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L a imagen del San Esteban santiagueño es un bulto de madera pintada, de unos 50 centímetros de altura, que representa a un hombre adulto, de tez clara, ojos y cabello oscuros—al igual que las cejas—, de nariz angosta, labios finos y cuello esbelto. La figura está vestida con una túnica o hábito sin mangas, vestidura amplia, cerrada por el cuello, sujeta por ceñidores y larga hasta los talones, que no deja ver las manos. Este hábito religioso, que proviene según la tradición católica, de la indumentaria de los cristianos de los primeros siglos, suele estar compuesto por la túnica más un manto o capa. El hábito—tal el nombre de la prenda que los “prometidos al santo” usan en ocasión de las celebraciones rituales—que viste a San Esteban está sujeto al cuello por una cinta. Este traje es de color rojo, típico de los mártires; las cintas que ornamentan el hábito son doradas, color que suele ser empleado en los trajes para las fiestas católicas más solemnes. Las piezas que visten la imagen de San Esteban Chico no siempre son las mismas, aunque mantengan los colores y el común denominador de un hábito largo, sobre el cual, en ocasiones, lleva una especie de capa abierta por delante. 1 La imagen del santo (Fig. 1) se encuentra invariable- mente dentro de una hornacina de madera montada sobre angarillas. Esta hornacina, coronada en medio punto, está ornamentada con flores de vivos colores, de tela o papel, María G. Lugones es Doc- tora en Antropología Social por el Museo Nacional de Río de Janeiro y Profesora de Antropología en la Uni- versidad Nacional de Cór- doba, Argentina. Investiga sobre acciones estatales de administración y gestión de poblaciones definidas legal y/o políticamente como “merecedoras de protección.” Mario Rufer es Historiador y profesor en el Doctorado en Ciencias Sociales en la Universidad Autónoma Me- tropolitana, México. Trabaja sobre la crítica poscolonial en las ciencias sociales, los estu- dios de subalternidad y las narrativas sobre memoria, historia y nación. Ha publi- cado sobre conmemoraciones, museos, monumentos y usos del pasado. Arizona Journal of Hispanic Cultural Studies Volume 16, 2012 Ausencia y ambivalencia en una acción ritual: Indios que celebran a San Esteban en Sumamao (Santiago del Estero, Argentina)

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La imagen del San Esteban santiagueño es un bulto de madera pintada, de unos 50 centímetros de altura, que representa a un hombre adulto, de tez clara, ojos

y cabello oscuros—al igual que las cejas—, de nariz angosta, labios finos y cuello esbelto. La figura está vestida con una túnica o hábito sin mangas, vestidura amplia, cerrada por el cuello, sujeta por ceñidores y larga hasta los talones, que no deja ver las manos. Este hábito religioso, que proviene según la tradición católica, de la indumentaria de los cristianos de los primeros siglos, suele estar compuesto por la túnica más un manto o capa. El hábito—tal el nombre de la prenda que los “prometidos al santo” usan en ocasión de las celebraciones rituales—que viste a San Esteban está sujeto al cuello por una cinta. Este traje es de color rojo, típico de los mártires; las cintas que ornamentan el hábito son doradas, color que suele ser empleado en los trajes para las fiestas católicas más solemnes. Las piezas que visten la imagen de San Esteban Chico no siempre son las mismas, aunque mantengan los colores y el común denominador de un hábito largo, sobre el cual, en ocasiones, lleva una especie de capa abierta por delante.1

La imagen del santo (Fig. 1) se encuentra invariable-mente dentro de una hornacina de madera montada sobre angarillas. Esta hornacina, coronada en medio punto, está ornamentada con flores de vivos colores, de tela o papel,

María G. Lugones es Doc-tora en Antropología Social por el Museo Nacional de Río de Janeiro y Profesora de Antropología en la Uni-versidad Nacional de Cór-doba, Argentina. Investiga sobre acciones estatales de administración y gestión de poblaciones definidas legal y/o políticamente como “merecedoras de protección.”

Mario Rufer es Historiador y profesor en el Doctorado en Ciencias Sociales en la Universidad Autónoma Me-tropolitana, México. Trabaja sobre la crítica poscolonial en las ciencias sociales, los estu-dios de subalternidad y las narrativas sobre memoria, historia y nación. Ha publi-cado sobre conmemoraciones, museos, monumentos y usos del pasado.

Arizona Journal of Hispanic Cultural Studies Volume 16, 2012

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según las ocasiones. Predominan los colores rojo, amarillo, fucsia, en una tira compuesta por estas flores y también por hojas verdes. La altura aproximada de la hornacina es de 70 centímetros y su ancho, circa 50 centí-metros. A los pies y por delante del santo, también invariablemente montado sobre las andas, hay un cofre de madera pintado de rojo, cuya tapa abisagrada y con cerradura y candado tiene una hendidura en el pla-no horizontal donde los fieles introducen limosnas. En la parte inferior del frente de este cofre, de 30 centímetros de ancho, 15 de altura y 20 centímetros de profundidad, hay una pequeña chapa metálica apaisada, en la que se ha escrito con un punzón y a mano “... para San Esteban.”

Estamos describiendo la forma ex-terna, material y observable de este santo santiagueño, sin ninguna pretensión de análisis del lenguaje formal utilizado en su

Fig. 1 Imagen de San Esteban (Chico). 2012. Foto por Federico Lavezzo.

realización. La consideramos una imagen aurática en términos benjaminianos y, por ende, resultaría impertinente su estudio formal. Si nos referimos a continuación a los “atributos” no es en pos de un análisis iconográfico ni iconológico, sino para ex-poner que esta imagen—que representaría a San Esteban Mártir—no porta los atri-butos tradicionalmente asignados al primer mártir cristiano (una piedra, la palma del martirio y las vestiduras diaconales, llama-das dalmáticas). Es decir, los elementos que convencionalmente identificarían al protomártir, no los tiene este San Esteban.2 Sin embargo, su “día,” como dicen sus fieles santiagueños, es el 26 de diciembre—mar-cado convencionalmente en el santoral católico como el de San Esteban Mártir.

Ese día tiene su clímax un proceso de celebraciones rituales, que comienzan habitualmente cada 19 o 20 de diciem-bre en el poblado de Maco, en la capilla donde el santo reside la mayor parte del año—emplazada en un terreno de la familia Juárez (los “dueños del Santo”). Los festejos continúan hasta la llegada del santo en procesión a Sumamao—según la costumbre, antes de la Nochebuena—y se extienden hasta el 27/28 de diciembre en la procesión que lo lleva de regreso a su capilla en Maco. 3 En ocasiones las celebraciones suelen prolongarse hasta después de Reyes, con la llamada “Fiesta Chica,” que incluye una procesión desde Maco hasta una iglesia en un barrio de la zona sur de la ciudad capital de Santiago del Estero, y la vuelta a “su capilla.” Vale recordar aquí las palabras de Taussig cuando dice:

Entonces las imágenes petrificadas en la pintura y en la escultura nacen para la vida, a partir de aquel misterio opaco en el cual la iglesia las veló y las preservó en la memoria colectiva.

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Se tornan seres vivos. Entran en la textura vibrante y contradictoria de la vida social. (Xamanismo 170. Traducción nuestra)

Para la iglesia católica apostólica roma-na, San Esteban es protomártir, el primero en morir por proclamar su fe en Jesucristo. Según se narra en los “Hechos de los Apósto-les,” en Jerusalén, ante una protesta de viudas pobres que no eran israelitas por la desigual repartición de ayudas materiales que favo-recían a los israelitas en detrimento de los extranjeros, los apóstoles habrían declarado que su tarea primordial era predicar, por lo que pidieron a los creyentes que eligieran a siete hombres probos para encargarlos de la distribución de auxilios a los necesitados. Entre ellos estaba Esteban, que fue ordenado diácono. Siguiendo el relato de los “Hechos,” habría pronunciado un discurso en el que acusaba a los judíos de haberse opuesto a los profetas y haber matado al más santo de todos, Jesucristo. Por esto habría sido lapidado en las afueras de Jerusalén. El San Esteban venerado por la iglesia católica, diá-cono de inicios del siglo I d.C., perteneció a un período en el que el cristianismo aún formaba parte del judaísmo, representando el martirio de Esteban un hito en la separa-ción entre los cultos cristiano y judío.

En la semblanza que Benedicto XVI realizó de San Esteban el 10 de enero de 2007 en la audiencia general del Vaticano, encontramos cualidades atribuidas al Santo que hemos escuchado referidas al San Este-ban de Maco. Los términos del Papa fueron:

hoy queremos detenernos en la per-sona de San Esteban, festejado por la Iglesia el día después de Navidad . . . Los apóstoles, reservándose para sí mismos la oración y el ministerio de la Palabra como su tarea central, decidieron encargar “a siete hombres,

de buena fe, llenos de Espíritu y de sabiduría” para que cumplieran con el encargo de la asistencia (Hechos 6, 2-4), es decir, del servicio social ca-ritativo . . . Al asesinato de Esteban, primer mártir de Cristo, le siguió una persecución local contra los discípulos de Jesús (Hechos 8, 1), la primera que se verificó en la historia de la Iglesia. Constituyó la oportu-nidad concreta que llevó al grupo de cristianos hebreo-helenistas a huir de Jerusalén y dispersarse . . . La historia de Esteban nos dice mucho. Por ejemplo, nos enseña que no hay que disociar nunca el compromiso social de la caridad del anuncio valiente de la fe (Zenit).

