mano a mano

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MANO A MANO RICARDO ESTEBAN CARVAJAL

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Cuentos del escritor chileno Ricardo Esteban Carvajal.

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MANO A MANO

RICARDO ESTEBAN CARVAJAL

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Mano a mano

Ricardo Esteban Carvajal

2010

Diseño de la portada: Elsa Gillari

Diseño y maquetación de publicación: Nat Gaete

Una publicación de Editorial Digital LetrasKiltras

Todos los derechos reservados.

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Ricardo Esteban Carvajal es un exponente de la genera-

ción de escritores jóvenes de nuestro país., Chile. Oriundo

del las cálidas tierras nortinas, Ricardo estampa en sus le-

tras una mirada fresca y desvergonzada, con una capaci-

dad única de meterse en la piel de los personajes que tra-

ta, saltando de un género a otro con la soltura que da el

tener una saludable confianza en sí mismo.

Carvajal es un escritor que se perfila, a todas luces, como

uno de los mejores de estas australes tierras chilenas.

Alicia Fontecilla

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Alfredo giró y se hundió en las sábanas. La televisión aún estaba encendida. Su brazo

formaba una escuadra entre la almohada y la cabeza. Ahogado disfrazó un gesto de enfado con uno de solapado bostezo. Su mujer estaba tibia y le daba la espalda una vez más. La vida volteaba otra hoja escrita con poco sabor. Quiso saber algo de ella, pe-ro no hubo tiempo. Los celos, las notas de los niños, las deudas y la acidez; se llevaron consigo el tiempo que hubo disponible en el día. Esa noche volvería a sentir otro de-rrumbe de garganta con arena.

Soñó que corría. Vio rostros y otra vez recreó situaciones absurdas. De cuando en cuan-do se llevó el cobertor hasta la nariz; se agarró la entrepierna; se rascó la espalda. Afue-ra los perros le ladraban a la barredora municipal disfrazada de enorme camión lleno de luces titilando. Ultramoderna, como su nación. El susodicho volvió a soñar en abs-tracto, difusamente, moviendo personas de allá, y trayéndolas a donde nunca habían estado, ni podrían haberlo estado jamás. ¿Quién para a los sueños cuando a veces son camiones desbarrancados y cuesta abajo? No hay peor miedo que aquel que se riega y expande con un sueño a punto de transformarse en pesadilla. Alfredo casi se ahoga cuando el sueño se transformó en una llovizna de cuchillos atravesándole el alma. En-traban lentos en su esternón como cuncuneo de bandoneón, y hasta podía olerles la acidez a las hojas que reflectaban su rostro desdentado.

Se interrumpió la noche cuando recordó los problemas que siempre mantuvo con la madre. Dio un salto con estertor sobre el colchón. Ella, transformada en un descuerado mueble viejo, le gritaba fuerte. Por eso estuvo harto rato con la mirada pegada en la penumbra; en el techo de madera donde las moscas dormían quietecitas. Quieto en la impostura. La diabetes que siempre estuvo allí, floreció, y crecieron los gastos. Mamá le embadurnaba la culpa, como si fuera champú que irrita los ojos. Peor aun era que a esa hora la televisión ya estaba puesta en el canal del erotismo, y otra vez su mujer no esta-ba.

Una gotera en el baño otra vez hizo remembranza de sus incumplimientos, ahí en casa y más allá también. En la plateada espera del reloj las horas agonizan. Su corazón, el miedo, los pasos de Antonia que no detienen su andar, las cenizas de un amor.

La mujer que se había levantado del lecho, dejó un hueco tibio a su lado. La señora An-tonia –así se llamaba ella– otra vez se encontraba instalada frente al computador. Así al menos lo cantaba el leve sonido de las teclas detrás de la pared y el campanil siniestro del mensajero. Para él fue devastador la primera vez que se percató del asunto. Algunas veces ella volvía a la cama tan animada y caliente que Alfredo era arrastrado de su sue-ño por el cuello y le servía de presa a la hembra que acostumbraba bambolearse con los ojos cerrados, como leona sobre la humanidad moribunda y funesta de un pedazo de carne; ida; imaginando desvergonzada que su miembro viril -el de su respetable ma-rido-, representaba el difuso falo de algún amiguito español o argentino, adicto a la webcam.

Algunas veces, el hombre la escuchaba refunfuñando insultos tras su espalda mientras

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fingía dormir. Lo peor era cuando ella se ponía a llorar con ese fervor ahogado, silente, maricón y poco claro, que al hombre le incendiaba la conciencia.

La humilde luz del farol se coló por el visillo arrullando su soledad. ¿Qué hacemos acá? se preguntaba una y otra vez. La culpa y la fanfarria desataron una murga en su cabe-za. Antes los besos de Antonia le borraban toda tristeza; hoy era coraje quererla.

El tiempo viejo se puso a llorarle mientras esperó a que volviera. Entonces la noche se pobló de recuerdos. Un coro lejano de miradas cómplices, de florecido deseo; lo acom-pañaron un rato. El carnaval del mundo comenzó a girar otra vez, como el primer día en que la vio. Ella alguna vez fue buena y le sonrió sin engaños. Hubo vinilo que sirvió de unión; hubo respeto y devoción; paseos de la mano e íntimo pecado. Vuelo ende-moniado; infinito declarado; asombro y esa cosa que llaman amor. Duraznos con cre-ma, Salvador Allende y ten years after. Hoy en cambio, todo era fatiga y vinagre derra-mado, hoja agitada por la nube que no llueve.

Abrazado a la angustia de un mal presagio, Alfredo fue empujado al fondo de la noche contraído como flor de lino, arrastrándose entre espinas, afanado en dar su amor, espe-rando en vano.

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A DIEZ MIL AÑOS LUZ DE CASA

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Mientras su cuerpo entero se balanceaba lleno de sudor, el horizonte que se alcanzaba

a distinguir inmenso y majestuoso a través del visillo de la oscura habitación, la invitó a volar. Ella de inmediato aceptó.

Imaginó los paseos montada a caballo que solía dar junto a su padre a orillas del río Maule, con su vestido floreado, los zoquetes blancos y sus zapatos de charol, siempre manchada de caramelo y coronada de moños.

