-194; Withers, 2007, p. 232; pl. 12; Giovannini y Santini, 2007, pp. 266-269; Dal Carlo, 2007, pp. 304-307.

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de Venecia. Marina era ocho años más joven que Caterina y estaba considerada menos hermosa que su hermana. Por sus desmanes en el juego y en la seducción, sufrió la intervención de los Inquisidores de Estado a raíz de algunas denuncias, entre ellas la de Giacomo Casanova que, mientras estaba en el ridotto (casa de juego), la vio flirtear con Girolamo Mo-cenigo, para quien Pietro Longhi pintó la versión del Rinoceronte hoy en la National Gallery de Londres.

Marina poseía un casino (pequeña resi-dencia privada) en Procuratia con una biblioteca que demostraba su cultura y su interés por los temas históricos y litera-rios. En 1741 se casó con Andrea Pisani, en 1742 dio a luz a su primer hijo, Almorò, que murió con sólo tres años, y en 1746 a Almorò II, que murió de viruela a los veinte años. Marina también fue retrata-da, junto a su hijo Almorò II, por Gian Battista Tiepolo en la Apoteosis de la familia Pisani del techo del salón de baile de la villa de Stra, y fue descrita en algunos versos de Carlo Gozzi como una mujer de carácter fuerte y personalidad temible «mujer majestuosa, / Robusta, grave, un ardiente rayo / Sobre mí esparce, que me anuda en la boca / La de por sí mal se-gunda lengua, / Y te confesaré, más que al airado / Y borrascoso mar respeto, y temo /A la plácida Marina».

a sus respectivas madres, Longhi pinta a las hermanas Cantarina y Cecilia Barbari-go y a su primo Almorò II.

Las niñas están vestidas como pequeñas adultas, tienen la cabeza empolvada, lle-van corsé y «goliè» como su abuela. Con-tarina y Cecilia, al igual que su madre, amaban las fiestas y las recepciones y fue-ron mujeres de vasta cultura, tanto es así que fueron retratadas por Longhi años más tarde cuando, ya mayores, asisten a una Lección de geografía (hoy en los Museos cívicos de Padua).

Las jovencitas también cultivaban el di-bujo de arquitectura, como documenta un pliego de dibujos conservado en el Museo Correr de Venecia, que ofrece plantas de pequeños edificios y decoracio-nes de interiores firmados «Contarina y hermana Cecilia Barbarigo».

En el centro de la tela Marina presenta con tierno orgullo, haciendo un discreto gesto con la mano derecha, al pequeño Almorò II, único heredero y continuador de su

inmovilidad de la escena convirtiéndola en un pequeño fragmento de vida.

Cecilia Grimani, que en 1738, tras la muerte de su marido Gerardo Sagredo había sido nombrada comisaria y ejecuto-ra testamentaria de todos sus conspicuos bienes, es la comitente de la obra que la inmortaliza junto a sus hijas y nietos. La edad de los personajes retratados en La familia Sagredo sugiere fechar la pintura hacia 1750 aunque el primer contacto indirecto de la noble dama con Pietro Longhi se remonte a 1732-1734, años en los que el pintor trabajaba en el palacio de Santa Sofia en el imponente fresco con la Caída de los gigantes que le había encar-gado Gerardo Sagredo.

Probablemente poco antes de morir Ceci-lia, le pedirá a Pietro Longhi que redacte una estimación completa de la colección artística presente en el palacio Sagredo, encargo ya confiado algunos años antes a dos peritos de la categoría de Piazzetta y de Tiepolo.

En esta pequeña escena familiar Cecilia está sentada en sobre un silloncito, con un refinado traje oscuro, cofia en la cabe-za, preciosas joyas y un perrito con collar rojo en el regazo. A su izquierda está sentada su hija menor, Marina, una de las mujeres más cortejadas y controvertidas

merosos viajeros extranjeros y fue amiga del embajador inglés Holderness, que le escribía regularmente para comprobar sus progresos en la lengua inglesa. Un «Catálogo de los libros propiedad de S.E Caterina Sagredo Barbarigo» de abril de 1759, confirma la presencia en su biblio-teca de diccionarios de italiano-inglés y de numerosos libros y periódicos en esta última lengua.

Longhi la representa como dama cazado-ra en la Caza de la liebre, obra conservada en la Fondazione Querini Stampalia que hace juego con la Caza de la serreta, donde está representado su marido Gregorio Barbarigo. La noble dama también ha sido reconocida en la bellísima joven re-tratada en un pastel de Rosalba Carriera de la Gemäldegalerie de Dresde.

Cecilia y Contarina vuelven a aparecer juntas en la pequeña tela de Longhi Las hermanas Sagredo, actualmente conservada en la National Gallery de Londres.La pequeña escena familiar se completa con la presencia de los tres niños. Frente

Pietro Longhi

La familia SagredoÓleo sobre lienzo60 x 40 cmMuseo de la Fondazione Querini Stampalia, Venecia

«En tibi SAGREDAE prestantia lumina Gentis,/ Lumina quae Veneto clarius axe micant./ CAECILIA est Auctrix CATHE-RINA MARINA quae Natae,/ Haec Unum, ut cernis, protulit illa Duas» («Ante ti los insignes esplendores de los Sagredo, es-plendores que refulgen en el cielo de Vene-cia. Cecilia es la madre, Caterina y Marina las hijas; ésta, como ves, ha dado a luz a un niño, la otra a dos niñas»).

L a inscripción, que aparece abajo en el centro de la pintura, permite iden-

tificar a los personajes representados en el retrato de familia. Pietro Longhi pinta a la izquierda a Cecilia Grimani que recibe la visita, probablemente en el palacio pro-piedad de los Sagredo en Santa Sofia (Ve-necia), de la segunda hija Marina con su hijo Alomorò II y de la primogénita Cate-rina con sus hijas Contarina y Cecilia. Al fondo el pintor describe cuidadosamente el ambiente doméstico enriquecido por una tapicería adamascada verde, un es-pejo dorado y un pesado cortinaje con guardamalleta de borlas que cubre una puerta entreabierta por la que entra un criado trayendo el café, lo que diluye la

Carlo Goldoni le dedica la Dama prudente y traza de ella un retrato virtuoso «[…] pero permítaseme al menos mencionar al vuelo una virtud que en vos entre otras resplan-dece. Ésta la preciosa humildad, goberna-da por la prudencia, la cual sin privar de su derecho a la Nobleza, odia el excesivo fasto, y se hace dueña de corazones».

Piero del Negro cree que se podría reco-nocer el aspecto de Marina en otras pin-turas de Longhi: el Concierto de mandolina, en la Colección Papadopoli de Venecia y el Concertino de la colección de la Pina-coteca de Brera (Milán). Pietro Longhi era un pintor muy apreciado por toda la familia Sagredo.

El artista también realizó dibujos y pintó algunos cuadros para Marina. En la villa de Paese, cerca de Treviso, había «12 folios del señor Pietro Longhi con somorgujos», mientras que en el apartamento de Procu-ratia, donde la noble dama vivió durante algún tiempo, estaban colocados cuatro cuadros del pintor, de tema no especifica-do. Poco antes de morir, Marina encargó a Longhi El elefante, en cuya cartela se lee «verdadero Retrato del Elefante Ejecutado en Venecia el año 1774, Pintado por mano de Pietro Longhi, Por encargo de la ND Marina Sagredo Pisani», donde está retra-tada la misma comitente con esclavina.

Sentada más a la derecha vemos a la otra hija de Cecilia, la primogénita Caterina, también ella con un refinado vestido de colores delicados y preciosas joyas que el artista describe minuciosamente con gus-to de miniaturista.

Caterina se casó a los dieciséis años con Antonio Pesaro, pero enviudó muy pron-to y se casó en segundas nupcias con Gre-gorio Barbarigo, a quien le dio dos hijas, Cecilia y Contarina, que aparecen junto a ella en la pintura de Longhi. Caterina fue un personaje célebre en Venecia por su belleza y por su cultura, interesada por la filosofía, viajó mucho, conoció a nu-

Settecento Veneziano7978

formar parte de la colección del Museo de la Fondazione Querini Stampalia en 1935, cuando, con motivo de la venta de la Co-lección Donà delle Rose, el Instituto creó expresamente un consorcio para salvar de la dispersión estas obras de arte. [bt]

Bibliografía: Ravà, 1909, pp. 49-50, 55; Lorenzetti y Planiscig, 1934, pp. 24-25; Arslan, 1943, p. 58, fig.11; Pallucchini, 1945, p. 134; Museo Correr, 1960, p. 163; Valca-nover, 1960, p. 75; Pignatti, 1968, p. 111; Molmenti, 1973, p. 337; Pignatti, 1974, p. 92; Dazzi y Merkel, 1979, p. 89; Chiarini, 1982, p. 82; Sohm, 1982, p. 256; Valcanover, 1987, p. 46; Montecuccoli degli Erri, 1990, pp. 41-42; Meijers, 1991, pp. 107-109; Ma-gani, 1993, pp. 172-175; Mariuz, 1993, p. 44; Busetto, 1995, pp. 48-49; Pallucchini, 1995, p. 378, fig. 604; Pallucchini, 1995, pp. 408, 411; Terpitz, 1998, p. 82, fig. 71; Trevisan, 2003, p. 8; Mazza, 2004, p. 19, 95, 98, fig. 8.

linaje, vestido como un hombrecito, con traje de gala y espadín entre las manos.

Almorò fue retratado otra vez en un gran grupo familiar por Alessandro Longhi, hoy en las Gallerie dell’Accademia de Venecia, y en una tercera ocasión en una pintura también de Alessandro Longhi, de la que sólo se posee un fragmento con-servado en el Museo Cívico de Belluno. Desde su más tierna edad Almorò se apa-sionó por el dibujo y el grabado y cuando su madre se dio cuenta del interés de su retoño por el arte, organizó para él una Academia de Dibujo y Grabado destinada a su uso privado en el mismo Palazzo Pis-ani de Santo Stefano, donde evidentemen-te se había instalado un verdadero taller calcográfico. Desde aproximadamente de 1763 aproximadamente la Academia fue dirigida por el propio Longhi. Esta tela, junto a otras catorce del maestro, entró a

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la bandera azul y oro con la inscripción en rojo «de África» ondeando sobre la enseña sostenida por el soldado a la de-recha cerca del arco de triunfo, inducen a pensar que se trate del regreso victorio-so de Publio Cornelio Escipión después de la campaña de África». El general romano, en efecto, después de haber derrotado a Aníbal en la batalla de Zama en el año 202 a. C., se ganó el apelativo de «Africano» y a su regreso a Roma fue recibido con grandes honores y con un «triunfo» espectacular. Guardi interpre-ta el tema con una construcción agitada y compleja, extremadamente dinámica y teatral. El planteamiento narrativo re-curre a un juego de planos superpuestos de notable equilibrio de los que emergen con gran fuerza y evidencia la figura del protagonista, la biga fastuosa, el agitado alzarse de los caballos. El plástico grupo principal se proyecta hacia fuera y parece salir al encuentro del espectador, que casi se siente implicado en el torbellino de luces, movimientos y colores.

La fuerza con la que Gian Antonio rea-liza esta tela construida con pinceladas rutilantes, moduladas y ricas de color denso y corpóreo, testimonia la riqueza del talento de Guardi y coloca la pintura entre las creaciones más fértiles del arti-sta. Muy parecida, aunque con mínimas variantes y ligeras diferencias de tamaño, es una segunda interpretación del tema, conservada en la Colección Cella di Bro-ni, cerca de Pavía. Cronológicamente se puede fechar la pintura entre el Triunfo y la Magnanimidad de Escipión del Palazzo Savorgnan de Brazzà de Venecia, de la que es algo posterior, y otras pinturas del mi-smo tema ahora en la villa de Bogstad en Oslo, realizadas entre 1750 y 1755. [as]

Bibliografía: Pedrocco, 1992, p. 135, n.105; Dotti, en Delneri y Succi, 2008, pp. 92-93; Scarpa, en Rigon, 2008, pp.73-74.

tas con una asignación mensual, como copista, durante casi dos décadas, hasta el 13 de abril de 1745. Asombra pensar que dos artistas como Antonio y Francesco, ahora considerados entre los más impor-tantes del arte veneciano del Settecento, aceptasen producir copias ajenas, pero de hecho las finanzas de los Guardi nunca fueron especialmente boyantes y sus obras se cotizaron menos respecto a las de sus contemporáneos más famosos. Gian An-tonio realizó también para Schulenburg, después de 1740, aquellos «Cuadros de costumbres de los Turcos» inspirados en las obras del franco-flamenco Jean Bapti-ste van Mour (1671-1737), que gozaron del favor del comitente y le permitieron por tanto un ligero desahogo económico. Pero las obras realizadas por Guardi no fueron sólo copias: entre los encargos eclesiá-sticos hay que recordar las telas para la iglesia de San Salvatore en Morengo, para la de San Vincenzo Martire en Cerete Basso, para la iglesia parroquial de Vigo d’Anaunia y para la tribuna del órgano de la iglesia del Angelo Raffaele de Venecia. Más interesantes todavía son las obras realizadas en los palacios nobiliarios de Venecia, como los cuatro frescos que deco-raban el Palazzo Barbarigo-Dabalà en An-gelo Raffaele o las cuatro telas del Palazzo Suppiei que, después de varios cambios (de Stucky en el Palazzo Grassi, de Beste-gui en el Palazzo Labia), ahora forman parte de la Colección Cinni en el Palazzo Loredan en San Vio. O como el ciclo que adornaba inicialmente el salón del Palaz-zo Mocenigo-Robilant de San Samuele, ahora dividido entre la Embajada Italiana en París y la Colección Terruzzi.

La pintura aquí expuesta fue dada a conocer por Pedrocco (1992, n. 105), que interpretó el tema como Triunfo de un caudillo romano. Recientemente Dotti (2008, p. 92) ha subrayado que «algunos detalles como el morito que enarbola

Gian Antonio Guardi(Viena, 1699–Venecia, 1760)

Triunfo de Escipión el AfricanoÓleo sobre lienzo155,5 x 202,5 cmColección privada, Milán

H ermano y maestro del más joven Francesco, Gian Antonio Guardi,

hijo de Domenico y de Maria Claudia Pichler, nace en Viena, donde su padre se había establecido diez años antes para estudiar y ejercer el oficio de pintor bajo la protección de su tío Giovanni, prelado de la catedral de Santo Stefano. Los Guardi, originarios de Val di Sole en Trentino, habían obtenido del emperador de Au-stria el título nobiliario en 1643 y gozaban por tanto de cierto prestigio. El traslado a Venecia se produce antes de 1702, año en que nació Cecilia, que en 1719 se casará con Gian Battista Tiepolo. En el barrio de Santi Apostoli, donde Domenico había abierto el taller, nacieron después Iseppo Benedetto, en 1705, Iseppo Piero, en 1709, Francesco, en 1712, y finalmente Nicolò, en 1715. Tras la prematura muerte su padre en 1716, Gian Antonio, que aún no había cumplido los veinte años, pasó a hacerse cargo del mantenimiento de la familia asumiendo la dirección del taller. En 1717, en efecto, firma y fecha su primer cuadro autónomo, San Juan Nepomuceno entonces en la Colección Cogo de Treviso. Primero solo, después con Francesco, el pintor emprende, paralelamente a su trabajo más creativo, una floreciente actividad como copista, muy apreciada sobre todo por los condes Giovannelli y por el mariscal von Schulenburg, que se convirtió con el tiem-po en el verdadero sustento de la familia. Mientras que la relación con los Giovan-nelli tenía raíces profundas, siendo esta noble y rica familia ya cliente y protectora del padre, la relación con el coleccionista alemán fue de real dependencia, ya que Gian Antonio aparece en su libro de cuen-

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[ Cat. 24 ]

que éste poseía debía de ser una pintura muy admirada, ya que fue incluida en un volumen de grabados de Pietro Monaco (Belluno, 1707–Venecia, 1772) que gozó de gran fama y difusión: se trata de la Raccolta di Cinquantacinque Storie Sacre, cuya primera edición apareció en 1743 y, ampliada hasta contener 112 historias, fue reeditado en 1763. Hubo reediciones po-steriores, tras la muerte del grabador bel-lunés, en 1771 y en 1789 (Apolloni, 2000, p. 198). La pequeña tela de Ricci aparece con el número «41» y al pie del grabado se lee: «LA REGINA ESTER IN ATTO DI SUPPLICARE ASSUERO PER LA SALVEZ-ZA DEL SUO POPOLO/…PITTURA DI SEBASTIAN RICCI, POSSEDUTA DAL ILL.mo SIG.r ANTONMARIA ZANETTI Q.m GIROLAMO A S.M. MATERDOMINI». Sin duda Antonio pudo tener ocasión de ver esta tela en el palacio de Zanetti, y de copiarla, o mejor dicho de interpretarla con su estilo personalísimo, basado en-teramente en las emociones. La madurez que se observa en esta pequeña obra nos induce a situarla cronológicamente junto a las telas de la tribuna del órgano en la iglesia del Angelo Raffaele, fechadas con seguridad entre 1749 y 1752. Las Historias de Tobías que allí se narran muestran soluciones estilísticas muy similares a las de Ester ante Asuero: los pliegues acarto-nados de los vestidos y de la gran tienda, las naricitas puntiagudas y las franjas de luz netamente marcadas que crean resplandores difusos sobre toda la esce-na. Contiene todo el estilo de Antonio, su refinamiento antiacadémico, su color aplicado con finas veladuras, con pincela-das rápidas y ligeras, difuminadas hasta hacer evanescentes los contornos, hasta realizar, ante litteram, una abstracción pura de la forma. [as]

Bibliografía: Pedrocco, 1999, pp. 261-263; Scarpa, 2006, p. 221.

de Tiziano que se encontraba en la iglesia de Santa Maria Maggiore (ahora en las Gallerie dell’Accademia de Venecia), o la Fortaleza y la Templanza (Suiza, colección privada) copiadas de dos de las grandes telas realizadas por Tintoretto para la iglesia veneciana de la Madonna dell’Or-to. Pero Guardi gozaba de cierta fama como copista incluso antes de conocer a Schulenburg: los condes Giovanelli, como se cita en un testamento de 1731, poseían varias «copias de los hermanos Guardi», lo que significa que también Francesco, con menos de veinte años, tra-bajaba con su hermano en esta actividad. Podemos suponer pues que la habilidad «mimética» de Antonio no se interrum-piese al cesar la relación con el mariscal, y que al contrario se hubiese convertido en una peculiaridad del artista.

La tela con Ester y Asuero contiene tal sol-tura y libertad estilística que hay que con-siderarla una obra claramente posterior a 1745. El prototipo es una pintura de Seba-stiano Ricci, realizada en 1733 y destinada, con su pareja que representa El festín de Baltasar, al Palacio Real de Turín. Las dos telas se encuentran ahora en el «salottino veneziano» del Palacio del Quirinal de Roma (226 x 162 cm). Guardi seguramen-te no vio los ejemplares enviados al rey de Saboya; pero de todas formas, al menos en el caso de Ester y Asuero, el modeletto de la obra, ahora custodiado en la National Gallery de Londres (óleo sobre lienzo, 47 x 33 cm), permaneció en Venecia: en aquella época pertenecía a Anton Maria Zanetti (1679- 1767), hombre de vasta cul-tura y gran coleccionista, íntimo amigo de Marco y Sebastiano Ricci, protector de Canaletto y de Zuccarelli y sin duda una de las personalidades fundamentales del mundo cultural veneciano del Settecento (F. Haskell, 1966, pp. 519-525). El modeletto con Ester y Asuero de Sebastiano Ricci

Gian Antonio Guardi

Ester ante AsueroÓleo sobre lienzo52,5 x 34,5 cmColección privada, Bolonia

L a crítica de las últimas décadas ha reconocido unánimemente el va-

lor artístico de Gian Antonio Guardi en la pintura veneciana del siglo xviii. Hoy es considerado en efecto entre las figuras más innovadoras de aquel siglo: su ma-teria deshilachada, sus luces irreales, su forma de componer fuera de los esque-mas, muestran un talento innato que el tiempo no ha hecho más que revalorizar. Esto no impide que Guardi tuviese que li-diar a menudo, por no decir siempre, con una situación económica familiar más bien precaria, y tal vez fuese éste el moti-vo principal que le llevó a producir copias de otros artistas, contemporáneos o del pasado, sobre todo para un coleccionista exigente y algo excéntrico como Johan Matthias von der Schulenburg (1661-1747) que, como comandante de las tropas ve-necianas, había defendido brillantemente Corfú del asedio turco en 1716. Apasiona-do del arte, a partir de 1718 se estableció en Venecia, en el Palazzo Loredan sobre el Gran Canal, donde reunió una impor-tante colección. La estrecha relación que mantuvo con Gian Antonio Guardi duró desde 1733 hasta 1745-1746, cuando el mariscal decidió establecerse en Verona, donde murió en marzo de 1747. Anto-nio recibía mensualmente un modesto sueldo fijo a cambio de producir para él retratos, tanto del propio Schulenburg como de las cabezas coronadas de media Europa, pero también un gran número de copias de artistas del pasado. Son pocas, sin embargo, las que se han identi-ficado. Entre ellas basta citar el delicioso San Juan Bautista ahora en la National Gallery de Dublín, extraída de una obra

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la cúpula de la iglesia de San Donato en Murano (Mariuz, 1982). La actitud fuer-temente hierática de la Virgen se refleja en la modulación tímbrica de la pintura, basada en una limitada gama cromáti-ca, pero de tonos muy particulares: el marrón tornasolado que vira hacia el amarillo, el azul eléctrico y sobre todo el blanco que ilumina emocionalmente los distintos elementos compositivos. El arte sublime de Piazzetta emerge de esta obra con toda su fuerza. En ella encontramos la lección del boloñés Giuseppe Maria Crespi, cuyo taller frecuentó el artista durante toda la primera década del siglo xviii, así como su capacidad innata de transmitir emoción, sin patetismo, pero con una profunda complicidad.

