revista río hondo 126

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Revista Río Hondo 126

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Director ejecutivo

Director editorial

Consejo editorial

Diseño

Administración y publicidad

Publican en este número

Freddy Can

Agustín Labrada Martín Ramos DíazRamón Iván SuárezJorge González DuránRaciel ManríquezOnésimo Moreira

Aida Paola Madrid

Gabriel Matos

Agustín LabradaCarlos TorresCristián KochFrancisco López SachaPedro LlanesRaciel Manríquez

RÍOhondo es una publicación mensual de la empresa Pro-yecto Río Hondo S.C. editada en Chetumal, Quintana Roo/ 2013 No.126/ Todos los derechos reservados para exclusivi-dad de los editores/ Tiraje inicial: 1000 ejemplares/ Impreso en Quintana Roo, México/ ISSN 1870-5588

ISSN 1870-5588RÍOhondo invita a sus lectores a expresar sus opi-niones acerca del contenido de la revista a través del correo electrónico:

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ALEJO CARPENTIER Y EL VIAJE A LA SEMILLA

FRANCISCO LÓPEZ SACHA

ELÍAS CANETTICARLOS TORRES

DESPUÉS DEL CUERPORACIEL MANRÍQUEZ

TRANSPARENCIASCRISTIÁN KOCH

EL HUÉSPEDDAER POZO

MI MANERA DE ESTAR SOBRE LA TIERRAAGUSTÍN LABRADA

ÉCUE-YAMBA-O, MONTAJE YDESMONTAJE LITÚRGICO

PEDRO LLANES

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ALEJO CARPENTIER Y E L V I A J E A L A S E M I L L A

Francisco López Sacha

—Me han dicho que ha escrito usted un libro que es una mezcla de música y literatura.—No, es sólo músicaRespuesta de James Joyce a una pregunta de Anthony Burguess.

The music won’t never stop. Chuck Berry

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3Entramos al reino de los enigmas y las para-dojas. Posiblemente el primer vínculo his-tórico entre música y literatura lo realizara el griot, narrador oral africano. Su manejo

particular de la voz y el cuerpo, unido a su gestuali-dad, crearon todo un arte de la narración que unía al mismo tiempo la palabra, el movimiento escénico, la danza, la música, el canto, cierta coreografía, cierta apropiación de la plástica. El griot narraba y cantaba a la vez, acentuando sus gestos con el énfasis musi-cal, con el tono, el timbre, la resonancia de la voz. En su relato creaba una ritmática, una eufonía, que pro-pendía a formar el espectáculo absoluto, contando, bailando, creando a los personajes, rompiendo con-tinuamente la barrera con el público. El griot entraba y salía de sus roles, apoyado en la sonoridad, en la melodía, en la síncopa de su discurso, en la triple ar-ticulación de la palabra con la escena y el movimiento corporal. Era tan fuerte su vínculo narrativo en estas condiciones que el griot cantaba el tema del relato —lo mismo que hará el repentista con “La guantana-mera” algunos siglos después— y producía un extra-ño resultado con el desarrollo de la historia y con el desenlace. Su canción o su estribillo no se referían al asunto, sino al sentido del texto oral. Diríamos que el cantor, en ese instante, cantaba el resultado y lo colo-caba en cualquier posición del argumento. Así creaba un contrapunto entre esa imagen acústica y la narra-ción. Ambas se distanciaban entre sí y establecían dos núcleos diferentes en un desarrollo argumental que podía variar en dependencia del narrador o del público. No nos asombremos entonces de nuestros estribillos contemporáneos en la música popular que se contraponen por completo a la lógica del argu-mento —“Chepe, Chepe, déjala pasar / Chepe, Che-pe, déjala pasar / tu amor es sintético, tu amor es de plástico”— y mucho menos de aquella locura de Julio Cortázar en La vuelta al día en ochenta mundos (1967), titulada con una frase de Isadora Duncan: “Yo podría bailar este sillón.”

No debe extrañarnos este título. En realidad, estamos hablando de un efecto poético. El grado de indepen-dencia que alcanzaba la frase bastaba para justificar su reiteración. El griot sometía la estructura narrativa al compás que creaba su voz. Esa es la base ritmá-tica de la música popular, definida por el composi-tor cubano Edesio Alejandro como la insistencia de un patrón fijo en la repetición de un ciclo temático. La música, así, asociada al relato, a la danza y a la imagen poética, podía transformar al narrador en un bailador musicante y al idioma en un vehículo sígnico que compartía las palabras con una sonoridad y un tipo de argumento inusual para nosotros hoy.

Puede pensarse que debido a esta causa, a esta es-pecie de construcción ilógica en la que el argumen-to puede ser intervenido y variar de final de acuerdo con la intención del griot, este tipo de narrador oral es sólo una herencia. El griot aún existe en Guinea, en Angola, en Nigeria, en Etiopía, y está presente en nosotros, sobre todo en la zona del Caribe, donde la presencia de los pueblos africanos fue tan ostensible. El griot entró en el proceso de transculturación, en

el etnos mestizo que se extiende con variables loca-les desde el sur de Estados Unidos hasta el nordeste de Brasil; desde la ciudad de Detroit, situada en el norte de América, hasta Buenos Aires, situada en el sur; desde Cuba, Yucatán, República Dominicana, la costa atlántica de Costa Rica y Panamá, Puerto Rico y Jamaica, hasta las islas fosforescentes que topan con Colombia y Venezuela. Esa presencia nos dejó una raíz en la manera de conversar, cantar y sentir la música; en nuestra apropiación musical del idio-ma —sea el inglés, el francés, el portugués, el holan-dés, el español, y sus acentos y normas locales—, en nuestra forma de burlar el coloquio, de acentuar una frase, de impostar a un personaje, de trazar una línea rítmica entre el relato oral y su gestualidad, de contar a la vez dentro y fuera del argumento; de crear con-venciones entre la mímica, el gesto y la palabra, todo lo cual le debe mucho a esta manera de narrar, que nos dejó esencialmente un estilo, una voz narrativa y una historia.

Por si fuera poco, el siguiente contacto entre músi-ca y literatura también es africano. Alejo Carpentier, nuestro principal novelista y musicólogo, así lo con-firma en La música en Cuba, publicado en 1946, al atribuir al juego antifonal entre el apwon y el coro un papel preponderante en el origen y el desarrollo de nuestra música. Es curioso que esa relación, que hoy tiene trascendencia universal, como los demuestra cualquier guaracha cimarrona —CORO: Aee, María Belén, Aee, María Belén; SOLISTA: Tú no bailas, tú no gozas, tú no sabes cómo es; Aee, María Belén, Aee, María Belén— o casi toda la música pop (Beat-les, Temptations, Four Tops, Queen, Rolling Stones) o esa pieza magistral de George Harrison escrita en 1970 —SOLISTA: My sweet Lord; CORO: Aleluya, Uh, my Lord, Aleluya; I really wanna see you, alelu-ya, I really wanna see you, aleluya, I really wanna see you, Lord, but you take so long my Lord— haya sido también el origen del teatro en Grecia, del ditirambo y de la relación agónica entre el hypocrites y el coro. El movimiento coral, con un recitador actor, que era también cantante, estableció el diálogo y la esencia futura del argumento dramático. El desarrollo de un motivo, o premisa causal, ascendía en intensidad y llegaba a su clímax con el sacrificio del macho cabrío —símbolo del dios y la virilidad tanto en la incipien-te cultura griega como en la yoruba— y creaba una cadena causal que incluía el movimiento danzario, el acompañamiento musical con crótalos y címbalos, el frenético ritual de pregunta y respuesta que obligaba al coreuta a avanzar dentro de una pauta creada por el hypocrites. Así también se mueve el apwon, dentro de un círculo sagrado, marcando el ritmo del diálogo en el coro, dando y recibiendo las palabras.

Aquí nacen las historias míticas, las alabanzas, las pe-ticiones, los patakines y los caminos de Orichanlá, y las bases narrativas futuras del odu patrón. Entre el griot, el apwon, la familia de tambores batá, los mis-terios de Ifá, los cantos rituales, la búsqueda del Iwá Pelé y los vínculos secretos para iniciados del cuarto fambá, fue naciendo en la isla un sedimento musical y danzario que transformó los instrumentos europeos,

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los hizo cubanos, los introdujo de otro modo en la naciente cultura, los obligó a trinar dentro de una cadena de fábu-las, un cuerpo de señales y advertencias que avanzó desde el pasado mitológico y se adueñó del imaginario popular.

La conciencia cabal de esta presencia sólo llegó al gran arte a partir de la Ge-neración del 30, influida directamente por los descubrimientos de Fernando Ortiz, y más tarde de Lydia Cabrera y Rómulo Lachatañeré. Esta fue la generación de la vanguardia, el grupo que produjo la

revolución poética para el Caribe con La rumba de José Tallet y Motivos de son de Nicolás Guillén. A partir de 1931, con Sóngoro Consongo, del mismo autor, la irradiación es total. Este factor entró en la narrativa nada menos que en 1933 con dos novelas memorables: Pedro Blanco, el negrero, de Lino Novás Calvo, y Ecué-Yamba-O, de Alejo Carpentier.

Novás Calvo despierta la oralidad cubana y se inclina al misterio de los ritos africa-nos, mientras que Carpentier se asoma al mundo abakuá con un lenguaje presta-

do por la vanguardia. Carpentier demoró once años más en llegar a la conciencia de un estilo. Sin embargo, esa concien-cia revolucionó el idioma y la propia cons-titución de la narrativa hispanoamericana. Entre otros criterios que aprendió en su desaforada lectura de América, Carpen-tier descubre el nexo musical, el víncu-lo temático y artístico entre un suceso y otro. Para citar sus palabras, Carpentier comprende que las obras artísticas no deben estar “cosidas con hilos anecdó-ticos, sino equilibradas musicalmente, como una sinfonía”. Es el crítico cubano

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Ambrosio Fornet quien teoriza brillantemente este criterio y lo aplica a su estudio de “Viaje a la semilla”, la primera obra maestra de Carpentier, publicada en La Habana en 1944, en su primera versión. Gracias a Fornet, podemos hablar de una dinámica musical interna que determina el proceso de la construcción argumental y no sólo de préstamos de la música a la narrativa como había ocurrido en Sonata a Kreutzer, de León Tolstoi, o Juan Cristóbal, de Roman Rolland. El punto de vista de Fornet complementa entonces el diseño del nexo causal elaborado por Vladimir Propp y deja espacio para suponer que un argumento tam-bién se desarrolla en fases y movimientos internos tomados de la percusión, el ritmo, la armonía o la

estructura de una fuga, una sonata, una rapsodia o una sinfonía. El criterio de Fornet presupone una cau-salidad musical.

Las conclusiones del crítico reformulan los juicios del autor, elaborados después de su regreso a Cuba en 1939, cuando ya la música había pasado por la vanguardia y el dodecafonismo y, en parti-cular, después de las evocativas descripciones de Proust a propósito de las sonatas de Debussy en su monumental En busca del tiempo perdido, del enmascaramiento de Gustav Mahler por Thomas Mann en Muerte en Venecia, de la efectiva vincula-ción entre el pensamiento y la voz del narrador, el

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flujo de conciencia y la síncopa musical aleatoria en las gran-des novelas de Joyce, y la existencia de un narrador fractal en las primeras piezas de Virginia Wolf.