Las leves sacudidas que en ese instante asolaron su encrespada piel hicieron rechinar el catre y le recordaron los años de esquelas, cuando había que tomar el micro para llegar a clases. Recordó a Samuel, su primer pololo, el que nunca se cansó de nombrar en ca-da slam que le tocó llenar.

Repentinamente se sintió transportada como una diminuta pelusa a aquellos años de sus sueños, cuando el cútex de sus uñas brillaba con luminosas lentejuelas de color fuia.

Se imaginó provista de alas saliendo por el ventanal disparada hacia la noche, con los brazos extendidos, respirando el fresco color púrpura de la penumbra.

El viento pegándole en el rostro le arremolinaría el pelo y le llenaría los pulmones de aire hasta henchirlos, oxigenándole por breve instante el alma congestionada y turbia.

El remezón de sus piernas sobre la cama deshecha le hizo recordar el traqueteo persis-tente del tren que todos los veranos la transportaba desde Valparaíso a Viña del Mar, con esos blue jeans a la cadera y esos petos que apenas alcanzaban a cubrir sus esculpi-dos senos de adolescente, manteniendo embrujados a todos los varones del carro. En aquellos años ella era una reina, una manzanita confitada, como solían piropearla los más osados.

Sin saber la causa ni el por qué, de pronto recordó a Luciano el único amor en toda su vida. Evocó el brillo titilante de sus acaramelados ojos, el grosor de sus manos, sus ta-tuajes en la espalda, el nácar de sus finos dientes, su olor a colonia, y el dulce sabor de boca olor a cicle de fruta.

Como una irresistible compulsión deseó volver a tomar la palabra para exponer sus ide-as, su parecer, a subirse sobre una silla y recitar. Habían transcurrido siglos sin que su voz hubiese sonado fuerte, con ánimo de imponerse, como solía ser costumbre en cada rincón donde se plantaba. Su exilio se extendía por mucho tiempo ya sin que la luz lle-gara a las plantas. Una costra envolvía su corazón y la risa se había esfumado de su bo-ca.

De pronto sintió unas ganas incontenibles de enterrar sus uñas en lo que fuese, necesi-taba calmar la furia que en ese instante la dominaba.

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El vuelo terminó intempestivamente cuando sintió el rugir de su marido proveniente desde muy abajo, de entre sus piernas, quien bruscamente la jalaba del pelo anuncian-do su inminente eyaculación. Su cuerpo se sacudió. En un abrupto aterrizaje recordó donde estaba.

De inmediato se apresuró a fingir. Para ponerse a tono lanzó unos gemidos, los mejores del repertorio, parecían tan reales que a ella misma le sorprendieron.

Con amargura comenzó a menear su cuerpo mientras veía escapar impotente los re-cuerdos por debajo de las rendijas del cuarto.

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MONÓLOGOS DE LA MUERTE

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Uno.

¡Bah!, juraría que ese tazón con linaza que ahora mismo veo sobre la cómoda y me pro-voca arcadas, hace solo dos segundos estaba aquí en el velador, al lado mío. Bueno habrá que acostumbrarse entonces, total no creo que haya tiempo para terminar de asimilarlo. La cuestión es que desde ayer, tipo una de la tarde, lo que llevaba de vida en este mundo terminó por conectarse abruptamente con lo poco que sé de mi muerte. Ando como aturdido, dejé de ser superlativo, odiado, buscado y a veces hasta ignorado y pasé a ser el objeto de la compasión de todos, ya ni me insultan ni me piden plata pa-ra echarle algo al pan, me siento una animita, la estampita de algún santo de moledera. Tengo fecha de vencimiento como un yogurt; la próstata se me pudrió y vino a instalar-se como un ocupa español en mi pesadumbre. De pronto mi olor a piel jabonada sin preguntarle a nadie se transformó en un intenso hedor a remedios y antibióticos. Ahora el pichí me quema el epidídimo cada vez que me pongo frente a la taza del water a mear. Espero mi muerte parado en dos cañuelas como un pajarito sin asunto. ¿Y a quién responsabilizo dirá usted? De verdad que de tanto injuriar a Dios la fe se me achicó tanto pero tanto, que hasta he llegado a dudar de su existencia, así de categórico, ahora me suena a mal chiste. El cuento es que mi mujer ya no es mi mujer, ahora es Sor Teresa de Calcuta. Desde que me descubrieron esta maldición, me vela de noche como una virgen devota. Todavía me dan ganas como antes pero he desistido por el ataque de llanto que le viene a la pobre después de hacerlo con mis dedos y mi lengua que son los únicos que aun per-manecen con vida. Desde la semana pasada que fumo sin filtro para acelerar la cosa y aquietar este nervio que llevo dentro por la incertidumbre del final. ¿Será entre sueños o más bien será in-digna, latiguda y lenta como el alquitrán? Tuve que poner cable a mi televisor porque en las noches y a casi ni duermo con tanto demonio rondando mi crispa. Es impresio-nante la noche, no había tenido tiempo de estar en ella; siempre me sorprendió des-hecho o doblado por el alcohol, nunca así de lúcido como ahora, que mi garganta co-mienza a sentirle el gusto a la desesperanza. De noche eso sí, recupero algo de la dignidad que alguna vez tuve.

Dos.

Desperté con mis dedos que ya no tenían uñas y latían / Mierda por todos lados porque el mundo enmudeció para mis pupilas secas /

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Mis pies helados y podridos / necrosis en la piel / mezcla de rojo y púrpura / la lengua seca / los párpados heridos / el hálito sangrante / la muerte / la muerte / acuarela de grises / la pus y el hedor a gato muerto / un velorio y punto / nada de luz divina / cero de ángeles / ni una pizca de edén / pan sin nada / algo desabrido / sin brillo / opaco / áspero y vidrioso / harto grito y llanto / ¿sería todo entonces? / lo raro es que todavía estoy / y para peor esta taquicardia / El limbo y el vacío úteros de mi flotación / ya no hay olor ni sonido / tampoco consuelo / epopeyas / ni siquiera pan hay en la mesa / ¡me cago en la leche! / retuerzo mi boca para liberar un grito ahogado / nada de nada / acuarela de grises / pulsación de salitre / manto de neblina / garganta muerta y muda / desolación / poco a poco todo se apaga / menos el pánico que hierve / que paraliza y turba / se me vino la noche / fulgor, pasión y muerte / amén / se apaga la luz /

Tres.

