octopussy ian fleming

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OCTOPUSSYEn Jamaica, James Bond se ocupade un caso especial de asesinatollevado a cabo por un pulpo.PROPIEDAD DE UNA DAMAEn Londres, James Bond puja porun fabuloso objet de vertu deFabergé también codiciado por undespiadado espía del KGB.ALTA TENSIÓNUno de los mejores cuentos deFleming en el que la identidad deun asesino en el Berlín Occidentalde la guerra fría, entorpeceseriamente la misión de James

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Bond.

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Ian Fleming

OctopussyJames Bond: 007 /14

ePUB v1.0000 01.05.12

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Título original: Octopussy (1965) / Theproperty of a lady (1963) / The livingdaylights (1962)Ian Fleming, 1965.Traducción: Anna JenéIlustraciones: Jordi CiuróDiseño/retoque portada: Joan Batallé

Editor original: 000 (v1.0)ePub base v2.0

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Octopussy[1]

—¿Sabes qué? —dijo el comandanteDexter Smythe al pulpo—. Si puedoarreglarlo, hoy recibirás un buen regalo.

Lo había dicho en voz alta y sualiento había empañado el cristal de susgafas Pirelli. Puso los pies en el sueloarenoso, junto a una roca y se enderezó.El agua le llegaba hasta el pecho. Sequitó las gafas, escupió en el cristal, lofrotó con saliva y luego lo enjuagó paralimpiarlo. Después se puso la correa decaucho de las gafas alrededor de lacabeza y volvió a inclinarse.

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El ojo de aquel saco marrónmoteado seguía observándoloatentamente desde la cavidad de coral,pero, además, ahora la punta de unpequeño tentáculo se asomaba, dudosa,unos centímetros, de entre las sombras, eindagaba apenas con sus rosadasventosas erectas.

Dexter Smythe sonrió satisfecho. Situviera más tiempo, quizá un mes más delos dos que ya llevaba intentado hacerseamigo del pulpo, conseguiría domesticaral bichito. Pero no disponía de ese mes.

¿Debía ese día aprovechar laoportunidad de ofrecerle la mano aaquel tentáculo, en vez de un trozo de

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carne cruda en la punta de su arpón?;¿debía estrecharle la mano, por asídecirlo? «No, Pussy —pensó—.Todavía no puedo fiarme de ti». Casicon toda seguridad otros tentáculos seprecipitarían fuera del agujero y lecogerían el brazo. Sólo con versearrastrado hacia el fondo a menos de unmetro, la válvula de corcho de sus gafasse cerraría automáticamente y no podríarespirar, y si se las quitaba, se ahogaría.Podía tener suerte y clavarle el arpón,aunque para matar a Pussy se necesitabamás. No. Quizás más tarde. Sería muyparecido a jugar a la ruleta rusa y conlas mismas posibilidades: cinco contra

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una. ¡Podía ser una manera rápida yextravagante de huir de sus problemas!Pero no era el momento. Dejaría lainteresante pregunta sin respuesta,aunque se lo había prometido alsimpático profesor Bengry del instituto.Dexter Smythe se alejó nadando sinprisa hacia el arrecife, mientras sus ojosbuscaban una única forma: la cuña planay siniestra del pez escorpión, o comodiría Bengry, Scorpaena Plumieri.

El comandante Dexter Smythe,OBE[2], retirado de los Royal Marines,era una sombra del otrora valientehombre lleno de recursos, del atractivohombre de vida militar repleta de

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amoríos fáciles, especialmente con losmiembros de los cuerpos femeninos delejército, la armada y la fuerza aéreabritánicas que se encargaban de lascomunicaciones y tareas administrativasdel grupo táctico especial al que habíasido destinado al final de sus años deservicio. Ahora tenía cincuenta y cuatroaños, una calvicie incipiente y una tripaque colgaba por encima de su bañadorJantzen. Ya había tenido dos trombosiscoronarias. Sólo un mes antes, sumédico, Jimmy Greaves —que era unode sus compañeros de partidas depóquer en el Queen's Club cuandoDexter llegó a Jamaica—, había descrito

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la última en tono jocoso como «elsegundo aviso». Sin embargo, enfundadoen su ropa cuidadosamente elegida,ocultas sus varices y plano su estómagogracias a un discreto cinturón colocadodebajo de la faja de etiqueta, todavía eraun hombre de buen ver en cualquier cenao cóctel de North Shore. Sus amigos yvecinos no conseguían entender por qué,a pesar de la ración de dos dedos dewhisky y diez cigarrillos impuesta porsu médico, él seguía fumando como unachimenea y acostándose borracho —aunque amablemente borracho— cadanoche.

La solución a tal misterio era que

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Dexter Smythe había alcanzado una fasede su vida en la que lo único quedeseaba era la muerte. Los orígenes desu estado de ánimo eran variados y enabsoluto complejos. Estabairremediablemente atado a Jamaica y lapereza tropical se había adueñadopaulatinamente de él. Así, mientras suapariencia era la de un sólido tronco debuena madera, bajo la superficiebarnizada, las termitas de la pereza, losexcesos, la culpabilidad por un antiguopecado y el asco que sentía por élmismo habían erosionado su núcleohasta pulverizarlo. Desde la muerte deMary, dos años antes, no había amado a

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nadie más. Ni siquiera estaba seguro dehaberlo hecho, pero sabía que, a cadamomento del día, echaba de menos elamor que ella le profesaba, su presenciaalegre, desaliñada, reprobadora y amenudo irritante, y aunque sólo sentíadesprecio por la chusma internacionalcon la que confraternizaba en NorthShore, compartía con ellos canapés ymartinis. Quizás podría haber hechoamistad con los militares, los caballerosrurales del interior o los propietarios deplantaciones de la costa, losprofesionales y los políticos, pero esosuponía replantearse algún objetivoserio en la vida, algo que su pereza y su

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estado de apatía le impedían, y ademássuponía reducir la cantidad de alcohol, alo que no estaba dispuesto.

Así que el comandante Smytheestaba aburrido, mortalmente aburrido, ysi no fuera por su única razón en la vida,ya haría tiempo que se hubiera tragadoel frasco de barbitúricos que habíaobtenido con facilidad del médico local.La cuerda de la que seguía colgado alborde del precipicio era muy fina. Losbebedores degeneran hasta alcanzar laexageración de sus propiostemperamentos básicos, que son cuatro:el optimista, el flemático, el colérico yel melancólico. El borracho optimista se

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alegra hasta alcanzar la histeria y laestupidez. El flemático se sume en unmarasmo de hosca tristeza. El coléricoes el borracho pendenciero de caricaturaque pasa la mitad de su vida en elcalabozo por aporrear objetos ypersonas, y el melancólico sucumbe a laautocompasión, la sensi-blería y elllanto.

El comandante Smythe era unmelancólico que había ido penetrandoen un mundo de fantasía almibaradatejida alrededor de los pájaros, losinsectos y los peces que habitaban loscinco acres de «Pequeña Ola» —elnombre que dio a su chalé era

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sintomático—, la playa y el arrecife decoral situado más allá. Los peces eransus preferidos. Hablaba de ellos como«personas» y, puesto que los peces dearrecife no se mueven de su territorio talcomo la mayoría de pájaros pequeños,los «amaba» y creía que ellos tambiénlo amaban.

Sin duda lo conocían, de la mismamanera que los animales de un zooconocen a sus cuidadores, porque era lapersona que los alimentaba conregularidad a diario. Para los peces quese alimentan del fondo marino,arrancaba algas y levantaba la arena ylas piedras, para los pequeños

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depredadores rompía huevos marinos yerizos, y a los más grandes lesproporcionaba pedazos de tripas. Ahora,mientras nadaba lenta y pesadamente alo largo del arrecife y a través de loscanales que llevaban al mar abierto, su«gente» nadaba a su alrededor sin miedoy a la expectativa, precipitándose sobreel arpón de tres puntas, para ellos unacuchara generosa, acariciando el cristalde las gafas e incluso mordisqueándolesuavemente las piernas y los pies en elcaso de los cangrejos, más atrevidos ybelicosos.

Una parte de la mente delcomandante Smythe percibía todas estas

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«personitas» de colores brillantes, peroese día tenía un trabajo que hacer.Mientras los saludaba sin palabras—«Buenos días, Beau Gregory», al pezazul marino con manchas azul brillante,el «pez joya» que era exactamente igualque el frasco tallado con mil facetas de«Vol de Nuit» de Worths; «Lo siento.Hoy no, cariño», a un revoloteante pezmariposa que tenía unos «ojos» negros yfalsos en la cola, y «Estás demasiadogordo, Blue Boy», a un pez loro quedebía de pesar sus buenos cuatro kilos—, sus ojos buscaban a una sola«persona», a su único enemigo en aquelarrecife, el único al que mataba nada

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más verlo, el pez escorpión.El pez escorpión habita en la

mayoría de los mares meridionales delmundo; la escorpina, que es la base dela bullabesa, pertenece a la mismafamilia. La variedad antillana mide sólounos treinta centímetros y pesaaproximadamente 450 gramos. Es, conmucho, el pez más feo del mar, como sila naturaleza quisiera advertirnos. Es deun gris amarronado y moteado y tieneuna cabeza ósea en forma de cuña. Las«cejas» carnosas le cuelgan por encimade unos ojos rojos y coléricos, y lacoloración y el cuerpo contrito son uncamuflaje perfecto en el arrecife.

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Aunque es un pez pequeño, su boca llenade dientes es lo bastante grande comopara tragarse de golpe algunos de lospeces más pequeños del arrecife, perosu arma mortal se halla en las eréctilesaletas dorsales, que actúan como agujashipodérmicas al entrar en contacto conla superficie y que están provistas deglándulas venenosas, con latetrodotoxina suficiente como para matara un hombre con sólo rozarle una partevulnerable del cuerpo, por ejemplo, unaarteria, el corazón o la ingle. Estospeces son el único peligro importantepara el nadador del arrecife, mucho máspeligrosos que las barracudas o los

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tiburones, porque su camuflaje y suarmadura les confieren seguridad. Nohuyen de nada, excepto de un pie situadomuy cerca de ellos o de cualquier otrocontacto. Se alejan sólo unos cuantosmetros revoloteando con sus ampliasaletas pectorales, de una coloraciónextraña, y se instalan vigilantes en laarena, donde toman la apariencia de unbulto en medio del abundante coral, oentre las rocas y las algas, dondeprácticamente desaparecen.

El comandante Smythe estabadecidido a encontrar un ejemplar,arponearlo y dárselo a su pulpo para versi lo cogía o lo rechazaba, para saber si

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uno de los mayores depredadoresmarinos era capaz de reconocer elcarácter mortífero de otro y darse cuentade que era venenoso. ¿Se comería elpulpo el vientre y dejaría las espinas?¿Se lo comería todo y, si lo hacía, leafectaría el veneno? Ésas eran laspreguntas para las que Bentry delinstituto quería respuestas, y aquel día,que sería el principio del fin de la vidadel comandante Smythe en «PequeñaOla», y aunque significara también elfinal de su querido Octopussy, elcomandante Smythe estaba decidido aresponderlas y así dejar un pequeñorecuerdo de su, ahora inútil, vida en

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algún rincón polvoriento del archivo debiología marina del instituto.

Sólo dos horas antes, la ya sombríavida del comandante Dexter Smythehabía cambiado mucho y para peor.Había empeorado tanto que tendríasuerte si sólo le sentenciaban a cadenaperpetua al cabo de unas semanas: lasnecesarias para mandar unos cablesdesde la Casa del gobernador a laOficina colonial, de allí al ServicioSecreto y, después, a Scotland Yard ypor último al fiscal del Estado, y paraarreglar el traslado del comandanteSmythe a Londres acompañado por lapolicía.

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Y todo a causa de un hombrellamado Bond, comandante James Bond,que había llegado a su casa en taxidesde Kingston a las diez y media de lamañana de ese mismo día.

El día había empezado normalmente.El comandante Smythe había despertadode su sueño de seconal, se había tomadoun par de Panadols —el estado de sucorazón le impedía tomar aspirina—, sehabía duchado y, sentado bajo losalmendros a modo de sombrilla, habíarepartido entre los pájaros las sobrasdel desayuno, que apenas había

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probado. Después se había tomado lasdosis administradas de anticoagulante ylas pastillas para la tensión. Ahoramataba el tiempo con el Daily Gleanerhasta el tentempié de las once que,desde hacía unos meses, habíaadelantado a las diez y media. Acababade servirse el primero de los dos ginger-ales muy cargados de coñac, «la bebidadel bebedor», cuando oyó un coche quese acercaba por el camino de entrada.

Luna, su ama de llaves de color,salió al jardín y anunció:

—Un señor querer verle,comandante.

—¿Cómo se llama?

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—Él no dice, comandante. Él dicedecirle viene de la Casa del gobernador.

El comandante sólo llevaba unosviejos pantalones cortos de color caquiy sandalias.

—De acuerdo, Luna —dijo—.Llévalo al salón y dile que no tardaré.

Rodeó la casa por detrás hasta sudormitorio, donde se puso una saharianablanca, unos pantalones y se peinó. ¡LaCasa del gobernador! ¿Qué diablosocurría?

En cuanto entró al salón y vio a unhombre alto con traje azul oscuro, de pieante el ventanal con vistas al mar, elcomandante Smythe presintió ya la mala

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noticia. Cuando el hombre se dio lavuelta lentamente para mirarlo con susojos gris azulado, de manera grave yatenta, supo que se trataba de un asuntooficial, y cuando su alegre sonrisa quedósin respuesta, tuvo la certeza de que eraun asunto oficial desagradable. Unescalofrío recorrió su espalda. De algúnmodo, «ellos» lo habían descubierto.

—Hola, hola. Soy Smythe. Segúnparece, viene usted de la Casa delgobernador. ¿Cómo está sir Kenneth?

Por algún motivo, estrecharse lasmanos estaba fuera de lugar.

—No le he visto —dijo el hombre—. Llegué hace sólo un par de días y he

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estado visitando la isla la mayor partedel tiempo. Me llamo Bond, JamesBond. Pertenezco al Ministerio deDefensa.

El comandante Smythe recordabaaquel antiguo eufemismo del ServicioSecreto.

—¡Oh! ¿La vieja empresa? —exclamó, con forzada animación.

Bond ignoró la pregunta.—¿Hay algún sitio donde podamos

hablar?—Claro. En cualquier sitio. ¿Aquí o

en el jardín? ¿Quiere algo de beber? —El comandante Smythe hizo tintinear elhielo del vaso que todavía tenía en la

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mano.— Ron con ginger es el venenolocal. Yo prefiero el ginger sólo.

La mentira surgió con la facilidadautomática del alcohólico.

—No, gracias. Y éste es un buensitio.

El hombre se apoyó con negligenciaen el amplio alféizar de caoba.

El comandante Smythe se sentó yapoyó una pierna con desenvoltura en elbrazo de una de las cómodas sillascoloniales que había hecho copiar a uncarpintero local de un original. Seacercó de un tirón la mesilla de lasbebidas, dio un buen trago y deslizó elvaso con mano firme y deliberada dentro

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del agujero de la madera.—Bien —dijo animadamente,

mirando al otro hombre directamente alos ojos—. ¿En qué puedo servirle?¿Han enviado a alguien a hacer untrabajito sucio a North Shore y necesitanque les eche una mano? Estaréencantado de volver a la batalla. Hapasado mucho tiempo desde esa época,pero todavía recuerdo los viejosprocedimientos.

—¿Le importa si fumo?El hombre ya tenía la pitillera en la

mano, una pitillera plana metálica concapacidad para unos cincuentacigarrillos. De alguna manera, aquel

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pequeño signo de flaqueza compartidareconfortó al comandante Smythe.

—¡Pues claro, mi querido amigo!Hizo un movimiento para levantarse,

con el encendedor preparado.—Ya está, gracias. —James Bond

ya había encendido el cigarrillo.— No,no se trata de nada local. Quiero…, mehan enviado para preguntarle si recuerdasu trabajo para el Servicio al final de laguerra. —James Bond hizo una pausa ymiró atentamente al comandante Smythe.— Especialmente la época en la queusted trabajaba con la MiscellaneousObjectives Bureau[3].

El comandante Smythe lanzó una

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risotada. Lo sabía. Sin duda lo habíasabido desde el principio, pero cuandosalió de los labios de ese hombre, larisa del comandante Smythe emergió conla fuerza del grito de un hombre cuandole pegan.

—¡Dios mío, sí! El viejo y buenMOB. ¡Eso sí que fue divertido!

Volvió a reír. Sintió un dolor en elcorazón que le atravesaba el pecho,provocado por la presión que sabía quese avecinaba. Metió la mano en elbolsillo de su pantalón, inclinó elfrasquito sobre la palma de la mano y sepuso una pastilla blanca de TNT bajo lalengua. Le divirtió ver cómo la tensión

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envolvía al otro hombre, a juzgar por elmodo en que sus ojos se entornaronalertamente. «No te preocupes, queridoamigo. No es una pastilla de veneno.»

—¿Tiene usted problemas de acidezde estómago? —preguntó—. ¿No? Memata cuando pillo una borrachera.Anoche, en la fiesta del Jamaica Inn.Debería dejar de pensar que aún tengoveinticinco años. Bueno, volvamos alMOB. Supongo que ya no quedamosmuchos. —Sintió cómo el dolor en elpecho volvía a su guarida.— ¿Tienealgo que ver con la Historia oficial?

James Bond observó la punta de sucigarrillo.

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—No exactamente.—Supongo que sabe que escribí la

mayor parte del capítulo sobre el cuerpopara el Libro de guerra. Hace ya muchotiempo de eso. Dudo ahora que pudieraañadir nada más.

—¿Nada sobre aquella operación enel Tirol, en un lugar llamado OberAurach, aproximadamente a unkilómetro y medio al este de Kitzbühel?

Uno de los nombres con los quehabía estado viviendo durante todosesos años arrancó otra brusca risotadaal comandante Smythe.

—¡Eso fue pan comido! Seguro quenunca ha visto un desbarajuste como

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aquél. Todos aquellos de la Gestapo consus amiguitas. Y todos borrachos comoesponjas. Tenían sus archivos muy bienordenaditos y nos los dieron sinrechistar. Pensaban que así conseguiríanun mejor trato, supongo. Echamos unprimer vistazo a todo el material y luegolos enviamos a todos al campamento deMunich. Fue lo último que supe de ellos.Me imagino que a la mayoría loscolgaron por crímenes de guerra.Enviamos todos los papelotes al CuartelGeneral en Salzburgo. Después nosfuimos hacia el valle Mittersill paraencontrar otro escondrijo. —Elcomandante Smythe echó otro trago y

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encendió un cigarrillo. Levantó la vista.— En resumen, eso fue lo que pasó.

—Usted era el Número 2 en esaépoca, creo. El oficial al mando era unnorteamericano, un tal coronel King, delejército de Patton.

—Exacto. Un buen tipo. Llevababigote, lo cual no es muynorteamericano. Sabía mucho sobre losvinos locales. Un individuo bastantecivilizado.

—En el informe sobre la operación,escribió que le entregó todos losdocumentos para una inspecciónpreliminar, puesto que era el experto enalemán de la unidad. ¿Usted se los

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devolvió todos, junto con suscomentarios? —James Bond hizo unapausa.— ¿Todos y cada uno de ellos?

El comandante Smythe ignoró laindirecta.

—Exacto. La mayoría era listas denombres. Datos de contraespionaje. Lagente de contraespionaje en Salzburgose sintió muy satisfecha con tal material.Les proporcionó muchas pistas nuevas.Supongo que los originales estarántirados por alguna parte. Seguramente seusaron en los Juicios de Nuremberg. ¡Sí,señor! —El comandante Smythe se pusomelancólico, como si hablara con unantiguo colega.— Aquéllos fueron unos

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de los mejores meses de mi vida,corriendo por todo el país con el MOB.¡Vino, mujeres y música! ¡Ya lo creo!

En ese momento, el comandanteSmythe decía toda la verdad. Hasta1945, había pasado una guerra muyincómoda. Cuando se formaron losComandos en 1941, se ofrecióvoluntario y fue trasladado en comisiónde servicios desde los Royal Marines alCuartel General de operacionesconjuntas bajo las órdenes deMountbatten. Allí, su excelente alemán—su madre había nacido en Heidelberg— le procuró el poco envidiable trabajode interrogador de primera línea en las

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operaciones del comando al otro ladodel Canal. Tuvo suerte de salir ileso deesos dos años de trabajo y con la OBE(militar), que durante la última guerraapenas había sido concedida. Entonces,para preparar la derrota de Alemania, elServicio Secreto y OperacionesConjuntas formaron el MOB, y alcomandante Smythe se le otorgó demanera temporal el rango de tenientecoronel y se le encargó formar unaunidad con el objetivo de limpiar lasguaridas de la Gestapo y la Abwehrcuando se produjera el hundimiento deAlemania. El OSS[4] se enteró del plan einsistió en apuntarse al carro para

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ocuparse del lado norteamericano delfrente y así se crearon no una sino seisunidades, que entraron en acción enAlemania y Austria el día de larendición. Eran unidades de veintehombres, cada una con un carroblindado ligero, seis jeeps, un vehículo,radio y tres camiones, y controladas porun mando conjunto angloamericano en elSHAEF[5], el cual también lesproporcionaba los objetivos a partir dela información de las unidades deInteligencia de la SIS[6] y la OSS. Elcomandante Smythe había sido elNúmero 2 del destacamento «A»destinado al Tirol —un área llena de

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buenos escondrijos con una salida fácila Italia y, quizás, fuera de Europa—. Sesabía que esa zona había sido escogidacomo escondite número uno por la genteperseguida por el MOB. Y, tal como elcomandante Smythe le dijo a Bond, se lohabían pasado de miedo. Y sin dispararun solo tiro, excepto, claro está, los dosdisparados del comandante Smythe.

—¿Le suena de algo el nombre deHannes Oberhauser? —preguntó JamesBond, como de pasada.

El comandante Smythe frunció elceño, tratando de recordar.

—La verdad es que no.Aunque hacía cuarenta grados a la

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sombra, se estremeció.—Deje que le refresque la memoria.

