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Qué sabe Peter Holder de amor vladimir rivera órdenes

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Vladimir Rivera Órdenes, co-guionista de la serie Gen Mishima,

en Qué sabe Peter Holder de amor, con potente imaginación y

sentimiento, todo a medio camino entre lo onírico y lo real, nos

transporta e hipnotiza. Este es un libro soñado, tan vagaroso

como definitivo; las historias de Rivera Órdenes abren el mun-

do, lo vuelven más hondo. Nocturama, el relato culminante, nos

arrastra a vidas indescifrables que, sin embargo, son revelado-

ras, donde el fuego de todas las muertes se mezcla al ritmo de

Smells Like Teen Spirit, donde lo soñado y lo vivido, lo humano y

lo diabólico, se imbrican en pequeños fragmentos de personajes

que viven en un apocalipsis perpetuo...

«Estos cinco relatos, el último de ellos formidable, construidos con una prosa seca y cubierta de imágenes

líricas, le permiten a Rivera Órdenes protagonizar un gran debut literario».

Patricia Espinosa, en Las Últimas Noticias.

«Auspiciosa, interesante, bien montada». Juan Manuel Vial, en La Tercera.

«El amor, parece pensar Rivera, es la emoción que tiene la llave para la jaula del desencanto».

Tal Pinto, en The Clinic.

«Qué sabe Peter Hölder de amor es un ejemplo perfecto de una narración velada en la sugerencia y en el silencio».

Francisco Ovando, en revista Intemperie.

www.chancacazo.cl

El funeral del señor Maturana Andrés Valenzuela

Dynamuss Luis Felipe Torres

Geografía de lo inútil Matías Correa

La revolución de las chirimoyas Alikan Rayen

Jíbaro Hugo Forno

Cuentos alucinójenos Ignacio Bobadilla

Ciudad capital Esteban Escalona

El descorazonamiento Cristóbal Pérez Ánima adjunta Pablo Fuentes

Relatos de aquí y de allá Leonor Ovejero

Anastasia, hay una conexión íntima Pedro Pablo Achondo

Estornino Vicente José Cociña

El pasajero sin maletas Jaime Vial

Las confabulaciones Mauricio Olivera

Estilo y Destrucción Julio Faúndez Herrera

Efluvios Francisca Vargas

Rincones Ismael Rivera

Por el corazón o la verga Nibaldo Acero

La bahía del faro Juan Pablo Herrera

Historia social de los teatros en Chile, Melipilla en el siglo XX Mario Poblete & Jorge Saavedra

Filósofos chilenos y el Bicentenario Fernando Viveros (Ed.)

El sendero frugal Jacques Dupincolección satura traducciones

El país que no es Edith Södergrancolección satura traducciones

En la soledad de los campos de algodón B.-M. Koltèscolección satura traducciones

Trastos melodramáticos Pierre Sauré Costacolección dramática

Vavu Chule Romero & Pizarrocolección grafrica

Año sabático Vicente José Cociñacolección grafrica

OTROS TÍTULOSPUBLICADOS POR

Vladimir Rivera Órdenes (Parral, 1973) nace en un pequeño pueblo del sur de Chile, desde pequeño se interesó por la astronomía y los viajes siderales, pero como en ese momento no había naves espaciales, hubo de buscar otros oficios: profesor rural, pescador ocasio-nal y lectomutante. En un viaje a la Pa-tagonia descubrió cuál sería su destino: escribir 6 libros de 1.326 páginas cada uno y este gothic folk book llamado Qué sabe Peter Holder de amor es el primer intento... Dentro de su obra literaría está la co-escritura de Gen Mishima, una se-rie televisiva de ciencia ficción cotidia-na. Además, mantiene un blog llamado <educandomutantesblogspot.com>.Se considera un egonauta poyético, un viajero mental, un hombre en silencio.

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Qué sabe Peter Holder de amor

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Qué sabe Peter Holder de amor© Vladimir Rivera Órdenes, 2012.Registro de propiedad intelectual Nº 214.579

©Chancacazo Publicaciones Ltda.Santa Isabel 0545, Providencia, Santiago de [email protected]

Editor: Diego Álamos MekisDiagramación: Alejandro Palacios AnguitaImagen de la cubierta y retrato de solapa: Ales Villegas

Impresión: Salesianos Impresores S.A.

IMPRESo EN ChILE / PRINtED IN ChILE

I.S.B.N: 978-956-8940-19-5

La reproducción textual y digital de esta obra depende del previo consentimiento de su autor o la editorial, conforme a las leyes 17.036 y 18.443 de Propiedad Intelectual.

Chancacazo Publicaciones es una editorial expresiva, cuyo objetivo primordial es la publicación y divulgación de escrituras significantes, tanto textuales como gráficas. El criterio de lo significante radica en el ser humano, en su urgencia creativa y de comunicación. Chancacazo Publicaciones, bajo esta enseña, se incrusta en el medio cultural como una plataforma de participación y realización individual y colectiva.

Qué sabe Peter Holder de amorvladimir rivera órdenesRivera Órdenes, Vladimir (1973)

Qué sabe Peter Holder de amor [texto impreso]2a ed. – Santiago: Chancacazo Publicaciones, 2013.116 p.: 21 x 14 cm.- (Colección Narrativa)

ISBN: 978-956-8940-19-5

1. Narrativa Chilena 2. Cuento

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Índice

Qué sabe Peter Holder de amor 11

Aviones y hoteles 18

Casa Quemada 29

Juegos de seducción 40

Nocturama 44

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Love takes hostages. It gets inside you. It eats you out and leaves you crying in the darkness, so simple a phrase like ‘maybe we should be just friends’ turns into a glass splin-ter working its way into your heart. It hurts. Not just in the imagination. Not just in the mind. It’s a soul-hurt, a real gets-inside-you-and-rips-you-apart pain. I hate love.

the Sandman, Neil Gaiman

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Qué sAbe Peter Holder de Amor

Qué sabe Peter Holder de amor

Franz Bär escapó desde la Sociedad Benefactora Solidaridad a principios de milenio, junto con Rebecca Schneider. Antes de partir miró el campo por un momento y lo que para él había sido oscuridad durante cuarenta años de su vida, hoy lo veía bri-llar. No pudo evitar recordar los días de canícula cerca de Parral, ni esa neblina espesa de los meses de invierno ni menos las rosas de metal que algún día plantaría con el tío Sobreviviente.