La lluvia me agarró a charchazos cuando me tocó bajar por la colina. No quería venir pero la Alicia me obligó, el bebé de doña Marta lleva dos días fallecido y esta noche lo están velando en el mismo rancherío de los montes. Me duelen los huesos porque tem-prano me tocó llevar a los animales a pastar al cerro. Sin embargo me tuve que levantar igual no más con la esperanza que en el velorio del cabro chico al menos me invitarían una cazuela de gallina hirviendo o una cañita de vino más que fuera. Apenas entré hace un rato no más, pude ver a la gente amontonada sobre la mesa del comedor, por eso es que me escabullí piezas adentro buscando el pequeño cajoncito blanco. No en-contré nada; solo a las paisanas cocinando consomé de pollo en una enorme olla de aluminio y a los veteranos jugando dominó en una bodega del patio, cerca de la entra-da. Antes de quedarme petrificado en esta silla pude sentir ese olor a arrollado de cerdo pasado, como a carne descompuesta, todo mezclado con un intenso olor a azucenas y claveles. Del fondo del patio el acordeón de unas rancheras avivaba las risas de los pa-rroquianos que se habían congregado frente al brasero en un festival de chistes y vino pipero con harina tostada.

Y aquí lo tengo frente a mí. No sabía que aquí en el sur se velaban así a los cabros chi-cos cuando se mueren. No puedo creerlo pero ahí está en la mesa, apoyado sobre una caja de zapatos y una cruz de tablas recién pintada de blanco que le sirve de apoyo a su espalda. Me acaban de decir que así lleva casi dos días y yo no puedo creerlo. Una lanceta me atravesó el espinazo cuando vi que también llevaba prendido un par de alas de cartón también pintado de látex blanco y plumas de pato pegadas con engrudo. Está disfrazado de angelito y sobre la mesa lo están velando como a un muñeco, nada de ataúd, una corona de perlas sobre su frente opaca. Que Dios me perdone pero es horrible; su cara está morada y su expresión es de dolor, lleva puesto un camisón, como el que usan los niños en su primera comunión. Estoy viendo que esta cuestión del de-monio abre de repente los ojos y se me tira a morder el cuello. La Alicia ya se fue a cu-

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chichear con sus comadres a la cocina, estoy solo y este cabro de mierda que yace so-bre la mesa del comedor que me tiene atrapado con su mirada de pájaro embalsamado y su pútrido olor a velorio.

Ya no puedo moverme, el crío muerto de doña Marta me ha tragado el alma, apenas el hálito me va quedando, como la llama de las velas que lo rodean, tiesas pero con algo de luz.

Cuatro.

Es increíble como ha corrido de rápido este día / este único y corto día / Acaba de transcurrir como un soplo de gorrión / algo tiritón como una inclemente ter-ciana / Eso es porque tuvo de todo como en un cumpleaños / como en una película de Taran-tino / Fui sacado abruptamente de mi tina caliente / estaba agarrado y seguro del cordón umbilical / Suspendido como un astronauta / cuando de pronto me vi probando el néctar de su leche / Pasaditas las diez y cuando el sol había tras puesto los visillos de la habitación / fui feliz aunque no me crean / Tengo poco tiempo para contarles / ya se acaba el día / y ligerito me iré a descansar / Tipín medio día me las di de querubín / Cacaroto / el de las esferas del dragón / ya se sabe: la mejor parte del día / A esa hora se vuela, se cae, pero se vuelve uno a elevar / se da botes sobre el pavimento / como arriba de una ola

Se pelan las rodillas / se bucea en mares de fuego / a todos lados pagando tarifa esco-lar / bebiendo cerveza / Que todos digan que en esa hora me quedé pegado / ya no me molesta / entre nos me gusta / Pude pasar el mediodía con apenas cuatro pesos / y alcanzó para todo / ¡nada con el diablo malpensados!/ Después de almuerzo la cosa se puso brígida / algo peligrosona como diría mi primo verde / llena de deudas / tuve que venderle mi alma al diablo para pagar la luz/ me tu-ve que bañar con agua helada / Subir mil veces el cerro desde abajo / ya cubierto el cuerpo de cicatrices / ya encaramelada el alma de rencores / Mi conciencia en escabe-che / mi trasero caído junto con mi fe son los que adornan el camino hasta acá / ya ter-minando el día / Mi chasis más abollado que un wan tan / aceite quemado / chiclers todos tapados / terminé pidiendo auxilio / Y hasta creyendo en dios / ¿me van a cre-er? / todas las micros me sirvieron / de todas las maldiciones escapé / Ahora ya es de noche y este abrigo enorme y mojado me pesa / En el extremo de mis

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dos cañuelas / un par de bototos me pesan más que la conciencia / Mis párpados son dos lonas entierradas / dos cojines asfixiando mis ojos / cuescos secos de aceitunas / De la bajada del metro me vine apenas caminando hasta aquí / me trajo el viento fresco / Parado bajo la sombra de este sauce viejo espero la última micro / leyendo la biblia / respirando húmedo / ¡Como ha pasado el día! / ligerito no más se me viene la muerte / allá en la esquina ¿la ve? / hasta luego entonces /

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PLASTIC REVOLUTION

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El taco en avenida Providencia es un terrible despelote. En el interior del Ford Conti-

nental plata, el matrimonio no habla, sólo mira hacia la calle. Es invierno y la llovizna cubre el parabrisas con diminutas gotas. En los parlantes suena la voz de Milton Do Nascimento en sonido digital. Ella lo vio una vez hace años con los ojos inyectados de sangre tirando piedras a los pacos. De inmediato la virilidad y la rebeldía de sus actos se le aparecieron en el e cran de los recuerdos. Mientras lo mira sentada a su derecha, los recuerdos de cuando eran jóvenes se le agolpan. Entonces él acostumbraba peinarse con las cuerdas de una guitarra y a dar recitales en las fogatas del valle mostrando un repertorio impresionante de canciones de protesta. En su tiempo algunos compañeros incluso lo llamaron 'el Silvio chileno' por el falsete que le ponía cuando cantaba 'el playa jirón'. Estuvo vinculado un tiempo con el Frente Patriótico. Ella fue feliz a su lado en ca-da protesta que se organizó durante la antesala del plebiscito.

