rahner, karl - escritos de teologia 05

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ESCRITOS DE TEOLOGÍA V NUEVOS ESCRITOS TAURUS EDICIONES

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Page 1: Rahner, Karl - Escritos de Teologia 05

ESCRITOS DE

TEOLOGÍA V

NUEVOS ESCRITOS

TAURUS EDICIONES

Page 2: Rahner, Karl - Escritos de Teologia 05

E S C R I T O S D E T E O L O G Í A e s l a v e r s i ó n e s p a ñ o l a d e

S C H R I F T E N ' Z U R T H E O L O G I E , s e g ú n l a e d i c i ó n a l e m a n a

p u b l i c a d a e n S u i z a p o r l a

BENZIGER V E R L A G , E I N S I E D E L N .

H i z o l a v e r s i ó n e s p a ñ o l a e l

I ' . . J E S Ú S A G U I R R E

Director de publicaciones religiosas de Taurus

KARL RAHNER

E S C R I T O S DE T E O L O G Í A

TOMO V

V

TAURUS EDICIONES - MADRID

Page 3: Rahner, Karl - Escritos de Teologia 05

Licencias eclesiásticas

NIHIL OBSTAT Madrid, 15 de octubre de 1964

DR. ALFONSO DE LA FUENTE

IMPRIMASE Madrid, 17 de octubre de 1964 JUAN, Obispo, Vicario General

© 1964 by TAURUS EDICIONES, S. A. Claudio Coello, 69 - B, MADRID - 1 N ú m e r o de R e g i s t r o : 3104/63. Depósito legal. M. 7638.—1963 (V).

C O N T E N I D O

LO FUNDAMENTAL-TEOLÓGICO Y TEORÉTICO

DE CIENCIA

Sobre la posibilidad de la fe hoy 11 Teología del Nuevo Testamento 33 ¿Qué es un enunciado dogmático? 55 Exégesis y dogmática 83

LO TEOLOCICO DE LA HISTORIA

Historia del mundo e historia de la salvación 115 El cristianismo y las religiones no cristianas 135 El cristianismo y el «hombre nuevo» 157

CRISTOLOGÍA

La cristología dentro de una concepción evolutiva del mundo 181

Ponderaciones dogmáticas sobre el saber de Cristo y su consciencia de sí mismo 221

V

LO ECLESIOLÓCICO

Sobre el concepto de «ius divinum» en su comprensión católica 247

Para una teología del Concilio 275 La teología de la renovación del diaconado 301 Advertencia sobre la cuestión de las conversiones ... 351 Advertencias dogmáticas marginales sobre la «pie

dad eclesial» 373 Sobre el latín como lengua de la Iglesia 403

Page 4: Rahner, Karl - Escritos de Teologia 05

VIDA CRISTIANA

Tesis sobre la oración «en nombre de la Iglesia» ... 459 El «mandamiento» del amor entre los otros manda

mientos 481 Poder de salvación y fuerza de curación de la fe ... 503 ¿Qué es herejía? 513 NOTA BIBLIOGRÁFICA 561

LO FUNDAMENTAL-TEOLOGICO Y TEORÉTICO DE LA CIENCIA

Page 5: Rahner, Karl - Escritos de Teologia 05

SOBRE LA POSIBILIDAD DE LA FE HOY

Quisiera intentar decir algunas palabras sobre la posibilidad de la fe hoy. De la fe en el misterio infinito, indecible, que llamamos Dios; de la fe en que ese misterio infinito se nos ha acercado infinitamente, en cuanto nuestro misterio, en auto-comunicación absoluta en Jesucristo y su gracia, incluso allí donde nada se sabe y uno piensa que se precipita en el tenebroso abismo del vacío y de la nulidad; de la fe en que la comunidad legítima de aquellos, que para la salvación del mundo entero confiesan en Cristo esa cercanía de Dios según gracia, es la Iglesia católica, apostólica y romana. De tal posibilidad de esa fe hoy habría mucho que decir. Yo puedo decir solamente un poco. Y lo hago siempre con el miedo de no decir precisamente eso que sería decisivo para el coraje de la fe de cada uno que me escucha. Tengo la buena voluntad de hablar honradamente, y la buena voluntad también de no confundir esa sobria honradez, que es deber, con una amargura cínica que (como atestigua la conciencia) es un peligro del corazón, el peligro precisamente de que no se reconozca la verdad entera, esa que otorga acceso únicamente al corazón modesto y sosegado.

Puesto que la fe de la que quiero hablar es la fe en el sentido real de esta palabra, la fe, por tanto, de la decisión personal, de la transformadora fuerza del corazón y no de una convención burguesa y de supuestos sociales, por eso mismo la pregunta por la perspectiva que esta fe tenga en el futuro solamente puede ser contestada con autencidad, si se pregunta por la posibilidad que tenga hoy en la propia existencia. El futuro por el que aquí se pregunta crece en nosotros de las decisiones solitarias, en las que tenemos hoy que responsabilizarnos de nuestra existencia.

Que esto que quiero decir haya de ser también una lección académica de profesor invitado, me pone en un cierto apuro. Porque no quiero mantener ninguna lección erudita, sino intentar decir algo más sencillo y, según pienso, más importante.

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Ya que si en algún, sitio es la erudición cosa de segundo orden, es allí en donde ha de hablarse de Dios, balbuceando. Y por lo mismo espero que se me perdone, si a la lección académica no se le nota mucho estas palabras.

¿Por dónde habrá que empezar, si se quiere decir y atestiguar, que se puede tener el coraje de la fe? Hay que escoger, si no se puede decir todo, y hay que determinar algo arbitrariamente el punto de partida de la reflexión.

Comienzo con que yo me he encontrado ya de antemano como creyente y no me ha ocurrido razón alguna que me forzase o me diese motivos para no creer. He nacido católico, porque nací y fui bautizado en un medio creyente. Espero en Dios, que esta fe recibida por tradición se haya transformado en una decisión mía propia, en una fe auténtica; también que yo sea en el centro de mi esencia cristiano católico, lo cual permanece en último término como un misterio de Dios y de mi profundidad irreflectible, que no puedo enunciarme ni a mí mismo. Yo digo: a mí, a este creyente, no le ha ocurrido, por de pronto, razón alguna, que pudiese motivar que dejara de ser el que soy.

Comprendo que habría que tener razones para cambiar de manera que se fuese contra la ley según la cual se ha comenzado. Porque quien cambia sin tales razones, quien de entrada no estuviese bien dispuesto a permanecer fiel a la situación recibida de su existencia, a lo una vez realizado de su persona espiritual, ése sería un hombre que cae en el vacío, que por dentro no podría ser sino más y más desmoronamiento. Lo dado ya de antemano ha de ser estimado fundamentalmente, hasta la prueba de lo contrario, como lo que hay que adoptar y que guardar, si es que el hombre no quiere ponerse a merced de sí mismo. Vivir y crecer se puede solamente desde la raíz, que vive ya y está ahí, desde el principio, al que se ha otorgado la confianza original de la existencia. Si lo transmitido nos ha regalado lo elevado y lo santo, si ha abierto lejanías infinitas y nos ha alcanzado con una llamada absoluta y eterna, todo ello, sin embargo, en cuanto experiencia irrefleja y ejecución simple sin duda ni malicia, puede no significar todavía fun-damentación alguna refleja y enunciable de eso transmitido en cuanto sin más verdadero ante la conciencia crítica y la razón que pregunta. Después de todas las impugnaciones de la

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fe, que creo haber también experimentado, una cosa me ha quedado siempre clara, me ha mantenido, en tanto yo la mantuve: la convicción de que lo heredado y recibido no puede ser devorado sin más por el vacío de la cotidianeidad, del embotamiento espiritual, del escepticismo romo y sin luz, sino a lo sumo por lo que es más poderoso y por lo que llama a una libertad mayor y a una luz más despiadada. La fe heredada es siempre la fe impugnada e impugnable. Pero también fue siempre experimentada como un alguien que me preguntaba: «¿También vosotros os queréis marchar?», al cual se podía decir siempre: «¡A dónde iré, Señor!»; como la fe que era buena y poderosa, y que yo hubiese podido entregar a lo sumo, si estuviese demostrado lo contrario. Por lo tanto, no hasta la prueba de lo contrario. Ahora bien: esta, prueba nadie me la ha aportado, ni tampoco la experiencia de mi vida. Entiendo bien: que tal prueba debería prender hondo, debería ser envolvente.

Naturalmente, hay muchas dificultades y muchas amarguras en el espíritu y en la vida. Pero está, desde luego, claro: la dificultad, que ha de entrar en cuestión como razón contra mi fe, debe corresponder a la dignidad y radicalidad de lo que quiere amenazar y modificar. Sin, duda habrá muchas dificultades intelectuales en la región de cada una de las ciencias, de la historia de las religiones, de la crítica bíblica, de la historia del cristianismo primitivo, para las cuales no tenga yo ninguna solución directa y que resuelva tersamente en cada aspecto. Pero tales dificultades son demasiado particulares y—comparadas con el peso de la existencia—-de peso objetivamente demasiado ligero, para que pudiera permitírseles determinar la vida entera indeciblemente, profunda. Mi fe no depende de que exe-gética y eclesiásticamente haya sido ya encontrada o no la interpretación recta de los primeros capítulos del Génesis, de si una decisión de la Comisión Bíblica o del Santo Oficio es o no es conclusión última de sabiduría. Tales argumentos, por tanto, están de antemano fuera de cuestión. Naturalmente, hay otras impugnaciones, tales que llegan a lo hondo. Pero ésas precisamente resaltan el verdadero cristianismo, si uno se coloca frente a ellas honrada a la par que humildemente. Alcanzan el corazón, el centro más íntimo de la existencia, lo amenazan, lo colocan en la cuestionabilidad última del hombre en cuanto tal.

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Pero es así como pueden ser el dolor del verdadero parto de la existencia cristiana. La argumentación de la existencia misma deja al hombre que se haga solitario, como colocado en el vacío, como apresado en una pendiente infinita, entregado a su libertad y, sin embargo, no seguro de ella, como rodeado por un mar infinito de tinieblas y por una noche desmesurada, inexplorada, salvándose siempre de una interinidad a otra, quebradizo, pobre, agitado de través por el dolor de su contingencia, convicto siempre nuevamente de su dependencia de lo meramente biológico, de lo estúpidamente social, de lo convencional (incluso cuando se opone a ello). Rastrea, cómo la muerte se asienta en él, en, medio de su vida, cómo es la frontera en absoluto, la que no puede traspasar por sí mismo, cómo los ideales de la existencia se fatigan y pierden su brillo de juventud, cómo se cansa uno del hábil palabreo en el mercado de la vida y de la ciencia, de la ciencia también. El argumento propio contra el cristianismo es la experiencia de la vida, esa experiencia de la tiniebla. Y yo he hecho siempre la experiencia de que detrás de los argumentos profesionales de los científicos contra el cristianismo estaban siempre, como fuerza última y como decisión previa apriorística, de las que esos reparos viven, las experiencias últimas de la existencia, que hacen al espíritu y al corazón oscuros, cansados y desesperados. Estas experiencias buscan objetivarse, hacerse enunciables en los reparos de los científicos y de las ciencias, por muy importantes que puedan ser en sí éstos y por muy seriamente que haya que ponderarlos.

Pero es que esta experiencia es también el argumento del cristianismo. Porque ¿qué dice el cristianismo? ¿Qué anuncia? Dice, y nada más, a pesar de la apariencia de una moral y una dogmática complicadas, algo muy sencillo; algo sencillo, como articulación de lo cual aparecen todos y cada uno de los dogmas del cristianismo (también quizá sólo entonces cuando éstos estén dados). Porque ¿qué dice propiamente el cristianismo? Desde luego, no otra cosa que: el misterio permanece misterio eternamente; este misterio quiere, en cuanto lo infinito, incomprensible, en cuanto lo indecible, llamado Dios, en, cuanto cercanía que se dona a sí misma en autocomunicación absoluta, comunicarse el espíritu humano en medio de la experiencia do su finita vacuidad; esa cercanía ha acontecido no sólo en lo

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que llamamos gracia, sino también, en perceptibilidad histórica, en aquel a quien llamamos el Dios-hombre; en esas dos maneras de la autocomunicación divina—por medio de su radical índole absoluta y sobre el fondo de la identidad del «en-sí» de Dios y su «para-nosotros»—está también comunicada, y revelada por tanto, la duplicidad de una relación divina interna, es decir, eso que confesamos como la tripersonalidad del Dios uno.

Estos tres misterios de índole absoluta del cristianisnío (Trinidad, Encarnación, Gracia) son experimentados, en cuanto que el hombre se experimenta a sí mismo ineludiblemente como fundado en el abismo del misterio no suprimible, y experimentando este misterio lo acepta (es lo que se llama fe) en la profundidad de su conciencia y en la concreción de su historia (ambas son constitutivas para su existencia) como cercanía que calma y no como juicio abrasador. Que este misterio radical es cercanía y no lejanía, amor que se entrega a sí mismo y no juicio que empuja al hombre al infierno de su futilidad, le resulta a éste difícil de creer y de aceptar, tanto que esta luz puede que se nos aparezca más tenebrosa casi que nuestra propia tiniebla, tanto que aceptarla reclama y consume en cierta manera la fuerza entera de nuestro espíritu y nuestro corazón, de nuestra libertad y nuestra total existencia. Pero cómo: ¿es que no hay tanta luz, tanta alegría, tanto amor, tanta magnificencia por fuera y por dentro en el mundo y en el hombre, para que se pueda decir: todo esto se esclarece desde una luz absoluta, desde una absoluta alegría, desde un amor y magnificencia absolutos, desde un ser absoluto, pero no desde una futilidad vacía que no esclarece nada, si tampoco comprendemos cómo puede haber esa nuestra tiniebla y esa nuestra futilidad mortales, existiendo la infinitud de la llenumbre, aunque sea como misterio? ¿No puedo decir que me atengo a la luz, a la venturanza, y no al tormento infernal de mi existencia?

Si aceptase los argumentos de la existencia contra el cristianismo, ¿qué me ofrecerían para existir? ¿La valentía de la honradez y la magnificencia de la tenacidad para oponerme a lo absurdo de la existencia? Pero ¿se puede aceptar esto como grande,.como algo que obliga, como magnífico, sin haber dicho ya, se sepa reflejamente o no, se quiera o no, que existe lo mag-

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nífico y lo digno? ¿Y cómo es que ha de existir en el abismo del vacío y del absurdo? Y quien valerosamente acepta la vida, aunque sea un positivista miope y primitivo, que aparentemente se queda con paciencia en la pobretería de lo superficial, ha aceptado ya a un Dios, tal y como es en sí, tal y como quiere ser frente a nosotros en amor y libertad, como el Dios, por tanto, de la eterna vida de la divina autocomunicación, en la cual el centro del hombre es Dios mismo y su forma la del Dios hecho hombre. Porque quien se acepta realmente a sí misma, acepta el misterio en cuanto ese vacío infinito, que es el hombre, se acepta en la imprevisibilidad de su incontrolable determinación, y por lo mismo acepta tácitamente y sin cálculo de antemano a aquél, que ha resuelto colmar esa infinitud de vacío en cuanto (misterio, que es el hombre, con la infinitud de su llenum-bre, que es el misterio que se llama Dios. Y si el cristianismo no es ninguna otra cosa que el enunciado claro de lo que el hombre experimenta oscuramente en la existencia concreta, la cual realmente es siempre en el orden concreto más que mera naturaleza espiritual, a saber espíritu, que está iluminado desde dentro por la luz de la gracia indebida de Dios, y de esta manera, si se acepta a sí mismo de verdad y por entero, acepta, aunque irrefleja e indeclaradamente, esa luz, y cree por tanto; si el cristianismo es la puesta en posesión, que sucede con absoluto optimismo, del misterio por el hombre, ¿qué razón debería tener yo entonces para no ser cristiano? Conozco sólo una razón que me acosa: la desesperación, el desmenuzamiento de la existencia en el gris escepticismo cotidiano, que ni siquiera llega a una protesta contra la existencia, el barato dejar-reposar-sobre-sí de esa pregunta calladamente infinita que nosotros somos, lo cual no sostiene y acepta esa pregunta, sino que la desvía hacia la miseria de la cotidianeidad; aunque con todo esto no ha de negarse, que la callada probidad de la paciencia en el deber de cada día, puede ser también forma de un cristianismo anónimo, en la que más de uno puede tácticamente (si es que no hace de ello con escepticismo o por capricho sistema absoluto) asir lo cristiano con más autenticidad que en sus formas más explícitas, las cuales pueden ser frecuentemente tan vacías y hasta como un medio de evasión ante el misterio en lugar de la explicitud del colocarse a sí mismo frente a él. Este abis-

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mo pudiera paralizar el optimismo infinito, que cree que el hombre es la finitud dotada de la infinitud de Dios. Pero si yo cedo a este argumento, ¿qué tomaría a cambio por el cristianismo? Vacío, desesperación, noche y muerte. ¿Y qué razón podría tener, para considerar este abismo como ¡más verdadero y real que el abismo de Dios? Es más fácil dejarse caer en el propio vacío, que en el abismo del misterio venturoso. Pero no es más valiente ni más verdadero. Esta verdad, es cierto, alumbra sólo, si es aceptada y amada, porque es la verdad que hace libre, y que por eso da su lumbre solo en la libertad, que lo osa todo hacia arriba. Pero está ahí. Yo la he llamado. Y ella da testimonio de sí. Y me da a mí, lo que yo debo darla, para que sea y permanezca en mí como la ventura y la fuerza de la existencia, me da el ánimo de creer en ella y de invocarla, cuando las noches y desesperaciones todas y todos los vacíos muertos quieren, devorarme.

Veo miles y miles de hombres a mi alrededor, veo culturas enteras, épocas de la historia en torno a mí, antes y después de mí, que son explícitamente no cristianas. Veo que se ciernen tiempos, en los que el cristianismo ya no es lo sobreentendido en Europa y en el mundo. Lo sé. Pero a fin de cuentas no puede afectarme. ¿Por qué no? Porque veo por doquier un cristianismo anónimo, porque en mi propio cristianismo expreso no reconozco una opinión junto a otra, que la contradiga, sino que no advierto en él otra cosa que un haber-Ilegado-a-sí-mismo de lo que en cuanto verdad y amor pudo vivir también, y vive, en todas partes. No tengo a los no cristianos ni por más tontos, ni por gentes con menos buena voluntad que la que yo tengo. Pero si por causa de, la multiplicidad de las concepciones del mundo cayese en un escepticismo cobarde y vacío, ¿tendría entonces una mayor probabilidad de alcanzar la verdad, que si permanezco cristiano? No, porque también el escepticismo y el agnosticismo son sólo unas opiniones junto a otras, y precisamente las opiniones más vacías y cobardes. No es de esta manera como se puede eludir en este mundo la multiplicidad de sus concepciones. La abstinencia de una decisión! conceptiva del mundo es también una decisión. Y la peor.

Y además: yo no tengo razón alguna, para considerar el cristianismo como una concepción del mundo junto a otra.

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Entended el cristianismo con exactitud. Comparadle. Escuchad exactamente, lo que de veras dice el cristianismo. Escuchad con toda exactitud, pero también con toda la anchura del espíritu y del corazón. Entonces no oiréis en ninguna otra parte, algo que sea bueno, verdadero, que redima y esclarezca la existencia, la haga patente a la infinitud del misterio divino, algo que encontraseis en, otra concepción del mundo y en el cristianismo no. Quizás oigáis en alguna parte, algo que os llama, que os aguijonea, que ensancha el horizonte de vuestro espíritu, que os hace más ricos y más claros. Pero todo esto es: o algo provisional, que no resuelve y no quiere responder la última pregunta de la existencia frente a la muerte, y que tiene tranquilamente sitio en la anchura de la existencia cristiana, aunque tal vez no haya sido cultivado por los cristianos de hecho, o es algo, que reconocéis como momento de un cristianismo auténtico, solo con explorar éste más exactamente, más valerosamente, más penetrantemente. Advertiréis quizás, que con vuestro cristianismo conceptuahnente reflejo no lográis una síntesis completa y acabada de esos conocimientos, experiencias vitales, realidades del arte, de la filosofía, de la poesía. Pero tampoco descubriréis nunca una contradicción definitiva e insuperable entre experiencias, conocimientos legítimos, realidades que hacen feliz de una parte y un cristianismo auténtico de otra.

Porque es lícito ser, en este sentido, cristiano y «pagano» a la vez, ya que no sería católico afirmar sólo unu fuente de experiencia y de saber, mientras que el cristianismo católico enseña un pluralismo auténtico en último término no adminístrame absolutamente por el hombre (está entregado a Dios), quedando por lo mismo siempre su síntesis de lo plural, de la humana existencia, como una tarea inacabada en la brevedad de ésta. Tenéis por tanto, el derecho y el deber, de escuchar al cristianismo en cuanto el mensaje universal, por nada limitable, de la verdad, el cual solamente dice no a las negaciones de otras concepciones del mundo, y no a su sí auténtico. Escuchad al cristianismo como el mensaje universal que «suspende» todo y por eso lo conserva todo, como el que no prohibe nada más que la autoclausura del hombre en su finitud, como el que sólo prohibe que el hombre no crea que está dotado de la radical infinitud del Dios absoluto, que es el «finitum capax infiniti».

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Ya sé, que ese mensaje de la infinitud, de la verdad y libertad absolutas del cristianismo, será frecuentemente interpretado con corazón mezquino por sus rabinos y sus escribas, como una teoría, que disputando y con esfuerzo, se afirma junto a otras, que se pierde en un litigio verbal sin fin, y que es sólo la contraposición dialéctica de otras opiniones o experiencias. ¡Pero no os dejéis afectar por la mezquindad de la teología! El cristianismo es una anchura infinita. Puesto que entre todas las religiones el cristianismo dice la que menos en particularidades, ya que dice una cosa, pero ésta con toda la magnificencia radiante de la verdad y con el coraje último de la existencia, que sólo Dios mismo puede dar: la llenumbre absoluta, incomprensible e innominada, infinita e indecible, se ha convertido, en cuanto sí misma y sin reducción alguna, en magnificencia inferior de la creatura, sólo con que ésta quiera aceptarla. Y por eso no vemos nosotros los cristianos a los no cristianos como a los que, siendo más tontos o de voluntad malvada o simplemente más desgraciados, han tomado el error por la verdad, sino (y esto se da en el mundo de la historia y del devenir, en el que lo definitivo está aún de camino hacia la consumación) como a quienes en el fondo de su esencia ya dotados de gracia, o pueden estarlo, por la infinita gracia de Dios en virtud de su voluntad general de salvación, los que han sido ya preguntados por la eterna gracia de Dios, si es que quieren aceptarlo a El, los que todavía no han llegado a la conciencia refleja de lo que ya son: llamados por Dios, por el Dios de la eterna j i d a trinitaria. Si nosotros sabemos ya, si también hemos oído ya la noticia, que llega en la palabra humana de la revelación jerárquica, de lo que somos nosotros y ellos, entonces esto es gracia, que todavía no podemos decir de los otros, esto es entonces responsabilidad terrible para nosotros, que tenemos que ser ya libremente, lo que somos por necesidad: los buscados por Dios. Pero tampoco es razón alguna para no ser cristiano ya explícitamente oficia], que otros lo sean sólo anónimamente, tal vez primero en cuanto preguntados y no hechos aún, en ámbito reflejo de conceptos, cristianos de confesión explícita.

Ciertamente: el radical comprometerse de Dios con el mundo, la idea del Dios-hombre, que se deja comprender como el alargamiento, por lo menos hipotético, de la esencia del hombre

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en tanto apertura vacía frente a la infinitud de Dios, el que esto acontezca exactamente en Jesús de Nazaret bajo el emperador César y bajo Poncio Pilato, todo esto no es derivable a priori, esta, casi podría decirse, concreción una y aposteriori-dad histórica son propias del cristianismo. Pero incluso de antemano, antes de todas las pruebas a posteriori de la auto-declaración de Jesús de Nazaret y del testimonio milagroso de esta autodeclaración, me es fácil (si es que lo desmesurado puede nombrarse con facilidad, ya que si es el amor, aparece fácilmente como lo más difícil) creer en Jesús como en el hijo de Dios. ¿Por qué? Esta doctrina de la unión hipostática, entendida de manera realmente católica, es decir calcedonianamente, no tiene en sí absolutamente nada de mitología. Tan poco como es mitología si digo: la infinitud de Dios me está dada en la absoluta trascendencia del espíritu, y su estar presente es más verdadero, más real que toda realidad cósica-finita, porque algo es real en la medida en que está cabe sí y cabe la infinitud absoluta del ser; tan poco como es mitología, si digo: en un hombre determinado, que es hombre absolutamente real, con todo lo que dice esta palabra, con conciencia humana, con libertad, historicidad, veneración, obediencia y tormento de la muerte, ha alcanzado un punto álgido, absoluto e insuperable, la autotrascendencia que está siempre en nosotros fundamentalmente en devenir y en comienzo, y ha sucedido la autocomu-nicación de Dios a la espiritualidad creada de una manera insuperable también e irrepetible. No es ninguna mitología, si digo: he ahí un hombre, desde cuya existencia puedo atreverme a creer que Dios me ha dicho sí irrevocable y definitivamente, en el que ese absoluto decir sí de Dios a toda creatura espiritual y la aceptación de ese sí por la creatura, están atestiguados unívoca, irrevocable y comunicativamente, haciéndose entonces para mí creíbles. Pero si puede entenderse realmente esta frase en su peso ontológico, entonces se ha enunciado la unión hipostática y se la ha comprendido como una realización irrepetible, la cual no acontece en ninguna otra parte y es proeza de Dios, de eso que ser hombre significa en general. Con lo cual el misterio y la libertad divina no decrecen cuando efectúan la unión hipostática, y ésta pierde todo regusto de mito-logema y de la penosa impresión de que se trata de un analogon

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de las fábulas griegas o de otras, de antropomorfismo, según los cuales Dios, lo infinito, incomprensible, se ha servido de la librea de una figura humana, para conseguir aún en cierto modo en un segundo arranque, lo que se le malogró en cuanto regente del mundo en la creación del mismo.

Y además: hay que considerar siempre, que para una doctrina realmente cristiana acerca de la relación del mundo y Dios, la propia consistencia de la creatura no crece en una proporción inversa sino directa para con la magnitud de su dependencia y pertenencia a Dios; que Jesús por tanto, porque su realidad humana es adoptada y pertenece al logos eterno de la manera más radical, es el hombre más verdadero, más autónomo, es quien ha descendido más hondo dentro de los abismos de lo humano, quien ha muerto más realmente y el que permanece hombre de manera más definitiva.

Ahora bien: si lo que ha podido ahora ser insinuado solamente, es verdad, si con la esencia del hombre y su autotrascendencia hay dada una idea de la humanidad divina (aunque tal vez de hecho llegue a sí misma temporalmente sólo después de la experiencia de la encarnación), si cuando el hombre se entiende mejor a sí mismo, es cuando se comprende como la posible autodeclaración de Dios, que se ha hecho realidad en ese hombre que es Jesús, entonces no es ya tan difícil reconocer en Jesús precisamente la realidad de esa posibilidad. Porque ¿dónde está si no un hombre de la historia claramente perceptible, que haya tenido pretensión sobre ese acontecimiento como sucedido en él? ¿Dónde está alguien, fuera precisamente del Jesús bíblico, cuya vida humana, cuya muerte—-y digamos además resurrección—, a quien ser amado por hombres innumerables pudiera dar el coraje y la legitimación espiritual, para mantener semejante pretensión? Si yo me sé a mí mismo como el compañero de un comprometerse uno para con otro absolutamente recíproco entre Dios y la creatura espiritual, si todo habla a favor y nada propiamente en contra, ¿por qué no debía reconocer que ese consorcio de compromiso recíproco de uno para con otro es en Jesús tan radical desde el comienzo, que perteneciendo el lado divino a Dios no sólo como al creador en distancia, sino también a Dios como a aquél que se declara, la respuesta en él del hombre a Dios es otra vez la

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palabra de Dios mismo y exactamente por eso la respuesta más autónoma del hombre én cuanto criatura? ¿Dónde podría yo tener, fuera de Jesús, el coraje para tal fe, que quiero o que me es lícito poseer porque resulta de la profundidad de la experiencia de la trascendencia llena de la gracia de Dios? Si ha de haber un punto omega, al que converge toda la historia del mundo, si puedo esperar de la experiencia según gracia de la propia cercanía a Dios, que haya ese punto omega (para hablar en la terminología de Teilhard de Chardin), o que por lo menos no es loco atrevimiento el preguntar, el buscar, si ha penetrado ya en la historia, ¿ha de parecerme entonces absurdo encontrarle en Jesús de Nazaret? En aquel que todavía en la muerte ponía su alma en las manos del Padre, en aquel que convencía, precisamente ¡porque no tenía necesidad de discutir avisados problemas de concepción del mundo, en aquel que sabía radicalmente del misterio en cuanto misterio, del juicio devorador, de la muerte del hombre, de su culpa abisal, y llamaba, sin embargo, a ese misterio Padre y a nosotros sus hermanos. Y que se sabía simple y llanamente como hijo, y sabía su muerte como la reconciliación del mundo. Nadie puede ser forzado, por medio de discusiones, a creer en Jesús de Nazaret como en la absoluta presencia de Dios. Esta fe es libre porque cree en algo histórico, en algo contingente. Pero quien tiene las ideas por seria y existencialmente verdaderas, sólo cuando poseen carne y sangre, ese puede creer más fácilmente en la idea de la humanidad divina, si cree en Jesús de Nazaret, si encuentra en carne, lo que es el proyecto venturoso de la más alta posibilidad del hombre, desde la cual por primera vez se sabe qué significa hombre propia y últimamente.

Una cosa todavía por decir acerca de esta idea del Dios-hombre y acerca de la facticidad de Jesús como Dios-hombre real: él es ciertamente, puesto que es el sí de Dios al mundo y la adopción del mundo en Dios en persona y en cuanto persona, el acontecimiento inalcanzable, definitivo, escatológico. Después de él, si no no sería el Dios-hombre, no puede venir experiencia religiosa alguna, ningún profeta más que pudiera adelantarle, algo por medio de lo cual apareciese en el lugar de lo de hasta ahora, relevando lo antiguo, algo nuevo y mejor-

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¿Cómo podría ser posible? Hay dos palabras y dos realidades inalcanzables y con ellas su convergencia: el hombre como la infinita pregunta y el misterio infinito como respuesta absoluta e infinita en tanto permanece como misterio: hombre y Dios. Y por eso el Dios-hombre es inalcanzable; un profeta nuevo no puede llegar a más, puede quedarse atrás, detrás de la respuesta que es el Dios-hombre o a lo más copiarla. Pero por medio de esta fórmula real, inalcanzable del mundo, de su sentido y de su tarea, el mundo y la historia han llegado a su propio sentido (también en perceptibilidad conceptual e histórica), no así a su fin, como si no pudiese haber propiamente ya ninguna historia en lo que vale la pena de ser pensado y hecho. Todo lo contrario: la historia (que ha de suceder en saber y libertad) ha entrado ahora en posesión de su auténtico principio, ha experimentado el centro de lo porvenir, reconocido su determinación infinita como dada a ella interiormente en propiedad. Y por eso comienza ahora propiamente la historia, inabarcable, aventurera, incontrolable (naturalmente incontrolable también respecto a su fin), una historia, sin embargo, que se sabe albergada en el amor de Dios, el cual les ha tomado ya la delantera a todos sus juicios, que puede entenderse a sí misma magnífica y victoriosamente a pesar de todos los terrores que han sucedido ya en ella y que sucederán todavía acrecentándose tal vez apocalípticamente. Y el desenlace de esta historia sustentada por el Dios-hombre, anudada en él, el absoluto mediador, es la cercanía absoluta para con Dios de todos los espíritus salvados, la última inmediateidad radical para con El, tal y como la constituye, según la esencia, la deificación interior del Dios-hombre en su realidad humana. Así se pone de manifiesto, que la meta y el sentido de la unidad humano-divina es la inmediateidad de la criatura espiritual en general para con Dios, que nosotros por tanto estamos en toda verdad concebidos de antemano como los hermanos del Dios-hombre, y que en él la cercanía irrepetible de Dios y del hombre no hay que interpretarla en el primer arranque como un no o una cercanía del restante espíritu creado para con el misterio absoluto, sino como su fundamentación y como sí radical ya realizado. Por lo tanto, se puede hablar de una verdadera humanidad-divina de la humanidad entera.

Pero todavía hay otro impedimento y peligro de la fe junto

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a la abisal amargura de la existencia y la multiplicidad de las concepciones del mundo: la comunidad de la fe misma, la Iglesia. Es cierto que para la mirada sin prejuicios del medi-tador de la historia es también la Iglesia santa, el signo, que elevado sobre las naciones por su fertilidad inagotable en todo sentido, da un testimonio por medio de sí mismo de su ser efectuado por Dios. Pero es también la Iglesia pecadora de los pecadores, la Iglesia pecadora, porque nosotros, miembros de la Iglesia, somos pecadores. Y esta pecaminosidad de la Iglesia no quiere decir solamente la suma de las insuficiencias, que, por así decirlo, permanecen privadas, de sus miembros, hasta de los portadores de los más altos y santos ministerios. La pecaminosidad e insuficiencia de los miembros de la Iglesia opera también en el obrar y omitir que, estando en el ámbito de la experiencia humana, ha de ser designado como obrar y omitir de la Iglesia misma. La humanidad pecadora y su insuficienia, la miopía, el quedarse detrás de las exigencias de cada hora, la falta de comprensión para las indigencias del tiempo, para sus tareas y sus tendencias de futuro, todas esas peculiaridades tan humanas son también peculiaridades de los portadores del mnisterio y de todos los miembros de la Iglesia, y repercuten por permisión de Dios en lo que la Iglesia hace y es. Sería obcecación alocada y orgullo clerical, egoísmo de grupo y culto de persona propio de un sistema totalitario, todo lo cual no conviene a la Iglesia en cuanto comunidad de Jesús, humilde y manso de corazón, si se quisiera negar esto o paliarlo o minimizarlo, o ser de la opinión de que esta carga es sólo la carga de la Iglesia de tiempos anteriores, que hoy le ha sido retirada. No, la Iglesia es la Iglesia de los pobres pecadores, es la Iglesia que no tiene frecuentemente el coraje de meditar el futuro como el futuro de Dios, igual que ha experimentado el pasado como de Dios también. Es con frecuencia la que glorifica su pasado, y mira el presente, allí donde no le ha hecho ella misma, con ojos torcidos, condenándole demasiado fácilmente. Es con frecuencia la que en cuestiones de ciencia no sólo avanza lenta y circunspectamente con mucho cuidado por la pureza de la fe y su integridad, sino que espera además demasiado, habiendo dicho en el siglo XIX y en el XX con demasiada rapidez que no, cuando hubiese podido decir ya antes un sí, desde luego mati-

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zado y distintivo. Ha estado con más frecuencia por los poderosos y se ha hecho demasiado poco abogada de los pobres, ha dicho su crítica a los poderosos de esta tierra demasiado suavemente, de tal manera que más bien parecía como si quisiera procurarse un alibi sin entrar de veras en conflicto con los grandes de este mundo. Se mantiene muchas veces más con el aparato de su burocracia que con el entusiasmo de su espíritu, ama a veces más la calma que el temporal, lo acreditado ya de antiguo más que lo audazmente nuevo. En sus portadores del ministerio ha cometido frecuentemente injusticias contra santos, pensadores, contra los que preguntan dolorosamente, contra sus teólogos, que querían sólo servirla incondicionalmente. Ha reprimido y no raras veces la opinión pública en la Iglesia, aunque según Pío XII sea ésta indispensable para el bien de la Iglesia misma, ha confundido reiteradamente la ilustración de una buena tradición de escuela con la árida mediocridad de una teología y una filosofía de medias tintas. Frente a los que están fuera, los ortodoxos y los protestantes, se ha mostrado mucho más a menudo en el papel de un juez que anatematiza que en el de una madre que ama y que, humildemente y sin ergotismos, hale al encuentro de su hijo hasta la frontera de lo posible. Al espíritu, que en el fondo es el suyo, más de una vez no le ha reconocido como tal, si sopla, como precisamente hace, donde quiere, por entre las callejuelas de la historia universal y no por la galerías de la Iglesia misma. Frecuentemente, «n contra de su auténtica esencia y de la plenitud de su verdad (sin, denegarla, desde luego), se ha dejado maniobrar por herejías y otras tentativas rebajándose al nivel de unilateralidad de sus adversarios, y ha expuesto su doctrina no como un sí de mayor amplitud a lo pensado «propiamente» y de manera escondida en la herejía, sino como un no al parecer meramente dialéctico. Según toda medida humana ha desperdiciado con frecuencia horas estelares decisivas para su propia tarea o ha querido percibirlas, cuando el kairós para ello había pasado ya. Cuando pensaba representar la señorial inexorabilidad de la ley divina (lo cual es ciertamente su santo deber), ha jugado, y no en contados casos, el papel de una gobernanta pequeño-burguesa y refunfuñona, ha intentado, con corazón estrecho y entendimiento demasiado mediocre de la existencia, reglamentar la vida con el

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espejo de confesonario, que está bien para la famosa Lieschen Müller 1 en la ciudad pequeña y bien temperada del siglo XIX. Ha preguntado con demasía por la decencia bien ordenada, que no deja que llegue hasta ella culpa alguna, y no por el espíritu ufano, por el corazón amante y por la vida esforzada. Son demasiados los espíritus ante los que no ha sido capaz de acreditarse fidedignamente, para que tenga derecho a ver la culpa y la catástrofe solamente del otro lado.

Todo esto es verdad. Todo esto es una impugnación de la fe, una carga que puede posarse sobre cada uno casi asfixiante-mente. Pero por de pronto: ¿no pertenecemos nosotros mismos a esa carga, que se posa sobre nosotros y amenaza nuestra fe? ¿No somos también nosotros mismos pecadores? ¿No pertenecemos nosotros también a la cansada, gris multitud de los que en la Iglesia, por medio de su mediocridad, de su cobardía, de su egoísmo, entenebrecen la luz del Evangelio? ¿Tenemos realmente el derecho de arrojar la primera piedra sobre esa pecadora, que está ahí, acusada ante el Señor y que se llama Iglesia? ¿No estamos nosotros mismos acusados también en ella y con ella y entregados a la misericordia, a las duras y a las maduras? Y además: si sabemos que la verdad y la realidad pueden ser realizadas solamente sobre la tierra, en la historia y en la carne, y no en un idealismo vacío, si sabemos hoy más que nunca que el hombre se encuentra a sí mismo únicamente en una comunidad que exige dura y unívocamente, y que todo solipsisrno de cualquier especie, cualquier resguardo del individuo preciosista y al cuidado de sí mismo es un ideal pasado (y siempre falso), entonces para el hombre actual puede haber sólo un camino: soportar la carga de la comunidad como camino verdadero de la libertad real de la persona y de la verdad; entonces la Iglesia de los pecadores puede seguir siendo desde luego una pesada carga para nosotros, pero no significar ya un escándalo, que destruye el coraje de la fe. Y finalmente: buscamos a Dios en la carne de nuestra existencia, hemos de recibir el cuerpo del Señor, queremos estar bautizados en su muerte, queremos estar incluidos en la historia de los santos y de los grandes espíritus que amaron a la Iglesia y la guardaron fidelidad.

1 Más que personaje una locución casi, en la que se resume el amortiguamiento vital del pequeño-burgués. (N. del T.)

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Esto se puede nada más que viviendo en. la Iglesia y portando conjuntamente su carga, carga que es la nuestra propia. En tanto se consume en ella el sacramento del espíritu y del cuerpo del Señor, toda insuficiencia humana es, a fin de cuentas, la sombra que cede y que sí puede asustar, pero que no mata. Nuestro amor, nuestra obediencia, nuestro silencio y el coraje, donde sea necesario, tal Pablo frente a Pedro, de confesar ante los representantes de la Iglesia oficial la verdadera Iglesia y su espíritu del amor y de la libertad, estas son las realidades más santas en la Iglesia y por eso siempre también las más poderosas, más que toda la mediocridad y todo el tradicionalismo pasmado, que no quiere creer, que nuestro Dios es el Dios eterno de todo futuro. Nuestra fe puede ser impugnada en lo concreto de la Iglesia, en ello puede madurar pero no morir, si es que nosotros no la hemos dejado morir de antemano en nuestro corazón.

Es difícil enjuiciar el tiempo propio. Pero yo soy de la opinión de que los espíritus jóvenes no tienen en el nuestro ninguna clase de facilidades. Puesto que para ellos hay algo especialmente difícil y, sin embargo, necesario: distinguir el cristianismo auténtico, la fe auténtica en Jesucristo, su reino y su gracia redentora, de todo aquello sobre lo cual se puede ser de muchas opiniones y en torno a lo cual hay tal \ez que luchar duros combates, trágicos, amargos: las cosas de la ciencia, de la cultura, la nueva configuración de la existencia terrena, la política, las realidades sociales, la libertad en esta tierra, la misión europea, el sitio de Alemania en la historia universal que comienza ahora en cuanto una. No como si estas dos cosas no tuviesen que ver nada la una con la otra. Tienen mucho que ver. Por de pronto, porque cada hombre será preguntado en el juicio de la eternidad por cómo haya también cumplido su misión y tarea muy terrenas, y porque el laico sobre todo es un buen cristiano solamente si ama la tierra, los hombres y su historia, si en la llamada de ésta escucha el clamor de su Dios, que ha creado el cielo y la tierra. Pero por mucho que la doctrina del cristianismo incluya también una ordenación de la tierra, del pueblo, del orden social, de la historia, no puede, sin embargo, de su mensaje sólo ser derivado sistemáticamente un imperativo unívoco para la configuración del futuro en el ám-

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bito terrenal. Lo cual condiciona que sobre las cosas de esta tierra, de la configuración de las circunstancias políticas, estatales, oficiales, sobre la dosificación de libertad y orden, sobre las formas concretas de la tolerancia, sobre la dirección de marcha para la historia de un pueblo, sobre el análisis de la situación actual y de las consecuencias que de ella resultan, también los cristianos pueden estar desunidos, terriblemente desunidos, y que tal vez no les quede otro remedio que luchar unos contra otros con las armas que Dios ha dado como legítimas al espíritu del hombre. Simplemente no es verdad que cristianos, que católicos, tengamos o podamos estar unidos siempre en todo, que la Iglesia oficial pueda imponer en todo y a cada uno una norma obligativa. Es verdad que, en sus representantes concretos, la Iglesia puede ser miope y cometer transgresiones de frontera, que ni ante las auténticas normas del cristianismo ni ante la historia pueden estar justificadas.

Porque siempre puede ocurrir algo así, porque algo así puede y debe esperarse, en todo tiempo y en cada situación, de la finitud y pecaminosidad de los miembros de la Iglesia, por eso soy de la opinión de que la juventud actual no podrá ser preservada en el tiempo presente de tales situaciones. Por lo cual tiene precisamente la tarea de llevar semejantes posibles conflictos con paciencia, con finura, con amor a la Iglesia, amor a los hombres de la Iglesia, aun cuando estén en muchas cosas desavenidos con nosotros, con sobriedad; de no perder de vista el reino de Dios en el cuidado por las tareas terrenas; de saber que no se gana el verdadero futuro, negando el auténtico pasado, de comprender que hoy todavía Occidente tiene en el mundo-una misión terrena y una misión cristiana: tomar lo verdadero-de lo antiguo para el camino hacia la región de un futuro mejor, más libre, más grande; de entender, que solo se es fiel al pasado, cuando se busca conquistarle un futuro, que el verdadero conservador es el que camina resueltamente al encuentro de un futuro nuevo, de no dejarse amargar y desanimar en el esfuerzo de coordinar la libertad de los hijos de Dios, la responsabilidad de la propia conciencia y la misión y tarea propias con obediencia eclesiástica y con la paciencia, que puede esperar, hasta que el tiempo nuevo dé también en la Iglesia frutos maduros; de realizar aquello, de que el grano de siembra ha de

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morir para que dé fruto, de tener el coraje de vencer la injusticia por medio del amor. Quien en la Iglesia viva así su cometido frente al futuro, sobrellevará la figura histórica de aquella, sin que se convierta en una impugnación de la fe, que fuese insuperable. Puede ser que la Iglesia oficial coloque a alguno entre el dilema de caer en el descreimiento o de crecer por encima de sí mismo y ejercitar en silencio y paciencia una humildad más grande, una justicia más santa y un amor más fuerte que los que viven para darnos ejemplo los representantes eclesiásticos oficiales. ¿Por qué no ha de ser posible una situación semejante? ¿Y por qué nosotros no habíamos de salir airosos de ella? Si nos atrevemos a crecer así por encima de nosotros mismos y a morir como grano de siembra en el campo de labranza de la Iglesia, y no a sus puertas como revolucionarios, entonces advertiremos que sólo tal proeza nos libera en verdad hasta dentro de la infinitud de Dios. Puesto que la fe que en esta Iglesia se nos exige es la proeza, que donada por Dios, acepta el misterio infinito como cercanía del amor que perdona. Lo cual no puede suceder sin una muerte que nos hace vivos. En esta aceptación está contenido el cristianismo entero como su propia y venturosa esencia. Atreverse a tal fe, es hoy posible. Hoy más que nunca.

Este mensaje de la posibilidad de la fe cristiana hoy y mañana, le entenderá al fin y al cabo únicamente aquél, que no sólo le oye, sino que le ejecuta, se compromete por él en su existencia en cuanto que reza, es decir, en cuanto que tiene el coraje de hablar dentro de esa inefabilidad callada y que nos rodea amorosamente, y esto con la voluntad de confiarse a ella y con la fe de ser aceptado por el misterio santo, que llamamos Dios; en cuanto que se esfuerza en ser fiel a la voz exigente de su conciencia; en cuanto que plantea a las cuestiones de la vida la pregunta una, callada, que lo abarca todo, de su existencia; porque no se escapa de ella, porque la llama y la interpreta, se abre a ella y la acepta como un misterio de infinito amor. Que no se diga que no puede vivirse la doctrina del cristianismo, si no se está ya convencido de ella. Que no se puede, por tanto, comprobar así la verdad. Porque nosotros somos los ya dispuestos, y no hay hombre alguno, que en esa realidad, que precede a su libertad y que nunca será alcanzada

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por completo por dicha libertad finita, n i amortizada tampoco por entero, no sea ya cristiano de alguna manera: hombre del anhelo, hombre del amor que ha quedado todavía, hombre del cual lo más íntimo se alegra más en la verdad que en la mentira, que aún ve diferencias, porque ni siquiera el peor positivista y el materialista más escéptico consiguen llevar a cabo, no ver ya ni percibir en su existencia ninguna exigencia y ninguna llamada. Puede que uno, que no ha aceptado ya con plena consecuencia y en libertad refleja su cristianismo dado de antemano, no sea todavía un cristiano pleno, crecido del todo, que ha llegado a sí mismo reflejamente; pero no podrá conseguir, desde luego, que la dinámica de su ser hombre y de la gracia de Dios no le oriente a la existencia cristiana. Por tanto, cuando se dice que se debe experimentar desde la experiencia de la propia existencia, si el cristianismo es la verdad de la vida, no se enuncia ninguna pretensión exagerada. Se dice sólo: únete con lo auténtico, con lo exigente, con lo que reclama todo, con el coraje para con el misterio en t i ; se dice sólo: sigue adelante, en dondequiera que ahora estés, sigue la luz, aunque ahora sea todavía pequeña, aunque ahora arda todavía humildemente, llama al misterio, precisamente porque es inapresable. Sigue adelante y encontrarás, espera e interiormente tu esperanza tendrá ya la gracia del cumplimiento. Quien se abre así, podrá estar muy alejado del cristianismo constituido institucionalmente, podrá aparecerse a sí mismo como un ateo, podrá pensar apenado, que no cree en Dios, podrá parecerle lo concreto de la doctrina y del comportamiento vital cristiano raro y aplastante casi. Pero debe seguir adelante, seguir su luz en el fondo más íntimo del corazón. Este camino está ya en medio de la meta.

Y el cristiano no teme no llegar, aunque no logre ya en este tiempo quien así pregunta y busca, explicitar e integrar consumadamente su cristianismo anónimo en el cristianismo expreso de la Iglesia. No es ninguna verdad filosófica, sino una verdad cristiana, que el que busca, ha sido ya encontrado por aquél, a quien busca tal vez innominadamente, pero con valentía y lealtad. ¡ Qué ventura! : no se puede pasar de largo ante el misterio infinito, que nos rodea con amor callado, tan fácilmente como piensan igual los escépticos y ateos que los cristianos estrechos, los cuales piensan en Dios según su corazón demasiado pequeño.

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Y precisamente porque lo rodea todo silenciosamente, porque todos los caminos van a dar a él, en quien vivimos, nos movemos y somos, que no está lejos de ninguno de nosotros, que lo sustenta y lo abarca todo, sin ser abarcado ni alcanzado por nadie, por eso mismo el cristianismo y su fe son por de pronto lo más simple y sobreentendido, porque solamente dice que nosotros estamos llamados a la inmediateidad del misterio de Dios mismo, que éste se nos da en cercanía indecible, que esta cercanía se ha revelado, y definitivamente, en el hijo del hombre, que es entre nosotros la presencia de la eterna palabra de Dios, y que en esta definitividad hecha carne e historia del sí divino de sí mismo, todos los que han escuchado este sí en la dimensión de la historia y de la comunidad, están llamados a la comunidad, llamada Iglesia, de los que en unidad, verdad y amor, y en la celebración de la muerte de su Señor, esperan que se revele lo que ya es: Dios todo y en todo.

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TEOLOGÍA EN EL NUEVO TESTAMENTO

Preguntémonos: ¿hay ya teología en el Nuevo Testamento?, y si la pregunta ha de ser contestada con un sí, ¿qué significa esto para la tarea de la teología actual?

Si de verdad la pregunta propuesta ha de ser contestada rectamente, primero ha de quedar claro lo que se entiende en tal pregunta por «teología». Desde luego que no puede aquí tratarse de una determinación conceptual exhaustiva de este término, como tampoco de la cuestión acerca de si no se pudiese tal vez hablar de teología en varios sentidos diferentes, sustentables por separado, incluso después de haber prescindido del concepto de una «teología natural» y pensando de antemano en la teología solamente, que se refiere a la revelación cristiana y quiere ser «eclesiástica». Digamos por tanto ahora muy simplemente: por teología entendemos, al menos aquí, un conocimiento, cuyo contenido y seguridad no resultan del proceso original de la revelación, que en su evidencia y en su contenido descansa sobre sí mismo, sino que resulta, aunque viniendo últimamente de tal proceso, mediado de alguna manera por él, derivado de él, de un esfuerzo caviloso y de una experiencia religiosa, que no son sin más idénticos con el simple escuchar la revelación sola en cuanto tal. Cierto que tal determinación conceptual (de la que no afirmamos, que sea completa, pero sí que nos basta provisionalmente) supone que tenemos o tendríamos comprensión suficiente de lo que aquí se llama proceso inmediato de revelación de índole original. No podemos ahora adentrarnos en esta cuestión. Para nuestros fines puede muy bien bastar si decimos: el proceso de revelación de índole original mentado aquí, consiste en que Dios efectúa inmediatamente un conocimiento : de determinado contenido y de tal modo, que el contenido de ese conocimiento es aprehendido con claridad y experimentado unívoca e indudablemente como comunicado por Dios, sabiéndose además ese determinado contenido solamente porque a su respecto y de manera inmediata es efectuado por Dios el proceso de revelación. Cómo sucede este proceso, hasta qué punto es

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un esclarecimiento intelectual interior e inmediato, hasta qué punto puede suceder en la forma de experiencia de la revelación de un hecho divino, hasta qué punto se consigue la evidencia de la autodeclaración divina por medio de procesos espirituales interiores, o se necesita, incluso tratándose de un portador original de la revelación, de testificación exterior por medio de milagros, cómo hay que considerar esos milagros respecto a su función en cuanto criterio del estar-efectuada-por-Dios de una revelación, todo esto no debe ocuparnos ahora. Nos basta con distinguir esa revelación original de los conocimientos, que so derivan de la experiencia, original también, del propio proceso de revelación, que están edificados sobre él, pero no identificados con él.

Si bajo determinadas condiciones—y por qué y en qué sentido—tales conocimientos mediados pueden ser aún llamados revelación en un sentido auténtico, es cosa que sólo debe ocuparnos más tarde. Por de pronto no es posible duda alguna sobre que hay tal distinción y que se mantiene con derecho. Cada contenido de una reflexión teológica, que sucedió o sucede donde quiera en la historia de la teología, tiene por una parte la intención de edificar sobre los datos de la revelación, de partir de ellos y de regresar a ellos, de aclararlos, de desarrollarlos, de ponerlos en relación con el conjunto de la consciencia y del sistema del saber humanos, etc, y, por otra parte, no presenta desde luego la exigencia de haber sido aceptado como viniendo de Dios mismo, en un proceso inmediato de revelación en cuanto tal, de modo que en su contenido y en su rectitud fuese sin más el resultado inmediato del operar divino. Si a la reflexión teológica entendida así la llamamos simplemente teología para distinguirla de la revelación original, que no edifica ya sobre otra cosa, entonces surge la pregunta: ¿hay ya en los escritos del Nuevo Testamento teología, o es ésta solamente en todas sus declaraciones nada más que la objetivación de un proceso original de revelación?

Por lo pronto, pudiera pensarse que la cuestión hay que decidirla negativamente y sin ambages. La Escritura está inspirada en todas sus partes, y todo lo que declare realmente es objeto de la fe, y norma de esa fe en todas sus proposiciones. Por tanto revelación y no teología.

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Pero miremos las cosas más exactamente, antes de que esta información sea captada como definitiva. Ningún teólogo católico discutiría, que hay dogmas en la Iglesia, que son en cuanto tales declaraciones verdaderas de la revelación, esto es que pueden y deben ser creídos de fe divina y no de fe eclesiástica meramente y que, sin embargo, no resultan de un proceso inmediato de revelación, sino que están derivados, hechos explícitos, de una o varias proposiciones de revelación original o más original. Bajo qué condiciones, presupuestos y restricciones tienen aún dichas proposiciones derivadas la cualidad de «reveladas por Dios», en qué casos no es esto ya posible (aunque tal vez sean absolutamente seguras y pueda la Iglesia definirlas), todo esto no lo traemos ahora a debate. Nos basta, que la proclamación del ministerio docente de la Iglesia, haya tales proposiciones de fe de índole derivada, proposiciones de las cuales no puede decirse: en cuanto tales proposiciones determinada» tienen su origen inmediatamente en una revelación de Dios; o también que son conocimientos comunicados, que consisten Hit HÍ mismos. Hay verdades de fe, que son reconocidas por la lfi¡li'NÍii como laleH, porque y en cuanto que están referidas a olían verdades de la revelación, porque y en cuanto que están coulonidiiM en rilan «implícitamente». Si no no sería posible una evolución de los ilogmnH, que es más que una historia de la teología. Porque historia de los dogmas no indica ni la historia do un esfuerzo de comprensión meramentee humano en torno a un contenido de fe que permanece siempre igual, ni la mera historia de diferentes formulaciones de una verdad, que por así decirlo estuviese ahí desnuda e independiente de las formulaciones, en las que nos viene dada, ofreciéndosenos solo por razones de capricho o de circunstancias externas de historia del espíritu, en un diverso, cambiante ropaje de palabras.

La historia de los dogmas es realmente historia de la fe. De la misma fe que permanece siempre, que no experimenta ya de veras incremento alguno de afuera. Pero una historia de la fe misma, en la que acontece algo, que hasta ahora no estaba dado «así». Lo nuevo se legitima siempre y solamente por su procedencia de lo antiguo, la verdad nueva es la antigua, no es ninguna verdad nueva, en cuanto que nos sea dada una proposición, que como proposición de la fe misma sólo ahora nos es

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dada y antes no. Y, desde luego, esa novedad del ser dada ahora solamente, puede referirse tanto al contenido como también a la aprehensión refleja del haber sido ciertamente revelada. Pero precisamente en cuanto que la verdad nueva de una proposición revelada se acredita como verdad antigua por medio de su regreso a la verdad de fe conocida y captada ya de siempre, antigua, por eso mismo indica que no resulta de una revelación de Dios, que consista en sí misma, sino que su hora de nacimiento, su instante de revelación es el de la otra verdad, que es ya ella misma original, revelación de Dios que no descansa en ningún otro proceso de revelación, o dicho otra vez, que en su propia procedencia tienen su origen en una revelación original de Dios. Brevemente: si de verdad hay historia de los dogmas, entonces hay revelación, que no es simplemente en sí misma original, pero que es desde luego revelación: palabra de Dios infalible y que en sentido propio exige fe.

Una vez más aún: no es este el lugar de contestar la pregunta, cómo sea esto posible, con otras palabras cómo una palabra deducida de una palabra de Dios pueda guardar todavía la cualidad de palabra de Dios. Es esta una cuestión difícil, que ciertamente no puede sin más ser contestada con la información de la antiguamente usual teología de escuela sobre la evolución y progreso de los dogmas: que un nuevo dogma dice, nada más que con otras palabras, exactamente lo mismo, que el contenido comunicado es plenamente, y a secas, sin modificación alguna, idéntico al contenido antiguo y precisamente por eso palabra de Dios. No; en la doctrina por ejemplo del número siete de los sacramentos, de la sacramentalidad del matrimonio, de la manera de ser meramente relativa de las personas divinas, etc, etc, están declarados como dogma conocimientos que en tiempos anteriores no «estaban ahí» sin más en cuanto tales, que han llegado a ser y que no han sido dados, sin embargo, en revelación nueva. Están dados como el resultado de la historia real de la verdad antigua y por eso mismo y en ese sentido idénticos con ella y compartiendo su propiedad en cuanto de una palabra de Dios, teniendo por tanto su procedencia en el origen antiguo, y no en uno nuevo, de una comunicación divina. Y esa verdad comunicada ha de tener una historia semejante, porque en tanto verdad escuchada y creída

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humanamente (y sólo como tal es la verdad dicha por Dios) ha de tener una historia, y porque en tanto historia en el espacio del espíritu y de la persona es siempre una historia de verdadero llegar a ser en la mismidad permanente de la verdad una y la misma existente históricamente. Según dijimos, las formas exactas, las condiciones, las causas de ese llegar a ser, y de la historia del mismo respecto a una verdad en general y respecto de una verdad revelada, de una palabra de Dios, no pueden ocuparnos aquí.

Todas las teorías de la historia y evolución de los dogmas no son otra cosa que los intentos de una respuesta más exacta a la pregunta: ¿cómo la verdad realmente nueva puede ser la antigua? La multiplicidad de esas teorías, que ni con mucho se han encontrado juntas todavía en una sententia communis en la teología, muestran precisamente con su multiplicidad que esto es verdad: el dogma puede en cuanto tal tener una historia, y no sólo en la manera, como tácitamente se piensa según costumbre de «historia de la revelación divina», a través del Anticuo Téslnmento hasta dentro del Nuevo, a saber que en diversos «MlmliiiM del tiempo se promulgan nuevas iniciativas divinas, (|ii(! ('(iniiinican, respectivamente, nuevas proposiciones de la verdad, do las cuales cada una tiene su hora de nacimiento, sino (|iu) el dogma tiene además una historia en el sentido de que la verdad misma una vez comunicada tiene otra vez su historia propia que no la conduce necesariamente fuera del ámbito de la revelación divina, sino que es ella misma su desarrollo.

Si esta historicidad de la verdad revelada no puede en general ser discutida, si esa verdad sigue siendo la misma incluso en sus figuras históricas nuevas, entonces puede plantearse la cuestión de si dentro del Nuevo Testamento hay también tal historia de la verdad de revelación original, de si en esa verdad surgen nuevos desarrollos, que reclaman, desde luego, la cualidad de palabra de Dios, sin exigir para sí por eso un origen de revelación propia. «Dentro del Nuevo Testamento», ha de decir tanto como dentro del tiempo del Nuevo Testamento, en tiempo de la Iglesia apostólica, en cuyo tiempo según toda convicción teología sucedía todavía revelación, ya que ésta se declara como concluida sólo con la «muerte del último apóstol»; de modo que dicha revelación derivada, pero propia, surgió (tampoco

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solamente) en tiempo de la Iglesia originaria y fue proclamada por los apóstoles y por otros anunciadores del mensaje cristiano legitimados por ellos. «Dentro del Nuevo Testamento» debe significar también: dentro del surgir de los escritos del Nuevo Testamento, de modo que acontezcan en ellos y se hagan perceptibles tales procesos de evolución histórico-dogmática.

A la pregunta se puede y se tiene que responder afirmativamente y sin ambages. Por de pronto se puede preguntar: si en la Iglesia de más tarde hay ese proceso, ¿por qué no ha de haber acontecido también en la Iglesia originaria? La fuerza interior de desarrollo, la dinámica, la autointerpretación que contiene interiormente la verdad, y sobre todo la verdad divina, puede no haber sido menor en tiempo de la Iglesia originaria que más tarde. Dios no necesitaba en este tiempo hacer por medio de nueva iniciativa propia algo, que la misma verdad, por él revelada, podía ejecutar (naturalmente siempre, igual que en tiempos posteriores, bajo su continua providencia de salvación, bajo la asistencia del Espíritu Santo y correspondientemente a una situación espiritual, que está rodeada a su vez por su voluntad y su sabiduría, de tal manera que no es que Dios obre propiamente «menos», sino de otro modo al decir su verdad así, por medio del desarrollo inmanente de lo comunicado ya, y no comunicándola nuevamente). Además, hay que considerar que no se puede oír una verdad entendiéndola, sin que se la acepte, se la asimile, se la confronte, etc., con el restante contenido del espíritu y de la consciencia. Con otras palabras: el acto del simple escuchar y aceptar, y el acto de la reflexión, no son ni mucho menos actos y fases de un proceso espiritual de entendimiento, que se puedan distinguir adecuadamente y disponer por completo en el tiempo uno detrás de otro. La teología comienza por tanto como condición del simple oír en el primer instante del oír mismo. Y no puede entonces hacer otra cosa que seguir adelante y desarrollarse.

De hecho, en una lectura atenta del Nuevo Testamento vemos, si leemos sin prejuicios, que se ejerce en él teología. Sería absurdo, si se quisiera retrotraer adecuadamente la diferencia entera por ejemplo de la teología sinóptica y de los Hechos de los Apóstoles, o de un Pablo, a la intervención de una revelación de Dios nueva, inderivable. No; los hombres del Nuevo

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Testamento cavilan, reflexionan sobre los datos de su fe, que ya conocen, tienen «problemas» que contestan, y que impulsan en ellos conocimientos nuevos; tienen una procedencia espiritual y teológica diversa, y ésta se hace vigente en la perspectiva de sus declaraciones, en la elección de los conceptos, en los acentos que dan a sus exposiciones. Tienen experiencias personales de la vida, que adquieren ellos mismos, que no siempre fueron mandamiento para ellos, y que fluyen ahora en su pensamiento teológico, exigiendo respuestas nuevas sobre el cimiento de su .'intigua fe. Su doctrina es distinta, lo cual no quiere decir contradictoria. Ni se podría hablar tampoco de una teología de Pablo, de los escritos de Juan, si no estuviese bien metido en ellos eso que es la teología, el esfuerzo humano, reflexión humana, fermentación a través da una individualidad determinada y una .situación histórica (del mundo judío en torno, de la operativi-dad continuada del movimiento bautista, del helenismo, del gnosticismo precristiano judío y pagano). A todas estas cuestionen ION hombres del Nuevo Testamento es manifiesto que no ifldliim nwpuestii simplemente por medio de revelaciones de f>í<m MÍcitipiT nuevas e independientes («así habla Jahwe»), sino que esa respuesta OH el resultado de su teología, de su propia reflexión soluo el fondo de los últimos datos de revelación original y de los conocimientos de fe más originales. Esta reflexión «w (cuando se expresa en el Nuevo Testamento como Escritura) directa o indirectamente la de los mensajeros de Cristo, dotados de autoridad, la de los que tienen una verdadera potestad docente, es una reflexión que posee la asistencia del Espíritu Santo; esta reflexión está legitimada en su resultado puramente objetivo y en su método y peculiaridad formal por lo que llamamos inspiración (la cual no es necesariamente comunicación al autor inspirado de un contenido de conocimiento nuevo, no presente hasta ahora); el resultado de esta reflexión sigue siendo, por la autoridad de los autores y por la inspiración, auténtica palabra de Dios. Y esta reflexión de la teología es la que hay en el Nuevo Testamento, sin que suprima en sus declaraciones la cualidad de palabra de Dios. Pero eso sí, indica que no todo lo que se dice en el Nuevo Testamento posee como fundamento un proceso de revelación propio, nuevo y autónomo.

Se debe tener el temor, de que con frases semejantes se

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derriban solo puertas abiertas y se proclama enfáticamente lo que siempre es de sobra comprensible. Pero si se considera el ejercicio escolar concreto en la teología católica, en la del tiempo actual también, y se advierte o se cree advertir que de hecho tan simple o no se sacan las consecuencias en absoluto o no se sacan clara e inequívocamente, le asalta a uno entonces la duda, de si realmente para la teología media escolar es tan evidente, como pudiera y debiera serlo, el simple principio de que haya teología ya en el Nuevo Testamento. Por eso preguntamos: ¿qué conclusiones resultan de este principio? No es que haya que desarrollar éstas por entero, sino que nombraremos brevemente algunas de entre ellas.

En primer lugar, ya que podemos observar a posteriori teología en el Nuevo Testamento, no estando para tal constatación referidos a los otros conocimientos a los que también hemos dado aquí vigencia, podemos decir en primer lugar: puesto que hay ya teología en el Nuevo Testamento, la cual es dogma sin embargo, puede haber también tal teología en la Iglesia de más tarde. La teología protestante procede en buena parte del axioma (tácita o expresamente) de que después del Nuevo Testamento hay historia de la teología, y ciertamente importante, pero ninguna historia real del dogma, en el sentido de que surgen en ella dogmas de obligatividad de fe absoluta, y tan definitivos, que sólo podrían ser revisados «hacia adelante» según una declaración aún mejor y más adecuada, pero no en el sentido de una puesta en duda de su verdad «hacia atrás», exponiéndola una y otra vez a un dicho quizás reprobatorio del Nuevo Testamento.

Por el contrario, nosotros podemos decir realmente: si dentro del Nuevo Testamento hay una teología que crea dogmas con obligatividad de fe, y no sólo teologúmenos, entonces también la hay fuera del Nuevo Testamento en el tiempo posterior de la Iglesia; puesto que las razones y las necesidades son en ambos casos las mismas. Naturalmente que el Nuevo Testamento configura, en cuanto tiempo y en cuanto Escritura sobre todo, una magnitud normativa para todos los tiempos posteriores, en cuanto que en él está dado ese comienzo, que al representar no una suma caprichosa de verdades aisladas, sino un acontecimiento histórico de salvación (al cual pertenece también la

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configuración de la Iglesia misma), es la norma permanente y el fundamento que ha de sustentarlo todo, para la Iglesia toda de más tarde, para toda fe y toda teología posteriores. Lo cual no excluye que en la historia posterior de la fe, pueda darse el proceso del hacerse un nuevo dogma sobre ese cimienta del Nuevo Testamento. Si la misma apropiación de la fe es histórica—'¡y cómo podría ser de otra manera!—y no es solamente reflexión teológica sobre una consciencia de fe, entonces tiene que haber una historia de los dogmas, ya que ésta no es otra cosa que la historia respectiva de cada figura del absoluto asentimiento de fe sobre el cimiento de la revelación divina, que permanece una, tal y como de una vez para todas fue promulgada en Jesucristo, y tal y como debe seguir siendo en cada situación de la historia, acontecimiento actual en el asentimien to de fe y no sólo de la nueva teología.

Si en el Nuevo Testamento hay ya teología, que aunque declaración obligativa de la revelación como palabra de Dios, no es por eso proceso original de revelación, en ese caso ha de ser fundamentalmente posible hacerse una idea aproximada sobre dónde discurre aproximadamente la línea fronteriza entre el caudal de contenido de la declaración original de revelación y la teología a medida de ésta en el Nuevo Testamento. El que dentro de la teología católica apenas se haya planteado esta cuestión explícitamente, muestra que la simple tesis que se expresa aquí, a pesar de ser como sobreentendida, no nos viene dada manifiestamente con claridad suficiente. Naturalmente que no se puede tratar más que de un trazado de frontera aproximado. Obligando el Nuevo Testamento entero por igual, con todas BU partes y declaraciones, a la teología posterior (aunque desde luego en el sentido de obligatividad, que pueden reclamar para sí cada una de las declaraciones del Nuevo Testamento), no se puede tratar en tal trazado de frontera de un criterio-sobre cuáles declaraciones del Nuevo Testamento sean obligativas, «impulsen a Cristo», correspondan al canon interno de la Escritura, y cuáles no. Y ya que el trazado de frontera entre una declaración «con otras palabras» y una declaración que en proporción con la original es nueva y dice algo nuevo, es fundamentalmente muy difícil, y así lo muestran todas las diversas teorías sobre la evolución del dogma con sus distinciones-

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entre el estar contenida virtual o formalmente de una declaración en otra etc, la exigencia de tal trazado de frontera no puede tener la intención de ofrecer una delimitación completamente inequívoca. E incluso porque la formulación de lo que es declaración original y declaración derivada de revelación indica necesariamente en ambos casos una interpretación comprensiva de los dos grupos de declaración a cargo del mismo que traza la frontera, indicará a su vez también teología.

Pero con todo se puede plantear la cuestión: ¿qué aspecto aproximado tiene lo que en cuanto contenido propiamente fundamental del cristianismo puede ser captado como verdadero, si—y en cuanto que—significa una notificación de Dios, tras la cual no se puede retroceder ya de ninguna manera, y qué se puede concebir en la palabra de revelación de la Escritura como desarrollo, como interpretación teológica de esos primeros datos originales ayudada por conceptos, representaciones, puntos de mira, que no crecen de la problemática de los datos originales mismos, ni estaban ya dados como medio de expresión y como aliciente para la reflexión teológica en el mundo religioso en torno al Nuevo Testamento?

Si aceptamos por ejemplo (lo cual no es ciertamente ningún riguroso principio hermenéutico, sino sólo una hipótesis de trabajo, eso sí llena de sentido), que las declaraciones cristoló-gicas y soteriológicas del Nuevo Testamento se reducen todas sin excepción a las declaraciones de Jesús sobre sí y su persona (vista ésta por supuesto a la luz de la experiencia pascual), y no contienen por encima de esto ningún elemento, que se retrotraiga, necesaria y aditivamente respecto a la autodeclaración de Jesús, a una revelación de contenido nuevo de índole propia, entonces podemos preguntar: ¿cuál es la autodeclaración histórica, que Jesús hace de sí mismo, de tal modo que se basen en ella toda la cristología y soteriología de los restantes escritos del Nuevo Testamento? Según una comprensión católica de la teología fundamental, no es lícito decir que sea imposible, incontestable o prohibida tal pregunta, porque no se pueda llegar hasta por detrás de la fe cristológica y soterioló-gica de los apóstoles y de los escritos del Nuevo Testamento. Si hay una teología fundamental en el sentido católico, por tanto que procede últimamente y de veras de una autodeclaración

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histórica de Jesús o que vuelve a ella (lo que es lo mismo), nuestra pregunta es por completo justificada y necesaria. Pero las más de las veces se plantea sólo marginalmente.

Esta exigencia no es solamente una exigencia de la curiosidad histórica, para saber cómo algo ha llegado a ser. Tal delimitación, una conscieneia lo más explícita y clara que sea posible de la relación de dependencia y consecuencia de origen en las proposiciones aisladas del Nuevo Testamento, posee una función mucho más esencial. El saber acerca de estas dependencias conjuntas puede servir para determinar mejor y más inequívocamente el sentido de una proposición determinada, su verdadera intención, declarativa y las fronteras de ésta. Si se puede decir, de dónde sabe propiamente un escritor neotestamentario lo que dice, se podrá expresar mucho mejor lo que quiere decir. En caso de duda por ejemplo se puede afirmar, que no quiere decir más de lo que el lugar original de su declaración da realmente de sí. No es que pensemos en este método como en un principio crítico, que pudiera aplicarse, para rechazar una proposición del Nuevo Testamento en cuanto no obligativa, proposición cuyo sentido es ya firme por otro lado o simplemente tal y como suena. Si ese sentido es inequívoco, el teólogo dogmático no podrá sino dar razón al sentido del Nuevo Testamento, aunque incluso no vea cómo los datos que se suponen originales de la revelación dan realmente de sí en ese caso ese sentido, aunque no sepa indicar, de dónde sabe propiamente el escritor neotestamentario lo que dice.

Sin duda alguna hay casos, en los que el sentido de una proposición, su alcance y sus fronteras no están claros. En tal caso metódicamente está por completo justificado hacer el intento, de determinar el sentido exacto de la proposición cuestionable (o de un complejo de pensamientos a interpretar), preguntándose «de dónde» desarrolla el «teólogo del Nuevo Testamento» sus pensamientos, qué premisas y qué sobreentendidos supuestos estuvieron a la base de su reflexión teológica, y preguntándose además, lo que dé ello resulta y también lo que no resulta. Y si ese sentido de una proposición, determinado desde su origen, no queda desautorizado por otro sentido que está ya firme por otro lado, será entonces completamente justificado, decir que el sentido determinado desde el origen

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es también el verdadero, y que no va, en caso de duda, más allá del que estaba ya firmemente constatado.

No es posible presentar aquí ejemplos manifiestos. Pero eurísticamente, aplicando prudentemente «el principio del ahorro», está permitido suponer, por ejemplo, que Pablo para su doctrina del pecado original no tenía a su disposición como datos primarios conformes a la revelación más que lo suficientemente perceptible del Antiguo Testamento y de la restante sote-riología de] Nuevo. Y entonces podemos muy bien preguntar: ¿qué resulta de éstos datos primarios? Naturalmente que se puede y se debe contestar esta pregunta (como es frecuente en cuestiones profundas de la filosofía), casi como en una realización segunda de la teología de Pablo. Se entiende de sobra que esta derivación consigue una seguridad mayor, al haberla pensado Pablo antes que nosotros obligativamente, que si la hubiésemos pensado por primera vez nosotros mismos. Pero si realizamos así genéricamente el pensamiento paulino, vendríamos entonces (me parece a mí, sin que pueda ahora fundarlo más de cerca) a una doctrina paulina del pecado original, que enlaza el primer pecado y el pecado personal más claramente que lo hizo Agustín; resultaría una interpretación de la doctrina del pecado original, que de antemano ve muchas cosas de manera distinta que Agustín; se harían vigentes en ella, también de antemano, no pocos momentos entroncados demasiado suplementariamente en la doctrina tradicional, tan determinada por Agustín todavía. Pero no podemos ahora dar más que una mera insinuación de lo fértil que este método puede ser.

Hay un punto en el que la exégesis moderna y teología bíblica católicas manejan, si bien con otra terminología, el método propuesto. Pero la dogmática católica apenas les ha seguido en su ejercicio dogmático interno. La exégesis y la teología bíblica católicas de hoy se preguntan frente a las palabras de Jesús, y muy reflejamente, lo que en su formulación puede valer como palabra original del Jesús histórico, y lo que en tales formulaciones (en su tendencia, en la explicitación de su alcance, en su perfilamiento, en el material de conceptos usado, eíc.) es ya conformación de la «teología de la comunidad» (entendida esta naturalmente de manera correctamente católica: la teología del ministerio eclesiástico docente de la primitiva Iglesia, susten-

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tada por los apóstoles en cuanto maestros de la comunidad autorizados por Jesús, capaces de exigir fe, bajo la asistencia del Espíritu Santo, y no una especulación teológica en último término anónima, no conducida o garantizada por ningún lado).

Con lo cual no hay por qué decir sin más en cada caso, que «ada palabra de Jesús, vista históricamente, deba ser ya de por sí nada más que proceso original de la revelación en el sentido aquí empleado. Pero la cercanía a tal proceso es en cualquier caso, y por principio, tan grande, que la distancia, concebible incluso como pudiendo darse a veces, es casi siempre despreciable (al menos, en lo que atañe a las autodecla-raciones propias de Jesús, aunque no se pueda pasar por alto, que también él presumiblemente usa conceptos teológicos frecuentemente acuñados y cargados de antemano, y no solo conceptos teológicamente neutrales de índole generalmente humana). Con todo, en la escatología de Jesús hay tanto dado de antemano históricamente por otro lado, que se puede ya hablar objetivamente de una teología de Jesús, que a la escatología le añade algo y nada más, pero, claro está, revolucionando radicalmente esa escatología transmitida, porque él es el punto cardinal de la historia universal, el que trae la salvación en persona y no como profeta solamente.

Según queda dicho, no se puede, por la razón aludida, identificar cada palabra del Jesús histórico con el concepto de una revelación original (aunque también haya desde luego que considerar, que la consciencia de Jesús en cuanto hijo, original y absoluta—en el lenguaje de la teología, visión inmediata de Dios—tiene que proveer a todas sus declaraciones de un horizonte de comprensión, que da a cada una de ellas, aunque materialmente sean derivadas, una originalidad, que en manera alguna puede ser superada); y así el trabajo divisorio de los exegetas y teólogos bíblicos entre la palabra del Jesús histórico y el trabajo de la teología de la comunidad, llega prácticamente en muchos casos a lo que reclamamos nosotros aquí como método de la distinción (no de la separación).

Esta distinción, que el exegeta se propone, parece por de pronto para el trabajo de los dogmáticos metódicamente super-flua, ya que éstos oyen la Escritura entera con todo su contenido como verdadera palabra de Dios, inspirada e infalible, y por

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lo mismo no parece ser para ellos esencial investigar de dónde procede el texto exacto de una frase, de Jesús mismo o de la teología de la comunidad (que interpreta las palabras de Jesús teológicamente ya desde el conjunto de la fe de Cristo). Pero si se trata del sentido exacto, y tal vez difícilmente determina-ble, de una palabra de Jesús en los Evangelios (lo cual puede ocurrir de todas todas), entonces la distinción puede también hacerse importante para el dogmático. No es por ejemplo sin más indiferente para el sentido de textos como Mt. 10,23 o Me. 9,1, si hay que considerarlos «así» como están en cuanto dichos por Jesús mismo o no. Porque aunque en ambos supuestos tengan que valer estas palabras como inspiradas e inerrantes, la decisión entre esas dos posibilidades no carece de importancia para la determinación exacta de su sentido. En general tratándose precisamente de declaraciones escatológicas, habría que preguntar retrospectivamente, para determinar con exactitud su sentido real, por su lugar de origen. Lo mismo vale, por ejemplo, para la fórmula trinitaria en Mt. 28,19. Si es ya reflejo de la teología trinitaria en la comunidad primitiva, hay que preguntar desde tal dato por el sentido y alcance de esta fórmula. No es lícito entonces proceder, como si tal fórmula tuviese que ser interpretada en su sentido casi como desde la visión inmediata que de Dios tiene Jesús, sino que hay que preguntar por lo que mueve a la teología de la comunidad primitiva a nombrar en una fórmula de bautismo al Padre, al Hijo y al Espíritu. Con ello nos viene dada una interpretación por de pronto económico-salvadora de esta tríada, desde la cual se alcance la Trinidad inmanente con una precisión, que sin la consciencia de este punto de partida no sería tal vez asequible tan manifiestamente y en el primer arranque. Ejemplos así de la entidad objetiva del principio propuesto para la hermenéutica, podríamos aportar muchos todavía.

Una ejecución resuelta de tal distinción podría traer consigo una utilidad aún más fundamental. ¿Quién no ha tenido ya la impresión, de que el Nuevo Testamento, y nuestra dogmática de escuela más todavía, son un sistema enmarañadamente complicado de declaraciones, un complejo desmesurado de proposiciones, puntos de vista, interdependencias, distinciones, movimientos de pensamientos que discurren opuestamente, con

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frecuencia harmonizables sólo difícilmente los unos con los otros, y cuya síntesis provoca distinciones más complejas todavía? Ahora bien, de antemano está claro: la verdad que quiere declarar y abrazar, si bien sólo de lejos, la infinitud de Dios y la inabarcable multiplicidad del mundo y de la historia de la salvación, no puede ser tan sencilla como para que sus declaraciones no tuviesen que exigirnos excesivamente. Un sistema de unas pocas fórmulas, que se resolviese lisa y llanamente, respecto a la realidad mentada en el acto de la religión, traería ya consigo, por su sencillez y claridad simplificadoras, el estigma de lo falso. Y sin embargo: el mensaje evangélico está vuelto al hombre de corte medio, quiere ayudarle a sostenerse en su esforzada y corta vida; el mensaje del Evangelio no es un material, en el que tenga que actuar el agudo sentido dialéctico de los hombres. El hombre de hoy sobre todo tiene la impresión, de que al verdadero mensaje divino debía de notársele, que conjura el inaprensible misterio que llamamos Dios; que no tiene la pretensión «de estar ya detrás», sino al revés precisamente, la de colocar al hombre ineludiblemente ante un Dios más grande, ante su misterio en cuanto tal, para forzarle así realmente fuera de sí y por encima de sí mismo hasta dentro de ese acto, que se llama fe, adoración, entrega, amor o como se quiera.

La reflexión sobre el mensaje cristiano puede ser necesariamente, y será bueno que así sea, en cuanto reflexión, es decir, en cuanto teología, complicada, sutil, abstracta y de alguna manera ciencia de misterio de índole esotérica, accesible sólo al especialista. Tal vez es esto inevitable, y no debiera provocar tan precipitada y baratamente la protesta del «cristiano sencillo». Tal teología complicada puede incluso tener una función indispensable, la de que el sencillo mensaje evangélico, el kerygma mismo no sea simplificado «ilustradamente)), allanado utilitariamente en esa abisalidad que debe de tener. Y por eso esa teología no debe concebir el kerygma como teología «ad usum delphini», como teología popularizada, algo así como se aclara la microfísica en las revistas ilustradas para don cualquiera. El mensaje sencillo del Evangelio, el kerygma mismo ha de ser en su sencillez lo más difícil, lo más cercano a la realidad mentada, lo abisal y lo que exige una demasía del espíritu y del corazón, y todo

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esto a pesar y a causa de su sencillez. El sistema reflexionado tiene que aparecer siempre como lo derivado, porque éste, entendido plena y rectamente, no es el discurso más primitivo sobre la cosa en sí, sino la realidad mentada y su experiencia misma, y por tanto no puede ser alcanzado por la reflexión de la teología de ninguna manera. Puesto que, entendido rectamente, el kerygma no es un discurso adicional sobre algo, sino la misma realidad. Únicamente está ahí por entero, rectamente escuchado, en contraposición con la teología reflexiva, si incluye la gracia, en la que es proclamado y con la que es escuchado; si conjura la trascendencia del hombre deificado gratuitamente y que se arroja dentro de la realidad del mismo Dios, esa trascendencia que no está en hablar, sino en la experiencia de lo «cotidiano», en la experiencia del amor, de la muerte, y del encuentro ineludible con el misterio, en cuya falta de fondo todo se funda, cuya sola noche esclarece toda claridad superficial de la existencia humana.

Pero el kerygma es igualmente sencillo por necesidad, si realmente es él mismo, y no teología depotenciada: porque en último término lo más simple es lo más abisal y viceversa. Se entiende de sobra que ese conjuro kerygmático de la inapren-sibilidad mentada en la fe cristiana y traída a un estar—ahí por medio del auténtico mensaje de fe, de esa inaprensibilidad de la divinidad que en ella se otorga y que nos redime, tiene necesariamente su estilo temporal, su fisiognomía ligada a situación, puesto que debe de acertar al hombre tal y como éste es. (No se infiere desperfecto alguno a la dignidad y significación permanente de la Sagrada Escritura, por contar más claramente con esa fisiognomía, también suya, condicionada a una situación que la caracteriza y que no la disminuye, pudiendo así nosotros confesar más despreocupadamente la dificultad que nos depara a los hombres de otro tiempo entender lo mentado en la Escritura como mentado para nosotros y apropiárnoslo de veras, y precisamente cuando estamos en la cruelmente sobria realidad de nuestra vida real, y no cuando nos evadimos de ésta en una ideología romántica, que nos engaña con un embrujo nada más que estético. Entonces abrevaríamos del consuelo de la Escritura, el verdadero y verdaderamente contenido en ella. Si lo hiciésemos en serio y correctamente, alcanzaría hoy pre-

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sumiblemente nuestra palabra a más hombres, que lo que es el caso).

Si bien no es lícito pasar por alto ese índice temporal del kerygma (o mejor: para que no se le pase por alto), hemos de preguntar una y otra vez, cuál es propiamente el mensaje, lo mentado en la teología complicada. No en el sentido de un latitudinarismo o modernismo, como si con tal pregunta hubiese de constatarse, lo que se puede dejar aparte sin daño de la «sustancia» del cristianismo, lo que se puede excluir, como irrelevante, de la exigencia de la fe. Naturalmente que esto sería herejía absoluta. Puesto que lo desmesurado-sencillo se interpreta a sí mismo en todo lo que dice la teología complicada, y quedaría herido en sí, si se quisiera renunciar a una parte de su autointerpretación.

Pero es en cuanto kerygma, no como teología complicada, es primariamente y no como derivado simplificado de la teología, como ha de ser proclamado. Y la doctrina católica de la «fides implicita», que para oídos protestantes sonaba antes como una atrocidad, la cuestión en la teología de lo que hay que creer explícitamente de necessitatc medii et praecepti y lo que no, no non ni fin y a la postre cuestiones casuísticas según una exigencia de fe lo más barata posible, sino que viven del convencimiento recio y sumamente importante, de que la fe en cuanto luí llega siempre a su auténtica esencia sólo como entrega al Dios inaprensible, como aceptación de lo indisponible, como poseer do lo inabarcable;—¡como poseer real!—(y esto es lo que quiere decir propiamente «fides implícita»). En estas cuestiones se anuncia el convencimiento de que el auténtico poseer de la realidad revelada no siempre crece necesariamente (sino que puede decrecer incluso) con el crecimiento del desarrollo conceptual de lo alcanzado en el verdadero acto de fe, ya que éste alcanza, a través de la objelualidad 1 conceptual (en cualquier amplitud), pero no en ella, sino en la experiencia de la gracia

1 El autor se sirve para significar nuestra «objetividad» tanto de «Objektivitát» como de «SachlichkciL». Cuando escribe «Gegenstándlich-keit» y sus derivados, no se refiere ya a objetividad como opuesta a lo subjetivo, sino más bien a lo que por contenido tiene objeto, un poco en la línea significativa en que se dice de un arte pictórico que es abstracto—no gegenstandlich o figurativo—gegenstandlich, con objeto, ob-jetual según la licencia neologista de nuestra traducción. (N. del T.)

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divina de la fe, en la luz de la fe, lo mentado que es a la vez fundamento y objeto propio de la fe, gracia de la fe, que en cuanto gracia increada, que es el Dios trinitario mismo, es también el contenido de la fe poseído en su acto mismo. Hay por tanto una pregunta, por completo legítima, por el meollo de la fe, por la manera recta en que el kerygma debe representar la realidad mentada, para que el acto oyente de la aceptación de ese kerygma, la fe, pueda ser existencialmente lo más radical posible y estar unido también lo más posible con la cosa mentada en la gracia. Esta cuestión se toca estrechísimamente con la cuestión a la que esta pequeña reflexión está dedicada.

Naturalmente, que la pregunta aquí propuesta puede ser acercada a su contestación de otra manera que por medio de la respuesta a la pregunta de esta investigación, cuya contestación ha de intentar descubrir a posteriori y observadoramente la estructura genética de las declaraciones neotestamentarias. A la pregunta aquí propuesta se le puede buscar contestación en un proceso, según las fuerzas de cada uno, más especulativo. Se puede decir a este respecto aproximadamente, que el meollo propio de la revelación cristiana, la unidad de los misterios en el sentido estricto, se deja entender como el misterio absoluto de Dios, que no ha querido estar-ahí para nosotros como lejanía que juzga solamente, sino que ha querido, en una absoluta, radical autocomunicación, otorgársenos en gracia como el contenido más interior de nuestra existencia y así como el misterio hecho cercano y de índole permanente para la aceptación en amor; se podría mostrar, si bien sólo posteriormente a cada uno de los misterios constituidos y creídos del cristianismo, que sus tres misterios (Trinidad, Encarnación y Gracia-Gloria) se dejan entender como articulaciones necesariamente dependientes entre sí del misterio más fundamental de nuestra existencia concreta, a saber del misterio por antonomasia que se nos ha acercado en gracia y. que ha de ser aceptado creyente y amorosamente.

Puede que tal perspectiva simplificadora sea típicamente moderna, pero esto ni siquiera debe discutirse. Desde luego es indudable que el pathos de la experiencia de Dios del hombre de hoy experimenta existencialmente a Dios (y no sólo teoréticamente, como siempre ha sido) en cuanto el indecible, el ina-

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prensible. Y por lo tanto está más que justificado considerar desde este punto la sencilla inaprensibilidad y la inaprensible sencillez.de todo el mensaje cristiano. Pero si la pregunta aquí, en la investigación de la diferencia entre el contenido kerygmá-lico y el teológico del Nuevo Testamento, se propone sin que se conteste por contenidos, ya que ha de tratarse sólo de su legitimidad, entonces puede presumirse, que la pregunta propuesta así y la insinuada brevemente en su respuesta y también en sí misma, convergen en su resultado, si es que no coinciden simplemente.

Hay algo a lo que prestar atención: con la distinción, aquí representada, entre revelación original y la teológica que se apoya DII (illa y es obligativa y revelación quoad nos, no pensamos en úllimo término, que en el Nuevo Testamento haya sin más proposiciones que fuesen sólo y (sit venia verbo) «químicamente:» nuil pura objetivación del proceso original de revelación y ninguna nliii cosa, en manera alguna desde luego ya teología. Hemos n< ruinado, quo el escuchar una revelación implica ya necesa-ilimimiln un fragmento de actividad del hombre y con ello teo-

i Sin IIIKIII, que el proceso propio de revelación se instala I huillínn lan "hondamente» en su centro más íntimo (y > nirtn piremanicntc cuanto es revelación de la autocomu-lón divina do la gracia deificante y no quiere indicar en

-nulo ninguna olía eosu, cuando precisamente ha llegado a HII punió más alio y a HU consumación), que cada objetivación coruwplual de lo comunicado así es secundaria en comparación con nllo, aunque tal objetivación (en una revelación pública, en la que cuta revelación ha de ser proporcionada a otros como el portador incrumento inmediato de la revelación) esté querida en cuanto ellu misma por Dios y garantizada en su rectitud.

Podemos aclararnos lo que quiere decir todo esto con el ojotnplo del místico. En la experiencia mística hay que distinguir, según sabemos, claramente entre la propia experiencia de Dios en el fondo de la persona y su comunicación conceptual, interpretación y objeluaüzación refleja que lleva el místico a cabo para sí y también para oíros, con ayuda de sus conceptos, medios de comprensión etc., que se le ofrecen por cualquier otra vía. Si respecto de la garantía divina para esa objetivación conceptual se da una diferencia esencial entre la revelación pú>

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blica oficial y una «revelación privada» mística, puede entonces la vivencia medular propia y original del portador original de la revelación en el proceso de revelación original ser tranquilamente entendida en analogía con esa vivencia mística medular. Puesto que si gracia es también luz en cuanto autocomunicación sobrenatural de Dios (luz de la fe, ühistratio et illuminatio mentís et coráis, según ha confesado siempre la teología antigua, ya que sin tal representación no podría entenderse la doctrina de la luz en el Nuevo Testamento, de la unción, de la experiencia de la dynamis del Espíritu, de sus gemidos inenarrables etc., si es también luz de gracia, su concesión y presencia interior es simplemente ya una fórmula de revelación, si bien en cuanto pública y oficial, y determinada para otros también, llega a su plena esencia solo en la objetivación, garantizada por Dios, de lo que viene dado con ella humanamente de modo no reflejo.

Esta revelación fundamental en la gracia ha de estar a la base del proceso original de revelación en la revelación llamada así por antonomasia. Simplemente porque por principio per definitionem no se puede dar en absoluto una forma de revelación (antes de la visión beatífica) más alta que la autocomunicación de Dios en la gracia, de tal manera que ésta ha de estar a la base de la usualmente llamada revelación, que a su vez tiene consigo un momento de la objetivación oficial, de la representación conceptual y ordenación para todos con fuerza obligativa, una expansión a todas las dimensiones de la existencia humana (de índole individual y social), como no le cabe desde luego a la revelación fundamental por medio de la gracia en la hondura de la esencia humana en cuanto tal. Siendo esto así, será fácil entender que ese proceso original de revelación, que se da también en la Escritura antes que la teología, no puede ser buscado sin más en identidad con una objetivación determinada en frases escogidas del Nuevo Testamento. Está a la base de ésta pero no es idéntico con determinadas proposiciones ob-jetivables conceptualmente, aunque estas sean para nosotros la objetivación absolutamente obligativa y rectamente mediadora del proceso original de revelación. Con esta consideración, se entenderá, que la pregunta por el contenido kerygmático, pre-teológico del Nuevo Testamento a diferencia de la teología del

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mismo y la pregunta por la medula kerygmátíca del mensaje ncotestamentario, el que tenemos que proclamar nosotros, están unidas una con otra, y muy estrechamente. Cierto: podemos hablar en conceptos sólo, sólo en teología, sobre ambas realidades distinguibles de la teología refleja. Pero es importante, que la teología comprenda que una de sus declaraciones esenciales propias es aclarar, que no es ella misma la fundamentación original de la existencia cristiana, igual que la metafísica tampoco es esto para la fundamentación de la existencia espiritual, «tinque ambas pertenezcan necesariamente a esta existencia cristiana y humana.

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¿QUE ES UN ENUNCIADO DOGMÁTICO?

La cuestión que me ha sido propuesta * y que debo contestar dentro de los datos de antemano de la teología católica, reza así: ¿qué es un enunciado dogmático?2 . Tal pregunta es difícil de contestar y de interpretar en el sentido indicado, porque a mi saber apenas es planteada así, explícitamente, en teología de escuela católica usual. Se conoce naturalmente en la eclesiología teológica fundamental un tratado sobre el ministerio docente de la Iglesia, sobre sus portadores, la fuerza obligativa de sus aclaraciones, en un escalonamiento muy claramente elaborado de esas obligaciones, un tratado sobre los loci theolo-gici, sobre la precedencia de la Sagrada Escritura en cuanto palabra inspirada de Dios. Se ha comenzado hoy también de nuevo a meditar más penetrante, exacta y matizadamente sobre la relación de ministerio docente y Escritura; puede esperarse que por fin después de tanto «no» meramente negativo a la teología protestante, se desarrolle con lentitud algo así como una teología de la palabra. Y en este complejo se acomoda paulatinamente una reflexión sobre la diferencia entre kerygma y dogma, entre palabra de ministerio docente y la proclamación propia del mensaje alegre y salvífico del Señor.

Desde luego no se nos podrá decir, que se debiera meramente abrir un libro escolar para encontrar en él, contestada claramente, nuestra pregunta: ¿qué es un enunciado dogmático? Que este tema no está confesado y tratado inmediatamente como de teología de controversia, es claro, en tanto que puede presumirse a priori, que al contestar la pregunta se harán valer de nuevo todas las diferencias de doctrina entre teología católica

1 El presente trabajo es una conferencia pronunciada en una jornada de especialistas en ecumenismo protestantes y católicos. El marco de ponencia, no ampliado más tarde, obliga a la fragmentariedad de las exposiciones.

2 En el original «Aussage», que traducimos en correspondencia hasta etimológica por «enunciado» (Aus-sage), prefiriendo este sentido al de «declaración» con él emparentado por razones de contenido del contexto. (N. del T.)

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y protestante sobre ministerio docente, su relación con la Escritura etc. Por tanto para mí puede solo tratarse de un intento de recoger de todos los ángulos de la teología católica los mem-/ bra disiecta de tal doctrina sobre la esencia de un enunciado dogmático. Y queda solo aguardar, para saber cómo lo logro o en qué medida paso por alto tantos de los muchos temas que pertenecen a esta cuestión.

Presumo, que la pregunta está pensada de tal modo, que su contestación ha de delimitar también del enunciado dogmático, aunque no solamente, la palabra del propio e inmediato kerygma, es decir, que ha de intentar poner en claro si, cómo, y por qué hay dentro del cristianismo eclesiástico índoles de enunciados, locuciones interiormente diferentes, de entre las cuales a una se la llama en sentido estricto, específico, un enunciado dogmático. Pero es patente que esta distinción dentro del lenguaje de la fe del cristiano en la Iglesia, y de la Iglesia misma en los representantes de su ministerio, no puede ser el único tema de la reflexión exigida. Se esperará (así lo presumo), que el enunciado dogmático sea confrontado no solo delimitadamen-te con el kerygma, con la proclamación y predicación en el sentido teológico más estricto de estos términos, sino también con el enunciado profano (sobre cosas religiosas además, si es que hay y puede haber tales enunciados), que en este aspecto por tanto lo común de kerygma y dogma, hasta el enunciado teológico inclusive, quede destacado sobre la locución profana.

En tanto que el enunciado dogmático ha de ser delimitado del kerygmático en sentido estrictísimo, tenemos ya dada una delimitación suficiente de dicho enunciado respecto del enunciado, tal y como se encuentra en la Escritura, sin que sea lícito desde luego pasar por alto, que en la Escritura no está declarada solamente la revelación más original, del modo en que nos llega en ella por primera vez esa revelación en cuanto acontecimiento, sino que además dentro de la Escritura existe el genus de una reflexión teológica, que no es inmediatamente el kerygma, sino, pudiérase tal vez decir, reflexión teológica ejemplar, todo lo cual tiene su sitio en la representación católica de la inspiración escrituraria, ya que ésta no excluye dentro de la palabra una de Dios genera litteraria muy diversos esencialmente. Que baste esto como reflexión metódica preliminar sobre aquello de lo

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cual tenemos que hablar. Intento cumplir la tarea propuesta en una serie de tesis, que han de ser cada vez aclaradas un tanto.

1. Un enunciado dogmático es un enunciado que tiene la pretensión de ser también verdad en el sentido formal, que nos es conocido desde el conocimiento y el lenguaje profanos de cada día. El enunciado dogmático quiere también cumplir todas esas estructuras internas y legalizadas, que caben o pueden caber a un enunciado profano: relación con el que declara, lógica, historicidad de los elementos conceptuales, ensambla-miento del enunciado en un complejo histórico y social, diversidad de los géneros literarios, comunidades no reflejas entre el que escucha y el que habla, sin las cuales no estaría dada ni siquiera una posibilidad de entendimiento. Tales estructuras y otras parecidas de un enunciado natural, profano, han de encontrarse también en el enunciado dogmático. Y se entiende de por sí que no podemos desarrollar aquí estas estructuras más de cerca, porque su exposición reflejamente explícita, que apenas se propone en la teología (lo cual no siempre es muy bueno), exigiría más tiempo y fuerza que los que nos están dados.

Esta misma tesis, que hemos formulado, resulta para un entendimiento católico no sólo de la experiencia a posteriori de que es así, como la tesis afirma, de que, con otras palabras, en el enunciado de la proclamación y teología cristianas se trata también de palabras humanas, con todo lo que está con esto dicho, sino que resulta además del entendimiento católico de la relación de naturaleza y gracia. Aquí estaría el lugar teológico, en el que antes que en ningún otro habría algo que experimentar para el entendimiento católico de la esencia del enunciado dogmático en cuanto natural también ( ¡y no solamente !). Pero precisamente desde este punto es probable que hubiera que preguntar y que ver si el entendimiento protestante de la relación entre creación pecadora y gracia redentora no continúa dentro de nuestra cuestión, de modo que estuviese presente o fuese de esperar respecto de las fundamentales estructuras naturales de un enunciado dogmático y kerygmático una diferencia de teología de controversia entre la concepción protestante y la católica. Pero quizá en este terreno no está la diferencia configurada de manera suficientemente refleja desde

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el entendimiento fundamental, que está a su base, de la relación entre naturaleza y gracia.

Dentro de lo católico habrá que decir, desde luego: por mucho que en la teología católica se cavile sobre la esencia de la palabra, el lado de esa palabra, que está determinado por la pecaminosidad del hombre, apenas se ha hecho temático realmente. Y, sin embargo, debiera ser así. Debiera hacerse no sólo un enunciado sobre el oscurecimiento por el pecado original de la espiritualidad humana, sobre la necesidad moral de la revelación para el conocimiento (de índole clara y segura) de las verdades, que en sí serían accesibles al conocimiento natural del hombre en el terreno religioso y de costumbres. Porque tales enunciados deberían ser aplicados no solamente para la caracterización del conocimiento del hombre, juera de la revelación. Tendrían, además, que ser preguntados por la constitución peculiar infralapsaria, que el conocimiento y los enunciados del hombre tienen dentro del ámbito de la revelación y de la fe de la Iglesia. Si es doctrina católica, que también el hombre justificado, si bien no simul iustus et peccatar en comprensión protestante, queda, desde luego, siempre determinado por su procedencia de la situación de pecaminosidad, si (para formularlo de una vez así) hay un sentido católico rectamente comprensible del simul iustus et peccalor, entonces no debiera ser interpretado sólo como determnación de la dimensión moral del hombre justificado, sino que se debería entender como una determinación de lo noético del hombre y precisamente como determinación de la verdad del hombre justificado en la fe.

Esta verdad divina se ha encarnado en la espiritualidad natural del hombre, pero no en una naturaleza espiritual y noética del hombre abstracta, neutral, sino en la naturaleza, por tanto también noética, con pecado original redimible en la gracia de Cristo. Pero sobre lo que lo dicho en formalidad abstracta signifique concretamente, no puedo encontrar instrucción alguna real en la temática explícita de la teología católica actual. Eso sí, si no se respeta la extraña opinión, en verdad absurda, aunque presumo que tácitamente muy extendida, de que locuciones, frases, no pueden tener otra propiedad que la de la verdad o la del error, entonces la cuestión de si los enun-

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ciados dogmáticos no llevan también consigo la signatura del hombre originalmente pecador y culpable, no está liquidada con la indicación de que tales frases son, desde luego, verdaderas y están, por tanto, sin más sustraídas al ámbito de la carne del pecado. Puesto que dentro de esa carne del pecado se ha encarnado en realidad la verdad de Dios. Si es que no es falso lo que afirma inocuamente nuestra primera tesis, a saber, que las proposiciones dogmáticas son también innegablemente proposiciones de una sustancia natural, noética, y si tampoco es falso que esa naturaleza, como toda naturaleza, no es una naturaleza abstracta, tal y como de suyo procede de la mano del creador, sino concreta, infralapsaria pues, y que lleva consigo la signatura de la culpa del hombre.

Deberíamos preguntarnos solamente: ¿un enunciado de suyo calificable como verdadero, no puede ser además apresurado, presuntuoso?; la perspectiva histórica de un hombre, ¿no puede traicionarse de tal modo, que se traicione como históricamente culpable?; una verdad, ¿no puede ser también peligrosa, ambigua, tentadora, indiscreta?; a un hombre, ¿no le puede manipular hasta meterle en una situación de decisión que le es inadecuada? Si no se rechaza de antemano estas preguntas y otras semejantes, estará claro que también dentro de la verdad de la Iglesia y en enunciados dogmáticamente rectos, es completamente posible hablar pecadoramente en una pecaminosidad, que puede ser tanto la de cada uno, como la de la humanidad en general o la de un tiempo determinado.

Todavía otra vez: no se podrá decir que la teología católica haya otorgado una atención real a esta cuestión, que en sí no deja de ser importante, y que está instalada de suyo en la teología de la naturaleza concreta en el orden infralapsario. Por tanto, si se preguntase, dentro de la teología católica, cuáles son las esenciales estructuras fundamentales de esa naturaleza infralapsaria, que está metida en cada enunciado dogmático, tendría yo que confesar mi falta de saber y podría sólo presumir, nada sistemáticamente, algunos de tales distintivos. Con todo lo cual no es que haya que difuminar la intuición aún más fundamental, que debe quedar expresada en esta tesis primera: un enunciado dogmático tiene (al igual que el kerygmático) un substrato natural que le lleva a una índole análoga para con

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los enunciados profanos y que es la potentia oboedientítdis en sentido, positivo para la esencia propia y para el sentido de los enunciados dogmáticos en cuanto tales. Como ya dijimos: tampoco es posible desarrollar esos rasgos esenciales naturales de un enunciado humano, precisamente en cuanto que se encuentran otra vez por necesidad en un enunciado dogmático. Aquí hay que anotar sólo muy simplemente algunas cosas.

Por de pronto: un enunciado dogmático quiere ya ser un enunciado verdadero, porque un enunciado humano lleva consigo esa pretensión y ese sentido. Mienta un determinado contenido objetivo, que en su en-sí está frente al que habla, y no es, por tanto, mera notificación de un estado subjetivo de éste; en último término, lo que quiere no es objetivar la subjetividad del que habla, sino acercar la objetividad de la realidad mentada al que escucha y en este sentido subjetivarla. En cuanto que estos enunciados dogmáticos no se refieren sin más en amplia extensión a objetos de la experiencia inmediatamente sensible, ni mientan tampoco simplemente la propia experiencia espiritual, no pueden ser sino análogos, aludir al objeto mentado con ayuda de representaciones positivas, al mismo tiempo que a su posible superación por medio de trascendencia y negatividad, pero con la consciencia de que esa superación trascendental de los datos dados originariamente no conduce solamente a lo nada más que oscuro y sin nombre, precisamente porque a lo no experimentado le cabe una semejanza objetiva con lo experimentado, y porque esta afirmación trascendental de una semejanza análoga, a pesar de la desemejanza mayor que impera entre la realidad divina y la finita, pertenece a los datos primarios del espíritu, que se realizan otra vez, aún implícitamente, en cada afirmación y negación.

Bajo tales supuestos alza un enunciado dogmático la exigencia de que no todos ellos pueden ser igualmente falsos o verdaderos, de que, por tanto, puede plantearse sistemáticamente a tales enunciados la cuestión de la verdad en un sentido objetivo, sin que sean todos los enunciados, sólo porque mientan lo que está más allá de la experiencia sensible, igualmente verdaderos o no. Tal vez un cristiano normal oye esto como algo que se sobreentiende. Pero cuando se piensa en las trayectorias de un modernismo absoluto (es decir, de lo que por ello se

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entiende en la teología católica) o de un absoluto existencialis-mo, se debería discernir decisivamente en la verdad de un enunciado dogmático el logro de exponer certeramente, es decir, productivamente hacia dentro y hacia fuera, la experiencia religiosa subjetiva y singular, lo cual, es verdad, puede lograrse en grado diverso, aunque desde luego no sea posible que tal logro esté frente a un logro negativo de modo semejante a como es el caso entre un sí y un no lógicos, entre verdad y error en cuanto tales.

Cierto que hay que conceder al enunciado dogmático todas esas posibilidades de enunciados profanos que hay en él, respecto de una diferencia entre la verdad, que se apresa en la realización propiamente personal, y esa verdad (o ese error), que en el enunciado conceptual-objetual está dada (o dado) a la verdad no objetual, preconceptual, instalada en una implicación trascendental o de otro tipo. Ese conocimiento preconceptual, preproposicional, que puede ser verdadero, aun cuando la expresión conceptual sea falsa (igualmente al revés, claro está), es, sin perjuicio de su índole propia no preposicional, un conocimiento objetivo, que mienta un objeto, que está ahí independientemente, frente a la realización de ese conocimiento. Que esa tensión peculiar entre lo mentado y lo dicho (si es que nos es lícito nombrar así—si bien equívocamente—-el estado de cosas propuesto) en el conocimiento profano, se pueda dar también y sobre todo en un enunciado teológico, resulta no solamente de la validez general de nuestra tesis de fondo, sino también de muchas otras razones específicamente teológicas: de la posibilidad de ser un creyente real en Cristo, incluso allí donde juzgando nada más que según el sentido objetivo de un enunciado objetivado parece haber sólo descreimiento; de la imposibilidad de saber por sí mismo o por otro en manera refleja con seguridad absoluta, si se cree verazmente, aunque parezca según el testimonio de la propia reflexión, que se mantiene sin más firmemente el enunciado de fe declarado en absoluto como verdadero. No es posible aquí penetrar más hondamente este problema aludido.

2. El enunciado dogmático es un enunciado de fe. En nuestra tesis 5 tendremos que delimitar y distinguir el enunciado dogmático de un enunciado inmediata y originalmente kerygmá-tico, lo cual no debe de estorbarnos en cualificar el enunciado

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dogmático como un enunciado de fe en sentido estricto. Con ello el enunciado dogmático, donde es auténtico y realiza su verdadera esencia, no es solamente un enunciado profano sobre un objeto teológico, sobre algo, a lo que la fe cristiana se refiere originariamente, sino que es también en su realización, en lo que es como autorrealización del sujeto, una realización de la fe. Con otras palabras, es un enunciado de fe no sólo en cuanto fides quae creditur, sino que en cuanto fides qua creditur católica suele expresar el estado de cosas aquí mentado, diciendo que la teología no es sin más una realización del habitus fidei puramente en sí, sino una realización del habitus scienticce, que está penetrado y como cogido por debajo por el habitus fidei, de modo que sea siempre, y tenga que serlo, fide illustrata (D. 1796: Vaticanum I).

Porque y en cuanto que la fe es siempre el escuchar por parte de un hombre concreto la palabra de Dios, puede ese haber escuchado realmente, el logro de la puesta en escucha de esa palabra, que está actualmente ahí sólo si es escuchada y atendida, suceder siempre únicamente en simultáneo entendimiento de la fe, es decir, en una confrontación que, como es natural, tolera muchos grados, del mensaje con lo que el hombre es ya en el escuchar del mismo en cuanto sujeto espiritual. Puesto que el careo del que escucha con lo para él dicho es un momento imprescindible en el escuchar mismo, puesto que un no entender a secas anula ese escuchar, por eso mismo un cierto grado de teología es un momento interno del escuchar mismo y el escuchar puramente creyente es ya una actividad del hombre, en la que su propia subjetividad entra en juego con su lógica, su experiencia, los conceptos que trae consigo y sus perspectivas. Lo que llamamos teología y con ello enunciado dogmático en sentido estricto, es sólo un llevar adelante, un desarrollar esa reflexión fundamental subjetiva, que sucede dentro del escuchar la palabra de Dios meramente obediente, por tanto en la fe en cuanto tal. De lo cual resulta que la reflexión dogmática y su enunciado no pueden jamás desligarse enteramente de ese origen del que proceden, de la fe misma-Lo cual se refiere siempre, como ya está dicho, no sólo al objeto de la fe, sino también a su realización. Esta queda como fun" damento que sustenta el enunciado dogmático en cuanto tal-

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Por mucho que lo que decimos parezca de verdad que se entiende de sobra, ha de confesarse, sin embargo, que este enunciado, dentro de la teología católica, no es realmente sobreentendido. A saber, si con una parte no pequeña de la teología postridentina se tiene la gracia, en cuanto que es estrictamente sobrenatural, y también la gracia de la fe en cuanto sobrenatural propiamente, por algo en absoluto allende la consciencia, se es, pues, de la opinión de que la «luz de la fe», inclusive donde se conserva esta expresión, significa o bien esa elevación puramente más allá de la consciencia, sobrenatural, de los actos espirituales del hombre, por medio de la cual llegan a ser esos actos actos de salvación, o bien la instrucción empíricamente exterior por medio de la revelación histórica, cuya facti-cidad y contenido (porque ambos son inseparables) pueden ser también aprehendidos por la razón especulativa, histórica, meramente natural, negándose, por tanto, con otras palabras, que los actos sobrenaturales de salvación tengan un objeto formal, que no pueda ser aprehendido por acto natural alguno y siendo entonces aprehensible el objeto de la teología (como incluso el de la fe) por la razón meramente natural exactamente tan a fondo como por la creyente. El no creyente no se ocupará, en general, de hecho de tales proposiciones, porque no le interesan, pero bajo los supuestos de la teoría aludida sobre la naturaleza de la gracia de la fe, puede hacerlo por principio igual de bien que el creyente, aprehende si se ocupa de tales enunciados exactamente lo mismo que aquél. Podría haber, por tanto, un enunciado dogmático, que en su objeto, pero no en su realización, fuese un enunciado de fe.

Contra esta concepción, que nominalista y racionalistamente empuja la auténtica cualidad de gracia de la fe, sin negarla, como es natural, a una dimensión puramente objetivista y como de estado, allende la consciencia, emplazada fuera de la realización espiritual en cuanto tal, mantenemos firme la doctrina tomista del objeto formal propio del acto elevado según gracia, mantenemos la auténtica luz de la fe, la inconmensurabilidad de ésta con un acto profano, que se refiera a lo religioso. Por todo lo cual hay que decir realmente: incluso cuando no se trata del puro escuchar y enunciar del mensaje de Dios en Cristo en cuanto tal, cuando es el enunciado dogmático en el sentido

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de una reflexión que se rinde cuentas a sí misma lo que se ventila, esto es que lo que se ventila es teología, se trata siempre de un enunciado de fe, de una realización de fe. En el momento en que no fuese ya éste el caso, podría haber aún ciencia de la religión, pero no teología. Puede ser, lo es de hecho, que esta diferencia no sea propiamente reflectible a medida de la consciencia, y de ahí que el científico profano de la religión y el teólogo cristiano se encuentren aparentemente en el mismo nivel, se diferencien sólo, por tanto, en la aceptación o no aceptación exis-tencial de eso, sobre lo que hablan ambos mutuamente.

Pero esto es apariencia solamente. Esa aceptación o repulsión existencial abre o cierra la vista sobre la cosa misma, aunque el científico profano de la religión pueda aparentemente saber y decir del cristianismo tanto y tan poco como el teólogo creyente. No es fácil poner reflejamente de manifiesto por qué es éste el caso, cómo en frases que suenan igual, el científico profano habla dejando de lado el objeto propiamente mentado, no le enuncia, aunque lee y cree entender también los enunciados dogmáticos del teólogo, y aunque no se le pueda probar una falta de entendimiento en el nivel del ámbito objetivo de conceptos en cuanto tal. Pero la falta de entendimiento está más en lo hondo, está precisamente allí donde el conocimiento se activa antes de su enunciado preposicional reflejo, en la realización de la persona que acepta la gracia.

Cierto que para esta manera de concebir las cosas hay que anotar todavía que no es que el no creyente sea para un entendimiento cristiano simplemente el falto de gracia, la teológica (católicamente formulada) «naturaleza pura»; también él está bajo el influjo de la gracia, que busca e ilumina a cada hombre; en cualquier caso ve más que lo que vería un hombre sin gracia, incluso si lo que ve no quiere verlo, incluso si «mantiene baja la verdad» y la reprime; también él está bajo la luz de la gracia, cierto que en el modus de la autoclausura ante ella. Y por eso entre el enunciado del teólogo y el del científico de la religión profano, no creyente, impera una diferencia. Claro está que hay que hacer de nuevo una anotación: que a nadie le es posible decir en concreto absolutamente quién de los que hablan pertenece a una o a otra categoría. Si es correcto, que el enunciado dogmático es y sigue siendo, incluso donde es ya

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propiamente teología, un enunciado de fe, y no sólo respecto de su objeto, sino también en su acto subjetivo en cuanto tal, estará entonces determinado por todas las peculiaridades teológicas de la jides qua creditur. Desde aquí habría que desarrollar toda una teología del enunciado dogmático. Y una vez más diremos que no es posible hacerlo ahora. En todo caso, de este arranque resulta que también el enunciado dogmático participa en su índole del enunciado confesor y de alabanza del mensaje escuchado y aceptado obedientemente desde Jesucristo, sobre él y hacia él. A pesar de toda reflexión de cariz conceptual, a lo que va es al acontecimiento histórico de salvación, le instaura como presente, en cuanto que confiesa estar instaurado por él, habla no solamente «sobre» ese suceso, sino que quiere llevar al hombre a una relación real con él, y en toda abstracción y reflexión teorética está referido esencialmente a que quede a salvo esta habitud no meramente teorética, sino también existencial y según gracia del hombre entero respecto de la realidad histórica misma de salvación, y no únicamente a una proposición sobre ella, es decir, a que el enunciado teológico en cuanto teoré-tico-reflejo sea, sin embargo, ex fide ad fidem. Puesto que aquí es sólo posible indicar el loáis thcologicus para la pregunta por la esencia del enunciado dogmático, la esencia precisamente del acto de fe, pasaremos a determinaciones ulteriores de otra índole de dicho enunciado. Que quede anotado, por lo menos, que hasta muy últimos tiempos, en la descripción teológica del acto de fe, se veía éste demasiado y casi exclusivamente desde la esencia teológica de la proposición dogmática. Pero como hoy en la teología católica se da un esfuerzo por elaborar en el acto de fe mismo otros momentos y no sólo el de mantener firmemente una proposición garantizada por la autoridad de Dios, será sin duda más fácil en el futuro poner de manifiesto la peculiaridad del enunciado teológicamente dogmático en su diferencia para con la realización de fe en cuanto tal. Y, desde luego, habrá entonces que evitar el peligro, que irrumpiría si no en perjuicio del mismo acto de fe (cuyo momento teorético no quedaría en claro) y del enunciado teológico (cuyo enlace hacia atrás con el acto de fe pudiera desaparecer), de que de una distinción se haga una separación.

3. Un enunciado dogmático es en especial medida un enun-

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ciado eclesial. Ya el acto de fe y el kerygma de Jesucristo mismo poseen un momento eclesial que les es esencial. En la Iglesia se proclama y se cree, porque ésta es, en una unidad indisoluble con la singularidad personal de cada uno y su decisión de fe, el sujeto de la gesta redentora de Dios y también el de la fe, ya que la fe proviene esencialmente del oído y permanece dependiente del testimonio del mensaje de Cristo, que sucede en la comunidad de los creyentes, desde ella y para ella. Pero el enunciado dogmático es todavía eclesial en una medida y manera especiales. Puesto que la teología, en cuanto y en tanto que se distingue del mensaje original y de la fe sencilla, surge precisamente porque hay Iglesia y tiene que haberla. Porque ha de creerse en la Iglesia, desde la Iglesia y hacia la Iglesia, por eso hay teología. Probablemente habría también, claro está, teología, si cada uno tuviese una historia de fe y salvación absolutamente individualista, si es que algo así pudiese darse de hecho: el mensaje que ha oído y oye siempre de nuevo, estaría en un diálogo continuado con su restante experiencia de la vida, debería ser oído siempre nuevamente en función de esa otra historia espiritual. Y porque su experiencia de la salvación de suyo (claro está) y por el encuentro continuo con su restante realidad de índole histórica tiene una historia, por eso habría también ya teología. Puesto que ésta es la permanencia histórica, existente en encuentro siempre nuevo, transformadora de todo, de una revelación que tiene en el tiempo un sitio espacial-temporal. Si no hubiese el ephhapax del acontecimiento histórico de salvación, habría continuamente revelación y nunca teología referida a un acontecimiento de salvación localizado y no idéntico con ella; si no hubiese teología, no estaría la irrepetible historia de la salvación en estado de alcanzar de manera realmente salvífica al hombre posterior, o por lo menos no le acertaría en toda la anchura y distancia de su existencia, debiendo éste tachar su propia singularidad histórica, y en cuanto abstracto hombre-en-sí, buscar una relación para con ese pasado acontecimiento de salvación.

• Desde esta reflexión se ve ya por demás, para decirlo explícitamente, que teología no es lo mismo que opinión no

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obligativa de reflexión meramente subjetiva sobre un acontecimiento de salvación o una proposición de la revelación original. Precisamente si la teología ha de ser la confrontación absolutamente obediente de la propia existencia con el kerygma de salvación en la irrepetibilidad de Jesucristo, ha de poder llevar consigo la obligatividad de la fe. Ha de ser posible la teología que obliga por el ministerio docente. Allí donde no tiene (todavía) este carácter, no es porque la teología no pueda tenerlo, sino porque está aún en camino de encontrarse a sí misma y de rendir eso que quiere rendir: la concreción de la fe en una situación espiritual nueva. Pero por mucho que la teología exista ya y tenga que existir a causa de la individualidad histórica de la fe de cada uno, posee, desde luego, especialmente un carácter eclesial. En la Iglesia hay que creer comunitariamente, hay que confesar comunitariamente y há de ser Dios alabado por su gracia en una lengua que todos hablan. En confrontación con una situación espiritual común, que ha de ser apresada y entendida en cuanto común siempre comunitariamente, así es cómo debe ser aprehendido de manera siempre nueva y comunitaria el mensaje transmitido. Tiene que haber en la Iglesia teología que esté sustentada por la Iglesia misma. Naturalmente que estará también siempre sustentada por la iniciativa de cada uno, porque de otra manera no puede darse historia y vida de una comunidad. Pero la teología y el enunciado teológico de cada uno se orientan siempre hacia la Iglesia (explícita o implícitamente). Tal enunciado de cada uno es siempre una pregunta a la Iglesia, por si puede hacerle de los suyos o por lo menos soportarle como posible en la Iglesia una. Y junto a esa y sobre esa teología siempre eclesial de cada uno, está la teología de la Iglesia, en la que toda ésta hace, en su ministerio docente constituido por sus portadores, ejercicio teológico, es decir, reflexiona en función de cada respectiva situación históricamente condicionada, sobre su consciencia de fe y su fuente original, el mensaje de Jesucristo, y sobre Jesucristo, del que hace mediación la fe de la comunidad primitiva, proclamándole tan nuevamente en la figura de esa reflexión teológica nueva de la fe única permanente, que conserva y alcanza así el más posible presente, irrecusable para la decisión del que oye el mensaje de

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la Iglesia. Esta figura teológica de la proclamación de la Iglesia es teología, porque queda siempre referida a otra norma, a la que se sabe ligada y que quiere sólo interpretar: el mensaje de los primeros testigos del Señor, la fe de la comunidad primitiva, tal y como se da modularmente concretada en la Sagrada Escritura. Y exactamente esa teología es auténtica proclamación de fe, exigente de obediencia, en cuanto que la Iglesia alza la pretensión en su autoridad doctrinal, de que su mensaje constituido así (es decir, hecho teología) es aquí y ahora la forma válida de la palabra (sin que sólo converse a su respecto) en la que Dios ha hablado para nosotros en nuestros corazones. También ahora debe decirse otra vez que únicamente puede ser designado el locas thelogicus desde el cual se haga una determinación esencial deh enunciado dogmático. Porque por llamar eclesial a un enunciado dogmático no se ha dicho mucho todavía claramente. Lo que esto quiere decir ha de desarrollarse, por lo pronto. Lo cual, una vez más, no es aquí posible.

Nada más que en un solo aspecto ha de hacerse al menos un intento. Porque un enunciado dogmático, así quisiera yo formularlo, tiene un carácter eclesial, significa también innegablemente una regulación comunitaria y terminológica, de lenguaje, que de un lado puede ser obligativa y ha de ser tenida, por otro lado, en cuenta en la interpretación de las aclaraciones eclesiásticas, sin que sea lícito confundirla con la cosa misma o, lo que es igual, con un enunciado posible sólo desde ella. Pero debo explicarme y explicar la infratesis que acabo de formular. La tengo por importante, precisamente porque no se reflexiona sobre ella en la teología usual del ministerio docente y su obligatividad, y porque este pasarle por alto conduce, en la praxis doctrinal intracatólica y en la teología de controversia, a innecesarios malentendidos.

La realidad mentada en los enunciados teológicos es de una riqueza inabarcable y de una plenitud inmensa. El material terminológico disponible para la caracterización de la realidad es muy limitado. Y sigue siendo limitado, aunque crezca en la historia de los conceptos y de los términos. Especialmente limitado, lo es cuando se trata del haber de terminología, aplicable para un enunciado teológico, que dicho breve-

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mente y entendido de manera general, ha de estar acomodado a la consciencia de fe de un grupo mayor. Con este tan limitado material de conceptos utilizables comunitariamente, ha de mantenerse abierta la mirada a la infinita plenitud de lo mentado por la fe, ha de declararse la plenitud sin límites y la diferenciación de la cosa misma. Tal terminología limitada no podrá ser nunca adecuada a la cosa mentada. No es aquí donde se debe cavilar, cómo y por qué se puede ser consciente de esa inadecuación entre el enunciado y lo mentado en él, si se llega a poseer la cosa misma sólo en la palabra y no junto a ella o a su margen. Lo que aquí importa es esto: la palabra inadecuada siempre a la cosa—y sobre todo en su utilización comunitaria—destaca siempre inevitablemente ciertos distintivos del estado de cosas en cuestión, e igualmente, de modo inevitable, deja que pasen otros al transfondo, crea enlaces con otros estados de cosas determinadas, y no destaca enlaces ya existentes con otras realidades de la fe. La terminología limitada, históricamente condicionada, da al enunciado de fe, especialmente en su figura teológica, una finitud, una concreción y una contingencia históricas. Además, hay que contar todavía con que es sistemáticamente imposible proporcionar siempre una definición absolutamente inequívoca, expresada reflejamente, de los términos empleados, ya que la teología no puede proceder, como la geometría, de un número limitado de axiomas, capaces de ser fijados definitivamente en los conceptos empleados en ellos (a tal respecto prescindimos de que esto ni siquiera se logra sin más en las ciencias).

De ahí viene el que las manifestaciones eclesiásticas de doctrina, los enunciados dogmáticos de la Iglesia, sin que los que adoctrinan y definen sean de ello siempre conscientes, incluso no siendo conscientes la mayoría de las veces, más aún sin que puedan serlo adecuada, reflejamente, contengan implícitamente una fijación terminológica, frente a la cual no es la cuestión de la verdad, sino a lo sumo la de la conveniencia la que puede ser planteada. Aquí y allá, pero sólo mar-ginalmente, se considera de alguna manera este problema en la teología católica. Así, por ejemplo, cuando se dice que la Iglesia llama aptissime transustanciación al proceso que tiene lugar en la Sagrada Cena, o cuando Pío XII defiende la

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adecuación de muchos conceptos de la tradición escolástica, de los cuales no sería lícito suponer que la Iglesia iba a abandonarlos, aunque se sepa que se han hecho ya históricos (D. 2312).

Pero en la praxis de la doctrina eclesiástica se rastrea muy bien el problema aquí mentado. Si se enseña (para aducir al menos unos pocos ejemplos), que el hombre es pecador ya desde Adán, la palabra pecador se usa sólo en un sentido muy análogo, que se distingue muy esencialmente de la pecaminosi-dad dada por la propia decisión personal. Esto se expone muy por lo amplio en el tratado teológico-escolástico sobre el pecado original, pero en la breve formulación eclesiástica de que el hombre es pecador desde su origen, desde Adán, no se expresa esa mera analogía, no se hace temática, no está claramente presente en la consciencia refleja de fe de la mayoría de los cristianos, y la olvidan a su vez la mayor parte de los teólogos, ya que su teología se reduce fuertemente en la praxis de la vida media a la medida del catecismo, a lo indiferenciado del enunciado eclesiástico usual. Quien realmente es consciente de lo que en un caso así significa analogía, ese comprende también, que en sí e in abstracto pudiera muy bien decirse, que el hombre no es pecador ya desde Adán, sin que se enseñase nuevamente con ello contradicción objetiva alguna con la doctrina de la Iglesia sobre el pecado original, ya que tal proposición discutiría sólo con otra terminología, que el hombre sea pecador desde Adán en el mismo sentido que por su decisión personal.

Hay incluso ejemplos, que muestran que la Iglesia no sólo ha matizado aquí y allá lentamente la terminología, sino que la ha cambiado estrictamente (sin realizar una modificación en lo mentado objetivamente). La terminología agustiniana por caso, que respecto de la pecaminosidad de cada acto del pecador por origen, fue una vez terminología eclesiástica, quedó suspendida implícitamente por las declaraciones de Pío V. Agustín pudo y tuvo que decir, y la Iglesia de su tiempo hizo de ello doctrina eclesiástica, que el pecador por origen, no justificado, peca en cada uno de sus actos; en el lenguaje de la Iglesia postridentina no es lícito ya formular así, aunque pueda mostrarse, que esas formulaciones contrapuestas no se contradicen en la cosa mentada, aunque tampoco se debe ocultar la impor-

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tancia capital teológica y de historia del espíritu que tiene un cambio semejante. Tales fijaciones terminológicas, implícitas en definiciones, hay muchas. Lo que, por ejemplo, desde el todo y en el complejo de la doctrina eclesiástica de la Trinidad hay que representarse por «persona», tiene (si se es honrado) poco que ver proporcionalmente con lo que en otros casos se representa uno bajo ese término, y sin embargo es con ese término con el que se dice lo mentado, y no puede permitirse dentro de la doctrina eclesiástica expresar el estado de cosas propuesto con un rodeo completo de este concepto y término, si bien quizás otra terminología, tal y como Barth la propugnaría en este asunto, no estaría en sí expuesta a estos malentendidos, aunque sí a otros. Si el Santo Oficio aclara últimamente que sólo el sacerdote consagrante puede concelebrar, hace con ello más una fijación terminológica, que un enunciado dogmático, que ponga más en claro la cosa misma, en cuanto que no se nos aclara lo que es concelebración, y la frase referida acaba su sentido prácticamente, en que sólo se puede llamar concelebración a la celebración de Misa, en la que varios sacerdotes dicen conjuntamente las palabras de la transustanciación; pero queda cuestión abierta, si un sacerdote puede o no, sin tal consagración conjunta, ejercitar como concelebrante de alguna otra manera su función sacerdotal. Otro ejemplo es más conocido: la pregunta sobre quién posee, según doctrina católica, el ser de miembro de la Iglesia, es en una buena parte una regulación terminológica del lenguaje. En la «Mystici corporis» el término «miembro de la Iglesia» estaba reservado a los católicos, hoy, sin embargo, parece que círculos del ministerio eclesiástico se inclinan más por esa realidad dada ya sólo por el bautismo para designar el ser miembro de la Iglesia.

Lo interesante es precisamente que en esas aclaraciones del ministerio eclesiástico no se ve nunca expresamente la cuestión como terminológica, sino que se enseña con la impresión y el supuesto de que se habla sólo sobre la cosa misma. Además hay que considerar aún, que esa terminología está expuesta inevitablemente a un cambio histórico permanente, que, es verdad, está influido por la autoridad del ministerio docente de la Iglesia, algo conducido por ella, retenido, guiado en parte, lo cual es lícito, hacia otros carriles, sin que el proceso histórico de la

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terminología pueda ser manipulado adecuadamente, ni siquiera en el terreno de la Iglesia, por las autoridades del ministerio docente de la misma. Se realiza por tanto independientemente de la Iglesia del ministerio y sin su manipulación consciente, al menos en parte, y este hecho implica el deber (y el derecho) de la Iglesia a llevar cuenta de ese proceso terminológico, que sucede independientemente de ella.

Esto puede ocurrir de las maneras más diversas, en las que no quiero ahora adentrarme. Pero precisamente por eso es posible, que la Iglesia no lleve cuenta con suficiente claridad y decisión de los cambios terminológicos. Y entonces se darán controversias teológicas dentro de la Iglesia y con la teología no católica, que se asientan en el fondo sobre malentendidos recíprocos de la terminología. Por eso puede darse, hablando católicamente, que un teólogo católico, quede ligado a una terminología adoptada por el ministerio, aunque no pueda disimular la problemática de esa terminología, su posibilidad de ser mal entendida, su falta, que tal vez exista, de las perspectivas, que son las que importan esencialmente, y otras limitaciones semejantes de esta como de cualquier otra terminología. Con lo cual no se dice que el teólogo esté pasivamente frente a la regulación teológico-terminológica del lenguaje de la Iglesia. No; donde quiera que ejerza teología viva, en cuanto dirija su mirada a la cosa misma, contribuirá activamente (aunque quizás casi de modo imperceptible) a ese cambio histórico permanente de la terminología del lenguaje eclesiástico. Y viceversa: en tanto que se atiene en su enunciado a la regulación eclesiástica del lenguaje, se ensambla en el condicionamiento comunitario histórico de la respectiva consciencia actual de fe, un condicionamiento, que simultáneamente (si es que es aceptado y sostenido) mantiene abierto el parecer individual para la consciencia de fe de la Iglesia, igual que exige de cada uno una renuncia, sin la que no puede darse en este Eon la unidad de verdad y amor.

4. El enunciado teológico es un enunciado dentro del misterio. Por de pronto lo que esto quiere decir es una peculiaridad, que es común al enunciado teológico y dogmático y al inmediatamente kerygmático. Si el enunciado kerygmático con todo y a pesar de todo el determinado e indispensable caudal de con-

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tenido que le compete, y con derecho, es un enunciado, que, porque se refiere siempre a un acontecimiento histórico dentro de las dimensiones humanas, remite al que oye por encima de sí mismo y hacia dentro del misterio de Dios, tal y como éste es en sí, todo esto vale también para el enunciado dogmático, ya que a éste nunca le será lícito abandonar su enlace por la espalda con el enunciado propio, kerygmático, de fe. Si además es un enunciado más reflejo, en el que el hombre, si se puede decir así, está en su propio proceso de conocimiento, y no sólo en la cosa misma en sí, entonces podrá ser nada más que lo que debe ser, si no olvida, que el objeto mentado en él, queda únicamente rectamente nombrado, si en el acto de intervenir sobre su concepto finito se le apresa como infinito, incomprensible, como misterio permanente, que se da por eso mismo no sólo en el concepto, sino en la apresabilidad que apresa anticipadamente por encima de todo ámbito de conceptos por medio del Dios apresante en trascendencia y gracia.

El enunciado dogmático tiene por principio, como el kerygmático, un momento en sí mismo, que no es (como en enunciados categoriales intramundanos), idéntico con el contenido conceptual representado. Este es solamente, sin perjuicio de su propia significación, el medio de la experiencia de ese estar referido más allá de sí mismo y de todo lo nombrable. Que este estar referido no sea sólo vacía trascendencia que se malogra, ni simplemente tampoco el horizonte formal para la posibilidad del ámbito de conceptos con objeto, sino precisamente la manera en que el hombre se mueve realmente hacia la auto-comunicación de Dios en sí mismo, todo esto sucede por medio de lo que nosotros llamamos gracia y se apresa y acepta en lo que se llama fe. Con lo cual no es el concepto de la trascendencia ni el concepto de la gracia lo que se piensa, sino la trascendencia y la gracia mismas. Estas realidades materiales no se dejan presentar a sí mismas sin más de manera objetual en el enunciado dogmático; no se puede constatar objetivística-mente, si estaban analizadas en el enunciado mismo. Lo que sí se puede decir una y otra vez al teólogo, es que lo que de conceptos entre en sus proposiciones, construidas como tales, no es lo único que debe haber en ellas. Se puede comprobar con presunción crítica e indirectamente en este o aquel sistema, si

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junto a la letra está el espíritu también presente, y junto al hablar sobre la cosa, la cosa misma. En el conjunto del discurso y a larga vista, se ofrecen indicios para un discernimiento de los espíritus, si alguien habla siempre de que tiene que habérselas con el misterio, pero en realidad maneja sólo sus conceptos y proposiciones como si fuesen la cosa misma, como si estuviesen dominados por él, tal mónadas cerradas en sí, y no fuesen meramente signos, que cuando más clara y perceptiblemente hablan, es cuando por encima de sí (mismos instalan al hombre creyente en la luz inaccesible de Dios.

Estos criterios, si prescindimos del tema de la analogía (mal entendido la mayoría de las veces, en cuanto que se concibe el concepto análogo como un notable producto híbrido entre el concepto equívoco y el unívoco, esto es como algo derivado, frente a lo cual la predicación unívoca sería lo más original y lo más propio, siendo sin embargo la apertura radical del movimiento análogo del espíritu, la que ante todo hace a éste ser espíritu), no están desarrollados rectamente en la teología católica. Las teorías de la paradoja, de la locución dialéctica, y de la meramente indirecta, no han encontrado y quizás no sólo por injusticia, ningún eco verdadero, y en cualquier caso ningún derecho de ciudadanía en la teología escolar católica. La doctrina de la analogía, digámoslo honradamente, la alzó primero E. Przywara desde ser un modesto retazo de escuela en cualquier rincón de la lógica y de la ontología general, a constituir un punto medular real e importante del lenguaje teológico, que desde luego no está aún ni con mucho tan elaborado para que se pueda decir con exactitud, habiéndose entendido en general lo que contiene, igual que tampoco se está de acuerdo sobre si esa doctrina es la que Barth designó hace tiempo como lo específicamente católico y que hay que rechazar en absoluto, o si analogía es, dentro de la teología católica, la palabra que designa algo que, aunque bajo otro nombre, tal vez está por todas partes reconocido como rasgo esencial del lenguaje teológico, significando un primer punto de arranque para lo que de veras importa, a saber que la locución teológica no solamente habla sobre el misterio, sino que esto lo hace de manera recta sólo cuando es algo así como una indicación para llegar ante el misterio mismo. En cualquier caso, y este es el sentido breve de

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discurso tan largo, no es lícito pensar en el lenguaje teológico-dogmático, que se posee ya la cosa misma, si se tiene su palabra conceptual. Esta palabra por encima de la función de representación de la cosa, de ser BU imagen, es mistagógica muy a su manera. Conjura la experiencia según gracia del misterio absoluto, en cuanto que se comunica a nosotros en una gracia, que es la de Cristo. Pero, una vez más, se puede nada más que anunciar un tema en este punto y constatar, lamentándolo, que no es tema de teología de la escuela, con lo cual naturalmente no se afirma, que no salga al paso nunca jamás en la tradición teológica.

5. El enunciado dogmático no es idéntico con la palabra original de revelación y con el enunciado original de fe.

Quizás llegue ahora por fin al tema, cuyo tratamiento se ha esperado de mí, y no pueda por tanto en la conclusión de esta ya larga conferencia exponerle de modo suficiente. Pero para el entendimiento católico de teología y fe, de enunciado dogmático y enunciado de la Escritura, es esta relación tan múltiple y tan enredada, tan poco susceptible de ser declarada en el sentido de una mera distinción que separa, que lo dicho hasta aquí era una preparación necesaria del sector, que nos toca ahora discernir, sobre la distinción entre proclamación original de la revelación y enunciado original de fe, por una parte, y enunciado dogmático reflejo por otra. En la Escritura tenemos el prototipo del primer enunciado, aunque quizás haya que considerar aquí, una vez más aún, la diferencia entre acontecimiento más original de revelación y su testimonio inmediato de un lado, y de otro la reflexión escrituraria a su respecto. Si el enunciado dogmático debe ser discernido del enunciado de la Escritura—y ello está muy justificado—habrá que elaborar las diferencias entre ambos. Esto no es tan fácil como puede parecer a primera vista. Ya hemos dicho que el enunciado dogmático está también sustentado objetiva y subjetivamente por la fe, que sigue siendo enunciado y acto de la fe y que por lo mismo está formado por el ministerio docente de la Iglesia, aunque no sea siempre y en cada caso enunciado de la declaración obligativa de ese ministerio, sino que puede ser enunciado de una quaestio dispútala, ya que busca él mismo orientarse según la consciencia de la fe de la Iglesia entera, sabiéndose de-

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pendiente de su ministerio docente. Y viceversa: no hay ninguna revelación proclamada, sino en la forma de revelación creída. En una revelación creída, esto es escuchada, pero en cuanto entendida, acogida, asimilada, se da siempre la síntesis, entre la palabra de Dios y esa otra palabra del hombre respectivo, lo que puede y debe hablar él desde su posición, en su situación histórica.

Cada palabra de Dios dicha por el hombre, es ya en cierto grado palabra refleja, y por tanto también un fragmento de teología. La diferencia entre kerygma original y enunciado dogmático, no consiste pues en que en aquél esté dada solamente y en cierta manera la pura palabra de Dios en sí, y en éste nada más que reflexión humana. Si fuera así, sólo podría darse acerca de esa palabra de Dios locución teológica no obligativa, pero nunca enunciado de fe distinto de la palabra original divina, si bien obligativo en modo absoluto, por medio del cual esa palabra de Dios, tal y como se ha promulgado originalmente, mantiene su presencia, que obliga de veras, en la prosecución de la historia, es decir que podría haber sólo historia de la teología, y no historia de los dogmas. El hecho de que ésta exista, es únicamente explicable, porque en el enunciado original de fe hay ya ese momento de auténtica reflexión, siendo legítimos y necesarios su operatividad y desarrollo en la teología posterior. Lo que acabo de decir, vale también, acentuámoslo una vez más aún, para la Sagrada Escritura. También en el enunciado kerygmático más simple hay un comienzo de teología; y esa teología en cuanto reflexión y derivación de la experiencia más inmediata de la revelación, ocupa indudablemente en la Escritura un ancho espacio. Es de lamentar que en la teología católica apenas se haya reflexionado sobre esto. Casi nunca se hace cuestión acerca de dónde recibe el autor de determinados fragmentos de la Sagrada Escritura lo que dice. No se cuenta con la posibilidad sin duda presente, de que un enunciado de la Escritura sea secundario en relación con otro, pueda derivarse de ese otro. Se trae cada pasaje escriturario al mismo nivel de sentido, se le trata como dato enteramente original, inderivable y que resulta de la más inmediata revelación de Dios. Y sin embargo nadie puede negar por principio y seriamente la otra posibilidad; está dada, porque también dentro del Nuevo Testa-

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mentó se observa evolución de los dogmas. Y contar concretamente con tales posibilidades podría contribuir de modo muy esencial a la determinación exacta del sentido de ciertos pasajes de la Escritura.

Y desde luego hay una diferencia esencial entre enunciado teológico (también en su forma obligativa del verdadero testimonio de fe y de la proclamación actual) y el testimonio de fe original, al cual pertenece quoad nos la Escritura por entero. La razón de esto es la posición peculiar, singularísima de la Sagrada Escritura. La revelación tiene una historia. Esto quiere decir, entendido cristianamente, nada más y nada menos, que hay acontecimientos determinados por entero, fijados espacial y temporalmente, en los que esa revelación, que está determinada para todos los tiempos posteriores, acontece de tal manera, que dichos tiempos posteriores permanecen ligados duraderamente a ese acontecimiento histórico, alcanzando realmente esa revelación de Dios, solo y en cuanto que se refieren retroactivamente a dicho acontecimiento histórico de revelación. Por eso mismo hay para los tiempos venideros acontecimientos y enunciados (que, digámoslo una vez más, pertenecen a los constitutivos de los acontecimientos mismos), que configuran la permanente norma normans, que no se puede dejar atrás, y non nórmala para todos los enunciados dogmáticos posteriores: los llamados precisamente enunciados originales. Incluso cuando y donde esos enunciados poseen también, todos los elementos que nosotros reivindicamos de un enunciado dogmático, poseen además ellos solos ésto que es único: que pertenecen al irrepetible acontecimiento mismo de salvación, al que se refieren posteriormente toda proclamación y toda teología, siendo en este sentido tan determinado más que teología, más también que teología absolutamente obligativa, no sólo un enunciado de fe, sino ese que es el fundamento permanente de todos los otros y futuros, es decir, que son lo transmitido, y no sólo la tradición que lo desarrolla. Por mucho que este enunciado posterior de índole ya normada, derivada, pueda ser una forma y una figura del enunciado original, sin la cual el cristiano de más tarde no podrá ni escuchar obedientemente ese enunciado ni repetirle, si es que no quiere ser ahistórico y aeclesiástico, por mucho que, dicho con otras palabras, le escuche siempre en función de su

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enunciado posterior por medio del ministerio docente de la Iglesia y su consciencia de fe, escuchará desde luego, realmente, el mismo enunciado original de fe, no aunque, sino precisamente porque le escucha en función de la Iglesia presente. Puesto que para ese poder oír el enunciado original, la última garantía no es la habilidad histórica del hombre (su «poder entender» histórico en cosas de la revelación y de la fe), sino el que realice la fe de la Iglesia actual.

