michel fÉdou una teologÍa de la existencia cristiana

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174 MICHEL FÉDOU UNA TEOLOGÍA DE LA EXISTENCIA CRISTIANA Que la teología cristiana se haya renovado tanto desde hace un siglo se debe a su capacidad de escuchar las cuestiones llegadas desde otras esferas y de tenerlas en cuenta para su propia elaboración. Esto es cierto sobre todo en el marco del ecumenismo, que ha permitido im- portantes avances a propósito de la relación entre escritura y tradi- ción, de la doctrina de la salvación o de la comprensión de la eucaris- tía. También ha tenido que ver con las reflexiones suscitadas por la con- sideración del “mundo”: mientras que Teilhard tuvo el coraje de enfren- tarse a los desafíos de la ciencia, numerosos teólogos han tenido el va- lor de debatir con el ateísmo moderno y con las otras religiones para encontrar en estos debates auténticas vías de acceso a la inteligencia de la fe. El Vaticano II refleja bien este movimiento de apertura que en los decenios siguientes se ha visto acentuado por ciertas corrientes del cristianismo europeo y por el surgimiento de nuevas corrientes teoló- gicas fuera de Europa. Une théologie de l’existence chrétienne, Études 404 (2006) 89-98 Los cristianos y “los otros” Ciertamente las evoluciones dadas en los últimos tiempos no han sido unilaterales, puesto que han estado marcadas asimismo por el resurgimiento de corrientes tra- dicionalistas. Además, entre aque- llos que han hecho la opción de una teología en debate con el mun- do contemporáneo se advierte to- do un abanico de posiciones diver- sas. Así, ¿cómo afrontar la situa- ción de aquellos que no comparten la fe cristiana? ¿Pueden ser desig- nados como “cristianos anóni- mos”, tal como hizo Rahner, o se debe rechazar tal lenguaje porque no respetaría la alteridad de los “no-cristianos”? Pero las corrien- tes pluralistas, que pretenden ser eles a esta alteridad, reúnen en torno a sí tendencias muy diferen- tes: unas presentan el cristianismo como una religión más; otras man- tienen la normatividad de la refe- rencia a Cristo en la apreciación de las tradiciones religiosas. Estas apreciaciones no hacen sino ilustrar o conrmar el diag- nóstico planteado anteriormente. La teología de los últimos dece- nios se ha caracterizado global- mente por un movimiento de aper- tura al mundo, y el mejor índicio de ello es la transformación de la comprensión de los otros -“incre- yentes” o “creyentes distintos”. Las interpretaciones estrechas, cuando no violentas, del adagio extra ecclesiam nulla sallus (fuera de la Iglesia no hay salva-

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MICHEL FÉDOUUNA TEOLOGÍA DE LA EXISTENCIA CRISTIANA

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  • 174

    MICHEL FDOU

    UNA TEOLOGA DE LA EXISTENCIA CRISTIANA

    Que la teologa cristiana se haya renovado tanto desde hace un siglo se debe a su capacidad de escuchar las cuestiones llegadas desde otras esferas y de tenerlas en cuenta para su propia elaboracin. Esto es cierto sobre todo en el marco del ecumenismo, que ha permitido im-portantes avances a propsito de la relacin entre escritura y tradi-cin, de la doctrina de la salvacin o de la comprensin de la eucaris-ta. Tambin ha tenido que ver con las refl exiones suscitadas por la con-sideracin del mundo: mientras que Teilhard tuvo el coraje de enfren-tarse a los desafos de la ciencia, numerosos telogos han tenido el va-lor de debatir con el atesmo moderno y con las otras religiones para encontrar en estos debates autnticas vas de acceso a la inteligencia de la fe. El Vaticano II refl eja bien este movimiento de apertura que en los decenios siguientes se ha visto acentuado por ciertas corrientes del cristianismo europeo y por el surgimiento de nuevas corrientes teol-gicas fuera de Europa.

    Une thologie de lexistence chrtienne, tudes 404 (2006) 89-98

    Los cristianos y los otros

    Ciertamente las evoluciones dadas en los ltimos tiempos no han sido unilaterales, puesto que han estado marcadas asimismo por el resurgimiento de corrientes tra-dicionalistas. Adems, entre aque-llos que han hecho la opcin de una teologa en debate con el mun-do contemporneo se advierte to-do un abanico de posiciones diver-sas. As, cmo afrontar la situa-cin de aquellos que no comparten la fe cristiana? Pueden ser desig-nados como cristianos anni-mos, tal como hizo Rahner, o se debe rechazar tal lenguaje porque no respetara la alteridad de los no-cristianos? Pero las corrien-tes pluralistas, que pretenden ser

    fi eles a esta alteridad, renen en torno a s tendencias muy diferen-tes: unas presentan el cristianismo como una religin ms; otras man-tienen la normatividad de la refe-rencia a Cristo en la apreciacin de las tradiciones religiosas.