El mismo día en que le entregaron losdocumentos que debía revisar, ustedhabía estado preguntando, en el HotelTiefenbrunner donde se alojaba, quiénera el mejor guía de montaña enKitzbühel. Le informaron que eraOberhauser. Al día siguiente, pidió a suoficial al mando un día de permiso, quele fue concedido. A la mañana siguiente,muy temprano, fue al chalé deOberhauser, lo arrestó y se lo llevó ensu jeep. ¿Le suena?

Esa frase: «refrescar la memoria».¿Cuántas veces la había usado el propio

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comandante Smythe tratando de atrapar aun alemán mentiroso? «¡Tómate tutiempo! Has estado esperando algo asídurante años.» El comandante Smythemovió la cabeza, dudando.

—La verdad es que no.—Un hombre con el pelo gris y un

poco cojo. Hablaba algo de inglésporque había sido monitor de esquíantes de la guerra.

El comandante Smythe miró con aireinocente aquellos ojos claros y fríos.

—Lo siento. No puedo ayudarle.James Bond sacó un pequeño bloc

de piel azul de su bolsillo interior ypasó algunas páginas. Después paró y

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levantó la vista.—En aquella época, llevaba usted

un revólver de reglamento Webley &Scott del 45 con el número de serie8967/362.

—Sin duda era una Webley. Un armacondenadamente difícil de manejar.Ojalá hubiera existido en aquella épocaalgo parecido a la Luger o la Berettapesada. Pero la verdad es que nunca mefijé en el número.

—El número es correcto —dijoJames Bond—. Sé la fecha en que elCuartel General se la entregó y la fechaen que usted la devolvió. Firmó ambasveces en el registro.

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El comandante Smythe se encogió dehombros.

—Entonces debía ser mi pistola —imprimió un tono de impaciencia en suvoz—. Pero si no le importa decírmelo,¿de qué va todo esto?

James Bond lo miró casi concuriosidad, aunque le habló sincrueldad.

—Usted sabe muy bien de qué va,Smythe. —Calló un instante, como sireflexionara.— Le diré lo que haremos.Saldré al jardín unos diez minutos paraque pueda pensar. Ya me llamará —añadió con seriedad—. Todo seríamucho más fácil si me lo contara con sus

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propias palabras.Se dirigió a la puerta del jardín y se

dio la vuelta.;—Me temo que sólo se trata de

añadir unos pocos detalles. Debe saberque ayer tuve una charla con loshermanos Foo en Kingston.

Salió en dirección al césped.En parte, el comandante Smythe se

sintió aliviado. Al menos ahora, la luchapor ser más listo que ellos, el intento deinventar coartadas, las evasivas habíanterminado. Si ese Bond habíaconseguido llegar a los Foo, acualquiera de los dos, ellos ya sehabrían ido de la lengua. Llevarse mal

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con el gobierno era lo que menos lesinteresaba y, además, sólo quedabanquince centímetros del material.

El comandante Smythe se levantóbruscamente, se acercó al bien provistoaparador y se sirvió otro coñac conginger ale, casi mitad y mitad. Al fin y alcabo, ¡mejor aprovecharse ahoramientras todavía tenía tiempo! El futurono le depararía más oportunidades comoaquélla. Volvió a su silla y encendió elcigarrillo número veinte del día. Semiró el reloj: eran las once y media. Silograba librarse de aquel tipo en unahora, todavía podría pasar un buen ratocon su «gente». Se quedó allí sentado,

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bebiendo y ordenando sus ideas. Podíaextenderse con su historia o resumirla,hablar del tiempo que hacía y del olorde las flores y los pinos de la montaña,o podía hacer un resumen. Mejor seríahacer un resumen.

De pie en la gran habitación dobledel Tiefenbrunner, entre aquel montónde papelotes amarillentos y grisesesparcidos sobre la cama vacía, elcomandante sólo echaba un vistazo aquíy allá, sin buscar nada en concreto,concentrándose en aquellos en que seleía en rojo: KOMMANDOSACHE,

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HOECHST VERTRAULICH. No habíamuchos así; en su mayoría eran informesconfidenciales sobre altos cargosalemanes, mensajes codificados eincompletos de los Aliados que habíansido interceptados e información sobreel paradero de depósitos secretos. Dadoque estos últimos eran el principalobjetivo del destacamento «A», elcomandante Smythe los había examinadocon especial emoción: comida,explosivos, armas, informes de espías,archivos sobre el personal de laGestapo, ¡un gran botín! Pero entonces,abajo de todo, había encontrado unsobre sellado con cera roja y que

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advertía: ABRIR SÓLO EN CASO DEEMERGENCIA FINAL. Sólo contenía unasola hoja de papel, que no estabafirmada y tenía escritas unas pocaspalabras con tinta roja. Elencabezamiento decía VALUTA, y debajose leía WILDE KAISER, FRANZISKANERHALT. 100 M. OESTLICH STEINHÜGEL.WAFFENKISTE. ZWEI BAR 24 KT ydespués una lista de medidas encentímetros. El comandante Smytheseparó las manos como si mostrara eltamaño de un pez que había pescado.Cada lingote debía de ser casi tangrande como un par de ladrillos. ¡Ypensar que en aquel momento un

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soberano inglés de sólo dieciochoquilates se vendía por dos o tres libras!¡Aquello era una verdadera fortuna!¡Unas cuarenta o cincuenta mil libras!¡Quizá incluso cien mil! No pensó ennada, pero, con rapidez y frialdad, por sialguien entraba, quemó el papel y elsobre con una cerilla, convirtió en polvolas cenizas y las tiró por el retrete.Después sacó su mapa militar, a granescala, de la zona y, en un instante, pusosu dedo encima del Franziskaner Halt.Aparecía señalado como un refugio demontaña deshabitado situado en un paso,justo debajo del más alto de los picosorientales de las montañas Kaiser, la

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impresionante cordillera de gigantesdientes de piedra que proporcionaba aKitzbühel un horizonte amenazador porel norte. El cúmulo de piedras debía deestar allí, señaló con su dedo. ¡Y pensarque toda aquella fortuna estaba sólo adieciséis kilómetros de allí! ¡Apenascinco horas escalando!

El principio había sido tal y como lohabía descrito Bond. Fue al chalé deOberhauser a las cuatro de lamadrugada, arrestó al hombre y dijo a sullorosa familia que se lo llevaba a uncampamento de interrogatorios enMunich. Si el historial del guía estabalimpio, estaría de vuelta al cabo de una

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semana. Si la familia armaba unescándalo, sólo crearía problemas aOberhauser. Smythe se había negado adar su nombre y había tenido laprevisión de ocultar la matrícula de sujeep. En veinticuatro horas, eldestacamento «A» seguiría su camino y,para cuando el gobierno militar llegara aKitzbühel, el incidente se diluiría en lamaraña provocada por la ocupación.

Una vez recuperado del susto, ycuando Smythe hubo hablado adrede deesquí y escalada, actividades que habíapracticado antes de la guerra,Oberhauser resultó ser un tipo muyagradable. Tal como Smythe quería,

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congeniaron rápidamente. Su ruta corríaal pie de la cordillera Kaiser haciaKufstein. Smythe conducía despacio,mientras comentaba con admiración lascimas que el amanecer teñía de rosabrillante. Finalmente, al pie del Pico delOro, tal como él lo había bautizado,aminoró la marcha para salir de lacarretera y parar en un claro cubierto dehierba. Sentado en su asiento, se dio lavuelta y dijo con franqueza:

—Oberhauser, es usted un hombrecomo Dios manda. Compartimos muchosintereses y su conversación y el hombreque creo que es me hacen pensar que nocooperó con los nazis. Le diré lo que

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haremos. Pasaremos el día escalando enel Kaiser y después lo llevaré de vueltaa Kitzbühel e informaré a mi superior deque en Munich lo han declaradoinocente. —Sonrió alegremente.— ¿Quéle parece?

Aquel hombre casi lloraba deagradecimiento. Pero ¿no necesitaríaalgún papel que demostrara que él eraun buen ciudadano? Claro. La firma delcomandante Smythe bastaría. Sellaron supacto y el jeep enfiló por un sendero.Una vez lo hubo escondido bien de lacarretera, ambos bajaron del coche yempezaron, con paso firme, la ascensiónpor las estribaciones perfumadas de

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pino.Smythe iba bien equipado. No

llevaba nada bajo la guerrera, unospantalones cortos y un par de excelentesbotas con suela de goma pertenecientesa los paracaidistas norteamericanos. Elúnico peso que llevaba era el Webley &Scott y, puesto que al fin y al caboOberhauser formaba parte del enemigo,actuó con prudencia y no le sugirió quelo dejara detrás de una roca. Oberhauserllevaba su mejor traje y sus botas, perono parecían molestarle. Aseguró alcomandante Smythe que no necesitaríancuerdas ni pitones para ascender y quehabía una cabaña justo encima de ellos,

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donde podrían descansar. Se llamabaFranziskaner Halt.

—¿De veras? —preguntó elcomandante Smythe.

—Sí, y debajo hay un pequeñoglaciar. Es muy bonito, pero subiremosrodeándolo. Hay muchas grietas.

—No me diga —dijo el comandanteSmythe, pensativo.

Observó la parte posterior de lacabeza de Oberhauser, ahora perladapor el sudor. Después de todo, sólo eraun maldito alemán o, al menos, algoparecido. ¿Qué importaba uno más omenos? Todo saldría a pedir de boca.Lo único que preocupaba al comandante

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Smythe era cómo bajar el puñetero orode la montaña. Decidió que encontraríael modo de colgar de su espalda loslingotes. Al fin y al cabo, podíaarrastrarlos la mayor parte del caminoen la caja de municiones o de lo quefuera.

Fue una caminata dura y largamontaña arriba, y cuando hubieronpasado la zona boscosa, salió el sol yempezó a hacer mucho calor. Después,sólo había rocas y piedras. Avanzabanen largos zigzags y, a su paso, sedesprendían piedras y cantos que caíanrodando y saltando por la pendiente,cada vez más pronunciada a medida que

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se acercaban al último peñasco, gris yamenazador, que se proyectaba sobre elazul del cielo por encima de suscabezas. Los dos iban desnudos decintura para arriba y sudaban tanto queel sudor les bajaba por las piernas y seles introducía en las botas; pero, a pesarde la cojera de Oberhauser, siguieron abuen ritmo. Cuando se pararon parabeber algo y refrescarse junto a un velozriachuelo, Oberhauser felicitó alcomandante Smythe por su excelenteforma física. El comandante Smythe, quepensaba en sus cosas, repuso conbrusquedad y mintió al decir que todoslos soldados ingleses estaban en buena

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forma. Prosiguieron su camino.La cara rocosa no fue difícil. El

comandante Smythe ya lo había supuestoporque, de lo contrario, no se habríapodido construir un refugio de montañaen la cornisa. Había agujeros paraapoyar el pie excavados en la pared y,de vez en cuando, pitones de hierroclavados en las grietas. Sin embargo,solo, no hubiera podido encontrar lasvías más difíciles. Se felicitó por haberdecidido llevarse a un guía.

De improviso, la mano deOberhauser, tanteando para encontrar unsitio donde cogerse, se agarró a una granroca que, floja por años de nieve y

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escarcha, se soltó y cayó rodando conestrépito montaña abajo. Súbitamente, elcomandante Smythe pensó en el ruido.

—¿Hay mucha gente por aquí? —preguntó, mientras miraban cómo lapiedra se precipitaba hasta la zonaboscosa.

—No hay nadie hasta llegar aKufstein —dijo Oberhauser. Señaló laárida cordillera de elevadas cimas—.No hay pastos. Poca agua. Sólo vienenlos montañeros. Y desde que empezó laguerra…

Dejó la frase sin terminar.Bordearon el glaciar azulado,

situado debajo del último tramo de

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escalada hacia la cornisa. La miradaatenta del comandante Smythe calculó laamplitud y profundidad de las grietas.Sí, ¡serían perfectas! Justo encima deellos, a unos treinta metros al abrigo dela cornisa, se encontraban lasdeterioradas tablas de la cabaña. Elcomandante Smythe calculó el ángulo dela pendiente. Sí, era casi vertical.¿Ahora o después? Sería mejor después.El dibujo de la última vía no era muyclaro.

En apenas cinco horas alcanzaron lacabaña. El comandante Smythe dijo quequería hacer sus necesidades y se alejócon aire despreocupado hacia el este,

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sin prestar atención a los ochentakilómetros de maravillosas vistas deAustria y Baviera que se extendían aambos lados, y desapareció en lacalima. Contó sus pasoscuidadosamente. A exactamente 120pasos, había un montículo de piedras,que quizás conmemoraba la amistad deun montañero muerto hacía ya tiempo.Pero el comandante Smythe sabía de quése trataba y se moría de ganas dedeshacerlo en ese mismo instante. Sinembargo, sacó su Webley & Scott, mirócon los ojos entrecerrados el cañón ehizo girar el cilindro. Despuésemprendió el camino de vuelta.

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Allí arriba, a tres mil metros o más,hacía frío, y Oberhauser, que habíaentrado en la cabaña, se afanaba enencender un fuego. El comandanteSmythe dominó el horror que la escenale producía.

—Oberhauser —dijo con animación—. Salga y enséñeme las vistas. Desdeaquí son maravillosas.

—Claro, comandante.Oberhauser salió de la cabaña

siguiendo al comandante Smythe. Unavez fuera, metió la mano en el bolsillo ysacó algo envuelto en un papel. Lodesenvolvió y mostró una salchicha duray arrugada que ofreció al comandante.

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—Sólo es lo que nosotros llamamos«Soldat» —dijo tímidamente—. Carneahumada. Muy dura, pero buena —sonrió—. Es parecido a lo que comen enlas películas del Oeste. ¿Cómo sellama?

—«Biltong» —dijo el comandante.Luego (más adelante, pensar en ello leasquearía un poco) añadió—: Déjelo enla cabaña. Nos lo comeremos después.Venga aquí. ¿Se puede ver Innsbruck?Muéstreme la vista desde este lado.

Oberhauser entró en la cabaña yvolvió a salir. El comandante se situódetrás de él mientras hablaba, señalandoun lejano campanario de iglesia o el

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pico de una montaña.Llegaron al punto situado justo

encima del glaciar. El comandanteSmythe sacó su revólver y, a unadistancia de medio metro, disparó dosbalas en la base del cráneo de HannesOberhauser. ¡No podía fallar! ¡Muertesegura!

El impacto de las balas derribó alguía, cuyo cuerpo cayó por el borde. Elcomandante Smythe se asomó para vercómo el cuerpo golpeaba dos vecescontra la superficie y aterrizaba en elglaciar, pero no en la fisura de origen,sino ¡a medio camino y en el centro deun parche de nieve medio derretida!

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—¡Mierda! —exclamó elcomandante Smythe.

El fuerte estruendo de los dosdisparos, cuyo eco resonaba entre lasmontañas, se apagó. El comandanteSmythe dio un último vistazo a lamancha oscura que yacía sobre la blancanieve y se alejó por la cornisa. ¡Loprimero era lo primero!

Empezó por la punta del montículode piedras, trabajando como si el diablolo persiguiera, lanzando piedras por lapendiente a diestro y siniestro.Empezaron a sangrarle las manos, peroél casi ni se dio cuenta. ¡Sólo faltabamedio metro más o menos! ¡Casi nada!

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Se inclinó con movimientos febrilessobre el último montón. ¡Ahí estaba! ¡Sí!El borde de una caja metálica ¡Unascuantas piedras más y era suyo! Una cajade municiones gris y sólida de laWehrmacht con unas letras medioborradas. El comandante Smythe soltóun grito de alegría. Se sentó en unapiedra y llenó su mente de Bentleys,Monte Cario, áticos, Cartier, champán,caviar y, extrañamente, puesto que legustaba el golf, un juego nuevo de palosHenry Cotton.

Embriagado por sus sueños, elcomandante Smythe se quedó allísentado mirando la caja gris durante un

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buen cuarto de hora. Después miró elreloj y se levantó rápidamente. Era elmomento de librarse de las pruebas. Lacaja tenía una asa en cada extremo. Elcomandante Smythe había imaginado quepesaría mucho; mentalmente habíacomparado su peso con el objeto máspesado que había cargado en su vida: unsalmón de casi veinte kilos pescado enEscocia, justo antes de la guerra. Sinembargo, la caja pesaba más del doble ysólo pudo sacarla de su lecho de rocas ydejarla sobre la fina hierba alpina.Envolvió una de las asas con su pañueloy la arrastró torpemente hasta la cabaña.Después se sentó en el escalón de piedra

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de la entrada y, sin perder de vista lacaja, mordió con sus fuertes dientes lasalchicha ahumada de Oberhauser,mientras pensaba cómo bajar de 1amontaña las cincuenta mil libras —lacifra que había calculado— y dejarlasen un nuevo escondrijo.

La salchicha era, sin duda, comidade montañero: dura, con grasa y unfuerte sabor a ajo. Se le metieronalgunas hebras entre los dientes.Incómodo, se las sacó con el palito deuna cerilla y las escupió en el suelo. Fueentonces cuando su mente de espía sepuso en marcha y, con granmeticulosidad, buscó las hebras entre

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las piedras y la hierba, las recogió y selas tragó. A partir de ese momento eraun delincuente, tan delincuente como sihubiera atracado un banco y matado alguardia. Era un «bueno» que se habíavuelto «malo». ¡Debía recordarlosiempre! Si no lo hacía, moriría; moriríaen vez de Cartier. Todo lo que tenía quehacer era ser extremadamentecuidadoso. ¡Sería cuidadoso, por Dios,sí lo sería! Y entonces, para siemprejamás, sería rico y feliz. Después detomarse la minuciosa molestia de borrarcualquier signo de entrada en la cabaña,arrastró la caja de municiones hasta elborde de la pared, apuntó lejos del

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glaciar, la inclinó y, con una plegaria, lasoltó al vacío.

La caja gris, girando lentamente enel aire, golpeó la primera pendienteinclinada bajo la pared de la montaña,cayó treinta metros más y aterrizó con unestrépito metálico sobre un montón depiedras sueltas, donde se paró. Elcomandante Smythe no podía ver si sehabía abierto con los golpes. ¡Sería undetalle que la montaña lo hiciera por él!

Después de echar un último vistazo asu alrededor, empezó a bajar. Tomabagrandes precauciones en cada pitón,comprobaba cada agujero antes deapoyar el pie o la mano. Ahora, en el

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descenso, su vida era mucho másvaliosa de lo que había sido durante lasubida. Se dirigió al glaciar, caminandocon dificultad por la nieve a medioderretir hasta la mancha oscura de aquelcampo de hielo. No podía hacer nadacon las huellas de sus pies. Dentro deunos pocos días, el sol las derretiría. Seacercó al cuerpo. Había visto muchoscadáveres durante la guerra; la sangre ylos miembros rotos no significaban nadapara él. Arrastró los restos mortales deOberhauser hasta la grieta profunda máscercana, donde los arrojó. Despuésrodeó cuidadosamente el borde de lagrieta y tiró la nieve amontonada encima

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del cuerpo. Satisfecho con su obra,volvió sobre sus pasos, pisandoexactamente encima de sus propiashuellas, y emprendió el camino,pendiente abajo, hasta la caja demuniciones.

Sí, la montaña había abierto la cajapor él. Casi con despreocupación,desgarró el envoltorio de papel. Los dosenormes pedazos de metal brillaron bajoel sol. Ambos tenían las mismas marcas:la esvástica dentro de un círculo bajo unáguila y la fecha, 1943, las marcas delReichsbank. El comandante Smythemovió la cabeza en ademán deaprobación. Volvió a colocar el papel

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en su sitio y, para cerrar un poco la caja,golpeó su tapa deformada con unapiedra. Después ató la correa de suWebley alrededor de una de las asas ysiguió bajando por la montaña,arrastrando torpemente la carga detrásde él.

Pasaba ya de la una del mediodía yel sol calentaba con fuerza su pechodesnudo, friéndolo en su propio sudor.Los hombros enrojecidos empezaron aquemarle, igual que la cara. ¡Al diablocon ellos! Paró al lado del riachueloprocedente del glaciar, mojó el pañueloen el agua y se lo ató alrededor de lacabeza. Bebió con ansia y siguió el

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camino, maldiciendo de tanto en tanto ala caja de municiones cuando legolpeaba los talones. Sin embargo,aquellas incomodidades, las quemadurasdel sol y los rasguños, no eran nadacomparadas con lo que le esperabacuando llegara al valle y caminara en elllano. Por ahora, tenía la fuerza degravedad a su favor. Llegaría elmomento en que, al menos durante unkilómetro y medio, tendría que arrastraraquel puñetero peso. El coman-danteSmythe hizo una mueca de dolor,pensando en los estragos que talejercicio causaría a su espaldaquemada.

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«¡Y qué! —se dijo, medio mareado— . Il faut souffrir pour étremillionaire![7]».

Cuando llegó al final y tuvo que tirarde la carga, se sentó a descansar bajolos abetos de una loma cubierta demusgo. Extendió su guerrera en el sueloy colocó en el centro los dos lingotesque había sacado de la caja. Tan fuertecomo pudo, ató los faldones de lachaqueta a la sisa, allí donde se uníanlas mangas con los hombros. Después decavar un agujero profundo en la loma yenterrar la caja vacía, hizo un fuertenudo con los puños de la guerrera, searrodilló y metió la cabeza en la tosca

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correa; a continuación colocó sus manosa cada lado del nudo para protegerse elcuello y se levantó tambaleante,inclinándose hacia delante paracontrarrestar el peso. Luego, abrumadopor una carga que pesaba la mitad de supropio peso, con la espalda dolorida acausa del contacto con el bulto y elaliento que silbaba a través de suspulmones contraídos, avanzó, como unperro, arrastrando los pies por elsendero que atravesaba el bosque.

Aún ahora no sabía cómo habíaconseguido llegar hasta el jeep. Una yotra vez, los nudos cedían a la tensiónexcesiva y los lingotes caían

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golpeándole las pantorrillas y, en cadaocasión, se había sentado con las manosen la cabeza para luego volver aempezar. Finalmente, concentrado encontar los pasos y parando a descansarcada cien, llegó al bendito coche y sederrumbó a su lado. Luego de haberenterrado el tesoro en el bosque, entreun montón de grandes piedras fáciles devolver a encontrar, se adecentó cuantopudo y regresó a su alojamiento, dandoun rodeo para evitar el chalé deOberhauser. Todo había terminado. Seemborrachó solo con una botella de«schnapps» barato, comió y se fue a lacama, donde se sumió en el sueño fruto

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del aturdimiento. A la mañana siguiente,el destacamento «A» del MOB setrasladaría al valle de Mittersillsiguiendo una nueva pista y, seis mesesmás tarde, el comandante Smythevolvería a Londres y la guerra habríaterminado.