Pero como ya hemos dicho, es así precisamente como es escuchado el enunciado original de fe, que es como un momento en el acontecimiento histórico de salvación, al que quedan referidos duraderamente todos los tiempos, los futuros también. Por tanto, puede solamente tratarse de la forma en que nos está dado este enunciado original de fe, en cuanto norma nor-mans non normata, tanto del enunciado actual de fe, que exige fe, como del que no es obligativo. No queremos responder a esta cuestión con una deducción teológica, aunque probablemente sería posible. La cuestión obtiene simplemente su respuesta diciendo de manera lisa y llana: en la Sagrada Escritura. Aun cuando en la teología católica (hoy todavía más que en el siglo último) dejemos abiertas cuestiones de controversia, de si la tradición, que después del Concilio de Trento es una norma de nuestra fe y de la proclamación doctrinal de la Iglesia, es por principio, y hablando abstractamente, una fuente, añadida aditivamente a la Escritura, de contenidos materiales de fe, o no es nada más que un criterio formal para la pureza de la misma, después que el contenido material de la proclamación apostólica se ha condensado en la Escritura de manera objetiva y adecuadamente, a pesar de todo esto queremos contestar así a nuestra cuestión: la Sagrada Escritura.

La razón es sencilla. Incluso admitiendo que hubiese una fuente junto a la Escritura que nos testimoniase contenidos materiales de fe, que no se encuentran tampoco en la Sagrada Escritura, incluso entonces no sería de hecho esa fuente de tradición tal, que estuviese dada en ella solamente el testimonio de la tradición humana. Porque se sobreentiende: desde el comienzo de la marcha histórica de la revelación, vino ésta acompañada de reflexión teológica y humana, de theologumena no obligativos, de saber y opinar meramente humanos, de errores. No

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necesita discutirse, que la Iglesia dentro de esta no separación de lo humano y lo divino en la tradición, puede separar entre lo que realmente es auténtica entrega ulterior de la entrega original y el resto, que no puede alzarse con tal pretensión. Este instinto bajo la asistencia del Espíritu prometido, habrá que reconocérsele por completo.

. Pero todavía no está con esto contestada la pregunta, de cómo la Iglesia lleva a cabo esa separación necesaria, necesaria siempre una y otra vez, si es que ha de conocer siempre como nueva la verdad de la revelación, sabiéndose ligada, desde luego, a la revelación original. Pero incluso si se aceptase que esto fuese posible para la Iglesia, por medio de la luz de la fe que le ha sido otorgada, por medio sólo de un instinto de fe sin un criterium exterior, incluso entonces sería todo de tal modo, que al emprender la Iglesia esa separación crítica respecto de la literatura que le ha llegado del tiempo apostólico (diciendo por tanto a su respecto, en dónde reconoce la objetivación genuina y la expresión pura de su fe, y en qué literatura de ese tiempo no), delimitaría precisamente la objetivación pura del testimonio apostólico primario, que nosotros llamamos Sagrada Escritura.

Pero sea como sea, los cristianos coinciden (al menos en lo esencial) en que a la Iglesia le ha sido1 dada en la Sagrada Escritura la objetivación pura escrita (si bien completamente histórica) del kerygma apostólico, dígase lo que se diga sobre estas reflexiones a priori a que acabamos de aludir. Y si no la Iglesia no posee otra norma objetiva tal, cuando con el don de discernimiento quiere determinar desde el conjunto concreto de su tradición fáctica lo que hay en su tradición, de tradición auténtica de revelación y lo que es mera tradición humana, puesto que ésta la ha habido desde el comienzo de la Iglesia. Es decir, que en cuanto que hay una norma normans objetiva, non normata, que es idéntica con la Escritura y sólo con ella, una norma primariamente para la consciencia de la fe de la Iglesia universal y para el ministerio eclesiástico docente y no para cada uno (o incluso para su lucha contra la consciencia de fe de la Iglesia universal, que se atestigua autoritativamente por medio del ministerio docente), esa palabra original de revelación y de fe de la Iglesia es, esencialmente, distinta de cada enunciado

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teológico posterior de la Iglesia y en la Iglesia, aunque éste sea un testimonio kerygmático de fe y una exigencia de fe, y no solamente reflexión teológica.

Podría por tanto decirse: la palabra teológica es sólo palabra teológica en cuanto que no es palabra de Escritura. Naturalmente, el enunciado de la exégesis y de la teología bíblica es también mero enunciado teológico, aun cuando lo sea sobre la palabra de la Escritura.

Claro está que también sería posible, y hasta conveniente, hacer aquí explícita, fundamentar y dar rango a la significación de esta distinción, que hemos supuesto hasta ahora y a la que hemos aludido siempre: la distinción que se funda, en que hay de una parte un enunciado de la Iglesia en su proclamación doctrinal ordinaria y extraordinaria, que tiene exigencia de obediencia y de fe, y precisamente hasta el asentimiento de fe auténtico, absoluto, pero también en los diversos grados en los que cada cristiano y cada teólogo se saben ligados todavía a la proclamación y doctrina de la Iglesia, cuando no se les reclama, o por lo menos no de manera que se pueda probar, tal asentimiento de fe absoluto; y hay además, de otra parte, la palabra dogmática meramente privada de cada uno de los teólogos.

Los pasos entre estos enunciados teológicos son fluidos. Y por lo mismo que en sus enunciados privados, el teólogo, si es que aquellos son realmente dogmáticos, quiere siempre referirse a la consciencia de fe de la Iglesia, y hasta en determinadas circunstancias, tiene la impresión por completo correcta, y la fundamenta suficientemente, de que reproduce con objetividad la doctrina del magisterio docente ordinario, es decir, de la proclamación normal de la fe, y, por tanto, de que dirige de tal modo su enunciado al que escucha, que le remite a la fe de la Iglesia y le da seguridad bastante, de que por su parte responde no sólo teológica sino creyentemente a dicha fe de la Iglesia así alcanzada. Incluso cuando de hecho, más aún bajo aclaración explícita, es expuesto un enunciado como quaestio dispútala, como sententia libera, si puede, si quiere ser teológico, está pensado nada más que para eso, para un intento de facilitar o asegurar, al menos, al que enuncia y a modo de oferta al que escucha, la captación y asimilación de enunciados dogmáticos propiamente de fe.

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Puesto que tampoco las opiniones teológicas libres pueden tener su serio sentido como conocimiento simplemente adicional en relación al auténtico contenido de fe. Si hay en tal sentido una verdadera teología de deducción, que adquiere sin más conocimientos nuevos y los declara como no obligativos y de contenido de fe, deberíamos entonces dudar, y desde luego preguntarnos si algo así, en caso de que lo hubiera, es aún teología. La función teológica decisiva de los enunciados dogmáticos teológicamente libres es ciertamente ver y confesar mejor lo que realmente se cree, por tanto ser ayuda para la fe. Además no se debe pasar por alto, que una distinción llevada a cabo absoluta y adecuadamente entre auténtico contenido de fe y mera opinión teológica libre, no es posible aquí y ahora para cada uno, ya que las definiciones mismas de la Iglesia las entiende cada uno, y precisamente cuando reflexiona, también en función de su consciencia entera y con ella de las libres opiniones teológicas.

Con esto que hemos dicho hasta ahora respecto de la tesis 5.a

do nuestra ponencia, no es que se dé por probado, que se haya dicho lodo sobro la diferencia de un enunciado de fe kerygmático y dogmático. Más bien (aunque no sólo) hemos reflexionado acerca do la diferencia entre un enunciado original de fe y un enunciado dogmático-teológico que depende y se funda en aquél. Naturalmente que hay diferencia entre el enunciado que confiesa, que se refiere a la cosa misma, que se confía a ella, que alaba, y el enunciado en el que el primer rayo de reflexión se dirige al propio conocimiento, y todo esto también dentro de los enunciados dogmático-teológicos derivados. Y tal diferencia tiene su fondo ontológico último en la esencia misma del conocimiento humano, en cuanto que este es siempre inmediato y reflejo, cabe sí y junto a otros, sin que se pueda superar este dualismo adecuada y sistemáticamente. Por lo mismo, hay un enunciado dogmático, que se dirige, en primera intención, a la posesión propia refleja de saber acerca de una cosa, y otro enunciado dogmático que mira a la cosa misma. Y ninguno de ambos se deja desligar por completo del otro, en y a pesar de su diferenciabilidad.

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EXÉGESIS Y DOGMÁTICA

Lo que en este trabajo ha de decirse no se refiere solamente, y ni siquiera en primera línea, a la cuestión académica de la relación entre ambas ciencias: exégesis (y teología bíblica) y dogmática. El trabajo ha surgido más bien de la impresión de que dentro de la teología católica impera un cierto extrañamiento entre los representantes de esas dos disciplinas. Nos parece que no pocos representantes de ambas regiones de trabajo de la teología católica, se consideran mutuamente con una cierta desconfianza, con irritación incluso. Los dogmáticos parecen, aquí y allá, tener la impresión de que los exegetas se preocupan muy poco cordialmente por esa teología, a la que el dogmático se sabe ligado y que hace también declaraciones sobre cuestiones que configuran el objeto de la exégesis (en el más amplio sentido del término). Los exegetas, por su parte, parecen aquí y allá .ser de la opinión, de que los dogmáticos quieren imponerles ataduras, que no están objetivamente justificadas, ya quo los dogmáticos no han tomado nota suficientemente de los progresos que la exégesis católica ha conseguido en los últimos decenios.

No es nuestra intención describir aquí de cerca esa tensión que insinuamos o comprobarla documentadamente. Precisamente no es un asunto que se haya condensado con mucha claridad en libros y otras producciones impresas. La tensión se exterioriza más bien hasta ahora en diálogos, conferencias, lecciones, incluido el chismorreo clerical, que también se da naturalmente. Si se quisiera ir tras estas cosas, se perderla uno nada más que en la maleza de roces personales, susceptibilidades y polémicas. Lo cual no tiene ningún sentido y no comporta utilidad alguna.

Pero si la tensión que presumimos no es tampoco un mero fantasma de una fantasía atemorizada, y si de todo ello no debe crecer paulatinamente un perjuicio serio para la Iglesia y para la ciencia, será entonces aconsejable proponer entonces un par de ponderaciones sistemáticas sobre la relación de dogmática y exégesis, con sobriedad, pero también muy abiertamente. Ya

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que estas cosas ni se mejoran, ni se quitan de en medio con disimulos.

Sin embargo, si alguien contra la intención del autor y contra las circunstancias objetivas, recibiese de estas elaboraciones la impresión, de que de la teología católica se enseñorean situaciones tan malas, o de que el autor emprende algo así como una huida en la publicidad, ni siquiera tales malentendidos podrían ser razón alguna para omitir estas reflexiones. También las elaboraciones importantes y correctas pueden ser malentendidas.

Tampoco hablaremos, ni directa ni indirectamente, sobre el vergonzoso artículo, tan contraproducente para la dignidad y el prestigio de la ciencia católica, de A. Romeo contra los Profesores del Pontificio Instituto Bíblico x. Pero en cuanto que este trabajo se dirige con sospechas indignas en contra de los exegetas alemanes, contra «las brumas del norte», que así es como amablemente se mienta a la exégesis católica alemana, apostrofando explícitamente también a exegetas alemanes católicos, debe quedar dicha aquí, de paso, nada más que una cosa: la exégesis católica alemana tiene derecho a sentir como una fea difamación de su honrada actitud y trabajo eclesiásticos el que se tenga de ella la sospecha de la herejía y de una actitud no eclesiástica. Se puede ser también un buen católico, aunque se esté a algunos cientos de kilómetros lejos de Roma. Quisiéramos pensar que los teólogos de dogmática y los obispos católicos rechazan, solidariamente con los exegetas alemanes, y de manera decidida y clara, tales sospechas globales carentes de cualificación alguna. Pero, como dijimos, no queremos hablar sobre este capítulo un tanto vergonzoso.

Si departimos, sobriamente y sin polémica, dificultades que surgen de lo fundamental, no es esta ninguna prueba de que impere en la iglesia católica una situación alarmante, o de que los que claman por el anatema eclesiástico, al fin y al cabo,

1 A. Romeo «L'Enciclica Divino afflante Spiritu e le opiniones nóvete», in: Divinitas 4 (1960) 387-456; «Pontificium Institutum Biblicum et recens libellus R. 1>. A. Romeo», in: Verbum Domini 39 (1961) 1-17; J. M. Le Blond, «L'Eglise et l'Histoire», in: Eludes 309 (1961) 84 ss.; también Luis Alonso Schókel, «Argument d'écriture et théologie biblique dans Fenseignement théologique», in: Nouvelle Revue Théologique 81 (1959) 337; del mismo autor, Probleme der biblischen Forschung in Ver-gangenheit und Gegenwart (Welt und Bibel), Dusseldorf, 1961.

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tengan razón. Pero al revés, tampoco significa que haya que obrar tal y como si no hubiese en absoluto cuestiones y dificultades.

Es notable, que hoy los problemas «subcutáneos», los que forman el impulso de estas reflexiones, están en la región del Nuevo Testamento más bien que en la del Antiguo. Hace treinta años era todavía al revés. Nuestras reflexiones, por lo tanto, piensan ante todo en las cuestiones que han de ser discutidas explícita y abiertamente entre exegetas y dogmáticos respecto del Nuevo Testamento. Si no poco de lo que diremos, da tal vez la impresión de ser el discurso del sabelotodo y del arbitro por propio nombramiento, que el lector benévolo tenga la bondad de preguntarse, si se hubiera podido evitar esa impresión de otra manera que no fuese dejando intacto el hierro candente. Y si es de la opinión de que este es un método peor aún, que cargue, por favor, con sus impresiones desagradables como con inevitables manifestaciones marginales de un asunto desde luego necesario.

Si decimos a todos los vientos nuestra opinión, sin miedo y con libertad plena, no exigimos, así nos parece, otra cosa quo el derecho del hijo en la casa del padre, donde no tiene que temer por decir frente a sus padres su opinión propia, modesta y respetuosa; un derecho que viene dado con la necesidad de una opinión pública en la Iglesia, cuya falta ha redundado en gran perjuicio de ésta, según Pío XII ha aclarado expresamente 2.

La distinción de estas reflexiones es sencilla: pensamos primero en los exegetas, luego en los dogmáticos, y, finalmente, añadimos aún algunas ponderaciones más.

A. los exegetas: una palabra del dogmático

Queridos hermanos y respetados señores colegas: permitidme que sea de la opinión, de que vosotros exegetas no tenéis siempre suficiente consideración para con nosotros los dogmáticos y para con nuestra dogmática. Si hablo un poco con

2 «Alocución a los participantes en el Congreso Internacional de Prensa Católica en el 17 de febrero de 1950», A AS 42 (1950) 251 ss; Utz-Groner, Soziale Summe des Pius XII, 2151-2152.

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juicios globales no me lo toméis a mal. Quien no esté afectado objetivamente, no necesita tampoco sentirse afectado aquí.

Pero es que puede parecerme: vosotros los exegetas olvidáis algunas veces que sois teólogos católicos. Naturalmente que lo queréis ser y naturalmente que lo sois. Naturalmente también, que no tengo yo la más mínima intención de exteriorizar la injustificada sospecha, de que no conozcáis los principios católicos sobre la relación de exégesis y dogmática, fe e investigación, ciencia y ministerio eclesiástico docente, o que no queráis observarlos. Pero vosotros sois hombres y pecadores como todos los demás hombres (incluidos los dogmáticos). Por lo mismo os puede pasar precisamente en la cotidianeidad de vuestra ciencia, que no tengáis en cuenta suficientemente esos principios fundamentales. Así es aveces. Vosotros podéis olvidar (no negar, ni excluir por principio) que ejercitáis una especialidad, que es un momento interno de la teología católica en cuanto tal, y que, por tanto, ha de tener en consideración todos los principios que son propios de la teología católica.

Por eso es la exégesis católica una ciencia de fe, y no sólo filología o ciencia de la religión; está en una relación positiva para con la fe de la Iglesia y su ministerio docente. La doctrina y enseñanza de éste, significan para la exégesis católica no sólo una norma negativa, un límite, que no es lícito traspasar, si se sigue siendo católico. Son más bien un principio positivo, interior, de investigación del trabajo exegético mismo, por mucho que deba quedar claro (sobre esto tendremos que hablar en nuestras palabras a los dogmáticos), lo que en la teología bíblica y en el trabajo exegético es resultado del método filológico e histórico en cuanto tal y lo que no; y por muy poco que pueda decirse aquí con exactitud, lo que significa concretamente, que digamos que la exégesis es una ciencia propiamente teológica, con todo lo que de ello se sigue.

Pero en un par de indicios externos se capta muy fácilmente algo así como el hecho, de que la consciencia de lo expuesto no es en vosotros siempre lo bastante viva: tengo la impresión, de que hacéis vuestro trabajo, con frecuencia, animosos y contentos en el estilo del mero filólogo y del historiador profano, y cuando asoman dificultades, problemas, para la teología dogmática o para la consciencia de fe de vuestros teólogos jóvenes

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o de los seglares, entonces aclaráis: esto a «nosotros» ni nos va ni nos viene, esto es cosa de los" dogmáticos, que miren ellos cómo pueden arreglarse.

No; queridos hermanos: los dogmáticos pueden muy tranquilamente recibir trabajo por vuestra causa, y no deberían enfadarse por ello. Pero vuestra tarea más primariamente propia es mostrar la auténtica y real compatibilidad de vuestros resultados con el dogma católico y (sistemáticamente por lo menos) con la doctrina no definida del ministerio eclesiástico, o, lo que es lo mismo, establecer esa coincidencia con toda honradez y sin violencia. Puesto que sois teólogos católicos, y tenéis exactamente la misma responsabilidad que el dogmático frente a la doctrina de la Iglesia y la fe del creyente sencillo. No me lo toméis a mal: a veces se puede obtener la impresión de que no siempre sois lo bastante conscientes de esta responsabilidad, de que sentís casi algo así como una suave alegría del mal ajeno, cuando podéis depararnos a los dogmáticos dificultades auténticas o supuestas. Se tiene a veces la impresión de que experimentáis algo así como la cima y prueba de la autenticidad y del carácter científico de vuestra ciencia, al poder descubrir dificultades.

Debéis ser críticos, despiadadamente críticos. No debéis arreglar ninguna conciliación deshonesta entre los resultados de la ciencia y la doctrina eclesiástica. Podéis tranquilamente, cuando es necesario, anunciar un problema y expresarle honradamente, aun cuando no esté ya en pie una solución clara, de índole positiva, de equilibrio entre la doctrina del ministerio eclesiástico (o lo que se considere como tal) y los resultados reales o supuestos de vuestra ciencia, aun cuando no esté ya en pie esa solución a pesar de vuestra mejor voluntad. Pero esto debéis mirarlo como la verdadera cumbre de vuestra ciencia, una vez cumplida toda vuestra tarea. Y a ésta pertenece (como parte de vuestra tarea exegética católica) mostrar la armonía entre vuestros resultados y la doctrina eclesiástica, mostrar cómo esos resultados señalan de suyo hacia la doctrina eclesiástica como su expresión genuina. Naturalmente que cada exegeta no necesita hacer esto cada vez (sin distribución del trabajo y trabajo parcial, no sale hoy ya nadie a flote), pero a veces debie-

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ra estar más claro, que lo que a mí me parece estarlo, que todo esto pertenece a la tarea del exegeta.

¿Cómo es esto? Si simplemente por comodidad nos abandonáis a nosotros ese trabajo de tender el puente entre exégesis y dogmática, y si los pobres dogmáticos entonces queremos encargarnos de él (debiendo adentrarnos en la exégesis, ya que un puente tiene que ver con dos orillas), sois vosotros los primeros—-sed sinceros—que gritáis lo poco o nada que entendemos los dogmáticos de exégesis, y qué chapucera y baratamente la ejercitamos, cuando debiéramos más bien alejar las manos de ella. ¿Quién debe entonces ejecutar esta tarea, que es indispensable? A veces proporcionáis una extraña impresión: por un lado os quejáis, de que se atiende demasiado poco a la Escritura, de que se ejercita demasiada teología de escuela y demasiado poco la teología bíblica. Pero cuando se os ofrece mostrar, cómo y dónde la doctrina de Iglesia encuentra en la Escritura su expresión, su último fundamento al menos, comenzáis a disculparos y a aclarar, que para esa doctrina de la Iglesia (por ejemplo, para determinados sacramentos, para ciertos dogmas mariológicos, etc), con la mejor buena voluntad, no podéis encontrar en la Escritura nada más que puntos de apoyo. Que todo esto es algo, de lo que sólo la tradición y el ministerio docente son responsables. ¿No sois vosotros así frecuentemente culpables de que muchos teólogos especulen, según vuestra impresión, cayéndose del azul del cielo, si vosotros renunciáis súbitamente a toda fundamentación bíblica de verdades, que pertenecen también a vuestra fe católica? ¿De dónde ha de recibir entonces la tradición tales verdades? Sois vosotros quienes en tanto historiadores creeríais menos que nadie en canales subterráneos de la tradición, si no se pudiese probar algo, según vuestro juicio, como contenido explícita o implícitamente en la cons-ciencia de fe pública de la Iglesia de los tres primeros siglos. Pero es que el ministerio docente es el portador de una verdad de fe, el portador de una posible explicación, y no una fuente material de una verdad de revelación. Con otras palabras: cuando una proposición que el ministerio docente posterior declara como revelada, no está enseñada explícitamente por los Padres de la Iglesia de los primeros siglos en los escritos accesibles para nosotros, y puede ponerse en claro históricamente, que

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tampoco se sustentó entonces «oralmente» y de modo explícito (ya que si no, no sería explicable su falta en la literatura transmitida), en ese caso ha de estar dicha proposición contenida implícitamente en la doctrina de la Escritura.

Y entonces la tarea del exegeta consiste en ofrecer su contribución de teología bíblica para que el dogmático pueda mostrar de manera exegéticamente irreprochable, que—y cómo—está dicha proposición contenida implícitamente en la doctrina de la Escritura. ¿No tenéis, pues, el deber de atender a tareas, que son propiamente vuestras, sin declinarlas con prisa sobre otros? ¿No os escudáis demasiado pronto en no pocos pasajes tras la aclaración de que al exegeta le incumbe solamente constatar el sentido inmediato de la palabra de la Escritura, no siendo ya de su oficio todo lo que vaya más allá de esto?

Y todavía algo: no me lo toméis a mal, pero a veces tengo la impresión de que tenéis miedo a exponer de una vez sistemáticamente vuestros principios exegéticos en cuanto tales (esos a saber, que no son solamente de índole puramente dogmática, sino que crecen ellos mismos en su carácter concreto del trabajo exegético) y a probarlos después como coincidentes con los principios del ministerio eclesiástico. Ya sé: esto no es fácil. En determinadas circunstancias habrá que decir sobriamente al realizar tal trabajo, que esta o aquella declaración de la Comisión Bíblica de comienzos del siglo xx, o le parece a uno pasada, o válida sólo con ciertos matices. Pero deberíais tener coraje para con semejante trabajo «peligroso». Porque tiene que ser realizado. Sólo vosotros podéis hacerlo, puesto que no confiáis en que nosotros «sistemáticos» y dogmáticos tengamos el conocimiento exacto de cada problema exegético, sin el que tales principios permanecen demasiado generales, demasiado ambiguos, demasiado inexactos, demasiado poco manejables prácticamente. Vosotros poseéis tales principios. Pero los sumergís en la exégesis particular. El laico en exégesis, que es también el dogmático, se pregunta admirado ante vuestra exégesis particular y sus resultados, cómo se acomoda esto y aquello a la inerrancia de la Escritura, a los cánones del ministerio docente sobre el sentido de determinados pasajes de la misma, cómo se conserva todavía el gemís historicum de un escrito, qué ocurre con que otro sea pseudónimo, si algo así se puede admi-

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tir sistemáticamente como posible también en el Nuevo Testamento, cómo logra uno entendérselas rectamente con un decreto de la Comisión Bíblica, etc, etc.

Comienzo a ser descortés. Pero permitidme una observación algo maliciosa, porque concedo de buen grado que, a su vez, se les puede hacer a los dogmáticos: si conocieseis a veces más exactamente la teología de escuela, y no estuviese ésta rebajada, en este o aquel representante de vuestra santa y espléndida ciencia, al nivel de una ciencia medio olvidada, que no se ejerce hace ya tiempo, entonces tendríais en la exégesis no pocas veces menos dificultades y hasta más facilidades. A mí me parece, por ejemplo, que los exegetas podrían hablar más clara y equilibradamente sobre la doctrina bíblica del mérito por un lado y, por otro lado, sobre la pura gratitud de la ventura eterna, si tuviesen presente, con más claridad y hasta su radicalidad última, la doctrina escolástica sobre la relación de libertad y gracia. En dicha doctrina escolástica se ha ejercitado también, si bien en otro ámbito de conceptos,

"teología bíblica. Si no se pensase desde una doctrina de la Trinidad (que se me perdone este ejemplo, que quiere nada más que aludir a un trabajo exegético muy sobresaliente3), que probablemente es muy primitiva, no se necesitaría afirmar que resulta imposible encontrar en Pablo una verdadera doctrina trinitaria. (¿Dónde además ha de encontrarse en el Nuevo Testamento, si ni siquiera se puede encontrar en Pablo? Presumiblemente en ese escrito, que- precisamente no se ha atendido en el trabajo.) Si se tuviese claramente presente, lo que la teología escolástica enseña sobre la diferenpia meramente relativa de las tres personas, sobre esa diferencia apenas ya perceptible, se podría encontrar también en Pablo desde luego tanta diferencia (con otras palabras naturalmente), ya que también según él son kyrios y pneuma simplemente dos palabras para una cosa carente de toda diferencia, absolutamente la misma según medida capilar.

En cuanto teólogo católico se puede tener, en determinadas circunstancias, ciertos reparos contra manifestaciones doctrinales no definitorias del ministerio docente eclesiástico. Pero en-

3 Ingo Hermann, Kyrios und Pneuma, Munich, 1961.

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tonces hay que decirlos explícitamente y fundarlos. Por el contrario, no se debe quitar uno el problema de encima, pasando tácitamente a otro orden del día. Más de una vez las aparentes contradicciones, grandes o pequeñas, que se presentan de paso en el trabajo exegético frente a las manifestaciones del ministerio eclesiástico docente, no serían en realidad más que de índole terminológica, cosa que puede también suceder en ocasiones por completo insospechadas, cuando a primera vista se trata de un asunto sumamente peligroso. Pero, en tal caso, el exegeta ha de esforzarse por tener los ojos bien abiertos ante la manera de hablar del ministerio docente, y aclarar por qué entre las declaraciones de éste y sus resultados no existe objetivamente diferencia alguna. Lo que es por ejemplo un «error» y lo que no lo es, no resulta tan fácil de decir, como parece y se supone usualmente, respecto del sentido formal de tal concepto. El exegeta puede quizás pensar que es un «error», que admite en un lugar cualquiera del Nuevo Testamento, algo que expresado de otro modo, es un estado de la cuestión correcto e inmejorablemente verdadero, que ningún dogmático debe negar ni niega, ni más ni menos que esas encíclicas papales que excluyen cualquier error en la Escritura. Pero es que con tal calificación el exegeta tiene en su mente por ejemplo el hecho, de que una determinada frase en la Escritura, que Abiathan, por ejemplo (Mk 2,26), era sumo sacerdote cuando David comía los panes de la proposición, es un error, si se saca la frase del gemís litterarium de la Escritura, en el que está anclada y fuera del sistema de relaciones desde el que se pronuncia, si es leída, en fin, sólo para sí, lo cual es desde luego derecho del exegeta.

Ningún verdadero conocimiento, aun cuando sea por lo pronto de los que deshacen ilusiones y proporcionan dificultades, que han de ser superadas, es realmente un «derribo». Pero también será bueno, que los no especialistas adviertan, que construís, y no solamente derribáis, que favorecéis el conocimiento de la vida de Cristo, y no probáis sólo que vistas históricamente hay muchas cosas, que no se saben tan exactamente como hasta ahora se pensaba. Si se llega a ver con claridad, que además de dejar en pie los datos dogmáticos irrenunciables de la vida de Jesús, de la consciencia que tenía de sí mismo y de su misión, los empujáis a una luz más clara y los defen-

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deis, precisamente con los métodos del conocimiento histórico, comprenderán entonces los dogmáticos más fácilmente, que tenéis razón al no concebir cada palabra de Jesús, tal y como está en los sinópticos, como una especie de «grabación magnetofónica» o de stenograma tomado de la boca del Jesús histórico, y también al contar (y no sólo teórica y generalmente) con que en la tradición de las palabras de Jesús, está ya a la obra la interpretación teológica del tiempo apostólico, que precisa esas palabras en su sentido, que las acomoda ya a determinadas circunstancias de la comunidad.

Yo sé que estáis acostumbrados a todo esto hace largo tiempo, que no hay en ello para vosotros problema alguno ya. Pero no todos son así. Tenéis que tomar en cuenta a los «débiles en la fe», a los lentos en la comprensión. Tenéis que esforzaros por hacerles comprensible, que construís y no derribáis. Debéis enseñar a vuestros jóvenes estudiantes de teología, de modo que no sufran ningún daño en su fe, y que no piensen como curas de almas, cuya tarea capital fuera proclamar desde el pulpito problemas exegéticos, que tal vez ellos mismos han entendido sólo a medias, exponiéndolos por eso mismo groseramente y anunciándoselos a un público menos preparado todavía, para su asombro y para su escándalo.

Tampoco os dañaría, si meditaseis tal vez con más exactitud que por aquí y por allá se ha hecho hasta ahora, sobre qué principios a priori de índole de teología dogmática y fundamental (interpretados y tomados, como es natural, con mucha prudencia y exactitud, y matizados ya en vista de los problemas de vuestra propia exégesis, en su alcance y en su fuerza obligativa) deberíais observar en esa investigación de la vida de Jesús, para que ese Jesús de la investigación de los Evangelios tenga una cohesión, que se pueda probar históricamente, con el Cristo de la fe. No necesitáis ejercitar en la exégesis como tal una cristología calcedoniana, pero lo que el Jesús histórico ha dicho de sí mismo, tiene que ser (al menos tomado en conjunto con la experiencia pascual) objetivamente lo mismo que la cristología dogmática sabe de él. Está, por completo, permitido determinar todavía más exactamente el genus litterarium de la narración de milagros en los sinópticos y en Juan, encontrando demasiado indiferenciada la declaración general, sobre

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todo, si se aplica a narraciones aisladas, de que se trata de relatos históricos. Sería quizás también para vosotros útil, y hasta liberador en determinadas circunstancias, reflexionar teoréticamente con más exactitud, sobre lo que quiere ser en sí un milagro, respecto de su facticidad y cognoscibilidad. No deberíais suscitar la apariencia, como si vosotros fueseis de tal opinión, de que por los Evangelios no se puede conocer históricamente que Jesús haya efectuado milagros (sobre todo el de la resurrección) que sean, también hoy, todavía de importancia para la legitimación de su misión. Si entendéis algo de los principios dogmáticos de la teología fundamental (y así hay que suponerlo), haréis que quede claro para vuestros oyentes, que la resurrección de Jesús no es sólo objeto, sino fundamento también de la fe en el Señor. Nadie os lo tomará como una transgresión de límites, si aclaráis a vuestros oyentes por qué y cómo ambas cosas son posibles y rectas.

Por último: es un método injusto y mortificante tanto para vosotros como para los teólogos protestantes, reprocharos que habéis adoptado esto o aquello de la exégesis protestante. ¿Porque qué es lo que esto prueba, si tal constatación es correcta? Absolutamente nada. La exégesis protestante puede tener—no debería ser necesario acentuar esto—desde luego, resultados correctos. Por tanto, es sólo correcto adoptarlos si son así. ¿Y si son falsos e inaceptables? Que se rechacen entonces con la indicación de las razones objetivas de su falsía, no con el veredicto de que es teología protestante. Pero si esto es verdad, ¿no deberíais evitar a veces la impresión, de que una tesis protestante es para vosotros ya más probable, porque ha crecido originalmente en el suelo de la exégesis protestante y no en el de la católica? ¿Y no deberíais también pensar, que la exégesis protestante se acerca frecuentemente a la Escritura con un apriorí filosófico y no con, un método objetivamente justificado, crecido de la exégesis misma?

A los dogmáticas: una palabra de su colega

No quiero acercarme demasiado a nadie, debiendo hablar de manera general, cuando mi discurso podría ser objetivo sólo dirigido a particulares, muy diferentes entre sí. Pronuncio, pues,

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una alocución ante mí mismo. Cada uno de mis muy estimados colegas de la dogmática debe considerar como dicho para él, tanto como pueda servirle justamente. Cuando no sea este el caso, que tenga compasión de mí, que me adoctrino a mí mismo. Por lo tanto querido amigo, sé honrado: tú entiendes de exége-sis menos de lo que sería deseable. En cuanto dogmático exiges, justificadamente, poder ejercer por derecho propio exégesis y teología bíblica, y no sólo adoptar los resultados de los exegetas especialistas, ya que tu tarea, en cuanto dogmático, es ponerte a la escucha, con todos los medios, de la palabra de Dios, dondequiera que se promulgue, siendo la Sagrada Escritura en donde se puede encontrar mejor que en ninguna otra parte. Pero entonces has de ejercer exégesis como tiene hoy que hacerse, no como se hizo en los buenos tiempos antiguos. O mejor: no solamente así. Tu exégesis en la dogmática, ha de ser convincente también para los exegetas especialistas. Incluso si tiene que concederte el derecho de plantear cuestiones a la Escritura, que a él no le son sin más cercanas, incluso si puedes tranquilamente contar con la posibilidad, de que este o aquel exegeta determinado no esté de acuerdo contigo en uno u otro punto, y presente su repulsa en nombre de la exégesis (en lugar de su exégesis).

Pero si quieres hablar entre los exegetas, debes entender realmente el manejo de su instrumento de oficio, debes haber rastreado de veras el peso de sus reflexiones, de sus problemas. De lo contrario te sucederá que te alzas sobre sus cuestiones con una distinción demasiado simple. (La alusión a la scientia non communicabilis en la declaración de Jesús sobre el «no saber» del hijo del hombre acerca del juicio final (Me. .13, 32) es una de ellas.) Y si eres honrado, frente a textos como Me. 9, 1 (Algunos de los que aquí están, no probarán la muerte, hasta que vean venir con poderío el reino de Dios) y Mt 10, 32 (No acabaréis con las ciudades de Israel hasta que venga el hijo del hombre), no tienes aclaración alguna, y debieras estar contento de que los exegetas encuentren una, aunque te parezca ser quizás demasiado audaz. Y no olvides: para ti emerge tal pregunta muy tarde, y por completo al margen de tu «sistema» y de tu consciencia, y no puede tener por eso mismo el peso que tiene para el exegeta a cuya consciencia se le presenta muy

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temprano y con una fuerza espiritualmente organizativa muy distinta.

¡Ten paciencia con los exegetas! Con lo inabarcable que es una ciencia actual y dada la complejidad de sus métodos, es hoy infinitamente difícil entender tanto de otra ciencia, que se pueda intervenir en ella. Con frecuencia se piensa sólo que se entiende algo de ella. Pero se debería haber trabajado en la misma a lo largo de decenios. No se debería haber tomado sólo en una breve «obiectio» de un libro manual escolástico, conocimiento de la pregunta y de la objeción del exegeta, sino en sus largas monografías exactamente estudiadas. ¿Cuántos dogmáticos todavía pueden hacer esto hoy? Nada más que a causa del tiempo y según las fuerzas físicas, será esto ya casi imposible. Por tanto sé al menos prudente. No cites sólo un número del Denzinger o una frase de una encíclica, y no digas: esto así no marcha.

Si te quejas de que el exegeta se preocupa demasiado poco de tus criterios, normas y fuentes, y te deja a ti los cuidados de tender el puente, como si no le fuese nada a él en ello, entonces no debes tú, al revés, hacer exactamente lo mismo. No olvides que tú trabajas con la Escritura como palabra de Dios inspirada e inerrante. Pero el exegeta es, en cuanto tal, teólogo fundamental, debe y puede serlo. Tiene por tanto (aun cuando valga lo que hemos dicho más arriba de la naturaleza teológica de su exégesis) el derecho y el deber de llevar a cabo, frente al Nuevo Testamento, el trabajo del historiador que es teólogo fundamental, precisamente siendo y porque ha de ser teólogo católico, que no puede comenzar simplemente con un mero acto de fe sin fundamentar. Por todo lo cual no necesita suponer siempre, y donde quiera, la inspiración e inerrancia de la Escritura. Si lo hiciese, sería un mal teólogo, porque negaría que hay una teología fundamental en el sentido católico. Ha de investigar por tanto su fuente, el Nuevo Testamento, también en cuanto historiador. Como tal ha de reconocer, que los sinópticos son en su haber esencial fuentes históricamente dignas de confianza, aun cuando con esta proposición de los sinópticos como fuentes históricamente seguras de nuestro conocimiento histórico de la vida de Jesús, no esté todavía, ni con mucho, determinado realmente el genus lettermium de los mismos con exac-

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titud suficiente como para que resulte así un juicio inequívoco sobre el contenido verdaderamente declarado en cada una de las frases, que nos ocurren hoy por de pronto como noticia histórica, pero que no lo son quizás en el sentido de la escritura moderna de la historia.

Este es el asunto capital: si el exegeta debe y puede trabajar en cuestiones de la tradición del Nuevo Testamento, incluso prescindiendo (metódicamente) de la inspiración e inerrancia de la Escritura, tendrá entonces no sólo el derecho, sino además el deber, aun cuando por historia profana mantenga la historicidad de la substancia de los sinópticos, de no enjuiciar de antemano los enunciados de la Escritura como iguales en su seguridad histórica. Si lo hiciese, cambiaría metódicamente la teología fundamental por la dogmática. Y esto no sería ventaja alguna, sino una falta. Incluso cuando el sinóptico (y probablemente no es éste siempre el caso) hace un enunciado aislado, que quiere él mismo saber que se entiende como histórico, no debe el exegeta e investigador de la vida de Jesús declarar cada enunciado sinóptico en cuanto histórico como igualmente seguro y cierto. Donde y cuando sea fijo con seguridad inequívoca, que el sinóptico quiere declarar algo como acontecimiento histórico en nuestro sentido actual, no debe decir el exegeta que trabaja como teólogo fundamental: aquí yerra seguro' el sinóptico; pero tampoco necesita decir: aquí tiene seguro el sinóptico razón. No sólo no debe, sino que tiene que hablar más matiza-damente que lo hacemos nosotros, los dogmáticos (con derecho en nuestra especialidad). Si los dogmáticos creemos que hemos de mantener la inmediata visión de Dios por parte de Jesús durante su vida terrena, porque es doctrina obligativa, si bien no definida, de los últimos Papas, desde Benedicto XV, tendremos también el deber de mostrar al exegeta cómo tal doctrina es conciliable, y no sólo por medio de jugueteos conceptuales, con la impresión que él alcanza en los sinópticos del Jesús histórico. Tendrías que mostrar más claramente de lo que logras por costumbre, que la preocupación de tus colegas exegetas no te es ajena, que entiendes de alguna manera el manejo de sus métodos y que sabes honrar sus resultados.

Para ti es todo más fácil que para tu colega, que trabaja como teólogo fundamental: tú puedes insertar de antemano y

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de idéntica manera en tus pruebas dogmáticas cada palabra como palabra inspirada e inerrante, como prueba válida, proceda de donde proceda, independientemente de la cuestión, de si así, tal como está, es de veras palabra histórica absolutamente segura de Jesús o si está ya conformada por la teología de la comunidad y de los escritores del Nuevo Testamento, si pertenece a los primerísimos datos originarios de la revelación o es ya teología de los apóstoles derivada por los apóstoles mismos, naturalmente correcta e infalible. Tú puedes proceder así, aunque, dicho sea de paso, no sea esto tampoco en un método dogmático completamente ideal, porque la interpretación más exacta de un texto puede depender de la respuesta a preguntas, por las que tiene que esforzarse el crítico de textos y el exegeta que cuenta con asuntos históricos de la tradición. ¿Pero dañaría por ejemplo en algo, si en tus pruebas dogmáticas de Escritura para la Trinidad fuese perceptible, que sabes de las preguntas del historiador por el mandato de la misión (Mt 28, 16-20), y que cuentas sin trabas (y puedes, ya que a ello no se opone imposibilidad dogmática absoluta alguna) con que la fórmula trinitaria está conformada ya en boca de Jesús por la teología de la comunidad?

Hay muchos problemas inmanentes a la dogmática como tal, que un dogmático podría y debería plantear, ya que su solución tendría para el exegeta efectos liberadores y mitigantes. Si nos preguntásemos por ejemplo intradogmáticamente, con qué mayor exactitud hubiera que pensar, desde la esencia del asunto mismo, las manifestaciones del resucitado, que no pertenece ya (y de ello depende todo) a nuestro mundo de experiencia y de manifestación, y cuya experiencia, por tanto, ha de ser completamente distinta de la del despertado Lázaro, pongo por Gaso, tal vez entonces resultaría que las vacilaciones en el dibujo de esas manifestaciones en los relatos pascuales, son de esperar objetivamente, y no es en absoluto necesario retocarlas artificiosamente. Desde los problemas inmanentes de la doctrina de la Trinidad y de la Cristología, podríamos nosotros, los dogmáticos, decir ya en el primer arranque mucho, y mucho más claro, para hacer comprensible al teólogo bíblico, que teología bíblica y teología dogmática de escuela declaran de hecho una misma realidad.

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Se podría probablemente declarar lo mentado en la teología de la Trinidad, sin repetir siempre y nada más que las fórmulas de naturaleza y persona. Se podría muy bien mostrar que Trinidad inmanente y económica están en conexión tal, que se ha dicho ya la inmanente, si se ha declarado correctamente la económica, como lo hace la Escritura. Se podría desarrollar, cimentándola muy existencial-ontológicamente, una «cristolo-gía de la subida», del encuentro con el hombre Jesús, que estuviese emparentada con la orientación de los sinópticos y de los Hechos de los Apóstoles, más de cerca que una cristología que expone sólo la adopción de una naturaleza de hombre por el descenso del Logos. En una doctrina, entendida de veras meta-físicamente, de la visión inmediata de Dios del alma de Jesús ya en la vida terrena, se podría muy bien probablemente hacer tan comprensible la esencia de un talante fundamental tan ate-mático en sí, que el exegeta captaría que con esa doctrina escolástica no se le quita en verdad el derecho de constatar en la vida de Jesús auténtico desarrollo, dependencia real del mundo religioso de su tiempo, y hasta giros inesperados. ¿No debería ser digno de esfuerzo cavilar, por ejemplo, sobre si en determinadas circunstancias una determinada índole de no saber n a pudiera ser más perfecta frente al saber, ya que pertenece a la esencia de la libertad creada (que Jesús tenía también y ejercitaba como quien adora en verdad y es obediente frente a una incomprensible voluntad del Padre) vivir en la decisión por lo abiertamente desconocido, que se «conoce» sólo en lo que tiene de propio, cuando se acepta amorosamente como lo desconocido? ¿Por qué los dogmáticos no contamos más claramente con el sencillo hecho psicológico, que se sobreentiende existen-cial y ontológicamente, de que «saber» no es en absoluto ningún concepto unívoco, de que en un hombre puede haber realmente muchos «saberes» esencialmente muy diversos, que no-son naturalmente traducibles, de modo que se puede saber de veras algo en una manera y no saber lo mismo (también para sí) en otra manera diferente? Si se es radicalmente uno con Dios, se sabe entonces, y en la hondura en que esta realidad es experimentada, «todo», sin que haya por ello que saber ya, o sin que se quiera saber, en esa dimensión del espíritu humano en la que se saben los conocimientos aislados, acuñados proposi-

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cionalmente, los cuales en determinadas circunstancias harían sólo imposible, o estorbarían, ese silencioso ser uno con la verdad propiamente una. ¿Por qué los dogmáticos hemos de prohibir a los exegetas que digan en un sentido verdadero (que no cubre ciertamente el todo de la realidad de Jesús) que Jesús no ha sabido muchas cosas, si es él mismo quien lo dice (Me 13,32) y no tenemos nosotros razón real alguna para hacer con distinciones interpretacioncillas alrededor de su declaración?

Muy frecuentemente tenemos en la teología principios rectos, en cierta manera metafísicos. Pero no advertimos lo amplios y espaciosos que son, todo lo que tiene sitio en ellos, y no aclaramos suficientemente a los exegetas a posteriori, que pueden proceder tranquilamente y sin trabas de los datos particulares de su investigación de la vida de Jesús y que pueden también encontrar un auténtico hombre vivo con su historia, sin tener por qué pasar nunca ante él de largo y sin dejar de advertir, por ello, que sus manos han tocado la palabra que se ha hecho carne. Nosotros procedemos tácitamente de que la resurrección e¡> un gran milagro, que testimonia la misión de Jesús, pereque tal milagro hubiese podido suceder también (sólo con que Dios lo quisiera) en cualquier otro hombre, y además, independientemente del hijo del hombre «primogénito» y de su resurrección, en una resurrección no para una vida terrena, como Lázaro, sino para la consumación propia, total. ¿Esta presuposición tácita es tan clara y de veras tan correcta? No se pudiera tal vez decir, pensando algo más exacta y hondamente: el comienzo de la absoluta salvación, que no es una fase salvadora, sino la salvación definitiva e insuperable de Dios en persona, que como tal se muestra simplemente por medio de la resurrección, es necesariamente el hijo de Dios en el sentido de la cristología calcedoniana? ¿No se podría tal vez sospechar que una cristología «funcional» en el fondo conserva la cristología tradicional ontológica, sólo con que se piense su esencia hasta el fin con suficiente radicalidad? ¿No podría una cristología de la función, consumada de esta índole y que guarda, desde luego, lo que tiene de más propio, abrir a no pocos hombres de hoy ese acceso a la fe de la cristiandad, que si no no encuentra, por miedo de lo «mitológico», que cree percibir en ello (si bien objetivamente sin derecho)? ¿No se podría supe-

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rar así ese empaque monofisita en la cristología (no en la dogmática oficial, pero sí en los cristianos particulares), que ve en la «naturaleza humana» del Logos nada más que algo así como una librea o un guiñol para Dios, algo que tiene sólo una dirección hacia nosotros, pero que no tiene ninguna, en libertad dialógica, hacia Dios? ¿No se entendería entonces mejor que no tiene por qué ser falsa sin más una «cristología de la resurrección», que aparentemente no se esfuerza demasiado, para interpretar su esencia, en reclamarse de las declaraciones personales de Jesús mismo en su vida temporal, sino que mira sencillamente la resurrección en la que Jesús es hecho «Señor»? ¿No se hallaría de este modo más comprensión para la inclinación de exegetas actuales, católicos también, a considerar muchas cosas desde la experiencia pascual, y a interpretar, como interpretado ya desde ella, lo que en la vida de Jesús se refiere <en palabra y obra, aun cuando se haya de ser ciertamente prudente, y no se pueda discutir una autodeclaración de Jesús «obre su esencia en su vida histórica, que contenga su filiación ontológica de Dios, no teniendo además históricamente fundamento alguno para tal discusión, supuesto que no se crea, que esa autodeclaración tenga ya más o menos que trabajar con comunicación inmediata de idiomas o casi con conceptos cal-cedonianos?

Si los dogmáticos diésemos siempre su valor, en el comienzo ya del tratado del pecado original, a nuestra doctrina tan a mano y tan escolástica, de la mera analogía del «pecado» original, poniendo así de manifiesto que el hombre puede en cierta manera «ratificar» el pecado original en su pecado personal, no sucedería entonces que nuestros exegetas piensen, todavía a lo largo de un par de siglas después de Erasmo, que tienen que defender el «in quo» ( =Adán) de Rom 5,12, interpretado agus-tinianamente. Y se hubiese podido reconocer antes como posible que según las palabras tal y como suenan, en Rom 5,12 se habla del pecar de cada hombre, sin que deje de tratarse por ello en este capítulo del pecado original rectamente entendido.

Pero lo que presumiblemente es más importante para nosotros, dogmáticos, si queremos hacer justicia a los exegetas, es habernos dado cuenta de que la calificación de un relato como

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«histórico» es en muchos casos, incluso cuando es correcta, demasiado inexacta. La declaración: relato histórico, no indica, aplicada al Nuevo Testamento y por ello también a los sinópticos, que los discursos de Jesús, por ejemplo, sean más o menos «impresiones de magnetófono», que a lo sumo están abreviadas por medio de omisiones. Es casi fastidioso tener que decir esto en cuanto dogmático todavía. Pero nuestro trabajo intra-dogmático provoca una y otra vez esta mentalidad, aunque hayamos reconocido—-al menos técnicamente—que es falso pensar así. Citamos cotno prueba las palabras de Jesús, y nos adentramos siempre de nuevo inmediatamente en la opinión de que exactamente «así», como las citamos, han tenido que sonar estas palabras en su boca, como si hubiésemos estado allí nosotros y las hubiésemos oído. Pero en el Nuevo Testamento no hay un genus liüerarium que pudiera hacerse cargo de una garantía para algo semejante. Contar seriamente con este hecho, que puede mostrarse en muchos ejemplos, pero que debería también metódicamente traerse a cuenta, cuando no salta directamente a la vista, por medio de la comparación de los sinópticos entre sí, es por un lado el pan de cada día de los exegetas, y por otro concesión confesada abstracta, fugaz y marginal-mente por los dogmáticos. No es extraño que ellos y nosotros nos entendamos sólo difícilmente.

Sin embargo, sería falso pensar que todo cae por su peso y que no queda ya nada de seguridad histórica, si se parte sobria y animosamente de que en los relatos de los sinópticos sobre las palabras de Jesús tenemos que contar en crítica histórica con desplazamientos por medio de la tradición oral, con aclaraciones desde un interés teológico determinado, con glosas hechas de manera no explícitamente cognoscible, con enunciados configurados plástica y dramáticamente, etc. Todavía más exactamente: si cada fragmento de los Evangelios tiene una prehistoria ensamblada ya antes de su pertenencia al Evangelio (y esto nos lo ha aportado justificadamente la historia de las formas), entonces tenemos que contar también nosotros con que cada uno de los fragmentos, comparado con los demás, no tiene siempre exactamente el mismo genus tit'terariurn historicum, con que por lo menos no es igualmente seguro desde una posición puramente histórico-fundamental-teológica, que Jesús estuvo en Egipto y

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que fue crucificado en Jerusalén. Todo lo cual no se dirige contra la autoridad de los relatos, porque ellos mismos permiten desde su esencia propia tales preguntas. No tienen en manera alguna la exigencia de ser penosa indicación, a medida policial, «solamente» del suceso histórico observable por cualquiera.

Con esta posibilidad, con la que hay que contar, no está naturalmente contestada aún la pregunta de dónde, cómo, cuándo y en qué amplitud se da de hecho algo semejante, en cada relato sobre las palabras y obras de Jesús. Constatarlo en particular en el margen de lo posible, es asunto de una justificada crítica histórica en el Nuevo Testamento. No sólo «dificulta» con frecuencia, sino que alivia también más que raras veces al dogmático su trabajo. Si se puede, por ejemplo, interpretar la cláusula en Mt 5,32 (todo el que abandona a su mujer—prescindiendo del caso de deshonestidad—comete adulterio), como glosa de la casuística de la comunidad, el trabajo del dogmático será mucho más fácil que si tuviese esa cláusula que ser realmente pensada como viniendo inmediatamente de la boca de Jesús. Es por completo posible aliviar «cruces» tan pesadas para el dogmático como los textos aludidos Me 9,1 o Mt 10,23, diciendo con la crítica histórica (sin darlos de lado sin más en vista de la inspiración y de la inerrancia de la Escritura), que Jesús mismo no pudo haber hablado simplemente «así» (esto es con tal precisión temporal de índole al menos aparente). Bajo tales supuestos de la posibilidad de crítica histórica se hace el trabajo del exegeta y el del dogmático también más fatigoso. Lo cual no es todavía prueba alguna de que pueda uno ahorrársele por medio de principios más sencillos.

No es tampoco, según ya dijimos, que no se pueda al final saber en absoluto lo que ha sido de veras histórico. Es mucho lo que no se sabe ya exactamente. Pero siempre se puede saber todavía lo bastante para mantener fijos fundamentai-teológicamente esos datos, que son la fundamentación de la doctrina eclesiástica de la persona y de la obra de Jesús. Y con certeza histórica además, que lo es real, por muy poco que pueda ser confundida con una certeza absoluta de la metafísica o de la fe (cada una en su índole), y por mucho que un análisis exacto de teoría del conocimiento, y de cuándo y por qué pueda ser llamado «cierto» un conocimiento tal, a pesar de su dificultad

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y de sus muchos niveles, pueda ser realmente difícil. Si un laico en la ciencia de la historia es confrontado con las fatigosas reflexiones de un historiador sobre qué fue propiamente y con exactitud de César en las Galias, sentirá quizá que le zumba la cabeza. Le ganará la impresión de que al final no se sabe ya en absoluto si César estuvo en las Galias o no. Tal sentimiento de vértigo histórico es comprensible, pero no justificado todavía.

Así es también el trabajo de los exegetas, supuesto naturalmente que trabajen según conciencia y que no crean que su tarea capital consiste en la destrucción de seguridades fingidas, supuesto que ejerzan sus instrumentos en la exégesis como teólogos creyentes, que desde tal supuesto (por muy poco que le esté permitido colarse en la teología fundamental como premisa objetiva) tienen mejores oportunidades de trabajar históricamente de modo correcto, que el que es ciego para lo que aquí se anuncia: el milagro de la gracia de Dios en Jesucristo. ¿Pero por qué no hemos de aprobar nosotros los dogmáticos que se den estos supuestos en nuestros exegetas? Tampoco necesitamos aceptar cada uno de sus resultados en confianza ciega hacia la sabiduría de los especialistas. Nosotros tenemos el derecho y el deber de ejercer exégesis en tanto podamos y queramos, y de comprobar fríamente los conocimientos de los exegetas. Pero no tenemos derecho de sucumbir (la mayoría de las veces sólo tácitamente) a la tentación, que es la nuestra, de hacer como si hubiese de suyo que salir al encuentro de sus métodos con espíritu de contradicción.

Una cuestión completamente distinta es la de la importancia que pueden tener o no tener los resultados correctos, del todo maduros, de esos exegetas, para el pulpito, la instrucción y edificación religiosas. En el pulpito se parte, con derecho y por obligación, del supuesto del libro santo (supuesto que no puede admitir en el mismo sentido el exegeta que trabaja como teólogo fundamental). El fundamento que sustenta una predicación en el pulpito es, por lo tanto, otro que el de la exposición del profesor en el Seminario exegético. Al pulpito no pertenecen muchas cosas, que desde el punto de vista teológico-fundamental cultiva la exégesis, si bien el exegeta tiene derecho a que la proclamación no esté en contradicción con los resultados seguros de la investigación exegética. Hasta qué punto deban los

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creyentes ser introducidos en los problemas teológico-fundamen-tales de la exégesis, menos por la predicación dominical y más bien por medio de conferencias y de artículos, será diferente según edad y estado de cultura. Pero habrá que pensar siempre que la predicación es la proclamación de la palabra de Dios y sirve a la edificación de la fe.

ALGUNAS REFLEXIONES ADITIVAS

Los dogmáticos y los exegetas han de saber que no son los señores, sino los servidores del ministerio docente, que Cristo ha confiado a Pedro y los apóstoles y no a los profesores. Pero no sólo Hegel, sino también los profesores, saben que Dios ha aderezado de tal modo el mundo, que también el señor necesita de los servidores y que, a pesar de su señorío, es también dependiente de ellos.

Este servidor del ministerio docente eclesiástico necesita de la confianza de dicho ministerio, de ese espacio de confiada libertad sin el que el servidor no puede cumplir su modesta, pero necesaria tarea.

La ciencia eclesiástica, y la exégesis sobre todo, tienen hoy tareas que cumplir no solamente científicas, que interesen a los eruditos. Han de luchar en el frente de la fe y en la Iglesia, han de poner en claro para el hombre de hoy la posibilidad de la fe, han de instruir, fortalecer y consolar al intelectual de hoy. Este es espiritualmente un hijo del historismo y de las ciencias de la Naturaleza, un hombre terriblemente sobrio, prudente y desengañado, un hombre que sufre la lejanía y el silencio (tal como él los vive) de Dios. La Iglesia tiene que ocuparse de este hombre. Es simple limitarse en la proclamación de la fe a otros hombres que proceden de otras capas sociológico-espiri-tuales, que son más fácilmente «creyentes»: los hombres sencillos, humildes, a los que la atmósfera espiritual de hoy no se ha acercado realmente todavía, los hombres que desde lo social tienen aún fuertes vínculos, los hombres que por las razones que sean empujan siempre a un lado los problemas intelectuales o los resuelven tal vez a su manera privada muy poco «católicamente», sin dejarse estorbar por ello en su «catolicidad» oficial.

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La Iglesia debe cuidar del auténtico intelectual de hoy, y no puede dejarle en la estacada en su indigencia y disposición para la fe. Quien no quiere tener por verdadera esa indigencia de fe desconoce la auténtica problemática de nuestro tiempo. Es ésta. Y por ello la ciencia eclesiástica no tiene que practicar ningún cultivo hacia dentro, sino que ha de pensar en los hombres de hoy. Pero, si hace esto, no puede pasar de largo frente a cuestiones que son difíciles y peligrosas. Tiene que buscar soluciones que sean nuevas y sin experimentar, porque no es el asunto tan simple, que haya sólo que repetir las buenas verdades antiguas experimentadas desde hace tiempo, o formularlas de nuevo a lo sumo de manera didáctica y psicológicamente hábil.

Puede ser, que los problemas últimos de fe no se decidan en el campo de las cuestiones y de los problemas teológicos particulares. Pero muchas de tales cuestiones, en las que el intelectual de hoy, que no es teólogo, tiene la impresión de que no han sido contestadas, de que no se tiene respuesta alguna sencilla y honrada, de que se anda a su alrededor con apreturas, de que se prohibe su discusión honesta, engendran todas ellas una situación y una atmósfera espiritual, que pueden ser—aunque las decisiones fundamentales últimas de la vida se sientan como carga—mortales para la creencia del hombre de hoy. Este ha de recibir de la ciencia eclesiástica una respuesta clara y comprensible a esas preguntas determinadas: qué ocurre con la evolución, qué dice la Iglesia propiamente sobre la historia de las religiones, qué hay de la suerte de los innumerables no cristianos, por qué tenemos hoy tan pocos y tan problemáticos milagros (supuestamente), mientras que en los escritos antiguos se narran muchos, más esplendidos y convincentes, qué hay de la inmortalidad del alma y de su prueba.

Estas y otras muchas cuestiones innumerables casi conforman, incluso donde no se plantean explícitamente (por cansancio y por miedo- a poner aún más en peligro el poquito de fe que se ha salvado y que se quiere conservar), la situación espiritual, en la que los intelectuales de hoy (cuyo número se hace cada vez mayor) viven ineludiblemente. A tales cuestiones pertenecen también las exegéticas y de teología bíblica, pre-

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guntas por si merece históricamente confianza la Escritura, también el Nuevo Testamento, por la credibilidad de los milagros allí referidos, por la cognoscibilidad histórica de la resurrección de Jesús, por la discrepancia aparente o real de los relatos de la resurrección, por la relación de la doctrina de Jesús con la teología y la praxis de su mundo entorno, etc. Si la exégesis quisiera desviarse de estas y otras cuestiones semejantes, vulneraría su propio deber. Tales cuestiones son difíciles y «peligrosas».

La Iglesia ha reconocido siempre que hay escuelas, direcciones teológicas, que debe incluso haberlas. Visto de manera puramente lógica, las proposiciones, que se contradicen unas a otras, de estas escuelas eran, en determinadas circunstancias, objetivas amenazas de la fe, ya que las proposiciones de las escuelas que se combaten no pueden ser al mismo tiempo y bajo el mismo punto de vista verdaderas. Pero subjetivamente no se ha sentido, y con derecho, esa peligrosidad para la fe; se sabía que ambas escuelas querían guardar, y guardaban realmente, en tales cuestiones abiertas, los principios fundamentales que había que guardar. Se podía por ello dejar disputar a los teólogos tranquilamente entre sí. La Iglesia no intervenía, sino que dejaba libertad para utilidad de la teología.

En las cuestiones actuales, que le están dadas a la teología, no se puede evitar en absoluto, que hayan de ser pensadas y probadas soluciones, cuya conciliabilidad con la doctrina obligativa de la Iglesia no está en pie de antemano, unívoca y abiertamente. No se puede llegar siempre y donde sea sobre tales cuestiones con una respuesta, cuya «seguridad» esté fuera de duda, y no pueda ser discutida ni un punto. Si una respuesta es eclesiásticamente irreprochable, es cosa que con frecuencia ha de ponerse lentamente de manifiesto. Tales cuestiones pueden, en cuanto sea factible, ser discutidas por de pronto en círculos especializados, antes de que se hagan accesibles a un público mayor. Este es un principio muy bueno. Pero eso sí, ni con la mejor voluntad es siempre susceptible de aplicación. Hay a saber muchas cuestiones, que no están todavía depuradas y acabadas teológica y especializadamente, y que son sin embargo cuestiones de los hombres de hoy y

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no sólo de los teólogos especialistas, y no se puede entonces consolar completamente a esos hombres para más tarde, para el tiempo en que en los «círculos especializados» se haya combatido con éxito por una sententia commnnis, reconocida ya como tal por toda la teología y el ministerio eclesiástico docente. Hay que dar ahora una respuesta, hay que decirla de tal modo, que también el no especialista oiga una respuesta a su pregunta. Tal respuesta puede en determinadas circunstancias—según después se pondrá de manifiesto—-ser sin más falsa, puede estar en contradicción objetiva, contra la mejor intención del teólogo al caso, con ciertos principios del ministerio docente eclesiástico, pueií; también ser correcta, ser incluso enteramente madura, aunque a veces no está del todo •claro, que ciertas declaraciones del ministerio docente, de índole no definitoria, necesiten alguna revisión (lo cual no sólo €s posible, sino que ha sido un hecho y no raras veces), puede ser que una opinión nueva correcta necesite simplemente por sociología eclesiástica de un cierto «tiempo de incubación» hasta que se acostumbre «uno» a ella y se haya ya vivido existencialmente y también en la medida del sentimiento de su conciliabilidad con la antigua fe de la Iglesia. El ministerio docente eclesiástico tiene indudablemente el derecho y el deber de vigilar este proceso de la búsqueda y el tanteo, de la discusión (de la seria, de la cual depende algo realmente), de detener excrecencias, de impedir lo más pronto posible evoluciones que se inician y que van clara y seguramente en una dirección herética. Todo esto se sobreentiende para cada teólogo católico. Este no es en modo alguno de la opinión, de que cada medida del ministerio eclesiástico docente sea ya falsa o injusta, porque es dura, amarga para este o aquel teólogo.

Pero tampoco es cosa de que se salte por encima de este tiempo de la pregunta, de la discusión y de la búsqueda, sustituyéndole de antemano por decisiones del ministerio eclesiástico docente. Este es la única instancia que, según doctrina católica, puede dictar una decisión obligativa en conciencia en asuntos de la teología y también para el teólogo especializado. Pero no es la única instancia, que puede en cuanto tal, ella sola, aclarar las cuestiones abiertas. Para esto se necesita de la reflexión de los teólogos, de la discusión. Los teólogos

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no son sólo una enfermedad agradable en la Iglesia, un club de debates para propia diversión. Tienen una función de valor propio e insustituible. Este hecho no será barrido de en medio, porque la autoridad doctrinal del superior eclesiástico y la competencia científica puedan estar unidas en una persona. Los teólogos son necesarios en la Iglesia, tienen que discutir, y discutir hoy cuestiones, en cuya discusión han de «arriesgarse» opiniones no experimentadas todavía, peligrosas y que se manifiestan tal vez a la larga corno irrealizables y no católicas.

Que esto no es ninguna carta de libertad para opiniones alocadas y recognoscibles de antemano por cada teólogo en orden como teológicamente irrealizables, espero que no sea necesario subrayarlo demasiado. (En teoría de la ciencia está desde luego claro y ha de ser dicho sin fiorituras: un principio formal, según el cual se pueda constatar en seguida y por encima de toda duda, dónde discurre el límite entre las opiniones dejadas con derecho a la discusión y las rechazables a priori, no es precisable. Por eso la decisión arriesgada, no se puede evitar nunca del todo ni con la mejor voluntad y el mejor entendimiento por ambas partes: el centro eclesiástico del ministerio docente puede por de pronto estorbar o prohibir algo, que se pone luego de manifiesto como opinión enteramente discutible; el teólogo particular puede representar una opinión como discutible, que no lo es de antemano en realidad y que provoca en seguida con derecho la contradicción del ministerio eclesiástico docente. Contra estas insuficiencias dadas en la creatureidad y finitud del hombre y de la Iglesia, hay sólo un remedio: humildad, paciencia, amor.)

Todo lo dicho hasta aquí se sobreentiende. Se ha dicho, no porque se pueda ser en serio de una opinión diferente, sino porque hay que anudar a ello una consecuencia, que quizás es menos sobreentendida, pero que parece ser importante y correcta. Supongamos el caso: los teólogos discuten un problema realmente escabroso, pero que les está dado hoy en la exége-sis. Puede incumbir en tales casos al dogmático y al exegeta, decir su palabra en la discusión de tal manera, que declare la opinión de otro teólogo como inconciliable con este o aquel principio de la teología obligativa del ministerio docente. Dicha

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opinión puede ser correcta o falsa. Pero tiene que poder ser exteriorizada. No se puede decir simplemente, que el otro tiene él mismo el utillaje para reconocer esta discrepancia; y que por tanto si esta existiese, no hubiese entonces ese otro teólogo, ya que es católico, expresado esa opinión. No ; es enteramente posible, que un teólogo proponga algo con la mejor intención, que visto eclesiástica y teológicamente, es objetivamente objetable, aunque él no lo advierta siempre en seguida.

Pero si un teólogo, que pueda, deba y quiera presentarse con estas armas que le competen por completo, y que en determinadas circunstancias son obligatorias, tuviera que aceptar, que ello significa para el otro el peligro inmediato de la prohibición del libro al caso, o del alejamiento del ministerio eclesiástico docente, entonces se guardaría previsiblemente, con perjuicio del asunto en sí, de proceder contra su colega con esos medios en sí legítimos, incluso necesarios. Callaría, hablaría con rodeos, exteriorizaría su punto de vista sólo en lecciones. Pero así no se serviría al asunto en sí, y la apertura fraternal libremente animosa, que ha de dominar entre teólogos católicos sufriría daño. No se puede decir en un caso semejante, que por medio de la exteriorización de su opinión, tiene el otro que adjudicarse el peligro de una medida regulativa de parte de las autoridades eclesiásticas. El colega que piensa combatir la opinión de otro, puede estar honradamente convencido, de que su adversario es un sobresaliente teólogo, de que la expresión de su opinión, aun cuando no sea aceptada, favorece el asunto en sí, de que su adversario es de un espíritu eclesiástico irreprochable. Puede tener muy seriamente la opinión, de que su adversario debe quedar salvaguardado de una censura del ministerio eclesiástico, aunque quiera combatir y rechazar su opinión enteramente. Si tuviese la impresión de tener que temer, que por razón de su «no» a la opinión de su adversario, corre éste el peligro de ser censurado eclesiásticamente, se guardaría muy bien de exteriorizar esa opinión en la forma aludida. No quiere ser culpable de tal censura. Esto es comprensible y enteramente honorable.

Pero tal silencio o intervención suave es un perjuicio para el asunto en sí. Porque impide la discusión necesaria, incluso en determinadas circunstancias la necesaria defensa de la doc-

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trina católica, defensa que en buena parte incumbe también a los teólogos. Forzaría a las autoridades eclesiásticas a tomar una función a su cargo, que en sí hubiesen tenido que ejercitar los teólogos solos, empujaría la discusión teológica fuera de la publicidad de las revistas y los libros hacia una especie de maquis de los partidos que se hacen la guerra sólo de palabra.

Con lo dicho no se debe suponer en absoluto, que las autoridades eclesiásticas acepten sin miramientos el veredicto de un teólogo contra la opinión de otro, o que tomen una medida innecesaria e injusta, cuando se propone dicha censura. Pero tampoco podría decirse, que esté esto a priori y siempre excluido, que no haya ocurrido jamás. Y si tales medidas apresuradas, objetivamente injustas o demasiado duras, contraproducentes para el gran asunto, que todos quieren servir, no son imposibles a priori por parte de las autoridades eclesiásticas, podrá un teólogo entonces tenerlas miedo. Si tuviese la impresión, de que algo así acontece con relativa facilidad, buscaría evitarlas • para sus colegas. La discusión quedaría paralizada y los problemas sin solucionar. Porque una censura puede cerrar en el mejor de los casos un camino falso; pero con ello no está abierto aún el camino recto.

En este estado de la cuestión se puede opinar, que tales medidas del ministerio eclesiástico (jurídica y objetivamente por completo posibles y en circunstancias también necesarias) contra teólogos, que en discusión libre exteriorizan su opinión por honrada responsabilidad de su deber en cuanto profesores, deberían ser tomadas sólo infrecuentemente y con prudencia y después de una comprobación de todas las circunstancias y de todas las razones de descargo. De otra manera se estorbaría la función necesaria, que la discusión tiene en la Iglesia, en perjuicio de la doctrina eclesiástica y no en su provecho. Tales medidas no es lícito que procedan tácitamente del prejuicio, de que cada falsa doctrina, que no haya sido prohibida explícitamente por el ministerio docente, prolifera en progreso sin impedimentos, y no puede jamás ser superada por una aclaración de la cuestión con medios puramente teológicos. Si estas medidas de censura eclesiástica sucediesen con demasiada frecuencia y demasiada rapidez, surgiría en círculos teológicos, contra toda intención y no por arbitrariedad, la opinión de que un

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punto de vista es ya conciliable con la fe católica, porque no ha sido objetado inmediatamente por el ministerio docente. Y si esto no sucede por lo general en cada caso, porque no puede suceder sin más, no se atreverá ya el teólogo a exteriorizar su opinión contraria. Estaría bajo la impresión de que su contradicción ha de ser falsa, porque si no hubiesen tenido que haberla alzado ya las autoridades eclesiásticas. Lo cual forzaría a su vez a dichas autoridades a un obrar apresurado, para que no surja la impresión de que este o aquel punto de vista es sustentable católicamente. La necesaria función de la teología católica se paralizaría. Bajo el supuesto tácito de que una expresión no definitoria del ministerio docente puede al fin y al cabo ser mejorada, sería la situación más embrollada todavía: un teólogo no habla, porque teme la censura de la Iglesia, el otro tampoco, porque no quiere invocar su descendimiento sobre el tercero; si el ministerio eclesiástico docente habla, su doctrina será tomada como una legalidad disciplinaria y no doctrinal, que uno evita en silencio en cuanto puede.

Con lo dicho no se debería haber descrito un estado de hecho existente de índole alarmante, sino que se debería haber dado un análisis de un mecanismo psicológico posible, que podría aparecer en función, si las autoridades eclesiásticas pusiesen demasiada poca confianza en los efectos positivos de la discusión entre los teólogos y creyesen por ello, que han de intervenir lo más rápidamente posible en esa discusión con sus medidas.

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LO TEOLÓGICO DE LA HISTORIA

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HISTORIA DEL MUNDO E HISTORIA DE LA SALVACIÓN

El tema, cuyo tratamiento me ha sido encargado, dice: historia del mundo e historia de la salvación. Bajo este epígrafe pueden albergarse tantas cuestiones y deseos, que dudo si lograré encontrar precisamente los que tal vez se esperan de mí. No me queda otro remedio, que entresacar del círculo entero de temas algunas cuestiones, que le parecen a un teólogo católico ser importantes. Lo que se puede decir así, formulémoslo en un par de tesis muy simples, que serán luego aclaradas un tanto.

1. La historia de la salvación acontece en la historia del mundo. Salvación es eso que coloca al hombre definitivamente en su consumación, lo que ha de serle dado en último término por Dios, lo que todavía no es, lo que (en el mejor de los casos) tiene aún que llegar a ser. Y con esta salvación no se topa en ninguna parte en el mundo. Sería incluso una herejía fundamental absoluta, si quisiera un hombre comprender como su salvación, por tanto como lo propiamente mentado, definitivo y venturoso, cualquier estado encontrable en el mundo, que esté ya dado o que pueda ser realizado por el hombre mismo por medio de planificación y de obra propias. La salvación como misterio absolutamente trascendente, como lo que viene indisponiblemente de Dios, pertenece a las representaciones fundamentales del cristianismo. La salvación consumada no está en ningún momento en la historia, sino que es su supresión, no es ningún objeto de la posesión o de la producción, sino de la fe, de la esperanza y de la oración. Y por esto toda utopía intra-mundana de salvación está ya rechazada de antemano como doctrina a condenar. La historia se declara como el ámbito en el que no se encuentra la salvación. La historia queda siempre como el ámbito de lo provisional, de lo inacabado, de lo ambiguo, de lo dialéctico, y el intento de asir intrarnundanamente una salvación y una consumación en la historia del mundo como tal, sería un fragmento de la historia que pertenecería a lo que hay en ella de perdido, carente de Dios y vano y que se suprimiría en otra historia, que vendría tras ésta.

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Y, sin embargo, la teología de la historia cristiano-católica no puede decir otra cosa, sino que la historia de la salvación acontece en la historia del mundo. Esto indica algo múltiple: por de pronto, la salvación no es para el cristiano el futuro, que está pendiente aún, y que cuando llega, acoge la historia del mundo, no estando por lo mismo dado ahora todavía. No ; la salvación acontece ahora. La gracia de Dios le es adjudicada al hombre como realmente dada ya, como aceptada y transformadora por dentro. Y esa gracia es, por ser en el fondo la autocomunieacióm de Dios al hombre, no algo meramente provisional, no mero medio para la salvación o su sustitutivo, sino la salvación misma, porque es el mismo Dios en su amor que perdona y deifica.

Historia de la salvación en la historia del mundo significa además: esa comunicación por parte de Dios de la salvación por antonomasia, acontece bajo esa libre aceptación del hombre. Y esa libre entrega de sí, del hombre al Dios que se comunica a sí mismo, no es simplemente un sucedido delimitado esotéricamente en la existencia humana. Precisamente porque esa fe, que acepta la salvación en fondo de la existencia, puede crear y debe crear su perceptibilidad refleja y social en confesión, culto e Iglesia, ya que quiere implicar todas las dimensiones del hombre en esa salvación, para que nada humano quede perdido fuera de ella, por eso mismo sucede esa aceptación de la salvación en libertad, concerniendo al material entero, que le está dado de antemano a la libertad del hombre y én el que ésta se realiza. Libertad espiritual real es siempre en este mundo del Dios de la gracia y de Cristo, una libertad frente a salvación y perdición, y no puede ser libertad de otra manera. Pero esa misma libertad de la creatura corpórea, social, histórica, que es el hombre, es siempre y necesariamente una libertad, que sucede por medio del encuentro con el mundo, con el mundo con nosotros y el mundo entorno, que es libertad trascendental y categorial a la vez. Y por eso sucede la libertad de la aceptación o repulsa de la salvación en todas las dimensiones de la existencia humana, siempre en encuentro con el mundo y no sólo en un distrito delimitado de lo santo o del culto y de la «religión» en sentido más estricto, en encuentro con el prójimo, con la tarea histórica, con la llamada cotidianeidad, en y con lo que llamamos historia del individuo y de las comunidades. Y por

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eso sucede en medio de la historia misma la historia de la salvación. En todo lo que el hombre impulsa o en lo que le impulsa, opera su salvación o su perdición. Todo en la historia del mundo está grávido de eternidad y vida eterna o de corrupción infinita.

Pero aún ha de ser destacado un tercer momento de este estar de la historia de la salvación en la historia profana, que es característico para el entendimiento católico de esta relación, más incluso que los dos primeros. Esta historia de la salvación está precisamente (como tendremos que decir más detalladamente) en su propio contenido y en su realidad propia escondida en la historia profana, ya que los acontecimientos y realidades históricos imediatamente perceptibles, no pueden ser interpretados desde sí mismos en su ambigüedad de salvación o perdición, no pueden traicionar desde sí mismos inequívocamente si acontece en ellos aquí y ahora salvación o perdición. Pero ese esconderse de la historia de la salvación en una historia profana ambigua, abierta, no interpretable desde sí misma con módulo de salvación, no «juzgable», no significa, ni mucho menos, que la historia de la salvación consuma su juego solamente en una historia individual, transempírica de cada existencia, do la conciencia, de la fe absolutamente inaprensible, y que discuna meramente tras una historia profana que discurre a su vez muda y totalmente indiferente frente a la historia de la salvación, como si ésta fuese suprahistoria, historia de la fe. La historia profana en general y en conjunto es, respecto de la pregunta por. lo que en ella haya de salvación o de perdición, ambigua y no interpretable con seguridad desde sí misma, y se abrirá a una interpretación inequívoca en este aspecto sólo en lo que llamamos juicio final, que no es un momento de la historia, sino su supresión desveladora. Lo cual no significa, que aquí y allí no sea transparente, que no haga signos y referencias desde sí misma, que no advierta al hombre de la cuestión de la fe y de la salvación, que no oriente esta cuestión para su respuesta en una dirección determinada.

La historia de la salvación, de suyo escondida, opera en la dimensión de la historia profana, en la que se consuma. El Dios que crea salvación, apela al hombre en la dimensión de la historia a través de su dimensión profana: por medio de Jos profetas, que interpretan con palabra y en perceptibilidad social

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la historia de la revelación y de la gracia, que sucede por dentro, haciéndola socialmente asible, legitimándola por medio de esos hechos empíricos, que llamamos milagros, que preceden a la fe y le dan una legitimación intramundana ante la razón y la responsabilidad moral del hombre, aunque desde luego no puedan ni quieran engendrarla. La historia intramundana se ha hecho, sobre todo, transparente de la salvación, y en una manera ya insuperable, por medio del acontecimiento del Cristo en Jesús de Nazareth, por medio de su resurrección y de la muestra del Espíritu, que dispensa.

Con otras palabras: el hombre uno, que como uno y entero está en su existencia histórica ante la decisión de la salvación, tiene en último término sólo una historia, de tal modo que no hay en él región alguna tan delimitada, que no estuviese determinada de alguna manera (o viceversa) en su existencia por la historia de la gracia y de la fe. Y esa historia una no es tan uniforme y homogénea, que estuviesen en ella la salvación y la obra de Dios siempre presentes y tan claramente, que no fuese ya posible la auténtica decisión de fe, porque el hombre, hacia donde quiera que se volviese en su historia, se encontraría por todos lados en igual ineludibilidad e igual inevitabilidad con Dios y su oferta de salvación. La cuestión de si con los ojos de la fe puede mirarse de hecho esa transparencia de la historia de la salvación por medio de la profana de tal modo, que se la acepte ya, es una cuestión, que aquí puede quedar enteramente abierta. El conjunto de la historia profana es en cualquier caso, en su propio ámbito, inquietante, alusivo, como roto, y contiene para el hombre que pregunta por la salvación, que cuenta con la posibilidad de una autoapertura personal, referencias, «signos» sobre dónde ha acontecido esa salvación en su historia, sobre dónde se la puede encontrar. La historia de la salvación acontece en la historia profana.

2. La historia de la salvación es diferente de la historia profana. Teníamos que expresar esta segunda tesis para aclarar la primera. Ahora hay que considerarla más detalladamente y exactamente.

a) La historia de la salvación es, por lo pronto, diferente de la historia profana, porque ésta no permite en general y en conjunto ninguna interpretación inequívoca de la salvación

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o perdición que sucedan en ella. Salvación y perdición suceden en la historia profana, ya que donde quiera que los hombres se realicen en libertad, están ante Dios y deciden sobre su salvación, no siendo de otro modo su obra libertad en el sentido propiamente metafísico y teológico, ya que libertad es disposición de sí mismo por parte del hombre en la faz de Dios, sea esto sabido explícita y objetivamente o no. Pero este carácter de salvación y perdición de las decisiones históricas de la libertad del hombre permanece escondido. Por sí mismo no es un dato históricamente perceptible. Puesto que «histórica» en el sentido más estricto y riguroso, lo es sólo una acción libre del hombre, cuando se objetiva de tal modo, que llega a ser un objeto de la intercomunicación humana en la palabra de índole explícita, en las hechuras del espíritu objetivo, en la ciencia, arte, sociedad, etc. En este sentido no puede el carácter de salvación y de perdición de la acción libre del hombre objetivarse de tal modo, que sea, en cuanto tal, histórico en el sentido dicho. Esto no es posible por muchas razones. La última cualidad de la libertad es irrefleja. Porque los motivos apresados en la libertad y aceptados como operantes, los que determinan la cualidad moral y religiosa de la libertad, no son simplemente idénticos con los motivos apresados reflejamente y en explicitud conceptual. El hombre opera siempre desde una razón de su libertad a sabiendas, que tiene consigo, pero que no se representa sencillamente, que no es calculable en reflexión moral. Puesto que el contenido de la eonsciencia es mejor y más amplio, más hondo y más original que la amplitud de lo sabido. Y una reflexión posterior es, a su vez, una acción, que no se puede alcanzar a sí misma reflejamente, y que hace por tanto de cada reflexión una cuenta inexacta, que se acerca sólo asintótica y aproximativamente a la totalidad de la razón de la libertad y de su motivación. Si esto es válido para la reflexión moral de cada sujeto de libertad sobre sí mismo, será más válido aún para las objetivaciones de sus decisiones morales en la palabra, que otros han de comunicarle, y en las hechuras del espíritu objetivo. Pueden desde luego, en muchos casos, ser conocidas con suficiente seguridad en cuanto correspondientes o contradictorias de una norma moral objetiva, pero una seguridad auténtica acerca de la cualidad moral de la más íntima decisión de libertad de un hombre

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sobre Dios, no es asequible desde ellas. Y tampoco por tanto respecto de la cuestión, de si en esta o en aquella obra histórica ha acontecido salvación o perdición. Se puede sospechar, esperar y temer, pero no se puede juzgar si se medita la realidad de la historia, que se ofrece a la reflexión, que se objetiva en palabra y en obra, y sólo se hace histórica en el sentido más estricto. La historia del mundo no es el juicio del mundo, por mucho que en un sentido verdadero suceda éste en ella. Y más aún: la salvación no es la definitividad de la decisión de libertad del hombre, de modo que éste crease simplemente esta salvación por medio de su libertad. La salvación es Dios, en su autoco-municación, es obra de libertad de Dios, que es Dios mismo, ya que en el orden real no hay ninguna salvación que no sea él. Pero este Dios en su libre autocomunicación, en el regalo de su propio señorío eterno, ha de ser captado en libertad, si bien esta aceptación es, a su vez, la obra otorgada de la libertad del hombre, que Dios da en su misma autocomunicación ; ese Dios que se comunica puede ser experimentado inmediatamente en su propia realidad, sin que la envoltura de la fe cubra esa realidad, solamente en la visión inmediata, por tanto en un acontecimiento, que es la perfección y supresión de la historia, y no un momento en ella, que es el fruto, y no su tiempo de maduración.

Por estas dos razones nombradas, de la libertad del hombre y del don de la salvación por parte de Dios, el acontecimiento de salvación está sí contenido en la historia profana, se realiza en ella, pero no está dado en cuanto tal históricamente en su cualidad de salvación, sino que es creído o esperado. La historia profana no permite en conjunto y en general ninguna interpretación segura de -salvación y de perdición desde sí misma. El hombre opera su historia y ésta cae sólo sin ser juzgada en el juicio inescrutable de Dios; la historia esconde su contenido de eternidad dentro del misterio silente, sin poder disfrutarle ella misma. Y éste es el primer punto de vista, bajo el que la historia de la salvación y la historia profana son diferentes una de otra.

b) Si consideramos sólo este punto de vista, que hemos destacado hasta aquí, la historia de la salvación sería entonces, sin embargo, coextensiva siempre a la historia profana, puesto

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que ésta sería la historia de la salvación no interpretada y no interpretable. La historia de la salvación y la profana se distinguirían solamente como historia juzgada y sin juzgar. Serían formal y no materialmente distintas una de otra. De hecho hay, y esto espero elaborarlo todavía más claramente, una realidad y un concepto de historia de la salvación y de la revelación incluso, que no son en este sentido formalmente idénticos, sino materialmente coextensivos con la realidad y con el concepto de la historia profana del mundo.

Antes de que elaboremos una distinción material de la salvación y de la revelación, en el sentido estricto del término, y de la historia del mundo, hay que ponderar por lo pronto esa identidad material de una historia general de la salvación y de la revelación con la historia del mundo o, lo que es lo mismo, hay que destacarla más explícitamente. Pertenece a las proposiciones católicas de fe, que la voluntad sobrenatural de salvación de Dios se extiende a todos los hombres de todos los tiempos y de todas las regiones históricas. A todos les es ofrecida la salvación, ai todos por tanto, en cuanto que no se cierren a esa oferta por medio de su libre culpa grave, les es ofrecida, una y otra vez (también al culpable), la gracia divina, todos existen no sólo en un ámbito de existencia, a cuyos constitutivos pertenece la obligación a una meta sobrenatural de la unión inmediata con el Dios absoluto de la visión inmediata, sino además en la posibilidad auténticamente subjetiva de encontrar esta meta por medio de la aceptación de la autocomunicación de Dios en gracia y gloria.

Oferta de salvación y posibilidad de la misma se extienden por tanto, a causa de la general voluntad de salvación de Dios, tanto como se extiende la historia humana de la libertad. Pero todavía más: esta oferta de la elevación sobrenatural de la realidad espiritual del hombre, que capacita a éste para moverse en su dinámica espiritual—-personal hacia el Dios de la venturosa vida sobrenatural—, no es meramente un estado objetivo en el hombre, que pudiese sin más ser pensado como allende la consciencia. La gracia hay más bien que pensarla necesariamente, en tanto sobrenaturalmente deificante, como una modificación de la estructura de la consciencia del hombre. No necesariamente, y en todo caso, en el sentido de que la consciencia

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reciba objetos propiamente nuevos, de los que no haya sabido hasta ahora. Pero el «objeto formal», según acostumbra a decir la teología escolástica, el horizonte bajo el que se aprehenden las realidades normales empíricamente experimentadas, la orientación última de esa consciencia, quedan modificados por medio de la gracia. Precisamente porque no se trata de un dato aislado de índole modificable de la consciencia, sino de su horizonte a priori, precisamente porque ese horizonte formal a priori, bajo el cual se desarrolla la vida espiritual del hombre, viene dado siempre y en cualquier caso, no tiene por qué ser dicho horizonte sobrenatural necesariamente de tal modo, que debiese o pudiese ser hecho en cuanto tal reflejamente temático, que tuviese que ser distinguido y deslindado del horizonte trascendental (de la experiencia del ser) de la consciencia espiritual del hombre. En cuanto tal no es objeto, sino horizonte atemático, a través del cual se consuma la existencia espiritual del hombre. Y en cuanto tal no temático y no reflejo, conscientemente irreflec-tible, consciente, no sabido. Es esa habitud del hombre en conocimiento y libertad más allá de todo lo indicable, que no es explícita, que no se enuncia al modo de un objeto determinado; como callada y por eso mismo abarcándolo todo con tanto más peso y operando en todo innominadamente y desde luego de manera presente; esa dinámica de la trascendencia del espíritu en la infinitud del misterio silente, que llamamos Dios, en cuanto dinámica que está realmente dada para llegar, para aceptar, y no sólo para ser movimiento eternamente asin-tótico hacia la infinitud divina, sino que la alcanza, porque Dios se entrega desde sí mismo, y precisamente habiéndose ya ahora donado como la fuerza más interior y la legitimación de ese movimiento de trascendencia infinita.

Si es así, realiza entonces por sí misma esa elevación sobrenatural del hombre, dada por medio de la general voluntad de salvación de Dios, el concepto de una revelación. No por su medio solamente, en el sentido de una comunicación proposicio-nalmente expresada sobre un objeto particular determinado y delimitado, pero sí en el sentido de una modificación de la consciencia (aunque ninguna modificación de lo sabido), que procede de una autocomunicación personal de Dios en libertad como gracia, a la que se puede llamar ya revelación sobre todo

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porque se comunica o se ofrece óntica y realmente en ella como gracia, lo que constituye todo contenido de la salvación de Dios, que sucede de manera propiamente proposicional y en conceptos humanos: Dios y su misma vida eterna, tal y como es en cuanto autocomunicación en gracia y gloria la salvación de los hombres. Si el hombre acepta esta trascendencia sobrenatural-mente elevada, el horizonte sobrenatural, por tanto esa revelación de Dios en la autocomunicación de lo revelado, realiza entonces, si bien por de pronto de una manera muy atemática, lo que cristianamente puede desde luego llamarse fe.

De lo cual resulta que hay una historia de la salvación, de la revelación y de la fe, que es coexistente respecto de la historia general profana. La llamamos historia general de la salvación y de la revelación, para distinguirla de esa historia también de la salvación y de la revelación sobre la que tendremos que hablar en seguida explícitamente. Naturalmente, en el concepto de la historia general de la salvación y de la revelación hay que entender el concepto de «historia» en un sentido más amplio y (si se quiere) debilitado, según hemos insinuado antes brevemente. Se puede llamar a la realidad propuesta historia de la salvación y de la revelación, porque se trata, tanto de parte de Dios como por la del hombre, de decisiones y obras reales de la libertad, de comunicaciones personales recíprocas, que se realizan concretamente en el material de la historia profana. Pero solamente en un sentido amplio se puede llamar historia a esta historia general de la salvación y de la revelación, ya que en cuanto tal rigurosamente, desde su punto de arranque trascendental a priori, no sucede todavía en esas objetivaciones que a su vez suceden en la palabra y en los bienes objetivos de cultura, que posibilitan una intercomunicación inmediata entre hombres, una comunidad concreta de hombres, un saber aprehensible reflejamente acerca de la relación con realidades empíricamente experimentadas y comunicables, en una palabra, que representa historia en el sentido pleno del término.

Con lo cual no se ha dicho que esa historia general de la salvación y de la revelación se mantenga en una región absolutamente metafísica, que no tuviese nada que ver con la perceptibilidad de la historia normal. Ese talante fundamental, ese horizonte de índole de gracia, del que hemos hablado y que es la

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fundamentación para que haya una historia general de la fe y de la revelación en todos los tiempos y también fuera de la antigua y de la nueva alianza, se dejará advertir en la historia concreta de los hombres, tendrá influencia sobre sus configuraciones concretas de la religión, del entendimiento del hombre de sí mismo, de su filosofía y moralidad, si bien ese horizonte no pueda, o no pueda sin más, hacerse temático en cuanto tal en la pureza y en la seguridad conceptual de la verdad.

Dada la unidad de las dimensiones de la existencia humana y la vocación a la salvación del hombre entero, dada también la dinámica interna de la gracia, que opera con todas las dimensiones del hombre, salvando, santificando y deificando, hay que esperar, además, que ese fundamental talante deificado busque siempre, y por todos lados (si bien con fuerza y logro muy diferentes), hacerse temático desde la dinámica de la gracia misma y bajo la providencia natural de salvación de Dios, busque objetivarse en enunciados religiosos explícitos, en culto, socializaciones religiosas, en protesta de índole «pro-fétíca» contra una autoclausura natural del hombre en su mundo categorial y contra una interpretación (politeísta en último término) de esa experiencia fundamental según la gracia. No podemos seguir aquí la pista con detalle de esta interferencia entre la historia profana y la general de la salvación y revelación. Si esto fuese posible, podía entonces mostrarse que desde la comprensión cristiana de la general voluntad de salvación de Dios y de la esencia de la gracia sobrenatural, sería posible también una comprensión mucho más positiva de la historia general de las religiones concebida explícita, refleja y social-mente, la cual es coexistente con la historia profana. Resultaría de ello que puede aceptarse el concepto de una religión legítima ante la divina providencia de salvación, es decir, querida por ella positivamente, aunque conteniendo sin discriminación elementos no queridos por Dios, realizada antes del cristianismo y también fuera de la antigua alianza, de modo que el Antiguo Testamento (a diferencia del Nuevo) pueda ser concebido en muchos aspectos más como un caso modelo interpretado por Dios de una religión precristiana, que como una magnitud incomparable e irrepetible sin más y en cada uno de sus aspectos. Pero tenemos que pasar por alto estas reflexiones, por mucho

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que contribuyan a aclarar la cuestión de la relación de historia .profana e historia de la salvación. Volvemos atrás, a la reflexión de por qué y en qué aspecto haya que distinguir entre sí ambas historias.

c) La historia de la salvación y la historia profana son distintas, porque Dios por medio de su palabra, que es un elemento constitutivo de esa historia de la salvación, ha interpretado, en su carácter de salvación y de perdición, un fragmento muy determinado de esa historia profana, que es ambigua si no, diferenciándose así este fragmento interpretado de la historia una de la historia restante, llegando a ser por ello historia propia, según ministerio, y explícita de la salvación. Esta aclaración de la distinción puede sorprender por de pronto un poco. Se pensará que hay historia de la salvación en sentido estricto, allí donde haya Antiguo Testamento, donde Jesucristo aparezca como el Logos hecho carne, donde suceden milagros, en una palabra, donde Dios se presenta operando a través de la historia y realiza sus obras cabe los hombres. Pero esta tesis se hace en seguida comprensible, si preguntamos por qué medio están las obras de Dios présenles en la historia de los hombres, por qué medio penetran en la dimensión de lo auténticamente histórico.

Entonces tendremos que decir: por medio de la palabra. El milagro sería, incluso allí, y precisamente allí donde mienta un hecho consistente, empíricamente perceptible y comprobable, nada más que algo desacostumbrado e inexplicable que permanecería mundo, si no aconteciese en el contexto de una revelación de la palabra que es legitimada por él, pero recibiendo éste al revés por ella su sentido y comprensibilidad, su punta de sentido en cuanto signo, que alude a algo. El Antiguo Testamento puede ser desde luego concebido en su contenido histórico real, si es que no se promulga y consiste en la palabra misma, como una providencia de salvación de Dios natural o pensada y mostrada a todos los pueblos. (Dios en cuanto Señor de una historia nacional que se hace sólo acontecimiento de salvación, al ser interpretada en su cualidad inequívocamente por la palabra de los profetas como correspondiente o contradictoria a Dios). Y en lo que concierne a Jesucristo, su encarnación y unión hispostá-tica es naturalmente un factum, que es más que una palabra

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humana, pero que tiene su prosecución interior, necesaria y constitutiva, en la absoluta consciencia de filiación del hombre Jesús, y que precisamente a casua de su peculiaridad como misterio absolutamente trascendente no estaría presente para nosotros en nuestra dimensión histórica sin la autorevelación de Jesús en su palabra humana.

Con todo lo cual, no se ha afirmado que la historia de la salvación sea sólo palabra divina en la palabra de los hombres. De ninguna manera se ha pensado en tal afirmación, que identificaría la historia de la salvación y la de la fe, y que disolvería ésta en un puro actualismo existencial. Pero lo que sí se ha dicho es que esas obras de salvación de Dios están presentes en cuanto tales en la dimensión de la historia humana, por tanto son ellas mismas históricas, cuando se las añade la palabra que las declara e interpreta, sin ser ésta, por lo mismo, una palabra añadida exteriormente y a posteriori que se dice sobre algo, que está también sin ella perceptiblemente presente en el ámbito de la historia humana, sino un momento interior constitutivo en el obrar de salvación de Dios como un acontecimiento de la historia humana en cuanto tal.

Donde se interprete por tanto la historia profana sobre su salvación o perdición de una manera inequívoca por medio de la palabra de Dios en la historia, y donde los hechos de DÍ03 en la historia general de la salvación y de la revelación se objetiven inequívoca y seguramente por medio de su palabra, y donde la unidad absoluta, insuperable e insuprimible de Dios y mundo con su historia en Jesucristo sea manifestada históricamente por medio del testimonio de Cristo, según palabra, de sí mismo, allí está dada la historia de la salvación y de la revelación especial y según ministerio, distinguida al mismo tiempo y puesta aparte de la historia profana, ya que esa palabra de Dios reveladora e interpretativa, que constituye la historia de la salvación y la revelación especial, y según ministerio a distinguir de la historia general de la salvación y de la revelación, no sucede siempre y por todos lados, sino que tiene su punto espacio-temporal específico dentro de la historia, y no interpreta inequívocamente sobre su carácter de salvación o de perdicióa toda historia humana, sino que deja sin interpretar amplios trozos, si bien pone a mano de la audacia creyente y esperanzada

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del hombre, que existe históricamente, reglas de interpretación para esa historia profana, de las que hablaremos todavía.

Este apartar la historia de la salvación de la historia profana, tiene, a su vez, su propia historia. Esta no ha sido en todo tiempo igualmente intensa e igualmente manifiesta. Ni lo puede ser tampoco. Puesto que por medio de la historia general de salvación, de la revelación y de la gracia, coexiste con la historia del mundo un real operar de salvación que sucede dentro de ésta siempre y por todos lados. Y de ahí viene el que la historia de la salvación sea siempre el fundamento secreto de la historia profana, en la que se manifiesta una y otra vez: lo religioso es siempre el sentido y la raíz de la historia, y eso religioso no es nunca sólo la floración más sublime de una cultura meramente humana como obra del hombre, sino qué está impulsado interiormente por la gracia, impulsado por Dios, determinado ya interiormente por la propia historia general de la salvación. Y donde ésta se haga tan perceptible que comience a ser aprehensible históricamente en la palabra y en las objetivaciones del espíritu de la historia, allí sucede el tránsito de la historia general de la salvación a la especial: con exactitud no se sabe, si éste o aquél es un pensador religioso, un hombre dotado creadoramente para lo religioso o un profeta ya, si esta o aquella experiencia religiosa es la mística de la trascendencia que busca infinitamente o la mística ya de la experiencia de la gracia que lleva la dinámica del espíritu hasta dentro de la vida divina, si esto o aquello en el culto o socialización religiosa o costumbre, está permitido por Dios, favorecido, querido propiamente, para que sea corporeidad histórica de este volverse hacia Dios de la profundidad del hombre, sin el cual nadie encuentra su salvación.

Sabemos que el Antiguo Testamento como un todo, en sus grandes hombres de Dios, y en lo que en cuanto legitimado por él se ha objetivado en la Sagrada Escritura fie/otestamentaria, ha sido reconocido por Dios como querido realmente por él, como su propia organización de salvación, siendo por tanto real historia de la salvación dentro y delimitadamente de la historia profana. Sin embargo, las fronteras en el Antiguo Testamento entre la historia de la salvación y la profana son todavía muy fluidas: el hombre podía en el Antiguo Testamento dis-

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tinguir sólo difícilmente entre los falsos y los legítimos profetas, ya que éstos se presentaban esporádicamente y no estaba dada instancia institucional alguna que hubiese podido distinguir siempre con un absoluto discernimiento de espíritus entre auténticos profetas, renovación y críticas religiosas legitimadas de un lado, y profetas falsos y desarrollos religiosamente perver-sores de otro; toda la antigua alianza pudo apostatar de su misión y convertirse así de una perceptibilidad legítima, histórica, según ministerio, de la voluntad de salvación de Dios para el pueblo de Israel, en un signo vacío, en una usurpación ilegítima de la representación en el mundo de la gracia de Dios. Y no está dicho que no haya habido también para otros pueblos análogamente respecto del Antiguo Testamento organizaciones divinas de salvación de índole históricamente perceptible, si bien queda como privilegio de Israel el que su historia de la salvación, perceptible y puesta en cierto modo aparte, era la inmediata prehistoria de la encarnación del Logos, siendo interpretada autoritativamente por medio de la palabra de Dios en la Escritura, sólo de manera que quedase delimitada de otra historia profana (que alberga siempre en sí realidades religiosas) y fuese así historia de la salvación y según ministerio a diferencia de la historia profana.

Sólo en Jesucristo se alcanza una unidad absoluta e indisoluble entre lo divino y lo humano, y esa unidad es históricamente presente en la autorevelación de Jesús, estando así esta historia de la salvación inequívoca y permanentemente delimitada de cada historia profana, con todo lo que resulta de este acontecimiento que es Cristo y con todo lo que participa a su manera de la definitividad e insuperabilidad del mismo y de su estar aparte de la historia profana: Iglesia, sacramentos, Escritura. Pero precisamente al alcanzar aquí la historia de la salvación en Cristo y en la Iglesia su más inequívoca e insoslayable distinción de la historia profana, al hacerse realmente una manifestación inequívocamente delimitada dentro de la historia del mundo, acercando así a través de esa historia la historia general de la salvación al entendimiento de sí misma y a su historicidad social y según palabra, es también esa delimitada historia de la salvación de índole explícitamente social, según palabra y sacramental, esa magnitud que está determinada para

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todos los hombres de todos los tiempos venideros. Quiere llevar así la historia general entera de la salvación y de la revelación, representarla históricamente por medio de sí misma, aspirando a recubrirse con la historia general de la salvación y de la revelación y también por ello con la historia profana, aunque sabe que ambas identificaciones no se alcanzarán nunca en la historia, sino que serán realizadas sólo en su supresión.

3. La historia de la salvación interpreta la historia profana. Esto es lo tercero que ha de ser dicho aquí sobre nuestro tema. Con esta frase, se piensa tanto en que la historia de la salvación es la interpretación de la historia profana, ya que (en cuanto general) es su más profunda base y esencia, ya que (en cuanto especial y según ministerio) trae esa esencia última de la historia a una manifestación en la que la salvación acontece y al mismo tiempo se muestra históricamente, como se piensa lambién en que la historia de la salvación ofrece, por medio de MI palabra, una interpretación de la historia profana. Estos dos aspectos de la frase no necesitan ser ponderados aparte.

a) La historia de la salvación aparta de sí la historia del inundo y Id dcsmilologiza y ln vacía de numen. Creación e historia no non ya salvación. Ln sulvaeión es Dios y su gracia, y ÓHta no CM KÍII más idéntica con la realidad que impulsa la historia. AHÍ como el cristianismo vacía al mundo de su numen al declararle creatina diferente de Dios en su esencia y al prohibir considerarle simplemente como la corporeidad de los dioses, así ocurre también con la historia. No es sin más la historia de Dios mismo, no es teogonia, no tiene por ello su fundamento último en sí misma, no se aclara desde sí misma, no es el juicio del mundo, está como creatura referida limitada, temporalmente al misterio que no es ella misma. Kronos y la ananke de la historia no son dioses. Y el hombre está referido al afuera de ese mundo desdivinizado. No vive simplemente sólo en historia de la salvación. Es cristiano y opera su salvación precisamente en cuanto que toma sobre sí la sobriedad de lo profano, que no es ya la salvación misma. La historia de la salvación crea sus supuestos, en cuanto que crea lo profano, lo ambiguo, lo que esconde a Dios, en una palabra, el mundo y la historia profana como clima de la fe y de la prueba. El silencio de la historia de la salvación sobre la historia profana, el dejar

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abiertas sus preguntas, el dejar crecer la cizaña bajo el trigo, sin querer distinguir ambos inequívocamente, la declaración de incompetencia que el cristiano hace frente a lo «mundano», el Estado y la política, y todas las otras regiones objetivas de cultura, aparecen por de pronto para el que piensa entendérselas a solas, fácilmente, con el mundo, como modestia demasiado deseada. Pero en realidad este dualismo de Iglesia y Estado, de teología y ciencia, de cristianismo y inundo, incluida su historia, presenta todavía otro lado completamente diferente. Dios deja a la historia que esté entregada a sí misma: a la marcha hacia lo indeterminado, al tanteo, a la responsabilidad del propio planteamiento, a la posibilidad del yerro, a la trágica represión de sí misma, etc, e incluso allí, donde no se es desobediente a la palabra de Dios y sus mandamientos. La historia de la salvación envía, pues, también a quien la honra hacia la historia profana, que sigue siendo oscura, sin interpretar, inabarcable, tarea, y le manda aguantar en ella, probarse en ella, creer desde lo no interpretado en su sentido, aceptar así precisamente a Dios como la salvación, en una palabra, en cuanto que la historia de la salvación aparta de sí una historia profana diferente de ella como tal, envía al hombre a un mundo desmitologizado, que no es tanto el ámbito del dominio de dioses, como el material de la tarea que le es propuesta al hombre, que él mismo, el homo faber, se propone y puede proponerse, para saber que cuando haya cumplido esa tarea, no ha conquistado la salvación todavía, sino que la recibe como regalo de Dios, ya que es más que mundo y que historia.

b) La historia de la salvación interpreta la historia del mundo como antagonista y encubierta. Precisamente porque la salvación no es sin más el fruto inmanente de la historia profana, es el cristianismo escéptico frente a ella. Envía al hombre a su tarea mundana, ya que ha de operar su salvación por la fe desde el encubrimiento y ambigüedad de esa tarea terrena. Y para el cristianismo es precisamente dicha tarea mundana, la siempre inacabada, la que al final fracasa una y otra vez. Puesto que para cada hombre tiene siempre una frontera absoluta, la muerte. Y el cristianismo declara también respecto de la historia universal, que la muerte anida dentro de su centro. Esto es la futilidad, que crece del carácter inabarcable de lo que nunca se puede planear

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más que parcialmente, que resulta nuevamente una vez y otra del perverso corazón del hombre por encima de la tragedia inmanente a todo lo finito. El cristianismo no conoce historia alguna que se desarrolle desde su dinámica interna hasta dentro del reino de Dios mismo, se conciba como se quiera este reino, en cuanto reino del espíritu ilustrado del hombre plenamente civilizado, de la sociedad sin clases, etc. Las formas, bajo las cuales juegan y jugarán las antítesis entre hombre y mujer, entre habilidad y torpeza, riqueza y pobreza, guerra y paz, los que dominan y los subditos, y todas las otras dualidades de la existencia, podrán cambiar, refinarse y hacerse más soportables, y esta humanización será incluso un deber de la humanidad, que le ha sido impuesto y cuyo cumplimiento vendrá forzado hasta cierto grado por las necesidades de la historia; pero las antítesis permanecerán, pesarán siempre, engendrarán nuevamente el dolor y la acerba melancolía de la existencia.

El cristianismo conoce, incluso en su escatología, una agudización continua de estos antagonismos intramundanos de las lucha entre luz y tiniebln, entre bien y mal, fe y descreimiento, 1'Inlu Incluí de IIÍHIOIÍJI propiamente de la salvación, jamás se decidirá do muñera que los combatientes humanos a ambos ludo» do estos frentes pudiesen identificarse adecuadamente, o fuese lícito identificarlos, con el bien o el mal absolutos, estando las cosas según la escatología cristiana de tal manera, que por mucho que esos frentes últimos de historia de la salvación, distinguibles adecuadamente sólo por Dios, recorran de través los partidos de esas luchas de historia del mundo y el centro incluso también de cada hombre, las decisiones de historia de la salvación darán su juego en formas siempre más agudizadas, y en representaciones siempre más manifiestas, creando también esas decisiones en las profundidades últimas de la existencia su corporeización y carácter explícito dentro de la historia del mundo, aunque en tales objetivaciones el juicio último, que separa inequívocamente el trigo de la ciñaza, es de competencia («elusiva de Dios. El cristianismo impugna que la historia del mundo se desarrolle hacia la paz eterna, lo cual no quiere decir, que la guerra, que existirá siempre, tenga que ser resuelta precisamente con alabardas atómicas. El cristianismo sabe, que cada progreso en la historia profana es todavía un paso hacia

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la posibilidad de peligros mayores y mortales derrumbamientos. La historia no será jamás la ciudad de la paz eterna y de la luz sin sombra, sino el país de la muerte y de la tiniebla, si se mide esta existencia por la exigencia absoluta del hombre, a quien Dios otorga la posibilidad e incluso el deber ineludible de plantearla.

c) La historia del mundo es, para la interpretación del cristianismo, la existencialmente depotenciada. Hemos de ser prudentes en la valoración de la importancia de la historia profana. El cristiano no es ciertamente el que está tan preocupado de manera privada por su salvación, que pudiese avecindarse en un rincón muerto de la historia del mundo, para poder allí, sin preocupación por la marcha de esa historia, procurarse su salvación en una huida de ese mundo, que en último término no es ni siquiera posible. Puede haber invierno en la historia de un pueblo, en la de cualquier otra figura histórica, puede lo elevado y lo grande, a lo que el hombre estaría obligado de suyo, no ser realizable en un período histórico determinado, quizás puede el hombre incluso darse cuenta de ello y saberse por tanto libre de dicha tarea, pueden darse retiradas de la vida pública y del mercado de un tiempo miserable, que sean enteramente legítimas, que incluso pueden ser la única manera de existencia en una época determinada, que le sea posible a un hombre sabio, honorable y valeroso, que tampoco es capaz de todo y no está obligado a tenerse por omnipotente.

Todo lo cual no significa que el cristiano pueda emigrar de la historia sistemáticamente. Está obligado a ella, tiene que hacerla y que sufrirla. No puede encontrar lo eterno sino en lo temporal. Pero esto a su vez tampoco significa que lo eterno y lo temporal sean simplemente lo mismo. Y por lo tanto el cristiano tiene el derecho y el deber de relativizar la historia temporal y depotenciarla en un verdadero sentido existencial. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Indigencia u opresión, persecución, hambre, desnudez, peligro, o espada de verdugo? Yo estoy cierto que ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni presente ni futuro, ni lo elevado ni lo profundo, ni en general nada en este mundo será capaz de separarnos del amor de Dios, que está en Jesucristo Nuestro Señor, dice Pablo. Pero esto quiere decir: para nosotros, no desde nosotros, pero sí desde Dios en

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Cristo, está toda importancia de la historia del mundo superada, puesto que en la fe nos hallamos albergados en esta superación de la historia por medio de Dios en Cristo. Ni vida ni muerte, ni el presente ni las perspectivas de futuro son lo último, lo definitivamente importante, la salvación. En vista de la actual historia del mundo, de sus posibilidades y tareas inabarcables, le será dicho al cristiano una y otra vez: ¿de qué te aprovecha, si ganas todo el mundo, pero sufres daño en tu alma? Esa «huida del mundo», como relativización de la importancia de la historia experimentable, pertenece al cristiano. No es ninguna ataraxia estoica, ni tampoco cobardía, ni cinismo. Es la fe, que sabe que por todas las salidas de la historia del mundo, por ascensión y decadencia, puede ser encontrada la entrada en la eternidad de Dios, supuesto sólo, que se acepte creyentemente su salvación, lo cual puede hacerse bajo todas las figuras de la historia del mundo. Lo que en la vida de los cristianos parece con frecuencia representarse como un cuidado de salvación individual, de aspecto algo pequeño-burgués, a saber la actitud del que salva su alma del caos del tiempo, puede ser, allí donde opera un cristiano real, la actitud de una magnífica superioridad sobre el mundo por parte de la fe, tal y como alcanza expresión en las palabras paulinas citadas, expresión de un poder tomar en serio la historia, ya que se la sabe superada por medio de Cristo. La historia del mundo está cristianamente depotenciada, porque la salvación puede suceder en sus figuras más contradictorias, y está al mismo tiempo valorada, porque puede suceder en ella verdaderamente la salvación sin límites, la salvación eterna y permanente que es Dios mismo.

d) La historia del mundo está para el cristiano interpretada cristocéntricamente. Propiamente esto es sólo el resumen de lo dicho hasta ahora. El mundo es el mundo, que ha sido creado para el Logos eterno, desde él y hacia él. El mundo y su historia están proyectados de antemano sobre el Logos de Dios hecho carne. Porque Dios quiso declararse a sí mismo en su eterna palabra, porque es el amor, por eso es el mundo, y precisamente en su diferencia de naturaleza y gracia, y de historia de la salvación e historia profana. Esto significa, que esa diferencia está abarcada por Cristo y la autodeclaración absoluta de Dios que sucede en él. Y por eso en su profanidad es la

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historia del mundo un fragmento de la prehistoria y de la historia posterior a Cristo. Así como la historia natural es en su materialidad y corporeidad, el ámbito que Dios supone al espíritu finito en cuanto condición de la posibilidad, supuesto que es trasciende a sí mismo hasta dentro de ese espíritu finito en la dinámica del espíritu absoluto, así es también toda historia del mundo, el supuesto que Dios ha creado a la historia de la salvación en cuanto condición de su posibilidad, y que se trasciende a sí mismo hasta dentro de ésta, siendo así el ámbito y la prehistoria de la historia de Cristo, que es la historia de Dios mismo. Ya que él no ejerce historia como indigente, sino como el amor que se entrega a sí mismo. Pero esto que abarca la historia del mundo y de la salvación en unidad y diferencia, es la historia más propia.

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EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES NO CRISTIANAS

«Catolicismo abierto» significa el hecho de que frente a la Iglesia católica hay poderes históricos, que ésta no deja reposar sobre sí mismos como puramente «mundanos» e indiferentes a su respecto, porque poseen para ella una significación, aunque no están, sin embargo, para con ella en una relación de índole positiva de paz y de afirmación mutua; y significa también la tarea de entrar con esos poderes en una relación que aprese su existencia (en cuanto que ésta no pueda ser afirmada simplemente), que soporte el escándalo de su contradicción y le supere, y que configure la Iglesia de tal modo que sea capaz de superar ese pluralismo, en tanto no deba darse, al aprehenderse a sí misma, como la unidad más alta de esa antítesis *. Catolicismo abierto significa por tanto un determinado comportamiento frente al pluralismo actual de los poderes de concepción del mundo. No es que pensemos en este pluralismo, ni mucho menos, como en un mero hecho que se deja estar simplemente como inexplicable, sino como un hecho que quiere ser considerado, y que sin perjuicio del no-deber-ser, que lleva en parte consigo, ha de ser ordenado, desde un punto de vista más alto, en el todo unitario de la comprensión cristiana de la existencia.

A los momentos de peso más grave y de ordenación más difícil para el cristianismo, de ese pluralismo, en el que vivimos y con el que tenemos que habérnoslas los cristianos, pertenece el pluralismo de las religiones. No pensamos ahora en el pluralismo de las confesiones cristianas. Este pluralismo es también un hecho y es cuestión y tarea de los cristianos. Pero no es de él de quien tenemos que ocuparnos aquí, sino del problema más 'grave, al menos en una sistematicidad última, de la pluralidad de las religiones que se da todavía en el tiempo del cristianismo, y precisamente tras una historia y una misión

1 Las siguientes exposiciones son la escritura de una conferencia pronunciada en Eichstatt (Baviera), en una jornada de la «Abendlandische Akademie» el 28-4-1961. No he intentado ampliarlas posteriormente, aunque resulten algunas bastante fragmentarias.

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cristianas de dos mil años. Cierto que frente a todas estas religiones juntas, incluido el mismo cristianismo, se alza hoy un enemigo que no tenían antes, la decidida carencia de religión, la negación de la religión en general, una negación, que aparece en cierto modo con el celo dé una religión, de un sistema santo y absoluto en cuanto fundamentación y módulo de todo otro pensamiento, y que por muy paradójico que esto suene, se presenta organizada estatalmente como la religión del futuro, como la profanidad y carencia de misterio absolutas y decididas de la existencia humana; pero a pesar de todo sigue siendo verdad, que este estado de amenaza de la religión en general es una de las armas y de las oportunidades de éxito más importantes que en el desgarramiento tiene la humanidad religiosa.

Y prescindiendo de esto: para el cristianismo, este pluralismo religioso es una amenaza mayor, y razón de una inquietud más grande, que para todas las otras religiones. Porque ninguna otra, ni el Islam siquiera, se implanta a sí misma como la religión, como la revelación una y únicamente válida del Dios uno y vivo, de manera tan absoluta como el cristianismo. Para él tiene que ser el pluralismo práctico, permanente, siempre con nueva virulencia, de las religiones, tras una historia de dos mil años, el escándalo y la impugnación más grandes. Y esta impugnación es hoy también para cada cristiano más amenazadora que lo ha sido nunca. Puesto que antes, la otra religión era prácticamente la religión de otro círculo de cultura, de una historia con la cual se comunicaba sólo desde el margen de la historia propia, era la religión del extraño en cualquier otro aspecto. Ningún asombro por tanto, en que nadie se asombrase de que esos otros y extraños tuviesen también otra religión, ningún asombro porque no se pudiese considerar seriamente y en general esa otra religión como una pregunta a sí mismo o incluso como una posibilidad propia. Hoy es distinto.

No hay ya un Occidente cerrado en sí, no hay ya Occidente, que pudiera considerarse sin más como punto central de la historia universal y de la cultura, y cuya religión por tanto, es decir desde un punto que no tiene propiamente nada que ver con una decisión de fe, sino que lleva sólo el peso de lo profanamente sobreentendido, pudiese aparecer para un europeo como la única y sobreentendida forma posible de la veneración

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de Dios. Hoy cada hombre es en el mundo vecino y próximo de cada otro, y por lo mismo determinado desde la comunicación de todas las situaciones vitales de índole planetario: cada religión, que existe en el mundo, es una cuestión, como todas las posibilidades y realidades culturales de otros hombres, y una posibilidad ofrecida a cada hombre. E igual que se vive la cultura del otro como una relativización exigentemente concreta y existencial de la propia, así ocurre también lógicamente con las religiones extrañas. Se han hecho un momento en la propia situación existencial, y ya no sólo teorética, sino concretamente, y son por ello vividas como puesta en cuestión de la exigencia absoluta del propio cristianismo. En la cuestión del habérselas con el actual pluralismo, la de la comprensión y consistencia del pluralismo religioso como un momento en nuestra existencia inmediatamente cristiana, en una cuestión primordial.

Se la podría atacar desde diversos lados. Aquí debe sólo intentarse la exposición de algunos rasgos fundamentales de una interpretación dogmático-católica de las religiones no cristianas, que sean tal vez idóneas, para acercar a una solución la pregunta por la posición cristiana frente al pluralismo religioso en el mundo actual. Y puesto que por desgracia no puede decirse, que la teología católica, tal y como se ejercita concretamente, haya otorgado en los últimos tiempos una atención real y suficientemente grande a las cuestiones que aquí hay que proponer, tampoco puede afirmarse, que lo dicho aquí pueda ser expuesto como patrimonio común de la teología católica. Lo dicho tiene pues sólo tanto peso como sus razones, que no pueden ser más que insinuadas. Si decimos que se trata de rasgos fundamentales de una interpretación dogmático-católica de las religiones no cristianas, no ha de insinuarse con ello que se ventile' necesariamente una teoría teológica de controversia podemos adentrarnos nosotros en si las tesis a exponer pueden dentro del cristianismo, sino que afirmamos solamente, que no también tener la esperanza de ser aceptadas por la teología protestante. Decimos que se trata de una interpretación dogmática, porque planteamos la cuestión no en cuanto historiadores empíricos de la religión, sino desde el cristianismo sobreentendido, por lo tanto en cuanto dogmáticos.

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1.a Tesis.—'La primera tesis, que hay que colocar al comienzo, ya que es sin duda la fundamentación de la comprensión teológica de las otras religiones en la fe cristiana, dice así: el cristianismo se entiende a sí mismo como la religión absoluta, determinada para todos los hombres, que no puede reconocer junto a sí ninguna otra con igualdad de derechos. Esta proposición es sobreentendida y fundamentante para el entendimiento de sí mismo del cristianismo. No necesita aquí ni ser probada ni desarrollada en su sentido. Si para el cristianismo, por de pronto y a la postre, religión, en cuanto válida y legítima, no es esa relación del hombre para con Dios, que autónomamente instaura el hombre mismo, no es la autointerpretación de la existencia humana por medio del hombre, ni la reflexión y objetivación de la experiencia, que por sí mismo hace consigo mismo, sino que es la acción de Dios en él, la libre autore-velación de Dios en su autocomunicación al hombre, la relación que Dios mismo instaura desde sí para con el hombre, y que revela instaurándola, si esa relación de Dios para con todos los hombres es fundamentalmente una y la misma, ya que se apoya en la encarnación, en la muerte y la resurrección de la palabra del Dios uno hecha carne, si el cristianismo es la interpretación que Dios mismo ha llevado a cabo en su palabra de esa relación, instaurada por Dios en Cristo para todos los hombres, de Dios para con todos los hombres, entonces el cristianismo no puede sino reconocerse a sí mismo como la religión por antonomasia verdadera y legítima para todos los hombres, cuando con poderío existencial y fuerza exigente penetra en el ámbito de otra religión y, midiéndola conforme a sí mismo, la pone en cuestión. Desde que hay Cristo, desde que ha venido en la carne en cuanto la palabra absoluta de Dios, y en su muerte y su resurrección ha reconciliado al mundo con Dios real y no sólo teóricamente, esto es que los ha unido, ese Cristo y su permanente presencia histórica en el mundo, llamada Iglesia, es la religión que vincula el hombre a Dios.

Pero debe hacerse ya una anotación a esta primera tesis (que no puede aquí ser fundamentada y desarrollada más de cerca). Aunque tenga el cristianismo también su prehistoria, que le retrotrae, si bien de manera esencialmente graduada, hasta el comienzo de la historia misma de la humanidad, aun-

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que ese tener una «prehistoria» sea, para la fundamentación teorética y existencial de su exigencia absoluta, según credenciales del Nuevo Testamento, de una importancia mucho mayor que la que hoy le reconoce nuestra teología fundamental católica, el cristianismo en cuanto tal tiene un comienzo intrahistó-rico; no ha sido siempre, ha comenzado. No ha sido siempre y en cualquier sitio, al menos en su constitución perceptiblemente histórica, sociológico-eclesiástica, en el reflejo haber llegado a sí mismo del obrar salvífico de Dios en Cristo y por Cristo, el camino de salvación de los hombres. En cuanto magnitud histórica tiene por tanto ese cristianismo un comienzo espacial, temporal, punctual, en Jesús de Nazareth y en el irrepetible acontecimiento de salvación de la cruz y de la tumba vacía en Jerusalén. Con lo cual viene dado que esta religión absoluta, incluso cuando comienza a serlo fundamentalmente para todos los hombres, ha de llegar por un camino histórico a esos hombres, a los que les sale al encuentro como su religión, legítima y exigente. La cuestión es por tanto (y hasta ahora no ha sido pensada en la teología católica con claridad y reflexión suficientes, en confrontación auténtica con la longitud y el enmarañamiento de tiempo e historia auténticamente humanos), si ese punto de tiempo del ser requerido existencial, realmente por esa religión absoluta en su constitutividad históricamente perceptible, entra en juego de veras para todos los hombres en el mismo momento de hora de reloj, o si el entrar en juego de ese momento tiene a su vez una historia y no es pues simultáneo, según hora de reloj, para todos los hombres, culturas y ámbitos de la historia.

Es costumbre, considerar el comienzo de la obligación objetiva del mensaje cristiano para todos los hombres, la derogación por tanto de la validez de la religión mosaica y de todas las otras religiones, que también pueden poseer de suyo (como veremos más tarde) un momento de validez y de ser queridas por Dios, como sucediendo en el tiempo apostólico, y así se concibe el tiempo entre ese comienzo y la aceptación fáctica o la repulsa personalmente culpable del cristianismo en un mundo y una historia no judíos, como el palmo entre la promulgación de la ley sucedida ya y el conocimiento fáctico por parte del mentado por la ley. No es sólo una ociosa cuestión de eru-

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dito, la de si esta concepción es correcta, o si se puede también,, como quisiéramos pensar, ser partidario de otra diferente, esto es que se pueda transportar ese comienzo del cristianismo para los ámbitos concretos de la historia, culturas y religiones, al punto de tiempo, en que ese cristianismo se ha hecho dentro de cada historia y cultura una magnitud suya históricamente real, un momento suyo históricamente verdadero. Se concluye por ejemplo de la respuesta usual en el primer sentido, que desde la primera fiesta de Pentecostés el bautismo de los niños que mueren sin mayoría de edad es en cualquier sitio en el mundo necesario para la salvación sobrenatural, aunque no fuera antes de hecho así. También para otras cuestiones, por ejemplo, para evitar conversiones todavía inmaturas, para la justificación e importancia de la acción misional «indirecta», etc., podría una solución correcta y bien ponderada ser de una importancia enorme. Tendremos que preguntarnos, si se puede adherir hoy todavía a la primera concepción, que hemos esbozado, en vista de una historia misional de dos mil años, que está aún en los comienzos, cuando por ejemplo ya Suárez ha visto, por lo menos respecto de los judíos, que la promulgado y obligatio de la religión cristiana y no sólo la divulgado y notüia promulgationis ha sucedido siempre en prosecución histórica. Nosotros no podemos responder aquí propiamente a esta pregunta. Pero será lícito por lo menos anunciarla como cuestión abierta y suponer prácticamente la rectitud de la segunda teoría, ya que ella sola corresponde a la historicidad real del cristianismo y de la historia de la salvación.

De todo lo cual resulta una comprensión más matizada de nuestra primera tesis: afirmamos positivamente sólo, que el cristianismo es, según su determinación, la religión absoluta y con ello la única determinada para todos los hombres, pero dejamos abierta la cuestión (al menos sistemáticamente), del punto temporal en que esa obligación absoluta de cada hombre y de cada cultura respecto del cristianismo entra en juego concretamente, incluso en el sentido de la obligación objetiva de tal exigencia. Así y todo, sigue siendo aún la tesis propuesta suficientemente excitante: en donde quiera que el hombre se vea concretamente concernido en la auténtica urgencia y gra-

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vedad de su existencia concreta por el cristianismo, se expone éste, según el entendimiento de sí mismo, como la única religión válida de ese hombre, siendo para él no sólo de necesidad •de mandamientos, sino de medios también de salvación. Adviértase: se trata de la necesidad de salvación de una magnitud social. Si el cristianismo es esa necesidad y no otra religión, se podrá decir sin reservas, se deberá incluso, que en esa tesis está implícita esta otra: que en la existencia concreta del hombre una constitutividad social de la religión pertenece a la esencia de la religión misma, que se posee por tanto religión solamente, cuando se tiene en una forma social, que al hombre, al que le está mandado tener religión, se le exige buscar y aceptar una forma social de la misma. Pronto veremos, lo que esta reflexión significa para el enjuiciamiento de religiones no cristianas.

Finalmente hay algo que puede ser anotado aquí: si lo decisivo en el concepto del paganismo, y con ello también de las religiones no cristianas, de las paganas (pensando en este término en cuanto concepto teológico sin dcsvaloración alguna), no es la repulsa láctica del cristianismo, sino la falta de un encuentro con él históricamente suficiente, de poderío histórico de alcance, que haga al cristianismo realmente presente a ese paganismo y a la historia del pueblo respectivo, dejará entonces de existir el paganismo en ese sentido por medio de la apertura, que sucede ahora, de Occidente a una historia planetaria del mundo, en la que cada pueblo y cada círculo de cultura se hace un momento interno de cada otro pueblo y de cada otro círculo de cultura; o dicho tal vez mejor: llega lentamente a una fase nueva por entero: tenemos una historia del mundo, en la que en cuanto una viven los cristianos y los no cristianos (esto es los antiguos paganos junto con los nuevos), estando en la misma situación unos frente a otros dialógicamente. Y así surge de nuevo la cuestión del sentido teológico cristiano de las otras religiones.

2.a Tesis.—Hasta ese instante, en el que el Evangelio penetra realmente en la situación histórica de un hombre determinado, una religión no cristiana (fuera también de la mosaica) contiene no sólo elementos de un conocimiento natural de Dios, mezclados con pecado original y otras depravaciones humanas que

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de él se siguen, sino momentos también sobrenaturales por la gracia, que a causa de Cristo le es otorgada al hombre por Dios, pudiendo por esto mismo, sin que se nieguen en ella error y depravación, ser reconocida, si bien en graduación diversa, como religión legítima. Esta tesis necesita de una aclaración que empiece lejos.

Por de pronto, hay que considerar el terminus ad quem, hasta el cual sea válida esta valoración de las religiones no cristianas: esto es el punto de tiempo, en el que el cristianismo se hace magnitud históricamente real para los hombres de esa religión. Si ese punto de tiempo coincide teológicamente con el primer Pentecostés, o si para cada pueblo y religión tiene una hora de reloj diferente, es cosa que puede aquí quedar aún abierta a discusión. Hemos escogido sin embargo esta formulación, que alude miás bien a la opinión que nos parece más correcta, permaneciendo también abiertos los criterios exactos de la entrada de este punto de tiempo.

La tesis misma se divide en dos partes: indica primeramente, que en las religiones no cristianas pueden aceptarse a priori momentos sobrenaturales según gracia. Apliquémonos ante todo a esta afirmación. Esta frase no indica naturalmente en manera alguna, que todos los momentos de concepción politeista de lo divino y de todas las otras depravaciones religiosas, éticas y metafísicas en las religiones no cristianas, en teoría y en praxis, puedan o deban ser pasados por alto o por enteramente inocuos. La protesta del cristianismo contra tales momentos, esa que acompaña su historia toda y la de su interpretación de les religiones no cristianas, desde la Carta a los Romanos y en seguimiento de la polémica del Antiguo Testamento contra la religión de los «paganos», se conserva en lo que hemos pensado y dicho, sigue siendo una parte del mensaje que el cristianismo y la Iglesia tienen que decir a los pueblos de esas religiones. No es aquí además, donde tenemos que ejercitar historia de las religiones a posteriori. Por eso no podemos tampoco describir empíricamente ese no-deber-ser y ese ser-adverso-a-Dios en las religiones no cristianas, ni exponerles en su índole, dosificación y graduación múltiples. Ejercemos dogmática, tenemos pues la posibilidad solamente (y ninguna otra por de pronto) de repetir el veredicto general y no matizado sobre el no-deber-

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ser de las religiones no cristianas en el instante en que salen realmente y con poderío histórico al encuentro del cristianismo. Está claro, que ese «no» no quiere negar las diferencias muy esenciales dentro de las religiones no cristianas. Siendo el pagano piadoso, agradable a Dios, tema ya del Antiguo Testamento, y no pudiéndose concebir a ese pagano agradable a Dios, como quien vive sin más fuera de cada religión concreta, social y construye autóctonamente la suya propia; igual que Pablo tampoco excluye en su discurso del Areópago una visión positiva de índole fundamental sobre las religiones paganas.

Para la primera parte de nuestra tesis es decisiva una ponderación teológica sistemática. Esta se apoya en último término (prescindiendo de ciertas matizaciones más exactas), en que, si queremos ser cristianos, hemos de confesar la proposición de fe de la general y seria voluntad de salvación de Dios frente a todos los hombres y precisamente también dentro de la fase de salvación post-paradisíaca, de pecado original. Es cierto que sabemos, que con esta proposición de fe sobre la salvación individual del hombre, en cuanto alcanzada prácticamente, no HO dico todavía nndn seguro. Pero Dios quiere la salvación de todos. Y esn salvación que quiere es la salvación de Cristo, la salvación de la gracia sobrenatural que deifica al hombre, la salvación de la vino beatifica, una salvación, que está realmente destinada para todos los hombres, que vivieron, millones y más que millones, tal vez un millón de años antes que Cristo, y que desde Cristo han vivido en historias étnicas, culturas y épocas del más amplio diámetro, sustraídas aún por completo al horizonte de los hombres neotestamentarios. Si comprendemos la salvación como algo específicamente cristiana, si no hay salvación alguna al margen de Cristo, si según doctrina católica la deificación sobrenatural del hombre no puede nunca ser reemplazada por su mera buena voluntad, sino que necesariamente le es dada, en cuanto ella misma, en esta vida terrenal, y si por otra parte Dios ha destinado esa salvación real, verdadera y seriamente a todos los hombres, no pueden entonces ambos aspectos ser reducidos a unidad sino diciendo, que cada hombre está expuesto real y verdaderamente al influjo de la gracia divina, sobrenatural, que ofrece una comunidad interior con Dios y su propia autocomunicación, quiera el hombre estar frente

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a esa gracia en el modus de la aceptación o en el de la repulsa. No tiene ningún sentido, que cruelmente y sin esperanza al

guna de -una aceptación por parte del hombre de hoy, se opine en vista de la magnitud desmesurada de esa historia no cristiana de salvación y perdición, que fuera del cristianismo público y oficial son aproximadamente todos los hombres tan malvados y endurecidos, que la oferta de la gracia sobrenatural debería quedar la mayoría de las veces sin resultado real, ya que cada hombre se habría hecho de antemano indigno de tal oferta por medio de contravenciones subjetivamente graves de la ley moral natural. Si se piensan las cosas teológicamente con más exactitud, no se podrá considerar la naturaleza y la gracia como dos fases temporalmente la una tras la otra en la vida de cada uno. Es además, imposible, pensar que esa oferta a todos los hombres de la gracia sobrenatural deificante hecha por la voluntad general de salvación de Dios, permanezca en general las más de las veces, prescindiendo de excepciones relativamente pocas, ineficaz a causa de la culpa personal de cada hombre. En el Evangelio no tenemos ninguna razón realmente contundente para pensar tan pesimistamente del hombre; sí tenemos todos los motivos para pensar, en contra de todas las experiencias meramente humanas, optimistamente de Dios y su voluntad de salvación, que es más poderosa que la perversidad y estupidez tan limitadas de los hombres; optimistamente, esto es, pensando de Dios cristianamente, con esperanza y con confianza, puesto que es él quien tiene la última palabra y quien nos ha revelado, que ha pronunciado para el mundo la palabra poderosa de la reconciliación y de la remisión, por muy poco que podamos decir algo seguro sobre la suerte definitiva de cada hombre dentro y fuera del cristianismo constituido según ministerio.

Si es verdad, que la eterna palabra de Dios se ha hecho carne por causa de nuestra salvación y a pesar de nuestra culpa, y que ha muerto la muerte del pecado, entonces no tiene el cristiano derecho a aceptar, que el destino del mundo, visto en su conjunto, siga en el «no» del hombre su mismo camino, tal y como hubiese sido de no haber venido Cristo. Cristo y su salvación no son simplemente una de dos posibilidades, que le estén ofrecidas para escoger a la libertad del hombre, sino que es la obra de Dios,que la hace saltar, adelantándola. En Cristo,

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Dios da no solamente la posibilidad de la salvación, que hubiese de ser operada por el hombre mismo, sino que da la salvación de hecho, por mucho que ésta incluya la decisión correcta —otorgada a su vez por Dios—de la libertad humana. Donde había pecado, ha venido la gracia en sobremedida. Y por eso tenemos todo el derecho de aceptar, que no sólo la gracia es ofrecida también fuera de la Iglesia cristiana, negar lo cual sería error jansenista, sino que alcanza además victoria en la libre aceptación de los hombres operada por ella misma.

Que la imagen empírica del hombre, de su vida, de su religión y de su historia general e individual, no muestra como imposible este optimismo de fe, que sabe que el mundo entero está puesto bajo la redención de Cristo, debería naturalmente ser expuesto con más detalle que lo que es aquí posible dada la brevedad de nuestro tiempo. Pero si consideramos, que lo teorético y lo ritual, en lo bueno y en lo malo, son sólo una expresión muy inadecuada de lo que el hombre lleva de hecho existencinlmcnle a cabo, si consideramos, que la trascendencia del hombre (también la liberada y elevada por la gracia de Dio*), mi puedo realizar como una y la misma bajo las formas V Ion ilumine* IIII'IM múltiples, .si contamos con que el hombre ntli^iiiKii, allí doiido do veían obra religiosamente, se sirve elec-Iiva, ii icllcj/i, crilien y discrimiiiadoramcntc de las muchas for-IIIÍIM do lo iiistitiicionalmenle religioso, o las da de lado también iiiollojumcnle, si consideramos la diferencia inmensurable que, incluso en el ámbito cristiano, impera con probabilidad entro lo objetivamente pervertido en la vida moral y lo que do ello se realiza subjetivamente con culpa real.grave, no tendremos entonces por imposible, que en la vida personal-espiritual de cada hombre opere la gracia y sea incluso aceptada, aunque dicha vida pueda parecer a primera vista primitiva, sombría, sórdida y hundida en lo terreno. Podemos decir simplemente: allí donde—y en cuanto que—se lleva a cabo una decisión moral en la vida de cada hombre (¿y cómo podría algo así declararse imposible sin más, fuera de casos patológicos?), so puede pensar esa decisión moral, de modo- que realice también el concepto del acto sobrenaturalmente elevado, creyente y salvador, siendo por tanto de hecho más que mera «moralidad natural». Que en la vida de todos los hombres, si se les consi-

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dera por de pronto individualmente, puede pensarse en influencias según gracia de la gracia propiamente cristiana sobrenatural, que ocurran incluso como aceptadas a pesar del estado pecador de los hombres y de su aparente lejanía de Dios, no es cosa que se necesite ni se pueda dudar de veras, si se cree en serio en la voluntad general de salvación de Dios en Cristo para todos los hombres.

Nuestra segunda tesis va más allá y dice en su segunda parte, que las religiones concretas de la humanidad «precristiana» no deben ser consideradas de antemano como ilegítimas, sino que pueden tener desde luego un sentido positivo en la providencia de salvación de Dios. Se entiende de sobra, que esta frase está pensada en un sentido muy variable respecto de cada religión, que podemos investigar aquí. Esto es: las diversas religiones podrán alzar la exigencia de una religión legítima solamente en sentido y grado muy diversos también. Pero esa variabilidad no está excluida en absoluto en el concepto de una religión legítima, según tendremos en seguida que mostrar. Religión legítima quiere decir aquí: una religión institucional, cuya «utilización» por los hombres en un tiempo determinado puede ser vista en conjunto como un medio positivo de la recta relación para con Dios y para la asecución de la salvación, estando por ello calculada positivamente en el plan salvador de Dios. Que puede haber tal concepto y la realidad en él mentada, incluso cuando esa religión en su figura concreta presente muchos errores de índole teorética y práctica, lo pone de manifiesto un análisis teológico de la estructura de la Antigua Alianza.

Hemos de considerar por de pronto, que el concepto de una religión que, fundada por Dios de alguna manera, lleva consigo, como institución duradera y momento interno de sí misma, la norma permanente de separación entre lo recto (querido por Dios) y lo falso en lo religioso, ha sido realizado sólo en Nuevo Testamento, en la Iglesia de Cristo como magnitud escatológi-camente definitiva y por ella, y nada más que por ello, «indefectible» e infalible. Algo semejante no lo hubo en el Antiguo Testamento, aunque éste haya de ser sin duda reconocido como religión legítima. En la Antigua Alianza había, como en una manifestación religiosa concreta histórica, lo recto, querido por Dios, y lo falso, erróneo, desarrollado en falso, depravado.

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Pero no había en la Antigua Alianza ninguna instancia permanente, duradera e institucional, que pudiera discernir autorita-tivamente, siempre y con seguridad para la conciencia de cada uno, entre lo querido por Dios y lo depravado humanamente en la religión concreta. Había los profetas. Pero no eran ninguna institución duradera, sino la conciencia a poner siempre en juego una y otra vez para el pueblo, la que protesta contra la depravación de la religión concreta y certifica así la presencia de esas depravaciones. Las magnitudes del ministerio, institucionales, de los reyes y de los sacerdotes eran tan poco inmunes contra esa depravación contraria a Dios, que pudo ésta traer consigo la decadencia de la religión israelita. Y puesto que había también pseudoprofetas y ninguna instancia «institucional» infalible para distinción de la auténtica y la falsa profecía, quedaba en último término abandonado a la conciencia sólo de cada israelita, distinguir en la manifestación concreta de su religión, entre lo que era en ella verdadera alianza de Dios e interpretación humanamente libre y en circunstancias falsificadora y depravada do v.mi religión fundada por Dios mismo. Podían dar-*n <|Mim CNII (IÍMIilición do los espíritus criterios objetivos, pero mi manojo no pudo nv.r encomendado sin más a una instancia iitídoHiiiKticH», ni niquieni v.n las cuestiones decisivas, ya que laminen en tinta* podían fracasar las instancias oficiales y fra-cimmon al l'm definitivamente. La religión israelítica concreta era oso todo y ese uno en su distinción, abandonada en último término a la decisión individual entre lo querido por Dios y lo humano—-demasiado—humano. En la Sagrada Escritura tenemos sí la sedimentación oficial y válida de esa diacrítica distinción de los espíritus, que han movido la historia de la religión del Antiguo Testamento. Pero como el canon de la Escritura, en un trazo infalible de frontera, está a su vez dado solamente en el Nuevo Testamento para el Antiguo, esa distinción exacta y definitiva de lo legítimo y lo ilegítimo en la religión del Antiguo Testamento es sólo posible desde el Nuevo, como magnitud escatológicamente definitiva. La unidad, distinguible a propio riesgo (en último término) y por tanteos, de la religión concreta del Antiguo Testamento, era sin embargo la querida por Dios, salvadoramente providencial para los israelitas, y para ellos la religión legítima. Teniendo en cuenta, que

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lo quería ser para los israelitas nada más y si no para nadie, ya que el instituto de los adeptos de religión de estirpe no judía, esto es de los prosélitos, es cosa muy tardía.

No puede por tanto pertenecer al concepto de una religión legítima en el sentido expuesto, que esté libre en su concreta forma de manifestación de depravaciones, errores y perversiones morales objetivas, o que haya en ella una instancia inequívoca, objetiva y permanente para la conciencia de cada uno, que la posibilite con seguridad discernir limpiamente entre los elementos de lo querido y fundado por Dios y los elementos de lo meramente humano y degenerado. Hemos de liberarnos del prejuicio, de poner una religión fuera del cristianismo, como si fuera lícito, ante el dilema de proceder con todo lo suyo de Dios, de corresponder a su voluntad y positiva providencia, o de ser nada más que mera hechura humana. Si el hombre está también en estas religiones bajo la gracia divina, y negarlo sería también totalmente equivocado, no puede entonces retrasarse, que esa gracia sobrenatural suya se haga perceptible y se convierta en un momento conñgurativo de la vida concreta, allí donde esa vida (aunque no solamente) hace temática la relación al absoluto, por tanto en la religión.

