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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular! 1 Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2012 GMM

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Poesía de la lndependencia. Ospina William. Biblioteca Emancipación Obrera. Guillermo Molina Miranda.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

1

Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2012

GMM

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

2 © Libro No. 362. Poesía de la lndependencia. Ospina William. Colección Emancipación Obrera. Diciembre 22 de 2012.

Título original: © Poesía de la Independencia. William Ospina Versión Original: Poesía de la Independencia. William Ospina Circulación conocimiento libre, Diseño y edición digital de Versión original de textos: http://www.ellibrototal.com/ltotal/ Licencia Creative Commons: Autoría-atribución: Respetar la autoría del texto y el nombre de los autores No comercial: No se puede utilizar este trabajo con fines comerciales No derivados: No se puede alterar, modificar o reconstruir este texto.

Portada e Ilustración E.O. de Imagen: http://www.ellibrototal.com/ltotal/

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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William Ospina

William Ospina, (Padua, Tolima, 1954). Poeta, ensayista y

traductor. Fue redactor del Suplemento Estravagario del diario El Pueblo en Cali. Creativo de publicidad, estudió literatura francesa en Nanterre, Francia y fue coeditor de la edición dominical del diario La Prensa de Bogotá. Obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Aurelio Arturo en la Universidad de Nariño y ha sido jurado de los más sobresalientes concursos de ensayo y poesía, entre ellos del Premio Nacional de Poesía, Universidad de Antioquia. Poemas suyos aparecen igualmente en las más consagradas revistas.

Colcultura publicó su primer libro de poemas bajo el título de "Hilo de arena" en 1986 y su segundo volumen, "La luna del dragón", fue editado en la colección La Cierva Blanca del Instituto Distrital de Cultura en 1991. Dentro del "Panorama de la nueva poesía colombiana", Santiago Mutis incluye en su antología algunos de sus textos y Darío Jaramillo en el libro "Sentimentario". Ensayos suyos aparecen en destacadas publicaciones nacionales y extranjeras. Su libro "Aurelio Arturo", apareció en 1991 en la colección Clásicos Colombianos de Procultura. Escribió para la

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

4 "Historia de la poesía colombiana" de la Casa de Poesía Silva, en 1991, puntuales y amplios ensayos sobre Poesía indígena de la conquista, de

la colonia y de la independencia.

En 1992 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Colcultura en literatura con "El país del viento". Ha publicado igualmente "Es tarde para el hombre", 1994, "Esos extraños prófugos de occidente", donde recorre las lecciones de vida y de muerte dejadas por Rimbaud, Whitman, Emily Dickinson, Lord Byron, Faulkner o Hölderlin; "¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua?" y "Un álgebra embrujada", mezcla de autores y libros comentados en 1996. Tradujo "Tres cuentos de Flaubert" y "Veinte sonetos de William Shakespeare". Otros libros suyos son "Dónde

está la franja amarilla", 1997; "Las auroras de sangre", 1999. Sus últimos ensayos publicados en el año 2001 son "América mestiza" y "Los nuevos centros de la esfera".

En general en su obra, aborda la problemática del país con un gran compromiso político y social. Sus poemas tienen base histórica, con gran ritmo y amplio léxico, abundando en los monólogos dramáticos. Obtuvo el Premio Rómulo Gallegos en 2009 por su novela "El país de la canela".

http://www.casadepoesiasilva.com/williamospina.htm

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Poesía de la Independencia William Ospina

POESÍA DE LA INDEPENDENCIA

WILLIAM OSPINA

.

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Dirección y responsabilidad del proyecto:

Fundación el Libro Total

Diseño, diagramación y corrección: (Sic) Editorial

Poesía de la Independencia

William Ospina

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La Fundación El Libro Total y (Sic) Editorial,

son proyectos de responsabilidad social e intelectual de la firma

Sistemas y Computadores S.A.

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Poesía de la Independencia

William Ospina

POESÍA DE LA INDEPENDENCIA

En la segunda mitad del siglo xviii llegó a nuestro territorio la modernidad, en la persona del sabio español José Celestino Mutis. Como hemos visto, mientras Europa pasaba, mediante el Renacimiento, la Ilustración y el racionalismo, a una edad distinta, nuestra cultura permanecía en la Edad Media, viviendo de unas explicaciones del Universo a un tiempo pueriles y peligrosas, y hundida en un humo de superstición que aún no se ha despejado

del todo. Aquel hombre, recién graduado de la Universidad de Sevilla, y que venía a la Nueva Granada como médico del virrey Pedro Messía de la Cerda, significó de algún modo el comienzo del amanecer intelectual en estas provincias.