    Estas apreciaciones no hacen sino ilustrar o confi rmar el diag-nstico planteado anteriormente. La teologa de los ltimos dece-nios se ha caracterizado global-mente por un movimiento de aper-tura al mundo, y el mejor ndicio de ello es la transformacin de la comprensin de los otros -incre-yentes o creyentes distintos. Las interpretaciones estrechas, cuando no violentas, del adagio extra ecclesiam nulla sallus (fuera de la Iglesia no hay salva-

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    cin) han dado paso a la afi rma-cin segn la cual Dios se comu-nica a quien quiere y como quiere, siempre que se est dispuesto a acogerlo. Adems, contrariamente a lo que deca la antigua proble-mtica de la salvacin de los infi e-les, la salvacin puede llegar por mediacin de determinadas tradi-ciones culturales y religiosas (siempre que no sean incompati-bles con el mensaje evanglico).

    El reconocimiento de estos avances tan valiosos no debe sin embargo ocultar las difi cultades presentes. Independientemente de las cuestiones internas de la vida de la iglesia, la necesaria atencin al mundo de las religiones no pue-de hacer olvidar las graves cues-tiones que la increencia y la indi-ferencia (muy presentes en las so-c iedades europeas) s iguen planteando a la fe cristiana. Y, en cuanto a las religiones en s mis-mas, un dilogo serio con ellas (al menos all donde es posible) lleva paradjicamente a experimentar la distancia respecto de las tradicio-nes que, en puntos a menudo esen-ciales, se revelan divergentes de la tradicin cristiana. Ms an, como por un efecto boomerang, los des-pliegues teolgicos en direccin a los otros creyentes son objeto a ve-ces de una sospecha: la apertura as mostrada acaso no encubre su-tilmente una pretensin indebida de pronunciarse sobre el sentido de todas las grandes religiones, cuando precisamente el cristianis-mo debera hacer un acto de hu-mildad en razn de las consecuen-

    cias que han marcado su historia, y reconocer en todo caso la parti-cularidad que le es propia por el hecho de su enraizamiento en el mundo mediterrneo?

    En estas condiciones, la teolo-ga se encuentra confrontada con exigencias nuevas en relacin a la poca en que la iglesia sala de la cristiandad para abrirse al encuen-tro de los otros. Esta apertura si-gue siendo necesaria, y ms que nunca en unos tiempos en que los individuos y los grupos estn ten-tados por toda clase de repliegues identitarios. Pero slo puede ser creble si rinde homenaje a la exis-tencia cristiana, en tanto que sta requiere una cierta forma de rela-cin con el otro y la adhesin a va-lores esenciales del ser humano. El camino as recorrido nos pre-dispondr a escuchar en qu con-siste el misterio de dicha existen-cia y a reconocer sus implicacio-nes para la comunidad que vive de l.

    La forma evanglica de la relacin

    Dos escollos opuestos amena-zan peridicamente la existencia cristiana: el dogmatismo y el rela-tivismo. El error del dogmatismo consiste en invocar la verdad con-tra los otros. La historia muestra que el cristianismo ha sucumbido a l ms de una vez (guerras de re-ligin, etc.). Y sin duda corre el riesgo de seguir sucumbiendo a l, cuando se siente amenazado por

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    los movimientos sectarios y los grupos religiosos extremistas, o cuando quiere protegerse del rela-tivismo. ste, por su parte, tiene razn en reconocer a los dems su parte de verdad, pero su error con-siste en aceptar que todas las creencias valen lo mismo. Tam-bin esto es una tentacin para los cristianos, especialmente en una poca en que se conjugan el ma-lestar de Occidente y la potente se-duccin de los misticismos de Oriente.

    No se trata de escoger una va intermedia entre los dos escollos. El cristianismo de hecho no tiene nada de qu renegar por lo que concierne al evangelio recibido y la confesin de fe eclesial. Pero esta verdad no slo afecta al con-tenido de lo que se cree, sino que est ligada tambin a una manera de ser en el mundo y a una mane-ra de relacionarse con los otros.