—No mires pa’trás —le recomendó Rebeca Schneider.El cielo parecía incendiarse.

. . .El tío Sobreviviente lo sostuvo de la mano y lo condujo por los angostos pasillos del comedor de los varones, mientras los de-más niños terminaban de cenar. Franz Bär estaba irritable, ese día había trabajado más que nunca. La cosecha de arroz había sido abundante, además, había conducido el carro, lo cual lo llenaba de orgullo pues eran menesteres propios de los mayo-res; pero Franz siempre se vio mayor de la edad que realmente tenía. Sin embargo, estaba agotado. Carlos Möller lo acompa-ñó toda la tarde en las labores y fue el primero en avisarle que el tío Sobreviviente lo había estado vigilando durante la tarde. Franz Bär se secó el sudor con la manga de la camisa y le dijo a Carlos Möller:

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—No creo... —y rápidamente retomó sus labores con ma-yor ímpetu. No quería pensar en nada más que en el trabajo.

En la hora de la cena, el tío Sobreviviente se paseó por el comedor mientras los muchachos comían en silencio. Reco-rrió todas las hileras hasta que llegó a la mesa de Franz Bär.

—¿has visto las rosas de metal, Franz?El muchacho apenas susurró un «No, señor». Peter holder,

quien estaba un poco más allá, lo ojeó con ira.—Dicen que las rosas de metal crecen cada mil años.

¿Sabes cuánto tiempo es mil años, Franz?—No, señor —murmuró nuevamente el muchacho, mien-

tras trataba de imaginar cuánto tiempo es mil años.Un poco más allá, Peter holder dejó caer su bandeja. El tío

Sobreviviente lo miró con ternura. Caminó en dirección a este muchacho, y lo ayudó a levantar los restos de la merienda.

—¿Sabes cuánto tiempo es mil años, pequeño Peter holder?

. . .Franz se recostó en su camarote. La luz del farol entraba por los ventanales. El silencio lo cubría todo. Se giró en dirección a Carlos Möller, pero éste dormía. Se incorporó sigilosamente hacia la ventana y se quedó viendo el exterior. En la sección de mujeres, una chica con pañuelo rojo tampoco podía dormir. Sus miradas cruzaron el amplio pabellón y se encontraron. Ella levantó la mano y lo saludó. El muchacho esbozó una tibia sonrisa, imperceptible a la distancia a la que estaban. Al rato, se encendieron las luces y Franz se ocultó bajo las sábanas y es-peró que el guardia diera la ronda. Bajo las sábanas, contempló sus manos, las sintió duras, como de piedra. Durmió.

. . .

Franz Bär se limpió la boca con la servilleta y siguió tras el tío. Antes de salir al pasillo notó la mirada de Carlos Möller como diciéndole «te avisé». En la habitación, el tío le sirvió un jugo de framberry, que Franz bebió con premura. Se miraron por un momento, Franz bajó la vista y se sonrojó, pensó: «¿por qué me mira así?», y su corazón comenzó a latir fuertemente. De pronto, el tío sacó una pequeña caja envuelta en papel de regalo.

—¿Sabes, Franz? —hizo una pausa—, ¿sabes qué guardo aquí?Franz negó con la cabeza. El tío sonreía.—Una rosa de metal de este paraíso límbico…Franz no entendió a qué se refería. El tío sonrió nueva-

mente y le sostuvo el rostro. tenía la mano tibia. Se sentó junto al pequeño Franz y le rozó su rodilla.

—Las rosas de metal son flores escasas, no solo crecen cada mil años, sino que además en lugares que nunca imaginaste. Un día allá en troisdorf soñé que crecían en Parral. Fui a la biblioteca de mi escuela, consulté el mapa y después de tres meses logré encontrar donde quedaba Parral. Cuando tenía tu edad, me despedí de mis padres y marché.

El tío le acarició la espalda y le dijo: —¡Qué fuerte brazos tienes, muchacho! —y, acto segui-

do, agregó—: ¿te gusta trabajar, Franz?El muchacho asintió. La calor le subió por la espalda.—Un marinero español de nombre Aniceto Órdenes me

dijo que había visto una flor de metal en Argentina..., pero me dijo que allá eran escasas. En la noche, mientras dormía, logré ver entre sus ropas una flor de metal, pequeña, brillante como una bala de plata. Podías ver la luz de la luna reflejada ahí. Urdí un plan y se la arrebaté. Sin embargo…

Los ojos de Franz Bär estaban abiertos de par en par, atentos al relato.

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—Sin embargo —continuó el tío Sobreviviente—, las flores cuando son robadas se desvanecen en tus manos, se vuelven ríos, se vuelven lágrimas. Si quieres una flor, debes luchar por ella.

Luego, el tío guardó silencio, casi como si estuviese recor-dando con dolor el hecho. Franz miró instintivamente la caja y supuso que adentro había una flor de metal de mil años.

—¿tienes sueño, pequeño Franz?—Sí, señor —musitó, tímido, el hijo menor de la familia Bär.—Descansa, sohn, mañana te cuento cómo conseguí mi

pequeña flor de metal.Diez minutos después, ambos estaban durmiendo. El tío

Sobreviviente lo abrazaba, apretando con sus brazos el pecho impúber. Franz Bär estaba cansado y en la mañana debía con-tinuar con la faena. Antes de cerrar sus ojos, miró a través de la ventana, vio las sombras de los árboles moverse. Esa noche soñó con un campo de flores.

. . .En la mañana, mientras desayunaba, Peter holder se le acercó. El muchacho aún no le llegaba ni al hombro a Franz Bär, y con odio, con rencor, le espetó:

—No te acerques nunca más a él..., yo lo amo.Los muchachos de la cuadrilla esperaron atentos la reac-

ción de Franz. El tío hugo Bauer los miraba desde lejos, vi-gilante. Franz giró para seguir en su fila. «¿El amor?», pensó el muchacho, y aquella frase comenzó a quemarle las entra-ñas, como si fuesen hormigas de fuego que los insecticidas no son capaces de matar. Franz se sentó a desayunar. Afuera hacía una calor infernal. Franz se limitó a sonreír ante la advertencia de Peter holder.