Tal vez pueda decirse teoréticamente, que allí donde una religión determinada lleva consigo algo falso, humanamente depravado, y no sólo en su forma concreta de manifestación, sino convertido en momento reflejamente mantenido, explícitamente declarado como parte integrante de su esencia, esa religión es perversa en su esencia más específica y propia, y no puede por ello entrar en cuestión como religión legítima, ni siquiera en el sentido más amplio de este término. Esto puede ser muy correcto en pureza conceptual. Pero habrá que preguntar, en qué religiones, fuera del cristianismo (aquí incluso católico), se da una instancia, que pueda elevar lo falso a parte propiamente integral de la esencia, colocando así al hombre ante la alternativa o de aceptar esa depravación como lo más propio y decisivo, o de separarse de esa religión completamente. Incluso quizás si algo así pudiera decirse del Islam en cuanto tal, habría que negarlo de la mayoría de las religiones. Y en cada caso surgiría la pregunta, de hasta qué punto los «adeptos» de tal religión se anexionan de hecho a tal interpretación de la misma. Si se

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piensa además lo fácilmente que en el acto religioso concreto, original, se dirige siempre la intención propia al absoluto que es uno y el mismo, aun cuando aparezca bajo los nombres más diversos, no se podrá entonces decir en modo alguno, que el politeísmo teórico, por muy digno de lástima y por muy rechazable que objetivamente sea, haya de ser siempre y en cualquier sitio un estorbo absoluto, para que en dicha religión se lleven a cabo actos religiosamente auténticos, que se refieran al Dios uno y verdadero. Sobre todo, por difícil que sea probarlo, siendo la vida religiosa práctica de los antiguos israelitas, en tanto se explicitaba vulgar-teoréticamente, siempre más que un mero enoteísmo.

Pero hay además que considerar lo siguiente: cada hombre puede y debe tener la posibilidad de ser partícipe en su vida y en todos los tiempos y situaciones de la historia de la humanidad, de una relación para con Dios auténtica y que le salve. Si no, no puede hablarse de una seria y de hecho eficaz voluntad de salvación de Dios frente a todos los hombres de todas las zonas y todos los tiempos. Pero dada la naturaleza social del hombro, MI vinculación social, más radical aún en tiempos iiiiloi'ioroH, en ni más ni menos (pie impensable, que el hombre coiicrclo pueda haber llevado a cabo esa relación para con Dios, que ha do tener y (pie le es hecha—y le ha de ser hecha—^posi-IIIÍÍ desde Dios mismo, si es que ha de ser salvado, concretamente en una interioridad en absoluto privada y fuera de la religión do su entorno, que se le ofrece prácticamente. Si el hombre ha podido y ha debido siempre y en cualquier sitio ser un homo religiosus, para poder salvarse en cuanto tal, ha sido entonces ese homo religiosus en la religión concreta, en la que «se» vivía y tenía que vivir en su tiempo, a la cual no podía eludir, por mucho que estuviese y quisiera estar frente a esa religión suya en actitud crítica y electiva, colocando existencialmente los acentos de otra manera que la teoría oficial de dicha religión. Si el hombre puede tener siempre una relación positiva, que le salva, para con Dios, si ha tenido que tenerla siempre, la ha tenido precisamente dentro de la religión, que le estaba mandada prácticamente como momento de su ámbito de existencia. La ensambladura del ejercicio religioso individual en un orden religioso social, pertenece, según dijimos antes, a los rasgos esenciales de

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una religión concreta, verdadera. Si se le quiere exigir al hombre no cristiano, que tenga que llevar a cabo su relación positiva, que le salva, para con Dios, fuera de la religión que le está dada so-cialmente de antemano, se haría entonces de la religión, con semejante representación, algo inasiblemente interior, algo hecho siempre y sólo indirectamente una religión nada más que trascendental sin perceptibilidad categorial alguna, y se suprimiría así el principio propuesto de la necesaria sociabilidad de cada religión concreta, de modo que tampoco el cristianismo eclesiástico poseería ya el presupuesto necesario, de índole general humana y de derecho natural, para la prueba de su necesidad. Y ya que no pertenece al concepto de la religión legítima, destinada por Dios positiva y salvadoramente para el hombre, que sea querida por Dios pura y positivamente en todos sus elementos, tal religión puede ser aludida para un hombre determinado como la legítimamente suya.

Lo destinado para él salvadoramente por Dios le alcanzó según la voluntad y permisión divinas (en una implicación ya prácticamente indisoluble de modo adecuado) en la religión concreta de su ámbito concreto de existencia, de su condicionalidad histórica, lo cual no le restaba derecho y posibilidad limitada de la crítica y de la atención a impulsos religiosos de reforma, que una y otra vez a través de la providencia divina se alzaron dentro de dichas religiones. Basta sólo pensar en la moralidad natural y socialmente constituida de un pueblo y de una cultura, para entender todo esto mejor y más simplemente. Esta no es nunca pura, es siempre depravada, como Jesús confirma incluso del Antiguo Testamento. Por tanto puede ser siempre discutida y corregida por cada uno según su conciencia. Pero es sin embargo en su totalidad la manera, en que según la voluntad de Dios sale al encuentro de cada hombre la ley moral natural divina, recibiendo en la existencia de cada uno una fuerza concreta, ya que no puede cada hombre construir nuevamente de propio puño, como metafísico privado, esas tablas de la divina ley. En conjunto pues, la moralidad de un pueblo y de un tiempo (con toda la necesidad de correcciones) es la forma concreta y legítima de la ley divina, de tal modo que sólo en el Nuevo Testamento, y no antes, se convierte la institución para la garantía de la pureza de esa forma de manifestación (con las reservas necesarias) en

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un momento de esa misma manifestación. Si hay por tanto antes de ese momento una presencia legítima de la ley moral divina y de la religión en la vida del hombre, la hay entonces, sin que sea lícito para ello hacer de su pureza absoluta, es decir de su consistencia sólo en momentos queridos por Dios, condición de su legitimidad. De hecho: si cada hombre que llega a este mundo, es perseguido por la gracia divina, si esa gracia, también en cuanto sobrenatural y salvíficamente elevadora, tiene, según la mejor teoría dentro de la teología católica, una eficacia modificativa de la consciencia, aun cuando no pueda ser en cuanto tal simple y directamente objeto de una reflexión inmediata de índole segura, en tal caso, no puede ser, que las religiones concretas en su consistencia objetiva no comporten en absoluto huella alguna de ese estar concernidos por la gracia propio de todos los hombres. Tales huellas pueden ser difícilmente discernibles incluso para la esclarecida mirada de los cristianos. Pero presentes, sí <|uo deben estar. Y tal vez hemos mirado demasiado mal y con demasiado poco amor hacia las religiones no cristianas, para verla* realmente. En cualquier caso no es válido, considerar la» rnligioncH no crmlmnaH nuda más que como un conglomerado <ln iimtiiNhicn linlimil teísta y de interpretación e instituciona-Ii/lición liiinmnmncntn pervertidas de esas «religiones natura-leu». I.im religiones concretas han do llevar en sí momentos do índole sobrenatural, según gracia, y en su praxis pudo el hombro precristiano (que existe presumiblemente hasta nuestros días, aunque estos días cesen de existir hoy paulatinamente) alcanzar la gracia de Dios.

Si decimos, que en el tiempo precristiano ha habido también fuera del Antiguo Testamento religiones legítimas, no está dicho con esto, que hayan sido éstas legítimas en todos sus elementos, afirmación que sería desde luego absurda, ni se afirma tampoco, que cada religión haya sido legítima, ya que dentro de la situación históricamente concreta de cada hombre, de un pueblo determinado, de una cultura, período histórico, etc., se ofrecieron en determinadas circunstancias varias formas, sistemas y figuras de índole religiosa, que colocaban a dicho hombre ante la decisión de cuál fuera hic et nunc según su conciencia el camino más recto en conjunto y por ello para él in concreto únicamente permitido para encorftrar a Dios. Con esta tesis no

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se dice, que la legitimidad del Antiguo Testamento haya sido exactamente de la misma índole, que ésa que indicamos en una medida determinada para las religiones no cristianas, ya que en el Antiguo Testamento se procuraba en la historia de la salvación, por medio de los profetas, si bien no de una manera institucional permanente, una posibilidad de distinción entre lo legítimo y no legítimo, dentro de la historia de la religión israelita, cosa que no puede afirmarse fuera de ella en la misma medida, con lo que desde luego no se dice tampoco, que no se pueda hablar fuera del Antiguo Testamento en manera alguna y en un ámbito de lo públicamente histórico e institucional, de una historia de la salvación conducida por fuerza divina. La diferencia capital entre tal historia de la salvación y la del Antiguo Testamento consistirá probablemente, en que el Nuevo Testamento en su facticidad histórica tiene en el Antiguo su prehistoria inmediata (que—'dicho sea de paso—puesto que hay que contarla sólo desde Abraham o Moisés resulta que se escapa como breve frente a la historia general de la salvación, que cuenta quizás con un millón de años), y desvela por lo mismo diacríticamente ese pequeño palmo de historia de la salvación con sus elementos queridos por Dios y contrarios a él en una discriminación, que no podemos llevar así a cabo en otras historias religiosas. Pero con esta segunda tesis en su segunda parte se dice de manera positiva algo doble: también las religiones no cristianas, y fuera del Antiguo Testamento, contienen momentos de influjo de gracia sobrenatural, que ha de hacerse válido en sus objetivaciones, y : en consideración del hecho, de que el hombre concreto puede sólo vivir la relación para con Dios, que se le ofrece concretamente de manera socialmente constituida, tendrá entonces que haber tenido el derecho, el deber incluso, de vivir esa relación suya para con Dios dentro de las realidades socio-religiosas, que se le ofrecen en su situación histórica.

3.a Tesis.—Si esta tesis segunda es correcta, sale entonces el cristianismo al encuentro del hombre de religiones no cristianas, no meramente como al del no cristiano por antonomasia, sino como al de alguien, que en este o aquel aspecto puede y debe ser considerado como un cristiano anónimo. Sería falso ver en el pagano un hombre, que hasta ahora no ha sido tocado por

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la gracia y la verdad de Dios en manera alguna. Pero si ha experimentado ya la gracia de Dios, si en determinadas circunstancias ha aceptado ya esa gracia en la aceptación de la anchura inabarcable y abierta al infinito de su existencia mortal, como a su última, insondable entelequia, entonces, ya antes de que le llegue desde fuera la palabra misionera, ha sucedido en él revelación en un sentido verdadero, ya que de esa gracia es consciente no objetual, pero sí subjetivamente, como del horizonte a priori de todas sus realizaciones espirituales. Y la revelación, que' llega hasta él desde fuera, no es ya proclamación de lo hasta ahora no sabido en absoluto, igual que a un niño bávaro se le comunica por vez primera en la escuela, que hay un continente australiano, sino que es la declaración conceptual-obje-tual de lo que ese hombre ha realizado ya o pudo realizar en la hondura de su existencia espiritual. No tenemos aquí la posibilidad de comprobar con más exactitud esa fides implícita como dogmáticamente posible en los susodichos paganos. No ofrecemos aquí nada más que la tesis y la alusión de la dirección, en <juo pudiera ser encontrada la prueba de esa tesis. Pero si es verdad, que el hombro, que es objeto del esfuerzo misionero de la lnli'sia, cu o puedo ser anteriormente ya un hombre, que se muevo Inicia su salvación y la encuentra en determinadas circunstancia», sin que le alcance la proclamación de la Iglesia; si al mismo tiempo es verdad, que esa salvación, que le alcanza así, es la salvación de Cristo, porque otra no hay, se debe entonces poder ser no sólo un teísta, sino también un cristiano anónimo. Y será precisamente verdad, no que la proclamación del Evangelio en su entendimiento último haga del abandonado absolutamente por Dios y Cristo un cristiano, sino de un cristiano anónimo un hombre, que sabe de ese cristianismo suyo en la hondura de su esencia según gracia ahora también reflejamente y objetualmente y en una confesión, la Iglesia, socialmente constituida, con lo cual no se niega, sino que se dice, que ese explícito volver-a-sí-mismo de su cristianismo antes anónimo es un fragmento de la formación de ese mismo cristianismo, una fase superior de desarrollo exigida desde su esencia, y que, como todo en la salvación, está bajo el igual deber-ser desde Dios mismo.

De tal concepción no se puede por tanto en manera alguna

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deducir la conclusión, de que la predicación explícita del cristianismo es superflua, puesto que sin ella el hombre es ya cristiano anónimo. Semejante conclusión es tan exactamente falsa, y por las mismas razones, que la de que del hecho, de que alguien, con anticipación al sacramento del bautismo o de la penitencia, pueda estar justificado sólo por sus actos subjetivos de la fe y del arrepentimiento, se quiera concluir, que ambos sacramentos puedan estar de más. El volver-a-sí-mismo reflejo del cristianismo anteriormente anónimo está exigido 1) desde la estructura encarnatoria y social de la gracia y del cristianismo, y 2) porque su aprehensión más clara y puramente refleja ofrece de suyo oportunidades más grandes de salvación para cada hombre, que si fuese este sólo un cristiano anónimo. Si el mensaje de la Iglesia acierta a un hombre, que es un «no cristiano» en el sentido sólo de un cristianismo anónimo, todavía no vuelto-a-sí-mismo, debe entonces la misión llevar cuenta de este hecho y sacar las consecuencias necesarias en su táctica y estrategia misioneras. Se podrá presumir, que no siempre ha sucedido esto en medida suficiente. Lo que esto quiere decir más exactamente, no puede ser aquí desarrollado con más amplitud.

4.a Tesis.—Si de un lado no se puede esperar, que el pluralismo religioso en la situación concreta de los cristianos desaparezca en un futuro previsible, si de otro lado, esa no-cristiandad puede ser concebida sin embargo por el cristiano como una cristiandad de índole anónima, a cuyo encuentro sale siempre misioneramente como al de un mundo, que ha de ser llevado a la consciencia explícita de eso, que le pertenece ya de antemano como oferta divina, o más aún como regalo divino de gracia aceptado irrefleja e implícitamente, no se considerará entonces la Iglesia hoy como la comunidad exclusiva de los pretendientes a la salvación, sino más bien como la avanzada históricamente perceptible, como la explicitud histórica y socialmente constituida de eso que el cristiano espera como dado en cuanto realidad escondida fuera también de la visibilidad de la Iglesia.

Por de pronto: por mucho que nuevamente siempre, y siempre sin fatiga, tengamos que trabajar, sufrir y orar por la unificación de la humanidad entera en la Iglesia una de Cristo, tenemos también que esperar y no sólo desde una diagnosis

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histórica profana, sino por razones teológicas, que el pluralismo religioso no desaparecerá en tiempo previsible ni del mundo ni de nuestro propio ámbito histórico de existencia. Sabemos por el Evangelio, que la contradicción para con Cristo y para con la Iglesia no desaparecerá hasta el fin de los tiempos. Incluso hemos de esperar antes una agudización de esa existencia agonal del cristianismo. Y si esa contradicción para con la Iglesia no puede reducirse sólo al ámbito puramente privado de cada uno, sino que ha de tener un carácter histórico-público, si esa contradicción ha de estar presente en una historia, que ahora a diferencia de antes tiene una unidad planetaria, no podrá esa contradicción, que permanece, para con la Iglesia, avecindarse localmente, fuera de una determinada región de historia limitada, por ejemplo de Occidente. Ha de existir aquí y en todas partes. Y esto pertenece a lo que el cristiano ha de aprender a esperar y a soportar. La Iglesia, que simultáneamente es la caracterización homogénea de una cultura homogénea en sí, que es por tanto la Iglesia medieval, no existirá otra vez, puesto que In hinlorin no puede ya salirse ni retroceder de la base de su unidad planeta lia. En unn historia del mundo unitaria, en la que lodo cu un momento para cada uno, la contradicción de ín-dolo pública, «quo-debe-ser», contra el cristianismo, es un mo-monto en el espacio existencial de cada cristiandad. Pero si esa cristiandad sin embargo, que tiene siempre frente a sí su contradicción y que no puede esperar seriamente, que cese alguna vez, cree en la voluntad general de salvación de Dios, cree por tanto, que Dios puede también vencer con su gracia secreta allí donde no vence la Iglesia, donde incluso se la contradice, puede entonces sentirse esa Iglesia no como un momento dialéctico en la historia entera, sino como quien ha superado en su fe, con amor y esperanza, su contradicción: los otros que contradicen son meramente, los que no han reconocido todavía, lo que son o pueden ser propiamente, incluso cuando contradicen en la superficie de la existencia; son ya cristianos anónimos, y la Iglesia no es la comunidad de quienes poseen, a diferencia de aquellos, que están privados de ella, la gracia de Dios, sino que «s la comunidad de quienes pueden confesar explícitamente lo que son y lo que los otros esperan ser. Puede que al no cristiano le parezca pretencioso, que el cristiano valore en cada hombre

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la salvación y lo salvado santamente como fruto de la gracia de su Cristo y en cuanto cristianismo anónimo, y que considere al no cristiano como un cristiano que todavía no ha llegado a sí mismo reflejamente. Pero a esa «pretensión» no puede renunciar el cristiano. Propiamente es esta la manera de humildad más grande para él y para la Iglesia. Puesto que deja que Dios sea más grande que el hombre y que la Iglesia. La Iglesia saldrá al encuentro del no cristiano de mañana en la actitud, que pronunció Pablo, al decir: lo que no conocéis y sin embargo adoráis ( ¡y sin embargo adoráis!), eso es lo que os anuncio yo. (A. A. 17,25). Desde aquí se puede ser tolerante, modesto e implacable sin embargo, frente a todas las religiones no cristianas.

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EL CRISTIANISMO Y EL «HOMBRE NUEVO»

Fe cristiana y utopías de futura intrarnundanas:

El cristianismo es una religión con escatología; mira al futuro; hace sobre lo que ha de venir declaraciones obligativas, en cuanto que aclara lo que vendrá, y considera eso que ha de venir como el punto decisivo de orientación para obrar en el presente. Aclara incluso, que con la encarnación del Logos eterno de Dios en Jesucristo, ha comenzado ya el futuro definitivo, que el futuro está ya decidido en su sentido y contenido últimos, habiendo de ser sólo revelado lo que ya es y permanece; el cristianismo no conoce ya historia de la salvación alguna, abierta en un sentido último, sino que declara, que desde Jesucristo, que es hoy, ayer y por toda la eternidad, está ya aquí propiamente el fin de los tiempos, y que nosotros por tanto vivimos en los tiempos últimos, en la plenitud del tiempo, no teniendo a la postre otra cosa que hacer, si no es, a saber, esperar la venida del Señor glorificado, aunque esta espera, contada con medidas de tiempo terrenas, pueda resultarnos larga y puede prolongarse miles y miles de años terrenos a través de ese instante de quietud de tiempo final antes de la irrupción de lo propio y definitivo. El cristianismo se entiende a sí mismo como la religión del futuro, como la religión del hombre nuevo y eterno.

El cristianismo por tanto no puede ser indiferente frente a una interpretación, planeamiento y utopía del futuro, que viniendo de cualquier otra parte, quiera determinar la actitud del hombre a su respecto. Pero tampoco se puede dudar que la situación espiritual del hombre de hoy está esencialmente determinada por un proyecto del hombre nuevo y futuro. El hombre de hoy se siente profundamente como quien ha de superarse a sí mismo hacia un futuro nuevo y completamente distinto, como una naturaleza, cuyo presente se justifica sólo como condición de su futuro, pensando este futuro propio que le justifica no—escatológicamente— como don de Dios, que suprime la his-

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toria temporal, sino como lo que el hombre crea y conquista para sí mismo. La pregunta pues por el comportamiento recíproco de ambas representaciones del futuro es inevitable y absolutamente decisiva para el cristiano.

Antes de tratar inmediatamente esta pregunta, hay que hacer el intento alusivo de aclarar de alguna manera la moderna ideología no cristiana del futuro, para que sepamos con qué se compara propiamente la eseatología cristiana. Naturalmente, la «imagen del hombre nuevo», puede aquí ser sólo bosquejada en sus peculiaridades más formales. Pero esa imagen del hombre nuevo no podemos suponerla simplemente como conocida ya bajo los puntos de vista que nos importan ahora. Suponemos que hoy por ejemplo ese «hombre nuevo» está ya tan lejos en sus comienzos, que su desarrollo ulterior y su figura plena se dejan barruntar de antemano de alguna manera por lo menos. Tampoco nos importa a nosotros para esta descripción una sistemática forzosa de los distintivos manifiestos.

El hombre de hoy, y más aún el de mañana, es el hombre de una historia planetariamente unificada, de un ámbito global de vida, y con ello de la dependencia, ni más ni menos que de cada uno respecto de todos. Las Naciones Unidas son solamente un indicio modesto. Y las líneas fronterizas, que trazan los diversos «telones», no significan para lo dicho ninguna restricción, ya que los enemigos están de costumbre «más cerca» de los amigos. Mientras que antes, prescindiendo del comienzo de nosotros, esto es, son más determinantes del propio destino que la humanidad alcanzable sólo hipotética y asintóticamente, las historias de cada pueblo, y con ello de cada hombre, estaban separadas unas de otras, más o menos claramente, por espacios históricos vacíos; mientras que por ejemplo para la historia de la Europa del siglo Xiv era indiferente, lo que sucedía entonces en el reino de los Incas, comunican hoy todas las historias de los pueblos en la historia una, real del mundo. El campo, que hoy determina el destino de cada hombre, no es sólo física, sino también históricamente, la totalidad de la tierra. El presente y la historia de cada uno se han hecho presente e historia de todos, y viceversa.

El hombre de hoy y de mañana es el hombre de la técnica, de la automación y de la cibernética. Lo cual, en nuestro contex-

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to, quiere significar: el hombre no es ya, o no lo es en amplio diámetro, un hombre que va pasando simplemente su existencia desde una naturaleza dada de antemano en un mundo entorno igualmente dado de antemano, sino que es ése que se crea su propio mundo entorno. Entre sí mismo, en su manutención y afirmación físicas y espirituales de la existencia, y la «naturaleza», es decir, el mundo entorno, perceptible biológica y físicamente como condición de su propia existencia, desliza un mundo externo, que es él mismo como condición de su propia existencia, desliza un mundo externo, que es él mismo quien lo ha hecho. No ha habido nunca un hombre que careciese de cultura, es decir, que pudiese vivir como el animal, de tal modo que el acto de la afirmación de la existencia en generación, crianza de la descendencia, protección de los peligros del mundo entorno, etc. se refiriese inmediatamente a la realidad puramente dada de antemano. Pero en su conjunto la cultura era antes, en cuanto externa, una nada más que ligera modificación del mundo natural entorno, tal y como éste la deparaba: una utilización de animales y plantas en cierta sistemática, pero no tu reconfiguración libre de la naturaleza en el ámbito físico y hiólicn, quo Hiicede, además, sobre metas elegidas libremente y quo ctilá conducida do modo racional. En esta vida en segunda potencia, se muestra siempre y donde quiera la razón de la posibilidad de tal vida en el mundo entorno determinado por nosotros mismos: la racionalidad moderna-occidental del hombre, el cálculo planificador, la supresión de un carácter numinoso que adhería anteriormente al mundo experimentado, su profaniza-ción hasta hacerle material del obrar humano como un supuesto determinante que, procedente de Occidente, se ha hecho el fundamento de la existencia del mundo entero y de la humanidad.

Pero el hombre de hoy no es sólo un hombre de la creación racional, planificadora del propio espacio de existencia; el homo faber, no es solamente como el hombre de tiempos anteriores y, sobre todo, desde el giro moderno hacia el sujeto, el hombre de la reflexión espiritual sobre sí mismo, en la que (por lo menos según una primera e importante apariencia) el objeto de la reflexión no quedaba en ella modificado, sino que es máa bien, quien aplica también a sí mismo el poderío técnico-plani-

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ficador de la reconfiguración; es quien se hace a sí mismo objeto de su manipulación. Ya no adquiere de sí mismo una mera noticia, se modifica a sí mismo, guía su propia historia no sólo por medio de la modificación de su espacio de existencia, ni tampoco sólo por medio de la actualización de esas posibilidades que el tráfico interhumano, en guerra y paz, ofreció siempre al hombre. El sujeto se convierte para sí mismo en el objeto más propio, el hombre se hace el creador de sí mismo. Por de pronto lo que importa no es que esas posibilidades de la auto-modificación planificadora y de la mutación sean, por las razones, y en los aspectos más diversos, proporcionalmente escasas. Decisivo es que el hombre ha llegado a la idea de tal mutación, que ve posibilidades a realizar, y que ha comenzado ya a realizarlas. En este contexto hay que considerar la psicología profunda de Freud, el control natal, la eugenesia humana, las mutaciones de los hombres en el ámbito del comunismo, que saltan por encima de la comprensión y decisión libres del hombre mismo y que se edifican sobre la psicología de Paulow, practicándose también en Occidente en una dosificación algo más prudente (piénsese sólo en la técnica de la propaganda, del reclamo, etc.).

Este hombre del espacio de vida planetariamente unificado que ha de ser distendido por (más allá de la tierra, que no acepta su mundo entorno, sino que lo crea, y que se considera a sí mismo sólo como punto de partida y material para lo que de sí mismo quiere hacer según planes propios, ese hombre tiene la impresión de estar desde estas razones frente a un comienzo, de ser el comienzo del hombre nuevo, que sólo en una índole de superhombre muestra lo que el hombre propiamente es. ¿Qué hay que decir sobre esa ideología del hombre nuevo, si se consideran esa situación y ese programa desde la fe cristiana?

I

El cristianismo no tiene predicción alguna, ningún programa y ninguna receta inequívoca, para el futuro intramundano del hombre; sabe de antemano que el hombre no tiene nada de eso, que ha de marchar por tanto sin defensa (y con él también el

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cristianismo mismo) hacia el riesgo oscuro del futuro intramundano. La escatología del cristianismo no es ninguna utopía in-tramundana, no dispone tareas y metas intramundanas. Con lo cual viene dado que el cristianismo no tiene ninguna indicación concreta para su vida intramundana, en cuanto tal, que le releve del tormento del planeamiento y de la carga de la marcha hacia lo incierto. Tiene la ley moral de la naturaleza y del Evangelio. Pero esos principios generales han de ser transmutados por él mismo en imperativos concretos, que no sólo significan aplicaciones de esos principios a una materia estáticamente presente de obrar moral, sino decisiones también para un obrar determinado, para la elección desde diversas posibilidades, todo lo cual no puede ser deducido inequívocamente de ««os principios generales. En cuanto que el hombre se modifica a sí mismo y su mundo entorno, en cuanto que esas modificaciones llenen, a su vez, el carácter de lo imprevisible, del ensayo v de la peregrinación a lo incierto, puesto que el planeamiento paradójica, pero verdaderamente, no disminuye lo imprevisible, •iin» ijiin lo d<iju CIWMT en proporción igual a la amplitud del plminaimniiln minino, f« non propuestas a los principios que i'l el ÍNIÍIIIIÍKIIIII rqiicwiila N¡ompr<> nuevas y sorprendentes taina», quti la ciintiandad do «ños anteriores no se permitiría Millar, qun tixigim un largo y esforzado proceso de aclimatación • Id los ciintÍIIIIOS y de la Iglesia, para que puedan en general ser dominados.

Y no es que esa marcha hacia el futuro imprevisible sea para el cristianismo poco importante, que no tenga importancia alguna para el cristianismo en cuanto Iglesia y en cuanto vida cristiana de cada uno y de los pueblos. El cristianismo verda-daderamente realizado es siempre la síntesis, realizada cada vez, del mensaje del Evangelio y de la gracia de Cristo por un lado, y de la situación concreta, en la que el Evangelio ha de ser vivido, por otro lado. Esa situación es siempre nueva y sorprendente. Y, por ello, la tarea cristiana e intramundana del cristiano es verdadera y realmente tarea, cuya solución ha de ser buscada con esfuerzo, con sorpresas, dolores, en vano y con equivocaciones, en falsa distancia, con reservas restaurativas, miedosas, conservadoras y con las falsas fascinaciones de lo nuevo. Al cristiano le es también permitido estar aterrado y fascinado ante

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la tarea intramundana del futuro que asciende, sentirse vocado a la obra y a la crítica, saberse fraternalmente, junto a todos los otros, llamado a saludar y empujar ese futuro. Y ya que el dominio de la situación intramundana (en tanto le está dado al hombre) representa una tarea, que es también propiamente cristiana, porque la vida eterna ha de ser operada en el tiempo, se puede tal vez constatar, lamentándolo, que los cristianos del presente se ocupan demasiado poco de la programática del futuro intramundano, como si ésta no ofreciese problema alguno o pudiese quedar abandonada a los no cristianos.

Desde luego, es correcto y decisivamente importante, que el Evangelio no ofrezca ni quiera ofrecer ninguna programática semejante, y que la Iglesia no tenga tampoco que proclamar ninguna como inequívoca y obligatoria. Pero con ello no se dice, que cada programática de futuro, sea como sea, pueda conciliar-se con la vida y espíritu cristianos y con la esencia del hombre defendida por el cristianismo, no teniendo por tanto los cristianos en su vida concreta, respecto de esa concreta programática, ninguna tarea ni obligación. Los cristianos pueden, claro está, tener en cuanto cristianos una tarea que la Iglesia no tiene en cuanto tal. Y puede parecer que los cristianos no llevan ese planeamiento del futuro, esos imperativos—más allá de los principios abstractos del Evangelio permanente—con suficiente claridad, ánimo y sugestión en el corazón y en el espíritu, como si buscasen proteger el espíritu del Evangelio, en una crítica defensiva, de los peligros del planeamiento del futuro, de las ideologías intramundanas.

Esto es, que según dijimos, el cristiano no tiene desde el Evangelio ninguna receta inequívoca sobre cómo deba aparecer o aparecerá el futuro; él es aquí el peregrino que camina hacia lo incierto y arriesgado, unido fraternalmente con los otros que planean el futuro terreno, estándole desde luego permitido experimentar el orgullo de ser quien se planea a sí mismo, de ser ese lugar—se le llama espíritu y libertad—-en el que la gran máquina del mundo discurre no sólo en noble inequivocidad, sino que comienza, además, a guiarse a sí misma.

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II

El cristianismo hace que el hombre, que piensa estar en el dintel de un futuro nuevo e inaudito, advierta que también ese futuro es, y seguirá siendo, una llegada del hombre cabe sí mismo como esencia finita y creada.

Ese futuro que se proyecta y edifica a sí mismo, es para el cristiano innegablemente finito, y en cuanto finito conocido ya de antemano, experimentado y sufrido. Esto quiere decir: también el futuro se edifica desde un material de estructuras dadas de antemano, cuyo finito carácter definido limita sus posibilidades y las hace finitas interiormente. Es cierto que el hombre vive una y otra vez sorpresas sobre el poco valor que ha adjudicado a sus propias posibilidades, sobre que el mundo es más grande do lo <|un pensaba, sobre cómo se abren nuevas puertas para posibilidaden i|iio consideraba hasta ahora como simplemente ulópinw. (¡¡orlo que en muchos ns|>ectos es peligroso declarar nl(j¡i> cuino imponible, pílenlo que tul declaración ha sido con fieeiieiieiii ni ln IIÍHIOMII c| comienzo de un esfuerzo bien Intuido por luieci punible- lo imponible. Pero el hombre, sin em-linrRi». no en el creador omnipotente desde la nada, sino el ser que ilcmle ni inmolo, y desde las realidades que le han sido dadas ilo iiolemano, crea el mundo entorno. Y él mismo, y la realidad que le rodea, tienen estructuras y leyes; y esas realidades dadas do antemano configuran con sus estructuras determinadas la ley a priori de lo que desde ellas mismas pueden llegar a ser.

Las estructuras esenciales no son—y esto lo ha aprendido el hombre de los tiempos modernos, y es esto lo que le distingue también del hombre de tiempos anteriores, incluida la cristiana Edad Media—las barreras estáticas, que impiden un auténtico llegar a ser y modiíicar-se y ser-modificado. Estas estructuras esenciales tienen una dinámica interna hacia un llegar a ser. Y así precisamente es como son la ley, según la cual lo que llega a ser hace su aparición, el horizonte dentro del cual discurre la órbita de su historia. Y por mucho que esa órbita discurra hacio lo ilimitado, hay en ella una sinuosidad interior en la que se traiciona su finitud y creatureidad, a las que permanece ineludiblemente subdito. No poco pertenece en este sentido

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a los momentos a priori, ineludibles, de la finitud del hombre: su temporalidad espacial; incluso si hubiese de conquistar un nuevo fragmento del mundo fuera de la tierra—¿a qué distancia estamos todavía, tomando las cosas con exactitud?—, estará siempre frente a la desmesura del universo, como quien comienza el breve curso de su existencia desde la tierra y no desde otro sitio cualquiera; su constitución biológica, con todo lo que está dado en ella de condicionamientos; las fases de la vida, el estar referido a nutrición; la finitud de su cerebro como almacén de sus obras, como basis de lo que puede vivir realmente, que es por lo que todos los otros almacenamientos artificiales de contenido aprovechable resultan en el fondo interesantes, igual que de los libros de una biblioteca son interesantes para alguien sólo los que lee, no los que puede leer, o a lo sumo todavía los que podría leer, sin tener que renunciar a la lectura de otros; la finitud de su vida, que acaba en la muerte.

Y con ello venimos a la más irrevocable y manifiesta frontera de finitud del hombre: que muele, que tiene un comienzo y un fin, y que todo, sin residuo, lo que está dentro de este paréntesis, está también bajo el índice implacable de la finitud. Podemos prolongar la vida del hombre, incluso lo hemos hecho ya. ¡Pero qué ridicula sería esta modificación,' si llegásemos todos a ciento veinte o ciento ochenta años de edad! ¿Quién ha postulado ya o profetizado más que posibilidades? ¿Y quién podría, si quisiera meditar sólo en cierta manera esa utopía, esperar y desear que se viviese incesantemente en esta constituti-vidad de la existencia, que sólo a nosotros nos está dada? La finitud interior de la existencia convertiría la perpetuidad externa de la vida en una broma alocada, en la existencia del juicio errante, en condenación, ya que lo irrepetible-finito es importante y dulce solamente, si no hay que tenerlo y porque no hay que tenerlo siempre; porque un tiempo que puedo tener realmente hasta el infinito, condena el contenido de cada instante a indiferencia absoluta, por su absoluta repetibilidad. Y entonces: ¿qué significa para mí, que moriré, el que pueda contribuir a que alguna vez se logre el cultivo de un hombre, que no uniera ya nunca? ¡Nada! Pero de esto hemos de hablar todavía aparte.

No; el mensaje del cristianismo acerca de la finitud y crea-tureidad del hombre es todavía y siempre verdadero. Y cuanto

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más se realice de lo que hoy es aún futuro pendiente y utopía, tanto menos podría lo conseguido engañar sobre su finitud y narcotizar su dolor. Sobre todo siendo una suposición no probada en absoluto, que la posibilidad y el tempo de nuevo devenir, que vivimos en nuestro tiempo, no pueda nunca resolverse por medio de una fase de cierto estancamiento; que el tiempo del devenir planeado de antemano y que se guía a sí mismo, una vez comenzado, haya de avanzar incesantemente en aceleración constante a puestos siempre nuevos. Es igualmente posible que el desarrollo, si bien al nivel más alto ya alcanzado, se estanque en cierto modo de nuevo, como se estancara en muchos milenios anteriores, lo que concierne al progreso en la técnica y en el estilo exterior de vida. Esa finitud determina no sólo la existencia de cada uno en cuanto tal, sino que penetra también, ya que la sociedad se compone siempre innegablemente do cada uno (se piense como se quiera—en individualista o en comunista—sobre la relación exacta de cada uno y de la sociedad), en lii vida de la sociedad.

KMII «acuidad lia de (onienzur desde el principio en una nlnvmln iiuodidn, ya que no puedo heredar la cultura biológi-iiiiuciilc. I.II planificación, por muy refinada, por muy exacta y iiiupliaiiH'iiln que pueda cHlnr y esté configurada, no será tiiincii adecuada, producirá ncccHariamenle sorpresas y se ejecutará equivocadamente, ya que la consciencia finita posee HÍII duda más momentos objetualmente no reflejos que reflexionados por entero, y esto simplemente porque el acto de la reflexión no puede ser a su vez reflexionado de nuevo, dependiendo de él y de sus peculiaridades no poco respecto de su contenido. Puede darse desde luego un optimum finito de planeamiento: cada planificación trabaja con momentos no planificados; la relación entre éstos, que son de importancia concreta para el resultado del plan, y los momentos planificados y su seguridad para el resultado planificado, es variable; de hecho, puede por tanto fácilmente trabajar peor el plan más complicado, que quiere por planeamiento evitar más faltas que el más simple, el que trabaja con menos momentos explícitos. Aún más: la cultura y la civilización de la sociedad, crecientes hasta el infinito, quedan referidas a cada uno, a la finitud por tanto de su consciencia, a la finitud de la multitud de cada uno,

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a la finitud de su vida. Y con ello permanecen finitas esa cultura y esa civilización.

Naturalmente que en cada hombre y en la opinión, expresada por promedios, de un grupo, de un tiempo, etc., puede tal finitud no llegar a consciencia, no llegar explícitamente a radi-calidad existencial; puede ser que el movimiento, puesto que está allí, sea vivido entusiastamente como un movimiento hacia el infinito, pasando por alto que un movimiento, no limitado claramente según la medida de la vivencia, alcanza siempre sólo, sin embargo, lo finito, y que la ilimitación de la potencia no promete todavía acto infinito alguno. Pero tal vivencia embriagadora de la infinitud quedará siempre, una y otra vez, cruelmente desilusionada. Lo más tarde en la muerte. Y una y otra vez esa exigencia de infinitud que existe en el hombre y que según la doctrina del cristianismo procede de la infinitud de la promesa de la gracia, ponderará nuevamente lo alcanzado dentro del mundo y lo encontrará demasiado ligero.

ni

El cristianismo conoce un concepto individual y existencial del tiempo, que las utopías ultramundanas del futuro no poseen, y cuya falta desenmascara a éstas como insuficientes. ¿Cómo es esto? El futuro ha comenzado ya, se dice, y se dice desde luego con derecho. Y en Oriente y en Occidente se aclara que vamos al encuentro de un tiempo que será magnífico: se conquistará el espacio extraplanetario, tendremos pan para todos, no habrá ya más pueblos subdesarrollados y subalimentados, a cada uno se le adjudicará lo que cumpla a sus necesidades, quedará suprimida la diferencia de clases. En realidad los cristianos no pueden hacer, como si todos esos planes de futuro estuviesen rebatidos, porque el cristianismo declare escépticamente que el paraíso no llega desde luego en este mundo. Quien frente a todos estos ardientes sueños de futuro anuncia sólo sobrio escepticismo, no tiene probablemente hambre, no está por el momento amenazado de cáncer, ni por tanto tampoco interesado en que la medicina venza, por fin, sobre esa enfermedad. Pero el cristiano tiene, llana y simplemente, razón al señalar que ese futuro

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feliz no ha llegado todavía, que no es él quien le va a vivir ya, y que no puede reconocer como solucionada la cuestión de su existencia, porque se resuelva más tarde para otros.

La lucha por un futuro mejor vive, lo sepa o no, de una valoración del hombre, de cada uno también, que le supone absolutamente como persona espiritual. ¡Y con derecho! ¿Por qué ha de sacrificarse el individuo de hoy por el del futuro, si éste tal vez va a ser tan poco importante, como se valora al de hoy, si el de ahora pudiera ser sacrificado precisamente porque es poco importante? El comunista que se sacrifica hoy altruis-tamente en verdadera libertad por los otros del futuro, afirma que su persona y la de los de más tarde tienen un valor absoluto, quiera o no concederlo en su ámbito reflejo de conceptos. Quien afirma al otro absolutamente, se afirma también a sí mismo de igual manera. No necesariamente en su existencia biológica. Pero sí en eso desde lo cual toma la decisión de la afirmación sacrificada: en su persona espiritual libre. El futuro, que no so ¡lisíala sólo desde sí mismo, sino que se conquista en sacrificio, nfirmu implícitamente lo que el cristiano declara de modo explícito: quo el futuro do la persona espiritual humana no cuta nulo en el futuro, que alguna vez estará ahí en un punto tomponil ponlerior, HUÍ o que es la eternidad engendrada como fruto de los hechos espirituales de la persona.

El cristianismo dice, y con derecho, que hay un tiempo personal existencial como devenir de la definitividad incondicio-nada de la decisión libre, de la existencia, que opera en el tiempo, en cuanto que le supera simplemente al discurrir con ulterio-ridad. Todas las ideologías del futuro, que declaran el futuro según tiempo, que está por venir, como lo que debe ser absolutamente y no como lo que hay que superar meramente, igual que el mero presente, toman en préstamo ese carácter absoluto del futuro a ese otro futuro, que es realmente absoluto, el futuro de la persona libre, que no vendrá más tarde, sino que está ahí, en la persona espiritual y en sus actos libres, y que llega a sí mismo, donde la vida biológicamente se acaba en su temporalidad lineal abierta a lo ilimitado. Si todo lo que es estuviese sometido sin residuo a este tiempo, cada uno de cuyos momentos es indiferente, puesto que queda suprimido en su momento de tiempo posterior, igualmente indiferente, que desenmascara su

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propia insignificancia, en cuanto que desaparece a su vez en el momento próximo, no habría entonces razón alguna para preferir al presente un futuro, que no es ya el del mismo que prefiere. Para el que sin más desaparece, si es que viene a sí mismo y su caducidad, lo presente es necesariamente lo único verdadero y válido. Sólo si hay un futuro del espíritu personal, individual, tiene en último término sentido luchar por un mejor futuro intramundano de más tarde.

Que esto lo hagan muchos, que en sus declaraciones explícitas niegan la definitividad del espíritu personal de la persona, no es ninguna contraprueba, sino un signo de que el hombre sabe más y cree más en la realización concreta moral de su existencia, que en su refleja concepción del mundo; es una prueba de lo inextirpable de la dignidad eterna del espíritu personal, que opera según sus leyes y naturaleza, incluso allí donde es negado teoréticamente. Es como si alguien con lógica de agudo sentido y exigencia absoluta impugnara la absoluta validez de la lógica.

Desde lo insinuado fugazmente se llega al conocimiento de que el cristianismo posee en su doctrina de la definitividad individual, llevada a cabo libremente de la persona, un concepto de tiempo, que sobrepasa cualquier ideología y utopía del futuro intramundano—sobrepasa, en cuanto que da cimientos, que sustentan realmente lo auténtico y moralmente justificado de esas ideologías del futuro—que las sobrepasa, en cuanto que inaugura para el hombre un «futuro» supramundano y supra-histórico, relevado del eterno, seguido fluir del tiempo: la vida eterna, que madura y se engendra en el tiempo, el único futuro, que ha comenzado realmente ya ahora, cada vez ahora, en la libre decisión del amor que cree.

IV

El cristianismo ha sobrepasado todavía de otra manera, por completo distinta, todas las ideologías y utopías del futuro. A saber, con su doctrina de la encarnación del Logos eterno de Dios y de la salvación universal que en ella irrumpe. Es por de pronto sorprendente, lo pálido y endeble que aparece todo,

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cuando los oyentes del futuro intramundano, como venturosamente paradisíaco y como triunfo del hombre, que se ha instalado y que trae la naturaleza a su propia meta, tienen que decir, qué aspecto tendrá algún día ese futuro a que aspiran. Se podrá viajar en torno de la tierra y tal vez aterrizar en Marte, la producción de carne de Rusia habrá sobrepasado a la de América, nadie sufrirá indigencia, habrá tiempo y dinero suficientes para educar a cada uno óptimamente, para ofrecer a cada uno todos los bienes de cultura nada más que deseados, etc; a cada uno se le adjudicará según sus necesidades. Y así sigue. Pero se tiene la impresión de que todo esto no se aparta especialmente de lo que hoy es ya posible y en parte ya usual, que el «hombre nuevo» se asemeja, por tanto, desesperadamente al antiguo.

Frente a lo cual (no como contradicción, sino como mensaje de una dimensión plenamente nueva, distinta, de la humana existencia), el cristianismo proclama que el hombre puede salir inmediatamente al encuentro de lo infinito y absoluto, do lo quo de antemano supera todo lo finito, y que no está cotn-[tucsto fragmentariamente de momentos finitos de progreso; quo el hombro tiene que habérselas con Dios mismo; que ese misterio indecible, que llamamos Dios, no sigue siendo siempre sólo el lejano horizonte de nuestras experiencias de transcendencia, de nuestras vivencias de finitud, sino que la infinitud, en cuanto tal, puede caer en el corazón del hombre, el cual es «finito» de tal modo, que puede ser agraciado con esa infinitud indecible; que miraremos cara a cara la infinitud de la realidad absoluta, la luz inaccesible, la incomprensibilidad, que es vida infinitamente eterna; que esa infinitud personal ha comenzado ya a acoger en su vida eterna la finitud del mundo personal, espiritual del hombre; que la palabra eterna de Dios ha contestado esa pregunta finita por su infinitud, que es la humanidad, al adoptarla en Jesucristo como la suya propia.

El cristianismo enseña: mientras que el mundo sigue aún su curso en las órbitas interiormente encorvadas de su historia finita, mientras está todavía sometido.al cambio, en cuanto que puede sólo sustituir un algo finito por otro algo finito, que es siempre—aunque sea mejor que lo precedente—• nada más que promesa y desilusión a la vez para el espíritu que reconoce y sufre su finitud, mientras tanto ha roto Dios ya el mundo,

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le ha abierto una salida hasta dentro de su propia infinitud. Creación quiere decir en el mundo concreto, no sólo ya posición de un finito desde un fundamento infinito, del cual es mantenido lejos, como de lo indisponible, eso que ha resultado, sino posición de lo finito como de algo, en lo que lo infinito se derrocha, como amor, a sí mismo.

Esa historia de la dotación infinita de la creatura con Dios, es primariamente la historia del espíritu personal, sucede primariamente a través del proceso temporal de la historia material del cosmos como historia existencial de la fe. Y es la realidad creada entera, la que se mienta con ese cumplimiento de la finitud con la infinitud de Dios. El cristianismo no conoce ninguna historia del espíritu y de la existencia, que fuese simplemente la superación y la repulsa de lo material, y para la cual la historia del cosmos depararía a lo sumo externamente el escenario, en el que se representase el drama del espíritu personal y de su dotación con Dios, de tal manera, que cuando la pieza hubiese ya terminado, abandonasen los actores la escena y quedase ésta sola, muerta y vacía. La historia, en la que Dios mismo juega el papel de su propia intervención, es la historia de la encarnación de Dios, y no sólo el acontecimiento de un espíritu meramente ideológico. El cristianismo confiesa la resurrección de la carne y dice con ello, que, al fin y al cabo, hay sólo una historia y un final de todo, que todo llega a su meta solamente cuando se ha hecho poseedor de Dios mismo. El cristianismo piensa y conoce sólo una materia, que es diferente del espíritu, desde la que el espíritu no puede, según sueña el materialismo dialéctico, desarrollarse sin más como su producto originariamente propio, una materia, sin embargo, que de antemano ha sido creada para posibilitar, y en ello tiene su esencia, la vida espiritual-personal, para ser base de dicha vida desde el espíritu que se llama Dios, y para el espíritu que es llamado hombre. El espíritu no es el forastero en un mundo sin él, que estira a su alrededor sus órbitas, despreocupadamente, sino que ese mundo material es la corporeidad del espíritu, el cuerpo prolongado del hombre, y, por lo mismo, tiene al fin y al cabo con él sólo una meta y una suerte sólo. Es también en eternidad, en la consumación del espíritu, la expresión de ese espíritu consumado, y toma por tanto parte «trans-

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figurado», como nosotros decimos, en su suerte definitiva. Por eso, confesamos que, al fin, será un nuevo cielo y una nueva tierra.

No podemos decir mucho de ese fin consumado del espíritu corpóreo, mundano: precisamente porque cada consumación intramundana podría ser nada más que consumación desde la finitud, y no sería nunca, por tanto, consumación absoluta. Precisamente porque el mensaje de Dios nos ha dado el coraje de la fe en una consumación infinita, no puede esa consumación ser sistemáticamente descrita en su contenido material, de manera que se dijese: Dios mismo será esa consumación. Y puesto que Dios el infinito es el misterio, que puede ser nombrado y conjurado sólo via negationis, en muda indicación por encima de todo lo decible, por eso no podemos hablar de esa nuestra conservación sino negativamente, en imágenes y parábolas, en referencia enmudecida a la trascendencia absoluta. No tiene, por tanto, la propiedad de ser objeto de los discursos do partido, de la pintura ardiente, de la descripción plástica, «le ln utopía. Y el hombre de hoy puede leer las antiguas descripciones do esa consumación, que despreocupadamente tra-liajan, no de manera propiamente escatológica, sino apocalíptica, con las imágenes de utopía en apariencia intramundana, con menos prejuicios que el hombre de tiempos anteriores. «Desmitologizará» de un modo justificado, necesario incluso, desde la ortodoxia. Pero con ello no se colocará más lejos del asunto en sí y de su comprensión en su sentido propio. Al contrario. Sabe que lo verdaderamente infinito de su consumación es lo indecible, que abarca todas las dimensiones de su existencia, cada una a su manera, pero precisamente en cuanto consumación por medio de Dios y en Dios mismo, que es inalcanzable por el hombre, y que es regalo de pura gracia.

Y por eso, porque esa llegada de Dios mismo es el futuro verdadero y únicamente infinito del hombre, ha sobrepasado el cristianismo infinitamente todas las ideologías y utopías de futuro intramundano. La infinitud de ese futuro que llega, abarca todos los futuros intramundanos, no los excluye, no los hace (donde quedan presentes sus fronteras de creatura) ilegítimos. Tampoco es como si el hombre de la fe en ese futuro de Dios que llega, no se pudiese ya reconocer como llamado a trabajar

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en los otros futuros intramundanos, como si cada ímpetu interior de esta dirección tuviese que paralizarse por actitud escato-lógica. Incluso si dejamos de lado la cuestión de si Dios no realiza no poco de lo que quiere establecer en el mundo, por medio de la culpa de los hombres y no de las obras de aquellos que le aman, habrá que decir sistemáticamente, que el cristiano está justificado y capacitado por completo, más aún que está obligado en medida suficiente a colaborar activamente en la evolución de la humanidad y del mundo por el desarrollo de sus fuerzas inmanentes. Puesto que la consumación desde Dios espera, al fin y al cabo, una humanidad viva y no muerta, que experimenta sus fronteras, que queda minada para la salvación desde arriba, en cuanto que desarrolla sus propias fuerzas, y puesto que es así, mucho más implacablemente que en un mundo puramente estático, como se manifiesta la finitud del hombre, la tragedia que habita ineludiblemente todo desarrollo finito y la futilidad de toda historia humana.

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Tanto como el cristiano, en cuanto hombre del futuro de Dios, es ciudadano del mundo por venir y no sólo hijo y portador de éste de ahora, por mucho que se le considere como el que se desarrolla hacia lo ilimitado, tanto tiene también que vivir ahora en este mundo, el mundo de un futuro, que siempre ha comenzado ya, que es el mundo nuevo lleno de metas ultramundanas, de tareas y de peligros. Todo lo que hasta aquí ha sido dicho, sería un completo nial entendido, si se quisiera pensar que el misterio puede retirarse en cierto modo al rincón muerto de la historia del mundo, que histórica o socialmente pertenece a los hombres, que se dan en cada historia y en cada evolución, hombres de ayer, que no llegan ya a tiempo, los portadores del mero antaño, los conservadores que por los tiempos antiguos llevan luto a posteriori.

No se puede negar que. la bondadosa, la cristiana cristiandad despierta con frecuencia esta impresión. Es verdad: la cristiandad no ha recibido de Dios garantía alguna de que no podrá pasarse durmiendo el tiempo presente. Puede ser a la

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moda antigua, puede olvidar que sólo se puede defender lo antiguamente verdadero y los valores de ayer, si—y en cuanto que—se conquista un futuro nuevo. Y en buena parte ha caído en esta falta, de modo que el cristianismo actual despierta con frecuencia la penosa impresión de que corre haciendo mo-rritos y criticando irritadamente tras el carro, en el que la humanidad guía hacia un nuevo futuro. Surge la impresión de que la infinita revolución de Dios en su historia, en la que deja arder al mundo en su propio infinito fuego, está sustentada por gentes, que confían sólo en lo probado con anterioridad, aunque sea también en el fondo intramundano y por lo mismo frágil, ambiguo y caduco, como lo intraimundanamente futuro y por venir. ¿Por qué entonces están los cristianos tan frecuentemente en los partidos conservadores? Es verdad que no necesitarían sucribir programas de futuro de otros, si son éstos no cristianos e inhumanos. Pero entonces deberían tener ellos mismos para el próximo par de siglos, y no sólo para la eternidad, un imperativo, algo más (pie principios generales, de los que declaran que son siempre válidos, ayer y mañana.

Todos estos heclios no necesitan ser velados, pueden concederse tranquilamente. Pero no modifican en nada el principio de que el cristiano puede sólo realizar de verdad plena y enteramente su propio y auténtico cristianismo, si vive normalmente y sin condiciones en el hoy y en el mañana, y no en el ayer meramente. No como si el que edifica un futuro intramundano nuevo, hubiese por ello probado y vivido ya su cristianismo. Pero pertenece a las convicciones precisamente de un cristianismo total, que la fe y la moral cristianas se realicen y tengan que realizarse en la materia concreta de la existencia humana y no en un espacio a su margen, siendo esa materia de la autorealización cristiana el todo de la realidad mundana creada por Dios. Con lo cual la tarea del cristiano no está elegida por él libremente, sino que le ha sido dada de antemano: esto es la existencia concreta, la hora histórica dentro de la que ha sido instalado. Podrá dominar ésta, deberá incluso, de una manera distinta a como lo haga el no cristiano. Pero es ésta la que tiene que arrostrar y ninguna otra. Siempre que uno no quiera colocarse ante esta situación, que es la propia del propio tiempo, y huya en su lugar a un mundo, el de ayer, el soñado,

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que es el rincón muerto de la historia, el estrato social que era ayer poderoso y vivo, no solamente falla la tarea terrena, sino que el mismo cristianismo sufre bajo esa artificiosidad de la existencia, bajo esa inautenticidad de lo fictivo.

Con esta tarea intramundana del cristiano no queda naturalmente dicho, que el cristianismo oficial, la Iglesia misma, tenga que representar y que desarrollar con responsabilidad propia y desde los principios, que sólo el cristianismo representa, un programa de futuro concreto, intramundano. No se puede acentuar simultáneamente, que las regiones intramundanas de asuntos de cultura poseen una relativa autonomía, que la Iglesia ha de vivir hoy innegablemente en una sociedad pluralista, sin poder por tanto en ningún caso pretender una potestad inmediata y directa de dirección en las cosas «mundanas», y quejarse al tiempo, de que sobre el futuro que comienza y su configuración, no tenga nada claro y de empuje que decir. Pero los cristianos sí tienen que plantearse el futuro y considerarle como su tarea originariamente muy propia, incluso exponiéndose con ello a la oscuridad y al riesgo. Precisamente en cuanto seglares son no sólo los órganos de ejecución de indicaciones, que vienen de la Iglesia ministerial-jerárquica, sino que han de encontrar la voluntad de Dios como única para cada uno y para su tiempo.

Con lo cual no se ha dicho a su vez, que la Iglesia ministerial en sentido estricto, la Iglesia en su vida interior, propia, no tenga tarea alguna, crecida precisamente desde esa situación. Al contrario: tiene muchísimas tareas semejantes. Debería cavilar aun no poco sobre cómo haya que configurar su vida y su mensaje, para no deparar ya a los hombres de hoy y de mañana, a los hombres de mañana, que viven ya hoy, más dificultades en su asimilación, que las que ya hay en la misma naturaleza de las cosas. Del cumplimiento de tal tarea está la Iglesia muy alejada todavía, y no sólo porque exista esta tarea siempre de nuevo una y otra vez, y haya siempre que resolverla nuevamente. Sino porque la Iglesia tiene mucho que recuperar, de lo que en el último siglo y medio ha desatendido. Ya que en los tiempos modernos, que ahora acaban, en su pensamiento y sensibilidad en su familiarizarse con la situación, no ha mantenido el paso del desarrollo suficientemente; en este tiempo ha sido una po-

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tencía que se defiende a sí misma, conservadora, y más de lo que era correcto.

Y este estado regresivo en el cumplimiento de antiguas tareas, pesa naturalmente sobre el cumplimiento de las actuales: en la vida eclesiástica, en la del servicio divino, en la configuración de la liturgia, en el estilo de vida de las Ordenes, en el coraje de decir nuevamente en la teología la antigua verdad, en la configuración del derecho canónico, en la penetración con el pensamiento de los problemas, que imponen a la Iglesia la sociedad y el mundo pluralistas de hoy, en el careo, mejor aún en la comprensión amorosa de las otras religiones, en la formación de cristianos, que puedan soportar y mantenerse en la inevitable y permanente profanidad del mundo actual, en la activación de una influencia pública, tal y como corresponde a la sociedad de hoy y a la futura, por medio de órganos que correspondan al presente y al futuro, por medio de despertar el coraje de una planificación, tal y como está dada, en contraposición con tiempos precedentes, en todas las otras dimensiones do la existencia humana, ofreciendo exigencias de moral cris-lianas en muí malicia, que las haga aparecer no como un incomprensible deber-ser impuesto desde fuera, sino como la expresión de lo objetivamente recto, creando una relación entre clero y laicos, que corresponda al actual nivel de éstos, y que conservando la permanente estructura de la Iglesia no la confunda con un patriarcalismo pasado de moda, ni la apoye en tabús de autoridad, que pueden también ser «desmitologiza-dos» en la Iglesia.

Si al final de estas reflexiones volvemos atrás la mirada sobre la breve y formal caracterización de la ideología del futuro, de que hemos hablado al comienzo, nos será tal vez permitido aludir como conclusión a lo siguiente: el cristiano puede considerar desde luego la historia del mundo planetariamente unificada bajo un aspecto cristiano positivo, necesariamente exigido incluso por el cristianismo: si la Iglesia del mundo ha de ser real, o ha de llegar a serlo, y no sólo según una determinación de principio del cristianismo, no podrá realizarse concretamente sino con, en y por medio de la creación de esa historia planetariamente unificada. El cristiano tampoco se asombra, de que ese hacerse una de la historia de todos los pueblos no haya

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procedido de ningún otro punto distinto de aquél mismo, Occidente, en el que el cristianismo surgiera y se enraizara por vez primera en el mundo y en su historia. Si ese mundo e historia del futuro es un mundo del planeamiento racional, mundo des-mitologizado, profanidad creada del mismo como material del obrar del hombre, entonces toda esta actitud moderna es con todo lo que pueda y deba decirse cristianamente sobre cada uno de sus aspectos, en el fondo cristiana.

Puesto que en el cristianismo, y sólo en él, ha llegado a ser el hombre ese sujeto, en el que se ha encontrado el hombre occidental; sólo en el cristianismo es cada uno, también el más pobre e insignificante, un sujeto absoluto de valor infinito y vigencia permanente. Y sólo en el cristianismo por medio de la doctrina de la radical creatureidad del mundo, que le está confiado al hombre como el material de su obrar, que no es lo más importante y poderoso, sino lo que sirve y lo que está creado para el hombre, pudo surgir esa actitud frente al cosmos, que le desmitologiza y que legitima la voluntad de enseñorearse de él. Y en ese sentido metafísico y teológico, el hombre ha sido siempre, visto cristianamente, el que se tiene a sí mismo en la mano, el que determina su propio destino último. Por medio de la doctrina de la libertad y de la absoluta responsabilidad de uno mismo, por medio de la doctrina de la propia suerte (y su eternidad) de cada hombre como obra de su propia libertad, aparece la posibilidad, hoy matinal, de que el hombre se haga a sí mismo objeto de su planeamiento y configuración, como resonancia, y nada más, y como derivación de esa más honda responsabilidad de sí mismo, que el cristianismo ha reconocido siempre al hombre y de la cual—«n cuanto peso que atormenta—se ha negado siempre tenazmente a relevarle.

El espíritu del futuro ascendente, no es por tanto en último término tan poco cristiano, como piensan con frecuencia pesimistas y ánimos acongojados. El cristianismo ha sido siempre la religión de un futuro infinito. Y si dice, que ese futuro suyo, que confiere, ha sobrepasado desde siempre a todas las ideologías intramundanas del futuro de un hombre nuevo, si las comprueba también cristianamente, y las desmitologiza en cierto modo, y las exige sobriedad, lo hace desde un espíritu realmente cristiano—-escatológico y no estático—conservador, lo hace en

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tanto que da a esa voluntad justificada de un futuro intramun-dano, que crea el hombre en una evolución ilimitada, una responsabilidad moral ante Dios y una apertura a su vida infinita. En esa vida, de la que sigue siendo todavía verdad, y siempre nuevamente, que nos está prometida, en cuanto gracia, como nuestro más auténtico futuro.

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CRISTOLOGIA

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LA CRISTOLOGÍA- DENTRO DE UNA CONCEPCIÓN EVOLUTIVA DEL MUNDO

El tema sobre el que he de hablar dice así: la cristología dentro de una concepción evolutiva del mundo. Se trata pues de probar la acomodabilidad o el acomodo de un enunciado en el complejo de otros enunciados, y no de preguntarse por cada enunciado en sí, con lo cual queda ya establecido, que el tema propuesto no es ni la exposición de la cristología católica y cristiana en sí, ni la exposición tampoco de lo que—si bien vagamente—es designado como concepción evolutiva del mundo. Se traía más bien de una posible ordenación recíproca de ambas magnitudes. Esa concepción evolutiva del mundo (y esto no es desdo luego nlgo que se sobreontienda ni objetiva ni metódicamente, ni que dejo de ofrecer reparos, aunque deba de correrse aquí lal ruwgo) HC presupone como dada, y se pregunta por una acomodabilidad cu ella do la crinlología y no viceversa, aunque dicha pregunta hecha al revé» «cría igualmente posible, y de suyo jneliiMo mejor y man radical. Una vez más: no haremos el intento de exponer la cristología misma, de desarrollarla teológicamente, ni emprenderemos la labor de prueba, de que Jesús de Ma/arelli so lia alzado con la pretensión de lo que en lenguaje teológico ponemos de manifiesto como filiación metafísica de Dios, como encarnación, como unión hipostática, y de que esa pretensión suya es comprensible como legítima, es decir como digna de fe. Todo esto se presupone o se trata desde otro lado. Si hablamos sobre el «estar dentro» de una doctrina en una «concepción del mundo», sobre el acomodo o la acomodabilidad de la cristología en esa concepción del mundo evolutiva, no pensamos por ello, que la doctrina cristiana de la encarnación (tal extremo no sería de nuestra intención) se deje deducir como consecuencia necesaria y prolongación forzosa de una concepción evolutiva del mundo, ni tampoco que dicha doctrina no se encuentra (y este sería el otro extremo, más fácilmente evidente, pero que no nos parece especialmente importante ni nos satisface) inmediatamente en una simple contradicción lógica

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u objetiva para con aquello que la concepción del mundo contiene como conocimiento seguro o resultado realmente científico.

Si se piensa lo primero, se emprendería el intento de un racionalismo teológico, el intento de transformar la fe, la revelación y el. dogma en filosofía, cosa que no intentaremos naturalmente. Si se aspira meramente a lo segundo, hablaríamos al margen de una tarea real, y rendiríamos demasiado poco. Puesto que entonces esa doctrina de la encarnación del Logos divino, no negada directamente por la actual concepción evolutiva del mundo, ni suspendida por medio de proposiciones que la contradigan en pura lógica, podría ser experimentada como un cuerpo extraño en el espíritu del hombre, estructurado por esa concepción evolutiva, como algo que, sin referirse en absoluto a su restante pensamiento y sentido, obligase al hombre de esta índole, si por cualquier otro motivo es cristiano o si lo fuese, a moverse en dos niveles de pensamiento carentes por completo de relación. Pero la tarea consiste precisamente (sin declarar la doctrina de la encarnación y del cristianismo como un momento necesario e interior de la actual concepción del mundo evolutiva, de su estilo de pensar, del actual sentimiento de la vida), no es marginar meras contradicciones formal-lógicas, o mejor aún, no en hacer patente la no existencia de tales contradicciones, allí donde parecen afincarse, sino en poner de manifiesto una afinidad interior de ambas magnitudes, una especie de igualdad de estilo, la posibilidad de una ordenación recíproca. Naturalmente que en una conferencia breve como es ésta, no puede ser nuestra tarea la de considerar el problema general de una cierta homogeneidad de los conocimientos humanos de una época, de un hombre uno, la posibilidad de una índole de estila de pensar, de una forma única de pensamiento, que acuña en común muchos conocimientos de contenido material muy diverso, aunque en tal problema haya muchos lados oscuros e importantes que ponderar. Por lo demás, lo que queremos y lo que no queremos quedará claro al ir llevando a cabo nuestro intento.

Pero si presuponemos una cierta comprensión previa de la tarea propuesta, se pondrá de manifiesto lo difícil, esforzado y múltiple de la misma. En su interior juega un papel todo aquello por lo que se esfuerza la Paulus-Gesellschaft: ni más ni menos

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que todas las cuestiones de la conciliación de la doctrina e interpretación cristianas de la existencia con los actuales modos de vida, de pensamiento y de sentido, se reúnen necesariamente, como en montón, en nuestra tarea; todas las dificultades históricas y objetivas, conjuradas con la expresión «cristianismo y espíritu moderno», se presentan también aquí, en donde se trata de la declaración más central y más plena de misterio cristiano, que al mismo tiempo mienta una realidad considerada como perteneciente a esa dimensión, ordenada al hombre de hoy como la que científica, existencialmente, y también según el sentimiento, le es más familiar que ninguna otra, a saber el mundo material, la historia perceptible; una declaración que deja estar a Dios (al que se mienta en la teología) allí donde el hombre se siente en casa y competente, en el mundo y no en el cielo. Se sobreentiende a su vez que nuestra turen no puedo ser la de hablar de las cuestiones y dificultades más generales, aunque muy fundamentales, que vienen dadas coa la conciliación entro religión cristiana y pensamiento moderno, NÍIIO (]uo (Icborncm reducimos n las especiales cuestiones |)i'i)|iinwliiH con nuestro lema estricto, aunque seamos consciente* do que lal vez gran parle de la vivencia de extrañeza y do extrañamiento del hombro de hoy ante la doctrina de la encarnación va a cuenta do su extrañamiento ante un enunciado meta físico y religioso. Pero basta de introducción.

Eso sí, enviemos por delante todavía un par de explicaciones sobre el plan de marcha de "nuestras reflexiones.

Partimos de la actual imagen evolutiva del mundo, suponiéndola más que exponiéndola. Por eso nos preguntamos primeramente por el contexto dado entre materia y espíritu, y con ello por la unidad del mundo, de la historia natural y de la historia del hombre. Todo esto, desde luego, sólo muy brevemente. Tocaremos únicamente los contextos, que son, si es que podemos hablar así por una vez, «comúnmente cristianos», «comúnmente teológicos». Expresado de otra manera: intentamos evitar teoremas, que les son a ustedes familiares desde Teilhard de Chardin. Si nos encontramos con él, bien está. No necesitamos evitarle intencionadamente. Pero a su respecto no nos sentimos ni dependientes ni obligados. No queremos decir más que lo que cada teólogo podría decir, si es que activa su

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teología bajo las cuestiones planteadas por esa moderna concepción del mundo evolutiva. Es cierto que tendremos que pagar con determinado abstractismo que desilusionará quizá al científico de la naturaleza. Ya que sería comprensible qu(f éste esperase indicaciones sobre una determinada homogeneif dad entre materia y espíritu más exactas que las que ofrecef remos, y precisamente desde esos conocimientos de ciencia dé la naturaleza o desde las valoraciones de los mismos, que le son familiares. Si lo hiciésemos así (igual que Teilhard), debería -entonces nuestra reflexión no solamente tener las mismas pretensiones que esos conocimientos de ciencia natural, los cuales serían accesibles para un pobre teólogo nada más que de segunda mano, sino que tendríamos además que soportar todas las tareas que van inevitablemente unidas a tales interpretaciones de resultados reales de ciencias de la naturaleza, interpretaciones que no son indiscutibles. Pero nos bastan las dificultades que sentimos en estas cuestiones desde la filosofía

• y la teología solas.

En una segunda reflexión intentaremos entender al hombre como el ente, en que la tendencia fundamental a encontrarse a sí misma por parte de la materia en el espíritu llega por medio de autotrascendencia a su irrupción definitiva, de modo que la esencia del hombre mismo pueda ser considerada dentro de la concepción general y fundamental del mundo. Pero esa esencia del hombre vista desde aquí es precisamente la que «espera», en autocomunicación de Dios, a la par que por medio de su más alta, libre, plena autotrascendencia hasta Dios mismo, hecha por él posible y gratuitamente, lo que es su propia consumación y la del mundo, lo que nosotros llamamos gracia y gloria en conceptos cristianos.

El primer paso y el comienzo perdurable y la garantía absoluta de que esa autotrascendencia última, sistemáticamente insuperable, se logra y ha comenzado ya, es lo que llamamos unión hipostática. Esta no debe ser considerada en un primer punto de arranque como algo que distingue a Jesús de nosotros en cuanto Señor, sino como algo que ha de suceder una vez y nada más, cuando comienza el mundo a caminar su última fase, en la que debe realizar su concentración definitiva, su definitivo punto culminante y su cercanía radical al misterio

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absoluto, llamado Dios, Así aparece la encarnación como el comienzo necesario, perdurable, de la deificación del mundo entero. Y en cuanto que esa cercanía de índole insuperable sucede en apertura sin residuo exactamente ante el misterio absoluto, que es el Dios perdurable, y en cuanto que esa fase definitiva de la historia del mundo ha comenzado ya, pero no está consumada todavía, permanecen, el decurso de esa fase y su resultado, rodeados de misterio, y es la claridad y definitividad de la verdad cristiana la entrega implacable del hombre dentro del misterio y no la claridad como visibilidad superior de un momento parcial del hombre, del mundo en cuanto tales. Estos son, anticipados, los pasos de las reflexiones que queremos juntar, si alcanzan el tiempo, la fuerza del espíritu y la del corazón. Si estos pasos se logran de algún modo, quedará entonces conseguido, así me parece al menos, lo que se nos ha propuesto como tema. Naturalmente siempre sólo, si lo permiten el ridículo tiempo de una hora larga, la inconmensurabilidad del tema, su carácter no usual y nuestra falta de entrenamiento.

I

1. El cristiano confiesa en su fe que todo, cielo y tierra, lo material y lo espiritual, es creación de un mismo Dios. Con lo cual no se dice que todo procede ere cuanto diverso de una causa, que puede, por infinita y todopoderosa, crear precisamente lo más diverso, sino que se dice que eso que es diverso muestra una comunidad y similitud interiores tales que no puede ser considerado sin más en su consistencia como disparatado o contradictorio incluso, y que eso que es múltiple y diverso forma una unidad en origen, autorrealización y determinación, esto es, el mundo uno. De lo cual se sigue que sería completamente equivocado y anticristiano concebir materia y espíritu como realidades yuxtapuestas nada más que lácticamente, pero disparatadas una respecto de la otra, teniendo el espíritu, como más humano, que utilizar—desgraciadamente—• el mundo material aproximadamente sólo como escenario exterior. Para una teología y filosofía cristianas se sobreentiende

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que espíritu y materia (si es que es lícito hablar así) tienen más de común que de diverso.

2. Esa comunidad se muestra, por de pronto y muy claramente, en la unidad del hombre mismo. Según doctrina cristia; na, no es éste una composición antinatural o provisional mera* mente de espíritu y materia, sino una unidad que lógica y objetivamente antecede a la diversidad y distinguibilidad de sus momentos, de modo que no son éstos propiamente aprehen-sibles si no es entendiéndolos como momentos de un hombre en los que la esencia de éste, originariamente una, se descompone necesariamente y se despliega. Así, pues, será comprensible que en último término se sepa sólo desde este hombre uno y su autorrealización una también, lo que es espíritu y lo que es materia, y que tengamos que entender ambos como referidos de antemano mutuamente. A lo cual corresponde la doctrina cristiana de que la consumación del espíritu finito, que es el hombre, puede ser únicamente pensada en una consumación (aunque sea poco «representable») de su realidad entera y del cosmos, en la que su materialidad no es lícito que sea apartada como algo meramente provisional, por muy poco que podamos representarnos un estado consumado de la materialidad y por muy poco que tengamos que representárnosle para ser cristianos,

3. La mera ciencia de la naturaleza, en cuanto uno de los momentos del saber uno y entero del hombre (del saber al fin y al cabo de sí mismo en su radical habitud respecto del misterio indecible), sabe mucho «sobre» la materia, esto es, determina cada vez más exactamente complejos de índole «funcional» entre las manifestaciones de la naturaleza entre sí. Pero puesto que ejerce su trabajo en una metódica abstracción del hombre mismo, puede saber mucho sobre la materia, pero no saber la materia, aunque ese saber acerca de los complejos funcionales y temporales de su objeto aislado, conduce a su vez a posteriori hasta el hombre mismo. Lo cual se sobreentiende: el campo, el conjunto en cuanto tal, no puede ser determinado con los medios de la determinación de las partes. Lo que es materia, puede decirse desde el hombre solamente. Y no al revés, lo que es espíritu, desde la materia. Es desde el hombre, desde donde se dirá aquí. No desde el espíritu. Lo

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cual sería algo completamente distinto, sería una vez más ese platonismo que se hunde igualmente en el materialismo, ya que cree, como el espiritualismo platónico, tener un punto de arranque para la comprensión del conjunto y de sus partes, que es independiente del hombre como uno y entero, como único en el que pueden ser experimentados en su esencia propia esos momentos, espíritu y materia. Pero desde la experiencia original que el hombre uno tiene de sí mismo puede decirse: espíritu es el hombre uno en cuanto que llega a sí en un absoluto estar-dado-a-sí-mismo, y precisamente porque está siempre referido a lo absoluto de la realidad en general, y a su fundamento uno, llamado Dios, y porque ese regreso a sí mismo y la habitud respecto de la totalidad de la realidad posible y su fundamento, se condicionan recíprocamente. Pero esta habitud no tiene el carácter de la posesión que se vacía en la contemplación penetrante de lo conocido, sino el carácter del estar-tomado-uno-mismo y estar referido al misterio infinito, de modo que sólo en la aceptación amorosa de ese misterio y de su disposición imprevisible sobre nosotros, podrá soslenerso aulénlieumenlc ese proceso de estar raptado en la libertad, que está dada necesariamente frente a cada cual y frente a sí misma junto con esa trascendencia. En cuanto materia, se aprehende el hombre a sí mismo y al mundo en torno, que le pertenece necesariamente, al suceder el acto de ese regreso hasta sí, en la experiencia de la habitud respecto del misterio aceptable amorosamente, siempre y sólo de un modo primario en el encuentro con lo singular, con lo que da muestras desde sí, con lo concretamente indisponible, y, aunque finito, ineludiblemente dado. Como materia se experimenta el hombre a sí mismo y al mundo que le sale al encuentro inmediatamente, «en cuanto que él es el fáctico, el que acepta, el dado a sí mismo de antemano y no penetrado todavía en ese estar dado previamente, en cuanto que en medio del conocimiento como auto-posesión se alza lo extraño y el que es extraño a sí mismo es •objetualmente otro, que es el mundo y el hombre para sí mismo, condición de lo que experimentamos inmediatamente como tiempo y espacio (exactamente cuando no podemos objetivarlo conceptualmente), condición de esa alteridad, que extraña al hombre de sí mismo y le trae así hasta sí mismo,

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la condición de la posibilidad de una intercomunicación inmediata con otros seres espirituales en el espacio y en el tiempo, lo cual conforma la historia; materia es el fundamento del dato previo del otro como material de la libertad.

4. Esa relación de referencia mutua de espíritu y materia no es simplemente una relación estática, sino que tiene incluso una historia. El hombre en cuanto espíritu que llega a sí mismo, experimenta su estar dado de antemano en la alte-ridad, su extrañamiento de sí mismo como extendido temporalmente, con historia natural; llega hasta sí como un poseedor que ha existido ya temporalmente en sí mismo y en su mundo en torno (que les pertenece a él y a su constitución). Y viceversa: esa materialidad temporal en cuanto prehistoria del hombre como libertad refleja, debe ser entendida como orientada a la historia del espíritu del hombre. Este último punto hay que declararle aún más exactamente. Hemos procurado aprehender espíritu y materia, sin separarlos, como momentos del hombre, como referidos mutuamente, inseparables, si bien no reducibles el uno al otro. Ese pluralismo insu-primible de los momentos del hombre no puede ser declarado de tal modo que se declare también con él una diversidad esencial entre espíritu y materia. Y declarar ésta es de importancia y significación absolutas, ya que sólo así queda abierta la mirada para todas las dimensiones del hombre uno en su entera extensión imprevisible, infinita incluso. Pero esa diferencia esencial no debe ser malentendida, según ya dijimos, como contraposición o disparidad absolutas e indiferencia mutua de ambas magnitudes. Desde su mutua referencia interior puede decirse, sin preocupaciones, si se toma de frente la extensión temporal de esa relación, que la materia se desarrolla desde esa esencia interna hacia el espíritu. Y esto hay que elaborarlo aún con una cierta mayor claridad, defendiendo y haciendo comprensible tal manera de hablar. Por de pronto, si es que hay en absoluto un devenir (lo cual no es sólo un hecho de experiencia, sino un axioma fundamental de la teología misma, porque si no ni libertad ni responsabilidad y consumación del hombre por medio de su propio obrar responsable tendrían sentido alguno), no puede entonces tal devenir entenderse en su figura verdadera como un mero a/íerodevenir, en el que una realidad llega

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a ser otra, pero no más, sino que ha de ser comprendida como un pZzisdevenir, como un surgimiento de más realidad, como consecución operada de una mayor plenitud de ser. Ese «más», sin embargo, no debe ser pensado como simplemente añadido a lo de hasta ahora, sino que ha de ser, de una parte, lo operado por lo de hasta ahora, y por otra parte su propio incremento óntico interior. Lo cual indica: devenir, si es que ha de tomarse en serio, ha de ser entendido como auto trascendencia real, autosuperación, alcance activo de la propia plenitud a través del vacío. Pero si ese concepto de una activa auto trascendencia, en la que un ente operativo alcanza activamente su perfección aún por venir más alta, no ha de hacer de la nada el fundamento del ser, del vacío en cuanto tal fuente de la plenitud, con otras palabras, si el principio metafísico de causalidad no debe quedar herido, no podrá esa autotrascendencia ser pensada (resumo aquí no más que en brevedad extrema todas las reflexiones necesarias), sino como suceso en la fuerza do la absoluta plenitud del ser, que a su vez hay que pensar de un ludo IIIII interior para el ente finito que se mueve hacia su riitiHiiriineióii, (|iio <<no que iw finito quede potenciado para una «diva uiilolni.iirnilniria y reciba la nueva realidad no sólo pumvuinetitn niiiii) operada por Dios—pensando por otro lado Miiiullúiieuiiiciiln la fuerza de esa autotrascendencia, tan distinta do ese agente finito, que no pueda ser concebida como constitutivo esencial de eso que es finito y que se opera a sí mismo, ya que si no, si lo absoluto del ser, que otorga operatividad y que potencia para ella, fuese la esencia del agente finito mismo, no sería ya éste capaz de un devenir real en el tiempo y en la historia, ya que poseería, como lo que le es más propio, la plenitud del ser en absoluto.

Pero esta reflexión no puede ser aquí desarrollada ulteriormente; no puede, sobre todo, exponerse cómo esa dialéctica se da en cuanto inmediatamente experimentada en la experiencia de la trascendencia espiritual como del movimiento del espíritu que deviene; en otras palabras, cómo para ese movimiento el ser es, por antonomasia, lo más interior y lo más extraño sobre todo, y cómo en esa dialéctica de su relación para con el espíritu finito que deviene, puede sustentar ese movimiento entero como el de ese espíritu mismo. Nos bastará aquí proponer

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la tesis de que el concepto de una activa autotrascendenciaT

tomando igualmente en serio el «auto» y la «trascendencia», es un concepto necesario, si se quiere salvar el fenómeno del devenir, que es posible, puesto que existe. Aún habrá que advertir que este concepto de la autotrascendencia incluye también la trascendencia en lo sustancialmente nuevo, el salto a lo esencialmente más alto. De excluirla, quedaría vacío el concepto de autotrascendencia, y no podrían ser ya ponderados sin prejuicios determinados fenómenos, como, por ejemplo, la generación de un hombre nuevo por medio de los padres en un suceso primera y aparentemente sólo biológico. Pero una auto-trascendencia esencial no es, como tampoco la (simple) autotrascendencia, ninguna contradicción interna, mientras se la deje suceder en la dinámica de la fuerza interna y sin esencia propia del ser absoluto, en eso, que se llama teológicamente conservación y cooperación de Dios con la materia, en la sus-tentabilidad interna y permanente de toda realidad finita en ser y en operar, en ser-devenir, en ser-autodevenir, esto es, en auto-trascendencia, que pertenece a la esencia de todo ente finito. Y si este concepto es metafísicamente legítimo, si el mundo es uno, pero tiene, en cuanto uno, una historia; si en este mundo uno, pero que no siempre lo abarca todo ya actualmente, no todo está siempre ya presente desde el comienzo, no habrá entonces razón alguna para tener que negar que la materia haya tenido que desarrollarse hacia la vida y hacia el hombre en esa autotrascendencia que hemos procurado ahora desentrañar en su contenido conceptual. Se trata, naturalmente, de una auto-trascendencia esencial, pues que no hay que negar u oscurecer en manera alguna que materia, vida, consciencia, espíritu, no son lo mismo. Muy al contrario. Pero esta diferencia precisamente, esta diferencia esencial no excluye el desarrollo si está dado el devenir, si devenir indica o puede indicar auténtica autotrascendencia de índole activa y ésta por lo menos también autotrascendencia esencial. Y lo que es una reflexión a priori y se capta como conceptualmente pensable, quedará corroborado como real por medio de hechos siempre más amplios y mejor observados. No sólo habrá aquí que referirse de nuevo a la reflexión, propuesta ya, de una interior pertenencia conjunta de espíritu y materia, sino que tomaremos además en cuenta la his-

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toria del cosmos, que nos es ya conocida, tal y como la investigan y la exponen las actuales ciencias de la naturaleza: considerada, por tanto, siempre más y más como una historia una, conjunta, de la materia, de la vida y del hombre. Dicha historia una no excluye diferencias esenciales, sino que las incluye en su concepto, ya que historia es precisamente no la permanencia de lo mismo, sino el devenir de lo nuevo, y no meramente de lo que es de otra manera. Y esas diferencias esenciales no excluyen tampoco la historia una, puesto que ésta sucede en una auto-trascendencia esencial, en la qué lo anterior se supera a sí mismo para suprimirse, conservándose en toda verdad, en lo nuevo que ha producido.

Y en cuanto que lo que se trasciende a sí mismo permanece siempre en la meta respectiva de su autotrascendencia, en cuanto que el orden más alto abarca siempre en sí el más inferior como permanente, está claro que en el acontecimiento auténtico de la autotrascendencia lo inferior la preludia, preparándola, en el despliegue de su propia realidad y de su orden, moviéndose lentamente hacia esa frontera en su historia, que será sobrepasada en la auténtica autotrascendencia, hacia esa frontera quo nólo HO reconoce como sobrepasada inequívocamente desdo un manifiesto despliegue de lo nuevo, sin que se la pueda fijar con indudable exactitud. Claro que todo esto está dicho muy vaga y abstractamente. Claro que sería en sí muy deseable mostrar concretamente qué rasgos comunes están dados en el devenir de lo material, de lo vital y de lo espiritual, cómo (más exactamente) lo nada más que material preludia en su propia dimensión la más alta de la vida, y cómo ésta, en su dimensión, con acercamiento progresivo a la frontera sobre-pasable por medio de autotrascendencia, preludia el espíritu. Cierto que debería indicarse, si es verdad que postulamos una historia, una de la realidad entera, qué permanentes estructuras formales de esa historia entera están comúnmente ensambladas en materia, vida y espíritu, cómo también lo más alto puede ser comprendido en cuanto modificación (si bien esencialmente nueva) de lo anterior.

Pero, en ese caso, deberían el teólogo y el filósofo abandonar un poco el campo que les es propio y desarrollar esas estructuras fundamentales de la historia una en el método más bien

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a posteriori de las ciencias de la naturaleza, con ayuda de conceptos como los desarrollados en Teilhard, por ejemplo. Se entenderá que esto no puede ser, sobre todo aquí, la tarea del teólogo. Anotaremos únicamente que el teólogo no sólo puede tolerar de modo análogo en todo lo material un concepto análogo también de autoposesión, tal y como llega en la consciencia permanente a su esencia propia, sino que en cuanto buen filósofo tomista tiene incluso que hacerlo. Puesto que lo que en cuanto tal llama en cada ente la «forma», es para él también esencialmente «idea», y esa realidad, que en sentido vulgar, enteramente correcto en su sitio, designamos como carente de consciencia, es, desde un punto de vista metafísico, un ente que posee sólo su idea propia, que, enredado en sí mismo, se tiene solamente a sí mismo, tiene su idea nada más, y por eso no es consciente. Por todo lo cual será ya tomistamente comprensible que una organización más alta, más compleja, pueda aparecer también como paso para la consciencia, si bien aaíoconsciencia incluye al menos una auténtica autotrascendencia esencial de lo material frente al estado anterior.

5. Si el hombre es, pues, la autotrascendencia de la materia viva, forman entonces la historia natural y la del espíritu una graduada unidad interior, en la que la historia natural se desarrolla hacia el hombre, prosigue en él como su historia, queda guardada en él y superada y llega por eso con y en la historia del espíritu del hombre a su propia meta. Llega a su meta en la historia libre del espíritu, en cuanto que en el hombre queda suprimida hacia la libertad. En cuanto que la historia del hombre abarca siempre en sí la historia natural como la de la materia viva, estará siempre sustentada en medio de su libertad por las estructuras y necesidades de ese mundo material. En cuanto que el hombre no es sólo el espectador espiritual de la naturaleza, porque es parte suya y porque ha de proseguir también su historia, no es su historia propia nada más que una historia de la cultura como una historia ideológica por encima de la historia natural, sino una activa modificación también de ese mundo material, llegando únicamente el hombre y la naturaleza a su meta una y común por medio de la acción, que es espiritual, y de la espiritualidad, que es acción. Esa meta, desde luego, como corresponde a la trascendencia

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del hombre hacia la realidad absoluta de Dios en cuanto misterio infinito, y porque consiste precisamente en la divina plenitud infinita, permanece escondida y sustraída al hombre. Esa historia del cosmos, en cuanto que es historia del espíritu libre, está también planteada, igual que la del hombre, en libertad de culpa y de prueba. Pero en cuanto que esa historia de la libertad permanece siempre asentada sobre las estructuras dadas de antemano del mundo vivo, y en cuanto que la historia de la libertad del espíritu está abarcada, según confiesa el cristiano, por la gracia de Dios, que va imponiendo lo bueno victoriosamente, sabe el cristiano que esa historia del cosmos, en cuanto entera, encontrará su consumación real a pesar de, en y por medio de la libertad del hombre, sabe que su defini-tividad entera será también consumación.

II

Antes de que podamos pensar en poner tales puntos de arran-qiio y tales fumíiimcniacione» en conexión con la cristología, ludirá <|ii« (hít-ir lotlaviii con más exactitud qué grado ha alcanzado el mundo cu el hombre.

I. Por do pronto, diremos que, a pesar de los magníficos resultados y perspectivas de su ciencia, permanece el científico moderno de la naturaleza preso todavía, y profundamente, en perspectivas tanto precientíficas como prefilosóficas como pre-teológicas. Aún hoy opina las más de las veces que corresponde al espíritu de las ciencias de la naturaleza considerar al hombre como un ser débil y casual que, expuesto a una naturaleza que le es indiferente, lleva adelante su existencia en la tierra como una especie de mosquito efímero hasta que es devorado por una naturaleza «ciega» que le produjo por azar en un capricho sin ninguna importancia. Pero precisamente esto contradice no sólo a la metafísica y al cristianismo, sino que está también en contradicción con las ciencias de la naturaleza. Si el hombre está ahí, si es el «producto» de la naturaleza; si no está ahí en cualquier momento, sino al final de un desarrollo que incluso él mismo solo, al menos parcialmente, puede conducir, en cuanto que sale al encuentro objetivándolo

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y reconfigurándolo, de lo que le produce; si todo esto es así, llegará entonces en él la naturaleza a sí misma, estará adosada a él, ya que «casualidad» no es para el científico de la naturaleza una palabra con demasiado sentido, puesto que del resultado concluye siempre un movimiento orientado hacia el mismo. Si no se consideran las cosas así, no tiene de antemano ningún sentido considerar la historia del cosmos y del hombre como una historia una. Se recaerá otra vez, a breve o a largo plazo, en un dualismo platonístico. Porque el espíritu, considerado como un casual forastero en la tierra, no se dejará despreciar largo tiempo ni denigrar tampoco como si no tuviese fuerza ni importancia. Si el espíritu no es considerado como la meta de la naturaleza, si no se ve que, a pesar de toda la impotencia física de cada hombre, se encuentra ésta en él a sí misma, no podrá hacerse valer entonces a la larga sino como su dispar contradictor.

2. Lo peculiar, que se hace en el hombre realidad, que alcanza con él la realidad finita, en lo cual la materia se transciende a sí misma, es el estarse-dado-a-sí-mismo y la habitud respecto de la totalidad absoluta de la realidad y su primer fundamento en cuanto tal. De ello dimana la posibilidad de una auténtica objetivación de cada experiencia y de cada objeto, al mismo tiempo que de su desligabilidad de una referencia inmediata al hombre en su esfera vital. Si esto es visto como finís de la historia del cosmos, puede entonces decirse sin reparos que el mundo instalado se encuentra en el hombre a sí mismo, hace de sí mismo su propio objeto y no tiene ya sólo la referencia a su fundamento como presupuesto tras de sí, sino ante sí como tema señalado. Esta constatación no quedará desacreditada porque se objete que tales resúmenes de la dispersión espacial temporal del mundo en sí y en su fundamento están presentes en el hombre sólo en un punto inicial, muy formal y casi vacío, dejándose pensar en personas espirituales no humanas (mónadas), las cuales llevarían a cabo más idóneamente, sin ser como el hombre sujetos de la totalidad y del estarse-dado-a-sí-mismo del mundo, el ser al mismo tiempo un auténtico momento parcial en éste. Tales seres puede haberlos. El cristiano sabe incluso de ellos y los llama ángeles. Pero esa llegada a-sí-mismo, que resume y que sintetiza, aunque sea

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todavía inicial, del todo del cosmos en el hombre, es algo que puede acontecer muchas veces en una manera cada vez absolutamente irrepetible, si sucede desde un momento parcial determinado de una magnitud singular espacio-temporal del cosmos. Por eso no puede decirse (sobre todo si se considera la respectiva irrepetibilidad de la libertad) que esa autoconsciencia cósmica no podría ser humana o dada solamente una vez. Acontece respectivamente a su manera propia, irrepetible en cada hombre. El cosmos material uno es en cierto modo el cuerpo uno del múltiple estarse-dado-a-sí-mismo de ese cosmos y del estar referido a su fundamento absoluto e infinito. Si esa corporeidad cósmica de innumerables consciencias personales, en las cuales puede el cosmos llegar a sí mismo, ha llegado a ser dato sólo e inicíalmente (de modo semejante a la propia corporeidad del hombre en sentido estricto) en la autoconsciencia y en la libertad de cada hombre, está, en cuanto tal, debiendo y pudiendo litigar a ser, en cada hombre, ya que éste no es en nu corporeidad un elemento del cosmos realmente delimitable y «t^i'i'giil)l<,

1 MÍIIO (|iiu comunica con todo él, al apremiar éste, por «indio dn CHII corporeidad liumana en cuanto altcridad del «iNpniíii, lutria cmi ('NliirHc-iIndo-a-si-mismo en el espíritu preci-Mimiimli'.

I'jw iwlainc-diulo-ii-sí-misnio, todavía en devenir, existente KÓIO jiniy iiiicuiliiicnlc, del cosmos en el espíritu de cada hombre, licué unu historia aún en curso; esa historia sucede en la historia interna y externa de cada hombre y de la Humanidad, en la obra del pensamiento y en la obra externa existente cabo sí, individual y colectivamente. Es cierto que estamos siempre, una y otra vez, bajo la impresión de que en ese imprevisiblemente largo y esforzado encontrarse-a-sí-mismo del cosmos en el hombre no se consigue nada definitivo, ya que ese volver-a-sí-mismo de la realidad del mundo en el hombre parece apagarse siempre ante algo nuevo, parece imponer una y otra vez algo así como una secreta rebeldía contra la autoconsciencia, una especie de voluntad para lo inconsciente. Pero si se supone en general un encarrilamiento y orientación últimos de la evolución (y todo lo que no sea esto hace de antemano impensable el pensamiento de la misma, ya que nunca se hubiese alejado de su comienzo, lo que regresa sin más a

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ese comienzo y no tiene ninguna otra tendencia), tendrá entonces ese volver-a-sí-mismo del cosmos en el hombre, en su totalidad y libertad individuales, que él mismo realiza, que tener también un resultado definitivo. Y éste parece sólo desaparecer y perderse, recaer en el sordo comienzo del cosmos y su dispersión, porque nosotros, en cuanto fijados ahora espacio-tem-poralmente, no podemos experimentar en absoluto ese definitivo llegar a sí do la unidad monádica del mundo, la respectiva irre-petibilidad de la totalidad del cosmos plenamente apresada en nuestro punto de espacio y tiempo en cuanto tal, y que debe estar dada sin embargo. Cristianamente acostumbramos a llamarla la inmortalidad del alma espiritual, con el cuidado de ver claramente que entendida rectamente en cuanto tal es precisamente una definitividad (formal y vacía en sí) y consumación del encuentro-de-sí-mismo del cosmos, y que no hay, por tanto, que confundirla con una acción de un alma espiritual extraña al cosmos, fuera de la totalidad de un mundo que está siempre materialmente al servicio del espíritu y que ha tenido y tiene una historia material.

3. Esta autotrascendencia del cosmos en el hombre hacia su propia totalidad y su fundamento, que tiene incluso una historia, arriba sólo, según la doctrina del cristianismo, real y enteramente a su cumplimiento último, cuando el cosmos recibe en. la creatura espiritual, su meta y su cima, además de lo que está puesto desde su fundamento, esto es, lo creado, la inmediata autocomunicación de su fundamento mismo; cuando esa autocomunicación inmediata de Dios a la creatura espiritual sucede, en lo que llamamos (visto en su decurso histórico) gracia, y en su consumación, gloria. Dios no crea solamente lo que es diverso de él, sino que se da a eso que es diverso. Tanto recibe el mundo a Dios, el infinito y el misterio indecible, que este Dios se hace su vida más interior. La autoposesión concentrada, respectivamente irrepetible, del cosmos en cada persona espiritual, en su trascendencia del fundamento absoluto de su realidad, sucede en el inmediato hacerse interior para el fundamentado de ese fundamento absoluto. El final es el comienzo absoluto. Ese comienzo no es el vacío infinito, la nada, sino la plenitud, que aclara lo partido, lo incipiente, que puede sustentar un devenir, que puede darle realmente la fuerza de un

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movimiento hacia lo que está más desarrollado y al mismo tiempo es más interior. Pero porque ese movimiento del desarrollo del cosmos está de antemano sustentado, y en todas sus fases, por el empuje hacia una plenitud siempre más cercana y consciente para con su fundamento, precisamente por eso está dado en sí mismo el mensaje de que llegará a una inmediateidad absoluta para con ese fundamento infinito, si bien no como lo forzosamente cognoscible desde ese movimiento en todas sus fases, pero sí como la meta, apuntable al menos asin-tóticamente, de índole absoluta de ese desarrollo. Si la historia del cosmos es en el fondo siempre una historia del espíritu, el querer-llegar-a-sí y a su fundamento, será entonces la inmediateidad para con Dios en su autocomunicación a la creatura espiritual, y en ésta al cosmos en general, la meta de más recto sentido de este desarrollo, supuesto que sea sistemáticamente indiscutible, que pueda llegar a su propia meta absoluta y que t'stn no le mueva sólo como lo inasequible. Nosotros experimentamos, en cimillo individuos singulares, físicamente condiciona-tltm, «1 comienzo extremo solamente de este movimiento hacia vnn muta infinita. Poro mimos también tales, que vivimos y ope-niiiioN, a difcicncia del animal, y desde una anticipación formal dn la totalidad, cu esa coiiscicncia, con la que disputamos n neutra lucha ffnico-liiulógicu por la existencia y nuestra dignidad terrena; somos incluso los que, en la experiencia de la gracia, si bien de manera no objetual, experimentamos el acontecimiento, de la promesa de la cercanía absoluta del misterio que todo lo fundamenta, y tenemos, por ello, la legitimidad del coraje de la fe en el cumplimiento de la historia ascensional del cosmos y de la respectiva consciencia cósmica individual, que consiste en la experiencia inmediata de Dios en descubierta y auténtica autocomunicación. Tal declaración es, naturalmente, por la esencia misma del asunto, el mantenimiento de la manera más radical del misterio inefable, que penetra e impera en nuestra existencia. Puesto que si Dios mismo, tal y como es mentado en cuanto la inexpresable infinitud del misterio, es y será la realidad de nuestra consumación, y si el mundo se entiende a sí mismo en su verdad más auténtica sólo allí donde se entrega radicalmente a ese misterio infinito, con tal mensaje entonces no se dice solamente esto o aquello, lo que en cuanto un con-

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tenido de enunciados está junto a otros bajo un sistema común de coordinación de conceptos, sino que se dice que delante y detrás de todos y cada uno de los que hay que ordenar, y respecto de los cuales ejercen las ciencias su oficio, está siempre el misterio infinito, precediéndoles, y que en ese abismo está el origen y el final, el final venturoso. El hombre puede, como irritado por una exigencia excesiva, declarar su desinterés por ese abismo del comienzo y del final de su existencia, e intentar huir hacia la claridad comprensible de la ciencia como único espacio a la medida de su existencia. No le está permitido, y no puede, aunque fuese capaz de hacerlo en la superficie de su conscien-cia objetual, dejar sobre sí, en la hondura que sustenta y alimenta todo lo de la persona propiamente espiritual, la pregunta infinita, que le rodea y que se responde sola a sí misma, ya que siendo, no posee nada que pudiera responderla desde fuera, la que se responde a sí misma, si es aceptada con amor. Ella es quien le mueve; si se deja implicar en este movimiento, que es el del mundo y el del espíritu, llega propiamente a sí mismo, a Dios, a su meta, en la que el comienzo se da inmediatamente.

III

Sólo ahora podremos determinar el lugar de la cristología en tal imagen del mundo evolutiva.

1. Suponemos, por tanto, que la meta del mundo es la autocomunicación de Dios, que la dinámica entera, con que Dios ha dotado tan interiormente, y sin embargo no como constitutivo según esencia, al devenir en autotrascendencia del mundo, está siempre mentada como el comienzo y puesta en curso de esa autocomunicación y de su aceptación por parte del mundo. ¿Y cómo habrá que pensar con más exactitud esa autocomunicación de Dios a la creatura espiritual en general, a todos esos sujetos, en los que el cosmos llega a sí mismo, a su relación, a su fundamento? Para entenderlo, hay que aludir por de pronto a que esas subjetividades del cosmos significan libertad. Ahora no podemos sino colocar aquí esta frase y renunciar a su trascendental fundamentación. Pero si la presuponemos, presuponemos al mismo tiempo que esa historia de

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la autoconsciencia del cosmos es siempre y necesariamente una historia de la intercomunicación de esos sujetos espirituales, ya que el llegar-a-sí-mismo del cosmos en tales sujetos espirituales ha de significar sobre todo, y también necesariamente, el Uegar-unos-a-otros de esos mismos sujetos, en los que el todo está cabe sí respectivamente a su propia manera, puesto que si no el llegar-a-sí separaría y no aunaría. Autocomunicación de Dios es, por tanto, comunicación en libertad e intercomunicación de las plurales subjetividades cósmicas. Esa autocomunicación se dirige, pues, por necesidad a una historia libre de la humanidad, puede sólo acontecer en aceptación libre por parte de esos sujetos libres, y en una historia común. La autocomunicación de Dios no se vuelve súbitamente acósmica, orientada nada más que a una subjetividad aislada, singularmente, sino que es histórica y de historia de la humanidad. Este acontecimiento de la autocomunicación hay, por tanto, que pensarle como acontecimiento que sucede históricamente en una temporalidad espacial determinada, desde la que se dirige a todos invocando su libertad. Con olrns palabras, la autocomunicación lia d(i letier un comienzo permanente, y en él una garantía de un NiiccHii, por medio do la cual pueda exigir con derecho la decisión libro do aceptación de esa autocomunicación divina (anotemos brevemente que esa aceptación o repulsa libres por parto de cada libertad, en nada prejuzga el acontecimiento de la autocomunicación en cuanto tal, sino la relación solamente que la-creatura espiritual adopta para con él; cierto que usual-mente sólo a la autocomunicación en el modus de la libre y, por ello, beatífica aceptación, se la llama autocomunicación de Dios eficaz, asentada).

2. De todo esto resulta en primer lugar el concepto del portador de la salvación por antonomasia. Llamamos portador de la salvación por antonomasia a esa persona histórica, que significa, apareciendo en espacio y tiempo, el comienzo de la absoluta autocomunicación de Dios, que la inaugura para todos como un suceso irrevocable, que la denuncia como sucediendo. Pero con este concepto no se dice que esa autocomunicación de Dios al mundo en su subjetividad espiritual empiece sólo con él temporalmente. Ni es necesario que sea así; puede tranquilamente ser pensada como incipiente ya antes del portador

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de la salvación, como coexistente incluso con la historia espiritual entera de la humanidad y del mundo, como de hecho, según doctrina cristiana, ha sido el caso. Se llama portador de la salvación a esa subjetividad histórica, en la cual el proceso de la absoluta autocomunicación de Dios al mundo espiritual entero se da irrevocablemente, en la cual puede reconocerse ésta inequívocamente como irrevocable, y en la que llega a su punto cumbre, en tanto ese punto cumbre ha de ser pensado como momento en la historia entera de la humanidad, y no identificado simplemente (éste sería otro concepto, por completo legítimo también, del punto cumbre de la autocomunicación divina) con la totalidad del mundo espiritual bajo tal autocomunicación. En cuanto que esa autocomunicación, a saber por parte de Dios y de la historia de la humanidad que ha de aceptarla, tiene que ser pensada como libre, será desde luego legítimo el concepto de un acontecimiento, por medio del cual esa autocomunicación y aceptación alcancen en la historia una irreversibilidad irrevocable, y en el cual la historia de esa autocomunicación llegue a su propia esencia y a su irrupción, sin que por ello tenga que haber encontrado ya extensivamente y respecto de la pluralidad espacio-temporal de la historia de la humanidad sin más ni más su final y su conclusión esa historia de la autocomunicación de Dios. Observando que ese mundo de la irreversibilidad, que se hace patente, de la auto-comunicación histórica de Dios, indica tanto la comunicación misma como su aceptación. Ambas están mentadas en el concepto de portador de la salvación. Y en cuanto que un movimiento histórico vive, ya en su puesta en curso, de su final, puesto que su dinámica, en su propia esencia, quiere la meta, la lleva en sí como su aspiración, y sólo en ello se descubre propia y esencialmente, será justo e incluso necesario, pensar el movimiento entero de la autocomunicación de Dios a la humanidad, también donde sucede temporalmente antes del acontecimiento de su hacerse irrevocable en el portador de la salvación, como sustentado por ese acontecimiento, por ese portador de la salvación por tanto. Todo el movimiento de esa historia vive de llegar a su meta, a su punto cumbre, al acontecimiento de su irreversibilidad, vive por tanto del que llamamos portador de la salvación. Ese portador de la salva-

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ción, que conforma el punto cumbre de esa autocomunicación, ha de ser la afirmación absoluta de Dios a la creaíura espiritual en conjunto respecto de su autocomunicación, a la vez que la aceptación por su medio de la misma. Sólo entonces estará dada por ambas partes una autocomunicación irrevocable, presente en el mundo histórico y comunicativamente.

3. Ahora es ya posible conocer el sentido del enunciado de la unión hipostática, de la encarnación del Logos divino, tal y como está realmente pensado y tal y como se ensambla, según resulta de lo dicho, en una concepción del mundo evolutiva. El portador de la salvación es por de pronto un momento histórico en el operar salvífico de Dios en el mundo, un momento de la historia de su autocomunicación, y .de tal modo, además, que él mismo es un fragmento de esa historia del cosmos. No puede simplemente ser Dios en cuanto operante en el mundo, sino que tiene que ser un fragmento del cosmos mismo, y precisamente en su cumbre. Todo lo cual está dicho en el dogma cristológico. Jesús es verdaderamente hombre, verdaderamente un fragmento de la tierra, verdaderamente un momento en (¡1 devenir biológico de este mundo, un momento de la historia natural humana, ya que es nacido de mujer, es un hombre, quo en su subjetividad espiritual, humana y finita, es, tanto como nosotros, receptor do esa gratuita autocomunicación de Dios, que declaramos respecto de todos los hombres, y también del cosmos, como el punto cumbre del desarollo, en el que el mundo liega absolutamente a sí mismo y en absoluta inmedia-teidad a Dios; es ése, que por medio de lo que nosotros llamamos su obediencia, su oración, su suerte de muerte libremente aceptada, ha consumado también la aceptación de la gracia divina y de la inmediateidad para con Dios, que posee en cuanto hombre. Todo esto es dogma católico. Sin caer en error de fe, en herejía, no se puede entender al hijo del hombre, como si Dios o su Logos hubiesen vestido, a efectos de su operar salvífico en el hombre, una especie de librea, se hubiesen disfrazado en cierto modo, se hubiesen puesto sólo una imagen de manifestación externa, para poder dar noticia de sí intramun-danamente. No; Jesús es verdaderamente hombre. Tiene absolutamente todo lo que pertenece a un hombre, tiene (también) una subjetividad finita, en la que el mundo llega a sí mismo,

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que posee una radical inmediateidad para con Dios, que reposa, al igual que la nuestra, en esa autocomunicación divina en gracia y gloria, que también nosotros poseemos. En tal contexto, habrá que subrayar, que el enunciado fundamental de la cristología es precisamente la encarnación de Dios, su hacerse material. Lo cual no se entiende de por sí. Porque no estaba desde luego en la corriente del espíritu del tiempo, en el cual se forma tal dogma. Un Dios, pensado en cuanto trascendencia espiritual, como elevado absolutamente sobre el mundo en cuanto material, debería, si se acerca al mundo salvadoramente, ser pensado en cuanto aquél, que prudentemente desde el espíritu se acerca desde fuera al espíritu del mundo, sale al encuentro del espíritu y finalmente, si de alguna, es de esta manera —en cierto modo psicoterapéuticamente—, como se hace efectivo para la salvación del mundo material. Y esta era la concepción de la más peligrosa herejía, con la cual hubo de luchar el cristianismo incipiente, la concepción del gnosticismo.

Pero el cristianismo enseña otra cosa. Según él, Dios aprehende el mundo en la encarnación, en el hacerse material del Logos, o mejor aún: exactamente en ese punto de unidad, en el que la materia llega a sí misma y el espíritu tiene su esencia propia en la objetivación de lo material, en la unidad de la naturaleza humana. El Logos sustenta lo material en Jesús igual que el alma, y eso que es material, es un fragmento de la realidad y de la historia del cosmos. La teología acentúa incluso que en aquella fase de la existencia humana de Jesús, en la que por medio de la muerte se daba entre su «alma» y «cuerpo» una relación distinta de la que nos es conocida en tiempo de la vida biológica, no se aflojó como por medio de una diástasis mayor entre cuerpo y alma la relación del Logos para con su cuerpo. El Logos de Dios pone, creadoramente y aceptándola a la vez, esa corporeidad en cuanto fragmento del mundo como su propia realidad, la pone por tanto como lo que es distinto de él, de modo que esa materialidad le expresa al Logos mismo, y le permite estar presente en el mundo. Su aprehensión de ese fragmento de la realidad del mundo, una y material-espiritual, puede ser pensada desde luego como el punto cumbre de esa dinámica, en la que la Palabra de Dios, que lo sustenta todo, sustenta la autotrascendencia del mundo en cuanto entera.

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Puesto que podemos concebir tranquilamente lo que llamamos creación como un momento parcial en ese hacerse mundo de Dios, en el que Dios, fáctica si bien libremente, se declara a sí mismo en su Logos hecho mundo y materia; tenemos pues completo derecho a pensar creación y encarnación, no como dos hechos de Dios «hacia el exterior», que están uno junto a otro disparmente, y que resultan en el mundo fáctico de dos iniciativas, separadas una de otra, sino como dos momentos y fases, tn el mundo real, de un proceso, que es uno, si bien diferenciado interiormente, de la exteriorización y enajenación de Dios dentro de lo que es distinto de él. Tal concepción puede reclamarse de la tradición del «cristocentrismo» muy antigua en la historia de la teología, y no niega además en modo alguno que Dios hubiese podido crear también un mundo sin encarnación, esto es, rehusando a la autotrascendencia de la naturaleza en espíritu y hacia Dios por medio de su propia dinámica, que habita el mundo (sin ser uno de sus constitutivos esenciales), esa última culminación, que sucede en la gracia y en la encarnación; y esto porque cada autosuperación esencial, aunque sea la «meta» del movimiento, tiene siempre frente al grado inferior, la relación de la gracia, de lo inesperado y de lo que nos puede forzar. Pero nos hemos anticipado al paso apropiado de nuestras reflexiones. Por de pronto teníamos que hacer comprensible, que el portador de la salvación, el que nosotros aprehendemos como punto cumbre de la historia del cosmos, es precisamente punto cumbre de esa historia, claro está que dentro de ese otro punto cumbre, histórico también, que permite que trascienda hacia Dios todo mundo del espíritu; y hacer comprensible asimismo que todo esto se declare por medio del dogma cristiano de la encarnación: Jesús es verdaderamente hombre, con todo lo que esto significa, con su finitud, mun-daneidad, materialidad, y con su participación en la historia de este cosmos, que guía a través del paso angosto de la muerte.

Este es uno de los lados. Pero ahora habrá que ver el otro. Ya lo hemos dicho: ese acontecimiento de salvación ha de estar dado en el mundo y en su historia de tal manera, que la autocomunicación de Dios a la creatura espiritual conserve el carácter de lo definitivo, de lo irrevocable, estando dado a su vez de tal modo, que tal autocomunicación de Dios a la creación es-

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piritual aparezca como dada también desde una historia individual irrepetible. Si presuponemos esto como la consumación «normal» de la historia del cosmos y del espíritu, sin decir con ello, que dicho desarrollo haya de llegar o haya llegado ya necesariamente tan lejos, tendremos que afirmar, que en esa idea limitada del portador de la salvación, está implícito el concepto de la unión hipostática de Dios y hombre, que constituye el contenido peculiar del dogma cristiano de la encarnación.

Quizás es sólo ahora cuando rozamos auténticamente la médula del problema que ocupa todas nuestras reflexiones. Nada marcha sin una cierta paciencia. Primero, aclaremos todavía algo más lo que nos preguntamos ahora. No tenemos, pienso yo, una dificultad especial en representar la historia del mundo y del espíritu como la historia de una autotrascendencia hasta la vida de Dios, que en su última y suprema fase es idéntica con una absoluta autocomunicación divina, lo cual indica el mismo proceso visto desde Dios. Pero esa última y absoluta autotrascendencia del espíritu hasta dentro de Dios, hay que pensarla como sucediendo en todos los sujetos espirituales. De suyo se podría pensar materialmente, que una autotrascendencia esencial no sucede en todos los «ejemplos» de la posición de partida, sino únicamente en algunos determinados, igual que en la evolución biológica junto a los círculos formales nuevos y más elevados se mantienen también los representantes de los inferiores, de los que los superiores se derivan. Lo cual no tiene sentido pensarlo del hombre, ya que éste por «naturaleza», desde su esencia, es la posibilidad de trascendencia llegada a sí misma, la habitud existente cabe sí respecto de lo absoluto, el saber acerca de la posibilidad infinita. A tal ser le podrá apenas ser negada, como al único, la realización de esa autotrascendencia última, estando ésta dada en general, esto es en otros sujetos espirituales de índole semejante. En cualquier caso la revelación cristiana dice, que esa autotrascendencia les está ofrecida a todos los hombres, que es una posibilidad real de su existencia individual, ante la cual pueden cerrarse sólo por medio de la culpa. En correspondencia para con la índole peculiar del que existe espiritualmente, ha de ser considerado el final por tanto, en cuanto consumación del espíritu y del mundo, como un final, que está pensado para todos los sujetos espiri-

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tuales. Y en tanto que el cristianismo sabe de la gracia y de la gloria como inmediata autocomunicación de Dios, confiesa también esa consumación insuperable como la de todos los hombres (y ángeles). ¿Cómo se ensambla entonces en esta concepción fundamental la doctrina de la unión hipostática de una naturaleza humana, singular, determinada, con el Logos de Dios? '¿Hay que pensar algo así, nada más que como un grado propio, más elevado todavía, de la autotrascendencia del mundo hacia Dios, como un grado más elevado aún, de índole esencialmente nueva y esencialmente más alta, de la autocomunicación de Dios a la creatura, el cual está dado esta vez sólo, en un «caso» único? ¿O puede esta unión hipostática, si bien en su índole propia, esencial y dada una vez sola, ser pensada como la manera en la que se lleva y en la que ha de llevarse a cabo la deificación de la creatura espiritual, si es que ha de suceder ésta en general? Con otras palabras: ¿es un grado más elevado, en el que la concesión de la gracia a la creatura espiritual queda (si bien «suprimida») sobrepujada, o es un momento peculiar en esa concesión, que de suyo no puede ni pensarse sin esa unión hipostática para la cual acontece?

Esperamos que la importancia de esta cuestión para nuestro tema en conjunto sea fácilmente divisable. A saber, si a la encarnación hay que considerarla como un grado propio, absolutamente nuevo, en la jerarquía de las realidades del mundo, que sobrepasa nada más los dados hasta ahora o los que están por dar todavía, sin ser en cuanto tal para esos inferiores necesario, esto es sin formar condición y posibilitación para la general concesión de gracia a la creatura espiritual, tendría entonces la encarnación, o que poder ser vista bajo este supuesto como culminación, ascendente siempre y todavía, de las realidades del mundo estratificadas hacia arriba, para poder así ser ensambladas positivamente en una concepción del mundo evolutiva, o por el contrario habría que dejar caer ambas cosas (esto es, el pensamiento de que la encarnación del Logos es un punto culminante del desarrollo del mundo, sobre el que está instalado, aunque permanezca libre y gratuito, el mundo entero, y el pensamiento de la acomodación de la encarnación en una imagen del mundo evolutiva. Desde luego apenas se entiende o no se entiende en absoluto, que sin tomar en auxilio la teoría de que

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la encarnación es ella misma ya momento interior y condición para el congraciamiento general de la creatura espiritual con Dios, se pueda sin embargo concebir esa encarnación como lo más alto y supremo en la realidad y en la realización del mundo, de tal modo que aparezca como la meta y el final de esa realidad mundana. Aparecería siempre naturalmente como lo supremo en esa realidad del mundo, ya que es la unidad de índole hipostática entre Dios y una realidad mundana. Pero con ello no es todavía comprensible en cuanto meta y final, en cuanto punto cumbre acertable desde abajo asintóticamente. Esto parece ser sólo posible, si se supone, que la encarnación misma es comprensible en su irrepetibilidad y en el grado de realidad dado con ella (en y no a pesar de esa irrepetibilidad) como momento interior y necesario en el congraciamiento del mundo entero con Dios, y no sólo (cosa que ningún cristiano puede negar) como medio empleado tácticamente para esa concesión de gracia, que hubiese podido suceder igual de bien de otra manera, y que por tanto no está conferida de suyo por la encarnación en cuanto tal.

Por lo pronto el teólogo que se plantea esta cuestión puede advertir, que la unión hipostática se hace efectiva para la humanidad adoptada del Logos sólo, propia e interiormente, en lo que la misma teología adscribe a todos los hombres como meta y consumación, a saber en la visión inmediata de Dios, que disfruta el alma humana creada de Cristo. La misma teología acentúa, que la encarnación sucedió ((por amor de nuestra salvación», y que no aporta a la divinidad del Logos incremento alguno de realidad y vida, siendo las ventajas que incrementan interiormente, por medio de la unión hipostática, la realidad humana de Jesús, las mismas que, en la misma índole esencial, están pensadas también por medio de la gracia para los otros sujetos espirituales. Lo cual nos hace ya ser prudentes al contestar la pregunta propuesta. La teología ha buscado aclarar el problema, planteándose la cuestión, naturalmente irreal en sí, de lo que sería por ejemplo preferible en el caso de tener que elegir: la unió hypostatica sin: visión inmediata de Dios o esa visión de Dios, decidiéndose por la afirmación de la segunda posibilidad. Así es, como se ve, tan difícil determinar más exactamente la relación entre esa consumación, que la fe cris-

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tiana reconoce a todos los hombres, y esa otra consumación irrepetible de posibilidad humana (como de potentia oboedien-tialis), que confesamos como unió hypostatica. Y, sin embargo, una determinación más exacta de esa relación está exigida en la cuestión que nos hemos propuesto: si eso que llamamos encarnación del Logos, podemos o debemos o nos es lícito pensarlo como la manera de realización de la deificación de la creatura espiritual en general, de modo que hayamos apuntado ya implícitamente a esa unión hipostática, si consideramos la historia del cosmos y del espíritu llegando a ese punto, en el que acontece la absoluta autotrascendencia del espíritu hacia Dios y la absoluta autocomunicación de Dios, por medio de la gracia y de la gloria, a todos los sujetos espirituales.

La tesis que nosotros perseguimos, es la siguiente: que la ardo hypostatica, si bien como acontecimiento irrepetible en su propia esencia, y mejor que el cual no se puede pensar ningún otro, es también un momento interior de la totalidad de la concesión de la gracia a Ja creatura espiritual en general. ¿Por qué esto? Ya liemos dicho que ese acontecimiento entero de la concesión deificante de la gracia a la humanidad debía ser, si encuclilla su consumación, una perceptibilidad concreta en la historia (con otras palabras, no debería poder ser súbitamente acósmico), ser acontecimiento de tal modo que se ensanche desde un punto espacial y temporalmente (en otras palabras, no debería suprimir la unidad de los hombres, su ser-con-otro que les es esencial, su comunicación en reciprocidad, sino llegar él mismo en eso mismo a ser un dato), ser una realidad irrevocable en la que la autocomunicación de Dios no se muestra como mera oferta a revocar, sino como oferta incondicionada y aceptada además por el hombre, trayéndose de este modo a sí mismo (correspondientemente a la esencia del espíritu) a ser dato de sí mismo. Donde Dios efectúa la autotrascendencia del hombre hacia él por medio de una autocomunicación absoluta, que es la promesa irrevocable a todos los hombres, que ha alcanzado ya en ese hombre su consumación, ahí tenemos unión hipostática. Desde luego no podemos quedarnos parados, al pensar esta «unión hipostática», en el modelo de la representación de una «unidad» cualquiera, de cualquier interdependencia. La peculiaridad de esa unidad

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tampoco la hemos apresado suficientemente al decir: por razón de esa unidad, la realidad humana es declarable en toda verdad desde el sujeto divino del Logos. Porque habrá que preguntarse, por qué es esto posible, cómo hay que pensar la unidad, qué justifica semejante declaración de la comunicación idiomática. Esa adopción y «unión» tienen el carácter de una autocomunicación; se adopta, para que a lo adoptado, a la humanidad (primeramente de Cristo) le sea comunicada la realidad de Dios. Pero esta comunicación, perseguida por medio de la adopción, es la comunicación por medio de lo que nosotros llamamos gracia y gloria, que está precisamente pensada para todos. No se puede objetar, que esa comunicación es también posible sin tal unión hipostática, ya que sin ella ocurre en nosotros. Puesto que precisamente en nosotros es posible esa comunicación en cuanto efectuada por medio de esa unión y adopción, tal y como suceden en la unión hipostática. Y en cualquier caso, teológicamente, no hay ningún impedimento para suponer que gracia y unió hypostatica pueden ser pensadas sólo conjuntamente, y que como una unidad significan la resolución libre y una de Dios acerca del orden sobrenatural de salvación. En Cristo la auto-comunicación de Dios sucede fundamentalmente para todos los hombres, y en cuanto que «está ahí» insuperable, perceptible históricamente y llegada a sí misma de una manera irrevocable, es unió hypostatica.

Una vez más, ¿por qué? Cada autodeclaración de Dios sucede donde no es simplemente visio beatifica (e incluso entonces no es de otra manera, aunque no podamos ahora adentrarnos en ello), por medio de una realidad finita, de una palabra, de un acontecimiento, etc, que pertenece al ámbito creado, finito. Pero entretanto que esa mediación finita de la autodeclaración divina no es una realidad de Dios mismo en sentido estricto y propio, será fundamentalmente previsible, superable fundamentalmente, porque es finita y en esa finitud no es sin más realidad de Dios mismo, y puede por tanto, por medio de una nueva posición de lo finito, ser superada por El. Esto es, si la realidad de Jesús, en la que como afirmación y aceptación «está ahí» para nosotros la autocomunicación de Dios de índole absoluta a la humanidad entera, ha de ser realmente definitiva e insuperable, tendríamos que decir: no está sólo puesta por Dios,

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sino que es Dios mismo. Pero si esta afirmación es ella misma una realidad humana en cuanto dotada de gracia absolutamente (y otra cosa no puede ser, ya que una mera palabra no sería precisamente el acontecimiento de esa autocomunicación, sino que hablaría sólo sobre ella, no siendo por tanto la comunicación propia y realmente primaria sobre esa autocomunicación, puesto que el acontecimiento en su apertura, y no una palabra sobre él, es la primera notificación de sí mismo), y si ha de ser real y absolutamente Dios, será entonces la pertenencia absoluta de una realidad humana a Dios, por tanto precisamente eso que llamamos unia hypostatica. Si es que es lícito formularlo así, la unió hypostatica se distingue de nuestra gracia no por lo afirmado en ella, que las dos veces (también en Jesús) es la gracia, sino porque Jesús es para nosotros la afirmación y nosotros no somos la afirmación también, sino los receptores de la afirmación de Dios a nuestro respecto. La unidad de la afirmación, la indisolubilidad de la afirmación y del que afirma (¡que se afirma a sí mismo para nosotros!) ha de ser pensada «Mine.sjMiiulicntemento a la índole peculiar de la afirmación IIIÍMIIIII. Si iu afirmación renl frente a nosotros es la realidad humaiM MI cimillo dotada do gracia, en la cual y desde la cual Diim HO no» afirma un MU gracia, la unidad entre la afirmación y «1 <i tiea afirma no podrá «er pensada entonces como meramente «moral», algo así como entre una «palabra» humana o algo semejante, con carácter sólo de signo, y Dios, sino únicamente como una unidad de índole irrevocable de esa realidad humana con Dios, que suprime una posibilidad de separación entre lo notificado y el que notifica, esto es que hace de lo notificable real y humanamente y de la afirmación para nosotros una realidad de Dios. Y esto es precisamente lo que dice la unia hypostatica. Dice esto y no otra cosa: en la realidad humana de Jesús está por antonomasia e irrevocablemente la voluntad absoluta de salvación de Dios, el acontecimiento absoluto de la autocomunicación de Dios a nosotros, la declaración para nosotros incluida su aceptación, en cuanto operada por Dios mismo, una realidad de Dios, sin mezcla, pero también inseparable, y por ello irrevocable. Esa declaración, además, es la afirmación de la gracia para nosotros.

Naturalmente que no es aquí posible desarrollar, desde este

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punto de partida ya alcanzado, la cristología entera, ganando así un mejor entendimiento de la misma. No hay ahora tiempo para ello. Pero se mostraría que la auténtica doctrina, rectamente entendida de la unión hipostática, nada tiene que ver con una mitología. Se mostraría que la cristología de muchos cristianos interpretada implícita y subcutáneamente, y por ello con más fuerza, al estilo monofisita, es realmente un malentendido.

IV

Habrá que añadir todavía un par de advertencias, que son idóneas para redondear el tema un poco por lo menos.

1. Hemos intentado hasta ahora ordenar la cristología en un cuadro, que es simplemente el de una concepción evolutiva del cosmos, la cual se desarrolla hacia ese espíritu, que indica como su consumación absoluta, por medio de una autotrascen-dencia, y en una absoluta autocomunicación de Dios en gracia y en gloria. Con lo cual no hemos dicho nada aún de culpa y redención en cuanto liberación del pecado. Y, sin embargó, la perspectiva más explícita, bajo la cual se considera la encarnación del Logos, es la de la redención, la de la expiación de la culpa. ¿No hemos hecho por tanto una digresión de la cristología tradicional, hasta un punto que no está permitido? Para hacer al menos algunas advertencias breves a esta pregunta, digamos por de pronto: hay desde antiguo dentro de la teología católica una dirección de escuela, llamada usualmente la escotista, que ha acentuado siempre que el motivo primero y fundamentante de la encarnación no es la expiación de la culpa, sino que esa encarnación es previamente al saber divino anticipado de la culpa libre, la meta de la libertad de Dios, que la encarnación en cuanto cumbre libre de la autoexpresión y auto-alienación de Dios hasta dentro de ese otro que es la creatura, es el acto divino más originario que anticipa en cierto modo comprensivamente, como momentos suyos, la voluntad de creación y (bajo el supuesto de la culpa) de redención.

Desde esta concepción de escuela, nunca objetada por el ministerio docente de la Iglesia, no puede por tanto decirse que el esquema de la encarnación aquí presentado pueda suscitar

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realmente reservas de dicho ministerio. En la Iglesia católica está completamente permitido concebir la encarnación, por lo pronto en la intención primera de Dios, como cúspide y cima del plan divino de creación, y no en primer lugar y en primer arranque como el acto de mera restauración de un orden divino del mundo, perturbado por la culpa de la humanidad, que de suyo hubiese podido, sin encarnación, ser pensado por Dios igualmente. Es natural que sería herético negar que la realidad y realización del Logos hecho creatura, significa también la superación del pecado. Qué valor último de posición (para expresarlo así) tenga esta proposición, no es cosa que quede ya decidida en la proposición misma, y puede demostrarse, según insinuaremos enseguida, que la proposición de la redención de la culpa se deriva sin violencia y por sí misma de nuestro propio arranque de sistema. Además: la unidad de historia del espíritu y de la materia, del cosmos uno de lo corpóreo y de lo-espiritual, del cual hemos procedido, ni puede ni debe ser mal entendida, corno si no tuviesen en ella sitio alguno libertad, culpa, pombilidnd de jKüdición definitiva en definitiva y querida uiilix'lfiiiHiiru contra el sentido del mundo y de su historia, como ni la culpa no pudiera ser en tal concepción del mundo nu'w i|ii« uiiii especio do inevitable dificultad de desarrollo, que está <lo í'ritcmimo dialécticamente incluida en los momentos de otto proceso. Es conocido, que se le ha hecho a Teilhard el reproche, de quitarle de esta manera importancia al pecado, un reproche, que Henri de Lubac, en su último libro sobre Teilhard '*, ha atenuado luminosamente. Dicho reproche no se le puede hacer de veras a tal concepción evolutiva del mundo, si es que ésta se entiende rectamente. El desarrollo del cosmos va hacia espíritu, trascendencia y libertad, va en una real, esencial auto-trascendencia hacia espíritu, persona y libertad. La historia del cosmos tiene (y previamente para el cosmos entero, también para el material, cosa que no puede hacer en absoluto comprensible una interpretación puramente idealista del mundo, descubriendo con ello su insuficiencia para las necesidades de la teología cristiana) en el instante, en que espíritu y libertad quedan

1 Taurus Ediciones cuenta con poder llegar a ofrecer en su colección «El futuro de la verdad» el texto castellano completo de este libro admirable. (N. del T.)

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alcanzados en él, sus estructuras y su interpretación desde ese espíritu y esa libertad, no desde la materia, en cuanto que prees-piritualmente ésta es la aliedad del espíritu como tal. Pero donde hay libertad en y ante la realidad del cosmos en cuanto entero y en una trascendencia hacia Dios, puede haber ya culpa, libertad que se niega frente a Dios, pecado y la posibilidad de la perdición. Si esa posibilidad y su realización son sobrepasadas, y en qué medida, por una mayor libertad de Dios en su gracia, es a su vez otra cuestión. Pero en cualquier caso no puede decirse que en tal concepción del mundo no puedan tener ya sitio alguno libertad, y auténtica, y culpa que no es ya suprimible desde el hombre.

Supuesto esto y acentuado, puede entenderse desde nuestra concepción fundamental, que en una historia, que por medio de la libre gracia de Dios, tiene su meta en una absoluta e irrevocable autocomunicación de éste a la creatura espiritual, en una auto-comunicación que queda fijada por su meta y su punto cumbre, la encarnación, esté dado necesariamente el poder redentor y que supera el pecado precisamente en ese punto cumbre encar-natorio y en la realización de esa realidad humano-divina. Puesto que el mundo y su historia están de antemano sustentados por la voluntad absoluta de Dios de una radical autocomunicación a ese mundo, puesto que en esa autocomunicación y su punto cumbre, la encarnación, el mundo se hace historia de Dios mismo, está el pecado, si lo hay en el mundo y en la medida en que lo haya, abarcado de antemano por la voluntad de remisión, y la oferta de autocomunicación divina será necesariamente, puesto que por causa de Cristo no está condicionada por el pecado, una oferta de la remisión y de la superación de la culpa; más aún, la culpa está sólo admitida, porque en cuanto culpa finitamente humana estuvo siempre sabida como apresada permanentemente en la voluntad absoluta de Dios hacia el mundo y en la oferta de sí mismo. Esa posibilidad de remisión existe no desde el hombre, desde «Adán» en cuanto tal, desde el grado humano de la historia, sino por medio de esa fuerza de la autocomunicación de Dios, que de un lado sus-' tenta de antemano el desarrollo de la historia entera del cosmos, pero que de otro lado se hace manifiesta, perceptible históricamente en cuanto ella misma y encontrando su propia meta

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en la existencia y realización existencial de Cristo. Y éste es el sentido de la proposición: hemos sido redimidos de nuestros pecados por Jesucristo. Lo cual se hace evidente, porque la resolución de Dios hacia Cristo y su obra de salvación sustenta esa misma obra, y no es sustentada por ella, porque la acción de Cristo no efectúa la voluntad de remisión de Dios, sino que es efectuada por ella y porque esa redención en Cristo (también podría decirse: hacia Cristo) era ya operante desde el comienzo de la humanidad. A esto se añade: que según doctrina católica, la «redención» no puede en absoluto ser entendida como una transacción meramente moral o jurídica, como una mera absolución o un no asentar en cuenta una culpa, sino que es la comunicación de la gracia divina, que sucede en la realidad ontológica de la autocomunicación de Dios, y es, por tanto, en cualquier caso la prosecución y remate de ese proceso óntico, que consiste desde el comienzo en la concesión sobrenatural de gracia a la humanidad y en su deificación. Si se admite que esa concesión originaria de gracia a la humanidad ante su pecado consistió, y sigue consistiendo, no sólo en exigencia, niño también en poder que se impone, ya que—y en cuanto que de antemano estaba orientada hacia la encarnación y la aiilocomuniraeión de Dios, puesta en ella irrevocablemente, a la humanidad entera (y no porque había comenzado en «Adán»), y que por ello se hizo por sí misma superación del estorbo de esa autocomunicación, de la culpa, tendremos entonces, cuando ese estorbo aparezca libremente en la historia del remate de esa autocomunicación, tal idea de la redención cristiana, que resulta de suyo de una concepción del mundo cristo-lógicamente evolutiva.

Con le insinuado no ha de despertarse la apariencia de que están ya medidas todas las honduras y amplitudes de una sote-riología. Deberá sólo quedar insinuado cómo se ordena una redención en el esquema fundamental desarrollado de una concepción cristológicamente evolutiva del mundo.

2. Una cuestión ulterior hemos de tocar todavía. Hemos proyectado, así podría formularse, la idea de una encarnación posible desde el esquema formal de un desarrollo del mundo, que tiene su punto cumbre en la autocomunicación de Dios. Naturalmente que semejante proyecto formal es, en la historí-

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cidad del conocimiento humano y también metafísico, sólo fácilmente posible con esta evidencia, porque nosotros sabemos ya de la encarnación fáctica; tal proyecto es posible, por tanto, sólo post Christumt natum. Pero esto no es sorprendente. También una reflexión metafísica es siempre un alcanzar una expresión ya hecha. El proyecto trascendental del hombre como ser de libertad por ejemplo, es trascendental a priori, y sin embargo fácticamente depende en su realización de una experiencia concreta de la libertad. Pero hay algo más que no se deja llevar a efecto de esta manera: la prueba a posteriori de que ese proyecto trascendental de una encarnación posible ha acontecido fácticamente en Jesús de Nazaret, aquí y sólo aquí. La idea del Dios-hombre y el reconocimiento de Jesús precisamente como un Dios-hombre real, irrepetible, son dos conocimientos diversos. Y sólo por medio del segundo conocimiento de fe se es un cristiano, sólo, por tanto, cuando se ha captado lo irrepetiblemente concreto de ese hombre determinado, y precisamente en cuanto la autodeclaración absoluta de Dios, en cuanto la afirmación de Dios mismo a cada uno de nosotros. Que la salvación del hombre no dependa de la idea sólo, sino de la contingencia concreta de la historia real, es cosa que pertenece al cristianismo. Y es desde aquí desde donde se ve la importancia de todas nuestras reflexiones. Sólo dentro del esquema fundamental bosquejado, en el cual el espíritu no es lo extraño a la realidad material, sino el Hegar-a-sí-inisma de esa realidad corpórea, se hace comprensible que no una idea general, sino una realidad concretamente corpórea pueda ser lo realmente salvador y eternamente válido; que el cristianismo pueda no ser propiamente un «idealismo», si es que se entiende rectamente. El acto de captar la realidad concreta de ese hombre determinado como el Dios-hombre salvador es más y es distinto que el proyecto a priori de la idea de un Dios-hombre en cuanto fundamento sustentante de una humanidad deificada entera y de un mundo que en ella alcanza a Dios. Pero no es ya tarea de estas reflexiones mostrar cómo el hombre llega e n . su experiencia histórica y en su fe al conocimiento de fe, de que en ese Jesús de Nazaret ha arribado la historia del mundo no a su consumación plena y absoluta, pero sí a su fase de

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consumación insuperable. Aquí podíamos sólo advertir sobre tal cuestión ulterior.

3. Una ordenación rectamente entendida de la cristología en una concepción evolutiva del mundo, ha de pensar también respecto del punto temporal, en el que en esta historia del mundo una y entera ha acontecido la encarnación. La reflexión teológica de los tiempos tempranos de la Iglesia tuvo ya sus dificultades respecto de esta cuestión. Sentir la llegada de Cristo de un lado como el final, acontecimiento de la tardía edad de la historia del mundo, como la hora última, que refiere inmediatamente al final de la historia por antonomasia, a la pronta segunda venida de Cristo, como el comienzo del fin. De otro lado, aparecían la encarnación y la victoria de Cristo como el comienzo de una época nueva, como fundación de la Iglesia, que ha de expansionarse lentamente en una historia imprevisible, como comienzo de proceso de fermentación de una materia de historia del mundo, que sólo por medio de esa deificación del mundo, que parece empezar en Cristo, es traída de material informe n unn figura mentada realmente por Dios. Pero bnjo ambo» respectos el campo visual de la antigua cristiandad era muy limitado cu lo que concierne a la extensión del tiempo, lauto hacia adelanto como hacia atrás, de la historia que interpretaba teológicamente, y todo por causa del horizonte, muy limitado espacial y temporalmente, de su existencia histórica. Hoy creemos conocer una historia de la humanidad que ha sido hacia atrás cien veces más larga de lo que se pensó en los tiempos antiguos, y tenemos la impresión de que la humanidad tiene una historia por delante cuyo futuro intramundano ha comenzado sólo tras un tiempo largo y hasta ahora casi estacionario de puesta en marcha. Mientras que antes, por tanto, se tenía la impresión de que sólo al atardecer de la historia de su mundo había entrado Dios en éste por la encarnación de su Logos, pensamos más bien ahora que ha llegado aproximadamente en el momento (contando a grandes épocas) en el que la historia de la toma de posesión de la humanidad por sí misma, de la guía propia sapiente y activa de la historia, comenzaba a levantarse precisamente. Si en alguna parte hace poco se calculó el número de los hombres que hasta ahora hayan vivido en cerca de setenta y siete mil millones, esto significa-

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ría que en un millar de años tal vez (una diminuta parte fragmentaria de la vida humana sobre la tierra) han vivido ya más hombres después de Cristo que antes que él, y esta proposición se iría desplazando siempre tan de prisa, que Cristo retrocedería cada vez más al comienzo de la humanidad. En lo que teológicamente nos importa ver, en este aspecto, quizá pueda decirse así brevemente.

a) Ciertamente que Cristo es el comienzo del fin en cuanto que (dure lo que dure la historia de la humanidad y traiga todavía los resultados que traiga) con él está ahí fundamental e irrevocablemente el acontecimiento de la radical autotrascendencia del hombre hasta Dios, insuperable ya, por la esencia misma del asunto en sí, en cuanto promesa y tarea de la humanidad, por cualquier otra autotrascendencia más allá de la historia. En cuanto que el telos de las épocas precedentes está dado en él (1 Cor, 10,11), y además insuperablemente.

b) Por otra parte, nada se opone, manteniendo en pie esa interpretación propiamente escatológica de la época de salvación del Nuevo Testamento definitivamente fundamentada con Cristo, a considerar también esa encarnación como la funda-mentación de una epojalidad intramundana de la humanidad enteramente al comienzo de esa época. Esto quiere decir: podemos considerar la historia occidental desde Cristo, y también el tiempo moderno, y el futuro que comienza ahora de índole planetaria, sustentados por una organización social más elevada, dominadores además y guías de la naturaleza, pero que ya no se sirven sólo de ella, como algo que bajo aspectos nada accidentales, visto intramundana e intrahistóricamente y sin caer en utopías comunistas, comienza a ser la época hacia la cual tendía la vida humana, activa y no sólo contemplativamente, real y no estéticamente, permitiendo, además, que llegue a sí mismo el mundo también.

Y podemos, desde luego, considerar esa nueva época como algo cuyo fundamento último está en la fe del cristianismo, ya que sólo la desnuminización del mundo que ocurre por medio del cristianismo, su profanización querida y llevada a cabo por el cristianismo mismo a través de su mensaje de la trascendencia última del espíritu en la gracia hasta el Dios absoluto y absolutamente diverso del mundo en cuanto creación, han

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hecho del mundo un material tecnificable y manipulable para el hombre, han transformado el cosmocentrismo en antropo-centrismo. Por todo lo cual es comprensible y está Heno de sentido que la encarnación se instale al comienzo de esa época propia y enteramente humana.

4. Con lo cual queda dado también el punto de arranque de una última reflexión. En cuanto que la doctrina de fe de la encarnación del Logos no contiene indicación determinada alguna sobre la prosecución de la historia intramundana, y rechaza todo quialismo, y ha superado la historia entera del mundo y su futuro, como quiera que éste vaya siendo por medio del operar ultramundano del hombre (lo que no significa que le declara sin sentido o indiferente), ya que por la esencia del asunto mismo la inmediateidad para con el misterio absoluto, infinito de Dios, supera siempre todas las ejecuciones categoria-les, intramundanas del hombre, también las que pertenezcan al futuro, por muy grande que se piensa, finito del hombre, por todo eso ata y libera a la par esta cristología todas las utopías o ideologías de futuro intramundano, las libera, porque esa cristología no quicio ser competencia y sustitución de tales planeamientos inlnimiindnnoH, sino quo los deja a su propio arbitrio respecto do lu duración y el contenido, del planeamiento y del riesgo incontrolable do ese futuro categorial del hombre. Las libera, porque esa doctrina de la encarnación no niega, sino que incluye, que el hombre pueda realizar su futuro trascendental, su alcanzar a Dios en sí mismo únicamente en el material de este mundo y su historia, por tanto en un exponerse y en un triunfar y fracasar en ese futuro intramundano con su ventura y muerte, que le son inmanentes necesariamente. Por ello, la promesa, dada con la cristología, de una consumación suprahistórica en el absoluto de Dios mismo, no degrada la tarea intramundana del hombre, sino que la depara su dignidad última, presura y peligro. Puesto que el hombre no puede operar su salvación pasando por alto su tarea mundana, sino que la opera en ella, recibiendo así su dignidad más alta, su gloria y última significación, ya que es en ella donde se acepta la salvación que es Dios mismo en su incondicionabilidad e inmediateidad, ya que tiempo y espacio son el espacio temporal, en

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el que madura la verdadera eternidad como su punto y permanencia.

Pero simultáneamente ata esta cristología toda ideología y todo proyecto de futuro categorialmente intramundano. Estos no son nunca la salvación misma, son siempre sólo el material, en el que realiza el hombre su apertura, para dar acogida a la salvación de Dios, ya que esa salvación es Dios mismo, que no la hace t i hombre, sino que la encuentra siempre previamente en su fundamento y abismo fundamental. Y así es cómo la propia hazaña del futuro, que el hombre dispone, se hace sobria por medio de esta cristología, y humilde. El futuro, que crea el hombre con sus propios hechos, no justifica nunca sólo al hombre tal y como éste es. Puesto que él está siempre justificado ya desde Dios por medio de la sentencia, en la que Dios mismo se otorga al hombre con su santa, incomprensible, inefable infinitud, de tal modo que la última obra del hombre es también la aceptación de la obra de Dios en él. Pero a la larga esa voluntad de futuro intramundano del hombre hecha sobria y humildemente, es la que más futuro solicita. No cae nunca en la tentación de sacrificar cruelmente el presente y sus hombres al futuro, no necesita ser brutal para forzar la paz eterna con sangrienta violencia, no necesita dejar hundirse a todos en una igualdad yerma, para que ninguno pueda sentirse perjudicado. Si Cristo es el existencial decisivo de la humana existencia, estará entonces presente la inquietud de la anchura infinita de un futuro divino, cuya magnitud reside en todo tiempo y obra temporal; entonces la paz está presente, ya que la salvación auténtica, última e infinita se acepta y es sabida como dada ya, como otorgada a la obra de fe del hombre, sin tener que ser forzada primero por su exceso de esfuerzo utópicamente desesperado, titánico y ridículo a la vez; la dignidad de cada uno queda salvaguardada, ya que éste no se justifica por su uso extenuante para los individuos de un futuro por venir, sino que como individuo queda albergado en Dios y su amor con validez eterna; también la comunidad está justificada ante ese individuo y su dignidad eterna y está instalada en validez absoluta, ya que no se puede encontrar la salvación de Cristo si no se ama a los suyos, los de Cristo, hermanos y hermanas; no se nos dispensa del riesgo y de los

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derrumbamientos, pero su desesperación última está redimida, ya que todo derribo en el abismo de lo inefable e incomprensible en espíritu y vida es un caer en las manos de aquél, a quien el Hijo llamaba Padre cuando en la muerte encomendaba el alma en sus manos.