Fue un artista completo, grabador de gran habilidad y dibujante extraordina-rio, pero también fue mercader, consejero y asesor de coleccionistas prestigiosos; fue por último un apasionado maestro, en la recién nacida Accademia di Belle Arti, desde 1750 hasta su muerte en 1754. Piazzetta no murió rico como Sebastia-no Ricci o Gian Battista Tiepolo, pero la riqueza de su poesía y la lección perenne de su lenguaje pictórico hacen de él uno de los más grandes artistas del Settecento veneciano. [as]

Bibliografía: Ruta, 1753, p.39; Ricci, 1896,p.58; Ravà, 1921, p.20; Pallucchini, 1934, p.39; Quintavalle, 1939, pp. 139-140; Pallucchini, 1947, pp.108-116; Quintavalle, 1948, p. 121; Pallucchini, 1956, p. 40; Don-zelli, 1957, p.188; Pallucchini, 1960, p. 82; De Marito y Da Campagnola, 1961, p. 65; Ghidiglia Quintavalle, 1963, p. 35; Ghidi-glia Quintavalle, 1965, lám. XXXIII; Ricco-mini, 1974, p. 30; Caschi Lavagetto, 1979, p. 75; Mariuz, 1982, pp. 101-102; Fornari Schianchi s.d. 1983, p.186; Knox, 1985, pp. 114-116; Knox, 1992, pp. 136-145; Pallucchi-ni, 1995, p. 385; Apolloni, 2000, pp.214-215; Nepi Sciré en Fornari Schianchi, 2000, pp.70-72.

edad casi adolescente, hubiese tenido una visión tan lúcida del aparato decorativo de la iglesia. Además, el mismo Piazzetta, en una carta al párroco de Meduna di Livenza, no fechada, pero posterior a 1741 y anterior a 1744, afirma no haber terminado todavía la Inmaculada, aunque le había sido encargada poco antes de 1739. La existencia del modelo de la obra, poseído por el «Illustrissimo Signor Gio-vanni Boschi» y cuyo rastro se ha perdido, está documentada por un grabado (n. 49) incluido en la Raccolta di centododici Stampe di pittura della Storia Sacra de Pietro Monaco, junto a la de la Magdalena (n. 33) encargada a Pittoni para la misma iglesia. Ninguno de los dos aparece en la edición de 1743, lo que llevaría a pensar que en aquella época los modelos todavía no ha-bían sido terminados.

En época napoleónica, el cuadro de altar de la iglesia de los Capuchinos fue requi-sado por los franceses, pero en 1810 volvió a Parma para ser restituido a los frailes en 1816, quienes en 1840 lo vendieron a la Ducale Accademia di Belle Arti, actual Galleria Nazionale.

El tema de la Inmaculada Concepción debió de ser impuesto por los propios capuchinos, ya que su orden, como todas las franciscanas, era muy devota del culto mariano, que el Papa Clemente XI, con la bula papal «Commissis nobis», exten-dió a la Iglesia como fiesta de precepto. Piazzetta interpreta el tema con sublime hieratismo; el rostro de la Virgen se mues-tra infantil, puro, delicado y estupefacto como si fuese ella misma la espectadora del milagro. Una luz metafísica envuelve a los personajes, esa luz piazzettesca que los contemporáneos del artista llamaban «lume solivo» y que confiere a la com-posición un aura casi surrealista. María tiene las manos abiertas con las palmas dirigidas al espectador, como si fuese una Virgen véneto-bizantina salida de los mosaicos de la basílica de San Marco o de

Gian Battista Piazzetta(Venecia 1682 – 1754)

La Inmaculada Concepción y ángelesÓleo sobre lienzo235 x 185,4 cmGalleria Nazionale, Parma

E l cuadro de altar con La Inma-culada Concepción y ángeles fue rea-

lizado por Piazzetta para la iglesia de los Capuchinos de Parma, llamada La Maddalena, y citada por las fuentes por vez primera en 1780: en efecto, en este año Clemente Ruta, en la edición póstu-ma de su Guida di Parma, anota que esta obra de Piazzetta estaba situada en la se-gunda capilla a la izquierda frente a una Magdalena de Pittoni, mientras que los Santos despreciando a la Herejía de Gian Battista Tiepolo ocupaba la última capi-lla, la cuarta, frente a un San Francisco de Asís de Sisto Badalocchio, ya citado en la edición de Ruta de 1739. El historiador también publicó en 1752, una edición intermedia de su Guida, pero tampoco en ésta aparecen citadas las pinturas de los tres artistas venecianos.

Nepi Scirè (2000, p. 70) avanza la hipó-tesis de que, como en aquella época la iglesia de los capuchinos era el mausoleo ducal, la elección de los tres famosos ar-tistas venecianos pudo haber estado con-dicionada por la voluntad del jovencísmo duque Carlos, que habría podido ver en nombres tan prestigiosos un homenaje a esta sede eclesiástica tan significativa para el Ducado. Sin embargo esta hipótesis se contradice con los datos que conocemos. Carlos de Borbón, hijo de Felipe V de España y de Isabel Farnesio, se convirtió en duque de Parma a los 15 años, en 1731, hasta 1735 cuando se convirtió en rey de Nápoles y Sicilia, cargo que mantuvo hasta 1759, cuando, al suceder a su her-manastro Fernando VI, se convirtió en rey de España con el nombre de Carlos III. Parece por lo tanto bastante impro-bable que el jovencísimo duque, a una

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mismo fulgor de los blancos sobre los que se dispersa y refleja la luz nos acerca a este momento creativo del artista, aproxi-madamente el mismo de las telas que estuvieron en el Palazzo Sandi y ahora se encuentran en el Cavalieri de Roma.

El tema del amor de Rinaldo y Armida será recuperado por Gian Battista mu-chos años después, hacia mediados del siglo, en una tela que se encuentra en la Alte Pinakothek de Munich y en su boce-to preparatorio que perteneció en el pasa-do a la Colección Cailleux de París.

Armida en la Jerusalén liberada de Tasso encarna la seducción que conduce al abandono de la racionalidad. Para el caballero cristiano Rinaldo ceder a sus lisonjas equivale a perder su verdadera identidad. Armida, que debe distraer a los más valientes guerreros cristianos de sus propios deberes, seduce a Rinal-do con un sortilegio y le convierte en su amante. Pero en la preparación de la magia algo no sale como estaba previsto y ella misma se convierte en víctima. La isla encantada, que debía ser la prisión del héroe, pasa a ser teatro y alcoba del amor entre los dos. La precoz madurez de Tiepolo se evidencia muy bien en la pequeña tela aquí expuesta, que contiene en potencia los desarrollos de todo su ta-lento pictórico y compositivo: el elegante fondo escenográfico en su marmórea blancura circunscribe el episodio amo-roso narrado, limitando su intimidad en un hortus conclusus de erudito sabor arcádico. Es evidente que el pintor tiene presentes ejemplos de Veronés, especial-mente en la evocación de los fondos pla-teados y luminosos, pero los transforma en un vocabulario íntimo y personal, creando un microcosmos poético orques-tado por una vibrante luminosidad. [as]

Bibliografía: Morassi, 1962, p. 140; Pa-llucchini, 1968, n.36; Pedrocco y Monte-cuccoli degli Erri 1993, n. 58; Scarpa, 2007, n. II 17; Scarpa, 2008, n.99.

talento para armonizar hábilmente luz y color. En la residencia de Wurzburg estos virtuosismos se explicitan en una intensa luminosidad y en vivaces claroscuristas contrastes cromáticos.

Llamado a la corte de España en 1762 por Carlos III para decorar el Palacio Real, se trasladó a Madrid acompañado de Gian Domenico y Lorenzo, los dos hijos pinto-res que tuvo con Cecilia Guardi, hermana de Gian Antonio y Francesco. Aquí traba-jó hasta su muerte, acaecida en 1770, en parte marginado por un mundo artístico en vías de transformación, sin haber con-seguido terminar el prestigioso encargo.

La pequeña tela con Rinaldo y Armida, en el pasado perteneciente a una colección privada de Lausana, fue dada a conocer por Morassi (1962, p. 140), que la acercó cronológicamente a la Venus con espejo de la Colección Gerli de Milán y al Alejandro y Campaspe del Museum of Fine Arts de Montreal. Pallucchini (1968, n. 36) adelan-tó algunos años la datación, situándola en torno a 1724-1725. La cronología fue posteriormente anticipada, aunque poco, por Pedrocco (1993, p. 240, n. 58) que es-tablece su ejecución en 1722-1723, al ver «en la sinuosa figura de Armida» cierto parentesco con la protagonista de Susana y los viejos del Wadsworth Atheneum de Hartford. Añadiremos que un análogo parecido podría descubrirse también en el Suicidio de Aiax Telamonio de una colec-ción privada suiza, aunque obviamente más fulgurante y dramático, del que reproduce el gusto por la estatuaria, de resonancias ciertamente riccescas: basta pensar en la procesión de estatuas que modula el fondo de Perseo con la cabeza de Medusa (J.P. Getty Museum de Los Ánge-les) del artista de Belluno. Sin embargo, la fisonomía de Armida, la languidez de su mirada y la misma torsión de su cuer-po podrían llevarnos también, o incluso más, a la alegoría femenina que aparece en las Tentaciones de san Antonio de Brera en Milán (Mariuz, 1991, pp. 221-222): el

Gian Battista Tiepolo(Venecia, 1696–Madrid, 1770)

Rinaldo y ArmidaÓleo sobre lienzo40,5 x 34 cm

Colección Terruzzi

N acido en una familia acomodada, pero huérfano de padre a la edad

de un año, Gian Battista entró muy joven en el taller de Gregorio Lazzarini. En un primer momento influenciado por el cla-roscuro tímbrico de Piazzetta, como se observa en el Sacrificio de Isaac de la iglesia del Ospedaletto de Venecia y en el Mar-tirio de san Bartolomé de la iglesia de San Stae (1722-1723), más tarde tendió a una gama cromática de tonos transparentes y suaves, alcanzando una gran libertad expresiva ya en obras de 1723-1725, como las telas del Palazzo Sandi, o de 1726-1727, como los frescos del Palazzo Arcivescovile de Údine.

Muy sensible al regreso del estilo de Ve-ronés inaugurado por Sebastiano Ricci, supo interpretar su sabio decorativismo en los frescos de los palacios Dugnani y Archinto de Milán y en la capilla Colleoni de Bérgamo. En el Palazzo Labia de Ve-necia, obra universalmente conocida, y en el Palazzo Clerici de Milán, obras de los años cincuenta del Settecento, expresa al máximo sus potencialidades esceno-gráficas e ilusionistas, así como su gran

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Settecento Veneziano8988

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paña, parece más coherente una propues-ta cronológica algo posterior (Morassi, 1962, p. 36; Pallucchini, 1968, n. 298), en torno a mediados de los años sesenta. A la National Gallery de Washington pertene-ce en cambio una «copia» de esta pintura realizada por su hijo Gian Domenico. Fue este último, sobre todo en los años ochenta, y más todavía que el padre, el verdadero especialista en este tema: son ejemplos de extraordinaria calidad las telas del Museo Pushkin de Moscú, de la Colección Mont de Nueva York y del Museo Cívico de Bassano del Grappa. Una Inmaculada de Gian Domenico subastada recientemente en Londres (Sotheby’s, 6 de julio de 2000, lote 38) hace de espejo a la tela de Gian Battista que aquí se expone. Se corresponden los rosas de la túnica y los azules del manto, el delicado rubor de las mejillas, la dulzura que transmite la imagen, pero en cambio aparecen diferen-cias en el tratamiento del tema: la Virgen realizada por Gian Domenico, pese a su sacralidad, tiene la misma cara que las da-mas del Minuetto in Villa de Zianigo, ahora en Ca’ Rezzonico en Venecia, la Virgen de Gian Battista es abstracción pura, es mirada perdida en el vacío, o mejor dicho, es mirada que revela aceptación y temor a la vez. La materia es líquida, sostenida en sus contornos por un trazo sutil, que se difumina en las zonas de sombra con la suavidad del pastel. Mientras Gian Dome-nico acoge e interpreta el mundo cultural que cambia, el padre deja, en obras como ésta, conmovedores mensajes autobiográ-ficos de una meditación silenciosa y de gran dulzura. [as]

de las telas más importantes del ciclo realizado para la iglesia de San Pascual Bailón en Aranjuez. El espléndido mo-delo de este cuadro de altar se encuentra en Londres, en las Courtauld Institute Galleries. En el rostro y en las facciones de esta Virgen se hallan las premisas para La Inmaculada aquí expuesta. Volvemos a encontrarla en los rasgos de María en la Huída a Egipto, que en 1930 pasó del Museo Estatal de Poltava en Ucrania a una colec-ción privada de Nueva York. Y el mismo modelo reaparece en la protagonista de la espléndida Anunciación del duque de Luna: el óvalo del rostro redondo, los labios fruncidos y carnosos, las cejas ar-queadas y delgadas. La extrema, mansa dulzura que desprende la expresión de esta Inmaculada esconde y traiciona a la vez los pensamientos más íntimos del pintor, las cosas no dichas de la vejez, las tribulaciones y las añoranzas. Ya no es el Tiepolo triunfante de los grandes deco-rados el que habla a través de obras como ésta, sino el lado más introvertido y tal vez más sincero del artista. Incluso cuando el neoclasicismo imperante arrecia a sus espaldas y le aplasta con la fuerza de lo nuevo, nacen de su pincel pequeños y de-licados fragmentos de poesía. Pocos años antes Gian Battista había recuperado el tema de la imagen devocional de María, con el mismo esquema compositivo que había adoptado en el pasado, en la Virgen del jilguero de la Colección Seligmann de Nueva York, que antes había pertenecido a la colección madrileña del marqués de Castrillo: aunque Pedrocco (1993, n. 494) la feche en 1759, antes de trasladarse a Es-

Gian Battista Tiepolo

La InmaculadaÓleo sobre lienzo58 x 48 cm

Colección privada

L a representación devocional de la Virgen ocupa un lugar de gran rele-

vancia en el catálogo de Tiepolo desde los años juveniles del artista. Por lo general se trata de imágenes de medio busto de la Virgen y el Niño, de gran dulzura y deli-cadeza, como el ejemplar de la Colección Suida Manning de Nueva York, o el de la Colección Brass de Venecia, subastado por Christie’s Londres en diciembre de 1998 (Gemin y Pedrocco, 1993, nn. 37, 39). Ambas pinturas, cuyas características esti-lísticas permiten situarlas en los primeros veinte años del siglo, muestran todavía cierta influencia de Piazzeta. Otras, como la de la Colección Crespi en Milán (Gemin y Pedrocco, 1993, n. 38) revelan una acti-tud más altiva y distanciada, anuncian-do las soluciones del gran lienzo con la Virgen del Carmelo pintado para la iglesia de Sant’Aponal de Venecia y ahora en la Pinacoteca de Brera, Milán. Esporádica-mente el artista volvió sobre el tema unos años más tarde, como en las dos pequeñas telas de la Accademia Carrara de Bérgamo y del Museo Cívico de Bassano (Gemin y Pedrocco, 1993, nn. 124, 125), que pueden fecharse hacia mediados de los años cua-renta. Pero es en los últimos años de su actividad cuando la iconografía mariana vuelve a hacerse más presente: basta citar La Inmaculada Concepción del Prado, una

Settecento Veneziano9190

en el rostro del Bautista, verdadero centro emocional de la escena, donde Gian Do-menico ha intentado recrear la expresión de Santa Ágata, en la que Francesco Al-garotti (1763) advertía a la vez dolor por los sufrimientos físicos y placer al verse abierto el Paraíso» (Mariuz, 1990, p. 71). El pintor ambienta la escena en el espacio de una celda oscura, obteniendo de esta escenografía efectos luminosos inéditos, de una gran elegancia teatral, que le per-miten súbitos haces de luz con un efecto profundamente emotivo. Genial, entre estos, es el que ilumina la pared del fondo creando la ilusión de un obelisco, uno de los símbolos preferidos del artista y al que recurrirá repetidas veces en escenas alegóricas cuando tenía que representar la gloria o el poder. La nitidez y la sim-plificación de este cuadro traicionan la voluntad de intimismo, de diálogo entre los protagonistas y el espectador que se encuentra en su mismo plano, frente a frente, en un coloquio profundo y sin-cero. Pero esta esencialidad no le impide incorporar aquellos detalles de la vida cotidiana que tanto le gustan, aquí expre-sados con una sabiduría de bodegonista en la cesta de mimbre abajo a la derecha que, desde los Charlatanes del Louvre de París y del Museo Nacional de Arte de Ca-taluña de Barcelona –fechados en 1754 y 1756– hasta los frescos de Villa Valmarana ai Nani y más allá, se inscribe en su voca-bulario con el valor de una firma. [as]

Bibliografía: Baldarini, en Araldi, Ban-darini, Buffetti y Vecchia, en 1779, II, p. 65; Momenti, 1880, p. 9; Franceschini, 1910, p. 434; Ongaro, 1910, pp. 26-28; Sack, 1910, p. 181; Tarchiani, 1922, p. 182; Rumor, 1929, pp. 13-14; Pallucchini, 1946, pp. 166; Ma-gagnato, en Barbieri, Cevese y Magagnato, 1953, p. 179; Morassi, 1962, p. 64; Mariuz, 1971, p. 147; Knox, 1980, I, p. 323; Mariuz, en I Tiepolo… 1990, pp. 69, 71-72, n. I.12; Barbieri, 1995, pp. 125-126; Villa, en Palazzo Chiericati 2004, p. 48; Tomezzoli, en Avag-nina, Bigotto y Villa, 2004, pp. 407-408 (con bibliografía anterior).

salvo Morassi (1962, p. 64) que defiende que se trata de una obra realizada por el hijo, pero bajo la estrecha supervisión de Gian Battista e incluso terminada por él.

La gran similitud con la obra del padre, pero al mismo tiempo la incipiente ma-durez que ya se vislumbra, sugieren situar cronológicamente la obra en torno a 1757. Es evidente que la concepción del San Juan Bautista nace del recuerdo de dos famosas obras de Gian Battista dedica-das al Martirio de santa Ágata: la primera versión fue realizada para la basílica del Santo en Padua en 1735-1736, la segunda fue colocada sobre el altar de la iglesia de Sant’Agata en Lendinara en 1755, ahora en la Gemäldegalerie de Berlín (Gemin y Pedrocco, 1993, nn. 215, 431). La familia-ridad de Gian Domenico con la tela de Padua, aunque fue pintada cuando tenía menos de diez años, está certificada por el aguafuerte que él mismo realizó (Rizzi, 1970, n. 126) y es indudable que el verdugo del San Juan Bautista constituye una co-pia literal (Tomezzoli, 2004, p. 408). Esta comparación ya pone de manifiesto las peculiaridades estilísticas del joven Tiepo-lo: una sabia acentuación del elemento patético, una tierna comprensión del do-lor, subrayado por la tez lívida del santo, por sus ojos brillantes y resignados, por una materia líquida que se descompone y se torna impalpable al subrayar los blan-cos vaporosos. La derivación «es evidente

Gian Domenico Tiepolo(Venecia, 1727–1804)

La degollación de san Juan BautistaÓleo sobre lienzo188 x 104 cmMuseo Cívico, Vicenza

O riginariamente esta tela se en-contraba en el Palazzo Monza en

Santa Lucía, en Vicenza, donde es men-cionada por vez primera por Baldarini (1779, II, p. 65) como «un cuadro apaisa-do representando a san Juan Bautista en prisión en el momento de ser decapitado, hermosa obra de Tiepoletto, particular-mente por la figura del verdugo». Más tarde se hallaba en Villa Monza de Bra-ganza, en 1826, cuando fue donada por Lucrezia Monza, viuda del conde Luigi Porto Barbaran, a la Cofradía de Pintores de Vicenza que lo colocó en la iglesia de los Santi Filippo e Giacomo en la segun-da capilla de la derecha, en el lugar de un San Carlos Borromeo de Maganza; en 1881 fue trasladada a una pared de la misma capilla dejando el lugar sobre el altar a una imagen devocional de la Virgen del Perpetuo Socorro. En 1910, en mal estado de conservación y con una tradicional atribución a Gian Battista, ingresó en la Pinacoteca cívica donde fue restaurada gracias a lo cual Ongaro (I, pp. 26-28), director del museo, pudo establecer la correcta atribución a Gian Domenico, corroborada por toda la crítica sucesiva,

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Colección Treccani de Milán y otro su-bastado en 1986 por Christie’s Londres. Sin embargo, a pesar de algunas corres-pondencias, la tela de Gian Domenico se distingue de ella por la construcción más compacta, por una plasmación más delicada de las figuras que asisten senta-das a la predicación del santo, por una mayor atención al dato naturalista que cierra el espacio y ocupa la escena como un telón de fondo teatral. No siempre la producción de Gian Domenico después de la muerte de su padre, y por tanto con el regreso a Venecia, alcanza cotas tan altas: Pallucchini (1995, p. 528) subrayaba en efecto «cierto conformismo debido al empobrecimiento prosaico del gusto paterno» que puede empañar la mordaz poética del Tiepolo joven. En cambio nos agrada descubrir en el artista una manifestación de aquella autonomía que irrumpe y estalla en muchas obras más tardías. Basta pensar en las sublimes creaciones de Villa Tiepolo en Zianigo, ahora en el Museo de Ca’ Rezzonico en Venecia, y antes aún en la inteligencia irónica de los Frailes quemando los libros heréticos y de la Representación teatral en el colegio, de una colección de Bergamo, para saborear la novedad, la inteligencia y la modernidad de muchas de sus com-posiciones de aquella época. [as]

Bibliografía: Bailo, 1892, pp. 23-24; Meissner, 1897, p. 9; Molmenti, 1909, pp. 88, 132; Sack, 1910, p. 314; Coletti, 1929, pp. 25-30; Coletti, 1926, p. 125; Coletti, 1927, pp. 276-278; Pallucchini, 1945, p. 143; Lorenzet-ti, 1951, p.166; Morassi, 1962, p.50; Menega-zzi, 1963, pp.252-255; Mariuz, 1971, p. 137. Bi-bliografía: Bailo, 1892, pp. 23-24; Meissner, 1897, p. 9; Molmenti, 1909, pp. 88, 132; Sack, 1910, p. 314; Coletti, 1929, pp. 25, 30; Coletti, 1926, p. 125; Coletti, 1927, pp. 276-278; Pa-llucchini, 1945, p. 143; Lorenzetti, 1951, p. 166; Morassi, 1962, p.50; Menegazzi, 1963, pp. 252-255; Mariuz, 1971, p. 137.