Ensayemos ahora un acercamiento a este San Esteban santiagueño inspirados en Turner, para sugerir las propiedades diná-micas de los símbolos rituales que podrían captarse partiendo de tres tipos de datos, a saber: su forma exterior y sus características observables; las interpretaciones de los espe-cialistas religiosos y los fieles; y determinados contextos significativos (22). Hemos comen-zado por mostrar descripciones morfológicas de la imagen del Santo que, en tanto símbolo dominante relativo a fuerzas no empíricas, poseería fuertes consistencia y constancia (34) y podría ser contemplado como “objeto eterno” según el sentido que Turner recupera de Whitehead: un objeto simbólico al que no resulta aplicable la categoría tiempo (35). A continuación atenderemos a interpreta-ciones acerca de la imagen de este santo, entendido como “símbolo dominante,” ajustándonos a la delimitación turneriana según la cual éstos:

tienden a convertirse en focos de interacción. Los grupos se movilizan en torno a ellos, celebran sus cultos ante ellos, realizan otras actividades

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simbólicas cerca de ellos y, con fre-cuencia, para organizar santuarios compuestos, les añaden otros obje-tos simbólicos. (25)

Expondremos sucintamente variadas interpretaciones que Turner denomina “material exegético” sobre el San Esteban venerado en Santiago del Estero. Orestes Di Lullo, médico, folklorista, y referencia obligada para entender la construcción de la historia santiagueña,4 afirma que:

La imagen de San Esteban, llamada de “San Esteban Chico” es pequeña. La imagen está vestida de rojo, y perteneció originalmente a doña Mercedes Chaparro de Zurita [la familia Zurita es la donante del ter-reno donde se levanta el santuario en Sumamao], a mediados del s. XVIII, bisabuela del propietario actual, D. Francisco Juárez, de más de sesenta años [abuelo de doña Hortensia Juárez, hoy matriarca de la familia “dueña” del santo], que vive en la localidad de Maco con el Santo . . . Me han contado también algunos pormenores del Santo. San Esteban Chico es un santo alegre, que no gusta entrar a la iglesia de Sumamao, porque tiene casa pro-pia, y que tampoco admite rezos ni plegarias. Viste de rojo y se place en presidir las fiestas orgiásticas y populares. Según la tradición religiosa, San Esteban Chico es el niño que al nacer Jesús fue con la buena nueva a los pastores, siendo tomado en el trayecto por una tormenta de pie-dras, algunas de las cuales recogió en sus manos. Por esta razón le asignan el patronazgo de las lluvias y dicen de él que nunca salió en andas sin cambios de tiempo, lloviznas o

aguaceros. Me han dicho también que en épocas de los diezmos y primicias se acostumbraba a regalar al santo los mejores frutos, huevos y cereales. Algo de estas viejas cos-tumbres recuerdan las ofrendas que todavía le hacen, ofrendas de roscas y rosquillas de que participan los concurrentes o romeros (Di Lullo, “Sumamao” 184-85).

Podríamos aventurar que una relación metonímica de continuidad con las “navi-dades” estaría presente en la exégesis “tradi-cional” de Di Lullo, que sin solución de continuidad conjuga la condición de niño para el Santo, anunciador del nacimiento de Niño Dios, la tormenta de piedras de la que habría recogido algunas, con el apedreamiento del protomártir y con un atributo que hemos conocido de tanto oírlo de boca de los promesantes: que este santo hace llover. Hasta donde hemos po-dido pesquisar, en el Santoral católico no hemos encontrado a ningún santo con las características narradas por Di Lullo, ni con el nombre de San Esteban Chico.

Este “santo farrista,” tal el adjetivo con el que se lo menciona en repetidas ocasiones durante sus festejos, es celebra-do por sucesivas generaciones (dice Doña Hortensia—matriarca de “dueños del Santo”—que ya irían nueve de su familia con San Esteban y es habitual que los promesantes relaten que sus padres y/o abuelos también fueron devotos). Una de sus hijas, en una conversación que mantu-vimos el 27 de diciembre de 2010, habla del Santo como el diácono que “cuidaba de niños, de viudas...”. El cura convidado a decir misa en la celebración del año 2004, y que mientras la celebraba tenía a doña Hortensia a su derecha en el altar, hablando de este Santo decía:

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Es el primer mártir, muere ape-dreado, diácono al servicio de los apóstoles y de viudas y niños...Eso es lo que nos enseña que la fe hay que demostrarla con obras.

Por su parte, los promesantes que hemos conocido y con los que dialogamos en estos últimos años, cuentan las carac-terísticas de “este” San Esteban y respecto de él sostienen que “es muy milagroso,” y al que se le “encargan los chicos”; o como aclaraba una viejita que usaba el hábito rojo del Santo, “yo he sido prometida por mi madre y por eso vengo.” Y esto sin alusiones a su “procedencia.” En contadas ocasiones se suele indicar que “es español” pero, más frecuentemente se habla de “este Santito de Sumamao” y de los “favores recibidos” de él.5 Muy pocas veces escuchamos en las celebra-ciones que lo nombren como “San Esteban Chico.” Algunos asistentes también hacen referencia al “martirio de San Esteban,” pero muchas más son las oportunidades en que sus fieles cuentan que el santo es “farrista,” porque le gustan los bailes, y reiteradamente esgrimen que al Santo “no le gusta el calor” (por eso llueve un día antes o el mismo día de la celebración). No hemos percibido en ninguna de las celebraciones que acompa-ñamos preocupación alguna respecto a si el santo santiagueño es o no es el (proto)mártir.

Podemos pensar, por un momento, estas divergencias con las herramientas ofre-cidas por Taussig a partir de las historias que recogió sobre la Virgen de Caloto, célebre en los Andes al sur de Cali, y conocida como la Niña María. Se trata de una pequeña imagen de madera que “hasta finales del siglo XVIII era conocida como la Virgen del Rosario y cargaba en brazos al Niño Jesús, pero que en los días de hoy está sin él...” (Xamanismo 186). El autor, después de exponer distintas

historias en torno de la Niña María, entre las que se incluyen las de personas que afir-maban que era una imagen española y las de los que resaltaban que era una “Virgen india” (188), propone que no solamente la fe en el poder de la Virgen es preproducida por medio del entramado de relatos que se contradicen mutuamente (e inclusive se oponen a la versión oficial de la iglesia ca-tólica), sino que a pesar de lo tentador que pueda resultar decir que la Virgen de Caloto conserva mitos de origen de la sociedad colonial, los relatos señalarían que el punto originario se disloca por el tiempo o salta a fin de representar distintos acontecimientos (192). En sus palabras:

Al actuar así ella sirve como un recordatorio de puntos focales de la historia social, puntos revestidos por el tiempo mesiánico de persecución y salvación de la comunidad moral. La función mnémica reabastece el presente con temas y oposiciones míticas, colocadas en una actuación semiótica en el teatro de la justicia y de la redención divinas. (Xama-nismo 193)

Retornar a una línea interpretativa turneriana permitiría afirmar, a partir de la data descrita, que la imagen del santo santia-gueño reúne al menos dos de las propiedades empíricas de los símbolos rituales, esto es, condensación de acciones representadas en una sola forma y unificación por asociación o analogía de diversa signata (30). Aproxi-mémonos en esta parte a una acción ritual que puede resultar útil para reflexionar no sólo sobre esta configuración simbólica.

Como hemos puntualizado antes, cada 26 de diciembre en Sumamao, peque-ñísimo poblado del interior de la provincia argentina de Santiago del Estero—a unos 50 kilómetros de su capital—se “celebra” a San

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Esteban. La imagen del santo se encuentra en un camarín dentro de un terreno rural que no pertenece a la iglesia católica, sino que fue cedido a los “dueños” del santo: la familia Juarez. La celebración decembrina tampoco es oficialmente organizada por la iglesia. Ese día, entre otros rituales de la celebración, se recrea “la carrera de indios”: los corredores (“promesantes” o “indios”) ataviados con insignias en los colores del santo (rojo y amarillo oro) recorren una le-guas “acompañados” por hombres a caballo. Los “indios” a lo largo de su carrera desde Sumamao, llegando a la Cruz a la vera del Río Dulce y terminando en el tinglado que protege al camerín nuevamente en Suma-mao, se van refugiando de la persecución de los jinetes en sucesivas casas-rancho lla-madas “capillas.” Allí recuperan el aliento, descansan unos minutos y se les ofrece agua junto a altares domésticos que combinan imágenes de San Esteban y símbolos na-videños.6

Achiquemos levemente el foco, bajo un sol inclemente, en medio de calores abrasadores y en una atmósfera cargada de polvo en suspensión tanto como de los sonidos, la excitación y el movimiento de la romería, Lugones presenció el 26 de diciembre de 2011 que, llegando a la capilla católica de Sumamao, detrás de los sucesivos grupos de “promesantes,” mayo-ritariamente varones jóvenes que llegaban corriendo, venían hombres a caballo que quedaban, retirados y esperando, a unos metros del templo, mientras esperaban que los “indios” que habían ingresado a “tomar gracia” a la modesta capilla colonial, saliesen y continuaran corriendo rumbo al camarín donde esperaba San Esteban. Aproximada-mente un kilómetro y medio más adelante, y siempre en torno del poblado, se detu-vieron nuevamente los corredores que iban llegando en oleadas para otra vez “tomar

gracia,” es decir, arrodillarse, persignarse y tocar las imágenes religiosas que estaban en esta ocasión en un altar doméstico, bajo el alero de un rancho. En esa vivienda familiar se había montado un altarcito con el Santo, una imagen de la Virgen María, un pesebre y una serie de elementos, como guirnaldas y globitos de colores, utilizados en la deco-ración de los árboles de Navidad. En aquel rancho, una construcción humilde de adobe con techo de quincha, conformado por dos o tres cuartos, esperaban a los “indios” la familia moradora junto a un conjunto de amigos y conocidos arremolinados en los alrededores de la casa con otros participantes de la celebración. Los distintos participantes se referían al rancho (como a los otros que recibían a los “indios” a modo de estaciones en el trayecto común de la carrera que se repite de ida y vuelta entre el caserío de Su-mamao, la Cruz de Coropampa y el regreso al camarín donde estaba San Esteban) bajo la denominación de “capilla.”