Carpentier concibe, por tanto, una vinculación estructural entre el tiempo, la notación, el ritmo, la armonía, el tono, y el progreso causal del relato, fenómeno estudiado también por el poeta y musicólogo cubano Leonardo Acosta. Este autor va a la raíz del barroco, a la consecuencia de un Vivaldi, un Beethoven o un Stravinski; a la actualidad percutiva de la música, y al sistema de referencias culturales para encon-trar la fuente de un estilo barroco americano, en el cual sus núcleos proliferantes y su hipérbole verbal serán el nutriente fundamental del texto. Su brillante estudio comparativo entre

Doctor Fausto y Los pasos perdidos no deja lugar a dudas.Ahora nos asomamos a un abismo, que no es precisamente sinfónico. Como demuestra el ensayista y narrador cubano An-tonio Benítez Rojo en La isla que se repite, “Viaje a la semilla”, el célebre relato de tiempo revertido, ocurre internamente como un movimiento hacia adelante y hacia atrás, tomado de la rela-ción entre el apwon y el coro. El tiempo transcurre de ese modo como un proceso que se consume a sí mismo y da la sensa-ción de que siempre viaja hacia el pasado, cuando en realidad se detiene, salta, va hacia adelante y realiza sucesivas elipsis gracias al conjuro de un negro viejo. Aquí está la primera re-versión y, al mismo tiempo, el primer detente. De improviso, las ruinas se convierten en casa y el viejo introduce una llave y entra en ella. El tiempo oficia como coro y el negro como apwon:

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7El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal y comenzó a abrir venta-nas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmura-ron en todas las galerías, al compás de cu-charas movidas en jícaras de chocolate.

El apwon despierta el pasado, inicia el movimiento hacia atrás, permite que el nexo musical se establez-ca primero como elipsis u omisión de la entrada del viejo en la casa y de la aparición súbita de esos per-sonajes, quienes asisten, como sabremos después, al velorio del marqués de Capellanías.

El vínculo no ocurre como nexo causal inmediato, sino como nexo causal elíptico o nexo musical entre un compás y otro. El apwon enciende los velones como antes volteó el cayado para rehacer la casa y la voz narrativa produce la metáfora y el salto en el tiempo. Ahora el vínculo se establece entre la imagen poética —“un estremecimiento amarillo”— relativo al color de las velas recién encendidas, y una imagen descriptiva —“corrió por los óleos de los retratos de familia”— para saltar de súbito a un nuevo suceso, “y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías”. Entre las imágenes y el acontecimiento hay un retroceso tempo-ral y no una relación de causa- efecto.

Se trata de algo nuevo, de una continuidad expresiva entre dos acontecimientos que no nacen uno de otro, ni en la lógica ni en la narración, puesto que son una consecuencia musical. La anécdota puede revertirse, condensando el tiempo, pasando de un proceso a otro, saltando por encima del orden causal. De esta manera no se produce un crecimiento por gradualidad durante el salto, sino una diferencia de tono entre un suceso y otro, es decir, un intervalo. El narrador pue-de así modular el tiempo, como ocurre en la música, haciéndolo más lento o más rápido. Gracias a eso, la casa del marqués de Capellanías comienza a vivir al revés en este movimiento acompasado y elíptico.

El tiempo se revierte por indicación de apwon y la historia progresa en un vaivén, desmontando la lógi-ca de la existencia.

Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes par-tieron en la noche. Don Marcial pulsó un tecla-do invisible y abrió los ojos.

Aquí resulta obvio el juego antifonal. El apwon en-ciende los cirios, los cirios se consumen (indicación hacia adelante en el tiempo), los cirios vuelven a cre-cer, la monja los apaga (indicación hacia atrás). En este ritmo binario se desarrolla toda la pieza para descubrir de nuevo el vacío en un ciclo temático ce-rrado. Esta manera de crecer será el rasgo sobresa-liente en el estilo, la gran novedad que puede llegar a la paradoja en los procesos de síntesis, como éste,

que ocurre muy avanzado el relato —“La marque-sa trocó su vestido de viaje por un traje de novia y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad”—. La celeridad se convier-te en un valor tonal como ese acto de frenesí en la relación coreuta-coro que da lugar al intenso fraseo melódico del apwon, que adelanta el tiempo. Esta característica resulta notable en todos los grandes solistas, llámense Benny Moré, Miguelito Cuní, Ja-vier Solís, Mick Jagger o Bob Dylan. Esta reiteración simula la estructura manifiesta de la música popular como insistencia, recurrencia, alternancia, salto, ida y vuelta de un motivo y un tema.

El motivo es el tiempo en cualquier dirección que fluya, pues su final, para el ser humano, siempre termina en la muerte o en la nada, lo cual se contrapone a la lógica del argumento, que implica, para la cultura occidental, una sola dirección hacia el cambio, la mutación o la apertura, y aquí significa solamente un retorno al ori-gen. “Viaje a la semilla” va de las ruinas de la casa en el decursar normal del tiempo, al solar yermo, como resultado de aquella reversión. La vida, la muerte, la nada y el tiempo interior del marqués de Capellanías están marcados por un ciclo del cual quedan fuera el apwon, los obreros y las obras de demolición.

Pero el apwon tiene la clave para entrar a ese círculo y permitir que la voz narrativa —aquella herencia del griot—, glose hacia atrás y hacia adelante los por-menores de la existencia del protagonista, que viaja desde el féretro hacia el vientre de su madre, pero con alegría, al perder las pesadas vestimentas de su clase

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social, de la rutina, la responsabilidad, el dinero, el matrimonio, los remordimientos por la muerte de la marquesa, los estu-dios, la religión, las relaciones sociales, la obediencia paterna y su contacto con todos los objetos.

Y hubo un gran sarao, en el salón de música el día en que alcanzó la minoría de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado de tener valor legal y que los registros y las escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo.

La alegría se acrecienta todavía más cuando ya no tiene nada que perder y vive en el ensueño del relato oral, en las leyendas africanas del calesero Melchor, quien, además: “sa-bía canciones fáciles de aprender, porque las palabras no tenían significado y se repetían mucho”. La magia del griot lo conduce al mito, al “urí, urí, urá” de los primeros acordes, al balbuceo de la única vida feliz. Don Marcial deja de ser Marcial y comienza a ser niño.

El canto ritual entre el apwon y el coro va de una orilla a otra de la existencia para revelar un oculto destino, el del marqués de Capellanías, que alcanza la plenitud en su encuentro final con el vacío. La libertad como ausencia de todo es el tema de “Viaje a la semilla”, la libertad como quimera y como necesi-dad mientras se vive. Esta línea melódica atraviesa el tiempo y va del sufrimiento de la adultez a la liberación de las atadu-ras en la infancia. Por eso es necesario contarlo así, como

una huida, como un camino posible fuera del personaje, un camino que primero es extraño, cuando Marcial ve el retro-ceso del reloj, pero luego es consciente, al abandonar todas las obligaciones. Esa conciencia implica la caída de todas las máscaras, la pérdida de la condición social. En la misma me-dida en que retrocede, Marcial se libera. En el orden musical, se trata de una recurrencia, un tema que se reitera una y otra vez como consecuencia de la tesis del relato. Marcial alcanza su mayor deseo en un breve período de su tiempo, en aquel supremo instante en que ha perdido el idioma y la capacidad de nombrar y entra al reino de lo ignoto cuando escucha la-drar a Canelo: “Un día, señalaron el perro a Marcial. —¡Guau, guau!— dijo. Hablaba su propio idioma. Había logrado la su-prema libertad.”

El círculo comienza a cerrarse en un glissando. La reversión se acelera hacia el útero materno, hacia el retorno a la natu-raleza y la indiferencia de las horas.

Las palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tie-rra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. (…). Los armarios, los bar-gueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas. Todo lo que tenía clavos se desmoro-naba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde, llevó pre-surosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente.

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11Las panoplias, los herra-jes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían, engrosando un río de me-tal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.

Lo que resta es el inicio de un nue-vo ciclo ante el único recuerdo de una marquesa ahogada a orillas del Almendares. El tiempo revertido ha colocado una evidencia en el rela-to, observada por Benítez Rojo en el citado texto, en el cual se omite la muerte de la marquesa y sólo se indican las reacciones del marido y los caballos de su calesa. ¿Qué ha omitido el apwon? ¿Qué ha cifrado el coro como motivo oculto de la anécdota? ¿Qué función ha realiza-do la música como revelación? Tal vez el sentimiento de culpa del mar-qués de Capellanías, tal vez su par-ticipación en esa muerte. El apwon cesa el canto y el coro enmudece.

A partir de ahora, Carpentier, con pleno dominio de su estilo, creará sus recurrencias cada vez mayores hacia núcleos proliferantes de ma-yor escala y jerarquía hasta alcanzar en El reino de este mundo (1949) su primera construcción episódi-ca con un argumento discontinuo, dentro de un contrapunto temático entre el mundo racionalista euro-peo y el universo animista africano. La búsqueda de un contacto entre ambas culturas creará, según el crí-tico chileno Ariel Dorfmann, la pri-mera visión del hombre americano, el encuentro de un camino propio entre Europa y África. Ese camino pasará, para siempre, en el resto de su creación, por la recurrencia binaria entre opresión y libertad, y su novelística se definirá como una obsesión por nombrar a la naciente cultura americana sometida a esta tensión para encontrar los arcanos secretos de su simbiosis cultural. En el orden estético ese proceso se completará con el tránsito de lo real maravilloso al realismo mágico.

Alejo Carpentier será el cantor de América. Sus grandes catedrales sinfónicas —Los pasos perdidos (1953), El acoso (1956) y El siglo de

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la luces (1962) — tendrán su basamento más antiguo en aquel simple juego del apwon y el griot, en aquella extraordina-ria fusión que él realizó entre lo culto y lo popular como un mérito que nunca se atribuyó, pues el gran narrador músico logró la comunicación entre las comple-jas estructuras fijas de poco movimiento y cambio con la celeridad percutiva, rei-terativa y armónica de la música bailable.

En consecuencia, todo el recorrido de su obra lo coloca como un músico infiltrado en la narrativa y como un narrador infiltra-

do en la música. La necesidad de un equi-librio y un diálogo entre sistemas artísticos diversos convertirán a Carpentier en “un traductor de culturas que ha descubier-to, a través de los avatares de la historia y del misterio de los símbolos, la profun-da unidad de lo que pudiéramos llamar los pasos del ser humano sobre la tierra”. En suma, una largo camino que lo llevó de la primera semilla —la música popular de origen africano— al árbol músico de su madurez, la ceiba, el árbol de los dioses, el contacto estelar con los valores de la poli-fonía en cualquier dimensión de la cultura.

Para cerrar, quiero referir una anécdota. Gregorio Ortega, novelista y diplomático cubano, ya fallecido, me aseguró una tar-de, en el mayor secreto, que alguien, en la Embajada de Cuba en Francia, comen-zó a hablar mal del rock y de Los Beatles y Alejo Carpentier le respondió, airado:

En mi presencia no se puede ha-blar mal de Los Beatles, pues ellos han logrado nuestro sueño de unir lo culto y lo popular en un mismo sistema de valores tonales. En eso, Los Beatles son únicos.

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13Valga la observación entonces para confirmar que este viaje a la semilla, en busca del treno original, ha terminado.

ELÍASCANETTI

Carlos Torres

(Segunda y última parte)

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Pudores incomprensibles me inducen a sintetizar esta serie sobre Masa y poder, el ensayo de Elías Canetti que, según extendida opinión, efectivamen-te “agarró por el cuello al siglo xx”, como lo expresó

su propio autor. Mas el caso es que en la entrega anterior omití a un personaje, Mynher Peeperkorn, que no por ser ficticio, literario, tiene menos representatividad respecto de Holanda, el país de los diques.

