ratzinger verdad, poder, valores

42
1 VERDAD, PODER, VALORES Piedras de toque de la sociedad pluralista. Título original: Wahrheit, Werte, Macht, Prüfsteine der pluralistischen Gesellsfachft LA DEMOCRACIA VACÍA En la época del adiós a los grandes relatos, el crepúsculo del deber, la generalización del conformismo, la propagación del pesimismo cultural y la difusión de la versátil ética mínima, indolora y acomodada, se anuncia un oscurecimiento del valor. La luz del bien, se dice, ha perdido su antiguo resplandor. Brilla débilmente sobre una desamparada paramera, y la inmensa llanura de la verdad, otrora fértil e inagotable, es ahora un pedregal sequeroso. ¿Qué hay de verdad en esta semblanza sombría? ¿Se ciernen sobre el valor inquietantes amenazas? ¿Puede remontarse a sus fundamentos el pensamiento atenuado hoy en boga? Si dirigiéramos la atención a los valores estéticos, dominados por un vacío formalismo, nos sentiríamos inclinados a confirmar el negro vaticinio. El arte ha abrazado un zafio ideal estético que consiste en programar sensaciones. Para ese fin vale todo. El Weihnachtsoratorium de Bach, la música de Anna Lockwood, las albas figuras de Zurbarán, la pintura de Pollock, el western o la pornograf a. La igualación estética ha arrasado con los valores artísticos. El prodigioso Dostoievski fue de los primeros en vislumbrar el eclipse de la belleza. «La idea fundamental, dice sobre su novela El idiota, es la representación de un hombre verdaderamente perfecto y bello. Todos los poetas, no sólo de Rusia sino también de fuerti de Rusia, que han intentado la representación de la belleza positiva no lograron su empeño, pues era infinitamente difícil. Lo bello es el ideal; pero el ideal, tanto aquí como en el resto de la Europa civilizada, ya no existe. Sólo hay en el mundo una figura positivamente bella: Cristo» 1 . Dostoievski conserva su vista aguda cuando Europa la ha perdido. Con ojos de lince capta de una tacada el valor y su fundamento. No muy diferentes son las cosas en el ámbito de la moral. Evocar los valores sólo sirve, al parecer, para romper el consenso social. Hablar de ellos significa enredarse en insustanciales juegos de palabras. Quien los invoca deja traslucir su oculto carácter dogmático. El único lenguaje legítimo es el hipotético y quien no está dispuesto a ver los valores como hipótesis revisables se comporta como un fanático intransigente. «La moral, dice solemnemente Niklas Luhmann, es el paradigma perdido». A esta tópica embestida contra los valores morales se añade en nuestros días otra aún más airada. La formularé con unas palabras que tomo prestadas de esta obra de J. Ratzinger: «El concepto moderno de democracia parece estar indisolublemente unido con el relativismo, que se presenta como la verdadera garantía de la libertad» 2 . He dado en un hueso duro. Acabo de tropezar con la principal dificultad. Quien no

Upload: pastoral-universitaria

Post on 20-Aug-2015

837 views

Category:

Documents


6 download

TRANSCRIPT

Page 1: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

VERDAD, PODER, VALORES Piedras de toque de la sociedad pluralista.

Título original: Wahrheit, Werte, Macht, Prüfsteine der pluralistischen Gesellsfachft

LA DEMOCRACIA VACÍA

En la época del adiós a los grandes relatos, el crepúsculo del deber, la generalización del conformismo, la propagación del pesimismo cultural y la difusión de la versátil ética mínima, indolora y acomodada, se anuncia un oscurecimiento del valor. La luz del bien, se dice, ha perdido su antiguo resplandor. Brilla débilmente sobre una desamparada paramera, y la inmensa llanura de la verdad, otrora fértil e inagotable, es ahora un pedregal sequeroso. ¿Qué hay de verdad en esta semblanza sombría? ¿Se ciernen sobre el valor inquietantes amenazas? ¿Puede remontarse a sus fundamentos el pensamiento atenuado hoy en boga?

 Si dirigiéramos la atención a los valores estéticos, dominados por un vacío formalismo, nos sentiríamos inclinados a confirmar el negro vaticinio. El arte ha abrazado un zafio ideal estético que consiste en programar sensaciones. Para ese fin vale todo. El Weihnachtsoratorium de Bach, la música de Anna Lockwood, las albas figuras de Zurbarán, la pintura de Pollock, el western o la pornograf a. La igualación estética ha arrasado con los valores artísticos. El prodigioso Dostoievski fue de los primeros en vislumbrar el eclipse de la belleza. «La idea fundamental, dice sobre su novela El idiota, es la representación de un hombre verdaderamente perfecto y bello. Todos los poetas, no sólo de Rusia sino también de fuerti de Rusia, que han intentado la representación de la belleza positiva no lograron su empeño, pues era infinitamente difícil. Lo bello es el ideal; pero el ideal, tanto aquí como en el resto de la Europa civilizada, ya no existe. Sólo hay en el mundo una figura positivamente bella: Cristo»1. Dostoievski conserva su vista aguda cuando Europa la ha perdido. Con ojos de lince capta de una tacada el valor y su fundamento.

 No muy diferentes son las cosas en el ámbito de la moral. Evocar los valores sólo sirve, al parecer, para romper el consenso social. Hablar de ellos significa enredarse en insustanciales juegos de palabras. Quien los invoca deja traslucir su oculto carácter dogmático. El único lenguaje legítimo es el hipotético y quien no está dispuesto a ver los valores como hipótesis revisables se comporta como un fanático intransigente. «La moral, dice solemnemente Niklas Luhmann, es el paradigma perdido». A esta tópica embestida contra los valores morales se añade en nuestros días otra aún más airada. La formularé con unas palabras que tomo prestadas de esta obra de J. Ratzinger: «El concepto moderno de democracia parece estar indisolublemente unido con el relativismo, que se presenta como la verdadera garantía de la libertad»2. He dado en un hueso duro. Acabo de tropezar con la principal dificultad. Quien no quiera embarrancar en el bajío, ni encallar como endeble barcaza en el cenagal, deberá abrazar el nihilismo moral. El nihilismo moral es el fundamento de la democracia, que no puede admitir valor alguno sin introducir furtivamente un dogmatismo extraño a su naturaleza. La democracia necesita hombres sin convicciones, seres ágiles, ligeros, liberados del fardo del valor, sin escrúpulos morales que les impidan brincar de una constelación de sentido a otra. Mann ohne Eigenschaften, ser sin cualidades: he ahí el modelo de hombre democrático.

Ilustraré el concepto de democracia vacía glosando algunas ideas de dos célebres defensores suyos: Hans Kelsen y Richard Rorty. El jurista austriaco, padre del positivismo político y paladín de la posición relativista, expone su opinión al comentar un texto evangélico: el pasaje del Evangelio de San

Page 2: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

Juan en que Pilato pregunta a Jesús: «¿qué es la verdad?» (Jn 18,38). La interrogación de Pilato es una pregunta sólo en apariencia. En realidad es una respuesta rotunda que se podría formular así: la verdad es inalcanzable. La prueba de ello está en que no espera contestación, sino que se dirige a la multitud para que decida con su voto un dificil problema. Pilato expresa con esa maniobra el necesario escepticismo del político, que ha de ser desconfiado, incrédulo, indiferente, desinteresado y frío. Su credo es no creer en nada: ni en la verdad ni en el bien ni en la justicia. Al proceder como lo hace, Pilato se comporta como perfecto demócrata. El perfecto demócrata debe encogerse de hombros -o lavarse las manosante los dilemas morales y trasladárselos a la mayoría, que es fuente, origen, principio y raíz del valor Figura ejemplar de la democracia relativista y vacía: eso es Pilato. Como tal desdeña apoyarse en la verdad o en el bien. Su único sostén son los procedimientos. A Kelsen no parece inquietarle que el demócrata Pilato, que obra con pulcra exquisitez democrática, sin remilgos morales, atento sólo a las formas, se lleve por delante la vida de un inocente. Como no existe más verdad ni más bien que los de la mayoría, carece de sentido preguntarse si son justos o legítimos. Para enviar a un justo a la muerte tan sólo hace falta contar con el beneplácito mayoritario, es decir, tener apoyos suficientes. Kelsen llegó al extremo de defender la necesidad de imponer, con sangre y lágrimas si hiciera falta, la certeza relativista. Es preciso creer firmemente en la necesidad de no creer en nada. He ahí el superficial imperativo democrático3.

  Muy parecida es la actitud de Rorty. Es tan relativista como la de Kelsen y aún más huera. Al valor le resulta imposible levantar cabeza, ahogado ahora en un mar de frivolidad, futilidad, ligereza, insubstancialidad e intrascendencia. Tras el ocaso de la utopía comienza a propagarse un frívolo nihilismo de funestas consecuencias. Spaemann cree que Rorty es el principal defensor de la utopía banal y el más encendido propagador de un tipo de sociedad liberal en la que no tienen cabida los valores absolutos, las convicciones firmes y los principios incondicionados. El único valor incuestionable es el bienestar La invitación paulina «aspirad a los bienes de arriba», es sustituida por la nietzscheana «permaneced fieles a la tierra».

  El punto esencial de la democracia es, según Rorty, la libertad. No parece haber razones de peso para rechazar una proposición tan pacífica. El problema está en el tributo que se pide a cambio. Nada menos que el bien, y con él los demás valores, deberán desaparecer del horizonte democrático. El valor representa un peligro para la libertad, pues señala una frontera infranqueable que recorta sus alas. De ahí la necesidad imperiosa de tomárselos a broma y unir la democracia y el relativismo. El único criterio de la moral y el derecho de que dispone la democracia es la convicción mayoritariamente compartida. Es difícil no estremecerse y sentir una sacudida interior, un como renitente repeluzno, ante una doctrina que convierte el principio mayoritario en fuente de la verdad y el bien. Su legitimidad para determinar la titularidad del poder está fuera de toda duda. Pero transformarlo en fuente de moralidad significa concederle prerrogativas que no tiene y dejar expedito el camino a la arbitrariedad y el atropello. A Rorty no se le escapa esta dificultad. No puede evitar la insatisfacción que le produce su propia doctrina. De ahí su confesión sorprendente de que la razón que se orienta por el juicio de la mayoría incluye siempre ciertas ideas intuitivas, por ejemplo, el rechazo de la esclavitud. «En eso se engaña, dice J.Ratzinger Durante siglos, e incluso durante milenios, el sentimiento mayoritario no ha incluido esa intuición y nadie sabe durante cuánto tiempo la seguirá manteniendo»4. Y en otro lugar añade: «La evolución de este siglo nos ha enseñado que no hay una evidencia así como fundamento firme y seguro de la libertad»5.

 Kelsen y Rorty propugnan una democracia y una libertad vacías. La primera no tiene otro cometido que asegurar la división y transmisión del poder, y la segunda persigue crear un ámbito social sin obstáculos que permita al individuo moverse en todas las direcciones posibles. Aquélla renuncia a llenarse de contenido comprometiéndose con la dignidad del hombre y los derechos humanos. Ésta repudia su entraña ética, se abastarda y envilece, se convierte en una actitud de permanente indecisión

Page 3: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

-cree que si se usa se gasta- y desiste de convertirse en estilo de vida. Se entiende la inquietud de Hólderlin cuando pregunta «¿quién comprende esta palabra?».

  Los promotores de la democracia vacía entienden la ética de una manera peculiar. Está muy difundida la idea de que la ética es una dama severa de rostro torvo y desagradable, vestida de negro, que vive alejada de la luz en una lóbrega cueva dedicada a reprender al hombre y leerle la cartilla. «Tenemos el runrún de que la moral sólo puede medrar en aires clausurados de catacumba o celda, como los mohos. Moral entona mejor con el color morado, de medio luto, que con este azul ensoberbecido y alegre»6. Mientras medito estas ideas y busco palabras para expresarlas, veo cómo reverbera la luz sobre la mar zafírea, que se envanece al recibir su radiante estallido.

  No encuentro ni rastro de la moral sombría en este espectáculo de luz complaciente. ¿Es, de verdad, la ética un recetario de prohibiciones? ¿Es moralina paralizante con derecho de veto? ¿Es un ave de mal agüero que adivina calamidades y catástrofes y hecatombes? Rorty cree que sí. La ética tradicional consistiría en tomarse las cosas por la tremenda. Ha llegado el momento de tomárselo todo a broma, empezando por la moral, a la que no hay que prestar demasiada atención, dar importancia o dedicar interés7. Es hora de desprenderse de los valores y las convicciones y arrojarlos por la borda como fardos inútiles. La sociedad liberal exige la astenia ética. Mientras no se generalice la moral anoréxica, una moral debilitada y sin fuerzas que rehuya invocar los valores, la democracia estará amenazada e insegura. La más alta garantía democrática es la frivolidad. Hay que renunciar a los principios, vivir superficialmente, perseguir lo baladí, ser ligero de cascos. Tomarse algo en serio significa creer en ello, y la creencia es intolerancia potencial, es decir, inquina antidemocrática. La democracia, que se debe poner «delante de la filosofía», obliga a renunciar a los valores.

