schiller friedrich von - poesía ingenua y poesía sentimental

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1 POESIA INGENUA Y POESIA SENTIMENTAL Y DE LA GRACIA Y LA DIGNIDAD FEDERICO SCHILLER Ediciones elaleph.com

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SCHILLER

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P O E S I A I N G E N U A YP O E S I A S E N T I M E N T A L

Y D E L A G R A C I AY L A D I G N I D A D

F E D E R I C O S C H I L L E R

Ediciones elaleph.com

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HAY en nuestra vida momentos en que dedi-camos cierto amor y conmovido respeto a la natu-raleza en las plantas, minerales, animales, paisajes,así como a la naturaleza humana en los niños, en lascostumbres de la gente campesina y de los pueblosprimitivos, no porque agrade a nuestros sentidos, nitampoco porque satisfaga a nuestro entendimientoo gusto (en ambos respectos puede a menudo ocu-rrir lo contrario), sino por el mero hecho de sernaturaleza. Todo espíritu afinado que no carezcapor completo de sentimientos lo experimenta cuan-do se pasea al aire libre, cuando vive en. el campo ocuando se detiene ante los monumentos de tiempospasados; en suma, cuando el aspecto de la simplenaturaleza lo sorprende en circunstancias y situacio-nes artificiales. En este interés, que no pocas vecesllega a ser necesidad, se fundan muchas de nuestras

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aficiones, por ejemplo a flores y animales, a los jar-dines sencillos, a los paseos, al campo y sus habi-tantes, a muchas creaciones de la antigüedadremota, siempre que no entre en ello la afectación,ni algún otro interés accidental, Pero este modo deinterés hacia la naturaleza nace sólo bajo dos condi-ciones. En primer lugar, es absolutamente necesarioque el objeto que nos lo inspira sea naturaleza o porlo menos que lo consideremos como tal; y luego,que sea ingenuo (en el más amplio significado de lapalabra), es decir, que en él la naturaleza contrastecon el arte y lo supere. Cuando esto último se agre-ga a lo primero, y sólo entonces, resulta ingenua lanaturaleza.

La naturaleza, desde este punto de vista, no ra-dica en otra cosa que en ser espontáneamente, ensubsistir las cosas por sí mismas, en existir segúnleyes propias e invariables.

Es indispensable que admitamos tal concepciónsi hemos de tomar interés en semejantes fenóme-nos. Aunque a una flor artificial pudiera dársele lamás acabada y engañosa apariencia de naturaleza,aunque la ilusión de lo ingenuo en las costumbrespudiera llevarse hasta el máximo grado, al descubrir

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que era una imitación quedaría sin embarga anuladoel sentimiento a que nos referimos.

De esto se desprende que tal manera de com-placencia en la naturaleza no es estética, sino moral;porque no es producida directamente por la con-templación, sino por intermedio de una idea. Tam-poco se rige de ninguna manera por la belleza de lasformas. ¿Pues qué tendría por sí misma de tan agra-dable una insignificante flor, una fuente, una piedracubierta de musgo, el piar de los pájaros, el zumbi-do de las abejas? ¿Qué es lo que podría hacerloshasta dignos de nuestro amor? No son esos objetosmismos, es una idea representada por los objetoslos que amamos en ellos la serena vida creadora, elsilencioso obrar por sí solo, la existencia según leyespropias, la necesidad interior, la unidad eterna con-sigo mismo.

Son lo que nosotros fuimos; son lo que debe-mos volver a ser. Hemos sido naturaleza, comoellos, y nuestra cultura debe volvernos, por el cami-no de la razón y de la libertad, a la naturaleza. Almismo tiempo son, pues, representaciones de nues-tra infancia perdida, hacia la cual conservamos eter-namente el más entrañable cariño; por eso nosllenan de cierta melancolía. Son a la vez representa-

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ciones de nuestra suprema perfección en el mundoideal; por eso nos conmueven de sublime manera.

Pero su perfección no es mérito suyo, porqueno es obra de su libre albedrío. Nos conceden, pues,el peculiarísimo placer de que sean nuestros mode-los sin humillarnos. Manifestación permanente de ladivinidad, están en torno nuestro, pero más bienconfortándonos que deslumbrándonos. Lo que de-termina su carácter es precisamente lo que le falta alnuestro para alcanzar su perfección; lo que nos dis-tingue de ellos es precisamente lo que a su vez lesfalta a ellos rara alcanzar la divinidad. Nosotros so-mos libres, y ellos determinados; vosotros variamos,ellos permanecen idénticos. Pero sólo cuando louno y lo otro se unen cuando la voluntad obedecelibremente a la ley de la necesidad, y la razón hacevaler su norma a través de todos los cambios de lafantasía- es cuando surge lo divino o el ideal. Así,siempre vemos en ellos aquello de que carecemos,pero por lo que somos impulsados a luchar, y a locual, aunque nunca lo alcancemos, debemos esperaracercarnos, sin embargo, en progreso infinito. Ve-mos en nosotros una ventaja que a ellos les falta, yde la cual no pueden participar nunca (así en el casode los irracionales) o a lo sumo (como en el caso de

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los niños) no de otro modo que siguiendo nuestropropio camino. Nos procuran por lo tanto el másdulce goce de nuestra humanidad como idea, aun-que a la vez deben necesariamente humillarnos siconsideramos nuestra humanidad en una situacióndeterminada.

Como este interés por la naturaleza se funda enuna idea, sólo puede manifestarse en espíritus quesean sensibles a las ideas, esto es, en espíritus mo-rales. La gran mayoría de los hombres no hacen másque fingirlo, y la difusión de este gusto sentimentalen nuestra época que se traduce, particularmentedesde la aparición de cierta literatura, en viajes sen-timentales, jardines y paseos amanerados, y otrasaficiones de ese género- no prueba de ningún modola difusión de esa forma de sensibilidad. Sin embar-go la naturaleza manifestará siempre algo de esteefecto aun sobre el más insensible, porque ya bastapara ello la propensión hacia lo moral, común a to-dos los hombres, y porque todos somos impulsadoshacia esa meta en la idea, por más alejados quenuestros hechos estén de la sencillez y verdad de lanaturaleza.

Esa sensibilidad para la naturaleza se pone demanifiesto con particular fuerza y de la manera más

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general ante objetos que, como los niños y los pue-blos infantiles, están más estrechamente enlazados anosotros y nos llevan tanto mejor a reflexionar so-bre nosotros mismos y sobre lo que tenemos deartificial. Es un error creer que lo que en ciertosmomentos hace que nos detengamos con tantaemoción. ante los niños sea la representación de suimpotencia. Podrá ser ése el caso de quienes frentea la debilidad nunca suelen sentir otra cosa que supropia superioridad. Pero el sentimiento a que merefiero (y que sólo ocurre en disposiciones moralesmuy particulares y no debe confundirse con el queprovoca en nosotros la alegre actividad de los niños)es más bien humillante que favorable para el amorpropio; y aunque hubiera allí una virtud, no estaríaciertamente de nuestro lado. Si nos conmovemos,no es porque miremos al niño desde la altura denuestra fuerza y perfección, sino porque desde lalimitación de nuestro estado, inseparable de la de-terminación ya definitivamente alcanzada, elevamosla vista hacia la infinita posibilidad que tiene el niñode ser determinado, y hacia su inocente pureza; y anuestro sentimiento, en tales ocasiones, se mezclademasiado visiblemente cierta melancolía, para quepueda desconocérsele esta fuente. En el niño está

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representada la disposición y la determinación; en,nosotros su realización, que se queda siempre infi-nitamente rezagada con respecto a aquéllas. De ahíque el niño sea para nosotros una actualización delideal; no por cierto del ideal realizado, sino del se-ñalado; y así, lo que nos conmueve no es de .ningúnmodo la representación de su debilidad y de sus lí-mites, sino, muy por el contrario, la de su pura ylibre fuerza, su integridad, su infinitud. Para elhombre dotado de moralidad y sensibilidad el niñopasa a ser por eso un objeto sagrado, esto es, unobjeto tal que con la grandeza del factor ideal ani-quila todo factor empírico y vuelve a ganar sobra-damente ante la razón lo que puede haber perdidoante el entendimiento.

Justamente de esta contradicción entre el juiciode la razón y el del entendimiento nace el peculiarí-simo fenómeno del sentimiento mixto que el pensaringenuo suscita en nosotros. Combina la simplici-dad infantil con la pueril; por esta última presentaun punto vulnerable al entendimiento y provoca esasonrisa con que damos a conocer nuestra superiori-dad (teorética). Pero en cuanto tenemos motivo decreer que la simplicidad pueril es al mismo tiempoinfantil, y que por lo tanto su fuente no es falta de

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entendimiento, no es incapacidad, sino una fuerzasuperior (práctica), un corazón lleno de inocencia yverdad que por grandeza interior desprecia el auxiliodel arte, entonces se desvanece aquel triunfo delintelecto, y la burla de la simpleza se vuelve admira-ción de la simplicidad. Nos sentimos obligados arespetar el objeto que antes nos había hecho sonreíry, echando una ojeada en nosotros mismos, a la-mentar que no nos parezcamos a él. Así surge elfenómeno, tan particular, de un sentimiento en queconfluyen la burla alegre, el respeto y la melancolía1.

1 Kant, en una observación sobre la analítica de lo sublime (Crítica delJuicio estético $ 54) distingue asimismo ese triple ingrediente en el sen-timiento de lo ingenuo, pero lo explica de otro modo: "Algo que secompone de ambos (es decir, el sentimiento animal de placer y el senti-miento espiritual de respeto) se encuentra en la ingenuidad, que es laexplosión de la sinceridad, primitivamente natural a la humanidad, contrala disimulación, tornada en segunda naturaleza. Se ríe uno de la simplici-dad, que no sabe aún disimular, y sin embargo se regocija uno tambiénde la simplicidad de la naturaleza, que suprime aquí, de un rasgo, aquelladisimulación. Esperábase la costumbre diaria do la manifestación artifi-cial y que se preocupa de la bella apariencia, y ved: es la naturaleza sana einocente que no se esperaba encontrar, y que el que la deja ver no pensa-ba tampoco descubrir. El que la bella pero falsa apariencia, a la cualdamos mucha importancia, generalmente, en nuestro juicio se transfor-me aquí, súbitamente, en nada; el que, por decirlo así, el astuto se descu-bra a nosotros mismos, es cosa que produce un movimiento del espírituhacia dos direcciones recíprocamente opuestas, y que al mismo tiemposacude el cuerpo sanamente. Pero que algo que es infinitamente mejorque toda supuesta costumbre, la pureza del modo de pensar (al menos, lacapacidad para ello), no está totalmente apagada en la naturaleza huma-na, eso pone seriedad y alta estimación en ese jugo del juicio. Pero comoes un fenómeno que sólo se produce por poco tiempo, y el velo de la

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Para lo ingenuo se requiere que la naturalezavenza al arte2, ya sea contra lo que la persona sabe yquiere, ya con su plena conciencia.

El primer caso es el de lo ingenuo en la sorpre-sa, que nos divierte; el otro es el de lo ingenuo delcarácter, que nos conmueve.

Para lo ingenuo en la sorpresa, la persona debeser moralmente capaz de negar a la naturaleza; paralo ingenuo del carácter no debe serlo, pero no te-nemos que imaginarla como físicamente incapaz deello, si es que ha de causarnos impresión de inge-nuidad. Las acciones y dichos de los niños no nosdarán, pues, una pura impresión de ingenuidad sinoen la medida en que no nos recuerden su ternura,que se deja muy bien enlazar como juego a esa risade buen corazón, y que, en realidad, se enlaza ordi-nariamente con ella, compensando al mismo tiem-po, aveces, en el que la ocasiona, su confusión, porno estar aún picardeado como los hombres" [Tra-ducción de García Morente]. Confieso que esta ex-

disimulación vuelve pronto a correrse, se mezcla, pues, con él una año-ranza, un sentimiento.2 Quizá debiéramos decir, en pocas palabras; que la verdad venza d lasimulación; pero el concepto de lo ingenuo todavía incluye, me parece,algo más, pues la sencillez en general, que se sobrepone al artificio, y lalibertad natural, que se sobrepone al estiramiento forzado, despiertan ennosotros un sentimiento parecido.

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plicación no me satisface del todo, principalmenteporque atribuye a lo ingenuo en general algo que, entodo caso, sólo es verdad de una de sus especies: loingenuo en la sorpresa, a que me referiré luego.Cierto es que nos mueve a risa quien por su inge-nuidad nos ofrece un blanco, y en muchos casosesta risa puede brotar de una expectativa previa quese resuelve en nada. Pero también la forma más no-ble de la ingenuidad, la ingenuidad de carácter, pro-voca siempre una sonrisa. que sin embargodifícilmente podría tener su causa en una expectati-va malograda, sino que en general ha de explicarsesólo por el contraste entre una determinada manerade proceder y las formas ya admitidas y esperadas.Dudo también de que el pesar que en este modo deingenuidad se mezcla a nuestro sentimiento sea porla persona ingenua y no más bien por nosotrosmismos o aún por la humanidad en general, cuyadecadencia recordamos por tal motivo. Es, con so-brada evidencia, una tristeza moral que debe tenerun objeto más noble que los males físicos que ame-nazan ala sinceridad en la vida ordinaria; y este ob-jeto quizás no pueda ser otro que la pérdida de laveracidad y de la sencillez en la humanidad.

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incapacidad para el arte y sólo consideramos, engeneral, el contraste entre su naturalidad y nuestroartificio. Lo ingenuo es una modalidad de niño allídonde ya no se espera, y, por lo mismo, no puedeen realidad atribuirse a la infancia en su sentido másestricto.

Pero en ambos casos, en la ingenuidad de sor-presa como en la de carácter, la razón debe estar departe de la naturaleza y contra el arte.

Sólo con esta última determinación queda com-pletado el concepto de lo ingenuo. El afecto estambién naturaleza y la regla de la decencia es cosaartificial; pero la victoria del afecto sobre la decenciaes todo menos ingenuidad. Si ese mismo afectotriunfa en cambio sobre el artificio, sobre la falsadecencia, sobre la simulación, no vacilamos en lla-marlo ingenuo.3

3 Un niño es malcriado si infringe los preceptos de una buena edu-

cación movido por sus apetitos o por su carácter liviano o impetuoso:pero es ingenuo si se desentiende del amaneramiento de una educaciónequivocada, de las tiesas actitudes del maestro de danza y otras cosas deese género. a impulso de su naturaleza libre y sana. Lo mismo ocurre conlo ingenuo tomado en sentido totalmente impropio que resulta si lotrasladamos del hombre al mundo irracional. Nadie encontrará ingenuoel aspecto de un jardín mal cuidado, invadido por la maleza; pero si hayalgo de ingenuo en quo el libre crecimiento de las ramas salientes destru-ya la penosa labor de la podadera en un jardín francés. Así, tampocotiene nada de ingenuo el que un caballo amaestrado eche a perder la

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Se requiere, pues, que la naturaleza triunfe sobreel arte, no por su violencia como factor dinámico,sino por su forma como factor moral; en suma, noen cuanto necesidad exterior, sino en cuanto nece-sidad interna. Lo que debe haber procurado la vic-toria a la naturaleza, no es lo insuficiente sino loilícito del arte; pues lo primero es carencia, y nadade lo que proviene de la carencia puede dar naci-miento al respeto. Si bien es verdad que en lo inge-nuo de sorpresa siempre es la preponderancia delafecto y cierta falta de reflexión lo que pone de ma-nifiesto a la naturaleza, esa falta y esa preponderan-cia no constituyen todavía lo ingenuo, sino queofrecen sólo la ocasión para que la naturaleza obedez-ca sin estorbo a su contextura moral, es decir, a la ley de laarmonía.

Lo ingenuo de sorpresa sólo puede convenir alhombre, y al hombre en la estricta medida en quedeja de ser en ese instante naturaleza pura e ino-cente. Presupone una voluntad que no armonizacon lo que la naturaleza hace por su propioimntt1so. Un hombre tal, si se le llama a reflexionar,se quedará asustado de sí mismo; en cambio el

lección por natural torpeza; pero encontramos algo de ingenuo en que laolvide por su libertad natural.

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hombre de carácter ingenuo se extrañará de los de-más y de su asombro. Y como quien confiesa aquíla verdad no es el carácter personal y moral, sinosólo el carácter natural desatado por el afecto, noconsideramos esta sinceridad como mérito delhombre, y nuestra risa es burla merecida que ningu-na estimación personal de él nos hace reprimir. Perocomo también, aquí es la sinceridad de la naturalezalo que rasga el velo de la falsedad, una satisfacciónmás alta viene a unirse al placer maligno de haberatrapado a un hombre; pues la naturaleza en oposi-ción al artificio, y la verdad en oposición al fraude,deben en todo momento inspirar respeto. Tambiénsentimos, pues, hacia lo ingenuo de sorpresa un pla-cer realmente moral, aunque no lo sintamos haciaun carácter moral.4

Si en lo ingenuo de sorpresa respetamos siem-pre la naturaleza porque debemos respetar la ver-dad, en lo ingenuo del carácter respetamos, encambio, la persona, y por lo tanto no sólo gozarnosun placer moral, sino que ese placer está además 4 Como lo ingenuo se basa solo en la forma en que algo se hace o se dice,perdemos de vista esta particularidad apenas la impresión que la cosamisma produce por sus causas o por sus consecuencias es preponderanteo, más aún. contradictoria. Con una ingenuidad de esta especie hasta sepuede descubrir un crimen; pero en tal caso no tenemos tranquilidad nitiempo para dirigir nuestra atención a la forma

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dirigido hacia un objeto moral. Tanto en un casocomo en el otro la razón está de parte de la Natura-leza en cuanto que expresa la verdad; pero en el se-gundo no sólo ocurre que la naturaleza tiene razónsino también que la persona tiene honor. En el pri-mer caso la Sinceridad de la naturaleza implicasiempre menoscabo para la persona, porque es in-voluntaria; en el segundo implica siempre un méri-to, aunque supongamos que lo que expresa lesignifique una vergüenza.

Atribuimos a un hombre carácter ingenuocuando en sus juicios sobre las cosas pasa por altolo que tienen de artificioso y rebuscado y no se atie-ne más que a la simple naturaleza. Todo lo que alrespecto puede opinarse dentro de la sana naturale-za, lo exigimos de él, y únicamente le perdonamoslo que presupone un alejamiento de la naturaleza,sea en el pensar o en el sentir.

Si un padre le cuenta a su niño que tal o cualhombre perece de miseria y el niño corre a llevarleal pobre la bolsa de su padre, esta acción resulta in-genua, pues es la sana naturaleza la que actúa a tra-vés del niño, y en un mundo en que la sananaturaleza dominara, tendría perfecta razón quienprocediese así. Mira sólo a la necesidad y al medio

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más a mano para satisfacerla; semejante extensióndel derecho dedel descubrimiento, y el horror que el carácter per-sonal nos inspira paraliza la complacencia en el ca-rácter natural. Así, como al descubrir un crimen poruna ingenuidad, el sentimiento sublevado nos privadel placer moral que suscita en nosotros la sinceri-dad de la naturaleza, así la compasión provocadaahoga nuestro goce maligno apenas vemos a alguienpuesto en peligro por su ingenuidad,propiedad, que podría ser ruinosa para una parte dela humanidad, no está fundada en la simple natura-leza. La acción del niño avergüenza así al mundoreal, y nuestro corazón lo confiesa también con elplacer que por esa acción siente.

Si un hombre sin roce del mundo, pero por lodemás de buen entendimiento, confiesa sus secretosa otro, que lo está engañando pero que sabe disi-mular hábilmente, y con su sinceridad le proporcio-na él mismo los medios de perjudicarlo, nos pareceingenuo. Nos reímos de él, pero no podemos me-nos de estimarlo por eso mismo. Pues su confianzaen el otro nace de la honradez de su propio carácter;por lo menos es ingenuo sólo en la medida en queesto ocurre.

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Lo ingenuo del carácter nunca puede ser, pues,cualidad de hombres corrompidos, sino que única-mente puede convenir a los niños y a hombres conalma de riño. Estos últimos obran y piensan a me-nudo ingenuamente en medio de las artificiosas cir-cunstancias del gran mundo: olvidan, a causa de labelleza de su propia humanidad, que tienen que ha-bérselas con un mundo corrompido, y se conducenaun en las cortes de los reyes con una ingenuidad einocencia que sólo caben en un mundo idílico.

Por otra Darte, no es nada fácil distinguir siem-pre con justeza la inocencia pueril de la infantil,pues hay acciones que flotan. en el límite extremoentre ambas y que nos dejan absolutamente en laduda de si debernos reírnos de su simpleza o apre-ciar su noble sencillez. Un ejemplo muy curioso deesa especie nos lo ofrece la historia del papado deAdriano VI que nos ha descrito Schróckh con laprolijidad que le es peculiar y con objetiva veraci-dad. Este papa, holandés de nacimiento, tuvo a sucargo el pontificado en uno de los momentos máscríticos para la jerarquía, cuando una facción exas-perada sacaba a luz, sin miramientos, las fallas de laIglesia romana, y la facción contraria tenía el mayorinterés en ocultarlas. En cuanto a lo que un carácter

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verdaderamente ingenuo (si es que uno de ellos fue-ra a dar por casualidad en la silla de San Pedro) de-bería hacer en ese caso, no cabe duda alguna; perosí cabe dudar hasta qué punto puede avenirse se-mejante ingenuidad de carácter con el papel de pa-pa. Por lo demás, eso era lo que menos preocupabaa los antecesores de Adriano. Seguían uniforme-mente el sistema romano aceptado una vez por to-das- de desmentirlo todo. Pero Adriano teníarealmente el recto temple de su pueblo y la inocen-cia de su anterior estado. Del ambiente estricto de laerudición se había elevado a su altísimo cargo, y niaun en la cumbre de su nueva dignidad fue infiel aesa sencillez de carácter. Lo que había de vitupera-ble en la Iglesia le afectaba, y él era demasiado hon-rado para disimular públicamente lo que seconfesaba a sí mismo. Conforme a estas ideas, sepermitió hacer, en las instrucciones que dio a sulegado en Alemania, confesiones que nunca papaalguno había hecho y que contrariaban en absolutolos principios de aquella corle. "Bien sabemos", de-cía entre otras cosas, "que desde hace ya varios añosmuchas abominaciones han sucedido en esta SantaSede; no es de extrañar que el mal se trasmitiera dela cabeza a los miembros, del papa a los prelados.

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Todos nos hemos desviado de la senda, y desde ha-ce ya mucho tiempo no ha habido entre nosotrosquienes hiciera algo de bueno: ni uno tan sólo". Yen otra parte ordena allegado declarar en su nombre"que a él, a Adriano, no debía vituperársele por loque otros papas habían hecho antes, y que tales abe-rraciones ya le disgustaban cuando se encontrabatodavía en humilde estado, etc." Fácil es imaginarcómo debió recibir la clerecía romana una ingenui-dad semejante del papa; lo menos que se le echó encara fue que había entregado la Iglesia a los herejes.Paso tan imprudente del papa merecería no obs-tante todo nuestro respeto y admiración, sólo con-que pudiéramos persuadirnos de que fue realmenteingenio, es decir, que lo único que lo obligó a ellofue la natural veracidad de su carácter, sin conside-ración alguna de las consecuencias posibles, y queno hubiera dejado de proceder así aun cuando sehubiese hecho cargo, en todo su alcance, de la in-conveniencia cometida. Pero alguna razón tenemospara creer que no consideraba de mala política darese paso, y que en su ingenuidad iba lo bastante le-jos para esperar que con su condescendencia hacialos adversarios ganaba cosa muy importante enprovecho de su Iglesia. No sólo se figuró que debía

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hacerlo como hombre honrado, sino que podíatambién responsabilizarse de ello como papa, y alolvidar que la más artificial de todas las construc-ciones de ningún otro modo podía sostenerse quepor una continuada negación de la verdad, cometióla imperdonable falta de atenerse a normas de con-ducta acaso acertadas en circunstancias normales,cuando se hallaba en una situación del todo opues-ta. Por cierto que esto trastorna considerablementenuestro concepto de él; y aunque no podamos negarrespeto a la honradez del corazón de que ese actobrotó, no por ello se debilita menos tal respeto porla consideración de que la naturaleza tenía en el arte,y el corazón en la cabeza, un contrincante demasia-do endeble.

Todo verdadero genio, para serlo, debe ser in-genuo. Sólo su ingenuidad es lo que le hace genio, yno puede negar en lo moral lo que ya es en lo inte-lectual y estético. Ignorante de las reglas, esas mu-letas de la endeblez y amaestradoras del extravío,guiado no más que por la naturaleza y por el ins-tinto, que es su ángel guardián, marcha tranquilo yseguro a través de todas las trampas del falso gusto,donde los que no son genios quedan inevitable-mente atrapados si no son lo bastante prudente para

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esquivarlas desde lejos. Sólo al genio le es dado en-contrarse como en su propia casa fuera de lo cono-cido y ensanchar la naturaleza sin salirse de ella.Verdad es que esto último les ocurre a veces aun alos más grandes genios, pero sólo porque tambiénellos se entregan a su fantasía en ciertos momentosen que la naturaleza protectora los abandona, seaporque los arrebata el poder del ejemplo, sea por-que los seduce el gusto corrompido de su época.

Los problemas más complicados deben resol-verlos el genio con una sencillez y facilidad sin pre-tensiones; aquello del huevo de Colón vale paratoda determinación genial. El genio sólo demuestraserlo triunfando, por la simplicidad, sobre el artecomplicado. No procede según principios recono-cidos, sino por ocurrencias y sentimientos; pero susocurrencias son inspiraciones de un dios (todo loque la sana naturaleza hace es divino), sus senti-mientos son leyes para todos los tiempos y para to-das las generaciones humanas.

El carácter infantil, cuyo sello imprime el genioen sus obras, lo demuestra también en su vida pri-vada y en sus costumbres. Es pudoroso, porque lanaturaleza siempre lo es; pero no es artificialmenterecatado, porque ese g6ne-ro de recato sólo aparece

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cuando ya hay corrupción. Es razonable, pues lanaturaleza nunca puede ser lo contrario; pero notiene astucia, que sólo pertenece al artificio. Es fiel asu carácter y a sus inclinaciones, pero no tanto por-que se atenga a principios como porque la naturale-za, por más que oscile, recobra siempre su anteriorposición, vuelve siempre a su antigua necesidad.

Es modesto y aun tímido porque siempre el ge-nio sigue siendo un misterio para sí mismo; pero noconoce el temor, porque ignora los peligros del ca-mino que recorre. Poco sabemos de la vida privadade los mayores genios, pero aun lo poco que se nosha trasmitido, por ejemplo, acerca de Sófocles, deArquímedes, de Hipócrates y, entre los más moder-nos, de Ariosto. Dante, Tasso, Rafael, Durero, Cer-vantes, Shakespeare, Fielding, Sterne y otros,confirma esta tesis.

Y, lo que carecería ofrecer dificultad muchomayor, aun el gran político y el estratego, en cuantoson grandes por su genio, revelan ingenuidad decarácter. Me limitaré a recordar aquí entre los anti-guos a Enaminondas y Julio Cesar, entre los mo-dernos a Enrique IV de Francia, Gustavo Adolfo deSuecia y el zar Pedro el Grande. El duque de

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Marlborough, Turena, Vendóme, ofrece todos esecarácter.

Al otro sexo la naturaleza le ha señalado en laingenuidad de carácter su más alta perfección. Nohay aspiración mayor para la coquetería femeninaque la apariencia de ingenuidad; prueba suficiente,aun cuando no se tuviera otra, de que la mayorfuerza del sexo descansa en esta cualidad. Pero co-mo los principios dominantes en la educación fe-menina están en perpetuo conflicto con esecarácter, es tan difícil para la mujer en lo moral co-mo para el hombre en lo intelectual conservar tanespléndido don de la naturaleza con las ventajas dela buena educación; y la mujer que une a su atinadaconducta en el gran mundo esa ingenuidad de cos-tumbres es tan digna de estimación como el sabioque combina todo el rigor de la escuela con una ge-nial libertad de pensamiento.

De la mentalidad ingenua, necesariamente fluyetambién una expresión ingenua tanto en palabrascomo en movimientos, y es el elemento principal dela gracia. Con esa gracia ingenua el genio expresasus más altas y profundas ideas; son sentencias deun dios en boca de un niño. Mientras la inteligenciarutinaria, siempre temerosa de errar, crucifica sus

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vocablos y sus conceptos en la gramática y la lógica,y es dura y tiesa para no ser de ningún modo impre-cisa, y gasta multitud de palabras para no decir másde lo conveniente, y prefiere quitar fuerza y agudezaal pensamiento para que no hiera al incauto, el ge-nio da en cambio al suyo, con una sola y feliz pin-celada, un contorno siempre preciso, firme y sinembargo perfectamente libre. Mientras allí el signopermanece eternamente heterogéneo y extraño a losignificado, aquí el lenguaje brota, como por necesi-dad interior, del pensamiento, y está tan identificadocon él que el espíritu aparece como desnudo aunbajo la vestidura corpórea. Semejante modo de ex-presión, en que el signo desaparece por entero en losignificado y en que el lenguaje deja como al descu-bierto la idea que expresa (mientras que el otro mo-do nunca puede representarla sin velarla al mismotiempo), es lo que en el arte de escribir se suele lla-mar talentoso y genial.

Tan libre y natural como el genio en sus crea-ciones espirituales, se manifiesta la inocencia delcorazón en el trato vivo con las personas. Sabido esque ere la vida social se ha abandonado la sencillez yla rigurosa verdad de la expresión en la misma me-dida que la simplicidad del carácter; y la conciencia

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fácilmente vulnerable, así como la imaginación fácilde seducir, han hecho necesario un receloso sentidode las conveniencias. Sin pecar de falso suele unodecir otra cosa que la que piensa; hay que usar ro-deos para decir lo que sólo puede causar dolor a unamor propio enfermizo o poner en peligro a unafantasía corrompida. Un testimonio de esas leyesconvencionales, unido a una sinceridad natural quedesprecia todo camino tortuoso y toda apariencia defalsedad (y que no es grosería que prescinda de es-tos recursos porque le son molestos), producen unaingenuidad de expresión en el trato que consiste enllamar con su verdadero nombre y por el caminomás corto cosas que de ningún modo está permitidomencionar o, cuando más, sólo en forma indirecta.De esta especie son las expresiones habituales de losniños. Mueven a risa por su contraste con las cos-tumbres, pero siempre confesaremos, en nuestrosentir más íntimo, que el niño tiene razón.

Cierto que la ingenuidad de carácter tampocopuede atribuirse en rigor más que al hombre encuanto ser no totalmente sometido a la naturaleza y,por otro lado, sólo en la medida en que la mera na-turaleza sigue obrando por su intermedio; pero gra-cias a la imaginación poetizadora, suele trasladársela

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de lo racional a lo irracional. Así es como a menudoatribuimos carácter ingenuo a un animal, un paisaje,un edificio, y hasta a la naturaleza en general encontraste con la arbitrariedad y las fantásticas ideasdel hombre. Pero esto siempre requiere que a lo quecarece de voluntad le prestemos mentalmente unavoluntad, atendamos a que se rija estrictamente se-gún la ley de la necesidad. La insatisfacción pornuestra propia libertad morral mal empleada Y porla falta de armonía ética en nuestra conducta llevafácilmente a un estado de ánima en que hablamoscon lo irracional como con una persona y tomamospor mérito su perpetua uniformidad y envidiamossu serenidad, como si hubiese tenido realmente queluchar con una tentación opuesta. Es muy explica-ble que en tales momentos consideremos la prerro-gativa de nuestra razón como una maldición y unacalamidad, y que, abandonemos al vivo sentimientode la imperfección de lo que efectivamente realiza-mos, no seamos equitativos con nuestras aptitudes ynuestro destino

En la naturaleza irracional no vernos entoncesotra cosa que una hermana más feliz, que. se haquedado en el hogar, desde el cual nosotros, en lasoberbia de muestra libertad, nos hemos lanzado a

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lo desconocido. Con ansia dolorosa sentimos sunostalgia en cuanto comenzamos a experimentar losvejámenes de la cultura y oímos en las lejanas tierrasdel arte la aleccionante voz maternal. Mientras éra-mos simples hijos de la naturaleza, gozábamos defelicidad y perfección; llegamos a emanciparnos, yperdimos lo uno y lo otro. De aquí, nace un doble ymuy desigual anhelo de naturaleza: un anhelo de sufelicidad, otro de su perfección. La pérdida de laprimera, la lamenta sólo el hombre sensible; la pér-dida de la otra sólo aflige al hombre moral.

No dejes de preguntarte, pues, sensible amigode la naturaleza, si no es tu indolencia lo que suspirapor su sosiego; y tu moralidad ofendida, por su ar-monía. No dejes de preguntarte, cuando el arte terepugna y los abusos de la sociedad te empujan abuscar la soledad de la naturaleza inanimada, si loque detestas son sus privaciones, sus cargas, sus sin-sabores, o más bien su anarquía moral, su arbitra-riedad, sus desórdenes. Sobre ellos debes lanzartecon alegre ánimo, y tu compensación debe ser lalibertad misma de que brotan. Debes sin duda se-ñalarte como meta lejana la tranquila dicha natural,pero sólo aquella que sea premio de tus mereci-mientos. Así, nada de lamentarte por lo complicado

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de la vida, por la desigualdad de las condiciones, porel apremio de las circunstancias, por la inseguridadde la posesión, por la ingratitud, la opresión, la per-secución; a todos los inconvenientes de la culturadebes someterte con libre resignación, debes respe-tarlos como condiciones naturales del bien indivisi-ble; sólo lo que encierran de malo es lo que debesdeplorar, pero no meramente con lágrimas de debi-lidad. Procura más bien, aun bajo esas tachas, obrarcon pureza; bajo esa servidumbre, con libertad; bajoese cambio caprichoso, con constancia; bajo esaanarquía, según ley. No temas la perturbación fuerade ti, pero temerá dentro de ti mismo; aspira a launidad, pero no la busques en la monotonía; aspiraal sosiego, pero por el equilibrio, no por la paraliza-ción de tu actividad. Aquella naturaleza que envidiasal irracional no es digna de respeto, de anhelo nin-guno. Está detrás de ti, debe quedar eternamentedetrás de ti. Privado de la escala que te sostenía, note queda ahora otra alternativa que aferrarte a la leycon libre conciencia y voluntad o caer sin salvaciónen un precipicio insondable.

Pero si te has consolado de la dicha perdida dela Naturaleza, deja que su perfección sirva de ejem-plo a tu corazón. Si saliendo de tu círculo artificial

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vas hacia ella, y se te presenta en su calma grandio-sa, en su ingenua belleza, en su infantil inocencia ysimplicidad, deténte entonces ante ese cuadro, culti-va ese sentimiento: es digno de tu humanidad másespléndida.

No se te ocurra querer confundirte con ella;antes bien, acógela dentro de ti y afánate por enlazarsu privilegio infinito con tu propia infinita prerro-gativa para que de ambos se engendre lo divino.Envuélvate con idílica dulzura, en que cada vez queel arte te extravíe tornes a encontrarle a ti mismo;donde acumules valor y nueva confianza rara la ca-rrera, 5• enciendas una vez más en tu corazón lallama del ideal que tan fácilmente se apaga en lastempestades de la vida.

Si se recuerda el hermoso paisaje que rodeaba alos antiguos griegos; si se piensa en qué intimidadcon la libre naturaleza vivía este pueblo bajo su cielofeliz y cuánto más cercanas a su simplicidad eransus representaciones, sus sentimientos, sus costum-bres, y con qué fidelidad las reflejan sus obras poé-ticas, debe extrañarnos el advertir que ofrezcan tanpocos rastros de ese interés sentimental con quenosotros los modernos nos inclinamos a las escenasy caracteres naturales. Ciertamente el griego es so-

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bremanera exacto, fiel, prolijo a describirlos, perono en mayor grado, sin embargo, ni animado demás viva simpatía que cuando describe un traje, unescudo, una armadura, un utensilio o cualquier pro-ducto mecánico. En su amor al objeto, parece nohacer distinción alguna entre el objeto que existepor sí mismo y el que se debe al arte y ala voluntadhumana. Es como si la naturaleza interesara más asu entendimiento y a su curiosidad que a su senti-miento moral; su afecto hacia ella carece de la ternu-ra, de la sensibilidad, de la dulce melancolía que losmodernos ponemos en el nuestro. Más aún, al per-sonificarla y divinizarla en sus distintos fenómenosy al representar sus efectos como acciones de sereslibres, suprime su serena necesidad, por la cual pre-cisamente nos atrae tanto a nosotros. Su fantasíaimpaciente lo lleva, pasando por encima de ella, aldrama de la vida humana. Sólo le satisface lo vi-viente y libre, los caracteres, acciones, destinos ycostumbres, y si nosotros a veces deseamos, enciertas situaciones morales de ánimo, ceder la ven-taja de nuestro libre albedrío, que nos expone atanta lucha con nosotros mismos, a tanta desazón yerror, a cambio de la necesidad fatal, pero sosegadade lo irracional, en cambio la fantasía del griego as-

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pira, precisamente al revés, a hacer comenzar la na-turaleza humana ya en el mundo inanimado, y con-ferir un papel a la voluntad allí donde reina unaciega necesidad.

¿Y de dónde esta diferencia de espíritu? ¿Cómose explica que nosotros, ya que los antiguos nos su-peran infinitamente en todo lo que sea naturaleza,rindamos a la naturaleza más alto homenaje, laamemos efusivamente y hasta lleguemos a abrazar elmundo inanimado con el más cálido afecto? Se ex-plica porque hoy la naturaleza ha desaparecido denuestra humanidad, y sólo fuera de ella, en el reinode lo inerte, volvernos a encontrarla en su pureza.No es nuestra mayor naturalidad, sino, muy por elcontrario, la antinaturalidad de nuestras relaciones,situaciones y costumbres lo que nos empuja a pro-porcionar al naciente instinto de veracidad y simpli-cidad que, como la disposición moral de la cualsurge, yace incorruptible e inextinguible en todoslos corazones humanos- una satisfacción en elmundo físico que no hay que esperar en el moral.Por eso el sentimiento con que la naturaleza nosatrae está tan estrechamente emparentado con lanostalgia de los años de niñez y de candor infantil.Nuestra niñez es la única naturaleza no mutilada

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que encontramos todavía en la humanidad culta: noes de extrañar, pues, que toda huella de la naturalezafuera de nosotros nos retrotraiga a nuestra infancia.

Muy otra cosa ocurría con los antiguos griegos,5

entre quienes la cultura no degeneró a tal punto quese abandonara por ella a la naturaleza. La estructuratoda de su vida social se basaba en la sensibilidad,no en una hechura del arte; su mitología misma erainspiración de un sentimiento ingenuo, parto de unaalegre imaginación, no de la razón sutilizadora, co-mo el dogma de las naciones modernas. No habien-do perdido el griego, pues, la ,naturaleza en lahumanidad, tampoco podía asombrarse de ella fuerade la humanidad ni sentir tan urgente necesidad deobjetos donde volver a encontrarla. Acorde consigomismo y feliz en el sentimiento de su humanidad,

5 Pero sólo entre los griegos; pues se necesitaba precisamente una vivaci-dad de movimiento y una riqueza y plenitud de vida humana como asque rodeaban al griego, para introducirla vida también en lo inerte yaferrarse tan celosamente a la imagen del hombre. En Ossian, por ejem-plo, el mundo humano era precario y monótono; en cambio el ambienteera grandioso, colosal y potente: se imponía, pues, y afirmaba hasta sobreel hombre sus derechos. Del ahí que en los cantos de ese poeta la natu-raleza inanimada (en oposición al hombre) resalte aún mucho más comoobjeto del sentimiento. Sin embargo ya Ossian se lamenta también deuna decadencia de la humanidad, y por pequeño que fuese en su puebloel ámbito de la cultura y sus corrupciones, debió experimentarlo de mo-do bastante intenso y penetrante en lo inanimado y a derramar en suscantos ese tono elegíaco que nos los hace tan atrayentes y conmovedo-res.

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debía detenerse en ella como en su destino supremoy esforzarse en acercarle toda otra cosa; nosotros,en cambio, discordes con nuestro propio ser y des-dichados en nuestras experiencias de la humanidad,no tenemos interés más premioso que huir de ella yapartar de nuestros ojos tan malograda forma.

El sentimiento de que aquí se trata no es, pues,el que los antiguos tenían; más bien coincide con elque tenemos nosotros hacia los antiguos. Ellos sen-tían naturalmente; nosotros sentimos lo natural. Elsentimiento que llenaba el alma de Romero cuandohizo que el divino porquerizo agasajara a Ulises erasin duda muy otro que el que agitaba el alma deljoven Werther al leer ese canto después de impor-tuna reunión. Nuestro modo de conmovernos antela naturaleza se parece a la sensación que el enfermotiene de la salud.

Así como la, naturaleza fue poco a poco desapa-reciendo de la vida humana en cuanto experiencia yen cuanto sujeto (sujeto que obra y siente), así lavemos surgir en el mundo de los poetas como ideay como objeto. El pueblo que más lejos llevó lo an-tinatural y la reflexión sobre lo antinatural tenía queadelantarse también en ser el que con más fuerzasintiera el fenómeno de lo ingenuo, y el que le pu-

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siera nombre. Y fueron, por lo que se me alcanza,los franceses. Pero el sentimiento de lo ingenuo y elinterés en él es, naturalmente, mucho más antiguo ydata ya de los comienzos de la corrupción moral yestética. Esa transformación en el modo de sensibi-lidad salta ya a la vista en sumo grado, por ejemplo,en Eurípides, si se le compara con sus predecesores,especialmente con Esquilo; y sin embargo aquelpoeta fue el favorito de su época. La misma revolu-ción puede comprobarse también entre los antiguoshistoriadores. Horacio, poeta de un siglo cultivado ycorrompido, ensalza la dichosa tranquilidad de suTíbur, y podríamos considerarlo como el verdaderocreador de ese género poético sentimental, en queasimismo es modelo no superado todavía. Tambiénen Propercio, Virgilio y otros hallamos rastros deesa manera de sentir; en menor grado en Ovidio, aquien faltaba para esto la abundancia de corazón, yque en su destierro de Tomi echaba dolorosamentede menos aquella felicidad de que Horacio, en suTíbur, prescindía de tan buena gana.

En la idea misma de poeta está el ser siemprecustodio de la naturaleza. Allí donde los poetas yano pueden serlo del todo y ya han sentido en símismo el influjo destructor de las formas arbitrarias

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y artificiosas o han tenido al menos que luchar conellas, aparecerán como testigos y como vengadoresde la naturaleza. Así, pues, o serán naturaleza o bus-carán la naturaleza perdida. De donde resultan dosmodos de poesía totalmente distintos, con que seagota y se abarca el dominio entero de la poesía.Todo poeta, si lo es de verdad, pertenecerá- segúnla condición de la época en que florezca o las cir-cunstancias accidentales que hayan influido en suformación general y en su estado de ánimo transito-rio- sea a los ingenuos, sea a los sentimentales.

El poeta de un mundo joven, de espíritu inge-nuo y despierto, así como aquel que más se le acercaen las épocas de cultura refinada, es severo y esqui-vo como la virginal Diana en sus bosques; sin fami-liaridad alguna se sustrae al corazón que lo busca, aldeseo que quiere abrazarlo. La seca veracidad conque trata el objeto parece no pocas veces insensibi-lidad. EL objeto lo posee por entero: su corazón noestá, como metal vil, casi inmediatamente bajo lasuperficie, sino que quiere, como el oro, ser busca-do en lo profundo. Como la divinidad está detrásdel universo, así está él detrás de su obra; él es laobra, y la obra es él: debe uno ser indigno de ella o

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no alcanzarla o verla ya con hastío para preguntarsiquiera por él.

Así se nos aparecen, por ejemplo, Homero en-tre los antiguos y Shakespeare entre los modernos:dos caracteres sumamente distintos, separados porla inmensa distancia de sus épocas, pero del todoidénticos precisamente en ese rasgo. Cuando enedad muy temprana leí por vez primera a Shakes-peare6 , me indignaba su frialdad, su insensibilidad,que le permitían bromear en el punto de mayor pa-tetismo, hacer interrumpir por un bufón las desga-rradoras escenas de Hamlet, del Rey Lean, deMacbeth y otras semejantes, y que unas veces lohacían detenerse allí donde mi sensibilidad volaba, yotras veces seguir adelante impasible allí donde elcorazón tanto hubiera anhelado demorarse. Tenta-do, por mi trato con los poetas modernos, de bus-car en la obra el poeta ante todo, de ir al encuentrode su corazón, de reflexionar en unión con él acercade su objeto, en suma, de contemplar el objeto en elsujeto, me era insoportable que el poeta .no quisieraaquí dejarse nunca atrapar ni darme nunca razones.Varios años hacía que era ya suya toda mi estudiosa

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devoción, cuando empecé a amarlo también como apersona. Todavía no era yo capaz de comprender lanaturaleza de primera mano. Sólo podía tolerar suimagen si era reflejada por el entendimiento y ade-rezada por las reglas, y para ello los poetas senti-mentales franceses, y también los alemanes, de 1750hasta poco mas o menos 1780, eran precisamentelos más apropiados. Por lo demás, no me avergüen-zo de ese juicio infantil, pues la crítica madura' erade parecida opinión, y lo bastante ingenua para di-fundirla por el mundo en sus escritos.