Su apellido no deja de ser irónico, ya que podría traducirse como una aliteración de Pimienta-Maíz, pero también es simbólico, en el sentido de aludir a las características principales de ambos vegetales: picor y sustento; el segundo atributo significa, para la cosmogonía primigenia de Mesoamérica, mucho más, pero no viene al caso meternos en complejos regionalismos. Empero, sí me parece oportuno acotar que este tipo de apellidos “chistosos” proviene de Dickens.

Mynher Peeperkorn aparece súbita y contundentemente en una de las novelas emblemáticas de Thomas Mann: La montaña mágica. Es un holandés en el que se han acumulado las fuerzas naturales pero que, en concordancia con la tesis profunda de dicha novela, padece la enfermedad típica del romanticismo, la tuberculosis, porque la época misma (principios del siglo xx) está enferma y por lo tanto los impulsos vitales del individuo se vuelcan sobre él mismo, causándole daño, ya que tales impulsos necesitan dirigirse, lógicamente, hacia el exterior, lo cual es también una especie de dinámica de la moral burguesa.

Peeperkorn es, atendiendo a la fuerte influencia de Nietzsche en Thomas Mann, la voluntad de poder innata que ha sido socavada por el racionalismo socrático, mermándole su dosis de espontaneidad vital. Sin embargo, la manifestación de esta represión no se da exactamente en el comportamiento social de Peeperkorn, que es expansivo y subyugante, en el sentido primordial de esta última palabra, sino que se desarrolla en una incapacidad para expresar coherentemente la tumultuosidad de su pensamiento.

Es decir, Mynher Peeperkorn es un personaje contenido por la causa de la cultura o, en palabras más freudianas, presenta la sintomatología del malestar en la cultura. Es, pues, un personaje-dique, lo mismo que su país natal, Holanda. Como holandés típico, posee plantaciones prósperas en algún país del tercer mundo. Llega a ese hospital de lujo en los Alpes suizos en calidad de enfermo, pero también como amante de Claudia Chauchat, la bella y singular rusa divorciada de un francés de la que el protagonista de la novela, Hans Castorp, está enamorado.

Su presencia causa revuelo en ese hospital y, por supuesto, provoca los celos y la animadversión de Hans Castorp, a su vez personaje emblemático de los alemanes lineales, llanos, que no se interesan normalmente por los acontecimientos del espíritu. Ante las usuales discusiones intelectuales que hay en ese hospital, imagen nítida de la enfermedad en cuanto generadora de manifestaciones espirituales y artísticas, según la particular noción de Thomas Mann, Mynher Peeperkorn sólo acierta a decir: “Entendido, clasificado, archivado”, después de inútiles esfuerzos por participar congruentemente en dichas discusiones y dando a entender, más con sus gestos que con sus palabras, que, en efecto, comprende todas las sutilizas que se discuten a su alrededor.

Esta actitud de Peeperkorn provoca burlas entre los contertulios, especialmente en el rencoroso Hans Castorp, pero poco a poco el drama particular de Mynher Peeperkorn, su incapacidad para expresarse coherentemente, además de su fortaleza vital y cierta bondad patriarcal que se le adivina, van conquistando el corazón del celoso Hans Castorp, al grado de que, en un momento apoteósico de La montaña mágica, Castorp y su amada hacen el pacto increíble de no convertirse en amantes, después de la muerte de Peeperkorn, por respeto a su memoria.

Previamente, ocurre uno de los pasajes más memorables de esta novela, profusamente aludido y comentado: Mynher Peeperkorn, Hans Castorp y otros personajes van a un paseo en las cercanías del hospital donde conviven; llegan a una cascada y, de pronto, Peeperkorn se pone a perorar inspirada, desaforadamente, como si fuese un profeta bíblico o un iluminado, pero el estruendo del torrente impide a sus acompañantes descifrar siquiera una sola frase de su discurso.

La imagen no puede ser más clara ni más elocuente: el contenido Mynher Peeperkorn, el hombre-dique, se ha sentido insuflado por el carácter desbordante de esa cascada y, en una

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especie de mimetismo (que también estudia Canetti en Masa y poder, relacionándolo con la fascinación que para el hombre primitivo le causaban ciertos animales y ciertos fenómenos naturales, origen del tótem), imita a esa corriente poderosa y sonora que cae frente a ellos, sin advertir que su propio discurso es absorbido y anulado por la naturaleza desbordada y parlanchina, de la que Mynher Peeperkorn se alejó al interesarse por las cosas del espíritu, en este caso su amor a Claudia Chauchat.

El encanto y la simbología de este personaje, como representante indiscutible de la idiosincrasia holandesa, están explícitos en una brevísima frase de otra novela, Por el canal de Panamá, ya mencionada en esta serie de notas sobre Masa y poder, pues Malcom Lowry, uno de esos escritores ingleses representativos del símbolo mar adjudicado por Canetti a la Gran Bretaña, apunta esquemáticamente que en algún puerto de la travesía marítima que está narrando, abordan el barco tres holandeses. ¿Y cómo describe este arribo Lowry? Simple, cifrada y significativamente dice: “Entonces subieron al barco tres holandeses: Mynher Peeperkorn, Mynher Peeperkorn y Mynher Peeperkorn.”

Pero regresando al tema central de esta nota, quiere decir que Canetti se apartó bastante de dos figuras centrales del siglo pasado: Freud y Marx, sin que se pueda decir que su valor principal radique en una oposición frontal a las teorías de ambos pensadores, sino como se indica, su obra trató más bien de explorar otras dimensiones de la experiencia humana, otros enfoques analíticos, que no tuvieran que ver estrictamente con el pensamiento de ambos judíos, Freud y Marx.

A propósito de la cultura judía, cuya presencia es apabullante en Occidente, tanto en ciencia como en arte, filosofía, psicoanálisis y ya no digamos esa forma particular de la economía que consiste en hacerse rico casi mágicamente, tal como les ocurre a los libaneses, debemos aclarar que tales habilidades extraordinarias son el producto de un cierto tipo de cultura, antes que de una superioridad racial.

Esto viene al caso en esta serie porque Elías Canetti fue un judío que, como muchos otros, tuvo que emigrar de las zonas de influencia nazi para salvar la vida. Pero Canetti, a pesar de su origen sefardita, de su idioma ladino, de haber nacido en Bulgaria, se siente y se declara esencialmente alemán, lo cual

tiene mucho mar de fondo y demasiados bemoles, ya que podríamos afirmar que sin la presencia judía la cultura alemana no tendría la complejidad ni el prestigio que unánimemente se le reconocen.

Pero en fin, el caso es que en nota anterior estábamos refiriendo los símbolos que Canetti postula como pertenecientes a ciertos países de Europa y que, de pronto, no tanto la presencia de un personaje holandés, sino la fuerza de la obra de Thomas Mann, nos impuso una especie de digresión o continuación de lo que recordamos sobre Holanda, siempre respecto de Masa y poder.

Pues bien, después de holandeses y alemanes, Canetti se refiere en dicho libro al símbolo de masa que identifica a los franceses, y tal como se puede anticipar, dicho símbolo es la Revolución.

Aunque Charles Dickens haya escrito la célebre novela Historia de dos ciudades, que desmitifica la pureza de

este movimiento masivo, la Revolución francesa; aunque Napoleón se haya encargado de regresar esta gesta justo a su origen, el imperio; a pesar de que la Revolución de independencia de Estados Unidos haya sido previa y haya influido a los asaltantes de a Bastilla, lo cierto es que la Revolución francesa tiene un prestigio universal que suele pasar por alto su etapa sangrienta, llamada del terror.

El siguiente país que Canetti analiza, con relación a su símbolo de masa, es Suiza. No en balde vivió ahí Canetti cierto tiempo. Tampoco es gratuita la calidad neutral de Suiza, ni su alto plano de civilización. Borges tiene un poema, “Los conjurados”, que celebra el momento en que Suiza se convirtió en una federación de cantones regidos por una Constitución verdaderamente vanguardista, que hoy le permite ser el país más rico del mundo (en este punto hay margen para la discusión socioeconómica, pero el hecho está ahí) y uno de los que mejor atiende a sus ciudadanos, entre ellos muchos inmigrantes.

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17El símbolo de masa que Canetti le atribuye a Suiza es la montaña y otra vez nos remitimos a Thomas Mann para ilustrar esta opinión; una vez más acudimos a La montaña mágica, que a pesar de acontecer en un hospital de lujo para tuberculosos a principios del siglo pasado, no deja de expresar una idiosincrasia particular, que privilegia más los fenómenos del espíritu que los que suceden en “la llanura”.

Españoles, italianos y judíos complementan la lista de pueblos que Canetti estudia en relación con un símbolo de masa. Pero tengo la esperanza que con estos apuntes haya podido yo ofrecer una visión somero, pero clara respecto de la importancia de este narrador y ensayista en la cultura universal. Si no fuese así, ofrezco este párrafo bajado de la Red de redes:

Elías Canetti, judío sefardita nacido en Bulgaria en 1905 y fallecido en Suiza en 1994, es considerado un autor

clave del siglo XX. Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores iniciaron en 2002 la publicación de sus Obras completas en una modélica edición dirigida por Juan José del Solar, bajo el asesoramiento de Ignacio Echevarría y la colaboración de solventes traductores. Hasta la fecha han aparecido tres tomos publicados bajo títulos genéricos: Masa y poder, Historia de una vida y La escuela del buen oír, que incluyen respectivamente el gran ensayo homónimo de Canetti, los tres libros de su autobiografía y la novela Auto de fe junto a otras prosas. Las traducciones, nuevas o revisadas, se acompañan de un extraordinario aparato crítico dotado de apéndices, índices y textos de apoyo.

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DESPUÉS D E L C U E R P O

Raciel Manríquez

Terminó y fue al baño. El calor y agosto hacían una especie de cruel combinación en Ignacio: El calor del Caribe repele el menor roce de los cuerpos, pero la temperatura del verano hace que tu cuerpo

necesite más que el roce de otro cuerpo. Regresó al cuarto, no encendió la luz. La joven seguía en la cama, se recostó junto a ella. Apenas se distinguía su silueta: esbelta. Ignacio cerró los ojos.

—Nacho, ¿no tienes sueño? —dijo la femenina voz.

Él no contestó, el momento se fue entre el calor y el sonido del ventilador. La mujer se volteó y pronto quedó dormida. Él sentía el pesar del abandono, además le resultaba repulsivo dejar dormir a una extraña en su cama.

“Ya cogimos —se decía—. Estamos a mano, ella disfrutó tanto como yo, no veo el caso de quedarse.”

Ignacio se quedó un rato mirando esa silueta, sus caderas, el contorno de sus piernas. Tenía que salir de ahí.

Se deslizó sigilosamente hasta la cocina. No había mucho en el refrigerador: un trozo de algo que no tenía forma y no parecía comestible, el control remoto del estéreo, un vino a medias, las llaves de su auto, galletas y la botella de agua de la que bebió un par de tragos y fue a la sala.

Seguía pensando en el abandono. Miró por la ventana, el único faro iluminaba la barda del vecino, un viejo que los lunes ponía la misma canción de Edith Piaf, y que al parecer su único amigo era Ramiro, un gato.