Mora-Cerato de Venecia, de donde pasó a la Colección Sernagiotto y, en 1891, al Museo Cívico de Treviso. En aquella época estaba atribuida a Gian Battista, y como tal fue considerada durante años hasta que Sack, en 1910, propuso para ella el nombre de Gian Domenico, que en aquellos años todavía era un pintor poco estudiado y valorado. Desde enton-ces la crítica se ha mostrado unánime al reconocer sus estilemas más típicos de los años sucesivos a la muerte de su padre y una autonomía inventiva ya ampliamente adquirida. Situar la obra en torno a 1775 (Mariuz, 1971, p. 137) significa colocarla en un momento extraordinariamente prolífi-co de su producción, poco después de las diferentes versiones del Arrastre del caballo de Troya (Wadsworth Ateneum, Hartford; National Gallery, Londres) y poco antes de los frescos de la iglesia parroquial de Casale sul Sile. Observando el trazo que acompaña las formas de los perso-najes y de los distintos elementos que componen la escena, es evidente que la tela aquí expuesta aparece muy próxima a la serie que representa los «episodios evangélicos», ahora dispersos en varias colecciones privadas de París, Munich y Londres (Mariuz, 1971, figs. 306-310). Tra-dicionalmente se ha considerado pareja de la Predicación de Treviso la tela con el Bautismo de Cristo del Museo Stibbert de Florencia (Mariuz, 1971, fig. 305); en ella encontramos los mismos intensos contrastes de claroscuro formando casi manchas acuareladas, el signo sutil que delimita las figuras y resalta su volumen, la misma atmósfera que se descompone en «vapores verdeazulados».

La fantasiosa composición, dinámica en la escena y en el cromatismo, se inspira en la creación del mismo tema realizada al fresco por Gian Battista en 1773 para la capilla Corleoni de Bérgamo, del que se conocen dos posibles bocetos, uno en la

Gian Domenico Tiepolo

La predicación de San Juan Bautista Óleo sobre lienzo65 x 103 cmMuseo Cívico, Treviso

H ijo de Gian Battista Tiepolo y de Cecilia Guardi, hermana de Gian

Antonio y Francesco, Gian Domenico empieza muy pronto a trabajar con su padre. El primer encargo autónomo se remonta a 1746, cuando realiza 24 peque-ñas telas, 14 de las cuales dedicadas al Via Crucis, para la iglesia veneciana de San Polo. Entre 1750 y 1753 acompaña y ayuda a Gian Battista en Warzburg, Baviera. En 1757 está en Villa Valmarana ai Nani en Vicenza, donde vuelve a trabajar con su padre en la realización de todos los fres-cos. Es aquí donde se consolida ya como pintor independiente, expresando libre-mente su vena realista y los rasgos de una pintura satírica, de costumbres. Entre 1762 y 1770 se encuentra en Madrid, con su padre y su hermano pequeño, Lorenzo, en la corte de Carlos III, donde pinta los techos del Palacio de Oriente, el nuevo palacio real, que celebran la gloria de la monarquía española. Tras la muerte de su padre regresa a Venecia, mientras Lo-renzo decide quedarse en España. En 1772 es nombrado maestro de la Academia veneciana y en 1783, como reconocimien-to a su labor artística, se convierte en su presidente. Su testamento artístico, pic-tóricamente sublime y socialmente rom-pedor, se encuentra en los frescos de la villa familiar, en Zianigo, posteriormente trasladados al Museo de Ca’ Rezzonico de Venecia. En ellos reproduce, con mansa ironía, la decadencia de la sociedad con-temporánea, apartándose de las reglas impuestas por los clientes pero también de la deslumbrante lección de su padre.

La pintura aquí expuesta se encontraba a mediados del siglo xix en la Galería

Settecento Veneziano9594

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primero fueron las controversias con su familia a causa de la rica herencia paterna, luego tuvo que pedir continuamente au-mentos de sueldo constantemente denega-dos y pagos de los clientes puntualmente discutidos, tanto es así que su viuda, a la muerte del artista en 1776, se vio obligada a pedir una pensión a la administración real, también en esta ocasión desestimada

Sin pretender relacionar el citado «cuadro de una Virgen», al que se refería el docu-mento de 1774, con este pastel, cabe ob-servar sin embargo que ante la escasez de elementos sobre la actividad de tema reli-gioso de Lorenzo, la atribución al artista del delicado pastel aquí expuesto puede aportar una interesante pieza al catálogo de sus obras. La Virgen con Niño realmente no está exenta de reminiscencias pater-nas, aunque filtradas a través de otras in-fluencias: desde la María con la mirada baja o de aquella María con la mano derecha en el pecho de Rosalba Carriera de la Gemäl-degalerie de Dresde (Sani, 2007, nn. 241, 244) hasta ejemplos de Correggio como la Virgen de la Escalera de la Galleria Nazio-nale de Parma, o la lección de artistas que anteriormente habían ocupado en Ma-drid una posición importante, como Ja-copo Amigoni. En un pastel como éste no se advierte ciertamente el audaz realismo de la Vendedora de cerezas ni del Guitarrista con muchachas, ambos en el Palacio Real de Madrid, ni tampoco se percibe la ráfa-ga de neoclasicismo con acentos goyescos que define tal vez el lado más personal del artista y sin duda el más liberado de la enseñanza paterna. Se percibe más bien una relectura de los temas familiares, casi un homenaje a su cultura originaria, a aquella materia ligera y vaporosa que aca-ricia las formas y que el gusto del tiempo iba a llevarse definitivamente. [as]

un talento innato, al arte del grabado, logrando reproducir con sabio afecto y devoción algunas de las obras maestras de su progenitor. En 1762 abandona Vene-cia y, con su hermano, acompaña a Gian Battista a Madrid. Jamás regresará a su ciudad natal. Durante los primeros años en España, evidentemente colabora en los encargos reales obtenidos por Tiepolo, pero también ejerce una actividad autó-noma, como demuestran los muchos re-tratos al pastel realizados para el príncipe de Asturias don Carlos, para muchos de sus allegados y para algunas de las prince-sas reales. En 1768 Lorenzo solicita, y no consigue, entrar oficialmente al servicio del rey como pintor de cámara. Cuando Gian Battista muere dos años después, Domenico regresa inmediatamente a Ve-necia, mientras que Lorenzo se queda en Madrid donde obtiene de Carlos III una asignación fija pero no todavía el tan an-siado cargo de «pintor de cámara» del rey. Un documento de archivo, firmado por el propio Lorenzo el 16 de febrero de 1774, confirma la realización de algunas obras al pastel, entre ellas «un hecho de la pa-sión de Cristo», «un hecho de la vida de Cristo» y «un cuadro de una Virgen». Por esta última pintura, que declara haber realizado dos años antes, pedía 2.362 rea-les; nada se sabe actualmente de esta obra (F.J. Sánchez Cantón, 1916, p. 44; Idem 1925, pp. 229-230; Úbeda 1997, p. 32).

Hacia finales de 1773 Lorenzo se casa con Maria Corradi, hija única de un rico comerciante de libros genovés, mujer de extraña belleza, definida por Casanova «graziosa oltre ogni dire». A pesar de este buen matrimonio, del que al parecer no nacieron hijos, Lorenzo luchó el resto de su vida por la conquista de una holgura económica que parecía no llegar nunca:

Lorenzo Baldissera Tiepolo(Venecia, 1736–1776)

Virgen con NiñoPastel sobre papel encolado sobre lienzo40 x 30 cm

Colección privada

L as noticias relativas a la vida y a la actividad de Lorenzo Tiepolo,

comparadas con la profusión de estudios sobre Gian Battista e incluso sobre Gian Domenico, son sumamente escasas y li-mitadas. Parece casi una obviedad afirmar que al final resultó eclipsado, en cuanto a la crítica se refiere, por la arrolladora per-sonalidad de su padre. Sabemos que na-ció en Venecia en agosto de 1736 y fue el último de los diez hijos de Gian Battista y de Cecilia Guardi, hermana de Francesco y Gian Antonio. Empezó a trabajar con su padre muy joven; de hecho en 1750, con catorce años, está con él y con su hermano diez años mayor en Würzburg, donde el gran artista había sido llamado para decorar el salón de la Residencia. La estancia alemana se prolongó hasta 1753 y ya en estos años se pueden fechar algu-nas de sus primeras obras gráficas, pero también al pastel, como testimonia una carta suya (hacia 1756) al príncipe obispo Adam Friedrich von Seinsheim, en la que se menciona una pequeña obra en esta técnica. Es ésta la primera indicación «del terreno elegido por Lorenzo hacia el uso dominante, si no exclusivo, de la técnica al pastel como medio expresivo más afín a su personalidad artística» (Pedrocco, 1997, p. 15). Del año siguiente, 1757, es el retrato firmado y fechado de su madre Cecilia Guardi, ahora en Ca’ Rezzonico en Venecia, suave y vaporoso como una obra de Rosalba Carriera, realizado con trazo ligero y tonos particularmente de-licados. Al mismo tiempo se dedica, con

Settecento Veneziano9796

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fotográficamente el instante en que cae la nieve, como suspendida en el aire en un silencio intacto en el que incluso el paso grave de los dos caballeros arrebujados está amortiguado y tampoco hace ruido. Se respira un aire nórdico, también desde el punto de vista pictórico, lo que hace pensar en la extrema atención prestada por Ricci al arte de los pintores nórdicos afincados en Italia, ampliamente repre-sentados en las colecciones venecianas. Pero para Marco sigue siendo fundamen-tal su lugar de origen, Belluno, de cuyas atmósferas conserva siempre viva la per-cepción y el recuerdo. De hecho escribe Zanetti (1771) que cada año volvía a las montañas de Belluno para «renovar las imágenes que al estar en la ciudad se iban perdiendo», para mantener viva la com-prensión del ciclo de las estaciones, de las variaciones metereológicas, de la natura-leza como elemento vivo.

Cronológicamente las dos telas se sitúan en la primera década, y ciertamente antes de 1708, año en que el pintor se traslada a Londres, con Gian Antonio Pellegrini, invitados por Lord Manchester. El Invier-no de hecho se encuentra estilísticamente muy cerca del Paisaje invernal con torre y río circular de la Gemäldegalerie de Dres-de que, junto con las otras tres allí custo-diadas, ha sido fechada con seguridad en los primeros años del Settecento. Encon-tramos una composición similar: el árbol de ramas esqueléticas a la izquierda, la marina helada en el centro, las arquitec-turas, entre ellas la torre redonda muy parecida, a la derecha y la ciudadela al fondo. Sin embargo, en la pintura aquí expuesta se advierte una mayor madu-rez, un estilo más resuelto y maduro que justifica una datación más tardía que la que había sido propuesta en el pasado. También su pareja, el Verano, confirma en sus detalles la fecha que aquí se propone: desde el pueblo iluminado por el sol, próximo al del Paisaje de las Gallerie degli Uffizi de Florencia, hasta la plasmación de las figuritas y de la vegetación, cuyo

no pudieron prescindir de la lección de Ricci, de la evidencia escenográfica de sus composiciones, de aquel vocabula-rio personalísimo que supo unir sinto-nía con la naturaleza, memoria de los grandes maestros y percepción interior del poder de la luz.

Los dos lienzos aquí expuestos ejemplifi-can a la perfección los parámetros del len-guaje de Ricci. En el pasado pertenecieron a la Colección veneciana Dal Zotto y con dicha ubicación han sido siempre citados, aunque desde los años ochenta del siglo pasado se ignorase su paradero; apareci-dos más tarde en el mercado internacio-nal, hoy se encuentran en esta colección privada. El gran formato, la sabia cons-trucción escénica y sobre todo la cuidada plasmación de la atmósfera, han hecho de estas dos pinturas un manifiesto del arte riccesco, exempla paradigmáticos ya en sus títulos, Verano e Invierno, como fueron denominados desde que se conocieron (De Logu, 1930, figs. 10-11), dada la efica-cia de la representación de los «aspectos del paisaje bajo la luz y el calor estival, y las características del invernal, con el río helado, el molino parado, el cielo de un gris amenazador y la nieve» (Pilo, 1963, p. LX; Pallucchini, 1995, p. 205). Marco capta

Marco Ricci(Belluno, 1676 – Venecia, 1730)

InviernoÓleo sobre lienzo98 x 129 cm Colección privada, Vicenza

VeranoÓleo sobre lienzo 98 x 129 cm Colección privada, Vicenza

«Admirable en las arquitecturas y en los pai-sajes especialmente, que formó de todas las maneras, tanto es así que, desde Tiziano hasta ahora, no se ha visto quien lo igualase» (An-ton Maria Zanetti, Descrizione…, 1773).

B astaría esta cita, entre las mu-chas que le conciernen, para com-

prender la estima y la admiración de los contemporáneos por Marco Ricci. Al ver en él al heredero de las intuiciones paisajísticas de Tiziano y a la vez al in-térprete del neoclasicismo de Poussin; ambos pintores situaban la poética del artista bellunés. Ricci representa la van-guardia, el elemento inspirador de todo el paisajismo veneciano del Settecento, que más tarde sería brillantemente re-presentado por Zais, Zuccarelli y todos los que cultivaron este género. El mis-mo Canaletto, como Francesco Guardi,

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reeditados tanto el Invierno como el Vera-no. Numerosos elementos que aparecen en estas telas serán repetidos después por Marco en innumerables ocasiones: los viajeros haciendo un alto en el cami-no, la ropa tendida al sol, el humo sa-liendo de la chimenea, la torre redonda, el árbol seco, todos ellos elementos de un lenguaje del que aprendieron mucho las generaciones posteriores, y que en-contramos vivo, pero no tan auténtico, en Antonio Diziani, en Giuseppe Zais o en Francesco Zuccarelli. [as]

Bibliografía: De Logu, 1930, figs. 10-11; Pilo, 1963, pp. LX, 60, 68; Martini, 1964, pp. 44, 198, n. 110; Martini, 1982, p.496, n. 140; Scarpa So-nino, 1991, pp. 133-134; Pallucchini, 1995, p.205.

trazo recuerda a los Paisajes de las Galle-rie dell’Accademia de Venecia.

Es posible que en su origen las dos telas perteneciesen a una colección de especial importancia en Venecia, o que se consi-derasen obras particularmente represen-tativas de la poética de Ricci. Pensamos esto porque las dos fueron incluidas, con mínimas variantes, en la colección de grabados que Giuliano Giampiccoli, sobrino de Marco, extrajo de las obras de su tío. Posteriormente Joseph Wag-ner, que dirigió el más famoso taller de grabados veneciano del siglo, volvió a publicar algunos de estos aguafuertes en colaboración con el grabador Giovanni Volpato. También en este caso fueron

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bre de 1976 (lote 48). Es una obra de rara elegancia compositiva, que puede datar-se en los años de madurez del artista, contemporánea por estilo y tipología de los óleos que se encuentran en la Royal Collection (Inv. nn. 3090, 3114), después de que su anterior propietario, Joseph Smith, vendiese al rey Jorge III, gran parte de su colección albergada en su palacio veneciano de Santi Apostoli.

La composición está vinculada, desde el punto de vista creativo, por dos dibujos de Marco que se encuentran respectivamente en la Colección Oppé en Londres (Inv. n. 983) y en la Colección Lugt de la Funda-ción Custodia de París. Toda la estructura de la aldea al otro lado del río correspon-de además a un grabado original del artis-ta (catalogado como «Bartsh 1») y a su di-bujo preparatorio (Windsor, Royal Library, n. 01160). Obra de sereno pan-naturalismo, de luz transparente y delicada, este temple muestra una armonía compositiva per-fecta y una creación espontánea tan sin-cera que revela la endémica simbiosis del artista con los elementos que lo rodean: el agua, el aire, los árboles o el degradado de las colinas hasta disolverse en el ho-rizonte. La misma atmósfera se cubre de un polvillo muy fino, de color terroso, que todavía hace más romántico y evocador el paisaje. En la sabia colocación de las figu-ras, corpóreas y seguras, el pintor refleja probablemente la influencia de Sebastiano Ricci, que realizó las principales –aquí replicadas– en las pinturas al óleo citadas más arriba de Royal Collection: la mujer que sujeta al niño impertinente que quiere soltarse sin dejar de hablar con su com-pañero sentado, la figura del barquero, o la del jinete con su caballo blanco, son imágenes de una gran felicidad creativa que testimonian una vez más la grandeza poética de la obra de Marco Ricci. [as]

Bibliografía: Scarpa Sonino, 1991, p. 146, n. T.20; Scarpa, 2007, n. II. 56 ; Scarpa 2008, p. 261, n. 34.

Marco regresa a toda prisa a Venecia y convence a Sebastiano para que se tras-lade con él a Londres. Los tres años en que tío y sobrino permanecen en Londres fueron sumamente prolíficos y económi-camente fructíferos.

Poco después de regresar a Venecia, en 1715, Marco se inicia en el arte del grabado, para el que revela una sensibilidad innata. Sin descuidar la pintura al óleo, intensifica la producción de pinturas al temple, en particular sobre piel de cabrito, técnica que experimentará hasta el final de su vida, con soluciones cada vez más deslum-brantes. Entre 1723 y 1726, en colaboración con Sebastiano, trabaja en dos de las «Les tombaux des Princes» encargadas por Owen McSwiny, un excéntrico empresario teatral inglés huido de Londres debido a una quiebra, que se había refugiado en Italia, entre Bolonia y Venecia, con ambi-ciosos y arriesgados proyectos.

Muy apreciado por el cónsul Joseph Smi-th y gran amigo de Anton Maria Zanetti, coleccionista, bibliófilo e intelectual de la época, Marco, además de realizar su pro-ducción autónoma, siguió colaborando toda su vida con Sebastiano, concibiendo los sorprendentes fondos arquitectónicos o paisajísticos que completan, en perfecta simbiosis, las telas de Sebastiano.

El temple aquí expuesto procede de la Colección inglesa Ottley y fue subastado en Londres por Sotheby’s el 7 de diciem-

Marco Ricci

Paisaje con barquerosTemple sobre pergamino pegado sobre tabla31 x 45 cmColección Terruzzi

S obrino de Sebastiano Ricci, pintor, escenógrafo y grabador, Marco es

una de las figuras clave del paisajismo véneto del primer Settecento, cuyo mérito en este género es similar al de su tío en el campo de la pintura de figuras.

Personaje de carácter singular, y en su juventud incluso violento a pesar de no tener un físico precisamente atlético, el joven Ricci tuvo que huir de Venecia por haber matado a un hombre durante una pelea en una taberna. Se refugió, al pare-cer, en Spalato, donde habría aprendido las primeras nociones de la pintura de paisaje. Al regresar a Venecia empezó a colaborar con su tío, cuyo taller tal vez ya era frecuentado por Gian Antonio Pellegrini. En compañía de este último marchará a Londres en 1708, invitado por Lord Manchester, para trabajar en los de-corados de la Italian Opera en el Queen’s Theatre de Haymarket. Además de su actividad como escenógrafo, obtendrá junto a Pellegrini importantes encargos, siendo los más prestigiosos los de Lord Howard y Richard Boyle, el joven Lord Burlington. Pero enseguida surgen las desavenencias con Pellegrini y, cuando éste decide participar en el concurso para la decoración de la cúpula de Saint Paul,

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Llegó a Venecia con poco menos de treinta años, y en el ambiente artístico de la ciudad sucumbió inmediatamente a la fascinación y a la modernidad de la lección de Marco Ricci, aunque instin-tivamente captó más el planteamiento compositivo que la gama cromática, que él hizo más pálida y vaporosa, de acuerdo con los cánones de la cultura arcádica que se estaba imponiendo en aquellos años: paisajes bucólicos ama-bles, luminosos, animados por figuras casi danzantes y en general risueñas, correspondientes a un ideal de vida des-preocupado y sereno.

Su éxito en Venecia fue inmediato, en parte porque el artista supo integrarse enseguida en el mundo social veneciano que en aquel momento también dictaba las reglas culturales. Como Canaletto seis años antes, también Zuccarelli en 1752, decidió irse a Londres, donde no le faltaron apoyos ni encargos, tanto es así que volvió en otras ocasiones, en 1765 y en 1768. En ese mismo año, por expreso deseo del rey Jorge III, fue uno de los miembros fundadores de la Royal Aca-demy. Regresó a Venecia a principios de 1772; en octubre de aquel año fue elegido presidente de la Academia veneciana de pintura, cargo que abandonó poco des-pués por el deseo de regresar a Toscana. Establecido en Florencia, murió el 30 de diciembre de 1788.

