páramos lejanos - adelanto

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Barcelona, 1900. Los recursos se están agotando, la contaminación domina la Tierra y la naturaleza vive sometida a la industria y el progreso. El mundo se desmorona y todo sigue su rutina. La Fundación, una corporación privada dedicada a tratar de resolver los problemas de la humanidad, recibe de repente en sus instalaciones a un viajero del futuro. Porta un diario de sus viajes y una fotografía tomada en 1899 de un joven de veinte años destinado a cambiar el futuro: Oriol. Contra su voluntad, Oriol es enviado por la Fundación al futuro. Allí deberá encontrar y llevar al pasado el secreto para reparar la contaminación y permitir que el progreso siga adelante. Pero ¿y si la naturaleza ya ha reparado las cosas por su cuenta? ¿Y si el mundo futuro vive mejor sin progreso ni humanidad? ¿Merecerá la pena romper las leyes del destino para recuperar una civilización perdida entre las cenizas?

TRANSCRIPT

© Páramos Lejanos.© Josué Ramos.

© Ilustración de portada: David Puertas.

© Fotografía Monarch Butterfly cape 2014-2015 Costurero-Real

Corrección: Sergio R. Alarte.Maquetación y diseño: Kharmedia.es

Primera edición: Octubre 2015

© Kelonia Editorial 2015Apartado de correos 56. 46133 - Meliana (Valencia)[email protected]

ISBN: 978-84-942964-9-9Depósito legal: V-2428-2015

Para mi Aliss, el único personaje que apareció de la nada para cambiar el rumbo de la Historia.

Para ti, que creaste una historia que compartiremos para siempre.

Para ti, que evitaste el gran desastre.

T 7 T

Libros, urnas de ideas;libros, arcas de ensueño;

libros, flor de la vidaconsciente, cofres místicos

que custodiáis el pensamiento humano;nidos trémulos de alas poderosas,

audaces e invisibles;atmósferas del alma;

intimidad celeste y escondidade los altos espíritus.

Libros, hojas del árbol de la ciencia;libros, espigas de oro

que fecundara el verbo desde el caos;libros en que ya empieza desde el tiempo,

libros (los del poeta)que estáis, como los bosques,

poblados de gorjeos, de perfumes,rumor de frondas y correr de agua;

que estáis llenos, como las catedrales,de símbolos, de dioses y de arcanos.

LibRoS

T 8 T

Libros, depositarios de la herenciamisma del universo;

antorchas en que ardenlas ideas eternas e inexhaustas;cajas sonoras donde custodiados

están todos los ritmosque en la infancia del mundo

las musas revelaron a los hombres.

Libros, que sois un ala (amor la otra)de las dos que el anhelo necesita

para llegar a la Verdad sin mancha.

Libros, ¡ay!, sin los cualesno podemos vivir: sed siempre, siempre,

los tácitos amigos de mis días.

Y vosotros, aquellos que me disteisel consuelo y la luz de los filósofos,

las excelsas doctrinasque son salud y vida y esperanzas,

servidle de piadosos cabezalesa mi sueño en la noche que se acerca.

Amado Nervo

T 9 T

Esta historia no es sencilla de explicar. Primero, porque no es mi historia. Claro, si la hubiese vivido yo —ya me gustaría— quizá podría entenderlo todo y escribirla entera, pero eso ni su protagonista lo logró. Yo viví el inicio y recibí su parte en forma de diario inacabado, así que no puedo más que contar hasta donde yo sé, un fragmento muy pequeño dentro de este complejo cuento.

Por eso es mejor que sea el narrador quien rellene los huecos. Él tiene una forma de ver el mundo, el espacio y el tiempo muy diferente a la nuestra; solo él sería capaz de contarnos toda la aventura. Sí, esa es la mejor opción: el narrador omnisciente; el que todo lo ve y el que todo lo sabe. Porque esta es una historia de viajes a través del tiempo, la historia de un viajero del futuro que vuelve al pasado diciendo que todavía debe partir para poder volver y... Bueno, como digo, es mejor que sea el narrador quien se encargue porque yo no haría más que complicar las cosas.

aclaracion a modo de prefacio

,

T 10 T

Con su permiso y su aprobación, me limitaré a contar cómo comenzó y cómo terminó todo para mí, desde mi punto de vista. Cuando la historia pase a tercera persona, sabrás que mi parte ha terminado. Esa será mi despedida. Y como no sé en qué año estás tú, ya que con los viajes en el tiempo nunca se sabe, procuraré dejar mi intervención lo más clara posible.

Jordi Ridal

PARTE I

ORIOL

A 13 A

Barcelona; 17 de Abril, 1900

M e llamo Jordi Ridal. Jordi es nombre catalán, por cierto. Me lo puso mi padre, Joan, con quien vivo en Barcelona desde que nací. Si no me equivoco,

toda la historia tendrá lugar aquí. Si tienes la ciudad localizada en el mapa, no tendrás que mover mucho el dedo de ese punto, así que por ese lado no temas que la historia se complique.

Mi padre trabaja en una empresa conocida como la Fundación, situada en un recinto enorme junto al mar, en pleno centro. No sé lo que significa ese nombre, ahora que lo pienso, pero todo el mundo la conoce así: “La Fundación”.

Es curioso, no tengo ni idea de a qué se dedican a pesar de haber ido allí ya un montón de veces, cuando acompaño a mi padre al trabajo porque no tiene con quien dejarme. Gracias

Capitulo 1,

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a uno de los guardias de la entrada, aprendí que el recinto fue una ciudadela hace mucho tiempo; una ciudadela como las de la época medieval, una especie de castillo inexpugnable. La había mandado construir uno de los reyes de España, uno que parecía demasiado inteligente, para controlar toda la ciudad desde allí.

Por suerte, con el tiempo la fortaleza desapareció y Barce-lona decidió convertirla en un parque. Pero entonces la gente comenzó a protestar porque no quería parques en la ciudad. “No, una ciudad no es para los árboles”, decían. “Las ciudades son para las personas”. Y el alcalde respondió a las quejas di-ciendo que no le habían dejado terminar la frase. Un parque... de atracciones; él quería un parque de atracciones, no un par-que para árboles y flores. Bien, quizás tenía idea de incluir un zoológico con animales, y los animales necesitarían árboles, plantas, hierba... pero sobre todo habría exposiciones, monta-ñas rusas, globos aerostáticos, cuevas, puentes, túneles y rui-do; mucho ruido. Pero la gente no lo quiso. No, decían que era una tontería gastar los cuartos en esas cosas. Lo que la ciudad necesitaba no era diversión ni parques para relajarse. Lo que la ciudad necesitaba era industria, modernidad y lujos; atraer a extranjeros y gente con dinero. Así que el alcalde decidió asfal-tar la hierba, poner postes de luz en lugar de árboles y grandes, estáticos edificios, en donde pensaba colocar montañas rusas.

Yo aún no había nacido cuando pasaron esas cosas, soy muy joven, y no dije nada cuando me lo contaron; pero no entiendo por qué, después de tantos años, ahora tenemos todo

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eso en lo alto del monte Tibidabo, con autómatas y todo. Al final, Barcelona pagó mucho más dinero por el parque nuevo. Y está mucho más lejos que el viejo, porque hay que coger un funicular —uno de esos ascensores colgados de un cable para trepar las montañas— solo para poder subir hasta allá.

El caso es que con las obras a medio hacer y un montón de dinero ya gastado, el alcalde decidió vender todo el terreno a una empresa privada. Solo así la Ciudadela sería ocupada y el ayuntamiento recuperaría su inversión. Y la empresa que lo compró fue la Fundación.

