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Poemas en prosa Charles Baudelaire Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Poemas en prosa

Charles Baudelaire

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tanto que losderechos de autor, según la legislación españolahan caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio a susclientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que no nosresponsabilizamos de la fidelidad del conte-nido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra para quepueda ser fácilmente visible en los habitua-les readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

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POEMAS EN PROSA

- I -

El extranjero

-¿A quién quieres más, hombre enigmático,dime, a tu padre, a tu madre, a tu hermana o a tuhermano?

-Ni padre, ni madre, ni hermana, ni herma-no tengo.

-¿A tus amigos?

-Empleáis una palabra cuyo sentido, hastahoy, no he llegado a conocer.

-¿A tu patria?

-Ignoro en qué latitud está situada.

-¿A la belleza?

-Bien la querría, ya que es diosa e inmortal.

-¿Al oro?

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-Lo aborrezco lo mismo que aborrecéis vo-sotros a Dios.

-Pues ¿a quién quieres, extraordinario ex-tranjero?

-Quiero a las nubes..., a las nubes que pa-san... por allá.... ¡a las nubes maravillosas!

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- II -

La desesperación de la vieja

La viejecilla arrugada sentíase llena de re-gocijo al ver a la linda criatura festejada por todos, aquien todos querían agradar; aquel lindo ser tanfrágil como ella, viejecita, y como ella también sindientes ni cabellos.

Y se le acercó para hacerle fiestas y gestosagradables.

Pero el niño, espantado, forcejeaba al aca-riciarlo la pobre mujer decrépita, llenando la casacon sus aullidos.

Entonces la viejecilla se retiró a su soledadeterna, y lloraba en un rincón, diciendo: «¡Ay! Yapasó para nosotras, hembras viejas, desventuradas,el tiempo de agradar aun a los inocentes; ¡y hastacausamos horror a los niños pequeños cuando va-mos a darles cariño!»

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- III -

El «yo pecador» del artista

¡Cuán penetrante es el final del día en oto-ño! ¡Ay! ¡Penetrante hasta el dolor! Pues hay en élciertas sensaciones deliciosas, no por vagas menosintensas; y no hay punta más acerada que la de loinfinito.

¡Delicia grande la de ahogar la mirada en loinmenso del cielo y del mar! ¡Soledad, silencio, cas-tidad incomparable de lo cerúleo! Una vela chica,temblorosa en el horizonte, imitadora, en su peque-ñez y aislamiento, de mi existencia irremediable,melodía monótona de la marejada, todo eso quepiensa por mí, o yo por ello -ya que en la grandezade la divagación el yo presto se pierde-; piensa,digo, pero musical y pintorescamente, sin argucias,sin silogismos, sin deducciones.

Tales pensamientos, no obstante, ya sal-gan de mí, ya surjan de las cosas, presto cobrandemasiada intensidad. La energía en el placer creamalestar y sufrimiento positivo. Mis nervios, hartotirantes, no dan más que vibraciones chillonas, dolo-rosas.

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Y ahora la profundidad del cielo me cons-terna; me exaspera su limpidez. La insensibilidaddel mar, lo inmutable del espectáculo me subleva...¡Ay! ¿Es fuerza eternamente sufrir, o huir de lo belloeternamente? ¡Naturaleza encantadora, despiada-da, rival siempre victoriosa, déjame! ¡No tientes mása mis deseos y a mi orgullo! El estudio de la bellezaes un duelo en que el artista da gritos de terror an-tes de caer vencido.

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- IV -

Un gracioso

Era la explosión del año nuevo: caos de ba-rro y nieve, atravesado por mil carruajes, centellean-te de juguetes y de bombones, hormigueante decodicia y desesperación; delirio oficial de una ciudadgrande, hecho para perturbar el cerebro del solitariomás fuerte.

Entre todo aquel barullo y estruendo trota-ba un asno vivamente, arreado por un tipejo queempuñaba el látigo.

Cuando el burro iba a volver la esquina deuna acera, un señorito enguantado, charolado,cruelmente acorbatado y aprisionado en un trajenuevo, se inclinó, ceremonioso, ante el humildeanimal, y le dijo, quitándose el sombrero: «¡Se lodeseo bueno y feliz!» Volviose después con airefatuo no sé a qué camaradas suyos, como pararogarles que añadieran aprobación a su contento.

El asno, sin ver al gracioso, siguió corrien-do con celo hacia donde le llamaba el deber.

A mí me acometió súbitamente una rabiainconmensurable contra aquel magnífico imbécil,

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que me pareció concentrar en sí todo el ingenio deFrancia.

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- V -

La estancia doble

Una estancia parecida a una divagación,una estancia verdaderamente espiritual, de atmós-fera quieta y teñida levemente de rosa y azul.

Toma en ella el alma un baño de perezaaromado de pesar y de deseo. Es algo crepuscular,azulado, róseo; un ensueño de placer durante uneclipse.

Tienen los muebles formas alargadas, post-radas, languidecentes. Tienen los muebles aire desoñar; creeríaselos dotados de vida sonambulesca,como vegetales y minerales. Hablan las telas unalengua muda, como las flores, como los cielos, co-mo las puestas de Sol.

Ninguna abominación artística en las pare-des. En relación con el sueño puro, con la impresiónno analizada, el arte definido, el arte positivo, esblasfemia. Aquí todo tiene la suficiente claridad, ladeliciosa obscuridad de la armonía.

Un olor infinitesimal, exquisitamente elegi-do, al que se mezcla una levísima humedad, nada

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en la atmósfera, donde mecen al espíritu adormila-do sensaciones de invernadero.

Llueve abundante muselina delante de lasventanas y delante del lecho; derramase en casca-das nivosas. En el lecho está acostado el Ídolo, lasoberana de los ensueños. Pero ¿cómo está aquí?¿Quién la trajo? ¿Qué virtud mágica la instaló eneste trono de ensueño y de placer? ¿Qué importa?¡Ahí está! La reconozco.

Esos son los ojos cuya llama atraviesa elcrepúsculo, miras sutiles y tremendas que reconoz-co en su malicia espantosa. Atraen, subyugan, de-voran las miradas del imprudente que las contem-pla. A menudo estudió esas estrellas negras queimponen curiosidad y admiración.

¿A qué demonio benévolo debo hallarmeasí, rodeado de misterio, de silencio, de paz y deperfumes? ¡Oh beatitud! Lo que solemos llamarvida, aun en su más dichosa expansión, nada tienede común con la vida suprema, que ahora conozcoy saboreo de minuto en minuto, de segundo ensegundo.

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¡No! ¡Ya no hay minutos, ya no hay segun-dos! Desapareció el tiempo; reina la Eternidad, unaeternidad de delicias.

Pero un golpe terrible, pesado, resonó en lapuerta, y, como en sueños infernales, me ha pareci-do recibir un golpe de azadón en el estómago.

Luego ha entrado un espectro. Es un al-guacil que viene a torturarme en nombre de la ley,una infame concubina que viene a dar gritos demiseria y a echar las liviandades de su existenciasobre los dolores de la mía, o el ordenanza de undirector de periódico que viene a pedir más original.

La estancia paradisíaca, el ídolo, la sobe-rana de los ensueños, la Sílfide, como decía Renatoel grande, toda aquella magia desapareció al golpebrutal del espectro.

¡Horror! ¡Ya recuerdo!, ¡ya recuerdo! ¡Sí!Este desván, esta morada del Eterno hastío, es lamía. ¡Estos son los muebles necios, polvorientos,descantillados; la chimenea sin llama y sin ascua,mancillada por los escupitajos; las tristes ventanasllenas de polvo en que trazó surcos la lluvia; losmanuscritos llenos de tachones, sin concluir; el ca-lendario en que el lápiz marcó las fechas siniestras!

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Y este perfume de otro mundo, del que meembriagué con sensibilidad perfeccionada, ¡ay!,reemplazado está por un fétido olor a tabaco, mez-clado con no sé que nauseabundo moho. Aquí serespira ahora lo rancio de la desolación.

En este mundo estrecho, pero tan henchidode repugnancia, sólo un objeto conocido me sonríe:la ampolla de láudano, vieja y terrible amiga, comotodas las amigas; ¡ay!, fecunda en caricias y traicio-nes.

¡Ah, sí! El tiempo reapareció; el tiempo re-ina ya como soberano; y con el horrible viejo volviótodo su acompañamiento de recuerdos, pesares,espasmos, miedos, angustias, pesadillas, cóleras yneurosis.

Os aseguro que ahora los segundos estánacentuados fuerte y solemnemente; que cada uno alsaltar del reloj dice: «¡Soy la Vida, la insoportable, laimplacable Vida!»

No hay más que un segundo en la vidahumana que tenga por misión el anuncio de unabuena nueva, la buena nueva que a todos los causainexplicable miedo.

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¡Sí!, el Tiempo reina; ha recobrado la dicta-dura brutal. Me azuza como a un buey, con su dobleaguijón: «¡Arre, borrico! ¡Suda, esclavo! ¡Vive con-denado!»

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- VI -

Cada cual, con su quimera

Bajo un amplio cielo gris, en una vasta lla-nura polvorienta, sin sendas, ni césped, sin un car-do, sin una ortiga, tropecé con muchos hombresque caminaban encorvados.

Llevaba cada cual, a cuestas, una quimeraenorme, tan pesada como un saco de harina o decarbón, o la mochila de un soldado de infanteríaromana.

Pero el monstruoso animal no era un pesoinerte; envolvía y oprimía, por el contrario, al hom-bre, con sus músculos elásticos y poderosos; prend-íase con sus dos vastas garras al pecho de su mon-tura, y su cabeza fabulosa dominaba la frente delhombre, como uno de aquellos cascos horribles conque los guerreros antiguos pretendían aumentar elterror de sus enemigos.

Interrogué a uno de aquellos hombres pre-guntándole adónde iban de aquel modo. Me con-testó que ni él ni los demás lo sabían; pero que, sinduda, iban a alguna parte, ya que les impulsaba unanecesidad invencible de andar.

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Observación curiosa: ninguno de aquellosviajeros parecía irritado contra el furioso animal,colgado de su cuello y pegado a su espalda; hubié-rase dicho que lo consideraban como parte de símismos. Tantos rostros fatigados y serios, ningunadesesperación mostraban; bajo la capa esplenéticadel cielo, hundidos los pies en el polvo de un suelotan desolado como el cielo mismo, caminaban conla faz resignada de los condenados a esperar siem-pre.

Y el cortejo pasó junto a mí, y se hundió enla atmósfera del horizonte, por el lugar donde lasuperficie redondeada del planeta se esquiva a lacuriosidad del mirar humano.

Me obstiné unos instantes en querer pene-trar el misterio; mas pronto la irresistible indiferenciase dejó caer sobre mí, y me quedó más profunda-mente agobiado que los otros con sus abrumadorasquimeras.

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VII

El loco y la Venus

¡Qué admirable día! El vasto parque des-maya ante la mirada abrasadora del Sol, como lajuventud bajo el dominio del Amor.

El éxtasis universal de las cosas no se ex-presa por ruido ninguno; las mismas aguas estáncomo dormidas. Harto diferente de las fiestashumanas, ésta es una orgía silenciosa.

Diríase que una luz siempre en aumento daa las cosas un centelleo cada vez mayor; que lasflores excitadas arden en deseos de rivalizar con elazul del cielo por la energía de sus colores, y que elcalor, haciendo visibles los perfumes, los levantahacia el astro como humaredas.

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Pero entre el goce universal he visto un serafligido.

A los pies de una Venus colosal, uno deesos locos artificiales, uno de esos bufones volunta-rios que se encargan de hacer reír a los reyescuando el remordimiento o el hastío los obsesiona,emperejilado con un traje brillante y ridículo, contocado de cuernos y cascabeles, acurrucado juntoal pedestal, levanta los ojos arrasados en lágrimashacia la inmortal diosa.

Y dicen sus ojos: Soy el último, el más soli-tario de los seres humanos, privado de amor y deamistad; soy inferior en mucho al animal más imper-fecto. Hecho estoy, sin embargo, yo también, paracomprender y sentir la inmortal belleza. ¡Ay! ¡Diosa!¡Tened piedad de mi tristeza y de mi delirio!»

Pero la Venus implacable mira a lo lejos nosé qué con sus ojos de mármol.

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VIII

El perro y el frasco

-Lindo perro mío, buen perro, chucho que-rido, acércate y ven a respirar un excelente perfu-me, comprado en la mejor perfumería de la ciudad.

Y el perro, meneando la cola, signo, segúncreo, que en esos mezquinos seres corresponde ala risa y a la sonrisa, se acerca y pone curioso lahúmeda nariz en el frasco destapado; luego, echán-dose atrás con súbito temor, me ladra, como si mereconviniera.

-¡Ah miserable can! Si te hubiera ofrecidoun montón de excrementos los hubieras husmeadocon delicia, devorándolos tal vez. Así tú, indignocompañero de mi triste vida, te pareces al público, aquien nunca se ha de ofrecer perfumes delicadosque le exasperen, sino basura cuidadosamenteelegida.

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IX

El mal vidriero

Hay naturalezas puramente contemplati-vas, impropias totalmente para la acción, que, sinembargo, merced a un impulso misterioso y desco-nocido, actúan en ocasiones con rapidez de que sehubieran creído incapaces.

El que, temeroso de que el portero le déuna noticia triste, se pasa una hora rondando supuerta sin atreverse a volver a casa; el que conser-va quince días una carta sin abrirla o no se resignahasta pasados seis meses a dar un paso necesariodesde un año antes, llegan a sentirse alguna vezprecipitados bruscamente a la acción por una fuerzairresistible, como la flecha de un arco. El moralista yel médico, que pretenden saberlo todo, no puedenexplicarse de dónde les viene a las almas perezo-sas y voluptuosas tan súbita y loca energía, y cómo,incapaces de llevar a término lo más sencillo y ne-cesario, hallan en determinado momento un valorde lujo para ejecutar los actos más absurdos y aunlos más peligrosos.

Un amigo mío, el más inofensivo soñadorque haya existido jamás, prendió una vez fuego a

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un bosque, para ver, según decía, si el fuego sepropagaba con tanta facilidad como suele afirmarse.Diez veces seguidas fracasó el experimento; pero ala undécima hubo de salir demasiado bien.

Otro encenderá un cigarro junto a un barrilde pólvora, para ver, para saber, para tentar al des-tino, para forzarse a una prueba de energía, paradárselas de jugador, para conocer los placeres de laansiedad, por nada, por capricho, por falta de que-hacer.

Es una especie de energía que mana delaburrimiento y de la divagación; y aquellos en quientan francamente se manifiesta suelen ser, comodije, las criaturas más indolentes, las más soñado-ras.

Otro, tímido hasta el punto de bajar los ojosaun ante la mirada de los hombres, hasta el puntode tener que echar mano de toda su pobre voluntadpara entrar en un café o pasar por la taquilla de unteatro, en que los taquilleros le parecen investidosde una majestad de Minos, Eaco y Radamanto,echará bruscamente los brazos al cuello a un an-ciano que pase junto a él, y le besará con entusias-mo delante del gentío asombrado...

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¿Por qué? ¿Por qué..., porque aquella fiso-nomía le fue irresistiblemente simpática? Quizá;pero es más legítimo suponer que ni él mismo sabepor qué.

Más de una vez he sido yo víctima de ata-ques e impulsos semejantes, que nos autorizan acreer que unos demonios maliciosos se nos metendentro y nos mandan hacer, sin que nos demoscuenta, sus más absurdas voluntades.

Una mañana me levanté desapacible, tris-te, cansado de ocio y movido, según me parecía, allevar a cabo algo grande, una acción de brillo. Abríla ventana. ¡Ay de mí!

(Observad, os lo ruego, que el espíritu demixtificación, que en ciertas personas no es resul-tante de trabajo o combinación alguna, sino de ins-piración fortuita, participa en mucho, aunque sólosea por el ardor del deseo, del humor, histérico aldecir de los médicos, satánico según los que pien-san un poco mejor que los médicos, que nos muevesin resistencia a multitud de acciones peligrosas einconvenientes.)

La primera persona que vi en la calle fue unvidriero, cuyo pregón, penetrante, discordante, su-

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bió hacia mí a través de la densa y sucia atmósferaparisiense. Imposible me sería, por lo demás, decirpor qué me acometió, para con aquel pobre hom-bre, un odio tan súbito como despótico.

«¡Eh, eh!» -le grité que subiese-. Entretantoreflexionaba, no sin cierta alegría, que, como elcuarto estaba en el sexto piso y la escalera era har-to estrecha, el hombre haría su ascensión no sintrabajo y darían más de un tropezón las puntas desu frágil mercancía.

Presentose al cabo: examiné curiosamentetodos sus vidrios y le dije: «¿Cómo? ¿No tiene cris-tales de colores? ¿Cristales rosa, rojos, azules;cristales mágicos, cristales de paraíso? ¿Habráimprudencia? ¿Y se atreve a pasear por los barriospobres sin tener siquiera cristales que hagan ver lavida bella? Y le empujé vivamente a la escalera,donde, gruñendo, dio un traspiés.

Me llegué al balcón y me apoderé de unamaceta chica, y cuando él salió del portal dejé caerperpendicularmente mi máquina de guerra encimadel borde posterior de sus ganchos, y, derribado porel choque, se le acabó de romper bajo las espaldastoda su mezquina mercancía ambulante, con elestallido de un palacio de cristal partido por el rayo.

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Y embriagado por mi locura, le grité furioso:«¡La vida bella, la vida bella!»

Tales chanzas nerviosas no dejan de tenerpeligro y suelen pagarse caras. Pero ¡qué le importala condenación eterna a quien halló en un segundolo infinito del goce!

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- X -

A la una de la mañana

¡Solo por fin! Ya no se oye más que el ro-dar de algunos coches rezagados y derrengados.Por unas horas hemos de poseer el silencio, si no elreposo. ¡Por fin desapareció la tiranía del rostrohumano, y ya sólo por mí sufriré!

¡Por fin! Ya se me consiente descansar enun baño de tinieblas. Lo primero, doble vuelta alcerrojo. Me parece que esta vuelta de llave ha deaumentar mi soledad y fortalecer las barricadas queme separan actualmente del mundo.

¡Vida horrible! ¡Ciudad horrible! Recapitu-lemos el día: ver a varios hombres de letras, uno delos cuales me preguntó si se puede ir a Rusia porvía de tierra -sin duda tomaba por isla a Rusia-;disputar generosamente con el director de una re-vista, que, a cada objeción, contestaba: «Este es elpartido de los hombres honrados»; lo cual implicaque los demás periódicos están redactados porbribones; saludar a unas veinte personas, quince deellas desconocidas; repartir apretones de manos, enigual proporción, sin haber tomado la precaución decomprar unos guantes; subir, para matar el tiempo,

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durante un chaparrón, a casa de cierta corsetera,que me rogó que le dibujara un traje de Venustre;hacer la rosca al director de un teatro, para que, aldespedirme, me diga: «Quizá lo acierte dirigiéndosea Z...; es, de todos mis autores, el más pesado, elmás tonto y el más célebre; con él podría ustedconseguir algo. Háblele, y allá veremos»; alabarme-¿por qué?- de varias acciones feas que jamás co-metí y negar cobardemente algunas otras fechoríasque llevó a cabo con gozo, delito de fanfarronería,crimen de respetos humanos; negar a un amigocierto favor fácil y dar una recomendación por escri-to a un tunante cabal. ¡Uf! ¿Se acabó?

Descontento de todos, descontento de mí,quisiera rescatarme y cobrar un poco de orgullo enel silencio y en la soledad de la noche. Almas de losque amé, almas de los que canté, fortalecedme,sostenedme, alejad de mí la mentira y los vahoscorruptores del mundo; y vos, Señor, Dios mío, con-cededme la gracia de producir algunos versos bue-nos, que a mí mismo me prueben que no soy elúltimo de los hombres, que no soy inferior a los quedesprecio.