 La artificiosa enemistad entre moral y democracia descansa en un profundo desconocimiento de la esencia de la ética, que es la forma genuinamente humana de habérselas con el tiempo. El hombre es ético por ser constitutivamente temporal. Contemplada como singularidad impar de la existencia temporal, la ética es el modo humano de ganar tiempo. Vivir éticamente significa sentirse calurosamente invitado a no retrasar innecesariamente la tarea de llegar a ser lo que somos, a no dejarlo pasar lerdamente -actitud que suele ir acompañada del deseo banal de recuperarlo-, a no gastarlo en cosas inútiles para realizar la gran faena de la existencia. La ética es el modo humano de vencer el tiempo y contrarrestar la erosión causada por su curso imperturbable, la forma de usar el tiempo para desarrollarse completamente y desplegar todas las dimensiones humanas. El crecimiento orgánico acaba. Buena parte ocurre ya durante la embriogénesis, en el periodo que va desde la formación del cigoto hasta el nacimiento. En el seno de la madre el niño se dedica a ganar tiempo haciéndose a sí mismo. Después de nacer, el crecimiento continúa durante muchos años. Se adiestra el cuerpo, se robustecen los músculos, se agilizan los miembros y se adquieren reflejos para gobernarlo con maestría. Se cultiva el lenguaje, se fortalece la imaginación, se aprehende la belleza y se descubre el amor. Más tarde o más temprano el crecimiento biológico se acaba. La formación de circuitos neuronales termina y el desarrollo muscular también. Pero el perfeccionamiento del hombre como hombre es infinito. La tarea de llegar a ser el que somos es interminable. Cuando no se renuncia a cumplirla, no se arroja la toalla ni se declara el fin de las ilusiones, la vida humana progresa, se avalora, evoluciona, madura, se agranda, se despliega y crece. Es, pues, constitutivamente ética. La eticidad humana convierte al hombre en un ser abierto a un amplísimo futuro cargado de posibilidades, activo y audaz para encauzar originalmente su vida por sendas inéditas, alejadas de lo trillado y consabido, y singular para rebelarse contra cualquier caprichosa regla obligatoria.

 Lo bueno, el valor en general, es un horizonte de incondicionalidad. Su carácter absoluto se trasluce en la imposibilidad de reemplazarlo por cualquier otra cosa. Al enfrentarse con el problema de la bondad de las acciones, Platón se limitó a decir que son buenas por la bondad, es decir, incurrió en tautología inevitable. Por su parte, el filósofo inglés Moore, que se ocupó esmeradamente de traducir

Page 4: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

«bueno» por otro contenido equivalente, acusó a los intentos en tal sentido de cometer falacia naturalista por su impotencia para sustituir adecuadamente «bueno» por cualquier otra propiedad. La razón de la incompatibilidad está en que el punto de vista moral no es una perspectiva nueva que se añada a las demás, sino la que establece la correcta ordenación de todas ellas. El punto de vista moral abre un horizonte de incondicionalidad que marca la frontera de los pactos posibles. Condenar al inocente, torturar al prisionero, utilizar en beneficio propio las posibilidades inmensas del poder, quitar la vida a un hombre o privarlo de sus derechos inalienables -aquéllos que le pertenecen por su condición de ser personal- son acciones reprobables de suyo. Ninguna situación histórica, particularidad cultural o razón política pueden eliminar su ignominia.

 Despojar a la bondad de su intrínseco valor absoluto significa destruir la posibilidad del discurso práctico. La justicia, la solidaridad o la democracia, pongamos por caso, se tornan volubles ideas sin fundamento cuando se hace depender el juicio moral de la veleidad o el capricho. Sobre tan inestable suelo no es posible levantar el sólido edificio moral. La tarea humana de saborear la existencia y comunicar lo mejor de ella a los demás deja de ser un mandato terminante y se convierte en fantástica quimera. El desagrado que «una nación debe sentir cuando otra cualquiera es insultada y ofendida», el «odio que despierta el violador de los derechos de los demás que insulta arrogantemente las costumbres y opiniones ajenas», por decirlo con palabras de Herder pierde su condición de repulsa y se convierte en censura tímida, dispuesta siempre a cambiar la reprobación en complacencia cuando las circunstancias lo aconsejen. La instauración de la armonía entre los hombres, la creación de un mundo humano mejor, tan ardientemente anhelado por Novalis, se desprestigian como grandiosas utopías. La completa reconciliación humana, sublimada literariamente por Thomas Mann en su Joseph Tetralogie, es desdeñada como un mito iluso engendrado por la mente febril del artista. La unidad e igualdad entre los hombres, cuya proclamación resulta especialmente necesaria en épocas de creciente fragmentación, imparable orgullo nacionalista y enemistad ideológicamente prescrita entre pueblos, razas y creencias, es considerada como una amenza para la heterogeneidad deformas de vida y sistemas normativos. La sustitución del odio y el desprecio por la reconciliación y la paz es tildada de ilusa esperanza amenazadora del disenso. Cualquier programa de entendimiento ecuménico resulta irrealizable cuando se ignora la perspectiva incondicional de lo bueno.

 El paradigma ético de la democracia vacía sanciona la fluctuación como base de la vida, e invita a sustituir las afirmaciones tajantes por prudentes circunloquios del tipo «sí... pero». Esa actitud desconoce el significado genuino de la perspectiva ética, sin la que el discurso moral se convierte en retórica insustancial. ¿No es sin ella mera monserga trivial la apología de Lyotard en favor de la justicia como «hacer justicia a la pluralidad»? ¿No haría falta percibir horizontes de incondicionalidad para fundamentar el respeto categórico a la propia especifidad? ¿No es preciso reconocer que el bien es frontera de los pactos posibles para condenar las injusticias a la pluralidad? ¿Cabe establecer, sin abrirse al horizonte incondicional de lo bueno, que la democracia es la única forma de organización social a la altura de la conciencia emancipada del hombre de finales de siglo? ¿Es posible entender la exigencia de validez universal de los derechos humanos al margen de la perspectiva ética? ¿No supone el otro -un ser moral personal del que no se puede disponer- un límite del derecho a la diferencia?

 Nada muestra mejor la incondicionalidad del bien que su intrínseca referencia al Absoluto, sin el que la moral corre el peligro de convertirse en ideología oportunista al servicio del medro y la ganancia. Cuando se cree exclusivamente en un «dios menor», como el éxito, el dinero, la fama, el poder o el goce, los principio morales tienden a separarse del principio que los fundamenta. Dejan de ser valores absolutos y se convierten en estrategias de acción acomodadas a las circunstancias. La animosidad contra el deber y la crítica mordaz de virtudes como el dominio de sí, la templanza, la decencia, el pudor, el orden o la disciplina, reprobadas irritadamente por Nietzsche como «virtudes burguesas»,

Page 5: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

son consecuencia del vano empeño en fundamentar la moral al margen de la religión. Cuando el incondicional horizonte de la moralidad degenera en rigorismo rutinario asentado en el imperativo categórico, las palabras «bueno» y «malo» pierden significación filosófica, se trivializan y convierten en instrumentos de propaganda social. La mejor expresión literaria de una concepción insustancial de la moral, que tiene lugar cuando es privada del carácter incontrovertible que le presta el Absoluto, es seguramente Buddenbrooks, una obra juvenil de Thomas Mann, cuyo principal objetivo es poner de manifiesto cómo el olvido del Dios trascendente impide asentar sólidamente valores absolutos.

JOSÉ LUIS DEL BARCO  

PRÓLOGO DEL AUTOR

 Los tres artículos reunidos en este breve libro surgieron por motivos muy diferentes. Pero en el fondo de todos ellos se esconde la misma pregunta. El primer trabajo es la versión alemana de mi discurso de agradecimiento, pronunciado en la sala de cúpulas de la Académie Francaise en noviembre de 1992, al ingresar en la Académie des Sciences Morales et Politiques. Según la tradición, el nuevo miembro debe ensalzar en el acto al predecesor cuyo lugar ocupa ahora. En mi caso el predecesor era Andrei Sajarov, con lo que el tema de mi disertación estaba decidido de antemano. Sajarov fue grande como físico, pero sobre todo fue grande como hombre, como intrépido y apasionado luchador por la dignidad y la libertad del hombre. Sajarov aceptó el precio del sufrimiento que le impuso el régimen comunista, cuya mendacidad e inhumanidad destapó ante los ojos del mundo. La opinión pública lo admiró por ello, pero no quiso renunciar a su flirt con la ideología que tanto sufrimiento había causado al físico. Siguiendo la tradición de la Académie, mi discurso no podía ser una pura elegía, una alabanza retrospectiva del gran predecesor. De su figura emergía la pregunta sobre cómo formar en nuestros días una comunidad nacional en libertad. Para ello hacía falta considerar el contenido ético de la libertad humana como realidad que sólo se puede vivir en un ámbito de responsabilidad compartida.

  El marco temporal previsto tan sólo permite alusiones aforísticas a algunos puntos de vista relevantes. La ocasión me permitió echar mano de un discurso pronunciado en 1992 en Bratislava, capital de Eslovaquia, ante un nutrido auditorio. Tras el fin de la dictadura comunista se planteó en el país con gran urgencia y absoluta concreción la pregunta sobre el modo de construir un Estado nuevo y justo, de organizar y garantizar la libertad sin menoscabar la justicia. La conferencia de París y la de Bratislava, que constituye el tercer capítulo del libro, están totalmente entrelazadas entre sí. En París traté de examinar de nuevo, a partir de la figura concreta de Sajarov, lo que en la capital eslovaca había presentado previamente sirviéndome de hechos objetivos. El segundo trabajo de este libro menudo fue bosquejado por primera vez para la reunión de obispos americanos celebrada en Dallas en la primavera de 1991, en la que se sometió a debate el problema de los fundamentos de la Teología Moral. La versión alemana del trabajo fue dedicada al amigo y colega en Tubinga, Max Seckler, con ocasión de su 65 aniversario, y publicada en el escrito conmemorativo aparecido para celebrar el acontecimiento. El problema que plantea es anterior al de los capítulos primero y tercero, y en cierto modo se puede considerar como fundamento de ambos. Cuando lo moral es una realidad interior y el hombre se eleva interiormente por encima de sí mismo, la moralidad y la libertad dejan de ser antagónicas para convertirse en realidades que se basan la una en la otra y se requieren recíprocamente. La pregunta acerca de la libertad política se debe poner al lado de la pregunta acerca de la libertad moral, que ha de intentar esclarecer de dónde recibe su ser propio y su verdad. En este momento la pregunta acerca de Dios se incorpora irremisiblemente a la pregunta acerca del hombre. Pero la pregunta sobre Dios no se puede plantear de forma abstracta, es inseparable del encuentro de la historia humana con Jesucristo. Yo no quisiera ocuparme de estos difíciles problemas de forma sencilla y puramente teórica. Por eso he tratado de desarrollarlos apoyándome en la experiencia concreta de mi propio itinerario intelectual. Tengo la esperanza de que así se percibirá, más allá de la mera sabiduría escolar, lo esencial con todo

Page 6: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

su realismo humano.

Roma, 6 de agosto de 1993.

Cardenal JOSEPH RATZINGER 

LA LIBERTAD, LA JUSTICIA Y EL BIEN

Principios morales de las sociedades democráticas8

   Es un gran honor para mí poder pertenecer desde ahora al Instituto de Francia como sucesor de la eminente figura de Andrei Dimitrievich Sajarov. Doy las gracias de todo corazón por ello. Sajarov figuraba entre los representantes más prestigiosos de su ciencia, la física, pero fue más que un renombrado científico: fue un gran hombre. Sajarov luchó por la humanidad del hombre, por su dignidad moral y su libertad, pagando por ello el precio del sufrimiento, la persecución y la renuncia a la posibilidad de ulterior trabajo científico. La ciencia puede servir al hombre, pero también se puede convertir en instrumento del mal y prestarle todo el horror de que es capaz. Sólo cuando se ejerce con responsabilidad moral puede la ciencia satisfacer su verdadera naturaleza.

1. La demanda pública de la conciencia

 No sé cuándo ni cómo percibió con claridad Sajarov la extrema seriedad de estas cosas. Una breve noticia sobre un acontecimiento ocurrido el año 1955 proporciona un indicio al respecto. En noviembre de 1955 se hicieron importantes ensayos con armas termonucleares que se saldaron con este trágico balance: la muerte de un joven soldado y de una niña de dos años. En el pequeño banquete posterior, Sajarov levantó su copa para brindar. El científico aprovechó la ocasión para manifestar su esperanza en que las armas rusas no explotarían jamás sobre ciudades. El director de las pruebas, un alto oficial, explicó en la respuesta que la tarea de los científicos consistía en perfeccionar las armas. Pero no era asunto suyo ocuparse de cómo se deberían emplear. Su inteligencia no es competente para ello. El comentario de Sajarov a esas palabras puso de manifiesto la creencia del científico mantenida hasta el final de su vida: «Ningún hombre puede rechazar su parte de responsabilidad en aquellos asuntos de los que depende la existencia de la humanidad»9. El oficial había negado, seguramente sin ser consciente de ello, la moral como magnitud peculiar en la que todos los hombres son competentes. Para el oficial existía sólo competencia técnica de carácter científico, político o militar. En verdad no hay competencia profesional que otorgue derecho a matar -o hacer que otros maten- a los hombres. La negación de la capacidad humana común para penetrar en lo que concierne al hombre como hombre crea un nuevo sistema de clases y envilece a los seres humanos, porque en esas condiciones desaparece el hombre como tal. Negar el principio moral, impugnar ese órgano de conocimiento -previo a cualquier especialización- que llamamos conciencia, significa negar al hombre. Sajarov llamó la atención una y otra vez, con energía, sobre la responsabilidad de cada hombre sobre toda la realidad, y en la salvaguardia de esta responsabilidad encontró su propia misión.