Pero no sus problemas. El oro es unmaterial difícil de entrarclandestinamente, al menos una cantidadcomo la que tenía disponible elcomandante Smythe, y era esencial quesus lingotes cruzaran el canal de laMancha y encontraran un nuevoescondrijo. Así que aplazó sudesmovilización y se aferró a los

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privilegios de su rango temporal,especialmente a los pases deInteligencia Militar. Pronto consiguióque lo enviaran a Alemania comorepresentante del Centro deinterrogatorios conjuntos en Munich.Allí hizo algunos trabajillos sueltosdurante seis meses, tiempo en el querecuperó el oro, que decidió guardar enuna vieja maleta en su alojamiento.Durante dos permisos de fin de semana,voló a Inglaterra, llevando en cada viajeuna de las barras en un abultado maletín.La caminata por las pistas de Munich yNortholt y el manejo de su maletín,como si sólo contuviera papeles,

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requirió dos anfetaminas y una voluntadde hierro. No obstante, finalmente, pusosu fortuna a salvo en el sótano de la casade una tía suya en Kensington, lo que lepermitió emprender la siguiente fase desus planes sin prisas.

Dejó los Roy al Marines y se casócon una de las tantas chicas con las quese había acostado en el Cuartel Generaldel MOB, una encantadora rubia de laArmada llamada Mary Parnell,perteneciente a una sólida familia declase media. Compró dos billetes parauno de los primeros barcos bananerosque salía de Avonmouth con rumbo aKingston, Jamaica; un lugar que ambos

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consideraron el paraíso del sol, la buenacomida y el alcohol barato. Unespléndido refugio lejos de la tristeza,las restricciones y el gobierno laboristade la Inglaterra de la posguerra.

Antes de irse, el comandante Smythemostró a Mary los lingotes de oro, delos que había eliminado las marcas delReichsbank.

—He sido muy listo, querida —dijo—. No me fío de la libra hoy en día, asíque he vendido todos mis valores y hecambiado el dinero por oro. Si heobrado bien, habrá unas veinte millibras en estos lingotes, lo que deberíabastarnos para llevar una vida holgada.

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Sólo tenemos que cortar un pedacito devez en cuando y venderlo.

Mary Parnell no estaba familiarizadacon las complejidades de las leyes decambio. Se arrodilló y acariciócariñosamente los brillantes lingotes.Después se levantó, echó los brazos alcuello del comandante Smythe y lo besó.

—¡Eres un hombre maravilloso!¡Maravilloso! —dijo casi llorando—.Terriblemente inteligente, atractivo yvaliente y, además, ahora resulta quetambién eres rico. Soy la muchacha másafortunada del mundo.

—Sea como sea, somos ricos —dijoel comandante Smythe—. Pero

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prométeme que no dirás una palabra anadie, o tendremos a todos los ladronesde Jamaica rodeándonos. ¿Me loprometes?

—Lo prometo.

El Club Prince, en las colinas querodeaban Kingston, era realmente unparaíso. Miembros agradables, criadosmaravillosos, comida ilimitada y bebidabarata; todo ello reunido en elmaravilloso escenario del trópico,desconocido para ambos hasta entonces.Era una pareja muy popular y el historialde guerra del comandante Smythe les

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facilitó el acceso a la vida social de laCasa del gobernador, después de lo cualsu vida se convirtió en una serieinterminable de fiestas, con tenis paraMary y golf (¡con los palos HenryCotton!) para el comandante Smythe. Porlas noches, había bridge para ella ypóquer fuerte para él. Sí, desde luegoera un paraíso, mientras en su país lagente comía carne enlatada, trapicheabaen el mercado negro, maldecía algobierno y sufría el peor invierno entreinta años.

Los Smythe cubrieron los primerosgastos juntandos sus ahorros, hinchadospor las ayudas de guerra. El comandante

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Smythe pasó un año entero husmeandopor todas partes antes de decidirse ahacer negocios con los señores Foo,importadores y exportadores. Loshermanos Foo, muy respetados y ricos,eran la junta de gobierno reconocida dela floreciente comunidad china enJamaica. Algunas de sus transaccionescomerciales eran tan sinuosas comopedía la tradición china, pero, por loque pudo confirmar el comandanteSmythe con sus meticulosas pesquisas,eran extremadamente fiables.

El acuerdo de Bretton Woods habíasido ratificado. Dicho acuerdo fijaba unprecio controlado del oro en el mundo,

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pero todos sabían ya que en Tánger y enMacao —dos puertos libres que habíanescapado a la red de Bretton Woods pordistintas razones— se podía obtener unprecio de, al menos, cien dólares poronza de oro de una pureza del noventa ynueve por ciento, muy distinto a lostreinta y cinco dólares por onza,establecido oficialmente. Así que, demanera muy conveniente, los Foo habíanvuelto a comerciar con el renacienteHong Kong, que, junto con el vecinoMacao, se habían convertido en elalmacén del contrabando de oro.

Todo este montaje era, en palabrasdel comandante Smythe, muy

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satisfactorio. Sostuvo una reunión su-mamente agradable con los hermanosFoo, quienes no le hicieron ningunapregunta hasta el momento de examinarlos lingotes y comprobar la ausencia demarcas, lo que los obligó a preguntar,con cortesía, por la procedencia del oro.

—Verá usted, comandante —dijo elmayor y más reposado de los hermanosdelante de un gran escritorio de caobavacío—. En el mercado de los lingotes,las marcas de todos los bancosnacionales respetables y marchantesresponsables se aceptan sin preguntas.Estas marcas garantizan la pureza deloro. Obviamente, hay otros bancos y

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marchantes cuyos métodos derefinamiento —su bondadosa sonrisa seensanchó imperceptiblemente— no son,digamos, tan cuidadosos.

—¿Se refiere al viejo timo dellingote de oro? —inquirió elcomandante Smythe con un deje deansiedad—. ¿Un pedazo de plomochapado de oro?

Ambos hermanos rieron de maneratranquilizadora.

—No, no, comandante. Nada de eso.Sin embargo —sus sonrisas semantuvieron invariables—, si no puederecordar el origen de estos magníficoslingotes, no tendrá objeción en que

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llevemos a cabo un aquilatamiento.Existen métodos para determinar lapureza exacta de lingotes como éstos.Mi hermano y yo somos expertos enestos métodos. ¿No le importadejárnoslos y volver, quizá, después decomer?

No había alternativa posible. Elcomandante Smythe no tenía másremedio que fiarse totalmente de losFoo. Podían inventarse cualquier cifra yél tendría que aceptarla. Fue al MyrtleBank y pidió un par de tragos fuertes conun bocadillo, que se le quedóatragantado. Después regresó a la frescaoficina de los Foo.

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El escenario era el mismo: los dossonrientes hermanos, los dos lingotes deoro, el maletín y, ahora, una hoja depapel y una Parker de oro delante delhermano mayor.

—Hemos solucionado el problemade sus magníficos lingotes—«¡Estupendo! ¡Gracias a Dios!»,pensó el comandante Smythe— yestamos seguros de que querrá conocercuál es su hipotética historia.

—Claro, claro —dijo el comandanteSmythe, dando muestras de entusiasmo.

—Son lingotes alemanes,comandante. Probablemente delReichsbank de la época de la guerra. Lo

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hemos deducido porque contienen undiez por ciento de plomo. Bajo elrégimen de Hitler, el Reichsbank tenía laestúpida costumbre de adulterar el orode esta forma, lo que, al conocerserápidamente, provocó, en consecuencia,la bajada del precio del lingote de oroalemán, por ejemplo en Suiza, adondemuchos fueron a parar. Así que el únicoresultado de la estupidez alemana fueque el banco nacional de Alemaniaperdiera su reputación de honradez enlos negocios que se había ganadodurante siglos. —La sonrisa del chinono se alteró.— Muy mal negocio,comandante. Muy estúpido.

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El comandante Smythe se maravillóante la omnisciencia de aquellos doshombres, tan alejados de los grandescanales comerciales del mundo, perotambién la maldijo. Y ahora ¿qué?

—Eso es muy interesante, señor Foo—dijo—. Pero para mí no son buenasnoticias. ¿Quieren decir que estoslingotes no son una «mercancía segura»,o como quiera que la llamen, en elmercado del oro?

El mayor de los Foo hizo un levegesto de rechazo con la mano derecha.

—No tiene importancia,comandante, o mejor dicho, tiene muypoca importancia. Venderemos su oro

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por su valor real, digamos, un ochenta ynueve por ciento de pureza. Elcomprador final podrá refinado o no.Eso no es asunto nuestro. Nosotroshabremos vendido un producto fiable.

—Pero a un precio más bajo.—Así es, comandante. Pero creo que

también puedo darle buenas noticias.¿Ha calculado usted el valor de estosdos lingotes?

Había pensado que valían unasveinte mil libras.

El mayor de los Foo rió secamente.—Creo que, si lo vendemos con

prudencia y poco a poco, obtendrá másde cien mil dólares, comandante,

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descontando, claro está, nuestracomisión, que incluirá los gastos detransporte e imprevistos.

—¿Y cuánto es eso?—Pensábamos en un diez por ciento,

comandante. Si le parece bien.El comandante Smythe tenía la idea

de que los tratantes de oro cobraban unporcentaje del uno por ciento, pero ¡quédiablos!… Desde la hora de comerhabía ganado ya unas diez mil libras.Asintió con un «Hecho», se levantó y lesofreció la mano por encima delescritorio.

A partir de ese momento, cada tresmeses, visitaría la oficina de los Foo,

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llevando su maletín vacío. Allíencontraría, encima del gran escritorio,quinientas libras nuevas jamaicanas enbonitos fajos, los dos lingotes de oro,que iban disminuyendo centímetro acentímetro, y una hoja mecanografiadacon la cantidad vendida y el precioobtenido en Macao. Todo era muysencillo y amistoso y, también, muyprofesional. El comandante Smythe nocreía estar sometido a ningún otro tipode reducción que no fuera el diez porciento, previa y debidamente acordado.Con dos mil libras netas al año teníabastante, y su única preocupación eraque Hacienda fuera detrás de él a

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preguntarle de qué vivía. Mencionó estaposibilidad a los Foo, quienes le dijeronque no se preocupara, y en los dossemestres siguientes dejaron sobre lamesa cuatrocientas libras en vez de lasquinientas, sin ningún comentario porparte de nadie. La nueva «reducción» sehabía repartido en el lugar adecuado.

Así que los días perezosos ysoleados continuaron pasando y seconvirtieron en años. Los Smytheengordaron. El comandante tuvo suprimera trombosis coronaria y recibióinstrucciones del médico de reducir elconsumo de alcohol y cigarrillos y detomarse la vida con más calma. También

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debía evitar las grasas y los fritos. Alprincipio, Mary Smythe intentó tratarlocon firmeza, pero después, cuando élempezó a beber a escondidas y a llevaruna vida de pequeñas mentiras yevasivas, resolvió dar marcha atrás enel intento de controlar los excesos de sumarido. Pero ya era demasiado tarde.Mary se había convertido en el símbolodel guardián para el comandante Smythe,quien empezó a evitarla. Ella lo acusóde no quererla ya y, cuando lasdiscusiones fueron demasiado paraMary, se convirtió en una adicta a lossomníferos. Un día, después de unaacalorada discusión de borrachos, se

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tomó una sobredosis «sólo para que élse enterara».

Fue una sobredosis demasiadogenerosa y la mató. Se echó tierra alasunto del suicidio, aunque fue unamancha negra en la historia delcomandante Smythe. Este regresó aNorth Shore, que, a pesar de estar sólo aunos cinco kilómetros de la capital, alotro lado de la isla, es un mundototalmente diferente, incluso en unasociedad tan pequeña como la deJamaica. Después de su segundatrombosis se instaló en «Pequeña Ola»,donde intentaba suicidarse por medio dela bebida. Fue entonces cuando apareció

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en escena ese tal Bond con elofrecimiento de una muerte alternativa ygarantizada en el bolsillo.

El comandante Smythe miró el reloj.Pasaban unos minutos de las doce. Selevantó, se sirvió otro coñac con ginger-ale bien cargado y salió al jardín. JamesBond estaba sentado bajo los almendrosmirando el mar y no levantó la vistacuando el comandante Smythe cogió otrasilla de jardín y dejó la bebida a su ladoen el suelo.

—Sí, era más o menos tal como loimaginaba —dijo Bond fríamente

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cuando el comandante Smythe terminóde contar su historia.

—¿Quiere que lo ponga por escrito yla firme?

—Si usted quiere…, pero no hacefalta. Eso le corresponde al consejo deguerra. Sus antiguos compañeros seencargarán del caso. Yo no tengo nadaque ver con los aspectos legales;escribiré un informe para mi serviciosobre lo que usted me ha contado y elloslo entregarán a los Royal Marines.Supongo que después pasará al fiscaldel Estado vía Scotland Yard.

—¿Puedo hacerle una pregunta?—Por supuesto.

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—¿Cómo lo averiguaron?—Era un glaciar pequeño. El cuerpo

de Oberhauser salió este año a lasuperficie, al fundirse la nieve deprimavera. Unos montañeros loencontraron. Todo estaba intacto. Sufamilia lo identificó. Después sólo fuecuestión de reconstruir la historia y lasbalas fueron cruciales.

—¿Y cómo se mezcló usted en esteasunto?

—El MOB era responsabilidad demi… llamémosle servicio. Los papelesllegaron a nuestras manos y los vi porcasualidad. Como tenía tiempodisponible, pedí que me asignaran el

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caso de atrapar al hombre que lo habíahecho.

—¿Por qué?James Bond miró al comandante

Smythe directamente a los ojos.—Resulta que Oberhauser era amigo

mío. Me enseñó a esquiar antes de laguerra, cuando yo era un adolescente.Era un hombre estupendo y fue unaespecie de padre en la época en que lonecesitaba.

—Ya veo. —El comandante Smythedesvió la mirada.— Lo siento.

—Bueno, me vuelvo a Kingston. —James Bond se levantó y le tendió lamano.— No, no se moleste. Volveré

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solo al coche. —Miró al otro hombre y,bruscamente, casi con dureza (quizápara disminuir lo embarazoso de lasituación, pensó el comandante Smythe),añadió—: Todavía tardarán una semanaen enviar a alguien para que se hagacargo de su vuelta a casa.

Después se alejó, cruzando el jardíny la casa. El comandante Smythe oyó elzumbido metálico del arranqueautomático y el rumor de la gravilla deldescuidado sendero.

Mientras buscaba a su presa en elarrecife, el comandante Smythe

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meditaba sobre el significado exacto delas últimas palabras de James Bond.Bajo sus gafas Pirelli, los labios dejaronal descubierto los manchados dientes, enuna mueca de tristeza. Era evidente. Setrataba de una nueva versión del viejonúmero sensiblero de dejar al oficialculpable solo con su revólver. Si eseBond hubiera querido, podría haberllamado a la Casa del gobernador ypedir que le enviaran un oficial delRegimiento de Jamaica para ponerlobajo arresto. En cierta manera, era muygeneroso por su parte. ¿O no lo era? Unsuicidio era una solución mucho máslimpia, ahorraba una gran cantidad de

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papeleo y de dinero de loscontribuyentes. ¿Debía hacerle el favora Bond y actuar limpiamente? ¿Reunirsecon Mary en donde sea que vayan lossuicidas? ¿O seguir adelante y pasar porla indignidad, las fastidiosasformalidades, los titulares, elaburrimiento y la tristeza de unasentencia a cadena perpetua queacabaría, sin lugar a dudas, con sutercera trombosis? ¿O debía defenderse:alegar que eran tiempos de guerra, unalucha con Oberhauser en el Pico delOro, un prisionero que trataba deescapar, un Oberhauser conocedor delescondrijo del oro, la tentación natural

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de Smythe de huir con los lingotes, él, unpobre oficial de los comandos que seencontró súbitamente con una fortuna?

¿Debía someterse con dramatismo ala compasión del tribunal? Elcomandante Smythe se imaginórápidamente a sí mismo en el banquillo,una figura espléndida y erguida, cubiertode medallas y vestido con el espléndidouniforme de gala azul y grana, lavestimenta tradicional en los consejosde guerra. (¿Habrían podido las polillasentrar en la caja que guardaba en lahabitación de invitados de «PequeñaOla»?). Luna tendría que echarle unvistazo; si el tiempo lo permitía, un día

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al sol y un buen cepillado. Con la ayudade su faja, seguramente podría meter loscien centímetros de su perímetro actualen los pantalones de ochenta y cincocentímetros de cintura que Gieves lehabía hecho hacía veinte o treinta años.

Allí, en la sala del consejo, enChatham probablemente, el abogadodefensor, un tipo de fiar y con un rangomínimo de coronel en deferencia a supropio rango superior, defendería sucausa. Y siempre existía la posibilidadde apelar a una instancia superior.¡Vaya! Su caso podía convertirse en unacause célebre. Vendería su historia a losperiódicos, escribiría un libro… El

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comandante Smythe sintió cómo leinvadía el entusiasmo. «¡Cuidado,muchacho! ¡Cuidado! ¡Recuerda lo queha dicho aquel pájaro!» Puso los pies enel suelo y descansó en medio de lasondulantes olas de la corriente delnoreste, que mantenían el agua de NorthShore deliciosamente fresca hasta lallegada de los meses tórridos con latemporada de huracanes: agosto,septiembre y octubre.

Después de un par de ginebras, unacomida frugal y una siesta bienempapada de alcohol, pensaría másatentamente en ello. También tenía elcóctel de los Arundel y la cena en el

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Club Shaw Park Beach con losMarchesi. Más tarde, una partida debuen bridge y a casa a dormir gracias alSeconal. Animado por la perspectiva desu rutina familiar, la oscura sombra de

Bond pasó a segundo plano. «Ybien, pececito, ¿dónde estás? ¡Mi pulpoestá esperando su almuerzo!» Elcomandante Smythe inclinó la cabeza y,con la mente felizmente ocupada y ojosinquisidores, continuó buceandolentamente a lo largo del estrecho valleentre las formaciones de coral que seextendían hacia el arrecife bordeado deblanco.

Casi enseguida vio las dos antenas

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puntiagudas de una langosta, o más biende su prima la langosta antillana, que seinclinaban inquisitivamente hacia él,hacia la turbulencia que él creaba, desdeuna profunda grieta bajo una roca. Dadoel grosor de las antenas, debía de ser unbuen ejemplar, de kilo y medio o dos.En circunstancias normales, elcomandante Smythe habría puesto lospies en el suelo y habría agitadodelicadamente la arena delante de laguarida de la langosta para hacerla salirun poco más, por ser una especiecuriosa. Pero hoy sólo tenía una presa enla cabeza, una forma en la queconcentrarse: la silueta crestuda e

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irregular de un pez escorpión. Diezminutos más tarde, vio unaprotuberancia de algas en una roca sobrela arena blanca que en realidad noparecía tal cosa. Puso los pies en elsuelo con suavidad y observó cómo lasespinas dorsales del pez se erguían. Eraun ejemplar de buen tamaño, quizápesaba unos trescientos gramos. Preparósu arpón de tres puntas y avanzó poco apoco. Los rojos y coléricos ojos, bienabiertos, lo observaban. Tendría quehacerlo en una sola y rápida arremetida,desde un ángulo lo más vertical posibleporque, de lo contrario —y lo sabía porexperiencia—, sus afilados y agudos

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pinchos saldrían sin duda disparados desu endurecida cabeza. Levantó los piesdel suelo y avanzó muy lentamente,usando la mano libre como aleta.¡Ahora! Arremetió hacia abajo. Pero elpez escorpión había sentido las levesondulaciones del arpón al acercarse. Selevantó una nube de arena e inició unahuida en vertical, zumbando casi comoun pájaro, bajo el estómago delcomandante Smythe.

Éste soltó una palabrota y dio mediavuelta en el agua. Sí, había hecho lo queesos bichos acostumbran a hacer amenudo: buscar refugio en la roca máspróxima cubierta de algas para

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confundirse allí, confiando en suexcelente camuflaje. El comandanteSmythe sólo tenía que nadar unos metrosmás, volver a atacar, esta vez con máspuntería, para que finalmente fuera suyoy lo hiciera retorcerse y agitarse en lapunta del arpón.

La excitación y el pequeño esfuerzorealizado hicieron jadear al comandanteSmythe, que reconoció cómo el viejodolor en el pecho crecía y lo invadía.Puso los pies en el suelo y, después deatravesar al pez de parte a parte con suarpón, lo levantó mientras éste seagitaba con desesperación fuera delagua. Después, y con lentitud, fue

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andando por la laguna hasta salir a laarena de la playa y alcanzar el banco demadera, bajo una parra. Soltó el arpóncon la desesperada presa en la arena, asu lado, y se sentó para descansar.

Fue cinco minutos más tarde cuandoel comandante Smythe notó unentumecimiento peculiar más o menos enla zona del plexo solar. Bajó la vistadespreocupadamente y notó cómo todosu cuerpo se agarrotaba a causa delterror y la incredulidad. Una zona de lapiel, del tamaño aproximado de unapelota de criquet, se le había puestoblanca a pesar del bronceado y, enmedio, tenía la huella de tres pinchazos

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cubiertos por unas gotitas de sangre. Elcomandante Smythe se limpió la sangrecon un gesto automático. Los agujerospresentaban el tamaño de los pinchazosde un alfiler, pero el comandante Smytherecordó el ascenso vertical del pezescorpión y exclamó:

—¡Me has pillado, cabrón! ¡Vaya sime has pillado!