Con los años se fueron a vivir juntos, tuvieron los hijos y con el advenimiento de la de-mocracia, entraron al “servicio público”. Antes debieron pasar por la universidad priva-da. Desde que él es diputado viven en una comunidad ecológica en Peñalolén.

Detenidos por la roja del semáforo, ella lo mira. Acaban de cruzarse hace unos minutos con un carabinero del tránsito que estuvo a punto de infraccionarlo por pasarse un ce-da el paso en Irarrázaval con Vespucio. Ella no sabe qué fue de aquel chascón revolu-cionario que le hizo clic y una y otra vez, con cara de desconcierto recuerda las súplicas que recientemente, y a tan sólo dos cuadras de donde se encuentran, le hizo su marido al paco en motocicleta para que no lo multara. Parecía un niño remolón, un corderito pidiendo piedad. Ahora él conduce orgulloso por la gracia que se hizo, se acaba de ahorrar casi 35 lucas por la multa. Ella por su lado traga mucha saliva mientras la ima-gen del marido rebelde se desvanece en su cabeza y desaparece entre los autos japo-neses. Un taco en la próxima esquina le anuncia la entrada al estacionamiento del shopping. Antes de virar, él revisa si trajo las tarjetas de crédito o no.

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HAMSTERS EN LA BARRICADA

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En Santiago los pecados se pueden esconder.

Llueve copiosamente y en las pasarelas el vaivén de los frenéticos paraguas semeja la piel de una culebra negra. El atardecer late a pecho abierto y sin esternón.

Una mujer muy nerviosa hurguetea en la médula de su cartera. No encuentra lo que busca.

Más allá, la postura firme de un carabinero, pinta de seguro el cuadro del lugar. Ella es-tuvo allí dos veces antes.

La noche es de los negros. Una sangría de luces se mueve en la avenida. La avenida es un río desatado de almas en fermento. La mujer sucumbe ante el miedo de verse entre-gada a la historia. Un rumor la asola: la fuerza desmedida; esa que la anduvo trayendo sanguinolenta la última vez. Cinco veces se le apareció el diablo antes en su vida, y nin-guna como la última vez. Sin embargo allí estaba.

Lleva puesto un abrigo que la esconde del mundo. La formidable lana le cubre todo el enjuto cuerpo. La solapa le tapa la cara como un moribundo soldado de Tolstoi. El frío es resistido también con un par de guantes y un sombrero de liquidación.

El parpadeo moribundo de la luz en la micro en que se vino, la adormecieron. Ya no era pena lo que sentía, sino más bien, adormecimiento. Desde hacía días que la sangre no le corría, estaba dura, pero viva. No tuvo problemas en la víspera cuando se subió al tren subterráneo para ir a cobrar la pensión. Todavía cognitivamente funcionaba. Odia-ba ser vista como una víctima, sin recibir nada concreto a cambio. “Algo que le diera de comer a ella y a sus críos”, como solía pregonar a los cuatro vientos, y en cada reunión a la que asistía.

Esta vez vino sin ellos. Tanto trámite, tanto gasto y ese parpadeo sádico de las cámaras en la comisión, los había terminado por aburrir. También los cansó su dolor. Ellos eran apenas unos mocosos cuando todo pasó y la tristeza de ella no la sentían en la piel.

Cada cual arrastraba sus propios demonios. Sin embargo siempre hubo tiempo para acompañarla.

Ella todo se lo achacaba a Alejandro. Hacía años que se lo había tragado la tierra. De allí en más, sola con los niños, sola con la noche y sola consigo misma, que era lo peor de todo. Un día el Alejo salió a una de sus reuniones en el barrio Brasil y nunca más vol-vió. Así de simple. Hasta el día en que le llegó la última citación, ella siempre tuvo el pre-sentimiento de que estaba vivo como el Elvis y que se había ido no más con la Ingrid,

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como siempre le aseguraron sus hermanas. Es que Alejandro era buen mozo y además tenía el don de la palabra. Y es que una vez ella misma los vio saliendo coloraditos del baño, mientras se desarrollaba una fiesta para reunir fondos para las juventudes. Se ve-ía encachado cuando se ponía su camisa. El cuello era tan grande como las alas exten-didas de una gaviota. Pero así como tenía sus atributos, tenía sus caídas: era bueno pa-ra hablar pero un fiasco a la hora de meterle fuerza y trabajo a las cosas. Con el vino se ponía bruto. Una vez casi le dio vuelta la cabeza de un tremendo cachuchazo, y de pu-ro celoso y curado que estaba.

Una vez ella se enteró que lo vieron en el norte, en el puerto de Tocopilla. Le contaron que estaba de estibador y que estaba gordo y negro de tanta chicha y sol. Otra vez se enteró del rumor de que estaba en Alemania y que cantaba música andina en la plaza de Munich.

Cada vez que a la mujer le bajaba la regla, le venía la nostalgia y esa rabia incontenible que le salía del alma y que por lo general descargaba con los pacos. Una vez se acostó con uno de ellos de tan perdida que andaba. Nadie supo, eso sí. El paco se ponía celo-so cuando a ella le bajaba la nostalgia por Alejo. A sus encuentros el amante llevaba berlines con salsa pastelera. Ella se los comía desnuda sobre la cama de cualquier motel piojento del centro de Santiago. Amaba meter sus dedos en la espesura de la crema. Cuando podían fumaban marihuana.

“¡Ese conchesumadre de Alejandro!”. Así se ponía a gritar cada vez que se emborracha-ba. “¡Que se vaya con sus putas a la punta del cerro y que allí mismo se pudra en su mierda!”