Las verdades que traía no eran nuevas en el mundo, pero aquí resultaban escandalosas. América había sido descubierta gracias

a las audacias del Renacimiento, pero casi

trescientos años después, le costó a Mutismucho esfuerzo convencer a las gentes de que la tierra giraba sobre su eje y alrededor del Sol, y que era un planeta más del sistema solar. Así lo refiere Francisco José de Caldas, uno de sus más destacados discípulos, en la nota que escribió a la muerte de su sabio maestro. Mutis trajo aquí el pensamiento, la ciencia, la filosofía, el método, la disciplina intelectual. Tuvo que demostrar la importancia de la química, de las matemáticas, de la botánica; dictó cursos exponiendo el sistema de Copérnico, la clasificación de Linneo, la cosmología de Newton. «Astronomía, matemáticas, ciencias naturales, medicina. De las cuatro fue maestro. Con las

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9 cuatro educó una élite inquieta un día, y después dinámica. De todas fue pionero en nuestro medio». Con Mutis se emprendió la

Expedición Botánica, aquel esfuerzo, el primero realmente sistemático, por reconocer nuestra naturaleza, su diversidad y sus revelaciones. Pese al ambiente de según el cual entender las cosas podría alejarnos de Dios, y, sobre todo, de la Iglesia, Mutis estaba buscando, como sus inspiradores -Isaac Newton, Herman Boerhaave y Carl von Linneo- las leyes de la naturaleza a partir de ella misma, y cuando muy a comienzos del siglo XIX el barón Alexander von Humboldt pasó por Santafé, buscando incansablemente las pruebas de que el universo era un kosmos, un orden vivo de infinitas cosas interdependientes, se asombró de encontrar una colección de botánica como no la había visto en

Europa: el trabajo había sido notable.

Alrededor de Mutis se formó la generación de brillantes intelectuales que unas décadas más tarde protagonizaría los grandes hechos de la Independencia. Pero aquella nueva atmósfera intelectual apenas se reflejó en la poesía. Al recorrer los momentos más destacados de nuestra historia literaria hemos visto que el curioso destino de los poetas de esta tierra consistió en ir cerrando gradualmente sus ojos a la realidad que los rodeaba, en irse encerrando en un universo simbólico y a menudo fantástico. Los criollos se reconocían cada vez menos en las instituciones del imperio español: es muy posible que tampoco se

reconocieran ya en la lengua española.

Esta había sido hábil para narrar y cantar los furores de la Conquista, había servido para la retorcida y compleja aventura del retablo barroco de Domínguez Camargo, se había sometido a los ya fatigados retruécanos de Velasco y Zorrilla, había acompañado las agonías y los éxtasis de la madre Castillo, porque todas esas obras formaban parte de una aventura vigorosa: la de la cultura de España trasladándose a otro mundo, conquistando, como se

ha dicho antes, su perfil planetario. Pero ahora España declinaba;

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10 la ahogaban sus carencias internas, su contrarreforma, sus propios galeones, los cañones ingleses, su falta de industria, ese estorboso

vecino que avanzaba hacia la Revolución, las insostenibles colonias. Era como un inmenso navio decrépito que se obstinara

aún en ser dueño del mar.

Numerosos esfuerzos de entonces fructificaron en la Independencia. ¿Pero esa independencia política no suponía también una independencia cultural? Acaso también nuestra poesía necesitaba independizarse. Pero hay que sentir demasiado una lengua para poder crear libremente en ella; hay que ser esa lengua, y los hombres de nuestra independencia no estaban en posesión de una lengua propia. No querían ser españoles, pero hasta eso tenían que decirlo en español. Habrían tenido que escribir versos como los de Léopold Sédar Senghor, aquel poeta

senegalés:

Sienten ustedes este sufrimiento

y esta desesperación que no tiene igual,

de domesticar con palabras de Francia

este corazón que me dio el Senegal?.