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- XI -

La «mujer salvaje» y la queridita

«En verdad, querida, me molestáis sin tasay compasión; diríase, al oíros suspirar, que padec-éis más que las espigadoras sexagenarias y lasviejas pordioseras que van recogiendo mendrugosde pan a las puertas de las tabernas.

Si vuestros suspiros expresaran siquieraremordimiento, algún honor os harían; pero no tra-ducen sino la saciedad del bienestar y el agobio deldescanso. Y, además, no cesáis de verteros enpalabras inútiles: ¡Quiéreme! ¡Lo necesito «tanto»!¡Consuélame por aquí, acaríciame por «allá»! Mi-rad: voy a intentar curaros; quizá por dos sueldosencontremos el modo, en mitad de una fiesta y sinalejarnos mucho.

«Contemplemos bien, os lo ruego, estasólida jaula de hierro tras de la cual se agita, aullan-do como un condenado, sacudiendo los barrotescomo un orangután exasperado por el destierro,imitando a la perfección ya los brincos circulares deltigre, ya los estúpidos balanceos del oso blanco,ese monstruo hirsuto cuya forma imita asaz vaga-mente la vuestra.

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«Ese monstruo es un animal de aquellos aquienes se suelen llamar «¡ángel mío!», es decir,una mujer. El monstruo aquél, el que grita a voz encuello, con un garrote en la mano, es su marido. Haencadenado a su mujer legítima como a un animal,y la va enseñando por las barriadas, los días deferia, con licencia de los magistrados; no faltabamás.

¡Fijaos bien! Veis con qué veracidad -¡acaso no simulada!- destroza conejos vivos y volá-tiles chillones, que su cornac le arroja. «Vaya -diceéste-, no hay que comérselo todo en un día»; y traslas prudentes palabras le arranca cruelmente lapresa, dejando un instante prendida la madeja delos desperdicios a los dientes de la bestia feroz,quiero decir de la mujer.

¡Ea!, un palo para calmarla; porque estáflechando con ojos terribles de codicia el alimentoarrebatado. ¡Dios eterno! El garrote no es garrote decomedia. ¿Oísteis sonar la carne, a pesar de lapelambrera postiza? Por eso ahora se le saltan losojos de la cabeza y aúlla muy naturalmente. En surabia, centellea toda, como hierro en el yunque.

¡Tales son las costumbres conyugales deestos dos descendientes de Eva y de Adán, obras

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de vuestras manos, Dios mío! Incontestablemente,desdichada es esta mujer, aunque, en último térmi-no, quizá los goces titilantes de la gloria no lo seandesconocidos. Desdichas más irremediables hayque no tienen compensación. Pero en el mundoadonde la arrojaron, nunca pudo ella pensar queuna mujer mereciera otro destino.

¡Hablemos ahora vos y yo, preciosa queri-da! A la vista de los infiernos que pueblan el mundo,¿qué he de pensar yo de vuestro lindo infierno, sivos no descansáis más que sobre telas tan suavescomo vuestra piel, y sólo coméis carnes cocidas,cuyos pedazos se cuida de trinchar un domésticohábil?

¿Y qué pueden significar para mí todosesos suspirillos que os hinchan el pecho perfumado,robusta coqueta? ¿Y todas esas afectacionesaprendidas en los libros, y esa infatigable melancol-ía, hecha para inspirar a los espectadores un senti-miento en todo distinto de la compasión? A la ver-dad, me entran ganas algunas veces de enseñaroslo que es la verdadera desdicha.

Viéndoos así, hermosa delicada mía, conlos pies en el fango, vueltos vaporosamente los ojosal cielo, como para pedirle rey, se os tomara con

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verosimilitud por una rana joven invocando al ideal.Si despreciáis la viga -lo que yo soy ahora, comosabéis-, cuidado con la grúa que ha de mascaros,tragaros y mataros a su gusto.

Por poeta que sea, no soy tan cándido co-mo quisierais creer, y si harto a menudo me cansáiscon vuestros primorosos lloriqueos, he de trataroscomo a mujer salvaje, o arrojaros por la ventanacomo botella vacía.»

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- XII -

Las muchedumbres

No a todos les es dado tomar un baño demultitud; gozar de la muchedumbre es un arte; ysólo puede darse a expensas del género humanoun atracón de vitalidad aquel a quien un hada in-sufló en la cuna el gusto del disfraz y la careta, elodio del domicilio y la pasión del viaje.

Multitud, soledad: términos iguales y con-vertibles para el poeta activo y fecundo. El que nosabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo enuna muchedumbre atareada.

Goza el poeta del incomparable privilegiode poder a su guisa ser él y ser otros. Como lasalmas errantes en busca de cuerpo, entra cuandoquiere en la persona de cada cual. Sólo para él estátodo vacante; y si ciertos lugares parecen cerrárse-le, será que a sus ojos no valen la pena de unavisita.

El paseante solitario y pensativo saca unaembriaguez singular de esta universal comunión. Elque fácilmente se desposa con la muchedumbre,conoce placeres febriles, de que estarán eterna-mente privados el egoísta, cerrado como un cofre, y

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el perezoso, interno como un molusco. Adopta porsuyas todas las profesiones, todas las alegrías ytodas las miserias que las circunstancias le ofrecen.

Lo que llaman amor los hombres es sobra-do pequeño, sobrado restringido y débil, comparadocon esta inefable orgía, con esta santa prostitucióndel alma, que se da toda ella, poesía y caridad, a loimprevisto que se revela, a lo desconocido que pa-sa.

Bueno es decir alguna vez a los venturososde este mundo, aunque sólo sea para humillar uninstante su orgullo necio, que hay venturas superio-res a la suya, más vastas y más refinadas. Los fun-dadores de colonias, los pastores de pueblos, lossacerdotes misioneros, desterrados en la externidaddel mundo, conocen, sin duda, algo de estas miste-riosas embriagueces; y en el seno de la vasta fami-lia que su genio se formó, alguna vez han de reírsede los que les compadecen por su fortuna, tan agi-tada, y por su vida, tan casta.

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- XIII -

Las viudas

Dice Vauvenargues que en los jardinespúblicos hay paseos frecuentados principalmentepor la ambición venida a menos, por los inventoresdesgraciados, por las glorias abortadas, por loscorazones rotos, por todas esas almas temblorosasy cerradas en que rugen todavía los últimos suspi-ros de una tempestad, que se alejan de la insolentemirada de los satisfechos y de los ociosos. En estosrefugios umbríos se dan cita los lisiados por la vida.

A esos lugares, sobre todo, gustan el poetay el filósofo de dirigir sus ávidas conjeturas. Pastocierto hay en ellos. Porque si algún paraje desdeñanvisitar, es, sobre todo, como insinué hace un mo-mento, la alegría de los ricos. Tal turbulencia en elvacío nada tiene que les atraiga. Por el contrario,siéntense irresistiblemente arrastrados hacia todo lodébil, lo arruinado, lo contristado, lo huérfano.

Una mirada experta nunca se engaña. Enesas facciones rígidas o abatidas, en esos ojoshundidos y empañados o brillantes con los últimosfulgores de la lucha, en esas arrugas hondas ymúltiples, en ese andar tan lento o tan brusco, al

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instante descifra las innumerables leyendas delamor engañado, de la abnegación incomprendida,de los esfuerzos sin recompensa, del hambre y delfrío soportados humilde y silenciosamente.

¿Visteis alguna vez en esos bancos solita-rios viudas pobres? Enlutadas o no, fácil es cono-cerlas. Además, siempre hay en el luto del pobrealgo a faltar, una ausencia de armonía que le infun-de mayor desconsuelo. Se ve obligado a escatimaren su dolor. El rico lleva el suyo de bote en bote.

¿Qué viuda es más triste y entristecedora,la que tira de la mano de un niño, con el que nopuede compartir su divagación, o la que está soladel todo? No sé... Una vez llegué a seguir durantelargas horas a una vieja afligida de tal especie; tie-sa, erguida, con un corto chal gastado, llevaba entodo su ser una altanería de estoica.

Estaba evidentemente condenada por unasoledad absoluta a los hábitos de un solterón, y elcarácter masculino de sus costumbres ponía unasazón misteriosa en su austeridad. No sé en quécafé miserable ni de qué manera almorzó. La seguíal gabinete de lectura y la espié mucho tiempo,mientras que buscaba en las gacetas con ojos acti-

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vos, quemados tiempo atrás por las lágrimas, noti-cias de interés poderoso y personal.

Al cabo, por la tarde, bajo un cielo de otoñoencantador, uno de esos cielos de que bajan enmuchedumbre pesares y recuerdos, sentose aparteen un jardín, para escuchar, lejos del gentío, unconcierto de esos con que la música de los regi-mientos regala al pueblo parisiense.

Aquel era, sin duda, el exceso de la viejainocente -o de la vieja purificada-, el bien ganadoconsuelo de uno de esos pesados días sin amigo,sin charla, sin alegría, sin confidente, que Dios de-jaba caer sobre ella, quizá desde muchos años an-tes, trescientas sesenta y cinco veces al año.

Otra más:

Nunca pude contener una mirada, si no deuniversal simpatía, por lo menos curiosa, a la mu-chedumbre de parias que se apretujan en torno alrecinto de un concierto público. Lanza la orquesta, através de la noche, cantos de fiesta, de triunfo o deplacer. Los vestidos de las mujeres arrastran rebri-llando; crúzanse las miradas; los ociosos, cansadosde no hacer nada, se balancean, fingen saborear,indolentes, la música. Aquí nada que no sea rico,

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venturoso; nada que no respire e inspire despre-ocupación y gozo de dejarse vivir; nada, salvo elaspecto de aquella turba que se apoya allá, en lavalla exterior, cogiendo gratis, a merced del viento,un jirón de música y mirando la centelleante horna-za interior.

Siempre ha sido interesante el reflejo de laalegría del rico en el fondo de los ojos del pobre.Pero aquel día, a través del pueblo vestido de blusay de indiana, vi un ser cuya nobleza formaba llama-tivo contraste con toda la trivialidad del contorno.

Era una mujer alta, majestuosa y de noble-za tal en todo su porte, que no guardo recuerdo desemejante suya en las colecciones de las aristocrá-ticas bellezas del pasado. Un perfume de altaneravirtud emanaba de toda su persona. Su faz, triste yenflaquecida, casaba perfectamente con el lutoriguroso de que iba vestida. También, como la plebecon que se había mezclado sin verla, miraba almundo luminoso con ojos profundos, y, gacha sua-vemente la cabeza, escuchaba.

¡Visión singular! «De seguro -me dije-, esapobreza, si hay tal pobreza, no ha de admitir la eco-nomía sórdida; una tan noble faz me lo fía. ¿Por

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qué, pues, permanece voluntariamente en un medioen el que es mancha tan llamativa?»

Pero, al pasar curioso junto a ella, creí adi-vinar la razón. La viuda alta llevaba de la mano unniño, vestido, como ella, de negro; por módico quefuese el precio de la entrada, bastaba acaso aquelprecio para pagar un día las necesidades de la cria-tura, o, mejor tal vez, una superfluidad, un juguete.

Y se habrá vuelto a su casa a pie, meditan-do y soñando, sola, porque el niño es travieso,egoísta, no tiene dulzura ni paciencia, y ni siquierapuede, como el puro animal, como el gato y el pe-rro, servir de confidente a los dolores solitarios.

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- XIV -

El viejo saltimbanqui

Por doquiera se ostentaba, se derramaba,se solazaba el pueblo en holgorio. Era una solemni-dad de esas que, con mucha antelación, son espe-ranza de los saltimbanquis, de los prestidigitadores,de los domadores de bichos y de los vendedoresambulantes, para compensar los malos tiempos delaño.

En días así, el pueblo me parece que se ol-vida de todo, del dolor y del trabajo; se vuelve comolos niños. Para los chiquillos es día de asueto, es elhorror de la escuela aplazado por veinticuatrohoras. Para los mayores es un armisticio concertadocon las potencias maléficas de la vida, un alto en lacontienda y la lucha universal.

Hasta el hombre de mundo y el hombredado a trabajos espirituales escapan difícilmente ala influencia del júbilo popular. Absorben sin querersu parte de esa atmósfera de despreocupación. Porlo que a mí toca, no dejo nunca, como buen pari-siense, de pasar revista a todas las barracas que sepavonean en esas épocas solemnes.

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Hacíanse, en verdad, competencia formi-dable: chillaban, mugían, aullaban. Era una mezco-lanza de gritos, detonaciones de cobre y explosio-nes de cohetes. Titiriteros y payasos ponían convul-siones en los rasgos de sus rostros atezados y cur-tidos por el viento, la lluvia y el sol; soltaban, conaplomo de comediantes seguros del efecto, chistesy chuscadas, de una comicidad sólida y densa co-mo la de Molière... Los Hércules, orgullosos de laenormidad de sus miembros, sin frente y sin cráneo,como orangutanes, se hinchaban majestuosamentebajo las mallas lavadas la víspera para la solemni-dad. Las bailarinas, hermosas como hadas o prin-cesas, saltaban y hacían cabriolas al fulgor de laslinternas, que les llenaba de chispas el faldellín.

No había más que luz, polvo, gritos, gozo,tumulto; gastaban unos, ganaban otros, alegresunos y otros por igual. Colgábanse los niños de lafalda de sus madres para conseguir una barra decaramelo, o se subían en hombros de sus padrespara ver bien a un escamoteador relumbrante comouna divinidad. Y por todas partes circulaba, domi-nando todos los perfumes, un olor a frito, que eracomo el incienso de la fiesta.

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Al extremo, al último extremo de la fila debarracas, como si, vergonzoso, se hubiera él mismodesterrado de todos aquellos esplendores, vi a unpobre saltimbanqui, encorvado, caduco, decrépito, ala ruina de un hombre, recostado en un poste de suchoza; choza más miserable que la del salvaje em-brutecido, harto bien iluminada todavía en su deso-lación por dos cabos de vela corridos y humeantes.

Por dondequiera, gozo, lucro, liviandad; pordondequiera, certidumbre del pan de mañana; pordondequiera, explosión frenética de la vitalidad.Aquí, miseria absoluta, miseria embozada, paracolmo de horror, en harapos cómicos, en contrastetraído, más que por el arte, por la necesidad. ¡No sereía aquel desgraciado! No lloraba, no bailaba, nogesticulaba, no gritaba, no cantaba ninguna can-ción, alegre ni lamentable, ni imploraba tampoco.Estaba mudo, inmóvil; había renunciado, abdicado...Su destino estaba cumplido.

Pero, ¡qué mirada profunda, inolvidable,paseaba por el gentío y las luces, cuyas olas move-dizas iban a pararse a pocos pasos de su repulsivamiseria! Sentí que la mano terrible de la histeria meoprimía la garganta, y me pareció que me ofusca-

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ban los ojos lágrimas rebeldes, de las que se niegana caer.

¿Qué haría yo? ¿Para qué preguntar al in-fortunado qué curiosidad, qué maravilla podría en-señar en aquellas tinieblas malolientes, detrás de lacortina desgarrada? No me atrevía, a la verdad; yaunque la razón de mi timidez haya de moveros arisa, confesaré que temí humillarle. Acababa por finde resolverme a dejar al paso algún dinero en unatabla de aquéllas, esperando que adivinara mi inten-to, cuando un gran reflujo de gente, causado no sépor qué perturbación, hubo do arrastrarme lejos deallí.

Y al marcharme, obsesionado por aquellavisión, traté de analizar mi dolor súbito, y me dije:¡Acabo de ver la imagen del literato viejo, supervi-viente de la generación de que fue entretenimientobrillante; del poeta viejo sin amigos, sin familia, sinhijos, degradado por la miseria y por la ingratitudpública, en la barraca donde no quiere entrar ya lagente olvidadiza!

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- XV -

El pastel

Viajaba. El paisaje en medio del cual mehabía colocado tenía grandeza y nobleza irresisti-bles. Algo de ellas se comunicó sin duda en aquelmomento a mi alma. Revoloteaban mis pensamien-tos con ligereza igual a la de la atmósfera; las pa-siones vulgares, como el odio y el amor profano,aparecíanseme ya tan alejadas como las nubes quedesfilaban por el fondo de los abismos, a mis pies;mi alma parecíame tan vasta y pura como la cúpuladel cielo que me envolvía; el recuerdo de las cosasterrenales no llegaba a mi corazón sino debilitado ydisminuido, como el son de la esquila de los reba-ños imperceptibles que pasan lejos, muy lejos, porla vertiente de otra montaña. Sobre el lago peque-ño, inmóvil, negro por su inmensa profundidad, pa-saba de vez en cuando la sombra de una nube,como el reflejo de la capa de un gigante aéreo quevolara cruzando el cielo. Y recuerdo que aquellasensación solemne y rara, causada por un granmovimiento perfectamente silencioso, me llenaba deuna alegría mezclada con miedo. En suma, que mesentía, gracias a la embriagadora belleza que merodeaba, en paz perfecta conmigo mismo y con el

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universo; y aun sospecho que en mi perfecta beati-tud y en mi total olvido de todo el mal terrestre, hab-ía llegado a no encontrar tan ridículos a los periódi-cos que pretenden que el hombre nació bueno,cuando, renovadas las exigencias de la materiaimplacable, pensé en reparar la fatiga y en aliviar elapetito despierto por tan larga ascensión. Saqué delbolsillo un buen pedazo de pan, una taza de cuero yun frasco de cierto elixir que los farmacéuticos deaquellos tiempos solían vender a los turistas, paramezclarlo, llegada la ocasión, con agua de nieve.

Partía tranquilamente el pan, cuando unruido muy leve me hizo levantar los ojos. Ante míestaba una criaturilla desharrapada, negra, desgre-ñada, cuyos ojos hundidos, fríos y suplicantes, de-voraban el pedazo de pan. Y le oí suspirar en vozbaja y ronca la palabra ¡pastel! No pude contener larisa al oír el apelativo con que se dignaba honrar ami pan casi blanco. Cortó una buena rebanada y sela ofrecí. Acercose lentamente, sin quitar los ojosdel objeto de su codicia; luego, echando mano alpedazo, retrocedió vivamente, como si hubiese te-mido que mi oferta no fuese sincera, o que me fue-se a volver atrás.

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Pero en el mismo instante le derribó otrochiquillo salvaje, que no sé de dónde salía, tan per-fectamente semejante al primero, que se le hubierapodido tomar por hermano gemelo suyo. Juntosrodaron por el suelo, disputándose la preciada pre-sa, sin que ninguno de ellos quisiera, indudable-mente, sacrificar la mitad a su hermano. Exaspera-do el primero, agarró del pelo al segundo; cogioleéste una oreja entro los dientes, y escupió un peda-cito ensangrentado, con un soberbio reniego dialec-tal. El propietario legítimo del pastel trató de hundirlas menudas garras en los ojos del usurpador; éste,a su vez, aplicó todas sus fuerzas a estrangular aladversario con una mano, mientras que con la otraintentaba meterse en el bolsillo el galardón delcombate. Pero, reanimado por la desesperación,levantose el vencido y echó a rodar por el suelo alvencedor de un cabezazo en el estómago. ¿Paraqué describir una lucha horrorosa, que duró, enverdad, más tiempo del que parecían prometer lasfuerzas infantiles? Viajaba el pastel de mano enmano y cambiaba a cada momento de bolsillo; pero,¡ay!, iba cambiando también de volumen; y cuando,por fin, extenuados, jadeantes, ensangrentados,paráronse, en la imposibilidad de seguir, no queda-ba, a decir verdad, motivo ninguno de batalla; el

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pedazo de pan había desaparecido y estaba despa-rramado en migajas, semejantes a los granos dearena con que se mezclaban.

Tal espectáculo había llenado de bruma elpaisaje, y el gozo tranquilo en que se solazaba mialma, antes de haber visto a los hombrecillos, habíadesaparecido por entero; me quedé mucho tiempotriste, repitiéndome sin cesar: ¡Conque hay un paíssoberbio en que al pan le llaman 'pastel', golosinatan rara que basta para engendrar una guerra per-fectamente fratricida!»