Al aproximarse, todos los promesan-tes—jóvenes distinguidos con las camisetas de un equipo de fútbol local o nacional, pa-rejas cargando un niñito de brazos, hombres de mediana edad—, se iban formando en fila para esperar su turno de “tomar gracia,” luciendo todos alguna insignia del Santo, in-cluyendo gorros y cintas atadas en los brazos o piernas de color rojo y oro. Inmediata-mente después, saludaban a sus conocidos, bebían agua y continuaban la “carrera de los indios.” Apenas a unos metros del rancho y de la fila, un conjunto de hombres a caballo esperaba que los corredores emprendieran la última parte de su carrera para seguirlos. Esta “persecución” termina antes de la recta final en la que los promesantes corren a toda velocidad hacia el tinglado de chapa que contiene el camerín de San Esteban.

Lugones notó desde aquella vez, y en las siguientes celebraciones a las que

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asistió, que la escena mentada no llamaba la atención de los promesantes, ni de los “indios” que corrían, ni de los dueños del santo en Maco con quienes también dialo-gó en reiteradas ocasiones.7 Lo que podría interpretarse como una representación del relato “rosa” de la conquista y colonización, donde las “capillas” ofrecieran espacios de refugio a los “indios” (¿salvación?) de los de a caballo (¿españoles?). En esta performance ritual reiterada, los “acompañantes” debían esperar afuera y respetar esos momentos, esos lugares, así como los “indios” debían llegar a los respectivos altares—sean de la Iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes o de los ranchos—de rodillas y mostrando veneración a las imágenes, persignándose ante ellas y tocándolas para “tomar gracia” y después continuar la carrera que terminaba cuando llegaban al encuentro del Santo. 8

Los promesantes y asistentes acos-tumbran decir: “Siempre fue así,” “siempre están... los indios y los jinetes son parte de la celebración.” Detengámonos en los “indios” de San Esteban. A lo largo de estos años, y en diferentes ocasiones, ante la pregunta de por qué se los llamaba “indios,” las res-puestas nunca eran concluyentes, y mani-festaban, sobre todo en la expresión, cierta sorpresa ante la propia pregunta, como si la respuesta fuese auto-evidente. Así, a modo de respuesta, unos decían “será por tradición”; otros, “siempre se les ha dicho así”; o se indicaba con un gesto sobre la cabeza a manera de plumas. Por su parte, los participantes no se refieren a sí mismos más que por sus gentilicios, santiagueños, o más específicamente, loretanos, por ejemplo, sin remisión alguna a “otros indios” presentes o pasados.

El 26 de diciembre de 2010 no ob-servamos la presencia de hombres a caballo acompañando a los “indios” en su carrera, sin embargo escuchamos de boca de nume-

rosos promesantes, de corredores, y de varios miembros de la familia “dueña del Santo” la manutención discursiva de la escena completa, pese a que faltara una parte (los jinetes) que, desde nuestra mirada, completaba la representación. Esto nos interpelaba sobre qué es lo que se hacía—y se hace—cuando se recrea en esos parajes de un provincia del noroeste argentino esta corrida de los “indios” seguidos de cerca por sus “acompañantes” que según nos decían numerosos participantes estuvieron presentes, aunque nosotros no hubiéramos “podido” verlos.

A partir de lo anterior, surgieron preguntas sobre las que ensayamos este ejercicio de reflexión: ¿cómo aprehender esta celebración de San Esteban en la que se imbrican símbolos nacionales con celebra-ciones en parajes del que fuera el Camino Real durante el período colonial? ¿Será pertinente pensar esta performance ritual de la carrera de “indios” que se refugian en “capillas” de sus perseguidores de a caballo como estructura iterativa de un antagonis-mo contemporáneo? ¿Es fructífero pensar esta corrida de “indios” como violencia colonial diferida en la hetero-temporalidad?

Este texto no busca inscribirse dentro de la prolífica tradición de la “religiosidad popular” latinoamericana o de la “fiesta santa” como patrimonio comunitario que reordenaría los ejes de las relaciones socia-les. Nuestras preguntas intentan un primer movimiento interpretativo “ante el tiempo” y sus imágenes de lo que se representa ite-rativamente como una escena sin exégesis, y que quizás podría poner en tensión dos afirmaciones corrientes: la que indicaría que, en nuestros países, la nación y su universo simbólico ancló en el universalismo de la religión católica pero lo reemplazó en una operación de secularización guiada por el es-tado (la clásica tesis de Benedict Anderson);

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y otra que indicaría que el acto fundador de la violencia colonial (la conquista) fue extir-pado como posibilidad de representación y de memoria en la Argentina, reemplazado por la fortaleza de ese “horizonte neutro” (Segato, “Una vocación”) que el estado-nación se habría dado a sí mismo a través de la poderosa labor de la escritura de su historia.

Argentina y los indios: ausencias y ambivalencias

La expresión de que “en Argentina no hay indios” no se comprende sólo como parte del “sentido común.” Más bien se trata de un sintagma iterativo que corresponde a la historia pública de actos y representaciones sobre la “identidad” y es también un pre-supuesto historiográfico (Mases 9-11). En las celebraciones del Bicentenario de 2010 hubo un desfile de “colectividades” que representaban el desglose de ese “horizonte neutro” en el que pretende concentrarse la “característica clave” de la Argentina: una tierra que fue promesa para todos, punto de origen de algo nuevo, puro “horizonte de experiencia” sin pasado (Rufer, en prensa).9 A grandes rasgos, en estados nacionales de Latinoamérica como el mexicano, el presen-te se instala siempre sobre la ambivalencia entre un pasado pre-hispánico monumental que se patrimonializa como garantía identi-taria, y un intento de desvincular histórica e imaginariamente ese pasado con los indios de hoy. Así, se arroja fuera del tiempo nacional a ese episodio sintomático e innombrable de la Conquista (Gorbach, en prensa). Sin embargo, en Argentina “los indios” parecen pertenecer siempre al pasado.

El lema de las colectividades del Bi-centenario: “todos bajamos de los barcos,” y como corolario implícito los indios “se aca-

baron” con la Conquista del Desierto.10 Por supuesto, esta es una imagen hiperbólica: todo argentino sabe que en algún lado, allá lejos, en Neuquén o en Jujuy o en Chaco, hay comunidades de indígenas. Parcialmente, los derechos de los pueblos indígenas fueron consagrados en 1994, en la Constitución Nacional (en un contexto político marca-damente neoliberal en el que, vale la pena mencionar, varios países latinoamericanos se dieron a la tarea de “reconocer” la existencia de comunidades sub-nacionales, quedando pendiente sin embargo la reparación históri-ca del hiato jurídico, económico y simbólico que separa a los pueblos originarios del pueblo nacional).11

En este vaivén entre silenciamiento, desaparición y reconocimiento, debemos ser cuidadosos en las afirmaciones. Cómo decir que, en Argentina, la figura del indio es extraña al paisaje con el que se nombra a la nación, si hay una gama de componentes a los cuales el discurso cultural recurre (el indio, el cholo, el mestizo, la lengua—quichua en el caso de Santiago—, la cos-tumbre). La sintaxis particular que ordena esos componentes no es homogénea: varía según regiones y según el tipo de discurso (historiográfico, antropológico, de política cultural o de la memoria, jurídico). No creemos que sea posible hablar sin más de la extinción de los indios en el horizonte de la argentinidad (un mapa leído, además, a partir de una territorialidad construida históricamente desde un puerto radiador).

El problema es complejo y podría ser fértil hablar de una organización sintáctica de la diferencia con su propia historicidad. Para sugerir una hipótesis interpretativa acerca de la celebración de San Esteban Chi-co en Santiago del Estero, partimos de dos proposiciones anteriores. La primera implica asumir que todo estado nación moderno latinoamericano es “otrificador, alterofílico

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y alterofóbico simultáneamente” (Segato, “Raza” 138), y en esa aparente paradoja es necesario localizar las especificidades de una organización –en algunos casos ritualiza-da—de la diferencia. La segunda proposi-ción parte de la primera, estableciendo que todo estado-nación produce una cartografía de alteridades, no como una imagen estática o unívoca sino como formaciones regionales y dinámicas de identidad y alteridad. Tanto en políticas de la identidad impulsadas desde el estado como en reivindicaciones espe-cíficas de comunidades indígenas u otras llamadas “minorías,” lo que está siempre en juego es la construcción de un terreno político vis-a-vis el ser nacional: ya sea como interpelación, desconocimiento o impug-nación, la cultura nacional no está ausente del discurso reivindicativo, autonómico o de ciudadanía diferenciada (Briones 14-17).

Ahora bien, dentro de la especificidad argentina del discurso histórico-pedagógico,12 debemos precisar que “el indio” pertenece a un tiempo pasado que se espacializa (Fa-bian). Los indios de la Puna o de Patagonia; son pocos, y no tienen ningún vínculo con “nuestra” historia: una que se construyó bajo la imagen recurrida de la naturaleza apropiada (el desierto conquistado). A esta figura historizable se agrega un elemento más problemático y difícil de trabajar desde la lógica de la evidencia histórica, y tiene que ver con lo que podríamos llamar una domesticación de la mirada en Argentina. Los pueblos y las organizaciones indígenas en la Argentina sobrepasan las 40. En el censo nacional de 2005, había 600.329 indígenas auto-reconocidos como tales, en un país que no llegaba a 38 millones de ha-bitantes (INDEC). Esto impone recordar la afirmación de Alejandro Grimson de que en Argentina el número de indígenas en términos relativos es más alto que en Brasil, algo inimaginable desde el sentido común

nacional. Pero mientras Argentina se ufanó en sus artefactos simbólicos (historia públi-ca, textos escolares, promociones turísticas estatales) de afianzar la idea del indio como una figura del pasado irreparable (a veces bárbaro, a veces heroico), Brasil gestionó la premisa de su “democracia racial” en las tres claves de la nación: la población blanca, la negra y la india/cabocla (Grimson).