Nunca le perdonó al Alejandro que el último día haya salido igual, pese a su insistencia para que se quedara con ella metido en las sábanas. Siempre amenazó con ponerle una demanda alimenticia, pero nunca lo hizo por dignidad. Solita se la pudo batir con los críos. Trabajó en la feria, vendió paletas en su casa, cuidó viejitos hediondos a orín y hasta de banderillera las hizo una vez para cuando hicieron el túnel de la cuesta „el melón‟, en la carretera.

De pronto un auto rojo se paró frente a la mujer que fumaba uno sin filtro. Desde el fondo del habitáculo, el abogado de la comisión la invitaba a subir. Con él la mujer que fumaba uno sin filtro. Desde el fondo del habitáculo, el abogado de la comisión la invi-taba a subir. Con él la mujer estuvo enredada un buen tiempo, al principio, cuando to-davía le quedaba cintura. Luego fueron amigos, enemigos, lejanos, cercanos, muy ami-gos y otra vez amantes. La mujer fue testigo de la caída del pelo y de la blandura pro-gresiva de sus carnes. Al final, y después de todo, cuando el camino llegaba a su fin, él permanecía allí. Nunca dejó de tener su patrocinio y poder, ni su cariño.

Si alguna vez estuvo enredada con él también fue por culpa de Alejandro. Él nunca más

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la tocó. Le hizo tres hijos y desapareció. Por eso a veces ella disfrutaba metiendo al letra-do en su propia cama sin preocuparse de que en ella quedasen vestigios, ni mucho me-nos de que sus gemidos se fueran a escuchar. Era un genuino acto de despecho.

Mujer y abogado estaban citados esta vez a otro establecimiento del estado. Luego de atravesar media ciudad sin intercambiar ninguna palabra más que las necesa-rias para dar cumplimiento al procedimiento y pedirle a ella su cédula, entraron el vehí-culo por un portón lateral del frío edificio.

Según ella, Alejandro pensó sólo en él, así fue todo el tiempo, jamás en ella ni en los ni-ños. “¡Maldito egoísta!”- refunfuñaba siempre. Al menos eso pregonaba en su círculo más íntimo, en los te y en los bingos, allí donde la dignidad no está en juego, ni hay que desgastarse en poses ni en explicaciones de ningún tipo. Lo amó mucho, eso es cierto y lo reconocía, sin embargo nunca estuvo cuando se le necesitó, y ninguna expli-cación valía, por mucho que algunos gritaran a todos los vientos, que poco menos él era un héroe, un gañán con todas sus letras, un icono o modelo a seguir. Nada de eso según ella, la marihuana y el vino lo llevaron a la perdición. También sus compañeros. Tanta palabra bonita no sirvió de nada a la hora de los qué hubo.

Por eso llevaba enquistado tanto sentimiento encontrado y más todavía en aquel mo-mento cuando iba a su encuentro definitivo. Por fin lo volvería a ver. ¡Cuál sería su as-pecto? Le dijeron que lo encontraron a principio de mes cerca de Peñalolén, en la que-brada que baja del cerro.

Esa mañana la consumió completa con los preparativos. Fue extraño, porque pese a los años transcurridos, estuvo un largo rato frente al espejo, afanada con el maquillaje, co-mo una muñeca rejuvenecida.

Luego de estar sentada por más de una hora esperando el turno, desde el fondo del

pasillo del recinto, escuchó que alguien gritaba su nombre completo. Rápidamente se puso de pie apagando el quinto cigarro que fumaba. La mujer caminó medio perdida. En el trayecto se encontró con otras compañeras de agrupación. Igualmente se en-contró con una araña de rincón y una canaleta al pie de todas las paredes por donde corría un líquido viscoso. Al entrar al salón un gendarme preguntó su identidad; ella se la dio. De inmediato el hombre le indicó donde dirigirse: a la camilla del fondo, sobre ella encontraría un cartel con el nombre y Rut de Alejandro. La sala parecía una mesa de dominó con tanta camilla alineada. Había un tremendo murmullo de llantos ahoga-dos.

Cuando estuvo de pie frente al catre entubado de bronce y óleo blanco, sintió que sus

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rodillas sucumbían ante el infortunio. Sus ideas se desvanecieron como el algodón de azúcar. Afortunadamente el abogado de la comisión estaba a su lado para sostenerla. El ambiente adentro contrastaba con la convulsión que había afuera.

El Alejandro que siempre esperó ver, ahora se le volvía a aparecer pero esta vez conver-tido en un puñado de huesos raídos y sin lógica. Así, tal cual. En un montoncito de vértebras atravesado por la luz de la lámpara de yodo que colgaba del centro del galpón. Eran las osamentas encontradas en un patio del cementerio general. Al princi-pio todo le pareció un chiste, pero cuando se encontró frente a frente con la tela raída de la camisa cuadrillé que Alejandro llevaba el último día, el vacío se terminó de instalar para siempre en su talante. Cada fragmento parecía una piedra horadada por el tiem-po, –“UNA PIEDRA POME”–, festinó íntimamente, con desmedido humor negro y algo de intencionado masoquismo.

Más tarde, sentada frente a una deslavada asistente social, la mujer supo que le corres-pondía una pensión a perpetuidad de doscientos mil pesos chilenos. Así se lo dijo la abogada a cargo en la comisión. Le dijeron que era para reparar en algo el mal causa-do. Los hijos más jóvenes iban a poder estudiar con beca estatal.

De vuelta a casa, un sentimiento de alquitrán le arrebató los sentimientos. El rímel des-hecho homenajeó el racconto sin sentido de su vida. Otra vez la mentira en Alejandro: ¿cómo le venían hablar del patio del cementerio general si en la hoja de la indagatoria decía clarito Quebrada de Peñalolén?; ¿cómo ella misma se hacía estas preguntas tan estúpidas cuando un puñado de huesos continuaba el camino de su mentón lleno de lágrimas? ¿esto era todo, así sin más?

Santiago es una ciudad donde la miseria se puede esconder. Bien en una oficina del centro o bien en el paradero no se cuánto de la comuna no se cuánto.