Ahora toda esta zona parece mucho más una fortaleza que antes, aunque no ataca ni defiende la ciudad. Simplemente, está aislada de todos. No es que hagan nada malo, pero, si descubren algo importante, no quieren que la gente robe sus secretos. Es lógico.

Hay todo tipo de experimentos en invernaderos, pabello-nes con animales salvajes —animales que el ayuntamiento ya tenía comprados para el zoológico—, experimentos de alta tecnología, experimentos bajo el mar... y uno de los más im-portantes intenta arreglar la contaminación de la ciudad. El polvo y el humo de las fábricas parece niebla espesa, y apenas deja ver. El caso es que está todo tan podrido que casi no se puede andar por la calle, por eso tenemos que salir con más-caras de gas casi todo el tiempo. Supongo que es el precio que hay que pagar para tener una ciudad moderna.

A veces Barcelona trabaja tanto que se apagan de repente todas las luces y no vuelve la electricidad hasta unas horas

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después. Pero la Fundación tiene un generador de energía propio para seguir funcionando, aunque todos los demás estén a oscuras. Claro, no es tan divertido cuando toda la ciudad habla por las calles y en los cafés de la oscuridad del día anterior, y de todo lo que pasó, cuando yo ni siquiera me había percatado de que la ciudad se había quedado sin luz.

Cuando era más pequeño, me gustaba mucho venir a la Fundación, y me siguen gustando los laboratorios, eso sí. Además, como cada día hay más contaminación y ya casi nunca puedo salir a jugar sin máscara, aquí estamos bien. Pero ¿de qué me sirve estar en un laboratorio moderno si no puedo tocar nada? Todo el tiempo tengo que pasarlo encerrado en una pequeña oficina, en la que solo hay papeles aburridos y una ventana para mirar a los científicos con sus investigaciones y sus experimentos.

El caso es que ya no pasaba nada que me pareciera intere-sante, hasta el día que comenzó esta historia. De tanto mirar casi había aprendido de memoria cómo era la máquina en la que trabajaban, que ocupaba casi toda la sala: una máquina del tiempo. Básicamente, una silla colocada sobre una plata-forma redonda, rodeada por seis columnas y con un techo; todo ello de metal, como si fuera un quiosco del parque que el alcalde no pudo terminar. La silla nunca se movía de su sitio porque estaba atornillada a la base de la plataforma. Apenas podía ver sus entrañas más que cuando abrían paneles aquí y allá para ajustar su mecánica o el aparato eléctrico, a través de las columnas y el techo; parecía un mosaico hecho a piezas.

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Cada uno de ellos estaba marcado con uno o dos pilotos de luces parpadeantes. Cada vez que una luz fallaba, se abría su panel para buscar el error. Pero desde mi punto de vista, en su interior yo no veía más que cables de todos los tamaños reco-rriéndola como si fuera su sistema nervioso. La silla parecía una silla normal, con el asiento y el respaldo acolchados. Pero hasta los acolchados estaban rellenos de cables.

El interior de las columnas solo pude verlo unas pocas veces, porque casi nunca las abrían para trabajar dentro de ellas. Creo que las dejaban así porque funcionaban bien. Lo que nunca debió de funcionar fue el casco, que siempre estaba en el suelo. De no ser porque de él sobresalían un montón de cables, que iban a dar al respaldo de la silla, y por las luces que lo coronaban como si fuesen dos cuernos iluminados de azul y rojo, parecería un casco normal. A pesar de ser lo más vistoso del conjunto, creo que era por su culpa que nunca hicieron muchos avances. Nunca pudieron enviar a nadie al pasado ni al futuro, y parecía que estarían siempre trabajando sin conseguir nada.

Pero aquel día lograron poner en marcha toda la máquina. Las luces estaban encendidas, incluso las del casco. Todos los sistemas estaban en marcha y la plataforma parecía un tiovivo a punto de arrancar.

Un hombre esperaba en una esquina de la sala con un chimpancé colgado al cuello. Debía de ser el “viajero del tiempo”. Al parecer pretendían enviarlo al futuro, aunque el animal daba muestras de no tener idea de qué querían hacer

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con él. Las bobinas que alimentaban la máquina, rodeándola, comenzaron pronto a soltar chispazos. Algunos científicos estaban muy nerviosos. Mi padre dijo que debían continuar. Desde la oficina pude oírle gritar:

—¡No apaguéis nada! ¡No, ahora que estamos tan cerca de lograrlo! ¡Tenemos que continuar!

De repente explotaron las bombillas de la sala. Todo se quedó a oscuras, iluminado solo por la luz naranja de los chispazos. Las bobinas comenzaron a lanzarse arcos eléctricos entre ellas, de un color azul muy vivo, con un crujido agudo tan ensordecedor que nos obligó a tapar nuestros oídos. Parecía que la máquina iba a explotar en mil pedazos, pero no fui capaz de apartar la mirada de la ventana. Tenía que verla.

Mi padre fue el único que no se tapó los oídos. Hizo un gesto para que sentaran al mono en la silla y le pusieran el casco. Pero el animal estaba tan asustado que no paraba de chillar y de agarrarse a su cuidador. No quería subirse a la plataforma, y hacía bien. Nadie se atrevería a hacerlo.

El hombre intentó obligarlo, empujando; los demás, ti-rando. Pero el mono se revolvía entre ellos como si fuera chi-cle. Al final logró escabullirse y esconderse debajo de un escri-torio lleno de cajas y papeles que nadie usaba nunca.

Entonces, las bobinas crearon entre ellas un campo de electricidad. Y de repente todo se transformó en una fuerte explosión de luz que nos lanzó lejos de la plataforma. La sacudida fue tan violenta que, a pesar de que el cristal no se rompió, me lanzó también a mí contra la pared. Durante unos

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segundos creí que la explosión me había dejado ciego. Solo podía oír a la gente gritar, sin ver nada. Incluso reconocí la voz de mi padre, pero no podía verlo.

Me levanté como pude entre papeles y carpetas tirados por el suelo, tratando de no resbalar y caer. Al tacto, di con una mesa. La rodeé para sentarme en la silla y allí me quedé, esperando a recuperar la vista. Solo pasaron unos minutos hasta que el generador eléctrico puso en marcha las luces de emergencia. Me levanté para acercarme a la ventana. El laboratorio estaba revuelto, la máquina echaba humo y no había nadie en ella. Todos seguían tirados por el suelo y no veía a mi padre por ningún sitio. Pero algo llamó mi atención: ¡había un vagabundo sentado en la silla!

Un segundo antes no había nadie, y ahora había un hombre inconsciente, o muerto, vestido de una forma muy extraña. Parecía sacado de la calle, sucio y viejo, con heridas y cicatrices en la cara y en los brazos. Una de ellas, la más grande, le atravesaba toda la mejilla derecha desde el ojo.

Golpeé la ventana para que alguien me hiciera caso. Pero todos estaban tan aturdidos por la explosión que nadie escuchaba los golpes. Solo reaccionaron cuando lo oyeron caer sobre el metálico suelo de la plataforma.

Un par de científicos corrieron hacia él, tratando de ayu-darlo, mientras se preguntaban quién era y de dónde había salido. Ahora parecía despierto, pero no se podía poner de pie. Mi padre se acercó a él a tiempo de escuchar lo que murmu-raba. ¿Estaría a punto de morir?

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Dijera lo que dijese, hizo que mi padre se quedara blo-queado. El color abandonó por completo su rostro y se que-dó sin habla. Solo pudo reaccionar para recoger lo que el hombre le ofrecía, antes de caer de nuevo sin sentido: un libro.