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- XVI -

El reloj

Los chinos ven la hora en los ojos de losgatos. Cierto día, un misionero que se paseaba porun arrabal de Nankin advirtió que se le había olvi-dado el reloj, y le preguntó a un chiquillo qué horaera.

El chicuelo del Celeste Imperio vaciló alpronto; luego, volviendo sobre sí, contestó: «Voy adecírselo.» Pocos instantes después presentose denuevo, trayendo un gatazo, y mirándole, como sueledecirse, a lo blanco de los ojos, afirmó, sin titubear:«Todavía no son las doce en punto.» Y así era enverdad.

Yo, si me inclino hacia la hermosa felina, labien nombrada, que es a un tiempo mismo honor desu sexo, orgullo de mi corazón y perfume de miespíritu, ya sea de noche, ya de día, en luz o ensombra opaca, en el fondo de sus ojos adorablesveo siempre con claridad la hora, siempre la misma,una hora vasta, solemne, grande como el espacio,sin división de minutos ni segundos, una hora in-móvil que no está marcada en los relojes, y es, sin

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embargo, leve como un suspiro, rápida como unaojeada.

Si algún importuno viniera a molestarmemientras la mirada mía reposa en tan deliciosa esfe-ra; si algún genio malo e intolerante, si algún De-monio del contratiempo viniese a decirme: «¿Quémiras con tal cuidado? ¿Qué buscas en los ojos deesa criatura? ¿Ves en ellos la hora, mortal pródigo yholgazán?» Yo, sin vacilar, contestaría: «Sí; veo enellos la hora. ¡Es la Eternidad!»

¿Verdad, señora, que éste es un madrigalciertamente meritorio y tan enfático como vos mis-ma? Por de contado, tanto placer tuve en bordaresta galantería presuntuosa, que nada, en cambio,he de pediros.

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- XVII -

Un hemisferio en una cabellera

Déjame respirar mucho tiempo, muchotiempo, el olor de tus cabellos; sumergir en ellos elrostro, como hombre sediento en agua de manan-tial, y agitarlos con mi mano, como pañuelo odorífe-ro, para sacudir recuerdos al aire.

¡Si pudieras saber todo lo que veo! ¡Todo loque siento! ¡Todo lo que oigo en tus cabellos! Mialma viaja en el perfume como el alma de los de-más hombres en la música.

Tus cabellos contienen todo un ensueño,lleno de velámenes y de mástiles; contienen vastosmares, cuyos monzones me llevan a climas de en-canto, en que el espacio es más azul y más profun-do, en que la atmósfera está perfumada por losfrutos, por las hojas y por la piel humana.

En el océano de tu cabellera entreveo unpuerto en que pululan cantares melancólicos, hom-bres vigorosos de toda nación y navíos de todaforma, que recortan sus arquitecturas finas y com-plicadas en un cielo inmenso en que se repantiga eleterno calor.

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En las caricias de tu cabellera vuelvo a en-contrar las languideces de las largas horas pasadasen un diván, en la cámara de un hermoso navío,mecidas por el balanceo imperceptible del puerto,entre macetas y jarros refrescantes.

En el ardiente hogar de tu cabellera respiroel olor del tabaco mezclado con opio y azúcar; en lanoche de tu cabellera veo resplandecer lo infinitodel azul tropical; en las orillas vellosas de tu cabelle-ra me emborracho con los olores combinados delalgodón, del almizcle y del aceite de coco.

Déjame morder mucho tiempo tus trenzas,pesadas y negras. Cuando mordisqueo tus cabelloselásticos y rebeldes, me parece que como recuer-dos.

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- XVIII -

La invitación al viaje

Hay un país soberbio, un país de Jauja -dicen-, que sueño visitar con una antigua amiga.País singular, anegado en las brumas de nuestroNorte, y al que se pudiera llamar el Oriente de Occi-dente, la China de Europa: tanta carrera ha tomadoen él la cálida y caprichosa fantasía; tanto la ilustrópaciente y tenazmente con sus sabrosas y delica-das vegetaciones.

Un verdadero país de Jauja, en el que todoes bello, rico, tranquilo, honrado; en que el lujo serefleja a placer en el orden; en que la vida es crasay suave de respirar; de donde están excluídos eldesorden, la turbulencia y lo improvisto; en que lafelicidad se desposó con el silencio; en que hasta lacocina es poética, pingüe y excitante; en que todose te parece, ángel mío.

¿Conoces la enfermedad febril que seadueña de nosotros en las frías miserias, la ignora-da nostalgia de la tierra, la angustia de la curiosi-dad? Un país hay que se te parece, en que todo esbello, rico, tranquilo y honrado, en que la fantasíaedificó y decoró una China occidental, en que la

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vida es suave de respirar, en que la felicidad sedesposó con el silencio. ¡Allí hay que irse a vivir, allíes donde hay que morir!

Sí, allí hay que irse a respirar, a soñar, aalargar las horas en lo infinito de las sensaciones.Un músico ha escrito la Invitación al vals; ¿quiénserá el que componga la invitación al viaje que pue-da ofrecerse a la mujer amada, a la hermana deelección?

Sí, en aquella atmósfera daría gusto vivir;allá, donde las horas más lentas contienen máspensamientos, donde los relojes hacen sonar ladicha con más profunda y más significativa solem-nidad.

En tableros relucientes o en cueros dora-dos con riqueza sombría, viven discretamente unaspinturas beatas, tranquilas y profundas, como lasalmas de los artistas que las crearon. Las puestasdel Sol, que tan ricamente colorean el comedor o lasala, tamizadas están por bellas estofas o por esosaltos ventanales labrados que el plomo divide ennumerosos compartimientos. Vastos, curiosos, rarosson los muebles, armados de cerraduras y de se-cretos, como almas refinadas. Espejos, metales,telas, orfebrería, loza, conciertan allí para los ojos

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una sinfonía muda y misteriosa; y de todo, de cadarincón, de las rajas de los cajones y de los plieguesde las telas se escapa un singular perfume, un vuél-vete de Sumatra, que es como el alma de la vivien-da.

Un verdadero país de Jauja, te digo, dondetodo es rico, limpio y reluciente como una buenaconciencia, como una magnífica batería de cocina,como una orfebrería espléndida, como una joyeríapolicromada. Allí afluyen los tesoros del mundo,como a la casa de un hombre laborioso que merecióbien del mundo entero. País singular, superior a losotros, como lo es el Arte a la Naturaleza, en queésta se reforma por el ensueño, en que está corre-gida, hermoseada, refundida.

¡Busquen, sigan buscando, alejen sin cesarlos límites de su felicidad esos alquimistas de lahorticultura! ¡Propongan premios de sesenta y decien mil florines para quien resolviere sus ambicio-sos problemas! ¡Yo ya encontró mi tulipán negro ymi dalia azul!

Flor incomparable, tulipán hallado de nue-vo, alegórica dalia, allí, a aquel hermoso país tantranquilo, tan soñador, es adonde habría que irse avivir y a florecer, ¿no es verdad? ¿No te encontra-

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rías allí con tu analogía por marco y no podrías mi-rarte, para hablar, como los místicos, en tu propiacorrespondencia?

¡Sueños! ¡Siempre sueños!, y cuanto másambiciosa y delicada es el alma tanto más la alejande lo posible los sueños. Cada hombre lleva en sísu dosis de opio natural, incesantemente segregaday renovada, y, del nacer al morir, ¿cuántas horascontamos llenas del goce positivo, de la acción bienlograda y decidida? ¿Viviremos jamás, estaremosjamás en ese cuadro que te pintó mi espíritu, en esecuadro que se te parece?

Estos tesoros, estos muebles, este lujo, es-te orden, estos perfumes, estas flores milagrosasson tú. Son tú también estos grandes ríos, estoscanales tranquilos. Los enormes navíos que arras-tran, cargados todos de riquezas, de los que salenlos cantos monótonos de la maniobra, son mis pen-samientos, que duermen o ruedan sobre tu seno. Túlos guías dulcemente hacia el mar, que es lo infinito,mientras reflejas las profundidades del cielo en lalimpidez de tu alma hermosa; y cuando, rendidospor la marejada y hastiados de los productos deOriente, vuelven al puerto natal, son también mis

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pensamientos, que tornan, enriquecidos de lo infini-to, hacia ti.

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- XIX -

El juguete del pobre

Quiero dar idea de una diversión inocente.¡Hay tan pocos entretenimientos que no sean cul-pables!

Cuando salgáis por la mañana con decididaintención de vagar por la carretera, llenaos los bolsi-llos de esos menudos inventos de a dos cuartos,tales como el polichinela sin relieve, movido por unhilo no más; los herreros que martillan sobre el yun-que; el jinete de un caballo, que tiene un silbato porcola; y por delante de las tabernas, al pie de losárboles, regaládselos a los chicuelos desconocidosy pobres que encontréis. Veréis cómo se les agran-dan desmesuradamente los ojos. Al principio no seatreverán a tomarlos, dudosos de su ventura. Lue-go, sus manos agarrarán vivamente el regalo, yecharán a correr como los gatos que van a comerselejos la tajada que les disteis, porque han aprendidoa desconfiar del hombre.

En una carretera, detrás de la verja de unvasto jardín, al extremo del cual aparecía la blancu-ra de un lindo castillo herido por el sol, estaba en

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pie un niño, guapo y fresco, vestido con uno deesos trajes de campo, tan llenos de coquetería.

El lujo, la despreocupación, el espectáculohabitual de la riqueza, hacen tan guapos a esoschicos, que se les creyera formados de otra pastaque los hijos de la mediocridad o de la pobreza.

A su lado, yacía en la hierba un jugueteespléndido, tan nuevo como su amo, brillante, dora-do, vestido con traje de púrpura y cubierto de pena-chos y cuentas de vidrio. Pero el niño no se ocupa-ba de su juguete predilecto, y ved lo que estabamirando:

Del lado de allá de la verja, en la carretera,entre cardos y ortigas, había otro chico, sucio, des-medrado, fuliginoso, uno de esos chiquillos parias,cuya hermosura descubrirían ojos imparciales, si,como los ojos de un aficionado adivinan una pinturaideal bajo un barniz de coche, lo limpiaran de larepugnante pátina de la miseria.

A través de los barrotes simbólicos que se-paraban dos mundos, la carretera y el castillo, elniño pobre enseñaba al niño rico su propio juguete,y éste lo examinaba con avidez, como objeto raro ydesconocido. Y aquel juguete que el desharrapado

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hostigaba, agitaba y sacudía en una jaula, era unratón vivo. Los padres, por economía, sin duda,habían sacado el juguete de la vida misma.

Y los dos niños se reían de uno a otro, fra-ternalmente, con dientes de igual blancura.

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- XX -

Los dones de las hadas

Había gran asamblea de hadas para pro-ceder al reparto de dones entre todos los reciénnacidos llegados a la vida en las últimas veinticuatrohoras.

Todas aquellas antiguas y caprichosashermanas del Destino; todas aquellas madres rarasdel gozo y del dolor, eran muy diferentes: teníanunas aspecto sombrío y ceñudo; otras, aspectoalocado y malicioso; unas, jóvenes que habían sidosiempre jóvenes; otras, viejas que habían sidosiempre viejas.

Todos los padres que tienen fe en lashadas habían acudido, llevando cada cual a su re-cién nacido en brazos.

Los dones, las facultades, los buenos aza-res, las circunstancias invencibles habíanse acumu-lado junto al tribunal, como los premios en el estra-do para su reparto. Lo que en ello había de particu-lar era que los dones no servían de recompensa aun esfuerzo, sino, por el contrario, eran una graciaconcedida al que no había vivido aún, gracia capaz

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de determinar su destino y convertirse lo mismo enfuente de su desgracia que de su felicidad.

Las pobres hadas estaban ocupadísimas,porque la multitud de solicitantes era grande, y lagente intermediaria puesta entre el hombre y Diosestá sometida, como nosotros, a la terrible ley deltiempo y de su infinita posteridad, los días, lashoras, los minutos y los segundos.

En verdad, estaban tan azoradas como mi-nistros en día de audiencia o como empleados delMonte de Piedad cuando una fiesta nacional autori-za los desempeños gratuitos. Hasta creo que mira-ban de tiempo en tiempo la manecilla del reloj contanta impaciencia como jueces humanos que, ensesión desde por la mañana, no pueden por menosde soñar con la hora de comer, con la familia y consus zapatillas adoradas. Si en la justicia sobrenatu-ral hay algo de precipitación y de azar, no nosasombremos de que ocurra lo mismo alguna vez enla justicia humana. Seríamos nosotros, en tal caso,jueces injustos.

También se cometieron aquel día ciertas li-gerezas que podrían llamarse raras si la prudencia,más que el capricho, fuese carácter distintivo yeterno de las hadas.

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Así, el poder de atraer mágicamente a lafortuna se adjudicó al único heredero de una familiariquísima, que, por no estar dotada de ningún senti-do de caridad y tampoco de codicia ninguna por losbienes más visibles de la vida, habían de verse másadelante prodigiosamente enredados entre susmillones.

Así, se dio el amor a la Belleza y a la Fuer-za poética al hijo de un sombrío pobretón, canterode oficio, que de ninguna manera pedía favorecerlas disposiciones ni aliviar las necesidades de sudeplorable progenitura.

Se me olvidaba deciros que el reparto, encasos tan solemnes, es sin apelación, y que no haydon que pueda rehusarse.

Levantábanse todas las hadas, creyendocumplida su faena, porque ya no quedaba regaloninguno, largueza ninguna que echar a toda aquellamorralla humana, cuando un buen hombre, un po-bre comerciantillo, según creo, se levantó, y cogien-do del vestido de vapores multicolores al hada quemás cerca tenía, exclamó:

«¡Eh! ¡Señora! ¡Que nos olvida! Todavíafalta mi chico. No quiero haber venido en balde.»

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El hada podía verse en un aprieto, porquenada quedaba ya. Acordose a tiempo, sin embargo,de una ley muy conocida, aunque rara vez aplicada,en el mundo sobrenatural habitado por aquellasdeidades impalpables amigas del hombre y obliga-das con frecuencia a doblegarse a sus pasiones,tales como las hadas, gnomos, las salamandras, lassílfides, los silfos, las nixas, los ondinos y las ondi-nas -quiero decir de la ley que concede a las hadas,en casos semejantes, o sea en el caso de haberseagotado los lotes, la facultad de conceder otro, su-plementario y excepcional, siempre que tenga ima-ginación bastante para crearlo de repente.

Así, pues, la buena hada contestó, conaplomo digno de su rango: «¡Doy a tu hijo..., ledoy... el don de agradar!»

«Pero, ¿agradar cómo? ¿Agradar?...¿Agradar por qué?» -preguntó tenazmente el tende-rillo, que sin duda sería uno de esos razonadorestan abundantes, incapaz de levantarse hasta lalógica de lo absurdo.

«¡Porque sí! ¡Porque sí!» -replicó el hadacolérica, volviéndole la espalda; y al incorporarse alcortejo de sus compañeras, les iba diciendo-:«¿Qué os parece ese francesito vanidoso, que quie-

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re entenderlo todo, y que, encima de lograr para suhijo el don mejor, aun se atreve a preguntar y adiscutir lo indiscutible?»

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- XXI -

Las tentaciones, o Eros, Pluto y la Gloria

Dos satanes y una diablesa, no menos ex-traordinaria, subieron la pasada noche por la esca-lera misteriosa con que el infierno asalta la flaquezadel hombre dormido y se comunica en secreto conél. Y vinieron a colocarse gloriosamente delante demí, en pie, como sobre un estrado. Un esplendorsulfúreo emanaba de los tres personajes, que resal-taban así en el fondo opaco de la noche. Teníanaspecto tan altivo y dominante, que al pronto lostomé a los tres por verdaderos dioses.

La cara del primer Satán era de sexo ambi-guo, y había también, en las líneas de su cuerpo, lamalicia de los antiguos Bacos. Sus bellos ojoslánguidos, de color tenebroso e indeciso, parecíanvioletas cargadas aún de las densas lágrimas de latempestad, y sus labios, entreabiertos, pebeteroscálidos, de los que se exhalaba un bienoliente per-fume; y cada vez que suspiraba, insectos almizcla-dos iluminábanse en revoloteo al ardor de su hálito.

Arrollábase a su túnica de púrpura, a ma-nera de cinturón, una serpiente de tonos cambian-tes que, levantando la cabeza, volvía languideciente

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hacia él los ojos de brasa. De ese vivo cinturón col-gaban, alternados con ampollas colmadas de licoressiniestros, cuchillos brillantes o instrumentos decirugía. Tenía en la mano derecha otra ampolla,cuyo contenido era de un rojo luminoso, con estasraras palabras por etiqueta: «Bebed; esta es misangre, cordial perfecto»; en la izquierda, un violín,que le servía, sin duda, para cantar sus placeres ysus dolores y para extender el contagio de su locuraen noches de aquelarre.

Arrastraban de sus tobillos delicados varioseslabones de una cadena de oro rota, y cuando lamolestia que le producía le obligaba a bajar los ojosal suelo, contemplaba vanidoso las uñas de suspies, brillantes y pulidas como bien labradas pie-dras.

Me miró con ojos de inconsolable descon-suelo, que vertían embriaguez insidiosa, y me dijocon voz de encanto: «Si quieres, si quieres, te haréseñor de las almas, y serás dueño de la materiaviva, más que el escultor pueda serlo del barro, yconocerás el placer, sin cesar renaciente, de salirde ti mismo para olvidarte en los otros y de atraerlas almas hasta confundirlas con la tuya.»

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Y yo le contesté: «¡Mucho te lo agradezco!De nada me sirve esa pacotilla de seres que novalen sin duda más que mi pobre yo. Aunque algome avergüence el recuerdo, nada puedo olvidar; y sino te hubiese conocido, viejo monstruo, tus cuchi-llos misteriosos, tus ampollas equívocas, las cade-nas que te traban los pies, son símbolos que expli-can con claridad bastante los inconvenientes de tuamistad. Guárdate tus regalos.»

El segundo Satán no tenía el aspecto a lavez trágico y sonriente, ni las buenas maneras insi-nuantes, ni la belleza delicada y perfumada del otro.Era un hombre basto, de rostro grueso y sin ojos,cuya pesada panza se desplomaba sobre sus mus-los, cuya piel estaba toda dorada e ilustrada, comopor un tatuaje, con multitud de figurillas movedizas,que representaban las formas múltiples de la mise-ria universal Había hombrecillos macilentos que secolgaban voluntariamente de un clavo; había gno-mos chicos y deformes, flacos, que pedían limosnamás con los ojos suplicantes que con las manostrémulas, y también madres viejas con abortos aga-rrados a las tetas extenuadas, y otros muchos máshabía.

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El gordo Satán se golpeaba con el puño lainmensa panza, de donde salía entonces un largo yresonante tintineo de metal, que terminaba en unvago gemido hecho de numerosas voces humanas.Y se reía, mostrando impúdico los dientes estro-peados, con enorme risa imbécil, como ciertoshombres de todos los países cuando han comidodemasiado bien.

Y éste me dijo: «Puedo darte lo que todo loconsigue, lo que vale por todo, lo que a todo reem-plaza!» Y se golpeó el vientre monstruo, cuyo ecosonante sirvió de comentario a las palabras grose-ras.

Me volví con repugnancia y contesté: «Nonecesito, para mi goce, la miseria de nadie; y noquiero riqueza entristecida, como papel de habita-ciones, por todas las desdichas representadas en tupiel.»