  Desde 1968 fue apartado de aquellos trabajos que tuvieran que ver con los secretos de Estado. A partir de ese momento defendió con más ardor la demanda pública de la conciencia. En adelante su pensamiento girará en torno a los derechos humanos, la renovación moral de su país y de la humanidad, los valores humanos comunes a todos y el mandamiento de la conciencia. Sajarov, que amaba profundamente a su país, hubo de convertirse en acusador de un régimen que hundía a los hombres en la indolencia, el cansancio y la indiferencia, y los empobrecía interior y exteriormente. Se podría decir que con el hundimiento del sistema comunista Sajarov habría cumplido su misión, un importante capítulo de la historia de la moral política hundido definitivamente en el pasado. Yo creo que esa opinión sería un inmenso y peligroso error. Es evidente que la orientación general de Sajarov hacia la

Page 7: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

dignidad y los derechos humanos, su disposición a obedecer a la conciencia aun al precio del sufrimiento, continúa siendo un mensaje que no ha perdido la menor actualidad, aunque haya dejado de existir el contexto político en el que la adquirió. Creo, además, que las amenazas que penden sobre el hombre, que con la dominación de los partidos marxistas se convirtieron en poderes políticos concretos de destrucción de la humanidad, perviven de otro modo en nuestros días.

 Robert Spaemann ha dicho recientemente que, tras el hundimiento de la utopía, comienza a propagarse en la actualidad un nihilismo banal, cuyos resultados pueden llegar a ser más peligrosos todavía10. Como ejemplo menciona al filósofo americano Richard Rorty, que ha formulado la nueva utopía banal. El ideal de Rorty es una sociedad liberal en la que no existan valores ni criterios absolutos. El bienestar será lo unico a lo que merezca la pena aspirar. En su cautelosa pero contundente crítica del mundo occidental, en la que además de hablar de una «moda liberal izquierdista» denuncia la ingenuidad y el cinismo que paraliza a Occidente cuando se trata de percibir su responsabilidad moral, Sajarov anticipó el peligro agazapado en un vaciamiento así del hombre11.

2. Libertad individual y valores sociales

 Nos hallamos ante la pregunta que Sajarov nos plantea hoy día a todos nosotros. ¿Cómo puede el mundo libre afrontar su responsabilidad moral? La libertad conserva la dignidad cuando permanece vinculada a su fundamento y a su cometido morales. Una libertad cuyo único argumento consistiera en la posibilidad de satisfacer las necesidades no sería una libertad humana, seguiría recluida en el ámbito animal. La libertad individual huera se anula a sí misma, porque la libertad del individuo sólo puede subsistir en un orden de libertades. La libertad necesita una trama común, que podríamos definir como fortalecimiento de los derechos humanos. La misma idea se podría expresar también así: el concepto de libertad reclama, por su misma esencia, un complemento que le proporcionan estos dos nuevos conceptos: lo justo y lo bueno. Podríamos decir que es propio de la libertad la capacidad de la conciencia para percibir los valores humanitarios fundamentales que atañen a todos los hombres.

 En este lugar deberíamos continuar hoy día el pensamiento de Sajarov para trasladarlo convenientemente a la situación del presente. Junto a la gratitud por la intervención del mundo libre en favor suyo y en el de otros perseguidos, Sajarov hubo de sufrir dramáticamente la abstención repetida de Occidente en numerosos acontecimiento políticos y en el destino de muchas personas. No creyó que fuera tarea suya analizar las razones profundas de todo ello, pero vio con claridad que la libertad se puede entender a menudo egoísta y superficialmente12. Uno no puede querer la libertad sólo para sí mismo. La libertad es indivisible y debe ser considerada siempre como conectada al servicio de la humanidad entera. Eso significa que no puede haber libertad sin sacrificio y renuncia. La libertad requiere velar para que la moral sea entendida como un lazo público y común, para que se le otorgue, a ella, que carece de poder, el verdadero poder al servicio del hombre. La libertad requiere que los gobiernos y los que tienen responsabilidades se inclinen ante una realidad que se yergue indefensa y no es capaz de ejercer violencia alguna.

 En esto reside el peligro de las democracias modernas, con las que debemos ponernos de acuerdo según el espíritu de Sajarov. Es difícil ver cómo puede la democracia, que descansa sobre el principio mayoritario, mantener la vigencia de valores morales no apoyados por la convicción de la mayoría sin introducir un dogmatismo que le es esencialmente extraño. Rorty piensa al respecto que la razón orientada por la mayoría incluye siempre algunas ideas intuitivas, como por ejemplo el rechazo de la esclavitud. Más optimista todavía se mostraba en el siglo xvii P. Bayle. Al final de las guerras sangrientas en las que enzarzaron a Europa los grandes conflictos religiosos, Bayle opinaba que la metafísica no afectaba a la vida política. Bastaba con la verdad práctica. No habría más que una única moral, necesaria y universal, una luz clara y verdadera que todos los hombres podrían percibir nada más abrir los ojos13. La ideas de Bayle reflejan la situación intelectual de su siglo: la unidad de la fe se

Page 8: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

había desmoronado y resultaba imposible conservar las verdades de la esfera metafísica como patrimonio común. Pero las convicciones morales esenciales, con las que el cristianismo había conformado las almas, eran todavía certezas evidentes, cuya nítida evidencia podía percibir al parecer la sola razón.

  La evolución de este siglo nos ha enseñado que no hay una evidencia así que sirva de fundamento firme y seguro de la libertad. La mirada a los valores esenciales puede extraviarse perfectamente para la razón. Ni siquiera la intuición en la que confía Rorty se mantiene ilimitadamente. La idea invocada por el filósofo americano sobre la necesidad de rechazar la esclavitud no existió durante muchas centurias, y la historia de los Estados totalitarios de nuestro siglo muestra con suficiente claridad con qué facilidad podemos traicionarla. La libertad se puede anular y hartar de sí misma cuando se convirte en una realidad vacía. También hemos visto en nuestro siglo cómo la decisión de la mayoría sirve para derogar la libertad.

 Detrás de la inquietud que le producía a Sajarov la experiencia de la ingenuidad y el cinismo occidentales se esconde el problema de una libertad vacía y sin dirección. El positivismo estricto, que se expresa en la absolutización del principio mayoritario, se transforma inevitablemente antes o después en nihilismo. A ese peligro debemos hacer frente cuando está en juego la defensa de la libertad y los derechos humanos.

 El político de Danzig, Hermann Rauschning, sostuvo en 1938 que el nacionalsocialismo era la revolución del nihilismo. «No ha habido ni hay un solo fin que el nacionalsocialismo no esté dispuesto a perseguir o desdeñar por mor del movimiento»14. El nacionalsocialismo era sólo el instrumento del que se servía el nihilismo, que estaba dispuesto a desprenderse de él cuando hiciera falta y a sustituirlo por otra cosa. Me parece a mí que los fenómenos que observamos con cierta inquietud actualmente en Alemania no se pueden comprender tampoco de manera adecuada con la etiqueta de xenofobia. En la base de la xenofobia se halla también el nihilismo que procede de la vaciedad de las almas: ni la dictadura nacionalsocialista ni la comunista consideraban inmoral y mala en sí ni una sola acción. Lo que servía a los fines del movimiento o el partido era bueno, por inhumano que fuera. Así se ha producido después de varios decenios la aniquilación del sentido moral, que se transformará en completo nihilismo cuando pierdan vigencia los fines anteriores y la libertad se reduzca tan sólo a la posibilidad de hacer todo lo que en algún momento pueda considerar interesante y entretenido, una libertad vacía. 

3. Respeto de un sustrato fundamental de humanidad

 Volvamos al problema de cómo robustecer el derecho y el bien en la sociedad frente a la ingenuidad y el cinismo, sin que la fuerza del derecho sea impuesta mediante coacción exterior ni se defina de forma totalmente arbitraria. En este orden de consideraciones me ha impresionado siempre el análisis de Tocqueville en La Democracia en América. Una condición esencial para que se mantuviera unida esta formación constitutivamente quebradiza y fuera posible un orden de libertades en libertad vivida en común era, a juicio del gran pensador político, el que en América seguía viva la conciencia moral fundamental alimentada por el cristianismo protestante, la cual constituía el fundamento que sustentaba las instituciones y mecanismos democráticos15. Así es efectivamente. Sin convicciones morales comunes las instituciones no pueden durar ni surtir efecto. Pero las convicciones no derivan de la mera razón empírica. Las decisiones mayoritarias no pierden su condición verdaderamente humana y razonable cuando presuponen un substrato básico de humanidad y lo respetan como verdadero bien común y condición de todos los demás bienes. Esas convicciones reclaman actitudes humanas correspondientes, y las actitudes no pueden prosperar cuando no se respeta el fundamento moral de la cultura ni las evidencias religioso-morales custodiadas por ella. Apartarse de las grandes fuerzas morales y religiosas de la propia historia es el suicidio de una cultura y una nación. Cultivar las

Page 9: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

evidencias morales esenciales, defenderlas y protegerlas como un bien común sin imponerlas por la fuerza, constituye a mi parecer una condición para mantener la libertad frente a todos los nihilismos y sus consecuencias totalitarias.

  En ello veo también la misión pública de las iglesias cristianas en el mundo de hoy. Está en conformidad con la esencia de la Iglesia mantenerla separada del Estado y evitar que éste imponga la fe, que debe descansar en convicciones libres. Sobre este punto existen unas palabras de Orígenes a las que por desgracia no siempre se ha hecho demasiado caso. «Cristo no vence al que no se quiere dejar vencer. Él vence sólo por convicción. Él es la PALABRA de Dios»16. No es propio de la Iglesia ser Estado o una parte del Estado, sino una comunidad de convicciones. Pero también es propio de ella reconocer que tiene responsabilidad en todo y no puede limitarse a sí misma. En uso de su libertad debe participar en la libertad de todos para que las fuerzas morales de la historia continúen siendo fuerzas morales del presente y para que surja con fuerza renovada aquella evidencia de los valores sin la que no es posible la libertad común.  

II. SI QUIERES LA PAZ, RESPETA LA CONCIENCIA DE CADA HOMBRE

Conciencia y verdad

   El problema de la conciencia se ha convertido actualmente, sobre todo en el ámbito de la Teología Moral católica, en un punto esencial de la moral y el conocimiento moral. La disputa gira en tomo a los conceptos «libertad» y «norma», «autonomía» y «heteronomía», «autodeterminación» y «heterodeterminación» por la autoridad. La conciencia aparece en todo ello como el baluarte de la libertad frente a las constricciones de la existencia causadas por la autoridad. En la controversia se contraponen dos concepciones de lo católico: un entendimiento renovado de su esencia, que despliega la fe cristiana desde el fondo de la libertad y como principio de la libertad, y un anticuado modelo «preconciliar», que subordina la existencia cristiana a la autoridad, la cual regula la vida hasta en sus más íntimos recintos tratando de mantener su poder sobre los hombres. De ese modo la moral de la conciencia y la moral de la autoridad parecen enfrentarse como dos morales contrapuestas en lucha recíproca. La libertad del cristiano quedaría a salvo gracias a la proposición original de la tradición moral: la conciencia es la norma suprema, que el hombre ha de seguir incluso contra la autoridad. Cuando la autoridad, en este caso el Magisterio de la Iglesia, hable sobre problemas de moral, podrá sumunistrar el material a la conciencia, que se reserva siempre la última palabra, para que forme su propio juicio. La concepción de la conciencia como instancia última es recogida por algunos autores en la fórmula «la conciencia es infalible»17.

 Esta idea puede despertar oposición. Es incuestionable que debemos seguir siempre el veredicto evidente de la conciencia, o al menos no contravenirlo al obrar. Cosa muy distinta es saber si el fallo de la conciencia, o lo que consideramos como tal, tiene razón siempre, si es infalible. Decir que lo es significaría tanto como establecer que no hay verdad alguna, al menos en asuntos de moral y religión, es decir, en ese ámbito que constituye el fundamento constitutivo de nuestra existencia. Como los juicios de conciencia se contradicen unos a otros, sólo habría una verdad del sujeto, que se reduciría a su veracidad. Ninguna puerta ni ventana permitiría pasar del sujeto al todo y a lo común. Quien piense esta tesis hasta sus últimas consecuencias llegará a la conclusión de que de ese modo no existe tampoco verdadera libertad y que los pretendidos dictámenes de la conciencia son sólo reflejos de hechos sociales previos. Esta conclusión debería llevar, por su parte, a la idea de que la confrontación entre libertad y autoridad omite algo, de que debe haber algo más profundo aún para que la libertad -y con ella el ser humano- tenga algún sentido. 

Page 10: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

1. Un diálogo sobre la conciencia errónea y primeras conclusiones

 De este modo hemos puesto de manifiesto que la pregunta por la conciencia nos traslada prácticamente al dominio esencial del problema moral y a interrogarnos por la existencia del hombre. No quisiera presentar estos problemas en forma de consideración estrictamente conceptual y, como consecuencia, completamente abstracta. Me gustaría proceder, más bien, de modo narrativo. Lo haré contando, en primer lugar, la historia de mi relación personal con este problema. Se me presentó por vez primera con toda su urgencia al comienzo de mi actividad académica. Un colega de más edad, al que la necesidad de Cristo en nuestra época le traspasaba el alma, expresó durante una disputa la opinión de que debíamos dar gracias a Dios por conceder a muchos hombres la posibilidad de hacerse no creyentes siguiendo su conciencia. Si les abriéramos los ojos y se hicieran creyentes, no serían capaces de soportar en este mundo nuestro la carga de la fe y sus obligaciones morales. Pero como todos siguieron un camino distinto de buena fe, podrán alcanzar la salvación. Lo que más me chocaba de esta afirmación no era la idea de una conciencia equivocada concedida por el mismo Dios para poder salvar a los hombres mediante esa argucia, es decir, la idea de una ofuscación enviada por Dios para la salvación de algunos hombres. Lo que me perturbaba era la idea de que la fe fuera una carga insoportable que sólo las naturalezas fuertes pudieran aguantar, casi un castigo, o en todo caso una exigencia difícil de cumplir. La fe no facilitaría la salvación, sino que la dificultaría. Libre debería ser aquél al que no se le cargara con la necesidad de creer y de doblegarse al yugo de la moral de la fe de la Iglesia Católica. La conciencia errónea, que permite una vida más ligera y muestra un camino más humano, sería la verdadera gracia, el camino normal de la salvación. La falsedad y el alejamiento de la verdad serían mejores para el hombre que la verdad. La verdad no lo liberaría, sino que sería él el que debería ser liberado de ella. La morada del hombre sería más la oscuridad que la luz, y la fe no sería un don benéfico del buen Dios, sino una fatalidad. ¿Cómo podría, de ser así las cosas, surgir la alegría de la fe? ¿Cómo el coraje para transmitirla a los demás? ¿No sería mejor dejarlos en paz y mantenerlos alejados de ella? Ideas así han paralizado en los últimos años, con fuerza mayor cada vez, el ahínco evangelizador. Quien ve en la fe una pesada carga o una exigencia moral excesiva no puede invitar a los demás a abrazarla. Prefiere dejarlos en la supuesta libertad de su buena conciencia.