Uno de los científicos corrió al teléfono para llamar a la enfermería, gritando sin cesar; mi padre no se movía, con el libro en la mano. Todo se paralizó para él. Y yo, aterrado, me dejé caer al suelo, contra la pared. Pasé por lo menos media hora sin poder salir de la oficina y sin hacer nada más que esperar a que alguien viniese a por mí. ¿Cómo era posible que al encender la máquina apareciera aquel hombre de repente? ¿De dónde había salido?

Me quedé dormido hasta que la puerta de la oficina dejó entrar a mi padre. Traía consigo el libro que el vagabundo le había dado. Supe que algo iba muy mal cuando me apretó con fuerza entre sus brazos, contra su pecho. Parecía asustado y apurado, sin saber a quién recurrir. Y si algo en este mundo me da miedo, es ver a mi padre asustado.

—¿Qué le pasó a ese hombre?—No lo sé.—Pero, ¿está...?—Sí, Jordi. Está muerto —respondió, terminando mi

frase.—¿Pero cómo puede ser? ¿De dónde...?—De cuándo, Jordi —me interrumpió—. La pregunta es

de cuándo.

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—Pero...—Escucha. Esto es muy importante. Lo que pasó hoy

aquí es secreto y no debes contárselo a nadie, ¿de acuerdo? Prométeme que no lo hablarás con nadie.

—Está bien.—Con nadie.—Con nadie. Prometido. Ni siquiera sé qué es lo que

pasó… No dijo más. No le gustaba reconocer cuándo no tenía

respuestas. Y sobre todo si tenía que ver con su trabajo. Lo único que hizo fue rebuscar entre los papeles del suelo, sin soltar el libro, hasta que dio con el cartapacio que le interesaba recuperar.

—¿Qué pasará ahora con la máquina, padre?—No lo sé. Está bien y, al menos, ya sabemos que funcio-

na. Pero lo primordial ahora es descubrir de dónde salió ese hombre. Y lo único que tenemos de él es este libro. —Como si fuera un valioso tesoro, me mostró su portada. Era un cua-derno bastante grueso, de tapas duras y hojas viejas; y estaba lleno de notas sueltas—. Pero ahora no tenemos tiempo para pensar en él. Tengo que dejarlo en lugar seguro, y solo puedo confiar en ti para hacerlo. ¿Lo protegerás por mí?

—¿Yo? —pregunté extrañado. Mi padre nunca me había confiado nada importante.

—Sí, claro que sí. Necesito a alguien de confianza pero que no esté implicado en el proyecto.

—¿Qué quieres decir?

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—Jordi, saber cosas del futuro puede ser muy peligroso. Si alguien de la Fundación lo lee y descubre algo que no debe...

—¿Del futuro?—¿Lo esconderás por mí, Jordi?—Claro que sí, padre —respondí hinchando el pecho.Sonrió. Por primera vez, podía serle de utilidad.—No dejes que nadie lo vea —añadió, mirándome a los

ojos—. ¿Dónde está tu cartera, la cartera de la escuela? —Sin esperar, fui a recogerla—. Es muy importante que nadie lo en-cuentre —me explicó, abriéndola y metiendo el libro dentro, entre mis cosas—. Nadie debe saber que está aquí, ¿entien-des? Nadie. Déjalo dentro hasta llegar a casa.

»Uno de los guardias de seguridad va a venir a por ti dentro de un rato y te llevará en coche. Pero ni siquiera él debe verlo. Tendrás que quedarte solo en casa hasta que yo llegue. ¿Tienes tu máscara?

—Sí, padre. Está colgada detrás de la puerta.—No olvides llevarla contigo.—¿Y si quiere saber qué pasó?—No preguntará nada. Trabaja para la Fundación y sabe

lo que no debe preguntar.—¿No preguntará por el libro?—Ni siquiera sabe que existe. Si tú no le cuentas nada ni

se lo enseñas, todo irá bien.—¿Y qué pasará con usted, padre?—Yo tengo que seguir trabajando. Tenemos que encontrar

a alguien que nos ayudará a resolver este misterio.

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—Lléveme con usted. Puedo ayudar sin hacer preguntas. Ni siquiera...

—No, Jordi. No puedo —me cortó—. Tú debes proteger el libro. Ese es tu trabajo. Si no lo llevas tú a casa, ¿en quién puedo confiar?

—Entiendo —respondí, agachando la cabeza. Tenía tantas ganas de ir con él... Pero tenía razón.

—Ah. Casi lo olvido. —Llevó una mano de nuevo a la cartera para sacar del libro una fotografía muy antigua, que se guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Era tan vieja que casi parecía que iba a deshacerse entre sus dedos. Se trataba del retrato de un joven unos diez años mayor que yo, y parecía de nuestro tiempo, vestido con ropa como la nuestra. No pude leer el nombre, pero la fecha era 1899: ¡el año pasado!—. Esto es parte del libro. Pero de momento tengo que llevarla conmigo.

—¿Va a buscar a ese chico?Mi padre se irguió, mirándome con cara seria. Me mordí la

lengua para no preguntar más. ¿De dónde había sacado aquel hombre del futuro esa fotografía? ¿Tendría el libro relación con aquel chico? Y lo más importante, ¿seguiría vivo?

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L a feria se dividía en dos tipos de feriantes: los ambulantes, que debían estar siempre en movimiento para llamar la atención de la gente; y

los fijos, que necesitaban un escenario y debían aguardar a que el público viniese a ellos tras pagar entrada. Estos últimos actuaban siempre en pasillos del mal, casas del terror o casetas de los horrores. Por ejemplo, el hombre comedor de pollos, la mujer urraca, el hombre elefante, la mujer barbuda, el perro de dos testuces, el unicornio ciclópeo... y Oriol era uno de ellos.

Para él, la admiración del público había sido emocionante durante las primeras mil actuaciones, más o menos; pero tener que repetir lo mismo todos los días, varias veces al día, y siempre en el mismo lugar, había convertido sus funciones en una monotonía aburrida y sin sentido. Y el escenario, por

Capitulo 2,

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llamarlo de alguna manera, no era más que un espacio en el que cabían él, su silla y una mesa, rodeado todo por telas negras a modo de paredes y con un telón de frente, que se erguía cuando el público estaba preparado. Se había hartado de escuchar los “oh” y “ah” de la gente siempre en el mismo lugar. Él quería ser ambulante.

Le había pedido al jefe unas cien veces que le permitiera salir del escenario para moverse entre el público, sorprender a la gente en la calle con su habilidad y cobrar lo que cada cual quisiese aportar, como hacían los malabaristas y los payasos. Pero el jefe estaba seguro de que así perderían dinero. Su lugar estaba en la escena, en el Pasillo de las Maravillas y los Horrores.

—Si no hay maravillas y horrores en el Pasillo de las Ma-ravillas y los Horrores, la gente no pagará por entrar —decía siempre el jefe con sorna.

—¿Y no puede hacer una excepción? —repetía Oriol—. Póngame a prueba tan solo unos días. Unos días...

—No sería rentable ni por uno solo. Si tú pierdes el tiem-po, yo pierdo el dinero. No puede ser, Oriol. Eres mucho más útil en el pasillo. Allí la gente vacía los bolsillos antes de entrar para ver todo lo que hay dentro, sea la que sea; y en la calle no es lo mismo. En la calle tienes que ser llamativo, original.

—¿Y no soy original?—¿Imaginativo? Para nada.—Por favor, jefe... No soporto esa casucha en la que me

encierra todos los días. ¿Es que no ve que este pasillo tiene mucho más de horror que de maravilla?