Por lo que toca a la diablesa, mentiría yo sino confesara que a primera vista hallé raro encantoen ella. Para definir tal encanto no lo podría compa-rar a nada mejor que al de las bellísimas mujeresmaduras, que, sin embargo, ya no envejecen, ycuya hermosura conserva la magia penetrante delas ruinas. Tenía a la vez aspecto imperioso y des-

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madejado, y sus ojos, a pesar del cansancio, con-servaban fuerza fascinadora. Lo que más me llamóla atención fue el misterio de su voz, en la que en-contraba el recuerdo de las contraltos más delicio-sas y un poco también de la ronquera de las gar-gantas lavadas sin cesar por el aguardiente.

«¿Quieres conocer mi poderío? -dijo la fal-sa diosa con su voz encantadora y paradójica-. Es-cucha.»

Y se llevó a los labios una trompeta gigan-tesca y llena de cintas como un mirlitón, con lostítulos de todos los periódicos del universo, y através de la trompeta gritó mi nombre, que rodó asípor el espacio con el ruido de cien mil truenos, yvolvió a mí repercutido por el eco más lejano delplaneta.

«¡Diablo -salté, casi subyugado-, eso esbonito!» Pero al examinar más atentamente al ma-rimacho seductor me pareció reconocerla vagamen-te, por haberla visto brincar con algunos pilletesconocidos míos; y el ronco sonar del cobre me trajoa los oídos no sé qué recuerdo de trompeta prosti-tuida.

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Por eso respondí, con todo mi desdén:«¡Vete! ¡No estoy guisado para casarme con la que-rida de algunos que no quiero nombrar!»

Tenía yo derecho, ciertamente, a estar or-gulloso de tan valerosa abnegación. Mas, por des-gracia, me despertó y todas mis fuerzas me aban-donaron. «En verdad -me dije-, muy aletargadotenía que estar para mostrar tales escrúpulos. ¡Ay!¡Si pudiesen volver cuando estoy despierto, no melas daría de tan delicado!»

Y los invoqué en alta voz, suplicándolesque me perdonaran, ofreciéndoles que me deshon-raría lo más a menudo que fuese necesario paramerecer sus favores; pero les había ofendido gra-vemente, sin duda, porque no han vuelto jamás.

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- XXII -

El crepúsculo de la noche

Va cayendo el día. Una gran paz llena laspobres mentes, cansadas del trabajo diario, y suspensamientos toman ya los colores tiernos o indeci-sos del crepúsculo.

Sin embargo, desde la cima de la montañallega hasta mi balcón, a través de las nubes trans-parentes del atardecer, un gran aullido, compuestode una multitud de gritos discordes que el espaciotransforma en lúgubre armonía, como de mareaascendente o de tempestad que empieza.

¿Quiénes son los infortunados a quien latarde no calma, y toman, como los búhos, la llegadade la noche por señal de aquelarre? Este siniestroulular nos llega del negro hospital encaramado en lamontaña, y al atardecer, fumando y contemplandoel reposo del valle inmenso erizado de casas en quecada ventana nos dice: «¡Aquí está la paz ahora;aquí está la alegría de la familia!», puedo, cuando elviento sopla de arriba, mecer mi pensamiento,asombrado en esa imitación de las armonías infer-nales.

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El crepúsculo excita a los locos. Recuerdoque tuve dos amigos a quien el crepúsculo poníamalos. Uno, desconociendo entonces toda relaciónde amistad y cortesía, maltrataba como un salvajeal primero que llegaba. Le he visto tirar a la cabezade un camarero un pollo excelente, porque se ima-ginó ver en él no sé que jeroglífico insultante. Elatardecer, premisor de los goces profundos, leechaba a perder lo más suculento.

El otro, ambicioso herido, se iba volviendo,conforme bajaba la luz, más agrio, más sombrío,más reacio. Indulgente y sociable durante el día, eradespiadado de noche; y no sólo con los demás, sinoconsigo mismo esgrimía rabiosamente su maníacrepuscular.

El primero murió loco, incapaz de recono-cer a su mujer y a su hijo; el segundo lleva en sí lainquietud de un malestar perpetuo, y aunque legratificaran con todos los honores que pueden con-ferir repúblicas y príncipes, creo que el crepúsculoencendería en él aun el ansia abrasadora de distin-ciones imaginarias. La noche, que ponía tinieblas ensu mente, trae luz a la mía; y, aunque no sea rarover a la misma causa engendrar dos efectos contra-

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rios, ello me tiene siempre lleno de intriga y dealarma.

¡Oh noche! ¡Oh refrescantes tinieblas! ¡Soispara mí señal de fiesta interior, sois liberación deuna angustia! ¡En la soledad de las llanuras, en loslaberintos pedregosos de una capital, centelleo deestrellas, explosión de linternas, sois el fuego deartificio de la diosa Libertad!

¡Crepúsculo, cuán dulce y tierno eres! Losresplandores sonrosados que se arrastran aún porel horizonte, como agonizar del día bajo la opresiónvictoriosa de su noche, las almas de los candela-bros que ponen manchas de un rojo opaco en lasúltimas glorias del Poniente, los pesados cortinajesque corro una mano invisible de las profundidadesdel Oriente, inician todos los sentimientos complica-dos que luchan dentro del corazón del hombre enlas horas solemnes de la vida.

Tomaríasele también por uno de esos rarostrajes de bailarina en que la gasa transparente ysombría deja entrever los esplendores amortigua-dos de una falda brillante, como bajo el negro pre-sente se trasluce el delicioso pasado, y las estrellasvacilantes de oro y de plata que la salpican repre-

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sentan esas luces de la fantasía que no se encien-den bien sino en el luto profundo de la Noche.

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- XXIII -

La soledad

Un gacetillero filántropo me dice que la so-ledad es mala para el hombre; y en apoyo de sutesis cita, como todos los incrédulos, palabras delos padres de la Iglesia.

Sé que el Demonio frecuenta gustoso loslugares áridos, y que el espíritu del asesinato y de lalubricidad se inflama maravillosamente en las sole-dades. Pero sería posible que esta soledad sólofuese peligrosa para el alma ociosa y divagadora,que la puebla con sus pasiones y con sus quimeras.

Cierto que un charlatán, cuyo placer su-premo consiste en hablar desde lo alto de una cáte-dra o de una tribuna, correría fuerte peligro al vol-verse loco furioso en la isla de Robinsón. No exigiréa mi gacetillero las animosas virtudes de Crusoe;pero le pido que no entable acusación contra losenamorados de la soledad y del misterio.

Hay en nuestras razas parlanchinas indivi-duos que aceptarían con menor repugnancia elsuplicio supremo si se les permitiera lanzar desde loalto del patíbulo una copiosa arenga, sin miedo de

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que los tambores de Santerre les cortasen intem-pestivamente la palabra.

No los compadezco, porque adivino quesus efusiones oratorias les procuran placeres igua-les a los que otros sacan del silencio y del recogi-miento; pero los desprecio.

Deseo, ante todo, que mi gacetillero maldi-to me dejo divertirme a mi gusto. «Pero ¿no sienteusted nunca -me dice, en tono nasal archiapostóli-co- necesidad de compartir sus goces?» ¡Miren elsutil envidioso! ¡Sabe que desdeño los suyos y vie-ne a insinuarse en los míos, el horrible aguafiestas!

«¡La desgracia grande de no poder estarsolo!...» -dice en algún lado La Bruyère, como paraavergonzar a todos los que corren a olvidarse entrela muchedumbre, temerosos, sin duda, de no podersoportarse a sí mismos.

«Casi todas nuestras desgracias provienende no haber sabido quedarnos en nuestra habita-ción» -dice otro sabio, creo que Pascal, llamandoasí a la celda del recogimiento a todos los alocadosque buscan la dicha en el movimiento y en unaprostitución que llamaría yo fraternitaria, si quisierahablar la hermosa lengua de mi siglo.

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- XXIV -

Los Proyectos

Decíase él, paseando por un vasto parquesolitario: «¡Cuán bella estaría con un traje de corto,complicado y fastuoso, bajando, a través de laatmósfera de una bella tarde, los escalones demármol de un palacio, frente a extensas praderasde césped y de estanques! ¡Porque tiene natural-mente aspecto de princesa!»

Al pasar más tarde por una callo detúvoseante una tienda de grabados, y como hallara en unacarpeta una estampa, representación de un paisajetropical, se dijo: «¡No! No es en un palacio donde yoquisiera poseer su amada existencia. No estaríamosen casa. Además, las paredes, acribilladas de oro,no dejarían sitio para colgar su imagen; en las so-lemnes galerías no hay un rincón para la intimidad.Decididamente, ahí es donde habría que irse paracultivar el ensueño de mi vida.»

Y mientras analizaba con los ojos los deta-lles del grabado, proseguía naturalmente. «A laorilla del mar, una hermosa cabaña de madera,envuelta por todos estos árboles raros y relucientes,cuyos nombres olvidé...; en la atmósfera, un aroma

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embriagador, indefinible...; en la cabaña, un pode-roso perfume de rosas y de almizcle...; más lejos,detrás de nuestro breve dominio, puntas de mástilesmecidos por la marea...; en derredor, más allá de laestancia, iluminada por una luz rosa, tamizada porlas cortinillas, decorada con esterillas frescas y flo-res mareantes y con raros asientos de un rococóportugués, de madera pesada y tenebrosa -en don-de ella descansaría, tan quieta, tan bien abanicada,fumando tabaco levemente opiáceo-; más allá de lavarenga, el bullicio de los pájaros, ebrios de luz, y elparloteo de las negritas... Y por la noche, para hacercompañía a mis sueños, el cantar quejumbroso delos árboles de música, de los filaos melancólicos.Sí; ahí tengo, en verdad, el fondo que buscaba.¿Para qué quiero un palacio?»

Y más allá, caminando por una gran aveni-da, vio una posada limpita, con una ventana avivadapor unas cortinas de indiana multicolor, a la queasomaban dos cabezas risueñas. Y en seguida:«Muy vagabundo tiene que ser mi pensamiento -sedijo- para ir a buscar tan lejos lo que tan cerca estáde mí. Placer y ventura se hallan en la primera po-sada que se ve, en la posada del azar, tan fecundaen voluptuosidades. Un buen fuego, lozas vistosas,cena aceptable, vino áspero, cama muy ancha, con

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colgaduras algo toscas, pero nuevas. ¿Qué haymejor?»

Y cuando volvió a casa, a la hora en quelos consejos de la sabiduría no están ya apagadospor el zumbido de la vida exterior, se dijo:»Tuvehoy, en sueños, tres domicilios en los que hallé unmismo goce. ¿Para qué forzar al cuerpo a cambiarde sitio, si mi alma viaja tan de prisa? ¿Y para quéejecutar proyectos, si es ya el proyecto en sí gocesuficiente?»

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- XXV -

La hermosa Dorotea

Agobia el Sol a la ciudad con su luz recta yterrible; la arena resplandece y el mar espejea. Co-bardemente se rinde el mundo estupefacto y duer-me la siesta, siesta que es una especie de muertesabrosa en que el dormido, despierto a medias,saborea los placeres de su aniquilamiento.

Sin embargo, Dorotea, fuerte y altiva comoel Sol, avanza por la calle desierta, único ser vivo aesta hora bajo el inmenso azul, y forma en la luzuna mancha brillante y negra.

Avanza, balanceando muellemente el torsotan fino sobre las caderas tan anchas. Su vestido deseda ajustado, de tono claro y rosa, contrasta viva-mente con las tinieblas de su piel, moldeando conexactitud su tallo largo, su espalda hundida y supecho puntiagudo.

La sombrilla roja, tamizando la luz, proyec-ta en su rostro sombrío el afeite ensangrentado desus reflejos.

El peso de su enorme cabellera casi azulecha atrás su cabeza delicada y le da aire de triunfo

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y de pereza. Pesados pendientes gorjean secretosen sus orejas lindas.

De tiempo en tiempo, la brisa del mar le-vanta un extremo de su falda flotante y deja ver lapierna luciente y soberbia; y su pie, semejante a lospies de las diosas de mármol que Europa encierraen sus museos, imprime fielmente su forma en laarena menuda. Porque Dorotea es tan prodigiosa-mente coqueta, que el gusto de verse admiradavence en ella al orgullo de la libertad, y aunque eslibre, anda sin zapatos.

Avanza así, armoniosamente, dichosa devivir, sonriente, con blanca sonrisa, como si viese alo lejos, en el espacio, un espejo que reflejara suporte y su hermosura.

A la hora en que los mismos perros gimende dolor al sol que los muerde, ¿qué poderoso mo-tivo hace andar así a la perezosa Dorotea, hermosay fría como el bronce?

¿Por qué dejó la estrecha cabaña, tan co-quetamente dispuesta con flores y esterillas, que atan poca costa le forman tocador perfecto; dondehalla tanto placer en estarse peinando, en fumar, enque le den aire o en mirarse en el espejo de sus

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anchos abanicos de plumas, mientras el mar, queazota la playa a cien pasos de allí, da a sus divaga-ciones indecisas un poderoso y monótono acompa-ñamiento, y la marmita de hierro, en que está pues-to a cocer un guisado de cangrejos con arroz yazafrán, le envía, desde el fondo del patio, sus per-fumes excitantes?

Quizá tiene cita con algún ofícialillo que enplayas lejanas oyó a sus compañeros hablar de lafamosa Dorotea. Infaliblemente, la sencilla criaturale pedirá que le describa el baile de la Ópera, y lepreguntará si se puede ir descalza, como a la danzadel domingo, en que hasta las viejas cafrinas seponen borrachas y furiosas de gozo, y también silas bellas señoras de París son todas más guapasque ella.

A Dorotea todos la admiran y la halagan, ysería perfectamente feliz si no tuviese que amonto-nar piastra sobre piastra para el rescate de su her-manita, que tendrá once años, y ya está madura yes tan hermosa. ¡Lo conseguirá sin duda la buenaDorotea! ¡El amo de la niña es tan avaro! Demasia-do avaro para comprender otra hermosura que la delos escudos.

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- XXVI -

Los ojos de los pobres

¡Ah!, queréis saber por qué hoy os abo-rrezco. Más fácil os será comprenderlo, sin duda,que a mí explicároslo; porque sois, creo yo, el mejorejemplo de impermeabilidad femenina que puedaencontrarse.

Juntos pasamos un largo día, que me pa-reció corto. Nos habíamos hecho la promesa de quetodos los pensamientos serían comunes para losdos, y nuestras almas ya no serían en adelante másque una; ensueño que nada tiene de original, des-pués de todo, a no ser que, soñándolo todos loshombres, nunca lo realizó ninguno.

Al anochecer, un poco fatigada, quisisteissentaros delante de un café nuevo que hacía esqui-na a un bulevar, nuevo, lleno todavía de cascotes yostentando ya gloriosamente sus esplendores, sinconcluir. Centelleaba el café. El gas mismo desple-gaba todo el ardor de un estreno, e iluminaba contodas sus fuerzas los muros cegadores de blancura,los lienzos deslumbradores de los espejos, los orosde las medias cañas y de las cornisas, los pajes demejillas infladas arrastrados por los perros en traílla,

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las damas risueñas con el halcón posado en el pu-ño, las ninfas y las diosas que llevaban sobre lacabeza frutas, pasteles y caza; las Hebes y las Ga-nimedes ofreciendo a brazo tendido el anforilla dejarabe o el obelisco bicolor de los helados con cope-te: la historia entera de la mitología puesta al servi-cio de la gula.

Enfrente mismo de nosotros, en el arroyo,estaba plantado un pobre hombre de unos cuarentaaños, de faz cansada y barba canosa; llevaba de lamano a un niño, y con el otro brazo sostenía a unacriatura débil para andar todavía. Hacía de niñera, ysacaba a sus hijos a tomar el aire del anochecer.Todos harapientos. Las tres caras tenían extraordi-naria seriedad, y los seis ojos contemplaban fija-mente el café nuevo, con una admiración igual, quelos años matizaban de modo diverso.

Los ojos del padre decían: «¡Qué hermoso!¡Qué hermoso! ¡Parece como si todo el oro delmísero mundo se hubiera colocado en esas pare-des!» Los ojos del niño: «¡Qué hermoso!, ¡qué her-moso!; ¡pero es una casa donde sólo puede entrarla gente que no es como nosotros!» Los ojos delmás chico estaban fascinados de sobra para expre-sar cosa distinta de un gozo estúpido y profundo.

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Los cancioneros suelen decir que el placervuelve al alma buena y ablanda los corazones. Porlo que a mí toca, la canción dijo bien aquella tarde.No sólo me había enternecido aquella familia deojos, sino que me avergonzaba un tanto de nuestrosvasos y de nuestras botellas, mayores que nuestrased. Volvía yo los ojos hacia los vuestros, queridoamor mío, para leer en ellos mi pensamiento; mesumergía en vuestros ojos tan bellos y tan extraña-mente dulces, en vuestros ojos verdes, habitadospor el capricho e inspirados por la Luna, cuando medijisteis: «¡Esa gente me está siendo insoportablecon sus ojos tan abiertos como puertas cocheras!¿Por qué no pedís al dueño del café que los hagaalejarse?»

¡Tan difícil es entenderse, ángel querido, ytan incomunicable el pensamiento, aun entre seresque se aman!

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- XXVII -

Muerte heroica

Fanciullo era un admirable bufón, casi unamigo del príncipe. Mas, para las personas consa-gradas a lo cómico por profesión, lo serio tieneatractivos fatales, y por raro que pueda parecer quelas ideas de patria y de libertad se apoderen despó-ticamente del cerebro de un histrión, un día Fanciu-llo tomó parte en cierta conspiración tramada poralgunos señores descontentos.

En todas partes hay hombres de bien quedenuncian al Poder los individuos de humor atrabi-liario, que quieren desposeer a los príncipes y ope-rar, sin consultarla, la mudanza de una sociedad.Los señores en cuestión fueron detenidos, y conellos Fanciullo, y condenados a muerte cierta.

Gustoso creería yo que al príncipe llegó aenfadarlo aquello de encontrar entre los rebeldes asu comediante favorito. El príncipe no era ni mejorni peor que los demás; pero una sensibilidad exce-siva le hacía en muchos casos más cruel y másdéspota que todos sus semejantes. Apasionado porlas bellas artes, y además entendido en ellas comopocos, mostrábase verdaderamente insaciable de

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placeres. Harto indiferente con relación a los hom-bres y a la moral, artista verdadero en persona, noconocía enemigo más peligroso que el aburrimiento,y los esfuerzos raros que hacía para huir de estetirano del mundo o vencerle le hubieran atraídociertamente, por parte de un historiador severo, elepíteto de monstruo, si hubiera dejado que en susdominios se escribiese algo que no tendiera única-mente al placer o al asombro, que es una de lasmás delicadas formas del placer. La gran desdichade aquel príncipe fue no tener nunca un teatro sufi-cientemente vasto para su genio. Hay Neronesjóvenes que se ahogan en límites sobrado estre-chos; los siglos por venir han de ignorar siempre sunombre y su buena voluntad. La Providencia, im-previsora, había dado a aquél facultades mayoresde sus estados.

Corrió de repente la voz de que el sobera-no quería otorgar gracia a todos los conjurados; yorigen de tal rumor fue el anuncio de un gran es-pectáculo en que Fanciullo había de representaruno de sus papeles principales y mejores, y al queasistirían también, según informes, los caballeroscondenados; signo evidente, agregaban los espíri-tus superficiales, de las tendencias generosas delpríncipe ofendido.

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Por parte de un hombre tan natural y volun-tariamente excéntrico, todo era posible, hasta lavirtud, hasta la clemencia, sobre todo si pensabaencontrar en ella placeres inesperados. Mas paralos que, como yo, habían podido penetrar másadentro en las profundidades de aquella alma curio-sa y enferma, era infinitamente más probable que elpríncipe quisiera juzgar del valor de los talentosescénicos de un hombre condenado a muerte.Quería aprovechar la ocasión para hacer un expe-rimento fisiológico de interés capital, y comprobarhasta qué punto las facultades habituales de unartista podían alterarse o modificarse ante la situa-ción extraordinaria en que él se encontraba; des-pués de esto, ¿existía en su alma una intenciónmás o menos resuelta de clemencia? Punto es ésteque jamás ha podido aclararse.