Lo más interesante de la vida de Zucca-relli, de la que no se tienen demasiadas noticias, es la abundancia y el nivel de relaciones que supo mantener. Cuan-do era un joven y prometedor pintor en Florencia, en torno a 1725, cautivó a Francesco Gaburri, erudito, colec-cionista, escritor y una personalidad destacada en la cultura italiana de la época. Tal vez fuese este coleccionis-ta f lorentino el que orientó al pintor hacia el paisaje, género que debió de estar entre sus preferidos si se tiene en cuenta que ya en 1729 poseía numero-

que se dilata al infinito, es un elemento innovador de seguro impacto y de gran seducción; la paleta es tersa, lejos de los excesos vaporosos que a veces llevarán al artista a reproducir estereotipos de sí mismo. Aquí, como en sus mejores obras, el mundo ideal de Zuccarelli está habitado por una humanidad feliz, plas-mado con una materia que acaricia sua-vemente las formas, contando un cuento sin tiempo. [as]

Bibliografía: Delneri, en Delneri y Succi, 2003, pp. 312-315, nn.65-66; Scarpa, 2007, nn. II 93-94; Spadotto, 2007, p. 158, nn. 326-327; Scarpa, 2008, nn. 35-36.

tarde en los de Giovanni Marco Morandi y Pietro Nelli en Roma. De su estancia en Roma absorbió aquel gusto particular por el paisaje clásico que había encontra-do en la ciudad papal, especialmente en el Seicento, su máxima expresión. De hecho en la definición de su poética personal influyó el conocimiento de los paisajis-tas franceses que trabajaron en Roma, principalmente Claude Lorrain y Nicolas Poussin. Se inició como pintor de figuras, como demuestran dos precoces cuadros de altar en el Museo Cívico de Pitigliano, realizados entre 1724 y 1728, género que afortunadamente abandonó para seguir su predisposición por el paisaje.

1743, cronología que podemos aceptar como post quem también para las pin-turas expuestas, realizadas probable-mente en una fecha no demasiado leja-na y desde luego antes de marcharse a Inglaterra (1752).

En estos lienzos se respira una elegancia y una armonía perfectas; la elección de presentar cada una de las dos compo-siciones con un único elemento que centra la atención de la mirada –el jinete con los perros en uno, las dos campesi-nas con la vaca en el otro–, para después dejar que la atención se deslice suave-mente hacia la lejanía de un horizonte

Francesco Zuccarelli(Pitigliano, 1702–Florencia, 1788)

Paisaje con jinete y perrosÓleo sobre lienzo146 x 113 cmColección Terruzzi

Paisaje con caminante y vaquerasÓleo sobre lienzo146 x 113 cmColección Terruzzi

N acido en Pitigliano, en la provin-cia de Grosseto, el 15 de agosto de

1702, Zuccarelli se formó artísticamente en Florencia en el taller de Paolo Anesi, y continuó su formación entrando más

sos paisajes de Paolo Arnesi, de Marco Ricci, de Vanvitelli, de Claude Lorrain, así como caprichos de Canaletto y de Panini. Gaburri fue el primero de los afortunados encuentros de Francesco; el segundo fue, a través del f lorentino, el de Anton Maria Zanetti. También coleccionista, hombre de gran cultu-ra y dibujante, el noble veneciano era amigo personal de muchos artistas: desde los dos Ricci a Canaletto, Tiepo-lo y muchos otros. Al frecuentar a Za-netti, el pintor recién llegado a Venecia pudo estudiar del natural las obras de su maestro ideal –Marco Ricci–, falle-cido hacía un par de años. En su casa, efectivamente, pudo ver veinticuatro de sus temples y más de doscientos di-bujos. Tal vez a través de Zanetti, entró en contacto con el mayor marchante-coleccionista de Venecia, el cónsul honorario Joseph Smith, mecenas de Sebastiano Ricci y de Canaletto, deus ex machina del mercado artístico ve-neciano dirigido a la clientela inter-nacional. De Zuccarelli llegó a poseer una treintena de telas, a juzgar por el número de las que conf luyeron en las Colecciones Reales inglesas cuando vendió gran parte de su colección al rey Jorge III en 1762.

Las pinturas aquí expuestas son un magnífico ejemplo del estilo maduro de Zuccarelli, de los años en que estaba trabajando sobre todo para Smith, los mismos años por otra parte de las seis grandes telas verticales proyectadas para el salón del primer piso de la resi-dencia campestre del cónsul inglés en Mogliano Veneto, que ahora forman parte de las Colecciones Reales ingle-sas (M. Levey, 1991, pp. 167-176). En el grupo de las telas procedentes de Smi-th, ahora en Inglaterra, se encontraba también una imponente pintura (230,5 x 444 cm) –la más grande ejecutada por el artista–, Paisaje f luvial con dos mu-jeres abrazándose (Leveu, 1994, n. 684), firmado y fechado Francesco/ Zuccarelli/

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fuesen o no sus orígenes montañeses, sus campesinas son las más reales, no dami-selas que pasaban por allí casualmente o se apoyaban sobre una piedra para una imagen de recuerdo, como a veces parece querer contar Zuccarelli. Por eso, si tuvo un maestro –idealmente– éste fue sólo Marco Ricci.

Entre los pocos encargos oficiales que obtuvo, sabemos que en 1743 y en 1745 realizó seis grandes paisajes para la «habi-tación de la alcoba» del Palazzo Mussato de Padua (ahora en el Museo Cívico, Padua). Cuando Zuccarelli se marchó a Londres (1752) Zais entró en la órbita de Joseph Smith, cónsul honorario inglés en Venecia, coleccionista, editor, mercader y una de las personalidades más enigmá-ticas del mundo artístico y cultural del Settecento. De atenerse a las fuentes, Zais «era contratado con frecuencia por Smi-th» (Lanzi, 1975-1976, ed. 1968-1974, II, p. 79; Vivian, 1971, p. 144), pero en el inven-tario del cónsul no aparece ni una sola obra suya. Podría llegar a pensarse que Smith, sin demasiados escrúpulos y con tal de no perder el floreciente mercado de los «huérfanos» de Zuccarelli, hubiese utilizado a Zais para alguna operación de mercado no demasiado limpia. El trabajo más prestigioso obtenido por el artista fue el que le encargó, entre 1760 y 1765, la familia Pisani, una de las más antiguas de la nobleza veneciana: la decoración al fresco de las galerías que daban a los patios de su imponente villa de Strà, ahora Villa Reale. Y también es probable que esto ocurriese por la protección que le dispensó el joven Almorò Pisani (1740-1766), pintor diletante y tal vez colabo-rador suyo en la realización de algunos fondos paisajísticos.

En 1765 solicitó el ingreso en la Acade-mia de Bellas Artes de Venecia, pero no fue aceptado hasta 1774. Casi una década más tarde, el 29 de diciembre de 1781, moría, en extrema pobreza, en un hospi-tal de Treviso.

Frente a la pintura idealizada de la que Zuccarelli es abanderado, Giuseppe Zais contrapone una más genuina, donde campesinos y pastores están representa-dos sin mistificación, con honestidad: el artista parece mirar la realidad de la naturaleza directamente a los ojos, con la actitud de quien la conoce muy bien y la traduce en pintura, haciendo más ama-bles sus rasgos pero sin mentir. [as]

Bibliografía: Deneri, en Delneri y Succi, 2003, n. 79; Scarpa, 2007, n. II 96; Scarpa, 2008, n. 41.

mente libre, la de Zais es más esencial y fuertemente ligada al mundo real. En él a menudo el paisaje alpino, su tierra de origen, está representado con un realismo que tiene poco que ver con el lenguaje de Zuccarelli, alcanzando a veces tonali-dades ásperas e intensos claroscuros que entroncan mucho más con la poética de Marco Ricci. Después de las palabras de De Logu que definía a Zais y a Zuccarelli «arcades ambo» (1930, p. 138), y la continua dependencia estilística del pintor toscano que ha querido verse en él, la figura de Zais se ha presentado siempre como la de una especie de Zuccarelli menos refinado, más campesino. Pero una concepción tan simplista no hace justicia a las cualidades de este pintor, y sería como ver en Fran-cesco Guardi sólo un vedutista menos hábil en las perspectivas que Canaletto. Está claro que la llegada a Venecia de Zuccarelli supuso una inevitable atención a las novedades que aportaba, pero la interpretación del tema «paisaje» sigue siendo sustancialmente distinta en el pin-tor bellunés; si Zuccarelli expresa mejor un uso del paisaje de gusto aristocrático, Zais, por más que se esforzase, no conse-guía traducirlo en una forma abstracta:

tante rico en materia; pero también son evidentes las similitudes con las dos telas de la Pinacoteca del Seminario de Rovigo (Palucchini, 1966, p. 243): en la pequeña cascada, en la torre redonda y en el dibu-jo del puente. La estrecha relación con obras como éstas sugiere por tanto una cronología en torno a 1750-1760. La figura del pescador, la de la campesina de pie en primer plano, el caminante en mitad de la cuesta y la ropa tendida en la era, son todas tipologías muy precisas que revelan no sólo el recuerdo, sino más bien un co-nocimiento profundo de la obra de Ricci, incluida la gráfica.

Giuseppe Zais(Forno di Canale, 1709–Treviso, 1781)

Paisaje fluvial con puente y lavanderasÓleo sobre lienzo124 x 168 cm Colección Teruzzi

L a escasez de noticias sobre la vida de Giuseppe Zais es inversamente

proporcional a su productividad: sabe-mos que nació en un pequeño pueblo de la región de Belluno, Forno di Canale, el 22 de mayo de 1709; que estuvo inscrito en la Cofradía de Pintores venecianos desde 1748 hasta 1786, y las fuentes nos dicen que sus maestros fueron Simonini para las batallas y Zuccarelli para los paisajes (Lanzi, 1975-1976, ed. 1968-1974, II, p. 79; G.A. Moschini, 1806, III, p. 78); pero no mucho más. Sin embargo parece dudoso que el casi coetáneo Zuccarelli, llegado a Venecia en 1730, cuando Zais ya tenía 21 años, pueda considerarse su «maestro»; el clamoroso éxito del pintor toscano segu-ramente habrá condicionado algunas de sus soluciones, pero persisten diferencias endémicas en la visión de la naturaleza que tienen ambos artistas: la de Zucca-relli es dulce, optimista, a veces excesiva-

La íntima comunión con el paisaje trans-mitida por Zais encuentra una perfecta expresión en la pintura aquí expuesta que, tanto desde el punto de vista espa-cial como cromático, ejemplifica clara-mente su estilo y sus peculiaridades. La indudable elegancia que aquí alcanza, aunque le acerca a Zuccarelli, no le im-pide aquella dulce espontaneidad que le caracterizó frente al más refinado colega toscano. El paralelismo con el gran lienzo del Museo Cívico de Vicenza (Antoniazzi Rossi, en Avagnina, Binotto y Villa 2004, pp. 437-438) es inmediato, en la gama cro-mática, en el empaste delicado y no obs-

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lidad visible que no tiene parangón entre sus contemporáneos.

Grabador de gran sensibilidad, en 1703 realizó una colección de 104 aguafuertes con vistas de Venecia que llevaban por título Le Fabriche e Vedute di Venezia, cuyos dibujos preparatorios se conservan en el British Museum de Londres; aunque fue su primera obra conocida, obtuvo un gran éxito y sirvió de modelo para todos los grabados análogos posteriores. Luca Carlevarijs contrajo una parálisis progre-siva en 1728 que le llevaría a la muerte el 11 de febrero de 1730.

Esta pintura celebra la llegada a Venecia, al Palacio Ducal, del embajador francés De Charmont, que tuvo lugar el 29 de abril de 1703. El conocimiento de esta tela, expuesta en la muestra de Padua de-dicada a Carlevarijs (D. Succi, en I. Reale y D. Succi, 1994, pp. 187, 191, n. 26; véase también A. Delneri y D. Succi, 2001, p. 160, n. 47), ha revolucionado la cronolo-gía de la primera madurez del artista y no sólo eso: hasta entonces se había pen-sado que La llegada del embajador británico conde de Manchester al Palacio Ducal (City Art Gallery, Birmingham) de Carlevarijs era el primer ejemplo veneciano de vedu-tismo conmemorativo y encomiástico: la visita de Charles Montagne cuarto con-de de Manchester se produjo, en efecto, el 22 de septiembre de 1707, es decir tres años y medio después del evento aquí in-mortalizado por Luca. Por consiguiente, utilizando palabras de Rizzi (1967, p. 87) esta tela «es la primera de toda una serie de variaciones sobre el mismo tema to-pográfico», el punto de partida para las sucesivas versiones adaptadas de dicha tipología conmemorativa. El año 1703 se revelará fundamental para Carlevarijs, es el año en que se editan sus Fabriche y el mismo año en que lleva a cabo, para una ocasión tan especial, la primera de sus grandes vedute de tema oficial. La fecha de la visita del diplomático francés De Charmont está documentada en el volu-

su fama resultó oscurecida por las lúcidas visiones de Canaletto, el pintor «contri-buyó de modo decisivo a la tendencia antibarroca del arte véneto, encauzando la temática paisajística y el espacio en perspectiva hacia aquella poesía atmos-férica que constituyó uno de los más altos logros del Settecento veneciano. Por este papel específico, Carlevarijs debe ser considerado como un personaje funda-mental en aquel proceso de emancipación del vedutismo veneciano que llevó a los artistas, más que a reproducir fielmente los aspectos de la ciudad, a elaborar imá-genes equivalentes y subjetivas» (Succi, en Delneri y Succi, 2008, pp. 27, 29). [as]

Bibliografía: Reale, en Reale y Succi, 1994, n. 26; Delneri, en Succi, 2001, n. 47; Scarpa, 2007, n. II 63; Scarpa, 2008, n. 1.

Cofradía de Pintores venecianos, de 1708 a 1713, de 1726 a 1728 (E. Favaro, 1975, pp. 97, n.112). A pesar de la importancia de su estancia en Roma, que le permitió conocer mejor la poética de bamboccianti, fue fundamental en su desarrollo artís-tico el conocimiento de Joseph Heintz el Joven y sobre todo de Anton Eismann, en Venecia entre 1665 y 1700, así como el de Gaspar van Wittel, que estuvo en la ciudad de la laguna en varias ocasiones, posiblemente a partir de 1674, pero con seguridad desde 1690.

Innovador del género del paisaje, como Marco Ricci pero con formulaciones completamente distintas, fue el pio-nero de los vedutistas venecianos del Settecento. Supo representar Venecia con fidelidad documental, con un gran cono-cimiento de la perspectiva y de la arqui-tectura, sirviéndose también de medios mecánicos, como la cámara óptica, pero con una participación humana de la rea-

En la plasmación estilística de la obra se percibe una sutil aspereza atribuible tal vez a cierta inseguridad del artista respec-to al dominio del medio expresivo, o tal vez a la excesiva presión de un encargo tan prestigioso, el primero de su carrera. Sin embargo la tela, la primera de una nutrida serie de grandilocuentes variacio-nes sobre el mismo tema conmemorativo, demuestra que Luca Carlevarijs pintaba vistas desde principios del siglo y que ya estaba lo bastante consagrado para poder conseguir un encargo de tanto prestigio. En el lienzo, el seductor contraste entre la corrección de la construcción en pers-pectiva y la sencillez de las bulliciosas fi-guritas que se hacinan en el muelle refle-jándose en el espejo del agua, es la prueba concreta del absoluto talento vedutístico del artista. Aunque en sus últimos años

Luca Carlevarijs(Údine, 1663-Venecia, 1730)

La entrada el embajador de Francia en el Palacio Ducal de Venecia Óleo sobre lienzo88,5 x 157,5 cmColección TerruzziFirmado con las siglas: LC

N acido en Údine el 20 de enero de 1663, Carlevarijs se trasladó a

Venecia en 1679 con su hermana Cas-sandra, que se hizo cargo de él a raíz de la muerte de sus progenitores. El padre, Giovanni Leonardo, era arquitecto y pintor de cierta reputación en su ciudad, pero a causa de su prematura desapari-ción poca influencia debió de tener en las elecciones artísticas de su hijo. Al llegar a Venecia se alojó en casa de los condes Zenobio, que fueron sus prime-ros admiradores y comitentes; de hecho en su palacio todavía se encuentran nu-merosos ejemplos de sus primeros capri-chos. El artista aparece varias veces en la

men de los Cerimoniali (Archivio di Stato di Venezia, Cerimoniali, tomo III, c. 220, en D. Succi, op. cit., p. 191) y testimonia su desarrollo con precisión: «… el cab. Erizzo fue con traje de terciopelo carmesí y estola de oro con el secretario Francesco Bian-chi ya por él recientemente conducido desde su Emb.da de Roma en la propia góndola de cuatro remos con libreas suntuosísimas preparadas para ello y con la comitiva de los 60 senadores designados como se ha dicho en S. Spirito para recoger al Em.…Y llevarlo al Excmo. Colegio ante Su Serenidad a la audiencia acostumbrada en estos casos…». La góndola de parada citada más arriba puede reconocerse en primer plano, a la izquierda, y exhibe un estandarte con la flor de lis de Francia. El embajador está en el centro, escoltado por tres figuras senatoriales vestidas de rojo.

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comunica plenamente la gran madurez compositiva alcanzada por el artista en aquellos años. «Los elementos temáticos del Puerto de mar con la orilla repleta de pescadores, el espejo del agua poblado de embarcaciones, las diferentes cons-trucciones (puentes, casas, torres) que se apretujan en la costa sinuosa, ambienta-dos en un color de fuertes claroscuros, van construyéndose en la producción de Carlevarijs, junto al otro filón más pro-piamente vedutista, conducido sobre el rigor de la perspectiva» (Pallucchini, 1971, p. 159). Son los años en los que el artista, entregado a las vistas venecianas, realiza obras como las tres versiones de la Regata en el Gran Canal en honor del rey Federico IV de Dinamarca, ahora en el castillo de Fre-deriksborg, en el Ermitage y en el Getty Museum de Los Ángeles, pero también La entrada en Londres de los embajadores Nicolò Erizzo y Alvise Pisani (Bayerische Staats-gemäldesammlungen, Munich) donde, a pesar de la documentación histórica del acontecimiento, emerge con fuerza el gus-to por lo «caprichoso», lo que nos permi-te entender hasta qué punto los dos géne-ros se funden en él y adquieren poética-mente el mismo valor. No es impensable que esta pintura pueda haber tenido un destinatario de prestigio, como sugerirían las importantes dimensiones, la presencia de la firma y la fecha. Por otra parte, la pintura está estrechamente relacionada con una Veduta de un puerto fluvial del Mu-seo Correr de Venecia, procedente de la Colección de Teodoro Correr, que repite muchos de sus elementos constitutivos: el puente de triple arcada, la estatua ecues-tre y la escalinata sobre la que se ajetrean o pasan el rato figuritas de gran colorido.

y nos permite perdernos en busca del horizonte; a continuación, con movi-miento ondulado, reaparecen nuevas arquitecturas aun más imponentes hasta dejar espacio –un espacio infinito– a la apertura de la marina, poblada de barcas y naves que se suceden hasta desaparecer en la nada. Todo el primer plano aparece lleno de vida: gente que trabaja, gente que conversa. Y esta vida está modulada por el color: los rojos, los azules petró-leo, los marrones, y sobre todo los blan-cos, los blancos de las camisolas, de los calzones, de los jubones, blancos algodo-nosos, aplicados con un pequeño pincel rebosante de materia. [as]

Bibliografía: Pallucchino, 1971, pp. 158-160; Magnifico, 1987, p. 34, n. 14; I. Reale, 1994, p. 211, n. 45; Scarpa, 2008, n. 4.

otros como Hans de Jode, Ernesto Daret, Jacob de Heusch o Jan y Adries Both eran muy conocidos en Venecia, bien por ha-ber pasado por la laguna, a veces incluso abriendo taller, bien por estar presentes en colecciones venecianas. Todo aquel repertorio de puertos, orillas escarpadas, cursos de agua, torres, muros, ruinas de todo tipo que era propio de artistas como los que hemos citado, y de otros, entra en el vocabulario del artista de Údine, se em-pasta con luces y colores vénetos convir-tiéndose en un léxico paradigmático para muchos de los artistas futuros.

A partir de los tres grandes lienzos cita-dos de Ca’ Zenobio, pasando por el Ca-pricho de la Národní Galerija de Lubiana fechado en 1705 y por el de la Accademia Carrara de Bérgamo de 1706, hasta llegar al Capricho con estatua del Museo de Vi-cenza de 1712, el paisajismo de Carlevarijs sigue un recorrido evolutivo de sabia elegancia sintáctica, en el que la gran escenografía marina que aquí se expone encaja como una pieza fundamental. La fecha 1710 anotada aquí por el artista, con sus iniciales, abajo a la derecha, es per-fectamente coherente con la secuencia de los paisajes citados: de los dos primeros encontramos la composición en diagonal que permite al pintor dividir claramente el espacio entre una zona de gran aper-tura espacial –y por tanto luz, grandes horizontes– y otra de mayor presencia de elementos arquitectónicos –y por tanto concentración de edificios y de figuras–. Del último se adelantan aquí algunas ideas clave, como la estatua ecuestre y el puente medieval: el gran equilibrio con el que están colocados estos elementos

Con motivo de la muestra milanesa de 2008, la veduta aquí expuesta fue some-tida a una meticulosa limpieza: ahora pueden apreciarse, con una percepción más real, la delicada atmósfera que la impregna, las luces suaves y veladas, que subrayan un relato en suspenso, sin tiempo. La gran nube que a la izquier-da ensombrecía el cielo, liberada de los pesados barnices amarillentos que des-naturalizaban su valor, ahora aparece henchida como copos de algodón, como nata montada, en una gama infinita de grises y blancos dorados. El esquema de la perspectiva sobre el que Luca constru-ye esta historia es preciso y riguroso: una clara diagonal divide transversalmente el espacio en tres secciones definidas; a la derecha la concentración de los edificios crea un imponente decorado teatral; sigue una pausa donde el ritmo de las arquitecturas se aleja de nuestra mirada

Luca Carlevarijs

Veduta inventada con puertode mar y ciudad amuralladaÓleo sobre lienzo124 x 191 cmColección TerruzziFirmado y fechado abajoa la derecha: LC 1710

L a pintura fue dada a conocer por Pallucchini (1971, p. 160), que veía en

ella «uno de los ejemplos más notables por la invención con la cual [el artista] coordina una multiplicidad de elementos compositivos y por la unidad de realiza-ción pictórica». Albergada durante más de sesenta años en una inaccesible colec-ción privada, fue expuesta en Milán hace veinte años (Magnifico, 1987, n. 14) y ha entrado recientemente en la Colección Terruzzi (Scarpa, 2008, n. 4). Se trata de una obra decididamente madura en la que Carlevarijs, con casi cincuenta años, parece realizar una especie de summa de su gusto paisajístico: aparece ya muy ale-jado de las soluciones setecentescas que, en la estela de Johann Anton Eismann o de Peter Mulier llamado «il Tempesta», caracterizaban los grandes lienzos de Ca’ Zenobio en Venecia, concebidos a princi-pios del siglo, con sus tonos empastados de marrón, de un claroscuro más difuso e indeterminado. En estos ya encontrá-bamos en potencia todo el aparato ico-nográfico que mantendrá, refinándolo, en todas sus invenciones paisajísticas. No sabemos si Luca tuvo un maestro en sentido estricto, es más, Orlandi nos dice simplemente que «no ha tenido maestro, sino que ha estudiado aquí y allá» (Orlan-do y Guarienti, 1753, p. 861).