 Quien así hablaba era un honrado creyente y, me atrevería a decir, un católico riguroso que cumplía sus deberes con convicción y exactitud. Pero al hacerlo, expresaba una experiencia de la fe que sólo puede inquietar y cuya difusión sería mortal de necesidad para la fe. La aversión casi traumática de muchas personas contra lo que consideran catolicismo «preconciliar» descansa, a mi entender, en el encuentro con una fe soportada como una carga. Aquí surgen, sin duda, preguntas fundamentales. ¿Puede una fe así ser auténticamente encuentro con la verdad? ¿Es tan triste y tan difícil la verdad sobre el hombre y sobre Dios o consiste en vencer esas legalidades? ¿No reside la verdad en la libertad? ¿Pero dónde lleva entonces la libertad? ¿Qué camino nos señala? Al final tendremos que volver a estos problemas de la existencia cristiana en el mundo de hoy. Pero antes debemos regresar al corazón de nuestro tema, al asunto de la conciencia. Del argumento mencionado me estremeció ante todo la caricatura de la fe que yo creía descubrir en él. Pero en una segunda consideración me pareció falso también el concepto de conciencia que presuponía. La conciencia errónea proteje al hombre de las exigencias de la verdad y lo salva: así sonaba el argumento. No aparecía en él la conciencia como la ventana que abre al hombre el panorama de la verdad común que nos sustenta y sostiene a todos, haciendo posible que seamos una comunidad de querer y de responsabilidad apoyada en la comunidad de conocimiento. Tampoco es la conciencia en ese argumento la apertura del hombre al fundamento que lo sostiene ni la fuerza para percibir lo supremo y esencial. Aparece, más bien, como la envoltura protectora de la subjetividad bajo la que el hombre se puede cobijar y ocultar de la realidad. En este sentido, el argumento presuponía la idea de conciencia del liberalismo. La conciencia no abre el camino a la avenida salvadora de la verdad, que no existe o nos exige demasiado. Se convierte así en justificación de la subjetividad que no quiere verse cuestionada y del conformismo social, que debe posibilitar la convivencia como valor

Page 11: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

medio entre las diferentes subjetividades. Desaparece el deber de buscar la verdad y las dudas sobre la actitud y las costumbres dominantes. Basta el conocimiento logrado por uno mismo y la adaptación a los demás. El hombre es reducido a su convicción superficial, y cuanta menos profundidad tenga tanto mejor para él.

  Lo que en este diálogo se me hizo consciente de forma meramente periférica se reveló con toda claridad un poco después en una disputa entre un grupo de colegas sobre la fuerza justificadora de la conciencia errónea. Alguien objetó contra esta tesis que, si fuera universalmente válida, estarían justificados -y habría que buscarlos en el cielolos miembros de las SS que realizaron sus fechorías con fanático conocimiento y plena seguridad de conciencia. Alguién respondió con absoluta naturalidad que así era en efecto. No existe la menor duda de que Hitler y sus cómplices, que estaban profundamente convencidos de lo que hacían, no podían actuar de otro modo. A pesar del horror objetivo de su acción, desde el punto de vista subjetivo obraban moralmente. Como seguían su conciencia, tendremos que reconocer que, aunque los guiara erróneamente, sus acciones eran morales para ellos. No podíamos dudar, en suma, de la salvación eterna de sus almas. Desde esa conversación sé con absoluta seguridad que hay algún error en la teoría sobre la fuerza justificadora de la conciencia subjetiva, que, por decirlo con otras palabras, un concepto de conciencia que conduce a resultados así es falso. El firme convencimiento subjetivo y la seguridad y falta de escrúpulos que derivan de él no exculpan al hombre. Casi treinta años después, leyendo al psicólogo Albert Górres, descubrí resumida en pocas palabras la idea que entonces trataba pesadamente de reducir a conceptos y cuyo desarrollo forma el núcleo de nuestras reflexiones. Górres indica que el sentimiento de culpabilidad, la capacidad de sentir culpa, pertenece de forma esencial al patrimonio anímico del hombre. El sentimiento de culpa, que rompe la falsa tranquilidad de la conciencia -y que se puede denominar petición de palabra por parte de la conciencia contra la existencia autocomplacida- es una señal tan necesaria para el hombre como el dolor corporal, el cual permite conocer la alteración de las funciones vitales normales. Quien no es capaz de sentir culpa está espiritualmente enfermo, es un «cadáver viviente, una máscara del carácter», como dice Górres18. «Las bestias y los monstruos, entre otros, no tienen sentimiento de culpa. Tal vez no lo tuvieran tampoco Hitler o Himmler o Stalin. Seguramente carecen de él también los patrones de la mafia. Pero lo que tal vez ocurra es que sus cadáveres están bien ocultos en el sótano. También lo están los rechazados sentimientos de culpa... Todos los hombres necesitan un sentimiento de culpa»19.

  Por lo demás, una mirada a las Sagradas Escrituras podría haber preservado de esos diagnósticos y de las teorías sobre la exculpación por la conciencia errónea. En el Salmo 19, 13 encontramos una proposición digna eternamente de reflexión: «¿Quién será capaz de reconocer los deslices?/ Límpiame de los que se me ocultan». Esto no es objetivismo veterotestamentario, sino profunda sabiduría humana: negarse a ver la culpa, el enmudecimiento de la conciencia en tantas cosas es una enfermedad del alma más peligrosa que la culpa reconocida como culpa. Quien es incapaz de percibir que matar es pecado cae más bajo que quien reconoce la ignominia de su acción, pues está mucho más alejado que él de la verdad y la conversión. No en vano en el encuentro con Jesús el vanidoso aparece como el verdaderamente perdido. El que el publicano, con todos sus pecados indiscutibles, aparezca ante Dios como más justo que el fariseo, con todas sus obras verdaderamente buenas (Lc 18, 9-14), no se debe a que los pecados del publicano no sean pecados ni a que no sean buenas las buenas obras. No significa que la bondad del hombre no sea buena ante Dios, ni que su maldad no sea mala o carezca de importancia. El fundamento de este paradójico juicio de Dios se muestra exactamente desde nuestro problema: el fariseo no sabe que también él tiene pecados. Tiene completamente aclaradas las cuentas con su conciencia. Pero el silencio de la conciencia lo hace impermeable para Dios y para los hombres, mientras que el grito de la conciencia que llega al publicano lo hace capaz de verdad y amor. Jesús puede obrar en los pecadores porque no se hacen inaccesibles a los cambios que Dios espera de ellos -de nosotros- ocultándose tras el biombo de su conciencia errónea. Por eso no puede obrar en los

Page 12: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

«justos», que no sienten necesidad ni de perdón ni de conversión. Su conciencia, que los exculpa, no acoge ni el perdón ni la conversión.

 La misma idea, aunque expuesta de otro modo, volvemos a encontrar en Pablo, que nos dice que los gentiles, guiados por la razón natural, sin Ley, cumplen los preceptos de la Ley» (Rom 2, 1-16). Toda la teoría de la salvación por ignorancia fracasa ante estos versículos: en el hombre existe la presencia irrecusable de la verdad, de la verdad del Creador, que se ofrece también por escrito en la revelación de la Historia Sagrada. El hombre puede ver la verdad de Dios en el fondo de su ser creatural. No verla es culpa. Sólo se deja de ver cuando no se la quiere ver, es decir, porque no se la quiere ver. Esta negativa de la voluntad que impide el conocimiento es culpa. El que la lámpara de señales no centellee es consecuencia de haber apartado voluntariamente la mirada de lo que no queremos ver.

  A estas alturas de nuestras reflexiones es posible extraer las primeras consecuencias para responder a la pregunta por la esencia de la conciencia. Ahora podemos decir ya: no es posible identificar la conciencia humana con la autoconciencia del yo, con la certeza subjetiva de sí y del propio comportamiento moral. Esta conciencia puede ser a veces un mero reflejo del entorno social y de las opiniones difundidas en él. Otras veces puede estar relacionada con una pobreza autocrítica, con no escuchar suficientemente la profundidad del alma. Lo que ha aparecido en Europa del Este tras el hundimiento de los sistemas marxistas confirma este diagnóstico. Los espíritus más claros y despiertos de los pueblos liberados hablan de un inmenso abandono moral, producido tras muchos años de degradación espiritual, y de un embotamiento del sentido moral, cuya pérdida y los peligros que entraña pesarían aún más que los daños económicos que produjo. El nuevo Patriarca de Moscú lo puso enérgicamente de manifiesto al comienzo de su actividad el verano del año 1990: Las facultades perceptivas de hombres que viven en un sistema de engaño se nublan inevitablemente. La sociedad pierde la capacidad de misericordia y los sentimientos humanos desaparecen. Una generación entera estaría perdida para el bien y las obras humanitarias. «Tenemos que conducir de nuevo a la humanidad a los valores morales eternos», es decir, desarrollar de nuevo el oído casi extinguido para escuchar el consejo de Dios en el corazón del hombre. El error, la conciencia errónea, sólo son cómodos en un primer momento. Después, el enmudecimiento de la conciencia se convierte en deshumanización del mundo y en peligro mortal si no reaccionamos contra ellos.

 Con otras palabras: la identificación de la conciencia con el conocimiento superficial y la reducción del hombre a la subjetividad no liberan, sino 4 que esclavizan. Nos hacen completamente dependientes de las opiniones dominantes y reducen día a día el nivel de las mismas opiniones dominantes. Quien equipara la conciencia a la convicción superficial la identifica con seguridad aparentemente racional, tejida de fatuidad, conformismo y negligencia. La conciencia se degrada a la condición de mecanismo exculpatorio en lugar de representar la transparencia del sujeto para reflejar lo divino, y, como consecuencia, se degrada también la dignidad y la grandeza del hombre. La reducción de la conciencia a seguridad subjetiva significa la supresión de la verdad. Cuando el Salmo, anticipando la visión de Isaías sobre el pecado y la justicia, ruega para liberarse de los pecados que se nos ocultan, llama la atención sobre el siguiente hecho: hay que seguir, sin duda , la conciencia errónea, pero la supresión de la verdad que la precede, y que ahora se venga, es la verdadera culpa, la cual adormece al hombre en una falsa seguridad y lo deja finalmente solo en un desierto inhóspito.  

2. Newman y Sócrates. Guías de la conciencia

 Llegados hasta aquí, quisiera interrumpir momentáneamente mi razonamiento. Antes de proponer respuestas coherentes a la pregunta sobre la esencia de la conciencia, es preciso ampliar la base de las reflexiones más allá del ámbito personal del que hemos partido. No quisiera acometer la tarea de exponer un tratado erudito sobre la historia de las teorías de la conciencia, sobre lo cual se han publicado ya diferentes trabajos en los últimos años20. Ahora también me conformaría con los ejemplos

Page 13: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

y con lo narrativo, por decirlo de algún modo. La primera mirada se debe dirigir al cardenal Newman, cuya vida y obra se podría caracterizar realmente como un extraordinario y gran comentario al problema de la conciencia. Tampoco deberíamos investigar a Newman en este asunto como lo haría un científico de una especialidad científica. El marco adoptado excluye también considerar los pormenores del concepto de conciencia de Newman. Mi propósito es tan sólo indicar el lugar que ocupa el concepto de conciencia en su vida y su pensamiento. El conocimiento adquirido de ese modo aguzará la vista para los problemas del presente y permitirá abrirse a la historia, es decir, conducirá a los grandes testigos de la conciencia y del origen de la doctrina cristiana sobre la vida según la conciencia.

 ¿A quién no le viene a la memoria al tratar de Newman y la conciencia la famosa frase de la carta al duque de Norfolk? Dice así: Si yo tuviera que brindar por la religión, lo cual es altamente improbable, lo haría por el Papa. Pero en primer lugar por la conciencia. Sólo después lo haría por el Papa21. Newman se proponía que su respuesta fuera una adhesión clara al Papado frente a la contestación de Gladstone, pero también quería que fuera, frente a las formas erróneas de «ultramontanismo», una interpretación del Papado que sólo es concebido adecuadamente cuando es visto de forma conjunta con el primado de la conciencia, como no opuesto a ella, sino como algo que la funda y le da garantía. Al hombre moderno, que piensa desde la oposición entre autoridad y subjetividad, le resulta difícil entender este problema. Para él la conciencia está del lado de la subjetividad y es expresión de la libertad del sujeto, mientras que la autoridad aparece como su limitación e, incluso, como su amenaza y negación. Es preciso profundizar más en todo esto para entender de nuevo la perspectiva en que no rige esta oposición.