Lo mismo me ocurrió con Homero, a quien co-nocí más tarde aún. Recuerdo ahora aquel curiosopasaje del sexto libro de la Ilíada en que Glauco yDiomedes se encuentran en medio del combate y,una vez que se han reconocido como huéspedes, seofrecen mutuos presentes. Con este cuadro conmo-vedor de la piedad con que se observaban, aun en laguerra, las leyes de la hospitalidad, puede parango-narse aquella descripción que hace Ariosto de lanobleza caballeresca, donde dos caballeros adversa-rios, Ferragut y Reinaldo, el uno sarraceno, el otrocristiano, después de rudo combate, y cubiertos de 6 [Abel profesor de Schiller en la Academia militar, fue quien le hizoconocer el teatro de Shakespeare. El mismo Abel ha descrito la profunda

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heridas, se reconcilian y montan un mismo caballopara dar alcance a la fugitiva Angélica. Ambosejemplos, por muy diversos que en lo demás sean,casi coinciden en su efecto sobre nuestro corazón,pues ambos pintan el hermoso triunfo de la cortesíasobre la pasión y nos conmueven por la ingenuidadde los caracteres. Pero cuán distinta es la conductade uno y otro poeta al describir estas acciones se-mejantes. Ariosto, ciudadano de un mundo más tar-dío y apartado de la sencillez de las costumbres, nopuede ocultar su propia admiración, su emoción,mientras relata el suceso. Subyugado por las distan-cias entre aquellas costumbres y las que caracterizansu propia época, abandona de pronto la pintura delobjeto, y él mismo se nos aparece en persona. Co-nocida es la hermosa estrofa, que ha merecidosiempre especial admiración:

Oh gran bonta de cavallieri antiqui,Eran rivali, eran di fé diversi,E si sentían degli aspri colpi iniquiPer tutta la persona anco dolersi;E pur per selve oscure e calli obliquiInsieme van senza sospetto aversi.

impresión que causaron en Schiller los pasajes de Otelo leídos en clase].

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Da quatro sproni il destrier punzo arrivaOve una strada in due si dipartiva.

Y ahora el viejo Homero. Apenas Diomedes seentera por el relato de Glauco, su adversario, de queéste, desde los tiempos de sus padres, está ligado asu estirpe por los vínculos de la hospitalidad, clavala lanza en tierra, le habla amistosamente y convienecon él que en lo futuro se evitarán en el combate.Pero oigamos a Homero mismo:

"Soy, pues, tu caro huésped en Argos,y tú lo serás mío en Licia ......Y ahora troquemos armaspara que todos sepan que nos gloriamos

de ser[huéspedes paternos."Así hablaron, y descendieron de los ca-

rrosy se estrecharon la mano en prueba de

amistad.

Sería difícil que un poeta moderno (por lo me-nos el que lo sea en el sentido íntimo de esta pala-bra) esperara siquiera hasta aquí para manifestar su

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alegría ante ese comportamiento. Se lo perdonaría-mos tanto más fácilmente cuanto que tambiénnuestro corazón se detiene en la lectura y gusta dealejarse del objeto para mirar dentro de sí mismo.Pero de todo esto no hay rastro en Homero; comosi se relatara un hecho cotidiano, más aún, como sino tuviera corazón en el pecho, prosigue con suimpasible veracidad:

Y en verdad que Jupiter Saturnio hizoperder

[la razón a Glauco,quien, trocando sus arenas por las del

hijo de Tideo,dio por unas de bronce, que valían nueve

bueyes,las suyas de oro, que salían cien.

Poetas de esa especie ingenua ya no convienendel todo a un siglo artificioso. Tampoco son ya casiposibles en él; en todo caso lo son únicamente si semantienen apartados de su época y si un destinofavorable los protege de su influjo mutilador. De lasociedad misma no pueden nunca surgir; pero fuerade ella aun suelen aparecer a veces, aunque más bien

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como desconcertantes forasteros y como irritanteshijos malcriados de la naturaleza. Aunque sean fe-nómenos benéficos para el artista que los estudia ypara el verdadero conocedor que sabe apreciarlos,poca fortuna tienen por lo general en su siglo. Traenmarcado en la frente el sello de su señorío; nosotrosen cambio queremos ser mecidos y llevados por lasmusas. Los críticos, verdaderas guardias fronterizasdel gusto, los odian porque trastornan los límites, ypreferirían, suprimirlos; pues hasta el mismo Home-ro quizás deba sólo al poder de un título más quemilenario el que estos jueces del gusto admitan susméritos; y aun así, bastante amargo les sabe el afir-mar las reglas contra su ejemplo, y su prestigio con-tra las reglas.7

El poeta, he dicho, o es naturaleza o la buscará;de lo uno resulta el poeta ingenuo, de lo otro elsentimental.

El genio poético es inmortal y la humanidad nopuede perderlo; sólo puede desaparecer con la hu-manidad y con la disposición para ella. Pues aunquepor la libertad de su fantasía y de su entendimientoel hombre se aleja de la sencillez, verdad y necesidad

7 [Aquí concluye la primera parte y comienza el ensayo sobre los poetassentimentales].

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de la naturaleza, no sólo tiene siempre abierto antesí el sendero que a ella conduce, sino que un ins-tinto poderoso e indestructible, el moral, lo retro-trae a ella sin cesar, y precisamente con ese instintotiene estrechísimo parentesco la capacidad poética.De ahí que esta capacidad, lejos de perderse tam-bién con el candor natural, no haga más que obraren otra dirección.

También ahora sigue siendo la naturaleza la úni-ca llama que nutre al genio poético; de ella sola ex-trae todo su poder; a ella sola es a quien habla aunen el hombre artificioso, preso en la cultura. Todaotra manera de manifestarse es extraña al espíritupoético; por eso, dicho sea de paso, no hay ningunarazón para que todas las llamadas obras de ingeniose califiquen de poéticas, aunque desde hace mucholas hayamos confundido con ellas, mal encaminadospor el prestigio de la literatura francesa. La naturale-za – digo -, aun hoy, en el estado artificial de la cul-tura, continúa siendo, lo que hace poderoso al geniopoético; sólo que éste se encuentra en relación to-talmente distinta con respecto a la naturaleza.

Mientras el hombre es todavía naturaleza pura –no bárbara, claro está- obra como unidad sensorialindivisa y como un todo en armonía. Los sentidos y

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la razón, la facultad receptiva y la activa, aún no hancomenzado a separarse en sus tareas, mucho menosa oponerse entre sí. Sus sensaciones no son juguete(sin forma) del azar, ni sus pensamientos son ju-guete (sin contenido) de la imaginación; aquéllasproceden de la ley de la necesidad, éstos de la realidad.Cuando el hombre ha entrado en la etapa de la cul-tura, y el arte ha puesto la mano sobre él, quedaabolida aquella su armonía sensorial y sólo le restaexpresarse como unidad moral, es decir, como serque anhela la unidad.

La armonía entre su sentir y su pensar, que en elprimer estado se cumplía realmente, ahora sóloexiste idealmente; ya no está en él, sino fuera de él;como un pensamiento por realizarse, no ya comoun hecho positivo de su vida. Ahora bien, si se apli-ca a uno y otro estado el concepto de poesía, queno es otro que el de dar a la humanidad su expre-sión más completa, resulta que allí, en el estado desencillez natural –en que el hombre todavía obracon todas sus fuerzas a la vez, como unidad armó-nica; en que, por lo tanto, la totalidad de su natura-leza se expresa plenamente en la realidad -, lo quehace al poeta debe ser la imitación, lo más acabadoposible, de la realidad; mientras que aquí, en el esta-

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do de cultura, en que esa colaboración armónica detoda su naturaleza no es más que una idea, lo quehace al poeta debe ser el elevar la realidad a ideal o,en otros palabras, la representación del ideal. Y sonprecisamente ésas las dos únicas formas en quepueda exteriorizarse el genio poético. Son, como seve, en extremo diversas; pero hay un concepto másalto que las abraza a ambas, y, no tiene nada de ex-traño el que ese concepto coincida con la idea dehumanidad.

No es éste el lugar de llevar adelante ese pensa-miento, que sólo podríamos dilucidar plenamentetratándolo por se parado. Pero cualquiera que sepaestablecer comparación entre poetas antiguos y mo-dernos8, guiándose por el espíritu y no meramentepor formas accidentales, podrá convencerse fácil-mente de la verdad de esa idea. Los unos nos con-mueven por la naturalidad, por la verdad sensible,

8 Quizá no esté de más recordar que, cuando contraponemos aquí lospoetas modernos a los antiguos, ha de entenderse no tanto la diversidadde ¿pocas como la diversidad de procedimiento. También en los tiemposmodernos, y aun en los más recientes, tenemos poemas ingenuos entodos los géneros, bien que ya no totalmente puros, y entre los antiguospoetas latinos, y hasta entre los griegos, no faltan los sentimentales. Nosólo en un mismo poeta sino también en una misma obra se encuentrana menudo reunidas varias especies –si , por ejemplo, en los Sufrimientosde Werther- y tales producciones harán siempre el mayor efecto.

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por viva presencia; los otros nos conmueven porideas.

Esta ruta que siguen los poetas modernos es,por lo demás, la misma que el hombre debe tomarsiempre, tanto en lo particular como en lo general.La naturaleza lo pone de acuerdo consigo mismo; elarte lo divide y desgarra; por el ideal vuelve a la uni-dad. Pero como el ideal es infinito, y el hombre cul-tivado nunca lo alcanza, tampoco puede nuncaalcanzar la perfección dentro de su propia índole,mientras que el hombre natural sí lo puede, dentrode la suya. El primero sería, pues, infinitamente in-ferior al segundo en perfección, si sólo se tuviera encuenta la relación en que uno y otro están con lapropia índole y con su forma mas alta. Si en cambiose comparan entre sí las índoles mismas, se ve queel fin a que el hombre tiende por la cultura debepreferirse infinitamente al que alcanza por la natu-raleza. Lo que da, pues, su valor al uno es el logroabsoluto de una magnitud finita; lo que se lo confie-re al otro es su aproximación a una magnitud infi-nita. Pero como sólo esta última tiene grados yprogreso, el valor relativo del hombre en estado decultura, tomado en general, no es nunca determina-ble, aunque, considerando individualmente, se en-

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cuentra en necesaria desventaja con respecto a aquelen que la naturaleza obra en toda su perfección.Ahora bien: como el fin último de la humanidad nopuede alcanzarse sino mediante este progreso, ycomo el hombre en estado natural no puede pro-gresar de otro modo que cultivándose y pasandopor consiguiente al otro estado, no puede haber du-da sobre a cuál de los dos, en consideración a esefin último, corresponde la preferencia.

Lo mimo que aquí decimos de las dos distintasformas de humanidad puede también aplicarse a losrespectivos tipos de poetas.

Por eso una comparación entre poetas antiguosy modernos - ingenuos y sentimentales- o sería enabsoluto imposible o sólo debería hacerse dentro deun concepto común más elevado (tal concepto enrealidad existe). Pues claro está que si se empiezapor abstraer el concepto genérico de Poesía, unilate-ralmente, de los poetas antiguos, nada es más fácil,ni tampoco más trivial, que rebajar frente a ellos alos modernos. Si se llama poesía sólo a aquello queen todos los tiempos ha actuado uniformementesobre la naturaleza sencilla, no se podrá menos detener que discutir hasta el nombre de poetas a losmodernos, justamente en su belleza más peculiar y

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más sublime, porque precisamente allí hablan sóloal entendido en cosas de arte y nada tienen que de-cir a la naturaleza sencilla9. A quien no tenga el áni-mo ya preparado para ir, más allá de la realidad, alreino de las ideas, el más rico contenido le parecerávacía apariencia, y el más alto vuelo poético. extra-vagancia. A ningún ser racional puede ocurrírselequerer parangonar a un. moderno, sea quien sea,con Hornero en aquello en que radique su grandeza,y resulta bastante risible ver gratificado con el nom-bre de nuevo Homero a un Milton o un Klopstock.Pero tampoco podrá un poeta antiguo, y Homeromenos que nadie, resistir la comparación con elpoeta moderno en aquello que constituye su distin-ción característica. EL antiguo es, si se me permiteexpresarlo asir poderoso por el arte de la limitación;el moderno lo es por el arte de la infinitud.

Y precisamente porque en la limitación reside lafuerza del artista antiguo (pues lo dicho aquí delpoeta puede también extenderse, con las restriccio-nes que de por sí resultan, a las bellas artes en gene- 9 Moliére, como poeta ingenuo, si se podía arriesgar quizás a atenerse aljuicio de su criada sobre qué debía dejar o quitar en sus comedias; y aunhubiera sido de desear que los maestros del coturno francés hubiesensometido a veces sus tragedias a esa prueba. Yo no aconsejaría, sin em-bargo, que se hiciese parecido experimento con las odas de Klopstock,con los pasajes más hermosos de la Mesíada, del

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ral), se explica la gran ventaja que las artes plásticasde la antigüedad llevan a las de la época moderna, ytoda esa desigual relación de valor en que la poesíamoderna y la plástica moderna están con respecto auno y otro arte en la antigüedad. Una obra para losojos, sólo puede encontrar su perfección en lo li-mitado; una obra para la fantasía puede tambiénalcanzarla por lo ilimitado. En las obras plásticas,pues, de poco le vale al moderno su superioridad enideas; aquí está obligado a precisar lo más exacta-mente en el espacio la imagen de su fantasía y por lotanto a medirse con el artista antiguo en aquellamisma calidad en que éste tiene indiscutible ventaja.No así en las obras poéticas. Aunque también enellas venzan los antiguos poetas en la sencillez de lasformas y en lo que sea sensorialmente representabley corpóreo, el moderno puede a su vez dejarlosatrás por la riqueza de la materia, por todo lo quesea imposible de representar y expresar; en suma,por lo que en las obras de arte se llama espíritu.

Como el poeta ingenuo sigue únicamente a lasimple naturaleza y al sentimiento y se reduce sólo ala imitación de la realidad, tampoco cabe para élmás que una actitud ante su objeto, y no le queda,en este respecto, alternativa posible en el procedi-

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miento. El distinto efecto de los poemas ingenuos,suponiendo que se haga abstracción de todo lo queen ellos corresponde al contenido y se considere eseefecto como debido exclusivamente al procedi-miento poético, descansa sólo en el distinto gradode un mismo modo de sentimiento; aun la diversi-dad de las formas exteriores es incapaz de alterar lacalidad de esa impresión estética. Sea lírica o épica laforma, sea dramática o descriptiva, podemos sinduda ser afectados con mayor o menor fuerza, pero(en cuanto prescindimos de la materia) no de mododiverso.

Nuestro sentimiento es en todos los casos elmismo; consta de un solo elemento, de suerte queno podemos hacer en él distinción ninguna. Ni si-quiera la diferencia de lenguas y de épocas influyeen esto para nada, pues justamente esa pura unidadde su origen y su efecto es característica de la poesíaingenua.

Muy otra cosa ocurre con el poeta sentimental.El medita en la impresión que le producen los ob-jetos, y sólo en ese meditar se funda la emoción enque el poeta mismo se sume y en que nos sume anosotros. El objeto es referido aquí a una idea, y sufuerza poética se basa únicamente en esa relación.

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Así el poeta sentimental tiene siempre que vérselascon dos representaciones y sentimientos en pugna,con la realidad como límite y con su idea como loinfinito, y la emoción mixta que provoca dará siem-pre testimonio de esa doble fuente10. Como se está,pues, ante una pluralidad de principios, lo que im-porta es cuál de los dos prevalecerá en el senti-miento del poeta y en su expresión, y es posible, porlo tanto, diversidad de tratamiento. Porque surgeahora el problema de si el poeta prefiere insistir másbien en la realidad o en el ideal: de si prefiere repre-sentar la realidad como objeto de aversión o el idealcomo objeto de simpatía Su exposición será puessatírica o será elegíaca (en el sentido más amplio deltérmino, que se explicará más adelante). A uno deesos dos modos de sentimiento debe atenerse todopoeta sentimental.11

10 Quien se pone a considerar la impresión que hacen en él los poemasingenuos, y es capaz de separar la parte que en esa impresión correspon-de al contenido, la encontrará –aún en temas sobremanera patéticos-siempre alegre, siempre pura y serena, mientras que en los poemas sen-timentales tendrá siempre algo de grave y tenso. Y es que en las repre-sentaciones ingenuas. traten de lo que traten, nos causa placer la verdad,la presencia viva del objeto en nuestra imaginación, y no buscamos si-quiera otra cosa, en tanto que en las sentimentales debemos reunir larepresentación de la fantasía con una idea de la razón, lo que nos llevasiempre a oscilar entre dos estados de ánimo diversos.11 [Aquí comienza, en las Horas, el articulo sobre Poesía satírica].

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Poeta satírico es aquel que toma como objeto elalejamiento de la naturaleza y el contraste de la rea-lidad con el ideal (en arribos casos se ejerce sobre elánimo un mismo efecto). Esto puede llevarlo a caboel poeta, ya seria y apasionadamente, ya juguetona yplácidamente, según arraigue más bien en el domi-nio de la voluntad o en el del entendimiento. Elprimer caso es el de la sátira Patética, que castiga; elotro el de la sátira festiva.

Cierto es que, en. rigor, los fines del poeta noconsienten el tono punitivo ni el recreativo. Aquéles demasiado serio para el juego que la poesía siem-pre debe ser; éste es demasiado frívolo para la serie-dad que ha de estar en la base de todo juegopoético. Las contradicciones morales afectan nece-sariamente a nuestro corazón. y quitan así al espíritusu libertad, cuando por el contrario debiera estardesterrado de las emociones poéticas todo lo queimplique interés, es decir, toda relación con una ne-cesidad. En cambio las contradicciones intelectualesdejan indiferente al corazón, y eso que el poeta debeabordar el más alto problema del corazón, el de lanaturaleza y el ideal. De ahí que, para él, sea obliga-ción no pequeña el no ofender en la sátira patéticala forma artística, que consiste en la libertad del jue-

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go, y no equivocar en la sátira festiva el contenidopoético, que debe ser siempre lo infinito. Obliga-ción que no puede cumplirse sino de un solo modo.La sátira que reprende alcanza libertad poéticacuando pasa a lo sublime; la sátira que ríe recibecontenido poético al tratar con belleza su objeto.En la sátira el mundo de lo existente se contraponecomo cosa imperfecta al ideal como realidad su-prema. Por lo demás, no es en absoluto necesarioque esto se diga explícitamente, con tal que el poetasepa evocarlo en el ánimo; pero esto sí es del todoimprescindible para que haya efecto poético. Aquí larealidad es pues objeto necesario de aversión; perotal aversión - y de esa circunstancia depende todo-debe a su vez provenir necesariamente del idealcontrapuesto. Porque también podría tener una me-ra fuente sensorial y estar fundada sólo en una nece-sidad en lucha can lo real; y con sobrada frecuenciaocurre que creemos sentir cierto disgusto moral pa-ra con el mundo cuando lo que nos irrita no es másque su conflicto con nuestra inclinación. Ese interésmaterial es lo que el satírico vulgar pone en juego, ycomo por este camino consigue al fin y al caboconmovernos, llega a pensar que ya tiene nuestrocorazón en su poder y que maneja magistralmente

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lo patético. Pero todo patetismo que tenga ese ori-gen es indigno de la poesía, que sólo ha de mover-nos mediante ideas y sólo ha de llegar a nuestroscorazones a través de la razón. Por otra parte, esepatetismo impuro y material se manifestará siemprepor cierto predominio de la pasividad y cierto peno-so encogimiento del ánimo, en tanto que el verda-dero patetismo poético puede reconocerse por elpredominio de la actividad autónoma y de una li-bertad de espíritu que perdura aún en la pasión. Si laemoción resulta del ideal contrapuesto a la realidad,en lo sublime de ese ideal se pierde todo senti-miento inhibitorio, y la grandeza de la idea que nosllena nos levanta por encima de todas las limitacio-nes de la experiencia. Al describir pues una realidadindignante, lo que en primer término importa es queel poeta o narrador tome lo Necesario como ci-miento sobre el cual construir la realidad, y que sepapredisponer nuestro ánimo a las ideas. Siempre quepara juzgar ascendamos a bastante altura, nada im-porta que dejemos atrás el objeto, allá en lo bajo, anuestros pies. Cuando Tácito describe la profundadecadencia de los romanos del siglo primero, es unalto espíritu que mira hacia abajo, hacia lo inferior, ynuestro estado de ánimo es en verdad poético por-

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que sólo a causa de la elevación en que el escritormismo está, y hacia la cual ha sabido alzarnos a no-sotros, es por lo que el objeto se nos aparece comobajo.

Por eso la sátira patética debe siempre brotar deun espíritu vivamente penetrado del ideal. Sólo sidomina el anhelo de armonía, puede y debe nacerese hondo sentimiento de contradicción moral y esaardiente indignación contra la perversidad moralque llega a ser arrebato en un Juvenal, un Swift, unRousseau, un Haller y otros. Esos mismos poetashubieran podido y debido componer también conigual felicidad en los géneros conmovedores y tier-nos, si causas fortuitas no hubiesen dado tempra-namente a sus espíritus esa determinada dirección; yen parle así lo hicieron en efecto. Todos los satíricosque hemos nombrado vivieron en tiempos de de-gradación y tuvieron ante sí un horrible espectáculode corrupción moral, o sus propias experiencias ha-bían sembrado amargura en sus almas. También elespíritu filosófico, separando con implacable rigor laapariencia y el ser y penetrando en lo hondo de lascosas, inclina el espíritu a esa dureza y austeridadcon que pintan el mundo Rousseau, Haller y otros.Pero esas influencias externas y accidentales, que

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tienen siempre efecto restrictivo, deben determinara lo sumo la dirección del entusiasmo, pero nuncasu contenido. Éste ha de ser el mismo en todos, yemanar, sin que lo contamine necesidad alguna, deun ferviente anhelo de ideal, que es, en absoluto, laúnica verdadera vocación del poeta satírico y aun,en términos más latos, del sentimental.

Si la sátira patética sólo sienta bien a las almassublimes, la sátira burlesca sólo puede lograrla uncorazón bello. Pues la una está ya a salvo de la fri-volidad por su asunto serio; pero la otra, que nopuede tratar sino una materia moralmente indife-rente, caería sin remedio en lo frívolo, y perderíatoda dignidad poética, si el contenido no se enno-bleciera por la forma de tratarlo, si el sujeto, elpoeta, no reemplazara a su objeto. Pero sólo al co-razón bello le ha sido dado reproducir en cada unade sus expresiones, independientemente del objetode su obrar, una imagen perfecta de sí mismo. Elcarácter sublime no puede manifestarse más que entriunfos aislados sobre la resistencia de los sentidosen ciertos momentos de exaltación y de instantáneoesfuerzo; mientras que en el alma bella el ideal obracomo naturaleza, es decir uniformemente, y puedeasí mostrarse también en estado de reposo. Cuando

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más sublime aparece el mar profundo es en su agi-tación; el claro arroyo nunca es más bello que en sutranquilo fluir.

Más de una vez se ha discutido cuál debe ser,entre la tragedia y la comedia, la que merezca pre-eminencia. Si lo único que con ello se pregunta escuál de las dos trata objeto más importante, no cabeduda que es la tragedia la que sale victoriosa; pero sise quiere saber cuál necesita de sujeto más impor-tante, la sentencia favorecería más bien a la come-dia. En la tragedia, muchísimo es lo que sucede yapor el objeto; en la comedia nada sucede por el ob-jeto, y todo por el poeta. Pero como en los juiciosde gusto nunca se considera la materia, claro es queel valor estético de esos dos géneros debe estar enrelación inversa con su importancia material. Alpoeta trágico lo sostiene su objeto; el cómico, por elcontrario, debe mantener el suyo a altura estéticamediante su subjetividad. El primero puede tomarímpetu, para lo cual no se necesita precisamentemucho; el otro debe permanecer igual a sí mismo,es decir ya debe estar, y estar como en su casa, allíadonde el trágico no llega sin impulso. Y en eso esprecisamente en lo que el carácter bello se distinguedel sublime. En el uno ya está incluida toda grande-

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za, que fluye sin traba ni esfuerzo de su misma ín-dole; es, según su capacidad, un infinito en cadapunto de su órbita. EL otro puede tender y elevarsehacia toda grandeza, puede arrancarse por la fuerzade su voluntad a cualquier estado de limitación. ELcarácter sublime, pues, si es libre, lo es a intervalos ycon esfuerzo; el bello lo es con facilidad y de modopermanente.

Suscitar y alimentar en nosotros esta libertad deánimo es la bella misión de la comedia, así como ala tragedia le está señalado el ayudarnos, por vía es-tética, a recobrar esa libertad de ánimo cuando hasido anulada por la violencia de una pasión. De ahíque en la tragedia la libertad de ánimo debe anularsede manera artificial y como por experimento, ya querestableciéndola es como la tragedia hace patente sufuerza poética; en cambio en la comedia debe cui-darse que nunca llegue a producirse esa anulaciónde la libertad de ánimo. Por eso el poeta trágico en-cara siempre prácticamente su objeto, y el cómicoteóricamente, aun cuando el uno tuviera (como Les-sing en su Natán) el antojo de elaborar un argu-mento teórico, y el otro un argumento práctico. Loque hace trágico o cómico un objeto no es el domi-nio de donde se tome, sino el foro ante el cual lo

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lleve el poeta. El trágico debe precaverse contra latentación de entregarse al razonamiento y debe entodo instante interesar al corazón; el cómico debeevitar el patetismo y entretener siempre al entendi-miento. El uno demuestra su arte, pues, excitandode continuo la pasión, el otro preservándonos deella; y ese arte es naturalmente en ambos tanto ma-yor cuanto más abstracto sea el objeto del primero ycuanto más tienda a lo patético el del segundo. Si latragedia, pues, tiene un punto de partida más im-portante, debe concederse, por otro lado, que lacomedia se dirige hacia una meta más importante yque, si la alcanzara, haría superflua e imposible todatragedia. Su fin se identifica con lo más alto que elhombre puede pretender: estar libre de pasión, versiempre con claridad y serenidad a su alrededor ydentro de sí mismo, encontrar en todo momentomás bien el azar que el destino y reír del absurdoantes que irritarse y llorar por la maldad.

Lo mismo que en la vida activa, también en lascreaciones poéticas sucede a menudo que el espíritumeramente ligero, el ingenio agradable, la plácidabonhomía, se confunden con el alma bella; y comoen general el gusto común nunca llega a elevarsemás allá de lo agradable, fácil les resulta a esos espí-

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ritus simpáticos usurpar aquella gloria, tan difícil demerecer. Pero hay una prueba inequívoca con quepuede distinguirse entre la ligereza por disposiciónnatural y la ligereza de ideal, así como entre la virtudde temperamento y la verdadera moralidad de ca-rácter, y es cuando ambas abordan un objeto grandey difícil. En tal caso el ingenio meramente simpáticocae sin remedio en lo vulgar, y la virtud de tempe-ramento en lo material; en cambio el alma bella sevuelve infaliblemente sublime. Mientras Lucianocastiga sólo lo absurdo, Los deseos, en Los Lapitas,en el Júpiter trágico, no pasa de ser un burlador ynos regocija con su alegre humorismo; pero setransforma en hombre totalmente distinto en mu-chos pasajes de su Nigrino, de su Timón, de suAlejandro, donde su sátira alcanza también a la co-rrupción moral. "Desdichado - así comienza en suNigrino el repugnante cuadro de la Roma de enton-ces -, ¿por qué abandonaste la luz del sol, Grecia, yaquella vida feliz de libertad, y te has venido aquí, aeste torbellino de ostentoso servilismo, de home-najes y banquetes, de sicofantas, aduladores; enve-nenadores, cazadores de herencias, falsosamigos?..." En estas y parecidas ocasiones debe ma-nifestarse la elevada gravedad de sentimientos que

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ha de estar en la base de todo juego para que seapoético. Aun a través de la burla maliciosa con quetanto Luciano como Aristófanes maltratan a Sócra-tes, se trasluce cierta seriedad de juicio que vindicaen el sofista la verdad y que combate por un idealaunque no siempre lo declare expresamente Y elprimero de ellos ha justificado además contra todaduda ese carácter en su Diógenes y su Demónax.Entre los modernos, ¡qué grande y bello carácterrevela Cervantes por su Don Quijote en cada oca-sión digna que se le ofrece! ¡Qué magnifico idealdebía albergarse en el alma del poeta que creó unToro Jones y una Sofía! ¿Cómo puede el burlón Yo-rick, en cuanto se lo propone, conmovernos el áni-mo con tanta fuerza y poder? También en nuestroWieland descubro esta gravedad de sentimiento;hasta los traviesos juegos de su amor caprichosocobran hondura y nobleza por la gracia del corazón,que llega a imprimir su sello en el ritmo de su canto;ni le falta nunca el ímpetu necesario para elevarnos,cuando importa, a las cimas más altas.

No cabe juzgar de la misma manera la sátira deVoltaire. Cierto que también este escritor, si a vecesnos conmueve poéticamente, es sólo por la verdad ysimplicidad de la naturaleza, sea que la alcance real-

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mente al describir un carácter candoroso, como su-cede más de una vez en su Ingénu, o que la busquey la desagravie, como en su Candide. Donde noocurre ni lo uno ni lo otro, puede, sí, divertirnoscomo cabeza ingeniosa, aunque no ciertamenteconmovernos como poeta. Pero en el fondo de suburla hay siempre demasiado poca seriedad y estonos hace sospechar, con razón, de su vocación poé-tica. Con lo único con que nos encontramos essiempre con su inteligencia, nunca con su senti-miento. No aparece ideal ninguno bajo esa envoltu-ra vaporosa ni nada que sea absolutamente firme enese perpetuo movimiento. Su admirable multiplici-dad de formas externas, lejos de demostrar nada enfavor de la abundancia interior de su espíritu, damás bien en su contra un testimonio que invita a lareflexión, ya que a pesar de todas esas formas nopudo encontrar siquiera una en que moldear un co-razón. Casi es de temer, pues, que lo que en geniotan rico determinó la vocación para la sátira fue úni-camente la pobreza de corazón. De otro modo, se-guro es que en algún punto de su largo caminohubiese tenido que salirse de ese estrecho carril. Pe-ro por mucha que sea la variedad de asunto y deforma exterior, vemos repetirse esa forma interior

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en eterna e indigente monotonía. No obstante suvoluminosa carrera, no llegó a cumplir en sí mismola órbita de humanidad que, nos alegra ver recorridaen los satíricos antes nombrados12.

Cuando un poeta contrapone al arte la naturale-za y a la realidad el ideal, de tal manera que la repre-sentación de ese ideal es lo que prepondera y elcomplacerse en él se vuelve sentimiento dominante,lo llamo egíelaco. También este género se subdivide,como la sátira, en dos clases. O bien la naturaleza yel ideal son objeto de dolor, cuando la naturaleza serepresenta como perdida y el ideal como inalcanza-do, o lo son de alegría, al representarse como reales.De lo primero resulta la elegía en sentido estricto.de lo otro el idilio en su sentido más amplio.13

12 [A continuación comienza el capitulo sobre Poesía elegíaca].13 Apenas necesito justificarme, ante los lectores que profundicen más eneste asunto, de usar aquí las denominaciones de sátira, elegía e idilio conun sentido más lato que el usual. Al hacerlo mi intención no es de ningu-na manera remover los limites que el uso ha ido fijando con buenasrazones tanto a la sátira y a la elogia como al idilio: sólo atiendo al modode. sentimiento dominante en esos géneros poéticos, que, como biensabemos, es absolutamente imposible encerrar en esos estrechos lindes.La emoción elegíaca no nos la produce sólo la elegía, único género asídenominado: también el poeta dramático y el épico pueden conmover-nos elegíacamente. En la Mesíada, en las Estaciones de Thomson. en elParaíso perdido, en la Jerusalén Libertada, encontramos más de un cua-dro que, en general, correspondería sólo al idilio, a la elegía, a la sátira. Lomismo sucede, poco más o menos. en casi todos los poemas patéticos.

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Lo mismo que el disgusto en la sátira patética, yla burla en la jocosa, así en la elegía el dolor debefluir sólo de un entusiasmo provocado por el ideal.Es lo único capaz de dar un contenido poético a laelegía; toda otra fuente del sentimiento doloroso esindecorosa para la dignidad del arte poético. Elpoeta elegíaco busca la naturaleza, pero la busca enlo que tiene de bello, no sólo en lo que tiene deagradable; en su acuerdo con las ideas, no sólo en su

Pero el incluir, como he dicho. el idilio mismo en el género elegíaco a escosa que parece exigir una justificación. Recuérdese no obstante que aquíno nos referimos sino a aquel idilio que es especie de la poesía senti-mental, a cuya esencia corresponde que la naturaleza sea contrapuesta alarte y el ideal a la realidad. Aunque el poeta no lo haga expresamente yofrezca a nuestra vista el espectáculo de la naturaleza incorrupta o delideal cumplido, puro e independiente, aquel contraste está sin embargoen su corazón y se traicionará, aun contra su voluntad, en cada una desus pinceladas. Y dado que así no fuera, ya el lenguaje de que debe ser-virse nos recordaría - puesto que lleva adherido el espíritu de la época y-ha pasado por el influjo del arte- la realidad con sus limitaciones. la cultu-ra con su artificio; más aún, nuestro propio corazón contrapondría a esavisión de la naturaleza pura la experiencia do la corrupción y volvería asíelegíaca la reacción de nuestra sensibilidad, por más que el poda ira se lohubiera propuesto. Tan inevitable es esto, que hasta el goce altísimo quelas obras más bellas de la poesía ingenua - antigua y moderna- procuranal hombre cultivado, no permanece puro por mucho tiempo, sino quetarde o temprano se acompañará de cierto sentimiento elegíaco. Quierofinalmente advertir que la división aquí ensayada, precisamente porque,se apoya en las distintas maneras de sentir, nada pretende determinarsobre la clasificación de los poemas mismos y la derivación lógica de losgéneros poéticos; pues, como el. Poeta, aun en una misma obra, no estáen absoluto atado a un mismo modo de sentir, ninguna clasificaciónpuede ser deducida de los modos de sentimiento, sino que debe serlo dela forma de exposición.

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indulgencia con la necesidad. El dolor por las ale-grías perdidas, por la edad de oro desaparecida delmundo, por la dicha desvanecida de la juventud, delamor, etc., no puede volverse tema de poesía elegía-ca sino cuando esos estados de paz sensible puedenrepresentarse a la vez como objetos de armonía mo-ral. Por eso las líricas lamentaciones que Ovidioentona desde su destierro del Ponto, por más con-movedoras que sean y por mucho que tengan tam-bién de poético en algunos pasajes yo no puedoconsiderarlas, en su conjunto, obra artística Hay ensu dolor. Demasiado poca energía, demasiado pocaespiritualidad y nobleza En la necesidad, no el entu-siasmo, lo que hace proferir esas quejas; se respiraen ellas, si no un alma vulgar, si el estado de ánimovulgar de un espíritu, suyo más noble, a quién sudestino aplastó contra la tierra. Ciertamente si re-cordamos que el objeto de su dolor es Roma, y laRoma de Augusto, perdonamos al hijo de la alegríasu aflicción; pero aun la espléndida Roma, con to-dos sus halagos, si la fantasía no empieza por enno-blecerla no es más que una magnitud finita, valedecir un tema indigno para la poesía, que, elevadapor encima de todo lo que la realidad presenta, sólotiene derecho de lamentarse por lo infinito.

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El contenido de la lamentación poética nuncaha de ser pues una cosa exterior, sino siempre unobjeto ideal interior; hasta cuando llora una pérdidareal, debe primero transfigurarla en ideal. En estareducción de lo limitado a un objeto infinito con-siste propiamente el tratamiento poético. Así es quela materia exterior siempre resulta en sí misma indi-ferente, puesto que la poesía no puede emplearla talcomo la encuentra, sino que le da dignidad poéticaúnicamente por la transformación a que la somete.El poeta elegíaco busca la naturaleza, pero comoidea, y en un estado de perfección en que nuncaexistió, aunque la llore como cosa alguna vez real yahora perdida. Ossian nos cuenta de épocas pasadasy de héroes que fueron; es que su fuerza poética haconvertido hace mucho esas imágenes del recuerdoen ideales, esos héroes en dioses. Las experienciasde una pérdida determinada se dilataron hasta vol-verse idea de lo transitorio de todas las cosas, y elbardo conmovido, a quien asedia el cuadro de laruina omnipresente, se eleva hasta el cielo para en-contrar ahí, en el curso del sol, un símbolo de loimperecedero.14

14 Léase por ejemplo el excelente poema titulado Carthon.

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Paso ahora a los poetas modernos del géneroelegíaco. Rousseau, como poeta y como filósofo, notiende a otra cosa que a buscar la naturaleza o avindicarla en el arte. Y así lo hallamos, según susentimiento se detenga en lo uno o en lo otro, yalleno de emoción elegíaca, ya inflamado en el espí-ritu satírico de Juvenal, ya, como en su Julia, arre-batado al campo del idilio. Sus composicionestienen, indiscutiblemente, contenido poético, puestratan un ideal; sólo que él no sabe utilizarlo de ma-nera poética. Cierto que la seriedad de su carácternunca lo deja descender hasta la frivolidad, perotampoco le permite elevarse hasta el juego poético.Uncido unas veces a la pasión, y otras a la abstrac-ción, rara vez o nunca logra la libertad estética queel poeta debe mantener frente a su materia y comu-nicarla a su lector. O su impresionabilidad enfermi-za es lo que lo domina y exagera sus sentimientoshasta lo desagradable; o bien es su entendimiento loque encadena su imaginación y anula con el rigordel concepto la gracia de la pintura. Ambas cualida-des, cuy a íntima correlación y unidad hacen en ri-gor al poeta, se encuentran en este escritor en gradoextraordinario; Lo único que falta es que lleguentambién a exteriorizarse realmente unidas entre sí,

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que su actividad reflexiva se mezcle más con su sen-sibilidad, que su receptividad se mezcle más con supensamiento. De ahí que también en el ideal dehumanidad que él propone, se tiende demasiado asus limitaciones y demasiado poco a sus potencias yen todo momento se trasluce más un anhelo de pazfísica que de armonía moral. Su impresionabilidadapasionada tiene la culpa de que, para librarsecuanto antes del conflicto latente en la humanidad,prefiera retraerla a la inespiritual monotonía del es-tado primitivo más bien que ver resuelto ese con-flicto en la armonía espiritual de una educaciónplenamente cumplida; de que prefiera no dejar si-quiera que el arte comience, antes que esperar superfección; en suma, de que prefiera fijar una metamás baja, un ideal inferior, para alcanzarlo con tantomayor rapidez, con tanto mayor seguridad.

Entre los poetas alemanes que cultivaron estegénero, sólo quiero citar a Haller, Kleist yKlopstock. EL carácter de su poesía es sentimental.Nos conmueven por ideas, no por verdad sensible;no tanto porque ellos sean naturaleza como porquesaben entusiasmarnos por la naturaleza. Pero lo quevale en general para el carácter de estos como detodos los poetas sentimentales, de ningún modo

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excluye naturalmente la capacidad de conmovernosen lo particular mediante la belleza ingenua: sin esacondición ni siquiera serían poetas. Sólo que su ca-rácter peculiar y dominante no es percibir con sen-tido sereno, simple y ligero y representar del mismomodo lo percibido. Involuntariamente la fantasía seantepone a la intuición, el entendimiento a la sensi-bilidad, y cierra uno sus ojos y oídos para sumergir-se contemplativamente en sí mismo. El espíritu nopuede experimentar impresión alguna sin presenciaral mismo tiempo su propio juego y poner frente a símismo, por reflexión, lo que tiene dentro de sí.Nunca obtenemos de esta manera el objeto, sinosólo lo que el entendimiento reflexivo del poeta hahecho del objeto, y aun en el caso en que el propiopoeta es ese objeto, en que quiere representarnossus sentimientos, no sabemos de su estado directa-mente y de primera mano, sino tal como se reflejaen su espíritu, y lo que el poeta como espectador desí mismo ha pensado sobre ello. Cuando Haller selamenta de la muerte de su esposa (conocida es labella composición) y empieza con estos versos:

Soll ich von deinem Tode singen?O Mariane, welch ein Lied!

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Wenn Seufzer mit den Worten ringenUnd ein Begriff den andern flieth...15

hallamos muy exacta esta descripción; pero senti-mos también que con ella el poeta no nos comunicaen verdad sus afectos, sino sus pensamientos. Poreso también nos conmueve mucho más débilmente,pues él mismo debía estar ya muy frío para podercontemplar su propia emoción.

Ya la materia, las más veces suprasensible, delos poemas de Haller y en parte también de los deKlopstock los excluye del género ingenuo. Encuanto esta materia, pues, tenía que ser elaboradapoéticamente, debía ser llevada a lo infinito y alzadaa objeto de intuición espiritual, puesto que no podíaadmitir naturaleza corpórea alguna ni llegar a ser,por lo tanto, objeto de intuición sensorial. Es quesólo en este sentido puede pensarse una poesía di-dáctica sin íntima contradicción. Porque, para de-cirlo una vez más, los dos únicos campos que poseela poesía son éstos: o tiene que demorarse en elmundo de los sentidos o en el de las ideas, pues en

15 [¡He de cantar de tu muerte!¡Oh Mariana, qué canción!Cuando los suspiros luchan con las palabrasy una idea huye de la otra...]

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el reino de los conceptos o del entendimiento nopuede en absoluto medrar. Ni conozco todavía, loconfieso, poema alguno de esa especie, ni de la lite-ratura antigua ni de la moderna, que haya hechodescender pura y simplemente el concepto que ela-bora, llevándolo hasta el plano de lo individual, o lahaya elevado hasta el plano de la idea. Lo común esque, en el mejor de los casos, al temer lo uno y lootro con preponderancia del concepto abstracto, yque a la fantasía, que debiera dominar el campopoético, se le permita apenas servir al entendimien-to. Estamos aún esperando un poema didáctico enque el pensamiento mismo sea poético y se manten-ga como tal.

Lo que aquí decimos en general de todos lospoemas didácticos vale también en particular paralos de Haller. La idea misma no es poética, pero síse vuelve a veces poética por su realización, ya porel uso de las imágenes, ya por el vuelo can que seeleva hasta las ideas. Sólo en virtud de estas cualida-des entran en la poesía elegíaca. Caracterizan a estepoeta la fuerza y la hondura y cierta patética grave-dad. Un ideal inflama su alma, y su ardiente senti-miento de la verdad busca en la quietud de los vallesalpinos la inocencia desaparecida del mundo. Su

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queja es profundamente conmovedora; con sátiraenérgica, casi amarga, dibuja las aberraciones delentendimiento y del corazón, y con amor la bellasimplicidad de la naturaleza. Sólo que en todo mo-mento el concepto prevalece demasiado en sus cua-dros, así como en él mismo el entendimiento seerige en maestro de la sensibilidad. De ahí es quesiempre instruye más bien que presenta, y exponecon rasgos más vigorosos que amables. Es grande,atrevido, fogoso, imponente; pero rara vez o nuncaha logrado elevarse hasta la belleza.

En riqueza de ideas y en profundidad de espírituKleist queda muy a la zaga de este poeta; en gracia,yo diría que le supera, a no ser que, como a vecesocurre, tengamos por falla de una parte lo que de laotra parte es un mérito. En nada se complace tantoel alma afectuosa de Kleist como en la visión deambientes y costumbres campestres. Huye gustosodel vano ruido de la sociedad y encuentra en el senode la naturaleza inanimada la armonía y la paz queecha de menos en el mundo moral. Qué conmove-dor en su afán de sosiego16 Qué verdadero y sentidocuando canta:

16 Véase su poema de este titulo.

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“O Welt. du bist des mahren Lebens Grab!Oft reizet mich ein heisser Trieb zur Tu-

gend,Für Wehmut rollt ein Bach die Wang’ herab,Das Beispiel siegt,,und du, o Feu'r der Ju-

gend,Ihr trocknet bald die edIen Thranen ein.Ein wahrer Mensch sein”17

Pero cuando el empuje poético lo ha sacado delcírculo asfixiante de las circunstancias y lo ha lleva-do a la espiritual soledad de la naturaleza, aun allí lopersigue la imagen angustiosa de la época y también,por desgracia, sus ataduras. En él mismo está lo querehuye; eternamente fuera de él lo que busca; nuncapuede reponerse del maligno influjo de su siglo. Pormás que su corazón sea lo bastante ardoroso y sufantasía lo bastante enérgica para dotar de alma,mediante la representación, los productos muertosdel entendimiento, el frío concepto vuelve cada veza quitársela a la viviente creación de la fuerza poéti- 17 [¡Oh mundo, eres la tumba de la vida verdadera!Muchas veces me aguija un ardiente impulso hacia la virtud;De melancolía, rueda por mis mejillas un arroyo,Pero cl ejemplo, y tú, oh fuego de la juventud, vencéis;Vosotros enjugáis pronto las generosas lágrimas.Para ser de veras hombre, hay que estar lejos de los hombres].

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ca, y la reflexión perturba la obra secreta de la sen-sibilidad. Su poesía es, sin duda, multicolor y es-pléndida como la primavera a la cual cantó; suimaginación, despierta y activa; pero nos sentimostentados de llamarla más bien voluble que rica, másbien juguetona que creadora, de ritmo más bien in-quieto que recogido y constructivo. Rápidos y exu-berantes se suceden untos rasgos a otros, pero sinllegar a concentrarse en tipo individual, sin cobrarplenitud de vida ni redondearse en una forma.Mientras se limita a poetizar líricamente y se detienesólo en describir el paisaje, podemos pasar por altoesta falla en consideración, por un lado, a la mayorlibertad de la forma lírica, y por otro, a la índole ar-bitraria de su asunto, pues lo que aquí queremos verrepresentado no es tanto el objeto como los senti-mientos del poeta. Pero el defecto se hace tantomás notable cuando acomete la tarea de representar,como en su Cissides und Paches y en su Séneca,hombres y acciones humanas, porque entonces laimaginación se ve encerrada entre límites fijos y ne-cesarios, y el efecto poético sólo puede resultar delobjeto. Aquí se vuelve mezquino, monótono, áridoy seco hasta lo insoportable; ejemplo aleccionadorpara todos aquellos que, sin íntima vocación, dejan,

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el campo de la poesía musical para aventurarse en elde la poesía creadora. Otro espíritu afín,Thompson, corrió la misma suerte.