. . .El grupo de varones se dirigió al campo. Debían terminar con la maquila antes de que comenzase el otoño. Franz comenzó a trabajar, un poco más allá Peter holder cogió su rastrillo e hizo lo mismo, no sin antes desafiarlo:

—Ey, Franz, de seguro tienes manos de gallina.Carlos Möller le susurró al pequeño Franz: —No te preocupes, solo tienes que ser un buen trabajador

y de seguro te elige a ti.Peter y Franz se miraron y, como un acto de guerra, inicia-

ron sus faenas. Ambos decidieron saltarse la hora de almuer-zo. Ninguno quería ceder su lugar. Los demás muchachos los miraban con algo de asombro. Cerca de las tres, Carlos Möller le ofreció un poco de agua a Franz Bär, pero éste, al ver a que Peter holder no cesaba de trabajar, prefirió no aceptarla. A las cuatro llegó el tío hugo Bauer y, mirando a los muchachos, exclamó:

—Estos dos están locos.Ninguno de los chicos quiso ir a la merienda de las cinco.

Cerca de las seis de la tarde, Peter cayó sobre el arroz. Franz lo miró de soslayo y quiso ir en su ayuda, pero Peter se incorporó prontamente. Sangraba por sus narices. Al rato, sonó la cam-pana del aviso de «cura», y todos los muchachos corrieron a esconderse en los domos instalados en el camino, salvo Franz y Peter, quienes siguieron trabajando. Segundos después, so-brevoló una avioneta arrojando líquido insecticida por toda la plantación. Ambos muchachos quedaron empapados. Franz no quiso mirar a Peter, pero lo imagino derritiéndose como un caracol al sol. Por un momento se quedó quieto, solo para es-cuchar el sonido de la respiración de Peter y, entre las gotas de

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su propio sudor, pudo distinguir la sombra de Peter moverse entre las espigas.

A las once, llegó la camioneta del tío Sobreviviente. Se es-tacionó en un alto, cerca de una noria. Desde ahí podía ver a los dos muchachos. Los demás chicos miraban desde los ven-tanales del dormitorio. El tío Sobreviviente auscultó el campo oscuro de arroz que, iluminado por la luna llena, parecía bri-llar y, entonces, comprendió que era una lucha, una batalla. Carlos Möller, quien no era creyente, rezó por Franz, por su vida. Cerraba sus ojos y prometía ser una buena persona.

De pronto, el tío gritó un nombre, un solo nombre que retumbó por los cuatro vientos.

Franz cerró los ojos y enterró su horqueta. Peter apenas hizo un gesto. Carlos Möller abrió los ojos y corrió a la ventana y sintió que todo se detenía.

Peter dejó caer una pequeña lágrima. Franz simuló que no escuchaba y siguió trabajando. No quiso levantar la vista, pero sintió los pasos de Peter alejarse, lentamente, como el guerre-ro que mató a los dioses y ahora vuelve a casa a cenar con la familia.

Cerca de las cinco de la mañana, la palma de la mano dere-cha del joven Franz Bär comenzó a sangrar. Rompió su camisa y se amarró un tabique. A las siete de la tarde del día siguiente cayó sobre un montón de arroz apiñado.

. . .Antes de escapar de la Sociedad Benefactora, Franz Bär le su-surró, suave como es su costumbre, a Rebecca Schneider:

—¿Qué sabe Peter holder de amor?—¿Qué dijiste, Franz?—Nada, Rebeca Schneider.

Ella miró el brillo lejano de la carretera y cubrió sus ojos.—El camino brilla como si fuera de plata —dijo ella.Franz aguzó su mirada y emitió un silencioso «sí».—¡hace calor! —exclamó ella.—Ni tanta —respondió mecánicamente Franz Bär, y

tomó del brazo a Rebecca y la condujo, suave y lento, camino a la carretera.

Ella se limitó a sostener su pañuelo rojo.

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Aviones y hoteles

La llamo apenas llego al aeropuerto de Santiago, pero su ce-lular dice estar fuera del área de cobertura. Siempre pasa lo mismo. Varias veces hemos hablado con helga sobre contratar un servicio satelital, sin embargo, nunca lo hacemos. Me tomo un café en una de las cafeterías aledañas al aeropuerto, donde también sirven un pie de limón exquisito. Siempre extrañaré el pie de limón. helga prefiere la tarta de frambuesa y los niños cualquier cosa que tenga chocolate o manjar. Miro la hora: fal-tan cincuenta y cinco minutos para que salga el próximo vuelo a Puerto Montt. En momentos como estos suelo leer.

La llamo nuevamente, pero sigue sin señal. Espero que haya revisado su correo electrónico, aunque ella es de esas personas que mira su correo solo por razones laborales y le encuentro toda la razón. Si fuera por mí, no hubiese dejado de escribir cartas y ni siquiera por algo romántico, sino más bien porque nunca encuentro nada que decir, nada que sea intere-sante. Cuando hablamos por última vez con helga me pregun-tó lo de siempre: «¿Qué has hecho?» «Nada, compré un terre-no en California, que pretendo parcelar y después me vine al hotel». No le digo que estoy leyendo un libro de Coloane que me regaló un uruguayo que estuvo de paso por el hotel. helga odia los libros de Coloane, sin embargo, a mí me gustan esas historias donde los personajes se pierden en la inmensidad de lo desconocido.

Ayer salí a comprar discos y unos regalos para los niños. Luego pasé por una agencia y me compré un pasaje de regre-so. La vendedora me dijo que haría escala en Sao Paulo y en Buenos Aires; le contesté que estaba bien; me insistió que me demoraría mucho, que mejor me compre uno que hace escala en Lima, aunque solo había pasajes para tres días más. Prefería la primera opción. Estuvimos en Sao Paulo dos horas y otras tres en Buenos Aires. Compré un periódico y chocolates. Pasé por un espejo y me vi la barriga y me dije: «Mierda, cuarenta y cinco años no es nada». ¿Pero a quién le miento?, estoy fí-sicamente arruinado. Extraño mis días de andinista, cuando recién entré a la universidad y nos íbamos con helga a subir cerros cerca de Wichita. Ambos éramos estudiantes de inter-cambio, ella venía de un pequeño pueblo cerca de Berlín, que nunca recuerdo cómo mierda se pronuncia; ¿y a quién le im-portan esas cosas? Creo que a mí tampoco.