 El concepto central del que se sirve Newman para enlazar autoridad y subjetividad es la verdad. No tengo reparo en decir que la verdad es la idea central de su lucha espiritual. La conciencia ocupa un lugar central para él porque la verdad está en el centro. Expresado de otro modo: En Newman la importancia del concepto de conciencia está unida a la excelencia del concepto de verdad y se ha de entender exclusivamente a partir de él. La presencia constante de la idea de conciencia no significa que defienda ahora, en el siglo xlx y en contraposición a la neoescolástica «objetivista», una filosofía o una teología de la subjetividad. El sujeto merece, a su juicio, una atención como no había despertado tal vez desde San Agustín. Pero es una atención que se halla en la línea de San Agustín, no en la de la filosofía subjetivista de la modernidad. Al ser elevado al cardenalato confesó que toda su vida había sido una lucha contra el liberalismo. Nosotros podríamos añadir: y también contra el subjetivismo cristiano tal como lo encontró en el movimiento evangélico de su tiempo, que le brindó el primer peldaño de un

camino de conversión que duraría toda su vida 22. La conciencia no significa para Newman la norma del sujeto frente a las demandas de la autoridad en un mundo sin verdad, que vive entre exigencias del sujeto y del orden social, sino, más bien, la presencia clara e imperiosa de la voz de la verdad en el sujeto. La conciencia es la anulación de la mera subjetividad en la tangencia en que entran en contacto la intimidad del hombre y la verdad de Dios. Son significativos los versos que escribió en Sicilia en 1833: «Yo amaba mi propio camino. Ahora te ruego; alúmbrame para seguir»23. La conversión al catolicismo no fue para él una cuestión de gusto personal o de subjetiva necesidad anímica. Sobre ello se manifestaba ya en 1844, en el umbral de su conversión, con estas palabras: «Nadie puede tener una opinión más desfavorable que yo de la situación actual de los católicos»24. Pero a Newman le importaba más obedecer a la verdad, incluso contra el propio sentir, que seguir el propio gusto, los vínculos de amistad y los caminos trillados. Me parece muy significativo que subrayara la prioridad de la verdad frente al bien en la serie de las virtudes, o, expresado de forma más comprensible para nosotros, su primacia frente al consenso y los pactos dentro del grupo. Yo diría que estas actitudes son comunes cuando hablamos de un hombre de conciencia. Un hombre de conciencia es el que no compra tolerancia, bienestar, éxito, reputación y aprobación públicas renunciando a la verdad. En ello coincide Newman con otro gran testigo británico de la conciencia, con Tomás Moro, para el que la conciencia no

Page 14: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

fue nunca expresión de su voluntad de obstinación ni de heroísmo caprichoso. Tomás Moro se contaba a sí mismo entre los mártires temerosos que sólo tras muchos atascos e innumerables preguntas hicieron emerger del alma la obediencia a la conciencia: la obediencia a la verdad, que debe estar por encima de las instancias sociales y los gustos personales25. Aparecen de este modo dos criterios para distinguir la presencia de una verdadera voz de la conciencia: que no coincida con los deseos y gustos propios ni con lo que resulta más beneficioso para la sociedad, el consenso del grupo o las exigencias del poder político o social.

 Llegados a este punto parece natural echar una ojeada a los problemas de nuestra época. El individuo no debe comprar el progreso y el bienestar traicionando la verdad reconocida. La humanidad no lo consiente. Con ello tocamos el punto verdaderamente crítico de la modernidad: el concepto de verdad ha sido prácticamente abandonado y sustituido por el de progreso. El progreso «es» la verdad. Mas con esta aparente elevación se desmiente y anula a sí mismo, pues cuando no hay dirección, la misma cosa puede ser tanto progreso como retroceso. La teoría de la relatividad formulada por Einstein concierne como tal al cosmos físico. Pero a mí me parece que también describe con acierto la situación del cosmos espiritual de nuestro tiempo. La teoría de la relatividad establece que no hay ningun sistema de referencia fijo. Es asunto nuestro considerar uno cualquiera como punto de referencia a partir del que intentar medir la totalidad, pues sólo así podremos obtener resultados. Igual que elegimos uno podríamos elegir cualquier otro. Lo que se dice sobre el cosmos físico refleja también el segundo giro «copernicano» dado a nuestra relación fundamental con la realidad: la verdad, lo absoluto, el punto de referencia del pensamiento ha dejado de ser evidente. Por eso no hay ya -tampoco desde el punto de vista espiritual- ni arriba ni abajo. En un mundo sin puntos de medida fijos no hay dirección. Lo que consideramos dirección no descansa en una medida verdadera, sino en una decisión nuestra y, en última instancia, en el punto de vista de la utilidad. En un contexto «relativista» así, la ética teleológica o consecuencialista se convierte en una ética nihilista, incluso cuando no lo percibe. Lo que en una cosmovisión como esa se llama «conciencia» es, considerada profundamente, un modo de disimular que no hay auténtica conciencia, es decir, unidad de conocimiento y verdad. Cada cual se da sus propios criterios, y en la situación de relatividad general nadie puede ayudar a los demás, y menos aún darle instrucciones.

 Ahora se percibe la enorme radicalidad de la actual disputa ética, cuyo centro es la conciencia. A mí me parece que el paralelismo más aproximado en la historia de las ideas es la controversia entre Sócrates y Platón, por un lado, y los sofistas, por otro, en la que se pone a prueba la resolución originaria de dos actitudes fundamentales: la confianza en la capacidad de verdad del hombre y una visión del mundo en la que el hombre crea sus propios criterios26.

La razón de que Sócrates, un pagano, haya podido convertirse de algún modo en profeta de Jesucristo es, a mi entender, esta cuestión primordial: su disposición a acoger es lo que ha proporcionado al modo de hacer filosofía inspirado en su figura el privilegio de ser de algún modo un elemento de la Historia Sagrada, y lo que lo ha hecho idóneo como recipiente del Logos cristiano, cuyo cometido es la liberación por la verdad y para la verdad. Si separamos la lucha de Sócrates de las contingencias de la historia del momento, percibiremos rápidamente con qué intensidad interviene -con otros argumentos y otros nombres- en los asuntos de la polémica del presente. Conformarse con la capacidad de verdad del hombre conduce antes de nada a un uso puramente formal de las palabras y los conceptos. Por su parte, la pérdida de los contenidos lleva, antes y ahora, a un puro formalismo del juicio. En muchas partes no se pregunta ya qué piensa un hombre cualquiera. Nos basta disponer de una idea sobre su modo de pensar para incluirlo en la categoría formal conveniente: conservador, reaccionario, fundamentalista, progresista o revolucionario. La inclusión en un esquema formal hace innecesaria cualquier explicación de su pensamiento. Algo parecido, pero reforzado, se observa en el arte. Lo que expresa es indiferente: puede glorificar a Dios o al diablo. El único criterio es que sea formalmente conocido.

Page 15: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

  Con esto hemos llegado al verdadero núcleo. Cuando no cuentan los contenidos y la pura fraseología asume el mando, el poder se convierte en criterio supremo, es decir, se transforma en categoría -revolucionaria o reaccionaria- dueña de todo. Esta es la forma perversa de semejanza con Dios de la que habla el relato del pecado original. El camino del mero poder y de la pura fuerza es la imitación de un ídolo, no la realización de la imagen de Dios. El rasgo esencial del hombre en tanto que hombre no es preguntar por el poder, sino por el deber, y abrirse a la voz de la verdad y sus exigencias. Esta es, a mi entender, la trama definitiva de la lucha de Sócrates. También es el argumento más profundo del testimonio de los mártires: los mártires responden de la capacidad de verdad del hombre como límite de cualquier poder y como garantía de su semejanza con Dios. Así es como los mártires son los grandes testigos de la conciencia, de la capacidad otorgada al hombre para percibir el deber por encima del poder y comenzar el progreso verdadero y el efectivo ascenso. 

3. Consecuencias sistemáticas: los dos planos de la conciencia

a) Anamnesis.

 Después de este recorrido por la historia de las ideas, ha llegado el momento de obtener resultados, es decir, de formular un concepto de conciencia. Quisiera apoyar la tradición medieval cuando dice que el concepto de conciencia contiene dos planos que, aunque se deben distinguir conceptualmente, también se tienen que referir constantemente el uno al otro27. Muchas tesis inadmisibles sobre la conciencia se deben, a mi entender, a que descuidan la distinción o la relación en cuestión. La principal corriente de la Escolástica expresó los dos planos de la conciencia mediante los conceptos sindéresis y conscientia. La palabra «sindéresis» (synteresis) procede de la doctrina estoica del microcosmos y es recogida por la tradición medieval de la conciencia28. Su significado exacto sigue siendo confuso, y por eso se convirtió en un obstáculo para el desarrollo esmerado de este plano esencial del problema global de la conciencia. Por eso quisiera, sin embarcarme en una disputa sobre la historia de las ideas, sustituir esta palabra problemática por el más claro concepto platónico de anamnesis, que no sólo es lingüísticamente más claro y filosóficamente más puro y más profundo, sino que, además, está en armonía con motivos esenciales del pensamiento bíblico y con la antropología desarrollada a partir de la Biblia. Con la palabra «anamnesis» expresamos aquí exactamente lo que dice San Pablo en el segundo capítulo de la Epístola a los Romanos: «En verdad, cuando los gentiles, guiados por la razón natural, sin Ley, cumplen los preceptos de la Ley, ellos mismos, sin tenerla, son para sí mismos Ley. Y con esto muestran que los preceptos de la Ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia» (2,14-15). La misma idea se halla enérgicamente desarrollada en las grandes reglas monásticas de San Basilio. En ellas podemos leer: «El amor a Dios no descansa en una disciplina impuesta sobre nosotros desde fuera, sino que está infundida constitutivamente en nuestra razón como una capacidad y una necesidad». San Basilio habla, con palabras que adquirirán gran importancia en la mística medieval, de la «chispa del amor divino albergado en nosotros»29. Siguiendo el espíritu de la Teología de San Juan, sabe que el amor consiste en cumplir los mandamientos y, por eso, la chispa del amor, sembrada en nosotros de forma proporcionada a nuestra condición creatural, significa «que hemos recibido de antemano en nuestro interior la capacidad y la disposición para cumplir todos los mandamientos divinos... que no son algo impuesto desde fuera». Lo mismo dice San Agustín reduciéndolo todo a su escueta esencia: «No podríamos decir con seguridad que una cosa es mejor que otra si no hubiera sido grabado en nosotros una comprensión fundamental de lo bueno»30.

 Eso significa que el primer estrato, que podemos llamar ontológico, del fenómeno de la conciencia consiste en que en nosotros se ha insertado algo así como un recuerdo primordial de lo bueno y de lo verdadero (ambos son idénticos), en que existe una íntima tendencia ontológica del ser creado a imagen de Dios a promover lo conveniente a Dios. Su mismo ser está desde su origen en armonía con unas cosas y en contradicción con otras.

Page 16: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

 Esta anamnesis del origen, que resulta de la constitución de nuestro ser, que está hecho para Dios, no es un saber articulado conceptualmente, un tesoro de contenidos que se pudiera reclamar, sino un cierto sentido interior, una capacidad de reconocer, de suerte que el hombre interpelado por él y no escindido interiormente reconoce el eco en su interior. Ve que eso es a lo que remite su naturaleza y hacia lo que quiere ir.

  En la anamnesis del Creador, que se identifica con el fundamento de nuestra existencia, descansa la posibilidad y el derecho de la actividad misionera. Se debe y se tiene que anunciar el Evangelio a los paganos porque lo están esperando secretamente. La actividad misionera se justifica posteriormente cuando los destinatarios reconocen la palabra del Evangelio al encontrarse con Jesucristo: sí, eso es lo que he estado esperando. En este sentido puede decir Pablo: los gentiles son para sí mismos la Ley, no en el sentido de autonomía del liberalismo moderno y su concepción del sujeto como ser infranqueable, sino en el sentido, mucho más profundo, de que el propio yo es el lugar de la autosuperación más completa en el que somos tocados por Aquél del que venimos y al que vamos. En esas palabras expresa Pablo la experiencia que tuvo como misonero entre los gentiles y que previamente habia vivido Israel en relación con los «temerosos de Dios»: Israel pudo vivir en el mundo pagano lo que los mensajeros de Jesucristo hallaron conformado de manera renovada. Su anunciación respondía a una esperanza. Se referían a un previo saber fundamental sobre las constantes fundamentales de la voluntad de Dios expresada por escrito en los Mandamientos, y que se descubre en todas las culturas y se despliega tanto más limpiamente cuanto menos disfrace el despotismo civilizador al saber originario. Cuanto más viva el hombre del «temor de Dios» -compárese la historia de Cornelio (esp. Act. 10,34)-, tanto más concreta y clara será la eficacia de la anamnesis.