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PONDERACIONES DOGMÁTICAS SOBRE EL SABER DE CRISTO Y SU CONSCIENCIA DE SI MISMO

Si el tema de esta modesta y breve lección de invitado 1 ha •de ser algunas reflexiones dogmáticas sobre el saber de Cristo y 6U consciencia de sí mismo en cuanto hombre, no será necesaria ninguna larga aclaración sobre el problema que con ello se mienta 2. La tradición teológica declara de Jesús en cuanto hombre un saber, que abarca y penetra toda realidad finita pretérita, presente y futura, en tanto ésta al menos esté en una relación cualquiera para con su tarea soteriológica, así que, por ejemplo, la encíclica Mystici Corporis reconoce a Jesús un saber explícito sobre todos los hombres de todas las zonas y tiem-

1 Las siguientes elaboraciones forman el texto de una lección de invitado, que pronuncié el 9-12-1961 ante la Facultad Teológica de Trier. Confr. Karl Rahner, «Problemas actuales de cristología»: Escritos de Teología l (Taurus, 1%1); Karl Ranhuev, «Ghalkedon-Ende oder Anfang»; Chalkedon III (WiirzburK, 1954) 3-49.

2 F. Brunetli, «La siience infuse dn Christ»: Kevue des sciences eccl. 1903 I 20 ss., 100 y ss.

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pos3; la tradición teológica declara de Jesús, además, desde el primer instante de su existencia, la posesión de la visión inmediata de Dios tal y como la experimentan los bienaventurados de la consumación. Dichas declaraciones, si las escuchamos hoy, suenan en el primer momento mitológicamente casi; parecen contradecir la auténtica humanidad e historicidad del Señor, parecen entrar a primera vista en una contradicción irresoluble con el dictamen de la Escritura, la cual conoce (Le. 2,52) una consciencia de Jesús, que evoluciona, un Señor que declara de sí mismo (Mt 24,36, Me. 13,32) un no saber cosas decisivas precisamente de índole soteriológica y que lleva la impronta —según está poniendo de manifiesto en medida siempre creciente e inmediatamente perceptible la investigación moderna— de la espiritualidad y religiosidad de su tiempo, de tal modo que se recibe casi la impresión de que en él es sólo original él mismo y la combinación irrepetible de las influencias del mundo entorno, pero tal y como se encuentran al fin y al cabo en cada hombre. Se siente la información de la usual dogmática de escuela, según la cual hay que distinguir entre un saber infuso

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Cfr. también la discusión Blondel-Hiigel (Enero-Abril 1903) in: Rene Marlé, Au cceur de la crise moderniste, París 1960, Págs. 114-139.

3 ASS 35 (1943) 230; D 2289.

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y otro adquirido, que no está negado por el primero, debiendo también pensar en el rebajamiento y acomodación del Señor a su entorno, cosas que se propone libre e intencionadamente, distinguiendo una vez más entre un saber mediato e inmediato, se siente, pues, esa información como artificiosa e improbable, se tiene incluso la impresión de que con ella se logra sólo una conciliación verbal entre la declaración histórica y la dogmática sobre la consciencia de Jesús.

Pero esta cuestión pertenece al círculo de cuestiones en las que no puede negarse una cierta tensión entre exegetas y dogmáticos, una tensión que la mayoría de las veces se «resuelve» no preocupándose del dogmático el exegeta 4, y procediéndose del otro lado de igual manera, de modo que la disputa no se hace notoria, sólo porque se buscan formulaciones, que evitan una contradicción explícita formal para con la concepción de la otra disciplina, sin que se satisfaga por ello al asunto mismo. Sin embargo, la discusión sobre esta cuestión en la literatura última muestra que no por todas partes falta la voluntad de un encuentro honrado de ambas disciplinas y de nuevas soluciones objetivas. Cito por ejemplo el libro de mi colega Gutwenger5, cu el ([uo puede encontrarse la literatura precedente, o las jornadas do los dogmáticos de Francia en Eveux con los dominicos, en las que nuestro tema fue objeto capital de las sesiones dedicadas a la cristología. Aludamos, al menos de pasada, a que hay un problema intradogmático en la teología de los últimos años que se ocupa del lo di Cristo 6, de su consciencia, de su

* Cfr. por ej. Otto Karrer, Neues Testament, zu Mk 13, 32 nota página 152.

5 E. Gurwenger, Bewusstsein und Wissen Christi, Innsbruck 1960. 6 Déodat de Basly, La Christiade francaise, París 1929. «L'Assumptus

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autoconsciencia creada, bajo los aspectos dogmáticos del neo-calcedonismo o de una cristología más bien puristamente cal-cedoniana, o bajo los puntos de vista de una teología del Assumptus-Homo o del llamado Baslismo. Haubst ha ofrecido

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sobre ello hace pocos años una buena visión de conjunto 7, de modo que no tenemos aquí que adentrarnos explícitamente en este círculo de cuestiones de la teología.

Acentuemos, sí, a la entrada de nuestras reflexiones, que éstas han de ser puramente dogmáticas. No tenemos, por tanto, la intención, ni tampoco la competencia, de llevar a cabo un trabajo exegético. Lo único que intentamos en este aspecto es lo siguiente: ofrecer al exegeta una concepción dogmática del

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saber de Jesús y de su consciencia de sí mismo, de la que pueda decir más fácilmente que frente a las concepciones de hasta ahora, que es compatible con sus datos históricos. Decimos compatible. Porque no se requiere más. No se exige del exegeta que pueda alcanzar con su método histórico o con una teología bíblica apoyada inmediatamente sobre los textos, los enunciados dogmáticos sobre el saber de Jesús y su consciencia de sí mismo. Claro que, en último término, esos enunciados dogmáticos se apoyan sobre las mismas declaraciones de Jesús, en cuanto que lo que nosotros llamamos la unión hipostática del Logos con una naturaleza humana en Jesucristo se apoya últimamente en la declaración de Jesús sobre sí mismo al menos a la luz de la experiencia pascual, esto es, que posee un fundamento neotestamentario, siendo esa doctrina de la unión hipostática la fundamentación de los enunciados dogmáticos sobre el saber de Jesús y su consciencia de sí. Pero . precisamente por ello está claro que tales enunciados no pueden ser tesis inmediatas del exegeta mismo. Si hacemos, por tanto, un enunciado dogmático sobre el saber de Jesús y su consciencia de sí mismo, no presentamos de antemano frente al exegeta otra intención que la de lograr una opinión compatible con sus datos. Y esto lo mejor posible. Y nada más. Puesto que más no es ni posible ni necesario. Con ello no tocamos siquiera la cuestión de si en la cristología neotestamentaria, en tanto que es diferente de las declaraciones del Jesús histórico sobre sí mismo, hay ya enunciados sobre su saber y su consciencia de sí hasta la visión inmediata de Dios.

Tras estas advertencias previas procuraremos entrar lo más rápida e inmediatamente posible hasta el centro de nuestra cuestión, renunciando a reminiscencias de la historia de la teología y de los dogmas. Estas no podrían ser expuestas en tan corto tiempo con la exactitud necesaria. Lo que diremos no alza en modo alguno la pretensión de ser una doctrina teológica obligativa. No ha de ser otra cosa que una concepción teológicamente pensable, que no se coloca en contradicción para con las declaraciones, respecto de nuestra cuestión, del ministerio eclesiástico, y que parece estar llena de sentido, ya que parece mostrarse derivable de seguros presupuestos dogmáticos, siendo compatible sin violencia con los datos históricos de la investigación

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de la vida de Jesús. Puesto que proponemos una solución positiva, que no modifique las declaraciones del ministerio eclesiástico ni siquiera allí donde no tienen éstas ninguna autoridad absolutamente obligativa, esto es, donde no son definiciones dogmáticas, por eso podemos ahorrarnos la pregunta por la calificación teológica exacta, que en las expresiones del ministerio eclesiástico docente posee la doctrina tradicional.

Lo primero que, preparando la propia reflexión, hay que decir, es esto: saber es una hechura de muchos niveles; de modo que referido a esas diversas dimensiones de -la consciencia y del saber, algo puede saberse y no saberse al mismo tiempo. Esto quiere decir: tenemos la impresión de que en la discusión sobre el saber de Cristo se parte tácitamente del presupuesto de que la consciencia sapiente del hombre es precisamente la célebre tabula rasa, en la que hay algo o no lo hay, do tal modo que respecto de la cuestión del haber algo o nada escrito sobre ella no fuese otra cosa posible que un simple «o esto o lo olio». Pero no es así. La consciencia humana es un eapncio iiiíinilnmenle pluiidimensional: se da lo reflejamente i'onunriilo y !<> qnn (•» coiiNcicntu miirginnlmcnlc, lo consciente y lo Hilvnilido explícitamente, unu consciencia objetual y con-«•cipliml y un Haber IniHcendeiilul avecindado irreflejamente eis iil polo subjetivo do lu consciencia, existen la disposición y un saber proposieional, hay incidentes anímicos en la consciencia y su interpretación refleja, el saber de índole no objetual del horizonte formal, dentro del cual se alza un objeto determinadamente captado, como consciente condición no objetual y • i priori del objeto captado a posteriori, y el saber acerca de <\ste mismo. Todo esto se sobreentiende, pero se toma en nuestra cuestión en consideración demasiado escasa. Naturalmente, •sí se sabe, en la discusión en torno a nuestro problema, que hay índoles diversas de saber, y se distingue entre saber infuso y adquirido, y dentro ya de estos conceptos en manera múltiple. Pero más o menos explícitamente se considera estas índoles diversas del conocimiento como las diversas maneras en que se adquiere un saber objetual, pero propiamente como maneras diversas de ser sabida una realidad, como las diversas maneras de quedar escrita la tabla llana de la consciencia, no como índoles totalmente diferentes, en las que una realidad puede

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estar dada en el espacio pluridimensional de la consciencia. Nuestra tarea, por tanto, no puede ser proyectar un esquema empírico-psicológico o trascendental de tales diversas maneras de estar algo dado en la consciencia. Las alusiones hechas quieren aludir sólo al hecho de la multiplicidad de las formas posibles de estar dada una realidad en la consciencia, pero no discernir unas de otras esas maneras diversas de tener algo como consciente, de ser consciente o ser sabido, maneras de tales disposiciones y talantes fundamentales.

Pero advirtamos, sí, sobre dos cosas. En primer lugar, hay entre estas formas del saber un saber acerca de sí mismo no objetual y a priori como un talante fundamental del sujeto espiritual, en el que está éste cabe sí y al mismo tiempo cabe su habitud trascendental respecto del total de objetos posibles del conocimiento y de la libertad. Este talante fundamental no es un saber objetual, y por regla general, nadie se ocupa de él; la reflexión no le alcanzará nunca adecuadamente, aun cuando apunte a él de manera explícita; el saber sobre él conceptual-mente reflejo, no es él mismo, ni siquiera allí donde se da, sino que está a su vez sustentado por él, sin alcanzar por eso nunca adecuadamente ese talante originario. Además, la reflexión sobre él no necesita lograrse de todas todas, puede tal vez incluso ser imposible, su cumplimiento asintóticamente logrado puede depender de los datos externos, dados en contingencia histórica, de la experiencia exterior, del material de conceptos ofrecido desde otro lado y sus peculiares índoles históricas. Para entender de alguna manera las tesis formuladas—que en el caso ideal deberían ser fundadas exactamente y con detallen—en su sentido correcto, se necesitará sólo pensar en que la espiritualidad, la trascendencia, la libertad, la habitud respecto del ser absoluto, están dadas en cada acto, aun en el más cotidiano, del hombre, que se ocupe de cualquier banalidad en su autoafirma-ción biológica, dadas no temática y objetualmente, pero sí como realmente conscientes; pensar en que son los datos más originarios de la consciencia, de necesidad trascendental e importancia de amplio alcance, y que, sin embargo, no pueden ser aprehendidos temática y objetualmente sino con el más grande esfuerzo, en una larga historia del espíritu, con la más cambiante histo-

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ria de la terminología, con resultados muy diversos, con las mayores diferencias de opinión en su interpretación.

En segundo lugar, lo que hay que explicar, también preparatoriamente, es una crítica del ideal griego del hombre 8 , en el que el saber es simplemente el módulo humano por antonomasia. Esto quiere decir: una antropología griega puede pensar un no-saber determinado solamente como un quedarse detrás de la perfección a la que está el hombre referido. El no-saber es sin más lo superable, y no se le conoce ninguna función positiva posible. Lo ausente en el no-saber no es más que lo deficiente, y esa ausencia no es vista como la disposición de un espacio abierto para libertad y obra, que pudiera ser de mayor importancia que el sencillo estar dada de una determinada realidad. Pero los hombres de hoy no podemos pensar tan adialéctica-mente respecto del saber y del no-saber. Y para ello tenemos razones objetivas. Aquí no nos es posible desarrollar hacia todos sus lados la positividad del no-saber, de la docta ignorantia. Advertiremos sólo una cosa. Una filosofía de la persona y de la libertad del ser finito, de la historia y de la decisión, podrá niOMlrar con rolnlivii facilidad que a la esencia de la autorreali-/.acióii do la |i(!inona (mita cu decisión histórica de libertad per-tcimcd CN(!IIC¡ÍII y necesarianietilc el riesgo, la marcha hacia lo Jibicrlo, el cuufinrxo a lo inabarcable, el albergue del origen y lu cobertura del fin, una determinada manera, por tanto, de no-saber, ya que libertad exige siempre la sabia no obstrucción del espacio libre, su vacío aceptado de buen grado como oscuro fundamento de sí misma, como condición de su posibilidad. Es decir, que hay un no-saber que en cuanto posibilitación de la realización de la libertad de la persona finita, dentro del drama todavía en curso de su historia, es más perfecto que el saber en esa realización de la libertad, que el saber suprimiría. Y por eso hay, desde luego, una voluntad positiva para tal no-saber. En la voluntad de absoluta trascendencia respecto del ser infinito e incomprensible, está afirmado siempre precisamente un espacio de lo no-sabido. Y en cuanto que la esencia del espíritu se orienta como tal hacia el misterio, que es Dios, en cuanto que toda claridad del espíritu se funda en la habitud respecto

8 Cfr. también Gutwenger 103/104.

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de lo eternamente incomprensible, precisamente en la visio beatifica^ que no es la supresión del misterio, sino la cercanía absoluta de ese misterio como tal y su aceptación definitivamente venturosa, so demuestra una vez más desde la consumación última del espíritu que hay que ser muy prudente, si se está tentado de calificar un no-saber como mera negatividad en la existencia del hombre. Si tal vez resulta de estas reflexiones algo que concierna a nuestro propio tema, es cosa que podrá mostrarse más tarde.

Llegamos ahora muy rápidamente al centro propio de nuestras reflexiones que son de índole dogmática. Preguntamos por tanto, ¿por qué motivos hay que adscribir, con la teología católica de escuela, y con el ministerio docente, a Jesús en su vida terrena una visión inmediata de Dios, tal y según es fundament a r o n y medida de la visión bienaventurada de los consumados? Si la formulamos así aludiremos ya en la pregunta a que no se deberá decir de antemano: visión de Dios bienaventurada9 . Puesto que por de pronto se ha hecho un presupuesto demasiado sobreentendido de que la inmediateidad para con Dios haya de ser siempre venturosa. ¿Por qué la cercanía absoluta e inmediateidad para con Dios (sin que por ello se deba ser escotista respecto del modo de la beatitud) en cuanto inmediateidad para con la santidad que juzga y que consume del Dios incomprensible, ha de operar siempre y por necesidad beatíficamente? Y entonces: ¿es seguro que lo encontrado en la tradición de la teología respecto de la consciencia de Jesús en su inmediateidad para con Dios quiere declarar por encima de esta misma que seriamente, y sin caer en artificiosas psicologías por estratos, se puede afirmar de Jesús, con el dato de las fuentes históricas sobre su angustia de muerte y el abandono por parte de Dios en la cruz, una beatitud de los consumados, haciendo de él de este modo un realizador, que no lo es ya realmente de una manera auténtica, de su existencia en cuanto «peregrino»? Si es lícito responder con un no a estas preguntas, el problema que nos ocupa, es simplemente el de las razones teológicas que

9 Según ya dije en Escritos de Teología I (Taurus, Madrid 1961) p. 190 n. 22. Me alegra poder referirme a la aprobación de Ratzinger respecto a la misma reflexión de Gutwenger (p. 90) en Münchner Theol. Zeitschrijt (1961) 80.

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puedan hacerse valer, para impulsarnos con derecho a .ni cribir a Jesús en su vida terrena una inmediateidad de su con ciencia para con Dios, una visio immediata, sin por ello calificarla como beata 10 o sin tener que calificarla como tal.

Presumiblemente, se podrá enviar por delante de la contestación a nuestra cuestión, precisada ya de tal modo, una reflexión previa. Según acredita la historia de la teología, dividiremos las respuestas posibles en dos grupos fundamentales. El primer grupo de respuestas (muy variable todavía, naturalmente) adscribirá a Jesús esa inmediateidad, porque parte, y en cuanto que parte, de la proposición fundamental, según la cual a Jesús ya en tierra hay que adscribirle todas las perfecciones, que no son sin más inconciliables con su misión terrena, sobre todo si tal perfección se muestra o se deja manipular como ayuda y como presupuesto más o menos necesario de su autoridad doctrinal. En este caso la visio immediata es un don y una perfección de Jesús, vinculados con la unión hipostática aditiva y no ontológicamente, con una cierta necesidad moral a lo sumo, igual que por ejemplo un saber infuso postulado por razones semejantes. Este grupo de respuestas está referido a la invocación de! testimonio de la Escritura y de la tradición más <|iio el otro grupo, del que hablaremos en seguida. Puesto que un legatus divinus, que se presenta con la autoridad de Dios, un profeta, es completamente pensable sin visio immediata, y la proposición fundamental de que a Jesús hay que adscribirle todas las perfecciones y preferencias que no son inconciliables con su misión (claro está que inconciliables también las hay; estar libre del dolor por ejemplo), se ve puesta ante la pregunta, de si esa visio immediata, considerada prácticamente la mayoría de las veces como bienaventurada no es inconciliable con la misión y forma de vida de Jesús en la tierra, una pregunta, que cara a los datos históricos podría ser contestada negativamente sólo con muchos reparos y oscuridades. Habrá que decir, además, que el necesario asiento en la tradición de

10 El «beata» en D. 2289 o el «beati» en D. 2183 pueden ser entendidos desde luego como una cualificación especificativa y no reduplicativa. Puesto que no es lícito negar sin más ni más que Jesús en la tierra no era bienaventurado como lo son los bienaventurados del cielo. Tal afirmación sería la impugnación herética de su sufrimiento, que no fue sólo fisiológico.

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esta dirección de respuestas, si se calcula sobre todo los sobreentendidos griegos de no pocos supuestos tácitos tradicionales, que son humanos, pero no dogmáticos, no representa ningún apoyo demasiado firme. Si se invoca simplemente la doctrina del ministerio eclesiástico docente tendrá que recordar el dogmático que su tarea consiste en mostrar cómo y de dónde crea su doctrina el moderno ministerio docente, ya que esta no recibe ninguna revelación nueva, sino que guarda sólo la tradición apostólica y la interpreta, teniendo que tener por tanto razones objetivas para esa interpretación. El recurso a la doctrina del ministerio eclesiástico docente no es, pues, tampoco suficiente, toda vez que esa doctrina no ha sido presentada hasta ahora con una obligatividad definitiva, pudiendo ser interpretada en su contenido de manera esencialmente diversa. Por todo lo cual este ¡primer grupo de respuestas, teoría extrin-secista (si se la puede llamar así), no parece ser muy digno de recomendación.

El segundo considera la visio immediata como un momento interno de la unión hipostática, y por lo mismo dada simplemente con ella como absolutamente imprescindible, de tal modo que no resulta necesario un propio testimonio inmediato en la tradición de todos los tiempos. Ya que puede ser exactamente determinada—y esto es decisivo para nuestra reflexión—desde la esencia de la unión hipostática, de manera que lo que de esta resulte para esa visio immediata hay que declararlo, y lo que no resulte, no tiene por qué ser afirmado teológicamente, a no ser que pueda aducirse en su favor una tradición adicional, segura y obligativa teológicamente, que probablemente no existe.

Lo que con esto ha de quedar dicho, hay que interpretarlo con mayor exactitud y por razones de tiempo en una reflexión especulativa lo más abreviada que sea posible, renunciando a la documentación de la historia de la teología. Procedemos desde el axioma de una metafísica tomista del conocimiento, en cuya consecuencia ser y ser-cabe-sí son momentos, que se condicionan interior y recíprocamente, de una realidad misma, siendo un ente, por tanto, cabe-sí en la medida en que tiene ser o es, lo cual significa que la analogía interna y la derivabilidad del ser y del poderío óntico están en una proporción igual y absolutamente inequívoca para con la posibilidad del ser-cabe-sí, de la autopose-

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sión sapiente, de la consciencia. Supongamos este axioma, que no puede ser ahora desarrollado más de cerca en su sentido y justificación, y apliquémosle a la realidad de la unió hypostatica. La unió hypostatica indica la autocomunicación del ser absoluto de Dios, tal y como subsiste en el Logos, a la naturaleza humana de Cristo en cuanto sustentada por él hipostática-mente. Es la actualización más alta que pensarse puede—la ontológicamente más alta—de una realidad creada, que es posible en sí ; el supremo modo óntico que hay fuera de Dios, con el que sólo es comparable a lo sumo la autocomunicación divina por medio de la gracia increada en justificación y gloria, en: cuanto que ambas caen bajo el concepto de una causalidad no eficiente, sino quasiformal, ya que no es una realidad creada, sino el ser inmediato de Dios mismo el que es comunicado a la creatura. Si la unión hipostática indica un ontológico tomar-para-sí la naturaleza humana por parte de la persona del Logos, indica también (si formal o consecuentemente, es cosa que no se necesita investigar) una determinación de la realidad humana por medio de la persona del Logos, y es, pues, al menos, acto de la potentia oboedientiális de un radical poder-ser-tomado-para-otro, algo por tanto del lado de la creatura, toda vez que la teología de escuela acentúa que en la unión hipostática el Logos no se modifica, sino que el suceso entero, dado aquí de la manera más radical, viene del lado de la creatura. Y según el axioma propuesto de la metafísica tomista del conocimiento, esa suma determinación de la realidad creada de Cristo, que es Dios mismo en su causalidad hipostática quasiformal, ha de ser necesariamente consciente de sí. Puesto que lo ontológicamente más elevado no puede, según tal axioma, ser más hondo en la medida de la consciencia que lo más inferior ontológicamente. Si en esa realidad humana hay una autoconsciencia, será entonces también esa autocomunicación de Dios, y en primera línea, un momento del ser-cabe-sí de la subjetividad humana de Cristo. Con otras palabras, una unió hypostatica puramente óntica es un pensamiento metafísicamente irrealizable. La visio immediata es un momento interno de la unión hipostática misma. Con lo dicho, se hace sólo una alusión de lo mentado aquí y de la dirección resolutiva del segundo grupo de respuestas a nuestra

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pregunta de partida, pero no debe suponerse que no tenga que ser expuesto todo mucho más exacta y penetrantemente.

Tampoco se piensa que no se pueda alcanzar por un camino completamente distinto ese conocimiento de la iñsio immediata como un momento interno de la unión hipostática. Se podría, por ejemplo, llegar al mismo resultado si se tomasen por base las reflexiones de profundo sentido que Bernhard Welte dispone en el tercer volumen de la obra sobre Calcedonia, bajo el título «homooudos hemin», en donde una ontología del espíritu finito muestra la unión hipostática como la actualización (gratuita) más radical de lo que en general espíritu finito indica. Por todo lo cual es fácilmente comprensible que tal unión hipostática no puede ser pensada como complejo meramente óntico entre dos realidades pensadas como objetos, sino que en cuanto la consumación absoluta del espíritu finito, como tal, implica necesariamente una «cristología de la consciencia». Con otras palabras, que la unión hipostática está dada únicamente en esencia plena en una unidad de la consciencia humana de Jesús con el Logos, que sea subjetiva, irrepetible, de la más radical cercanía y definitividad. Si se concibe así la relación entre unión hipostática y visio immediata, no necesita esta última haber estado siempre testimoniada explícitamente en la tradición o en la Escritura, y la doctrina eclesiástica sobre esa realidad recibe una necesidad y obligatividad mayores que si estuviese fundada con ayuda sólo de argumentos morales de conveniencia.

Pero si se deduce así la doctrina, resulta también de ello una cala sobre cómo haya que pensar esa inmediateidad de la consciencia humana de Jesús para con Dios. Al oír de la visión inmediata de Dios por parte de Jesús, nos la representamos instintivamente como un objetual tener-ante-sí la esencialidad de Dios, que es mirada como un objeto frente al cual está el contemplador, y que por lo mismo, allegándose a su consciencia desde fuera, ocupa esta consciencia también desde fuera y por tanto en todas sus dimensiones y niveles. Y una vez que tenemos tal esquema de representación, claro está que no reflejamente, pero por eso mismo determinando aún más nuestro concepto de dicha unión de Dios, subsigue el pensamiento, igual de inexpresa que sobreentendidamente, de que esa contemplada esencialidad divi-

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na, que se ofrece objetualmente desde fuera, otorga como un libro y un espejo, más o menos sobreentendidamente, todos los contenidos de conocimientos posiblemente pensables en sus distintas peculiaridades y en su enunciabilidad formulada de modo proposicional, y los presenta ante la consciencia de Jesús.

Pero estamos entonces en el problema del que partimos: ¿puede una consciencia semejante haber sido la del Jesús histórico, al que conocemos por los Evangelios, consciencia del que pregunta, del que duda, del que aprende, del sorprendido, del espantado interiormente, de aquél sobre el que cae un mortal abandono de Dios? Pero es que ese esquema de representación, que se impone como entendido de sobra, de la inmediateidad de consciencia de Jesús para con Dios, no sólo no es constrin-gente, sino que resulta falso si procedemos del único punto de partida dado dogmáticamente para el conocimiento del hecho de esa inmediateidad para con Dios a medida de consciencia, el único que tenemos y que más arriba hemos intentado insinuar brevemente. Entonces resulta que esa inmediateidad para con Dios, en cuanto un talante fundamental del espíritu de Jesús, tiene que ser pensada desdo la raíz sustancial de esa espiritualidad creada. Puesto que es el simple, sencillo scr-cabe-sí, el necesario haber-llegado-a-sí-mismo de esa unidad sustancial con la persona del Logos, eso y no otra cosa. Lo cual significa que esa visión inmediata de Dios, que se da realmente, no es otra cosa que la consciencia originaria, no objetual, de hijo de Dios, que está ya dada porque es unión hipostática, ya que tal consciencia no es sino el interior esclarecimiento onto-lógico de esa filiación, la subjetividad dada necesariamente, como su momento interno, con el objetivo estado fáctico deesa filiación objetiva. Por eso no hay que pensar esa consciencia de la filiación, que es su momento interno, y la inmediateidad necesariamente dada para con la persona y la esencia del Logos, como un objetual tener-ante-sí a un Dios al cual se referiría la intencionalidad de la consciencia humana de Jesús como a lo otro, al «objeto» que está enfrente. Esa consciencia de la filiación e inmediateidad para con Dios (esta última no como una cosa sabida sólo por fuera desde ella misma, sino como una inmediateidad que es en identidad absoluta la cosa misma y su iluminación interior) reside en el polo subjetivo de la consciencia de Jesús. Po-

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dremos hacernos entender, y lo más rectamente posible, desde un punto de vista objetivo, si comparamos su índole peculiar con el fundamental talante subjetivo y espiritual de la espiritualidad humana en general. Ese talante fundamental de un hombre, su espiritualidad, su trascendencia, su libertad, su unidad de saber y obrar, su comprensión de sí mismo obrada libremente, no están dados en él de buenas a primeras como conscientes cuando cavila, cuando reflexiona, cuando forma frases, cuando pondera las más diversas interpretaciones de esa realidad. Siempre y donde quiera que es y opera en cuanto espíritu, allí por tanto donde se ocupa intencionalmente con las realidades exteriores más cotidianas, está sustentado ese mirar-apartándose-de-sí hacía la objetualidad exterior por un saber de sí mismo no temático, no reflejo, tal vez nunca reflexionado, por un simple poseerse-a-sí-mismo, que no es «reflejo», ni se objetiva, sino que al mirar-apartándose-de-sí está cabe-sí siempre, y precisamente a la manera de ese talante fundamental, de apariencia descolorida, de un ser espiritual y del horizonte dentro del cual sucede todo manejo de las cosas y los conceptos de cada día. Ese esclarecimiento ineludible, consciente, pero en cierto modo no sabido, en el que la realidad y su consciencia son todavía indiscriminadamente una misma cosa, puede no ser reflejado nunca, ser interpretado conceptualmente de manera falsa, ser alcanzado (el caso de siemprs) sólo muy inadecuada y asintóti-camenle; puede interpretarse desde los más diversos, posibles e imposibles, puntos de vista, bajo las terminologías y sistemas de conceptos más diferentes, para que el hombre se diga a sí mismo temática y explícitamente lo que sabe ya de siempre (sabe en ese estar-dispuesto no temático, que es el fundamento inabarcable de su saber entero, la condición permanente de la posibilidad de todo otro saber, su ley y su medida, su forma última); pero eso sí, ese talante fundamental, que lo concierta todo de través, estará siempre presente y será incluso consciente en el hombre que declara no haber jamás advertido nada de esto.

A ese talante fundamental, el más interior, originario, que sustenta todo otro saber y obrar, pertenece también en Jesús la inmediateidad para con Dios, momento interior de índole subjetiva en la adopción hipostática de su espiritualidad humana

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por medio del Logos. Y esa consciente inmediateidad para con Dios comparte las peculiaridades del fundamental talante espiritual de un hombre, al cual pertenece, ya que ónticamente es un momento de ese fundamento sustancial, cuyo ser-cabe-sí es el talante fundamental mismo. La inmediateidad para con Dios de índole consciente, no hay que entenderla por tanto como visión objetual, lo cual de ningún modo suprime la radicalidad e insuperabilidad ónticas y ontológicas de la misma, de manera que tal inmediateidad es precisamente la que mentamos en la visio immediata, sólo que el enfrente objetual ha de estar mantenido lejos de ella, ese que acostumbramos a pensar junto con el modelo de representación de una visión, pudiendo desde luego, por otra parte, hablar tranquila y justificadamente en nuestro caso de una visión, si eliminamos del concepto ese enfrente objetual, intencional. Una inmediateidad para con Dios pertenece a la esencia de la persona espiritual: como disposición no temática, como horizonte dado no reflejamente y que determina todo lo demás, dentro del cual so realiza la vida espiritual entera de ese espíritu, como fundamento inalcanzable reflejamente de una manera adecuada, que sustenta todas las otras realizaciones espirituales, y que, por ser fundamento, está siempre «ahí» en cuanto él mismo y siempre más inobjetualmente que todo lo demás, como sobreentendido tácito que lo ordena todo y Jo aclara sin poder ser aclarado él mismo, ya que el fundamento es siempre lo claramente inaclarable. Si en este punto quisiéramos llegar a una evidencia y comprensión mayores todavía, tendríamos entonces que desarrollar y fudamentar más ampliamente la doctrina del talante fundamental, espiritual, no temático, incomprensible e inobjetual de un espíritu. Entonces podría decirse, y se entendería mejor: en esta índole precisa hay que pensar el inmediato estar-dado del Logos por medio de sí mismo para el alma humana de Jesús. Pero como esta tarea más general no puede aquí ser elaborada ulteriormente hemos de contentarnos con estas modestas indicaciones respecto de una comprensión pensable de la inmediateidad de índole absoluta del consciente estar-participado del Logos a la espiritualidad humana del Señor n .

1 1 No podemos permitirnos entrar explícitamente en la controversia Galtier-Parente (y con ello referirnos a la famosa corrección de la Encí-

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Pero al menos alusivamente habrá que exponer algunas conclusiones de la teoría con toda brevedad propuesta, que nos retrotraerán a la problemática de la que partimos. Si reunimos lo dicho ahora sobre la índole de la consciente inmediateidad de Jesús para con Dios y la primera advertencia introductoria podemos decir: el talante fundamental inmediato para con Dios no sólo es conciliable con una historia espiritual auténticamente humana y con un desarrollo del hombre que es Jesús, sino que los exige además. Es de tal modo, que reclama una tematización y una objetivación espiritual-conceptual, sin serlas él mismo todavía y dejando para estas en la consciencia a posteriori y objetual de Cristo todo el espacio libre. Igual que un hombre a pesar de su talante fundamental dado siempre en cuanto espíritu, a pesar de la disposición dada en el fundamento de su existencia (la cual no tiene que ver lo más mínimo con un «estado de ánimo» 12, si bien por prudencia deba éste también ser advertido), ha de llegar por de pronto todavía a sí mismo, ha de aprender a decirse en el curso de una larga experiencia lo que es y eso por lo cual se ha tomado siempre en la consciencia de su talante fundamental, igual que se da ese volver-a-sí-mismo reflejo, objetual, de eso por lo cual se ha tomado siempre conscientemente de manera no temática e inobjetual y sin saberlo, así ocurre también con la consciencia filial de Jesús, con el talante fundamental de su inmediateidad para con Dios. Esta ha estado en su historia espiritual en camino hacia sí misma, es decir, hacia su objetivación refleja, ya que en la adopción de una naturaleza humana el hijo ha adoptado también una historia espiritual de hombre, y ésta no es sólo, ni es tampoco al principio y al fin, la ocupación con esta o aquella realidad exterior, sino un asintótico alcanzar lo que se es y quién se es, y en cuanto qué y en cuanto quién se ha poseído uno siempre a sí

clica Sempiternus Rex desde su publicación en el Osservatore Romano hasta la publicación oficial en las AAS 43 (1951) 638) ni adentrarnos tampoco en su literatura, que se refiere a la unidad y dualidad del yo consciente de Cristo en la teoría de Galtier acerca de cómo Jesús hombre sabe de la unión hipostática. Podremos decir sólo brevemente: mientras que según Galtier Jesús sabe la unión hipostática, porque tiene la visio, tiene la visio a nuestro entender, por que tiene la unión hipostática y como momento interior suyo el talante fundamental de la inmediateidad para con Dios.

12 En el original alemán «Stimmung». (TV. del T.)

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mismo en el fundamento de la existencia. Tiene por tanto pleno sentido, y no es ningún artificio de una dialéctica paradójica, adscribir a Jesús desde el comienzo un talante fundamental de inmediateidad para con Dios de índole absoluta y al mismo tiempo un desarrollo de esa originaria autoconsciencia de un absoluto estar entregada al Logos de la espiritualidad humana. Puesto que ese desarrollo no se refiere a la fundamentación del talante fundamental de la inmediateidad para con Dios, sino a la tematización y objetivación objetuales, que suceden en conceptos humanos, de ese talante fundamental, no siendo éste un saber acuñado, pluralmente proposicional, ni tampoco una visión objetual.

Ambos conceptos no sólo no se contradicen, sino que se exigen mutuamente desde su propia esencia. Porque un talante fundamental quiere ser—esta es la esencia de la historia personal y espiritual, este es todo su contenido—mediador de sí mismo, y en un ser espiritual el que su propia constitutividad sea sabida explícitamente puede entenderse sólo como interpretación y articulación de un talante fundamental que sustenta siempre dicha constitutividad y no es nunca alcanzado por ella, y que es, además, el esclarecimiento más escondido e interior de una realidad del espíritu. Puede por tanto hablarse sin trabas de un desarrollo espiritual, incluso religioso, de Jesús. Puesto que no niega la consciente inmediateidad absoluta para con el Logos, sino que está sustentado por ella, la interpreta y la objetiva. Tal historia de la autointerpretación del propio talante fundamental de un espíritu sucede siempre, claro está, en el encuentro con la anchura entera de la propia historia exterior del encontrarse a-sí-mismo en un mundo en torno y del ser-con juntamente con un mundo-con-nosotros. Y en tal material llega hasta sí lo que ya había estado siempre cabe-sí. Por todo lo cual es completamente legítimo querer observar en qué ámbito de conceptos dado de antemano, en qué desarrollo dado even-tualmente y que se alza históricamente y sin trabas a posteriori, ha acontecido desde el comienzo ese llegar-a-sí-mismo, que se hace temático, del talante fundamental humano-divino, de la inmediateidad para con Dios y de la filiación de Jesús; qué conceptos, dados al Jesús histórico de antemano por su religioso mundo entorno, ha utilizado para decir lentamente lo que en el

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fondo de su existencia supo ya desde siempre. Dicha historia de su autodeclaración no es necesario que se interprete, al menos sistemáticamente, como historia de su acomodación pedagógica, sino que puede ser leída sin inquietud como historia de una autointerpretación para sí mismo. Ya que ésta no indica que Jesús «se dé cuenta de algo» que no supiese hasta ahora, sino que capta cada vez más lo que es desde siempre y lo que en el fondo sabe ya. Si sobre esta historia pueden decirse detalles, sobre cómo ha discurrido, etc, es una constatación que no toca a la tarea de una dogmática (que en esta cuestión es en cierto modo a priori), sino de la investigación a posteriori de la vida de Jesús. Si ésta procede correctamente, no encontrará en su material alzado a posteriori nada al menos que hable contra ese originario talante fundamental de una absoluta inmediatei-dad para con Dios, y tal vez llegue además históricamente al conocimiento de que la unidad de esa historia de la autocons-ciencia de Jesús, su interior claridad y firmeza inconmovible, pueden ser únicamente aclaradas con suficiencia desde ese talante fundamental, si bien los detalles históricos de ese material de conceptos, del trasfondo general de esa autoconsciencia, pueden o podrían ser deducidos en la más amplia medida del mundo religioso entorno.

Añadamos a lo dicho otra advertencia aún sobre «el saber infuso» de Cristo. Gutwenger ha intentado mostrar que no existe ninguna razón teológica constringente para la aceptación de tal saber junto a la misión inmediata de Dios y el saber adquirido. Según Ott, por ejemplo, será lícito rechazar la calificación de este saber como sententia certa. Y en lo que a mí se me alcanza, las recensiones teológicas del trabajo de Gutwenger no han objetado su opinión en este punto. Partiendo de la inmediateidad para con Dios de índole subjetiva como de un talante fundamental último, y si se le concibe de tal modo que busca, en un desarrollo histórico desde su propia esencia, transmutarse en un saber objetual, se puede entonces, en tal circunstancia, atis-bar el contenido objetivo de lo que mienta la doctrina de un saber infuso (habitual al menos) de Jesús, y dejar por tanto la cuestión entera reposar sobre sí misma. Puesto que no hay por qué pensar necesariamente ese carácter infuso del saber como un número desmesurado de species infusae, sino como el funda-

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mentó a priori de un saber que se despliega en el encuentro con la realidad de la experiencia.

Si alguien objetase contra la teoría bosquejada, que afirma de entrada una inmediateidad para con Dios de índole radical de la autoconsciencia de Jesús, pero que enseña, sin embargo, por lo menos en la dimensión de la reflexión y objetualización conceptuales de ese talante fundamental originario, una historia y un desarrollo auténticos, que implican por necesidad estadios en los que no estaban dadas todavía determinadas objetualiza-ciones, conformaciones y mediaciones de ese talante fundamental, y en los que por tanto en este sentido y en esta dimensión estaba dado un no-saber, habrá entonces que conceder, ante tal objeción, un no-saber inicial estructurado de ese modo, pero habrá también que impugnar radicalmente que dicho no-saber no pueda ser aceptado a la vista de declaraciones del ministerio docente de la Iglesia o de una tradición teológica obligativa. Y hay que decir que semejante historicidad, un llegar por tanto desde los comienzos, en los cuales todavía no estaba dado lo que por histórico tenía primero que llegar a ser, ha de ser necesariamente declarado de Jesús, si es que la doctrina de la verdadera, auténtica humanidad del hijo, igual a la nuestra, no debe depravarse a mito de un Dios disfrazado de apariencia humana. Las declaraciones eclesiásticas de doctrina nos imperan atenernos a la visión inmediata del Logos por parte del alma humana de Jesús. Pero no nos dan indicación teológica alguna sobre qué exacto concepto tengamos que mantener de esa visión de Dios. Puede decirse, y con todo derecho, que en este talante fundamental, global y no temático de la filiación e inmediateidad para con el Logos, se sabe, de manera no temática también, todo lo que pertenece a la misión y a la tarea soteriológica del Señor 13, haciéndose

1 3 Pensamos que es así como se hace justicia a la aclaración de D. 2184. Puesto que no se podrá decir, que este texto ordena que se piense, que Jesús lo supo todo del mismo modo que Dios por medio de la scientia visionis. Esto es plenamente impensable y queda excluido, puesto que está ya excluido por la imposibilidad de una compfehensio de Dios por parte del alma humana de Cristo (S. th. III q, 10 a. 1), ya que la comprehensio y la no-comprehensio de Dios tiene también su importancia para la índole y profundidad del conocimiento de los restantes objetos posibles. Y una vez que la diferencia de tal índole queda puesta en evidencia, resulta también claro que hay que interpretar con prudencia y con cautela D. 2184.

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con ello justicia a las declaraciones marginales, incidentales, del ministerio docente eclesiástico 14 que nos indican en esa dirección, sin que tengamos que aceptar en Jesús un saber duradero, reflejo, acuñado proposicionalmente según la índole de una enciclopedia o do una desmesurada actual historia universal en su especie. Aquí es donde hay que considerar realmente lo que quedó dicho en nuestra segunda advertencia introductoria: no cualquier saber de cualquier índole es mejor en cada instante de la historia de la existencia que un no saber. La libertad en el espacio de la decisión, que está abierto, es mejor que la ocupación de ese espacio de la libertad por un saber que ahogase la libertad misma. Y no se puede rechazar esta reflexión, diciendo que debe también ser válida para el talante fundamental afirmado como inmediato para con Dios, y que puesto que no puede aquí hacerse válida, es falsa en absoluto. El talante fundamental es ese saber que abre y no obtura el espacio de libertad, ya que esa trascendencia hacia la infinitud de Dios (como se quiera pensar de cerca, sea como es en nosotros, sea como es en Cristo) es, en su infinitud precisamente, la condición de la posibilidad de la libertad; la anticipación trascendental de todos los objetos posibles de la libertad es su fundamento, mientras que la percepción objetual en su particularización última sería el fin de la libertad. Por lo cual será lícito quizás advertir como conclusión, que así es como la consciencia escatológica de Jesús puede recibir su aclaración e interpretación más exactas 15. No es la anticipada captación previa de los esjata, sino su proyecto desde el saber en talante fundamental de su filiación e inmedia-teidad para con Dios. Sabe de esos esjata y sabe de ellos en tanto y porque sabe—y con saber de igual índole—-de sí como hijo y de su inmediateidad para con Dios: absolutamente en esa inmediateidad, en la mediación objetual de su talante fundamental al modo y en la medida que tal mediación histórica condicionada a posteriori puede sustentar en esta cuestión.

Concluyamos toda esta reflexión con la formulación de una

14 D. 2289. Piénsese siempre: se puede concebir de los modos más diversos el estar-dada en la consciencia de una persona amada.

15 Confr. Karl Rahner, «Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones teológicas»: Escritos de Teología IV (Taurus, Madrid 1961) 411-441.

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especie de tesis. Ni al dogmático, ni tampoco al exegeta, les está permitido traer a duda la doctrina obligativa, si bien, no definida, del ministerio docente eclesiástico sobre la visión inmediata de Dios por parte del alma humana de Jesús durante su vida terrena. Con lo cual luego no se dice que el exegeta que trabaja fundamental-teológicamente pueda o deba calcular esta doctrina teológica positivamente. Se puede, además, ser de la opinión de que una interpretación teológicamente correcta de esa visión inmediata de Dios (que no la comprende como un aditamento exterior de la unión hipostática, sino como su momento interior e irrenunciable, ya que se está atenido a entender necesariamente la unión hipostática no sólo óntica, sino también ontológicamente) puede comprender esa visión inmediata como un talante fundamental originario no objetual, no temático y radical de la espiritualidad creada de Jesús, de lal modo que sea conciliable con ella una experiencia auténticamente humana,-un condicionamiento histórico aceptado con la naturaleza huma-' na y un auténtico desarrollo espiritual y religioso, como tematiza-' ción objetivadora de esa inmediateidad para con Dios, dada" siempre y originaria, en el encuentro con el mundo entorno espiritual y religioso y con la experiencia de la existencia propia.

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LO ECLESIOLOGICO

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SOBRE EL CONCEPTO DE «IUS DIVINUM» EN SU COMPRENSIÓN CATÓLICA

Ha de intentarse en esta pequeña investigación proponer una «variación» conceptual (si es que se puede decir así) del concepto ius divinum a diferencia del ius ecclesiastieum, que sea de suyo ¡pensable, y que al mismo tiempo que no suprima el concepto de un auténtico «derecho divino» pueda aparecer como aplicable a la realidad del desarrollo histórico, aclarándola sin violencias 1.

Es de sobra conocida la importancia para el derecho eclesiástico católico del concepto de «derecho divino»: en muchos puntos, el derecho constitutivo católico de la Iglesia y el de sacramentos están declarados por una norma determinada para derecho positivo divino, la cual inalterablemente ni dimana del derecho natural ni es tampoco simple determinación positiva do la Iglesia: el papado, la constitución episcopal monarcal de la Iglesia 2, el número siete de los sacramentos, la obligación do someter los pecados graves de los bautizados al poder de las llaves de la Iglesia, etc. Tales derechos y deberes y otros parecidos de figura tan plural, están declarados en la Iglesia como de derecho divino, y son retrotraídos a una positiva institución de su fundador, que al proceder de él, resulta eo ipso permanente para la Iglesia, sin poder ser abolida ni siquiera por medio de su institución suprema. La dificultad de este concepto no reside tanto en sí como allí donde se le declara, según se sabe, realizado en una determinada ordenación de la Iglesia. Reside en la cuestión de si la institución de ese «derecho divino» determinado se puede probar históricamente a posteriori. El derecho eclesiástico protestante ha impugnado, en no pocos casos, esa institución jurídica divina de Cristo, rehusando como no con-

1 Derecho eclesiástico no reduce aquí su significación a la de derecho público eclesiástico. (N. del T.)

2 En el original «monarchische» y no «monarchistische» y por eso «monarcal» en nuestra traducción y no «monárquica». Rahner intenta evacuar de esta terminología toda resonancia de una determinada estructura político-temporal; nuestra traducción también. (N. del T.)

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cluyentes las pruebas aportadas por la canonística y dogmática católicas 3. Y también la literatura histórica más nueva y menos aligada confesionalmente» está en gran parte del lado de la impugnación de tal ((derecho divino» respecto de muchas determinaciones del derecho eclesiástico católico. Cierto que el hecho de esta impugnación no es ningún argumento irretenible contra la concepción católica del derecho eclesiástico. Sobre todo porque no pe puede optar seria y sistemáticamente por la opinión, según la cual cuando dos maneras de ver las cosas están fác-ticamcnte una frente a otra largo tiempo, sin que la una esté en situación de superar a la otra respecto de su consistencia de hecho, se prueba ya por ello que ninguna de las dos tiene para sí pruebas objetivamente constringentes. Ya que sigue siendo verdadero: la prueba objetivamente constringente no necesita ser por necesidad la psicológicamente lograda. Esto es lo que tal vez supongan los representantes optimistas extremos de los principios democráticos. Pero la realidad parece quedar más cerca de otra concepción. Con todo: la diversidad de opiniones, vieja de siglos, que llega hondo, ha de tener a su vez una razón, si bien no necesariamente la adecuada, en la cosa misma. Lo cual quiere decir: la prueba a posteriori de la consistencia del ius divinum respecto a muchas de esas determinaciones, no puede serles fácil a la dogmática y canonística católicas, ya que la historia en estas cuestiones no proporciona fácilmente argumentos sin más ni más constringentes. La dificultad formal fundamental es en todos estos casos siempre la misma: la actual proposición del «derecho divino» de una ordenación determinada tiene a la vista dicha ordenación en una figura enormemente desarrollada, en una concreción, plenitud de aplicación, de consecuencias, etc, que resulta enteramente verdad cuando se dice que en determinados tiempos de la Iglesia tal ordenación o esa proposición de derecho no eran perceptibles «así»; y que lo que la dogmática católica aduce como «embrión» originario y figura la más antigua de esa consciencia de derecho (por ejemplo frases correspondientes de la Escritura), es demasiado pluriva-

3 Sobre la doctrina del ius divinum (y su renovación) en el derecho eclesiástico protestante, consúltese especialmente: Erik Wolf, Ordnung der Kirche (Francfort 1961) 458-469, y el artículo «Ius divinum», RGG III (1959) col. 1074.

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lente para que pueda ser identificado constringentemente con el instituto o la proposición de derecho posteriores en su inequivo-cidad e importancia; e incluso cuando sea posible probar continuidad material histórica entre la hechura anterior y la de más tarde, será siempre todavía cuestionable si la hechura anterior (la posición, por ejemplo, que por un tiempo tomó Cefas en la comunidad de Jerusalén) apareció en su tiempo con la pretensión de ser vigente para siempre como derecho inrñodificable. En tales casos se dirá con frecuencia que el «derecho divino» católico de hoy fue en la Iglesia primitiva, en su vida, tal vez también una posibilidad dispuesta, pero que no apareció entonces como realidad inequívoca, junto a la cual no hubiera ninguna otra igualmente justificada, no siendo por tanto la respectiva institución probable a posteriori en cuanto la que aparecía no sólo como facticidad (tal el mandamiento del velo de las mujeres en el servicio divino), sino con la pretensión consciente de ser definitiva e inalterable. El historiador de los dogmas y del derecho' «no ligado confesionalmente» tendrá quizás la impresión de que en los tiempos tempranos y primerísimos de la Iglesia puede descubrir los arranques para los desarrollos más diversos (de índole más colegial, más monarcal, más carismá-tica, más institucional, más local, más supraregional etc), de que puede considerar como un resultado del azar histórico, que algunas de las muchas posibilidades dispuestas originariamente hayan llegado de hecho a progresar, pero sin poder en ningún caso aparecer tal selección de la historia con pretensión de obli-gatividad para todos los tiempos futuros, y esto en cuanto voluntad del fundador de la Iglesia.

En este punto nos será permitido intercalar dos advertencias marginales. Por de pronto: también el dogmático y el canonista católico saben, que en una figura histórica concreta, en la que apareció y aparece tal ios divinum en otro tiempo o en el suyo, no todo es ya de derecho divino, ya que ese derecho es de hecho real y realmente efectivo sólo en esa figura temporal, en la que aparece a su tiempo determinado. Aquí late un difícil problema de teoría del conocimiento: según buena doctrina escolástica, una esencia metafísica, un concepto, pueden ser conocidos solamente en una conversio ad phantasma, en un volverse hacia la «representación». La estructura metafísica que-

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da captada sólo en el modelo concreto. Y esto, aunque ambas cosas no son lo mismo, aunque la esencia metafísica puede ser también real en otra concreción. Se puede definir metafísica-mente de modo muy abstracto el concepto «propiedad privada», se puede intentar limpiarle de toda condición y casualidad históricas, decir abstracta y generalmente, desde ponderaciones teoréticas de la metafísica del conocimiento, que concepto y representación no se identifican: sin embargo el concepto «propiedad privada» se puede pensar concretamente en su propia situación histórica, y se le puede manipular prácticamente en la realidad de la vida como plan de construcción de esa misma vida, sólo si le piensa concretamente en una representación que en el caso concreto no es ya separable adecuadamente de lo conceptualmente mentado, ya que esto a su vez no sería posible nada más que en una conversión a otro esquema de representación, y una crítica histórica y metafísica a un esquema determinado, por medio de la cual el concepto mentado quedase discernido de aquél como disoluble, sucede únicamente en la conversión a otro esquema de representación, que—irreflejamente—deja también al crítico de la figura histórica de una esencia metafísica entregado y sometido a su condición histórica. Y esto vale también en nuestro caso. El ius divinum no se deja nunca «representar» sino en su figura histórica. A la crítica histórica, que compara una figura con otra y prueba por ello, y con derecho, la condición histórica de cada una, esa que debe de conceder precisamente aquél que dice que ese derecho divino ha estado siempre ahí desde el comienzo de la Iglesia (ya que es él, quien más que todos los otros, ha de afirmar como presente ese derecho divino y en una figura que indudablemente ha sido distinta de la actual), a esa crítica no le es lícito afirmar, al menos sistemáticamente, que tal derecho o ha tenido que estar dado antes también en la figura actual o no ha existido de ninguna manera. Un tácito a priori está a la base de muchas pruebas históricas «de no haber lugar» de un derecho divino afirmado ahora: que esencia y figura son simplemente idénticas. Lo que sí hay es identidad de esencia en cambio de figura. Y quien lo discuta sistemáticamente, niega (al menos en estas cuestiones que aquí nos conciernen) la esencia permanente de la Iglesia (cosa que no harán el dogmático y canonista prc-

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testantes, por mucho que lean e interpreten la Escritura for-malizadoramente), o tendrá que afirmar la igualdad también de la figura de esa esencia, contradiciendo así a la experiencia. Además de que podría probársele, que en este caso último formaliza y tipifica tácitamente la antigua figura esencial hasta conseguir que coincida con la actual. Con el fenómeno de la Iglesia y de su vida histórica se las arregla uno solamente, si se es capaz de pensar la igualdad de esencia a través de la multiplicidad histórica de su figura y de la diversidad de ésta a pesar de esa misma esencia (de derecho divino). Con lo cual naturalmente se plantea el problema, no se resuelve. Porque la cuestión es ésta: ¿cómo es posible pensar ese cambio de figura, que deja intacta la esencia y que sin embargo puede ser realmente pensado, según nos es manifiesto por el testimonio de la Escritura? Una pequeña contribución a esta cuestión (una muy pequeña, que no osa resolver el problema entero) es precisamente el objeto de este trabajo.

La segunda advertencia marginal: al decir que no es posible una distinción material y adecuadamente refleja entre esencia y figura concreta de la realización esencial, y ello a consecuencia de la historicidad del espíritu que reflexiona, no se afirma de ninguna manera, que tal distinción sea absolutamente imposible o que no es tarea nueva que tengan que proponerse y cumplir la teología y la canonística. Al contrario: la cuestión planteada siempre nuevamente, y respondida siempre con más claridad, de la distinción de la esencia y su figura históricamente condicionada, pertenece en cuestiones del derecho divino en la Iglesia a las más esenciales tareas de la eclesiología de índole dogmática y canonística, y quizás se pueda ser de la opinión, que esperamos no sea demasiado inmodesta o injusta, de que en la respuesta de esa pregunta se podría hacer del lado católico más de lo que de hecho se está haciendo. ¡ Qué poco se habla, por ejemplo, de cómo tenga propiamente que aparecer hoy la figura fáctica del equilibrio entre la estructura primacial y episcopal de la Iglesia, declaradas ambas por la eclesiología católica de derecho divino! Pero esto precisamente puede llevarse a cabo únicamente en una descripción realmente exacta de la relación que existe hoy de hecho entre ambas estructuras, en un análisis eclesiológico y sociológico de las causas de esa

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figura fáctica actual, que no residen meramente en el ius divinum de las dos estructuras, y en una comparación siempre nueva y sin prejuicios (ya que sin ella la tarea no podría ser resuelta) entre las figuras hodiernas y otras muchas anteriores de esa relación. Pero semejante comparación presupone en el historiador católico de los dogmas y del derecho (también en tanto procede metódicamente como creyente, y considera ese apriori no como estorbo, sino como agudización de su capacidad histórica de conocimiento, ya que le proporciona para con la cosa a conocer una mayor simpatía interior, que es un presupuesto del conocimiento realmente a medida de la cosa, no estándole al investigador católico prohibida, sino más bien imperada sistemáticamente, una investigación histórica fundamental-teoló-gica, es decir no procedente del apriori de la fe) un saber lo qu tiene que esperar a priori respecto de la permanencia de la esencia en el cambio de la historia, y lo que no tiene que esperar necesariamente. Pero esta cuestión no se despacha con la simple frase: lo que tiene que esperar, es que la esencia una y misma de la Iglesia, que la eclesiología católica declara como luris divini, haya estado siempre ya presente, y (presumiblemente también) que él mismo sea capaz de descubrir a posteriori en la historia esa esencia una, esperando por tanto sin trabas (puesto que la Iglesia es magnitud histórica), que a esa permanencia de la esencia esté vinculado un cambio de figura no desconsi-derable. Porque el historiador acierta siempre esa esencia sólo en sus figuras reales. Y así surge la cuestión de lo que ha de abordar como «esencial», como iuris divini, en esa figura concreta y lo que no. Cuestión a la que se puede responder algo más que: eso que ya entonces se abordaba como iuris divini. Contamos pues aquí con una situación enteramente análoga a la de la historia de los dogmas en general.

En la dogmática católica se dice con derecho, que como declaración de fe absolutamente obligativa puede sólo definirse lo que transmite la tradición como divinamente revelado, esté dada esta transmisión en una frase explícita o contenida implícitamente en otra frase explícita de la tradición. La dificultad de tal información es la siguiente: La proposición, por ejemplo, a definir aquí y ahora puede haber estado siempre, o desde hace tiempo, expresa en la tradición, pero no ha sido' antes explíci-

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tamente declarada como revelada por Dios obligativamente, a medida de fe, siendo enunciada en medio de un sinnúmero de proposiciones, sin distinción manifiesta de esas, que no pueden pretender ciertamente la revelación divina. ¿Cómo puede ser entonces reconocida la cualidad de ser-revelada e,n esa proposición anterior, si no la llevaba antes consigo al menos como manifiestamente reconocible y si ese conocimiento no es la consecuencia de la definición de ahora, sino que ha de ser, al menos para el ministerio eclesiástico docente, el presupuesto de la legitimidad de la definición?

Y esta es la cuestión que nos ocupa también respecto del ius divinum en la Iglesia. Cuestión que no se despacha ni aún con la prueba posterior de que tal proposición de derecho o tal institución han existido ya antes siempre. La cuestión es: ¿ese ius divinum aparecía ya entonces con la pretensión obligativa de ser ius divinum?; y si no es este el caso, o no puede ser probado posteriormente como dado tan inequívocamente como sería de desear, ¿cómo se puede entonces conocer que no se trata sólo de derecho fácticamente manipulado, sino que es derecho establecido intmodi-fícablemente por el fundador de la Iglesia, y que liga por tanto a todos los tiempos de más tarde? Incluso cuando se puede o pueda invocar, que el Señor de la Iglesia ha ordenado algo así, no está todavía inequívocamente despachada la cuestión. Puesto que no se puede afirmar seriamente que todas las ordenaciones de Jesús o de un apóstol tengan la pretensión de ser un derecho obligativo para todos los tiempos. Las diversas reglas en Mt 18 sobre el cuidado de la comunidad están, «tal y como allí se encuentran», abolidas en cuanto superadas tácitamente (aun cuando se diga, que su espíritu queda guardado en otras y nuevas formas, correspondientes a otras circunstancias); el mandamiento del velo no es hoy tampoco ninguna norma vinculativa del servicio divino. La repartición de los plenos poderes adjudicados a la Iglesia esencialmente en los ministerios, tal y como hoy existen, no hay que considerarla, convenientemente, como sin más, obligativa para todos los tiempos, si es que esa distribución alcanza hasta la edad apostólica. ¿Podría, por ejemplo, la Iglesia suprimir el diaconado como grado sacramental de la jerarquía iuris divini? Si se opina que esto hay que impugnarlo sencillamente, podría preguntarse, si la Iglesia no se ha propuesto hace ya tiempo esta supresión, en

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lo que atañe a la cosa en sí y no a su título y ficción jurídica, si bien hoy, tal vez, ¡se piense (en la Iglesia latina) en introducir de nuevo según su realidad el diaconado. Con brevedad: no se puede afirmar sin más, que toda realidad de derecho del tiempo apostólico, o que pueda reclamarse de una palabra de Jesús o de los apóstoles, es por lo mismo ya iurís divini. Pero si esto no se

s presupone, no resultará entonces tan fácilmente de una observación puramente a posteriori de las hechuras jurídicas de la antigua Iglesia un ius divinum, incluso si desde entonces el cambio de figura no ha sido muy grande en esa hechura determinada. Queda en pie por tanto la cuestión: ¿cómo se reconoce en tales antiguas hechuras de derecho su carácter de ius divinum, si no lo decían ellas mismas entonces explícitamente? ¿Hasta qué punto pueden ir separadas la idea (esencia) y la figura, sin anular la existencia y continuidad históricas, reales de una realidad jurídica iuris divini en todos los tiempos de la Iglesia? ¿Qué se puede esperar, al menos, con otras palabras, en tal cambio de figura, sin que en cuanto católico haya que decirse de antemano a causa del ius divinum existente siempre: no puede haber sido así, ya que esto o aquello ha tenido que ser ya siempre, puesto que la Iglesia actual lo confiesa como ius divinum?

En este aspecto intenta la siguiente reflexión dar una respuesta parcial. Esta es, dicho sea al comienzo de buen grado y sin estorbos, interesante tal vez sólo para el católico, ya que al menos aclara y aligera un problema que él sólo tiene (en manera tan específica). Donde se niega de antemano, invocando los hechos de la historia, que esa o aquella realidad' de derecho, que el católico declara como iuris divini, ha existido en la Iglesia apostólica, todo esfuerzo, claro está, por captar conceptualmenté un cambio de figura, que puede ser muy grande y que no discute, sin embargo, la continuidad esencial, dando así la posibilidad de una afirmación de un ius divinum respecto de la magnitud jurídica en cuestión, es un esfuerzo superfluo de antemano. Pero quizás el concepto a desarrollar no es del todo ininteresante para el que discute su aplicación a los casos que sobre todo tenemos aquí presentes. Espacio y competencia imposibilitan desarrollar en el material histórico mismo el concepto matizado a proponer de un ius divinum. Tampoco nos importa a nosotros (y esto debe ser acentuado muy claramente), probar de veras, que tal concepto

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de una especie posible de ius divinum esté dado de hecho en una hechura histórica determinada (en el primado papal de jurisdicción, por ejemplo, o en el episcopado monarcal, etc), o que el desarrollo de esas instituciones determinadas haya de ser aclarado sólo bajo aplicación de ese concepto. Naturalmente, tenemos presentes determinadas cosas históricas. El concepto propuesto debe ser algo más que una posibilidad cavilosa, que un juego de conceptos. Pero dónde y cómo está dado en hechuras y desarrollos históricos concretos, a tal respecto no aporta esta investigación conceptual prueba alguna. Si se alude vagamente a cosas históricas se hace en el sentido de una ilustración aclaratoria, sin unir a ello la afirmación de que esa ilustración corresponde seguramente a la realidad histórica. Construimos el concepto a proponer, sintéticamente y a través de una serie de reflexiones aisladas.

1. El desarrollo histórico de una hechura histórica no es, a su vez, ya necesariamente reversible, porque el desarrollo cuestionable haya provocado un estado que no siempre ha existido. Hay procesos históricos de dirección única que no son reversibles. Incluso cuando no eran necesarios, esto es cuando el estado precedente no contenía ni un ser ni un deber que condujesen necesariamente al estado en cuestión. Esta frase, en cuanto muy general, se entiende de sobra, tratándose de un pensar histórico que realmente piensa un ente histórico, es decir, un ente que posea una historia que le es esencial. Y nos permitimos no fundamentarla ulteriormente. Pero para nuestra reflexión no es algo tan sencillamente sobreentendido que no se haya de perder a sus expensas alguna palabra que otra. Puesto que se puede plantear la pregunta, de si en las cosas que aquí nos ocupan, no es tal vez negada tácitamente o pasada por alto por el pensamiento jurídico católico medio. Se puede tener, desde luego, la impresión de que la doctrina dogmática y canonística de derecho de la Iglesia parte tácitamente del pensamiento, según el cual lo que una vez ha llegado a ser en la historia de la Iglesia, al ser perceptible sólo como surgido en un punto de tiempo posterior y no en el tiempo apostólico, se muestra ya por ello variable, reversible, al menos fundamentalmente. Si la proposición general formulada es correcta, tal presupuesto tácito no está al menos probado, y no puede por tanto suponerse como sobreentendido. Ya que es a priori perfectamente pensable, que puedan también realidades

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jurídicas pertenecer a tales magnitudes históricamente surgidas y desde luego irreversibles. Lo contrario tendría al menos que ser antes probado, ya que la proposición de arriba procede de la esencia general de un ente histórico, esto es que al menos hasta la prueba de lo contrario comprende bajo sí al ente jurídico. Esto sobre todo, si una hechura que tiene una historia real es, esencialmente (si bien quizás no por exclusividad), de naturaleza jurídica. Si fuese siempre reversible tendría que ser o bien ahistórica, es decir, que su historia no podría tocar su naturaleza jurídica, o bien su historia jurídica no podría ser más que de índole muy periférica. Pero un derecho que fuese «histórico», sólo en el sentido de una reversibilidad ad libitum de su dirección de desarollo, no podría en el fondo ser ninguna magnitud realmente presente en la realidad histórica. Puesto que por muy paradójico que a primera vista aparezca, un derecho no se hace más real y válido porque no conozca historia alguna, si es que ha de ser derecho de una y en una historia real. Cuanto más ahistórico es también más irreal. (A lo cual no contradice la doctrina del «derecho natural» rectamente entendida, ya que ésta construye sobre esa misma naturaleza metafísica del hombre que tiene una historia verdadera, cuya mis-midad no excluye una historia, sino que la incluye; historia que determina esa naturaleza en cuanto tal, ya que la historia espiritual de las personas no es un estrato accidental alrededor de una inmodificada naturaleza permanente, sino historia de esa naturaleza precisamente, toda vez que ésta lleva en cada hombre una determinación eterna desde la historia y existirá siempre sólo en cuanto así determinada, salvada o condenada.) Por eso consideramos la proposición al menos como cargada de sentido, y consideramos por eso pensable que también una auténtica historia del derecho pueda ser de dirección única e irreversible en la historia del hombre; que puede haber por tanto sistemáticamente creaciones jurídicas, que aunque hayan llegado a ser una vez, pueden, sin embargo, permanecer duraderamente válidas y como un momento no separable ya de una hechura histórica. Si esta proposición se deja meditar como realizada concretamente en la realidad, y dónde y cómo, es cosa sobre la que no podemos ni necesitamos establecer aquí reflexiones más

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detalladas. Que nos baste haber al menos insinuado una posibilidad fundamental de pensamiento.

2. Hay procesos en un ente histórico que si bien resultan de una decisión libre, y si bien juntamente con las decisiones no pueden ser probados como los únicos posibles y por ello obligativos desde la esencia del que llega a ser históricamente, sí pueden, por lo menos, ser reconocidos como legítimos desde la esencia de tal ente. Aclaremos esta proposición en el concreto ejemplo de una persona espiritual que obra libremente. Puede tomar decisiones. Estas decisiones pueden, al menos a la larga, determinar su propio destino y su historia. Estas decisiones pueden ser físicamente libres y pueden también, medidas en la norma moral que obliga a todo ente, ser reconocidas como no contravenientes de dicha norma. No necesitan ser de tal modo, que desde esa esencia y sus normas esenciales sean sencillamente obligativas en una situación histórica determinada de ese ente. Basta, desde luego, que esas decisiones estén conformes con la esencia de ese ente y con las normas a que está sometido, que esas decisiones sean una de sus posibles realizaciones y consecuencias esenciales. Nadie que crea en la libertal física (existente al menos parcialmente) y moral de una persona podrá discutir que hay tales decisiones que son a medida de la esencia, pero que no son esencialmente necesarias (ni física ni moralmente). Tales decisiones no esencialmente necesarias pueden serlo en sí o quoad nois, es decir, reconocibles para nosotros no más ya que en cuanto no necesarias, pero a medida de la esencia. Lo uno y lo otro es en el fondo posible, aunque no pueda discutirse una diferencia objetivamente muy grande entre esas decisiones de suyo sólo conformes a la esencia y las reconocibles por nosotros no más ya que en cuanto tales. Pero sí nos es lícito dejar bajo un mismo concepto ambas decisiones tan diversas en sí. Y por la siguiente razón: es fácil, que en la mayoría de los casos (quizás en casi todos, si se aplica una metafísica rigurosa del conocimiento) no pueda reconocerse si una decisión conforme a la esencia lo es solamente (de suyo) quoad nos y oculta entonces tras sí una necesidad esencial (esto es, que se anuncia en esa conformidad para con la esencia) o si de veras se trata objetivamente de una tal mera conformidad. El concepto de una decisión conforme a la esencia, si bien en sí o quoad nos no esencial-

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mente necesaria, es susceptible de aplicación, por encima de cada persona físicamente libre, a hechuras históricas de naturaleza más compleja. También una sociedad, un Estado, una Iglesia, etc, pueden ser sujetos de tales decisiones de una u otra índole. En la medida y manera en que a una persona moral puede serle adjudicada una decisión libre (y sobre tal manera y sus límites no hay que tratar aquí), y puesto que tal cosa es seguro posible en algún sentido, puede declararse de tal persona moral la posibilidad de tales actos. Sobre ello no puede haber ninguna duda en serio. Puesto que indudablemente pueden mostrarse históricamente decisiones de un Estado, etc., que son expresión auténtica de la «fisiognomía» histórica de esa hechura, que corresponden a su «misión» histórica, quizás a su recta constitución, etc, o que son lo contrario de ésta, sin que se pueda decir seriamente en el primer caso que tal hechura colectiva pueda o deba en la situación respectiva decidir sólo así.

3. Es pensable el concepto de tal decisión histórica conforme a la esencia, si bien no esencialmente necesaria, de naturaleza jurídica en el sentido de la proposición primera, generadora de derecho tanto como irreversible. Contra esta proposición no podrá objetar nada el que conceda las otras dos primeras. Porque no se presenta razón alguna que pudiese estorbar la combinación del eidos de la primera proposición con el de la segunda. Al contrario: la institución irreversible de derecho, si la hay y donde la haya, tendrá que ser pensada (si es que la hechura de índole histórica que la instituye no ha de suprimirse a sí misma por medio de dicha institución o de destruirse paralizándose) por lo menos como conforme a la esencia, si bien no siempre y por necesidad como esencialmente necesaria. Si no, no sería comprensible en una positiva institución de derecho irreversible por qué ha de ser irreversible. De suyo puede pensarse, desde luego, que tales decisión e institución irreversibles, de índole generadora derecho, sean también esencialmente necesarias. Sería desde luego ahistórico, pensar que lo esencialmente necesario en un ente hubiese por ello de estar presente desde el comienzo actual y necesariamente, que el punto de tiempo, por tanto posterior, de la manifestación por medio de una (explícita e irrefleja) institución de derecho pruebe ya también la contingencia esencial, pudiéndose sólo, a lo sumo, tratar por tanto

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de si esa decisión puede ser abordada como conforme a la esencia o como contraria a ella. Claro-, que lo esencialmente necesario de una realidad personal-espiritual de índole física o social, ha de estar ya dado siempre de alguna manera, si está dada también la esencia respectiva. El fundamento esencial debe albergar en sí eso que es esencialmente necesario. Pero la cuestión es cómo ha de hacerlo o cómo no. Se puede, por ejemplo, designar como esencialmente necesarios, como pertenecientes a la esencia del hombre, la capacidad de ver, de tomar por medio de decisiones libres contacto con el mundo entorno, etc., etc., y, sin embargo, no se podrá decir que esas necesidades esenciales estén en un estado embrional del hombre igual que más tarde, y no se podrá decir tampoco que eso que accede más tarde no es ya designable con el predicado «esencialmente necesario». Una esencia se realiza, se instala a sí misma fuera de su fundamento, en el que estaban ya ciertamente contenidos lo instalado fuera y lo aparente, pero precisamente contenidos en el fundamento como en una posibilidad, siendo lo instalado fuera su esencia misma, y no algo que se añade a la postre a esa esencia, como lo que h es indiferente. Si todo esto es fundamentalmente correcto, habrá que decir entonces que lo que aparece más tarde puede ser siempre todavía esencialmente necesario. Pero puesto que el puro comienzo y fundamento de una realidad no es en sí mismo (o la mayoría de las veces o en mayor parte) inmediatamente accesible, sino que lo que en sí alberga aparece sólo en la consumación esencial, en el salir fuera de eso que resulta del fundamento, por eso no puede enjuiciarse tan fácilmente si lo instituido históricamente más tarde es esencialmente necesario o nada más que conforme a la esencia. Se dará con frecuencia el caso de que habrá que contentarse con el juicio de que es al menos conforme a la esencia, y en cuanto tal (por esta o aquella razón) irreversible.

4. Una decisión de la Iglesia conforme a la esencia (correspondiente a la esencia legítimamente), generadora de derecho e irreversible, puede ser considerada como ius divinum cuando acontezca en el tiempo de la Iglesia primitiva. En tal proposición hay muchas cosas que necesitan una aclaración. Pensamos por de pronto el concepto de la Iglesia primitiva en un sentido teológico enteramente preciso. Tal vez pudiera decirse:

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edad apostólica. En cualquier caso está mentado el tiempo, en que para el entendimiento católico de la fe discurren todavía el tiempo y la historia de la revelación del Nuevo Testamento. Es que por mucho que los apóstoles y los escritores del Nuevo Testamento escrito sean en último término mensajeros y testigos de la palabra do Jesús y de su historia, la comprensión católica de la fe no ha dudado nunca que tengamos fundamentalmente que contar con que los apóstoles no sólo son la primera generación de transmisores de la revelación, el primer eslabón de la tradición, sino que hay que preguntarse por ellos también como portadores de revelación, no teniendo en cualquier caso nosotros que plantearnos, ante lo que dicen, la cuestión crítica de si transmiten la doctrina de Jesús o comunican sólo sus propios «pensamientos». Por mucho que desde la teología fundamental e historia de los dogmas pueda preguntarse «de dónde» sabe, por ejemplo, Pablo todo lo que dice; con otras palabras, por mucho que se pueda intentar entender su doctrina como su «teología», esto es como el despliegue legítimo del simple mensaje de Jesús, el mensaje de los apóstoles sigue siendo para nosotros todavía «acontecimiento de revelación» y no sólo transmisión autoritativa de ese mensaje. Correspondientemente, la comprensión católica de la fe suele expresar ese estado de cosas al decir: con la muerte del último apóstol queda concluida la revelación cristiana según ministerio y desde entonces la tarea de la Iglesia es sólo guardar esa revelación consumada, proclamarla, interpretarla, defenderla contra error, desarrollarla correspondientemente a la situación espiritual de un tiempo, pero no «aumentarla» en un sentido propio. Lo cual indica viceversa: la Iglesia supone respecto del tiempo de los apóstoles, que acontece todavía en ese tiempo revelación y que el tiempo del suceder de la revelación no puede considerarse concluido ya sin más con la muerte de Jesús o su elevación. Ese es el tiempo que nosotros quisiéramos llamar en un sentido teológico el tiempo de la Iglesia primitiva. Por mucho que los apóstoles (los doce con Pedro y Pablo en una relación recíproca difícil de determinar y que no hay que cuestionar aquí más de cerca) desempeñen en ese tiempo un papel normativo y único, preferimos decir: Iglesia primitiva, en lugar de: edad de los apóstoles. Porque, según muestran los escritos de un Lucas, de un Marcos, o la Carta a los hebreos,

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portadores de la revelación (e inspiración) no lo son sólo los propios apóstoles en el sentido estricto del término, lo cual no queda tampoco neutralizado, porque se diga que tales portadores lo son en cuanto discípulos y encargados de los apóstoles. Puesto que si bien el proceso entero de la revelación (en cuanto un Uegar-á-sí-mismo temporal, histórico, de la fe plena en Jesús como en el hijo de Dios, el Cristo y el redentor único, con todo lo que esto implica) ha de ser concebido durante ese tiempo de la Iglesia primitiva como vigilado en un sentido «ministerial docente», autoritativo, por los propios apóstoles y como norma-tizado por ellos, y legítimo y válido siempre sólo en esa dependencia (y a este respecto la antigua tradición de que Marcos ha escrito el Evangelio de Pedro, Lucas el de Pablo, y de que el autor de la Carta de los hebreos lo es en nombre y encargo de Pablo, tiene, desde luego, un verdadero y esencial sentido), no se niega con ello, sino que se concede una vez más, el hecho de que no sólo los apóstoles han sido simplemente portadores del proceso de revelación que dura todavía en la Iglesia primitiva, toda vez que con una opinión contraria se estaría de nuevo ante la cuestión do la relación en que está Pablo «jurídico-ecle-siásticamente» con los doce, y de si no prueba él ya como portador de la revelación la tesis propuesta, de que no sólo los apóstoles son tales, ya que Pablo no puede ser llamado apóstol en el sentido estricto que se realiza sólo en los doce.

Además, parece probablemente conveniente no dejar demasiado absolutamente acabado el tiempo de la Iglesia primitiva con la muerte física del último apóstol. Puesto que si se concibe demasiado ese término del final según hora de reloj, se afirma implícitamente que es absolutamente seguro y necesario que la Carta a los Hebreos, por ejemplo, la segunda de Pedro, el Evangelio de Lucas, hayan sido escritos antes de la muerte del último apóstol. Y será, sin embargo, más prudente y objetivo no aceptar para tales afirmaciones ninguna garantía absoluta, sino dejar más bien tal cuestión abierta. El sentido mentado con la proposición de la conclusión de la revelación neotestamentaria en la muerte del último apóstol permanece en pie, sin embargo: la primera generación de la Iglesia instituye el «comienzo» modular, la norma siempre permanente, el fundamento sustentante y la ley insuperable para todo cristianismo venidero, ya que

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albergó en su regazo a aquél, que es la palabra absoluta de Dios hecha carne, y ya que ese tiempo «suyo», que le pertenece necesariamente y cuya fe en su mensaje y realidad es su constitutivo propio, sigue siendo el kairós, que no será ya abolido. En este sentido, por tanto, mentamos Iglesia primitiva cuando decimos por de pronto: en ella pueden haber acontecido decisiones irreversibles conformes a la esencia y generadoras de derecho. Tal proposición no es otra cosa que una aplicación de la tesis según la cual el tiempo de la Iglesia primitiva ha sido todavía el tiempo de la revelación sucediendo y no sólo un tiempo de transmisión de la revelación. Puesto que bajo esos contenidos de la revelación puede naturalmente haber proposiciones jurídicas. Para el entendimiento católico de la fe todo esto está simplemente sobreentendido. Porque si hay en la Iglesia algún derecho en general (proposiciones jurídicas o, al menos, cosa que tampoco un canonista protestante discutiría sin más, hechos y conocimientos, que de por sí exigen derecho de una índole peculiar muy determinada), que puede ser llamado iuris divini, ello significa que tal derecho está «revelado», ya que no ha de ser simplemente derecho natural, sino derecho de la Iglesia como fundación histórica de Cristo en cuanto tal. Si la revelación queda concluida sólo con el final de la Iglesia primitiva, de la edad de los apóstoles, si no podemos finalizar antes ese tiempo, tendremos entonces derecho y deber de contar también, durante ese tiempo, con la revelación de normas jurídicas. Y además durante todo ese tiempo. Es por esto por lo que la parte primera de nuestra proposición sería para el eclesiólogo un puro sobreentendido. Pero es que nuestra proposición dice algo más.

Por de pronto, dice una determinada representación posible de la índole de la revelación tal y como ésta se exceptúa de la experiencia humana. La revelación aparece como «decisión». A la palabra «revelación» se une en la teología católica de escuela con demasiada facilidad, y casi como cosa sobreentendida, la representación de un escuchar, en cierto modo puramente pasivo, una proposición comunicada según palabra. Así puede, pero no tiene, que ser pensada la revelación. El hecho, por ejemplo, de que un evangelio esté inspirado, depende también de la resolución de escribirlo realmente, la cual es de

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cada evangelista respectivo, que sin duda ha experimentado ese escribir como una decisión espontánea que es suya. Naturalmente que se puede decir, y con derecho, que la cualidad de esa resolución debe ser sabida desde otro lado. Pero en primer lugar: donde el acontecimiento mismo respecto de su índole peculiar interna puede ser sabido sólo por medio de revelación, será lícito considerar su institución como un momento en el proceso revelante. Puesto que se muestra en cuanto tal por medio de sí, se revela a sí, aunque su cualidad interna más propia (la de la inspiración, por ejemplo) no puede ser reconocida sólo de este modo, sino que es captada únicamente desde un contexto más amplio. Lo cual no suprime que el proceso de redacción de un evangelio pertenezca a los momentos de la revelación de su inspiración, sobre todo porque no es lícito concebir todo lo que pertenece a esa revelación en cuanto su momento constitutivo como la comunicación simple de una proposición sobre esa inspiración, sino que dicho proceso es mucho más complejo y contiene en sí momentos que son a su vez procesos, realidades, y no inmediatamente proposiciones a su respecto4 , en los cuales puede leerse e,l hecho do la inspiración sólo bajo el supuesto de otras proposiciones reveladas, ya que nunca se puede descubrir o postular con probabilidad histórica una proposición en el tiempo apostólico que testimonie inmediatamente el faetum de la inspiración. Si el primado, según no pocos teólogos, está unido indisolublemente al ministerio episcopal en Roma, y jurídicamente la sede primacial no puede ser trasladada por un titular posterior a otro sitio (de iure, no sólo de facto), está manifiestamente esta circunstancia tanto instituida por una decisión de Pedro, de ir a Roma para siempre, como revelada también (bajo el supuesto de otras proposiciones generales). ¿Por qué la elección de Matías y su adopción en el Colegio apostólico, su pertenencia a éste por tanto, no puede ser considerada como revelada de un lado, y de otro en cuanto sucediendo por medio de la decisión de esa elección y como revelada en ella? Los acontecimientos pueden tener, desde luego, el carácter de una revelación material determinada, supuesto nada más que aparez-

4 Véase K. Rahner, Über die Schriftinspiration, Freiburg 1959.

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can en cierta manera en el campo de hombres que poseen ya determinados conocimientos de la revelación y están, por tanto, en situación de enjuiciar ese acontecimiento en esa cualidad suya determinada, que puede ser sabida únicamente por revelación, y de enjuiciarle además desde ese saber. No se puede entonces decir: revelados están sólo esos principios generales, pero no la cualidad de ese acontecimiento, que será conocida con ayuda de esos principios. Por lo menos, no se podrá decir esto para el tiempo apostólico. Puesto que si se aborda en cuanto revelada la cualidad del acontecimiento respectivo, será conocida (por los apóstoles al menos) no por medio de una iniciativa nueva de revelación propia de Dios, sino con la ayuda de esos principios generales, y si éstos, en cuanto proposiciones meramente generales, no proporcionan solos una cala sobre la cualidad del acontecimiento respectivo, deberá entonces el acontecimiento mismo ser considerado como un momento en su propia revelación. Se revela a sí mismo.

Los acontecimientos libres pueden tener, por tanto, en la época de la Iglesia primitiva el carácter de una revelación. Son decisiones de los hombres, y en ellas se realiza precisamente la voluntad de revelación de Dios, que quiere ese acontecimiento y le instituye a través y en esa libertad de la decisión predefinida por él, revelando así su plena peculiaridad. Si se dice, pues: tal y tal hecho determinados han sido instituidos por medio de una libre decisión de los apóstoles, no se niega con ello el carácter de revelación de esos hechos surgidos por decisiones libres, sino que más bien se proporciona una representación de la manera en que ha sucedido esa revelación en el caso determinado, supuesto al menos que se supone esa decisión libre como querida por Dios en libre predefinición formal. Con esto no se dice qué cualidad determinada, en una decisión generadora de derecho en la Iglesia primitiva, queda revelada por medio de esa decisión dentro del conjunto de dicha Iglesia (y de lo que ésta sabe de sí). De esto habrá que tratar más tarde. En primer lugar, nos toca ver todavía lo siguiente respecto de esa decisión a la que adscribimos la posibilidad (no siempre ni necesariamente la facticidad) de un proceso de revelación: tal decisión generadora de derecho puede suceder en cuanto decisión en la índole de una elección

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entre varias posibilidades. La institución de un derecho puede muy bien tener el carácter de una decisión electiva entre varias posibilidades que se ofrecen. Las otras posibilidades, dejadas atrás ante una, pueden ser posibles no- sólo física, sino también moral y jurídicamente; la institución de derecho puede ser de veras una decisión. Si, por tanto, dentro de la Iglesia primitiva se dejan probar—o se dejasen—diversas posibilidades, reconocibles a la vista del historiador, de una concreti-zación constitutiva y jurídica de la Iglesia, si se dejase mostrar que ya entonces se habían ofrecido diversos «estilos» de un posible desarrollo ulterior de la constitución y del derecho, esto no significaría que esa decisión fáctica (por ejemplo, hacia un episcopado monarcal a diferencia de una constitución más colegial) haya de ser contraria a la esencia, ya que elige una posibilidad antes que otra. No es necesario representarse por fuerza la situación de la Iglesia primitiva de modo que la decisión de índole jurídica, que aparece durante ese tiempo, haya estado dada de antemano y en cada instante como la posibilidad única, o que las diversas posibilidades deban permanecer siempre, también después de tal decisión, como justificadas y realizables posteriormente. Si en cuanto historiador, por ejemplo, ha de tenerse la impresión de que las diversas «constituciones» de las confesiones cristianas de más tarde han estado todas prefiguradamente dadas de alguna manera y en un grado determinado en la Iglesia primitiva, no es ello argumento alguno, al menos no lo es decisivamente, para que tal pluripotencialidad del sistema eclesiástico primitivo deba siempre, también más tarde, permanecer en pie como posibilidad legítima. La Iglesia puede haberse decidido en decisión irreversible (ya que esto es sistemáticamente posible) por una posibilidad determinada, permaneciendo esa decisión como vinculativa para todos los tiempos posteriores. Para ello es, por de pronto, sólo necesario que se pueda probar que tal decisión no es contraria a la esencia, sino a su medida. Incluso cuando, al menos a primera vista, no es inmediatamente perceptible que esa actualización de una posibilidad antes que otra, en cuanto proceso irreversible, fuese esencialmente necesaria. Por lo menos tal proceso es pensable: la Iglesia decide en un proceso jurídico de concretización, en una decisión irre-

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versible de índole generadora de derecho, y precisamente dentro del tiempo de la Iglesia primitiva como tiempo de la revelación todavía en suceso, en cuya dirección y manera concre-tiza su propia esencia jurídica fuera ya del número mayor de las posibilidades de suyo presentes.

Si es que—y en cuanto que—dicha decisión puede ser considerada como un proceso de revelación, según ya se ha mostrado, se alza entonces la cuestión de qué es lo que exactamente ha de ser revelado en ese proceso de decisión y por su medio (dentro de la situación sabida de la Iglesia en conjunto). En primer lugar (si decimos por supuesto que en la Iglesia primitiva ha acontecido un proceso electivo, generador de derecho), podemos decir con certeza: se revela la legitimidad de esa decisión, su conformidad para con la esencia. Esto sí que se puede decir en cada caso. La Iglesia primitiva pudo tener en tal proceso el convencimiento de haber desarrollado y consumado correctamente su esencia, al menos de no haber obrado en su contra, aun cuando hubiesen «de suyo» estado abiertas otras posibilidades de la decisión. Si los teólogos católicos reconocen fundamentalmente a la Iglesia posterior y al Papa el derecho y la facultad de decidir, en determinadas circunstancias incluso infaliblemente, sobre si la constitución de una orden determinada es, por ejemplo, un camino legítimo de la auténtica imitación de Cristo, que coincide sustancialmente y de manera suficiente con el Evangelio, habrá entonces que reconocer a jortiori a la Iglesia apostólica (bajo su legítima dirección, sea cual sea el aspecto que tuviera entonces jurídicamente) derecho y facultad de conocer, que una constitutividad determinada, que se da a sí misma, corresponde a la ley, según la cual procede, y es una autoconsumación legítima, de índole conforme a su esencia. De esto tiene que ser capaz. Puesto que por un lado tiene que obrar y consumarse de una manera muy determinada, Y en cuanto la que se consuma así ha de tener, ya que es la comunidad de salvación del Señor, indestructible escatológicamente, la consciencia de ser identidad sustancial con la Iglesia de Cristo, con su propio comienzo. Establece, pues, esa decisión era cuanto legítima, la establece en cuanto Iglesia primitiva en la consciencia de ser y de permanecer como norma y módulo de orientación para todos los

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tiempos, esperando, por tanto, de sus generaciones posteriores el reconocimiento de esa legitimidad, revelando la conformidad para con la esencia de esa decisión. Teológicamente no hay dificultad en concebir el proceso de esa decisión generadora de derecho en la Iglesia primitiva como proceso de la revelación de la legitimidad de esa decisión electiva. ¿Se puede, además (un segundo paso), hacer comprensible que en el suceso de ese proceso se revela también la irreversiblidad, y con ella la duradera obligación de las generaciones posteriores de la Iglesia para con esa decisión, sin atender al origen de la misma en una situación plurivalente de la autoconsumación concreti-zadora de la Iglesia primitiva? A esta cuestión es lícito que se la responda con un sí. En primer lugar (correspondiendo a lo dicho anteriormente), hay que acentuar que la irreversibi-lidad de una acción y decisión no es algo especialmente extraño y sorprendente, sino más bien lo que hay que esperar desde la esencia de la libertad. En la Iglesia primitiva, según puede constatarse a posteriori, se toman decisiones jurídicas, que se fallan con la consciencia de una decisión definitiva, que vincula todos los tiempos de después. Así, cuando Pedro bautiza, sin exigir del neófito pagano el camino por el judaismo y su circuncisión como vía para ser miembro pleno de la Iglesia. Puede decirse que dicha decisión era esencialmente necesaria y que dimana sólo necesariamente de la fe en la redención por Cristo. Pero tuvo, sin embargo, que ser tomada, y fue vivida como decisión, sin dejarse además probablemente deducir simple e inequívocamente de lo que los apóstoles tenían siempre que saber de Jesús y su significación salvadora. Porque in abstracto hubiese sido imaginable que la circuncisión, por ejemplo, pudiese haber sido conservada como momento del rito de iniciación, que hubiese incluso sido obligatoria como la utilización ulterior del Antiguo Testamento, sin que hubiese que negar por ello la pura redención por medio de Cristo. Esto se advierte en que de otro modo una observación ulterior de la antigua ley por parte de los judíos cristianos hubiese tenido que ser, ya en tiempos de la Iglesia primitiva, anticristiana, si es que la abolición de la ley del Antiguo Testamento resultase forzosamente de la esencia del cristianismo. Tal decisión, por tanto, de la abolición de la circuncisión puede ser considerada desde

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ella misma como esencialmente necesaria, pero no es necesario que lo haya sido antes, ni necesita por lo menos haber sido reconocible en cuanto tal desde la esencia del cristianismo dada ya de antemano. Si no se quiere aceptar simplemente una revelación especial, que no sólo contiene una exhortación a renunciar a la circuncisión, sino además una revelación explícita de la esencial necesidad de esa renuncia (y no será fácil descubrir para ello en el Nuevo Testamento un punto de apoyo seguro, ya que Pedro y Pablo despiertan la impresión de argumentar para su decisión desde una conformidad para con la esencia de esa renuncia y desde lo superfluo de la imposición de otra carga aún, más bien que la de reclamarse de que Dios mismo, más allá de todas estas reflexiones, les haya prohibido simple y llanamente exigir la circuncisión), sí será lícito aceptar que se trata en este caso de una decisión, conforme a la esencia, de la Iglesia primitiva, que es establecida con pretensión de irreversibilidad, si bien queda abierta la cuestión de cómo reconocen exactamente los apóstoles y la Iglesia apostólica esa irreversibilidad de su decisión. Se puede decir: obran así y declaran por medio de esa acción que consideran su decisión probada en cuanto conforme para con la esencia, como irreversible. Y entonces puede también este momento (por de pronto, en este ejemplo) ser considerado como revelado con la misma reflexión formal que propusimos más arriba respecto de la legitimidad de una tal decisión generadora del derecho.

Esta decisión electiva, histórica, de índole generadora de derecho, que resulta con la Iglesia como conforme para con la esencia, y se revela, en revelación propia, en cuanto tal e irreversible en la Iglesia primitiva, puede ser designada con razón en su generación de derecho como iuris divini. Con otras palabras: en la Iglesia primitiva un ius divinum puede ser pensado por lo menos como surgiendo, porque en ella sucede una decisión (predefinida por Dios formalmente) conforme para con la esencia, pero (por lo menos quoad nos) no reconocible por nosotros a priori como esencialmente necesaria, la cual elige desde una pluralidad, que se ofrece de suyo (al menos, según las apariencias), de posibilidades de configuración de la constitución de la Iglesia y su derecho. Y también eso, que se deja ordenar más fácilmente sin duda

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en el todo del desarrollo histórico de la Iglesia primitiva, ya que no presupone que dicha generación de derecho, sin punto de apoyo en el ambiente y en las representaciones jurídicas y posibilidades de ese mundo entorno, cae, por así decirlo, del cielo, puede valer, desde luego, como ius divinum. Puesto que para ello no se necesita más que la revelación por parte de Dios para la Iglesia de una realidad de derecho que permanece como obligativa para todo el tiempo que sigue y está sustraída a una modificación por medio de la Iglesia posterior. A esas exigencias de un ius divinum positivum. en la Iglesia les basta la representación de una decisión de la Iglesia primitiva, conforme para con la esencia, irreversible, y revelada en estos dos aspectos, aun cuando se la piense como resultado de un número mayor de posibilidades jurídicas, de suyo presentes e «instaladas» y por tanto perceptibles todavía históricamente. El carácter de revelación de este ius divinum no excluye la observabilidad de su surgimiento de entre causas y tendencias, comprobables empíricamente, en una especie de lucha de competencia con otras tendencias, también presentes, do desarrollo. El derecho divino de la Iglesia es también un derecho humano-divino. La vida del derecho, y por ello también del derecho humano-divino, es una historia de dirección única, en la que (igual que en la filogénesis y en la ontogénesis de lo vital) desde un sistema necesariamente pluripotencial por medio de una determinación progresiva de lo que hay-que-realizar surge de entre la plenitud mayor de lo potencial la figura concreta del derecho. En tanto ese proceso discurre dentro de la Iglesia primitiva, en el sentido estrictamente teológico del término, puede pertenecer, desde luego (lo cual no quiere decir que debe pertenecer en cada particularidad del desarrollo), en sus momentos particulares, a la constitución revelada de la Iglesia, a la constitución de su esencia desde el fundamento esencial dado con Cristo y su redención. Libertad y contingencia de los pasos de ese desarrollo, que en cuanto libres (física y moralmente) presuponen la pluralidad de otras posibilidades, y que no permiten sólo, por tanto, ver una tal pluralidad, sino que imperan casi detectarla, no son un argumento en contra de que sean queridos por Dios, en contra del ius divinum en el resultado de ese desarrollo.

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Según ya hemos acentuado al comienzo de estas reflexiones, no nos importaba en ellas probar en la Iglesia primitiva la existencia real de un ius divinum entendido así, sino que nuestra intención era a la postre, a pesar de la alusión a ejem-píos de ese tiempo, hacer plausible de alguna manera la posibilidad teológica de pensar tal concepto de un ius divinum en la Iglesia primitiva entendido evolutivamente. Será asunto de los exegetas, de los teólogos de la Biblia, de los historiadores de los dogmas y del derecho de la Iglesia enjuiciar si con este concepto ofrecido se les hace un servicio, para cuando sobre la base de la convicción fundamental católica de la continuidad esencial de la Iglesia actual respecto de la fundación de Jesús y la Iglesia primitiva, se ocupan en poner en claro históricamente cómo la Iglesia de hoy está ya contenida según la esencia en aquella comunidad de Jesús después de su ascensión, y precisamente en cuanto la figura que nos obliga y en la que hemos de poseer la comunidad de creyentes fundada por él. Si no necesitan de este concepto, si todo marcha «también más sencillamente» en la prueba de la continuidad obligativa entre la Iglesia católica actual y la Iglesia primitiva, una prueba, que en una comprensión católica de una eclesio-logía teológico-fundamental ha de producirse, adviértase bien, por un camino histórico y no sólo desde el presupuesto de la fe en el entendimiento que la Iglesia católica tiene de sí misma, en ese caso se podrá censurar el concepto ofrecido como una superflua sutileza. Pero en su contenido abstracto no debería ser siempre, sin embargo, irrealizable. Tal vez uno u otro historiador católico del derecho de la Iglesia tiene la impresión de que de esta manera pueden concillarse la sentencia de su conciencia histórica y la de su conciencia dogmática más fácilmente que con un concepto de ius divinum, según el cual ha sido éste establecido por Dios en un punto de tiempo, sin poder tener en manera alguna una historia propia.

5. La cuestión de un ius divinum en cuanto decisión irreversible, de índole conforme para con la esencia, de la Iglesia del tiempo pasíapostclico, no debe ser designada a priora y con seguridad como imposible. Esta es la última proposición que quisiéramos proponer aquí. Y lo que quiere es invitar a una reflexión ulterior. Nada más. Dice sólo que no se debe

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rechazar a limine y demasiado de prisa la cuestión del surgimiento de un ius divinum postapostólico. Nada más. No decide en manera alguna la cuestión de si es posible tal derecho, ni tampoco la de si existe de hecho. Es fácil entender por qué tal vez tiene sentido plantear siquiera la cuestión, haya como haya al final que responderla. Indudablemente, hay «consolidaciones» (entendido el término en un sentido por completo positivo) jurídicas y según constitución, que pueden ser concebidas como sucediendo todavía en el tiempo de la Iglesia primitiva (por ejemplo, el surgimiento del episcopado monar-cal a diferencia de un gobierno colegial de cada comunidad, del cual no puede probarse fácilmente que se pueda comprobar como imposible en el instante en que Jesús abandonó su comunidad, o por lo que él mismo ha dicho sobre su Iglesia). ¿Puede decirse esto, con seguridad y comprobación histórica, de todos los momentos que según conocimiento católico pertenecen al ius divinum de la Iglesia? Esta pregunta no tiene en manera alguna por qué- ser contestada con un no. Tampoco se «sugerirá aquí prudentemente» dicha respuesta. Hay una gran diferencia entre decir a medida de la fe: todos los momentos del ius divinum deben haber estado dados al menos formalmente (explícita o implícitamente) en el tiempo apostólico, y si no no podrían ser ius divinum, o decir a medida de la historia: ese haber-estado-presente de todos los momentos en la Iglesia primitiva es comprobable históricamente. Y cada historiador católico no está atenido por su fe a afirmar que personalmente ha logrado para cada uno de esos momentos la comprobación histórica inequívoca. En este sentido un historiador católico puede decir al menos: yo no descubro todos los momentos del ius divinum (por ejemplo, el primado de jurisdicción absoluto de Pedro sobre la Iglesia entera, en la claridad y amplitud plenas de la definición del Vaticano) en la Iglesia primitiva. (No se podrá poner en duda que la cons-ciencia de fe respecto del primado del obispo de Roma era en la Iglesia, por ejemplo, en el tiempo de Cipriano, muy poco clara todavía y en cierto modo «fluida»).

En vista de estos datos, no se puede sin más estimar de antemano superflua la cuestión de si se puede contar eventual-mente en la Iglesia temprana con semejante desarrollo de la

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constitución y del derecho, que tiene lugar por un lado después de la Iglesia primitiva (en la manera bosquejada arriba) y por otro lado puede ser abordado como ¿«5 divinum. Sin duda que es más difícil de contestar esta pregunta y que tiene en su contra más razones que la tesis que se refiere a la Iglesia primitiva. Puesto que en ésta sucede todavía revelación después de la ascensión del Señor. Pero esto no puede decirse sin más precisamente del tiempo postapostólico. Y con ello la cuestión propuesta de nuevo parece estar ya decidida negativamente: el ius divinum exige su revelación, se piense como se piense la forma en que esa revelación se promulgue. La revelación concluye con la Iglesia primitiva. Ergo. Seamos, pues, prudentes. La doctrina teológica de la escuela acepta unánimemente que hay decisiones del ministerio docente que se refieren a hechos del tiempo postapostólico y son infalibles sin embargo. ¿Son esas decisiones doctrinales palabra de Dios revelada en el sentido propio? La mayoría de los teólogos de los tiempos modernos lo niegan, y como aclaración de por qué tal decisión doctrinal eclesiástica puede, sin embargo, ser infalible (la rectitud, por ejemplo, de una canonización, la inobjetabilidad moral de la constitución de una Orden determinada, la inconciliabilidad de un sistema filosófico moderno con la fe cristiana, el sentido de una proposición en un escrito teológico, etc), introducen el concepto de «fe eclesiástica» a diferencia de la «fe divina» en la palabra de Dios, que ha dicho éste mismo y que atestigua inmediatamente como verdad con su autoridad propia. En la fides ecclesiastica se cree una palabra infalible, que formalmente no es la de Dios mismo, sobre la autoridad (garantizada por Dios, claro) de la Iglesia, de modo que a esa palabra, si bien infalible, no hay que considerarla como revelación divina. Pero todavía hay teólogos católicos que sin ser objetados rechazan aún hoy este concepto de una fides ecclesiastica como un contraconcepto que no tiene apoyo alguno en la tradición más antigua. Estos teólogos han de abordar y ver todas las proposiciones que consideren como declaraciones infalibles del ministerio eclesiástico docente, eo ipso en cuanto proposiciones reveladas divinamente, aclarando como pueden, que es posible que Dios revele algo que aparece, según su existencia histórica, sólo después de la Iglesia primitiva (por ejemplo, que Eugenio Pacelli era un Papa según derecho, pro-

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posición de la que depende la fuerza obligativa de su definición infalible). Cómo resultan tales aclaraciones, es cosa que no puede aquí ocuparnos ya más. Aquí ha de decirse sólo y tanto como ésto: si se supone dicha teoría como posible y tal vez incluso se la afirma con hechos que ningún teólogo puede negar, no ne>-cesitará un acontecimiento históricamente posterior, postapostólico, ser considerado segura y simplemente como plantado fuera de los objetos de la fe de la revelación. Supongamos esto, aceptemos incluso más todavía: que en la historia posterior de la Iglesia puede haber decisiones irrevocables, conformes para con la esencia y de índole generadora de derecho (y esto de suyo no debe ser discutido a priori, ya que la historia de la Iglesia es también después de la Iglesia primitiva generadora de derecho, histórica y de dirección única, de modo que a limine no ha de discutirse de suyo la posibilidad de una decisión irreversible), no siendo entonces quizá tan sobreentendido, como a primera vista parece, que no pueda haber ya un ius divinum, por medio de una decisión posterior de la Iglesia, ya que no puede poseer de suyo el carácter de una garantía de revelación divina. Si en ciertas circunstancias la conclusión de la revelación con la muerte del último apóstol no estorba que pueda reconocerse, en cuanto revelada por Dios y con seguridad y a medida de la revelación, una cualidad determinada de un acontecimiento posterior, postapostólico, también podría tal vez aceptarse algo así respecto de una generación de derecho de la Iglesia, conforme para con la esencia, irreversible, de índole electiva, realmente decisiva entre una pluralidad de posibilidades, aun cuando esa decisión se presente sólo más tarde. Pero como ya dijimos, esta cuestión no debe ser contestada aquí. Todo lo que tuvo que decirse y se ha dicho a su respecto, fue sólo la advertencia de que no se la debe decidir negativamente con demasiada prontitud y sin miramientos.

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PARA UNA TEOLOGÍA DEL CONCILIO

El Papa Ha anunciado para este año un Concilio de la Iglesia, un Concilio ecuménico de toda la Iglesia santa, católica, apostólica y romana. Conviene que nosotros, cristianos católicos, nos dispongamos para este Concilio con espíritu despierto y corazón presto, porque es nuestro Concilio, y sus conclusiones prenderán hondamente, en determinadas circunstancias, en nuestra propia vida, y en cualquier caso, en la de la Iglesia.

Se podría considerar este Concilio desde los más diversos puntos de vista. Se podría (y a primera vista parece ser éste el punto de partida más cercano) preguntar, por lo pronto, de qué problemas va a ocuparse este Concilio, y dedicarse a ellos. Pero prácticamente, para nosotros, que no estamos iniciados en los preparativos del Concilio, no es transitable tal camino. No se exagera, yo creo, si se dice que no ha habido nunca un Concilio en el que, por lo menos para los que están fuera, la temática estuviese tan encubierta y desconocida como en éste. Puesto que hasta ahora había sido siempre un motivo externo bien determinado la causa de la convocatoria: una disputa dogmática, un objeto de política eclesiástica.

Hoy se sabe sólo que el Concilio será convocado y que quiere emplearse en la renovación de la Iglesia, una labor que es tan amplia e indeterminada que vale para cada Concilio, y por eso al que está fuera le dice tanto como nada. La propuesta del fin ecuménico, que estuvo en primer plano en las primeras notificaciones sobre el Concilio, ha sido precisada más tarde, en cuanto que esta intención ha de ser servida por medio de una renovación de la Iglesia católica misma, y no propiamente por medio de gestiones inmediatas con cristianos de otras confesiones. Esta determinación ecuménica del Concilio no puede tampoco, por tanto, traicionar demasiado sobre la temática objetiva. Se puede decir solamente: tema del Concilio pueden serlo todos los deseos que, de una parte, se sientan en la Iglesia como tales con generalidad suficiente y que, de otra parte, tengan que ser acometidos, según intención de los convocadores y participantes del Concilio, no

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de cualquier manera, sino conciliarmente. Un circunloquio de la temática del Concilio, que no es muy aclaratoria.

Con tal constatación no se apunta a otra cosa que a una constatación. Dada la esencia de un Concilio, no tenemos nosotros derecho a exigirle que deba tener siempre un motivo muy concreto y constringente. Tampoco se puede exigir ni derivar del carácter «extraordinario» de un Concilio. Porque, como veremos, un Concilio no es, según la esencia de la Iglesia, cosa tan extraordinaria como pudiera parecer al principio, de manera que hubiese que concebirle casi como una asamblea constituyente a diferencia de un parlamento usual. Resulta, pues, del simple hecho, y esto al comienzo de nuestras reflexiones, de que la materia de este Concilio nos es desconocida, que si queremos pensar un poco sobre él, hemos de marchar por otro camino. Y por eso el tema de nuestras reflexiones dice: para una teología del Concilio. Nos preguntamos qué es propiamente un Concilio, visto desde la doctrina católica de fe. Esto y nada más. Pero veremos, que de ello resultan ciertas calas, que son precisamente para este Concilio y para nuestra disposición a su respecto, de la más grande importancia, mayor que si quisiéramos intentar ser en nuestras reflexiones lo más «actuales» que fuese posible.

La estructura de la Iglesia

Si queremos de veras entender la esencia y la labor de un Concilio, hemos de penetrar más exactamente la esencia de la Iglesia, lo que ésta es según el entendimiento católico de la fe. Sobre ello y desde la intención que nos impulsa aquí, podemos por de pronto formular la siguiente proposición: la Iglesia está constituida y dirigida por el Colegio episcopal con el Papa en cuanto su cúspide personal; sin embargo, en esa constitutividad institucional y jerárquica de la Iglesia en el ministerio no se agota su esencia, puesto que a éste pertenece también lo propiamente carismático, lo no-institucional, lo que jurídicamente no es regulable con claridad.

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La Iglesia del Ministerio

Esta doble proposición hay que aclararla un poco. La Iglesia católica no hay que entenderla simplemente como una coalición desde abajo, democrática o carismática, de hombres en los que la fe en el mensaje de Jesucristo se ha hecho acontecimiento, y que ulteriormente se han coaligado en orden a ese individual acontecimiento de fe, pudiendo, por tanto, determinar estructuras y formas de esa coalición a propio gusto y con absoluta libertad, según las mutaciones históricas. Más bien es una sociedad fundada desde arriba, autoritativamente, por Cristo mismo, al constituir el Colegio apostólico bajo Pedro como su cabeza; una sociedad que llega a los hombres con exigencia, que proviene de Dios, de obediencia, de fe y de disponibilidad, y cuya constitución, derecho \ distribución de poderes están, en sus rasgos fundamentales, fijados en cada cambio por la voluntad fundadora de Cristo. Los portadores, autorizados por Cristo, de la predicación del Evangelio, que reclama obediencia, y de la recta y eficaz administración de los sacramentos, y de la unidad, constituida visiblemente, de la vida cristiana, portadores, por tanto, do la potestad docente, de orden y de jurisdicción, son, según doctrina católica, los obispos en cuanto sucesores de los apóstoles bajo el Papa en cuanto sucesor de Pedro, puesto que—y en tanto que—pueden derivar sus poderes del Colegio apostólico y de su cabeza Pedro, de manera legítima y jurídica, en sucesión propiamente apostólica material y formal, en serie ininterrumpida.

La figura colegial del Ministerio

En todo lo cual hay que observar lo siguiente: el Colegio episcopal no puede ser considerado como la adición posterior y unión secundaria de cada uno de los obispos como de cada sucesor de cada apóstol. El Colegio episcopal y su potestad frente a la Iglesia entera, precede en cuanto unidad, colegial, pero verdadera, a cada obispo y sus derechos. Este tal es obispo, en tanto que es un miembro de esa unidad colegial, y tiene parte en su funciones en y frente a toda la Iglesia. Es cierto

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que este hecho, que un hombre determinado sea miembro de este Colegio, se da a conocer en otro hecho, en que como obispo de un lugar ha recibido una diócesis de la Iglesia firmemente delimitada y adjudicada conforme a derecho para su administración y su dirección; y esa adjudicación será el camino normal concreto (si prescindimos de cuestiones aisladas y vicarias de ésta) para que alguien sea acogido en ese Colegio. Pero esto no cambia nada en el hecho más fundamental, de que la unidad colegial del Episcopado universal bajo el sucesor único de Pedro, el Papa, sea frente a los derechos territorial-menle limitados de cada obispo y sus funciones territoriales, una magnitud con precedencia de orden objetivo y jurídico. Esencia, sentido y derecho del Episcopado universal no son, según esto, la adición posterior de la esencia, de los derechos y del sentido del episcopado de cada obispo. Así es explicable por qué según doctrina católica le puede corresponder al Episcopado universal, por ejemplo, bajo determinados supuestos, la infalibilidad de doctrina, que nunca podría explicarse como adición de la autoridad doctrinal de cada obispo en cuanto tal y en cuanto falible. Y por eso también, le corresponden a cada obispo derechos y obligaciones frente a la Iglesia entera, no sólo posteriormente a su autoridad individual, territorial-mente limitada, y como su consecuencia, sino anteriormente, aunque i-iempre solamente en cuanto miembro de la magnitud colegial del Episcopado universal.

La convicción de este estado de cosas, que en la teología de la constitución de la Iglesia no ha sido pensado todavía hasta el final, se expresa palpablemente en la doctrina de la potestad docente ordinaria del Episcopado universal bajo y con el Papa. No sólo hay, según doctrina católica, una potestad y autoridad docentes del Episcopado universal, cuando aparece éste reunido en un Concilio, y formando así una corporación, y no sólo hay una autoridad ordinaria docente del Papa en tiempos en que ningún Concilio celebra sesión, sino que hay un ministerio docente ordinario del Episcopado universal siempre y en cada tiempo, también fuera del Concilio, con y bajo el Papa. Y este hecho atestigua (especialmente en atención de la infalibilidad de esa autoridad docente, que tiene la misma cualidad que la del Papa romano) que el Episcopado universal posee desde

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siempre una unidad real, que es desde siempre un sujeto unitario de deberes y derechos, y no que lo llegue a ser por medio de su aparición conjunta en un Concilio. El Episcopado universal es un verdadero sujeto jurídico, de derecho divino, y de institución divina, con y bajo el Papa, antes de su aparición conjunta en un Concilio. Fuera del Concilio tiene también un deber, derecho y posibilidad de operar en cuanto unidad colegial, y precisamente porque—y cuando—desempeña esas sus posibilidades la mayoría de las veces, desde su esencia y su unidad en el Papa, por medio de la cúspide y representación personales de esa unidad duradera, esto es, por medio del Romano Pontífice. Este hecho, visto rectamente, no suprime esa unidad capaz de obrar que el Episcopado universal posee siempre, sino que la subraya y la permite permanecer actual continuamente. Con lo cual no se quiere decir, naturalmente, que esa capacidad de obrar del Episcopado universal aparezca y se efectúe sólo en la operatividad del Obispo de Roma. Las mil maneras en que en la historia de la Iglesia ha operado el Episcopado universal, tanto en cuanto que operaba en la docencia, dirección y gobierno, de hecho uniformes, de cada obispo en el orbe de toda la tierra, como también en cuanto que un constante y recíproco dar y tomar entre cada obispo y el Primado romano efectuaba esa unidad, esas mil maneras, no pueden ser examinadas aquí más exactamente. Pero son ellas las que muestran que el Episcopado universal, por muy superficialmente que su magnitud jurídica y su unidad y las estructuras jurídicas de su operatividad hayan sido pensadas en la teología, ha existido y operado siempre en la Iglesia como una verdadera y real unidad colegial.

Primado y Episcopado

Por la brevedad de este trabajo no es posible exponer la relación más exacta del Episcopado universal para con el Papa. En este aspecto es por de pronto doctrina católica de fe que el Episcopado universal es sólo portador de las más altas potestades en la Iglesia, en cuanto que forma una unidad bajo y con el Papa y es, por tanto, el gremio colegial directivo en la Iglesia no independientemente o contra el Papa, sino solamente en

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tanto recibe su unidad por medio del Papa como su cúspide personal. Así, si bien no como instancia en diferencia del Papado y contra él, es propia del Episcopado universal, como lo muestra la doctrina de su suprema autoridad docente, la más alta potestad en la Iglesia, potestad que no es responsable ante nadie, sino sólo ante Dios. Pero, todavía otra vez, no tiene junto o sobre sí una instancia, que por el camino de una comprobación conforme a derecho pudiese juzgar sobre la legitimidad material o formal de esa potestad, estando ella misma protegida contra su mal uso sólo por la prometida asistencia del Espíritu y no por medio de salvedades palpables en el Derecho canónico o por medio de instancias apelativas. Según doctrina católica, hay que decir además que el Romano Pontífice en cuanto persona (claro está en tanto que es Papa) puede ejercer esos derechos que corresponden al Episcopado universal, con el Papa en la cúspide, esto es, la suprema potestad de doctrina y de jurisdicción en la Iglesia, y que, por tanto, posee también esos derechos frente a cada miembro del Episcopado universal. El es la cúspide suprema, que puede obrar por sí misma, de ese portador colegial de las más altas facultades en la Iglesia, y no necesita para ello de una delegación especial, jurídicamente controlable, por parte del Colegio episcopal, ya que éste es sujeto jurídico capaz de obrar en la Iglesia y frente a la Iglesia, únicamente en tanto está constituido en unidad con el Papa.

Pero por mucho que el Obispo de Roma posea realmente en persona la suprema potestad en la Iglesia, no significa esto, ni mucho menos, que pueda el Episcopado universal en cuanto tal ser derogado por el Papa, que sea entonces sólo el órgano ejecutivo de la potestad papal, participación de ésta solamente. Incluso por encima de esta proposición, que expresa convicción católica de fe, sobre el Episcopado de derecho divino en la Iglesia, podrá decirse que allí donde el Papa opera en cuanto persona, y desde la plenitud de poderes que en cuanto persona le es propia, allí opera también en tanto cabeza del Episcopado universal. Con esta proposición no se dice precisamente que el Papa necesite de una delegación controlable jurídicamente a posteriori del Episcopado universal como de un portador de derecho, discernible de él mismo y de su potestad. Se podrá

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decir por tanto: hay en la Iglesia un portador supremo de la plenitud de potestades que le ha sido comunicada por Cristo, el Episcopado universal (bajo y con el Papa), el cual es una magnitud colegial y no puede de antemano ser disuelto en dos portadores diferentes de potestades, de los que una parte pudiese ser contrapuesta a la otra como potestad que limita, controla y delega. Ese sujeto único de unidad colegial tiene en el Papa su cúspide capaz de obrar por sí misma, sin que sea una magnitud contrapuesta al Papa. Tampoco cesa de ser el Papa, cuando obra ex sese, cúspide del Colegio en el mismo obrar, aunque tiene jurisdicción episcopal frente a cada obispo (en cuanto miembro particular del Colegio), y aunque pueda él mismo determinar las formas exactas de ese obrar, por medio de las cuales llega a ser obrar de la cúspide del Episcopado universal, y aunque, en tanto cabeza de la Iglesia y su Episcopado, no está ligado a ninguna forma determinada de ese obrar, jurídicamente controlable a posteriori.

La potestad única de dirección en la Iglesia

Si concebimos así la relación entre el Episcopado entero y el Papa, no procederá entonces la cuestión de si hay en la Iglesia uno o dos portadores inadecuadamente discernibles de la potestad suprema, entendiendo esta cuestión, tanto la de la relación del Primado para con el Episcopado universal como la de la relación del Papa para con el Concilio (y ésta es la más frecuente) como una sola cuestión. No necesitamos decir que sólo hay un portador único, en cuanto que el Papa comunica su potestad u otra cualquiera al Episcopado universal, y tampoco necesitamos decir que hay dos portadores inadecuadamente discernibles de la potestad suprema en la Iglesia, el Papa por sí mismo y el Episcopado universal junto con y bajo el Papa. Puesto que es una representación, lógicamente no realizable, el que en una y la misma sociedad pueda haber dos potestades supremas, que estuviesen ambas equiparadas, cada una para sí, con todos los derechos y facultades, que existen en esa sociedad. Esta imposibilidad no queda marginada si se piensa esas dos potestades sólo como inadecuadamente distintas una de otra. En cuanto que según tal orientación serían desde

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luego diferentes, permanecería en pie el problema. Por eso teólogos como, por ejemplo, Salaverri, dicen con razón que la doctrina de que hay sólo una potestad suprema en la Iglesia, a saber, la del Papa, y que el Concilio recibe de éste su potestad (igual, como quiera pensarse esa procedencia), es lógicamente más clara y más sencilla. Pero si se hace así al Papa portador propiainente único de la potestad suprema (sin verle ya como cabeza del Colegio episcopal), entonces no se convendrá realmente y sin tapujos (como también concede Salaverri) con la doctrina generalmente tradicional y expresada en el Derecho canónico, de que el Concilio posee como propia la suprema potestad en la Iglesia. Ya que una potestad comunicada en una sociedad por otro portador del ministerio no puede ser per definitionem la suprema en esa sociedad, sino una derivada, no suprema por tanto.

Podemos dar un rodeo a todas estas dificultades si decimos: hay un portador supremo y el más alto de la potestad suprema y más alta en la Iglesia, la unidad del Colegio episcopal constituido en unidad en y bajo el Papa, y este portador único supremo tiene, correspondientemente a la esencia de un Colegio, la posibilidad de aparecer operando en maneras diversas, sin disolverse por ello la unidad del sujeto operante: o bien en el Papa que obra en cuanto cabeza del Colegio, o en una manera, en la que la colegialidad del Colegio único aparece más inmediata y palpable, es decir, en un obrar, que se compone sin mediaciones del obrar de cada uno de los obispos» Pero también en este último caso es efectiva la función del Papa, que siempre instituye unidad a priori (en cuanto que esos obispos tienen en sí y en su obrar «paz y unidad con la Sede Apostólica»), sin qu.e tampoco en este caso se establezca solamente una adición ulterior del obrar de cada uno de los obispos.

Lo carismático en la Iglesia

Antes de que apliquemos al Concilio estas reflexiones jurídicas constitucionales, hay que meditar todavía la segunda parte de la proposición de la que procedimos. Sólo cuando haya sido dignamente apreciada se podrá entender desde lo dicho,

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sin peligro alguno, la esencia de un Concilio, y podrá ser evaluada con corrección, positiva y negativamente. Heñios dicho: la constitutividad institucional jerárquica en el Episcopado universal constituido en unidad en Pedro, no agota la esencia de la Iglesia en cuanto directiva, dirigida por Dios, de los creyentes, sino que a la esencia de esa Iglesia pertenece también, «n diferencia con lo institucional, lo carismático. La gran plenitud y la permanente definitividad de las potestades instituidas por Cristo para el ministerio en la Iglesia, transmisibles en forma jurídica por medio de sucesión apostólica, podrían llevar al observador de la esencia y de la constitución de la Iglesia al error de pensar que la vida entera de la Iglesia se agota por una parte en el ejercicio de las potestades de enseñar, de administrar los signos eficaces de la gracia, de dirigir jurisdiccio-nalmente, y por otra, en el ejercicio de creer, de recibir los sacramentos y su gracia y de obedecer frente a esas potestades. O por lo menos, que todo lo demás, que tal vez hay si no en la Iglesia, no concierne propiamente a esa Iglesia en cuanto tal, sino que permanece en un sector privado, que es historia individual de la salvación de cada uno.

Podría recibirse la impresión de que toda dirección, todo impulso de Dios y su obrar sobre la Iglesia, esté siempre mediatizado por esas potestades jerárquicas, por sus portadores y su gestión, de que todo influjo de Dios esté mediatizado por la jerarquía eclesiástica, y que solamente el influjo que Dios tiene sobre esa jerarquía es inmediato y lo es siempre y esencialmente. Esta es, sin embargo, una comprensión totalitaria, estatal de la Iglesia, que oscilará en muchas cabezas de superiores y subordinados de la misma, pero que no corresponde a la verdad católica. En la Iglesia existe lo libremente carismático, lo cual pertenece a la Iglesia misma. No solamente, según doctrina católica inequívoca, no es lo mismo influjo de gracia de Dios, comunicación de gracia de Dios a cada hombre, y mediación sacramental de gracia. No solamente en la Iglesia, y fuera de ella, se extiende un obrar de gracia de Dios en cada hombre importantísimo y definitivo para la salvación, muy por encima del ámbito de la mediación sacramental de gracia por medio de la Iglesia en su paíestas ordinis. Sino que, además, sería simplemente herejía y nada más si se qui-

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síera respetar la opinión de que Dios opera en Cristo sobre su Iglesia sólo por medio de la sola jerarquía, de tal modo que la jerarquía sola tenga una (universal) inmediateidad respecto a Dios. Dios no ha abdicado en su Iglesia a favor de la jerarquía. El Espíritu de Dios sopla en la Iglesia no únicamente porque empiece a operar en sus más altos funcionarios.

Hay una efectividad carismática del Espíritu en nuevos conocimientos, en formas nuevas de la vida cristiana para nuevas decisiones de las que depende el destino del reino de Dios; efectividad del Espíritu, que comienza en la Iglesia allí donde quiere el Espíritu mismo. Este puede dar también a los pobres y pequeños, a las mujeres y niños, a los no empleados, en una palabra, a cada miembro en la Iglesia, y no sólo a los jerarcas, un encargo grande o pequeño en el reino de Dios y para la Iglesia. Los carismáticos libres, a cuya existencia tan necesaria como garantizada por el Espíritu prometido a la Iglesia, están ligadas la esencia de ésta y su existencia, han de vivir en paz con los portadores del ministerio; éstos han de examinar con el carisma del discernimiento de espíritus, han de regular, de disponer, para provecho de la Iglesia entera, el imperio del Espíritu en los carismáticos libres. Pero el ministerio en la Iglesia no puede pensar nunca que todo depende de él, que está en posesión exclusiva, autónoma, del Espíritu en la Iglesia, que los miembros de la Iglesia no empleados son solamente ejecutores de las órdenes e impulsos que vengan del ministerio y de él únicamente. La Iglesia no es ningún Estado totalitario en terreno religioso, la Iglesia no puede pensar que todo funcionaría a las mil maravillas si todo se institucionalizase lo más posible y fuese guiado desde la cúspide suprema, si la obediencia fuese la virtud que sustituyese por completo todo lo demás; por tanto, también la propia iniciativa, el propio hacerse cuestión de las urgencias del Espíritu, la propia responsabilidad, en una palabra, el carisma independiente, que viene inmediatamente de Dios. No, no ; en la Iglesia hay lo que no es planificable, lo no institucional, lo sorprendente, y por eso auténtica historia de la Iglesia, que no sólo es la ejecución de un plan de construcción, sabido siempre de antemano, de la casa de Dios. Existe lo carismático en la Iglesia en cuanto momento de esa Iglesia, y sólo con él es ésta lo que según la volun-

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tad de Cristo debe ser y también lo que siempre llegará a ser por medio de su Espíritu.

Ministerio y carisma

Claro está que no solamente no es del todo fácil la distinción entre el ministerio con su carisma (que puede ser llamado así con toda verdad) y el carisma libre, sino que también un portador del ministerio puede, además de ser portador de la plenitud del carisma, acogido con toda la intensidad existencial de su ministerio, ser también un carismático libre importante para la salvación de la Iglesia y para el cumplimiento de su tarea. El portador del ministerio y el carismático libre pueden estar unificados en cierto modo en unión personal. Así ha sido frecuentemente, y es cosa sumamente deseable, si bien a veces no carece de peligros. Pero a pesar de la frecuencia con que se ha dado, tal unión personal no es asequible por la fuerza, no puede establecerse por medida administrativa (en mayor amplitud y de una manera jurídico-canónica especialmente sobresaliente). La aspiración de establecer una unión personal absoluta de ambos carismas en un portador, para siempre y por doquier, sería un intento temerario y condenado al fracaso. Dios no quiere, ni mucho menos, que el portador del ministerio en su Iglesia sea siempre y por doquier el portador supremo del Espíritu, o que al carismático de altura se le confíen siempre, y sólo por serlo, los supremos ministerios en la Iglesia. Unidad y diastasis de estas dos magnitudes no están ni en el ministerio en cuanto tal, ni en el carisma libre en cuanto tal, eino únicamente en Dios y en su conducción de la Iglesia, que a fin de cuentas no comparte con los portadores de esa conducción misma. Puesto que también ellos son conducidos por Dios, sin que se les pregunte e inapelablemente, y sin que puedan determinar a priori y en todos sus aspectos el camino de la conducción que ejercen.

Siendo esto así, el cristiano no puede ni esperar ni exigir que lo carismático, que ha de existir en la Iglesia, esté representado en ella adecuadamente por el ministerio. Sería injusto contra el ministerio y traicionaría un malentendido fundamental de la esencia de la Iglesia, si en el propio obrar, si en los enjui-

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ciamientos propios se supusiese tácitamente que el ministerio, en la Iglesia ha cumplido sólo su deber, cuando haya absorbid0

en sí en cierto modo todo lo carismático y lo irradie desde sus propias decisiones y lo realice. La Iglesia está vista recta-mente cuando se la ve como la unidad de ministerio y carisma

administrada adecuadamente y sólo por Dios; de n ingu n a

de las dos magnitudes se puede exigir íntegramente lo que l e

corresponde a la otra, lo que le es dado como tarea. Todo esto ha de decirse, si queremos de veras entender qué es

un Concilio, lo que podemos y lo que no podemos esperar de éL

E L CONCILIO COMO EXPRESIÓN DE LA. ESTRUCTURA

DE LA IGLESIA

El Episcopado universal

Por lo pronto, desde lo dicho es inteligible la esencia del Concilio. El Concilio posee, según aclaración del Código de Derecho Canónico, la suprema potestad en la Iglesia. Esta aclaración constata un hecho de derecho divino en la Iglesia; no es un párrafo constitucional de derecho humano eclesiástico, sobre el que la Iglesia o el Papa pudiesen disponer. Según lo dicho hasta aquí, tal determinación es evidente. En el Concilio (supuestas su convocación y composición legítimas) no aparecen conjuntamente obispos aislados formando una corporación nueva, que no existía hasta ahora, cuyo derecho y cuya potestad-tendrían que ser creados de nuevo cuño, ya fuese por medio de una nueva conformación jurídica, o de una atribución por medio del Papa, o de una agrupación de los derechos de cada obispo como tal; sino que se reúne el sujeto colegial supremo de la plena potestad que siempre existe en la Iglesia; se constituye una junta del sujeto colegial de la potestad suprema eclesiástica, el cual existía ya desde siempre y ejercía dicha potestad también desde siempre. No surge, por tanto, un nuevo sujeto de poder, sino que un sujeto antiguo ejerce su poder también antiguo y permanente, sólo que de una manera nueva. Por todo lo cual es comprensible, tanto el que la reunión de un Concilio sea una cuestión de apreciación, el por qué un Concilio no tenga que ser mantenido con regularidad, el por qué

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ha habido y habrá largos espacios de tiempo en la Iglesia, cu los cuales ni se ha mantenido ni se mantendrá Concilio alguno, como también resulta comprensible que un Concilio, cuando se reúne, posee la suprema plenitud de poderes en la Iglesia: lo que aparece y opera en un Concilio existe y opera también en otros casos: el Episcopado universal y uno como el gremio directivo colegial y uno de la Iglesia, en unidad con y bajo la directiva del Papa.

Ese Episcopado universal puede obrar, con su permanente plenitud de poderes, conciliarmente, pero no está obligado a ello, puesto que puede ser y obrar de otra manera. Si obra conciliarmente, entonces tiene, en cuanto que obra así, iguales plenos poderes y derechos que en su caso distinto: la infalibilidad de la potestad docente (bajo supuestos y condiciones que no hay por qué exponer aquí más detalladamente), la suprema potestad legislativa, la potestad suprema de jurisdicción. El ministerio docente ordinario opera, pues, de manera extraordinaria y puede ser llamado en este sentido ministerio docente extraordinario; en ambos casos el sujeto es el mismo. Y cuando se reúne conciliarmente, puede invocar solamente los poderes que tiene desde siempre. Esta manera nueva de obrar no le da ninguna plenitud de poderes nueva.

Representación de todos los creyentes

Claro está que el ministerio instituido por Cristo en la Iglesia por medio de tal aparición conjunta conciliar, es decir, por medio de la convención en un lugar de la mayoría del Episcopado universal, para obrar en común de la manera que condiciona y posibilita el estar inmediatamente reunidos en un lugar, claro está que ese ministerio es también en el Concilio representante de esa Iglesia en general, por tanto de todos los creyentes, del mismo modo que lo es en otros casos. No como representantes de la multitud del pueblo de la Iglesia, delegados democráticos por la totalidad de los creyentes, sino como sus pastores provistos de la delegación de Cristo y su plenitud de poderes. Por medio de lo cual esos pastores, que forman el Episcopado universal, no son menos, sino más y más verdaderos y auténticos representantes de ese pueblo de

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la Iglesia. Prescindimos aquí de adentrarnos más exactamente en la cuestión de si—y en qué sentido, y de qué manera—'los pastores de la Iglesia que se reúnen en un Concilio tienen el deber (en cierta manera materialmente democrático) de obrar representando los asuntos de todos los miembros de esa Iglesia una, obrando así en sentido verdadero en nombre del pueblo de la Iglesia; de si tienen el deber de atender al bien general de la Iglesia y con ello a los legítimos deseos y tendencias de su pueblo. No obstante, existe una unidad tan íntima, creada por Dios mismo, objetiva, garantizada en sus efectos por el Espíritu, entre pastores y pueblo de la Iglesia, que esos pastores son en un Concilio en cualquier caso, y en un sentido verdadero, los representantes de toda la Iglesia y de todos sus miembros. Pero no como si la Iglesia, en cuanto pueblo de los redimidos y creyentes en Cristo, comenzase a existir por fuerza del ministerio, tal los partidarios reclutados por los delegados oficiales de una ideología o de una asociación que se agrupa por medio de la libre resolución de propaganda de sus miembros fundadores. Al ministerio, y de igual modo a cada creyente, les precede la resolución absoluta, predefinitoria de Dios, de crear la Iglesia como comunidad de los que creen, les precede la redención y con ella la salvación objetiva de la humanidad en Jesucristo y en su acto redentor, les precede la humanidad en cuanto pueblo de Dios consagrado.

Este acto salvador de Dios, que es el fundamento propio de la Iglesia, y que precede a la voluntad socializadora del hombre y a la existencia de un ministerio, crea con igual originalidad una fe (por lo menos en los portadores del ministerio) y un ministerio, y ordena ambas magnitudes recíprocamente en una unidad a fin de cuentas inseparable. Esto se muestra tanto en que la fe está ordenada a su confesión comunitaria regulada, y en que procede del escuchar el mensaje legitimado en boca del que propaga el Evangelio autorizadamente, como también en que el ministerio eclesiástico puede existir solamente en alguien (sea éste el mismo Papa), que sea un confesor de la verdadera fe, por lo menos en la dimensión jurídica pública. De este modo, fe y ministerio no pueden nunca estar completamente la una de un lado y el otro de otro (si bien por motivos comprensibles de estabilidad jurídica, la plenitud de poderes

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de cada portador del ministerio en la Iglesia no puede depender de la calidad de su fe interior). Con lo cual los portadores del ministerio son ellos mismos necesariamente creyentes, en la dimensión social al menos de la confesión externa; pertenecen, para poder ser portadores del ministerio, a aquellos que han de ser creyentes, que oyen y obedecen; no están simplemente frente al pueblo de la Iglesia, como superioridad frente al subdito, como quien da órdenes frente a quien las recibe. Ambos están ante Dios como los creyentes y obedientes, como los que están sobre el fundamento único, Jesucristo y su acto redentor; son ya uno con otro hermanos y hermanas en su gracia, antes de que esa unidad de la redención y de la fe haya sido dispuesta según la voluntad de Cristo en las diversas funciones de los miembros de un solo cuerpo. Por eso hay carismas de ministerio docente y de la dirección, que no le están adjudicados a cada uno en igual medida. Los dirigentes de la Iglesia, precisamente porque reciben su ministerio de Cristo a través de la Iglesia una que ya existe y a la cual pertenecen todos los cristianos como miembros de un solo cuerpo y no como meros subditos, son siempre, y sobre todo en un Concilio, representantes, sin concesión democrática de poderes desde abajo, de toda la Iglesia y de todos sus miembros. Y si esa representación conforme a esencia del pueblo entero de la Iglesia, está afirmada por la jerarquía, no está dicho con esto naturalmente que no pueda esa representación fundamental aparecer muy diversamente y ser llevada a cabo de múltiples maneras, mejores y peores también. Y ni mucho menos se niega tampoco que se pueda hoy pensar y con derecho sobre cómo y de qué manera completamente conciliable con la constitución divina de la Iglesia y la potestad dirigente reservada sólo al Episcopado, pueda y deba hacerse vigente en un Concilio la influencia también del pueblo de la Iglesia. En este aspecto, cada práctica de hecho de la Iglesia y su jerarquía no necesita ser igualmente ideal e igualmente acomodada a las circunstancias del tiempo.

El Concilla y lo carismático en la Iglesia

Es definitivo para, lo que nos proponemos con nuestras reflexiones ver que el Concilio es, por propia esencia, la manera

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concreta en que el ministerio universal de la Iglesia, que siempre existe, el Episcopado, puede ejercer su función. ¡El Episcopado universal! Puesto que el Concilio no es otra cosa que su aparición local conjunta con la voluntad de obrar, en cuanto tal Episcopado universal, en ejercicio de los plenos poderes que le corresponden. De lo cual resulta: el Concilio es la representación del Episcopado universal junto con el Papa como su cúspide, y representación de la Iglesia entera, en cuanto que ésta está representada desde siempre y permanentemente en el Episcopado universal y unida en él como en un sujeto social y operante. Pero no solamente así. Lo cual quiere decir: del Concilio no hay que esperar ni exigir que sea en cierto modo el sujeto operativo y la representación de todo lo carismático en la Iglesia. Quien esperase esto o lo exigiese obraría disparatadamente, y respecto del Concilio, con injusticia. Y aunque esto parezca ser un principio muy abstracto y traído de lejos, es, sin embargo, una máxima muy práctica y concreta.

Mil y más de mil exigencias y esperanzas le serán sugeridas al Concilio. Si se sacase una muestra de gran parte de estas exigencias y esperanzas, se vería entonces no sólo que al Concilio le va a ser sugerida una suma tan enorme de deseos y temas a tratar, que tendría que ser un Concilio monstruo de duración imprevisible, si quisiera asesorarlo y resolverlo todo a fondo. Se vería además que esos deseos y exigencias se contradicen frecuentemente y son también con frecuencia deseos nacidos de circunstancias y mentalidades centroeuropeas, que no se acomodan en absoluto a las otras partes de la Iglesia universal, sino que en el mejor de los casos serían accesibles a una legislación particular (para lo cual por cierto debería haber en la Iglesia más cabida que la que de hecho está a mano). Se vería también al fin y con claridad—-y esto es decisivo para nuestras reflexiones—, que mucho, al menos en el actual momento de la historia de la Iglesia y de su desarrollo, es objeto de esfuerzo carismático, del movimiento desde abajo sustentado por el Espíritu de Dios, del ensayo todavía inoficial, de la experiencia que está por hacer, de lo que ha de ser unificado y atestiguado por el Espíritu de Dios que llega. Pero, naturalmente, todo esto no es algo sobre lo que la Iglesia del ministerio y

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del derecho, el Episcopado universal por tanto, pueda ju/.^.tr con sentido en un Concilio o ahora mismo.

Con esta constatación no se ha decidido en modo alguno, ni positiva ni negativamente, sobre la cuestión de si por medio de un fracaso parcial de lo carismático en sí o de una parcial «extinción» del Espíritu por el ministerio a causa de desconfianza o de medrosidad demasiado grandes, o de un estar preso en vida y en doctrina en una tradición mediocre, o de «falsas evoluciones» culpables, que puede haberlas; de si por medio de todo esto no se crea una situación en la Iglesia, a la que no puede desde luego serle dada sin más la bienvenida, una situación que en sí no debería existir (quien, sin embargo, negase su posibilidad, impugnaría sentido y fundamento de un Concilio), pero que no podría ser barrida de este mundo nada más que por un Concilio y sus decretos, una situación que en tanto siga en pie no tolera por el momento ciertas posibilidades, en sí posibles, de reflexiones y decisiones conciliares. Otra cuestión a la que no podemos responder aquí es la de si movimientos y desarrollos carismáticos anteriores, si es que los ha habido suficientemente, hubiesen podido crear para las decisiones jurídicas del ministerio en un Concilio supuestos bastantes que do hecho no existan en el momento dado. Desde luego que no so debo procurar componer toda la historia de la Iglesia como hoy hacen muchos, a base de falsos desarrollos y decisiones falsas, errores, ocasiones desaprovechadas, despuntes carismáticos asfixiados, compromisos perezosos con el mundo o cerrazones testarudas frente a tiempos nuevos. Ya que enjuiciamientos semejantes desconocen y sobrevaloran las posibilidades del conocimiento histórico, son con frecuencia injustas e insensatas, y confunden la tragedia inevitable de cada desarrollo histórico con una culpa, que la Iglesia hubiese podido y debido evitar. Pero eso s í : puede haber desarrollos en falso, que hayan conducido a circunstancias relativamente fijas en la respectiva situación de la Iglesia, en su nivel espiritual laico y del clero, en su viveza o atrofia carismática, y que son desde luego supuestos que un Concilio no puede cambiar por el momento, porque constituyen precisamente las fronteras a priori de sus posibilidades. Pero prescindiendo de todo esto: en cualquier caso, un Concilio es la representación del ministerio en la Iglesia y sólo

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por eso la de la Iglesia; y tiene como posibilidad y como tarea las del ministerio en la Iglesia y no las del libre carisma en la misma.

Esto, naturalmente, no quiere decir que el ministerio no deba o no pueda mirar hacia lo carismático, que no haya de tomarlo en consideración, y que un Concilio no tenga nada que ver con el carisma libre en la Iglesia. Así como siempre existe una ordenación interior conjunta y una relación recíproca de dependencia entre la estructura institucional y la carismática en la Iglesia, del mismo modo tiene el Concilio que tomar en consideración lo carismático, garantizarlo, suponerlo, favorecerlo, recoger sus incentivos cuando están maduros, etcétera. Pero lo que no puede hacer es sustituir a lo carismático en la Iglesia. Y tampoco podemos exigírselo. El ministerio puede también en un Concilio intentar elevar y aclarar con todos los esfuerzos jurídicos por medio de decretos, de ordenaciones, de fallos de doctrina, etc., el estado espiritual, disciplinar y doctrinal de la Iglesia, pero no puede sustituir en ningún terreno de la vida y del pensamiento de la Iglesia al imperio vivo del Espíritu en la misma. Y este imperio no sucede necesariamente de tal manera que la ignición inicial propia para nuevos impulsos carismáticos deba o pueda sólo proceder del ministerio. Lo que sigue hay que entenderlo desde estas reflexiones fundamentales.

Lo que esperamos del Concilio

No se podrá esperar del Concilio que proclame verdades fundamentalmente nuevas en la doctrina de fe. Esta frase no tiene, naturalmente, el sentido de que con ella se piense o se desee que un Concilio pueda proclamar otra cosa que la verdad de la revelación de Jesucristo, tal y como desde siempre ha sido proclamada por la Iglesia. Pero en vista de la situación actual del mundo y de la historia, de los problemas surgidos y de los nuevos por surgir todavía, en vista de una mentalidad que cambia con velocidad prodigiosa y capta el mundo entero, la del hombre positivista, científico de la naturaleza e industrial, se podría en sí pensar y desear que el Evangelio sea predicado nuevamente- la verdad dicha de una manera en la que la antigua

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verdad de la revelación cristiana eternamente vigente sea de nuevo repensada, formulada, desde la mentalidad de ese hombre de hoy, cuyos comienzos y dificultades de comprensión sean considerados de antemano y como indudables, para presentar así al hombre la eterna verdad de Cristo con no más dificultades e impedimentos de lo que es inevitable cuando la alta verdad de Dios busca entrada en el hombre estrecho, preso en prejuicios y pecador. Con sobriedad se verá que en la situación presente no se puede exigir mucho en este aspecto. El ministerio, aunque sea ministerio docente, ha de atenerse según su esencia a lo enseñado generalmente, a lo probado y a lo que tiene ya entrada por doquier. El ministerio docente, en cuanto tal, puede formular solamente del modo acostumbrado y acreditado como legítimo por la tradición probada de los últimos siglos o decenios.

Si se tuviesen deseos respecto de una proclamación más cercana a nuestro tiempo del Evangelio y de la fe de la Iglesia, habría que dirigirlos a la teología de los últimos siglos o decenios. En ella hay esfuerzos y, naturalmente en una medida que no deja de ser considerable, por decir la palabra de la revelación a medida del tiempo y de manera existencialmente «conveniente». Pero sería darse a un optimismo injustificado y a una incensación recíproca (no infrecuente también entre teólogos, aunque inintencionada), si se quisiera afirmar seriamente que la teología de hoy tiene ese arranque rigurosamente científico a la vez que también carismático, que haría sus declaraciones, realmente tan convincentes y tan a medida del tiempo, como debiera y pudiera ser, si es que la palabra de Dios y la verdad de Cristo son la salvación de todos los tiempos anhelosamente buscada.