No es este el espacio para trabajar so-bre la ausencia problemática de los indios en Argentina ni en torno del blanqueamiento cultural en la mirada. Los argentinos hemos aprehendido que no hay indios en el país, por eso es difícil reconocer la presencia sígnica del indio. Erosionados sus rasgos culturales, los fenotípicos se insertan en ese “crisol” que racializa amalgamando: los que bajaron de los barcos por un lado, y los criollos en el otro (que históricamente adquieren diferen-tes apreciaciones como los cabecitas negras, o los “negros”). En este contexto apenas esbozado la celebración de San Esteban en Santiago del Estero puede ser útil para problematizar algunas de estas asunciones.

Vías de interpretación a partirde Sumamao

En Sumamao, el 26 de diciembre de 2010, observamos estampas que cierto imagi-nario sobre la Argentina arrojó al pasado: el polvo que se cuela por todas partes, las expresiones de los quichuistas, los caballos en la carretera y en el ripio, la gente ata-viada con las ropas del santo, saludando en esa fraternidad propia del “conocido” o del “lugareño.” Sin embargo interrumpen grupos de jóvenes vistiendo camisetas de fútbol y mantas de manda con los colores del santo, algún indio corredor con plumas en la cabeza al estilo far west, algún alférez a caballo con el estandarte de San Esteban

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y la bandera argentina enarbolados a cada lado del jinete. La procesión va llegando a Sumamao donde descansará San Esteban en su “camarín” hasta el regreso a Maco, a la casa de los Juárez, donde se levanta su “capilla.”

San Esteban no “habita” dentro del recinto institucional de la iglesia católica; tampoco realiza ese tránsito que le resta a los santos de devoción popular de América Latina que salen de la iglesia un día al año (o varios en diferentes calendas previstas) para honrar a las familias de la comunidad, densificar las relaciones sociales de poder de mayordomos y alféreces o acompañar por un día la inversión carnavalesca. No sólo no “habita” la iglesia sino que su celebración es entero patrimonio de una comunidad de fieles. Cuando uno llega a Sumamao es recibido por una gran escultura de San Esteban emplazada hace pocos años afuera de la iglesia, que busca reproducir la imagen del santo. Esta se encuentra a unos cincuenta metros de la capilla católica y está cubierta con los “hábitos” rojos y amarillos, bajo un arco de flores de tela. La escultura impacta por su tamaño (unos cuatro metros de altu-ra), y está a la vera y al alcance del camino:

Es por los promesantes que pusieron al Santo ahí. A veces los curas no querían que entráramos al santo a la iglesia. Nomás los indios entran [se refiere a los corredores]. Entonces pa’ que no hubiera problema pusieron al santo afuera: está ahí como vigilando todo, ¿no? Bonito, ¿que no?13

La capilla católica se encuentra abierta cada 26 de diciembre, sin sacerdote. Sin embargo, no se presenta una ruptura con el calendario católico ni un conflicto permanente con la liturgia eclesiástica. Pero en la celebración de cada 26 de diciembre es San Esteban

Chico el que genera el accionar de fieles y promesantes. Es esta celebración ritual lo que pondría en situación liminar, entre fronteras imprecisas, a las categorías sociales (indio, alférez, lugareño, santiagueño, qui-chuista) y a las religiosas (fiel, promesante, católico, estebanino).14

Entre los miles de personas que parti-cipan de la celebración de los días 26—cuyo carácter festivo es central en la percepción de los participantes consultados y en la in-sistencia en decir que se trata de un “Santo farrista/o”—están mayoritariamente los lu-gareños, en el sentido de pertenecer por ser moradores u originarios de esta zona rural o de la vecina ciudad capital de la provin-cia. Esa condición imputada de farrista se debería, según Canal Feijoo, a otro trazo de esta celebración: no es organizada por ninguna institución de la iglesia católica y cuando es llamado un cura a oficiar misa, es en calidad de convidado de una celebración promovida y orquestada por la familia Juarez y un conjunto de allegados. En la de 2001, un cura de Loreto (a casi treinta kilómetros de Sumamao) ofició la misa por la mañana, y también participó un cura en la celebración del año 2004 “diciendo la misa.” No hubo oficio eclesiástico en 2010.

Habría una red densa de participantes que se extiende como una malla desde el extremo sur de la ciudad de Santiago hasta Loreto (otra ciudad de cuño colonial, 50 km. al sur de la primera). Estos devotos, sus pa-rientes y amigos, se instalan anualmente en Sumamao junto a la familia dueña del Santo (que los reciben en sus casas) y acompañan la peregrinación de ida y vuelta a Maco. Son los que se consideran “como de la familia,” trayendo la expresión acostumbrada para referirse al trato que se dispensan recípro-camente y que Doña Hortensia resumió en una entrevista en 2010: “compartimos todo, como una familia, hasta un vaso de agua...”

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Sumamao y sus áreas contiguas cons-tituyen, como ya vimos, una antigua zona sometida a la conquista y colonización; en palabras de Di Lullo, “una provincia indígena de la época de la conquista” (Con-tribución 126). En 1550, en Silípica residía “un pueblo de indios con cacique;” indios que aportan no sólo hombres sino recursos materiales para el Ejército del Libertador, así como para sufragar los gastos para enviar un diputado en representación de Santiago al Congreso de 1816, que declara la Indepen-dencia de las Provincias Unidas de la domi-nación española. El Sumamao que puede visitarse hoy, apenas un caserío con una capilla, un puesto sanitario y el galpón con el camarín que ocupa San Esteban cada fin de año, si por algo es notable además de por aquel pasado que intentamos someramente mentar, es (y escuchemos a Di Lullo nueva-mente) por “unas famosas fiestas religiosas que lo desempolvan del olvido una vez por año.” (Caminos 192) La calle de tierra que lleva de la capilla a las instalaciones en que se ubica San Esteban se encuentra jalonada de instalaciones permanentes que consisten en techos de ramas y adobe, bajo los cuales se organizan bares que disponen sus mesas bajo esa sombra cada año y que sirven a los clientes comidas y bebidas, sobretodo alco-hólicas, así como unos sitios previstos para bailar durante el día y la noche.

Sobre esta misma calle de tierra, a ambos lados, se ubican puestos de venta ambulantes con diversas mercaderías, desde artesanías en cuero, gorras y sombreros, imágenes del santo en distintos tamaños y “recuerdos” de San Esteban, además de puestos de venta de helados, un camión-bingo ambulante y puestos de venta de réplicas de relojes y joyas. Esta zona, como la mayoría de las áreas rurales santiagueñas, sufre desde el período colonial la continua emigración de sus jóvenes en busca de traba-

jo lo que constituye un componente estruc-tural de la vida social y económica locales. Lo narrado por Di Lullo cuando retrata los viejos pueblos santiagueños—y a propósito de Sumamao—persiste de manera similar, según hemos observado en estos últimos años. También continúan en la procesión que lleva a San Esteban hasta Sumamao, los festejos, los cánticos y particularmente la “ca-rrera de indios” en la que hemos focalizado, y sobre la que el autor escribe

. . . los ‘corredores’, vestidos de rojo y acompañados por unos jinetes . . . Antes de partir, hincados de rodillas, han de besar una cruz que hacen en el suelo . . . Al llegar, se postran ante la imagen de San Esteban, sudorosos y cansados, para tomar gracia. (“Su-mamao” 185-86)

Una carrera de indios sin jinetes

Cuando en diciembre de 2010 partici-pamos de la celebración de San Esteban en Sumamao, dos cosas eran notables: el aumento sostenido de vendedores de “souvenirs” a lo largo del último tramo del camino que dirige al camarín (a lo que se sumaban otra “novedad”: algunos años atrás un grupo de senegaleses negros vendiendo principalmente réplicas de relojes, y a los que los niños del lugar insistían en observar bajo el grito de “¡eh, vamos a ver a los brasi-leros!”). El segundo elemento fue la ausencia de los “jinetes,” los “acompañantes,” o sea de los hombres a caballo que “persiguen” a los “indios” promesantes en su corrida.15 La sorpresa para nosotros no fue tanto la ausencia de los jinetes como la rotunda negativa de todos los promesantes (e incluso de la señora Hortensia Juárez y de su hijo) a “ver” esa ausencia. “Ustedes habrán llegado tarde, porque sí estaban.” “¿Los jinetes? Sí,

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yo los vi, acaban de pasar, pero hace rato ya que hicieron capilla afuera.” “Los caballos venían atrás, pero estaban sí, claro que sí,” “ha sido como de costumbre.”