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—Y por eso necesito a gente como tú. Tal como están los horrores, no puedo permitirme el lujo de prescindir de ninguna maravilla. Todos tenéis vuestro lugar ahí dentro. Y tú también, Oriol. Tú eres el mayor paréntesis de maravilla en medio de tanto horror.

¿Cómo responder a algo así? El jefe siempre ganaba con su labia de feriante, discutiendo con Oriol o discutiendo con la clientela. Lo único que podía hacer cada vez era volver a ocupar su lugar y esperar en su rincón a que comenzara el siguiente pase.

Colocó las cosas sobre la mesa y se ajustó la corbata y el chaleco antes de sentarse en la silla, asegurándose de que todo estaba en orden. Con las manos sobre la mesa, esperando a que el telón se levantara, sintiéndose acorralado como un pájaro enjaulado, como un pez en una pecera seca. No podría aguantar mucho más tiempo trabajando allí, pero si no, ¿qué otra cosa podría hacer para ganarse el pan? ¿Qué otra cosa sabía hacer?

Desde que los murmullos maravillados de los hombres y los grititos agudos de horror de las mujeres comenzaron a sonar hasta que su telón se abrió, apenas pasaron unos minutos. Y en cuanto vio a la gente frente a la escena, cambió su expresión de desagrado por una enorme sonrisa.

Las caras de los espectadores eran las de siempre. Las mujeres, blancas por haber visto algo horrible y tensas por si Oriol preparaba alguna maldad; los hombres, tratando de mantener la compostura sin aflojar el cuello de la camisa; y

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los niños, decepcionados por no ver un pollo con vida sobre la mesa ni deformidad alguna en Oriol. Parecía que no había nada preparado para hacer gritar a las señoras.

—Buenas tardes, señoras y señores —comenzó, escon-diendo su marcado acento catalán, tratando de imitar lo mejor posible al jefe—. Permitan que me presente. Mi nombre es Oriol y aunque tengo veinte años, les aseguro que mi memoria es más basta que la de cualquiera de sus abuelos. ¡Prodigiosa!

—¡No lo asegures, demuéstralo! —gritó un hombre, sonriendo con malicia.

—De acuerdo, señor. Acepto el reto. Preste atención.Llegados a este punto, Oriol estaba obligado a responder

siempre de la misma forma: abriendo la primera página del libro que tenía sobre la mesa y recitándola completa, pero sin mirar. Podía cambiar de libro en cada función, eso sí. Esta noche tocaba Charles Dickens con Historia de dos ciudades:

—“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiem-pos...”

—“... la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación” —continuó el hombre—. Yo también conozco el principio de ese libro, nen. No es difícil de aprender.

—¿Hasta qué punto, señor? —objetó Oriol, sonriendo—. “Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto” —continuó—. “En una palabra, aquella época era

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tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, solo es aceptable la comparación en grado superlativo”.

—Aprender una página completa de un libro escogido… —dijo una señora, decepcionada—. Eso lo hicimos todos en la escuela.

—¡Era mejor el que arrancaba la cabeza de los pollos de un mordisco! —gritó un niño.

—¡Podría recitarlo completo! —respondió Oriol—. Solo tienen que escoger el capítulo y yo repetiré cada palabra.

—No, yo tengo una idea mejor —intervino de nuevo la señora—. Escojamos otro título. De otro libro. A ver si eres capaz…

—Tiene razón —dijo uno.—¿Y si coincide que lo conoce? —preguntó otro.—Tengo una idea mejor. ¿Leyeron ustedes la prensa de

hoy? —preguntó Oriol, sorprendiéndolos a todos—. Mejor aún, ¿leyeron ustedes todos los periódicos de hoy?

—Nadie haría algo así —dijo un hombre—. Solo se lee lo que importa. Nada más.

—Yo, en cambio, leí y memoricé todas y cada una de las palabras de toda la prensa matutina de hoy.

—Imposible. Harían falta días para aprenderse un solo periódico.

—Y sin embargo, con una lectura me basta.De repente, los “oh” y “ah” que tanto odiaba, pero que el

jefe adoraba, comenzaron a llegar.

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—Yo tengo aquí La Vanguardia de hoy —dijo un hombre, mostrándole el ejemplar que guardaba bajo el brazo—. ¿También leíste este?

—“La Vanguardia. Martes 17 Abril 1900” —comenzó el muchacho—. “Desfile de la quincena. Londres. El atentado contra el príncipe de Gales y el viaje de la reina Victoria. Las regatas universitarias. El sport hípico. Movimiento teatral. Las defensas de Inglaterra en 1800 y en 1900”.

Todos estaban alrededor del hombre, comprobando que no se equivocaba en una palabra.

—Sigue, chaval. Eso es solo el enunciado. Recita por lo menos el primer párrafo completo de la primera noticia.

—“La noticia del atentando contra el príncipe de Gales en la estación de Bruselas causó aquí la profunda impresión que es de suponer dadas las grandes simpatías de que indudablemente goza toda la familia real en este país y muy estensivas al presunto heredero de la corona. Afortunadamente el telegrama del príncipe dirigido al lord Mayor, en el que daba cuenta de haber salido ileso...”.

—Increíble —saltó una mujer, aplaudiendo—. Pobre, no le hagan sufrir.

—No sufro, señora, pierda cuidado. Puedo recitar cualquier cosa —dijo Oriol, aunque en el fondo agradecía que aquella mujer pidiera que le dejasen parar. La noticia era tan larga y aburrida que ya no tenía ganas de seguir adelante.

—¿Cuantas veces tuviste que leer esta noticia hasta memorizarla, chico? —preguntó el hombre.

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—Solo una, señor. No más.Ahora sí, el hombre y todos los demás aplaudieron

también. Oriol sonrió y saludó; y el telón cayó.Pero cuando oía que toda la gente se había marchado

hacia la siguiente atracción, la tela de su espalda se abrió para dejar pasar a dos hombres, acompañados del jefe. No era habitual que permitiera interrupciones en el pasillo durante una función, aunque los clientes ya hubieran pasado al siguiente número. Y menos aún que permitiera pasar a gente que no estaba relacionada con el espectáculo. Oriol llevaba trabajando allí más de un año y no recordaba una sola vez que se hubiese saltado esa norma.

—¿Qué pasa? —preguntó, extrañado. El jefe tomó dos sillas para que los dos hombres pudiesen sentarse con él a la mesa—. ¿Qué pasa? —repitió asustado—. ¿Quiénes son estos? ¿Qué quieren?

—Son doctores de la Fundación —dijo el jefe, en pie, sin sentarse—. Tienen algo muy importante que contarte. —Hasta parecía pálido—. Escucha, por favor.

Los doctores se tomaron su tiempo para sentarse.—Ni siquiera sé sus nombres.—Yo soy el doctor Joan Ridal y él es mi colega, el doctor

Baesta —comenzó al fin el que parecía el más importante. Ni uno ni otro le habían quitado ojo de encima en todo el tiempo desde que el jefe había abierto la cortina, como si lo conocieran de antes. Uno lo miraba con asombro, pero éste… ¿con admiración?—. Nuestros nombres no importan —con-

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tinuó—. De momento solo tienes que saber que venimos en nombre de la Fundación.

—¿Y qué quiere de mí, si es que puede saberse?—Bien. Es difícil de explicar… —Parecía no querer decir

directamente lo que pretendían de él, lo cual le incomodaba y ponía aún más a la defensiva—. La pregunta es qué quieres tú de la Fundación, Oriol. ¿Qué esperas tú de nosotros?