En el centro antiguo, el cemento se ha comido casi todo. Hoy el extremo más alto de una catedral cualquiera, puede dar con la ventana de aluminio del séptimo piso de un edificio cualquiera. Abajo, apenas alcanzan a pasar un par de autos, y el ensordecedor griterío de las estudiantes de un liceo, en la cuadra siguiente, se hace notar como ven-tolera sobre las calaminas.

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Uno

Es extraño, muy extraño. Mi teléfono dejó de sonar, ya no funciona. El camino desapa-reció; ahora sólo hay dunas y algunos cerros al fondo, aquellos de allá, ¿vio?. Al parecer mi camioneta también se esfumó, bueno para ser exactos habría que decir “la camione-ta de la empresa”. Detrás mío está la casa vieja y sin pintar. Tiene un jardín de flores de plástico y una soledad horrenda. Al parecer soy yo su único habitante. Es deplorable ver esos tarros oxidados y añosos que sirven de maceteros; me deprimen. Me deprime el viento que se desata por las tardes.

Hay algo de acá que rescato: tanta soledad me ha hecho bien, se ha llevado la neura que desde hace días venía cargando como una carretilla. El desierto que hay entre Chu-quicamata y Tocopilla a lo menos da tiempo para desconectarse de la dura faena en la mina, y de los problemas que da picar el cerro en busca de cobre, que no son pocos eh.

El desierto de Atacama es un manto sinuoso de cartón arrugado y chascón, bello, im-pune y sin orden, extendido sobre la corteza del mundo, del norte y del sur, como si fuera un mantel de mesa, de tonos ocres y de domingo; una acuarela de tierra y pie-dras sobre la inmensidad derramada; encima de la misma luna. Por las tardes y al alba brilla como un pedernal. Polvo y viento, entrañas de salitre y cobre; súlfuros en la san-gre; pukarás que te visten y desvisten. Soy geólogo y me paso la vida buscando la veta. Siempre en el crepúsculo las vicuñas de ojos perla, tan negros como los siglos, bajan de los cerros al lago de sal, ese que descubrí sin querer. Un sol, dos soles, infinitos soles alumbrando su dicha de océano amarillo; rosa de los vientos; desde las cumbres llenas de leche hasta el inquieto mar del puerto de Tocopilla.

Anoche mientras comía mi cocho, se me subió encima el silencio, se instaló la reciedum-bre; gritaron su eco los fantasmas. Comienzo a sentirme extraño. Probablemente fue un golpe en la cabeza; seguro que terminé aturdido; ¿o habrá sido la insolación?. En Cala-ma estuve bebiendo en la shopería, no se si ayer o antes de ayer.

Dos

La casa era celeste, matizada de blancos raídos por el sol y la ventolera. La casa parecía una capilla chilota por su simpleza burda. En su interior la sombra contrastaba con la luminosidad de afuera. Siempre habían velas, siempre. El hedor de la esperma se mez-claba con el intenso olor del petróleo en el piso de tablas. En las noches el viento traia consigo un esponjoso olor a caucho quemado.

En los rincones de la casa habían juguetes y fotos oxidadas. Su interior parecía un cofre repleto de tesoros olvidados. Desde todos los lugares de la casa se podía ver el horizon-te, no había puerta; en el umbral habían candados rotos como nueces rotas. En su in-terior un halo de condena danzaba suspendido en el aire; así era todo el tiempo, estu-

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estuviera o no habitada por alguien. Los tonos eran los mismos que siempre aparecen en los videos de Cronneberg; eran tonos deslavados, tristes, casi siempre amarillos y ocres; ambientes que terminan en gritos de final de pesadilla.

Sólo estaba la casa, con sus cruces; el desierto y nada más.

Tres.

Cuando cierro los ojos veo lo mismo que cuando los tengo abiertos. Vengo intentando no desesperarme con eso, aunque a veces se me hace difícil. Usted entenderá lo que es esto: nadie eligió vivir sólo, menos yo con mis años. Me desconcierta ver el cielo por las tardes con esos colores que no debieran ir allí. No son colores que otros puedan ver, si apenas yo puedo con ellos.

Sólo se que en algún momento me perdí de la cuadrilla y anduve dando vueltas entre las dunas por muchos días. No supe más de mis paisanos ni de su destino. Cuando en-contré la casa el mundo dejó de moverse, se quedo quieto, casi muerto. No se ni de los días ni de las horas, no tengo idea qué fue lo que pasó, pero sin embargo siento que esta casa es mía y que de acá no me puedo mover. Recuerdo a mis niños y a Lola mi mujer, ¿qué será de ellos?.

Cuatro.

Al año, cuatro camionetas de la empresa las enfilaron camino a Tocopilla. En su interior iban los amigos y la familia, también algunos geólogos que a última hora decidieron sumarse. En caravana subieron la cuesta de Monte Cristo con la solemnidad requerida. Hacía un sol lapidario y un viento tempestuoso que levantaba una nube de polvo. Los niños dormitaban medios aturdidos mientras los adultos fijaban su mirada taciturna en los cerros del silencio.

Cuando llegaron al kilómetro 14 de la ruta que une el Puerto con Chuquicamata, las camionetas se estacionaron en la berma, justo frente a la animita de colores celestes que emulaba una casa capilla de hierro.

Al caer el sol sobre la pampa la animita se repletó de ofrendas florales, juguetes de los niños, fotos del finado y velas, muchas velas. La viuda lloró delante de todos colgada del umbral de la pequeña casa, su angustia era la de una virgen al pie de la cruz. De la nariz del hijo menor un hilo de moco serpenteó inquieto. En la romería la empresa anunció una pensión vitalicia a un año del volcamiento. Antes de volver con la carava-na, la viuda dejó metida adentro una foto de cuando eran novios. El cura se trajo un rosario por la ruta.

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EL DESFLOR

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El d

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El niño caminó rápido.

Con la cara deslavada y las rodillas rotas atravesó la cancha cuando casi anochecía. Los niños acostumbraban juntarse a los pies del cerro. Allí jugaban a la pelota en la cancha que se armaba a los pies, en la planicie. Los arcos eran pircas que se levantaban a punta de rocas y pedregones. Jugaron más de tres horas aquella vez.