Llegó, al cabo, el gran día, y la reducidacorte desplegó todas sus pompas; difícil sería con-cebir, sin haberlo visto, cuántos esplendores puedeostentar la clase privilegiada de un Estado con re-cursos restringidos en una verdadera solemnidad.Aquélla era doblemente verdadera; lo primero, porla magia del lujo desplegado, y después, por el in-terés moral y misterioso que llevaba consigo.

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Maese Fanciullo sobresalía, ante todo, enlos papeles mudos, o poco cargados de palabras,que suelen ser los principales en esos dramas demagia, cuyo objeto es representar simbólicamenteel misterio de la vida. Entró en escena con ligerezay con perfecta soltura, y ello contribuyó a fortaleceren el noble auditorio la idea de benignidad y deperdón.

Cuando de un comediante se dice: «Ese esun buen comediante», se echa mano de una fórmu-la que implica que, tras el personaje, se deja adivi-nar el cómico, es decir, el arte, el esfuerzo, la volun-tad. Pues si un comediante llega a ser, con relaciónal personaje que está encargado de expresar, loque las mejores estatuas antiguas, milagrosamenteanimadas, vivas, andantes, videntes, podrían ser,con respecto a la idea general y confusa de belleza,ése sería, a no dudar, caso singular y totalmenteimprovisto. Fanciullo fue aquella noche una perfectaidealización, que era imposible no suponer viva,posible, real. El bufón iba, venía, reía, lloraba, en-traba en convulsión, con una indestructible aureolaen derredor de la cabeza, aureola invisible paratodos, pero visible para mí, que unía en extrañaamalgama los rayos del arte con la gloria del marti-rio. Fanciullo introducía, por no sé qué gracia espe-

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cial suya, lo divino y lo sobrenatural, hasta en lasbufonadas más extravagantes. Tiembla mi pluma, ylágrimas de emoción siempre presente se me subena los ojos cuando intento describiros aquella inolvi-dable velada. Demostrábame Fanciullo, de maneraperentoria, irrefutable, que la embriaguez del arte esmás apta que otra cualquiera para velar los terroresdel abismo; que el genio puede representar la co-media al borde de la tumba con una alegría que nole deje ver la tumba, perdido como está en un pa-raíso que excluye toda idea de tumba y destrucción.

Todo aquel público, por estragado y frívoloque fuese, pronto sintió el omnipotente dominio delartista. Nadie soñó ya en muerte, luto o suplicio.Cada cual se abandonó, sin inquietud, a los place-res múltiples que da la vista de una obra maestra dearte vivo. Las explosiones de gozo y admiraciónsacudieron varias veces las bóvedas del edificio conla energía de un trueno continuo. Hasta el príncipe,embriagado, mezcló su aplauso al de su corte.

Sin embargo, para los ojos clarividentes, suembriaguez no carecía de mezcla. ¿Sentíase venci-do en su poderío de déspota? ¿Humillado en suarte de atemorizar corazones y embotar ánimos?¿Frustrado en sus esperanzas y afrentado en sus

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previsiones? Tales supuestos, no exactamente justi-ficados, pero no en absoluto injustificables, cruzaronpor mi mente mientras contemplaba yo el rostro delpríncipe, en el que una palidez nueva iba a juntarsesin cesar con su habitual palidez, como nieve sobrenieve. Apretábanse cada vez con más fuerza suslabios, y sus ojos se iluminaban con fuego interior,semejante al de los celos y al del odio, hasta cuan-do aplaudía ostensiblemente los talentos de su anti-guo amigo, el extraño bufón, que tan bien bufonea-ba con la muerte. En determinado momento vi a sualteza inclinarse hacia un pajecillo, colocado detrásde él, y hablarle al oído. La cara traviesa del lindomuchacho se iluminó con una sonrisa, y salió viva-mente después del palco principesco, cual si fuera acumplir un encargo urgente.

Pocos minutos más tarde, un silbido agudo,prolongado, interrumpió a Fanciullo en uno de susmejores momentos, y desgarró a la vez oídos ycorazón del artista. Del sitio de donde había brotadoaquella inesperada desaprobación, un muchacho seprecipitaba al pasillo ahogando la risa.

Fanciullo, sacudido, despertando de susueño, cerró primero los ojos, los volvió a abrir casienseguida, agrandados desmesuradamente, abrió

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luego la boca como para respirar convulso, vacilóun poco hacia adelante, otro poco hacia atrás, ycayó después muerto de repente en las tablas.

El silbido, rápido como el acero, ¿habíafrustrado en realidad al verdugo? ¿Había el príncipemismo advertido toda la homicida eficacia de sutreta? Permitida está la duda. ¿Tuvo sentimiento porsu querido e inimitable Fanciullo? Dulce y legítimoes creerlo.

Los caballeros culpables habían gozadopor última vez del espectáculo de la comedia. Aque-lla misma noche fueron borrados de la vida.

Desde entonces acá, varios mimos, justa-mente apreciados en diferentes países, han venidoa representar ante la corte de ***, pero ninguno deellos ha podido reanimar los maravillosos talentosde Fanciullo ni levantarse hasta el mismo favor.

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- XXVIII -

La moneda falsa

Conforme nos alejábamos del estanco, miamigo iba haciendo una cuidadosa separación desus monedas; en el bolsillo izquierdo del chalecodeslizó unas moneditas de oro; en el derecho, platamenuda; en el bolsillo izquierdo del pantalón, unpuñado de cobre, y, por último, en el derecho, unamoneda de plata de dos francos que había exami-nado de manera particular:

«¡Singular y minucioso reparto!» -dije paramí.

Nos encontramos con un pobre que nostendió la gorra temblando. Nada conozco más in-quietador que la elocuencia muda de esos ojossuplicantes que tienen a la vez, para el hombresensible que sabe leer en ellos, tanta humildad ytantas reconvenciones. Encuentra algo próximo aesa profundidad de asentimiento complicado en losojos lacrimosos de los perros cuando se les azota.

El don de mi amigo fue mucho más consi-derable que el mío, y lo dije: «Hace bien; despuésdel placer de asombrarse, no lo hay mayor que elde causar una sorpresa.» «Era la moneda falsa»,

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me contestó tranquilamente, como para justificar suprodigalidad.

Pero en mi cerebro miserable, siempreocupado en buscar lo que no se halla (¡qué abru-madora facultad me ha regalado la Naturaleza!),entró de repente la idea de que semejante conductapor parte de mi amigo sólo tenía excusa en el deseode crear un acontecimiento en la vida de aquel infe-liz, y quizá el de conocer las distintas consecuen-cias, funestas o no, que una moneda falsa puedeengendrar en manos de un mendigo. ¿No podíamultiplicarse en piezas buenas? ¿No podía llevarleasimismo a la cárcel? Un tabernero, un panadero,por ejemplo, le mandarían acaso detener por mone-dero falso, o como a expendedor de moneda falsa.También podría ocurrir que la moneda falsa fuese,para un pobre especulador insignificante, germende la riqueza de algunos días. Y así mi fantasíaprogresaba, prestando alas a la mente de mi amigoy sacando todas las deducciones posibles de todaslas hipótesis posibles.

Pero él rompió bruscamente mi divagaciónrecogiendo mis propias palabras: «Sí, estáis en locierto; no hay placer más dulce que el de sorpren-der a un hombre dándole más de lo que espera.»

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Le miré a lo blanco de los ojos y me quedéasustado al ver que en los suyos brillaba un incon-testable candor. Entonces vi claro que había queri-do hacer al mismo tiempo una caridad y un buennegocio; ganarse cuarenta sueldos y el corazón deDios; alcanzar económicamente el paraíso; lograr,en fin, gratis, credencial de hombre caritativo. Casile hubiera perdonado el deseo del goce criminal deque le supuse capaz poco antes; me hubiera pare-cido curioso, singular, que se entretuviera en com-prometer a los pobres; pero nunca le perdonaré lainepcia de su cálculo. No hay excusa para la mal-dad; pero el que es malo, si lo sabe, tiene algúnmérito; el vicio más irreparable es el de hacer el malpor tontería.

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- XXIX -

El jugador generoso

Ayer, entre la muchedumbre del bulevar,sentí que me rozaba un ser misterioso que siempretuve deseo de conocer, y a quien reconocí en se-guida, aunque no le hubiese visto jamás. Había, sinduda, en él para conmigo un deseo análogo, porqueal pasar me lanzó significativamente un guiño, alque me di prisa por obedecer. Le seguí con aten-ción, y pronto bajé detrás de él a una mansión sub-terránea deslumbradora, en que brillaba un lujo delcual ninguna de las habitaciones superiores deParís podría ofrecer ejemplo aproximado. Parecía-me raro que hubiese podido yo pasar tan a menudocerca de aquel misterioso cobijo sin adivinar suentrada. Reinaba allí una atmósfera exquisita, aun-que de mareo, que casi hacía olvidar instantánea-mente todos los fastidiosos horrores de la vida; res-pirábase allí una sombría beatitud, análoga a la quedebieron de sentir los comedores de loto cuando, aldesembarcar en una isla encantada, iluminada porlos resplandores de una eterna prima tarde, sintie-ron nacer dentro de sí el sonido adormecedor de lascascadas melodiosas, el deseo de no volver a ver

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nunca sus penates, a sus mujeres, a sus hijos, y deno tomar nunca a mecerse en las altas olas del mar.

Había allí rostros extraños de hombres y demujeres, señalados por una hermosura fatal, queme parecía haber ya visto en épocas y en paísesque no podía recordar exactamente, y antes meinspiraban fraternal simpatía que ese temor nacidode ordinario al aspecto de lo desconocido. Si inten-tara definir de un modo cualquiera la expresión sin-gular de sus miradas, diría que nunca vi ojos en quemás enérgicamente brillara el horror del hastío y eldeseo inmortal de sentirse vivir.

Mi huésped y yo éramos ya, cuando nossentamos, antiguos y perfectos amigos. Comimos ybebimos sin tasa toda clase de vinos extraordina-rios, y lo que es más extraordinario aún, me pareció,después de varias horas, que yo no estaba másborracho que él. Sin embargo, el juego, placer so-brehumano, había interrumpido con diversos inter-valos nuestras libaciones frecuentes, y tengo quedeciros que me había jugado y perdido el alma,mano a mano, con una despreocupación y una lige-reza heroicas. El alma es cosa tan impalpable, taninútil a menudo, y en ocasiones tan molesta, que, alperderla, no sentí más que una emoción algo menor

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que si se me hubiera extraviado, yendo de paseo,una tarjeta de visita.

Fumamos largamente algunos cigarros cu-yo sabor y aroma incomparables daban al alma lanostalgia de países y de venturas desconocidos, yembriagado de tantas delicias, me atreví, en unacceso de familiaridad que no pareció desagradarle,a exclamar, echando mano a una copa llena hastael borde: «¡A vuestra salud, inmortal viejo Chivo!»

Hablamos también del Universo, de sucreación y de su destrucción futura; de la idea gran-de del siglo, es decir, del progreso y de la perfectibi-lidad, y, en general, de todas las formas de la infa-tuación humana. Tratándose de esto, su alteza noagotaba las chanzas ligeras e irrefutables, ex-presándose con una suavidad de dicción y unatranquilidad en la chacota que no he visto nunca enninguno de los más célebres conversadores de laHumanidad. Me explicó lo absurdo de las diferentesfilosofías que se habían posesionado hasta enton-ces del cerebro humano, y hasta se dignó declarar-me, en confianza, algunos principios fundamentalescuyos beneficios y propiedad no me conviene com-partir con nadie. No se quejó en lo más mínimo dela mala reputación de que goza en todas las partes

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del mundo; me aseguró que él, en persona, era elmayor interesado, en destruir la superstición, y llegóa confesarme que no había temido por su propiopoder más que una vez sola, el día en que oyó decirdesde el púlpito a un predicador más listo que suscofrades: «Queridos hermanos, no olvidéis nunca,cuando oigáis elogiar el progreso de las luces, quela más bonita astucia del diablo está en persuadirosde que no existe.»

El recuerdo de aquel célebre orador nosllevó naturalmente al asunto de las academias; miextraño huésped me afirmó que no tenía a menos,en muchos casos, inspirar la pluma, la palabra, laconciencia de los pedagogos, y que asistía siempreen persona, aunque invisible, a todas las sesionesacadémicas.

Animado por tantas bondades, le pedí noti-cias de Dios y le pregunté si le había visto recien-temente. Me contestó con un despego matizado dealguna tristeza: «Nos saludamos si nos vemos; perocomo dos caballeros ancianos que no hubieranconseguido apagar del todo el recuerdo de pasadasrencillas en una cortesía innata.»

Es dudoso que su alteza haya dado jamásaudiencia tan larga a un simple mortal, y yo temía

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estar abusando. Por fin, cuando la trémula aurorablanqueaba los cristales, aquel famoso personaje,cantado por tantos poetas y servido por tantos filó-sofos, que, sin saberlo, trabajan por su gloria, medijo: «Quiero que tenga buen recuerdo de mí, y voya demostrarle que yo, de quien tan mal se habla,soy algunas veces un buen diablo, para servirme deuna locución vulgar. En compensación por la pérdi-da irremediable de su alma, le doy la puesta quehubiese ganado si la suerte se hubiera declarado enfavor suyo, es decir, la posibilidad de aliviar y devencer, durante toda la vida, esa rara afección delhastío, fuente de todas vuestras enfermedades y detodos vuestros miserables progresos. Nunca formu-lará deseo que yo no le ayude a realizar; reinarásobre todos sus vulgares semejantes; tendrá buenaprovisión de halagos y aun de adoraciones; la plata,el oro, los diamantes, los palacios de magia saldrána buscarle, y le rogarán que los acepte, sin quehaya necesidad de esfuerzo para guardarlos; cam-biará de patria y de país tan a menudo como sufantasía se lo ordene; se emborrachará de placeres,sin cansancio, en países encantadores donde siem-pre hace calor y donde las mujeres huelen tan biencomo las flores, etcétera, etc... -añadió levantándo-se y despidiéndome con amable sonrisa.

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Si no hubiera sido por temor a humillarmedelante de tan numerosa asamblea, de buena ganahubiese yo caído a los pies del generoso jugador,para darle gracias por su munificencia inaudita.,Pero, poco a poco, luego que le hube dejado, fuevolviendo a mi seno la desconfianza incurable; nome atreví ya a creer en felicidad tan prodigiosa, ymientras me acostaba, rezando una vez más, porun resto de costumbre imbécil, repetíame mediodormido: «¡Dios mío! ¡Señor Dios mío! ¡Haced queel diablo me cumpla su palabra!»

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- XXX -

La cuerda

A Édouard Manet.

«Las ilusiones -me decía un amigo- son taninnumerables quizá como las relaciones de loshombres entre sí o de los hombres con las cosas.»Y cuando la ilusión desaparece, es decir, cuandovemos al ser o el hecho tal como existe fuera denosotros, experimentamos un raro sentimientocomplicado, mitad pesar por la desaparición delfantasma, mitad agradable sorpresa ante la nove-dad, ante la realidad del hecho. Si existe un fenó-meno evidente, trivial, siempre parecido y de natura-leza ante la cual sea imposible equivocarse, es elamor materno. Tan difícil es suponer una madre sinamor materno como una luz sin calor. ¿No será, portanto, perfectamente legítimo atribuir al amor mater-no todas las acciones y las palabras de una madrerelativas a su hijo? Pues oíd, sin embargo, estabreve historia, en la que me he dejado engañarsingularmente por la ilusión más natural.

Mi profesión de pintor me mueve a miraratentamente las caras, las fisonomías que se atra-viesan en mi camino, y ya sabéis el goce que sa-

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camos de semejante facultad, que hace la vida másviva a nuestros ojos y más significativa que para losdemás hombres. En el barrio apartado en que vivo,que tiene todavía vastos trechos de hierba entro lascasas, he solido observar a un niño cuya fisonomíaardiente y traviesa, más que la de los otros, mesedujo desde el primer momento. Más de una vezme sirvió de modelo, y le transformé, ya en gitanillo,ya en ángel, ya en amor mitológico. Lo di a llevar elviolín del vagabundo, la corona de espinas y losclavos de la Pasión, y la antorcha de Eros. Acabépor tomar gusto tan vivo a la gracia de aquel chicue-lo, que un día fui a pedir a sus padres, unos pobres,que me lo cedieran, prometiendo que le vestiría bieny le daría algún dinero, y no le impondría más traba-jo que el de limpiar los pinceles y hacer algunosrecados. El niño, en cuanto se le lavó, se quedóhecho un encanto, y la vida que junto a mí llevaba loparecía un paraíso en comparación con la quehubiera tenido que soportar en el tugurio paterno.Sólo tendré que añadir que el muñequillo measombró algunas veces con crisis singulares detristeza precoz, y que pronto empezó a manifestarafición inmoderada por el azúcar y los licores, tanto,que un día en que pude comprobar, no obstante misrepetidas advertencias, un nuevo latrocinio de tal

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género cometido por él, le amenacé con devolvérse-lo a sus padres. Luego salí, y mis asuntos me retu-vieron bastante rato fuera de casa.

¿Cuál no sería mi horror y mi asombrocuando, al volver a ella, lo primero que me atrajo mivista fue mi muñequillo, el travieso compañero de mivida, colgado de un tablero de este armario? Lospies casi tocaban al suelo; una silla, derribada sinduda de una patada, estaba caída cerca de él; lacabeza se apoyaba convulsa en el hombro; la carahinchada y los ojos desencajados con fijeza espan-tosa me produjeron, al pronto, la ilusión de la vida.Descolgarle, no era tarea tan fácil como pudieraiscreer. Estaba ya tieso, y sentía yo repugnancia in-explicable en dejarle caer bruscamente al suelo.Había que sostenerle en peso con un brazo, y conla mano del otro cortar la cuerda. Pero con eso noestaba hecho todo; el pequeño monstruo habíaempleado un cordel muy fino, que había penetradohondamente en las carnes, y ya era preciso buscarla cuerda, con unas tijeras muy finas, entre los re-bordes de la hinchazón, para libertar el cuello.

Se me olvidó deciros que antes pedí soco-rro; pero todos los vecinos se negaron a darmeayuda, fieles así a las costumbres del hombre civili-

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zado, que nunca quiere, no sé por qué, tratos conahorcados. Vino, por fin, un médico, y declaró queel niño estaba muerto desde hacía varias horas.Cuando, más tarde, tuvimos que desnudarle para elentierro, la rigidez cadavérica era tal, que, desespe-rado de doblar los miembros, tuvimos que rasgar ycortar los vestidos para quitárselos.

Al comisario, a quien, como es natural,hube de declarar el accidente, me miró de reojo yme dijo «¡El asunto no está claro!», movido, sinduda, por un inveterado deseo y un hábito profesio-nal de infundir temor, valga por lo que valiere, lomismo a inocentes que a culpables.

Un paso supremo había que dar aún, y sólode pensarlo sentía yo angustia terrible: había queavisar a los padres. Los pies se negaban a llevar-me. Por fin tuvo ánimos. Pero, con gran asombromío, la madre se quedó impasible, sin que brotaseuna lágrima de sus ojos. Achaqué tal extrañeza alhorror mismo que debía de sentir, y recordé lamáxima conocida: «Los dolores más terribles sonlos dolores mudos.» El padre se contentó con decir,con aspecto entre embrutecido y ensimismado:«¡Después de todo, así es mejor; tenía que acabarmal!»