  Retomemos de nuevo la fórmula de San Basilio. El amor de Dios, que se concreta en los Mandamientos, no nos es impuesto desde fuera, sino que es inculcado en nosotros de antemano. El Papa no puede imponer mandamientos a los fieles católicos por capricho o porque lo considere útil. El concepto moderno y voluntarista de autoridad sólo puede desfigurar el sentido teológico del Papado. En la Época Moderna se ha vuelto tan incomprensible la verdadera esencia de la misión de Pedro porque pensamos la autoridad a partir de intuiciones en las que no hay ningún vínculo entre el sujeto y el objeto. Como consecuencia, todo lo que no venga del sujeto no puede ser más que una determinación extraña impuesta desde fuera. La antropología de la conciencia que hemos ido exponiendo poco a poco en estas reflexiones presenta las cosas de otro modo. La anamnesis sumergida en nuestro ser necesita ayuda exterior para percatarse de sí misma. Pero la ayuda exterior no está enfrentada, sino coordinada, con ella: cumple una función mayéutica, no le impone nada extraño, sino que la consuma y consuma su constitutiva apertura a la verdad. Cuando se trata de la fe de la Iglesia, cuyo radio alcanza el Logos redentor y el don de la creación, debemos añadir un nuevo plano, desarrollado de manera especial en los escritos de San Juan. San Juan conoce la anamnesis del nuevo yo con la que hemos sido obsequiados como miembros del cuerpo de Cristo (un cuerpo, es decir, un yo con Él). En el Evangelio se dice repetidamente que es comprendida al recordarla. El encuentro originario con Jesús dio a los discípulos lo que ahora reciben todas las generaciones gracias al encuentro fundamental con el Señor en el Bautismo y la Eucaristía: la nueva anamnesis de la fe, que se desarrolla, como la anamnesis de la creación, en permanente diálogo interior y exterior. Frente a la arrogancia de los maestros gnósticos, que querían convencer a los creyentes de que su ingenua fe debería ser interpretada y dirigida de otra manera, San Juan puede decir: vosotros no precisáis una enseñanza así, pues «tenéis la unción del Santo y conocéis todas las cosas» (1 Jn 2,20). Esto no significa que el creyente sea omnisciente y conozca todas las cosas. Significa la certeza de la memoria cristiana, que ciertamente enseña siempre, pero por su identidad sacramental distingue internamente entre lo que es desarrollo del recuerdo y lo que es destrucción y falsificación suya. Hoy, en la crisis de la Iglesia, en la que el discernimiento de la sencilla memoria de la fe separa mucho más los espíritus que la instrucción jerárquica, vivimos de forma completamente nueva la fuerza del recuerdo y la verdad de la palabra apostólica. Tan sólo en

Page 17: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

este contexto se puede entender correctamente el primado del Papa y su conexión con la conciencia cristiana. El verdadero sentido de la autoridad doctrinal del Papa reside en que es abogado de la memoria cristiana. El Papa no impone desde fuera, sino que desarrolla la memoria cristiana y la defiende. Por eso el brindis por la conciencia debe preceder, efectivamente, al brindis por el Papa, pues sin conciencia no habría Papado. Todo el poder del Papado es poder de la conciencia. Es servicio al doble recuerdo sobre el que descansa la fe, y que debe ser conciliado, ensanchado y defendido de nuevo contra la destrucción de la memoria, amenazada tanto por una subjetividad olvidadiza de su fundamento como por la presión del conformismo cultural y social. 

b) Conscientia

 Despues de estas reflexiones sobre el primer plano, esencialmente ontológico, del concepto de conciencia, debemos ocuparnos ahora del segundo estrato, designado en la tradición medieval sencillamente con la palabra conscientia, conciencia. Presumiblemente esta tradición terminológica ha podido contribuir en algo al estrechamiento moderno del concepto de conciencia. Santo Tomás, por ejemplo, sólo denomina conciencia a este segundo plano y, en consecuencia, la conciencia no es para él habitus, es decir, una cualidad estable del ser del hombre, sino actus, o sea, un acontecimiento consumado. Sin embargo, Santo Tomás supone evidentemente el fundamento ontológico de la anamnesis (synderesis) como algo dado. El Aquinate la define como una resistencia interior contra el mal y una íntima inclinación al bien. El acto de conciencia aplica este saber fundamental a las situaciones concretas. Según Santo Tomás, consta de tres momentos: reconocer (recognoscere), dar testimonio (testifican) y juzgar (iudicare). Se podría hablar de un concierto entre la función de control y la de decisión31. Siguiendo la tradición aristotélica, Santo Tomás ve este acontecimiento de acuerdo con el modelo de los procedimientos conclusivos. Sin embargo, subraya enérgicamente lo específico de este saber práctico, cuyas conclusiones no derivan del mero saber ni del puro pensar32.

 Reconocer o no reconocer algo depende siempre de la voluntad, que destruye el conocimiento o conduce a él. Depende, pues, del talante moral dado de antemano, el cual se deforma o purifica

progresivamente 33. En este plano, el plano del juicio (conscientia en sentido estricto), es lícito decir que también la conciencia errónea obliga. En la tradición racional de la Escolástica esta proposición es absolutamente clara. Nadie debe obrar contra su conciencia, como ya había dicho San Pablo (Rom. 14, 23)34. Pero el hecho de que la conciencia alcanzada obligue en el momento de la acción no significa canonizar la subjetividad. Seguir la convicción alcanzada no es culpa nunca. Es necesario, incluso, hacerlo así. Pero sí puede ser culpa adquirir convicciones falsas y acallar la protesta de la anamnesis del ser. La culpa está en otro sitio más profundo: no en el acto presente, ni en el juicio de conciencia actual, sino en el abandono del yo, que me ha embotado para percibir en mi interior la voz de la verdad y sus consejos. De ahí que autores que obraron convencidos, como Hitler o Stalin, sean culpables. Los ejemplos extremos no deberían servir para tranquilizarnos, sino, más bien, para sobresaltarnos y hacemos ver con claridad la seriedad del ruego: límpiame de los deslices que se me ocultan (Ps 19,13).

4. Epílogo: conciencia y gracia

 Al final sigue abierta la pregunta de la que partimos: ¿No es la verdad, al menos como nos la enseña la fe de la Iglesia, muy elevada y muy difícil para el hombre? Ahora, después de las anteriores reflexiones, podemos decir al respecto: ciertamente, el camino de altura hacia la verdad y el bien no es cómodo. Es un camino exigente para el hombre. Pero no es el confortable encerrarse en sí mismo lo que salva. Cuando procede así, el hombre se atrofia y se pierde. En la andadura por las montañas del bien descubre poco a poco la belleza que se oculta en la fatiga por alcanzar la verdad y halla el valor redentor que la verdad tiene para él. Pero con esto no está dicho todo. Disolveríamos el cristianismo en moralismo si no mostráramos esa noticia suya que trasciende nuestro obrar. La idea se nos puede hacer patente sin demasiadas palabras recurriendo a una imagen tomada del mundo griego, en la que

Page 18: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

vemos cómo la anmanesis del Creador se dilata hasta el Redentor, que cualquier hombre es capaz de concebir como Redentor, pues responde a nuestras más hondas esperanzas. Pienso en la historia del matricida Orestes. Orestes cometió su crimen como acto de conciencia, que en el lenguaje del mito significa obediencia a la orden de un dios, de Apolo. Pero ahora lo persiguen las Erinnias, que se deben entender como personificaciones míticas de la conciencia, la cual le revela torturadoramente, tras hurgar en lejanos recuerdos, que la resolución de su conciencia, su obediencia al «oráculo», es en realidad culpa. La tragedia entera del hombre se manifiesta en esta disputa de los «dioses», en esta contradicción de la conciencia. En el tribunal sagrado la blanca piedra de Atenas se convierte en la absolución y santificación de Orestes, cuya fuerza transforma a las Erinnias en Euménides, en espíritus de reconciliación: la expiación ha transformado el mundo. Este mito no representa sólo el tránsito de un sistema basado en la venganza al ordenado derecho de la comunidad, sino algo más. Hans Urs von Balthasar ha expresado este más así: «La gracia apaciguadora es... siempre cofundadora del derecho, no del viejo derecho sin perdón de la época de las Erinnias, sino de un derecho acompañado de gracia»35. Este mito nos habla del anhelo de que el veredicto de culpabilidad de la conciencia, objetivamente justo, y la destructora miseria interior que derivan de él no sean lo último, del deseo de que haya un poder de la gracia, una fuerza de la penitencia que haga desaparecer la culpa y convierta la verdad en realidad auténticamente liberadora. Es el anhelo de que la verdad no sea sólo exigencia, sino también penitencia y perdón transformadores, mediante los cuales, como dice Esquilo, se «lava la culpa» 36 y se transforma nuestro ser muy por encima de lo que permiten sus posibilidades. Esta es la verdadera novedad del cristianismo: el Logos, la verdad en persona, es también la expiación, el poder transformador que supera nuestras capacidades e incapacidades. En eso reside lo verdaderamente nuevo sobre lo que descansa la gran memoria cristiana, la cual es también la respuesta más profunda a lo que espera la anamnesis del Creador en nosotros. Cuando no se dice este centro del mensaje cristiano ni se ve su verdad con suficiente claridad, se convierte efectivamente en un yugo muy pesado para nuestros hombros del que tendríamos que intentar liberarnos. Pero la libertad alcanzada de ese modo es una libertad vacía. Nos conduce al yermo país de la nada y se descompone por sí sola. El yugo de la verdad se hace «ligero» (Mt 11,30) cuando la verdad viva nos ama y consume nuestras culpas en su amor. Sólo cuando sepamos y experimentemos interiormente todo esto, seremos libres para oír alegremente y sin miedo el mensaje de la conciencia.

III. EL SIGNIFICADO DE LOS VALORES MORALES Y RELIGIOSOS EN LA SOCIEDAD PLURALISTA

 

1. ¿Es el relativismo una condición de la democracia?

 Tras el hundimiento de los sistemas totalitarios, que han dejado su huella en nuestro siglo, se ha impuesto en gran parte de la tierra la convicción de que, aunque la democracia no crea la sociedad ideal, en la práctica es el único sistema de gobierno adecuado. La democracia consigue la distribución y el control del poder, y ofrece la más alta garantía contra la arbitrariedad y la opresión, y el mejor aval de la libertad individual y el respeto a los derechos humanos. Cuando hablamos en nuestros días de democracia, pensamos ante todo en este bien: la participación de todos en el poder, que es expresión de libertad. Nadie debe ser objeto de dominio ni convertirse en un ser subyugado por otro. Cada cual debe aportar su voluntad al conjunto de la acción política. Sólo como cogestores podemos ser ciudadanos realmente libres. El verdadero bien que se persigue con la participación en el poder es, pues, la libertad e igualdad de todos. Pero como el poder no puede ser ejercido diariamente por todos de forma directa, es preciso delegarlo temporalmente. Aunque la delegación del poder se hace durante un plazo determinado, hasta las siguientes elecciones, requiere controles para que siga mandando la voluntad colectiva de los que han delegado el poder y no se independice la voluntad de los que lo ejercen.

Page 19: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

Muchos se paran al llegar aquí y dicen: cuando esté garantizada la libertad de todos, se habrá alcanzado el fin del Estado.

 De ese modo se declara que el fin auténtico de la comunidad consiste en otorgar al individuo la capacidad de disponer de sí mismo. La comunidad no tiene ningún valor intrínseco. Existe únicamente para permitir al individuo que sea él mismo. Pero la libertad individual sin contenido, que aparece como el más alto fin, se anula a sí misma, pues sólo puede subsistir en un orden de libertades. Necesita una medida, sin la que se convierte en violencia contra los demás. No sin razón los que persiguen un dominio totalitario provocan una libertad individual desordenada y un estado de lucha de todos contra todos para poder presentarse después con su orden como los verdaderos salvadores de la humanidad. La libertad necesita, pues, un contenido. Lo podemos definir como el aseguramiento de los derechos humanos. De manera más precisa podemos definirlo también como la garantía de la prosperidad de todos y del bien de cada uno. El súbdito, es decir, el que ha delegado el poder, «puede ser libre si se reconoce a sí mismo, es decir, si reconoce su propio bien en el bien común perseguido por los gobernantes»37

 Estas reflexiones permiten que aparezcan, junto a la idea de libertad, dos nuevos conceptos: lo justo y lo bueno. Aquélla y éstos, es decir, la libertad como forma de vida democrática y lo justo y lo bueno como contenido suyo, se hallan entre sí en un estado de tensión, que representa el contenido esencial de la lucha actual por la forma legítima de democracia y de política. En primer lugar, hay que decir que pensamos en la libertad, ante todo, como el verdadero bien del hombre. Los demás nos parecen hoy día discutibles, algo de lo que se puede abusar con extremada facilidad. No queremos que el Estado nos imponga una determinada idea de bien. El problema aparece más claro todavía cuando aclaramos el concepto de bien mediante el de verdad. En la actualidad, el respeto a la libertad del individuo parece consistir esencialmente en que el Estado no decida el problema de la verdad. La verdad, también la verdad sobre el bien, no parece algo que se pueda conocer comunitariamente. Es dudosa. El intento de imponer a todos lo que parece verdad a una parte de los ciudadanos se considera avasallamiento de la conciencia. El concepto de verdad es arrinconado en la región de la intolerancia y de lo antidemocrático. La verdad no es un bien público, sino un bien exclusivamente privado, es decir, de ciertos grupos, no de todos. Dicho de otro modo: el concepto moderno de democracia parece estar indisolublemente unido con el relativismo, que se presenta como la verdadera garantía de la libertad, especialmente de la libertad esencial: la religiosa y de conciencia.