En el género sentimental y principalmente,dentro de él, en lo elegíaco, pocos poetas entre losmodernos y menos aún entre los antiguos podríancompararse con nuestro Klopstock. Todo lo que esposible alcanzar en el campo de lo ideal, fuera de loslímites de la forma viviente y fuera del ámbito de laindividualidad, supo lograrlo este poeta musical18.Claro está que sería hacerle gran injusticia el negarleen absoluto esa veracidad y vida individual con queel poeta ingenuo pinta su objeto. Muchas de susodas y no pocos rasgos aislados en sus dramas y ensu Mesíada representan el objeto con exacta verdady límpido contorno. Sobre todo allí donde el objetoes su propio corazón, no es raro que haya demos-trado un gran temperamento, una encantadora in-

18 Y digo musical para recordar aquí el doble parentesco de la Poesía conla música y con las artes plásticas. Pues según la poesía imite un objetodeterminado, como hace la plástica, o en cambio, como la música, noproduzca más que un determinado estado de ánimo sin que para ellonecesite de ningún objeto preciso, puede llamarse poesía plástica o musi-cal. Esta segunda expresión no se refiere pues únicamente a aquelloselementos que en realidad, y por su materia, son músicas, sino en generala todos los efectos que la poesía puede producir sin limitar la imagina-ción por un objeto determinado. Si prefiero llamar poeta musical aKlopstock, es justamente en este sentido.

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genuidad. Sólo que no está ahí su fuerte ni sería po-sible comprobar esta cualidad en el conjunto de suobra poética. Por muy hermosa creación que sea laMesíada en cuanto poesía musical conforme a ladefinición que hemos dado, mucho deja sin embar-go que desear en cuanto poesía plástica, que requie-re formas determinadas, y determinadas para lacontemplación. Acaso pueda decirse que en estepoema son bastante determinadas las figuras, perono que lo sean para la contemplación; sólo la abs-tracción las ha creado, sólo ella puede distinguirlas.Son buenos ejemplos para conceptos, pero no sonindividuos, no son figuras vivientes. La imaginación,a la cual debe dirigirse ciertamente el poeta y a laque debe dominar en todo momento por la deter-minación de sus formas, ha quedado con demasiadalibertad en cuanto al modo en que han de adquirirforma sensible estos hombres y ángeles, estos dio-ses y demonios, ese cielo y ese infierno. Se nos daavenas un perfil dentro del cual el entendimientodebe por fuerza pensarles, pero no se pone un lí-mite fijo en que la fantasía deba necesariamente re-presentarlos. Y lo que digo de los personajes valepara todo lo que en este poema es o quiere ser viday acción; y no sólo en esta epopeya, sino también en

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las obras dramáticas de nuestro poeta. Para el en-tendimiento, todo está acertadamente precisado ylimitado (básteme recordar su Judas, su Pilotos, suFilón, su Salomón, en la tragedia de ese nombre);pero es demasiado informe para la fantasía, y enesto, lo confieso francamente, encuentro queKlopstock se halla por completo fuera de los domi-nios de su genio.

Sus dominios están siempre en el reino de lasideas, y él sabe transportar a lo infinito todo asuntoque elabora. Se diría que despoja de cuerpo a cuantotrata, para convertirlo en espíritu, así como otrospoetas revisten de cuerpo lo espiritual. Casi todo elplacer que sus poemas procuran debe alcanzarsemediante cierto ejercicio del pensar; todos los sen-timientos que sabe provocar en nosotros, y de ma-nera tan intima y poderosa, brotan de fuentessuprasensibles. De ahí esa gravedad, esa fuerza, esevuelo, esa profundidad que caracterizan su produc-ción entera; de ahí también esa continua tensión delánimo en que su lectura nos mantiene. No haypoeta (quizá con excepción de Young, que en esterespecto exige más, pero sin compensarlo comoKlopstock) que menos se preste para ser nuestrofavorito y nuestro compañero a través de la vida,

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pues siempre nos aleja de la vida, apela sólo a lasarmas del espíritu, sin recrear los sentidos con latranquila presencia de un objeto. Su musa poética escasta, supraterrena, incorpórea, santa, como su reli-gión; y debemos confesar admirados que nunca hadescendido de estas alturas aunque alguna vez sehaya perdido en ellas. Por eso no tengo reparo endeclarar que abrigo mis temores por la sensatez dequien adopte la obra de este poeta, real y sincera-mente, como libro de cabecera, es decir como librocon el cual pueda uno armonizar sea cual sea la si-tuación en que se, encuentre, y volver a él una y otravez; y estoy por decir también que ya hemos vistoen Alemania bastantes frutos de su peligrosa in-fluencia. Sólo en ciertos estados de exaltación escuando podemos buscarlo y sentirlo; por eso tam-bién es el ídolo de la juventud, aunque dista muchode ser su elección más feliz. La juventud, que se es-fuerza siempre en elevarse por encima de la vida yhuye de toda forma y halla estrecho todo límite, re-corre con amor y deleite los espacios infinitos queabre para ella este poeta. Pero cuando el mozo sehace luego hombre y vuelve del reino de las ideas alas limitaciones de la experiencia, pierde mucho,muchísimo de aquel amor entusiasta, aunque nada

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pierda del respeto que todos deben, y particular-mente los alemanes, a fenómeno tan singular, a ge-nio tan extraordinario, a tan refinado sentimiento ya tan alto mérito.

He dicho que este poeta sobresale especial-mente en el género elegíaco, y apenas será necesariojustificar por lo menudo esta afirmación. Capaz detoda fuerza y maestría en el ámbito entero de lapoesía sentimental, puede llenarnos de agitación porarranques de extremo patetismo o mecernos ensentimientos de dulzura celestial; pero su corazón seinclina de preferencia a una melancolía de elevadaespiritualidad: por muy sublimes que sean las melo-días de su arpa y de su lira, las lánguidas notas de sulaúd resonarán siempre con tono más sincero, máshondo y más conmovedor. Pregunto a cualquierespíritu de sensibilidad afinada si no daría toda laaudacia y fuerza, todas las ficciones, todas las des-cripciones magníficas, todas las muestras de elo-cuencia oratoria de la Mesíada, todo el centelleo delas metáforas en que tan particularmente feliz esnuestro poeta, por los tiernos sentimientos queexhalan la elegía a Ebert, el espléndido Bardale, lasTumbas tempranas, la Noche de estío, el Lago deZurich y muchos otros poemas de esta especie. Y

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así estimo la Mesíada como un tesoro de emocioneselegíacas y de cuadros ideales, aunque me satisfagamuy poco como exposición de un argumento y co-mo obra épica.

Quizás debiera yo, antes de pasar a otro tema,recordar también los méritos de Uz, Denis, Gessner(en su Muerte de Abel), Jacobi, von Gerstenberg,Holthy, von Gockingk y muchos otros dentro delmismo género, todos los cuales nos conmueven porideas y han compuesto poesía sentimental en elsentido antes fijado. Pero mi intención no es escri-bir una historia de la poesía alemana, sino aclarar lodicho más arriba por algunos ejemplos tomados denuestra literatura. Quería mostrar la diversidad delcamino recorrido hacia una misma meta por poetasantiguos y modernos, ingenuos y sentimentales;quería mostrar que si los unos nos mueven por lanaturaleza, la individualidad y la viviente sensoriali-dad, los otros, valiéndose de ideas y de una elevadaespiritualidad, revelan influjo no menos poderososobre nuestras almas, aunque sí menos amplio.

Por los ejemplos citados hemos visto cómotrata el poeta sentimental un argumento natural;pero también podría ser interesante saber cómo seconduce el poeta ingenuo ante un argumento sen-

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timental. Este problema parece completamentenuevo y de muy especial dificultad, ya que en elmundo antiguo e ingenuo no existía tal especie deargumentos, mientras en el moderno quizá falte elpoeta adecuado. Sin embargo el genio ha abordadotambién este problema y lo ha resuelto de maneraadmirablemente feliz. Un carácter que abraza conardor un ideal y huye de la realidad para perseguirun ente infinito e inmaterial que busca incesante-mente fuera de sí lo que incesantemente destruyedentro de sí mismo; para quien sólo sus sueños sonlo real y sus experiencias no son nunca otra cosaque limitaciones; que, en fin, en su propia existenciave no mas que una barrera a la cual, como es justo,derriba también para alcanzar la realidad verdadera,este peligroso extremo del carácter sentimental lo hatomado como asunto un poeta en quien la naturale-za obra más fiel y límpidamente que en ningún otro,y que entre todos los poetas modernos es quizás elque menos se aleja de la verdad sensible de las co-sas.

Es interesante ver con qué feliz instinto ha ve-nido a concentrarse en el Werther todo aquello quenutre el carácter sentimental: riera desdichada exal-tación amorosa, sensibilidad para la naturaleza sen-

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timientos religiosos. Espíritu de contemplación filo-sófica, y en fin, para no olvidar nada, el sombríomundo ossiánico, informe y desolado. Si a esto seagrega la manera tan poco cordial, y hasta hostil,con que la realidad lo enfrenta, y la forma en quetodo, desde fuera, se reúne .para rechazar al ator-mentado hacia su mundo ideal, no se ve posibilidadalguna de que semejante carácter pudiera escapar deeste círculo. En el Tasso, del mismo poeta, reapare-ce esta oposición, aunque entre caracteres muy dis-tintos. También en su última novela, como en laprimera, se contrapone el espíritu poético al prosai-co sentido común, lo ideal a lo real, el modo subje-tivo de representación al objetivo - pero ¡con cuántavariedad! Y hasta en el Fausto volvemos a hallar lamisma oposición, aunque por cierto, como elasunto lo exigía, materializada con trazos muchomás gruesos por una y otra parte. Bien valdría lapena intentar una exposición del desarrollo psicoló-gico de este carácter, representado de cuatro mane-ras tan distintas.

Ya antes hemos observado que la disposición deánimo meramente ligera y jovial, cuando no se apo-ya en una íntima plenitud de ideas, no ofrece toda-vía condición ninguna para la sátira jocosa, por muy

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liberalmente que el juicio común la tome por tal; ylo que no sea más que tierna melancolía y blanduratampoco ofrece semejante base a la poesía elegíaca.En ambos casos falta para el verdadero talento poé-tico ese principio de energía que debe dar vida alargumento para producir la verdadera belleza. Losproductos ce ese género tierno, lo único que pue-den hacer es precisamente enternecernos y halagarla sensibilidad, sin confortar el corazón ni ocupar elespíritu. La continua propensión a esta forma desensibilidad debe por fuerza acabar por enervar elcarácter y sumergirlo en un estado de pasividad delcual no podrá brotar ninguna realidad ni para la vidaexterior ni para la interior. Muy bien se ha hecho,pues, en perseguir con burla inexorable esta calami-dad de la sensiblería lacrimosa19 que por mala inter-pretación y peor imitación de ciertas obrasexcelentes empezó a cobrar auge en Alemania desdehace unos dieciocho años, aunque la indulgenciaque se tiende a mostrar con la contraparte, no mu-cho mejor, de esa caricatura elegíaca, con la burlo-nería, con la sátira desalmada y el capricho insípido,revela con bastante claridad que el empeño con que

19 Propensión, como la define el señor Adelung tiene la gran dicha desentir sólo con intención, y, lo que es más, sólo con intención racional.

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se la ha castigado no se fundaba en, motivos total-mente puros. En la balanza del verdadero gusto louno no puede valer más que lo otro, pues a ambosles falta el contenido estético que sólo se encuentraen el íntimo enlace de espíritu y materia y en la rela-ción que una obra sea capaz de mantener al mismotiempo con la facultad de sentir y con la de pensar.

Se ha hecho burla de Siegwart y su historia deconviento20 y se admiran los Viajes al mediodía deFrancia sin embargo ambas producciones merecenigualmente cierto grado de estimación y son igual-mente indignas de elogio incondicional. La primerade estas novelas tiene a su favor un sentimientoverdadero aunque exasperado; la otra un humoris-mo ligero y un entendimiento despierto y fino; peroasí como la una carece por completo de la debidasobriedad de inteligencia, así carece la otra de digni-dad estética. La primera, frente a la experiencia, re- 20 Verdad es que a cierta clase de lectores no hay que echarles a perdersus mezquinos placeres, y en definitiva poco puede importar a la críticaque haya gentes para quienes el sórdido ingenio del señor Blumauer sirvade edificación y entretenimiento. (Schiller alude aquí a la parodia de laEneida por Aloys Blumauer. Pero por lo menos los jueces del arte ten-drían que abstenerse do hablar con cierto respeto de producciones cuyaexistencia debiera en justicia permanecer oculta al buen gusto. Verdad esque no se les puede desconocer cierto talento y humor. Pero tanto másdeplorable es que ambas cosas no estén mejor depuradas. Nada digo denuestras comedias alemanas; sus, autores pintan los tiempos en queviven.

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sulta un tanto ridícula; la otra, frente al ideal, casidespreciable. Pero como la belleza verdadera debearmonizar por una parte con la naturaleza y por otracon el ideal, ninguna de las dos obras puede preten-der el nombre de bella. Con todo, es natural y justo,y lo sé por propia experiencia, que la novela deThümmel se lea con gran placer. Como sólo ofendelas exigencias que nacen del ideal - exigencias que,por lo tanto, la mayoría de los lectores no se planteaen absoluto y que la mejor parte de ellos no seplantea precisamente cuando se pone a leer novelas,- y como, por lo demás, las otras exigencias del espí-ritu y del cuerpo se cumplen en grado no común,ese libro debe ser y seguirá siendo, con razón, favo-rito de nuestra época y de todas aquellas en que seescriben obras literarias sin más fin que el de agra-dar, y en que sólo se leo para procurarse placer.

Pero ¿acaso la historia de la poesía no ofrecehasta obras clásicas que parecen ofender de maneraparecida la alta pureza del ideal y alejarse muchísi-mo, por lo material de su contenido, de esa espiri-tualidad que aquí exigimos a toda obra estética? Loque el lírico mismo, casto apóstol de la musa, puedepermitirse ¿le ha de estar vedado al novelista, que esapenas su hermanastro y que tiene todavía tan es-

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trecho contacto con la tierra? Tanto más difícil mees eludir aquí este problema cuanto que, así en elgénero elegíaco corno en el satírico, hay obrasmaestras que parecerían buscar y recomendar unanaturaleza muy distinta de la que consideramos eneste ensayo, y defenderla no tanto de las malas cos-tumbres como de las buenas. Así pues, o habría quedesechar esas obras poéticas, o es que el conceptoaquí fijado de poesía elegíaca lo hemos admitidodemasiado arbitrariamente.

Lo que puede permitirse al poeta, se ha dicho,¿no ha de tolerarse al narrador en prosa? La res-puesta está ya implícita en la pregunta misma: lo quese concede al poeta no vale en modo alguno paraquien no lo sea. Pues ya en el concepto del poeta, ysólo en él, va envuelta la causa de aquella libertadque pasa a ser mera licencia despreciable en cuantono puede derivarse de los más altos y nobles ele-mentos que constituyen su esencia.

Las leyes del decoro son extrañas a la naturalezaincontaminada; sólo la experiencia de la corrupciónes lo que les dio origen. Pero una vez hecha esa ex-periencia y desaparecida la inocencia natural de lascostumbres, se vuelven leyes sagradas que ningúnser moral puede infringir. Valen en el mundo artifi-

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cial con el mismo derecho con que las leyes de lanaturaleza rigen en el mundo ingenuo. Pero preci-samente lo que hace al poeta es que anula en su es-píritu todo aquello que recuerde un mundo artificial,y que sabe reconstituir la naturaleza en su simplici-dad originaria. Y habiéndolo hecho queda por esomismo absuelto de todas aquellas leyes merced a lascuales un corazón seducido se pone a cubierto de símismo. Es puro, es inocente, y lo que está permiti-do a la naturaleza inocente lo está también a él. Sitú, que lo lees u oyes, ya no lo eres, y ni siquierapuedes volver a serlo momentáneamente gracias asu presencia purificadora, es desgracia tuya y no su-ya. Eres tú quien lo abandona; él no ha cantado parati.

Podemos, pues, con respecto a este género delibertades, establecer lo siguiente:

Primero: sólo la naturaleza puede justificarlas.No pueden ser, por tanto, obra del albedrío y deuna imitación intencionada; pues en ningún casohemos de perdonar a la voluntad, siempre orientadapor leyes morales, que favorezca lo sensorial. Debenser, pues, ingenuidad. Pero para que podamos con-vencernos de que lo son realmente, tenemos queverlas apoyadas y acompañadas por todas las otras

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cosas que se fundan también en la naturaleza,puesto que sólo reconocemos la naturaleza en laestricta consecuencia, unidad y uniformidad de susefectos. Sólo a un corazón que desprecia siempretodo artificio, aun en los casos en que le sea útil, lepermitimos liberarse de la naturaleza allí donde ellaoprime y limita; sólo a un corazón que se somete atodas las ataduras de la naturaleza le permitimoshacer uso de sus libertades. Todos los demás senti-mientos de semejante hombre han de llevar por lotanto la marca de la naturalidad. Debe ser verdade-ro, simple, libre, franco, sensible, recto. Todo disi-mulo, todo engaño, toda arbitrariedad, todomezquino egoísmo deben estar desterrados de sucarácter, ni ha de haber rastro alguno de ello en suobra.

Segundo: sólo la naturaleza bella puede justificartales libertades. No han de ser, pues, explosión uni-lateral de la concupiscencia, porque todo lo queprocede de la mera necesidad es despreciable. De latotalidad y plenitud de la naturaleza humana debenbrotar también estas energías sensoriales. Deben serhumanidad. Pero para poder decidir si lo que lasexige es la totalidad de la naturaleza humana, y nosólo una necesidad unilateral y vulgar de la senso-

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rialidad, tenemos que ver representado el todo delque ellas forman un aspecto aislado. En sí misma lasensibilidad sensorial es cosa inocente que no nosafecta. Si nos desagrada en un hombre, es por serrasgo de animalidad y porque atestigua en él unafalta de verdadera y cabal humanidad; si nos ofendeen una obra poética, es sólo porque pretendiendoagradarnos nos considera también a nosotros comocapaces de semejante falla. Pero si en el hombre aquien sorprendemos en estas licencias, vemos obrarla humanidad en toda su restante extensión, y si enla obra en que se han tomado libertades de este gé-nero, se nos aparece expresada la humanidad entodos sus aspectos, se elimina aquel motivo de de-sagrado y podemos entonces con no turbada alegríadeleitarnos en la expresión ingenua de la naturalezaverdadera y bella. Así el mismo poeta que puedepermitirse hacernos copartícipes de sentimientoshumanos tan bajos, debe saber, por otra parte, ele-varnos a todo lo que en el hombre sea grande, belloy sublime.

Y de este modo habríamos encontrado la medi-da que pudiéramos aplicar con certeza a todo poetaque de alguna manera se atreve a alzarse contra eldecoro y lleva hasta estos límites su libertad en la

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representación de la naturaleza. Su producción serávulgar, baja y, sin excepción alguna, inadmisiblecuando sea fría y vacua, porque mostrará entoncessu origen intencionado en una necesidad vulgar yrevelará una infame asechanza a la concupiscenciade, nuestros deseos. Será, en cambio, bella, noble ydigna de aplauso, pese a todos los reparos de unafrígida decencia, cuando sea ingenua y sepa reunirespíritu y corazón.21

Si se me opone que, aplicando esta medida, lamayoría de la literatura narrativa francesa de ese gé-nero y sus más felices imitaciones en Alemania po-drían no salir muy bien paradas -y que acaso lomismo ocurriría, en parte, con muchas produccio-nes de nuestro poeta más gracioso y espiritual22, sinexcluir siquiera sus obras maestras -, nada tengo quereplicar. Mi afirmación carece en sí de toda novedady sólo me limito aquí a aducir las razones para unasentencia dictada sobre esta materia, desde hace ya

21 Corazón. Porque no basta, ni con mucho, la pasión meramente senso-rial del cuadro ni la opulenta riqueza de la fantasía. Por eso el Ardinghe-llo (Ardinghello und die glückseligen Inseln, de WILHELM HEINSE,746-1803), a pesar de toda la fuerza sensual y todo el fuego de su colori-do. Nunca pasará de ser una caricatura lasciva sin verdad y sin dignidadestética. Sin embargo, esta curiosa producción será siempre memorablecomo ejemplo del vuelo casi poético de que ha sido capaz la simpleconcupiscencia.22 [Wieland].

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mucho tiempo, por todos los espíritus de sensibili-dad superior. Pero estos mismos principios que paraaquellas obras parecen quizás demasiado rigurosos,podrían considerarse tal vez demasiado benignospara algunas otras. Porque no niego que las mismasrazones por las cuales considero absolutamente in-disculpables los cuadros seductores del Ovidio ro-mano y del alemán23, así como los de un Crébillon,Voltaire, Marmontel (que se califica a sí mismo denarrador moral),24 Laclos y de muchos otros, mereconcilian con las elegías del Propercio romano ylas del alemán25 y hasta con más de una denigradaproducción de Diderot26, pues aquéllos no son másque chistosos, prosaicos y lascivos, pero éstos sonpoéticos, humanos e ingenuos.27

23 [El Ovidio alemán es JOHANN KASPAR MANSO (1760-1826),autor de Die, Kunst zu lieben; Lehrgedicht in drei Buchern (1797)].24 [Alusión a los Contes moraux de MARMOTE].25 [GOETHE. Se le comparó con Propercio por sus Elegías romanas].26 [Alusión a Les bijoux indiscrets y La religieuse, de Diderot].27 Si al inmortal autor de Agathon, Oberon, etc, lo menciono en estacompañía, debo aclarar expresamente que de ningún modo quiero con-fundirlo con ella. Sus descripciones, aun las más dudosas desde estepunto de vista, no tienden nunca a lo material (como se ha permitidodecir hace poco un critico moderno algo atolondrado); en el autor deAmor por amor, y de tantos otras obras ingenuas y geniales en que serefleja con rasgos inconfundibles un alma bella y noble, nada puedehaber de semejante tendencia. Pero tengo la impresión de que le persigueun infortunio muy peculiar, y es que el plan de sus poemas hace necesa-rias estas descripciones. El frío entendimiento que trazaba el plan se lasexigía; y creo que su sentimiento está tan lejos de favorecerlas con espe-

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IDILIO

Me quedan todavía por decir algunas palabrassobre esta tercera especie de la poesía sentimental;sólo pocas palabras, pues dejo para otra ocasión eldesarrollar más extensamente este tema, que lo exi-ge de especial manera.28

cial complacencia, que no puedo dejar de reconocer, en su misma reali-zación, aquel frío entendimiento. Y precisamente la frialdad en la repre-sentación las perjudica al ser juzgadas, porque sólo sintiendoingenuamente tales descripciones puede uno justificarlas, tanto estéticacomo moralmente. Pero que al poeta le esté permitido, cuando haza suplan, exponerse a semejante peligro en su ejecución, y que sea lícito, engeneral, considerar poético un plan que, admitámoslo, no puede ejecutar-se sin sublevar los castos sentimientos tanto del poeta mismo como desu lector y sin obligar a uno y a otro a detenerse en asuntos que tan degrado evita un espirito cultivado - esto es para mí materia dudosa, sobrela cual me agradaría oír una opinión inteligente.28 Debo recordar una vez mas que la sátira, la elegía y el idilio - según hansido aquí tratadas, como las tres únicas maneras posibles de poesía sen-timental- nada tienen de común con las tres especies poéticas particularesque se conocen con esos nombres, a no ser el modo de sensibilidadpropio de unos y otros. Pero que. fuera de los límites do la poesía inge-nua, sólo pueda existir esa triple forma de sensibilidad y la poesía y quepor lo tanto la división dé cuenta de todo el campo de la poesía senti-mental, es cosa que puede deducirse fácilmente del concepto de estaúltima.Pues esta poesía sentimental se distingue de la ingenua en que refiere aideas la realidad ante la cual la ingenua se detiene, y en que aplica ideas alo real. Por eso, siempre tiene que vérselas al mismo tiempo, como yaantes hemos observado, con dos objetos en pugna, a saber, con el ideal yla experiencia, entre los cuales no pueden concebirse ni más ni menosque tres relaciones. O es la contradicción de la realidad con el ideal, obien su armonía, lo que ocupa preferentemente el ánimo, o éste se sientedividido entre lo uno y lo otro. En el primer caso encuentra satisfacciónpor la intensidad de la lucha íntima, por el movimiento enérgico; en el

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Idea general de esta especie poética es la repre-sentación artística de la humanidad inocente y feliz.Como tal inocencia y felicidad parecerían inconci-liables con el artificio de una sociedad mas numero-sa y de cierto grado de desarrollo y refinamiento, lospoetas trasladaron el escenario del idilio desde eltumulto de la ciudad a la simple vida pastoril, y lo

otro por la armonía de la vida interior, por la serenidad enérgica; en eltercero alternan la lucha y la armonía, la serenidad y el movimiento. Estatriple situación afectiva da origen a tres distintas especies de poesía, a lascuales corresponden perfectamente las usuales designaciones de sátira,idilio y elegía, con sólo tener presente la disposición en que colocan alespíritu los modos de poesía existentes bajo esas denominaciones, y encuanto dejamos a un lado los medios con que obtienen ese efecto.

Así, pues, si alguien preguntara en cuál de los tres géneros incluiríayo la epopeya, la novela, la tragedia, etc., no me habría entendido enabsoluto. Pues el concepto de epopeya, novela, etc., como especies poé-ticas singulares, no está determinado de ningún modo. o no lo está ex-clusivamente, por la manera de sentir; antes bien, sabido es que puedenrealizarse bajo el influjo de más de una manera de sentir, y por lo tantoen varias ele las especies de poesía que he señalado.

Finalmente, advierto también que si tendemos a ver en la poesíasentimental, como es justo, un género auténtico (no sólo una degenera-ción) y una ampliación de la verdadera poesía, hay que guardarle tambiénciertos miramientos en la determinación de los géneros auténticos, asícorno en general en toda la preceptiva poética, que sigue siempre funda-da unilateralmente en la observación de los poetas antiguos c ingenuos.El poeta sentimental se aparta del ingenuo en aspectos demasiado esen-ciales para que las formas que éste ha introducido puedan en todo mo-mento adaptársele sin violencia. Claro que es difícil distinguir siemprecon acierto entre las excepciones requeridas par la diversidad de géneros,y los subterfugios quo la incapacidad se permite; pero lo que si enseña laexperiencia es que en manos de los poetas sentimentales (aún de los máseximios) no ha habido género poético que siguiera siendo exactamente loque fue entre los antiguos, g que bajo los viejos nombres se han introdu-cido, a menudo, géneros muy nuevos.

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situaron rentes del comienzo de la cultura, en la in-fancia de la humanidad. Pero es fácil comprenderque semejante disposición es meramente accidental,que no ha de tomarse en cuenta como finalidad delidilio sino sólo como el camino más natural hacia él.La finalidad misma nunca es otra que la de repre-sentar al hombre en estado de inocencia, es decir,en una situación. de armonía y de paz consigomismo y con lo exterior.

Pero tal situación no sólo ocurre antes de que lacultura comience, sino que la cultura, si ha de teneren todos los casos una sola y precisa tendencia, mirahacia ella como a su fin último. Lo único que puedereconciliar al hombre con todos los males a que estásometido en el camino de la cultura es la idea de eseestado y la fe en su posible realización; y si sólo fue-se una quimera, estarían perfectamente justificadaslas quejas de quienes proclaman que el crecimientode la sociedad y el cultivo de la mente no es másque un mal, y que reputan aquel estado natural, quela humanidad abandonó, como su verdadero fin.Así es que para el hombre de quien ya se ha apode-rado la cultura, tiene infinita importancia lograr unaconfirmación sensorial de la posibilidad de corpori-zar esa idea en el mundo sensible y dar realidad a

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aquel estado; y como la experiencia real, muy lejosde alimentar esta fe, más bien la contradice de con-tinuo, la facultad poética acude aquí, como tantasotras veces, en auxilio de la razón, para dar forma aaquella idea y realizarla en un caso determinado.

Cierto que esa inocencia de la vida pastoril estambién una representación poética, y la imagina-ción debía ya, por tanto, mostrarse creadora; peroaparte de que el problema era entonces muchísimomás simple y fácil de resolver, ya en la experienciamisma se daban los rasgos aislados, que sólo erapreciso escoger y enlazar en un todo. Bajo un cielofeliz, en la sencillez del estado primitivo, con unsaber limitado, la naturaleza se satisface sin esfuerzoy el hombre no se pervierte antes de verse estrecha-do por la necesidad. Todos los pueblos que tienenhistoria tienen un paraíso, un estado de inocencia,una edad de oro; y hasta cada hombre tiene su pa-raíso, su edad de oro, que él recuerda con más omenos fervor según el grado en que entre en su ca-rácter el elemento poético. La experiencia mismaofrece, pues, bastantes rasgos para la pintura que elidilio pastoril tiene como tema. No obstante, el idi-lio es siempre una ficción bella y conmovedora, y eltalento poético, al representarlo, ha trabajado en

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verdad por el ideal. Pues para el hombre que ya seha apartado de la simplicidad de la naturaleza y hasido entregado al peligroso gobierno de su razón, esde enorme importancia volver a contemplar las le-yes de la naturaleza en un claro paradigma y poderpurificarse una vez más, en este fiel espejo, de lascorrupciones del arte. Pero hay en esto una cir-cunstancia que quita mucho de su valor estético atales composiciones. Puestas antes del comienzo dela cultura, excluyen, a la vez que sus inconvenientes,todas sus ventajas, y se encuentran por esencia ennecesario conflicto con ella. Nos llevan pues, erateoría, hacia atrás, mientras que, en la práctica, noshacen avanzar y nos mejoran. Colocan desgracia-damente detrás de nosotros la meta hacia la que de-bían llevarnos, por lo cual sólo pueden inspirarnosel triste sentimiento de una pérdida, no la alegría dela esperanza. Puesto que para cumplir su finalidadtienen que suprimir todo arte y simplificar la natu-raleza humana, ocurre que, ofreciendo el máximocontenido para el corazón, ofrecen demasiado pocopara el espíritu, y muy pronto concluye su monóto-no ciclo. Sólo podemos, pues, amarlas y buscarlascuando, necesitamos del sosiego, no cuando nues-tras fuerzas se inclinan al movimiento y actividad.

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Sólo pueden curar el ánimo enfermo, no alimentarel sano; no son capaces de estimular, sino de calmar.Esta falla, que tiene su fundamento en la índole delidilio pastoril, ningún arte de poetas ha podido re-mediarla. Cierto es que tampoco a ese género litera-rio le faltan entusiastas aficionados, y hay bastantelectores capaces de preferir un Amyntas y una Da-phnis a las primeras obras maestras de la musa épicay dramática; pero en tales lectores no es tanto elgusto el que juzga de las obras como la necesidadindividual, y por consiguiente su juicio no puedeaquí tomarse en cuenta. El lector de inteligencia ysensibilidad no desconoce por cierto el valor de esascomposiciones, pero es más raro que 1e atraigan, ytardan menos en saciarle. En el momento precisode la necesidad ejercen, en cambio, influjo tantomás potente; pero la verdadera belleza nunca ha detener que aguardar tal ocasión, sino que más bien hade provocarla.

Lo que aquí reprocho al idilio pastoril se aplicaúnicamente, sea dicho de paso, al sentimental; puesel ingenuo nunca puede padecer falta de contenido,ya que esto va implicado en su misma forma. Enefecto, toda poesía debe tener contenido infinito(sólo por eso es poesía), pero cabe cumplir este re-

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quisito de dos modos diversos. Puede ser un infi-nito por su forma, cuando representa su objeto contodos sus límites, cuando lo individualiza, y puedeser un infinito por su materia, cuando quita a suobjeto todos los límites, cuando lo idealiza; es decir,ya por una representación absoluta, ya por repre-sentación de algo absoluto. El primer camino es elque sigue el poeta ingenuo; el segundo, el senti-mental. El ingenuo no puede errar, pues, en el con-tenido, con tal que se atenga fielmente a lanaturaleza, que es siempre y en todo respecto limi-tada, vale decir, infinita por la forma. En cambio, alsentimental le estorba la naturaleza con su perma-nente limitación, pues ha de poner en su objeto uncontenido absoluto. El sentimental, por lo tanto, nosabe aprovechar bien su ventaja cuando toma pres-tados del ingenuo sus objetos, que en sí mismos sonpor completo indiferentes y que sólo por la manerade ser tratados se vuelven poéticos. Se impone así,sin ninguna necesidad, los mismos límites que elingenuo, pero sin tener la posibilidad de realizarplenamente la limitación ni de competir con él en elcarácter absolutamente determinado de la exposi-ción, cuando debería más bien alejarse del poetaingenuo en lo tocante al objeto, ya que sólo me-

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diante el objeto puede compensar las ventajas que elingenuo le lleva en la forma.

Si aplicamos ahora lo dicho al idilio pastoril delos poetas sentimentales, quedará aclarado por quéestos poemas, a pesar de todo su despliegue de ge-nio y arte, no pueden satisfacer plenamente al cora-zón y al espíritu. Han realizado un idealconservando sin embargo el estrecho y mezquinoambiente pastoril, cuando lo cierto es que hubierandebido elegir, o un mundo distinto para el ideal, ouna distinta manera de representación para ese am-biente de pastores. Persiguen el ideal hasta el puntojusto en que la representación pierde en cuanto a suverdad individual, y por otro lado alcanzan tal gradode individualidad que el contenido ideal resultaperjudicado. Un pastor de Gessner, por ejemplo, nopuede entusiasmarnos como naturaleza ni por lafidelidad de la imitación, pues para esto es un serdemasiado ideal, ni puede tampoco satisfacernoscomo un ideal por la infinitud de la idea, pues paraesto otro es una criatura demasiado insignificante.Así, agradará hasta cierto punto a toda clase de lec-tores, sin excepción, porque procura unir lo inge-nuo y lo sentimental y satisface de esta manera, enalguna medida, las dos condiciones opuestas que

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pueden exigirse de un poema; pero como el poeta,en su esfuerzo de reunir ambas cosas, no hace plenajusticia a la una ni a la otra, y así ni es del todo natu-raleza ni es del todo ideal, no puede por eso mismoarrostrar satisfactoriamente el fallo de un gusto rigu-roso, que en materia estética no tolera cosas a me-dias. Es curioso que este defecto se extiendetambién al lenguaje de Gessner, que vacila, sin deci-dirse, entre la poesía y la prosa, como si el poetatemiera que el verso lo alejara demasiado de la natu-raleza real y que la prosa le hiciera perder su vuelopoético. Más alta satisfacción nos proporcionaMilton con su magnífica descripción de la primerapareja humana y del estado de inocencia en el Paraí-so - el más bello idilio que conozco en el génerosentimental. Aquí la naturaleza es noble, espiritual,rica a la vez en superficie y con profundidad; el másalto contenido humano se viste de la forma másgraciosa.

Es decir que también en el idilio, como en todoslos otros géneros poéticos, hay que elegir de unavez por todas entre la individualidad y la idealidad;pues querer cumplir al mismo tiempo con ambosrequisitos, mientras no hayamos alcanzado la metade la perfección, es el camino más seguro para errar

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en lo uno y en lo otro. Si el moderno se siente lobastante poseído de espíritu griego para que, noobstante lo rebelde de su materia, pueda competircon los griegos en el propio terreno de ellos, es de-cir en el de la poesía ingenua, hágalo en forma plenay exclusiva y sobrepóngase a todas las exigencias delgusto sentimental de la época. Cierto que difícil-mente podrá alcanzar a su modelo; entre el originaly el más feliz imitador mediarte siempre una notabledistancia. Pero en ese camino tendrá, no obstante, lacertidumbre de producir una obra genuinamentepoética29. Si en cambio el impulso poético senti-mental lo lleva hacia el ideal, persígalo también ple-namente, con toda pureza y no se detenga antes dealcanzar la cumbre, sin volver la mirada para ver sila realidad puede seguirle. Desdeñe el indigno expe-diente de rebajar el contenido del ideal para ajus-tarlo a la indigencia humana, y de eliminar el espíritupara poner en juego el corazón con tanta mayor

29 Nuestra literatura alemana se ha enriquecido hace poco, y hasta enverdad se ha ampliado, con una obra de esas calidades: la Luise de Voss.Este idilio, aunque no esté enteramente libre do influjos sentimentales,pertenece por completo al género ingenuo y llega a emular con raro éxitolos mejores modelos griegos por su verdad individual y por lo recio de sunaturaleza. Por eso, y para mayor gloria suya, no admite comparacióncon ningún poema moderno de su clase, sino que ha de equipararse conlos modelos griegos, con los que comparte también el tan raro privilegiode procurarnos un goce puro, preciso y siempre igual.

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facilidad. No nos vuelva a llevar a la infancia paraque compremos con las más preciosas adquisicionesdel entendimiento una quietud que no puede durarmás de lo que dure el sopor de nuestras fuerzas es-pirituales; antes bien, hagamos avanzar hacia nuestramayoridad para darnos a sentir la armonía superiorque recompensa al que lucha y hace feliz al quevence. Propóngase un idilio que realice tambiénaquella inocencia pastoril en hombres cultivados yen todas las circunstancias de la vida más activa yfogosa, del pensamiento más amplio, del arte másdepurado y sutil, del más alto refinamiento social;un idilio, en suma, que guíe al hombre hasta el Elí-seo, ya que no podemos volver a la Arcadia.

El concepto de este idilio es el de un conflictoplenamente resuelto tanto en el individuo como enla sociedad, el de una libre amalgama de las inclina-ciones con la ley, el de una naturaleza purificada yelevada a suprema dignidad moral; en pocas pala-bras, no es otro que el ideal de la belleza aplicado ala vida real. Su carácter consiste, pues, en que todaoposición entre la realidad y el ideal, que había pro-porcionado materia a la poesía satírica y a la elegía-ca, aparezca completamente resuelta y cese tambiéncon ello toda pugna de sentimientos. La impresión

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dominante de esta forma poética sería pues la sere-nidad, pero la serenidad de la perfección, no la de laindolencia; serenidad que fluye del equilibrio, no delestancamiento de las fuerzas; de la plenitud, no de lavaciedad, y que se acompaña de un sentimiento deinfinito poder. Pero precisamente porque se hace aun lado toda resistencia, resulta aquí muchísimomás difícil que en los dos géneros poéticos prece-dentes provocar el movimiento, sin el cual no esposible imaginar, en ningún caso, efecto poéticoalguno, Debe haber la más perfecta unidad, pero sinque quite nada a la multiplicidad; se ha de satisfacerel ánimo, pero sin que por ello cese el esfuerzo yafán. La solución de este problema es precisamentelo que la teoría del idilio ha de proporcionarnos.

Sobre las relaciones entre uno y otro género, yentre ambos y el ideal poético, hemos llegado, pues,a las siguientes conclusiones.

La naturaleza ha concedido al poeta ingenuo eldon de obrar siempre como unidad indivisa, de seren todo instante un todo autónomo y completo, yrepresentar al hombre en su realidad, de acuerdocon su pleno contenido. Al sentimental le ha confe-rido el poder, o más bien le ha impreso el vivo im-pulso, de reconstituir por sí mismo aquella unidad

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que la abstracción había anulado en él; de completaren sí la humanidad, y de transportarse de un estadode limitación a otro de infinitud30 Pero tarea comúnde ambos es dar a la naturaleza humana su plenaexpresión, sin lo cual ni siquiera podrían llamarsepoetas; sólo que el poeta ingenuo aventaja siempreal sentimental por la realidad sensible, ya que cum-ple como hecho real lo que el otro apenas trata dealcanzar. Y esto es también lo que experimenta todoaquel que se observe a sí mismo cuando goza de unpeana ingenuo. En tales momentos siente que estánactivas todas las fuerzas de su humanidad; no nece-sita nada; es un todo en sí mismo; sin hacer ningunadistinción en su sentimiento, se deleita a la vez en suactividad espiritual y en su vida sensible. En muyotro estado de ánimo lo coloca el poeta sentimental.

30 Para el lector que examine las cosas con criterio científico, he de ad-vertir que los dos modos do sentimiento, pensados en su concepto másalto, están entre si en la misma relación en que están la primera categoríay la tercera, dado que ésta surge siempre al enlazar la primera con suopuesto. En efecto, lo opuesto del sentimiento ingenuo es el entendi-miento reflexivo, y el estado de ánimo sentimental resulta del esfuerzo dereconstituir el sentimiento ingenuo, según el contenido, inclusive bajo lascondiciones de la reflexión. Esto sucedería mediante el ideal realizado, enque el arte vuelve a encontrarse con la naturaleza. Si se recorren aquellostres conceptos de acuerdo con las categorías, la naturaleza y el corres-pondiente estado de ánimo sentimental se hallarán siempre en la primera;el arte, como supresión de la naturaleza por el entendimiento en libreactividad, en la segunda, y, finalmente, el ideal en que el arte acabadovuelve e la naturaleza, en la tercera.

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En este caso no siente mas que un vivo impulso deproducir dentro de sí la armonía que de hecho ex-perimentaba en el otro caso; de transformarse en untodo; de exteriorizar en forma perfecta la humani-dad que hay en él. Por eso el espíritu está aquí enmovimiento, tenso, fluctuante entre sentimientoscontradictorios, mientras allí está sosegado, disten-dido, en armonía consigo mismo y plenamente sa-tisfecho.

Pero si el poeta ingenuo aventaja por un lado alsentimental en la realidad de su objeto y puede darexistencia sensible a aquello para lo cual el senti-mental sólo puede provocar un vivo anhelo, el sen-timental tiene a su vez sobre el ingenuo la granventaja de que está en condiciones de dar al anheloun objeto más grande que el que el ingenuo ha lo-grado y podía lograr. Sabido es que toda realidad sequeda a la zaga del ideal; todo lo existente tiene suslímites, pero el pensamiento es ilimitado. Así es quede esa limitación, a que toda cosa sensible está so-metida, padece también el poeta ingenuo, mientrasque la obsoluta libertad de la ideación viene a bene-ficiar al sentimental. EL uno cumple pues su come-tido; pero ese cometido es ya de por sí de alcancelimitado; el otro, aunque ciertamente no cumple del

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todo el suyo, tiene por misión un infinito. Tambiénen este punto puede ilustrarle a cada cual su propiaexperiencia. De la lectura del poeta ingenuo pasauno fácil y gustosamente a la efectiva actualidad; elsentimental siempre nos predispone, por unos ins-tantes, contra la vida real. Esto proviene de que lainfinitud de la idea dilata nuestro espíritu, por decirasí, más allá de su diámetro natural, de suerte quenada de cuanto existe puede ya llenarlo. Preferimossumergirnos contemplativamente en nosotros mis-mos, donde para el anhelo excitado encontramosalimento en el mundo de las ideas, en lugar de ten-der hacia objetos sensibles proyectándonos fuera denosotros. La poesía sentimental es fuente de reco-gimiento y silencio, y a ello nos invita; la ingenua eshija de la vida, y a la vida vuelve a conducirnos.

He dicho que la poesía ingenua es un favor de lanaturaleza, para recordar que la reflexión no tieneen ella participación alguna. Es un lance feliz que nonecesita mejora cuando sale bien, pero que tampocola admite cuando falla. Toda la obra del talento in-genuo se cumple cabalmente en la sensibilidad; ahíradica su fuerza y su Límite. Si no ha empezado,pues, por sentir poéticamente -es decir, en formaplenamente humana-, no habrá arte que pueda ya

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reparar esta falta. La crítica sólo podrá ayudarle aadvertir la :alta, pero no reemplazarla por bellezaalguna. Todo lo que el poeta ingenuo haga, debehacerlo por su naturaleza; poco es lo que puede porsu libertad. Y cumplirá plenamente las exigenciasimplicadas por su definición, en cuanto la naturalezaobre en él de acuerdo con una interior necesidad.Ciertamente, todo lo que ocurre por naturaleza esnecesario, y lo es también todo producto - por muymalogrado que resulte- del talento ingenuo, al cualnada es más extraño que la arbitrariedad; pero unacosa es la coacción del instante, y otra la interiornecesidad del todo. Considerada como un todo, lanaturaleza es autónoma e infinita; en cambio, encada uno de sus efectos, tomado aisladamente, esnecesitada y limitada. Por lo tanto, esto se aplicatambién a la naturaleza del poeta. Aun. el momentomás feliz en que él pueda encontrarse, depende deuna situación anterior; de ahí que sólo pueda atri-buírsele asimismo una ,necesidad condicionada.Ahora bien, el problema que se le plantea al poetaes elevar una situación particular a totalidad huma-na, darle por consiguiente un fundamento absolutoy necesario en sí mismo. Del momento del entu-siasmo ha de borrarse, pues, toda huella de necesi-

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dad temporal, y el objeto mismo, por muy limitadoque sea, no debe limitar al poeta. Fácilmente secomprenderá que esto es sólo posible en la medidaen que el poeta aporte al objeto una absoluta liber-tad y riqueza de aptitudes y esté ejercitado en abar-carlo todo con su plena humanidad. Pero talejercitación sólo puede dársela el mundo en quevive y con el cual tiene inmediato contacto. El poetaingenuo está, pues, con respecto al mundo empíri-co, en una dependencia que el sentimental no cono-ce. Éste, ya lo sabemos, comienza a obrar en elpunto en que aquél termina; su fuerza consiste encompletar, con lo que extrae de sí mismo, un objetoincompleto, y transportarse, por su propia fuerza,de un estado de limitación a otro de libertad. Así elpoeta ingenuo necesita recibir de fuera una ayudaahí donde el sentimental se nutre y depura por símismo; debe ver a su alrededor una naturaleza ricaen formas, un mundo poético, una humanidad in-genua, pues ha de completar su obra en la impre-sión sensible. Cuando le falta esta ayuda exterior,cuando se ve rodeado de una materia insulsa, pue-den ocurrir dos cosas. Si el género es lo que preva-lece en él, se sale de su especie y se vuelvesentimental con tal de seguir siendo poético; o, si el

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carácter específico mantiene su preponderancia, sesale de su, género y, con tal de seguir siendo natu-raleza, se vuelve naturaleza común. El primer casosería el de los más eximios poetas sentimentales dela antigüedad romana y de los tiempos modernos.Nacidos en otro siglo, trasplantados bajo otro cielo,ellos, que hoy nos conmueven por sus ideas, noshabrían encantado por su verdad individual y subelleza ingenua. Del otro inconveniente, me cuestacreer que pueda librarse del todo un poeta que, enmedio de un mundo ordinario, no se resuelva aabandonar la naturaleza.