Apenas aterrizo, compro mi pasaje a Puerto Montt. Me duermo apenas subo al avión, pero una chica me despierta. Me dice que le tiene miedo a los aviones. Le insto a que se calme, nada malo va a pasar. Me da la impresión de que no me cree, nos vamos tomados de la mano por lo que queda de viaje. Me cuenta que ha recién egresado de medicina y que se llama Romina So-ledad. Me cuenta de su ex novio Alberto y su adicción a las dro-gas, lo amaba pero que las cosas así no funcionan; me cuenta, además, que un ex compañero le ofreció un puesto de residencia en Puerto Montt, y que él era gay. Cuando vamos aterrizando, me suelta la mano y me dice que prefiere aterrizar sola. Se son-roja y sonríe levemente. La miro y también sonrío levemente. Por un momento pienso en llevármela a la cama, pero le doblo en edad. Me dice que está comenzando una nueva vida y que si no deja a su ex novio ahora, quizás nunca lo hará. Creo que la entiendo o, por lo menos, siento algo parecido a eso.

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En la salida, nos despedimos. Le pido el número de telé-fono, pero no me lo da. Me dice que mejor lo dejásemos así y, después, cuando ya iba en el taxi, comprendo que tenía razón. Le regalé mi libro de Coloane, para que se acostumbre más rápidamente a estas tierras.

Llego a casa, saco mi llave e intento abrir el portón de la calle. Sin embargo, la llave no le hace. Pruebo todas las llaves y ninguna logra abrir. toco el timbre, quizás helga esté en casa, son recién las 9:30 am y ella no se va al trabajo hasta después de las diez. Si mal no recuerdo, me dijo que cambiaría algunas chapas, que los robos, que la seguridad. Mal que mal, paso seis meses del año en Estados Unidos y ella se sentirá un poco inse-gura. En este sector de la ciudad, los robos aumentaron un 18% más que el ipc. toco. Después de unos minutos, sale un señor algo canoso. Le pregunto por helga y me dice que no conoce a ninguna helga. Yo le digo que es mi mujer y que vive en esta casa. El señor me responde que la casa la compró hace un mes. Argumento que es imposible, la casa la construí yo hace siete años, tras el nacimiento de Antonio. Me cuenta que la ofrecían en una corredora, que la vio y la compró, principalmente por la vista. Yo le respondo que lo que me motivó a comprar el terreno fue precisamente la vista, desde aquí se ve el golfo. Me dice que la casa es de él y que si no me voy del lugar, llamará a la policía. Le pido un poco de electricidad para cargar el celular, pero me responde que me vaya a hueviar a otro parte.

Entro a un café del centro, pido un cappuccino y cargo mi teléfono; marco el número de helga, pero sigue incomunica-do. Llamo a héctor, un amigo de ambos. Apenas marco, me acuerdo que le debía algo de dinero por la venta de un auto. Me contesta y le pregunto por helga.

—¿Qué no sabes? —me dice héctor.—Que no sé qué…

—helga se fue a Santiago hace un mes…—¿Con los niños?—Sí, con los niños —me responde.—oye, le digo, me encontré con un tipo que vive en la casa,

dice que la compró…—Sí, yo mismo hice los papeles.—¿¡Y por qué mierda hiciste eso!?—helga me comentó de sus problemas...—¿Qué problemas? Si tú sabí que nunca hemos tenido

problemas.—¿Y tus viajes...?—Pero eso no es un problema, son negocios.—Mira, Pablo, te vas seis meses a Estados Unidos y te

quedas por ahí, cualquier mujer se aburre…—¡Mierda!, ese es mi trabajo, nunca me dijo nada…—Lo siento, Pablo… oye, ¿y te acuerdas de la plata que

me debías?—No estoy para pensar esas cosas.Le cuelgo. Pienso que es un come verga, hijo de puta.Me quedo en un hotel, cavilo en lo que debo hacer. Re-

viso mi agenda. Puros clientes. Ningún número de colegas o amigos de helga. Pienso en las reuniones sociales que tuvi-mos juntos solo para ver si recuerdo a alguien; pero nada ni nadie se me viene a la mente. Me quedo mirando al techo, mientras veo un programa del canal Infinito: La libélula es un insecto para el que la eternidad es de solo un día; los gan-sos son monógamos; la cebra es negra y sus rayas son blancas; primero fue el huevo y después la gallina; la secretaria de Lincoln era de apellido Kennedy y la secretaria de Kennedy era de apellido Lincoln... Me da la madrugada. Me ducho y me sirven un desayuno americano y pienso que todo esto es una puta ironía.

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Decido ir al banco, a ver si reconozco algún colega de hel-ga. En principio veo a dos, pero con uno de ellos discutimos una vez de fútbol y lo mandé a la mierda, pensaba que el fútbol italiano era el mejor del mundo y yo le respondí que lo era el español. Se lo dije por joder. Discutimos hasta que la gente se fue. Al final le confesé que me importaba un gran rabanito el fútbol. Me dijo que yo era un cabrón hijo de puta. Le rompí un vaso en la mano. Casi me demanda si no fuese por helga, que en ese momento era su superior directo.

Al otro tipo le metí un dedo en el culo. Él, con otros com-pañeros de oficina de helga, una noche fueron a cenar a la casa, y yo bebí más de la cuenta. Se pusieron a cantar karaoke. Yo me dediqué a hacer coreografías; pero al rato se aburrieron y comenzaron a conversar de la pega. Me fui a la cocina tras otra cerveza cuando llegó ese tipo. Sentí que me coquetea-ba y, cuando se giró para irse, le metí el dedo en el culo. Me preguntó por qué le hacía eso, si no nos conocíamos. Le dije que no sea putita y le cerré un ojo. Volvió a preguntar por qué hacía eso, y agregó el típico «Cabrón de mierda». «Me dieron ganas», le respondí. Pensé que era gay y que necesitaba que le metieran el dedo en el culo. Recuerdo que se fue de la fiesta, sin despedirse de nadie. No creo que le hubiese dicho nada a helga. Me lo habría comentado.

Y estaba ahí ahora, vestido con un terno a rayas. Me diri-jo a su escritorio. Lo interrumpo. Me mira y baja la vista. Lo sostengo del brazo y le pregunto por helga. Me mira. Luego intenta escapar a una de las dependencias interiores del banco. Avanza unos pasos y retrocede. Me mira con sus ojos de putita. Me dice que helga se fue con Roberto, uno de los ejecutivos. Se pone histérica, deja caer unas lágrimas. Agrega que viven en Santiago. Me da la dirección. Le doy las gracias. «No me des las gracias, solo dile a Roberto que los mejores polvos de mi

vida fueron con él y que extraño su larga verga en mi culo». Se va. Pienso en Roberto y en su larga verga dándole por el culo a helga, aunque a helga no le gustaba por el culo (o eso creo).