Nacho se quedó a la distancia de Ramiro, amarillo gato, estático cual gárgola en la esquina de la barda del vecino, ése que escuchaba a la cantante francesa, un viejo que parecía estar atento a todo lo que ocurría en el vecindario, un tanto ermitaño, a excepción de los días treinta cuando seguro recibía su pensión

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que gastaba entre copas y gente que concurrían su casa. Los demás días el silencio habitaba.

Don Félix, el viejo de enfrente, al parecer, tenía un hijo en otro país, según contaba doña Catita —mujer con una historia parecida a la del vecino en cuestión, sólo que vivía con una hija enferma de algo y un perro llamado chispita—, quien ofrecía sus servicios de limpieza a don Félix.

—Pues no le conozco mujer alguna. Una noche, don Félix llegó al vecindario en su camioneta con tilinches y gato. Siempre ha sido muy discreto, en trato y relaciones y luego de seis años lo único que sé, y la verdad cualquiera sabe, es que hace sus reuniones de fin mes que luego es un asco limpiar. Su hijo nunca lo visita, le encanta el béisbol y su pinche gato le deja toda apestosa su ropa.

No había más que saber, a Ignacio no le interesaba.

Esa noche, como otras tantas, terminó, fue al baño, dejó que una mujer durmiera en su cama, bebió agua y se fue a la sala. Al otro lado de la calle, encontró la mirada del gato. El gato estático, parecía mirarlo. Entonces supo de la soledad.

Se recostó en el sofá, el único. Cerró los ojos y sintió de nuevo ese desmayo, un instante en que no transcurre el tiempo, sin futuro. Es la soledad misma en la ausencia de todo lo añorado lo que se espera y nunca se tuvo.

Hizo lo de siempre, se quedó quieto aguardando que un sonido, que algún pensamiento o la mujer que dormía en su cama, lo sacaran de ese desierto atemporal, pero no pasó nada.

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transparenciasCristián Koch

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Siempre sostuve el siguiente pensamiento, algo ridículo y totalmente ambiguo y si lo analizo fríamente es imposible de com-probar, pero, si en el mundo somos casi

siete mil millones de personas, es muy probable que tengamos un gemelo, un mellizo (no de san-gre), alguien muy parecido o idéntico, dando vuel-tas en algún lugar de este vasto planeta sin saber-lo o imaginárnoslo. Mantengo la ilusión —esto es tan extraño como el razonamiento anterior— que durante algún viaje, recorriendo París, Estocolmo, Madrid, Montreal, el Tíbet o el Canal de Suez; in-gresando a un bar, a un teatro, a un shopping o

arriba de un tren, de pronto me voy a cruzar con él, yo lo voy a ver, él me va a mirar, no lo podremos creer y pongo en duda cómo iremos a reaccionar.

Cada tanto recuerdo esta locura y más me convenzo de la enorme probabilidad de que esta insólita e improbable deducción o predicción no sea tan descabellada. Pero enseguida me olvido, generalmente vivo en mi mundo (mucho más terrenal) detrás y para mis problemas… y de las soluciones que les pueda dar, a veces mejores y otras veces peores, y dejo una ínfima cantidad inconclusas o pendientes o de próxima consideración.

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Me gusta caminar, cuando estoy en la ciudad, por suerte cada vez menos. Evito viajar en taxi o en colectivo (los detesto). Las distancias son largas, prefiero el subte, pero en general me organizo y hago todos mis trámites y diligencias a pie. Cierta mañana, cruzando la plaza Las Heras, sucedió algo inesperado, pero, conociéndome, sabía que tarde o temprano me tenía que pasar. De pronto lo vi, sentado en el mismo lugar, sobre su banco preferido bajo la sombra del centenario eucalipto que, pese a tanta remodelación, aún subsistía incólume, mucho más alto, recién podado, y con unos cuántos años más como todos. Observando con más atención, noté que llevaba el mismo bastón, sus viejos anteojos con armazón de carey con las lentes bifocales y el sombrero de paja, descolorido con la cinta negra y el ala quebrada. Estaba igual que como cuando lo dejé de ver. ¡Qué digo, mucho mejor! Mi memoria en eso no me podía fallar. Me miró y se sonrió. Me puse a temblar, no podía ser, era mi abuelo. ¡El mismo que enterré veinticinco años atrás!

Haciéndome el distraído o el zonzo, intenté seguir de largo. Era una casualidad, algo muy raro, no podía ser real. Pero él, preocupado, me siguió con su mirada y dulcemente su suave voz me increpó:

—¿Cómo, ahora que me ves, no me vas a saludar?

Me detuve, observé como intentaba levantarse. Sin duda me quería hablar o pretendía ir tras de mí. Mortificado, retrocedí sobre mis pasos, no podía ignorar esta coincidente aparición. Entonces, su temple se tranquilizó. Me acerqué, no lo podía evitar, me ganaban la curiosidad, la emoción, el poder de lo sobrenatural. Finalmente me decidí, me senté a su lado y como si nada extraño sucediera comenzamos a conversar. Lo saludé, simulando habernos visto ayer o hace una semana a más tardar.

—¿Cómo estás? —le pregunté.

—Muy bien, ¿y vos? —me respondió.

Tenía el mismo acento, el siseo de siempre, silbaba la misma canción. ¿Era él?

Traté de tomarlo con calma y naturalidad, que la acción de estar conversando con una persona que teóricamente había fallecido

hace un lustro, gracias a la ciencia, a lo impredecible, o a no se qué, hoy día fuera algo posible y habitual. El hecho de morir no impide que su esencia o su prolongación o su después o lo que tenga que ser o cómo se deba llamar, de alguna manera, siga ahí o aquí.

—Tardaste tanto en pasar. —Me regañó.

—Es que ya no vivo por éste barrio.

—Lo sé, lo sé.

Comencé a llorar. De reojo, observé que él también. El viejo, duro e insensible, que jamás dejaba escapar un rastro de emoción, por fin se dejaba vencer.

Se lo recriminé, no lo quería dejar pasar otra vez.

—Es bueno llorar, pese a la tristeza que me da, ¡qué linda sensación es sentir los ojos húmedos y que se nuble mi visión!

Sequé sus lágrimas con una servilleta de papel.

—¿Podés caminar? Ahora que nos reencontramos, no pienso abandonarte jamás.

—Por suerte mis huesos no me duelen más, parece que la muerte me sienta bien. Vamos a Retiro a tomar el tren, hace tanto que no salimos a pasear, ¿te acordás?

—No sé si sigue funcionando el ramal que va a Escobar, pero igual podemos probar.

—Sino intentemos ir hasta la estación Belgrano R, en el viejo tren eléctrico con vagones de madera. Nunca olvidaré, nos sentábamos en el primer asiento de la derecha y, a través de la puerta corrediza vidriada en su parte superior, veíamos al motorman conducir. A propósito, ¿y la casa de la calle Sucre? ¿Quién vive allí?

—Hace rato que se vendió, la demolieron y se construyó una enorme y moderna torre de más de treinta pisos. Todo el barrio cambió para peor.

—Mi ropa y todas mis pertenencias ¿quién las guardó?

Este diálogo no es real, de pronto pensé. ¿Qué hago aquí, hablando con no sé quién?

—Dejá de pensar así, ¿no ves que

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comienzo a desvanecerme? ¿Qué hay de aquellas fantasías en que vos y yo tanto creíamos?

—Perdón, te prometo que no volveré a dudar. Tu hija se ocupó de todo aquello, siempre tan solícita y servicial.

—Ya no quedaba mucho, igual ella también partió, pero seguro que algún recuerdo mío te guardaste, algo debe haber sobrevivido de aquella inescrupulosa liquidación, ¿no es así? ¿Y mi hijo cómo está?

—Bien, ya debe andar por tu misma edad.

—Un día de estos pienso aparecer por su living, pero no te preocupes, todavía no es su hora de partir.

Atesoraba su cello y las partituras, pero no pensaba decírselo. Si él era quien aseguraba ser, lo tendría que saber.

—Opa (abuelo en alemán), de aquella época nada quedó, sólo recuerdos.

—Tenés razón, son tan valiosos, de esos sí que no te podés desprender.

El viejo Leyland gris de la línea 26 llegó al final de su recorrido y se detuvo, bien pegado al cordón. Alguien había tirado del cordel. La puerta trasera se abrió y, antes de descender, el amable conductor nos dijo:

—Apúrense, por favor, los están esperando, están por salir.De pronto estábamos en la estación, caminando sobre el andén y allí estaba el viejo tren a punto de partir.

—Ya era hora, señor. Aunque teníamos órdenes, no podíamos irnos sin usted —le habló el guarda, enfundado en su antiguo, diría hasta elegante, traje azul. De pronto, volví a dudar, pero no de él; sino de mí.

—Opa, ¿no estaré muriendo yo y me viniste a recibir?

—No te asustes, estás bien vivo, a mi lado nada te podría pasar, te prometo que ese día no es hoy. Relájate y disfrutemos del viaje como allá por tus lejanos quince o dieciséis.

El tren pasó por la estación Belgrano. Hizo una breve parada simbólica y arrancó.

—Nos daremos el gusto, nos llevan a Escobar — comentó.Llegamos en un santiamén, bajamos del vagón y comenzamos a caminar, entre las vías y el terraplén, al costado de la vieja ruta 9, como dos linyeras, cómo a él le gustaba. De pronto, pasó un viejo ómnibus de la empresa Chevalier; más atrás, un ABLO, un General Urquiza y el viejo Frazer pintado de azul después. A lo lejos, por las vías, avanzaba el Crucero del Norte a toda velocidad. Parecía un desfile conmemorativo.

—Veo que no cambiás más —le dije, abrazándolo. Lo podía sentir, tan cerca de mí.

—Ni el boleto pagué, pese a mi edad y mi irresponsable madurez. No podía con mi genio. A esta altura, no pienso cambiar.

—¡Cómo me hacías divertir! —le comenté.

De pronto estaba ahí, enfrente nuestro, la vieja chacra, con su antigua casona pintada de gris y el enorme ventanal de plomo y vitraux. Los perros y las gallinas nos salieron a recibir. Cortamos dos naranjas de la vieja planta, con un dedo presionamos el ombligo y las apretamos hasta que saliera su dulce jugo. ¡Qué sabor que jamás olvidaré!

Abrimos la vieja puerta vaivén que aún conservaba el mosquitero intacto. De su bolsillo sacó la extraña llave; la antigua cerradura del portón de madera se va a resistir, imaginé, pero sin forzarla giró. Entramos y me senté en la cocina, junto a la mesa de

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25roble donde solían amasar los ravioles. El antiguo reloj de estación que colgaba de la pared milagrosamente estaba en hora. Él puso agua a hervir, como siempre mimándome; se estaba haciendo la hora del té. El cansancio me llevó a dormir, pero enseguida el aroma a pan tostado y a manteca fundida me despertó. Sin embargo, no quería dejar de soñar.

—Opa, ¿por qué tardaste tanto en volver? —nuevamente con lágrimas le recriminé.

—¿No fue mejor así?

—¡No! —le grité.

—¡Silencio! Es hora de escuchar a Guerrero Martineitz, el peruano parlanchín.

Prendió la vieja radio de válvulas con gas y no entendía cómo aún podía funcionar, no había luz y no lo vi enchufarla en la pared. Por el parlante se escuchó su voz, su típica sonrisa y un comentario muy mordaz, de esos que solía hacer.

Más tarde el viejo (dicho dulcemente) miró la hora en su Tissot.