 A todos nos resultan razonables estas ideas. Sin embargo, si consideramos las cosas con más atención, surge la pregunta sobre si no es preciso que exista un núcleo no relativista también en la democracia. ¿No se ha construido la democracia en última instancia para garantizar los derechos humanos, que son inviolables? ¿No es la garantía y aseguramiento de los derechos del hombre la razón más profunda de la necesidad de la democracia? Los derechos humanos no están sujetos al mandamiento del pluralismo y la tolerancia, sino que son el contenido de la tolerancia y la libertad. Privar a los demás de sus derechos no puede ser un contenido de la justicia ni de la libertad. Eso significa que un núcleo de verdad -a saber, de verdad ética- parece ser irrenunciable precisamente para la democracia. Hoy día preferimos hablar de valores que de verdad para no entrar en conflicto con la idea de tolerancia y el relativismo democrático. Pero la pregunta planteada más arriba no se puede eludir con esa dislocación terminológica, pues los valores derivan su inviolabilidad del hecho de ser verdaderos y corresponder a exigencias verdaderas de la naturaleza humana. Ahora surge la pregunta con más fuerza todavía: ¿Cómo se pueden fundamentar los valores válidos para la comunidad? O, expresado con el lenguaje de nuestros días: ¿cómo justificar los valores fundamentales que no están sujetos al juego de las mayorías y minorías? ¿Cómo los conocemos? ¿Qué es lo que se sustrae al relativismo? ¿Por qué y cómo? Estas preguntas forman el centro de la actual disputa en que se halla enzarzada la filosofía política en su lucha por la verdadera democracia. Simplificando un poco las cosas se podría decir que hay dos

Page 20: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

posiciones fundamentales enfrentadas entre sí, las cuales aparecen bajo diversas variantes y a veces coinciden parcialmente la una con la otra. De un lado, la posición relativista radical, que quiere apartar completamente de la política, por considerarlos perjudiciales para la libertad, los conceptos de bien y de verdad. El «derecho natural» es rechazado como sospechoso de connivencia con la metafísica y como perjudicial para mantener consecuentemente el relativismo. Según eso, no hay en última instancia otro principio de la actividad política que la decisión de la mayoría, que en la vida pública ocupa el puesto de la verdad. El derecho sólo se puede entender de manera puramente política, es decir, justo es lo que los órganos competentes disponen que es justo. En consecuencia, la democracia no se define atendiendo al contenido, sino de manera puramente formal: como un entramado de reglas que hace posible la formación de mayorías y la transmisión y alternancia del poder. Consistiría esencialmente, pues, en un mecanismo de elección y votación. A esta interpretación se opone la segunda tesis, según la cual la verdad no es un producto de la política (de la mayoría), sino que la precede e ilumina. No es la praxis la que crea la verdad, sino la verdad la que hace posible la praxis correcta. La política es justa y promueve la libertad cuando sirve a un sistema de verdades y derechos que la razón muestra al hombre. Frente al escepticismo explícito de las teorías relativista y positivista, descubrimos ahora una confianza fundamental en la razón, que es capaz de mostrar la verdad38.

 Se puede atestiguar muy bien lo esencial de ambas posiciones en el proceso contra Jesús, a saber, en la pregunta que Pilato hace al Redentor: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18, 38). Nada menos que el eminente defensor de la posición rígidamente relativista, el Profesor de Derecho austriaco emigrado a América, Hans Kelsen, ha expuesto inequívocamente su opinión en unas reflexiones sobre el texto evangélico39

 Más tarde tendremos que ocuparnos de nuevo de su filosofía política. De momento nos contentaremos con echar una mirada a su modo de interpretar el texto aludido.

  La pregunta de Pilato es, a su juicio, expresión del necesario escepticismo del político. De ahí que sea de algún modo también una respuesta: la verdad es inalcanzable. Para percibir que Pilato la entiende así, basta con reparar en que no espera respuesta. En lugar de eso se dirige a la multitud. Así quedaría sometida, según Kelsen, la decisión del asunto en litigio al voto popular. Kelsen opina que Pilato obra como perfecto demócrata. Como no sabe lo que es justo, confía el problema a la mayoría para que decida con su voto. De ese modo se convierte, según la explicación del científico austriaco, en figura emblemática de la democracia relativista y escéptica, la cual no se apoya ni en los valores ni en la verdad, sino en los procedimientos. El que en el caso de Jesús fuera condenado un hombre justo e inocente no parece inquietar a Kelsen. No hay más verdad que la de la mayoría. Carece de sentido, pues, seguir preguntando por alguna otra distinta de ella. En cierto momento Kelsen llegó a decir que habría que imponer esta certeza relativista con sangre y lágrimas si fuera preciso. Tendríamos que estar tan seguros de ellas como Jesús lo estaba de su verdad40.

 Muy distinta, y más convincente desde el punto de vista político, es la interpretación del texto que ha dado el gran exegeta Heinrich Schlier. Heinrich Schlier hizo su interpretación en un momento en que el nacionalsocialismo se disponía a tomar el poder en Alemania. La interpretación de Schlier fue un testimonio consciente contra aquella parte de la cristiandad evangélica dispuesta a poner la fe y el pueblo en el mismo plano41. Schlier hace observar que Jesús reconoce sin reservas en el proceso el poder judicial del Estado que representa Pilato. Pero también lo limita cuando dice que el poder no le viene a Pilato de sí mismo, sino « de lo alto» (19,11). Pilato vicia su poder y el del Estado en el momento en que deja de percibirlos como administración fiduciaria de un orden más alto, que pende de la verdad, y lo utiliza en beneficio propio. El gobernador deja de preguntar por la verdad y entiende el poder como puro poder. «Al legitimarse a sí mismo, dio su apoyo al asesinato legal de Jesús»42 

2. Estado, ¿para qué?

Page 21: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

 Ha quedado clara la fragilidad de la posición estrictamente relativista. Por otra parte, hoy hemos tomado conciencia todos de los problemas de una posición que considera fundamental y decisiva la verdad para la praxis democrática. En todos nosotros está marcado profundamente a fuego el tema de la inquisición y la violación de la conciencia. ¿Cómo escapar al dilema? Preguntemos antes de nada qué es el Estado, para qué existe y para qué no. Después echaremos un vistazo a las diferentes respuestas a ese problema y, finalmente, trataremos de encontrar la definitiva partiendo de ellas.

 ¿Qué es, pues, el Estado? ¿Para qué sirve? Podemos decir sencillamente que la tarea del Estado es

«mantener la convivencia humana en orden» 43, es decir, crear un equilibrio entre libertad y bien que permita a cada hombre llevar una vida humana digna. Podríamos añadir que garantiza el derecho como condición de la libertad y el bienestar generales. Corresponde al Estado, ante todo, gobernar, pero, en segundo lugar, es también función suya hacer que el gobierno no sea simplemente un ejercicio de poder, sino protección del derecho que asiste al individuo y garantía del bienestar de todos. No es misión del Estado traer la felicidad a la humanidad. Ni es competencia suya crear nuevos hombres. Tampoco es cometido del Estado convertir el mundo en un paraíso y, además, tampoco es capaz de hacerlo. Por eso, cuando lo intenta, se absolutiza y traspasa sus límites. Se comporta como si fuera Dios, convirtiéndose -como muestra el Apocalipsis- en una fiera del abismo, en poder del Anticristo. En este contexto es importante comparar dos textos bíblicos, sólo aparentemente contradictorios, pues en realidad se complementan el uno al otro: la Epístola a los Romanos, 13 y Apocalipsis, 13. La Epístola a los Romanos describe el Estado en su forma adecuada, el Estado que se mantiene dentro de sus límites y no se hace pasar por fuente de la verdad y la justicia. Pablo se refiere al Estado como agente fiduciario del orden que permite al hombre realizar su existencia individual y comunitaria. Es deber de todos obedecer a un Estado así. La obediencia al derecho no es un impedimento de la libertad, sino condición suya. El Apocalipsis considera, en cambio, el Estado que se tiene por Dios y establece por propia iniciativa lo que se ha de considerar justo y verdadero. Un Estado así destruye al hombre, niega la verdadera naturaleza humana y no puede exigir obediencia44. Es significativo que tanto el nacionalsocialismo como el marxismo negaran, en última instancia, el Estado, declararan esclavitud el vínculo del derecho y pretendieran poner en su lugar algo más alto: la llamada voluntad del pueblo o la sociedad sin clases, que deberían relevar al Estado entendido como instrumento de la hegemonía de una clase. Aunque ambas ideologías consideraban el Estado y su orden como enemigos de sus pretensiones absolutas, mantenían conscientemente en su rechazo algo de su verdadera esencia. El Estado, en tanto que Estado, establece un orden relativo de vida en común. Sin embargo, no puede dar respuesta por sí solo al problema de la existencia humana. Debe dejar abiertos espacios de libertad para acoger algo distinto y quizás más grande. Tiene que recibir de fuera la verdad sobre lo justo, pues la verdad no es patrimonio suyo. Pero, ¿cómo y de dónde la recibe? Esta es la pregunta a la que ahora debemos enfrentarnos definitivamente. 

3. Respuestas contradictorias a la pregunta sobre el fundamento de la democracia

a) La teoría relativista

A esa pregunta responden, como he dicho más arriba, dos posiciones diametralmente opuestas la una de la otra, entre las que hay, sin embargo, opiniones conciliadoras. Con la primera opinión, la del relativismo estricto, nos hemos tropezado ya en la figura de Hans Kelsen. Para él la relación entre religión y democracia sólo puede ser negativa. El cristianismo, que enseña verdades y valores absolutos, se hallaría de modo muy especial en oposición frontal al necesario escepticismo de la democracia relativista. La religión significa para Kelsen heteronomía de la persona, mientras que la democracia implica autonomía. Esto significa, además, que el punto esencial de la democracia es la libertad, no el bien, el cual aparece como una amenaza para la libertad .45En la actualidad, el representante más conocido de esta concepción de la democracia es el filósofo del derecho americano

Page 22: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

R. Rorty. Su versión del enlace entre democracia y relativismo expresa bastante bien la conciencia del hombre medio actual, también la de los cristianos. Por eso merece especial atención. La convicción mayoritaria difundida entre los ciudadanos es para Rorty el único criterio que se ha de seguir para crear el derecho. La democracia no posee otra filosofía ni otra fuente del derecho. Rorty es consciente de algún modo, sin duda, de la insatisfacción del puro principio mayoritario como fuente de la verdad, pero opina que la razón pragmática, orientada por la mayoría, incluye siempre ciertas ideas intuitivas, por ejemplo, el rechazo de la esclavitud46. En esto se engaña. Durante siglos, e incluso durante milenios, el sentir mayoritario no ha incluido esa intuición y nadie sabe durante cuánto tiempo la seguirá conservando. En Rorty opera un concepto vacío de libertad, que llega al extremo de considerar necesaria la disolución y transformación del yo en un fenómeno sin centro y sin naturaleza para poder formar concretamente nuestra intuición sobre la preeminencia de la libertad. Pero ¿cómo se podrá hacer si desaparece esa intuición? ¿De qué forma lo conseguirá si se forma una mayoría contra la libertad que nos dice que el hombre no está preparado para la libertad, que quiere y debe ser guiado?

 La idea de que en la democracia lo único decisivo es la mayoría y que la fuente del derecho no puede ser otra cosa que las convicciones mayoritarias de los ciudadanos tiene, sin duda, algo cautivador. Siempre que se impone obligatoriamente a la mayoría algo no querido ni decidido por ella parece como si impugnáramos su libertad y negáramos la esencia de la democracia. Cualquier otra teoría supone, al parecer, un dogmatismo que socava la autodeterminación e inhabilita a los ciudadanos, convirtiéndose en imperio de la esclavitud. Mas, por otro lado, es indiscutible que la mayoría no es infalible y que sus errores no afectan sólo a asuntos periféricos, sino que ponen en cuestión bienes fundamentales que dejan sin garantía la dignidad humana y los derechos del hombre, es decir, se derrumba la finalidad de la libertad, pues ni la esencia de los derechos humanos ni la de la libertad es evidente siempre para la mayoría. La historia de nuestro siglo ha demostrado dramáticamente que la mayoría es manipulable y fácil de seducir y que la libertad puede ser destruida en nombre de la libertad. En Kelsen hemos visto, además, que el relativismo encierra su propio dogmatismo: está tan seguro de sí mismo que debe ser impuesto a los que no lo comparten. Con una actitud así, al final resulta inevitable el cinismo, que en Kelsen y Rorty se percibe ya de forma clara. Si la mayoría tiene siempre razón -como ocurre en el caso de Pilato-, el derecho tendrá que ser pisoteado. Entonces lo único que cuenta, a fin de cuentas, es el poder del más fuerte, que la mayoría sabe disponer a su favor. 

b) La tesis metafísica cristiana

 Hay, pues, una posición radicalmente opuesta al relativismo escéptico considerado hasta ahora. El padre de este nuevo modo de ver lo político es Platón, que parte de la idea de que sólo pueden gobernar sabiamente quienes conocen y han experimentado el bien. El poder debe ser servicio, es decir, renuncia consciente a la altura contemplativa alcanzada y su libertad. El poder debería ser un retorno voluntario a la «caverna», en cuya oscuridad viven los hombres. Sólo así podrá surgir un verdadero gobierno y no una pelea continua con la apariencia y lo aparente como la que mantiene enzarzados por lo general a los políticos. La ceguera de la política habitual reside, según Platón, en que sus defensores luchan por el poder «como si fuera un gran bien»47. Con estas reflexiones, Platón se aproxima a la idea bíblica de que la verdad no es producida por la política. Cuando los relativistas piensan que sí lo es, se aproximan, a pesar de la primacia de la libertad que buscan, a los totalitarios. La mayoría se convierte en una especie de divinidad contra la que no cabe apelación posible.