El muchacho se quedó unos segundos en silencio, pen-sando qué contestar. ¿Sería esta alguna propuesta para entrar a trabajar con aquella gente? Quizá sus habilidades le serían útiles en lo que quiera que hiciesen allí dentro. Pero había oído tantas cosas sobre aquel recinto…

—¿Yo? —comenzó, extrañado—. Yo qué voy a querer, si nunca entré allí ni sé a qué se dedican. Vivo en Barceloneta y ni siquiera suelo acercarme a la Ciudadela.

Sin decir más, el doctor sacó una fotografía de un bolsillo interior de la chaqueta. La mantuvo boca abajo, como si fuese una carta que jugar, hasta que estuvo sobre la mesa, a la vista de Oriol.

—¡Esa foto es mía! —exclamó enfadado. Miró al jefe, ex-trañado. ¿Pero por qué les había dado aquella fotografía? Era un documento personal y no tenía permiso para dársela a na-die—. ¡Es la que me hicieron el verano pasado para el archivo!

—Lo sabemos.—Pero lo raro es que no es la misma foto, Oriol —dijo el

jefe, palideciendo—. Yo reaccioné igual que tú al verla, pero la tuya está aquí. Mira.

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El jefe sacó la original y la echó sobre la mesa, junto a la otra.

—Han hecho una copia…—Jamás salió de mi archivo. Te lo prometo.—Míralas bien, muchacho —añadió el doctor Ridal,

tendiéndole las dos.Oriol dedicó un segundo a compararlas. Una era mucho

más vieja, con manchas por todas partes y rotos en las esquinas; pero seguía siendo una copia de la suya.

—¿En qué piensas, chico? —preguntó el doctor Baesta.—Son iguales.—No exactamente. ¿Qué las hace diferentes?—Esta mancha... estos rotos... la original no los tiene.

Pero eso solo significa que son ustedes unos manazas.—Jajaja. No, ojalá fuese eso. Aún no los tiene, pero los

tendrá.—¿Qué significa “los tendrá”? —Que esta foto llegó a nosotros esta mañana. —Ridal

sonrió—. Y tiene muchos más años que la tuya.—Eso es imposible. ¿Pero qué juego de feria es este?

—Miró con disgusto al jefe.—No tiene nada que ver conmigo, Oriol.—Ya, como la fiesta de despedida de Dan el año pasado,

¿no? Tampoco tenía nada que…—Oriol, despierta —le interrumpió su jefe, aterrado—.

Esta gente es importante. Y no tienen nada que ver conmigo. ¿Te crees que se prestarían a hacerte una broma estúpida?

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Esto va en serio. Es una versión del futuro de la misma foto, de la tuya.

—Una versión, por cierto, que tú mismo nos trajiste —añadió Ridal—. O, desde tu punto de vista, que nos traerás.

—Que yo traje… ¿de dónde? ¿Pero de qué hablan?—Eso es lo que necesitamos aclarar, muchacho. Por eso

es necesario que vengas con nosotros a la Fundación. Tene-mos mucho que preguntarte y todo por aclarar.

—No puedo. Tengo que volver a actuar dentro de dos horas.

—No tendrás que actuar jamás, Oriol —intervino el jefe, con desgana—. Ya no trabajas en la feria. Ahora trabajas para ellos. Tendrás que hacer lo que te piden.

—Jefe. Pero ¿qué le pasa? ¿Qué es lo que no me quiere contar?

—Lo siento, Oriol —murmuró el jefe, marchándose con la cabeza baja.

Oriol miró a los doctores. Ridal guardó las dos fotos en el bolsillo, pero ninguno de los dos fue capaz de sostenerle la enfurecida mirada a Oriol. Le estaban ocultando algo. Pero ¿qué podía ser? ¿A qué venía esa tontería de las fotos duplicadas? ¿Y qué tenía que ver él con un lugar como la Fundación?

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O riol permanecía en silencio en una esquina de la celda, con la cara escondida entre las manos, como si la oscuridad no le dejara moverse. Sin

darle explicaciones, lo habían encerrado nada más llegar a la Fundación. Y aquí aún se sentía peor que en su rincón de la feria.

Todo estaba oscuro y solo llegaban a él los ruidos y las voces del exterior para saber que no estaba solo.

Intentó repasar todo lo que había sucedido en su vida en los últimos días, por si había hecho algo para que lo tuvieran preso, pero no se le ocurrió nada. ¿Qué podrían tener contra él si ni siquiera sabía a qué se dedicaba la Fundación? Tenía muy mal carácter, eso sí, pero no había hecho nada a nadie que le hiciera merecer esta celda. Además, ¿a qué venía esa tontería de las fotos?

Capitulo 3,

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Le pareció que unos pasos se acercaban. Resonaban contra el suelo, cada vez más rápidos y fuertes, hasta que se pararon justo frente a su puerta. Levantó la mirada sin ver nada, centrado en escuchar cómo manipulaban el cerrojo. Se irguió, creyendo que al fin le dejarían salir, pero solo se abrió, de un golpe, una pequeña ventana en la parte alta de la puerta. Se acercó a ella y tuvo que estirarse para poder mirar fuera, ya que le quedaba algo alta; debía de ser una celda para gigantes. Miró a la derecha y a la izquierda y no vio a nadie.

—Eh, Oriol —dijo una voz—. ¿Eres tú, no? ¿Oriol?—¿Quién habla?—Aquí abajo...Un niño de algo más de diez años saltaba intentando

hacerse ver.—¿Quién eres? —preguntó Oriol, estirado, pegado a la

puerta—. ¿Cómo sabes mi nombre?—No me conoces. Soy Jordi, el hijo de Joan Ridal.—¿También trabajas para la Fundación?—No, claro que no —rio Jordi, tapándose la boca—.

Solo tengo trece años. Vaya —rio de nuevo, nervioso—. Todo se cumple al pie de la letra. Qué raro.

—No entiendo nada. ¿De qué me conoces?—Leí tu libro.—¿¡Pero de qué hablas!? ¿¡Qué libro!?El grito de Oriol acompañado de un puñetazo en la

puerta sonaron tan fuerte a través del pasillo que Jordi no

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pudo evitar saltar hacia atrás, asustado. En sus ojos vio que estaba deseando marcharse.

—No te vayas, por favor. Lo siento mucho —se disculpó, tratando de expresarse todo lo que podía—. Tienes que perdonarme, pero es que llevo ya varias horas encerrado en esta celda, sin luz ni explicaciones. Tu padre y su gente dijeron cosas muy raras, cosas que no había oído en la vida y que ni entendí, pero que se supone que debería saber. No sabía de qué estaban hablando. Y esta celda ni siquiera tiene una cama en la que poder descansar. ¡Tengo que tirarme en el suelo como un perro! —Golpeó la puerta de nuevo, asustando a Jordi otra vez—. Perdona. Lo siento mucho. Es que estoy tan confuso y agobiado…

Jordi se acercó de nuevo a la puerta de la celda, despa- cio.

—Es para osos.—¿Cómo dices? ¿Osos?—Sí, osos. Todo este pasillo es para encerrar animales,

y la tuya es para osos. Por eso no hay cama ni luz. Y por eso la puerta es tan grande y pesada, y la ventana está tan alta. Porque es para osos, no para personas. Aunque ellos también reaccionaban así, golpeando las puertas con rabia.

—Vaya. Ahora resulta que también soy una fiera… —Oriol volvió a golpear la puerta pero, viendo que a Jordi le había hecho gracia el comentario, no pudo evitar sonreír también—. ¿Y puede saberse por qué me tienen aquí? Creía que la Fundación ya tenía un zoo para sus bichos.