—Es hora de volver a caminar.

Se puso de pie y se abrigó con su viejo saco gris, que debería tener más años que él.

—Me imagino adónde querés ir.

—Quisiera pasar a saludar, un rato nomás.

Volvimos a salir, los árboles, la tranquera de madera

pintada de negro mate y barniz, la curva que desembocaba en el arroyo, con el agua que bajaba entre verde y marrón. Todo seguía igual. Por fin llegamos a ese viejo almacén.

Él me dijo:

—Esperame aquí.

No quería que me enterase de aquel amor.

Apenas tardó, esta vez su tiempo me lo dedicaba a mí.

—Es hora de volver.

—¿A dónde? —le pregunté.

—No te hagas el zonzo, vos bien sabés.

Volvimos a entrar, conocía de memoria todo ese ritual. Entusiasmado, enfiló directo hacia su cuarto. No había forma en que lo pudiera detener. Entramos, estaba ordenado como la última vez que lo dejó. Prendió una luz, el misterio de su origen me superó. Se sentó en su vieja e incómoda silla, mejorada con los almohadones de plumas de duvet. Encendió la lámpara de pie y la acomodó frente al atril, entonces me miró.

—Bueno, ¿me lo vas a prestar?

Saqué las partituras y su viejo violoncello del ropero que estaba detrás, tardó más de lo acostumbrado en volverlo a afinar. Alguna cuerda chilló, una clavija se resistía a ajustar. Sacudió la cera del arco, percibí en su rostro un gesto de entusiasmo como relamiéndose y comenzó a tocar.

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ORACIÓN POR CATHERINE

A las víctimas de la I Guerra Mundial

ESTOY de vuelta, decías junto al lago, y llorabas.Las garzas volaban sobre el cielo de Suiza.Yo temblaba en el abismo de la nieve.Catherine, ya no eres la de los ojos grisesperdidos en la lluvia,la rubia que soñaba ser buena mirando el bosque de nogales.Cat, todavía escucho la carroza, el coche de Miláncuando bebimos el capri blanco a nuestra salud.(Fuimos tan felices que no veíamos la nieve sobre la ciudadni el humo en el campo de batalla)Pero en el banco de piedra de la Villa Rossaalguien todavía se desangra.Oh, el olor dulce de la sangre.¡Maldita sea la guerra!¡Maldita sea!

En la dulce tristeza de las aveshabitan los ojos grises de una muchacha inglesa,en los valles después de la batalla,en la paz de humo y ceniza.

¿Recuerdas? Todos soñábamos tener un Napoleón en la guerra.Sólo tuvimos un san Antonio en el bolsilloy los mamma mía, mamma míade los que se iban al silencio.

–Escucho la carroza haladadel tiempo que se acerca–.

Viene entre las grises y húmedas casas.Madre grita. El cielo cae. Y existes.¿De qué lado estarás dormida?Los cisnes ya no se esconden y el gato del café te espera.Estoy en paz con el silencio, en la huida, Cat.Yo me hice una herida intencionaly ahora voy triste sin el paisaje lombardoque amanecía en la ventanilla del tren.¡Ay la vida, si tuviera sabor a fresas!Si el triunfo fuera real,pero el Niágara asusta como la guerray el niño puede despertarse.Silencio.Las palomas anidan en tus ojosy alguien puso flores blancasen las tumbas nuevas del jardín.

EL HUÉSPEDDaer Pozo

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MI MANERA DE ESTAR SOBRE LA TIERRA

Entrevista con la escritora mexicana Elena PoniatowskaAgustín Labrada

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Una luz suave, color ámbar, se desliza sobre el rostro de Elena Poniatowska y se enreda en el aire don-de flota mi asombro. Pienso que es un privilegio conversar con esta mujer que cálidamente ha dia-

logado –en las tribulaciones de su oficio periodístico– con los principales artistas del país y con su gente más sufrida como la heroína de su dramática novela Hasta no verte Jesús mío.

¿Su obra literaria parte de una perspectiva ideológica?

Yo creo que es una inclinación natural hacia los fenómenos sociales que prevalece en mí, más que una ideología; una inclinación natural hacia lo desconocido que finalmente me enriquece mucho, porque ninguna persona de mi clase social me ha dado tanto como Jesusa Palancares, los ferrocarrileros y todas esas personas que he conocido en situaciones extremas de marginalidad y en la misma cárcel. Cuando conoces a la gente que está en la cárcel, ellos te cuentan sus vidas con una enorme facilidad, buscan un oyente, alguien que los escuche. Tienen la sensibilidad a flor de piel y en esas circunstancias se obtiene eso que los franceses llaman la historia oral de la sobrevida.

¿Cree más en la intuición que en la racionalidad a la hora de escribir?

No es que crea realmente, pero he actuado más por intuición que por racionalidad.

¿No le parece que el uso de demasiados localismos en las expresiones de sus personajes sea una barrera para que lectores no mexicanos comprendan claramente sus historias?

Sí, supongo que sí, pero no lo puedo evitar. No me preocupa porque apenas me doy cuenta de cuando hay o no hay un localismo. Es que yo aprendí español cuando llegué a México con las muchachas que trabajaban en mi casa y una era de Tabasco, otra de Veracruz, algunas del Bajío, de Querétaro, en fin... Ellas me pegaron sus localismos y yo los decía con una pasividad enorme. Nunca pensé si me entenderían o no, pues yo las entendía a ellas, y así me he expresado literariamente.

¿La personalidad de Elena Poniatowska se desdobla en sus heroínas?

Bueno, yo quisiera muchas veces ser como Tina Modotti y ser como Jesusa Palancares, tener esa capacidad tan grande de amar y de ser una linda gente a lo largo del tiempo.

Hemos visto a Elena decir quién fue Tina Modotti, esa fotógrafa italiana que –aparte de testimoniar en blanco y negro un fragmento de América– se comprometió con una causa que aspiraba a la justicia como la propia Poniatowska comprometió su voz para acusar al gobierno mexicano por el asesinato de los estudiantes que, en 1968, protestaron en la Plaza de las Tres Culturas.

¿Qué características ha de tener, a su juicio, una buena novela-testimonio?

Ser buena como lo son Biografía de un cimarrón y Canción de Rachel, del cubano Miguel Barnet. Así como las que hizo el estadounidense Oscar Lewis o su coterráneo Truman Capote, que cuando escribió A sangre fría interrogó

verdaderamente a cada uno de los personajes de la novela hasta sentir el fuego de la veracidad.

¿Hay alguna finalidad en la creación literaria?

No sé. La literatura ennoblece la vida interior del lector, pero cada quien le da un uso personal, particular. No se puede decir que la literatura pueda cambiar al mundo, pero sí lo refleja.

¿Por qué escribe Elena?

Escribo porque es mi manera de estar sobre la tierra. Es lo que hago desde 1953, son muchos años. Es lo que le da sentido a mi vida.

¿Se siente contenta con sus libros?

No, para nada. Es por ello que sigo escribiendo.

Esta Elena, que no conoce murallas ni guerreros que se disputen su corazón, tiene tras de sí una obra periodística –sin la que a México le faltaría un pedazo de su alma– publicada en revistas, periódicos y libros como La noche de Tlatelolco; Nada, nadie (Las voces del temblor); Fuerte es el silencio, y Todo México, por cuyas páginas desfilan múltiples personalidades artísticas.

De no haber ocurrido la tragedia de Tlatelolco, ¿su obra hubiese tomado otro rumbo?

No, porque antes de Tlatelolco yo escribí un libro que se llama Todo empezó un domingo, que publicó el Fondo de Cultura Económica, sobre qué hace los domingos en la ciudad la gente más pobre como las muchachas que apenas salen para pasearse por el camellón o para recargarse contra los postes de la luz a platicar. Entonces yo ya había hecho eso con dibujos de Alberto Beltrán, y ya tenía un gran interés por las manifestaciones populares.

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29¿Cómo repercute el periodismo en los planos formales y expresivos dentro de su literatura?

Me ha ayudado muchísimo en los diálogos, porque hago entrevistas, y en adquirir la costumbre de escribir diariamente, porque en el periodismo le exigen a uno un trabajo cotidiano. Quizá en lo que no me ha ayudado sea en la autocrítica, aunque personalmente pienso que soy muy crítica contra mí misma.

Para que alcance relieve estético y perdurabilidad como escritura, ¿qué elementos debe poseer un texto periodístico?

El primer elemento es estar bien escrito. Algo mal escrito no le sirve a un lector ni a una causa ni a nada. Además, debe contar algo que pueda conmover a la gente.

¿Otras manifestaciones artísticas confluyen en su prosa?

La música por el ritmo con que escribo, y la pintura por las imágenes plásticas. También la fotografía, algunos de mis textos son como fotos, y he escrito bastante sobre el tema, porque me apasiona.

Como narradora ha escrito relatos y novelas en los que prevalece un intenso fondo testimonial, donde reinan los personajes femeninos. Tinísima, De noche vienes, Lilus Kikus, La Flor de Lis y Querido Diego, te abraza Quiela…son algunos de sus títulos que otros amigos le entregan para que ella, generosa, escriba su nombre como una huella enigmática mientras dialoga con mirada de niña.

¿Con qué escritores se siente en deuda?

Me siento muy en deuda con Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Rosario Castellanos, Elena Garro, y escritores más jóvenes como José Agustín, que es un hombre a quien yo quiero y admiro profundamente. También Gabriel García Márquez y sobre todo Alejo Carpentier, un gran escritor que no ha recibido todo el reconocimiento que merece. Me impactaron profundamente sus novelas El recurso del método y Los pasos perdidos. También Concierto barroco y toda su novelística y su conocimiento de la música.

¿Qué opina del discurso femenino en la literatura?

Desde hace cierto tiempo se habla de crítica feminista en los principales centros académicos de la ciudad de México. Aralia López, Nora Pasternak y otras mujeres han profundizado en sus estudios teóricos, pero yo no sé nada de eso. Conozco más en el terreno de la ficción, como Laura Esquivel que maneja la cocina en su novela Como agua para chocolate. ¿Y qué más femenino que la cocina? Por ello ha sido criticada o más bien envidiada, porque a los hombres les enfurece que las mujeres tengan éxito y comentan: “¡Ay!, ¿y ahora para tener éxito hay que ser una pinche vieja?” Las odian por eso y les llaman pinches viejas, pero en realidad sí ha habido un gran interés por las escritoras como no había sucedido antes, y esto empezó a raíz de

que la chilena Isabel Allende publicó La casa de los espíritus y le siguieron otras como Ángeles Mastreta con Arráncame la vida, Silvia Molina, María Luisa Puga... que tienen ya un público cautivo.

¿Está satisfecha con el tratamiento que le dan los escritores hombres de este tiempo a los personajes femeninos?

No, salvo en Figura de paja, del yucateco Juan García Ponce, que sí sabe transformarse en mujer y tratar a la mujer. Pero las mujeres de Carlos Fuentes, por ejemplo en Diana o la cazadora solitaria, son muy denigradas porque él las maltrata y no las sabe pintar. Por otra parte, las mujeres que citan escritoras como Rosario Castellanos son siempre fracasadas. Quizá Elena Garro en Los recuerdos del porvenir tiene una buena imagen de mujer, pero después (en otros libros) cayó en estereotipos. A la literatura mexicana, escrita por hombres y por mujeres, todavía le hacen falta grandes personajes femeninos, de altos vuelos, como Doña Bárbara, del venezolano Rómulo Gallegos.