Pero ni siquiera eso salió de sus labios. Se gastaron tratando de reemplazar con poses e ingenio la expresión trágica de aquellos años gloriosos. Había un abismo entre la realidad y el lenguaje y por lo pronto ese abismo no tendería a cerrarse sino a crecer, hasta que los criollos encontraran, no otra lengua, lo cual era impensable, pero sí una manera propia de vivir la lengua castellana. Esa independencia tardaría mucho en llegar, esa

independencia no consistiría en renunciar a la lengua, sino en

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11 apropiarnos de ella y hacerla nuestra, en convertirla en una lengua americana. Mucho había avanzado Juan de Castellanos por ese

camino, pero ya sabemos que un gran velo había cubierto aquellas cosas. Todo había sido tan atroz que era como si nuestros pueblos, tratando de borrarlo, estuvieran dispuestos a renunciar a su propio pasado, a la memoria de la Conquista y de los orígenes. Y así empezamos a vivir en un mundo irreal, en un mundo donde el lenguaje no se parecía a la realidad, pero se suponía la verdadera realidad. A fines del siglo XIX, nuestros bosques verbales todavía estaban llenos de ruiseñores, los jardines llenos de mármoles versallescos, los discursos de los políticos parecían transcurrir en la Roma de Cicerón, y las obras completas de José María Vargas Vila fueron la combustión última de aquella desdicha, un lenguaje hecho ya sólo de fantasmas y de hipérboles, una desesperada impostura flotando sobre la realidad como un

espejismo.

Desde los comienzos de la Expedición Botánica y de las tertulias literarias (la de Antonio Nariño, la "Eutropélica" del periodista,

versificador y bibliotecario Manuel del Socorro Rodríguez, la del

"Buen Gusto" de Manuela Santamaría de Manrique), los intelectuales y poetas ejercitaron su destreza y su ingenio en incontables estrofas, décimas y obras menores, en versos de ocasión de los que no logramos extraer muchas cosas

memorables, pero en los que no dejarán de encontrarse precisiones sobre la vida de aquellos tiempos: sus fiestas, escándalos locales, celebraciones religiosas, paseos, líos jurídicos,

y el sordo y creciente acumularse de la inconformidad social.

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Poesía de la Independencia

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FRANCISCO ANTONIO VÉLEZ LADRÓN DE GUEVARA

En este sentido, el último poeta de la Colonia, Francisco Antonio Vélez Ladrón de Guevara, es de alguna manera el primero de la Independencia. En ninguno de los dos papeles es muy admirable, a pesar de su habilidad verbal y su ingenio, porque complejos factores impedían el florecimiento de una gran poesía en aquellos tiempos de desconcierto espiritual; pero Vélez le puso un poco de música al lenguaje y un poco de gracia al discurso, y distrajo de

un modo a veces riguroso, a veces frivolo, la agonía de una época

de nuestra historia.

Había nacido en Santafé en 1721, o sea que debió comenzar a escribir versos por los tiempos en que moría en Tunja la madre Castillo, y en que el almirante Vernon sitiaba Cartagena. Fue el poeta social de la corte virreinal, que sin un decidido tono propio, y muy en el espíritu de cierta fácil versificación española, toma recursos de poetas clásicos: hace travesuras quevedianas, imita el Romancero, busca el ingenio de Lope, hace versos galantes,

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13 satiriza, y teje enredos humorísticos. Uno de sus romances está dirigido "A un viejo que se confirmó de más de noventa años de edad",

otro "A un Señor Fiscal que se oponía al pago de un sueldo concedido por el Rey", y unas décimas "Al señor don Andrés Verdugo, decano de esta Real Audiencia, en favor de un reo condenado a diez años de presidio en Cartagena por tres días de vida que quitó a una vieja". Así resume María Teresa Cristina el surtido verbal (llamémoslo así) de Vélez Ladrón de Guevara: «Entre juegos de luces y de colores, floridos fascistoles, flores, primavera, juegos de palabras, acrósticos, paronomasias, ingeniosidades pueriles, una extraordinaria abundancia de nombres mitológicos y de lugares exóticos con los que pretende maravillar, su meliflua voz canta a veces con elegancia a la belleza de la dama santafereña, a la gracia de sus gestos, de su mano, a

la hermosura de su rostro».

Es un poeta que no escribe para lectores, sino que escribe siempre para "el público", esa condescendiente y sufrida abstracción. Con todo, a veces sus versos de ocasión toman aliento, como en su romance al salto del Tequendama, que se propone ser la descripción de un paseo «con varias madamas» y que se ahonda en resonancias verbales y ecos de Góngora:

[...]

pues es aquel bello monstruo

aquel sonoro prodigio,

aquel músico de nieve,

aquel dragón de granizo,

que con su horrendo murmullo

puso silencio, del Nilo

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14 a las altas cataratas

y apaciguó sus bramidos.