La naturaleza real, por supuesto. Pero nunca sepodrá distinguir de ella con bastante cuidado la na-turaleza verdadera, que es el asunto de los poemasingenuos. La naturaleza real existe en todas partes,pero tanto más rara es la naturaleza verdadera, puesa ella corresponde una necesidad interior de laexistencia. Es naturaleza real todo estallido de lapasión, por muy vulgar que sea; podrá ser tambiénnaturaleza verdadera, pero no verdadera naturalezahumana; pues ésta exige que en todas sus manifes-taciones participe el libre albedrío, cuya expresión essiempre la dignidad. Toda bajeza moral es real natu-raleza humana, pero no es - esperémoslo así- verda-

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dera naturaleza humana, que no puede ser sino no-ble. Son incalculables las aberraciones del gusto aque ha llevado, tanto en la crítica como en la crea-ción misma, ese confundir la naturaleza humana realcon la verdadera: las trivialidades que en poesía seadmiten y hasta se elogian porque desgraciadamenteson naturaleza real, el placer con que ciertas carica-turas que lo oprimen a uno y lo ahuyentan del mun-do real se ven cuidadosamente conservadas en elmundo poético como fieles retratos de la vida. Elpoeta puede, sin duda, imitar también la naturalezamala, y en el caso del satírico esto ya va envuelto ensu misma definición; pero entonces su bella natura-leza propia ha de transportar el objeto, y la materiaruin no ha de arrastrar consigo hacia tierra al imita-dor. Con tal que él mismo, por lo menos en el mo-mento en que escribe, sea naturaleza humanaverdadera, nada importa lo que nos pinte; pero sihemos de soportar un cuadro exacto de la realidad,será exclusivamente el que semejante poeta nosofrezca. ¡Ay de nosotros los lectores si la mueca serefleja en la mueca, si el flagelo de la sátira cae enmanos de aquel a quien la naturaleza había señaladopara manejar látigo mucho más severo, si unoshombres que, desnudos de todo lo que se llama es-

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píritu poético, sólo poseen la habilidad simiesca dela imitación ordinaria, la ejercen, de modo horrible yrepugnante, a costa de nuestro gusto!

Hemos visto que aun para el poeta ingenuoverdadero puede volverse peligrosa la naturalezacomún; pues, en fin de cuentas, esa bella armoníaentre el sentir y el pensar que constituye su carácterno es nada más que una idea, que en realidad nuncase alcanza del todo, y hasta en el genio más feliz deeste tipo la sensibilidad siempre aventajará en algo ala voluntad autónoma. Pero la sensibilidad dependesiempre, en mayor o menor grado, de la expresiónexterior, y sólo un continuo movimiento de la fa-cultad creadora (lo que no puede esperarse de lanaturaleza humana) podría impedir que la materiaejerciera a veces ciego imperio sobre la sensibilidad.Y siempre que esto ocurre, el sentimiento poético setorna vulgar31

31 En la poesía antigua podemos encontrar las mejores pruebas de ladependencia del poeta ingenuo con relación a su objeto y de la impor-tancia considerable - más aún, total- de su manera de sentir. Los poemasantiguos son hermosos cuando lo es la naturaleza dentro y fuera de ellos;pero apenas se vuelve vulgar, el espíritu abandona también los poemas.Todo lector de fino sentimiento experimentará por ejemplo, ante susdescripciones de la naturaleza femenina, de la relación entre ambos sexosy especialmente del amor, cierta impresión de vaciedad y de hastío que elingenuo realismo, la descripción es incapaz de borrar. Sin pretender aquídefender ese moda de exaltación que por cierto no ennoblece a la natu-raleza sino que se desentiende de ella, habrá que admitir, espero, que la

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Entre todos los talentos de este tipo ingenuo,desde Homero hasta Bodmer, ninguno hubo queevitara por completo este escollo; pero no hay dudade que para quienes ofrece mayores peligros es paralos que tienen que ponerse en guardia contra unambiente vulgar, o los que, por falta de disciplina,han caído en un estado de abandono interior. A loprimero se debe el que aun escritores cultos nosiempre se eximan de vulgaridades, y lo otro ha im-pedido a muchos magníficos talentos conquistar elpuesto a que la naturaleza los llamaba. Los autoresde comedias, cuyo genio es el que más se nutre de la naturaleza es capaz, con respecto a esa relación entre los sexos y el sen-timiento amoroso, de mayor elevación que la que los antiguos le dieron.Conocidas son, por lo demás, las circunstancias accidentales que entreellos se oponían al ennoblecimiento de tales afectos. Que lo que en estamateria retuvo a los antiguos en una etapa inferior fue limitación, nonecesidad interno, nos lo enseña el ejemplo de poetas más recientes quehan ido mucho más lejos que sus predecesores sin salirse, no obstante,de la naturaleza- No hablamos aquí de lo que los portas sentimentaleshan sabido hacer de ese objeto, pues ellos, rebasando la naturaleza, mar-chan hacia lo ideal, y su ejemplo nada puede demostrar por lo tontocontra los antiguos; sólo nos referimos a cómo el mismo objeto ha sidotratado por poetas verdaderamente ingenuos, por ejemplo en el Sakun-tala. en los trovadores, en muchas novelas y epopeyas caballerescas, y enShakespeare, en Fielding y tantos otros escritores, inclusive alemanes.Con esto se hubiera dado, para los antiguos, cl caso de espiritualizardesde dentro, por el sujeto, lo que desde fuera una materia demasiadotosca; de compensar el contenido poético, deficiente para la sensibilidadexterior, por medio de la reflexión; de completar la naturaleza con laidea; en suma, de transformar un objeto limitado en otro infinito porobra del sentimiento. Pero eran poetas ingenuos, no sentimentales; conla sensibilidad exterior terminaba, pues, su cometida.

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vida real, son por eso mismo los más expuestos a lavulgaridad, como vemos en el ejemplo de Aristófa-nes y Plauto y en el de casi todos los poetas quedespués de ellos siguieron sus huellas. Cuánto noshace descender a veces el sublime Shakespeare; conqué trivialidades nos atormentan Lope de Vega,Moliére, Regnard, Goldoni; a qué ciénaga nosarrastra Holberg. Schlegel, uno de los más espiri-tuales poetas de nuestra patria, y a cuyo talento nopuede culparse de que no brille entre los primerosde esta clase; Gellert, poeta verdaderamente inge-nuo; así como Rabener, y el mismo Lessing, si seme permite aquí nombrarlo - Lessing, ilustradoadepto de la crítica y tan vigilante juez de sí mismo -, hasta qué punto no expían todos, en mayor o me-nor medida, el insípido carácter de la naturaleza queescogieron para materia de su sátira. De los escrito-res más modernos de este género no menciono aninguno, pues a ninguno puedo exceptuar.

Y por si no fuera bastante que el poeta ingenuocorra el peligro de acercarse demasiado a una reali-dad prosaica, ocurre que, por la facilidad con que seexpresa, y precisamente por esa mayor aproxima-ción a la vida real, de ánimos al imitador vulgar paraensayarse en el terreno poético. La poesía senti-

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mental, aunque bastante peligrosa desde otro puntode vista, como demostraré luego, mantiene siquieraalejadas a estas gentes, pues no es para todos elevar-se hasta las ideas; en cambio, la poesía ingenua leshace creer que ya el mero sentimiento, el mero hu-mor, la mera imitación de la naturaleza real hacen alpoeta. Pero nada es más repulsivo que un caráctertrivial cuando le da por querer ser amable e ingenuo- él, que debiera ocultarse bajo todos los ropajes delarte para esconder lo repugnante de su índole. Deahí también las indecibles boberías que bajo el títulode canciones ingenuas y humorísticas se dejan can-tar los alemanes y que suelen divertirlos infinita-mente ante una mesa bien provista. Se toleran estasmiserias dando carta blanca al capricho, al senti-miento - pero un capricho, un sentimiento que nun-ca proscribiremos con bastante cuidado. En esto lasmusas de orillas del Pleisse se destacan por lo pecu-liar de su coro quejumbroso, y a ellas contestan lascamenas del Leine y del Elba con no mejores acor-des.

Por mucho que sea lo insípido de estas bromas,no es menos lo lastimero de las pasiones que resue-nan en nuestros escenarios trágicos, pasiones que,en vez de imitar a la verdadera naturaleza, sólo lo-

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gran una expresión torpe e innoble de la realidad, desuerte que cada vez que asistimos a una de estasorgías de lágrimas nos parece precisamente como sihubiéramos cumplido con un enfermo yendo a vi-sitarlo al hospital, o como si hubiéramos leído Lamiseria humana de Salzmann. Peor aún es el caso dela poesía satírica y en especial de la novela humorís-tica, que están ya por su naturaleza tan próximas a lavida común y que por lo tanto debieran en justicia,como todo puesto fronterizo, ponerse precisamenteen las mejores manos. Por cierto que el menos lla-mado a convertirse en pintor de su época es aquelque sea criatura y caricatura de ella; pero como escosa tan fácil encontrar algún personaje divertido, oaunque sólo sea un hombre gordo, entre los cono-cidos, y trazar su mueca sobre el papel con cuatroplumazos los enemigos jurados de todo espíritupoético sienten a veces la comezón de chapucear eneste oficio y deleitar con tan hermoso parto a uncírculo de dignos amigos. Una sensibilidad bien afi-nada nunca peligrará, sin duda, de confundir estosproductos de la naturaleza vulgar con los espiritua-les frutos del talento ingenuo; pero lo que escasea esprecisamente esa pureza de afinación y las más ve-ces no se pretende otra cosa que satisfacer una ne-

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cesidad sin que el espíritu formule exigencia alguna.La idea -tan mal entendida, por muy verdadera quesea en sí misma- de que nos recreamos en las obrasdel espíritu bello, contribuye por su parte conside-rablemente a esta indulgencia, si es que puede ha-blarse de indulgencia allí donde no se sospecha nadaque sea más elevado y donde tanto el lector como elescritor encuentran satisfacción de igual modo. Puesla naturaleza vulgar, cuando ha sido puesta en ten-sión, sólo puede recrearse en la vaciedad; y hasta elintelecto superior, si no se apoya en un proporcio-nado cultivo de los sentimientos, sólo descansa desus fatigas en un goce sensorial falto de toda espi-ritualidad.

Si el genio poético debe poder elevarse, con li-bre y autónoma actividad, por encima de todos loslímites accidentales, inseparables de cualquier situa-ción determinada, para alcanzar la naturaleza huma-na en su absoluto poder, no debe, por otra parte,trasponer los límites necesarios que el concepto denaturaleza humana comporta; pues su misión y esfe-ra es lo absoluto, pero sólo dentro de la humanidad.Hemos visto que el talento ingenuo corre el riesgo,no por cierto de transgredir esta esfera, pero sí deno llenarla totalmente, cuando cede demasiado a

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una necesidad exterior o a la exigencia accidental delmomento, a costa de la necesidad interior. En cam-bio el genio sentimental, en su afán de alejar de lanaturaleza humana todo límite, está expuesto al pe-ligro de anularla por completo y de elevarse no sólo,como puede y debe, a la absoluta posibilidad, másallá de toda realidad determinada y limitada – o seade idealizar -,sino de trasponer todavía la posibilidadmisma - es decir, de divagar. Esta falla, por super-tensión, se funda en el carácter propio de su proce-dimiento, del mismo modo que la falla opuesta, laflojedad, tiene por base el método peculiar del ta-lento ingenuo. Porque éste deja obrar ilimitada-mente a la naturaleza, y como la naturaleza, en susmanifestaciones temporales tomadas una a una, pa-dece siempre dependencia y necesidad, el senti-miento ingenuo nunca permanecerá lo bastanteexaltado para poder hacer frente a las determinacio-nes accidentales del momento. El genio sentimental,por el contrario, abandona la realidad para elevarsea ideas y dominar su materia con libre autonomía;;oro como la razón, de acuerdo con su ley, tiendesiempre a lo incondicionado, el genio sentimentalno siempre permanecerá lo bastante sereno paramantenerse ininterrumpida y uniformemente en las

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condiciones que el concepto de naturaleza humanaimplica, y a las cuales ha de estar siempre ligada larazón, aun en su actividad más libre. Esto podríaocurrir únicamente por un relativo grado de recep-tividad, sólo que en el poeta sentimental esa recep-tividad es superada por la actividad autónoma, en lamisma medida en que ésta supera a aquélla en elpoeta ingenuo. De ahí que, si en las creaciones deltalento ingenuo se echa a veces de menos el espíri-tu, en las del sentimental suele uno preguntar envano por el objeto. Ambos caerán, pues, aunque demodo totalmente opuesto, en el defecto de vacie-dad, ya que tanto un objeto sin espíritu como unjuego de espíritu sin objeto son la nada ante el juicioestético.

Todos los poetas que extraen su materia dema-siado unilateralmente del mundo del pensamiento ya quienes lleva a la creación poética más bien unainterior plenitud de ideas que no el empuje de lasensibilidad, están en mayor o menor peligro de ca-er en ese extravío. La razón atiende demasiado pocoen sus creaciones a los limites del mundo sensorial yel pensamiento es siempre impulsado más allá delpunto hasta el cual la experiencia puede seguirle.Pero si se, extrema tanto que ya no hay modo de

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que le corresponda experiencia alguna (pies hastaahí puede y debe llegar lo bello ideal), sino quecontradice las condiciones de toda posible experien-cia, y por consiguiente, para realizarlo, deberíaabandonarse por completo la naturaleza humana, esentonces un pensamiento no ya poético, sino lleva-do a la exaltación - suponiendo desde luego que sehaya anunciado como representable y artístico, puesde lo contrario ya es bastante con que no se contra-diga a sí mismo. Si se contradice, ya no se trata deexaltación, sino de absurdo, puesto que lo que notiene realidad ninguna no puede tampoco sobrepa-sar su medida. Pero si ni siquiera se anuncia comoobjeto para la fantasía, tampoco habrá exaltación,pues el puro pensar es ilimitado y lo que no tienefrontera tampoco la puede transgredir. Sólo ha dellamarse pues exaltado lo que infringe, si no la ver-dad lógica, sí la sensorial, y pretende sin embargorespetar esta verdad. Por eso, si un poeta tiene ladesdichada ocurrencia de elegir para materia de sudescripción caracteres que son simplemente sobre-humanos y que no deben representarse de otro mo-do, sólo puede asegurarse contra la exaltaciónrenunciando a lo poético y no intentando siquieraque la imaginación realice el objeto. Pues si así lo

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hiciera, la imaginación trasladaría sus límites al ob-jeto y lo convertiría de absoluto en limitado y hu-mano (como son, por ejemplo, y deben tambiénserlo, todas las divinidades griegas), o bien el objetotomaría de la imaginación sus fronteras, es decir lassuprimiría, en lo cual consiste, precisamente, laexaltación.

Es menester distinguir entre el sentimientoexaltado y la representación exaltada; aquí no nosreferimos más que a lo primero. El objeto del sen-timiento puede no ser natural, pero el sentimientomismo es naturaleza y debe por lo tanto emplear ellenguaje de la naturaleza. Si la exaltación en el sen-timiento puede, pues, brotar de un cálido corazón yde dotes verdaderamente poéticas, lo exaltado de larepresentación atestigua siempre un corazón frío ymuchas veces incapacidad poética. No es, por lotanto, falta contra la cual haya que precaver al geniosentimental, sino que amenaza sólo a sus incompe-tentes imitadores; de ahí que éstos no desdeñan deningún modo el acompañamiento de lo chabacano,de lo tonto y hasta de lo bajo. El sentimiento exal-tado no deja de tener su parte de verdad, y comosentimiento real ha de poseer también, necesaria-mente, un objeto real. Por eso admite también, da-

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do que es naturaleza, una expresión sencilla y, comoviene del corazón, no equivocará tampoco el cami-no al corazón. Pero como su objeto no brota de lanaturaleza, sino que es producido unilateral y artifi-ciosamente por el intelecto, sólo tiene mera realidadlógica, y el sentimiento no es, por lo tanto, pura-mente humano. No es ilusorio lo que Heloísa sientepor Abelardo Petrarca por su Laura, Saint Prouxpor su Julia Werther por su Carlota, ni lo queAgatón, Fanias, Peregrino Proteo (me refiero al deWieland) sienten por sus ideales; el sentimiento esverdadero, sólo que el objeto es fingido y está fuerade la naturaleza humana. Si su sentimiento no sehubiese atenido más que a la verdad sensorial de losobjetos, no habría podido tomar ese vuele; por elcontrario, un juego meramente arbitrario de la fan-tasía sin ningún contenido interior tampoco habríaestado en condiciones de conmover el corazón,, aquien sólo la razón conmueve. Esa exaltación mere-ce pues reproche, no desdén, y quien se burla de ellahará bien en examinarse a sí mismo, no sea que de-ba acaso su prudencia a frialdad de corazón, su sen-satez a falta de verdadera inteligencia. Así tambiénla exagerada efusión en. materia de galantería y ho-nor que caracteriza las novelas de caballería, espe-

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cialmente las españolas, y la escrupulosa delicadeza,extremada hasta el preciosismo, en las novelas sen-timentales francesas e inglesas (de la mejor clase),no son sólo subjetivamente verdaderos, sino queaun desde el punto de vista objetivo no carecen desustancia; son sentimientos genuinos que tienen enrealidad fuente moral y sólo resultan reprobablesporque trasponen los lindes de la verdad humana.Sin esa realidad moral ¿cómo sería posible que pu-dieran comunicarse con tanta fuerza y entrañablefervor, según nos lo muestra la experiencia? Lomismo puede decirse también de la exaltación moraly religiosa y del arrebatado amor a la libertad y a lapatria. Como los objetos de estos sentimientos sonsiempre ideas y no aparecen en la experiencia exter-na (pues lo que mueve, por ejemplo, al hombre apa-sionado por la política, no es lo que ve, sino lo quepiensa), la imaginación autónoma dispone de unapeligrosa libertad y no es posible, como en otroscasos, reducirla a sus límites por la presencia sensi-ble de su objeto. Pero ni el hombre en general, ni enparticular el poeta; deben sustraerse a la ley de lanaturaleza como no sea para someterse a la leyopuesta de la razón.; si han de abandonar la reali-dad, debe ser sólo por el ideal, pues a una de estas

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dos anclas debe estar afianzada la libertad. Pero elcamino de la experiencia al ideal es muy largo y enmedio está la fantasía con, su indomable arbitrarie-dad. Por eso no puede evitarse que el hombre engeneral, como en especial el poeta, cuando por lalibertad del entendimiento se emancipan de losafectos sin que les empujen a ello las leyes de la ra-zón, esto es, cuando abandonen la naturaleza porpura libertad, estén entretanto sin ley alguna y, porconsiguiente, a merced de los devaneos de la fanta-sía.

La experiencia enseña cine, en realidad, éste esel caso tanto de pueblos enteros como de indivi-duos aislados que se sustrajeron a la segura guía dela naturaleza. Y es la misma experiencia la que nosofrece también bastantes ejemplos de una aberra-ción parecida en la poesía. Como la inspiración sen-timental legítima, para elevarse a lo ideal, debetraspasar les límites de la naturaleza verdadera, lailegítima traspone todo límite y llega a persuadirsede que ya el juego desordenado de la imaginaciónbasta para constituir el entusiasmo poético. Al ver-dadero genio poético, que sólo se desentiende de lanaturaleza por la idea, eso no puede sucederle man-ca o, a lo sumo, únicamente en los instantes de

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abandono, pues a él va su misma naturaleza puedellevarle a un modo exaltado de sensibilidad. Perocon su ejemplo puede inducir a otros al fantaseo,porque los lectores de viva fantasía y débil entendi-miento sólo alcanzan a ver en él las libertades a quese ha atrevido contrariando la naturaleza real, sinque puedan seguirlo hasta las alturas de su necesi-dad interior. En este punto le ocurre al poeta senti-mental lo que hemos visto en el ingenuo. Comoéste realizaba por su naturaleza cuanto emprendía,el imitador vulgar no está dispuesto a admitir que supropia naturaleza sea guía menos eficaz. De ahí queobras maestras de la especie ingenua tendrán, por locomún, un séquito de los más tontos y sórdidos cal-cos de la naturaleza vulgar; y los modelos de artesentimental, un numeroso ejército de produccionesfantásticas, como puede comprobarse fácilmente enla literatura de cualquier pueblo.

Suelen emplearse con respecto a la poesía dosprincipios que son en sí perfectamente acertadospero que se anulan mutuamente si les darnos elsentido en que por lo común se teman. Del prime-ro, "que la poesía sirve para placer y recreación", yahemos dicho más arriba que favorece no poco lavaciedad y vulgaridad en las obras poéticas; con el

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otro principio, "que la poesía sirve al ennobleci-miento moral del hombre", lo que se propugna es laexaltación. No estará de más ilustrar con algún ma-yor detenimiento ambos principios, con tanta fre-cuencia citados y que tan a menudo se interpretancon total desacierto y se aplican tan inhábilmente.

Llamamos recreación el pasar de una situaciónviolenta a otra que nos es natural Todo estriba aquí,pues, en precisar dónde colocamos nuestro estadonatural y qué entendemos por estado violento. Sicolocamos lo primero, simplemente, en un librejuego de nuestras fuerzas físicas y en el emancipar-nos de toda coacción, entonces cualquier actividadracional, puesto que ejerce resistencia contra la sen-sorialidad, vendrá a ser una violencia que obra sobrenosotros: y en el reposo del espíritu, ligado a movi-miento sensorial, consistirá el verdadero ideal derecreación. Si en cambio situamos nuestro estadonatural en una ilimitada capacidad para toda expre-sión humana y en la facultad de poder disponer conigual libertad sobre todas nuestras fuerzas, cualquierseparación y aislación de estas fuerzas será un esta-do de violencia, y el ideal de recreación será el res-tablecimiento de nuestra naturaleza total después detensiones unilaterales. El primer ideal se impone,

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pues, simplemente por la necesidad de la naturalezasensorial, el segundo por la autonomía de la natura-leza humana. No creo que teóricamente haya queplantearse siquiera el problema de cuál de esas dosespecies de recreación es la que la poesía puede ydebe proporcionar, pues a nadie le gustará aparecercopio si estuviera tentado de posponer el ideal dehumanidad al de animalidad. Sin embargo, las exi-gencias que en la vida real suelen hacerse a las obraspoéticas derivan preferentemente del ideal sensorialy, las más de las veces, aunque no se le tenga encuenta ciertamente para decidir el respeto que setributa a estas obras, se decide por él la inclinación yla elección de las lecturas favoritas. El estado espi-ritual de la mayoría de los hombres es, por unaparte, trabajo tenso y agobiador, y por otra, placeradormecedor. Pero sabemos que lo primero haceque la necesidad sensible de reposar el espíritu y desuspender la acción sea mucho mas apremiante quela necesidad moral de armonía y de una absolutalibertad de obrar, pues debe em-pezarse por satisfa-cer la naturaleza antes que el espíritu pueda plantearuna exigencia; y lo segundo, el placer, ata y paralizalos impulsos morales mismos que debían suscitaraquella exigencia. De ahí que nada sea más perjudi-

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cial a la receptividad de la verdadera belleza que es-tos dos estados de espíritu, harto habituales entrelos hombres, y ello explica por qué son tan pocos,aun entre los mejores, los que tienen juicio acertadoen materia estética. La belleza es producto delacuerdo entre el espíritu y los sentidos; habla a to-das las facultades del hombre a la vez y, por lo tan-to, sólo puede ser sentida y valorada bajo elsupuesto de un uso pleno y libre de todas sus fuer-zas. Debemos aportar sentidos abiertos, corazónensanchado, espíritu fresco y alerta; debemos man-tener reunida dentro de nosotros toda nuestra natu-raleza, lo cual de ningún modo ocurre con quienesestán en sí mismos divididos por el pensar abstrac-to, estrechados por mezquinas fórmulas utilitarias,fatigados por el esfuerzo de atención. Éstos recla-man, sin duda, una materia sensible, pero no paracontinuar en ella el juego de las fuerzas mentales,sino para detenerlo. Quieren ser libres, pero sólo deuna carga que abrumaba su inercia, no de una limi-tación que impedía su actividad.

¿Habrá que extrañarse, pues, de la fortuna quela mediocridad y la vaciedad alcanzan en terrenoestético, y de cómo los espíritus débiles se venganen lo que es verdadera y enérgicamente bello? Bus-

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caban aquí recreación, pero una recreación segúnsus necesidades y según su pobre concepto, y des-cubren con disgusto que se empieza ahora por exi-gibles una manifestación de fuerza, para la cual lesfaltaría quizá capacidad aun en sus mejores mo-mentos. Allí, en cambio, se les da la bienvenida talescomo son; pues por muy poca fuerza que traigan,mucho menor es todavía la que. necesitan paraagotar el espíritu del autor. Allí pueden desembara-zarse, de una vez por todas, de la carga del pensa-miento, y la naturaleza aflojada encuentra ocasiónde regalarse con el goce beatífico de la nada sobrelas blandas almohadas de la chabacanería. En eltemplo de Talía y Melpómene, tal como está insta-lado entre nosotros, reina en su trono la amada dio-sa, recibe en su amplio regazo al erudito de romasensibilidad y al hombre da negocios exhausto, yacuna al espíritu en sueño magnético prestando ca-lor a las sentidos entumecidos y meciendo en dulcemovimiento la imaginación.

¿Y por qué no habría de disculparse en mentesvulgares lo que con bastante frecuencia se da aun enlas mejores? El mejoramiento que la naturaleza exi-ge después de toda tensión continuada, y que ella setoma también espontáneamente (y sólo para tales

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instantes se suele reservar el goce de las obras be-llas), es tan poco favorable para el juicio estético,que entre las clases verdaderamente ocupadas seránpoquísimos los que puedan juzgar de las cosas delgusto con seguridad y, lo que tanto importa en estepunto, con uniformidad. Nada es más comen quever a los eruditos poniéndose en el mayor ridículo,frente a hombres de mundo cultivados, cuando juz-gan sobre la belleza, y especialmente a los aristarcosde oficio convertidos en burla de todos los conoce-dores. Su descuidado sentimiento, ya excesivo, yatosco, los lleva casi siempre por mal camino, y aun-que para defenderlo hayan recogido una que otracosilla en La teoría, sólo les bastará para formar jui-cios técnicos, referentes a la adecuación de la obra asu finalidad, pero no estéticos, que deben siempreabarcar la totalidad y en les cuales la sensibilidaddebe ser por tanto lo decisivo. Si, en fin, consintie-ran en renunciar a los juicios estéticos y se contenta-ran con los técnicos, serían aún de bastante utilidad,pues el poeta en su entusiasma y el lector sensitivoen el memento del goce suelen descuidar con dema-siada facilidad el detalle. Poro tanto más ridículo esel espectáculo cuando estas toscas naturalezas, quecon toda clase de fatigas han conseguido, puliéndo-

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se a sí mismas, perfeccionar a lo sumo una determi-nada aptitud, erigen su mezquina personalidad enrepresentante del sentimiento general y, con el su-dor de su frente, juzgan sobre lo bello.

Al concepto de recreación, a que la poesía debeacceder, se le fijan habitualmente, como hemosvisto, fronteras estrechísimas, pues se le suele refe-rir, de modo demasiado unilateral, a la mera necesi-dad de los sentidos. Precisamente a la inversa, seacostumbra dar al concepto de ennoblecimiento,que el poeta debe proponerse, un alcance exagera-damente amplio, pues se le determina, de modotambién demasiado unilateral, de acuerdo con lamera idea.

Conforme a la idea, en efecto, el ennobleci-miento va siempre hasta lo infinito, ya que la razón,en sus exigencias, no se atiene a las barreras necesa-rias del mundo sensible ni cesa antes de llegar a loabsolutamente perfecto. No le basta cosa alguna porencima de la cual pueda pensares todavía algo másalto; ante su severo tribunal no hay disculpa paraninguna necesidad de la naturaleza finita; no reco-noce otros límites que los del pensamiento, y deéste sabemos que se cierne por sobre todos los lin-des del tiempo y del espacio. Semejante ideal de en-

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noblecimiento, que la razón prescribe en la purezade sus leyes, no ha de imponérselo el poeta comofin, del mismo modo que no ha de imponerse aquelbajo ideal de la recreación, ofrecido por la sensoria-lidad, puesto que debe, ciertamente, liberar la hu-manidad de todas las limitaciones accidentales, perosin suprimir su concepto y sin remover sus fronte-ras necesarias. Todo lo que él se permite más allá deestas líneas es exageración, hacia la cual lo lleva de-masiado fácilmente un malentendido concepto deennoblecimiento. Pero lo malo es que ni él mismopuede elevarse al verdadero ideal del ennobleci-miento humano sin excederse por algunos pasos.Pues para llegar a ese punto, debe abandonar la rea-lidad, ya que sólo puede tomar este ideal, como to-do otro ideal, de fuentes interiores, morales. No esen el mundo que lo rodea y en el tumulto de la vidaactiva donde lo encuentra, sino en su propio cora-zón, y sólo halla su corazón en la quietud de la me-ditación solitaria. Pero este retraimiento de la vidano sólo apartará de su vista las limitaciones acci-dentales de la humanidad, sino también, a menudo,las necesarias e insuperables, y buscando la formapura correrá peligro de perder todo contenido. Larazón obrará demasiado separada de la experiencia,

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y lo que el espíritu contemplativo haya encontradopor la tranquila senda del pensamiento, no lo podrárealizar el hombre activo en el angustioso caminode la vida. Así ocurre generalmente que las circuns-tancias que hacen al exaltado son precisamente lasúnicas capaces de hacer al sabio, y la ventaja de éstequizá consista menos en no llegar a la exaltaciónque en no quedarse detenido en ella.

Así, pues, como no puede relegarse a la parteactiva de los hombres el determinar el concepto derecreación de acuerdo con su necesidad, ni a la partecontemplativa el concepto de ennoblecimiento deacuerdo con sus especulaciones - para que el primerconcepto no resulte demasiado físico y demasiadoindigno de la poesía, y el segundo demasiado hiper-físico y excesivo para ella -; y como sin embargoestos dos conceptos, según enseña la experiencia,rigen el juicio general sobre la poesía y las obraspoéticas, debemos buscar, para que puedan inter-pretarse, una clase de hombres que, sin trabajar, seaactiva y capaz de idealizar sin devaneos, que reúnaen sí todas las realidades de la vida con las menoslimitaciones posibles y que sea llevada por la co-rriente de los sucesos sin dejarse arrebatar por ella.Son los únicos que pueden conservar el bello con-

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junto de la naturaleza humana - destruido momen-táneamente por cualquier trabajo, y continuamentepor una vida de trabajo- y dar leyes, por medio desus sentimientos, al juicio universal, en todo lo quees puramente humano. Problema distinto, que nohay por qué tocar aquí, es decidir si existe en reali-dad semejante clase de hombres o, mejor dicho, si laque existe de hecho en circunstancias exteriores pa-recidas, concuerda también en lo íntimo con eseconcepto. Si no concuerda con él, sólo ha de acu-sarse a sí misma, pues la clase activa opuesta tiene almenos la satisfacción de considerarse víctima de suoficio. En semejante clase (que aquí no hago másque proponer como idea, sin que de ningún modopretenda caracterizarla como hecho) se reunirían elcarácter ingenuo y el sentimental, de suerte que cadauno preservaría al otro de incurrir en su extremo,pues el primero protegería al ánimo contra la exalta-ción, y el otro lo aseguraría contra la flojedad. Por-que debemos, en fin, confesar que ni el carácteringenuo ni el sentimental, tomado cada cual por sísolo, agotan por completo el ideal de humanidadbella, que no puede nacer sino del íntimo enlace deuno y otro.

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Cierto es que mientras elevamos ambos caracte-res al plano poético, como hasta ahora lo hemosencarado, se pierde mucho de las limitaciones queles son inherentes, y aun sucede que su oposición sevuelve también cada vez menos perceptible, en lamedida que adquieren mayor grado de poesía; puesel estado poético es una entidad independiente enque se borran todas las distinciones y todas las defi-ciencias. Pero precisamente porque ambos modosde sensibilidad no pueden coincidir sino en el con-cepto de lo poético, su mutua diversidad y manque-dad se hacen más notables en la medida en quedeponen su carácter poético; y éste es el caso en lavida común. Cuando más descienden a ella, tantomás pierdes de su carácter genérico, que los acercael uno al otro, hasta que en sus caricaturas acabapor no quedar otra cosa que el carácter específicoque los hace oponerse entre sí.

Esto me lleva a señalar un antagonismo psico-lógico muy curioso entre los hombres de un siglo enprogresiva cultura, antagonismo que por ser raigal yestar fundado en la forma íntima del espíritu, pro-voca entre: los hombres una separación peor que laque puede deberse a la pugna ocasional de intereses;que no deja al artista ni al poeta esperanza alguna de

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agradar y conmover a todos, como ciertamente essu misión; que hace imposible para el filósofo, hagalo que haga, convencer a todos, lo que está sin em-bargo implicado en el concepto de sistema filosófi-co; que, en fin, nunca permitirá al hombre, en suvida práctica, ver aprobada por todos su conducta -en suma, una oposición por cuya culpa no hay obracreada por el espíritu ni acto inspirado por el cora-zón que pueda lograr el decidido aplauso de unaclase sin que por eso mismo se atraiga el juicio con-denatorio de la otra. Este contraste es sin duda tanantiguo como los comienzos de la cultura y difícil-mente podrá resolverse antes que ella acabe, comono sea en algunos raros individuos que es de esperarhan existido y existan siempre; pero aunque entresus efectos se cuenta también el de hacer fracasartoda tentativa de avenimiento, porque ninguna delas partes podrá ser inducida a admitir una falta desu lado y una ventaja del otro, siempre se sacarábastante provecho de seguir hasta su última fuenteuna división tan importante y reducir así, por lomenos, a una fórmula más simple el verdadero nú-cleo del conflicto.

El mejor modo de alcanzar el concepto exactode ese contraste es, como acabo de decir, separar

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tanto del carácter ingenuo como del sentimental loque ambos tienen. de poético. Del primero quedapues únicamente, en cuanto a lo teórico, un sobrioespíritu de observación y una firme adhesión al tes-timonio uniforme de los sentidos, y en cuanto a lopráctico, un resignado sometimiento a la necesidad(pero no a la ciega coacción) de la naturaleza; es de-cir, un entregarse a lo que es y debe ser. Del caráctersentimental sólo subsiste, en cuanto a lo teórico, uninquieto espíritu especulativo que persigue lo abso-luto en todo conocimiento, y en cuanto a lo prácti-co, un rigorismo moral que exige lo absoluto en losactos de la voluntad. Quien se incluya en la primeraclase podrá llamarse realista, y quien se incluya en laotra, idealista, nombres a los cuales no ha de aso-ciarse el sentido favorable o despectivo que suelentener en metafísica32

32 Quiero advertir, para prevenir toda falsa interpretación, que con estaclasificación de ningún modo me propongo dar motivo a que se elijaentre lo uno y lo otro, favoreciendo así lo uno con exclusión de lo otro.Precisamente lo que combato es esa exclusión, que encontramos en laexperiencia, y el resultado de las presentes consideraciones será probarque sólo incluyendo ambos con absoluta igualdad es como puede satisfa-cerse la idea racional de lo humano. Por lo demás, tomo a ambos en susentido más digno y en la total plenitud de su concepto, que sólo puedesubsistir si se mantiene su pureza y se ponen a salvo sus diferencias espe-cificas. Se verá también que un alto grado de verdad humana es compa-tible con ambos, y que las desviaciones del uno con respecto al otro

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Puesto que el realista se deja determinar por lanecesidad de la naturaleza, y el idealista se determinapor la necesidad de la razón, debe haber entre am-bos la misma relación que encontramos entre losefectos de la naturaleza y las acciones de la razón.Sabemos que la naturaleza, con ser en su totalidaduna magnitud infinita, se presenta en cada efectoparticular como dependiente y necesitada; sólo en latotalidad de sus manifestaciones es donde expresaun gran carácter independiente. En ella todo lo in-dividual existe, únicamente porque es otra cosa; na-da surge de sí mismo, sino que procede delmomento anterior para llevar a otro posterior. Perojustamente esta interdependencia de los fenómenosasegura a cada uno de ellos su existir mediante elexistir de los demás, y del condicionamiento de susefectos son inseparables su continuidad y necesidad.En la naturaleza nada es libre, pero nada es tampo-co arbitrario.

Y así es precisamente como se nos aparece elrealista, tanto en lo que sabe como en lo que hace.El ámbito de su ciencia y de su actividad se extiendea todo lo que existe de modo condicionado; pero

determinan, sí, una variación en el detalle, pero no en el todo; en la for-ma, pero no en el contenido.

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nunca llega a más que a conocimientos relativos, ylas reglas que forma a base de experiencias aisladasno valen, consideradas en todo su rigor, sino parauna sola vez; si eleva a ley general la regla momen-tánea, se precipitará inexorablemente en el error. Siel realista quiere, pues, en materia de conocimiento,llegar a algo absoluto, debe intentarlo por el mismocamino en que la naturaleza llega a ser un infinito,vale decir por el de la totalidad y el del conjunto dela experiencia. Pero como la suma de la experiencianunca llega plenamente a término, una relativa ge-neralidad es lo más que el realista alcanza en su sa-ber. Apoya su inteligencia de las cosas en larepetición de casos parecidos, y juzgará por eso conacierto en todo aquello que responda a un orden,mientras que en todo lo que se le ofrece por prime-ra vez, su sabiduría regresa al punto de partida.

Lo que es aplicable al saber del realista valetambién para su actividad (moral). Su carácter poseemoralidad, pero ésta, de acuerdo con su conceptopuro, no radica en ninguna acción aislada, sino sóloen la suma total de su vida. En cada caso particularel realista será determinado por causas externas ypor fines externos; pero estas causas no son acci-dentales, ni estos fines son momentáneos, sino que

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por el lado subjetivo fluyen de la totalidad de la na-turaleza y, por el lado objetivo, se refieren a ella.Así, cierto es que los impulsos de su voluntad noson, en sentido riguroso, lo bastante libres, ni mo-ralmente lo bastante puros, porque tienen comocausa otra cosa que la mera voluntad, y como objetootra cosa que la mera ley; pero tampoco son impul-sos ciegos y materialistas, porque esa otra cosa es laabsoluta totalidad de la naturaleza, y por tanto unacosa autónoma y necesaria. Por eso el sentido co-mún humano, que es la parte preferente del realista,se manifiesta de continuo en su pensamiento y ensu conducta. Del caso aislado extrae la regla de sujuicio, de un sentimiento interior la de su acción;pero con feliz instinto sabe separar de ambos todolo momentáneo y accidental. Con este método se lasarregla en general a las mil maravillas, y difícilmentetendrá que reprocharse alguna falla de importancia;sólo que en ningún caso especial podrá tener pre-tensiones de dignidad ni grandeza. Ellas no recom-pensan sino a la autonomía y libertad, y de estovemos huellas demasiado escasas en sus distintosactos.

Muy otra cosa ocurre con el idealista, que sacade sí mismo y de la mera razón sus nociones teóri-

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cas y sus motivos prácticos. Si la, naturaleza aparecesiempre como dependiente y limitada en sus efectosaislados, la razón da inmediatamente a cada acciónindividual el carácter de autonomía y perfección.Todo lo saca de sí misma y todo refiere a sí misma.Lo que se produce por la razón, se produce exclusi-vamente por ella; todo concepto que propone y to-da resolución que determina son magnitud absoluta.Y así también se nos presenta el idealista - en la me-dida en que lleva con justicia ese nombre- tanto ensu saber como en su actuar. No contento con no-ciones sólo válidas bajo determinados supuestos,trata de penetrar hasta las verdades que ya no pre-suponen nada y que son el supuesto previo de todolo demás. Lo único que le satisface es la intuiciónfilosófica que refiere todo saber condicionado a unsaber absoluto y que afianza toda experiencia a loque hay de necesario en el espíritu humano; las co-sas a que el realista somete su pensamiento, el idea-lista tienen que sometérselas a si mismo y a sufacultad pensante. Y lo hace con pleno derecho,pues si las leyes del espíritu humano no fuesen tam-bién las leyes del universo, si la razón misma acaba-ra por estar sometida a la experiencia, seríaimposible toda experiencia.

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Pero puede haber llegado a verdades absolutassin que esto le haya valido mucho en pro de sus co-nocimientos. Porque aunque en definitiva todo estásujeto a leyes necesarias y generales, cada hecho in-dividual se rige según reglas ocasionales y particula-res, y en la naturaleza todo es individual. Puedesucederle, pues, que con su saber filosófico domineel todo sin que con ello haya ganado nada para loparticular, para la práctica; más aún, en su ambiciónde llegar siempre a las razones supremas, por lascuales todo se hace posible, es fácil que descuide lasrazones próximas, por las cuales todo se hace real;al dirigir siempre su atención hacia lo general, queiguala entre sí los casos más diversos, es fácil quepierda de vista lo particular, que los distingue unosde otros. Podrá así abarcar muchísimo con su saber,y quizás por eso mismo comprender poco y perdera menudo en visión de profundidad lo que gane envisión de conjunto. De ahí que, si el entendimientoespeculativo desprecia al común por su limitación,el entendimiento común se burla del especulativopor su vacuidad, ya que los conocimientos pierdensiempre en precisión lo que ganan en amplitud.

Desde el punto de vista moral encontraremosen el idealista una moralidad más pura en lo indivi-

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dual, pero una uniformidad moral mucho menor enconjunto. Como sólo puede llamarse idealista encuanto toma de la razón pura sus motivos de de-terminación, y como, por otra parte, la razón apare-ce absoluta en cada una de sus manifestaciones, susactos particulares, si es que han de ser morales, lle-van ya todo el carácter de la autonomía y libertadmorales; y supuesto que en la vida real quepa unaacción verdaderamente ética, capaz de hacer frentehasta a un juicio riguroso, sólo podrá ejecutarla elidealista. Pero cuanto más Dura es la moralidad desus distintas acciones, Tanto más accidental es tam-bién; pues aunque la continuidad y necesidad soncaracterísticas de la naturaleza, no lo son de la li-bertad. Desde luego, no es que el idealismo puedaentrar en conflicto con la moralidad, lo cual seriacontradictorio, sino que la naturaleza humana no essiquiera capaz de un idealismo consecuente. Mien-tras el realista, aun en su actividad moral, se subor-dina tranquila y uniformemente a una necesidadfísica, el idealista debe tomar impulso, debe exaltarmomentáneamente su naturaleza, y nada puede sinentusiasmo. Cierto que entonces su capacidad estanto mayor y su conducta mostrará un carácter deelevación y grandeza que en vano buscaríamos en

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los actos del realista. Pero la vida real no se prestade modo alguno para despertar en él ese entusias-mo, y mucho menos para alimentarlo uniforme-mente. Frente a la grandeza absoluta de la cual partecada vez, la pequeñez absoluta del caso individual alcual ha de aplicarse ofrece un contraste demasiadofuerte. Como su voluntad, en cuanto a la forma,está siempre orientada hacia el todo, no querrá, encuanto a la materia, dirigirla hacia lo fragmentario; ysin embargo, las más veces, es sólo por realizacionesmenudas como puede demostrar su disposiciónmoral. Y no es raro que por el ideal ilimitado pierdade vista el limitado caso práctico y que, lleno su es-píritu de un máximo, descuide el mínimo, pese aque sólo de este mínimo proviene toda grandeza enla realidad.

Si se quiere pues hacer justicia al realista, hayque juzgarlo teniendo en cuenta todo el conjunto desu vida; si se trata en cambio del idealista, hay queatenerse a determinadas expresiones suyas, peropreviamente elegidas. Por eso el juicio común, quetanto gusta de decidir por el caso aislado, guardaráante el realista un silencio indiferente, porque susdistintos actos vitales ofrecen tan poca materia parael elogio como para la censura; en cambio tomará

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siempre partido ante el idealista y se dividirá entre elrechazo y la admiración, porque en lo singular estásu debilidad y su fuerza.

Es inevitable que, dada una diversidad tan gran-de de principios, ambas partes estén a menudo endirecta oposición en sus juicios, y aunque coincidanen los objetos y resultados, diverjan en las razones.El realista preguntará para qué es buena la cosa, ysabrá estimarla según su valor; el idealista pregunta-rá si es buena, y la valorará según su dignidad. ELrealista ni sabe ni se preocupa mucho de aquelloque tiene en sí mismo su valor y su fin (excepto,naturalmente, la totalidad); en cuestiones de gustofavorecerá al placer, en cuestiones de moral a la feli-cidad, aunque no la erija en condición de la con-ducta moral; tampoco en religión se inclina a olvidarsu provecho, sólo que lo ennoblece y santifica comoideal del supremo bien. El realista perseguirá la di-cha de aquello que ame, el idealista su ennobleci-miento. Si el realista, pues, en sus tendenciaspolíticas mira al bienestar, aun cuando con ello sufraalgún detrimento la independencia moral del pue-blo, el idealista tendrá siempre como norte la liber-tad, aunque peligre el bienestar. Para el primero lameta suprema es la situación independiente, para el

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otro la independencia con respecto a la situación, yesta característica diferencia puede seguirse a travésde sus respectivas maneras de pensar y de obrar.Por eso el realista demostrará siempre su afecto aldar, el idealista al recibir. Con lo que cada cual sacri-fique magnánimamente, revelará qué es lo que másaprecia. El idealista repara las fallas de su sistemacon su propia individualidad y su situación tempo-ral, pero no tiene en cuenta ese sacrificio; el realistapaga las fallas del suyo con su dignidad personal,pero ni advierte este sacrificio. Su sistema pruebaser eficaz en todas las cosas de que él tiene noticia ynecesidad: ¿qué le importan los bienes que ni siquie-ra sospecha y en que no tiene fe alguna? Le bastacon poseer, con que la tierra sea suya, y con quehaya luz en su entendimiento y la satisfacción llenesu pecho. El idealista está muy lejos de tener tanbuen destino. Como si fuera poco el estar muchasveces desavenido can la dicha porque olvidó hacerdel instante su amigo, entra también en conflictoconsigo mismo; ni su saber ni su obrar pueden bas-tarle. Lo que exige de sí es un infinito, pero todo loque hace es limitado. Esta severidad que demuestracontra sí mismo, tampoco la niega en su conductapara con los otros.