Esa aseveración podría tener dos connotaciones: la primera, la necesidad de mantener ante el visitante (nosotros) la ima-gen de que la celebración seguía “completa,” esa necesidad de los paisanos de demostrar que lo que íbamos a ver sucedía de manera inalterada. La otra sugeriría que la escena de los “indios” corredores con hombres a caballo detrás estaba presente porque ellos la veían, porque para ellos, junto a los estan-dartes y las capillas, la representación ritual de la corrida de los “indios” con jinetes que los siguen—que habían atestiguado y com-partido año tras año—continuaba teniendo lugar. Después de cotejar testimonios, tal vez la primera connotación sea más acertada, pero en cualquier caso lo que tiene relevan-cia aquí es otra cosa: ese hiato que marcaba ya magistralmente Turner en La selva de los símbolos, entre lo que el etnógrafo pide y recibe como interpretación a los actores in-volucrados, y lo que el observador cree ver/interpretar/reconocer. En su análisis sobre el ritual Ndembu, Turner plantea esa dificultad como diferencial interpretativo, agregando la existencia de contradicciones frecuentes entre lo que dicen los participantes que sucede, y sus propios comportamientos o lo que el observador “ve” (24-28). En tér-minos más bajtinianos, uno podría aseverar que existe un diferencial poético entre la enunciación y la atribución del sentido al acto cuando es leído por terceros (terceros, en este caso los autores, que provienen de un contexto sígnico diferente). Este es un punto atendible, porque la insistencia de otros participantes en el hecho de que los jinetes habían pasado, era la respuesta repe-tida a una pregunta nuestra. Lo que colocaba en ellos la situación de extrañamiento era

esa pregunta. Los “dueños del santo” tanto como los celebrantes mostraban lo que era relevante para ellos en la celebración: la imagen de San Esteban, la devoción de los promesantes, la tenacidad para cumplir la promesa de los “indios” corredores, la im-portancia del ripio recientemente colocado sobre la ruta de acceso a Sumamao como la evidencia de la “escucha” estatal. En un gesto conversacional algo distraído ante nuestra insistencia en preguntar sobre la “falta” de los jinetes y su afán de relatar lo relevante, nos decían que los jinetes sí existían; pero atrás de ese “manejo de la cara” en la interacción con nosotros (Goffman) habría implicada una cuestión: ¿y esa presencia-ausencia, en realidad, a quién le importa? En medio de todo lo impactante de esta celebración, ¿por qué reparar justamente en los jinetes que en la performance ritual de ese año no “perseguían” a los “indios” en su corrida?

Tratamos de captar de otro modo el lugar peculiar (en la estructura de los ca-pitales específicos) desde el cual lugareños/promesantes y nosotros/autores significamos la performance de los “indios” corriendo seguidos por jinetes.16 Lo que podía ser visto por nosotros como una imagen dialéctica y anacrónica de una escena de la conquista, no estaba siendo visto por los participantes y organizadores de la celebración. Lo que para nosotros aparecía casi como una glosa de la conquista española en su versión rosa—esto es, indios perseguidos por españoles que inte-rrumpen la persecución cuando los primeros se refugian en “capillas” con altares católicos, donde “toman gracia”—o una manera de representar la conformación de una visión de la historia colonial, no era verbalizado por los participantes de las celebraciones en Sumamao consultados en la última década en los sucesivos 26 de diciembre que Lu-gones acompañara. En las conversaciones y diálogos con promesantes, “indios” y

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miembros de la familia “dueña del santo”, la performance ritual de la corrida de “indios” con hombres de a caballo acompañando era una y otra vez descrita en su singularidad observable, y sin remisión alguna ni alusión a españoles (respecto de los jinetes) ni a la historia de la colonia o conquista. El retorno, en la celebración ritual festiva de una escena que remitía—creíamos—a cualquiera de los episodios de guerras de conquista en América Latina era sólo visto por nuestros ojos. Aque-llas guerras que constituyeron los episodios de violencia que fundan el estado colonial: la alegoría del español a caballo persiguiendo a indios fugitivos, que no obstante pueden refugiarse, al menos por momentos, en la iglesia.17

Pero ese es un sintagma que aparece en nosotros como una reminiscencia clara de antiguos estudiantes de historia: estába-mos de alguna manera familiarizados con las claves de lectura académica de aquellas estructuras ausentes en la historia nacional argentina. La disrupción esconde algo po-deroso: el extrañamiento de los promesantes muestra que esa escena no era obvia ni familiar para los “indios” ni para los demás estebaninos; que el indio sea “corrido” por jinetes en una celebración devota no tiene relación mimética ni necesaria con el “personaje histórico indio” violentado por los conquistadores españoles. Cómo interpretar estas visiones es, en todo caso, una apuesta de este texto.

Esa referencia naturalizada a los “in-dios” parece ser compartida y vista como una evidencia que no precisa explicaciones por algunos de los intelectuales de raigambre santiagueña más importantes del pasado siglo, como Bernardo Canal Feijoo, quien escribió:

Vale la pena señalar que en algunas fiestas religiosas populares—como las que se celebran anualmente en las

localidades de Tuama y Sumamao—interviene como figura ritual estricta “el indio”. Puesto que no hay “indios” en la región, se otorga para el caso ese carácter a un grupo de “promesantes”, los que, para la representación más equívoca del personaje, deben actuar necesariamente con la cabeza, el torso y las piernas desnudas, y someterse a la dura prueba previa de venir desde cierta distancia—que varía de una a tres leguas según la magnitud de la promesa—a la carrera, fustigándose las piernas con una rama espinosa, hasta el santuario de la virgen. Al llegar a la meta vivan la imagen; aceptan una ”sajada” o sangría en la pierna para evitar los calambres (según explican ahora); consumen un yantar que les está dedicado, y luego se entregan a las libaciones y a la danza … El pueblo no ha dejado por eso de mantenerse fiel a estas curiosas fiestas, que practica anualmente con un rigor ritual que habla bien claro de su vieja raíz tradicional. Nótese la particularidad de que en ellas la “promesa” no es tal, puesto que la prueba se anticipa a la gracia solic-itada. ….. No cabe duda de que esta inversión de la secuela ordinaria de “la promesa” corresponde a un viejo simbolismo catequístico. La prueba previa es de carácter lustral, purgacio-nal: encierra la condición impuesta al “infiel” (como se designaba por antonomasia al indio) para el acceso al orden de la cristiandad” (75-76).

Recordemos a propósito de la descripción citada que, en Sumamao, no se trata de una Virgen, sino de un Santo y agregar que mientras que la corrida fustigándose las piernas con ramas fue observada, no así la “sajada”, al menos en la última década.18

La figura del indio queda relegada a ese reemplazo (de una forma pasada,

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de un sujeto por otro, o de una acepción prácticamente lúdica en la celebración: los promesantes adquieren esa identidad “de costumbre” y como dice don Navarro “lo que importa es la carrera porque muestra que uno cumple, que uno se sacrifica”). En definitiva, que unos sean indios y que otros los persigan en caballo no es una cuestión significativa para los participantes de la celebración.

Volvamos a escritos de unas décadas atrás y de autoría de Orestes Di Lullo res-pecto de Sumamao donde se lee que “es una antigua población indígena todavía existente y donde se celebran interesantes fiestas religiosas” (Contribución 137). El au-tor ofrece otra indicación que consideramos relevante, tal es la de que tanto Maco como Tuma, Manogasta, Silípica y Sumamao se encontrarían en la ruta de lo que se conoce como el Camino Real (Caminos 14) y que la ciudad de Santiago (a unos 20 km al norte de Maco) sería un nudo de caminos desde el siglo XVII. Esas localidades formaban parte del camino de carretas entre Buenos Aires y Potosí, y en diferentes mapas históricos que este autor reconstruye aparece señalada Silípica, y también los caminos de la Costa y “del medio” por los que es llevado anual-mente San Esteban de Maco a Sumamao en peregrinación. Estas vías además de postas en época colonial y antes extremidades de las rutas del Inca, según cuenta Di Lullo, fueron transitados por granaderos, artille-ros e infantes que formaban el frente norte en las batallas por la independencia de las provincias rioplatenses en 1813 y 1814; y en 1810, Juan José Castelli, el enviado de la Revolución de Mayo que iba cumpliendo las instrucciones de la Junta porteña, llevan-do las consignas independentistas, habría parado en Manogasta. Allí, si seguimos a Di Lullo (Caminos 115-16) cuando recu-pera la viñeta escritural de Miguel Ángel

Garmendia en “Una página de Historia Argentina,” podemos encontrar a la anciana que le habría dicho a Castelli cuando éste le pregunta por su edad, “Señor, yo no soy tan vieja como parezco, no cuento sino cuatro meses de edad,” remitiendo a que había nacido con la Revolución de Mayo de 1810.

¿Por qué incluir estas referencias, y entre ellas podrían añadirse tantas otras, como el paso de San Martín por Silípica y Manogasta en su campaña al Norte? En estas localidades (Manogasta, Maco, Tuama, Si-lípica, Sumamao) tienen origen los devotos de San Esteban. Sus celebraciones se realizan anualmente en Maco y Sumamao, pasando en procesión de ida y vuelta por Manogasta, Tuama y Villa Silípica. Y decimos que son originarios puesto que la mayor parte de los devotos del Santo que hemos conocido son pobladores de estos parajes o tienen familia allí, y forman un mundo de interconocidos que participa regularmente de las celebra-ciones—en algunas de sus instancias—o son sus familiares que habitando en la ciudad ca-pital, o en el Gran Buenos Aires, vuelven al pago para las fiestas de fin de año y renuevan sus lazos familiares y de pertenencia con los suyos, los antiguos vecinos y paisanos, y con el Santo. La vinculación entre San Esteban y la historia nacional de bronce no es ajena a los discursos cultos ni a los promesantes/indios con banderas de Argentina o los colo-res del Santo. La polisemia de estos “indios” se cuela en este cuadro.