Y siguiendo, alcanza incluso una inesperada plenitud en la descripción, una fuerza que paradójicamente nuestra poesía épica

casi nunca logró:

Pero ya que en Tequendama

halla muros y obeliscos,

mira trincheras de cedros,

de robles fuertes castillos,

reprime un tanto sus aguas

por hacer de ellas cuchillo;

y soltando su represa

con un horror vengativo,

rompe montes, barre piedras,

dobla cedros, parte encinos,

y, dejándose caer,

no dándose por vencido,

sí despreciando lo débil

del sojuzgado enemigo,

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

15 se precipita en espumas

yendo de rabia encendido,

y desprendido en aljófar

desde tantos montes fríos,

estrella su ardiente enojo

en los profundos abismos,

revolviendo en densas nieblas

sus aguas, con su estallido.

Y a veces, en medio de esas abundantes composiciones que registran tantas minucias posibles, se filtra también el testimonio de esa inconformidad creciente de los criollos, aun siendo nobles como en su caso, ante los españoles que discriminan incluso a quienes participan de la corte virreinal:

Ya que no ha bastado su orden

real, ni bastan mis escritos,

ni bastan mis alegatos,

mis lamentos y gemidos,

ni mis méritos se atienden

ni aprovechan mis servicios.

Por qué a todos aprovecha

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

16 el haber nobles nacido,

y a mí sólo la nobleza

me ha de servir de perjuicio?

Mas dirán que qué mayor

crimen que el que yo publico,

con ser "Ladrón ", de que estoy

por mi confesión, convicto?

Así, sin darse cuenta siquiera, logra reflejar en sus versos un poco de la temperatura social de aquel tiempo.

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Poesía de la Independencia

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OTROS POETAS

Es preciso mencionar a los otros poetas y versificadores de los tiempos de la Independencia. Ellos fueron: José Ángel Manrique, autor del poema festivo "La Tocaimada"; José María Salazar (Rionegro 1784 - París 1930), ilustre patriota que escribió nuestro primer himno nacional y que no se salvó de ser comparado con Rouget de L'Isle; Juan Manuel García de Tejada, autor de una historia en verso de la revolución colombiana, cuyo manuscrito se perdió en los vórtices de esa misma revolución; José María Grueso («Sombras amables del jazmín silvestre / y de los altos robles corpulentos»); fray José María Valdez y Francisco Antonio Rodríguez. El aristócrata madrileño Pedro Felipe Valencia,

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18 descendiente del primer conde Valencia, repudió su condición de noble, se unió con entusiasmo a la revuelta, y publicó en los diarios

unos encendidos "Diálogos patrióticos". Otros autores fueron Joaquín Monsalve, el sargento Arcos, Lino de Pombo, autor del segundo himno nacional, Miguel Tovar, autor de una celebrada "Oda al 20 de Julio", y Miguel José Montalvo, repentista y mártir, quien escribió la sátira política "Los ratones federados", famosa en

su día.

También fue famoso Francisco Javier Caro, nacido en la isla de León en 1750 y muerto en 1822 en Santafé, quien trabajó en la secretaría del Virreinato, donde nutrió su musa para escribir un texto cuyo título ya es suficientemente expresivo: "Diario de la Secretaría del Virreinato de Santafé de Bogotá. No comprende más que doce días. Pero no importa, que por la uña se conoce al león,

por la jaula al páxaro y por la hebra se saca el ovillo. Año de 1783". Pintó después en décimas a los personajes de la Independencia en su libro Nueva relación y curioso nombre, y se conoce un epistolario suyo dirigido al oidor Jurado y escrito totalmente en verso. Fue uno de los primeros cultores del género que aquí se llamó de "ensaladillas", generalmente romances, décimas y composiciones breves en versos octosílabos, que cundieron por el siglo XIX, versando ante todo sobre temas sociales y políticos; éstos fueron, de algún modo, la única forma de poesía popular cultivada por nuestras clases medias urbanas, que se prolongó hasta los chispeantes certámenes de la Gruta Simbólica bogotana de comienzos de siglo, y que perduraría en publicaciones satíricas como El Alacrán y la

revista Fantoches hasta bien entrado nuestro siglo.