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Cierto que es magnánimo, porque, frente a losdemás, recuerdan menos su propia persona; pero esmuchas veces injusto, porque con la misma facilidadpasa por alto la persona en los otros. En cambio elrealista es menos magnánimo, pero es más justo,porque juzga todas las cosas más bien en su Limita-ción. Puede perdonar lo vulgar y aun lo vil en elpensamiento y en la acción, pero no lo arbitrario, loexcéntrico; mientras que el idealista es enemigo ju-rado de todo lo mezquino y trivial y se reconciliaráhasta con lo extravagante y monstruoso, siempreque sea testimonio de una gran capacidad. El uno semuestra amigo de los hombres sin que por eso ten-ga muy alta idea de los hombres y de la humanidad;el otro tiene tan elevado concepto de la humanidadque corre peligro de despreciar a los hombres.

El realista por sí solo nunca hubiera ensanchadoel ámbito de la humanidad más allá de los límites delmundo sensible ni hubiera revelado al espíritu hu-mano su grandeza autónoma y su libertad; todo loque en la humanidad hay de absoluto no pasa de serpara él una hermosa quimera y el creer en ello no leparece mucho mejor que un desvarío, porque nuncacontempla al hombre en su pura capacidad, sinoúnicamente en un obrar determinado y por lo tanto

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limitado. Pero en cambio, el idealista por sí solo nohubiera cultivado las fuerzas sensibles ni hubieraperfeccionado al hombre como ser natural, lo quees sin embargo parte igualmente esencial de su des-tino, y condición de todo mejoramiento moral. Laaspiración del idealista rebasa con demasiado excesola vida sensible y el presente; no quiere sembrar yplantar sino para el Todo, para la Eternidad y, alhacerlo, olvida que el todo es sólo el ciclo completode lo individual y que la eternidad no es más queuna suma de instantes. El mundo tal como el rea-lista quisiera configurarlo en torno suyo, y de hecholo configura, es un jardín bien dispuesto donde todosirve, donde todo merece su lugar y de donde sedestierra lo que no rinde fruto; el mundo en manosdel idealista es una naturaleza menos utilizada, perorealizada de acuerdo con una concepción de mayorgrandeza. Al primero no se le ocurre que el hombrepuede existir para otra cosa que para vivir bien y agusto, ni que deba echar raíces sólo para que sutronco se eleve a las alturas. EL otro no piensa queantes que nada debe ciertamente vivir para tenersiempre pensamientos buenos y nobles y que, cuan-do las raíces faltan, se pierde también el tronco.

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Si en un sistema se omite un elemento cuyaexistencia es sin embargo en la naturaleza una nece-sidad urgente e inevitable, la naturaleza sólo podrásatisfacerse mediante una inconsecuencia contra elsistema. De una inconsecuencia semejante resultanculpables también, aquí ambas partes, y ella de-muestra al mismo tiempo, si es que hasta ahora pu-do parecer dudoso, la unilateralidad de uno y otrosistema y el rico contenido de la naturaleza humana.En lo que toca al idealista, no necesito siquiera pro-bar expresamente que debe por fuerza salirse de susistema en cuanto se propone un efecto determina-do, pues toda existencia determinada está sujeta acondiciones temporales y se rige por leyes empíri-cas. Con respecto al idealista, por el contrario, po-dría surgir la duda de si no puede satisfacer yatambién dentro de su sistema todas las exigenciasnecesarias de la humanidad. Si se pregunta al realis-ta: ¿por qué haces lo que está bien, y sufres lo quees necesario?, contestará, dentro del espíritu de susistema: porque la naturaleza lo implica, porque asídebe ser. Pero con estola pregunta no queda de nin-gún modo contestada, porque no se trata de lo quela naturaleza implica, sino de lo que el hombre quie-re, ya que también puede él no querer lo que debe

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ser. Cabe, pues, replicarle con esta otra pregunta: ¿ypor qué quieres lo que debe ser? ¿por qué tu librevoluntad se somete a esa necesidad natural, ya quede la misma manera (aunque sin éxito, cosa que aquíno nos interesa) podría oponérsele, y en millones dehermanos tuyos se le opone en efecto? No puedesdecir que es porque todos los demás seres naturalesse le someten, pues sólo tú tienes una voluntad, másaún, sientes que tu sometimiento ha de ser volunta-rio. Así, pues, te sometes cuando ello ocurre libre-mente- no a la necesidad natural misma, sino a suidea; porque aquélla te constriñe sólo ciegamente,como constriñe al gusano; pero nada puede contratu voluntad, ya que tú, aun aniquilado por ella, pue-des tener una voluntad distinta. Pero ¿de dónde sa-cas esa idea de la necesidad? Me figuro que no de laexperiencia, que sólo te ofrece efectos naturalesaislados, pero no una Naturaleza (como totalidad), ysólo realidades particulares, pero no una Necesidad.Así es que siempre que quieres obrar moralmente, oal menos no sufrir con ciega pasividad, trasponeslos lindes de la naturaleza y tomas una determina-ción idealista. Es pues evidente que el realista obrade manera más digna que lo que él admite conformea su teoría, así como el idealista piensa de manera

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más sublime que la de su obrar. Sin confesárselo a símismo, el uno demuestra por toda la actitud de suvida la autonomía de la naturaleza humana, y elotro, por actos aislados, su indigencia.

Después de lo expuesto (cuya veracidad podráadmitir también quien no acepte las conclusiones),el lector atento e imparcial me dispensará de tenerque demostrar que el ideal de la naturaleza humanase reparte entre ambos, sin que ninguno de los doslo alcance plenamente. Tanto la experiencia como larazón tienen cada una sus propios fueros y ningunapuede invadir los dominios de la otra sin provocardañosas consecuencias para el estado interior o ex-terior del hombre. La sola experiencia puede ense-ñarnos lo que existe bajo determinadas condiciones,lo que acaece bajo determinados supuestos, lo quetiene que ocurrir para determinados fines. En cam-bio la sola razón puede enseñarnos lo que vale in-dependientemente de toda condición y lo que debeser necesario. Si con nuestra mera razón pretende-mos indagar en torno a la existencia exterior de lascosas, no haremos más que caer en un juego vacío yel resultado se perderá en la nada; pues toda exis-tencia está sujeta a condiciones, y la razón determi-na incondicionalmente. Si dejamos, en cambio, que

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un suceso accidental decida sobre lo que ya va im-plicado en el concepto puro de nuestro propio ser,hacemos de nosotros mismos un vano juego delazar, y será nuestra personalidad lo que se resuelvaen la nada. En el primer caso se pierde, pues, el va-lor (el contenido temporal) de nuestra vida, en elsegundo su dignidad (su contenido moral).

Cierto que hasta aquí hemos concedido al rea-lista un valor moral y al idealista un contenido deexperiencia, pero sólo en la medida en que uno yotro no proceden con entera consecuencia, y encuanto que la naturaleza obra en ellos más podero-samente que el sistema. Pero aunque ninguno de losdos responda del todo al ideal de la humanidad per-fecta, hay sin embargo entre ellos la importante di-ferencia de que el realista, si es cierto que nosatisface en ningún caso aislado el concepto racionalde humanidad, nunca contradice en cambio su con-cepto intelectual, mientras que el idealista, si en ca-sos aislados se acerca más al supremo concepto dela humanidad, muchas veces, por el contrario, nollega a alcanzar siquiera su concepto más bajo. Peroen la vida práctica importa mucho más que el todosea humanamente bueno, de modo uniforme, y notanto que lo particular sea divino, pero por acci-

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dente; y si el idealista es, pues, más indicado paradespertar en nosotros un gran concepto de las posi-bilidades de la humanidad y para inspirarnos respetopor su destino, sólo el realista puede realizarlo con-tinuadamente en la experiencia y mantener la espe-cie en sus límites eternos. Aquél es ciertamente unser más noble, pero mucho menos perfecto; éste,aunque parezca siempre menos noble, es en cambiotanto más perfecto, pues aunque ya hay nobleza enel dar muestras de una gran capacidad, la perfecciónestá sin duela ea la actitud total y en la acción efecti-va.

Lo que vale para los dos caracteres en su mejorsentido, resulta más patente aún en sus respectivascaricaturas. El verdadero realismo es benéfico ensus efectos, sólo que menos noble en su fuente; elfalso es despreciable en su fuente y apenas menospernicioso en sus efectos. Pues el verdadero realistase somete, sí, a la naturaleza y a su necesidad; pero ala naturaleza como un todo, a su necesidad eterna yabsoluta, no a sus ciegas y momentáneas coaccio-nes. Abraza y obedece libremente a su ley, y siempresubordinará lo individual a lo general; de ahí que enel resultado final no pueda menos de coincidir conel verdadero idealista, por muy diverso que sea el

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camino tomado por uno y otro. En cambio el empí-rico vulgar se somete a la ,naturaleza como a unafuerza, entregándose a ciegas y sin discernir. Susjuicios, sus afanes se limitan a lo particular; cree ycomprende sólo lo que toca; estima sólo aquello quelo mejora sensorialmente. Por eso, también, no esmás que lo que las impresiones externas quieranhacer accidentalmente de él; su personalidad estásofocada, y como hombre no tiene absolutamenteningún valor ni dignidad. Pero como cosa siguesiendo siempre algo, puede siempre servir para algo.Justamente la naturaleza, a la cual se entrega ciega-mente, no le deja hundirse del todo; sus límiteseternos lo protegen, sus inagotables recursos lo sal-van, no bien renuncia a su libertad sin reserva.Aunque en esta situación no reconoce leyes, las le-yes, ignoradas, imperan sobre él, y por más que susesfuerzos aislados estén en conflicto con el todo,éste sabrá afirmarse infaliblemente en su contra.Muchos hombres hay, y hasta pueblos enteros, queviven en ese despreciable estado. Perduran por gra-cia de la ley natural, sin personalidad alguna, y portanto, sólo son buenos para algo; pero el mero he-cho de que viven y perduran demuestra que ese es-tado no carece totalmente de contenido.

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Si en cambio ya el verdadero idealismo es inse-guro y a menudo peligroso en sus efectos, el falso esterrible en los suyos. El verdadero idealista abando-na la naturaleza y la experiencia sólo porque ahí noencuentra lo inmutable y lo incondicionalmente ne-cesario, a que la razón le ordena tender; el fantasea-dor abandona la naturaleza por pura arbitrariedad,para poder ceder tanto más desatadamente a la por-fía de los apetitos y a los caprichos de la imagina-ción. No hace residir su libertad en la independenciacon respecto a las coacciones físicas, sino en el libe-rarse de las coacciones morales. El fantaseador,pues, no sólo niega el carácter humano, sino todocarácter; carece de toda ley y, por tanto, ni es nadani sirve tampoco para nada. Pero precisamente por-que la extravagancia de fantasía no es un desordende la naturaleza sino de la libertad, - es decir, quebrota de una disposición estimable que puede per-feccionarse hasta lo infinito -, es por lo que llevatambién a una infinita caída, a un abismo sin fondo,y sólo puede acabar en un total aniquilamiento.

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DE LA GRACIAY

LA DIGNIDAD

PREFACIO

Todo poeta, digno en verdad de este título, tie-ne que haberse formulado alguna vez el problemasobre la teoría de su arte: las condiciones de su ins-piración, la forma y el contenido de su producción,su concepto de lo bello y la finalidad de sus afanes.Pero difícilmente se encontrará en la historia de laliteratura otro ejemplo como el de Schiller, o sea unpoeta que, voluntariamente - no por debilitamientode su inspiración poética- suspenda, durante más dedos lustros, su trabajo creador para llegar, vencien-do todos los obstáculos con tesón inquebrantable, a

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un concepto claro y definido de su arte y lograr asíla individualidad y perfección imperecederas de suobra poética madura.

Mas no fueron sólo sus bellos dramas y sus pro-fundas poesías filosóficas fruto de este trato pa-ciente con la severa Urania. A medida que ahondabasus investigaciones, cuya base tendremos que buscaren sus estudios filosóficos en la Academia Carolina,documentados con su disertación Sobre la relaciónde la naturaleza animal del hombre con la espiritual,puso en evidencia sus resultados en su correspon-dencia con Korner, Humboldt y Goethe, y en unaserie de tratados. El concepto estético de Schillerfluye no solamente de sus obras poéticas, sino queestá fijado en términos inequívocos en sus trabajosen prosa, los más importantes de los cuales son, enorden cronológico: El teatro considerado como unainstitución moral, Cartas filosóficas, Sobre la causade la emoción trágica, Del arte trágico, De la graciay la dignidad, Sobre lo patético, Observacionessueltas sobre diversos ternas estéticos, Cartas sobrela educación estética del hombre, De los límites ne-cesarios en el empleo de las bellas formas, Poesíaingenua y poesía sentimental, Sobre lo sublime,Pensamientos sobre el empleo de lo vulgar y de lo

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bajo en el arte, y finalmente el prólogo de La noviaole Messina.

Ahora bien: ¿qué indujo a nuestro poeta, cuyosdramas de juventud habían tenido un éxito reso-nante, a fijarse a sí mismo este paréntesis tan pro-longado en su producción poética.? La respuesta lahallamos en su juicio sobre las poesías de Bürgerque es, al mismo tiempo, una implacable crítica desu propia obra juvenil, al expresar su convicción deque "todo lo que puede dar el poeta es su personali-dad"33. Sólo de un espíritu maduro y perfecto puedefluir lo maduro y lo perfecto. Ningún talento, porgrande que sea, puede dar a su arte lo que falta alcreador, y la principal aspiración del poeta tiene queser, pues, la de ennoblecer su personalidad tantocomo sea posible y elevarla a la más pura y sublimehumanidad. Las contingencias de la vida no debeninfluir en la obra del poeta, falla de la cual adolecen,precisamente, las primeras producciones de Schiller."Sólo del alma serena y tranquila nace la perfección.La lucha con las situaciones externas y la hipocon-dría que paraliza del todo cualquier fuerza del espí-

33 La prosa de Schiller, tan genuinamente alemana en su fondo y en suforma. ofrece serios obstáculos al traductor. Me he visto obligado porello a sacrificar: a veces, la elegancia de la versión castellana en aras de laexactitud en la expresión de los pensamientos de, nuestro poeta.

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ritu, no deben pesar en el ánimo del poeta, quiendebe librarse del presente y elevarse, libre y audaz, almundo de los ideales".

La sombra del titán de Weimar, al proyectarsesobre el sendero de nuestro poeta, inspírale esasreflexiones. Comparando su personalidad con la deGoethe, advierte, ya que como genio poético se creeequivalente, lo que le falta para llegar a su altura: suserenidad, su armonía, su culto por las formas y suclaridad, lejos de todo misticismo y afectación.

Por tres caminos trata de subsanar estas fallas,una vez resuellos los problemas más inmediatos desu vida con la cátedra en la universidad de Jena y elsubsidio del duque de Holstein-Augustenburg: porel estudio de la historia universal, "sub specie aeter-nitatis", a la manera de Herder, para dar a sus obrasun contenido adecuado; por una dedicación intensi-va a las letras clásicas griegas, para darles una formaadecuada; y por el conocimiento de la filosofía kan-tiana, para conseguir la síntesis de contenido y for-ma y una finalidad adecuada.

Lo primero le facilitó su cargo docente comoprofesor de historia universal, y sus frutos más va-liosos son la Historia de la guerra de Treinta Años yla de La rebelión de los Países Bajos.

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Para familiarizarse con las letras griegas leeSchiller, que se había formado únicamente con lalectura de autores modernos, como Rousseau yShakespeare, no sólo a Homero y las obras maestrasdel teatro griego en traducciones latinas y francesas,sino que no descansa hasta dominar el griego conperfección para poder traducir la Ifigenia en Aulis yLas Fenicias de Eurípides en yambos alemanes. Seimbuye del espíritu de la tragedia griega, aunque suconcepto de la cultura helénica no pudo ser otroque el corriente en el siglo XVIII, preconizado porWinckelmann, que había glorificado a Grecia comoel paraíso perdido de la humanidad, radiante de soly de alegría, con una civilización "de simplicidadnoble y serenidad - grandiosa". Esta concepciónapolínea de la cultura helénica fue destruida porHólderlin, quien encontró en ella el elemento "dio-nisíaco", recogido más tarde por Nietzsche y con-firmado por la arqueología moderna. El resultadode su trato con los autores clásicos es La novia deMessina.

De la filosofía kantiana, finalmente, se apropia,en un estudio paciente de varios años, ayudado porsu convivencia con el profesor de filosofía de Jena,Reinhold, y sus discípulos. No deja la Crítica del

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juicio hasta haber transformado sus nociones obs-curas de estética en conceptos claros y afirmado losfundamentos de una concepción del mundo tansólidamente como para poder construir sobre elloslas obras de su madurez. Los frutos sazonados de sulabor tenaz son los tratados filosóficos que hemoscitado más arriba, prescindiendo de algunos de me-nor importancia, y cuyo estudio abordaremos ahora.

Es necesario insistir aquí sobre el hecho de queel interés filosófico de Schiller es mucho más prácti-co y estético que teórico, consecuencia lógica de lascausas que lo incitaron a ocuparse de la filosofía. Suindividualidad impulsiva lo lleva siempre a buscar,más allá de los limites de la teoría, tanto en el artecomo en la vida, los últimos fines del ser. Necesitala teoría solamente para fundamentar y motivar suspostulados estético morales. Por eso empieza suestudio de Kant por la Crítica de la razón práctica,dejando de lado la Crítica de la razón pura.

El estudio sobre la Relación de la naturalezaanimal del hombre con la espiritual es una mezclade ideas de la escuela leibniz-wolffiana y de Shaftes-bury. Espíritu y materia (o naturaleza) se contrapo-nen; su unidad se afirma en el hombre y en eluniverso como "Idea". En las Cartas filosóficas ex-

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plica esta unidad en el individuo, siguiendo la teoríaleibniziana de las mónadas. Su fin común es la su-prema felicidad.

En la conferencia El teatro considerado comoinstitución moral, leída en Mannheim el año 1784,vemos a Schiller todavía enteramente dentro delconcepto del "ars ancilla morum", que perdura aúnen el ya citado juicio sobre las poesías de Bürger, de1790, cuando dice que el poeta debe ennoblecer supersonalidad. Entiende por ello la elevación moral,y la palabra "ennoblecer" es para él sinónimo de"mejorar". Pone el arte dramático al lado de la reli-gión y de las leyes como fuerzas morales que influ-yen en el corazón humano. Le atribuye un efectomás duradero y más profundo que a aquéllas, ya quela representación visible impresiona más poderosa-mente que la letra muerta y el relato frío. Ante elespectáculo dramático se agranda el hombre yaprende a despreciar la fuerza tan temida del destinoy soportarla con dignidad. El carácter demasiadoblando se endurece y, en cambio, en el bárbaro sedespierta el sentimiento. Una simpatía universalabraza a los espectadores, que, olvidándose de símismos y del mundo que los rodea, se aproximan a

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su origen divino. Un solo sentimiento se impone:"ser hombre".

Si esta idea de la simpatía universal la volvemosa encontrar en su Himno a la alegría y la definicióndel estado estético la recogerá y ampliará en todossus tratados posteriores como el lazo común entrelas dos naturalezas que luchan en el hombre, el es-tado físico y moral, cuya armonía es el fin de la edu-cación estética.

En su poema Los dioses de Grecia aparece, porvez primera, el concepto de que esta armonía habíaexistido en "La aurora de la humanidad", teoría muydiscutida y discutible, que Schiller debe a Rousseau.En Los artistas separa ya, resueltamente, el arte de lamoral y de la ciencia, afirmando que sólo por élpuede llegarse a lo bueno y a lo verdadero. Señala, almismo tiempo, a los artistas su augusto destino: "Ladignidad humana está en vuestras manos." Estepoema puede considerarse, en realidad, como elpunto final de la filosofía juvenil de Schiller y lostratados posteriores emanan ya, directamente, desus estudios kantianos.

En Sobre la causa de la emoción trágica rechazacon mayor energía aún la teoría de que el arte tengapor finalidad lo moralmente bueno, atribuyéndole

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en cambio el placer como su verdadero fin, si bien,para conseguirla perfectamente, tenga que tomar elcamino de la moralidad: el placer es el fin, la moralel medio. La fuente de todo placer es la finalidad. Elplacer es sensual, si la finalidad no se conoce por lasfuerzas representativas, siendo, al contrario, la sen-sación del placer una consecuencia física de la ley dela necesidad. El placer es libre, si nos representamossu finalidad y si una sensación agradable acompañaa la representación. Todas las representaciones,pues, por las cuales percibimos armonía y finalidad,son fuentes de un placer libre y, por tanto, aptaspara ser empleadas en el arte. Lo bueno es materiade nuestra razón; lo verdadero y lo perfecto, delentendimiento; lo bello, del entendimiento y de laimaginación. Si bien las diferentes fuentes del placerse entremezclan, podemos distinguir aquellas artesque satisfacen, con preferencia, al entendimiento y ala imaginación y que tienen por fin principal lo ver-dadero, lo perfecto y lo bello como "artes del gus-to", de aquellas que ocupan, preferentemente, laimaginación y la razón, persiguiendo lo bueno, losublime y lo emocionante como "artes del senti-miento".

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No puede haber emoción sin belleza, pero sibelleza sin emoción. Lo conmovedor y lo sublimeconcuerdan en que producen un goce por un dolor.Lo sublime consiste, de un lado, en el sentimientode nuestra impotencia para abarcar un objeto; delotro, en el sentimiento de nuestra superioridad quesomete espiritualmente al objeto, ante el cual su-cumben nuestras fuerzas sensibles. Lo conmovedorproduce una sensación mixta de sufrimiento, y deplacer en el sufrimiento.

La finalidad moral y todo el poder de la ley mo-ral se demuestran con claridad cuando están en lu-cha con todas las demás fuerzas naturales y cuandotodas pierden su poder sobre el corazón humanoante ella. Por fuerzas naturales se comprende todolo que no es moral, es decir, sensaciones, instintos ypasiones, lo mismo que la necesidad física y el des-tino. Preferimos en nuestro espíritu la representa-ción de la finalidad moral antes que la natural.

Al proponerse el poeta despertar el sentimientode la finalidad moral y al elegir para ello los mediosapropiados, tiene que complacer al conocedor do-blemente: por la finalidad moral y por la natural.Con la primera satisface al corazón, con la segundaal entendimiento.

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En el tratado Del arte trágico afirma Schillerque conocemos solamente dos fuentes del placer: lasatisfacción del instinto de la felicidad y el cumpli-miento de las leyes morales. EL placer puede seruna finalidad mediata para la naturaleza, pero tieneque ser la suprema para el arte. El arte realiza sufinalidad imitando a la naturaleza, cumpliendo lascondiciones bajo las cuales se hace posible el placeren la realidad y reuniendo las disposiciones disper-sas de la naturaleza para esta finalidad, según unplan razonable para hacer de la finalidad mediata deaquélla la finalidad suprema. EL arte trágico imitará,pues, la naturaleza en aquellos actos que puedandespertar con preferencia el afecto compasivo.

La tragedia es la imitación poética de una seriecoherente de acontecimientos, es decir, una accióncompleta, que nos muestra hombres en un estadode sufrimiento, y tiene por objeto despertar nuestracompasión. La finalidad de la tragedia es la emo-ción; su forma, la imitación de una acción que llevaal sufrimiento. La tragedia será perfecta cuando laforma trágica despierte mejor el afecto compasivo, ycuando esta compasión sea menos efecto de la ma-teria que de la forma.

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El hecho de admitir Schiller sólo dos fuentes delplacer estético, la satisfacción del impulso hacia lafelicidad y el cumplimiento de las leyes morales, esdecir, sensualidad y moralidad, demuestra que nohabía entendido aún bien la teoría de Kant sobre elsentimiento estético, quien lo comprende como unsentimiento de lo suprasensible. "No es naturalezani tampoco libertad, pero, sin embargo, está enlaza-do con la base de la última, a saber, en lo suprasen-sible, en el cual la facultad teórica está unida con lapráctica de un modo común y desconocido. El jui-cio se da a si mismo la ley en consideración de losobjetos de una satisfacción tan pura, como la razónlo hace en consideración de la facultad de desear."

Schiller mismo lo comprendió así, insistiendoen su empeño de asimilar totalmente la teoría kan-tiana. El primer resultado de esta ímproba tarea son.sus cartas a Korner, de principios del año 1793Kant había negado terminantemente la posibilidadde un principio objetivo en el juicio del gusto. PeroSchiller no se conforma con encarar lo bello sólocomo una actitud subjetiva del espíritu humano. Selanza en busca de un principio objetivo, como unanecesidad para su personalidad artística. Creyó ha-berlo hallado en su definición de la belleza como

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"libertad en el fenómeno", análoga a la "libertad enla acción" en el mundo moral. En el mundo sensibleaquella forma que aparece determinada por sí mis-ma es una representación de la libertad. Represen-tada se llama una idea que es unida a una intuiciónbajo la misma regla del conocimiento. "Libertad enel fenómeno" es, pues, la autodeterminación en unobjeto, en tanto se manifiesta por la intuición. En lalucha entre la forma y la materia reconoce Schillercomo bello aquellos fenómenos que reflejan la su-blime idea de la autodeterminación.

La idea de la libertad se convierte así en el ejecentral de todo el pensamiento de nuestro poeta: labelleza es la representación de la idea de la libertad.Sobre esta definición funda su teorice del arte, exi-giendo que la forma pura del objeto debe imponerseen su lucha con la naturaleza de la materia y del ar-tista.

Todo arte depende de reglas, de la "técnica".Pero no queremos ver las reglas, sino que la obradebe aparecer como libremente surgida de sí misma."Belleza es naturaleza en la técnica". Este axiomavale tanto para las bellezas orgánicas de la naturale-za como para las obras de arte. Lo que importa es larepresentación de la forma. La materia no debe for-

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zar a la representación ni entreverse la subjetividaddel artista. El estilo es la suprema independencia dela representación de todas las determinaciones sub-jetivas y objetivamente contingentes. En la poesíadebe, pues, lo que se quiera representar, adquirir suforma, a pesar de todas las trabas que puedan tenderel lenguaje y la materia, y presentarse delante de laimaginación con toda su verdad, vida y personali-dad.

La originalidad del pensamiento de Schiller con-siste en la manera como relaciona lo bello con lomoral, conservando, sin embargo, cada uno su ca-rácter propio. Lo bello en el mundo sensible es elmejor símbolo de cómo debe ser el reino moral.Pudo así determinar más claramente los límites en-tre el arte y la moral y consiguió una visión exactade las relaciones entre el mundo estético y el ético,al fun, damentar la estética sobre la idea de la liber-tad, cuya fijación es el objeto principal de la ética.

En su carta a Korner, del18 de febrero de 1793,resume el poeta su posición con respecto a la filoso-fía kantiana.: "Ciertamente ningún mortal pronun-ció jamás una palabra más grandiosa que aquella deKant, que es al mismo tiempo el contenido de todasu filosofía. ¡Determínate a ti mismo, y aquella otra

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en la filosofía teórica: la naturaleza está bajo la leydel entendimiento. Esta grandiosa idea de la auto-determinación nos la reflejan ciertos fenómenos dela naturaleza, a los cuales llamamos "belleza".

El tratado De la gracia y la dignidad aparecidoen 1793, es ya un fruto maduro del cultivo de la fi-losofía kantiana, en el cual aplica su definición de labelleza a la figura humana.

Partiendo de la mitología griega distingue dosclases de belleza: la gracia, o sea la belleza en el mo-vimiento, que es, por un lado, objetiva, es decir,pertenece al objeto mismo y no sólo a la maneracomo lo percibimos, y, por el otro, contingente enel objeto, lo cual significa que el objeto subsisteaunque le quitemos esta calidad (La gracia es priva-tiva del hombre, pues pertenece exclusivamente aaquellos movimientos voluntarios o libres que sonLa expresión del sentimiento moral. Es una bellezaque no es dada por la naturaleza, sino por el alma,es decir, producida por el sujeto mismo. Es la belle-za de la forma bajo la influencia de la libertad, de-terminada por la personalidad. Puede atribuirsesolamente al movimiento, pues un cambio en el al-ma puede manifestarse en el mundo sensible úni-camente como movimiento) y la belleza

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arquitectónica, formada por la naturaleza según laley de la necesidad, determinada únicamente por lasfuerzas físicas. El juicio estético la aísla, por com-pleto, de sus fines y sólo lo que pertenece de inme-diato y particularmente al fenómeno se admite en larepresentación de la belleza. Por consiguiente, labelleza arquitectónica del hombre no realza su dig-nidad.

Lo bello es objetivamente limitado por las con-diciones naturales y es un mero efecto del mundosensible, pero subjetivamente se transporta lo belloal mundo inteligible, porque la razón hace del efectodel mundo sensible un uso trascendental. La bellezaes, por consiguiente, ciudadana de dos mundos, deuno por nacimiento, del otro por adopción. Y así seexplica que el gusto, como facultad de juzgar lo be-llo, se porte en medio del espíritu y de la sensibili-dad. Une los dos en una feliz armonía, consiguepara lo material el respeto de la razón y para lo ra-cional la inclinación de los sentidos, eleva las intui-ciones a ideas y convierte al mundo sensible, encierto modo, en un mundo de la libertad.

Pueden existir tres relaciones entre la parte sen-sible y la racional del hombre:

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1) El hombre suprime los postulados de su na-turaleza sensible para conducirse de acuerdo con losde su naturaleza racional.

2) Hace lo contrario y sigue al impulso de la ne-cesidad física de la misma manera que los otros fe-nómenos.

3) Los instintos de la naturaleza física armoni-zan con las leyes de la racional y el hombre está enarmonía consigo mismo.

Solamente cuando la razón y la moralidad, eldeber y la inclinación concuerdan, puede haber be-lleza de juego. Y así la belleza se encuentra justa-mente entre la dignidad, como expresión delespíritu dominante, y la sensibilidad,, como expre-sión del instinto dominante.

La obediencia a la razón tiene que proporcionarun placer para poder ser objeto de la inclinación,porque sólo el placer y el dolor ponen al instinto enmovimiento. Si bien los rigoristas de la moral exclu-yen esta inclinación de la ética, cree Schiller que laperfección moral del hombre existe solamentecuando participa la inclinación en la acción moral.El hombre está destinado a ser una personalidadmoral, no a cumplir ciertos actos morales aislados.No virtudes, sino la "Virtud" es su meta, y "Virtud"

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no es otra cosa que una inclinación hacia el deber.Si objetivamente están en contraposición las accio-nes que nacen de la inclinación y las que nacen deldeber, subjetivamente no es así, y el hombre no sólopuede, sino que debe reunir el placer y el deber.Cuando inclinación y deber coinciden, cuando elsentimiento moral se ha asegurado todas las sensa-ciones del hombre hasta tal punto que puede dejar alos afectos la dirección de la voluntad, sin temoralguno, entonces tenernos lo que se llama un almabella. Todo su carácter es moral, no sólo sus actosaislados. Sensualidad y razón, deber e inclinaciónarmonizan en el alma bella, que no tiene otro méritoque el de existir. La gracia es su expresión en elmundo fenoménico. Sólo en un alma bella puede lanaturaleza al mismo tiempo poseer libertad y con-servar su forma, porque pierde la primera bajo ladominación de un espíritu severo, la segunda bajo laanarquía de la sensualidad.

Si la gracia es la expresión de un alma bella yconsiste en la libertad de los movimientos volunta-rios, la dignidad es la expresión de un carácter su-blime y consiste en la supresión de los movimientosinvoluntarios. Si bien la meta de la humanidad esconseguir la armonía completa de sus dos naturale-

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zas, su realización es sólo una idea, inalcanzable porlas condiciones físicas del ser.

El instinto natural embiste contra la afectividadmediante la doble fuerza del dolor y del placer y poreso, en el estado pasional, no puede haber concor-dancia con la ley de la razón, sino una contradiccióncon los reclamos de la naturaleza. La inclinación y eldeber no pueden coincidir y el alma bella tiene queconvertirse en un alma sublime. Su expresión en elfenómeno es la dignidad.

Si la gracia y la dignidad, aquélla realzada por labelleza arquitectónica, y ésta por la fuerza, se en-cuentran reunidas en una misma persona, es per-fecta en ella la expresión de la humanidad. Losgriegos han creado sus obras maestras según esteideal. La dignidad despierta el sentimiento del res-peto, la gracia y la belleza el del amor, cuyo objetoes sensible, pero cuyo sujeto es la naturaleza moral.La dignidad impide que el amor se pervierta en de-seo, y la gracia que el respeto se transforme en te-mor. En la gracia y en la belleza ve la razóncumplidos sus postulados en el mundo sensible y asírepresenta, al mismo tiempo, lo más generoso y lomás egoísta que hay en la naturaleza, porque no re-

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cibe nada de su objeto, sino que se lo da todo, perove y aprecia en el objeto siempre sólo su propio ser.

Lo sublime, que Schiller sólo trató de paso en eltrabajo que acabamos de resumir, fue el lema de supróximo tratado, dividido más tarde en dos partes,una Sobre lo patético, otra Sobre lo sublime. Deacuerdo con la distinción de Kant entre lo sublimematemático y dinámico, lo llama sublime del cono-cimiento o teórico y del carácter o práctico. En elprimer caso se opone la naturaleza a las condicionesde nuestro conocimiento, puesto que la imaginaciónno puede abarcar el objeto de la intuición; en el se-gundo, se opone la naturaleza a las condiciones denuestra existencia. Pero nuestra razón tiene con-ciencia, en ambos casos, de su independencia de lanaturaleza. Allí porque podemos llevar a nuestropensamiento más allá de las determinaciones físicasdel conocimiento, aquí porque, por terrible que senos presente el poder de la naturaleza, podemosoponer nuestra voluntad a nuestros deseos.

Lo sublime práctico lo subdivide en sublimecontemplativo, donde sólo se presenta can objetoterrible, y sublime patético, donde se representa,objetivamente, el sufrimiento mismo. Por la repre-sentación animada del sufrimiento y de la resistencia

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contra él mismo se despierta en nuestra concienciala fuerza de resistencia interior y la libertad del alma."La primera ley del arte trágico era la representaciónde la naturaleza en el sufrimiento; la segunda es larepresentación de la resistencia moral, opuesta a1sufrimiento."

Como se ve, Schiller abandona el axioma pro-puesto en sus escritos anteriores, según el cual laemoción es la finalidad del arte. Afirma, expresa-mente, que las emociones tiernas, por pertenecer aldominio de lo agradable, nada tienen que ver conlas bellas artes.

La finalidad del arte es la representación de losuprasensible. Al interpretar los fenómenos subli-mes, debemos distinguir entre lo sublime negativo,la impavidez, donde el hombre moral no recibe laley del hombre físico, y lo sublime positivo, de laacción, donde el hombre moral impone su ley alhombre físico. Los dos modos de lo sublime pue-den ser objeto del poeta, pero sólo el primero delartista plástico.

Lo sublime negativo no podría caracterizarsemejor que con los famosos versos de Horacio:

Sí fractus illabatur orbis,

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Impavidum ferient ruinae.'

Lo sublime positivo admite dos variaciones: o elhombre elige, por respeto a un deber, el sufrimien-to, según la ley de la libertad; o el hombre expía,moralmente, un deber infringido, según la ley de lanecesidad. En el primer caso el hombre es un grancarácter moral y se nos aparece como una gran per-sonalidad moral; en el segundo demuestra sólo sudisposición a serlo y se nos aparece como un granobjeto estético.

Partiendo de esta distinción, se explaya Schillersobre la diferencia entre el juicio moral y el estético,que pueden ser muy bien contradictorios, comodemuestra con varios ejemplos. En calidad de entesracionales postulamos el cumplimiento incondicio-nal del deber y lo aprobamos porque es contingente,ya que la voluntad es libre y las inclinaciones secontradicen. Pero como entes físicos relacionamosen el juicio estético el objeto con la necesidad de laimaginación de conservarse libre de leyes en el jue-go. Esto contraría a la obligación moral, pero con-dice con la libertad. Esta última es contingente,relacionada con la imaginación, es decir, un favor dela naturaleza, y la armonía de lo contingente con

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nuestra necesidad, tiene que despertar un placer. Eljuicio estético nos deja libres y nos exalta porque lasola posibilidad de librarnos del dominio de la natu-raleza satisface nuestra necesidad de libertad. Encambio, el juicio moral nos oprime y nos humillaporque la limitación de la voluntad a una sola posi-bilidad de determinarse, dispuesta por el deber,contraría el impulso de libertad de la imaginación.Allá nos elevamos de lo real a lo posible, del indivi-duo a la especie; aquí descendemos de lo posible alo real y encerrarnos la especie en los límites del in-dividuo. EL juicio moral y el estético, lejos de apo-yarse, se estorban mutuamente, porque imprimen alalma dos direcciones opuestas. EL poeta no debe,pues, señalar a nuestra razón la regla de la voluntad,sino a nuestra imaginación el poder de la voluntad,cuando se ve obligado a tratar un objeto moral. Aunde las manifestaciones de las virtudes más sublimesno puede el poeta usar, para sus fines, nada más quelo que en ellas pertenece a la fuerza de voluntad. Sudirección le debe ser indiferente, ya se manifiestenpor ella caracteres buenos o malos. En los juiciosestéticos no nos interesa la moralidad en sí, sinosolamente la libertad. Aquélla place a nuestra imagi-nación, solamente, en tanto hace a ésta visible. Es,

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por consiguiente, erróneo pedir una finalidad moralen la materia estética.

En las Observaciones sueltas sobre diversostemas estéticos repite Schiller, en forma clara y con-cisa, pensamientos de Kant al clasificar todos losobjetos estéticos en cuatro clases: lo agradable, lobueno, lo sublime y lo bello. Sólo lo bello y lo su-blime pertenecen al arte. Lo agradable no es dignodel arte; lo bueno no es, de todos modos, su finali-dad, porque la finalidad del arte es el placer y lobueno no puede ni debe teórica ni prácticamenteservir a la sensibilidad como medio.

Para que un objeto sea sublime tiene que opo-nerse a nuestras facultades sensibles. Considerandoestos objetos como materia del conocimiento, ten-dremos lo sublime del conocimiento, y considerán-dolos como un poder con el cual comparamos elnuestro, tendremos lo sublime de la fuerza, llamadoen el tratado anterior sublime del carácter. Lo su-blime del conocimiento descansa sobre el número ola magnitud y podría llamarse, por consiguiente,también matemático. No es una calidad inherente alobjeto a quien se lo atribuimos, sino solamente elefecto causado en nosotros por aquel objeto.

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Del preferente interés de Schiller por la funciónsocial de lo bello, por lo que significa en relacióncon los eternos problemas de la cultura humana,como función necesaria en la vida del hombre en sucamino hacia la perfección, nacieron las Cartas so-bre la educación estética del hombre. Pero su causainmediata fue el desarrollo de la revolución france-sa, cuyos primeros paros había seguido Schiller conentusiasmo, pero cuyos excesos posteriores le inspi-raron horror. El ensayo tan lamentablemente fraca-sado de establecer la sociedad humana sobre lasleyes de la razón le indujo a escribir su obra, queseñala el camino hacia la libertad a través de la be-lleza. Lo que había quedado frustrado en París, loquería solucionar nuestro poeta de una manera dife-rente y mejor.

La necesidad física organiza el Estado según lasleyes de la naturaleza. Pero el hombre, como perso-nalidad moral, no se conforma con este Estado deemergencia y trata de transformarlo, según las leyesde la razón, el Estado natural en Estado moral.Arriesga la existencia de la sociedad por un ideal desociedad solamente posible, aunque moralmentenecesario. Tiene, pues, que buscar un apoyo en untercer Estado que, afín a ambos, facilite una transi-

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ción del imperio de las fuerzas al imperio de las le-yes y que, sin estorbar al carácter moral en su evolu-ción, se constituya, al contrario, en prenda sensiblede la moral invisible.

La razón postula la unidad, pero la naturaleza lamultiplicidad y ambas legislaciones reclaman para síal hombre. La ley de la primera le está impresa poruna conciencia incorruptible y la de la segunda porun sentimiento imborrable. En consecuencia, acusaeducación aún defectuosa el que el carácter moralpueda sostenerse sólo por el sacrificio del ,natural.Al extender el reino invisible de la moral, no se debedespoblar el reino de los fenómenos. Equidistantede la uniformidad y de la anarquía se encuentra laforma triunfante. Totalidad de carácter debe, pues,hallarse en un pueblo que pretende ser capaz y dig-no de cambiar el Estado físico por el Estado moral.

Pero ¿es éste el carácter que nos presenta laépoca actual?, pregunta Schiller34. Los corrompidosfundamentos del Estado, natural ceden y parecedada la posibilidad física para exaltar la ley en su

34 El interés por la educación del género humano es característico de laépoca y arranca de Rousseau. El hombre es bueno por naturaleza y silode la ignorancia nace la maldad. De ahí la predilección por las novelaseducacionales, al estilo de Rousseau, que empieza en Alemana con elAgathon de Wilhelm Meister de Goethe.

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trono, para respetar finalmente al hombre como finen sí mismo y fundar la sociedad política sobre laverdadera libertad. Pero falta la posibilidad moral yel momento generoso encuentra una generacióninaccesible a sus dádivas.

En las clases bajas se nos muestran los instintosgroseros y anárquicos, y en las clases civilizadas unarelajación y una depravación del carácter que indig-na tanto más cuanto que la cultura misma es sufuente.

Para desarrollar las múltiples facultades en elhombre no había otro medio que oponerlas unas aotras. Este antagonismo de las fuerzas es el graninstrumento de la cultura, pero nada más que elinstrumento, pues mientras dura aquél, estamossólo en camino hacia ésta. Hay que buscar un modode restablecer otra vez la totalidad de .nuestra natu-raleza humana.

La educación de la sensibilidad es la exigenciamás apremiante de la época. Será necesario buscar,para este fin, un instrumento que el Estado no su-ministra, y abrir fuentes que se habían conservadopuras y límpidas, a pesar (le la corrupción política.Este instrumento son las bellas artes, estas fuentessus modelos inmortales.

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Sólo el arte se mantiene libre del Estado y de laépoca con su unilateralidad y su anarquía; es el úni-co medio de mejorar al hombre bajo una forma degobierno deficiente. El gran destino del artista que,despreciando la crítica, no se contagió de la corrup-ción de su siglo, es rodear a los hombres de formasgrandes y nobles, multiplicar en torno de ellos lossímbolos de lo perfecto hasta que la aparienciatriunfe sobre la realidad y el arte sobre la naturaleza.

Pero la experiencia enseña lo contrario: la belle-za funda su imperio solamente sobre las ruinas delas virtudes heroicas y la libertad y el gusto se esqui-van mutuamente.

Cabe entonces la pregunta de si belleza quecondenan los ejemplos históricos corresponde alconcepto racional puro de la belleza. Tendremosque buscar, primero, este concepto, antes de juzgarsobre la influencia educacional de la belleza.

Elevándose tanto como le es posible, la abstrac-ción llega a dos conceptos últimos: distingue en elhombre algo que persiste y algo que cambia. A lopersistente llamamos su "personalidad", a lo varia-ble su "estado". No pudiendo derivar lo persistentede lo variable, la personalidad debe ser su propiacausa. Y así tendremos, por de pronto, la idea del

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ser absoluto, fundado en sí mismo, es decir, "la li-bertad". En cambio, "el estado", como devenir, de-be tener una causa, y así tendremos, en segundolugar, la condición de todo devenir, "el tiempo".

El hombre como "personalidad", en tanto queno intuye ni siente, no es más que una potencia va-cía, una forma pura; y como "estado", mientras so-lamente siente, desea y obra, impulsado por eldeseo, no es más que "mundo", si con este términodesignamos al contenido informe del tiempo, o seala materia. Así que para no ser solamente "mundo",debe dar forma a la materia, sometiendo la multipli-cidad del mundo a la unidad de su yo; y para no sersolamente forma, debe dar realidad a la potenciaque lleva en sí, creando el tiempo. De ahí se origi-nan las dos leyes fundamentales de la naturalezasensible-racional: la primera tiene por objeto la rea-lidad absoluta, es decir, exteriorizar todo lo interno;la segunda, la formalidad absoluta, es decir, darforma a todo lo externo. Para cumplirlas tiene elhombre por un lado el instinto sensible que nace desu existencia física, y por el otro, el instinto formalque nace de su naturaleza racional. Ambas tenden-cias se contradicen, pero no en los mismos objetos.Si el instinto sensible exige el cambio, no exige que

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este cambio se extienda a la personalidad, y si elinstinto formal exige la unidad y la persistencia, noexige que con la personalidad se estabilice tambiénel estado y que haya identidad de sensaciones.

Asegurar sus límites es tarea de la cultura, quedebe proteger la sensibilidad contra las usurpacionesde la libertad y garantizar la personalidad contra lafuerza de las sensaciones. Lo realiza, primero, alponer las facultades receptoras en contacto con elmundo por el mayor número de puntos posibles yllevar al más alto grado la pasividad del sentimiento,y segundo, al procurar a la facultad determinante lamayor independencia con relación a la receptiva y alllevar a su más alto grado la actividad de la razón. Elresultado será la asociación de la autonomía y Li-bertad más amplias con la mayor plenitud de exis-tencia en el hombre.