Se quedó sentado muy quieto,mirándose el cuerpo, mientras recordabalo que decía el libro americanoAnimales marinos peligrosos —quehabía tomado prestado del instituto yque nunca había devuelto— sobre laspicaduras del pez escorpión. Tocó la

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zona blanquecina que rodeaba lapicadura con delicadeza y, después, ledio unos golpecitos. Sí, la piel estabatotalmente insensibilizada y empezó anotar unos latidos de dolor por debajode ella. Pronto el dolor sería punzante y,más tarde, se extendería por todo elcuerpo, siendo tan agudo que loderrumbaría sobre la arena, gritando ypataleando para librarse de él.Vomitaría y echaría espuma por la bocay, después, el delirio y las convulsionesse apoderarían de él hasta perder elconocimiento. A lo que le seguiría,inevitablemente, un paro cardíaco y lamuerte. Según el libro, el proceso se

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completaría en quince minutos. Era todolo que le quedaba de vida, ¡un cuarto dehora de espantosa agonía!Evidentemente, si su débil corazónpodía soportarlos, existían remedios: laprocaína, antibióticos yantihistamínicos, pero tenían que estar alalcance de la mano, e incluso aunquepudiera subir las escaleras y suponiendoque Jimmy Greaves dispusiera de estosfármacos modernos, el médico tardaríaen llegar a «Pequeña Ola» más de unahora.

La primera punzada de dolor seclavó en el cuerpo del comandanteSmythe y le hizo doblarse por la mitad.

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Después llegó otra y luego otra, que seextendieron por su estómago y susextremidades. Empezó a notar un gustoseco y metálico en la boca y escozor enlos labios. Lanzó un gemido y derribó elbanco sobre la arena. Una sacudida en laarena, junto a su cabeza, le recordó laexistencia del pez escorpión. Losespasmos de dolor le dieron una tregua ytodo su cuerpo empezó a arder como siestuviera en llamas aunque, bajo laagonía, su mente se despejó. ¡Puesclaro! ¡El experimento! ¡De algún modo,de algún modo debía llegar hastaOctopussy y darle su comida!

«Oh, Pussy, ésta será la última

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comida que podré darte.»El comandante Smythe masculló la

frase para sus adentros mientras,avanzando a gatas, buscaba sus gafas yse las ponía de cualquier manera.Seguidamente cogió su arpón, coronadotodavía por el pez agonizante, y,sujetándose el estómago con la manolibre, se dirigió a rastras por la arenahasta meterse en el agua.

Había unos cuarenta metros de aguaspoco profundas hasta llegar a la guaridadel pulpo, situada en un recoveco delcoral. El comandante Smythe hizo todoel recorrido gritando de dolor bajo lasgafas, pero, de algún modo, casi siempre

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de rodillas, conseguía avanzar. Mientrasrecorría los últimos metros y laprofundidad del agua crecía, tuvo quelevantarse, pero el dolor lo hizotambalearse, como si fuera unamarioneta manejada por invisibles hilos.Al fin llegó a su destino y, con unafuerza de voluntad suprema, se esforzóen mantenerse firme, mientras inclinabala cabeza para que el agua entrara en lasgafas y limpiara el cristal, empañadopor sus gritos. A continuación, con lasangre manando de su labio inferior acausa de la fuerza con que se lo habíamordido, se inclinó lentamente parainvestigar el interior de la casa de

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Octopussy. ¡Sí! La masa marrón todavíaestaba allí. Se agitaba nerviosa. ¿Porqué? El comandante Smythe vio lososcuros hilos de su propia sangreserpenteando lentamente a través delagua. ¡Claro! El bichito la saboreaba.Un espasmo de dolor golpeó alcomandante Smythe y lo hizobambolearse. Se oyó a sí mismofarfullando incoherentemente.«¡Cálmate, Dexter, muchacho! ¡Tienesque dar a Pussy su almuerzo!» Dejó detemblar y, con el arpón agarrado por elextremo del asta, acercó el pez alagujero.

¿Mordería Pussy el anzuelo, aquel

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anzuelo envenenado que estaba matandoal comandante Smythe, pero al que eraposible que un pulpo fuera inmune?¡Ojalá Bengry hubiera estado allí paraverlo todo! Tres tentáculos se asomaronexpectantes desde el agujero y seagitaron alrededor del pez escorpión.Una neblina gris cubrió los ojos delcomandante Smythe. Se dio cuenta deque iba a perder el conocimiento ysacudió débilmente la cabeza paradespejarse. ¡De repente, los tentáculosse lanzaron sobre su objetivo! Pero noera el pez, era el brazo y la mano delcomandante Smythe. Su boca crispadaesbozó una sonrisa de satisfacción.

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¡Pussy y él se habían estrechado lamano! ¡Era fantástico! ¡Realmenteestupendo!

Sin embargo, el pulpo, tranquila eimplacablemente, tiró hacia abajo y unaterrible certidumbre se apoderó delcomandante Smythe. Hizo acopio de laspocas fuerzas que le quedaban y hundióel arpón. Lo único que consiguió fueacercar el pez escorpión al pulpo yponer a su disposición un trozo más debrazo. Los tentáculos le serpentearonpor el brazo, tirando de él con saña. Elcomandante Smythe intentó quitarse lasgafas demasiado tarde. Un grito apagadopor el cristal vibró en la bahía desierta y

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su cabeza se hundió en el agua,provocando una explosión de burbujasen la superficie. Sus piernas salieron delagua y las pequeñas olas le bañaron elcuerpo con un movimiento de vaivén,mientras el pulpo exploraba la manoderecha con su orificio bucal y daba unprimer mordisco de exploración a undedo con su mandíbula en forma depico.

Dos jóvenes jamaicanos encontraronel cuerpo cuando buscaban peces agujacon una canoa. Clavaron el arpón delcomandante Smythe en el cuerpo del

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pulpo y lo mataron a la maneratradicional, dándole la vuelta como uncalcetín y arrancándole la cabeza, paradespués llevar a tierra los tres cuerpos.Entregaron el cuerpo del comandanteSmythe a la policía y se comieron el pezescorpión y el «gato marino» para cenar.El corresponsal local del Daily Gleanerinformó de que un pulpo había matado alcomandante Smythe, pero el periódicolo tradujo en «se ahogó» para no asustara los turistas.

Más adelante, en Londres, JamesBond, aunque en su fuero internodiagnosticó «suicidio», escribió elmismo veredicto: «se ahogó», junto con

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la fecha, en la última página, y cerró elabultado expediente.

Sólo a partir de las notas del doctorGreaves, realizador de la autopsia, fueposible reconstruir una especie deepilogo al extraño y patético final delotrora valioso oficial del ServicioSecreto.

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Propiedad de unadama[8]

Era un día de principios de junioexcepcionalmente caluroso. James Bonddejó el lápiz gris oscuro, el que se usabaen los expedientes dirigidos a laSección Doble 0, y se quitó la chaqueta.No se preocupó siquiera en colocarla enel respaldo de la silla ni mucho menosse tomó la molestia de levantarse paracolgarla en la percha que MaryGoodnight había puesto, por propiainiciativa («¡Malditas mujeres!), detrásde la puerta verde de la Oficina de

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Operaciones con la que comunicaba sudespacho. Tiró simplemente la chaquetaal suelo. No existía ninguna razón paramantenerla inmaculada con los plieguesimpecables. No había la menor señal detrabajo por hacer. En todo el mundoreinaba la calma. Hacía ya semanas quelas etiquetas de «Entrada» y «Salida»eran pura rutina. Los secretos diariosSITREP[9], incluso los periódicos,bostezaban de aburrimiento; estosúltimos, por su parte, publicaban, parasus lectores, en los escándalos locales,las malas noticias, la única clase denoticias que hacen legibles páginascomo ésas, ya sean ultrasecretas o estén

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en venta por unas cuantas monedas.Bond odiaba estos períodos de

inopia. Sus ojos y su mente apenasprestaban atención a las sucesivaspáginas de una disertación mortalmenteaburrida de la Sección deInvestigaciones Científicas que tratabadel uso que hacían los rusos del gascianuro para matar, con la ayuda de lapistola de agua infantil más barata, delas que se accionan con una pera. Segúnparecía, el gas tenía un efecto inmediato,si se dirigía directamente a la cara.Estaba recomendado para mayores deveinticinco años en situación de subirescaleras o cuestas. El veredicto sería

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muy probablemente paro cardíaco.El estridente timbrazo del teléfono

rojo invadió la habitación con talbrusquedad que James Bond, desatento,se llevó automáticamente la mano bajoel brazo izquierdo en un gesto deautodefensa. Las comisuras de suslabios esbozaron una mueca de disgustocuando reconoció el acto reflejo. Alsegundo timbrazo, cogió el auricular.

—¿Señor?—Señor.Se levantó de la silla, recogió su

chaqueta y, mientras se la ponía, centrósus pensamientos. Había estadodormitando en su cubil y ahora tenía que

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ponerse en marcha. Atravesó eldespacho contiguo y se resistió alimpulso de despeinar la tentadora ydorada nuca de Mary Goodnight.

Sólo le dijo «M», salió al pasilloenmoquetado y caminó entre losmurmullos y zumbidos apagados de laSección de Comunicaciones, vecina a lasuya, hasta el ascensor que lo subiría ala octava planta.

La expresión de la señoritaMoneypenny no revelaba nada.Normalmente manifestaba algo si losabía: íntimo regocijo, curiosidad, o, siBond tenía problemas, aliento o inclusoenfado. En ese momento, su sonrisa de

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bienvenida mostraba indiferencia. Bondsupuso que se trataba de algún tipo detrabajo rutinario, un fastidio, e hizo suentrada por aquella fatídica puerta contal idea en su mente.

Había un visitante, un extraño,sentado a la izquierda de M, quien miróbrevemente a Bond cuando entró y sesentó en su lugar habitual, al otro ladodel escritorio de piel roja.

—Doctor Fanshawe, creo que noconoce al comandante Bond, de miDepartamento de Investigación —dijo Mcon sequedad.

Bond estaba acostumbrado a estoseufemismos.

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Se levantó y le tendió la mano. Eldoctor Fanshawe se incorporó, estrechólevemente la mano de Bond y se sentócon rapidez, como si hubiera tocado lagarra de un caimán.

Los ojos de aquel hombre debían deestar equipados con un obturador de unamilésima de segundo, como el de unacámara fotográfica, porque apenas miróa Bond, como si lo considerara una merafigura anatómica. Así que se tratabaevidentemente de un experto, un hombrecuyo interés se centraba en hechos,objetos y teorías, y no en seres humanos.Bond deseó que M lo hubiera puesto enantecedentes, que no tuviera ese deseo

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malévolo y juguetón, casi infantil, desorprender, de abrir la caja de sorpresasdelante de su personal. Sin embargo, alrecordar su aburrimiento de diezminutos antes, se puso en el lugar de M eintuyó claramente que el propio M sehabía visto sometido al mismo calor dejunio, a la misma inopia laboralagobiante y que, con la perspectiva deun respiro inesperado gracias a unaemergencia, aunque fuera una pequeña,había decidido sacarle el máximoprovecho, el máximo de teatralidad,para aliviar su propio aburrimiento.

El visitante era de mediana edad,sonrosado, bien alimentado y vestía de

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manera bastante afectada, a la modaneoeduardiana: un abrigo azul oscurocon cuatro botones, puños vueltos, unacorbata de seda gruesa con un alfiler deperlas, cuello rígido e inmaculado,gemelos en forma de monedas antiguas yquevedos sujetos por una cinta negra ygruesa. Bond creyó que era un literato,un crítico quizás, soltero, probablementecon tendencias homosexuales.

—El doctor Fanshawe es unaautoridad reconocida en joyería antigua—dijo M—. Aunque es confidencial,también es asesor de las Aduanas de SuMajestad y del Departamento deInvestigación Criminal en estos temas.

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De hecho, nuestros amigos del MI5 noslo han remitido en relación con nuestraseñorita Freudenstein.

Bond arqueó las cejas. MaríaFreudenstein era una agente secreta alservicio de la KGB soviética en elcorazón del Servicio Secreto. Trabajabaen el Departamento de Comunicaciones,en un compartimiento estanco diseñadoespecialmente para ella, y su trabajo selimitaba a manejar el Código Púrpura:un código que también se había creadoespecialmente para ella. Seis veces aldía, se encargaba de cifrar y enviar coneste código larguísimos SITREPS a laCIA, en Washington. Los mensajes eran

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producto de la Sección 100, laencargada de los agentes dobles, y eranuna mezcla ingeniosa de hechos reales,revelaciones inofensivas y,ocasionalmente, unas gotitas de una grandesinformación. A Maria Freudenstein,ya conocida como una agente soviéticacuando entró en el Servicio, le habíanpermitido robar la clave del CódigoPúrpura con la intención de que losrusos tuvieran acceso total a estosSITREPS, para poder interceptarlos ydescifrarlos, y así, cuando fueranecesario, suministrarles informaciónfalsa. Era una operación altamentesecreta que debía llevarse con extrema

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prudencia, pero que, desde hacía tresaños, funcionaba perfectamente, yaunque Maria Freudenstein se enterabaasí de algunos de los rumores quecorrían por el Cuartel General, era unriesgo necesario. Además, no era lobastante atractiva como para entablarrelaciones que pusieran en peligro laseguridad.

M se dirigió al doctor Fanshawe.—Doctor, ¿quiere usted explicar

todo el asunto al comandante Bond?—Claro, claro. —El Dr. Fanshawe

dirigió una mirada rápida a Bond ydespués la apartó como si hablara consus botas.— Verá, la cosa es así,

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comandante. Sin duda habrá usted oídohablar de un hombre llamado Fabergé.Un famoso joyero ruso.

—Confeccionó los fabulosos huevosde Pascua para el zar y la zarina antesde la revolución.

—Era, indudablemente, una de susespecialidades. También creó muchasotras piezas exquisitas que podríamosdefinir, de manera general, como joyasúnicas. Hoy en día, en las salas desubasta, las mejores piezas alcanzanprecios realmente fabulosos: 50.000libras o más. Recientemente, ha entradoen el país la pieza más extraordinaria detodas: la llamada «Esfera

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Esmeralda», una soberbia obra dearte conocida hasta ahora sólo a travésde un dibujo realizado por el propiogran artista. Este tesoro llegó, porcorreo certificado desde París, dirigidoa la mujer que ustedes conocen, laseñorita María Freudenstein.

—Un bonito regalo. ¿Puedopreguntarle cómo se enteró, doctor?

—Tal como le ha dicho su jefe, soyasesor de Aduanas y Aranceles de SuMajestad en las cuestiones relacionadascon joyas antiguas y similares obras dearte. El valor declarado del paquete erade 100.000 libras; un precio inusual.Existen métodos para abrir paquetes

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como ése sin que se note. El paquete fueabierto, naturalmente, bajo una orden delMinisterio del Interior, y me llamaronpara examinar su contenido y tasarlo.Reconocí inmediatamente la «EsferaEsmeralda» gracias a la descripción y aldibujo que aparece en el libro definitivodel señor Kenneth Snowman sobreFabergé. Manifesté que el preciodeclarado podía ser más bien bajo. Sinembargo, lo que me llamóparticularmente la atención fue eldocumento adjunto, en ruso y francés,que describía la procedencia de esteobjeto de incalculable valor.

Con un leve gesto, el doctor

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Fanshawe señaló un fotostato, que Mtenía encima del escritorio, de lo queparecía ser un sencillo árbolgenealógico.

—Esta es la copia que hice —prosiguió—. En pocas palabras, afirmaque el abuelo de la señoritaFreudenstein le encargó directamente aFabergé que hiciera la «Esfera» en1917; sin duda para transformar parte desus rublos en algo manejable y de granvalor. A su muerte en 1918, pasó a suhermano y, más tarde, en 1950, a lamadre de la señorita Freudenstein.

Parece que ésta abandonó Rusiacuando era niña y creció en los círculos

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de rusos blancos emigrados en París.Nunca se casó, pero tuvo una hijailegítima, Maria. Según parece, murió elaño pasado y algún amigo suyo oalbacea (el papel no está firmado) haenviado la «Esfera» a su legítimapropietaria, la señorita MariaFreudenstein. Yo no tenía motivo algunopara dudar de esta mujer, aunque, comopueden imaginar, despertó un vivointerés en mí. El mes pasado, Sotheby'sanunció la subasta de la pieza, descritacomo «propiedad de una dama», paradentro de una semana a partir de hoy. Ennombre del Museo Británico, y… deotras partes interesadas, hice algunas

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discretas averiguaciones y conocí a ladama, que confirmó inmutable la másque improbable historia de suprocedencia. Fue entonces cuando meenteré de que trabajaba en el Ministeriode Defensa y pensé suspicazmente queera extraño, por no decir otra cosa, queun funcionario subalterno,presumiblemente encargado de tareasdelicadas, recibiera tan de improviso unregalo con un valor de 100.000 libras omás del extranjero. Hablé con un altofuncionario del M15 con quien tengocontacto por mi trabajo para lasAduanas de Su Majestad y me remitió aeste… departamento.

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El Dr. Fanshawe extendió las manosy dirigió una breve mirada a Bond.

—Esto, comandante —concluyó—,es todo lo que puedo decirle.

—Gracias, doctor —intervino M—.Una o dos preguntas para terminar y nole retendré más. ¿Ha examinado ustedesa bola de esmeraldas y dictaminadoque es auténtica?

El doctor Fanshawe dejó de mirarselas botas. Alzó la mirada y la dirigió aalgún punto situado encima del hombroizquierdo de M.

—Desde luego —respondió—. Asílo ha hecho también el señor Snowman,de Wartski's, los mayores expertos y

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marchantes de Fabergé del mundo. Sinduda se trata de la obra maestra perdidade la que sólo se tenían noticias hastaahora a través del dibujo de Fabergé.

—¿Qué me dice de su procedencia?¿Qué dicen los expertos?

—Es convincente. Las mejorespiezas de Fabergé fueron en su mayoríaencargos privados. La señoritaFreudenstein dice que su abuelo era unhombre inmensamente rico antes de larevolución: un fabricante de porcelanas.El noventa y nueve por ciento de toda laproducción de Fabergé salió del país.Sólo quedan algunas pocas piezas en elKremlin, descritas simplemente como

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«ejemplos de la joyería rusaprerrevolucionaria». El punto de vistaoficial soviético siempre las haconsiderado baratijas capitalistas.Oficialmente, las desprecian de igualmodo que desprecian su magníficacolección de impresionistas franceses.

—Así que los soviéticos todavíatienen en su poder algunas piezascreadas por Fabergé. ¿Es posible queesta joya hubiera permanecidoescondida en el Kremlin durante todosestos años?

—Desde luego. El tesoro delKremlin es inmenso. Nadie sabe quémantiene oculto. Sólo recientemente han

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mostrado lo que han querido.M dio una calada a su pipa. A través

del humo sus ojos aparecíaninexpresivos, casi indiferentes.

—Así que, en teoría, ¿no hayninguna razón por la cual la bola deesmeraldas no haya sido desenterrada desu rincón del Kremlin y, bien disfrazadacon una historia falsa para determinar supropiedad, enviada al extranjero comorecompensa para algún amigo de Rusiapor los servicios prestados?

—Ninguna en absoluto. Sería unmétodo ingenioso de recompensar a subeneficiario o beneficiada con seguridadsin correr el riesgo de ingresar grandes

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sumas de dinero en su cuenta corriente.—Pero la recompensa final en

dinero dependería, por supuesto, de lacantidad que se obtuviera de la venta delobjeto, el precio de subasta, porejemplo.

—Exactamente.—¿Y qué precio cree usted que

puede conseguirse en Sotheby's?—Es imposible decirlo. Wartski's

sin duda pujará muy alto, pero, desdeluego, no estarán dispuestos a contar anadie hasta cuánto subirán, ya sea paraellos, por así decirlo, o para un clientesuyo. En gran parte, la suma a pujardependerá de si surge otro postor. Sea

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como fuere, yo diría que no menos de100.000 libras.

—Mmm… —La boca de M esbozóuna mueca de disgusto.— Un pedazo dejoya bastante caro.

El doctor Fanshawe se quedóhorrorizado ante la descarada muestrade incultura de M. Esta vez lo miródirectamente a los ojos.

—Señor mío —exclamó—,¿considera usted el Goya robado,vendido en Sotheby's por 140.000libras, y destinado finalmente a laNational Gallery, sólo como un pedazo,según sus palabras, de lienzo y pintura?

—Perdóneme, doctor Fanshawe —

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dijo M en tono apaciguador—. Me heexpresado muy mal. Con mi sueldo deoficial de la Armada, nunca he tenidosuficiente tiempo como para dedicarlo alas obras de arte, ni tampoco dineropara comprar una. Sólo pretendíaexpresar mi sorpresa ante losexorbitantes precios que se alcanzan hoyen día en las subastas.

—Tiene usted todo el derecho atener sus opiniones, señor —dijo eldoctor Fanshawe en tono reprobatorio.

Bond pensó que era el momento derescatar a M y se levantó. Él tambiénquería que el doctor Fanshawe salieradel despacho para poder tratar los

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aspectos profesionales de aquel extrañoasunto.

—Bien, señor —dijo a M—, creoque no necesito saber nada más. Sinduda, todo acabará aclarándose(«¡Seguro que no!») y resultará que unmiembro de su personal es una mujercon mucha suerte. No obstante, el señorFanshawe ha sido muy amable altomarse tantas molestias. —Se dirigió aeste último.— ¿Desea usted trasladarseen coche a alguna parte?

—No, gracias, muchas gracias. Daréun agradable paseo por el parque.

Se estrecharon las manos, seintercambiaron despedidas y Bond

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acompañó al doctor hasta la puerta. Mhabía sacado de un cajón un abultadoexpediente, con el sello de alto secretoen forma de estrella roja, y estabaconcentrado en su lectura. Bond volvió asentarse y esperó. En la habitación sólose oía el ruido producido al hojear unaspáginas, hasta que M sacó una cartulinaazul, de las que usaba para losExpedientes Confidenciales de Personal,y empezó a leer atentamente la marañade líneas prietas que llenaban ambascaras de la hoja. Entonces todo quedó ensilencio.

Por fin, M guardó la hoja en elexpediente y alzó la mirada.