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Entretanto, el cuerpo estaba tendido en unsofá, y, con ayuda de una criada, ocupábame yo enlos últimos preparativos, cuando la madre entró enmi estudio. Quería, según indicó, ver el cadáver desu hijo. A la verdad, yo no podía impedir que seembriagase de su infortunio, ni negarle aquel su-premo y sombrío consuelo. En seguida me pidióque le enseñara el armario de que se había ahorca-do el niño. «¡Ah! ¡No, señora -le contesté-; le haríadaño!» Y como involuntariamente se volviesenhacia el armario mis ojos, eché de ver con repug-nancia, mixta de horror y de cólera, que el clavo sehabía quedado en el tablero, con un largo trozo decuerda colgando todavía. Me lancé vivamente aarrancar aquellos últimos vestigios de la desgracia,y cuando iba a tirarlos por la ventana, abierta, lapobre mujer me cogió del brazo y me dijo con vozirresistible: «¡Señor, déjemelo! ¡Se lo ruego! ¡Se losuplico!»

La desesperación -así lo pensé - de tal mo-do la había enloquecido, que se enamoraba conternura de lo que sirvió de instrumento de muerte asu hijo; quería conservarlo como reliquia horrible yamada. Y se apoderó del clavo y del cordel.

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¡Por fin, por fin se acabó todo! Ya no mequedaba más que ponerme a trabajar de nuevo, conmayor viveza todavía que la habitual, para rechazarpoco a poco aquel pequeño cadáver, que se metíaentre los repliegues de mi cerebro, y cuyo fantasmame cansaba con sus ojazos fijos. Pero al día si-guiente recibí un montón de cartas: una de inquili-nos de la casa, otras de casas vecinas; una del pisoprimero, otra del segundo, otra del tercero, y asísucesivamente; unas en estilo semichistoso, comosi trataran de disfrazar con una chacota aparente lasinceridad de la petición; otras de una pesadezdescarada y sin ortografía, pero todas dirigidas a lomismo, esto es: a lograr de mí un trozo de la funes-ta y beatífica cuerda. Entre los firmantes había,fuerza es decirlo, más mujeres que hombres; perono todos, creedlo, pertenecían a la clase ínfima yvulgar. He conservado las cartas.

Entonces, súbitamente se hizo la luz en micerebro, y comprendí por qué la madre insistió tantopara arrancarme el cordel y con qué tráfico se pro-ponía encontrar consuelo.

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- XXXI -

Las vocaciones

En un hermoso jardín, donde los rayos delsol otoño parecían rezagarse a gusto, bajo un cieloverdoso ya, con nubes de oro flotantes como conti-nentes viajeros, cuatro bellos niños, cuatro mucha-chos, cansados sin duda del juego, hablaban entresí.

Uno decía: «Ayer me llevaron al teatro. Enpalacios grandes y tristes, al fondo de los cuales seve el mar y el cielo, unos hombres y unas mujeres,serios y tristes también, pero más hermosos y mu-cho mejor vestidos que los que solemos ver, hablancon voz que es un cantar. Amenázanse, suplican,se angustian y se llevan la mano con frecuencia aun puñal atravesado en el cinto. ¡Ay, qué bonito es!Las mujeres son mucho más guapas y más altasque las que vienen a casa a vernos, y, por terribleque sea el aspecto que les den sus ojazos hundidosy sus mejillas arrebatadas, nadie puede por menosde quedarse encantado al verlas. Infunden miedo,ganas de llorar, y, sin embargo, se goza tanto... Y lomás singular es que entran ganas de ir vestido co-mo ellos, de hacer y decir lo mismo, de hablar conla misma voz...»

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Uno de aquellos cuatro niños, que desdehacía unos segundos no escuchaba ya el discursode su compañero y observaba con fijeza asombrosano sé qué parte del cielo, dijo de repente: «¡Mirad,mirad... allá lejos! ¿Le veis? Está sentado en aque-lla nubecilla sola, en aquella nubecilla de color defuego, que anda despacito. Él también parece quenos mira.»

«Pero ¿quién?» -preguntaron los demás.

«¡Dios! -contestó con acento de convicciónentera-. ¡Ay! Ya está muy lejos; dentro de poco nopodréis verle ya. Está sin duda de viaje, visitandotodos los países. Mirad, va a pasar por detrás deaquella hilera de árboles que está casi en el hori-zonte..., y ahora baja por detrás del campanario...¡Ay, ya no se le ve!»

Y el niño permaneció mucho tiempo vueltodel mismo lado, fijos en la línea que separa la tierradel cielo los ojos, en que brillaba una inefable ex-presión de éxtasis y de pesar.

«¡Será tonto, con ese Dios que nadie másque él ha visto! -dijo entonces el tercero, cuya per-sonilla se señalaba por una vivacidad y una vitalidadsingulares-. Yo voy a contaros cómo me pasó una

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cosa que no os ha pasado nunca a vosotros, y quetiene mayor interés que vuestro teatro y vuestrasnubes. Hace unos días, mis padres me llevaronconsigo a viajar, y como en la posada donde hici-mos alto no había cama bastantes para todos, re-solvieron que yo durmiese en el mismo lecho de micriada.»

Llamó más cerca de sí a sus compañeros,y habló con voz más baja:

«Es curioso el efecto que causa no estaracostado solo y hallarse en un lecho con la criada,en tinieblas. Como no me dormía, me entretuve,mientras dormía ella, en pasarle las manos por losbrazos, por el cuello y por los hombros. Tiene losbrazos y el cuello mucho más gruesos que todas lasdemás mujeres, y la piel tan suave, tan suave, queparece papel de cartas o papel de seda. Tanto gus-to me daba, que hubiera seguido por mucho tiempo,si no me hubiese dado miedo; lo primero, miedo dedespertarla, y, después, miedo de no sé qué. Metíen seguida la cabeza entre sus cabellos, que lecaían por la espalda, espesos como una crin, y ol-ían tan bien, os lo aseguro, como las flores deljardín a estas horas. ¡Probad, cuando podáis, ahacer lo mismo, y ya veréis!»

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El joven autor de tan prodigioso relato ten-ía, durante la narración, desencajados los ojos poruna especie de estupor ante lo que aún sentía, y losrayos del sol poniente, deslizándose a través de losbucles rojizos de su cabellera enmarañada, encend-ían en derredor de ella como una aureola sulfúreade pasión. Fácil era de adivinar que aquel no habíade pasarse la vida buscando a la Divinidad en lasnubes, y que la encontraría a menudo en otras par-tes.

Por último, el cuarto dijo: «Ya sabéis queyo en casa no suelo divertirme; al teatro nunca mellevan; mi tutor es avaro en demasía; Dios no seocupa de mí ni de mi aburrimiento, y no tengo cria-da guapa que me duerma. Muchas veces he creídoque encontraría gusto en andar siempre adelante,en línea recta, sin saber adónde, sin que a nadie lecause inquietud, y en ver siempre nuevos países.Nunca estoy bien en ninguna parte, y siempre creoque estaría mejor en otra parte que no allí dondeestoy. Pues, bueno; en la última feria del pueblovecino, vi tres hombres que viven como yo querríavivir. Vosotros no reparasteis en ellos. Eran altos,casi negros y muy altivos, aunque harapientos, contrazas de no necesitar de nadie. Sus ojazos sombr-íos se volvieron todo brillantez mientras tocaban

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música, una música tan sorprendente que da ganaya de bailar, ya de llorar o de las dos cosas al mis-mo tiempo; se volvería uno como loco si lo escucha-ra mucho rato. Uno, arrastrando el arco sobre elviolín, parecía cantar una pena, y otro, haciendosaltar el martillito sobre las cuerdas de un pianocorto colgado a su cuello de una correa, parecíaburlarse del lamento de su vecino, en tanto que eltercero juntaba de vez en cuando los platillos conviolencia extraordinaria. Tan contentos estaban desí mismos, que siguieron tocando su música desalvajes aun después que se hubo dispersado lamuchedumbre. Recogieron, por último, sus cuartos,se echaron los bártulos a la espalda y se fueron. Yo,por saber dónde vivían, los seguí de lejos hasta ellindero del bosque; sólo allí llegué a comprenderque no vivían en ninguna parte.

«Entonces dijo uno: «¿Hay que abrir latienda?»

«No, nada de eso -contestó otro- ¡Está lanoche tan hermosa!»

El tercero contaba lo recaudado, y decía:«Esa gente no siente la música, y sus mujeres bai-lan como los osos. Por fortuna, antes de un mes

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estaremos en Austria, donde hallaremos un pueblomás amable.»

«Más valdría quizá que fuésemos a Espa-ña, porque ya se va pasando la estación; huyamosantes de las lluvias y no nos mojemos más el gaz-nate» -dijo uno de los otros.

«Todo lo recuerdo, como veis. En seguidase bebió cada cual una taza de aguardiente y sedurmieron, vuelta la frente a las estrellas. Al princi-pio me entró deseo de pedirles que me llevaranconsigo y me enseñaran a tocar sus instrumentos;pero no me atreví, sin duda porque siempre es muydifícil decidirse por cualquier cosa, y también porquetemía que me volviesen a coger antes de habersalido de Francia.»

El aspecto poco interesado de los otros trescompañeros me llevó a pensar que aquel muchachoera ya un incomprendido. Le miraba con atención;tenía en los ojos y en la frente ese no sé qué pre-cozmente fatal que suele alejar a la simpatía, y que,no sé por qué, excitaba la que hay en mí, hasta talpunto, que se me ocurrió por un instante la extrañaidea de que podía yo tener un hermano que yomismo no conocía.

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Habíase puesto el Sol. La noche solemneocupaba ya su lugar. Separáronse los niños, yéndo-se cada cual, sin saberlo, según las circunstancias ylos azares, a madurar su destino, a escandalizar alprójimo y a gravitar hacia la gloria o hacia el des-honor.

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- XXXII -

El tirso

A Franz Liszt.

¿Qué es un tirso? Según el sentido moral ypoético, es un emblema sacerdotal en manos de lossacerdotes o de las sacerdotisas que celebran a ladivinidad, cuyos intérpretes y servidores son. Pero,físicamente, no es más que un palo, un sencillopalo, percha de lúpulo, rodrigón de viña, seco, duroy derecho. En derredor de ese palo, en meandroscaprichosos, juegan como locos tallos y flores, si-nuosas y huidizas éstas, inclinados aquéllos comocampanas o copas vueltas del revés. Una gloriaasombrosa mana de tal complejidad de líneas y decolores, tiernas o brillantes. ¿No se diría que la cur-va y la espiral hacen la corte a la línea recta, bailan-do en torno suyo con adoración muda? ¿No se diríaque todas esas corolas delicadas, todos esos cáli-ces, explosiones de aromas y de color, ejecutan unfandango místico en derredor del pelo hierático? ¿Ycuál es, sin embargo, el mortal imprudente que seatrevería a decidir si las flores y los pámpanos sehan hecho para el palo, o si el palo no es más queel pretexto para mostrar la hermosura de pámpanosy flores? El tirso es la representación de vuestra

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asombrosa dualidad, maestro poderoso y veneran-do, caro bacante de la belleza misteriosa y apasio-nada. Jamás la ninfa exasperada por Baco invenci-ble, sobre las cabezas de sus compañeras enloque-cidas sacudió el tirso con tanto vigor y caprichocomo vos agitáis vuestro genio sobre los corazonesde vuestros hermanos. El palo es vuestra voluntadrecta, firme e inquebrantable; las flores son el paseode vuestra fantasía en derredor de vuestra voluntad;es el elemento femenino que ejecuta en redor delmacho sus prestigiosas piruetas. Línea recta y líneade arabesco, intención y expresión, rigidez de lavoluntad, sinuosidad del verbo, unidad del propósi-to, variedad de los medios, amalgama todopoderosao indivisible del genio, ¿qué analítico tendrá el de-testable valor de dividiros y separaros?

¡Querido Liszt: a través de las brumas ymás allá de los ríos, por encima de las ciudades enque los pianos cantan vuestra gloria y la imprentatraduce vuestro saber, dondequiera que os halléisvos, en los esplendores de la ciudad eterna o en lasnieblas de los países soñadores consolados porGambrinus, improvisando cantos de deleite o dedolor inefable o confiando al papel vuestras medita-ciones abstrusas, cantor del placer y de la angustia

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eternos, filósofo, poeta y artista, yo os saludo en lainmortalidad!

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- XXXIII -

Embriagaos

Hay que estar siempre borracho. Todoconsiste en eso: es la única cuestión. Para no sentirla carga horrible del Tiempo, que os rompe loshombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que em-briagaros sin tregua.

Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de vir-tud, de lo que queráis. Pero embriagaos.

Y si alguna vez, en las gradas de un pala-cio, sobre la hierba verde de un foso, en la tristonasoledad de vuestro cuarto, os despertáis, diminuidaya o disipada la embriaguez, preguntad al viento, ala ola, a la estrella, al ave, al reloj, a todo lo quehuye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, atodo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadlela hora que es; y el viento, la ola, la estrella, el ave,el reloj, os contestarán: «¡Es hora de emborrachar-se! Para no ser esclavos y mártires del Tiempo,embriagaos, embriagaos sin cesar. De vino, de po-esía o de virtud; de lo que queráis.»

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- XXXIV -

¡Ya!

Cien veces había brotado ya el Sol radianteo contristado de la cuba inmensa del mar, cuyosbordes apenas se dejan ver; cien veces se habíavuelto a sumergir, centelleante o lúgubre, en suinmenso baño vespertino. Desde muchos días atráspodíamos contemplar el otro lado del firmamento ydescifrar el alfabeto celeste de los antípodas. Ycada uno de los pasajeros gemía y gruñía. Hubiéra-se dicho que la profundidad de la tierra lo exaspera-ba el sufrimiento. «¿Cuándo -decían- acabaremosde dormir un sueño sacudido por las olas, turbadopor un viento que ronca más alto que nosotros?»

Había quien pensaba en su hogar, quienechaba de menos a su mujer infiel y basta y a suprole chillona. Tan enloquecidos estaban todos porla imagen de la tierra ausente, que, a mi parecer,hubieran comido hierba con más entusiasmo quelos animales.

Por fin, fue señalada una orilla, y vimos, alacercarnos, que era una tierra magnífica, deslum-bradora. Parecía que las músicas de la vida se des-prendiesen de ella en vago murmullo, y que en

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aquellas costas, ricas en verdor de toda especie, seexhalase hasta muchas leguas más allá deliciosoaroma de flores y frutas.

Pronto se tornaron todos felices, abdicandosu mal humor cada cual. Todas las riñas se olvida-ron, todas las ofensas recíprocas quedaron perdo-nadas, borráronse de la memoria los desafíos con-certados y los rencores se desvanecieron como elhumo.

Yo solo estaba triste, inconcebiblementetriste. Semejante al sacerdote a quien arrancaran sudivinidad, no podía yo, sin desconsoladora amargu-ra, desprenderme de aquel mar tan monstruosa-mente seductor, de aquel mar tan infinitamente,variado en su espantosa sencillez, que parece con-tener en sí, y representar en sus juegos, en su por-te, en sus cóleras y sonrisas, los humores, las agon-ías y los éxtasis de todas las almas que han vivido,viven y vivirán.

Al despedirme de tan incomparable hermo-sura, sentíame abatido hasta la muerte; por esocuando cada uno de mis compañeros dijo: ¡Por fin!Yo, sólo pude dar un grito: ¡Ya!

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Era, pues, la tierra, la tierra con su ruido,sus pasiones, sus comodidades, sus fiestas; erauna tierra magnífica, henchida de promesas, quenos enviaba un misterioso perfume de rosas y al-mizcle, y de donde las músicas de la vida llegabanhasta nosotros en aromoso murmullo.

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- XXXV -

Las ventanas

El que desde afuera mira por una ventanaabierta, nunca ve tantas cosas como el que mirauna ventana cerrada. No hay objeto más profundo,más misterioso, más fecundo, más tenebroso, másdeslumbrador, que una ventana iluminada por unavela. Lo que se puede ver al sol, siempre es menosinteresante que lo que pasa detrás de un vidrio. Enaquel agujero negro o luminoso vive la vida, sueñala vida, padece la vida.

Mas allá de las olas de los tejados, veo unamujer, madura y arrugada ya, pobre, inclinadasiempre sobre algo, sin salir nunca. Con su rostro,con su vestido, con su gesto, con casi nada, hereconstruido la historia de aquella mujer, o, mejor,su leyenda, y a veces me la cuento a mí mismollorando.

Si hubiera sido un pobre viejo, yo hubiesereconstruido la suya con la misma facilidad.

Y me acuesto, orgulloso de haber vivido ypadecido en seres distintos de mí.

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Acaso me digáis: «¿Estás seguro de quetal leyenda sea la verdadera?» ¿Qué importa lo quepueda ser la realidad colocada fuera de mí si meayudó a vivir, a sentir que soy y lo que soy?

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- XXXVI -

El deseo de pintar

¡Desdichado tal vez el hombre, pero dicho-so el artista desgarrado por el deseo!

Ardiendo estoy por pintar a la que tan rarasveces se me apareció para huir tan de prisa, comouna cosa bella que se ha de echar de menos tras elviajero arrebatado en la noche. ¡Cuánto tiempohace ya que desapareció!

Es hermosa y más que hermosa: es sor-prendente. Lo negro en ella abunda; y es nocturno yprofundo cuanto inspira. Sus ojos son de astros enque centellea vagamente el misterio, y su miradailumina como el relámpago: es una explosión en lastinieblas.

La compararía a un sol negro si se pudieseconcebir un astro negro capaz de verter luz y felici-dad. Pero hace pensar más a gusto en la luna, queindudablemente la señaló con su temible influjo; noen la luna blanca de los idilios, semejante a unanovia fría, sino en la luna siniestra y embriagadora,colgada del fondo de una noche de tempestad yatropellada por las nubes que corren; no en la lunaapacible y discreta, visitadora del sueño de los

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hombres puros, sino en la luna arrancada del cielo,vencida y rebelde, a quien los brujos tesalios obli-gan duramente a danzar sobre la hierba aterroriza-da.

En su estrecha frente moran la voluntad te-naz y el amor a la presa. Sin embargo, en la partebaja de ese rostro inquietador, donde las móvilesaletas de la nariz aspiran lo desconocido y lo impo-sible, estalla, con gracia inexpresable, la risa de unboca grande, roja y blanca y deliciosa, que hacesoñar en el milagro de una soberbia flor abierta enun terreno volcánico.

Hay mujeres que inspiran deseos de ven-cerlas o de gozarlas; pero ésta infunde el deseo demorir lentamente ante sus ojos.

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- XXXVII -

Los beneficios de la Luna

La Luna, que es el capricho mismo, seasomó por la ventana mientras dormías en la cuna,y se dijo: «Esa criatura me agrada.»

Y bajó muellemente por su escalera de nu-bes y pasó sin ruido a través de los cristales. Luegose tendió sobre ti con la ternura flexible de una ma-dre, y depositó en tu faz sus colores. Las pupilas sete quedaron verdes y las mejillas sumamente páli-das. De contemplar a tal visitante, se te agrandaronde manera tan rara los ojos, tan tiernamente teapretó la garganta, que te dejó para siempre ganasde llorar.

Entretanto, en la expansión de su alegría,la Luna llenaba todo el cuarto como una atmósferafosfórica, como un veneno luminoso; y toda aquellaluz viva estaba pensando y diciendo: «Eternamentehas de sentir el influjo de mi beso. Hermosa serás ami manera. Querrás lo que quiera yo y lo que mequiera a mí: al agua, a las nubes, al silencio y a lanoche; al mar inmenso y verde; al agua informe ymultiforme; al lugar en que no estés; al amante queno conozcas; a las flores monstruosas; a los perfu-

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mes que hacen delirar; a los gatos que se desma-yan sobre los pianos y gimen como mujeres, convoz ronca y suave.

«Y serás amada por mis amantes, corteja-da por mis cortesanos. Serás reina de los hombresde ojos verdes a quienes apreté la garganta en miscaricias nocturnas; de los que quieren al mar, al marinmenso, tumultuoso y verde; al agua informe ymultiforme, al sitio en que no están, a la mujer queno conocen, a las flores siniestras que parecen in-censarios de una religión desconocida, a los perfu-mes que turban la voluntad y a los animales salva-jes y voluptuosos que son emblema de su locura.»