Pero esta correlación de ambos instintos sólopodrá resolverla el hombre en la perfección de suser, esto es, en la idea de "humanidad", un infinito,al cual puede acercarse más y mis en el transcursodel tiempo, pero sin alcanzarlo nunca.

Si hubiera casos en que el hombre tuviera, almismo tiempo conciencia de su libertad y senti-miento de su existencia, entonces se sentiría, a la

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vez, como materia y se conocería como espíritu,logrando así una intuición completa de su humani-dad. EL objeto que le procuraría esta intuición seríaun símbolo de su fin realizado y serviría para repre-sentar lo infinito. Estos casos despertarían un nuevoinstinto, en el cual coincidirían los otros dos y quellamaríamos "instinto de juego".

Este nuevo instinto conciliará el devenir con elser absoluto, el cambio con la identidad. AL supri-mir toda contingencia, suprimirá también todacoacción y pondrá al hombre en libertad tanto físicacomo moralmente. A medida que quite su influen-cia dinámica alas sensaciones y emociones, las pon-drá en armonía con las ideas de la razón, y a medidaque despoje a las leyes racionales de su violenciamoral, las reconciliará con el interés de los sentidos.

El objeto del instinto formal se llama "forma";el del instinto sensible, "vida". EL objeto del ins-tinto de juego podrá llamarse, entonces, "forma vi-viente", concepto que sirve para indicar todas lascualidades estéticas de los fenómenos, la "belleza"en su sentido más amplio. Por estar en su índole latendencia a la perfección, la razón exige la unidadde la realidad y de la forma, de la necesidad y de lalibertad, es decir, de una "humanidad". Al mismo

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tiempo, por lo tanto, postula también este principio:debe haber una belleza.

Schiller deduce, pues, la belleza no de la posibi-lidad de la naturaleza sensible-racional, sino de laposibilidad de su perfección, como un símbolo delideal moral de la totalidad.

Solamente cuando el hombre juega, es hombreen el pleno significado de la palabra. Se encuentra ala vez en el estado de máxima paz y en el del máxi-mo movimiento, y de ahí nace esa maravillosa emo-ción para la cual el entendimiento carece deconceptos y el lenguaje de palabras.

El supremo ideal de la belleza hay que buscarlo,pues, en el equilibrio perfecto de la realidad y de laforma. Pero como este equilibrio es sólo una idea,jamás alcanzada por la realidad, la belleza será, en laexperiencia, siempre doble, aunque la belleza en laidea es una e indivisible. Según que el equilibrio serompa de una u otra manera, la belleza será tierna oenérgica. La belleza enérgica no puede proteger alhombre de cierto resabio de salvajismo y dureza nila belleza tierna lo preservará de cierto grado demolicie y enervamiento. Para poder apreciar la in-fluencia de la cultura estética sobre la humanidad,habrá que examinar, por consiguiente, los efectos

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que produce en el hombre enérgico la belleza tiernay en el hombre tierno la belleza enérgica, para fun-dir las dos especies de bellezas en la unidad de labelleza ideal, como las dos formas opuestas de lahumanidad en la unidad del hombre ideal.

Si la perfección consiste en la energía y coinci-dencia del instinto sensible y del racional, esta per-fección puede fallar por falta de coincidencia o porfalta de energía. La actividad unilateral de fuerzasaisladas destruye la armonía de su ser o la unidad desu naturaleza se asienta sobre la relajación uniformede sus fuerzas sensibles y espirituales.

El instinto sensible se despierta con la experien-cia de la vida, cuando comienza el individuo; el ra-cional con la experiencia de la ley, cuando comienzala personalidad. Y sólo entonces, existiendo los dos,está edificada su humanidad. Antes, todo en él seregia por la ley de la necesidad; ahora abandona lamano de la naturaleza y es de su propia incumben-cia afirmar la humanidad que la naturaleza dispusoen él. Porque tan pronto como los dos instintosopuestos empiezan a actuar en él, pierden ambos sucarácter de constricción y la contraposición de dosnecesidades da origen a la libertad.

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El espíritu pasa de la sensación al pensamientopor un estado intermedio, en el cual la sensibilidad yla razón operan al mismo tiempo y anulan, por eso,su fuerza determinante. El espíritu no es constreñi-do, ni moral ni físicamente. Este estado es el "esta-do estético" y la belleza viene a ser, pues, el tránsitoentre el sentir y el pensar, y su único punto de con-tacto. El hombre en el estado estético tiene la liber-tad de hacer de sí mismo lo que quiere y la bellezaviene a ser nuestra segunda creadora. Si nos hemosentregado al goce de la verdadera belleza, somos ental momento dueños en igual grado de nuestras po-tencias activas y pasivas. Con la misma facilidad nosentregamos a lo serio como al juego, al reposo co-mo al movimiento, a la condescendencia como a laresistencia, al pensar abstracto como a la intuición.

Porque no hay en la realidad un efecto estéticopuro, la excelencia de una obra de arte puede con-sistir solamente en la mayor aproximación a aquelideal de pureza estética. En la verdadera obra dearte el contenido no es nada y la forma todo, por-que sólo la forma actúa sobre el hombre entero,mientras que el contenido sólo sobre facultades ais-ladas. El contenido, por sublime y amplio que sea,obra siempre sobre el espíritu limitándolo, y sólo de

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la forma puede esperarse la verdadera libertad esté-tica. El secreto del artista consiste, pues, en aniquilarla materia mediante la forma, es decir, la obra dearte no debe obrar por el interés casual que toma-mos en su contenido.

En el "estado físico" el hombre se halla bajo eldominio exclusivo de la naturaleza, en el "estético"se desprende de este poder, en el "moral" lo domi-na; pero sólo del "estético" puede surgir el "moral".

La belleza es objeto para nosotros porque la re-flexión es la condición bajo la cual tenemos sensa-ción de ella; pero es también un estado del sujeto,porque el sentimiento es la condición bajo la cualtenemos una representación de ella. Es forma por-que la contemplamos, pero es, al mismo tiempo,también vida, porque la sentimos. En una palabra,es a la vez nuestro estado y nuestro acto. Sólo ellaprueba que la pasividad no excluye a la actividad, lamateria a la forma, la limitación a la infinitud y, porconsiguiente, la necesaria dependencia física delhombre no suprime su libertad moral.

El fenómeno que anuncia la entrada del salvajeen la humanidad es el goce en la apariencia, la incli-nación al adorno y al juego. Si la realidad de las co-sas es obra de las cosas, la apariencia de las cosas es

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obra del hombre. Un espíritu que se recrea en laapariencia, no se regocija ya en lo que recibe, sinoen su propio acto. En el mundo de la aparienciaejerce el hombre un derecho de soberanía absoluto,mientras se abstiene de afirmar la existencia de estemundo, en lo teórico, y renuncia a procurarle exis-tencia, en lo práctico.

La apariencia no es estética sino cuando es sin-cera - si renuncia expresamente a toda pretensión derealidad -, y cuando es independiente - si carece detoda ayuda de la realidad -. El objeto en el cual en-contramos la bella apariencia, no necesita ser irreal,pero nuestro juicio sobre él no debe tomar encuenta esta realidad. Si la apariencia es falsa y fingerealidad, si es impura y necesita realidad para pro-ducir su efecto, no es más que el instrumento, parafines materiales y no prueba nada para la libertad delespíritu.

Cuando se encuentra la apariencia sincera e in-dependiente, se puede deducir la existencia de espí-ritu y de gusto. Allí reinará el ideal en la vida real, elhonor triunfará sobre la riqueza, el pensamientosobre el placer, el ensueño de la inmortalidad sobrela existencia.

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El ideal de la apariencia pura es gozar de la be-lleza en las artes que la imitan, sin preguntar por sufinalidad.

Si en el "Estado dinámico" de los derechos seopone el hombre al hombre como una fuerza y li-mita su actividad, si en el "Estado moral" de los de-beres se le enfrenta con la majestad de la ley yencadena su voluntad, en cambio en la esfera de lasbellas costumbres, en el "Estado estético" se le apa-rece sólo como forma, sólo como objeto de librejuego. "Dar libertad por medio de la libertad" es laley fundamental de este reino.

Él "Estado dinámico" sólo hace posible la so-ciedad, dominando a la naturaleza por la naturalezamisma. Él "Estado moral" sólo la hace moralmentenecesaria, sometiendo la voluntad individual a launiversal por medio de la naturaleza del individuo.

Pero ¿dónde hallarlo? Como exigencia existe encualquier espíritu finamente templado; como reali-dad acaso en algunos círculos selectos, como la igle-sia pura y la república pura. Si no hemos llegado,pues, al "Estado moral", el fin de nuestra evolución,hemos Negado al "estético" que es el símbolo deaquel ideal, como la belleza es el símbolo del idealético.

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Los dos artículos De los límites en el empleo delas bellas formas y Sobre la utilidad moral de lascostumbres estéticas deben considerarse como su-plementos de las Cartas. En ellos trata de la impor-tancia del gusto en la aspiración hacia la verdad y enla vida moral.

Si el sentimiento de la belleza proporciona alhombre la plena posesión de sus facultades sensi-bles y racionales,

se podrá medir por ello qué derechos se puedenconceder en tal investigación científica y en la ac-tuación moral al gusto que exige belleza y juzga se-gún esta necesidad.

La belleza produce su efecto ya por la meracontemplación; la verdad exige estudio. El gustodebe determinar sólo la forma exterior, pero la ra-zón y la experiencia el contenido interior. Materiasin forma es una posesión a medias, porque los co-nocimientos más soberbios yacen corno tesorosmuertos en una cabeza que no sabe darles forma.Forma sin materia es sólo la sombra de una pose-sión y todo arte en la exposición no puede ayudar aaquél que nada tiene que expresar. La belleza en laexposición debe, por consiguiente, preparar única-

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mente la disposición de ánimo para el pensamientopuro.

Si bien una inclinación exagerada por lo bellopuede impedir la ampliación de nuestro saber, sonmás importantes las pretensiones del gusto, cuandotienen por objeto la voluntad, pues pueden corrom-per el carácter e inducirnos a faltar a nuestros debe-res.

La determinación moral del hombre exige ab-soluta independencia de la voluntad de toda in-fluencia de los impulsos sensibles. El gusto trata dearmonizar la razón con los sentidos. Consigue conello ennoblecer los deseos y hacerlos más concor-dantes con los postulados de la razón. Pero existe elpeligro de que la concordancia contingente del de-ber con la inclinación se establezca como una con-dición necesaria, envenenando así la moralidad ensus mismas fuentes.

La moral no puede tener otra causa que ellamisma. El gusto puede favorecer la moralidad de laconducta, pero no puede jamás producir por su in-fluencia algo moral. Puede despertar un estado deánimo adecuado para la virtud, porque suprime losimpulsos que la impiden y exalta aquellos que la fa-vorecen.

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Para que nuestra pasión, en las épocas de sudominio, no hiera el orden físico, estamos atados ala religión y a las leyes estéticas que aseguran la le-galidad donde la moralidad es aún un desideratum.

Falta todavía la definición de la belleza enérgicay su importancia en la educación estética. Schiller laidentifica con "lo sublime" y se ocupa de ella en eltratado del mismo título.

La cultura debe poner en libertad al hombre ycapacitarlo para afirmar su voluntad. Lo puede ha-cer de dos maneras: por la cultura física cultiva suentendimiento y sus fuerzas sensibles para poderoponer la fuerza a la fuerza. Pero hay un puntodonde las fuerzas naturales escapare a1 poder delhombre y lo subyugan. Entonces tiene que des-truirlas en el concepto, es decir, someterse volunta-riamente a ellas. Para esto lo habilita la culturamoral, no sólo por medio de su disposición moralque puede ser desarrollada por el entendimiento,sino también por una tendencia estética en su natu-raleza sensible-racional que pueda ser despertadapor ciertos objetos sensibles y elevada por la purifi-cación de sus sufrimientos hacia una inspiraciónidealista del alma.

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Dos genios tutelares nos acompañan en la vida:el sentimiento de lo bello en el mundo sensible y elsentimiento de lo sublime a través del abismo don-de los sentidos contradicen a la razón y donde te-nemos que obrar como espíritus puros. Tanto unocomo otro son expresiones de la libertad, pero nos,sentimos libres en el primer caso porque nuestrosinstintos sensibles armonizan con la ley de la razón,en el segundo porque los instintos sensibles no tie-nen influencia sobre la legislación de la razón y por-que el espíritu obra como si no estuviera bajoninguna otra ley que la suya propia.

El hombre físico y el moral se separan aquí ri-gurosamente. En aquellos objetos en que el primerosiente sólo sus limitaciones, el otro experimenta sufuerza y se eleva al infinito donde el primero es ani-quilado.

En el "carácter bello" no se sabe si la fuente desu virtud es límpida, porque el mundo sensible ex-plica todo el fenómeno. Pero si lo oprimen todas lasdesgracias imaginables y su virtud queda intacta,entonces descubrimos en él su poder moral abso-luto y demuestra ser un "carácter sublime".

Como es nuestro destino guiarnos, a pesar detodos los límites sensibles, según las leyes de los

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espíritus puros, tiene que acompañar lo sublime a lobello, para completar la educación estética.

Si bien la naturaleza contiene muchos objetossublimes, Tiene el arte la ventaja de poderlos tratarcomo fin principal, sin la influencia de fuerzas hete-rogéneas. Es libre y deja libre al alma del especta-dor, porque imita sólo la apariencia y no la realidad.Como, empero, todo el encanto de lo sublime y delo bello proviene únicamente de la apariencia y izodel contenido, tiene el arte todas las ventajas de lanaturaleza, sin compartir sus trabas.

Schiller resume sus pensamientos sobre la edu-cación estética, en forma magnífica, en su poema Elideal y la vida. Sólo en Días vemos la reunión defelicidad y perfección, de satisfacción de los senti-dos y paz del alma, mientras que el hombre vacila,desgarrado, entre el deseo de sus sentidos y la ideapura de la humanidad inalcanzable. Sólo en el sen-timiento de la belleza podemos gozar aquella armo-nía, de que nos priva la vida con sus tensiones. Ynos presenta en soberbias imágenes la brega de lavida, la oposición de los fines, la lucha del artistacon la materia, los postulados de los deberes y laarremetida del destino y del dolor, para sobrepo-nerles su buena nueva de la redención en las obras y

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en los sentimientos de lo bello y de lo sublime, latransfiguración del hombre en Dios.

Según Lessing, si Aristóteles califica a Eurípidescomo el más grande de los poetas trágicos, debeesta distinción a que Sócrates era su maestro y ami-go .El le enseñó, en su trato, a conocer a los hom-bres y a sí mismo, prestar atención a nuestrossentimientos, averiguar y preferir siempre los cami-nos más llanos y cortos de la naturaleza, juzgar cadaobjeto según su finalidad. Y Lessing considera felizal poeta que puede tener semejante amigo y guía.

¿Nos será permitido atribuir este papel en la vi-da de nuestro poeta a Kant? Como resultado denuestras disquisiciones, podemos, sin temor deequivocarnos, contestar afirmativamente. Conduci-do por la mano del filósofo, llegó Schiller a ser elpoeta idealista cuyas creaciones tienen un sello in-deleble de elevación, dignidad y libertad, y, traspa-sando los limites estrechos de lo natural, rayan en losublime.

Schiller, joven, pertenece, por entero, al "Sturmund Drang", la corriente literaria iniciarla por el es-tudiante Goethe y su cenáculo en Estrasburgo alre-dedor de 1770. Contra la glacialidad racionalista deliluminismo opone el culto de las pasiones vehe-

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mentes. Exagera aún la exaltación de Klopstock ytiene una predilección malsana por lo monstruoso ylo patético. Le atraen los contrastes inmensos, losmotivos que ya contienen en sí lo extremo, las intri-gas fuertes y palpables. Esta posición de combatecontra la "Auf-klárung", sobre todo contra su chatooptimismo, no la abandona nunca. Pero si bien supropia vida, llena de privaciones, y la filosofía deKant que limita el valor de la realidad, contribuyen ainspirarle un marcado desprecio por el mundo sen-sible, no llega jamás a entregarse al pesimismo.Anhela, al contrario, fervientemente un mundomejor y más bello. De ahí su amor a la poesía, quees lo único capaz de realizar este mundo ideal. Deahí su entusiasmo por lo noble, bello, sublime, bue-no y verdadero, que lo lleva a edificar su reino delos ideales y a representar por medio de su arte loreal en su verdad. En sus obras maestras funde elimperativo categórico de Kant, el ideal estético de laantigüedad clásica y su innato anhelo de libertad enuna unidad superior. Encadena la libertad y el desti-no y consigue, aniquilando la materia por la forma,la verdadera realidad de la vida. Llega así, por fin, auna forma del arte poético que le es tan propia co-mo a Goethe la suya y que permite, sin embargo,

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clasificar a los dos poetas, tan distintos en el origende su inspiración poética, como los representantesdel "humanismo clásico", que nace y muere conellos. Ambos son fenómenos únicos en la historiade la literatura. Su arte maduro no cabe dentro deninguna de las escuelas dominantes de su tiempo.No tienen antecesores ni sucesores. Aislados y soli-tarios se destacan, como todo genio verdadero, desu época y de sus hombres.

JUAN PROBST.

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El mito griego atribuye al a diosa de la bellezaun cinturón que posee la virtud de otorgar gracia aquien lo lleva, y procurarle amor. Esta misma dei-dad va acompañada de las Gracias.

Los griegos distinguían de la belleza, pues, lagracia y las Gracias, puesto que representaban a és-tas por atributos que podían ser separados de la dio-sa de la belleza. Toda gracia es bella, ya que elcinturón de los encantos es propiedad de la diosa deCnido; pero no todo lo bello es gracia: aun sin esecinturón sigue siendo Venus lo que es.

Según esta misma alegoría, sólo la diosa de labelleza es la que lleva el cinturón de los encantos ylos concede. Juno, la magnífica reina del cielo, debeprimero pedir prestado a Venus el cinturón, cuandoquiere seducir a Júpiter en el Ida. La majestuosidad,pues, aun cuando la adorne cierto grado de belleza

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(que nadie le niega en modo alguno a la esposa deJúpiter), no está segura de gustar sin gracia; porqueno de sus propios encantos, sino del cinturón deVenus, espera la egregia reina de los dioses triunfarsobre el corazón de Júpiter.

Sin embargo, la diosa de la belleza puede des-prenderse de su cinturón y transferir su virtud a unser menos bello. La gracia no es, por tanto, privile-gio exclusivo de lo bello, sino que puede tambiénpasar, aunque siempre únicamente de la mano de lobello, a lo menos bello, y hasta a lo no bello.

Los griegos mismos recomendaban a aquel que,aun poseyendo los dones del espíritu, careciera de lagracia, de lo agradable, sacrificar a las Gracias. Sibien estas diosas fueron, pues, imaginadas por elloscomo acompañantes del bello sexo, podían, noobstante, volverse también propicias al hombre, aquien son indispensables cuando quiere agradar.

Ahora bien: ¿qué es la gracia si, a pesar de queprefiere estar unida a lo bello, no lo está sin embar-go de modo exclusivo; si, aunque proviene cierta-mente de lo bello, manifiesta también sus efectos enlo no bello; si la belleza por más que puede existirsin ella, sólo por ella puede inspirar inclinación?

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EL delicado sentimiento de los griegos distin-guió, ya desde temprano, lo que todavía la razón noera capaz de precisar, y en procura de una expre-sión, tomó de la fantasía imágenes, dado que el en-tendimiento no podía ofrecerle aún conceptos.Aquel mito es, pues, digno del respeto del filósofo,quien, por otra parte, tiene que conformarse a fin decuentas con buscar los conceptos para las intuicio-nes en las cuales el mero sentido natural fija susdescubrimientos, o, dicho de otro modo, con expli-car la escritura figurada de las sensaciones.

Si a esa idea de los griegos se la despoja de suenvoltura alegórica, parece no contener otro sentidoque el siguiente:

La gracia es una belleza en movimiento; es de-cir, una belleza que puede originarse casualmente ensu sujeto y cesar de la misma manera. En eso se di-ferencia de la belleza fija, que está dada necesaria-mente con el sujeto mismo. Venus puede quitarse elcinturón y dejárselo por un momento a Juno; sólopodría renunciar a su belleza renunciando a su per-sona. Sin su cinturón, no es ya la encantadora Ve-nus; sin belleza, ya no es Venus.

Este cinturón, como símbolo de la belleza enmovimiento, tiene sin embargo la singularidad de

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que presta a la persona con él adornada la cualidadobjetiva de la gracia; y se distingue por ello de todootro adorno, que transforma no la persona misma,sino sólo su impresión, subjetivamente, en la repre-sentación de otro. El sentido expreso del mito grie-go es que la gracia se transforme en una. cualidad dela persona y que la portadora del cinturón sea real-mente amable y no sólo lo parezca.

Cierto que un cinturón, que ,no es más que unaccidental adorno exterior, no parece una imagendel todo apropiada para significar la cualidad perso-nal de la gracia; pero una cualidad personal que espensada al mismo tiempo como separable del sujetono podía, quizás, simbolizarse de otra manera quecomo un adorno accidental, que se puede separar dela persona sin dañarla.

El cinturón de la gracia no produce, pues, unefecto natural, porque en este caso no podría cam-biar nada en la persona misma, sino un efecto mági-co, vale decir que su fuerza rebasa todas lascondiciones naturales. Por medio de este recurso(que ciertamente no es más que una escapatoria, sequería resolver la contradicción en que la facultadrepresentativa se enreda siempre, inevitablemente,cuando busca en la naturaleza una expresión para lo

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que está colocado fuera de la naturaleza, en el reinode la libertad.

Ahora bien, si el cinturón expresa una calidadobjetiva que se deja separar de su sujeto, sin deter-minar por eso cambio ninguno en su naturaleza,entonces no puede significar otra cosa que bellezade movimiento; pues el movimiento es el únicocambio que puede ocurrir en un objeto sin suprimirsu identidad.

Belleza de movimiento es un concepto que sa-tisface las dos exigencias contenidas en el mito cita-do. Primero: es objetiva y pertenece al objetomismo, no sólo a nuestra manera de percibirlo. Se-gundo: es accidental en él, y el objeto persiste auncuando con el pensamiento le quitemos esta cuali-dad.

El cinturón de la gracia tampoco pierde su fuer-za mágica con lo menos bello ni con lo no bello; locual significa que también lo menos bello y lo nobello pueden moverse bellamente.

La gracia, dice el mito, es un accidente en susujeto; por eso, sólo los movimientos accidentalespueden tener esta cualidad. En un ideal de bellezatienen que ser bellos todos los movimientos necesa-rios, porque pertenecen, como necesarios, a su na-

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turaleza; la belleza de estos movimientos ya está,pues, dada con el concepto de Venus; la belleza delos accidentales es, en cambio, una ampliación deeste concepto. Hay una gracia de la voz, pero nouna gracia de la respiración.

Pero ¿es gracia toda belleza de los movimientosaccidentales?

Que la leyenda griega limita la gracia solamentea la humanidad, es cosa que apenas necesita men-cionarse; hasta va más lejos, y encierra la belleza dela figura dentro de los lindes del género humano, enel cual el griego comprende también, como es sabi-do, sus dioses. Pero si la gracia es sólo un privilegiode la forma humana, ninguno de aquellos movi-mientos que el hombre tiene de común con lo quees mera naturaleza puede pretenderla. Pues si losbucles de una hermosa cabeza pudiesen moversecon gracia, ya no habría ninguna razón para que nopudiesen moverse también con gracia las ramas deun árbol, las ondas de un río, las espigas de un tri-gal, los miembros de los animales. Pero la diosa deCnido representa sólo el género humano, y donde elhombre no es más que una cosa natural y un sersensible, deja ella de tener importancia para él.

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Sólo a los movimientos voluntarios puede, pues,corresponder gracia; pero entre ellos también sólo alos que son expresión de sentimientos morales.Movimientos que no tienen otra fuente que la sen-sualidad pertenecen, sin embargo, aunque sean vo-luntarios, únicamente a la naturaleza, la cual, Por sísola, no se eleva nunca hasta la gracia. Si el apetito,si el instinto pudieran manifestarse con gracia, en-tonces la gracia no sería ya capaz ni digna de servirde expresión ala humanidad.

Y sin embargo, sólo en la humanidad es dondeel griego encierra toda belleza y perfección. La sen-sualidad nunca debe mostrársele sin alma, y para susentimiento de la humanidad es igualmente imposi-ble separar la animalidad bruta y la inteligencia. Asícomo para cada idea crea al punto un cuerpo y tratade corporizar también lo espiritual, así exige de cadaacción del instinto en el hombre, al mismo tiempo,una expresión de su determinación moral. Para elgriego la naturaleza nunca es sólo naturaleza: poreso no ha de sonrojarse al honrarlo; para él la razónnunca es sólo razón: por eso tampoco ha de asus-tarle el someterse a su criterio. Naturaleza y moral,materia y espíritu, tierra y cielo confluyen con mara-villosa hermosura en sus poemas. Introducía la li-

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bertad, que sólo habita en el Olimpo, también enlos negocios de la sensualidad, y por eso se le debeperdonar que trasplantara la sensualidad al Olimpo.

Ahora bien: el delicado sentido de los griegos,que nunca tolera lo material sino en compañía de loespiritual, no sabe de ningún movimiento voluntarioen el hombre que pertenezca sólo a la sensualidad yno sea al mismo tiempo expresión del espíritu quesiente moralmente. Por lo tanto, para él la gracia noes otra cosa que una bella expresión del alma en losmovimientos voluntarios. Donde se presenta, pues,la gracia, allí el alma es el principio motor y en ellaestá contenida la causa de la belleza del movimiento.Y así se resuelve aquella representación mitológicaen el siguiente pensamiento: "Gracia es una bellezano dada por la naturaleza, sino producida por el su-jeto mismo."

Hasta aquí me he limitado a desarrollar el con-cepto de gracia partiendo de la fábula griega y, espe-ro, sin haberla forzado. Permítaseme ahora que tratede ver qué puede decidirse al respecto por vía de lainvestigación filosófica, y si también en este caso,como en tantos otros, es cierto que la razón, al filo-sofar, puede gloriarse de pocos descubrimientos que

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la sensibilidad no haya adivinado ya oscuramente yque la poesía no haya revelado.

Venus, sin su cinturón y sin las Gracias, repre-senta para nosotros el ideal de la belleza tal comopuede salir de las manos de la mera naturaleza y talcomo es producido por las fuerzas plásticas, sin lainfluencia de ni, espíritu que siente. Con razón laleyenda erige como representante para esta bellezauna especial figura divina, pues ya el sentimientonatural la distingue con todo vigor de aquella quedebe su origen a la influencia de un espíritu quesiente.

Séame lícito designar esta belleza, formada porla mera naturaleza según la ley de la necesidad, conel nombre de belleza de construcción (belleza ar-quitectónica), a diferencia de la que se guía por lascondiciones de la libertad. Con este nombre quiero,pues, denominar aquella parte de la belleza humanaque no sólo ha sido ejecutada por fuerzas naturales(lo que reza para todo fenómeno), sino que tambiénes determinada exclusivamente por tuerzas natura-les.

Una feliz proporción de los miembros, una si-lueta de trazos suaves, una tez delicada, una piel fi-na, un talle esbelto y airoso, una voz melodiosa, etc.,

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son ventajas que se deben solamente a la naturalezay a la suerte; a la naturaleza, que proporcionó la dis-posición para ello y la desarrolló por sí misma; a lasuerte, que protegió la acción formativa de la natu-raleza contra todo influjo de las fuerzas hostiles.

Esta Venus surge ya perfecta de la espuma delmar; perfecta, puesto que es una obra - conclusa, yrigurosamente equilibrada- de la necesidad, y comotal, incapaz de variación ni ampliación ninguna.Pues como no es otra cosa que una hermosa repre-sentación de los fines que la naturaleza se proponecon el hombre, y por consiguiente cada una de suscualidades está absolutamente determinada por elconcepto en que se basa, puede ser juzgada - deacuerdo con su deposición- como algo completa-mente dado, a pesar de que la disposición sólo llegaa desarrollarse con el tiempo.

La belleza arquitectónica de la forma humanadebe ser bien distinguida de su perfección técnica.Por perfección técnica hay que entender el sistemamismo de los fines, tal como se unen entre sí para elsupremo y último fin; por belleza arquitectónica,sólo una cualidad de la representación de estos fi-nes, tal como se manifiestan en lo fenoménico a lafacultad intuitiva. Si se habla, pues, de la belleza, no

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debe considerarse el valor material de estos fines, niel artificio formal de su unión. La facultad intuitivase atiene única y exclusivamente a la forma de surepresentación, sin preocuparse en lo más mínimode la índole lógica de su objeto. A pesar de que labelleza arquitectónica de la estructura humana estácondicionada por el concepto en que se basa y porlos fines que la naturaleza se propone con él, el jui-cio estético la aísla completamente de estos fines ynada de lo que pertenece de manera inmediata ypeculiar al fenómeno se hace entrar en la represen-tación de la belleza.

No se puede decir, por consiguiente, que la dig-nidad humana realce la belleza de la estructura hu-mana. Aunque en nuestro juicio sobre ésta puedeinfluir la representación de aquélla, deja de ser, en elmismo instante, un juicio puramente estético. Latécnica de la figura humana es ciertamente una ex-presión de su destino, y como tal puede y debe lle-narnos de respeto. Pero esta técnica se ofrece no ala sensibilidad, sino al entendimiento; sólo puede serpensada, no aparecer fenoménicamente. La bellezaarquitectónica, a su vez no puede ser nunca una ex-presión de su destino, puesto que se dirige a una

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facultad totalmente distinta de la que tiene que de-cidir sobre ese destino.

Si al hombre le ha sido conferida, pues, la belle-za, con preferencia a todas las demás formas técni-cas de la naturaleza, esto es verdad sólo en tantoque él afirme este privilegio ya en lo meramente fe-noménico, sin que sea necesario para ello tener pre-sente su condición humana. Pues como esto nopodría realizarse sino por medio de un concepto, nosería la sensibilidad sino el entendimiento quien juz-gara de la belleza, lo cual implica contradicción. Elhombre, por lo tanto, no puede hacer valer la digni-dad de su destino moral ni su privilegio de ser inte-ligente cuando quiere afirmarse en sus derechos a1premio de la belleza; aquí no es más que una cosaen el espacio, un fenómeno entre otros fenómenos.No se toma en cuenta en el mundo sensible la jerar-quía que le corresponde en el mundo inteligible; y siha de conservar en aquél el primer puesto, sólopuede deberlo a lo que es en él naturaleza.

Pero justamente esta su naturaleza está determi-nada, como sabemos, por la idea de su humanidad;y así lo está también, indirectamente, su belleza ar-quitectónica. Si se distingue, pues, por su superiorbelleza, de todos los seres sensibles que le rodean,

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lo debe indiscutiblemente a su determinación hu-mana, que contiene la única causa por la cual, enresumidas cuentas, se diferencia de los demás seressensibles. Pero no es que la forma humana sea bellapor ser expresión de este destino superior; si lo fue-ra, la misma forma dejaría de ser bella en el instanteen que expresara un destino inferior, y así, seríatambién bello lo contrario de esta forma en el ins-tante en que se pudiese suponer que expresara undestino superior. No obstante, admitiendo que sepudiese olvidar por completo, frente a una bellaforma humana, lo que expresa; admitiendo que fue-se posible infundirle subrepticiamente el instintobruto de un tigre, sin alterarla en lo fenoménico, eljuicio de los ojos seguiría siendo exactamente elmismo, y la sensibilidad proclamaría al tigre como laobra más bella del Creador.

La determinación del hombre como ser inteli-gente participa, pues, en la belleza de su estructurasólo en cuanto que su representación, es decir, suexpresión en lo fenoménico, coincide al mismotiempo con las condiciones bajo las cuales se pro-duce lo bello en el mundo sensible. La belleza mis-ma, ciertamente, siempre tiene que seguir siendo unlibre efecto natural, y la idea racional que determinó

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la técnica de la estructura humana nunca puededarle belleza, sino sólo permitirla.

Podría, sí, objetarse que, en resumidas cuentas,todo lo que se presenta en lo fenoménico es ejecu-tado por fuerzas naturales, y que esto no es, porconsiguiente, una característica exclusiva de lo bello.Cierto, todas las formas técnicas son producidas porla naturaleza, pero no son técnicas por naturaleza; almenos no se las juzga como tales. Sólo son técnicaspor el entendimiento, y su perfección técnica ya tie-ne, pues, existencia en el entendimiento antes deque trascienda al mundo sensible y se convierta enfenómeno. La belleza, en cambio, tiene la singulari-dad de que no sólo es representada en el mundosensible, sino que además empieza por surgir en él;que la naturaleza no sólo la expresa, sino que tam-bién la crea. Es, única y exclusivamente, una cuali-dad de lo sensible, y también el artista que sepropone realizarla la puede alcanzar sólo en la me-dida en que logra mantener la ilusión de que es lanaturaleza la que ha creado.

Para juzgar la técnica de la estructura humanahay que recurrir a la representación de los fines aque se ajusta; esto no se necesita de modo algunopara juzgar la belleza de esa estructura. Sólo la sen-

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sibilidad es aquí juez de absoluta competencia, locual no podría ocurrir si el mundo sensible - que essu único objeto - no contuviera todas las condicio-nes de la belleza y, por lo tanto, no se bastara ple-namente para su producción. Es verdad que labelleza del hombre se basa medianamente en elconcepto de su humanidad, porque toda su natura-leza sensible está fundada en ese concepto; perosabido es que la sensibilidad se atiene sólo a lo in-mediato y, por lo mismo, para ella es como si la be-lleza fuera un efecto natural por enteroindependiente.

Por lo que queda dicho, podría parecer que labelleza no ofreciera absolutamente ningún interéspara la razón, porque nace sólo del mundo sensibley sólo se dirige, así mismo, a la facultad cognoscitivasensible. Pues una vez que de su concepto se haseparado, como cosa extraña, aquello que la idea dela perfección difícilmente puede dejar de mezclar ennuestro juicio sobre la belleza, no parece restar deella nada por lo cual pudiera ser objeto de un agradoracional. No obstante, es tan indudable que lo bellogusta a la razón, como es indiscutible que no seapoya en ninguna cualidad del objeto que sólo porla razón pudiera ser descubierta.

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Para resolver esta aparente contradicción, de-bemos recordar que hay dos maneras de que losfenómenos puedan convertirse en objetos de la ra-zón y expresar ideas. No siempre es necesario que larazón extraiga estas ideas de los fenómenos; tam-bién puede introducirlas en ellos. En ambos casos elfenómeno será adecuado a un concepto racional,con la sola diferencia de que en el primer caso larazón lo encuentra ya objetivamente en el fenóme-no y, por decirlo así, no hace más que recibirlo delobjeto, porque es preciso establecer el conceptopara explicar la índole y a veces hasta la posibilidaddel objeto; mientras que en el segundo caso lo dadoen lo fenoménico, independientemente de su con-cepto, la razón lo convierte, por propia iniciativa, enuna expresión del concepto mismo, y, por consi-guiente, trata lo meramente sensible como si fuerasuprasensible. Allí, pues, la idea está ligada al objetocomo objetivamente necesaria; aquí lo está, a lo su-mo, como subjetivamente necesaria. No necesitodecir que el primer caso es el de la perfección, y elsegundo el de la belleza.

Como en el segundo caso es, pues, totalmenteaccidental, considerando el objeto sensible, la exis-tencia de una razón cine enlace una de sus ideas con

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la representación del objeto, y como, por consi-guiente, la índole objetiva del objeto debe conside-rarse independiente, en absoluto, de esta idea, seprocede con acierto si se limita lo objetivamentebello a las puras condiciones naturales y si se le de-clara mero efecto del mundo sensible. Pero, porotro lado, como la razón hace de este efecto delsolo mundo sensible un uso trascendente y, así, alprestarle una significación más elevada, es como sile imprimiera su marca, se justifica también el tras-ladar lo bello, subjetivamente, al mundo inteligible.Hay que considerar, pues, la belleza como ciudada-na de dos mundos, a uno de los cuales pertenecepor nacimiento y al otro por adopción; cobra exis-tencia en la naturaleza sensible y adquiere la ciuda-danía en el mundo inteligible. Así se explica tambiéncómo el gusto, en cuanto facultad de juzgar lo bello,viene a situarse entre el espíritu y la sensorialidad yune estas dos naturalezas, que se desprecian mu-tuamente, en una feliz armonía; cómo logra para lomaterial el respeto de la razón y para lo racional lainclinación de los sentidos; cómo ennoblece las in-tuiciones convirtiéndolas en ideas y hasta transfigu-ra en cierto modo el mundo sensible en reino de lalibertad.

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Pero aunque - considerando el objeto mismo-es accidental que la razón enlace una de sus ideas ala representación del objeto, en cambio Para el su-jeto- es necesario conectar esa idea con su repre-sentación. Esta idea y el carácter sensible que lecorresponde en el objeto tienen que estar entre sí enrelación tal, que la razón esté obligada, por sus pro-pias leyes inmutables, a esta acción. En la razónmisma debe radicar, pues, la causa por la cual ellaenlaza una determinada idea a un determinado mo-do de manifestarse las cosas; y, por otra parte, en elobjeto debe radicar la causa por la cual suscita ex-clusivamente esa idea y ninguna otra. Pero qué clasede idea sea la que introduce la razón en la belleza ypor qué cualidad objetiva el objeto bello sea capazde servir a esta idea como símbolo, es cuestión de-masiado importante para que se conteste sólo alpasar, y cuya discusión me reservo para una analíticade lo bello.

La belleza arquitectónica del hombre es, pues,según acabo de señalar, la expresión sensible de unconcepto racional; pero no lo es en ningún otrosentido ni con mayor derecho que cualquier es-tructura bella de la naturaleza en general. Por sugrado supera, ciertamente, a todas las otras bellezas;

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pero por su especie está en la misma serie que ellas,porque tampoco revela de su sujeto nada que no seasensible, y sólo en la representación recibe un signi-ficado suprasensible35 . Que la representación de losfines en el hombre haya resultado más bella que enotras estructuras orgánicas, debe considerarse comoun favor que la razón, como legisladora de la es-tructura humana, ha concedido a la naturaleza encuanto ejecutora de sus leyes. Cierto que la razónpersigue sus fines, en la técnica del hombre, consevera necesidad; pero, por fortuna, sus exigenciascoinciden con la necesidad de la naturaleza, desuerte que ésta cumple lo que aquélla le ha enco-mendado, obrando sólo según su propia inclinación.

Pero esto puede valer sólo para la belleza ar-quitectónica del hombre, donde la necesidad naturales apoyada por la necesidad de la causa teleológica 35 Pues - para repetirlo una vez más- en la riera intuición se da todo loque es objetivo en la belleza. Pero como lo que da al hombre la preemi-nencia sobre todos los demás seres sensibles no se encuentra en la meraintuición, una cualidad que se revela ya en la mera intuición no puedehacer visible esa preeminencia. Su destino superior, que es lo único quesirve de base a tal privilegio, no es expresado, pues, por su belleza, y laidea de ese destino nunca puede, por tanto, constituir un ingrediente dela belleza ni ser admitido en el juicio estético. A la sensibilidad no semanifiesta la idea misma, cuya expresión es la forma humana, sino sólosus efectos en lo fenoménico. La mera sensibilidad dista tanto de elevar-se a la causa suprasensible de estos efectos, como (si se me permite el

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que la determina. Sólo aquí puede la belleza en-frentarse en igualdad de condiciones a la técnica dela estructura, lo cual, en cambio, ya no sucede cuan-do la necesidad es sólo unilateral y cuando la causasuprasensible que determina el fenómeno se modi-fica de modo accidental. De la belleza arquitectóni-ca del hombre se preocupa, pues, la naturaleza porsí sola, porque en este caso le ha sido confiada deuna vez por todas por el entendimiento creador laejecución, desde su primer comienzo, de todo loque necesita el hombre para el cumplimiento de susfines; así, la naturaleza no tiene que temer ningunainnovación en este su negocio orgánico.

Pero el hombre es al mismo tiempo una perso-na, es decir, un ente que puede, él mismo, ser causa- más aún, causa absolutamente última- de sus situa-ciones, y que puede transformarse según razonesque extrae de si mismo. Su modo de manifestarsedepende de su modo de sentir y querer, es decir, deestados que determina él mismo dentro de su liber-tad, y no la naturaleza según su necesidad.

Si el hombre fuera un mero ser sensible, la natu-raleza daría las leyes y a la vez determinaría los casos

ejemplo) dista el hombre puramente sensorial de elevarse ala idea do lasuprema causa universal cuando satisface sus instintos.

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de la aplicación; de hecho, comparte el mando conla libertad, y a pesar de que sus leyes siguen en vi-gencia, es, sin embargo, el espíritu quien decide so-bre esos casos.

El dominio del espíritu se extiende hasta dondellega la naturaleza viviente y no termina sino dondela vida orgánica se pierde en la masa informe y ce-san las fuerzas animales. Es sabido que todas lasfuerzas motoras en el hombre están conectadas en-tre sí, y así se comprende cómo el espíritu aunque seconsidere sólo como el origen del movimiento vo-luntario- puede trasmitir sus efectos a través de to-do el sistema de esas fuerzas. No sólo losinstrumentos de la voluntad, sino también aquellossobre los cuales la voluntad no manda directamente,reciben, a lo menos indirectamente, su influjo. Elespíritu los determina no solo intencionalmentecuando obra, sino también, sin proponérselo, cuan-do siente.

La naturaleza por sí sola no puede preocuparse,según se desprende de lo dicho, sino de la belleza deaquellos fenómenos que ella misma tiene que de-terminar, sin limitación, conforme a la ley de la ne-cesidad. Pero con el libre albedrío se introduce ensu creación el azar, y aunque los cambios que sufre

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bajo el régimen de la libertad se producen única-mente de acuerdo con sus propias leyes, ya no seproducen, en cambio, por causa de esas leyes. Co-mo ahora depende del espíritu el uso que quierehacer de sus instrumentos, la naturaleza no puede yamandar sobre aquella parte de la belleza que depen-de de tal uso, y tampoco tiene, por consiguiente,responsabilidad ninguna.

Y así correría el hombre el peligro de hundirsecomo fenómeno, justamente allí donde se eleva porel uso de su libertad hacia las inteligencias puras, yperder en el juicio del gusto lo que gana ante el es-trado de la razón. El destino cumplido por el hom-bre al actuar, le haría perder un privilegio favorecidopor ese destino ya al anunciarse en su estructura; yaunque este privilegio es sólo sensorial, hemos en-contrado, sin embargo, que la razón le presta unsignificado superior. La naturaleza, que ama lo con-corde, no incurre en una contradicción tan grosera,y lo que en el reino de la razón es armónico no semanifestará por una discordancia en el mundo sen-sible.

Al encargarse, pues, la persona, o el principio li-bre en el hombre, de determinar el juego de los fe-nómenos, y al quitar, con su intromisión, a la

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naturaleza el poder de proteger la belleza de suobra, el principio libre se coloca en el lugar de lanaturaleza y se hace cargo - si se me permite la ex-presión -, a la vez que de sus derechos, de una partede sus obligaciones. El espíritu, al complicar en sudestino a la sensibilidad que le está subordinada y alhacerla depender de sus situaciones, es como si seconvirtiera a sí mismo en fenómeno, y se confiesasúbdito de la ley que reza para todos los fenómenos.Por si mismo se compromete a dejar que la natura-leza dependiente de él siga siendo naturaleza tam-bién cuando está a su servicio, y a no tratarla nuncacontrariamente a sus obligaciones anteriores. Llamoa la belleza obligación de los fenómenos porque lanecesidad que le corresponde en el sujeto está basa-da en la razón misma y es, por consiguiente, generaly necesaria. La llamo obligación anterior porque lasensibilidad ya ha juzgado antes que el entendi-miento empiece a intervenir.

Así, pues, la libertad rige a la belleza. La natura-leza ha dado la belleza de estructura; el alma da labelleza de juego. Y ahora sabemos también qué seha de entender por gracia. Gracia es la belleza de laforma bajo la influencia de la libertad, la belleza delos fenómenos determinados por la persona. La be-

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lleza arquitectónica honra al Creador de la naturale-za; la gracia, a su poseedor. Aquélla es un don in-nato; ésta un mérito personal.

La gracia sólo puede convenir al movimiento,pues ni¡ cambio en el ánimo sólo puede manifestar-se en el mundo sensible como movimiento. Esto noimpide, sin embargo, que también los rasgos firmesy distendidos puedan mostrar gracia. Esos rasgosfirmes no fueron, originariamente, sino movimien-tos, que, al repetirse muy a menudo, acabaron porhacerse habituales y trazaron huellas permanentes36.

36 Por consiguiente Home* restringe demasiado el concepto de gracia, aldecir [Eements of Criticism (1762)], 11, 39, última edición. que "cuandola persona esté en reposo y no se mueve ni habla, perdemos de vista lacualidad de la gracia, como el color en la oscuridad". No, no la perdemosde vista mientras percibimos en el durmiente los rasgos que ha formadoun espíritu suave y benévolo; y justamente perdura la parte más estimablede la gracia: aquella que ha transformado los gestos afirmándolos enrasgos, y revela. por consiguiente, en sentimientos bellos la perfeccióndel ánimo. Poro cuando el señor comentarista de la obra de Home creeenmendar al autor observando (ibid., pág. 459) que "la gracia no se limitasólo a movimientos voluntarios, que una persona que duerme no deja deser graciosa" -¿por qué? -"porque durante ese estado se hacen especial-mente visibles los movimientos involuntarios, suaves y, por lo mismo,tanto más graciosos', entonces anula por completo el concepto de gracia,que Home no hacía más que limitar excesivamente. Los movimientosinvoluntarios durante el sueno, cuando no son repetición de otros vo-luntarios, no pueden nunca ser graciosos, y menos ama serlo de prefe-rencia; y si una persona que duerme es graciosa, no lo es de ningunamanera por los movimientos que hace, sino por sus rasgos, que atesti-guan movimientos anteriores.