Es evidente que en la formación juvenil de Luca intervinieron influencias de Ros-sa, pero es importante recordar la fun-damental importancia de su experiencia romana –aproximadamente entre 1685 y 1690– y el consiguiente conocimiento del mundo bambocciante, en particular de Cerquozzi y de Van Lear (Valcanover, 1952, p. 193). Muchos de estos pintores, y

Observando las dos telas, parecería ver en la del Museo Correr la trascripción comprimida y casi en zoom de la versión Terruzzi, que sin embargo se dilata en el espacio y en el horizonte. Todavía más cercano a ésta, hay otro «puerto» pertene-ciente a la Colección Terruzzi, también firmado, dado a conocer por Delneri (1994, p. 229, n. 57; A. Scarpa, 2007, p. 446, II 62), donde volvemos a encontrar un leit-motiv al que el artista nos tiene acostum-brados en estos caprichos realizados entre 1710 y 1716: el condotiero a caballo con yelmo y coraza, el ademán orgulloso en lo alto del basamento con bajorrelieves, del que Rizzi había indicado el modelo en el Constantino de Bernini (Rizzi, 1968, p. 96). Aunque más bien deberíamos ver sim-plemente en él una invención fantástica, inspirada en las escenografías «mágicas» de la Roma barroca de aquellos años, que apasiona al artista.

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que se dedicó en cuerpo y alma a reparar los enormes daños que había sufrido el castillo durante la segunda guerra mun-dial. A su muerte (1971), dos de las vedute de Carlevarijs –la aquí expuesta y la Ve-duta de la piazzetta con la Riva degli Schia-voni– fueron subastadas en Christie’s Londres (26 de noviembre de 1971, lotes 73, 74); la tercera, Veduta de la plaza de San Marco, fue rescatada por el Kiplin Hall Charitable Trust, creado por la propia Bridget en 1968 para mantener intacto y sufragar el mantenimiento del Kiplin Hall y finalmente la cuarta, El Molo con el Palacio Ducal, después de haber sido cedi-da en comodato a la York City Gallery de York entre 1993 y 1999, pasó al mercado londinense (Sotheby’s, 7 de julio de 2005, lote 46) y actualmente se encuentra en Robilant-Voena (Londres-Milán).

La cronología de las cuatro vedute ha-bía sido fijada por Rizzi en la tercera década del siglo, de acuerdo con Pa-llucchini (1995, pp. 187-188), pero Succi señalaba justamente que en la Veduta de la plaza de San Marco «la pavimen-tación aparece en ladrillo, antes de las obras de remodelación iniciadas en 1723 según proyecto del arquitecto Andrea Tirali», estableciendo pues un válido ante quem para la ejecución de toda la serie (Succi, en Reale y Succi, 1994, p. 242); suponiendo que Crowe no habría adquirido la tela antes de obtener su cargo consular en Génova (1720), Succi situaba su ejecución entre 1721 y 1723. Recientemente Beddington, recogiendo una sugerencia de Watson (1955, p. 252), adelantaba dicha cronología a media-dos de la década anterior, al observar un gran parecido estilístico entre estas obras y otras realizadas por el artista en torno a 1710, como las telas de la Robert Lehman Collection (The Metropolitan Museum, Nueva York), cuya Veduta del Molo está fechada, en un pilar del Pa-lacio Ducal, 1709 (Beddington, 2001, p. 21). Beddington considera que no nece-sariamente Crowe tenía que haber com-

la hierática austeridad de la escenografía. Como sabiamente glosaba Pallucchini (1955, p. 189) comentando las figuritas de Carlevarijs, «su amable muchedumbre de comparsas representa una commedia dell’ arte», meticulosamente preparada por innumerables dibujos, pero adquiere espontaneidad e inmediatez por un color suave y pastoso, por una exquisita viva-cidad matérica, que será muy tenida en cuenta por Canaletto.

Bibliografía: Young, 1771, vol. I, p. 387; Mauroner, 1945, p. 58; European Masters..., 1954-1955, p.109; Watson, 1955, p. 254; Ri-zzi, 1967, p. 89; Flammegam, 1970-1971, p.58; Reale, en Succi, 1994, pp.231, 242; Pa-llucchini, 1995, pp. 187-188; Baddington, 2001, p. 21; Succi, en Delneri y Succi, 2001, n. 42; Reale, 2002, p. 324; Scarpa, 2007, n. II 64; Scarpa, en Delneri y Succi, 2008, n. 72; Scarpa, 2008, n. 6.

Lee –cuya madre era hija ilegítima del rey de Inglaterra Carlos II–, anteriormente casada con Benedict Calvert, cuarto lord Baltimore, del que se había divorciado con cierto revuelo en 1710.

El encuentro directo entre Crowe y Carlevarijs no está documentado, pero la familiaridad del cónsul con los «tu-ristas» ingleses en Italia y sus aficiones artísticas lo hacen sumamente proba-ble; sí está documentada, en cambio, la presencia en Venecia de Charlotte Lee Calvert en 1714, poco antes de contraer matrimonio con el cónsul inglés. Éste, en 1722, al año siguiente de la muerte de su esposa, adquirió de su hijastro la propiedad de Kiplin Hall que siem-pre había pertenecido a los Baltimore y trasladó allí su propia colección que evidentemente incluía las cuatro vedute venecianas de Carlevarijs. En 1818 la últi-ma de los Crowe, Sarah, casada con John Carpenter, conde de Tyrconnel, heredó Kiplin Hall y, al morir joven su única hija, la propiedad pasó a su primo, el almirante Walter Talbot Carpenter, cuya hija, también llamada Sarah, en 1938 de-cidió compartir la propiedad con su pri-ma Bridget Elizabeth Talbot (1885-1971),

La Veduta del Molo aquí expuesta presenta efectivamente una topografía similar a la de una de las cuatro telas Lehmann (A. Rizzi, 1967, lám. 86; I. Reale, 2002, pp. 326-327) y a la de otra análoga, pero de mayores dimensiones, fechada en 1710, de la Colección Lazzaroni de Roma (Rizzi, 1967, lám. 43): en ella el artista reproduce uno de los encuadres vedutísticos que más gustaron a la clientela de la época, y permite al espectador abrazar con la mi-rada la espléndida escenografía del Molo, con las Prigioni, el Palacio Ducal, la Zecca y los Granai, y en el centro, en un hori-zonte vaporoso y evanescente, las siluetas de la basílica de San Marco y de la torre dell’Orologio; en el espejo de agua frente a la orilla un enjambre de barcas y perso-najes entregados a distintas ocupaciones narra la vida real, un animado microcos-mos rutilante de rojos, de blancos, de marrones y de azules que contrastan con

Luca Carlevarijs

Venecia: Veduta de la dársenade San Marco con el Molo Óleo sobre lienzo85,7 x 163 cmColección Terruzzi

E sta elegantísima vista de Venecia, de tonos metálicos y atmósfera su-

tilmente nórdica, formaba parte de una serie de cuatro obras citadas por Youngh (1771, vol. I, p. 387) y dadas a conocer por Mauroner en 1945 (p. 58), pertenecientes a la Colección Talbot en Kiplin Hall, cerca de Scorton, en North-Yorkshire, Inglate-rra. Los otros tres lienzos representan Pla-za de San Marco, El Molo con el Palacio Du-cal y La piazzetta hacia la riva degli Schiavoni. «Se trata de una excepcional rapsodia de motivos venecianos, plasmados con toque seguro y excepcional frescura colorista»; esas palabras de Rizzi (1968, p. 89, lámi-nas 119-126) expresan perfectamente la seductora belleza de estas obras. En ellas se percibe un constante juego de efectos de contraluz que permite a Luca obtener plateadas y fenoménicas expresiones atmosféricas, de las que tendrán mucho que aprender los vedutistas más jóvenes (R. Pallucchini, 1995, p. 187, fig. 293).

El lienzo fue expuesto en Leeds en 1948, en Londres en 1954-1955, en Dur-ham en 1964, en Padua en 1994, en Madrid en 2001, en Roma en 2007 y en Milán en 2008.

Los cuatro lienzos fueron adquiridos, se-gún la tradición, por Christopher Crowe (1682-1749), comerciante inglés que fue cónsul británico en Livorno entre 1705 y 1716 y más tarde en Génova entre 1720 y 1730. Crowe había acumulado una con-siderable fortuna con Gran Bretaña en el comercio de vino y de aceite; fue un válido apoyo para los ingleses del Grand Tour que llegaban a Italia y, debido a su pasión por el arte, también un válido consejero a la hora de procurarse obras de arte. En 1715 se casó con lady Charlotte

prado los cuatro lienzos de Luca para destinarlos a Kiplin Hall, señalando que el coleccionismo del cónsul inglés venía de muy atrás, así como su fama de hábil consejero artístico, casi un marchante, para la rica nobleza inglesa. El hecho de que Charlotte, futura mujer de Crowe, estuviese en Venecia en 1714 (Ingamells, 1997, p. 258), también podría hacer pen-sar en la contemporánea presencia de Crowe en Venecia y en la posibilidad de un encuentro con el pintor.

La cronología propuesta por Beddington no es compartida por Succi, que se rati-fica en la fecha propuesta anteriormente (Succi, en Delneri y Succi, 2001, p. 150), de acuerdo con Reale, que ve en el «relieve más teatral concedido a las figuras» una ulterior prueba de los cánones típicos de la producción madura del artista (Reale, en VV.AA., 2002, p. 324).

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[ Cat. 40]

A pesar de la afinidad con el estilo de Car-levarijs, Richter mantiene algunas pecu-liaridades que le distinguen de forma sus-tancial del maestro: una atmósfera rosada que envuelve casi siempre el horizonte, la presencia, a menudo importante, de humo que se eleva de las chimeneas o de los barcos, o nubes negras precursoras de tormenta y, sobre todo, la presencia constante, en primer plano, de una barca donde conversan, cantan o se entretie-nen figuritas muy animadas y vivaces, de construcción corpórea y a mayor escala respecto a las típicas figuritas que pue-blan habitualmente las vedute.

Presentado en la muestra de Carlevarijs en Padua (D. Succi, en I. Reale y D. Succi, 1994, pp. 247, 252, n. 71), el gran lienzo aquí expuesto, más allá de su deslum-brante belleza, incorpora una pieza im-portante para el conocimiento del pintor, adquiriendo un valor histórico funda-mental. Jacques Vincent Lanquet, conde de Gergy (1667-1743), fue enviado como embajador de Francia a la República vé-neta en 1723, cargo que desempeñó hasta 1731. Su entrada solemne en el Palacio Ducal, donde fue recibido oficialmente por el dux Sebastiano Mocenigo, tuvo lugar el 4 de noviembre de 1726 y por tan-to la pintura debió de realizarse después de esa fecha. El hecho de que también a Richter se le encargase la conmemoración del evento es una prueba tangible de su reputación entre los contemporáneos.

El mismo acontecimiento fue inmortali-zado por Canaletto en una famosa pintu-ra que ahora se encuentra en el Ermitage de San Petersburgo (Artemieva, en Pava-nello Craievich, 2008, pp. 260-261): en ella el embajador está en el centro del cortejo, con la almilla negra y el manto rojo, un sombrero con plumas en la mano, miran-do hacia el espectador. La pintura, como la de Richter de grandes dimensiones (181 x 259 cm), debía de hacer juego con una tela de las mismas medidas que represen-

bleau y el del Canaletto del Ermitage es bastante parecido, aunque el segundo amplíe el espacio en primer plano, permi-tiendo ver también gran parte del puente de la Paglia. Respecto a estas dos imáge-nes, el punto de vista de Richter es una invención totalmente personal. Johann modifica completamente la perspectiva, se sitúa en diagonal respecto al eje del Molo, casi detrás de la dársena de San Giorgio y proyecta hacia delante el cor-tejo de las barcas de parada, resplande-cientes de aderezos dorados, confiriendo un valor esencial a las figuras corpóreas y plásticas de los remeros, que se convier-ten en los verdaderos protagonistas de la representación. [as]

Bibliografía: Reale, en Reale y Succi, 1994, n. 71; Scarpa, 2007, n. II 67; Scarpa, 2008, n. 11.

at Venice». (Pintor de Vedute realizadas con tanta libertad y magistralidad que algunas de sus obras parecen haber sido adquiridas en Venecia»).

El hecho de haber sido considerado siem pre discípulo de Carlevarijs no se debe únicamente a evidentes motivos de estilo, sino también al inventario de Gaburri, fechado en 1722, donde el propio coleccio-nista anota: «… dibujo con pareja, hecho a pluma y acuarela con vista de Venecia, y muchas figuritas, de mano de monsieur Gio. Richter, sueco, alumno de Luca Car-levarijs» (Campori, 1870, p. 527). En reali-dad la afinidad estilística con el maestro y el escaso conocimiento de la producción de Richter hasta hace pocas décadas, hizo engrosar en el pasado el catálogo de Car-levarijs, del que recientemente se han su-primido muchas obras ahora restituidas correctamente a la mano del artista sueco (Martini, 1982 y 1994; Reale, 1994; Succi, 2008). Por otra parte, su fama en la época no debía de ser modesta si Bernard Vogel (1683-1737) extrajo diez grabados de sus vistas venecianas más célebres, editados en Augusta en 1730, cuya difusión enseñó, más de lo que se piensa, a la generación posterior de vedutistas.

tra en efecto una pintura (46 x 92 cm) que inmortaliza el evento (Drouguet, en Pavanello y Craievich, 2008, pp. 250-252). Azzi Visentini (2007, p. 100) supone que el embajador no debió de quedar satisfecho con la obra realizada por Carlevarijs y que por esta razón más tarde encargó otra de mayor impacto y efecto a Canaletto. La existencia, señalada por Succi, de otra pintura de Carlevarijs, de grandes di-mensiones, perteneciente a una anónima colección privada austriaca, exactamente igual al ejemplar de Canaletto de San Petersburgo, según el estudioso avalaría la tesis de que Canaletto, para satisfacer al conde de Gergy, habría copiado literal-mente la tela del viejo maestro ya al final de su existencia.

El encuadre de la perspectiva del ejemplar de Carlevarijs en el castillo de Fontaine-

Johann Richter(Estocolmo, 1665–Venecia, 1745)

La entrada del embajador de Franciaconde de Gergy en el Palacio DucalÓleo sobre lienzo150,5 x 230 cmColección Terruzzi

H ijo de un joyero sueco y hermano de David, un conocido minia-

turista, Johann Richter, tras un breve aprendizaje en su país con el pintor Johan Silvius, con quien decoró el Castillo Real de Drottningholm, se trasladó a Venecia en 1697 donde vivió el resto de su vida. El primer testimonio de su actividad en la laguna procede de la inscripción en el reverso de dos vedute de la Colección Si-rén de Estocolmo que reza: «Jean Richter Suezzese fece in Venezia l’anno 1717». Ese mismo año Antonio Balestra escri-bía al coleccionista florentino Francesco Gaburri citando a propósito de Richter «dos cuadritos de tamaño similar a los otros dos mandados… hechos con mucho amor» (Bottari y Ticozzi, 1882, pp. 124-125). Pocos años después, en 1722, George Vertue habla de Richter como «painter of Views very free and Masterly as some his works appear to bethat have been bought

ta El retorno del Bucentauro, ahora en el Museo Pushkin de Moscú. Ambos lienzos permanecieron en la colección de la za-rina Catalina II hasta 1796. Succi (1994, pp. 68-72) ha expuesto convincentemente una brillante tesis sobre la ejecución de las pinturas que conmemoraban la en-trada del conde de Gergy en el Palacio Ducal. Se sabe –por las cartas de Alessan-dro Marchesini al coleccionista Stefano Conti– que el embajador en 1725 ya había encargado a Canaletto dos «vedute», de las que el 22 de diciembre de aquel año una ya estaba acabada y la otra en fase de con-clusión. Cuando en noviembre de 1726 tuvo lugar la solemne entrada del conde Gergy en el Palacio Ducal la pintura con-memorativa fue encargada a Carlevarijs, que ya tenía experiencia en muchas telas del mismo tema. En el Museo Nacional del castillo de Fontainebleau se encuen-

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mäldegalerie, Dresde; Constable y Links, 1989, n. 168). Una segunda versión reali-zada para Smith en torno a 1730 y ahora en Windsor (Constable y Links, 1989, n. 170), fue incluida, sin ninguna variante, en la lámina «V» del Prospectus Magni Canalis Venetiarum, la colección de grabados reali-zados por Antonio Visentini de prototipos de Canaletto, publicada por primera vez en 1735 y posteriormente en 1742. Una ter-cera impresión de estos grabados fue edi-tada «presso G. Battaggia in Venezia» muchos años después. Los dibujos preparatorios para el grabado de Visentini se encuentran en el Museo Correr de Venecia –un rápido esbozo– y en el British Museum de Lon-dres –un dibujo decididamente más elabo-rado y completo.

Los ejemplares sucesivos de esta pecu-liar veduta de la entrada del Gran Canal, además de la citada de 1744, muestran variantes más considerables en la colo-

blico, en Madrid (Delneri y Succi, 2001, n. 50). En aquella ocasión Succi avanzó una propuesta cronológica de la pintura en torno a 1740, basándose en el hecho de que la pavimentación del atrio de la ba-sílica de la Salute todavía no muestra los cambios efectuados a comienzos de aquel decenio, muy visibles sin embargo, en la pintura del mismo tema realizada por Canaletto para Joseph Smith y sin duda ejecutada en 1774, como indican la fecha y la firma (ahora en la Royal Collection, Windsor; Levey, 1991, n. 407; Constable y Links, 1989, n. 174).

El encuadre de la perspectiva, con la entra-da del Gran Canal a la altura de la basílica de la Salute, fue utilizado repetidas veces por el artista siempre con modulaciones distintas: cronológicamente la primera de dichas versiones se identifica con la tela adquirida por Augusto III de Sajonia, que puede datarse en torno a 1725-1726 (Ge-

Giovanni Antonio Canal,llamado Canaletto(Venecia, 1697-1768)

Veduta del Gran Canal con la basílicade la Salute hacia el MoloÓleo sobre lienzo72 x 112,5 cmColección Terruzzi

E n un origen propiedad de Hen-ry Grey, duque de Kent (c. 1664-

1740), esta pintura pasó por herencia a la colección londinense de lady Lucas and Dingwall, donde convivía con una veduta especular. Publicado por Consta-ble (Constable y Links, 1962, n. 170, b 1), el lienzo fue expuesto en Salisbury en 1936; luego participó en una subasta de Sotheby’s Londres en 1970 (8 de abril, n. 9) y entró a formar parte de la actual colección. Custodiado durante años en la sede monegasca de la Colección Terruzzi recientemente volvió a exponerse al pú-

cación de las figuritas y en el número y disposición de las embarcaciones. Según Levey (1991, 407) la última réplica de este tema realizada por Canaletto fue el ejem-plar ahora en Windsor, cuyo ángulo de visión se encuentra más lejano y, por con-siguiente, muestra un mayor número de edificios en el lado izquierdo del canal.

El encuadre de la vista, tomada de es-paldas al Gran Canal y mirando hacia la dársena de San Marco, es uno de los más escenográficos concebidos por el artista, porque le permite conseguir una apertura espacial sobre el horizonte, disponiendo, a la derecha, de una escenografía teatral mágica como la basílica construida por Longhena: luminosa en sus mármoles, re-ceptiva de sombras y de luces en el mean-dro de sus pliegues barrocos. También a la derecha sigue, en escorzo, el edificio del seminario Patriarcale y, a continua-ción, la parte trasera de la Punta della Dogana da Mar.

Ala izquierda desfilan uno tras otro los edificios que conforman el perímetro de la Piazzetta y el Molo: la Zecca, la Pescheria, la Libreria, la columna con San Marcos so-bresaliendo delante del Palacio Ducal, las prisiones con el Ponte della Paglia y más lejos todos los edificios que modulan la Riva degli Schiavoni. Excluyendo una espe-cular arquitectura a la izquierda, Canaletto acentúa la ampliación de los espacios que se dilata hasta el infinito. El reflejo del es-pejo del agua que se abre ante él realza la luminosidad de la escena, enriqueciéndola con destellos metálicos, mientras la mira-da se pierde a lo lejos en un horizonte ar-quitectónico que hace de diafragma entre la laguna y el cielo. [as]

Bibliografía: Old Masters of Wiltshire Houses, 1936, n. 23; Constable y Links, 1962, n. 170b; Idem, 1976, n. 170b (y edi-ciones sucesivas); A. Delneri y D. Succi, Canaletto. Una Venecia imaginada, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid 2001, n. 50; Scarpa, 2008, n. 15.