¿Cómo ve a México dentro de cien años?

¡Ay, qué tristeza! Pues como vamos, veo que cada día va a haber una mayor invasión de mexicanos pobres hacia los Estados Unidos, pero también un mayor triunfo de esos mexicanos pobres en Estados Unidos. Yo creo que tiene que haber un cambio, ya muchísima gente lo está pidiendo a gritos. También creo que estamos entrando en un siglo donde se verá el florecimiento pleno de la mujer.

Me despido de Elena entre voces que buscan en su voz un eco de sabiduría. Se reconoce en el afecto colectivo y bromea sobre la suerte. Busca el minuto para cada detalle: un elogio a la película Danzón de María Novaro, una crítica a los escritores pretenciosos, la confidencia de haber deseado cantar en un cabaret... Honda es su modestia y eso conmueve como los seres que habitan sus historias.

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La búsqueda de nuevas morfologías a través de los lenguajes de las vanguardias fijó uno de sus pun-tos de partida en los contenidos del arte negro, sintético y aún no obcecado por el cansancio de

varios siglos de manipulación simbólica.

Los descubrimientos folclóricos y antropológicos de Cendrars y Frobenius y las prácticas formalizadas de los vanguardistas —especialmente de Picasso en Les Demoisselles d’ Avignon donde hay rupturas con el espacio-tiempo del relato artístico europeo— actuaron después de manera catártica en el imaginario caribeño y de las naciones novomundistas, cuyo antiguo aparato colonial había implicado al negro.

La mirada fría, centrada en el glamour de esas formas recién descubiertas sufre reversiones dentro del discurso de los intelectuales de la negritud —Senghor, Leon Gontran Damas y el martiniqueño Aimée Césaire— quienes revalorizan no

como metáfora la trayectoria de la colonialidad, la tensa relación negro-blanco, metrópoli-periferia. Las denuncias en Botuala de Maran y en los poemas del jamaicano McKay fueron acompañadas de las primeras normativizaciones de la cultura afrocaribeña hechas por Jean Price Mars, el polígrafo cubano Ortiz, o en la desfetichización de la historia revolucionaria haitiana emprendida por C. L. R. James.

Écue-Yamba-O, de Alejo Carpentier, se inscribe de pionera dentro de esta estrategia contracolonial, revierte la destematización de la vanguardia respecto de los sujetos alternativos a la vez que aprovecha las formalizaciones de los mitos transculturados, dotándolas de claras referencias axiológicas. El bisoño novelista busca en los legajos de la biblioteca colonizante, cansada de su experiencia retórica para luego volver la mirada ab origo hacia el orbe caótico novomundista que está renaciendo y reformulando su cuerpo abierto a la historia. Los orígenes de la novela propuestos por Carpentier que partirían de la prisión de 1927

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31tropiezan con algunas dificultades si contrastamos la datación del propio autor en la entrevista a Leante con las investigaciones de Sergio Chaple respecto del tiempo real de encarcelación desde el 7 de julio de 1927 hasta el 20 de agosto del mismo año. En sólo cuarenta y un días de altibajos, Carpentier escribiría poco o nada. Pero llama la atención que las fechas sobre bases documentales establecidas por Chaple no coincidan con lo dicho en «Confesiones sencilla de un escritor barroco»: «Me encarcelaron en 1927 por firmar un manifiesto contra Machado. Siete meses estuve preso en la Cárcel de Prado I». De todas formas, él se queja en el prólogo a la novela escrito en 1975 y publicada en 1977 de que los editores piratas argentinos y españoles no hubiesen consignado su fecha y su lugar de redacción: «Cárcel de La Habana, agosto 19 de 1927».

En Cartas a Toutouche, encontramos referencias a la escritura de esta novela, en los primeros meses de 1929. En las cartas 110 y 111 de enero de 1934, Carpentier anuncia el envío de los primeros ejemplares de la novela a Lina Valmont, que había sido publicada por Araquistain en la editorial España. En el Espistolario Carpentier-Fénández de Castro, el primero le escribe a este último el 26 de enero de 1933: «Me permito opinar que mi Écue-Yamba-O, que tengo enteramente terminado, y del cual envié una copia hace un mes a mi madre, es una novela, que constituye algo absolutamente nuevo en la literatura de América». Como deja entrever Chaple, Lina Valmont pudo enviarle fragmentos promocionales a la revista santiaguera Aventura en Mal Tiempo, es decir, a su director, Primitivo Cordero.

Écue-Yamba-O se apega al temario del vanguardismo interesado por el referente específico de lo insular. Menegildo, Salomé, Longina guardan relación entre sí, remiten al encuadre rural del ingenio y la dura vida de los pequeños tenedores de tierra durante los primeros años republicanos.

Las líneas del diagrama novelesco se mueven entre dos perspectivas bien diferenciadas: una vertical, perifrástica y cuidadosamente opresiva, otra horizontal, descentrada, inmóvil en apariencia. Cuando Longina regresa al batey y las fórmulas orales que acompañan lo alusivo al nacimiento repiten su ciclicidad, ya se habrán encontrado las fuerzas de choque de esas perspectivas: lo horizontal-extorsión-blancocracia contra lo vertical-pobreza-negro. Aunque la insistencia en los mismos patrones lingüísticos acuse el destino trágico cíclico de los afrodescendientes, la perspectiva vertical que se mueve para repetirse nos quiere decir que las expectativas han sido postergadas, de ninguna manera abolidas. Carpentier con escasas sugerencias, al igual que sucede en los textos apocalípticos, traza notas veladas pero esperanzadoras.

Imaginemos haber recorrido en detalle el texto vanguardista y que ahora nuestro interés se desplaza con lentitud casi quirúrgica hacia los capítulos de liturgia ñáñiga. Llegada la década de los setenta, más o menos medio siglo después, el propio novelista sostiene que el relato ritualístico abakuá constituye la tabla de salvación

de la obra. En la conocida entrevista que le hiciera César Leante aclara que Écue-Yamba-O: «es tal vez un intento fallido por el abuso de metáforas, de símiles mecánicos, de imágenes de un aborrecible mal gusto futurista y por esa falsa concepción de lo nacional que teníamos entonces los hombres de mi generación. Pero no todo es deplorable en ella. Salvó de la hecatombe los capítulos dedicados del “rompimiento” ñáñigo».

Repasemos el pasaje, tratémoslo de desmontar a través de su intensa relación antropológica.Megildo y Antonio bajan del coche y desde lo alto vislumbran el panorama urbano a lo lejos: «El ritmo metálico, inflexible de la ciudad, se había borrado totalmente ante la encantación humana de los atabales. La tierra parecía escuchar de puntillas. Las hojas se volvían hacia el ruido». Lo urbano se deshace según avanzan buscando el batey, va siendo sustituido por los fitónimos, por detalles externos que acusan insularidad: «Detrás, a ambos lados, se alzaba la caña, apretada, uniforme como en todas partes […] tomó un sendero abierto entre los setos de cardón. De trecho en trecho un framboyán mecía ramos de púrpura sobre sus cabezas».

La entrada de capítulo, bastante sintética nos referencia el topos litúrgico. A pesar de que los tambores tocan llanto —enyoró, ceremonia de naturaleza luctuosa— no se aclara cuál de los hermanos ha muerto:

[En] el bohío del Iyamba, se encontraban los altos dignatarios de la Potencia haciendo sonar fúnebremente los tambores en honor de los muertos que comerían al día siguiente […]. Junto al bohío Menegildo observó una construcción cuadrada de madera roja, cubierta de yaguas. En la puerta cerrada, se ostentaba la firma del juego, trazada con tiza amarilla: un cículo coronado por tres cruces que encerraba dos triángulos, una palma y una culebra.

La pantomima ritual de iniciación exige una mise en scène que el nivel discursivo de la historia tratará de resolver. Aunque se supone que Menegildo ha pedido tiempo atrás entrada al juego y sido investigado de acuerdo con los procedimientos no se nos da ninguna noticia. De todas formas, la acción comienza a precipitarse: Antonio lleva el gallo (deben ser dos) donde están los dignatarios de la Potencia y reaparece «trayendo una venda y un trozo de yeso amarillo […], tomó el yeso y le dibujó una cruz en la frente [a Menegildo], una en cada mano, dos en las espaldas, dos en el pecho y una en cada tobillo. Luego […] vendó bruscamente al neófito».

Carpentier tampoco nos informa de la ceiba, la palma o en su defecto el signo, imprescindibles para la ritualidad. El Enkríkamo, Mosongo o Abasonga (también Moruá Engomo) deben conducir al indíseme a la ceiba «desnudo hasta la cintura, descalzo y con los ojos vendados. Es el primer paso en la iniciación».

Antonio no puede «rayar» como deja sentado el relato

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porque esto queda bajo la incumbencia de Moruá Engomo, acto seguido que Ekoumbre haya limpiado a los indíseme con un puñado de yerba. Moruá Engomo los raya «dibujándoles con yeso amarillo, color que simboliza la vida, unas cruces en la frente, pechos, manos y en el empeine de los pies, frotándolos ligeramente con el yeso blanco que simboliza la muerte».

La versión hecha por Lydia Cabrera insiste en el ritual de frente a la ceiba: «Empegó, se arrodilla ante el árbol sagrado, saluda al cielo y a los astros, se llena la boca de aguardiente y rocía […] el tronco. Luego lo rocía de nuevo con vino seco y por último lo asperja con una gajo de albahaca (el hisopo abakuá) mojado en umón abasí (esto es agua bendita…) Después de estas aspersiones […] sahúma con incienso […] y traza en el árbol signos simbólicos».

Écue-Yamba-O trueca las funciones de los íremes luctuosos, por ejemplo, el duplo de Anamanguí, el diablito de rombos y escaques rojos y blancos que aparece solo durante la muerte de los Iyamba sustituye a Eribangandó en el ritual de limpieza del gallo: «Entonces un tremendo cucurucho negro surgió de la casa seguido por un cuerpo en tablero de ajedrez … »

La novela elude la ceremonia de «rayamiento» y preparación del topos litúrgico presentada en una de sus partes; el baile y la limpieza lustral del íreme a los iniciados. El baile y las piezas del atuendo del íreme —en las manos el itón e ifán— guardan semejanza (salvo el vestido que imita el tablero de ajedrez) a la descripción posterior de Ortiz.

Ente sin rostro, con una alta cabezota triangular, fija en los hombros, en cuyo extremo miraban sin mirar dos pupilas de cartón pintado, cocidas con hilo blanco. Sobre el pecho la extraña cogulla se deshacía en barbas de fibra amarilla. Detrás de la cabezota cónica colgaba un sombrero de copa chata, adornado por un triángulo y una cruz blanca […]. Cinturón de cencerros y cencerros en los tobillos. Cola de blanca percalina enrollada al cinto, la escoba amarga en la diestra y el Palo Macombo —cetro de exorcismos— en la siniestra.