*[.Henry Home of Kames (1696-1782)].

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Pero. no todos los movimientos en el hombreson capaces de tener gracia. La gracia nunca es otracosa que la belleza de la forma movida por la liber-tad, y los movimientos que pertenezcan sólo a lanaturaleza no pueden merecer nunca ese nombre.Cierto es que un espíritu vivaz acaba por adueñarsede casi todos los movimientos de su cuerpo, pero sise vuelve muy larga la cadena con la cual se enlazaun rasgo bello a sentimientos morales, el rasgo seconvierte entonces en una cualidad de la estructuray apenas admite que se atribuya a la gracia. Por úl-timo, el espíritu llega hasta formarse su cuerpo, y laestructura misma tiene que seguirle en ese juego, demodo que la gracia, no rara vez, se transforma enbelleza arquitectónica.

Así como un espíritu hostil y desacorde consigomismo echa a perder hasta la más sublime bellezade la estructura, a tal punto que bajo las manos in-dignas de la libertad ya no se puede en fin reconocerla maravillosa obra maestra de la naturaleza, así ve-mos también a veces que el ánimo alegre y en sí ar-mónico acude en auxilio de la técnica, estorbada eimpedida, pone en libertad a la naturaleza y dejaextenderse con divino resplandor la forma hastaentonces trabada y encogida. La naturaleza plástica

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del hombre tiene en sí misma infinidad de recursospara compensar su descuido y corregir sus fallas,con tal que el espíritu moral la ayude en su obraformativa, o también, a veces, con que sólo se limitea no perturbarla.

Como los movimientos afirmados - gestos con-vertidos en rasgos- tampoco están excluidos de lagracia, podría parecer que, en general, también de-biera incluirse en ella la belleza de los movimientosaparentes o imitados- las líneas flamígeras o ser-penteadas -, como en efecto sostiene Mendelssohn.Pero de esa manera el concepto de gracia se amplia-ría hasta coincidir con el concepto de belleza en ge-neral, pues toda belleza, en última instancia, no esmás que una cualidad del movimiento, verdadero oaparente - objetivo o subjetivo -, como espero de-mostrarlo en un análisis de lo bello. Pero los únicosmovimientos que pueden mostrar gracia son los quecorresponden al mismo tiempo a un sentimiento.

La persona - ya se sabe a qué me refiero conesta palabra- prescribe al cuerpo los movimientos, opor su voluntad, si quiere realizar un efecto imagi-nado en el mundo sensible, y en este caso los mo-vimientos se llaman voluntarios o deliberados; obien los movimientos suceden sin la voluntad de la

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persona, según una ley de la necesidad - pero moti-vados por una sensación; a estos movimientos losdenomino simpáticos. Aunque estos últimos soninvoluntarios y están fundados en una sensación, nodeben confundirse con los que son determinadospor la afectividad sensorial y el instinto natural: puesel instinto natural no es un principio libre, y lo queél lleva a cabo no es una acción de la persona. Bajomovimientos simpáticos, de que aquí tratamos, en-tiendo, pues, sólo aquellos que sirven de acompa-ñamiento al sentimiento moral o al sentido moral.

Surge entonces una cuestión: ¿cuál de estas dosclases de movimientos, fundados en la persona, escapaz de gracia?

Lo que al filosofar debe necesariamente separar-se, no por eso está siempre separado también en larealidad. Así, rara vez se encuentran los movimien-tos deliberados sin los simpáticos, porque la volun-tad, en cuanto causa de los primeros, se determinasegún sentimientos morales, de los cuales surgen lossegundos. Al hablar una persona, vemos que hablancon ella, al mismo tiempo, sus miradas, sus rasgosfaciales, sus manos y hasta a menudo su cuerpo en-tero, y la parte mímica de la conversación se consi-dera no pocas veces como la más elocuente. Pero

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aun un movimiento deliberado puede considerarse,a la vez, como simpático, y es lo que ocurre cuandoalgo involuntario viene a mezclarse a lo voluntariodel movimiento.

Porque el modo como se realiza un movimientovoluntario no está determinado por su finalidad tanexactamente que no haya más de una manera depoder ejecutarlo. Ahora bien, lo que ha quedadoindeterminado por la voluntad o por la finalidadperseguida puede ser determinado simpáticamentepor el estado afectivo de la persona y servir portanto como expresión de ese estado. Al extender mibrazo para tomar un objeto, realizo una finalidad, yel movimiento que hago es prescrito por la inten-ción que me guía al hacerlo. Pero cuál sea la direc-ción que hago tomar a mi brazo hacia el objeto, y lamedida en que la hago seguir también por el restode mi cuerpo, y la rapidez o lentitud y el mayor omenor esfuerzo con que quiero llevar a cabo el mo-vimiento: todo esto, no me pongo a calcularloexactamente en ese instantes hay algo, pues, quequeda confiado a la naturaleza en mí. Pero de algu-na manera debe decidirse, sin embargo, ese algo nodeterminado por la mera finalidad, y en esto puedeser decisivo mi modo de sentir y, por el tono que le

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da, puede determinar el tipo de movimiento. Así,pues, la participación que el estado afectivo de lapersona tiene en un movimiento voluntario es loque en éste hay de involuntario y es también aquelloen que hay que buscar la gracia.

Un movimiento voluntario, si no está a la vezenlazado a uno simpático o, con otras palabras, sino está mezclado con algo involuntario que tenga sufundamento en el estado afectivo moral de la per-sona, nunca puede manifestar gracia, para la cual serequiere siempre como causa un estado de ánimo.El movimiento voluntario sigue a un acto anímico,el cual, por lo tanto, ha pasado ya cuando se produ-ce el movimiento.

En cambio, el movimiento simpático acompañaal acto anímico y a su estado afectivo, por el cual esmovido a este acto, y debe considerarse, pues, comoparalelo a ambos.

Queda con esto sentado que el primero, que nobrota inmediatamente de los sentimientos de la per-sona, tampoco puede ser representativo de ella.Pues entre el sentir y el movimiento mismo se in-terpone la resolución, que, considerada en sí, es co-sa del todo indiferente; el movimiento es efecto de

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la resolución y de la finalidad, pero no de la personay su sentir.

El movimiento voluntario está unido acciden-talmente al sentir que le precede; en cambio el mo-vimiento acompañante lo está necesariamente. Elprimero es al ánimo lo que el signo idiomático con-vencional es al pensamiento que expresa; mientrasque el simpático o acompañante es lo que el gritoapasionado a la pasión. Aquél representa, pues, alespíritu, no por su naturaleza, sino sólo por su uso.No se puede, por lo tanto, decir en rigor que el es-píritu se manifieste en un movimiento voluntario,pues éste sólo expresa la materia de la voluntad (lafinalidad), pero no su forma (el sentir). Sobre estaúltima sólo puede instruirnos el movimiento acom-pañante37

Por consiguiente, de las palabras de un hombrese podrá inferir, sí, el concepto en que él quiera que 37 Cuando se produce un hecho ante un público numeroso, puede suce-der que cada uno de los presentes tenga su particular opinión acerca delsentir de las personas actuantes: tan accidentalmente están unidos losmovimientos voluntarios a su causa moral. Por el contrario, si a uno deestos mismos circunstantes se le apareciera inesperadamente un amigomuy querido o un enemigo muy odiado, entonces la expresión inequívo-ca de su rostro revelaría, con toda rapidez y claridad, los sentimientos desu corazón; y, probablemente, el juicio de la concurrencia entera sobre elestado afectivo actual de ese hombre sería del todo unánime; pues, eneste caso, la expresión está unida a su causa, en el ánimo, por necesidadnatural.

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lo tengamos; pero lo que él es de verdad, eso hayque tratar de adivinarlo por la presentación mímicade sus palabras y por sus gestos, es decir, por mo-vimientos involuntarios. Pero si nos damos cuentade que un hombre puede también dominar sus ras-gos faciales, en cuanto hacemos tal descubrimientodejamos de fiar en su semblante y ya no considera-mos aquellos rasgos como expresión de los senti-mientos.

Verdad es que un hombre puede, por arte y es-tudio, llegar realmente hasta someter a su voluntadtambién los movimientos acompañantes, y, comohábil juglar, proyectar sobre el espejo mímico de sualma la figura que desee. Pero en semejantes hom-bres todo es entonces mentira, y toda naturaleza esdevorada por el artificio. Por el contrario, la gracia,en todo momento, debe ser naturaleza, es decir, de-be ser involuntaria (o al menos parecerlo), y el su-jeto mismo no ha de dar nunca la impresión de quees consciente de su gracia.

De ahí se desprende, a la vez, cómo debemosconsiderar la gracia imitada o aprendida (la que yollamaría gracia teatral y gracia de maestro de dan-zas). Es un digno pendant de esa belleza que pro-viene del tocador, a fuerza de colorete y albayalde,

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de rizos fingidos, de fausses gorges y armazones deballena, y es a la verdadera gracia poco más o me-nos lo que la belleza cosmética a la arquitectónica.38

38 Al hacer esta comparación, tan lejos estoy de negar al maestro de dan-zas su mérito en materia de verdadera gracia, como al actor sus derechosa ella. El maestro de danzas acude, indudablemente, en ayuda de la ver-dadera gracia al proporcionar a la voluntad el dominio sobre sus instru-mentos y allanar los obstáculos que la masa y la gravedad oponen aljuego de las fuerzas vivientes. Y esto no lo puede lograr sino de acuerdocon reglas que mantienen el cuerpo en un adiestramiento saludable yque, mientras la pureza opone resistencia. pueden ser rígidas, es decir,coercitivas, y pueden también parecerlo. Pero en cuanto da por termina-da su enseñanza, la regla debe haber prestado ya en el aprendiz sus servi-cios, de suerte que no tenga que acompañarlo en el mundo: en suma, laacción de la regla debe volverse naturaleza.El menosprecio con que hablo de la gracia teatral solo vale para la imita-da, que no vacilo en rechazar, tanto en la escena como en la vida. Con-fieso que no me agrada el actor que; por muy bien que haya logrado laimitación, ha estudiado su gracia en el tocador. Los requisitos que exigi-mos del actor son: 1° Verdad de la representación, y 2° Belleza de larepresentación. Ahora bien, afirmo que el actor, en lo que toca a la ver-dad de la representación, deba producirlo todo por arte y nada por natu-raleza, pues de lo contrario no es de ningún modo artista; y lo admiraré,si oigo y veo que el mismo que desempeña magistralmente un papel degüelfo furioso es un hombre de carácter apacible; sostengo, en cambio,que, en cuanto a la gracia de la representación. nada tiene que deber alarte y todo ha de ser, en el actor, libre acción de la naturaleza. Si en lanaturalidad de su desempeño advierto que su carácter no le es apropiado,lo estimaré por ello tanto más; si en la belleza de su desempeño adviertoquo esos graciosos movimientos no le son naturales, no podré menos deenfadarme con el hombre que ha tenido que llamar al artista en su ayuda-La causa está en que la esencia de la gracia desaparece con su naturalidady en que la gracia es, de todos modos, una exigencia que nos creemosautorizados a hacer al hombre como tal. Pero ¿qué responderé al artistamímico deseoso de saber cómo ha de llegar a la gracia si no debe apren-derla? Mi opinión es que ha de procurar, ante todo, que dentro de simismo madure la humanidad, y vaya luego, siempre que tal sea su voca-ción, a representarla en escena.

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En un espíritu no ejercitado pueden ambas ha-cer absolutamente el mismo efecto que el originalque imitan; y, si el arte es grande, puede a veces en-gañar también al experto. Pero, no obstante, porcualquier rasgo acaba por asomar lo forzado e in-tencional, y entonces la indiferencia, cuando nohasta el desprecio y la repulsión, es el efecto inevi-table. Apenas nos damos cuenta de que la bellezaarquitectónica es artificial, vemos disminuida la hu-manidad (como fenómeno) precisamente en la me-dida en que se le han agregado elementos de undominio, natural ajeno; y ¿cómo podríamos noso-tros, que ni perdonamos el abandono de una ventajaaccidental, mirar con placer, o siquiera con indife-rencia, un trueque por el cual se ha dado una partede la humanidad a cambio de la naturaleza común?¿Cómo no habríamos de despreciar el fraude, aun-que pudiéramos perdonar el efecto logrado? Encuanto notamos que la gracia es artificial, se noscierra al punto el corazón y se retrae el alma que secernía a su encuentro. Vemos de repente que el es-píritu se ha vuelto materia, y la divina Juno un fan-tasma de nubes.

Pero aunque la gracia deba ser algo involuntario,o parecerlo, sólo la buscamos en movimientos que

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en mayor o menor grado dependen de la voluntad.Es verdad que se atribuye gracia a cierto lenguaje degestos, y que se habla de una sonrisa graciosa y deun rubor gracioso, a pesar de que ambos son mo-vimientos simpáticos, sobre los cuales no decide lavoluntad, sino el sentimiento. Pero aparte de quetales exteriorizaciones están, no obstante, en nues-tro poder, y que puede aún dudarse si pertenecen enrealidad a la gracia, la gran mayoría de los casos enque se manifiesta la gracia son del dominio de losmovimientos voluntarios. Se exige gracia del discur-so y del canto, del juego voluntario de los ojos y dela boca, de los movimientos de las manos y de losbrazos, siempre que sean usados libremente, delandar, del porte y la actitud, de toda la manera demanifestarse un hombre, en cuanto está en su po-der. De aquellos movimientos que en el hombreejecuta por cuenta propia el instinto natural o unafecto que se ha vuelto dominante, movimientosque por consiguiente son sensibles también por suorigen, exigimos algo muy diferente de la gracia,como se advertirá más adelante. Tales movimientospertenecen a la naturaleza y no a la persona, y úni-camente de la persona debe provenir toda gracia.

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Si la gracia es, pues, una cualidad que exigimosde los movimientos voluntarios, y, por otra parte,hay que desterrar de la gracia misma todo lo volun-tario, tendremos que buscarla en aquello que en losmovimientos deliberados no es deliberado, pero queal mismo tiempo corresponde a una causa moral enel ánimo.

Con esto se caracteriza, por lo demás, sólo laespecie ele movimientos entre los cuales hay quebuscar la gracia; pero no movimiento puede tenertodas estas cualidades sin ser por ello gracioso. Seríaentonces expresivo (mímico), nada más.

Expresiva (en el sentido más amplio) llamo yocualquier manifestación que en el cuerpo acompañaa un estado afectivo y lo expresa. En este sentidoson, pues, expresivos todos los movimientos sim-páticos, aun aquellos que sirven de acompaña-miento a meras afecciones de la sensibilidad.

También las formas animales hablan, en cuantoque su aspecto externo manifiesta su interioridad.Pero aquí habla sólo la naturaleza, nunca la libertad.En forma permanente y en los firmes rasgos arqui-tectónicos del animal, la naturaleza declara su finali-dad; en los rasgos mímicos, la necesidad despertadao satisfecha. La cadena de la necesidad pasa tanto

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por el animal como por la planta, donde no hay-personalidad que la interrumpa. La individualidadde su existencia es sólo la representación especial deun concepto natural general; la peculiaridad de suestado actual es mero ejemplo de realización de lafinalidad natural bajo determinadas condicionesnaturales.

Expresiva, en el sentido más estricto, lo es úni-camente la forma humana; y aun ésta, sólo en aque-llas de sus manifestaciones que acompañan a suestado afectivo moral y le sirven de expresión.

Unicamente en estas manifestaciones: pues entodas las otras el hombre está en la misma serie quelos demás seres sensibles. En su figura permanentey en sus rasgos arquitectónicos es sólo la naturalezala que nos manifiesta su intención, como en el ani-mal y en todos los seres orgánicos. Cierto es que laintención de la naturaleza para con el hombre puedeir mucho más lejos que en los demás seres y lacombinación de los medios para lograrla puede sermás ingeniosa y complicada; todo esto ha de poner-se en cuenta de la sola naturaleza y no puede signifi-car mérito alguno en favor del hombre.

En el animal y en la planta la naturaleza no sólofija el destino, sino que, además, lo ejecuta ella sola.

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Pero al hombre ,no hace sino señalarle su destino yle confía a él mismo su cumplimiento. Esto es loúnico que le hace ser hombre.

Sólo el hombre, entre todos los seres conocidos,tiene, en cuanto persona, el privilegio de intervenirpor voluntad suya en la cadena de la necesidad,irrompible para los seres meramente naturales, yhacer partir de sí mismo una serie totalmente nuevade fenómenos. El acto por el cual, lo lleva a cabo, sellama, de preferencia, una acción, y únicamenteaquellas de sus realizaciones que resultan de una deesas acciones, se llaman obras suyas. Así, pues, sólopor sus obras puede el hombre demostrar que esuna persona.

La forma animal expresa no sólo la idea de sudestino, sino también la relación entre su estadoactual y ese destino. Pero como en el animal la natu-raleza, a la vez que da el destino, lo cumple, la for-ma animal no puede nunca expresar otra cosa que laactividad de la naturaleza.

Como la naturaleza, aunque fija al hombre sudestino, confía a la voluntad humana su cumpli-miento, la relación actual entre su estado y su desti-no no puede ser obra de ella, sino que debe ser obrapropia del hombre. La expresión de esa relación en

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su aspecto exterior no corresponde, pues, a la natu-raleza, sino a él mismo; vale decir, es una expresiónpersonal. Si conocemos, pues, por la parte arqui-tectónica de su forma, la intención que la naturalezaha tenido con él, por su parte mímica echamos dever lo que mismo ha hecho para cumplir esa inten-ción.

Cuando se trata de la figura humana no noscontentamos, por consiguiente, con que nos pongaa la vista la mera idea general de la humanidad o loque la naturaleza haya realizado para el cumpli-miento de esa idea en tal o cual individuo, pues estolo tendría de común con cualquier creación técnica.De su figura esperamos además que nos revelehasta qué punto el hombre, en su libertad, ha cola-borado con la finalidad natural; es decir, que de-muestre su carácter. En el primer caso se ve, sí, quela naturaleza se propuso hacer de él un hombre; pe-ro sólo del segundo es posible concluir que hayallegado a serlo realmente.

También el hombre participa, pues, en la elabo-ración de su forma, por lo que en ella hay de ele-mento mímico; más aún, en este elemento la formaes exclusivamente suya. Pues aun cuando estos ras-gos mímicos, en su mayor parte y hasta en su totali-

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dad, fueran simple expresión de lo sensorial y pu-dieran corresponderle, por lo tanto, como meroanimal, el hombre estaba, sin embargo, destinado ycapacitado para limitar lo sensorial por su libertad.La presencia de tales rasgos demuestra, por consi-guiente, el no uso de esa capacidad y el incumpli-miento de ese destino, por lo cual es, sin duda,moralmente expresivo en la misma medida en queel abstenerse de una acción ordenada por el deberes también una acción.

De los rasgos expresivos que son siempre exte-riorización del alma hay que distinguir los rasgosmudos que en la forma humana dibuja la sola natu-raleza plástica, en cuanto que actúa independiente-mente de todo influjo del alma. Llamo a estosrasgos mudos porque, como incomprensibles signosde la naturaleza, nada dicen del carácter, Muestransólo la peculiaridad de la naturaleza en su presenta-ción de la especie, y llegan a menudo por sí solos adiferenciar al individuo, pero nunca pueden revelarnada de la persona. Para el fisonomista estos rasgosmudos no carecen en modo alguno de importancia,porque él no sólo quiere saber lo que el hombremismo ha hecho de sí, sino también cómo la natu-

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raleza ha procedido en favor o en contra del hom-bre.

No es tan fácil trazar la frontera en que termi-nan los rasgos mudos y comienzan los expresivos.La fuerza creadora que actúa uniformemente y lapasión sin ley se disputan el dominio sin cesar, y loque la naturaleza construyó con infatigable y silen-ciosa actividad vuelve a menudo a ser derruido porla libertad, que se desborda como río en creciente.Un espíritu vivaz consigue ejercer influjo sobre to-dos los movimientos corpóreos y aun logra final-mente, en forma indirecta, transformar por el poderdel juego simpático hasta las sólidas formas de lanaturaleza, inaccesibles a la voluntad. En hombressemejantes, todo acaba por volverse rasgo de ca-rácter, como lo podemos ver en tantas cabezas pro-fundamente modeladas por una larga vida, pordestinos extraordinarios y por un espíritu activo. Enestas formas, sólo lo genérico pertenece a la natu-raleza plástica, pero toda la individualidad en su eje-cución corresponde a la persona; de ahí que se diga,con mucha razón, que en figuras como ésas todo esalma.

En cambio, aquellos atildados pupilos de la re-gla (que podrá serenar los sentidos, pero nunca des-

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pertar humanidad) en todas sus chatas e inexpresi-vas formas, no muestran otra cosa que el dedo de lanaturaleza. El alma ociosa es un humilde huéspeden su cuerpo y un vecino callado y pacífico de lafuerza creadora abandonada a sus propios medios.Ningún pensamiento que requiera esfuerzo, ningu-na pasión interrumpe el tranquilo compás de la vidafísica; el juego nunca pone en peligro la estructura,ni la libertad perturba su vida vegetativa. Puesto queel profundo reposo del espíritu no produce ningúngasto apreciable de fuerzas, las salidas nunca supera-rán los ingresos, sino que más bien la economíaanimal tendrá siempre a su favor un superávit. Porel magro salario de felicidad que la naturaleza leconcede, el espíritu se vuelve su puntual adminis-trador, y toda su gloria es llevar en orden su libro.Se logrará, pues, todo lo que la organización es ca-paz de dar, y florecerá el negocio de la nutrición yprocreación. Un acuerdo tan feliz entre la necesidadnatural y la libertad no puede sino ser favorable a labelleza arquitectónica, y aquí es también donde lapodemos observar en toda su pureza. Pero las fuer-zas generales de la naturaleza hacen, como se sabe,eterna guerra a las particulares u orgánicas, y la téc-nica más ingeniosa acabará por ser vencida por la

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cohesión y la gravedad. Por eso, también, la bellezade estructura, como mero producto natural, tienesus períodos determinados de florecimiento, madu-rez y decadencia, que el juego puede ciertamenteapresurar, pero nunca retardar; y por lo general re-sulta, en fin, que la masa somete gradualmente a laforma, y el vivo impulso creador se prepara, en lamateria acumulada, su propia tumba39. 39 Por eso encontraremos las más veces que tales bellezas de estructura,fa en la edad mediana, se vuelven notablemente más toscas por la obesi-dad; que en lugar de aquellos delicados dibujos de la piel, que apenas seinsumaban, se abren pozos y se levantan pliegues como de salchicha; queel peso va adquiriendo imperceptiblemente influjo sobre la forma, y eljuego múltiple y gracioso de hermosas líneas sobre la superficie se pierdeen un cojín de grasa uniformemente abultado. La naturaleza vuelve atomar lo que había dado.

Advierto de paso que algo parecido suele ocurrir con el genio, que,en general, tanto en su origen como en sus efectos, tiene mucho de co-mún con la belleza arquitectónica. Como ésta, también el genio es unmero producto natural; y de acusado con el erróneo criterio de los hom-bres que precisamente estiman más que nada lo que no puede imitarsepor ningún precepto ni alcanzarse por mérito alguno, se admira la bellezamás que la gracia, el genio más que la fuerza adquirida del espíri-tu.Ambos favoritos de la naturaleza a pesar de todas sus informalidades(por las cuales no pocas veces son objeto de merecido desprecio), seconsideran como una especie de nobleza de nacimiento, como una castasuperior porque sus privilegios dependen de condiciones naturales yestán en consecuencia por encima de toda elección.

Pero lo mismo que le sucede a la belleza arquitectónica cuando notiene a tiempo el cuidado de procurarse en la gracia un apoyo y una re-emplazante, le ocurre también al genio cuando deja de fortalecerse conprincipios, con el buen gusto y la ciencia Sí todas sus dotes consistían enuna fantasía vivaz y floreciente (y la naturaleza acaso no pueda concederotras ventajas que las sensoriales), que se preocupe con el tiempo enasegurar este regalo ambiguo mediante el único uso por el cual los donesnaturales pueden volverse posesión del espíritu: dando forma a la mate-

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Por lo demás, aunque aisladamente ningún ras-go mudo es expresión del espíritu, en cambio, to-mada en el conjunto, tal forma muda escaracterística y eso por la misma razón por la cual loes una forma sensorialmente expresiva. El espíritudebe, en efecto, ser activo y sentir moralmente; porlo tanto, da testimonio de su culpa cuando su formano muestra rastro alguno de esas calidades. Si bienla expresión pura y bella de su destino en la disposi-ción arquitectónica de su figura nos llena de agradoy de reverencia hacia la suprema razón - su causa -,ambos sentimientos se mantendrán en su pureza

ria; pues el espíritu no puede reputar como cosa propia sino lo que esforma. No dominada por una fuerza de la razón que les sea equivalente,la exuberante fuerza natural, crecida con ímpetu salvaje, rebosará la li-bertad del entendimiento y la ahogará, de la misma manera que en labelleza arquitectónica la masa acaba por suprimir la forma.

La experiencia pienso, lo comprueba abundantemente en especialcon aquellos genios poéticos que alcanzan la fama antes de la mayoridady en cuales, como en más de una belleza, a menudo no hay otro talentoque la juventud. Pero una vez que la breve primavera ha pasado y pre-guntamos por los frutos que nos había hecho esperar, nos encontramoscon que son unos engendros fofos y con frecuencia raquíticos, productode un instinto creador ciego y mal dirigido. Justamente allí donde sehubiese podido esperar que la materia se ennobleciera volviéndose formay el espíritu creador fijara sus ideas en intuiciones, han caído víctima dela materia, como cualquier otro producto natural, y los meteoros quetanto prometían se nos aparecen como lucecillas vulgares –si es quellegan a tanto-. Pues a veces la fantasía poetizadora vuelva a hundirse deltodo en la materia de la cual se había librado, y no desdeña servir a lanaturaleza en otra obra de creación más sólida, si ya no logra éxito en laproducción poética.

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sólo mientras veamos en ese espíritu un mero pro-ducto natural. Pero si lo pensamos como personamoral, estamos autorizados a esperar una expresiónde esa persona en su figura y. si tal esperanza falla,la consecuencia inevitable será el desprecio. Lossimples seres orgánicos no son respetables comocriaturas; pero el hombre sólo puede serlo comocreador (es decir como propio causante de su esta-do). No ha de limitarse a reflejar, como los demásseres sensibles, los rayos de una razón ajena, así seala divina; brille como un sol con su propia luz.

Se exige, pues, del hombre, en cuanto se adquie-re conciencia de su destino moral, una forma expre-siva; pero, a la vez, debe ser una forma que hable asu favor, es decir, que exprese una manera de sentiradecuada a su destino, una aptitud moral. Esto es loque la razón requiere de la forma humana.

Pero el hombre es al mismo tiempo, como fe-nómeno, objeto de los sentidos. Allí donde el sen-timiento moral halla satisfacción, no quiere sufrirmenoscabo el sentimiento estético, y la concordan-cia con una idea no debe costar ningún sacrificio enel fenómeno, Por muy severamente que la razónreclame una expresión de la moralidad, no menosinexorablemente reclaman los ojos belleza. Como

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estas dos exigencias se refieren al mismo objeto,aunque en distintas instancias del juicio, es necesariotambién satisfacer a ambas mediante una mismacausa. La disposición anímica del hombre que másque ninguna otra lo capacita para cumplir su destinocomo persona moral, debe permitir una expresióntal, que le sea también la más ventajosa en cuantomero fenómeno. Con otras palabras: su aptitud mo-ral debe manifestarse por la gracia.

Aquí es, pues, donde se presenta la gran difi-cultad. Ya del concepto de movimientos moral-mente expresivos se desprende que deben tener unacausa moral que está por encima del mundo sensi-ble; así también del concepto de belleza resulta queno puede tener sino una causa sensorial y debe serun efecto natural perfectamente libre, o al menosparecerlo. Pero si la razón última de los movimien-tos moralmente expresivos está necesariamente fue-ra del mundo sensible, y la razón última de labelleza está, con igual necesidad, dentro de esemundo, parecería que la gracia, que debe enlazar louno con lo otro, contuviera una manifiesta contra-dicción.

Para resolverla, habrá que admitir, pues, "que lacausa moral que en el ánimo sirve de fundamento a

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la gracia produce de modo necesario, en la sensibili-dad que depende de ella, precisamente aquel estadoque contiene en sí las condiciones naturales de lobello". Pues lo bello supone, como todo lo sensible,ciertas condiciones, y, en la medida en que es bello,únicamente condiciones sensibles. Ahora bien: co-mo el espíritu (según una ley inescrutable para no-sotros), gracias a la situación en que él mismo seencuentra, le señala a la naturaleza acompañante lasuya, y como el estado de aptitud moral en él esjustamente aquel por el cual se cumplen las condi-ciones sensibles de lo bello, hace posible lo bello, yésta es su única acción. Pero que de ello resulterealmente belleza, es consecuencia de aquellas con-diciones sensibles: por lo tanto, efecto natural libre.Mas como la naturaleza, en los movimientos vo-luntarios, en, que es tratada como medio para lograrun fin, no puede llamarse en realidad libre, y en losmovimientos involuntarios, que expresan lo moral,tampoco puede llamarse libre, la libertad - con lacual ella se manifiesta, sin embargo, en su depen-dencia de la voluntad- es una concesión de parte delespíritu. Podemos, por tanto, decir que la gracia esun favor que lo moral concede a lo sensible, así co-mo la belleza arquitectónica puede considerarse

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como el consentimiento de la naturaleza a su formatécnica.

Permítaseme ilustrar esto con un símil. Si unestado monárquico es administrado de tal maneraque, aunque todo se haga conforme a una voluntadúnica, se llega a convencer a cada ciudadano de quevive según su propio sentir y sólo obedece a su in-clinación, llamamos a esto un gobierno liberal. Perono se podría, sin grandes escrúpulos, darle esenombre si el gobernante impone su voluntad contrala inclinación del ciudadano, o el ciudadano imponesu inclinación contra la voluntad del gobernante;pues en el primer caso el gobierno no seria liberal, yen el segundo ni siquiera sería gobierno.

No es difícil aplicarlo a la formación humanabajo cl régimen del espíritu. Cuando el espíritu, ma-nifestándose en la naturaleza sensible que dependede él, lo hace de tal matrera que la naturaleza ejecutasu voluntad del modo más fiel y exterioriza sus sen-timientos en la forma más expresiva, sin infringir,no obstante, los requisitos que la sensibilidad exigede los sentimientos en cuanto fenómenos, surgiráentonces aquello que se llama gracia. Pero estaría-mos lejos de llamarlo así, tanto en el caso de que elespíritu se manifestara en lo sensorial forzadamente,

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como en el de que al libre efecto de lo sensorial lefaltara la expresión del espíritu. Porque en el primercaso no habría belleza alguna y en el segundo noseria belleza de juego.

Siempre es, pues, una causa suprasensible en elánimo lo que hace expresiva la gracia, y siempre esuna causa meramente sensible en la naturaleza loque la hace bella, Tan inexacto sería decir que elespíritu crea la belleza, como; en el símil menciona-do, decir del gobernante que es él quien produce lalibertad; puesto que se puede, sí, dejar que uno sealibre, pero no darle la libertad.

Pero así como la razón por la cual un pueblo sesiente libre, a pesar de estar sometido a una volun-tad ajena, radica las más veces en la idiosincrasia delgobernante, y una manera opuesta de pensar, eneste último, no sería muy favorable a tal libertad, asítambién debemos buscar la belleza de los movi-mientos libres en la disposición: moral del espírituque los ordena. Y surge ahora la cuestión de quéconstitución personal sea la que permite a los ins-trumentos sensoriales de la voluntad la mayor li-bertad y qué sentimientos morales se avienen mejorcon la belleza en la expresión.

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Por de pronto, lo evidente es que ni la voluntaden el movimiento intencional ni el afecto en el sim-pático deben comportarse, frente a la naturalezadependiente de ellos, como una fuerza coactiva, sies que la naturaleza ha de obedecerles con belleza.Ya el sentir general de los hombres toma la levedadcomo carácter principal de la gracia, y lo forzado nopuede nunca manifestar levedad. Asimismo es evi-dente que la naturaleza, por su parte, no debe com-portarse frente al espíritu como una fuerza coactiva,si es que ha de resultar una bella expresión moral;pues donde domina la simple naturaleza, debe desa-parecer la humanidad.

Es posible pensar, en total, tres relaciones enque puede estar el hombre con respecto a sí mismo,es decir, su parte sensible con respecto a su parteracional. Entre ellas debemos buscar la que mejor lecuadre en lo fenoménico y cuya representación seala belleza.

El hombre, o reprime las exigencias de su natu-raleza sensible para conducirse de acuerdo con lasexigencias, más altas, de la racional; o, invirtiendo,subordina la parte racional de su ser a la sensible, yentonces sigue sólo el impulso con que la necesidadnatural lo arrastra lo mismo que a los otros fenó-

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menos; o bien sucede que los impulsos de lo senso-rial entran a concordar con las leyes de lo racional, yel hombre queda en armonía consigo mismo.

Cuando el hombre adquiere conciencia de supura autonomía, rechaza de sí todo lo que sea sen-sorial, y sólo gracias a este apartamiento de la mate-ria alcanza el sentimiento de su libertad racional.Pero para ello se requiere de su parte, ya que la sen-sorialidad opone tenaz y vigorosa resistencia, unnotable esfuerzo y gran empeño, sin lo cual le seríaimposible tener alejado de sí el apetito y hacer callarla insistente voz del instinto. El espíritu así dis-puesto hace sentir a la naturaleza dependiente de él- tanto cuando la naturaleza actúa al servicio de suvoluntad como cuando se adelanta a ella- que él essu amo y señor. Bajo su severa disciplina aparecerá,pues, reprimida la sensorialidad, y la resistencia inte-rior se traicionará, desde fuera, por coacción. Se-mejante disposición de ánimo no puede ser portanto favorable a la belleza, que la naturaleza produ-ce sólo en libertad, y por consiguiente, tampocopodrá ser por la gracia como se manifieste la liber-tad moral en lucha con la materia.

En cambio, cuando el hombre, sometido a lanecesidad, deja que le domine desenfrenadamente el

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impulso natural, también desaparece con su auto-nomía interior toda huella de esa autonomía en sufigura. Sólo la animalidad habla por sus ojos húme-dos y mortecinos, por su boca lascivamente entrea-bierta, por su voz ahogada y temblorosa, por sujadeo corto y rápido, por el estremecimiento de losmiembros, por todo su físico relajado. Ha cedidotoda resistencia de la fuerza moral, y la naturaleza enél ha sido puesta en plena libertad. Pero justamenteeste total abandono de la autonomía, que suele pro-ducirse en el momento del deseo sensual, y más aúnen el goce, pone también en libertad instantánea-mente la materia bruta, hasta entonces contenidapor el equilibrio de las fuerzas activas y pasivas. Lasfuerzas naturales inanimadas empiezan a prevalecersobre las vivientes de la organización; la forma, a seroprimida por la masa, y la humanidad, por la natu-raleza ordinaria. Los ojos, reflejo del alma, languide-cen, o bien se salen de las órbitas, vidriosos yhoscos; el fino carmín de las mejillas se espesa enuna burda y uniforme pintura; la boca se vuelve unsimple agujero, pues su Forma ya no resulta de laacción de las fuerzas sino de su decaimiento; la vozy el suspiro no son más que resuellos, con los cualesquiere aliviarse el pecho apesadumbrado y que aho-

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ra revelan sólo necesidad mecánica, no alma. Enuna palabra: tratándose de la libertad que la senso-rialidad se toma por sí misma, no se puede pensaren belleza alguna. La libertad de las formas, que lavoluntad moral no había hecho más que limitar, essometida por la gruesa materia, que gana siempretanto terreno cuanto le es arrebatado a la voluntad.

Un hombre en esa situación no sólo subleva alsentimiento moral, que exige sin cesar la expresiónde la humanidad, sino que también el sentimientoestético - que, no pudiendo aplacarse con la solamateria, busca libre placer en la forma- se apartaráasqueado de semejante espectáculo, en el cual sólola concupiscencia puede encontrar satisfacción.

La primera de estas relaciones entre las dos na-turalezas en el hombre recuerda una monarquíadonde la vigilancia severa del gobernante mantienefrenada toda libre iniciativa; la segunda, una salvajeoclocracia donde el ciudadano, negando obedienciaa la autoridad legal, está tan lejos de volverse libre,como la formación del hombre está lejos de volver-se bella por la supresión de la autoactividad moral, yhasta es víctima del despotismo, aún más brutal, delas clases íntimas, como la forma lo es aquí de lamasa. Así como la libertad está en el punto medio

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entre la presión legal y la anarquía, así encontrare-mos ahora la belleza entre la dignidad, en cuantoexpresión del espíritu dominante, y la voluptuosidaden cuanto expresión del instinto dominante.

Pues si no condice con la belleza de la expresiónla razón que domina a la sensorialidad ni tampoco lasensorialidad que domina a la razón, la condiciónbajo la cual se produzca la belleza de juego será (yno cabe una cuarta alternativa) aquel estado de áni-mo en que armonicen la razón y la sensorialidad eldeber y la inclinación..

Para poder convertirse en objeto de inclinación,la obediencia a la razón debe proporcionar un moti-vo de deleite, pues sólo por el placer y el dolor sepone en movimiento el instinto. En la experienciacomún las cosas ocurren ciertamente al revés, y eldeleite es el motivo por el cual se obra razonable-mente. Que la moral misma haya dejado finalmentede hablar ese lenguaje, debemos agradecérselo alinmortal autor de la Crítica, a quien toca la gloria dehaber rehabilitado la sana razón en lugar de la razónfilosofante.

Pero tal como los principios de este filósofosuelen ser expuestos por él mismo, y también porotros, la inclinación es una muy dudosa compañera

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del sentimiento moral, y el placer un sospechosoaditamento de las determinaciones morales. Aunqueel impulso hacia la dicha no mantiene un dominiociego sobre el hombre, querrá sin embargo hacer oírsu voz en el acto de la elección moral y dañará así lapureza de la voluntad, que debe obedecer siempre ala sola ley y nunca al impulso. Para tener, pues, ple-na seguridad de que la inclinación no ha intervenidotambién, se prefiere verla en guerra con la ley de larazón antes que en armonía con ella, porque condemasiada facilidad podría ocurrir que su sola inter-cesión procurara a la ley racional su poder sobre lavoluntad. Porque como en la acción moral lo queimporta no es el ajuste de los hechos a la ley, sinoexclusivamente el ajuste de la disposición ele ánimoal deber, no se atribuye, con razón, ningún valor a laconsideración de que, para ese ajuste a la ley, seapor lo general más ventajoso que la inclinación. seencuentre del lado del deber. Lo que parece, pues,seguro es que el aplauso de la sensorialidad, si bienno hace sospechoso el ajuste de la voluntad al de-ber, por lo menos no está en condiciones de garan-tizarla. La expresión sensible de ese aplauso en lagracia nunca podrá dar testimonio suficiente y vale-dero de la acción en que se encuentre; ni se podrá

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inferir, de la exposición hermosa de una disposiciónanímica o una acción, cuál es su valor moral.

Hasta aquí creo estar en perfecto acuerdo conlos ri-goristas de la moral; pero espero no pasar porlatitudinario si trato de mantener en el terreno de lofenoménico y en el ejercicio efectivo del deber mo-ral las exigencias de la sensibilidad, que han sido deltodo rechazadas en el terreno de la razón pura y enla legislación moral.

Con la misma certeza con que estoy convencido- y justamente porque lo estoy- de que la participa-ción de la inclinación en un acto libre no pruebanada con respecto al simple ajuste de esa acción aldeber, así creo poder inferir precisamente de elloque la perfección moral del hombre puede sólo di-lucidarse por ese participar de su inclinación en suconducta moral. Porque el hombre no está destina-do a ejecutar acciones morales aisladas, sino a ser unente moral. Lo que le está prescrito no son virtudes,sin, la virtud, y la virtud no es otra cosa que "unainclinación al deber". Por más que en sentido obje-tivo se opongan las acciones por inclinación a lasacciones por deber, no sucede lo mismo en sentidosubjetivo, y el hombre no sólo puede, sino que debeenlazar el placer al deber; debe obedecer alegre-

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mente a su razón. Si a su naturaleza puramente espi-ritual le ha sido añadida una naturaleza sensible, noes para arrojarla de sí como una carga o para quitár-sela como una burda envoltura; no, sino para unirlahasta lo más íntimo con su yo superior. La naturale-za, ya al hacerlo ente sensible y racional a la vez, esdecir, al hacerlo hombre, le impuso la obligación deno separar lo que ella había unido; de no despren-derse - aun en las más puras manifestaciones de suparte divina- de lo sensorial, y de no fundar el triun-fo de la una en la opresión de la otra. Sólo cuandosu carácter moral brota de su humanidad enteracomo efecto conjunto de ambos principios y se hahecho en él naturaleza, es cuando está asegurado;pues mientras el espíritu moral sigue empleando laviolencia, el instinto natural ha de tener aún unafuerza que oponerle. El enemigo simplemente de-rribado puede volver a erguirse; sólo el reconciliadoqueda de veras vencido.

En la filosofía moral de Kant la idea del deberestá presentada con una dureza tal, que ahuyenta alas Gracias y podría tentar fácilmente a un entendi-miento débil a buscar la perfección moral por elcamino de un tenebroso y monacal ascetismo. Pormás que el gran filósofo trató de precaverse contra

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esta falsa interpretación, que debía ser precisamentela que más repugnara a su espíritu libre y luminoso,él mismo le dio, me parece, fuerte impulso (aunqueapenas evitable dentro de sus intenciones) al con-traponer rigurosa y crudamente los dos principiosque actúan sobre la voluntad del hombre. Sobre elfondo mismo del asunto, después de las pruebaspor él aducidas, no puede haber ya discusión entrecabezas pensantes que quieran dejarse convencer, yno sé cómo podría uno no preferir renunciar másbien a su total humanidad antes que obtener de larazón, en este respecto, un resultado distinto. Perocuanta fue la pureza de su procedimiento en la in-vestigación de la verdad, donde todo se explica porrazones exclusivamente objetivas, tanto parece ha-berle guiado, por el contrario, en la exposición de laverdad descubierta, una norma más subjetiva, quecreo no es difícil explicar por las circunstancias de laépoca.

Porque, así como tenía a la vista la moral de sutiempo, tanto en el sistema como en la práctica, así,por una parte, debió de rebelarle el grosero materia-lismo en los principios morales que la complacenciaindigna de los filósofos había ofrecido como almo-hada al relajado carácter de la época; y, por otra

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parte, debió excitar su atención un principio de per-fección no menos discutible, que, para realizar unaidea abstracta de perfección general y universal, notenía muchos escrúpulos en cuanto a la elección delos medios. Dirigió, por lo tanto, la mayor fuerza desus razones hacia donde más declarado era el peli-gro y más urgente la reforma, y se impuso como leyperseguir sin cuartel la sensorialidad, tanto allí don-de con frente atrevida escarnece al sentimiento mo-ral, como en la impotente envoltura de los finesmoralmente loables en que sabe ocultarla especial-mente cierto entusiasta espíritu de comunidad. Notenía que adoctrinar la ignorancia, sino que amo-nestar el error. La cura exigía sacudimiento, no li-sonja ni persuasión; y cuanto mayor fuera elcontraste entre el axioma de la verdad y las normasdominantes, tanto más podía él esperar que moveríaa meditar al respecto. Fue el Dracón de su época,porque consideró que no era aún digna de un Solónni estaba en disposición de acogerlo. Del sagrario dela razón pura trajo la ley moral, extraña y sin embar-go conocidas la expuso en toda su santidad ante elsiglo deshonrado, y poco se preocupó de si hay ojosque no pueden soportar sus destellos.

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Pero ¿de qué se habían hecho culpables los hi-jos de la casa, para que él se preocupara sólo de lossiervos? Porque a menudo impurísimas inclinacio-nes usurpen el nombre de la virtud, ¿debía hacersetambién sospechoso el desinteresado afecto en elpecho más noble? Porque los hombres de floja mo-ral se complazcan en dar a la ley de la razón unalaxitud que la hace juguete de su conveniencia, ¿de-bía añadírsele una rigidez que convierte la más vigo-rosa manifestación de libertad moral en una especie,apenas más elevada, de servidumbre? Pues el hom-bre verdaderamente moral ¿tiene por ventura máslibre elección entre la estimación de sí mismo y eldesprecio de sí mismo que la que el esclavo de lossentidos tiene entre el placer y el dolor? ¿Acaso lavoluntad pura está allí sujeta a menor coacción queaquí la corrompida? ¿Debía la ley moral por su for-ma imperativa acusar y humillar a la humanidad, y, ala vez, convertirse el documento más sublime de sugrandeza en testimonio de su fragilidad? ¿No se po-día acaso, en esa forma imperativa, evitar que unmandamiento que el hombre se da a sí mismo comoser racional, y que en consecuencia sólo a él le com-promete, y es por eso mismo compatible con susentimiento de libertad, adoptara la apariencia de

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una ley positiva y extraña - apariencia que por laradical propensión del hombre a contravenirla (co-mo se le reprocha difícilmente podría atenuarse?