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grafía arquitectónica seguramente podría atribuirse a Canaletto, como siempre defendió Constable, tal vez con acabados del discípulo.

La cronología de la obra –a pesar del ante quem 1761 de la cita– es difícil de es-tablecer en la medida en que no puede identificarse a cuál de las «fiestas de to-ros» celebradas en la plaza de San Marco puede referirse. Dicho acontecimiento es recordado por las fuentes sólo tres veces (para un análisis detallado de esta fiesta veneciana véase la ficha relativa a la pintura del mismo tema de Gian Battista Cimaroli): la primera en 1740 en honor del príncipe de Polonia Federico Cristia-no, hijo del rey Augusto III, documentada por el gran lienzo de Cimaroli que tam-bién se expone; la segunda en 1767 con motivo de la visita a Venecia del príncipe Carlos Eugenio de Württemberg, donde salieron a la plaza 120 animales, y una última vez durante las fiestas en honor de los condes del Norte en 1782. Nuestra pintura no puede referirse evidentemente a ninguna de las dos últimas y tampoco a la primera, desde el momento en que no aparece la suntuosa escenografía presente en cambio en la otra tela realizada ínte-gramente por Cimaroli y bien documen-tada por las fuentes y por los grabados de la época. Es probable por tanto que sea fruto de una reelaboración documental y genérica, sin referencia específica a nin-gún acontecimiento concreto, realizada por los dos artistas, ciertamente después de 1740 y tal vez antes de la partida a In-glaterra de Canaletto. [as]

Bibliografía: Dodsley, 1761, II, p. 213; Martyn, 1766, p. 58; Watson, 1953, pp. 206-207; Donzelli, 1957, p. 69; Pallucchini, 1960, p. 174; Constable, 1962, p. 348, n. 361; Puppi, 1968, n. 354; Morassi, 1972, p. 167; Constable y Links, 1976 (y 1989), n. 361; Magnifico, 1987, n. 27; Pallucchini, 1995, p. 293; Spadotot, 1999, pp. 173-176, n. 61; Pe-drocco, 2001, pp. 181-182; Succi, en Delneri y Succi, 2008, n. 85.

«The carnival in the square of St. Marks, by Canaletto» («El carnaval en la plaza de San Marco, de Canaletto»). Más tarde Meyer trasladó el cuadro a White House en Tonbridge, donde permaneció hasta que pasó a la colección de F.T. Sabin en Londres y sucesivamente a la de Peter Jones en Chester. Adquirida después de 1953 por el historiador inglés Watson, al que se debe la primera revalorización de la personalidad de Cimaroli, en 1987 ya se encontraba en una colección privada ita-liana, año en que fue expuesta en Venecia en una muestra de vedute procedentes de colecciones privadas italianas (Magnifico, n. 27); pocos años después fue subastado por Finarte-Semenzato en Venecia (13 de diciembre de 1992) y entró en la colección actual. En el bastidor una antigua cartela lleva la inscripción en parte ilegible: 12 Bouc....r Cleeve Wit/Thos. Cooke. Watson (1953, p. 206), comentando esta inscrip-ción, observaba que el número 12 aparece a menudo en muchas de las pinturas identificadas como pertenecientes a la Colección Cleeve. Asimismo se podría deducir que el Thomas Cooke citado en la inscripción fuese el anterior propieta-rio de la pintura.

Como señalaba justamente el propio Watson, la alusión de Dodsley a la cola-boración entre Canaletto y Cimaroli se produce en un momento –1761– en que Canaletto todavía estaba vivo, seguía ac-tivo y había abandonado Inglaterra hacía pocos años, dejando tras él una fama y un prestigio considerables. Sería bastante raro, por tanto, que dicha atribución fue-se pura fantasía. Por otra parte, tenemos pruebas consistentes de la colaboración entre Canaletto y Cimaroli en la ejecución a varias manos de dos de las «Tumbas de hombres ilustres ingleses» encargadas por Owen MacSwiney a mediados de los años veinte del siglo: la de lord Somers y la del Arzobispo Tillotson. En cualquier caso, la intervención del discípulo parecería co-rresponder a las innumerables figuritas, mientras que la realización de la esceno-

[ Cat. 42 ]

Giovanni Antonio Canalllamado Canaletto(Venecia, 1697-1768)

Gian Battista Cimaroli(Salò, 1687–1771)

«Caccia ai tori» en la Plaza de San MarcoColección privadaÓleo sobre lienzo, 99 x 145 cm

L a primera mención de esta pintura se remonta a 1761, cuando fue ci-

tada por Robert Dodsley en su guía de Londres y alrededores como «View of St. Mark’s place and feast at Venice, Canaletti and Chimeroli» («Vista de la plaza de San Marco y fiesta en Venecia, Canaletti y Chi-meroli»). En aquella época el cuadro for-maba parte de la colección de Bourchier Cleeve (1715-1760) en Foots Cray Place, en Kent. Dodley era un editor de libros muy conocido en Londres y su taller de Pall Mall era muy frecuentado por la intelec-tualidad internacional que se encontraba en la ciudad. Fundó una revista llamada Il Museo y se le considera un informador muy fiable. La referencia sobre la co-laboración entre Canaletto y Cimaroli en esta pintura fue recogida unos años después (1766) por Thomas Martyn en el English Connoisseur. Bourchier Cleeve era un economista, también autor de libros de finanzas, pero sobre todo era un apasionado coleccionista que po-seía obras de Rembrandt, Rubens, Van Dyck, Holbein y Canaletto. A su muerte la colección, incluido este cuadro, pasó a manos de su yerno, sir George Yonge, embajador inglés en Venecia, que puso en venta parte de la colección, incluida la «Caccia ai tori», en de marzo de 1806. A este respecto, en el catálogo de la subasta se lee: «Bull Fight in St. Mark Place, Venice... with innumerabile figures... by Canaletti and Cignaroli» («Lucha de toros en la plaza de San Marco, Venecia… con innumerables figuras… de Canaletti y Cignaroli». La pintura fue adquirida por James Meyer que la colocó inicialmente en Forty Hall, Enfield, donde la obra fue citada en 1873 (Hodson y Ford, History of Enfield) como

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efectos de rara transparencia cristalina» (Succi, 1999, p. 24; cf. Bettagno, 1990, p. 16). A partir de 1740 adquiere características más personales, evidentes en el subrayado de los contornos de los edificios, en las sombras más netas, en una luz a veces azul plateada, a veces verdosa, que connota la atmósfera de sus vedute.

La atribución de esta pintura al joven pin-tor está basada en un dibujo del Hessis-ches Landesmuseum de Darmstadt (Ble-yel, 1981, n. 20), que lleva la inscripción: Campo S. Giouani paullo, li 8 deccemb 1740 feccit Bernardo Bellotto y que forma parte de una serie de sesenta láminas, procedentes del fondo del taller del propio Bellotto, adquiridas en 1829 por el Museo Gran-ducal de la ciudad alemana. Hay quien ha pensado que este dibujo derivaba del de Canaletto albergado en Windsor que representa el mismo lugar, pero «la repro-ducción más marcada de las sombras, el signo más incisivo, de trazos decididos, a menudo paralelos» han confirmado su total autonomía (Pignatti, 1966, p. 219; Pa-llucchini, 1996, p. 494). La lámina también es anterior a la pintura del mismo tema y análogo planteamiento del Museum of Fine Arts de Springfield, atribuido en el pasado alternativamente a Canaletto y a Bellotto, pero ahora unánimemente con-siderado de este último (Kozakievicz, 1972, p. 246, n. 24, con bibliografía anterior). Recientemente también ha sido atribuida a Bellotto, y no a Canaletto, la tela con la misma estructura compositiva de la Na-tional Gallery de Washington (P. Bowron, 1996, p. 77; Pallucchini, 1996, p. 493; J.G. Links, 1998, pp. 30-31; D. Succi, 1999, pp. 27-28) que debería ser, cronológicamen-te, la más tardía de las tres versiones. El cambio constante de atribuciones al que se asiste a menudo en la catalogación Ca-naletto-Bellotto se debe obviamente a la total adhesión inicial por parte del joven sobrino, a las tipologías y a los paradig-mas estilísticos del maestro hasta el punto de absorber sus enseñanzas que en algu-nos casos se hace difícil una neta distin-

dada su frescura, el prototipo de las vedute conocidas que representan este espléndi-do rincón veneciano. [as]

Bibliografía: Kozakiewicz, 1972, p. 256; Camesasca, 1974, n. 5D; Kovalcczyck, 1996, pp. 83-84; Succi, 1999, pp. 27-29; Succi, en Delneri y Succi, 2001, n. 61; Scarpa, 2007, II 74 ; Scarpa, 2008, n. 18.

ratriz María Teresa, ya sea para el príncipe de Liechtenstein, y desde allí marchará a Munich, donde permanecerá menos de un año. Había llegado el momento de regresar a Dresde y reunirse con su familia, contan-do con el efímero retorno de Augusto III y de Brühl. La muerte de ambos, con pocos días de diferencia uno del otro, en 1763, deja al artista sin protectores. Avergonzado por los encargos que le ofrecen –una cátedra de menor importancia en la Academia, con un sueldo de 600 taleros, frente a los 1.750 que cobraba en 1748 como pintor de cámara–, decide marcharse a San Petersburgo con su hijo Lorenzo para ofrecerle sus servicios a la zarina Catalina II, gran amante del arte italiano. La primera etapa de este viaje es Varsovia, que será también la última. El soberano polaco, Stanislaw August Ponia-towski, a instancias de Marcello Bacciarelli (1731-1818), su consejero artístico, le ofrece encargos importantes y le retiene a su lado como pintor de cámara. Serán los años más serenos del artista, a pesar de una congénita tendencia depresiva ciertamente agravada por la precoz pérdida de su hijo Lorenzo en 1770. El artista muere diez años después, el 17 de noviembre.

La Veduta del río dei Mendicanti con la Scuola di San Marco es un ejemplo muy repre-sentativo del estilo de Bellotto en torno a 1740, cuando todavía gravitaba en la órbita de Canaletto, pese a llevar dos años inscri-to en la Cofradía como pintor autónomo. Ciertamente para el joven y prometedor artista el hecho de frecuentar a menudo, probablemente desde 1735-1736, el taller de Canaletto fue un privilegio no baladí, que le permitió adiestrase en el uso de los pig-mentos primero y después, o a la vez, ejer-citarse gráficamente en todo lo que su tío iba produciendo. Cuando pasa del dibujo a la tela, Bernardo da sus primeros pasos reflejando el lenguaje solar y luminoso de Canal, «diferenciándose de él por la técni-ca de ejecución menos cuidada, por cierta inseguridad en la perspectiva y por una luz que evoluciona gradualmente desde el dorado crepuscular de Canaletto hacia

apenas mancillado por alguna nubecita pasajera, de estrías paralelas, rosada aquí y allá por el reflejo de la luz crepuscular. Las sombras marcadas, con manchas de tinta, el efecto de contraste cromático, características que muy pronto serán el sello estilístico del pintor, son elementos muy claros ya en esta vista que permiten comprender que haya sido considerada,

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Bernardo Bellotto(Venecia, 1722-1780)

Veduta del Rio dei Mendicanticon la Scuola di San MarcoÓleo sobre lienzo62 x 77 cmColección Terruzzi

B ernardo Bellotto nace en Venecia el 20 de mayo de 1722. Sobrino de

Canaletto por parte de madre, se forma artísticamente junto a su tío, copiando sus dibujos y pinturas más célebres; en 1738, con apenas dieciséis años, demostrando una precocidad inaudita, ya está inscrito en la Cofradía de Pintores venecianos como pintor autónomo, inscripción que renovará regularmente hasta 1743, año de su viaje a Roma. En 1741 se casa con Maria Elisabetta Pizzorno y al año siguiente, o en la prima-vera de 1743, por sugerencia de su tío, se traslada a Roma, con estancias en Florencia y en Lucca. De regreso a Venecia en agosto de 1743, vuelve a marcharse para trasladarse a Milán, y más tarde a Turín y a Verona. Durante estos años sus comitentes son el conde Simonetta, el príncipe Melzi d’Eril, el gobernador de Milán Libkovitz y el rey Car-los Manuel II de Saboya. Entretanto parece que las relaciones con su tío se habían dete-riorado, tal vez por el resquemor del maes-tro ante un discípulo-pariente demasiado prometedor o por la excesiva habilidad mi-mética del joven pintor; seguramente por el carácter difícil de ambos. En 1746 Canaletto, por sugerencia de Smith, deja Venecia por Londres, donde permanecerá hasta 1755. Al año siguiente también Bellotto dejará Venecia, pero por Dresde, donde, gracias a los buenos oficios de Pietro Guarienti, experto, coleccionista y asesor artístico de Augusto III, se convertirá en pintor oficial de la corte sajona, protegido por el rey y por su poderoso ministro Brühl. Cuando estalla la guerra de los Siete Años, en 1756, Sajonia es invadida por las tropas de Federi-co II de Prusia y Augusto III se ve obligado a retirarse a Varsovia. Bellotto abandonará Dresde para dirigirse a Viena, donde tra-bajará un par de años ya sea para la empe-

ción entre las manos de los dos artistas. El lienzo expuesto, donde son evidentes las fórmulas de Canaletto, se distingue del mismo por un claroscuro más intenso, a ratos crudo, y por una construcción más tosca de las vivaces figuritas, claramente menos experta, como es típico de Bellotto en estos primeros años de actividad. En cambio el cielo es de un azul cristalino,

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Bernardo respecto al prototipo pictórico y gráfico de su tío: el punto de vista apa-rece ligeramente desplazado hacia la de-recha, con la consiguiente inclusión del palacio a los pies del puente de Rialto, en el extremo izquierdo, que no aparece en el prototipo; se aprecian relevantes

la plazoleta triangular de la llamada «Pescaria San Bartolomeo», que toma el nombre de la iglesia que se encuentra cerca de allí y de donde sale la Riva del Ferro. Sigue una serie de casas de arqui-tectura corriente que tienen talleres con cobertizo en la planta baja; la topografía

sutil línea negra que delimita el contor-no de las figuritas y en las sombras más marcadas y netas.

Ambas obras se derivan, como siempre en la primera actividad del pintor, de dos obras de su tío Canaletto incluidas en la colección gráfica Prospectus Magni Canalis Venetiarum grabada por Visentini. Esta colección tuvo varias ediciones: la primera, que comprendía catorce vedute, fue editada por Pasquali en 1735 a expen-sas de Joseph Smith y a él está dedicado el frontispicio; la segunda comprende 38 vedute y vio la luz en 1742, también editada por Pasquale y dedicada igual-mente a Smith. Otras ocho ediciones se sucedieron entre 1751 y 1840 aproximada-mente. Las láminas correspondientes a las dos pinturas de Bellotto que estamos analizando aparecen desde la primera edición, lo que obviamente confirma que Canaletto realizó las dos telas de las que están extraídos los grabados antes de 1735. Se puede precisar porteriormente la cronología recordando una carta de Jose-ph Smith a Samuel Hill del 17 de julio de 1730 en la que el coleccionista, al que per-tenecían todos los lienzos grabados por Visentini, escribe: «the prints of views and pictures of Venice will soon be finish’d» («los grabados de las vistas y panoramas de Venecia pronto estarán terminados»); lo que permite fechar toda la serie –que más tarde pasaría a las Colecciones Reales inglesas con la venta en 1762 de las obras pertenecientes al cónsul– antes de 1730. Sabemos que Bellotto entró muy joven en el taller de su tío, y que en 1738 ya apa-recía en la Cofradía de Pintores venecia-nos, lo que indica que en aquellas fechas ya había adquirido el rango oficial de pintor. El Gran Canal desde Rialto hacia Ca’ Foscari corresponde a la primera lámina del Prospectus que reproduce literalmente la pintura de Windsor (Levey, 1991, n. 384), cuyas dimensiones son proporcio-nalmente algo distintas (47 x 29,1 cm). La comparación entre las dos obras permite observar algunos vuelos pindáricos de

del palacio sobre la que no da el sol y las sombras que acarician las figuritas suge-rirían una hora de la tarde.

Ala izquierda de la tela, a los pies del puente de Rialto del que se alcanza a ver uno de los parapetos laterales, se abre

Bernardo Bellotto

El Gran Canal desde Rialtohacia Ca’ FoscariColección privada, Milán,Óleo sobre lienzo, 55,5 x 80,6 cm

El Gran Canal desde San Viohacia la dársena de San MarcoColección privada, Milán,Óleo sobre lienzo, 55,5 x 80,6 cm[Reproducción en la doble página siguiente]

E sta pareja de pinturas perteneció hasta 1937 al Wallraff Richartz Mu-

seum de Colonia, que la había adquirido en 1885. Permaneció a continuación en una colección estadounidense hasta fi-nales del siglo xx, de ahí pasó a una co-lección europea y más tarde a su actual propietario. Desde el catálogo de 1888 del museo alemán compilado por Nies-sen, las dos telas estaban reconocidas indiscutiblemente como obras de Be-llotto y como tales fueron confirmadas en las catalogaciones posteriores. Como a partir de 1937 resultaban ilocalizables, Kozakiewicz (1972) sólo pudo estudiarlas a través de las viejas fotografías disponi-bles y por tanto las atribuyó con dudas a Bellotto; el historiador, al analizarlas junto a las discutidas versiones del mismo tema que se encuentran en las Colecciones Reales de Windsor, en la Wallace Collection de Londres y en otras colecciones de las que drásticamente negaba la autoría de Bellotto, observaba en cambio que en esta pareja la grafía de las figuritas recordaba muchos de los cánones típicos del artista. Dos años después Camesasca (1974), observando la calidad de las obras y comentando las dudas de Kozakiewicz, sugería cautela antes de sustraer las obras del corpus de Bellotto sin haber podido verlas directa-mente. Finalmente rescatadas del olvido, la posibilidad de estudiar del natural ambas pinturas ha permitido confirmar la originaria atribución a Bellotto, con la que fueron expuestas en Madrid y en Barcelona (Delneri y Succi, 2001). Las características típicas del artista son evi-dentes en la luminosidad más fría, en la

variantes en las embarcaciones y en las figuritas, sobre todo en el lado izquierdo; se capta una percepción de las sombras totalmente distinta, de tal manera que en la pintura de Canaletto la hora en que ha sido captada la vista parece más matuti-na, mientras que en Bellotto la fachada

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el gótico Pisani Gritti, ahora convertido en hotel, y el imponente Palazzo Flan-gini Fini, edificado en la segunda mitad del Seicento en el lugar de uno de los pa-lacios Contarini, que cierra este lado de la veduta enlazando con la línea del hori-zonte de la dársena de San Marco. [as]

del lugar es de finales del siglo xviii y principios del xix y modificó enorme-mente la percepción del tejido urbano respecto a la visión que se podía tener en la época de Canaletto y de Bellotto.

El Gran Canal desde San Vio reproduce la pintura análoga de Windsor (47 x 79,1 cm; Levey, 1991, n. 387) y la estampa IV del Prospectus. A la derecha se abre el pequeño Campo di San Vio al que se asoma un lado del cinquecentesco Palazzo Barbarigo, cuya fachada en el Ottocento fue decorada íntegramente con mosai-cos a partir de dibujos de Giulio Carlini. Siguen, a lo largo del canal, el Palazzo Da Mula y, debido al corte de la pers-pectiva, los palacios Dario y Barbaro y la embocadura del río della Fornace. Después de una serie de casas bajas so-bre las que en el siglo xix se construirá el Palazzo Salviati, se ve el Palazzo Orio Semitecolo y la abadía de San Gregorio, de la que se distingue la porción con-servada de todo el conjunto después de que en 1892 fuese abatido el segundo claustro para edificar la neogótica Casa Genovese. Detrás de estos últimos edi-ficios se eleva la cúpula de la basílica de Santa Maria della Salute, edificada a partir del proyecto de Baldassarre Longhena entre mediados de los años treinta y 1687, después de la muerte del arquitecto. Cierra el Gran Canal la set-tecentesca Punta della Dogana, mientras en el horizonte se suceden todas las arquitecturas que forman la corona de la dársena de San Marco. A la izquierda, la veduta se abre con tres construccio-nes bajas entre las cuales se encuentra la Casina delle Rose donde tendrá su primer estudio Antonio Canova; sigue la soberbia mole del cinquecentesco Pala-zzo Corner «della Ca’ Granda», obra de Sansovino, que alberga actualmente los edificios de la Prefectura, uso que ya le habían dado los austríacos durante la dominación post-napoleónica. A su lado están los palacios Minotto y Barbarigo Giustinian, el Palazzo Verner Contarini,

de esta zona fue parcialmente modifi-cada en el siglo xix, con la consiguiente apertura de la actual Calle Larga 2 Aprile que bordea el costado de la elegante estructura del Palazzo Dolfin Manin. Construido a partir de un proyecto de Sansovino entre 1536 y 1575, el interior de este palacio fue reformado por el ar-quitecto Selva, por encargo del último dux Ludovico Manin, entre 1787 y 1801. Siguen el Palazzo Bembo, el Palazzo Dandolo y, más adelante, el Palazzo Lo-rendan y Ca’ Farsetti, todos en la Riva del Carbon que, con la opuesta Riva del Vin, representa el único tramo en que el Gran Canal está flanqueado por orillas transitables a ambos lados. En la Riva del Carbon en el Cinquecento vivió, y también murió, el poeta Pietro Aretino, en una casa propiedad de los Dandolo cuyo alquiler pagaba el duque de Flo-rencia. Desde hacía siglos esta orilla era la zona de descarga del carbón y en ella se levantaban casitas bajas de madera dedicadas a su comercio. La opuesta Ripa Vinaria, como la llama Visentini al glosar la estampa n. IV, llevaba el anti-guo nombre de Riva del Ferro, nombre que pasó después al tramo de la orilla que discurre enfrente; finalmente adoptó la denominación que perdura hasta hoy porque era el lugar donde atracaban y se estacionaban las barcas cargadas de toneles que desde las islas de la laguna o desde tierra firme llevaban el vino a la ciudad. Los edificios que surgen en esta orilla del canal han sufrido importan-tes demoliciones y transformaciones a través del tiempo: allí se encontraba por ejemplo el Ufficio del Dazio del Vin (la Oficina del Arancel del Vino), que fue demolido en 1842 para construir lo que fue la Direzione del Lotto (Dirección de la Lotería), edificio anónimo que ahora es sede de un hotel. Antiguamente la orilla se caracterizaba por casas-almacén generalmente bizantinas de propiedad de familias patricias, confirmando el ori-gen netamente mercantil y comercial de la zona. Gran parte de la transformación

Bibliografía: Niessen, 1884, nn. 854, 854b; Kozakiewicz, 1972, pp. 422, 429; Camesas-ca, 1974, p. 119, nn. 263C, 266B: Succi, en Delneri y Succi, 2001/a, nn. 53-54; Succi, en Delneri y Succi, 2001/b, nn. 55-56; Succi, en Delneri y Succi, 2008, nn. 86-87.