Ortiz lo describe recalcando la significación de la franja blanca y los dibujos geométricos sobre saco o tejido:

Van todos cubiertos con tela burda de saco o con tela vistosa de diferentes colores y caprichosos dibujos por lo común geométricos. En la cabeza llevan como un capuchón puntiagudo, en el cual hay disimulados uno o más ojos, y en su cima uno o varios penachos o muñones. Detrás de la cabeza una sombrereta circular con diseños emblemáticos de alto rango. En la cintura una faja con bullones de tela o «enyugadura», a manera de sudario que simboliza el muerto desenterrado; al cuello, cintura, bocamangas, bocapiernas y a veces en las rodillas, sendos festones de soga de pita deshilachada. En la cintura cencerros que suenan al andar y bailar […]. En las manos un itón o centro y un ifán o «rama» de escoba amarga…

El capítulo (36) enfatiza el valor erótico del baile: «El Diablito se adelantó brincando de lado como pájaro en celo, al ritmo cada vez más imperioso del tamborcito. Su danza remozaba tradiciones de sagradas mascaradas tabúes […]. Cayendo sin llegar a caer, proyectándose como saltador en cámara lenta…» Ortiz aventura una hipótesis del origen sexual de la danza:

No es de excluirse la posibilidad de que la figura del «diablito»

ñáñigo tuviera originalmente algún simbolismo sexual. Sus extraños pasos y sacudimientos han inspirado a alguien una interpretación realista de tipo mimética pensando que el íreme trata en ocasiones de simular muy utilizados pero inmediatamente reconocibles los gestos de un gallo en el acto de ayuntamiento sexual […]. De todas formas es muy verosímil que el íreme tuviera algún símbolo de tipo fálico...

Carpentier llegó a las conclusiones que luego propondría Ortiz en la obra ya referenciada con una anticipación de más de dos décadas. La literatura que tuvo a mano era fundamentalmente legalista, carente de valor antropológico. Enrique Sosa supone que quizás hubiera consultado mientras guardaba prisión La brujería y sus misterios en Cuba de Rafael Roche Monteagudo, La jerga de los ñáñigos de Israel Castellanos o previo a esto, los trabajos de cariz divulgativo de Juan Luís Martín.

Volvamos a la entrevista que le realizara Leante. Allí el encuestado declara (1974): «En prisión empecé a escribir mi primera novela, Écue-Yamba-O (voz lucumí que significa algo así como “Dios, loado seas”)».

Esta declaración tardía no puede menos que sorprendernos. Si la obra parte para su nombramiento del abakuá como indica que sea co-término en este el tambor sagrado Ekue que sintetiza a Tanze y Sikaneka, un signo de la hierofanía ñáñiga, las deducciones subsiguientes tendrán que ir en este sentido. El mismo Sosa intenta revisar el título y adecuar el nombre de la novela a la cosmovisión calabarí, cuando lo compara a la fórmula cantada por Mpegó (oficiante del juego) ¡Oh écue iyamba Oh!, acto seguido de trazar la firma del iyamba. El yoruba —Carpentier prefiere llamarlo lucumí— pertenece a la rama kwa de la subfamilia de lenguas nigerocongolesas, que incluyen al kru, el ewe e igbo; lengua ritual ñáñiga, el efik, dialecto del ibibio (y no apapa) queda incluido en esa amplia subfamilia pero en la rama benino-congolesa de aspecto bantuoide.

El profesor Ivor L. Miller, estudioso de los cantos litúrgicos abakuá, ayudado por informantes africanos que usan el efik en su comunicación traduce «Núnkue Itia Kánde Efik Ebutón / Oo Ékue» como «Llegaron a la Habana y en Regla fundaron Efik Ebutón / Saludamos al tambor Ékue». Oo, sería al igual que asére «saludo común»; esiere en efik, asiere en ibibio. También Ortiz recoge la tradición del canto deambulatorio tras la unción del nuevo sacerdote en el embori mapá cuando «el coro en la primera parte del trayecto entona […]. Ékue, Ékue Chabiaka,

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Mokongo Ma Chévere y al emprender el regreso […]. O yóo Seseribó o yáo óoo…» El ibibio, el efik son las lenguas cardinales para descifrar el nombre de la novela, a todas luces ritualístico y ostensiblemente «antilucumí».

Lydia Cabrera sostiene que a falta de isaroko con palma o ceiba por falla del lugar adecuado serán suficientes los signos (marcas): «Como no siempre se hallará una ceiba o palmera en su patio, los signos bastarán, con su mágico poder para suplir su ausencia. Un símbolo es una realidad». Esto en alguna medida justifica que Carpentier haya omitido el detalle del árbol sagrado.

El tiempo de iniciación (nocturno en la novela) parece coincidir con el horario litúrgico para el caso.

Menegildo jura y es bautizado de noche. Por conveniencia o pragmatismo la hierocracia de muchos Juegos comienza la preparación del santuario a las doce de la noche. Lydia Cabrera asegura que «Mokongos criollos alteraron el verdadero horario litúrgico que se cuenta de sol a sol. Para mayor lucimiento y duración de la fiesta se “rompe” a las doce de la noche y de noche se inicia a los neófitos; lo cual, de creer algunos viejos no es canónico».

Los Juegos ortodoxos varían el horario corriéndolo hacia el día «porque Sikán pasó su última noche cautiva en el monte y fue sacrificada a la salida del sol […]. En muchas Potencias matanceras muy tradicionalistas practican la purificación del templo y de los Atributos a las tres o a las cuatro de la madrugada, a las seis “llaman”, invocan al Espíritu y “traen la voz” (el Espíritu se posesiona del tambor)…» Salvo la comida teofágica, Écue-Yamba-O , observa el cronosimbolismo de la celebración.

Otro de los errores ceremoniales se visibiliza en el paso

de la cobertura y develamiento de ojos a los indíseme. La novela nos informa que a estos no se les permite observar los objetos y el topos secreto litúrgico después que Isué ha recitado el credo y el padrenuestro abakuá: «Los neófitos fueron introducidos en el santuario, uno por uno y se les hizo arrodillar ante el altar que no verían durante mucho tiempo todavía».

Unos párrafos antes del final de capítulo se vuelve de nuevo al tema. «Los nuevos ecobios fueron sacados del Cuarto Fambá, donde el Ékue seguía sonando con insistencia inquietante —ruido que obsesionaría a Menegildo durante varias semanas. En la habitación principal del bohío cayeron las vendas».

El rito de iniciación abakuá, al contrario, hace un recorrido, a través de su intrincada dramaturgia, del indíseme venido del mundo, muerto y renacido ceremonialmente. Cuando el hierofante le retira el vendaje y luego que el indíseme besa el crucifijo, Sese Eribó y bebido la sangre del gallo, se convierte en el hombre que renace, el signo de ese renacimiento se acompaña de que sea develado. Ortiz describe así la escena de gran simbolismo: «Después el mistagogo afrocubano le quita al iniciado abakuá la venda que cubre sus ojos. El hierofante abakuá, como el eleusino, le muestra los objetos sagrados y oficia los ritos restantes, al cabo de los cuales el neófito es un “renatus”, ha “resucitado” en un okobio “jurado” en su “potencia”».

Las funciones de las jerarquías ceremoniales dan la impresión de ser a veces confusas. En el capítulo de marras Carpentier dice que el Isué toma el juramento a los amanision, cuando esto cae en el área de incumbencias de Mokongo. El erudito Ortiz al igual que Lydia Cabrera comenta al respecto:

Los indíseme, arrodillándose ante el altar saludan a los obones reunidos con los de otras potencias que asisten invitados para dar fe del juramento[…]. Es Mokongo quien empuñando su bastón, le lee el reglamento «ley de creencias» de la sociedad y les pregunta, no en jerga ñáñiga, sino en castellano si juran contestar sinceramente a sus preguntas[…]. Los padrinos repiten en coro las palabras de Mokongo. Éste, al fin, les da a besar su cetro. Mosongo y Abasonga terminado el interrogatorio de Mokongo, les dan igualmente a besar los suyos.

En Écue -Yamba-O, el espurreón se administra antes del juramento y sus ingredientes están compuestos por «líquido santo, mezcla de sangre de gallo, pólvora, tabaco, pimienta, ajonjolí y aguardiente de caña». El rociamiento ritual en los textos descriptivos de Ortiz y Cabrera se efectúa como anticipo del juramento tomado por Mokongo. Ortiz aclara que se compone de «aguardiente y vino seco y un golpe albahaca empapada de agua bendita». Carpentier confunde, por extensión, sus ingredientes con los del «vino pre-teofágico» servido dentro de la mokuba.

Existen, además, detalles ambiguos que rozan la representación en el isaroko: se supone que deban estar fuera Moruá Engomo, Ekoúmbre Enkríkamo o Moruá Yansa. Enkríkamo (algunas veces Moruá Yansa) llama al

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diablito Eribangandó para que purifique a los neófitos pasándoles el gallo sobre el cuerpo. Eribangandó acude al llamado de Enkríkamo o su sustituto atraído por las palabras en jerga ñáñiga. El relato novelesco denota ciertas omisiones al tratar el asunto:

Un gorro puntiagudo, rematado por un penacho de paja, asomó a la puerta del bohío. Se ocultó. Volvió a salir. Desapareció otra vez.

[…]. Una voz gritó detrás de Menegildo.

— Ñámalo, Arencibia, que no quiere salil.

Las falanges castigaron nuevamente el tambor.

— Ñámalo, má…

La percusión se hizo furiosa, apremiante.

Eribangandó, quien viste el atuendo de Anamanguí —y quizás sea la personificación de este, porque Enkaníma y Eribangandó son espíritus benévolos, de purificación— no obedece al idiobón del que depende. Arencibia debe llamarlo (tal vez el Enkríkamo o Moruá Yansa, tal vez de forma contraritual uno de los músicos del biankomeko), golpear el tambor con insistencia para que el íreme salga a cumplir su función. ¿Cómo se entiende semejante aplazamiento?

La parte de la occisión del cabro en la ceremonia del embori mapá, explica muy bien la escena. El verdugo Aberisún, llamado por Enkríkamo se resiste a matar el cabro. Asoma su cabeza, se esconde, sale, se vuelve a esconder. Al fin, las fórmulas de Enkríkamo en jerga ñáñiga surten efecto y Aberisún aparece con su aspecto terrible.

Carpentier conjunciona en el tipo del íreme purificador (Eribangandó) dos subtipos a saber, el íreme que se niega a salir, ejecutor de la función de verdugo (Aberisún) y el funerario Anamanguí o su duplo (vestidos con escaques de ajedrez).

La mise en scène del aprofabakesongo o iniciación evidencia haber sido sometida a camisas de fuerzas que lastran a decir

verdad su valor escenográfico y su contenido litúrgico intrínseco. La escena se resuelve con actores periféricos de la hierocracia: el íreme (suponemos que Eribangandó) y el Munifambá de la Potencia. «El guardián de los secretos los obligó a girar sobre sí mismos para hacerles perder el sentido de la orientación. Después se les hizo entrar en el bohío, siempre vendados. El Munifambá confió los neófitos al Iyamba».

Ya Nasakó y sus ayudantes han traído el Eroromo, el incensario, el aguardiente, vino seco y agua bendita; Mpegó, Enkríkamo y Eribangandó hecho los trabajos de rayamiento y purificación y los acólitos devuelto al Butame (Fambá) las species utilizadas por Nasakó. Entonces sale del Fambá:

[U]na procesión con todos los atributos, a buscarlos [a los indísemes]. Se les pone de pie en fila, por orden y detrás de cada uno, se sitúa su padrino, el obonekue que solicitó su admisión en la fraternidad. Isué y Mpegó marchan en medio de la procesión y en último término va la música […]. En tinieblas, guiados por sus padrinos respectivos, atento a su andar vacilante, llegan a la puerta del Fambá donde la procesión se detiene y se retiran los padrinos […]. Cesa el canto y Mpegó o Nasakó, que los recibe en la puerta, reza. Uno a uno, los introduce en el Fambá. Uno a uno, Moruá que está en la puerta, los lleva y los coloca en fila frente al altar.