Y por esto, niña mimada, maldita y querida,estoy ahora tendido a tus pies, buscando en toda tupersona el reflejo de la terrible divinidad, de la fatí-dica madrina, de la nodriza envenenadora de todoslos lunáticos.

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- XXXVIII -

¿Cuál es la verdadera?

Conocí a una tal Benedicta, que llenaba laatmósfera de ideal y cuyos ojos derramaban deseode grandeza, de hermosura, de gloria, de todo loque lleva a creer en la inmortalidad.

Pero la milagrosa muchacha era bella endemasía para vivir mucho tiempo; así, murió algu-nos días después de haberla conocido yo, y yomismo la enterré, un día en que la primavera agita-ba su incensario hasta los cementerios. Yo fui quienla enterró, bien guardada en un féretro de maderaperfumada, incorruptible como los cofres de la India.

Y como los ojos se me quedaran clavadosen el lugar donde hundí mi tesoro, vi súbitamenteuna criaturilla que se parecía de modo singular a ladifunta, y que, pisoteando la tierra fresca con vio-lencia histérica y rara, decía soltando la risa: «¡Laverdadera Benedicta soy yo! ¡Soy yo, valiente bri-bona! Y en castigo de tu locura y de tu ceguera, mequerrás como soy.»

Pero yo, furioso, contesté: «¡No!, ¡no!, ¡no!»Y para acentuar mejor mi negativa, di tan fuertegolpe en la tierra con el pie, que la pierna se me

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hundió hasta la rodilla en la sepultura reciente, y,como lobo cogido en la trampa, sigo preso, tal vezpara siempre, en la fosa de mi ideal.

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- XXXIX -

Un caballo de raza

Es muy fea. ¡Y sin embargo, es deliciosa!

El Tiempo y el Amor la han señalado consus garras y la han enseñado cruelmente lo quecada minuto y cada beso se llevan de juventud y defrescura.

Es verdaderamente fea; es hormiga, araña,si queréis hasta esqueleto: ¡pero también es breba-je, magisterio, hechizo! En suma, es exquisita.

No pudo el Tiempo romper la armoníachispeante de su andar y la elegancia indestructiblede su armazón. El Amor no pudo alterar la suavidadde su hálito infantil, y el tiempo nada arrancó de suabundante crin que exhala en leonados perfumestoda la vitalidad endiablada del Mediodía francés:Nimes, Aix, Arles, Aviñón, Narbona, Tolosa, ¡ciuda-des benditas del sol, enamoradas y encantadoras!

En vano la mordieron con buenos dientesel Tiempo y el Amor; en nada amenguaron el en-canto vago, pero eterno, de su pecho de doncel.

Gastada quizá, pero no fatigada, y siempreheroica, hace pensar en esos caballos de raza fina

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que los ojos del verdadero aficionado distinguenaunque vayan enganchados a un coche de alquilero a un lento carromato.

¡Y es, además, tan dulce y ferviente! Quie-re como se quiere en otoño; diríase que la proximi-dad del invierno prende en su corazón un fuegonuevo, y nada de fatigoso hubo jamás en lo servilde su ternura.

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- XL -

El espejo

Un hombre espantoso entra y se mira alespejo.

«¿Por qué se mira al espejo si no ha deverse en él más que con desagrado?»

El hombre espantoso me contesta: «Señormío, según los principios inmortales del ochenta ynueve, todos los hombres son iguales en derechos;así, pues, tengo derecho a mirarme; con agrado ocon desagrado, ello no compete más que a mi con-ciencia.»

En nombre del buen sentido, yo teníarazón, sin duda; pero, desde el punto de vista de laley, él no estaba equivocado.

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- XLI -

El Puerto

Un puerto es morada encantadora para unalma cansada de las luchas de la vida. La amplituddel cielo, la arquitectura móvil de las nubes, el colo-rido cambiante del mar, el centelleo de los faros,son prisma adecuado maravillosamente para distra-er los ojos sin cansarlos nunca. Las formas esbeltasde los navíos de aparejo complicado, a los que lamarejada imprime oscilaciones armoniosas, sirvenpara mantener en el alma el gusto del ritmo y de labelleza. Y además, sobre todo, hay una suerte deplacer misterioso y aristocrático, para el que ya notiene curiosidad ni ambición, en contemplar, tendidoen la azotea o apoyado de codos en el muelle, to-dos los movimientos de los que se van y de los quevuelven, de los que tienen todavía fuerza para que-rer, deseo de viajar o de enriquecerse.

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- XLII -

Retratos de queridas

En un gabinete de hombres solos, es decir,en la sala de fumar perteneciente a un elegantegarito, cuatro hombres fumaban y bebían. No eranprecisamente jóvenes ni viejos, guapos ni feos;pero, viejos o jóvenes, ostentaban esa distinción nodespreciable de los veteranos del goce, ese indes-criptible no sé qué, esa tristeza fría y burlona quedice claramente: «Hemos vivido con intensidad ybuscamos algo que pudiéramos querer y estimar.»

Uno de ellos guió la conversación al temade las mujeres. Más filosófico hubiera sido no decirnada de eso; pero hay personas de ingenio que,después de haber bebido, no menosprecian lasconversaciones triviales. Oyen al que habla comose oiría música de baile.

-Todos los hombres -decía aquél- han pa-sado por la edad de Querubín. Es la época en que,a falta de dríadas, se da un abrazo sin repugnanciaal tronco de una encina. Es el primer escalón delamor. En el segundo escalón se empieza a elegir.Estar en disposición de deliberar ya es decadencia.Entonces se busca decididamente la hermosura.

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Yo, señores, me glorío de haber llegado muchotiempo a la época climatérica del tercer escalón, enque la misma hermosura no basta si no la sazonanperfumes, aderezos, etc. Hasta confesaré que enocasiones, como a felicidad desconocida, aspiro acierto cuarto escalón que ha de señalar calma abso-luta. Pero en toda mi vida, salvo en la edad de Que-rubín, he sido más sensible que otro cualquiera a laenervadora necedad, a la medianía irritante de lasmujeres. Lo que sobre todo me gusta en los anima-les es el candor. Juzgad, pues, cuánto me haríapasar mi última querida.

Era bastarda de príncipe. Guapa, no hayque decirlo. Si no, ¿me hubiera acercado a ella?Pero echaba a perder esa gran cualidad con unaambición indecorosa y deforme. ¡Era mujer quegustaba de echárselas de hombre! «¡Usted no eshombre! ¡Ah, si yo fuera hombre! ¡Entre nosotrosdos, yo soy el hombre!» Tales eran los estribillosinsoportables que salían de aquella boca, cuandoyo hubiese querido que sólo echase a volar cancio-nes. A propósito de un libro, de una poesía, de unaópera, cuando se me escapaba mi admiración:«¿Cree que eso está muy bien? -decía al punto-.¿Usted qué sabe de lo que es estar bien?» -y em-pezaba a argüir.

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Un día se dedicó a la química; de tal modo,que entre mi boca y la suya encontré en adelanteuna mascarilla de cristal. Y, con todo ello, muygazmoña. Si la atropellaba alguna vez con ademánamoroso en demasía, le entraba la convulsión comoa una sensitiva violada...

-Y ¿cómo acabó aquello? -dijo uno de losotros-. No le creí con tanta paciencia.

-Dios -prosiguió él- trajo el remedio para laenfermedad. Un día me encontré a aquella Minerva,hambrienta de vigor ideal, de palique con un criado,y en situación que me obligaba a retirarme discre-tamente para que no se ruborizasen. Por la nochelos despedí a los dos, pagándoles lo devengado desu salario.

-Pues yo -dijo entonces el interruptor- sólode mí puedo quejarme. La felicidad se vino a vivir ami casa y yo no la reconocí. El Destino, en estosúltimos tiempos, me había otorgado el goce de unamujer que era la más suave, la más sumisa, la másabnegada criatura. ¡Siempre a punto! ¡Y sin entu-siasmo! «Quiero, ya que le gusta» -solía ser su res-puesta-. Si dierais de palos a esa pared o este sofá,más suspiros sacaríais de ellos que los transportesdel más insensato amor sacaban del seno de mi

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querida. Después de un año de vida común, meconfesó que no había gozado nunca. Me dio repug-nancia aquel duelo desigual, y la muchacha incom-parable se casó. Más tarde me dio la ocurrencia deverla, y enseñándome seis hermosos niños, me dijo:«Pues bueno, querido amigo, la esposa es aún tanvirgen como lo fue su querida.» Nada había cam-biado en aquella persona. A veces la echo de me-nos: hubiera debido casarme con ella.»

Echáronse a reír los demás, y un tercero di-jo a su vez:

-Yo, señores, he conocido placeres quequizá vosotros habéis desdeñado. Quiero hablar delo cómico en el amor, de un carácter cómico que noexcluye la admiración. Yo admiré más a mi últimaquerida, me parece, de lo que vosotros hayáis podi-do aborrecer o amar a las vuestras. Y todos la admi-raban lo mismo que yo. Cuando entrábamos en unrestaurante, al cabo de pocos minutos todos seolvidaban de comer para contemplarla. Hasta losmozos y la señorita del mostrador sentían aqueléxtasis contagioso que los llevaba a descuidar susobligaciones. En suma: que viví algún tiempo manoa mano con un fenómeno vivo. Comía, mascaba,molía, devoraba, tragaba, pero con el porte más

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ligero y despreocupado del mundo. Así me tuvo pormucho tiempo en éxtasis. Poseía una manera dulce,soñadora, inglesa y novelesca de decir: «¡Tengohambre!», y lo repetía día y noche, enseñando losmás lindos dientes, que os hubiesen enternecido yregocijado a la vez. Hubiera yo podido hacer fortunaenseñándola por las ferias como monstruo polífago.La alimentaba bien, y, sin embargo, me abandonó.

-¿Por un contratista de víveres, sin duda?

-Algo por el estilo: una especie de emplea-do de intendencia que, con cierta varita de virtudesque él poseía, dio tal vez a la pobre criatura la ra-ción de varios soldados. Tal supuse yo por lo me-nos.

-Yo -dijo el cuarto- he padecido sufrimien-tos atroces por lo contrario de lo que se le sueleechar en cara a la hembra egoísta. ¡Mal aconseja-dos me parecéis vosotros, harto afortunados morta-les, cuando os quejáis de las imperfecciones devuestras queridas!

Díjose aquello, en tono sobrado serio, porun hombre de aspecto tranquilo y reposado, defisonomía casi clerical, infelizmente iluminada por

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unos ojos de color gris claro, ojos cuya mirada dice:«Quiero», o «Es necesario», o «Nunca perdono.»

-Si usted, G..., con lo nervioso que es, y us-tedes, K... y J..., con su flojedad y ligereza, sehubiesen arrimado a cierta mujer que yo conozco, ohubieran echado a correr o se habrían muerto. Yo,como ven, he sobrevivido. Figúrense una personaincapaz de cometer un error de sentimiento o decálculo; figúrense una serenidad desoladora decarácter, una abnegación sin comedia y sin énfasis,una dulzura sin debilidad, una energía sin violencia.La historia de mi amor se parece a un viaje intermi-nable por una superficie pura y tersa como un espe-jo, vertiginosamente monótono, que reflejara todosmis sentimientos y mis gestos con la exactitud iróni-ca de mi propia conciencia, de suerte que no podíapermitirme gesto o sentimiento que no fuese razo-nable sin ver inmediatamente la muda reconvenciónde mi inseparable espectro. El amor se me aparecíacomo una tutela. ¡Cuántas tonterías evitó que hicie-se, con lo que siento no haberlas cometido! ¡Cuán-tas deudas pagadas contra mi voluntad! Me privabade todos los beneficios que hubiera podido yo sacarde mi propia locura. Con ley fría e infranqueable seatravesaba en todos mis caprichos. Para colmo dehorror, ni agradecimiento exigía una vez pasado el

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peligro. ¡Cuántas veces me tuve que contener parano agarrarla del cuello, gritándole: «¡Pero sé imper-fecta, miserable, para que pueda yo quererte sinmalestar y sin cólera!» Durante algunos años laadmiré, con el corazón henchido de aborrecimiento.Pero, en fin, el muerto no soy yo.

-¡Ah! dijeron los otros-. ¿Conque ha muertoella?

-Sí; aquello no podía continuar. El amor seme había vuelto pesadilla abrumadora. Vencer omorir, como dice la Política; tal alternativa me im-ponía el destino. Un anochecer, en un bosque, a laorilla de una charca..., después de un paseo me-lancólico en que los ojos de ella reflejaban la dulzu-ra del cielo, y mi corazón estaba como el infierno,crispado...

-¿Qué?

-¿Cómo?

-¿Qué va usted a decirnos?

-Era inevitable. Tengo demasiado senti-miento de la equidad para pegar, ultrajar o despedira un servidor irreprochable. Pero había que concer-tar ese sentimiento con el horror que aquel ser me

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inspiraba; desembarazarme de tal ser sin faltarle alrespeto. ¿Qué iba a hacer con ella yo, si era perfec-ta?

Los tres compañeros miraron al otro conmirada vaga y levemente entontecida, como si fin-gieran no entender y confesaran implícitamenteque, por su parte, no se sentían capaces de accióntan rigurosa, aunque estuviese, por lo demás, per-fectamente explicada.

Mandaron llevar en seguida otras botellaspara matar el tiempo, que tiene vida tan dura, yacelerar la vida, que va tan despacio.

- XLIII -

El tirador galante

Cuando el carruaje pasaba por el bosque,mandó parar en las cercanías de un tiro, diciendoque le sería grato tirar unas balas para matar elTiempo. Matar a ese monstruo, ¿no es la ocupaciónmás ordinaria y más legítima de cada cual? Y ofre-ció galantemente la mano a su querida, deliciosa yexecrable mujer, a aquella mujer misteriosa a quiendebía tantos placeres, tantos dolores, y acaso tam-bién gran parte de su genio.

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Algunas balas fueron a dar lejos del blanco;una, hasta se clavó en el techo, y como la criaturaencantadora se echara a reír locamente, burlándosede la torpeza de su esposo, éste se volvió bruscohacia ella, y le dijo: «Mira aquella muñeca, allá, a laderecha, la de la nariz arremangada, de rostro tanaltivo. Pues bueno, ángel mío: me figuro que erestú.» Y, cerrando los ojos, disparó. La muñeca quedódecapitada en seco.

Entonces, inclinándose hacia su querida,su deliciosa, su execrable mujer, su inevitable ydespiadada musa, y besándole respetuosamente lamano, añadió: «¡Ay ángel mío, cuánto te agradezcomi habilidad!»

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- XLIV -

La sopa y las nubes

Mi amada locuela me invitaba a comer, ypor la ventana abierta del comedor iba yo contem-plando las movedizas arquitecturas que Dios hacecon los vapores, las construcciones maravillosas delo impalpable. Y me decía, a través de mi contem-plación: «Todas esas fantasmagorías son casi tanbellas como los ojos de mi hermosa amada, la lo-cuela monstruosa de ojos verdes.»

De pronto, sentí una violenta puñada en laespalda y oí una voz ronca y encantadora, una vozhistérica y como enronquecida por el aguardiente, lavoz de mi chiquilla amada, que decía «¿Cuándoacabas de comerte la sopa, o... mercader de nu-bes?»

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- XLV -

El tiro y el cementerio

A la vista del cementerio, Bebidas.» ¡Mues-tra singular -díjose nuestro paseante-, pero buenapara excitar la sed! De fijo que el dueño de estataberna sabe apreciar a Horacio y a los poetasdiscípulos de Epicuro Quizá hasta conoce el pro-fundo refinamiento de los antiguos egipcios, paraquien no había buen festín sin esqueleto o sin unemblema cualquiera de la brevedad de la vida.»

Y entró, se bebió un vaso de cerveza frentea las sepulturas y se fumó lentamente un cigarro.Luego tuvo la ocurrencia de bajar a aquel cemente-rio de hierba tan alta, tan invitadora, y en que rein-aba un sol tan rico.

En efecto, la luz y el calor eran rabiosos yhubiérase dicho que el sol, ebrio, se revolcaba cuanlargo era sobre una alfombra de flores magníficas,alimentadas por la destrucción. Un inmenso rumorde vida llenaba el aire -la vida de los infinitamentepequeños-, cortado a intervalos regulares por elcrepitar de los disparos de un tiro próximo, que es-tallaban como la explosión de los tapones del

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champaña en el zumbido de una sinfonía con sordi-na.

Entonces, bajo el sol que le calentaba lossesos y en la atmósfera de los ardientes perfumesde la muerte, oyó que una voz cuchicheaba en latumba donde se había sentado, y la voz decía:«¡Malditos vuestros blancos y vuestras escopetas,turbulentos vivos, que tan poco os cuidáis de losdifuntos y de su divino reposo! ¡Malditas vuestrasambiciones, malditos vuestros cálculos, impacientesmortales, que venís a estudiar el arte de matar juntoal santuario de la Muerte! ¡Si supierais cuán fácil deganar es el premio, cuán fácil de tocar es la meta, ycómo todo es nada, menos la Muerte, no os fatigar-íais tanto, laboriosos vivos, y menos a menudovendríais a turbar el sueño de los que tanto tiempoha dieron en el blanco, en el único blanco verdaderode la detestable vida!»

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- XLVI -

Extravío de aureola

-Pero, ¿cómo? ¿Vos por aquí, querido?¡Vos en un lugar de perdición! ¡Vos, el bebedor dequintas esencias! ¡Vos, el comedor de ambrosía! Enverdad, tengo de qué sorprenderme.

---Querido, ya conocéis mi terror de caba-llos y de coches. Hace un momento, mientras cru-zaba el bulevar, a toda prisa, dando zancadas por elbarro, a través de ese caos movedizo en que lamuerte llega a galope por todas partes a la vez, laaureola, en un movimiento brusco, se me escurrióde la cabeza al fango del macadán. No he tenidovalor para recogerla. He creído menos desagrada-ble perder mis insignias que romperme los huesos.Y además, me he dicho, no hay mal que por bien novenga. Ahora puedo pasearme de incógnito, llevar acabo acciones bajas y entregarme a la crápula co-mo los simples mortales. ¡Y aquí me tenéis, seme-jante a vos en todo, como me estáis viendo!

-Por lo menos deberíais poner un anunciode la aureola, o reclamarla en la comisaría.

-No, a fe mía. Me encuentro bien aquí. Vossólo me habéis reconocido. Por otra parte, la digni-

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dad me aburre. Luego, estoy pensando con alegríaque algún mal poeta la recogerá y se la pondrá enla cabeza impúdicamente. ¡Qué gozo hacer a unhombre feliz! ¡Y, sobre todo, feliz al que me dé risa!¡Pensad en X o en Z! ¡Vaya! ¡Sí que va a ser gra-cioso!

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- XLVII -

La señorita Bisturí

Cuando llegaba yo al extremo del arrabal, alos destellos del gas sentí que un brazo se escurríasuavemente por debajo del mío, y oí una voz que aloído me decía:

-Es usted médico, ¿verdad?

Miré; era una chica alta, robusta, de ojosmuy abiertos, con ligero afeite; sus cabellos flotabanal viento, como las cintas de su gorra.

-No, no soy médico. Déjeme pasar.

-Sí. Usted es médico. Se lo conozco. Ven-ga a mi casa. Quedará contento de mí. ¡Ande!

-Sí, sí; ya iré a verla, pero más tarde, des-pués del médico. ¡Qué diablo!...

-¡Ah, ah! -lanzó, sin soltar mi brazo, conuna carcajada-. Es usted un médico bromista; heconocido varios por el estilo. Venga.

Me gusta con pasión el misterio, porquesiempre tuve la esperanza de aclararlo. Así, pues,me dejé arrastrar por la compañera, o más bien, poraquel enigma inesperado.

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Omito la descripción del tugurio; la podríanencontrar en varios conocidísimos poetas france-ses. Sólo -detalle que no advirtió Regnier- dos o tresretratos de doctores célebres estaban colgados dela pared.