Me tomo un avión con destino Santiago. tuve que esperar el vuelo. Leo una revista para distraerme, pero no me puedo sacar a Roberto y su enorme verga de mi cabeza. Al abordar el avión, me reencuentro con Romina Soledad, y, cambiando puesto con un viajero solitario, nos sentamos juntos. tiene los ojos rojos como si hubiese llorado toda la noche. Le pregun-to –solo para entrar en conversación– que para dónde va. Me responde que de vuelta a Santiago, su ex novio la llamó y si no vuelve con él se iba a matar. Le digo que el tipo es un psicópata. Me encuentra la razón, pero no puede vivir sin él. Llora. Quise llorar, pero me contuve. Le ofrezco mi mano. Me la da. Ambos nos vamos de la mano y en silencio.

Apenas llego a Santiago, me despido de Romina Soledad y me dirijo a casa de Roberto. tomo un taxi y desde ahí veo a Romina Soledad dudar subirse a otro taxi. Apenas llego a la dirección que me dio la putita del banco, toco el timbre, pero Roberto no está ni helga ni los niños. Miro por las ventanas, doy vuelta por la casa, trato de forzar una puerta. Llega un tipo de seguridad ciudadana y me detiene. Le dijo que soy amigo de Roberto y le describo a helga, mi mujer y que vino a pasar unos días con ellos. El guardia recuerda a helga y dice: «Sí, linda, muy linda». Me recomienda que lo espere sentado en la acera, pero que me estará vigilando desde el auto. Me siento en la acera a esperar. Me digo a mí mismo que esto no puede estar pasando. Creo estar en uno de esos cuen-tos de La dimensión desconocida. trato de pensar en helga y solo se me vienen imágenes de soledad y vacío. trato de recordar esos años en la universidad, en Wichita; en las clases de negocio internacional; en los paseos por el parque, en el

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viaje a Nebraska que hicimos para el día de acción de gracia; dos extranjeros perdidos en un país inhóspito; en la pareja de rumanos que conocimos, nos dijeron que eran primos, pero parecían amantes en fuga. Recuerdo cuando hicimos el amor por primera vez, fue en mi habitación, una residencia para chilenos. Se quejó como si fuese la primera vez que cogiera. Nos besamos hasta el amanecer. Pienso como Roberto la tie-ne que estar cogiendo. Recuerdo un día que me puse crema en la verga y se la metí por el culo, gritó como una vaca recién marcada por el fuego. Al día siguiente no me habló.

Llega Roberto. Lo increpo. Le pregunto por helga. Me mira y me hace pasar. Se despide del guardia de seguridad, quien echa a andar el auto. Entramos. Me sirve un trago. Le pregunto nuevamente por helga. Se sienta.

—Es una buena mujer —me dice.—Lo sé…—No, no lo sabes, solo eres un cabrón egocéntrico que se

mira su propio ombligo.—¿Dónde está? —le pregunto—, ¿dónde está ella y los niños?—hace cuatro años somos amantes…Le rompo el vaso en la cara. Me arrojo sobre él.—¿Dónde está helga? —lo amenazo con un vidrio.—Se fue a Alemania.—Imposible. No puede llevarse a los niños sin mi

autorización.—te acusó de abandono de hogar…—Mientes…, ¿dónde está? —Regresó a casa…—¿A casa?, ¿a Puerto Montt?—Esa nunca fue su casa.Lo suelto y no puedo recordar cómo se llama ese puto

pueblo cerca de Berlín.

Roberto se incorpora. Aún sangra. Me dan ganas de curar-lo, pero estoy embroncado. Le pido disculpas. Me pregunta si me gustan las pastas. Le digo que sí. Abre una botella de vino. Finalmente accedo a curarlo. Veo sus ojos y distingo una pro-funda tristeza en ellos. Cenamos en silencio. Saboreo las pastas y saben bien. Me arrepiento por el golpe. Después vemos un programa de televisión: Los organismos acrófilios son los únicos seres que pueden vivir en hábitats extremos, el desierto más ári-do, el mar más profundo, en los salares más terribles.

—¿Es cierto que tienes la verga enorme?—helga está en Alemania —me contesta.No sé porque, pero le creo. Me voy. Me quedo en un hotel

del centro. Debo ir a la embajada. Escribir una nota de recla-mo. Contratar a un abogado. Me pregunto por qué me pasan estas cosas. Nunca discutimos con helga. Nunca una disputa. Es cierto que en el último tiempo teníamos poco sexo, pero después de ocho años de matrimonio, ¿quién no? Pienso tam-bién en los niños. Un día el Antonio me preguntó por qué me iba por tanto tiempo. Le contesté que mi negocio era así: seis meses en Chile y seis en Estados Unidos.

—¿Qué son negocios, papá?—No sé, Antonio, comprar terrenos, tierras, y hacer parce-

las de residencia...helga sirvió la cena. Le pregunté si me extrañaba cuando

estoy fuera. Me respondió que sí y que le gustaría que estuviera más en la casa.

—tú sabes que amo mi trabajo…Ella asiente, me responde que le gustaría que tuviese un

trabajo normal.—¿Cómo son los trabajos normales?Me respondió que los trabajos normales son de nueve de

la mañana a siete de la tarde y de lunes a viernes.

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—No soy como toda le gente.Me dice que lo sabe y cambia de tema.hoy pienso que quizás la conocía poco. o que ella me

conocía demasiado. Además, ¿cómo pudo tener un amante durante cuatro años?

Quizás si me hubiese insistido, habríamos arreglado las co-sas de otra manera. No sé si la amo, pero eso es una cosa y otra es irse con los niños a Alemania sin avisarme. trato de leer, pero no puedo.