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—Sí —dijo, con los azules ojosiluminados por el interés—. Todoencaja. La chica nació en París en 1935.Su madre fue un miembro activo de laResistencia durante la guerra. Ayudó amantener la ruta de huida «Tulipán» conéxito. Después de la guerra, la joven fuea la Sorbona y consiguió un trabajocomo intérprete en la oficinal delagregado naval de la embajada. Ya sabeel resto. Se vio implicada (undesagradable asunto de sexo) poralgunos antiguos amigos de su madre dela Resistencia que, en aquel momento,trabajaban para la NKVD[10] y, desdeentonces, ha estado trabajando bajo las

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órdenes de Control. Sin duda, siguiendoinstrucciones, solicitó la nacionalidadbritánica. La aprobación de la embajaday el pasado de su madre en laResistencia la ayudaron a obtenerla en1959. Llegó hasta nosotros porrecomendación del Foreign Office, perofue entonces cuando cometió su granerror. Solicitó un año de permiso antesde incorporarse y la red Hutchinson nosinformó que había ingresado en laescuela de espionaje de Leningrado. Esde suponer que allí recibió elentrenamiento habitual y tuvimos quedecidir qué hacer con ella. La Sección100 ideó la operación «Código

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Púrpura». Lo demás ya lo sabe. Haestado trabajando durante tres años en elCuartel General para la KGB y ahorarecibirá su recompensa: esa bola deesmeraldas que vale 100.000 libras. Locual resulta interesante por dos razones.La primera porque significa que la KGBse ha tragado el Código Púrpura entero,ya que, en caso contrario, no estaríadispuesta a hacer un desembolso tanenorme. Eso es bueno. Quiere decir quepodemos arriesgarnos aún más con elmaterial que les estamos enviando:transmitir material falso de Grado 3 o,incluso, movernos al Grado 2. Lasegunda porque explica algo que nunca

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he sido capaz de comprender: que estamuchacha no haya recibido hasta ahorani un solo pago por sus servicios. Estonos tenía preocupados. Tenía una cuentaen Glyn Mills en la que sólo ingresabasu sueldo mensual de unas 50 libras, conel que vivía. Ahora recibirá laliquidación de una sola vez mediante labaratija de la que hemos estadohablando. Todo cuadra.

M cogió el cenicero, hecho con unaconcha de unos veinte centímetros, y ledio unos golpecitos secos con su pipa,con la apariencia de un hombre que haaprovechado bien la tarde.

Bond se removió en su silla. Se

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moría de ganas de fumar un cigarrillo,pero nunca se habría atrevido a hacerloen el despacho de M. Quería fumar paracentrar sus pensamientos. Sentía queaquel problema tenía algunos cabossueltos, uno especialmente.

—¿Sabemos quién es su controllocal? —dijo suavemente—. ¿Cómorecibe las instrucciones?

—No las necesita —dijo M conimpaciencia, entretenido con su pipa—.Una vez hubo echado mano del CódigoPúrpura, sólo tenía que conservar sutrabajo. ¡Maldita sea! Les pone todo elmaterial en bandeja seis veces al día.¿Para qué necesita que le den

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instrucciones? Dudo que los hombres dela KGB en Londres conozcan suexistencia, quizás el director residente,pero, como usted sabe, ni siquierasabemos quién es. Daría cualquier cosapor saberlo.

Una súbita intuición iluminó a Bond.Fue como si un proyector pasara unapelícula dentro de su cerebro, unapelícula en blanco.

—Podría ser que ese asunto deSotheby's nos revelara su identidad…—dijo lentamente—, que nos permitierasaber quién es.

—¿De qué diablos está hablando,007? Explíquese.

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—De acuerdo, señor. —La tranquilavoz de Bond evidenciaba su seguridad—. ¿Recuerda lo que ese doctorFanshawe dijo sobre el otro postor?¿Alguien que obligaría a los marchantesde Wartski a subir su precio máximo?Si, como parece, los rusos no conocen ono les interesa gran cosa Fabergé, talcomo dice el doctor Fanshawe, esposible que no sean conscientes delvalor real de la joya. De todas maneras,es probable que la KGB no sepa nadasobre estos temas. Es posible queimaginen que sólo las piedras valen,digamos diez o veinte mil libras por laesmeralda. Esta cantidad parece más

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lógica que la pequeña fortuna queobtendrá la muchacha, si el doctorFanshawe tiene razón. Bien, si eldirector residente es el único queconoce la existencia de la joven, será elúnico en saber algo sobre el pago. Asíque será él el otro postor. Le enviarán aSotheby's y le dirán que puje para que elprecio aumente. Estoy seguro. Asípodremos identificarlo y tendremossuficientes cargos contra él como paraenviarlo de vuelta a casa. Ni siquierasabrá quién le ha golpeado, ni tampocola KGB. Puedo ir a la subasta,localizarlo y, si tenemos la sala cubiertapor nuestras cámaras y además las actas

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de la subasta, podemos hacer que elForeign Office lo declare «persona nongrata» en menos de una semana. Losdirectores residentes no crecen comosetas. Pueden pasar meses antes de quela KGB designe un sustituto.

—Quizás tenga razón —admitió M,pensativo.

Giró la silla y contempló el perfilirregular de Londres desde la granventana. Finalmente dijo, por encima delhombro—: De acuerdo, 007. Vaya a veral jefe de Estado Mayor y ponga enmarcha el plan. Yo lo arreglaré conCinco. Es su territorio, pero es nuestropájaro. No habrá ningún problema. Pero

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no se deje llevar al pujar por esabaratija. No me sobra el dinero.

—No, señor —dijo Bond.Se levantó y salió rápidamente del

despacho. Pensó que había sido muylisto y quería comprobar que así era. Noquería que M cambiara de opinión.

Wartski's tenía una modesta peroultramoderna fachada en el 138 deRegent Street. El escaparate, con unalimitada exposición de joyas antiguas ymodernas, no dejaba entrever que setrataba de uno de los mayores expertosen Fabergé del mundo. El interior,

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enmoquetado en gris, paredes forradasde sicomoro y con algunas vitrinas sinpretensiones, no albergaba la mismasensación de un Cartier, Boucheron oVan Cleef, pero el conjunto de títulos deproveedores oficiales enmarcados de lareina Mary, la reina madre, la reina, elrey Pablo de Grecia y el improbable reyFederico IX de Dinamarca, sugería queno se trataba de una joyería corriente.

James Bond preguntó por el señorKenneth Snowman. Un hombre apuestode unos cuarenta años, muy bien vestido,se levantó de entre un grupo de hombresque estaban sentados con las cabezasjuntas en la parte de atrás de la sala y se

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acercó a él.—Soy del Departamento de

Investigación Criminal —dijo Bond condiscreción—. ¿Podemos hablar?

Quizás quiera comprobar primeromis credenciales. Me llamo JamesBond, pero tendrá usted que hablardirectamente con sir Ronald Vallance ocon su asistente personal. No formoparte de los efectivos de Scotland Yard.Hago una especie de trabajo de enlace.

Unos ojos inteligentes yobservadores ni siquiera lo examinaron.El hombre sonrió.

—Vayamos abajo. Estaba hablandocon unos amigos americanos; en

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realidad, una especie de representantesde la «Vieja Rusia» en la QuintaAvenida.

—Conozco el sito —dijo Bond—.Lleno de iconos opulentos y cosasparecidas. No está lejos de Pierre.

—Exacto.El señor Snowman pareció sentirse

más tranquilo. Guió a Bond por unaescalera estrecha, cubierta por unagruesa moqueta, hasta una sala deexposición que era sin duda donde sehallaba el verdadero tesoro de la tienda.En las paredes, y dispuestos en estuchesiluminados, brillaban el oro, losbrillantes y las piedras talladas.

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—Tome asiento. ¿Un cigarrillo?Bond cogió uno de los suyos.—Se trata de la pieza de Fabergé

que sale a subasta en Sotheby's mañana,la Esfera Esmeralda.

—Ah, sí. —La despejada frente delseñor Snowman se arrugó ansiosamente.— Espero que no haya ningún problema.

—Por nuestra parte no hay ninguno,pero nos interesa mucho la subasta en sí.Conocemos a la propietaria, la señoritaFreudenstein. Creemos posible que seintente subir el precio de puja de maneraartificial. Estamos interesados en el otropostor, suponiendo, claro está, que suempresa vaya a tomar la iniciativa, por

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así decirlo.—Bueno…, sí —dijo el señor

Snowman con una sinceridad bastantesuspicaz—. Sin duda iremos a por ella,pero el precio de venta será altísimo.Entre usted y yo, V y A van a pujar y,probablemente, el Metropolitan también.Pero si usted está interesado en unestafador, no se preocupe. Está fuera desu alcance.

—No —dijo Bond—. No estamosbuscando a un estafador.

Se preguntó hasta qué punto podíaconfiar en aquel hombre. El hecho deque alguien sea muy discreto con lossecretos de su propia empresa no

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garantiza que lo sea también con lossecretos de otros. Bond cogió una placade madera y marfil que había encima dela mesa. Decía:

«Esto es malo, esto no valenada, dice todo comprador; ytras habérselo llevado, sevanagloria de la compra.»

Proverbios, XX, 14.

A Bond le causó gracia y así lomanifestó.

—Esta cita describe la historiacompleta del comercio, de losvendedores y los clientes —dijo,

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mirando al señor Snowman directamentea los ojos—. Para este caso necesitoeste tipo de olfato, de intuición. ¿Meechará una mano?

—Por supuesto, si me dice en quépuedo ayudarle —hizo un gesto con lamano—. Si está preocupado porque setrata de algún secreto, no se preocupe.Los joyeros estamos acostumbrados aellos. Seguramente Scotland Yard ledaría buenos informes sobre nosotros enese aspecto. Dios sabe que hemos tenidomucha relación con ellos en los últimosaños.

—¿Y si le dijera que pertenezco alMinisterio de Defensa?

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—Sería lo mismo —dijo el señorSnowman—. ¡Puede usted confiar en midiscreción sin dudarlo!

—De acuerdo —se decidió Bond—.Mire, todo este asunto entra dentro de laLey de Secretos Oficiales. Sospechamosque el otro postor, el que presuntamentepujará contra ustedes, es un agentesecreto soviético. Mi trabajo consiste endescubrir su identidad. Lo siento, perome temo que no puedo contarle nada másy, de hecho, no necesita saber más. Todolo que quiero es ir con usted a Sotheby'smañana por la noche y que me ayude alocalizar a ese hombre. No conseguiráninguna medalla, me temo, pero le

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estaremos extremadamente agradecidos.Los ojos del señor Kenneth

Snowman brillaron entusiasmados:—Por supuesto. Estaremos

encantados de ayudarlos en lo que sea,pero —añadió dubitativo— ya sabe queno será tan fácil como parece. PeterWilson, el director de Sotheby's,oficiará la subasta. Es la única personaque podría decírnoslo con todaseguridad, si es que, claro está, el otropostor quiere permanecer en elanonimato. Hay decenas de maneras depujar sin hacer tan sólo un movimiento.Si antes de la subasta el postor acuerdasu método, su código por así decirlo,

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con Peter Wilson, éste no se lo revelaríaa nadie. Revelar su límite arruinaría latáctica del postor y, como puedeimaginarse, eso es un secreto muy bienguardado en una sala de subastas. Ymenos aún si usted va conmigo porqueseré probablemente quien lleve lainiciativa. Sé hasta cuánto pujaré parami cliente, por cierto, pero me facilitaríainmensamente el trabajo saber hastadónde pujará el otro postor. Demomento, lo que me ha contado me seráde gran ayuda. Advertiré a mi clienteque debe ir mucho más lejos. Si ese tipoque busca sabe mantener la calma,puede hacerme pujar muy alto y, claro

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está, habrá más interesados en la sala.Según parece, será una nochememorable. Emitirán la subasta portelevisión. Todos los millonarios,duques y duquesas están invitados a estafunción de gala que Sotheby's sabeorganizar tan bien. Sin duda, es unapublicidad estupenda. ¡Por Dios! Sisupieran que hay un asunto de policías yladrones entre manos, ¡se alborotarían!Y bien, ¿hay algo más que deba hacer?¿Sólo localizar al hombre y punto?

—Eso es todo. ¿Hasta qué límitecree que subirá la puja?

El señor Snowman se dio unosgolpecitos en los dientes con un

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bolígrafo de oro.—Verá usted, de este tema no puedo

hablar. Sé hasta cuánto pujaré, pero esun secreto de mi cliente. —Calló ypareció pensativo.— Digamos que seríasorprendente que se vendiera por menosde 100.000 libras.

—Ya veo —dijo Bond—. Entonces¿cómo puedo entrar en la subasta?

El señor Snowman sacó una elegantecartera de cocodrilo, de la que extrajodos cartoncitos impresos y le entregóuno.

—Es la entrada de mi mujer. A ellala colocaré en cualquier otro lugar de lasala. B5, un buen lugar delante, en el

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centro. Yo tengo la B6.Bond cogió la entrada. Se leía:

Sotheby's & Co.

Venta deUn estuche de joyas

magníficasy

Una joya única de CarlFabergé

Propiedad de una dama.

Entrada individual a la SalaPrincipal de Subastas.

Martes, 20 de junio, a las

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21:30 en punto.

ENTRADA POR SAINT GEORGESTREET

—No es la antigua entrada georgianapor Bond Street —comentó el señorSnowman—. Ahora que Bond Street esde dirección única, han puesto unaimpresionante alfombra roja en la puertade atrás. Y ahora —se levantó de lasilla—, ¿le gustaría ver alguna pieza deFabergé? Aquí tenemos algunas que mipadre compró al Kremlin hacia 1927.Así se podrá hacer una idea sobre cómofunciona esto, aunque, sin duda, laEsfera Esmeralda es incomparablemente

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más valiosa que cualquiera de las piezasde Fabergé que pueda mostrarle, aexcepción del los Huevos de PascuaImperiales.

Más tarde, deslumbrado por losbrillantes, el oro de todos los colores yel brillo sedoso de los esmaltestranslúcidos, James Bond salió deaquella cueva de Aladino situada bajoRegent Street y se dispuso a pasar elresto del día en las lóbregas oficinascercanas a Whitehall, para ultimar losaburridos detalles necesarios quehicieran posible, en una sala atiborrada,identificar y fotografiar a un hombre quetodavía no tenía rostro ni identidad, pero

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que, sin duda, era el principal espíasoviético en Londres.

A lo largo del día siguiente, laagitación de Bond aumentó. Encontróuna excusa para entrar en la Sección deComunicaciones y paseó un poco por lapequeña habitación donde MariaFreudenstein y dos ayudantes trabajabancon las máquinas de codificaciónencargadas de los mensajes del CódigoPúrpura. Aprovechando el acceso libreque le habían otorgado para consultar elmaterial del Cuartel General, cogió unexpediente aún sin codificar y echó un

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vistazo a aquellos párrafoscuidadosamente editados que, al cabo deuna media hora, algún agente subalternode la CIA desecharía sin leerlos,mientras en Moscú serían entregados,con reverencia, a algún alto oficial de laKGB. Bromeó con las dos ayudantes,pero Maria Freudenstein sólo levantó lamirada de la máquina para dirigirle unasonrisa cortés. A Bond se le erizó lapiel imperceptiblemente al sentir laproximidad de la traición y del oscuro ymortal secreto escondido bajo la blusablanca de volantes. Era una chica pocoagraciada, de piel pálida, con granos,pelo negro y un aspecto algo desaseado.

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Nadie amaría a una chica como aquélla,tenía pocos amigos, estaba a ladefensiva, especialmente en cuanto a suilegitimidad, y resentida con lasociedad. Quizá su único placer en lavida consistía en el magnífico secretoque albergaba en su pecho plano: elsaber que era más inteligente que losdemás y que diariamente devolvía losgolpes con todas sus fuerzas a esemundo que la despreciaba o,simplemente, la ignoraba por su falta deatractivo. ¡Algún día se arrepentirían!Era un patrón neurótico corriente: lavenganza del patito feo contra lasociedad.

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Bond se alejó por el pasillo endirección a su despacho. Al llegar lanoche, la joven conseguiría una fortuna,recibiría sus treinta monedas de oromultiplicadas por mil. Quizás el dinerole cambiaría el carácter y le daría lafelicidad. Podría pagarse los mejoresespecialistas en estética, los mejoresvestidos y un hermoso piso. No obstante,M había dicho que iba a arriesgarse másen la operación Código Púrpura alelevar el nivel de la falsa informaciónque suministraba. Sería un trabajocomprometido; un solo paso en falso,una sola mentira imprudente, una solafalsedad fácil de comprobar en un

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mensaje, y la KGB olería a gatoencerrado. Uno más, y sabrían quehabían sido engañados durante tres añosy, probablemente, con descaro. Unarevelación tan vergonzosa como éstacomportaría una venganza rápida.Asumirían que Maria Freudenstein habíaactuado como un agente doble, quetrabajaba al mismo tiempo parabritánicos y rusos e, inevitablemente,tendría que ser eliminada de manerarápida, quizás con la pistola de cianurosobre la que Bond había estado leyendoel día anterior.

James Bond se estremeció, mientrasmiraba por la ventana los árboles del

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Regent's Park. Afortunadamente, no eraasunto suyo. El destino de la joven noestaba en sus manos. Estaba atrapada enla sórdida maquinaria del espionaje ytendría suerte si vivía lo suficiente paragastarse una décima parte de la fortunaque iba a conseguir al cabo de unashoras en la sala de subastas.

Una fila de coches y taxisbloqueaban George Street detrás deSotheby's. Bond pagó al taxista y se unióa la multitud que se deslizaba bajo lamarquesina y subía las escaleras.Recibió un catálogo de manos del

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portero uniformado que controlaba lasentradas y, junto a la elegante y animadamultitud, subió la amplia escalinata,atravesó una galería y entró en la salaprincipal de subastas, que ya estabaabarrotada. Encontró su asiento junto alseñor Snowman, que escribía unas cifrasen un cuaderno apoyado en sus rodillas,y miró a su alrededor.

La sala era de techos altos y quizástan grande como una pista de tenis.Tenía la apariencia y el olor de una salaantigua, con dos enormes lámparas dearaña, adecuadas a la antigüedad dellugar, que resplandecían con calidez encontraste con el alumbrado fluorescente

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situado a lo largo del techo abovedado,cuya cubierta de cristal se veía todavíaparcialmente oscurecida por unapersiana a medio bajar, que habíaprotegido la sala del brillante sol de latarde. De las paredes verde oliva,colgaban cuadros y tapices variados,mientras las cámaras de televisión yotras (entre ellas el cámara del M15 conun pase de prensa del Sunday Times) seapiñaban junto a los operadores en unaplataforma construida delante de untapiz gigante con escenas de caza. Habíacerca de un centenar de personas, entremarchantes y espectadores, sentadas ymuy atentas en unas pequeñas sillas

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doradas. Todas las miradas estaban fijasen el delgado y apuesto subastador quehablaba sin prisa desde un elevadopulpito de madera. Llevaba un esmoquinimpecable con un clavel rojo en lasolapa y hablaba con un tono sereno singesticular.

—Quince mil libras. Y dieciséis. —Una pausa y una mirada a alguiensentado en la primera fila.— ¿Señor? —El sonido de un catálogo al ser alzado.— Ofrecen diecisiete mil libras.Dieciocho. Diecinueve. Ofrecen veintemil libras.

La voz siguió hablando conserenidad, sin apresurarse, mientras

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entre el público, los postores,igualmente impasibles, indicaban susrespuestas a la vez con un gesto.

—¿Qué vende? —preguntó Bond,abriendo su catálogo.

—Lote 40 —dijo el señor Snowman—. Aquella riviére de diamantes quesostiene el portero en una bandeja deterciopelo negro. Seguramente llegará aunas veinticinco. Un italiano estápujando contra un par de franceses. Sino fuera así, podrían haberla conseguidopor veinte. Yo sólo he subido hastaquince. Me habría gustado conseguirla.Unas piedras maravillosas. Mire, yaestá.

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Y así era, el precio se quedó enveinticinco mil libras, y el martillo, queel subastador sostenía por la cabeza envez de por el mango, descendió consuave autoridad.

—Adjudicado al señor —dijo elseñor Peter Wilson, y el ayudante seprecipitó a confirmar la identidad delcomprador.

—Estoy decepcionado —dijo Bond.—¿Por qué? —preguntó el señor

Snowman, apartando la vista de sucatálogo.

—Nunca había estado en una subastay siempre pensé que el subastador dabatres golpes con el martillo mientras

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decía «a la una, a las dos, a las tres»,para dar su última oportunidad a loscompradores.

—Todavía es posible verlo —rió elseñor Snowman— en los condados delcentro de Inglaterra o en

Irlanda, pero en las salas de subastade Londres ya no se hace, al menosdesde que yo asisto a ellas.

—Es una pena. Le da un ciertodramatismo.

—Tendrá todo el que quiera dentrode un minuto. Éste es el último lote antesde que se abra el telón.

Uno de los porteros había extendidocon reverencia una deslumbrante masa

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de rubíes y diamantes en su bandeja deterciopelo negro. Bond consultó elcatálogo donde se leía «Lote 41»,seguido de una descripción de una prosaempalagosa:

UN PAR DE ELEGANTES YVALIOSOS BRAZALETES DE

RUBÍES Y DIAMANTES.

En la parte delantera decada uno de ellos se agrupan,formando una elipse, un rubígrande y dos más pequeños,dentro de un cuajado deb r i l l a n t e s carrés; en loslaterales y la parte inferior

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elipses más simples se alternancon calados de diamantes quebrotan de centros compuestospor un único rubí engastado enestirado, todo ello entrecadenas de rubíes y diamantesengarzados alternadamente; elcierre también tiene forma deelipse.

* Según la tradiciónfamiliar, este lote perteneció ala señora Fitzherbsrt (1756-1837), cuyo matrimonio con elPríncipe de Gales, despuésJorge IV, fue definitivamente

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establecido cuando, en 1905, unpaquete sellado, depositado enel Coutts Bank en 1833 yabierto por orden real, sacó ala luz el certificado dematrimonio y otras pruebasdefinitivas.

Probablemente, la señoraFitzherbert entregó estosbrazaletes a su sobrina, segúnel Duque de Orleans, «lamuchacha más bonita deInglaterra».