Seguramente que muchos no lo oirán a gusto, y si se dice, no es por eso de la opinión de que si se critica, es que uno mismo lo ha hecho mejor. Pero desde luego es así: el que el cristianismo esté hoy en el mundo en su mayor parte a la defensiva, ha de venir, por lo menos parcialmente, de que sus predicadores no le proclaman como debiera y pudiera ser proclamado. Esto no tiene que ver necesariamente con una culpa por parte de los predicadores del Evangelio, aunque no haya por qué excluirla (¿por qué han de poder figurarse los porta-

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dores del ministerio en la Iglesia que no son pobres pecadores y negligentes siervos de Dios?). Pero si el Evangelio de Dios, según la doctrina de la Iglesia, está en sí, incluidas sus funda-mentaciones teológicas, clara y radiantemente acomodado a la inteligencia de cada hombre de todos los tiempos, y si nosotros no leñemos derecho a creer a la mayoría de los hombres exageradamente tontos o de voluntad torcida, no nos queda otra cosa que hacer a los predicadores y teólogos de la Iglesia, que confesar que manifiestamente no hemos aprendido todavía a proclamar el Evangelio de Dios de manera tal que no quede oscurecido ni un poco en su claridad radiante. El que nosotros nos apercibamos de ello o no nada cambia en la cosa misma. Tiene que ser así, y precisamente cuando no lo sentimos y cuando somos de la opinión de que no se puede ofrecer el mensaje de Dios de manera mejor que como nosotros lo hacemos.

Pero si la teología y la proclamación de tipo medio en los pulpitos y en las cátedras es tal y como hoy es (sobre todo si un Concilio ha de durar poco y si el trabajo capital es ejecutado por los mismos teólogos que representan esa teología de escuela, de la que no puede decirse que no pudiera ser esencialmente más ajustada a su tiempo), no se puede entonces esperar seriamente y sin ser injusto para con el Concilio y sus posibilidades, que sea éste en sus decretos teológicos esencialmente distinto de la teología actual en la escuela, en el pulpito y en los libros. Podemos esperar decretos doctrinales meditados cuidadosamente, discutidos a fondo y muchas veces. Pero será bueno también decir ahora ya sobriamente y sin falso optimismo: no podemos esperar decretos de doctrina que se hagan escuchar por otros no cristianos con especial atención, y que llenen el espíritu y el corazón de los cristianos con una luz desacostumbradamente nueva. Exigir algo así sería desproporcionado respecto a la esencia de un Concilio en las actuales circunstancias. El ministerio docente no puede sustituir el carisma de la teología. Ni es esa su tarea. Si ese carisma es hoy débil, su debilidad se dejará ver en los decretos de doctrina de un Concilio de hoy. Tal vez incluso puede esperarse, correspondientemente a una intención referida del Santo Padre, que no se definirá demasiado. Si un Concilio no se reúne con una cuestión de índole doctrinal determinada y actualmente discutida (y éste es manifiestamente

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nuestro caso, ya que el Concilio no ha sido convocado para depurar cuestiones atizadas y discutidas últimamente, que pudieran hacer surgir el peligro de una nueva herejía no condenada todavía), entonces está próximo (humanamente hablando, ¿quién puede decirlo?) otro peligro, el de que en cierta manera se busque, en donde pueda encontrarse, un objeto de índole doctrinal digno de tal sínodo, que se propongan para su redacción concluyente definiciones de doctrinas que acrediten al Concilio en este campo como más importante.

Tal tendencia está, humanamente hablando, demasiado cerca para que pudiese ser tenida de antemano por imposible. Sospecho que no solamente Lutero, sino también cristianos católicos, pensaron que el quinto Concilio Laterano hubiese tenido problemas propiamente más importantes, y que dejó sin solucionar, que la definición de la inmortalidad natural del alma humana, por muy verdadera que esta proposición sea. Los pocos neoaristotélicos reprobados entonces no eran el peligro que amenazaba a la Iglesia sobre todo. Los prelados de aquel Concilio hubiesen tenido que buscar más cerca de sí mismos. Las herejías que hoy amenazan la sustancia propia del cristianismo no son esos errores en el fondo inofensivos—aunque tal vez también de veras equivocados y, vistos lógicamente, muy «sustanciales», que pueden encontrarse aquí y allá en teólogos católicos. El verdadero positivismo, el materialismo latente y crip-tógamo, la incapacidad de realizar en serio lo que no es empírico, el sentimiento de que el misterio llamado Dios es demasiado grande y está presente sólo por medio de ((ausencia», de modo que no se le puede reverenciar más que con un silencio afligido, el sentimiento firmemente asentado en el fondo del espíritu de que de lo puramente lógico nada es asequible, de la relatividad de todo lo humano y de lo religioso también en vista del insuperable pluralismo de la cultura actual y de la multiplicidad territorial e históricamente inabarcable de las manifestaciones religiosas, el carácter imprescindible de futuras evoluciones junto con la convicción de que tenemos aún ante nosotros nuevas y más prodigiosas fases de desarrollo; todas estas herejías reales rio han llegado a ser todavía tan temáticas en la teología, no están aún tan «elaboradas» (teórica y existencialmente), para que el ministerio docente pudiera for-

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mular la verdad en su contra y la irradiase en el espíritu y en el corazón del hombre de otra manera que como ha sucedido por medio de la doctrina hasta ahora acostumbrada.

Y precisamente porque no se puede ni se debe exigir esto del Concilio, desearíamos que n c intente el Concilio mismo suscitar la impresión por medio de muchas (se sobreentiende y verdaderas) definiciones, de querer cumplir, sin embargo, esta tarea. ¿Puede decirse con espíritu libre que sería sumamente inoportuno—siempre hablando humanamente, como correspon^ de a ponderaciones humanas permitidas y presentadas antes de la última palabra del Concilio mismo—'decidir conciliar-mente esta o aquella controversia teológica, de las que se habló tanto bajo Pío XII, como el monogenismo, la suerte de los niños quo mueren sin bautismo, el enjuiciamiento del sicoanálisis, o cualquiera de las cuestiones sentenciadas por Pío XII en su encíclica Humani generis de manera por completo suficiente?

Es un aspecto más bien de disciplina eclesiástica; podrá el Concilio sin duda tomar decisiones importantes, y las tomará seguramente. Desde muchas partes, y hace ya tiempo, han sido anunciadas cuestiones, que pertenecen inmediatamente a la competencia del ministerio en su forma de obrar conciliar y que podrán, por tanto, ser resueltas (puesto que conciernen inmediatamente al derecho de la Iglesia) e incluso ahora mismo: cuestiones de la relación entre comunidades religiosas y los obispos, de una cierta descentralización de la Iglesia en complejos territoriales rnás amplios (no simplemente en las pequeñas diócesis particulares en cuanto tales, que hoy ya son hechuras incapaces de obrar en no pocas cuestiones eclesiásticas), de una descentralización que no contradiga el que la Iglesia en la época de la unidad mundial necesite imperiosamente de una responsabilidad y de una unidad acrecentadas de cada parte, de cada diócesis, etcétera, frente a toda la Iglesia, de la posibilidad de que hechuras eclesiásticas que quieren unirse con la Iglesia católica puedan conservar en una especie de «rito» la auténtica tradición cristiana de su pasado, de una mayor apertura frente a la Iglesia oriental no unida y frente a los cristianos protestantes, de la simplificación animosa del derecho penal eclesiástico y de otras figuras del Derecho canónico, del reco-

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nocimiento de muchas cosas que se han abierto ya camino en y por medio del movimiento litúrgico, pero que no han sido impuestas por completo por las reformas litúrgicas de los dos últimos Pontífices, de la renovación conforme a nuestro tiempo del diaconado, de la acomodación a la vida actual de las leyes del ayuno, del eucarístico también, y de la abstinencia (si es que se tiene a este respecto por posible una legislación para toda la Iglesia); estas y otras cuestiones semejantes puede el Concilio llegar probablemente a resolverlas, en parte porque son más sencillas, en parte también porque no exigen especiales supuestos «carismáticos», y finalmente porque se puede dar como existente la comprensión en toda la Iglesia para determinadas soluciones.

Se puede sospechar también que entre las soluciones que de antemano incumben al ministerio y que son posibles en el momento dado, se adoptarán precisamente, o podrán ser adoptadas, ésas que a primera vista aparecen como muy anodinas, sobreentendidas y de corto alcance, pero que en realidad pueden ser de una eficacia sobre el futuro, sobre la mentalidad de los hombres en la Iglesia, que ni es todavía calculable, ni tal vez siquiera la han previsto los autores mismos de esas determinaciones pastorales o de disciplina de estudios o litúrgicas o de diciplina eclesiástica general. Las consecuencias que por ejemplo pudieran tener a la larga determinaciones sobre las Iglesias orientales, que se ajustasen a los deseos de los orientales unidos, si llegasen más tarde a valer como caso ejemplar para otras grandes iglesias católicas parciales de impronta cultural projña en África, Asia, etc., todas las cuales no podrán seguir siendo largo tiempo subsumibles bajo la Iglesia oriental-occidental y latina.

Pero también a este respecto habrá que guardarse de esperanzas, que hagan injusticia al Concilio. Los decretos, tampoco los mejores y más sabios, no pueden sustituir al Espíritu. Un decreto bien intencionado sobre la lectura de la Escritura y su empleo en la liturgia, en la teología y en la vida cristiana, no engendra ya de por sí amor a la Escritura, ni tampoco un «movimiento bíblico», como hemos de desearle en la Iglesia, puesto que no le tenemos todavía. En vista de una acomodación de las comunidades religiosas al tiempo actual (que puede tam-

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bien consistir en una contradicción con el «espíritu del mundo», más palpable que de costumbre), un Concilio no puede hacer mucho más que expresar al¿}unos deseos y recomendaciones, y algunas determinaciones formales de encuadre, pero de ningún modo proporcionar inmediatamente el Espíritu o el ideal productivo concreto. ¿Quién no ha vivido ya la experiencia de que una legislación de estudios permanezca letra muerta que se cumple por fuera, para poder así dispensarse del espíritu? Por tanto, tampoco respecto de la disciplina eclesiástica, en su más amplio sentido, pueden esperarse milagros de un Concilio. El hombre de hoy, que ha aprendido a distinguir una ley ideal y la realidad, puede, precisamente por eso, ser, frente a una asamblea legislativa, injusto y amargo. Espera de ella la realidad ideal que no puede dar, y condena o desvalora la ley, porque, por lo pronto, no cree siempre y sin más que los legisladores tomen las palabras ideales de la ley tan en serio como suenan.

Quizás hemos caído desde una teología del Concilio en general en una praxis del Concilio próximo, y hemos osado quizás prognosis demasiado sobrias o pesimistas, que si se pueden probar de alguna manera, entonces de una aproximativa solamente. Con lo que hemos insinuado no decimos, ni mucho menos, o insinuamos, que el futuro Concilio no tenga ninguna tarea grande y realizable. Todo lo contrario. Tiene grandes tareas, y tales, que las puede cumplir, y de las que podemos esperar por entero que sean cumplidas. Todas nuestras reflexiones han tenido únicamente el propósito de decir sobriamente desde una meditación dogmática de la esencia del Concilio en general, lo que de él se puede esperar y lo que sería antidogmático esperar, además de injusto. Quien estime esta tarea como pequeña para un Concilio, no puede invocar estas reflexiones, sino que minusvalora, sin tener aquí ningún punto de apoyo, lo que es su labor real y resoluble,

¡Cuántos Concilios no ha habido que, aparentemente, no se hicieron dueños de su tarea! Los enredos del arrianismo comenzaron de veras después del primer Concilio general, en el que debían precisamente haber sido superados. El monofisi-tismo proliferó exactamente después del Concilio de Calcedonia. Ni el Concilio unificador de Lyon ni el de Florencia

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establecieron una unión verdadera. Ni Constanza (ni Basi-lea) ni el Concilio quinto Laterano consiguieron las reformas de la Iglesia necesarias en miembros y cabeza que hubiesen podido ayudar a evitar de antemano la Reforma. Ningún cristiano tiene por qué atenerse a esperar para la Iglesia de un Concilio el cielo en la tierra. La Iglesia será también, después del Concilio, la Iglesia de los pecadores, de los peregrinos, de los que buscan penosamente, la que oscurece la luz; de Dios una y otra vez con las sombras de sus hijos. Y todo esto no es razón alguna para omitir un Concilio, o para esperar de él poco o nada. También aquí se hará poderosa en nuestra flaqueza la fuerza de Dios, Y sin duda que se concluirán muchas cosas que luego Dios irá cambiando a su manera, en gracia y bendición para la humanidad y para la Iglesia. El hombre y la Iglesia deben hacer lo suyo. Sembrar y plantar con paciencia. Porque es maravilloso que también en la Iglesia y para la Iglesia sea de Dios toda prosperidad, y que la podamos esperar sin nuestro merecimiento.

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LA TEOLOGÍA DE LA RENOVACIÓN DEL DIACONADO

Esta exposición sistemática de la doctrina del diaconado en la Iglesia, de su sentido, su justificación, del valor recomendable de su renovación, incluida la manera en que aproximadamente podría pensarse ésta, presupone investigaciones de teología bíblica, histórica y de la doctrina autoritativa sobre el diaconado y no tiene la intención de repetirlas. Claro está que se entiende más que de sobra (correspondiendo a la metodología esencial de la teología católica), que en dicha teología una investigación sistemática no puede ser otra cosa que la sistematización de lo que se sabe ya por la revelación histórica y por medio por tanto de las disciplinas históricas de la teología y la proclamación doctrinal del ministerio eclesiástico docente. Si el lector, pues, de estas explicaciones, pregunta por funda-mentaciones no dadas aquí inmediatamente, queda referido tácitamente, pero con insistencia, a los otros capítulos de este libro 1.

1. Sobre la legitimidad de la cuestión de una renovación del diaconado.

a) Por problema de la legitimidad de la cuestión de una renovación del diaconado, se entiende la pregunta de si está justificado y tiene sentido prácticamente hacer objeto de una investigación a la posibilidad de una renovación del diaconado en la Iglesia latina en general, investigación que puede tener una significación práctica y no puramente teorética. Podría haber alguien que fuese de la opinión de que la praxis que hoy domina en la Iglesia latina, respecto a lo que ella misma hace y omite en este caso, es ya un argumento de fuerza para esa praxis no sólo como posible, sino como la mejor de las

1 El presente trabajo forma parte de un libro que, con el título de Diaconía in Christo (Freiburg 1962), recoge también otros muchos sobre el mismo tema de especialistas en diversas ramas teológicas. (N. del T.)

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posibles, ya que ha sido conformada por la experiencia de muchos siglos y se encuentra también desde hace muchos como sobreentendido sin estorbos en la Iglesia, no pudiendo, por tanto de antemano, plantearse ya seriamente la cuestión práctica de una praxis contraria. Por eso busca el primer tramo de la explicación sistemática de esta cuestión la legitimación de su planteamiento.

b) Presupuestos para la contestación de esta primera pregunta.

El diaconado es una parte de ese ministerio, del «ordo», que al fundarla, Cristo ha comunicado a la Iglesia, perteneciendo además como acción de ordenación o rito de transmisión ministerial a ese rito, que como sacramento propio ha fundado Cristo en la Iglesia y para la Iglesia, se piense ya más exactamente como se piense esa fundación 2. La sacramentalidad del «ordo» en general y también la sacramentalidad de la ordenación del diaconado en especial pueden presuponerse, por fuentes positivas y por declaraciones doctrinales del ministerio eclesiástico docente, como estables. En lo que concierne a la sacramentalidad del diaconado, la tesis enunciada es por lo menos sententia certa et communis.

La proposición de la sacramentalidad del diaconado mienta el rito de ordenación para ese ministerio, que con sus poderes y obligaciones, se ha llamado diaconado en la Iglesia desde el comienzo, esto es, desde el tiempo apostólico hasta hoy, y ha existido y se ha ejercitado bajo esa denominación. Desde luego es cierto que la concepción más exacta del ministerio así llamado, con sus incumbencias y derechos, muestra en los tiempos y campos diversos de la Iglesia diferencias nada despreciables. Pero quien quiera afirmar el diaconado, no sólo verbal, sino realmente, como sacramento dado a la Iglesia por Cristo, tendrá que conceder, que todos aquellos portadores del ministerio eran en el tiempo apostólico y en espacios de tiempo y en campos mayores de la Iglesia realmente diáconos, a pesar de la mayor o menor diversidad del ministerio que ejercían fácticamente, y que a esos portadores del ministerio llamados diáconos se les transmitía su plena potestad por medio de

2 Confr. K. Rahner, Kirche und'Sakrament (Freiburg 1960) 85-95.

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una ordenación realmente sacramental. La diversidad nada pequeña de las incumbencias fácticas de ese ministerio no significa para la unidad y sacramentalidad del mismo y de su rito de transmisión ninguna dificultad real. Ya que todas esas incumbencias de ministerio coinciden, a pesar de su diversidad, en que (negativamente) no contienen ningún derecho de una propia potestad de dirección en la Iglesia, y por eso no incluyen la función propia del ministerio sacerdotal en la consumación del sacrificio eucarístico, y por otro lado (positivamente) en que indican todas esas ejecuciones, por medio de las cuales se ayuda a los dirigentes propios de la Iglesia en su propio ministerio en cuanto tal. Con otras palabras: las funciones, históricamente tan diversas, de los diáconos son desde luego de una misma esencia; ayuda para los dirigentes de la Iglesia, por medio de la cual ni se adopta ni se representa su función, sino que para ejercerla prestan su apoyo esos mismos dirigentes eclesiásticos. Cada ejercicio de ayuda de esta índole puede ser un momento fundamental en ese ministerio, que es el de los diáconos, que se hace posible por medio de la gracia otorgada (o pudiendo serlo) por la ordenación sacramental. Pero aunque de suyo cada una de estas ayudas caiga sistemáticamente en el ámbito del diaconado, la Iglesia puede (como lo ha hecho prácticamente) hacer pasar a primer plano, correspondiendo a las indigencias del tiempo, esta o aquella ejecución de ayuda antes que las otras, sacarla del círculo de las potestades diaconales, transmitidas por el sacramento, o dejarla en él paralizándola en cierto modo (según ha hecho, por ejemplo, respecto de las potestades de otros grados de ordenación, como la potestad de confirmar de un simple sacerdote). Todo esto deja intacta la esencia del diaconado bajo tres presupuestos:

respecto a los dirigentes de la Iglesia debe quedar siempre una función de ayuda en una tarea, que sea peculiar de esos dirigentes, de competencia, por tanto, del ministerio en la Iglesia en cuanto tal a diferencia de los seglares;

tal ministerio de ayuda ha de ser de suyo fundamentalmente pensado como tarea permanente, ya que un diaconado inamisible fundamentalmente junto con su carácter en la esencia sacramental, no puede ser de suyo otorgado con plenitud de sentido para una función de antemano pasajera;

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este servicial ministerio de ayuda tiene que tener una cierta mayor importancia, puesto que ejecuciones de ayuda menor, según prueban la historia y la praxis de la Iglesia en todos los tiempos, han sido ejecutadas, sea duradera o sea pasajeramente, por hombres, que ni se llamaron en la Iglesia diáconos en sentido estricto, ni se les encargaba y pertrechaba para tal función de ayuda por medio de una ordenación sacramental.

El diaconado puede ser sin duda un «grado» por el cual alguien asciende al sacerdocio, por lo menos en el sentido de que la Iglesia no transmite a nadie el ministerio superior, sino después de la transmisión del inferior, del diaconal, como la doctrina y la praxis lo prueban sobre todo en la Iglesia latina. Pero esa praxis no es esencial al diaconado, sino mas bien accidental, más bien fundada en la circunstancia general humana, según la cual un buen ejercicio de una función inferior muestra con frecuencia la aptitud del respectivo portador del ministerio para una función más alta, esto es, que muestra su apelabilidad para ese ministerio superior. Porque la praxis de la Iglesia antigua prueba que el diaconado no se consideró ni ejerció, en manera alguna, sólo como grado por el que se asciende al sacerdocio, sino que tuvo vigencia como ministerio permanente en la Iglesia, lo cual es también comprensible desde la naturaleza del asunto mismo. Un ministerio y una tarea en una sociedad, para la cual son necesarios en cuanto diversos en ella de otro ministerio, si son captados correctamente en la función que les es peculiar, no son sin más un grado para otro ministerio superior, sino que pueden desde luego ser otorgados a alguien, sin que a tal portador de ministerio le sean con ella transferidos el derecho y la capacidad del tránsito a un ministerio superior. Incluso puede darse, que la esencia de tal ministerio sea tan diversa de la de otro, que el buen ejercicio de uno no pruebe en ninguna medida considerable la aptitud de su portador para otro más elevado. Es desde aquí desde donde ha de ser interpretada la posición, en cuya consecuencia el diaconado es el grado por el que se asciende al sacerdocio. Si con tal proposición no ha de decirse, sino que de hecho la Iglesia latina no ordena de sacerdote a nadie, a quien no haya antes ordenado de diácono, entonces dicha proposición está entendida más que de sobra. Pero sí lo que con ella ha de decirse, es

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que la Iglesia sistemáticamente puede sólo ordenar a alguien de sacerdote después de la ordenación de diaconado como presupuesto necesario para la ordenación sacerdotal (así como la confirmación presupone el bautismo) o que el diaconado es según su esencia la prueba humana de la aptitud moral y religiosa de un hombre para el sacerdocio, o que alguien pueda únicamente ser apto para el diaconado si posee también propiedades y vocación para el sacerdocio, en tales casos será falsa dicha proposición. Porque el presbiterado puede ser administrado válidamente sin diaconado que le preceda, constatación que naturalmente nada dice contra la praxis de la Iglesia, anclada hoy legalmente, de ordenar sólo a los diáconos de sacerdotes. La praxis actual de un espacio de tiempo nada más que muy corto entre ordenación de diaconado y de sacerdocio, no permite que aparezca aquél como medio de prueba de un hombre respecto a su aptitud para éste. Las incumbencias ministeriales de un diácono son tan diversas, si se entienden correcta y plenamente, de las de un sacerdote, que la aptitud para el diaconado no incluye todavía aptitud alguna para el sacerdocio, que no debe serle por tanto exigido al diácono en cuanto tal. Por todo lo cual el diaconado desde su esencia no tiene ni mucho menos el carácter de un grado para el sacerdocio, a no ser en el sentido de que en comparación con él, es un mi-

. nisterio más restringido, incluyendo en sí el sacerdocio «eminentemente» las potestades diaconales (más tarde explicaremos las razones), y ordenándose de sacerdote de hecho sólo a los diáconos.

c) La cuestión de la renovación del diaconado así entendido, esto es, la cuestión de si es posible y aconsejable reesta-blecer en la Iglesia latina ministerio y transmisión ministerial del diaconado, sin que los ordenados lo sean de antemano como en cuanto candidatos de una posterior ordenación de sacerdocio, apareciendo entonces aquél sólo como grado para éste, es una cuestión legítima por las siguientes razones.

Por de pronto sería una afirmación falsa, si se quisiera decir que la praxis y legislación actuales en la Iglesia respecto del diaconado como un grado para el sacerdocio, son ni más ni menos que generales. Puesto que la praxis y la legislación de la Iglesia latina no lo son de la Iglesia en su conjunto. En las

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Iglesias orientales unidas hay, Jiasla los tiempos más últimos, un diaconado, quo no es sólo un grado para el presbiterado. Si se considera esto hecho y se le rinde su valor, la praxis de la Iglesia latina no podrá valer en el mejor de los casos más que como un argumento de que en ciertos tiempos y en determinadas circunstancias el diaconado fue posible, y también oportuno tal vez, como mero grado para el presbiterado. Tal praxis latina no prueba ni que sea la única posible y legítima, ni que sea tampoco la más oportuna y la que como tal permanezca para todos los tiempos y circunstancias ulteriores.

Dicha praxis no prueba tampoco, con su duración larga de siglos, que también hoy es recomendable y para todos los tiempos venideros. Según sabemos por la historia de la Iglesia, hubo en ésta muchas praxis y costumbres, que fueron bastante generales y duraderas, sin que de ello se pudiese concluir su mantenimiento para otros tiempos y posteriores circunstancias. A lo largo de siglos ha existido la praxis de admitir seglares a la eucaristía sólo infrecuentemente y bajo condiciones graves con exageración. En la Iglesia latina del tiempo de los Padres se dieron a través de siglos la prescripción y la práctica de admitir a determinados pecadores sólo una vez a la penitencia sacramental de la Iglesia. A lo largo de siglos hubo práctica de otorgar indulgencias por donaciones monetarias para fines piadosos. Durante muchos siglos no se exigía para la validez del matrimonio su concertación ante el sacerdote. Además hay que advertir, que la actual praxis respecto del diaconado se ha desarrollado sin mucha reflexión ni auténticas decisiones explícitas desde condiciones históricas que hoy no tienen ya por qué ser vigentes necesariamente. Y puesto que bajo la actual legislación latina un diácono, que tras su ordenación no se deja ordenar de sacerdote, ha de ser impedido sistemáticamente en el ejercicio de sus derechos y potestades diaconales, queda también mostrado que en el mejor de los casos la actual praxis puede ser traída a colación a lo sumo con prudencia y reparos extremos como argumento de una praxis y una legislación mejores y más recomendables para la Iglesia de hoy. Se podrá por tanto, real y prácticamente, plantear la cuestión de manera legítima de una renovación del diaconado.

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2. Advertencias sobre la relación recíproca de cada ministerio en la Iglesia.

a) Según ya dijimos, presuponemos como resultado de la teología positiva sobre el diaconado, que la ordenación de diácono es un sacramento en cuanto parte del orden uno y sacramental en la Iglesia. Con ello no se esclarece suficientemente la relación entre diaconado y sacerdocio, lo cual es, sin embargo, el presupuesto de una contestación realmente suficiente a no pocas cuestiones que han de ser planteadas junto con el problema de la renovación del diaconado. Y por eso no hay por qué dar rodeos ante esta cuestión de una relación más exacta de presbiterado y diaconado, por mucho que a falta de declaraciones ministerial-eclesiástico-docentes y a causa de la oscuridad de la historia primitiva de la Iglesia, sigan siendo muchas cosas oscuras y discutibles.

b) Frente al relato sobre la elección y ordenación de los siete (si es que debemos o queremos concebirlos como diáconos) y ateniendo a las diversidades nada despreciables de la estructura de las comunidades en el tiempo apostólico, y por otros motivos que no pueden ser aquí expuestos, no podrá aceptarse que el ministerio tripartito en la Iglesia (episcopal, sacerdotal y de diácono) se remita inmediatamente a la voluntad explícita del Jesús histórico antes de la resurrección o después de ella. Con lo cual no negamos el ius divinum de estas tres índoles o grados del ministerio. Podremos sí, aceptar sin estorbos, que Jesús respecto de dichos tres grados ha dado a la Iglesia y fundado para ella el ministerio en el sentido de haber dado al colegio apostólico con Pedro como cúspide de todas las potestades, facultades, tareas y derechos, que o vienen dados necesariamente con la esencia de la Iglesia por él fundada (también sin aclaración explícita) o han sido explícitamente (por ejemplo respecto de la potestad de realización de determinados sacramentos) declarados por él en cuanto tales, otorgándosele al ministerio en la Iglesia, con tal fundamento eclesial como sociedad perfecta, el derecho a transferir ese poder ministerial, correspondientemente a las necesidades prácticas del lugar y del tiempo,

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por entero o en una parte determinada y delimitada a otros portadores posteriores del ministerio.

En la Iglesia primitiva los apóstoles han hecho uso manifiesto de esta posibilidad, al menos en el llamamiento de los siete (que no recibieron transmitidas todas las potestades y tareas de los apóstoles), en el llamamiento de diáconos, que no poseían en conjunto todas aquellas potestades propias de los que son llamados episkopoi en este contexto, en el llamamiento de una cúspide directa colegial o monarcal en cada una de las comunidades en vida de los apóstoles, cúspide a la que claramente no se adjudicaba todas las potestades de un auténtico apóstol. La variabilidad de tales transmisiones parciales del ministerio en la Iglesia primitiva muestra muy bien que en la repartición, del ministerio uno y entero, dado a la Iglesia por Cristo como correspondencia de su esencia, no se tuvo consciencia de vinculación a determinaciones fijas de Jesús, que fuesen más allá del llamamiento del colegio apostólico con la cúspide de Pedro y de una existencia ulterior de dicho colegio, que sucede por medio de una entrega autoritativa ulterior de las potestades permanentes del mismo. A lo cual corresponde también lo que hay que decir del rito de transmisión de tal ministerio. Fundamentalmente el rito de transmisión de un ministerio es en la Iglesia, al menos allí donde ésta concierne al ministerio en su esencia más íntima en cuanto potestad santificante y no jurisdiccional, un sacramento y sigue así siendo fundamentalmente sacramental, mientras la Iglesia no tenga en tal transmisión parcial de escaso alcance una intención contraria, aunque se transmita sólo una parte de ese ministerio uno de la Iglesia (claro que bajo los supuestos generales dados desde la esencia de un sacramento para su existencia, o fijados por la Iglesia para su voluntad sacramental de administración). Por todo lo cual se entenderá fácilmente, que por de pronto las órdenes episcopales han de ser consideradas fundamentalmente como sacramento (a pesar de la discusión medieval de esta proposición, si es que no se presupone, que haya que aceptar, que en la ordenación sacerdotal estén ya dadas todas las «potestates ordinis», aunque ligadamente, desligándose sólo en forma litúrgica en lo sacramental de las órdenes episcopales). Es desde aquí desde donde se aclara que esa transmisión minis-

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terial de una parte del ministerio en la Iglesia, que es en cualquier caso la del sacerdote, comunica una parte importante del ministerio eclesiástico, y que esa transmisión parcial guarda el carácter fundamental de la transmisión ministerial eclesiástica, esto es, la sacramentalidad. Así es también como se entiende por qué la tradición ha adjudicado siempre a las órdenes de diaconado un carácter sacramental. Se entiende también, que la tesis medieval de la sacramentalidad del subdiaconado y de las órdenes menores no tiene por qué ser necesariamente falsa, pero también viceversa, que la concepción hoy casi general de estas órdenes puede ser correcta, ya que en último término depende simplemente de la voluntad de la Iglesia vincular o no una parte muy modesta de su ministerio entero y su rito de transmisión con la voluntad de administración de un sacramento.

c) Desde aquí son ya posibles algunas importantes constataciones respecto del diaconado. Por de pronto que en una apologética de la renovación del diaconado hay que guardarse (si es que lo dicho es correcto) de proceder demasiado simple e inmatizadamente del hecho según el cual el diaconado existente en, la Iglesia es un sacramento. Esta tesis es desde luego correcta en cuanto que las órdenes fácticamente administradas del diaconado son fuera de duda un sacramento. El diaconado es también seguramente un sacramento por ordenamiento divino en cuanto que sólo la Iglesia puede transmitir esa parte de su ministerio dada limitadamente en el diaconado, y transmitirla además por medio de un sacramento. Pero no es tan absolutamente seguro que tenga la Iglesia que practicar siempre y para todos los tiempos tal tripartición del ministerio, que no pudiese, por tanto, abolir sin más el diaconado, es decir, que no pudiese seguir haciendo entrega de dichas funciones ministeriales, de tal modo que fuesen dadas siempre y sólo a un sujeto determinado junto con las potestades sacerdotales. Naturalmente que es del todo pen-sable, y no debe aquí ponerse en duda en absoluto, que esa tripartición del ministerio, que fue practicada en el tiempo apostólico por los apóstoles mismos (aun cuando no fuese ordenada explícitamente por Cristo), vincula a la Iglesia posterior absolutamente, siendo, pues, el diaconado en este sentido no sólo en su contenido y su posibilidad, sino también en su exis-

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tencia separada del sacerdocio iuris divini3. Pero puesto que no se puede afirmar esto con seguridad absoluta, no se puede tampoco afirmar con absoluta seguridad la existencia separada en su propio ministerio de tareas y derechos diaconales como un ordenamiento de Cristo, que obliga a la Iglesia para siempre, exigiendo nada más que desde este hecho una renovación del diaconado real, ya que la Iglesia latina en su diaconado observa esta obligación en cierto modo sólo en apariencia, puesto que le convierte en un grado de transición meramente fugaz hacia el sacerdocio, pero no en un ministerio que existe para sí mismo y que es ejercitado realmente.

Más tarde veremos que sin esa argumentación simplificada se. puede abogar, sin, embargo, por la renovación de un diaconado ejercitado de veras y otorgado sacramentalmente. Además hemos ya rozado brevemente la posibilidad conceptual de que las potestades ministeriales de las órdenes menores y del subdiaconado fueran transmitidas anteriormente por medio de una ordenación sacramental, sin que tenga que ser hoy por ello la constitución de tales ministerios en la Iglesia un sacramento. Esta posibilidad no ha de ser excluida, por lo menos fundamental e inequívocamente, ya que tenemos otros casos de índole semejante, que tal vez se pueda por lo menos interpretar en este sentido. La posibilidad, por ejemplo, de que a un simple sacerdote le sea dada por la Santa Sede la potestad de confirmar, tal vez incluso la de la administración, de las órdenes sacerdotales, puede al menos ser interpretada así, no modificando fundamentalmente nada en el estado de la cuestión el hecho de que en ambos casos el orden sacerdotal sea por lo menos un presupuesto en ese sujeto provisto extrasacramental-mente con nuevas potestades. Puesto que en otros casos se podría pensar correspondientemente, que el bautismo (o la confirmación) es el presupuesto suficiente para que las potestades ministeriales de las órdenes menores y del subdiaconado puedan ser transmitidas de modo semejante y extrasacramental, aunque puedan ser otorgadas también por medio de un rito sacramental, dependiendo por tanto el modo de transmisión de la voluntad de la Iglesia. De hecho vemos, y con todo derecho,

3 Confr. para esta difícil cuestión mi colaboración en el homenaje a Erik Wolf (Francfort 1962): «Über das ius divinum in der Kirche.»

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en el caso del diaconado, que hay que contar con tal posibilidad. Ya que apenas podría nombrarse alguna función del diaconado, que la Iglesia no pudiese otorgar también en una potencialización extrasacramental, sin que pueda, sin embargo, discutir nadie que la ordenación del diaconado, en la que tácticamente son otorgadas tales potestades, sea un sacramento. Hay que contar por tanto fundamentalmente con que puede haber ministerios en la Iglesia, que pueden, pero que no deben necesaria y rigurosamente, ser otorgados por medio de un rito sacramental, ya que el modo exacto de concesión (sacramental o no sacramental) depende de la voluntad y de la intención (implícita o explícita) de la Iglesia.

El conocimiento de este estado de cosas no tiene sólo una significación negativa para la cuestión de la renovación del diaconado, en cuanto que señala que de la posibilidad de una concesión sacramental del ministerio no es lícito concluir demasiado simplemente una obligación incondicionada, estricta, de la Iglesia a transmitir el ministerio respectivo de una manera sacramental. Tal conclusión es sólo válida para el conjunto de esas transmisiones del ministerio en la Iglesia, en cuanto que se puede decir ciertamente con seguridad absoluta que ésta no tiene el derecho de abolir esas transmisiones sacramentales del ministerio, el sacramento del orden por tanto. Pero desde luego no más. Este conocimiento tiene más bien un lado positivo para la renovación del diaconado. A saber, que sí es correcto, habrá que contar sin trabas con la posibilidad de que el ministerio del diaconado pueda existir en una figura, en la cual no se otorgue de una manera sacramental. Con otras palabras, es un deber del teólogo mirar alrededor suyo en la Iglesia, por ver si ese ministerio no existe ya y es ejercitado tácticamente como diverso del presbiterado, sin que por ello haya de ser otorgado por medio de un rito sacramental. Esto es sobre todo una auténtica posibilidad en cuanto que después de lo dicho anteriormente no se puede postular a priori, que dicho diácono en cierto modo anónimo tenga que poseer ya todas las potestades, ni más ni menos, que la Iglesia reconoce ahora al diácono ordenado sacramentalmente (por ejemplo el derecho de la administración solemne del bautismo, de la distribución de la santa eucaristía). Porque, si como hemos dicho,

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la Iglesia tiene fundamentalmente el derecho de dar a alguien, según su módulo propio y lleno de sentido, una participación determinada en su ministerio total, podrá entonces esa participación en dclcrminadas circunstancias cumplir plenamente la esencia del d¡¡leonado, aun cuando en dicha participación no esté comprendida esta o aquella potestad concreta. Pronto se mostrará lo que estas reflexiones significan para la cuestión de la renovación del diaconado.

3. Sobre la oportunidad de la renovación del diaconado.

a) Determinación exacta de la cuestión.

Es inútil pensar más exactamente la cuestión de la oportunidad del diaconado, ya que puede ser planteada de diversas maneras y porque la precisión aquí practicada no supone en manera alguna que la cuestión pueda ser planteada sólo con plenitud de sentido en la manera que aquí se plantea. Se podría por ejemplo hacer un planteamiento respecto de la renovación de un diaconado independiente, pero exclusivamente célibe, respecto de la renovación de un diaconado con misión pre-ponderantemente litúrgica, de un diaconado que de antemano se refiere equilibradamente a la Iglesia entera. Pero no es así como ha de plantearse aquí la cuestión, ya que el asiento real en la vida de la situación actual del problema exige un planteamiento tal y como aquí le queremos ofrecer. Todo esto quedará más claro después de las reflexiones de más tarde sobre la oportunidad de la renovación de este ministerio. Hablemos por tanto de un diaconado,

1) transmitido por medio del conocido rito sacramenta], es decir, del diaconado de ordenación sacramental,

2) que no es mero grado para el presbiterado. La pregunta por la renovación del diaconado se plantea

a este respecto-en un sentido positivo, no exclusivo. Esto significa: no se afirma que tenga sólo sentido y sea digno de recomendación un diaconado permanente y separado del presbiterado, y que haya que rechazar todo diaconado administrado como grado para el sacerdocio. Queda por tanto eliminada de antemano la cuestión de si la Iglesia ha de mantener también

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(si bien no exclusivamente) o no la praxis actual en ln formación y llamamiento sacramental de sus sacerdotes de rito latino. Podrá esperarse que la Iglesia latina ordene de sacerdotes también en el futuro sólo a diáconos y que en el caso en que el diaconado sea pensado y adoptado de antemano como grado para el sacerdocio, mantenga firmes las normas de derecho canónico y las obligaciones del diaconado vigentes hasta ahora. La cuestión de la renovación del diaconado no se ocupa en absoluto de esta otra, ya que aquí se presupone de antemano, que junto a un ministerio diaconal permanente, no pensado de antemano como paso al sacerdocio, puede darse también un diaconado sacramental como paso al sacerdocio, y que incluso éste sea el de más sentido y el más recomendable. Porque de esta manera queda el futuro sacerdote advertido, y muy sensiblemente por cierto, de que su ministerio no es sólo el del «más antiguo», el del presidente de la comunidad, sino que es también el ministerio del diácono, ya que en la Iglesia el ministerio más alto incluye por lo menos la obligación de cuidar, según las propias fuerzas, de que esté dado y sea ejercitado realmente el ministerio eclesiástico en su plenitud entera y en su sentido pleno. Entendido así, incluye también todas las funciones que son peculiares del diaconado. Tal sentido de un diaconado como grado de paso al sacerdocio quedaría aún más manifiesto, si el futuro sacerdote tuviese que ejercer largo tiempo antes de sus órdenes sacerdotales y de manera realmente práctica el diaconado en cuanto catequeta, ayudante en Caritas, etc., para apoyo de la cura normal de almas y para una puesta a prueba real (al menos en parte) de su idoneidad para el sacerdocio. Pero aquí se plantea la cuestión de la renovación de un diaconado permanente, que no desempeña su función en cuanto grado para el sacerdocio. Cuestión en un sentido positivo, no exclusivo.

3) La cuestión se plantea aquí primariamente en torno a un diaconado con el cual no vaya vinculada la obligación del celibato. Y este planteamiento limitado, pero práctico, está pensado también ahora en un sentido positivo, no exclusivo. Esto es: no se discute, que de suyo la cuestión de un diaconado permanente y sacramental puede plantearse con plenitud de sentido, estando dicho diácono obligado a celibato. Se en-

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tiende de sobra, que si puede e incluso debe haber en la Iglesia un diácono casado, no se excluye con ello que pueda haber también diáconos con obligación auténtica de celibato, que son, además, ordenados bajo ese supuesto, y ello no sólo respecto de esos diáconos, que reciben el diaconado como fase de paso para el sacerdocio, sino también en otros casos. ¿Por qué, por ejemplo, no ha de poder ser ordenado de diácono igual que un hombre casado un miembro de la comunidad de una Orden o de un instituto secular, bajo los presupuestos, claro, que están en vigencia para la recepción de la ordenación sacramental de un diaconado permanente? Si se plantea la cuestión de la renovación de un diaconado sin obligación de celibato, quedan todas esas otras cuestiones no sólo completamente abiertas (o mejor: contestadas eo ipso y a posteriori positivamente con la afirmación positiva de la posibilidad de un diácono casado), sino que queda abierta también la pregunta por las condiciones y los presupuestos exactos bajo los cuales la Iglesia deba o quiera otorgar el diaconado a un hombre casado.

Se podría desde luego pensar, por ejemplo, que la Iglesia latina puede seguir a este respecto una praxis semejante a la que existe en la Iglesia oriental respecto de la ordenación de un sacerdote secular: que está dispuesta por tanto a administrar las órdenes de diácono a un casado, pero a quien en cambio deja que le impartan esas órdenes en cuanto soltero, le permite el matrimonio solamente bajo reducción al estado laical, consiguiendo de este modo (si se dispone entre matrimonio y órdenes de diácono un tramo largo de tiempo) que sean admitidos al diaconado sacramental sólo hombres probados suficientemente. Todas estas cuestiones quedan aquí abiertas. La cuestión fundamental se plantea ahora respecto del diácono casado, porque sólo así recibe en el tiempo actual la cuestión entera un sentido real y realmente suficiente. Puesto que no hay que esperar, que el número de los diáconos aumente en tal medida, que sea de mucho peso para el cumplimiento de la misión actual de la Iglesia, que la cuestión de la renovación del diaconado no se plantee como la de la posibilidad de un diácono ordenado y casado, solucionándose además positivamente.

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4) La cuestión de la oportunidad de la renovación d<-l diaconado no implica el presupuesto de que esa oportunidad tenga que ser igualmente grande en todas las partes de la Iglesia, debiendo por eso mismo ser restablecido realmente el diaconado en todas esas partes por igual, si es que la oportunidad se afirma fundamentalmente. Pues a pesar de esta afirmación positiva, queda abierta desde luego la posibilidad, de que no pocas partes de la Iglesia con circunstancias pastorales y sociales más sencillas y un número suficiente de sacerdotes sigan la praxis acostumbrada. Una praxis diversa en cada parte de la Iglesia es por completo pensable porque de hecho existe esa diversidad, si es que no se identifica sin más la Iglesia católica con su parte latina, y, además, porque de las ponderaciones fundamentales resulta, que la ensambladura del ministerio uno en la Iglesia entera puede estar determinada en su cumplimiento concreto por circunstancias también concretas, que no son las mismas en cada parte de ésta. Incluso en una contestación positiva de la cuestión fundamental es fácil pensar en una regulación de derecho canónico de las particularidades de tal renovación en cada parte de la Iglesia, por medio de la cual quede abierta a las partes más extensas (a una federación metropolitana por ejemplo, a la conferencia episcopal de un país determinado) la posibilidad de la decisión de restablecer—y en qué amplitud—-o no en esa parte de la Iglesia un diaconado permanente.

b) Punto de partida fundamental para una recta contestación de la pregunta.

Si se quiere plantear la pregunta teorética y prácticamente de una manera correcta al mismo tiempo que se crea el presupuesto de una contestación legítima, hay que tener a la vista el hecho de que en la Iglesia existe ya ese diaconado en cuanto ministerio., si bien en la Iglesia latina de los últimos siglos no haya sido otorgado por medio de un rito sacramental ni implique tal vez todas las potestades, que según el actual derecho canónico convienen al diaconado ordenado sacramentalmente, y que serían de hecho deseables para el ministerio fáctico de un diácono. Hemos de tomar siempre en consideración la diferencia y la relación correcta entre el ministerio y su transmisión. Ambas magnitudes no son idénticas, ambas magnitudes

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no tienen, según lo dicho anteriormente, al menos en el diaco-nado, ninguna interdependencia absolutamente indisoluble, y tienen sí una relación recíproca, por la cual el rito de transmisión sacramental recibe su justificación última del ministerio y no a la inversa. Por mucho que, según ya dijimos, pueda existir circunstanciadamente en la Iglesia un ministerio que puede, pero que no debe ser transmitido sacramentalrnente, la justificación última de. la oportunidad de una transmisión sacramental es la oportunidad misma del ministerio. Porque el rito de transmisión de un ministerio, que es sacramento, no quiere ser otra cosa que la concesión sacramental del ministerio mismo y la administración sacramental también de la gracia ministerialmente necesaria. La transmisión tiene por tanto, según su esencia, su último sentido y la razón de su oportunidad en el ministerio mismo. Si la pregunta por la renovación de la ordenación sacramental del diaconado ha de ser planteada legítimamente y con sentido, habrá que considerar primero la oportunidad de ese ministerio.

La pregunta por la oportunidad del ministerio del diaconado puede ser planteada o bien de modo que se pregunte por la oportunidad de un ministerio que no existe, o bien de modo que se responda a dicha pregunta porque se muestra explícitamente, que ese ministerio existe y precisamente porque es útil y necesario en la Iglesia, haciéndose entonces manifiesto el sentido de su concesión sacramental. De hecho el segundo camino puede ser andado. Con otra palabra, procedemos del hecho de que en la Iglesia, o al menos en muchas de sus partes, y en las grandes, existe fácticamente, y con amplitud suficiente, el ministerio diaconal, que por medio de esa existencia se acredita como de pleno sentido en sí mismo, útil e incluso necesario. Esta afirmación puede ser corroborada fácilmente desde la descripción fundamental que hemos dado de la esencia del ministerio del diaconado tal y como se mostraba en su propia historia. Cierto que en la Iglesia latina sólo los diáconos ordenados sacramentalrnente poseen potestad de administrar el bautismo solemne y de distribuir de manera legítima la eucaristía. Pero sería una afirmación arbitraria, injustificada objetivamente, si se quisiera concebir estas dos potestades como la esencia propia del diaconado y de tal modo, que estaría éste dado solamente

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donde estuviesen aquéllas presentes. Ambas potestades no tienen ninguna precedencia esencial respecto a otras, ya que nadie puede discutir que la Iglesia podría otorgarlas, si quisiera, sin ordenación sacramental. Las permanentes tareas de proclamar la palabra de Dios, la de administrar importantes funciones administrativas en cuanto órgano adyuvante del obispo, la de procurar la doctrina cristiana a la juventud en desarrollo, la de la catequesis de adultos, de la enseñanza prematrimonial, de la presidencia en determinadas circunstancias de una comunidad despojada de sacerdotes, de la dirección de organizaciones y asociaciones cristianas, etc., son sin duda por su peso y contenido momentos tan importantes en el ministerio y en la misión de la Iglesia en conjunto como las funciones especialmente litúrgicas, que no es lícito excluir fundamentalmente del ministerio del diácono, pero que tampoco deben ser exageradas hasta convertirlas en el único y más central elemento de su esencia (aunque el orden objetivo y la interdependencia de cada función de una esencia ideal del diaconado puedan quedar abiertos completamente, sin que haya nada que objetar a que esa esencia ideal y plena de este ministerio se proyecte en cierto aspecto desde la función del diácono en el altar) 4. La acentuación excesiva de las funciones litúrgicas del diaconado en el sentido de que sólo por ellas y por ellas solas se pudiese ser algo así como un diácono verdadero, viene de ese recelo extraño e irreflejo ante el contacto con la eucaristía, recelo que olvida que el contacto con la eucaristía del simple cristiano que la recibe, no es menor en realidad que el que compete a un diácono.

Si se mantiene a la vista estas reflexiones, se podrá decir tranquila y determinadamente:

4 Confr. mi trabajo «Existencia sacerdotal»: Escritos de Teología III (Taurus, Madrid, 1963) 271- 297. En él se elabora respecto del sacerdocio su interdependencia con la función sacramental litúrgica y la función existencialmente fundamentante de lo profético en el sacerdocio. Algo análogo podría decirse respecto de la interdependencia y diversidad de las funciones diaconales. Por mucho que la función litúrgica, entendida recta y plenamente, pueda ser punto de partida y fuente de la esencia entera del diaconado, la tarea caritativa y kerigmática del diácono en el desarrollo del contenido completo del misterio del altar, no es mera consecuencia de índole secundaria del fundamento esencial, sino elemento esencial y que fundamenta la existencia del diácono.

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El ministerio del diaconado existe en la Iglesia, y también precisamente (si no real y casi exclusivamente) fuera del círculo de los diáconos ordenados. Puesto que hay catequetas por vocación, de ministerio capital, hay asistentes (en el sentido más amplio del término) que han tomado sobre sí, como profesión permanente, el cumplimiento de la misión caritativa de la Iglesia, que trabajan a lo largo de toda una vida al servicio de la jerarquía, y que conciben su trabajo de vocación, en la comisión explícita de la jerarquía, corno el cumplimiento de una tarea esencialmente necesaria a la Iglesia, que no es sólo propia de ésta en general (de modo que pudiese de antemano y claramente ser cumplida también por los seglares), sino que lo es además de una manera muy esencial y peculiar de los portadores del ministerio eclesiástico, de la jerarquía en cuanto tal, llevando entonces consigo enteramente ese trabajo caritativo la esencia -formal del auténtico diaconado. Hay en la Iglesia una administración profesional y de ministerio importante, que representa una propia función de ayuda para la jerarquía en cuanto tal. Aun cuando sea un ministerio que no se transmite por medio de una ordenación sacramental, se puede hablar del ministerio del diaconado al menos allí donde dichas funciones son ejercitadas, en gran amplitud, por una comisión explícita de la jerarquía, bajo la dirección inmediata de ésta y como ayuda inmediata a su tarea, en cuanto algo además permanente y duradero. Esto sobre todo, porque con tal afirmación no se discute de ninguna manera que la determinación, delimitación y estructuración de esos ministerios, pueda llevarse a la práctica de un modo más ideal; con otras palabras, que correspondiese de suyo a la esencia y sentido de esos ministerios, existentes de hecho, el añadirles, por medio de una determinación de la Iglesia, esas o aquellas otras potestades que pondrían mejor de manifiesto la significación y, por ejemplo, el último punto del que dimanan las potestades ya presentes, a saber su relación y vinculación de origen para con el altar. El punto de partida de nuestras reflexiones sobre la oportunidad de la renovación del diaconado está formado por tanto por la tesis, de que dicho ministerio fáctico, que debe ser renovado, existe ya en la Iglesia, si bien anónimamente y sin delimitación cano-nística exacta. De lo cual resulta:

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Primeramente hay que preguntar por la oportunidad de un llamamiento sacramental para esos ministerios ya existentes, y después habrá que plantear la pregunta sólo allí donde esos ministerios existen, o lo que es lo mismo, donde por las necesidades de la situación pastoral en las respectivas partes de la Iglesia tendrían que existir. Si la cuestión se plantea así, queda claro de antemano que el deseo de renovación del diaconado se plantea sólo para las partes de la Iglesia, en las que el ministerio existe o tendría que existir por necesidades pastorales, sin que se exija un diaconado para que sea un diaconado con ordenación. No es que por tanto haya que introducir un ministerio no existente, sino que hay que renovar la concesión sacramental de ese ministerio, que en el fondo existe ya anónimamente.

Con tal precisión del planteamiento de la cuestión no se niega, naturalmente, que con la renovación de la transmisión sacramental del ministerio pueda también el ministerio mismo ser ampliado más manifiesta y duraderamente, con crecimiento en la apreciación de los creyentes y con mayor determinación de sus funciones y potestades. Acentuar esto es también importante porque la oportunidad de la renovación de la concesión sacramental de este ministerio puede ser correctamente fundamentada con necesidades pastorales (como la escasez de sacerdotes, la imjüortancia de este ministerio, etc.), aunque tales razones fundamenten directamente no la oportunidad y la importancia de la transmisión, sino las del ministerio mismo. Pero precisamente porque la transmisión sacramental a diferencia de una no sacramental puede aumentar en los creyentes el conocimiento de la significación, la sugestividad, la expansión y la apreciación del ministerio, son las razones teológico-pastorales de éste, incluso allí donde ya existe, razones también para la oportunidad de la renovación de su transmisión sacramental.

c) Las razones para la oportunidad de la renovación entendida así del diaconado.

Según ya se ha dicho, pueden aducirse muchas razones para la renovación del diaconado incluso en el sentido que hemos precisado, y aunque directamente fundamenten la oportunidad del ministerio y no, de manera inmediata, la oportunidad de su concesión sacramental. Sobre estas razones se ha dicho

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ya en este libro, en sus más diversas partes, propiamente todo y de múltiples modos. Por tanto, no se necesita ahora hablar de ellas más que muy brevemente: la escasez de sacerdotes, que fuerza a transmitir muchas funciones, ejercidas si no por ellos, a otras fuerzas que deben desde luego pertenecer al clero; necesidades nuevas, que crecen para la cura de almas de la situación cultural y social y que no pueden ser verificadas por sacerdotes, incluso si son apoyados por un apostolado específico del seglar (apostolado de los católicos) y por la Acción católica en sentido estricto; la dignidad de ciertos ministerios, que hay en la Iglesia, y que no son específicamente sacerdotales, debiendo, sin embargo, ser honrados y reconocidos por medio de una santa ordenación; la posibilidad de ganar con un diaconado sacramental para las tareas específicas del ministerio jerárquico en la Iglesia un número no despreciable de hombres, que se saben no llamados al celibato fundamentado eclesiásticamente, sin que la exigencia del celibato para los sacerdotes tenga que ser suspendida; la posibilidad de descargar a los sacerdotes de muchas tareas del apostolado jerárquico (no propiamente laical), propias de un lado de la jerarquía en cuanto tal, es decir, que teorética-prácticamente no pueden ser endosadas sin más a los seglares, pero que por otro lado pueden muy bien enajenar a los sacerdotes de una vida específicamente clerical-sacerdotal y de una cura de almas específicamente suya. Pero según dijimos, estas razones no han de ser aquí desplegadas otra vez, puesto que además no representan propiamente la fundamentación dogmática última de la oportunidad de la renovación del diaconado sacramental.

La razón fundamental reside en que 1) el ministerio existe, 2) una transmisión sacramental es posible y 3) ésta, al menos cuando existe el ministerio, ha de ser considerada sistemáticamente y de antemano si no como necesaria, desde luego sí como oportuna y conveniente. Después de lo dicho expondremos más de cerca el tercer momento de esta argumentación fundamental. Cierto que la gracia indudablemente necesaria para el cumplimiento de un ministerio existente, generalmente no es sólo sal-vífica para el respectivo portador del mismo, sino que lo es también para la Iglesia, y le es dada por Dios al que detenta el ministerio, aunque no le haya sido transmitido éste por medio

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de una ordenación sacramental. Esto se entiende de sobra, sobre todo porque el ministerio más elevado en la Iglesia, el primado del Papa, no presupone, según la concepción general, ninguna ordenación sacramental nueva y necesita sin duda, sin embargo, de la más alta y amplia gracia ministerial, que no es por tanto ella misma sacramental, aunque puede, si se quiere, tener una raíz sacramental en el ministerio episcopal del Papa. Allí donde en la Iglesia existe un ministerio, transmitido por ella de manera legítima, que le es necesario o útil, participa por fuerza dicho ministerio, respectivamente, a su modo y en medida naturalmente diversa y con diversa urgencia, de la asistencia de gracia prometida por Dios a la Iglesia para su vida y subsistencia, la cual ha de tener efectos suficientes a causa del carácter escatológicamente indestructible de ésta, si bien no se la haya dado por ello garantía absoluta alguna para ese hacerse eficaz de la gracia, que Dios la adjudica, en un determinado y singular portador del ministerio. Por iodo lo cual, el ministerio en la Iglesia, independientemente de su concesión sacramental, es ya un modo perceptible de la afirmación divina de una gracia ministerial, aun cuando ese ministerio no se otorgue sacramentalmente, un momento (si es que es lícito hablar así) de ese sacramento primigenio, que es la misma Iglesia, en cuanto que es en su esencia y en su existencia la perceptibilidad escatológicamente definitiva de la voluntad de salvación de Dios respecto del mundo. Vista desde aquí la importancia de la transmisión sacramental de un ministerio, del diaconado por ejemplo, para quien le detenta (explícita o anónimamente), no puede ser exagerada. Y vista desde aquí se puede, en cierto sentido, justificar la praxis actual de la Iglesia en esta cuestión, sin que sea necesario condenarla sin más como un desarrollo en falso lamentable y casi inexplicable.

Pero sigue desde luego en pie: donde la transmisión de un ministerio y la garantía divina de la gracia necesaria para su cumplimiento pueden suceder de manera sacramental (realizable con plenitud de sentido y prácticamente), deben entonces suceder de esa manera. Es este un principio que el comportamiento práctico de la Iglesia determina en su praxis sacramental. Los teólogos no declaran, por ejemplo, de la confirmación o de la unción de los enfermos, de la confesión por devoción o de la

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recepción frecuente de la eucaristía, que estén sometidas a una obligación divina absoluta en cuanto tales acciones sacramentales. Con lo cual se dice por tanto inclusivamente, que, visto de modo-absoluto, las gracias olcnnzables por medio de tales recepciones de sacramentos, pueden ser también alcanzadas por un camino no sacramental, ya que ni el aumento de la gracia santificante ni las gracias sacramentales específicas pueden pensarse como asequibles sólo por recepción sacramental, pudiendo ser, sin embargo, no sólo muy favorecedoras de la salvación, sino necesarias para ella en determinadas circunstancias. Pero la praxis y la doctrina de la Iglesia quieren en estos casos que se favorezca la oportunidad de esas recepciones de sacramento. Iría por ejemplo en contra por completo de la concepción de la Iglesia postergar la llamada confesión de devoción, con el razonamiento de que las gracias que nos proporciona son asequibles igualmente de otra manera (por medio de oración, examen de conciencia, ascesis, etc.). En el marco de lo humanamente posible y realizable con autenticidad, la gracia que no está necesariamente vinculada al sacramento, ni por su propia esencia ni por una disposición divina (como en el bautismo de agua, la penitencia sacramental de los pecados mortales) que obligue positivamente al sacramento, esa gracia ha de mantener también manifiesta y fundamentalmente una perceptibilidad sacramental y una presencia en la vida de cada uno y de la Iglesia. Esto resulta sin más de la estructura fundamental del orden de la gracia cristiana. Este orden es el orden de la palabra de Dios hecha hombre, de la Iglesia visible, de la unidad escatológicamente no suprimible de pneuma y corporeidad ecle-siológica de ese Espíritu. Si en la situación escatológica de la Iglesia, en la que la perceptibilidad de ésta y su posesión del Espíritu no pueden ya jamás ser arrancadas una de otra, el ministerio y su gracia se pertenecen mutuamente—y sí la gracia del ministerio—, puesto que es gracia del Dios hecho hombre y gracia de la Iglesia visible, urge siempre por su propia esencia a una perceptibilidad y representación concretas, tendremos entonces que decir sistemáticamente: cuando una mediación sacramental de la gracia es posible en el marco de lo humanamente realizable con sentido, debe entonces suceder, y es fundamentalmente oportuno y recomendable, sin que sea lí-

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cito salir al encuentro de esa oportunidad con la objeción de que al fin y al cabo a tales gracias se las puede recibir también sin sacramento5 . Incluso aunque esta afirmación de la posibilidad de la adquisición de las gracias respectivas sea por completo correcta, no puede ser en el fondo reconocida como argumento contra el sentido y oportunidad de una mediación sacramental de las mismas. De lo contrario habría que salir al encuentro de una argumentación sobre la superfluidad del agua bautismal con la mera invocación de un decreto positivo, arbitrario de Dios. En nuestra argumentación no comenzamos desde el hecho de que en el sacramento del diaconado se otorgue un carácter indeleble,' no asequible de ninguna otra manera ; porque la significación y optabilidad de tal carácter depende formalmente en cuanto «sacramentum et res» del todo y por completo de la significación y optabilidad de la gracia y de la potestad del ministerio, para las cuales es un título positivo (pero no absolutamente necesario en nuestro caso).

Dicha argumentación desde la esencia de un ministerio, de su gracia y de la posibilidad de la concesión sacramental de la misma, incluye también la afirmación de una repercusión existencial, nada despreciable, de los hechos y complejos apuntados en el argumento. Esto es: es de esperar que el hombre, a quien el ministerio y su gracia le son otorgados por Dios de manera sacramental, se haga cargo de éstos de modo existen-cialmente más radical en la solemnidad, irrepetibilidad y efectos no suprimibles de una transmisión sacramental, que si le llegasen más o menos de otra manera, sobre todo porque la gracia del sacramento en cuanto tal es por su esencia apropiada para crear o ahondar en el hombre, que no se cierra fundamentalmente a esa gracia, una disposición personal de acogida, con otras palabras, porque la gracia sacramental amplía y ahonda la disposición a su respecto bajo los necesarios supuestos.

Resumiendo puede decirse simplemente: hay en la Iglesia un rito sacramental, efectivo y según gracia de la transmisión ministerial del diaconado por lo menos como una posibilidad iuris divini, de la que la mayoría de los teólogos afirmará in-

5 Confr. mi trabajo «Devoción personal y sacramental», en Escritos de Teología II (Taurus, Madrid 1961) 115-141, en donde lo que aquí se dice en forma de tesis queda fundamentado más de cerca.

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cluso que tiene que estar siempre realizada en la Iglesia; se da también en ésta en amplitud y de manera suficientes ese ministerio, al que se acomoda objetivamente ese rito de transmisión sacramental; existe una ley general esencial del orden sacramental de la gracia, según la cual un rito sacramental posible debe ser aplicado realmente a la mediación de gracia por él designada allí y cuando ésta sea exigida; el ministerio existente en la Iglesia (si bien en parte sólo anónimamente) necesita (en correspondencia a su significación) de la ayuda de la gracia divina para su ejercicio, para la salvación de su portador y para bendición de la Iglesia. Por tanto tiene sentido, y es recomendable, que ese ministerio existente reciba, por medio del rito también existente y sacramentalmente eficaz, la gracia que le es necesaria, y no que el rito le sea administrado solamente a quien no ejercita ese ministerio o recibe (en la medida en que esto ocurra) la gracia necesaria por medio del orden sacerdotal o busca alcanzarla en cuanto portador de ese ministerio sólo por un camino extrasacramental. Si un determinado sacramento es posible en la Iglesia, tal vez incluso (según la opinión media) necesario, habrá entonces en el fondo que rechazar de antemano como falsas y engañosas todas las objeciones contra la oportunidad de su existencia a realizar siempre por medio de nuevas ordenaciones. Que presupongamos que la Iglesia tenga o pueda sólo, según la voluntad de Cristo, que llevar a cabo la desmembración del ministerio del diaconado de su ministerio entero, no modifica en nada la fuerza de esta reflexión. Si ese «grado» diaconal del ministerio entero es a saber una realidad, que ha de existir en la Iglesia iure divino, se entenderá más que de sobra, que la existencia obligatoria de ese «ordo» no está dada únicamente en el diaconado tal y como existe hoy en la Iglesia latina, esto es, no muy lejos de ser una ficción jurídica, ya que se imparte una ordenación para un ministerio que en cuanto tal se ejerce tanto como nunca por fuerza de esa misma ordenación y que en cualquier caso no tiene en esa forma ninguna significación real en la Iglesia. Si la transmisión sacramental de un ministerio ha de ser justificada en su necesidad y sentido por el ministerio mismo, tendrá que tener éste una significación en la Iglesia, que pueda justificar realmente un rito sacramental; pero el diaconado, que

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existe en la Iglesia por medio de una ordenación administrada fácticamente, no tiene esa significación, al mismo tiempo que el ministerio diaconal de hecho existente e importante carece de esa ordenación. Pero si se acepta, que la Iglesia tiene la posibilidad jurídica, pero no el deber iuris divini de esa ordenación diaconal, se puede entonces aclarar y justificar la justificación de no hacer uso alguno de esa posibilidad solamente si se comprueba, que en las actuales circunstancias la Iglesia puede renunciar y renuncia a ese ministerio desmembrado independientemente, pudiendo por tanto omitir con derecho el rito sacramental de su transmisión. Pero esta comprobación no es admisible; puesto que la Iglesia posee de hecho ese ministerio (aun sin ordenación) y demuestra así su necesidad. La no existencia real del diaconado en la Iglesia latina, no quedaría marginada sólo con que se obligase a los futuros sacerdotes antes de la ordenación sacerdotal a un ejercicio algo más largo y concreto de su diaconado en la cura de almas en cuanto ca-tequetas, ayudantes de los párrocos (en un «año diaconal» o «diaconado de vacaciones»), etc., etc. Porque incluso entonces se consideraría ese «ordo» sacramental del diaconado como mero grado para el sacerdocio, lo cual es objetivamente falso. También entonces quedarían despojados los poseedores de hecho existentes, conforme vocación y por toda la vida, de tareas auténticamente diaconales, de la comunicación sacramental de las gracias vocacionales necesarias, careciendo por tanto de un sacramento, que les está adjudicado según su esencia y que no significa propiamente la mediación sacramental de gracias para el tiempo de probación de un hombre respecto a su aptitud para el sacerdocio. En la existencia simultánea de un ministerio hoy dado ya y del sacramento de gracia creado para él primariamente (y a lo sumo de modo secundario como grado para el sacerdocio), se apoya un argumento fundamental para la renovación del diaconado como de un sacramento. No son, pues, en.el fondo oportunidades e inoportunidades lo que hay que comparar de cada lado y calcular, sino que, ponderándole con una cala más profunda en la esencia del diaconado como ministerio y sacramento y en la condición histórica del desarrollo, que ha conducido a una evacuación sacramental fáctica del mismo, hay que llevar cuenta llanamente del hecho fundamen-

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tal, de que un sacramento posible y existente de ordenación ministerial ha de ser impartido a ese que posee el ministerio.

No hay, además, ninguna objeción seria contra la oportunidad de tal renovación. Las inoportunidades temidas de índole seria no pueden venir del rito sacramental de la transmisión del ministerio, sino a lo sumo de la existencia de éste, transmitido así, en determinados hombres. Esto se entiende de sobra y no necesita de ninguna prueba ulterior. El ministerio del diácono existe ya, si bien sin ordenación, íácticamente en la Iglesia, y su existencia y el crecimiento de su contenido y del número de sus portadores muestra, que esas inconveniencias, daños y peligros, que podrían ser el fundamento de la inoportunidad de una renovación del diaconado, no existen en una medida, que sobrepase la que está dada en cada ministerio que los hombres administran. Y si dicho ministerio bueno y útil, que no ha traído consigo en los portadores de hasta ahora inconveniencia alguna, se otorga por medio de un rito sacramental de transmisión, no podrán por ello aparecer daños y peligros hasta ahora desconocidos. Una cosa es ciertamente verdadera: por medio de una ordenación sacramental de diaconado el portador del ministerio así ordenado es acogido en el clero, dogmática y canonísticamente. Pero el ordenado así es clérigo en el grado, y con las funciones y potestades, que posee ya (prescindiendo de algunas potestades litúrgicas que nada cambian esencialmente en el estado de la cuestión). Y si esas potestades y funciones no trajeron consigo inconveniencia alguna en el no clérigo, ¿por qué en el clérigo habrían de ser de otra manera?

La cuestión de si con la existencia de un clérigo casada se conjuraría en la Iglesia dificultades y peligros, se tratará aparte todavía.

Si nuestra argumentación fundamental ha procedido de que la ordenación diaconal ha de ser impartida a ese ministerio que ya existe o que hay que crear por razones de su propia necesidad, ya que para eso está ahí esa ordenación ya existente, no es que con dicha argumentación se piense, que la oportunidad de tal renovación pudiera sólo ser probada bajo los supuestos que hemos determinado. También para aquél, que no está dispuesto a conceder que el ministerio de catequeta por vocación, para

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toda la vida, del que se cuida de obras de caridad, etc., sea ya en el fondo el ministerio del diácono, puede comprobarse la justificación de una renovación del diaconado. Puesto que también él puede darse cuenta, de que un sacramento de Cristo en la Iglesia no ha sido fundado, ni existe, si se honra realmente su manifiesta importancia, para ser administrado como mero preludio (muy irreal) a aquellos, que un par de meses después serán ordenados de sacerdotes y no ejercerán ya por tanto en una amplitud suficiente y en realización explícita ese ministerio en cuanto tal, para el cual han recibido una ordenación santa. Si se presupone la existencia de ese sacramento, cosa que hace-' mos nosotros naturalmente en nuestra argumentación fundamental, se entenderá, desde luego, que podamos reducirnos en todas nuestras reflexiones a reducir la cuestión de la renovación del diaconado al círculo de poseedores masculinos de esos ministerios, que consideramos en el fondo como diaconales. La cuestión de si el orden en cuanto sacramento está reservado —y por qué—al sexo masculino, y precisamente también en su grado más «inferior», a pesar de la existencia de la institución de las diaconisas en la antigua Iglesia, no es necesario que nos ocupe aquí, ya que de antemano tratamos el problema de a qué hombre ha de ser administrado con plenitud de sentido ese sacramento del diaconado, que existe ya en el tiempo actual y que en cuanto existe se imparte sólo al sexo masculino.

4. Diaconado y celibato 6.

Ya hemos dicho que la cuestión de la renovación del diaconado es sólo una cuestión realmente fáctica e importante, si incluye al menos en cuanto cuestión la renovación de un diaconado de índole sacramental para casados. Es aquí donde laten para muchos las dificultades prácticas y sentimentales más fuertes contra el deseo de tal renovación. Para ver claro en este asunto, hay de nuevo que indicar primeramente que la cuestión del celibato o del no celibato no hay que considerarla desde la ordenación sacramental del ministerio, sino desde el ministerio mismo. Si en alguna parte es el celibato necesario o su-

6 No es nuestra intención tratar todos los aspectos de esta cuestión.

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mámente deseable, habrá que derivar esa exigencia o bien de la significación del celibato para la Iglesia, o bien del ministerio como tal con el que ha de estar vinculado. Que el celibato tiene de suyo una significación para la Iglesia ni es discutible, ni necesita ser expuesto aquí o fundamentado más de cerca. Un celibato inmediatamente importante, y sólo por sí mismo, para el célibe y para la Iglesia (tal y como es vivido en las comunidades de los consejos evangélicos) no es de antemano lo que aquí se debate. En este complejo puede tratarse únicamente de si el ministerio del diácono, igual que el sacerdotal tiene tal afinidad interior para con el celibato, que la Iglesia, igual que en el sacerdocio latino y en el ministerio episcopal en general, encuentra atinado exigírsele también y sé sepa además justificada para ello (se quiera como se quiera interpretar desde cerca esa afinidad recíproca, ya meramente por la esencia del celibato mismo, ya por ponderaciones pastorales o en vista del servicio en el altar, etc.). Si se mantiene con evidencia a la vista la distinción entre ministerio y su rito de transmisión, y se pone en claro que dicho rito puede únicamente, por la naturaleza del asunto, «exigir» el celibato, si le exige el ministerio transmitido, la cuestión, de la que ahora se trata, será de suyo fácil de contestar. A saber, la Iglesia muestra, por medio de su praxis, que no reconoce en el ministerio diaconal ninguna afinidad estrecha y necesaria para con el celibato. Puesto que posee este ministerio y le transmite sin exigir aquél. Ya que esos hombres y portadores del ministerio en la Iglesia, para los que se ha puesto aquí de manifiesto la optábilidad de una transmisión ministerial por sacramento, son de facto en gran parte casados, y ni la Iglesia ministerial ni los hombres en esa Iglesia han sentido o afirmado en los últimos siglos, y hoy mucho menos, inconciliabilidad alguna o inconveniencia de la coexistencia de ese ministerio con el matrimonio.

Planteada correctamente, la cuestión no trata en absoluto de si desde ahora, en contraposición para con la praxis acostumbrada, ha de dispensársele a quien va a ordenarse de diácono de la obligación del celibato. Puesto que este candidato a la ordenación no es aquel, que quiere llegar a sacerdote, y a quien la Iglesia por lo mismo, y no por otras razones, impone ya en la ordenación de subdiaconado la obligación de ser célibe, sino

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que es un candidato al que la Iglesia debe impartir la ordenación sacramental de un ministerio, que posee ya en cuanto casado, y que le ha sido transmitido y ejercita en cuanto tal. Se trata por tanto (visto objetiva y no verbalmente) no de la abolición de una ley vigente hasta ahora en la Iglesia actual, ya que hece largo tiempo que no existe en ella el diácono que ejerce su propio ministerio específico como vocación permanente (o existe a lo sumo «per accidens», a saber cuando alguien se detiene como diácono en el camino hacia el sacerdocio según el canon 973-2 y no es sin embargo reducido al estado laical). La cuestión por tanto respecto de una obligación de celibato a imponer fundamentalmente, ha de plantearse acerca de si a esos diáconos, si bien no ordenados, existentes por objetividad y según ministerio, ha de serles impuesta dicha obligación, en contra de la praxis vigente hasta hoy en la Iglesia, que ha venido transmitiendo el ministerio objetivo también a casados. Si se plantea, así, correctamente, la cuestión, se muestra de por sí que hay que negarla. El matrimonio tiene para con el ministerio del diácono una afinidad interior más grande que el celibato, ya que el diácono es en su función ministerial específica el miembro de ligadura entre el clero y el altar de un lado y el mundo con su tarea cristiana de otro; la Iglesia no ha exigido hasta ahora el celibato de este ministerio y tal exigencia no se sigue tampoco de la ordenación en cuanto tal. ¿Por qué además habría de ser alzada esta nueva exigencia, que impediría prácticamente la realización nueva del diaconado en un amplio diámetro, ya que la mayoría de los diáconos fácticos renunciarían, y tendrían que renunciar, a la ordenación ministerial que les pertenece, y ya que los pocos que por otras razones viven ya célibemente (sobre todo en las comunidades de Ordenes) no podrían formar ese número de diáconos reales y suplementarios, que la actual situación pastoral de la Iglesia exige? Hay que advertir siempre, que en una teología real del matrimonio no puede ser éste considerado como mera concesión a la debilidad de los hombres (según cierta corriente espiritual subterránea, de índole casi maniquea, está siempre en la Iglesia tentada de pensar), sino como algo que tiene una función plenamente positiva y esencial, no solamente en la vida privada de cada uno, sino también en la de la misma Iglesia. El matrimonio en cuanto comunidad sacramentalmente consagrada es en la Iglesia y para la Iglesia la representación y

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vivificación concretas, reales del misterio de su unidad con Cristo. Tiene por tanto una función enteramente necesaria en la Iglesia y para la Iglesia. ¿Cómo entonces podrá ser un matrimonio menos recomendable para el ministerio del diácono? Más bien podrá éste considerar su matrimonio como un momento nada accidental en su tarea diaconal, ya que un matrimonio cristiano posee dicha función de testificar las fuerzas de la gracia para la Iglesia. En el caso en que el diaconado con ordenación sea también mantenido como grado para el ministerio sacerdotal, son de antemano diversas y están separadas unas de otras Ja formación y la tarea de los diáconos que ascienden al sacerdocio y las de los que permanecen en el diaconado, haciéndose en esta diversidad manifiestamente conscientes para los fieles ambas índoles de diaconado, sin que sea por tanto serio el temor de que pudiese surgir con invocación de los diáconos casados una contradicción para con el celibato del diaconado que guía al sacerdocio. Ni tampoco tiene que preocupar una relajación o impugnación del celibato sacerdotal a causa de este estado de diáconos casados. Si hubiese que temer algo así, tendría entonces la existencia de un estado de sacerdotes casados en las Igle> sías orientales unidas que ser un peligro para el celibato sacerdotal en la Iglesia latina, o tendrían también que surgir en dichas Iglesias orientales dificultades de índole considerable por la coexistencia de sacerdotes casados con obispos célibes. Además, cada creyente entiende fácilmente en la Iglesia latina que el celibato tiene una especial afinidad para con el sacerdocio en cuanto tal, y distingue también tan claramente las tareas y la dignidad de los diáconos de las tareas y la dignidad de los sacerdotes, que ni tendrá la sensación de que el sacerdote debe también poder estar casado, si lo está el diácono, ni la de que deba éste ser también célibe, ya que lo es el sacerdote. Ciertos pequeños impedimentos emocionales y ciertas dificultades (como en el caso por ejemplo de la repartición de la comunión por medio de un diácono casado) no tienen fundamento objetivo alguno y desaparecerán prontamente por la costumbre, igual que los impedimentos sentimentales contra la recepción de la comunión, sin que la preceda ayuno eucarístico largo, han desaparecido ya.

El que en la sensibilidad de la Iglesia ha existido hasta ahora una distinción en este asunto entre sacerdote y diácono, lo muestra el hecho de que a éste en una reducción al estado laical se

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le devuelva con frecuencia y con relativa facilidad el derecho a contraer matrimonio, mientras que se le suele negar a aquél. Si se evitan para un diácono por medio del permiso de matrimonio cargas y dificultades no pequeñas, que vienen dadas con la exigencia del celibato, no será sin embargo necesario discutir, que también con el matrimonio se dan ciertas dificultades y peligros para la digna ejercitación que corresponde a tal ministerio. Pero estos son cara a la función específica, que señala hacia el mundo •entero, del diácono, sin duda más pequeños que los que laten bajo la obligación del celibato. Tales dificultades y peligros dañinos para la Iglesia podrían ser aminorados si se diese una posibilidad canonística, relativamente generosa y manipulable, de la reducción al estado laical de un diácono, sea por ruegos de éste, sea por iniciativa del obispo mismo. Al recomendar un diaconado en unidad con el matrimonio no se piensa naturalmente, según ya hemos acentuado antes, que deba haber sólo tales diáconos casados como portadores de un ministerio independiente y permanente. Nada obstaculiza, claro está, que la Iglesia imparta también la ordenación de diáconos a quienes se han obligado al celibato por otras razones, en las comunidades de Ordenes por ejemplo, o toman sobre sí esa obligación en dependencia de la ordenación del diaconado por medio de una declaración .ante la Iglesia. Igualmente dijimos ya, que se podría pensar en impartir la ordenación en unidad con el matrimonio, solamente a aquellos que están ya casados y se han probado en su matrimonio cristiano y en su función diaconal ya ejercitada como aptos destinatarios de esas órdenes. Sólo que en tal caso no sería lícito prorrogar demasiado ese tiempo de prueba, que muy bien podría ser medido, bajo consideración de la peculiar índole vocacional del diaconado, en correspondencia para con las exigencias ante las que se coloca en este aspecto a los candidatos a las órdenes sacerdotales. Puesto que al fin y al cabo la ordenación no es ninguna recompensa para un diaconado ejercido ya casi a lo largo de toda una vida, sino la mediación de la gracia para un comportamiento ministerial, que está todavía por cumplir.

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5. El ministerio y su gracia.

Sobre el ministerio y sobre su gracia, ambos en sí y en su relación recíproca, serán úliles aún algunas ponderaciones sistemáticas.

a) Está claro, por la historia y por las declaraciones cano-nísticas y docentes de la iglesia, que el ministerio del diácono es un ministerio ampliamente distendido e internamente múltiple. Se ha hecho también manifiesto por la historia que las concepciones sobre cuál sea la medula esencial del diaconado, han sido relativamente oscilantes y contradictorias y lo siguen siendo hasta nuestros días. Es de esperar, que la Iglesia misma proporcione declaraciones auténticas en el Concilio sobre la cuestión de una última, esencial estructura unitaria de este ministerio. La cuestión seguirá siendo en el futuro una quaestio dispútala entre los teólogos. Con todo, se podrá partir sin duda de que en la imagen esencial del futuro diácono no faltará, correspondientemente a las declaraciones del actual derecho canónico, la función litúrgica, por mucho que quede sin determinar hasta qué punto la regulación, quizás no necesariamente unitaria en cada una de las partes de la Iglesia, requerirá o no a los futuros titulares de un diaconado permanente para funciones litúrgicas particulares y exactas (por ejemplo la asistencia al matrimonio, distribución de la eucaristía, etc.). Igualmente habrá que mantener como indiscutible, que ese diaconado futuro ordenado no esté limitado a esas funciones litúrgicas, sino que tendrá otras tareas, y otros poderes importantes en la Iglesia y en su cura de almas. Y si se aceptan como dados ambos presupuestos, surge entonces la pregunta especulativa por la recíproca relación de estas muchas funciones de índole litúrgica y extralitúrgica, pertenecientes todas al diaconado.

Por de pronto se sobreentiende (naturalmente) por la historia del diaconado, por la praxis análoga de la Iglesia respecto del sacerdocio y por la posibilidad sistemática (expuesta anteriormente) de desmembramiento y acentuación del ministerio eclesiástico entero, que pueda haber diversos tipos o formas de expresión del diaconado entero y uno, esto es que prácticamente el punto de gravedad de la tarea de un diácono puede estar, sin perjuicio de la unidad y mismidad de su ministerio, en esta o

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en aquella dirección, y que por lo mismo los candidatos a dicho diaconado con ordenación pueden encontrar un acceso a su ministerio y vocación en la Iglesia desde direcciones relativamente muy diversas. Con otras palabras, no puede haber presumiblemente, y tampoco según la praxis y legislación futuras de la Iglesia, ningún diácono, que quiera excluir sistemática y duraderamente una misión y obligación litúrgicas, quedando eso sí tranquilamente abierta la cuestión abstracta y teorética de si algo así sería de suyo posible o no por medio de la intención y fijación jurídica eclesiástica. Lo cual no excluye que el punto de gravedad en la vida de un diácono de esta índole puede estar en la administración de la doctrina cristiana o en el ejercicio de la caritas eclesiástica o en la administración eclesiástica misma. Además de las funciones ya enunciadas hay todavía otras pensables para determinar la figura concreta de un diaconado, sin que podamos o tengamos que enumerarlas ahora, presuponiendo sólo que esas funciones lo son del ministerio eclesiástico en cuanto tal y que han de prestar en el servicio y la diaconía del ministerio episcopal y sacerdotal el cumplimiento de una tarea que le conviene a la jerarquía precisamente a diferencia del laica-do en la Iglesia. Se podrá además decir, que esa multiplicidad de las tareas resulta del altar mismo, si es que es lícito expresar así la interdependencia y la unidad interna de esas tareas múltiples del diaconado. No se deberá decir, que la función litúrgica del diácono constituye lo propio de su ministerio, y que todas las demás son sólo funciones marginales y secundarias. Esto contradeciría la antigua historia del diaconado y conduciría de nuevo a la concepción de este ministerio, que le ha conducido ya a su involución, y que hoy tiene que ser superada, ya que no es de suyo correcta, puesto que esas funciones litúrgicas no presuponen ni práctica ni concretamente una ordenación con mayor necesidad que las restantes funciones del diácono (o la presuponen a lo sumo en derecho canónico iure humano).

La idéntica esencialidad de las funciones kerigmáticas, caritativas y administrativas del diácono en la esencia del diaconado, no excluye, a su vez, que sean consideradas como funciones, que en el fondo de su esencia están ya dadas propiamente con su tarea en el ministerio central de la Iglesia, en la eucaristía. Porque la eucaristía no es sólo el sacrificio de Cristo para Dios y el sacramento del encuentro individual con Cristo y de la san-

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tificación, sino el acontecimiento en el que la esencia de la Iglesia alcanza consumación actual de manera más intensa, en el que la Iglesia misma se constituye y por el que llega a su presente en su más tupida actualidad en un punto determinado de espacio y de tiempo 7. Aquí, en la anamnesis de la muerte de Cristo, se dice eficazmente la palabra decisiva de Dios, que puede ya solamente ser interpretada en toda proclamación y en toda doctrina 8. Aquí se consuma de la manera más intensa la unidad de la Iglesia en el símbolo sacramental y en el amor de Cristo. Si el diácono por tanto, en cuanto ayuda del representante episcopal o sacerdotal de Cristo como cabeza de la Iglesia y en cuanto representante del pueblo e intérprete para él del ministerio santo, tiene de una manera especial participación en la eucaristía, esto es, en la autoconsumación central de la Iglesia, y además duraderamente, no podrá ser excluido sistemáticamente de esas funciones eclesiásticas, por medio de las cuales la Iglesia expone en la santa doctrina la anamnesis de la redención, extendiendo al conjunto de la vida humana su unidad celebrada en la eucaristía, en fe, esperanza y caridad, por medio de la dirección de los creyentes y de la caritas cristianas. Así es como se entiende que esas diversas funciones fundamentales del diaconado, por muy dispares que puedan parecer de buenas a primeras, forman entre sí una unidad, proceden del misterio central de la eucaristía y vuelven a conducir hasta él. Es así también como se entiende, que la antigua disputa acerca de si el diaconado es un ministerio más eclesiástico o más profano, se apoya sobre un completo malentendido. La proclamación de la palabra y la realización del amor, cuya presencia es sacramental en la eucaristía, no son en la vida realidades profanas, sino una autoconsumación, una actualización de la Iglesia santa en cuanto santa en la real realidad de la vida, para la que hay que hacer efectiva la salvación de los hombres.

b) No es fácil la delimitación de la tarea diaconal de las tareas y posibilidades de un seglar en la Iglesia en su aposta-lado laical y en su participación en la Acción Católica 9. No lo

7 Confr. K. Rahner, «Zur Theologie der Pfarre», en: H. Raher, Die Pfarre (Freiburg 1960) 27-39.

8 Expuesto con más exactitud en mi trabajo «Palabra y Eucaristía)) Escritos de Teología IV (Taurus, Madrid 1961) 323-367.

9 Esta cuestión es tratada con referencia intencionada a la situación

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es ya "de manera puramente externa, porque, vistas materialmente, no se puede nombrar ninguna función del diácono, que no pudiera ejercer también un seglar «no ordenado», supuesto sólo que tenga para ello de parte de la Iglesia la autorización necesaria, lo cual es válido también para sus funciones litúrgicas.

Este estado de la cuestión no es extraño ni significa propiamente problema alguno, que esté dado con el diaconado rigurosamente en cuanto tal, sino más bien un asunto que se plantea ya con el ministerio eclesiástico en cuanto entero. Naturalmente que se puede decir, que hay iure divino algunas tareas y poderes determinados, que sólo convienen al portador ordenado del ministerio (consagración en la celebración de la eucaristía, impartición de las órdenes sacerdotales, de la confirmación, de la absolución sacerdotal). Pero sería equivocarse plenamente si se quisiera decir por sistema, que solamente esas tareas y poderes caracterizan al ministerio eclesiástico y que todos los demás (tal vez prescindiendo de actos estrictamente jurisdiccionales) son ya eo ipso tareas y poderes meramente laicales. Al ministerio jerárquico le convienen la potestad de la proclamación del Evangelio y el ejercicio de la caritas cristiana de una manera específica, propia sólo de este ministerio en cuanto tal, si bien, vista superficialmente, la consumación material de estas tareas jerárquicas puede aparecer como no muy distinta del testimonio del Evangelio de Cristo o de su amor por medio de la palabra y de la obra del laico. Y aunque no pueda ponerse igualmente de manifiesto esta diferencia formal, existe sin embargo. El laico, por ejemplo, podrá tener en cuanto tal solamente la tarea de testimoniar la verdad y el amor de Cristo en palabra y en obra en la situación vital que le es propia por razón de su existencia humana y natural. El portador de tareas y potestades jerárquicas, por el contrario, ha de testimoniar el Evangelio y proclamarle también allí donde no es el lugar propio dé su existencia natural, humana. Será en sentido auténtico un «enviado», un apostólos, exilado por medio de su misión divina de su propia situación personal, para llevar «oportuna e importunamente» el Evangelio hasta ámbitos todavía extraños (lo cual es igualmente posible y necesario en la misión dentro de casa que en la misión entre los paganos). De modo semejante el testimonio de

en Francia y a la Acción Católica de dicho país en el trabajo de Winnin-ger, en el citado libro Diaconia in Christo (Freiburg 1962) 380-388.

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la caritas de Cristo en diámetro urgente y de manera concreta será una tarea del ministerio eclesiástico, por medio de la cual esa caritas aparece inmediatamente como acto de la «Iglesia visible» en cuanto tal, y ya no sólo como cumplimiento del deber gereral de los cristianos del cristiano amor al prójimo. Con estas insinuaciones no ha de alzarse la aspiración de que queda con ellos delimitada con suficiente claridad, por todos sus lados, la índole peculiar de tales tareas del ministerio respecto de las del laico en la Iglesia, las cuales materialmente pueden aparecer como casi iguales a aquellas. Pero tal diferencia existe, ya que existe una diferencia entre la jerarquía y el pueblo de la Iglesia a pesar del sacerdocio general de todos los creyentes, diferencia que es iuris divini y que no puede ser reducida a esas pocas potestades de la potestas ardinis, que hemos mencionado, o a la potestas inrisdictionis en su sentido más estricto.

Pero si se da esa diferencia, entonces significa que todas las tareas y potestades de un diácono están caracterizadas por medio de esa peculiaridad general de las tareas y potestades del ministerio jerárquico en la Iglesia a diferencia de las que son propias del laicado. Que este estado de la cuestión no sobresalga con suficiente claridad en la consciencia y en la manipulación práctica de la Iglesia de hoy, se explica porque hoy día a lo largo de toda una vida y a modo de vocación (y no sólo marginal-mente y por razones de una necesidad transitoria, casual) son atendidas por laicos, tareas y potestades, que en el fondo lo son de la jerarquía en cuanto tal y en cuanto entera, y cuyo ejercicio de índole vocackmal y permanente hubiese hecho aparecer en tiempos anteriores al que le ejercitase como un miembro del clero, de tal modo que esa pertenencia hubiese sido fortalecida en la Iglesia de tiempos precedentes por medio de una ordenación. La circunstancia, por tanto, de que para una meditación superficial la mayor parte de lo que vaya a hacer ese diácono futuro «absoluto», pueda ser hecho por laicos también, no dice nada, si se analiza exactamente, a favor del carácter laical de ese obrar, sino que habla por la exigencia de que dicho portador del ministerio reciba esa ordenación eclesiástica y en ciertos casos sacramental, que hubo o hay en la Iglesia para dichas funciones. Está fundado en la naturaleza del asunto mismo, que la frontera entre una tarea laical y otra jerárquica («hacia abajo») sea en cierto modo fluida, cosa que no prueba sino la unidad

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interior de ministerio y pueblo de la Iglesia para una última e idéntica tarea en orden al reino de Dios. Pero empírica y prácticamente puede decirse siempre: si alguien atiende permanentemente y a medida de vocación una tarea, que el ministerio superior (obispo, por tanto, y sacerdote) reconoce como un momento interno en la suya propia o como una función de ayuda indispensable, inmediata e importante en sí, lo que atiende fundamentalmente es un ministerio de suyo clerical10.

Desde aquí es ya posible delimitar sistemáticamente el ministerio del diácono y la tarea del apóstol laico, y fundamentar la exigencia de una renovación de las órdenes de diaconado.

c) En este contexto hay que decir también una palabra sobre la relación del diaconado para con el sacerdocio y del diácono, por tanto, para el sacerdote. Tampoco aquí es la concepción de la tradición enteramente manifiesta y clara. Parece a veces como si el diaconado y el simple sacerdocio fuesen dos desmembramientos yuxtapuestos (si bien no del mismo rango y de la misma dignidad) del ministerio del obispo, de tal modo que no puede el diácono aparecer propiamente como ayuda del simple sacerdote; pero pronto a su vez—y más manifiesta y exttndidamente—surge la concepción de que el diácono es en tal medida el ayudante por antonomasia del sacerdote, que el ministerio de éste abarca en sí eminenter todos los derechos y potestades del diaconado, pudiendo ser considerado este último sólo como desmembramiento y como órgano de ayuda de aquél. Si nuestras reflexiones precedentes eran correctas, podrá entonces únicamente ser tomada una decisión de la cuestión acerca de cuál de ambas concepciones sea fácticamente la exacta (cuestión que en determinadas circunstancias no es sólo teorética) desde la decisión dada de hecho en la Iglesia misma, sabiendo que en otras circunstancias hubiese ésta podido disponer de otra manera.

A saber, si la Iglesia puede, bajo los presupuestos necesarios y correspondientes a las necesidades pastorales concretas del respectivo tiempo, desmembrar su ministerio entero, podrá de suyo hacerlo de modo que desmembrados dos ministerios existentes uno junto a otro, ninguno de ellos posea las otras potestades,

10 Confr. mis trabajos sobre el tema del seglar en la Iglesia, indicados en el capítulo «Laie und Ordensleben», in: Sendung und Gnade (Inns-bruck 1961) 364-396.

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o puede también desmembrar un ministerio superior y otro más bajo, de los cuales el primero incluya las potestades del segundo. Cuál de estas dos posibilidades está de hecho realizada según la consciencia y la intención de la Iglesia, no es en ciertos casos tan fácil de decir. Ya hemos aludido anteriormente a que se puede, por ejemplo, aceptar, que en el simple sacerdocio están de suyo (si bien «retenidas» en la mayoría de los casos), en su potestas ordinis, incluidas la potestad de la confirmación y la de ordenar de sacerdote, potestades dadas seguro con el ministerio episcopal. Piénsese también en que si alguien en cuanto diácono per saltum, sin ordenación sacerdotal precedente, es ordenado de obispo, recibe entonces, y sólo por medio de la ordenación episcopal, las potestades sacerdotales. De estas y semejantes reflexiones se puede sacar la conclusión de que respecto de la constitución del contenido de un ministerio depende mucho, si no casi todo, de la voluntad fáctica de la Iglesia. Por tanto, si potestades diversas lo son por su propia esencia, podrán muy bien ser otorgadas separadamente, pero no porque sea necesario. En consecuencia la cuestión real acerca de qué relación hay entre el diaconado y el presbiterado no es simplemente derivable de la esencia abstracta de ambas magnitudes, sino solamente de otra cuestión: qué potestades quiere la Iglesia tácticamente otorgar en una u otra ordenación y cuáles no. Si se plantea así el problema, no se podrá poner en duda que la Iglesia en la ordenación sacerdotal no presupone de tal modo las potestades diaconales en el ordenando, que no las reciba éste como sacerdote, si anteriormente no las poseía ya por medio del diaconado. Y ello, según dijimos, no sólo porque no sea fácil captar por qué un sacerdote no ha de ser obligado y delegado por medio ya de su ministerio en el altar para esa autoconsumación de la Iglesia en doctrina y caritas, si tales tareas parecen resultar de por sí de la esencia plena de la celebración eucarística, sino además por la misma intención libre de la Iglesia, que en el caso de una ordenación sacerdotal per saltum, no ha reconocido todavía nunca la incapacidad de dicho sacerdote para el ejercicio de las potestades diaconales. Tal reflexión, puramente especulativa, puede que no sea sin más constrigente, ya que no se puede opinar que las potestades del diaconado puedan ser sólo otorgadas por una ordenación sacramental, pero el hecho muestra, visto en el conjunto de la vida concreta, la aludida intención de la Iglesia,.

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ya que ésta nunca se ha reclamado, para la posibilidad de 1H» funciones diaconales de un sacerdote sin ordenación de diácono, de su derecho a una transmisión extrasacramental, mostrando así, y aclarando en su concepción y en su intención, que el sacerdote puede eminenter aquello de lo que el diácono es capaz. Habrá que decir, por tanto, que en la ordenación sacerdotal que administra f ácueamente la Iglesia se intenta un sacerdote, que es también siempre, al menos eminenter, diácono, haya sido antes o no propiamente ordenado en cuanto tal.

Con todo lo cual no queda desde luego aclarada inequívocamente la cuestionable relación entre sacerdote y diácono. Se h a dicho sólo que cada sacerdote es también diácono, pero con ello no se ha puesto de manifiesto todavía nada acerca de la relación interna de las potestades específicamente diaconales y de las específicamente sacerdotales. Tampoco hay que suponer, sin más, que las diversas funciones y potestades del diaconado han de estar todas en igual relación para con la esencia específica del sacerdote. Puede muy bien ser, por ejemplo, que el sacerdote como sacerdote, y como mistagogo por tanto de la celebración cultual de la Iglesia, esté en una relación más necesaria y estrecha para con la tarea doctrinal que para con la caritas precisamente. Y esto sobre todo, porque de suyo es pensable, que la Iglesia o bien otorgue a un sacerdote potestades sacerdotales, sin obligarle por ello a una caritas distinta a la de cada cristiano, o bien confíe a un diácono el cumplimiento de esa caritas imperada a la Iglesia jerárquica como tal, pudiendo por tanto, incluso allí donde una separación no es verificable, ser los acentos dentro de una delegación, que de suyo abarca varias potestades, considerablemente diversos. Por eso no es, a pesar de lo dicho hasta ahora, simplemente imposible que un diácono, por ejemplo, sea el órgano de la entera potestad episcopal respecto a las caritas de la Iglesia, y en una acentuación y explicación que no se dan en el ministerio fáctico de cada sacerdote al servicio del obispo. Por lo demás dependerá en la praxis de la voluntad concreta del obispo, el que éste se adjudique más inme* diatamente a sí mismo un diácono en su tarea, o el que quiera entender esa tarea como ayuda inmediata para un simple sacerdote (párroco). El hecho de que la Iglesia que ordena, quiera otorgar y sepa contenidas las potestades diaconales en el sacer-

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docio también en cuanto tal, no excluye en la praxis una inmediata adjudicación del diácono al obispo como ayuda.

d) No hay mucho que decir aquí sobre la gracia ministerial del diaconado. Se sobreentiende que potestad y gracia ministeriales para el ejercicio de esc ministerio, que santifica a su portador, son realidades diversas entre sí y referidas una a otra recíprocamente. La ordenación en cuanto tal no puede, claro está, dar en el acto, inmediatamente y como posesión ya inamisible, la gracia ministerial necesaria para el ejercicio a lo largo de toda una vida de ese ministerio. Habrá mas bien que entenderla como la concesión divina (en perceptibilidad sacramental) de una ayuda de gracia, que en el curso de la vida de ese portador del ministerio está Dios dispuesto a dar por razón de esa concesión y en la medida en que el portador se abra siempre más firmemente a esa gracia por medio de su propio esfuerzo interior en hacer justicia con la gracia divina a ese ministerio suyo. De esta gracia ministerial, en sí, habría que decir todo lo que hay que decir de la gracia divina para la vida cristiana en general. Además, vale también aquí aquéllo que se dice de todos los sacramentos que de algún modo tienen un carácter constitutivo (bautismo, confirmación, orden en general, matrimonio): se puede revivificar sus gracias, se las puede hacer más hondas.

6. Diaconado vocacional y de vocación marginal.

En la discusión acerca de la renovación del diaconado juega también un papel la cuestión de si esos diáconos (los casados especialmente) han de ejercer su diaconado como una vocación capital, igual que lo hacen, por tanto, los sacerdotes y los obispos en circunstancias normales, o si ese diaconado con ordenación debe ser una especie de vocación, marginal para hombres, que siguen por lo demás un normal oficio mundano y que conciben en cierto modo su ministerio diaconal como una actividad, acrecentada y sellada por medio de una ordenación, en el apostolado seglar o en la Acción Católica. Y si se quiere esperar en esta cuestión, que sin duda posee una importancia práctica, una aclaración general, habrá antes que llevar a cabo una distinción conceptual. A saber, hay que distinguir respecto de una vocación en sentido metafísico y teológico y una vocación en sentido burgués y económico. Pablo, por ejemplo, era, en un

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sentido burgués y económico, toldero, esto es, que se veía forzado a dedicar una gran parte de su tiempo a este oficio manual para crear así un fundamento económico a su existencia. Pero según su actitud interior era apóstol y ninguna otra cosa; es decir, que su tarea y llamamiento apostólicos eran la única en-telequia personal y real de su vida entera, la que formaba su vida, la única pauta de sus obras, a la cual todo estaba subordinado, a la que servía también únicamente el ganapán económico por mucho tiempo que pudiese éste costar. Su apostolado no era, si se puede decir así, su ocupación del tiempo libre, no era meramente una diversión favorita o una actividad adicional, si bien muy ideal y de las que transfiguran la vida, sino el principio estructural, propiamente existencial de su vida, aunque incluso exigiese quizás a veces menos tiempo que su artesanía de toldero. Una tarea y una fijación religiosa de fines no es ya eo ipso principio estructural de la esencia de una vocación en el sentido teológico-metafísico, porque objetivamente sea de un rango superior que el contenido de la vocación burgués-económica. Quien es, por ejemplo, investigador en el campo de la química, y por inclinación interior y entera de su personalidad, puede, sin embargo, ser como apóstol seglar un colaborador celoso en la Acción Católica, puede en determinadas circunstancias representar un papel importante en una comunidad parroquial, puede muy bien incluso conocer y reconocer el mayor valor objetivo de esta fijación religiosa de fines en comparación con el ideal de su vocación de químico, y ser, sin embargo, en un sentido teológico-metafísico químico por vocación y no apóstol, ya que su vocación química—vista en el conjunto de su vida personal—es la ley esencial de su vida (naturalmente en cuanto que se trata de los principios estructurales vocacionalmente especificantes, y no de los generales, válidos para cada hombre y cada cristiano). Y viceversa, un miembro de un instituto secular, si es que entiende correctamente esta vida de los consejos evangélicos, podrá interpretar su trabajo vocacional mundano sólo como un medio de la realización de esa fijación de fines específicamente religiosa y apostólica, que es la propia de tal instituto secular; tal miembro tendrá por tanto (aunque sea investigador), en un sentido teológico-metafísico, una vocación eclesiástica y no una mundana, aun cuando ejerza ésta en un sentido económico-burgués. De lo dicho resulta, pues, que en la

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concreción de la vida las lian.-icioiics entre estos conceptos son fluyentes, y que tal vez es difícil en el caso particular concreto trazar una frontera, incluso que en la historia de una vida determinada una ocupación marginal puede convertirse en una vocación real en el sentido teológico y existencial, y una vocación a la vez de sentido teológico-metafísico degradarse a una vocación de sentido económico, o quizás burgués, a un mero «ganapán».

Si se hace esta distinción sistemática podrá decirse presumiblemente: sólo cuando el diaconado es en la vida de un hombre determinado su vocación en un sentido teológico y existencial, debería este hombre ser ordenado sacramentalmente por la Iglesia; por el contrario, cuando las funciones diaconales, con toda la comprensión interna y el serio idealismo con que han de ser ejercidas, son sólo algo así como una ocupación ideal al margen, que no significa propiamente el principio estructural interior de una vida, no debería el sujeto de esas actividades de diácono ser ordenado por la Iglesia. Este principio resulta de que una ordenación, especialmente por el carácter que otorga, quiere dar al hombre una impronta entera y duradera, y de que tal delegación y autorización permanentes para un servicio en la Iglesia quieran exigir de ese hombre todas sus fuerzas exteriores e internas. Si se discutiese fundamentalmente este principio, no se podría ya hacer comprensible por qué la Iglesia en casos normales no quiere saber al sacerdote cargado por otra vocación burguesa, sino que quiere que viva del altar. El diácono ordenado ha de ser por ello, fundamentalmente, el que en un caso normal recibe su sustento vital de la Iglesia de la misma manera, y en el fondo con idénticos ((títulos», que los que el derecho canónico prevé para el sacerdote. Con lo cual nada se dice, naturalmente, acerca de cómo se realiza de hecho ese caso normal en las condiciones políticas y económicas de un país y de un tiempo determinados, nada se acuerda sobre si el caso excepcional (tal y como se daba ya en San Pablo) es prática-mente el «normal»; es decir, que diáconos ordenados tengan que adquirir, igual que sacerdotes en determinadas circunstancias, su sustento vital por medio de un ganapán. Pero también en ese caso serían y deberían ser hombres, cuya vida personal estuviese enteramente conformada por su vocación diaconal en cuanto vocación en sentido teológico. Con otras palabras, una or-

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denación de diaconado no puede ser impartida así como una recompensa o distinción por un celoso apostolado laical. Con lo que tampoco se dice, que sea impensable, que en condiciones sociales y económicas, en las que hombres emprendedores pueden separarse y se separan tempranamente de su ganapán, aumente el número de los que en el diaconado escogen y reconocen una auténtica vocación en sentido teológico. El puro hecho de una edad más elevada no significa ningún fundamental obstáculo.

7. Advertencias sobre normas prácticas y de ordenación del diaconado.

Tales normas han de ser aquí solamente insinuadas, en tanto que resultan, como consecuencias más o menos sobreentendidas, de las reflexiones fundamentales ya expuestas, para conseguir así una cierta representación sobre una renovación del diaconado, que prácticamente no sería una medida tan revolucionaria como se pudiera tal vez pensar de buenas a primeras. Se sobreentiende que la exposición de estas normas como legalmente vigentes es únicamente asunto de la superioridad eclesiástica.

a) Las leyes litúrgicas y canonísticas respecto de los diáconos, que toman sobre sí ese ministerio y esa ordenación con la intención declarada de llegar a ser sacerdotes, pueden desde luego peimanecer como eran hasta ahora. No es labor de estas reflexiones investigar si un intersticio práctico y más largo entre la ordenación de diácono y la de sacerdote sería realizable y recomendable para la formación y probación del candidato al ministerio sacerdotal. Ya que este candidato declara en la Iglesia latina por juramento, antes de la adopción del subdiaconado, que conoce la obligación del celibato y que la quiere libremente tomar sobre sí, no pudiendo, por tanto, surgir duda ninguna acerca de a cuál de las dos clases de diácono pertenece, y especialmente porque ese candidato al sacerdocio, que llega a ser diácono, recibe una formación religiosa y teológica, cuyo contenido, duración, etc., es totalmente distinta de la formación de los diáconos «absolutos» (si es que es lícito expresarse así).

Si se deja al diaconado como grado en la ordenación para el sacerdocio, no se necesitará cambiar nada en la legislación cano-nística respecto de éste, haciéndosele presente con una claridad sacramental al candidato a dicho ministerio, que éste, que

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incluye el diaconado, significa un servir y no un dominar. Así se les pondrá también do manifiesto que han de considerar a los «diáconos» como a sus verdaderos hermanos en el espíritu para una y la misma tarea de la Iglesia.

b) Todas nuestras reflexiones han tenido como punto de partida y como meta, que la transmisión sacramental del diaconado ha de ser impartida cuando este ministerio, más o menos explícitamente (si bien quizás no en todas sus funciones y potestades), existe ya, sin que se deba crear ministerios, en cierto modo artificiales y no exigidos por la necesidad de la cura de almas, con el único fin de poder impartir la ordenación de diaconado. Los ministerios presupuestos ya para la renovación del diaconado con ordenación existen sin duda alguna en cada parte de la Iglesia en una medida, significación y número diversos. Y allí donde no existen, son probablemente en parte inexistentes, porque no se les necesita de veras (ya que, por ejemplo, hay suficientes sacerdotes que puedan cuidarse fácilmente y sin estorbos de las tareas diaconales); en parte, es cierto, pueden faltar a causa de una cierta atrofia de la pastoral eclesiástica, que necesita patentemente esos ministerios y no los ha desarrollado en una medida suficiente todavía. Dado este estado de la cuestión, resulta deseable que la lesgislación eclesiástica central, general, respecto de la renovación del diaconado, sea una legislación ambiental solamente, que posibilite la ordenación allí donde tiene pleno sentido y es deseable por la existencia fáctica de los ministerios mismos; que aconseje la formación de éstos y la facilite donde la situación pastoral los exija, pudiendo ser atendidos por medio de la posibilidad de una ordenación con fuerzas más apropiadas; y que no haya de esta renovación un deber si no es necesaria por las circunstancias, ya que no alcanzaría entonces significación real alguna aunque fuese llevada a cabo. Tal legislación meramente ambiental, que permitiría en la Iglesia una auténtica diferenciación correspondiente a cada situación pastoral-religiosa, cultural e histórica, se ensamblaría plena y homogéneamente en el general esfuerzo de dejar que haga su entrada una cierta descentralización eclesiástica (correspondiente también al principio de subsidiariedad vigente en la Iglesia) donde tal descentralización sea acercada por la diversidad objetivamente existente o deseable de cada parte de la Iglesia. Como portadores de esta praxis diversa y autónoma respecto de la orde-

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nación y utilización de diáconos estarían presumiblemente en cuestión no tanto las diócesis una a una, sino federaciones eclesiásticas mayores, tal una federación metropolitana o la totalidad de las diócesis de un país, de modo que el legislador propio de tal regulación particular (en acuerdo con la Santa Sede) sería, por ejemplo, un metropolita o la conferencia episcopal nacional.

c) Por medio de dicha legislación ambiental romana podrían esos portadores de derecho particular en la Iglesia recibir jurisdicción (tal vez bajo presupuestos a precisar más exactamente) para ordenar de diáconos a hombres sin la obligación del celibato, supuesto que han satisfecho por medio de una probada vida cristiana y por medio de un ejercicio «vocacional» una parte considerable de las tareas, que según la tradición de la Iglesia constituyen el ministerio de los diáconos (funciones, por tanto, litúrgicas, docentes, caritativas, administrativas, advirtiendo que ese candidato al diaconado con ordenación no necesita haber ejercitado de hecho todas esas funciones, sino que puede estar especificado por una determinada vocación capital). El obispo ha de tener, antes de ordenar, la convicción de que el ordenado como diácono posee la voluntad y la resolución firme de administrar ese su ministerio, aunque sin aspirar al sacerdocio, a lo largo de toda su vida y como miembro del clero, y que tiene para ello la idoneidad religiosa, espiritual y corporal. Si está ya casado, su conducta cristiana en el matrimonio será naturalmente un momento en el enjuiciamiento de su idoneidad por el obispo. Será también asunto de esa legislación ambiental acordar si la ordenación de diácono «absoluto» ha de ser impartida al ya casado (si es que no ha tomado sobre sí la obligación del celibato por medio de la ordenación o por su pertenencia a un instituto religioso) o si se puede impartir a un candidato idóneo aunque esté soltero todavía y no quiera, además, prescindir del derecho al matrimonio. Tal vez no sea esta cuestión prácticamente tan urgente, ya que puede esperarse, en general, que un candidato a la ordenación de diácono probado ya largamente (lo cual es necesario) y que piense casarse, estará ya casado cuando tenga tras de sí ese largo tiempo de prueba de su formación y acrisolamiento en la vocación ejercida, que en cualquier caso ha de ser exigido. Cierto que ya quedó dicho en otro pasaje, que no es lícito prorrogar dicho tiempo de prueba demasiado, si es que no se quiere contradecir el sentido de tal

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ordenación. Se disponga exactamente de un modo o de otro esa legislación ambiental, será recomendable una cierta elasticidad

• en su manejo correspondiente a las circunstancias personales y territoriales, igual que se lia manejado hasta ahora la legislación para el ministerio sacerdotal (dispensa de la edad exigida para la ordenación, etc.). Tampoco podrá faltar una determinación general sobre posibilidad y manera de reducir al estado laical a dicho diácono ordenado. Será muy recomendable, por los motivos prácticos más diversos, no dificultar demasiado una retirada de ese estado clerical, ya sea ésta introducida (lo uno y lo otro ha de ser posible) por el diácono mismo o por el obispo. La legislación ha de ocuparse naturalmente del diácono «absoluto» célibe, puesto que también éste es posible. En este caso habrá que decir respecto de la obligación del celibato o bien lo que es ya determinación canonística (o lo llegue a ser tal vez) sobre el celibato del diácono que aspira al sacerdocio, o bien lo que es justo acerca del celibato de tal diácono por otra razón, a saber, por su obligación en cuanto miembro de una asociación religiosa o de un instituto secular. Así que será fácil acertar con una regulación sobre el celibato de dicho diácono.

d) Los diáconos ordenados así tendrán también, al menos fundamentalmente, el derecho a ejercer esas funciones litúrgicas que les convienen según can. 741, 845, 2 ; 1147, 4 ; 1342, 1 CIC, y desde luego inequívocamente y sin estorbos aunque estén casados. Lo que ha de quedar remitido a la legislación eclesiástica, a la general probablemente, es si la amplitud de tales potestades litúrgicas debe ser precisada y ampliada todavía por esa misma legislación eclesiástica general (por ejemplo, hasta el derecho de la asistencia matrimonial, extensión de sus potestades para bendiciones a todas las que le están permitidas a un sacerdote, potestad de la administración de la bendición eucarística). Si tal legislación es generosa a este respecto y de corazón ancho, los diáconos ganarán en importancia, valoración y utilidad pastorales. Puede incluso quedar previsto en la legislación ambiental, que cada Ordinarius emita acerca del uso de estas potestades litúrgicas determinaciones más exactas, aun cuando signifiquen a veces en la praxis una limitación de esas potestades. Se entiende de por sí que en tales funciones litúrgicas el diácono está ligado a las mismas leyes (respecto, por ejemplo, del vestido litúrgico) que el resto del clero.

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e) La legislación ambiental elástica del derecho canónico general podrá muy bien determinar, que en el desempeño de su ministerio, en el vestido, en el estilo de vida, los diáconos casados tengan que atenerse a las indicaciones de su Ordinarius. Pero habrá que recordar, respecto a estas indicaciones, el principio fundamental, de que es el ministerio, y no la ordenación ministerial, el que puede ser norma última de todas las determinaciones. El estilo de vida, por tanto, reconocido y favorecido hasta ahora por la superioridad eclesiástica como correspondiente al ministerio, lo seguirá siendo también después de la ordenación. Esto vale, por ejemplo, para el vestido seglar de tal portador del ministerio correspondiente al país respectivo. Estas determinaciones no es lícito que sean, por tanto, una transposición externa y mecánica de las leyes acerca del comportamiento en la vida de los portadores de grados de órdenes superiores.

f) La obediencia canónica, a la cual el diácono ordenado está obligado en cuanto miembro del clero frente a su obispo, abarca:

la obligación de ejercer lo más perfectamente posible, y según las líneas directrices del obispo, ese ministerio, que ya ejercía al servicio de la Iglesia antes de su ordenación, y que por medio de ésta ha de ser santificado y perfeccionado. Esta obediencia canónica no precisa, al menos necesariamente, contener la obligación de ejercer una especificación del ministerio diaconal entero, que sea plenamente distinta de aquélla en la que el diácono fue formado y en la cual y para la cual ha sido ordenado;

la obligación de ejercer sus funciones litúrgicas cuando y en la medida que al obispo parezca necesaria para una cura de almas fructífera y ordenada;

la obligación de una conducta en la vida, que corresponda al ministerio eclesiástico y a la ordenación. Por lo demás habrá que concebir las normas de esa obediencia canónica con las modificaciones sobreentendidas por el asunto mismo, análogamente a como se conciben las de la obediencia canónica del sacerdote.

g) El sustento de un diácono al servicio de la Iglesia será, por de pronto (correspondiendo a nuestra reflexión fundamental), ése que la Iglesia (el obispo, la parroquia) le otorga y ha de otorgarle ya con anterioridad a su ordenación por razón de su ministerio ejercido. Está claro que ese deber de sustento, por parte de la Iglesia, quedará corroborado por la ordenación y por la

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pertenencia al clero del ordenado. El carácter jurídico-formal de ese deber de sustento por parte de la Iglesia frente a un diácono, puede ser configurado en correspondencia para con el titulas canónicas en otras órdenes. Se supone que el sustento que la Iglesia debe, dentro de los límites de sus posibilidades, al diácono que ordena, incluye también el de su familia, correspondiendo al sentido y estado de esta vocación.

h) La educación de un diácono «absoluto». Una cierta regulación de la educación del diácono absoluto

tendrá también probablemente que ser decidida en esta legislación ambiental general, sin que se haga por ello violencia a la diversidad de índoles de las condiciones en cada país y a la respectiva peculiar índole concreta del servicio diaconal. Se podrá exigir en este sentido que la educación de tal diácono corresponda a las siguientes normas fundamentales:

el diácono ha de poseer una formación religiosa general, tal y como corresponde en un laico cristiano culto a las normas y posibilidades de la región en cuestión;

ha de recibir la educación y escuela exigibles, en correspondencia de las necesidades y posibilidades de la región determinada, para el ejercicio de ese ministerio (de ayudante, de trabajador social, de catequeta, de empleado en la administración eclesiástica, etc.) que ejerce, o ha de ejercer, también independientemente de la ordenación. No hay que exigir que esa educación vocacional sea la misma en todos los diáconos. Al contrario, será deseable que esa educación sea fundamental pero muy especializada, y que la actividad vocacional posterior se justifique realmente, en correspondencia para con esa educación, por sus logros mismos y no sólo porque el diácono esté ordenado. De lo cual resulta, que una parte al menos de la educación conjunta exige diversos institutos y no puede ser común para todos los diáconos. Lo cual no es que exija la erección de un nuevo y complicado aparato de educación, ya que no tienen que ser creados ministerios nuevos, sino que en el caso normal han de utilizarse suficientemente esas posibilidades educativas, acomodadas según la eventualidad a su determinación superior, que sirven ya a la educación previa de las diversas vocaciones. Si el futuro diácono ordenado ha de llevar a cabo capitalmente un servicio catequético en la Iglesia, su educación teológica tendrá que ser naturalmente honda y corresponder aproximada-

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mente a la que se reclama de un sacerdote en la cura de almas según las prescripciones y usanzas de cada país determinado. Esa educación general escolar (escuela media, etc.), que se exige y que basta en los institutos para esa educación vocacional, debería también bastar y ser exigible para la ordenación del diaconado;

a la educación del diácono tendrá también que pertenecer un ejercicio, largo y anterior a la ordenación, del ministerio que le es especialmente propio en el servicio de la Iglesia. Quizás fuera más deseable determinar desde este respecto la edad de ordenación de un diácono absoluto, que exigir para ésta, simple y esquemáticamente, una edad natural firmemente determinada. Si alguien, por ejemplo, después de una educación honda ha ejercido distinguidamente su vocación diaconal (y ha alcanzado así la edad en la cual la Iglesia concede la ordenación del sacerdocio), nada debería obstaculizar su ordenación de diácono;

finalmente, hay que añadir una instrucción corta pero a fondo y una ejercitación respecto de las funciones litúrgicas, que son propias del diácono. Si para esta parte del proceso educativo es posible y deseable una educación común de todas las diversas clases de diáconos, es cosa que tendrá que ser decidida en correspondencia con las condiciones de cada país. Habrá que cuidar también durante toda la educación (tanto en la más vocacional como en la litúrgica) de una formación e instrucción ascético-religiosas del candidato. Las cuales muy bien podrían ser pensadas análogamente a la conformación del candidato al sacerdocio por medio del director espiritual.

i) Ya que la legislación ambiental romana puede probablemente decir poco sobre la vida concreta que los diáconos ordenados llevan en el ministerio y en lo privado, será tarea de los obispos ayudarles con normas apropiadas y consejos a que su vida religiosa, personal, humana, corresponda a su estado y ministerio eclesiástico, a que su matrimonio se ensamble armónicamente y con influencia positiva en su misión eclesiástica, y a que cultiven la unidad y el trabajo conjunto de los diáconos entre sí y con los curas de almas sacerdotales, unidad y trabajo conjunto necesarios para el cumplimiento de su tarea y para que se manifieste y entre en vigencia la índole peculiar de su ministerio en diferencia del sacerdocio. Sobre todo, habrá que reco-

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mendarles la celebración conjunta del sacrificio eucarístico y una lectura meditativa de la Escritura.

k) Correspondiendo a la esencia propia de las índoles eclesiásticas de ordenación, parece poco adecuado, superfluo incluso, exigir en ese diácono «absoluto» la recepción de las órdenes menores como presupuesto para la ordenación de diácono.

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ADVERTENCIAS SOBRE LA CUESTIÓN DE LAS CONVERSIONES

Entre las cuestiones, que pertenecen al terreno de los problemas del movimiento ecuménico, cuenta también la de las conversiones particulares. Sobre ellas han de ser aquí expuestas algunas advertencias, que desde luego no pretenden tratar este difícil tema extensamente. La elección de estas advertencias es suficientemente arbitraria. La aparente unilateralidad de las perspectivas no debe ser mal interpretada como una toma fundamental de posición.

La Iglesia católica tiene la pretensión de ser la verdadera Iglesia de Jesucristo y además exclusivamente. Ya que las «conversiones» de adultos al cristianismo, como a una religión de la fe personal, no pueden realizarse, en último término, de otra manera que por medio de la resolución libre de cada uno, la Iglesia no podrá renunciar nunca a poder y tener que alzar, en cuanto la verdadera Iglesia de Jesucristo, la pretensión de que cada uno se adhiera a ella por su libre resolución. De tal obligación fundamental no está de suyo cada uno desligado porque su resolución tenga que suceder contra las concepciones de su pueblo, de su tiempo, de sus parientes, contra el trend de su situación histérico-espiritual, etc. Ni tampoco porque sea ya cristiano. Todos estos momentos pueden matizar la aplicación fáctica de ese principio general, pero no suspender el principio mismo. Ecumenísticamen-te es sobre todo importante, que la pretensión de la Iglesia católica se refiere también sistemáticamente a los otros cristianos, sin exceptuarlos porque lo sean ya. El movimiento ecuménico como tal, en tanto que busca acercar las comunidades cristianas unas a otras y unirlas finalmente, puede, y debe incluso, para servir a esa meta legítima y grave, renunciar en su trabajo a hacer propaganda para conversiones particulares. Puesto que ninguna aspiración particular y ninguna organización que sirve a su fin determinado, niegan la justificación u obligación de otra aspiración o de otra meta, si es que estas no las acogen a aquellas en sus propias intenciones. También es muy posible, que la Igle-

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sia católica en sus representantes según ministerio, que son los que suscriben la responsabilidad total de tareas y obligaciones eclesiásticas, favorezca menos una tarea determinada en provecho de otra meta legítima. Lo cual dada la íinitud del hombre cara a la pluralidad de sus tareas no es ni siquiera físicamente evitable y por ello resulta moralmente legítimo. Y por tanto la dirección del ministerio eclesiástico (y no sólo el movimiento ecuménico) podría hacer retroceder la exhortación a los cristianos no católicos de hacerse católicos, los esfuerzos por conversiones, hacia detrás de las generales aspiraciones ecuménicas. Pero fundamentalmente la Iglesia católica ha de reconocerse no sólo el derecho, sino también el deber de esforzarse por cada hombre en cuanto tal, y así por cada cristiano no católico, para hacerle miembro de su confesión. Toda vez que se considera a sí misma no sólo como importante y favorable para la salvación, sino como necesaria para ella. El concepto de esta necesidad de la Iglesia para la salvación no hay por qué explicarle aquí en su sentido y en sus límites. Pero debe sí ser nombrado, ya que probablemente otras muchas comunidades cristianas y otros cristianos no católicos no declaran hoy ya esa necesidad para la salvación de su comunidad propia en cuanto tal (esto es, en cuanto que se distingue de otra comunidad cristiana). Las antiguas comunidades reformadas se han confesado desde luego a sí mismas (y no solamente respecto de las esenciales verdades generales cristianas y de los sacramentos) como necesarias para la salvación, adjudicándose por tanto la herencia doctrinal de la antigua Iglesia y proclamando su doctrina con el pathos católico de una aspiración absoluta. Pero es presumible que muchas de las actuales comunidades de fe no católicas no lo hagan ya, teoréticamente no, o al menos no prácticamente. Por lo cual en el fondo debiera presidirlas una actitud interior frente al esfuerzo por los convertidos a su propia comunidad distinta de la de la Iglesia católica. Si se concibe las denominaciones cristianas no más que como diversos acuñamientos del mismo cristianismo, en el fondo justificados todos igualmente, aunque no todos convenientes por igual, no se tiene de suyo razón alguna para adjudicarse un derecho absoluto y una obligación grave de ganar convertidos, como es el caso si sistemáticamente no se reconoce, por propia convicción de fe, a las otras comunidades cristianas dicha justificación de igualdad.

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Tales denominaciones cristianas podrían, y tal vez debieran incluso, renunciar en la época del ecumenismo a los esfuerzos por ganar convertidos. Puesto que podrían y deberían concentrar todos sus esfuerzos por ganarse a los paganos y por colaborar al ecumenismo general. En cualquier caso es en esta diferencia más honda en la que se funda esa otra diferencia de actitud frente a las aspiraciones por conversiones de cada una de las comunidades cristianas. Y cuando quizás esa diferencia extraña a los otros cristianos, cuando se la siente como una carga para el diálogo ecuménico, cuando esa voluntad de la Iglesia católica por ganar convertidos se puede interpretar como antiecuménica, tendrán que comprender esos cristianos no católicos, que esa voluntad de «proselitismo» se funda en aquella pretensión absoluta y que ha de ser por tanto soportada por su parte como un hecho, igual que todo lo demás que les separa de nuestra Iglesia (con lo cual nada se dice todavía respecto del modo concreto de esos esfuerzos por ganar convertidos, modos que pueden ser anticaritativos, intolerantes, dañinos para la meta superior del movimiento ecuménico en cuanto tal, en cuyo caso tampoco aparecen como justificados desde el punto de vista católico).

Este principio generalísimo, en tanto significa una obligación de índole objetiva de cada no cristiano de hacerse católico, de «convertirse», habrá de ser interpretado a la luz de los otros principios de la moral católica, que ésta propone respecto de la gravedad de una obligación, de la distinción entre obligación objetiva y «realización» subjetiva de la misma, distinción acerca del modo en que obliga el mandamiento imperativo y el prohibitivo, el de ley natural y el positivo divino, de las razones y causas que impiden el conocimiento subjetivo de una obligación objetiva y que disculpan el no cumplimiento de un mandamiento, así como de otros principios parciales semejantes.

A este respecto los conocimientos científicos y las experiencias de la cristiandad referentes a las causas de una falta de conocimiento de este deber de conversión, han aumentado indudablemente frente a los primeros siglos después de la Reforma. Nosotros, hombres de hoy (autorizados por nuestros conocimientos sobre la irrevocable condicionalidad subjetiva del conocimiento de cada uno, especialmente en cuestiones de concepción del mundo, existencialmente radicales y del hombre entero, y de-

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terminados además por muflió deber por un lado de creer en la general voluntad de salvación de Dios, y por otro de presumir en los otros hombres la boma ¡ides hasta la prueba estricta de lo contrario), no nos inclinamos ya a negar esa bona ¡ides a todos los no cutólicos «cultos», que de alguna manera han tenido contacto concreto con la Iglesia católica y sus miembros y que sin embargo no se han convertido a ella. Puede que a la mayoría de nuestros contemporáneos, también a los católicos y a los teólogos do hoy, esta verdad no les parezca más que trivial y sobreentendida, incluso practicada por el Papa mismo por medio de las recepciones amables y desembarazadas de cristianos no católicos (lo cual no acaecía tal vez del mismo modo en siglos anteriores). Pero esta verdad sobreentendida, no lo era ni con mucho hace 150 años, y en los países románicos tampoco lo es hoy probablemente todavía. Yo mismo me acuerdo muy bien de una conversación con un viejo párroco de la baja Baviera, que consideraba indiscutible que un teólogo protestante culto no se atuviese a su confesión de buena fe, por estar en situación de captar la verdad de la Iglesia católica. En el relato de un viaje por Alemania y Suiza de Boswell, cuenta un inglés su encuentro en Man-heim con un jesuíta en el año 1764. El jesuíta le parece al angli-cano muy cultivado, amable y abierto. Cuando el inglés le dice que no es católico y añade que espera que el jesuíta no le cuente por ello entre los condenados, éste aclara: «Suena duramente, pero para mí es incondicionalmente necesario creer en ello. Las razones atenuantes que se dan en un pobre palurdo, no valen para usted, que está instruido». Nosotros, no podemos pensar hoy tan simplemente. Tampoco por razones teológicas. Puesto que dado el sinnúmero de cristianos no católicos y su contacto cercano con la realidad católica, deberíamos dudar o de la buena voluntad de tantos hombres, para lo cual, si no pensamos del hombre jansenísticamente, no tenemos ningún motivo ni indicios de experiencia, o dudar de la general voluntad de salvación de Dios, que (otra vez jansenísticamente) les negaría la gracia sin su culpa (esto es, también la suficiente) para cumplir una obligación dada no sólo objetiva, sino también subjetivamente. Y al no poder hoy ya nosotros decir esto al modo de la polémica postreformatoria, surge la cuestión, que hasta ahora no ha recibido sino una respuesta marginal muy general y formal, acerca

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ilo cómo se concilia la aprobación de la bona ¡ides, también (al menos fundamentalmente) en los no «rudes» (para hablar con la teología del Vaticanum I), con la doctrina de que la verdad y la pretensión obligativa de la Iglesia católica son cognoscibles, en cuanto signa certissima el omnium intelligentiae acco-modata (D. 790), por medio de claros argumentos de índole racional e histórica, ya que la cualificación de cognoscibilidad de la revelación cristiana está referida explícitamente también a la Iglesia católica en cuanto tal (D. 1794). La cuestión es difícil, puesto que con ella se mienta un enjuiciamiento de la cognoscibilidad objetiva de la.revelación cristiana y de la pretensión de la Iglesia no solamente respecto de la cualidad de los argumentos «en sí», sino respecto también de su adecuación y fuerza efectiva en referencia a sujetos concretos. Por eso surge de veras la cuestión: ¿cómo pueden entonces esos argumentos ser considerados, a no ser que se acepte la mala voluntad del otro lado, como omnium intelligentiae accomodata, cuando fácticamen-te, incluso allí donde parecen estar dados ante la capacidad de juicio y la conciencia de los no católicos (ya que éstos entran en contacto con la Iglesia, lo cual a su vez es declarado (D. 1794) como argumento de su credibilidad), obtienen tan poco éxito?

La cuestión no se plantea aquí, para que sea contestada, ya que no es esta ahora nuestra tarea. Se plantea por otra razón que es de importancia para el problema de las conversiones en cuanto tal. Esta problemática muestra a saber en cualquier caso, que hay una enorme cantidad de influjos psicológicos, que pueden oscurecer concretamente la cognoscibilidad de la pretensión de la Iglesia. Estos influjos no deben ser únicamente concebidos como operativos en lo individual, sino que son también de índole general y conciernen y constituyen esencialmente el medio ambiente concreto de todo un tiempo y de pueblos enteros. "A este respecto se puede añadir incluso una observación doble. Primero : el punto de tiempo (tomado muy de lejos), en el que en la Europa central se difuminaron, y en medida creciente desde comienzos del siglo Xix, las fronteras confesionales, hasta alcanzar las actuales transformaciones masivas de la ensambladura de la población política, es idéntico con el del surgimiento de un espíritu anticristiano, que amenaza a todas las confesiones cristianas por igual. Esto no se entiende de por sí. Pero aclara princi-

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pálmente por qué la presencia histórica y existencialmente perceptible de la Iglesia católica en el concreto medio ambiente de los no católicos, no (¡ene los efectos que habría que esperar si la Iglesia es el signiuii levatum in nationes, el testimonio de que está ella misma fundada por Dios, esperándose entonces de suyo que sólo allí no tenga efectos de mucha captación donde no esté dada en el medio ambiente de uñ pueblo con suficiente concreción históricu. Es en último término la misma causa (la sociedad moderna) la que ha producido dos efectos, que aproximadamente se suspenden uno a otro respecto de la fuerza de atracción de la Iglesia para posibles convertidos, y que dejan la situación de hecho igual que en el tiempo de los Estados ligados confesional-mente: una fijación de largo alcance, de duración firme, de las circunstancias confesionales, que se modificará sólo por medio de las pérdidas comunes a todas las confesiones, a causa del «neopaganismo». Y luego: esa situación, común a todas las confesiones cristianas frente al «neopaganismo», significa de hecho una debilitación de la sensibilidad para la urgencia existencial y religiosa de la cuestión acerca de a qué confesión haya que pertenecer; se siente el propio cristianismo como posesión inexpug-nada y adquirida personalmente, cuya importancia es imprescindible, y frente a la cual las diferencias confesionales no tienen el mismo peso subjetivo (y objetivo), lo cual también puede decirse aunque no se deprecie esas diferencias falseándolas hasta una adiaphora.

Si hay un sinnúmero de momentos de la situación y de los estímulos psicológicos, que operan sobre un hombre, que está bajo ellos, los cuales influyen en sus decisiones personales, en cuanto que determinan el número de las posibilidades a tomar existencialmente en serio, de tal modo que por ejemplo no se encuentran ya con seriedad entre ellas, sin culpa moral y con anterioridad a una decisión moral también, la posibilidad y ponde-rabilidad de una conversión (y esto debemos aceptarlo, si no queremos negar hoy a la mayoría de los cristianos no católicos de nuestros países la buena voluntad), también habrá naturalmente un sinnúmero de dichas motivaciones irreflejas que desembocan en conversiones logradas de hecho.

Hemos de ponernos en claro: la suma de los momentos operantes de hecho en una decisión libre, no es ni mucho menos

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idéntica a la suma de los motivos explícita y reflejamente captados y queridos libremente en cuanto tales. Igual que no puede el hombre hacer de un conocimiento algo completamente reflejo, ya que cada reflexión exige a su vez una nueva suma de conocimientos, razones y operaciones lógicas, que no son reflejos ellos mismos (no postulemos un proceso hasta el infinito), así ocurrirá, y aún más, respecto de la decisión libre. Lo cual es válido también para la decisión de una conversación, en la que puede ocurrir, como en otros casos, que en determinadas circunstancias ese o aquel fragmento de la situación y motivación irreflejas estén más claros para un tercero que para el interesado mismo: el substrato subjetivo, la fundamentación emocional, sobre los que de hecho edifica semejante decisión, pueden aparecer mucho más perceptiblemente al espectador de fuera que al mismo convertido. Ese suelo sobre el que crece una conversión puede ser (entre otras cosas) una fuerte necesidad estética, que estará sin duda dada también normalmente; el hombre puede dar en la idea de convertirse, porque tiene entre sus vivencias una vinculación personal fuerte con un católico proseli-tista; puede ser un hombre, a quien su predisposición fuertemente propensa a la contradicción empuja a tomar postura crítica frente a su Iglesia de hasta ahora; puede ser que otro no hubiese dado en esa idea, de no haber sufrido grandes desengaños en su propia comunidad, aun cuando no tengan éstos de suyo que ver, o muy poco al menos, con la cuestión de su verdad objetiva. Tales impulsos y otros incontables, que en modo alguno hacen temáticos los convertidos, configuran el empuje hacia una conversión (igual que pueden estorbarla y precisamente en cuanto limitaciones también no temáticas de toda cuestión realmente existencial).

Lo cual por supuesto no habla en contra de la fundamentación objetiva de una conversión. Alguien puede entender con plena objetividad la proposición doctrinal pitagórica aun cuando tenga que decirse, que nunca la hubiera comprendido de no haber dado en profundizar en su prueba objetiva por motivaciones muy distintas del interés en cosas de la geometría. Pero con todo, la cuestión de la rectitud moral y de la imperatividad de una conversión en un caso concreto es más ardua que lo que en general se piensa, incluso si el convertido no tiene pre-

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senté una motivación consciente recusable (motivos mundanos de gloria, de consideración para con el cónyuge de matrimonio, de la propia carrera, etc.) y las razones objetivas de la conversión parecen estar prendidas en el ámbito de conceptos doctrinales y reflejos. Al igual que ningún cristiano puede decir con seguridad que linya obrado realmente por unos motivos determinados, y que éstos sean seguro las magnitudes que dan forma interior y moralmenle, y que él se ha representado de modo reflejo esforzándose por su proposición como meta, ya que de lo contrario .sabría ciertamente, que está en gracia de Dios, si reza «honradamente» un acto de fe, de esperanza y de amor, tal y como con entera exactitud y corrección objetiva formulan los teólogos, del mismo modo no podrá nunca un convertido decir con seguridad absoluta, que los motivos explícitos de su conversión, sobre cuya rectitud no debe existir duda alguna, son de veras en su caso concreto el soporte propio y determinante de la cualidad moral de su acto, o si dicho soporte no está dado en esas motivaciones, de las que no puede hacer en absoluto algo adecuadamente reflejo. ¿Cómo entonces a un tercero, a aquél por ejemplo que lleva la instrucción de los convertidos, le vienen a tal respecto dudas justificadas? No puede decirse que tal caso sea imposible. Tampoco puede decirse que se resuelva siempre por medio de una apelación al convertido mismo. Está claro que un ergotista amargado, que ha tenido malas experiencias en su comunidad de hasta ahora, explicará, aun cuando se le advierta de las peculiaridades muy fuertes que influyen en su predisposición, que todo eso no desempeña en su intención papel decisivo alguno. Pero el otro ¿ha de creerle en todo caso? En muchos tendrá que hacerse cargo de la conversión, igual que un sacerdote ha de asistir con frecuencia a esponsales, sobre cuya motivación y consistencia duda. Pero puede también haber casos en los que ese tercero capaz de inaugurar una conversión, si quiere puede preguntarse si ha de omitirlo todo o al menos si le es lícito, puesto que está justificado para suponer tal funda-mentación motivadora. En un matrimonio, por ejemplo, puede en determinadas circunstancias uno de los cónyuges mover fácilmente al otro a una conversión. ¿Pero debe hacerlo si tiene en conjunto la impresión de que el habitus entero, espiritual y religioso del otro (sin que se tratase de una conversión no

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honrada) no es apto, ni está realmente preparado para una conversión real y existencialmente religiosa? ¿Puede de veras decirse que en las circunstancias concretas de la vida humana es siempre posible, dadas las posibilidades de un tiempo finito, un cambio de actitud, una disposición y una preparación de los presupuestos anímicos en orden a una conversión, en la que los motivos propiamente mentados den la razón realmente portadora de la misma? Y si no es así, ¿hay, sin embargo, que favorecer tal conversión? Esta pregunta exige para su contestación otra distinción más.

Una conversión tiene un sentido doble. La pertenencia objetiva a la Iglesia de Cristo tiene un sentido en sí misma. Y esta pertenencia a la Iglesia es de suyo, en consideración de la verdad y de los medios de gracia de ésta, la posibilidad de salvación objetivamente mayor para el hombre, lo cual da a la conversión su importancia subjetivamente, esto es en vista de la salvación de un hombre determinado. Y si no se dijese esto, resultaría más que difícil esclarecer la fundamentación teológica del mandato, derecho y deber de misión de la Iglesia, ya que siempre podría decirse, que cara a la general voluntad salvadora de Dios, a cada hombre, aunque no sea miembro de la Iglesia visible, le está ofrecida una posibilidad de salvación, y que ésta no es tampoco esencialmente más pequeña que dentro de la Iglesia, porque quizás la probabilidad mayor, que de suyo y objetivamente está en la Iglesia presente, queda a su vez compensada por la responsabilidad más honda y por la carga subjetivamente más grande, que gravitan en el hombre mejor instruido y que conoce exigencias morales más rigurosas. Si no se quiere, pues, fundamentar el mandato misional con un mandamiento de Dios puramente positivo y sin justificación de contenido, habrá entonces que ver en la perceptibilidad histórica de la Iglesia, creciente en cuanto tal, un sentido y un valor que fundamentan ese mandato.

El segundo valor de una conversión es también, naturalmente, de una importancia esencial. Y está fuera de duda, que el primer punto de vista de la fundamentación no es tal, que no pueda en ningún caso retroceder tras otro valor en una ponderación (aquí posible y con sentido pleno) de méritos. Es seguro, por ejemplo, que el bautismo de un niño no es un deber

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moral, si va unido a un considerable peligro de vida para el baptizando. Dicho bautismo podría en ese caso ser diferido (suponemos que no se trata de un niño moribundo). La pertenencia objetiva a la Iglesia, que de suyo representa un valor, no es ella misma un vnlor en cualquier caso, que no pueda retroceder tras ningún olio.

Pero en lo que atañe al otro lado, más subjetivo, de una conversión y pertenencia a la Iglesia, habrá que hacer las siguientes consideraciones. A su respecto el valor de que se trata está esencialmente determinado por la medida razonable, según la cual un hombre concreto está más o está menos en la situación fáctica de aceptar y realizar subjetivamente los bienes de salvación que se le ofrecen por medio de la pertenencia a la Iglesia. Asunto en el que se dan diferencias considerables entre cada hombre, los grupos sociales y cada tiempo. No es lícito engañarse: el hombre medio en la Iglesia no «realiza» subjetivamente sino una muy pequeña parte de las realidades y posibilidades de salvación que le están de suyo dispuestas. Posee, si consideramos las circunstancias realistamente, un saber muy limitado (al menos en lo que concierne a los conocimientos religiosos que para su vida concreta salva de la instrucción escolar). No sabrá mucho más de un par de verdades fundamentales: que Dios existe, que es el custodio del orden moral, que estamos redimidos por Jesucristo, que hay un juicio y una vida eterna. Y nadie podrá dudar que .si estas «verdades fundamentales» de la fe son realizadas existencialmente con una cierta seriedad, tendremos entonces un «buen cristiano». Nadie podrá dudar en serio, que en muchos casos de situaciones individuales y sociales, se puede decir con seguridad humanamente suficiente, que este hombre o aquél no pueden de hecho llegar en la perceptibilidad empírica de la vida por encima de ese nivel (perceptibilidad que no fundamenta juicio adecuado alguno sobre la última constitución del hombre ante Dios).

Lo mismo vale para el uso de los «medios de gracia)) de la Iglesia. Es cierto: el cristiano católico que no se coloque en contradicción explícita para con la Iglesia, usará con una cierta amplitud de esos medios de gracia, asistirá, por ejemplo, al servicio divino dominical y recibirá de vez en cuando los sacramentos. Pero si se pregunta a la sobria experiencia pedagógica

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de la religión del pueblo por los resultados de esa vida sacramental, difícilmente podrá afirmarse con seguridad que sea su éxito esencialmente mayor en conjunto que el de los resultados que se alcanzarían con una educación religiosa del pueblo más apoyada en los medios subjetivos de la gracia, que son también, desde luego, procesos importantes e imprescindibles del ir haciéndose eficaz y de la apropiación de la gracia divina, y no sólo acontecimientos humanamente subjetivos: oración, atención a la palabra de Dios, esfuerzo por el «despertar» espiritual y por la conversión, impresión en otros del testimonio de la vida cristiana de índole ejemplar, etc. Todo lo cual, considerado conjuntamente, hace surgir la pregunta de si respecto del lado subjetivo de una conversión, el éxito cristiano es de hecho en muchos casos realmente muy grande. Con lo cual no se emite juicio alguno contra determinadas conversiones. En esta cuestión no es lícito referirse a las conversiones cualesquiera que nos son tal vez conocidas. Si éstas suceden con una seriedad religiosa extraordinaria (tal las conversiones que acontecen más espontáneamente y que están poco motivadas por una «propaganda» especial), el «éxito subjetivo» de la pertenencia a la Iglesia de ese convertido es naturalmente muy grande y justifica por ello indudable e inequívocamente dicha conversión.