El niño era el más pequeño del grupo. Su madre trabajaba en la shopería hasta la no-che. Por eso podía alejarse más de cinco cuadras de casa, sin que nadie supiera. Como cuando subían el cerro. Los demás lo veían como la mascota del grupo, aunque se em-peñara en aparentar cierto carácter. Si alguno se sobrepasaba en las bromas, el niño no tardaba en lanzar un certero “conchetumadre”. Luego agarraba la primera piedra, la que estuviera más cerca, y se paraba en actitud desafiante. A veces con los mocos col-gando lograba intimidar a más de alguno, pero casi siempre terminaba con los calzon-cillos metidos en el trasero. Era diminuto y flacuchento. Apenas le quedaban tres dien-tes y aun no le tocaba escuela. Tenía la cara redonda, casi siempre deslavada. Le decían „el cuchara sucia‟.

A tranco vertiginoso el llanto le brotó con espasmos. El niño venía con miedo, por eso pensó mucho en su madre. Antes de cruzar la avenida, el zumbido de los camiones tragó el sonido de su pena. Después de la pichanga los niños más grandes se pusieron a hablar del fusilado que apareció en el río. No respetaron sus cinco años. Hablaron del cuerpo yerto y descompuesto del dirigente. Le faltaban los ojos y de su boca brotaba un vómito de moscas. Fue allí cuando el niño por primera vez oyó hablar de la muerte. Sí, la primera vez, no hubo otra antes.

De ahí en más el pánico se lo comió. Le tuvo miedo a la sombra que se formó debajo de los requeríos. Le tuvo miedo al silbido agudo del viento en el crepúsculo. Su cuerpecito se tuvo que acomodar a este nuevo sentimiento. Su cara era otra porque era la primera vez.

La primera vez, la misma que uno pierde en el olvido, y que queda como una mancha para llevar toda la vida. El niño se perdió llorando en una esquina con la muerte enci-ma. Los focos de la luz titilaron, como titiló su alma en la bóveda de la noche.

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EL TROPIEZO

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El tr

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Humedad, había harta humedad la mañana en que a la niña le vinieron las alucinacio-

nes. En el patio del colegio se podía oír el barullo de los otros cursos haciendo clases de gimnasia. Adentro en la sala, la niña observaba embelesada la imagen de Nuestra Se-ñora del Carmen. La profesora de religión, la señorita Ema, se empeñaba en coordinar el canto de alabanza. La pequeña parecía un angelito de Dios cuando se quedaba mi-rando la imagen religiosa. Adoraba el vestido de la inmaculada mujer y su pelo; tam-bién su corona de flores. Soñaba con cepillarla y llenarla de adornos porque sí, porque algo poderoso se lo exigía desde muy adentro del alma.

Aquel día todo el colegio supo lo de la niña y la Virgen.

“¡Yo la amoooo… yo la amoooo!”– se le escuchó gritar a la salida de clases-. Ello de in-mediato concentró la atención de las monjas superiores. La niña –según ellas– podía escuchar la palabra de la Virgen María. Mientras duró el semestre de religión, la niña nunca dejó de profesarle a la virgen su más honda fe. Quizás por ello fue que los profe-sores le permitieron tomar la pequeña estatuilla en más de una oportunidad, porque la niña la acariciaba como si fuera su vida, y hablaba con ella, y le cantaba canciones. Los curas siguieron de cerca la evolución del milagro, vinieron de todas las diócesis. La niña pasaba día y noche con la estatuilla de la madre de Dios. Por eso cuando hicieron la prueba esa de separarlas, el escándalo fue mayor. Ella gritó, pataleó, injurió y escupió como un demonio. ¡Noooooo… no me la quiteeeeen, ella es mi vidaaa, ella es mi todo-oo!...

Los curas y las monjas no lo podían creer. Pensaban que eran testigos de la gracia divi-na. Cientos de rosarios se escucharon aquella vez. También risas, las de los compañeros de curso de la niña cuando la escucharon gritar: –¡Mi barbieee… devuélvanme mi bar-bieeee rapunceeeeel… buaaaaaaaaaa! –.

El estupor de la congregación de oblatos de la inmaculada María (dueños del colegio) fue tremendo. Por eso aquel día los profesores corrieron desesperados a despojar de las pequeñitas manos de la niña la estatuilla de la virgen. En la corrida dos tropezaron.

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Vindicta

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Tiene la carita de un cachorro de perro quiltro, el más dulce de todos. A ella las manza-

nas confitadas le encantan tanto como las sustancias de cuatro colores. Por eso toda las

veces que recibo mi suple me voy derechito a la distribuidora a comprarlos. Soy afortu-

nado porque la hora de la colación en la pega coincide con la del cierre del comercio a

mediodía. Pese a ello, la distribuidora nunca cierra sus puertas a los clientes como yo

que se quedan dando vueltas en la plaza, como pirinolas.

Ella es como un angelito para mí. Incluso me atrevería a decir que es igualita a la Laurita

Vicuña, la santita esa que mi hermana tiene pegada en la pared. Me gusta tomarla con

todas mis fuerzas para levantarla hasta que su cintura me queda en las narices. Me gus-

ta ese olor a jabón Camay que siempre se le junta allí. Ella es feliz cuando yo hago eso,

se le nota en los hoyitos que se forman en los extremos de su boquita de néctar.

Todos los días salgo de mi casa temprano para hacer el mismo recorrido. Me gusta ca-

minar por la calle Infante siguiendo la línea de la cuneta, escuchando el sonido difuso

de las radios a tubos. Mañana comienza la novena así que habrá que prepararse para el

canto de los frailes en la levantada.

Temprano el concierto de los pájaros se oye amplificado porque el viento no sopla. To-

davía no amanece cuando salgo, me gusta llegar primero, antes de que ella llegue.

Anoche después de la reunión de apoderados en el colegio, me dijo que le gustan mis

besos, que le hacen gracia. Yo no entiendo; a veces hay días en que no para de llorar y

otras en que le gustan hasta mis fúnebres besos; para mí que es pura mala crianza esta

cuestión; comienzo a sentir la manipulación.