Mientras se desarrollaba la subasta,Bond abandonó su asiento y se deslizó

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por el pasillo hasta la parte de atrás dela sala, donde el excesivo públicoabarrotaba la New Gallery y la EntranceHall, puesto que seguía la subasta por uncircuito cerrado de televisión. Sinllamar la atención, observó a lamultitud, en busca de una cara quepudiera reconocer como perteneciente auno de los 200 miembros de laembajada soviética, cuyas fotografías,obtenidas en secreto, había estudiadodurante los días pasados. Pero entreaquel público, que desafiaba cualquierintento de clasificación (una mezcla demarchantes, coleccionistas aficionados ylo que podría calificarse de manera

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general como ricos hedonistas), no habíaningún rasgo, ni por supuesto ningúnrostro, reconocible, si no era a través delas revistas del corazón. Una o dos carascetrinas podían ser rusas, pero tambiénpodrían pertenecer a media docenadistinta de razas europeas. Se veíanalgunas gafas de sol, pero no servían yacomo disfraz. Bond volvió a su asiento.Suponía que el hombre se delataríacuando empezara la subasta.

—Ofrecen catorce mil. Y quince.Quince mil. —El martillo volvió agolpear.— Adjudicado al señor.

Se oyó un murmullo de excitación yel rumor producido al consultar los

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catálogos. El señor Snowman se secó lafrente con un pañuelo blanco de seda yse volvió hacia Bond.

—Me temo que a partir de estemomento tendrá que arreglárselas solo.Tengo que prestar atención a la puja y,de todas formas, por alguna razóndesconocida, es de mala educaciónmirar por encima del hombro para verquién puja contra uno…, si está usted enel negocio, claro está. Así que sólopodré verlo si está delante de mí, y metemo que eso es improbable. Pero ustedpuede mirar a su alrededor tanto comoquiera. Lo que debe hacer es observarlos ojos de Peter Wilson e intentar

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averiguar a quién mira o quién lo mira.Haga lo que haga ese hombre: rascarsela cabeza, tocarse el lóbulo de la oreja olo que sea, será un código acordado conPeter Wilson. Por desgracia, no haráningún gesto evidente tal como alzar elcatálogo. ¿Me comprende? Y no olvideque no hará ningún movimiento enabsoluto hasta casi el final, cuando mehaya obligado a pujar hasta lo que élconsidere mi precio máximo paraentonces abandonar. Fíjese. —El señorSnowman sonrió.— Cuando lleguemos ala recta final intentaré presionarlo paraque se delate, si es que somos los dosúnicos postores que quedan. —Adoptó

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un aire enigmático.— Y puede estarseguro de que lo seremos.

En vista de la seguridad demostradapor aquel hombre, Bond se convenció deque el señor Snowman había recibidoinstrucciones de conseguir la EsferaEsmeralda a cualquier precio.

Un silencio súbito invadió la salacon gran solemnidad al ser introducidoun alto pedestal cubierto de terciopelonegro y colocado delante de la tribunadel subastador. Después situaron encimadel pedestal un estuche ovalado de unmaterial que parecía terciopelo blanco yun conserje mayor, con un uniforme griscon cuello, cinturón y mangas color

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burdeos, lo abrió con reverencia parasacar el Lote 42, colocarlo sobre elterciopelo negro y retirar el estuche. Lapulida esmeralda, del tamaño de unapelota de criquet y montada sobre unabase exquisita, resplandecía con unverde fuego sobrenatural, y las piedrasde múltiples colores de la superficie ydel opalino meridiano parpadeaban. Ungrito ahogado de admiración surgióentre el público, e incluso losempleados y expertos, acostumbrados aver pasar por delante de sus ojos lasjoyas de las coronas europeas, sentadosdetrás de la tribuna y delante delescritorio, junto al subastador, donde se

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cerraban las operaciones, se inclinaronpara verla mejor.

James Bond consultó su catálogo.Ahí estaba, en grandes letras yredactado con una prosa tan empalagosacomo un dulce:

42. UN NOTABLE GLOBOTERRÁQUEO DE FABERGÉ.

EL GLOBO TERRÁQUEODISEÑADO EN 1917 POR CARL

FABERGÉ PARA UN CABALLERORUSO Y AHORA PROPIEDAD DE

SU NIETA.

Una esfera tallada en una

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extraordinariamente grandematriz de esmeralda de Siberia,de mil trescientos quilates depeso aproximadamente y de uncolor soberbio y una purezaimpoluta, forma un reloj demesa que representa un globoterráqueo sobre una elaboradabase de rocaille finamenterepujada con oro quatre-couleurs e incrustaciones dediamantes en rosa y pequeñasesmeraldas de intenso color.

Alrededor de él, seisquerubines se solazan entrenubes representadas con gran

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realismo en cristal de rocatallado, con un acabado mate yveteado con finas líneas dediamantes en rosa.

El Globo en sí, con lasprincipales ciudades de undetallado mapa mundi grabadoen su superficie y señaladas conun diamante engastado en oro ala manera rusa, giraautomáticamente sobre un ejecontrolado por un pequeñomecanismo de relojería,firmado por G. Moser y ocultoen la base. Ésta, bordeada poruna cinta de oro esmaltado en

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rosa opalino a lo largo de unremate realizado con técnicachamplevé por encima de unguillochage tornasolado connúmeros romanos en esmaltepintado, color sepia pálido;tiene un único rubí triangularde Birmania, rojo sangre, deunos cinco quilates, engastadoen la superficie de la esfera,que señala la hora.

Al t ur a: 20 cm. Maestroartesano, Henrik Wigstróm. Enel estuche original oviforme, deterciopelo blanco, aberturadoble, forrado de raso y con su

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llave de oro encajada en labase.

* El tema de esta magníficaesfera es el mismo que habíainspirado a Fabergé unos 15años atrás, tal como demuestrael globo terráqueo en miniaturaque forma parte de la ColecciónReal en Sandringham. (Véaseilustración 280 de El arte deCarl Fabergé, de A. KennethSnowman.)

Después de echar una breve einquisitiva mirada por la sala, el señor

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Wilson dio un golpe suave con elmartillo.

—Lote 42, una joya única de CarlFabergé. —Una pausa.— Ofrecen veintemil libras.

—Eso quiere decir que le hanofrecido al menos cincuenta —susurróel señor Snowman a Bond—. Sólo espara ir calentando motores.

Los catálogos empezaron a alzarse.—Y treinta, cuarenta, ofrecen

cincuenta mil… Y sesenta, setenta,ochenta mil libras. Y noventa. —Unapausa y siguió.— Ofrecen cien millibras.

Una salva de aplausos atronó en la

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sala. Las cámaras enfocaron a unhombre joven, uno de los tres quehablaban por teléfono en voz baja,situados en la plataforma elevada que sehallaba a la izquierda del subastador.

—Es uno de los jóvenes empleadosde Sotheby's —comentó el señorSnowman—. Mantiene una línea abiertacon América. Diría que el postor es elMetropolitan, pero podría sercualquiera. Ahora me toca ponermemanos a la obra.

El señor Snowman agitó su catálogoenrollado.

—Y diez —dijo el subastador. Unhombre habló con su teléfono y asintió

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con la cabeza—. Y veinte.Otra señal por parte de Snowman.—Y treinta.Ahora el hombre del teléfono

parecía hablar más que antes, quizásestimando hasta cuánto subiría el precio.Movió levemente la cabeza en direcciónal subastador, quien apartó la mirada deél y se dirigió a la sala.

—Me ofrecen ciento treinta millibras —repitió tranquilamente.

—Ahora preste usted atención —dijo en voz baja el señor Snowman aBond—. Parece que América se retira.Ha llegado el momento de que suhombre me obligue a pujar más.

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James Bond se deslizó de su asientopara situarse entre un grupo deperiodistas apostados en una esquina, ala izquierda de la tribuna. Peter Wilsondirigía su mirada hacia la esquina másalejada, a la derecha de la sala, peroaunque Bond no pudo detectar ningúnmovimiento, el subastador anunció:

—Y cuarenta mil libras.Miró al señor Snowman. Después de

una larga pausa, éste levantó cincodedos. Bond imaginó que era parte delproceso de calentamiento de la puja.Mostraba cierta reticencia, como siestuviera llegando a su límite.

—Ciento cincuenta mil libras.

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Se oyó el murmullo de loscomentarios y un amago de aplauso. Estavez la reacción del señor Snowman fuetodavía más lenta y el subastador tuvoque repetir dos veces la última oferta.Finalmente, miró directamente al señorSnowman.

—Su oferta, señor.Por fin el señor Snowman alzó cinco

dedos.—Ciento cincuenta y cinco mil

libras.James Bond empezó a sudar.

Todavía no había conseguido nada y lapuja debía de estar a punto de acabar. Elsubastador repitió la oferta.

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En ese momento se produjo un levemovimiento. En la parte de atrás de lasala, un hombre de aspecto fornido ytraje oscuro alzó el brazo y se quitódiscretamente las gafas de sol. Su rostroera regular y anodino. Podía ser undirector de sucursal, un miembro deLloyd's o un médico. Ése debía de ser elcódigo preestablecido con elsubastador. Mientras llevara sus gafasde sol, pujaría de diez mil en diez mil;cuando se las quitara, querría decir quese retiraba.

Bond echó un vistazo rápido a la filade cámaras. Sí, el fotógrafo del MI5estaba atento y también se había

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percatado del gesto. Levantó su cámaray disparó la súbita luz del flash. Bondvolvió a su asiento y susurró aSnowman:

—Lo tenemos. Hablaré con ustedmañana. Muchas gracias.

El señor Snowman se limitó aasentir. Sus ojos no se apartaron ni unmomento del subastador.

Bond dejó su asiento y recorrió elpasillo con paso rápido mientras elsubastador decía por tercera vez:

—Ofrecen ciento cincuenta y cincomil libras —para después dar un suavegolpe con el martillo—. Adjudicado alseñor.

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Bond llegó hasta la parte de atrás dela sala antes de que el público selevantara y empezara a aplaudir. Supresa estaba rodeada de sillas doradas yse había vuelto a poner las gafas de sol.Él se puso las suyas y consiguió colarseentre la multitud para situarse detrás desu hombre, mientras el gentío bajaba lasescaleras murmurando. El pelo le cubríala parte posterior del cuello, más biencorto, y los lóbulos de las orejas se lepegaban a los dos lados de la cabeza.Tenía una leve joroba, tal vez sólo unadeformación ósea, en la parte superiorde la espalda. De repente, Bond seacordó: era Piotr Malinowski, el que

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desempeñaba el cargo oficial de«agregado de agricultura» en laembajada. ¡Así que era él!

Fuera, el hombre dirigió sus pasoshacia Conduit Street. Sin apresurarse,James Bond cogió un taxi con el motor yel taxímetro en marcha.

—Es ése. Toméselo con calma —dijo al conductor.

—Sí, señor —dijo el conductor delMI5, alejándose de la acera.

El hombre cogió un taxi en BondStreet. Seguirle la pista entre el fluidotráfico nocturno fue fácil. Bond se sintióaún más satisfecho cuando el taxi delruso cogió en el parque hacia el norte y

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enfiló Bayswater. Sólo era cuestión dever si giraba por la entrada privada enKensington Palace Gardens, donde laprimera casa a la izquierda era elimpresionante edificio de la embajadasoviética. Si así lo hacía, el asuntoquedaría cerrado. Los dos policías deguardia, guardias habituales de laembajada, habían sido especialmenteescogidos para aquella noche. Sutrabajo consistía en confirmar que elocupante del primer taxi entrara en laembajada soviética.

Con las pruebas del ServicioSecreto, las de Bond y las del cámaradel MI5, bastaría para que el Foreign

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Office declarara al camarada PiotrMalinowski «persona non grata» —aladucir que realizaba labores deespionaje— y lo enviara de vuelta acasa. En la sórdida partida de ajedrezdel espionaje, los rusos habían perdidouna reina. La visita a la sala de subastashabía resultado extremadamentesatisfactoria.

Efectivamente, el primer taxiatravesó las grandes puertas de hierroforjado.

Bond sonrió con adusta satisfaccióny se inclinó hacia delante.

—Gracias, conductor —dijo—. AlCuartel General, por favor.

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Alta tensión[11]

James Bond se encontraba en la línea detiro de quinientos metros del famosoPolígono de Tiro Century, en Bisley. Elmojón blanco clavado en la hierba juntoa él marcaba 4,4 y el mismo número serepetía en el lejano parabalas, encimadel blanco de unos dos metroscuadrados y que, en aquel tardío yveraniego anochecer, no parecía, asimple vista, mayor que un sello decorreos. Sin embargo, las lentes deBond, un visor de infrarrojosSniperscope fijado en la parte superior

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de su fusil, cubrían la lona entera.Incluso podía distinguir los colores azulpálido y beige en que se dividía elblanco, cuya diana, de unos quincecentímetros, se semejaba por su formasemicircular y su tamaño a la media lunaque empezaba a asomar en el cielo, cadavez más oscuro, que coronaba laslejanas cimas de Chobham Ridges.

El último disparo de James Bond nohabía sido suficientemente bueno, sehabía desviado hacia la izquierda. Echóotro vistazo a las mangas azules yamarillas que indicaban la dirección yfuerza del viento. Ondeabanperpendicularmente al polígono de tiro,

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empujadas desde el este, con más fuerzaque cuando había empezado a disparar,hacía ya media hora. Movió dos puntoshacia la derecha el control de azimut yvolvió a ajustar la cruz filar al punto dediana. Después se apuntaló, metió eldedo en el guardamonte y lo apoyóligeramente en la curva del gatillo,contuvo el aliento y suave, muysuavemente, apretó.

El feroz estallido del disparo resonóen el polígono vacío. El blancodesapareció de la vista e,inmediatamente, lo sustituyó una«figura». Sí, esta vez el panel negroestaba en la esquina inferior derecha y

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no en la parte inferior izquierda: diana.—Bien —dijo la voz del oficial jefe

del polígono detrás de él—. Siga así.El blanco volvía a estar en su

posición y Bond apoyó nuevamente lamejilla contra la superficie caliente dela sólida culata de madera y el ojo en elocular de goma del visor. Se secó lamano que sostenía el arma en lospantalones y agarró el pistolete quesobresalía, detrás del guardamonte.Separó las piernas unos centímetrosmás. Ahora dispararía seis balas rápidasy comprobaría con interés si sedesviaban. Seguramente no. Aquellaarma extraordinaria que el armero había

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conseguido no se sabe cómo daba lasensación de que un hombre de pie a unkilómetro de distancia era un blancofácil. Básicamente, era un fusilInternational Experimental Target delcalibre 308, creado por Winchester paraayudar a los tiradores estadounidensesen los Campeonatos del mundo. Teníalos artilugios habituales de las armas detiro de precisión: una pieza de aluminiocurvada delante de la culata, que secolocaba bajo la axila para ayudar aasegurar la culata del fusil en el hombro,y un piñón ajustable bajo el centro degravedad del fusil, que permitía «fijar»el rifle en el acanalado soporte de

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madera. El armero había sustituido elmecanismo de cerrojo de un solodisparo por un cargador y le habíaasegurado a Bond que, si dejaba pasardos segundos entre disparo y disparopara estabilizar el arma, no se desviaríani siquiera a quinientos metros. Bondcreía que, para el trabajo que debíahacer, dos segundos podían representaruna pérdida de tiempo peligrosa sifallaba el primer tiro. De todas formas,M había dicho que la distancia no seríasuperior a trescientos metros. Bondreduciría el intervalo a un segundo; casifuego continuo.

—¿Listo?

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—Sí.—Contaré para atrás desde cinco.

¡Ahora! Cinco, cuatro, tres, dos, uno.¡Fuego!

El suelo se estremeció ligeramente yel aire silbó cuando las cincovertiginosas balas de cuproníqueldesaparecieron a toda velocidad en elanochecer. El blanco desapareció yvolvió a levantarse rápidamentedecorado con cuatro pequeños discosagrupados en la diana. No había unquinto disco, ni siquiera uno negro queindicara un tiro desviado a la izquierdao a la derecha.

—El último disparo ha ido

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demasiado bajo —dijo el oficialquitándose las gafas nocturnas—.Gracias por su contribución. Cribamosla arena de parabalas una vez al año ynunca sacamos menos de quincetoneladas de buen plomo y trozos decobre. Una bonita cantidad de dinero.

Bond se había levantado. El caboMenzies, de la sección del armero, saliódel edificio del Gun Club y se arrodillópara desmontar el Winchester y su base.Alzó la mirada hacia Bond.

—Ha disparado usted un pocodeprisa —dijo con un deje de crítica ensu voz—. El último disparo se ha ido.

—Lo sé, cabo. Quería ver cuán

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rápido podía hacerlo. No es culpa delrifle. Han hecho un magnífico trabajo.Dígaselo al armero de mi parte. Y ahoraes mejor que me vaya. Podrá volversolo a Londres, ¿verdad?

—Sí. Buenas noches, señor.El oficial jefe del polígono entregó a

Bond un informe sobre su actuación: dostiros individuales y diez disparos cadacien metros hasta los quinientos.

—Un resultado condenadamentebueno, dada la poca visibilidad.Debería usted volver el año próximo yprobar suerte en la Copa de la Reina.Actualmente, puede participar el quequiera…, si pertenece a la

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Commonwealth, claro.—Gracias, pero no paso mucho

tiempo en Inglaterra. Y gracias tambiénpor su ayuda. —Bond echó un vistazo ala lejana Torre del reloj. A amboslados, la bandera roja de peligro y elreflector de señales rojas empezaban adescender para indicar que había cesadoel fuego. Las manecillas señalaban lasnueve y cuarto.— Me hubiera gustadoinvitarlo a tomar algo, pero tengo unacita en Londres. ¿Qué le parece si lodejamos hasta la Copa de la Reina de laque me hablaba?

El oficial del polígono asintió sincomprometerse. Le habría gustado

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mucho saber algo más sobre aquelhombre que había surgido de repentedespués de una frenética avalancha demensajes del Ministerio de Defensa yque había conseguido obtener unapuntuación superior al noventa porciento desde todas las distancias, yespecialmente por la noche, cuando elcampo estaba cerrado y la visibilidadera tan mala. ¿Por qué le habíanordenado que estuviera presente, cuandosólo ejercía durante la competición dejulio? ¿Por qué le habían dicho que seencargara de que Bond tuviera una dianade quince centímetros a 500 metros enlugar de la de treinta y cinco centímetros

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de reglamento? ¿Y por qué todo aquelalboroto con la bandera y las señalesrojas, que sólo se utilizaban enocasiones solemnes? ¿Para añadir máspresión sobre aquel hombre? ¿Para darun cierto apremio al disparo? Bond.Comandante James Bond. Seguramenteel NRA[12] tendría el historial de alguienque podía disparar así. Tenía queacordarse de llamarlos. Una horaextraña para tener una cita en Londres.Probablemente sería con una chica. Elrostro vulgar del oficial jefe delpolígono adoptó una expresión dedisgusto. Era la clase de individuo quetenía todas las chicas que quería.

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Los dos hombres atravesaron labella fachada del Club Row, situadadetrás del campo, y se acercaron alcoche de Bond, estacionado delante deuna reproducción del famoso Ciervofugitivo de Landseer, hecha con marcasde balas sobre una superficie de hierro.

—¡Qué virguería! —comentó eloficial del polígono—. Nunca habíavisto una carrocería como ésta en unContinental. ¿Hecho a medida?

—Sí. Los deportivos normalmenteson biplaza y tienen un maletero enano.Así que encargué a Mulliner's quehiciera un biplaza con un maleteroenorme.

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—Me temo que es un coche egoísta.Bien, buenas noches y gracias otra vez.

El tubo de escape retumbóarmoniosamente y las negras ruedaslevantaron un puñado de gravilla.

El oficial jefe del polígonocontempló cómo se desvanecían lasluces rojas de King's Avenue, endirección a la carretera de Londres. Segiró y fue a buscar al cabo Menzies paraque le diera una información que,finalmente, no obtuvo. El cabo se mostrótan hermético como la gran caja demadera que estaba cargando en el Land-Rover caqui desprovisto de símbolosmilitares. El oficial jefe intentó servirse

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de su rango de comandante sin éxitoalguno. El Land-Rover siguióruidosamente el mismo camino queBond. El comandante se alejómalhumorado hacia las oficinas de laNRA para intentar encontrar lo quebuscaba en la biblioteca, bajo elepígrafe de «Bond, J.».

La cita de James Bond no era conuna chica, sino con un vuelo de la BEAa Hanover y Berlín. Mientras recorríalos kilómetros que le acercaban alaeropuerto de Londres, pisando a fondoel acelerador para tener tiempo de tomaruna copa, o tres, antes de despegar, sólouna parte de su mente estaba

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concentrada en la carretera. El restorecapitulaba, por enésima vez, lasecuencia de acontecimientos que ahorale llevaban a su cita con un avión. Peroesta cita era sólo temporal; la finaltendría lugar una de las tres nochessiguientes y sería con un hombre. Teníaque verlo y disparar a matar.

Eran sobre las dos y media de latarde. James Bond, apenas si hubocruzado las puertas de doble acolchadoy se hubo sentado delante del rostro deperfil situado al otro lado del escritorio,ya había olido problemas. No hubo

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saludos. La cabeza de M estaba hundidaen el cuello rígido de la camisa, en unapostura churchiliana de melancólicareflexión, y las comisuras de sus labiosesbozaban una mueca de amargura. Giróla silla para dirigirse a Bond, le dedicóuna mirada apreciativa como si tuvierala intención de comprobar —pensóBond— que llevaba la corbata recta y elcabello bien cepillado, y despuésempezó a hablar con premura,recortando sus frases como si quisieralibrarse lo antes posible de Bond y de loque tenía que decirle.

—El número 272. Es un buenhombre. No creo que lo conozca por la

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simple razón de que ha estado escondidoen Novaya Zemlya desde la guerra.Ahora intenta salir… cargado dematerial. Armas atómicas y cohetes. Ycon planes sobre una nueva serie depruebas para 1961. Para ejercer máspresión sobre Occidente. Tiene algo quever con Berlín. No sé muy bien de quéva, pero el Foreign Office dice que, encaso de ser cierto, es terrible. Da altraste con la Convención de Ginebra ycon todas esas tonterías sobre desarmenuclear de las que habla el bloquecomunista. Ha conseguido llegar hastaBerlín Este. Pero tiene a casi toda laKGB pisándole los talones y, por

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supuesto, a los cuerpos de seguridad deAlemania Oriental. Está escondido enalgún lugar de la ciudad, pero consiguióhacernos llegar un mensaje: intentarácruzar entre seis y siete de la tarde deuna de las tres próximas noches,mañana, pasado o al día siguiente. Noscomunicó el lugar por donde cruzará.