Pero pongamos por caso que un sacerdote se dice a sí mismo respecto de un no católico de su alrededor: de suyo me sería muy posible ganar a éste para la Iglesia; dadas las circunstancias podría probablemente influirle tanto que se haría católico, y eso sí, con toda la seriedad que en tal caso es posible. Pero tengo que decirme también, que dicho cristiano por su idiosincrasia, su pasado espiritual (en cuanto que una instrucción religiosa y de convertido concretamente posible no podría previsi-blemente modificarle mucho), profesión, posibilidad de sus intereses, etc., está en tal estado, que prácticamente sería capaz de «realizar» de las posibilidades cristianas de la Iglesia católica a lo sumo tanto como ahora realiza de hecho en su actual situación cristiana, a saber, esas «verdades fundamentales» del cristianismo, que le son ya conocidas y que las vive ya ahora; capaz de vivir en vida interior y según gracia, por medio de recepción de sacramentos y de un fragmento también de vida religiosa subjetiva, tanto como realiza ya ahora, si bien por un camino más

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subjetivo. Y entonces surge la pregunta: ¿el lado subjetivo de tal cristianismo católico, concretamente posible, supera una vida cristiana no católica tan decisivamente, que parezca por eso mismo indicado un esfuerzo de mucha intensidad por la conversión de este cristiano, o no es éste el caso?

Si no se piensa demasiado objetivísticamente y casi a lo mágico, si se ha puesto en claro, que por su lado objetivo tiene también la conversión límites en su importancia, si también se ha puesto en claro que no es cosa hecha, que en muchos cristianos su cristianismo realmente realizado se consumaría subjetivamente de otro modo por causa de una conversión, entonces puede, desde luego, ser planteada la cuestión: ¿hay situaciones, en las que la Iglesia no abandona jamás su aspiración sistemática a las conversiones en las que no retiene intencionadamente a nadie el Evangelio entero, católico por tanto, pero en las que se dice a sí misma, dada la finitud de los medios y fuerzas a su disposición, que el esfuerzo por la conversión de otros cristianos no es una tarea muy urgente? A esta pregunta se podrá contestar fundamentalmente con un sobrio sí. Puede haber tales situaciones. Con lo cual no se insinúa en absoluto que haya de cambiar la Iglesia, por estas reflexiones, su estrategia y táctica en lo que concierne a la misión entre cristianos no católicos, en nuestro país o en otro. Muy al contrario: los hombres que en general se convierten entre nosotros no son tales que les atañan estas reflexiones. Y, sin embargo, tienen éstas, así parece, una cierta importancia práctica. Si somos sobrios y honrados, si vemos las circunstancias tal y como son, deberemos decirnos: los esfuerzos por conversiones de los cristianos protestantes son en Centroeuropa casi nulos. Cierto que un esfuerzo en dicha dirección pertenece a los deberes ministeriales del obispo, y que le será, además, encarecido particularmente. Pero sí es lícito decirlo por una vez brutalmente: yo no creo que un obispo centroeuropeo gaste en general demasiado tiempo y demasiadas fuerzas en el cumplimiento de este deber. Y es precisamente por medio de nuestras reflexiones, como esta sobria constatación de los hechos pierde lo que de chocante tenga y escandaloso. Ya que en conjunto tal postura es enteramente correcta, por mucho que asombre quizás y consterne a un católico por ejemplo de España, etc., que tiene la opinión probablemen-

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te de que los católicos de Centroeuropa deberían mover batalla con la espada del espíritu (por lo menos) por la expansión de la Iglesia contra los protestantes, alcanzando desde luego con el propio celo y en vista de la claridad y fuerza de convicción de la verdad católica éxitos rápidos y considerables, sobre todo hoy que con la desaparición de Estados protestantes han desapare

cido también en gran parte los impedimentos externos de una vuelta al catolicismo. Pero cara a las fuerzas que entre nosotros están de hecho a disposición de la Iglesia, nuestra táctica fáctica, respecto a favorecer las conversiones, está interiormente justificada por dichas reflexiones.

De lo cual resulta además: los cristianos católicos no podemos esperar con derecho y buena conciencia pérdidas sustanciales dentro del cristianismo protestante. Y no es en pérdidas numéricas de miembros de las comunidades no católicas en las que pensamos, aunque tengamos que lamentarlas, cuando suceden a favor del actual nuevo paganismo, como un muy doloroso perjuicio también para nosotros. Puesto que donde quiera que el moderno acristianismo consiga adeptos, su crecimiento es también siempre una amenaza de la cristiandad católica, un daño para el nombre de Cristo y el poder del Evangelio. ¿Cómo podríamos los católicos no vivirlo con sumo luto y dolor? Esta es la interior pérdida sustancial en confesión inequívoca de la verdad transmitida, y de suyo comúnmente, a la cristiandad.

A lo largo de siglos ha pertenecido al arsenal de nuestra polémica católica frente a la cristiandad protestante, profetizar

su pronta «liquidación» 1, desarrollar tan lógicamente las consecuencias de los principios fundamentales de la herejía, que acaba tal desarrollo con la suspensión absoluta del cristianismo, realizándose además muy pronto inequívoca, plenamente y de manera definitiva en la verdad de la vida. Ahora bien: esas profecías no se han cumplido aún después de 400 años. Y no parece ni mucho menos que se vayan a cumplir enseguida. A los períodos de pérdida sustancial liberalística e ilustrante2 han

1 «Ausverkauft» en el original: «liquidación», venta en un comercio de las últimas mercancías. (TV. del T.)

2 «Liberalistisch» y «aufklárerisch» en el original y no «liberal» y «aufgeklart»; por eso el sabor peyorativo de nuestra traducción. (Nota del Traductor.)

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seguido en la cristiandad protestante movimientos de corriente contraria y fuerza considerable. Añádase, que si es cierto que la Iglesia católica ha sido en su naturaleza ministerial esencial e impresionantemente resistente contra los asaltos del modernismo anticristiano, no lo sería ya, sin embargo, decir quo la cristiandad católica en cuanto tal haya sufrido en sustancia menos pérdidas en los últimos 150 años que la protestante. También en los países latinos de impronta más católica los hombres que realmente creen en católico son una pequeña minoría. Y los países católicos están más bien más que menos amenazados que los protestantes por el bolchevismo sin Dios organizado. Se podrá aclarar estos hechos con razones que caen fuera del ámbito confesional, pero los hechos quedan en pie. En España venció casi el comunismo. Italia y América del Sur son hoy sus especiales esperanzas. Todo lo cual quiere decir: en vista de tal situación no tenemos ni la razón más mínima para considerar una pérdida sustancial dentro de la cristiandad protestante con el sentimiento, de que hace ahora su entrada lo que tenía que venir y lo que habíamos ya predicho o para considerarla incluso como con una especie de gozo por el daño ajeno. El provecho no es de la Iglesia católica, sino del neopaganismo. Sería una política de Iglesia alocada pensar que el daño ajeno en este asunto sea provecho propio. Según medidas humanas debiera decirse (si es que a la postre pudiésemos hacer otra cosa que esperar en la victoria de Dios en Cristo, inaccesible a las medidas humanas) que la cristiandad entera vive o se hunde en común. Nosotros no sabemos si la unidad de la cristiandad llegará, y cómo y cuándo. Pero sí sabemos una cosa: que esperarla de una bancarrota exterior o interna de una parte de la cristiandad, sería una política catastrófica, estúpida y vergonzosa.

Lo cual significa a su vez: que debiéramos ayudarnos recíprocamente, haciendo extensibles nuestras comunes aspiraciones ecuménicas a procurar guardarnos los unos a los otros de internas y exteriores pérdidas sustanciales. ¿Por qué no ayudarnos mutuamente y enseñarnos en la labor de cómo se da testimonio del cristianismo, que nos es común en sus puntos más esenciales, y de cómo se habla eficaz y convincentemente con aquéllos que piensan que no pueden ser cristianos? ¿Por qué no ha de poder la exégesis católica ayudar aquí y allá a la protestante en

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su crítica, sin «desmitologizar» de esa manera que hace desaparecer al cristianismo? ¿No podría tal vez la exégesis protestante preservar a no pocos exegetas católicos de cometer, en la sobreabundancia del cumplimiento de la «exigencia de recuperación» de su exégesis católica, faltas que la exégesis protestante cometió ya anteriormente y ha superado entretanto? ¿No podrían intercambiarse experiencias pastorales en la misión de la actual sociedad de masas técnicas? No es que se tenga precisamente la impresión de que la teología pastoral católica se ocupe mucho de la protestante. Y del otro lado no ocurren las cosas muy de otra manera. Por ejemplo, respecto de las «academias». Incluso en dogmática podríamos aprender unos de otros. Puesto que hay desde luego una visión común sobre verdades de la Escritura, que no pertenecen al terreno de la teología de controversia. El lenguaje de ambas teologías podría también enriquecerse mutuamente. Ya que cada uno de ellos tiene en su estilo con frecuencia una impronta tradicional, que le hace parecer desvitalizado y pasado de moda, dificultando así la predicación del Evangelio al tiempo de hoy.

Pero todo esto parece ser una reflexión que nada tiene que ver con nuestro tema. No es así: la posibilidad de índole realista de ganar convertidos del cristianismo protestante es de hecho, vista correctamente, secundaria ante otras tareas, de modo que de un lado y de otro debiéramos aunarnos en la consigna: ayudémonos recíprocamente a sostener la lucha contra el neopaganismo, y procuremos ganar ((convertidos» entre los hombres, que hoy ya no tienen de hecho vinculación real alguna con los cristianismos de Iglesia. Este es un amplio campo del trabajo misionero, suficientemente grande para todas las confesiones; aquí es donde podría probarse qué fuerza es la más potente. Y tal dirección en las fatigas podría quizás tener aún otro efecto más: sin perjuicio de la auténtica cuestión de la verdad, una buena parte de lo que separa y mantiene separadas a las confesiones cristianas no es la diferencia teológica, sino el estilo de vida, el modo de piedad condicionado históricamente, las contraposiciones en el ius humanurn del derecho de la Iglesia, etc. Las diferencias dogmáticas se perciben sin arbitrariedad alguna sobre el transfondo de esas diversidades sedicentes. Sabemos (y desde esa diversidad «vivida», que se encuentra como sobre-

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entendida e indiscutible) que estamos separados, y los esfuerzos teológicos discurren rigurosamente hacia el descubrimiento también en la teología, y por ello hacia su justificación, de esa separación vivida y que aparece como indiscutible. Así se llega a suscitar a veces la impresión en las controversias teológicas de que en distinciones siempre más sutiles se busca una diferencia para no tener que aunarse. Naturalmente, no es que sea esto intencionado, pero sí un mecanismo del pensamiento y de la sensibilidad que se da realmente: se prueba una conclusión, cuya rectitud se mantenía ya previamente desde la separación fáctica, cuya rectitud existencial es «evidente», no desde la diversidad de la teología, sino desde la diversidad de la vida propiamente. Si la cristiandad de todas las confesiones se esforzase de manera intensísima por la recristianización del neopaganismo, tendrían tal vez todas las confesiones que desarrollar frente a ese mismo «material» en hombres un estilo de vida cristiana, de lenguaje teológico, etc., que sería igual, y con mucho, a causa de la mismidad de ese material (y a pesar del punto de partida confesional diverso), y que conduciría a un acercamiento entre las confesiones respecto de su vida real concreta, de su sensibilidad y su pensamiento. Y de este modo podría llevarse a cabo el diálogo teológico con mayores perspectivas de éxito. Si en los países latinos, por ejemplo (y esto es un mero ejemplo; también del otro lado podrían desarrollarse, claro está, aplicaciones utilitarias), la Iglesia católica contase de veras activa y eficazmente con la sociedad industrial de masas y su neopaganismo, fenómenos ambos que se dan en esos países en medida mayor cada vez, surgiría entonces, y de por sí probablemente, una imagen manifestativa de esta Iglesia que facilitaría al cristiano protestante centroeuropeo el reencuentro en esa vida cristiana y eclesiástica de su propio cristianismo.

La cuestión de la obligación de una conversión está frecuentemente enlazada con la del palmo de tiempo que, sin infracción de conciencia, puede establecerse entre el conocimiento de ese deber y su realización misma. Pueden darse las razones más diversas, por cuya causa alguien desee que se le permita retrasar un cierto tiempo todavía su conversión reconocida como deber. Correspondiendo a lo dicho al comienzo, habrá que decir ahora por de pronto, que el conocimiento de la verdad y

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de la fundación de la Iglesia católica por Cristo, incluye fundamentalmente la obligación de adherirse a ella. Esa obligación de cada uno no quedará de suyo suspendida por la utilidad que pueda esperarse, para la unidad de la cristiandad en general, de su acción ecuménica dentro de su confesión de hasta ahora. Y no sólo porque la mayoría de las veces esa utilidad será muy problemática y tales esperanzas fácilmente utópicas, ya que los criptocatólicos encuentran más bien que más menor audiencia que los que se confiesan como católicos inequívocamente. Sino además porque un reconocimiento sistemático de la justificación de esa táctica tendría que desembocar objetivamente en la negación del deber de conversión de cada uno en cuanto cada uno en favor del aunamiento social, únicamente apetecible, de los propios cristianos entre sí. Tal tesis haría de cada uno en cuanto tal función absoluta y exclusivamente dependiente de la comunidad cristiana, y señalaría, por tanto, a las comunidades como portador único de la decisión religiosa, concepción que hay que rechazar de plano. Cierto que tras exactas reflexiones se alzan aquí problemas muy difíciles, al menos respecto de esas comunidades cristianas, que desde un punto de vista católico han do ser valoradas como cisma sólo y no propiamente como herejía, en tanto que al no ser sino cisma operan nada más que como tal en la consciencia de fe de cada uno. ¿No habrá que decir entonces, que la praxis de la Iglesia católica ha dado hasta ahora por supuesto, que cuando los pastores de las comunidades eclesiásticas orientales se aunen con Roma, quedarán unidos eo ipso también los miembros de sus rebaños? ¿Y no significa esto que a dichos pastores se les reconoce por derecho una determinada autoridad frente a sus rebaños? ¿Puede bajo este supuesto cada cristiano dejar la cuestión de la suspensión del cisma a su pastor y reconocer a éste como único competente para ello? ¿O es cada cisma también una herejía, al menos implícita, de modo que los principios generales de la obligación individual de fe y confesión rigen en él en la misma medida? ¿Por qué distingue entonces la tradición hasta el día de hoy entre cisma y herejía? Como quiera que haya que decidir esta cuestión, cuyo lugar de decisión no es éste, no puede en todo caso, cuando se trate de herejía, ser aceptado el principio de la solución comunitaria de la escisión de la cristiandad como el

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único, ni tampoco, por tanto, principio alguno o praxis que desemboquen en él implícitamente. Un aplazamiento sistemático de la conversión hasta el punto de tiempo de la unión es rechazable. Con lo cual queda dado únicamente un marco extremo para la pregunta propuesta por el punto de tiempo de una conversión. Puesto que sin duda, incluso cuando es presente el conocimiento de la necesidad de la Iglesia, el cristiano dispone aún de un considerable espacio de tiempo para el cumplimiento del deber de su anexión a ella. Para el catecumenado incluso de los no bautizados se dan tiempos muy largos, siendo entonces, ya que se trata del bautismo necesario para la salvación, el asunto más urgente que en nuestro caso, en el cual se trata de un cristiano que está bautizado y dispone ya en amplia medida de los medios de salvación, que esencialmente sutentarán también su vida de más tarde. La alusión a que el catecúmeno no está suficientemente instruido todavía, no importa nada. Ya que por lo menos para la recepción del bautismo no será necesaria una instrucción de varios años. Pero la alusión a otros motivos de dicho catecumenado de largos años, prueba precisamente que pueda haber razones para un aplazamiento relativamente largo de la auténtica entrada en la Iglesia. Y habría, por tanto, que probar que el que va a convertirse no puede tener tales razones. Que las suyas sean otras que las del candidato al bautismo, no suspende la posibilidad de que sean legítimas. Y ya que en casos particulares no pesa probablemente demasiado la importancia objetiva de la pertenencia a la Iglesia, habrá en dichos casos que despreciar en cierto modo la importancia subjetiva concreta de dicha plena pertenencia (en no pocos aspectos pertenece ya a la Iglesia el cristiano no católico). Y si no puede hablarse en un caso concreto de una seria amenaza de la salvación personal, se podrá hacer un juicio de corazón amplio respecto del punto de tiempo en el que se agudice «aquí y ahora» la obligación de la plena pertenencia a la Iglesia. Sobre todo porque un cierto aplazamiento expectativo no puede ser interpretado como demostración de una negación sistemática del deber de la anexión. Cuando un futuro convertido procede más bien, a pesar de su oficial pertenencia a una comunidad protestante, del neo-paganismo, puede exigir su ejercitación en un cristianismo vivido de veras, que estará unido ya a mucha «praxis» católica (par-

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ticipación en la Santa Misa, en la vida católica, etc.) mucho, mucho tiempo, justificándose entonces igual que un largo catecumenado. De suyo no se entiende por qué no puede la Iglesia tratar en derecho canónico (exequias eclesiásticas, etc.) a un cristiano que está en el camino de la conversión igual que a un candidato al bautismo.

Otra pregunta puede plantearse hoy respecto de las conversiones, su posibilidad y legitimidad moral: la pregunta por la posibilidad subjetiva de captar las razones objetivamente con-cluyentes de la conversión, o lo que es correlativo, de la legítima pretensión de la Iglesia católica a ser la única y verdadera Iglesia de Jesucristo.

Ya hemos rozado antes este asunto. Pero hay que reflexionar otra vez sobre él independientemente. Todo el que ejerce hoy teología de controversia, sabe qué difícil es poner en claro para el no católico, racional e históricamente, las razones del deber de la conversión, de modo que operen con convicción también sobre aquél que no está ya resuelto de antemano (por las razones que sea) a hacerse católico. Las cuestiones de historia de las religiones, de teología bíblica, de historia de la Iglesia, de su derecho, que deben ser discutidas durante esa labor y contestadas (que deben o que deberían, si es que se trata de la motivación de una conversión, que no ha sucedido ya «existen-cialmente» por razones extrateológicas y extracientíficas), son objetivamente tan difíciles, que la teología de controversia entre los especialistas de ambos lados muestra, que es posible plantear la pregunta de si en ese terreno un no especialista normal puede por término medio llegar a un juicio objetivamente fundado e inequívoco, al disponer sólo para ello de una posibilidad muy restringida en tiempo y en capacidad de ser instruido. Y si esto puede ponerse en duda, resulta de nuevo justificada la actitud retraída en el celo por ganar convertidos por ese camino, cuando no están ya ellos resueltos por razones de otra índole a hacerse católicos.

De este lado resulta también la necesidad y justificación de los empeños auténticamente ecuménicos: una buena parte de los cristianos puede sólo en cierto modo con ayuda de una reflexión colectiva, de toda la Iglesia, llegar a un juicio fundado acerca de dónde está la verdadera Iglesia de Cristo. No es preciso asom-

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brarse sobre esta frase. Para Tomás de Aquino valía incluso respecto del simple conocimiento de Dios, que sin embargo es más fácil que la formación de una opinión en cuestiones de teología de controversia. Y entonces: ¿no habría que plantear si en la instrucción délos convertidos (de una o de otra índole) se debiera fundamentar la legitimidad moral y teológica de su resolución con reflexiones, que son globales e indirectas y que pueden por tanto eludir, amplia y legítimamente, la problemática de las cuestiones controvertidas? Pero aclaremos todavía un poco lo que pensamos.

Reconociendo que el primado papal se puede probar objetivamente y desde una exacta teología bíblica, ¿es demasiado osado o escéptico pensar, que no es del todo honrado, si ante un convertido sencillo se hace como si dicha prueba fuese inteligible fácil y simplemente; como si no se necesitase nada más que citar a Mt., 16, 18 y añadir algunas aclaraciones que se entienden con facilidad, para que quede en claro el asunto? Si es lícito decir con honradez, que tal método de controversia no debe estar objetivamente permitido frente a un convertido (aun cuando eventualmente conduzca a su fin), ya que no le proporciona una cala justificada objetiva y realmente (y de suyo posible) en la solución del asunto (ni se la puede proporcionar en el tiempo y presupuestos dados), y sin embargo hace como si le proporcionase dicho conocimiento, entonces surge la cuestión de una manera legítima, indirecta, de solucionar tales problemas teológicos y de crear los presupuestos de teología fundamental para la afirmación de la Iglesia católica. Algo así es perfectamente posible. Si se desarrolla por ejemplo el pensamiento de que la fundación de Jesús, su Iglesia, ha de ser, correspondiendo a la entera estructura encarnatoria de su salvación, una magnitud histórica y por tanto magnitud con una continuidad histórica también, y que no puede ser la hechura ideológica, que en cierto modo surge siempre en lo nuevo, y que en cuanto nueva disuelve sin más la hechura eclesiástica anterior en una generaíio aequi-voca; si se acentúa además, que bajo estos supuestos la Iglesia católica, con su sucesión apostólica realmente perceptible, es digna de ser presumida como la legítima Iglesia de Jesucristo, por lo menos mientras no esté claro inequívocamente que haya abandonado y traicionado el espíritu de Cristo y las doctrinas

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fundamentales del cristianismo de la Iglesia primitiva; con otras palabras, que a causa de la continuidad históricamente más inequívoca de la Iglesia católica antes de las comunidades de la Reforma, pesa sobre los representantes de ésta la prueba de cargo de una «neofundación» de la Iglesia (si bien es manifiesto que no se produjeron estos argumentos, al ser al menos claramente perceptible en las comunidades protestantes la posibilidad de una negación sistemática de doctrinas cristianas fundamentales); si todo esto es así, será entonces objetivamente posible una fun-damentación legítima del deber de conversión, sin que sea preciso para ello adentrarse en cuestiones determinadas de teología de controversia, que exigen demasiado del convertido normal y que sólo podrían ser directamente atacadas de un modo inobje-tivo y superficial.

Pero si esto puede decirse, se muestra con ello de nuevo una observación que habíamos hecho ya al hilo de su contenido: tal argumentación presupone para su efectividad psicológica una figura empírica de la Iglesia católica, que al no católico le «haga difícil» (si es que puede hablarse así) tener impedimentos, no arbitrarios ni irreflejos, contra el pensamiento de que propiamente también «se» puede ser católico. Pero si la imagen manifestativa vivida por él (con un cierto clericalismo, con una liturgia sin entender, con muchas cosas incomprensibles no para un hombre de una cultura latina, pero sí para el centroeuropeo, con un centralismo difícilmente soportable, etc.), le depara razones irreflejas, no contundentes de suyo, pero eficaces psicológicamente, que ni siquiera dejan aflorar una pregunta de veras existen-cial por si se puede ser también católico, en tal caso el argumento indirecto de presunción insinuado antes para hacerse católico un cristiano, no desplegará su eficiencia. Solo cabrá esperar y rezar porque los hombres que en la Iglesia dan la medida, aprendan a entender mucho mejor aún la gran responsabilidad que tienen respecto de esa imagen manifestativa, incluso no tratándose de cosas", que pudieran ser desde una moral teorética cualificadas como moralmente malas. Algo puede en sí ser bueno o posible, sin que sea lícito, sin embargo, imponérselo a otro en determinadas circunstancias como carga innecesaria. Y si se examinara bajo este punto de vista la imagen manifestativa de la Iglesia, surgirían cuestiones muy serias.

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ADVERTENCIAS DOGMÁTICAS MARGINALES SOBRE LA «PIEDAD ECLESIAL»

Sobre el tema «piedad eclesial» (cómo puede o cómo debería entenderse exactamente) tendría de suyo el dogmático mucho que decir con proceder simplemente del conjunto de su eclesiología. Hay enunciados propios de je—y esto no se entiende tan de por sí—sobre la Iglesia, y no sólo sobre Dios y su relación para con nosotros, que permanece en él casi como escondida e incomprensible; hay, por tanto, realidades que sólo la fe aprehende y que no son Dios (y quien no se pueda asombrar por ello, no ha entendido mucho de la radicalidad y absoluta inconmensurabilidad de la fe respecto a cualquier otra índole de conocimiento); y a esas realidades de creencia y credibilidad, a las que se refiere el acto que más absolutamente toma en serio, el del total engagement, el del apresar cuya medida no tiene módulo, el del ser abarcado por un horizonte, que en cuanto dimensión propia no posee ninguna otra cosa a su alrededor— lo que se llama fe—, a esas realidades, pertenece también la Iglesia. Y por eso hay en la dogmática en cuanto tal una eclesiología. Así que el dogmático, para hablar de este tema, no necesitaría más que desplegar su eclesiología y meditar en su contenido lo que para la piedad significa la manera en que esas verdades hayan de ser «realizadas)) subjetivamente. ¿Y qué verdad de la eclesiología podría en este aspecto carecer de importancia, si merece credibilidad y si es creída, es decir, si es objeto de ese acto singular, inquietante, que llamamos fe, y sin el cual toda piedad debería ser vacía apariencia que no obliga, actiud de ánimo que se cumple en sí misma y de la que ni siquiera vale la pena hablar?

Pero antes de que se pueda seguir pensando desde este punto de partida, se interrumpe el dogmático a sí mismo (interrumpe quizá sobre todo su sensibilidad de católico postriden-tino y más que nada su sensibilidad de siglo XIX, que existe todavía y muy dominantemente) con la advertencia de que se

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cree (en) la Iglesia, pero no era la Iglesia1 y de que esta distinción, que hace ya la confesión apostólica de fe, es sumamente importante y no se ha respetado siempre, sin embargo, como claramente paradigmática en la praxis de la piedad.

E incluso, antes de que pueda meditarse sobre esta distinción, habrá que considerar algo más sobresaliente, que ocupa la relación del cristiano para con su Iglesia antes de la cuestión de si éste (con derecho o sin él) la «personifica»—y en qué medida—e «hipostasía», comportándose con ella de un modo que pudiera difuminar la diferencia de la fe en Dios y de la fe con que es creída la Iglesia. Desde luego, el dogmático ha de quedarse en su oficio y no jugar al historiador del espíritu y al filósofo de la cultura. Pero dicha por él tal vez sea correcta la observación de que para el católico moderno, en el siglo XIX sobre todo, la Iglesia se ha convertido casi en algo así como una persona colectiva, a la que venera, ama, en la que confía, que defiende, de la que está orgulloso, en la que se siente albergado, que le sale al encuentro, comparada con todas las otras magnitudes de este mundo, como incomparablemente superior, más pura, más poderosa e indestructible, como la encarnación real de todo lo verdadero, bueno y prometedor. Claro está que podría decirse—y por de pronto con todo derecho—que siempre ha sido así, que desde los primeros días del cristianismo esta actitud ha pertenecido a la esencia del católico, cuando (y más que ahora, casi gnósticamente) se dio la inclinación a concebir la Iglesia como uno de los poderíos celestiales y del mundo primigenio, y cuando se hablaba de la «madre» Iglesia, sin la cual no se podía tener a Dios como

1 La lengua alemana es pareja de la latina en la utilización de preposiciones con acusativo. En este caso: cfedere in ecclesiam, an die Kirche glauben. Entre el acusativo con y sin preposición media una diferencia difícilmente expresable en castellano. Credere ecclesiam (die Kirche glauben) supone a esa Iglesia más bien como un objeto que se cree (su existencia, etc.); credere in ecclesiam, (an die Kirche glauben) coloca a la fe ante una Iglesia, que es sujeto sobre todo, que es una Iglesia personalizada. En nuestro texto castellano hemos adoptado la siguiente convención: creer (en) la Iglesia traduce el die Kirche glauben (credere ecclesiam), y creer en la Iglesia corresponde al an die Kirche glauben (credere in ecclesiam). Queda el creer a la Iglesia (der Kirche glauben, ecclesiae credere), en el que ésta se declina en dativo. (N. del T.)

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padre, la única arca de salvación, esposa de Cristo, nuevo paraíso y reina que está al lado del Salvador. Todo esto es verdad. Y, sin embargo, algo se agita en esta consciencia de Iglesia de los tiempos modernos, que no está sobreentendido dogmáticamente, ni dado tampoco en todo tiempo (teniendo el dogmático su derecho a plantear cuestiones críticas a la consciencia de la Iglesia, fáctica, irrefleja, no purificada críticamente, de tiempos anteriores, y sin que sus cuestiones a la consciencia actual puedan ser desenmascaradas como desprovistas de justificación, porque sean susceptibles de ser también dirigidas a esos tiempos más antiguos). Se deberá (para entender esto) atender sólo a que el católico de hoy se ve a sí mismo todavía primariamente como partidario de la Iglesia, como quien se confiesa a su favor y la defiende, como quien se siente «hijo» suyo, pero sin entenderse sin embargo como su miembro verdadero. Es cierto que en los últimos decenios se ha hablado mucho (y esto es bueno y digno de loa) sobre el cuerpo místico de Cristo, y es en este contexto donde ocurre también la doctrina de que cada cristiano es un miembro de la Iglesia. Pero en el momento en que esta verdad va más allá de que cada cristiano recibe la bendición de la Iglesia y ha de intervenir responsablemente por ella en vida y apostolado (todo lo cual es comprensible en un «hijo de la Iglesia»), la pertenencia a ella en cuanto miembro se convierte en un concepto abstracto y religiosamente no realizado. ¿Cuántos cristianos se sentirán hoy tan miembros de la Iglesia, que vivan concretamente todo lo que son, hacen y sufren, como un momento de la Iglesia misma? ¿Quién vive esta Iglesia (excepto tal vez respecto de las persecuciones externas) como la peregrina, la que busca penosamente confirmación, la que carece con frecuencia de consejo, como la Iglesia pecadora de los pecadores? ¿Quién vive claramente su diferencia para con ese reino de Dios buscado, rogado, esperado con paciencia, desesperante casi, que no es ya ella misma simplemente, para el cual es comienzo, válida promesa, sacramento, pero no realidad hecha manifiestamente? Así es (¡no sólo!) como la Iglesia debería aparecérsele a quien se reconoce como su miembro y se experimenta por ello a sí mismo como peregrino lejos de la patria, como el que sin consejo tantea en lo oscuro, como el amargo pecador. Naturalmente, no todo pre-

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dicado de cada cristiano puede ser declarado de la Iglesia en cuanto tal porque ese cristiano sea su miembro. Pero ¿deja ya por eso la Iglesia de ser la de los pecadores2 (a pesar de su santidad permanente en bienes de salvación y en la santidad «subjetiva», vivida existencialmente, de muchos de sus miembros, que no dejan, sin distinguirse de los otros, que la gracia de Cristo, cscatológicamente victoriosa, se aparte de su camino)? Porque no pueda nunca caer fuera de la verdad de Cristo, ¿quiere decirse con ello que proclama esa verdad con fuerza, actualidad y asimilación siempre nuevas, tal y como sería salvííico y de desear? ¿Es siempre verídico y manifiesto que deja a esa verdad, transformadoramente, con apertura a la infinitud de Dios, consolando y redimiendo, aunarse en unidad muy íntima con ese inabarcable, rugiente, enmarañado y sin embargo espléndido caos de conocimientos, preguntas, sospechas, conquistas espirituales, perplejidades abisales, que llamamos «imagen del mundo», concepción del mundo del hombre moderno? ¿No se compra frecuentemente (contra el sentido de la verdad evangélica) la incolumidad del mensaje del Evangelio en la Iglesia, guardándose temerosamente de exponerse a ese caos (del que nacerá el mundo de mañana), o saliendo a lo sumo a su encuentro conservando sólo lo propio, a la defensiva puramente? ¿No existe también esta Iglesia? ¿Y todo esto no se puede decir quejosamente nada más que de los hombres de la Iglesia, aunque no sea ésta ningún Eon del más allá, sino «la multitud de los creyentes» y por tanto también de los que creen débilmente? ¿No pertenecería a la imagen correcta de la Iglesia ver también esto, contar con este escándalo, creer que se puede soportar y que se «debe», ya que no tiene en la Iglesia por qué ir todo tan magníficamente? Si la Iglesia se sabe custodio del derecho natural y de la ley de

2 Confr. Karl Rahner, Díe Kirche der Sünder (Freiburg 1948), así como el célebre discurso de Hugo Rahner en Colonia 1956: Die Kirche, Gottes Krajt in menschlicher Schwachheit (Freiburg 1957). Respecto a este discurso nos será aquí permitido, sin ser por ello indiscretos, contar una pequeña anécdota, ya que es típica para lo que exponemos como nuestro pensamiento. Pío XII leyó después el discurso, sin protestar, pero sin encontrar tampoco una íntima relación para con él. Uno de sus más asiduos colaboradores dijo entonces al autor: «A él desde luego le cae más cerca la Iglesia de la gloría.»

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Cristo, no afirma ya por ello que sus creyentes no puedan tantear en la oscuridad y no estar de acuerdo entre sí sobre cómo esos principios correctos deben y pueden ser traducidos en los imperativos concretos, de índole más manejable e inequívoca, de que se precisa por encima de aquellos principios, si se ha de pasar del pensamiento a la acción poderosa. Que la Iglesia sea siempre la Iglesia de los santos, no asegura todavía que esos santos estén siempre, operen y den testimonio donde se hace la historia del mundo, que estén allí incluso no más que en la modesta medida que Dios quizás permitiría, aun cuando su Iglesia no tenga que ser la de los poderosos de este mundo. Sería, pues, posible, y en amplia medida, que cada cristiano, precisamente porque se sabe miembro de la Iglesia, sienta la suerte, que experimenta como suya, como suerte de la Iglesia. Y no necesita, si transfiere a la Iglesia los existenciales de su propia existencia, olvidar que esa Iglesia es la de Cristo. Al contrario. Es precisamente la Iglesia de Cristo, porque la gracia de Dios hecha carne e indulgente ha adoptado a hombres tales como nosotros, con toda la carga de la existencia siempre mortalmente amenazada, y los ha hecho Iglesia suya. ¿Sería mínimamente anlidogmálico, que cada cristiano viese a la Iglesia, desdo esa experiencia suya de la propia existencia, como la comunidad de los que, si bien pecadores, no niegan su culpa, sino que se refugian con ella en la gracia de Dios; comunidad de los que conceden, que están clavados en la cruz de su existencia, pero junto con el Señor crucificado; comunidad de los perplejos, de los que creyentemente albergan su tiniebla en el misterio de Dios; comunidad de los que tienen el coraje de confesar: Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, poniendo así, después de estas palabras, su alma en las manos del Padre, aunque sea terrible caer en las manos del Dios vivo? ¿Por qué el cristiano no debería sentirse miembro de la Iglesia, de modo que experimentase su destino como experiencia de la Iglesia, como destino decidido en ella creyentemente y que caracteriza a esa Iglesia para él? Ya que esa comunidad de creyentes, que es la Iglesia, y que lo sigue siendo por la gracia de Dios, surge en. cuanto que la muerte es aceptada con obediencia, la luz de Dios creída en la tiniebla, la incertidum-bre confirmada en el misterio por excelencia. Porque nunca es

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sólo la asociación externa legitimada y organizada por Dios en Cristo, sino que es siempre no más que la manifestación social y el sacramento de la comunidad, plenamente misteriosa, de los verdaderos creyentes, heclios tales por un acto inasible de la gracia de Dios. ¿Se podrá decir, sin embargo, que el cristiano de hoy ve la Iglesia, aunque sólo sea «también», de este lado? La ve como la que enseña, no como la que cree llena de indigencias; como la que está en la luz y ahuyenta las tinieblas, no como la que soporta esa tiniebla con paciencia; como la meta de las obras de Dios, no como el medio para su obra final todavía por venir; como la reina y madre, pero no como el rebaño de aquellos que son como él mismo y se saben par esa (y no de otra manera) albergados en la gracia de Dios. No habrá muchos cristianos que formulen, como Bernhard Martin, la inmediata y legítima experiencia de su consciencia de la Iglesia: «Ahora estoy agradecido por haber encontrado el camino de la Iglesia, o lo que es lo mismo, pero más profundo, por haber sido conducido hasta él; pero ni tenía ni tengo el propósito de sentirme «como en casa» en la tierra, ni tampoco en la Iglesia.» ¿Cómo podría no ser católica en la Iglesia tal experiencia de desahucio, si ella misma, a la que pertenecemos, es la Iglesia peregrina, y nosotros, sus miembros, somos ante todo todavía miembros dolientes, errantes, que buscan, que esperan un futuro, que es lo único definitivamente final?

Lo que quiere decirse con todo esto puede tal vez aclararse algo más dogmáticamente. El católico moderno vive, así podría formularse, la consciencia de la Iglesia del I Concilio Vaticano. Y la peculiaridad de éste consiste en que su acento (naturalmente no su contenido exclusivo) se apoya en la Iglesia como motivo, experimentable empíricamente, de credibilidad, y no en la Iglesia como objeto (escondido en sí) de fe. No como si no existiese en cuanto motivo de credibilidad de que Dios ha hablado en ella y por su medio, o como si en tiempos anteriores estuviese en cuanto tal completamente fuera de la consciencia religiosa de los cristianos (el «mirad cómo se aman», la consciencia eclesiástica, triunfal, de que en la Iglesia se hace perceptible la nueva generación, tal en Minu-cius Félix, en la carta de Diogneto, en Tertuliano, etc., son ya,

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desde luego, antiguos). Pero para la consciencia religiosa de los cristianos «todavía» actuales, la Iglesia es, y en medida muy acentuada, la que convence de su esencia por su manifestación empírica, y menos aquella cuya esencia es creída «a pesar» de su manifestación. La Iglesia en cuanto motivo de credibilidad, y la Iglesia en cuanto objeto de una fe necesariamente difícil, que consume la fuerza entera del corazón y que es sólo posible por el milagro de la gracia, están extrañamente fundidas una en otra. En los tiempos modernos se tiene casi la impresión de que la Iglesia es el punto en el que pudiese apresarse lo que se cree como con las manos: «Ved la mansión llena de gloria.»3 Se es poco consciente de que sus «propiedades» y «notas» determinables empíricamente y sus propiedades creídas y confesadas (aunque se llamen en parte con los mismos nombres) no son sin más idénticas. ¿Qué significaría, por ejemplo, una catolicidad empírica (precisamente hoy, cuando por primera vez hay fuera de la Iglesia sistemas, constituidos organizadamente, del mundo y de la vida, de índole amplísima y diverso poderío) si no fuese lícito creer que todos los hombres con su enorme multiplicidad tienen de veras sitio en ella, puesto que no es su propio espacio, sino el de Dios? ¿Qué indicaría a la postre la unidad de la doctrina y de la organización, si no fuera lícito creer (¡y experimentar!) que en ellas y por encima de ellas (esto es, por encima de las fórmulas y de todas las organizaciones), la verdad y la realidad son poseídas en común en la fe, que trae consigo el Espíritu, y en la que son unos los corazones que parecen estar indeciblemente a solas? ¿Qué sería de todo logro moral empírico (hasta el martirio) en la Iglesia, si no fuese lícito tener el coraje de creer, que en su medio consuma su obra el Santo Espíritu de Dios y derrama su amor, que es él mismo, en esos corazones, de modo que si se analiza su logro moral en sus profundidades se cae de veras no en el vacío de los hombres, sino en el abismo de Dios? ¿De qué serviría la «apostolicidad» de la Iglesia, empíricamente determinable, toda esa sucesión jerárquica ininterrumpida, si no tuviésemos la fe de que esa Iglesia, dos veces

3 «Ein Haus voll Glorie schauet», título y primer verso de un canto alemán, que se escucha frecuentemente en el servicio divino.

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milenaria, lia guardado la plenitud inasible de su comienzo contra todo dictamen mortífero de la caducidad histórica? Pero en la moderna consciencia de Iglesia, ¿no se considera como demasiado idénticos su esplendor (auténtico) visto y su magnificencia creída, pasando por alto casi su «diferencia ontoló-gica» (ya que lo uno, si bien operado por Dios, es lo finito y lo otro es el absoluto de Dios mismo)? ¿No se debería quizá arriesgar la paradoja de que cuanto más intensamente sea la Iglesia la comunidad de los que creen, contra spem in spem, que Dios ha obrado en ellos cosas grandes, y que lo creen precisamente porque sufren y aceptan con paciencia la figura de sierva de su Iglesia, más y más será ésta entonces (¡ y sólo así!) el signum, levatum in nationes, del que tan triunfalmente habla el Concilio Vaticano? Pero no se podrá afirmar que tales aspectos, dogmáticamente posibles y vividos siempre latentemente, de la Iglesia y de la piedad por ella, estén en el primer plano de la consciencia moderna o sean teológicamente muy temáticos.

Volvamos ahora al comienzo de nuestra ponderación. ¿Qué significa para la piedad eclesial que se crea en Dios, pero no en la Iglesia, sino (en) ella solamente? Tal circunstancia ha de significar algo para la piedad eclesial, ya que la piedad cristiana no es otra cosa que la fe activada en el amor. Si decimos que no creemos solamente (en) Dios, sino además en Dios, pensamos con ello que el acto de la fe no acaba en una proposición, que se tiene por verdadera (puesto que ((coincide» con la realidad, que se posee únicamente en cuanto que se tiene la proposición, finita e inadecuada, sobre ella), sino que acierta y posee lo que cree; más correctamente: al que es creído. Y esto en un doble respecto: en cuanto que en el acto de la fe (visto desde nosotros) sucede esa habitud peculiarmente personal, en la que el que conoce y afirma no está cabe sí con un saber «sobre algo», sino que se sobrepasa realmente a sí mismo, se hace saltar, se trasciende, deja atrás la reflexión y la «mediación» y tiene el valor de permanecer junto a la «cosa» misma (que es persona), sin retroceder, cerciorándose, para asfixiarse en sí interiormente en el negocio de la reflexión. Y además (lo que es más importante): en cuanto que el acto de la fe es acto de la gracia (y así es precisamente cómo se com-

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prende y se desprende a sí mismo y de sí mismo), está sustentado y operado por la realidad de lo que cree. Puesto que «gracia» (como virtud «sobrenatural», «infusa») no es una «ayuda» cualquiera para un acto de suyo puramente humano, sino en su verdad última (a pesar de su carácter «creado», es decir, a pesar del real y transformador haber-llegado de Dios cabe el hombre), Dios mismo, que comunica su propia realidad (aunque en cuanto misterio infinito) a la creatura, haciendo así posible y sustentando por ello el acto de fe, de modo que éste posee en verdad, en cuanto fundamento de su propia esencia, eso que es creído. Se cree por tanto con toda verdad «adentrándose en Dios», lo cual puede decirse únicamente de la fe en relación para con él. Y no de otra realidad que sea creída. Tampoco de la Iglesia. Habrá, pues, que seguir pensando todavía, aunque se necesite paciencia para ello, lo que significa exactamente esa diferencia.

Claro que puede decirse teológicamente, bajo ciertos respectos, que la Iglesia es el fundamento de la fe, que ella sustenta la fe de cada uno. En cierto sentido es esto hoy día más fácilmente comprensible que nunca. Puesto que si la fe se «adentra en Dios», ya que sólo es fe, exacta y propiamente, en que el misterio absoluto, sin fronteras, rodea desde la infinitud nuestra existencia y se comunica a la creatura finita otorgando bienaventuranza en cercanía indecible, sin reducirse a ser el esplendor terrible de la luz inacercable, que nos desenmascara como pura tiniebla y nos rechaza de sí, ¿cómo tendríamos hoy entonces el valor de creer esto para nosotros si no nos fuese lícito creerlo y esperarlo para todos? Hoy no podemos, aun cuando dejemos a Dios ser Dios y veneremos sus disposiciones como incomprensibles a la vez que inapelables, sentirnos tan (¡aristocráticos» o ingenuamente egoístas, que seamos capaces de esperar menos o de temer más para los otros que para nosotros mismos. El mensaje de que la lejanía incomprensible del misterio infinito quiere ser para nosotros cercanía absoluta y bienaventuranza, ¿seremos capaces de escucharle como dicho para nosotros solos, si le oímos como mensaje para lodos, ya que creemos de veras en la «general voluntad de salvación» de Dios y no tememos respecto a su «condicionabilidad» más por los otros que por nosotros mis-

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mos? Porque ese mensaje está dicho para todos, por eso nos arriesgamos (me arriesgo yo respectivamente) a escucharle como dicho para nosotros, por eso no tememos que pueda ser un terrible malentendido, que simule una sobrcvaloración demen-cial de cada uno. De los otros puedo y debo pensar lo más elevado, esperar sin límites, y no me es lícito minusvalorarlos, sin despreciarlos, sin caer en el mortal estado del odio (que está ya presente, cuando no se ama infinitamente). Por tanto, si hoy creemos, sucede siempre nuestra fe en medio de esa multitud innumerable, que abarca a todos, todos, de la cual creemos firmemente que a ella también está dirigida la misma palabra, y de la que esperamos con igual firmeza que la escuche para su salvación. Creemos siempre en la comunidad de los increpados por Dios, de los que escuchan y de los que creen. Y por eso también creemos en la Iglesia. Puesto que al creer así entendemos a ésta como la asamblea, constituida histórica y socialmente, de quienes tienen el coraje de creer, de confesarse mutuamente la desmesura de su fe presente en el fondo de su existencia, de darse ánimo recíprocamente, confesando, rezando, celebrando, presentizando la razón de ese ánimo, la muerte y la resurrección de Jesús, para el atrevimiento de tal pretensión absoluta sobre la gracia infinita. Así se hace la fe por medio de la Iglesia y la Iglesia por medio de la fe. Y así es como la Iglesia es también siempre fundamento que sustenta la fe y que la fe misma, ya que es gracia de Dios y en cuanto tal lo originario, último y sin presupuestos, se proporciona. Con lo cual no queda dicho ni con mucho todo lo que habría que decir, si es que debiéramos poner de manifiesto por todos sus lados por qué y hasta qué punto es la Iglesia el fundamento de la fe. Lo es también porque cumple, enseñando y creyendo, el mensaje de Cristo y acerca de Cristo, porque nos trae así (y además ella sola) la plenitud entera de lo creído, que es lo que de la fe hace fe primeramente, ya que ésta no puede jamás ser entendida como «actitud» sólo formal (igual da frente a quién), sino que es la aprehensión de una realidad cuya verdad depende por completo de que esa realidad (en-último término la gracia de Dios) sea aprehendida sapiente y creyentemente. La Iglesia es por eso, y con ello también en su autoridad docente, el fundamento de la fe. Y no únicamente

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respecto de lo que enseña explícita y autoritativamente, lo cual es aceptado con obediencia (esto está ya dado con ella en cuanto mensajera autorizada de la palabra de Cristo), sino además en otro aspecto, que la mayoría de las veces se pasa por alto. Fe es fe en algo enseñado determinadamente, sólo en cuanto que en ello y por su medio es autosuperación hacia dentro del indecible misterio de Dios. Por esto la fe explícita (por mucho que se escuche esta afirmación con extrañeza) vive de la fides implícita, pero no viceversa. Esa superación que hace saltar lo aprehendido en la fe, con comprensión de palabra y proposicionalmente, hasta dentro de lo incomprensible, que es mayor que nuestra aprehensión creyente, hasta el misterio, al que nuestros «misterios de fe» señalan (y que contienen sólo en tanto le señalen apartándose de sí mismos) y con el cual quieren vincularnos, no es desde luego una lamentable «deficiencia» de proposiciones, que «propiamente» y en lo que tienen de «positivas» no deberían arrastrar consigo tal oscuridad. El misterio es precisamente eso de lo que todo depende, la auténtica «positividad» de esas proposiciones, lo permanente, lo insuperable. Puesto que cuando esas proposiciones quedan suspensas en la visión inmediata de Dios, no desaparece el misterio, sino que se alza entonces y para siempre, inabarcable en cuanto tal: el Dios incomprensible, que permanece incomprensible en la visión beata y es visto en cuanto tal. La consumación del convencimiento de que el conocimiento de fe es sólo como ha de ser, si en último término no es posesión, sino llegar a ser poseído, no disposición, sino disponibilidad, entrega al misterio en sí, no apego firme a proposiciones no del todo transparentes, en las que cupiera atenerse a lo que de comprensible contienen, no puede suceder simplemente en un salto formal, vacío, que se aparta de las proposiciones hacia el misterio (lo cual no sería a su vez sino la fruición del propio poder de auto-trascendencia), sino haciendo entrega de la propia fe en la fe de los creyentes en general como norma de nuestra creencia, incluso cuando uno u otro no se han apropiado esa fe todavía expresamente (refleja, explícitamente). Fides explícita es siempre fe, que con muda obediencia se alberga de antemano en la fe de la Iglesia, en su fe mayor, más amplia y múltiple, que dispone, para ser ella misma, del tiempo entero de la salvación,

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hasta su final consumado, como ámbito de su historia, de su experiencia y de su desarrollo. De los hombres de hoy se podrá esperar comprensión para esta «eclesialidad» de la fe.

Su sensibilidad, mortal casi, para la relatividad, perspectiví-dad e historicidad de todo conocimiento, de toda consciencia religiosa (cara a la pluralidad de religiones dadas reflejamente a la consciencia actual, cara a las confesiones cristianas, a las convicciones religiosas, a las escuelas teológicas), no debe hacer del hombre de hoy un escéptico relativista, un agnóstico, que vuelta la faz y enmudecido deja que lo inexplicable impere sobre él. Pero de esta experiencia hay algo en el hombre que se mantendrá vivo: la comunicación real entre los hombres en la verdad, que debe de haber, si es que la voluntad de verdad no es una pretensión condenada, radicalmente vana, no podrá darse sólo porque en determinadas proposiciones formuladas convengan estos o aquellos hombres, por mucho que tal coincidencia sea una necesidad en cuanto manifestación, certidumbre y medio de esa comunicación profunda. En la verdad debe haber una unidad realista, más honda y postulada no sólo ideológicamente: la unidad que sucede allí donde el conocimiento del hombre, sobrepasándose voluntaria y obedientemente, llega a su última esencia en cuanto que se entrega al mayor misterio, llamado Dios; la unidad que se manifiesta por su consumación histórico-reai, cuando el hombre se entrega a la fe de todos, concretizada y expuesta históricamente, esto es, a la fe de la Iglesia. Que cree realmente, es decir, que hace saltar su conocimiento en lo que aprehende sin ser aprehendido, lo experimenta el creyente en cuanto que cree la fe de la Iglesia, en cuanto que se entrega a la fe de todos los testigos, desde el justo Abel hasta el último creyente al final de los tiempos. Y así es como el hombre de hoy, en su experiencia sobriamente dolorosa de la historicidad y condicionabilidad de su propio conocimiento y del de cada cual, experimenta la Iglesia como comunidad de los creyentes, en la que cada uno (también el que enseña por ministerio, puesto que su doctrina correcta y proclamada en un ahora respectivo no expresa nunca adecuadamente la fe de los creyentes de todos los tiempos) queda tanto humillado como liberado por la fe de todos aquellos, con cuya consumación creyente está en comunicación misteriosa, pero de

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dura y sobria obediencia eclesiástica en la Iglesia una, en obediencia de fe frente a la fe de la Iglesia, pero en posesión una y común de lo creído en la gracia de la fe, que es cosa de la fe misma. Humillado, porque nadie puede en cuanto particular consumar actualmente para sí la plenitud de la fe entera. Liberado, porque a pesar de su conocimiento de fe tan «subjetivo», la plenitud de la fe y la realidad entera de lo creído en la Iglesia de los creyentes le pertenece. Y así el que cree puede escuchar la proclamación actual y según ministerio de la doctrina como rodeada por la fe entera de la Iglesia entera (ambas cosas no son idénticas) y de todos (además) los verazmente creyentes (en tanto no son todavía miembros de la Iglesia visible), y por tanto como entregada a la misma realidad creída, que es la infinitud del misterio de Dios. Nada extraño pues: la Iglesia que cree (un concepto, que antecede a la justa distinción de Iglesia docente e Iglesia que escucha, y que no es lícito identificar unilateralmente con el de ésta última) cree siempre «más» (no entiendo este término en sentido cuantitativo, sino como cercanía más intensa a la realidad aceptada en la fe) que la Iglesia que enseña. Si no fuese así, no sería posible ningún progreso de evolución de los dogmas respecto de lo definido por el ministerio docente, o tendría que acontecer aun después del tiempo apostólico una nueva revelación pública, de la que investir la nueva decisión. Su contenido estaba, pues, dado ya antes de la definición en esa fe mayor de la Iglesia que cree. Y tal estado de cosas no puede ni mucho menos ser pensado, como si todo lo dado en esa fe, consumada irreflejamente, de la Iglesia que cree, la cual abarca la fe de cada uno y la doctrina del ministerio docente extraordinario, urgiese una explicación doctrinal del ministerio y según proposiciones, alcanzando así paulatinamente la reflexión de doctrina según ministerio jurídico esa fe más amplia de la Iglesia. Pero no es este el caso, ya que esa fe más amplia de la Iglesia que cree, sin perjuicio de la «clausura» de. la revelación con la muerte de los apóstoles, crece todavía en ciertos aspectos y de cierta manera. Puesto que la «clausura» de la revelación con la «muerte de los apóstoles» no significa una fijación arbitraria de las fronteras de lo que ha sido revelado, junto al campo más ancho de comunicaciones divinas posibles, pero no reali-

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zadas, sino la consumación de la revelación, ya que ésta es la autocomunicación absoluta e insuperable de Dios en gracia y gloria y no puede por eso ser sobrepasada esencialmente (a no ser que la actual situación pase a la visión de la gloria). Pero precisamente esa autocomunicación de Dios puede ser aceptada «subjetivamente» con radicalidad siempre mayor. Si no fuese así, no podría crecer la gracia de la fe (cosa que ningún teólogo osaría afirmar), o no tendría ese crecimiento ninguna significación para la aprobación de lo creído (lo cual es igualmente impensable). Ese auténtico, duradero crecimiento en la fe es pensable, y es incremento en el «conocimiento», igual si se tiene por posible o por imposible, que la doctrina de fe formulada proposicionalmente por el ministerio docente crezca siempre por medio de proposiciones nuevas. No hay un crecimiento únicamente por aumento en palabras de análisis (como casi sin arbitrariedad se entiende sólo la evolución de los dogmas), sino que lo hay también por síntesis callada. Se ve: allí donde se pone de manifiesto el creciere in Deum sobre el creciere Deum\ y el credere Deo, la fe acerca la Iglesia como dato explícito al creyente de hoy, en cuanto comunidad mayor de los que creen, y no meramente en cuanto mensaje y garantía del creer (a su vez entonces sólo individual), sino en cuanto sujeto, al que confía su fe el individuum, que al creer experimenta también su finitud histórica.

Pero, sin embargo, esa fe (la marcha del pensamiento tiende a volver al punto de partida de la reflexión, de la que nuestras últimas páginas no han sido más que excursos limitativos) no es según la dogmática ningún credere in ecclesiam, sino sólo un credere ecclesiam. Y este hecho dogmático es de suma importancia para la piedad eclesial de hoy (¿o lo más pronto de mañana?). El recíproco y personal confiarse, que mienta el credere in Deum no puede referirse a la Iglesia. Por mucho que pueda y deba ésta ser «personificada», por mucho que pueda ser más que la suma meramente numérica de todos los cristianos, por mucho que sea una realidad, que no sólo es jurídica ni tampoco ficción, hechura ideológica, «unidad moral», no es, sin embargo, persona, y en cuanto tal, esto es en cuanto que hay que distinguirla de cada una de las per-

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sonas reales, no puede estar cabe sí, responder de sí, decidirse; no es eterna.

Por lo mismo no puede darse a sí misma en esa entrega personal, de la que es capaz la persona real, que dispone sobre sí, ni puede tampoco recibir una entrega semejante. Si amor, respeto, fidelidad, etc., significan original y últimamente un comportamiento entre personas reales, no podrá el hombre cristiano consumar amor, fidelidad, respeto, frente a la Iglesia, sino en un sentido secundario, derivado; o lo que es lo mismo: tales actitudes frente a la Iglesia lo son a la postre (mientras Dios no esté mentado) frente a las personas que la forman. Estas son amadas en la Iglesia, ya que y en cuanto que ea libertad y por disposición gratuita de Dios son tales que la forman. Con lo cual no se disuelve la piedad eclesial nomina-lísticamente en una suma, sólo conceptualmente conjuntada, de comportamientos de cada uno de los cristianos para con cada otro, puesto que éstos son «individuos», «particulares», personas singulares en la irrepetibilidad intransferible e insustituible de su existencia espiritual, precisamente en cuanto que se aman entre sí, se afirman, esperan unos de otros, y son uno en la verdad una y en el amor (por medio de la real autocomunicación de Dios en gracia y visión). «Individualidad» espiritual y comunidad espiritual son magnitudes que crecen en la misma, no en inversa medida, y que se condicionan mutuamente. Por tanto, quien ama a cada uno en cuanto irrepetibilidad insustituible, le ama en su unidad recíproca, en su hondura y radicalidad últimas, en el fundamento de esa unidad en el espíritu de Dios, y por tanto en cuanto Iglesia. A ello se añade que esas actitudes, válidas original y últimamente para los hombres y por ello para la Iglesia, son sólo un credere in en cuanto sustentadas y radicalizadas hasta sus últimas posibilidades por la fe y el amor personales para con la personalidad de Dios. Si a un hombre puede decírsele en sentido verdadero: «yo creo en ti» en cuanto hijo de Dios, redimido, vocado a la salvación, quedando alcanzada la Iglesia en este movimiento de la fe (si bien como creída únicamente), tal «yo creo en ti», que en este sentido puede y debe decir un hombre a otro en la Iglesia, está sustentado por otro «yo creo en tí» más original, que Dios y el hombre mutuamente se dicen era

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la gracia de la fe «divina» (es natural que de muy diversa manera, ya que el diálogo del acontecer según gracia de salvación no tiene dos coloquiantes de igual índole; pero sí hay una capacidad de comparación, puesto que de ambos lados acontece una absoluta- autocomunicación personal y una entrega a la otra persona). Y por eso no es ante todo esa fe una fe «en la Iglesia», sino una fe de la Iglesia.

Con lo cual no damos lugar a una distinción ociosa, puntillosa, como puede parecerlo sobre todo a quien en su análisis de la fe suele pasar por alto el hondo sentido de la distinción agustiniana acerca de credere Deum-Deo-in Deum,. Puede incluso presumirse que esta distinción es hoy de más importancia que ayer para la piedad eclesial. El hombre de hoy (o de mañana) experimenta, que cree (en) la Iglesia, pero no en ella, esto es, que la Iglesia es un objeto, pero no el fundamento propiamente sustentante y último de la fe, el cual no puede ser aquella, si la fe es un acto personal (que pone en juego la persona entera del creyente), sino la persona en la que se cree. De lo dicho anteriormente resulta que dicha experiencia es urgente y acosadora. Una vez puestas de manifiesto ante el cristiano, con radical agudeza y en su diferencia cualitativa, la experiencia empírica de la Iglesia como motivo externo de credibilidad y la experiencia según gracia del autotestimonio de Dios como interno motivo de fe—¡y cómo podría esto no ser actual para el cristiano de hoy en su empírica experiencia de la Iglesia, que es su destino, en la experiencia en la cual vive (¡también!) la Iglesia, igual que se experimenta a sí mismo en su pobreza, en su estado expuesto y amenazado! —-, no podrá ya aquél pasar por alto sub-jetivamente la distinción objetiva entre Iglesia como motivo de credibilidad e Iglesia como objeto de fe. Cree (en) la Iglesia, puesto que cree en Dios. Así es como se convierte «para él» en lo sustentado también por su fe, en lo que con la fuerza última del corazón y por el puro poder de la gracia mantiene en alto, aunque no ve en ella lo que de ella cree. Repetimos una verdad dicha ya con frecuencia, pero en este contexto es preciso repetirla: en una sociedad como la actual, pluralista en cada aspecto, la Iglesia no es ya lo sobreentendido sociológicamente, lo que sustenta desde fuera, eso que independientemente de cada uno y su decisión está dado sin más de antemano como «ámbi-

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to», firme en sí, de la existencia. Claro que es y sigue siendo Iglesia, aunque «yo» no crea, puesto que la gracia eficaz y escatológicamente victoriosa de Dios efectuará siempre que haya hombres que crean en Jesucristo y confiesen esa fe en unidad, orden y amor. Pero, a diferencia de en tiempos anteriores, la Iglesia sigue ahí para mí, sólo si creo. Realmente se ha manifestado de nuevo con más claridad, más dolorosamente, con más exigencia que nunca desde el imperio de Constantino, como lo que siempre ha sido y será siempre: la Iglesia de los creyentes, la Iglesia que es, porque se cree (en) ella, y que se cree (en) ella, porque se cree en Dios, en Jesucristo. No hay que asustarse ante esta formulación: la Iglesia es porque se cree (en) ella. Naturalmente que es y sigue siendo, aunque alguno o muchos algunos no crean. Pero no sería ya, si no se creyese en absoluto. Que por la gracia de Dios se opere siempre nuevamente esa fe, incondicionalmente, por medio de la gracia eficaz, predefinitoria, sin que haya sólo por tanto (como en el Antiguo Testamento, podría decirse) la organización y el signo, sino cuerpo animado de Cristo, signo cumplido, eficaz; así es como Dios «mantiene» a la Iglesia, y no meramente por el continuado existir sociológico (cierto, querido absolutamente por la providencia divina y operado por ella con eficacia) de su organización jurídica. Todo esto se entiende de por sí. Pero el cristiano de hoy experimenta que se sobreentiende, con más claridad que el de tiempos anteriores. Y ello constituye un fragmento esencial de su actual piedad eclesial; cree (en) la Iglesia, y en su fe y en la de muchos es donde ésta se hace (en su esencia interior pneumática) realidad. Y esta fe de la Iglesia, eclesialmente confirmante, acontece en la fe en Dios (in Christoj, en la total entrega del hombre al misterio personal, que impera, infinitamente lejano e indeciblemente cerca por la gracia, sobre su existencia y a su través.

Se puede también esclarecer, tal vez aun por otro lado, este rasgo esencial mentado aquí, sobreentendido, válido siempre y angustiosamente nuevo sin embargo de la actual piedad eclesial. ¿Quién no ha oído ya la frase de Agustín (y quizás la haya repetido también): que no creería al Evangelio, si no le moviese a ello la autoridad de la Iglesia? No discutimos que en dicha frase subyace un sentido conecto: la Iglesia misma

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puede ser para muchos motivo externo de credibilidad (no motivo interno de fe), según ya dijimos; la Iglesia puede ser y será, una vez creída en su autoridad de fundación divina, respecto de no pocas proposiciones de fe, que sin ella no hubiesen sido alcanzadas en su contenido exacto, la mediadora por su autoridad doctrinal de la divina revelación, y un argumento de que eslán promulgadas esas proposiciones determinadas en cuanto reveladas; toda fe se sabe a sí misma, según ya hemos dicho, como fe de la Iglesia y en la Iglesia. Pero en pura teología fundamental, es decir, teoréticamente, y para la mayoría de los hombres de hoy incluso existencialmente, no es la Iglesia lo creído primeramente, sino que la fe en ella se apoya en una fe (y sus motivos de credibilidad), que no se refiere a la Iglesia, sino a Cristo, a Dios. Y la Iglesia es creída porque se la alcanza desde esa fe. No se puede, por tanto, decir sin más ni más, íeorética y existencialmente (al menos en la mayoría de los casos), que se cree en el Evangelio porque se cree (en) la Iglesia. Más bien se cree (en) ésta, a pesar de la sentencia de Agustín, porque se cree al Evangelio. En toda teología fundamental, la doctrina de Cristo como legatus divinus se desarrolla antes del tratado de la Iglesia. Porque él funda la Iglesia y confía a los portadores de su ministerio su plenitud de potestad, se confía a la Iglesia el hombre. El pathos de la piedad ecle-sial agustiniana, como si la Iglesia fuera sin más inmediata y «conmovedoramente» lo primero que se aprehende y comprende de la fe cristiana, alcanzándose en ella todo lo demás, no sólo no es objetivamente correcto sino en parte, sino que subjetivamente no es (ya) característico de la piedad eclesial de hoy. Creemos (en) la Iglesia, podría formularse no (tanto) por causa de la Iglesia.

Todavía puede el dogmático abordar la piedad eclesial desde un lado completamente distinto. Formulando aguda y quizá exageradamente, podría decirse: el cristiano de hoy experimenta la Iglesia no tanto como el círculo de los herederos de la salvación, sino más bien como su vanguardia, perceptible histórica y sociológicamente. Naturalmente es la Iglesia el arca de salvación, el pueblo de los redimidos, la comunidad de los vocados a la salvación. De sobra se entiende que, igual que en tiempo de los Padres, es hoy válido el «fuera» de la Iglesia no

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hay salvación, que la Iglesia, como el bautismo, no es necesaria para la salvación sólo como mandato, sino como medio. Pero respecto de este dogma de la necesidad de medio de la Iglesia para la salvación, ha llevado a cabo la consciencia de fe de esa Iglesia misma una larga e importante evolución, cuyo resultado es hoy de significación muy existencial. El cristiano sabe hoy claramente de la voluntad general de salvación de Dios. Ha comprendido, que la gracia no se hace gracia primeramente porque les sea adjudicada sólo a pocos, ya que es el milagro de una benevolencia insondable, aunque se ofrezca a todos, aunque se hiciese o se haga (¿quién puede decirlo?) eficaz en todos. Sabe que el bautismo crea ya, en el deseo que de él se tenga, su primera, si bien no del todo manifiesta visibilidad, pudiendo hacerse, por tanto, eficaz (en cuanto fe y amor), antes de que esa dinámica de la gracia aceptada en libertad se haya concretizado en la sociedad pública, que es la Iglesia, como bautismo sacramental de agua. Sabe, que la actitud y el hecho de la fe, que fundamentan íntimamente la existencia, de la autoapertura por tanto, que acepta en conocimiento, esperanza y amor, y que sucede en el fondo de la persona frente a la «revelación», la cual a su vez sucede, en cuanto acontecimiento, en el hecho de la autocomunicación divina, modificando también con su gracia la consciencia del hombre, si bien tal vez no más que muy inobjetualmente, pueden en determinadas circunstancias suceder de un modo en el que el caudal de conceptos de contenido objetual de esa consciencia beneficie poco o casi nada (¿o casi nada?) de la corriente explícita o anónima de comunicaciones divinas, según palabra, a través de la historia, según ministerio, de la salvación, sin que por ello tengan tal actitud y tal hecho que dejar de ser «fe» en el sentido teológico del término. Sabe que le es lícito esperar animosamente que muchos, muchos hombres encuentran la salvación por medio de tal fe, aun cuando no hayan sido a lo largo de su vida miembros de la Iglesia, en el sentido de la constitución jurídica externa de la misma (que, sin embargo, pertenece también a su esencia como ámbito de salvación). Espera, que por mucho que en la seriedad última de su existencia, entregada abiertamente al juicio de Dios, tenga que temer por su perdición y por la de todos los demás, no se le prohiba esperar para todos la victoria de

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la gracia, cuanto más porque en cuanto cristiano católico sabe por la doctrina del «purgatorio» (aunque ésta necesite de una interpretación exacta), que la historia del mundo perceptible «aquí» no es ni más ni menos idéntica con lo que precede (en cuanto fundamento y causa de la definitividad) a la eternidad hecha firme en el juicio divino. Y esta actitud, esta esperanza le son imprescindibles al cristiano de hoy. No puede ya, como en tiempos anteriores (tal incluso el gran corazón de un Agustín, para no hablar de los egoístas y mezquinos que se justifican a sí mismos), pensar simplemente que él tiene la buena voluntad, la fidelidad frente a la conciencia, la disposición de obedecer sin condiciones a la llamada de Dios, y que los otros, los que no pertenecen visiblemente al arca de la Iglesia, no tienen dicha actitud. No puede pensar ya así, aun cuando piense que su fe y su buena voluntad le han sido otorgadas sin su merecimiento por la gracia de Dios (y que a los otros les ha sido negada ésta en cuanto «eficaz» en el misterio de la predestinación). No está convencido sin más de la buena voluntad de los otros, pero porque piensa de manera sumamente crítica de su propia buena voluntad. No puede sino acotar para los otros las mismas probabilidades, que acota para sí, de buena voluntad y de obediencia frente a la conciencia y la palabra de Dios que en ella habla; no puede sino acotar para los otros esas probabilidades, aunque dicha buena voluntad, presumida, supuesta, esperada, no les haya conducido hasta ahora, o hasta su muerte, a una pertenencia a la Iglesia según ministerio. Y todo esto porque sabe que esa pertenencia a la Iglesia, según ministerio, aunque esté sustentada por una «buena voluntad», cuya verdad y autenticidad existenciales permanecen siempre inciertas, no es todavía garantía alguna de lo que indica y anuncia (igual que el signo del sacramento, que puede ser un sacramento fructuoso o—¡quién sabe!—válido solo o recibido sacrilegamente), a saber de la pertenencia al enjambre escondido de aquellos que sólo Dios conoce, de aquellos a los que ha concedido que crean en él y que le amen y obedezcan a su palabra, en la que se otorga él mismo, en su entera realidad y magnificencia.

El hombre cristiano de hoy no puede pensar de otro modo. Y por una razón muy simple, que no existía antes. En grandes rasgos, los «grupos de concepción del mundo» eran antes

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grupos deslindados unos de otros, racial, sociológica e históricamente, y dichos grupos deslindados así «intramundanamente» eran respectivamente homogéneos en sus concepciones o pronto llegaban a serlo tras un corto crítico tiempo de lucha. La fe era, pues, una magnitud sociológicamente simple. Y por lo mismo el no creyente y el creyente de otra fe, era para el de la nuestra un extraño, un incomprensible en todas sus peculiaridades vitales, y con frecuencia hasta un inferior culturalmente; por todo lo cual no había motivo de asombro porque no poseyese la recta fe, y se estaba dispuesto a suponer sin demasiados impedimentos que carecía de esa fe verdadera culpablemente y que se perdería en un juicio justo. Cuando se salía al campo de batalla contra los no creyentes, y no sólo con las armas del espíritu y del amor, sino con las de la violencia fiera, los adversarios eran inequívocamente los enemigos de Dios, los «infieles», los archienemigos de la cristiandad, de la verdad y de la moralidad, sin que se pudiese «realizar», por tanto, con seriedad, que los otros eran también hombres, que amaban, que eran fieles y bondadosos, y que tenían nuestra misma «buena intención» al imaginarse combatidos injustamente por los cristianos y al pensar que servían a Dios realmente cuando decían «no» al cristianismo. Pero el «infiel» es hoy nuestro vecino, nuestro pariente, el hombre sobre cuya honradez, fidelidad y honorabilidad ha de edificarse tanto como sobre las propiedades correspondientes de nuestros compañeros en la fe (y a veces se tiene la aterradora impresión de que podrá hacerse mejor en aquél que en este caso). Hoy experimenta cada cristiano con qué tranquila conciencia, con qué inexpugnabilidad interior y como sobreentendida, permanecen los hombres con frecuencia (deberá decirse, incluso, en el caso normal, si por «normal» se entiende el número de hecho mayor de casos, y si a causa de la voluntad general y seria de salvación se tiene optimistamente la esperanza de que la apariencia no engaña, y no vive, por tanto, la mayoría de los hombres a lo largo de su existencia entera en contra de su conciencia) junto a su convicción heredada, aunque vivan, por lo menos en sentido ciudadano, en vecindad cercana con los católicos y con la Iglesia. No es lo que aquí se debate, la conciliación de este hecho con la verdad de que la Iglesia católica es, con su gracia y su ver-

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dad, el camino de salvación de suyo posible, obligativo y pensado por Dios para todos los hombres. La cuestión es sólo cómo el católico que cree (en) la Iglesia como camino para todos, general, de salvación, y que al mismo tiempo se atiene firmemente en teoría y en su esperanza existencial a la general voluntad salvadora de Dios, acaba por arreglárselas con esta vivencia: el pluralismo, insuperable en tiempo previsible, de las concepciones del mundo, incluso allí donde los hombres de tales diversas concepciones se encuentran pacíficamente en un mismo ámbito de existencia, sin estar ya separados de antemano sociológica e históricamente, de modo que su disentimiento quedase aclarado por la separación y no fuese por ello ningún problema existencial para cada grupo.

La respuesta a dicha cuestión no creo que pueda ser sino ésta: el católico debe experimentar y vivir la Iglesia como la «morada», el signo sacramental, la perceptibilidad histórica de una gracia de salvación, que prende más allá de la Iglesia «visible», que se capta sociológicamente, perceptibilidad de una cristiandad anónima, que «fuera» de la Iglesia todavía no ha llegado a sí misma, pero que «dentro» de ella sí está cabe sí, no porque no esté dada fuera en absoluto, sino porque no ha alcanzado allí objetivamente todavía su plena madurez, y no se entiende aun a sí misma en la explicitud y objetividad reflejas de la confesión formulada, de la objetualización sacramental y la organización sociológica, según sucede en la Iglesia misma. Con otras palabras: el cristiano considerará a los no cristianos (para simplificar el problema dejamos fuera de discusión a los cristianos no católicos) no como no-cristianos que, por no ser cristianos, están fuera de la salvación, sino (si es que es verdad, que el cristianismo es la salvación y no que Dios súbitamente respecto de la salvación eterna dejase valer la buena voluntad, con lo cual se suspendería en el fondo la doctrina de la necesidad de medio, y no solo de mandato, de la Iglesia y de la gracia) como cristianos anónimos, que no saben lo que propiamente son, lo que son en la hondura de la conciencia por la gracia, por una realización tal vez muy implícita, pero veraz, de lo que también realiza el cristiano, que sabe lo que hace en su consciencia objetual refleja. No hay duda: ese saber, esa fe explícita, formulada proposicionalmen-

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te y ((a medida de confesión», que posibilita una socialización de los que así creen, y que obliga a ella, es una parte del cristianismo pleno y una gracia que a su vez facilita y pone en seguro, que lo que se conoce así, está realmente presente en la profundidad de la conciencia y de la existencia. No hay duda de que el católico siente, con derecho, y alaba su pertenencia explícita a la Iglesia como gracia inmerecida, como suerte, como promesa de la salvación, a fa par que sabe con hondísimo espanto que la gracia mayor es también el peligro sumo, que se exigirá más de aquel a quien se haya dado más, sin que sepa si hará justicia a lo que de él se exige y no de los otros, ya que puede aquí valer también lo que el Señor ha dicho: que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y en el reino de los cielos se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob, mientras que los hijos del reino serán arrojados fuera a la tiniebla (Mt. 8, 11 ss.). Pero puesto que el cristiano espera también la salvación de los otros, puesto que hoy está suficientemente instruido en teología para ver que puede esperarla, puesto que puede pensar cómo se puede ser cristiano (esto es, un hombre que vive en la gracia de Dios y de su Cristo) aun cuando no se conozca el nombre de Cristo o se opine que hay que rechazarle, por todo eso puede verse a sí mismo y a los cristianos nominales, a la Iglesia, no más que como la avanzada de los que peregrinan por las calles de la historia a la salvación de Dios y su eternidad. En cierto modo, la Iglesia es para él la parte uniformada de los luchadores de Dios, el punto en que se manifiesta histórica y sociológicamente la esencia interior de la existencia humano-divina (mejor aún: en que se manifiesta más claramente, ya que para la mirada esclarecida de la fe, la gracia de Dios no carece fuera de la Iglesia de toda corporeidad). Sabe que la luz matinal en las montañas es el comienzo del día en los valles, y no el día arriba, que dispone abajo la noche. Respecto de la doctrina cristiana, de que no hay principio malo absoluto, de que el mal es nadería, de que el único Dios es bueno y quiere el bien del mundo, de que lo real es también lo bueno, de que un verdadero realismo, por tanto, ha de pensar bien de la realidad, el cristiano sabe que seria blasfemia opinar, que en un sentido último lo malo es más. fácilmente factible que lo bueno, que en el fondo de la

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realidad, «sobria» y realistamente analizada, habita el mal y no el bien, que el mal tiene un Iiúlilo de mayor alcance que el bien. Sabe que así piensa el orgullo, no la humildad, de la creatura, que opina poder, jil menos en el mal, emanciparse de Dios, lo cual no es sirio una estúpida mentira. El cristiano sabe que el logro de su existencia, el que le será reclamado, es: en la tiniebla creer en la luz, en el sufrimiento creer en la ventura, en nuestra*relatividad creer en el Dios absoluto. Sabe que la revelación nos ha desenmascarado con su historia de nuestros pecados sólo para que creamos en la indulgencia de' Dios (la culpa sola en sí hubiésemos podido experimentarla ya en nuestro dolor, nuestra muerte y nuestra situación sin salida). Si Pablo (Rom., 9-11) ve como provisional la falta de fe de los judíos, no se le hace justicia pensando que solo los judíos posteriores se hacen creyentes, pero que los anteriores han permanecido incrédulos sin más (solo un colectivista no cristiano pensaría así). La fe del pueblo de Israel, que históricamente se manifiesta con posterioridad (y que tampoco después es para nosotros predestinación perceptible, segura, de la salvación de cada uno), tiene que ser un signo de que Dios se compadeció también ya antes de este pueblo, eso sí, de una manera imperceptible (y de nuevo nada se dice con esto sobre cada uno en cuanto tal). Ya que ¿por qué si no debería Israel, en cuanto conjunto, ser nombrado según la fe de su período tardío y no según la incredulidad de su tiempo anterior? ¿Cómo si no se podría decir: Israel ha sido encontrado por la gracia de Dios, más bien que: se ha negado a Dios mismo? Por eso el cristiano mira al mundo tranquilamente y sin angustia, a ese mundo de las mil concepciones y modos de pensar. No necesita preguntar atemorizadamente a la estadística, si la Iglesia es de veras la mayor organización con concepción del mundo, si crece en proporción tan de prisa como la población universal. Mirará al mundo, eso sí, con celo misional. Depondrá testimonio por el nombre de Cristo. Querrá comunicar su gracia a los oíros, porque la gracia que posee es tal, que si los otros carecen de ella, es que carecen de ella todavía. Pero sabe, que si es tranquila y pacientemente celoso, su celo tiene las más grandes probabilidades. Sabe que le es lícito imitar la longanimidad de Dios (que, según Pablo, tiene un sentido positivo, salvífico,

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y no de juicio). Sabe que Dios ha querido el mundo tal y como es, ya que, si no, no sería así, y que lo meramente «permitido» es permitido sólo en cuanto momento de lo divinamente querido ( ¡y no permitido solamente!), y que lo querido puede y debe esperarse no solo como revelación de la justicia de Dios, sino como revelación además de su bondad infinita para con el hombre. Por eso el cristiano sale al encuentro de quien no quiere ser su hermano en la «concepción del mundo» como un hermano que espera atrevidamente. Ve en él a quien no sabe lo que propiamente es, a quien todavía no se ha hecho manifiesto, lo que con toda probabilidad realiza en la profundidad de su existencia (tanto, que se tiene el deber de suponer esto esperanzadamente, y que sería anticaritativo tenerle por menos. Porque en cuanto cristiano, ¿me es lícito suponer angostamente, que el otro está fuera de la gracia de Dios?). Ve en el otro, eficaz de mil maneras, el cristianismo anónimo. Si le ve bondadoso, lleno de caridad, fiel a su conciencia, no podrá hoy ya decir: son virtudes «naturales». Tales se dan en el fondo solo in abstracto. No dirá ya que son sólo los ((brillantes vicios de los paganos», como dijo Agustín. Pensará más bien: ahí opera la gracia de Cristo, incluso en quien no la ha invocado todavía nunca explícitamente, pero la ha deseado en el anhelo indecible, sin nombre, de su corazón; he ahí alguien, en el que los gemidos inenarrables del espíritu han invocado y suplicado ese misterio silente, que impera de través en nuestra existencia, al que los cristianos conocemos como el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Si el cristiano ve al «pagano» morir de buen grado, si advierte que el otro, como si no pudiese ser de otra manera ( ¡ ay ! , sí que puede ser de otro modo, ya que se utiliza y se lanza la última fuerza de la existencia toda para la protesta absoluta, para la duda absolutamente cínica), cae voluntariamente por la muerte en el abismo sin fondo, que no ha sondeado nunca, ya que para abarcar a Dios ha de ser infinito, confesando en esa voluntad, que ya no se nombra, que dicho abismo es el abismo del misterio pleno de sentido y no del vacío que condena, si es así, tendrá el cristiano entonces que ver en tal moribundo al clavado a la diestra de Cristo en la cruz salvadora de la existencia, y reconocerá que esa realidad, la realidad aceptada y realizada personalmente por el que muere,

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dice sin palabras: Señor, acuérdate de uní cuando estés en tu reino. ¿Y por qué no habría do «ci ¡IM'? La trascendencia pura del hombre, no utilizada ya (Mimo medio para la afirmación terrenal de la existencia, esa trascendencia aceptada y mantenida, puede ser elevada por la gracia, de modo que, libre de la joroba de In /¡nitud, se haga dinámica hacia el Dios de la vida eterna, en cuanto que ésta es en su realidad más propia, comunicada y por comunicar, el fin y la meta de la determinación sobrenatural del hombre. Esta orientación liberadora y de superación, que a la trascendencia espiritual del hombre da la gracia, es objetivamente una «revelación)), y por lo mismo, si se la acepta, es fe, ya que en buena doctrina tomista modifica también el horizonte (el «objeto formal») de la realización espiritual, aunque no represente ningún objeto objelualmente nuevo. ¿Por qué entonces no ha de poder ser ese compromiso obediente y animoso del hombre con la infinitud indispensable de su trascendencia, con la cual se compromete no en la medida en que la aprehende, sino en la medida en que indisponiblemente aprehende ella misma, algo más que mera trascendencia natural-espiritual en el orden presente de la voluntad sobrenatural de salvación de Dios? ¿Por qué no ha de ser fácticamente, por medio del operar de Dios en nosotros, la dinámica que nos lleva hasta dentro de la vida divina? ¿Y por qué no ha de bastar, que acepte el hombre esa dinámica, al dejar de buen grado que lo incomprensible disponga sobre él en su incomprensibilidad? (¿Deberemos acentuar expresamente que en todo esto hay que pensar que están implícitamente contenidas todas las exigencias de la ética natural y sobrenatural? Claro está que, tal y como lo muestra la experiencia de los paganos, y la de los cristianos también, una correcta orientación a Dios puede incluso consumarse existencial, «subjetivamente», en donde se dan muy importantes errores respecto a determinadas normas materiales de moralidad). Según esto, si el cristiano predica al «no cristiano» el cristianismo, no partirá tanto de la representación de querer hacer del otro algo, que no era hasta ahora en absoluto, sino que intentará llevarle hasta sí mismo. Naturalmente, no porque el cristianismo sea solo, modernista-mente, la explicación de una indigencia religiosa natural, sino porque en su gracia, a causa de su general voluntad de salva-

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ción, ha ofrecido Dios al hombre desde antiguo la realidad del cristianismo, siendo posible desde luego, y probable, que el hombre la haya aceptado ya sin saberlo de un modo reflejo. Bajo estos supuestos es como el cristiano de hoy y de mañana verá y experimentará la Iglesia. No como lo infrecuente y que se afirma sólo con esfuerzo, no como una de las muchas «sectas» en que la humanidad está escindida, no como un momento entre los muchos de una sociedad y de un espíritu vital humano pluralistas, sino como la perceptibilidad de lo que ya vincula interiormente, como la constitutividad de lo general y (a pesar de que está estatuido libremente por Dios, pero por Dios precisamente y no por un ente particular finito) propiamente sobreentendido, como la pura exposición de la esencia del hombre planeada por Dios (de su esencia «histórica», a la que pertenece la vocación sobrenatural), como el sacramento de una gracia, que incluso allí, ya que ha sido ofrecida a todos, donde no está dado el sacramento todavía, urge su propia historicidad sacramental, sin ser jamás sencillamente idéntica con su propio signo eficaz, sino que por medio de ese signo, que ella presencializa y que la pre-

. sencializa a ella misma (ambas cosas hay que enunciar), promete ser por doquier potente. Si la historia de la humanidad es una, en la que todo está, desde Abel hasta el último hombre, en interdependencia, y en la que cada uno representa algo para cada otro a través de todos los tiempos y no solo por simultaneidad y coincidencia en un espacio terreno, la Iglesia será entonces levadura no únicamente donde a nuestros ojos haya prendido en una parte del resto de la masa, haciéndola así pasta de la fermentación, sino que lo será incluso donde la masa no se haya transformado (aun), de manera que nosotros podamos percibirlo, en mezcla fermentada. A ese cristiano la Iglesia se le aparecerá como la promesa al mundo no cristiano. Y no sólo ni primariamente en cuanto que ese mundo se haya hecho él mismo Iglesia. La promesa, más que promesa de la eclesialización creciente del mundo, es promesa de una posibilidad de salvación de ese mundo por medio de esa Iglesia, aun cuando el mundo no se haya hecho Iglesia todavía de manera históricamente experimentable.

Y ello porque es también la promesa de salvación para aquel mundo, que vivió antes que ella, y que ya ha muerto. Puesto que

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si Cristo es, en y a través de su perceptibilidad histórica (no sólo en cuanto el Logos eterno del mundo), la salvación de todos los hombres, también de aquellos que vivieron antes que él (que vivieron miles de cientos de años en una historia imprevisible, esforzada, llena de sorda incomprensión de sí misma), lo mismo será entonces válido, con su distancia correspondiente, de la Iglesia. Si preguntamos: dónde se ha revelado, por qué medio se ha dicho, con inequivocidad histórica y objetividad creada, al mundo de todos los tiempos, que está bajo la misericordia y no bajo el juicio de la ira de Dios, no se podrá sino responder: sólo por medio de Cristo y de su cuerpo, que es la Iglesia. Pero si aceptamos y soportamos, sin más, que la Iglesia ha sido para tiempos pasados el signo alzado y eficaz de la salvación, que les llegó a esos tiempos antes que Cristo y sin manifestarse en cuanto eclesial, aunque era salvación de la Iglesia, en tal caso, para el que esto sabe, no es extraño que los tiempos después de Cristo estén en la dimensión de la salvación cristiana y eclesial, aunque no se hayan hecho Iglesia en sentido sociológicamente perceptible. Si es verdad que la Iglesia seguirá siendo hasta el fin de los tiempos el signo al que se contradice, quiere esto' decir, en otra terminología, que vista sociológicamente será siempre una magnitud determinada dentro de un mundo que permanece en la pluralidad de sus concepciones. El cristiano trabaja, pues, en la «victoria» de la Iglesia, en cuanto que sabe esto, en cuanto que sabe que en este tiempo la Iglesia no vencerá nunca abso-lutamente, y lo sabe no por sombrías prognosis de historia universal, sino por la misma palabra de Dios. Y si a pesar de ello no cesa de esperar, que el mundo entero sea devorado en la pura llama del amor a Dios, ya que a la postre está impulsado por la prepotencia del amor, que Dios le tiene en Cristo, no podrá ver la Iglesia más que como la promesa, de que en medio de la contradicción que el mundo hace a Dios, se consuma su profundo sí para con él por la preponderancia de su gracia. No verá la Iglesia como el cerco frente al cual está con igualdad de derechos y de poder absoluto el cerco del mal (ambos sólo abarcados por la voluntad sin revelar de un Dios, que hubiese en el fondo silenciado por completo el sentido último del drama), sino que la verá como la perceptibilidad de ese sí, del cual le es lícito esperar, que haya sido pronunciado por Dios ante el no del

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mundo, que sea siempre el vencedor, y que haya superado dicho no ya desde antiguo. Se negará siempre a oír a la Iglesia en el fondo (de otra manera que provisionalmente) como una proposición, que está en contradicción con lo que mientan propiamente y en su hondura las proposiciones de los otros, de modo que tuviese en último término que elegir. Con frecuencia y con paciencia, modestamente y con autocrítica (puesto que también el conocimiento de la Iglesia ha de crecer más y más), dirá que no a las proposiciones de los otros, pero para decir que sí a lo que propiamente mientan. Y entenderá la Iglesia en su esencia verdadera, como un sí de amplio diámetro por parte de Dios al mundo, en el que Dios (el mismo, por tanto, fuera del cual sólo la nada puede ser) se le otorga victoriosamente. Y comprenderá cada vez mejor que a ese sí de Dios puede oponérsele sólo un no vacío, cuya nadería se iría descubriendo progresivamente, un no que vive y tiene poderío nada más que por el sí entero o fragmentario, que está en él o tras él y que pertenece a ese sí, que es la Iglesia.

El pecado, el error, la tiniebla y el peligro de la condenación eterna del mundo, ¿quedan así minimizados? Que no se diga tal cosa. Para el hombre de hoy es simplemente mentira. No es que este optimismo de la fe, y no de la seguridad burguesa u optimismo ilustrado, le resulte fácil al hombre actual. El experimenta la tiniebla, sufre hasta la amenaza física de su vida el pluralismo de este mundo. Sin duda que no ha habido nunca todavía un hombre tan poco convencido como el de hoy de su propia bondad. Por todas partes rastrea su fragilidad, su amenaza, la posibilidad y probabilidad de que su sagrado idealismo pueda ser desenmascarado (y con derecho además) como angustia, necesidad de seguridad vital, falta de vitalidad. Tiene vivencia de su finitud y su pobreza, de su amenaza y cuestionabilidad sin fondo. Y si a pesar de todo es obediente frente a la palabra de Dios, y piensa del hombre lo santo y lo elevado, y cree (¡ay, qué difícil!) que es hijo de Dios, amado por Dios y digno de una vida eterna, que opera ya y crece en él, no se alzará orgullosamente, no considerará «ilustradamente» lo prometido como su nobleza inamisible, sobreentendida. Y si le resulta más fácil pensar de los otros con más optimismo que de sí propio, tal optimismo tendrá en el pesi-

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mismo que sufre a su propio respecto su límite, su corrección, el medio de no hacerse soberbio. El hombre de hoy puede tranquilamente pensar con optimismo de los demás. Casi es éste el único medio que le ayuda a no desesperar de sí. Casi le resulta más fácil pensar u su respecto magnánimamente porque en pensar así del hombre en general ve la obligación moral y la salvación do su existencia, sin poder entonces dejar de implicarse, contra su experiencia casi, en esa valoración. Pero si ha de pensar así del hombre en general, ya que ésta es la salvación de su existencia propia y la manera en la que puede tener esperanza para sí mismo (lo cual es su cristiano deber), no podrá ser la Iglesia algo así como el rebaño de los exclusivos, de los únicamente predestinados. Tendrá que vivirla como la promesa de los otros, como el hacerse revelación de lo que los otros son (y si no es esto «seguro» respecto de esos otros, tampoco lo es que los que están dentro pertenezcan al rebaño de los elegidos). Y así es como se edulcora la impugnación de que en el mundo pertenezcan tan pocos a los cristianos de la Iglesia; el signo del misterio de la luz en la tiniebla no puede ser sino modesto y casi inadvertido; el mensaje de lo por venir (y esto es la Iglesia) no puede ser el porvenir mismo; la Iglesia del tiempo no es igual de grande que el reino del Dios de la eternidad.

Con todo lo dicho no alzamos sinceramente pretensión alguna de haber puesto de relieve todos los momentos de la piedad eclesial, que pertenecen de un lado a los elementos dogmáticamente permanentes de la eclesiología, y que de otro lado sobresalen especialmente en la piedad eclesial de hoy o de mañana. Pero sí nos parece que los que hemos nombrado cuentan entre los que buscamos: la Iglesia de quienes, en cuanto pecadores, aceptan creyentemente la existencia de todos en su carga y costumbre, de modo que nosotros experimentamos nuestro propio destino de la Iglesia, y a nosotros mismos, como miembros suyos; la Iglesia (en) la que se cree porque creemos en Dios, y cuya experiencia no puede ser identificada con lo que cree; la Iglesia, que es la promesa de la salvación, también para ese mundo, que no se ha reconocido todavía explícitamente como parte suya.

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SOBRE EL LATÍN COMO LENGUA DE LA IGLESIA

La cuestión del latín como lengua de la Iglesia provoca nuevamente, por la aparición de la Constitutio Apostólica de Juan XXIII «Veterum sapientia», la atención de los teólogos. En las páginas que siguen, tendremos que intentar la consideración sine ira et studio de dicho asunto bajo sus diversos aspectos. No se trata por tanto de un comentario a la citada Constitutio Apostólica. Ya sólo la brevedad de dicho documento prohibe considerarle como basis adecuada para el tratamiento del problema. Hay muchos asuntos, que en el documento se rozan nada más o se evitan por completo, y que han de ser aquí planteados explícitamente. Y puesto que no se trata de un comentario al documento pontificio, no deben ser leídas nuestras elaboraciones como una crítica del mismo. Pero por otro lado las cuestiones que nos planteamos, no pueden ser tratadas objetivamente si no se toma en cuenta dicha Costitución Apostólica. No podremos pues evitar, con todo el respeto y toda la libertad de ánimo con que hay que salir al encuentro de documentos eclesiásticos de esta índole, referirnos a posibles malentendidos o interpretaciones demasiado estrechas de su texto. Nuestro trabajo se desmembra pues, y conforme a su sentido, en cuatro partes. La primera ofrece reflexiones, que conciernen al latín como lengua de la Iglesia en general. Las tres siguientes tratan el latín eclesiástico como lengua de la liturgia, como lengua de las autoridades de la Iglesia y de las funciones de su administración y en cuanto lengua de la ciencia eclesiástica.

Y puesto que no hablamos sino del latín como lengua de la Iglesia, la cuestión del .valor de una formación humanística por razón de conocimientos del griego y del latín, y la de la posibilidad de éste o su imposibilidad práctica en cuanto lengua internacional en jámbito profano (igual que en siglos anteriores), quedan fuera del círculo propio de estas reflexiones. Sólo estarán rápidamente rozadas en el apartado I, 4.

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I. PONDERACIONES CENERALES

1. Para una teología de la lengua de la Iglesia

Se «lobería |>urlir de utm teología de la lengua en general y de la do la |!fd<iMH especialmente, si se quiere decir algo de veras válido sobre una lengua en la Iglesia y sobre su unidad en y para la misma. Con otras palabras: que no se debe (comenzar inmediatamente por la dignidad del latín y su importancia en la historia de la^ul tura , ni tampoco por la necesidad de un, lenguaje unitario en la Iglesia. Advirtamos, además, casi a la entrada: se sobreentiende que la rectitud de la dignidad de los valores (culturales del latín no cae bajo el carisma de la autoridad doctrinal de la Iglesia en cuanto tal, ya que las ventajas de dicha lengua no son, ni explícita ni implícitamente, objeto de la revelación. Declaraciones de la Iglesia, que fundamentan con una exposición de los valores internos del latín su especial aptitud como lengua eclesiástica, tienen, por tanto, el peso que corresponde a la alta autoridad ¡humana de las autoridades eclesiásticas y son expresión de la potestad pastoral, que aclara así y justifica la corrección de sus prescripciones acerca del latín en la Iglesia. Está claro que tal fundamentación en la potestad pastoral permite la conclusión de que el latín ha de ser, por su cualidad objetiva, idóneo como lengua eclesiástica, pero no la de que necesariamente y por naturaleza tenga que ser para tal fin más apropiado que cualquier otra lengua; puesto que las disposiciones de potestad pastoral de la Iglesia pueden, bajo los necesarios supuestos (de su generalidad, del peso de su obligación, etc.), alzar la pretensión, por la asistencia del Espíritu, de ser buenas, pero lo que no pueden es exigir con igual grado de necesidad ser estimadas como mejores teoréticamente que cualquier otra medida posible.

Pero retrocedamos al punto de partida de nuestras reflexiones : la dignidad y la utilidad del latín no proporcionan apoyo suficiente alguno para un enunciado teológico sobre una lengua eclesiástica. Más bien debería meditarse desde fuentes teológicas lo que, desde el punto de vista de la historia de la salvación y de la revelación, son en la Iglesia el lenguaje humano, su plu-

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ralismo y su función. Damos por entendido que sobre estas cuestiones no1 pueden hacerse aquí sino algunas modestas insinuaciones. El lenguaje en cuanto tal está, según las alusiones también de la revelación, en absoluta dependencia conjunta con la esencia Jdel hombre. Porque es hombre, habla y él solo puede hablar. Y al hablar consuma precisamente su esencia humana, ya que ésta no consiste únicamente en un ser-cabe-sí interno y libre, ni tampoco sólo en la experiencia de un mundo entorno, que le sale al encuentro y en cuya posesión se posee a sí mismo, sino que significa consumación y posesión de un mundo en la comunicación yo-tú, la cual puede sólo ser poseída y realizada por medio de un ¡lenguaje real. De lo cual resulta ya que el lenguaje no es tanto un medio, ai pasteriori y reemplazable por algún otro, de entenderse entre sí los hombres, sino un constitutivum, a realizar históricamente, de la esencia humana, sin el que el hombre no puede ser pensado con realidad. La cuestión de la lengua del hombre concreto roza,,/por tanto, inmediatamente su existencia y está bajo normas de derecho natural, de tal modo que hay, por ejemplo, un derecho a la lengua madre, sustraído a la disposición estatal e incluso eclesiástica. La multiplicidad de las lenguas está dada para la Escritura con la multiplicidad de los pueblos y la separación y la interferencia históricas de cada historia de cada pueblo. El pluralismo de las lenguas en el mundo tiene, pues, los mismos aspectos, que convienen al pluralismo de los pueblos: la pluralidad de los pueblos y de las lenguas es simultáneamente expresión de la voluntad positiva de Dios, que expresa en ella la magnificencia de su creación, con expresión de la escisión pecadora de los hombres y de la positiva providencia divina de salvación, que por (medio de un pluralismo antagonista de los pueblos impide que se llegue a un levantamiento total de la humanidad una en contra suya. Y si esa humanidad así constituida en la pluralidad y desgarrada culpablemente (ambos aspectos se objetivan en la pluralidad de lenguas) ha de ser aunada en la redención una y en la Iglesia una de Cristo, resulta entonces lo siguiente: por un lado, no puede ser tarea de la Iglesia marginar en cierto modo la pluralidad de los ¡pueblos y de las lenguas por medio de un estado de Dios constituido terrenalmente con una lengua unitaria, que desalojase a todas las demás, ya que esto sería una

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negación de ese orden jde la creación, en el que la multiplicidad étnica y lingüística tiene una función desde luego positiva. Y por otro lado, sí es tarea de la Iglesia, desde su esencia en cuanto poder \de salvación del Eon caído en pecado y en discordia, dejar manifestarse para todos, a su través y en su vida, la unidud on el Cristo uno y en su salvación, una también, de la humanidad 'que es plural en los pueblos. Cómo puede y debe resolverse siempre nuevamente esta tarea en cierto modo dialéctica de la Iglesia, lo muestra paradójicamente el primer Pentecostés, en el que la Iglesia manifestó su esencia por primera vez en la historia. En el acontecimiento de Pentecostés los apóstoles, representantes aunados de la Iglesia, hablan, según el testimonio de la Escritura, ¡desde su unidad eclesial y sobre la salvación una de Cristo, en las diversas lenguas de los pueblos. El milagro de las lenguas en Pentecostés es, por de ¡pronto, un carisma, dado a los representantes de la Iglesia, y que no acontece meramente en los que escuchan la predicación apostólica 1. La Iglesia activa en su proclamación es la Iglesia, que habla las muchas lenguas de los muchos pueblos, la que sin perder la unidad en realización y objeto de su predicación, es enviada por medio de un carisma divino a la pluralidad de las lenguas, sin poder, y mucho menos aun deber, temer la pérdida de la /unidad de su mensaje en cuanto objeto o realización. La unidad permanente del Kerygma de la Iglesia abarca y afirma la pluralidad también permanente de los muchos pueblos y las muchas lenguas. La (esencia del lenguaje de la Iglesia consiste en un último entendimiento teológico, en que la fuerza del Espíritu supera la escisión de la pluralidad de lenguas en la conservación de tal pluralidad2 . Los hombres de los pueblos no reciben el carisma de entender todos en un sentido fonético e histórico la lengua una de la Iglesia, sino que es ésta la

1 Confr. A. Stolz, «Theologie der Sprache»: Benediktin. Monalschrijt 17 (1935) 121-135.

2 Confr. H. Schmidt, Liturgie et langue vulgaire (Roma 1950), que concluye con la siguiente observación su exposición de las discusiones del Concilio de Trento sobre la lengua de la liturgia: «Ce qu'on appelle unité de langue dans l'Eglise n'est au fond qu'une uniformité. La vraie unité se compose de beaucoup d'éléments, tenue ensemble par un lien surnaturel d'esprit et de matiére dans le Christ... L'uniformité ne serait qu'un signe de la faiblesse humaine qui ne permet pas de maintenir Funité dans la diversité». (192).

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que recibe la misión y la capacidad, en cuanto una para la salvación de todos, de decir a todos la salvación del Cristo, sin estar referida en un sentido último a ningún lenguaje humano o social único.

Por eso adoptó la Iglesia de los Apóstoles, sin estorbos y sin temerosas tendencias de conservación frente a la lengua de Jesús y del Antiguo Testamento, la Koiné, y habló griego, hasta el punto de que en el Nuevo Testamento la palabra de Dios no está redactada en la lengua sacral del Antiguo (aunque la Iglesia era consciente, como de un criterio esencial para la legitimación de su misión, (de su procedencia del Antiguo Testamento). Habló tal y como se hablaba allí adonde llevaba el mensaje de Jesús, y no sólo en la primera misión inevitable de aquellos hombres, sino siempre y por doquiera, incluso donde, en determinadas circunstancias, se hubiese podido forzar un lenguaje sacral para el culto. Correspondientemente, falta en Pablo cualquier esfuerzo por justificar en el servicio divino una lengua, que los participantes no entienden (1 Cor 14, 1-25). Hablar con la lengua en éxtasis en el servicio divino se rechaza, al menos |allí donde no está a mano algún intérprete, con la indicación de que los que escuchan no entenderían nada, se verían, por tanto, empujados al papel de bárbaros laicos, siendo, pues, mucho mejor hablar en la asamblea ide la comunidad «cinco» palabras comprensibles, que diez mil inspiradas caris-máticamente por el (Espíritu Santo, pero ininteligibles para los demás. Por supuesto que en este realismo, tan sobrio, no se cae en purismos. También se dice el amen, el alleluia y el mara-natha.

En vista de esta actitud, procedente de una última libertad de acción, teológicamente fundada, de la Iglesia, que se constituye frente al pluralismo de las lenguas, habrá que guardarse de querer reconocer al latín y a su índole peculiar una significación demasiado providencial. La Iglesia acoge las lenguas de los ¡pueblos, en cuyos ámbitos surge, no porque descubra en ellas, en diferencia para con las demás, una propia índole especial, una aptitud preferente para el cristianismo, sino porque está de antemano convencida de que ha de [hablar, y de que puede proclamar para todos la salvación una, en las lenguas de los pueblos, a los que ha sido enviada; de ¡que puede y debe

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hablar tanto en la lengua de los partos, mcdos, frigios y árabes, como en la de los advenae romani ;_(Ac. Ap. 2,9 s. s.). Sin duda, que cada lengua tiene sus especiales ventajas frente a todas las demás, incluso bajo el supuesto do que se haga una .comparación entre ellas en un mismo grado de desarrollo histórico. Y cada una tiene también, medida con las ,otras, sus inconvenientes. Negar una u otra cosa, querer, por tanto, adjudicar a una lengua frente a las otras sólo ventajas o inconvenientes polo (siempre bajo un supuesto construido, que no se da siempre para cada lengua en cada instante de su existencia (histórica), no sería sino nacionalismo ingenuo. No hay un pueblo que en su concrección histórica sea sólo de por sí, y en ventaja sobre todos los demás, el pueblo por excelencia o «God's own country», y lo mismo habrá que decir de cada una de las lenguas.

Se puede, pues, con todo derecho, indicar ciertas ventajas del latín, que hacen a esta lengua, en determinados respectos, pero (EÓlo así, especialmente apta para la Iglesia y para lo que ésta quiere decir, y se puede considerar en dichas ventajas razones de la providencialidad de su aplicación en boca de la Iglesia (tal y como legítimamente lo hacen la Constitutio Apostólica y otras muchas declaraciones papales anteriores), per» esas ventajas no significan ningún privilegio absoluto de tal lengua frente a las otras, jporque si estas otras no tienen dichas ventajas, tienen otras, sin embargo, que las hubiesen hecho al fin y al cabo, si bien de muy distinto modo, igualmente apropiadas en cuanto lengua de la misma Iglesia. Si alguien quisiera discutir en serio esta simple reflexión, debería ser preguntado sobre el derecho con que puede discutir la aptitud igualmente grande del hebreo y tdel griego, ya que es en esas lenguas, y no en latín, como Dios nos ha dicho su palabra.

Una especial capacitación del latín para ser realmente frente a otras lenguas, j por su esencia propia y natural, la lengua de la Iglesia, es cosa que habrá, ni más ni menos, que someter a discusión. Sobre todo, porque se podría (igual que respecto, de las peculiaridades /especiales de cada pueblo) en cada lengua, y en el latín también, destacar peculiaridades, que son un estorbo para anunciar en ella la palabra de Dios. Que el latín se haya convertido, /en un grado de hecho preferente, en la lengua de relaciones de la Iglesia, no tiene su explicación última

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en una excelencia especial suya, sino más bien en la historicidad del origen de (la Iglesia, que según una providencia de Dios (cuya disposición tenemos que entender como un simple hecho de la libertad divina, ya que también su elección en tales cosas es gracia, que por parte del hombre no tiene al fin y al cabo razón alguna), comienza en un círculo de cultura determinado 3 .

Habrá que decir, además, que la frase del latín como lengua de la Iglesia, si se maneja indiscretamente, debería estar, y no del todo sin motivo, expuesta al reproche, de presuponer un concepto clerical de aquélla, en el cual queda identificada con el clero, y en el que se considera a la multitud de los creyentes sólo como objeto de la cura de salvación eclesiástica. Pero si todos los cristianos bautizados son miembros de la Iglesia, a la que conforman conjuntamente, no podrá una lengua, que en el mejor de los casos hablan sólo los clérigos, ser designada, a no ser sino con la mayor prudencia, en cuanto lengua de la Iglesia, si es que no se quiere prestar apoyo intencionadamente a un concepto de ésta, que debiera estar propiamente superado por la encíclica ;«Mystici Corporis» de Pío XII. Nos estará permitido decir también, con todo respeto por el meollo permanente de las declaraciones en el siglo Xix de sínodos particulares *, que tales declaraciones fueron (¡no solamente!)

3 Fr. Lepargneur, «L'universalita del Eglise romaine»: Eglise vivante 13 (1961) 403-416.

4 Austria: Viena 1849 (Coll. Lac. V 1363 a); Viena 1856, Conv. Epp. Austr. a. 1856 (Coll. Lac. V 1261 c); Viena 1858, Decr. Conc. prov. Víennensis. a. 1858, tít. VI, cap. 2

(Coll. Lac. V 202 a); Gran 1858, Decr. Conc. Strigonien. a. 1858, tít. VI, cap. 5 (Coll. Lac. V

61 a); Praga 1860, Decr. Conc. prov. Pragen. a. 1860, tít. I, cap. 9 (Coll.

Lac. V 431 c); Kolocza 1863, Decr. Conc. prov. Colocen. a. 1863, tít. IV, cap. 3

(Coll. Lac. V 664 d). Alemania: Colonia 1860, Decr. Conc. prov. Colon, a. 1860, tít. II, cap. 26 (Coll.

Lac. V 368 a). Holanda: Utrecht 1865, Conc. Ultraiect. a. 1865, tít. IX, cap. 2 (Coll. Lac. V

915 b).

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documentos de una política de restauración, tal y como se expresaba entonces en el apoyo al ncogólieo, a los nazarenos, en una cierta índole, ¡condicionada temporalmente, de neoescolás-tica, en la defensa de la.s monarquías, en un excesivo conservadurismo frenle a los nuevos movimientos sociales, en una reacción muy agudizada contra las .aspiraciones pastorales de

Inglaterra: Wesiminstcr 1IÍ59, Conc. Wetsmonast., tít. II, decr. 14,7' (Coll. Lac.

III 10J8(M019 a). U. S. A-Baltimore 1886, Acta et Decreta Conc. plenarii Baltimorensis Il la

1886 (Baltim. typis J. Murphey et Soc. 1886). Decr., tít. V, cap. 2, 167 s. Francia: París 1844, Litterae synodal. IV (Coll. Lac. IV 86 d);

París 1849, Conc. prov, París, a. 1849. tít. IV, cap. 1 (Coll. Lac. IV 29 d);

Reims 1849, Conc. Rhemens. a. 1849, tít. 18, cap. 2 (Coll. Lac. IV 152d-153a);

Avignon 1849, Conc. prov. Avenion. a. 1849, tít. X, cap. 1 (Coll. Lac. IV 360d-361a);

Lyon 1850, Conc. prov. Lugdun. 1850, Decr. 26, 7.8 (Coll. Lac. IV 435d-486a);

Aix 1850, Conc. piov. Aquens. a. 1850, tít. IX, cap. 4,13 (Coll. Lac. 1000c);

Bourges 1850, Conc. prov. Bituricens. a. 1850, tít. III (Coll. Lac. IV 1108c);

Burdeos 1850, Conc. prov. Burdigalens. a. 1850, tít. V, cap. 4, 3.6 (Coll. Lac. IV 595b-59óa);

Sens 1850, Conc. prov. Senonens. a. 1850, tít. IV, cap. 5 (ColL Lac. IV 906c);

Auch 1851, Conc. prov. Ausacitan. a. 1851, tít. III, cap. 3,186 (Coll. Lac. IV 1208b);

Burdeos 1868, Conc. prov. Burdigal. a. 1868, cap. 10, 6.7 (Coll. Lac. IV 846b-847a).

Italia: Asamblea de los obispos de Umbría 1849, Consess. Epp. Umbr. a.

1849, tít. IX (Coll. Lac. VI 761b); Asamblea de los obispos de Sicilia 1850, Congreg. Epp. Sicil. a. 1850,

tít. I, cap. 2 (Coll. Lac. VI 813c); Pisa 1850, Act. Synod. Conv. Pis., sess. IV, cap. 1,4 (Coll. Lac. VI

230c); Loreto 1850, Conv. Epp. Lauret. a. 1850, art. 3 (Coll. Lac. VI 793a); Ravena 1855, Conc. prov. Ravennatis. a. 1855, pars IV, cap. 6,3

(Coll. Lac. VI 201c-202a); Urbino 1859, Conc. prov. Urbinatens. a. 1859, Adlig. IV, 1 (Coll.

Lac. VI 99a-d); Venecia 1859, Decr. Conc. prov. Venet. a. 1859, pars II, cap. 16

(Coll. Lac. VI 315c). Todos estos datos están tomados del trabajo de R. Herkenraht, «Die

Sprache der Theologie», ZkTh 13 (1889) 597-630, que reproduce muy

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reforma del tiempo de la ilustración, y en la supravaloración, condicionada históricamente, de una forma de la liturgia romana 5.

2. El latín como lengua de relaciones de la Iglesia una en general

Si desde una comprensión teológica el lenguaje de la Iglesia es, ni más ni menos, que la unidad de la proclamación de la salvación una por medio de esa Iglesia, que también es una, y precisamente en la pluralidad de las lenguas, no se niega con ello en modo alguno que haya, y que deba haber, con gran provecho y con derecho inmejorable, de una manera casi inevitable, una lengua eclesiástica única para las relaciones. Cierto que todas las lenguas son ¡lenguas de la Iglesia, si sirven a su confesión de fe, a la llamada inescrutable del Espíritu en el corazón de los cristianos, y al cuño de una Iglesia local, ya que entonces son utilizadas legítimamente en la autonealización de la Iglesia por medio de sus miembros y sus representantes según ministerio. Tal hecho no puede ser olvidado u obscurecido en la discusión que nos ocupa ahora. Pero, a pesar de Ja pluralidad de las Iglesias locales en la pluralidad de los pueblos y de sus lenguas, la Iglesia es (fina en el ámbito de su historicidad desde su origen y por su esencia. Las Iglesias de cada lugar, en cada situación histórica, forman siempre conjuntamente la Iglesia una. Esta tmidad no es la mera unidad del mismo espíritu divino que todo lo domina, no es sólo la unidad de la misma «ideología» (mejor dicho: de la fe), sino la unidad además de una sociedad perfecta, perceptible históricamente, unidad de la plenitud eclesiástica de potestades en el pastor supremo de la Iglesia y en la unidad, vinculada con éste indisolublemente, del colegio episcopal, unidad de un amor operante entre ,todos los miembros de la Iglesia dispersa por el mundo, unidad de recí-

bien la posición del problema a fines del siglo XIX (con una valiosa indicación de literatura más antigua). En el estudio de los sínodos provinciales se advierte una preponderancia de los países románico» (solo Francia consigna más que todos los otros países no románicos tomados juntos), y un desnivel correspondiente respecto de las exigencias y fun-damentaciones para el uso del latín (confr. R. Herkenrath, loe. cit., 601-605).

6 Confr. J. A. Jungmann, «Liturgische Erneuerung ¡nvischen Barock und Gegenwart: Lit. Jahrbuch 12 (1962) 1-15.

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proca participación en el culto. Semejante unidad podrá apenas pasarse de una lengua de relaciones. Es pasible que dicha unidad, que no podrá consumarse en todas sus dimensiones, sino con la ayuda de la locución humana, se efectúe primeramente porque el hombre, que la realiza y proporciona, habla varias lenguas. Pero el crecimiento de la Iglesia en muchos pueblos y lenguas trae consigo, y esto se entiende de por sí, la configuración, para la realización de esa verdad, de una lengua común de relaciones.

No es tarea de estas reflexiones considerar las muchas posibilidades a priori, en que se puede pensar de suyo para ,1a elaboración de dicha lengua común de relaciones, que hace de puente entre la permanente pluralidad de las lenguas en la Iglesia y una realización más patente de su unidad. Aquí nos será sólo necesario constatar el hecho histórico, de que en ,1a Iglesia se ha formado ya tal lengua, que es el latín, que es, por tanto, apropiado para tal finalidad. Que sea esta lengua la que se ha desarrollado en cuanto lengua de relaciones, puesto que antaño fue de hecho la única del círculo de cultura occidental, que alcanzaba el nivel cultural necesario ¡jara la vida de la Iglesia; que el ámbito de la Iglesia católico-romana de suyo (si bien lamentablemente) se haya identificado desde el cisma de Oriente con el círculo de cultura occidental, y por ello latino, aclara por qué el latín se convirtió en la casi ineludible lengua de relaciones de la Iglesia una. Pero esto no es propiamente decisivo. Que esta lengua del círculo de cultura occidental, como ámbito de la Iglesia de Cristo, haya seguido siendo, y con derecho, hasta nuestros tiempos la lengua de relaciones de esa Iglesia, que es una, se justifica por el hecho, ¿de que la Iglesia necesita de tal lengua única de relaciones, y precisamente cuando el latín no es ya la lengua de la cultura de un occidente unitario y cuando la Iglesia no se identifica ya con el círculo geográfico occidental. Sólo si se ve así el asunto, se puede responder con verdadero acierto a la cuestión de cómo puede la Iglesia considerar el latín en un verdadero sentido como su propia lengua, aunque las Iglesias, unidas y separadas, de Oriente, no le hayan nunca conocido históricamente como lengua de su círculo de cultura, sin que dejen de poder ser por ello, o de serlo de hecho, miembros con igualdad de derechos de la Igle-

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sia una y católica. Ellos también .pueden considerar el latín como la única lengua de relaciones, que prácticamente es viable en la Iglesia entera, y en, último término, no por su historia en la Iglesia de antes, .sino porque a causa de la necesidad de una lengua una de relaciones, el latín ha de valer como la única prácticamente posible. Con lo cual no se niega que para la Iglesia latina (de Occidente, en, su relación para con el latín se añade, aparte del punto de vista de la necesidad de una lengua unitaria de relaciones, la dignidad e importancia de tal lengua en el círculo de cultura .occidental.

El católico occidental tiene, pues, para con el latín una relación doble; para él, como para todos los cristianos, es la lengua de relaciones de la Iglesia una, y es además la de su propio pasado histórico en un sentido estricto, la que ama, por tanto, y cuida como fondo vivo de su propia historia. Esta segunda circunstancia no cuenta casi para la Iglesia de Oriente, ni está dada en la misma medida en la época incipiente de la Iglesia mundial para los pueblos del Oriente cercano y de África. Sin embargo, el latín podrá seguir siendo, y lo será, para todos la lengua de relaciones dada. Puesto que prácticamente no so puede pensar en ninguna otra. La Iglesia, a saber, no tiene razón alguna, que sea visible, para adoptar o crear un lenguaje artificial como el esperanto, y tampoco tiene una razón para hacer de una de las grandes lenguas vivas del mundo, tal el inglés por ejemplo, su propia lengua internacional de relaciones. Ninguna de las dos cosas es conveniente, ya que una lengua artificial no podría servir mejor a las necesidades de la Iglesia que la lengua, antigua y ya eclesializada, 4de su pasado, y una lengua mundial moderna, el inglés o el francés, tiene hoy menos probabilidades que hace cien, años de que Jodos los pueblos de la Iglesia la manejen como medio común de comprensión con éxito y con agrado.

Si la Iglesia una de todos los tiempos necesita, por razones enteramente prácticas, de una lengua común de relaciones, hoy es esa necesidad más urgente aún que lo fue antes. Porque la multiplicidad de los pueblos y las culturas en la Iglesia una, que se dispone ahora a ser Iglesia realmente mundial, es hoy mayor que jamás en su historia. Y las necesidades de un operar histórico, concreto, de la Iglesia entera en cuanto una en una

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estrategia global de misión, en una operativa ayuda de cada miembro en favor del otro, etc., son hoy mayores que nunca. Se podría objetar- en contra, que la imbricación constantemente creciente do las historias do cada pueblo en una historia del mundo única, si bien internamente antagonista, no lia producido, al monos hasta ahora, ninguna lengua de relaciones eficazmente unitaria, sino que el entendimiento entre las diversas lenguas se efectúa de otra manera, sea porque se aprovecha la probabilidad de una fácil y rápida traducción de una lengua a otra, sea porque las lenguas de unas pocas ¡potencias mundiales sirven para la relación internacional. Pero tales medidas de ayuda son eso, y nada más, en la concreta situación de ,1a historia mundial que se unifica, y en la Iglesia hay ya, por el contrario, una lengua ,de relaciones históricamente desarrollada, que respeta la sensibilidad nacional y la igualdad de derechos de todos los pueblos, que está ya ahí en cuanto una, no que debe ser inventada o encontrada, que hay que guardar, por tanto, sólo, cuidarla y elaborarla ulteriormente. ¿Qué razón, pues, podría aducirse para renunciar a esa lengua de relaciones que existe ya?

Cierto ^ue hay que ponerse en claro sobriamente, y sin prejuicios, acerca de que el latín es y será en la Iglesia del presente, y del futuro, una lengua de relaciones. Esto y no más. Los argumentos, que los humanistas del tiempo del Renacimiento, de después e incluso del siglo XIX, han expuesto en pro del latín como un patrimonio de educación imprescindible para el hombre occidental, no pueden Jiacerse válidos para hombres de otros círculos de cultura, que entran hoy y que entrarán mañana, en la Iglesia. Y si esto quisiera hacerse por motivos teológicos (de otros motivos puede disputarse de antemano), habría entonces consecuentemente que exigir, al igual que el latín, para el cristiano occidental, el griego, y el hebreo también, como lenguas esenciales del pasado de la Iglesia. Para hombres de otros círculos de cultura no es el latín un patrimonio de educación imprescindible e irreemplazable, que proceda de su inmediato pasado histórico, sino más bien (sit venia verbo) el esperanto eclesiástico, que por amor a la Iglesia y a su unidad aprenderán con gusto y buena voluntad. Para ellos el latín tiene la ¿significación, si auténtica, limitada, de una lengua de

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relaciones, pero no la función de un subsuelo espiritual, del que crece la propia y permanente cultura.

Si se quisiera objetar, que tanto por medio de la entrada en la Iglesia una de pueblos nuevos, como por la imbricación de las historias de todos los pueblos en la actual y única historia universal, el pasado de Occidente se ha convertido también en un momento en la historia de esos nuevos pueblos eclesiales, teniendo, por tanto, el latín que significar para ellos más que un mero esperanto eclesiástico, habría que decir a Jal objeción, que si en cierta medida puede estarse con ella de acuerdo, prácticamente no aporta mucho para la gran masa de cultivados de esos pueblos, ya que el mismo argumento tiene también validez inversa, es decir, que las culturas no occidentales se han hecho hoy también un momento en la Iglesia y en la actual situación de Occidente, sin que los cultos occidentales saquen por ello la consecuencia, de que hayan de aprender ahora sánscrito, por ejemplo, o chino clásico.

Respecto a esta reducción del latín a una mera, si bien imprescindible, lengua de relaciones en la Iglesia, advertiremos todavía algo, que la expresa aún más manifiestamente. Durante siglos el latín ha sido en la historia occidental la única lengua tan .desarrollada culturalmente, que podía servir, incluso dentro de un único pueblo tomado en sí mismo, a las necesidades religiosas y eclesiásticas del cristianismo., El latín era para cada pueblo respectivo la lengua viva de la educación y de los cultos, y frente a él surgían otras lenguas, que no habían alcanzado todavía ese grado de desarrollo histórico. Hoy las cosas son de otra manera6. Según se mostrará más tarde detalladamente, las modernas lenguas de cultura, al menos las de,Occidente, están todas en situación de ser en cada aspecto y dentro de su determinado pueblo, lenguas de ciencia actual, de cultura, de creación literaria, de educación, de religión cristiana. Con lo cual ha perdido el latín, se alegre uno sobre ello o no, una parte de la importancia que tuvo antes. El hombre occidental moderno

e La alusión a que el latín ha vivido ya tres veces un renacimiento (así en las Ordinatiop.es AAS 54 (1962) 340, pasa esto por alto. Además puede decirse, que la revitalización del latín «clásico» en el Renacimiento fue precisamente el comienzo de la muerte del latín como lengua que se desarrollaba de manera real y viva.

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vivirá en la realización concreta de su cristianismo, aun cuando sea muy culto y ¿muy diferenciado, do mi propia y moderna lengua madre, y podrá hacerlo tun reparos, cosa que no era posible hace algunos siglos, Por lo cual el latín, necesario dura e inexcusablemente, po convierto en una lengua auxiliar de relaciones, en un esperanto eclesiástico. Es de esperar que el latín seguirá preocupando en Occidente como un momento insustituible en la propia historia occidental y en la historia de Ja Iglesia. Pero tal recurso del hombre occidental sobre su historia propia, la anamnesis, impuesta obligatoriamente, de su pasado latino, es un momento pn su vida cultural, pero no lo es inmediatamente en la vida de la Iglesia en cuanto entera, ni en la del cristiano en cuanto tal. Y el recurso al pasado de la Iglesia y a su teología, necesario siempre a la Iglesia misma y a la teología, no comporta fundamentalmente para el cristiano de Occidente, ni para los otros cristianos de Oriente y del futuro de la Iglesia, una relación distinta de la que tienen frente al pasado griego y hebreo. El teólogo sumamente cultivado de África en el siglo XXi, tendrá que entender algo inevitablemente del griego y del hebreo, ya que si no no podrá realizar el recurso inmediato a las fuentes de la revelación original, y tendrá que tener en cuanto teólogo la prisma relación frente al latín. Pero todas estas necesidades no son en el fondo de otra índole, ni de mayor urgencia y amplitud, que las que el actual teólogo de Occidente reconoce y xealiza frente al hebreo y frente al griego. Lo cual, visto en su conjunto, nada cambia en el hecho de que en la Iglesia del presente y en la del futuro sobre todo, el latín tiene sólo, y .tendrá, la función de una lengua auxiliar de relaciones, do un esperanto eclesiástico. Así es. en las fronteras de tal labor, como el latín ha de permanecer y permanecerá en la Iglesia. Y por eso se plantean al cultivo de este latín tareas siempre nuevas, llenas de responsabilidad, que han de resolverse a su vez xenovadoramente.

3. El latín como lengua ((secundaría» («muerta»)

Antes de poder aplicar las reflexiones precedentes sobre el latín eclesiástico a los diversos ámbitos de la vida de ,1a Iglesia, en los que sirve, y ha de seguir sirviendo, como lengua de rela-

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ciones, habrá que considerar aún otro hecho. El latín se ha convertido en una lengua muerta. Tal vez se pueda evitar esta expresión. Tal vez hacerlo sea incluso conveniente, ya que dicha expresión puede llevar consigo el tono de una depreciación o reproche, y el estado de cosas en que pensamos no queda ni rozado siquiera en su facticidad por semejante cuestión terminológica. El latín, que se habla y ha de hablarse en la Iglesia, no es ya en ninguna parte del mundo lengua de un pueblo, en la que éste viva y despliegue su cotidianeidad y su cultura. Y si a tal lengua se la llama viva, el latín es entonces una lengua muerta, con lo cual no se niega, desde luego, que su muerte o (si se quiere) su transformación en las modernas lenguas románicas haya exigido largo tiempo, no haya sucedido en todas partes simultáneamente, sino mucho más tarde sobre todo en determinados círculos cultos, que en la vida de todos los días de las masas del pueblo, como cuando, por ejemplo, tenía aún vigencia en la Edad Media en cuanto lengua viva del clero cultivado. Pero sea como sea, el latín es hoy, en el sentido descrito y en cualquier nivel de cultura, una lengua muerta. Sin embargo, evitemos este término y digamos: el latín ha llegado hoy a ser una lengua «secundaria». En cuanto que todavía hoy se acomoda, si bien quizá secundariamente y sin facilidad, y en una dependencia, que expondremos más exactamente, respecto de las lenguas modernas, a las necesidades actuales, y en cuanto que así puede servir en la Iglesia como lengua de relaciones manejada prácticamente, podrá, claro está, con toda tranquilidad ser designada como lingua ecclesiae viva (Veterum sapien-tia n. 6.)

Que digamos muerta o secundaria, ninguna de las dos expresiones significa, por supuesto, que el latín no pueda desarrollarse ulteriormente. En su apologética se celebra con frecuencia que es una lengua inmodificable. Y en esta propiedad se advierte su especial aptitud para el uso eclesiástico. Su inmutabilidad se explica además porque ya no es una lengua viva, sino inmutable en cuanto lengua muerta, ya que no está sometida al cambio histórico de un pueblo determinado. Cierto, que habrá que conceder, que la fluidez de la lengua latina en comparación con las modernas lenguas «vivas» es hoy considerablemente más escasa. Pero no por ello se puede hablar en serio

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de una inmutabilidad de esta lengua en un sentido pleno y estricto. Algo así no puede decirse en absoluto. Puesto que en el instante mismo que fuese real y pleniinirnlo inmutable, en que no pudiese modificarse ya en su material lingüístico, sería inepta precisamente para gran parle de la función eclesiástica que se le adjudica. Son nuevas realidades del pensamiento, de la realización religiosa, del encuentro con un profano mundo entorno, que so transforma, las que han de ser enunciadas, realidades, que antes no existían o que no fueron antes para el hombre reflejamente temáticas. Una lengua que quiere lograr esto tiene que transformarse. Tiene que producir nuevas palabras, y la mentalidad y las necesidades de los que la usan hacen su efecto forzosamente, y más allá de la mera formación de palabras nuevas, sobre el carácter entero de dicha lengua, igual que el latín de la Iglesia en la Edad Media era, inevitablemente y con pleno derecho, distinto (y no sólo respecto del acrecentamiento de vocabulario) del del tiempo de Cicerón o de León el Grande.

Que la Iglesia no tiene seriamente esa lengua suya, que quiere hablar hoy, por inmutable ni más ni menos, lo muestra también la Contitución Apostólica de Juan XXIII. En ésta se exige una especie de Academia del latín eclesiástico, que siga elaborándole y haciéndole así lo más apropiado que sea posible para su uso en el presente. Pero, y esto es lo decisivo, ese laudable y necesario desarrollo ulterior del latín, que podría dejarle aparecer como una «lengua» viva, y que en cierto aspecto le constituye como tal, es una consecutiva conformación secundaria, esto es, que acontece siempre e inevitablemente en dependencia de la prosecutiva conformación histórica de una lengua moderna. Aun cuando se valore el latín muy altamente y se presuponga en medida plena el cuidado y el uso que la Iglesia desea de él, no se podrá abolir el hecho de las lenguas modernas como portadoras de la vida social, cultural y espiritual de la humanidad de hoy. Filosofía moderna, ciencias jurídicas y del Estado, ciencias sociales, históricas y naturales, creación literaria, en una palabra, la vida entera espiritual de la humanidad actual se consumará, aunque el latín se cultive del modo más ideal, tanto como por completo en el medio de las lenguas modernas; el hombre de hoy poseerá la realidad de su existencia

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en todos sus encuentros, en su cambio histórico, por mediarían de su propia lengua madre. El latín será siempre, en el mejor de los casos, la traducción de las lenguas, en las que sucede y sucederá la relación para con el mundo original e inmediata del hombre de hoy 7. Y por eso el latín de hoy es, a diferencia del latín de tiempos anteriores, hasta quizá (con distinciones) el siglo xvín, una lengua secundaria. Su historia y conformación de ahora y del futuro sucede en la medida en que se desarrolla el vocabulario de las lenguas modernas. No hay ni habrá prácticamente hombre alguno que pueda, por ejemplo, hacer pensables en latín y originalmente los progresos de las modernas ciencias naturales. No habrá ya hombres que realicen en latín, originalmente y en real independencia de una lengua moderna, las cuestiones incandescentes de la sociedad y de la economía, de la técnica y del dominio espiritual de las más hondas preguntas de la existencia humana. En el mejor caso podrán decir, traducido al latín, lo que han experimentado, pensado, apresado por medio de su lengua madre, lo que en ella se han comunicado recíprocamente. Y no habrá ya en la práctica concreía hombres que, fuera de una liturgia oficial, digan a su Dios en latín las palabras de las oraciones, que provienen del corazón, hombres que digan, de otra manera que en una lengua moderna, las palabras del amor, del júbilo y de la conjuración poética de la existencia.

Se podrá lamentar este destino de las grandes lenguas, entre las que se cuenta el latín. Pero ese destino no le puede cambiar nadie. Y el cristiano, que cree en el imperio de la providencia divina en la historia de los pueblos y que sabe que, según la positiva voluntad de Dios, ha de haber muchos pueblos con muchas lenguas, será el que menos motivo tenga para querer que en este aspecto gire hacia atrás la rueda de la historia. El latín se ha convertido en una lengua secundaria, y sólo bajo el presupuesto inequívoco de este hecho se puede cavilar seriamente sobre el pap'el que es aún capaz de desempeñar en la Iglesia. Pero si se presupone este hecho sin digresiones, se cae en la cuenta de que el latín, por un lado, no puede ser llama-

1 Lo cual queda indirectamente probado por todos los intentos de nuevas conformidades de palabras latinas. Confr. A. Bacci, Lexicón eorum vocabulorum, quae dijjicüius latine redduntur. Roma 1955.

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do, en una comprensión suprema y última, la lengua propia de la Iglesia, ya que esta será la plenitud, aunada en la unidad ecle-sial y en la fuerza del Espíritu Simio, do IUH lenguas vivas de los pueblos, en las cuales rutón realizan su vida, también ante Dios, originalmente; y por otro lado, de que por razones prácticas debe luiber n mano en la Iglesia una lengua general de relaciones, que.^claro está, mientras haya varias lenguas originales, no podrá ser sino secundaria. Pero entonces el latín es completamente apropiado, en cuanto lengua secundaria, como lengua de relaciones de la Iglesia, y no tiene en esta función ninguna competencia seria, de modo que habrá sólo que procurar que, ya que es prácticamente necesario, sea también de veras capaz en el marco y para los fines que se plantean en general respecto de una lengua de relaciones.

4. El latín como patrimonio humanístico de educación*

Apenas podemos hablar aquí sobre este tema. No porque sea esta cuestión poco importante, esté ya sobrepasada, sino porque es de suyo de tanto peso, tan difícil, de tan amplio alcance, que necesitaría de un tratamiento propio. Tratada ha

8 Esta cuestión se discute con mucho celo dentro del problema general, esto es, del de un humanismo hoy. Ofrecemos una modestísima selección de las numerosas publicaciones de los últimos años.

W. Rüegg, Humanismus, studium genérale und studia humanitatis in Deutschland, Darmstadt 1954;

L. Kneissler, Das humanistische Gymnasium im Zeilalter der Technik, Viena 1954;

J. M. Hoek, Grieks-romeinse cultuur in de moderne samenleving, Amberes 1955;

R. Meister, «Von der Wiedergeburt des klassischen Altertums zur Konstanz des Humanismusproblems»: Anzeiger der Osterr. Akademie der fTissenschaften, phil-hist. Klasse 92 (1955) 209-220;

F. Else, «The classics in the twentieth century»: The Classical Journal 52 (1956) 1-9;

W. Schadewaldt, Sinn und "Wert der humanistisfchen Bildung im Leben unserer Zeit, Gottinga 1957;

C. Schmid, Das humanistische Bildungsideal. Frankfurt/M. 1956; F. Schnabel, Das humanistische Bildungsgut im Wandel von Slaat und

Gesellschaft, Munich 1956; W. Richter, Die alten Sprachen in der neuen Welt, Gottinga 1957; H. Kanz, «Der Bildungswert des Lateinischen und die moderne Pada-

gogik»; Gymnasium 64 (1957) 424-444;

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sido, y con frecuencia 9, en las declaraciones de los Papas de los últimos cien años, hasta Juan XXIII. Sobre todo conjuntamente con la cuestión de cómo haya de configurarse la educación humanística en el plan docente de los Seminarios Menores. En tal contexto se acentúa la gran importancia del latín en esa educación general, que es presupuesto indispensable para el clérigo en ciernes. Y no sólo se resalta la utilidad de esta lengua para los estudios clericales, sino su intrínseco y puro valor educativo. Estas declaraciones del supremo ministerio eclesiástico, subrayadas también por la nueva Constitución con referencia al C. I. C , can. 1364, y a una carta apostólica de Pío XI del 1-8-1922 (AAS 14 (1922) 453), deben también valer, según este último documento (n. 3), para la función de las llamadas vocaciones tardías. El latín, en cuanto patrimonio humanístico de educación, tiene sin duda una importancia especial para el futuro clérigo. Puesto que más tarde deberá tener una relación especial para con las ciencias del espíritu, tendrá, sobre todo, que poder pensar históricamente, ya que es ésta una actitud espiritual de significación insustituible para un cristiano cultivado y especialmente para un teólogo. La Iglesia tiene por ello, todavía hoy, en la época de las ciencias de la naturaleza, de la técnica y de la educación politécnica, el ánimo, justificado desde luego, de reclamar y de apoyar para el futuro clero una educación general, que pone al alumno en conocimiento de las obras de la auténtica historia del espíritu. Para tal finalidad, el latín es, junto con el griego (Veterum sapienlia, n. 7), de utilidad y de valor sumos.

Cierto que también habrá que ver la realidad en este aspec-

J. Ferguson, Roma aeterna. The valué or classical studies for ihe twentieth century, Ibadan (Nigeria) 1957;

Ch. O. Brink, Latín Studies and the Humanities, Londres 1957; Bildungsavftrag und Bildungsplane der Gymnasien, Berlín-Góttingen-

Heídelberg 1958; A. Willot, «Humanisme et langues vivantes»: Les Études Classiques 27

(1959) 174-186; W. Kaegi, Humanismus der Gegenwart, Zürich 1959; W. Jaegei, Humanistische Reden und Vortrage2, Berlín 1960; H. Becher, Das Ringen der Gegenwart um, den Humanismus, Frank

furt/M. 1960. S. Sinanoglu, L'Humanisme á venir. Ankara 1960; 9 Confr. Enchiridion clericorum n. 461-465; n. 594 s.s.

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to tal y como es 10. Y por dos lados: en el círculo de cultura occidental es indispensable para el clérigo una educación que le haga culto en su tiempo y círculo cultural, culto según tal modo de entender la cultura. Ha de poder ser un verdadero interlocutor de los universitarios de su círculo cultural, y ha de poder asentarse a la misma altura de educación que ellos. No puede, por tanto, reducir su educación, según los cultos hacían hasta muy entrado el siglo XIX, a la «humanística» en sentido estricto, o traicionaría, de lo contrario, su propia vocación. Las propias instituciones eclesiástica*, que quieren proporcionar, para los futuros clérigos u otros discípulos, la general educación de escuela superior en preparación del estudio universitario, no pueden sino tomar en consideración en una elevada medida (lo cual no significa por necesidad adoptar servilmente) los planes de enseñanza de uso en las escuelas estatales, por mucho que por su parte tuviesen que llevar a cabo la tarea creadora e infrecuente de tomar ejemplarmente la delantera en el desarrollo ulterior de esos planes docentes en un sentido de auténtico humanismo. Si hoy pertenece al patrimonio educativo del hombre una educación técnica y de ciencias de la naturaleza (se piense como se piense la dosificación ideal de ciencias de la naturaleza, técnica y humanidades), la intensidad y el logro del cultivo del latín en el promedio de los escolares de enseñanza media se han hecho ya mucho más escasos que en tiempos anteriores, ya que a la postre no puede prolongarse a capricho la duración de esta etapa de la enseñanza, y puesto que en el mismo tiempo de formación, se puede comprimir una medida solo finita de materia docente, no siendo factible aplazar enteramente para después de este tiempo las ciencias de la naturaleza, que en cuanto disciplinas, ejercidas correctamente, pueden desde luego tener su importancia para la educación humana.

19 La FTEC (Fédératión internationale des Associations d'Etudes clas-siques) ha presentado a la UNESCO en 1959 un informe, preparado por múltiples encuestas desde 1956. sobre la significación de las lenguas clásicas tv>ra la cultura del'presen'e fl." ro'e d". la cvliwe rlassiqíie c> h'i">a-niste dans la vie culturelle d'aujourd'hiii), el cml registra un movimiento de relruceso. Confr. las indicaciones de las siguieres revisias: Estudios clásicos 3 (1956) 485-190; L'Antiqui'é classique 27 (1953) 395-393; Si-culorum Gymnasium 12 (1959) 216-220; Anzeiger ¡iir Alterlumswissens-chajt 13 (1960) 189.

La UNESCO lia anunciado una amplia publicación de dicho informe.

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Lo segundo que hay que considerar es esto: la Iglesia ha penetrado en la época de la Iglesia mundial en la historia una del mundo. Por mucho que esto signifique, que la historia de Occidente se ha convertido junto con todos sus bienes educativos en un momento de la historia de pueblos que no son occidentales; por mucho que, además, la historia de la revelación y de la Iglesia sea también, junto con sus lenguas, una tarea para los pueblos que no pertenecen a Occidente y que lentamente entran ahora con sus historias propias en esa Iglesia, seguirá siendo verdad, sin embargo, qué no se puede seriamente esperar en el futuro de los pueblos de África y de Asia, que tengan para con el latín la misma relación que los pueblos occidentales. No es necesario que aquellos pueblos nuevos consideren la cultura helenístico-romana como el suelo madre más propio e inmediato de la suya propia. En conjunto, seguirá siendo el latín para ellos algo así como un «esperanto» eclesiástico, y los bienes educativos de la antigüedad greco-romana serán realidad permanente de sus culturas a la misma distancia aproximadamente que es nuestra la cultura del Oriente Medio, a la que Israel pertenecía con su hebreo.

II , E L LATÍN EN LA LITURGIA

Sobre la cuestión que refiere este epígrafe hemos de hablar aquí sólo con brevedad, ya que en el círculo de la teología pastoral y de la ciencia litúrgica de los últimos decenios se la ha tratado suficientementen , y puesto que la aludida Constitución Apostólica no se ocupa muy penetrantemente de este asunto específico, sin duda porque no quiere anticiparse a los debates y decisiones del Concilio. Si esta Constitución Apostólica prescribe a los obispos (en el n. 2 de las determinaciones prácticas finales) vigilancia para que en su territorio no se escriba contra el latín como lengua de escuela y de liturgia, tal prescripción se refiere sólo manifiestamente a impugnaciones de novarum rerum studiosi, expuestas praeiudicata opinione. Pero no quiere, por tanto, y también manifiestamente, prohibir

11 Para literatura más antigua confr. H. Schmidt, Liturgie el langue mlgaire, (Roma 1950)-12 n.3. Para la más nueva A. G. Martimort, L'Eglise en priére (París 1961) 142.

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una discusión objetiva y desapasionada sobre algo que está desde luego expuesto al cambio del tiempo y al desarrollo de la situación histórica, si dicha discusión sucede, además, con el respeto necesario por las determinaciones de la Sede Apostólica; sobre todo, porque tal tema pertenece a aquellos de la opinión pública en la Iglesia, cuya falta es dañina, según frase de Pío XII, paru el pastor y para el rebaño 12. Añádase que se debo conceder sin discusión ni duda que las lenguas modernas no pueden quedar sin más excluidas de la liturgia ministerial de la Iglesia, ya que la proclamación de la palabra de Dios es un componente integral de la liturgia en su sentido pleno, ya que, por ejemplo, el sacramento de la penitencia no puede ser rectamente administrado sin colaboración de las lenguas modernas, y puesto que la Iglesia, en muchos aspectos, al menos en los rituales modernos, ha permitido ya 13 la incorporación de dichas lenguas, pudiendo finalmente quedar subsumidas bajo el concepto de liturgia en un sentido estricto las procesiones y devociones populares, las autorizadas episcopalmente por lo menos, las cuales prácticamente no son factibles en latín en absoluto.

Pero si se ha puesto en claro que la liturgia de la Iglesia, considerando las cosas exactamente, no se ha realizado nunca, no puede realizarse puramente en latín, se tratará sólo, si se quiere plantear un problema serio, de la dosificación correcta en la liturgia de latín y lenguas modernas, supuesto que no se desee, y por buenas razones, renunciar a una utilización litúrgica del primero en la Iglesia latina, aunque haya que reconocer plenamente, que el principio de la celebración de la liturgia entera, según muestra una mirada al uso y al derecho de las Iglesias de Oriente, en lenguas actuales no puede ser sistemáticamente difamado de antemano como un principio no católico. Si se trata, dentro del contorno de la parte latina de la Iglesia católico-

1 2 Osservatore Romano del 18.2. 1950. 13 Confr. especialmente el escrito del Internuncio a los obispos de

la India del 8.7. 1949 A. Bugniní, Documenta pontificia ad instaarationem liturgicam spectantia (1903-1953) 173.

Además: Cardenal P. M. Gerlier, «Les rituels bilingües et l'efficacité pastorale des sacrements. Informe al Congreso de Asís (setiembre de 1956)»: Maison-Dieu 47-48 (1956) 81-97.