Para proseguir, es necesario revisitar la “cultura nacional.” Recuperemos las imágenes que imprimen los actos escolares formalizados; encontramos allí una historia montada sobre hiatos y ausencias, saltos y bricolajes. Tomar en cuenta ese montaje de performances patrióticas (Blázquez, en pren-sa) posibilitaría aprehender este diferencial de interpretación en la peregrinación de San Esteban. La historia nacional de los actos

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escolares es precedida por dos estampas:19 la llegada de Cristóbal Colón a América en el “Día de la Raza” (bajo la figura del descubrimiento), y la que corresponde a la “organización social de la colonia,” que ge-neralmente precede a los acontecimientos de 1810. En el primer caso, la idea de apertura a un mundo nuevo (y el eufemismo de la raza celebratoria) prima como antecedente lejano pero fundacional de la raíz nacional. En el segundo caso, la colonia sería un montaje que responde a una lógica de la espera: españoles, criollos, ingleses invasores y negros faroleros o mazamorreras esperan la consolidación política de aquello que funda el origen de la nación: la Revolución de Mayo. Pero es siempre y ante todo, una escena pacificada, armónica. En este juego de representaciones,

la tarea de los cuerpos burocráticos encargados de la educación será, entre otras, la de transformar a esta representación en una verdad. Or-ganizando el tiempo, el espacio, los gestos, las emociones, los estímulos estéticos, el Estado se forma a sí mismo. En este sentido, los actos escolares [y podríamos agregar otras instancias] son el Estado en su re-alización cotidiana, un ejemplo de la performatividad constante de su proceso de formación, de la nacio-nalización de los sentimientos y de la materialización de sujetos nacio-nales. (Blázquez, en prensa)

En esas estampas iterativas de la di-mensión pedagógico-perfomativa de la his-toria nacional argentina,20 repetida en textos didácticos, actos escolares, libros de historia de la enseñanza primaria, representaciones objetivadas del patrimonio local/nacional, dos elementos sobresalen: el negro expulsa-do en una organización particular del tiem-

po a partir de su supuesta aniquilación en las guerras de independencia; y el indio como figura siempre-ya ausente. No hay indios violentados ni perseguidos por los conquis-tadores en los actos escolares o en los textos primarios de la historia formativa de la Argentina. Tal vez la primera violencia que aparece ilustrada en revistas, representada en actos, referida en poemas infantiles, sea la correspondiente a los episodios de lo que se conoce como “Las Invasiones Inglesas” de 1806-1807, relativos a la “formación de conciencia criolla” previa a la “Revolución de Mayo” (1810).21 Los pueblos de indios no aparecen ni se recogen en escena las vio-lencias de la “conquista” española.

Sobre la “Conquista del Desierto” (1879-1885), el guía del Museo de Historia Nacional de Buenos Aires comentaba lo siguiente en una entrevista en noviembre de 2005:

. . . [f ]íjese: acá nomás tenemos un cuadro sobre la labor de Roca. Al-gunos critican porque no están los indios. ¿Qué vamos a poner de ellos? Ni en los cuadros están. Las negritas mazamorreras sí las tenemos. Óleos, canciones, la gauchesca, de todo . . . Pero esto de los indios, ahora porque está de moda… si estaban allá en la Patagonia, estaba la frontera, todo eso de los malones . . . No. No hay nada de eso, qué vamos a poner acá . . . 22

Lo que interesa del testimonio es esa especie de angustia por la imposibilidad de llenar un vacío de representación: no hay documento del indio, registro ni huella que poner. En una suerte de montaje, el guía vincula diferentes escenas en un cuadro de sincronicidad: por un lado, lo que recuerda de los actos escolares (la negrita mazamorrera no tendría otro ori-gen), y la frontera con el indio—ese sintagma histórico que funcionó como performativo:

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los indios siempre estuvieron de algún otro lado. Por otro, los malones que acechaban Buenos Aires durante gran parte del siglo XIX y ese espacio “allá en la Patagonia” (lejanía geográfica que profundizó la idea de una ajenidad del indio con el sujeto territorial de la nación). Si el guía del Museo de Historia Nacional no podía ubicar en la cultura mate-rial una forma de exhibir el acontecimiento de la conquista (ya sea la avanzada inicial contra los indígenas desde el siglo XVI o la “conquista del desierto” a finales del XIX) porque “no hay nada de eso, qué vamos a poner acá,” mucho menos es simbolizable para el grueso de la población argentina.23

Cuando el guía habla de las críticas que se hacían a la curaduría del museo por la ausencia del indio, responde excusándose: “ahora porque está de moda.” En esa torsión, transforma un reclamo histórico como políti-ca de identidad (reciente en la Argentina) en una fórmula oportunista del momento. Para él no hay una carencia deliberada sobre la historicidad del indio: al contrario, esa moda sería una insistencia desde el presente sobre algo que la historia no puede dar cuenta. En definitiva, lo que queremos resaltar es que la escena de una conquista del indio no aparece en ninguna de las performances con las cuales el estado forja el habitus nacional (Elias; Blázquez). Esta sería una de las fuentes de las visiones divergentes sobre la corrida de los “indios” en la celebración de San Esteban.

En torno de estas visiones, Antonio Martínez, delegado de la Asociación Indígena de la República Argentina (AIRA) en Santia-go del Estero, indígena diaguita de la zona calchaquí, e impulsor de la recuperación de las lenguas y del sentido de “pertenencia” in-dígena en Santiago, describe así la situación:

Hay muchas comunidades indígenas en Santiago. Pero están dispersas . . . yo conozco bien el sistema: una casita

aquí, quien sabe una casita allá . . . [Pero] anduvimos trabajando y traba-jando . . . y fuimos descubriendo que no existe más otra cosa que el miedo en ellos para poder identificarse como indígenas, el miedo fundamental. Ese miedo adentro de ellos (cit. en Grosso 78-79).

El miedo, dice Martínez, sería el principal motor de la negación. La “santiagueñidad” como atributo provincial habría pasado a reemplazar las identidades históricas de los pueblos de indios que circulaban entre Catamarca, Córdoba, Santiago y Chaco.24 No obstante, en palabras de Martínez:

. . . [c]omo yo a veces he dicho en algunos medios de televisión, medios periodísticos, Santiago del Estero es la provincia que más indígenas tiene. Que más tuvo y aún sigue teniendo. Si no, miremos los rostros, miremos de quien camina por la calle. A ver si… ¿qué resultados podemos sacar? ¿Qué podemos sacar de ellos? (cit. en Grosso 81).

En tiempos de las políticas de identidad, esta visión estaría cambiando en varios espacios de la Argentina, y los pueblos “originarios” encontrarían tomas claras de posición, constituciones políticas de comunidades específicas, reivindicaciones territoriales, exigencias jurídicas y reclamos de recono-cimiento legal y político. Estos procesos tienen su correlato en políticas culturales oficiales por las cuales el estado-nación in-tenta extender su soberanía “reconociendo” la pluralidad identitaria. Stricto sensu, es ésta la moda de la que hablaba el guía del Museo Nacional de Historia. Aunque significativos, son procesos recientes, territorialmente localizables que exponen formaciones regionales de identidad y alteridad.25 En

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cambio, la fuerza que tiene aún la produc-ción ideológica de discurso histórico sobre el horizonte neutro de la Argentina (y desde aquí hablaría Ramiro Abrate) naturalizó la ausencia de la escena de conquista en el grueso de la población argentina, no sólo la de los segmentos que habitan aquel sujeto territorial de la nación (la pampa gringa y sus concentraciones urbanas). Lo hizo al me-nos de dos formas: o bien el indio es ajeno a nuestra identidad, o bien es una figura atávica, fijada en su diferencia, intercambi-able en cualquier juego de representaciones: se te despertó el indio, corre como indio, tra-baja como indio. El sujeto-suplemento es una forma de adjetivación que cualquiera puede habitar-representar porque parece no tener especificidad: si “un” indio no existe / cualquiera puede ser “el” indio.

En la celebración a San Esteban, y específicamente en la corrida de “indios,” el indio está presente como promesante, como cualquiera de los fieles (sea hombre o mujer, joven, niño o viejo) que cumple ese rol en una figura de mímesis ritualmente establecida (corre, simplemente eso, no hay vestimenta peculiar ni acto ilocucionario que vincule al rol: se es indio porque se corre y se es perseguido). Para los lugareños es una figura, pero no tiene anclaje histó-rico preciso. La figura hiperreal sólo existe sustraída de la historia, y puede ser ocupada sin necesidad de precisar un lugar de enun-ciación. Stricto sensu, cualquier persona devota de San Esteban puede ocupar el lugar del indio si corre de Sumamao a Coropampa cumpliendo promesa, solicitando un favor o agradeciendo algún don recibido del Santo. En la historia reciente de Latinoamérica, como sabemos, el indígena aparece como una figura de reclamo histórico, forjada so-bre un complejo de atributos que habilitan la representación: en México, Perú, Guate-mala, Bolivia, no cualquiera tiene el derecho

de nombrarse indio (Briones). En Sumamao, Santiago del Estero, Argentina, podríamos decir que sí. Y esto tiene relación, creemos, con la inexistencia de esa escena de conquis-ta que fijaría la posibilidad de re-conocer la historia de la violencia fundadora tanto del estado colonial como del estado-nación y la particularidad de un sujeto “indio” en y de la historia.

Cada 26 de diciembre, el indio aparece como un sintagma de lo que llamaríamos una heráldica regional:26 un conjunto atá-vico de blasones, sustraído—gracias a la fuerza de las performances nacionales—de la historia de violencia y expoliación que la produce. Citamos aquí a Orestes Di Lullo y su visión impresionista sobre quienes par-ticipaban de esta “fiesta religiosa”:

¿De dónde han surgido estos campesinos, solemnes, tiesos, graves, que visten la mejor ropa, y sobre ella el polvo de los caminantes? ¿Dónde estaban estos hombres y estas mu-jeres? ¿Quién les mandó que salieran de sus chozas arrastrando a la familia y sufriendo las penurias del viaje? Y a esos que se alistan para la ‘carrera de los indios’, y que han de recorrer a pie desnudo la distancia fijada, y que han de castigarse con la rama espinosa, y que han de ser sajados en las venas al término de la carrera, ¿quién les obliga? (La Razón 146).

Podemos pensar también en la “ausencia” del “indio” en el debate sobre el quichua santiagueño. Hablado en áreas de la pro-vincia de Santiago, muestra otra arista: hablar quichua santiagueño (suelen aclarar sus habitantes) no es sinónimo de ser, ni de re-conocer-se como indio.27 Sí serviría para diferenciarse del resto de las regiones ar-gentinas, establecer un corte con la capital del país y con otras provincias, y exhibir,

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otra vez, una heráldica que funda en una fortaleza de pasado la función/identidad del presente: hay expresiones que no existen en la castilla, pero sí en Santiago; esa es la fun-ción central que se le reconoce y reivindica al quichua (Grosso 85-103). Un eslabón de procesos de identificación que juega sus cartas vis-a-vis el ser nacional. Aquí, la heráldica funciona precisamente porque es puro pasado. Cualquiera puede ser indio en Sumamao en la celebración a San Esteban en la primera década del siglo XXI, justamente porque nadie es indio.