»El problema está —la mueca en loslabios de M se volvió más amarga— enque usó de correo a un agente doble. LaEstación de Berlín Oeste ya lo ha dejadofuera de juego. Fue bastante casualidad.Tuvieron suerte al interceptar unmensaje cifrado de la KGB. Al correolo enviarán aquí para juzgarlo, por

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supuesto. Pero ya da igual. La KGB sabeque 272 va a intentarlo. Saben cuándo.Saben dónde. Saben lo mismo quenosotros, ni más ni menos. Ahora bien,interceptamos no sólo ese mensaje, sinotambién todos los de aquel día, lo quefue suficiente. Su mensaje menciona quepasará por la intersección de la calleBerlín Este y la Berlín Oeste. Piensanmatarlo en el cruce. Para ello estánmontando un operativo muy grande: lollaman operación «Éxtasis». Hanescogido a su mejor francotirador parahacer el trabajo. Todo lo que sabemoses su nombre en código: «Gatillo». LaEstación BO piensa que es el mismo que

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han utilizado ya otras veces comofrancotirador. Un trabajito de precisiónen la frontera. Vigilará el cruce cadanoche. Su trabajo consiste en eliminar a272. Evidentemente, preferirían hacerlobien, con ametralladoras. Pero ahoramismo Berlín está muy tranquilo yparece que las instrucciones marcanseguir esta tónica. De todas formas —Mse encogió de hombros—, confían en eltal «Gatillo» y es así como será.

—¿Y yo qué pinto en todo esto,señor?

James Bond había adivinado larespuesta, había adivinado por qué M

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demostraba su disgusto respecto a todoaquel asunto. Se trataba de un trabajomuy sucio y, dado que pertenecía a laSección Doble 0, habían escogido aBond para hacerlo. Sin embargo, Bondquería obligar a M a decirlo en voz alta.Eran malas noticias, sórdidas, y noquería oírlas en boca de uno de losoficiales de la sección, ni siquiera deljefe de Estado Mayor. Se trataba de unasesinato, de acuerdo, pero quería queM se lo dijera él mismo.

—¿Que qué pinta en todo esto, 007?—M lo miró fríamente desde el otrolado del escritorio.— Ya sabe lo quedebe hacer. Tiene que matar a ese

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francotirador y debe hacerlo antes deque él se cargue a 272. Eso es todo.¿Comprendido?

La mirada de sus ojos azul claro erafría como el hielo. Sin embargo, Bondera consciente del esfuerzo que lesuponía representar ese papel. A M nole gustaba enviar a nadie a cometer unasesinato, pero, cuando era necesariohacerlo, siempre manifestaba esa fría ydeterminada autoridad. Bond sabía porqué: para aliviar el sentimiento de culpay la presión sobre los hombros delasesino.

Así que Bond, quien lo conocía bien,decidió facilitarle la tarea y se levantó.

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—De acuerdo, señor. Imagino que eljefe de Estado Mayor conoce todos losdetalles. Será mejor que me vaya parahacer unas cuantas prácticas. Que fallarano serviría de nada.

Bond se dirigió hacia la puerta.—Siento haberle cargado con esto

—dijo M en voz baja—. Un trabajo muysucio. Pero tiene que hacerse bien.

—Haré lo que pueda, señor.James Bond cerró la puerta al salir.

Aquel trabajo no le gustaba, pero, al finy al cabo, prefería hacerlo que tener laresponsabilidad de ordenar a otro que lohiciera.

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El jefe de Estado Mayor se mostrósólo un poco más amable.

—Siento que le haya tocado a usted.James —dijo—. Taqueray dejó muyclaro que no tenía a nadiesuficientemente bueno en su estación, yeste tipo de trabajo no se puede pedir aun soldado corriente. Hay muchosbuenos tiradores en el BAOR[13], peroun blanco vivo requiere un templeespecial. En cualquier caso, he ido aBisley y le he conseguido unas prácticasde tiro esta noche, a las ocho y cuarto,cuando el polígono esté cerrado. Lavisibilidad será aproximadamente la

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misma que tendrá en Berlín alrededor deuna hora más temprano. El armero tieneel arma: un trasto de precisión quemandará con uno de sus hombres. Ustedsabrá qué hacer. Tiene reservado unbillete en el vuelo chárter de la BEAque sale a medianoche hacia Berlín.Coja un taxi hasta esta dirección. —Leentregó un papel.— Suba al cuarto piso;allí lo esperará el Número 2 deTaqueray. Me temo que luego sólo lequedará sentarse a esperar durante lospróximos tres días.

—¿Y qué pasa con el arma? ¿Tendréque pasarla por la aduana metida en unabolsa de golf o algo parecido?

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Al jefe de Estado Mayor no lepareció gracioso el comentario.

—Viajará en una bolsa del ForeignOffice. La recibirá mañana al mediodía.—Había cogido un cuaderno de notas.—Ahora será mejor que se ponga manos ala obra. Yo informaré a Taqueray de quetodo está arreglado.

James Bond echó una ojeada a laesfera, de un azul mortecino, del relojdel tablero de mandos. Las diez ycuarto. Con suerte, a la misma hora deldía siguiente, todo habría acabado ya.Al fin y al cabo, era la vida del tal«Gatillo» contra la vida de 272. No era

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exactamente un asesinato, aunque se leparecía mucho. Tocó la bocina con supotente claxon a un inofensivo turismofamiliar, giró en la plaza con underrapaje seco e innecesario, enderezóel volante bruscamente y se dirigió hacialas luces lejanas del aeropuerto deLondres.

El feo edificio de seis pisos en laesquina de Kochstrasse yWilhelmstrasse era el único que todavíase sostenía en pie en aquel erialbombardeado. Bond pagó el taxi y, antesde tocar el timbre del cuarto piso y de

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oír inmediatamente el sonido delinterfono, intuyó brevemente la imagende paredes semiderruidas cubiertas demalas hierbas que se extendían hasta unamplio y desierto cruce de calles,iluminado en el centro por un grupo dearcos voltaicos amarillentos. La puertase cerró detrás de él y se dirigió hacia elviejo ascensor por el desnudo suelo decemento. El olor a repollo, tabacobarato y sudor le recordó otros bloquesde pisos de Alemania y Europa central.Incluso el chirrido desmayado y débildel lento ascensor formaba parte delcentenar de misiones a las que M lehabía lanzado, como si fuera un

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proyectil dirigido contra un blancoalejado y en las que había esperándoleun problema, que se suponía debíaresolver. Al menos en esta ocasión elcomité de bienvenida estaba de su lado.Esta vez no había nada que temer al finalde las escaleras.

El Número 2 de la Estación BO delServicio Secreto era un hombre delgadoy nervioso de unos cuarenta años.Llevaba el uniforme propio de suprofesión, en este caso de antiguoalumno del Winchester College, queconsistía en un usado traje de tweed deespiguilla verde oscuro, ligero y biencortado, una suave camisa de seda

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blanca y una corbata. Al ver la corbata,y mientras intercambiaban los saludosconvencionales en el reducido y viciadovestíbulo del piso, el ánimo de Bond, yamuy bajo, todavía se hundió más.Conocía a aquel tipo de hombre: piedraangular de la administración pública;poco estimado en el Winchester; buensegundón en PPE[14] en Oxford; laguerra, trabajos para el Estado Mayorllevados a cabo meticulosamente; quizásuna OBE[15]; Comisión de control aliadoen Alemania, donde había sido reclutadopor el Departamento de Inteligencia, delque pasó al Servicio Secreto, ya que eraun trabajador ideal y experto en

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Seguridad, y porque pensaba que allíencontraría lo que nunca había tenido:vida, drama, amor. Se necesitaba unhombre sobrio y cuidadoso para quehiciera de carabina de Bond en aquelfeo asunto, y el capitán Paul Sender,antiguo miembro de la Guardia galesa,había sido la elección obvia. Porsupuesto, había aceptado. Ahora, comobuen ex alumno del Winchester, ocultabasu desagrado por aquel trabajo bajo unaprudente y trillada conversación,mientras enseñaba a Bond ladistribución del piso y los arreglos quehabía llevado a cabo para, por un lado,preparar la ejecución y, por otro, su

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propia comodidad.El piso consistía en un amplio

dormitorio doble, un baño y una cocinacon comida enlatada, leche, mantequilla,huevos, té, tocino, pan y una botella deDimple Haig. La única característicaextraña del dormitorio era que una desus camas dobles estaba pegada a lascortinas, que cubrían la única y ampliaventana, y que debajo de las sábanashabía amontonados tres colchones.

—¿Quiere usted echar un vistazo alcampo de tiro? —preguntó el capitánSender—. Después podré explicarle quépiensan hacer los del otro bando.

Bond estaba cansado. No tenía

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muchas ganas de irse a la cama con laimagen de un campo de batalla en lacabeza.

—Muy bien —dijo.El capitán Sender apagó la luz. Los

resquicios de luz procedentes del cruceiluminaron el contorno de las cortinas.

—No quiero descorrer las cortinas—explicó el capitán Sender—. Quizásestén vigilando por si aparece un grupode cobertura para 272. Si se tumba en lacama y mete la cabeza bajo las cortinas,le informaré acerca de lo que se ve.Mire a la izquierda.

Era una ventana de guillotina cuyamitad inferior estaba abierta. El colchón

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cedía muy poco, por lo que James Bondse encontró, más o menos, en la mismaposición de fuego que había adoptado enel polígono de tiro Century, sólo queahora contemplaba un irregular terrenodestruido por bombas y cubierto demalas hierbas que se extendía hasta elbrillante río de la Zimmerstrasse: lafrontera con el Berlín Este. Parecíahaber unos ciento cincuenta metros. Porencima de él, al otro lado de lascortinas, el capitán Sender reanudó laexplicación. A Bond le recordó unasesión con un espiritista.

—Delante de usted está el terrenobombardeado. Hay muchos sitios para

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ponerse a cubierto y unos ciento treintametros hasta la frontera. Después, lafrontera, la calle, y luego una largafranja de más terreno bombardeado en ellado enemigo. Por esta razón 272escogió esta ruta, porque es uno de lospocos lugares de la ciudad donde elterreno es irregular: hierbas altas,paredes derruidas y sótanos en amboslados de la frontera. Se arrastrará entrela maraña de aquel lado y cruzarácorriendo la Zimmerstrasse hastaalcanzar la maraña de nuestro lado. Elproblema es que tendrá que corrertreinta metros de frontera profusamenteiluminados. Ese será el lugar para

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matarlo, ¿de acuerdo?—Sí —dijo Bond en voz baja.El rastro del enemigo y la necesidad

de tomar precauciones ya se habíanapoderado de su ánimo.

—A la izquierda, el gran bloquenuevo de diez pisos es la Haus derMinisterien, el principal centroneurálgico del Berlín Este. Verá que enla mayor parte de las ventanas hay luz.La actividad se mantiene durante toda lanoche; esos tipos trabajan mucho, lasveinticuatro horas del día. Seguramenteno tendrá que preocuparse por lasventanas iluminadas. Sin duda, el tal«Gatillo» disparará desde una de las

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ventanas a oscuras. Si se fija, verá quehay cuatro ventanas juntas en la esquina,encima del cruce. Anoche estaban aoscuras y esta noche también. Tienenuna línea de fuego perfecta; desde ahí,hay una distancia de entre trescientos ytrescientos diez metros. Tengo las cifrasexactas, si las necesita. No hay muchomás que pueda preocuparle. Esa calle essolitaria. Por la noche, sólo pasanpatrullas motorizadas cada media hora:un carro blindado ligero con un par demotos como escolta. Anoche, y supongoque es lo habitual, entre seis y siete (a lahora en que tendrá que hacerlo), habíapoca gente que circulara por la entrada

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lateral. Parecían funcionarios. Conanterioridad, no pasó nada fuera de locorriente: el número habitual de genteque entra y sale de un edificio oficialmuy concurrido, con la excepción de unamaldita orquesta entera de mujeres.Hicieron un jaleo tremendo en la sala deconciertos que tienen dentro. Una partedel edificio alberga el Ministerio deCultura. Por lo demás, nada. No hemosvisto a ninguno de los tipos de la KGBque conocemos, ni indicio alguno depreparativos para un trabajo como éste.Pero resulta lógico, claro. Los tipos delotro bando son cuidadosos. En cualquiercaso, échele un buen vistazo y no olvide

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que ahora está más oscuro de lo que loestará mañana hacia las seis. De todasformas, puede hacerse una idea de todoello.

Bond tuvo la visión de conjunto, quepermaneció en su cabeza hasta muchodespués de que el otro hombre estuvieraprofundamente dormido y roncaraquedamente con un chasquido suave yregular…, el ronquido de un antiguoalumno del Winchester, pensó Bond conirritación.

Sí, había tenido la visión, la visiónde un atisbo de movimiento entre lasruinas sombrías al otro lado delbrillante río de luz, una pausa, y luego

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una carrera zigzagueante a todavelocidad de un hombre iluminado porel brillo intenso de unos arcos, elestampido de un disparo y un bultodesplomado e informe en medio de laavenida, o el sonido de su propiodisparo a través de las matas y losescombros del sector oriental: muertesúbita o huida hasta la base. ¡Una buenadisyuntiva! ¿Cuánto tiempo tendría Bondpara ver al francotirador ruso encualquiera de esas ventanas oscuras? ¿Ypara matarlo? ¿Cinco segundos? ¿Diez?Cuando el amanecer bordeó las cortinascon una luz grisácea, Bond capituló antesu mente agitada. Ella había ganado. Fue

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al baño sin hacer ruido y examinó lashileras de medicinas que un consideradoServicio Secreto había preparado paramantener a su verdugo en forma.Escogió Tuinal, un somnífero, se tragóun par de aquellas cargas deprofundidad azules y rojas con la ayudade un vaso de agua y volvió a la cama.Después, aturdido, se durmió.

Despertó al mediodía. El piso estabavacío. Bond descorrió las cortinas paradejar entrar la luz gris de un díaprusiano y, de pie y apartado de lacortina, contempló la monotonía de

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Berlín, mientras escuchaba el ruido delos tranvías y el chirrido lejano del U-Bahn al tomar la amplia curva hacia elZoo. Echó una rápida mirada dedesagrado a lo que había estadoobservando la noche anterior, se fijó enque los hierbajos que había entre losescombros de los bombardeos eran muyparecidos a los de Londres:enredaderas, acederas y helechos, y sedirigió a la cocina. Allí había una notasobre una rebanada de pan:

«Mi amigo —un eufemismodel Servicio Secreto que en esecontexto se refería al jefe de

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Sender— dice que, si quiere,puede salir, pero vuelva hacialas 17:00 horas. Su equipo —otra palabra para referirse alfusil de Bond— ha llegado y elasistente lo montará esta tarde.P. Sender.»

Bond encendió la cocina de gas yquemó el mensaje con una muecaburlona. Después se preparó un granplato de huevos revueltos con tocino,que colocó encima de una tostada conmantequilla, y lo acompañó de un café alque había añadido una generosa raciónde whisky. Luego se dio una ducha, se

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afeitó y se vistió con un traje sobrio yanónimo, típico de un europeo de clasemedia, que había traído expresamente.Miró su cama deshecha, decidió quepodía irse al cuerno y, después de bajaren el ascensor, salió del edificio.

James Bond siempre había pensadoque Berlín era una ciudad sombría yhostil y creía que su parte occidentalestaba barnizada con una frágil ychapucera capa de lustre, como losaccesorios cromados de los automóvilesnorteamericanos. Fue andando hasta laKurfürstendamm, se sentó en el CaféMarquardt, se tomó un café y contempló,con ánimo melancólico, las obedientes

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colas de peatones que esperaban elverde de los semáforos mientras elresplandeciente flujo de vehículos sedirigía a realizar un peligroso baile enaquel cruce tan concurrido.

Fuera hacía frío, y el vientoinclemente, procedente de las estepasrusas, azotaba las faldas de lasmuchachas y los impermeables de losimpacientes y presurosos hombres, cadauno con su inevitable maletín bajo elbrazo. Los radiadores infrarrojos delcafé refulgían con un resplandor rojizoque confería un brillo falso a los rostrosde los ocupantes del local mientrasconsumían su tradicional «taza de café y

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diez vasos de agua», leían gratis losperiódicos y revistas de los revisterosde madera o se inclinaban afanosossobre documentos de trabajo.

Bond, eliminando de su mente todolo concerniente a aquella noche, discutióconsigo mismo maneras de pasar latarde. Finalmente, las redujo a dos: unavisita al edificio de piedra marrón yapariencia respetable enClausewitzstrasse, conocido por todoslos conserjes de hotel y taxistas de laciudad, o una excursión al Wannsee conuna caminata agotadora por elGrunewald. Triunfó la virtud. Bondpagó su café, salió al frío de la calle y

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cogió un taxi al Zoo.El aliento del otoño había rozado los

bellos árboles jóvenes que rodeaban ellago y su verdor estaba ya salpicado deoro. Bond anduvo a buen paso durantedos horas por los senderos cubiertos dehojas y, después, eligió un restaurantecon una terraza acristalada situada sobreel lago para disfrutar de un almuerzotardío, compuesto por una ración doblede arenques salados recubiertos decrema y aros de cebolla y dos «Mollemit Korn» —schnapps, dobles,acompañados de cerveza Lowenbráu—.Más tarde, sintiéndose más animado,cogió el S-Bahn de vuelta a la ciudad.

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Delante del edificio, un hombrejoven de aspecto anodino manipulaba elmotor de un Opel negro. No levantó lacabeza del capó cuando Bond pasó a sulado en dirección a la puerta para tocarel timbre.

El capitán Sender lo tranquilizó. Eraun «amigo», un cabo del departamentode transporte de la Estación BO. Habíaarreglado un problema complicado delmotor del Opel y todas las noches, deseis a siete, estaría preparado paraproducir una serie de sonidosexplosivos con el coche cuando Senderle diera la señal por su walkie-talkie.Así cubrirían el ruido de los disparos de

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Bond. De lo contrario, el vecindariopodría avisar a la policía y tendrían quedar muchas explicacionesdesagradables. Su escondite estaba en elsector estadounidense y, aunque sus«amigos» norteamericanos habían dadovía libre a la operación, los «amigos»estaban naturalmente ansiosos de quefuera un trabajo limpio y sinconsecuencias.

Bond se mostró debidamenteimpresionado por el truquito del coche,al igual que por los preparativosextremadamente profesionalesdispuestos para él en el salón. Allí,detrás de la cabecera de la cama alta y

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para proporcionar una perfecta posiciónde fuego, habían montado un soporte demetal y madera pegado al amplioalféizar de la ventana, donde estaba elWinchester instalado a lo largo, con lapunta del cañón rozando la cortina.Habían pintado de negro todas las partesde metal y de madera del fusil y delvisor Sniperscope y, extendido sobre lacama, se encontraba una siniestracapucha de terciopelo negro, cosida auna camisa del mismo material quellegaba hasta la cintura. La capuchatenía unas rajas para los ojos y la boca.A Bond le recordó los grabados de laInquisición española o de los anónimos

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encargados de la guillotina durante laRevolución francesa. En la cama delcapitán Sender había otra capucha igualy, en el alféizar, unas gafas nocturnas yel auricular del walkie-talkie.

El capitán Sender, con el semblantetenso por la inquietud, le comunicó queno había noticias nuevas en la Estación,ni cambio alguno en la situación.¿Quería Bond comer algo? ¿O tomar unatacita de té? ¿Tal vez un tranquilizante?Los había de diversas clases en elcuarto de baño.

Bond imprimió una expresión alegrey relajada a su rostro, dijo «No,gracias» y ofreció un animado relato de

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su jornada, mientras una arteria próximaa su plexo solar empezaba a latir poco apoco, a medida que la tensión aumentabaen su interior, como si se tratara de unmuelle. Finalmente, concluyó su relato yse tumbó en la cama con una novela deintriga en alemán que había compradodurante su paseo, mientras el capitánSender recorría afanosamente el piso,mirando el reloj demasiado a menudo yfumando, uno tras otro, cigarrillos Kentcon filtro y boquilla Dunhill, ya que eraun hombre meticuloso.

La elección de lectura de JamesBond, incitada por una espectacularportada con una chica medio desnuda

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atada a una cama, resultó ser la indicadapara la ocasión. Se llamaba Verderbt,Verdammt, Verraten . El prefijo «ver»significaba que aquella chica no sólo sehabía visto arruinada, condenada ytraicionada, sino que además habíasufrido todas esas desgracias en sugrado extremo. James Bond se concentrótemporalmente en las tribulaciones de laheroína, Gráfin Liselotte Mutzenbacher,y sintió una cierta irritación al oír deciral capitán Sender que eran las cinco ymedia y había llegado el momento detomar sus posiciones.

Bond se quitó la chaqueta y lacorbata, se metió dos chicles en la boca

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y se puso la capucha. El capitán Senderapagó las luces y Bond se tumbó en lacama, apoyó el ojo en el ocular delSniperscope y, lentamente, alzó elextremo inferior de la cortina y lo dejódescansando sobre sus hombros.

Aunque el anochecer estabapróximo, la escena, que un año mástarde se haría muy famosa con el nombrede «Checkpoint Charlie», era como unafotografía bien memorizada: el terrenobaldío delante de él, el brillante río dela calle fronteriza, el otro terreno baldíosituado más allá y, a la izquierda, el feoedifico cuadrado de la Haus derMinisterien, con algunas ventanas

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iluminadas y otras a oscuras. Bond loobservó todo muy lentamente, moviendoel Sniperscope con el fusil mediante losajustadores de precisión de la base demadera. Todo estaba igual, excepto laprocesión de gente que en ese momentoentraba y salía del ministerio por lapuerta que daba a Wilhelmstrasse. Bondrecorrió con la vista las cuatro ventanasoscuras, a oscuras también esta noche,que —coincidía con Sender— serían lalínea de fuego del enemigo. Las cortinasestaban corridas, y la parte inferior delas ventanas de guillotina, abierta. Elvisor de Bond no podía penetrar en lashabitaciones, aunque no había señal de

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movimiento en el interior de aquellascuatro bocas abiertas, negras yrectangulares.