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sugiriendo para la pintura el destino o el encargo de esta familia. El felze se coloca-ba para proteger al pasajero de la intem-perie, del sol o de las miradas indiscretas. Al volver a publicar la pintura, Pedrocco (1999, p. 238, n. 18) observa justamente que dicha águila parece más bien el símbolo del embajador imperial: las propias gón-dolas engalanadas, con todos sus aderezos dorados, parecerían más propias de una ceremonia política que de una familia particular, por importante que fuese. Estas mismas góndolas aparecen en tres pinturas de Marieschi: en dos ejemplares del Gran Canal en San Stae, ahora en colec-ciones privadas (Pedrocco, 1999, nn. 19-20) y ciertamente coetáneos, y en la Veduta del puente de Rialto de Claydon House, donde se celebra la Entrada del patriarca Francesco Antonio Corner que tuvo lugar el 17 de enero de 1735. En este último, a la dere-cha, «destacan por su fulgente color de oro tres riquísimas góndolas de parada… Se trata del cortejo de las góndolas del Embajador Cesáreo, en aquella época el príncipe Luigi Pio. La presencia del águila bicéfala en las góndolas doradas apoya su identificación» (Pedrocco, 1999, n. 17): basta referirse a dibujos de Carlevarijs –y a grabados extraídos de sus láminas– para observar que no faltan referencias a esta «Águila de dos cabezas del sello Imperial». Pedrocco, al colocar estilística y cronoló-gicamente las cuatro telas en torno a 1735, también establece la fecha de la veduta de la Colección Terruzzi. Sin embargo Succi, apoyado por Manzelli (2002, p. 74), obser-vando un notable parecido con algunas de las telas realizadas por Marieschi para Castle Howard, pospone esta cronología algunos años, situando la obra alrededor de 1738-1739 (Succi, en Delneri y Suc-ci, 2002, n. 43). Como es sabido, Henry Howard, cuarto conde de Carlisle, estuvo en Venecia durante unos meses a partir de noviembre de 1738; es posible por tanto que en aquella fecha hubiese sentado las bases de su soberbia colección de vistas ve-necianas, entre las que se encuentran nada menos que dieciocho lienzos de Marieschi

Perspectiva de San Marco de la colección de los condes de Malmesbury en Basingstoc-ke (Pedrocco, 1999, p. 331). [as]

Bibliografía: Toledano, 1995, n. V. 1.e; Pedrocco, en Montecuccoli degli Erri y Pedrocco, 1999, n. 18; Succi, en Delneri y Succi, 2001, n. 43; Manzelli, 2002, p. 74; Scarpa, 2007, n. II. 77; Scarpa, 2008, n. 22.

dores a propósito de la autoría de las fi-guritas que aparecen en ellos. La tesis más extendida sostiene que el artista entregaba terminada toda la escenografía de la obra y más tarde otros artistas realizaban las figuritas: la mayoría de las veces Gaspare Diziani, Francesco Simonini o Antonio Guardi, menos frecuentemente Tiepolo y Fontebasso, pero también Cimaroli Zugno y Zais. Estas colaboraciones han sido pun-tualizadas cronológicamente: las primeras fueron con Diziani, las últimas con An-tonio Guardi (Pedrocco, en Gagani, 2002, pp. 58-60; Idem, en Pavanello y Craievich, 2008, pp. 162-165). Succi (1989, pp. 198, 206-207, 209) en cambio defiende la tesis de la total autoría, viendo en todas las figuritas la mano del maestro que poco a poco se habría acercado al estilo de los citados artistas. Por otra parte, la familiaridad del pintor con ellos es un dato real, al margen de la actividad profesional: por ejemplo, Diziani fue testigo de su boda y Fontebas-so padrino del bautismo de su hija. Por tanto no sería sorprendente verlos juntos también en las telas. Marieschi fue un trabajador incansable, produciendo en menos de diez años unas doscientas obras, tantas son por lo menos las catalogadas en las monografías más recientes (Montecuc-coli degli Erri y Pedrocco, 1999; Manzelli, 2002). Fuese por una precaria salud o por un exceso de trabajo, en enero de 1743 el artista hace testamento dejando a su mu-jer como única heredera y a los pocos días muere. Menos de dos años después, en oc-tubre de 1744, su aprendiz Francesco Ma-ria Albotto se casa con su viuda y empieza una provechosa y duradera producción de obras imitando las de su maestro.

La Veduta de la dársena de San Marco de la Colección Terruzzi lleva en un tonel trans-portado por la barca, abajo a la derecha, las iniciales con la firma del artista: M.M. Al dar a conocer la tela, Toledano (1995, V.1e) señalaba que sobre el elaborado felze de las góndolas doradas en primer plano aparecía el águila bicéfala que según él habría sido el escudo de los Giustiniani,

En realidad en este caso el problema de la autoría de las figuritas se hace irrelevante frente a la increíble escenografía creada por Marieschi, esta dilatación panorámica del espacio, donde las barcas, los navíos, las mismas espléndidas góndolas con todos sus aderezos de estatuaria dorada parecen perderse en un universo de ensue-ño, sólo comparable a la tal vez más tardía

Michele Marieschi(Venecia, 1710–1743)

Veduta de la dársena de San Marcocon el Palacio Ducal Óleo sobre lienzo106 x 134 cmColección TerruzziFirmado en un tonel de la barca,abajo a la derecha: M.M.

S obrino por parte de madre del escenógrafo Antonio Meneghini, Ma-

rieschi inició su actividad en el ambiente teatral junto a su abuelo. En 1725 entra en contacto con Gaspare Diziani, activo en la misma época como creador de decorados teatrales, y con él se trasladó a Alemania para trabajar como escenógrafo y direc-tor artístico en las fiestas de los palacios nobiliarios. En 1736 ya aparece inscrito en la Cofradía de Pintores venecianos, don-de permanece hasta 1741. En 1737 se casa con Angela Fontana, hija del mercader de arte más importante de Venecia. Fontana poseía cuatro talleres repartidos en San Luca, zona neurálgica de la ciudad, todos ellos repletos de pintores, algunos famosos –como Marieschi– y otros no tanto, pero todos ocupados en una producción desti-nada al rico mercado de turistas del Grand Tour. En los talleres no sólo se pintaba –normalmente lo que el propio Fontana consideraba que interesaba al público– sino que también se restauraba y se prepa-raban telas con la imprimación. Marieschi, poco después de su vuelta de Alemania, debió de obtener un éxito inmediato y encargos de coleccionistas de cierta impor-tancia, como por ejemplo el mariscal von der Schulenburg para el que realizó en tor-no a 1737 cuatro importantes pinturas, dos vistas y dos caprichos. Con el matrimonio Michele se convirtió en el artista punte-ro del taller de Fontana, trabajando casi exclusivamente para su suegro, incluida la espléndida colección de grabados que responde al nombre de Magnificentiores Se-lectionesque Urbis Venetiarum Prospectus, que dejó incompleta en 1743. Respecto a sus vedute y a sus caprichos, desde hace años existe una controversia entre los historia-

(Succi, 1999, pp. 23-73). Más allá de las controversias entre los historiadores, pare-cería más apropiado estilísticamente acer-car la veduta aquí expuesta a la tela de Cla-yton House, de la que mantiene el fuerte mensaje coreográfico e incluso lo acentúa en la amplitud de la apertura espacial. En cuanto a las figuritas, Pedrocco las con-sidera atribuibles a Francesco Simonini.

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dos a Roma, para decorar el despacho presidencial del Tribunal de Cuentas, de donde pasaron a Palazzo Venezia y, en 1943, al Istituto di Archeologia e Storia dell’Arte (Bertuzzi, 1978, p. 49).

Atribuidas inicialmente a Canaletto, después a Belloto y más tarde a Maries-chi, las telas en realidad fueron ejecu-tadas después de 1744, es decir, después de la muerte del maestro, y por tanto hay que inscribirlas en el catálogo de Albotto, en un momento algo posterior a aquella fecha, en torno a 1744-1746. La cronología se basa de hecho en algunas variaciones topográficas del tejido ur-bano veneciano que pueden observarse en determinadas telas. Por ejemplo: en el Canal Grande alle Pescherie, pintado por Marieschi en 1741, perteneciente a la Hallsborough Gallery de Londres, el Palazzeto Balbi aparece en fase de demolición, mientras que en la tela aná-loga del Museo de Capodimonte mues-tra el esqueleto de la reestructuración efectuada según diseño de Visentini. Otro ejemplo: en la Basílica de la Salute con la dársena de San Marco se ven los andamios para la reconstrucción de la fachada de la iglesia de la Pietà, que se inició en 1745 a partir de un proyecto del arquitecto Massari, andamios que también pueden verse en la versión del Molo con la Riva degli Schiavoni de la mis-ma serie napolitana. Resumiendo, está comúnmente aceptado, después de los atentos estudios de Succi (1989, pp. 165-182 y sgg.) y de Manzelli (1991, pp. 36-43; 2002, pp. 46-53 y sgg.), que toda la serie se debe a la mano de Albotto, aunque estilísticamente el grupo no es total-mente homogéneo: de hecho en algunas de las telas se advierte una mayor soltu-ra que revela una seguridad adquirida

ción privada de la misma ciudad; la se-gunda y la tercera salieron en 1989 (30 de enero, n. 63) y en Sotheby’s Londres (17 de mayo, n. 106); la cuarta por último, en paradero desconocido, ha sido publicada por De Seta (1992, p. 88). [as]

Bibliografía: De Rinaldis, 1911, p. 228; De Rinaldis, 1928, p. 180; Delogu, 1930, p. 113; Mauroner, 1940, p. 189; Pittaluga, 1952, p. 48; Donzelli, 1957, p. 151; Molatoli, 1957, p. 82; Morassi, 1959, p. 344; Palluc-chini, 1966, p. 318; Kozakiewicz, 1974, p. 410; Constable y Links, 1976, p. 286; Mar-tini, 1982, p. 536; Succi, 1989, figs, 239, 266; Manzelli, 1991, p. 77, n. A.09.01 ; Manzelli, 2002, pp.46-53, 116, n. A. 09.01.

no) han permitido así expurgar el catálo-go del maestro y definir el corpus de obras del discípulo.

Albotto resulta inscrito en la Cofradía de Pintores venecianos entre 1750 y 1756; el 29 de octubre de 1744, poco después de la muerte del maestro, se casó con su viuda, Angela Fontana, y murió también joven, a los treinta y cinco años, el 13 de enero de 1757 (Manzelli, 1984, p. 212). Es evidente que aprovechó en todos los sen-tidos la fama del maestro, copiando sus prototipos que debieron de permanecer en el taller. Además, siguió imprimiendo sus grabados, omitiendo en ciertos casos algunas correcciones autógrafas, casi queriendo que parecieran suyos. Su gran habilidad imitativa, debida ciertamente a una larga práctica con Marieschi desde sus años juveniles, le da la seguridad de poder hacer sumamente difícil, si no im-posible, distinguir las pinturas realizadas por los dos artistas. Tal vez, sin el error de vanidad de la firma en la pintura subasta-da en Nueva York, difícilmente se habría llegado a saber de la existencia del prolífi-co álter ego de Marieschi.

Uno de los casos más interesantes en la distinción entre Marieschi y Albotto es el grupo de doce telas del Museo de Capo-dimonte, del que forma parte el ejemplar aquí expuesto. Estas pinturas –todas de dimensiones análogas, en torno a 60 x 95 cm– llegaron a la Familia Real Na-politana hacia mediados del siglo xviii, probablemente con el traslado de una parte de las colecciones farnesinas. En 1802 pasaron al Palazzo Francavilla de Nápoles, de allí al Palacio Real y, en 1828, al Museo Real Borbónico, posteriormen-te Museo Nacional de Capodimonte. En 1932 un grupo de ocho fueron traslada-

ahora albergado en el City Museum and Art Gallery de Bristol (58 x 68,5 cm), firmado, como acostumbraba a hacer el artista, con las siglas MM. Una segunda versión de Marieschi, sin firmar, se en-cuentra en el Museum of Art, Johnson Collection, de Filadelfia. En la versión propia el discípulo pone también sus siglas que casi parecen un criptograma: A x O. La fortuna del tema la corrobora el hecho de que se conocen por ahora cuatro réplicas, todas firmadas del mis-mo modo, aunque aparentemente más tarde. Las cuatro obras son aproximada-mente de las mismas dimensiones, una se encontraba en la Galleria Frezzati de Venecia, y ahora albergada en una colec-

Francesco Albotto(Venecia, 1721–1757)

El puente de Rialtocon la Riva del Vin y del CarbonÓleo sobre lienzo61 x 97 cmMuseo di Capodimonte, Nápoles

F ue Pallucchini (1960, p. 169) quien despertó el interés en torno a la figu-

ra poco conocida de Francesco Albotto, al recordar que un oscuro discípulo de Ma-rieschi con este nombre había sido citado en el pasado por una fuente fiable como Pierre-Jean Mariette; en efecto, este refi-nado coleccionista y atento estudioso de la pintura veneciana, en torno a 1770, des-pués de haber hablado del pintor de figu-ras Jacopo Marieschi, escribía: «… Hay en Venecia otro Marieschi, pintor de arquitecturas y vedute, y se llama Michel y […] nació en 1711 […] Tuvo un discípulo que, como su maestro, pintó vistas de Venecia y paisajes adornados de arquitecturas que no están nada mal hechos. Se hace llamar «el segundo Marieschi», y se ha casado con su viuda […] Su verdadero nombre era Francesco Albotto». Las dudas de Pa-llucchini respecto a la asignación de «no pocas vedute de fantasía que tradicional-mente habían sido atribuidas a Maries-chi, pero que difieren de forma sustancial de su estilo», tuvieron la posibilidad de empezar a disolverse con la aparición en una subasta Sotheby’s Nueva York, en mayo de 1972, de una veduta con el Palacio Ducal visto desde el mar que llevaba en el reverso la inscripción «Francesco Albotto F(ecit) in Cale di Ca’ Loredan a S. Luca». Esta pintura se convirtió pues en «la obra para la reconstrucción de la actividad de Albotto, naturalmente en perjuicio (o a favor) de la de Marieschi» (Pallucchini, 1972, p. 222). Una serie de recientes estu-dios (Succi, Manzelli, Pedrocco, Toleda-

con el tiempo, como si el artista con el paso de los años consiguiese una iden-tificación tan completa con el maestro que le liberase de una servil imitación, alcanzando cotas más altas de libertad expresiva. Sin embargo, mientras en Marieschi se advierte una gran fantasía creativa y la gracia de una pincelada libre y resuelta, en Albotto se percibe el freno de la derivación de obras ajenas, casi siempre de telas o grabados de su maestro, pero también de grabados de Visentini a partir de obras de Canaletto, o del propio Canaletto.

El puente de Rialto con la Rive del Vin y del Carbon recupera el prototipo de Michele

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Más tarde Succi (1994, pp. 79-81 y n. 95) identificó el acontecimiento representa-do con la «caza» organizada el 16 de fe-brero de 1740 con motivo de la visita del hijo primogénito de Augusto III, que, por su cuidada elaboración y esceno-grafías, ofreció un espectáculo sin pre-cedentes en aquella época. Como tes-timonia Battagia (1844, p. 10) salieron a la plaza cuarenta y ocho tiradori de los más expertos, disfrazados al estilo europeo, asiático, africano y americano, doce para cada una de las cuatro partes del mundo; se emplearon cincuenta pe-rros para el mismo número de toros; en la parte de la Basílica se construyó un arco triunfal ricamente elaborado, do-cumentado por un grabado de Baratti-Grandis, uno de cuyos ejemplares se en-cuentra en el Museo Correr de Venecia. También Gabriel Bella se inspiró en este acontecimiento para realizar una de sus crónicas venecianas (Pinacoteca Querini Stampalia, Venecia; cf.: Dazzi y Merkell, 1979, n. 211), aunque, bien mirado, la fidelidad documental en este caso deja bastante que desear; Bella, al pintarla muchos años después (1780-1790) extrae elementos descriptivos de estampas y tradiciones populares, lo refunde todo y lo traduce en una narración que sabe a leyenda. La tela de Cimaroli, que tuvo ocasión de vivir el acontecimiento en primera persona, es mucho más fiel a la realidad de la narración: a lo largo de todo el perímetro de la plaza se le-vantó un gran anfiteatro con graderías; se construyeron dos grandiosos arcos triunfales afrontados y adornados de estatuas, uno delante de la basílica, el otro en el lado de la iglesia de San Ge-miniano; en los balcones de las dos Pro-curatie se expusieron tapices y tejidos preciosos; en el lado de las Procuratie Vecchie se había levantado el palco de las autoridades, cubierto por un gran toldo a rayas, donde se encontraba el puesto de honor destinado a los prínci-pes del Norte.Hay que identificar la pintura con la ci-

privados, como el jardín del Palazzo Gradenigo en San Simeon Grande o el patio de Ca’ Foscari. La dinámica de la fiesta era extremadamente agitada y las más de las veces cruenta, con el toro –o el buey– punzado y golpeado con palos puntiagudos, aturdido por toneles y fuegos de artificio atados a sus cuernos y mordido por perros adiestrados para ello. Frente a este espectáculo la multi-tud se enfervorizaba, gritaba, participa-ba como en una competición deportiva, que de deportivo tenía muy poco. En algunas de estas exhibiciones, pocas, los toros estaban sueltos, en otras, la ma-yoría, estaban atados por los cuernos, tanto es así que existía una especie de profesión para la ocasión, los tiradori, cuyo cometido consistía en empujar a los animales hacia su verdugo. Junto a la «caza» propiamente dicha se organi-zaban, como preámbulo y acompaña-miento, espectáculos casi de variedades, con actores, saltimbanquis y vendedores de toda clase de mercancías. A ello se añadía la construcción de un aparato escénico cuya excelencia era directa-mente proporcional a la importancia de la ocasión para la que se representaba el acontecimiento (Tamazzia Mazzarotto, 1980, pp. 1-24). Las crónicas narran que a lo largo del Settecento las fiestas de toros sólo se organizaron tres veces en la plaza de San Marco: en 1740, con mo-tivo de la visita de Federico Cristiano, primogénito de Augusto III de Sajonia, rey de Polonia, la segunda en 1767 por la del duque de Württemberg, y la ter-cera y última por la de los condes del Norte en 1782.

La hipótesis de que esta magnífica tela estuviese relacionada con alguna oca-sión particular, como la visita de un gran personaje, fue expresada por pri-mera vez por Constable (1962, n. 362), que sin embargo no llegó a identificarla concretamente con uno de los espectá-culos de toros celebrados en el «mejor salón» de la ciudad en el Settecento.

Gian Battista Cimaroli

La «caccia ai tori» en la Plaza de San MarcoÓleo sobre lienzo160 x 205 cmColección Teruzzi

L a caccia ai tori era una de las fies-tas venecianas más señaladas y

de mayor participación popular; sus orígenes eran muy antiguos, tanto que incluso Suetonio, en la Vida de Nerón, alude a las Buthisiae como uno de los espectáculos más en boga entre las po-blaciones vénetas. Aunque muchos la desaprobaban por considerarla bárbara, siguió organizándose durante muchos años, incluso después de la caída de la República. No fue prohibida hasta 1802, cuando un toro molào (suelto), embra-vecido, provocó el pánico entre la mul-titud, el consiguiente derrumbe de una gradería y un trágico balance de muer-tos y heridos. Las crónicas de la época refieren que, aunque ilegalmente, siguió organizándose en Murano. La caccia ai tori se celebraba en varios lugares de la ciudad, pero también en otras islas y en tierra firme. Sólo en contadas oca-siones, y con motivo de la visita de per-sonajes especialmente importantes, se desarrollaban en la plaza de San Marco. Gabriel Bella es quien ofrece una docu-mentación más amplia sobre muchas de ellas, como la que se celebraba en las Chiovére (el lugar donde se tendían las coladas) de San Giobbe, en Campo Santa Maria Formosa, en Campo San Polo, en las escaleras del puente de Rial-to –donde era más una carrera que una «caza»–, en el patio del Palacio Ducal; las telas de este pintor en la Pinacoteca Querini Stampalia de Venecia nos brin-dan un detallado reportaje. Las crónicas nos recuerdan también que eran otros muchos los lugares de la ciudad donde se desarrollaba este tipo de fiesta: los Campi Santa Margherita, San Giacomo dell’Orio, San Giovanni in Bragora, San Geremia, San Barnaba, Santo Ste-fano; y también lugares cerrados, más

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es que esta pintura, a pesar de su alta ca-lidad, no se plantea como testimonio del acontecimiento recién narrado, sino más bien como una réplica o mejor dicho, una libre interpretación, una recreación que puede fecharse más tarde, en torno a me-diados de los años cincuenta del siglo. De hecho en esta versión no se encuentran los arcos triunfales, ni las imponentes graderías que encontramos en el ejemplar de la Colección Terruzi.