Cabe mencionar a un autor singular, antes de pasar a los dos poetas más destacados del período de la Independencia; se trata del presbítero Juan Antonio de Torres y Peña, predicador de San Diego y cura de Tabio, valeroso enemigo de la emancipación,

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19 quien en su obra "Santafé cautiva" versificó los pormenores de la entrada del tirano Simón Bolívar a la capital de la Nueva Granada:

«mozo / con aspecto feroz y amulatado, / de pelo negro y muy castaño el bozo; / inquieto siempre y muy afeminado, / delgado el

cuerpo y de aire fastidioso, / torpe de lengua, el tono muy

grosero, / y de mirar turbado y altanero».

El mismo Torres había sido uno de los dos miembros del Colegio Constituyente de Cundinamarca que se opusieron, en 1813, a la declaratoria de independencia absoluta propuesta por Antonio Nariño y aprobada por todos los demás. "Santafé cautiva" comienza con una invocación a la Virgen de Chiquinquirá y cumple con todos los requisitos de la epopeya clásica, involucrando en la acción no sólo al tirano Bolívar y a sus huestes, sino a personajes

alegóricos y al ángel tutelar de la ciudad, importante personaje que, desde hace 175 años, se abstiene enfáticamente de aparecer en las obras de los poetas capitalinos.

Poesía de la Independencia

William Ospina

JOSÉ FERNÁNDEZ MADRID,

EL ENEMIGO DE LA BARBARIE

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20 Nacido en Cartagena, en el año en que estalla la revolución Francesa, y muerto en Barnes (Inglaterra) en el año en que muere el Libertador

Bolívar, José Fernández Madrid fue digno del ardiente período de la historia que le tocó en suerte. Había estudiado Ciencias Políticas, Jurisprudencia y Medicina en el Colegio Mayor

de Nuestra Señora del Rosario, lo que equivale a decir que se formó bajo la influencia del sabio Mutis. Vivió en Santafé en la primera década del siglo XIX, la época de mayor efervescencia de las ideas y de la curiosidad intelectual. Eran tiempos en que la apasionada generación que después se alzaría contra España, la que sería destrozada por las balas de los realistas y descuartizada por sus verdugos, discutía en los salones sobre Copérnico y Newton, hablaba de Linneo y de Voltaire, del orden de la naturaleza y del desorden de la sociedad, del rigor de la lógica y de las inquietudes del régimen colonial, de si Dios era anterior a la

naturaleza o si más bien estaba en ella. No había tema de la época que no agitara a aquellos jóvenes formados y exaltados por el ejemplo de Mutis, estimulados por el eco lejano de los estampidos de la revolución, crecidos en la comprobación de la miseria colonial

y rebelados contra la prepotencia de la metrópoli.

Varias obsesiones de la vida de José Fernández Madrid encontrarían eco y desarrollo en sus obras: la igualdad humana, la justicia, el amor, la patria, el orgullo frente al enemigo, la muerte, la lucha contra lo inevitable. No le bastó llegar a la conclusión de

que los nativos americanos eran tan humanos como cualquier invasor: los quiso héroes y mártires de una causa propia, quiso hacer de ellos no un decorado, sino dignos protagonistas del drama de una época.

Sus más importantes obras literarias sonAtala y Guatimoc. La primera, una reelaboración de la obra de Chateaubriand, trata del amor imposible entre dos jóvenes. A pesar de los cambios que Fernández Madrid introdujo en la obra, ésta no pasa de ser una

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21 variación de un tema corriente, y corresponde de un modo cercano a los modelos de la literatura europea.

Guatimoc es algo distinto: es un drama en verso, que cuenta la captura de Cuauhtémoc por los soldados de Hernán Cortés, los esfuerzos de Cortés por lograr que el jefe indígena le revele el lugar donde se encuentra el gran tesoro de los mexicanos, la negativa del héroe, la presión y el chantaje de los españoles, entregados al saqueo y la destrucción de la cultura y las reliquias de los nativos, la utilización de la mujer y el hijo de Guatimoc como instrumentos de presión, bajo la amenaza de horribles torturas, la persistencia heroica del protagonista, y su suplicio en las brasas. La obra no carece de intensidad dramática y, si bien le falta complejidad, logra rastrear con rigor la psicología del príncipe vencido y la altivez empeñada en hacer completa su

caída, en lo que podríamos llamar el orgullo de la derrota perfecta. No sólo se niega a confiar el tesoro a los españoles, evidentemente triunfadores y dueños absolutos de la vida de su pueblo, pretende que lo hace para impedir que se fortalezcan; no sólo acepta su propia muerte, sino aun las de su mujer y su hijo, porque le resulta más importante la lealtad hacia unos principios amenazados, que cualquier bienestar familiar; no sólo acepta la muerte, sino que en algún momento se niega a abreviar el plazo fatal mediante el suicidio, para verse obligado a morir en las

brasas como lo ha ordenado su enemigo.