H. Schmidt, Introductio in liturgiam occidentalem. (Roma 1960) 159-164.

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romana, nada más que de la cuestión de la dosificación auténtica, y que corresponda a las exigencias del tiempo, del latín y cada lengua madre en la liturgia latina, aparece tal cuestión ya de por si como mensurativa y de prudencia teológico-pastoral. Pero tales cuestiones no son, en el fondo, de las que toleran sólo una solución única, sino más bien de las que, en una ponderación prudente y exacta de todas las razones en pro y en contra de una solución determinada, reclaman decisiones voluntariosas, ya que en el ámbito de lo contingente e histórico la elección y la decisión de índole libre tienen su legítimo puesto. Naturalmente que en este caso esa decisión, que elige entre varias posibilidades fundamentalmente lícitas, es asunto de la autoridad eclesiástica. Por eso mismo no es nuestra intención adentrarnos en las particularidades del problema del latín en cuanto lengua en el culto. Dichas particularidades, de naturaleza capitalmente teológico-pastoral, son demasiado múltiples para que pudiésemos tratarlas aquí con una corrección objetiva 14. Las que tenemos que decir son, por tanto, algunas modestas advertencias respecto del complejo entero de estas cuestiones.

Por de pronto diremos que en el sentido abosluto del término no hay ni puede haber en el cristianismo una lengua sa-cral. La representación de que una lengua determinada, por razones cualesquiera, tuviese sobre las demás una ventaja en fuerza de conjuro, en poderío para entrar en vinculación con la divinidad, para hacerla inclinarse hacia nuestros ruegos, porque tuviese de por sí efectos arcanos, es falsa, no es cristiana y desemboca, tomada en serio, en lo que la moral cristiana llama superchería. Con lo cual no se discute que los diversos modos del decir puedan tener psicológicamente una aptitud diversa para apelar al hombre en cuanto homo religiosus en los estratos más hondos de su esencia, y que en este sentido cada uno de ellos no es igualmente apto como lengua cultual. Pero las lenguas son ante Dios todas fundamentalmente iguales, así como los pueblos en la Nueva Alianza no tienen ante Dios entre sí prerrogativa alguna. Cierto que este principio se en-

14 Confr. H. Schmidt, Liturgie et langue vulgaire. Le probléme de la langue liturgique chez les premiers Re)ormateurs et au Concite de Trente. (Roma 1950); P. Winninger, «Langues vivantes et liturgie» (Rencontres 59), París 1961.

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tiende de por sí y no hace falta discutir sobre él en el marco del cristianismo. Y, sin embargo, a veces puede tenerse la impresión de que los defensores de una lengua sacral parten tácitamente del presupuesto, de que esle o aquel pueblo tenga ante Dios una primacía, de modo que haya que preferir el uso de su lengua cullualmentc ni de las de los otros.

De lo cual, además, resulta que podemos subsumir con pleno derecho el 'dso del latín como lengua cultual, dentro de culturas nacionales supradesarrolladas, bajo el concepto del uso de una lengua de relaciones. Lo cual puede aparecer extraño a primera vista e irritar hasta la contradicción. Pero es así. El latín es recomendado con frecuencia como lengua cultual, a causa de su inmutabilidad e inequivocidad. Pero esta razón, vista a la luz, no es contundente. Puesto que en el tiempo más largo de su historia, en cuanto lengua del culto, el latín era todavía una lengua viva, primaria, pues, y no secundaria meramente. No era, por tanto, en absoluto una lengua inmodificable. Más bien ha experimentado en su ámbito de conceptos transformaciones de mucho fondo, según ponen de manifiesto las investigaciones más nuevas de historia filológica del lenguaje cultual15 . Refrigerium, sacramentum, consortium, commercium, ablatio, gratia, devo-tio, píelas, etc., han sufrido grandes transformaciones en su historia como palabras, y esos períodos históricos han dejado en

15 Confr. los trabajos de la escuela de Nimega, especialmente de Christine Mohrmann: J. Schrijnen, Charakteristik des altchristlichen LatPÍns (Nimega 1932): H. Rbemfelder. Kultsprarhe und Prniansprarhe in den romanischen Landern (Florencia 1933); H. Janssen, Kultur und Spruciie (/Nuiiega 193W; M. A. Sainio, Seuiusiulogi.sc/ie Unteisuchungen über die Entstehung der chrisllichen Laliniliit (Helsinki 1940); M. M. Mü-11er, Der Üb^rgang von der griechischen zar lateinischen Sprache in der abendlandischen Kirche (Roma 1943); Tr. Klauser, «Der Übergang der griechischen zur lateinischen Liturgiesprache: Miscellanea Giovanni Mercad (Studi e Testi 121) (Ciudad del Vaticano 1946). I, 467-482.

C. BarHy. La question des tanques dans L'Eglise ancienne I (París 1948): Chr. Mohrmann, Latín vulgaire, latín des chrétiens, latín medieval (París 1955); «Die Rolle des Lateins in der Kirche des Westens»: ThKv 5'? M956) I-1S: «le latin medieval: Cah'ers de civiHsntion médiéva'e 1 (Poitiers 1958) 265-295; Liturgical latin (Londres 1959); Eludes sur le latin des chrétiens I (Roma 1961), II (Roma 1961); A. Quacquareili, Retórica e liturgia antenicena (Roma 1960); W. Dürig, Imago. Ein ft"i>rf¡<¿ f,,r Terw'noloqie und Theoln"ic der ro^isrhen Litumie (Munich 1952); Pietas litúrgica. Studien zum Frdmmigkeilsbegríjj... der abendlan-di^ken Luurgie. (Ratisbona 1958).

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el lenguaje cultual latino, factico y codificado, sus reliquias, fósiles en cierto modo indicativos, de tal modo que la terminología de la liturgia latina no es, desde luego, tan inmodificable e inequívoca como no pocos apologistas del latín sacral pretenden.

A lo cual hay que añadir, viceversa, que tampoco es verdad en el fondo que las lenguas modernas amenacen seriamente la inequivocidad que ha de darse sin duda, en cuanto se pueda, en una lengua cultual. La inequivocidad de la lengua religiosa es mucho más necesaria frente al hombre para su aleccionamien-to, que frente a Dios, que entiende muy fácilmente el recto sentido de lo mentado. Si se denegase en serio a las lenguas modernas la posibilidad de una exactitud teológica, porque no son, así se supone, suficientemente intransformables, se afirmaría entonces en el fondo, que la doctrina de fe de la Iglesia no puede ser promulgada, inequívoca y suficientemente, por medio del ministerio docente, autorizado para ello, en dichas lenguas modernas, cosa que es absurda. Si en la «Mediator Dei» Pío XII declaró rué la lengua cultual latina es una defensa contra la corrupción de la doctrina original1 6 , tal afirmación tiene un recto sentido positivo, pero no significa, ni que dicho medio posea en esa dirección una eficacia absolutamente garantizada, ni que sea absolutamente indispensable para el fin a que aspira, con otras palrbras, que una lengua cultual moderna, suficientemente vigilada por la Iglesia, haya de conducir a la corrupción de la doctrina17 , Si con la frase citada hubiese pensado así Pío XII, no podría la Iglesia permitir una lengua •cultual moderna. Y que puede hacerlo, cuando lo tiene por bueno, lo dice el mismo Pío XII, inmediatamente después de la declaración aducida.

Además, según dijimos, la lengua latina ha tenido dentro y fuera de la liturgia una historia sumamente cambiante (piénsese en palabras como persona, natura, Iranssubstaniiaiio, na>-turalis, supernaturalis, sacramentum, character, mysterium, at* tritio, peccatum, etc.). Y es manifiesto que no puede esperarse

13 A AS 39 (1947)545. 11 Lo cual tampoco es acertado respecto de traducciones de la Biblia

a lenguas modernas, de publicaciones teológicas en ellas o de catecismos. Confr. P. Winninger, Volksprache und Liturgie (Trier 1961), cap. 2: «Die Reinheit des Glaubens» (87-103).

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que dicha historia del latín eclesiástico haya encontrado su final ya para siempre. Pero no por eso será necesario denegar al latín toda ventaja en comparación con las lenguas modernas respecto de su inmutabilidad e inequivocidad. Si bien tal ventaja no puede ser una razón realmente decisiva para su uso como lengua cultual, ya que las deficiencias quedan, con relativa facilidad, compensadas por medio de la vigilancia sobre los textos litúrgicos del ministerio docente (igual que también vigila sobre los catecismos y otras promulgaciones religiosas según ministerio en lenguas populares), y porque frente a esa ventaja se alzan perjuicios de considerable peso teológico-pas-toral, tal la incomprensibilidad de esos textos para la mayor parte de los que participan en el culto, en un tiempo, en que el empeño no sólo del movimiento litúrgico, sino de la Iglesia ministerial misma, urge una participatio actuosa de todos los creyentes en el culto eclesial.

Si se considera todo esto, se advierte que la razón auténtica, que para un mantenimiento del latín como lengua del culto puede ser aducida seriamente, ha de ser la unidad de la lengua cultual en los muchos pueblos diferenciados lingüísticamente; con otras palabras, que también aquí tienen su eficacia el sentido y la utilidad de una común lengua de relaciones, en la que la unidad de los creyentes de habla diversa no se funda, pero sí se manifiesta, queda favorecida, y preservada en algo de los peligros de tensiones nacionales. De lo cual resulta finalmente que este punto de vista, que justifica el latín en la lengua cultual, no es de peso tan absoluto y único, que tenga que excluir dentro de la liturgia cualquier aplicación de una lengua moderna. Una lengua de relaciones, tal y como aquí nos la representamos, presupone la plenitud de lenguas vivas, quiere superar sus dificultades e inevitables desventajas, pero no superarlas a ellas mismas. Si la Iglesia por la fuerza del Espíritu Santo habla en cada lengua una lengua sacral, porque se adelanta hasta el corazón de Dios, podrá entonces en su culto utilizarse una lengua moderna (supuesta la autorización del ministerio eclesiástico), cuando la finalidad y el sentido de una lengua común de relaciones faltan en absoluto o retroceden claramente tras el provecho espiritual de la utilización de la lengua vernácula. El caso, en que el servicio divino de la pa-

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labra en la Iglesia se dirige, según el sentido pleno del proceso, a la comprensión inmediata de los creyentes que toman en él parte, es análogo al de la predicación en lengua vernácula dentro de la liturgia. Por tanto, cuando la Iglesia lee al pueblo la Sagrada Escritura, tal proceso debería acontecer, en cuanto momento constitutivo del servicio divino, en la lengua madre de los creyentes. Pero esto quiere decir que los mismos portadores ministeriales de la liturgia en su función en cuanto tal, no en una actividad añadida, que de suyo no pertenece ya a la consumación del servicio divino, lean las Sagradas Escrituras en cada lengua madre. El deseo de una autorización eclesiástica de este principio es hoy tan general en la Iglesia entre los científicos de la liturgia, los teólogos de la pastoral, y los curas de almas, que es posible, y es lícito, esperar, que las propuestas de la Comisión Conciliar de Liturgia, y los decretos que sobre ellas se basen, provoquen en el Concilio tal autorización. Algo así parece ser lo menos que puede esperarse en el presente de las lenguas modernas, culturalmente desarrolladas por entero, en un tiempo de necesidad de decisiones personales de fe siempre nuevas, y de la más intensa participatio actuosa de cada creyente en el culto. Lo cual no es ninguna contravenencia contra el principio del latín como lengua general de relaciones incluso en el culto. Puesto que lo que se desea no es otra cosa que una aplicación objetiva del principio de la predicación en la lengua madre a las lecturas de la Escritura, ya que ambas forman unidad una con otra y tienen el mismo destinatario para la asecución del mismo proceso, a saber, la realización personal creyente de lo que se celebra cultualmente. Si se objetase, que entonces surgiría la cuestión, de en qué lengua habrá que llevar a cabo las lecturas entre una población lingüísticamente mezclada, ya que surgirían malentendidos entre los pertenecientes a diversos grupos lingüísticos, habrá que responder a esta objeción, que las lecturas deben suceder exactamente en la misma lengua, en la que sucede la predicación del respectivo servicio divino, y que de ello hay que temer tan poco una dificultad seria, como de la predicación en una lengua moderna determinada y en un servicio divino semejante.

Lo que se ha dicho de las lecturas, puede valer también para no pocas alocuciones y moniciones, que la liturgia en general

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dirige a los creyentes (por ejemplo, en la administración de las órdenes mayores); igualmente, para no pocos cánticos, que en la concepción original litúrgica tienen intención explícita de cántico del pueblo entero1 8 . También podrá pensarse que la dosificación exacta de la proporción de latín y lengua madre en la liturgia, ha de ser tarea de 'cada conferencia episcopal, tarea de trazo de fronteras en correspondencia con la situación concreta de cada distrito eclesiástico, y bajo la aprobación de la Santa Sede según las hormas generales de la Iglesia en su conjunto.

I I I . E L LATÍN COMO LENGUA DE ADMINISTRACIÓN DE LA IGLESIA

ENTERA

En la administración de la Iglesia entera en cuanto tal, a la cual pertenece, a nuestro parecer, el ejercicio del ministerio-doctrinal del Papa frente a toda la Iglesia, se hace inmediatamente perceptible la necesidad del latín y su provecho. Correspondientemente, el uso del latín como lengua general de relaciones está de hecho dado en este terreno y es indiscutible* Las decisiones doctrinales de Papas o concilios, que He dirigen a la Iglesia entera, el derecho canónico general de la Iglesia latina en el CIC, las encíclicas papales a toda la Iglesia; los decretos de los altos funcionarios eclesiásticos en Roma, en cuanto dirigidos o bien a la Iglesia toda o a partes muy grandes, pero lingüísticamente diferenciadas, de la misma (por ejemplo, a territorios misionales), el derecho de órdenes extendidas internacionalmente, decretos de funcionarios romanos no promulgados para la Iglesia entera, pero fundados más c-menos en el derecho general y redactados en latín, tales y otras declaraciones semejantes, tanto ahora y en el futuro, se harán, como antes, en lengua latina. Cualquier otra cosa no es prácticamente pensable. Este es el campo más evidente de una lengua general de relaciones en la Iglesia y del latín en concreto.

1 8 Confr. las conclusiones, mucho más avanzadas, respecto de los-cánticos, del Congreso Misional-litúrgico de Nimega; dichas conclusiones fueron adoptadas sin modificación alguna por" el Congreso Catequético-misional de Eichstaet en 1960.

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Lo cual se entiende de por sí ciertamente, pero significa, desde luego, cara a las modernas circunstancias, problemas, etcétera, a que tales decretos apuntan, la tarea de un cultivo considerable y de un desarrollo ulterior 19 del latín, tanto por parte de los que promulgan esos decretos, como, sobre todo, por la de los que de veras tienen que entenderlos. De aquí recibe este principio evidente su gran peso para la praxis, el que hace comprensible la intención de esta nueva Constitución Apos~ tólica. Al menos debieran todos los sacerdotes de la parte latina de la Iglesia entender de verdad tanto latín, que puedan entre ellos alcanzar exacta comprensión las palabras latinas de las autoridades centrales de la Iglesia. Y, desde luego, hay que constatar lamentablemente que hoy no es éste el caso general. Puesto que si se considera con sobriedad las circunstancias de todos los países europeos (no hablemos de los otros), no se podrá hoy garantizar que cada cura de almas sea capaz, por ejemplo, de leer, fácilmente y entendiéndole del todo, el texto latino de una encíclica papal. Este es un hecho que se puede lamentar seriamente, ya que un conocimiento de la lengua oficial de relaciones en la administración eclesiástica no sólo es deseable, sino que además, valorando con sobriedad las posibilidades limitadas, y presupuesta la buena voluntad, sería en general muy asequible. Igual que las comunidades protestantes consiguen indiscutiblemente en la educación de sus pastores, que un portador del ministerio eclesiástico pueda leer con cierta facilidad en griego el Nuevo Testamento, se podrá decir análogamente que un sacerdote católico debe poder entender las declaraciones latinas de sus autoridades eclesiásticas, siendo-dicha capacidad asequible, sin que hubiese por ello que abreviar en la formación de los futuros sacerdotes otras labores más importantes y decisivas.

Quizá haya, desde luego, que añadir en seguida que la obligación y la formación en el hablar latino depara un buen medio

19 En dicha labor se ocupan intensamente los filólogos de la antigüedad, especialmente a consecuencia de dos Congresos por un latín vivo (1956 y 1959; confr. nota 23). A la misma finalidad sirve el Certamen Capitolinum, convocado en 196] por decimotercera vez por el Instituto di Studi Romani-Ufficio Latino de Roma. Sobre periódica que aparecen en latín, informa por ejemplo una recensión en Anzeiger ¡uer die Alter-tumswissenschajten 11 (1958) 233-238.

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a los jóvenes teólogos para la ejecución de una posibilidad de comprensión sin estorbos de los decretos latinos del ministerio eclesiástico, con lo cual, sin embargó, no está probado estrictamente que dicha facilidad lingüística sea sólo por eso necesaria e indispensable. Un teólogo protestante bien formado entiende sin fatiga tanto el griego del Nuevo Testamento como el latín de la Confessio Augustana, y en general no puede, en cambio, hablar ni griego ni latín. Es en otro contexto en donde habrá que discutir sobre si hay otras razones para el fomento y ejercitación del habla latina en todo el clero.

Pero el sentido y la necesidad del latín como lengua de relaciones en la administración de la Iglesia tienen también sus fronteras. Mientras que en el siglo XIX se daban en latín los decretos diocesanos, metropolitanos y nacionales, igual que otras declaraciones de derecho particular, hoy ya no es éste, y justificadamente, el caso. Las indicaciones pastorales y de derecho particular de las diócesis alemanas se promulgan hoy, por ejemplo, en las codificaciones de tal derecho y en los boletines de disposiciones diocesanas, en lengua alemana. Y lo mismo ocurre en Francia. Y nadie deseará o esperará en serio, que se de marcha atrás en este desarrollo. Puesto que para ello faltan motivos sensatos. Tales normas se dirigen sólo a hombres de una lengua. En cada caso son meditadas, pesadas, en la lengua madre original, y no en latín, lengua secundaria, además de ser más comprensibles en las lenguas modernas para los hombres, a las que se dirigen. No hay, por tanto, a mano razón alguna para decir en latín tales cosas. Más bien habrá motivo en semejantes ocasiones para perfeccionar aún las lenguas modernas respecto de la dignidad y fuerza de los enunciados religiosos y de la exactitud de los conceptos jurídicos y teológicos.

Pero el caso citado no es el único que significa un cierto límite para el latín como lengua eclesiástica de administración. Ni siquiera con la mejor voluntad se podrá obligar, por ejemplo, seriamente a un misionero en su misión o a un sacerdote aborigen en un círculo de cultura no occidental (el cual tiene, por tanto, que desarrollar su propia lengua madre y que poseer como cultivado entre su pueblo, un buen conocimiento al menos de una de las modernas lenguas internacionales de relaciones),

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a que exponga en latín a los funcionarios romanos un caso complicado de índole jurídico-matrimonial o social-política. En tal circunstancia, se servirá, aun con buena voluntad y considerable conocimiento del latín, más fácil y claramente de una lengua moderna que conozca, debiendo poder esperar que en Roma se entienda de dichas lenguas lo suficiente para atenderle. Además de que el caso, por ejemplo, de la encíclica «Mit bre nuender Sorge» muestra que el Papa en momentos importantes, cuando se dirige a una única nación, puede servirse de antemano de una lengua moderna sin perjuicio de la importancia de su declaración 20. Nadie lamentará que Pío XII haya mantenido en una lengua moderna muchas alocuciones de alta significación teológico-moral, que al fin y al cabo apuntaban a la enseñanza de la Iglesia entera. Su auditorio, al que tuvo que hablar en una lengua moderna, no era, a pesar de la aspiración universal de sus palabras, un escenario o decorado meramente provisionales, que hubiesen podido ser puestos aparte.

Y otros límites habrá que ver sobriamente respecto del uso del latín como lengua de administración eclesiástica, sin que hoy pueda ya esperarse el desplazamiento de aquéllos en favor de ésta. La relación de los funcionarios romanos entre sí se desarrollará en el futuro, como es hoy ya el caso, en una medida considerable, en italiano, si no se trata de un asunto especialmente importante. Según muestra el ejemplo de la «Mater et Magistra», ni siquiera declaraciones papales solemnes, redactadas en latín, podrán apenas emanciparse por completo, al menos en ciertos terrenos, de la redacción en una lengua moderna de su preproyecto, no siendo, por tanto, ilegítimo recurrir para la interpretación objetiva de tal documento latino a ese proyecto en lengua moderna. También podemos pensar en asambleas de sumo rango autoritativo, en un concilio ecuménico y en su preparación, en las que el latín no tiene por qué ser incondicionalmente, en cada caso y para cada uno, la lengua de negociación 21, sino que es por otros medios (traduccio-

20 Pío XI ha redactado en italiano incluso una encíclica dirigida a la Iglesia universal: «Non abbiamo bisogno» (AAS 23 (1931) 285-312.

21 Ximénez hablaba en el IV Concilio Laterano, además de en latín, en otras cinco lenguas, para ser así entendido por todos. Confr. Hefele, Konziliensgeschichte V 875.

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nes simultáneas, etc.), igual que en análogas circunstancias profanas, como se solventa la dificultad de la diversidad de lenguas.

IV. E L LATÍN COMO LENGUA. I>K L \ CIENCIA ECLESIÁSTICA.

La reflexión sobre el latín como lengua de la ciencia eclesiástica se desmembra, conformo a su senido, en la cuestión del latín como lengua de investigación en el terreno de toda la teología, y en la cuestión de la aplicación de esta lengua en la instrucción teológica de los futuros sacerdotes. Esta división podrá llevarse a cabo razonablemente, aunque esté de suyo claro, que las fronteras entre investigación e instrucción son fluctuantes, ya que en determinadas circunstancias, por ejemplo, la nueva investigación científica puede encontrar su primera sedimentación en libros de enseñanza teológica. Pero, sin embargo, investigación y doctrina son tan diversas una de otra (si bien en dependencia recíproca), que la cuestión del latín no es la misma en ambos casos.

1. El latín como lengua de la actual investigación, teológica.

La cuestión de si la investigación teológica puede, aun hoy, o debe, servirse del latín como de su lengua, no es fácil de contestar. Si consideramos por de pronto la situación de hecho, seguro que ésta indica más bien una respuesta negativa. El latín como lengua de investigación ha desaparecido ya casi por completo, no sólo en la teología protestante, sino también en la católica. Todavía hay alguna revista teológica en la que a veces, no exclusivamente, junto a los trabajos de investigación teológica en lenguas modernas, aparece un artículo en latín, al que no se puede disputar la calificación de contribución científica. Pero la mayor parte de las revistas científicas, innumerables casi, en el terreno de la teología, aparece, tanto como exclusivamente, en lenguas modernas. No nos es aquí posible hacer entrega de una estadística sobre las actuales proporciones cuantitativas en el empleo del latín y de las lenguas modernas en el terreno de la auténtica investigación científica. Pero el hecho que acabamos de afirmar no puede ser impugnado seriamente.

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Lo mismo vale para el terreno de la producción científico-teológica de libros. Si prescindimos de los libros de escuela y de enseñanza, ya que no pertenecen, a este círculo de problemas, y concedemos además, de buen grado, voluntariamente, que dichos libros de escuela no son siempre sólo de codificación de la doctrina tradicional, sino que a veces exponen por vez primera nuevos resultados científicos, y que en no pocos casos, si bien no muchos tampoco, dichos libros están escritos en latín, podemos afirmar sin reservas que en el presente (al menos ya en el de una generación entera), la producción de libros en el terreno de la teología católica, que expongan por un lado y por vez primera nuevos resultados científicos y que por otro lado estén escritos en latín, casi ha cesado enteramente. Podemos nombrar ésta o< aquella excepción, que en este caso confirme de veras la regla. Si se me preguntase qué obra teológica escrita en latín he tenido que leer como teólogo en los últimos años, en el terreno de la teología nueva y que investiga vitalmente, sabría nombrar un solo ejemplo como indiscutible: «Mysterium fidei», de M. de la Taille22 . Puede que en el terreno de la canonistica alguna obra con carácter de manual (y por ello fuera de las necesidades de la primera instrucción teológica), haya sido escrita en latín en los últimos diez años; so podrá también nombrar algunos libros similares en dogmática y teología moral (esto es, aludir a Vermeersch, Dieckmann, Lange, etc.); puede que haya libros, en los que el latín es usado de modo semejante a como los especialistas en filología clásica escriben hoy a veces todavía en dicha lenguai las introducciones a sus ediciones de textos y otros libros parejos (piénsese en los repertorios de Stegmüller); pero todo esto en nada cambia el hecho de que la moderna investigación teológica, tal y como se expone en los libros, habla en lenguas modernas y no utiliza ya el latín.

Y esto es así en todos los terrenos de la teología. No sólo en los terrenos, en los que incluso ardientes defensores del latín como lengua erudita lo toleran sin oponerse, tal en el terreno de la teología pastoral, de la historia de la Iglesia, de la Patrología. Sino que es también así en los terrenos de la

22 París 1921; edición aumentada, París 1931.

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teología considerados tradicionalmente como los más centrales. Monografías dogmáticas y de historia de* los dogmas, de real rango científico y en forma de libro, se escriben hoy ya sólo, con excepciones destinadas a desaparecer, en lenguas modernas. El «Cursus Sacrae Scripturae» ha muerto ya, y las grades obras de la exégesis católica, las que impulsan la investigación, están, escritas en francés o en otra lengua viva. La ciencia viva de la liturgia tampoco escribe ya en latín. Si la teología moral va más allá del libro de escuela, como en Ha-ring o Tillmann, domina en ella las lenguas modernas. Lo mismo vale naturalmente, y con mayor motivo, para terrenos de la teología como la medicina pastoral (piénsese en Níedermeyer), la psicología moral, la arqueología y la historia del arte eclesiástico, la hagiografía, etc. (sobre filosofía cristiana tendremos que hablar pronto en otro contexto). Es, desde luego, un hecho idudable, que el latín como lengua de investigación teológica, ha desaparecido prácticamente casi por completo.

Pero es cierto que no cualquier hecho es un hecho justificado, si bien precisamente en el terreno de la vida eclesiástica hay que tener, más que en ningún otro, un cierto respeto por el puro hecho, al que habrá que posibilitar la presunción de ser legítimo. La cuestión de fondo es, por tanto, frente a dicho hecho, si se da con él una situación en la ciencia eclesiástica, que puede y debe ser abolida, o si nos es lícito considerar esa situación como legítima e inalterable. Una breve reflexión muestra que sería equivocado querer hacer el intento de un retroceso en este estadio del desarrollo de las ciencias eclesiásticas en el terreno de la investigación.

En la primera sección de nuestras reflexiones hemos mostrado cómo el latín, a través del desarrollo histórico de la actual vida del espíritu, se ha convertido en una lengua secundaria. Lo cual vale también para el latín como lengua de la ciencia teológica, y significa que no puede pensarse en él como lengua de investigación en un amplio diámetro.

Decimos que el latín se ha convertido, también en el terreno de las ciencias teológicas, en una lengua secundaria. ¿Por qué asi? Para corroborar esta tesis se podría señalar que la investigación científica, a pesar de su sobria objetividad, es un momento esencial en la realización entera de la existencia espiri-

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tual del hombre, que resulta en un centro del mismo, asequible sólo de manera original y primaria por medio de la lengua madre. Y señalar también que la ciencia, si es que ha de estar integrada auténticamente en esa realización de la existencia espiritual del hombre, debe ser original y primariamente pensada en la lengua madre, sobre todo donde se desarrolla a sí misma vitalmente, esto es, en la investigación. Pero esta reflexión, si es que ha de ser llevada a cabo exactamente, debiera adentrarse, y no poco, en el terreno de la filosofía del lenguaje, de la relación del lenguaje para con el conocimiento, de la relación de las ciencias para con la existencia del hombre. Pero nosotros renunciamos a dar aquí esa fundamentación de honda cala de la relación original de la investigación científica en general y de la teología en particular para con la lengua madre viva, y nos reducimos a una simple reflexión práctica. Las ciencias teológicas de hoy están tan referidas a un estrecho contacto con las ciencias profanas y su cultivo más intenso, que sin ellas no pueden ser, ni en sí, ni en su función para la proclamación de la fe de la Iglesia, lo que deben ser realmente.

El investigador de la historia de la Iglesia y de su dogma está absolutamente referido a una estrecha relación para con la historia de la vida profana, para con la historia del espíritu y la de la filosofía. Un canonista, ún moralista, no puede prescindir de la jurisprudencia moderna, de la psicología moral, de las ciencias sociales. El historiador de los dogmas debe entender de historia natural de las religiones. El teólogo fundamental, sobre todo, está vinculado a la historia de las religiones, a la filosofía moderna, a las actuales ciencias de la naturaleza, etc. La exégesis actual es impensable sin filología moderna y exégesis protestante. Sin conocimietos de las modernas ciencias sociales, la teología pastoral es un absurdo. De éstas y otras muchas maneras, que dejamos sin mencionar, está referida la teología a un sinnúmero de ciencias modernas, a sus resultados y sus métodos.

Este hecho no significa ninguna dependencia humillante o falaz para la teología, en el sentido de una subordinación a otras ciencias. La teología en su conjunto, y precisamente en sus disciplinas centrales, no quiere ni puede ser otra cosa que

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ía reflexión científica acerca de la proclamación y de la vida de la Iglesia, de un lado tal y como éstas son siempre, y de otro tal y como deben ser hoy en la situación espiritual presente según cada uno de sus momentos. Pero si la teología, incluso la que investiga científicamente, tiene esta tarea de servir a la au torrea] ización de la Iglesia en vida y doctrina, no podrá cumplirla realmente si se niega a plantearse esa actual situación de la Iglesia en todos los terrenos del espíritu y de la vida. Tal contacto de una ciencia, llamada teología, con la realidad viva del espíritu en el presente, puede suceder sólo por la mediación de otras ciencias, en las que la situación espiritual de hoy, que es también la de la Iglesia, es objeto de reflexión. Pero es que esas ciencias son realizaciones de la existencia humana, que suceden de hecho y legítimamente en las lenguas modernas, hasta el punto de que una lengua científica artificial nunca podrá ser el medio de índole original para su realización propia.

En cualquier caso el cristiano y la Iglesia están hoy ante el hecho, de que las ciencias profanas en cuanto tales, en una relativa autonomía de las regiones de cultura, han salido fuera del círculo de la teología, y en cuanto momentos en la vida espiritual de hoy participan también en la cualidad de nuestro mundo, que le hace estar diferenciado en pueblos y en lenguas. No puede por tanto demorarse, que el teólogo actual, s i quiere servir a la investigación viva de su propia ciencia, tenga que vivir en el terreno y desde el espíritu de esas ciencias profanas, que viva por tanto, y que piense e investigue en lenguas modernas.

A más de que sería clerical e ingenuo, si la ciencia teológica, cuando se plantea nuevas cuestiones, cuando investiga y se constituye siempre de nuevo en los hombres del tiempo actual, quisiera dirigirse al clero exclusivamente. Sería ingenuo e infravalorizaría la vitalidad espiritual del hombre culto de nuestros días, pensar en serio, que la teología es solo objeto de su interés, cuando aparece popularizada o simplificada a modo de catecismo. En un tiempo, en el que la filosofía en cuanto auténtica ciencia no es ya meramente asunto de los clérigos, ha de poder ser, y ser de hecho, la teología científica asunto también de los católicos cultivados. La teología pues es solo lo

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que debe ser, si vive en un diálogo inmediato con el hombre de hoy, y con sus ciencias, ésas que ese hombre piensa en sus lenguas actuales. Y ese diálogo es tan esencial para una teología viva, que por su medio las ciencias de suyo profanas, sin perjuicio de su autonomía relativa, son también momentos internos, subalternados, de la teología misma.

Ahora será ya comprensible el hecho del que hemos procedido. La teología moderna habla en su investigación las lenguas del presente no porque de pronto se haya hecho demasiado comodona para hablar latín, sino porque hoy no es ya posible, sino es en lenguas modernas, su realización original. Se podrá traducir al latín esa teología que piensa y que vive ineludiblemente en la dimensión actual del espíritu, y podrá lograrse, si bien con esfuerzo, dicha traducción. Pero esa teología latina podrá ser solo (en cuanto teología de investigación) secundaria, ya que el latín, también en este terreno, no puede ser sino una lengua secundaria, que se mantiene y se sigue desarrollando únicamente en consecuencia de la historia de las lenguas modernas y de su terminología en elaboración.

Y ahora es cuando habrá que salir aún al ipaso de la afirmación, según la cual el latín es inmodificable y deseable por ello como lengua de la teología. Preguntemos por de pronto: ¿puede la teología ser inmodificable? A lo cual hay que responder: la teología debiera y puede estar, siempre y en el supremo grado pensable, en posesión de la verdad, que la concierne, de la verdad de la revelación divina, que tiene su historia (y ya por ello no es sin, más inmodificable), pero que anuncia sin engaño la verdad de Dios, que es siempre válida. Pero esto no quiere decir, que la teología sea inmodificable, en el sentido de que tenga siempre que repetir las mismas proposiciones iguales. Si todas las ciencias, también la metafísica, tienen una historia, si esa historia no está, ni hoy siquiera, más concluida que lo estuvo nunca, estarán entonces propuestas al espíritu investigador del hombre preguntas siempre nuevas, se harán patentes a su comprensión temática y refleja nuevas realidades, nuevos e ineludibles conceptos, un desarrollo permanente y continuo, legítimo e inevitable, del vocabulario. Todo lo cual es también válido para la teología, según lo prueba su propia historia. Por eso no puede, en cuanto ciencia,

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arreglárselas con un arsenal de conceptos y con un vocabulario conseguidos y concluidos de una vez para todas. Sería ingenua la opinión, de que el ámbito teológico de conceptos se ha desarrollado antaño con lentitud (cosa que solo podría negar un indocumentado en historia de los dogmas), pero que ahora ha arribado a un punto ni más ni menos que insuperable, de modo que ya no tiene auténtica historia, sino que debe detenerse inalterablemente en su perfección alcanzada ya. No. La terminología y el vocabulario de la teología con ella están en la historia, y en el futuro permanecen también en ella, según lo prueban una y otra vez hasta nuestros días las promulgaciones del ministerio eclesiástico docente, que tienen que captar conceptos nuevos y nuevos términos, que hasta ahora no existían, para poder decir hoy lo que debe ser dicho.

rusto no significa desde luego, que la lengua teológica haya de tener en su historia el mismo ritmo de desarrollo que las ciencias profanas. La teología puede ser más conservadora y, en correspondencia con la índole peculiar de su objeto, transformarse y perfeccionarse más lentamente. Pero la impugnación de su historicidad sería su fe de defunción. Y pretender que se las arregle con una lengua ya ahora plenamente inmo-dificable, sería declarar su ahistoricidad, es decir, su muerte. Es algo que se palpa con las manos, que la teología, también cuando es y quiere ser absolutamente ortodoxa, va constantemente de consuno con la restante historia del espíritu, y por lo mismo con la historia de la lengua de ese espíritu histórico. Toma conceptos, y con ellos palabras, de la terminología de la actual historia de las religiones, de la filosofía existencial, de la psicología, de la historia de la filosofía, de las ciencias sociales, para decir con novedad (si bien en la verdad antigua), el objeto que ya está dado desde siempre, para alzar a la luz de la reflexión nuevas relaciones de esos objetos entre sí y para con la realidad profana, para hacer su objeto vitalmente asimilable para un hombre, que solo es capaz de captarle creyen-temente, aunque haya sido ya inserto de un modo hasta cierto punto suficiente en el contexto de esas realidades de la existencia espiritual humana, que la constituyen como tal antes de que escuche y acepte el mensaje de la fe. Todo lo cual sólo

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puede ser dicho y pensado original y primariamente en las lenguas modernas.

El hecho de la utilización de las lenguas modernas en la teología que investiga de nuevo a diferencia para con el latín de las ciencias teológicas en la Edad Media y en el Barroco, no es una mala arbitrariedad de los teólogos de hoy, sino que resulta de la esencia del asunto en sí. Porque en la Edad Media, y hasta la Edad Moderna, ha sido el latín, para los eruditos y en el terreno profano, una lengua viva, ya que proporcionaba original, y no secundariamente, el contacto con la realidad a investigar, y ya que se transformaba y no era inmodificable, por eso era la lengua de la teología. Pero debía dejar de serlo, si bien tal vez cpnsiguientemente, cuando dejó también de ser lengua original y primaria de la ciencia nueva a conquistar.

Para acentuarlo una vez más: con esta reflexión nada se objeta en contra de que el latín, al menos en el terreno de la teología23, pueda ser hoy aún, e incluso deba, una lengua secundaria de relaciones entre los eruditos teólogos. Presumiblemente en los congresos de teología científica seguirá todo desarrollándose en grandes rasgos como es costumbre en otros congresos: cada erudito habla en una de las lenguas modernas de relaciones usualmente internacionales, en la que es entendido por su erudito auditorio: sería deseable de todo punto, que en el terreno de la teología al menos, permaneciese el latín como una de esas lenguas, o que en un cierto diámetro llegase a ser incluso algo más. Quien ha tomado parte en congresos y conversaciones internacionales de teología, confirmará que el latín podría desempeñar en ellos, un papel siempre muy útil, facilitando el intercambio entre teólogos de diversas lenguas.

2 3 También en círculos de filología clásica existe el esfuerzo, por medio de una revitalización del latín, de conseguir una lengua unitaria erudita. Por ello se discute acerca de los principios fundamentales respecto de la introducción de nuevas palabras con el fin de acomodar el latín a las exigencias de nuestro tiempo; sobre la simplificación, sin que se la falsifique, de la gramática latina; sobre la unificación de la pronunciación, así como sobre cuestiones de la enseñanza de esta lengua. Dos «Congrés pour le latín vivant» (Avignon 1956 y Lyon 1959) se han ocupado de estos problemas. Por cierto, que tampoco aquí se sale a flote sin lenguas modernas, según muestra la lectura de las actas del Congreso.

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2. El latín como lengua de instrucción teológica.

Este problema es diferente. Por de pronto las ipositivas ventajas del latín como lengua de instrucción teológica son indudables, al menos en no pocas disciplinas, como la dogmática, exégcsis, moral y canonística. El teólogo incipiente lin de ser puesto por primera vez en estrecho contacto con la historia de la teología. Debe aprender el entendimiento de las promulgaciones del ministerio docente de la Iglesia, un entendimiento exacto, seguro y fácil; debe aprender a leer con facilidad, independientemente, sin la ayuda de una traducción, las notificaciones eclesiásticas de doctrina y de disciplina general. Debe poder entender y poder, según el oficio y tarea, que más tarde haya de ejercer en su actividad personal, hablar latín como lengua de relaciones de la Iglesia. Todo lo cual se alcanzará en alta medida, si la lengua de instrucción teológica, durante la formación del joven teólogo, es el latín. Incluso podrá opinarse, que dicha finalidad no es asequible por ningún otro medio tan óptimamente como por éste. Tampoco discutirá nadie, que el latín como lengua de instrucción teológica sirve hasta cierto grado a la claridad de conceptos, a la objetividad sobria y animosa, al adiestramiento en el pensamiento abstracto y exacto, a la elusión de la garrulidad vacía.

Pero habrá que guardarse de una sobrevaloración de estas ventajas. También en latín se puede ser gárrulo. La exactitud de conceptos latinos puede ser, y no infrecuentemente, nada más que supuesta, y puede apoyarse en su confusión con la costumbre; la traducción de exposiciones teológicas latinas a lenguas modernas descubre, en determinadas circunstancias, que la claridad y exactitud, aparentemente dadas, se pagan con una vaciedad formalística, y viceversa, una lengua moderna, si hay real empeño en ello, puede ser igualmente rigurosa, clara e implacable, como lo muestra por ejemplo la actual dicción de las ciencias de la naturaleza o de las ciencias jurídicas. Hay casos suficientes en todas las ciencias, en los que una lengua moderna es más exacta y matizada que el latín (¿cómo se debería, por ejemplo, reproducir en latín con brevedad precisa y adecuada la diferencia, considerable, entre comunidad y so-

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ciedad? ¿Y la diferencia alemana entre existential y exis-ten'tiell?)

Sea como sea las considerables ventajas del latín en cuanto lengua de escuela sobre las lenguas modernas no deben discutirse. Concedámoslas tranquilamente y dejemos a sus defensores toda libertad y todo derecho para aludir a ellas y para darlas forma. Con lo cual no se solventa el problema del latín corrió lengua de instrucción. Así es en la vida humana, que no todas las ventajas posibles y pensables y dignas de esfuerzo, pueden ser aunadas en una única realidad concreta. Cada decisión concreta en la existencia humana trae consigo ventajas y perjuicios. Y una discusión sobre cuál de varias posibles decisiones es la correcta en un caso determinado, o la mejor al menos, no es lícito que suceda en alabanza unilateral de las ventajas de una elección, bajo tácita pretensión de sus perjuicios, sino que puede solo suceder en una sobria visión de ventajas y perjuicios de esa decisión, bajo declaración, de que ciertas ventajas han de ser compradas inevitablemente a precio de otros perjuicios. Así es en nuestro caso.

El latín tendría, sobre todo en cuanto lengua de escuela, muy importantes desventajas, si fuese la única lengua escolar en la teología o en determinadas disciplinas de la misma, con penosa exclusión de todas las otras. Los pioneros del latín como lengua escolar en los pueblos románicos, puede que sientan menos el peso de sus desventajas, que los cristianos y teólogos de un círculo de cultura alemán, inglés, eslavo, o más que nada no occidental. Y más aún, si la vida religiosa y eclesiástica de esos pueblos románticos se desenvuelve, con cierta autarquía y a distancia desconfiada, en un aislamiento clerical respecto al resto de su vida de cultura. Pero las desventajas persisten. Y no es lícito pasarlas por alto. Las verdades, que atañen a la teología, no deben ser proporcionadas al sacerdote en ciernes de instrucción en un ámbito de conceptos meramente neutral, que se dirige sólo a su cabeza, a su inteligencia racional. En la teología, más que en ninguna otra ciencia, y precisamente para que tenga su propia índole científica, han de proporcionarse al que escucha las verdades objetivas de tal modo, que invoquen su existencia entera, que urjan la doctrina hasta el- corazón, que alcancen los niveles profundos de la persona

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humana, que queden íntimamente amalgamadas con la existencia toda de quien las oye, en sus dimensiones y experiencias religiosas y profanas. Lo cual sin duda sucederá más fácil y eficazmente, si se expone la teología en la lengua madre del que la escucha, bajo el supuesto, claro, de que esa exposición no sea una descolorida traducción del latín (como fue el caso en no pocos manuales teológicos del siglo XIX, aunque según las apariencias externas estuviesen escritos en una lengua moderna). Por medio de la lengua madre se establece espiritual, vivencial y anímicamente un contacto mucho más estrecho entre el objeto de doctrina teológica y el restante mundo de experiencia, interno y externo, del que escucha, ya que ese mundo sale siempre a su encuentro en el médium de su propia lengua actual.

Frecuentemente he dirigido a sacerdotes, que han rezado en latín el breviario durante años y decenios (y entendido desde luego lo que rezaban), la pregunta de si la lengua, las imágenes, los procesos de pensamiento y los contextos de los salmos, han manifestado efecto alguno, digno de tal nombre, en su predicación en lengua madre o en su oración personal espontánea ; si las palabras de los salmos han acudido a sus labios tan espontáneamente como las del Nuevo Testamento, por ejemplo, que han leído con frecuencia en lengua moderna (experimento en el que se suponía tristemente, que la lectura de los salmos acontece en lengua vulgar mucho más raramente que la del Nuevo Testamento). Y siempre he recibido la honrada respuesta, de que los salmos, a pesar del largo rezo latino del breviario, permanecían ineficaces en la religiosidad y lengua religiosa propias. ¿Quién no estará de acuei-do, en que en un hombre, que no vive como un monje contemplativo en el mundo de la liturgia latina, tal en un ghetto, un salmo cantado en francés a la manera de Gélinean alcanza niveles más hondos de su esencia, que si le recitase en latín exclusivamente? El que niegue de fondo esta observación, debería afirmar en el fondo también, que la oración más personal y espontánea del hombre, supuestos conocimientos de latín, podría hacerse también en esta lengua incluso en la situación existencialmente más decisiva, sin que por ello experimentase en su seriedad existencial disminución alguna. ¿Cuántos hombres se atreverían a afirmar esto en serio?

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Además, la teología ha de ser enseñada al teólogo en ciernes, para que pueda un día predicarla, para que su proclamación se ensamble de por sí, auténticamente y sin estorbos, en la situación espiritual de su auditorio, para que esa proclamación despierte por sí misma todas las asociaciones del que la escucha, que es quien ha de ser increpado, si es que el mensaje del predicador ha de alcanzarle realmente. ¿Puede dejarse al que escuche la lección teológica esa traducción de la lengua escolar latina (si es que la presuponemos como dada) a la lengua de su propio presente? ¿No acabaría tal traducción por ser estéril y chapucera, igual que el alemán, el francés o el inglés de los manuales del siglo XIX escritos en lengua moderna? ¿Sería de veras eludible el peligro de que en su futura actividad sacerdotal el estudiante deje reposar sobre sí misma la teología escolar, y busque únicamente su «provisión» teológica en los escritos de haute vulgarisaüon, que aparecen en su lengua madre? Es innegable, que la lengua escolar latina tiene también sus desventajas en el aspecto religioso y apostólico, desventajas que pesan tanto más gravemente, cuanto que la situación religiosa y pastoral de hoy exige la apropiación y proclamación más personales de las verdades de la fe, ya que sin ellas el medio ambiente sólo; no sustenta ya personal y misioneramente al sacerdote de un modo suficiente.

Las dificultades, y las desventajas con ellas, de la lengua escolar latina se agrandan al estrecharse, desde el asunto mismo, la relación y el contacto de la materia teológica para con la realidad inmediata, captada sólo en el médium de las lenguas modernas. Puede que por motivos prácticos haya que exponer en Roma, por ejemplo, obligadamente en las escuelas superiores, todas las disciplinas en latín. Pero ello no puede ser razón alguna para que se intente, en institutos de enseñanza teológica con un auditorio lingüístico unitario y en disciplinas más cercanas a la vida actual, demostrar que también es posible a la postre explicar en latin esas materias, elaborando palabras latinas, que se comprenden sólo exactamente, si entre paréntesis se añade la expresión moderna. Se trata, por tanto, exclusivamente de antemano, de si la dogmática (con la teología fundamental), la exégesis, la moral y la canonística deben o no ser expuestas en latín.

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Antes de tener que intentar urui ren|>uesta a este problema, digamos aún, para redondear mi planteamiento, algo sobre el latín en la filosofía, en orden n la formación del clero. Tampoco esta cuestión es simple **. Ilny una propedéutica filosófica para la teología, quo (Mi el fondo ni puede, ni quiere, ser más que una modesta preparación, una especio de mediación del instrumental formal do trabajo, que la teología maneja, incluidas algunas exposiciones filosófico-populares sobre la existencia de Dios y algunas tesis fundamentales de antropología y de ética. Y no hay por qué engañarse: considerando el tiempo previsto para su estudio, consideradas las otras materias que hay que proporcionarles necesariamente dentro del tiempo determinado para la filosofía, y considerada su potencia intelectual de captación, para la mayor parte de los clérigos no es posible otra propedéutica filosófica para la teología. Lo cual no es una degradación de la dignidad y hondura del estudio teológico. Cada disciplina del saber humano ha cobrado tal diámetro y tal dificultad, que sólo unos pocos pueden saber, con exactitud e independencia aproximativas, de más de una ciencia. A los representantes de cada disciplina de ciencias de la naturaleza o del espíritu, no se les hace hoy reproche alguno (aun cuando su disciplina tenga cierta afinidad para con la filosofía), porque no sean a la par filósofos especializados.

No es este el lugar de discutir cómo hay que regular en un plan de estudios la distinción, vinculación y existencia simultánea de dicha propedéutica filosófica para la teología por un lado, y por otro lado de una formación para no pocos auténticamente especializada en filosofía, dentro del estudio teológico completo. Como advertencia sólo, representemos la opinión de que probablemente podría acertarse dicha regulación, si el curso de propedéutica filosófica sirve a la vez de curso fundamental de formación filosófica especializada para el teólogo que deba poseer ésta. Lo cual presenta una ventaja para la solución, según ahora veremos, de la cuestión aquí propuesta.

2 4 Recuérdese, por ejemplo, la grave crisis en que cayó el Instituí supérieur de Philosophie de Lovaina, cuando en 1895 se ordenó, por un tiempo determinado, que las clases se diesen en latín. Confr. De Raey-maeker, Le Cardinal Mercier et FInstitut supérieur de Philosophie de Lonvain (Lovaine 1952); asimismo la palabra «Mercier» en LThK 7, 306.

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Respecto de la lengua de esa propedéutica filosófica será naturalmente válido el principio, que ha de ser aún propuesto para la dogmática y la teología moral. Y este se entiende desde el sentido del curso propedéutico mismo, ya que en él puede y debe ejercitarse la lengua científica especializada, de la que han de servirse esas disciplinas teológicas. Para dicho curso filosófico fundamental valen también la medida y las cautelas, con las que (como veremos luego) han de exponerse en latín aquellas disciplinas teológicas. Con ello vienen además dadas una ejercitación y una introducción, muy útiles, para la comprensión del latín de la filosofía de la antigüedad y la Edad Media, así como de las fuentes teológicas y de las notificaciones del ministerio eclesiástico.

Así es como se hace justicia a la disposición de la Congregación de Estudios—en dependencia de la Constitución Apos tólica de Pío XI «Deus scientiarum Dominus, artículo 2 1 : A AS 23 (1931) 268—según la cual la philosophia scholastica ha de ser expuesta en latín. El término scholastica manifiesta claramente, que no exige una docencia latina de la filosofía sin más y de su historia. Esa figura de la filosofía cristiana, que se desenvuelve como un fragmento de la filosofía moderna, en careo inmediato con sus restantes direcciones, puede sí ser llamada escolástica, en cuanto que conserva como una parte viva y esencial de su herencia los bienes de aquella filosofía medieval y barroca, pero más objetivo sería llamarla «filosofía cristiana». Puesto que la filosofía, tal y como en un encuentro positivo con las comentes modernas, la elaboran filósofos como Serti-llanges, Maritain, Maréchal, Mercier, Blondel, Gilson, Geyser, Marcel, Marc, Siewerth, M. Müller, Olgiati, Sóhngen, Hayen, de Finance, De Waelhens, A. Dondeyne, De Raeymaeker, etcétera25, ha asimilado, con derecho y de manera positiva, tantos momentos de la filosofía moderna, que no puede ser, sin peligro de malentendidos, caracterizada de igual modo que la filosofía medieval de los cristianos.

Por tanto, si en la determinación aludida se exige el latín

2 5 Taurus Ediciones prepara, en su colección «El futuro de la verdad», una obra de Sohngen: Cuestiones fundamentales para una teología del derecho, y un penetrante libro de Jean Lacroix sobre Blondel. (N. del E.)

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para la phüosophia scholasúca, puede este término quedar referido objetivamente a la propedéutica filosófica para la teología, esto es, a ese curso fundamental de una filosofía de hoy especializada y cristiana. Pero en lo que atañe a la lengua de la formación filosófica especializada, será lícito ser de la opinión decidida, de que ha de acontecer en lenguas modernas. Un auténtico, vital, autónomo, filosofar pertenece a esas realizaciones espirituales del fondo del hombre, que originalmente, como ya hemos dicho, pueden sólo ser consumadas con autenticidad en una lengua madre. Vale para la historia de la filosofía, lo (jue vale para las ciencias en general: hoy no se las expone sino en lenguas modernas, y no existe ninguna posibilidad seria de que tal situación se modifique. Además la mayor parte de la literatura filosófica (a pesar de la importancia insustituible de la filosofía medieval) de la antigüedad, de la Edad Moderna y del presente es tal, que los libros filosóficos escritos en latín no forman sino una modesta fracción de los documentos filosóficos de la humanidad, con los que el filósofo incipiente ha de entrar en un contacto vivo, personal.

Los cristianos no podemos considerar a los filósofos de la Edad Moderna, que han escrito en su lengua madre, como enemigos nuestros y nada más, cuyas obras, materiales explosivos, han de ser tocadas sólo cuidadosa y desconfiadamente. Hemos de dialogar con ellos abierta y fraternalmente, aprender de ellos a descubrir cada vez mejor, que post Chiristum natum no se puede filosofar de otro modo, que bajo la estrella del Logos de Dios hecho carne. El filósofo especializado ha de aprender en su etapa de formación a hablar la lengua de la filosofía de nuestro tiempo, a hablar con los filósofos para ser entendido por ellos, de modo que su filosofía no aparezca como producto del espíritu de un ghetto clerical. Todo lo cual no es posible, si la instrucción en la filosofía propiamente especializada, no sucede en una lengua moderna. De hecho vemos ya, que los filósofos cristianos de hoy, y entre ellos los clérigos, escriben, al menos sus obras científicas, en sus modernas lenguas madres. El filósofo especializado en ciernes ha de ser confrontado durante su formación no sólo con un manual latino ad usum Delphini, sino con las obras, en las que inmediatamente se expresa la fuerza viva de la actual filosofía cristiana. Tales obras

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exigen (como toda lengua especializada en cualquier ciencia) un especial esfuerzo, y no pueden ser entendidas sin más desde el conocimiento del lenguaje cotidiano, lo mismo que tampoco un zapatero griego entendía sin más la lengua de Aristóteles. Pero semejante iniciación en la lengua filosófica especializada del presente no puede ser otorgada sino en una instrucción viva en esa misma lengua.

Pero volvamos ahora a nuestro problema específico, a la cuestión de la lengua en que debe enseñarse dogmática (con teología fundamental), exégesis, teología moral y canonística. En nuestro planteamiento quedan de antemano, por razón de anteriores reflexiones, excluidas las disciplinas restantes, ya que están demasiado cerca de la realidad dada solo auténtica y originariamente en el médium de las lenguas modernas, y ya que no han tenido (cosa que no debe pasarse por alto) en conjunto ninguna historia latina en la Edad Media o en el Barroco, esto es, que no se niega en absoluto su pasado, si se las expone en lenguas modernas.

En las reflexiones precedentes hemos bosquejado las ventajas y los inconvenientes del latín como lengua de instrucción para dichas disciplinas. Se dan ambas cosas, ventajas e inconvenientes. Circunstancia, que no deberían negar ni los defensores del latín, ni los de una lengua de instrucción moderna. Visto este hecho honesta y sobriamente, la solución del problema será por un lado una decisión, que en último término ha de tomar la superioridad eclesiástica, decisión que no es la prueba, de que una medida determinada es la ideal inequívocamente y en cada aspecto. Dicha decisión debiera ser tomada o llevada a cabo, en cuanto que ya exista, bajo la consideración más hacedera de todas las ventajas e inconvenientes, que abonan una u otra solución; con otras palabras: habrá también que sopesar el intento de un compromiso honrado, que pueda realmente en tales casos ser el mejor, ya que suele ser posible, encontrar caminos para aunar las ventajas de varias «puras» propuestas resolutorias y para evitar en lo que se pueda los inconvenientes contrapuestos. Si ojeamos la legislación eclesiástica promulgada ya de hecho en este asunto, habrá que decir lo siguiente:

En el CIC se exige para el plan de estudios de los Semina-

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ríos Menores el latín como disciplina a instruir junto a la lengua madre (con. 1364, núm. 2); el plan normal de enseñanza media para quien luego quiere estudiar teología católica, contiene, pues, el latín corno asignatura. Lo cual queda además acentuado en otras notificaciones- eclesiásticas. Evidentemente, esta norma está aún lioy en vigencia, de modo quo dicha parte de la educación humanística lia de ser recuperada por los teólogos católicos de cualquier región del mundo, si es que el latín no ha sido, en la enseñanza que prepara el estudio en la Universidad, materia de instrucción con amplitud suficiente. Pero esto so entiende de por sí: sin conocimiento del latín ni siquiera se puede pensar en una formación teológica, tal y como es necesaria para el sacerdote.

Con lo cual la pregunta por el latín como lengua de instrucción teológica no está contestada todavía. El CIC no contiene a su respecto norma alguna. Esta se da para la teología en Universidades, y en Facultades teológicas propias, en las determinaciones de puesta en práctica de la Constitutio Apostólica Deus scientiarum Dominas hechas en el artículo 21 por la Congregación de Estudios (AAS 23 (1931) 268); en ellas se exige: ...Sacra Scriptura, Theologia dogmática, Theologia moralis ...CIC... tradentur lingua latina. Por esta determinación se advierte, que en la instrucción académica de la teología, no exige la Iglesia el latín como lengua en todas las disciplinas. Si la exégesis cae bajo la exigencia de latín, tal determinación es jurídicamente válida (en tanto no haya sido suspendida por una costumbre legítima contraria o por una dispensa tácita o explícita), pero el hecho es que no prohibe percibir un cierto cambio en la situación de esta disciplina durante la última generación, y declarar, por tanto, deseable la dispensa de dicha obligación. La versión, muy general, de la norma del latín como lengua de instrucción en teología en la Constitución Apostólica de Juan XXIII puede ser concebida como una repetición de las determinaciones ya existentes a este respecto, ya que una modificación de leyes anteriores se hubiese hecho notar expresamente 26.

2 6 Lo mismo vale para las «Ordinationes» a esta Constitución, al menos en lo que atañe a la lengua escolar latina en las disciplinas teológicas. Se podría aludir, a lo sumo, a que esas «Ordinationes», junto al

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Claro que hay además algunas otras determinaciones, si bien un tanto antiguas, acerca del uso de la lengua latina, que se refieren, sobre todo, a la instrucción de la teología en forma no propiamente académica en los seminarios corrientes de todo el mundo. Así, por ejemplo, en una nota de la Comisión de Estudios del 1 de julio de 1908 al episcopado universal (Enchi-ridion Clericorum, Roma 1938, núm. 821); en una circular de la Congregación del Consistorio a los obispos de Italia del 16 de julio de 1912 (Enchiridion Clericorum núm. 874), en la que el latín es exigido como lengua docente al menos para dogmática y moral; en una indicación de la Congregación de Estudios a los obispos italianos para sus seminarios del 26 de abril de 1920, en las que el latín se exige para dogmática, exégesis y teología moral (Enchiridion Clericorum núm. 1107, 1109, 1110); en un escrito de la Congregación de Estudios del 9 de octubre de 1921, en el que se caracteriza como «conveniente» (1. c , núm. 1128) el uso del latín en la formación filosófica de los clérigos, y en el que se dice lo mismo y con la la misma prudencia respecto de la dogmática (núm. 1134); en una carta de Pío XI al prefecto de la Congregación de Estudios, Cardenal Bisleti, del 1 de agosto de 1922 (1. c , núm. 1154), en la que sin precisar más exactamente se dice, que las maiores disciplinae han de ser expuestas y escuchadas en latín, incluidas las scholaslicae disputationes; en una carta de la Congregación de Estudios a los obispos norteamericanos del 26 de mayo de 1928, en la que para filosofía, teología (es en dogmática y en moral en lo que se piensa) y derecho canónico se reclama el latín como lengua de instrucción (1. c , núm. 1253). Respecto a estos decretos se advierte, que no se promulgan para cada país sin una cierta matización de las prescripciones con vista a la diversidad de circunstancias; que son ya algo antiguos para la ordenación de un asunto, cuya solución está muy condicionada temporalmente; y que el latín no es exigido por ninguna parte como la lengua de instrucción por antonomasia para toda la teología con sus disciplinas todas.

Los principios generales de interpretación de tales determi-

latín en la clase, exigen también ejercicios, exámenes y libros escolares latinos. (III Art. I I ; 3, 5 ; Art. II 4,5).

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naciones deben ser aquí, respecto de dicha legislación, observados como de costumbre. Puede darse un uso legítimo y contrario 27; las leyes humanas, las de la Iglesia tampoco, no obligan a un perjuicio grave, que surge de las circunstancias no previstas por el legislador, caso que puede, desde luego, presentarse en nuestro asunto. Puede haber dispensas o determinaciones contrarias de la Iglesia de índole particular, ya expresas, ya implícitas. Así por ejemplo: se puede aludir a que siendo el alemán la lengua de instrucción en las universidades alemanas y perteneciendo en Alemania a esas universidades las Facultades teológicas, domina en ellas por completo el alemán como lengua docente; y este uso es ya legítimo, por estar implícitamente concedido por la Iglesia con la pertenencia de las Facultades de teología a las universidades estatales, y por estar ya sancionado, sin veto de las autoridades eclesiásticas, por una duración larga ya de decenios.

Cara a esta situación jurídica, la mejor solución bajo puntos objetivos de vista, será para la Iglesia un compromiso, según el cual dogmática, exégesis, teología moral y derecho canónico sean expuestos en latín fundamentalmente, las restantes disciplinas, sin embargo, en lenguas madres. La dogmática, la exégesis, la moral y el derecho canónico tienen un pasado latino tan largo y una relación tan inmediata para con las notificaciones latinas del ministerio eclesiástico, que resulta por completo opinable la previsión del latín como su lengua de instrucción. Cierto que habrá que ver sobradamente las desventajas de tal regulación, procurando salir a su encuentro con las medidas apropiadas. Y aunque la «substancia» de la doctrina haya de ser enseñada en latín en dichas disciplinas, se podrá tener en ellas no sólo por permitido, sino también por necesario, un uso parcial de las lenguas madres. Introducciones y excursos, en estas disciplinas, de historia de los dogmas, de historia del derecho, de psicología moral, de teología pastoral, etc., sin los cuales se enseñaría mal aquellas materias, es indudablemente mejor que queden expuestos en lenguas madres. Así la Congregación de Estudios lia declarado explícitamente

" CIC can. 5 puede muy bien ser utilizado como regla interpretativa respecto de no pocas expresiones en las «Ordinationes» (quavis contraria repróbala consueludirte»; III art. II, 3.

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bajo Benedicto XV (Enchiridion Clericorum núm. 1102), que el latín como lengua de instrucción no prohibe, que tras su explicación latina exponga el profesor su pensamiento en italiano, por ejemplo, para favorecer la comprensión de lo que explica; y en el mismo escrito (1. c , núm. 1107) se prevé expresamente para la dogmática la interpretación y traducción de conceptos y fórmulas de la escolástica a lenguas modernas. Igualmente reclaman las normas del Santo Oficio a los obispos del 16 de mayo de 1943, que los profesores de teología moral instruyan a sus discípulos acerca de cómo suenan los conceptos y principios de la moral sexual en la lengua de su país (Periódica de re morali, canónica, litúrgica 23, 1944, 133). Correspondientemente hay, en Francia al menos, obras científicas, en las que se aplica este método de doble vía lingüística 28.

La cuestión de la lengua escolar en la exégesis es especialmente difícil. Por una parte la exégesis de hoy, si de veras se ejercita y expone científicamente (y así debiera ser), se ha convertido en una ciencia tan complicada, tan típicamente moderna sobre base filológica, con tantos términos especializados, con un contacto tan cercano e ineludible con la exégesis protestante y su moderna literatura, y además con una orientación, deseable desde luego, a la vida, al testimonio del Evangelio en la predicación y al uso de la Escritura para la propia vida espiritual, que es difícil representarse una clase de exégesis en sólo latín (si es que no es incondicionalmente necesario), que corresponda en realidad a las exigencias de un ejercicio exégetico actual. De otra parte las precripciones eclesiásticas (si no se da ningún derecho especial) exigen hasta las ordinationes en latín como lengua de instrucción en la exégesis, pudiéndose hacer válidas ahora todas las reflexiones expuestas para el latín como lengua docente en la teología, ya que se considera a la exégesis capitalmente como teología bíblica y no se la quiere saber, a pesar de toda su autonomía, sin contacto alguno con la teología dogmática escolar (lo que ocurre desgraciadamente como reacción contra una teología bíblica, que proporciona sólo los dicta pro-bantia para las tesis dogmáticas de escuela). Habrá, por tanto,

28 Como por ejemplo Pedro Descoqs, Institutiones metaphysicae gene-ralis, tom. I (París 1925); Praeiectiones thedogiae naturales I. II (París 1932-35).

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que aspirar a un equilibrio lleno de sentido. Habrá que respetar en la exégesis las determinaciones eclesiásticas sobre el latín. Pero no habrá que extenderlas necesariamente a sus disciplinas auxiliares, como, por ejemplo, a la gramática bíblica, a la semasiología, a otras temáticas'puramente filológicas, a la arqueología, a la historia del tiempo de la Biblia, etc., ya se ofrezcan estos lemas como una lección independientemente, ya tengan que ser expuestos, por razones prácticas, dentro de lecciones distintas. Por lo tanto, respecto de la tarea del profesor frente a sus alumnos para su apropiación vital y humana de la temática de la disciplina respectiva, tendremos que decir lo mismo que dijimos ya refiriéndonos a la teología en general.

A las desventajas del latín como lengua de instrucción puede salírsele adicionalmente al paso, si las conversaciones libres entre maestros y discípulos, la redacción de pequeños trabajos, los ejercicios en los seminarios, etc., suceden en lengua madre. Si se añade la orientación de los estudiantes hacia una familiaridad con los artículos y libros de la teología de hoy, que están redactados en lenguas modernas, se podrá muy bien suponer que las desventajas del latín están tan compensadas en estas disciplinas, que sus ventajas, a valorar como considerables, pueden surtir efecto fructuosamente. Un teólogo educado así tiene una auténtica relación inmediata para con las obras maestras de esas disciplinas teológicas en su pasado latino, para con las notificaciones disciplinares y del ministerio docente de la Iglesia del presente, pudiendo manejar el latín de •modo suficiente en las relaciones eclesiásticas internacionales; entiende y habla la lengua de relaciones de la Iglesia.

Y lo que se ha dicho del latín en la enseñanza oral vale, a su correspondiente distancia, para los libros docentes. Es deseable que se sigan dando los redactados en latín. Sea sólo en latín, sea, como ya explicamos, mezcladamente. Con lo cual no se excluye, desde luego, la licitud de libros docentes de teología en lenguas modernas. Y si tal libro moderno queda introducido como libro oficial de escuela para la instrucción de los clérigos, no podrá contradecir el sentido del principio del latín como lengua de instrucción en esas disciplinas. Y así es cómo podría significar el complemento y la traducción, tan deseables, de las clases latinas, sin necesitar ser considerado como

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competencia excluyente para el manual en latín, que se utiliza simultáneamente, sobre todo puesto que hoy todavía está en vigencia como libro de texto para la parte especulativa de la dogmática el texto latino de la Suma del Aquinate, esto es, que un libro en lengua moderna no puede desalojar en la enseñanza, al menos académica, de la dogmática al libro latino.

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VIDA CRISTIANA

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TESIS SOBRE LA ORACIÓN «EN NOMBRE DE LA IGLESIA»

1. Sobre la esencia de la oración en general.

La oración es un acto de la religión, esto es, un acto de la creatura dotada de espíritu, con el que se vuelve a Dios, reconociendo explícita o inclusivamente su superioridad sin límites ,alabándole y sometiéndose a él (creyente, amorosa y esperanzadamente). Por eso la oración es un acto por medio del cual el hombre a) se «actualiza» en cuanto entero y b) somete y entrega a Dios esa realidad humana actualizada1.

2. Sobre el valor de la oración en general.

Por ello depende el acto de la oración, en su esencia y valor, de dos factores: de la esencia y dignidad de esa realidad humana actualizada y transferida, por así decirlo, a Dios, y de la intensidad y radicalidad existenciales, con que quien ora es capaz, por medio de la entrega de sí mismo, de adherirse a él. Esa intensidad depende a su vez de la gracia divina, que de diversos modos y en medida diversa atrae hacia sí al que ora, cuyo acercarse-a-Dios es realizado por éste objetivamente, ya que otorga al hombre la mayor o más escasa posibilidad activa de adelantarse hacia él por medio de una mejor o más escasa actualización y entrega de sí mismo (Gracia a saber, es gracia de un operar en cuanto potencia, más alejada o más cercana, de la operación por la que la creatura se adhiere a Dios). Por eso dependen la esencia y dignidad de la oración del modo y medida, respectivamente diversos, con que alguien es capaz de acercarse a Dios.

i LTKK I 256-259: «Akt, religioser» (J. B. Metz).

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3. Sobre el aumento de la gloria (externa) de Dios.

Para la comprensión de lo que seguirá después, enviemos por delante algunas advertencias previas sobre la gloria Dei externa formalis. La teología de la escuela distingue, y con derecho, entre glorificación objetiva ( = material) y formal de Dios. La glorificación objetiva de Dios la desempeña cada una de sus creaturas en cuanto que es y refleja por ello algo de la divina perfección. La glorificación formal sucede, porque la creatura libre y dotada de espíritu reconoce en libertad amorosa la superioridad sin límites de Dios. Esta glorificación formal y «subjetiva» puede suceder sólo por medio de actos formalmente humanos y éticamente buenos (actus honesti). Puesto que sólo así queda reconocida la santidad infinita de Dios mismo, honrado como él quiere necesariamente ser honrado por las creaturas. Toda otra perfección y la glorificación entera, externa, objetiva ( = material) apunta sólo como médium y presupuesto a esta glorificación externa formal. Cierto que la glorificación objetiva puede estar presente sin que la formal lo esté (tal y como está dada en el mundo, que no rinde a Dios la debida obediencia, y también en los condenados); pero también bajo este supuesto sirve en último término a los hombres, que de veras glorifican profundamente a Dios, puesto que nunca ha habido ni habrá un mundo en el que no se encuentren creaturas que glorifiquen a Dios formalmente, y ya que el mundo de hecho existente es tal (es decir, con una glorificación formal de Dios) no sólo por razón de la voluntas Dei consequens, sino que es así también por razón de la voluntas Dei antecedens; y además y sobre todo: una creatura dotada de espíritu no puede lícitamente pretender esa glorificación sólo objetiva de Dios, sin que se enderece hacia la glorificación formal, ya que dicha creatura está creada y ordenada para desempeñar dicha glorificación, y negaría, por tanto, su propia finalidad, si quisiese intentar sólo la glorificación objetiva.

De lo cual resulta un principio de suma importancia para nuestra cuestión: todos esos actos del hombre (cualesquiera que sean), que no son sin más—natural y sobrenaturalmente— buenos (buenos ética y al menos por inclusión religiosamente),

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han de ser alineados entre las cosas, que glorifican a Dios sólo objetiva y materialmente, y están, por tanto, supeditados al principio antes propuesto sobre la glorificación meramente objetiva de Dios.

De lo que se sigue: actos, con los cuales un pecador o un no creyente o administra sacramentos o lleva a cabo oraciones—en cuanto prescritas por la Iglesia—de un modo puramente objetivo (esto es, sin devoción real, si bien con atención externa), o con los que desempeña potestades dadas en la Iglesia, constituyen, es cierto, una glorificación objetiva de Dios en cuanto que él los ha querido (como precisivamente tales, esto es, prescindiendo de su pecaminosidad) igual que otras cosas, que o bien ha creado inmediatamente, o bien han sido producidas con ayuda de otra creatura; pero no puede decirse que dichos actos glorifiquen a Dios formalmente, o que acrecienten incluso esa glorificación formal, ni tampoco que haya de aspirar a ellos en cuanto tales la creatura espiritual, como si Dios los quisiera por sí mismos. Estos actos pueden ser siempre signos que manifiestan objetivamente la voluntad eficaz de Dios (como ocurre, por ejemplo, cuando un pecador realiza actos de potestad eclesiástica, o cuando estatuye signos sacramentales). Son actos que operan instrumentalmente por fuerza de una causa, que existe ya independientemente de ellos; esa causa, manifestada en esos signos—a saber, la voluntad creada de Cristo, que instituye las potestades de la Iglesia y los sacramentos—tributa a Dios glorificación formal; pero los actos mismos no constituyen sólo de por sí un nuevo valor, que impulsa a Dios, ya que éste en cuanto tal se da sólo en actos, que glorifican formalmente.

De todo lo cual resulta 2 todo lo que hay que decir sobre la eficacia de las oraciones llevadas a cabo «en nombre de la Iglesia», a las cuales algunos teólogos3 adjudican, solamente por ese mandato eclesiástico, una determinada eficacia ante Dios. Si tal oración sucede—y en cuanto que sucede así—sin ninguna devoción interior, puede valer quoad substantiam,

2 Lo que ahora sigue inmediatamente, está solo como añadido, para ilustrar más de cerca el principio propuesto, pero debe más tarde en su lugar más propio ser expuesto de nuevo y aplicado ulteriormente.

3 Confr, por ejemplo, H. Noldin-G. Heizel, Summa Theologiae Mo-ralis 11, Innsbruck 1957, n. 754.

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como el cumplimiento de la devoción del rezo del breviario o como la realización, de una bendición prescrita en el ritual o de otro sacramental cualquiera o de cualquier función litúrgica. Dicha oración está, pues, en este sentido llevada a cabo «en nombre de la Iglesia», y es por ello signo objetivo de ese piadoso orar, que siempre, y por predefinición formal de Dios, hay en la Iglesia en cuanto oración santa también, subjetivamente. En tanto que tal signo está ahí, puede, por ejemplo, por su medio, un sacramental, administrado a quien es piadoso por un sacerdote que no lo es, estar ordenado en su disposición a alcanzar los frutos de ese piadoso orar de la Iglesia (ya que esa disposición quedó aumentada por el sacramental). Sólo en este sentido puede decirse que también trae fruto la acción litúrgica no piadosa de, un sacerdote. Pero aunque esa oración suceda en nombre de la Iglesia, no produce ante Dios ningún nuevo «valor impetrativo», ya que éste podría ser producida únicamente por medio de actos, que aportan glorificación formal, y ya que la Iglesia misma, en cuanto autora de dicho valor consigue esto por esos actos de una oración real, que de hecho jamás la faltan. Si suponemos, por tanto, que ni el sacerdote (que administra por ejemplo un sacramental) recita las oraciones correspondientes con real devoción, ni el creyente (al que ese sacramental es administrado) escucha las oraciones devotamente, no sucederá sin más por medio de esa «oración» en cuanto tal sino una ofensa a Dios, aunque tal oración pueda ser designada todavía como sucedida «en nombre de la Iglesia»..

4. Sabré la esencia de la oración, en cuanta que sucede en la gracia sobrenaturalmente santificante.

Según resulta de lo que ya hemos dicho, la dignidad de la oración cristiana se mide por la dignidad del hombre deificado y elevado sobrenaiuralmente por la gracia santificante, puesto que esa naturaleza del hombre, deificada según gracia, se actualiza por medio de los actos de las virtudes teológicas, que se ejercitan en la oración, y se entrega así a Dios, y se auna con, él actual (y no sólo habitualmente). Así ocurre, que en el orden concreto de salvación, en el que puede el hombre, y debe, pretender una meta sobrenatural, sólo dicha oración.

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merece de condigno la vida eterna, y sólo una oración, suscitada y vivificada por una gracia sobrenatural—santificante o sobrenaturalmente actual al menos—puede ser llamada acto sal-vífico 4. Una dignidad mayor, o comparable con esta ex aequo, es impensable (a no ser la unión hipostática). Porque esta dignidad procede de la deificación del hombre; nada mayor puede pensarse en el ámbito creado. Tal deificación consiste en último término en la autocomunicación de Dios por la gracia increada, y se actualiza en el que ora por medio de los gemidos inenarrables (Rom. 8, 26), con los que el Espíritu Santo mismo deifica esa oración en los corazones de los justificados. Claro que puede haber realidades ónticas, y por lo mismo valores, que considerados en sí, por un lado, deben de ser llamados valores verdaderos, y que, por otro lado, son distintos de ese valor del ser deificante (esto es, de la gracia sobrenatural en cuanto tal) y del ser deificado, separables del valor de un ser sustancialmente sobrenatural, y añadibles a él, sin embargo. Pero éstas son frases de un modo de consideración puramente especulativo y teorético. Y si alguien, libre e intencionadamente, pretende ese valor—que en su dignidad sobrepasa de manera absoluta a cualquier otro 5—de la gracia en sentido estricto, no debe negar o excluir el valor más pequeño, que se añade a la dignidad de la filiación divina; puede incluso dejarse ayudar por él, con ayuda de segunda línea, en su pretensión del otro, el más sublime 6. Pero no puede, en la evaluación práctica y «existencial» de ese valor más inferior, pretenderle como «finalidad en sí»; no es, desde luego, posible alcanzar con el mismo acto dos fines principales (fines capitales o primarios); además, sería criminal considerar la digni-

* De ahora en adelante consideramos solo la oración del justificado, la oración por tanto del hijo de Dios según la gracia, la cual es obra meritoria de condigno, y prescindimos de la del pecador, que no acontece sino desde la gracia habitual de la fe y de la esperanza o desde la gracia actual, oración que es meritoria de congruo.

5 También «valores» verdaderos, como el de un mandato, el de una delegación por parte de la superioridad eclesiástica, son en cuanto tales, valores a los que sobrepasa absolutamente la dignidad de la gracia deificante, de la filiación de Dios etc.

6 De tal modo, que esa delegación por parte de la superioridad eclesiástica influye indirectamente en la intensidad con la que en la oración se realiza la propia dignidad del hijo de Dios.

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dad de la oración resultante de la gracia como inferior a la que se le añade, por ejemplo, por un mandato eclesiástico.

Lo dicho sobre la dignidad de la oración vale del mismo modo para su eficacia, ya que ésta encuentra su medida en aquélla, si es que prescindimos de una disposición impenetrable de Dios, por medio de la cual permanece éste, en, sus dones, y por lo mismo en su atención concreta a la oración reduplica-tivamente en cuanto tal (es decir, en cuanto que la oración apela a la libre misericordia de Dios y no hace su entrada ante él según la índole de un merecimiento), absolutamente libre y no ligado a obligación alguna frente a los hombres o frente a la Iglesia.

5. Sobre el aumento del valor de la oración.

Puesto que la gracia que deifica al hombre es capaz de un aumento, la dignidad el mérito y la fuerza impetrativa de la oración crecen en la misma medida. Por tanto, si (al revés) la dignidad y la eficacia de la oración han de ser acrecentadas, sólo podrá alcanzarse tal acrecentamiento por medio de un aumento de la gracia santificante, lo cual puede también lograrse—'junto con la recepción de sacramentos y las obras meritorias—por medio de la oración misma. En una oración celosa e intensa, el aumento de la gracia y el del valor de la oración están en una relación de causalidad recíproca; a saber, por medio del acto crece la potencia, y si la potencia crece, se acrecienta el acto mismo. Entre los medios de ayuda y de incitación, que acrecientan el celo e intensidad de la oración, podemos contar (suppositis supponendis) la conscien-cia de estar comisionado para ella por parte de la jerarquía eclesiástica, de estar obligado jurídicamente. Pero la mera ejecución del rezo del breviario por alguien a quien falta la gracia santificante y que no hace desde la gracia (actual) ningún acto interno de la religio, no posee valor alguno ante Dios, si bien tal vez se cumple aún, con esa recitación meramente externa, el mandamiento de la Iglesia, y pueda, por tanto, esa oración ser designada como sucedida en nombre de ésta7. Si

' Confr. n. 3; n. 8.

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alguno objetara que el mandato eclesiástico de rezar el breviario exige su ejecución meritoria en estado de gracia, no impugnaría nuestra afirmación, sino que la confirmaría. Sin que además deba olvidarse que por razón de la predefinición, formal, con la que Dios quiere siempre a su Iglesia subjetivamente santa, hay siempre y por doquier un número suficiente de hombres que desempeñan de hecho en estado de gracia la oración encargada por la Iglesia; y por eso podrá mantenerse ante Dios el resultado de ese mandato de la Iglesia en general. Pero todo esto no niega el hecho, sino que le prueba, de que la dignidad de la oración encargada por la Iglesia procede en último término de la dignidad de la gracia y no tiene ninguna otra fuente diversa.

6. La oración del justificado, en cuanto que sucede en la Iglesia y por su medio.

Esa deificación del hombre por medio de la gracia increada y creada de Cristo trae de por sí consigo—en igual relación y grado—una unificación, con Cristo como cabeza de su cuerpo místico, que es la Iglesia. La deificación y la unión con Cristo no son sino dos aspectos inseparables de la "misma justificación. Un concepto puede ser simplemente sustituido por el otro. Lo que se ha dicho sobre naturaleza y valor de la oración sobrenatural, puede también deducirse de la unificación del creyente que ora con Cristo. Y en cuanto que esa unificación, según gracia, con Cristo, incluye una unificación con su cuerpo místico, que es la Iglesia, podrá el valor de la oración ser nombrado con derecho consecuencia de la unificación del que ora con ésta.

Aquí se alza una dificultad, que no es lícito minusvalo-rar, aunque sea en gran parte terminológica y no objetiva, y que habrá que examinar cuidadosamente. En las nuevas declaraciones del ministerio docente se nos indica (terminológicamente) que cuerpo místico de Cristo e Iglesia católica se identifican8. Si nos atenemos a esta terminología, podremos decir que oran en y con el «cuerpo místico de Cristo» sólo

8 D 2319; Encíclica «Mystici Corporis»: A AS 35 (1943) 193 s.s.

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aquellos hombres que «visiblemente» (esto es, por el bautismo, confesión exterior de la fe verdadera y sometimiento a la autoridad eclesiástica) son miembros de la Iglesia, pero no sin embargo quienes, aunque justificados (quizá hasta bautizados) 9, no pertenecen, a la figura visible de la misma. No por ello pertenecen éstos menos (paganos justificados y cristianos bautizados no católicamente y de buena voluntad) en un determinado sentido verdadero a la Iglesia. Porque si es nestoria-nismo eclesiológico enumerar dentro del concepto completo de «Iglesia» sólo aquellos distintivos que pertenecen a su estructura social y externa, y dar un rodeo ante su «animación» por el Espíritu Santo, no podrá entonces decirse que están sin más fuera de la Iglesia quienes poseen su mismo espíritu y están., por tanto, dominados por esa «entelequia» sobrenatural, que crea miembros visibles de la Iglesia visible, si es que alcai\za su efectividad plena, y que hace así «históricamente» perceptible, esto es, visible en el orden del tiempo, del espacio y de la sociedad humana, lo que tal vez tenía ya su fuerza desde antes en los corazones, a saber la unificación con Cristo y con su cuerpo místico. Lo cual vale, y por más razones, para los justificados que no son católicos, y que han recibido un bautismo válido y fructífero. Por lo cual su oración posee (hablando absolutamente, esto es, si se enjuicia esta oración según su módulo último de dignidad y valor, que es la gracia), aunque no sean miembros visibles de la Iglesia visible, la misma dignidad y el mismo valor que la oración de quienes son miembros en sentido estricto. Puesto que la oración de éstos recibe su decisiva dignidad suprema de esa gracia y unificación con Cristo y con su cuerpo místico, que les ha sido también otorgada a los justificados no católicos, y no precisamente de su vinculación jurídica y externa con la Iglesia. Por eso no es lícito denegar a los justificados «fuera» de la Iglesia la dignidad y el valor de la oración, que hemos adjudicado a los católicos. En cualquier caso hay que advertir respecto a su

9 Dicho caso es visiblemente posible. Hay incluso quienes quedan justificados por el Votum del bautismo (y hasta inclusivamente). D 413, 796, 807, 849, 898, 1031, 1677. Carta del Santo Oficio al Cardenal Cushing: American Ecclesiastical Review 77 (1952) 307-311. Confr. además: A. Cardenal Bea, «I cattolico di fronte al problema dell'unione dei cristiani»: La Civiltá Cattolica 112, 1 (1961) 113-129.

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oración lo siguiente: si su oración interior (que de suyo es sobrenatural y sucede desde la gracia) se hace visible hacia fuera (incluso por medio de un culto que sea en sí falso), da testimonio, en tanto que sobrenatural, no de una falsa religión, sino en el fondo de la Iglesia católica; igual que en un bautismo válido y fructífero, que haya sido administrado fuera de la Iglesia, en una comunidad no católica sólo según la apariencia extema.

La unidad de quien ora con la Iglesia en cuanto tal no proporciona de suyo y directamente a su oración un valor sobrenatural mayor que el de cada oración de un hombre ea estado de gracia (que ex supposito posee la misma medida de gracia santificante). Pero la pertenencia a la Iglesia visible en cuanto tal puede por muchas razones influenciar positivamente el valor de la oración. No hay duda acerca de qus la Iglesia jerárquica y visible contribuye de muchas maneras a proporcionar y aumentar la gracia, que deifica al hombre: por medio de su dirección, de admoniciones, prescripcioaes, oración común, sacramentos, ejemplos, etc., influencia la impartición y aumento de la gracia (dentro y fuera de la oración) y por ese camino el valor de la oración ante Dios.

7. Sobre la oración común.

a) En la oración común de los creyentes se realiza primeramente, por la naturaleza del mismo asunto, y se hace explícitamente visible, un rasgo esencial de cada oración cristiana: la necesaria unidad del que ora con Cristo y la Iglesia, y así con todos los animados por el Espíritu Santo. Por esta razón y por la promesa de Cristo (Mt 18, 19, s. s.) posee la oración común una eficacia especial. Hablando concretamente: dicha oración tiene esa eficacia especial, porque por su naturaleza y a causa de las especiales gracias actuales, otorgadas por razón de la promesa de Cristo, está dispuesta para ser realizada con un celo mayor por cada uno de los que oran y desde una gracia santificante aumentada (con esa causalidad recíproca entre oración como acto de la gracia y gracia como potencia, que forma la medida de ese acto). Puesto que, por un lado, la comunidad no es en cuanto tal un sujeto físico, capas

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de gracia santificante, y puesto que por otro lado el valor propio de la oración se mide exclusivamente según esa gracia santificante y según la intensidad de la realización de la misma, no hay ninguna otra aclaración de la especial dignidad de la oración comunitaria, si es que no se quiere hacer arbitrariamente hipóstasis de hechuras sociales.

b) La oración común de los creyentes tiene además, por otra razón, una especial eficacia desde el cuerpo místico de Cristo. Dios persigue a cada uno con su voluntad de salvación en. tanto que le ve, quiere y consuma como miembro de esa comunidad de los que han de ser salvados, que Dios ha elegido para sí en predeterminación eterna en la unidad y armonía comunitarias, en la diversidad y dependencia recíproca de sus miembros, como reino eterno y místico de Cristo (como Iglesia que triunfa). En cuanto que esos miembros lo son del reino de Dios, cuyo comienzo es la Iglesia peregrina en la tierra, que abarca, sin embargo, a todos los escogidos, les otorga Dios también gracias actuales (eficaces) para la oración (claro está, según su complacencia, con la que funda en su multiplicidad ese reino eterno). Por eso cada uno en su oración (que, si sucede, queda siempre realizada sobre el fondo de gracias eficaces) depende de todos. Lo cual es válido para cada oración. Pero como esa dependencia se hace sobre todo perceptible y paladina en la oración común, a la que Cristo prometió por esta razón gracias especiales, recibe dicha oración gracias numerosas desde el cuerpo místico, que se realiza y manifiesta él mismo por medio de la comunidad orante. Lo que hemos dicho vale, por la naturaleza de la cosa misma, para cada oración de los fieles cristianos, que se realice en común legítimamente, y no vale sólo para la oración, que sucede por sin mandato especial de la Iglesia jerárquica.

8. Sobre la oración como acto de la Iglesia.

Evitemos en esta cuestión dos cosas con igual solicitud: la primera, que la Iglesia, en cuanto comunidad de muchos seres sustanciales, quede hipostasiada ella misma, como si fuese un ente sustancial; y la segunda, que esa unidad de la Iglesia

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y de sus miembros sea minusvalorada, como si la Iglesia una no fuese una realidad real, sino una mera ficción.

a) De un acto de la Iglesia puede hablarse desde múltiples aspectos.

Acto de la Iglesia puede llamarse con derecho al acto de un hombre, con el que éste ejercita en la Iglesia visible o la potestas iurisdictionis o la potestas ordinis. Cuanto mayor es la potestad correspondiente, cuanto más absolutamente se ejercita, tanto mejor podrá llamarse acto de la Iglesia al acto que dimana de esa potestas iurisdictionis vel ordinis. Dicho acto no procede en cuanto tal formalmente de la gracia santificante, ya que también un pecador, que posea esa potestad eclesiástica, puede realizarle. Dicho acto es acto de la Iglesia en cuanto constituida visible y jerárquicamente. Puesto que aunque físicamente sea el acto de un sólo hombre, es llamado, y con derecho, de la Iglesia, ya que aquél le realiza en tanto que pertenece a los portadores de las potestades, que Cristo ha otorgado a la Iglesia en cuanto tal. De lo cual se deduce que se puede llamar, secundariamente, actos de la Iglesia a los que realiza uno de sus simples miembros, en cuanto que lleva a cabo un mandato de la jerarquía. La Iglesia se hace, por su comisión y su mandato, algo así c/mo autora de ese acto, que puede por ello serle adjudicado como propio.

Pero no sólo puede ser Hamaco acto de la Iglesia el de un hombre que tiene esa potestad sacramental o jurisdiccional. De cada acto salvifico de cualquier miembro de la Iglesia puede decirse, en un sentido verdadero, que es acto de ésta; procede a saber de la gracia, que siempre comporta carácter eclesial; se efectúa positivamente sobre el cuerpo místico entero de Cristo, y hace (con su contribución, aunque modesta) que la Iglesia visible sea el signo elevado sobre los pueblos (D 1794), testimonio, por tanto, ella misma de su origen divino. Ya que a su manera cada acto salvifico es una contribución a esa santidad inagotable y a la fertilidad en todo lo bueno 10, por cuyo medio llega la Iglesia a ser ese signo. De esta declaración de! Vaticanum primero resulta claramente que la Iglesia se adjudica todos los méritos sobrenaturales de cada uno de los cris-

1» D 1794.

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líanos en cuanto testimonios de su propia santidad. Lo mismo pasa con la doctrina del llamado «tesoro de la Iglesia» (D 550-552; 740 a; 757; 1541), conformado por los méritos y satisfacciones de Cristo y de todos los justificados. Si esos actos no fuesen, en un verdadero sentido, actos de la Iglesia, su valor meritorio y satisfactorio no podría constituir un «tesoro», sobre el cual ella misma dispone, ya que en "este asunto dispone sobre algo propio y no ajeno. Por eso innegablemente deben ser, y ser llamados así en un verdadero sentido, actos del cuerpo místico de Cristo todos los de los cristianos sucedidos en estado de gracia. Puesto que miembros de la Iglesia en cuanto cuerpo místico de Cristo, no lo son sólo los dirigentes de la misma, sino todos los cristianos. Pero como los actos de los miembros son fundamentalmente actos del cuerpo, y como en general no hay otros actos de los miembros del cuerpo místico que las buenas obras y las oraciones de los creyentes, se dice de éstas, con derecho, que son actos del cuerpo místico de Cristo. Y ya que cuerpo de Cristo e Iglesia significan lo mismo, los actos meritorios de los creyentes en estado de gracia, han de tener vigencia como actos de la Iglesia misma. Y esto vale a fortiori de los actos, que presentan una idiosincrasia social. Pero la distinción entre actos sólo «privados» y los explícitamente «sociales» es accidental. A saber, en el reino de Dios no hay acto alguno que ante Dios sea sin más «privado» o meramente «individual». Si no fuese éste el estado de la cuestión, la Iglesia o quedaría equiparada con la jerarquía—mientras que en realidad también los laicos son sus miembros y no sólo objetos del cuidado pastoral del clero—o habría que denegarla, en cuanto que también consiste en laicos, cada acto. Ambas cosas son falsas.

Los actos de la jerarquía (del clero) están por entero ordenados, si bien de manera diversa, a provocar los actos, a dirigirlos e intensificarlos, que los miembros de la Iglesia realizan desde la gracia de Cristo que les deifica. Los actos «jerárquicos» se realizan en nombre de la Iglesia (y de Cristo), pero con la finalidad de guardar y favorecer en sus miembros la vida sobrenatural de Cristo mismo. Lo cual se manifiesta especialmente en los sacramentos: su administración sobresale, sin duda más que cualquiera otro, entre los actos que la je-

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rarquía realiza en nombre de la Iglesia y de Cristo y en cuanto actos jerárquicos. Pero la administración de sacramentos alcanza su meta sólo en la fe y en el amor de cada uno de los miembros de la Iglesia, a los cuales les es administrada, por medio de esos sacramentos, la gracia para su vida divina.

b) Por todo lo cual diremos: Cada oración sobrenatural, que sucede por la gracia de

Cristo y en su cuerpo místico (aunque hacia afuera aparezca como «privada»), puede ser llamada con derecho un acto de la Iglesia. Para lo cual no hay por qué exigir que esa oración esté encargada explícita y concretamente por la jerarquía eclesiástica. Igual que la Iglesia declara que todo obrar y sufrir santos de sus miembros (creyentes en Cristo) han de serle adjudicados a ella misma, ya que son notificación de su santidad y fertilidad propias, lo mismo habrá que decir también en especial de la oración de los creyentes.

Lo mismo (en más alta medida, pero no con otra índole esipecífica) diremos a fortiori de la oración común de los creyentes, incluso de la que, según el más estricto concepto de liturgia, que hoy se usa, no puede ser llamada «litúrgica» propiamente n . En toda oración; común aparece visiblemente lo que pertenece a la esencia de cada oración: que sucede desde la gracia del cuerpo místico; que en ella, eficaz por naturaleza propia, se corrobora y crece su mismo fundamento, a saber la vinculación del que ora con Cristo y con la Iglesia por la gracia de éste; que el fruto común de esa oración, que fortalece la vinculación con Cristo y con la Iglesia, viene necesariamente en provecho de la Iglesia entera. Con derecho, por tanto, tiene vigencia esta oración común en cuanto acto de la Iglesia para su provecho. Y puesto que ello no resulta desde la naturaleza de la cosa en sí, no será necesario que esa oración común (sucedida además legítimamente) esté expresamente imperada por la jerarquía eclesiástica. Así, pues, si sólo se puede llamar liturgia (y sobre este asunto no es necesario que

11 Confr. CIC can. 1257; D2298; Encíclica «Mediator Dei»; además: A. Stenzel, «Cultus publicus: Ein Beitrag zum Begriff und ekklesiologis-chen Ort der Liturgie: ZkTh 75 (1953) 174-214; J. A. Jungmann, Der Gottesdienst der Kirche (Innsbruck 1955) 1-8; J. H. Miller, Fundamentáis <af the Liturgy (Notre Dame, Indiana 1960) 24 s.s.

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hablemos ahora) a la veneración de Dios por parte de los fieles en común 12, ordenada explícitamente y legalmente regulada por la suma autoridad, será lícito entonces afirmar sin más que la oración común «extralitúrgica» de los creyentes puede y debe llamarse acto de la Iglesia.

A este acto de la Iglesia no le añade un expreso mandato litúrgico de la jerarquía ninguna dignidad mayor ante Dios, ya que no la hay más grande que la que el Espíritu Santo otorga con sus gemidos inenarrables. El mandato expreso de la Iglesia apunta, al fin y a la postre, en la regulación de la liturgia, a que esa oración común de los creyentes suceda de hecho, digna y frecuentemente. La oración litúrgica no es por tanto un acto de suyo mayor y más intenso de la Iglesia en cuanto comunidad visible y jerárquicamente ordenada; el acto del subdito, que sucede en comisión de cualquier autoridad social, es adjudicado, y legítimamente, a esa autoridad y a la sociedad, que en ella se funda, y es así como llega a ser su acto. Lo cual no impugna, sino que confirma, que esos actos de los miembros de una sociedad, que pueden sólo realizarse con legitimidad bajo la dirección explícita de una autoridad social (por ejemplo, el sacrificio de la misa como sumo acto cultural de la Iglesia entera), deban ser necesariamente regulados por medio de leyes de la sociedad correspondiente, por medio, por ejemplo, de las leyes litúrgicas de la Iglesia y de su suprema autoridad. Pero también en este caso hay una doble razón para poder llamar a este culto acto de la Iglesia: la última, más profunda y sublime razón es la de que el sacrificio de la misa (claro que bajo la necesaria dirección del sacerdote) es celebrado por creyentes, aunados por medio de su gracia con el cuerpo uno de Cristo, que ofrecen el sacrificio de éste, por su unión con él, como suyo propio; la otra razón exterior y de segunda fila consiste en la habilitación litúrgica expresa (en este caso necesaria) por parte de la superioridad eclesiástica. La primera razón recurre a la unidad invisible de todos en la gracia (unidad que pertenece a los elementos constituyentes de la Iglesia); la segunda considera la unidad exterior y «visible» (social) de los creyentes. Esta se relaciona con

« D 2298.

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aquella como el signo sacramental (sacramentum)) con la gracia sacramental (res sacramemi). Mas aún: si la Iglesia por medio de sus leyes manda y ordena ciertas oraciones, se sabe de ellas más seguramente que de las llamadas oraciones «privadas», que en su «objetividad» (esto es, en tanto se prescinde de la buena intención subjetiva del que ora), complacen a Dios «objetivamente». Igual, por ejemplo, que un rito sacramental, realizado o recibido indignamente, sigue siendo una promesa válida, objetiva, de la gracia por parte de Dios, así también el acto exterior de la oración ordenada por la Iglesia sigue siendo objetivamente legítimo y se le sabe en cuanto tal, cosa que de la oración privada no puede afirmarse con igual seguridad, si se la considera sólo objetivamente. Pero esa legitimidad objetiva está ordenada por entero al acto subjetivo del que ora verazmente («interiormente») desde la gracia de Dios, y alcanza sólo en dicha oración «en espíritu y verdad» su finalidad propia. Esa valía objetiva de la oración estrictamente litúrgica, no podrá nunca en cuanto ella sola sustituir ese valor de la oración, que es el que Dios en último término intenta, ese a saber, que proviene de un corazón puro y humilde. La valía objetiva no cofirma, tomada por sí sola, ninguna finalidad legítima de un acto humano.

Cierto que sabemos, que el ministerio docente de la Iglesia ha adjudicado en los últimos tiempos a la oración litúrgica «una fuerza y un poderío mayores» 13, que los de la oración privada, y que ha dicho «que la oración litúrgica puesto que es una súplica pública de la augusta esposa de Jesucristo, supera en preferencia a las oraciones privadas» 14. Esto no queda impugnado por nuestras afirmaciones. Ya hemos antes aludido a que puede distinguirse un doble valor de la oración. Advirtamos además, que la comparación establecida por el ministerio docente entre oración «privada» y «litúrgica» mienta esa oración «litúrgica» llevada a cabo de hecho por miembros en estado de gracia; esto quiere decir por tanto una oración litúrgica, que posee también ese valor sublime, que hemos adjudicado a la oración desde la gracia «sobrenatural». A esa

J3 A AS 28 (1936) 19: Pío XI en la Encíclica «Ad catholici sacer-dotii».

" ASS 39 (1947) 537: Pío XII en la Encíclica «Mediator Dei».

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oración, litúrgica y sobrenatural a la par, se le adscribe con derecho una dignidad mayor que a la privada, qué en cuanto «tal» no tiene ese valor, que le viene a la litúrgica del mandato y de la ley cultual de la Iglesia. Pero el valor añadido a esa oración litúrgica, considerado por sí solo, es incomparablemente menor, que el que le viene a la oración di suceder—y en cuanto que sucede—en el Espíritu Santo. Ya hemos acentuado, que la fuerza «existencial» (si se puede hablar así) y la eficacia de esa delegación eclesiástica, no deben ser supravaloradas. Si alguien ora en el Espíritu Santo, ora desde el motivo del amor, esto es a causa de la bondad divina, amable por sí misma, y se dispone por entero a la glorificación de Dios y se pone ante su misma majestad. Todo esto sucede en cada acto del que ora, y ordena por eso necesariamente y, diríamos, «jerarquiza» la directriz final y los motivos de su oración, ya que quien ora es en cada oración, y no solo en la litúrgica, miembro de la Iglesia, puesto que únicamente en cuanto tal miembro puede acercarse al trono de la gracia. El valor del mandato jurídico por parte de la Iglesia debe pues quedar absolutamente subordinado, nombrado secundariamente, en esa plenitud de finalidades y motivos de la oración sobrenatural, dados al que ora en un grado determinado de su consciencia, si se compara con la razón última, que otorga a la oración su dignidad, a saber, con el mismo Espíritu Santo, que le ha sido dado al justo y que intercede ante Dios por él en su oración.

9. Sobre el concepto «opus operantis Ecclesiae-» en cuanto aplicado a la oración.

Por lo dicho hasta ahora se entiende lo que hay que pensar correctamente 15 del opus aperarais Ecclesiae, del que se dice, que está dado solo en la oración, que sucede en correspondencia con la ley litúrgica dada por la Iglesia.

a) Puede llamarse (primeramente) opus operantis Ecclesiae a la oración, que sucede—y en cuanto que sucede—por

!5 J. H. Miller, Fundamentáis of the Liturgy (Notre Dame, Indiana 1960); en contra J. A. Jungmann: ZkTh 83 (1961) 96-99.

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mandato y según las normas litúrgicas de la Iglesia jerárquica, aunque no posea, si es un pecador no arrepentido quien la realiza, ninguna fuerza meritoria y ningún valor que glorifique a Dios formalmente. Dicha oración en cuanto tai no tiene ante Dios valor alguno, que sobreviniese nuevamente al de glorificación formal, dado siempre en la Iglesia como necesariamente santa, y que es opus operantis Ecclesiae en el sentido explicado. Claro que esta oración puede ser, y seguir siendo, signo objetivo de esa intercesión, de ese ruego duradero, con el que la Iglesia, en sus justos y en sus santos, intercede por todos sus miembros por medio de la oración comunitaria llevada a cabo en estado de gracia; todos los miembros de la Iglesia pueden invocar siempre, también en la oración privada, esa intercesión, ese ruego. Pero el signo en cuanto tal no aumenta el poderío de esa ininterrumpida oración, como sucedería, si la oración litúrgico-ministerial fuese llevada a cabo por un justo. Esa impetración de la Iglesia, dada en ella siempre por razón de la predifinición divina y de su gracia eficaz, está a disposición de cada uno (rectamente dispuesto), aunque dicha oración sea llevada a cabo por un sacerdote que carece de la gracia o que no participa del todo en su acción religiosa (que recita, por ejemplo, una bendición del ritual sin devoción alguna); pero la fuerza impetratoria de la Iglesia no procede del cumplimiento de esa oración por el sacerdote no piadoso. Si alguien, a quien le administra, por ejemplo, un sacramento un sacerdote semejante, se ve de hecho motivado por ese signo objetivo de la permanente e infalible impetración de la Iglesia (que no sucede desde luego sólo por oraciones estrictamente litúrgicas) a una devoción mayor que la que tuviera antes y a una mejor disposición (lo cual puede pasar fácilmente), ese alguien consigue entonces de esta infalible impetración de la Iglesia, de la que al menos inclusivamente se reclama por un sacramento recibido así, mayor provecho, que si hubiese invocado esa impetración ante Dios solo en oración privada, aunque esto esté, según dijimos, siempre a su alcance y sea además eficaz. Si alguien adjudica determinada eficacia a esas oraciones sucedidas en cuanto opus operantis Ecclesiae, independientemente de la devoción del que ora y de la de aquél para quien se oumple, afirma de hecho (aunque quizás no con palabras) un

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opus operaníum16, incluso más que un sacramento17 (ya que afirma un efecto de gracia sin ninguna disposición presupuesta, y piensa por tanto mágicamente), cosas ambas falsas por completo.

b) Si la oración sucede de hecho en estado de gracia, puede ser llamada (en segundo lagar) opus operantis Ecdesiae, en cuanto que procede (aunque no podamos constatarlo con. seguridad absoluta de una oración concreta) de esa gracia eficaz formalmente predefinida (es oración que siempre—inclusivamente al menos—ruega por todos en la Iglesia), con la que Dios lleva a cabo su voluntad, ésa con la que absoluta y eficazmente quiere a la Iglesia, en cuanto entera, santa subjetiva e infaliblemente; y también en cuanto que por medio de dicha oración piadosa se aumenta el llamado «tesoro de la Iglesia», que no debe ser reducido a satisfacciones, que hay que desempeñar para los reos de castigo. Por tanto habrá que guardarse de adscribir a la oración, con reclamo del término opus operantis Ecdesiae y solo por el mandato eclesiástico, un valor ante Dios propio y verdadero, que en realidad no es sino patrimonio de la oración llevada a cabo en la gracia, ya que tampoco aquí debe confundirse el signo de la cosa (esto es, la oración no piadosa, aunque pueda en parte ser llamada opus operantis Ecdesiae) con la cosa designada: esto es, con la oración cumplida en estado de gracia, sea como sucedida «en nombre de la Iglesia jerárquica», que la impera, sea en cuanto «oración privada».

10 Sobre el rezo del breviario en especial.

Lo dicho vale también para el cumplimiento del rezo del breviario. Cuando—y en cuanto que—el fiel cristiano lleva a cabo piadosamente el rezo del breviario en estado de gracia,

1 6 En especial porque una oración puede ser formalmente en cuanto tal signo sacramental (por ejemplo, en la unción de los enfermos).

^ Ya que el sacramento mismo depende en su efectividad de hecho de la disposición de quien le recibe como de su condición y causa material. Pasar esto por alto suena a «magia» y atraería objeciones justificadas de los protestantes, que ya consideraba el Tridentinum (D 741, 797, 799, 849). Cosa que aumentaría de medida, si a la oración litúrgica le fuesen adjudicadas la fuerza y la eficacia independientemente de la disposición del que ora.

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ora, aun sin mandato especial, en, con y por la Iglesia, y realiza un acto, que puede ser llamado con derecho acto de la Iglesia (en cuanto cuerpo místico de Cristo). Lo cual a for-tiori es válido para el rezo común del breviario, aún sin especial mandato por parte de la Iglesia jerárquica. La habilitación explícita de ésta otorga a ese cumplimiento, aditivamente, la calificación de «acto de la Iglesia», incluso en su dimensión de sociedad visible; pero esa calificación ni hace en primera línea de la oración un acto de la Iglesia, ni la otorga un valor mayor, que el que le viene de la unión con Cristo en la gracia. Por eso el mandato de rezar el breviario por parte de la autoridad eclesiástica—tal delegación existe en los portadores de las órdenes mayores y (muchos) religiosos— añade a dicho rezo una obligación, pero no modifica ni acrecienta su naturaleza más íntima en un sentido propio. Por todo

10 cual no se necesita añadir esa delegación explícita, si no se puede de hecho imponer una obligación nueva, o si no es recomendable simplemente, porque no se espera por ello una oración más frecuente y más intensa.

11 Sobre la misa celebrada en nombre de toda la Iglesia.

Siempre ha habido en la Iglesia la doctrina de fe, según la cual cada sacrificio de la misa (también la llamada «misa privada») es un acto cultual de la Iglesia y no sólo de una persona privada cualquiera (del sacerdote, por ejemplo, en cuanto persona privada, particular). Pero es cuestionable el sentido exacto en que esto haya de interpretarse. Por de pronto es patente, que cada acto cultual de cada miembro de la Iglesia, que está en estado de gracia, es una obra meritoria, rica en bendiciones para el que establece ese acto (por medio del aumento de la gracia), y que a la par es bueno para todo el cuerpo místico. Además está claro, que al que celebra también la misa le llegan por su celebración ex opere opéralo gracias actuales, que hacen crecer respecto de su dignidad y de su mérito sobrenatural el acto cultual de ese asistente. Cuanto más habrá que decir esto de los actos cultuales, de quienes se reúnen simultáneamente, para la celebración del mismo sacrificio, ofreciendo por medio de esos actos una misa determina-

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da. Si prescindimos—y en cuanto que prescindimos—de ese valor y de esa eficacia (también «social») de cada misa, no podremos decir, que por cada misa surge un «valor» nuevo, que se distingue de aquel» valor infinito del sacrificio cruento de la cruz, que la misa presencializa, valor que está contenido en ella, puesto por la Iglesia ante Dios en- el sacrificio de los fieles celebrantes, ofrecido en su fuerza por Dios como gracia a los fieles, que celebran la misa, y ejercido en ellos in acta secundo en sus efectos fácticos, si es que los fieles por su disposición (creciente) son capaces, y en la medida en que lo sean, de dichos efectos. Aunque todos y cada uno de los sacrificios de la misa sean muchos actos de Cristo 18, en cuanto que éste en la última cena y como supremo sacerdote mandó que la Iglesia le ofrendase al Padre en su propio nombre por medio de un acto litúrgico, no establece el Cristo transfigurado en el cielo actos físicamente nuevos en cada misa, multiplicados por los múltiples sacrificios litúrgicos de la Iglesia. Por tanto respecto del acto de Cristo meritorio, redentor y que glorifica a Dios, el valor de la misa no se añade al valor del sacrificio cruento, sino que la misa ofrece a Dios precisamente, y le aplica al hombre, ese único e infinito valor. Y si a la misa se le añade un valor nuevo, que es de provecho para la Iglesia entera, ese valor proviene de los actos de la ofrenda, en cuanto actos tanto del sacerdote, que celebra la misa meritoriamente, como también de los demás presentes. Son actos, que glorifican a Dios, en cuanto que por un lado proceden de la fuerza del sacrificio de la cruz de Cristo, siendo por otro lado diversos del acto del Cristo en la cruz, que se ofrece a Dios Padre en la eternidad; por eso aumentan realmente por medio del número de misas. Y en tanto que son actos sobrenaturalmente meritorios de algunos, a saber de quienes celebran la misa, son de provecho para todo el cuerpo místico de Cristo. Por eso cada misa alcanza utilidad para la Iglesia entera. Y esta es la única índole fundamental del provecho de cada misa para toda la Iglesia. No es lícito opinar, que cada misa es ofrecida en este

18 Confr. por ejemplo los discursos de Pío XII del 31.5. 1954 y del 2.11. 1954: AAS 49 (1954) 313-317; 668-670. Para la interpretación de esos textos: K. Rahner, Die vielen Messen ais die vielen Opfer Christi: ZkTh 77 (1955) 94-101.

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sentido «en nombre de la Iglesia entera» como si esa Iglesia entera fuese el sujeto inmediato, que por medio de su acto ofrece o recibe los frutos de la misa. El eterno, infinito valor del sacrificio de la cruz concierne inmediatamente y para siempre a todos los hombres, y más que nada a los bautizados y así sobre todo a la Iglesia entera; pero precisamente ese valor es ofrecido de manera sacramental por aquellos y aplicado a aquellos que están presentes en el signo eficaz del sacrificio cruento, en un signo por tanto, que ocupa una posición determinada y acotada en el tiempo y en el espacio. Igual que el sacramento puede ser aplicado únicamente en cuanto tal (en cuanto que se distingue de la res sacramenti, es decir de la gracia) de una manera inmediata a los que coexisten con el signo espacial y temporalmente, así hay que pensar también el estado de la cuestión en el sacrificio de la misa en cuanto tal, esto es en cuanto que como signo se distingue de las cosa designada (del valor del sacrificio mismo de la cruz). Si en fuente antiguas se dice, que la misa es ofrecida en nombre de la Iglesia, que la Iglesia celebra el sacrificio-banquete, se entiende entonces «Iglesia» local, tal y como es en Pablo tan frecuente. Puesto que la «multitud de los fieles», que celebra un determinado sacrificio litúrgico, o ese «pueblo santo», del que el canon de la misa habla como real y litúrgicamente presente, son llamados con derecho «Iglesia», ya que esa multitud lleva a cabo en el culto santo, lo que es el acto supremo, con el que Dios regala a la Iglesia toda19. Por eso «aquí y ahora», en la acción de una determinada comunidad, que celebra la misa, aparece la Iglesia entera y se concretiza en perceptibilidad histórica. En este sentido (además del otro, del que ya hemos hablado) sí que celebra la Iglesia «entera» cada misa, pero no como si fuese toda ella el sujeto inmediato del concreto sacrificio litúrgico, o como si todos los miembros de la Iglesia fuesen inmediatamente usufructuarios de los frutos de la misa, igual que aquellos, que celebran realmente y están presentes en una misa determinada.

19 Confr. K. Rahner, Zur Theologie der Pjarre: H. Rahner, Die Pfarre, Friburgo 1960.

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EL «MANDAMIENTO» DEL AMOR ENTRE LOS OTROS MANDAMIENTOS

No negará nadie, que el mandamiento del amor tiene una posición peculiar entre los otros mandamientos. Neotestamen-tariamente es llamado mandamiento y tratado por ello en apariencia como uno más entre los otros muchos. Y sin embargo el Nuevo Testamento dice, que es el («primer») mandamiento, que de él dependen la ley y los profetas (Mt 22, 40), y que quien le observe, ha cumplido ya toda la ley (Rom 13, 10). Dicho mandamiento tiene por tanto que ser un mandamiento y además el todo mentado con todos los otros. No podrá decirse, que no es sino un nombre colectivo para los otros mandamientos, y que es verdad en este sentido, que a Dios se le ama ya con cumplir solo los demás, que el amor a Dios no es sino otro nombre para la disposición de llevar a cabo su voluntad desplegada en particulares mandamientos materiales. No puede ser, que éstos sean solo formulaciones parciales del mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Si así fuese, tendrían entonces razón Fenelón y el quietismo al afirmar, o parecer que afirman, que solo hay una actitud realmente moral: el puro amor a Dios; de modo que todo acto, que intencional-mente se dirige a cualquier otro «valor», a la salvación de la propia alma, a la elusión del castigo, al propio desarrollo, etc., sería ya propiamente inframoral.

Estamos pues ante un curioso dilema: el amor lo es todo y sin embargo no lo es; si él está dado, lo está todo ya; pero hay también algo más que él, que no es lícito excluir del ámbito de lo moral. Dilema, que no es posible abolir suficientemente, diciendo: el amor es la virtud, que puede tenerse solo (en consecuencia de alguno de sus rasgos esenciales), si se tiene también las otras, aunque se pueda poseer, al revés, las otras virtudes (en cuanto actitudes morales e incluso—al menos la fe y la esperanza—en cuanto capacidades sobrenaturales «infusas») aún sin el amor. Es ilustrativo, desde luego, poder decir: amor de veras está solo presente cuando se está dis-

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puesto a hacer en todo la voluntad de Dios, a cumplir por entero sus mandamientos. Pero así se hace del amor de nuevo (si bien con otras palabras), una fórmula sumaria de todas las actitudes morales, se decreta sin más, que no hay amor, si no se está dispuesto a cumplir en todo la voluntad del amado. ¿Aclara esto tanto? Se dirá, si se quiere defender esta doctrina: un sentimiento del amor es iposible en todos los aspectos también sin esa decidida disposición para la voluntad de Dios, pero ese sentimiento no es auténtico amor, amor real. Esto puede decirse. ¿Pero podría decirse lo mismo respecto de cualquier otra virtud? ¿No podría decirse: castidad sin amor al prójimo no es una castidad auténtica, sino miedo orgulloso a abrirse al otro amorosamente? ¿No podría también decirse: veracidad sin amor es solo altanería, que cree no ser necesaria la deferencia para con los demás y para consigo, y que está tan segura de sí misma, que puede permitirse ser «brutalmente» honrada? Sí que puede decirse: la justicia, que no es amor, yerra precisamente lo que al fin y al cabo ha de importar a la justicia, a saber, no un equilibrio dentro de un mundo objetivo de bienes, sino un respeto real por los hombres; pero-tal respeto es demostrable solo, en un sentido auténtico y verdadero, por medio del amor, y todo lo demás no es la respuesta de valor, que se debe a la persona. Más generalmente y a fondo: cada valor moral es a la postre un valor personal, ya que solo la persona puede fundar valores absolutos, ya que el «bonum honestum» es ese valor fundado primaria y solamente en la persona (correspondiendo al axioma: ens et bonum con-vertuntur), y ya que un valor más elevado no puede estar fundado sino en la naturaleza de un ente ontolágicamente superior. La respuesta de valor debida a la persona es el amor precisamente y si no nada, porque cualquier otra valoración infravalora a la persona misma. Si se replicase a este argumento, que la persona es un ente pluridimensional, y que puede por tanto ser vista bajo diversos aspectos, discernibles unos de otros, y contestada en sus valías, tan plurales, por lo cual son posibles frente a ella varios modos morales de comportamiento, diversas virtudes por tanto, de las que no todas son amor, se podría entonces ante tal réplica preguntar de nuevo, si esos diversos aspectos parciales del hombre representan en cuanto

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tales diversos valores morales, cosa que algunos de entre ellos no hacen seguramente. Si se dice, que esos aspectos parciales son valores morales en cuanto que permanecen referidos al conjunto de la persona (de la «naturaleza humana» como fun-damentalidad más próxima de valores morales), habría que decir a su vez, que todo eso es correcto, pero que parece probar precisamente lo contrario. Porque si un valor parcial humano es moral solamente, cuando permanece referido al conjunto de la persona humana y cuando es afirmado en cuanto tal, quiere esto decir de modo paladino, que una respuesta de valor a un valor parcial humano (una virtud particular) es virtud sólo, si está sustentada por una afirmación moral de la persona humana entera, siendo dicha respuesta la que corresponde a esa persona enteramente. Y preguntamos entonces: ¿esa respuesta a la persona humana, tal y como la corresponde por entero, es otra cosa que amor? Una respuesta de valor por tanto, y con ella una virtud, ¿no son posibles sino como momento parcial del amor uno? ¿El amor no sólo incluye todas las otras virtudes, sino que cada virtud incluye también el amor? ¿Estamos pues todavía, allí donde no queríamos, a saber en la proposición, de que no hay un verdadero pluralismo de las virtudes?

Para adelantar en estas preguntas, debemos ahondar todavía y comenzar en un punto muy distinto. Mientras consideremos las virtudes estáticamente en su «esencia», se implicarán de hecho unas a otras, supuesto que tengamos a la vista su esencia plena en su realización esencial adecuada. Pero esa realización esencial tiene desde luego su propia historia, «llega a ser», no está dada siempre plenamente; la virtud llega a sí misma paulatinamente y así es como llega también el amor. Moralidad es la libre adopción personal de la propia esencia dada de antemano, un abandonarse con confianza completa a la realidad dinámica propia en todas sus dimensiones, aunadas pluralmente, como a una esencia, que solo está de veras cabe sí, si se vuelve hacia otro con amor, si se acepta a sí misma como la esencia del misterio amoroso. Pero esta adopción tiene su historia, no está (como en los ángeles) dada de una vez, es temporal, llega a ser. Lo cual significa, que algo «es» ya en un determinado punto de tiempo, que puede ser descrito según

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su esencia, que ya «realiza algo», y sin embargo sólo en el todo consumado, del cual es u í 1 momento, llega a su propia consumación. No hay que pasar por alto el misterio del momento temporal de la historia de lín ente de tiempo: para poder ser momento en una historia entera, hay que ser «algo», no se puede no ser nada, sino que se ha de tener una «esencia» (en el más amplio sentido del término). Y ese mismo momento no puede ser para sí, no puede ser desde sí adecuadamente comprensible, tiene que indicar hacia afuera, trascenderse a sí mismo, ser de tal modo, que solo llegue a su propia plena y definitiva esencia (aunque ya la posea), si se adentra en cuanto momento en un todo mayor y se hace así él mismo una vez más de otra manera en cuanto momento de ese todo mayor que él: el misterio, la dialéctica de cada momento temporal en una historia, que es una, y el misterio dialéctico de la parte en el todo. (Si se quisiese invocar sólo ese último punto de vista de la parte en el todo, habría que preguntar, hasta dónde puede considerarse cada virtud como momento parcial de la virtud una del amor en cuanto del todo, y hasta donde puede cada una de ellas aparecer fuera de él).

Si aplicamos a nuestra cuestión esta cala, que de suyo se entiende por sí misma, tendremos que decir: el hombre tiene, en la aceptación existencial de su propia esencia, una historia; apunta siempre, una y otra vez y nuevamente, a dimensiones de su propia esencia personal (y simultánea y necesariamente a las diversas dimensiones de la realidad personal de otros). No investigamos aquí, si en ese viaje de descubrimiento de la propia realidad hay una «ruta» igual, que retorna necesariamente en todos los casos y en todos los hombres, o si esa ruta es diversa en cada hombre, o si hay ciertos rasgos fundamentales en la secuencia histórico-temporal de la captación existencial de tales valores humanos. En cuanto que dichas captaciones de esos plurales valores humanos ocurran una tras otra, puede un hombre haber llegado ya a sí mismo respecto de una virtud, haberla adquirido ya, antes de poseer otra. Pero en cuanto que esa adquisición como tal de una valía moral del hombre es solo posible y pensable como entendida y realizada en cuanto momento temporal de un movimiento, que apunta a la aceptación total de la entera, personal esencia humana, cada

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virtud adquirida «ya» quedará solo consumada, si se integra realmente en el todo de la captación de la propia esencia, es decir en el amor. Cada virtud por tanto, que no es amor, puede ser considerada, en cuanto que apunta a él, como un momento de un movimiento, y sólo así podrá hablarse de ella en general como de una virtud moral, o puede considerársela también como momento en y del amor mismo, en cuanto esté ya consumada en su propia esencia. Pero no por eso es el amor la fórmula sumaria de todos y cada uno de los momentos, que le preceden y se integran en él, de la autorrealización del hombre. Cierto, que acoge en sí necesariamente todos los momentos precedentes, ya que en cuanto momentos de dicha autorrealización están dados siempre en la actitud total, que esa autorrealización indica, puesto que la temporalidad de un espíritu personal no consiste en momentos, que se desvanecen y caen hacia atrás en un vacío haber-sido, sino en aquellos, que llegan a ser para permanecer siendo en una actitud completa de la persona de índole total. Y esa totalidad no es sólo una suma de momentos. Cuando la persona se posee totalmente, se implica por entero y se compromete por completo en su libertad, es cuando ama, porque todo eso puede hacerse únicamente por medio del amor. En él se da del todo a sí misma, y todo lo que antes había ya sucedido en la historia espiritual de la persona, que se encuentra lentamente, queda realizado e integrado en ese acto; pero ese todo es más que la suma de esos momentos antecedentes, es amor y no otra cosa, un acto, pues, que no puede ser descrito por medio de alguno otro, ya que per definitionem es la autorrealización una y entera de la persona una en cuanto una, a la que en cuanto tal no es lícito pensar como edificada aditivamente desde momentos particulares, dé tal modo que el amor no tiene nada por lo que pudiera explicarse, sino es precisamente ese hombre uno, que sólo cuando ama, sabe quién y qué es (en cuanto entero).

Con lo cual, desde luego, no se dice que el amor puede sólo ser pensado temporalmente al final temporal de la historia de la persona entera. Hay un compromiso, dado en cuanto total, y que, sin embargo, puede tener una historia ulterior. El amor puede estar dado ya y tener no obstante la tarea de encontrarse a sí mismo. La esencia temporal del hombre no sólo condicio-

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na una carrera temporal, por fases, hacia el amor, sino una historicidad además, por fases también, del amor mismo. Este puede estar ahí ya, puede ser ya, con otras palabras, el compromiso del hombre en la medula de la persona libre, y, sin embargo, la integración de todas las dimensiones y capacidades humanas, el amor a Dios de todo corazón y con todas las fuerzas, puede ser aún una tarea inacabada. Lo que dijimos antes como objeción en contra de que una virtud pueda realmente ser virtud, sin ser ya amor, veía en el fondo, dada necesariamente con la historicidad del hombre y el carácter histórico también de sus virtudes, la autotrascendencia de cada una de éstas en el todo de la autorrealización humana (que se llama amor): la esencia plena de cada virtud se da primeramente en cuanto tal al consumarse a sí misma en el amor y al suspenderse en él. Y, sin embargo, existe ya sin y antes del amor. Cierto que la expresión «esencia plena» de una virtud es algo inexacta y oscura. Pero guardémonos, para no perjudicar una conveniente descripción de la realidad, tal y como es en cuanto que llega a ser, de colocar dicho concepto ante el dilema: una esencia o es o no es, y no hay tertium que valga. Un embrión es un hombre ya, la esencia humana está ya «ahí» con el germen de tres días; está hecho el comienzo, que es ineludiblemente comienzo de un hombre, ésto y no otra cosa. Pero un hombre es un ser que tiene ojos y puede cantar, un ser que ama, sin que pueda decirse que tales posibilidades nada tienen que ver con la esencia humana. El embrión es sólo comprensible en lo que es—-aunque es ya una esencia—por lo que ha de llegar a ser, y desde ello. La potencia es no sólo antes que el acto, sino que es sólo potencia activa en la tensión hacia el acto mismo; y sin esta dinámica de la realización esencial plena no puede entenderse lo que es potencia; dinámica a su vez aprehensible sólo desde el acto pleno, desde la plena realización de la esencia. Por eso es necesario el concepto (que no es lícito entender cuantitativamente o aditivamente) de realización esencial plena. Y por eso puede decirse: una autorrealización humana puede ser vista en un momento, en el que no está aún dada plenamente (aunque se ha puesto ya en marcha el movimiento real hacia esa autorrealización en cuanto plena, y por lo mismo nos encontramos ya de veras en el ámbito de lo moral),

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y es entonces cuando tenemos que habérnoslas con virtudes del hombre, que no son amor. Pero puede también ser vista en cuanto autorrealización plena (si bien históricamente con duración ulterior todavía), que compromete al hombre entero, esto es, en la medula de la persona, pero que no integra todo enteramente, y es entonces cuando tenemos ahí el amor.

Lo dicho es susceptible aún de aclaración bajo otros aspectos. A la doctrina católica, de que hay una mera atricción, puede hacérsela la objeción siguiente: a un mero «arrepentimiento imperfecto» pertenece también la seria voluntad incondicional de cumplir en el futuro los mandamientos de Dios. Sin ese «propósito» no se da tampoco la mera atricción. Pero a los mandamientos pertenece también el amor a Dios. Por tanto, quien «suscita» el arrepentimiento imperfecto, debe tener la voluntad de amar a Dios. Y esa resolución actual de amar a Dios «en el futuro», es amor ya. Puesto que en una ejecución objetiva puede distinguirse entre la real disposición de llevar a cabo dicha ejecución y la ejecución misma, pero no así en una actitud interior. Ella y la voluntad a su respecto son lo mismo. Podría incluso añadirse: cuántas veces dicen los confesores y guías de almas a sus penitentes y discípulos: no tengas cuidado, no te preguntes por tus sentimientos; quien quiere amar a Dios, le ama ya. Si tal reflexión fuese sin más correcta, se seguiría de ella, que no puede haber arrepentimiento imperfecto alguno, que no sea también necesariamente perfecto arrepentimiento de amor; la apariencia contraria surgiría entonces porque se confunde el amor, que en la atricción no se produce todavía como ejecución, a saber en un acto amoroso expresamente «suscitado», con el amor mismo, aunque se acentúe siempre, una y otra vez y de buen grado, que no se trata en último término de tales actos, ((suscitados» bajo una determinada fórmula, de las tres virtudes teológicas, sino de la actitud auténtica de esas virtudes mismas, que de una manera un poco menos explícita podrían estar dadas como interno principio configurativo de las acciones concretas de la vida, esto es, como consumadas en el concreto material de la existencia. Con esta dificultad se terminará únicamente (y se debe terminar, ya que el presupuesto, de que hay de veras concretamente una atricción, es muy correcto, aun cuando la transición de un arrepen-

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timiento imperfecto, que es arrepentimiento real, es seguro mucho más fácil y sobrentendida, que lo que por ambas partes se supone en las disputas teológicas entre contriccionismo y atriccionismo), si se concede, que la fe, el arrepentimiento imperfecto, y otros actos de preparación a la justificación, son realmente amor que se alza, comienzo de amor, un proceso, que con esa dinámica interna apunta al amor auténtico y consumado, que es ya amor mismo con frecuencia en la existencia concreta, pero que por la misma razón es comienzo, dinámica, que no ha tenido ya necesariamente que haber alcanzado su meta esencial, por la que siempre y en cada caso pueda darse a conocer. Arrepentimiento en cuanto reconocimiento sin condiciones del Dios santo y de su voluntad (y esto pertenece también a la atricción sea cual sea la razón—motivo—por la que se pone el acto), es ya una toma de posición frente a un valor, la cual es, si alcanza el fin establecido ya como suyo, reconocimiento de la absoluta bondad de Dios ( ¡ en cuanto persona!) y, por tanto, amor, si es que llega a ese fin, en cuyo camino está tal acto siempre. Así que a la objeción podrá sólo responderse: una voluntad de amor de Dios puede ser amor ya, lo será con frecuencia, está en cualquier caso en camino de serlo, pero no tiene por qué haber llegado ya necesariamente a él, puesto que tal proceso óntico, dadas la naturaleza histórica del hombre y la pluralidad de sus valores (de los cuales cada uno señala por encima de sí al conjunto de todos, pero no es ya, como Dios mismo, ese conjunto), posibilita un comienzo, que formalmente no es todavía lo mismo que el final, del cual es el comienzo. Sólo cuando se concibe de antemano a la virtudes como una historia internamente interdependiente de una realización esencial (sin que sea lícito pasar por alto, que en una historia espiritual la fase anterior queda «suspendida» y se actualiza siempre nuevamente frente al objeto que la corresponde), se podrá medir la justificación de la dificultad de que hablamos y entender a la vez que no prueba precisamente lo que parece exponer por de pronto; a saber, que no hay ninguna actitud moral (aquí el arrepentimiento), que no sea ya amor.

Si proseguimos aún esta reflexión, se pondrá de manifiesto hasta la razón más honda de esa unidad de la historia de lo moral. La teología de escuela subraya con razón, que las vír-

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tudes son diversas, cuando tienen un «objeto formal» diverso. Pero el «objeto formal» del amor no es sólo uno, que está, diferenciado, junto a otras virtudes. Su índole es peculiar: simultáneamente es idéntico con el horizonte a priori de la voluntad y de la libertad en general. Puesto que es el ser absoluto en cuanto absoluto valor y en cuanto persona, y no es, pues, ningún valor categorial, que esté junto a otros valores regionales, sino el origen de todos los valores y el fundamento que a todos abarca. Todos los otros valores son captados en su regio-nalidad categorial bajo la dinámica de ese movimiento, que va hacia su fundamento trascendental, hacia el valor absoluto en cuanto tal, que en cuanto «horizonte», en cuanto hacia donde de la anticipación intelectual y voluntaria, en que se capta cada objeto y por ende cada valor, no es siempre ya «objeto formal»; sobre todo porque tiene como tal que ser querido libremente, para que haya un acto moral calificado por su medio. Pero sí es exactamente lo mismo, hacia lo cual el amor se mueve. Sin duda puede decirse: el amor no es una intencionalidad cualquiera, de cualquier índole, especificada hacia cualquier objeto o persona, sino que el amor, de que aquí se trata, el amor a Dios, es la aceptación libre y (en cierto modo) explícita del fundamental movimiento de la libertad en cuanto tal, que sustenta todo lo demás. Si—y en cuanto que—la aceptación libre de un objeto particular, categorial, moralmen-te legítimo, es también una aceptación implícita del movimiento trascendental hacia el fundamento que sustenta toda libertad, cada decisión moral será amor ya. Si—y en cuanto que—la libertad es posible como afirmación de un valor particular en un no último a ese movimiento trascendenal del espíritu, que en cuanto «naturaleza» del mismo y de su libertad está siempre ahí (y sin tal contradicción no se daría la posibilidad del pecado), queda mostrado, que la afirmación de un valor regional por fuerza de ese movimiento trascendental hacia el valor absoluto no es siempre necesariamente (y podemos añadir: siempre desde el comienzo ya del movimiento) afirmación libre de ese mismo valor absoluto, no es siempre amor a Dios. Lo cual se entiende como conjuntamente dado, si se presupone, que esa dialéctica (amor ya, todavía no necesariamente amor), dada en la peculiar relación entre objeto formal categorial y

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horizonte trascendental, mienta' la descripción de la historicidad de la libertad moral del amor.

Permítasenos en este punto» una advertencia histérico-teológica, aunque este espacio no de cabida a una fundamentación exacta de la misma por sus fuentes históricas. Parece que Tomás de Aquino colocó en el comienzo ya de la autorrealiza-ción humana ese compromiso total, que llamamos amor. Razón para ello: que al movimiento espiritual de libertad podía pensarle sólo por fuerza de un ajuste originario hacia su fin, elección originaria, a diferencia para con los medios y el movimiento por etapas hacia el fin elegido, que es precisamente amor (o repulsa) del bien absoluto y del ser, que sustenta el movimiento entero del espíritu. Así se entiende el interés, sorprendentemente escaso, de Tomás, por una descripción, psicológicamente más exacta, de las fases del proceso de la justificación, lo mismo que el supuesto, que sustenta toda esta parte de su teología, de que la realización de la aceptación de la justificación sucede en, la fuerza de la gracia justificante, y es, por tanto, en el fondo un suceso momentáneo, que no tiene, desde luego, una prolongación temporal. Claro que Tomás conoce también actos, que preceden temporalmente a la justificación. ¿Pero sería lícito decir, que dicha aceptación ocurre en contra de la concepción fundamental, que está a la base de su teología de la justificación? ¿Cómo si no habría que explicar, que sólo con dificultad logra encontrar para los actos de salvación antecedentes temporalmente a la justificación esa gracia, que sustenta todo acto salvífico y que permite una interpretación antipelagiana? La moderna teología desde la última Edad Media ha aceptado, sin estorbos y, según parece, un poco como demasiado evidente, una secuencia temporal de los actos en el proceso de justificación, suponiendo por ello una gracia estrictamente sobrenatural, meramente «actual», que hace de esos actos, actos de salvación, sin que tengan que proceder de la gracia justificante y así sean ya amor. Si se considera el amor como una tarea más bien regional y junto a otras, algo más difícil quizás y aceptable sólo bajo la condición de la disposición para el cumplimiento también de otras obligaciones, no habrá dificultad en pensar esa virtud como la que se cumple tras una serie de otras obligaciones y tareas, cumplidas ya

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a su vez, puesto que lo más arduo se deja por costumbre para el final de la ejecución completa (pensándose la justificación, y nada arbitrariamente, como decurrente en sentido temporal en la alineación de las virtudes divinas, sin quebrarse la cabeza demasiado sobre si esa alineación objetiva ha de ser siempre temporal necesariamente).

Pero si el amor es visto como el acto total de la autorrea-lización y del compromiso, la cuestión se pone más difícil: ¿no debe éste estar necesariamente en el comienzo, al menos en índole de un «engagement fondamental», y ser la puesta del hombre en posesión de sí mismo (quizás algo formal aún, como la que hay que llenar todavía en su contenido en una historia por llegar) por medio de su libertad, así como la disposición originaría, que determina en su dirección y cualidad últimas cada acto parcial realizado en el decurso de la existencia y que puede a su vez ser modificada por cada uno de ellos, ya que cada acto posterior es capaz de ser siempre nuevamente dicho «engagement global et fondamental», pero que en cuanto tal disposición está al comienzo de la historia de cada hombre, igual que el pecado original no fue sólo simplemente el primer acto de la historia de la humanidad, sino el «comienzo», que como horizonte, que todo lo determina, de la historia de la libertad humana, pertenece en cuanto «primera marcha» al comienzo temporal de esa historia? Según semejante concepción cada virtud puede ser sólo entendida en cuanto tal como explicación y articulación particulares de la virtud fundamental del amor («mater et radix» de todas las virtudes, como dice Tomás), siendo virtudes particulares en cuanto que no realizan el todo del fundamento, en el que de antemano y necesariamente están. Cierto, que si fuese así, ¿cómo podría pensarse con seriedad en una fe, que no es amor, según el Concilio de Tren-to (D 800, 808, 838) presupone como evidentemente posible? ¿No significa también la doctrina de la diferenciación esencial entre pecado grave y pecado venial, que no sólo un hombre no siempre se compromete totalmente, sino que puede además estatuir esa realización de libertad, que es el pecado venial (o un acto bueno tan personalmente periférico como él) antes de la decisión libre, en la que dispone sobre sí por entero (si bien no siempre enteramente) la persona (ya que tanto el acto

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bueno como el malo son «difícilmente» asequibles en cuanto autodisposición personal)? Puesto que no tiene por qué ser impensable, que un acto «fácil», que desde luego existe, se re-dice antes de cada decisión «difícil», al ser el hombre indudablemente una esencia histórica, temporal. ¿Por qué no ha de haber un semejante «ensayo», que tantea, para la propia auto-rrealización do índole total, en el cual hace el hombre ciertas experiencias morales, que son necesarios supuestos, para que tenga tanto, que pueda disponer sobre ello de tal modo, que sea posible hablar seriamente de una disposición real de sí mismo? Cierto que con tal representación se dice todavía, que esa total disposición de sí debería ser pensada como acontecimiento relativamente temprano en la historia de cada hombre, y que ese engagement global determinaría, en cuanto «forma» de decisiones ulteriores, la cualidad moral de actos, que habría que llamar, por menos totales, actos de una virtud particular o incluso meramente actos «fáciles». Lo cual significaría, que una virtud, antes de la justificación por medio del amor, no es necesariamente calificable, así parece que puede suponerse, como acto moralmente «fácil», que debiera ser de alguna manera, existencialmente, menos radical (no sólo no madurado todavía en su esencia, antes del amor, hasta su verdadera plenitud esencial), que si hubiese ya que pensarle informado de algún modo por esa radicalidad de índole existencial, tal y como, patentemente, es sólo realizable en el amor, ya que la cualidad del acto y su radicalidad existencial, su índole y la espesura de su existencia no son ciertamente magnitudes independientes entre sí. Pensamos, pues, que al contar sin estorbos con una alineación temporal de actos morales, que lentamente conducen al amor, la teología moderna ha conseguido, sobre Tomás, un progreso real en el conocimiento, que toma mucho más en serio la historicidad; pero que por otro lado Tomás puede en esta cuestión prevenir, y con todo derecho, contra una concepción primitiva de la secuencia de que hablamos (y la teología moral al uso necesita en este punto urgentemente tal corrección de Tomás). Para el mantenimiento de esta representación, hoy usual, del «procesus iusificationiss», es desde luego importante haber entendido, que la decisión fundamental del amor no es cualquier cosa, que ocurre alguna vez («saepius in vita»»), sino

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que desde la esencia de la realidad personal caracteriza más bien el comienzo de la historia espiritual del hombre y que como origen auténtico domina el despliegue de esa vida histórica del espíritu en virtudes particulares, dando a estas la entera profundidad, que sólo así les es posible, de la radicación en la medula de la persona espiritual, y ofreciendo así ayuda para su consumación esencial, a la que tienden desde su propia esencia puesta ya.

Con todo sigue siendo así: cada virtud es posible como otra virtud junto al amor y no sólo porque hay, a causa de la esencia plural del hombre, una pluralidad de valores morales, sino porque ese hombre puede, en el libre llegar-a-sí-mismo de la persona, aceptar y realizar cada uno de esos valores en una secuencia temporal, y porque puede ver intencionalmente, y afirmarla, su esencia particular, sin haberse ya acogido a sí mismo enteramente en el amor uno. Con lo cual no se niega, sino que se incluye, que cada virtud alcance en el amor la propia plenitud esencial, que esté, por tanto, informada por el amor, si es que está dado éste, que quede por él modificada en sí misma, que llegue así a ser «viva» como dice el Tri-dentinum (D 800, 838).

También consideraremos desde otro lado muy distinto la relación del amor y de las otras virtudes. Si prescindimos de algunas de ellas (tales la religión, el respeto), que tienen un parentesco con el amor especialmente cercano, diremos seguro: las otras virtudes y mandamientos reclaman determinadas ejecuciones imprescindibles o la omisión de acciones determinadas, que pueden ejecutarse por entero y ser controladas en su haberse ejecutado ya. El cumplimiento de un auténtico deber de justicia, la obligación de veracidad, el mantenimiento de determinadas normas del comportamiento sexual, el cumplimiento incluso de un deber externo de veneración de Dios, son (si bien en índole muy diversa) ejecuciones objetivas, cuyo cumplimiento se ejecuta inequívocamente y es comprobable y controlable. Se trata de mandamientos, que por de pronto y en su propia esencia (esto es, en tanto que no se suspenden por su realización esencialmente plena en el amor personal) exigen no al hombre mismo, sino sólo una determinada ejecución suya. No bay más que una «virtud», en la que el hombre se

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exige a sí mismo, y a sí mismo realmente del todo y por- completo, y es el amor y sólo él, de cuya esencia ((participan» todas las otras virtudes, en cuanto que por la suya propia están vocadas a ser más que sólo elks mismas.

Con lo cual sale a la luz una radicajísima diferencia entre el amor y las otras virtudes. Porque el amor no es ejecutable ni puede regatearse. No está dado jamás, sino siempre en camino hacia sí mismo. Mientras que las otras virtudes se trascienden por así decirlo, el amor está dado siempre sólo en la trascendencia hacia su propia esencia. Ya que es fundamentalmente falso reducir el amor al cumplimiento de los otros Imandamientos. Tal cumplimiento puede, bajo determinados5

supuestos, ser un muy buen criterio para la presencia o no presencia del amor, pero no es desde luego el amor mismo. Este carece desde su esencia de medida. Tiene que ser amor con todas las fuerzas, de todo corazón y con el ánimo entero. En tanto somos los peregrinos, no «tenemos» nunca ese amor. ¿Porque quién dirá, que ama a Dios y al prójimo de todo corazón? Los moralistas hacen sutiles distinciones para traer a cuento, que se puede ya ahora, en un determinado momento de la existencia, que madura todavía, amar a Dios, como exige el Evangelio: de todo corazón. Pero valgan lo que valgan esas distinciones, no puede al fin y al cabo esa moral, ajustada tan objetivamente, dejar de conceder, que no habría en absoluto amor alguno ya, si se negase alguien, de raíz y altaneramente» a estar dispuesto y a aspirar incluso a amar a Dios aún más que según ahora lo haga. Los moralistas expresan generalmente esa concesión, al decir hoy en mayoría suficiente, que aspirar a la perfección es un deber, imperado bajo pecado grave, de cada hombre y no sólo de determinadas categorías, si bien el modo de realización de esa tarea obligativa (con medios muy determinados, como los consejos evangélicos u otras abnegaciones radicales) no viene dado con el deber mismo. ¿Pero-es que ese deber de aspirar a la perfección es otra cosa que el deber de un amor mayor que el que de hecho se tiene? ¿Qué otra cosa es sino la confesión de que sólo se tiene el amor, que hay que tener ahora, confesando, que no se tiene todavía ése,, que es una obligación estricta? Y esa irrepetibilidad del amor ni queda abolida ni «despuntada», porque se diga con los mo-

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ralistas: tenemos para más tarde una obligación, que hay que reconocer ahora, pero precisamente sólo en cuanto deber para después, ya que el mandamiento del mayor amor tiene vigencia siempre, pero no «para siempre» (para cada momento). Puesto que la disposición de adentrarse libremente en una evolución, en una dinámica hacia una constitución posterior, es algo muy distinto a conceder que hay que pagar mañana una cuenta del sastre, que hoy sin duda puede dejarse tranquila. Se debe hoy confiar en la aventura de un amor, que sólo mañana es como tiene que ser, porque se ha abierto hoy en una disposición interior, que puede fracasar, porque hoy no ha sido como hubiese tenido que ser. El amor es, pues, hoy, tal y como debe ser, si hoy se reconoce como exigido por el mañana, si se coloca hoy ya realmente ante la exigencia de mañana. Es amor verdadero para hoy únicamente en cuanto que se extiende para llegar a ser más que lo que es hoy, en cuanto que está en camino, en cuanto que olvida lo que es ahora y se extiende hacia lo que tiene por delante. (Phil 3,13.)