Apenas me levanto, voy a la embajada de Alemania. Me reci-be el secretario del cónsul y me confirma que efectivamente ella se fue a Alemania. Le pregunto cómo es que dejaron que saliera, ¿no se supone que debe tener una autorización mía? Me respon-de que yo abandoné el hogar. Le explico que estaba en Estados Unidos trabajando. Me pregunta en qué trabajo. Le comento, de mala gana, lo las parcelas residenciales. Me dice que no puede hacer nada y que ni siquiera piense en ir a Alemania, pues puso un recurso de protección y tengo prohibida la entrada al país. Le advierto que esto se transformará en un problema internacional, que no pueden hacer eso. El hombre me vuelve la espalda, se pone a firmar papeles, y hace como si yo no existiera.

Me dirijo al Ministerio de Relaciones Exteriores. Pido una cita para el día siguiente. Me quedo en el hotel. No tengo ni un puto amigo para llamar. Solo conozco a Roberto. Voy a su casa. tiene un ojo negro. Me hace pasar.

—¿Por qué se fue helga?—No sé…, nunca se lo pregunté.—¿Y por qué se hicieron amantes?—La conocí porque un colega del banco me la presentó,

en realidad habíamos sido amantes, pero yo sabía que yo no era homosexual, y me dijo que probase con una mujer. Él me presentó a helga, una mujer madura, casada, pero que su

marido vivía seis meses durante el año en Estados Unidos, porque odia el invierno. Al principio, eran solo polvos, pero después fueron surgiendo los afectos...

Le digo que cierre el hocico. Me recuesto en el sofá y me duermo.

Me despierto. Roberto me deja una nota. Me dice que hoy llegará tarde, que mejor no vuelva, pues pasará a comprar un arma. Me deja saludos. Me lavo la cara y voy al Ministerio. Me recibe el secretario del Ministro. Me dice que, efectivamente, no puedo entrar a Alemania. Le sugiero que deberíamos po-ner una queja internacional, pienso en la haya y en los dere-chos humanos. El secretario me responde que yo abandoné el hogar. Le grito que no me fui a ninguna parte, mi trabajo es vender parcelas. Me dice que me busque un trabajo normal: de nueve a siete y de lunes a viernes. Lo mando a la mierda y me hace sacar.

Busco en las páginas amarillas a un buen abogado. Encuentro a uno. Voy a su despacho. Me dice que tomará mi caso, pero que llevará meses solucionarlo, es complejo. Le pre-gunto si habrá alguna salida. Me dice que sí. Le tengo que dar un adelanto.

Me quedo en Santiago. Me acuerdo de mi correo electró-nico. Lo reviso, pero solo tengo mails de reclamos. trato de recordar algún dato de algún familiar de helga. Sus padres murieron jóvenes; a ella la crió una tía, pero no recuerdo cómo se llama. Ella quería olvidar el pasado y nunca hablaba de su vida en Alemania, ni del pueblo ese.

Espero noticias del abogado. Pasan dos días y lo visito. Me dice que aún no ha comenzado la investigación, pero que en la tarde lo hará. Lo mando a la mierda. Me manda a la mierda. Salgo del despacho. Pienso en cuánto amo a helga, en cuánto extraño a mis hijos.

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Regreso a casa, aunque sé que no tengo casa. En el avión a Puerto Montt me vuelvo a reencontrar con Romina Soledad. Nos damos la mano. Me dice que huye nuevamente de su ex novio drogadicto. Yo le cuento que voy a ver a mi esposa helga y a mis hijos, aunque sé que allá no hay nadie.

Casa quemada

El edificio

El Emporio Don Luis es un proyecto interesante: treinta y dos pisos, con departamentos suites de cien metros cuadrados, con logia, cocina americana, divisiones orientales; emplazado de este a oeste, sol todo el día, antisísmico, energía solar, lo que significará un duro golpe a las inmobiliarias del sector, pues aún usan luz eléctrica, además, un sistema inteligente de ca-lefacción (también solar), diseño moderno de tendencia rusa. hormigón armado de fluido continuo, que es más resistente, más duradero, pero sobretodo más maleable al momento de ponerlo en las molduras. ¡Ah! y eran dos torres, simétricas a sesenta metros de distancia, unidas en la parte superior por un puente-túnel de vidrio; ventanales enormes mirando el Pacífico y que, vistas de lejos, parecerían las puertas a otra dimensión.

En fin, un proyecto interesante para una ciudad mediana como lo es Puerto Montt, esto fue lo que pensó José Werth sobre el proyecto en el cual sería jefe de obras. Dos años de trabajo seguro, buen sueldo, pronto a casarse, luna de miel en el Caribe, donde no llueva tanto, recién egresado, contactos, en definitiva, un futuro esplendor.

Solo un problema: había una pequeña casa de cincuenta y ocho metros cuadrados, de madera nativa, tejuela de aler-

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ce milenario, justo en medio de las torres. El propietario: Ma-nuel Cañuiquir, vagabundo mercante, sin hijos vivos, pronto a quedar viudo según el informe médico de su señora: cáncer de vitilio, extraña enfermedad de buzos mariscadores. Sin em-bargo, El Emporio Don Luis se proyectaba con dos to-rres mirando hacia el océano Pacífico. En discusiones con los arquitectos, ingenieros calculistas, empresarios, solo se podía construir de tal manera que la casa de Manuel Cañuiquir co-lindase solo a un metro por cada lado del mega proyecto. Pero construir a un metro por cada lado de la casa estaba prohibido por ley. Menuda situación. En una reunión efectuada con Ma-nuel Cañuiquir, se le ofreció comprar su terreno al doble del valor del mercado, pero éste se negó.

—Qué hago con todos mis muertos —argumentó en una jerigonza propia de los buzos mariscadores.

Urrutia, arquitecto en jefe de El Emporio don Luis, le dijo que los recuerdos se los lleva uno en el corazón, no en lo material. Manuel, en cambio, respondió que la casa la construyó con sus propios hijos y que uno de ellos murió al caer del techo. Mala noche esa, la señora enfermó, depresión, culpas dichas a media luz, cuando ya nadie miraba, cuando ya nadie oía.

—Qué cosas tiene esta vida, siempre les prometí una casa y mire cómo fue a terminar. otra hija: suicidio, amores malos, venenosos, golpes y regreso al hogar y la casa donde nació y vino a morirse. El tercero, enfermito el pobre, débil, algo a la sangre debía tener, nunca sus heridas cicatrizaron. Entonces, ahora la señora los ve en todos lados. Se despierta y los llama y yo tengo que salir en calzoncillos y buscarlos entre las piezas y no los veo, aunque me gustaría. Eran lindos niños antes de que crecieran. Antes incluso de la misma casa.