¡Qué mimos recibí! Buen fuego, vino calien-te, cigarros; y al ofrecerme aquellas cosas tan bue-nas, mientras ella encendía también un cigarro, lachistosa criatura me decía:

-Figúrese usted que está en su casa, amigomío; póngase cómodo. Así recordará el hospital ylos buenos tiempos de la juventud. ¡Anda! ¿Dedónde ha sacado estas canas? No estaba usted así,no hará mucho todavía, cuando era interno de L...Recuerdo que en las operaciones graves usted measistía. ¡Aquél era un hombre amigo de cortar, desajar y raspar! Usted le iba dando los instrumentos,las hilas y las esponjas. ¡Y con qué orgullo decía,una vez hecha la operación, mirando el reloj debolsillo: «¡Cinco minutos, señores!» ¡Oh! Yo voy portodas partes. Ya conozco yo a todos esos caballe-ros.

Algunos instantes después, tuteándome,volvía a su estribillo y me decía:

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-Eres médico. ¿Verdad, gatito mío?

Aquella muletilla ininteligible me hizo po-nerme en pie de un brinco.

-¡No! -grité furioso.

-Pues serás cirujano...

-¡No, no! Como no sea para cortarte la ca-beza...

-Espera -continuó-. Vas a ver.

Y de un armario sacó un legajo de papeles,que no era sino una colección de retratos de losmédicos ilustres de entonces, litografiados por Mau-rin, que muchos años he visto expuesta en el QuaiVoltaire.

-Mira. ¿Reconoces a éste?

-Sí; es X. Además, tiene el nombre debajo;pero lo conozco personalmente.

-¡Ya decía yo! Mira. Aquí está Z, el que de-cía en clase, hablando de X: «Ese monstruo, quelleva en la cara lo negro de su alma.» ¡Y todo por-que no era de su opinión en cierto asunto! ¡Qué risalevantaba todo esto en la escuela por aquel enton-ces! ¿Te acuerdas? Mira: éste es K, el que denun-

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ciaba al Gobierno a los insurrectos que curaba en elhospital. Eran tiempos de motines. ¿Cómo podrátener tan poco corazón un hombre tan guapo? Aquítienes ahora a W, un médico inglés famoso; lo pes-qué cuando vino a París. Parece una señorita,¿verdad?

Y, corno yo tocase un paquete atado conun bramante que había sobre el velador:

-Espera un poco -dijo-, éstos son los inter-nos, y los del paquete, los externos.

Desplegó en forma de abanico un montónde fotografías que representaban caras más jóve-nes.

-Cuando nos volvamos a ver, me darás turetrato, ¿verdad, querido?

-Pero -le dije, siguiendo yo a mi vez con miidea fija-, ¿por qué crees que soy médico?

-¡Eres tan simpático y tan bueno con lasmujeres!

-¡Lógica singular! -dije para mis adentros.

-¡Oh, no suelo engañarme! He conocidomuchísimos. Tanto me gustan esos caballeros que,

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aun sin estar enferma, voy a verlos muchas vecesnada más que por verlos. Hay quien me dice fría-mente: «¡Usted no tiene enfermedad ninguna!»Pero otros hay que me comprenden, porque leshago gestos.

-¿Y cuando no te comprenden?...

-¡Hombre! Como les he molestado inútil-mente, les dejo diez francos encima de la chimenea.¡Son tan buenos y tan cariñosos esos hombres! Hedescubierto en la Pitié un chico interno, bonito comoun ángel, y ¡tan bien educado! ¡Lo que trabaja elpobre chico! Sus compañeros me han dicho que notiene un cuarto, porque sus padres son pobres y nopueden enviarle nada. Eso me ha dado confianza.Después de todo, bastante guapa ya soy, aunqueno demasiado joven. Le he dicho: «Ven a verme,ven a verme a menudo. Y por mí no te apures; yono necesito dinero.» Pero ya comprenderás que selo he dado a entender con muchos miramientos; nose lo dije así, en crudo; ¡tenía tanto miedo de humi-llarle al pobrecillo! Pues bueno, ¿creerás que tengoun capricho tonto y que no me atrevo a decírselo?¡Quisiera que viniese a verme con el estuche y eldelantal, hasta un poco manchado de sangre!...

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Lo dijo en tono muy cándido, como unhombre sensible diría a una cómica de la que estu-viese enamorado: «Quiero verla vestida con el trajeque saca en ese famoso papel que ha creado.»

Siguiendo en mi obstinación, continué:

-¿Puedes acordarte de la época y de laocasión en que ha nacido en ti esa pasión tan espe-cial?

Difícilmente conseguí que me entendiera,pero lo logré al cabo. Solo que entonces me con-testó con aire tristísimo, y, si no recuerdo mal, hastaapartando de mí los ojos:

-No sé..., no me acuerdo...

¿Qué rarezas no encuentra uno en unagran ciudad, cuando sabe andar por ella y mirar? Enla vida, los monstruos inocentes pululan. ¡Señor,Dios mío! ¡Vos, el Creador; Vos, el Maestro; Vos,que hicisteis la ley y la libertad; Vos, el Soberanoque deja hacer; Vos, el Juez que perdona; Vos, queestáis lleno de motivos y de causas, y que habéispuesto acaso en mi espíritu el gusto por el horrorpara convertir mi corazón, como la salud en la puntade una cuchilla; Señor, apiadaos, apiadaos de loslocos y de las locas! ¡Oh, Creador! ¿Pueden existir

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monstruos ante los ojos de Aquel que sólo sabe porqué existen, cómo se han hecho y cómo hubieranpodido no hacerse?

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- XLVIII -

Any Where Out of the World

(En cualquier parte, fuera del mundo)

Hospital es la vida en que cada enfermoestá poseído del deseo de cambiar de cama. Estequerría padecer junto a la estufa y aquél cree quese curaría frente a la ventana.

A mí me parece que estaría bien allí dondeno estoy, y esa idea de mudanza es una de las quediscuto sin cesar con mi alma.

«Dime, alma mía, pobre alma enfriada,¿qué te parecería vivir en Lisboa? Allí hará calor, yte estirarás como un lagarto. La ciudad está a laorilla del agua; dicen que está edificada en mármol,y que tanto odia el pueblo a lo vegetal, que arrancatodos los árboles. Ese es un paisaje para tu gusto,un paisaje hecho con luz y con mineral, y lo líquidopara reflejarlo.»

Mi alma no contesta.

«Puesto que tanto te gusta el reposo, conel espectáculo del movimiento, ¿quieres venirte aHolanda, tierra beatífica? Tal vez te divirtieras enese país cuya imagen has admirado tantas veces

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en los museos. ¿Qué te parecería Rotterdam, a tique gustas de los bosques de mástiles y de losnavíos amarrados al pie de las casas?...»

Mi alma sigue muda.

«¿Te sonreiría tal vez Batavia? Encontrar-íamos en ella, desde luego, el espíritu de Europaenlazado con la belleza tropical.»

Ni una palabra. ¿Se me habrá muerto elalma?

«¿Conque a tal punto de embotamientohas llegado que sólo en tu mal te recreas? Si así es,huyamos hacia los países que son analogía de lamuerte. ¡Ya tengo lo que nos conviene, pobre alma!Haremos los baúles para Borneo. Vámonos aúnmás allá, al último extremo del Báltico; más lejosaun de la vida, si es posible; instalémonos en elPolo. Allí el sol no roza más que oblicuamente latierra, y las lentas alternativas de la luz y la obscuri-dad suprimen la variación y aumentan la monotonía,que es la mitad de la nada. Allí podremos tomarlargos baños de tinieblas, en tanto que, para diver-tirnos, las auroras boreales nos envíen de tiempo entiempo sus haces sonrosados, como reflejos de unfuego artificial del infierno.»

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Al cabo, mi alma hace explosión, y sabia-mente me grita: «¡A cualquier parte! ¡A cualquierparte! ¡Con tal que sea fuera de este mundo!»

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- XLIX -

¡Matemos a los pobres!

Durante quince días me recluí en la habita-ción, rodeado de los libros de moda entonces -harádiez y seis o diez y siete años-; quiero decir de loslibros en que se trata del arte de hacer a los pueblosdichosos, buenos y ricos en veinticuatro horas. Hab-ía, pues, digerido -es decir, tragado- todas las elu-cubraciones de esos contratistas de la felicidadpública de los que aconsejan a todos los pobres quese hagan esclavos y de los que llegan a persuadir-les de que todos son reyes destronados-. No habráde causar sorpresa que estuviese yo entonces enuna disposición de espíritu cercana del vértigo o dela estupidez.

Únicamente me había parecido que sentía,confinado en el fondo de mi intelecto, el germenobscuro de una idea superior a todas las fórmulasde buena mujer, cuyo diccionario había recorrido yono hacía mucho. Pero no era más que la idea deuna idea, algo infinitamente vago.

Y salí con una gran sed. Porque el gustoapasionado de las malas lecturas engendra unanecesidad en proporción de aire libre y de refrescos.

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A punto de entrar en la taberna, un mendi-go me alargó el sombrero, con una de esas miradasinolvidables que derribarían tronos si el espíritumoviese la materia y si los ojos de un magnetizadorhiciesen madurar las uvas.

Al mismo tiempo oí una voz que me cuchi-cheaba al oído, una voz que reconocí perfectamen-te: era la de un Ángel bueno o la de un Demoniobueno, que a todas partes me acompaña. Puestoque Sócrates tenía su Demonio bueno, ¿por qué nohabía yo de tener mi Ángel bueno, y por qué notendría, como Sócrates, el honor de alcanzar micertificado de locura, firmado por el sutil Lélut y porel avispado Baillarger?

Esta diferencia existe entre el Demonio deSócrates y el mío; que el de Sócrates no se le mani-festaba sino para defender, avisar o impedir, y elmío se digna aconsejar, sugerir, persuadir. El pobreSócrates no tenía más que un Demonio prohibitivo;el mío es gran afirmador, el mío es Demonio deacción, Demonio de combate.

Su voz, pues, me cuchicheaba esto: «Sóloes igual a otro quien lo demuestra, y sólo es dignode libertad quien sabe conquistarla.»

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Inmediatamente me arrojé sobre mi mendi-go. De un solo puñetazo le hinché un ojo, que en unsegundo se volvió del tamaño de una pelota. Mepartí una uña al romperle dos dientes, y como nome sentía con fuerza bastante, porque soy delicadode nacimiento y me he ejercitado poco en el boxeo,para matar al viejo con rapidez, le cogí con unamano por la solapa del vestido, le agarré del pes-cuezo con la otra y empecé a sacudirle vigorosa-mente la cabeza contra la pared. He de confesarque antes había inspeccionado los alrededores enuna ojeada, para comprobar que en aquel arrabaldesierto me encontraba, por tiempo bastante largo,fuera del alcance de todo agente de policía.

Como en seguida, de un puntapié en la es-palda, bastante enérgico para romperle los omopla-tos, acogotara al débil sexagenario, me apoderé deuna gruesa rama que estaba caída y le golpeé conla energía obstinada de los cocineros que quierenablandar un biftec.

De repente -¡Oh milagro!, ¡oh goce del filó-sofo que comprueba lo excelente de su teoría!- vique la vieja armazón de huesos se volvía, se levan-taba con energía, que nunca hubiera sospechadoyo en máquina tan descompuesta, y con una mirada

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de odio que me pareció de buen agüero, el decrépi-to malandrín se me echó encima, me hinchó ambosojos, me rompió cuatro dientes, y con la misma ra-ma me sacudió leña en abundancia. Con mi enérgi-ca medicación le había devuelto el orgullo y la vida.

Hícele señas entonces, para darle a enten-der que yo daba por terminada la discusión, y, le-vantándome tan satisfecho como un sofista delPórtico, le dije: «¡Señor mío, es usted igual a mí!Concédame el honor de compartir conmigo mi bol-sa; y acuérdese, si es filántropo de veras, que atodos sus colegas, cuando la pidan limosna, hayque aplicarles la teoría que he tenido el dolor deensayar en sus espaldas.»

Me juró que se daba cuenta de mi teoría yque sería obediente a mis consejos.

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- L -

Los perros buenos

A M. Joseph Stevens.

Nunca me avergoncé, ni aun delante de losescritores jóvenes de mi siglo, de admirar a Buffon;mas hoy no he de llamar en mi ayuda al alma deese pintor de la Naturaleza pomposa. No.

De más buena gana me dirigiría a Sterne,para decirle: «¡Baja del Cielo, o sube hasta mí delos Campos Elíseos, para inspirarme en favor de losperros buenos, de los pobres perros, un canto dignode ti, sentimental, bromista, bromista incomparable!Vuelve a horcajadas en el asno famoso que teacompaña siempre en la memoria de la posteridad;y, sobre todo, que no se lo olvide al asno traer, deli-cadamente suspenso entre sus labios, el inmortalmacarrón!»

¡Atrás la musa académica! Nada quiero consemejante vieja gazmoña. Invoco a la musa familiar,a la ciudadana, a la viva, para que me ayude a can-tar a los perros buenos, a los pobres perros, a losperros sucios, a los que todos echan, como a pestí-feros y piojosos, excepto el pobre con quien se hanasociado y el poeta que los mira con ojos fraternos.

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¡Malhaya el perro hermosote, el gordocuadrúpedo, danés, king-charles, dogo o faldero,tan encantado consigo mismo, que se lanza indis-cretamente a las piernas o a las rodillas del visitan-te, como si estuviera seguro de agradar, turbulentocomo un niño, necio como una loreta, a veces aris-co e insolente como un criado! ¡Malhayan sobretodo esas serpientes de cuatro patas, temblorosas ydesocupadas, que se llaman galgos, y que ni siquie-ra dan albergue en su hocico puntiagudo al suficien-te olfato para seguirle la pista a un amigo, ni en lacabeza plana la inteligencia bastante para jugar aldominó!

¡A la perrera todos esos aburridos parási-tos!

¡Vuélvanse a la perrera sedosa y mullida!Yo canto al perro sucio, al perro pobre, al perro sindomicilio, al perro corretón, al perro saltimbanqui, alperro cuyo instinto, como el del pobre, el del gitanoy el del histrión, está maravillosamente aguijado porla necesidad, madre tan buena, verdadera patronade las inteligencias!

Canto a los perros calamitosos, ya sean delos que van errantes, solitarios, por los barrancossinuosos de las inmensas ciudades, ya de los que

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dijeron al hombre abandonado con ojos pestañean-tes e ingeniosos: «Llévame contigo, y con nuestrasdos miserias haremos acaso una especie de felici-dad.»

«¿Adónde van los perros? -decía, años ha,Néstor Roqueplán en un folletón inmortal que haolvidado sin duda, y del cual puede ser que sóloSainte-Beuve y yo nos acordemos hoy todavía.»

¿Adónde van los perros, preguntáis, hom-bres sin atención? Van a sus quehaceres.

Citas de negocios, citas de amor. A travésde la bruma, a través de la nieve, a través del barro,bajo la canícula que muerde, bajo la lluvia que cho-rrea, van, vienen, trotan, pasan por debajo de loscoches, excitados por las pulgas, la pasión, la nece-sidad o el deber. Como nosotros, se levantaron demañanita y se buscan la vida o corren a sus que-haceres.

Los hay que duermen en una ruina de su-burbio, y vienen, un día y otro, a hora fija, a recla-mar la espórtula a la entrada de una cocina del Pa-lais Royal; otros que acuden en tropel, desde másde cinco leguas, para compartir la comida que lespreparó la caridad de ciertas doncellas sexagena-

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rias, que entregan a los animales el corazón des-ocupado, porque los hombres ya no lo quieren.

Otros que, como negros cimarrones, enlo-quecidos de amor, dejan en ciertos días su viviendapara venir a la ciudad a corretear durante una horaen derredor de una perra guapa, algo negligente desu tocado, pero altanera y agradecida.

Y todos son puntualísimos, sin cuadernos,notas ni carteras.

¿Conocéis; Bélgica, la perezosa, y habéisadmirado, como yo, a esos perros vigorosos engan-chados a la carretilla de los carniceros, de la leche-ra, del panadero, y que demuestran con sus ladri-dos triunfantes el placer orgulloso que sienten alrivalizar con los caballos?

¡Mirad ahora a dos que pertenecen a unorden más civilizado todavía! Permitidme que osintroduzca en el cuarto del saltimbanqui ausente.Una cama, de madera pintada, sin cortinas; unasmantas que arrastran, mancilladas por las chinches;dos sillas de paja, una estufa de hierro, uno o dosinstrumentos de música, descompuestos. ¡Qué tris-te mobiliario! Pero mirad, os lo ruego, aquellos dospersonajes inteligentes, vestidos con trajes a la vez

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raídos y suntuosos, con gorros de trovador o demilitar, que vigilan con atención de brujos la obra sinnombre puesta a cocer en la estufa encendida, conuna larga cuchara en medio, que se yergue, planta-da como uno de esos mástiles anuncio de edificioterminado.

¿No será justo que comediantes tan celo-sos no se pongan en camino sin echarse al estó-mago el lastre de una sopa fuerte y sólida? ¿Y noperdonaréis un poco de sensualidad a esos pobre-tes, que han de afrontar todo el día la indiferenciadel público y las injusticias de un director, que setoma la parte más abultada y se come él solo mássopa que cuatro comediantes?

¡Cuántas veces contemplé, sonriente y en-ternecido, a todos esos filósofos de cuatro patas,esclavos complacientes, sumisos o abnegados, quee l diccionario de la República podría calificar igual-mente de oficiosos, si la República, harto ocupadade la felicidad de los hombres, tuviese tiempo pararespetar el honor de los perros!

¡Y cuántas veces he pensado que habrá talvez en alguna parte -¡quién sabe, después de todo!-, para recompensar tantos ánimos, tanta paciencia ylabor, un paraíso especial para los perros buenos,

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para los pobres perros, para los perros sucios ydesolados! ¡Swedenborg afirma que hay uno paralos turcos y otro para los holandeses!

Los pastores de Virgilio y de Teócrito espe-raban, en premio de sus cantos alternativos, unbuen queso, una flauta del mejor artífice o una ca-bra de tetas hinchadas. El poeta que ha cantado alos pobres perros tuvo por recompensa un hermosochaleco, todo de un color, rico y marchito a la vez,que hace pensar en los soles de otoño, en la belle-za de las mujeres maduras y en los veranillos deSan Martín.

Ninguno de los presentes en la taberna dela calle de Villa-Hermosa olvidará la petulancia conque el pintor se despojó del chaleco en favor delpoeta; también comprendió que era bueno y honra-do cantar a los pobres perros.

Tal un magnífico tirano italiano, del buensiglo, ofrecía al divino Aretino ya una daga con or-nato de pedrería, ya un manto de corte, a cambio deun precioso soneto o de un curioso poema satírico.

Y cuantas veces el poeta se pone el chale-co del pintor, se ve obligado a pensar en los perrosbuenos, en los perros filósofos, en los veranillos de

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San Martín y en la belleza de las mujeres muy ma-duras.

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Epílogo

A la montaña he subido, satisfecho el corazón.

En su amplitud, desde allí, puede verse la ciudad:

un purgatorio, un infierno, burdel, hospital, prisión.

Florece como una flor allí toda enormidad.

Tú ya sabes, ¡oh Satán, patrón de mi alma afligi-da,

que yo no subí a verter lágrimas de vanidad.

Como el viejo libertino busca a la vieja querida,

busqué a la enorme ramera que me embriagacomo un vino,

que con su encanto infernal rejuvenece mi vida.

Ya entre las sábanas duermas de tu lecho matuti-no,

de pesadez, de catarro, de sombra, o ya te enga-lanes

con los velos de la tarde recamados de oro fino,

te amo, capital infame. Vosotras, ¡oh cortesanas!,

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y vosotros, ¡oh bandidos!, brindáis a veces place-res

que nunca comprende el necio vulgo de gentesprofanas.