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—Lo hay. Pero a veces mantienen aquí algunos animales mientras experimentan con ellos. Están encerrados durante días, les inyectan cosas, les hacen pruebas de inteligencia... yo no entiendo esas cosas. Solo vengo aquí, a veces, por curiosidad. Pero hace tiempo que no vengo. No me gusta nada cuando los experimentos les ponen los ojos rojos. Cuando pasa eso, hasta los más dóciles se vuelven muy agresivos.

—¿Pero de qué hablas? ¿Se puede saber qué me van a hacer?

—Tranquilo, no te preocupes. No te van a hacer nada malo. Vengo muchas veces con mi padre y te prometo que no te van a hacer nada.

—¿Con tu padre?—Sí... Bueno, ahora no. A veces tengo que venir con él

porque trabaja muchas horas y no me deja quedarme solo en casa. Hoy vine sin su permiso —murmuró, emocionado por la travesura—. Es que quería conocer al autor del libro.

—Sigo sin saber de qué libro me hablas... Ni siquiera sé por qué todo el mundo parece tan interesado en mí.

—Oh, vaya. Es cierto. Perdona. Mejor será que te lo ex-plique. El caso es que mi padre trabaja en una máquina para viajar en el tiempo, en un módulo próximo a este, en otra ala del mismo edificio. Ayer intentó enviar al futuro un mono que ahora está encerrado a tres celdas de la tuya.

—Ya, bueno… —murmuró Oriol, cansado de tonterías—. ¿Pero qué tiene que ver conmigo?

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—Cuando pusieron la máquina en marcha, antes de poder subir al mono, ¡apareció un hombre! —gritó emocionado. Tapándose la boca, como si temiera que su voz resonase en el pasillo, continuó más calmado—: Ese hombre traía un libro en la mano lleno de notas y apuntes; y una foto.

—¿Una foto? ¿Mi foto?—Sí, una foto hecha hace ahora un año. Eres tú, ¿ver-

dad?—Pero esa foto es muy diferente a la mía. No puede ser.

No puede ser.—Claro que sí. Porque ese hombre trajo una versión del

futuro de la misma fotografía; la misma. Igual que él era una versión del futuro de ti mismo.

—¿¡Yo!? ¿Y se puede saber por qué estáis tan seguros de que era yo?

Jordi se quedó unos segundos pensando, mirando al sue- lo.

—No recuerdo esta escena —murmuró—. Pero yo leí el libro y es un diario. Sé que fuiste tú quien lo escribió.

—Yo nunca escribí un diario. No es mío. No es a mí a quien buscan.

—Aún no. Pero lo harás. Describirás el mundo futuro… Hay incluso un dibujo de una especie de dinosaurio alado, aunque está sin terminar. Pero incluye tus vivencias y tu firma. ¿Cómo, si no, sabría yo de ti, si mi padre nunca me contó nada? Pero yo sé que ese hombre del futuro eres tú, más mayor, mucho mayor. Apareciste de repente, desde

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el futuro, y traías bajo el brazo ese libro con tu propia foto para ayudarnos a localizarte cuando eras joven. Es decir, para localizar tu versión de hoy en día.

—Yo nunca haría algo así.—Y, sin embargo, ya lo has hecho.—Vale. Suponiendo que sea cierto lo que dices, ¿dónde

está? Quiero verlo.Jordi dio unos pasos atrás, confundido.—No puedo dártelo.—¿Cómo que no? Si no paras de decir que es mío. Si es

mi diario personal, quiero verlo. ¡Necesito leerlo!—No. No puede ser.Oriol golpeó la puerta con los puños cerrados.—¡Dámelo!—No puede ser. No puedo.—¡Que me lo des!—¡Lo quemé! ¡Ya no existe!—¿Qué? ¿¡Que hiciste qué!?—Hice lo que debía. Tendrás que descubrir cada cosa a

su tiempo, no ahora.—Pero tú ya lo leíste.—No puedo, de verdad. No puedo.—No puedes dejarme así. Ahora no puedes dejarme así.

Tú pareces saberlo todo sobre mí. Leíste toda mi vida en un libro. ¡Toda mi vida!

—No debo. Tengo que seguir tus instrucciones.—Pues haz lo que te digo…

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—No. Todavía no puedes entenderlo, pero lo harás. Vine corriendo a conocerte en cuanto terminé de leerlo, aunque implica desobedecer a mi padre, porque tú me lo pediste. Quiero hacer lo correcto. No puedo contarte más.

—¿Yo te pedí que vinieras hoy a hablar conmigo?—Sí, porque así es como empieza. Esta charla es el

detonante de todo. Lo primero que deberás escribir cuando...—¿Cuándo?—No, Oriol. No puedo... Por favor, no puedo decirte

nada más. No puedo cambiar las cosas. Todo tiene que ser como lo escribiste.

—Bien, pues respóndeme a esto: ¿de dónde voy a sacar ese diario, eh? ¿Y cómo es que tengo esa foto conmigo en el futuro, si ahora la tiene tu padre? Y todas esas notas de las que me hablas… ¿dónde están? ¿Cómo sabré cuántas y cuáles son?

—No lo sé, no lo sé… Pero el hecho de que el libro haya regresado indica que su futuro ya está escrito. No se puede cambiar. De un modo u otro, todo terminará por cumplirse.

—¿Es algo así como un sistema de seguridad?—Sí, algo así. El futuro no está escrito, pero si traes algo

de allí hacia atrás...—Te estás asegurando de que ese algo sea permanente.—Exacto. ¿Lo ves? Fue idea tuya.—¿Mía? No. Qué va.—Sí —sonrió Jordi—. Acabas de tenerla ahora mismo.—¿Y por eso quería que vinieras aquí? ¿Para meterme en

la cabeza las ideas justas?

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—Sí, porque así es como recordarás el pasado. Porque recordarás esta charla como parte de los sucesos justo antes de que te envíen al futuro.

—¿¡Justo antes!? ¿Será hoy mismo?—Ahora, dentro de nada.—¿Pero por qué?—Mi padre hablará contigo y te dirá que en el futuro hay

un artefacto que podría acabar con la contaminación de la Tierra para siempre. Tu misión será traerlo aquí para cambiar el mundo y permitirnos seguir adelante con nuestro modo de vida, sin tener que renunciar a la industria y la tecnología modernas.

—Pero si solo traje el libro, ¿fracasé? ¿Fracasaré?—Dependerá de tu punto de vista decidir si fracasaste o

no.

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J ordi desapareció de repente, sin despedirse ni dar explicaciones, a tiempo para huir de los dos hombres altos y fuertes que venían por el pasillo para sacar a

Oriol de la celda y llevarlo al laboratorio, donde estaba la máquina del tiempo.

El padre de Jordi y otros científicos lo estaban esperando. La sala estaba revuelta, pero parecía que la máquina ya estaba lista para funcionar. Todos trabajaban en ella, cada uno en una parte de la maquinaria, consultando sin cesar unas ajadas hojas de papel que mantenían como oro en paño sobre una de las mesas.

De repente, llegó el doctor Baesta corriendo y con una gran cantidad de papeles entre las manos, directo a entregárselos al doctor Ridal. Oriol se acercó a ellos, intrigado, sabiendo que los dos forzudos no lo perderían de vista. No se

Capitulo 4,

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atrevió a preguntar nada, pero se fijó en que los que el hombre traía eran copias de los papeles que había sobre la mesa.