 A partir de esas ideas elabora Maritain una filosofía de la política que trata de hacer que las grandes intuiciones de la Biblia sean fértiles para la teoría política. En este momento no es preciso, aunque sería muy provechoso, ocuparse de los presupuestos históricos de esta filosofía. De forma breve y simplificando mucho las cosas se puede decir que el concepto de democracia se forma en la modernidad por dos razones diferentes y sobre dos fundamentos distintos. En el ámbito anglosajón la democracia fue pensada y realizada, al menos en parte, sobre la base de tradiciones ius-naturalistas y

Page 23: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

apoyada en un consenso fundamental cristiano, concebido, desde luego, de forma enteramente

pragmática 48. En Rousseau, en cambio, la democracia se dirige contra la tradición cristiana. A partir de él se irá formando una concepción de lo democrático que entiende la democracia en oposición al cristianismo49. Maritain trata de separar el concepto de democracia del pensamiento de Rousseau, de los dogmas masónicos del progreso necesario, el optimismo antropológico, la divinización del

individuo y el olvido de la persona 50. El derecho originario de los pueblos al autogobierno no puede ser nunca, en su opinión, un derecho a decidir sobre todo. «Gobierno del pueblo» y «gobierno para el pueblo» coinciden. Se trata del equilibrio entre voluntad popular y valores de la acción política. En este sentido desarrolla Maritain un triple personalismo -ontológico, axiológico y social- del que ahora no

nos podemos ocupar45. Es evidente que en el personalismo de Maritain el cristianismo es considerado como fuente del conocimiento que precede a la acción política y la ilumina. Para eliminar cualquier sospecha de absolutismo político cristiano, V Possenti responde, en la misma línea de Maritain, que no se piensa en el cristianismo en tanto que religión revelada como fuente de verdad política, sino como levadura y como forma de vida históricamente acrisolada. La verdad sobre el bien que viene de la tradición cristiana se convierte en conocimiento para la razón y en principio razonable. No supone nunca, pues, violencia de la razon y la política por algún género de dogmatismo51. Todo ello supone, desde luego, un cierto optimismo sobre la evidencia de lo moral y lo cristiano inexpugnable al relativismo. Nos enfrentamos de nuevo con el punto crítico de la tesis sobre lo democrático y sobre su interpretación cristiana.  

c) ¿Hay evidencia de lo moral? Posiciones intermedias

 Antes de dar una respuesta puede ser útil echar una mirada a las posiciones intermedias, que no se pueden agregar a ninguna de las dos anteriores. Como representantes de esa vía intermedia Possenti menciona a N. Bobbio, R. K. Popper y J. Schumpeter. El cartesiano P. Bayle se podría considerar un temprano precursor (1647-1706). Bayle parte de una separación estricta entre la verdad metafísica y la moral. La vida política precisa, a su juicio, de la metafísica. Sus problemas pueden seguir siendo controvertidos y aparecer como el ámbito del pluralismo no afectado por la política. A la comunidad política le basta la verdad práctica como fundamento de la existencia. En lo que atañe a su cognoscibilidad, Bayle comparte un optimismo que nosotros hemos perdido hace tiempo en el curso de la dilatada historia. En la segunda mitad del siglo xvii Bayle podía pensar todavía que la verdad moral está abierta a todos los hombres. Sólo habría una moral universal y necesaria, una luz clara y verdadera que percibirían todos los hombres tan pronto como abrieran los ojos. Esa verdad moral procede de Dios y debe ser el punto de referencia de las normas y leyes particulares52. Con todo ello Bayle no hace más que describir la conciencia de su siglo: las ideas morales fundamentales transmitidas por el cristianismo estaban tan evidente e indiscutiblemente ante los ojos de todos que se podían considerar, en medio de las peleas entre las diferentes confesiones, un conocimiento indudable del hombre razonable, una evidencia de la razón que no era afectada por las controversias doctrinales de la dividida cristiandad. Lo que entonces parecía conocimiento infalible de la razón donado por Dios conservó su evidencia mientras la cultura entera -todos los ámbitos de la vida- estuvo impregnada por la tradición cristiana. Según se fue disolviendo el consenso cristiano fundamental y fue quedando la razón desnuda, que no se dejaba ilustrar por ninguna realidad histórica y quería oír sólo su propia voz, comenzó a desmoronarse la evidencia de lo moral. La razón, que arranca sus raíces de la fe de una cultura histórica y religiosa y quiere ser exclusivamente razón científica, se queda ciega. Cuando la única certeza común que 1 se acepta es lo experimentalmente verificable, a las verdades que transcienden lo puramente material no les queda más criterio de su verdad que la función que puedan cumplir, es decir, el juego entre mayorías y minorías, que, aislado de todo lo demás, conduce, como ya hemos visto, al cinismo y a la

Page 24: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

disolución del hombre. El verdadero problema de nuestros días es la ceguera de la razón para percibir la inmensa dimensión no natural de la realidad.

 Nos conformaremos con echar una mirada a la filosofía social de K. Popper, del que tal vez se podría decir que ha tratado de salvar la visión fundamental de Bayle en una época relativista. Los elementos esenciales de la visión popperiana de la sociedad abierta son la libre discusión y la existencia de instituciones para proteger la libertad y amparar a los desfavorecidos. Los valores sobre los que descansa la democracia, entendida como la realización más perfecta de la sociedad abierta, son percibidos gracias a una fe moral. No se pueden fundamentar racionalmente, pero un proceso de crítica y conocimiento semejante al de la ciencia conduce a las cercanías de la verdad. Según eso, los principios de la sociedad no se pueden fundamentar. Tan sólo cabe discutir sobre ellos y, al final, decidirse por unos o por otros53. En esta concepción se mezclan, como puede verse, muchos elementos. Popper considera, por un lado, que en el proceso de libre discusión no hay evidencia de la verdad moral, pero, por otro lado, establece que la verdad moral se torna inteligible gracias a una especie de fe razonable. Para Popper es evidente que el principio mayoritario no tiene vigencia ilimitada. La gran idea de Bayle acerca de la certeza racional común en asuntos de moral queda reducida a una fe que se hace perceptible mediante discusión y que, a pesar de levantarse sobre suelo inseguro, pone de manifiesto elementos fundamentales de la verdad moral y evita que caiga en el puro funcionalismo. Ponderando el conjunto de su pensamiento podemos decir que este pobre residuo de razonable certeza moral fundamental no procede tampoco de la pura razón, sino que descansa en vestigios de conocimiento de origen judeo-cristiano existentes todavía. Estos vestigios han dejado de ser hace ya tiempo certezas incontrovertibles, pero en la cultura cristiana, que ahora parece disolverse, sigue existiendo la posibilidad de acceder de alguna forma a un mínimo de moral.

 Miremos hacia atrás antes de atrevemos a dar una respuesta. El Estado absoluto, que se considera fuente de la verdad y el derecho, debe ser rechazado. Pero también hay que rechazar el funcionalismo y relativismo estrechos, pues elevar la mayoría a la categoría de fuente exclusiva del derecho amenaza la dignidad del hombre y propende tendencialmente al totalitarismo. La gama de teorías aceptables se extiende, como se desprende de todo ello, desde Maritain a Popper. Entre ellos Maritain representa la confianza plena en la evidencia razonable de la verdad moral del cristianismo y su imagen del hombre, mientras que Popper nos sitúa ante el mínimo imprescindible para no caer en el positivismo. No quisiera ofrecer, junto a las de ambos autores ni como equidistantes de ellas, una nueva teoría sobre las relaciones entre el Estado y la verdad moral, sino resumir los conocimientos alcanzados en el camino recorrido hasta ahora. Todos ellos podrían ser una especie de plataforma de encuentro de aquellas filosofías políticas que consideran, de una u otra forma, el cristianismo como punto de referencia de la acción política, sin que ello suponga borrar la frontera entre la política y la fe. 

4. Resumen y conclusiones

 Me parece que podríamos resumir el resultad de nuestra ronda por el debate moderno en lc siete enunciados siguientes:

 1. El Estado no es fuente de verdad ni de mora Ni apoyándose en su particular ideología, que puede estar basada en el pueblo, la raza, la clase cualquier otra magnitud, ni a través de la mayoría puede producir la verdad por sí mismo. El Estado no es absoluto.

 2. El fin del Estado no puede ser tampoco g, rantizar la mera libertad sin contenido. Para establecer un orden de convivencia razonable en que se pueda vivir, el Estado precisa un mínimo de verdad y de conocimiento del bien que no se puede someter a manipulación. Sin él se degrada, como dice San Agustín, al nivel de una banda de malhechores que funciona, pues tanto aquél como ésta definen funcionalmente, no por la justicia, que e buena para todos.

Page 25: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

  3. La magnitud imprescindible de conocimiento y verdad sobre el bien deberá tomarla el Estado de fuera.

  4. Este «fuera» podía ser, en el mejor de los casos, la pura evidencia de la razón, que sería cultivada y custodiada por una filosofía independiente.

Sin embargo, en la práctica no hay ninguna evidencia racional pura e independiente de la historia. La razón moral y metafísica sólo es eficaz en un contexto histórico, del que depende y al que, simultáneamente, excede. Todos los Estados han reconocido y aplicado fácticamente la razón moral de las tradiciones religiosas anteriores a ellos, las cuales servían también para la educación moral. La apertura a la razón y la medida necesaria de conocimiento del bien es muy diferente en las distintas religiones históricas, como también lo es la forma de coexistencia entre el Estado y la religión. La tentación de identificarlos e instaurar un absolutismo religioso del Estado, que corrompe también lo religioso, está presente en toda la historia. Mas también hay modelos positivos de relación entre el conocimiento moral fundado en la religión y el orden estatal. Se puede decir, incluso, que en las grandes organizaciones estatales y religiosas se pone de manifiesto un consenso fundamental sobre elementos importantes del bien moral que remite a una racionalidad común.

 5. La fe cristiana se ha revelado como la cultura religiosa más universal y racional. La fe cristiana sigue ofreciendo hoy día a la razón el sistema fundamental de conocimiento moral, que desemboca en una cierta evidencia o constituye el fundamento de una fe moral razonable y sin el que ninguna sociedad puede subsistir.

 6. Como ya hemos dicho, el fundamento esencial le viene al Estado desde fuera, no de una razón desnuda, que resulta insuficiente en el ámbito moral, sino de una razón que ha ido madurando con formas históricas de fe. Es muy importante no suprimir esta distinción: la Iglesia no debe erigirse en Estado ni querer influir en él como un órganc de poder. Cuando lo hace, se convierte en Estado ) forma un Estado absoluto que es, precisamente, le que hay que eliminar. Confundiéndose con el Es tado, destruye la naturaleza del Estado y la suy, propia.

  7. La Iglesia es para el Estado algo «exterior» Sólo así son ambos lo que deben ser. La Iglesia como el Estado, debe permanecer en su lugar dentro de sus límites. La Iglesia debe respetar la naturaleza y la libertad del Estado para poder prestarle el servicio que necesita. Mas la Iglesia debe asimismo, emplear todas sus fuerzas para que resplandezca en ella la verdad moral que ofrece al Estado y para que sea perceptible por los ciudadano. Sólo si la verdad moral tiene fuerza en la Iglesia forma a los hombres, podrá la Iglesia convencer a los demás y convertirse en savia para todos54. 

5. Consideración final: cielo y tierra

 Con todo ello adquiere nueva importancia una doctrina cristiana que en nuestro siglo apenas se ha hecho notar. Se puede expresar con esta proposición paulina: «Nuestra ciudadanía está en los cielos» (Flp 3, 20)55. El Nuevo Testamento sostiene esta convicción con gran energía. Para los autores neotestamentarios, la ciudad celestial no es meramente una sublimidad ideal, sino completamente real: la nueva patria a la que nos dirigimos. Es la norma interior a la que ajustamos nuestra vida, la esperanza que nos sostiene en el presente. Los autores del Nuevo Testamento saben que esa ciudad existe ahora ya y que pertenecemos ya a ella aunque estemos todavía de camino. La Epístola a los Hebreos ha desarrollado esta idea con especial energía: «...no tenemos aquí ciudad permanente, antes buscamos la futura» (13, 14). Sobre la presencia de la ciudad futura, que es eficaz ya ahora, se dice: «Pero vosotros os habéis allegado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celestial» (12, 22). Vale, pues, para los cristianos lo que se había dicho de los patriarcas de Israel: que son peregrinos y huéspedes sobre la tierra, pues buscan la patria futura (11,13-16).

 Hace mucho ya que no se citan estos textos, pues parecen distanciar a los hombres de la tierra y

Page 26: Ratzinger   verdad, poder, valores

1

apartarlos de su cometido en el mundo y sus ocupaciones políticas. «Hermanos, permaneced fieles a la tierra», ése es el grito lanzado por Nietzsche en nuestro siglo, y la gran corriente marxista nos ha machacado la cabeza con la idea de que no tenemos que perder tiempo por el cielo. El cielo se lo dejamos a los gorriones, dice Bert Brecht. Nosotros nos ocupamos de la tierra y la hacemos confortable.

 La verdad es que es precisamente la actitud «escatológica» la que garantiza el derecho del Estado y preserva del absolutismo al poner de manifiesto los límites del Estado y los de la Iglesia en el mundo. Siempre que se ha mantenido esta actitud fundamental, la Iglesia ha sabido que no puede ser el Estado, que la ciudadanía definitiva está en otra parte y que en la tierra no se puede erigir el Estado divino. La Iglesia respeta el Estado terrenal como un orden propio del tiempo histórico, con sus derechos y sus leyes, que ella acepta. Reclama, pues, la convivencia leal y la cooperación con el Estado terrenal. También cuando no es un Estado cristiano. (Rom 13, 1; 1 Petr 2, 13-17; 1 Tim 2,2). Al exigir la leal colaboración del Estado y el respeto a su peculiaridad y sus límites, la Iglesia educa en las virtudes que hacen bueno al Estado. Pero también pone una barrera a su omnipotencia. Dado que «es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres» (Act 5, 29), y como quiera que sabe por la palabra de Dios qué es el bien y el mal, la Iglesia llama a la resistencia dondequiera que se mande hacer el mal auténtico y lo adverso a Dios. Estar en camino hacia la ciudad nueva no aleja, sino que es, en realidad, la condición para restablecemos y restablecer al Estado. Cuando los hombres no tienen otra cosa que esperar que lo que les ofrece este mundo, cuando deben y tienen que exigírselo todo al Estado, se destruyen a sí mismos y destruyen el Estado. Si no queremos caer de nuevo en las garras del totalitarismo, tenemos que mirar más allá del Estado, que es una parte, no el todo. La esperanza en el cielo no está en contra de la fidelidad a la tierra: es esperanza también para la tierra. Esperando lo más excelso y definitivo, los cristianos debemos y tenemos que llevar esperanza también a lo provisional, al Estado en e l mundo.