Silencio melancólico del viejo.

—Entonces señores, mientras viva, la casa no se vende.Decisión final: se construye aunque esté contra la ley,

¿quién se atrevería a detener el mejor proyecto del inicio del nuevo milenio?

—Nadie, ¡y eso se los doy firmado! —exclamó Urrutia.José Werth fue a una tienda y compró un traje de ingeniero

en faena y un celular. Diez pisos en tres meses, todo un récord, reportajes en revistas de arquitectura. De pronto, un suicidio en el piso 12, un obrero dado a leer poesía muerto de un mal amor. tuvieron que parar. Al día siguiente, otra muerte: el ar-nés mal puesto, se faltó a los protocolos de seguridad. Al tercer día, nuevamente un suicidio. La mafia del hormigón hizo pasar esta muerte por una pena del alma, hasta informes siquiátricos entregaron. Manuel Cañuiquir puso un recurso de protección en los tribunales locales, ya que todos los muertos caían sobre su techo. A la salida del tribunal, los jefes le hicieron ver a José Werth que no querían más «fiambres».

Noches en vela de José. Su novia le pidió salir a cenar y así lo hicieron, sin querer pasaron por el edificio. Solo rondines. Solo los barcos a la distancia. Lluvia del sur. Árboles tristes a la distancia, implorando por el fin de los tiempos.

—Este edificio es una puerta a otra dimensión y esta pobre casa impidiendo el paso.

Se podía ver la luz en una de las habitaciones, y los pasos lentos del anciano Manuel.

Entonces, cayó un cuarto, un quinto y un sexto muerto.Pero esta vez cayeron justo en el metro que separa la torre

derecha de la vieja casa. La policía preguntó por testigos, nadie sabía nada. Llamaron a los dueños para autorizar sacar a los muertos. El arquitecto dijo que ese terreno pertenecía al ancia-no, pero éste señaló que ese metro nunca ha sido de él. Desem-polvaron planos muertos de una ciudad que otrora fue funda-

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da por colonos alemanes, escapados del tercer Reich. El metro norte y el metro sur son propiedad de Angello Yuritic, artista. hace ya un par de años los había comprado como una especie de instalación de arte. Los espacios que a nadie le interesan. El ingeniero José Weth recordó que visitó la muestra: una locura, el tipo había adquirido todos los espacios sin dueños del lugar y como en la Municipalidad dijeron que ahí no se podía cons-truir nada, y como Yuritic no quería construir nada, entonces, ¿cuál era el problema? Llamaron al artista.

Un anciano dijo:—Saquen a los muertos, entiérrenlos, denles cristiana

sepultura y olvídense del cielo, no existe.Entonces la competencia dijo:—Señores, El Emporio Don Luis atenta contra las

normas de edificación, está construyendo a menos de un me-tro de la propiedad colindante. Deben derrumbar. Las puertas a otra dimensión ya no existen.

Manuel y la diáspora familiar

El lugar, una planicie frente al mar. Aunque los colonos preferían tierras al interior, habían escuchado que esta era una tierra de terremotos, de maremotos, de bárbaros de mar. Lo compró. A esa altura Manuel Cañuiquir ya tenía dos hijos y ella, una linda mujer, quería un hogar por pe-queño que fuese, ojalá frente al mar, y tener un bote, pescar y alimentar a la prole. Ellos mismos acerraron la madera de alerce; iban al monte, lo cortaban y lo dejaban morir. La ley condena con la cárcel la tala de este árbol milenario, que ya pocos quedan. Manuel alegó que los alerces estaban

muertos cuando los bajaron y, por el color, efectivamente estaban muertos.

Acerraron las piezas, cortaron la tejuela, entre todos las clavaron. ¡Qué días más felices trabajando de sol a sol! En la laburo nació el segundo bebé, un lindo negrito de nombre Alonso Yagán. Y fueron los celos de la primera, no fue más la preferida, acumuló rabia, dolores de espalda, adolescencia y sexo clandestino entre las matas de chacai, un pequeño árbol que da escozor a la piel. Ella se casó antes de que terminaran el techo; el matrimonio fue lindo, música chilota, regalos po-cos pero buenos, dos días, en fin, lo que toda mujer quiere. Se fueron a vivir lejos, más al sur, el recién casado quería hacer-se rico con lana de oveja en las praderas de tierra del Fuego. Pero fue por lana y volvió trasquilado... Pasaba tres meses en la pampa viendo crecer las ovejas. Abandonado, mientras su mujer estaba en la casa, se hizo alcohólico y, en la soledad de la noche austral, cogió con ovejas y las abrazó y se sintió solo, terriblemente solo, síndrome de quien sabe que nunca cumpli-rá sus sueños. Enfermó y su enfermedad se la transmitió a su mujer en cinta.

—¡Por qué me engañaste con una oveja! ¿Acaso no te di amor? ¿Acaso alguna vez te faltó de comer? ¡Cuántas veces te dije que no tenía ganas, pero igual te hacía el favor! ¿Y así me lo pagái?

Y así se lo pagó. A él le salieron motas. Dejó de comer car-ne. A veces se iba al monte y regresaba en la noche. Ella, al tiempo, tomó la misma costumbre y caminó y caminó y volvió a la casa paterna. El techo estaba construido. La recibieron con la última desgracia: su hermano había caído del techo. ¿El te-cho? Ella armó su espacio en el altillo, tuvo a su hijo, nació dé-bil, enfermo. Ella lo miraba y se lo imaginaba balando a la luz de luna. Pesadillas que no hubiese deseado a nadie, ni al peor

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de sus enemigos. El chacai le parecía una flor tan hermosa, ya no le escocía. Un día se dijo a sí misma: «Así no puedo». Subió al techo y se dejó caer, como se dejan caer las ovejas en medio de la pradera. Los abuelos criaron al bebé, y lo hicieron pasar por su propio hijo. Le compraron leche en polvo, le enseña-ron las primeras letras, le dieron de comer. Era un tierno bebé, suave, obediente. Un día apareció el padre, se apersonó para conocer a su hijo. Lo llevó al cerro y le dijo:

—Algún día este cerro será todo tuyo.Pero no lo fue. Esa vez nomás se vieron. La segunda vez

que lo visitó, el niño ya había muerto de salmonella abortus ovis, enfermedad común en las ovejas.