En ese momento, en la calle de abajose veía más tráfico. La orquestafemenina desfiló por la acera hacia laentrada; veinte muchachas risueñas yhabladoras portaban sus instrumentosmusicales: estuches de instrumentos deviento y violín, carteras con partituras, ycuatro de ellas tambores. Era unapequeña procesión alegre y animada.Bond pensó que alguien encontraba aúnla vida divertida en el sector soviético,cuando su visor se detuvo en lamuchacha que llevaba un violonchelo.

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Las mandíbulas de Bond, que todavíamasticaban chicle, se inmovilizaron paraluego continuar reflexivamente con sumovimiento, mientras hacía girar eltornillo para ajustar el Sniperscope ymantener a la muchacha en el centro delvisor.

La chica era más alta que el resto.Su cabello, rubio, largo y liso, le cubríalos hombros y resplandecía como orofundido bajo los arcos del cruce.Apretaba el paso de una maneraencantadora, llena de animación, ycargaba con el estuche del violonchelocomo si pesara tan poco como un violín.Todo en ella revoloteaba: los faldones

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de su abrigo, sus pies, su cabello. Susmovimientos eran dinámicos, pletóricosde vida y, aparentemente, de alegría yfelicidad, mientras hablaba con las dosmuchachas que la flanqueaban y reían aloír sus palabras. Cuando se volvió,rodeada por toda la tropa en la puertadel edificio, la luz iluminó brevementeun perfil bello y pálido; un segundo mástarde, había desaparecido, dejando enBond una espina de tristeza clavada ensu corazón. ¡Qué extraño! ¡Realmenteextraño! No le había pasado una cosaasí desde que era joven y ahora, aquellamuchacha, a la que había visto sólovagamente y de lejos, le había

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provocado el agudo sufrimiento delanhelo insatisfecho, el estremecimientodel magnetismo animal. Enojado, Bondmiró la esfera luminosa de su reloj; lascinco cincuenta. Sólo faltaban diezminutos. Nadie se había detenido frentea la entrada; ninguno de los Zik negrosanónimos y utilitarios que esperaba ver.Hizo un esfuerzo para apartar suspensamientos de la muchacha y seconcentró. «¡Venga, maldita sea!¡Concéntrate en tu trabajo!»

Desde algún lugar en el interior delministerio, surgieron los sonidoshabituales de una orquesta al afinar susinstrumentos —las cuerdas ajustaban sus

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notas a las del piano y al sonidoestridente de los instrumentos de vientode madera—, luego una pausa y,finalmente, se oyó una melodía cuandola orquesta atacó, con bastante destrezaa juicio de Bond, los primeros compasesde algo que incluso a James Bond leresultaba familiar.

—Las Danzas del Príncipe Igor —dijo el capitán Sender sucintamente—.Pronto serán las seis. —Inmediatamente,en tono apremiante, añadió—: ¡Eh!¡Abajo, a la derecha de las cuatroventanas! ¡Cuidado!

Bond ajustó el Sniperscope. Sí,había movimiento dentro de aquella

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cueva oscura. Un objeto grueso y negro,un arma, había surgido del interior. Semovía sin titubeos, lentamente,inclinándose hacia abajo y hacia loslados para cubrir el trozo de laZimerstrasse que se extendía entre losdos solares cubiertos de escombros. Eltirador pareció darse por satisfecho y elarma se quedó quieta, fijada,evidentemente, sobre un soporteparecido al que tenía Bond bajo su fusil.

—¿Qué es? ¿Qué tipo de arma?La voz del capitán Sender sonaba

más ansiosa de lo que debería.«¡Tómatelo con calma! —pensó

Bond—. Soy yo el que debería estar

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nervioso.»Aguzó la vista para abarcar el plano

apagallamas de la boca del arma, elvisor telescópico y el cargador inferior.¡Sí! ¡Lo era! Sin duda alguna… ¡y elmejor que tenían!

—Kalashnikov —dijo Bondbruscamente, y añadió—: Un fusil detreinta disparos en 7.62 milímetros. Elfavorito de la KGB. Después de todo,parece que van a hacer un trabajito desaturación. Es perfecta para dar en elblanco. Tendremos que hacerlo muydeprisa o 272 no sólo acabará muerto,sino como un higo despachurrado. Ustedsiga vigilando cualquier movimiento que

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se produzca entre los escombros. Yotengo que seguir pegado a la ventana y alarma. Ese hombre tendrá que inclinarsepara disparar. Probablemente hay másgente detrás de él vigilando, quizás enlas cuatro ventanas. Todo va tal comoesperábamos, aunque no imaginaba queusarían un arma tan estruendosa comoésa. Debería habérmelo imaginado. Conesta luz, un hombre corriendo es unobjetivo difícil de alcanzar con un solodisparo.

Bond ajustó imperceptiblemente lostornillos que regulaban las líneas de lacruz filar hasta que consiguió queformaran una intersección perfecta, justo

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detrás del punto donde la culata delarma enemiga se fundía con la oscuridadque la amparaba. «¡Dispara al pecho yolvídate de la cabeza!»

Enfundada en la capucha, la cabezade Bond empezó a sudar, y el contactodel ojo con la goma del ocular se volvióresbaladizo. No importaba. Eran susmanos, sobre todo su dedo índice, el quetenía que permanecer seco. A medidaque pasaban los minutos, empezó aparpadear con frecuencia para descansarla vista, movió las extremidades paramantenerlas flexibles y escuchó lamúsica para relajar la mente.

Los minutos pasaron con lentitud

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plomiza. ¿Cuántos años tendría lamuchacha? Veintipocos, unos veintitrés.Su aplomo y elegancia, aquel atisbo deautoridad en su paso largo y ágilparecían indicar que descendía de unanoble estirpe: seguramente de alguna delas antiguas familias prusianas o de unlinaje similar de origen polaco o inclusoruso. ¿Por qué diablos había escogido elviolonchelo? Había algo casi indecenteen la imagen de aquel abultado y torpeinstrumento entre sus muslos separados.La verdad es que Suggia había logradoparecer elegante, y también la talAmaryllis no-se-qué, pero, aun así,deberían inventar una manera para que

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las mujeres tocaran aquel malditoinstrumento de costado.

—Las siete —dijo el capitán Sendera su lado—.

Nada se ha movido en el otro lado.En el nuestro, sí, junto a un sótanocercano a la frontera; era nuestro comitéde recepción, dos buenos hombres de laEstación. Será mejor que usted no semueva hasta que los otros terminen.Cuando retiren el arma, dígamelo.

—De acuerdo.Eran las siete y media cuando el

fusil de la KGB se retiró lentamentehacia el oscuro interior. La parteinferior de las cuatro ventanas se fue

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cerrando una por una. Aquel juegodespiadado había acabado por esanoche, y 272 seguía escondido. ¡Todavíafaltaban dos noches!

Bond deslizó suavemente la cortinapor encima de sus hombros a lo largodel cañón del Winchester. Se levantó, sequitó la capucha y se dirigió al cuarto debaño para desnudarse y meterse en laducha. Después se tomó dos whiskyslargos con hielo, uno detrás de otro,mientras esperaba con el oído atento aque el sonido de la orquesta, apagadoahora, cesara. Cuando finalmente huboconcluido a las ocho en punto (con elexperto comentario de su compañero:

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«El Príncipe Igor, de Borodin, Danzacoral número 17, creo»), se dirigió aSender, quien había estado garabateandoun confuso informe para el jefe deEstación.

—Voy a echar otro vistazo —le dijo—. Le he cogido cariño a la rubia altadel violonchelo.

—Ni me he fijado —dijo Sender conindiferencia, mientras iba a la cocina.

«Té —pensó Bond—, o quizásHorlicks.» Se puso la capucha, volvió asu posición de disparo y enfocó elSniperscope hacia la entrada delministerio. Sí, ahí estaban, aunque ahorano tan contentas y felices. Parecían

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cansadas. Y ahí estaba ella, menosanimada, pero todavía con esa maneradespreocupada de andar. Bondcontempló su ondeante cabello rubio ysu gabardina beige hasta que sedesvanecieron en el crepúsculo azuladocamino de Wilhelmstrasse. ¿Dóndevivía? ¿En alguna pobre y desconchadahabitación de los suburbios? ¿O enalguno de los pisos privilegiados deaquella horrible Stalinallee con azulejosde cuarto de baño?

Bond se apartó del Sniperscope.Vivía en algún lugar, a poca distancia deallí. ¿Estaría casada? ¿Tendría unamante? «¡Al cuerno!» No era para él.

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Salvo pequeñas variaciones, el día yla noche de vigilancia siguientes fueronréplicas de los anteriores. James Bondtuvo dos breves citas más con lamuchacha, a través del Sniperscope, y,por lo demás, el tiempo pasó sin ningúnprovecho. La tensión fue aumentandohasta que, al llegar el tercer y últimodía, se había convertido en una nieblaque invadía la pequeña habitación.

James Bond llenó el tercer día conun programa demencial de museos,galerías de arte, el Zoo y una película,sin casi enterarse de lo que veía y con lamente dividida entre la muchacha y

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aquellos cuatro cuadrados negros, eltubo también negro y el desconocido quehabía detrás de él, el hombre al queinevitablemente iba a matar esa noche.

Bond volvió al piso a las cinco enpunto. Evitó una pelea con el capitánSender, a causa de un whisky largo quese había servido antes de ponerse laterrible capucha, que ya olía a sudor. Elcapitán Sender había intentadoimpedirlo y, al fracasar, lo habíaamenazado con llamar al jefe deEstación y denunciarle por no cumplirsus órdenes.

—Mire, amigo mío —dijo Bond convoz cansina—, soy yo quien va a

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cometer un asesinato esta noche. Nousted. Yo. Así que sea un buen chico yváyase al cuerno, ¿de acuerdo? Cuandoesto acabe, puede contarle a Tanqueraytodo lo que quiera. ¿Cree usted que megusta este trabajo? ¿Tener un númerocon dos ceros y todo eso? Me encantaríaque consiguiera que me echaran de laSección Doble 0, así podría instalarme yhacerme con un agradable nidito depapeles como un oficial normal. ¿Vale?

Bond terminó su whisky, cogió sunovela de intriga, cuya trama alcanzabaen ese momento un pésimo clímax, y setumbó en la cama.

El capitán Sender, con un silencio

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glacial, se dirigió a la cocina paraprepararse, a juzgar por el ruido, suinevitable tacita de té.

Bond sintió como el whiskydeshacía los nudos de su estómago. «¿Yahora qué, Liselotte? ¿Cómo diablos vasa salir de este aprieto?»

Eran exactamente las seis en puntocuando Sender, desde su puesto deobservación, empezó a hablar conpremura:

—Bond, algo se mueve allá abajo.Ahora ha parado… Espere, no, vuelve amoverse, sin levantar la cabeza. Hay un

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trozo de pared. El enemigo no puedeverlo ahora. Tiene unos arbustos delantede él, unos cuantos metros de arbustos.¡Dios mío! Los está cruzando. Semueven. Espero que crean que sólo es elviento. Ya los ha cruzado y se ha tiradoal suelo. ¿Alguna reacción?

—No —dijo Bond con tono tenso—.Siga hablando. ¿Está lejos de lafrontera?

—Sólo le faltan unos cincuentametros. —La voz del capitán Sendersonaba ronca por la emoción.—Escombros, algunos a la vista. Después,un buen pedazo de pared pegado a laacera. Tendrá que saltar por encima y

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entonces posiblemente lo verán. ¡Ahora!Ha recorrido diez metros… y diez más.Se le ha visto claramente. Se haoscurecido la cara y las manos.¡Prepárese! De un momento a otro haráel esprint final.

Bond sintió como las gotas de sudorle recorrían el rostro y el cuello. Searriesgó a secarse las manos en loslaterales del pantalón y volvió a cogerel fusil; introdujo el dedo en elguardamonte, justo al lado de la curvadel gatillo.

—Algo se mueve en el interior de lahabitación, detrás del arma. Deben dehaberlo visto. Que el Opel empiece a

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sonar.Bond oyó como el capitán Sender

daba la contraseña por el walkie-talkie;luego, el ruido de arranque del Opel enla calle, y sintió que el pulso se leaceleraba cuando el motor cobró vida yuna serie de estallidos ensordecedoressurgieron del tubo de escape.

El movimiento dentro de aquellaoscura cueva era indudable. Un brazonegro con un guante también negro saliópor debajo de la culata.

—¡Ahora! —gritó el capitán Sender—. ¡Ahora! ¡Corre hacia el muro! ¡Se haencaramado! ¡Va a saltar!

En ese momento, a través del

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Sniperscope, Bond vio la cabeza de«Gatillo»: la pureza de su perfil y ladorada cascada de cabello apoyados enla culata del Kalashnikov. ¡Era mujermuerta, un blanco fácil! Los dedos deBond tocaron con rapidez los tornillosde ajuste; los movió y, justo en elmomento en que el estallido amarillosurgía de la boca del otro fusil, apretó elgatillo.

La bala, lanzada a trescientos diezmetros, debía de haber impactado en elpunto en que la culata se juntaba con elcañón y seguramente estaba alojada enla mano izquierda, pero el impactoarrancó el arma del soporte, hizo que

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golpeara contra el marco lateral de laventana y saliera proyectada para caerdando vueltas en el aire y acabarestrellándose en medio de la calle.

—¡Lo ha hecho! —gritó el capitánSender—. ¡Lo ha hecho! ¡Lo haconseguido! ¡Dios mío, lo haconseguido!

—¡Agáchese! —le espetó Bond conbrusquedad.

Se tiró al suelo por un lado de lacama mientras el haz enorme de unreflector procedente de una de lasventanas oscuras barría la calle endirección al edificio y a la habitación.Se oyeron disparos y una lluvia de balas

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penetró por la ventana, rasgó la cortina,destrozó el marco de madera yfinalmente golpeó las paredes.

Por encima del estallido y delzumbido de las balas, Bond oyó al Opelalejarse a toda velocidad calle abajo y,también, el murmullo entrecortado de laorquesta. La combinación de ambossonidos lo hizo caer en la cuenta. ¡Puesclaro! Sin duda la orquesta había hechoun ruido de mil demonios desde la Hausder Ministerien y, como los ronquidosdel Opel en su bando, había servidopara proporcionar una cierta coberturaal súbito estallido de los disparosefectuados por «Gatillo». ¿Había

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llevado la muchacha el arma arriba yabajo todos los días dentro del estuchedel violonchelo? ¿Estaría toda laorquesta formada por mujeres de laKGB? Los demás estuches ¿conteníansólo el equipo auxiliar, por ejemplo, elreflector oculto dentro del estuche delbombo, mientras los instrumentos deverdad esperaban en la sala deconciertos?

¿Demasiado complicado?¿Demasiado fantástico? Seguramente.Pero no había duda alguna sobre lamuchacha. A través del Sniperscope,Bond había podido ver un ojo abierto delargas pestañas que apuntaba con

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atención. ¿Le habría hecho daño? Casicon toda seguridad le había dado en elbrazo izquierdo. No tendría oportunidadde verla, de ver cómo estaba, si salíacon la orquesta. No volvería a verla. Suventana se había convertido en unatrampa mortal. Como para reforzar talidea, una bala perdida golpeó elmecanismo del Winchester, ya dañado ycaído a un lado, y un trozo de plomocaliente rozó la mano de Bond y lequemó la piel. Como respuesta alexpresivo exabrupto de Bond, losdisparos cesaron bruscamente y elsilencio se apoderó de la habitación.

El capitán Sender salió de detrás de

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su cama y se sacudió los cristales delcabello, que crujían a su paso. Ambos sedirigieron a la cocina, cruzaron la puertadestrozada y encendieron la luz, puestoque la habitación no daba a la calle y norepresentaba ningún peligro.

—¿Alguna herida? —preguntó Bond.—No. ¿Está usted bien?Los pálidos ojos del capitán Sender

brillaban con la excitación quesobreviene después de la batalla y almismo tiempo, notó Bond, reflejaban elfulgor de una acusación.

—Sí. Sólo necesito una tirita para lamano. Una de las balas me rozó.

Bond se dirigió al cuarto de baño.

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Al salir, el capitán Sender se encontrabasentado junto al walkie-talkie, que habíacogido del salón.

—Eso es todo —decía por elauricular—. Todo bien con 272. Que elblindado se dé prisa, si es posible. Nosencantará salir de aquí y 007 todavíatiene que escribir su versión sobre loque ha pasado. ¿De acuerdo? Cambio ycorto.

El capitán Sender se volvió haciaBond.

—Me temo —dijo en un tono entreacusador y avergonzado— que el jefe deEstación necesita por escrito las razonespor las que usted no se ha cargado a ese

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tipo. Tuve que contarle que vi cómo, enel último momento, se desviaba delblanco. Eso dio tiempo a «Gatillo» paradisparar. Por suerte, 272 ya habíaemprendido su última carrera, pero eldisparo dio en la pared que había detrásde él. ¿A qué vino todo eso?

James Bond sabía que podía mentir,sabía que podía inventarse una docenade excusas por lo que había hecho. Peroprefirió dar un buen trago al whiskycargado que se había servido; luegodejó el vaso y miró al capitán Senderdirectamente a los ojos.

—«Gatillo» era una mujer.—¿Y qué? La KGB tiene muchas

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agentes… y tiradoras. No me sorprendeen absoluto. El equipo femenino rusosiempre hace un buen papel en losCampeonatos mundiales. En el últimocertamen, en Moscú, acabaron primeras,segundas y terceras contra siete paísesmás. Todavía puedo recordar dos de susnombres: Donskaya y Lomova, unastiradoras estupendas. Incluso podíatratarse de una de ellas. ¿Qué aspectotenía? Seguro que podemos identificarlaen nuestros archivos.

—Era rubia, la muchacha quellevaba el violonchelo de la orquesta.Seguramente llevaba el arma dentro delestuche y la orquesta estaba allí para

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cubrir los disparos.—¡Ah! —exclamó el capitán Sender

lentamente—. Ya veo. ¿La muchacha enla que usted se fijó?

—Eso es.—Mire, lo siento, pero también

tendré que incluir esto en mi informe.Usted tenía órdenes expresas deeliminar a «Gatillo».

Se oyó el sonido de un vehículo quese acercaba y se detenía debajo de lacasa. El timbre sonó dos veces.

—Será mejor que nos marchemos —dijo el capitán Sender—. Nos hanmandado un blindado para que nossaque de aquí. —Hizo una pausa. Su

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mirada se posó en los hombros de Bond,para evitar mirarlo a los ojos.— Sientolo del informe, pero yo tengo quecumplir con mi deber, ya sabe. Deberíausted haber matado al tirador, fueraquien fuera.

Bond se levantó. De repente, noquería dejar aquel pisito maloliente yhecho pedazos, abandonar el lugar desdedonde, durante tres días, había tenidoaquel unilateral romance a largadistancia con una muchachadesconocida…, una enemigadesconocida que desempeñaba el mismotrabajo que él, pero para suorganización. ¡Pobre desgraciada!

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Ahora tendría muchos más problemasque los que tenía él. Probablemente lajuzgarían en consejo de guerra por haberrealizado mal su trabajo y con seguridadla expulsarían de la KGB. Se encogió dehombros. Al menos, intentarían evitartener que matarla… tal como él habíahecho.

—De acuerdo —dijo Bond conindiferencia—. Con un poco de suerte,me costará mi número de dos ceros,pero dígale al jefe de Estación que no sepreocupe. Esa muchacha ya no dispararámás. Probablemente perderá la manoizquierda y, sin duda, he acabado consus habilidades para este tipo de

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trabajos. Le he dado un susto de muerte.En mi opinión, con eso bastaba.Vámonos.

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IAN FLEMING nació en Londres en1908. Se educó en Eton y en la academiamilitar de Sandhurst. Cursó estudiosuniversitarios en Munich y en Ginebra.Trabajó en la agencia de noticiasReuters y, al comenzar la segunda guerramundial, se alistó en la InteligenciaNaval, donde sirvió con el grado de

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capitán de fragata. En 1945, al acabar laguerra, se hizo construir una casa,Goldeneye, en Jamaica, donde seinstalaba todos los inviernos. Fue enella donde creó a su agente secretoJames Bond. Casino Royale, la primeranovela en que aparece el personaje, fueterminada de escribir la víspera de suboda con Anne Rothermere en 1952 ypublicada en 1953. Fleming escribióotras dos novelas, Chitty Chitty BangBang y The Diamond Smugglers, noambientadas en el mundo de losservicios secretos.

La salud de Fleming comenzó adeteriorarse a finales de los años 50.

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Murió en 1964, a la edad de 56 años.

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Notas

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[1] Los hechos ocurren después de laaventura El hombre de la pistola deoro. <<

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[2] Podría traducirse como «Oficina deobjetos varios». (N. de la t.) <<

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[3] Office of Strategic Services,organismo precursor de la CIA. (N. dela t.) <<

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[4] «¡Hay que sufrir para sermillonario!» En francés en el original.(N. de la t.) <<

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[5] Order of the British Empire: Ordendel Imperio Británico. (N. de la t.) <<

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[6] Supreme Headquarters AlliedExpeditionary Forces: Cuartel generalde las fuerzas expedicinonarias aliadas.(N. de la t.) <<

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[7] Segurity Intelligence Service:Servicio de Seguridad de Inteligencia.(N. de la t.) <<

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[8] Transcurre entre Al servivcio secretode Su Majestad y Sólo se vive dosveces. <<

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[9] Situation Reports: informes desituación. (N. de la t.) <<

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[10] NKVD: organismo de la policíasecreta soviética, antecedente de laKGB. (N. de la t.) <<

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[11] Transcurre entre Operación Truenoy El espía que me amó, después de 007in New York. <<

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[12] National Rifle Association:Asociación Nacional del Rifle (N. de lat.) <<

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[13] British Army of the Rhine: Ejércitobritánico del Rin. (N. de la t.) <<

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[14] Philosophy, politics and economics.Título universitario. (N. de la t.) <<

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[15] Order of The British Empire: Ordendel Imperio Británico. (N. de la t.) <<