    Esta consideracin se apoya ante todo en el testimonio mismo de Jess de Nazareth, en quien se revela una perfecta corresponden-cia entre palabras y obras, entre el contenido de la enseanza y la for-ma de relacin con el prjimo. Ha-bra que releer el bello texto del Vaticano II en la Declaracin so-bre la Libertad Religiosa: Cristo invit y atrajo hacia s a sus disc-pulos con paciencia Dio testi-monio de la verdad, pero no se qui-so imponer por la fuerza a sus con-tradictores. Su reino no se defi ende con la espada (Digni-tatis humanae, cap. 11). El texto sigue afi rmando que los apstoles

    siguieron la misma va; anuncia-ban el evangelio con coraje, pero frente a los dbiles, incluso si vi-van en el error, su actitud era res-petuosa. Ciertamente el propsi-to del Vaticano II debe ser situado en su contexto: reconociendo que la iglesia recurri en su historia a maneras de actuar contrarias al espritu evanglico, el concilio invocaba el testimonio de Jess y de las primeras comunidades para fundar el principio segn el cual nadie deba ser obligado a profe-sar la fe cristiana. Pero, ms all de este principio, que todava es totalmente vlido, especialmente frente al proselitismo de las sectas, hay que reconocer que el texto del Vaticano II alcanza un plano mu-cho ms elevado: lo que est en cuestin no es slo el respeto a la libertad religiosa, sino la calidad de una relacin con el prjimo que sea coherente con el evangelio.

    Evidentemente no puede espe-rarse que esta manera de plantear las cosas sea sufi ciente para pro-bar la verdad del cristianismo. Se-ra recaer en la lgica de la obliga-cin frente al otro. Sera al mismo tiempo olvidar que el amor evan-glico debe ser desinteresado y gratuito. Los cristianos son a ve-ces testigos, otras veces benefi cia-rios de la bondad o de la compa-sin de la que los otros hacen ga-la. Muchos que no conocen a Cristo dan de comer y beber, visi-tan a los enfermos y los prisione-ros. Se ha reprochado a Rahner ha-ber hablado de cristianos anni-mos. Pero, segn el evangelio, un

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    da se revelar que esos hombres hacan sus gestos, sin saberlo, en nombre de Cristo. Los cristianos tienen el derecho de creer esto sin ser sospechosos de recupera-cin. Y tanto mejor si el ejemplo de los otros hace que se vuelvan ms exigentes desde el punto de vista del evangelio.

    Qu valores predicamos a la humanidad?

    Tal actitud revela que el cris-tianismo no implica slo una ma-nera de ser, sino la adhesin a va-lores fundamentales de la existen-cia humana. Sera peligroso subestimar esto en nombre de una sospecha de tipo histrico sobre la particularidad cultural de la tradi-cin cristiana. El enraizamiento mediterrneo de sta es innegable, pero, adems de que el evangelio puede penetrar en otras culturas, los valores heredados del mundo judo y del mundo griego merecen ver reconocida su universalidad. Ciertamente, no se puede ignorar que hubo grandes confl ictos entre los valores de ambos mundos, ni se puede ignorar la fecundidad de una y otra tradicin. Cuanto ms crece la globalizacin, tanto ms debe el cristianismo afi anzar sus races en el mundo griego y en el judo: le va en ello la vida, y tam-bin la humanidad se juega mucho con ello.

    Se podran identifi car algunos de estos valores. Del lado de la fuente juda se da la denuncia de

    la idolatra, en el sentido de que no es humano tratar como absoluto aquello que no lo es (sea la rique-za, el poder o toda otra realidad humana). Tambin tenemos el cui-dado del hurfano y la viuda: no es humano omitir la justicia frente a los ms desfavorecidos. Del la-do de la fuente griega tenemos la herencia de la razn, del logos, de la argumentacin fi losfi ca. Reco-nocer esta herencia no impide ser lcido sobre las consecuencias del racionalismo o sobre las violencias que la referencia al logos puede ocasionar: se trata, ms bien, de concienciarse de la exigencia de racionalidad inherente al cristia-nismo contra el fi desmo.