El estado-nación fijaría quién y de qué manera se puede “ser” San Martín o Belgrano en un acto escolar. Pero el indio no sería una figura regulada porque no sería un personaje, sino en todo caso código, figura de reemplazo. Por eso quizás, para los lugareños ni la conquista ni la violencia aparecen como representadas en esa escena, tan patente para nosotros. Como dice Gustavo Blázquez, “esta capacidad imitativa se transforma históricamente y, si bien podríamos pensar que ha desaparecido o se debilitó en relación con las sociedades antiguas y “primitivas,” Benjamin sostiene que, por el contrario, su desarrollo se ha potenciado. En la moderni-dad, el Estado monopoliza el uso legítimo de la magia mimética” (Blázquez, en prensa).

Reflexiones finales

Cuando empezamos este trabajo, pensamos que la escena de conquista volvía en la cor-rida de los “indios” a modo de montaje ben-jaminiano, una imagen dialéctica utilizada por los actores para efectuar mediante una performance ritual, conexiones olvidadas, (re)negadas, obliteradas, entre pasado y presente; formas de saltar en el tiempo y de producir con una imagen, la significación de una escena obturada por el discurso históri-

co hegemónico, modos tal vez de posicionar principios subterráneos de conexión de una violencia olvidada (Taussig, “History” 89). También hipotetizamos que, de acuerdo con lo que Rufer analizó en otra ocasión acerca de la exigencia del movimiento indígena argentino de ser incluido en las políticas públicas recientes de memoria, estaríamos ante otro proceso colectivo de uso poético-político del anacronismo (Rufer, La nación 281-304).

Tales conexiones podrían establecerse en—y a partir de—la acción ritualizada, pero sólo se volverían signo a través del re-conocimiento. Sin embargo, en compañía de Turner podríamos retomar también la distinción de Jung entre signo—como expresión abreviada de algo conocido—y símbolo, como la mejor expresión posible de lo relativamente desconocido y que, no obstante, se reconoce o postula como exis-tente (Jung, 1949 apud Turner 29)

La ausencia de un relato de conquista en los actores involucrados motoriza este texto. No habría reconocimiento de la vincu-lación indio/jinete/conquista. Una ausencia, por supuesto, saturada de discurso estatal, performances patrióticas y habitus nacional. Esa ausencia estaría también saturada de procesos de reemplazo: no se expulsaría al indio, ni se lo silenciaría. Se lo nombraría recurrentemente: el estado, el lugareño, el promesante. Se lo representa. Lo que se ob-turaría es su procedencia, el acontecimiento que lo produjo.

Quizás la corrida de “indios” en las celebraciones de San Esteban Chico tenga un potencial desestabilizador. En una per-formance reiterada sin mayor explicación, “la repetición” renovada de un cuadro innombrable de la historia (la conquista) regresaría como acción ritual: sin destinata-rio, sin intención explícita, planteando una interpelación que no podría borrarse, pero

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tampoco responderse enteramente. Tal vez, una fisura que pueda contribuir a alterar escrituras históricas, y evitar su cancelación.

Notas1 Lugones ha acompañado la celebración de

San Esteban Chico en los años 2001, 2004, 2005, 2007, 2008 y 2010, en ésta última junto a Rufer.

2 Recordamos aquí la advertencia de Taussig respecto de que “en un acceso sentimental, po-dremos querer murmurar cosas entusiastas y va-lientes sobre la ‘resistencia’ y demás, enfatizando la fragilidad de tales voces contra-hegemónicas y de significantes portadores de alas enormes, listos para volar. En tanto, ese tipo de respuesta se destina más a nosotros que a aquellas voces. Somos nosotros los que obtenemos coraje gracias a aquella confluencia de fuerza y fragilidad, la fuerza en la fragilidad dada a los débiles y a los derrotados, inscripta de vez en cuando en los íco-nos milagrosos y también en los chamanes mila-grosos.” (Xamanism 205). Esta afirmación remite a una imagen de San Miguel, también pequeña y de madera, de la que tomó conocimiento en Mocoa, en el departamento colombiano de Pu-tumayo. Era notable porque no portaba espada ni estaba ataviado con las armaduras romanas, ni pisoteaba al demonio, sino que era un querubín con sus ojos y brazos apuntando hacia arriba, y con inmensas alas.

3 La distancia recorrida entre el Santuario de Maco, localidad cercana a la ciudad de Santiago del Estero, capital de la provincia homónima, y el poblado de Sumamao es de aproximadamente 35 km. En el año 2010 se volvió pasando por Villa Silípica donde el Santo tiene “casa,” y el durante el día y la noche del 29 de diciembre permaneció en Manogasta en el terreno de una familia que lo había pedido así a Doña Horten-sia—matriarca de la familia “dueña” del Santo. En ambas procesiones, el Santo es llevado en andas, escoltado por fieles portando en el cuerpo banderas rojas y amarillas, cintas, o ropas con los colores de San Esteban, muchos con bombos que van repicando una música que se repite una y otra vez, y cuya melodía que se acompaña con

acordeones. Se recorren para ir y volver a Maco caminos interiores de tierra o enripiados en una zona rural próxima a la ciudad capital, y no los asfaltados principales. Ni las procesiones ni las performances rituales que las acompañan serán tratadas en esta ocasión, tampoco otras acciones rituales como las “vivas” o las performances de los “alférez” cada 26 de diciembre.

4 Traemos a colación a Di Lullo quien debe ser considerado dentro de una constelación de autores, entre los que se cuenta Canal Feijoo, también citado en este texto, ambos precedidos por la obra de Ricardo Rojas “El país de la selva” (1907), cuyo influjo en Santiago del Estero ha sido profundo y perdurable. Beatriz Ocampo, en su estudio sobre el discurso culturalista de estos intelectuales santiagueños, plantea que la divisoria de aguas dentro de los estudios sobre el folklore se delimita en torno al papel atribuido al indio en la conformación de la cultura argen-tina. Ocampo propone una partición entre los autores centrados en la aportación hispánica, vinculados a la iglesia católica, y los que hacían hincapié en la aportación indígena, ligados al ideario ilustrado y liberal. Entre las referencias más relevantes de ambas posiciones estarían Di Lullo, para la primera; y Ricardo Rojas y Bernar-do Canal Feijoo, en la segunda (Ocampo 186). En otra línea, Judith Faberman sostiene que al menos tres cuestiones presentes tanto en Canal Feijoo cuanto en Di Lullo remiten a Rojas: una, la procura de los orígenes de la cultura folklórica santiagueña en la sociedad colonial; la segunda, la asignación al paisaje de un papel clave en la conformación de la sensibilidad e imaginación popular locales; y por último, la que consideraba que la marca identitaria radicaba originariamente en el folklore, patrimonio ancestral donde los componentes indígenas, hispánicos y mestizos se articulaban en diversa medida (Faberman 72-73). La autora señala también las divergencias políti-cas y de enfoques historiográficos entre ambos, así como su concepción del folklore; y afirma: “sin embargo, sería injusto oponer sin más el tradicionalismo hispanófilo y católico de Di Lullo a la ‘personalidad cosmopolita y moderna’ que, acordamos con Gorelik, buscaba encarnar Canal Feijoo” (Faberman 80).

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5 Una descripción de los festejos a partir de observaciones realizadas en la década de 1990 puede encontrarse en Grosso (207-12)

6 Para ilustrar la presencia estatal en esta celebración, apuntamos que a lo largo de esta última década los caminos han experimentado mejoras realizadas por el gobierno provincial de Santiago del Estero, que ha dispuesto cartelería vial indicando la ruta que debe tomarse. Así también, los 10 kilómetros del camino de tierra que separan la ruta nacional 9 Norte (que une la ciudad de Buenos Aires con la Quiaca en el extremo norte de Argentina) de Sumamao, otrora prácticamente intransitable por autos y ómnibus que trasladaban a los “promesantes a cumplir,” fueron enripiados por la Dirección de Vialidad provincial, a fin de facilitar el acceso vehicular de los fieles de San Esteban. La presencia de la administración estatal se materializa, además, por los camiones tanque que llevan agua potable y pertenecen a las dependencias de la agencia de Obras Sanitarias del gobierno de la provincia, por las ambulancias de emergencias dependientes del Ministerio de Salud provincial, y por la presencia de agentes policiales que crece anualmente.

7 En diciembre del año 2001 Lugones conversó por primera vez con Don Navarro, un hombre nacido y criado en Coropampa, punto de inflexión de la carrera de los promesantes y paraje a pocos kilómetros de Sumamao ya sobre las barrancas del Río Dulce. En todas las celebraciones del 26 de diciembre que Lugones acompañara, Navarro estaba de pie en una de las puertas del camerino de San Esteban orde-nando el paso de los fieles de toda edad que a lo largo del día hacen fila para entrar a verlo, rezar frente al Santo, expresar su devoción y cariño, tocarlo, dejarle una estampita, pedirle un favor, agradecerle alguna promesa conce-dida o realizarle determinado pedido. Este hombre de unos 60 años participa desde niño de las celebraciones y es allegado a la familia Juarez. Presenció las performances rituales desde hace décadas y la “corrida de los indios” no mereció su interpretación en ninguna de las conversaciones mantenidas con él .