Tisoc, su aliado y compañero, no ignora que los poderes a los que ellos se sacrifican ya han sido vencidos y profanados; no ignora

que el cielo está vacío, y le dice a su jefe:

Tú eras digno de tiempos menos tristes,

de dioses más propicios que los nuestros;

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22 en vano los invocan sus ministros

con sacrificios y fervientes ruegos;

nuestros dioses inmóviles responden

con ceño adusto y hórrido silencio;

y en sus sagradas casas sólo se oye

tremenda retumbar la voz del trueno.

Tristes gemidos salen de la tierra,

negros fantasmas vagan por el cielo;

la faz del sol, en la mitad del día,

cubren aciagos, sanguinosos velos.

No deja de invocar con reproches a su patria deshecha:

Señora del Anáhuac: ¿dónde se hallan

tus invictos caudillos y guerreros?

¿Quién podrá defenderte? Tus valientes

con heroico furor todos han muerto.

Y ya sólo una misión parece quedarle:

Salvar a Guatimoc es lo que importa;

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23 en nuestro emperador vive el Imperio.

Pero el Imperio ya prefiere morir. Y Tisoc lo acompañará hasta las

brasas.

Al hecho de que Fernández Madrid, mucho antes de las razones de la antropología, haya partido de una tan alta valoración de la cultura indígena, de su dignidad y de su orgullo, debe añadirse el severo juicio que lanza sobre la obra de los conquistadores y de los poderes en que éstos se legitiman:

Guatimoc:

¿Derechos y piedad osáis nombrarme, usurpadores, monstruos

carniceros?

¿Quién os autorizó para invadirnos?

Alderete:

La religión, el Dios del Universo.

La obra tiene momentos de gran tensión dramática, de nobleza y fuerza expresiva. En alguna parte, Guatimoc sostiene, casi como una amenaza, que los cuerpos de los muertos, en su

descomposición, todavía están luchando contra el enemigo:

Complácete en tus víctimas, tirano, / ceba tus ojos en sus cuerpos yertos: / mas témelos aún, que todavía / la causa de su patria

defendiendo, / contra vosotros lanzan el contagio/ y la peste, y la

muerte de sus senos.

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24 Es notable el grado de civilización del autor, por ejemplo cuando censura tácitamente al español por utilizar el bárbaro concepto de

"sangre impura" para aludir a los indígenas (como se sabe, hasta un himno tan aparentemente liberal como La Marsellesa, reclama sin pudor «que una sangre impura / sacie nuestros surcos».

Ecos de las literaturas que el autor frecuentaba brillan de pronto en sus páginas. El belicoso Cortés habla como un guerrero del Walhalla de espadas que iluminan el espacio: «Gozaos, que a la luz de esas espadas/ con que habéis las tinieblas disipado / en que estaba este mundo sumergido/, brilla la pura fe de los cristianos». En otro momento, utiliza el recurso heroico que le habría de dar su mayor fuerza, un siglo después, al famoso "Epitafio para un ejército de mercenarios" del poeta inglés Alfred Edward Housman: la voluntad de luchar y de resistir, aun ya sin el auxilio de

Dios: «Si al dios asolador del extranjero, débiles nuestros dioses se han rendido,/ vosotros no, ni yo, que, a vuestro ejemplo,/ juro guerra sin fin a los tiranos, y venganza mortal y un odio eterno». No otra es la intención y la fuerza del verso de Housman: «Lo que abandonó Dios, lo defendieron ellos». Ese heroísmo humano capaz

de renunciar a toda justificación exterior.

Aun preso en la lógica del orden mental al que combatía, pero lleno de pasión y sincero fervor, José Fernández Madrid no sólo fue«el pionero de nuestras artes dramáticas»: fue un hombre americano en un sentido nuevo, moralmente más audaz e intelectualmente más libre, que creyó en el poder de los grandes ideales, en la dignidad de los pueblos vencidos, en el deber de reprobar la profanación de toda grandeza, y en el derecho de la inteligencia para oponer la justicia a la mera victoria, y para

reivindicar el espíritu creador contra toda barbarie aventurera.