—Son copias de los diseños que necesitarás para hacer funcionar la máquina —le explicó el doctor Ridal, sin reparo—. Pero recuerda que lo último será accionar aquello —añadió señalando a un enorme interruptor, colocado en una pared—. Tendrás que estar sentado en ese momento, así que necesitarás a alguien en quien confíes para que te ayude. Guarda bien los papeles en el diario para traerlos de vuelta. No pierdas ninguno. Y no se los enseñes a nadie.

—Pero si ahora hace falta tanta gente para ponerla a punto, ¿cómo voy a hacerlo yo solo?

—Tranquilo. Una vez te hayas marchado, nos dedicaremos a proteger la máquina para que siga intacta, y a modificarla para que puedas lograrlo.

—¿Y si no lo consiguen?—Lo conseguiremos si seguimos los diseños que tú

trajiste del futuro.—¿Yo? ¿Y de dónde se supone que voy a sacarlos?—Son diseños que ya tenemos aquí, del puño y letra de

nuestra gente. Solo tuvimos que hacer unos pocos cambios para que todo fuera estable. Irán con las instrucciones que te daremos para ponerla en marcha por ti mismo cuando vuelvas. Solo tienes que guardarlos para traerlos de vuelta ayer.

—No entiendo. Pero ¿quién descubrió los errores?—Es lo que se llama una paradoja temporal, muchacho.

No le des más vueltas. —Sonrió Baesta.

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—¿Qué significa eso? ¿Que estoy predestinado a hacerlo? En ese caso, no debería preocuparme.

—¿Tú lo recuerdas?—No, claro que no.—Entonces es algo que aún debes hacer. No subestimes

eso.—No lo entiendo. Todo esto es nuevo para mí.—Es nuevo para todos, Oriol —respondió, sincero, el

doctor—. ¿Puede cambiarse el pasado desde el futuro? ¿Puede influenciarse en el futuro desde el pasado? Esas preguntas tendrás que responderlas tú solo.

Baesta hizo un gesto a los hombres, que llevaron a Oriol a sentarse en una esquina de la sala mientras todos los demás trabajaban. Ahora le tocaba aguardar a que experimentaran con él, tal como antes lo hacía el chimpancé. Tras casi una hora trabajando, los científicos al fin lo pusieron todo a punto.

—Prepárate, nen —le dijo uno de los guardas—. Ahora te toca a ti.

Las bobinas asustaron a Oriol con el ruido, pero parecían estables. Las luces, a pesar de chispear, parecían ser capaces de mantenerse encendidas. Ridal dirigía de nuevo todo el proceso gritando a unos y a otros, seguro de que todo iría bien.

—¿Van a meterme ahí? —preguntó Oriol, asustado—. ¿No explotará?

Con las piernas temblando, no pudo hacer nada por evitar que lo sentaran en la plataforma. Antes de ponerle el casco, uno de los científicos le dio una máscara de gas.

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—Tienes que ponértela ahora. Si no, no podremos ponerte el casco —le explicó el doctor Ridal. Oriol accedió, bajándosela al cuello—. Aunque, antes de empezar, quería entregarte un pequeño obsequio; por las molestias.

De uno de los bolsillos de la bata sacó un libro sin estrenar, recién comprado. Tenía que ser su diario, el libro del que había hablado Jordi. Oriol nunca lo había visto, pero estaba seguro de que Ridal había ido a comprar uno exactamente igual.

—Quería pedirte perdón por la forma en que te tratamos, y agradecerte así lo que haces por el proyecto y por el futuro de la humanidad —continuó, mintiendo. Y como Oriol no aceptaba el libro, lo colocó entre sus manos—. Es un diario. Para que escribas en él todas tus vivencias.

—¿También tengo que escribir sobre el tiempo que pasé en la celda para osos?

—Escribe lo que quieras —murmuró Ridal apartando la mirada, molesto.

Oriol tomó las hojas sueltas que habían metido entre las páginas. No entendía nada de sus códigos y sus dibujos.

—No saques esas hojas del libro. Es importante —le insistió Baesta—. Tienes que mantenerlas siempre ahí y traerlas de vuelta, ¿de acuerdo?

—¿Pero cómo sabré volver al pasado? Es decir, aunque la máquina funcione, ¿apareceré en este mismo lugar? ¿Tendré que buscarla?

—Eso nadie puede saberlo, muchacho —continuó Baesta—. No sabemos cómo será el mundo futuro. Y

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aunque lo supiésemos... —Ridal no terminó la frase. Oriol guardó silencio, incómodo, recordando lo que Jordi le había insinuado sobre el futuro. Lo que escogiese, marcaría cómo sería el pasado. Todo estaba en sus manos—. Entiéndelo, muchacho. Es importante. Nosotros haremos lo posible por trabajar en la máquina del cambio climático. Quizás nos lleve muchos años, pero merecerá la pena. Procuraremos tenerla lista y bien guardada para cuando tú llegues. Pero dependerá solo de ti que regrese a la Fundación y logremos cambiar las cosas. Eliminaremos la contaminación y arreglaremos el medio ambiente.

—¿Y cómo la encontraré?—Créeme, Oriol. Si supiera eso, no dudaría en decírtelo.

Lo único que sé es que tienes que hacer lo que sea por traerla, ¿de acuerdo? Lo que sea.

Oriol asintió, tratando de parecer convencido, y los doc-tores se alejaron haciendo gestos a los demás para que se apartasen.

—No te dolerá si no te mueves —gritó Ridal entre el creciente ruido de las bobinas—. Y ponte la máscara ya, por favor. El aire será terrible.

Oriol se quedó pensando mientras se ponía la máscara, temblando de miedo. No se había parado a pensar hasta ahora en cómo sería todo en el futuro. ¿A qué grado llegaría la contaminación? ¿Qué sería de la ciudad?

La máquina lo envolvió de repente en una poderosa luz, que cegó a todos en la sala.

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—¡Un momento! —gritó Ridal, un segundo antes de que desapareciese ante sus ojos—. ¿¡Cómo sabes que era una celda para osos!?

Oriol sonrió con malicia justo antes de esfumarse.

Cuando abrió los ojos, despacio, sintiéndose como si hubiese estado durmiendo durante toda una eternidad, tardó unos segundos en percatarse de que el viaje había sido real. Tuvo que esperar un rato para poder levantarse y recuperar fuerzas. Se sentía como si fuese un ídolo de la Antigüedad despertando tras siglos sentado en su trono, en vez de un simple muchacho que acababa de hacer un viaje instantáneo.

Sabía que no se había movido, pero se sentía desorientado y confuso. Miró en derredor. La sala era la misma, sí, pero tan distinta... Estaba envuelta en tinieblas, abandonada y echada a perder, llena de cristales, hojas secas, papeles y suciedad acumulados durante años. Estaba claro que la Fundación había dejado de existir mucho tiempo atrás.

A un paso de la silla encontró el cuaderno que le había dado el doctor Ridal, destacando en el suelo como algo demasiado nuevo para estar entre tanto desorden. Intentó meterlo a la fuerza en el bolsillo de la chaqueta, pero no fue capaz. Entre la máscara, que no le dejaba bajar la cabeza, y lo pequeño que era el bolsillo, le resultó imposible. Desistió, manteniendo el libro en la mano, y abrió la chaqueta para sacar

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el reloj de cadena del bolsillo del chaleco. No funcionaba. Ni él sabía decirle qué día era. Y no parecía haber ninguna señal que le indicase la salida. ¿Dónde encontraría la máquina que cambiaría el clima?