Otras veces se me taima y no hay caso con ella. No me habla, no me dice nada; ni si-

quiera un leve suspiro cuando intento jugar con los dedos. Ella es capaz de nublar sus

ojos y congelar la vista. Es chantajista porque sabe que le tengo un terror inmenso a

esa mirada de mierda que se le pega en la retina cuando no consigue lo que busca. Al

final, siempre termino dándole en el gusto para que el diablo no me venga a buscar.

Me pone nervioso verla así, me provoca una sensación oscura que prefiero evitar; una

contracción ácida en la base del esternón que me obliga a tomar las pastillas. Es muy

curioso, siempre que me mira así, en las noches no consigo dar con el sueño. Se me hie-

la el espinazo y la pieza se carga con la maldad. Ojalá que esto no sea un embrujo por-

que la otra noche me tiraron de los pies mientras dormía.

Todos dicen que no hay que temer a los muertos, sino que a los vivos, cuando aun uno

es hombre. Y parece ser cierto porque ella sí que es de temer: se lleva todas mis lucas en

regalitos; se lleva también mi corazón, y este deseo que se refleja descarado cuando la

tomo y me empapo de ella. Eso sí que es de temer gancho, y más que a la picada de

araña diría yo. El otro día me quedé mirándola sin que nadie se diera cuenta. Estaba

parada en una caja para alcanzar el espejo. Se probó cuanta ropa sacó de la cómoda.

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Su torso me bailó y mi piel le siguió el paso.

Ayer mi hermana la vistió de princesa para el colegio; está de candidata a reina por su

curso y yo he ayudado con mucho entusiasmo a vender los votos a un peso en la chi-

chería. Me dio mucha pena no poder acompañarla a la coronación, pero allí, me tienen

prohibido acercarme a ella. Juran que me fui de la casa. Mi hermana lleva seis meses sin

pega y mientras tanto se las arregla vendiendo paletas a la salida del colegio. Yo tam-

bién la ayudo; casi siempre hay una bebida en la mesa para el almuerzo.

Hoy le tendré listos unos huevos a la copa para cuando vuelva del colegio, a ella le fas-

cinan. Cuando todos duerman intentaré leerle en voz baja el último Papelucho que le

compré en la kermese. Cuando esté bien dormida le sacaré las liendres y me sacaré los

dientes, los dejaré en agua, debajo de la cama, para que no se me asuste la niña.

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360º

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Iban como cuatro vueltas. Subir por la Alameda hasta la estación Pedro de Valdivia, vi-

rar a la derecha, mirar de reojo, como que no quiere la cosa, después acelerar el auto hasta Bilbao. El ritual era siempre el mismo: música en el auto; sólo con camisa (fuera corbata y saco), unos tragos de preliminar y unas rayas de coca para el envalentona-miento. Nada de celulares prendidos ni de estampitas de Dios colgando del espejo re-trovisor; sólo ese sentimiento malo que le ponía los ojos negros, y el impulso aterrador de sus instintos. Acababa de dejar a su mujer en el departamento. Cuatro horas estuvieron encamados, como siempre, entre discusiones, una botella de licor caro, y el sexo casi calcado que cada día se ponía más latigudo. Lo primero era besarle la concha con afán, luego era su turno. Segundo, penetrarla: piernas al hombro, de pie, de cúbito dorsal y abdominal. Tenía que gemir, no podía no hacerlo, sino le quedaba la cagada. Tercero, volver a la pelea eterna y al tire y afloje de la penetración anal. Que si ella no consentía, él manipu-laba, que si él empleaba mucha fuerza, ella se sentía apenas un objeto al que había que doblegar. Y entonces le venía el llanto. Quinta vuelta por donde mismo y las sombras de los travestis de la calle que se difumi-nan con toda la celeridad imaginada apenas él acelera el vehículo. Por el espejo retrovi-sor ellos le hacen gestos carnavalescos mientras le siguen la pista parados en medio de la avenida. Sin fijar la vista condujo haciendo el mismo viraje. La corriente de la conciencia era un alud de tierra y barro, un flojo deslinde con la locura, algo colapsable, lleno de abis-mos. Que los plazos procesales; que el alegato de la libertad provisional del traficante amigo; que el tubo de la lapicera con el que jalaba la mandanga que andaba perdido quizás dónde. Sexta vuelta, la del diablo. El auto estacionado a un costado de la berma; el humo sa-liendo del tubo de escape como si fuera el halo de una bestia herida a muerte y en ca-da puerta, un hombre vestido de mujer poniéndole precio a la faena. Que si llevas dos, pagas una; que los condones los ponían ellos; que había un motel cerca donde no pon- drían problemas (él ya lo conocía); que si quería podía hacerla de mujer o de hombre, daba lo mismo, el precio de todos modos incluía el servicio. Cuatro de la mañana y su vientre sobre el motor del auto exuda por la indefinición. A cada rato sus manos se contraen sobre el capot. El travesti a veces usa el taco aguja de su calzado. Hay un mirador en el cerro, el mirador de la Reina; hay cocaína sobre la caja de un Cd y botellas por todos lados. Con cada espolonazo bien recibido del amante de turno, él se manda al seco un vaso de licor y se muerde los labios. Adentro suyo, afuera suyo, el deseo lo subyuga, lo nubla, lo agarra y zamarrea del cogote como un perro grande a uno chico; y las manos del travestido verdugo con su feroz luma, que lo hacen sentir toda una mina, una weona suelta. Ya son las siete de la mañana y él llama a la oficina: 'monita no iré a la oficina, las hemo-rroides me tienen liquidado, llama a todos y suspende las entrevistas de hoy'. Muy abati-

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do prende el teléfono y los mensajes de su casa casi rebalsan la pantalla. En un servi-centro se lava y quita las manchas que persisten. A las ocho ya se sienten los gritos en su departamento; a las diez de la mañana se le apaga la tele. Afuera no para de llover; adentro todo le late.

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Acerca de Ricardo Esteban Carvajal

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“...porque mi cosmos lo regalo, lo ofrendo

yo mismo lo hago y rehago

le doy la vida y no lo vendo

vale más un pensamiento ufano

que no pensar, que estar durmiendo…”

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MANO A MANO

RICARDO ESTEBAN CARVAJAL

2010

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Una publicación de Editorial Digital LetrasKiltras

2010