No es por cierto ventajoso para las verdadesmorales tener en su contra sentimientos que elhombre puede confesarse sin sonrojo. Pero ¿cómohan de conciliarse los sentimientos de belleza y li-bertad con el austero espíritu de una ley que dirigeal hombre más por el temor que por la confianza,que trata de separa en él lo que la naturaleza habíareunido y que no le asegura el dominio sobre unaparte de su ser sino despertando su desconfianzahacia la otra? La naturaleza humana es en la realidadun todo más unido que como le es dado presentarlaal filósofo sólo capaz de proceder por análisis.Nunca puede la razón rechazar como indignos deella afectos que el corazón confiesa con regocijo, nipuede el hombre ganar su propia estimación cuandose ha rebajado moralmente. Si la naturaleza sensiblefuera siempre en lo moral la parte oprimida y nuncala colaboradora, ¿cómo podría prestar todo el fuegode sus sentimientos a la celebración de un triunfosobre ella misma? ¿Cómo podría ser partícipe tanvivaz en la autoconciencia del espíritu puro, si nopudiera en última instancia adherirse a él tan ínti-

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mamente que aun el entendimiento analítico ya nopuede separarla sin violencia?

La voluntad está de todos modos en conexiónmas inmediata con la facultad de sentimiento quecon la de conocimiento y, en muchos casos, maloseria que tuviera que empezar por orientarse segúnla razón pura. No me predispone favorablemente elhombre tan incapaz de confiar en la voz del instintoque está obligado, en cada caso, a ajustarla al diapa-són del principio moral; en cambio, se le tiene enalta estima si se fía con cierta seguridad de esa voz,sin peligro de ser mal dirigido por ella. Pues así secomprueba que ambos principios han llegado en éla esa armonía que es sello de la humanidad perfectay que es lo que decimos un alma bella.

Un alma se llama bella cuando el sentido moralha llegado a asegurarse a tal punto de todos los sen-timientos del hombre, que Puede abandonar sintemor la dirección de la voluntad al afecto y no co-rre nunca peligro de estar en contradicción con susdecisiones. De ahí que en un alma bella no sean enrigor morales las distintas acciones, sino el caráctertodo. Tampoco puede considerarse como méritosuyo una sola de esas acciones, porque la satisfac-ción del instinto nunca puede llamarse meritoria. El

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alma bella no tiene otro mérito que el hecho de ser.Con una facilidad tal que parecería que obrara sóloel instinto, cumple los más penosos deberes de lahumanidad, y el más heroico sacrificio que obtienedel instinto natural se presenta a nuestros ojos co-mo un efecto voluntario precisamente de ese ins-tinto. Por eso, también, ella misma nunca sabe de labelleza de su obrar, y ya no se le ocurre que se pue-da obrar y sentir de otro modo; en cambio, unadepto de la regla moral que en todo momento laobserve escrupulosamente, tal como lo exige la pa-labra del maestro, estará siempre dispuesto a dar lasmás estrechas cuentas de la relación entre sus accio-nes y la ley. Su vida se parecerá a un dibujo en quese ven indicadas las .normas con duros trazos y enel cual a lo sumo un aprendiz podría adquirir losprincipios del arte. Pero en una vida bella todosesos contornos tajantes se han esfumado, como enun cuadro del Ticiano, y sin embargo la figura ínte-gra resalta en forma tanto más verdadera, viva, ar-moniosa.

Es, pues, en el alma bella donde armonizan lasensibilidad y la razón, la inclinación y el deber, y lagracia es su expresión en lo fenoménico. Sólo alservicio de un alma bella puede la naturaleza poseer

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la libertad y al mismo tiempo conservar su forma, yaque pierde lo uno bajo la dominación de un ánimosevero, y lo otro bajo la anarquía de la sensorialidad.Un alma bella derrama gra-cia irresistible aun sobreuna forma que carezca de belleza arquitectónica, y amenudo la vemos triunfar hasta de los defectos dela naturaleza. Todos los movimientos que provienende ella serán leves, suaves, y sin embargo animados.Alegres y libres brillarán los ojos, y el sentimientoresplandecerá en ellos. De la dulzura del corazónrecibirá la boca una gracia que ninguna imitaciónartificial logrará jamás. No se advertirá tensión enlas facciones, ni violencia en los movimientos vo-luntarios, puesto que el alma nada sabe de eso. Lavoz será música y moverá el corazón con el puroraudal de sus modulaciones. La belleza arquitectóni-ca puede suscitar agrado y admiración y hastaasombro, pero sólo la gracia nos arrebatará. La be-lleza tiene devotos; amamos a los hombres.

En general, la gracia se encontrará más bien enel sexo femenino (la belleza tal vez más en el mas-culino), y no hay que buscar lejos lo causa. Para lagracia han de contribuir tanto la arquitectura delcuerpo como el carácter: aquélla por su flexibilidadpara recibir impresiones y ser puesta en juego; éste

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por la armonía moral de los sentimientos. En ambascosas la naturaleza ha sido más favorable a la mujerque al hombre.

La contextura femenina, más delicada, recibecon mayor rapidez cada impresión y la hace desapa-recer también con mayor rapidez. A las constitucio-nes fornidas sólo las pone en movimiento unatempestad; cuando los fuertes músculos se contra-en, no pueden mostrar esa ligereza que la gracia re-quiere. Lo que en un rostro femenino es todavíabella sensibilidad, en uno masculino expresaría yasufrimiento. La delicada fibra de la mujer se inclinacomo tenue junco bajo el más leve soplo del afecto.En ondas ligeras y amables el alma se desliza sobreel semblante expresivo, que pronto vuelve a alisarseen espejo sereno.

También la contribución que el alma debe a lagracia será más fácil en la mujer que en el hombre.Pocas veces se elevará el carácter femenino a la ideasuprema de la pureza moral y pocas veces pasará delas acciones apasionadas. Resistirá a menudo a lasensorialidad con heroica pujanza, pero sólo me-diante la sensorialidad misma. Ahora bien: puestoque la moralidad de la mujer está habitualmente dellado de la inclinación, aparecerá en lo fenoménico

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tal como si la inclinación estuviera del lado de lamoralidad. La gracia será, pues, la expresión de lavirtud femenina y ha de faltar muy a menudo alamasculina.

*

Así como la gracia es la expresión de un almabella, la dignidad lo es de un carácter sublime.

Es verdad que al hombre le ha sido impuestoestablecer íntima armonía entre sus dos naturalezas,ser siempre un todo armónico y obrar con su total yplena humanidad. Pero esta belleza de carácter, elfruto más maduro de su humanidad, es sólo unaidea a la que él puede con incesante vigilancia pro-curar ajustarse, pero que a pesar de todos los es-fuerzos nunca logra alcanzar por entero.

La razón de esa imposibilidad es la inmutableorganización de su naturaleza. Son las condicionesfísicas de su existencia misma las que se lo impiden.

Porque para asegurar su existencia en el mundosensible, que depende de condiciones naturales, elhombre (que, en cuanto ser capaz de modificarse asu arbitrio, debe pre-ocuparse él mismo de su con-servación) tuvo que ser capacitado para realizar ac-

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ciones mediante las cuales puedan cumplirse aque-llas condiciones físicas de su existencia y restable-cerse si han sido suprimidas. Pero aunque lanaturaleza debió dejar a cuidado del hombre esapreocupación, que ella tiene exclusivamente a sucargo en sus producciones vegetativas, la satisfac-ción de una necesidad tan urgente, en que está enjuego su existencia misma y la de su género, no de-bió ser confiada a su incierto criterio. Este asunto,que ya en cuanto al contenido le pertenece, la natu-raleza lo atrajo también a su dominio en cuanto a laforma al introducir la necesidad en las determina-ciones de la arbitrariedad. Así se originó el instintonatural, que no es otra cosa que una necesidad natu-ral que tiene por medio el sentimiento.

El instinto natural embiste contra la afectividadmediante la doble fuerza del dolor y el placer: por cldolor, allí donde exige satisfacción; por el placer,donde la encuentra.

Como a una necesidad natural no se le puederegatear nada, el hombre debe también, a pesar desu libertad, sentir lo que la naturaleza quiere quesienta, y, según el sentimiento sea de dolor o de pla-cer, debe de manera igualmente inevitable reaccio-nar con la repugnancia o con el apetito. En este

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punto el hombre es idéntico al animal, y el más es-forzado estoico siente tan agudamente el hambre yla rechaza tan vivamente como el gusano que searrastra a sus pies.

Pero aquí empieza la gran diferencia. En el ani-mal la acción sigue tan necesariamente al apetito orepugnancia como el apetito a la sensación y la sen-sación a la impresión externa. Es una cadena conti-nua y progresiva en que cada eslabón se enlazanecesariamente al otro. En el hombre hay una ins-tancia más, la voluntad, que, como facultad supra-sensorial, no está tan sometida a la ley de lanaturaleza ni a la de la razón como para que no lequede la posibilidad de elegir con completa libertadentre orientarse de acuerdo con una o con otra. ELanimal tiene que procurar librarse del dolor; elhombre puede decidirse a soportarlo.

La voluntad del hombre es un concepto subli-me, aun cuando no se considere su uso moral. Ya lamera voluntad eleva al hombre sobre la animalidad;la voluntad moral lo eleva hasta la divinidad. Perodebe haberse desprendido (le la animalidad antesque pueda acercarse a la divinidad; de ahí que sea unpaso no despreciable hacia la libertad moral de la

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voluntad el ejercer la mera voluntad quebrando ensí la necesidad natural, aun en cosas indiferentes.

La legislación natural tiene vigencia hasta en-contrarse con la voluntad, donde aquélla se traza sulinde y comienza la legislación racional. La voluntadse halla aquí entre ambos fueros, y de ella depende,en absoluto, de cuál quiera recibir la ley; pero noestá en la misma relación con respecto a los dos.Como fuerza natural, es tan libre con respecto aluno como al otro; es decir, no está obligada a optarpor ninguno de ellos. Pero no es libre como fuerzamoral, es decir, debe optar por el fuero racional. Noestá atada a ninguno, pero está unida a la ley de larazón. Por lo tanto, utiliza realmente su libertad,aun cuando actúe contradiciendo a la razón; pero lautiliza indignamente, porque a pesar de su libertadsigue manteniéndose dentro de la naturaleza y noagrega realidad alguna en la operación del simpleinstinto; pues querer por apetito no es sino un ape-tecer más complicado. '

La legislación de la naturaleza por medio delinstinto puede entrar en conflicto con la de la razóna base de principios, si el instinto exige para satisfa-cerse una acción que contraría al postulado moral.En este caso es deber inconmovible para la volun-

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tad posponer la exigencia de la naturaleza al dictadode la razón: pues las leyes naturales obligan sólocondicionadamente, pero las de la razón, incondi-cionada y absolutamente.

No obstante, la naturaleza sostiene con energíasus derechos, y puesto que nunca exige arbitraria-mente, tampoco retira, si no ha sido satisfecha, nin-guna exigencia. Como desde la causa primera, por laque es puesta en movimiento, hasta la voluntad,donde cesa su legislación- todo es en ella estricta-mente determinado, no puede ceder volviéndoseatrás, sino que, avanzando, debe presionar contra lavoluntad de la cual depende la satisfacción de sunecesidad. Cierto es que a veces parecería que abre-viara su camino y que, sin llevar previamente sudemanda a la voluntad, dispusiera de una causalidadinmediata para la acción con que se pone remedio asu necesidad. En semejante caso, en que ,no sólo elhombre permitiera libre curso al instinto, sino queel instinto se tomara por sí mismo este curso, elhombre no dejaría de ser un mero animal; pero esmuy dudoso decidir si esto puede alguna vez ocu-rrirle y si, supuesto el caso de que en verdad le ocu-rriera, esa fuerza ciega del instinto no es un delito desu voluntad.

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La facultad apetitiva exige, pues, satisfacción, yla voluntad es instada a procurársela. Pero la vo-luntad debe recibir de la razón los fundamentos desu determinación y decidirse sólo de acuerdo con loque ésta permite o prescribe. Ahora bien: si la vo-luntad acude realmente a la razón antes de acceder ala solicitación del instinto, obra moralmente; mien-tras que si decide prescindiendo de esa instancia,obra sensorialmente.40

Así, cada vez que la naturaleza presenta una exi-gencia y quiere sorprender a la voluntad por la fuer-za ciega del afecto, toca a la voluntad llamarla asosiego hasta que se haya pronunciado la razón. Loque no puede saber todavía es si el veredicto de larazón recaerá en favor o en contra del interés de lasensorialidad; pero precisamente por eso debe ob-servar este procedimiento para cualquier afecto sindistinción, y negar a la naturaleza - cada vez que deésta parta la iniciativa- la causalidad inmediata. Sóloquebrantando el poder del apetito, que se precipitahacia su satisfacción y que preferiría prescindir to-

40 Pero esta consulta de la voluntad a la razón no debe confundirse conaquella por la cual se propone conocer los medios de satisfacer un ape-tito. Aquí no se trata de cómo lograr la satisfacción. sino de si está per-mitida. Sólo esto último pertenece al dominio de la moralidad; lo primerocorresponde a la prudencia.

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talmente de la instancia de la voluntad. es comomuestra el hombre su autonomía y se revela comoser moral, que nunca debe meramente apetecer oaborrecer, sino querer cada vez su aborrecimiento yapetito.

Pero ya la sola consulta a la razón importa unmenoscabo de la naturaleza, que es juez competenteen su propia causa y no quiere ver sometidos susdictámenes a ninguna instancia nueva y extraña.Bien mirado, aquel acto de voluntad que lleva anteel fuero moral el pleito de la facultad apetitiva es,por lo tanto, antinatural, porque vuelve a hacercontingente lo necesario y somete a las leyes de larazón la decisión de una causa en que sólo puedenhablar, y en realidad han hablado ya, las leyes de lanaturaleza. Pues así como la razón pura, al legislarmoralmente, no toma para nada en consideracióncómo ha de recibir la sensibilidad sus decisiones, asíla naturaleza, al legislar, tampoco tiene en cuenta sicontentará o no a la razón pura. En cada una rigeuna necesidad distinta, pero que no sería tal si a launa le estuviera permitido alterar arbitrariamente laotra. Por eso aun el espíritu más valiente, por másresistencia que oponga a la sensorialidad, no puedesuprimir el sentimiento mismo ni el apetito, sino

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sólo evitar que influyan en la determinación de lavoluntad; por medios morales puede desarmar alinstinto, pero sólo por los naturales puede aplacarlo.Si bien es capaz de impedir, mediante su fuerza au-tónoma, que las leyes naturales se vuelvan obligato-rias para su voluntad, no puede en cambiointroducir en esas mismas leyes absolutamente nin-guna alteración.

En aquellos afectos, pues, "en que la naturaleza(el instinto) es la primera en obrar y trata de pasartotalmente por alto la voluntad o de atraerla vio-lentamente a su partido, la moralidad del caráctersólo puede manifestarse resistiendo, y sólo por li-mitación del instinto puede impedir que el instintolimite a su vez la libertad de la voluntad". El acuer-do con la ley de la razón no es posible, pues, en elafecto, sino contradiciendo las exigencias de la natu-raleza. Y como la ,naturaleza nunca retira sus exi-gencias por motivos morales - y en consecuenciatodo permanece, de su parte, inalterable, sea cualsea la manera de comportarse la voluntad a su res-pecto no hay aquí posible concordancia entre la in-clinación y el deber, entre la razón y la sensibilidad,y el hombre no puede obrar entonces con toda sunaturaleza en armonía, sino exclusivamente con la

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racional. En estos casos, pues, no obra tampoco enforma moralmente bella porque en la belleza de laacción debe también participar necesariamente lainclinación, que aquí, por el contrario, parece enconflicto. Pero obra en forma moralmente grande,porque es grande todo aquello, y sólo aquello, queda testimonio de la superioridad de una facultadmás elevada sobre la sensorial.

El alma bella debe, por lo tanto, en el afecto,transformarse en alma sublime, y ésta es la infaliblepiedra de toque por la cual se la puede distinguir delbuen corazón o de la virtud por temperamento. Sien un hombre la inclinación está de parte de la justi-cia sólo porque la justicia está afortunadamente departe de la inclinación, el instinto natural ejercerá,en el afecto, un completo poder coactivo sobre lavoluntad; y cuando sea necesario un sacrificio, serála moralidad y no la sensorialidad quien lo haga. Sien cambio ha sido la razón misma la que, comoocurre en el carácter bello, ha tomado a su serviciolas inclinaciones y ha confiado provisionalmente eltimón a la sensorialidad, se lo retirará en el mismomomento en que el instinto quiera abusar de suspoderes ocasionales. La virtud por temperamentodesciende, pues, en el afecto, a mero producto natu-

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ral; el alma bella trasciende a lo heroico y se eleva ala pura inteligencia.

La dominación de los instintos por la fuerzamoral es libertad de espíritu, y dignidad se llama suexpresión en lo fenoménico.

En sentido estricto, la fuerza moral en el hom-bre no es susceptible de representación, ya que losuprasensible nunca puede caer bajo los sentidos.Pero indirectamente puede ser presentada al enten-dimiento mediante signos sensibles, como precisa-mente ocurre con la dignidad de la forma humana.

El instinto natural excitado se acompaña, comoel corazón al conmoverse moralmente, de movi-mientos corporales, que en parte se adelantan a lavoluntad y en parte, como meramente simpáticos,no están de ningún modo sometidos a su dominio.Porque como ni el sentimiento ni el apetito o abo-rrecimiento dependen del arbitrio del hombre, nopuede habérsele dado el mando sobre aquellos mo-vimientos que están directamente relacionados conesas afecciones. Pero el instinto no se detiene en elmero apetito; precipitada y premiosamente procurarealizar su objeto, y anticipará, si el espíritu autó-nomo no le ofrece enérgica resistencia, aun aquellasacciones sobre las cuales sólo la voluntad debe pro-

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nunciarse. Pues el instinto de conservación lucha sindescanso, en el dominio de la voluntad, con el po-der legislador, y su afán es dirigir tan sin trabas alhombre como al animal.

Se encuentran, pues, movimientos de dos espe-cies y orígenes en todo afecto encendido en elhombre por el instinto de conservación: primero,los que proceden directamente de la sensación y sonpor tanto del todo involuntarios; segundo, los quedeberían y podrían ser específicamente voluntarios,pero que son sustraídos a la libertad por el ciegoinstinto natural. Los primeros se refieren al afectomismo y en consecuencia están necesariamente li-gados a él; los segundos corresponden más bien a lacausa y al objeto del afecto: son por lo tanto contin-gentes y variables y no pueden considerarse comosignos infalibles de ese afecto. Pero como unos yotros, apenas determinado el objeto, son igualmentenecesarios al instinto natural, unos y otros se requie-ren para hacer de la expresión del afecto un todocompleto y armonioso.

Ahora bien: si la voluntad posee autonomíabastante para poner límites al instinto .natural quequiere anticipársele y para afirmar los propios fue-ros contra su intempestivo poder, permanecen

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ciertamente en vigor todos los fenómenos que elinstinto natural excitado ocasionaba en su propiodominio, pero faltarán todos aquellos que, estandoen jurisdicción ajena, él ha querido arrebatar autori-tariamente hacia sí. Los fenómenos, pues, ya noconcuerdan más, pero precisamente en su contra-dicción reside la expresión de la fuerza moral.

Supóngase que vemos en un hombre signos delafecto más tormentoso, de aquella primera clase demovimientos totalmente involuntarios. Pero mien-tras las venas se le hinchan, mientras los músculosse contraen convulsivamente, y la voz se ahoga y elpecho se dilata y el vientre se comprime, sus movi-mientos son suaves, sus facciones libres, y serenossus ojos y su frente. Si el hombre fuera sólo un sersensible, todos sus rasgos, puesto que tendrían unamisma y común fuente, deberían concordar entre síy, en nuestro caso, expresar todos sin distinción elsufrimiento. Pero como a los rasgos de dolor semezclan otros de serenidad, y no pudiendo unamisma causa tener efectos contrarios, esta contra-dicción de los rasgos prueba la existencia y el influjode una fuerza que es independiente del sufrimientoy superior a las impresiones bajo las cuales vemossucumbir lo sensible. De este modo la serenidad en

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el padecer, que es en lo que consiste realmente ladignidad, se vuelve - aunque sólo indirectamente,por un raciocinio- representación de la inteligenciaen el hombre y expresión de su libertad moral.

Pero no sólo en el padecer - en sentido estricto,en que esta palabra significa únicamente afeccionesdolorosas--, sino en general en todo fuerte interésde la facultad apetitiva, debe el espíritu probar sulibertad, vale decir que la dignidad debe ser su ex-presión. EL afecto agradable la exige no menos queel penoso, pues en ambos casos la naturaleza que-rría de buen grado hacer de amo y debe ser frenadapor la voluntad. La dignidad se refiere a la forma yno al contenido del afecto; por eso puede sucederque con frecuencia afectos loables por su contenidocaigan en lo ordinario y bajo, si el hombre, por faltade dignidad, se abandona ciegamente a ellos; y quepor el contrario, no pocas veces, afectos censurableshasta se acercan a lo sublime, apenas demuestran,aunque sea sólo por su forma, el señorío del espíritusobre sus sentimientos.

En la dignidad, pues, el espíritu se conducefrente al cuerpo como soberano, porque tiene queafirmar su autonomía contra el instinto imperiosoque, prescindiendo de él, obra directamente y trata

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de sustraerse a su yugo. En la gracia, por el contra-rio, rige con liberalidad, porque aquí es él quien po-ne en acción a la naturaleza y no encuentraresistencia alguna que vencer. Pero sólo la obedien-cia merece suavidad, sólo la resistencia puede justi-ficar el rigor.

La gracia reside, pues, en la libertad de los mo-vimientos voluntarios; la dignidad, en el dominio delos involuntarios. Allí donde la naturaleza ejecuta lasórdenes del espíritu, la gracia le concede una apa-riencia de libre albedrío; allí donde quiere dominar,la dignidad la somete al espíritu. Dondequiera que elinstinto comienza a obrar y se atreve a entrometerseen los menesteres de la voluntad, no debe éstamostrar indulgencia alguna, sino su autonomía parmedio de la más enérgica resistencia. Donde encambio es la voluntad la que tiene la iniciativa y lasensorialidad le sigue, aquélla no debe mostrar rigorninguno, sino indulgencia. Esta es, en pocas pala-bras, la ley que rige la relación entre ambas naturale-zas en el hombre, tal como se presenta en lofenoméníco.

De ahí que la dignidad se exija y demuestre másbien en el padecer y la gracia más bien en la con-ducta; pues sólo en el padecer puede manifestarse la

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libertad de ánimo y sólo en el obrar la libertad delcuerpo.

Como la dignidad es expresión de la resistenciaque el espíritu autónomo ofrece al instinto natural -y éste debe considerarse por lo tanto corno unafuerza que exige resistencia -, resulta ridícula cuandono hay tal fuerza que combatir, y despreciable cuan-do ya no debe ser combatida. Nos reímos del co-mediante (cualquiera que sea su jerarquía y honores)que hasta en los menesteres más indiferentes afectacierta gravedad. Despreciamos a1 alma mezquinaque se recompensa con toda dignidad por el cum-plimiento de un deber común que a menudo no essino la omisión de una vileza.

Por lo general no es en rigor dignidad, sino gra-cia, lo que se exige de la virtud. La dignidad surgepor sí misma en la virtud, que ya por su contenidopresupone el dominio del hombre sobre sus instin-tos. Mucho más fácil será, en el cumplimiento dedeberes morales, encontrar la sensorialidad en unestado de coacción y opresión, sobre todo allí don-de se sacrifica dolorosamente. Pero como el ideal deperfecta humanidad no exige contradicción, sinoacuerdo entre lo moral y lo sensorial, no se avienebien a la dignidad, que, como expresión de ese con-

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flicto entre ambos, pone de manifiesto, ya las limi-taciones particulares del sujeto, ya las generales de lahumanidad.

En el primer caso, si sólo se debe a la incapaci-dad del sujeto el hecho de que en uno de sus actosno concuerden la inclinación y el deber, ese actoperderá valor moral en la medida en que se mezcleen su ejecución un elemento de lucha, y por lo tantode dignidad en su presentación. Pues nuestro juiciomoral somete el individuo a la medida de la especiey no se perdonan al hombre otras limitaciones quelas de la humanidad.

Pero en el segundo caso, si una acción del deberno puede armonizarse con las exigencias de la natu-raleza sin anular el concepto de naturaleza humana,es necesaria la resistencia de la inclinación, y sólo elespectáculo de la lucha es lo que nos puede conven-cer de la posibilidad del triunfo. Entonces espera-mos la expresión del conflicto en lo fenoménico, ynunca nos dejaremos persuadir de que hay una vir-tud donde ni siquiera vemos que haya humanidad.Cuando, por lo tanto, el deber moral ordena unaacción que hace padecer necesariamente a la senso-rialidad, es cosa seria, no juego, y la facilidad en suejecución antes lograría indignarnos que satisfacer-

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nos; su expresión no podrá ser entonces la gracia,sino la dignidad. A este propósito rige en general laley de que el hombre debe hacer con gracia todo loque puede llevar a cabo dentro de su humanidad, ycon dignidad todo aquello para cuya ejecución debetrascender de su humanidad.

Así como exigimos gracia de la virtud, exigimosdignidad de la inclinación. A la inclinación le es tannatural la gracia como a la virtud la dignidad, puesya por su contenido la gracia es sensorial, favorablea la libertad natural y enemiga de toda sujeción. Niaun el hombre brutal carece de ella hasta ciertopunto, cuando lo anima el amor u otro afecto se-mejante; y ¿dónde se encuentra más gracia que enlos niños, enteramente dirigidos sin embargo por losensorial? Mucho mayor peligro hay de que la incli-nación dé el dominio al estado de padecimiento,ahogue la actividad autónoma del espíritu y produz-ca una relajación general. Para atraerse la estimaciónde un sentimiento noble, la cual sólo puede serleprocurada por un origen moral, la inclinación debeen todo momento aliarse a la dignidad. Por eso elamante exige dignidad del objeto de su pasión. Sólola dignidad puede garantizarle que no ha sido la ne-cesidad lo que lo impulsó hacia él, sino que lo eligió

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la libertad; que no se le deseó como cosa, sino quese le estimó como persona.

Se exige gracia de aquel que obliga, y dignidaddel que es obligado. El primero debe, para renunciara una mortificante ventaja sobre el otro, rebajar laacción de su resolución desinteresada - haciendoparticipar en ella la inclinación -a una acción movi-do por el afecto, y darse así la apariencia de ser laparte gananciosa. El otro, para no deshonrar en supersona la humanidad (cuyo sacro paladión es lalibertad) por la dependencia a que se somete, debeelevar a acción de su voluntad el mero manotón delinstinto, y de esta manera, al recibir un favor, acor-dar otro.

Una falta se ha de reprochar con gracia y confe-sar con dignidad. De lo contrario, parecerá como siuna parte sintiera demasiado su ventaja y la otrademasiado poco su desventaja.

Si el fuerte quiere ser amado, deberá suavizarcon la gracia su superioridad. Si el débil quiere quese le respete, deberá apoyar con la dignidad su im-potencia. El parecer general es que el trono requieredignidad, y es sabido que los que se sientan en élprefieren en sus consejeros, confesores y parla-mentos la gracia. Pero lo que puede ser bueno y

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loable en el reino de lo político, no siempre lo es enel reino del gusto. En este segundo reino penetratambién el Rey, en cuanto desciende de su trono(pues los tronos tienen sus privilegios), y también elcortesano rastrero se pone bajo su sagrada libertaden cuanto se yergue como hombre. Habría queaconsejar entonces al primero que compensara conla abundancia del otro su propia penuria, conce-diéndole en dignidad tanto como él mismo necesitade gracia.

Como dignidad y gracia pertenecen a dominiosdistintos en los cuales se manifiestan, no se exclu-yen la una a la otra en la misma persona, ni aun enun mismo estado de una persona; es más: sólo de lagracia recibe la dignidad sus credenciales, y sólo ladignidad confiere a la gracia su valor.

Cierto es que la dignidad por sí sola demuestra,dondequiera que se le encuentre, cierta limitación delos apetitos e inclinaciones. Pero que lo que consi-deramos dominio de sí mismo no sea más bien em-botamiento de la sensibilidad (dureza), y que lo quepone freno a la explosión del afecto presente sea enrealidad autónoma actividad moral y no más bien lapreponderancia de otro afecto, vale decir deliberadatensión, eso sólo puede decidirlo la gracia ligada a la

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dignidad. Pues la gracia atestigua un ánimo sereno,en armonía consigo mismo, y un corazón sensible.

Asimismo la gracia prueba ya de por sí cierta re-ceptividad del sentimiento y cierta concordancia delas sensaciones. Pero que no sea flojera del espíritulo que da tanta libertad al sentido y abre el corazóna todas las impresiones, y que sea lo moral lo quehace coincidir de tal modo las sensaciones, eso, encambio, sólo nos lo puede garantizar la dignidadunida a la gracia. Porque en la dignidad se legitimael sujeto como fuerza independiente; y al domeñarla voluntad lo licencioso de los movimientos invo-luntarios, pone de manifiesto que no hace más queadmitir la libertad de los voluntarios.

Si la gracia y la dignidad, la una apoyada todavíapor la belleza arquitectónica, la otra por la fuerza, seencuentran reunidas en una misma persona, es per-fecta en ella la expresión de la humanidad, y apareceentonces justificada en el mundo nouménico y ab-suelta en el fenoménico. Ambas legislaciones entranaquí en contacto tan íntimo, que sus fronteras seconfunden. Con brillo atenuado asoma la libertadracional en la sonrisa de los labios, en la suave ani-mación de la mirada y en la frente apacible, y consublime despedida se oculta la necesidad natural en

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la noble majestad del rostro. De acuerdo con eseideal de belleza humana crearon su arte los antiguos,y se le reconoce en la forma divina de una Níobe,en el Apolo del Belvedere. en el genio alado del pa-lacio Borghese y en la musa del Barberini.41

41 Con la fina y elevada sensibilidad que le caracteriza, Winckel-

mann (Geschichte der Kunst, primera parte, pág. 480 y ss., edición deViena) ha comprendido y descrito esta sublime belleza que proviene dela unión de gracia y dignidad. Pero lo que encontró unido, lo toma y lopresentó también como una sola cosa, conformándose con lo que lamera sensibilidad lo enseñaba, sin ponerse a investigar si cabían en ellanuevas distinciones. Enmaraña el concepto de gracia porque incluye enél rasgos que manifiestamente corresponden sólo a la dignidad. Perogracia y dignidad son esencialmente distintas y resulta desacertado pre-sentar como propiedad de la gracia lo que es más bien una situaciónsuya. Lo que Winckelmann llama sublime gracia divina no es otra cosaque belleza y gracia con preponderancia de la dignidad. "La gracia divina-, dice, "parece no necesitar más que de sí misma, y no se ofrece, sinoque quiere que se la busque; es demasiado sublime para rebajarse a ob-jeto sensible. Encierra en sí los movimientos del alma y se acerca a labienaventurada serenidad de la naturaleza divina." "Gracias a ella", diceen otro lugar, "se atrevió el artista de la Níobe a penetrar en el reino delas ideas incorpóreas y alcanzó el secreto ele unir las angustias ele lamuerte a la suprema belleza (sería difícil encontrar sentido alguno a estaspalabras si no fuera evidente que sólo aluden a la dignidad); se volvió uncreador de espíritus puros que no despiertan apetito alguno de los senti-dos, pues no parecen haber sido formados para la pasión, sino sólo ha-berla aceptado." En otro pasaje dice: "El alma se exteriorizaba sólo comobajo la tranquila superficie del agua, sin irrumpir nunca impetuosamente.En la representación del padecer no se dejes asomar nunca el dolor má-ximo, y la alegría se cierne, como una suave brisa que apenas mueve lashojas, en el rostro de una Leucotea."

Todos estos rasgos convienen a la dignidad y no a la gracia, que nose recoge en sí misma, sino que sale a nuestro encuentro; la gracia sehace objeto sensible, y no es tampoco sublime, sino bella. Es en cambiola dignidad la que refrena a la naturaleza en sus manifestaciones y ordenaserenidad al rostro, aun en las angustias mortales y en el más amargosufrimiento de un Laocoonte.

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Donde gracia y dignidad se unen, somos alter-nativamente atraídos y repelidos; atraídos como es-píritus, repelidos como naturalezas sensibles.

En efecto: en la dignidad se nos ofrece unejemplo de la subordinación de lo sensible a lo mo-ral, ejemplo cuya imitación es para nosotros ley, pe-ro que al mismo tiempo sobrepasa nuestracapacidad física. El conflicto entre la necesidad de lanaturaleza y la exigencia de la ley, cuya validez sinembargo admitimos, pone en tensión la sensibilidady despierta el sentimiento que se llama respeto y quees inseparable de la dignidad.

En la gracia, por el contrario, como en la bellezaen general, la razón y e cumplida su exigencia en lasensibilidad y se encuentra de improviso con una desus ideas en lo fenoménico. Esta inesperada con-cordancia de lo contingente de la naturaleza con lonecesario de la razón suscita un sentimiento de re-gocijado aplauso (simpatía) que distiende la sensibi-lidad, pero que llena de animación y de afán elespíritu; y debe seguirle una atracción del objeto Home incurre en el mismo error, aunque en este escritor es menos deextrañar. También él incluye en la gracia rasgos de la dignidad, por másque distingue expresamente entre una y otra. Sus observaciones por locomían aciertan, y las reglas más inmediatas que de ellas infiere sonexactas; pero no hay que seguirle más allá. Elements oj Criticism, segun-da parte, Gracia y Dignidad.

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sensible. Esta atracción, la llamamos benevolencia -amor: sentimiento inseparable de la gracia y de labelleza.

En la excitación (no el encanto amoroso, sino elestímulo sensual) se les ofrece a los sentidos unamateria sensible que les promete satisfacción de unanecesidad, es decir, placer. Los sentidos son enton-ces impulsados a unirse con lo sensible, y surge elapetito: sentimiento que pone en tensión los senti-dos y relaja en cambio el espíritu.

Del respeto puede decirse que se doblega anteel objeto; del amor, que se inclina ante el suyo; delapetito, que se arroja sobre el suyo. En el respeto, elobjeto es la razón y el sujeto la naturaleza sensible.En el amor el objeto es sensible y el sujeto es la na-turaleza moral. En el apetito, objeto y sujeto sonsensibles.

Sólo el amor es, pues, un sentimiento libre, yaque su pura fuente brota de la sede de la libertad, denuestra naturaleza divina. No es aquí lo pequeño ybajo lo que se mide con lo grande y alto; no es lasensorialidad la que alza la vista, presa de vértigo,hacia la ley racional; es la misma grandeza absolutala que se encuentra imitada en la gracia y la belleza,y satisfecha en la moralidad; es el legislador mismo,

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el dios en nosotros, que juega con su propia imagenen el mundo sensible. El ánimo, puesto en tensiónpor el respeto, es liberado en el amor; pues aquí na-da hay que le ponga límites, como que la grandezaabsoluta vio tiene nada por encima de sí, y la sensi-bilidad, lo único que podría en este caso imponerlimitaciones, concuerda en la gracia y la belleza canlas ideas del espíritu. El amor es un descender,mientras el respeto es un trepar hacia lo alto. De ahíque el malvado no pueda amar nada, aun cuandotenga mucho que respetar; de ahí que el bueno nopueda apenas respetar sino lo que abraza al mismotiempo con amor. El espíritu puro sólo puede amar,no respetar; los sentidos sólo pueden respetar, perono amar.

En tanto que el hombre consciente de su culpavive en perpetuo temor de encontrarse en el mundosensible con el legislador en sí mismo, y ve un ene-migo en todo lo que sea grande y hermoso y per-fecto, el alma bella no conoce más dulce felicidadque ver imitado o realizado fuera de sí lo que llevade santo en sí misma y abrazar en el mundo sensiblesu amigo inmortal. El amor es a la vez lo más mag-nánimo y lo más egoísta en la naturaleza; lo prime-ro, porque no recibe nada de su objeto, sino que se

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lo da todo, pues el espíritu puro sólo puede dar, norecibir; lo segundo, porque nunca es otra cosa quesu propio yo lo que busca y estima en su objeto.

Pero precisamente porque el amante sólo recibedel ser amado lo que él mismo le dio, suele ocurrir aveces que le da lo que no ha recibido de él. El senti-do externo cree ver lo que sólo el interno contem-pla: el deseo ardiente se vuelve fe, y la propiasuperabundancia del amante oculta la pobreza delser amado. Por eso está el amor tan fácilmente ex-puesto a engañarse, lo que al respeto y al apetitorara vez les sucede. Mientras el sentido internoexalta al externo, persiste también el bienaventuradoarrobamiento del amor platónico, al cual, para igua-larse con la beatitud de los inmortales, sólo le faltala duración. Pero en cuanto el sentido interno dejade sostener con sus propias intuiciones al externo,éste se restituye en sus derechos y reclama lo que lepertenece: la materia. El fuego encendido por laVenus divina es utilizado por la terrena, y no pocasveces el instinto natural se venga de haber sido des-cuidado tanto tiempo, con un dominio tanto másabsoluto. Como el sentido nunca puede ser engaña-do, hace valer esta ventaja con grosera soberbiacontra su rival, más noble, y es lo bastante audaz

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para afirmar que él ha cumplido con las deudascontraídas por el entusiasmo.

La dignidad impide que el amor se vuelva ape-tito. La gracia cuida de que el respeto no se vuelvaterror.

La verdadera belleza, la verdadera gracia no de-ben nunca provocar el apetito. Donde éste viene amezclarse, debe carecer de dignidad el objeto, obien de moralidad de sentimientos el sujeto quecontempla.

La verdadera grandeza nunca debe provocartemor. Donde éste aparece se puede tener la seguri-dad de que hay cierta falta de gusto y gracia en elobjeto o de un favorable testimonio de la propiaconciencia en el sujeto.

Atracción y gracia [en sentido estricto] suelenusarse ciertamente como sinónimos [dentro delconcepto de gracia en sentido genérico]; pero no loson o no deberían serlo, pues el concepto que ex-presan es susceptible de diversas determinaciones,que merecen en cada caso una denominación dis-tinta.

Hay una gracia que estimula y otra que serena.La primera linda con la excitación de los sentidos; yla complacencia en ella, si no es refrenada por la

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dignidad, puede fácilmente degenerar en deseo. Eslo que podríamos llamar atracción. Un hombre fati-gado no puede ponerse en movimiento por su pro-pia fuerza interior, sino que debe recibir materiadesde fuera y, mediante fáciles ejercicios de la fanta-sía y rápidas transiciones del sentir al obrar, tratar dereponer su agilidad perdida. Y lo consigue en eltrato con una persona atrayente que por su conver-sación y por su aspecto pone en agitación el marestancado de su fantasía.

La gracia que serena linda más bien con la dig-nidad, puesto que se manifiesta por la moderaciónde inquietos movimientos. Hacia ella se vuelve elhombre en tensión, y la bravía tormenta del ánimose apacigua sobre su pecho que respira paz. Es loque podríamos llamar gracia [en sentido estricto]. Ala atracción se unen de buen grado la broma son-riente y el aguijón de la burla; a la gracia, la compa-sión y el amor. El enervado Solimán acaba porsuspirar preso en las cadenas de una Roxelana,mientras el espíritu arrebatado de un Otelo seaquieta meciéndose sobre el tierno pecho de unaDesdémona.

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También la dignidad tiene sus distintas grada-ciones y, donde se acerca a la gracia y a la belleza, sevuelve nobleza, y donde a lo terrible, elevación.

El grado supremo de la gracia es lo encantador;el grado supremo de la dignidad, lo majestuoso. Enlo encantador nos perdemos, por decirlo así, en no-sotros mismos, y nos identificamos con el objeto.Él más alto goce de la libertad limita con su plenapérdida, y la embriaguez del espíritu con el vértigodel placer sensual. En cambio lo majestuoso nospresenta una ley que nos obliga a mirar dentro denosotros mismos. Bajamos los ojos ante la presen-cia de Dios, lo olvidamos todo fuera de nosotros ylo único que sentimos es la pesada carga de nuestrapropia existencia.

Sólo tiene majestad lo santo. Si un hombre pue-de re-presentárnoslo, tendrá majestad, y nuestroespíritu se doblegará ante él aunque nuestras rodillasno sigan el ejemplo. Pero volverá pronto a erguirse,apenas se advierta el más pequeño rastro de culpahumana en el objeto de su adoración; pues nada delo que sólo sea grande por comparación, debe abatirnuestro ánimo.

Nunca puede conferir majestad el mero poder,por más terrible e ilimitado que sea. El poder sólo

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se impone al ser sensible; la majestad debe quitarleal espíritu su libertad. Un hombre que puede firmarmi sentencia de muerte, no por eso tiene majestadpara mí, mientras yo mismo sea lo que debo ser. Suventaja sobre mí cesa en cuanto yo quiera. Pero siuna persona representa para mí la voluntad pura,me inclinaré ante ella, si es posible, hasta en losmundos venideros.

La gracia y la dignidad son demasiado estimadascomo para no incitar a la vanidad y a la necedad aque las imiten. Pero para ese fin hay un solo cami-no: la imitación del carácter que expresan. Todo lodemás es remedo grosero y no tarda en revelarsecomo tal por la exageración.

Así como de la afectación de lo sublime nace lahinchazón y de la afectación de lo noble el precio-sismo, así de la gracia afectada nace el remilgo y dela dignidad afectada la gravedad y la estirada solem-nidad.

La auténtica gracia no hace más que ceder y saliral encuentro; la falsa, en cambio, se deshace. Laverdadera gracia se limita a respetar los instrumen-tos del movimiento voluntario y no quiere rozarinnecesariamente la libertad de la naturaleza; la falsani siquiera tiene el valor de usar adecuadamente los

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instrumentos de la voluntad, y con tal de no caer endureza o pesadez, prefiere sacrificar algo de la fina-lidad del movimiento o procura alcanzarlo medianterodeos. Mientras el bailarín torpe emplea en un mi-nué tanta fuerza como la que se necesitaría paraarrastrar una rueda de molino, y traza con manos ypies ángulos tan agudos, como si para algo entraraaquí la exactitud geométrica, el bailarín afectado pi-sará tan levemente que parece como que tuvieramiedo del suelo y no hará más que describir espira-les con las manos y los pies, aunque con. esto noconsiga salirse del lugar en que está. El otro sexo,preferente poseedor de la verdadera gracia, es tam-bién el que mas a menudo se hace culpable de lafalsa; y ésta nunca ofende más que cuando sirve deanzuelo al apetito. La sonrisa de la genuina gracia sevuelve entonces la mueca más repugnante; el her-moso juego de los ojos, tan encantador cuando ex-presa un sentimiento verdadero, es ahora unacontorsión; las tiernas modulaciones de la voz, tanirresistibles en una boca sincera, se vuelven un estu-diado y trémulo sonido, y la música toda de los en-cantos femeninos, un engañoso arte de tocador.

Mientras en los teatros y salones de baile se tie-ne ocasión de observar la gracia afectada, se puede

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en cambio estudiar a menudo en los despachos mi-nisteriales y en los gabinetes de los eruditos (princi-palmente en las universidades) la falsa dignidad. Entanto que la verdadera dignidad se contenta con im-pedir el dominio del afecto y- pone limites al ins-tinto natural sólo allí donde éste quiera hacer deamo - en los movimientos involuntarios -, la falsadignidad rige también con férreo cetro los volunta-rios, suprime tanto los movimientos morales, sagra-dos para la verdadera dignidad, como lossensoriales, y borra todo el juego mímico del almaen los rasgos del semblante. No sólo es rigurosa conla naturaleza que se resiste, sino que es también du-ra con la que se somete, y busca una ridícula gran-deza en su avasallamiento y, donde no puedelograrlo, en su ocultación. Ni más ni menos que sihubiera jurado odio implacable a todo lo que sellama naturaleza, mete el cuerpo en largas y plegadasvestiduras que esconden toda la contextura humana,limita el uso de los miembros con un molesto apa-rato de adornos inútiles y hasta corta el cabello parareemplazar el don de la naturaleza por una hechuradel arte. Mientras la verdadera dignidad, que nuncase avergüenza de la naturaleza, sino sólo de la.naturaleza bárbara, sigue siendo libre y franca aun

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allí donde se contiene; mientras en los ojos brilla elsentimiento y por la frente elocuente se extiende elespíritu risueño y sereno, la gravedad arruga la suya,se encierra misteriosamente en sí misma y vigila contodo cuidado sus rasgos, como un comediante. Ca-da músculo de su rostro esta en tensión; toda ver-dadera expresión natural desaparece, y el hombreentero es como una carta sellada. Pero la falsa dig-nidad no siempre desacierta al sujetar el juego mí-mico de sus rasgos a una rigurosa disciplina, porquepodría acaso delatar más de lo que se quisiera ponerde manifiesto: precaución que por cierto la verdade-ra dignidad no necesita. Ésta sólo dominará a lanaturaleza, nunca la ocultará; en la falsa, por el con-trario, la naturaleza reina tanto más violentamentepor dentro, cuando más sometida esté por fuera.42

42 Sin embargo, hay también una solemnidad, en el buen sentido. de lacual puede hacer uso el arte. Ido consiste en la pretensión de darse im-portancia, sino que, se propone predisponer el ánimo para algo impor-tante. Cuando se ha de producir una impresión grande y profunda y elpoeta procura que nada se pierda de ella, empieza por dar al ánimo eltemple necesario para recibirla, aleja todos los motivos de distracción ypone la fantasía en una tensión expectante. Ahora bien; para ese finresulta muy apropiado lo solemne. que consiste en la acumulación demuchos preparativos cuya finalidad no se prevé, y en retardar intencio-nalmente el movimiento cuando la impaciencia reclama prisa. En músicalo solemne se produce mediante una lenta y uniforme sucesión de notasfuertes; la fuerza despierta y pone tensión al ánimo; la lentitud retrasa susatisfacción, y la uniformidad de compás da a la impaciencia una sensa-ción como de nunca acabar.

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Lo solemne ayuda no poco a la impresión de grandeza y sublimi-

dad, por lo cual es utilizado con gran éxito en los ritos religiosos y en losmisterios. Conocidos son los efectos de las campanas, de la música coral,del órgano; pero también para la vista existe lo solemne, y es lo pomposounido a lo terrible, como en las ceremonias fúnebres y en todos los actospúblicos en que se observa gran silencio y lento compás.