Al Iyamba como sacerdote de Écue no se le confían los indíseme, solo fragaya el tambor sagrado y participa en la parte principal de la consagración dentro del Fo-Écue. El fragmento, rico desde el punto de vista litúrgico del aprofabakesongo y la porción consagratoria quedan reducidos a pequeños esquemas en la novela. Carpentier nada habla de las intervenciones de Abasí, custodio del Crucifijo, el cual debe poner en la mano izquierda de los neófitos la vela encendida y darles a besar el Itón Manansere (crucifijo); de Mokongo, «jefe de las fuerzas militares», de Mosongo y Abasonga, quienes los interrogan y les dan a besar sus cetros en la ceremonia que dirige Isué.

La porción consagratoria, a contracorriente de la celebración dice que «el Iyamba alzó una cazuela, donde el Diablito había dejada preparada la Mocuba. Mojó la cabeza de cada neófito con una gárgara del líquido santo […]. El Isué, segundo Obón de la Potencia, preguntó entonces […]. El Isué declaró con voz sorda, monótona […]. Los nuevos ecobios fueron sacados del Cuarto Fambá…». La versión de Cabrera referente a este tópico difiere del relato carpenteriano. Dentro del santuario (Fambá) los neófitos son purificados por Nasakó con agua lustral (Eroromo), después de las aspersiones se les sahuma —ritos pre-consagratorios.

En los ritos consagratorios, luego que Nkóboro

[…] purifica al indíseme con un gallo, pasándolo por sus hombros y por los plumeros del Sese […]. Isué toma la cabeza del gallo sacrificado [durante la preparación del Fambá, la comida a Ecue, etcétera] que descansa sobre el sello del tambor. Lo moja en la Mokuba, en la cazuela llena de sangre que Ekueñón le alarga y recita un largo nkame. Acerca la cabeza del gallo llena de sangre a la boca de indíseme y este chupa la sangre […]. Ekueñón […] la levanta [la Mokuba] en dirección al Fo-Ecue, declama y le introduce en la boca un poco de sal y le da a beber la sangre sagrada del gallo […], le da a beber por separado aguardiente y vino seco.

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Iyamba tampoco moja las cabezas, el rociamiento (Carpentier menciona la palabra «gárgara») lo dirige Nasakó y no incluye la sangre de gallo. Las lecturas de disciplina muy admonitorias y los juramentos ante la hierocracia, salvo cuando actúa Mpegó, los realizan Abasí, Mokongo, Mosongo, Abasonga, y pertenecen a la fase pre-consagratoria.

Los indiseme no salen del Fambá luego de ser consagrados, se les sitúa junto a las puertas de este: «lo sacan fuera del Iriongo, de espalda a la cortina que oculta el Fundamento. Isué anuncia que es un iniciado. Lo guía hasta la puerta de Fambá y allí de espaldas al Butame y vendado, el obonekue aguarda que los demás sean confirmados por Écue».

La «fiesta» (fragmento exterior del culto en el isaroko) comienza al amanecer. «El íreme Eribangandó y los Atributos se presentan ante la puerta del Butame y allí se arrodilla. La música se coloca afuera de frente a la procesión. Se canta varias veces invocando a Dios y a los astros. El repertorio de Moruá es rico en salutaciones y cánticos».

El texto de la novela maneja bastante bien los detalles de la hora litúrgica: «el Diablito […]. Bailó cara al levante invitando al sol a salir […]. Saltó otro Diablito, rosado esta vez. Y uno verde, de seda. Y uno, escarlata. Bailaron tafetanes y oros, telas de saco e hilo blanco». Cabrera apoya en su recuento de la procesión post-consagratoria la descripción del novelista: «De regreso, Isué y los íremes quedan en la puerta del Fambá. Entran las demás Plazas y se sitúan de espaldas al Fambá. El último en

penetrar al santuario es Isué. Los íremes y la música permanecen fuera y se baila hasta el atardecer».

La representación exterior del capítulo «¡Íreme!» ha sido también simplificada. El primer procesional compuesto por la hierocracia y los nuevos iniciados, debe salir para que estos sean presentados a la ceiba y al sol naciente.

Los íremes Nkóbaro y Eribangandó a la cabeza de la procesión: Eribangandó purificando el sendero y Nkríkamo guiando y conminando con su tamborcillo a Eribangandó. Nkóboro es guiado por el Sese Eribó y marcha junto a Isué que lleva el Sese en sus manos y la cabeza del gallo en los dientes. A su derecha Mokongo con su bastón y a su izquierda Mpegó con su tambor. Detrás de Isué, Mokongo y Mpegó van con Mosongo, Abasonga y Abasí, y a ambos lados los que llevan el agua bendita, la teja con el incienso y la vela encendida. Tras ellos la música y los demás que integran la procesión.

El capítulo (36) evita la dramaturgia procesional y concentra su relación en el baile de los íremes, el biankomeko, las béfumas y la comida en comunión.

Carpentier designa el tambor obí-apá del enkomo bajo el nombre de Repicador y no menciona las erikundi (maracas); a la misma vez introduce los membranófonos del biankomeko a través de la identificación de sus tambores: «El estrépito de la batería se fue organizando según las reglas: primer

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toque confiado al Bencomo; segundo al Cocilleremá-tambor-de-orden; el Repicador irrumpió tumultuosamente sobre un tiempo débil, y, finalmente, golpeado en la faz y en los costados, el Boncó Enchemillá-tambor-de-Nación hizo escuchar su bronca llamada».

El musicólogo cubano Lino Arturo Neira, quien ha estudiado la percusión abakuá puntualiza que «el biankomeko se ejecuta durante la parte pública de la ceremonia […] que se inicia al finalizar la liturgia cerrada del Plante en el Fambá, cuando el Plaza Ekueñón golpea su tambor o el ekón y simultáneamente emplea un recitativo e invoca la “voz” pidiendo a Écue que suene, acción que ejecuta Écue “fragayado” por Iyamba…»

El nombramiento de los idiófonos recibe designaciones más vagas en la novela: «Ahora la percusión de los cuatro tambores era enriquecida por bramidos de botijos, tremolinas de calabazas encajadas en embudos de mimbre y chillar de esquilas oxidadas bajo el castigo de una varilla de metal…»

El corte del capítulo dedicado a la comida en comunión, además de simplificado nos parece inexacto. El portero-Fambellán trae la cazuela cuando debe traerla el cocinero Nkamdenbo porque el Fambaroco o guardián del Fambá permanece con Isunekue e Iyamba dentro del santuario. Carpentier omite las intervenciones rituales de Mokongo y Mpegó, las marcas amarillas en el piso y las cazuelas y el lanzamiento del puñado de comida a los cuatro puntos.

La comida de comunión se ha adelantado para un tiempo contiguo a la salida del sol, sin que sea lícito porque atañe a las actividades de cierre, cronológicamente postmatutinas: «Desde el alba, Menegildo gritaba ya como los otros, aporreando parches al azar y sacudiendo maracas que comenzaban a rajarse… Hubo, sin embargo, una brusca pausa cuando apareció el Portero-Famballén trayendo una enorme cazuela llena de cocido de gallo con ñame, caña, maní, plátano, ajonjolí y pimienta».

Cabrera por su parte dice que Mpegó le ordena a Nkandembo, sobre las dos de la tarde prepararla:

Desde el principio de la fiesta ya está marcada por Mpegó la mayor de las cazuelas y en ella echa Nkandembo un poco de todos los derechos u ofrendas […]. Ha de tener cuidado de tomar solo pedacitos de las hierbas y pizcas, casi nada, solo para llenar el requisito que impone la liturgia, de tabaco, yeso y cascarilla, que pueden dar mal sabor a la comida.

Carpentier recoge en «¡Íreme!» una tradición no descrita en el texto de Cabrera y que de acuerdo con su propio criterio consiste en «competencia de lengua […], diálogos con las fórmulas ñáñigas apuntadas por los abuelos en las “libretas” de Juego». Los cofrades reunidos en el patio ejercitan su memoria histórica, que implica agudeza y rapidez verbal:

Dominguillo inició la litúrgica justa.

— Quitarse el sombrero, que ha llegado un sabio de la tierra de Efó.Sobre bajos de repicador, el negro Antonio se acercó al anciano:

— Soy como tú porque mato gallo.

— ¿Después que te enseñé me quieres sacar los ojos?

El procedimiento acompañado de sentencias breves de los dialogantes (afirmaciones-respuestas) debe ser una variación de las ceremonias de las inúas o béfumas donde al solista le responde el coro: «Solo: Obiono mendó muto echecheré. (“¿Qué tributo se pagó por las plumas de eribó?”). Coro: Efión niene batabá bongó. (“Sangre de un congo bebió el bongó”)». El polígrafo aclara en este sentido: «Los ñáñigos entre una ceremonia y otra de los ritos se divierten públicamente al toque de su orquesta, cantando inúas o béfumas, que también denominan “décimas” o versos de desafíos, gnómicos o históricos».

En el capítulo «Iniciación (c)» el novelista desentierra el temario de la comida ritual, advirtiéndonos que se trata del «cocido destinado a los muertos». Los hilos conducen de nuevo al capítulo precedente, lo que Carpentier ahora nos está describiendo se estructura al fragmento de la comida de comunión cuando Nasakó distrae a Eribangandó, enciende la pólvora, uno de los obonekues roba la cazuela y la arroja al río, lugar de los ancestros muertos. Nasakó distribuye la pólvora negra, pero no dibuja los anaforuanas, función de Mpegó. Además son dos cazuelas, una grande que trae Nkandembo y otra más pequeña puesta sobre el signo de Mokongo, destinada a los muertos. Nasakó solo huye a la muerte de los hermanos, mientras Anamanguí lo increpa y acto seguido lo golpea.

Hacia 1928 sale a la luz en Génesis el poema «Liturgia» (no en Carteles como se afirma), escrito por Alejo más o menos por esa fecha. Ballagas lo recoge en Mapa de la poesía negra americana (1946) con los hermosos anoforuanas de Ravenet. Resulta curioso que algunas de sus fórmulas ñáñigas hayan sido también utilizadas en la novela; «Endoco endomicoco / efímere bongó / Enkiko baragofia / ¡yamba ó!». Ambos —la novela y el poema—, además de la formulación vanguardista del tema negro son de alguna manera resemantizaciones de las alteridades emergentes dentro de la caribeñidad que pasarían del negrismo a la literatura de la negritud a principios de los cuarenta, con Césaire y Gontran Damas y a los discursos contracoloniales ulteriores de Jacques Roumain, S. Alexis.

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LLa XIII Legislatura del Congreso del Estado aprobó reformas a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en materia de Telecomunicaciones para combatir los monopolios, aumentar la oferta y la competitividad respec-to de las telecomunicaciones y acercar los servicios de este ramo y las nuevas

tecnologías de la comunicación a la sociedad.

El diputado Manuel Aguilar Ortega, presidente de la Comisión de Puntos Constitu-cionales, aseguró que esta reforma abrirá un nuevo panorama para el sector de las te-lecomunicaciones en el país tanto en servicios de telefonía y acceso a Internet como en el campo de la televisión y la radiodifusión.

Al respecto, destacó la importancia de que en México se lleven a cabo estas reformas constitucionales para regular y propiciar la competencia, ya que la falta de ello ha favorecido el surgimiento de mercados insuficientes que imponen costos significati-vos a la economía de los ciudadanos de nuestro país.

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