Pero si ésta es la esencia del amor, y ese amor es, en cuanto plena realización esencial insuperable, quien lleva a su meta a las otras virtudes, penetra en la ética cristiana un rasgo, que la moral científica o la predicación al uso han pasado por alto casi o enteramente: que no se puede ya decir con exactitud qué exige propiamente esa ley moral cristiana. Desde luego que se puede decir: amor. Pero ese amor no es una determinada ejecución, que pueda indicarse y ser circunscrita exactamente, sino que es eso, que cada hombre llega a ser en la peculiaridad insustituible de la realización irrepetible de su esencia, algo que se conoce sólo cuando se ha hecho ya. Con lo cual no decimos que no haya un concepto, de algún modo general, del amor, a cuya base puede ponerse como contenido la proposición según la que el hombre está obligado a amar a Dios, en lo cual consiste el cumplimiento auténtico de toda la ley divina y sus mandamientos. Pero el hombre está obligado a amar a Dios de lodo corazón. Y ese corazón que ha de poner el hombre en juego, el centro más interior de su persona (y por ello todo lo que hay además en él), es irrepetible, y lo que en cuanto tal alberga en sí, eso que se pone en juego y que se otorga en ese amor, no se conoce antes de que haya sido

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hecho, cuando el hombre se ha alcanzado de veras a sí mismo, y sabe así lo que hay en él, quién es concretamente. En ese amor, por tanto, se confía el hombre a la aventura de su propia realidad, velada para él per de pronto, y tanto que no puede de antemano abarcar y calcular lo que se le exige. El mismo es exigido, él mismo es puesto a riesgo en su concreto corazón, en su vida que está ante él aun como futuro ignoto y que sólo en cuanto consumada revela lo que es ese corazón, que ha de arriesgarse y derrocharse en ella. Respecto a todas las otras ejecuciones, puede saberse lo que propiamente se exige en ellas. Se puede calcular, comparar, preguntarse si el empeño y el logro merecen la pena. Se puede justificar esa ejecución exigida por medio de alguna otra cosa, de un resultado diverso de la ejecución en sí y que la acredita como plena de sentido. Pero no así con el amor. El mismo es lo que le justifica. Pero él mismo en cuanto consumado hasta el fin, de todo corazón y con todas las fuerzas. Porque sólo así alcanza su pleno sentido. Si no se realizase radicalmente por entero, no tendría sentido, ya que el amor atajado y medido, que se cierra en el fondo a ser más, deja en absoluto de ser amor. Y si no es él mismo, se hace absurdo, porque no tiene otra esencia verdadera, más absurdo que las restantes ejecuciones y virtudes morales, que medidas en la realidad particular, de la que resultan y a la que responden, tienen aún sentido, aunque no se hayan integrado todavía con su dimensión particular de la existencia humana en el todo de la persona y su acto total, el amor.

Ese amor extraño, incomprensible, experimentado sólo en el acto del abandono confiado y sin condiciones a lo desconocido, es, por tanto, de lo que profundamente se trata en la moralidad cristiana, al encontrar todos los mandamientos sólo en el amor su último sentido, y al no ser el amor él mismo si no derrocha al hombre entero y sucede a plena fuerza. ¿No deberían no pocas casuísticas, al ser aplicadas a cada concreta vida humana, tener un aspecto distinto del que muchos moralistas imaginan, si en vez de preguntarse sólo, en correspondencia para con los axiomas formales de cada sistema moral, por si se está—y hasta qué punto—atenido por medio de una ley segura o nada más que probable, se preguntasen además

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^cosa que tal vez no pueda hacer la moral general, pero sí cada uno en la decisión de su concreta conciencia) si esto o aquello no es ya necesario u obligatorio, puesto que el hombre concreto se rehusaría en el fondo a la exigencia excesiva, que pertenece a la esencia del amor, si se cerrase a ésta o aquella exigencia determinada de la libertad o de la ley (ambas son posibles)? No se pondría así mejor de manifiesto, lo que sin caer en una herética ética de situación, se ha llamado la «individualidad»? ¿No podría ser que ese amor, exigido de cada uno tan sin fronteras ni reparos, no reclama, es cierto, in\ abstracto, esto es, desde una moral general, esta ejecución o aquélla, es decir, que esa realización determinada es, no desde un concepto muy abstracto del amor completamente en general, pero sí desde un amor determinado, que pertenece a la esencia individual de un hombre concreto, absolutamente necesaria? ¿No podría ser que hubiese que tener aún más cautela en declarar frente a otro hombre, que tal o cual modo de vida, un comportamiento determinado, contraviene la prudencia, lo transmitido, lo normal, siendo, por tanto, recusable en cuanto modo concreto de la realización de la propia existencia?; pero, claro está, si se preguntase siempre si esto o aquello, a primera vista quizá extraño y desacostumbrado, no es tal vez en determinadas circunstancias la manera en la que dicho hombre puede únicamente consumar la desmesura de su amor. Desde siempre se ha reconocido que la teoría aristotélica de la virtud como justo medio se puede aplicar sólo con mucha violencia y circunspección a la doctrina cristiana de las virtudes. ¿Y no se pone esto aún más de manifiesto si se plantea claramente esa desmesura del amor como la única medida al fin y al cabo de las virtudes cristianas? Tal vez sea éste el punto en que la doctrina de la ley cristiana pasa manifiesta y perceptiblemente a ser doctrina de la gracia cristiana; el punto en que se evidencia que la doctrina sinóptica del amor como perfección, que ha de lograr el hombre, es idéntica a la doctrina paulina de la moralidad y santidad, que la gracia otorga en el santo Pneuma de Dios. Ese amor del riesgo hacia lo desmesurado no es sólo (dicho con más exactitud que hasta ahora) la disposición para la desmesura, en cuanto que la profundidad del propio corazón no puede ser sondeada sino en ese misino ries-

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go, en que ha de aceptarse la incalculabilidad previa de la situación por venir, en la cual ese amor se consuma y que a su vez se adentra en él. En esa inconmensurabilidad del amor y de su situación se afianza, en cubito elemento esencial, lo imprevisible de la admisión al amor de Dios y del prójimo, que a su vez es un elemento también esencial de la profundidad y radicalidad del propio amor. El amor a Dios y a los otros hombres está condicionado por el grado de profundidad e incondicionabilidad a que el amor de Dios y del otro admite. De suyo cada amor está dispuesto necesariamente en su desmesura a aceptar todo amor del otro lado y a consumarse a sí mismo en esa aceptación. Moralidad y cumplimiento de la ley son siempre, por tanto, la disposición de dejarse amar por Dios en cualquier medida y con todas las exigencias al propio amor, que así se determina; disposición de abandonarse a la experiencia de la hondura y radicalidad de ese amor que sale a nuestro encuentro.

Todo amor a Dios es disposición para la comunidad de vida sobrenatural, y esto no indica otra cosa que la intimidad radicalísima del amor de Dios para con nosotros, en la que nos comunica su deidad nada respectiva. Por tanto, si «sinópticamente» se reclama como ejecución nuestra un amor, que en su desmesura ha de aceptar la desmesura del amor de Dios para con nosotros, y que ha de poseer por ello una radicalidad, que exige realmente y hasta el final la carencia de reparos, habrá que decir entonces: ese amor de veras reclamado es en cuanto tal, puesto que responde al absoluto amor de Dios, un amor que éste sustenta, esto es, que la autocomunicación de Dios posibilita. Lo cual no significa sino esto: que ese amor nuestro a Dios tiene su fundamento real ontológico en el amor de Dios para con nosotros, esto es, en su autocomunicación según gracia. El amor que se nos reclama sinópticamente es per definitianem a causa de su radicalidad, que exige absolutamente su disponibilidad entera, el amor, que sucede rea-lissime por medio del amor absoluto de Dios, esto es, que nos comunica a Dios mismo según gracia. Y esto es lo que dice Pablo. Su moralidad, frente a la farisaica, es una moralidad pneumática de la pura acogida de eso que de nosotros se reclama, ya que es moralidad del amor sin medida como respuesta

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a un amor absoluto e irrevocable de Dios, en el que su más íntimo Pneuma se otorga a sí mismo. Porque lo que tenemos que lograr no es algo, sino nosotros mismos, y precisamente como respuesta que corresponde a la donación que Dios nos hace de sí mismo, por eso es lo que tenemos que lograr puro don de Dios.

En el fondo el ethos cristiano no es el respeto de normas objetivas, que Dios ha puesto en la realidad. Porque todas esas normas objetivas son sólo realmente normas morales cuando se hacen expresión de la estructura de la persona. Las demás estructuras de las cosas están por debajo del hombre. Este puede modificarlas, doblegarlas en tanto sea capaz; es un señor, no su siervo. La única, última estructura de la persona, que la expresa adecuadamente, es la fundamental capacidad de amor. Y ésta no tiene medida. Y por ello tampoco el hombre. Y todo pecado no es en el fondo sino la negación a confiarse a esa enormidad; es amor más escaso, que por negarse a quererse hacer mayor, ya no es amor en absoluto. Claro que para saber realmente lo que con ello queda dicho, precisa el hombre de las objetivaciones, que salen a su encuentro en la pluralidad de los mandamientos. Pero todo lo que aparece en esa pluralidad de los mandamientos es objetivación o realización parcial, precursor alzamiento del amor, que no tiene norma alguna, en la que pudiera medirse. Se puede hablar del mandamiento del amor, si no se olvida, que esa ley no impera al hombre algo, sino que hace de él mismo objeto de su mandato, él mismo lo que comisiona, él mismo en cuanto la posibilidad del amor en la contraaceptación del amor de Dios, en el que Dios no da algo, sino que se da a sí mismo. ¿Puede esto llamarse mandamiento? En todo caso, es un mandamiento que, comparado con los otros, sólo análogamente puede llamarse así. Si los otros mandamientos imperan algo, queda uno libre de ellos, en cuanto se les cumple. Pero este mandamiento manda la libertad para el amor. Puede darse, por tanto, únicamente, porque Dios está dispuesto a dar lo que ordena, porque lo que ordena lo ha dado siempre. La gracia del amor no es una fuerza dada para que se cumpla una ley, que antecede a ese cumplimiento, sino que la ley está dada, porque se da ya el amor como posibilidad, que ha de ser animada y liberada hacia sí

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misma, y porque está ahí ya en el mundo la voluntad de Dios, que otorga su realización a esa posibilidad.

Desde aquí, tal vez sea asequible, hasta cierto punto por lo menos, cierta comprensión conciliadora respecto de la diferencia doctrinal católico-protestante acerca de la naturaleza del acto propiamente justificante. La doctrina del Concilio de Tren-to declara, que la fe (lo que el Concilio entiende por fe) no justifica por sí sola, aunque se reconozca que es comienzo y raíz de la justificación. La doctrina protestante declara que la fe (lo que aquí se mienta con este término) es el único acto que acepta la gracia santificante de Dios. E incluso si prescindimos de la cuestión explícita de si en este asunto no parece que se está en desunión, porque se usa la misma palabra «fe» y se entiende por ella algo diverso, podremos decir desde nuestras reflexiones: la fe no es, en cuanto una «virtud», «otra» que el amor, el todo del comportamiento del hombre, sustentado por la gracia, para con Dios, y no puede, tpor tanto, ser ella sola el proceso de la justificación, puesto que la aceptación, en quien es capaz de obrar libremente, de la gracia justificante, no puede suceder sin duda sino bajo un acto que sea la actualidad de las posibilidades dadas en esa gracia, o, con otras palabras, en un acto, que según su naturaleza corresponda por entero a la vida divina que se acepta (si bien no por necesidad enteramente: esa vida aceptada ha de desarrollarse todavía). Pero sí pertenece la fe, inequívocamente (lo cual no podrá impugnarlo el teólogo protestante), a la posibilidad, para la que la gracia de Dios libera en cuanto justificante, el amor a Dios mismo y al prójimo. Si se acepta esa posibilidad, podrá suceder sólo en y bajo un acto del amor. El amor pertenece, pues, seguro, al todo de la consumación de ía justificación. Por eso tiene razón la doctrina del Concilio tridentino. Sin embargo, puede plantearse esta cuestión: ¿cuándo está dado ese comportamiento moral según gracia, que al consumar su esencia plenamente, significa justificación, y cómo habrá que llamar a ese comienzo, que significa también lo mismo, si no queda ahogado contra su propia esencia, en su consumación esencial? A tal pregunta puede responderse sin estorbos (también según el Concilio de Trento): la fe. Porque se puede decir tranquilamente: la teología católica y la protes-

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tante se aunan en no poder nombrar, según la tradición y con plenitud de sentido, otro comienzo (que el de la fe) que ocurra antes que éste, y que en cuanto comienzo (¡ sólo así!) contenga ya en sí el todo, que es la justificación, si llega a la plena realización de su esencia. Ningún católico necesitará impugnar que su propia y plena realización esencial en amor y justificación puede únicamente ser destruida en la fe, donde es realmente ella misma, donde se confía a la dinámica espiritual, así inaugurada, de la libertad (cosa que tiene que hacer, sí es que ha de ser fe), por medio de un proceso de ahogamiento dirigido contra su propia esencia. En este sentido podría conceder sin inquietudes que somos justificados por medio de la fe. Al fin y al cabo, debe considerarse todavía que cada hombre no puede de por sí caracterizar el todo de su realización existencial natural-sobrenatural, si no es según el momento, que por razones cualesquiera, de índole personal o histórico-gene-ral, vive rnás impresionadamente y en el cual ese hombre o ese tiempo experimentan con la radicalidad más manifiesta el carácter de decisión de toda la existencia cristiana. Y éste puede una vez ser el amor, otra vez la fe, una tercera vez la esperanza quizá, o algo que haya que describir de otra manera. Cada tiempo y cada hombre tienen diversos términos consagrados, que les proporcionan el todo de la peculiaridad de su existencia, aunque tales términos determinan y manifiestan ese todo sólo según una cierta parte. Dicha caracterización es sólo falsa cuando cada momento realmente aislado comienza a confundirse con el todo de esa realización esencial del hombre, en la que ese momento ha de superarse a sí mismo hacia ese todo en su interior.

Lo cual vale también (si bien en un sentido que no es igual enteramente) para el amor. Porque también él, para realizarse por completo en la creatura plural, ha de distribuirse y de adentrarse, «humillándose», en momentos de la existencia moral, que no son amor en cuanto tales. Si no, no será él mismo lo que tiene que ser, aunque según la terminología de Jesús y de la tradición, que tampoco le es a Pablo sin más ajena, sea el todo de la existencia humana cristiana. En un lenguaje, que en correspondencia para con el estilo temporal de una época proclama la convocación a ese todo, de tal manera que

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su tiempo entiende lo que «propiamente» se mienta, será lícito en terminología existenoial conjurar ese todo con otro nombre, en tanto esa otra lengua de lá Iglesia entera pueda hacerse entender. Si alguien predica: todo es Í2¡ no tiene por qué decir necesariamente algo falso. Puede pensar con ello que el que en la fe ha encontrado el comienzo verdadero, encontrará también la consumación. Puede querer decir que la fe es en el todo de la existencia cristiana lo más claramente peculiar y difícil. Puede decir que el amor es sólo él mismo realmente, si es creyente. Si la imitación de Cristo se caracteriza en la Iglesia como pobreza o abnegación o servicio, etc., podrá hacerse entonces uso de la misma libertad fundamentalmente posible en la terminología existencial. Nada extraño: el todo, que se llama amor, mienta la plenitud de Dios y del hombre. Y ésta es infinita y casi, por tanto, sin nombre. Se llamará amor hasta el final. Pero invocará otros nombres, que a su vez la invocan también.

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PODER DE SALVACIÓN Y FUERZA DE CURACIÓN DE LA FE

A la cuestión, que queremos tratar ahora, se la podría llamar más simplemente «fe y enfermedad». Que este tema existe por su asunto mismo, lo muestra ya una breve mirada al Nuevo Testamento. Una y otra vez se relata en él de las maravillosas curaciones de Jesús y los apóstoles, curaciones que muy frecuentemente están ligadas de manera explícita a la fe como a su condición. Si tienes fe, todo es posible (Me. 9, 22); grande es tu fe; cúmplase tu deseo de curación (Mt. 15,28); tu fe te ha ayudado (Le. 17,19); ¿creéis que yo puedo hacerlo? (Mt 9, 28); que os suceda según habéis creído (Mt 9, 29). Así, y de manera semejante, se ve siempre en el Nuevo Testamento la dependencia conjunta de fe y curación de enfermedad. Esta es a la postre la actitud que ha permitido surja la escéptica expresión «fe, que cura».

¿Qué es lo que pasa, pues, con esta fuerza de curación de la fe? Incluso entre los que se llaman cristianos se dividen los pareceres ampliamente. Van desde la opinión de que la fe no tiene ya que ver con la curación de enfermedad, más que cualquier otra sugestión, hasta incluso cierta secta misteriosa (la de la «christliche Wissenschaft»), en la que la fe se ha convertido, en su poderío de curación, casi como en la medula auténtica de la doctrina. Nosotros intentaremos dar en esta oscura cuestión una respuesta que provenga desde el todo de ¡a fe.

La fe cristiana no es, por de pronto, indiferente frente a la enfermedad, como si ésta no tuviese en la existencia ningún peso ni importancia alguna. La fe posa más bien sobre la enfermedad su mirada, la esclarece y la ordena en su interpretación de la existencia entera. La enfermedad no resulta por necesidad, concretamente, tal y como un hombre determinado la experimenta, de la culpa individual de ese hombre enfermo. Contra tal explicación en cuanto general, en cuanto válida en cada caso, se ha expresado Jesús de manera explí.

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cita (Jo. 9,2 s. s.), si bien en concretos casos particulares ha visto desde luego tal interdependencia (Me. 2,5; Jo. 5,14). Con ello ha recusado de antemano la tendencia, con la que se topa en la medicina moderna, en ciert>s de sus direcciones al menos, según la cual la enfermedad es siempre, o en todo caso con mucha frecuencia, una mera forma manifestativa de conflictos anímicos o incluso de una culpa en la medula de la persona. También hay tales enfermedades. Pero no toda enfermedad es la manifestación de la culpa individual del hora-, bre enfermo. Por lo cual puede la enfermedad concreta, en la forma en que es vivida fácticamente, llevar consigo algo de ambos aspectos. Se hace así enigma, para el que no existe una solución sin residuos. Ambos aspectos aparecen siempre en ella concretamente, ambos en una unidad jamás resoluble de modo adecuado: el destino impuesto, que asalta al hombre-sin preguntarle, y la acción original de éste, en la cual se entiende a sí mismo y se estatuye en cuanto acción de su propia libertad. En el último caso produce el hombre enfermedad o acoge en sí la que le es impuesta de un modo determinado, toma ante ella posición y la acuña con lo que él mismo es en libertad, en culpa por tanto o en obediencia, para con Dios» Por eso verá la fe en la enfermedad, por de pronto, lo que constituye el ser del hombre en general: su estar-expuesto, su libertad y su indeterminabilidad última por medio de cualquiera que no sea Dios. La fe sabe además que toda enfermedad, también la que existe santamente y sin culpa individual alguna, es una forma general de manifestación del pecado del mundo en general. A la postre hay enfermedad en el mundo porque en el mundo hay pecado; ella es la corporeidad y manifestación de la culpa; ésta es el fundamento último de la enfermedad, en cuanto que «culpa» mienta no la decisión individual de cada uno, sino el poderío suprapersonal, el existencial, bajo el que comprendemos nosotros todos nuestra existencia,, por mucho que dicho existencial haya resultado originariamente de la libre decisión al comienzo de la historia de la humanidad.

Pero la misma fe sabe de la enfermedad aun otra cosa: que es, y todos tenemos esta vivencia diariamente, un momento en ese duradero morir, en el que vive el hombre, y que en

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la muerte encuentra su punto culminante y su final. Gregorio Magno llama a la enfermedad el «estirarse de la muerte». Pero la muerte no es sólo el sueldo del pecado, sino también la manera, en la que hemos sido redimidos, la manera, en que el hombre que muere obedientemente, acepta la muerte del Señor, que es redención, y se la apropia definitivamente. Y así le toca a la pasión de la enfermedad dicha función en la vida del hombre. Es—cuando se resiste creyente y obedientemente, en acuerdo de creatura (y visto exactamente, todo esto es un momento en la enfermedad misma y no únicamente toma de posición a su respecto)—la ejercitación, que se extiende a través de la vida, de esa disposición para la muerte, en la que creyentemente acepta el cristiano la muerte que le redime. Por eso la enfermedad, en tanto que precede a la toma de posición del hombre, posee, igual que la muerte misma, vistas ambas cristianamente, una esencia de gran hondura dialéctica; puede ser manifestación del pecado y manifestación de la redención, perceptibilidad de desesperación incrédula, en la que la persona del hombre se arruina lentamente, y perceptibilidad de la fe, que en la aceptación obediente de la muerte, que se anuncia, hace de ese destino del «cuerpo del pecado» (Rom. 6,6) cumplimiento de la redención, muerte conjunta con el redentor. Es cierto que médicamente, esto es, bajo un punto de vista fragmentario, los hombres tienen las mismas enfermedades. Pero personalmente, desde el hombre entero y con respecto a la salvación sobrenatural, las enfermedades iguales en apariencia son pero que muy diversas, según que se sufran en la fe o en la incredulidad, significando fe, naturalmente, no el mero asentimiento intelectual a ciertas proposiciones, sino la real aceptación de ese amor de Dios, que se nos comunica como misterio en la indisponibilidad del propio destino corporal-espiritual.

Sólo desde aquí podrá considerarse la índole última y propia del poder de salvación de la fe. Siempre y en cada caso, la fe es, en su comprensión cristiana, poder de salvación. A saber, porque transforma la enfermedad—en cuanto acontecimiento del hombre entero y no sólo de su estrato biológico— de acontecimiento del hacerse visible la ruina culpable en la incredulidad en acontecimiento de sufrir hasta el fin y superar el

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pecado en la muerte conjunta con Cristo. En creyente obediencia frente al Dios que dispone, se transforma el estirarse de la «primera muerte», como precursora e irrupción de la segunda y eterna (hablando bíblicamente: Ap. 2, 11 ̂ O , 6-14; 21, 8), en un estirarse y madurar del todo de la muerte, en la que nos entregamos a la vida eterna de Dios. Que la manifestación externa de la enfermedad, de la que la medicina se ocupa y puede ocuparse en general, quede o no modificada por esta determinación, es una cuestión secundaria. Claro, que quien en cuanto enfermo no quisiera otra cosa, sin más y sin condiciones, que la salud, de la que sólo y con derecho se cuida el médico, quien (formulado de otra manera, que desenmascara la locura de tal actitud) en cuanto enfermo nunca jamás quisiera morir, quien no sufriera por tanto la muerte, sino bajo la absoluta protesta (esto es en la incredulidad) de que es en sí absolutamente absurda, quien por ello no cuenta en la enfermedad, y de ningún modo, con que en ella le ofrece Dios el acuerdo con la muerte como un modo del don de la vida eterna, ése no podrá entender tampoco que la enfermedad del creyente y la del que es de verdad incrédulo (muchos piensan sólo que lo son) sean internamente de veras diferentes. Sólo quien se abandona sin reservas al Dios creador y redentor, sabe que en todo caso la fe es un poder de salvación para la esencia total, humana de la enfermedad.

Ese poder de salvación de la fe puede sólo proclamarse transformando la protesta (incrédula) del enfermo en contra de la muerte como falta de sentido, en disposición para esa misma muerte, pero como don redentor de Dios, que otorga en él la vida auténtica y consumada. Ya hemos dicho que la muerte, y la enfermedad con ella en cuanto su amenaza, es forma, manifestación del pecado, de la culpa del género humano o incluso de la de cada persona. Cuando la fe, por tanto, sale al encuentro de la enfermedad, puede su fuerza de cuño tener en determinadas circunstancias su efectividad al traer la salud corporal, ya que la salud terrena, meramente profana, en apariencia, es, desde luego, signo, prenda y preludio de la salud absoluta de la vida eterna. El actual estado de existencia y el escatológico no pueden ser concebidos, según el Nuevo Testamento, como absolutamente separados y el uno tras del otro.

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Las fuerzas del Eon futuro penetran ya de través el presente: todo lo que a este mundo pertenece en algún aspecto como sal-vífico, vivo, bueno, verdadero, fluye, según la comprensión cristiana, de ese fundamento último, que otorga la vida eterna, y que en esas cosas aparentemente profanas crea los presupuestos de la comunicación de la eterna vida divina, de tal modo que lo mundano lleva consigo el destello de lo eterno. Por eso vio ya Jesús mismo sus curaciones de enfermos como un signo de la llegada, del comienzo del hacerse visible del «eñorío del Dios que irrumpe. Los milagros que efectuó no los ha considerado, ni meramente ni en primera línea, como testimonios de índole formal para la validez de su misión. Más bien vio en lo que así sucedía, en aquel mismo quedar sano, el esplendor del reino de Dios, en el que éste lo hace todo realmente salvo, conduciendo a su consumación al hombre entero, con cuerpo y alma. Y si la fe, en la que el señorío de Dios llega y es aceptado, sale al encuentro de la enfermedad, corresponde plenamente a la relación interior de ambas, que ese encuentro pueda conducir ya ahora a una superación experimentada de la enfermedad, a una curación, por tanto, en sentido médico. No como si la fe pudiese sólo así salir victoriosa sobre la enfermedad. Si quisiera entenderse a sí misma como dada únicamente, cuando con efecto médico supera la enfermedad, se suspendería como entrega incondicionada del hombre a la absoluta disposición de Dios, en la que cada disposición concreta, ya mate, ya dé la vida, es aceptada en cuanto llegada del eterno amor. Una fuerza de curación, en determinadas circunstancias también en sentido médico, la puede sólo tener la fe, que no aspira meramente a la curación terreno-corporal, sino que quiere ser la aceptación de una actitud, por la cual el hombre se alza radicalmente sobre la posición absoluta de enfermedad o salud corporal. Pero poder manifestarse también en la salud corporal, pertenece a la esencia de la fe que proporciona salvación.

Cómo opera en sentido empírico el poder de salvación de la fe sobre la enfermedad, no es fácil de decir. La manera no necesita, desde luego, ser siempre la misma, si la avistamos desde su manifestación inmediata. Hay, cierto, una manera que puede calificarse como «psicológica» (por lo menos a primera

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vista), y a cuyo respecto se puede aportar analogías, que están-todas fuera de la propia fe (o que .a veces parecen sólo estarlo). La fe puede operar tranquilizadoramente, puede hacer al hombre sosegado, interiormente libre y c^a trabas. El creyente se sabe albergado en Dios, no está ya plantado ante el absoluto dilema de vencer de un modo muy determinado o sucumbir por completo; se siente así sin trabas en su voluntariedad, liberado de impedimentos; la convulsión del esfuerzo y el miedo-por la derrota absoluta en la afirmación de su existencia desr

aparecen. Todo lo cual puede, sin duda, si es que hay algo así como una medicina psicosomática, y allí donde pueda ésta ser efectiva y en la medida en que lo sea, operar curativamente. Nosotros sabemos que también los santos pueden ser enfermos, e incluso que el proceso de la santificación puede ser peligroso-para la salud, ya que cada ejecución radical espiritual-personal amenaza la anodina incolumidad vital del hombre. Pero si el creyente lo es plenamente, si a rienda suelta y sin miedo se entrega a Dios y confía en él desde el más íntimo centro de su ser y de su libertad, y entrega y confía así su angustia, su indigencia y su enfermedad, perderá ésta, aunque permanezca» el carácter de absurdo sin salida, lo cual será el mejor presupuesto para que quede superada.

iCon esta aclaración «psicológica» del modo de operar d& la fe sobre la salud, no se dice mucho ni se aclara todo. Y no todo, porque el término «psicología» cubre en este caso los componentes fácticos interiormente más diversos. Paz, sosiego, resignación, confianza y otros estados semejantes del alma, son de la más diversa índole, y se extienden a su vez a través de los distritos, también muy diversos, del hombre, comenzando por el ámbito de los mecanismos psicosomáticos más primitivos hasta esa profundidad íntima de la persona espiritual, en la cual la libertad, la trascendencia hacia lo absoluto, la gracia y la decisión, y por tanto la fe, tienen su lugar más propio. Por eso sosiego, confianza y otros términos, significan algo muy diverso, y los efectos somáticos, que proceden de tales acaeceré» psíquicos, no quedan realmente aclarados, porque se diga sólo: la fe genera una actitud de sosiego, de confianza, etc., que opera curativamente o que favorece la curación. Puesto que esa fe precisamente, y las actitudes con ella vinculadas, no

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son en absoluto un suceso tan indiferente, como parecen insinuar los términos, tan simples, que se emplean. En cuanto que actitudes y acaeceres anímicos, como concretos acontecimientos de un hombre determinado, contienen siempre, a pesar de cualquier «aclaración» psicológica, una inderivabilidad última, esa aclaración de tales sucesos anímicos y de sus efectos sobre la corporeidad del hombre, no significará ninguna exclusión de la gracia. Ya que prescindiendo de todo lo demás: que esa actitud anímica se haya conseguido aquí y ahora, aunque pueda, a pesar de nuestra refinada psicología, malograrse, y aunque dicha psicología tan refinada no capte nunca adecuadamente, ni maneje de veras de manera inequívoca, la totalidad de las condiciones, es lo que hace posible para el creyente, y con derecho, •entender el logro de dicha actitud del alma, por muy planeada y apuntada que haya sido, como gracia de Dios. Y así es como, con la fe, esa operatividad curativa suya, explicada todavía tan psicológicamente, es gracia de Dios que permanece incomprensible.

Pero si hablamos de los modos, en los que puede la fe empíricamente traer curación de salud, no podemos dejar sin mención a uno, que en la tradición cristiana y en la vida de la Iglesia desempeña un papel de importancia: el milagro. Jesús mismo, así lo dijimos al comienzo, anuda curación, milagro y fe. Resulta naturalmente imposible en esta breve exposición, hacer tema de la problemática, esencia y sentido, posibilidad y cognoscibilidad de lo que en el Nuevo Testamento y en' «1 lenguaje cristiano se llama signo y milagro. A tal respecto podemos sólo ofrecer algunas anotaciones.

Por de pronto es comprensible, después de lo dicho, que los milagros auténticamente cristianos consistan en su mayoría en curaciones de enfermedades. Los milagros deben de ser signos, no sólo del poderío y de la plenitud de potestad de misión de quien los hace, sino también del contenido y esencia de esa misión, signos, que posibiliten la fe libre, sin constreñirla por la fuerza. Para lo cual no serían apropiados sucesos cualesquiera, físicos y espectaculares (los «signos del cielo» rechazados por Jesús en Me. 8, 11 s. s.). Los milagros de curaciones por el contrario dejan, que a través de la experiencia columbre el sentido de la acción divina: la salvación del hombre entero,

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desde el centro más íntimo de su existencia y por tanto desde la fe; no fuerzan, sino que invocan-Ja libre decisión del hombre, de tal modo que (para decirlo de una vez) los mejores milagros no son los más «masivos», sino aquellos ^nás espesos en sentido. Su conocimiento, y el que se les reconozca, presuponen desde luego, que el hombre les salga al encuentro con mirada sintética, que busca sentido, y que en el concreto acontecimiento, referido a la cuestión total de su existencia, atisba uno, que no podrá considerar, si le interpreta correctamente, como casualidad, sin» como palabra de Dios. Por eso no es especialmente bueno, que entresaquemos de antemano esos milagros de curación, que la fe opera, del conjunto de una historia humana, que los aislemos en el modo selectivo de consideración de la física y de la medicina, ciencias ambas de la naturaleza, para preguntar entonces en ese aislamiento artificial, si han quedado o no en ellos «suspendidas» las leyes naturales. Cierto, que en el Evangelio y en la historia cristiana hay milagros de curaciones corporales, observados y garantizados suficientemente, que el científico de la naturaleza debería, desde sus leyes, reconocer como inexplicables, si es que, por un prejuicio filosófico o por una hipertensión de sus propios principios metódicos, no niega ya a priori todo milagro. Pero lo que a la postre importa en un milagro y su reconocimiento, no es que el científico de la naturaleza pueda o no pueda comprobar positivamente, que se trata en un determinado caso milagroso de la suspensión de una ley natural, esto es de lo que así se mienta en la cosa misma, o que tenga si no que dejar el acontecimiento sobre sí como inexplicable, pero considerando, desde su punto de vista metodológico en cuanto tal, dicha inexplicabilidad sólo como provisional. Puesto que en absoluto es necesario hablar de una suspensión de leyes naturales para reconocer como tal un milagro, si se supone (lo cual se entiende de por sí propiamente), que cada determinado nivel y orden ónticos están de antemano abiertos a los superiores, en los que pueden ensamblarse, sin que por ello tengan que quedar suspendidas sus leyes propias. Las leyes del espacio bidimensional valen también en el de tres dimensiones, aunque en él reciban un sentido muy distinto. La biología por ejemplo es un ámbito de orden superior, en el que ocurren acontecimientos, que no se dan en la física o en

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la química, sin que tengan sin embargo que suspenderse en aquella las leyes de lo anorgánico. De modo similar, habrá que pensar al mundo como abierto de antemano, en su composición material, a la realidad del espíritu, de la fe en cuanto acto total de la medula más íntima de la persona espiritual, abierto hacia la realidad misma de Dios. Por eso pueden las más altas dimensiones de la realidad entera manifestarse en las más inferiores, conformándolas, guardándolas, y haciendo que sean en ellas perceptibles su sentido y esencia superiores.

¿Qué hay por tanto del poder de salvación y fuerza de curación de la fe? Existen, ya que—y en cuanto que—la fe capta al hombre entero. 'La fe, que instala obedientemente la realidad entera en la absoluta disposición de Dios, se hace, en esta disponibilidad para la vida y para la muerte, verdad y acción, que apresan la divina, curadora salvación. La gracia de Dios promete su poderío al hombre entero, en cuerpo y alma, y si ahora sana transitoriamente, quiere también hacer creíble para el hombre, que le sanará en definitiva y que le transfigurará, cuando la consumación, en el tránsito de la vida a través de la muerte, haya irrumpido ya. Si el Señor dijo a aquél sa-maritano, único que regresó, para dar gracias, de los diez sanados: «Levántate, tu fe te ha salvado» (Le. 17, 19), sus palabras tienen el doble y en último término único sentido: tu fe te ha salvado y te ha hecho sano; te ha otorgado la salvación y la curación. ¿Hay una fuerza mayor de curación, que el poder de salvación de la fe?

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¿QUE ES HEREJÍA?

1. La actitud cristiana frente a la herejía,

La historia del cristianismo es también una historia de las herejías, y una historia de la toma de posición de la Iglesia frente a ellas, con lo cual viene también dada una historia del concepto de herejía mismo. Cierto que en todas las religiones, que tienen algo así como una doctrina delimitada, en todas las religiones por tanto de culturas superiores, hay diversidad de opiniones sobre esa doctrina, disputa pues y lucha sobre ella y sobre las hechuras sociológico-religiosas que son portadoras de esas diversas opiniones doctrinales. Podría decirse por tanto, que el eidos herejía existe en cada religión altamente desarrollada. Pero tendremos sin embargo que ser prudentes: se quiere haber observado ya, que sólo en la región del cristianismo hay guerras de religión. Por mucho que haya que matizar aún ampliamente esa afirmación y aunque tal hecho afirmado deba todavía ser aclarado con más exactitud (puede que mucho del mismo tenga poco que ver con el cristianismo en cuanto tal), dicha frase cuestionable nos hace advertir algo: la radicalidad de un ethos de verdad muy determinado, que es el presupuesto de un entendimiento muy específico de herejía, se encuentra sólo en el cristianismo, y por eso se da en él únicamente la esencia propia de la herejía.

Dos son los momentos que determinan el ethos de verdad en que ahora pensamos: la consciencia de que en un punto muy determinado de espacio y tiempo y en hombres también muy determinados y sólo por su medio ha sucedido como acontecimiento una revelación de la verdad de Dios, y la consciencia de que esa verdad es ella misma de significación salvadora. Dicho en una frase: la historicidad de una verdad absoluta, que es de suyo de significación salvadora. Pero aclaremos lo dicho más de cerca para que se ponga en claro, para qué y cómo resulta de ello un muy determinado concepto de herejía y correspondientemente una muy determinada relación

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para con ella, cosas ambas que se adjuntan al cristianismo (visto en su conjunto) específicamente.

Consideremos por de pronto, que en su comprensión cristiana es la revelación acontecimiento. Dejemos ahora de lado (por muy importante, decisiva incluso que pueda ser en otro contexto) la cuestión de si la sustancia del mensaje cristiano realmente se acerca, y cómo, desde dentro, esto es por medio de oferta de la gracia sobre la base de la general voluntad de salvación de Dios, irreflej amenté y sin una declaración patente en proposiciones, a todos los hombres, incluso a aquellos, que no son asequibles de manera manifiestamente comprobable a la revelación histórica. Aun siendo este el caso, no deja por ello de ser cierto, que esa comunicación de verdad, aceptada y concebida hipotéticamente, «desde dentro», experimenta, según comprensión cristiana, su explicitación y fórmula conceptual inequívocamente auténticas (que la hacen a su vez más inconfundible y aplicable en la vida concreta) en puntos por completo determinados de espacio y tiempo de la historia: por medio de sus profetas, por medio de Jesucristo, de los apóstoles, por medio de quienes autorizada y acreditadamente anuncian e interpretan esa verdad divina, que Dios mismo promulga para los hombres como la autoapertura libre, inasequible de suyo para ellos, de su esencia y de su voluntad 1.

Que aquí y ahora, inequívocamente y exigiendo obediencia, se promulgue en su nombre la palabra de Dios, y que se continué siempre, nueva en su permanencia, promulgando, esto es lo fundamental—con antelación a un determinado contenido del mensaje—, en la comprensión de la verdad cristiana. La referencia recurrente a ese acontecimiento en cuanto tal y a la autoridad que con él se anuncia, pertenece pues a la esencia, de la verdad cristiana. Los cristianos pueden disputar acerca de quién es más exactamente el portador de esa testificación en acontecimiento de la verdad, pero no habrá ya a mano com-

i 1 Si se piensa que esta autoapertura y comunicación de Dios su

cede también en lo que Cristianamente llamamos «participación en la naturaleza divina» por medio de la gracia justificante, tendríamos tal vez que formular con más exactitud y paciencia la proposición precedente: ...que Dios en cuanto lado en conceptualidad humana, por él autorizado, de la autoapertura libre de su esencia y de su voluntad, inasequible al hombre, promulga para los hombres.

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prensión cristiana alguna de la verdad, donde se pase por alto este punto de vista. Si se dan sólo diversas opiniones sobre meros «contenidos», no podrá una opinión sentir jamás a la otra como «herejía» en sentido propio. Únicamente cuando existe de fondo y por ambas partes la voluntad de referencia a ese acontecimiento y a la autoridad que en él se manifiesta, podrán ambos partidos considerarse recíprocamente como «heréticos», es decir como los que en la diversidad de opinión, objetiva y de contenido suspenden, contra su voluntad, la relación auténtica para con ese acontecimiento autoritativo (que de suyo queda mantenido).

Herejía es siempre por tanto una doctrina, que amenaza, contra su voluntad, el todo de la existencia espiritual, en cuanto que éste se funda en la relación para con el acontecimiento uno y entero de la revelación, que también el herético' afirma; y si este último no es el caso, no se puede entonces hablar de herejía. Tal opinión (vista cristianamente) sería ya apostasía del cristianismo. Y puesto que tal punto de referencia, del que se reciben las muchas proposiciones y al cual quedan remitidas éstas, fuera del cristianismo no existe apenas esencialmente para otras religiones cualesquiera, no podrá darse en ellas auténtica herejía, así como tampoco ese afecto peculiar contra lo herético, tal y cual se encuentra entre los cristianos. La herejía es sólo posible entre hermanos del espíritu. Y estos son a su vez posibles sólo, cuando algo absolutamente común vincula dentro de lo religioso de una manera explícita. Y entre ellos habrá presencia de herejía (que es más que diversidad de opinión en bagatelas), si uno o ambos de los que difieren en opinión ven o creen ver, que esas diversidades suspenden objetivamente, contra la intención del otro, esa última fundamenta-ción del cristianismo y su unidad, amenazándole así también subjetivamente (al menos). Lo que de esto resulta respecto de la esencia de la herejía y de la relación para con ella, habrá después que considerarlo con mayor exactitud.

Pero antes reflexionaremos sobre ese otro punto, que hemos ya citado. Debería de tratarse, para poder hablar de herejía, de una verdad, que tenga en cuanto verdad significación salvadora. Para entender qué poco se sobreentiende esta proposición, habrá que reflexionar sobre una de las transformaciones de

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más honda penetración en el espíritu de los últimos tres siglos, una transformación, cuya llegada quizás ahora se haga por vez primera manifiesta, cuando está otra vez a punto de desaparecer. ¿Qué siente pues el actual europeo medio frente a la verdad, especialmente frente a la verdad religiosa, de «concepción del mundo»? Tal vez se pueda describir esa actitud en la siguiente medida: si no se trata de los hechos simples, brutales, comprobables siempre nuevamente por medio de experimentos, de la experiencia inmediata de los sentidos, hay sólo teorías, opiniones y nada más. Esas teorías pueden ser diversamente correctas, a una puede tocarle una mayor probabilidad que a otra de «acercarse» a la realidad y por lo mismo a la verdad propia. Pero jamás es posible algo más que tal aproximación. La índole de esa «concepción del mundo» es relativa, condicionada ética, individual, social e históricamente. Y en todo caso (y esto es lo decisivo): el contenido que esa opinión posea, carece de\importancia para el enjuiciamiento «moral», absoluto, del que opina (por tanto, si es que hay algo así, ante el juicio de Dios), puesto que es de suponer, que cada cual ha formado esa opinión a su mejor saber y conciencia. Ciertas gentes añadirán además, que de suyo es fundamentalmente posible, que» alguien tenga una opinión falsa culpable (porque culpablemente no se ha informado lo suficiente, porque se ha cerrado por su culpa, por capricho, a lo más correcto y adecuado). Pero lo que pone en peligro su salvación, lo que cualifica absolutamente al hombre no es tampoco en este caso el yerro de la verdad y por lo mismo de la realidad según un contenido determinado, sino la causa inmoral de ese yerro; nunca podrá depender la calificación última de un hombre de la cuestión acerca de cuál sea el contenido de sus opiniones. Esto esclarece a las inmediatas: los hombres (también los más honestos), son de los más diversos pareceres, y precisamente en las cosas (de suyo) más importantes. Por lo mismo resulta "manifiestamente absurdo tener a cada otro por un vil, sólo porque es de una opinión determinada, de la otra precisamente.

El conocimiento de la verdad en cuanto tal, en tanto determinado por su determinado contenido, ha resbalado desde el centro del ser humano hasta la periferia del hombre; cuenta entre cosas como el color del pelo, el gusto, la raza, de las cua-

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les no puede hacerse depender una calificación absoluta. Se concede (si es que se reflexiona sobre ello), que ciertos errores, aunque se mantengan sin culpa alguna, pueden tener sin embargo catastróficas consecuencias, que un error no culpable por ejemplo acerca del derecho de prioridad en conducción puede costar una vida. Pero no será este precisamente el caso en el balance final, absoluto, sobre el conjunto; lo que importará entonces es sólo indudablemente cómo se ha opinado algo, pero no lo que se haya opinado. Puesto que se puede tener cualquier opinión con buenas razones y buena conciencia (y este es el fundamento, presupuesto tácitamente como sobreentendido), desaparece, en orden al enjuiciamiento total, para nosotros y para Dios, la cuestión de cuál sea la opinión que se ha tenido, «con tal de haber sido un tipo honesto». Y el que esto pueda enjuiciarse eventualmente desde cuál sea la opinión que se ha tenido, es una posibilidad excluida por con> pleto de la consciencia de hoy. Por de pronto cada opinión tiene democráticamente el mismo derecho. (Por qué esta frase resulta ya indiscutible en cuanto «regla de juego», es algo sobre lo que no «se» acostumbra a cavilar muy exactamente). El contenido del conocimiento (para expresarlo más teológicamente) no tiene ya significación salvadora de «necessitate medii», y sólo la cualidad moral de su adquisición, esto es su «necessitas praecepti», es importante totalmente.

Es así que según esa opinión (si bien no para esta tierra, pero sí para el conjunto del universo y la eternidad), Dios se cuida de que nada último pueda suceder por un error en cuanto tal. Esta opinión tiene en su base una extraña, subjetivística «interioridad»: la realidad está «afuera», los pensamientos siempre y sólo «dentro», sin ser además lo propio; dañar no puede sino la realidad; y no se está con ella propiamente en vinculación por lo que «sobre ella» se piensa, lo cual ni la modifica siquiera, sino por medio sólo de lo que la realidad misma imprime de paso en los pensamientos que tenemos a su respecto. Que a través precisamente de lo que se «piensa» de las realidades, se entre para con ellas ene una relación muy determinada, y que según como se piense «sobre ellas», se vayan las mismas haciendo otras, esta verdad fundamental sobre la esencia del conocimiento no está ya a mano, ni con

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mucho, de la consciencia actual. Tal opinión de hoy sobre la indiferencia última de la verdad es rechazada por el cristianismo, y tal recusación es la segunda raíz del afecto cristiano, con el que un error puede ser impugnado en cuanto error. Para el entendimiento cristiano de la existencia hay fundamentalmente una verdad, que sólo por culpa puede errarse. Pero tal frase (así nos parece) se ha hecho también tan oscura entre los católicos (por razones de las que aun hablaremos), que por lo menos ha de ser fundamentada para ellos y bajo sus supuestos. Y sólo así se podrá intentar levantar por un lado, y en toda la medida que sea posible, el escándalo moderno ante esta afirmación, y entender por otra parte desde ella el afecto antiherético del cristianismo (y con él la esencia misma de la herejía). El cristianismo católico enseña que ningún hombre llegado al uso de la razón moral puede encontrar sin la recta) fe en la verdadera revelación de Dios su verdadera y propia salvación.* Con esta proposición se mienta la fe propiamente teológica en la verdad real de la revelación divina. Y no es aquí además donde tenga que ser precisada ulteriormente o fundamentada más de cerca. La suponemos como indiscutible para un cristiano católico. Lo que ahora importa es: la proposición implica el principio fundamental, propuesto ya, de la esencial significación salvadora del conocimiento de la verdad en cuanto tal, declara además, que a la cuestión por el destino definitivo incumbe definitiva, decisivamente (si bien, no sólo), con seriedad radical y absoluta, lo que se cree, si es lo recto lo que se ha apresado, la realidad auténtica, en el conocimiento de la verdad; que no se trata únicamente de buena voluntad, de una noble aspiración, de una actitud honesta, sino también de si conociendo, se ha apresado de hecho la realidad absoluta, ya que en ese aprehender, que es también (aunque no sólo) esencialmente un conocer, consiste la salvación.

Antes de que se alce frente a esta tesis la protesta contra un cierto intelectualismo griego, debería más bien meditarse, si con esa protesta no se prueba, que no se ha entendido en absoluto lo que es conocer, al opinar que hay que rechazar esta doctrina cristiana. La tesis presupone desde luego, que hay una realización fundamental de la existencia humana, una hondura de la misma (que no siempre se alcanza, ni en todas par-

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tes), en la que conocimiento y decisión, verdad y bondad, no son ya separables, sino que sólo quien es verdadero posee la bondad, sin que pueda el bueno extraviarse de la verdad. Pero ese acto fundamental, originario (en el que el conocimiento llega a su plena esencia, al suspenderse, conservándose, en la decisión del amor, y viceversa) es siempre un acto del conocimiento de la verdad, de significación además salvadora en cuanto que lo es, ya que la verdad pertenece a los bienes morales sumos, por lo que lo moral se yerra (si es que no ha de vaciarse, cosa que no es posible, en un puro formalismo, un puro modo, un «cómo» se hace algo, sea lo que sea), si no encuentra la verdad verdadera (y no sólo la opinión bien intencionada).

Claro que el cristianismo se ha preguntado siempre en la reflexión de su teología, cómo esta concepción fundamental de la decisiva significación salvadora de la verdad es conciliable con la observación, de que en cuestiones de verdad precisamente, y en las más decisivas, parecen estar los hombres desunidos, sin que se tenga desde luego el ánimo de considerar ya como perdidos a todos aquellos, que no reconocen expresamente la verdad cristiana según ministerio. Ahora bien, no se puede negar por de pronto, que muchos cristianos, partiendo de ese concepto cristiano de verdad, han tenido ese «ánimo». Un Francisco Xavier dijo a los japoneses, que quería convertir, que era evidente, que todos sus antecesores estaban condenados al infierno. Y un Agustín también hubiese tenido que responder así según su teología, perteneciendo esta actitud casi hasta nuestros días al pathos fundamental de la tarea cristiana de misiones entre paganos. Pero es indiscutible, que no hay por qué tener ese «ánimo», que se podrá decir incluso, que a un cristiano de hoy, dado el actual estado del desarrollo del dogma y de la consciencia cristiana de la fe, no le es ya lícito cristianamente tenerle. Mucho se ha cavilado en la teología acerca de por qué se puede—y cómo—mantener la susodicha proposición de la esencia salvadora de la verdad en cuanto tal, sin tener que mantener ese ánimo, cruel pesimismo respecto del asunto de la salvación de la mayoría. Por costumbre se ha recurrido a la ayuda (bajo invocación por ejemplo de Hebr. 11, 6) de una respuesta informativa: esa absoluta serie-

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dad de decisión de la verdad (de la revelación) está dada primeramente en las últimas y más fundamentales verdades. Quien niega por lo tanto, o no conoce, la existencia de Dios en cuanto custodio del orden moral, no podrá tener esa fe, en cuanto posesión de verdad, que es decisiva para la salvación. Pero respecto a tal verdad primitiva, está claro, que se la puede tener fácilmente y que se la yerra sólo (al menos a largo plazo) por culpa propia (y así no se trataría de la moral en cuanto tal). Pero hay otras verdades, que (sin culpa propia) pueden errarse o no saberse, sin que ello haga imposible toda fe salvadora.

Pero por importante y recta que esta respuesta sea, no alcanzará ella sola la conciliación del hombre de hoy con la tesis expuesta. Puesto que por un lado la experiencia de las más radicales diversidades de opinión entre los hombres se ha hecho aun más amplia y fuerte (tampoco el monoteísta ilustrado puede ser ya concebido como quien no está seriamente amenazado por una reducción ulterior de la fe), y por otro lado el hombre de hoy, por muy egoísta que sea en su vida concreta, siente una solidaridad casi irresistible con todos los hombres; ni cree en él, ni quiere un cielo para sí, del que ve excluidos a otros, a quienes no tiene por seriamente peores que él mismo, y a los cuales no les ha sido ofrecida una probabilidad, igual que la suya aproximadamente, de efectuar la salvación. Por eso habrá que añadir hoy sin duda a la respuesta, que en determinadas circunstancias un hombre puede alcanzar y afirmar una verdad en cuanto tal en la profundidad de la realización de su existencia, aun cuando piense que tiene que negarla en sus conceptos explícitos, aunque expresamente nada sepa de ella. Con otras palabras: puede haber hombres, que piensen que son ateos, mientras que en verdad afirman a Dios (por ejemplo en la decisión incondicionada de buscar honradamente lo verdadero, en la fidelidad al dictado absoluto de la conciencia), igual que viceversa hay también cristianos, que en el nivel de los conceptos teoréticos afirman la existencia de Dios, aunque la niegan en la medula de la existencia que se entiende a sí misma libremente.

Pero sea como sea y se resuelva como tengan ineludiblemente que resolverse las cuestiones surgidas con la tesis expuesta (tema que no es ahora el nuestro), no podrá ser negada

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o amenazada la concepción fundamental cristiana: la verdad en cuanto tal fundamenta en esta tierra la existencia y la salvación, y si ésta debe ser encontrada, deberá aquella ser conseguida y aceptada. Y si se afirma indiferenciabilidad entre moralidad (religiosidad) y posesión de la verdad, si se etifica la verdad por tanto y se intelectualiza el ethos, se hará la proposición de que tratamos más comprensible para el hombre de hoy, pero sin que quede, ni pueda quedar, suspendida por ello. A ese hombre de hoy se le podrá decir, que quien sinceramente afirma lo bueno, no yerra radicalmente la verdad, puesto que en ese sí estatuye también, al menos de manera implícita, las más decisivas verdades. Con lo cual se dice además, pero por el envés, que erraría absolutamente lo bueno, quien de veras fuese indiferente frente a la verdad en cuanto tal y no la alcanzase, por tanto, por regla general.

Todo esto tenía que ser dicho aquí (y protegido de la contradicción), para que sea comprensible el pathos cristiano contra la herejía. El cual está sustentado por el convencimiento fundamental de la significación salvadora de la verdad en cuanto tal y (podemos añadir, ya que es objetivamente lo mismo) por la cualificación fundamentalmente moral del encuentro y del yerro de la verdad, convencimiento y cualificación, que sólo difícilmente capta el hombre de hoy. Cierto, que si decimos: «el hombre de hoy», deberíamos quizás decir mejor: «el hombre de hoy todavía, puesto que también el de ayer». En el entendimiento comunista-oriental de la existencia no se presenta el peligro de tal escisión entre el ethos y la verdad: quien disiente teoréticamente de la línea general, de la verdad colectiva representada por la dirección estatal, se desenmascara por ello eo ipso como hombre moralmente corrompido, que es tratado en correspondencia, a causa de su «opinión», igual que un ladrón o un asesino en Occidente. (El cristiano debiera guardarse de protestar, contra una aplicación falsa y primitiva en el Este, de una correcta intuición fundamental, con un pathos a su vez falso y occidentalizante.)

Así es como se entiende la manera—lo cual no significa necesariamente que se justifique o que se legitime para el futuro—de reaccionar la cristiandad en el curso de su historia frente a la herejía. Desde luego que la historia de la persecu-

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ción de herejes, de la Inquisición y de las- guerras de religión internas, es un capítulo terrible en la historia del cristianismo, capítulo de un horror, que no es lícito defender, y mucho menos en nombre de lo cristiano. Pero sólo podrá obtener una comprensión objetiva, históricamente justa y comprensiva (no de aprobación), de esa historia de la actitud cristiana, quien reconozca en ella un pathos fundamental, inmanente y de esencia del cristianismo, irrenunciable; quien sea capaz de estar de acuerdo con que la antiverdad de la herejía es una amenaza de la existencia humana mucho más absoluta que todos I09 otros sucedidos, frente a los cuales el hombre de hoy (si no es representante de una no-violencia absoluta, tal y como ni Gan-dhi ni Nehru la representaron, o al menos no la realizaron nunca) siente la violencia como legítima. El que proclamaba la herejía no era para el cristiano de tiempos anteriores representante de otra opinión, sobre la que pudiera conversarse pacíficamente, ya que la figura de la existencia real, común para todos y en cuanto tal sólo posible, no quedaba ni rozada seriamente por esa opinión, sino que era el que con sus proposiciones amenazaba inmediata, mortalmente algo más que la vida física y el bienestar terreno, a saber la salvación eterna.

Quien no tenga comprensión alguna para ese pathos de verdad, para quien carezca de sentido la seriedad inmediatamente mortal de una decisión acerca de si esta o aquella proposición es o no verdadera, ése no podrá entender la valoración cristiana de la herejía. Tal enjuiciamiento cristiano de lo herético, ni niega, que pueda haber en determinadas circunstancias una posesión implícita de la verdad por parte de un hombre, que explícitamente la recusa (igual que lo inverso es también posible), ni responde tampoco de fondo y con exactitud a la cuestión de si cristiana y moralmente puede aplicarse por sistema violencia contra una doctrina falsa, y si es así, cuándo y con qué limitaciones. Pero en tal actitud del cristianismo frente a la herejía se realiza, que la verdad en cuanto tal (no sólo, ni siquiera en primera línea, sus consecuencias eventuales, diversas de ella, por ejemplo, la enfermedad diagnosticada falsa o correctamente) es asunto de vida o muerte eternas y no de opiniones, sobre las que se debate en amable conversación. Y puesto que el cristianismo tiene la convicción de que esa verdad

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absoluta, que es la salvación, se ha comunicado de una manera definitivamente concreta allí donde él mismo está (en Jesucristo, en la Escritura, en la Iglesia, en la fe de esa Iglesia, que puede hacerse definitiva autoconsciencia en el definitivo dictado de su ministerio docente), por eso mismo, así puede decirse, es el cristianismo hipersensible frente a la herejía que surge entre los cristianos. Porque entonces se pierde la verdad absoluta, expresada ya de una manera históricamente inequívoca. No es lo provisional, lo todavía indeterminado, que no alcanza su fin, sino lo definitivo, que se pone de nuevo en peligro o se pierde. -El paganismo puede ser visto como posibilidad y grado previo para el cristianismo, como cristianismo por venir, y ser valorado así benignamente; en cuanto provisional e inferior no significa (si no trabaja con violencia) ningún peligro para el cristiano, que puede considerarse sencillamente como quien ha llegado más allá, como superior, como quien está en una escala más alta del «desarrollo religioso». Pero todo esto es distinto respecto del herético: no sólo no ha llegado todavía, sino que abandona la meta y presume de ser el único que la posee. Concederle buena fe le resulta al cristianismo más difícil que hacerlo frente al infiel que no ha sido cristiano nunca. Este se muestra como víctima de una historia general, pecadora de la humanidad, que no ha alcanzado su meta todavía. Aquél ha gustado del don de la verdad prometida. ¿Cómo podría sin culpa no discernir en su conocimiento, cara a esta experiencia, el cristianismo recto del falseado? Es él el más peligroso: impugna la real y definitiva verdad del cristianismo en nombre de la misma verdad cristiana.

Se ve: el cristianismo tiene una relación peculiar, que sólo de él es propia, para con un error, que surge en su mismo centro, y éste tiene una esencia, que no es sin más posible contraer bajo el denominador: opinión en asuntos religiosos, rechazada como incorrecta por una comunidad de religión determinada y distinta. Herejía es más bien el (objetivo) yerro propio de la existencia exactamente donde está ya «ahí» en cuanto operada por Dios en absoluto, y bajo la aparición seductora y proselitista de su realización. Claro que todo sería más sencillo y más seguro contra el malentendido de la herejía en cuanto opinión otra, incorrecta e ineclesial en cuestiones

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religiosas, si pudiese el cristianismo afirmar al mismo tiempo, que cada error objetivo de índole herética es siempre, y en todo caso, culpable también subjetivamente en el hombre concreto que le confiesa, y que por lo mismo representa un real extravío subjetivo de la verdad absoluta, esto es, una pérdida de la salvación. El palhos antiherético del cristianismo se dirige por de pronto contra el caso, en que el error en cuanto tal se realiza subjetivamente y es captado y acogido en la medida de su existencia, en contra, por tanto, del error religioso que amenaza (y destruye) la salvación. Nosotros ahora no podemos tratar temáticamente la cuestión, debida ya desde antes, de si puede darse—y cómo—algo así en general; es decir, si puede existir libremente en cuanto él mismo el acto del conocimiento real estando bajo una cualificación moral. Porque a primera vista parece ser imposible: el error visto, pensaríamos, es error descubierto, superado e inaceptable ya, y el error inadvertido no puede ¿er aceptado en cuanta tal tan libremente, que sea capaz de hacer peor el acto de la aceptación. Pero sigue siendo así : lo bueno y lo verdadero, la libertad y el conocimiento habitan juntos y tan cerca el fundamento de su esencia, que si se mienta uno, se posee sólo junto con el otro: verdad, aceptada en cuanto valor, y viceversa: conocimiento, que puede sólo ganarse como libre decisión, alcanzando así su objetividad verdadera. El cristianismo no podrá nunca proceder por sistema y sobreentendidamente de la opinión extendida de modo tácito e inconfesado, según la cual está decidido simplemente y de antemano, que quien dice una proposición falsa en su texto objetivo, piensa «en el fondo» lo correcto y lo debido; que las diversidades de opinión son siempre sólo de antemano diversidades terminológicas, estorbos para la comprensión, que ni rozan las auténticas convicciones en el fondo de la esencia. No, la actitud del cristianismo tiene (donde se realiza puramente) la misma dialéctica que la cosa misma, a la cual se refiere: la proposición dicha (la teoría expuesta) y lo que con ella se piensa propiamente, así como el convencimiento fundamental que capta lo pensado, no son sin más idénticos, y puede ocurrir, por tanto, que quien dice una proposición falsa, haya captado la verdad en el fondo de su esencia limpia y moralmente verdadera. Y por eso habrá que soportar con benigna tolerancia

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al que yerra así sin culpa y su error, mala formulación de una verdad realizada.

Pero esta distinción no es una separación, no significa una relación de recíproca indiferencia e independencia entre la proposición formulada y lo «propiamente mentado» en la profundidad de la persona, entre el valor de la opinión exteriorizada y el valor del hombre mismo. El último juicio sobre cómo esas dos magnitudes se relacionan entre sí en el caso concreto, sobre si están, ya que no son idénticas, en una mutua relación contradictoria o sinónima, no es de incumbencia de quien está fuera, ni de la autorreflexión tampoco (la llamada «buena» conciencia y la «honesta convicción»), sino por principio únicamente de Dios. Pero (si nos es lícito formularlo así) la opinión notificada es el «sacramento» de la realización interior y de la actitud también interior del encuentro con esa verdad, que no es que tenga sólo una cierta relación ligera para con la salvación, sino que es la salvación misma. Y por eso la proposición dicha falsamente es la posibilidad más terrible de amenaza y de tentación para que el error se realice perversamente en el fondo de la esencia, posibilidad en la que el hombre acepta como su realidad y su verdad la irrealidad y la mentirosa apariencia de su perdición. Por eso no se puede sólo tolerar benignamente la proposición falsa, considerarla sin más como uno de los posibles puntos de partida del acercamiento en que se cuenta (en una disputa eternamente abierta), con que al fin y al cabo, por el resultado final infinitamente lejano, es indiferente el valor de acercamiento cercano o alejado del que se haya procedido. No, para el cristianismo es también terrible el error, que no es todavía inequívocamente a nuestros oídos, el juicio final para el que yerra; tal proposición está más bien para el cristianismo separada de la verdad por una infinitud, y no es sólo una verdad, como las proposiciones auténticamente cristianas, formulada un poco peor. Por muy difícil que sea con frecuencia decir concretamente respecto de proposiciones, que no son sin más las de una empiría controlable a posteriori, cuándo y por qué no sólo están inadecuadamente formuladas, malentendidas, ilustradas de un modo unilateral, sino que son además tan falsas, que el odio antiherético del cristianismo ha de concernirlas por entero, por muy difí-

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cil, repito, que esto sea, tendrá que seguir en pie la diferencia fundamental, si es que la vida es algo más que un juego anodino o una verborrea, una palabrería sin fin.

Pero aún hay que meditar en lo siguiente respecto del afecto antiherético del cristianismo: el cristiano no se tiene por más listo que los otros, sino por un pecador, y piensa que esta segunda valoración de sí mismo se extiende y opera en la dimensión del conocimiento tanto como la primera, toda vez que estupidez y pecado están en una muy esencial interdependencia. Por eso reconoce el cristiano en la herejía la cualidad de lo que le tienta, le seduce y trastorna, frente a lo cual no se siente de antemano inmune. Sabe así que su instinto para la verdad verdadera puede ser enturbiado y adormecido; conoce la tentación de lo moderno, de la solución manejable y (demasiado) clara, la sugestión de lo nuevo; rastrea en sí mismo al enemigo, que desde dentro sale traidoramente a encontrarse con la ̂ falsía exterior. De ahí que no pueda enfrentarse altiva y benignamente, con neutralidad soberana, a las tesis que le son sugeridas, y que amenazan su convicción, de fe. Precisamente porque sabe (formulando lo mismo, pero algo más psicológicamente) que sus «convicciones» fácticas, en cuanto que son las de una creatura viva, expuesta a miles de influjos de índole no lógica, no se componen ni mucho menos sólo de reflexiones teoréticas, sino que contienen momentos de lo sugestivo, de la costumbre, del instinto de masas, de los imperativos subsconscientes, etc., por eso mismo no podrá tratar la herejía como un teorema científico, que se debate en la neutralidad amable de una discusión intelectual. Claro, esa desconfianza contra sí mismo y contra los poderes de la oscuridad, que ocultamente imperan en el error, puede conducir a reacciones equivocadas; estrechez de corazón, manía persecutoria de herejes, recusación de opiniones, que son correctas e importantes. Y dichas reacciones equivocadas, puede que consigan lo contrario de lo que intentaban; favorecer el error, sin quererlo, ya que le prestan la apariencia de la verdad perseguida mezquinamente, o porque estorban o retrasan soluciones, sin las cuales a la larga no puede ser retenido el error. Pero fundamentalmente está tal desconfianza justificada, puesto que corresponde a la legítima valoración que el hombre cristiano hace de sí mismo,

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ya que sabe que en este con un poderío seductor habita tanto en el error como en cualquier otro pecado. En este mundo pecador el «instinto de defensa» tiene en la reacción del hombre, y con derecho, una cierta prioridad frente a la atención y consideración de la «objetividad sin presupuestos» del pensamiento (por mucho que ésta sea también una verdad cristiana).

2. El concepto tradicional, y su problemática, de herejía y de herético.

Ahora ya estamos en situación de entender el concepto tradicional de herejía y de honrarle críticamente. Esta reflexión intermedia sirve de transición para otro capíiulo de nuestra investigación, a saber, acerca del cambio en la figura de la herejía y de la herejía criptógama en la Iglesia misma.

En el ámbito eclesiástico del derecho se define al herético como aquél, que después del bautismo y conservando el nombre de cristiano niega tercamente o pone en duda una de las verdades, que hay que creer con la fe divina y católica CIG can. 1325, 2).

Para ser, pues, herético en el sentido de la terminología del ministerio eclesiástico, hay que estar por de pronto bautizado. La herejía se muestra así como un acontecimiento intracristia-no, como una contradicción no desde fuera, no por parte de los que no han aceptado todavía en confesión y sacramento el mensaje de Cristo, sino desde dentro, desde el centro mismo del cristianismo. Cierto que ya desde ahora se anuncian puntos cuestionables. ¿Es el herético, que nunca fue católico, aunque esté bautizado, que no ha pertenecido nunca a la verdadera Iglesia, a su fe común en la unidad de la coosciencia de fe con su constitutividad social, hereje en el mismo sentido que el católico que llega a serlo? ¿Puede su herejía provocar la misma protesta de la Iglesia, el mismo afecto de radical contradicción y de defensa contra la amenaza interior de la propia existencia, que la de aquellos, que por propia, original iniciativa se marcharon, escindiéndose, de la comunidad eclesial? Desde luego que se distingue entre heréticos formales (esto es, culpables subjetivamente) y materiales (apresados sin culpa en el error), y que puede decirse que estos son herejes materiales,

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pudiendo, por tanto, hacerse temática la distinción conceptual de esa diferencia apuntada. Pero en el fondo no es así. Puesto que hay que contar sin duda con la posibilidad2 (a pesar de la recta proposición del Vaticanum I D 1794) de que, según estadística eclesiástica, hombres, pertenecientes a la Iglesia católica en la dimensión de la «visibilidad» y de la declaración confesional, aberran sin culpa de la Iglesia, y son, sin embargo, más que herejes materiales, por lo que ambas distinciones no coinciden objetivamente. No por eso podrá tenerse por irrevelante la diíerencia insinuada (y debería intentarse captarla terminológicamente): la herejía, tal y como surge ahora en la Iglesia católica, tal y como de ella procede, es algo distinto de la herejía (hecha historia:) de quienes jamás han pertenecido a la Iglesia y no pueden, por tanto, rechazar su posesión de la verdad como los que la han experimentado ya concretamente (o hubiesen podido experimentarla) 3.

Co j todo convienen ambas índoles de la herejía, en que se mantiene en ellas el nombre cristiano, nomen retinens christia-num, en contraposición para con la apostasía 4. He aquí una peculiar determinación en el concepto de herejía y de herético. Tan evidente no es, lo que aquí se presupone, a saber, que no es necesario que se abandone «totaliter» el cristianismo (como

2 Confr. a este respecto: J. Trütsch, Art. Galubensabfall, en LTHK IV 931 s.s.

3 Cierto: si se acepta que hay católicos, cuya relación para con la Iglesia y la verdad que ella proclama y vive, es, o ha sido, a causa de una mala instrucción, de excesivas influencias del mundo en torno, de la tibieza y superficialidad de la vida eclesiástica, que les rodea, tan poco existencia! y tan exterior como la de los que han nacido no católicos (caso que no puede pasar a priori como imposible), resultará manca la distinción que hemos elaborado. Se trata de hombres, de los que puede decirse respecto de su estado en el registro civil, que son católicos, pero no que han adoptado dicho estado «sub Ecclesiae magisterio» (en cuanto institución salvadora y según gracia). (Véase D 1794.) Entonces será al menos irrelevante la distinción mentada entre no católicos de nacimiento y «católicos» que se han hecho herejes.

4 Para la comprensión de lo que sigue enviemos por delante esta advertencia. Los moralistas subrayan (y con derecho, según sus módulos y criterios) que entre el pecado de la apostasía y el de herejía impera no una diferencia específica, sino gradual a lo sumo, ya que en ambos casos se niega una verdad revelada por Dios. Y, sin embargo, las diferencias son muy esenciales, según demostrarán las siguientes reflexiones. La problemática de tales distinciones fuerza a una más exacta captación de la esencia de la herejía.

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el apóstata) o que se le posea por entero. La actitud de la fe (la virtud de la fe en cuanto capacitación operada por Dios, duradera según gracia) es indivisible: no se la puede tener a medias, si se posee de veras su esencia real. ¿Por qué y cóíno puede entonces haber hombres, que son aún cristianos y no poseen, sin embargo, esa fe una, indivisible? ¿Puede realmente haber tales hombres, cuando se trata de la negación o puesta en duda culpables de una verdad de fe, o no son posibles en semejante caso; es decir, que un hereje formal es siempre necesariamente algo más, esto es, apóstata? ¿Se refiere, pues, esta definición en el fondo, al hereje material solamente, al que sin culpa impugna una determinada verdad de fe (si bien con decisión, pertinaciter), pero conserva, ya que no es culpable, la actitud fundamental del creyente, sin rechazar en su raíz la fe cristiana, esto es al caso, en que no hay sino una simple disyuntiva? ¿O se refiere ese nomen, retiñere christianum a un esestado puramente exterior, a si el hereje en cuestión quiere llamarse aún cristiano o no, a sí representa todavía esta o aquella doctrina, que el entendimiento medio suele considerar como específicamente «cristiana»? ¿Pero cómo discurre bajo estos supuestos la línea fronteriza entre verdades no cristianas y específicamente cristianas? (No se podrá, por ejemplo, querer abordar como a mero herético, a quien es «teísta» y nada más, aunque se llamase a sí mismo de buen grado todavía cristiano, porque a su entender la «esencia del cristianismo» consiste sólo en una benigna creencia en Dios.)

La falta de claridad de este distintivo en el concepto de herejía no indica únicamente una cuestión de sutilidad teológica. Puesto que se distingue en que la Iglesia pueda en determinadas circunstancias no aprobar para alguien el nombre de cristiano, aunque ese alguien quiera esa designación como valiosa. Dicha cuestión podrá sólo resolverse con objetividad correcta, si no se considera exclusivamente, ni en el ámbito de la actitud interna de la fe, ni en el componente residual de doctrinas específicamente cristianas, el criterio de la distinción entre «parcial» y «total». Si de dicho criterio se excluyese por completo la cuestión de la actitud interna, no llegaría a entenderse de veras por qué el mayor o menor número de proposiciones cristianas conservadas, puede fundamentar una dis-

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tinción tan importante como la de cristianos heréticos, que son cristianos todavía, y apóstatas, que ya no lo son; ya que es difícil indicar con exactitud, cuándo no basta para el «nombre cristiano» el componente residual, considerado y valorado en sí puramente, de convicciones compartidas aún con el cristianismo. Pero si se hiciese un criterio de la sola actitud interna, no sería ya posible, en todos los casos, una distinción entre heréticos y apóstatas, puesto que hay sin duda quienes, a pesar de una pérdida completa de una verdadera actitud de fe (tal los apóstatas, estos es, en cuanto heréticos formales), valen en general sólo como herejes y no como apóstatas. Habrá, pues, que decir, para interpretar correctamente esta definición oscura, que (en contraposición con la apostasía) se trata de herejía, cuando a causa del mayor número de verdades cristianas confesadas (y eventualmente creídas, con fe humana al menos), tienenx una cierta magnitud la probabilidad y la presunción (con cierta relevancia de derecho), de que en esas verdades mantenidas se alcance aún en verdad la realidad de salvación (la mentada por medio de las verdades, que se mantiene y que se niega).

Claro, que así la transición entre herejía y apostasía es aún fluctuante, además de muy inseguro el resultado del mantenimiento material del número (relativamente) grande de verdades cristianas. Es fluctante la diferencia, porque nadie puede decir exactamente cuál es el atenimiento a determinadas verdades de fe, que justifica para llevar el nombre cristiano 5. Incluso pudiera mostrarse que ni existe siquiera esa frontera divisoria, inequívoca y material, entre el lado de acá y el de

5 Si se quisiese tratar esta cuestión sistemática y fundamentalmente, esto es, si se pretende trazar una línea fronteriza clara (y teorética), debería decirse: cristiano lo es todavía quien afirma las verdades en las que hay que creer o necessitate medii o (y) necessitate praecepti para poder «creer» en general. Pero por muy correcta que de suyo sea esta respuesta, se podrá discutir siempre si se es todavía herético o ya apóstata, cuando se rechaza verdades, que hay que creer segura y explícitamente necessitate praecepti, siendo tales verdades de necesidad esencial para la fe cristiana y siendo indispensable dicha explicitud (concepto a su vez nada inequívoco), teniendo, por tanto, que ser creídas necessitate medii, sobre lo cual, como es sabido, domina un completo desacuerdo en la tejría de la escuela.

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allá 6. Y al revés, respecto de un resultado de auténtica ,fe es inseguro el atenimiento a un número grande de verdades cristianas, porque hasta en ese caso puede darse un no interior contra la realidad entera mentada en la fe, ya que de otro modo no sería posible perder ésta, y perder la justificación, por un no contra una verdad determinada (en ciertas circunstancias la única quizás). Pero podrá decirse, sin embargo: si la plenitud desplegada de las verdades articuladas de la fe debe tener en general importancia para el logro de la interna actitud creyente, lo cual no se puede negar razonablemente (aunque la fe, la gracia y la justificación, pueden estar ya dadas, y con ellas la realidad entera, que la fe mienta, sólo con que se crea en la existencia de Dios: Hebr. 11, 6), habrá que afirmar entonces, que en el fondo y ceteris paribus se debe conceder una mayor probabilidad de creer real y existencialmente y de alcanzar así (en la gracia) la realidad de salvación entera, a quien de manera más explícita, manifiesta y articulada se atenga a una mayor parte de las proposiciones cristianas de fe, a quien apunte, por tanto, expresamente, a esa realidad cristiana, que le sale al encuentro como historia y que él mismo nombra «no-minalmente» (por lo que tiene para con ella una habitud, que es—en parte—independiente de cualquier interpretación teorética). A éste le llamamos herético y no apóstata, para el cual dicha probabilidad es también posible, pero no está dada desde luego en una medida, que podamos nosotros percibir claramente.

De esta problemática del retiñere nomen christianum resultan las dos reflexiones siguientes: una sobre la posibilidad de la apostasía o de la mera herejía en un ambiente de impronta exis-tencial cristiana, y otra sobre la ambigüedad interna, esencial, de la herejía y del herético.

6 A saber: si alguien es de la opinión, de suyo muy defendible, de que es posible en determinadas circunstancias un acto de fe cristiana, sobrenatural y (supuesto el amor a Dios) justificante, con tal de que se crea sólo, por su contenido, en la existencia de Dios en cuanto garantía y último sentido del- orden moral (planteando exigencias muy suaves y que permitan tan optimistas posibilidades a la explicitud de dicha fe), ése no podrá aducir frontera alguna real de la fe, en cuya transgresión se cese de ser inequívocamente un justificado, a no ser que esto ocurra por una negación (realizada existencialmente) de Dios mismo.

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Por de pronto: si la diferencia entre apóstata y hereje reside en la (si bien) fluctuante, nada inequívoca y considerable diferencia de lo «mantenido todavía» respecto de la medida de fuerza y esperanza en que ofrece aún probabilidades de despertar y realizar toda la fe (con la retroactiva, criptógama ganancia de la realidad de salvación entera bajo la apariencia contraria de la herejía), y si además no pensamos con evidencias demasiado individualistas, sino que consideramos los componentes sociológicos en la realización.existencial de cada hombre, se podrá plantear la cuestión acerca de si (no en terminología de derecho canónico, sino de teología) en un ambiente histórico de impronta cristiana pueden existir hombres que sean más que heréticos, apóstatas por tanto. Adviértase: lo que importa en el herético no es si posee o no la fe que justifica, y con ella el contacto salvador con la realidad de salvación. A tal respecto puede estar tan lejos de la fe como el apóstata, ya que personalmente y según la gracia puede ser «incrédulo», aunque incluso comparta con los cristianos, en una formación puramente humana de sus convicciones teológicas, no pocas proposiciones de fe, en cuanto tales; es decir, proposiciones determinadas proposicionalmente. El criterio, pues, de la distinción entre el herético y el apóstata no consiste en los efectos exis-tenciales que en orden a la gracia y a la fe tengan de hecho las proposiciones mantenidas, sino en los que de suyo pueden tener. Si esto se advierte, se entiende también, que prácticamente tal vez es considerable, pero que teológicamente no es esencial, la diferencia que consiste, en que alguien acepte en su convicción, de suyo puramente humana 7, determinadas proposiciones (específicamente cristianas), o que dichas proposiciones estén dadas para ese alguien sólo en cuanto momentos que determinan la situación espiritual, en la que vive innegablemente. Donde sea, cuando sea y por el tiempo que sea, si alguiene vive inevitablemente en un ambiente, conformado de mil maneras (si bien quizás anónimas y no temáticas) por el cristianismo y

7 A la que no están de por sí ordenadas las proposiciones cristianas, que quieren ser oídas, por propia naturaleza, en la fe propia y según gracia, en la que se ha de aceptar, y se acepta siempre, indivisiblemente el todo de la realidad a creer y por ello también (al menos implícitamente) el todo objetivo, indivisible, de las proposiciones de fe.

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por la realidad, que proposicionalmente se expone en las ¡proposiciones (rechazadas o mantenidas todavía) de la fe cristiana, tendrá la probabilidad permanente de adentrarse tal vez irreflejamente en esa realidad y hacerse cristiano (tal vez también de manera no temática). Y este proceso no se distingue teológicamente de modo esencial del otro, en que se apresa la esencia de la fe y la realidad de la salvación, porque ha habido una entrega a la dinámica interna de determinadas proposiciones cristianas, respecto de las cuales se había dado sólo anteriormente una atenencia de formación humana de la opinión. Ea un caso hay entrega a la fuerza de las proposiciones de] ambiente, de la opinión externa, «pública»; en el otro, a la fuerza de las proposiciones de la propia, interior opinión privada.

Solamente, por tanto, allí donde la caída pueda realizarse de tal modo, que el que cae se separa del ambiente histórico del cristianismo, sin tener ya que estar frente a él (lo cual atañe a la dimensión de lo histórico) en un diálogo del sí y del no, solamente entonces se daría el caso puro de apostasía. Si puede darse o no en culturas, que han sido ya cristianas, es una cuestión de hechos y de fundamentalidad teológica. Además, es quizás una cuestión, hoy ya superada por los acontecimientos. Porque si actualmente existe algo así como una unidad de civilización planetaria; es decir, que los elementos actuales y las estructuras de cada cultura, su historia incluida, se han convertido, si bien provisionalmente y en diverso grado de intensidad, en factores que determinan esa unidad, y que determinar todas las culturas del mundo con ella; y si además el cristianismo ha de seguir en pie en ese mundo, nadie podrá sustraerse de antemano (en medida diversa, pero creciente desde luego) al diálogo con él (que igual da cómo termine), así como nadie podrá tampoco vivir a su respecto en una relación puramente distanciada, puramente apó-stata, sino que estará forzado a contaiadecirle, separándose- explícitamente en la herejía. De algún modo resbala todo lo no-cristiano, de algún modo todos los no-cristianos resbalan, en un entendimiento teológico, hasta el papel, frente al cristianismo, de la contradicción explícita, esto es, de una referencia a su respecto permanente e ineludible, ya que el cristianismo, paulatinamente por todo el mundo, per-

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fenece a las raíces de esa historia (conjunta), desde la cual se vive aún en contradicción. Visto así, está justificado que increpemos al mundo actual—terminológicamente—mejor como herético que como apóstata. Forzado al diálogo con el cristianismo, no puede evitar en absoluto, que en su autorrealización ocurra siempre, una y otra vez, el «nombre de cristiano», incluso si evita reflexionar sobre lo mucho que hay de cristiano en el material de su historicidad, con el que necesariamente se carea siempre de nuevo. Con lo cual, viceversa, viene también dado, que junto al cristianismo comienza a no haber ya «paganismo» 8 alguno en cuanto lo que está distanciado sin relación de ningún tipo, teniendo aquél más bien que encontrar en éste un compañero de conversaciones, en un ámbito histórico-existencial común, que adopta aproximadamente las peculiaridades de la herejía 9. -i

Pero más importante aún es la segunda reflexión: la ambigüedad, que resulta del «mantenimiento del nombre cristiano», de la herejía y de lo herético. Antes de que pueda hacerse comprensible lo que con ello se mienta, habrá que aludir a un fenómeno, fundamental para lo que hemos de exponer: la unidad de la realidad de salvación y la unidad, con ella, de las doctrinas de fe. Estas están en cuanto proposiciones mantenidas conjuntamente por la autoridad formal del Dios uno, que es quien las ha revelado todas y quien las acerca al hombre exigiendo su fe; posee una unidad subjetiva interna, pertenecen las unas a las otras, y describen desde diversos lados una y la

8 No será lícito pasar por alto, que los «pueblos», los «paganos» del Antiguo Testamento estaban separados, y determinados en su concepto, por una diferencia no sólo religiosa, sino cultural también y sociológica. Para el cristiano medieval y de la Edad Moderna (hasta el de nuestro•> días) ha aparecido el «pagano» siempre como el que vivía en un espacio histórico y cultural distinto, esto es como el que rechazaba el cristianismo desde «fuera» y no por «dentro»; su ser y su operar tenían que ser sentidos por el cristianismo como «extraños», como aparte de su ámbito de existencia. Todo lo cual queda ahora incluido en un cambio que se apresura cada vez más: los ámbitos históricos de existencia se.deslizan unos en oíros, hecho que modifica esencialmente el carácter del encuentro entre el cristianismo y los no cristianos. Estos han dejado de ser, aunque sigan siendo no cristianos, los íntocados por el cristianismo. Se han convertido, si es que se puede formular así, en herejes sin bautizar.

9 Las diferencias entre misión «interior» y «exterior», entre «paganismo» y «neopaganismo» se difuminan más y más.

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misma realidad de salvación. Cierto que ésta no constituye ninguna uniformidad, ya que es unidad de una pluralidad personal, espacio-temporal, de muchos niveles, siendo, por tanto, el conjunto de dichas realidades plurales (Dios, Cristo, gracia, santos, sacramentos, Iglesia, tiempo, lugares, etc.) en parte de índole necesaria, y en parte de índole libre solamente. Pero poseen, sin embargo, una unidad real; son conjuntas, refieren unas a otras, dependen unas de otras, se esclarecen y forman un todo de sentido unitario.

Con lo cual se pone de manifiesto, que quien amorosamente y por conocimiento aprese una de esas realidades plurales, quedará implicado por conocimiento en la dinámica dada con la unidad objetiva de esa realidad de salvación una y plural: un conocimiento refiere a otro, ejercita la comprensión del ulterior, enseña la comprensión del sentido y del espíritu, preparando así la de otra parte distinta; cada cuestión resuelta por un conocimiento, conduce sin demora más allá de la realidad concreta hasta el interior del todo. Además de que (al menos en el sentido de una gracia de salvación «ofrecida») en cada conocimiento de fe opera la gracia, que es una, de Dios, la cual en cuanto una y la misma significa lo esencial de la entera realidad de salvación (ya que es la autocomunicación en Cristo del Dios trinitario) y tiene, por tanto, para con todas estas realidades y para con su conocimiento una interna relación esencial. Si esto es correcto, habrá que decir: el que con elección herética no acepta la verdad de salvación entera y se atiene, sin embargo, (retento christiano nomine), a una parte importante de la misma, se encuentra en una ambigüedad existencial indefinible, flotante, que puede darse sólo si—y en cuanto que—• esa existencia está apresada en un devenir aún inconcluso. En cuanto alguien rechaza heréticamente, comete, objetivamente (y subjetivamente en ciertas circunstancias), atropello contra la fe entera, no sólo porque contradice la autoridad formal del Dios que revela y garantiza por entero la revelación, sino más esencialmente aún porque se entrega a la negación de una verdad en la lógica inmanente del conocimiento, que procede de la cosa misma, negación, que en su efecto final, ha de conducir a la de toda la revelación. Adopta una actitud (si bien por de pronto de una manera temática sólo en la confrontación con una ver-

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dad determinada, en la que, como en su material, consuma la intención), que en su realización definitiva y madura (aunque ni lo sepa ni lo advierta) conducirá a la negación de la verdad revelada completa. Pero también al revés: en cuanto que mantiene verdades esenciales de la revelación cristiana, está en él en marcha el proceso de curso contrario; queda apresado en un movimiento hacia el todo del cristianismo. Por eso es ambigua su situación.

Puede también ocurrir que el hereje realice en la gracia una afirmación de veras creyente y sobrenatural de las verdades cristianas, que mantiene, y que en la lógica objetiva de esas verdades y en la gracia de ese acto aprehenda implícitamente, de manera a la vez teorética y existencial, la realidad entera y la verdad del cristianismo, siendo en correspondencia sus convicciones heréticas sólo «opiniones» («oponio» (vi sentido tomista), que se tienen, eso sí, pero cuya inconciliabilidad con el acto de la fe personal, que conoce, que se apropia, y que existencialmente es mucho más honda, no llega a ser vista, porque ellas mismas son en la existencia mucho más periféricas, inseguras y provisionales, que lo que reflejamente sabe quizá su propio autor. Doble ha de ser la consideración en este estado de cosas.

Primero: conocer y mantener todas las muchas proposiciones, que un hombre piensa haber conocido en cuanto verdaderas, no tiene ni lógica ni existencialmente la misma esencia respecto de cada una de ellas. El hombre es (al fin y al cabo por razón de la condición corporal, fisiológico-sensorial de su conocimiento) la esencia capaz de mantener lo contrapuesto y lo contradictorio. Lo cual no significa a su vez que esas proposiciones contradictorias puedan ser afirmadas al mismo tiempo en actos de índole estrictamente igual. Sino que más bien es así: en la estructuración del «sistema» lógico y existencial de un hombre tales proposiciones tienen y deben tener una posición y un rango diverso, para que sea en absoluto posible la ((esquizofrenia» existencial y lógica del hombre normal (sin que tenga por eso tal hombre que haber captado reflejamente las diversas valencias de esas proposiciones diversas). Una proposición, afirmada en cuanto «juicio» estricto con

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la última resolución del hombre, se convierte en punto fijo propiamente sistemático, desde el que se ajusta (en tanto pueda ser pasado por alto) todo lo que de proposiciones haya a mano; pero otra proposición no es sino «opinión» mera, hipótesis e intento, en tanto no haya nada mejor, en disposición constante para la corrección y la tarea. Entre tales proposiciones impera la misma relación lógica y existencial que la que puede estar dada entre los actos morales de un hombre: que ama a Dios desde el centro de su esencia libre (del «corazón») y comete, sin embargo, periféricamente un pecado venial, que está en contradicción con la decisión fundamental, pero sólo porque intencional-objetualmente (quood materúxm) y en el nivel existencial (en la centralidad del acto) tiene un peso cualitativamente menor que el del acto fundamental al que contradice.

Seguidamente: incluso en la herejía misma se afianza una dinámica hacia la entera verdad cristiana. Claro que no en cuanto que es simple y formalmente error y nada más. Pero es que el error no existe, desde luego, con esa pureza abstracta en las herejías concretas, tal y como se afirman éstas. Las herejías, que se hacen históricamente efectivas y poderosas, no son sólo proposiciones, que proceden de la estupidez, la arbitrariedad o la mala información; están más bien sustentadas por una experiencia original, auténtica, conformada ípor una realidad y una verdad. Y puede ocurrir sin duda, y así será incluso en la mayoría de los casos, que esa realidad, y la verdad dada con ella, no sea vista ni experimentada en el cristianismo ortodoxo (que no la niega, que la ha considerado y declarado siempre) con la misma expresividad, pasión, hondura y fuerza, con que se impone y exige, en su hora histórica, a quien realiza esa experiencia auténtica en la forma de un error. Igual que lo malo vive del poderío de lo bueno, en la fuerza de cuya voluntad puede siempre ser querido únicamente, ya que lo bueno es permanente componente residual en lo malo, sin el cual éste ni malo podría ser siquiera, sino sólo nada (que no puede quererse), así ocurre también en la relación entre la verdad afirmada y experimentada y el error consumado realmente. También éste vive de la verdad. Y el gran error, el

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pleno, tiene en sí innegablemente un gran contenido y una poderosísima fuerza de impulso, que urge hacia una verdad, hacia ésa, que tal vez el herético ha alcanzado ya de hecho en la verdad cristiana, que en el mantenimiento del nombre cristiano confiesa explícitamente.

Pero también puede darse el caso inverso: el error es el acto fundamental, propio, central, del herético, el principio sistematizante de su entero sistema espiritual, y las verdades cristianas aun presentes («nomen christianum») son sólo «opiniones» periféricas, amenazadas permanentemente, reconocidas como contradicciones para con el fundamental punto de partida exisíencial y teorético, que han de ser, por tanto, «revisadas» y discernidas. A pesar de las verdades del cristianismo mantenidas como «opiniones», la realidad mentada está perdida, desgraciadamente, por completo, acosada por el error herético acogido radical y existencialmente en el centro de la persona.

Esta ambigüedad resulta en el fondo para la reflexión insuperable. Si no lo fuese, sabría el hombre con seguridad absoluta, si cree de veras, o no. Pero esto le está a la reflexión tan negado como la absoluta seguridad sobre si se está justificado ó no. La reflexión, la declaración sobre sí proposicional y obje-tuante no alcanza nunca adecuadamente a la persona respecto de lo que es y lo que en sí misma realiza con operación de miras, cuyo alcance está lejos de ella. Puesto que el acto de la reflexión es a su vez un acto que conforma y transforma a la persona, y que modifica el sistema en cuanto procura fijarse y objetivarse. Por eso tal ambigüedad está apresada en un proceso permanente (tanto en la historia individual de la herejía como en la social): el centro decisivo de la persona puede trasladarse y emigrar continuamente desde las proposiciones cristianas verdaderas en cuanto su verdad auténtica a los errores heréticos, y viceversa. Jamás podrá decirse con absoluta seguridad si el herético está en la verdad a pesar de su herejía y a causa de las verdades cristianas, que mantiene, o si, a pesar de tales verdades, está realmente en el error a causa de las proposiciones heréticas, a las que se atiene. No es posible suspender esa ambigüedad, no se puede decir cuál es su estado, ya que ese mismo proceso histórico no está detenido, sino en marcha, y cada momento constatable del mismo puede

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estar ya superado por el próximo, si se le fija en una declaración. Un error está ya tal vez paralizado hace tiempo, excluido del fundamento de la persona espiritual, aunque se le mantenga y defienda en las formulaciones teoréticas preposicionales con agudo sentido verbal. Y al revés: un error aparentemente pequeño (pequeño, medido según el número de proposiciones correctas mantenidas) puede haber penetrado mortal-mente hasta la medula de la persona espiritual y haberse hecho ley de auténtico alcance, aunque no de operatividad sin residuo, de la relación de esa persona para con la realidad total, por mucho que siga manteniendo una plétora de verdades en el fondo lógica y existencialmente incompatibles con tal actitud y aunque esa plétora proporcione incluso la apariencia de corrección y de amplitud necesarias para que ante la reflexión del herético y de los otros quede oculto el carácter mortal y heréticamente aislado del error.

3. La transformación de figura de la herejía.

Las reflexiones sobre la problemática del concepto tradicional de herejía y de herético han proporcionado un punto de arranque para la comprensión de un fenómeno que llamaremos la transformación de figura de la herejía.

Pero antes de desarrollar este punto de partida hasta una comprensión de la transformación de figura de la herejía, habrá que reflexionar aún sobre una peculiaridad de nuestra situación espiritual de hoy, que no se ha dado en tiempos anteriores ni en esta índole ni en esta medida: la exuberancia inabarcable, que nadie puede ya dominar particularmente, de la experiencia, del saber y de las ciencias, que además es en dicha insujeción como determinan (por muy paradójico que parezca) la situación espiritual de cada uno. Cierto que el hombre jamás ha vivido solo de lo que sabía o de lo que había hecho temáticamente reflejo. Y bajo este respecto la situación espiritual del hombre de hoy no es otra que la de tiempos anteriores: el ámbito de su existencia espiritual y de sus estructuras, en cuanto a priori dado de antemano de su pensamiento, decisión y operación, está determinado por lo que no sabe, por aquello de lo que no puede, por tanto, ni lo necesita, ser propiamente

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responsable, y que, sin embargo, pertenece a los poderes de su existencia espiritual. Pero estos poderes no eran antes conocimientos; teorías, opiniones y postulados de los hombres mismos, sino datos objetivos: el suelo, la raza, los anejos, etc., cosas, por tanto, que en conjunto poseían la inocencia del ser creado por Dios. Y cuando a los poderes de la existencia pertenecían realidades humanas espirituales, eran éstas fundamentalmente abarcables ¡para cada uno; cada uno podía aprenderlas y saberlas él mismo, tomar posición a su respecto, compensarlas unas con otras y llevarlas a un sistema de su propia res-ponabilidad. Y lo que no podía aprender así, no tocaba tampoco esencialmente el ámbito de su existencia espiritual. Lo que él no sabía, aunque fuese objeto de saber, no ocurría en su vida, vista ésta en conjunto.

Hoy es otra cosa. Vivimos en un tiempo, en el que el saber-de todos tiene para cada uno consecuencias concretas, esto es, que «está ahí» en cuanto poderío del propio ámbito existencia!, sin que pueda, sin embargo, ser ya sabido por cada uno. ¿Se ha advertido suficientemente esta peculiaridad de la situación de cada hombre? El mundo sabido, el mundo de los conocimientos, de las esperanzas, de los teoremas, hipótesis y acomodaciones perceptivas se ha hecho plural de una manera 10, que no se ha dado antes nunca en absoluto. Naturalmente que antes tampoco supo cada uno todo lo- que «se» (los otros) sabía. Pero en el fondo podía aprenderlo; era solo una cantidad abar-cable de la materia a conocer; en algunos años de estudio en la «universidad» (en la que estaba a mano el universum del saber) se podía aprender todo más o menos, por de pronto lo

10 Debemos prohibirnos ahora reflexionar con más exactitud acerca de la razón, que se da siempre, existencial-ontológica de la posibilidad de esa pluralidad: acerca de la circunstancia de que el hombre nunca ha poseído un saber, que proceda sólo de una fuente y de un proyecto sistemático original; más bien le es propia de antemano una pluralidad de experiencias que se encuentran sólo a posteriori en un proceso histórico de reflexión y que tienen que alcanzar su síntesis en dicho proceso que nunca se concluye. Esto siempre e3 así. Pero lo que es nuevo es esto otro: la pluralidad de las experiencias posibles se ha desarrollado de tal modo, que no puede hacer hoy nadie, ni aproximándose siquiera a su adecuación, las experiencias incluso de aquellos con los que vive de manera inmediata biológica, sociológica y (lo que es decisivo) espiritualmente.

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que fuese de importancia fundamental para el conjunto del mundo de lo sabido y no significase meramente conocimiento de detalle, necesario solo dentro de la sociedad para una función profesional especial, pero no para la estructura de la «concepción del mundo» en su totalidad. Para quien no podía aprender así no existía tampoco en su propio mundo lo no aprendido por aprender: lo que de realidad antropológica ocurría realmente en el mundo del zapatero medieval, lo entendía éste muy bien; y lo que no entendía, no ocurría en su mundo.

Ahora la realidad antropológica se ha hecho plural. Nadie puede, ni siquiera por aproximación, tener su propio «sistema» por idéntico (aunque sólo materialmente) con el universo actual del saber. Llegamos a un límite: lo que temporal y fisiológicamente abarca y sabe cada hombre no puede coincidir, ni aproximadamente, con lo sabido en general. Claro que cada cual procura ayudarse: insertando instancias intermedias, formando temas; cada ciencia logra, es cierto, una y otra vez, una irrupción hacia conocimientos sistemáticos, que simplifican y hacen más manejable el conjunto de su saber. Pero todo esto en nada cambia fundamentalmente que nadie pueda ya administrar por sí mismo el conjunto del saber, que sustenta y determina su existencia (precisamente en cuanto persona espiritual y no sólo en su realidad física, biológica y externamente social). Según ya hemos dicho: si ese saber de los otros, que no se domina, no desempeñase papel alguno en la propia existencia, podría dejársele reposar sobre sí, igual que pudo ser indiferente para la vida de un campesino bávaro en el año 1400 la dinastía a que perteneció en Egipto Thutmosis II. Y si ese saber no sabido, y que no se alcanza a saber, fuese de una facticidad tan inocente, como el funcionamiento, por ejemplo (que tampoco se sabe), de la peristáltica del intestino, podría uno confiarse a él con confianza de niño y dejarle imperar como a la naturaleza. Pero tal saber no es un saber de hechos indiscutibles, de los llamados resultados de las ciencias, a los que el hombre del siglo XIX se abandonaba con mucha más ingenuidad que el teólogo del XJII lo hiciera con la Biblia. Este saber no administrado, del que no se responde, es una masa amorfa (y desmesuradamente efectiva) de resultados reales de las ciencias, de teoremas, hipótesis, postulados, sueños de encargo y utopías,

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tendencias unilaterales, oscuros impulsos, en los que operan la habilidad y la estupidez, todas las dimensiones del hombre, la culpa, los poderes de las tinieblas y la inspiración divina desde arriba. Y ese todo del mundo del espíritu creado por el hombre se concreta en técnica, inventos, instituciones sociológicas, encauzamientos de la atención por medio de la publicidad y en otras mil realidades semejantes, que se han hecho a su vez físicas y que están ahí «atmosféricamente» en cuanto situación espiritual de cada hombre. Por supuesto que en esa masa amorfa del «espíritu objetivo» hay siempre comienzos de estructuras, islas de sentido, tal y como en la iniciación de un proceso de cristalización irrumpen siempre como rayos en el líquido madre los primeros sistemas cristalinos. Pero dichas conformaciones siguen siendo islas de sentido en una masa amorfa, a la que se añade nueva materia con más rapidez que la del progreso de su organización.

Tampoco es un consuelo adecuado para semejante situación decir (falsa tranquilidad, corriente entre cristianos) que están dados los «principios» y las normas generales para la penetración espiritual, dominio y síntesis de toda esta materia prima y sin figura del espíritu: los principios de la lógica, de la onto-logía, del derecho natural, de la sociología, etc. Sólo para el racionalista podría ser esta indicación un consuelo completo, para el hombre que piensa, que los principios generales, a priari, le están dados realmente en pureza inalterable con antelación al mundo de la experiencia, inabarcable siempre. En realidad, la comprensión adecuada de esos principios llega a sí misma en un lento proceso, en el encuentro con el material de la experiencia histórica, que ha de ser estructurada y dominada por su medio. La inabarcabilidad y pluralidad crecientes de las experiencias, que no se dan ya únicamente a cada uno, hacen a estos principios más oscuros y más difíciles de mejorar. Por mucho que posean una validez permanente a priori, no proporcionan lo que dicen, lo que contienen, excluyen, prohiben, etc., muy exactamente (y la exactitud es lo que importa), sino es en contacto con la experiencia. Pero ésta es plural, y su pluralismo es insuperable. La situación nueva, aquí mentada, se reconoce en el hecho, tan lamentado, de que no hay ya una terminología

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unitaria, de que impera un embrollo babilónico en el lenguaje, etc., etc.

Las experiencias de los muchos n , que no se pueden ya unificar para cada uno, efectúan ese embrollo en el lenguaje y aclaran, que no hay motivo para esperar una mejora en este estado de cosas, aunque las mejoras de índole parcial sean útiles, deseables y prácticamente posibles. En el terreno de las ciencias hubo antes una terminología en cierto rnodo unitaria, ya que el material de consideración, los modelos de representación, los ejemplos, podrían ser, y eran, en todos aproximadamente los mismos, y porque la distribución de su peso, su contundencia, etc., eran también aproximadamente iguales o presentaban en todo caso diferencias individuales sólo (o pertenecían a hechuras sociales, que de antemano y por otras razones, por ejemplo por la separación de los ámbitos de cultura, jamás entraban las unas «en diálogo» con las otras, sin poder engendrar, por tanto, un embrollo en el lenguaje). Respecto de lo cual habrá que considerar una vez y otra: este pluralismo insuperable de las experiencias del mundo no es tal, que sus momentos estén separados recíprocamente por una espiritual y cultural tierra de nadie, que se extendiera entre las capas sociales, entre las culturas y los pueblos, sino que es pluralismo en un mundo espiritual uno y el mismo, en que viven los muchos miembros de la civilización mundial planetaria, de la sociedad sin clases y de la concretización sociológica y técnica de todas esas hechuras del espíritu plural, objetivo. Cada uno está pues rodeado, conformado y sustentado por un mundo espiritual humano, del que no puede ya ser responsable desde sus propios conocimiento y decisión, tal y como un hombre de tiempos

11 El pluralismo de las experiencias no tiene consistencia sólo (para decirlo expresamente) en el mundo biológico-fisico, esto es, en las ciencias de la Naturaleza, cuyos resultados no abarca nadie ya particularmente, sino del mismo modo en las experiencias de las ciencias del espíritu. Nadie puede ya, por ejemplo, tener un contacto vivo de primera mano con toda la amplitud y extensión de la historia de la filosofía o con el conjunto de la historia, abierta aún, de las culturas, de la vida del estado, de la música, del derecho o de otras realidades humanas. Cada uno conoce sólo fragmentos. La diversidad de las experiencias crea hombres que se hacen entender mucho más difícilmente que los de antes. Tal situación no es eliminable, aunque pueda, desde luego, mejorarse.

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anteriores podía convertir en «posesión» suya su mundo del espíritu.

A esta peculiaridad fundamental de la situación del hombre actual habrá ahora que confrontarla con la ambigüedad de la existencia cristiana, que nos salió ya al encuentro en nuestra reflexión sobre el concepto clásico de herejía. Y para llevar esto a cabo, consideraremos todavía una circunstancia, que hasta ahora no ha sido mencionada explícitamente. La ambigüedad en la situación del herético—-medida con el módulo crítico del cristiano de recta fe y vista desde su propia actitud—es especialmente manifiesta e inquietante. Pero de suyo es algo, que también se encuentra en el cristiano ortodoxo. Ya hemos dicho que nadie puede saber con seguridad absoluta refleja si cree realmente o no. Puesto que nadie puede cerrar él mismo la cuenta acerca de si las proposiciones de fe, que está dispuesto a aceptar como suyas, quedan aceptadas en su consciencia teorética libre con tal hondura y tal fuerza existencial de la decisión en libertad (y sin este «asentimiento» libre no se da la fe, sino a lo sumo una simpatía para con proposiciones captadas en conocimiento), que resultan dominantemente válidas, existencial y teoréticamente, frente a las otras normas e ideales, que cada hombre tiene también de manera innegable12. El sistema de valores subjetivos, sin duda presente, que se constituye como propio en libertad, no es reflectible ni adecuadamente ni con seguridad absoluta. Si se objetivase todo lo que en un hombre—también en el más ortodoxo—hay de juicios, prejuicios, actitudes, preferencias y opiniones (sin que todo ello pueda analizarse reflejamente, en cuanto consecuencia de las decisiones libres y no sólo independientemente de ellas y con antelación a su respecto), cobrarían apariencia «proposiciones» (junto a las de la fe objetiva), que son objetivamente heréticas (aun cuando tal hombre no las haya expresado nunca objetivamente así, temáticamente). Y ni ese cristiano de recta fe, ni nadie tampoco, podrá decidir con seguridad absoluta si esas «herejías» son en él sólo «opiniones», que no están en situa-

12 Ni hay ni puede haber una vida del espíritu, que se alimente y esté sustentada en «fideísmo» puro de los motivos de la revelación y sus apoyos. La experiencia de cada hombre en cuanto tal es ya pluralista: desde la revelación y desde el mundo.

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ción de suspender su decisión tomada con existencial radica-lidad a favor de las verdades de la fe, de suspender su auténtico «asentimiento de fe» (en cuanto acto existencialmente «difícil»), o si, al revés, esas convicciones de fe dejadas en pie «a modo de opinión» (por mucho que objetivamente coincidan con la totalidad de la doctrina cristiana) no son sino componente residual, fachada, tras la que se esconde otro mundo muy distinto (teorético también, aunque no reflejo y formulado manifiestamente) de las convicciones adoptadas por libertad.

Después de estas reflexiones previas podemos ya proponer e ilustrar las tesis sobre la transformación de figura de la herejía. Podemos formular: hoy se da la herejía criptógama en una amplitud esencialmente más relevante que antes. La herejía criptógama se da en la Iglesia junto con su ortodoxia de fe explícita, y posee tendencia esencial a permanecer atemática, en lo cual consiste el cariz peculiar y extraordinario de su amenaza. Ese afecto de cuidado, de vigilancia y sensibilidad del cristianismo frente a la herejía, afecto que le es esencial, debería hoy orientarse sobre todo contra la herejía criptógama. Lo cual es especialmente difícil, ya que ésta se encuentra también entre hombres de la Iglesia y puede sólo con gran dificultad ser delimitada de tendencias legítimas, de un justificado estilo del tiempo, etc.

Se podría partir de que hoy se da, en una amplitud esencialmente relevante, la herejía criptógama, intentando para dicha tesis una deducción teológica a priori. Podríamos decir por de pronto, que siempre «tendrá» que haber herejías (un «tendrá» de historia de la salvación, que existe sin perjuicio de que algo así no «debería» existir), y además en cuanto una posibilidad, que la Iglesia no puede de antemano degradar, como si el cristiano eclesial no estuviese amenazado por ella seriamente. Se podría hacer referencia a que el desarrollo de la consciencia eclesial creyente ha hecho paulatinamente de la norma de fe en su rigor formal, jurídicamente inequívoco, objeto de la fe misma; a que ese desarrollo ha llegado, con la definición del primado papal infalible en doctrina, a una cierta conclusión, y que, por tanto, respecto de doctrinas explícitas no puede haber ya duda, como en tiempos anteriores, o inseguridad acerca de si son o no eclesiástico-cristianas. De ambas

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reflexiones conjuntas resultaría entonces que la herejía que «tiene» que existir, la que amenaza hoy al cristiano de la Iglesia, no puede adoptar ya tanto, ni adopta de hecho, la forma sólo de la proposición explícita, sino la figura menos temática, menos expresa de la herejía criptógama, por lo cual ofrece al ministerio docente una superficie de ataque mucho más pequeña, teniendo en consecuencia más perspectivas de operar ame-nazadoramente en la Iglesia. Podríamos después aludir a ciertas manifestaciones de última historia de la Iglesia desde los tiempos del modernismo, que ponen de manifiesto esa comprensión, conseguida a priori, de la existencia y de la esencia de la herejía criptógama 13.

Pero dicha comprensión esencial y existencial puede también ser conseguida a posteriori. Para ello habrá que juntar aquí las elaboraciones sobre el pluralismo, insuperable ya, no sobrepasable plena y adecuadamente, de los poderes sin administrar de la existencia espiritual de cada hombre, y las hechas acerca de la ambigüedad de su existencia de fe (sobre la posibilidad de ser incrédulo de manera atemática). El hombre de hoy vive en un ámbito existencial espiritual, que no puede medir él solo, y del que no es capaz de ser adecuadamente responsable. Este ámbito de la existencia está, sin duda, configurado también por actitudes, doctrinas, tendencias, que deben ser calificadas de heréticas, en cuanto que contradicen la doctrina del Evangelio. Todo esto, que es herético y que determina el ámbito existencial de cada hombre, no necesita indispensablemente objetivarse en proposiciones teoréticas. Cosa que, es cierto, sucederá con frecuencia, pero ni por necesidad ni de manera decisiva. El comportamiento fáctico, las medidas concretas, etc., pueden estar determinadas por una actitud herética, sin que ésta se formule reflejamente en frases abstractas de doctrina. Basta con que se realice en el material concreto de la vida. Considerando que esas objetivaciones (en la praxis de la vida, del estilo vital, de las costumbres, de los usos, del hacer y del omitir, de la dosificación, del avance y del retroceso) son especialmente idóneas tanto para objetivar una actitud herética fundamental, como para ocultarla, ya que, vistas abstractamente, no

13 Confr. Karl Rahner, Gefahren im heutigen Katholizismus (Ein-siedeln 1955), pp. 63-80.

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son pensables con frecuencia solo como objetivaciones inequívocas del espíritu herético (si se prescinde de su intensidad, abarcable con dificultad, de su ubicación en el todo de su existencia espiritual, etc., etc.). La atención, por ejemplo, por lo corporal y la adoración idólatra del cuerpo se mantienen con dificultad la una aparte de la otra en sus objetivaciones respectivas, sobre todo porque en determinadas circunstancias existe, desde tiempos anteriores, una cierta «necesidad de recuperación» de la valoración cristiana del cuerpo, no siendo fácil constatar si dicha valoración de lo corporal es cristiana todavía o es ya herética, o si la protesta, cristiana aparentemente, contra tales objetivaciones es. de veras antiherética o procede de un entendimiento de la existencia preterido, históricamente condicionado, que aparece como cristiano a causa de una larga simbiosis con el cristianismo auténtico, pero que en realidad está tal vez determinado por herejías atemáticas de tiempos pretéritos. Pero si una herejía por una parte es muy atemática, aunque esté dada sin embargo, y por otra parte determina, a causa de su insuperable pluralismo, el ámbito de la existencia espiritual del hombre actual, y de tal modo que éste no toma a su respecto ninguna posición temática y refleja, de la que ni siquiera es incluso (explícitamente) capaz, topamos en tal caso con el fenómeno que queremos llamar herejía criptógama.

Advirtamos que en este concepto, igual que en el tradicional de herejía, queda conceptualmente abierta la cuestión de si dicha herejía está dada «formal» o «materialmente», de manera refleja (si bien no en reflexión sobre lo que de herético en cuanto tal haya en ella) o en realización irrefleja solo, si está dada como «opinión» peligrosa, periférica, o en cuanto acto existencialmente fundamental en el centro de la persona. Podemos, pues, decir provisionalmente: cada cual está hoy infectado por las bacterias y los virus de la herejía critógama, aunque no por ello tenga que ser calificado necesariamente como enfermo de dicha enfermedad. Cada cual realiza, por lo menos irreflejamente y como «opinión» periférica, actitudes periférico-existenciales de su mundo entorno, que proceden de una actitud herética fundamental, que proporciona materia gratuis suficiente para consumar posiciones de herejía auténtica. Lo que cada cual puede esperar únicamente (pero no saberlo con una segu-

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ridad refleja, absoluta) es que esas actitudes heréticas o here-sioides, esas praxis, impulsos, etc., no se hayan convertido en la estructura de sus decisiones fundamentales (en índole reflejamente teorética), sino que éstas correspondan de hecho a las normas explícitas, temáticamente aprobadas, del Evangelio.

La heiejía criptógama vive también en la Iglesia. La Iglesia no es ninguna magnitud sustancial por encima de los cristianos, sino <da multitud de los creyentes» misma, sin perjuicio del hecho de que ese «pueblo de Dios» quede constituido socialmente en una comunidad santa, dirigida por los portadores del ministerio, conducida por el Espíritu. Esa Iglesia en cuanto «multitud de creyentes» vive también en el mundo espiritualmente pluralista de la técnica, de la moderna sociedad de masas, de la civilización de unidad planetaria, de la libertad de pensamiento garantizada constituciónalmente, de la propaganda, en una palabra, de todas las peculiaridades, que caracterizan hoy el ámbito existencial de cada uno. Vive, por tanto, en un mundo estructurado heréticamente o de modo heresioide por las herejías criptógamas. Por lo cual no pueden sus miembros sino estar infectados criptógamo-heréticamente. Puesto que la Iglesia es Iglesia de pecadores, y puesto que en un mismo hombre pueden coexistir principios contradictorios (si bien en grados diversos del asentimiento existencial), sobre todo porque en parte ni son, ni necesitan ser, explícitamente temáticos para ser operativos. Tal índole de herejía puede darse en todos los miembros, también en los hombres de la dirección jerárquica. No existe principio alguno en la Iglesia que haga imposible que entre ellos haya incrédulos, aunque lo disimulen y ni siquiera se lo confiesen a sí mismos. Esta herejía no temática, criptógama, no necesita ser ni formal ni culpable. Precisamente lo que hoy se alza en el ámbito de la existencia espiritual de un hombre ha pasado menos que antes la censura explícita y refleja de su responsabilidad teorética y personal. La Iglesia se defiende siempre contra esa herejía criptógama en su centro. En cuanto entera, «vive» en sus pobres y en sus abandonados (que perseveran pacientemente), en los que rezan y llevan su cruz, en todas sus santos grandes y pequeños, desconocidos y conocidos, el verdadero Evangelio sin falsía, y con una hondura, una resolución existencial, una autenticidad y una pureza que hacen se-

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guro que no sucumba a la herejía en su centro. Aunque Iglesia de los pecadores, es también Iglesia insuperablemente santa y que está firme en la verdad por el poder de Dios y por la gracia de Cristo, que le ha sido otorgada en cuanto invencible y en cuanto que abarca toda la debilidad de los hombres. Lo cual sin duda significa, que en su proclamación no sólo testimonia siempre la verdad de Dios contra el error herético del «mundo» (expreso o latente), sino que además «realiza» de tal modo en el «asentimiento» personal de muchos de sus miembros (si bien no todos) esa verdad testimoniada, que si bien la herejía criptógama sigue estando dada siempre, sigue siempre representando para cada uno un peligro mortal, no se hará nunca, sin embargo, tan prepotente en la Iglesia entera que confiese ésta sólo con los labios la verdad del Evangelio porque en su interior haya abandonado ya esa verdad heréticamente.

Con lo cual se entenderá también la segunda tesis: la herejía criptógama se da en la Iglesia en y con su ortodoxia de fé explícita. La pertenencia a la Iglesia y la confesión expresa de su doctrina no son una defensa mecánica y absolutamente eficaz ante la herejía. A cada uno le pregunta Dios individualmente en su conciencia, que no puede sustituir la Iglesia, si no es quizá en el fondo, bajo la apariencia (que no sólo puede engañar a otros, sino a él mismo) de la ortodoxia, un herético no temático, de la índole criptógama de la herejía. Puesto que esto es posible Sin que sea lícito minimizarlo, diciendo que en el fenómeno mentado se trata simplemente de un hecho conocido de antiguo: que no pocos infringen en la praxis de su vida sus fundamentales principios teoréticos, que muchos no hacen coincidir la praxis con la teoría. Por supuesto, que también se da tal fenómeno, que no es fácil en cada caso de distinguir del que aquí mentamos al hablar de herejía criptógama y de sus peligros para la Iglesia. Hay una falsificación implícita, no temática de los módulos de los valores (y no sólo una infracción práctica de los reconocidos de suyo como válidos y correctos). Y tal falsificación no temática de los módulos de los valores, tal herejía criptógama, que se desenvuelve por de pronto y según la primera apariencia más bien en el terreno de las normas morales, sin infringir las otras normas de la fe, que no se manifiestan como de relevancia moral inmediata, sino por medio

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de una indiferencia existencial, de un desinteresado dejar-las-cosas-como-están, puede coexistir desde luego con una ortodoxia verbal, con un guardarse, temeroso y «correcto», de exteriorizar jamás expresamente ((opiniones» que pudieran entrar en conflicto con las normas de fe según ministerio. Habrá que decir una y otra vez: no sólo existe la. herejía «práctica», sino también la teorética, la que es, por tanto, auténtica (si bien crip-tógama), bajo la apariencia de la ortodoxia en la fe. Y dicho fenómeno no debe ser confundido con el de la hipocresía religiosa consciente (que también ocurre) por motivos sociales o parecidos. En dicho caso, el hereje «oculto» (o el apóstata) es reflejamente consciente de su mentira; en nuestro caso se engaña a sí mismo (y no a los otros primariamente), y ese auto-engaño es un momento interno en el fenómeno de la herejía crip-tógama, tal y como puede presentarse de hecho en la Iglesia, sin que se esté, por tanto, inmunizado en su contra por la pertenencia bienintencionada a la Iglesia y a la confesión explícita de su doctrina.

La implicitud de la herejía en los miembros de la Iglesia encuentra un extraño aliado en el hombre de hoy; en su recelo ante la fijación conceptual en cuestiones religiosas, el hombre de hoy está más fácilmente dispuesto a discutir sin trabas los más penosos detalles de su vida sexual con el psiquíatra que a llevar a cabo con otro un «diálogo religioso», en el que prescinde de sí mismo por entero y que se desenvuelve en un terreno puramente teorético, a no ser que cuente de antemano (porque es, por ejemplo, un representante de la Iglesia ministerial) con un acuerdo absoluto por parte del otro. Las razones de ese extraño fenómeno (al menos en la Europa central) serán, sin duda, muchas: la «ausencia» de Dios, tan pensada por los filósofos actuales y no sólo por parloteo a la moda; el sentimiento de inseguridad en todas estas cosas cara a la hendidura del mundo y de nuestro tiempo, que a cada uno en su vida personal sale al encuentro, con un peso y una agudeza no usuales en épocas anteriores, en la plétora inabarcable de religiones, concepciones del mundo y puntos de vista; y sobre todo: la sensibilidad de suyo correcta y a valorar como positiva, aunque vivida mortalmente casi, de la distancia inconmensurable entre los enunciados religiosos en conceptos humanos y la realidad

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que mientan. Cualquiera que pueda ser su motivo, es innegable el hecho: al hombre de hoy le resulta difícil la reflexión religiosa y teológica, y las formulaciones inequívocas en cuestiones de fe despiertan en él con facilidad una impresión nada piadosa, indiscreta y típicamente clerical. Lo cual no es necesario que se vincule con una huida de la praxis religiosa constituida ins-titucionalmente, con una huida incluso de la Iglesia. Por el contrario, este recelo ante la conceptualidad inequívoca puede desde luego tener como consecuencia que instintivamente se evite para la propia actitud existencial en su aspecto religioso una articulación conceptual, que sea, por tanto, frente a la doctrina de la Iglesia transmitida y constituida conceptualmente «tolerante», con el sentimiento de no poder en todo caso decirlo mejor, dejándose entonces sobre sí, con un recelo de tabú casi, entre los hombres cultos de hoy las formulaciones de fe más infantiles. Y esta actitud es la razón de que la propia posición herética no se convierta en herejía teoréticamente expresa y formulada (como en tiempo anteriores) con exactitud: se vive en la herejía, pero se tiene recelo a formularla en cuanto «sistema de doctrina» y a oponerla frente por frente a la enseñanza eclesiástica. Se vive, por ejemplo, un agnosticismo religioso, metafísico, pero guardándose medrosamente de afirmar que el Vaticanum primero enseña incorrectamente cuando dice, que el hombre puede conocer la existencia de Dios con la luz de la razón. Mejor ni preguntarse siquiera lo que esta proposición del Vaticanum significa propiamente; no se formula, y así tampoco se entra en conflicto con las fórmulas. Pero se es, desde luego, en el centro de la Iglesia, y tal vez con relevante praxis eclesiástica y todo, un hereje criptógamo.

Con lo cual queda aclarada la otra proposición expuesta anteriormente: la herejía criptógama no sólo es de facto una herejía no articulada reflejamente, sino que tiene, además, una positiva tendencia a seguir siéndolo. Cierto que en el hombre vive fundamentalmente ese impulso, que pertenece a los existen-ciales de su existencia espiritual, de exigirse cuenta sobre sí mismo, de objetivar lo que es, de reducir lo que por de pronto es sólo fáctico (en el ser y en el operar) a necesarios fundamentos esenciales. Pero en el hombre también existe el impulso de curso contrario. Y no en general únicamente, ya que la reflexión ja-

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más alcanza por entero el todo de la existencia espiritual del hombre, puesto que éste es (personal y espiritualmente) siempre más de lo que dice de sí mismo en reflexión explícita, temática y preposicional, y también porque existe el fenómeno del propio engaño, de la represión, de la falsa «buena conciencia», etc., todo lo cual no es posible más que dándose semejante impulso fundamental de curso contrario. Hay, además, motivos especiales para este fenómeno del ateni-miento positivo a la índole irrefleja de la actitud herética fundamental. Uno ha sido ya nombrado: el recelo en general ante la reflexión religiosa. Pero aún quedan otros. Entre los que cuenta una extraña docilidad para con la Iglesia por parte de no pocos hombres cultos del siglo XX, mayor, por cierto, que la de los del siglo XIX. Que no se explica, desde luego, como antaño—si es que se daba el caso—por una cierta ligadura a la tradición de índole, claro, social; hoy tiene otra raíz (tan ajena de suyo a una auténtica decisión religiosa como el tradicionalismo cristiano y de sociedad, de índole aristocrática y burguesa en el siglo pasado): en contraposición para con los tiempos del individualismo y liberalismo, tan conscientes de sí propios, no tiene ya el hombre de hoy tanta confianza en su opinión, no está ya sobre todo convencido de que con su opinión privada pueda fundarse una comunidad religiosa, sin perderse en ilumi-nismos y en sectas sin ninguna perspectiva. Pero si no se confía del todo en la propia opinión, ni se está nunca suficientemente empapado de que el otro (en este caso la autoridad ecle-sial) pueda tener razón, sintiendo, sin embargo, con mayor o menor claridad que de alguna manera una comunidad religiosa pertenece a la religión (que se quiere tener), se «resolverá» entonces el problema dado con estas tres posiciones impidiendo de antemano que se llegue a cualquier conflicto: no se articula la propia actitud escéptica o, si no, herética o heresioide, y así «se va tirando». Por otro lado, se toman disposiciones para formar muy instintivamente ciertos grupos u en la Iglesia universal, una especie de capillita aparte, en la que se encuentra uno

14 Con lo cual nada se dice contra la legítima conformación de grupos en una relación abierta y confiada para con la Iglesia entera y su dirección jerárquica. Cada Orden, por ejemplo, con su espíritu propio, distinto del de las otras, es también un grupo, que hace a cada uno más llevadera la vida en la Iglesia universal.

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más «en confianza» y donde es de antemano más escaso el peligro de que se hable de temas, que fuerzan a salir de esa actitud de dejar todas las cosas como están.

Son muy diversas las tácticas concretas de la herejía para seguir siendo latente. Con frecuencia 15 consiste simplemente en una actitud de desconfianza frente al ministerio eclesiástico docente, en ese sentimiento tan extendido contra un control suspicaz y mezquino en la investigación y en la doctrina por parte del ministerio eclesiástico, en esa opinión de que no se puede de una vez «decir lo que se piensa» (teniéndose por justificado, y con «buena» conciencia, para pensarlo). ¿No nos encontramos por aquí y por allá con una postura, según la cual se puede decir más (al menos entre buenos amigos) de lo que se escribe? ¿No se tiene también la impresión de que habrá que alegrarse porque teólogos protestantes, desde fuera de la Iglesia, hayan dicho esto o aquello, que deberíamos leer en sus obras, ya que no podemos nosotros mismos decirlo sin riesgo? Idéntica impresión, la de que la opinión teorética de un teólogo se esconde tras las figuras de su investigación histórica, para hacerse así perceptible, pero sin evidenciarse. ¿No hay por aquí y por allá algo así como una doctrina esotérica, que sólo se transmite oralmente? ¿No existe una herejía sin formular, que evita las tesis acuñadas, que trabaja con meras elusiones y con perspectivas unilaterales y que desde actitud falsa hace, por así decirlo, saltar la tesis hasta la praxis? ¿No es algo así lo que motiva que se evite intencionadamente la palabra infierno, que no se hable ya de conseios evangélicos, de votos, del estado de las órdenes, o que se hable a lo sumo insegura y atropelladamente, cuando no hay ya más remedio? ¿Con qué frecuencia predica a su auditorio en nuestros países el predicador para hombres cultos de penas temporales, del pecado, de indulgencias, de los ángeles, del ayuno, del diablo (se habla a lo sumo de lo «demoníaco» en el hombre), del purgatorio, de la oración por las ánimas y de otras cosas parecidas y «pasadas de moda»? Si se recomienda la «libertad interna de seguir viviendo positivamente en la Iglesia y de tratar el confesionario como incompetente mientras en él se admi-

I5 Repetimos en lo que sigue algunas páginas, que hemos escrito anteriormente: «Gefahren im heutigen Katholizismus (Einsiedeln 1955), pp. 75-78.

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nistre el sacramento de la remisión al servicio de un molokismo legal» 16, se recomienda la praxis de una herejía criptógama, qjie puede precisamente acometer, por extraña paradoja, a aquellos que están más orgullosos de la ortodoxia sin mácula de sus puntos de vista y de sus doctrinas probadas desde antiguo: la herejía en la forma de la indiferencia.

La verdad de Dios es siempre una, permanente y definitiva; la proclama el ministerio docente de la Iglesia; y cuando este ministerio declara esta verdad, que Cristo le ha confiado, en una forma que atañe obligativamente a la conciencia del creyente, dicha verdad será válida y verdadera en esta forma para todos los tiempos; la teología y la proclamación se referirán siempre a esas formulaciones de la verdad revelada, formadas en el decurso de la historia de la Iglesia, con el seguro saber de que en ellas ha sido declarada correctamente tal verdad (por mucho que cada formulación de verdades de fe, en cuanto sucedida en palabras humanas, no sea nunca adecuada al objeto mentado, y aunque, al menos fundamentalmente, pueda ser sustituida por otra mejor y de más amplio alcance); tal formulación intelectual, conceptual, no es jamás sólo una reflexión a posteriori de una experiencia de fe, que sería de suyo irracional (como piensa el malentendido modernista acerca de lo intelectual en la fe). Pero esta verdad de Dios en palabras humanas no está dada para peregrinar, en proposiciones impresas de eterna monotonía, a través de los libros escolares de dogmática. Más bien debe salir al encuentro del hombre concreto, penetrar en su espíritu y en su corazón, transformándose en carne y sangre suyas, llevándole a la verdad. El hombre, tal y como es por su tiempo, por sus experiencias, por su destino, por su situación espiritual, que no es sólo la del cristianismo eclesiástico, sino la de su tiempo en general, es quien tiene que oír, con esta entera índole propia, el mensaje de Dios, nuevo siempre. Y puesto que la fe del hombre no puede ser el mensaje a escuchar sino el escuchado, puesto que la verdad de la revelación ni quiere, n i puede tener su existencia terrestre en un en-sí de vigencias eternas, sino sólo en un fáctico ser-creída, por eso mismo la verdad íntegra, eternamente permanente, del Evangelio llevará siempre

!« Así en E. Michel, «Die Ehe» (Stuttgart, 1949), p. 128.

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\ ^consigo en cada tiempo de la concreta realización de su conocimiento y reconocimiento un determinado índice temporal.

Y si no lo hace así, o no lo hace suficientemente, no será por ello más intemporal, ni tendrá tampoco una validez más general, sino que llevará más bien consigo el estilo, hecho costumbre, del espíritu de un tiempo anterior, al que por su edad y porque es conocido se le considera como expresión de la validez eternamente igual de la verdad evangélica. Tal entumecimiento de la forma en que se expresa la verdad del Evangelio, no es a su vez otra cosa que el peligroso síntoma de una indiferencia a su respecto, bajo la cual, lo sepa o no, sufre una determinada época; síntoma de una deficiencia en el poder de transformación y en la capacidad existencial de asimilación, de que cojean semejantes «tradicionalistas». ¿Quién negará que en nuestro tiempo se da también esta forma de herejía, en la que la ortodoxia muerta no es sino efecto y expresión de una indiferencia frente a la verdad, que deja todo estar como estaba, ya que en el fondo le da lo mismo que se huya del esfuerzo de margina-ción o impugnación?

El que opine que hemos dicho todo esto para empezar en seguida a husmear herejías por todas partes y a cazar herejes escondidos, habrá malentendido el sentido de nuestro pensamiento. Las indicaciones acerca de indicios de una presencia de hecho de herejías criptógamas deben de ser sólo una comprobación a posteriori para la tesis a priari de que tiene que haber hoy semejante transformación de figura en la herejía. Y quien quiera sacar consecuencias prácticas de esta especulación teológica deberá temer y procurará evitar, en sí mismo idéntico peligro. Puesto que la mera buena voluntad de permanecer en la recta fe y ser obediente al ministerio docente no protege por entero contra la herejía en el sentido aquí mentado.

De lo dicho resulta, que el ministerio eclesiástico docente puede emprender relativamente pocas cosas con los medios hasta ahora usuales en contra de este peligro de la herejía criptógama. Puede proclamar la verdad, llevar a una formulación conceptual (como ocurrió por primera vez en la encíclica contra el modernismo de Pío X) las tendencias heréticas, rechazándolas entonces en dicha forma. Pero podrá hacer muy poco contra la herejía muda; quedará sin ayuda contra la herejía que enuncia

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sólo proposiciones correctas y silencia aquellas con las que no está de acuerdo, contra la herejía de la indiferencia y de un integrismo teológicamente estéril. El ministerio docente vive hoy incluso la tentación inevitable de agrandar las dificultades, y por la misma razón precisamene que motiva tal transformación de figura en la herejía. A saber: puesto que hoy (sobre toda desde el Vaticanum I) el ministerio docente sabe de su propia autoridad, reconocida reflejamente, como objeto de fe, puede por tanto, caer en la tentación, mayor que en tiempos anteriores, de reprimir procesos heréticos de pensamiento con su sola autoridad formal, sin cuidarse de que queden separados desde la naturaleza interna del asunto en sí. Surge así la tentación de combatir la herejía en cierto modo sólo por la vía administrativa (puesta en el índice, alejamiento de maestros suspectos), en lugar de hacerlo por la doctrinal según ministerio (formulación positiva de la verdadera doctrina, que «suspenda» de veras el error). La tentación de imperar silencio y calma, sin decir, o dejar decir, positivamente la palabra recta, que hay que decirla además, o dejarla decir, de tal modo, que no sea verdadera únicamente, sino que se adentre también en el entendimiento y en el corazón de los hombres. Como ya dijimos, esta tentación no es insuperable, pero está presente (lo cual no quiere decir que esté realizada) y pertenece a la situación de la transformación de figura de la herejía, ya que tal peligro resulta de las mismas causas de esa transformación. ¿No se ha callado, por ejemplo, demasiado en los tiempos del modernismo sobre no pocas cuestiones de la toelogía bíblica?

En cualquier caso es hoy inevitablemente mayor que antes el peligro de que si según ministerio se reprimen demasiado de prisa tesis teológicas y opiniones en apariencia guspectas o poco maduras, no se mate a la herejía, sino que más bien se transfigure ésta en su nueva forma, haciéndose, por tanto, «resistente» contra las medidas del ministerio eclesiástico. Puesto que el desarrollo de la Iglesia y del conocimiento de su formal autoridad en doctrina como un propio objeto de fe «tiene» que traer consigo un modo de herejía, que no se conocía antes en semejante amplitud.

La lucha contra esta herejía de actitud criptógama está impuesta sobre todo a la conciencia de cada uno. Donde no se

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objetiva en tesis, sino que hace su entrada atemáticamente, sin «xponerse a discusión, con la apariencia de una evidencia sin estorbos, se convierte—y precisamente en los cristianos, que quieren serlo de veras—casi en algo así como una herejía solapada •de la dosificación falsa. Lo cual quiere decir: todos, o la mayor parte, de los postulados del tiempo de hoy o de mañana llevan «consigo algo correcto por completo, representable, históricamente forzoso, incluso en cuanto que significan distancia frente a frente al estilo de vida de generaciones también cristianas. Se puede exigir con buen derecho, o realizar sin más tácitamente •en la configuración concreta de la vida, más tolerancia en comparación con tiempo anteriores, más libertad, más respeto por los laicos en la Iglesia, más soltura frente al cuerpo y lo sexual, más comprensión por lo social, más peso para los principios de una ética existencial y de la decisión individual de la conciencia, mejor distinción entre la proposición teológica en su «vestidura» histórica y, por tanto, condicionada y la cosa misma que mienta, menos prejuicios frente al mundo moderno en general, •etcétera. Y se puede hacer todo esto sin que tenga uno que ser convencido de herejía explícita. Pero también es posible consumar una herejía criptógama por medio de una dosificación falsa, si bien no comprobable, de todas estas cosas.

«Dosificación» puede que no suene bien, que opere incluso primitivamente. Podría decirse, que no se han pensado a fondo los problemas, porque si no no surgiría la representación de que se trata de una cuestión de dosificación correcta. Cierto que hay casos suficientes, en los que un problema no puede ser resuelto por medio de un compromiso, de un dar y tomar recíprocos, por medio de la elusión de «exageraciones» de ambas partes o con actitudes y medidas semejantes, sino con la elaboración clara y exacta de un principio desde el que se determine inequívocamente el comportamiento correcto. Pero también es verdad que el hombre en cuanto finito y en cuanto plural está forzado inevitablemente a operar desde una pluralidad de principios, que no puede con su contenido y positivamente «suspender» de manera conciliadora en otro superior, según el que se oriente, solamente porque es superior y no necesita respetar otros principios varios. Por eso el problema de la «dosificación», es decir, del respeto simultáneo y auténtico de varias exi-

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gencias, que no pueden ser reducidas especulativamente y por su contenido a una única instancia superior (del principio de autoridad, etc.), es una tarea humana inevitable, que no se resuelve ni fundamental ni adecuadamente (esto es, racionalista y ahistóricamente) en el nivel de la teoría, sino sólo en el de la operación inadecuada a la reflexión, por tanto no por medio de la ciencia, sino de la prudencia y de la sabiduría. Por eso es de buen grado la herejía criptógama, precisamente cuando quiere permanecer latente, una herejía de la dosificación falsa, de la exageración, de la unilateralidad. Pero adviértase bien: de la dosificación falsa, que en determinadas circunstancias no se puede comprobar en absoluto o sólo con dificultad teoréticamente, a la que el ministerio docente de la Iglesia, por tanto, no puede estigmatizar, o sólo muy difícilmente, sólo a posteriari o con palabras muy generales (por las que nadie a su vez se siente concernido).

¿Quién puede decir, por ejemplo, dónde comienza el ejercicio moderno del deporte a ser una herejía criptógama de la falsa dosificación entre personalidad y corporeidad, herejía de la adoración idólatra del cuerpo? Respecto de todas las advertencias generales en esta dirección piensa cada partidario de esta herejía (donde esté dada), que sólo el otro está mentado, el que lleva a cabo aún más radical y unilateralmente tal culto idólatra, o que un portador reaccionario del ministerio utiliza dichas advertencias para hacer sospechoso un ejercicio del deporte, hoy pleno de sentido, o para perseguirle incluso como no cristiano. Y para hacer aún más difícil la situación, se añade aún la siguiente circunstancia: la herejía moderna, incluso cuando se expresa teoréticamente, se mide hoy según un número tan grande de hombres con sus experiencias, que no aparecerá en su formulación ni poco «dialéctica» ni muy «unilateral». Aportará en la declaración de lo que propiamente mienta, en la loa de su ídolo, las necesarias reservas, los balances contrapuestos, las limitaciones, etc., de modo que el ingenuo quedará engañado fácilmente y recibirá la impresión de que se trata de un sistema equilibrado. En cada alabanza del deporte en cuanto Dios (para seguir con el ejemplo) se ofrenda hoy, desde luego, al «espíritu» un poco de incienso. Y el materialismo acentuará que ha de ser incondicionalmente entendido como «dialéctico», sin que pueda

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comprobarse, a no ser con dificultad, su negación del espíritu, existente sin duda. De todo lo cual resulta lo mucho que hoy importa la posición de acentos, la dosificación y distribución de pesos, así como lo muy difícil que es la tarea del ministerio eclesiástico docente. Aquí, cada cristiano está referido y vocado a una labor y a una responsabilidad insustituibles. La dosificación práctica en las concretas actitudes de la vida no es teoréticamente determinable de una manera adecuada. Pero puede ser falsa y herética, y no descarga al cristiano de la responsabilidad de haber consumado herejía no escuchar objeción alguna por parte del ministerio docente. ¿No pudo quizás haber ocurrido, por ejemplo, en el siglo XIX y en la primera mitad del XX, que hubiese subrayado el ministerio docente la justificación del amor a la patria y la ordenación de este principio en normas superiores, sin que los cristianos negasen teoréticamente este dialéctico enunciado doctrinal, aunque ejerciesen en la práctica un nacionalismo herético, contra el cual el ministerio en cuanto instancia de normas teoréticas ni alzó, ni pudo alzar, ninguna objeción real y manifiesta, de modo que esos cristianos, puesto que ni estaban alertas ni eran críticos frente a sí mismos, pensaban que todo estaba más que en orden (precisión hecha de algunas exageraciones... de «los» otros)? En el asunto del armamento atómico tenemos hoy un ejemplo de una cuestión, que teoréticamente conduce sólo a un dialéctico «por una parte sí, pero por otra no», del que ni sale, ni puede salir, el ministerio docente, por lo cual a este respecto todo operar determinado queda auténticamente abierto, y sigue siendo, sin embargo, cuestión de conciencia, a la concreta decisión histórica.

Esta vigilancia y esta desconfianza ante la herejía criptógama, tarea y obligación insustituibles en cada uno, ya que el ministerio eclesiástico no puede tomarlas sobre sí adecuadamente, no son, desde luego, labor sola y aislada de la conciencia individual de cada uno, de su ética existencial. El encuentro de imperativos concretos (que van más allá de la dialéctica de principios compensados recíprocamente y que plantean exigencias inequívocas) es algo, que puede ocurrir en la notoriedad de la Iglesia, en la conformación, por ejemplo, de una «opinión pública» inspirada carismáticamente. Y es así cómo

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podremos entender todos los grandes movimientos cristiano» en los terrenos más diversos, aducibles entonces como ejemplo-para lo que queremos explicar. Pero lo decisivo para la formación, siempre nueva y viva siempre, de semejantes actitudes en la Iglesia, contrarias a la herejía criptógama, será la gracia de Dios, que otorga a cada uno una visión de dicha herejía, así como la resolución de no dejarse sin más «igualar a este siglo», según Pablo nos amonesta (Rom., 12,2).

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NOTA BIBLIOGRÁFICA

Este nuevo volumen de mis Escritos de teología recoge las reflexiones dogmáticas que he ido elaborando después de la aparición de los cuatro primeros volúmenes de estos Escritos, esto es, desde 1960. De ningún modo aspiro con ellos a algo así como unas «obras completas», así como el concepto de «reflexión dogmática» queda siempre y a propósito tomado muy ampliamente: la teología ha de servir a la proclamación del Evangelio, y la mayoría de las veces progresa sólo si procede de la urgencia y la tarea de dicha proclamación, cuando no estima por tanto, el impacto pastoral como disminución de su rigor. Por lo demás, nos referimos al prólogo del volumen IV.

Los trabajos aquí reunidos, que eran ya accesibles en forma impresa, aparecieron primeramente en el siguiente lugar (conforme al orden de enumeración del libro): Teología en el Nuevo Testamento: Einsicht und Glaube, homenaje a G. Sóhngen (Freiburg, 1962) 28-44. «¿Qué es un enunciado dogmático?»: Catholica 15 (1961) 161-184. Exé-gesis y dogmática: Stimmen der Zeit 168 (1961) 241-262. El cristianismo y las religiones no cristianas: Pluralismus, Toleranz und Christenheit, publicación de la Abendlandis-che Akademie E. V. (Nürnberg 1961) 55-74. El cristianismo y el hombre nuevo: Wort und Wahrheit 16 (1961) 80-819. Ponderaciones dogmáticas sobre el saber de Cristo y su consciencia de sí mismo: Trier. Theol. Zeitschrift 71 (1962) 65-83. Sobre el concepto de ius divinum en su comprensión católica: Existenz und Ordnung, homenaje a E. Wolf (Frank-furt 1962) 62-86. Para una teología del Concilio: Stimmen der Zeit 169 (1962) 321-339. La teología de la renovación del diaconado: K. Rahner-H. Vorgrimler, Diaconia in Chris-to (Freiburg 1962) 285-324. Algunas advertencias sobre la cuestión de las conversiones: Catholica 16 (1962) 1-19. Advertencias marginales dogmáticas sobre la piedad ecle-

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sial: Sentiré Ecclesiam, homenaje a H. Rahner (Freiburg 19 61) 9-44. Sobre el latín como lengua de la Iglesia: Zeitsch-rift f. kath. Theologie 84 (1962) 257-299. Tesis sobre la oración en nombre de la Iglesia: Zeitschrift f. kath. Theologie 83 (1961) 307-324. El mandamiento del amor entre los otros mandamientos: Wanderwege, homenaje a I. F. Górres (Pa-derborn 1961) 129-150. Poder de salvación y fuerza de curación de la fe: Geist und Leben 34 (1961) 272-277. ¿Qué es herejía?: A. Bóhm, Háresien der Zeit (Freiburg 1961) 9-44.

El volumen está dedicado agradecidamente a la Paulus-Gemeinschaft y sobre todo a los hombres que la dirigen. Con ellos he experimentado este año de nuevo: que un amigo fiel es un castillo firme (Sir 6, 14).

Innsbruck, octubre de 1962. KARL RAHNER, S. J.

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ESTE QUINTO TOMO DE

ESCRITOS DE TEOLOGÍA SE TERMINÓ DE IMPRIMIR

EL DÍA 2 8 DE OCTUBRE DE 1 9 6 4

EN LOS TALLERES GRÁFICOS

DE E. SÁNCHEZ LEAL, S. A.,

DOLORES, 9 , MADRID.