8 Cuando los “indios” llegan a Sumamao después de pasar por las “capillas” el día 26 a la

tarde, se funden entre “vivas” en festejos regados de alcohol que se extienden hasta pasada la me-dianoche. Estudiosos de las fiestas populares de Santiago califican como “orgiástica” y “pagana” a esa dimensión, entendiendo que sería el más llano del “tiempo de la fiesta” que relaja los rituales ceremoniales localizados (Gramajo de Martínez Moreno). En esos momentos, ya no se distinguen “indios”, promesantes, jinetes, alféreces o “dueños del Santo.”

9 En palabras de Alain Rouquié, “El crisol nacional [argentino] produjo una homogenei-zación social y cultural que no encuentra igual en las Américas. Salvo casos numéricamente poco importantes, la Argentina no conoció como el Brasil vigorosas colonias extranjeras defendiendo sus lenguas y sus tradiciones di-fíciles de asimilar. Y es mucho más frecuente que los argentinos de la primera generación hayan olvidado la lengua de los progenitores” (Cit. en Segato, “Una vocación” 245).

10 Utilizamos la expresión “se acabaron” entrecomillada haciendo alusión a una fórmula del pensador David Viñas: “desde temprano, en el discurso político de Argentina el otro es una es-pecie de recurso o ser natural: pareciera que no es exterminado ni asesinado ni violentado: se acaba, desaparece” (Viñas, cursivas nuestras). En términos históricos, la “Conquista del Desierto” es el nom-bre con el que se conocen una serie de campañas militares llevadas a cabo desde el siglo XVIII pero más enfáticamente por el estado argentino naciente en 1860 (y más sistemáticamente desde 1877), contra la población indígena que tenía dominio de todo el territorio que se ubicaba al sur de Buenos Aires, sur de Córdoba y Cuyo (o sea, de toda la región conocida comúnmente como Patagonia Oriental). La denominación “desierto” recuerda las viejas prácticas coloniales de derecho natural sobre la “terra nullius” (tierra de nadie) que en realidad estaban históricamente habitadas. La etapa culminante de las campañas se llevó a cabo durante 1879 y principios de 1880, bajo el mando del general Julio A. Roca (luego el “presidente modernizador” entre 1880 y 1886), y bajo el amparo de la ley No. 947 sancionada en octubre 1867, que proveía presupuesto del estado para conducir la frontera al sur de los ríos Negro

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y Neuquén. En esa época el exterminio fue brutal. Esta “conquista” se considera en la historiografía liberal, el épitome de la consolidación del estado nacional moderno argentino. Además, hay que recalcar la existencia de un proceso de la larga duración de batallas, negociaciones y pactos entre el gobierno nacional y los pueblos indígenas en diferentes zonas del territorio. (Cf., entre otros, Rustan; Mandrini y Ortelli.)

11 Vale recordar en este punto las declara-ciones del presidente de la Academia Nacional de la Historia y Director del Museo Nacional de Historia, José Luis Cresto sobre que el genocidio indígena en Argentina era un mito. Estas decla-raciones se hicieron en el periódico La Nación el 23 de noviembre de 2004, en una nota llamada “Roca y el mito del genocidio” que creó un debate público (Cf. Rufer, La nación 278-79). Cresto aludía a viejos argumentos: terra nullius, “las tierras no estaban pobladas”, pueblos sin civilización: “los indígenas eran nómadas y ocu-paban intermitentemente el territorio,” primacía territorial: “la ocupación indígena fue posterior a la entrada española en tierra americana.” Poco tiempo después Cresto fue removido de ambos cargos (que dependen directamente de Presiden-cia de la Nación).

12 Hacemos esta calificación porque consi-deramos imperioso distinguir el discurso histo-riográfico disciplinar y profesional, del complejo pedagógico-performativo sobre la nación y sus historias en libros de textos escolares, escritos literarios, actos escolares, ceremonias rituales de identidad (como las celebradas por sectores ligados al turismo) que contribuyen a forjar-fijar otros sintagmas sobre “nuestro pasado,” en mu-chas ocasiones contradictorios entre sí.

13 Eduardo, promesante. Oriundo de San-tiago del Estero capital. Hace más de 30 años, dice, que no se pierde una celebración del santo.

14 Esta denominación era empleada por una mujer ya mayor y “prometida” (vestida con el hábito de San Esteban, rojo y amarillo oro) que le decía a otra promesante: “nosotros hemos sido siempre estebaninos. Es una cuestión ya… ya familiar digamos.”

15 En otras performances de la celebración, que se realizaron como otros años en un terreno

contiguo al tinglado que contiene al camarín del santo, sí participaron hombres a caballo.

16 Agradecemos la recomendación del an-tropólogo Gustavo Blázquez que nos iluminó en este punto. Obsesionados por la interpretación de esa “ausencia,” los autores no reparábamos en nuestros propios condicionamientos de lectura.

17 Quizás una reedición no muy lejana de las actas judiciales labradas con ocasión a las huidas y secuestros de mujeres en los antiguos pueblos de indios de Santiago del Estero y norte de Córdoba. Sobre un panorama general, ver Castro Olañeta.

18 Una explicación para las dos prácticas que escucháramos por parte de un médico santiague-ño es que procurarían hacer sangrar en las piernas al corredor para evitar una suba de tensión arterial dado el esfuerzo que se debe realizar corriendo en días de calores memorables.

19 Para pensar en estampas retomamos el análisis de Agamben sobre el “traslado” de una imagen desde un soporte a un espacio nuevo. Como reproducción/traslado, la estampa fija un signo invertido y analógico en un nuevo lugar. Así, es una marca de otro tiempo y a su vez, como tropo de raíz religiosa, tiene valor sagrado: algo que se extrae de la historia-experiencia y de los usos cotidianos (profanos) para ponerlo en el espacio trascendente que además, es incuestiona-ble. Cuestionar la estampa es profanar. En ciertos usos, la historia funciona como relato-estampa: se eleva la gesta fundacional y el relato de los orígenes al ámbito sagrado de la estampa ina-movible, iterativa, repetida, familiarizada, dogma apolítico venerable, como la nación (Agamben 98-99). Trabajamos el tema más ampliamente con respecto a la conmemoración y la historia argentina en Rufer (en prensa).

20 Esta dupla pedagógico-performativa que aparece a lo largo del texto se debe a la distinción que establece Homi Bhabha. Para él, la dimen-sión pedagógica de la nación está centrada en una temporalidad de acumulación continuada y sedimentada de un tipo de identificación, narrada en artefactos diversos. Al contrario, la dimensión performativa juega con el tiempo irruptor e ite-rativo de “lo que emerge” como pueblo, lo que acontece como nación en el momento mismo

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de la identificación nombrada y asequible. Estas dos dimensiones son contradictorias y a la vez indisolubles para la presentación de la nación “a sí misma.” Es una de las aporías que la constituyen. “En la producción de la nación como narración hay una escisión entre la temporalidad continuis-ta, acumulativa, de lo pedagógico, y la estrategia repetitiva, recursiva, de lo performativo . . . Las fronteras de la nación se enfrentan constante-mente con una doble temporalidad: el proceso de identidad constituido por la sedimentación histórica (lo pedagógico), y la pérdida de identi-dad en el proceso significante de la identificación cultural (lo performativo)” (Bhabha 189).

21 Nuevamente, las “Invasiones Inglesas” figuran como una estampa en la pedagogía de las escuelas primarias que se reproduce en tea-trinos, revistas escolares y tareas de educación plástica. Se trata de la escena por la cual, ante la desidia del virrey español, los “heroicos” criollos se defienden de los invasores ingleses llegados en bergantines al puerto comercial de Buenos Aires, arrojándoles piedras y aceite hirviendo desde los techos de las casas.

22 Museo Nacional de Historia, Parque Leza-ma, Buenos Aires. Entrevista con Ramiro Abrate.

23 Debemos advertir que en el momento de la visita de Rufer al Museo Nacional de Historia en Buenos Aires, José Luis Cresto (ya referido sobre sus declaraciones públicas en torno a la Conquis-ta del Desierto) éste era su director, además de Presidente de la Academia Nacional de Historia. Al año siguiente, en 2006, el gobierno de Néstor Kirchner se vio obligado a tomar decisiones con respecto a la imagen del pasado nacional (que estuvieran más acordes a sus políticas oficiales de memoria) y removió de su cargo a Cresto; el museo quedó (hasta este momento) bajo la conducción de José Pérez Gollán, un reconocido arqueólogo que debió exiliarse en los años de la dictadura militar. Este recambio significó un cambio rotundo en la concepción del Museo Nacional. Pérez Gollan había sido director del Museo Etnográfico “Juan Ambrosetti” de la Uni-versidad de Buenos Aires. A partir de su gestión, la curaduría del Museo Nacional se transformó y también el lugar del “indio” en esta proyección.

24 Rodolfo Legname, arquitecto de profesión

y dedicado a cuestiones de patrimonio histórico de la provincia, trabaja sobre esta obsesión respec-to de la “santiagueñidad,” donde operarían como “elementos unificadores” la identidad religiosa y lo que él enuncia en términos de “... conciencia del localismo: todos son “santiagueños”, se sien-ten santiagueños, borrada toda otra identidad diferenciadora” (Legname).

25 Una constelación de estudios de cuño an-tropológico abordan diferentes procesos en torno a la (re)emergencia de las identidades indígenas en diferentes regiones de Argentina, entre ellos, Briones y Delrio, para el contexto pampeano y patagónico; Carrasco, para la situación en la provincia de Salta; Lázzari, respecto del movi-miento indígena en La Pampa; Escolar, acerca de las identidades huarpes en la zona cuyana; Kropff, sobre el activismo mapuche en Argentina; Chocobare, sobre las comunidades ranqueles en la provincia de San Luis.

26 Véase el concepto de heráldica en Segato, (“Una vocación”).

27 Sobre las polémicas diversas acerca del origen del quichua en la región (que giran en torno a la reivindicación del origen prehispánico o a la tesis del origen colonial de su habla en la zona del noroeste) véase Grosso 103-14.

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