—trágica la vida —dijo Manuel—, solo estamos tú y yo, mujer, viviendo en esta gran casa.

Y así estuvieron ambos ancianos los veinte y últimos años, cuando un día, frío como el sur de Chile, apareció un joven que se identificó como José no-sé-qué, jefe de obra de no sé qué cuestión, y que les ofrecía comprar su terreno. Ahí mismo le cerraron la puerta. No es fácil deshacerse de los muertos.

Angello y los espacios vacíos

Los espacios vacíos que deja la ciudad son como esos amo-res que nunca tuviste. No pertenecen a nadie, no son de nadie y nunca lo serán. Son como yo, son como mis amores. ¡Ah, Angello, qué tanto piensas bajo esa mota de pelo colorín que llamas cabeza! Con pecas, demasiado delgado, de lentes sin personalidad, te pareces a Diógenes, miras las cosas que te ofrece la ciudad y nada de eso te gusta y satisface. Entonces,

¿qué harás? ¿Los matarás a todos, los amarás a todos, serás eso que llaman un gran señor? ¿Qué solo que estás? No tienes nada. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste una conversación interesante? ¿has visto lo que causan tus palabras, siempre du-ras, frías como la más terrible de las tormentas? ¿Cuántas veces te has sentido tan torpe? ¿Cuántas veces no te han dicho que no tienes dónde caerte muerto? ¡Qué horrible sensación sentir que no eres, ni remotamente, lo que deseaste ser!

Cierra los ojos, piensa en algo hermoso, piensa en una casa que da al mar, piensa que todos sus habitantes son ovejas que balan a la luz de luna. Piensa, camina, recorre los rincones de la ciudad, diles a todos que estás aquí y que no eres tan estúpido. Solo que, de momento, estás en pana, detenido como música suspendida en el éter en contacto con los mundos externos. ¿De qué quieres hablar? ¿Cuál es la soledad tan grande que te aqueja? ¿Cuál es la enfermedad? ¿Qué nombre tiene? ¿Qué fue de tu última muestra? Se mofaron de ti, dijeron que eso no era arte, ¿pero lo sabe alguien? ¿Desprecio? ¿Amor? ¿Son palabras que están en tu acervo? Y ahora vienen a buscarte diciendo que hay muertos sobre tus espacios vacíos.

—A mí no me vengan con muertos, hagan lo que quieran con ellos, pero esta obra es mía, aunque está lindo el edificio, parece una puerta que da a otra dimensión.

El español y Alerce

«Ella es la más linda, de seguro algún día un árbol o una flor o un pájaro tendrá su nombre», pensó el joven Diego cuando vio los cabellos de la morena india húmedos tras el baño que se terminaba de dar. Sus carnes eran duras, fir-

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mes como esas aves de corral. La joven, cuando lo vio, ni siquiera atinó a cubrirse. ¿Por qué hacerlo? Aquí nadie lo hace. En silencio, el joven mancebo la dibujó, así como en otros viajes había dibujado la tortuga de las Galápagos, el armadillo, el pudú.

En la noche, soñó con la pequeña indígena y se la imaginó en una corte árabe, vestida con tules trasparentes, devota de Alá, atenta al Korán, bailando la danza del vientre. A la tar-de siguiente, volvió y la vio bañándose nuevamente, desnuda, carnes duras, pechos turgentes, vellos esporádicos, no como europea. Cabello liso, largo, salvaje cual un poema de Ercilla, inocente cual virgen de una novela de caballería. Salió del agua y se secó al sol. La playa estaba desolada; los españoles como él, lejos, peleaban en Chiloé. La dibujó.

Esa noche soñó que tocaba esas carnes duras.Al día siguiente se escondió cerca del lugar para espiarla.

Llegó la india, se quitó la ropa y desnuda se metió al agua, nadó, se lavó, se sumergió junto a las pequeñas ballenas, ex-traños animales, como ángeles condenados al mar. Al rato, ella se recostó en la arena. De seguro miró el sol. Luego un indio apareció de la nada, se conocían. La tumbó boca abajo y la hizo morder el polvo. Parecía una pequeña oveja balando entre la hierba.

Esa noche soñó que los bárbaros quemaban las cabañas de un pueblo pequeño.

Al día siguiente, Diego fue allí de nuevo, su corazón le dolía, ¿cómo no dolerle, si las musas habían desperta-do y habían roto su corazón? Divisó, desde su escondrijo, a la india lavando sus pecados en el salado mar, rodeada de las bestias terribles emergentes del infierno. El fuego ardía en el horizonte, todo eso lo dibujó. La morena sal-vaje se recostó sobre el campo. Al rato, apareció otro in-

dio, y la recostó boca abajo, y la hizo balar como lo hacen los animales salvajes.

Esa noche soñó que él le hacía lo mismo.Al séptimo día, la india repitió su acto, musa del infierno.

Se recostó en la arena, apareció un tercer demonio indio, pero Diego, el español, cegado por los celos, sacó un arma y le dis-paró en el pecho. Caminó donde la morena, le dio un golpe con la culata, la dejó caer, la puso boca abajo y la hizo balar. Comió arena. Luego, miró a su lado y vio una pequeña mata y la llamó Alerce en tributo a la india que le había robado su corazón, y se dijo: «Con esta madera construiré mi casa».

Tito Molotov y la muerte

El gordo Alberto, alias tito Molotov, era de muchos ami-gos. Bueno para los golpes y con el chiste a flor de piel. Poco inteligente eso sí, pero un macho alfa por donde se lo mire. Apenas terminó la secundaria, ya había formado su primera banda. Los del Sur eran salvajes, buenos para el rock y el ron, irresponsables, de mal hablar, en fin, lo que nadie quiere cerca suyo, hasta que uno de los suyos cayó en cana. La cosa se puso dura, luego cayó otro miembro y otro, pero menos tito Molotov, quien tenía dos opciones: tomar el buen camino o profesionalizarse. optó por la segunda. Formó un ejército profesional. Nada de nombres, nada de prensa, un código basado en rituales de pertenencia con ta-tuajes ancestrales de por medio y músculos por doquier. Ya nadie lo reconocía. Esbelto, cabello largo amarrado en la nuca, pero el mote de Alberto nadie se lo quitaba, aunque de Alberto solo iba quedando una foto que su madre guardó