    Entre los valores que en nues-tra situacin presente revisten ms importancia podemos resaltar el respeto a las personas en su unici-dad, valor en dependencia directa de la tradicin bblica, presente tambin en la tradicin griega, y que encuentra un fundamento evanglico en la revelacin del Dios hecho hombre; este valor es una referencia vital para los indi-viduos y las sociedades. Tambin estn los movimientos pacifi sta y ecologista que luchan contra todas las amenazas de degradacin y de violencia. Los discpulos de Cris-to no sern los nicos que comba-ten por esas causas, pero eso es pa-ra ellos motivo de alegra. Porque se trata efectivamente de comba-tes, ya que estos valores mencio-nados no son compartidos por to-dos y, sobre todo, a menudo son contradichos por los hechos. Es

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    responsabilidad de los cristianos dar testimonio de estos valores. Va en ello la vida y la supervivencia de la humanidad.

    Es cierto que el cristianismo comparte estos valores con otros, sin embargo les reconoce una jus-tifi cacin especfi ca a la luz de su propia tradicin. Hemos evocado la revelacin de un Dios que se ha-ce hombre, pero es importante de-tenerse un poco sobre lo que cons-tituye propiamente el misterio de la existencia cristiana.

    El misterio de la existencia cristiana

    Oh muerte, dnde est tu victoria? Lo que da su peso defi -nitivo al comportamiento de los cristianos frente a los dems es su fe en la resurreccin de los muer-tos. Pablo lo deca a los cristianos de Corinto: Si no hay resurrec-cin de los muertos, tampoco Cris-to resucit. Y si no resucit Cris-to, vana es nuestra predicacin, vana tambin vuestra fe (1 Co 15, 13-14). La teologa del siglo XX ha sabido recuperar, al fi lo del de-bate con el marxismo, la escatolo-ga cristiana como fundamento de una accin social y poltica. Con J. Moltmann, J. B. Metz y la teo-loga de la liberacin sudamerica-na, la teologa ha mostrado que el cristianismo no deba ser un opio del pueblo y que la esperanza del Reino de Dios le remita, aqu y ahora, a las tareas requeridas para la humanizacin de la sociedad.

    Hoy lo que nos hace falta es mos-trar que la calidad de la relacin con los dems y la adhesin a los valores fundamentales de la huma-nidad encuentran una justifi cacin radical en la fe en la resurreccin de la carne, muy distinta de una simple inmortalidad del alma o de una creencia en la reencarnacin. En efecto, esta fe es para cada uno promesa de un futuro misteriosa-mente ligado a su humanidad, a su historia, a sus relaciones, a todo lo que sea libertad. No se trata de la esperanza en una vida sometida a la misma caducidad que la de esta vida mortal. Es la esperanza de una vida nueva defi nitivamente libera-da de la muerte y esta novedad misma, a diferencia de los sucesi-vos renacimientos o reencarnacio-nes que disolveran la identidad personal, da a cada ser humano y a cada uno de sus actos un valor nico, hasta el punto de que deter-minadas decisiones pueden com-prometer al cristiano por entero, quedando a salvo la libertad de Dios y la posibilidad siempre ofre-cida de su perdn.

    La fuerza de esa esperanza apunta a un acontecimiento que est inscrito en el pasado de nues-tra historia. El futuro que los cris-tianos esperan fue ya inaugurado en esta historia el da en que un hombre, Jess de Nazareth, resu-cit de entre los muertos. Desde la luz de Pascua se ilumina lo que precede: la vida de este hombre poderoso en obras y palabras, des-de el principio de su ministerio hasta su muerte en cruz; su mane-

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    ra de curar y de perdonar; su mis-teriosa identidad, que no lo sita simplemente en continuidad con las generaciones precedentes, sino que le une directamente a Dios mismo; este lazo especial que ha-ce de l el Hijo nico del Padre, encarnado en fi gura de Siervo que se ofrece a s mismo a la muerte para que la multitud pueda tener parte en la vida divina. El tipo de relacin que los cristianos deben tener con los otros y con los valo-res que representan debe ser testi-monio de lo que ha sido la presen-cia de Dios en el mundo en la per-sona de Jess, en la historia humana, de la manera que se com-port con ellos, de los bienes del Reino cuya venida proclam, de la misin que confi a los suyos y de la misin de hablar y actuar en su nombre en los tiempos futu-ros.