Es indudable por tanto que la tela aquí expuesta es el único testimonio icono-gráficamente fiable de la caccia ai tori tan suntuosamente organizada para los here-deros del trono de Polonia el 16 de febrero de 1740. Desde el punto de vista vedutista Cimaroli utiliza el modelo de Canaletto, aunque con una acepción más cotidiana, narrativa, que le permite detenerse en de-talles «picarescos», añadiendo a una sabia ejecución artística el fascinante sabor de la crónica. [as]

Bibliografía: W.G. Constable, 1962, p.349, n.362; Succi, 1994, p.281, n.95; W.G.Constable y J.G.Links, 1989, n. 362; Spadotto, 1999, pp.156-157, n. 37; D.Succi, 2008, p.248.

en 3 cm». Igualmente interesante es el comentario de la venta a un «forastero». Hacia mediados del siglo xix, en efecto, la tela aquí expuesta se encontraba en la Colección C. Morland Agnew; más tarde pasó a Agnew’s, en Londres y, en 1944, entró en la Colección John H. McKie, donde todavía se encontraba en 1962, cuando fue citada en la primera edición de Constable. Subastada por Semenzato en Venecia veinticinco años después, pasó a una colección privada y posteriormente a la Colección Terruzzi.

La colaboración entre Canaletto y Cima-roli ha sido señalada en otra pintura del mismo tema pero de menores dimensio-nes (Chester, Peter Jones; ahora en otra colección privada): ya en 1761 el lienzo era atribuido a los dos pintores por Dodsley (II, p. 313) cuando pertenecía a la Colec-ción Borchier Cleeve, en Kent. Sin embar-go, la crítica se ha dividido sobre la pater-nidad de esta obra, aceptando unas veces el testimonio de Dodsley (Constable, 1962 y ed. sucesivas, n. 361; Magnifico, 1987, n. 27; Succi, 2008, p. 248, con bibliografía anterior), y otras veces considerándola sólo de Cimaroli (Succi, 1994, p. 81; Pa-llucchini, 1996, p. 295). Lo que está claro

tada por Cicogna (1830, vol. III, p. 469) en 1830: «Entre las otras pinturas del ga-binete del señor Gaspare Craglietto, muy honorable negociante de esta ciudad, hay un cuadro en tela de 5 pies y 10 pulgadas de ancho y 4 pies y 5 pulgadas de alto, que representa minuciosamente y magis-tralmente esta real caza, pintado por el célebre Antonio Canal llamado Canaletto, por encargo de un patricio». Pocos años después (1844) el mismo Cicogna (vol. V, p. 345) precisaba que «dicho cuadro hoy ya no está entre nosotros, habiendo sido vendido a altísimo precio a un forastero por su propietario». Pero Craglietto había encargado una copia del mismo tamaño y muy parecida al original, y esta copia «hoy está en posesión del señor Abad Angelo Fornasieri en Venecia, con otras bellas pinturas de las que es apasionado coleccionista». Para Succi (1994, p. 80), el hecho de que el historiador veneciano atribuyese la tela a Canaletto es «total-mente irrelevante», ya que en aquella época dicha atribución era obvia. Mucho más significativa es la coincidencia al mi-límetro de las medidas descritas con las de la pintura en cuestión, coincidencia comprobada por el estudioso «convirtien-do el pie veneciano en 35 cm y la pulgada

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versión del Museo de Capodimonte es la tela de las Gallerie dell’Accademia de Venecia, que muestra un punto de vista más alejado y gracias a ello hace entrar en escena, a la derecha, una parte mucho mayor de la isla de la Giudecca, hasta comprender la iglesia de las Zitelle. El encuadre de la vista de Capodimonte, al contrario, está tomado desde muy cerca y hace todavía más emblemática la imagen de la iglesia de San Giorgio, su plazoleta y la zona conventual bene-dictina que la rodea. Entre las muchas versiones que representan este tema con este mismo corte de perspectiva citadas por Morassi, las que más se acercan al ejemplar expuesto son las versiones de la Public Library de Malden, la del Clark Art Institute de Williamstown (Morassi, 1973, figs. 455, 356) y la de la Colección Terruzzi, de formato más cuadrado (Mo-rassi, 1973, n. 429).

caderes; la planta baja estaba destinada a prisión para los acreedores insolventes. A fin de seguir la curva del Gran Canal el palacio fue construido sobre una planta pentagonal y, para subrayar su prestigio, fue decorado con mármoles polícromos, según el uso introducido en Venecia por los arquitectos Condussi y Lombardo. La escena está poblada por un gran número de figuritas muy vivaces, en la Fonda-menta de la Prison frente al Palazzo dei Camarlenghi, en el Puente, en las barcas. Toques blancos de luz, aplicados con un pincel rebosante de materia, subrayan el dinamismo de los movimientos, aca-rician los postes a lo largo del canal y agitan las fachadas de los palacios confi-riendo a la escena la vibración de un re-lato nunca inmóvil, nunca estático. [as]

Bibliografía: Morassi, 1961, p. 116; Mo-rassi, 1973, nn. 444, 556.

1770–1780 (1993, nn. 444, 556). La pri-mera pintura representa la isla de San Giorgio Maggiore vista desde la dársena de San Marco; a la derecha se vislumbra la Giudecca con los huertos del con-vento camaldulense de San Giovanni Battista, suprimido por deseo de la República véneta en 1767; la iglesia, que había seguido funcionando a pesar del cierre de los espacios claustrales, y los edificios monásticos fueron demolidos en época incierta, pero seguramente antes de 1821. Sobre su emplazamiento hoy se levanta un hotel y una instalación militar. El tema fue repetido incontables veces por Guardi en todas las fases de su carrera artística: el más juvenil tal vez sea el ejemplar de la Art City Gallery de Glasgow (Morassi, 1973, n. 427; Magrini, en Bettagno, 1993, n. 36), todavía im-pregnado de emulaciones de Canaletto. Cronológicamente más próxima a la

cluía a austríacos, húngaros y en general poblaciones procedentes del norte de Europa. La fachada que daba al Gran Ca-nal estaba decorada por frescos de Gior-gione y la que daba a la calle por otros del joven Tiziano. Las actividades comer-ciales que allí se desarrollaban fueron interrumpidas en 1806 por un decreto napoleónico que transformó el Fondaco en sede de controles aduaneros. Arriba, a la izquierda, asoma la punta del cam-panario de la iglesia de San Bortolomeo, con la cúpula de bulbo realizada en 1754, fecha que define el post quem de todas las vedute en las que aparece. La composi-ción se cierra a la derecha por el Palazzo dei Camarlenghi, construido entre 1525 y 1528 según un proyecto de Guglielmo dei Grigi. Hasta la caída de la República fue la sede de las magistraturas finan-cieras, de los camarlengos, y también de cónsules y cónsules generales de los mer-

Francesco Guardi(Venecia, 1712–1793)

Veduta de Venecia con san Giorgio MaggioreÓleo sobre lienzo30 x 42 cmMuseo di Capodimonte, Nápoles

Veduta de Venecia con el puente de RialtoÓleo sobre lienzo30 x 42 cmMuseo di Capodimonte, Nápoles

E sta pareja de vedute entró en el Museo de Capodimonte en 2001 a

través de la donación de Bianca De Feo Leonardi. En el pasado habían perteneci-do a la Colección De Lutti de Rovereto y más tarde a la Colección Crespi de Milán, de donde pasaron a la donante.

Se trata de dos espléndidas composicio-nes del período de madurez del artista, fechadas por Morassi en la década de

La Veduta con el puente de Rialto, atri-buible como su pareja a la década de 1770-1780, también muestra un lugar reproducido muy a menudo por el artis-ta, pero con un espectro muy amplio de variantes. La visión desde el lado oeste del puente, como había hecho anterior-mente en el ejemplar de la colección del duque de Buccleuch en Edimburgo, en el del Metropolitan Museum de Nueva York o en el de la Colección Watson de Londres (Morassi, 1973, figs. 527, 530, 532), permite al artista reproducir el pul-so de la vida comercial de la ciudad. A la izquierda se reconoce el Fondaco dei Te-deschi modulado por elegantes galerías con arcos de medio punto: su estructura original del siglo xiii fue destruida por un incendio y el edificio fue reconstrui-do en su imponente estructura actual entre 1506 y 1508 y destinado a los usos comerciales de los «tedeschi», que in-

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por Sansovino. No faltaban obras de An-drea Vicentino, de Nicolò Bambini y de muchos otros. El monasterio contiguo a la iglesia fue suprimido en 1805, con las intervenciones napoleónicas, y la iglesia se destinó a almacén de forraje para el ganado un año después. El campanario y el monasterio fueron demolidos, las decoraciones de la iglesia vendidas o des-perdigadas a partir de 1813.

En la orilla opuesta del canal, al otro lado del gran espejo de agua animado por un gran número de barcas y de figu-ritas construidas con pequeños toques plateados, se ve la iglesia de San Biagio e Cataldo con el anexo convento benedic-tino. En este lugar existía una pequeña iglesia fundada en torno al año 950 y consagrada en 1188; sobre ella se levantó un nuevo templo, según proyecto de San-micheli, que fue consagrado en 1589. Su estructura es muy clara en una estampa de Carlevarijs incluida en el volumen Fa-briche e Vedute di Venezia editado en 1703. Tres años después, en 1706, se realizó una nueva restauración, esta vez limitada a la decoración marmórea y a intervenciones en los altares. En 1731 se inició una rees-tructuración más general, con proyecto de Antonio Massari, concluida en 1736. Entre las obras de arte que la decoraban, basta recordar las telas de Palma el Joven, de Paris Bordone, de Fontebasso y las esculturas de Morlaiter. El convento ad-yacente también había sido reconstruido por Sanmicheli entre 1599 y 1603, y no fue modificado, salvo una intervención en 1749 para incorporar un nuevo dor-mitorio. Entre 1809 y 1810 se suprimió el monasterio y la iglesia fue expoliada en el plazo de pocos años, sus preciosos altares desmontados y vendidos, y todo el conjunto conventual transformado en un hospital para enfermos contagiosos. El campanario fue derruido en 1872, la iglesia y el monasterio en 1882, des-pués de que edificios y terrenos fuesen vendidos a Giovanni Stucky (1880), que construyó allí la imponente y singular

detallado y más próximo el tramo final de la orilla de las Zattere mostrando tam-bién, fantasiosamente, la zona conocida como «la playa de Santa Marta». Al adop-tar esta óptica reduce el ángulo de visión y se pierde completamente el lado iz-quierdo del canal, con la iglesia de Santa Marta, que en cambio es muy evidente en el ejemplar Koetser de Nueva York, ahora en la Colección Giovanni Serra en Man-tua, captado con una óptica mucho más abierta y desde una posición más retira-da (Morassi, 1973, fig. 590), similar al de Edimburgo, en la colección del duque de Duccleuch (Morassi, 1973, fig. 588; Succi, 1993, p. 40). En la vista expuesta la iridis-cencia de la materia adoptada por el artis-ta, la atmósfera soñadora y los destellos plateados que salpican la composición, la desenvoltura de las figuritas dibujadas con la punta del pincel, sugieren una cro-nología más tardía, en torno a 1785. [as]

urbanísticas a lo largo de los últimos dos siglos. El Canal de la Giudecca, que ocupa gran parte de la composición, es un ancho espacio de agua que une la laguna, y por consiguiente la tierra firme, con la dársena de San Marco. La serie de edificios que se ve a la derecha es el último tramo de las Zattere, así llamadas en un principio porque en su orilla se amarraban las balsas (zattere) cargadas de troncos que desde la región de Belluno descendían por el río hasta Venecia. El último de estos transportes de madera se produjo en 1927. Muchos de los palacetes que se suceden a lo largo de esta orilla ya no existen; la zona re-producida por Guardi es en gran parte la que antiguamente se denominaba «playa de Santa Marta», que cerraba el ángulo de la estructura urbana veneciana con la Punta de Santa Marta. La zona, en gran parte demolida, hoy está ocupada por los edificios de la Estación Marítima y por la Facultad de Arquitectura de Venecia. La iglesia de Santa Marta, hasta hace pocos años en estado casi ruinoso, al igual que el anexo convento, recientemente ha sido objeto de una importante restauración. La estructura gótica de la iglesia era el re-sultado de una reforma de mediados del siglo XV, pero su fundación se remon-taba a 1018. En la época de Guardi de-coraban su interior obras de Domenico Tintoretto y de Leandro Bassano, de Pie-tro Ricchi y de Antonio Zanchi, así como un políptico de Vivarini, muy apreciado

desde una perspectiva análoga a la aquí expuesta, pero se trata de una imagen menos amplia del canal, en formato mucho más reducido y con un punto de vista todavía más próximo (29 x 33 cm, Milán, Galería Canessa, en Morassi, 1973, fig. 596). Comentando esta obra Morassi citaba como análoga una tela que se en-contraba en la galería Accorsi de Turín, ahora perdida; con esta última relacio-naba también una réplica del Museo Boymans-van Beuningen de Rotterdam, considerada en cambio «atribuible a un anónimo seguidor de Guardi» por Succi (Morassi, 1973, nn. 629, 630, 628; Succi, 2000, comunicado escrito).

En la versión que se encuentra en la Fun-dación Gulbenkian de Lisboa (Morassi, 1973, fig. 595) el artista desplaza hacia la derecha su punto de vista y con un efecto más telescópico: por lo que resulta más

Francesco Guardi

El Canal de la Giudecca con la Riva delle Zattere hacia la punta de Santa MartaÓleo sobre lienzo47 x 71 cmColección privada

P rocedente de la Colección Barnard, albergada en Cove Castle, Yorkshire,

la pintura pasó a la Colección londinense De Casseres, de donde fue adquirirda en 1940 por John Enrico Fattorini (1878-1949), un acaudalado hombre de negocios que descendía de una familia italiana originaria de Bellagio, en el lago de Como, que en torno a 1820 se había trasladado a Yorkshire. A lo largo de su vida Fattorini coleccionó una gran cantidad de pinturas de excelente calidad, especializándose so-bre todo en pintura flamenco-holandesa. A su muerte, en 1949, la colección fue di-vidida entre su mujer y sus cuatro hijos, y buena parte de las obras reunidas por él se dispersó. En abril de 1950 la tela de Guar-di fue expuesta en la muestra Picture of the Month: Thresaures from Yorkshire Houses (n. 35) y a continuación se perdió su pista. Reaparecida recientemente (2000) en el mercado anticuario internacional, fue ad-quirida por la actual colección.

En esta vista Guardi inmortaliza una parte de Venecia no sólo muy sugerente, sino también especialmente interesante como documentación de lugares que han sufrido importantes transformaciones

mole de los «Molinos» que llevaron su nombre, para el depósito y la elaboración de los granos. La actividad de los moli-nos Stucky cesó en 1954; después de casi medio siglo de abandono la gigantesca mole, restaurada, ha sido convertida en un hotel de prestigio. De estas breves no-tas se evidencia la importancia documen-tal de la pintura, que testimonia, más allá de la cualidad del artista, un retazo de Venecia perdido para siempre. Debía de ser una parte de la ciudad que estimu-laba la fantasía de Guardi, a pesar de no entrar, o quizá precisamente por eso, en los cánones oficiales y «turísticos» más conocidos. Se advierte en la pintura una imagen más íntima de la veduta como medio de expresión; se percibe el silen-cio, el rumor del remo sobre el agua, las voces de la gente que anima la escena. Entre las diferentes composiciones cono-cidas de este tema, sólo una está captada

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Brustolon sobre prototipos de Canaletto, y en particular a la Presentación del Dux en San Marco. Estos grabados, en efecto, habían suscitado un nuevo interés a prin-cipios del Ottocento, como demuestran sus reiterados usos y sus reediciones, también acuareladas. En la estampa de Canaletto se celebraba un acontecimiento oficial; el dux, recién elegido, es mostrado al pueblo; la solemnidad es máxima y tiene un fuerte valor simbólico: el dux, según la tradi-ción, era elegido por voluntad de Dios y por tanto debía comprometerse públi-camente a garantizar paz, prosperidad y justicia a los ciudadanos de la República. El escenario de la basílica es grandioso, los «arsenalotti» (los trabajadores del as-tillero) contienen a la multitud vitoreante que se agolpa alrededor. También Guardi quedó fascinado por esta imagen tan im-ponente y sugestiva, realizando su propia interpretación, ahora en el Musée des Beaux Arts de Bruselas. Su hijo Giacomo copiará a su vez la veduta de su padre. Lo mismo harán más tarde Carlo y Giovanni Grubacs. Bison ciertamente recuerda este prototipo pero, a diferencia de quienes le precedieron, no «copia» la invención de Canaletto, sino que simplemente se ins-pira en ella ambientándola en el mundo, en el momento presente, en el que ya no hay celebraciones triunfales de un pasado prestigioso enterrado, sino la vida cotidia-na, las mujeres arrodilladas rezando, las parejitas cuchicheando, el perrito que ha entrado siguiendo a su dueña. Las figuras, sumamente cuidadas, se hacen pequeñas comparadas con la majestuosidad y la be-lleza del lugar. El fulgor del oro de los mo-saicos inunda la escena que se convierte, entre tanta belleza de arte y de historia, en un homenaje cómplice y sincero a siglos y siglos de historia. [as]

Bibliografía: C. Piperata, 1940, p. 74; Magani, 1993, pp. 102-103; Magani, 1997, pp. 210-211, n. 21; Magani, 1998, p. 48.

proto-ottocentesco del maestro veneciano, reproduciendo «sus amplios escorzos venecianos, captando la amplitud de los horizontes descritos con nitidez, con la necesaria atención por los detalles, intro-duciendo, a veces, las oportunas actua-lizaciones en las transformaciones urba-nas» (Magani, 1997, p. 46). No descuida describir los pequeños episodios que ani-man la vida de la ciudad, prestando gran atención a las figuritas, a los detalles de los trajes y a la elegancia de los tocados.

En el catálogo de Bison, que también in-cluye numerosas vedute, la imagen del in-terior de la basílica de San Marco, es muy poco frecuente, a pesar de ser desde siem-pre uno de los lugares más conocidos del mundo. El pintor la reprodujo sobre todo en los años de Trieste y de Milán, como producción de souvenir de viaje como de-muestran los recibos de su agente, Raffae-llo Tosoni, con fecha, por ejemplo, del 16 de marzo y 17 de noviembre de 1833. Una de ellas, descrita como «la iglesia de San Marco en Venecia (con interior)» podría referirse al ejemplar expuesto. Lo justifica-ría no tanto el estilo, que en el Bison vedu-tista no difiere demasiado con el tiempo, como la moda que se deduce de los trajes de las figuritas. Es evidente que para el artista la excelencia de uno de los lugares más simbólicos de Venecia se convierte aquí en «el punto de encuentro ideal de la refinada burguesía contemporánea y del mundo retirado de principios del Ottocen-to (Magani, 1997, p. 212). La obra despren-de un refinamiento natural no contenido, obtenido con pinceladas líquidas, con manchas de color que dan densidad a las sombras, logrando sabios efectos de cla-roscuro sobre toda la escena. Que Bison se inspirara en el Prospectus de Canaletto-Visentini es algo sabido y recientemente puntualizado por Delneri (2007, pp. 211-215), pero en este caso el artista dirige su mirada a las Fiestas Ducales grabadas por

Giuseppe Bernardino Bison(Palmanova, 1762–Milán, 1844)

Veduta del interior de la basílicade San MarcoTemple sobre cartulina35 x 44,5 cmColección Simone Romano, FlorenciaInscripciones: abajo a la izquierda «Bisson»; en el reverso a tinta «Interno di San Marco di Venezia; 26-8-1-3»; a lápiz «Paoli 3000; Fiorini 30».

G iuseppe Bernardino Bison nace en Palmanova, en Friul, el 16 de junio

de 1672. Se traslada con su familia prime-ro a Brescia y después a Venecia, donde se dedica a la pintura guiado por uno de los decoradores más célebres del momento, Costantino Cedini. A los 25 años trabaja en Padua con el escenógrafo Antonio Mauro y a partir de esta fecha mantendrá una estrecha relación con el teatro, con-virtiéndose en uno de los mejores pinto-res de decorados de finales del siglo xviii y principios del xix. Se trasladó a Milán en 1831, donde morirá trece años después, el 28 de agosto de 1844. Personalidad po-lifacética, ya que era fresquista, dibujante, escenógrafo y vedutista, se dedicó a la pin-tura de género con la misma constancia que a la gran decoración, revelando una maestría extraordinaria y una gran fanta-sía. Sus fuentes de inspiración fueron su-cesivamente Tiepolo o Zuccarelli, Marco Ricci o Canaletto, consiguiendo traducir sus enseñanzas en una pintura de paleta brillante, muy atenta a la yuxtaposición de colores, y en una frescura compositiva de gran espontaneidad.

En la realización de vedute, que fue una parte importante de su producción, Bi-son «renueva el icono de la ciudad de la laguna coloreándola con tonos impal-pables… de una poética del presente» (Delneri, 2007, p. 111), es decir, renueva la tradición de Canaletto, interpretada tam-bién a través de los grabados de Visentini, hasta el punto de convertirse en el relevo

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Este catálogo se acabó de imprimir en Madridel dia 17 de marzo de 2009, festividad de san Patricio

Para su composición se utilizaron las tipografíasBodoni de la fundición Bauer y Legacy Serif

El interior se imprimió sobre papel Prescol mate de 170 grms.y la portada sobre cartulina estucada mate de 350 grms.