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Poesía de la Independencia

William Ospina

LUIS VARGAS TEJADA

Y EL DESTINO SURAMERICANO

El 13 de junio de 1828, Simón Bolívar, quien recientemente había regresado triunfante de los nuevos países libres del sur y de sus batallas, se declaró investido de poderes omnímodos para gobernar el país. Sus partidarios habían concluido que sólo la dictadura permitiría conjurar el peligro de la guerra civil y enfrentar la crisis externa. Desde ese momento, antiguos amigos y partidarios suyos empezaron a conspirar. Primero quisieron

asesinarlo en el baile de máscaras del 26 de agosto, donde Santander, amigo de los conspiradores, desbarató sus planes. Para el 28 de octubre siguiente, día de san Simón, fraguaron un golpe de Estado en el que se apoderarían de Bolívar, de sus ministros y de otras altas personalidades. Pero el 25 de septiembre uno de los conjurados fue descubierto, y los otros, alarmados, decidieron atacar esa misma noche el palacio presidencial y «matar al

tirano».

Un grupo de ocho conspiradores y doce soldados de artillería se

dirigió allí, mientras que el más exaltado miembro de la

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26 conspiración, Luis Vargas Tejada, un joven de 26 años, después de encender los ánimos con sus discursos, encabezó otro destacamento,

cuya misión era capturar simultáneamente a los altos jefes. Sabemos lo que ocurrió: cómo el Libertador pudo huir, de qué manera fracasó el asalto paralelo, y cómo al otro día Bolívar, aunque quería indultar a los conjurados sin averiguar siquiera sus nombres, se vio obligado a permitir que se cumplieran las leyes. Catorce de los conspiradores fueron fusilados, entre ellos el famoso almirante Padilla, héroe de la batalla del lago de Maracaibo. Muchos otros fueron detenidos, procesados, desterrados o confinados, y dos lograron escapar: Mariano Ospina Rodríguez, quien encontró refugio seguro en Antioquia, y

Luis Vargas Tejada, el joven radical.

Éste estaba convencido de que el poder y el odio de sus enemigos

lo encontrarían donde estuviera, y huyó hacia «una hacienda lejana, situada por los lados de la laguna de Fúquene, donde buscó refugio en la escondida cueva de un bosque». Allí permaneció algún tiempo en estado de extrema pobreza y abandono, y unos meses después, en 1829, encontró oscuramente

la muerte, cuando trataba de cruzar las aguas de un río.

Era tal vez el hombre más brillante de su generación, un destacado intelectual, y un joven erudito. A los 25 años hablaba inglés, italiano, francés y alemán, y había hecho estudios en latín,

griego y hebreo. No era simplemente un político vehemente y un lector insaciable: era el más importante poeta de la nueva república. Había escrito las tragedias Aquimín, Doraminta, Sacresazipa, Sugamuxi y Witikindo; los monólogos Catón en Útica y La madre de Pausanias, obras de intención política, para socavar el prestigio de Bolívar; había traducido el Demetrio de Metastasio y El vero amico de Cario Goldoni; y era el autor del sainete Las convulsiones, que ha mantenido vivo su nombre durante casi dos

siglos.

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27 Extraño talento el de Vargas Tejada: a pesar de que la política, como suele ocurrir en estas repúblicas, gastó buena parte de su energía, y

las pasiones de la época lo desviaron continuamente de su destino literario, se hizo dueño de un lenguaje como difícilmente podemos encontrarlo en nuestra poesía hasta muy avanzado el siglo XIX,

derrochaba gracia, ingenio, versatilidad, una felicidad de las expresiones y una eficacia de la ironía que tal vez nadie ha superado en nuestras letras.Las convulsiones, esa pequeña y brillante representación de las costumbres de su tiempo, cuyo tema fue tomado, se dice, de Lope de Vega y de Albergati, está llena de descubrimientos personales, fluye como una obra de Moliere o de Oscar Wilde, y su único defecto es no ser más larga y

más copiosa.