Solo había dos caminos posibles: uno bloqueado por muebles y ramas sueltas; y el otro, libre, en dirección a un pasillo oscuro. Por si eso fuera poco, el techo tenía enormes grietas que dejaban ver que fuera era de noche. Había otro piso encima, pero el tejado había desaparecido por completo. Por primera vez sintió miedo de lo que encontraría en este mundo. Las nubes bajas de color pardo, iluminadas por una tímida luna llena, cubrían el cielo y avanzaban despacio. De repente, las nubes dejaron huecos que le permitieron ver algo que congelaba la sangre: ¡la luna era verde! ¡Una luna llena de un increíble color verde! Pero ¿cómo podía ser? ¿Qué había pasado?

Sin pararse a pensar, echó a andar por el pasillo entre suciedad y escombros, palpando las paredes para poder avanzar. Cuanto más andaba, más cascotes debía sortear, hasta que dio con un desprendimiento del techo que le cerraba el paso pero que también formaba una montaña, que le permitió subir al piso superior.

Arriba había una zona de oficinas tan vieja y desordenada como el piso de abajo, aunque sin techo y atravesada por un roble centenario. Una nueva filtración de luz entre las nubes iluminó al árbol con un verde tan fuerte que potenció enormemente su belleza. Medía unos dos metros de diámetro,

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y sus ramas subían sanas y frondosas hasta muy por encima del edificio. Era curioso, parecía que se quisiera unir con la luna.

A su alrededor, como si la oficina todavía esperase que viniese alguien a trabajar, aún había escritorios y sillas, aparatos mecánicos y electrónicos y, como confuso testimonio del fin de la Fundación, varias armas de fuego y material militar. No eran revólveres o rifles iguales que los que él conocía y de los que había leído en la prensa, sino armas mucho más avanzadas y sofisticadas, extrañas y complejas. Se acercó a uno de los rifles, levantándolo por el cañón. Era tan pesado que resbaló entre sus manos y fue a caer de nuevo al suelo, provocando un gran estrépito. Varios pájaros huyeron asustados de entre las ramas del roble. Parecían gorriones, pero no sonaban como ningún animal que Oriol hubiese oído antes. En la oscuridad, solo sus pequeños ojos rojos hacían patente que volaban alrededor del árbol.

Cerca de las armas, sobre una mesa, Oriol vio que había más material de combate y unos chalecos modernos; no parecían ropa de vestir ni para llevar bajo la chaqueta, sino confeccionados como material militar. Estaban llenos de bolsillos por delante y por detrás, incluso en los riñones.

Oriol se sacó la chaqueta y el chaleco, que ya tenía hechos un desastre, y escogió unos de su talla. Guardó el libro en uno de los bolsillos, agradeciendo no tener que llevarlo en la mano todo el tiempo, y se recostó contra el roble, revisando todos los demás. Documentos viejos, comida empaquetada

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que ya no merecía la pena probar y material caducado. Lo único que pudo aprovechar fue una pequeña linterna que aún funcionaba. Iluminó los fusiles sopesando la idea de hacerse con uno, pero decidió descartarla. Sería demasiado peligroso. Con la luz, a pesar de ver mejor, todo le parecía más siniestro.

Sintiéndose cansado, dejó caer la cabeza contra el tronco del árbol. Se quedó unos minutos pensando en lo grande que era y lo fuerte que parecía, con pájaros anidando entre sus hojas y con la brisa del aire moviendo sus ramas. Se llevó la mano a la máscara. ¿Estaría el aire de verdad limpio? Pero no tuvo valor.

En lugar de eso, decidió trepar por las ramas y tratar de ver los alrededores. Entre nube y nube, la luz que se filtraba para iluminar la noche le ayudaba a hacerse una idea de cómo estaba la Fundación.

Subió lo máximo que pudo, en total oscuridad, hasta alzar medio cuerpo sobre la copa. Con la luz que se filtraba por entre las nubes pudo ver que todo el recinto parecía un caos de destrucción y desorden; un completo desastre. El zoo se había echado a perder, los alrededores estaban quemados y en todo lo demás reinaba la vegetación.

Los parques y las plazas estaban tan bien marcados en 1900, y eran tan pequeños, que apenas se podían ver dos árboles juntos en la ciudad. La vegetación tenía que crecer entre el espacio que le cedía el asfalto y la hierba hasta donde los jardineros le permitían, quedando retenida en pequeñas islas verdes. Todo lo demás era cemento y asfalto. Ahora, en

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cambio, era el cemento el que se veía rodeado e inundado por lo verde; y el asfalto estaba echado a perder entre las raíces de los árboles. Todo el recinto había sido conquistado y dominado por la vegetación, que crecía sin control.

Al levantarse el viento, Oriol sintió que el roble bailaba y cantaba, soltando hojas al aire y haciendo danzar a las demás, luciendo para el goce de lo que un día fue Barcelona. Las nubes avanzaron y volvieron a dejar libre a la luna. Todo fue bañado entonces por la verdosa luz. Y todo lo que quedaba de lo que en su día había sido una bulliciosa, industrializada y modernista ciudad apareció ante sus ojos. Frente a él, donde antes estaban la playa de la Barceloneta y su barrio, se había erguido un enorme muro, justo donde estaba el límite del mar. Allí se había construido en su día la zona de módulos de investigación marítima; pero ni el Mediterráneo estaba donde debía. Ahora hasta el mar había sido ocupado por un enorme y frondoso bosque sin fin. ¡Debía de llegar hasta las Baleares, hasta Italia o más allá!

La Ciudadela terminaba en aquel muro y se metía después bajo la vegetación, desapareciendo bajo las ramas como antes lo hacía bajo el Mediterráneo. Ahora, con el viento del oeste meciendo las copas de los árboles, las hojas parecían formar olas que se batían contra la desaparecida playa en la que Oriol se bañaba de pequeño.

Y al girarse para mirar hacia la ciudad, pudo reconocer la silueta del Arco de Triunfo cubierto por enredaderas, con hiedra y musgo ocupando sus arcos como antes solo el

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ladrillo rojo sabía hacerlo. Hacia allá, toda la ciudad parecía envuelta en verde; pero en pie. Todo era vegetación. Todo era naturaleza. ¿Sería eso lo que había pasado en la Luna? ¿Sería la Luna también un enorme bosque donde los robles crecían como este, mucho más de lo que nunca lo habían hecho?

Sintiéndose emocionado ante la idea, sintiendo la brisa del bosque en la cara, se liberó de la máscara de un tirón. Respiró hondo, sin miedo; el aire más puro de su vida. El mundo no pudo verlo pero Oriol sonrió, emocionado. Y todavía sonriendo, bajó del roble para dormir a su lado durante toda la noche.

Las nubes no tardaron en cerrarse. La luz de la luna desapareció de nuevo.

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D espertó entre fuertes rugidos de animales salvajes. Ya había amanecido, así que se levantó de un salto, asomándose al borde del tejado para echar

un vistazo. Un grupo de varias leonas rodeaba el edificio. Su sola visión hizo que Oriol se cayera hacia atrás, ahogando un grito, para volver a rastras a la seguridad del roble.

«Podría intentar bajar a recoger uno de los rifles. Pero ¿y si ya están dentro?».

De repente, algo pareció alterarse. La hierba alrededor del edificio comenzó a moverse entre forcejeos; peleas, carreras desesperadas y rugidos de depredadores hambrientos. Si estaban ocupadas cazando a otras presas, quizás tendría una oportunidad de huir. En cualquier caso, debía tomar una decisión rápido. Antes o después tendría que dejar la seguridad que le transmitía el árbol.

Capitulo 5,