    Pero la existencia cristiana no es slo anmnesis de este aconte-cimiento inscrito en nuestra histo-ria. El evangelio de Mateo acaba con estas palabras del Resucitado a sus discpulos: Yo estoy con vo-sotros hasta el fi n del mundo. Y Pablo revela a los cristianos de Corinto que ellos mismos son cuerpo de Cristo y templo del Espritu Santo. A lo largo de la historia iniciada por la venida de Dios y hasta el presente, muchos hombres y mujeres han tenido la vocacin de confi gurarse en Cris-to, viviendo de l por su Espritu. En la medida en que responden a esta llamada, el don del resucitado sigue ofrecindose en la fragilidad

    de sus personas, que son como otros cristos, que atestiguan con sus vidas la permanente novedad del evangelio. La actitud de los cristianos en el mundo no procede de la simple referencia a un maes-tro del pasado que se tratara de imitar lo mejor posible, sino que se enraza en su experiencia, a la vez personal y comunitaria, de una vida que, radicada en el don de Cristo y el acontecimiento de la Pascua, permanece activa en ellos por la fuerza del Espritu. Este don de la vida divina se manifi esta en los gestos sacramentales, que se han de acoger en todas las dimen-siones de la vida eclesial, pues es la iglesia en su conjunto la que acoge en ella el misterio confi ado a los discpulos y que tiene la mi-sin de testimoniar.

    Esto no es cerrar los ojos a las dificultades institucionales que afectan a la iglesia, ni a sus pro-pias infi delidades al mensaje del evangelio. Hay que afi rmar ms bien que la conciencia de su voca-cin puede ayudarla justamente a convertirse ms en ella misma: cuanto ms la iglesia haga memo-ria de esta vocacin, ms podr re-conocer el camino a recorrer para que pueda ser verdaderamente, se-gn el deseo de Cristo, toda res-plandeciente, sin mancha ni arru-ga, santa e inmaculada (Ef 5, 27). Nuestras reflexiones invitan en particular a subrayar que la comu-nidad cristiana no sera coherente con ella misma si no refl ejara en su seno la forma evanglica de la relacin con el otro. No lo sera si

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    sus miembros no practicaran entre ellos los valores a los cuales quie-re adherirse por el bien de la hu-manidad. Aadamos que, en esta perspectiva, la divisin de los cris-tianos debe aparecer como un es-cndalo a superar. Sean las que sean las dificultades del movi-miento ecumnico, no podemos resignarnos a la idea de que con l se pierde identidad en provecho del dilogo interreligioso. Si ser cristiano implica la experiencia de una comunin entre aquellos que confi esan en verdad el nombre de Jess, hay que mantener que el dilogo de la iglesia catlica con las otras iglesias o confesiones es una prioridad esencial. Se trata de una exigencia interna del cristia-nismo, pero tambin de su credi-bilidad frente a otros creyentes o no-creyentes.

    Conclusin

    Exigir una teologa de la exis-tencia cristiana no es dar la espal-da a la atencin que debemos tener hacia los no creyentes, no es olvi-dar la bella enseanza del Vatica-no II, segn el cual el Espritu San-to ofrece a todos, de una manera que slo Dios conoce, la posibili-dad de asociarse al misterio pas-cual. Los cristianos pueden ateso-rar cualidades humanas y espiri-tuales a su alrededor. Muchos que no creen en el cielo, o que creen de otra manera, comparten con

    ellos valores fundamentales de la existencia humana. Muchos prac-tican gestos de compasin pareci-dos a los que evocaba la parbola del juicio fi nal en el evangelio de Mateo, que los pone en relacin con la venida del Hijo del Hom-bre.

    Pero esas actitudes no son evi-dentes de por s y a menudo vie-nen contradichas por comporta-mientos de violencia. Exigir una teologa de la existencia cristiana es esperar que la teologa ponga en evidencia las opciones del cristia-nismo en los dos mbitos mencio-nados: la relacin con el otro y los valores esenciales a la humanidad. Y es tambin esperar que la teolo-ga presente de manera creble el misterio que los cristianos intentan vivir y que es la justifi cacin pro-funda de su manera de estar en el mundo. La adhesin a tal misterio no puede ser impuesta a nadie, pe-ro la situacin pluralista de nues-tro tiempo requiere que, en el res-peto al otro, la comunidad cristia-na sepa dar razn de su propia esperanza. Esto slo podr suceder all donde los discpulos de Cristo, por la calidad de su existencia, se interroguen sobre la fuente de la que proceden, y quizs entonces sea dado a sus interlocutores poder llegar a la esperanza a travs del testimonio de los cristianos o te-ner un da el corazn ardiente co-mo si Alguien pasara por su cami-no y, sin ser conocido por ellos, les abrazara con su presencia.

    Tradujo y condens: MARA JOS DE TORRES