Nunca estuvo tan cerca nuestra poesía de encontrar su entonación y su firmeza. Luis Vargas Tejada avanzaba hacia un lenguaje personal, rico y auténtico, combinando la cultura clásica con los modos del habla popular; su acento crítico refleja realmente el espíritu ilustrado y la curiosidad intelectual de aquellos años; la elegancia de su ironía y la precisión de sus imágenes son continuamente estimulantes para el lector. Es un maestro de la rima, de las ocurrencias sorpresivas, de los discretos matices psicológicos. Carece de la marmórea pesadez de los poetas del siglo XIX, posteriores a él y anteriores a Silva. Habrá que esperar hasta Gutiérrez Nájera en México, en las antesalas del

Modernismo, para encontrar esa gracia del verso.

Por aquellos años, el poeta entonces grancolombiano y hoy ecuatoriano José Joaquín Olmedo intentó la epopeya de la emancipación en el célebre Canto a Bolívar oLa victoria de Junín, algunos de cuyos fragores perduran aún como los trozos de una vieja estatua: «¿Quién es aquel que el paso lento mueve/ sobre el collado que a Junín domina?». Y aquellas exhortaciones guerreras: «Acometed, que siempre/ de quien se atreve más el triunfo ha sido,/ quien no espera vencer, ya está vencido».

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

28 Bolívar, buen escritor y excelente crítico literario, no vaciló en comentarle al poeta que su manera de celebrar esas hazañas nuevas

era vieja y acartonada. Había demasiada rigidez enmascarada de clasicismo en aquellas estrofas, sin duda sinceras y entusiasmadas. Pero cabía pensar, insinuó, si esos hechos nuevos y esos nuevos ideales del hombre americano no merecían una poesía nueva, otro lenguaje. No creo que Bolívar pensara allí en su propia perduración en el canto, sino en lo fundamental: ¿tendría alguna vez nuestra América un estilo suyo, una poesía propia? Poco después, en Norteamérica, se dio la enorme aventura poética de Walt Whitman, que significó la verdadera declaración de independencia espiritual de los Estados del norte: no era simplemente un poema, era un ideal estético y la enunciación de un modo de estar en el mundo, de una esperanza y de un propósito. Aunque es claro que para los americanos del norte, ocupando un territorio al que previamente despoblaron, y trasladando la lengua a unas regiones y unos climas que no eran radicalmente distintos de aquellos de donde procedían, les fue más fácil prolongar la cultura europea, ampliando sus alcances y modificando sus sueños. Lo nuestro era ocupar la naturaleza excesiva de los trópicos, con una lengua nacida en otro mundo y que no tenía nombres para las cosas de cada día, y eso nos amenazaba con la irrealidad; lo nuestro era la fusión de las razas y las culturas, y eso nos exigía una idea nueva de nosotros mismos y una redefinición de los principios de la civilización; no sería fácil que de nosotros saliera, con esa torrencialidad, un canto lleno de

firmeza y de futuro.

Pero algo así buscaba, a su manera, Vargas Tejada con su talento, su cultura y su apasionada entrega a las confrontaciones de la época. Si hubiera sigo amigo o partidario de Bolívar, y no su encendido adversario, tal vez sólo él habría podido cantar, casi en seguida: «el embate de las lanzas que tejen la batalla escarlata», como ha escrito Borges de Junín. Pero Bolívar y Vargas Tejada

fueron adversarios, y la fulgurante existencia de aquel poeta joven

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29 se vio desviada por los azares y las sombras de una noche que realmente fue nefanda.

Gracias a Manuelita Sáenz y a cierta ventana que aún podemos visitar en una calle inclinada de la vieja Bogotá, Colombia se salvó del estigma atroz de haber matado a su Libertador, pero el precio de aquella salvación fue la desamparada muerte del hombre que

pudo ser el poeta del país que nacía.

Lejos de todo lo que había sido su vida, de lo que había escrito y soñado, Luis Vargas Tejada fue arrastrado en su fuga por las aguas de un río, en alguna región de los Llanos Orientales de Colombia. Así se frustró un destino para nuestras letras, y así se cumplió esa fatalidad, casi mítica, que parece ser uno de los destinos de nuestro continente. Como en los versos de Borges

sobre Francisco Narciso de Laprida:

Yo que anhelé ser otro, ser un hombre

de sentencias, de libros, de dictámenes,

a cielo abierto yaceré entre ciénagas;

pero me endiosa el pecho inexplicable

un júbilo secreto. Al fin me encuentro

con mi destino sudamericano.

Sacrificado a la vez por la naturaleza y por la historia, el poeta se perdió en las llanuras. Sin él sería más difícil y más largo alcanzar nuestro lenguaje y nuestro rostro.